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JOHN UPDIKE MUJERES Traducción de Catalina Martínez Muñoz

JOHN UPDIKE MUJERES - Mis Libros Preferidos · está inclinado sobre el cuerpo de su mujer como si intentara re-sucitarla o (lo que no es ni mucho menos lo mismo) ocultarla. Cuando,

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JOHN UPDIKEMUJERES

Traducción de Catalina Martínez Muñoz

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Índice

I. Sigue soñando, querido Owen . . . . . . . . . . . . . . . . . 11II. Sexo en el pueblo (I) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25

III. El marido . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 41IV. Sexo en el pueblo (II) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 63V. Cómo conquistó a Phyllis . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 87

VI. Sexo en el pueblo (III) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 107VII. Camino de Middle Falls . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 121

VIII. Sexo en el pueblo (IV) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 139IX. Convalecencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 163X. Sexo en el pueblo (V) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 191

XI. Avances en el campo del hardware . . . . . . . . . . . . . 215XII. Sexo en el pueblo (VI) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 239

XIII. Mejor no hacer preguntas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 273XIV. Sabiduría popular . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 305

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¡Ay, amor, seamos fielesel uno al otro! Pues el mundo que parecetenderse a nuestros pies como un reino de ensueño,tan diverso, tan hermoso, tan nuevo,no ofrece en realidad alegría alguna, ni luz, ni amor,ni certeza, ni paz, ni alivio en el dolor...

Matthew Arnold, «Playa de Dover»

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ISigue soñando, querido Owen

Desde hace mucho tiempo, su mujer se despierta temprano,a eso de las cinco o cinco y media. Los ciclos químicos de Julia, aveces en discordia con los de Owen, hacen que ella se despiertellena de cariño por él, su compañero en el inmóvil viaje queemprende la cama a través de una noche de sueño imperfecto.Lo abraza, y cuando él protesta y dice que quiere seguir dur-miendo, ella proclama con voz suave pero implacable cuánto loquiere, lo satisfecha que está de su matrimonio. «Soy tan felizcontigo.»

Llevan veinticinco años casados. Owen tiene setenta años yJulia sesenta y cinco. Esa declaración, que para ella es como unaprimicia, tiene para él algo de insultante: ¿cómo podría ser deotra manera, tras haber superado juntos tantas pruebas y habercausado tanto daño a otros? Cruzaron las aguas; y aquí están,en la otra orilla. Julia tira de su marido, le vuelve la cabeza parabesarlo en la boca, pero Owen tiene los labios hinchados, entu-mecidos por el sueño, y en ese estado de anestesia y desajustenervioso siente como si ella quisiera ahogarlo; lo saca de quicio,como se suele decir. Tras unos minutos de desesperados toque-teos amorosos a los que él se niega a responder, protegiendo asíla posibilidad de volver a sus deliciosos sueños, Julia se da porvencida y se levanta de la cama, y Owen ocupa plácidamente elhueco que ella deja libre para seguir durmiendo una o dos ho-ras más.

Una mañana, en esa última hora robada al sueño, sueña queestá en una casa que no conoce (vieja, con aire de lugar público,como una casa de huéspedes o un hospital), y un grupo de

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presencias oficiales, sin rostro, lo llevan a una habitación en laque hay una cama como la suya, dos camas gemelas que formanuna enorme de matrimonio, y un hombre —bastante joven, ajuzgar por la tersura de su piel clara y por sus nalgas carnosas—está inclinado sobre el cuerpo de su mujer como si intentara re-sucitarla o (lo que no es ni mucho menos lo mismo) ocultarla.Cuando, a una señal silenciosa de las presencias que dirigen laceremonia, el extraño se aparta, el cuerpo de la esposa de Owen,también desnudo, se revela en posición supina: el vientre blan-co y relajado, los pechos planos por la fuerza de la gravedad,el sexo tan querido y familiar cubierto por su vaporoso vello.Está muerta, se ha suicidado. Ha encontrado la salida a su su-frimiento. Y Owen piensa: «Si no me hubiera entrometido ensu vida, seguiría viva». Siente un deseo irrefrenable de abrazar-la, de devolverla a la vida con su propio aliento y de aspirarel veneno que, poco a poco, a lo largo de los años, le ha idoinoculando.

Despacio, de mala gana, como se desvía la atención de unacertijo sin resolver, Owen se levanta, y por supuesto Juliano está muerta; está en la cocina, generando olor a café, con latele encendida para escuchar uno de los primeros informativosdel día: las voces de un hombre y de una mujer bromeando.A Julia le encantan las noticias del tiempo y del tráfico, nuncase cansa de estas contingencias crónicas, aunque hace ya tresaños que ha dejado de ir a Boston a diario. Owen oye el flip-flop de las chanclas de goma azules que Julia se empeña en usar,como si fuera eternamente joven y se hubiera vestido para ir ala playa, mientras trajina en la cocina, de la nevera a la encime-ra y a la mesa del desayuno, y después de la mesa al fregadero,a la trituradora de la basura y al lavavajillas, y al salón para regarsus plantas. Le encantan las plantas. Puede que su amor por ellassurja del mismo órgano emocional que su amor por la informa-ción meteorológica. A Owen le molestan el ruido de las chan-clas y el riesgo que representan —siempre resbala en las esca-leras—, aunque le gusta ver los dedos de Julia, ligeramenteseparados, como unos pies asiáticos que hubieran soportadomucho trabajo, con las articulaciones teñidas de blanco por la

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tensión que tiene que ejercer para que no se le escapen. Julia esmorena, menuda y compacta; a diferencia de su primera mujer,se broncea con mucha facilidad.

Algunos días, medio excitado, sólo consigue volver a dor-mirse pensando en alguna de las mujeres, Alissa o Vanessa, Ka-ren o Faye, que formaron parte de su vida en Middle Falls,Connecticut, en las décadas de los sesenta y los setenta. Se agarrala polla adormilada con una mano y revive al imaginar que unade ellas está debajo de él, a su lado, encima, apartándose elpelo de la cara para acercarse a su miembro hinchado, surcadode terminaciones nerviosas que piden a gritos humedad, a laespera del contacto; pero hoy no es uno de esos días. El solblanco de la primavera brilla con furia detrás de la persiana. Elmundo real, un tigre al que sus sueños no han herido, aguarda.Es hora de levantarse y de afrontar un día muy parecido al an-terior, un día que su optimismo animal recibe como el primerode una secuencia infinita que se extiende hacia el futuro, peroque su cerebro —hipertrofiado en la especie Homo sapiens—reconoce como uno más de una provisión de días menguante yfinita.

El pueblo de Haskells Crossing se despereza alrededor de sumonte privado; el rumor sordo y constante del tráfico intentaatravesar las paredes de pino y yeso de la casa protegida por elbosque. Ya han traído los periódicos: el Boston Globe para él,el New York Times para ella. Hace un buen rato que los pájarosestán en movimiento: los tordos picoteando lombrices, los cuer-vos agujereando el prado en busca de larvas de chinches, lasgolondrinas cazando mosquitos al vuelo; se llaman los unos alos otros con los jubilosos códigos que producen sus cerebrosdel tamaño de un guisante.

—¡Buenos días, Julia! —grita Owen camino del baño, porel hueco de la escalera.

—¡Owen! ¡Ya te has levantado! —contesta ella.—Pues claro que me he levantado, cielo. ¡Madre mía, son

más de las siete!Cuanto más viejos, más parlotean como niños. La voz de

Julia llega desde el piso de abajo, entre quejumbrosa y burlona.

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—Siempre te levantas a las ocho desde que no tienes quecoger el tren.

—¡Qué mentirosa eres, cariño! Nunca me levanto más tardede las siete; ojalá pudiera —responde él, aunque no sabe si ellasigue allí, si puede oírlo—, pero ésa es una de las pegas de laedad, que te levantas con los pájaros. Ya lo verás.

Así de banales son sus conversaciones: ¡como para hablar delos códigos producidos por cerebros del tamaño de un guisante!Si el día fuera un ordenador, piensa Owen, arrancaría de estamanera, cargaría así la memoria principal. Lo cierto es que Juliaduerme menos que él (lo mismo le pasaba a Phyllis, su primeramujer), pero el hecho de que ella sea cinco años más jovensiempre ha sido para Owen un motivo de orgullo y de estímulosexual, como los dedos de sus pies a la vista en las chanclasazules. También le gustan sus talones sonrosados asomando pordebajo del albornoz, la tensión alterna de sus tendones de Aqui-les al pisar con firmeza, con los pies un poco abiertos, comosuelen andar las mujeres.

Mantienen esta conversación mientras Owen espera, con lavejiga dolorida, ante la puerta del cuarto de baño, junto a lasescaleras que bajan a la cocina. La imagen de su querida Juliadesnuda y muerta en el sueño que ha tenido, y la sensaciónonírica de culpa que convierte el suicidio en asesinato y a él en elasesino, siguen siendo más nítidas que la realidad al despertar:el papel pintado con su dibujo de rosas de color sepia y su apa-gado brillo metálico, la alfombra nueva del recibidor con sulana beige, densa y esponjosa, el día que tiene por delante consus horas como peldaños de una escalera de mano desvencijaday peligrosa que debe subir.

Mientras se afeita delante del espejo, junto a la ventana, conla implacable luz frontal en la cara vieja, fofa, estropeada por elsol y ampliada hasta alcanzar un tamaño casi cruel, Owen oyelas protestas del sinsonte, encaramado en la punta de su ramafavorita del cedro más alto, soltando una larga y enardecida re-gañina por alguna nimiedad, por alguna recurrente cuestión deprocedimiento. Los distintos planos de la naturaleza local —lospájaros, los insectos, las flores, la fauna furtiva de marmotas y

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ardillas listadas que entran y salen de sus madrigueras a todavelocidad, como si un disparo pudiera reventarlas en cualquiermomento— están absortos en su propia red de preocupacionesy comunicaciones; para ellos, el mundo humano es tan sólo untumulto marginal, una inescrutable e intermitente interferenciade ruido estático, rara vez letal, en la que no detectan relaciónalguna con la prodigalidad orgánica (la basura, los jardines) quela especie humana aporta a la mesa de la naturaleza. «Nos despre-cian», piensa Owen. Deberíamos ser como dioses para ellos,pero no tienen nuestra capacidad de veneración, de previsión,y por eso no conocen el terror ni la postración mental que lacapacidad de previsión trae consigo, como la invención de unavida después de la muerte. Los animales no nos distinguen deotros animales, tampoco de las rocas o de los árboles, no repa-ran en la fuerza ni en la importancia de cada elemento en lalucha por la vida. La tierra da cobijo a escorpiones, a sinsontes ya miles de millones de hormigas; las estrellas dirigen el vuelo delos gansos de Canadá y de las golondrinas de mar del Ártico,de las golondrinas comunes y de las mariposas monarcas en susgigantescas migraciones anuales. Somos puntos insignificantesbajo sus alas, nuestras ciudades son repugnantes y estériles interrup-ciones del discurso del depredador y de la presa. No, no son in-terrupciones, porque muchas especies aceptan nuestras ciudadescomo hábitats; no sólo las ratas del sótano y los murciélagosdel desván, también los halcones y las palomas que anidan enlas cornisas de los rascacielos, y ahora los ciervos, que merodeantan campantes por los jardines de los barrios residenciales, mitadplaga, mitad mascotas.

Owen tensa el labio inferior para emprender el delicado mo-vimiento lateral de la cuchilla. Intenta afeitarse sin mirarse lacara, que nunca ha sido exactamente la que le habría gustadotener: demasiada nariz y poco mentón. Una debilidad tentadorapero una mirada penetrante y cautelosa. Últimamente se le hanacentuado las arrugas de las comisuras de los labios, y los pár-pados se le pliegan como los de un reptil del desierto, le pesany le entorpecen el movimiento de las pestañas cuando está re-cién levantado. Detesta esa sensación de que se le ha metido

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algo en el ojo, una sensación leve pero muy molesta. Polen. Unapestaña. Un pequeño derrame capilar. A su espalda, a través delaislamiento que le procura el bosque, el ruido de los motores,de los tubos de escape y de las advertencias del claxon de loscamiones reafirma la presencia de la ridícula zona comercial deHaskells Crossing, que apenas ocupa un par de manzanas. Des-de su casa, escondida entre los árboles en la cima del monte, seoye pero no se ve. Aunque desde las ventanas del piso de arribase ven perfectamente las luces de Haskells Crossing, nunca hadivisado la casa desde ningún punto del pueblo. Eso le gusta;es como su conciencia, invisible pero esencial.

Cuando era pequeño daba por sentado que el mundo seponía en marcha en el momento en que él se despertaba. Lo queocurría antes de despertarse era como el tiempo anterior a sunacimiento, un vacío inconcebible. Siempre le ha sorprendidocómo comienza la actividad por las mañanas, tanto en los pue-blos como en las ciudades, y no sólo entre los legendarios pája-ros cazadores de lombrices sino también entre los hombres: elque se apresura para coger el tren de las seis y once, el frutero queya ha vuelto con la furgoneta del mercado de Callahan Tunnel,las madres jóvenes que salen a correr varios kilómetros antes deacompañar a sus hijos a la parada del autobús, los lugareñosociosos instalados desde primera hora de la mañana en su ban-co junto al monumento a los héroes de la guerra, muy cerca delviejo edificio de ladrillo que alberga el parque de bomberos, alotro lado de la calle principal, enfrente de la panadería. El pa-nadero, un francocanadiense mal afeitado, con el pecho hundi-do de tanto fumar, se levanta a las cuatro y perfuma el aire fríocon la fragancia de los cruasanes, los rollitos de canela y lasmagdalenas de arándanos.

Owen lo ve todo mentalmente mientras elimina los restos dejabón de afeitar con la cuchilla y levanta el mediocre mentónpara alisar los pliegues que se le forman debajo. El parque debomberos, por si quieren saberlo, es un recargado edificio delsiglo xix, demasiado estrecho para el moderno camión que haadquirido recientemente el Ayuntamiento de Cabot City, delque depende Haskells Crossing. Cuando se recibe un aviso, casi

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siempre una falsa alarma, el camión regresa con la estridentesirena en marcha y apenas le sobran unos centímetros a lado ylado. El monumento a los héroes, erigido en memoria de lossoldados de la localidad que han perdido la vida desde las guerrascontra los indios y los franceses, contiene una lista ampliablecon los nombres de los caídos, en letras blancas y móviles, sobreuna superficie de ranuras negras protegida por un cristal. El gru-po más numeroso corresponde a los combatientes de la guerrade Secesión y de la segunda guerra mundial. Sólo dos nombresfiguran en el apartado correspondiente a la guerra de Corea, cua-tro en el de la intervención en Vietnam y uno en el de la accióncontra Irak de 1991 (un soldado que se alistó voluntario y muriópor accidente, aplastado por un carro de combate M1A1 Abramsde sesenta y siete toneladas de peso, cuando ayudaba a descar-garlo de la panza de un avión C-5 Galaxy en el aeródromo deJubail, en Arabia Saudí), y aún queda mucho espacio para anotarlas bajas de futuros conflictos. A Owen le gusta esta muestra dela austeridad de Nueva Inglaterra. Ahí, en Haskells Crossing, haencontrado por fin su sitio.

Su primer pueblo fue Willow, una pequeña localidad de Pen-silvania, de cuatro mil habitantes, que con el cambio del siglo xixal xx se fue extendiendo como una cuerda a partir de una posa-da de carretera rodeada de plantaciones de maíz y de tabaco. Lacarretera, que seguía el curso de un río en dirección sureste a lolargo de setenta kilómetros, llegaba hasta Filadelfia, pero en Wil-Wil-low recibía el nombre de Mifflin Avenue por el primer goberna-recibía el nombre de Mifflin Avenue por el primer goberna-dor de Keystone State, un hombre muy combativo. A unos cin-co kilómetros en dirección contraria se encuentra Alton, unaciudad mediana cortada en dos por las vías del tren, con susfábricas de ladrillo ennegrecido construidas entre las viviendasadosadas, su barrio chino conocido popularmente como el Ca-llejón del Coño, sus bares en chaflán con la fachada de Perma-stone, sus palacios del cine pomposamente decorados con ele-mentos pseudoislámicos y sus ruidosos restaurantes tipo barbacoa.«Una estafa», eso decía su padre de tales restaurantes. Su padredetestaba comer fuera de casa; detestaba ser atendido, sobretodo por hombres, que a él le parecían más costosos y más fan-

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farrones que las camareras; detestaba la comida de los restauran-tes caros, y a veces la vomitaba después para dejar constancia desu desprecio; detestaba el postre, el IVA y las propinas. A lamadre de Owen, que siempre fue gorda, menos en los primerosrecuerdos que el hijo guardaba de ella, le encantaba comer bien,y se mostraba cohibida, sin saber qué hacer, mientras su maridole arruinaba sistemáticamente ese momento de placer. Al menoseso pensaba su único hijo, que tenía una visión muy limitadadel drama conyugal: aunque había heredado el pelo castañoapagado de su padre —un pelo tan fino que se les levantaba alquitarse el sombrero o al sentarse cerca de un ventilador eléctri-co—, sus simpatías estaban del lado de su madre, de pelo cas-taño rojizo. Y es que el miedo a quedarse sin blanca se le agarra-ba a su padre al estómago. Quizá no por casualidad había acabadoemigrando al noreste, a una región pedregosa y reacia a cualquierclase de gasto.

En Pensilvania, las posadas de arenisca —simiente de peque-ñas poblaciones que en algunos casos prosperaron y se expandie-ron y en otros terminaron convertidas en puebluchos decaden-tes— se construían aproximadamente cada cinco kilómetros, deacuerdo con la distancia que podía recorrer un hombre a piedurante una hora o un tiro de caballos transportando un carrode granja en un día de verano sin necesidad de abrevar. El tiem-po seguía rigiéndose por la actividad de las granjas. Los ancianosdormitaban a mediodía. Los vecinos vendían en la calle los es-párragos, las judías y los tomates que cultivaban en sus huertos,y Mifflin Avenue, una calle empinada por la que el agua de lalluvia corría a meterse en las alcantarillas, resonaba por la ma-ñana al lánguido ritmo de los cascos de los caballos que tirabande los carros camino del mercado de Alton Pike, que se encon-traba a poco menos de un kilómetro, al final de la calle princi-pal, por cuyo centro pasaba el tranvía. En la época en que nacióOwen, en 1933, cuando a falta de otra vivienda sus padres seinstalaron en casa de su abuelo, hacía poco que Roosevelt ocu-paba el cargo, y Willow, así llamado por el enorme sauce quecrecía junto a la posada, cuyas raíces se alimentaban del arroyoque serpenteaba en dirección a Filadelfia, acababa de convertir-

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se en municipio. El núcleo urbano original se extendió progre-sivamente a ambos lados de Mifflin Avenue, en calles paralelas—la calle Segunda, después la Tercera y luego la Cuarta—, yfue trepando por la ladera del monte, por donde los niños sedeslizaban en trineo sobre la nieve compacta, pasaban rebotan-do entre las barricadas de los cruces y terminaban el descensolanzando una lluvia de chispas sobre el montón de carbón quelos empleados municipales habían descargado de un camión.Las chispas, la nieve compacta y los árboles de Navidad atisba-dos en el salón de las casas camino del colegio sólo durabanunos días en el invierno tedioso y húmedo, pero su recuerdoseguía vivo todo el año, impulsando la vida hacia delante en sueternidad infantil.

El buen tiempo se prolongaba de marzo a octubre. La calimase instalaba entonces sobre Willow. El cuartito de Owen, con lasparedes de madera y una única estantería, daba a un solar adon-de en verano, después de cenar, salía a jugar una hora con losniños del vecindario bajo el atardecer lechoso, entre las hierbasaltas y ásperas que ya empezaban a dejar caer sus semillas. Juga-ban al béisbol, al escondite o al fútbol americano; las niñas tam-bién participaban, porque en el barrio había más niñas que ni-ños. Una vez, entre las hierbas pisoteadas y mojadas de rocío—ya era otoño y había empezado el colegio—, Owen encontrósus gafas, que habían desaparecido días antes como por arte demagia, dentro de su estuche marrón. ¡Las encontró! Las habíabuscado por toda la casa, y su madre le había confesado el dis-gusto que se llevaría su pobre padre al saber que tendría quecomprarle unas gafas nuevas. Cuando se agachó para recoger elestuche humedecido tras varios días con sus noches de pacienteespera, pensó que era un milagro. Y dentro estaban las gafas re-dondas de montura dorada que aguzaban su visión, con sus dospequeñas piezas en forma de habichuela que le dejaban marcaen la nariz y sus patillas metálicas que se le clavaban en las ore-jas. En segundo curso, cuando le dijeron que tenía que usar gafaspara leer y para ir al cine, Owen se echó a llorar. Se consolópensando que algún día dejaría de necesitarlas. Haberlas encon-trado quizá no fuera un milagro, porque todos los días cruzaba

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el campo en diagonal para ir al colegio en compañía de su ami-go Buddy Rourke, que iba un curso por delante, sin encontrarsecon las niñas que vivían en la calle Segunda. Buddy no teníapadre, y eso lo convertía a ojos de los demás en un bicho raroque daba un poco de miedo. Era un niño cejijunto y callado.Tenía el pelo duro, tieso y erizado en la frente, y nunca sonreía,por culpa del aparato que llevaba en la boca: una franja de alam-bres con un cuadradito plateado en el centro de cada diente.Owen quiso volver para contarle a su madre que había encon-trado las gafas y que su padre no tendría que comprarle unasnuevas, pero no quería llegar tarde a su cita con Buddy y echóa correr con el estuche mojado en el bolsillo de los bombachoshaciéndole cosquillas en el muslo.

Una mañana temprano, en su cuarto, Owen oyó un disparoal otro lado del solar. Estaba durmiendo. Se despertó justo unmomento antes de oírlo, como si el ruido se hubiera anticipadoen sus sueños. Había visto suficientes películas de gánsteres parareconocer el sonido de la pólvora percutida, aunque en las pe-lículas siempre eran ráfagas de metralleta y aquél había sido undisparo aislado.

Sus padres también lo habían oído. A través de la puertacerrada, Owen oyó ruido en el dormitorio de sus padres, susvoces de hombre y de mujer entrelazadas, pero enseguida sequedaron callados. La oscuridad no era total: distinguía las si-luetas de los árboles en el patio, las ramas que emergían recor-tándose contra el cielo gris ligeramente teñido de ocre antes deque los pájaros empezasen a piar. La calle estaba en calma, sintráfico; no pasaba un solo carro. Al cabo de un rato se oyó unasirena, y más tarde, a la hora del desayuno, su padre volvió conla noticia de que en casa de los Hoffman, dos puertas más arri-ba de la casa contigua al solar vacío, un joven se había pegadoun tiro con un Colt del calibre 38, el revólver reglamentario quesu padre, Wess Hoffman, conservaba desde que había combati-do en la primera guerra mundial. Danny Hoffman aún no habíacumplido los veinte años, pero el verano anterior, cuando traba-

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jaba como monitor en un campamento, un niño que se encon-traba a su cuidado se había partido el cuello tras tirarse al río decabeza en una zona de escasa profundidad, y desde entonces laculpa le remordía la conciencia. Danny nunca volvió a ser elmismo; se quedaba en casa escuchando seriales radiofónicos ydejó de buscar trabajo.

Tal era la explicación. En doce años de Depresión y de lasegunda guerra mundial, entre 1933 y 1945, ése era el suceso másdramático que había ocurrido en el barrio de Owen. La vecinade enfrente, la señora Yost, tenía en la ventana una bandera concinco estrellas, pero sus cinco hijos soldados volvieron a casasanos y salvos. Skip Potteiger dejó embarazada a Mary LouBrumbach, una chica de sólo diecisiete años que vivía en la casade al lado, pero se casó con ella y todo acabó bien: el día D,Mary Lou empujaba el cochecito de su bebé camino de la tiendaAcme, sorteando las zanjas que llevaban el agua de los tejadosa las alcantarillas y los adoquines levantados por las raíces de loscastaños, que hacían que uno se tropezara con los patines. Enlas cálidas noches de verano, el ruido de las peleas familiares secolaba entre los mosquiteros de las ventanas de las hacinadasviviendas adosadas que ocupaban la zona alta de la calle, consus escaleras de cemento en los precarios muros de contenciónabombados. Sin embargo, no había divorcios, tal como Owenrecordaba las cosas. A veces se levantaba la voz, se daban gritosy se oían portazos en todo el vecindario, pero los divorciosocurrían en otra parte, en Hollywood y en Nueva York, y eranun escándalo, una catástrofe, porque provocaban una situaciónque nadie deseaba, sobre todo los niños: un hogar roto. La pe-caminosa y aterradora sonoridad de estas dos palabras se mez-claba con el sabor a ceniza de la tragedia, como las casas bom-bardeadas y envueltas en humo que se veían en los noticiariosde la Fox Movietone que pasaban en el Scheherazade, el cinedel pueblo. El mundo estaba lleno de maldad y destrucción, ysólo Estados Unidos, por lo visto, podía arreglarlo. El país esta-ba en guerra, y en las fantasías de Owen el solar vacío que veíadesde su ventana era el cráter de una bomba, invadido por lasmalas hierbas.

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El sauce que daba nombre al pueblo aún vivía, y los vecinoslo mimaban periódicamente como a un viejo dignatario, coninyecciones de pesticida y fertilizante en las raíces haciendo agu-jeros con una palanca; había sobrevivido a los tiempos en losque hubo una fábrica de papel con un molino de agua, un es-tanque en el que vivía una trucha y un camino de tierra donde secelebraban carreras de carros antes de que la retícula urbana se ex-tendiera sobre la zona baja, al norte del monte. La casa de Owen—que en realidad no era suya, ni siquiera de sus padres, sinoque pertenecía a sus abuelos maternos, Isaac y Anna Rausch—era una de las más grandes y antiguas de Mifflin Avenue; suabuelo la había comprado después de hacerse rico cultivandotabaco durante la primera guerra mundial. Vendió su granja, quese encontraba a quince kilómetros de Willow, para instalarse enaquel elegante barrio recién construido. Cuando sobrevino laGran Depresión, los ahorros de los Rausch se esfumaron, y suhija, el yerno y el nieto se fueron a vivir con ellos. Los abuelosde Owen tenían una casa, y sus padres algunos ingresos. El pa-dre trabajaba de contable en una de las fábricas textiles de Al-ton. La madre, pelirroja y delgada por aquel entonces, vendíaartículos de mercería en unos grandes almacenes de Alton, has-ta que le entraron remordimientos de conciencia al ver que suhijo la seguía llorando por Mifflin Avenue cuando iba a cogerel tranvía, y decidió dejar el trabajo para pasar más tiempo conél. Su padre, Floyd Mackenzie, era de Maryland. A Owen lepusieron el nombre de su abuelo paterno, un hombre enfermizoque murió antes de que él naciera y que, según las legendariascrónicas de la familia, era de mente muy viva y gran inventiva,suponían que por su origen escocés. Este primer Owen regenta-ba un negocio de maquinaria agrícola en Mount Airy, y en susratos libres inventaba artilugios y mejoraba los artículos que ofre-cía en su comercio —un extractor de semillas que se manejaba sinnecesidad de encorvarse, o una podadora de setos dotada de unmecanismo que permitía girar la manivela fácilmente—, peroninguna compañía se había interesado por sus inventos, por esono se había hecho rico. Murió de tuberculosis y en la bancarro-ta. No obstante, había legado a su nieto un rescoldo de las es-

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peranzas que abrigaba de superar los obstáculos del mundo. LosMackenzie no eran ricos, pero eran listos y astutos. A Owen, supadre le decía: «Has salido a tu abuelo. Tienes la misma curio-sidad intelectual. A él le gustaba sentarse a cavilar sobre el fun-cionamiento de las cosas. Yo nunca me hago preguntas; sólopienso de dónde voy a sacar el próximo dólar». Su padre decíaesto con voz lastimera, como si la herencia de los Mackenziefuera una bendición sólo a medias: una imaginación promete-dora combinada con una constitución algo frágil y una ignoran-cia esencial sobre el funcionamiento del mundo, que día tras díate iba erosionando y picoteando los bolsillos.

Su otro abuelo, con el que Owen vivía, también tenía algode soñador, porque había vendido su granja para invertir enacciones que luego perdieron todo su valor. Era hijo de inmi-grantes alemanes que se habían instalado en Pensilvania, pero seesforzó por integrarse: hablaba inglés perfectamente, leía el pe-riódico vespertino de pe a pa y adornaba su inactividad conpensamientos profundos y declaraciones solemnes. En aquelhombre de bigote amarillento, pelo blanco y manos gráciles,Owen reconocía la nostalgia del forastero que no ha llegado aencontrar el camino que conduce a las fuentes del poder, a lossecretos decisivos, en su único entorno conocido.

«Papá debería haber sido político, tiene mucha labia», decíasu yerno; pero hasta Owen se daba cuenta de que su abuelo erademasiado quisquilloso para dedicarse a la política, demasiadopasivo en su vida diaria, que transcurría entre el patio trasero,donde labraba la tierra, sembraba su huerto y podía fumarse uncigarrillo, el dormitorio en el piso de arriba, donde echaba unacabezadita, y el sofá con respaldo de mimbre del cuarto de estar,donde se sentaba a esperar que la abuela preparase la cena. Aun-que su casa estaba en Willow, allí sólo tenía a su mujer y a susolitaria hija. La abuela pertenecía al populoso clan de los Yoder,desperdigados por todo el condado, y era la menor de diez her-manos. Tenía un montón de primos y sobrinos en Willow, y aveces se ganaba un dinerillo ayudando en la limpieza general deprimavera, o cocinando y sirviendo la mesa cuando se celebrabauna multitudinaria reunión familiar. Estos parientes tenían dine-

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ro: regentaban pequeños comercios y ocupaban buenos puestosen las fábricas de medias, vestían ropa bonita y veraneaban enlas montañas Pocono o en la costa de Jersey. Cuando Owen losoía hablar de la «tía Annie» en voz baja y cariñosa, con esa venasentimental a la que tan dada era la gente de campo, al principiono entendía que se referían a su abuela. Y comprendió que suabuela y él eran personas distintas para personas distintas.

Cuando por fin dejó atrás el pueblo donde había pasado suinfancia, Willow le pareció un rincón inocente y precioso, mien-tras que cuando vivía allí nunca lo había visto de ese modo.Entonces sólo era el mundo, con un pasado insondable y unoslímites más allá del horizonte. Había serpientes en la hierba yrocas recalentadas por el sol. El sexo y la religión tenían unaroma añejo y peculiar; las familias se remontaban a enmaraña-das ramas de la historia, semejantes a nidos temblorosos, y lamuerte podía atacar a medianoche. En la misma época del sui-cidio del joven Danny Hoffman, cuando Owen aún era un niñoque dormía debajo de un estante en el que había dos docenasde Grandes Libros Infantiles, un oso de peluche tuerto que sellamaba Bruno y un Mickey Mouse de goma con el pecho negroy zapatos amarillos, se incendió un establo en las afueras deWillow —la granja Blake, propiedad de una rica familia de De-laware que no vivía en el pueblo—, y su padre, que siempreacudía como los niños al escenario de la tragedia, llegó contan-do que los caballos, a los que habían sacado de las cuadras paraponerlos a salvo, volvieron a entrar corriendo, aterrorizados, sinsaber lo que hacían, y el olor a pelo y a carne quemada era es-pantoso. Esa noche, desde la ventana de Owen, un resplandoranaranjado perfiló en el cielo las siluetas del tejado y la chime-nea de la casa contigua al solar vacío, de la cicuta y las píceasmás altas de los jardines de los vecinos. Las sirenas de los bom-beros no paraban de sonar, como gigantescos aullidos de furiaa los que nadie respondía. Como ocurrió la mañana en que seoyó el disparo, Owen dio media vuelta en la cama y siguió dur-miendo, ajeno a los torrentes de dolor del mundo.

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