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Jeidi Isabel M. Bustos

Jeidi - Recursos Editoriales · mientras el cántaro de metal se va llenando. Se prenden luces en las pocas casas de abajo e imagina el olor a pan tostado y a las madres peinando

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Jeidi

Isabel M. Bustos

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Busto, Isabel M.Jeidi - 1a ed. - Buenos Aires : Blatt & Ríos, 2018.192 p. ; 18x13 cm. ISBN 978-987-4941-02-2 1. Narrativa Chilena. 2. Novela. I. Título.CDD Ch863

© Isabel M. Bustos, 2017© Libros del Laurel, 2017Publicada mediante acuerdo con VicLit Agencia Literaria© 2018, por esta edición: Blatt & Ríos

1ª edición en Blatt & Ríos: octubre de 2018

Diseño de tapa: Iñaki Jankowski | www.jij.com.ar

blatt-rios.com.arfacebook.com/BlattRios

isbn: 978-987-4941-02-2

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin permiso previo del editor y/o autor.

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A los Gálvez Chamorroy a mis hijas Esther y Flora.

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Jeidi ordeña religiosamente a la Pituca desde que el abue-lo se cayó del caballo y se le da mal agacharse. Aunque le apena que el pobre viejo ande con la mano en la cadera, se siente adulta encargándose de la vaca y le encanta ver el amanecer desde el cerro, oyendo el sonido de la leche mientras el cántaro de metal se va llenando. Se prenden luces en las pocas casas de abajo e imagina el olor a pan tostado y a las madres peinando a sus hijos. Antes de ter-minar toma un largo y tibio trago directo de la ubre y se limpia con la manga del chaleco. Sería el desayuno.

Luego, ya adentro, se lava la cara en el agua turbia del balde y se moja el moño para ordenarlo. Mientras espera que hierva la tetera en la cocina a leña, aprovecha de lim-piarse las uñas con un tenedor.

Aparece el abuelo tras la cortina que separa su pieza de la cocina y el estar. Lleva puestos sólo los pantalones, la faja y un calcetín.

—De nuevo con la tontera de las calcetas, hija. ¡El par bueno que tengo!

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Jeidi se apura a su pequeña pieza que, como toda la vetusta casa, tiene suelo de tierra. Le agrada pensar que vive directamente sobre el planeta. Los muros, como to-dos los del caserío, son de un adobe grueso y pajoso. El calendario de una forestal está puesto en febrero de 1986, aunque ya es marzo. En el piso, apoyados en una gran vir-gen de yeso están el carné de identidad y una foto de una mujer joven muy parecida a Jeidi. Hay también un paño amarillo y un calcetín blanco que la niña sacude contra su ropa antes de entregárselo al abuelo.

Ahora el viejo toma un mate sentado en una de las dos sillas de palo y se ríe con El Chavo del 8, que apenas se ve en el televisor naranjo que cambió hace poco por tres ovejas paridas. Jeidi se cambia el buzo y las botas de agua. Se persigna mirando a la Virgen.

—Rápido, niña, que hay que llegar con la leche fresca.Ayuda al abuelo a subir a la carreta y él, ya arriba, le

quita la mano como diciendo “yo puedo solo”. Vladimir, el perro, sube de un salto. Jeidi alza el bidón de leche con cuidado para no derramarla; pesa bastante más que ella. Se levanta el vestido para limpiarse las manos en las piernas y no ensuciarlo, aunque le da vergüenza ese vestido de domingo tres tallas más grande y con hom-breras de señora. Más la acompleja tener que usarlo con los zapatos negros de colegio, que son los únicos que tiene. No es que sepa de moda ni le interese, pero siente que debería disimular mejor en ese aspecto. No quie-re que alguien vaya a pensar que el abuelo es incapaz

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de criarla como corresponde. La visitadora social, por ejemplo.

No se llama Jeidi, pero así le dicen desde siempre por-que vive sola con su abuelo en la punta del cerro. No hay ningún vecino a la redonda, salvo Ariel, que vive justo debajo de la loma, en la última vivienda del caserío de Villa Prat. Cuando se siente sola conversa con Vladimir, que tiene los mismos once años que ella está a punto de cumplir. Es un perro como todos los de por allí, media-no, negro, con ojos vivos y una mancha en el pecho por la que lo llaman “perro con corbata”. El Vladi entiende bien algunos conceptos, comida, agua, gato, por eso Jei-di intercala estas palabras mientras le cuenta cosas, para mantener su atención.

Además de los funerales, la misa de domingo es la úni-ca ocasión en que se reúne todo el pueblo. Todos menos el bombero, que es masón. Aunque no tienen idea de lo que es eso, saben que no cree en Dios y que el fuego es cosa del diablo, así que nadie lo llamaría si se incendia algo; mejor arder aquí que allá abajo en el infierno.

La pequeña iglesia de adobe del 1700 solía ser el orgu-llo de Villa Prat porque aparecía en el Turistel como una de las atracciones de la zona central. Decían que su in-mensa campana de bronce había llegado con Colón y que la había bendecido el papa de la época. El terremoto de 1960 derrumbó el campanario y aún no lo arreglan, por lo que ya no figuran en ninguna guía turística y la campana es un adorno donde los niños juegan a hacer eco.

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El padre Amador, que es casi sordo, habla tan fuerte que hasta los jóvenes que no entran a la iglesia lo escu-chan, entre ellos Vicki, que se aburre mirando a los otros rebeldes y sólo se concentra cuando oye la voz de Jeidi en el coro, una voz que viene de algún planeta donde Dios todavía es justo y no sólo necesario. Varios allí podrían jurar que Jeidi se levanta unos milímetros del suelo cuan-do canta, sobre todo cuando pone los ojos en blanco, en las notas más altas. Al oírla, Ariel siente que se le pone la piel de gallina bajo su túnica de acólito. Tanto se emocio-na que casi siempre toca la campanilla de la eucaristía a destiempo. Él es la única persona, aparte de la Vicki, que sabe que en la parte de las peticiones Jeidi le pide perdón a su mamá, a quien no mató pero igual un poco sí, porque se fue en el parto. Por eso en el por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa se golpea el pecho con más fuerza que nadie en la iglesia.

Al final de la ceremonia se dan los mensajes de utili-dad pública para la comunidad, como “se ofrece trabajo de temporera” o “el veterinario viene en dos semanas”. Una vez incluso anunciaron la visita de un cantante de la tele, pero al final no llegó.

Vicki usa siempre pantalones y no se saca el chaleco ni en verano. Como no se desabriga ni en su casa, a veces hasta se le cuecen los pliegues bajo los pechos de tanto transpirar. A lo lejos ve cómo Jeidi se despide de su abuelo y se dirige hacia ella. Le pasa una de las cañas de pescar hechas de quila y se sientan a esperar a Ariel. Por mientras,

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buscan gusanos para los anzuelos en el tronco del sauce de la plaza. Vestida con sus mejores tenidas, casi todas ropas negras, la gente hace vida social intercambiando verduras, carne y leche. La improvisada feria dura hasta que todos se van a almorzar a sus casas en familia. La calle larga del caserío se queda sin levantar polvo en toda la tarde, igual que los sábados mientras dan Sábados Gigantes.

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Vicki, Jeidi y Ariel, cada uno con su caña de pescar, cami-nan entre los espinos y las ovejas, que están cada día más lanudas. Van hacia el estero de los sauces. No los dejan acercarse al río Mataquito porque el cuero se ha llevado a mucha gente de la zona. En el verano se tienen que bañar amarrados con cuerda a los árboles para que no se los lleve la corriente.

Ariel trae unos pancitos de queso fresco con dulce de membrillo que le hizo su mamá Marta y los comparten; le da la porción más considerable a Vicki, porque es mayor por unos meses.

—¿Tu jefe no te deja salir sin el traje de alcohólico acaso? –dice ella mirándole la túnica, y se ríe de su propio chiste.

Ariel se pone rojo, la mira para arriba, se para y se saca la vestidura; debajo tiene sus jeans y su polera que dice 012, su favorita, que le trajo su mamá Marta de la ropa americana.

A Jeidi le carga lo pesada que se pone a veces la Vicki, sobre todo con Ariel que no se atreve a encarar ni a su

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sombra. Su mamá Marta, como él la llama, lo crió como un huevito de cristal, muy delicado y limpiecito.

En el estero no es que pesquen mucho, una vez a lo lejos sacan una perca, pero les gusta estar solos, conver-sando y riéndose de los vecinos. En realidad eso de reírse del resto le gusta puro a la Vicki, pero los otros se hacen los interesados. No es que le tengan miedo a su amiga, al menos Jeidi no, sino que se podría decir que la respe-tan porque sabe harto más que ellos del mundo de los adultos y en general les enseña de todo. Últimamente les ha hablado mucho de lo innombrable que tuvieron que hacer sus papás para tenerlos y del poto de adelante de las mujeres, que ella bautizó como “la pota”. Ni Ariel ni Jeidi han visto a alguien del sexo opuesto sin ropa interior, y Vicki insiste en que nadie se va a querer casar con ellos si no tienen experiencia; tienen que verse los potos, no queda otra. Ariel respira cada vez con mayor dificultad mientras Jeidi ensarta un gusano agónico en el anzuelo pensando que ojalá nadie se quiera casar con ella.

Vicki hace un cara y sello para ver quién se exhibe primero.

—Ariel, qué pena, tendremos el susto de verte primero.—¿Y quién me asegura que después me muestren us-

tedes? Es cierto que esa expresión suya, siempre con la boca

abierta, no ayuda a Ariel a verse pillo, pero ahí reside su in-voluntario talento. Cualquier idea que venga de su cara de constante sorpresa parece inteligente si no es abiertamente

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tonta. Su mamá Marta le contó que, según las señoras an-tiguas, si una persona no cierra nunca la boca es porque su mamá no cumplió con sus antojos en el embarazo, pero no se acuerda de qué antojo pudo haber sido.

Ariel no quiere mostrarse, pero siente que necesita experiencia porque se quiere casar si su mamá Marta se muere y así tener a alguien que le cocine, le lave la ropa y le rasque la espalda mientras se duerme.

—Yo prefiero no casarme que tener que andar viendo ni mostrando nada. Me parece como asqueroso –dice Jei-di, y se pone colorada.

—Ay, ya pues, no seai chueca, si en eso habíamos que-dado.

Jeidi, que no conoce la chuecura, cede.—Bueno, pero rapidito.—Y al mismo tiempo. Es justo para todos –dice Ariel.—Ya, bueno. Entonces, ¡a las una, a las dos… y a las

tres!Jeidi y Ariel se bajan y suben el pantalón y la pollera

bien apurados, mientras la Vicki sólo hace el amague.—¡Sabía que íbai a hacer trampa!—¿Y para qué necesitái ver doble, patudo? Además,

con lo poco que se te veía no creo que cuente mucho.Le hace el gesto de algo pequeño con el índice y el

pulgar. Jeidi sigue colorada.—A ver, muestra tú si te quejái tanto –dice Ariel.Jeidi se ríe, más de nervios que nada. Ariel se arma de

valor:

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—Yo encuentro que la Vicki tiene que sacarse la chomba aunque sea.

—Ese sí que sería tu sueño, Arielcito –lo mira con cierta coquetería–. Aunque mejor no, qué asco.

Los tres se ríen por razones distintas. Son amigos por casualidad, por obligación y desde siempre; son los únicos alumnos del cuarto nivel, salvo por la Paola, que repitió y todavía se junta con los de quinto.

Caminan de vuelta al caserío mientras Jeidi piensa “Esto no puede ser nada bueno”. En su larga vida, piensa ella, ha visto con curiosidad el sexo de varios animales pero jamás el de un hombre, y tiene ganas de lavarse los ojos con Sapolio o algo fuerte. Piensa que no podrá mirar a Ariel nunca más sin imaginar ese pequeño anexo que colgaba entre unos pe-los locos que jamás imaginó que podía haber en ese sitio.

Él se siente muy extraño y no sabe cómo va a disimular el impacto ante su mamá Marta. Se despide con la caña en alto y se va al almacén El Esfuerzo, que es de su tía Iris. El nuevo anexo del local es el videoclub casero y tiene un póster de Terminator.

Jeidi no aguanta más y se confiesa con su amiga:—Igual se lo vi un poco.Vicki se ríe. Pasan frente a la iglesia cerrada. Jeidi se

persigna:—Esto no lo puedo ni confesar, podría matar al padre

Amador.En alguna parte del inmenso cuerpo de Vicki hay algo

que se enternece con la inocencia de su amiga.

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—Pero si es lo natural de la vida, Jeidi. Hasta Dios entiende estas necesidades del cuerpo. Somos animales. Me lo dijo la Karla, que sabe harto de esto.

Jeidi asiente, aunque lo de animal le parece ofensivo. Y no es que no quiera al Vladi o a la Pituca, pero de ahí a ser como ellos hay una gran diferencia. Ella sabe que los humanos son hijos del Señor, pero la Vicki no entiende esa parte porque Dios le da lo mismo.

La mayoría de las tardes en Villa Prat la gente saca si-llas al antejardín o al frente de sus casas de fachada con-tinua y se dedica a mirar pasar la vida. La señora Gladys y don Roberto, los papás de la Vicki, oyen rancheras de una radio a pilas que ponen en la vereda, mientras ella borda y él empina una petaca que le trajo la Karla de Santiago.

—Hola, tía. Hola, tío.Beso para acá y beso para allá, porque Jeidi muy huér-

fana será pero tiene unos modales impecables. La señora Gladys siempre anda diciendo a sus espaldas que la niña no debería vivir sola con su abuelo, pero debe admitir que igual está bien educada.

—Me tincaba que no íbamos a comer pescado hoy día –dice, mirando las cañas vacías.

Qué pésima manera de intentar caerles bien. Vicki desconfía de su madre más que de ella misma. No soporta que se jacte de saber todo antes de que suceda.

—Qué suerte no tener mamá que te moleste –le dice a Jeidi.

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Esta se encoge de hombros. No es que no se haya dado cuenta de que tiene más libertad que el resto de los niños, pero no le ve la gracia a ser libre y sola.

La casa de Vicki es oscura y está llena de chiches, cuadros y pañitos de crochet bajo los adornos. El patio trasero es un oasis con naranjos, membrillos, higueras, nísperos, paltos, caquis, olivos y túneles de tunas. Siem-pre hay fruta y mermelada. Hay perros sin nombre que a veces pasan un día o un tiempo ahí y se pelean el territo-rio con la gata, que ya está muy vieja pero aún pelea con ratones imaginarios. En una mesa larga y añosa como la parronera que la cubre están cuatro hermanos y la abuela. Vicki se instala cerca del poste donde está enchufada la tele.

—Hola, güeli –dice Jeidi a la señora que chupa las so-paipillas pasadas por el té que tiene enfriando en el plato.

Se sienta tímidamente en el banco con media nalga afuera, al lado del Güindsurf, que tiene cinco años y es su preferido porque siempre le pregunta cosas de ella y eso no le ocurre muy seguido. Además le gusta su nombre. La señora Gladys dice que lo sacó de unos lolos curicanos que iban al lago Vichuquén y se quedaron en pana frente a su casa. Llevaban esas tablas raras.

La teleserie es nacional pero parece que fuera en otro mundo, con mansiones, discotecas y pura gente muy lin-da. Incluso los perros son rarísimos. La música es en un castellano que parece inglés. Santiago está empezando a crecer vertiginosamente mientras Villa Prat se hace cada

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día más pequeño, los jóvenes se van a la capital o a la ciu-dad más cercana y rara vez vuelven. No es de extrañar, si lo más emocionante que ha pasado en años es que la Iris aprendió a piratear los VHS y tiene su videoclub clan-destino. Villa Prat es una calle larga paralela al río Ma-taquito; los separan vegas plantadas principalmente con tabaco, viñas y zapallos. Jeidi quiere vivir ahí para siempre, igual que Ariel, pero la Vicki ya sabe que se va a ir, a tener una vida más importante.

De pronto Jeidi se percata de la presencia de un paño amarillo sobre una pila de ropa sucia. Tiembla un poco al verlo y desvía la mirada de vuelta a la novela.

—Así que hai andado portándote mal, Jeidi.Reconoce la voz del paño y lo mira atónita después de

comprobar que nadie más lo ha oído. Todos ven la tele-serie. Con precaución, para que nadie la vea, lo mira con cara de pregunta.

—Claro que puedo leer tu mente, no preguntís ton-teras.

La voz retumba en los oídos de Jeidi, que se muerde los labios y, poniendo cara de concentración, dice en voz alta y segura, pero en su mente:

—Ese no erís tú, tú estái en la casa.Avergonzada, muy poco convencida, se mira los pies

debajo de la mesa y sigue:—Además que es lo natural de la vida.—¿Lo natural de la vida? ¡Puras cochinadas no más!

¡Y el infierno está lleno de cochinos!

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Jeidi se trapica. Mira a los de la mesa, que no la notan, y toma un trago del vaso del Güindsurf. La abuela termi-na de llenar su taza con sopaipillas y los niños cantan a coro la canción de la novela, que por hoy termina.