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J. I. Nájera. Cioran, 100 años

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E. M. CIORANHomenaje en el centenario del nacimiento del gran

pensador de la vacuidad

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CIORAN, 100 AÑOS

● José Ignacio Nájera ●

O DEJA DE SER CURIOSO que nos encontremos rememorando el centenario

del nacimiento de Cioran, un personaje que tanto peroró sobre los

inconvenientes de la existencia. Seguro que si él pudiera echar un vistazo

sobre nosotros, los celebrantes, estallaría en una carcajada de esas con que de vez en

cuando sustituía su escritura disuasoria. Recordar el nacimiento no sería sino recordar

un mal suceso: la irrupción de un nuevo ser en la vida. ¿A qué otro más? “Madre, ojalá

me hubieras abortado”, parece ser que le dejó dicho a su progenitora en cierta ocasión.

En efecto, nacemos sin ser convocados. Nada hay más antidemocrático que ese decreto

de la Naturaleza, o de la decisión de los dioses. Si en una especie de contradictorio

impasse ontológico pudiéramos elegir, Cioran se inclinaría por pensar que pocos serían

los decididos. Quizá esa sea la causa de la ausencia de consultas previas y de “que sea lo

que Dios quiera”. Amén. Cualquiera que haya leído a Cioran sabrá de sus bromas con

respecto a esos dos grandes culpables: la Naturaleza o el aciago demiurgo.

¿Bromas? Sí, bromas. ¿Qué otra cosa cabría hacer? ¿Matarse? Siempre se

mataría uno demasiado tarde, nos dice Cioran. Es decir, la muerte solucionaría

falsamente el hecho de nacer. Nacer, pese a lo reiterativo del fenómeno, no deja de ser

un acontecimiento pasmoso. Tanto como tomar conciencia del ser en el sentido

heideggeriano. Incluso podríamos decir que lo primero no es sino una de las muchas

concreciones de lo segundo. Si el ser es el brotar, el ser humano es uno de sus

innumerables brotes.

N

Pues bien, el 8 de abril de 1911 nació en Rumanía esa concreción nominada

como Emil Mihail Cioran. Resultado, a su vez, de una anterior e infausta noche de

tráfico de fluidos entre el pope y su esposa. Una fatalidad eligió y dispuso los gametos

originarios del futuro ente, y así comenzó la fechoría. Si él piensa que el ser humano

genérico es un fiasco, cómo no pensarlo también de sí mismo. Y eso es lo que

constatamos en la lectura de sus libros: una triple perplejidad. Ante la existencia, ante el

ser humano y ante su modo de ser. Cosmología, Antropología y Psicología, todas a una

vez. Y ante todas siempre predomina la decepción. Así, prefiere un mundo mineral

antes que uno biológico, y la nada antes que el ser. Sin embargo, no cesa de decirnos,

estamos atrapados, nuestros lamentos son la irrefutabilidad de nuestra existencia. Cada

risa, cada ilusión, cada empresa… de nuestras vidas no son sino la desmemoria del acto

de nacer, de sus porqués y de sus fines. El que se proclama feliz siempre lo hace a costa

de una amnesia sobre lo fundamental: la gratuidad de la existencia.

Ante semejantes dicterios no es de extrañar la panoplia de epítetos que han caído

sobre Cioran: pesimista, desesperado, nihilista, amoral, aguafiestas… y, cómo no,

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irracionalista. Estaba tan acostumbrado a esos calificativos que ni siquiera los solía

combatir. Como es sabido los conjuraba (o los reforzaba) proclamándose escéptico,

pero tampoco con radicalidad, porque sabía que de vez en cuando sucumbía ante algo

que no era la duda. ¡También sucumbía a la tentación de respirar! Esto me da pie para

hablar de esa oferta que de tiempo en tiempo le hacían sus combatientes: ¿Por qué no

optar por el suicidio? El disparo, la cuerda, la precipitación…, he ahí unas cuantas

soluciones definitivas, y, además, no iba a ser usted el primero, Sr. Cioran.

Si me suicido renunciaría a la posibilidad que más libertad me otorga. Esa era la

frase que más o menos solía esgrimir. Lejos de ser una boutade, la opción de poder

suprimirse es la que mejor te defiende del absurdo de todo. Saber que si tú quieres…

puedes conculcar un orden que no te pertenece y que además no reconoces. He ahí la

máxima posibilidad de rebeldía (que sin embargo nada destruye, salvo al individuo que

la practica). Eso tiene el suicidio, que es tan espléndido, tan escandaloso, como fútil.

Por eso, nos señala Cioran, donde mejor está es en la recámara. Sabiendo que uno puede

suicidarse, se sobrelleva mejor la vida, esa es la ganancia. La vida no merece la pena, es

el sabido apotegma de Cioran, pero tampoco hay razones de peso para segarla. He ahí la

aporía. El desatino, recordemos, era el hecho de nacer.

Vivamos, pues. Y así lo hizo este escéptico que se sentía tentado de vez en

cuando. Y una de las tentaciones a la que más se entregó fue la escritura. La escritura

que nos legó a lo largo de una veintena de libros y unos largos y fragmentarios diarios,

en los que entre otras muchas cosas nos dejó curiosas parrafadas sobre los pros y los

contras del suicidio. Es decir, el hombre que no quería nada ha dejado una obra.

Incluso, digámoslo más pomposamente: unas Obras completas.

Dicho esto, ¿se podría hacer una invitación a la lectura de Cioran? Por supuesto

que sí, y sobre todo habría que empezar por invitar a los optimistas, a los constructivos,

a los predicadores, a los positivistas, a los salvadores —de almas, de patrias y del

planeta—. Es decir, a todos los obsesionados por la proliferación de sus ideas —la

especie más etérea y letal que existe— para que consideren que todo concepto no es

sino un malentendido de la realidad. “La historia no es más que un desfile de falsos

Absolutos”, nos avisa Cioran al comienzo de su Breviario de podredumbre —hubiera

bastado sólo el término “Absoluto”, ¿qué sería un verdadero Absoluto?—. ¿Quién no

corroboraría semejante juicio?, ¿quién no podría poner centenares de ejemplos? Y, sin

embargo, ahí seguimos proponiendo nuestra charlatanería como espejo del Universo.

Por eso Cioran es un buen paliativo para la erupción de nuestras furias y de nuestras

prevalencias. Al lado de su pesimismo y de su lectura negra del mundo convive todo un

repertorio de ataráxicos con que hacernos repugnante cualquier forma de fanatismo.

Leámoslo, pues.

www.emilmcioran.blogspot.com