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Irse Es Una Forma de Decir Te Amo, Para Poetas

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Un escritor es la persona que más miente, y que peor traiciona.

Miente con el nombre de su musa.

Con el color de su pelo.

Con sus lunares.

Con la talla de los jeans de ella. (siempre un poco menos ajustados)

Miente con las fechas y las calles.

Escribirá de ti y contará tu historia pero nunca la verdad.

Pudiera escribir que te ama, pero dirá que te amó, porque se escribe para olvidar

que duele no tenerte,

Y que tú

Encontraste alguien que te amara más,

No mejor.

Y cuando dice que llora.

Y cuando dice que te extraña.

Sólo pretende que entiendas que su idioma es crearte.

Los escritores no saben vivir fuera de los libros.

Yo no sé vivir sin que me leas.

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A Sophie, quien me enseñó todo lo que sé del amor.

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Irse es una forma de decir te amo, para poetas.

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Antes de irse dijo:

-Tú querrás hacer cosas que yo ya hice.

Supuse que tenía razón; que tal vez ella ya había tomado tantas manos que no

tomaría la mía para cruzar la acera. Debí decirle adiós, pero dije te amo;

y era cierto.

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Es de madrugada, para ser exactos son las tres con treinta minutos. Dudo si

describir o no el escenario donde me encuentro, ya que es demasiado común, y

deprimente. Maldigo el olor a muerte de esta ciudad, un olor insoportable en el

viento. Blasfemo contra cualquier criatura muerta fuera y dentro de este barato

cuarto donde me hospedo, apartándome de todo aquello llamado sociedad, llevo

más de dos horas tratando de comenzar a escribir mi carta despedida,

engañándome hasta mi último suspiro de que alguna persona le interese por un

instante, saber quién era yo, espero se detenga y lea las líneas no trazadas aún

en el papel que sostengo en mis manos. Ojalá que la persona que encuentre mi

carta sea la indicada, trato de no ser negativo, sé lo que pasará. Llegará la

señorita de la limpieza al cuarto veintitrés viviendo su día tan igual, tan rutinario,

como lo han sido los últimos quince años que lleva trabajando allí, le he

observado, y tratado de no cruzar palabra alguna, inmediatamente se daría cuenta

de que soy un tipo desahuciado, y no tardarían en correrme del hotel. Me llevaría

otros cinco meses encontrar un lugar donde pueda haber alguna esperanza, ella

seguramente pasaría de largo como siempre, al ver el letrero de no molestar

colgado en la perilla de la puerta, pero mi cuerpo no tardaría mucho en comenzar

a descomponerse, si termino hoy jueves con mi vida nadie se daría cuenta hasta

el lunes, el día en que ella regresa por la mañana, se quejarían los demás

huéspedes, pero aceptémoslo, a nadie le importa.

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Llegaría temprano como siempre con su termo lleno de café, con su sonrisa

melancólica, inmediatamente sabría que algo anda mal, tocaría dos veces,

buscaría la llave al ver que nadie responde y me encontraría allí, flotando en el

aire, con una soga alrededor de mi cuello, la silla donde me apoyé para subir

tirada justo enfrente de mí en medio de la habitación, y aquella carta que sujetaba

entre mis manos tirada en algún lugar lejos de mi cuerpo inerte, no puedo imaginar

su reacción, no sé si llorará, si sentirá asco, pena, o lo que es peor, lástima. Sólo

mantengo la esperanza de que antes que la policía y los forenses lleguen, ella lea

mis últimas palabras.

Sé también que es demasiado débil por lo que quizá grite pidiendo ayuda

intentando salvarme, se acercará tímida pero rápidamente y tocará mi piel

incapaz de sentir caricia, la sentirá helada, sabrá que no habrá ya nada por hacer,

y se irá, espero que lea lo que escribo. Espero que mi último aliento quede

grabado en el silencio y le permita escuchar, la súplica que le hago.

6:50 am.

Comienza un poco de claridad a penetrar por las paredes poco profundas. Y sigo

sin poder escribir, si nunca han estado o visto alguien al borde de la muerte nunca

sabrán lo rápido que se pasa el tiempo, y lo largo que se hace a la vez la espera.

Pero al final siempre termina siendo un alivio acabar con tanto dolor, con tanto

sufrimiento. Faltan diez minutos para que empiece su turno, no debe verme vivo,

nunca podría entender, tengo que salir corriendo más mis pies con el paso del

tiempo se han hecho torpes, y sobretodo lentos. Intento salir corriendo, mi pulso

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comienza a incrementar como hace años no lo sentía, cuando creo ver la salida,

ella está allí, sin poder hacer nada, me quedo inmóvil. Al verme Cloé nunca

pasaría de largo, nunca ha sido así su forma de ser, saludaría amablemente con

un “Buen día”.

Hoy llevaba un vestido que jamás en estos años de conocerla sin que ella se

acuerde de mí le había visto ponerse, lucía hermosa, seguramente era un día

especial, quién limpiaría vestida tan elegantemente los cuartos de un lugar tan

asqueroso, la sorprendieron unos amigos, la felicitan por su cumpleaños, mientas

se encuentra distraída salgo pasando desapercibido, ella siempre sale hasta las

tres de trabajar y yo recorro las calles para viajar en mis recuerdos de esta cada

vez más vieja ciudad. Intento pensar claramente, no puedo cometer más errores,

tengo que comenzar a escribir, y no es fácil. Pero ya no me queda más tiempo,

pronto ella estará tan acostumbrada a la muerte que cuando me vea, nunca podrá

recordarme.

Todo en mi mente es una guerra, cuando cae la noche y estoy allí, con pluma y

papel, con mucho que decir y sin nada que escribir, siguen pasando las horas y yo

no encuentro las palabras adecuadas, esas que deberían de salir de mi boca y no

de un bolígrafo. Veo a la gente ir y venir, las palomas volando como si todo

siguiera su ritmo menos yo, tal vez ya no soy más parte de este mundo, quizá sea

así como se anuncia la muerte, regalándote el completo sentido de las cosas

sabiendo que nunca entenderías, así se viste, mostrándote todo lo que

extrañarías, más sé que la muerte no es amiga mía, sé que está jugando conmigo,

y yo le dejo, no tengo nada que me haga querer vivir lo que mis ojos ven, pues

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todo lo que me muestra es una fantasía que ya viví. Pienso si regresar o no, no he

podido avanzar mucho, he llegado a unas cuantas calles no muy lejos del hotel

pero es mejor regresar ahora.

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Para mí el mundo se detuvo el día en que Anna retocó su maquillaje frente al vitral

de la tienda en donde trabajo. Para mi encontrarla sólo fue el preludio de una vida

que no me pertenecía. La amé mucho antes de que me dijera su nombre. Antes

de saber su color favorito, de compartir besos y antes de escuchar en sus labios

mi nombre y de dejar su aroma en mi piel. Ella tenía lo ojitos más tristes que había

visto. Se le notaba en las manos las heridas de amores pasados, los daños que

llevaba en las muñecas, supe que me contaría mil historias mientras yo me

recostara en sus senos desnudos y ella haría de mi pecho su hogar. Me prometí

que si a las tres de la mañana no podía dormir, pasaríamos el tiempo mirando el

techo.

Mi reloj marcaba las nueve de la mañana. Era quince de abril. Ella era la chica a la

que yo había estado buscando. Cloé no llegaría a trabajar, me había pedido como

favor que la cubriera, aunque era sábado nunca me podía negar a sus peticiones.

No podía dejar solo el lugar, tenía que abrir la librería. Pero sabía también que si

dejaba ir a Anna jamás la volvería a ver. No supe qué hacer, las piernas me

temblaban, el corazón se me saldría e iría corriendo a gritarle que escapara

conmigo, no importaba el lugar.

Y debí haberlo hecho.

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Mi empelo era un trabajo de medio turno, el salario nunca fue muy bueno pero me

ayudaba a pagar la renta del cuarto en el que vivía con Daniel, me alcanzaba para

todo lo necesario, no necesitaba lujos.

Un año antes de ver a Anna ponerle un poco de rubor a sus mejillas y algo de

color a sus labios, yo vivía en Puerto escondido, el lugar menos cultural del

mundo, en el centro histórico sólo existe una biblioteca que la mayor parte del

tiempo se encontraba cerrada, en mi niñez yo no podía leer tanto como lo hago

ahora, por lo que era más de salir a jugar en bicicleta toda la tarde, recorrerme las

pequeñas calles que para mi edad se me hacían del tamaño del mundo. Jugaba

con María y su perro, al futbol con sus primos y cada vez que intentaba escribir me

llamaban raro.

Al cumplir dieciocho años estaba harto de las mismas personas, de las arrugas de

tía Mariela que decía tener treinta y cinco cuando todos sabían que era más vieja

que la señora Ariadna quien con orgullo había hecho una fiesta enorme cuando

cumplió los cincuenta; y el mismo año las bodas de plata con su adorado Paco.

Estaba cansado de la hija del doctor Alberto que desde que supo que yo era

mayor de edad no dejaba de pasearse con falditas y vestiditos arriba de las

rodillas, en su casa era una santa y en la calle una cualquiera. No era fea, pero

había días en los que no sabía si se había pintado la cara con crayones o si se

había dormido maquillada y al salir de casa no se dio cuenta que llevaba labial

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esparcido en las mejillas como rubor. Demasiado exagerado para mí gusto. Ella

había cambiado mucho, en la infancia era mi mejor amiga, fuimos novios en

preescolar y cuando pasamos al colegio nos separamos, su madre ese año se

estaba divorciando de su padre y se la llevó a vivir a Canadá. Yo la consolaba y la

quería mucho, era su único amigo. Mantuve un tiempo comunicación con ella

hasta que dejó de responder mis llamadas. Su madre tuvo un accidente y murió

cuando ella estaba por cumplir los quince, yo tenía trece. Al volver el recuerdo que

tenía de ella era completamente distinto a lo que se había convertido. Su forma de

hablar, de ser, aquella niña cariñosa ahora era superficial y promiscua. Pensé que

era una de esas etapas del duelo que describen en los libros que mi madre tenía.

Pero empezó a juntarse con drogadictos.

Intenté ayudarla, hice todo lo que estaba en mis manos pero ella sólo empeoraba,

una tarde de verano fui a su casa para invitarla a tomar un café, su nana me dijo

que estaba en su habitación y subí para verla. La puerta se encontraba abierta,

toqué pero no se dio cuenta, así que pasé y la escuché en el baño. Me asusté y

entré a verla para saber que le ocurría, jamás la había visto tan mal. Se estaba

haciendo vomitar. Prometí no decirle a nadie a condición de que me dejar

ayudarla. Le hice la promesa de que todo estaría bien.

Me alejó de su lado.

Cuando cumplí dieciocho ella empezó a buscarme para que saliéramos juntos,

siempre me negaba, hasta que una enfermedad me mantuvo un mes en cama, las

constantes visitas del doctor y sus conversaciones incómodas sobre su única hija,

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y sus sueños de verla casada con un buen hombre, no lo culpo, le dio la mejor

educación que cualquiera en el pueblo nunca le habría podido dar a sus hijos, y a

los ojos de un padre nunca se ve en las piernas cuando camina lo que nueve

meses después juró ella era el hijo del espíritu santo, pero ella de virgen sólo tenía

el nombre. Para bien de su apellido el hijo le nació muerto.

Así me olvidé de las caderas de María.

Pero ella no se olvidó de mí. Yo era el único que la trataba con respeto, y también

el único que le había dicho que no, eso me creo una mala fama. Además de la que

ya tenía por tener pocos amigos y preferir escribir que jugar en el equipo del

vecindario. Y aun con los rumores, no cedí a las constantes insinuaciones de

María.

Creo que intenté volver a ser su amigo, pero ella siempre intenta besarme. Yo la

quería, pero no en la misma forma que ella me veía. Su padre confiaba mucho en

mí, me pidió que no la dejara sola, y así lo hice. Ese año una de sus primas por

parte de su madre vendría a visitarla, pensé que la visita le ayudaría así que le

acompañé a recogerla a la estación del metro una tarde lluviosa de Noviembre.

Bianca, era su nombre, y recuerdo que al verla supe que la había esperado toda

mi vida. Le quedaba muy bien el abrigo rojo que llevaba puesto. Había dejado de

llover, había frío, peor sus mejillas no estaban rojas, supongo que de donde ella

venía todo el tiempo hacía frío.

María se dio cuenta de la forma en que estaba mirando a su prima. Me dio un

poco de pena porque estaba intentado ocultarlo sin mucho éxito.

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Volví al hotel.

Caminé a mi habitación, el olor a suavizante de telas en las sábanas blancas me

molestaba y comencé a escribir. No sé si describir o no el estado en el que me

encuentro, ya que es demasiado común, y deprimente. Leo tu carta otra vez como

cada tarde. Y quisiera ser yo y no tú.

Invierno del noventa y seis, veintidós de enero, dos y ocho minutos de la

madrugada. Letras llenas de frio al ritmo del viento y de la noche.

Noto no muy distinto escribir una carta de amor a una de despedida. Solo hay una

corta línea, una llamada ilusión, y la otra bueno, desesperanza.

Me siento sola.

¿Alguna vez un libro te ha encontrado a ti?

Desde hace cinco meses un libro me había estado buscando, yo no hice nada por

encontrarlo. Hace dos meses no podía dejar de llorar, estaba muy triste y me

sentía sola. Recuerdo que ya no estaba pensado, ni escuchando, sólo lo hice. Mi

padre me abrazaba come en esas películas en super-8 en donde alguien abraza a

una persona muerta preguntándole ¿Por qué lo hizo? Y eso mientras me

abrazaba. Y respondí sin sentir nada.

Me sentía sola.

¿Alguna vez sentiste que nadie te escuchaba?

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Yo lo siento todo el tiempo, así que los escucho. Y casi no hablo.

Cuando salí del hospital empecé a llegar con una psicóloga, la primera vez que

hablé con ella, lloré, me dijo que estaba bien hacerlo, pero yo no me sentía triste,

sino asustada. Pero creí que podía contar con ella. Y lo hice.

Más que creer que podía salvarme.

Quería que lo hiciera. Deseaba que pudiera.

Y nadie fuera de mi familia sabía lo que yo había hecho. Hablé con “mi mejor

amigo”, como solía hacerlo, siempre, me parece que escucha pero nunca me dice

nada. Es lo que suele pasar, las personas se quedan sin saber qué decirme, y es

triste, porque al silencio preferiría que me dijeran un “todo estará bien”.

Con mi psicóloga escuchando me sentía bien. Se fue. Y no dijo nada.

Me sentí mal. Y otra vez sola.

¿Sabes? “mi mejor amigo” está enamorado de mí. Yo no quiero que intente

besarme. Quiero que sea mi amigo. Me siento sola.

Y te extraño.

Porque tú me haces sentir mejor aunque ni siquiera lo intentas, y es agradable

saber que alguien entiende y no me juzga.

Quiero un amigo.

P.D. no quiero un consejo, quiero un abrazo.

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Con mucho cariño,

Tu pequeña de ojos tristes.

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Recuerdo que solía enamorarme cada día a primera vista no sé qué me pasó, si

aún voy a los mismos lugares intentando ver a alguien dos veces. Ayer, sentí que

el amor se me salía del pecho, corría por mis venas y escapaba de entre mis ojos,

porque mi mirada aún te busca sin parar de llorar.

-¿Dónde estás, Bianca?, me haces tanta falta.

¿Qué piensas de mí?

¿Recuerdas mi nombre?, yo te pienso siempre.

A veces, olvido, que hay otra realidad a parte de la que ella formaba. La figura de

sus manos dibujando un mundo donde jamás pasaba nada, en donde me sentía

seguro. El café de sus ojos como el mejor color del universo en mis noches de

insomnio velando mi sueño. Con su voz y mi silencio, con su piano y mi guitarra.

A veces, casi siempre. Olvido, que los peores monstruos no viven bajo la cama,

viven dentro de nosotros mismos, habitan en el alma. En su pecho habita una

herida que nunca podré sanar. Eso, jamás lo olvido. Es lo que más me duele. Es

en lo que más pienso. Siempre está presente en mí, es lo único que queda de ella.

Un recuerdo de todo lo que pudimos ser, lo que algún día espero logremos ser.

Siempre seré de ella, para ser de ambos.

A veces me olvido de la realidad para seguir soñando que está conmigo. Pienso

en un mundo paralelo, donde sus manos y mis manos se logran escribir, donde su

alma y mi alma, se desnudan los miedos.

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Pienso en un mundo ajeno al nuestro, ajeno a la ciudad por donde camina, pienso

en la calle que pisa, en las personas que la ven, pienso en su andar de bailarina,

en los colores de su bufanda, en cada uno de sus días, pienso en ella para no

morir. Invento mundos para pertenecernos. Soy más del lápiz que de la pluma.

Somos más de la noche que del día.

Y yo soy de ella, y ella nunca será mía.

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Abrí la librería.

Y la vi alejarse.

Quería correr a detenerla por el brazo y besarle las mejillas rojas por el frío. La

estaba dejando ir. Yo era consciente de ello, pero qué podía hacer, alguien como

ella, jamás me miraría.

Pregunté a todos los clientes si la conocían. Nadie supo decirme, y yo no sabía si

era por mi manera de hablar de ella como un ángel lo que me hacía parecer loco y

ella irreal. A todos dije que tenía el cabello hasta los hombros y un pequeño

flequillo que la hacía ver aún más tierna de lo que ya me parecía con el vestido

azul que llevaba puesto. El color de su piel era más blanco que la luna. Y dije que

tendía unos diecisiete años.

Mi jefe, el señor Marcos, me llamó la atención todo el día, pues estuvo muy

distraído. Le conté y me dijo que entre tantos libros uno siempre se termina

haciendo una imagen en la mente de la musa perfecta. Me negaba a creer que

ella era parte de mi imaginación.

No creía que el destino pondría dos veces el mismo día su figura en la puerta de la

librería, buscaba la dirección de una amiga de la que no recuerdo su nombre

porque mientras me hablaba me parecía que sus pecas saltaban una a una

jugando en su nariz.

Tomé su mano.

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Y ella algo confusa me miró directo a los ojos.

No sabía que preguntar además de su nombre entonces dije,

-¿qué harías si el amor de tu vida te da una oportunidad?

No comprendió mi pregunta. Y no supe disimular mi nerviosismo, creo que estaba

siendo demasiado idiota. Para ocultar un poco mi atracción, le hablé de libros

hasta aturdirla. Supe que me dejaba hablar por educación, y pensé que estaba

siendo demasiado extraño.

Me interrumpió el jefe al ver mi apuro.

-Yo creo que ella no está aquí buscando un libro, podrías acompañarla saliendo

del trabajo a encontrar la dirección.

Me ofrecí llevarla sabiendo que yo era casi igual que nueva que ella en la ciudad.

Y de todas las cosas por las que pensé diría que no, dijo que sí, y el mundo se

detuvo.

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Él es la clase de chico que paga por una puta para platicar cada noche de viernes.

Y los domingos se intenta suicidar. Conoció el prostíbulo una noche en que el

alcohol del bar al que lo llevaba siempre Cloé ya no le era suficiente para no

pensar en Bianca. El camarero del bar vio en la barra a un solitario, vio sus ganas

de morir desbordándose por los bolsillos de su saco, a quienes no tienen motivos

para vivir se les nota en la mirada su necesidad de cariño. Le dio en un papel el

nombre de una calle francesa a no sé cuántas esquinas de la estación del metro,

le presto unas monedas y un boleto, no hacía falta ver que el saldo de sus tarjetas

ese mes estaba en rojo, el camero se llamaba Daniel y le indicó que al llegar

preguntara por Nuvole, que ella sabría qué hacer. No había tomado lo suficiente

todavía así que al despedirse le dijo que no se preocupara por la cuenta que él

tendría que pagar las cervezas la próxima vez que se vieran.

Llevaba en su pantalón tres cajas de pastillas para dormir, era una noche de

domingo. Decidió caminar, no traía llaves ni tenía a dónde ir; estaba solo.

Camino por las vías del tren un rato como quien juega rayuela de niño en medio

de la calle. Vio las luces rojas a lo lejos, y brincó de nuevo, esta vez tarareando

una canción de Ludovico Einaudi. Las puertas del tren pararon justo frente a él. El vagón

estaba vacío, la próxima era la última parada. Nadie que apreciaba su vida tomaba el tren a

las dos de la mañana. Disfrutó el viajé de veintidós minutos. Según lo que tenía escrito sólo

había que caminar dos calles más y llegaría. Sacó su última moneda y la metió a una

máquina de sodas. Miró las opciones, eligió su sabor preferido, naranja. La lata se atoró un

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poco y después de unos golpecitos con el pie y la mano cayó. Se sentó en la acera, se quitó

el abrigo, revisó los bolsillos y sacó la última caja que le quedaba, hasta el momento no se

había sentido agotado, tardaban en hacer efecto según le indicó el joven de la farmacia.

Tomó un sorbo de refresco abrió una por una las pastillas, las ingirió y siguió caminando

hasta la dirección. La casa estaba en una esquina, alrededor todo era demasiado silencioso.

Por lo que se decía era el peor lugar de la ciudad, a su parecer no era tan malo pero era un

barrio pobre. Tocó la puerta al no encontrar el timbre, el lugar parecía estar cerrado, una

señora acudió de inmediato, él calculó que ella tendría unos setenta y cinco por las arrugas

en su cara y manos, ella le preguntó: ¿qué se te ofrece muchacho, tú no eres de por aquí?,

Sintió un extraño presentimiento, luego náuseas,

-busco a Nuvole, dijo.

La vieja sonrío con lástima y lo dejó pasar, dentro se encontraban más de diecisiete

muchachas entre unos trece y quince años con batas blancas.

Nuvole tenía veintiún años.

Mandó a llamarla con una de las niñas, Laura, escuchó entre murmullos.

Tenía el cabello sujeto en un moño y las mejores curvas que había visto.

Dos minutos más tarde la vio bajar acompañada de una muchacha con el pelo suelto, rojo,

con pecas en la mejillas, con aproximadamente seis meses de embarazo.

Te extrañé, dijo.

Él lloraba.

Corrió a abrazarla sin parar de llorar:

Anna, dijo, mientras la besaba.

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Me gusta cerrar los ojos cuando estoy contigo, así todo se siente más.

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Una mañana Anna despertó con un vestidito de tristezas.

Salió de casa con los ojitos lloros, se sentó en una banca en una plaza llena de

ausencias, y a su lado un niño jugaba con sus colores mientras recitaba poesía.

Ella había dejado algunas letras en el suelo y él se tropezó frente a ella manchando su

vestidito, pero los colores formaban flores, y desde entonces ella era menos triste. Él

también estaba roto, tenía largos períodos de lentas agonías existenciales. Él solía

romperse la frente con el lavabo y lloraba porque ella no estaba, sólo que no la culpaba

porque aún no la conocía. Ella calmaba sus delirios y sus neurosis nocturnas, aquella

fatiga de después de escribir un poema de noche. Ella lo reconocía como el mejor poeta.

Pintaba en sus paredes con colores porque él le temía al color blanco, le recordaba al

abismo y a la infinitud. Aún en su ausencia siempre habían sabido que querían estar

juntos.

Ahora caminaban tomados por el brazo, él arruinaba su traje con la lluvia y ella era tan

buena que empapaba su vestido para estar iguales. Hacían barcos de papel con los

versos que escribían juntos, éstos nunca naufragaron porque la llevaban a ella como una

figurita irreal. Ella le dibujaba caritas en los dedos de los pies mientras él le leía la poesía

de Pessoa. Tenían miedo de que sus abrazos no pudieran salvarlos…

Ambos se reían de las batas blancas de las personas que observaban caminar. Qué

absurdo era el color blanco. Ellos juntos tenían colores. Tantas personas rotas le habían

creado un corazón que ella creía no tenía, el “hogar es el lugar en donde tenemos el

corazón”, y ella por fin había encontrado el suyo en su pecho.

Tomaba un vaso de agua junto a una ventana, sentada en una mesita de un hospital

psiquiátrico. Escribía en su mano desde que había ingresado siempre la misma historia.

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La enfermera le llevaba una nueva cajita de crayones, su vestido estaba lleno de dibujos

de flores.

Ahora ella era menos triste.

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