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Joaquin Gallegos Lara Los Guandos

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Joaquin Gallegos Lara Los Guandos

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  • LOS GUANDOS

  • Los guandos, por Joaqun Gallegos Lara y Nela Martnez Primera edicin: Editorial El Conejo, 1982, coleccin ECUADOR/

    LETRAS Segunda edicin: Editorial El Conejo, 1983, coleccin GRANDES

    NOVELAS ECUATORIANAS. Dibujos: Eduardo Kingman, 1982. Copyright: Editorial El Conejo, 1982. Cubierta: Cuervo, 1983. Auspicio: Muoz Hnos. S A., General Aguirre 166 y 10 de agosto y Librera Selecciones SA.., promoviendo la cultura nacional. Impresin: Graficart Ca. Ltda., Capitn Ramos 531 y Beethoven, 10.000 ejemplares, Quito, Ecuador, 1983.

    Distribucin en el Ecuador y en otros pases: Muoz Hnos. Librera Selecciones.

  • LOS GUANDOS Joaqun Gallegos Lara y

    Nela Martnez

  • Presentacin 9 Primera parte 19 Segunda parte 89 Prlogo 91 I Se juntan las voces Los muertos abren los ojos 103 II Herederos del sol en despojos Cargan la montaa son mina 107 III Joaqun entre ellos camina Derechos sus pies resucitados 113 IV El infierno de los Peralta Cielo de los humillados 117 V Lucirnaga del alma Funeral de plata 135 VI Simiente en calma Volcn que salta 145 VII Cazador con querella Rastro prendido 211 VIII Narro escondido Lumbre que no cesa 231 IX No hay abuelo dormido Incansable azor lo regresa 247 X Danza del perseguido Inasible bala su flor 269 Vocabulario 303

  • PRESENTACIN

    Los que se van, aquel libro de cuentos con que tres jvenes escritores ecuatorianos ingresaron a las letras posey un mbito definido: Guayas; protagonistas particularizados: los cholos y montubios; polmica novedad: el realismo; y, precisa fecha: 1930.

    Constituy el desenlace literario de la lenta, pero tenaz, arremetida popular de tres dcadas que desde la frustrada revolucin montonera (frustrada en el solio presidencial, que no en el campo de batalla) pujaba por realizar las demandas que el conjunto de campesinos, obreros y pequea burguesa urbana haban visto postergarse.

    Eran aos speros. An estaba fresca la huelga general de noviembre de 1922 que termin, el 15 del mismo mes, en un asesinato masivo responsabilidad del presidente liberal Jos Luis Tamayo, y que todos los ecuatorianos conocen como el "bautizo de sangre" del movimiento obrero ecuatoriano.

    Mientras la efervescencia de la revolucin liberal no necesit ms que la literatura directamente pol t ica (proclamas, manifiestos, ensayos, artculos periodsticos), puesto que su empuje se haba resuelto en liderazgo de personalidades, dejando un rastro tardo que slo se deja notar en la narrativa de comienzos del siglo, el nuevo movimiento popular traa una forma tan poderosamente nueva de comprender el mundo, que no poda menos que culminar en una tambin nueva manera de escribir.

    El realismo, que prendi en la Sierra y en la Costa, fue la avanzada literaria de un movimiento de Izquierda que poco a poco ganaba terreno en la existencia poltica, intelectual y material del E-

  • 10 PRESENTACIN cuador y cuya intencin, en la vida y en las letras, era convertir a nuestro pueblo en artfice de su propio destino.

    Ese movimiento, vilipendiado o ardorosamente defendido en su poca es, con curiosidad, el referente ineludible de todos los que vinieron despus, confirmndolo como el hecho colectivo ms trascendente de la historia de nuestra literatura. Y, dentro de l, la obra y la personalidad de Joaqun Gallegos Lara tienen un lugar destacado.

    Apenas un joven de diecinueve aos en Los que se van, el autodidacta Gallegos devino en centro del quehacer literario y p o l t ico de la dcada del treinta. Militante fervoroso del naciente Partido Comunista del Ecuador, en esos aos Gallegos Lara tena ya iniciada una slida obra y un referente popular inmediato los cholos y los montubios que ms tarde ampliaran los obreros y artesanos urbanos y los indgenas de la Sierra. Sobre los tres primeros puede hallarse suficiente material escrito en los estudios y prlogos, a su pesar no del todo suficientes, que han analizado su obra. Respecto a los indgenas no. Y hay una explicacin: perdidos durante cuatro dcadas, los originales de Los guandos no fueron conocidos, aunque s buscados. En el prlogo que hiciera Benjamn Carrin a la edicin de Los que se van* dice: "Tena en el telar, en trabajo constante, un vasto trptico, que l pensaba intitular Cacao. Una novela, Los Huandos. No s si lleg a terminar esas obras; de todas maneras, es un deber nuestro, 'del Grupo de Guayaquil' en especial, buscar esos originales que, aunque como novelas estuvieron incompletos, vale la pena rescatarlos para presentar ms cabal la figura literaria de Gallegos Lara".

    El tema del indio no era por aquella poca un tema novedoso, ni en poltica, ni en literatura. S en la manera de abordarlo. Ya en el siglo pasado Juan Montalvo y Abelardo Moncayo, haban denunciado ante el mundo su miserable existencia. En ste, Po Jaramillo Alvarado fue un precursor que no slo expuso su situacin degradante, sino que adems apunt caminos de solucin.

    Hacia mediados de la dcada del treinta, la discusin ideolgica en la Izquierda ecuatoriana impugnaba la consigna de organizar so-

    *Los que se van, Demetrio Aguilera Malta, Joaqun Gallegos Lara, Enrique Gil Gilbert, Casa de la Cultura, 1955, Quito, p. XV.

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    viets de obreros, soldados y campesinos, consigna que aqu era sobre todo una entusiasta adhesin a la corriente ms progresista de la humanidad, que haba alcanzado un gran triunfo en la Rusia de 1917. Era preciso, se deca, recuperar nuestra realidad, pues en ella, los no-obreros, especialmente los indios, eran un punto nodal que urga la necesidad de otros caminos y otras soluciones.

    En la literatura, el indio tampoco haba estado ausente. Pero tena una presencia deformada: o era un ente sin esperanza humana, o era un ser mtico del que se idealizaban costumbres, modos y formas de vida. Pero, para 1935, cuando Joaqun Gallegos Lara ha empezado ya su novela Los guandos, una nueva experiencia literaria sobre la realidad indgena se haba plasmado: Huasipungo, de Jorge I-caza, marcando una diferencia substancial con sus predecesores.

    Gallegos Lara no trabajaba solo. Tal parece que siempre lanzaba adelantos de su obra al entendimiento y ju ic io de sus ms cercanos amigos y colaboradores. Uno de ellos fue la joven poetisa Nela Martnez, que poco antes haba llegado al puerto decidida a integrarse a la vida pol t ica y literaria que, en Guayaquil, despuntaba con aliento nuevo. Joaqun Gallegos Lara y Nela Martnez compartieron la barricada, la huelga, la amistad con los trabajadores, con los indgenas, sus luchas y, adems, un objetivo: "devolver con la pa lab ra . . la cara prohibida de la otra cultura, que sistemticamente se le ha negado", como dice la escritora en su prlogo.

    El manuscrito de Los guandos, empero, se extrava y permanece en la obscuridad cuarenta aos. En ese lapso el pas cambia al tenor de sucesos trascendentales. Entre los que hoy ms interesan: la solidaridad entusiasta a la Repblica espaola que se continu con el repudio creciente al fascismo y con un repunte del sindicalismo que fortaleca, en campos y ciudades, sus embriones organizativos. Y la siempre oportuna represin que encuentra a la decadente oli-garqua liberal portea como su ms entusiasta impulsora. Arroyo del Ro estableci un rgimen corrupto y traicionero que permiti la mutilacin de gran parte del territorio de nuestro pas, a la par que la situacin internacional era tan compleja como la enorme monstruosidad de la II Guerra Mundial. Por supuesto que la guerra inter-imperialista gener un marcado repudio en la Izquierda que, forz-

  • 12 PRESENTACIN

    samente, era matizado por el pacto germano-sovitico, primero, y por la agresin nazi al primer Estado socialista del mundo, luego. Por otro lado, la creciente "popularidad" de la tesis de la alianza policlasista contra el fascismo, sostenida por el norteamericano Browder y bien recibida por la dirigencia nacional del Partido Comunista, abri en la Izquierda y en el campo de fuerzas populares el cisma que la dividira hasta hoy, consolidando el reformismo. Hay secuelas que se atribuyen a esta realidad. Entre ellas, la ms grave, la imposicin de una lnea de conducta tras la revolucin del 28 de mayo de 1944 que hizo posible la decapitacin del movimiento popular y su repliegue por muchos aos.

    Gallegos Lara y Nela Martnez fueron de los impugnadores de esta tesis, aunque cada uno desde su orilla y frente de trabajo. Tres aos despus de La Gloriosa, que es el nombre con que el pueblo bautiz a esa revolucin, Joaqun Gallegos Lara dejaba de existir. Y, treinta y cuatro aos despus, con el manuscrito en las manos, Nela Martnez no poda resistir la urgencia de continuar el relato.

    Las luchas indgenas, en particular, y campesinas, en general, que no haban perdido fuerza en toda la dcada del cuarenta, encontraron en la del sesenta un prfido "amparo" legal la Ley de Reforma Agraria que se convirti en la Sierra en el ltimo de los instrumentos del despojo. En trance de desaparecer, puesto que su base material le iba siendo taimadamente arranchada, nada pareci quedar a los indios, aparte de su milenaria cultura.

    Y si Gallegos, en otro tiempo y en otra circunstancia, escribi sobre los indios desde "afuera", objetivamente, sin que ello pretenda tomarse como signo de "exterioridad" o falseamiento, a Nela Martnez le era, entonces, obligatorio continuar el relato desde " d en t r o " .

    En estas lneas no hay la pretensin de hacer un anlisis literario, de valoracin acerca de las dos experiencias. Quede ello para el lector. Queremos, sin embargo, reafirmar que Los guandos es el encuentro de dos experiencias literarias distintas, diferenciadas por la distancia y los hechos, pero hermanadas por ese intento de recuperacin de la realidad indgena escamoteada por el mundo. De esta manera, la fina percepcin, la maestra con que Gallegos Lara define personajes, situaciones y conflictos en el nivel literario, se anudan con un relato que incorpora la subjetividad y la conciencia colectiva

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    del indgena y, tambin, la riqueza de su cultura andina, en la narracin de Nela Martnez. As, la obra alcanza un gran podero simblico, porque Los guandos, carga centenaria que ha doblegado al indio como pen de todo servicio, animal de toda labor, ha sido sostenida con la fuerza de sus brazos, de su silencio, de su mundo impenetrable.

    Pero el libro es, tambin, un referente histrico, de aquella historia que es la condensacin del gesto que, hoy ms que nunca, define a los pueblos indgenas: la resistencia, la voluntad de sobrevivir que se mide en el ms mnimo gesto, que tiene como mximo valor conservarse fieles en lo profundo, porque los indgenas saben como aquellos desdichados que han quedado encerrados en estrechsimas cmaras que el oxgeno con que cuentan es escassimo y cualquier desplante innecesario es un llamado a la muerte. Es historia de esa sabidura que se disfraza de paciencia.

    Las comunidades se han vuelto hace ya mucho sobre s mismas. Guardan celosamente y, tambin celosamente transmiten sus costumbres, su lenguaje, su vida y su linaje. Una voluntad de persistir opuesta a una inmensa ofensiva social de destruccin. Para qu se mantiene esa actitud?

    Slo quienes poseen fresca la esperanza de renacer, de resurgir en plenitud de vida, pueden entenderlo. Es lo que Joaqun Gallegos Lara y Nela Martnez entregan generosos en estas pginas.

    Marta Arboleda Marzo, 1982.

  • PRIMERA PARTE JOAQUN GALLEGOS LARA

  • 1

    l camino, bordeado a ambos lados de eucaliptos, daba una vuelta antes de llegar a la ciudad. Roberto Recalde haba hecho un buen viaje. Estaba contento. Oprima las piernas, calzadas con botas hasta las rodillas, contra los costados del caballo; se

    volvi: junto a l jadeaba un indio que segua a pie su galope.

    Se te ha cado la maleta?

    Nu, amito.

    El poncho rojo del indio flameaba a los rayos del sol. Su frente cobriza estaba cubierta de gotas de sudor. La respiracin silbante era como el aliento de las colinas cercanas, que suban i bajaban hasta perderse de vista.

    Tubaban trtolas en los ramajes. Cloqueaban gallinas en torno a las chozas de adobes grises o a las tiendas enlucidas i con pinturas en las paredes que empezaban a verse a los lados del camino. Las casas de las haciendas se levantaban pintadas de colores claros, un poco apartadas del camino.

    Volva de Caar, de una hacienda de su padre. Des-

    E

  • 22 LOS GUANDOS

    pues del gran fro del cerro, el calor morlaco de esa hora lo sofocaba. Se quit con gesto arrogante el poncho i se lo ech al vuelo al indio.

    Carajo, que lo botas, indio del Diablo!mascull al ver que, en la carrera, el indio no lo haba podido coger bien.

    Las tris istn dandu in matriz, patruncitu.

    Cierto, hemos andado duro.

    El indio no respondi. Sus patas anchas i agrietadas se marcaban en el polvo. Corra como si fueran de cuero insensible. Las pencas de los lados las rozaban a ratos speramente. Las piedras rodadas lo tropezaban. No haca caso de nada. Senta el sudor que le chorreaba fresco por todos lados.

    Dada la vuelta del camino alcanz a ver, ms all de los eucaliptos, el hacinamiento de tejados de la ciudad. Ante ellos se abrieron las primeras calles empedradas, con hierba entre piedra y piedra. Las herraduras del caballo resonaron. Los pies del indio siguieron deslizndose insensibles al parecer.

    Los ruidos de las calles centrales se venan a la cara de Roberto con su murmurar conocido. Se oan golpes metlicos en las herreras, rechinaban carretas. Por las aceras se cruzaban los seores de vestidos oscuros con los indios de poncho rojo que resaltaban en las blancas paredes de las calles. A travs de los zaguanes Roberto vea los patios interiores de las casas, empedrados i floridos de macetas.

  • JOAQUN GALLEGOS LARA 23

    Necesitaba estar en su casa pronto. Se senta cansado: haba pasado la noche con una chola, una servidora de la casa de hacienda i de madrugada haba montado a caballo i andado sin cesar por los riscos de la altura, hasta llegar a la ciudad. Adems quera hablar con su padre. Si lo que le iba a proponer resultaba, sera un triunfo: se podra casar en diciembre, con lo que ganara. Embebido en pensar en ello, cruz las calles centrales inundadas de luz. Al galope, como era su costumbre en cualquier sitio, campo o calle, pas ante las puertas de las libreras i de los almacenes elegantes que mostraban el hielo ligero de sus vitrinas, exponiendo mercaderas caras. Las gentes circulaban a prisa por su lado. Se apartaban rpidas ante el caballo a rienda suelta. Las gentes saben ya. Cuntas veces alguna india vieja o algn muchacho no han cado bajo los cascos de los caballos de esos jvenes alocados! Atrs la polvareda quedaba disfumndose en el aire. Contra los: muros de mampostera saltaba el eco del campaneo de metal de los hierros golpeando contra las piedras.

    Iba ya a llegar al sitio... Su barrio era el barrio de la calle larga, paralela al ro. A dos cuadras de su casa, Roberto no poda evitar fijar la vista en una pared de la esquina. En el cemento, con tinta negra o pintura, alguien haba escrito con letras toscas: "Largo Arvalo subir a la silla elctrica". Al principio se preguntaba: quin diablos ser ese Largo Arvalo? Por qu subir a la silla elctrica? Cmo es una silla elctrica? Al diablo con todo aquello! En los peridicos de Guayaquil tena idea de haber visto una foto de la silla elctrica; en Cuenca no haba silla elctrica. Sera bueno mandar a borrar eso. No? Pero lea cada vez que pasaba, involuntariamente. A caballo o a pie o en el coche, junto a su padre i sus hermanas, no poda despegar la vista. I lo molestaba.

  • 24 LOS GUANDOS

    Ante todo, una vez en su casa, quiso baarse. Haba que aprovechar el rato de sol. Sino a la tarde sera imposible con el fro. El cuarto de bao quedaba en la azotea. Era semi abierto pues estaba alto y nadie podra ver su interior. Las caeras de hierro traan el agua hasta una pequea ducha al pie de la cual estaba una enorme lavacara 0 paila de hierro enlozado. Era uno de los pocos baos de la ciudad el que tenan en su casa los Reca de.

    Cuando sali, completamente aterido, pues el sol se iba i l a fuer de varn se lanzaba a la ducha directamente de cabeza i el agua estaba asaz helada, se dirigi al cuarto de su padre. Despus de besar la frente del anciano i de enterarse de su salud, de la de sus hermanas i de si haba noticias del ao Luis, el que estaba encerrado en el seminario estudiando para cura, le habl de los asuntos que a-presuraron su viaje.

    Pens quedarme en Caar una semana completa, pero me vine antes para hablar con usted... mire...

    El viejo lo escuchaba tranquilamente. Sobre el escritorio de caoba se vean libros con pasta de cuero espaol, tinteros de cristal de roca, papeles. El doctor Miguel Recalde era un viejo blanco, con los cabellos plateados i un bigote de guas cadas, canoso tambin. Vesta oscuro 1 hablaba reposadamente, en un castellano que contrastaba con el ritmo de canto y los modismos morlacos de su hijo.

    Vengo de Chilcay, pap. I eso est mismo perdido...

    Qu ocurre?

  • JOAQUN GALLEGOS LARA 25

    Esos animales de runas que no quieren pagar los arriendos!

    Haba sido necesario, deca, quitarles las ovejas i los chanchos. Un mayordomo haba resultado con la cabeza rota de una pedrada. Los indios dizque decan que iban a enviar delegaciones a Quito. Aseguraban que por estar en posesin de la tierra haca quince aos, pagando sin faltar los arriendos, no se les poda arrojar. Se quejaban de las malas cosechas. Claro, todo era pura sinvergencera, flojos y ladrones es que eran, pero las dificultades que ponan eran grandes.

    Habr que hacer algo, pap. Algo que sacuda a estos indios brutos! He pensado algo que a la vez nos dejara dinero. Yo necesito casarme a fin de ao. Como usted sabe, los padres de Mara Luisa me han hablado. No puedo, mismo, dejar pasar ms tiempo...

    Qu ideas tienes, dices?

    Se acuerda de que usted ha sido contratista de hartsimos guandos} Hace aos que no hace traer ninguno. Qu le parece si hiciera un contrato ahora?

    Ahora no son negocio los guandos. Los interesa dos los hacen traer ellos mismos o los confan a arrieros. Si pagan es cosa que no vale la pena. Como si no conocie ra yo el asunto, hijo.

    Si fuera cualquier guando, un piano o un molino, me parecera cierto. Este es uno especial...

    Cul?

  • 26 LOS GUANDOS

    El de la hidroelctrica. Hace casi dos aos que es t en Huigra. Son dos cajones enormes. El cabezote de la dnamo es una sola pieza. Los del municipio si se deci den pueden dar alguna plata. Hacindolo traer por los in dios de las haciendas no hai qu hacer...

    Ahora es tiempo de cosecha... no se puede sacar a los indios. I no sabes lo que es Cuenca, hijo, hablaran...

    I lo que va a importar eso, pap! No ser difcil mover influencias...

    I ahora que no es gobernador ningn chagra norteo sino el Julio Barrera, de veras...

    Con esto ltimo, Roberto se dio cuenta de que casi estaba convencido el viejo. El resto sera cuestin de moverse i de hacer. El se ira a Huigra. El camino deba ser revisado para traer bien el guando, no tanto por la gente, que no importaba que se fregara un indio ms o menos sino por el peligro que pudieran correr los cajones de las mquinas. El don Julio Barrera haba sido condiscpulo del viejo-, estaba seguro de que se avendra a intervenir con los concejales para que se decidieran a conceder el contrato del guando.

    Era tarde. Por la ventana abierta se meta el cielo nublado. Los tejados irregulares de las casas ms bajas se extendan ante ellos. Ola a humo de eucalipto, seguramente de los fogones de las casas vecinas. Un piano dejaba or una meloda triste que haca sentir los pramos, la soledad, las extensiones grises. Ronco viento cortante, silbando en los pajonales, la azotaba a ratos. Era una tristeza que llova en los sonidos como aguacero.

  • JOAQUN GALLEGOS LARA

    Quin toca?

    Tu aa Berta.

    Estaba reconociendo. Voi a verlas a las aas.

  • 2

    La sala de la casa era un refugio tibio. Los tapices de las paredes y las grandes vidrieras cerradas de los balcones guardaban all el calor. En ella encontraba Roberto el recuerdo de su madre. Los retratos, los muebles antiguos, el piano aquel finsimo que los abuelos encargaron a Alemania cuando la boda de los padres y del que todava arrancaba Berta melodas que a l, Roberto, lo encantaban, conservaban no s qu de esa mujer inteligente i sensible que haba sido la compaera de su viejo. Quera la sala, hombre! I aquel piano debi ser trado tambin en un guando! Qu de precauciones no debieron tomar los longos que se lo echaron sobre los lomos, transportndolo en aquella poca era por Naranjal hasta la ciudad altsima, desde el lejano puertecillo entre manglares, al que a su vez fuera trado por un vapor fluvial desde el puerto de Guayaquil!

    Elina, si es el ao...

    Hablaba Berta con acento de una gran dulzura. Toda era as en su palabra i en sus gestos. Era morena con el rostro costeo de la madre. Su piel se doraba como trigo bajo el tinte sonrosado de las mujeres serranas. En tanto que Elina, la menor, era como Roberto, blanca y de ojos verdes, parecida al tipo familiar del padre, Berta era tri-

  • 30 LOS GUANDOS

    gea, como el otro hermano, Luis, el futuro curita. Ambos tenan los ojos negros, el pelo abundoso, las cejas espesas, dndole a la cara ese aspecto que los poetas decan pasional. ,

    Como eran los mayores, Roberto i Berta se haban criado ms prximos. Haban podido jugar juntos cuando Elina i Luis eran huahuitos todava. No disimulaban una predileccin especial. Se abrazaron. Roberto enseguida bes las mejillas de Elina.

    Ellas haban pasado tocando el piano desde temprano. Las acompaaba Remigio Santa Ana, el poeta. Roberto le estrech la mano con un despego imperceptible. Le tena iras, porque senta instintivamente sus pretensiones de enamorar a Berta. Adems lo crea un tonto i afeminado.

    Elina y Berta no haban tenido idea de la llegada del ao. De saberlo, hubiesen salido a recibirlo a caballo hasta el Machngara. Habra sido un lindo paseo. Hubieran invitado a Mara Luisa, la novia del ao.

    Qu tonto! Por qu no avis?

    Sal de madrugada mismo. Ayer de tarde an no pensaba venir, pero anoche me decid.

    Charlaron de cosas ftiles un instante. Roberto pidi a Elina que siguiera tocando. El poeta Santa Ana se apresur a rogar lo mismo. Era un hombre fino, plido, con las manos eternamente heladas, ligeramente calvo ya, a pesar de que slo tendra unos veintisis aos, endeble

  • JOAQUN GALLEGOS LARA 31

    queriendo aparentar robustez y con unos labios delgados que casi no se vean.

    Cayeron de pronto en uno de esos silencios inexplicables. Roberto averigu:

    Qu es de Luis?

    Este domingo no le tocaba salir, saldr maana, seguramente, ao.

    Santa Ana cont:

    Yo estuve a verle anteayer, a recibirle unos textos latinos.

    I lo dejaron entrar? Ni a nosotros nos dejan... a las aas peor.

    Es que soi sobrino de su reverencia el rector.

    Ah, cierto.

    La tarde tempestuosa llenaba de oscuridad la sala. En momentos as senta ms que nunca Roberto la remota presencia maternal. Rfagas de nostalgia lo asaltaban. Estaba siempre alegre i, por lo mismo, rechazaba las circunstancias que podan entristecer. Saba que se pona tonto i que le daban ganas de beber. Call i fue hacia las vidrieras. En las mullidas alfombras se ahogaban sus pasos.

    Har encender las araas, aa.

    Elina sali. Santa Ana saba que Roberto no era ca-

  • 32 LOS GUANDOS

    paz de espiar. Se inclin hacia Berta, murmurando:

    Ya tengo eso.

    Berta alz la cabeza con susto. Se le encendieron las mejillas. Mir a Roberto que contemplaba la calle i el aguacero. Respondi en voz baja:

    Cuidado le oiga mi ao, dme.

    No llevo an conmigo. I tengo tantas cosas que decirle, Bertita! Hablaremos en la noche por la ventana i le entregar.

    Elina entr con una criada. La chola se recoga el folln, temerosa de manchar la alfombra o los muebles. Subida sobre un alto taburete, fue encendiendo unas tras otras las finas espermas de la araa de cristal que tintineaba a cada movimiento. La luz amarilla deshizo la penumbra, dor los vestidos claros i los rostros e hizo resaltar el color oscuro de la pollera de la criada. Como una denta-dura que quisiera mascarlos a todos avanz su teclado el piano.

    Berta se senta angustiada. Le repugnaba aquella cita. Cuando l se despidi se sinti momentneamente como libre de un gran peso. Le lanzara sus declaraciones de siempre. Felizmente estara abajo en la calle. I cmo hara para pasarle el paquetito? Jess! I si se quisiera trepar a la ventana? No, no se atrevera, no podra atreverse. Lo rechazara. Pero tena un gran temor. Temblaba. Despus de comer se retir a su cuarto. Ley versos. El ritmo la balanceaba dulcemente. Vea otra vez las cosas del colegio: tena un sabor a fruta, un rumor de viento en

  • JOAQUN GALLEGOS LARA 33

    las arboledas de capules, de voces de colegialas, la poesa de su tierra. De repente dieron las doce. Las campanas de las iglesias lanzaban sus ecos metlicos por encima de los tejados i de las calles de la fra ciudad. Los sones metlicos contribuan con la poesa a darle una melancola extraa, trayndole sin querer a la mente las horas del colegio. Se acerc a la vidriera. Cunto mejores eran esos tiempos! Ahora ya no crea casi en nada. Aunque no, no era que no creyera, era slo que se senta lejana. Pero siempre le causaba una gran emocin la msica del rgano, la luz a travs de las vidrieras de la iglesia, la devocin ingenua de las viejecillas indias, o el acento poderoso de la. voz del predicador llenando las naves del templo. Quiz se haba hecho ms mstica, con una fe ms ntima pero menos ritual, crea, desde estos ltimos tiempos en que viva la vida rara de la poesa... i de eso.

    Recordaba que fue en unas vacaciones, en la quinta de Machngara donde aprendi a inyectarse. Lean poemas con su prima Blanca, se baaban juntas desnudas en los remansos del ro, las tardes de sol. Por las noches, ella la besaba i le hablaba de esas cosas. Un da le hizo probar. Siguieron .los das as. Se le volvi una necesidad. A veces pensaba que lo mejor hubiera sido no aprender. Sera un vicio, como decan? Con todo, no lo pudieron tener las gordotas vulgares de sus condiscpulas: ella lo haba aprendido con su prima, educada en Guayaquil i a quien se lo haba enseado un doctor, un intelectual que haba vivido en Europa. Nadie imaginaba en casa que Berta se inyectara morfina. Hasta ahora se haba podido procurar por medio de la prima que le enviaba paquetitos certifi-cados desde Guayaquil. Pero Blanca no le precis bien el motivo por el que ya no poda enviarle, desde haca ms de quince das. Entonces, viendo lo enamorado y seguro

  • 34 LOS GUANDOS

    que pareca Santa Ana, una tarde que paseaban por el camino a San Roque, se lo confi. El jur callar y conseguirle unas ampolletas. En cambio, peda una sonrisa ms dulce i acogedora frente a sus juramentos amorosos... Todava hasta haca dos das le haba quedado. I poda cultivar su secreto. Ni Elina lo saba. Escondida en su cuarto, sacaba del chiffonnier la jeringuilla i, en la cadera, en el muslo, por cualquier lado, hunda la aguja. Un hielo dulce que se volva tibieza al correr por las venas la invada. Sus labios enrojecan, brillaban sus ojos, se encenda su rostro. Las palabras acudan locuaces: sentimientos de cario, dulzura, amor hacia su aa, hacia su viejo, hacia todos. Horas ms tarde, abrumada, plida, deba echarse color y polvos a la cara. I se senta agotada, mustia, hasta que un nuevo pinchazo vena a reanimarla. Ah! I Santa Ana le haba confesado que l tambin se inyectaba...

    Hasta cundo podra ocultarlo? I tena miedo de Santa Ana. Cmo as se lo confi? No tratara de abusar? Abri la ventana. En el cielo claro llovan estrellas. La calle desierta extenda las dos hileras de sus casas hasta lejos. En las piedras blanqueaba la claridad difusa, verdosa, de la noche. Ola, por encima del olor a la ciudad, a campo cercano, a agua de ro. El tiempo tempestuoso de la tarde se haba disipado. Qu soledad! Las acequias murmuraban suavecito con su voz montona i baja. Oy un portazo abajo i vio deslizarse, envuelto en su capa, a su hermano Roberto. Dios! Y sise encon-traba con Santa Ana? Si ste estuviera por ah ya? El farol de la esquina derramaba su fulgor amarillento sobre los adoquines redondos que fingan, vistos en el declive de la calle, una siembra de crneos desnudos.

  • JOAQUN GALLEGOS LARA 35

    Ya Roberto se haba alejado, cuando vio destacarse la silueta pequea i fina de Santa Ana desde la acera de enfrente. Su voz le son susurrante i confidencial, a pesar de que deba alzarla para que la oyese desde arriba. Le habl, le repiti una vez ms clidamente su amor. Ella lo oa i responda breve, atemorizada, accediendo con el miedo, sin comprender bien. I no supo cmo... fue para alcanzarle el paquetito con las ampolletas que l trep por la fachada, lleg a su ventana.

    Ambos nos pondremos...

    Al sonar las tres en la catedral lo despidi llorosa en la ventana. Se haba abrigado como pudo, saliendo del interior del cuarto, pues haca un hielo terrible. El juraba que sabra cumplir, que la amaba, que se casara con ella. Cuando estuvo en la calle se despidi echndole un beso con la mano. Berta senta el dolor de su carne i el reanimarse vivaz de su espritu en el calor i el impulso de la ltima inyeccin de morfina.

  • Ya tengo eso. Berta alz la cabeza con susto. Se le encendieron las mejillas. Mi- -r a Roberto que contemplaba la calle i el aguacero. Respondi en voz baja: Cuidado le oiga mi ao, dme.

  • 3

    Nu hi de cujer, amitu... Nu pudindu ir...

    Que no puedes ir? No friegues vos.

    Dar murindu huambritu... Runas as hai! Abra las manos indicando el nmero de los que i-ran. Quera

    convencerlo, insista con un acento de ronca splica en la voz. En su cara se reflejaba una resolucin animal, angustiosa. El pelo se le pegaba a la frente i a las sienes, mojado de sudor. Le caa lacio el poncho sobre el cuerpo.

    Era la ltima choza, ms all del pueblecito de Ingachaca. Despus de ella slo se extenda el camino largo, entre los campos, hacia Quingeo.

    Llegaron all cuando era ya mui tarde. El que los indios llamaban amo, era un chazo, servidor del contratista del guando, don Miguel Recalde, i su ahijado. Lo acompaaba el teniente poltico de la parroquia. Se hacan escoltar de dos varayos del sector de Huaynacpac. El mismo, el chazo Ramn Llerena viva all. Conoca a muchos de los indios de aquel lado i ellos lo conocan a l.

  • LOS GUANDOS

    Algrate runa\ Traemos sucres!

    Butandu paraguandu?

    -S.

    II Quispi nu dar cugindu... no pundindu ir...

    Insisti primero el varayo que haba hablado. Al fin intervino sin poder contenerse Ramn Llerena. La barba rala i rubia, sin rasurar, le temblaba de la ira. Qu se crea el runa ste? El conoca lo maosos que son; saba tratarlos: eran mal llevados, slo al palo entendan.

    Has de ir, runa desgraciado, o te llevarn arrastrando!

    Estaba resuelto. No poda quedar mal con su padrino en las gestiones para enganchar gente. No haba conseguido sino unos ochenta, dejando plata en sus casas. Siendo otros los tiempos, hubiese podido consentir: para eso haba conciertos en las haciendas del doctor... pero ahora en todas las tierras comenzaban las cosechas. Las siegas llegaban. Las tardes se llenaban del sol i del viento de los meses de vacaciones.

    Toditos ustedes, roscas gran putas, salen con que estn enfermos, con que les va a parir la huarmi o con que tienen que cortar la alfalfa! De Ingachaca 'mos de sacar siquiera noventa, para ver el resto en Quingeo o en el mis mo Tarqui! I vos sois el noventa!

    Al agitar el brazo sacuda el poncho alzndolo i entre-abrindolo dejaba ver la pistola en su cintura. Su boca sal-

    38

  • JOAQUN GALLEGOS LARA 39

    picaba saliva. As borbota el agua en los hervideros de Baos, pensaba vagamente el teniente poltico, de pie a su lado. El aliento, arreado con violencia, heda a aguardiente.

    Intrandu... intrandu... laichul Veris huahua.

    Qu voi a entrar a tu chiquero, runa sucio! Aunque hai que probar lo perro que sois!

    Solamente las brasas iluminaban el interior de la choza. La mujer del Quispe estaba sentada en el petate con el chico en brazos. Se parta en dos alas oscuras su pelo por la mitad; terminaba en dos largas y gruesas trenzas. Los ojos se abran anchos, sencillos, esperando. El rebozo le envolva los hombros. Senta temor. Haba estado oyendo la disputa de los blancos con su marido. Conoca al chazo se, al Ramn Llerena: viva en el pueblo i era un bruto que siempre al pasar meta las manos en el cuerpo de las mujeres. Muchas tardes en que regresaba ella, a-brumada de cansancio, bajo algn peso enorme de alfalfa o un fardo de maz, aprovechndose que no poda defenderse, .por sus manos ocupadas, le haba pellizcado los senos, lanzado grandes risotadas ante sus quejas, en el camino.

    Muestra la huahual

    A qu?

    Insia nums... Cun mal ist...

    La longa apart el rebozo. La cabecita morena i los ojos vivos, chispeando al resplandor rojizo del fogn, a-

  • LOS GUANDOS

    vanzaron. Tenda manos i pies en arco, pues acababa de quitarle las fajas para ponerle nueva ropa. Las caras que se inclinaron sobre l lo asustaron: la montaa, lo desconocido, miedos heredados de cientos de abuelos perseguidos i apaleados, trabajando quince horas diarias casi sin comer con tres puados de mote o mchica encorvados sobre los surcos, surgan en la mueca fina de la boquita del nio indio llorando.

    Crepitaba la lea, los tizos florecan, llameaban i volvan a apagarse, dejando un acre olor a ceniza en el ambiente, mezclado al olor a borrego i a caballo de los ponchos i al vago olor a paja i piojos de la choza. El fro se meta por la puerta abierta: era un fro sin viento, pesado como si fuese calor, que oprima las sienes y agarrotaba las mandbulas.

    Algo grit en el pecho de la Chocha, la mujer del Quispe. Abri la camisa: grueso, lleno, el pecho avanz su pezn a la boca del huahua.

    Ramn Llerena no se acordaba de los pechos de su madre. Para l, un seno era una cosa redonda como una manzana, elstica, que le produca un grosero deleite estrujar i que ms que nada le gustaba oprimir para mirar la cara de la vctima i rerse del gesto que haca. La carne morena, dura, templada, atravesada por cordones azulados de venas poderosas como las de las ubres de las vacas, del seno de la india, lo impuls ms all. Quera saber cmo sera el vientre, sentir el calor de las piernas bajo las polleras de lana. Ah! saba que caera sumisa, por qu se va a resistir una longa de stas?

    Se volvi de un salto, sacando la pistola.

  • JOAQUN GALLEGOS LARA 4J

    Vos vas al guando, runa gran perra! La huahua nada tiene! I si no vas a ver.

    Amitu...

    Squenmelo un momento aqu atrs al monte que quiero hablar a solas con sta... Quieto o te disparo...! Cjanlo...

    Quispe comprenda lo que iba a hacer el blanco. Quispe era menor que su huarmi. No fue l quien primero se acost con ella. Ella era viuda; era una mujer trabajadora que lo ayudara a l a trabajar i a vivir; por eso se cas. No le importaba a l haber sido el primero o el nico. Lo que pretendan ahora era bestial; era a la fuer-za; eran muchos: i desde que estaba unida a l ya no consenta, no consentira que nadie la tocase.

    Con la cabeza baja se lanz contra Llerena. Llerena no dispar. Le golpe la frente con la cacha de la pistola: una, dos, tres veces. El indio vio azul: estrellas saltaron deslumbrndolo en sus ojos. Un dolor agudo, un velo rojo: cay sintiendo que se hunda, como en el ro, envuelto en el poncho helado i negro poncho de chazo-de las aguas, tocando los vellones de borrego de las espumas, manoteando! Al fin, nada. Asa, en una convulsin que lo dej inmvil, las pajas deshilachadas del borde de la estera.

    Dale soltando a la huahua i acustate, mitaya!

    Misericordia, amitu! Nu furzarn a india!

    Patenmele la cabeza al Quispe como friegue s-

  • 42 LOS GUANDOS

    ta. Si ya miso te 'mos de dejar.

    El varayo ri, temblndole las manos i colorendole la cara de deseo. Era guapa la longa mujer del Quispe. Nadie lo sabra: en la noche cercana se hundiran sus gritos, i en el camino perdido que extenda su cinta blanca de polvo entre la fina hierba de la virgen de los lados. Despus que fueran a quejarse: ya sabra desmentir el teniente poltico. I bien.

    Tambin ste esperaba codiciosamente. Se agit nervioso su cuerpo entre el rado i verdoso terno negro; asomaron sus dientes sarrosos i cariados: su mujer era una omota ya medio vieja y apestosa. Le repugnaba ya. En sus horas de pensar a solas, despus de escribir en sus papelotes i decretar lo que mandaban los seores en nombre de la justicia, sola pensar en los cuerpos redondeados i cobrizos, duros, limpios, oliendo a agua de ro i a heno, de las longas. Corrobor:

    Esto mismo es lo que haba que hacer, don Ramn. Longa perra! Hacindote la bruta! Qu ms quieres vos que te casticen los amos?

    Un terror enorme, que le vena de lo ms ntimo de su carne i del asco que le inspiraban los laichus, invada a la Chocha. Era tambin un viejo miedo resignado, de muchas hembras anteriores a ella, perseguidas por los machos blancos. Desde nia tema. El viejo cura del pueblo que le babeaba los senos i le pellizcaba las piernas tuvo que amarrarle la boca con un pauelo, la noche que la viol; estaba ella de ponga en su casa.

    Luchaba, forcejeaba. Cay el huahua a la estera. A-

  • JOAQUN GALLEGOS LARA 43

    raaba, morda, echaba espumas de ira. Tena en la boca el sabor de la carne sudada de los blancos. Gritaba:

    Virgen Santsima, mamitica... Dali sucurriendu a india! Nu, perrus!

    Se oan los chasquidos de la lea entre grito i grito. La luz del fogn se haca mortecina. Las sombras se golpeaban contra el adobe de las paredes lodosas, gruesas, que ahogaban los ayes. El fro invada las piernas, el vientre de la Chocha. Le contenan los brazos, le tiraban las trenzas, le daban puetazos.

    Ya que no va al guando el Quispe, que pague tan siquiera el raca de la huarmi...

    Era delante de los otros que haba que hacerlo. Las caras, con una risa sombra, se extendan a verlos: el jadear les llenaba el pecho a todos. Los ponchos envolvan sus cuerpos contrados en la espera. Los cuyes se agitaban asustados del ruido. Corran por la cuyera. La paja se remova, trinaba como hojarasca seca, como pramo con viento. Estando la puerta cerrada, el ro era un rumor lejano, afuera. Se dira que slo resonaba en la tierra, a la que golpea abrindose cauce, eternamente con el hachazo helado de las aguas.

    Oprimida contra la tierra, por encima de su cara, vea las caras contradas de los varayos, del teniente poltico, del Llerena. La claridad rojiza de la candela les corra encima; las barbas, los ojos, la frente, resaltaban: a ella le parecan un montn de diablos de los que se ven en los cuadros que estn en las paredes de los lados de la igle-sia.

  • LOS GUANDOS

    Cerr los ojos de pronto. Ya no pens ms en su marido herido, tal vez muerto, ni en la bestialidad con que la trataban. No quiso ver ms las caras de diablos de los blancos. Ms fuerte que el rodar del ro, crecido, desbordado, como despendose de un cerro, corra en el cuarto estrecho el llanto agudo del huahua cado a un lado. La Chocha lo senta como un punzn metrsele en los odos, tormentoso, interminable.

    Callados se aproximaron uno al otro. La Chocha lo haba alzado del suelo i lo haba hecho volver en s. Al Quispe le dola la cabeza y la tena ensangrentada de los golpes. Haca rato que se haban ido. El fogn no daba ya ni un fulgor de sus tizos apagados. El hielo de la noche se meta por la puerta abierta. Antes de alzarlo al Quispe, la Chocha haba tomado a su huahua i al calor del regazo lo haba acallado dulcemente, dejndolo luego bien cobijado en la estera.

    Ahora el Quispe estaba inquieto. Se volva a mirarle el vientre como si pudiera vrsele ya algo que hubiese quedado de los otros. Le dijo sombramente:

    Miars! Qui nu quidi in vus lichi de laichusl

    Sali la mujer fuera de la choza. Se encuclill por ah junto a una cerca. Senta el cuerpo dolorido y maltrecho de los golpes. Ms todava la rabia contra los blancos. A-

  • JOAQUN GALLEGOS LARA 45

    divinaba que en el marido quedaba un resentimiento. Cmo hacer para quitarlo? Seguramente los das i los das iran al pasar hacindolo olvidar.

    La sombra impenetrable la rodeaba. Quera arrojar hasta de lo ltimo de sus entraas lo sucio que le dejaron los laichus! Que no le fuera a quedar un hijo de alguno de ellos! Lo matara si naciera. Lo odiara!

    Entre la hierba se vean claros regueros de ninacuros. En el cielo eran de estrellas. El casero dorma. Las casuchas i las chozas se aplastaban oscuras. Sus voces i sus ruidos juegos de huambras, golpes de hachas rajando lea, canciones i sus olores acres a comidas i a chichas desaparecan. Avanzaban los aromas de la tierra en el verano. La Chocha no los notaba bien, pero el pecho se le llenaba de un nuevo dolor en el bienestar que le infundan.

    Jess, cmo huele a menta,!

    Se levant y regres hacia la choza. Perciba entre la sombra el gloglotear tenue de la acequia. El ro lejano, en el fondo, segua eternamente con su mugido invariable. Pero la acequia sonaba como si quisiera hacerla gritar. Haca fro pero ella senta la candela sucia de los blancos entre sus piernas. Entr a la acequia. El agua de la noche le quitaba el ardor, le devolva la paz. Invocaba a la corriente que fecundaba los campos:

    Llvate hasta la ltima gota. Ashco. No quiero huahua forzado, ajeno.

    Tena ganas de llorar. Pero no llor. Sin pensar ya en nada, soolienta i vencida, mojada, lavada, penetr en

  • 46 LOS GUANDOS

    la choza. El Quispe, herido, antes de dormirse, advirti con voz ronca entre sus ayes:

    I si quidara huahua distus pirrus?

    Nu ha de quidar. Nu diosito!

    (

  • 4

    Desde la ventana del cuarto del hotel se ve la estacin. Ms arriba se ven los cerros cascajosos, sembrados de cactos. La ventana est defendida de los mosquitos con tela metlica. Huigra es yunga. Al pie se tuesta la mchica del polvo.

    Ayayay que se me han ido los das...

    Est acodado a la ventana. Ocurre rara vez. No se asoma casi nunca. A qu hora se, va a asomar? Se levanta de dormir a la hora del almuerzo. Despus se dedica a beber cocktails i a bailar con las gringas hospedadas en el hotel, hasta tarde de la noche. Para variar se baa en el ro, toma fotos con su kodak i le escribe al viejo que le mande dinero, que est haciendo arreglar el camino. En el fondo se siente culpable i est desconcertado.

    Acostumbra siempre bajar a la estacin a la llegada del tren. Se ha asomado ahora a verlo porque el pito lo cogi an en la cama. Sin cambiarse la pijama, revuelto el pelo, mira el tumulto de gente en torno a los vagones. Los vagones son amarillos o color de chocolate. De las ventanillas caen cscaras de naranjas o de granadillas. Los viajeros, gentes de Quito, de Guayaquil i gringos, sacan sus

  • 48 LOS GUANDOS

    caras curiosas i polvorientas del viaje. Compran comidas i dulces a los vendedores que giran a un lado i otro gritando:

    Un vaso de leche! Una cola!

    Es un grito lleno de sol i de cansancio del trabajo, a la vez que una invitacin.

    Un plato de gallina!

    Distingue a las costeas de las serranas, Roberto. Se entretiene contemplando a las pasajeras de primera. Las de segunda no le interesan. Son cholas haraposas; chapulas, hembras de soldados rasos. Hartas se ven en Cuenca de sas. Las mujeres de Guayaquil i de Quito son algo misterioso i atrayente para l. Qu ganas tiene de ir a pasar un tiempo por all. Las modas, los perfumes, el modo de pintarse: ah, se es el mundo, dcese.

    Chirran los polines sobre los que ruedan cajones en el andn de la estacin. Chirra la manteca en los sartenes colocados en los fogones al aire libre, donde las cholas fren papas i empanadas para vender. El vaho espeso de la grasa refrita flota, unido a la humedad del vapor de la locomotora. El humo aceitoso de sta, tizna el aire. Se escapan dos chiflones algodonosos de los costados de la trompa. Golpetea el eco el jadear de los mbolos, el tope de los tirantes de acero, entre los cerros.

    Saliendo el tren, la tierra pedregosa del contrafuerte desnudo de la sierra en el can del Chanchn, avanza sobre el pueblo, lo envuelve. Se aplastan las casas. Aumenta el son del agua. Calla la gente. Los rieles fulgen i chorrean encendidos sobre sus durmientes, entre hierbas raquticas i guijarros, hacia arriba.

  • JOAQUN GALLEGOS LARA 49

    Hola! I quin ser sta? Aja, ha de ser la her mana de Enrique...

    Una muchacha blanca, vestida de tela ligera, al modo costeo, con la cabeza descubierta de ondeada melena, i una sombrilla en la mano, se retira de presenciar el paso del tren. La acompaa una criada serrana, de pollera i rebozo. S, calcula Roberto, se parece a Enrique; debe ser la hermana; l me dijo que tena una aqu i que me presentara.

    Enrique Enrique Hidalgo es el jefe de estacin, un muchacho guayaquileo. Se ha hecho mui amigo de Roberto. Ya se sabe que guayacos i morlacos... Fue una amistad brusca, al hallarse, sin saber cmo, metidos ambos en una misma perrada, a los pocos das de llegado Roberto. Se haba quedado ste, casualmente hasta mui tarde, las seis i media o siete, sentado en el banco de espera de la estacin. Vino una huambra a depositar un fardo que quera expedir para la costa. La hora tarda i la soledad del momento incitaron al jefe de estacin a encerrarla en la bodega. Como Roberto no se retirara, tuvo que contar con l. Con un guio se pusieron de acuerdo. Roberto entr primero i, aunque se asombr de los forcejos i de los llantos de la longa, en medio de la bodega oscursima, oliendo a cebollas podridas i harinas agrias, donde se tropezaban con los filos de los cajones, slo de noche, al hallarse sangre en la ropa, se convenci de lo grave de la aventura. Felizmente para ellos, la muchacha no hizo bulla ni los denunci. Es verdad que le haban mostrado un revlver, amenazndola con matarla si hablaba.

    Carajo! Slo la pobreza puede hacerlo estar a uno en este desesperadero! Esta Huigra es un pozo.

  • 50 LOS GUANDOS

    Enrique Hidalgo era un alegre muchacho frente a una copa. Tena azul la cara de la barba rasurada. Era blanco de ojos verdes i llevaba patillas espaolas. Continuamente hablaba de Guayaquil i de lo que se aburra en el pueblo. El tren era lo nico que rompa las horas. Le traa peridicos i cartas. Tena madre i hermano i hermanas una de ellas se estaba pasando unos meses acompandolo. Con ella se aburra menos. Antes de que viniera, no saba l qu hacerse. De noche, a veces, le daban ganas de morir-se. Acostumbraba jugar entonces al cuarenta con el teniente poltico i el telegrafista. Iban a casa del poltico. A la chola gorda mujer de aquel tipo le daba sueo temprano. Se cansaba ella misma de decirle a Enrique que Cuenca ha de ser mayor que Guayaquil porque tiene lo menos trescientos mil habitantes.

    No tanto, hombre, no tanto coment Roberto.

    Desde que est con l la hermana, Enrique no sale de noche. Si Huigra que todava es un poco costa i que tiene talleres del ferrocarril i hoteles lo oprime, qu no sera en Tixn o Guamote arriba! Ahora leen peridicos o juegan a las cartas con Beatriz, la hermana. Las noches son siempre vacas i heladas. En las afueras hai aullidos agudsimos que crispan. Son los perros de los guanderos, grandes perros negros o pardos. A veces los ha visto, en las calles del pueblo, de da. "Como gente son", dicen los indios. Dicen que se los azuzan a los cargadores. No ha de ser cierto, cree Enrique. Qu van a ser tan brutos!. Aunque es una bestialidad el peso que cargan.

    I eso que no conoce los caminos replic Roberto. Yo tambin soy guandero. Vengo a hacer llevar cajones de la hidroelctrica de Cuenca.

  • JOAQUN GALLEGOS LARA 51

    Aja. Ah estn antes de que entrara yo al empleo. Por fin se los llevan! Si los dejan ms tiempo se friegan.

    Se haban seguido viendo con frecuencia. Enrique le ofreci presentarlo a la hermana. Y era sta, sin duda, que recoga la luz de la calle en su vestido celeste. Caminaba con una indolencia gil que le meca suavemente las caderas. Se alej entre las indias i las cholas de rebozos rojos i polleras moradas, entre los indios curvados bajo enormes pesos i entre uno que otro muchacho que jugaba con los perros en el polvo. Roberto cerr la ventana.

  • 5

    El Simn Mayancela se detuvo despus de atravesar el puente, i mir a lo largo de la nica calle del barrio, que se extenda paralela al ro. Era un indio joven, robusto. Se envolva en un poncho rojo, descolorido por el tiempo i la mugre. Sus pantalones de bayeta estaban recogidos a media pierna. El sombrero echado hacia atrs descubra la frente despejada, por la que resbalaban chamizas de pelo sudoroso. El Simn notaba algo raro en el barrio. Las mujeres i los muchachos salan a las puertas. Todos conversaban en grupos. Algunos chazos detenan sus muas. Se oa el bullicio esparcirse largamente. Qu pasaba? Sera alguna pelea? Habran matado a alguno?

    Qu mismo pasa?

    Botan plata.

    Para llevar guando ?

    S, dizque.

    Slo al or decir "botan plata" haba comprendido. Era algo que haba visto desde huahua. Del centro, los blancos i las autoridades venan a regar dinero. No era re-

  • 54 LOS GUANDOS

    galado. Un da o dos ms tarde haba que ir. Era a cargar, a llevar grandes pesos o a traerlos.

    Simn no haba ido nunca antes. Haba visto ir a otros. Dizque duraba la ausencia diez, quince das, a veces un mes. Regresaban flacos, cansados, con los ponchos en andrajos. Contaban cosas increbles de la nieve, de las cargas pesadsimas, de los cerros, de la lejura por donde pasa la fiera bestia, el tren.

    Habran dejado plata tambin en su huasi? Tema. Camin ms de prisa, deseoso de enterarse. Sobre la fila de casuchas caa el da gris. El camino pasaba al pie de ellas i ms abajo, chasqueaba el ro. En la orilla opuesta cerraban sus masas oscuras, en apretadas hileras, los eucaliptos. Las pencas apuntaban sus espinas encima de las cercas de piedras amontonadas.

    La otra vez que hubo guando l no viva todava por este barrio; haba venido con permiso de casa de sus patrones a visitar a un compadre. Casi lo enganchan tambin. Antes que se declar a tiempo huasicama del amo Tamariz, i lo dejaron. Regaban plata en el barrio. Vio como todos respondan lo mismo, sin querer ir.

    Nu hi di pudir dijar, amitu, tierrita... trabajo hai... Huarmi nu pudiendu sulita...

    El comisario responda:

    Carasgo! Aqu queda la plata! Malditos runas/ Queriendo hacerse los filticos porque se les viene a ver! Aqu queda la plata!

  • JOAQUN GALLEGOS LARA 55

    Las mujeres, que eran las que generalmente reciban la plata por estar los hombres en el trabajo, miraban los billetes que significaban el viaje tan largo y tan pesado de sus maridos. Habran querido arrojarlos a la acequia o al ro, no saber de ellos. Pero acaso los billetes tenan la culpa? No por botarlos dejaran de ir!... Mejor era cogerlos. Se podra comprar lana o maz para sembrar...

    Lo primero que, ahora, al llegar a la choza pregunt el Shimuco, fue:

    Ele Mara, dejaron sucres?

    Ari contest ella, a quien no le gustaba hablar en castellano.

    I siguieron hablando en quichua. Ella haba querido negarse a recibir. El comisario, el otro blanco y los varayos que iban con ellos consiguiendo gente, no quisieron or nada. Decan que era un guando enorme, un bien pblico, que todo el mundo tena que ir i que sino el gobierno obligara, metiendo a la crcel i quitando a los runas siembras y animales.

    Dentro de la choza chillaban los cuyes. La candela invitaba a acercarse. Afuera la humedad se pegaba a la cara. Unos chirotes huan ateridos. Suba el humo azulino al cielo nublado. Las gotas de la gara empezaban a lagrimear en las piedras. Detrs de la choza los alisos se agrupaban, cosechando la sombra. Los sapos chucchumamas arrojaban, desde la cama lodosa de las hierbas, cerca de las acequias, la pedrada de su grito.

    Haban terminado de comer en silencio. Mara casi

  • 56 LOS GUANDOS

    tena sueo. Quedaban unos granos de mote en el plato de barro.

    Voi a hablar con el Columbe.

    No te tardes.

    Crepitaban los nudos de la lea chisporroteando. La claridad de la candela baaba con su fulgor de sangre las paredes i el techo humoso de pajas lacias. Sobre el fogn, sobre los cueros de venado, sobre los telares de caa donde tejan ellos mismos las telas de sus ropas i de sus chumbis, se posaba una gran calma, en el interior de la choza. Simn sali.

    El polvo mojado se pegaba a los pies como mazamorra. La calicha de la parcelita del maizal ya cosechado amarilleaba an en la penumbra. El Columbe estaba sentado junto a la puerta entornada. An era temprano i la mujer hilaba, con el guanga entre las rodillas i haciendo pasar rpidamente los gruesos hilos de lana, dando vueltas al huso de sigse, a la luz de un candil. En unos cueros de borrego se vea el bulto de huambra dormido, tapado con unas cobijas oscuras.

    Alabado Jesucristo.

    Alabado sea, Shimuco, sintate.

    En las bocas de los indios con fro el quichua era ms silbante que nunca. Comentaron lo del guando. El Columbe haba ido dos o tres veces. Saba lo que eran los pesos en los hombros, los capataces, la chicha a torrentes, eso s, i toque de quipa a rebato, para animar a los cargadores.

  • JOAQUN GALLEGOS LARA 57

    Las mujeres tenan que quedarse solas... No se alcanzaran con todo lo que hai que hacer en cada parcela. Cerraran sus puertas temprano, pues abundan en los alrededores los desaforados shuas que trataran de abusar de ellas al verlas solas.

    Los ponchos quitaban forma a sus cuerpos musculosos. El candil doraba el cobre de sus caras grasosas.

    Cunto te dejaron? A m cinco pesitos.

    A la huarmi para m lo mismo. Poco es.

    S.

    Deca el Columbe que ahora habra harto lodo en el cerro. La casashca caera sin interrumpirse. Cada chaquin sera un pequeo torrente de agua rojiza de la tierra deshecha del cerro.

    Darn ms plata despus?

    Mierda darn.

    Ya era de noche completamente. Golpeaban los ladridos helados de los perros. El Shimuco y el Columbe callaron. Azotaba el aguacero el lodo i las piedras del camino, la paja ensopada de los techos, los follajes de los rboles i la alfalfa de los potreros. Mugan los toros en los corrales de las villas, porque a lo largo del camino, entre las casuchas, se alzaban las sombras perforadas por las luces de sus vidrieras, de algunas quintas de blancos.

    Me voi, compadre Braulio. Hasta maana, Mao.

  • 58 LOS GUANDOS

    Hasta maana, hijuco contestaron al mismo tiempo el Columbe i la mujer.

    I quin ordear vaquita? Mao al parir est.

    Hemos de ver.

    I la india, con su gran vientre echado hacia adelante bajo la pollera colorada, sonri mostrando el choclo de sus dientes.

    Volvi a la choza. Senta su vida, sin darse cuenta bien, como un palo al que le han dado un hachazo. Imaginaba oscuramente cmo sera el viaje. Senta un malestar extrao.

    En un costado del cielo, desgarrado de nubes, lvido de lluvia, donde se recogan las ltimas aristas de la claridad del da, recortaban sus hojas de machete las pencas. Shimuco se subi el poncho hasta tapar la boca. En la orilla del frente, lejos, a travs de los rboles, como un puado de ninacuros tirados en la hierba, titilaban las luces de la ciudad. Una luz regada i ancha suba al cielo. I las luces desperdigadas eran amarillas, daban sueo. Le recordaban las velas de sebo de los velorios. El viento traa lejanas campanadas de iglesia, dando la hora.

    Entr en la choza i se tendi en la estera, hundiendo los dedos en su pelo lacio i espeso, a rascarse. La humedad haca agitarse i picarle hasta arder los piojos. Araba furiosamente con sus uas. Los tizos le echaban sus vetas rojizas en la cara. Mara ech ceniza sobre las brasas i cerr la puerta. Al estrecharse el aire aument el hedor de la cayera, se sinti el olor a barro fresco de los adobes. La choza

  • JOAQUN GALLEGOS LARA 59

    era nueva. Simn i Mara eran jvenes i tenan poco tiempo de amaados.

    Mara se quit la lliglla, i el tupu que la sujetaba rod a la tierra fra del piso. Se inclin i tante con la mano hasta encontrarlo. No deba perderlo; traera desgracia, al menos ahora que l se iba a ir...

    ... Arda quemante el medioda sobre los cebadales rojizos, maduros entonces. Segaban. Pitaban roncos los huagras tras las novillas. Sudaba el cabo de la hoz entre sus dedos i la hoja hunda sus dientes de hierro en la carne morena y fragrante de la cebada. Se agachaba i se ergua.

    El Shimuco se le acerc sin ser sentido. Extendi la mano al pecho de Mara. No era a coger los senos como acostumbran los amos; runas no hacen eso. Era a quitarle el tupu: era que la quera por compaera. Mucho la haba mirado: en la cocina de la villa de los amos, en el corral, en la orilla del ro cuando iba a lavar. Cuntas veces le arroj chambas i le habl entre risas bromeando de tantas cosas! Saba ella que vendra. Sonri sin impedir, ponindose colorada, colorada, al aceptar. La lliglla bati las espigas como un ala, cayndose. Mara senta el peso tibio de sus senos que se estiraban duros al respirar, bajo la camisa de lienzo, sudada...

    Desat la cintura, dejando caer la pollera i se tendi bajo las cobijas, junto al hombre. El pensaba en el ltigo, en el revlver. Las caas bravas en que se asientan los pesos doblegan los hombros, dicen. Se siente que las piernas se rompen. Los pies desnudos se deshacen en las piedras de los chaquianes, en las cunetas defendidas con pencas. Cuntos no vuelven del guando!

  • 60 LOS GUANDOS

    Cmo cambiaban las cosas! Cuntos das iguales haban pasado i ahora venir a romperse lo tranquilo! Entre las cobijas de tejido burdo i en el cuero de borrego sin curtir los piojos ardan en sus cuerpos. La inquietud de lo prximo por un momento le quit el sueo. Despus, mientras se iba hundiendo en sombras, murmur:

    Pindijada!

  • 6

    Niita quieres leche?

    S, esprate.

    Siempre le compraban. El llevaba su tarro a la espalda. Se recoga el poncho para dejar libres los movimientos. En cuclillas, serva la leche espumosa en una olla azul de hierro enlozado. Las blancas eran buenas. Simn reclamaba:

    Dars fuercita.

    Slo los domingos convenan en darle. Le servan en una taza tres dedos de aguardiente. Simn se lo beba de un golpe; as han de beber los hombres! I era, de veras, la fuerza, corrindole caliente por el cuerpo, en la maana helada.

    Sala de la choza mui temprano. Para poder hacerlo, ordeaban la vaquita antes de que clareara. Los cuyes no se movan an. No cantaban los gallos. Se oa slo paramar anchamente sobre la alfalfa. Simn se levantaba junto con Mara. No era como otros naturales que dejan todo el trabajo a las huarmis.

  • 62 LOS GUANDOS

    El Guaguashuma amaneca envuelto en una Vigila de niebla. Ola el campo como los senos de Mara. El aliento clido de sus respiraciones se vea en el aire fro. Ordeaban juntos. Se ponan a lado. Tiraban de las tetas rosadas. Los chorros caan gruesos. La vaca volva la cabeza. Tambin su aliento era un chorro blanco. La gara mojaba su pelo zaino: el calor del cuerpo sala a lo mojado i una exhalacin la rodeaba. Su pecho i su vientre eran hondos i ti-bios. Muga, respondiendo al ternero atado cerca.

    Mara amaneca contenta. En la risa se le conoca. Hablaba poco. Sus movimientos eran ligeros como los saltos de un chirote. Su cara triguea enrojeca del fro.

    Se quedaba desgranando maz para los patos i las gallinas. Simn se pona el poncho, calaba el panza de burro sobre su lacia cabeza, cruzaba las cabuyas que sujetaban el tarro de leche sobre su espalda i parta.

    Tenan la vaquita, gallinas i dos chanchos. Todo eso Simn hered del taita. La parcela no; por ella pagaban flete a un amo de la ciudad. En tiempo de siembra y de cosecha trabajaba en la parcela. El resto del ao iba a ganar dos reales diarios como pen.

    Aunque el viejo puente de Todos Santos quedaba ms cerca, se iba a pasar por el Juana de Oro, sobre la isla: lo dejaba ms prximo a la construccin donde trabajaba i por all venda la leche.

    Al pie de la puerta, entre las piedras redondas del pavimento, creca la hierba. Ataban caballos i burros a un poste. Entraban i salan gentes todo el tiempo. Iban a comprar aserrn, a hacer cortar tablas, a hacer moler grano

  • JOAQUN GALLEGOS LARA 63 o a comprar harina. La casa, colocada en el barranco, dando de un lado a la ciudad, del otro al ro, era la entrada a un molino. Antes de llegar, siguiendo su camino por la orilla de enfrente, al pasar junto al hospital, el Simn vea la gran rueda empujada por una corriente de agua que le caa encima i que era tomada del ro por una presa, diez cuadras ms arriba. Simn miraba. Le hubiera gustado tener un molino. Era algo tan imposible! Ganara plata! Cuntas polleras podra comprarle a Mara. . . Se quedaba viendo la acequia correntosa que iba, entre la tierra, a mover el molino. No tendra que buscar el jornal en la ciudad.

    En la casa en construccin donde ayudaba a jornal a los maestros albailes, el capataz lo reciba furioso. Renegaba por costumbre.

    Te has tardado maldito runa! Carasgo! Quie res ganarte en balde la plata? He de descontarte el da aunque lo trabajes si vienes tarde!

    Ventajosamente para Shimuco, a l nunca le haban tocado los golpes, puetazos i puntapis que el chazo les daba casi sin motivo a los peones. Era un shua desgraciado! Su carota colorada i sus dientes amarillos salan por todos los rincones de la casa en construccin. No quitaba ojo de ninguno. La menor interrogacin provocaba un estallido de sus iras.

    Ladrn, indio maldito, te crs vos que no te he estado chapando! Trabaja, pes, suda lo que paga el amo!

    Lo ponan a cargar adobes. Eran masas de lodo arcilloso, apelmazado, dursimas i de enorme peso. Las sa-

  • 64 LOS GUANDOS

    caba de un patio, donde las haba almacenado el dueo, al lugar de la construccin. El hombro se le renda. Sudaba. Dejaba a un lado el poncho. El sol no pareca correr. La maana no se iba a acabar nunca.

    En el patio ola a telaraas i a aire cerrado. Los muros grises se levantaban altsimos a los lados; se abran corredores o ventanas, porque era un patio interior ms arriba. Entre dos aleros de techo, torciendo el pescuezo para mirar a lo alto, alcanzaba a ver un trozo de cielo azul. A-fuera el viento traa gritos de muchachos, aroma de capules, rumor de acequias. A ratos rechinaban las piedras de la calle bajo las grandes ruedas de una carreta tirada por bueyes. Las cholas disputaban de tienda a tienda. Golpeaba el mazo en las herreras lejanas. Ms cerca, se cruzaban las voces de los albailes i de los carpinteros. Clavaban clavos o serruchaban, chillaba como chifle al frerse el cepillo en la piel de las tablas o bien golpeteaba ms pequeo el ruido del bailejo batiendo la mezcla. Simn con el hombro vencido entraba y sala. El sudor lo coronaba de gotas claras. Casi ya no pensaba en nada, aplastado por el cansancio.

    A-las doce cesaba el trabajo. Compraba mote con sal y aj en la chingana. Todos los peones hacan lo mismo. Se sentaban por ah en una acera y empezaban a comer. Ponan el mote en un canto ahuecado del poncho. Metan la mano i cogan pequeos puados que lanzaban desde lejos a la boca con gran tino. Entre bocado y bocado conversaban en quichua, del trabajo, del da, de los a-guaceros, de la prxima llegada de las cosechas que los hara dejar el peonaje en la ciudad o ir a coger el maz o la cebada o a cortar la alfalfa en sus parcelitas de los alrededores.

  • JOAQUN GALLEGOS LARA 65

    Un soplo clido de sol azotaba las calles a esa hora de medioda. Los chapas en las esquinas conversaban perezosamente con las criadas que haban bajado a coger agua en los grifos. Las acequias rumorosas se deslizaban entre los ladrillos polvorientos de las aceras.

    El capataz los haca volver a entrar al trabajo. De nuevo el hombro se le desvencijaba al peso de los grandes adobes. El cansancio le invada poco a poco todo el cuerpo. No tena ya nada que pensar. El sudor le baaba tibio primero i luego helado la cara, el cuello, el pecho.

    Gritaban ahora como huahuas las poleas, elevando, con cuerdas de camo, barrotes de palo o tarros de mezcla, hacia los andamios entrecruzados, donde se arracimaban hombres trabajando. La tarde iba avanzando vaca por lo llena de trabajo.

    Viento, viento fuerte y fro que vena de las pampas de Tarqui, pasando por encima de la colina de Turi i por el camino de La Virgen de Bronce, le sala al encuentro, ya de tarde, cuando regresaba. Silbaba en las bocacalles. La polvareda \o haca estornudar a Simn. Elevaban cometas los hijos de los blancos. Las nubes avanzaban sobre las densas masas de eucaliptos, hacan gris la tarde, parecan querer venir a colgar sus andrajos en las puntas de las pencas que erizaban las bardas de las parcelas.

    Simn hablaba un poco con Mara de las cosas de la parcelita. Era sobre la calcha recogida, sobre la cuya que haba parido, sobre los huahuas patos que se haban alejado, nadando, de acequia en acequia casi hasta Yanuncay. Rajaba lea el Simn. Shimuco!

  • 66 LOS GUANDOS

    Afuera, ms all del camino, el ro arreaba su rebao de borregos de espuma contra las piedras.

    Antes de que fuese oscuro le haca poner la cabeza en su falda i le buscaba los piojos.

    Algunas comadres i otros vecinos venan de paso a conversar. Beban algn vaso de chicha. La candela haca refulgir los ponchos. Se animaban las caras. La Mara pasaba las manos por la frente caliente del Shimuco mientras lo espulgaba. Era como si quisiera tocarle los pensamientos.

  • 7

    Unas semanas antes, una maana que baj a lavar al ro, le dijeron algo del guando. Mara no recordaba casi, no atendi en aquella ocasin. Ms tarde volvi a pensar en esa maana. En la ciudad saban que se preparaban a traer una carga nunca vista. Regaran mucha plata para llevar cientos de naturales a guandear. Cogeran gente en San Roque, en Huaynacpac, hasta en Paccha i en Quingeo, decan. Es que iban a poner luces en las calles, en las esquinas, en las casas. Las noches iban a ser como das de claras. Lo que iban a traer en el guando eran mquinas de hacer luz.

    Ojo pues bonitas... Linditico noms ha de que dar!

    Al centro, solamente han de poner, vers.

    As pongan slo all, bonito ha de quedar... Ni morlaca pareces.

    No ser, pes.

    Que has de ser entonces? Mona'? Lojana?

  • 68 LOS GUANDOS

    Lavandera soi.

    Ele con lo que sale.

    Mara no se meta. No las escuchaba sino por momentos. Conversaba solamente con las que eran amigas. Lo mismo que el Simn su longo con los cholos era Mara con ellas; con los indios era distinto: se poda hablar en quichua i de cosas que a todos les eran iguales.

    Al amanecer, cuando el Shimuco baj al trabajo, Mara se haba venido con l hasta el puente. Traa alguna ropa de los dos para lavar. Se propona lavar ese da porque crea que iba a ser un da de sol. Desde que clare, el Guaguashuma estuvo dorado. No haba una nube. Graznaban los gansos en las acequias. La tierra estaba alegre. Piaban los chugos en los rboles. Un gallo guipaba ronco llamando a las gallinas, escarbando en el polvo. Los eucaliptos, por la mucha claridad, ennegrecan. Enfrente del ro, las torres de las iglesias de la ciudad se creeran de azcar. La cal de las paredes de las casas de los amos haca dao a los ojos al mirarla.

    Mara descendi hasta el borde del agua por entre las grandes piedras redondas. Al arrimarse a ellas i tocarlas con los dedos se sentan ya tibias. Ms tarde se calentaran hasta hacer imposible tocarlas. La hierba creca grande entre ellas, la tierra era hmeda por la proximidad del ro.

    A lo largo de las orillas lavaban cientos de mujeres. Cada vez iban llegando ms. No haca fro. Se quitaban el rebozo i la pollera de ms encima, la roja. Quedaban con una de las polleras de dentro i con la camisa de lienzo.

  • JOAQUN GALLEGOS LARA 69

    Desanudaban sus atados de ropa sucia. Tiraban de prenda en prenda a su lado. Era ropa de blancos.

    El cauce est cubierto de piedras. Cada crecida las arrastra a montones desde las alturas vecinas. Se oye en la noche como un crujir de huesos de la tierra al entrechocarse, al descender en la crecida, de aquellas piedras pulidas por el agua, en medio de correntadas lodosas, amarillentas, en invierno. Las hai de todos los tamaos. Hai tantas que, saltando de una a otra, se cruza el ro.

    No dizque quieren las blancas que lave con cabu ya: que les doi pudriendo, dicen. I no dan jabn.

    Agarradas son, pichicates...

    Como dizque va a sacar uno lo sucio con las uas.

    Blancas bandidas, brutas tambin.

    Que paguen ms. Jess, si ya miso quieren ha cerla a una lavar de balde.

    Vea, comadre, los enfermos de la fiebre.

    Morenica linda del Rosar io. . . Cmo les llevan al hospital a los pobres!

    Todos los das les traen?

    Hai harta fiebre i hartsima gente en el hospital. No dizque queda un mezquino catre tan siquiera. Tienen que amurcarles desde las casas a la hora de la visita del doc tor, cada maana.

  • 70 LOS GUANDOS

    La comadre, chola gruesa, con los ojos negros i duros i grandes senos de porrongo indio, se volvi.

    Unos tras otros, pasaban arriba, en el barranco, hombres cargando a la espalda, como fardos, a los enfermos. Adelante iba un chazo ya anciano. La mujer le rogaba:

    Jashu, Jashusitu... Te har dao hacer fuerza. Caerste. Ms mejor ha de ser que me des sentando aqu a la verita del chaquin. Si ya mismo te tiemblan las piernas. Pondrsme en una piedrita. Lueguito 'mos de se guir...

    Las piernas de la mujer descubiertas, leosas como yucas de Yunguilla, cerosas, sin sangre, colgaban, cruzando por las caderas del marido, adelante. La pollera se plegaba a la rodilla. Las manos morenas, secas, temblaban clavando sus uas de filos negros en el pecho del hombre. All se juntaban con las de l que sostenan el nudo de la cobija que, abierta hacia atrs, envolva el cuerpo de ella, sostenindola. La enferma se angustiaba ms con el esfuerzo del marido. Iba lvida, con los labios secos, color de bagazo de babaco; el pelo lacio i desgreado se le adhera a la frente con la goma del sudor helado que la brisa al besar escalofriaba.

    Pondrsme aqu en la piedra, Jashusito...

    Cllate. . . Soltaste vos cuando metieron bala en huelga?

    Seguan en larga hilera muchos ms. Eran viejos, hombres, muchachos, todos cintarcados en distintas posi-

  • JOAQUN GALLEGOS LARA 71 dones. Los que los cargaban procuraban caminar velozmente. Si no fuera porque eran compaeras, hijos, madres, padres, no los amarcarian. Basta un momento de estar as cerca, abrazado, con un enfermo, para coger la fiebre. Da miedo hasta nombrarla. Es tan fcil cogerla! Puede venir en una manzana ms sabrosa que el pecho de una loriga sin marido; en el vaso ms agrio y espumoso del huallu de chicha de jora con ms tiempo; en el mote ms lavado; en el cui...

    Mara temblaba no le diera a su Shimuco la fiebre. Quin lo cargara? Tal vez uno de los compadres i amigos, pero se morira! Slo la que todo lo puede podra salvarlo. Pero ella no quisiera aquel peligro. I, bajndola vista, torca los pesados pantalones de chillo del Simn, entre sus manos gordas y poderosas. Lavaba sobre una piedra gruesa. De rodillas, sentada sobr sus piernas, inclinada hacia adelante, coloradas las mejillas, empuaba con ambas manos el pantaln y lo golpeaba contra la piedra. El tableteo repiqueteaba en el eco de las orillas. Tomaba a cada golpe impulso en el suelo con todo el cuerpo i toda la tierra pareca trabajar con ella.

    Las dems lavanderas golpeaban lo mismo. Jabonaban o restregaban con cabuya. Opriman y torcan, exprimiendo la ropa, i la tendan sobre las piedras que, vestidas, adquiran contornos de gente. Tambin la colgaban en los zarzales verdes, templndola, o la desplegaban sobre el csped. Las dos orillas daban luz al aumentar la maana, con los colorines de la ropa tendida. Las telas parecan tostarse i deshilacharse bajo la lluvia de agujas calientes del sol.

    Les dola la espalda. Les corra el sudor por el cuer-

  • 72 LOS GUANDOS

    po. Colgaban las dos gruesas trenzas por los hombros, sobre el pecho. El sombrero de paja toquilla cea un aro doloroso a la frente. El agua helada quemaba las manos. Se mordan el labio inferior con el gesto del que sabe aguantar. La hilera de cuerpos tensos, encuclillados, agachados los rostros curvos y cobrizos, fijos los ojos en el lavado, se estremeca en un solo palpitar que era tambin el del ro i el de las piedras i la tierra.

    A cada instante se volvan preocupadas. Es que, mientras lavaban, boca arriba, boca abajo, los huahuas pataleaban all cerca, echados en la hierba de la virgen. Miraban sin ver el agua o las nubes. Unos callaban, chupndose los dedos. Otros lloraban. Los paales haraposos los envolvan mal. El viento agitaba la hierba a su lado. Cada brizna era tan grande como ellos. El olor del suelo los llenaba. Se erizaba de fro su piel oscura. La sombra del interior de las chozas al quedarse solos; la dureza recta de la tierra que no acuna; en la boca la sensacin de extraar el pezn grueso, suave, los haca llorar, clamar, tender los brazos... El mundo era un inmenso seno de mujer, terso, duro, suave, pesado, veteado por ros de venas azuladas, i que quisieran apretar entre sus dedos i acercar la mejilla i meter la punta er. la boca. El mundo era el calor fluido, el vaho oloroso a vida que surge del regazo i se riega por la falda i corre por todo el cuerpo que se afirma, confiando, arrullando, durmiendo. Leche tibia en la boca, boca hmeda en los ojos, ro de pelo suave que baa la cara, carne que tiembla al mismo son que la otra carne, voz que chirotea cosas i cosas, trinos i golpes de aire asoleado. Los huahuas llamaban a las longas, sus madres. Mara los coga, los levantaba en brazos, los acercaba a su pecho levantado que no haba amamantado. Les susurraba palabras que no queran decir nada. Ah! Cmo

    /

  • JOAQUN GALLEGOS LARA 73

    querra tener uno, con el Shimuco. Aunque tuviesen que romperse ms sobre la parcela para tener como vestirlo i cuidarlo, queran uno!

    Las otras mujeres se la quedaban viendo, sonrientes. No saba lo que era de fatigoso tener huahua. Por eso se ilusionaba tanto. I en el fondo tenan gusto de sus huahuas, a pesar de lo pesado que era trabajar ms por ellos...

    Un da as, de lavado, de sol i de huahuas, fue que oy, sin atender, hablar por primera vez del guando de la luz elctrica.

  • 8

    El adobe terroso de las chozas se doraba con el sol poniente. El viento fuerte sacuda la paja de los techos. Gritaba en los cebadales un quillillico. El humo de las chozas se abra en haces al viento. Los huiracochas penetraban al galope en el casero esparcido en el declive del cerro.

    La gente estaba toda recogida en las chozas, donde alumbraban apenas las brasas de los fogones. Descansaban despus del duro da de siega. Desde haca varios aos la cosecha no haba sido tan buena. Se haban encontrado en el aire, repelindose, el jahuay que cantaban, al segar, abajo en el valle, los conciertos de la hacienda San Antonio,-con el de los comuneros que labraban para ellos mismos Jas speras laderas del cerro a donde los haba empujado el hacendado y los estrechaba cada vez ms. En el jahuay llamaban al gamonal: laichu, verdugo y ladrn.

    La Trini recordaba ms tarde que ella coma mchica cerca del fogn i que su Pablo estaba sentado a la puerta. La choza semi oscura estaba llena del olor de la cebada fresca, del olor de la lana que hilaban. Un cuarto de chancho sanguinolento colgaba de un gancho en una esquina.

  • 76 LOS GUANDOS

    Bordoneaban el violn de su zumbido las moscas, alrededor. Al or el galope salvaje, la Trini sali a la puerta jun-to a su marido.

    A ver quin es aqu el gobernador?

    Yu sui qu quieres, amitu?

    De las distintas chozas salan apresuradamente los indios. A los blancos se les volvan una algaraba sus voces en quichua. Contemplaban, desde lo alto de sus caballos de gran alzada, a los hombres de torva cara, a las doas bajas y redonditas como shilas, a los huahuas prendidos a las tetas morenas, o a los que, envueltos como los mayores en sus pequeos ponchos i calzando sus oshotitas breves, avanzaban entre el polvo del chaquin.

    No esperaron mucho los indios. Uno de los blancos, vestido de un poncho de runa llano, sin teir, que llevaba negra barba corrida i cuya nariz era un tomate por el fro i el aguardiente, segn lo mostraba su olor, habl al Pablo Faicn:

    Oyte, runa. Soi el comisario de Pucto y el seor es el Juez Letrado. Venimos a notificarte que se ha dicta do sentencia en el pleito que segua el seor Cueva contra ustedes por la posesin de este lado del cerro. El seor Cueva ha ganado. Al ser de l el valle, esta altura con sus vertientes ha de serlo. Tenis que dejar esto, slo el otro lado les queda.

    El Pablo y todos se asombraron. No podan creer. Ellos estaban seguros ah. Cierto que haban ido perdiendo tierra desde el tiempo en que el abuelo de Cueva se

  • JOAQUN GALLEGOS LARA 77

    estableci, a base de unos papeles del obispo de Cuenca, en la entrada del valle desde donde poco a poco los fue empujando hasta donde ahora estaban, con la ayuda de las autoridades. Pero era imposible que se les echase del todo. A dnde iran? Ms all del cerro haba otra hacienda. De all tambin los empujaban. Cada ao tenan menos campo que sembrar. Cuando sembraban todo el valle y las laderas, nunca pas hambre la comunidad. Las chozas que servan de graneros estaban repletas. Blancas polvaredas se alzaban las tardes al regreso de los rebaos. Los huambras no se alcanzaban para el pastoreo. Al llegar los veranos, los vientos de julio arrojaban a las distancias los nveos copos que arrancaban a los runas que trasquilaban las ovejas. Daba gusto ver los carneros poderosos, trabando las cornamentas en peleas enconadas por las hembras de ojos mansos y sedosos vellones. La comunidad haba estado ligada al carnero desde los abuelos lejansimos, desde la poca en que los blancos los haban trado por primera vez. Se vea el carnero dibujado en los bordados de los chumbis que cean las cinturas musculosas, en las ollas de rojo barro que parecan fresca y porosa carne joven, en la vara del gobernador i en los vestidos de las huar-mis...

    Cuando ya no hubo tierra suficiente donde sembrar y donde pastasen los rebaos, las malas cosechas traan tiempos de hambre. I ahora?^

    No preguntaron eso. El Pablo Faicn contest:

    Istandu di naturalis cirru, derrita... tinindu papil viejsimu, ricunucidu...

    Te comunico la sentencia del juzgado. No hai

  • '" LOS GUANDOS

    que hacer. Tienen que dejar estas tierras en veinticuatro horas de plazo. Ya saben.

    Los caballos soplaban i su aliento era un polvo blanco en la tarde helada. Se oa sonar el hierro de sus frenos que mascaban. Los indios oan silenciosos. Las nubes bajaban sobre los cerros. La noche suba lentamente desde el valle.

    Vmonos.

    El galope sordo golpe la tierra polvosa. Los jinetes como una tromba pasaban. La Trini junto al Pablo permaneca quieta. Aullaron los perros al extremo del casero. Los balidos de las ovejas eran una queja. Los indios se dirigieron a la choza de Pablo.

    Lelos le dijeron.

    Haba sacado de bajo sus cueros de borrego donde dorma, un rollo de papeles amarillentos. Los ley, cerca, mui cerca del fogn, chapurreando el castellano con su voz clara y recia. Un rey de las Espaas i de las Sicilias i de las Indias, enumeraba sus ttulos i autoridades, antes de hacer la concesin. Tomaba en cuenta el derecho de los indios por haber posedo i habitado aquella tierra. No bastaba el claror rojizo del fogn. Encendieron un candil. Todos arrugaban las cejas como queriendo enten-

  • JOAQUN GALLEGOS LARA 79

    der mejor, de la masa de sus ponchos de lana roja sala un vaho de sudor i de polvo de cebada. Resonaba la voz de Pablo. Se figuraban a aquel rey antiguo como uno de los gamonales ricos de las haciendas vecinas, a los que haban visto en sus casas, entre vidrios, entre telas ricas, sobre sillones i camas de colores, muebles todos extraos, de los blancos. Pero este hacendado no era malo. No quera arrancarles la tierra. Harta tendra, como lo deca el papel. Tampoco les pegara ni les mandara a azotar.

    ... Desde el ro, por el valle tantas leguas de tierra i de pan sembrar i de pastoreo...

    Quedaba claro que posean un ttulo, un papel que los haca dueos de esa tierra. Los derechos que se les atribua no eran mui claros, se especificaban en una terminologa de la legislacin de aquel tiempo prestndose a confusiones. Lo que quedaba claro era que posean un ttulo de propiedad, un papel que los haca dueos de esa tierra. El gran gamonal que sera el rey, sin duda sera viejo, un viejo bueno que cumplira los mandatos de su dios i no querra robar a los indios...

    ucanchic Allpa!

    Resonaron unnimamente estas palabras en todas las bocas. S, no caban dudas. Pudieron arrancarles pedazo a pedazo mucha tierra. Pero ahora, el resto, el ltimo bocado del hacendado vecino que los dejara sin tierra, no podra ser. Reducirla s. Pero quitarla del todo no. El papel deca claramente que era de ellos. No deca cuntas cuadras i ni cuales. Pero deca: tierra. S, aquel suelo fecundado con su sudor de muchos aos no les podra ser arrancado del todo.

  • 80 LOS GUANDOS

    Allpa! Allpa!

    Despus invocaron el valor i la prudencia del gobernador. La huarmi recordaba los ojos brillantes de su Pablo. Haba alzado el puo como cabeza de cndor cuyas alas fueran las del poncho levantado. No haba dicho un trmino. Pero los otros se retiraron contentos ante lo que decan las miradas de su cabecilla...

    Ni los piojos habrn quedado en la candelada!

    Bien hecho! Que se metan otra vez estos mitayos bestias...

    Ella oy los pasos pesados alejarse con las voces, tropezndose en lo oscuro con las piedras del chaquin. An entonces no se atrevi a alzar la cabeza. Acurrucada entre las espigas y briznas de la cebada, haba temblado al orlos acercarse, conociendo que no eran indios por las sonoras botas en las piedras. Rechinaron como lechuzas los cerrojos de los fusiles. Ya no se oyeron las voces. La Trini, en el filo de un quejido, susurr:

    Allcus! Shuas!

    Estaba escondida en la sementera que murmuraba, mecida por el viento de la noche. El olor del humo llega-

  • JOAQUN GALLEGOS LARA 81

    ba hasta ella. Vea pasar, rojas, hacia arriba, en el viento, las chispas. Pero no alcanzaba a ver las chozas incendiadas. Todas ellas, esparcidas por la tierra de labor de la comunidad, quedaban al otro lado del cerro. Hubiera tenido que pararse y caminar. Se destacara su silueta en el cielo encendido por las candeladas y la veran los rondas.

    Ya casi no llegaban gritos. Haba callado tambin la corneta. Una quipa lejana bram entre los cerros. En el silencio, que slo el crepitar de las chispas turbaba, se volva a or el mugido del ro, abajo, en el valle que era la hacienda de los blancos.

    La Trini lloraba bajito, temerosa de ser oda, como haba visto llorar a los borregos cuando se les clava el cuchillo para matarlos. Se encoga, recelando de todos lados. Los rondas recorran el campo en todas direcciones. Era necesario callar, contener la respiracin hecha gemidos.

    Se estremeca. Dnde estara el Pablo? En su vientre golpeaba el dolor, anuncindole la llegada del hijo. Podra huir, alejarse de all antes del amanecer? A esa hora saldran otra vez los rondas a recorrer, destrozando todas las sementeras. Si la cogan la mataran a patadas y a culatazos. Peor si llegaban a saber que era la mujer del Pablo Faicn, el gobernador de la comunidad. Le mataran al hijo que ya habra nacido para esa hora...

    Los dolores apuraban. Tena que ser. Haba visto cosas horrorosas la Trini, en pocos das: haba recibido golpes, haba corrido sin fijarse dnde pona los pies, haba hundido sus manos morenas y gordas de campesina en el pecho apualado del verdugo del patrn, mirndose luego las uas rojas! Ni un momento haba dejado de

  • 82 LOS GUANDOS

    patalearle el corazn, desde esta tarde.

    Suba el dolor como si le hundieran una aguda y espinosa hoja de penca en el bajo vientre. Era una contraccin que rajaba sus caderas, su carne toda. Un sudor fro cubra su frente. Se aplastaba como una raposa asustada, invocando a Dios y, confusamente, a cualquier pacarina, como queriendo fundirse a la tierra para comunicarle parte de su angustia.

    La noche empezaba a hacerse menos densa. Las estrellas palidecan sobre el cerro. Quedaba el olor a humo mezclado con el gran olor hmedo de la tierra. No se vean chispas. El fulgor de la candelada se haba disipado. Las pencas se recortaban a su lado contra el cielo. Cada una era un susto. A qu hora surga un soldado, all, detrs...?

    El dolor se haba vuelto intolerable. Cesaba un instante, como dejndola respirar y de nuevo creca y la desgarraba. El peso de su vientre pareca ya querer caer. La Trini quera apresurarlo. Pujaba. Era necesario que a-pareciera pronto la cabecita de negro pelo, que estallara enseguida el primer grito... y deba ahogar aquel grito pri-mero. Cmo hacer para que fuera escaso y dbil ese grito?

    Virgen ma, Nio Jess, amprenme!

    Apoyadas las caderas contra la tierra, hunda las manos en el suelo, ya tena entre los dedos un puado de polvo, ya una piedra, ya un poco de briznas. Oprima como queriendo morder con las manos. Haba levantado sus polleras y el fro la penetraba como un hachazo. Esperaba,

  • JOAQUN GALLEGOS LARA 83

    curvndose a mirarse a s misma, entre las piernas, espiando el momento en que apareciera el huahua. Al fin sus movimientos empezaron a vencer...

    As naci el Lzaro Faicn.

  • Nela Martnez, fotografa 1938.

  • SEGUNDA PARTE NELA MARTNEZ

  • PROLOGO

    uando trato de contestar la carta que Joaqun Gallegos Lara me escribiera, hace una eternidad, al entregarme las pginas de Los Guandos, cuyos episodios ms trascendentes, conocidos en el rea, le haba contado, me enfrento a un conflicto. Para

    ayudarme, recuerdo, la "Carta larga sin final" que Lupe Rumazo escribiera, transida del descubrimiento de la muerte verdadera, que cada uno de nosotros hace a su turno.

    La muerte es vida en ella, la que clama. A la vez es su confirmacin por el silencio. La ternura se vuelve desolada, impar. No encuentra eco ni respuesta. La presencia deja de ser. Tramonta slo en ausencia. Pero an le quedan recursos al que ama. Despliega el recuerdo, su vela tras el naufragio. La vuelve activa, para que flote a golpe de la sangre que la trae y la lleva, en imparable testi-monio que da fe de la existencia ya finita. Con el movimiento de la propia vida impide la quietud, el final de todo. Los rebeldes todava pueden desafiar a la ola que hundi el navo. La barca, legado antiguo, viaja dentro del pensamiento, mar inmenso.

    No por lejano el hecho de la muerte de Joaqun deja de perturbarme. Mucho ms despus de encontrar los

    C

  • 92 PROLOGO

    originales de su novela indita, cuando intento establecer el dilogo que nos lo debamos desde antes de su muerte. Supe de ella, en viaje de regreso, despus de larga ausencia. Antes nos asedi el silencio. De dnde vino? Mudez de lengua, sordera de odo? Hace rato el tiempo invalid las preguntas. No as las sorpresas del reencuentro, que todava se dan.

    Ahora mismo, una de esas enfermedades raras que de repente le golpean al caminante desprevenido, seguro de su resistencia, me asemeja a l, que naci con la incapacidad de moverse sobre sus pies. Pura coincidencia, es