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Jornada sobre el dios de aristóteles

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Jornada sobre el dios de aristóteles

© 2009Publicaciones de la Facultad de Teología «San Dámaso»

Jerte, 10E - 28005 Madrid

ISBN: 978-84-96318-75-5D.L.: S. 749-2009

el dios de aristóteles

nÒhsij no»sewj

editor

Alfonso Pérez de Laborda

M a d r i d 2 0 0 9

Publicaciones San DáMaSo

Índice

Advertencia preliminar............................................................... 9

Sobre el Dios de Aristóteles: ¿un Dios politeísta?

ALFoNSo PérEz DE LABorDA .................................................. 13

Fundamentos gnoseológicos y ontológicos de la concepción aristotélica

de la substancia primera motor inmóvil como inteligencia que se intelige

a sí misma, según el libro Λ de la metafísica.

VícTor MANuEL TIrADo SAN JuAN ............................................ 151

El camino aristotélico hacia lo espiritual. una fenomenología del noûs

desde el hecho de la actividad.

SANTIAgo gArcíA AcuñA ..................................................... 197

Más allá de Aristóteles: un análisis metafísico del entendimiento.

DAVID TorrIJoS cASTrILLEJo .................................................... 343

una primera aproximación.

PEDro JoSé LAMATA MoLINA ............................................................................ 365

Pensar el amor. Sobre la propuesta teológica de Scheler.

PILAr FErNáNDEz BEITES ........................................................ 383

Advertencia preliminar

El lunes 16 de abril de 2007 tuvo lugar en la Facultad

de Teología San Dámaso una “Jornada de filosofía sobre el Dios de

Aristóteles”. La organizaba el Departamento de Filosofía, del que soy

Director.

La presentación de la Jornada decía así:

«Metafísica y “nÒhsij no»sewj”.

La reflexión de grandes pensadores culmina con la consideración

del Espíritu que es conocimiento de sí mismo absolutamente

transparente, desde Aristóteles con su Dios como “nÒhsij no»sewj”

(pensamiento de pensamiento; intelección de intelección) del libro

L de la Metafísica (cf. 1071b20; 1072a5; 1074b15-35) hasta el

“Denken des Denkens” recogido por Hegel en la última parte de su

Enciclopedia de las ciencias filosóficas.

¿Qué motivo hay? ¿Basta la auto contemplación absoluta para

definir a Dios? ¿con qué necesidad aparece este paso en la reflexión

filosófica?

9

cada ponente expondrá sus reflexiones en torno a este núcleo

de la metafísica».

Ahora, en el momento de la edición de los resultados de ese

esfuerzo, cinco son los puntos dignos de mención. En primer lugar, dos

o tres profesores del Departamento, ya en su aquel día, por distintas

causas, no se habían comprometido a participar en la Jornada. En

segundo lugar, en ella, como estaba convenido, cada uno hablaría

un tiempo limitado. Podría leer un texto terminado, para entregarlo

al finalizar su parlamento, o suspirar sobre algo que se comprometía

a facilitar para la publicación. Su longitud quedaba al buen juicio del

autor. Dos, como se puede ver en los resultados, alocadamente, ante

esa libertad, nos hemos desaforado. El tercer punto fue que, para

varios de los que tomamos esta segunda opción, terminar nuestro

texto fue una aventura alargada en el tiempo —y en la prudencia del

moderador en exigir lo debido—, lo que nos retrasó sobremanera. un

cuarto punto muy desgraciado ha sido que, finalmente, dos de los

participantes en la Jornada no tuvieron ocasión de entregar ningún

texto. La publicación de la Jornada, sin duda, se resiente. Luego, por

último, la edición se ha ido demorando más y más y más. Pero, en fin,

le llega su momento.

Se podían entregar trabajos complementarios de personas que,

participando en la Jornada, no tuvieron expresión pública en aquel

momento. Dos son los que llegaron a mis manos, y dos son los que se

publican acá con sumo gusto.

Mención aparte merece la ponencia de Pilar Fernández Beites.

Teníamos tanto interés en su presencia junto a nosotros que aceptamos

una ponencia distinta a las otras. Pensamos que, yendo de modo

explícito más allá del aristotelismo, no por eso dejaba de caber en lo

expuesto en la presentación de nuestra Jornada. En esta publicación

para favorecer la claridad, aparece en último lugar, justo después de

los dos trabajos que he denominado complementarios.

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Ni que decir tiene que cada autor es responsable de lo que

escribe. una mirada aguda verá diferencias en la presentación y en los

modos de pensar de cada uno de los ponentes. Mas ¿acaso no son

perspectivas convergentes? ¿No se lee en estas páginas una necesidad

imperiosa de no cerrar indebidamente puertas aristotélicas? Aristóteles

no las abrió, pero ¿nos las prohíbe?, ¿no están —o pueden estar— en

la estela de su pensar? Al menos sí hay una convergencia: nuestro

interés decidido en la metafísica y, además, por parte de algunos, en

sus relaciones con la física.

La última ponencia señala a la perfección dónde está el

meollo de nuestra lectura aristotélica en comandita cuando dice, al

comienzo de sus páginas, que debemos ir más allá del esquema de

“pensamiento de pensamiento”, precisamente si queremos pensar a

Dios; en todo caso al Dios cristiano, que es sobre todo amor. Amar no

es sólo pensarse a sí mismo, sino, por ejemplo, decidir crear lo otro,

crear al otro, y amar lo creado.

confieso que, corrigiendo para su edición estas páginas, se me

revuelven los pensamientos en busca de nuevos y continuados rumies,

y no siempre estoy de acuerdo con lo expresado en ellas —me dan

ganas de añadir: ¡ni mucho menos!—, mas una simple “advertencia

preliminar” no puede dar ocasión a, por ser dueño como editor del

libro de la última palabra, como caballero de la triste figura, entrar

lanza en ristre en las páginas de los demás para discutir sus pensares.

Las traducciones de Aristóteles empleadas en este libro son las

que nos ha ido ofreciendo la Editorial gredos. Para la Metafísica, de

manera normal se ha utilizado la edición trilingüe de Valentín garcía

Yebra, además de la de Tomás calvo.

Esperemos que la publicación final no se demore todavía

demasiado. Pero, sobre todo, esperamos que el esfuerzo haya

merecido la pena.

Alfonso Pérez de LabordaMadrid, 31 de agosto de 2008

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Teresa oñate1, de quien me aprovecharé con toda

pasión en mi caminar aristotélico, nos va a encandilar, ha entendido

bien el procedimiento de pensar y se adentra en el de Aristóteles a tra-

1 Teresa oñate y zubía, Para leer la Metafísica de Aristóteles en el siglo XXI. Análisis crítico hermenéu-

tico de los 14 lógoi de Filosofía Primera, Dykinson, Madrid, 2001, 672 p. El libro es difícil, y a ello

contribuye una manera rugosa de escribir, no siempre clarificadora, y su poca tersura tipográfica.

Me enteré de la existencia de oñate, por la conversación en mi despacho de la Facultad de Teología

‘San Dámaso’ con un muy brillante estudiante mío, gabriel Benedicto, que antes lo había sido suyo

en la Facultad de Filosofía de la universidad complutense; ahora oñate enseña en la uNED. Fue él

quien ante una insistente pregunta mía, y durante más de tres cuartos de hora, me puso delante el

pensamiento aristotélico de su antigua profesora. corrí a comprar el libro que, me dijo el estudiante,

estaba publicándose. Era por enero o febrero de 2002. oñate ha seguido su labor aristotélica en El

nacimiento de la filosofía en Grecia. Viaje al inicio de Occidente, Dykinson, Madrid, 2004, 384 p.;

“De camino al ser”, estudio preliminar de Teresa oñate y zubía, en Javier Aguirre Santos, La aporía

en Aristóteles. Libros B y K 1-2 de La Metafísica, Dykinson, Madrid, 2007, pp. 13-108 pero, aquí y

Sobre el dios de Aristóteles:

¿un dios politeísta?

Alfonso Pérez de LabordaFacultad.de.teología.San.dámaSo.-.madrid

<www.apl.name>

A la memoria de Vincent Baguette y de Adolphe gesché, para Jacques Blanpain, charles Dumont, Jean-Pierre Delville,

Joël Spronck, Mehdi Lmoual, Florence otten, Damien Desmarets, Jean-François Simonart, amigos belgas

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vés de un método de discusión dialéctica —como al que me refiero en

el párrafo siguiente, el de la éndoxa— con quienes, desde comienzos

del siglo XX, han presentado sus opciones para entenderlo; una pro-

puesta de lectura llama a lo suyo. Lo leerá desde su propio contexto

problemático, histórico y hermenéutico, es decir, filosófico. De ahí,

piensa, ha de salir un nuevo Aristóteles. Para oñate, así llega a afir-

marlo, Aristóteles es la otra Escritura de occidente. Incluso, aunque en

interrogación, se pregunta si no será también escritura sagrada. Más

modesto, me limitaré a presentar en discusión cerrada el pensamiento

aristotélico sobre la filosofía primera tal como lo entiende oñate. Me

esforzaré en ceñirme a su pensamiento con toda la nitidez y fuerza

con la que sea capaz, incluso hasta la desmesura; hasta en la trans-

literación del griego pondré los acentos tal como ella los ponga cada

vez, excepto cuando me equivoque. En su libro, sin duda uno de los

mejores y más importantes que se hayan publicado sobre Aristóteles

escrito por filósofos españoles, presenta y defiende con verdadera

intrepidez y fuerza de tenacidad sus maneras de comprenderlo. Me

parece que toca punto clave. No será todo, claro es, necesitaré todavía

enfrentarme con su hermenéutica aristotélica, siempre que sea capaz

de hacerlo, cosa bien difícil para quien no es especialista ni quiere ser,

simplemente, un historiador de la filosofía. Y, de modo especial, no

terminará todo ahí, porque creo que quedará así abierta una línea en

mis propias maneras de filosofar que hasta ahora estaba implícita o

era no más que un farfulle. Pues enfrentarse con Aristóteles es deci-

sivo para una filosofía como la mía.

El pensamiento de Aristóteles crecía en discusión dialéctica

con su maestro Platón, con sus compañeros de la Academia, con sus

alumnos y con los antiguos filósofos, a los que llamamos los preso-

cráticos. La única vía de investigación para la búsqueda de lo primero

ahora, cada día tiene su afán, me ceñiré a este primer grueso libro, pues encuentro en él una manera

coherente de adentrarme en los problemas aristotélicos que apasionan mi propia filosofía.

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es la discusión de los éndoxa, las opiniones probables de los que él

considera expertos o sabios, utilizando las leyes comunes que rigen el

pensamiento y el lenguaje; sólo merced a este diálogo crítico puede

establecerse la investigación de los principios: reduciendo al absurdo

o mostrando las incoherencias internas de esas posturas con respecto

a sus presupuestos y objetivos. La filosofía primera, precisamente por

serlo, no puede apoyarse en principios ni axiomas anteriores a ella

misma, por eso debe buscar lo que ella sea utilizando la discusión

racional con los anteriores, viendo por qué sus posturas no pueden

ser aceptadas racionalmente, e intentando así encontrar soluciones

a los problemas planteados. La meta que se debe alcanzar es el

conocimiento efectivo de los primeros principios y causas. un diálogo

racional con el contexto histórico es, para Aristóteles, la fuente, el

juez y la única prueba, suficiente y posible: la revisión, reapropiación y

reelaboración crítica continuada de los elementos teóricos alcanzados

por la tradición misma. Planteamientos unilaterales y dualistas serán

integrados como partes de una tercera vía. Habrá en Aristóteles, por

tanto, un primer momento historiográfico, un segundo momento dia-

porético, de discusión a brazo partido, y un tercer momento dedicado

a abrir las aporías, a desanudarlas, a encontrar para el pensamiento el

paso que se ha cerrado, replanteando las cuestiones nuevamente en la

tradición cultural y en los usos lingüísticos comunes, en las estructuras

conceptuales reveladas por el lenguaje y, en una palabra, en los datos

(phainómena) de la empeiría.

Queda claro que mi éndoxa —en estas páginas, pero única-

mente en ellas— es Teresa oñate en su grueso libro sobre Aristóteles

del año 2001. Muchas veces utilizaré sus mismas palabras, pero sin

enturbiar mi texto con enojosas comillas puntiagudas y con intermina-

bles citas mil. Aquí y ahora —entiéndase bien, sólo aquí y ahora— mi

acercarme a Aristóteles se produce con las gafas y las palabras oña-

tianas. reaccionaré ante el grueso libro, aunque no en las puras citas,

sino atendiendo a los nudos de pensamiento.

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¿Merece la pena un trabajo como este en el que no me enfren-

taré en directo con los textos aristotélicos? Tras no pocas vacilaciones,

me ha parecido que sí. Porque estas paginas no podrán ser entendidas

en mi propio pensar más que como un arrimo introductorio a su pen-

samiento; una pura exploración del terreno. Su punto de interés, si lo

tiene, estará en, utilizando a oñate, lograr un acercamiento al pensa-

miento metafísico de Aristóteles tomado como un todo y en toda la

red de su coherencia. ¿Acerté? Vamos a verlo.

Todo lo que he pensado, poco o mucho, ha sido en diálogo. un

diálogo a veces muy último, otras viniendo de muy antiguo; de un

modo que puede ser complejo por demás. Lo he dicho alguna vez,

el problema que me abrió los oídos a la filosofía fue cuando, en lo

que entonces se llamaba sexto de bachiller, con unos quince años,

me encontré con que el profesor de filosofía, un joven jesuita, Jesús

Mendibelzua, al que apreciaba mucho, hablándonos de un extraño

señor que era obispo anglicano, se preguntaba cómo podemos saber,

mejor, demostrar, que existe el mundo de fuera. Todavía vivo de esa

sorpresa. Me pareció sobresaltante que alguien en sus cabales se

planteara tamaña cuestión. Entonces abrí unos oídos que todavía no

se me han cerrado. Planteado de esta manera, no es un problema que

me preocupe ahora, pero sí es verdad que pone delante la diferencia

entre lo que decimos del mundo, de nosotros mismos, de la realidad,

y lo que sea el mundo, nosotros mismos y la realidad. El segundo pro-

blema que, varios años después, me abrió los ojos a la filosofía fue el

de ver lo difícil que es llegar a pensar las individualidades personales

que somos y lo sencillo que es plantarse en una concreción que no nos

llega, sino que se queda por encima de nuestras cabezas, en el plano

de una pura universalidad, haciendo que nosotros, en definitiva, sea-

mos miembros de un colectivo, y por formar parte de él transmitamos

nuestra especie a las siguientes generaciones; pero esto significa que

no somos personas. contando con estos dos problemas principiales,

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es verdad que mi filosofía, como la de oñate, referida a Aristóteles, y

la de este mismo, se construye en diálogo con quienes han pensado

como nosotros antes de nosotros.

La éndoxa es, quizá, lo más importante. Significa que, en los

terrenos de la metafísica, de la filosofía primera —los demás vamos

a dejarlos por ahora en la penumbra—, no tenemos certezas apodíc-

ticas. No tenemos una “razón pura” que nos haga descubrir las ver-

dades del mundo, de nosotros mismos y de la realidad tal como ellas

son, en su prístina pureza y verdad absoluta. La razón es clara. Aquí,

en estos terrenos, se nos ofrecen los principios y evidencias racionales

con las que iremos a entender y descubrir el mundo, nosotros mismos

y la realidad, y se nos ofrecen, precisamente, desde la experiencia que

tenemos, mejor, que vamos teniendo, del mundo, de nosotros mismos

y de la realidad. Nada tiene esta labor con lo que nos viene mostrando

la Geometría de Euclides en cada uno de sus trece libros, en los cua-

les todo —bueno, casi todo, está ahí el angustioso problema de las

paralelas, y eso termina siendo un gravísimo quehacer que apunta

hacia ámbitos muy distintos, hacia geometrías no-euclídeas— viene

deducido de los capítula o axiomas que los inician. Incluso aunque así

fuere, quedaría todavía por ver cómo elegir y de dónde vienen.

En este terreno principial, pues, tenemos que dialogar con

aquellos que antes se adentraron en él. Deberemos ver sus razones,

sopesarlas y decidir si nos son válidas como instrumentos primeros y

esenciales para buscar la verdad. Esta es la labor de la ‘razón práctica’,

es decir, de la acción racional de la razón práctica. Este trabajo es de

diálogo racional; de ver la profundidad de las razones aducidas y de

estudiar la red de coherencias racionales que se establecen, y de seguir

con cuidado sus líneas y nudos. Aquí es donde cabe lo que llamo

el emperramiento racional: la certeza racional buscada con ahínco

y sopesada con tino, en la que nos asentamos, y sobre la que cons-

truimos, mientras no tengamos razones de peso para abandonarlas

en todo o en parte. Tal abandono, evidentemente, sólo puede ser

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producto de un juego racional en donde las razones que optaban en

contra de la nuestra, bien sopesadas, nos convencen. El proceso que

lleva a lo que llamo emperramientos racionales, ¿no será el mismo que

el de la éndoxa?

Si las cosas son así, porque las cosas son de esta manera, no

valdrá nunca que digamos: aquí me empotro, por ejemplo, en una

correcta comprensión de Aristóteles, la mía, me planto y de ella no

salgo. Esa lectura aristotélica —excepto si es la de un mero y desnudo

historiante, historizador, si preferís, de la filosofía— vendrá a ser un

capítulo muy importante de la éndoxa. Pero en ese diálogo lo defini-

tivo no es lo que dijera Aristóteles, sino lo que yo, acompañado del

diálogo racional y cuidadoso con el que lo he leído, dijere. La éndoxa

no se termina con él. una cosa es completar a Aristóteles, otra cosa

corregirle, nos dice Teresa oñate. Es obvio, pero ¿toda compleción no

es ya una corrección, sea porque pensemos que después de él muchos

problemas y sus respuestas filosóficas han hecho que la metafísica de

Aristóteles se nos hubiera quedado demasiado corta?, ¿no acontece

esto con una parte demasiado importante de su física y de su cosmo-

logía2? Sin duda ninguna. Más aún, ¿por qué no hacer nosotros aquí

o allá en nuestra búsqueda filosófica algunas correcciones por pensar

que así su metafísica podrá seguir siendo una luminaria racional para

nuestro propio pensar? Es obvio que lo vamos a hacer, por ejemplo, en

el para nosotros vidrioso tema de las 53 esferas celestiales. No tendría

ningún sentido que para aprovecharnos del maravilloso pensar meta-

físico de Aristóteles tuviéramos que sentarnos en mitad de todas esas

esferas. Esto ya no sería pensar, sino arqueologizar sin pensamiento.

Por eso, incluso si queremos ser aristotélicos, hemos de corregir a

Aristóteles. Si no, significaría que él —o el filósofo que fuere— sería

2 Es interesante la idea que galileo se hacía al respecto, véase “galileo y la retórica de la naturaleza: el

mito cosmológico del ‘nuevo Aristóteles’ ”, capítulo 6 de Tiempo e historia: Una filosofía del cuerpo

(Madrid 2002) 169-198.

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el final de todo pensar, de todo saber, la desembocadura del río que

busca la verdad en las certezas de lo que ya es, en él y con él, para

siempre, pura evidencia. ¿No hicieron así, precisamente, demasiados

aristotélicos de escuela con los que ni podemos ni queremos estar de

acuerdo?

Me cuesta aceptar el lenguaje con el que se habla de Aristóteles.

Me parece que está como momificado y, debo reconocerlo con toda

humildad, no lo entiendo, o lo entiendo mal. Para colmo, tras mis lec-

turas aristotélicas, tengo la impresión de que utiliza expresiones expli-

cativas que él mismo fragua para poder pensar y expresar con bien lo

que piensa, y no se encarrila, esto es evidente, en la utilización cerrada

de palabras de escuela.

Me pasa algo similar cuando se habla de otro gran filósofo, de

Heidegger. cuando oigo hablar a los heideggerianos, tengo la espan-

tosa e irrefrenable impresión de que floritean con palabras, no con

cosas del pensamiento. En fin, comprendo que hay aquí una manera

radicalmente distinta de entender la labor del filósofo. Para mí, pen-

sar no es sino producir pensamientos que se expresan en conjuntos

enhebrados de palabras con los que hablamos de nosotros mismos,

del mundo y de la realidad. Y buscamos hablar de ellos con verdad.

No un garrapatear sobre las palabras con lenguajes florentinos. Es

curioso, pero, tan enemigos como lo fueron desde el comienzo y que

aparentan serlo todavía, comparten sus maneras de filosofar con los

más inteligentes y valiosos de, sin entrar en disquisiciones y distingos,

los filósofos analíticos: ejercicios de florete sobre las meras palabras

y alguna frase escueta y peregrina. No se busca la verdad. Bueno,

al menos, así me lo parece. No se atreven a buscar la verdad. No se

aventuran a empeñarse en decirnos a nosotros mismos, al mundo y

a la realidad. Parecen quedarse en exiguos corralitos en donde sólo

aparecen sus palabrinas y los aguzados floretes con los que hilar sus

pequeñas puñetillas.

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Aunque no seguiré por esos derroteros criticones, un tantico

enfadados, sí quisiera aventurar una particularidad del lenguaje que

utilizo.

Ente es la palabra que quiere decir: lo que es. Estante y siente

son una traducción al castellano que se aprovecha de la distinción

entre estar y ser, pero introduce ya desde el mismo comienzo una dife-

renciación que en la utilización única de la palabra ente no se daba,

pues el estante hace referencia a lo que está ahí a la mano, siempre

una mundanalidad, mas el siente nunca está arrojado ahí a la mano.

A la mano es, parece obvio, a nuestra mano, pues los estantes no son

conscientes de estar ahí arrojados. Meramente son, pero con un ser

que no tiene consciencia alguna de su sí mismo. Son mero producto,

por complejo que sea, del entresijo que en ellos se da de las cuatro

internalidades del mundo, ya lo sabemos, espacio, tiempo, ‘geome-

tría’ y legalidad. Los sientes sí, son con un ser que tiene consciencia

de sí mismo y se encuentra, además, que los estantes los tiene ahí a la

mano. Habría que decir ‘lo que es’ para referirse a ambos modos de

ser; si se quiere, podrá decirse ente, es verdad, pero sin que queden

ocultas esas diferencias de modos de ser que aparecen desde el mismo

comienzo. No valdría afirmar que es una diferencia sólo con respecto

a nosotros; que somos nosotros quienes nos damos cuenta y decidi-

mos que entre lo que es hay entes que están ahí a la mano, a nuestra

mano, los estantes, y otros, los sientes, que tienen sensación, sentir de

sí mismos. La palabra siente viene como conjugación del verbo ser, lo

que es ser con un modo de ser que no es mero estar; pero, además,

en nuestra lengua tiene la ventaja de que hace referencia inmediata al

sentir de este modo de ser, que el otro no tiene. Véase, por tanto, la

sutileza que de esta manera hemos advertido en los diferentes modos

de ser. No entra todavía, en esos modos de ser, lo que tiene que ver

con los gerundios, los estandos y los siendos, que nos dan el fluir de lo

que es estando ahí y lo que es siendo. Estas diferencias son en verdad

modos de ser de lo que es. Introducen en el hablar sobre Aristóteles

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algo que, ciertamente, no está en él de primeras, excepto si queremos

creer que en él todo son estantes, incluso los sientes, pero eso no me

parece que en él sea cierto. Iremos viendo. Ahora ya, podemos ir más

allá con nuestros pensamientos.

II

Me convence oñate, junto a todos los modernos de hoy, al decirnos

que el libro de la Metafísica tiene un orden, precisamente el que

Aristóteles quería. Lo cual hace que quede pendiente algo que proba-

blemente es importante: los dos libros M y N, después de esas páginas

puntales y preciosas que en el libro L dedica a Dios, considerados por

nosotros como el punto de mira final de toda la metafísica, el punto

hacia el que todo tiende, esos dos últimos libros, digo, son consagra-

dos a la matemática, pues debe quedar probado que ni siquiera ella es

producida por esa “razón pura” a la que antes me he referido, pues si

lo fuera, quedaría abierta la posibilidad de que todo lo fuese también,

por lo que, en definitiva, Platón tendría razón. Que las cosas sean así

significará algo decisivo en matemáticas: los objetos matemáticos no

existen como estantes en sí mismos del mundo, sino como realidad

abstracta; productos de una abstracción efectuada por nosotros en

los objetos sensibles en los que encontramos alguna característica que

separamos de ellos. Estantes, pues, separados por la fuerza de nuestra

abstracción y no porque tengan algún ser en sí y por sí; nada tienen,

por tanto, de sientes. Es verdad que, luego, de una complejidad rít-

mica y barroca que nos deja alelados. como si, con ello, hubiéramos

encontrado un juego de una complejidad rayana con lo infinito. Algún

día habrá de verse con atención la filosofía de las matemáticas y de

sus fundamentos. Porque, una vez puestos los presupuestos de los

números naturales, por ejemplo, y esto es la primera sencillez de las

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matemáticas, nos vamos encontrando con sorpresas sin cuento. Pero,

me pregunto, ¿no ocurre lo mismo cuando estudiamos de más en más

las conexiones en red de las neuronas y el mundo extraordinario que

termina siendo?

Que las cosas sean de este modo significa, además, que nos

encontramos inmersos en lo que en otros ámbitos se llama el problema

del canon. Los textos, y el orden que los constituye, se explican desde

su propio conjunto y el orden que los estructura. No valen aporías que

vengan dadas por incisiones separadoras que nosotros, por el arte de

nuestra propia magia, introducimos en los textos de la Metafísica. Hay

un orden y una coherencia. Salirse de uno o de la otra, lleva a malin-

terpretaciones que bien poco tienen que ver con los pensamientos del

propio Aristóteles. Pero, siendo las cosas así, y entrevisto el por qué de

los libros M y N, queda cada vez más clara la importancia capital del

libro L y de sus últimas páginas, allá, precisamente, donde se habla de

Dios de manera tan hermosa.

Punto de arranque decisivo, afirma oñate, es la consideración de que

el ser, del que hablamos de diversas maneras, no se confunde con el

género ni con el uno. No hay en Aristóteles, por tanto, lo que luego

vino en llamarse una ontología general: un estudio del ser en cuanto

ser, anterior a cualquier otra consideración, que será posterior a ella,

porque se refiere a todo lo que es, a manera de una forma general

que se aplicaría a todo lo que es; sin olvidar nunca, añado yo, que por

más que se diga el ser de varias maneras, se dice siempre ser de todo

lo que es. En ningún caso debe aceptarse la univocidad del ser, forma

general compartida por todo lo que es, y de lo que todo lo que es

derivará. Aristóteles es realista de una manera rica por demás. Se dan

las diferencias, la multiplicidad, como constitutivas de los sientes, que

a nosotros nos interesan particularmente, y de ninguna manera cabe

un género universal en el que no haya diferencias. Esto no tiene reali-

dad alguna. En el problema de la unidad, o del uno, y de la multiplici-

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dad, hay dos escollos que nos dejan fuera de toda realidad. Primero,

considerar que todo es finalmente reductible al uno, por lo que no

cabe la individualidad de los objetos estantes ni de nosotros mismos

como individualidad personal —que por ahora, si se quiere, podría-

mos decir personalidad almal—, lo que nos obligaría a un craso pan-

teísmo, excepto si habláramos de que todos los sientes participan más

o menos, según su distancia estructural, del ser del uno. Ni, segundo

escollo, considerar que todo se desvanece en la multiplicidad, pues

entonces no habría manera alguna de sostener nuestro conocimiento

como tal; existiría sólo la inmensa vaguedad de todos los objetos

estantes y nosotros mismos, una vez que se nos ha reducido el cono-

cimiento a la pura nada de la imposibilidad de conocer. Los sientes no

serían ya más que meros estantes. También nosotros no seríamos ya

sino meros objetos estantes, habiendo perdido nuestra individualidad

almal.

Es importante en Aristóteles la consideración del recurso al

infinito. cuando se quiere hacer una explicación que recurre a él es

claro que nunca termina, que nunca se obtiene como afirmación

racional clara. Ello, obviamente, rompe toda racionalidad, pues es

como un brindis al aire. recuerdo el interés que tuvieron los soste-

nedores de las matemáticas intuicionistas de afirmar como absoluta

construcción nuestra la afirmación fundadora de la aritmética: en la

serie de los números naturales no decimos ‘dos, tres, cuatro, … , ∞’,

como si poseyéramos desde el comienzo mismo la serie infinita de los

números naturales, sino que nos inventamos un procedimiento que

nos construya en esa serie números cada vez mayores, pero, siendo

construcción nuestra, por tanto, no pudiendo llegar nunca a eso que

se ha denominado ∞. como ejemplo clarificador, valdría preguntarse

si existe el número primo siguiente al mayor de los que conocemos

en este momento. Todos sabemos que lo llegaremos a conocer algún

día mediante un trabajo arduo por demás, pero todavía no sabemos

cuál es; ¿podremos decir que existe, pero todavía lo desconocemos?,

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¿no llevaría tal afirmación, por tanto, a que le demos una existencia

de realidad en el mundo platónico de las Ideas? Efectivamente, para

muchos, legión, tendría existencia en ese mundo, pero entonces ten-

dremos que enfrentarnos con los libros M y N. El infinito que tiene

realidad es el infinito potencial, como en esa difícil labor de conseguir

conocer más y más números primos después del último que se nos

ha dado frecuentar como fruto de nuestra labor, pero no el infinito

actual. Nos tenemos que hacer con los números. Podemos hacernos

con ellos. La apelación al ∞ es dejar que la realidad nos sobrepase en

el mero desconocimiento, lo que, con toda la razón, Aristóteles no

puede aceptar. Que las cosas nos vayan siendo así, lo sabemos por

la Física aristotélica, conlleva a que no haya vacío exterior al mundo

—sería una infinitud desconocible que se postularía como esencial

para nuestro conocimiento del mundo—, universo se suele decir, y

que este no tenga límite, pues entonces ese límite sería el que deja

de un lado el mundo y del otro lo que ya no sería mundo, es decir, la

nada. Entre nosotros, tras la física que se sustenta en la teoría de la

relatividad y en la mecánica cuántica, ya no se da recurso al infinito,

pues sabemos que el mundo es finito en todas sus dimensiones; sólo

quienes quieren apoyarse en una vejestoriedad de la comprensión

físico-cosmológica del último cuarto del siglo XIX, como la de Engels,

podrían todavía sostenerlo. recuerdo que ya hoy ha quedado des-

echada la consideración de que el mundo será infinito en el tiempo

debido a que a las grandes explosiones generadoras, Big bang les lla-

man, les seguirán las grandes retrocesiones sobre sí mismo, Big crunch

les llaman, que originarían nuevas explosiones. Así pues, un recurso al

infinito actual en el conocimiento nos impide conocer, como también

una apelación al tiempo cíclico y recurrente. Esto nos lleva a plantear-

nos si en Aristóteles cabe de verdad este último recurso, el año cós-

mico en el que todo volvería a estar de nuevo en su posición original

para reempezar de nuevo la rueda del tiempo, pues significaría que se

acepta por la puerta trasera un infinito temporal con infinitud actual;

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además se daría por supuesto que, finalmente, no es la meta la que

estira de nosotros, sino que el mundo, nosotros mismos y la realidad

están dados de antemano a nuestro ahora en un comienzo originante.

Entiendo que para un griego el tiempo cíclico era casi una evidencia

con cuya marca se nacía, pero me pregunto si, finalmente, no es un

recurso al infinito que no debería aceptarse o, quizá, haber sido acep-

tado, y que cuando se acepta, se hace por la puerta estrecha. En todo

caso, queda como un problema en el pensar de Aristóteles, aún en el

supuesto de que él no lo hubiera considerado como problema. ¿Podrá

extrañar si en la estela del pensar aristotélico este problema se plantea

alguna vez con toda su fuerza?

La concepción cíclica del tiempo está ligada de íntima manera

a la cosmología, tal como la sabe Aristóteles. Veremos que también

tiene importancia en la cuestión de los 53 motores inmóviles. Pero

¿qué hacer cuando se rompe esa concepción cíclica? Excepto si somos

historiantes de la metafísica de Aristóteles, ¿podremos negarnos a

romper esa concepción cíclica?, ¿la romperemos en la cosmología,

cosa a la que estamos obligados si no queremos quedarnos en meros

emperramientos irracionales, pero, por ejemplo, la guardaremos en lo

que toca a la vida, lo que nos ayudará a negar nuestra individualidad

almal?, ¿por qué no?, ¿no podríamos quedarnos, como hace oñate,

con la parte más puntera de la metafísica aristotélica? ¿Tendremos

que abandonar todo el aristotelismo? una concepción lineal del

tiempo nos abre a la historia, terreno que, sin embargo, quedaba

vedado a Aristóteles. Se podrá decir que esta concepción lineal del

tiempo entraña la infinitud en acto, pero eso no es exacto, pues basta

con que vayamos aceptando el tramo de tiempo en el que nos encon-

tremos y veamos que hay una direccionalidad del tiempo, de la misma

manera que hay una direccionalidad de la acción ética. Lo decisivo de

este tiempo no es su infinitud, que nunca es actual, sino su direccio-

nalidad. Además, las justificaciones aristotélicas para decirnos que ese

tiempo cíclico que viene una y otra vez, hasta el infinito —un infinito

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exacto a ese del que acabo de hablar—, no entra en el infinito actual

porque el movimiento de la esfera o de la circunferencia sobre su cen-

tro es un movimiento que se asemeja a la quietud: en aquella película

genial, Hitler-chaplin, después de hacer girar a su esfera del mundo

para afirmar su poder omnímodo sobre él, olvidando que se mueve,

vuelve a poner la mano sobre ella, desbaratándose por el suelo con los

graciosos aspavientos que lo caracterizan; puede pensar o sentir lo que

quiera, pero la esfera mapamundi se mueve y da con él en tierra. Esa

justificación aristotélica es trampa, pues por mucho que en su circula-

ridad continua y uniforme semeje al reposo, sabemos muy bien que es

un movimiento que viene desde un antes, en el infinito pasado de su

girar, hasta un después, en el infinito futuro de su seguir girando. En

ello, pues, hay una conjugación del verbo; un movimiento que lo es de

verdad, aunque, es cierto, percibirlo es asunto de una psiché, capaz

de ver en él un antes y un después. La concepción lineal del tiempo

en la historia es hoy un dato incluso de la física. Bien es verdad que

comenzó por consideraciones de una concepción religiosa del mundo.

¿No la podremos ver a modo de premonición que luego ha de venir

como necesidad absoluta? Llegados aquí, ¿no cabe ya restar en la

estela del aristotelismo? De hacerlo, ¿tendrá consecuencias? Si fuera

así, ¿sería completarlo o corregirlo? No lo sé muy bien, pero vendría

a convertirse en una imperiosa necesidad filosófica. ¿Podemos leer a

Aristóteles con la imperturbable manera en que nuestro personaje de

hace unos párrafos está a punto de poner la mano en su mapamundi

para dar con sus costillas en el suelo? claro que podemos, si es que

queremos hacer arqueología de pensamiento, pero ¿y si queremos

hacer filosofía?

En nuestro discurso, prosigue el Aristóteles de oñate, utilizamos

un conjunto grande de locuciones que tienen que ver, ciertamente,

con nuestra expresión de los estantes, los que tienen que ver con el

mundo, y de los sientes, los que tiene que ver con nosotros mismos y

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con la realidad, pero que no expresan ni los estantes ni los sientes en

su propio ser, sino que son aproximaciones abstractas a ellos, construi-

das de tal manera que podamos emplearlas de la manera lo más lógica

posible para utilizarlas convenientemente en el provecho de nuestro

conocimiento y de nuestra manipulación técnica. Es todo aquello que

tiene que ver, por tanto, con la abstracción, con las categorías lógicas

y científicas que empleamos para hablar de ello, pero que no signifi-

can, sin más, los sientes del mundo, ni lo que somos de primeras ni lo

que somos en realidad, ni tampoco lo que es la realidad. Es toda una

herramienta del lenguaje y de nuestra acción sin la que nada podría-

mos decir y mucho menos llegar a expresar lo que fuere en su ser el

mundo, nosotros mismos y la realidad. Nos sirven para poder hablar

del mundo, de nosotros mismos y de la realidad; pero esas locuciones

no son enunciados reales que expresen en todo su vigor ni los estantes

del mundo ni los sientes como nosotros ni la realidad. Si se quiere, son

un primer nivel del lenguaje que nos comienza a servir para referirnos

en una incipiente aproximación que nos pone en camino de claridad

en nuestro pensar, que busca conocer; pero confundir este nivel con

haber percutido ya en el ser mismo de los estantes y de los sientes,

hace que todo nuestro decir se embrolle y hagamos afirmaciones

sobre el mundo, sobre nosotros mismos y sobre la realidad que nada

tienen de verdaderas. ¿Para qué, entonces, utilizar ese instrumento de

lenguaje? con él construimos muchas cosas; nos sirve para comenzar,

clasificar e intentar ordenar nuestros conocimientos primeros; nos

sirve para una parte importante de nuestra acción técnica. Las mate-

máticas, las ciencias, se mueven en este ámbito. El punto clave está en

no hacer de ese contorno, tan interesante, el único, el más profundo,

el que nos hace adentrarnos en las honduras de lo que es, el que

expresa el ser de todo lo que es.

Los universales de los que hablaban los filósofos antiguos son

parte importante de esa herramienta. Pero ellos, por ser comunes, no

pueden expresar la ousía aristotélica, como tampoco puede hacerlo

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todo aquello que sea común a muchas individualidades; el género

aristotélico, por ejemplo. La cuestión en nuestro autores dos autores,

oñate y su Aristóteles, va a centrarse en la especie, el eídos aristotélico.

También él se expresa en referencia sobre muchos individuos, por lo que

podría parecer que cae entre los universales, con lo que no nos valdría.

Pero si no fuera de tal guisa, no habría posibilidad de ningún conocer

que sea conocer-de-ciencia, pues este sólo se pueda dar en abstracción

de estantes y sientes; parecería que dejando de lado su propia indivi-

dualidad. Se plantea, pues, una aporía que deberemos resolver.

¿Dónde se da el principiar de los estantes y de los sientes,

como también del conocimiento que adquirimos sobre ellos? No en

el uno, que deberá ser uno, del que todo pendería por participación.

Tampoco valdría con que fueran reales sólo los individuos, que ellos

mismos fueran su propio principiar. universales tienen que ser ousía,

no vale con que lo sean sólo los particulares, pues de este modo todo

se desvanecería en la multiplicad, ya lo he dicho, y para colmo los indi-

viduales no generarían, pues les faltarían los mecanismos universales

de la especie que permiten la generación, aunque se dé la corrupción.

Parece, sin embargo, que ese principiar es distinto en los estan-

tes y en los sientes. El principiar de los estantes vendría dado por el que

les viene por la conjunción de lo que llamo las cuatro internalidades:

espacio, tiempo, ‘geometría’ y legalidad. En nuestro caso, nos vendría

dado así lo que somos de primeras, pero ¿también lo que somos en

realidad? claro que no. Nótese que hago un distingo entre estantes

y sientes, el cual no me queda claro que también lo haga Aristóteles.

Supongo que sí pues distingue palmariamente los seres vivos de los

que no lo son. Sin embargo, como la suya es una aplicación de la

causalidad, quizá haya ahí algo que difumina esa diferencia. Dadas las

causas pertinentes, se da la generación.

Sigamos, de la mano de oñate, con la ousía aristotélica. En la defi-

nición se da la primacía del individuo sobre lo universal, lográndose

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en ella la articulación entre el género y la especie. No creo que con

la definición sola, animal racional, se llegue al individuo, pero no

importa, pueden añadirse toda una serie de especificaciones que lo

alcanzan; por ejemplo, bastaría no más con que contara la historia de

mi vida, de manera que con ello alcanzaría a señalar mi propia indivi-

dualidad personal. Mejor aún, con que presentara mis huellas dactila-

res está todo logrado, esa sería la mejor definición de mi mismo, ya no

habría manera alguna de confundirme con otro: son mías y sólo mías,

señalan a un individuo único en todo el conjunto entero de la huma-

nidad de ayer, de hoy y de mañana. Pero esa manera si es verdad que

me señala a mí solo y a ningún otro, no hay posibilidad de confusión

alguna, me lo hace desde un señalamiento fijado y exterior. Fijado,

pues señalándome a mí y diciéndolo todo de mí de manera que con

ellas se me pueda identificar sin posibilidad alguna de error, en un sen-

tido extremadamente importante, decisivo para lo que es mi propio

ser, todavía no dice nada de mí. Se debe afirmar lo obvio: no soy mis

huellas dactilares. Y, sin embargo, mis huellas dactilares me señalan de

manera conclusiva. ¿Por qué no soy mis huellas dactilares?, ¿porque

soy más que ellas? Sí, claro, pero podría pensarse que en ese conoci-

miento exhaustivo que de mi identidad logran mis huellas dactilares,

se da el señalamiento de cómo ir encontrando nuevas huellas de mí

mismo que sólo sean mías y que me hagan distinto a cualquier otro

ser humano. Pues lo dicho a través de su consideración se puede afir-

mar igualmente de mi ADN. Y ahora no sólo tengo una identificación

externa de mí mismo, aunque segura, sin posibilidad de error, sino que

conozco mis interioridades de tal manera que, por clonación, de mí se

puede hacer otro individuo igual a mí. Pero ¿es adecuado emplear la

palabra ‘interioridades’, como acabo de hacer? Desde el punto de lo

que son exterioridades mías —no estará mal decir externalidades—, sí:

sacada una foto, es idéntica a mí; haciendo toda clase de pruebas, soy

yo mismo. Mas ¿es así? Hemos clonado todas las interioridades mías

que no lo son, pues finalmente no son sino mis huellas dactilares, es

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decir, lo más exterior a mí que hay en mí. El clon no soy yo; sus exte-

rioridades son las mías, pero, con respecto a mí, sus interioridades son

mis externalidades, pero nunca mis internalidades: ni mi historia ni

mis afectos se ven concernidos. No está ahí mi conjunción de carnes:

no es mi carne enmemoriada, ni mi carne maranatizada, ni mi carne

hablante. Mi clonado, el pobre, siendo idéntico a mí, de manera que

en la ficha diría que soy yo mismo, nada sabe de mí, nada puede saber

de mí porque su mismo ser es ser otro diferente a mí. Tiene mis exter-

nalidades, pero ni por asomo mis internalidades.

Esta reflexión es importante por lo que en ella he considerado,

pero también puesto que en su estela se da una confusión. Si nos

acercamos a lo que somos mediante definiciones, llegamos a una uni-

dad de lo que somos que no es otra cosa que ciencia ficción. Eso uno

que seríamos, en el cual todos quedaríamos definidos, es algo inexis-

tente. Y si existiera, en cualquier nivel en que se diera, chocaría con lo

que acabo de llamar nuestras internalidades que me hacen ser único,

que me dan una individualidad personal: nuestra individualidad almal.

Nótese que en mis reflexiones no he considerado sino lo que nos toca

a nosotros hombres/mujeres, pero este discurso también se puede

hacer, con los cuidados necesarios, con respecto a todo ser vivo. Habrá

una diferencia esencial: nosotros podremos seguir haciendo este dis-

curso referido a los demás seres vivos; ellos, si no son nosotros, no lo

pueden hacer. Esto, obviamente, es decisivo.

Por eso, debe afirmarse que falta todavía algo, lo más impor-

tante y decisivo. Lo cual, además, tiene que estar abierto a esa con-

creción individual a la que tenemos acceso en nuestro conocimiento.

Aquí está la dificultad ya señalada: uno, sí, pero no todos uno en

revoleo; múltiples, sí, claro, pero siendo específicamente cada uno

en su sí mismo, cuando nos referimos a nosotros. una ciencia de las

huellas dactilares no me alcanza en lo que voy siendo; quizá descubra

mi paso, deja huella de mí, se puedan reconstruir mis pasos, pero no

toca mis internalidades, por más que, como en las películas, pueda

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llevarme a la cárcel. Por otro lado, no soy único, el proceso que en

mí se da, se da en otros de manera idéntica a la mía, para producir

otras individualidades almales distintas a mí, que tienen sus propias

internalidades que no son las mías; que no pueden confundirse con

las mías. Por más que insista en mis internalidades, sin embargo, soy

clonable. Hay algo que soy yo que es también otros diferentes a mí.

No sea más que me pueden decir: he visto a un hermano tuyo, ¿cómo

lo sabes?, por su pinta y su manera de andar. La pluralidad se unifica

en esa pinta y en esas maneras. Si se prefiere, otros diferentes a mí

también son individualidades almales. Ambos somos configurados por

la psiché, por el alma. ¿una y la misma para ambos? ¿Distintas? Pero,

entonces, ¿qué tienen en común?

Véase, pues, que el problema de la unidad y de la multiplicidad

se da tanto en las externalidades como en las internalidades. Tanto en

consideración de las huellas dactilares, por seguir con aquella manera

de hablar, como en la consideración de la psiché, del alma, siguiendo

con esta otra manera de hablar.

La ousía no puede ser ni genérica-universal ni particular, ni uni-

dad numérica, excluyente de la multiplicidad, ni multiplicidad; ni ónti-

camente separada de lo sensible-material ni reductible a lo sensible.

¿cómo, pues? ¿Hay alguna realidad que cumpla estas condiciones?

Para Aristóteles, según Teresa oñate, sí la hay, el eídos, la determina-

ción específica de los entes naturales. Bueno, aquí dice entes, queda

claro que en vez de ‘ente’ prefiero decir ‘lo que es’, que al punto me

sale traducido en dos palabras: estante y siente. Pero, si las cosas que-

dan claras, no me importaría utilizar la palabra ‘ente’, como, desde

una mejor comprensión y una adaptación de ellas a mi propio pensar,

igualmente no me importa utilizar la palabra ‘naturaleza’ ni tampoco

la palabra ‘materia’.

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III

El eídos, para el Aristóteles de oñate, sería la realidad que cumple las

condiciones que a primera vista parecían aporéticas. El eídos, la deter-

minación específica de los entes naturales, es la que les hace ser-un-

‘tal’; no universal ni individual, sino causa de ambos, principio anterior

a ambos. Más aún, ese eídos-forma causa el conocimiento, que para

ser tal es universal, un saber con saber-de-ciencia, y, a la vez, el ser real

que posee la cosa individual concreta. El eídos es uno y el mismo en

todas esas instancias. A diferencia del universal, es ontológicamente

una substancia, el principio unificador de la materia, una unidad en

sí mismo, no algo común a muchos. A diferencia del individual, es

definible, inmutable, necesario, mientras que este resulta ininteligible,

indeterminado, contingente y perecedero. Por eso, la misma realidad

en cuanto tal de los individuos sensibles, siendo inteligida universal-

mente, resulta susceptible de conocimiento científico riguroso. Entre

lo universal y lo particular, así, hay, pues, una relación de conjunción,

de coimplicación y enlace. Se ve de este modo la importancia decisiva

del eídos-forma en el Aristóteles leído por oñate. Se habrá notado

que cumple dos funciones de manera que en él se deslía la aporía, y

en él se engranan unidad y pluralidad.

En la filosofía primera no buscamos cómo es aquello que es.

Buscamos dónde se encuentran sus principiares y qué relación tienen

estos unos con otros en la diversidad de seres que se da en el decisivo

ser de muchas maneras que es el ser. cuando hablamos de ser no nos

estamos refiriendo a algo que forma una unidad sin multiplicidad.

Tampoco a un componente que tiene y comparte todo aquello que es

y que lo podemos estudiar y hablaremos de él fuera de todo aquello

que es. Estamos refiriéndonos a una multiplicidad en unidad, ahí está

el quicio de la cuestión, pues el ser se dice de muchas maneras. Pero

que se diga de muchas maneras no puede significar que esas mane-

ras sean como compartimentos estancos que vienen ligados sólo por

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la sonoridad de una sola palabra: ser, compartiendo todo lo que es

no más que esa mera sonoridad. Tenemos una primera evidencia en

nuestra experiencia: hay cosas que son, muy diversas entre sí, pero

todas ellas son. Más aún, también son todo lo que atañe al mundo,

a nosotros mismos y a la realidad. Algo de todo ello son cosas, obje-

tos mundanales, si se quiere, pero el ámbito de lo que es se extiende

mucho más allá de la objetualidad de las cosas que son, si se me per-

mite decirlo de manera tan zafia. Los estantes, son. Los sientes, son. Y

siendo ambos, no se puede decir que se confundan unos con otros. Se

da lo que es de los estantes. Se da lo que es de los sientes. De ambos

se predica el ser. Pero no sólo es cuestión de discurso, pues hay que

decir sin duda ninguna que en ambos se da la realidad de ser. Y, sin

embargo, estantes y sientes no son confundibles. Vemos ahí, así, de

primeras ya, esa diversidad de seres, de maneras de ser. Nunca se da

primero el ser del que, luego, todos toman un trozo, una referencia,

una participación, habiendo, pues, un ser más alto del que todos van

a beber. Si las cosas tuvieran algo de esto, será de modo bien distinto.

cierto es que el ser de los sientes es más decisivo, con mayor capaci-

dad de complejización, y por tanto con mayor capacidad de ser, que

los estantes. Estos, por ejemplo, pueden clonarse, ya lo hemos visto:

puede clonarse una silla y puede clonarse una oveja, cualquier día

podrá clonarse un ser humano. Son alcanzados por la fuerza creativa

de las cuatro internalidades. Pero los sientes son más. Que sean más

significa no quedarse en un ser meramente estantes, sino alcanzar

una mayor complejidad de ser, una mayor plenitud de ser. Se ve, pues,

cómo hay diversidad de modos de ser; sin que ello signifique una

escala de seres. Todos son seres por igual, pero su plenitud de ser no

es siempre la misma. Es claro, entre lo que es mundanal, sólo la carne

de hombre y la carne de mujer tiene la capacidad de ser reflexiva sobre

su propio ser, de adentrarse en pura consciencia en esa complejifica-

ción de su ser, sin duda ninguna de mayor plenitud que el ser de las

galaxias, puesto que un ser consciente de lo que es y de lo que son los

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estantes del mundo y los sientes de nosotros mismos y de la realidad.

Sólo los sientes, aún teniendo tanto de estantes en la composición de

lo que son, poseen esa capacidad. Y dentro de los sientes, nosotros

disfrutamos de esa capacidad en plenitud.

En lo dicho en el párrafo anterior, el Aristóteles de oñate piensa

que el eídos-forma es cuestión decisiva. Es él quien hace a todo lo que

es ser-un-‘tal’ y también es causa de su conocimiento. Dice que él es

la realidad que cumple las condiciones que parecían aporéticas: se

expresa en referencia a muchos individuos, es lo identitario de estos,

pero no abstracción universalizante, pues con ellos, con cada uno de

ellos, está en íntima unión. La forma que a todo lo que es le hace

ser-un-‘tal’; le da su identidad de tal; veremos cómo. Que es común a

toda la especie, a cuyos individuos da forma, la que hace que sea de

esa especie; veremos cómo. No es universal identitario, pues dirigido

hacia el individuo, al que configura como tal. No es individuo como

tal, pues aunque sea él quien lo haga ser individuo, es el mismo en

todos los individuos de la especie. Por eso cabe sobre él un saber con

saber-de-ciencia, y no quedarse en un contar la historieta particular de

cada individuo, lo que impediría cualquier conocimiento, al deshojarse

este en puras particularidades.

Enseguida comprendemos que, si nos quedáramos acá, no

habría sido resuelto, ni mucho menos, el problema unidad-multipli-

cidad. Veremos que nos quedan, siguiendo al Aristóteles de oñate,

consideraciones muy importantes de cómo ese eídos-forma tiene una

atracción irresistible por la materia individualizante. En lo que atañe

a nuestro caso, nos quedaríamos en algo así como una almalidad de

todos los humanos en comandita, en una inteligencia agente aristoté-

lico-averroísta que impediría la individualidad almal, sin llegar a la cual

yo al menos no podré quedar tranquilo, pues, como he dicho, ese es,

para mí, motor principial de pensamiento.

Vamos a suponer, aunque sólo sea por un momento, que ese

eídos-forma en nuestra especie sea lo que se ha llamado el alma.

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Sólo podría aceptarse por mi parte un pensamiento así en el caso de

que siendo el eídos-forma común en su forma para toda la especie,

sin embargo, al conllevar su necesario ayuntamiento con la materia,

haciendo de ella ‘su’ materia, es forma de, en nuestro caso, individuo

personal, pues de otra manera no tendría ningún ser-un-‘tal’, quedaría

en una abstracción insulsa que en nada me toca, haciendo que ni la

materia sea esa que sería sin estar ayuntada al alma, ni esta sería lo que

es sin estar ayuntada a la materia que es la suya, mejor, que va siendo

la suya en ese fluir que se da de continuo en ella. Eso significaría, es

obvio, que el eídos-forma no tendría ninguna realidad si no fuera ayun-

tado a su materia. Pero también es verdad que, abstrayéndola de ella,

lo que deja la individualidad personal, la individualidad almal fuera de

la consideración, podemos saber sobre ella con saber-de-ciencia, pues

encontramos elementos comunes que hacen la unidad de la especie;

no elementos meramente psicológicos, que los hay y dan lugar a una

ciencia, o biológicos, que nos hacen adentrarnos, por ejemplo, en ese

mundo fascinante que se liga con la evolución. Mas en esos ámbitos

que tratamos sin duda con saber-de-ciencia no nos estamos refiriendo

todavía a nuestra individualidad almal. Me refiero a algo que es más,

mucho más; algo que tiene que ver con la esencia misma de lo que

venimos llamando con Aristóteles filosofía primera. Por ejemplo, que

ese alma que junto a su materia nos da la personalidad conlleva para

la especie lo que llamo la imposible-posibilidad. Sin embargo, que las

cosas sean así no se debe a la mera almalidad del alma desencarnada,

descoyuntada, sino a su coyunda encarnatoria. Nótese la importancia

decisiva que en esta coyunda tiene la materia: no es cuestión sólo de

eídos-forma, sino del eídos-forma de esta materia y de esta y de esta,

que nos constituye en personalidades almales.

Eídos es esencia propia de lo que se muestra inconfundible-

mente como eso mismo, lo que es, distinto de cualquier otro. Entraña,

por tanto, su propia mismidad, así como la pluralidad de los eíde.

Estos, son ousía, sujetos y no predicados, principio inmanente de los

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individuos, pero inmateriales, causa real de su entidad. Y, además,

sientan la pluralidad originaria de lo ente; la dimensión causal o pri-

mera de la entidad.

Para saber de lo visible con saber-de-ciencia y no con saber-de-

opinión, debemos mirar lo invisible, decían, es allí en donde está la

verdadera realidad de las cosas visibles; es ahí donde están sus formas,

sus ideas, lo que hace que esas cosas sean lo que son de verdad. Mas

lo que no puede ser es que encontremos ahí un mundo distinto, el

mundo verdadero, que ahora va a ser el mundo de las ideas. El mundo

que, finalmente, está regido por la Idea del Bien. Para Aristóteles,

pensando de tal modo no se llega a saber de verdad lo que el mundo

es. Menos aún si nos quedáramos en la pura materialidad de las cosas

del mundo, aunque les encontráramos porciones mínimas, los átomos

o cosas parecidas, cuya enjambración da lugar a las cosas del mundo.

Es la suya una postura media. Hay formas, pero son formas de cada

una de las especies. Y esas formas tienen apetencia definitiva para la

materia que es la suya, de manera que sin ella no tienen siquiera lugar

en donde ser. Podría pensarse que lo tengan en el pensamiento, pero

eso establecería entonces un hiato inadmisible entre el pensar y el ser.

Las eídos-forma estructuran la materia de aquello que es. Por

ello, luego, deberemos preguntarnos si no habrá también eídos-forma

que no tengan tan íntima y necesaria connotación con la materia

hasta el punto de que sin ella no son. Pero vamos ahora a aquellas

que sí estructuran la materia, su materia, para dar lugar a las cosas

que son. Al decir cosas me estoy refiriendo a objetos mundanales.

Esa acomodación tiene una extremadamente amplia gradación; pero

nada que sea material deja de tenerla. El enhebramiento de las cuatro

internalidades procura esas estructuras que dan forma a la materia

que constituye el mundo. Así acontece ya en la sopa cósmica del

comienzo, poco después de la gran explosión. La materia cósmica en

ese momento ya tiene urdimbre y comienza con diversas líneas de

organización material que van a ir dando lugar a aglomeraciones de

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materia que luego vendrán a devenir galaxias, etc. La cuestión deci-

siva es que desde cualquier momento en que se estudie la cuestión,

la materia mundanal está en estructuración fluyente. Digo fluyente

pues no se trata de una estructuración de fijos, sino de elementos

materiales en enorme fluxión. En fin, de esos nos habla la cosmología.

Esa estructuración viene poseída por los enhebramientos de las cuatro

internalidades, las cuales varían según la idiosincrasia propia de las tres

primeras y de la mano de la cuarta. Nunca encontramos materia que

no esté ya aderezada, que no tenga ya eídos-forma. Podría pensarse

que la materia de cada una de esas estructuras, por ejemplo, de una

galaxia, es intercambiable con la de cualquier otra, y eso, en una pura

manera de entender las cosas fuera de toda realidad, es así; pero si

las miramos con enorme cuidado, sus componentes son los suyos, los

que vienen con las fuerzas formales estructurantes desde la misma

explosión inicial. No se trata de experiencias como las que podemos

hacer en el laboratorio, en donde substituiremos una pieza por otra

sin que nada cambie. Aquí, en la fluxión mundanal, no cabe hacerlo.

Si tuviéramos una mirada newtoniana, falsa, claro es, las piezas de

materia del mecano serían intercambiables; si tenemos una mirada

leibniciana, más verdadera, más conforme con lo que las cosas son, la

especificidad de cada partícula llega a ser tal que no es intercambiable,

aunque sólo fuera porque su historia desde la sopa cosmológica inicial

es única, sin que ello, claro es, le dé individualidad personal, mucho

menos individualidad almal, pero sí una cierta distintividad por haber

sufrido una historia, la suya. Parecerá una locura lo que aventuro,

pero vistas las maravillosas complicaciones en las que se está llegando

cuando se estudia lo que acontece en la física de lo mínimo, en donde

se llega a hablar de no-localidad y de holismo, mejor es no chiflar

demasiado rápido hablando de que estas cosas que digo son medio

chaladuras. No afirmo, claro es, que los electrones tengan consciencia,

como algunos memos han dicho y, quizá, siguen diciendo, pero sí

afirmo que hay también una historia de los estantes.

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Ese eídos-forma se hace aún más interesante cuando llegamos

a la consideración no ya del mundo, sino de los seres vivos. Pero me

voy a fijar ahora en el eídos-forma de nosotros mismos constituidos

como cuerpo de hombre/cuerpo de mujer, en identidad-dual. Se hace

más interesante, digo, porque a nosotros sí se nos puede individualizar.

No sólo somos un enhebramiento de las cuatro internalidades fruto

de la historia del cosmos, como podría acontecer con las galaxias.

Somos más. Somos diferente. Somos producto de lo que aconteció

en nuestro planeta Tierra. No creo que haya razones para pensar en

serio que eso mismo se ha dado en otros planetas o en otros lugares.

Que haya vida primitiva, parece obvio; que hay la complejidad de una

vida como la nuestra, capaz de la imposible-posibilidad, no me parece

razonable pensarlo. Prosigamos. En nosotros se ha dado una com-

plejificación aunada a una flexión centrada sobre nosotros mismos

que ha originado la consciencia. No sólo una pequeña consciencia de

limaco o de chimpancé —sea lo que se ofrezca en la consideración de

los eídos-forma de estas especies—, sino una centración que provoca

la aparición en nosotros, y sólo en nosotros, de la reflexión. El grado

de complejidad de nuestro cerebro supera al del universo entero. En

nosotros hay un principio de estructuración asombroso que conforma

lo que somos, y ese eídos-forma nuestro tiene una capacidad de

sustentación y de creatividad que en ningún otro lugar encontramos,

como no sea en lo que de ello tiene la fluencia misma de las cuatro

internalidades. Esto nos lleva a una admiración: somos parte de esa

fluencia de las cuatro internalidades, estamos en el universo; nosotros

ni vivimos ni podríamos vivir fuera de él, somos objetos mundanales,

si se quiere decir así, nuestros componentes físicos son los mismos de

todas las otras mundanalidades. Pero en nosotros se ha dado un hiato,

un más, una excelencia, una sorpresa, algo inesperado, una creativi-

dad asombrosa, lo que llamo la imposible-posibilidad. Nuestro eídos-

forma no es una más, algo más cuidadosa en la estructuración de la

materia que es la nuestra, una flexión con mayores capacidades. o, si

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se quiere, claro que esto que digo es verdad, pero en una explosión de

novedad creativa similar a la gran explosión que da origen al cosmos

mismo. Todo esto se da en nosotros, que somos criaturas mundanales.

Y esa explosión de creatividad, tan ligada a nuestro eídos-forma, nos

principia.

Así pues, el eídos-forma nuestro es originario de lo que somos.

con él se principia lo que somos. Somos sientes de una capacidad

creativa sin fin. originantes de la realidad. Pero ¿no cabe, llegados

aquí, que nos preguntemos cómo es eso posible, qué ha acontecido

en el universo para que se haya dado ese enorme derroche de creati-

vidad, no sólo la que da cuerpo al increíble mundo, sino, sobre todo,

la que da origen a esto que somos, carne, como suelo decir? Porque

no nos hemos dado a nosotros mismos nuestro eídos-forma. ¿Quién

nos lo ha ofrecido, por tanto? Aquí es esencial atender a la expresión

espinosista: Deus sive Natura.

Antes de terminar con este apartado, no quiero dejar de notar

algo interesante por demás. Incluso la materia más humilde es obra

de arte, sea cuando forma parte de esa increíble belleza del cosmos,

sea cuando toma su lugar privilegiado en nuestra carne, sea cuando

se convierte en obra de arte. Pues no estamos lejos de la consideración

de la belleza.

IV

¿Qué relaciones tienen entre sí los eídos-forma? No podrá acontecer

que vivan en un mundo de las ideas y que, cuando bajan a este nues-

tro mundo material, lo fijan y le dan esplendor. ¿Dónde están? ¿Se

dan fuera de su materia propia? ¿Hemos llegado con ellos y sus mate-

rialidades propias a la próte ousía?

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Esos eídos-forma, pues, son como el motor de lo que es, de

los estantes y de los sientes, pues nada de lo que es deja de tener

su eídos-forma. No cabe duda alguna de que esos eídos-forma de

lo mundanal es ello mismo mundanal, no le viene dado de ninguna

externalidad que esté fuera del mundo, además, con Aristóteles, ¿no

diríamos que no hay una nada exterior al cosmos?, pero, y nuestro

eídos-forma, ¿también él es producto mundanal? Habría que pensarlo

así siempre que consideramos un mundo en el que el Deus sive Natura

pende hacia lo segundo. Pero eso está por ver, aunque la idea de crea-

ción por Dios no es aristotélica —pero ¿no cabe en su estela?, para

oñate de ninguna manera, ya lo discutiremos con ella—, quien tiene

emperramiento racional de que el mundo es creación:

«En el comienzo, en un acto originario de su voluntad, Dios crea

el mundo en su dinamicidad. En este acto, la voluntad de Dios

crea ‘la materia en su dinamicidad’ [‘el mundo en su dinamici-

dad’]. una materia que, desde su misma creación, y siguiendo

la voluntad sostenedora de quien la creó, está siempre dinámi-

camente informada. No un mundo, pues, de mera mecanicidad

al que luego haya que añadirle externamente fuerza alguna. En

este acto originario de la creación del mundo en su dinamici-

dad están dadas las cuatro internalidades del mundo: espacio,

tiempo, ‘geometría’, y legalidad»3.

Quien tiene este emperramiento racional, por tanto, encuentra que

caben muy bien eídos-forma advinientes en el mismo fluir discurriente

de las cuatro internalidades, como momentos de la estructuración par-

ticular de la materia. Mas cabe también que haya eídos-forma, incluso

una realidad, que viene dada no en ese mero fluir discurriente que

3 La cita está tomada de El mundo como creación. Ensayo de filosofía teológica (Madrid 2002) 366.

Léase la nota que ahí lleva la palabra ‘legalidad’, además de, evidentemente, las páginas que siguen

a esta cita.

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conlleva cabe sí lo actado, sino de una manera muy particular cabe en

la voluntad misma del acto de creación, que, así, buscaría la carne de

realidad. Pero esto no podría ser si no es como la finalidad misma que

ese acto sostenido tiene en la misma voluntad del actante.

Mas, ya lo sabemos, oñate niega categóricamente que eso sea

una idea aristotélica, en lo que tiene toda la razón; incluso niega que

eso quepa en la estela aristotélica sin que lo malintencione, y ahí no

estoy tan seguro de que la tenga.

Supongamos por un momento que ya hemos llegado a eso que

es motor de ser, los eídos-forma. Supongamos que ellos nos ponen

en donde está la próte-ousía. Bien, sean motores, pero ¿de dónde

sacan ellos la fuerza de actuar? El cómo de su actuar puede estar más

o menos claro, al menos en su esbozo primero, pero ¿y el de dónde?

Si las cosas fueran como aventuro, el problema queda en vías de

resolución, pero en el caso en que eso no sea aceptado, ¿de dónde

les viene esa fuerza? Es claro que sólo hay una posibilidad, fuera de

la línea creacionista que no cabe siquiera en el propio pensamiento

de Aristóteles: la motoricidad proviene de un Primer Motor Inmóvil.

Y ese es Dios. Hay una línea de transmisión motora, si se me deja

decirlo así. Veremos más adelante cómo es esto. Pero por ahora hay

que dejar claro que en mi manera de pensar si se quiere se podría,

igualmente, hablar de una línea de motoricidad; ahora bien, no dejará

de ser notado algo curioso: esa motoricidad mía es ‘natural’, le viene

dada en la dinamicidad misma del acto de creación, con una natura-

leza que nada tiene que ver con un cosmos mecanicista, sino que se

llega a una actuación de la voluntad del Dios creador. Me temo que

en el caso de Aristóteles quepa la posibilidad de entender esa línea de

motoricidad de manera mecanicista, no sé, ya lo veremos, por lo que

la llegada final es a un Motor Inmóvil, si vale decirlo así, a un mero

Motor Inmóvil de las mecanicidades a que, seguramente, puede llegar

a quedar reducido el cosmos aristotélico entero. Lo hemos de ver.

El mundo filosófico aristotélico tal como se da en nuestra tierra

no es mecanicista. Lo que en él gana son los movimientos violentos, y

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estos vienen producidos por una dinamicidad voluntaria, por un siente

vivo; bueno, es obvio, todo siente es vivo. La física infralunar sería de

purezas identitarias, como lo es la supralunar, si no hubiera en él sientes,

por lo que los movimientos serían de una pulcra exactitud mecánica,

dominados siempre por esos dos principios estructurantes del mundo

aristotélico y del movimiento que en él se da: el punto central fijo y la

esfera moviente con movimiento circular y uniforme. Porque el movi-

miento debe ser producido por otro se llega a ese Primer Motor Inmóvil.

él provoca la perfección del movimiento conjunto. Pero, también, él es

Vida en grado sumo. Por eso, quedarse en la mera mecanicidad de su

ser motorante de todo el movimiento, ¿no es esencialmente poco en

el mismo pensar aristotélico? ¿En él, en Dios, no es lo más importante

su ser Vida, vida atrayente de todo lo que nosotros somos, y quedarse

en la motoricidad actuante de su ser significa que nos hemos plantado

en demasiada cortedad respecto a lo que él es? El movimiento debe

ser producido por otro, mas ¿no podremos decir también lo mismo

del sentir del sentiente? Parece que sea así cuando Aristóteles en esas

páginas cortas y tan hermosas del libro L llega a la Vida. ¿Tendremos

razón, pues, cuando reducimos a Dios a su papel de Motor Inmóvil de la

mecanicidad impertérrita que sea el cosmos, aunque sepamos aristotéli-

camente que el cosmos no es un mecanismo de meras mecanicidades?

Queden estas afirmaciones dichas, luego veremos qué pasa con ellas.

unidad y pluralidad no son excluyentes en el momento en que se

distinguen las diversas relaciones de lo real y los distintos significados

y niveles de los lenguajes en los que se da a nuestro saber lo real. Es

plural el ser de lo que es. Vivimos en el mundo de la pluralidad y de

la analogía. Hay en lo que es una pluralidad originaria. No hay un ser

que sea compartido por todo lo que es. El ser no es unívoco. No hay

una definición que nos diga de manera exacta y definitiva lo que es.

Nuestro hablar sobre lo que es tampoco es unívoco. Por eso un saber

con saber-de-ciencia no se articula en las definiciones de los objetos

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que trata. Eso siempre es muy chocante: la ciencia no actúa por defi-

niciones; no define sus términos. Su discurso siempre está envuelto

en nociones que no tienen un sólo significado, sino en nociones de

varios significados que se abrazan entre sí. Si articulamos ese discurso

en nociones unívocas, no podemos abarcar la pluralidad de lo que

es. Lo primero que caerá, seguramente, es la distinción que hemos

establecido entre sientes y estantes. Todo lo que es será sólo estante,

y además, lo reduciremos a algo que dándosenos a la mano arrojado

ahí, ha perdido su riqueza plural, las relaciones que lo enriquecen y

que también le dan a ese ser lo que es. Por ello, de ese modo, llegará

a hablarse de que todo es reducible a materia, tratándose de una

materia unívoca, por todas partes idéntica a sí misma. Incluso en el

caso en que digamos que no hay una materia primera, pues siempre

se da conformada, estructurada, ya que antes de llegar ahí habremos

aceptado que es materia igual a sí misma e intercambiable, cuando

únicamente hay en verdad materia conformada y nunca puede darse

de otra manera que conformada. Podremos, cómo no, abstraer lo que

es imaginando una materia virtual que nos sea conveniente para aven-

turar nuestro discurso de conocimiento, sobre todo si es conocimiento

científico, pero nunca hasta el punto de substituir la materia confor-

mada, la única que es de verdad, por esa matera virtual unificada. La

matemática lo hace, y lo hace con enormes ganancias para nuestro

conocimiento, pero de ahí a pensar, como aconteció ya desde el naci-

miento galileano de la ciencia moderna, que la esencia del mundo es

la matematicidad, hay un enorme trecho que no podemos aceptar y

que hace del mundo un enorme mecanismo, por complejo que, lo

sabemos bien, esté llegando a ser su mecanicidad. Para colmo, de

ahí, en los postulados aristotélicos, se llega a Dios, pero un Dios que

es sólo el gran Matemático. También ahora lo que de viviente tiene

en grado supremo, ha quedado excluido en su totalidad. Nosotros no

somos sientes y Dios nada tiende de eso que nos atrae en la Metafísica

hacia las últimas páginas del libro L.

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El eídos-forma, prosigue oñate, es la esencia propia de aquello que

se muestra inconfundiblemente como eso mismo que es, distinto de

cualquier otro. Tal afirmación entraña, además de su propia mismidad,

la pluralidad de los eíde. Por eso, estos, los eíde, son ousía. Ellos son

los sujetos y no predicados. Principio inmanente de los individuos; pero

inmateriales, causa real de su entidad. Y ellos sientan la pluralidad ori-

ginaria de lo ente, la dimensión causal o primera de la entidad. Mas,

para que sea así, para que los eíde puedan desempeñar la causalidad

activa, han de ser inmanentes a la materia, interiores a lo sensible y

no transcendentes a ella, sin que tal cosa los haga nunca materiales ni

sensibles. gracias a formalizarse, determinarse, unificarse, la materia

es. Su no-separabilidad jamás puede desembocar en que se mezclen

con lo sensible. De ahí que Dios no sea la única realidad suprasensible,

los eíde-formas también lo son, pues diferencias eternas, principio

interno de los singulares, irreductibles a ellos. También ellos son, por

tanto, prótai ousíai. Así pues, concluye el Aristóteles de oñate, las rea-

lidades primeras no son ni los individuos contingentes —los individuos

son abstractos, parte del todo, particulares, insuficientes, precarios y

ontológicamente dependientes del todo autosuficiente— ni tampoco

lo son las esencias universales abstractas, sino los eíde-almas que cau-

san tanto los compuestos físicos individuales como los compuestos

inteligidos universales.

¿Qué pensar? Parece que el acento se desplaza de modo neto

a los eíde. Ellos, suprasensibles, serían la pieza clave de todo el pen-

sar aristotélico, por tanto. No deje de notarse que no son alma, sino

almas. En ellos se da pluralidad. cada especie tiene su alma. La mate-

ria acompaña, pero en y con ella no se individualiza. La individualiza-

ción viene dada por la forma-alma. Principio interno de los singulares,

pero irreductibles a ellos. Los singulares, por tanto, se dan en un nivel

más alto que aquel en el que se da conformación de materia. Pero,

de ser así, ¿por qué tienen los eíde apetencia a la materia que con-

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forman? Que sean ellos las realidades primeras significa que son las

realidades principiales. En ellos se da el principiar de todo lo que es

de esa especie. En conjunto, en ellos se da el principiar de todo lo que

es. La materia no sería si no se formalizara. Pero, una vez formalizada,

la principiación originaria es del eídos. Por eso, ellos son ousía, mejor,

próte ousía; no la única, claro, pero sí la principiación originaria de

la entidad de aquello que, bajo ellos, es. Los individuos no son por sí

aquella conjunción de eídos y su materia conformada por él. Los indi-

viduos son los eídos, cada uno de ellos, es decir, la especie. Principio,

principiación originaria que mueve eso que, configurando materia,

son; motor de su movimiento.

Mas, que las cosas sean así, significa que nos hemos quedado

no en las individualidades de las mundanalidades estantes, no en

nuestras individualidades personales, sino en la especie, en nuestra

especie. En nosotros ya no existe la persona como principiación origi-

naria, sino nuestra especie. En lo que toca a nosotros, la vida personal

es cosa bonita, claro, pero no está ahí el centro de aquello a lo que

hemos llegado, sino que lo decisivo, en donde se da la principiación

originaria es en el grupo. Faltará ver cómo se propaga el eídos-forma

de un individuo padre, que antes ha sido hijo, a un individuo hijo,

que a su vez será padre. Es esa continuidad de forma, de alma, lo que

cuenta. La personalidad desaparece ante la grupalidad. Dicen que en

el pensamiento japonés tradicional esto es una evidencia.

Toda mi experiencia personal, aún en el caso de que se engañe,

por el hecho mismo de poder engañarse en algo tan central como

esto y discursear luego sobre ese supuesto engaño, niega que las

cosas sean así, puedan ser así. Toda la filosofía del cuerpo de hombre/

cuerpo de mujer en su identidad-dual en la que me emperro racional-

mente lo niega, deja ver que así se ha puesto un dique innecesario e

infructuoso en mitad del pensamiento, pero que será anegado por la

fuerza que desarrolla la misma filosofía de la carne.

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V

Hemos llegado en el aristotelismo de oñate a un punto en el que

aparece cómo la cuestión de la ousía y la cuestión de la divinidad

son los focos radicales de la filosofía primera y que en el vínculo que

los enlaza, asevera oñate, se encuentra el secreto de los libros de la

Metafísica. La interpretación aporética, su enemiga más íntima, tiene

al final su máximo representante en Pierre Aubenque4; fue enunciada,

curiosamente, a principios de los años sesenta del pasado siglo. Se

daba entonces el predominio casi exclusivo de un pensar escindido

en dicotomías y exigencias monistas, en donde no cabe Aristóteles,

pues el suyo es un pensar de las diferencias enlazadas, como lo llama

oñate, que dará lugar a un sistema poliédrico; pero se hace que el

pensar metafísico de Aristóteles se escinda, también él, en dicotomías

y exigencias monistas. En la interpretación aporética se hace encajar

una interpretación dominada por la utopía, la infinitud y la futuridad,

4 oñate caracteriza así su interpretación: 1) La cuestión del ser aparece como el horizonte de una

reflexión sobre el lenguaje; por eso la ontología es una axiomática de la comunicación; instaura una

nueva ontología abierta por el doble reconocimiento de la esencia y del accidente, y el subrayado de su

diferencia. una multiplicidad no reducible ni a unidad ni a heterogeneidad, porque los diversos sentidos

del ser hacen referencia a un significado único, pero este sería obscuro e incierto, cuyo sentido siempre

tendrá que ser buscado, lo que obliga a una permanente escisión entre el proyecto del discurso sobre el

ser y la efectiva experiencia de su irresoluble dispersión. La ciencia del ser, la ontología, sería, así, no más

que una dialéctica, una investigación interminable en pos de la unidad, a través de la multiplicidad y el

movimiento. 2) A ella se opone, en un segundo momento, la ciencia inhallable, la teología; sólo en el

objeto divino, el ser necesario, podría colmarse su exigencia, Pero aquí se da una nueva desgarradura:

esa, la única ciencia posible, es, a la vez, inútil, pues nada nos enseña sobre nuestro mundo sublunar,

absolutamente separado del Dios trascendente, e inalcanzable, si no es como teología negativa, pues

su simplicidad perfecta y su univocidad absoluta excluyen un discurso humano sobre Dios. 3) Encuentra

un modo de reconciliar el ideal inalcanzable de la teología y la realidad inacabada de la ontología en

el papel mediador desempeñado por la teología astral, a través de los astros sensibles y eternos, seres

intermedios entre el Dios inefable y el sublunar corruptible. Y aquí se da una ciencia reencontrada. La

metafísica inacabada vería así sus fracasos convertidos en triunfos: es inconclusa porque metafísica de

lo inacabado; fiel, por tanto, a la realidad sensible y a la finitud del propio hombre.

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todo ello dentro de un talante escindido, de huellas apofáticas de la

ausencia y el silencio, tan lejanas al pensar aristotélico. Me parece

interesante por demás la profunda conexión y paralelismo que oñate,

basándose en Paul Vignaux, encuentra entre la interpretación aporé-

tica y la reflexión de Duns Scoto sobre la primera filosofía aristotélica.

Ya para él la metafísica de Aristóteles no constituye un conjunto per-

fectamente sistemático, sino el pensamiento inacabado que es fruto

de un espíritu ambiguo, dubitativo y hasta incoherente. Lo piensa así

desde la univocidad del ser que postula y por su exigencia de lógica,

por lo cual requería a la metafísica el rigor demostrativo-deductivo que

el mismo Aristóteles propone en sus libros Analíticos.

Aristóteles distinguió, pero no separó jamás. El Aristóteles de

oñate es profundamente enemigo del que viene dado por la interpreta-

ción aporética. Ya de primeras tiene esta algo por completo inaceptable:

no es una lectura canónica, sino que el lector lo ve desde sus propios

mejunjes ideológicos. Bueno, esto, quizá, lo haga todo lector, pero es

que ellos lo realizan con demasiado desparpajo e incoherencia textual y

de pensamiento. Me encandila mucho más una lectura que dé lugar a

un sistema poliédrico. Me parece notablemente más interesante; más en

consonancia con mis propias experiencias; más atenido, insisto, aunque

ello con los ojos de oñate, al texto mismo, a lo que es la experiencia de

mi propia lectura. A lo que son mis intereses. Además, encuentro lleno

de ganancia la mención de Duns Scoto y su univocidad del ser, a lo que

se le añade una lectura lógica que evita las complejidades poliédricas

de lo real. Nunca me ha parecido que la lógica sea la madre de ninguna

comprensión filosófica —como no se trate del mucho interés que tiene

la propia filosofía de la lógica—, pues es esencialmente reductiva de lo

que es. Por eso, ya desde antiguo, había que salir a la palestra para, sin

interrogación alguna, salvar lo real.

En el Aristóteles de oñate hay que distinguir entre la próte ousía y la

ousía compuesta. Ya nos iniciamos más arriba en esta discusión. La

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próte ousía es el eídos-psiché. Pero esta alma, lo he dicho, no es el

alma individual. Nos afirma que, tras siglos de substancialismo, puede

parecer complejo el razonamiento aristotélico. Sócrates o calias, el

compuesto individual, se puede considerar como alma, enfocando

hacia su causa, o como compuesto causado. Si por alma se entiende

el compuesto individual, y no el alma específica, se seguirá en la pers-

pectiva del compuesto, sin acceder a ninguna otra distinta y nueva,

que fuera la perspectiva propia del alma. Debe distinguirse Sócrates,

o el hombre, y el alma de Sócrates, o el alma del hombre. El alma

humana es en cada uno de los hombres, y no existe separada de

ellos, como si fuera un universal hipostasiado; pero tampoco puede

confundirse con el individuo Sócrates, entendiendo por este el com-

puesto físico material. Sócrates, con palabras de Aristóteles, nos dice

oñate, es algo doble: permite ser visto como alma, como substancia

primera, y entonces se identifica absolutamente con su eídos-causa

inmaterial y determinante; pero también ser visto como el compuesto

determinado. En consecuencia, ni el compuesto individual Sócrates ni

el compuesto universal Hombre se identifican con su esencia, porque

tienen materia. Las que sí se identifican absolutamente son el alma de

Sócrates y el alma humana, sólo diferentes en cuanto a los modos en

que potencial y actualmente se da esa única esencia. Los eíde-causa,

las almas, como acto, como modos de ser del alma en acto, son ente-

ramente inmateriales.

¿Me importaría demasiado que el alma, en lugar de ser un

universal hipostasiado en un fuera de mí mismo, esa misma, alma de

la especie, fuera un universal hipostasiado en un dentro de mí mismo?

Nunca sería en definitiva mi alma y yo no sería realmente uno con ella,

aunque fuera ella de donde obtuviera la actualidad. Me explico. Lo

que no me gusta nada en este pensamiento de Aristóteles visto por

oñate es que el alma, mi alma, no es mía, sino de toda la especie.

compartimos el alma. Y eso se debe a algo que apunto como nefasto:

el alma no tiene apetencia de materia para, en íntima conjunción de

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absoluta actualidad, conformar mi carne. Esta filosofía, así, no puede

ser una filosofía de la carne ni de la encarnación ni del arte de la

belleza. En algo que estaba ya en el principiar de mi acceso a la filo-

sofía debo quedar por completo decepcionado. No sólo no llego así a

esa individualidad personal, la personalidad almal que es la mía, sino

que tengo que cantar las albricias porque lo que yo soy no lo soy yo,

sino el alma de la especie. Lo que creía que tenía Sócrates como cosa

más suya hasta el punto de ser él mismo, resulta que, finalmente, no

es, sino apariencia: en él habla el alma de la especie por la boca ani-

mal de esa conjunción de materia al que llamo Sócrates. Yo no soy yo

porque ni Sócrates ni calias son Sócrates o calias. ¡Qué engaño, qué

decepción!

Supongamos que oñate tiene razón con respecto a lo que

piensa Aristóteles en este punto tan crucial, ¿por qué pensaré como

él? ¿Qué me obliga a hacerlo cuando, llegado a uno de los puntos

redondos del pensar, se retira de escuchar al Sócrates que hablaba en

su absoluta encarnación, por más que fuera por la boca de un Platón

esencialmente encarnado, para convertirse en una figura meramente

material que dice palabras que ni son suyas ni le corresponden, pues

se ha convertido, junto a todos nosotros, en la mera voz de su amo,

un amo que, finalmente, es el único para todos nosotros y todos

aquellos que se nos quieran agregar?

Esta manera de ver parece tener un desprecio radical por la

materia. El alma se compone con ella, pero no forma carne con ella.

De verdad, aunque alguna vez se haya insinuado, no tiene real ape-

tencia por la materia, hasta el punto de que sin ella vagaría por el

pegajoso mundo de las sombras anhelando su contubernio con ella

para tener verdadera realidad de ser. Ese alma me temo que es sólo

una virtualidad que, arrancada de nosotros, se ha quedado sin nues-

tras ansias de carnalidad. Para ser ha debido darnos muerte a noso-

tros, para vivir a modo de un mero ectoplasma de la especie.

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Entiendo que el Aristóteles de oñate va a decirnos ahora que

todo ello sólo significa lo esencial, que el eídos no es universal, sino

substancia, substancia primera, capaz activamente de ser causa del

compuesto: causa de generación, causa de la cognoscibilidad del

compuesto y causa de su ser substancial. causa, pues, de un producto

escindido, que ya nada de carnal tiene en su propia causalidad. Todo

lo que acabo de decir sobre el alma se repite palabra a palabra con

causa, pues siempre será, finalmente, algo que viniendo de fuera, del

alma de la especie, de la causa originaria de la especie, se grapa en

materia para darnos visibilidad; una visibilidad que no es sólo brillo

de existencia ante los demás como otros yos, sino que es ocasión

para que la causa disyuntada cause en ese amasijo compuesto. Pero

la batuta la lleva el eídos-especie. El Aristóteles de oñate dirá que esa

disyunción no es dualismo, pero que tampoco es monismo, sino que

se trata de una distinción en los modos de ser. Valga. Mas lo crucial en

esta manera de pensar es que lo decisivo sea uno de los modos de ser

que se nos han dado en la disyunción; el otro viene a ser, más bien, un

mero figurante. Si es así, en cuanto sea así, ¡qué lejos estamos de una

filosofía de la carne! La carne ha quedado reducida a mera materia.

Siendo las cosas así en este pensar aristotélico, ¿nos extrañaría,

pues, que la forma-Dios esté esencialmente desvinculada de la carne,

que si hay ansia de finalidad hacia él de lo que es, no hay retroduc-

ción alguna? ¿Quién en su sano juicio querría retroducirse a esa carne

desamparada en la mera materia? No hay camino de ida y vuelta,

sino desgajamiento de un mero mirar hacia delante. La casualidad de

la vida hizo que cuando se quemó ese enorme edificio en Madrid, el

Windsor, en mi misma calle, despertándome, me asomara al balcón,

sin abrirlo, para ver qué tiempo hacía. Por la acera de este lado y por

la del otro iba bastante gente, separados por la salida del túnel que

ocupa la mitad de la calle: todos con la vista al frente, como aluci-

nados, juntos pero sin conexión entre sí, sueltos, todos en la misma

dirección, calle abajo, sin decirse nada, rápidos, caminando con la

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mirada alta y fijada en un punto suficientemente lejano para que mira-

ran como hacia el infinito. Insensato de mí, pensé que salían del cine

de al lado y, aunque extrañado, me decía: bajo mi balcón pasan los

que han salido hacia su derecha; los de su izquierda, seguirán su ritmo

propio. como es tarde, pueden ocupar la acera y la calle pues ya no

hay coches. Estarán cansados e irán raudos a sus nuevos menesteres e

intereses. Extrañado, pero tranquilo con esos pensamientos virtuales,

me fui a la cama. A las siete de la mañana, ya levantado, en el silen-

cio del domingo a la mañana, leí un correo-e que me venía de Santo

Domingo, de Pablo Mella, un viejo amigo preocupado por mí, y sólo

entonces, abriéndolo, miré por el balcón el espectáculo fascinante y

terrible del fuego, comprendiendo que mis imaginaciones ante lo que

había visto hacia las dos de la mañana habían por completo errado su

tiro. Asombrosa facilidad de engañarme ante la realidad y de meterme

de nuevo en mis sueños virtuales. curioso, el mito de la caverna

puesto patas arriba. Ellos, los habitantes de la noche, son los que ven

el fuego, mientras yo, el filósofo, insensato de mí, sólo contemplo mis

propias virtualidades.

El eídos, substancia primera, continúa oñate interpretando a

Aristóteles, es la esencia o alma específica, inmaterial, simple y

suprasensible, pero no el todo concreto, compuesto, real y existente

individual. En Dios, en cambio, es sólo forma (eídos haplós), mientras

que los entes sensibles están compuestos de forma inseparablemente

unida a su materia. A partir de ahora, siguiendo el Aristóteles de

oñate, se abre entre ambos tipos de entidad un contraste absoluto. La

substancia de Dios y la de los entes sublunares es radicalmente hete-

rogénea; bueno, esto deberá ser matizado con cuidado. Visto desde

la substancia real, concreta y existente, no estamos ante el mismo

objeto, ni se puede pasar sencillamente del uno al otro. Hay un hiato

insalvable de una diferencia extrema. El eídos, substancia de Dios,

es separado y trascendente. Los eíde restantes, por el contrario, son

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no-separados, inmanentes y compuestos; al parecer, sólo separables

poéticamente en el pensamiento, pero no en la realidad.

Aquí hay un punto grave. Podría considerarse que el eídos de

Dios y el de los entes sensibles es idéntico, o al menos común, y que

luego, por obra de la unión que se da con su materia en lo que son los

sensibles, se diferenciaran. Así, por un lado estaría la pureza eidética

de Dios en algo por demás suprasensible y por otro su conjunción

con lo material en lo que es sensible. Esta solución sería, o se pare-

cería demasiado, a la consideración de la univocidad del ser: un ser

común en toda su pureza, el mismo en Dios y en todo lo que es, que

después se divide en los suprasensibles y en los sensibles, pues estos

entran en conjuntamiento con la materia. Si esa identidad se diera en

el mismo ser, la naturaleza es común; las especificaciones se produci-

rán luego por la relación a la materia. Queda por ver la significación

de ese luego: temporal y/o principial. Puede que esa identidad se dé

no más que en nuestro conocimiento, que sería un mero reflejo de lo

que es, pero que ella no sea principial, excepto si es nuestro pensar la

causa originante de lo que es. En este caso, el pensar es principio de

ser. Puede que se trate, simplemente, de un modo de ser. El ser se da

en un modo sensible, pero también se da en un modo suprasensible.

Si fuera así, podría considerarse todavía que en lo que es se da una

pura dualidad, por un lado lo que es eidético, lo suprasensible, de

existencia real, y por otro lo que es material; mas ocurre que esto se

entremezcla a aquello dando lugar a lo que es sensible. Dualidad que

habría de llegar a la que se dará entre los estantes y los sientes. No

sé si ninguno de estos caminos es viable. Lo que ocurre es que se ha

puesto el acento de principialidad en el eídos. Pero se ha hecho así

partiendo antes de una experiencia en la que desde su mismo iniciar

se daba por un lado la experiencia de lo sensible y por otro la expe-

riencia de lo suprasensible. una experiencia principial de lo espiritual

y de lo material, dados disyuntadamente, por lo que el problema va a

ser cómo yuntar, conjuntar en coherencia, lo disyuntado. Mas ¿es esa

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nuestra experiencia? ciertamente no la de una filosofía de la carne.

¿Significa esto que seremos partidarios del monismo de la unicidad del

ser? No, claro, pues ese es un monismo del pensar, que parte de una

experiencia de pensamiento, pero me parece que no de una experien-

cia de la carne. Esta ha de ser siempre una experiencia de la acción.

Pero prosigamos.

Se habla ahora de una no-separabilidad. En nosotros, dejare-

mos de lado ahora lo que acontezca en los meros estantes en cuanto

tales, no es separable el eídos de su materia. Si se separara, dejaríamos

de ser. Siendo, es decir, cuando no se da esa separación, nuestro eídos

cumple una función esencial en nosotros, la de ser el motor mismo de

lo que somos. comparte semejanza con el eídos de Dios, pero nada

más tiene de común con él, hasta hacernos a nosotros dioses. No

por participación, sino por semejanza, por identidad de ser; nótese

bien que no digo identidad del ser. En él se da nuestro principiar. con

menor fuerza motriz, pero en semejanza total. El que sea fuente de

motricidad, principio de motricidad, causa de motricidad, por más

que sólo de la nuestra, nos hace dioses. De menor categoría, pero en

identidad de fuerza divina. Se habla, pues, de una no-separabilidad en

lo que somos nosotros: pero sí de una separabilidad en el conjunto de

las modalidades de ser. La no-separabilidad de la física de hoy nada

tiene que ver con esta: se trata de una no-separabilidad en el conjunto

entero de las mundanalidades.

Los eíde, en el aristotelismo de oñate, como substancias pri-

meras, inmateriales, inengendrables e incorruptibles, sí son semejan-

tes a Dios; pero las substancias individuales, materiales, que nacen

y perecen, son exactamente lo contrario del Dios suprasensible. Sin

embargo, ¿qué significa semejantes?, ¿semejantes en ambos sen-

tidos? una analogía podría darse, pero ¿semejanza? ¿Significará

esto la ‘semejanza’ de ‘a imagen y semejanza’? Evidentemente no.

¿Entonces? Hemos de ver que la semejanza es total, pues unos y otros

han de ser dioses. En lo que en nosotros es próte ousía, es decir, en

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nuestro eídos, la semejanza es completa. Sucede que en nosotros se

da también la composición con nuestra materia, lo que es la ousía

del compuesto, y entonces la semejanza no se produce. Parémonos

a considerar qué acontezca, pues, en los sientes, sobre todo en noso-

tros. Se ha disyuntado lo que somos. Hay dos principios separados;

en nosotros hay una próte ousía y una mera ousía del compuesto que

somos, si es que consideramos la conjunción entera de lo que de ver-

dad somos. una es corruptible, en tanto que sensible; otra, incorrup-

tible, en cuanto que suprasensible. ¿No seguimos, por tanto, en un

dualismo platónico en el que, finalmente, lo decisivamente importante

es lo eidético? Mas ese tocamiento que distingue lo suprasensible de

lo sensible, ¿quién lo produce? Es claro, la supremacía total y absoluta

desde el comienzo mismo es de lo suprasensible. Si fuera así, siendo

así, no sé cómo alcanzamos nuestra experiencia de la carne. Porque

esta experiencia es esencialmente unificadora; nunca disyuntadora.

Sí, es verdad, suficientemente compleja en su coherencia de red para

que podamos encontrarnos delante de la necesidad de hacer muchas

distinciones. Pero la nuestra no es primeramente una experiencia de

pensamiento. Supongo que en Aristóteles esa experiencia de la divi-

sión entre suprasensible y sensible viene ordenada por toda su filosofía

de la vida, pero debe notarse, sin embargo, que dejando de lado los

movimientos violentos, que son los que tienen relación con la vida

moviente y real, todo lo demás es de una mecanicidad decisiva, meca-

nicidad moviente que va buscando los sucesivos motores, por más que

pueda querer ser una moviente mecanicidad eidética.

La crítica de oñate a las interpretaciones ontoteológicas se

basa en que estas omiten los eídos causales, los principios o causas

primeras de todo ente, de cada ente. Por ello sus sostenedores deben

buscar todavía la causa de ellos en Dios, por lo que la culminación de

la ontología se prolonga en teología. Pero, para ello, asevera oñate,

deberían corregir a Aristóteles en sus propios textos. El punto clave

de estos intérpretes está en afirmar que ignora la distinción real entre

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esencia y existencia, mientras que habría que suponerla para entender

la ousía. Esta es la razón fundamental, continúa oñate, de que la cues-

tión del origen del mundo no tenga sentido dentro del aristotelismo, y

eso es lo que sus intérpretes tan fácilmente quieren completar en él.

Bien, sea, pero ¿de dónde sacan su fuerza de motricidad?

Entiendo que la respuesta puede ser esta: ¿importa mucho que en

lugar de un sólo motor haya muchos motores con semejante fuerza

de motricidad, aunque de distintos modos, tonos y fortalezas?, ¿de

verdad que en Aristóteles no hay una cascada de motricidades hasta

llegar al Motor Inmóvil, que, finalmente, es causa de toda motrici-

dad? ¿Qué sentido tiene que terminemos dando la misma categoría

modal a todos los motores? ¿No es eso descoyuntar toda la red de

coherencias de los pensares aristotélicos? Nótese que aquí es esencial

lo que más arriba hablamos del tiempo. un tiempo singularmente

cíclico haría más viable que se dé tal multiplicad de motores estantes.

Pero un tiempo que, por más que cíclico, pone delante la infinitud,

como mínimo da una importancia especial y decisiva a la causa Motor

Inmóvil, haciendo de él una singularidad esencial y definitiva sin la

que la motricidad de todos los demás no se podría dar. Menos aún si

es una motricidad no puramente mecánica sino de sientes, es decir,

sentiente. ¿No se pone así el punto de clara singularidad en el Motor

Inmóvil, dándole una fuerza de causalidad definitiva y principial que

los demás ni tienen ni pueden tener? De nuevo llegamos a lo mismo,

si hubiera que corregir, o si se prefiere, prolongar a Aristóteles, ¿por

qué no lo habríamos de hacer, cuando, con él, estamos buscando la

verdad?

En los modos de ser de los eíde, ¿por qué el hiato insalvable? Es

verdad que, al menos de primeras, se salva la especificidad de lo que

es individual, pero ¿no se hace esto a costa de un rompimiento total

de la red de coherencias? Más aún, ¿no se malogra el mismo ser de

lo que es individual habiendo establecido en sus adentros más íntimos

una dualidad esencial, peor aún, la participación en esos mismos meo-

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llos de algo, el eídos, que es cosa común a toda la especie? ¿No se nos

ha borrado así toda posibilidad de una individualidad personal, de una

personalidad almal? Pero ¿no es esta nuestra experiencia carnal pri-

mera? Por eso ¿de verdad que el hiato se da en donde lo pone oñate?

¿No se da el hiato en lo que llamo la imposible-posibilidad que nos da

lo que somos no de primeras, sino en lo que somos de verdad?

Así pues, de manera bien curiosa el hiato insalvable, en el

aristotelismo de oñate, viene dado por la materia, por la cercanía y

el coyuntamiento con ella. Lo más importante, el principiar de toda

una filosofía, finalmente, lo determina la materia misma. Si aún fuese

una materia en la que se acentúa el ‘su’ —en numerosas ocasiones

ha dicho ‘su materia’—, pero, para ellos, eso no puede ser, es el eídos

quien da importancia al compuesto, hasta el punto de que es por él,

y sin él no sería, pues la materia no existe sin la coyunda, pero, a la

vez, sin su materia el eídos tampoco sería. Y, además, siendo, lo es en

verdad sólo el eídos de la especie. Me parece que las cosas no pueden

ser así. Si ese eídos fuera el del individuo que somos, si al siendo que

somos nos refiriéramos, entonces cabría que él tuviera una apetencia,

y siempre una añoranza insalvable a su materia, pues sin ella, simple-

mente, no es. Pero cuando es el eídos de la especie en realidad ya no

cabe su materia, como no sea de manera demasiado en general, casi

simplemente un mero decir. En el primer caso, en esa mezcolanza

eídos-mi-materia, cabrían los sentimientos; nuestro siendo sería sen-

tiente, ineludiblemente y a la vez. En el segundo, no. Por un lado esta-

ría un vago eídos de la especie y por otro una materia esencialmente

cambiante, de modo y manera que el conjuntamiento sería también

esencialmente descoyuntado; siempre un estante, pues el siente sólo

podría serlo el eídos. un estante, por tanto, esencialmente, lo repito

de nuevo, no sentiente. Hemos abierto las puertas del aristotelismo al

puro mecanicismo. Si es así, de motor en motor, de mecanicismo en

mecanicismo no veo que haya hiato, como no sea en el mero grandor:

una pirámide de motores que, al final, por razones de mecanicidad,

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termina en su cúspide en un Motor Inmóvil. De esta manera, lo que

hemos roto es el hiato, cuando en mi manera de ver este se da en el

paso del estante que somos de primeras al siente, ese lo que es sen-

tiente que somos de verdad. Y tal cosa presupone la experiencia de

nuestra individualidad personal, de nuestra personalidad almal.

En las interpretaciones de Aristóteles, prosigue oñate, se ha olvidado

algo fundamental: la entidad esencial es substancia, y substancia pri-

mera, gracias, precisamente, a no ser universal. El compuesto material

es sólo substancia segunda o posterior, causada por el eídos-causa, y

no entra, en cuanto compuesto contingente, ni en la consideración de

ciencia alguna ni, mucho menos aún, en la consideración de filosofía

primera; por eso no es objeto de metafísica. El eídos aristotélico es no

sólo universal inteligible-inteligido, sino que es substancia y substan-

cia primera, perfectamente capaz de engendrar el compuesto; alma

activa, eterna e inmutable, a través de la generación incesante y sin

comienzo. Los eíde son inmanentes y eternos, lo cual es perfecta-

mente congruente con la eternidad del mundo y con los datos de la

experiencia; bueno, habrá que decir: de la experiencia del Aristóteles

de oñate. Así pues, proponer los eíde inmanentes como causas últi-

mas de la realidad, no sólo excluye el recurso a un dios creador, conti-

núa oñate, significa también que todos los entes sensibles vivos, y no

únicamente el hombre, tienen alma. Para nuestra autora, Aristóteles

puso en esos eíde inmanentes la sacralidad de las primitivas archaí con

que la filosofía naciera y cantara Píndaro. La expresión ‘deviene lo que

eres’ se hace extensiva a la entera realidad, regida desde el interior de

su propio seno por los paradigmas vivos que conducen a la enérgica

plenificación de las acciones expresivas eternas. La desembocadura

doctrinal tomista, para oñate, nada tiene que ver con las esencias aris-

totélicas que son, en cuanto almas, actos y principios activos, lo más

real de la realidad sensible: las substancias primeras. Los ontoteólogos

han proclamado a Aristóteles esencialmente insuficiente.

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De toda la tirada anterior habría que poner en duda como

mínimo esto: al decir que las almas son lo más real de la realidad sen-

sible, ponemos en esta una extraña realidad, que sólo es una realidad

almal. Su realidad sensible no es real si no le viene dada su realidad

sólo por el alma. Insisto que así, seguramente, se reduce el aristote-

lismo a un mecanicismo con almas, en el cual, para colmo, las mismas

almas no son sino motores de la mecanicidad. Queriendo poner todo

el subrayado en los eíde, ¿no terminamos cayendo en la pura meca-

nicidad material, simplemente añadiendo que la motoricidad de esta

viene dada por las meras almalidades, inmanentes a la materia, pero

a todas luces, finalmente, puras externalidades del compuesto, cuyas

internalidades parecen quedar reservadas al engendramiento dentro

de la especie?

En el eídos se da una doble actuación: es universal inteligible-

inteligido y, a la vez, es substancia primera, perfectamente capaz de

engendrar el compuesto. Muy bien, pero ¿por qué es factible en él

aquello que no lo es, tratándose de nosotros, en el individuo almal?

Entiendo que siendo universal inteligible-inteligido es objeto de

ciencia, de saber-con-saber-de-ciencia. Pero este saber me pregunto

si no es, finalmente, un saber de abstracciones, pues nos ha conver-

tido —me refiero a nosotros, queda el ver lo que acontezca con los

estantes mundanales y con la realidad— en algo identitario; nos ha

quitado toda individualidad. Será así una ciencia fácil, demasiado fácil.

En todo caso una ciencia que nada tiene que ver con nuestra ciencia.

Esa ciencia capaz de construirse en el eídos es plana, de abstracciones,

que no nos toma en eso que somos de verdad, sino que imagina algo

ideal de nosotros, abandonándonos en nuestra carnalidad individual.

No nos toma, pues, en lo que somos, carne palpitante en busca de su

plenitud, sino que hace de nosotros un ser común almalizado, es decir,

desplegado en una superficie de puras abstracciones. ¿Seremos eso

nosotros? Lo dudo.

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El eídos, el nuestro, el de nuestra especie, es inmanente y

eterno, decía el Aristóteles de oñate, lo que encuentra perfectamente

congruente con la eternidad del mundo. Bien, sea. Pero entonces, si

las cosas en el aristotelismo no van a tener más opciones, debería-

mos rechazar para nuestro pensamiento cualquier apoyatura en él: ni

nuestro tiempo es circular y eterno ni nuestro eídos, único para todos

nosotros, es inmanente a su materia y eterno con eternidad de tiempo

circular. Para nada nos serviría el esfuerzo del pensar de Aristóteles.

A lo más, para estudios de arqueología del pensamiento, cosa intere-

sante que podría llenar una cátedra entera, pero con ellos no podría-

mos salir en busca de la verdad. con él no podríamos seguir haciendo

filosofía. Y esa es mi intención; al menos, la mía.

Entiendo y comparto el interés filosófico esencial de no perma-

necer en un ámbito de ser que se quede en meros universales, pues

entonces no estaremos nunca hablando de lo que es. Pero ¿por qué

no llegar hasta el final, por qué quedarse en ese eídos? Hubiéramos

llegado hasta lo que llamo la individualidad personal si el eídos fuera

el de cada uno de nosotros —dejemos de lado ahora los otros seres

sensibles vivos, cuando sea el caso se hablará de ellos—, nuestra alma

personal, nuestra personalidad almal. Es verdad que entonces nos

quedaría fundamentar cómo es posible, mejor, en qué consiste un

saber-con-saber-de-ciencia de nuestra especie. En las circunstancias de

lo que voy comprendiendo del Aristóteles de oñate, no creo que ten-

dría demasiados desacuerdos con su pensar. Pero ¿es necesario que-

darse en un eídos-forma-única-de-toda-la-especie? Supongamos que

sea verdad el hecho de que Aristóteles no hubiere llegado más allá.

Pero ¿y nosotros? Por el hecho de que él no lo hubiera alcanzado, ¿no

podemos conseguirlo nosotros? Se me dirá que busco encontrar lo que

quiero desde los mismos principiares que son los míos. De acuerdo, es

obvio. Pero en la interpretación de oñate, ¿no hay también un parti

pris? ¿Por qué el suyo será mejor que el mío? Hasta concedería que el

suyo sea más congruente con los 14 lógoi de la Metafísica. Mas, lo he

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dicho desde el comienzo, no busco la exactitud, llamémosla arqueoló-

gica, sino que, como el mismo Aristóteles, busco la verdad. Él es, para

mí, esencial en mi éndoxa; pero busco, con su ayuda, responder a mis

preguntas. En parte son las que él se hizo. En parte fueron provocadas

por su pensamiento, que abrió nuevas puertas de creatividad filosó-

fica. En parte, es obvio, son otras muy distintas a las suyas.

Lo universal es género y el compuesto lógico de género, o materia uni-

versal, y diferencia, prosigue Oñate en su interpretación aristotélica. La

especie o diferencia no es universal; de la misma manera que la especie

o forma substancial del compuesto sensible individual, ella misma, no

es individual. El universal no es ousía; pero la esencia (eídos) es la próte

ousía. El eídos es el núcleo de la identidad, necesidad, inmutabilidad,

eternidad e inteligibilidad que se repite en los entes compuestos indi-

viduales que lo tienen y de los que es causa primera. Lo que hay de

diverso entre ellos es su materia. Lo que es idéntico realmente en todos

ellos es su esencia-causa, y esto primero, causa-principal, es universal, se

da en todos ellos. Él es la primera substancia, el ente real, activo, vivo,

que causa como condicionante las substancias segundas y que, por ser

necesario, simple y activo, se manifiesta universalmente idéntico en

cualquiera de sus instancias plurales, diversas, individuales, materiales

y potenciales, las substancias segundas o compuestas, categoriales o

empíricas. Hay universalidad en la repetición empírica del eídos simple,

necesario e idéntico todas las veces posibles que se dé y en todos los

casos numéricos o los compuestos físicos posibles de la misma especie;

y hay, por eso, universalidad en el compuesto lógico y la hay también en

la universalidad de la definición que declara la esencia idéntica que se

da en todos los casos particulares de la misma.

El eídos, es decir, la entidad esencial es substancia, y substancia

primera, gracias, precisamente, a no ser universal, aunque lo suyo sea,

finalmente, lo acabamos de ver, la universalidad. Pero, en todo caso, no

es universal porque en los términos aristotélicos de Oñate se decide algo

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durísimo para mí: que lo verdaderamente existente es la universalidad

de la especie; que yo en cuanto yo no existo, lo diré así por una vez,

sino como un momento de la especie, pues el eídos-forma-de-la-espe-

cie, lo sabemos, pasa por mí, engendrado como he sido y para que, a

mi vez, engendre. Tiene una condición transeúnte, pues se transmite

idéntico de generación en generación. Es, en cuanto a mí y a nosotros,

un universal; él es quien tiene verdadera entidad, verdadera realidad.

Yo no, excepto en ese breve momento en que la especie pasa por mí,

dándome ser. Soy ‘su’ materia. Entiendo que, en cuanto ese motor de

la especie está engendrando en mí, lo soy todo: pero lo soy todo para

él. En ese momento el eídos-forma-de-la-especie hace de mí su estante,

un estante mundanal y material. Bien es verdad que él sólo tiene ser de

realidad cuando se da en un individuo material de la especie, en este

caso en mí, pero lo decisivo, evidentemente, no soy yo, sino él, que por

un momento se posa en mí, para luego continuar su viaje por las con-

figuraciones materiales que hacen el conjunto de la especie. El engen-

dramiento es esencial en este proceso; ser engendrado y engendrar.

Mas, en todo esto, ¿dónde quedo yo?, ¿dónde queda mi individualidad

almal, mi almalidad personal? Disuelta por completo en el eídos-forma-

de-la-especie. ¿Hemos resuelto, para colmo, algún problema? Lo dudo.

Perdiendo todo lo que hemos perdido, es decir, la realidad entera de lo

que somos, seguimos estando en lo universal, excepto que cambiamos

nuestro mundo de individuos por un mundo ideal de especies, que a

mí al menos me siguen pareciendo meros universales, puesto que, en

lo que se refiere a nosotros, no recoge lo que soy en mi extremada

individualidad personal. Para colmo, tendremos que construirnos toda

una antropología filosófica en la que yo no sea yo, sino la especie. Ya

no será una filosofía de la carne, sino una filosofía de la universalidad

camuflada en la individualidad de las especies.

La causa de que los entes sensibles sean, prosiguen nuestros autores,

es su alma-esencia suprasensible, lo que les da una substancia con

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naturaleza viva, que no tiene su causa en otro, sino que hace que el

ente sea por sí, por su propia causa, esencia o alma. En cambio, si

redujéramos la ousía tanto al individual como al universal se omitiría la

esencia real. ¿cuál sería la causa, entonces? Esos entes serían in-esen-

ciales, no tendrían esencia de por sí, por lo que devendrían también

insubstanciales y por ello tendrían necesidad angustiosa de una causa

infinita que esté más allá de la esencia y del ser: un Dios in-finito, que

estando más allá del ser y del pensar, pueda establecer el vínculo entre

la verdad y la vida. Si las cosas en Aristóteles no son como oñate nos

enseña, nos dice esta, queda abierto un lugar yermo, un hueco, un

vacío; el que se convierte en vía de entrada para la única causalidad

absoluta del Dios creador Todopoderoso.

Pienso que si uno decide quedarse en el eídos-forma-de-la-

especie, lo anterior sería posiblemente cierto. Pero ¿y si uno no se

queda en esa universalidad de la repetición empírica del eídos, a lo

que nos referíamos hace bien poco, en la universalidad de la especie,

sino que quiere llegar hasta nuestra personalidad almal? Si fuera así,

la cosa comienza a aparecer clara: el susto aristotélico de oñate, el

Dios creador Todopoderoso, aparece en el horizonte; y, en nosotros,

al menos en este papel, es oñate quien nos lo ha insinuado como la

única solución posible. Bien, podría acontecer que uno se quedara

tranquilo ya al alcanzar la universalidad de la especie, pero ¿y si no?,

¿y si tiene razones de peso para llegar, o al menos para intentarlo,

hasta la individualidad almal? Entonces, oñate misma nos está seña-

lando el camino.

Lo conocido, el universal, continúan nuestros autores, no es la causa

de la realidad, sino que es causado por ella: esta es la reflexión curva

que el conocimiento debe operar sobre sí mismo. El pensamiento

reflexivo o autoconsciente, el que se hace relativo a sí mismo, es el que

se sabe relativo a la realidad y reconoce en ella su medida, el único

criterio. La auto-identidad, permanencia e indivisibilidad de los eíde

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inmanentes asegura no sólo la entidad del mundo físico, su acciden-

talidad, ni tampoco sólo la cognoscibilidad epistémica, sino también la

verdad del ser-pensar. El cambio incesante, la apariencia de la multipli-

cidad caótica, la contingencia de los particulares y su aparente desvin-

culación, hacen que quede obscurecida la presencia activa (enérgeia)

de la vida en la materia física.

Pero, entonces, ¿dónde se da lo conocido?, ¿quién conoce? La

universalidad era universal puesto que hay conocimiento, y sólo hay

conocimiento de lo universal. Pero ¿cuál es el instrumento del conoci-

miento? Sólo puede ser el propio eídos-forma-de-la-especie. Así pues,

¿seremos pensados en nuestros pensamientos?, ¿seremos aprendidos

en nuestros aprendizajes? Nuestro yo pensante, ¿será el yo de la

especie? Mas, entonces, ¿cuáles serán sus instrumentos del pensar?

Dirán —Aristóteles y oñate, su intérprete— que los eíde inmanentes

en nosotros, si de nosotros hablamos, aseguran el pensar, y la verdad

inmarcesible, sin problemas, del ser-pensar. Pero ¿no resulta que mi

pensar no es sino el pensar de la especie que habla, coyunturalmente,

por mi boca? Mis habladurías ya no son más —¡oh, desgracia!— sino

las habladurías de la especie por la materialidad de mi boca. Sólo hay

hablar, sólo hay historia de la especie. En algunos aspectos, ¿no esta-

mos muy cerca del principio de objetividad de Monod, cuando para

construir ciencia debemos castrarnos de nuestro discurso para darle la

realidad intersubjetiva, es decir, la objetividad?

claro, en el discurso aristotélico que nos enseña oñate, ser y

pensar son lo mismo en el hombre. El entendimiento, al inteligir los

eíde, se intelige a sí mismo. El entendimiento activo o en acto es,

entonces, autoconsciente. ¿Buscábamos las primeras causas y princi-

pios?, pues bien, los hemos encontrado en los eíde, los cuales, vistos

desde sí mismos, son acciones inmateriales, principios vitales de los

vivientes —nada de abstracciones—, que el entendimiento capta en

cuanto tales, en cuanto principios activos y simples, con una acción

también simple e indivisible. Los eíde ofrecen, por tanto, dos pers-

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pectivas: vistos desde sí mismos, como actos, son intuición intelectual

en la que el entendimiento se identifica con lo inteligible; vistos en el

compuesto, que remite o refiere a ellos como su causa, entonces es

cuando son conocidos a través de sus manifestaciones materiales, y de

estos compuestos es de los que hay conocimiento objetivo en relación

a la causa o substancia primera.

Queda así más claro aún: quien conoce es el eídos-forma-de-

la-especie.

Mas el entendimiento no es el alma, prosiguen, no es causa

de ningún ente animado. La autoreferencialidad de la autoconciencia

no es absoluta. En esto se distingue el entendimiento del hombre del

entendimiento supremo de Dios, que al no incluir potencialidad, diver-

sificación, diferenciación alguna o referencialidad a nada más que a sí

mismo, única y exclusivamente, está siempre y constantemente siendo

pensar o inteligiéndose en acto.

El entendimiento —lo que no acabo de ver bien qué sea—,

tiene su ámbito de ser, por tanto, en los puros universales conocidos

por quien conoce: el eídos-forma-de-la-especie. Intuición intelectual

en la que el entendimiento, ese entendimiento y no otro, se identi-

fica con lo inteligible. Aquí no hay hiato. No hay posibilidad alguna

de mirar con cuidado. Las cosas del entendimiento, de ese entendi-

miento, vienen dadas en la pura autorreferencialidad de eso que es

pensar y se intelige en acto. Ni de lejos que el pensar sea un razonar ni

sobre experiencia ni sobre hipótesis ni sobre una legalidad imputada.

El pensar es ser en el sentido de que el pensar es intuir lo que es. Pero,

insisto, ¿quién intuye? El ser es pensar en el sentido de que el ser es

vivir lo intuido en el pensar. La verdad, en este pensar aristotélico que

nos propone oñate, no es disyunción verdad/error, sino sólo verdad,

y esta no está en el pensamiento como un objeto, sino que es la

mismidad del ser-pensar: el pensamiento en acto es lo mismo que las

entidades en acto, que capta por intuición intelectual, por contacto. Si

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esto es de verdad Aristóteles, en nada nos ayudaría en una filosofía de

la carne como la nuestra. Pero ¿lo es de este modo?

Hablaba más arriba con nuestros autores de la condición tran-

seúnte del eídos. Muere la morphé orgánica, el alma del cuerpo del

individuo, inseparable de materia en el compuesto hilemórfico, pero el

eídos-alma ni nace ni muere, sino que se transmite. Por eso, de todo

eídos-causa, en tanto que causa o acto, y en tanto que objeto o mate-

ria del conocimiento, hay intuición intelectual, pero no al comienzo

del proceso cognoscitivo, sino al final. Las cosas, pues, son bien claras,

y bien claros quedan nuestros desacuerdos, tan radicales. Quede para

más adelante, sin embargo, esa mención tan interesante del final.

¿Es el Motor Inmóvil la única substancia suprasensible e inmaterial?

giovanni reale, con quien oñate comparte aristotelismo hasta acá,

se pregunta si las almas de los entes sensibles son también motores

inmóviles. Y la omisión de los eíde como entidades inmateriales y

primeras causas de las entidades sensibles ha desembocado en la

reducción monista-monoteísta de todas las causas ontológicas a la de

Dios, que derechamente llevaría al teorema de la creación. Aunque,

prosigue oñate, luego reale tenga que recurrir a ángeles motrices

para poner en movimiento las cosas del cosmos. oñate se siente

mucho más cercana de Enrico Berti, aunque sólo haga camino con

él, como vamos a ver, hasta un cierto punto de la interpretación aris-

totélica. con él sostiene que no hay el Ser, sino los seres. Todos los

vivientes participan no de lo divino, ninguna deducción o reducción es

pertinente en el modelo de la pluralidad ontológica irreductible que es

el de Aristóteles, sino en lo divino, cada uno en la medida de sus fuer-

zas, de su potencia. cada uno de los vivientes colabora, participa en

la realización de lo divino, de la vida permanente, eterna, necesaria,

inmutable, siendo cada uno que es esencialmente, insistiendo en su

ser-lo-que-es, y plenificándolo al máximo dentro de sus posibles, hasta

llegar, en el caso de los entes terrestres, a transmitirlo, a engendrarlo,

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a reproducirlo en otro. Tal cosa acontece de modo inmediato en los

astros, cuya materia por incorruptible exime a estos individuos eternos

de la regeneración. Y también de los individuos corruptibles que per-

tenecen a la especie ingenerable y eterna.

Lo siento, pero cuanto más avanzo en el pensamiento de nues-

tros autores, menos me va interesando; más difícil me va apareciendo

la manera en que pueda incitar mi propia creatividad filosófica.

VI

El Primer Dios es la causa definitiva del movimiento eterno cósmico,

como causa final directa de las almas celestes. A lo que sigue en la

interpretación de oñate, ni siquiera llega Enrico Berti, nos dice nuestra

autora. Es la causa de la unicidad del universo; ahora bien, ¿se debe

a esa su unicidad absoluta o a su propia primacía sobre los restantes

motores inmóviles? Los demás motores inmóviles, en cuanto causas

finales, son también inteligibles en acto. Su diferencia con el Primer

Motor Inmóvil, según la interpretación aristotélica de oñate, sólo sería

modal y referencial, pues incluiría potencialidad referencial —relación

a otro o alteridad— con respecto a esos otros motores inmóviles,

lo que en absoluto le ocurre a este Primero, pues sería sólo simple

(haplós) acto (entelécheia), sin más articulación que la de pensarse

a sí mismo como inteligible en acto; para su inteligencia en acto. Así

pues, en contra de lo que interpreta Berti, para oñate, la diferencia

entre el Dios supremo y los restantes dioses no sería sólo de especie,

es decir, de forma, sino única y exclusivamente una diferencia modal.

El Primero tiene una simplicidad modal absoluta, siendo una entidad

absolutamente necesaria; los segundos motores inmóviles, en cambio,

sólo relativa, y su necesidad será hipotética, condicionada o por refe-

rencia a la necesidad simple incondicionada. Además, y por último,

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es causa del orden del cosmos. Pero Dios no es el fin-forma al que

todas las cosas tienden, porque en la ontología pluralista aristotélica,

entendida como lo hace oñate, cada cosa tiende a la plenificación de

su propia forma. Dios, así, es causa final-modal del universo, pero no

causa final-formal. Berti, según oñate, se queda en que la función

causal de Dios se ciñe a la causalidad motriz: él es causa motriz del

cielo. Pero esto, según oñate, no es así. Si Dios mueve el cielo como

causa final de los intelectos estelares, en realidad son los intelectos o

motores inmóviles de las esferas los que las movían como inteligibles-

amados, que inteligían, a su vez, al Primer Motor Inmóvil. La posibili-

dad de que sean causas motrices y, sin embargo, inmóviles, depende,

precisamente, de que sean causas finales ellos mismos. La naturaleza

y el cielo penden de Dios, que es su principio como causa final, como

Bien supremo, y de este modo es principio; esta es la única causalidad

que puede ejercer lo absolutamente inmutable y simple, lo necesario,

sin hacer nada, siendo sólo pura y plena presencia. Lo que se mueve

por su causa es lo que intelige y ama, no lo inteligible-amable, pero sin

en absoluto entrar en relación con lo que se mueve. Lo que se mueve

y es movido al mover es lo mixto de potencia y acto, y esto es interme-

dio. Para que el Noûs sea principio absoluto del cosmos ha de ser fin

y no inicio del movimiento; entonces sí puede causar sin componerse,

sin ser relativo; el mundo es relativo a él, de él penden la naturaleza y

el cielo, pero no viceversa. Sólo hay un entendimiento que no refiera

a ningún otro, sino a sí mismo como inteligible en acto. Tendremos

así un Primer Principio absoluto, simple en acto, inmutable, necesario,

al que remiten todos los restantes por la causalidad final, sin que él

refiera a ninguno. Es el nÒhsij no»sewj, el Primer Principio absoluto,

un límite del todo-cosmos, del único universo finito, perfecto.

¿cómo pensar ante esta enorme tirada de nuestros autores?

En definitiva vemos que el centro de toda consideración es el movi-

miento. Por supuesto que se trata de un movimiento entendido en

sentido muy amplio, no sólo movimiento mecánico, movimiento en la

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consideración del lugar; pero no deja de pensarse en el paradigma del

movimiento. Es obvio, ante el movimiento, y puesto que no pueden

darse ni razonamientos ni causalidades de largura infinita, el reposo

es esencial: el reposo de los lugares naturales de las cosas, allá en la

Física, y ahora el reposo del Motor Inmóvil, en la Metafísica. Y porque

nos movemos siempre en ese ámbito del movimiento, resultará de

manera palmaria que ese Motor Inmóvil, que es sólo motor de movi-

miento, él mismo debe tener la inmovilidad no sólo de todo movi-

miento local, sino de cualquier pasión.

Y es causa del eterno movimiento cósmico, pues causa final

directa de las almas celestes. cada una es causa del movimiento de

todo lo que le concierne. Hay, pues, como una cadena de causali-

dades que va remontando hasta llegar a la causa Primera de todo

el movimiento del cosmos, ahora unificado por él y desde él. Pero

nótese bien —en la interpretación aristotélica de oñate—, nunca,

en esa cadena de causalidad se da, por así decir, un mirar de lo que

es causa a lo que es causado por ella. Todo mirar es hacia arriba de

la propia cadena de causalidad. Esto significa que, en nuestro caso,

nuestro eídos-alma, la causa de que seamos lo que somos, no mira

con ternura y simpatía hacia aquello que conforma y compone, sino

que la mirada, de haberla, iría en su dirección, de lo menos a lo más.

En nosotros, pues, no hay compasión del eídos-alma por ‘su’ materia.

Es causa de todo lo que en nosotros se da y acontece, pero en ningún

momento nos mira siquiera; es nuestro motor, pero motor, como todo

motor mecánico, impertérrito a todo lo motorado. Es la nuestra una

unidad de causación mientras el eídos-alma nos “pasa” por la mate-

ria que es la nuestra, desde nuestro engendramiento hasta nuestra

muerte por descomposición, debido al abandono de la forma, una vez

que hemos engendrado descendientes, continuando la especie. Pero

esta relación nada tiene de afectuosidad. En nada es una relación de

amor. Lo menor y de menor calidad eidética y causal mira a lo más y

de mayor calidad. Pero nada más. Es una cadena, pues tiene la flecha

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de la finalidad en su punta, mirando, en definitiva, hacia el Motor

Inmóvil, causa del conjunto enhebrado del todo cósmico. Pero esa fle-

cha direccional se va descarnando, desmaterializando, perdiendo toda

encarnación, conforme subimos por ella, hasta el momento final en el

que ya nada queda. Es una cadena de meras causalidades en la que si

hay algo que no cabe por su misma esencia es la enmemoración del

amor. Bien, sí, pues se configura el cosmos en su orden imperturbable.

Pero nótese que también ese Bien está desnudado de toda enmemo-

ración en el amor. Entiendo que nuestros autores me dirán: estamos

en los ámbitos más sublimes de la metafísica. Vale. Pero si en ella no

hemos ido arrastrando desde lo más abajo en nuestra cadena ascen-

dente, al menos en lo que a nosotros toca, la amorosidad, cada vez

vamos abstrayéndonos de nosotros mismos, hasta ir alejándonos de

tal manera de nuestros sientes que sentiremos cómo cada vez vamos

siendo reconvertidos en meros estantes que deben ser encajados en

el enhebramiento cósmico ascendente. Es tal la distancia que hemos

establecido así entre lo que nosotros somos y el Motor Inmóvil, han

sido tantas y tales las instancias intermedias que en la configuración

de lo infralunar y, sobre todo, del etéreo mundo supralunar hemos

establecido —quizá mejor, en esta interpretación, encontrado— que

se ha roto cualquier relación entre él y nosotros, como no sea la rela-

ción en la cadena de causalidades, en la que nosotros estamos muy

abajo, y él es la puerta sublime. una filosofía de la carne no puede

verse reflejada en estos pensares.

conforme vamos ascendiendo en la cadena de causalidades,

que es ascensión en el alejamiento del centro del cosmos, es decir,

de nuestra Tierra, nos vamos encontrando con un movimiento que es

cada vez más regular, por etéreo, por desencarnado, y es ahí en donde

nos encontramos con las esferas celestes y sus motores inmóviles.

Pero todo esto es ya un puro movimiento mecánico. No movimiento

en el sentido del cambio de lugar, movimiento de localidad, pero no

lo es así porque, una vez más, jugamos con nuestros decires. No es

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movimiento local el suyo porque, siendo circular, uniforme y centrado

es como si no fuera un movimiento. No es local, si hemos definido la

localidad, como se ha hecho, en relación al movimiento en una línea.

Aquí eso no se da, pues, moviéndose circularmente, nada cambia y

todo parece quieto, hasta el punto que diremos estar en reposo de

movimiento local. Pero nos adentramos así en la misma dificultad

que encontramos ya en la consideración del tiempo. Es eterno, pero

no infinito, pues cíclico. ¿No son ambas consideraciones demasiado

fáciles? una psiché que estuviera observando ese movimiento cíclico

de las esferas celestes y ese tiempo idénticamente cíclico podría ir

numerando entre un antes y un después, ¡de otra manera no habría

movimiento ninguno!, y anotando los resultados siguiendo los núme-

ros naturales. Si así fuera, iríamos creciendo en la numeración, ¿hasta

dónde? claro, para no tener la necesidad de llegar hasta el ∞, debere-

mos cortar por lo sano y decir que es un movimiento que ya es como

si no lo sería, pero ¿no hay ahí una falta de gramática?

Los primeros motores, entre los que está, no lo olvidemos,

nuestro eídos-forma-de-la-especie, son causas finales inteligibles en

acto, que del Primer Motor sólo tienen una diferencia modal, refe-

rencial, pues todas las demás tienen relación a otro, mientras que él

no la tiene. Es verdad en cuanto que la cadena de causalidades se

cierra, para no ser infinita, en él, y él ya no tiene referencia hacia arriba

con ninguna otra realidad más allá, por eso Motor Primero, además,

Inmóvil, puesto que ni por encima de él ni en sus inmediaciones por

debajo, hay movimiento alguno —bueno, en el movimiento entendido

por nuestros autores—, mientras que, si descendemos por la flecha de

las causalidades, cada vez nos acercamos más al movimiento, que

tiene su borde como movimiento local en el momento en que los leves

traspasan la esfera de la Luna. Es tal el alejamiento del Primer Motor

de esa esfera, que a ella no le puede llegar ni siquiera el eco de lo que

acá acontece. La actualidad se hace en él actualidad pura. Ya no cabe

en él ninguna potencialidad, por tanto tampoco pasividad alguna. Si

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en el mundo nuestro hubiera amorosidad, esta no traspasaría la esfera

lunar, y si algunos ecos almales llegaran todavía más arriba, de cierto

que no podrían traspasar las 53 esferas celestes. Por eso la inconta-

minación amorosa del Motor Inmóvil. Todos mirando siempre hacia

arriba. él ya mirándose sólo a sí mismo. Mirando desde esas alturas de

la puerta suprema, si se diera en nosotros la amorosidad, no llegarían

a ser sino puros movimientos emocionales los cuales se darían nada

más en eso que nosotros somos. Pero, como no pueden ascender, sig-

nificará sin duda que se trata de algo no del eídos-forma-de-la-especie

—¿qué sentido podría tener?, la sociobiología tendría razón, serían

meras particularidades de la especie como tal para asegurarse mejor la

reproducción—, sino de la ‘su’ materia. ¡Y nada más! Si las cosas del

aristotelismo fueran así, ¿qué de raro tiene la atracción suprema del

platonismo que nos aleja de esa causalidad mecanicista sin sentimien-

tos ni Belleza ni Bondad? ¿A quién ha de atraer un pensamiento tan

poco cercano a lo que somos de verdad?

Dios no es el fin-forma al que todas las cosas tienden, nos

aseveran nuestro autores, porque en la ontología pluralista cada cosa

tiende a la plenificación de su propia forma. Hablaba más arriba de

cadena ininterrumpida de causalidades, pero eso no indica que el

Primer Motor Inmóvil sea fin-forma al que todo tiende. Si se quiere,

sería a lo más una tendencia puramente casual. Me explico. Todo

movimiento tiene su causa. De movimiento en causa podemos remon-

tar, en lo que llamo cadena ininterrumpida de causalidades, a ese

Primero. Mas esto en nada significa que haya en todos los causados

de la cadena una aspiración a ese Primero como su fin. Y no es así

porque cada cosa tiene su propia plenificación, la que se le da en su

plena forma. Y no hay salto de una plena forma baja en la cadena de

causalidades a otra forma más alta en la misma cadena. Si esto fuera

así, podría darse una ligazón finalista y afectiva entre el finalizado y

quien es fin último. Pero no, se quiere guardar sólo una cadena de

causalidades que se refiere solamente a la actualidad del movimiento.

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Pero en ese movimiento, partiendo de la esfera lunar hacia las regio-

nes etéreas, no hay ningún movimiento afectivo provocado por la

finalidad y su retroducción. Sólo hay mirada causal hacia arriba de las

esferas supralunares en busca de quien sea definitivo Motor, Inmóvil

y Primero, que nos termine la cadena de causalidades, no sea que se

nos quiera ir al infinito. Mirada, sin embargo, de meras causalidades

hacia un Motor que ya no ocupe ningún lugar. Pero no hay finalidad

de amor hacia él ni que de él descienda. Es sólo una cadena de cau-

salidades, pero en absoluto de amorosidades. Diré algo analógico que

señala dos paradigmas de la amistad. En las páginas maravillosas de

Aristóteles sobre ella, la amistad se da sólo entre iguales, entre quienes

no se deben nada el uno al otro, simplemente entre quienes, por su

estar en el mismo nivel de equilibrio, pueden compartir sin que nadie

deba al otro, pueden hacer que todo lo del uno sea del otro, pues

nada se debían, se deben o se deberán. En la amistad que nace en el

ámbito de Bernardo y Elredo, los primitivos cistercienses, la amistad

indica una finalidad de amor, un compartir lo que tienen y, sobre todo,

lo que sólo pueden alcanzar por la gracia de lo que son juntos quienes

son amigos. La amistad aquí es amorosidad menesterosa que busca la

finalidad conjunta de la plenitud, y que se ofrece del uno al otro y del

otro al uno como menesterosidad de amor. En el primer paradigma, la

amistad no tiene movimiento que busca la finalidad y que se hace en

esa búsqueda. En el segundo, sí. Mas se entiende que desde el primer

paradigma el segundo no pueda ser aplicado a las causas, y mucho

menos a Dios.

causa final directa, ¿significa causa atractiva? Parece que, en

definitiva, no, al menos en lo que opinan nuestro autores. Supongamos

un mecanismo con sus ruedas y palancas. Se mueve porque cada parte

tiene un motor propio. Pero el conjunto necesita un Primer Motor que

lo ponga en movimiento. Esa es causa final del movimiento del todo.

Pero en todo ese mecanismo no se da causalidad atractiva. Ese Motor

Primero, que últimamente es causa del movimiento global, él mismo

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fuera de la globalidad del mecanismo, no establece con las partes del

mecanismo ninguna relación de afectividad, es claro, sólo una relación

de motoricidad y de motorado. Este modelo, lo entiendo, sólo en un

pequeño respecto, tiene que ver con lo que nos traemos entre manos

del Motor Primero. Si se quiere hay dos cuestiones que vamos a ver al

punto.

¿Es cada motor del conjunto del universo dueño de su acción?,

¿sale esta de su propio ser? Se podrá decir que sí, que su ser es, preci-

samente, ser activo en el ámbito de su acción. Mas si las cosas fueran

así en absoluto, el cosmos no sería algo ordenado y unitario, sino una

conjunción de partes, ellas sí ordenadas, pero sin orden común. El

cosmos, así, sería un conjunto de cosmos disyuntados entre sí. Para

un griego las cosas no podían ser de tal modo. Todo le indicaba que

no era así. Por eso necesitaba un Primer Motor Inmóvil; era él quien

hacía posible el movimiento del todo, y de la misma lo unificaba en

un ayuntamiento común. Pero eso parecería indicar que precisamente

lo más íntimo del motor, la acción que en él anida, su ser acto que

transmite y hace posible el movimiento a aquellos que están en su

ámbito, le venga del Primero. Que, en definitiva, el ser del Primero es,

exactamente, ser acto. Por eso su fuerza de transmisión al conjunto

del cosmos haciéndolo posible y unitario. Si las cosas fueran así, no

sólo habría una cadena de causalidades que van siempre mirando

hacia arriba, y nada más que arriba, buscando la Primera causa, sino

que se daría a la vez, siendo incluso más importante, una cadena de

actualidades que van mirando hacia abajo, haciendo que los seres

sean también en acto. Si fuera así, ¿podría ser de otra manera?, lo

más importante de lo que los seres son le vendría dado desde el Acto

Primero. Suponiendo que las cosas son así, nos encontramos algo

decisivo: hay un camino de ida y vuelta en la relación, yendo a noso-

tros, como estamos haciendo siempre en estas páginas, que tenemos

con el Primer Motor Inmóvil. una subida en la causalidad y una bajada

en la actualidad. ¿No establece esta circularidad de ser una segunda

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relación de nuestro propio ser con el Ser en acto? La finalidad así

toma tintes mucho más plenos que en una finalidad que sólo marca

la diana de la flecha de la línea causal, la cual no podría arrastrar nin-

guna connotación afectiva en ese estudio de una pura mecanicidad.

Pero, lo hemos visto, eso no es todo. Si se quiere, ni siquiera es lo más

importante. Falta todavía la cadena de las actualidades. ¿No se puede

establecer así una relación mucho más compleja, rica e interesante?

Más aún, si pudiéramos desterrar las 53 esferas celestes que

intermedian entre el Primer Motor y nosotros, pues siempre a este

nosotros me estoy refiriendo aquí, como he repetido de continuo, se

establecería una cadena de causalidades y de actualidades notable-

mente distinta, lo que tendría consecuencias importantes por demás.

La distinción entre estante y siente establece que ese mecanicismo, si

se diera, que no se da, se constituiría sólo en el ser de los estantes,

y en lo que nosotros compartimos con ellos al ser también, en una

parte importante, estantes mundanales. Somos seres mundanales, sin

duda, pero ¿se acaba nuestro ser ahí? Me pregunto si no habría que

indagar en la palabra ‘semejante’ que nos apareció más arriba. Pero

¿no cabe un discurso totalmente distinto si hablamos de los sientes?,

¿no entramos ahí en la consideración plena de la línea descendente

de las actualidades? Entonces acontecerá que nuestro eídos recibe su

actualidad de quien es Acto primero, de quien su ser es Ser en acto.

recibiéndolo de él, nosotros también somos seres en acto. Habrá, es

obvio, una diferencia radical entre él y nosotros, él será Acto en com-

pletud. Nosotros aspiramos sólo a una plenitud de ser en acto, en la

que no estamos, pues vivimos en un ir siendo. Supongamos que estos

pensamientos nos vienen a la cabeza, es evidente que los obtenemos

en un ámbito aristotélico, mas ¿tendremos que rechazarlos porque,

quizá, no se atengan a las palabras del propio Aristóteles? ¿Sería

completarlo o corregirlo? Bien poco me importaría que fuera una cosa

u otra. Si me ha ayudado en mi búsqueda de la verdad, sea bendito

Aristóteles.

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Los otros motores inmóviles, prosiguen nuestro autores, conlle-

varían potencialidad referencial. El Primer Motor, no. Mas no entiendo

que esto se pueda decir siquiera en la cadena ascendente de las causa-

lidades. En ella, los otros motores tienen dos posibilidades de mirada:

una la que se dirige a ‘su’ materia, sea materia sublunar, sea materia

etérea, y otra la que se dirige hacia arriba, hacia la causa primera. Por

supuesto que ambas miradas no son idénticas. La que se dirige hacia

abajo es mirada de superioridad causal, mientras que la dirigida hacia

arriba es de inferioridad causal. Pero ¿se puede decir que los otros

motores no miran a ‘su’ materia? En nuestro caso, ¿se puede decir que

lo que consideran el eídos-forma-de-la-especie no mira a ‘su’ materia?

Si fuera así, no llegaría a formar a quien es Sócrates. Entiendo que en

quien es Acto supremo no se dé ya esa ‘mirada hacia arriba’, pues se

habría convertido en una ‘mirada a sí mismo’, y de ahí vendría el que

sea nÒhsij no»sewj, Pero ¿por qué él, y sólo él entre los motores, no

tendría la ‘mirada hacia abajo’? Esto no es comprensible ni siquiera en

la cadena de las causalidades. Ni que decir tiene que mucho menos en

la cadena de las actualidades. Por eso, me parece que la afirmación

que nuestros autores hacen se debe a un emperramiento irracional

que proviene de una consideración hilemórfica llevada hasta extremos

injuriosos para quien es Acto de ser. Se considerará que, con mente

lógica —más bien logicista, ¿por qué?, ¿por qué ahora, sólo ahora, en

un momento tan decisivo del pensamiento?—, hay que dividirlo todo

en actualidad y pasividad, en donde se meterán a rebujo todos los

afectos, y se dirá que estos últimos son indignos por demás del Primer

Motor. ¡Pobre Primer Motor, pues se le ha arrancado la esencia misma

de su Ser acto!

Dicen nuestro autores que Dios no es el fin-forma al que todas

las cosas tienden, porque en la ontología pluralista cada cosa tiende a

la plenificación de su propia forma. Dios, así, es causa final-modal del

universo, pero no causa final-formal. Se confunde en Dios la plenifica-

ción, que es cosa nuestra, de los sientes, ni siquiera de los seres mun-

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danales, los estantes, con la completud, que sólo él posee. Si fuera

como aventuro, Dios sería a la vez causa final-modal y causa final-for-

mal. Las dos cadenas de la causalidad y de la actualidad nos habrían

abierto las puertas a la retroducción analógica entre Dios y nosotros.

Esto haría que se diera en nuestro conocimiento lo que hemos obte-

nido en el ser mismo de la realidad. creo que en el aristotelismo es

obvio que puede darse este camino retroductivo, no digo que se dé,

sino que puede darse, y no se puede rechazar por introducir ahora, de

pronto, una mentalidad logicista.

Sólo hay un entendimiento que no refiera a ningún otro, sino

a sí mismo como inteligible en acto, ese es Dios, pero ¿el que no se

refiera a ningún otro significa que nada tiene con ellos? Es obvio que al

menos una cosa tiene con ellos: es su causa. No es poco. Si, además,

por ser Ser en completud, es el Ser en acto que les hace ser, ya hemos

avanzado mucho. La verdad es que poco antes nuestros autores han

afirmado algo que no puedo saltar: Dios mueve el cielo como causa

final de los intelectos estelares, y son los intelectos o motores inmóvi-

les de las esferas las que las mueven como inteligibles-amados, que

inteligían, a su vez, al Primer Motor Inmóvil; la posibilidad de que sean

causas motrices y, sin embargo, inmóviles, depende, precisamente, de

que sean causas finales ellos mismos. En estos pensamientos se habla

de amor, puesto que nuestros autores suponen que los motores inmó-

viles —¿serán estos sólo los de las 53 esferas de los cielos o también

lo será el eídos-forma-de-la-especie?— son intelectos y mueven a sus

movidos como inteligibles amados; intelectos, pues, que aman a sus

inteligibles. como se da esa identidad entre ser y pensar esos intelec-

tos y esos inteligibles con la causa y lo causado. Pero en ellos parece

apuntarse una relación amorosa. ¿cómo, si no, viniendo a nosotros,

el eídos-forma-de-la-especie tomaría con tanta constancia, y supongo

que gozo, contubernio con ‘su’ materia? Esa relación de causalidad,

que es relación de inteligibilidad, ¿nada tendría, pues, de una rela-

ción de amor? Si así fuera, esa cadena de causalidades y esa cadena

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de actualidades que terminan y comienzan en el Ser en completud,

¿nada tendría de una relación de amor? ¿Todos los demás sí, pero

Dios no? No parece ni creíble ni lógico ni razonable. Se establece un

hiato artificial. Se rompe el juego de la analogía. Se pierde la realidad.

Siendo aristotélico habrá que decir: no es posible.

La posibilidad de que los motores intermedios sean causas

motrices y, sin embargo, inmóviles, depende, precisamente, de que

sean causas finales ellos mismos, dicen nuestro autores Pero debe-

remos preguntarnos si causas finales que terminan en sí mismos o

causas finales dentro de la cadena de las causalidades a las que me

he referido antes. Si no se da lo segundo, sino lo primero, esto ha

de ser decisivo, pues entonces ellos también han de ser dioses. La

cadena de actuaciones comenzará también en ellos y sólo servirá, si

vamos a lo que toca a nosotros, para que el eídos-forma-de-la-especie

se relacione en cada uno de lo que somos nosotros con ‘su’ propia

materia. La naturaleza y el cielo penden de Dios, que es su principio

como causa final, dicen; pero me pregunto si no han aceptado que

las cadenas de las causalidades queden rotas, y que se trate más bien

dentro de lo inteligible más que en lo real. como Bien supremo, pero

me temo que todo va a quedar reducido a un vago Bien supremo, sin

demasiados contenidos actuales ni causales, ese Dios Motor Inmóvil

es principio. Esta sería la única causalidad que puede ejercer lo abso-

lutamente inmutable y simple, lo necesario, sin hacer nada, siendo

sólo pura y plena presencia. Pero, lo estamos viendo, ¿no es eso

esencialmente poco para la realidad de lo que es? Lo que se mueve

por su causa, continúan nuestro autores, es lo que intelige y ama, no

lo inteligible-amable, pero sin en absoluto entrar en relación con lo

que se mueve. Intelige y ama sólo el que está más abajo en la cadena

de las causalidades. Pero no el que ocupa el vértice supremo de esa

cadena. ¿No se han olvidado de la cadena de las actualidades y de la

circulación retroductiva?

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Todo va hacia arriba. ¿No hay, finalmente, una mirada ploti-

niana en todo esto? Pero, incluso en Plotino, se da esa cascada de

caída desde el uno hasta lo sensible.

Entendidas las cosas como hacen nuestro autores hay una

reducción drástica de Dios. Sólo tiene una mirada causal, actual e inte-

ligible: hacia sí mismo como nÒhsij no»sewj, el Primer Principio abso-

luto, un límite del todo-cosmos, del único universo finito, perfecto,

terminan. Pero al llegar aquí, además de todo lo apuntado ya, queda

algo por decir: no hay ese límite del todo-cosmos al que ellos se refie-

ren. De haberlo, haría que el cosmos fuera un cuerpo finito con un

límite, lo que le hace estar contenido en un lugar, y el lugar no puede

ser infinito5. Y ese límite es Dios. La Metafísica se habría convertido en

un doblete de la Física: la del mundo, a este lado del límite que señala

su lugar natural, y la de Dios, al otro lado del límite, que señala lo otro-

del-todo. ¿No haríamos coincidir a Dios con la pura Nada?

Ese Dios de nuestros autores, aunque Dios supremo, causa del orden

cósmico, vinculador de todos los seres entre sí, lo es sólo como prin-

cipio-modal del todo, y no como causa formal-final o esencial única

para todos los entes. Vemos cómo, pues, se abre el espacio para los

otros dioses inferiores a él. Ese Dios supremo, por ser absolutamente

necesario, es causa y principio, condición última e imprescindible de

todo lo que hay, del cielo y de la naturaleza, que podrían no ser y, sin

embargo, son, y son eternos, como hemos visto que ellos sostienen.

Principio, pero no principial. Ese Dios supremo no está en el principiar.

Ellos nos lo han dicho: tiene importancia en el final del todo, pero no

en su principio, pues siendo eterno todo el conjuntamiento, no hay

principiar. Hay principio, pero no principiar. Lo sabemos ya: nuestros

autores afirman que la causalidad modal-condicional del Dios supremo

5 cf. El capítulo 3, “El cuerpo infinito en la física de Aristóteles”, en Estudios filosóficos de historia de

la ciencia (Madrid 2005) 164-184.

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no resta a las entidades primeras, las eíde substanciales, las de las 53

esferas y, en nuestro caso, el eídos-forma-de-la-especie, ninguna auto-

nomía ni autoconsistencia. Mírese cómo queda reducido el Bien en el

pensamiento de nuestros autores: el Bien supremo sólo funda y explica

cómo se coordinan las substancias primeras entre sí por relación a una

de ellas: la mejor de todas, el Dios Primer Principio entre los principios

primeros. En el libro de oñate, de la mano de Aristóteles, queda por

ver cómo se conjuga y articula, gracias a la existencia del Dios Primero

—¿tendríamos que decir del estar ahí del Dios Primero?—, el sistema

de los primeros principios del cosmos, sin que Dios haga nada relativo

al mundo, lo cual contradiría su absoluta simplicidad-actualidad, ni

estorbe o interfiera la auto-consistencia ontológica de las substancias

naturales; lo cual contradiría ahora su propia condición de entidades

kath’autá.

En resumen del pensamiento de nuestros autores: ¿es Dios la

única substancia primera? No. Ya lo han afirmado convenientemente.

Dios, el Primer Dios, no es la única substancia suprasensible, inmaterial,

eterna, necesaria y Motor Inmóvil; también son substancias primeras

todas las eíde-almas específicas en las entidades naturales vivas. Pero,

entonces, ¿habrá que decir que todas las almas específicas actuales son

divinas? ¿Por eso la filosofía primera es, simplemente, teología?

Terminada esta parte de mis papeles, será bueno fijarnos en una

cosa. En un momento, sólo en uno, hemos hablado de la distinción

real entre esencia y existencia. oñate, evidentemente, la rechazaba con

vigor para Aristóteles, pues no está en él y, nos dice, introducirla en su

pensamiento es desvirtuarlo por completo. Para Aristóteles es decisivo

comenzar con ‘lo que es’. Ello es, y ya está, lo dado, lo experiencial.

No partir de ahí sería un puro irse por las ramas de lo que no es. Puede

ser así, lo hemos visto hasta la saciedad, porque está el eídos-forma-

causa-alma, en nuestro caso, eídos-forma-de-la-especie, que es la próte

ousía con todo la fuerza de ‘lo que es’. ¿cómo y por qué introducir la

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distinción real de esencia y existencia? cuando se ha olvidado la fuerza

central de lo que acabo de decir con el Aristóteles de oñate —aunque

no estoy seguro de que deban ser aceptadas las implicaciones de su

interpretación—, todo ello ahora se va a conjugar como ‘esencia’; pero,

es obvio en cuanto se piensa así, una esencia a la que le va a faltar algo

decisivo, el hecho de existir, la ‘existencia’. De esta manera la esencia

necesita que se le añada la existencia para ser, porque por sí no tendría

la fuerza de ser. Así pues, ¿quién se la dará? Dios, en quien la existencia

coincide con la esencia por ser el acto de ser, el Ser en acto.

También yo intento partir de la experiencia de ‘lo que es’, y

no tengo esa necesidad imperiosa, al menos por ahora, de introducir

aquella distinción real, porque por otros caminos llego a la conclusión

de que el mundo es creación y todas las consecuencias derivadas de

ahí. El pensar de este modo me evita todos los peligros de convertir la

‘esencia’ en una manera logicista de considerar lo que es. Además, no

me mete en los peligros de que la ‘esencia’ sea mundo de posibilidades

y de virtualidades, y no de realidades. Que lo fuera así en nuestros puros

pensamientos, no me importaría; pero me temo que con demasiada

facilidad se introducen esos juegos en el mundo y en la realidad. Y me

temo, para colmo, que eso conduce de manera segura al Dios gran

Matemático de la época clásica, lo que ha desembocado de modo

inexorable en la muerte de Dios. Para colmo, seguramente nos arras-

trará a concebir la mente de Dios como el ámbito platónico de las Ideas.

Ninguna de esas cosas es interesante para una filosofía del cuerpo.

VII

Para comprender con exactitud entre otras cosas el debate sobre el

infinito del que habla Aristóteles, me parece de interés hacer una

excursión por el método de exhaución de Eudoxo, también discí-

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pulo de Platón, tal como nos ha llegado a través de los Elementos

de Euclides. Pues nos encontramos ante las afirmaciones, que nos

traslada Teresa oñate, de que la infinitud es imposible para nuestro

maestro, y, sin embargo, alguna manera de infinitud tiene que haber,

pues de otro modo no podríamos hablar del tiempo, al que tendría-

mos que reconocer un comienzo y un fin, ni de unas magnitudes

inconmensurables con respecto a otras, e incluso en el contar de los

números naturales o de los números primos debemos detenernos en

algún momento numeral. La infinitud procesual es para Aristóteles de

carácter potencial, pero no con una potencia ilimitada capaz de reali-

zarse, finalmente, pues nunca puede lograrlo completamente; en este

caso sería entonces un infinito ya actual. A lo ilimitado se llega por

una potencialidad de aproximación, por reducción de intervalos, dicen

nuestro autores. Esta misteriosa expresión nos lleva derechamente al

método de Eudoxo.

Vamos a comenzar considerando un triángulo rectángulo

cuyos lados iguales tienen una magnitud unidad. La del tercer lado

está en geometría perfectamente definida: con regla y compás

construimos el triángulo y lo manejamos a la perfección en todos

aquellos lugares en donde lo necesitemos. La dificultad se encuentra

cuando queremos medir un lado del triángulo y la hipotenusa con

una misma magnitud tomada como unidad; la dificultad está, pues,

cuando queremos hacer la geometría congruente con los números,

es decir, con el álgebra. Es obvio que si el lado pequeño tiene de

magnitud la unidad, la hipotenusa es mayor que ella, pero menor

que dos unidades. Midamos la magnitud del lado pequeño con una

unidad la mitad de la anterior, ahora tendrá una longitud de dos

unidades. ¿Y la hipotenusa? Más de dos y menos de tres unidades.

Pongamos como unidad del lado menor aquella que la mide cuatro

veces. La hipotenusa, entonces, estará entre cuatro y cinco unidades.

En ese proceso repetido indefinidamente, nunca llegamos a poder

medir uno y otro con una misma unidad, que vamos eligiendo tan

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pequeña como queramos, de manera que si mide el lado pequeño

un número de veces, las que fueren —en el proceso, por tanto, el

número que expresa esa magnitud va creciendo—, mida a la vez

la hipotenusa con exactitud otro número de veces mayor. Así pues,

ambas magnitudes geométricas son inconmensurables: no pueden

ser medidas jamás por la misma unidad, por pequeña que la vaya-

mos haciendo. Esto hace que, en el proceso, los números que dicen

las magnitudes de un lado y de otro del triángulo vayan creciendo

más y más, indefinidamente, pero nunca podremos decir que para

la unidad elegida hay un número n que dice la magnitud del lado

pequeño y un número m que dice la magnitud de la hipotenusa, de

manera que sus magnitudes estén en la relación m/n.

Hay dos cuestiones importantes. Nunca podremos repetir el

proceso un número infinito de veces. Por eso, nunca llegaremos a lo

que nos proponíamos lograr mediante él. El proceso se nos escapa de

las manos y parecería que nada podríamos conseguir mediante él. Las

dos magnitudes son y van a ser siempre inconmensurables. Se da la

imposibilidad de una repetición infinita del proceso, junto a la certeza

de la rotunda inconmensurabilidad aún en el caso absurdo de que

pudiéramos hacer que ese proceso se repitiera ilimitadamente, lo que,

es obvio, no pude hacerse. Nótese al pasar que en esta manera de ver

hay algo que está implícito: el constructivismo.

En un mientrastanto vamos a fijarnos en el axioma de las para-

lelas. Por más vueltas que se den, en la geometría euclídea dos rectas

paralelas se tienen que definir como aquellas que se cruzan en el

infinito, es decir, más allá de cualquier operación que nosotros poda-

mos realizar. Y, sin embargo, sin poderlas haber definido, es decir, en

un cierto respecto, sin saber qué son líneas paralelas en las maneras

rigurosas del saber-con-saber-de-ciencia que es el de los griegos, no

tenemos más remedio que hacer un uso continuado de ellas.

Parecería que se dé aquí un mecanismo como cuando des-

armamos un reloj: nunca más somos capaces de meter todos los

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muellecitos en su lugar. El método de exhaución busca embridar las

magnitudes infinitas; infinitas con la infinitud de la inconmensurabili-

dad. cuando medimos esas magnitudes, nunca acabamos de encon-

trar una unidad de medida suficientemente pequeña para dar cuenta

exacta de nuestra magnitud: siempre nos falta un poco o nos sobra

otro poco. Mas sí podemos llegar a acercarnos a nuestra magnitud

inconmensurable en un doble proceso de acercamiento en la medida

repetido tantas veces como haga falta, obteniendo siempre como

fruto de esas medidas una magnitud conmensurable, hasta que sea

poca la diferencia entre ambas, acercándonos a ella sea por defecto

sea por exceso. De esta manera embridamos la magnitud inconmen-

surable mediante dos mensurables, una que le excede y otra que no

le llega.

Abriremos así un camino para manejar esas magnitudes

inconmensurables desde las conmensurables. ¿cómo podremos

acercarnos a ellas tanto como queramos? Si convenimos en una

cierta magnitud, por pequeña que sea, ¿podremos acercarnos a

nuestra magnitud inconmensurable más de lo que ella nos señala? Si

así fuera, tendríamos un procedimiento de dominio de la magnitud

inconmensurable.

«Dadas dos magnitudes, si de la mayor se resta una magnitud mayor

que su mitad y de lo que queda otra magnitud mayor que su mitad y

se repite continuamente este proceso, quedará una magnitud menor

que la menor de las magnitudes dadas» (Euclides, Elementos, X, 1).

Por un proceso de repetición continua de sustracción podemos aproxi-

marnos a una magnitud tanto como queramos.

Tomamos dos magnitudes cualesquiera, AB y g. Multiplico la

menor, g, tantas veces comos sea necesario, por ejemplo, tres veces

para superar a la mayor, AB. Ahora tomaremos un punto T de AB de

manera que BT sea mayor que la mitad de AB. Luego tomamos un

punto K de manera que KT sea mayor que la mitad de AT.

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repetimos la operación tantas veces como sea necesario hasta

encontrar un punto, K en nuestro ejemplo, de modo que AK sea

menor que la menor g. Tenemos así DE, múltiplo de la magnitud

menor g, dividida tantas veces como hemos dividido la mayor AB.

En la comparación de DE con AB siempre ocurre que el trozo corres-

pondiente de AB es menor que el correspondiente de DE. con este

proceso llegaremos siempre, por tanto, a algún AK<Dz, que a su vez

es la magnitud menor g.

Si la magnitud AB fuera inconmensurable respecto a no importa

qué unidad de medida, siempre podríamos embridarla en cajas, si se

me permite la expresión, construidas con esa misma unidad.

con el proceso, mediríamos nuestra magnitud inconmensura-

ble quedando siempre un resto tan pequeño como nos empeñemos

al repetir la operación tantas veces como queramos. Por más que, es

verdad, nunca llegaremos a medir con exactitud la magnitud incon-

mensurable.

Por otro lado, y sin necesidad de utilizar la proposición anterior,

podemos saber que «los polígonos semejantes inscritos en círculos son

entre sí como los cuadrados de los diámetros» (XII, 1). Ello nos hace

sospechar que la misma proporción ha de cumplirse con los círculos,

pero nos encontramos con una dificultad: los círculos son inconmensu-

rables con respecto a toda posible unidad, por grande o pequeña que

sea. ¿Qué hacer para dar cuenta de nuestra intuición? con Eudoxo

emplearemos la proposición que acabamos de ver (cf. XII, 2).

Sean dos círculos, que llamaremos 1 y 2. Por lo que se cum-

ple en los polígonos, sabemos que la relación entre las áreas de los

círculos no ha de diferir mucho de la relación de los cuadrados de los

diámetros, a lo sumo será un poco mayor o un poco menor La razón

es evidente, un polígono inscrito de muchos lados es ‘casi’ un círculo,

luego lo que se cumple para esos polígonos muy cerca debe de andar

de que se cumpla para los círculos.

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AK T

Z H

DE > ABDK > ATDZ > AK

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G G G

B

G

3 veces G

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Círculo 1 Círculo 2

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TZárea S

Figura 1

Figura 2

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En primer lugar, vamos a suponer que esa relación no se cumple

exactamente si en la proporción ponemos el círculo 2, sino que debe

ponerse una superficie tal que la S, algo menor. En el círculo 2 inscribi-

mos un cuadrado. EzHT, mayor que ½ del círculo 2, ya que el cuadrado

circunscrito a ese círculo tiene por mitad al cuadrado inscrito6.

Luego el círculo, que es menor que el cuadrado circunscrito

tiene una mitad que es menor que el cuadrado inscrito. Seguiremos

haciendo las bisecciones en K, punto medio del segmento circular zE,

y así sucesivamente con L, M y N. Tenemos la certeza de que el trián-

gulo KEz es mayor que la mitad del segmento circular EzK, porque el

triángulo KEz es la mitad del rectángulo circunscrito, tal como se ve en

la figura, y el segmento circular es menor que él. Si seguimos el pro-

ceso, por la definición cuatro del libro V, llegaremos a un conjunto de

segmentos ‘sobrantes’ del polígono a que hayamos llegado que en su

suma serán menores que el exceso del círculo 2 sobre el área S.

Así pues, tendremos un polígono 2, tal como el EKzLHTN, cuya

superficie es mayor que el área S, y podremos construir en el círculo

1 un polígono 1 inscrito en él que sea semejante al polígono 2. Pero

teníamos demostrado de antemano que: polígono 1 / polígono 2 =

(diámetro 1)2 / (diámetro 2)2. Además, hemos partido de la hipótesis

de que: círculo 1 / área S = (diámetro 1)2 / (diámetro 2)2. Luego nos

resulta: círculo 1 / área S = polígono 1 / polígono 2. Es decir: círculo 1 /

polígono 1 = área S / polígono 2.

Pero: círculo 1 > polígono 1; de donde se deduce que:

área S > polígono 2. Ahora bien, hemos partido de que debía ser:

polígono 2 > área S; de otra manera no hubiéramos terminado toda-

vía nuestra partición en polígonos cada vez más cercanos al círculo,

luego hemos caído en un absurdo.

6 Dicho a nuestras maneras, simplemente para abreviar los procedimientos euclídeas: el cuadrado cir-

cunscrito tiene un lado cuya magnitud es zT, el inscrito es zE, pero zT=2(1/√2) zE, con lo que queda

demostrado al ser las superficies como el cuadrado de los lados.

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Figura 3

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La razón está en nuestra suposición primera: no puede darse

ningún área S menor que el círculo 2 que cumpla exactamente la rela-

ción: círculo 1 / área S = (diámetro 1)2 / (diámetro 2)2.

repitamos toda el proceso suponiendo que el área S que haga

exacta esa relación sea algo mayor que la superficie del círculo 2. De

la misma manera que antes, el resultado será también un absurdo,

lo que nos demuestra que esta segunda suposición es también falsa.

Pero si S no puede ser menor que el círculo 2 y tampoco puede ser

mayor que el círculo 2, no queda otro remedio que suponer que:

S = círculo 2, por lo que hemos probado que se da la relación:

círculo 1/ círculo 2 = (diámetro 1)2 / (diámetro 2)2 para todo par de

círculos7.

Estando extremadamente cerca de lo conmensurable, tanto como

queramos, lo inconmensurable no nos es accesible en cuanto a la

medida. Nunca dejará de ser inconmensurable desde lo conmensura-

ble; pero, como ya he dicho, lo podemos ‘embridar’, o meter el resto

sobrante en ‘cajas’ tan pequeñas como deseemos. Así, embridamos

el infinito, mejor, el proceso infinito de acercamiento desde el con-

mensurable al inconmensurable. El conmensurable lo tenemos ahí a la

mano, pero desde ese ahí, desde eso que tenemos a la mano de nues-

tra comprensión, el inconmensurable se nos escapa, no lo tenemos

jamás a la mano, nunca lo podremos tener a la mano; sin embargo,

hemos encontrado en el método de exhaución un procedimiento para

acercarnos a él tanto como queramos. Si podemos decirlo así, embri-

dado, lo podremos ‘manejar’.

Ni el cuadrado de origen ni el círculo final son elementos infi-

nitos en cuanto a su superficie. Ahí los tenemos en su pura finitud.

7 De idéntica manera a la que acabamos de ver, por aplicación del método de exhaución se prueba

que los prismas triangulares de igual altura son entre sí como sus bases, y que el cono es la tercera

parte de un cilindro de la misma altura y de la misma base (cf. Elementos, XIII, 5 y 10).

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Lo que es tocado por operaciones infinitas, así pues, por el infinito,

es la relación que, a través de las operaciones que establecemos para

llegar desde uno hasta el otro, los liga ordenadamente, de manera

que en la operación dispuesta todos son polígonos, menos el último,

el círculo, aquel al que no podemos llegar en nuestra operación, pero

al que nos acercamos definitivamente mediante nuestro método del

hacer de nuestro pensamiento. Nótese, además, que el proceso es

estrictamente direccional, es el paso mediante un proceso estruc-

turado del cuadrado al círculo, pero no viceversa. un proceso que

sólo puede ir de lo menos o de la fácil o de lo decible, a lo más, a lo

difícil por indecible. Digo menos, porque la experiencia del cuadrado

—tanto geométrica como algébrica— es total, no puede tener nin-

guna dificultad para nuestra comprensión y la expresión numérica de

su ser. Digo más, porque la experiencia —algébrica— del círculo es

inasible, si es que no queremos quedarnos en la burda construcción

—geométrica— que hacemos mediante el compás o de las meras

aproximaciones de los egipcios. Tiene máxima dificultad para su com-

prensión y la expresión numérica de su ser, hasta el punto de que sólo

podemos llegar a esta a través del proceso de la exhaución. Ahora

bien, a través de ese proceso de pensamiento que tiene que ver tan

radicalmente con el de construir reales polígonos —y no imaginarios,

meras construcciones del pensamiento sin ser real— de cada vez más

lados, siguiendo un método en ese proceso, obtenemos con exactitud

real el conocimiento del círculo. Todo en el proceso nos lleva al círculo

—y a su circunferencia—, ambos algébricamente inasibles. él es el

final de ese proceso, mejor aún, él es el fin de todo lo que acontece en

el proceso de comprensión y de ser. Es límite-fin. Todo en el proceso se

dirige hacia él, mira hacia él, atrae hacia él la composición incesante

de los polígonos de más y más lados cada vez; pero siguiendo las

estrictas leyes del proceso, no unas cualesquiera, sino con precisión

de idea-forma. El círculo es forma-límite-fin atractor de todos los polí-

gonos en su estricta jerarquía; pero él para nada se siente atraído por

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ellos. No podría. Nada tiene él de polígono. Y, sin embargo, desde el

cuadrado, él va dirigiendo todo el proceso del acercamiento incesante

a sí; va dando forma a la construcción entera.

creo que esto —quizá no más que como metáfora— puede

ayudarnos a comprender lo del infinito aristotélico, siempre infinito

potencial. Infinito, pues inconmensurable; pero no ilimitado, sino

limitado. También nos puede hacer comprender de qué manera quien

es límite atractor, en nada se siente atraído por los elementos que van

dándose en el proceso de acercamiento a él; ninguno de los polígonos

es círculo, mas todos van tendiendo a él, se van configurando de más

en ese hacia-él; pero no viceversa.

El Dios aristotélico, ¿no podrá ser tratado de manera pareja?

Pero ¿es esta la única manera de hacerlo?

VIII

Siempre de la mano de oñate, que sigue en esto a Joseph owens,

desembocamos ahora en la filosofía aristotélica del pròs hén: el ten-

der o concurrir «hacia uno» del comienzo de la Ética a Nicómaco

(I, 6: 1096b 23-29), que, según ellos, rige la entera metafísica de

Aristóteles.

Buscaremos, nos dice el Aristóteles de oñate, los vías de

organización, las estructuras de enlace, unificación y relación que se

establecen entre los diversos sentidos del ser y la entidad, intentando

localizar al vínculo que corresponda a la entidad divina y a las restan-

tes entidades; por tanto, indagando el modo de relación que dentro

de la filosofía primera se establece entre la ontología y la filosofía. Por

lo que con nuestros autores llevamos dicho, ponemos como motivo

fundamental del aristotelismo que la naturaleza del ser no puede

corresponder a la infinitud, sino a la determinación. Ser perfecto signi-

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fica limitación o finitud, con lo que oñate se mostrará en discrepancia

con Philippe Merlan, para quien la naturaleza del ente en cuanto

ente o Dios es la infinitud, por lo que lejos de convertir a la divinidad

en una noción generalísima, hace de ella la más plena de las realida-

des. Por el contrario, es esencial para oñate darse cuenta de que en

Aristóteles la finitud constituye un atributo necesario de la perfección;

un atributo necesario de la divinidad. De ninguna manera puede

pensarse lo infinito como aquello a lo que nada falta, por lo que de

él han hecho algunos el principio de las cosas restantes, que a todas

contiene y a todas gobierna. Pensar así es absurdo. Para Aristóteles,

siempre según oñate, es lo perfecto aquello a lo que nada falta y de

ahí que no pueda cambiar ni ser cambiado. Y, sin embargo, aunque

parezca imposible, la infinitud debe ser de algún modo; si no, debe-

ríamos reconocer comienzo y fin al tiempo, magnitudes indivisibles y

que el número o el contar deban detenerse. Esta aporía, lo sabemos,

se resuelve comprendiendo que la infinitud es de carácter potencial,

no como una potencia determinada, cuya actuación es posible, sino

al modo inferior de una potencia ilimitada que nunca puede realizarse

completamente, pues consiste, nos enseña oñate, en un proceso con-

tinuo de generación-corrupción y alteración o diferición. La ilimitación

es una potencialidad de aproximación sin fin por reducción de interva-

los. Así, lo infinito, ilimitado o indeterminado, en lugar de ser aquello

fuera de lo cual no hay nada, es aquello fuera de lo cual hay siempre

algo. Por eso, nos dice, se nos da en él la expresión de la pobreza, la

carencia y la muerte. El infinito, así, se contrapone al todo perfecto,

rico, acabado, completo, pleno, estable, de lo finito y determinado.

Y se opone simétricamente al Principio; es el lugar del extremo más

precario, el del apenas siendo. El ámbito estremecido, sigue oñate,

por la sacudida de la muerte a cada instante, desgarrado por la con-

tingencia; está vencido, ya desde su nacimiento, por un poder-no-ser.

El aristotélico así es, según oñate, un pensar de la pluralidad, de las

diferencias enlazadas en juegos de sistemas flexibles que se engarzan

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unos en otros topológicamente y de acuerdo con un criterio jerárquico

que sitúa en su lugar adecuado a cada diferencia, dándose en todo

la plenitud de su coincidencia consigo mismo. El criterio es, pues, lo

absoluto (haplôs) de la intensificación cualitativa de cada forma de

vida, y no el infinito. Estamos en una filosofía de la forma, el límite, la

diferencia, la pluralidad y la vida, termina oñate.

No sé si entiendo bien este Aristóteles, pues lo que dice parece

más bien referirse al proceso, yendo a nuestra metáfora de la exhau-

ción, del pasar de lo mensurable a lo inconmensurable. Ese proceso sí

que es infinito, pero, como todo proceso, sólo potencialmente infinito,

imposible de recorrerlo por entero; sin embargo, con él vemos cómo

sus propias entrañas tienden a la redonda perfección del fin, el cual,

aunque alcanzable desde lo conmensurable a través de un proceso

infinito, es decir, realmente inalcanzable como tal punto final de ese

proceso, en su limitación, es perfecto. Ahora bien, es verdad que tanto

el conmensurable —el cuadrado y cada uno de los polígonos sucesi-

vos— como el inconmensurable —el círculo— son limitados, aunque

perfectos en su ser lo que son, y en el proceso, el inconmensurable

es perfecto en su finitud y direccionalmente atrae hacia él al proceso

que da paso de los unos al otro. Hay atracción en el proceso de paso

y este marca dirección hacia la perfección de quien —visto desde el

conmensurable— es ilimitado, puesto que producto de un proceso

interminable, que nunca llega a alcanzar la perfección de quien para él

siempre será inalcanzable en un proceso ilimitado, puesto que infinito.

Siendo las cosas así, es claro que la serie de los limitados, cada uno

en la perfección que es la suya, lleva a ese que, mirado desde ellos,

es ilimitado por inalcanzable en el proceso de llegada hacia él, pero,

sin embargo, de una fantástica perfección bien limitada. Se da así un

raro juego: siendo los dos, es decir, los unos y el otro, limitados y cada

uno en su exacta perfección de lo que son, sin embargo, hay un paso

de los unos al otro, al último, al que lleva consigo toda la perfección

del proceso, este sí ilimitado. un conjunto de conmensurables bien

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definidos, unificados en la exactitud del proceso que les da su forma,

y por ello perfectos en su propio ser, que, sin embargo, se engarzan

en un proceso que direccionalmente nos señala lo ilimitado, siendo tal

sólo por la inalcanzabilidad procesual, pero perfectamente limitado

en su propio ser, aunque con un ser distinto en cuanto que atractor

del proceso que a él acerca y lleva. Paso de un finito, digamos que el

cuadrado, a otro finito, el círculo, mediante un proceso que tiene rea-

lidad de infinitud, por más que sea infinitud potencial en el proceso de

paso por los polígonos, pero no en su resultado, el círculo. De ahí que

lo ilimitado, en nuestro caso el proceso, sea aquello a lo que siempre

le falta algo, que tenga que ver, pues, con la carencia, la pobreza y la

muerte. Y esa es la cuestión. La ilimitación se da, pero sólo en el pro-

ceso que nosotros hemos establecido con nuestra inteligencia. Ahora

bien, siempre jugando con nuestra metáfora de la exhaución, es un

proceso que nos sirve para averiguar la superficie, el ser, del círculo. En

la metáfora se produce un doble juego: el círculo es inconmensurable,

fruto de un proceso infinito que nunca llega a realizarlo y mensurarlo,

pero es perfecto en su limitación. Siendo ilimitado en su inconmen-

surabilidad, sin embargo, es figura perfecta en su limitación: no es

mayor que ninguno de los polígonos que formamos con proceso simi-

lar partiendo del cuadrado circunscrito. ¿Vale la metáfora de la exhau-

ción para entender el juego aristotélico de la perfección limitada que

es forma-fin? No estoy seguro. En una filosofía de la carne, de cierto

que no, pues se cierra el hiato, la imposible-posibilidad y el punto de

fuga, el punto W. Este juego aristotélico explicado por oñate me pre-

gunto si no es demasiado canijo para contener la fuerza dinámica del

mundo, del cuerpo de hombre/cuerpo de mujer y de la realidad, en

una palabra, la fuerza dinámica de lo que es.

con lo que llevo dicho en el párrafo anterior, en el aristotelismo

tendríamos, mejor, deberíamos tener, lo que en parágrafos anteriores

llamaba la cadena de las causalidades y que entonces lo enroscaba en

su juego con la cadena de las actualidades. El paso de un polígono al

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siguiente, en nuestro juego de avance procesual, nos va acercando

al círculo. En este juego el círculo sería algo así como el analogado

principal, porque en ese juego procesual cada polígono tiende hacia

el círculo. No es que cada polígono no sea perfecto en su propio ser,

pero sí se da que en el juego procesual se ve estirado por el siguiente,

hasta llegar en el proceso infinito al círculo, también él perfecto en su

propio ser, pero con un ser distinto, principial, puesto que atractivo.

Así pues, se entrevé bastante bien la cadena de causalidades de la

que hablaba en páginas más arriba, que vendría dada por el juego

procesual, pero lo que no parece tener opción en esta manera de ver

las cosas aristotélicas es la cadena descendente de las actualidades,

puesto que, en el metáfora de la exhaución, cada polígono de la serie

—piénsese analógicamente en las 53 esferas celestes— es perfecto en

su propio ser. Sólo en el proceso hay como una tendencia hacia arriba

que, mediante la noción del estiramiento, podría entenderse como

cadena de causalidades; pero no veo de qué manera podría darse

la otra cadena, tan esencial como esta, si no más, la cadena de las

actualidades. Los polígonos, comenzando por el cuadrado, no tienen

la actualidad de su ser del círculo. El proceso es, finalmente, algo que

añadimos nosotros, pero no veo que esté en ellos. La dinamicidad

creativa, así, sería sólo cosa nuestra y bien nuestra. Sigamos por ver en

qué nos quedan las cosas.

No obstante sí es verdad que en este proceso se da un tender o

concurrir «hacia uno». La cuestión está en si ello se da porque lo intro-

ducimos nosotros con nuestro pensar como juego procesual o porque

este se da en las cosas mismas por las que el proceso pasa; en si hay

un pasar de nuestro puro pensamiento, provocado meramente por él,

o hay una dinamicidad en el ser de aquello por lo que se pasa para lle-

gar al uno, o provenir del uno al que todo concurriría y que, siendo la

entelécheia dinámica de todo el proceso, sin ella no se habrían dado,

no tendrían su propio ser limitado y perfecto. Mas, pensándolo bien,

esta falta de dinamicidad interna que debería llevarnos a decir que es

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nuestro propio pensamiento el que la pone, puede deberse, sin más, a

la metáfora del proceso de exhaución que utilizamos, pues en los pro-

cesos matemáticos sólo se da la frialdad de lo que nosotros vayamos

poniendo. En el ámbito de los mecanismos matemáticos del proceso

de la exhaución no hay dinamicidad interna; a lo más, pura causalidad

diría que lógica, paso de un polígono al siguiente de la progresión

mediante una serie de acciones que añaden los triángulos conve-

nientes en un juego procesual de nuestro puro pensar; sin embargo,

si consideramos un proceso que se dé en términos de vida, las cosas

en su propia palpitación serían bien distintas, y ahí, seguramente, nos

aparecerían perfectamente diseñadas las dos cadenas, la cadena de

causalidades y la cadena de actualidades. Porque en el ámbito de la

vida hay verdadera dinamicidad interna, el crecimiento y la dependen-

cia son verdaderamente cosa de la misma internalidad de los distintos

elementos de paso, puesto que de paso hablábamos más arriba.

¿olvidaremos que el propio Aristóteles cuando plenamente

atingimos a Dios en el libro Λ, el ámbito de pensamiento en el que

se mueve no es el de la matemática, sino el de la vida? La respuesta a

esta pregunta quizá plantee el punto decisivo de mi desacuerdo con

Teresa oñate en la comprensión de Aristóteles. Y me parece obligada

esa respuesta. Es verdad que, al menos en el Aristóteles que, de la

mano de oñate, está siendo el nuestro, cuando atravesamos el obs-

curo piélago de los 53 orbes con sus motores también inmóviles, todo

nos empuja a un proceso de mera mecanicidad, por más que nosotros

lo llamemos así aunque para ellos, mediante arte de birlibirloque, no

se dé cambio de lugar; ya lo hemos visto. Debe haber algo más para

que al llegar al final de nuestro recorrido nos irrumpan con tamaña

fuerza las ansias, las tracciones, los estiramientos y deseos de la vida

en toda su extraordinaria dinamicidad8. Es verdad que oñate, con fór-

8 Mi amigo José Antúnez me recuerda lo que ya había olvidado: zubiri en la lección sobre Aristóteles

de sus Cinco lecciones de filosofía, habla de una manera de comprenderle que pone su basamento

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mula subyugante, nos ha hablado de diferencias enlazadas en juegos

de sistemas flexibles que se engarzan topológicamente con un criterio

jerárquico que pone en su lugar cada diferencia, alcanzando ahí la

plenitud de su coincidencia consigo mismo, siendo este, añadía, no el

infinito, sino lo absoluto de la intensificación cualitativa de cada forma

de vida; pero la vida apenas si ha aparecido hasta ahora, donde más

bien parecemos habernos quedado es en la metáfora de la exhaución.

Lo que apunto en este pequeño párrafo, como se ve, es de largo

alcance y extrema necesidad; pero, en estas páginas, me he obligado

con perfecta humildad a confrontarme con el Aristóteles que nos pre-

senta Teresa oñate en su libro sobre los 14 lógoi de su metafísica.

recurrí al método de la exhaución porque es una idea que me

revuela desde hace años para comprender el infinito potencial aristo-

télico y cómo me allego al círculo en su puro ser limitado y perfecto

mediante un proceso que se acerca a él tanto como queramos; un

proceso en el que se me da lo perfecto del inconmensurable. Daba

la impresión cierta de que oñate, refiriéndose a la perfección de lo

limitado, al juego del infinito potencial, hablaba de él sin nombrarlo,

quizá sin tener consciencia de él. Mas lo que no me parece aceptable

es que ese método sea metáfora de la política aristotélica de Dios,

que así resulta no más que el Motor Inmóvil de un proceso matemati-

zante que pasa a través de la mecanicidad de las 53 esferas. Eso no. El

método de exhaución nos puede servir para comprender algo impor-

tante del pensamiento de Aristóteles, pero si encerramos todo su pen-

samiento en esa a modo de metáfora, me parece que lo desvirtuamos

por completo, le quitamos toda la fuerza de su dinamicidad y ence-

rramos a Dios en un mero Motor Inmóvil entre otros muchos motores

inmóviles iguales a él, por más que sea él vértice de la pirámide en

en la dinamicidad interna de la vida y no en la estaticidad mecánica de la matemática. James g. Len-

nox, miembro y antiguo Director del center for Philosophy of Science de la university of Pittsburgh,

del que tengo el honor de ser Fellow, desarrolla una comprensión aristotélica del estilo.

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la que todos están por igual. Ninguno de esos motores ni siquiera

el Motor Inmóvil, por tanto, tendría nada que ver con lo infinito, un

infinito que aspira y asume a todos los seres en su atracción, pues

incluso él es perfecto en su ser limitado. Sin embargo, no creo que eso

sea aceptable en Aristóteles: el universo en su enteridad no sería un

cuerpo infinito, eso es obvio en su pensamiento, pero tampoco ocupa

lugar, pues eso significaría que tiene límite y que más allá del límite

existiría el vacío. Siendo esto así para el último de los orbes, el de las

estrellas fijas, alguna particularidad muy especial debe tener el Motor

inmóvil, que no tienen los otros motores, también inmóviles de las 53

esferas restantes. ¿Se me argüirá que este razonamiento tiene que ver

con la física, pero no con la metafísica? No me gustaría, pues entonces

significaría que esta no es meta-física, sino algo que nada tiene que

ver con la física, cosa que es por entero inaceptable.

Se nos prometían vías de organización y estructuras de enlace,

unificación y relación que se establecen entre los diversos sentidos del

ser y la entidad, intentando localizar al vínculo que corresponda a la

entidad divina y a las restantes entidades, así como enlaces de juegos

de sistemas flexibles. Estuvo muy bien el hacerlo. Pero vamos a ver

más la flexibilidad de cada uno de los sistemas, y bastante menos, me

temo, el enlace de esos sistemas. La próte ousía recoge las categorías

de cada ser genérico en el tender o concurrir «hacia uno», es decir,

hacia ella, en cada caso, y ahí es donde encontraremos las entidades

divinas, por tanto plurales y bien plurales; pero no tanto las posibili-

dades de juego de cada una de esas cadenas de ser con las otras. Lo

veremos en lo que vaya siguiendo.

Prosigamos con nuestro autores. Para algunos —cita aquí oñate a

Salvador Sánchez Nogales—, la ontología sería una prolongación de la

teología; lo sensible con su perspectiva etiológica nos proporcionaría

la vía ascensional hacia lo suprasensible; nos brindaría el conocimiento

de su estructuración íntima simplicísima: la teología, y el complemento

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de las nociones comunes de todos los seres, que al verlas ahora reali-

zadas en Dios, se nos abrirían en toda la plenitud de su sentido ana-

lógico y con toda la solidez de su origen divino: la ontología. A partir

del conocimiento de la divinidad se conocería la entidad de todos los

entes. Mas, para oñate, las cosas aristotélicas nada tienen que ver

con estas maneras; sin embargo, prosigue, ¿deberemos excluir la vía

analógica de explicación a la relación entre el ser y sus significaciones,

como hace Pierre Aubenque, quien asevera que esta tradición de

comprensión se remonta a Tomás de Aquino? La recusación de la vía

analógica está, para oñate, perfectamente fundada en lo referente a

la unidad de significaciones del ser, pero no en lo que concierne a la

relación entre Dios y las ousíai sensibles. Los principios de las diversas

cosas son idénticos por analogía, es decir, igualdad de relación entre

cosas distintas; siendo distintos, cada uno de ellos está siempre en la

misma relación con la cosa de la cual es principio. De este modo, el

uso de la vía analógica podría utilizarse para explicar la relación entre

Dios y las substancias físicas sólo a condición de considerar principios

a los entes sensibles: de igual modo que las categorías se ordenan a

la primera categoría que es la ousía, las ousíai se ordenan a la primera

ousía, Dios. La proporción analógica se establecería entre la primacía

principial que ejerce la substancia sobre las categorías y la principiali-

dad de Dios sobre las restantes substancias.

La relación pròs hén, continúa Aristóteles de la mano de oñate,

se opone en un sentido muy particular a la relación por analogía. El

enlace pròs hén unifica diferentes relaciones; el enlace analógico, al

revés, recoge la semejanza de esas relaciones. Siendo el ser origina-

ria e inmediatamente plural, la pluralidad de sus sentidos no hace

de él un término equívoco. Su polisemia no es infinita-ilimitada, ni

internamente disyuntiva, sino que la pluralidad de sus acepciones

es restringida-determinada y articulada, gracias al límite que cierra,

ordena e instaura esta pluralidad en un conjunto conjugado y, por

eso mismo, inteligible. Se trata, pues, de un modelo de unificación

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que respeta la pluralidad. De ahí que la unidad pròs hén exprese la

estructura sistémica del modelo metafísico aristotélico. En la estruc-

tura pròs hén se contiene y cifra realmente la ontología aristotélica, tal

como lo entiende oñate. Lo denegado, también ahora, es el infinito

y su primacía o su carácter de primer principio rector. Los sentidos del

ser se enlazan y unifican por referir, de distinta manera, a uno de ellos

superior: el primero, que es fin-límite del conjunto. El hén del pròs

hén es la automedida de todas las cosas, el «polo referencial» lo llama

g. E. L. owen, nos señala oñate, el primer principio de todo-cada con-

junto o serie. Las diferencias no encuentran su unidad por pertenencia

a un origen común, sino que se unifican por remitir de diverso modo

al polo que organiza una estructura compleja unitaria, intencional, nos

dice nuestra autora. El paradigma de la unidad comunicativa y estruc-

tural substituye en Aristóteles, según oñate, a la unidad originaria

holística; es una propuesta alternativa a cualquier enfoque material

de la cuestión del ser y su unidad, de cualquier monismo o pluralismo

material. La imprescindible unidad de la pluralidad de las formas no se

halla en el origen-generación, sino en el fin o término. Se concentra

en el pròs direccional y legislador. Tanto las filosofías de los físicos

como las de los relativistas y sofistas se encerraban en el mundo de lo

sensible-material, de la potencia, de lo cinético e indeterminado, sin

comprender su dependencia del otro principio: el de la forma-fin.

Lo de la analogía y sus maneras de entenderla es un problema

engorroso y difícil; para colmo, muchas veces por demás engañador.

Puede ocurrir que los suarecianos llamen analogía a lo que para mí

es pura univocidad. Me parece que aquí, precisamente, acontece

este corrimiento equívoco de los significados. Me aventuro a pensar

que oñate, en nombre de Aristóteles, rechaza, llamándola analogía,

lo que tampoco yo acepto, y por el contrario lo que ella acepta es lo

que asumo. Aunque no estoy nada seguro de ello. A veces me entran

vehementes sospechas de entender las maneras del Aristóteles de

oñate, precisamente, como univocistas y suarecianas. Sospechas es

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posible que difamatorias por infundadas. No lo sé. Prefiero no insistir

en este problema complejo, que tiene que ver mucho, quizá dema-

siado, con lo clasificatorio, por no ver de qué manera ayudaría, al

menos por ahora, en lo que nos traemos acá entre manos. Aunque

tampoco estoy nada seguro del juicio emitido. Simplemente, valga

con decir esto: lo que entiendo por analogía se corresponde de

manera singular con lo que, por ahora, parecería poder ser la relación

del pròs hén, tal como nos la muestra el Aristóteles de oñate en estas

sus primeras apariciones. Y esto es lo importante. Aunque, hemos de

ver lo que quiere decir ese por ahora.

Mas vamos a la cosa misma. Así pues, parece que la unidad

pròs hén que se nos propone no es dinámica, sino estática, puesto que

estructura sistémica; aunque respetuosa, sí es verdad, de la pluralidad.

como si se tratara de una unificación encajativa y relacional de los

diferentes elementos que constituyen un gran cable que se constituye

en un perfecto mazo de diminutas maromillas que lo conforman en

un orden sistematizado; una unificación estática, por tanto. Sistémica

de estructura y distribuciones; pero no se ve dónde está la dinámica de

esa unidad. Es unificación en el alzado, por utilizar términos del dibujo

técnico, pero nunca una unidad en la que se ve y se nota la unificación

de una verdadera dinamicidad. En esta unidad pròs hén nunca, por

así decir, vemos una locomotora en su plena actividad de potencia

reglada. Nada tiene de estructuración en un anhelo compartido, en

un deseo que unifica, desde abajo hasta arriba en la cadena de los

sensibles unificados en el pròs hén, a lo que sin él hubiera podido

ser no más que un conjuntamiento inconexo, una montonera; en un

buscar realidad más profunda, algo así como un proceso de, yendo

más allá de la mera montonera, buscar la verdad del ser, del ser en su

pluralidad, de llegar a ella y también de seguir luego con ella. un mero

asunto de pura organización, mero modo de referirse unos a otros

esos elementos unificados; por tanto, unidad de sus meras externali-

dades. ¿Por qué? Siendo puros elementos de una mecánica, sólo tie-

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nen en común sus externalidades; seres sin vida que se unifican en un

orden sistémico en el dibujo de su alzado. Hablan de unidad comuni-

cativa, sí, pero no se ve bien dónde encontrar la comunicación, como

no sea en el estar bien conjuntados en el puro plano de alzada. Que la

preconizada por ellos no sea unidad originaria holística, sin embargo,

no parece hacerla unidad holística final, en donde lo que unifica sería

el deseo de esa unidad de fines que marcan un hacia-uno que, en

definitiva, es fin de todas las finalidades conjuntadas, desde él, en

unificación hacia él. Si hay fin es en el dibujo, pero no en la realidad

dinámica de lo unificado en el tender o concurrir «hacia uno». Parece,

al menos por ahora, ser un hacia del dibujo del alzado del bello cable

unitario; mera estaticidad del dibujo, mera representación nuestra en

el dibujo de nuestro pensar. Pero no hacia un uno de vida llena de su

dinámica, en la que se coagulan los elementos que se aúnan en el ten-

der o concurrir «hacia uno». Es una unificación mecanicista; nunca,

parece ser, verdaderamente vital.

La unidad pròs hén, por tanto, parece reducida a que hay

semejanza o igualdad de relaciones ordenatorias entre elementos de

las series —de los géneros, de los entes celestes en sus meros orbes—,

cada una de ellas independiente de todas las demás. No se ve que

haya una unificación, un verdadero tender o concurrir «hacia uno»

del conjunto de las series en su propia vida. Este tender o concurrir

total dinámico sólo podría ser hacia esa cúspide que es Dios. Pero el

Aristóteles de oñate, sin que aparezcan claras las razones —como no

sean puramente empeñativas—, se queda en una unificación parcial

de cada cosa en lo suyo, mejor, de cada serie en lo suyo; pero luego

no se da la unificación definitiva y final, la que hace que el conjunto

se ordene de verdad tendiendo o concurriendo «hacia uno». Es difícil

que aparezca más tarde lo que busco, pues ya desde ahora deberían

darse vislumbres de ello, encontrarse trazas, huellas, y no meros cerra-

mienos. Si no es así, rechazándose esta ordenación final del conjunto,

del todo, hacia un fin —¿por qué?—, aparece claro que cada una de

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las ordenaciones dentro de cada una de las series será cerrada; cerrada

en su propia perfección limitada. Así, habremos perdido de modo

inexorable la unidad unificadora del conjunto, la cual se nos habrá

convertido en una pura montonera. El cosmos aristotélico de oñate

sería, pues, como un archipiélago de islas independientes echadas al

tresbolillo que hay plantado en el océano inordenado del ser. Para que

haya unidad dinámica del conjunto que sobrepase el plano de alzada,

se necesita que la perfección limitada se extralimite, rompa sus coyun-

das y se desmadre hacia fuera de sí, hacia una vida más amplia y gene-

rosa en un verdadero tender o concurrir hacia un uno verdaderamente

unificador que asuma ese desmadramiento de la cerrada perfección

limitativa, que ahora se nos abre. Si no es así, creo que la unidad sólo

será extrínseca; unidad en el dibujo, en la función del pensar, quizá,

pero nunca en la verdadera vida de las distintas series y en el unificarse

verdaderamente «hacia uno».

Si de una substancia abierta se tratara y no de la substancia

cerrada que es, me parece, la del aristotelismo de oñate, en donde

no hay comunicación de substancias, qué interesantes algunas de las

perspectivas que nos ha dejado nuestra autora de la mano de Salvador

Sánchez Nogales, aunque esa vía ascensional no fuera desde los meros

sensibles, sino desde esa unidad pròs hén de esa substancia primera

en cada cadena de sensibles que es su próte ousía. Pero la condición

está en que de verdad se establezcan aquellos juegos de los que se

hablaba en substancias abiertas y que se comuniquen y vinculen entre

sí, como nuestro autores nos habían prometido cuando hablaban de

una vía analógica, proporción analógica decían ellos, que se estable-

cería entre la primacía principial que ejerce la substancia sobre las

categorías y la principialidad de Dios sobre las restantes substancias.

¿La llegaremos a ver de su mano?

comenzamos con enorme emoción el estudio del pròs hén,

para, finalmente, al menos por ahora, y sin trazas de que sea de otra

manera, quedarnos en algo esencialmente cerrado, pequeño, canijo;

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encerrados en las próte ousía particulares que no parece responder

de verdad a esos intentos de localizar al vínculo que corresponda a

la entidad divina y a las restantes entidades que se nos prometía al

comienzo de este parágrafo. Si va siendo así, cada vez será mayor mi

lejanía del aristotelismo oñatiano, por la fuerza de la pura evidencia de

lo que hay.

El error, prosigue la interpretación oñatiana de Aristóteles, ha estado

hasta el presente en no haber comprendido que el principio formal no

es principio al modo del origen o el comienzo. Sólo la forma como fin

puede ser causa del ser y del devenir; siendo ella, en cuanto forma,

totalmente ajena a la materia y a la generación. Sólo la forma-fin

puede proporcionar de modo satisfactorio un principio incondicionado

de lo sensible, porque sólo ella es suprasensible, sin necesidad alguna

de estar en otro mundo o fuera de lo sensible. Sólo ella proporciona

al movimiento del compuesto el polo referencial formal, se lo propor-

ciona a la materia, y el polo referencial-terminal e inmóvil, de plenitud,

de complexión, el acto perfecto, que se detiene y cesa en su propio

fin-bien, y cuando lo alcanza es ya entelécheia. Principio Terminal en

donde el movimiento se detiene porque lo que era en potencia, el fin,

es ya el fin en acto, en un proceso de autorrealización que es progre-

sivo-limitado.

La alternativa aristotélica, pues, según oñate, está en entender

la forma-causa con causalidad final activa y no hacerla funcionar con

causalidad material-eficiente, y sólo eficiente, es decir, con causalidad

intragenética y asimilada al origen. Los eídos-forma causan como

causa el fin. Están en lo sensible como su principio estructural, cohe-

sivo, determinante y directriz, responsable de la actividad-movimiento

e inteligibilidad del compuesto, pero sin confundirse ni mezclarse con

lo sensible. Se puede decir, prosigue oñate, utilizando lenguaje pos-

terior pero que traduce con exactitud el pensamiento de Aristóteles,

añade ella, que la forma es en rigor un principio transcendental, pero

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si esa transcendentalidad no es meramente lógica. La forma-fin es

siempre acción actual, entelécheia o enérgeia, que no puede confun-

dirse con su intelección en la definición, porque es ousía y no univer-

sal, sino, por ser primera o principio, causa del universal.

comparto por entero que el principio formal no lo es al modo

del origen o el comienzo, sino como fin. Todo estiramiento en el ser,

en el ser de las cosas mundanales, en nuestro ser y en el ser de la

realidad, se da desde el fin. Fin unificador del conjunto, pero no sólo

—¿por qué?, ¿cómo?— de cada una de las series de cosas munda-

nales. En el origen se da, se nos dan, si a nosotros nos referimos,

posibilidades y, a la vez, constreñimientos; por más que habremos de

decir, si nos referimos a nosotros, que nuestro destino es la libertad.

En el origen se dan posibilidades sobre las que no se podría saltar, y

constreñimientos amenazantes. Pero nada se queda en el marco del

origen, marcado por él, pues todo vive en la realidad de un hacerse

en un cuadro en el que se nos ofrecen grados de libertad. El proceso

del irse haciendo, el de nuestro irse haciendo también, se ve alterado

por la realidad de la creatividad que procede y se incrementa como

grados de libertad. Habrá que preguntarse de dónde proceden esos

grados que no cabían en las posibilidades primeras del origen; que no

eran adivinables desde él. Si las cosas y nuestras miradas se refirieran

sólo al origen, viviríamos contenidos en el mundo de los posibles, y

estaríamos encerrados en lo que denomino la carcasa del ser unívoco.

Pero esta afirmación, que también se refiere por igual a las cosas mun-

danales y sus grados de libertad, no es algo que viene dado desde el

origen, no puede ser adivinado mirando al origen, de modo que ello

sea un mero problema de conocimiento, mejor, de reconocimiento;

sólo aparece en el estiramiento desde el fin. Ese «hacia uno» —con tal

de que no sea el cada uno de cada serie, sino el hacia uno de las ousíai

en su conjuntación— tiene mucho que ver con lo que suelo denomi-

nar punto W. con respecto a él, suelo decir que es punto de nuestra

unificación, todo el conjunto de nuestro ser nos lleva hacia él; habrá

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que añadir que también lo es —¿cómo?, habrá que verlo— de los

seres mundanales, como también de las realidades. Así pues, punto de

nuestra unificación que lo es por ser punto de unificación de realida-

des. Primero lo descubrimos en la labor del pensamiento; pero, luego,

nos damos cuenta del estiramiento que sobre nosotros ejerce, no sólo

en nuestro pensar, claro es, sino en nuestro ser verdadero, llevándonos

hacia nuestro ser en plenitud, el cual, por tanto, no es un mero ser de

imaginaciones y virtualidades. Siempre me he negado a aceptar que

ese punto tan singular sea un punto ínsito en la propia dinamicidad de

las puras cosas mundanales y que venga dada por las leyes físicas de

su comportarse, las cuales llevan hacia ese punto como fruto de lo que

se les da desde el mismo origen. Tenemos que introducirnos nosotros

en esa dinámica para, contemplando sus grados de libertad, compren-

der que también ellas en la profundidad de su propio ser disfrutan de

ese estiramiento que les lleva a los aledaños de dicho punto, en el que

nosotros encontramos la plenitud de nuestro ser, y en donde también

a ellas, a través de nosotros, se les da la plenitud de su propio ser. Si

estuviéramos en una hipótesis creacionista, ese punto W sería plausible

por entero. En una hipótesis de tiempo cíclico, en cambio, no termino

de ver cómo ese fin hacia-uno no es siempre en realidad un origen-

desde-uno. una vez más la concepción del tiempo es aquí esencial. Si

el tiempo vive en la eternidad de lo cíclico, no hay ningún fin «hacia

uno», como no sea el que se nos da en el origen mítico de los tiem-

pos; estaremos en el Aristóteles tan cercano a Píndaro que nos pinta

oñate. Si el tiempo es direccional, por el contrario, el ser del mundo,

nuestro ser y el de la realidad ha de ser esencialmente escatológico. En

la frase anterior he dudado mucho si poner han o ha, finalmente, aun-

que con un desgarro gramatical he optado por esto último, lo cual, no

cabe duda ninguna, tiene consecuencias.

El que en el tender o concurrir «hacia uno» no esté ínsita la

dinamicidad, quedándose sólo en la estaticidad del alzado, nos lleva

inexorablemente a esa vuelta de la mirada hacia atrás, la mirada

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del ser y también la mirada del pensar, hacia el origen mítico de los

tiempos cíclicos, al principio formal al modo del origen o el comienzo;

aunque quiera afirmar lo contrario de palabra. Si las cosas son como

cree oñate, puede que sigamos la letra de Aristóteles, pero no segui-

mos la verdad del ser de lo que hay; en una palabra, la verdad del

ser. Aunque es cierto que oñate nos dice que la forma-fin es siempre

acción actual, entelécheia o enérgeia, lo cual significaría —lo hemos

de ver en lo que sigue— que cuando ella utiliza esos conceptos o

cuando utilizo el concepto de dinamicidad, no significamos lo mismo,

aunque sí coincidamos en que, sea lo que fueren, no puede confun-

dirse con su intelección en la definición, porque es ousía y no univer-

sal; es referencia a lo que hay en su propio ser y no a una abstracción

universal matematizadora. otra cosa es si, como ceo que acontece en

el Aristóteles de oñate, se trata de un sistema estructural en definitiva

mecanicista y cerrado en cada uno de sus polos referenciales.

La forma-fin es decisiva porque ella establece el movimiento de

lo sensible, de la materia, hacia ella siendo su polo referencial formal-

terminal e inmóvil, polo de plenitud, de complexión, el acto perfecto,

que se detiene y cesa en su propio fin-bien, y cuando lo alcanza es

ya entelécheia. Así nos hablaba oñate con Aristóteles. El movimiento

de lo sensible hacia su ser primero en donde encuentra su ser, acto

perfecto, ya entelécheia. Lo sensible, así, tienen su ser pleno de eso

que es suprasensible, sin que esté fuera, provocando en él un movi-

miento de plenitud. Bien, sea. Pero no termino de ver cómo ahí se da

un movimiento dinámico. Es cosa de nuestro ver, de nuestra mirada.

No podríamos quedarnos en lo meramente sensible, ya lo hemos ido

viendo en parágrafos anteriores, que es referido a su forma-fin, y

refiriéndolo a él hay, nos dicen, un movimiento de lo sensible hacia su

ser de plenitud, acto perfecto. Pero ¿no se dan estos fenómenos en

nuestra percepción intelectual, de modo que si no vemos lo sensible

desde su polo referencial-terminal no acertamos con lo que hay? No

se ve un arrastramiento de lo sensible hacia esa plenitud en un verda-

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dero movimiento dinámico, atraído por esa forma-fin, de manera que

en ella se va dando la consistencia del ser de lo sensible en aras a su

ser en plenitud. Dan ganas de pensar que es sólo cuestión de buena

denominación, de ver su compleja estructuración y denotarla. Nada

hay aquí de una filosofía del ir siendo; se plantean dos situaciones for-

males distintas, la forma-fin, ser en su perfección, y el ordenamiento

hacia él de lo sensible, mejor, de lo que le es categorial. No se ve el

proceso de conformación del ser de lo sensible cabe su ser pleno en

la atracción irresistible del polo referencial; su dinámica de conforma-

ción. Entiendo que no está mal haber vislumbrado esa percepción y

que, fuera de ella, toda otra percepción del ser de lo sensible no habla

de lo que hay; y eso está bien. Pero no percibo el proceso dinámico

de su conformación. Veo, de nuevo, el proceso estático, aunque

progresivo, que hemos visto en la metáfora del la exhaución, que se

da en nuestro pensamiento; pero no veo, por decirlo de una vez, la

atracción irresistible del cuadrado y de los sucesivos polígonos, en

hacerse círculo. Eso no parece darse, cuando ahí está el punto clave

de la dinamicidad. ¿No hablamos de entelécheia cuando se da esa

atracción dinámica que conlleva la formación del ser en su proceso de

plenificación? Parece que aquí, en nuestro autores, esto no se da, por

lo que no dudo en pensar que algo esencial falla.

No podemos olvidarnos de la dinamicidad del ir siendo.

Quedarse en el mero ser, por así decir, como algo estático que se nos

da ahí, por más que veamos sus relaciones, como vemos en el alzado

a las maromillas sistémicamente dispuestas en el grueso cable para

que se conjunten hacia el polo formal, que es donde se encuentra la

plenitud de su ser, es interesante, qué duda cabe, pero poco. Digo

mero ser, porque el ser de lo que hay es más; hasta el punto de que no

es aquello. Tiene siempre en su misma entraña el ser de su ir siendo.

No me refiero a movimiento alguno, excepto que se cometa el error,

creo, de considerar que ello, por ser estimado como un vulgar movi-

miento, quede relegado a la física, fuera, por tanto, de la meta-física.

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creo que no, que esa dinamicidad está en la entraña misma de todo

lo que hay, de todo ser, del ser. Entelécheia, precisamente, señala esa

plenitud-fin de la dinamicidad del ser, de su acto de actualidad reali-

zada en el esplendor de su fuerza. En la interpretación de Aristóteles

que aquí seguimos como perros sabuesos, ¿no aparecerá esto que

digo? Sería trágico.

Todavía podemos ver, quizá, me gustaría poder pensar, una

cierta dinámica de los sensibles que se sienten compelidos hacia su

pròs hén, en el que el todo de la serie, de esa serie, obtiene su ple-

nitud. Sólo su ousía-forma-fin que proporciona a todos los sensibles

de esa serie, las categorías de la que esa ousía es principial, polo de

referencia a la materia que conforma. Hablan nuestros autores de un

movimiento-hacia en ese proceso. Hemos visto cómo puede ser esto

en la metáfora de la exhaución. un polo que es, prosiguen, referen-

cial-terminal, por tanto inmóvil. Polo de plenitud, de complexión. Acto

perfecto que se detiene y cesa en su propio-fin y cuando lo alcanza es

ya entelécheia. La dinamicidad, si es que realmente la ha habido, se

acaba. Ya sólo cabe la pura estanquicidad de lo quieto por demás, no

sólo de lo en reposo, sino de lo que ya no tiene aspiraciones a nada;

sin aspiraciones, sin deseos, sin sentirse estirado por nada ni siquiera

compelido hacia algo otro. Por tanto, de lo cerrado en sí mismo. No

sé ve, así, cómo puede haber comunicación entre las substancias,

cabezas de serie, en las que ya no hay aspiración alguna a la dinami-

cidad, pues todo en ellas queda pleno y cerrado. ¿Puede aceptarse

esto? Quizá sea la letra de Aristóteles, en la versión oñatiana, pero

esta manera de ver nada parece que tenga que compartir con lo que

es la propia realidad. una filosofía de la carne, si se inspirara en esta

manera de comprenderla, moriría de muerte violenta.

oñate nos hace notar la inmensa dificultad que experimenta todo

lector de Aristóteles, pues para comprender la primacía del fin debe

someterse, nos dice, a una violencia extrema para ver la realidad desde

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el otro lado del espejo; desde la realidad misma. El eídos causando

como télos, como lo primero en-sí o por naturaleza, consiente la parti-

cipación inmezclada entre lo sensible-empírico y lo suprasensible. Hay

separación física entre ellos dentro de la misma realidad, con diferen-

cia modal-causal: causal, pues lo condicionado o sensible se distingue

con nitidez de lo suprasensible condicionante; modal, pues los dos

planos ontológicos son los de la potencia (dýnamis) y el acto (ente-

lécheia o enérgeia). Dándose ahí una dependencia direccional. El prin-

cipio formal no pone nada genéticamente al material-potencial, pues

el fin no hace nada a lo material, es inmóvil y no-relativo; es causa. Por

el contrario, el principio material remite al fin. La dependencia es de

carácter onto-lógica, porque lo sensible necesita a la forma-fin para

ser ente, para tener entidad autosuficiente y para ser inteligible. Pero

al decir esto afirmamos que la realidad es originariamente plural, con

una estructura de una multiplicidad ordenada. La opción por la forma-

fin exige afirmar la pluralidad irreductible en cuanto tal del ser y pro-

pone que su unidad sea sólo una unidad de orden o funcionamiento,

de colaboración y coordinación, por subordinación, de muy diversos

modos, a los también múltiples principios del todo-universo.

El matematizar platónico, por el contrario, diremos con el

Aristóteles de oñate, conlleva perder las diferencias, lo cualitativo, y el

sentido, a favor de la cantidad homogeneizante y el punto de vista de

la extensión indiferente o niveladora; incluso lo suprasensible y lo inte-

ligible se cosifican, se fissicalizan o materializan; son tratados material-

mente como si fueran físico-sensibles. Esto lleva a que no se hubiera

podido entender antes la auténtica naturaleza de la participación, la

cual sólo puede conservarse cuando se haya visto que la Idea es subs-

tancia, pues entonces la forma como ousía es primera (próte) sobre las

restantes categorías, el compuesto y sus movimientos, que participan,

refieren, remiten, colaboran, en-al todo entitativo-uno, cuyo principio

es el eídos. Para Aristóteles las Ideas y los principios funcionan con

causalidad formal-final-modal. Esto hace posible una participación no

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material, sino teleológica-formal, de las cosas sensibles en los-sus prin-

cipios. A los filósofos les había faltado antes comprender la naturaleza

de la quididad y de la identidad de la ousía, porque desconocían aún

su ser-actividad. Desconocían el carácter genuinamente causal del fin,

de la causa final, que es el ser principio o primero. Es una equivoca-

ción, por tanto, colocar el Bien o lo Bello en el principio primero —no

es que a lo primero corresponda el bien, sino que por ser bueno su

estado es primero—; pero también lo es entender el bien como uno,

y a este como elemento —esta es la postura de los teólogos, obnubi-

lados por las apariencias sensible-individuales—, con lo que se le hace

principio potencial-material, un comienzo elemental de la generación

de todas las cosas. Para saber cómo es principio el bien no puede

entenderse la generación a partir de principios imperfectos, potencia-

les, indeterminados, materiales, que hacen de él, alcanzado al final,

un resultado, un efecto, ni la que entiende la generación a partir del

Bien-uno en sí. El bien es el fin, pero esto no le convierte en efecto.

El bien, prosigue el Aristóteles de oñate, no es ni inicio ni resultado

temporal, sino principio causal primero: límite determinante y posibi-

litante activo de cada diferencia viva. El bien-acto no es ni resultado

ni inicio o causa potencial como un elemento, sino causa final-actual,

primera, principio primero, inmóvil y suprasensible. Todo ello resultaba

de haber confundido-indistinguido lo óntico y lo noético; el lógos y el

ón, como hacen los sofistas, sea en su versión naturalista, cuando el

lenguaje es una cosa, por lo que el error es imposible, como en su ver-

sión convencionalista, cuando es imposible la verdad sobre la cosa, ya

que el lenguaje-cosa no remite a ninguna realidad exterior a él, pues

forma un solo cuerpo con la palabra que la expresa.

En parágrafos anteriores vimos el punto nodal que viene cons-

tituido por el eídos en la metafísica aristotélica de oñate. Pues bien,

causando él como télos, es decir, como aquello que es lo primero en-sí

o por naturaleza, hace que se logre una participación en la que no hay

mezclamiento entre lo sensible-empírico y lo suprasensible. Si nos que-

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damos en lo sensible-empírico, nada avanzamos. Si nos abstraemos de

ello, universalizando, nos perdemos. Es en el eídos en donde encontra-

mos el punto decisivo. No es sensible-empírico, pero es causa de él, del

compuesto que hay, actuando como télos. Nos hemos puesto, pues,

en un lugar que ya no tiene que ver con la física, nos adentramos en la

meta-física, pues encontramos aquello que es en-sí o por naturaleza;

suprasensible. cuando nos encontramos en la cadena de los sensibles,

nada tenemos de seguro en nuestras manos. Tenemos que salir de

ella, pero desde ella y para ella, buscando dónde se da el verdadero

lugar en donde es; en donde se nos da participación entre ello y lo

suprasensible, sin que haya mezclamiento. No parece haber ninguna

aspiración de lo sensible a ese punto de fin, sino que es desde él desde

donde encontramos el ser verdadero, completo, de lo sensible. En

definitiva, dejándolo, no porque desde ese punto se vaya a abando-

nar lo sensible del compuesto, eso no, sino porque se va a dar paso a

otros sensibles materiales, restando siempre ese eídos causando como

télos. Sí es verdad que se habla de ser-actividad, pero, sin embargo,

creo que no de dinamicidades, en todo caso nada de un ir siendo, sino

únicamente de una actividad de puro ordenamiento. Entendería, por

ejemplo, tratándose de nosotros, que estamos hablando de la unión

entre cuerpo y alma. La materia del cuerpo es meramente lo sensible-

empírico, que por sí ni es el compuesto que hay, que somos, ni aspira,

dicen nuestros autores, a entrar en contubernio con su alma. No hay

un su alma. Hay un darse la unificación en el fin que causa el encade-

namiento del compuesto en esto que soy, de manera que mi cuerpo

es confluido, conllevado desde el alma, mientras no se dé el momento

de la muerte, en que esa confluencia se hará con distinta materia sen-

sible. Ella es causante de que el causado sea yo. Pero no es mi alma,

no hay contubernio real entre mi cuerpo y mi alma. Hay participación,

por un tiempo, entre mi generación y mi muerte, entre lo sensible-

empírico que me constituye, y lo suprasensible, entre mi cuerpo y

el alma; pero sin mezclamiento, sin lo que llamo contubernio, sin

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verdadera encarnación, sin haberse llegado a hacer carne, pues esa

alma en ningún momento ni es ni puede ser mi alma, sino el alma

de la especie a la que pertenezco. Hay, es verdad, lo llaman así, una

dependencia direccional. como, se me ocurre decir, las limaduras de

hierro se ordenan direccionalmente ante el imán. Pero no contubernio

dinámico. Y no puede haberlo mientras que esa dependencia sea pro-

visional entre esa mi carne, lo sensible-empírico que se viene hacia mí,

y el alma, que no es verdaderamente mía, sino que me hace actuando

como forma-causa-fin en un mientras-tanto. Mientras no haya real

contubernio entre cuerpo y alma, la mía, todo esto me parece poco,

reductor; puro cerramiento de lo que soy. Se podría bucear también

en cómo es parejo con respecto a las mismas cosas mundanales. Más

aún, hablando de manera más general, puro cerramiento de lo que

hay. Si fuera así como aventuro, puede que hayamos comenzando a

hablar desde la realidad misma, y que afirmemos que la realidad es

plural, lo cual, qué duda cabe, es de importancia suma, sin embargo,

aventuro que nos quedaremos cortos, muy cortos diciendo lo que hay;

al decir lo que hay de verdad en esa realidad. Tendremos una multipli-

cidad ordenada con unidad de orden o funcionamiento, como dicen,

de colaboración y coordinación, por subordinación a la forma-causa-

fin; sin embargo, nunca única para todo, sino siguiendo los múltiples

principios del todo. Multiplicidad de eídos-alma. ordenación, sin

duda, pero no llegamos a una filosofía de la carne, o si se quiere a una

filosofía de la materia —cuidado, entendiéndola a mi manera, y no en

la del materialismo, es decir, de la materia generadora de belleza—,

sino que la asumimos en una filosofía primera de las puras almas,

por decirlo de forma provocativa. Es verdad que nuestros autores se

parapetan en los dos planos ontológicos que son los de la potencia

(dýnamis) y el acto (entelécheia o enérgeia). Pero entonces parece que

la dinamicidad a la que me refiero se ha quedado del lado de lo que ya

no es sino mera potencia: la dinamicidad que en el ir siendo confluye

en el ser, quedaría reservada a la física, pues se entendería como un

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puro movimiento. El acto, en cambio, tendría la fuerza entera de su

ser, de su multiplicidad y de sus relaciones. Las atracciones que se den

en este ámbito no serían dinámicas, sino meramente ordenatorias. No

cabría el estiramiento ni el deseo. Sólo la perfecta composición en el

orden y concierto global.

Hablan nuestros filósofos de participación de las cosas sensible

en los principios, pero esta es sólo teleológico-formal y no material. Tal

cosa ahora es posible porque el eídos es substancia, la forma-eídos es

substancia primera, por tanto todas las restantes categorías, es decir,

el compuesto y sus movimientos, como nos dicen, participan, refieren,

remiten, colaboran, en-al todo entitativo-uno. Lo decisivo, pues, lo

que tiene que ver con el bien y lo bello, no es algo que viene dado en

el principio y que marca diligencias y caminos, tampoco es resultado

temporal, sino que es principio causal primero. Límite determinante y

posibilitante activo de cada diferencia viva, dicen, puesto que princi-

pio primero, inmóvil y suprasensible. No sé muy bien, pero es posible

que hayan reducido toda la dinamicidad de lo corporal y de las cor-

poralidades a meras categorías restantes, descontada la substancia

primera, que es la interesante, la definitiva; todas las otras solamente

participan, refieren, remiten, colaboran. Páginas arriba vimos la uni-

ficación pròs hén, en la que esto se debatió. Ahora aparece, mejor,

se insinúa, que lo por ellos afirmado sobre la analogía era confuso y,

seguramente, rechazable. Proseguiremos dejando esta espina clavada

por ahora en nuestra carne. Pero no sin antes hacer notar que, voy a

decirlo de manera tan gráfica como poco técnica, de este modo, cada

cosa tiene sus categorías, la próte ousía y las otras categorías a ella

referida. Mas que sea así significa que cada especie es cosa, cuya uni-

dad con las otras cosas que componen el conjunto entero del cosmos

sólo se da en el Motor Inmóvil, sin que haya relación alguna entre ellas

comos substancias, exceptuado, claro es, el ordenamiento magnífico

que en el todo se da. ¿Es esto posible? No, nos hemos dejado comer

el libro de la física por el libro de las categorías, en contra de todo lo

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anunciado al comienzo con bombo y platillo. La dinamicidad creativa

nada tiene que ver con esta manera aristotélica de ver.

Todo parece ser acá cuestión de orden, de mero ordenamiento,

de tener un bello dibujo de alzada del todo. Dicen nuestros autores

que la opción por la forma-fin exige afirmar la pluralidad irreductible

en cuanto tal del ser; entiendo que así sea desde el momento en que

hay ousíai, en plural. Pero también proponen que su unidad sea sólo

una unidad de orden o funcionamiento, de colaboración y coordina-

ción, por subordinación, de muy diversos modos, a los también múlti-

ples principios del todo-universo. Estamos, cada vez queda más claro

en el dibujo de alzada. Hemos perdido la dinamicidad creativa; perdi-

dos en la búsqueda de las ordenaciones conseguidas para el conjunto

del todo. ordenaciones de pura estanquidad, repito. Han hablado de

la identidad de la ousía, en donde han encontrado y subrayado con

vehemencia su ser-actividad, pero, me aburro yo mismo de decirlo una

y otra vez, no actividad de una dinamicidad creativa, sino de un mara-

villoso dibujo técnico del conjunto, no más que una bella disposición

global de las limaduras de hierro ante su imán.

Debemos aclarar ahora, prosigue oñate con Aristóteles, la primacía

del fin desde el punto de vista del tiempo, no sólo como hemos hecho

hasta el presente desde la ousía y el lógos, pues sólo comprendiendo

hasta el final que el principio primero de la generación es el fin, o el

bien, se puede encontrar un principio eterno e inmutable del movi-

miento; un principio auténticamente suprasensible de lo sensible. El

tiempo y el movimiento son eternos; el cosmos es eterno. Nunca han

podido tener un comienzo, porque ello supondría la máxima imposibi-

lidad-impensabilidad: que del no ser viene el ser.

como todo en Aristóteles, nos enseña oñate, el tiempo tiene

también dos perspectivas reales y dos modos de ser: en acto, la

duración continua y eterna de lo primero, y en potencia, la duración

finita de lo contingente, relativo a lo primero. La generación hacia

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atrás, hacia lo viejo, no puede encontrar el Principio, pues los prin-

cipios iniciales no existen en realidad, no pueden existir por sí, pues

forman parte de la generación, que, no pudiendo acabar en ellos, los

atraviesan hacia otro supuesto principio. Sólo el límite (péras) de la

generación, que establece la entelécheia o lo que ya es en acto, el fin,

existe como tal, porque no es una parte del proceso, sino la realidad

indivisible que marca el hecho de que el proceso ha concluido, dicen

nuestros autores. Tal es el principio de plenitud que preside, según

oñate, toda la filosofía aristotélica.

Porque el principio primero de la generación es el fin, o el bien,

puede encontrar el Aristóteles de oñate, nos dice esta, un principio

eterno e inmutable del movimiento. un principio auténticamente

suprasensible de lo sensible, afirman. Movimiento es lo que tenía que

ver con lo sensible, que ha quedado reducido a las categorías segundas

en su relación a la primera substancia, la forma-fin. comenzaremos

preguntándonos por qué la forma fin de cada una de las series de

sensibles que son participadas, regidas, por su forma-alma, es terminal

y, además, eterna. Entiendo que el griego Aristóteles pensara que el

tiempo es eterno, pero ¿por eso nosotros hemos de pensar de idén-

tica manera que el tiempo es eterno y también el mundo?, ¿por qué

un principio eterno e inmutable del movimiento? Si hablamos de las

series genéticas, que nacen y mueren, si son corruptibles, lo que se da

en nosotros, pero que ni nacen ni mueren, cuando son incorruptibles,

las 53 esferas celestes, series de sensibles, pues materiales, aunque

sea de una materia muy sutil, cada una de ellas cerrada sobre sí, sin

que en ellas pueda darse bajo concepto alguno una interacción de las

substancias, en absoluta incomunicación substancial de esas series

de sensibles, tenemos que aceptar un principio eterno e inmutable,

si es que el tiempo es eterno también él. Pero ¿por qué? Insisto en

lo mismo: supongamos que Aristóteles dice en su letra estas cosas,

lo que cada vez comparto menos, ¿por eso haremos nuestra filoso-

fía basamentada en esos pedruscones inaceptables so capa de que

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él pensaba así y él es para nosotros la otra Escritura? Pensar así es

por completo inaceptable. Nada en nuestro pensar físico subtiende

este pensar meta-físico. Mas, aún suponiendo que él pensara de este

modo, ¿no hay manera de acomodar su pensamiento con objeto de

que sea un pensamiento interesante para nosotros? Pues me temo

que, de ser verdad este Aristóteles y queramos encerrarnos en él, no

daremos ni de lejos cuenta de lo que hay; y, en todo caso, estaremos

muy lejos de una filosofía de la carne.

¿un principio eterno e inmutable del movimiento?, ¿de cada

una de las especies y orbes?, ¿cerrados ellos en su propia substancia-

lidad y unificados cada uno de ellos por el tender o concurrir «hacia

uno», hacia su uno, en el que este uno es excluyente, puesto que

cerrado a cualquier otro, excepto en el orden final?, ¿sin comunica-

ción de substancias? Porque este orden cósmico parece ser un mero

orden final, pero no ordenamiento hacia un fin. Todavía lo hemos de

ver en lo que nos queda. Pero, insisto, me temo que estas maneras

de comportar nuestro pensamiento nada tienen que ver con nuestro

pensar físico que debe subtender nuestro pensar meta-físico, como no

sea que queramos adentrarnos en una mera esquizofrenia de nuestro

pensar disyunto, sin orden ni concierto ni siquiera algún atisbo de

coherencia en red y, para colmo, me temo, con consecuencias terribles

en otros campos del pensar, que se me hacen absolutamente inacep-

tables; en todo caso, que nada tienen que ver con una filosofía de la

carne. ¿Estaremos obligados a aceptar a este Aristóteles? una vez más

me pregunto: ¿por qué?

Dicen que el principio primero de la generación es el fin, o el

bien, añaden, pero si el tiempo es eterno, por cíclico, el fin es el princi-

pio, luego todo su argumento de forma-fin se desmorona, porque en

esta perspectiva de su pensar hubiera sido igual decir forma-origen.

Mientras no haya flecha del tiempo, sino repetición cíclica, haciendo

eterno al tiempo y, por tanto, cuasi-inmóvil, o si se quiere, inmóvil

de cualquier movimiento local, si eso es verdad, recuérdese a Hitler-

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chaplin y su bola del mundo, no puede haber forma-fin que esté más

allá, pues ese más allá ya es también más-acá. Dicen que sólo com-

prendiendo hasta el final que el principio primero de la generación es

el fin, se puede encontrar un principio eterno e inmutable del movi-

miento. ¿Es esto verdad? Vale, sea, pero lo que hemos encontrado es

un principio inmutable del movimiento que de idéntica manera puede

ser la forma-origen. Se acabó de un golpe, pues, el tender o concurrir

«hacia uno», pues es un tender recurrente a un mero sí mismo que

se repite en el discurrir eterno del tiempo cíclico. Puede que sea un

principio auténticamente suprasensible de lo sensible, como aseveran,

pero ya ha perdido toda su coloratura e interés, pues se diría que es

un suprasensible, ser de meras estratosferas, que no sabemos si hace

que todo mire hacia delante o hacia atrás, pues es esencialmente lo

mismo una cosa u otra. Peor aún, como si viéramos una película que

marcha hacia atrás, lo que parecía irse aunando hacia el pròs hén, se

deshilacha en los meros sensibles inconexos. Si el tiempo y el movi-

miento son eternos, y el cosmos es también eterno, aprecio que todo

lo que parecía ser ordenamiento-hacia se convierte a la vez en deshila-

chamiento-desde. La razón para denegar esta posibilidad no veo que

sea real. Ellos dicen que nunca han podido tener un comienzo, porque

ello supondría la máxima imposibilidad-impensabilidad: que del no

ser viene el ser. cierto, ese argumento tiene entidad; pero ante ello

hay que afirmar dos cosas. La primera, en lo que sostengo nunca nos

encontramos ante un umbral que nos señala algo así como la nada

de un tiempo cero, eso sólo sería planteable en un tiempo direccio-

nal que comience; aquí el tiempo es un circular continuo en la ronda

del porvenir que se hace pasado y del pasado que se hace porvenir;

estamos en la ronda cíclica de lo meramente eterno. La segunda, que

el concepto de creación nos da respuesta a ese argumento, y no veo

por qué el concepto de creación no es pensable, incluso en la égida

de Aristóteles; resolvería no pocos de los problemas de la metafísica

aristotélica y no veo verdadero que vaya en contra de los meollos mis-

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mos de su pensamiento, que se encuentran enclaustrados sin permiso,

precisamente, en un inexistente tiempo cíclico eterno. otro gallo can-

taría si habláramos, cosa que no creo haga Aristóteles, de un tiempo

eterno porque línea al estilo de la geometría cartesiana, que no tiene

comienzo ni tiene fin; pero este pensamiento, me parece, es más de

Engels que de Aristóteles.

El dinamismo finalista aristotélico de oñate se opone al dualismo, a

la lógica de la escisión, al nihilismo, a la lógica de la generación vista

desde la muerte, desde la pérdida, a la lógica de la búsqueda que

nunca encuentra principios primeros ni puede reconocer la diferencia

de lo suprasensible en lo sensible, etc.; estas son algunas de las mane-

ras que, según oñate, quedan desfondadas con su pluralismo fina-

lista. Es en el pròs hén —en el «focal meaning»— en donde se cifra

su pluralismo teleológico; en donde se da la unidad estructural-jerár-

quica y no universal-genética. Situando lo Primero en el fin y no en el

comienzo de la realidad, nos abrimos a una unitariedad determinada,

concreta, internamente articulada y ordenada de la realidad compleja

y plural. La universalidad de la ciencia primera, pues, no viene dada

por la universalidad esencial de su objeto, por la universalidad del

uno-Ente absoluto, razonan nuestros autores, sino que consiste en

una universalidad estructural y activa que abarca a todas y cada una

de las significaciones concretas, determinadas, reales, y, por ello, diver-

sas entre sí, del ser, el cual se dice de varios sentidos porque estos se

enlazan por referencia al primero, la ousía. La cual, como sabemos, se

dice en potencia y en acto, por lo que hay dos perspectivas reales, dos

tipos también de géneros originarios. Los potenciales, que remiten a la

ousía potencial, el hypokeímenon o la substancia sensible, compuesta

e individual. Los actuales, la corruptibilidad de la substancia contin-

gente y la incorruptibilidad de la substancia necesaria; esta, la ousía

eídos, es el hén primero, pues absolutamente indivisible y en acto en

cuanto tal. De aquí que haya dos clases de filosofía; la que estudia la

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substancia sensible y explica las causas de su modo de ser, acto, que es

el movimiento, o acto en potencia, acto imperfecto; y la que estudia

la substancia suprasensible o ente primero en cuanto ente, mostrando

su acto característico, la eternidad y la causalidad que le convierten en

ser primero. La substancia sensible se subordina a la suprasensible por-

que el acto es causa de la potencia, por lo que la física se subordina

como filosofía segunda a la filosofía primera, y se ordena a ella moral-

mente. Esta debería llamarse, pues, meta-física, lo que no olvidaremos

al llamar metafísica a la filosofía primera, es decir, que lo sensible no

está separado de lo suprasensible, sino que es relativo a ella. Que la

phýsis se ordena al télos es, nos dice oñate, el mensaje básico de los

libros Físicos y su regla directriz; y que el télos-límite de lo sensible es

de carácter suprasensible es lo que ahora nos traemos entre manos,

con tal, nos advierte, de que lo entendamos en plural. Lo que viene

después de la phýsis no es sino su fin primero, su principio ontológico,

su culminación o plenificación.

Lo sensible se vincula, refiere a lo suprasensible, no se da en

un mero ámbito de la naturaleza, el de lo generable y lo corruptible,

por lo que hay que trasladarse a otro mundo suprasensible separado

de la naturaleza para encontrar en él lo necesario y el fundamento de

la ciencia, porque lo sensible se vincula, se refiere a lo suprasensible

de su propia esencia-causa. Por eso el curso regular, determinado y

eterno de las generaciones. La generación física, así, es un proceso

causado, legislado, regido por sus principios propios, y es inteligible,

se da de acuerdo con el lógos y es susceptible de ciencia. cambiando

y moviéndose lo hace, según las leyes físicas, con las causas primeras

de la phýsis, lo que proporciona a esta la constancia y regularidad. Lo

puramente contingente o accidental es la excepción, no se inserta en

el entramado causal de la generación inteligible, es su momento, nos

dice oñate de parte de Aristóteles, de distensión estructural. Sin ello

no habría sino el absoluto-siempre de lo Idéntico. Es irrepetible e inin-

teligible en su concreción, aunque indispensable a la phýsis. Al estar

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al margen de cualquier constancia natural, sin ello no podría darse

sino identidad absoluta. La filosofía primera, la ciencia de los sentidos

plurales del ser, nos recuerda oñate, se nos presenta incluyendo a los

seres físicos, mas en cuanto entes y no en cuanto móviles, es decir,

buscando explicar o encontrar las causas de su inmutabilidad y eter-

nidad, tal como los exhiben los acontecimientos naturales. El ámbito

de la naturaleza, prosigue, no es el de la contingencia absoluta, sino

el de la necesidad relativa pròs hén a las causas primeras, por referir la

phýsis potencial a los eíde que son su misma esencia en acto.

Dice el Aristóteles de oñate que el dinamismo finalista vence

a dualismos, escisiones, nihilismos, lógicas de la muerte, etc. Bien,

sea; pero no acabo de ver que de verdad se esté tratando de un dina-

mismo. Acepto que es un finalismo; pero no veo el dinamismo por

ningún lado. Sí es un mirar, recuérdese la metáfora de las limaduras de

hierro, hacia esa forma-fin; y esto ya tienen su interés. Hasta aceptaría

que haya un gradiente de todo, de todas las categorías de lo que he

venido en llamar cosa, es decir, de las categorías de la substancialidad

cerrada, hacia ella, que proporciona la relación de unidad dándole la

forma-fin; pero no veo que ese gradiente se convierta ni se aproveche

para la dinámica creativa de lo que es ni para la interrelación de las

substancias, que quedan encerradas en sí mismas con las relaciones

con lo sensible que les toca. Se cierran las substancias. No hay relación

de substancias, y estas unifican y relacionan lo que les toca; pero no lo

arrastran y cautivan por el deseo, provocando la dinámica de la creati-

vidad. La forma-fin, la substancia, hace mirar a ella las demás catego-

rías, lo sensible, corruptible o incorruptible; pero no provoca en ellas

la creatividad, simplemente hace que en ella se encuentre la plenitud

de ese ser en el que se da el tender o concurrir «hacia uno». Además,

en esta meta-física ni de casualidad cabe nuestra física actual, que sí

habla de gradientes y los convierte en dinamicidades físicas maravi-

llosas; menos aún si queremos hablar de la antropología, es decir, de

nosotros mismos. ¿Valdría decir que la metafísica se construye fuera y

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por encima de la física? cosa mala pensar así, pues me parecería un

mero emperramiento irracional. ¿Qué la letra de Aristóteles lo dice?

Bien, incluso si lo aceptáramos —aunque cada vez me parece una

letra más fastidiosa, ¿o una interpretación menos aceptable?—; pero,

lo repito una vez más: ¿encuentro en este su pensamiento acicate para

el mío? cada vez me parece más clara la respuesta afirmativa, que su

pensamiento es acicate para el mío; pero con una condición, que no

me ligue las manos del pensar en una pertinaz cerrazón insubstancial.

La filosofía primera, o ciencia primera, no se da por la univer-

salidad esencial de su objeto, por la universalidad del uno-Ente abso-

luto, nos dicen, sino que consiste en una universalidad estructural y

activa que abarca a todas y cada una de las significaciones concretas,

determinadas, reales, en su enorme diversidad, procedente de la mul-

tiplicidad del ser, que, recuérdese, se dice de muchas maneras, se dice

de varios sentidos porque estos se enlazan por referencia al primero,

la ousía. En lo que niegan estoy de acuerdo. Es en lo que afirman en

donde, una vez más, veo deficiencias graves, inaceptables, pues nie-

gan, otra vez más, la creatividad dinámica, cuando nos hablan de una

universalidad estructural que abarca todas las significaciones reales,

muy diferentes entre sí, pero enlazadas por una referencia común a

la substancia. Es, pues, una universalidad de estaticidades. como si

hubiéramos así encontrado el arreglo final de un gran puzzle que se

nos resistía. Hemos visto su sistemática estructural pendiente de la

primera de las categorías, la substancia, a la cual todas las demás se

refieren como primera. En ella se encuentra la forma-fin que todo lo

arrastra y unifica. Aquí está la cuestión, ¿qué significa ese que todo lo

arrastra?, ¿qué significa, por lo mismo, la universalidad activa, pues

antes me he comido esta palabra? Activa, ¿con qué actividad? Si,

simplemente, se refiere a que en ella está el acto que es la forma-fin,

cuando la potencia está en lo sensible, queda todavía por ver si esa

actividad es la que nos haría hablar de una universalidad de dinamici-

dades. Y, cuando se trata de nosotros, una dinamicidad que arrastra

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lo que son nuestras internalidades, no sólo nuestras externalidades

con lo que nos habrían tomado sólo en lo que tenemos de mera cor-

poreidad. No veo que esa actividad, que ese ser acto tenga nada que

ver con la creatividad de dinamicidades que arrastra y lleva, desde la

forma-fin, hacia ella, en un verdadero arrastre dinámico. Al decretar

que eso que llamo creatividad de dinamicidades es también ella algo

de la pura potencia, que tiene que ver, pues, sólo con lo sensible,

que es también movimiento, el acto, por mucha actualidad que se

le quiera dar, queda sin la fuerza ínsita de esa creatividad-desde la

forma-fin. Porque, entiéndase bien, nunca digo que ella proceda del

origen y comienzo de lo material-sensible, sino que procede del estira-

miento desde esa forma-fin, que le da la dinamicidad creativa. Mírese

la diferencia entre cadáver y cuerpo vivo. Pero aquí falta, por ahora, y

ya hemos avanzado mucho en el pensar aristotélico que nos muestra

oñate, la conexión con la vida. Hablo de ella no tanto porque la mía

sea una filosofía de la vida, ya se sabe que es una filosofía de la carne,

con lo que ella, entre otras cosas, conlleva de carne viva, sino porque

es el pensamiento aristotélico el que habla de ella y, en ella, sin duda,

se da la dinámica de las creatividades, siempre que los géneros vivos

no sean series cerradas en las que todo está dado ya, por más que sea

desde una forma-fin, que en un tiempo cíclico y eterno se haría idén-

tico a una forma-origen que se les dé al comienzo. Ya se ve, por tanto,

que ese tiempo eternal es una trampa sofocante para nuestro pensar

sobre lo que hay.

La ousía, dicen nuestros autores, al decirse en potencia y en

acto, marca dos perspectivas reales, dos tipos de géneros originarios:

la substancia sensible, compuesta e individual; y una segunda, la

corruptibilidad de la substancia contingente y la incorruptibilidad de la

substancia necesaria. Esta es la la ousía eídos, el hén primero, absolu-

tamente indivisible y en acto en cuanto tal. Por eso hay dos clases de

filosofía, la física y la meta-física; la que estudia el movimiento de la

substancia sensible, en potencia y en acto, y la que estudia la substan-

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cia suprasensible o ente primero en cuanto ente, mostrando su acto

característico, la eternidad y la causalidad que le convierten en ser

primero. Aunque lo sensible no está separado de lo suprasensible, sino

que se subordina a ello, se estudian bajo perspectivas distintas. Los

libros físicos aristotélicos nos enseñan algo definitivo: el télos-límite

de lo sensible es de carácter suprasensible; lo que viene después, la

meta-física, es su fin primero, su principio ontológico, su culminación

o plenificación.

Lo sensible no se da solo, sino que se vincula, se refiere a lo

suprasensible. No se da en un ámbito de la naturaleza y después

en otro ámbito, el de lo suprasensible, separado de la naturaleza

es donde se encuentra lo necesario y el fundamento de la ciencia.

Tampoco aquí, por tanto, hay separación de lo que otros han llamado

natural y sobrenatural, dándose en este último los fundamentos de

aquel. Ambos se dan en un único ámbito, aunque de modos distintos.

No hay que ir a buscar a otro lugar los fundamentos. La cuestión está

en cómo se refiere o se vincula lo sensible a lo suprasensible. Se aúnan

en el tender o concurrir «hacia uno», la substancia que es la forma-fin

plena y perfecta de la serie sensible vinculada. Ya lo sabemos, cuando

parecería que vamos a ir encontrando ese tender hacia aquel uno uni-

ficador del cosmos, nos encontramos con las substancias y las series

que vinculan en pura incomunicabilidad. Esto último es lo que una

filosofía de la carne no puede aceptar de ninguna de las maneras.

Por esa vinculación de lo sensible a lo suprasensible, hay curso

regular de las generaciones, que cambian y se mueven en constante

regularidad. Esto, creo, sólo se puede referir a lo supralunar. También

algo de ello se da en lo infralunar, por ejemplo, en nosotros, por eso

hay posibilidad de ciencia; el cambio y el movimiento se hacen según

las leyes físicas. Son las causas primeras de la phýsis quienes propor-

cionan esa constancia regular en lo siempre idéntico. Me parece que

se refieren a dos cosas: el movimiento regular de los orbes celestes y

el movimiento regular de la generación, de la nutrición, de la corrup-

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ción. Pero eso, en el mundo sublunar, no es bastante; para nosotros

no lo es. cabe lo puramente contingente o accidental, al margen de

cualquier constancia natural, es decir, caben los movimientos violentos

que, sobre todo, son el pan de cada día en el mundo sublunar. Estas

afirmaciones me parece que dejan en muy mal lugar la posibilidad de

nuestra propia libertad, por ejemplo, pues todo acto voluntario queda

reducido a pura contingencia o accidentalidad. Ya sé que el acto volun-

tario nace del alma, un alma, recuérdese siempre que no es la mía,

sino la de la especie, pero entonces sus resultados estarían vinculados

por pura obligación a los movimientos accidentales. ¿cómo puede

aceptarse que las cosas se planteen así, o puedan plantearse así?

La universalidad de la ciencia primera es estructural y activa,

abarcando a todas las significaciones concretas, determinadas, reales,

que se enlazan por referencia al primero, la ousía. Bien está. Lo de

estructural se entiende, pero, insisto, ahí no es necesaria dinamicidad

alguna. Estamos de nuevo en el dibujo de alzada que muestra las

estructuras estáticas de lo que es. Se añade activa, pero aquí puede

haber un malentendido. Activa, porque referida a acto. Pero acto es

realidad de forma-fin. Yendo a nuestras limaduras de hierro, la estruc-

tura de líneas viene referida a la capacidad de disposición estructural

de la forma-fin-magnetismo. cuando esto se establece, todo queda

cerrado. Sí es verdad que hay actividad en el sentido de que lo poten-

cial que forma un ser de la serie, por ejemplo, yo mismo, se actualiza

por el alma de la especie que, en el momento que va desde mi gene-

ración a mi deshilachamiento en la corrupción, cuando el alma está

en el paso por la materia de lo que sea la mía, ella, que es acto pleno

primero, configura los sensibles en esto que soy yo, en la provisionali-

dad del paso en esto que soy, pero luego por sucesivas generaciones

pasará a otros que son los hijos, en una cadena de padres a hijos ple-

nificados por el alma-forma-fin única para toda la serie. Hay actividad,

sí; pero no hay actividad dinámica; no hay dinamismo de creatividad.

Yo he dejado de ser persona. No hay persona. ¿Lo puedo resistir?

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Incluso en el caso de que este fuera el pensamiento de Aristóteles,

estamos viendo que hay una comprensión de lo suyo en una coheren-

cia que me parece reductora.

IX

Nos confiesa oñate que no distinguir la relación que unifica y subor-

dina las categorías a la ousía, y esa misma relación cuando coordina

entre sí las ousíai y las subordina a la substancia absolutamente pri-

mera o superior, la divinidad del acto puro, es lo que, dice, la separa

de owens. Ella distingue entre un pròs hén substancial referencial

categorial que expresa una relación intrínseca y constitutiva entre lo

condicionado y lo incondicional, entre lo referido y el principio refe-

rencial irreferible, y el pròs hén intersubjetivo que describe un vínculo

extrínseco a la substancia, que no resulta constitutivo para las ousíai

sensibles en cuanto entes, dice oñate, sino para la unidad y eternidad

del Todo o del universo. El uno referencial que es la ousía para las

categorías nos sirve para resolver el problema de la unidad significa-

tiva del ente y del discurso ontológico-científico, mientras que el uno

de la divinidad soluciona otro problema distinto, el de la unidad de

los entes, es decir, el del kósmos. La cuestión de la unidad es la guía

y brújula, le llama, para orientarse en el laberinto de la Metafísica,

que se produce en tres series: unidad de la ciencia, unidad interna

de la entidad o de las causas y unidad externa de los principios de los

entes en el universo. Para oñate, owens no nota la diferencia entre

las dos últimas. La equivocidad significativa del ser plural es sometida

por Aristóteles a una doble reducción: la que ordena las categorías a

la ousía y la que ordena las distintas instancias de la ousía a la próte

ousía, la entidad esencial, el eídos o el tò tí ên eînai, que es la pri-

mera causa del ser, con la que la materia, que es en potencia, y el

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compuesto, que es en acto-potencia, se identifican, cuando aquel, el

eídos, es en acto, constituyendo una unidad, el individuo, que es una

unidad numérica compleja, por tanto, contingente, a diferencia de la

simplicidad necesaria que pertenece sólo a la eîdos-ousía, a la entidad

esencia-causal o primera.

En lo que se refiere a la unidad del ser, hace Aristóteles un reco-

rrido, nos dice oñate, en dos fases: de las categorías a la ousía y de los

modos de ser de la ousía a la esencia. Entre las categorías sólo la ousía

es separada y subsistente; se da un primer paso hacia la unidad del

ente cuando todas las categorías se enlazan a una, la primera, la única

que es separada y subsiste, la ousía. un segundo paso se da cuando,

en la estructura dispersa de las ousíai se encuentra el foco de unidad

referencial. Aquello que fuera capaz de albergar a todas las determi-

naciones como su sujeto, sin predicarse a su vez, sería indeterminado,

pero esto es precisamente la materia; por eso, la ousía no es el hypokeí-

menon in-finito de todas las determinaciones posibles, sino un-cada

hypokeímenon determinado-concreto, que es la ousía individual, a la

que pertenecen y se atribuyen las significaciones o esencias secuanda-

rias. Y ¿qué es lo que determina y limita a la ousía? Su propio principio

formal, la entidad esencial-causal o próte-ousía-eîdos. Mas esta no

es la substancia determinada o individuo, sino la forma substancial o

esencia determinante del mismo. El polo referencial que unifica-limita

la plurivocidad de las significaciones del ser y de la ousía es, en último

término, la entidad-esencia. De igual manera que la ousía es causa pròs

hén de que las categorías inderivadas sean, el eîdos es causa pròs hén

de que la materia y el compuesto sean ousía. La materia es la esencia en

potencia; la esencia o forma lo es en acto; el compuesto es acto-poten-

cia, acto imperfecto o movimiento hacia la plenificación o actualización

de su esencia, hacia ser plenamente lo-que-es. Así pues, la próte-ousía,

la entidad esencial primera del alma, o principio actual del alma, no se

dice ya de muchas maneras; por ella se alcanza definitivamente, nos

dice oñate, la unidad del ente. De este modo, la forma substancial en

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acto es primera, ni remite ni se refiere a ningún otro principio, porque

es la primera causa del ser: simple, eterna, necesaria, inmóvil, principio

pròs hén de determinación, realidad, unidad e inteligibilidad para la

ousía, es decir, para el sujeto material que, prosigue oñate, determi-

nado por ella esencialmente, y por la materia accidentalmente, es la

substancia individual. La forma substancial en acto es plenamente su

propio fin, es, pues, entelécheia.

cuando nuestros autores hablan de relaciones semejantes o

no, se están refiriendo a la cuestión de la analogía, pero no veo claro

en ello. Hablan de una relación que aun siendo la misma se distingue

en dos por el lugar que ocupa, por los relacionados en un caso y en el

otro. Por un lado, las categorías con su ousía. Por otro, las ousíai con

la, en definitiva, divinidad del acto puro. Así pues, hay una manera de

tender o concurrir «hacia uno» referido a la relación entre las catego-

rías y su ousía, y hay otro tender o concurrir «hacia uno» referido a la

relación de las ousíai con la divinidad del acto puro. Me temo que de

esta forma, precisamente, se niega toda capacidad de analogía entre

ambas relaciones. una sola palabra, pero, al parecer, dos maneras

de referir en absoluto distintas. La diferencia está en que la primera

expresa una relación intrínseca y constitutiva; la segunda, no. Esta

última es un vínculo extrínseco a la substancia, no constitutivo para las

substancias, sino únicamente para la unidad y eternidad del kósmos.

Da que pensar que esa distinción de relaciones lo que establece es

la certeza de que el tipo de unidad que se da en el primer caso nada

tiene de semejanza, de metáfora o de analogía con el segundo. Debía

ser así en nuestros autores, pues al quedar las ousía-eîdos-forma-fin

cerradas a cal y canto cada una de ellas en sí misma, perfectas en sí

mismas, en su perfecta limitación, alcanzado su fin, su felicidad, su

belleza, su bien, lo que ha acontecido en ellas no es ni repetible ni

exportable; nada comparte con ninguna otra; todo queda para su sí

misma y las relaciones que con ella guardan sus categorías. Ellas ya no

pueden tener ninguna unidad real con las otras substancias que son

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como ella, pero distintas a ella y cerradas a ella, como ella está cerrada

a todo lo que no es ella misma. Por eso he hablado varias veces de

incomunicabilidad de substancias. Después, vamos a ver todavía un

corrimiento del pensamiento metafísico del aristotelismo de oñate

hacia el De anima, es decir, a que esas ousíai se van a quedar más

o menos dibujadas en el alma de la especie que nosotros somos; en

todo caso, en la parte sublunar del universo. De esta manera, las que

correspondan a los elementos celestes, las 53 esferas, ya no tendrán

la fuerza dinámica unitiva de las nuestras, por lo que la relación de

unión puede ser menos estrecha, menos empeñativas. No olvidaremos

la cantidad de veces que en estas páginas hemos visto un modelo

mecanicista de lo supralunar en esta interpretación de Aristóteles, de

manera que en la ordenación del kósmos pueden quedar como emer-

gentes almas, motores inmóviles y Motor Inmóvil, en las que se da

sólo la segunda relación, que no es intrínseca y constitutiva: la que se

da entre puros entes de mera divinidad.

Ya lo sabemos, y esta me parece la causa de lo que llamo la

substancia cerrada, la entidad esencial primera del alma no se dice ya

de muchas maneras —como el ser, que se dice de muchas maneras—;

por ella se alcanza de modo definitivo la unidad del ente en la substan-

cia individual. Ella es la primera causa del ser, simple, eterna, necesaria,

inmóvil; hacia ella se ha dado el tender o concurrir «hacia uno». Dicen

de ella que, por forma substancial en acto, por lo que es plenamente su

propio fin, es entelécheia. Pero, por eso, nos encontramos con una ente-

lécheia cerrada, sin conexión con las otras, como no sea un mero ordena-

miento del dibujo común. Todo queda así cerrado sobre sí mismo, sobre

el alma y, luego, sobre los otros motores inmóviles, los cuales nos habían

aparecido comportándose en un juego de pura mecanicidad. Todos ellos

fuera de cualquier movimiento, sin dinamicidad ninguna, sin creatividad

dinámica, sobre todo de unas respecto a las otras. De entenderse las

cosas así, ¿extrañará que, luego, mucho más tarde, el discurrir filosófico

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de los mundos supralunares acaben llenándose también no ya sólo de

motores inmóviles, sino igualmente de almas y espíritus angélicos?

Hay además otro punto que debe considerarse con cuidado. La

diferencia en el tender o concurrir «hacia uno» de la substancia refe-

rencial y en el tender o concurrir «hacia uno» intersubjetivo es abismal.

La primera expresa una relación intrínseca y constitutiva. La segunda,

en cambio, describe un vínculo extrínseco. Quiero fijarme primera-

mente en lo que sigue: en el primer caso expresa; mientras que en el

segundo, describe. Las palabras elegidas para hablar del pròs hén en

cada caso, denotan una extremada diferencia. La primera indica algo

intrínseco a la unidad, que constituye la conjugación misma de la serie

substancial, es decir, la próte ousía y sus categorías; lo suprasensible en

ella y sus sensibles. La segunda, no. La primera es unidad intrínseca y

en lo substancial. La segunda no. La primera es unidad compleja en la

que, en opinión de oñate, encontramos, por fin, la unidad del ente En

cambio, la segunda es, así, mera montonera9; no hay entre esas subs-

tancias vinculo substancial alguno. Y ¿cómo puede acontecer tal cosa?

Si es verdad lo que ya me había aparecido de la unión substancial en

la serie, que se trataba de una unión de un mero dibujo de alzada de

un sistema de pura mecanicidad, unidad, sin duda, pero no suficiente,

cuánto más ahora en que nos encontramos con una mera montonera

que sólo tiene unidad en nuestro mero decir: ese cosmos será, pues,

como un mero archipiélago de islotes independientes echados al tres-

bolillo que hay plantado en el océano inordenado del ser.

Avanzando con el Aristóteles de oñate, las entidades esenciales de

los entes sensibles son los primeros principios-fines, suprasensibles en

cuanto tales, de ellos y en ellos. No hay generalidades, Bien, uno o Ser

9 No puedo dejar de pensar en el vínculo substancial leibniciano. cf. el capítulo 3, “El Dios trinitario,

culminación de la filosofía de Leibniz: el vínculo substancial”, de Tiempo e historia: Una filosofía del

cuerpo (Madrid 2002) 61-96,

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de todos los entes, sino que hay los entes, los bienes o los unos: las

ousíai. Esto queda del todo claro. otra cosa bien diferente es la de la

unidad externa de las formas substanciales, de las entidades primeras

entre sí dentro del todo-uno-ordenado del universo-cosmos. Lo que

hay, pues, son los entes, aquello que-hay, sin que tengan en otro

su esencia, sino que tienen en sí su propio bien, el fin inmanente y

constitutivo de su propia naturaleza activa, que es y se hace, continúa

oñate, en tensión dinámica hacia su télos, hacia la plenitud de lo que

ya es dynámei. Y ¿cómo se coordinan las entelequias substanciales

entre sí? como cada ousía remite modalmente a su principio-fin, en

el contexto intersubstancial la relación pròs hén hace que cada subs-

tancia remita a su mismo motor inmóvil específico como a su principio

de plenitud y en sentido principal no es causada por ninguna otra

esencia distinta a la suya ni anterior a la suya. Mas, siendo así, si las

substancias sensibles no refieren sino a su propio eîdos, y por su parte

los eíde son principios absolutos, prosigue oñate, ¿cómo podrá darse

el enlace de su pluralidad en el sistema del kósmos? La apertura de la

respuesta se encontrará en la distinción de los sentidos del acto. Dice

el Aristóteles de oñate, si Dios fuera la única entidad unívoca de entre

todo lo que se dice ser, él sería el único ente en cuanto ente: tal es el

reduccionismo que caracteriza, nos dice, la lectura teológica monista

de la filosofía primera.

El conector, como lo llama oñate, pròs hén unifica tres cosas:

las categorías hacia la ousía, las instancias de la ousía entre sí y las

ousíai hacia Dios, sin que podamos ignorar las diferencias y lo que hay

en común en cada uno de los casos en la estructura conectiva.

En la primera, prosigue nuestra autora interpretando a

Aristóteles, las categorías son sólo porque se vinculan o enlazan a la

ousía, por lo que tienen carácter accidental y ellas son merced a su

inherencia (hypárchein) en la ousía que es la única independiente y

separada; ella es el principio incondicionado de lo condicionado a ella,

la primera significación del ser. Por eso, la ousía tiene capacidad de

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recibir contrarios sin dejar de ser una y la misma cosa, y no teniendo ella

ningún contrario. Su función conectora está en que ella proporciona a

lo restante la actualidad substancial, que sin ella no tendrían. Las integra

intactas, sin chocar con ellas, en un sistema jerárquico. La ousía no pres-

cinde de la relación a las categorías, sino que, dentro de esa relación,

continúa oñate, desempeña el papel de sujeto permanente en acto. Ella

es absoluta; son las categorías las que remiten a ella. Es el término de las

referencias, y en este sentido causa-final de las categorías. La indepen-

dencia distintiva de la ousía reside en su primacía ontológica sobre las

categorías, por cuanto la ousía-esencia es el auténtico principio unitario

para los diversos atributos de lo que es un conjunto orgánico, el ente

natural. La unidad de la esencia ontológica no hay que buscarla, pues,

en la esencia, en el contenido, sino en el enlace. No hay que proceder

como owens, nos dice oñate, quien resuelve la polisemia óntica por

exclusión de los atributos y reducción al ámbito de la ousía o entidad,

sino al revés por acumulación estructurada o cualitativa, por inclusión,

conexión y subordinación de la pluralidad categorial en la ousía. él ve un

paralelismo entre la dependencia que vincula las categorías a la ousía

y la dependencia que establece entre las ousíai terrestres y celestes

respecto del Ser Inmóvil de Dios, pero oñate sostiene que se olvida de

otro sistema, el que conecta y hace depender al compuesto sensible

de la entidad suprasensible que es su esencia-acto; olvidar este sistema

intermedio es incurrir en la sistemática omisión de las almas específicas

actuales aristotélicas como entidades primeras.

El conector pròs hén, como le llaman, conecta unificando,

pero, lo estamos viendo, de maneras distintas cada vez; no dos como

dice oñate sostiene owens, sino tres. En la primera unificación, de las

categorías a su ousía, va muy bien esa función conectora de lo con-

dicionado y accidental a aquello que es incondicionado y la primera

significación del ser, proporcionando a lo restante la actualidad subs-

tancial; integra sin chocar en un sistema jerárquico que procede por

acumulación estructurada, por inclusión, conexión y subordinación

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de la pluralidad categorial en la ousía; ella es absoluta y las catego-

rías remiten a ella. La unidad no está en la esencia, sino en el enlace.

Esta unión matizada y orgánica parece cosa bien interesante también

para una filosofía del cuerpo que explica y comprende, mirando

hacia atrás, el ser de lo que somos en nuestro ir siendo. Pero, nótese

bien, he dicho mirando hacia atrás. Ahí pareceríamos encontrar algo

que nos señalan las estructuras de lo que llamo carne maranatizada.

Qué digo, ni siquiera, pues esto es función de lo aquí llamado ousía.

Encontramos una descripción ordenativa de cómo se establecen las

contexturas de la carne. No lo que esta es, pues falta hablar de las

tres carne y del juego de las carnes, sin lo que nada somos, pero sí, al

menos, nos hace entrever cómo se llega a establecer una ordenación

jerárquica de lo que somos en el momento en el que se da lo que

llamo la imposible-posibilidad que nos constituye en seres vivos. Y

cuando hablemos del inteligir que se da en esa unidad conectora, nos

referiremos a nosotros mismos como seres vivos. Será esta, entonces,

una explicación interesante de la unidad conectora que nos hace

carne, y de cómo se establece la jerarquía sistémica de lo que somos

en nuestro ir siendo. Me parece esencial añadir siempre la coletilla

de nuestro ir siendo, pues de otro modo cercenaremos la creatividad

dinámica de eso que se nos da a ser. En una palabra, estamos estable-

ciendo una manera interesante y conectoramente unitiva de eso que

han venido luego en llamar problema cuerpo-alma. No encuentro en

esto, como tuve tentación de pensar en un primer momento, la carne

enmemoriada, pues en esta es esencial la memoria, y ella sólo se da en

el ir siendo, mientras que aquí parece que tenemos, una vez más, una

foto fija; la foto de un amplio y ordenado mecano. Las fotos fijas están

bien para conocer un momento estructural de lo que fotografiamos,

qué duda cabe, pero, insisto en ello, cercena la creatividad dinámica.

No se ve de qué manera en esta filosofía primera aristotélica podemos

reencontrarnos con eso que somos en nuestro ir siendo. Sí, en cambio,

encontramos, en primera instancia, unas maneras muy interesantes de

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estructuración ordenativa y jerárquica que bucea en lo que hay en

busca de los incondicionados y su relación con los condicionados.

Por ahora tenemos clara la primera función unitiva del conector

pròs hén, pero estamos viendo en estas maneras filosóficas las dificul-

tades de lo que acontece en el contexto intersubstancial, pues ahí no

se da ya esa tensión dinámica hacia su télos que hemos visto en los

entes sensibles. Es muy ajustada la pregunta que se hacen de cómo

podrá darse el enlace de la pluralidad en el sistema del kósmos. La

interpretación teológica de Aristóteles dice que Dios es la única enti-

dad unívoca de entre todo lo que se dice ser, el único ente en cuanto

ente; pero, ya lo sabemos, eso no es así para el aristotelismo oñatiano,

precisamente porque no tienen en cuenta esas interpretaciones la

segunda función unitiva del conector pròs hén, pasando de la primera

en directo a la tercera. Así pues, iremos viendo. Además, hubiera

parecido que teníamos las cosas totalmente claras con respecto a la

primera función unitiva del conector pròs hén, pero vamos a ver que

habíamos cantado victoria demasiado pronto.

Me pregunto si no hay aquí una marcha atrás de la oñate aris-

totélica, pues el pròs hén parece verse reducido ahora, sin más, mejor,

de más en más, a la relación entre las categorías y la ousía, lo que,

como hemos ido viendo, no acontece en una filosofía de la carne.

El suponer que algunos piensan que Dios es la única entidad

unívoca, rechaza de raíz la analogía en quien hace esa acusación.

Aristóteles, según oñate, niega la posibilidad real y pensable, aunque

imaginable, de una materia separada de la forma, que fuera pura

indeterminación y se presentara como sujeto absoluto-único de todas

las determinaciones, convertidas, entonces, en sus accidentes. No hay

una Substancia de los entes, y no la hay ni como Materia ni como

Forma. Porque substrato no significa materia; sólo se ha rechazado un

hypokeímenon absoluto, un Sujeto ilimitado de los entes, que sería

La Materia, incluso si le llamara Forma. La ousía es un sujeto determi-

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nado, lo que introduce a radice la pluralidad de los entes como con-

dición de posibilidad sine qua non, prosigue oñate, desde el objeto,

para la ciencia que estudia sus primeros principios y causas, la filosofía

primera. El punto de partida de la metafísica aristotélica será, por

tanto, no la cuestión del Ser, sino la de los entes-substancias. Al tratar

del ente sensible, nunca abandona la perspectiva del sujeto-substan-

cia, para el que la ousía es hypokeímenon, y el prôton hypokeímenon

es la forma inmanente, la esencia del compuesto, sin que ello signifi-

que que toda ousía sea hypokeímenon, porque no toda ousía es sen-

sible-compuesta, pues hay ousíai que son eíde simples e inmutables,

que no son substratos de nada, de ningún cambio, de ninguna deter-

minación accidental, sigue oñate, sino directamente próte ousía o, en

rigor, ousía haplôs. No es, pues, que haya dos significados de ousía,

hypokeímenon y eîdos, sino dos clases de ousía porque hay dos clases

de eîdos: eîdos-hypokeímenon, la materia inmanente al compuesto o

substancia sensible y corruptible, y el eîdos haplôs, la esencia inma-

terial y suprasensible. Se hace una distinción porque el alma puede

mirarse desde dos perspectivas distintas, ya lo vimos anteriormente

con calias y Sócrates, de la mano de oñate. La esencia sensible o

alma, que es la entidad del compuesto, y la esencia suprasensible, que

es el principio actual de la entidad del alma: son la misma, aunque

no del mismo modo; dos perspectivas distintas de la misma forma

substancial. La forma substancial-causa, el principio determinante,

no puede ser ni individual ni universal, sino causa del individuo físico

y del universal inteligido. Los eíde aristotélicos, pues, según oñate, sí

pueden estar aparte de los singulares, aunque estos no puedan estar-

ser separadamente de las almas o entidades primeras a las que deben

referirse y vincularse para ser, por lo que son las causas primeras de los

individuos, sus mismas esencias en acto.

En este párrafo encontramos de nuevo, aunque quizá expuesto

de manera más clara, lo que ya sabíamos. Es a manera de resumen de

la doctrina aristotélica expuesta en los primeros parágrafos de estas

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páginas. Insiste, cosa que no puede sino congratularnos desde una

filosofía de la carne, en la determinación de lo que hay, sin irse a puras

indeterminaciones abstractivas y matematizantes. La pregunta que le

hago a esta interpretación de Aristóteles es si, siendo de primeras una

filosofía que nunca abandona la perspectiva de los entes-substancias,

por qué no llega, después, a la profundidad de la cuestión del ser. Eso

por un lado, y por otro, queda muy confusa esa distinción de Sócrates,

por un lado, y el alma genérica de Sócrates, por otro. Pero a ello nos

hemos referido con suficiente amplitud en página más arriba. Sabemos

la respuesta: porque el alma, en definitiva, es sólo el alma de la especie

y no la de Sócrates. Ahora sería, pues, cuando debieran explicarnos por

qué no llegan a la cuestión del ser. Precisamente cuando nos explicaran

la segunda y tercera función unitiva del conector pròs hén. ¿Lo harán o

se les olvidarán por el camino? Lo habremos de ver enseguida.

como en el caso de la unidad categorial, ¿la unidad de la substancia

es una unidad pròs hén? El Aristóteles de oñate responde que no: la

unidad substancial y esencial de la ousía sensible no es pròs hén, sino

inmediata y directamente unidad; unidad de identidad. Sin embargo,

la unidad modal del ente sensible sí se puede considerar pròs hén,

en sentido modal. Es la diversidad interna al ente sensible la que se

unifica pròs hén, al serlo en orden al fin-acto. Lo reunido por el pròs

hén no ha sido suprimido e incluido en el uno, tò hén, que es la ousía,

sino realzado-ordenado, continúa el Aristóteles de oñate, de manera

que la diversidad modal interna se ordena y subordina a la simplici-

dad modal, y no a la simplicidad esencial, a la actualización plena de

la entidad en todas sus diferencias, con lo que no caeríamos en la

tergiversación corriente de creer que, para realizarse plenamente, las

substancias naturales tienden a ser simples, a lo-simple, con exclusión

de lo diverso, en vez de ser simplemente lo que son, incluyendo sus

diferencias y sus potencias en orden, dicen nuestros autores, a que

pueda darse, expresarse y comunicarse su bien, su vivir bien.

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Si la unidad de la substancia fuera, ella misma, una unidad pròs

hén se referiría y vincularía a otra; entonces los de la interpretación

teológica tendrían razón, pues las substancias quedarían tendiendo o

concurriendo «hacia uno», y este sólo podría ser Dios; pero tal cosa es

lo que oñate rechaza con absoluta fuerza en su interpretación. Por eso

nos dice el Aristóteles de oñate que, siendo la ousía unidad de identi-

dad, inmediata y directa, lo que nosotros hemos interpretado dándole el

calificativo de cerrada, sin embargo, sostiene una unidad modal. No se

pierde la diversidad interna de los entes sensibles en esa unidad, nada

de ellos ha sido suprimido. Es una unidad en la que nada se pierde; nada

se rebaja; nada se reduce. Lo que se consigue, más bien, es realce en la

ordenación. Sin embargo, no acabo de entenderlo bien. Antes, en pará-

grafos anteriores, nos hubiera parecido que la unidad era tal unidad; no

que todos los sensibles condicionados desaparecieran en lo incondicio-

nado, pero sí que entre ellos se establecía unidad recia. Entiendo que

con ello nada se destruye, nada se desmocha, sino que la diversidad

modal interna se ordena y subordina, pero no veo, por ejemplo, cómo

puede darse esa unión alma-cuerpo de la que luego se hablará; aunque

bien es verdad que en definitiva, el alma de Sócrates sólo tiene verda-

dero interés cuando es el alma de la especie en su paso por esos sensi-

bles que nos hacen hablar de Sócrates. Se ve claro que estas maneras

son las que ahora quieren poner en la unidad de las substancias. Nada

en ellas ha sido destruido en la unificación, nada se ha perdido, nada

ha cambiado en su propio ser, simplemente, se realza su ordenación. Se

diría que, ahora, para que aquí, en la unidad de las substancias, no se

caiga en la interpretación teológica de Aristóteles, se enturbia la unidad

que habíamos creído entender se daba entre las categorías y su subs-

tancia, como hemos ido diciendo en varias ocasiones.

Para el individuo sensible, nos señala oñate, prosiguen de la mano

nuestro autores, las determinaciones categoriales incluidas por enlace

pròs hén en la ousía suponen, sin embargo, un resto de potencialidad

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o indeterminación, desde el que resulta posible el movimiento. La

distinción aristotélica entre el acto imperfecto (enérgeia atelés) o movi-

miento (kínesis) y el acto perfecto (entelécheia) permite comprender por

entero, prosigue oñate, que la forma-esencia no acaba de ejercer su

causalidad sobre la materia-potencia del compuesto una vez cumplida

la determinación esencial de la materia última, sino que, mientras el

compuesto viva, continúa ejerciéndola como principio determinante

con causalidad final-modal. Hay así un primer sentido del acto que es

el movimiento, el cual es un acto imperfecto; es actual, pero está en

potencia con respecto al fin; es actual-potencial y muere cuando se da

el fin que él mismo logra, pero que no causa. Se da en él la marca de

la corruptibilidad, en su diferición, en su desgarradura temporal, en su

no coincidencia consigo mismo, nos señala oñate. Y hay también el

acto energético, que se da en otros modos de duración plenos, ricos,

perfectos, los cuales ya no son movimiento, sino práxis, actividad o

acción cuya potencia es completa o perfecta; potencias cuyo acto no ha

de morir; simples, con potencia suficiente para actualizarse inmediata-

mente en la expresión de sí mismos. una actualidad-potencial que nada

tiene que ver con los negocios del dominio, dice bellamente oñate, sino

con la plenitud o complexión, y suficiencia para expresarse con el gozo

de estar siendo, sin difracción entre deseo y realidad, sin obstáculo, sin

desgarradura temporal, en la felicidad del instante eterno, y todo ello

sin necesidad de trasladarse a otro mundo. Estos actos perfectos son

enérgeia y no kínesis. No sólo Dios sino las actividades del hombre o

de los demás seres que son fin de sí mismos exhiben, prosigue nuestra

intérprete, ese carácter de unidad y realidad plena que se expresa en

actividades autárquicas e independientes, libres, que no se subordinan

al fin, sino que se cumplen y expresan sin más en su ver, vivir, pensar,

ser feliz. No relativo a otro, sino absoluto. Pleno, sin faltarle nada, en

su riqueza. Poniendo su ser en la presencia, placer y felicidad. La fuerza

vinculante de su autoidentidad rechaza la des-composición y diferición;

lo suyo es la eternidad. Y, sin embargo, a oñate le parece de extremada

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importancia darse cuenta de ello, el acto energético aquí es todavía

potencial, es precisamente la actualización que no excluye sino que

conserva y expresa a la potencia perfecta; es acto de potencia plena.

Mas tiene todavía la marca de la contingencia o disyuntividad modal.

Actividades inmóviles que corresponden a lo acabado, completo y

eterno, pero todavía potencial, cuya actualización es enérgeia, sin dejar

de ser potencial. Hay, pues, actividades inmóviles que corresponden a lo

acabado, completo y eterno, pero potencial, aunque potencias perfec-

tas, cuya actualización es enérgeia, sin dejar de ser potencial.

Tiene por entero razón oñate cuando señala que para el indivi-

duo sensible las determinaciones categoriales que se dan en el enlace

pròs hén en la ousía no son tales que en la unidad hacia ella impidan

el movimiento: sería un sin sentido, pues de ninguna de las maneras

estaríamos hablando de eso que hay. Mas queda juego todavía, es

obvio. Ese juego lo interpreta diciéndonos que la distinción entre el

acto imperfecto y el acto perfecto nos hace comprender cómo la cau-

salidad de la forma-esencia sobre la materia-potencialidad sólo lo es en

el mientrastanto; mientras el compuesto viva. De nuevo hay que decir:

es obvio, de otro modo la unitividad impediría la muerte y la corrup-

tibilidad cuando, y esto es propio de su interpretación, el alma de la

especie haya dejado de pasar por eso que hemos llamado Sócrates,

y en el mientrastanto se haya dado la influencia del principio deter-

minante como causalidad modal sobre el individuo sensible. Parece,

pues, que esa disyunción de ahora busca poder permitir el movimiento

y la corrupción, pues si la unitividad fuera completa, ya no se podrían

dar, sería romper una unión empeñativa y perfecta. Estamos moviendo

nuestro pensar, por tanto, en el puro mundo sublunar; nada de esto se

da en el mundo supralunar. Nos estamos refiriendo a nuestras almas,

mejor, al alma de nuestra especie que pasa en nosotros. Parece decír-

senos que si hubiera unidad esta sería intocable, eterna, con lo que

nos alejaríamos de manera intolerable de lo que hay. Por eso se habla

de unidad modal. una unidad mientras se dé el modo del paso por el

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individuo sensible. Pero tal cosa se hace despojando de un plumazo el

alma personal de Sócrates. ¿No cabe otra manera de unión? Me temo

que sería difícil conseguirla si hemos decidido —además de que, no

lo he olvidado, habíamos postulado un tiempo cíclico y eterno, con

las terribles consecuencias que ello tiene— que no habrá comunica-

ción de substancias, pues esta pediría para ellas un tender o concurrir

«hacia uno», y este sólo podría ser Dios, incluso un Dios creador.

El acto energético muestra que hay eternidad plena en el acto mismo de

lo contingente; que el tiempo de realidad no es sólo desgarro, muerte,

miseria, dolor y carencia-búsqueda, sino principalmente eternidad, pla-

cer, felicidad, encuentro, riqueza y dicha de estar siendo activamente lo

que se es, en la abundancia que se sobra y expresa, que se da, y en la

felicidad de contemplar también todo lo que esté siendo ello mismo ple-

namente, y se dé en absoluto, y sin resto, y sin límite exterior, tales son

las palabras de oñate para Aristóteles. Lo absoluto y eterno está aquí-

ahora cada vez que hay activa-plenitud; porque la plenitud se alimenta

de su propia expresión. Así, diremos con oñate, que las enérgeiai como

actividades inmutables y eternas, a la vez son contingentes en cuanto a

la presencia-ausencia de su manifestación gozosa. una eternidad con-

tingente, tal es el modo de ser de las potentes actividades perfectas que

son fin de sí mismas, ¿no es exactamente esta la condición de los eíde?

Podemos concluir con el Aristóteles de oñate que el acto energético,

eterno pero potencia, corruptible sin corromperse y que llega a ser sin

generarse, es la prôte ousía o entidad causal de las substancias corrup-

tibles compuestas, y que esta entidad es simple, inmaterial y está fuera

de la materia y el sujeto: tal es el alma.

Pensar las cosas así permite encontrarse con modos de activi-

dad con potencias cuyo acto no ha de morir, modos de duración que

son ricos, perfectos. El mundo supralunar; pero no sólo él, pues en

las almas se da esa misma actividad con potencia cuyo acto tampoco

ha de morir, sino que es eterno. Estos actos perfectos, dicen, ya no

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son kínesis, sino enérgeia. Nada tiene que ver, lo sabemos bien, este

mundo con el sublunar. Es mundo de perfecciones, de estarse en

tiempos que son eternidades. Sin embargo, también las actividades

de los hombres y de los demás seres que son fin en sí mismos, seres

sublunares, tienen una actividad semejante, pues lo suyo es también

la eternidad. La condición es clara, que se trate de esas ousía-alma

de las especies; pasan por lo sensible para hacer que nazca y muera

Sócrates, pero su alma es el alma de todos, eterna también ella, alma

de la especie. Su acto energético es acto de potencia plena; todavía

potenciales, pero que son la actualización que no excluye sino que

conserva y expresa a la potencia perfecta. Tienen todavía la marca

de lo potencial, pero actividades inmóviles que corresponde ya a lo

acabado, completo, eterno. La palabra expresa aquí no parece tener

la significación llena que tiene en una filosofía de la carne, pues

parece querer decir más bien: señala, hace referencia a, tiene alguna

semejanza con; pero no es de verdad una expresión analógica. Quizá,

vuelvo a entrever, la diferencia de todo esto con una filosofía de la

carne esté en una comprensión inadecuada de la analogía. Hay cierto

parentesco expresivo con Dios, sin demasiada cualidad ni importancia,

también aquí existiría una expresión que es la ordenación perfecta en

un dibujo de alzada, pero en donde no hay dinámica creativa alguna

que sea compartida, por más que sea en una huella; pero no verda-

dera expresión de Dios que conlleve una analogía de semejanza. Aquí

se asemejan las relaciones, pero no se asemejan los seres.

El acto energético que nuestros autores acaban de desplegar

ante nosotros, hace que haya eternidad plena en lo contingente,

que el tiempo de realidad sea de eternidades y de plena felicidad;

felicidad de contemplar lo que se está siendo con plenitud, la cual se

alimenta de su propia expresión. Sí, quizá, pero una expresión mocha.

contemplación de una expresión de sí misma, pero en algo que no

está abierto sino cerrado. Lleno, quizá; en completud, ciertamente

no. A lo máximo, ser en plenitud, pero que no expresa el ser en com-

pletud, por lo que, en definitiva, queda esencialmente corto. Que ni

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siquiera ha olido esa expresión, pues se le ha quitado, ha sido redu-

cido a poco, de la misma manera que nuestra alma individual ha sido

reducida a pura nada, al alma de la mera especie.

Así pues, me pregunto si por dejar más clara la función unitiva primera

del conector pròs hén, no nos hemos tenido que meter en los terrenos

tan interesantes del De anima, pero ello ha hecho que nos olvidemos

de verdad de las otras dos funciones del conector, sobre todo de la ter-

cera, por lo que, aunque creíamos, en nuestra lectura del libro L de la

Metafísica, que nos encontraríamos de bruces con el Dios aristotélico

del nÒhsij no»sewj, resulta que ello nos quedó perdido en el lejano

parágrafo 6 de estas páginas. ¡Qué pena! Así pues, ¿marré mi obje-

tivo? Desde un punto de vista sí, es claro; pero desde otro, no. Pues

me enfrenté a una coherencia aristotélica que, si no llega a ser por la

ayuda de la interpretación aristotélica del libro de Teresa oñate, no

hubiera sido capaz de tener. De esta manera creo haber encontrado

los puntos decisivos en los que una interpretación aristotélica se hace

apasionante para una filosofía de la carne.

X

Pero, comienza oñate a terminar su interpretación, no acaba en el

alma la compleja articulación del sistema modal aristotélico, pues el

mismo télos-enérgeia, siendo acto en potencia, depende de una actua-

lidad superior. Tal es el tercer sentido del acto: la entelécheia. Ambas,

enérgeia y entelécheia, no son lo mismo, aunque las dos son enérgeia,

pero la primera lo es en potencia-perfecta, mientras que la segunda

sólo en acto, acto de acto (haplôs) y no ya de potencia alguna. Qué

pasa, ¿la primera tiende a la segunda?, ¿hay para el alma-enérgeia

algún acto anterior como lo hay para todo lo potencial?, ¿pueden ten-

der las potencias del alma a algo diferente, a otra esencia, a otra enti-

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dad distinta de ellas mismas?, ¿puede ser transitiva? Se ha dicho que

todos los seres vivos del mundo aristotélico tendían a Dios, a imitarle,

obteniendo de él el grado de perfección que les correspondiera dentro

de la escala ontológica. Pero oñate se rebela ferozmente contra esta

comprensión de Aristóteles. Según su aristotelismo, ningún viviente

aspira a otra cosa que a su propia perfección. Qué significa esto es lo

que, con su ayuda, tenemos que comprender. El fin de los vivientes

es su propia perfección, decía, y esta no es sino su alma, puesto que

el alma es el fin de los seres naturales. La clave va a estar, prosigue

oñate, en los dos sentidos del fin. Todo cuerpo tiene vida, pero no es

vida, dicen, sino de ella y para ella, para el alma.

El alma-télos del movimiento y del compuesto es enérgeia, acto

perfecto de potencias, no cinéticas sino perfectas, actividad plena,

autoexpresiva, reflexiva, potente, gozosa, placentera, eterna, indivisi-

ble, inmóvil, inmutable, califica oñate, pero moralmente contingente,

en cuanto a la alternancia de su presencia-ausencia, debido a la impo-

sibilidad de su constancia permanente en la presencia, a la intermiten-

cia de su potencia-acto, o de su posibilidad-realidad. El alma puede

estar dormida o despierta, y la disyuntividad de tal composición modal

alternativa señala la marca de su dimensión potencial, de su contin-

gencia. ¿Hay posibilidad de una entelequia que no lo sea de cuerpo

alguno y sea separada? ¿cuál es la causa primera del alma?

El esfuerzo de oñate ahora estará en romper una cierta escala

ascendente que podría parecer que llevábamos y que terminaría en

Dios. Eso no puede ser para su aristotelismo, pues ningún viviente

aspira a otra cosa que a su propia perfección. Y, sin embargo, afirma

que ese acto en potencia al que nos hemos referido en el apartado

anterior, tiene que depender de una actualidad superior. Establece una

diferencia entre la enérgeia del télos-enérgeia que es el alma en las

consideraciones que hacíamos en el parágrafo anterior, y la entelécheia.

La primera es potencia perfecta, la segunda acto, acto de acto y no de

potencia alguna. Pero no acontece que la primera tiende a la segunda,

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pues entonces estaríamos en la interpretación teológica. Distingue,

para no caer en lo que oñate considera un error decisivamente grave

en la interpretación de Aristóteles, dos sentidos del fin. El fin de los

vivientes es su propia perfección, y esta es el alma; todo cuerpo tiene

vida, la vida del alma y para el alma. En el pasar del alma se da la vida,

se conforma la vida, se constituye la vida. Pero la vida es cosa para el

alma, todo viviente la tiene para el alma y desde ella, pero el alma no

es vida; excepto si entendemos la vida como una pura intelección. En la

eternidad del alma se da su perfección plena, mas la vida se da en los

vivientes que aspiran a participar de esa perfección en cuanto el alma

pasa por ellos, entre su nacimiento y su corrupción temporales. En el

caso del mundo supralunar, se daría idéntico proceso, pero entonces la

materia suprasensible ya no es viviente, pues no sometida a nacimiento

y corrupción, sino dándose en un tiempo eterno.

La enérgeia tiende a la entelécheia, prosigue oñate, tiende a ser

constantemente, sin alternativa o discontinuidad alguna, la presencia

activa, viva y plena de lo que ya es dynámei, tiende a persistir en su

ser no sólo para siempre, eternidad, sino constantemente-siempre,

necesidad; en un siempre indivisible, en el placer, en el gozo, en la

felicidad suprema de ser simplemente su propia distinta forma de vida,

cada entidad la suya, que es la de su alma específica, la que la define,

la de su eídos propio, la entidad de su alma en acto necesario, sólo

acto, por sí y haplôs. Modo de ser del alma este, termina oñate, que

no siendo ya entelécheia de cuerpo alguno, sino de enérgeia, de alma

en potencia, sí puede ser separada e inmóvil. El fin, pues, al que tiende

la enérgeia individual-potencia es la entelécheia del alma específica,

la cual, vista desde sí misma, es eterna y divina, y por participar de la

entidad-eîdos, no en un sentido genérico y lógico, son divinos y eter-

nos todos los vivientes, en la medida de lo posible, apostilla oñate.

El alma, en su sí mismo en el que tiende a ser presencia activa y

plena, persiste para siempre, aquí se da su eternidad, pero un siempre

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indivisible en su absoluta constancia, lo que le da la necesidad de ese

siempre. La encontramos, entonces, dentro de su sí mismo en entera

desvinculación de todos aquellos sensible con los que está ligada moral-

mente. De esta manera, los vivientes son divinos y eternos también ellos,

no este o el otro individuo, sino los vivientes que se engranan uno tras

otro, de padres a hijos, en la continuidad necesaria de la especie; vivien-

tes, así, para la eternidad, pues divina y eterna es el alma específica.

Aprendizaje, continúa la interpretación aristotélica de oñate, trans-

misión, conservación por la comunidad intelectual, de modo que esta

acción espiritual que participa por su permanencia de lo divino, todo

ello se debe a ese principio simple, condición de posibilidad y causa final

activa de todo acto racional, necesario, inmutable e impasible, que no

se identifica con los contenidos de conciencia. Entendimiento que es

potencia del alma espiritual, que no es separado del cuerpo y con el

cuerpo muere, por más que pueda tener momentos de plenitud y eter-

nidad de la enérgeia. El pensamiento individual es causado por el enten-

dimiento en acto como la enseñanza del que sabe y lo expresa, enér-

geia, y como fin, porque tiende a saber, a ser racional, a ser lo que es. Y

la entelécheia es causa de que ambas, la potencia activa y la pasiva, den

lugar al conocimiento efectivo, pues de no haber en ambos, maestro y

discípulo, la misma alma-eîdos racional, la misma autoconciencia y la

misma acción de inteligir, con las mismas leyes y principios, no habría ni

diálogo ni enseñanza posible, causa final a la que todos tienden, alma a

la que todos pertenecen; alma que es su bien y su principio de plenitud,

la vida que es actividad mental incesante, autorreflexiva y que todos los

animales autoconscientes tienen, pero ninguno es. Tal es la esencia del

alma, su propio y máximo bien, defiende oñate.

En el aprendizaje, en la transmisión y conservación de la comu-

nidad intelectual se ve claro lo que viene arrastrando, además de que-

dar en su pura patencia cómo es posible que se dé. No son los con-

tenidos de conciencia, sino el paso del alma genérica. Nada de pen-

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samiento individual, sino entendimiento en acto de ese alma genérica

que pone en el maestro y el discípulo la misma autoconciencia y la

misma acción de inteligir. En definitiva, esta es la vida, actividad men-

tal incesante y autorreflexiva que tenemos en el paso, pero no somos,

en absoluto somos, en nada somos. Vida por completo desvinculada

de los afectos. Se diría que hay un pensamiento direccional para evitar

por todos los medios que se diga de nosotros que somos personas.

Ni que decir tiene, se apresura oñate, que el alma en acto y sólo en

acto, lo eterno y lo divino, no es El Dios. Por seguir hablando de la

Tierra, plantas, animales y hombres no tienden a ninguna otra esen-

cia. Tiende sólo a ser lo que cada uno es, su propia esencia plena; a

conservar su vida y la de su alma, y no pudiendo los individuos esca-

par a la muerte, su tendencia efectiva (subrayado mío), consiguen la

transmisión, la perpetuación de su primer principio vital, de su ente-

lécheia, por generación o por aprendizaje o por diálogo o por favor de

lo divino. Así pues, ¿plenitud autorreflexiva autista?, se pregunta con

nosotros oñate. Por potente y plena, difusiva, comunicativa, generosa

patentización, en la donación de sí, que se entrega reproduciéndose,

diferenciándose, continuándose, participando en la divinidad de su

misma vida, se defiende oñate, es la acción expresiva inmaterial la que

reúne al emisor y al receptor. La entelequia, la entidad vida en acto,

el alma necesaria, el alma-eîdos, no es, entonces, acaba oñate, ni un

Dios transcendente ni una abstracción universal ni el alma del hombre,

sino la causa radical y primera, irremovible, diferente para cada tipo

de vida. De este modo, la filosofía modal aristotélica de oñate, dice

esta, nos ha conducido con buena mano a la teología, a los principios

divinos de los entes vivos que participan de la divinidad. Lo divino es el

fin, el objetivo de todos los entes naturales.

Esta claro, no hace falta insistir: el alma en acto, eterna y

divina, no es Dios ni ansía de Dios, sino que está perfectamente tupida

en su sí mismo. Todo ha quedado meramente encerrado en ella. En

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toda la largura de esta presentación del pensamiento aristotélico de

oñate, no hemos oído hablar de la vida, y ahora sí, todo nos resulta

ser llamado vida, quizá para adecuarnos a su mención tan extrema e

importante en el libro L de la Metafísica. No me parece razonable,

casi lo tendría por un juego de prestidigitación. Hay una entrega, pero

no es a la afectuosidad hacia Dios ni cosa parecida, sino al don que

hacemos de nosotros mismos en la reproducción para que el paso no

se interrumpa y continúe con la necesaria eternidad. En fin, queda

uno en los puros pasmos al llegar acá. casi de un plumazo el mundo

supralunar ha quedado cortocircuitado. Para colmo, esta necesidad

eternal del alma genérica, como antes el mecanicismo que todo lo

impregnaba, ¿qué tienen que ver con nuestra física o con nuestra

biología? Si ser aristotélico pasa necesariamente por acá, hay que evi-

tarlo como no quiera uno quedar castrado para siempre en su propio

pensar; más aún si la suya es una filosofía de la carne.

Leyendo los libros Metafísicos en clave monista, continúa oñate, asu-

miendo El Ser y no los entes plurales, se confundirá la unidad pròs hén

de cada ente con la cuestión, tan distinta, que interroga por la unidad

de los entes primeros entre sí. Y cuando Aristóteles en el libro L,

recogiendo los resultados de todos los libros anteriores, concluya que

todas las entidades primeras, y por ende todas las restantes relativas

a ellas, dependen por vía modal del intelecto permanente en Acto

que es el Dios Supremo como Principio-fin del universo-kósmos, no

se sabrá qué hacer con ello, y olvidando las entidades primeras, las

entelequias, se dirá que él es el único Ente en cuanto Ente, el único

Principio, el único Ser en sentido propio, el único Fundamento esencial

de todos los eíde, la única Entidad de tos los restantes entes.

Ya parece que, por fin, cuando queda tan poco para termi-

nar, vamos a contemplar en la interpretación aristotélica de oñate la

cuestión que interroga por la unidad de los entes primeros entre sí.

Los lectores en clave monista, como hemos visto, todos los anteriores

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intérpretes de Aristóteles, al parecer, han creído que la unidad pròs

hén de cada ente se daba en El Ser, en Dios, olvidando tanto qué es

esa unidad como la pluralidad de los entes, porque el ser se da de

muchas maneras en el aristotelismo. Así pues, desde esas maneras de

entender, no se sabrá lo que es la dependencia modal del intelecto

permanente en Acto que es el Dios Supremo como Principio-fin del

universo-kósmos. ¿Ya está?, ¿eso es todo? Tras tantas larguras ante-

riores, ¡qué corta se nos ha quedado en esta cuestión tan interesante

y que parecería también importante en el mismo Aristóteles!, ¡qué

desilusión final! ¿No ocurre, por tanto, que la afirmación del poli-

teísmo, finalmente, es porque sí? Se han cerrado las ousíai, lo que

nada venía a exigir, y ahora, por ello, nada queda por decir. Porque

se cerraron, ahora recogemos esta exigua brevedad. Pero me atrevo a

decir que ninguna de las dos cosas son necesarias, creo que ni mucho

menos, en el pensamiento global de Aristóteles.

Miremos la substancia sensible sublunar de la mano de la compren-

sión aristotélica de oñate. En cuanto compuesto o individuo absoluta

o substancialmente corruptible, divisible y móvil accidentalmente,

puesto que separada en acto, ha de haber potencialmente en ella

algo inmóvil e inmaterial, que sea una unidad, por cuya causa es el

compuesto una-entidad-determinada y separada, el acto de la subs-

tancia en cuanto ente, su causa-formal-final, su quididad esencial

permanente, su diferencia específica, que es primera y de la que no

hay demostración. Pero su esencia inmutable no podrá ser su alma

individual, sino el fin-acto del alma misma, que el alma ya es, aunque

no lo sea siempre, la entelequia. Los sensibles sublunares son separa-

dos o indivisibles sólo en cuanto a la esencia (katà eîdos) de su misma

alma, pues esta, no siendo separable del cuerpo, sólo es separable por

abstracción. Por eso, tales compuestos de alma-cuerpo, individuos,

materiales, que se mueven, son objeto apropiado de la física, pero en

cuanto se refieren a su principio o causa primera, el fin del alma, que

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es el fin del cuerpo, a la esencia que son imperfectamente, en cuanto

entidades y no en cuanto materia o individualidad son objeto de la

ciencia primera, pues participan en la entidad de la esencia.

Vamos ahora, siempre de la mano de la comprensión aris-

totélica de oñate, a los entes celestes. No se trata como cuando la

substancia sensible sublunar de esencias específicas eternas, sino de

individuos eternos, que no obstante son no-separados en cuanto al

lugar, localmente inmóviles. En cuanto cuerpos móviles son objeto de

la física, pero en cuanto individuos esencial y substancialmente indivi-

sibles, en cuanto entes, sí son objeto de la filosofía primera, pues su

entidad es separada e inmóvil. El movimiento continuo y eterno del

cielo, por tanto, tampoco es objeto de la consideración de esta filoso-

fía primera; su objeto es lo akíneton.

Tratado de manera tan insignificante y menguada lo de Dios,

volvemos a lo que ha sido suyo una y otra vez. A la unión alma-

cuerpo. con los sensibles sublunares, el compuesto, el cuerpo, debe

haber una quididad esencial permanente, el alma; separables sólo

por abstracción, sí, pero un alma que no podrá ser alma individual, lo

sabemos hasta el hartazgo. En cuanto compuestos que se mueven,

son tratados por la física, pero en cuanto se refieren a su principio

o causa, por la metafísica. Ya lo de siempre, no me voy a repetir. Los

entes celestes, en cambio, son eternos. objeto de la física, en cuanto

móviles, por más que movimiento continuo y eterno. ¡Y se acabó!

con oñate, pasemos de la substancia sensible y compuesta a la próte-

osuía, al alma, a la entidad inmaterial e inmóvil que es causa formal-final

del compuesto. ¿Qué entidades no están en potencia substancialmente

y por eso son incorruptibles? o bien las inmateriales o las que tienen

materia incorruptible: las almas específicas de los terrestres y las entida-

des individuales astrales. Mas la filosofía primera sólo investiga las reali-

dades desde la perspectiva de la entidad inmóvil y separada, incluyendo

todo lo a ella vinculado o referido, por eso sólo las almas inmateriales

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con potencias cualitativas de los sensibles terrestres y celestes son su

objeto propio. La física y ella tratan de los mismos objetos, pero desde

perspectivas diversas: la primera investiga la causa de su movimiento; la

otra las causas de la entidad en cuanto tal allí donde la halla, las causas

de todo lo que tenga unidad-determinación, separación y acto inmóvil.

Sólo una vez alcanzadas las almas de los cuerpos celestes y terrestres,

continúa oñate, hemos entrado en el ámbito de la filosofía primera, de

las entidades en cuanto tales, abandonando el campo de los compues-

tos y los movimientos. Ahora estamos entre entidades directamente

inmóviles, incorruptibles e inmateriales, hemos llegado a los polos refe-

renciales en virtud de los cuales las restantes instancias participaban en

la entidad, se vinculaban a ella.

Los entes divinos y eternos que nos son manifiestos son las

almas. A través de la generación-transmisión encontramos la perpetui-

dad de las almas específicas, lo que, para el Aristóteles de oñate, es un

fenómeno manifiesto: el hombre engendra hombre, la rosa engendra

rosa, hay transmisión cultural y sin ella no hay comunidades intelec-

tuales ni sociedades ni culturas ni hombres. Mas también lo es que hay

leyes físicas y una precisa regularidad y continuidad en los fenómenos

observables; que por eso hay ciencias; que la realidad es inteligible.

¡Ya nada más me queda por repetir a mí el autor de estas pági-

nas tan desmadradas!

En las potencias intelectivas de las almas, no en sus potencias vege-

tativas, termina oñate, encontramos una potencia anímica que es

separada. La potencia intelectiva del alma racional es, sólo bajo ciertas

condiciones, no siempre, pero sí a veces, kath’hautó, por sí, y entonces

indivisible modalmente. Lo separado en acto, lo necesario, lo simple,

son los eíde como acciones, las entidades inmateriales, eternas, separa-

das o indivisibles, simples o necesarias, que el entendimiento capta en

un acto indivisible del alma. Los agentes del entendimiento son, pues,

prosigue oñate, los eíde-acciones del alma, inmateriales como lo es él

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mismo. cuando los conoce, pasa al acto, se vuelve él también inteli-

gible, puede ser causa de intelección, ser inteligible por lo que puede

actuarse a sí mismo o inteligirse a sí mismo. El entendimiento no es sólo

autoconciencia, sino también intelección activa de sí y por sí, a la vez

que de algún eíde actual, pero no de todos a la vez, nunca la actualiza-

ción de toda su potencialidad, pues mientras está en acto permanece

siendo dynámei disponible para otros actos, otras intelecciones que han

de ser activadas por los eíde acciones y no sólo por el entendimiento en

acto mismo.

Terminamos con el Aristóteles de oñate refiriendo que lo

divino, el objeto de la ciencia que llamó teología es plural y se dice de

muchas maneras y admite grados de perfección que no se excluyen

entre sí, sino que se suman a favor de la belleza y plenitud de lo que

hay, de lo que es. ¿cuál es el sistema que enlazará entre sí a los entes

primeros divinos, necesarios e incausados del Todo-uno del universo?

La que consiente para cada entidad la mayor autonomía posible, la

mayor gratuidad, belleza y diferencia: un sistema topológico de suce-

sión extrínseca establecido en virtud del grado de perfección, de pleni-

tud modal que las entidades presenten; un sistema, dice oñate, como

el de la serie numérica, originariamente plural, si los números son aún

cualitativos. La intensidad de su plenitud máxima es el bien supremo

del universo, el Dios Supremos de entre los divinos, el principio onto-

lógico primero del kósmos, al que siguen las demás entidades inmate-

riales, inmóviles y separadas, tal como descubre el entendimiento con-

templativo de las acciones plenamente bienes —pues la actividad más

cercana al Dios Supremo, la actividad más divina es la noética del alma

del hombre, que en esta actividad parece hermanarse con las restantes

inteligencias celestes—, el que conoce el sistema estético o arquitec-

tónico de lo bello, de lo divino, comprendiendo que si bien los entes

tienen distintos principios, son funcional o estructuralmente análogos.

Insisto en que ya nada más tengo que añadir como autor de

estas páginas. Aunque, finalmente, sí me queda un regusto ácido: se

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ha dividido de tal modo la física de la meta-física que una filosofía de

la carne no puede aceptar estas maneras de pensar que oñate dice ser

aristotélicas. Además, nadie con dos dedos de frente en la física y en la

biología de hoy podría aceptar una filosofía así, y debería hacerlo, pre-

cisamente, porque no es una meta-física, sino un decir fuera de toda

racionalidad física y biológica. Este Aristóteles, me parece, ha sido

condenado a la inexistencia para quien quiera acercarse a él con inte-

rés filosófico y no con meras ganas historiadoras, que se convertirían

en historiantes de la filosofía. Sin embargo, y tras un esfuerzo de com-

prensión del libro de Teresa oñate, no puedo quedar sino contento y

agradecido en extremo, pues me he adentrado con ella en una cohe-

rencia filosófica sistemática, en la que he podido apreciar la fuerza del

aristotelismo, aunque, en mi opinión son varias las cosas decisivas del

dibujo del conjunto con las que no puede estar de acuerdo, incluso

desde una comprensión de la filosofía del mismo Aristóteles. Enrico

Berti, Joseph owens, y otros, claro, seguirán siendo personajes clave

en la interpretación de Aristóteles. ¿En dónde cifro, en resumen, mis

desacuerdos? Sistema mecanicista —dibujo de alzada— en el que no

cabe la creatividad y creo que, finalmente, tampoco la libertad; ousíai

bloqueadas en su mera cerrazón individualista, sin ninguna comunica-

ción de substancias; especies eternas en un tiempo eterno y cíclico, en

las que el final se iguala de necesidad con el principio, con el origen;

perfección de ordenamiento sin creatividad dinámica; curiosas almas,

finalmente, separadas y desconexas; sin saber qué decir de Dios.

El Dios de la interpretación oñatiana de Aristóteles es poli-

teísta a la vieja usanza griega; pero, lo hemos ido entreviendo en mis

comentarios a los textos aristotélico-oñatianos, su interpretación no es

convincente, por eso deberemos preguntarnos: ¿es politeísta el Dios

de Aristóteles?

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fundamentos gnoseoló-

gicos y ontológicos de la

concepción aristotélica

de la suBstancia primera

motor inmóvil como

inteligencia que se inte-

lige a sí misma, según el

libro L de la metafísica

Víctor Manuel Tirado San JuanFacultad.de.teología.San.dámaSo.-.madrid

1. De la realidad cósmica

al motor inmóvil supracósmico

Aparentemente, Aristóteles va a plantear el tema

del «entendimiento [que] se entiende a sí mismo por captación de lo

inteligible» [au(ton de noei= o( nou=j kata meta¿lhyin touª nohtouª)1,

no en el marco de una indagación noológico-fenomenológica, es

decir, de una descripción de la índole de la intelección sobre la base

de la intelección misma que nosotros los seres humanos vivimos en

primera persona, sino que esta sorprendente tesis es defendida en

el contexto de una investigación teórica sobre el tema de la subs-

tancia, es decir, en un contexto estrictamente ontológico: «Nuestra

especulación —así comienza el libro L de la Metafísica— versa

1 1072b20.

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sobre la substancia, pues buscamos los principios y las causas de las

substancias»2. Por eso, después de señalar que la substancia sería lo

único capaz de subsistir independientemente (pues todo lo demás

que no es substancia sólo podría ser en la medida en que inhiere en

una substancia3), esboza una clasificación fundamental de los tipos

de substancia. Habría tres tipos de substancias: por un lado, dos

clases de substancias perceptibles sensorialmente y móviles, a saber,

1) las cosas sensibles del mundo, que son corruptibles; y 2) los seres

celestes o planetas, que serían eternos; y por otro lado, un tercer tipo

de substancia: 3) las substancias inmateriales, inmóviles y eternas. En

un principio, estas últimas podrían ser las especies platónicas, ya sea

entendidas como ideas en el sentido de Platón o bien como números

en el sentido pitagórico. Sin embargo, en el curso del texto Aristóteles

niega que las especies sean substancia, pues no son separables, y, por

2 1069a17. El Libro Λ de la Metafísica, dice Werner Jaeger (Aristóteles; FcE., p. 252-253), «es una

lección aislada, compuesta para una ocasión especial, que nos da no simplemente la parte de la

metafísica llamada teología, sino algo mucho más amplio —un sistema completo de metafísica in

nuce (...) La conclusión es que se dirige a los dualistas platónicos con las palabras de Agamenón (“no

es bueno el mando de muchos, mande por tanto uno solo”) (...) por su fecha pertenece al período

teológico». El ‘período teológico’ es, según Jaeger, el más antiguo, es decir, todavía próximo al

pensamiento de Platón, aunque en actitud crítica. En cambio, el capítulo 8 del libro sería un añadido

maduro, mucho más perfecto y acabado, perteneciente a la última etapa estrictamente ontológica

(p. 398ss.). Todavía el párrafo 1074a31-38 sería un añadido posterior.

En su Aristóteles (México 1990), páginas 302ss., afirma Ingemar Düring: «El escrito Lambda de la

Metafísica es una lección del todo independiente sobre la filosofía de las cosas primeras (...) fue

redactado para el propio uso y no fue publicado en forma alguna (...) Los dos escritos Lambda y

Peri a)rxw=n (= Phys. I), se complementan mutuamente y fueron tal vez planeados y escritos en

forma paralela (...) El paralelismo y la concordancia en el asunto y el lenguaje son los argumentos

más fuertes para la atribución de una fecha temprana a ambos escritos». Y en relación al capítulo

8 y el párrafo 1074a31-38 Düring cree, en contra de Jaeguer, que forman unidad con el resto del

escrito y que, consiguientemente, pertenecen al mismo período (p. 306ss.): «hacemos constar con

Ph. Merlan que entre el cap. 8 y el resto del escrito no existe ninguna contradicción desde el punto

de vista de la teoría del movimiento. Aun la nota inserta en 1074a31-38 la ha explicado Merlan

correctamente».

3 1069a24: «ninguna de las demás categorías es separable».

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definición, sólo las cosas que existen separadas lo son4. El tercer tipo

de substancia sólo puede ser, pues, la substancia divina: una substan-

cia inmaterial, eterna e inmóvil5.

Puesto que la movilidad (junto al carácter sensible) es el cri-

terio fundamental de diferenciación entre los tipos de substancias,

Aristóteles aborda inmediatamente el problema del cambio. Hay cua-

tro tipos de cambio: 1) el cambio substancial o generación (y corrup-

ción) absoluta, que afecta únicamente a las substancias infralunares;

2) el cambio cuantitativo; 3) el cambio cualitativo o alteración (tam-

bién ambos exclusivamente específicos de las substancias infraluna-

res); y, por último, 4) el cambio de lugar o traslación, que afecta tanto

a los seres naturales infralunares, como a los planetas celestes.

Todo cambio, sea del tipo que fuere, requiere como condicio-

nes de su posibilidad la materia, la especie y la privación; es decir, por

un lado, algo que permanece a través del cambio y que extrañamente

aúna en sí lo ente y lo no-ente: la materia6; y por otro lado, el par de

contrarios (dentro de una concreta línea específica) entre los que se

produce el cambio —la correspondiente especie y su privación—. Así,

por ejemplo, mi coche pasa en la línea de color de ser en acto blanco y

no-rojo a ser en acto rojo y no-blanco. Mi coche ha de ser, pues, algo,

una materia capaz de ser lo que aún no es, pero para lo que tiene que

ser ya algo (materia que aúna, decíamos hace un momento, extraña-

mente en sí ser y no-ser). Si la materia es, pues, el a)rxh¿ a partir del

4 1071a1: «Y, puesto que unas cosas existen separadas y otras no separadas, serán substancias las

primeras». Además en 1070a28: «no hay ninguna necesidad de que existan las Ideas. un hombre,

en efecto, engendra a un hombre, uno individual a uno determinado. Y de modo semejante sucede

también en las artes». Y de nuevo en 1071a20 «los universales de que hablábamos no existen; pues

lo individual es principio de las cosas individuales».

5 1071b5.

6 1069b19: «todas las cosas llegan a ser desde un ente: desde un ente en potencia, y desde un

no-ente en acto. Y este es el ‘uno’ de Anaxágoras (...) Tuvieron [los antiguos], por consiguiente, un

cierto conocimiento de la materia».

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cual todo surge, debe haber (al margen de la materia prima), puesto

que hay multiplicidad de entes distintos, múltiples tipos de materia7.

De hecho, hay al menos dos clases fundamentales de materia, pues

hay dos tipos fundamentales de entes materiales: la materia generable

(de la que surgen los entes que se generan y corrompen), y la «mate-

ria no generable, sino trasladable»8, propia de los planetas celestes,

que se mueven pero que no se generan ni se corrompen.

En toda esta primera parte del libro indaga el peripatético el

tema del cambio en el universo distinguiendo tipos de principios y cau-

sas: naturales y artificiales; intrínsecos y extrínsecos, etc. En última ins-

tancia distingue de manera general (analógica) cuatro principios de las

substancias y sus cambios9: materia; especie; privación y causa motriz.

Lo que a nosotros nos interesa comienza a partir de la primera alusión

explícita a la primera causa motriz10, momento en el que retoma y

plantea la cuestión de la(s) substancia(s) eterna(s) inmóvil(es). Interesa

resaltarlo, porque es precisamente en este contexto y de esta forma,

esto es, en medio de un entramado conceptual metafísico enorme-

mente complejo y problemático, donde Aristóteles va a sustentar su

reflexión sobre el Entendimiento que se entiende a sí mismo.

Lo primero que debemos señalar es que el que haya una subs-

tancia de este tipo (eterna e inmóvil) no es algo de suyo evidente, sino

que requiere, según reconoce el propio Aristóteles, una fundamen-

tación. Es lógico que así sea, pues ya hemos visto que él mismo ha

rechazado las teorías de Platón y los pitagóricos, que defendían la exis-

tencia de substancias de este tipo identificándolas con las especies (las

7 1069b30: «si también la materia fuese una, sólo se habría producido en acto aquello de lo que la

materia fuese en potencia.»

8 1069b25. Naturalmente, este razonamiento sólo es válido si se parte de la tesis aristotélica de que

los planetas son eternos.

9 1071a35.

10 1070b34: «Además, aparte de estas causas —se refiere a las causas: eficiente, formal, material y

final—, la que, como primera de todas, lo mueve todo.»

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Ideas platónicas) o los números. No obstante, la fundamentación que

el pensador griego hace de la existencia de la(s) substancia(s) eterna(s)

e inmóvil(es), es compleja. Lo primero que trata de probar es que hay

al menos una substancia eterna, es decir, que no todo lo que existe,

no toda substancia, está sujeta al particular cambio de la generación

y la corrupción; es decir, que habría algo en sí mismo incorruptible

e ingenerable, i.e., eterno. El argumento es extraño y admite varias

interpretaciones. La primera extraería el siguiente razonamiento del

texto de Aristóteles:

Las substancias son lo que verdaderamente existe;

Si todas las substancias fuesen corruptibles,

entonces todo lo que existe sería corruptible;

Sin embargo, tanto el movimiento como el tiempo no son

corruptibles

(pues son continuos y existen siempre; esto es, todo instante

tiene un antes y un después11); por ello el tiempo no puede

tener un principio ni un final, pues todo principio supone un

antes, y todo final también un después, con lo que el origen

del tiempo supondría el tiempo, y el origen del movimiento,

un movimiento);

Por consiguiente, puesto que hay algo que es siempre, hay

algo incorruptible.

como no hay movimiento sin ‘algo’ que se mueva, si verdaderamente

el movimiento es siempre, también lo será el ‘algo’ que se mueve. Ese

algo no serán las substancias corruptibles, pero sí eso —sea lo que

fuere: ¿la materia prima y las especies?— que posibilita el cambio. En

todo caso, que el movimiento suponga una substancia que se mueve

evita el problema de tener que inferir a partir del movimiento y el

11 Literalmente dice Aristóteles 1071b7 «es imposible que el movimiento se genere o se corrompa (...)

ni el tiempo. Pues no podría haber antes ni después si no hubiera tiempo».

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tiempo (que no son precisamente substancias) la substancia eterna

e inmóvil. El nervio de la prueba reposaría, entonces, en la sempiter-

nidad del movimiento, y esta, en su continuidad; y, en todo caso, la

substancia eterna que se demuestra no sería trascendente al mundo,

sino que de algún modo se identificaría con el mundo mismo.

Sin embargo, el texto de Aristóteles parece contradecir esta

primera presunta argumentación, pues inmediatamente después de

afirmar que el «movimiento es continuo en el mismo sentido que el

tiempo»12, afirma justo lo contrario, a saber que «el movimiento no

es continuo, excepto el movimiento local, y de este, el circular»13. Si

no es continuo, querrá decir que el movimiento no se sustenta a sí

mismo, es decir, si fuera continuo, le ocurriría lo mismo que al tiempo:

puesto que cada instante del tiempo requiere más tiempo, está en

continuidad con otro instante; y, entonces, el tiempo ha de ser infinito

como debería serlo el movimiento, en cuyo caso sería ingenerado e

incorruptible, con lo que no tendría principio ni necesitaría de causa

ninguna (pues carecería de origen14). Sin embargo, como decimos, la

tesis es la contraria: el movimiento no es continuo (salvo el local, y en

particular el circular), y además, lo que es más extraño aún, el tiempo

«o es lo mismo que el movimiento o es una afección suya»15.

Es difícil solucionar estas aporías. Parece que Aristóteles juega

aquí con dos maneras esencialmente distintas de argumentar. Al

comienzo hace un razonamiento estrictamente lógico sobre la natu-

12 1071b9.

13 1071b11.

14 Más adelante veremos que esto no es así. Algo puede no tener principio en el tiempo (ser ingene-

rado) y, sin embargo, necesitar de una causa por no dar cuenta de sí mismo.

15 1071b10. Esta subordinación del tiempo al movimiento (no sólo espacial, sino también cualitativo

y cuantitativo) aparece en la Física; por ejemplo, L IV 219a20, o 219b3: «el tiempo es el movimiento

en cuanto que tiene un número». La consecuencia para lo que no cambia, el intelecto supremo, será

que no es temporal. Pero ¿cómo puede haber una vida sin duración? ¿Habrá que distinguir entre

temporalidad y temporeidad?

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raleza continua del tiempo y del movimiento. Después, en cambio,

parece guiarse por el puro sentido común que emana de la experien-

cia sensible y que me hace continuamente ver que los movimientos

naturales concretos tienen un comienzo y un final. La pared de mi

habitación era blanca y ha pasado a ser verde; fulanito pesaba tantos

kilos y ahora pesa estos otros. cada ente del mundo natural no era y

ha venido al ser en un momento dado. Incluso los movimientos de las

cosas que se mueven en la Tierra localmente tienen un comienzo y un

fin, la piedra empieza a caer, el aire deja de soplar, etc. Únicamente

los movimientos circulares de los astros parecen no tener principio

ni fin16. Es probable, pues, que sea esta la base sobre la que reposa

el argumento aristotélico. consiguientemente, no vamos aquí de un

movimiento continuo, a un movimiento eterno; y así de un movi-

miento eterno a la necesidad de que exista una substancia eterna;

sino, justamente a la inversa, de un movimiento contingente a la nece-

sidad de un motor eterno que, precisamente por su eternidad sería

una substancia peculiarísima respecto a las demás substancias del

mundo, y en este sentido sería una substancia transmundana. Mas los

movimientos del mundo (del mundo sublunar), aunque no son conti-

nuos, en el sentido de que comienzan y acaban en un momento dado,

sin embargo, la experiencia parece indicarnos igualmente que siempre

los hay. Este es otro supuesto de Aristóteles en su argumentación (en

apariencia, un supuesto evidente para él debido a que era una creen-

cia estructural o paradigmática —una creencia tectónica, en el sentido

orteguiano— en la cultura griega, ajena a cualquier hipótesis creacio-

nista). El mundo para los griegos es desde siempre. Esto concuerda

con la primera parte del argumento, que partiendo de la identificación

del tiempo con el movimiento, esgrime la imposibilidad de un origen

de este y, consiguientemente, de un origen del mundo.

16 1072a21-23. También 1073a31.

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Desde esta base, de lo que se trata a continuación es de demos-

trar cuál debe ser la naturaleza de la causa primera de los movimientos

del mundo, unos discontinuos y otros continuos. Es, sin duda, un pro-

blema el que estos últimos (los movimientos de traslación circulares)

necesiten de una causa, siendo como son eternos, i.e., careciendo,

por definición, de origen17. La única razón posible reposa en que, por

ser de una índole peculiar, a saber, circulares, no pueden ser acto puro,

ya que al estar en acto de la circularidad, estarán necesariamente

en potencia de la rectitud, con lo que su activación en esta peculiar

forma lineal debe proceder de una causa externa. Este argumento se

completa con otro complementario. Si lo que no es acto puro puede

ser de otro modo (ya que el acto que activa su movimiento modulará

la peculiaridad de este), entonces, en sentido inverso, lo que es acto

puro no estará en potencia de nada, y, consiguientemente, no podrá

ser de otro modo, y permanecerá siempre idéntico a sí mismo18. Lo

extraño aquí es, entonces, que algo contingente pueda a la vez ser

desde y para siempre. Su eternidad sólo será posible en la medida en

que están causalmente vinculados a algo necesario y eterno. Los movi-

mientos circulares son contingentes, pues podrían no ser circulares, de

ahí que necesiten de una causa externa que dé cuenta de su peculiar

eternidad. Serán, pues, como un ‘momento’ o parte-no-independiente

de aquello que los produce. Y, puesto que hay tantos movimientos cir-

culares eternos como astros, cada uno de estos movimientos exige una

17 Cf. supra nota 14.

18 Esta parece ser la línea de argumentación de 1072b5-10: «si algo es movido, cabe también que

sea de otro modo [así, en lo referente a la traslación primaria: la circular de los planetas] al menos

en cuanto es movido en este sentido [i.e.,en sentido circular, que no recto], cabe que sea de otro

modo, de suerte que, si el acto es la traslación primaria, al menos en cuanto que es movido en este

sentido, cabe que sea de otro modo, en cuanto al lugar, si no en cuanto a la substancia [es decir, el

movimiento circular de los planetas es acto puro en cuanto a su existencia (como ‘substancia’), ya

que no tiene principio ni fin; en cambio está afectado de potencialidad en cuanto a su forma (circular

y no de otro tipo)]. Y puesto que hay algo que mueve siendo inmóvil, y siendo en acto, no cabe en

absoluto que esto sea de otro modo».

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causa específica o un motor inmóvil eterno19: «vemos que, además de

la simple traslación del universo, que decimos producida por la subs-

tancia primera e inmóvil, hay otras traslaciones eternas, que son las

de los planetas (pues el cuerpo que se mueve circularmente es eterno

e incesante en su movimiento...), es necesario también que cada una

de estas traslaciones sea producida por una substancia inmóvil en sí y

eterna». Sin embargo, aunque hay una pluralidad de motores inmóvi-

les eternos, puesto que sólo hay un universo, en última instancia, el

movimiento eterno del universo, por el mismo argumento válido para

cada esfera celeste, exigirá una única causa primera o un único motor

inmóvil, al que quedarán jerárquicamente subordinados los demás20.

El primer motor inmóvil estará, pues, activando el movimiento circular

de la última esfera desde la eternidad21. En cualquier caso, para noso-

tros lo decisivo es que cualquier movimiento mundano, aunque sea

eterno, adolece de una inexorable fragilidad ontológica, que pone de

manifiesto su condición óntica o finita. Esta finitud no se expresa en

su corruptibilidad, sino en su imperfección, en su dependencia ontoló-

gica. En la terminología aristotélica se expresa en la condición ontoló-

gica que está necesariamente afectada de potencialidad; o dicho a la

inversa, que no es acto puro, estricta e)ne¿rgeia. Esta condición inau-

tárquica o dependiente del mundo exige, justamente, que haya el ser

autárquico o independiente: el ser ab-soluto o absuelto, la substancia

por excelencia.

19 1073a29.

20 Así (1073a37), aunque «tiene que haber otras tantas substancias eternas por naturaleza e inmóviles

en sí, y sin magnitud (...) está claro (...) que una de ellas es primera, y otra segunda».

21 Düring, Aristoteles, p. 514, apunta una explicación de esta aparente inconsistencia en esta direc-

ción: «En la demostración a favor del principio del movimiento no se trata, como lo formula Wiland,

del nexo del movimiento que se extiende sobre el tiempo, sino de la momentánea articulación de

concordancia entre las cosas que actúan unas sobre las otras. Lo que mueve tiene que estar conti-

nuamente en contacto con lo movido. De ahí se sigue que el proton kinoun tiene que ser algo que

mueve a través de un tiempo infinito»

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El argumento de Aristóteles exige, pues, en la causa motriz

primera:1) que sea siempre (pues el movimiento del mundo es siem-

pre); esto es, debe ser una substancia eterna; 2) que esté siempre

actuando, pues en caso contrario habría momentos en que el cosmos

permanecería parado. Y de aquí se extrae, como acabamos de decir, la

conclusión de que esta substancia 3) debe ser acto puro, es decir, que

no puede ser en ningún caso potencia; y la razón es que lo que no es

acto puro «es posible (...) que deje de existir»22, con lo que dejaría de

mover. Además, puesto que la materia es potencia, y hemos dicho que

la causa motriz es acto puro, 4) deberá ser inmaterial.

Pero, efectivamente, lo que a mí me interesa destacar ahora,

no es tanto la legitimidad de la argumentación aristotélica —proble-

mática, como hemos visto, aunque plena de interés—, sino la índole

misma del modo de razonar como contexto de la posterior determina-

ción de la causa primera como inteligencia que se intelige a sí misma.

ciertamente, la legitimidad de la argumentación es importante,

porque en ella reposaría la legitimidad de postular con fundamento

la existencia de esa inteligencia suprema. No es de extrañar, habida

cuenta del problematismo que encierran estas cuestiones primeras,

la crisis que el hombre europeo habría de vivir en los albores de la

modernidad; no sólo en relación a la ciencia (en el sentido más amplio

de este término), sino también en relación a la teología. La crisis de la

física aristotélica afectó a la teología y contribuyó al giro antropoló-

gico. En el pensamiento griego la física está esencialmente vinculada a

la teología, como lo muestra el hecho de la enorme cercanía entre las

argumentaciones del libro VIII de la Física y del libro L que nos ocupa.

Por el contrario, la modernidad va escindiendo de manera radical al

hombre de la naturaleza. Desde el inicio de la modernidad ciencia y

filosofía se van separando. La filosofía se vuelve casi exclusivamente

sobre el hombre, en quien ve el lugar clave donde rastrear los enig-

22 1071b19.

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mas fundamentales, entre ellos, el del conocimiento. Y es que este es

aún nuestro problema decisivo: conciliar esta dualidad que habita en

nosotros: seres naturales y espirituales a la vez. En todo caso, el hom-

bre moderno —y el actual— deja fuera el cosmos en su intento por

acceder a Dios, y transita únicamente la vía antropológica. El centro de

la reflexión es la ‘esencia’ de aquel que accede al mundo y pretende

acceder a Dios, que es, además, quien construye la metafísica. Por

eso, no se trataría tanto de construir una especie de bosquejo metafí-

sico sobre cómo sería la esencia de Dios partiendo de conceptos ela-

borados en una metafísica intramundana, cuanto de describir lo más

certeramente posible nuestro propio ser consciente espiritual, condi-

ción de condiciones y único suelo verdaderamente originario a partir

del cual tratar de remontarse al Fundamento. El cosmos queda mucho

más lejos de Dios que el hombre, por eso es el hombre y no el cosmos

la puerta natural de acceso a lo Absoluto23. La tarea es la de salvar la

discontinuidad entre la naturaleza cósmica y Dios; en Aristóteles, entre

el acto puro autárquico y aparentemente cerrado sobre sí, y el cosmos

físico dependiente y abierto al Fundamento. Pero veremos que, a la

postre, también para Aristóteles será el hombre la vía privilegiada para

el conocimiento de Dios.

Vemos, pues, que la esencia del primer motor se resume en

ser acto puro. Este es el concepto metafísico fundamental sobre el

que se desarrolla la concepción aristotélica de Dios. Aparece en el

contexto de la polémica con Platón al interrogarse sobre la prioridad

del acto o de la potencia; es decir —y me interesa mucho subrayar

23 El mismo Heidegger insiste en ello, al menos en Ser y tiempo (Tübinga 1986) 13-15: «El Dasein se

ha revelado, pues, como aquello que, desde un punto de vista ontológico, debe ser interrogado con

prioridad a todo otro ente (...) ahora se nos ha mostrado que la analítica ontológica del Dasein en

general constituye la ontología fundamental, de tal manera que el Dasein viene a ser el ente que

en principio ha de ser previamente interrogado respecto de su ser. (...) entonces la pregunta por el

ser no es otra cosa que la radicalización de una esencial tendencia de ser que pertenece al Dasein

mismo, vale decir, de la comprensión preontológica del ser».

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esto— aparece en el contexto de la dialéctica entre lo contingente y lo

absoluto, lo precario y ontológicamente dependiente frente a lo abso-

luto y autárquico. El intento de caracterización de lo absoluto se va a

apoyar en un tránsito por vía de contraste conceptual que va desde las

características propias de lo ontológicamente precario, a sus opues-

tas: las de lo ontológicamente autárquico. En esta línea —argumenta

Aristóteles— aunque en un principio parece que la potencia es ante-

rior al acto (pues el acto es, dentro del cambio mundano, la actuali-

zación de una potencia24), resulta de hecho que «el acto (e)ne¿rgeia) es anterior a la potencia (du¿namin»25. ¿Qué es ese acto originario

anterior a la potencia?

La respuesta más inmediata consistiría en identificar este acto,

principio del movimiento, con el ser permanente que todo lo sustenta.

Sin embargo, Aristóteles disocia el ser del acto puro del principio del

movimiento; uno y otro no serían lo mismo. Suponiendo que el Ser

fuera para él algo más que un concepto analógico —lo que encierra a

su vez el problema de la confusión entre el ser ontológico y el ser pre-

dicativo, pues la analogía se establece a partir del ser predicativo: entra

dentro del concepto ‘ser’ cuanto puede ser objeto de una predicación

verdadera—, no cabe identificar a Dios con el Ser, sino con una parte

del Ser, i.e., con un peculiar ente. El Ser en este sentido metafísico será

el principio originario permanente de todo cuanto hay, pues incluso

la generación de las substancias no podrá tener lugar a partir de una

pura potencia, esto es, a partir de una auténtica nada, sino, más bien,

a partir de ese puro acto permanente o causa primera, pero ahora en

24 1071b22-24: «Parece, en efecto, que todo lo que actúa puede actuar, mientras que no todo lo que

puede actuar actúa; de suerte que parece anterior la potencia». De esto se seguiría que todo acto

implica necesariamente la potencia correspondiente, Mientras que la potencia no implicaría necesa-

riamente el acto. Si generalizáramos este principio implicaría que la potencia de ser no implicaría el

ser. Mas, justamente, la ausencia absoluta de ser carecería de toda potencia, pues sólo es capaz de

ser esto o lo otro, algo que ya es.

25 1072a8

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el sentido de causa intrínseca de los entes o causa ontológica y no de

causa del movimiento de los entes.26 A pesar de que, individualmente

consideradas, las substancias naturales conllevan intrínsecamente

el principio de su movimiento, este principio intrínseco procede de

una causa distinta al ser que las constituye. o, dicho de otro modo,

la phýsis que mueve el mundo procede de un principio diferente al

ser. El acto que causa el movimiento de los entes no coincide, pues,

con el acto que ‘causa’ los entes mismos. curiosamente, Aristóteles

pretende fundar aquí la eternidad del universo. La tesis contraria de

la eternidad del universo sería la tesis mítica de que en el origen era

la Noche y el caos, esto es, un símbolo de la Nada. Pero si alguna

vez hubiera habido nada, siempre habría habido nada y nunca algo.

Por ello la Noche y el caos sólo pueden ser uno de los momentos del

eterno devenir de las cosas fundado en lo que siempre es: «siempre

—dice Aristóteles— han existido las mismas cosas, o cíclicamente o de

otro modo»27. Si no fuera así, el nihilismo sería la verdad, y entonces

todo procedería «de la Noche, de la mezcla de todas las cosas y del

No-ente»28. Aunque, ciertamente, el nihilismo en su sentido más radi-

cal con sus graves consecuencias antropológicas es una posibilidad del

pensamiento que sólo se abre en sentido plenario con la tesis creacio-

nista del judeo-cristianismo: la creatio ex nihilo (el mundo en sí mismo,

al margen de Dios, es nada, de donde lo que verdaderamente asom-

bra es que permanezca en el ser y no sucumba en la nada)29, vemos,

sin embargo, que en cierto modo es una posibilidad ya vislumbrada en

el pensamiento griego, cuando se plantea el problema de la génesis

originaria o, inversamente, de la eternidad del universo: decir que es

antes la potencia al acto, equivale a decir que el ente ha surgido de la

26 1072a10ss.

27 1072a7

28 1072a20

29 Cfr. zubiri, Naturaleza, Historia, Dios (Madrid 1987) 198 y 443ss. y Los problemas fundamentales de

la metafísica occidental (Madrid 2003) passim.

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nada en sentido plenario (no de Dios que crea de la nada, sino absolu-

tamente de la nada). Si ha surgido de la nada, habría surgido también

sin ninguna razón. Se quiebra, pues, el principio de razón suficiente y

quedamos a merced del absurdo, del irracionalismo nihilista30. Si no

hubiera, pues, un principio eterno como esencial antítesis de la nada,

esto es, un puro ser al que por principio la nada ni amenaza ni puede

amenazar, entonces sería justamente la ausencia del fundamento (das

Abgrund des Grundes) o la precariedad ontológica del ser, lo que pre-

sidirá la realidad, a saber, la nada o el abismo (del griego a¿(bissoj,

cavidad sin fondo).

Hay, pues, según el filósofo griego, al menos dos principios ori-

ginarios o dos actos primigenios: uno es ese fondo de ser que sustenta

todo ente (el ser); el otro, el motor inmóvil o Dios. No obstante, queda

por mostrar que, efectivamente, el principio del movimiento no coin-

cide con el ser. Además, establecido lo anterior, quedará por mostrar

igualmente que ese principio del movimiento, que al no identificarse

con el ser tendrá que consistir en un ente particular, debe ser él mismo

inmóvil: motor que mueve sin ser movido y sin moverse.

¿Por qué razón no cabría postular, como hace la física moderna

de acuerdo al principio de inercia, que el movimiento o el reposo son

propiedades intrínsecas a la materia? En el contexto de la ontología

de Aristóteles esta pregunta se convertiría en la siguiente: ¿por qué la

phýsis que mueve las substancias no puede ser intrínseca al ser mismo

que las constituye? Si así fuera, no necesitaríamos postular más que

un solo principio? De la misma manera que hay entes desde siempre,

habría movimiento desde siempre, y este movimiento tendría que ser

el mismo, pues idéntico es el principio. No sólo el ser sería eterno, sino

su particular devenir. Estaríamos ante el eterno retorno de lo mismo;

30 Heidegger señala agudamente esta conexión entre el problema del fundamento y el principio de

razón tal y como lo formula Leibniz. Cf. La esencia del fundamento; 1ª Parte; en: Wegmarken,

pp. 123ss.

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las mismas substancias aparecen y desaparecen, porque los mismos

movimientos se repiten desde la eternidad. Esta es, de hecho, la tesis

de Parménides. Las novedades en el cosmos serían meras apariencias

para una conciencia limitada, que sólo aprehende la parte, i.e., un

momento muy breve del eterno devenir circular en el que lo mismo

acontece repetitivamente. curiosamente creo que, en cierto modo, y a

pesar de negar la identidad de los principios, a la postre, Aristóteles no

dice nada muy distinto de esto31. Veamos.

La tesis es que el acto es anterior a la potencia. consiguiente-

mente, cuando una substancia se pone en movimiento, o pasa de no

ser a ser en un cambio substancial, i.e., se genera, quiere decir que o

bien ella no estaba previamente en movimiento, o bien no existía, no

era; lo que es lo mismo que afirmar que dicha substancia estaba, o

bien en potencia de moverse, o bien en potencia de ser. Que estaba

en potencia de ser, sólo puede querer decir, según hemos examinado

más arriba, que un fondo de ser originario estaba en potencia de

engendrarla (pues lo que se origina, no puede originarse de la nada),

con lo que la generación de las substancias concretas (individuadas) se

convierte, a radice, en un caso particular del movimiento de las subs-

tancias (en este caso de la generación substancial, del ‘movimiento’ de

la ‘materia primera’ o ser primigenio32). Pero, entonces, examinemos

el movimiento de las substancias. ¿Por qué cambian las substancias?

¿Qué es lo que activa el paso de no ser algo a serlo? cambiar es pasar

de la potencia al acto; y la tesis primera a este respecto, como hemos

visto, es que el acto siempre es primero, es decir, que ninguna poten-

cia se actualiza si no es desde un acto que la precede. De ello se sigue

31 refiriéndose a teorías míticas ancestrales sobre la divinidad afirma Aristóteles (1074b10): «pensará

que está dicho divinamente, y que, sin duda, habiendo sido desarrolladas muchas veces en la medida

de lo posible las distintas artes y la Filosofía, y nuevamente perdidas, se han salvado hasta ahora,

como reliquias suyas, estas opiniones.» Hasta las opiniones retornan eternamente.

32 En realidad no puede ser en ningún caso materia, porque la materia es potencia, privación, y de la

privación en sí misma nada sale.

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que lo que mueve tiene que estar ya en acto de mover, es decir, tiene

que estar ya en movimiento. Pero aquí, entonces, entramos en una

cadena: A es movido por B; B es movido por c; c es movido por N,

etc. y así sucesivamente ¿Hasta cuándo? ¿Hasta dónde? No hasta el

infinito, pues in-finito es lo mismo que sin-forma, carente de forma,

esto es, potencia. Pero, como sabemos, la potencia no puede estar en

el origen del acto. Luego, sólo es racionalmente viable el supuesto de

que la cadena de motores movidos sea finita, lo que quiere inexorable-

mente decir que dicha cadena tiene que tener un principio, y un prin-

cipio quiere necesariamente decir un motor que mueve sin necesidad

de que él mismo sea movido por otro. Pero ¿es verdaderamente esta

la única posibilidad? Me parece que no del todo, o al menos no sin

hacer algunas puntualizaciones. Queda, efectivamente, la posibilidad

planteada por Parménides. Aristóteles argumenta desde la perspectiva

parcial de la substancia individuada y finita. Desde esta perspectiva,

efectivamente, se produce una cadena de motores movidos, que si

no se detiene en un último motor inmóvil, queda suspendida en el

vacío de la ausencia de fundamento. Lo que es capaz de arder, sólo

comienza a arder si algo que ya está ardiendo le comunica este dina-

mismo, etc. Pero ¿qué ocurre si consideramos el cosmos como un todo

de ser que, aunque estructurado en substancias (momentos parciales),

se mueve desde la eternidad? ¿Qué ocurre si el ser no es nada al mar-

gen de los entes individuados, coincidiendo así con la totalidad de los

entes intrínsecamente dinámicos? Naturalmente, que para que este

movimiento no requiriera un fundamento extrínseco, el todo de ser en

que se da tendría que ser acto puro: el puro acto de ser, la totalidad

del ser. Pero ¿por qué este acto puro, de acuerdo con la argumenta-

ción aristotélica, no podría identificarse con la totalidad del mundo

en una especie de panteísmo ontológico, en lugar de concentrarse en

un particular ente, por muy peculiar que él fuera? como hemos visto

más arriba, la razón que da Aristóteles es la siguiente. No hay en el

mundo sublunar ningún cambio eterno, sino que todo en él comienza

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y acaba. Tan sólo en el cielo se da un movimiento continuo, pero al ser

circular está consubstancialmente afectado por la potencia. Es decir,

el cosmos no es el ser en el sentido supuesto en nuestra argumenta-

ción (el ser como acto puro que sustenta a los entes), pues el cosmos

está constitutivamente tocado de privación, es material y por ello

inautárquico en su dinamismo. El cosmos en tanto que cosmos tiene

una especificidad que revela su contingencia. Aunque se lo considere

como momento del ser, esta contingencialidad exige una causa extrín-

seca de su devenir. Este es, en realidad, el camino que sigue Aristóte-

les. Los movimientos cósmicos retrotraen a una causa extracósmica

que, por el hecho mismo de ser extracósmica, implica que el ser no

se identifica completamente con el cosmos, pues también el cosmos

es y ella es (extracósmica). Esta extraña doble dimensión del ser, cós-

mica y extracósmica, divina y mundana, es, a mi juicio, un asombroso

barrunto en la escuela socrática, de la trascendencia divina que siglos

después la revelación cristiana atribuirá al creador del mundo.

En todo caso, caben, a su vez, dos posibilidades para este

primer motor: a) que él mismo se mueva, es decir, que sea automo-

viente a la vez que mueve; o bien que b) sea estático (un motor que

mueve estando él parado, inmóvil). En principio, Aristóteles descarta la

primera posibilidad: «Y, puesto que lo que se mueve y mueve es inter-

medio, tiene que haber algo que sin moverse mueva, que sea eterno,

substancia y acto»33.

Examinemos con más detenimiento el asunto. ¿Por qué «lo

que se mueve y mueve» ha de ser una realidad «intermedia» y no

principio último del movimiento? ¿No podría argumentarse desde los

supuestos aristotélicos en sentido contrario? Veamos. Lo que no tiene

en acto algo no puede producirlo. ¿cómo va, entonces, a mover el

primer motor si él mismo no tiene movimiento en acto? ¿Por qué el

ente supremo, en la línea argumentativa de Aristóteles, no iba a gozar

33 1072a24-26.

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por sí sólo de automovimiento en acto? Esta posibilidad la rechaza

el estagirita al rechazar la tesis platónica que, justamente, atribuye

el automovimiento que mueve a las almas, porque «el Alma es una

cosa posterior y simultánea con el cielo» —afirma Aristóteles—34, con

lo que no puede ser el primer motor. Pero, al margen de lo que diga

Platón, ¿no podría, verdaderamente, el primer motor ser una especie

de alma del mundo, que precede y causa el movimiento del mundo?

De hecho, al final, Dios va a ser para el mismo Aristóteles algo así

como el Proto-alma o Intelecto puro.

Así pues, que el primer motor tiene que ser él mismo inmóvil,

no puede querer decir en modo alguno que consiste en una realidad

estática, muerta y sin vida. Lo que es incompatible con la esencia

divina no es el dinamismo en sí, sino el dinamismo que requiere de un

no-ser, esto es, de una potencia, o dicho en terminología más actual,

un dinamismo de la finitud. Nada puede haber de potencia en Dios,

nada de la nada, nada de imperfección, y por ello, lo que es origen

del movimiento de todo lo demás, no puede moverse, ciertamente,

en este sentido; lo cual, insistimos, no quiere decir que su realidad

perfecta sea estática, sino que, al contrario, deberá ser más que movi-

miento. En esta línea, ciertamente, y lo veremos enseguida, el primer

motor no se mueve como los demás entes del mundo —no se mueve

en sentido cósmico: ni se genera ni se corrompe, ni cambia cualita-

tiva o cuantitativamente, ni se mueve localmente en el espacio—. Su

intrínseco dinamismo tiene que ser de otro orden, infinitamente más

plenario que cualquier otro dinamismo, y, además, en comunicación

con el cosmos, pues él es la causa primera y última de todo cuanto en

el cosmos deviene.

En todo caso, este es exactamente el punto en el que se da

el ‘salto’ a otro orden categorial y de argumentación, pues se pasa

del orbe físico al orbe espiritual. Tiene importancia recalcar esto. La

34 1072a1.

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grandeza del pensamiento griego, y en este caso concreto del de

Aristóteles, reside, entre otras cosas, justamente en esta capacidad

para pensar unitariamente la totalidad de la realidad, sin incurrir,

empero, en naturalismo u otro tipo similar de reduccionismo: su meta-

física entronca y está en continuidad con la física (lo que no implica

que se confunda con ella). Hoy día, desgraciadamente, se ha abierto

un abismo aparentemente infranqueable entre la ciencia y la filosofía,

y, repito, sin que queramos decir con ello en modo alguno que no

sean quehaceres teóricos esencialmente diferenciados y pertenecien-

tes a niveles distintos. A pesar de esta diferencia de nivel entre ambos

quehaceres teóricos, la filosofía debe fraguar en una comprensión

cabal del mundo físico y del saber que lo estudia. Aristóteles va del

cosmos a Dios a través de una rigurosa argumentación, que muestra

la exigencia cósmica de una realidad de otro orden (sin un primer

motor del tipo que él describe, el movimiento cósmico en su conjunto

quedaría inexplicado). A su vez, esta teología va a dar razón de la

peculiaridad ontológica del ser humano: un ente destacado entre los

entes sublunares, y por tal, ente intermedio (daimónico) entre Dios

y el cosmos. De hecho, esta conexión con la realidad del hombre es

importante, pues indica la segunda vía a través de la cual Aristóteles

esboza analógicamente la índole de la realidad divina. La primera es la

cósmica que acabamos de ver. La segunda, la del intelecto humano. Y

aquí sí que se entronca con la dirección antropológica que caracteriza

a la modernidad. Las descripciones y teorías que Aristóteles esboza

en otras obras (por ejemplo, en peri yuxh¿), son la base a partir de

la cual Aristóteles puede concebir la esencia divina como no¿hsis noh¿sewj, pues, aunque no estemos en un contexto judeo-cristiano

en el que el hombre es concebido según revelación como imagen de

Dios, la conceptuación del hombre como dai¿mwn, i.e., como un ser

intermedio entre Dios y el mundo, permite igualmente la analogía.

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2. Del motor inmóvil como «espíritu»

La conclusión de toda la argumentación aristotélica es que «tiene

que haber algo que sin moverse mueva, que sea eterno, substancia

y acto»35. ¿cómo no vamos a decir que eso que mueve es ‘algo’?

‘Algo’ tiene que ser, puesto que es una exigencia racional que lo haya,

puesto que lo que de hecho hay para la inmediatez de nuestra mirada

se mueve, y este movimiento indudable requiere necesariamente una

razón suficiente extracósmica. Así pues, cuando se dice que el motor

inmóvil es ‘algo’, es decir, que es substancia, no se prejuzga necesa-

riamente que lo sea al modo de ser de los entes del mundo, es decir,

como algo ahí delante —Vorhandenes— encerrado en sus límites

espacio-temporales. No obstante, efectivamente, alguna analogía con

el ser de los entes cósmicos deberá guardar. Veamos, entonces, si,

justamente, las notas que Aristóteles atribuye al ser de Dios, son pro-

piamente intramundanas y ónticas o de qué tipo son, así cómo cuales

son las fuentes de su teoría.

¿cómo se orienta Aristóteles y cómo procede racionalmente

para rastrear el modo de ser de este primer principio del devenir cós-

mico que es Dios? La pregunta que rige su proceder intelectivo es:

¿cómo tiene que ser eso que mueve sin ello mismo moverse? Esta es,

ciertamente, la pregunta rectora. Y la respuesta es: sólo «lo apetecible

o deseable» (to o(rekto¿n), y lo inteligible (to¿ nohto¿n), es capaz de

mover sin estar ello mismo en movimiento. Y aquí vemos que esta

respuesta sólo cabe ser obtenida de la experiencia inmediata que el

hombre tiene de su propia vida consciente. Sólo en el ámbito de la

propia vida consciente, tiene el hombre, gracias a la diafanidad de

la autoconciencia, experiencia inmediata de algo que mueve sin ello

mismo moverse. Pero aquí ya hemos dado el salto categorial, porque

este salto está ya dado en la diferencia ontológica que existe entre

35 Cf. infra.

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los entes estrictamente naturales y el peculiarísimo ser espiritual del

hombre, que es en la destacada forma de ser de la conciencia. Yo, en

tanto que ser consciente, experimento en primera persona esa parti-

cular vivencia que es el apetecer o desear. Lo que mueve al hombre

en tanto que hombre es aquello que se presenta en su conciencia

revestido de algún valor positivo para él, ya sea moral, estético o

intelectivo. Lo curioso es que lo intelectivo (en el sentido de ‘lo que

aparece a la conciencia como siendo’) es una precondición necesaria

para que cualquier otro valor se dé y nos atraiga. Para que un ente

natural, por ejemplo, un paisaje campestre o una obra de arte, dentro

de las creaciones humanas, se nos presente como algo estéticamente

valioso, primero tiene que aparecer en mi conciencia como siendo de

suyo lo que es (según la caracterización zubiriana de las cosas reales

que se dan a la inteligencia), o, si queremos utilizar la conceptografía

husserliana, la cosa tiene que aparecer como estando ahí delante,

puesta (gesetzt) por un acto ponente (teórico) de la conciencia. En el

pensamiento contemporáneo, justamente Husserl y el propio zubiri

representan eminentes exponentes de esta primacía de la inteligencia

en la totalidad de la estructura humana de la conciencia. Si bien es

cierto que la inteligencia, el sentimiento y la voluntad son estructuras

todas ellas esenciales y primordiales de la persona humana y que, por

ello mismo, dimensionan a una su ser y actúan consiguientemente

también de manera indivisible; sin embargo, siendo ello cierto, como

decimos, se da una cierta primacía de la inteligencia, que es la que nos

permite acceder a la entidad de las cosas, y, gracias a ello, a un orden

ontológico preciso que correlativamente denuncia una también precisa

arquitectónica de la conciencia. Así, los valores, se aprehenden siem-

pre realizados en determinados objetos intuidos. Lo curioso es que ya

la intelección misma de las cosas es de por sí algo valioso para el hom-

bre y, consiguientemente, una especie de proto-valor o valor originario

sobre el que se sustentan o pueden sustentarse otros valores. Es el

valor de la verdad, del aparecer mismo de aquello que aparece.

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Sin duda, esta primacía de la inteligencia es también admitida

por el intelectualismo de la escuela socrática y, consiguientemente,

por Aristóteles, quien afirma al respecto en el mismo texto que nos

ocupa36: «Y más influye en el deseo la apariencia, que en la apariencia

(to faino¿menon) el deseo, porque la intelección es un principio». Y

un poco más adelante, subrayando el valor mismo de la intelección,

afirma37: «y por eso el estado de vigilia, la percepción sensible y la

intelección son lo más agradable».

Nosotros también creemos que la intelección es un principio,

en el sentido que acabamos de especificar; sin embargo, ello no sig-

nifica que quepa definir al hombre exclusivamente como aquel ente

del cosmos cuya esencia consiste y se agota en la inteligencia (en esto

consistiría un deslizamiento teórico al que llamamos «intelectualismo»

—del que, en nuestra opinión, no ha adolecido poco nuestra civiliza-

ción—). No. Efectivamente la inteligencia es una nota primordial del

hombre, pero ello no puede significar que el sentimiento y la voluntad

sean características extraesenciales de la persona humana, sino que

son tan esenciales del hombre como la inteligencia misma, y así deter-

minan ab initio en indisoluble unión con ella la estructura, la natura-

leza y el curso mismo de toda su vida.

El objeto que aparece a la conciencia (a la inteligencia) mueve

sin moverse. No se trata, desde luego, de que ejerza ningún contacto

físico, el aparecer de lo que aparece no es una relación física, ni de

contacto, ni siquiera de un tipo campal, como lo propone la moderna

teoría física de campos. No es que el objeto representado ejerza nin-

gún tipo de fuerza gravitatoria o eléctrica o magnética a distancia de

manera invisible38. No, pues la capacidad de mover que ostenta lo

36 1072a29.

37 1072b18.

38 El principio de inercia, hipótesis fundamental que está a la base de la física moderna, ¿en qué con-

traría los principios del estagirita al respecto? Los campos, que actúan de manera invisible sobre los

cuerpos que están en ellos, se fundan a su vez en energías de uno u otro tipo, que tienen, a su vez,

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inteligible se basa estrictamente en su aparecer a la conciencia, i.e.,

en su estricta condición de inteligible; y si entendemos ya el aparecer

mismo como un cierto ‘mover’ al intelecto por parte de lo que aparece

(lo inteligible), se tratará necesariamente de un dinamismo completa-

mente distinto, pues lo que aparece, el aparecer de lo que aparece, y

la inteligencia como condición necesaria de la posibilidad de que este

aparecer se dé, están en una relación de mutua dependencia e insepa-

rabilidad. La vivencia es un todo indisoluble. Lo que aparece no mueve

en virtud de su intrínseca energía física (como en cierto modo lo

supone el empirismo39), sino en virtud de su contenido gnoto, de sus

cualidades sensibles de forma, color, sonido, etc., y, sobre todo, en vir-

tud del sentido que eso que aparece tiene para el ser inteligente al que

aparece. Lo que mueve al hombre en tanto que hombre no es lo que

mueve al animal en tanto que animal. Al animal le mueven estímulos

que desencadenan en él respuestas más o menos automáticas, pero,

en todo caso, nunca mediadas por una aprehensión de un yo que se

determina libremente en relación a esos objetos que aprehende. Esta

es la esencia de la inteligencia: escindirse frente a lo que intelige en la

distancia intencional del aparecer; una distancia, empero, entre dos

polos inseparables: aquello que aparece y el aparecerme de eso que

aparece. Para que algo ejerza sobre mí su atracción axiológica tiene

un origen. El problema se traduce, pues, en cual sea o cuales son el o los principios de las diversas

trasformaciones energéticas que acontecen en el universo. Y entonces la cuestión del origen se plan-

tea aquí en los mismos términos aristotélicos, pues todo cambio o transformación es efecto de otro,

ninguno da razón plenaria de sí mismo, con lo cual vuelve a plantearse la exigencia de una primera

causa originaria. A este respecto las cosmogonías físicas al uso, por ejemplo, la famosa cosmogonía

del Big-Bang, me parece que sucumben a la crítica aristotélica, pues suponiendo que todo emerge

de una pizca originaria de materia, el problema es que esta pizca originaria de materia, o bien es el

Fundamento, y en tal caso, nada de pizca, o bien necesita del fundamento, para ser y para ponerse,

justamente, en movimiento, porque, ¿por qué empezó a dar de sí cuando empezó y no antes?

39 Así Hume diferencia entre impresiones e ideas, no por características de sentido intrínsecas a la

intelección, sino, al contrario, por su grado de vivacidad.

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que aparecer primero como lo que es, aparecer en el que se sustenta

el aparecer añadido de su valor.

ciertamente, la reflexión aristotélica había comenzado como

una reflexión ontológica en torno a la substancia, pero ahora vemos

que, curiosamente, se va convirtiendo en una reflexión de tintes feno-

menológicos en torno al peculiarísimo modo de ser de la conciencia.

En realidad, para ser más exactos, el momento fenomenológico está

supuesto. como decimos, Aristóteles utiliza todos sus estudios sobre

el alma sensible e intelectiva para trazar una analogía sobre el modo

de ser de Dios. Si es preciso que haya un primer motor inmóvil, y yo

sólo conozco los procesos psíquicos intelectivos como el único ámbito

ontológico donde un tal fenómeno (de mover sin moverse) es posible,

pues entonces yo debo suponer que el motor inmóvil, la causa final,

debe ser una inteligencia, pero suprema: la inteligencia en sí misma,

que cualquier inteligencia finita no hace sino imitar. A este respecto,

además de ser lo inteligible (en el caso del hombre) lo único capaz de

mover sin moverse, es también la intelección el fin último para él, lo

más excelente que el hombre puede realizar en la vida40. Así las cosas,

Aristóteles puede trasladar a Dios, mediante una analogía de propor-

cionalidad dirigida por la idea de lo máximamente excelente, la condi-

ción intelectual, que conoce inmediatamente en sí mismo.

Si lo que mueve es lo inteligible, lo más inteligible será lo que

más mueve. Al mismo tiempo, lo inteligible es lo ente (su contrario

sería lo que no es), es la substancia (su complementario sería el acci-

dente y su contrario, de nuevo, lo que no es), y es lo uno (cuyo con-

trario sería la pluralidad)41; de donde se sigue que el motor inmóvil,

causa primera y última del movimiento del cosmos, será el ente por

excelencia, la substancia por excelencia y la suprema unidad. Teniendo

en cuenta toda la argumentación desplegada por el estagirita desde el

40 1072b17: «el estado de vigilia, la percepción sensible y la intelección son lo más agradable».

41 1072a30.

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comienzo del texto, podemos decir que Aristóteles ha abierto cuatro

líneas fundamentales a través de las cuales caracterizar a Dios: 1) una

es la línea inicial cosmológica en torno al movimiento, según la cual

Dios es motor inmóvil, y por ello mismo, acto puro que no puede

devenir nada otro; o dicho de otra manera, Dios es necesariamente

una substancia completa; 2) la línea axiológica de lo sumamente

atractivo (w(s e)rw¿menon) y valioso (lo más bello y lo más bueno), que

la determina por ello mismo como te¿loj del universo; 3) la línea de

la inteligencia suprema y de lo sumamente inteligible; y por fin, como

consecuencia de esto mismo (pues lo inteligible es lo ente, la substan-

cia y lo uno42), 4) la línea del ente por antonomasia, de la substancia

por antonomasia y de lo verdaderamente uno. Las cuatro líneas no

son independientes, sino que se implican mutuamente. En todo caso

ellas cuatro constituyen los apoyos argumentativos definitivos para

seguir completando el conocimiento de Dios a través de esa analogía

de proporcionalidad impulsada por la idea de lo absoluto (vía de emi-

nencia), pues, «lo primero es siempre lo mejor»43.

La argumentación de Aristóteles, parte de la línea intelectiva,

que, como decíamos más arriba, le sitúa en un nivel ontológico trans-

cósmico. Puesto que inteligir es vida trascendental, esto es, no es vida

biológica, natural o cósmica, sino vida consciente o vida espiritual; ello

le permite a Aristóteles comenzar asombrosamente su caracterización

de Dios, no como mera Idea, por muy excelente que la Idea de Bien

sea, como ocurría en Platón, sino, como existente. Señala Aristóteles

que la de Dios es «una existencia (h( diagwgh¿)) como la mejor para

nosotros»44, sólo que sin límite de tiempo, pues nuestro existir ple-

nario o feliz dura poco, en cambio, en Dios es permanente. Es, como

digo, muy importante subrayar esta primera caracterización de Dios

42 1072a30.

43 1072a36.

44 102b15.

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como existente, pues pone ya en guardia contra la supuesta ingenui-

dad de la ontología griega y de aquella otra ontología que ha venido

construyendo el pensamiento cristiano a partir de su asimilación de

la filosofía griega. como vemos, que Aristóteles afirme que Dios es

ente y substancia, no le impide subrayar a la vez que es un existente,

i.e., que Dios ex–iste, en la forma trascendental de la conciencia. De

hecho, el término griego, diagwgh¿, alude al trans-curso, al paso de

la vida, lo que, unido al contexto intelectivo en que se usa, pone de

manifiesto que su campo semántico gira en torno al hecho de la tem-

poralidad de la conciencia45. No me parece, pues, tan sencillo acusar a

la metafísica clásica de comprender al hombre exclusivamente desde

el mundo, quedando ciega para la peculiaridad ontológica del hombre

y así, para el verdadero sentido del ser. La analogía deja sitio para una

amplia perspectiva del ser y no cae, en cambio, tan fácilmente como el

cientificismo moderno en la ceguera ontológica.

Heidegger, con su llamativa tesis de que la tradición metafísica

occidental había olvidado ya desde Platón la verdadera pregunta por el

sentido del ser, activó una sospecha de ingenuidad que se ha cernido

sobre toda la tradición filosófica, la cual, en relación a la conceptuación

de la substancia primera habría incurrido en una inaceptable entifica-

ción de Dios46. ¿Bajo qué presupuestos? Entificar a Dios querría decir

45 Cf. supra nota 15.

46 En realidad este término tiene más bien origen zubiriano. La entificación de Dios sería una conse-

cuencia particular de la ‘entificación de la realidad’, que, a su vez, sería una consecuencia de la ‘logi-

ficación de la inteligencia’. El sentido de la crítica de Heidegger no es exactamente el mismo, aunque

en una cierta dirección que alertaría sobre conceptuaciones de Dios excesivamente ingenuas, sí.

Heidegger habla más bien, de la confusión de lo óntico con lo ontológico; y, así, de la conversión

del auténtico pensar el misterio del Fundamento en ontoteología. En este sentido, entificación de

Dios no es más que un momento de la metafísica de la presencia, i.e., de una metafísica que busca

erradamente el sentido del ser en la ou)si¿a el modo derivado teórico de hacerse presentes (Vorhan-

denes) en el presente los entes intramundanos; modo de presencia que oculta el auténtico sentido

del ser que se desvela en la temporalidad constitutiva del éxtasis existencial del Dasein. Este éxtasis

no es ente, sino ser, y es el modo más adecuado de comparecer el inobjetivable misterio del ser. Para

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convertirlo en un ente más del mundo, por muy peculiar y extraordi-

nario que fuere. Pero, en tal caso, Dios no podría ser el Fundamento

absoluto, pues el Ser mismo, en cuanto el fundamento misterioso de

los entes, estaría más allá de cualquier ente e incluso de la totalidad

de los entes47. Parece que, efectivamente, el principio creacionista de

la revelación judeo-cristiana apuntaría en esta dirección. ciertamente,

para nuestra tradición religiosa Dios no es un ente más de la realidad,

sino que es el Fundamento mismo de la realidad del mundo. Por ello,

no es una parte del mundo, sino su Fundamento, su principio genera-

dor y constituyente. Que Dios crea el mundo de la nada quiere decir,

por un lado, que el mundo, como el mismo Aristóteles señala, no

proviene de la nada, sino del ‘ser’ plenario y eterno de Dios mismo;

pero, a la vez, quiere también decir, en contra de Aristóteles, que no

es posible postular dos principios diferenciados en la realidad: el Ser

como principio intrínseco de los entes o substancias, y la Causa pri-

mera o motor inmóvil que mueve continuamente el mundo en base

a su excelencia. En todo caso, esta pluralidad de principios (téngase

siempre presente que ‘principio o fundamento del mundo’ no se iden-

tifica con el mundo) son concebidos en la revelación cristiana como

una pluralidad dentro de la unidad trinitaria de Dios. Este aspecto es

constatar esta acusación heideggeriana a la teología católica clásica de esa pretendida objetivación

de Dios, véase, por ejemplo, Heidegger: Fenomenología y teología; en: Hitos (Wegmarken; gesam-

melte Werke Bd. 9, 1976).

47 zubiri expone magníficamente el problema ya en un escrito relativamente temprano (1935): En

torno al problema de Dios: en Naturaleza, Historia Dios (Madrid 1967) 440-441: «Toda posibilidad

de entender a Dios depende, pues, de la posibilidad de alojarlo (si se me permite la expresión) en el

‘es’. No se trata simplemente de ampliar el ‘es’ para alojar en él a Dios. La dificultad es más honda.

No sabemos, por lo pronto, si este alojamiento es posible... porque el ‘es’ se lee siempre en lo que

‘hay’ [... pero] Dios no es, para una mente finita [/], ‘lo que hay’, sino lo que ‘hace que haya algo’

[...] desde el punto de vista humano, el estar fundamentando es la deidad. De ahí que sea un grave

problema la posibilidad de encontrar algún sentido del ‘es’ para Dios... No se identifica, en manera

alguna, el ser de la metafísica con Dios. En Dios rebasa infinitamente el haber respecto del ser. Dios

está allende el ser».

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decisivo, y no parece que le presten mucha atención quienes hoy día

atacan al cristianismo como monoteísmo opresivo que no deja sitio a

la pluralidad.

como quiera que sea, el primer motor de Aristóteles, en base

a su excelencia óntica (lo bueno y lo inteligible por excelencia), activa

tres potencialidades que podrían determinar o determinan la actividad

teleológica de tres órdenes de entes del cosmos: activa el deseo (en

substancias pre-vitales, y en plantas y animales), y activa la voluntad y

el intelecto (en los seres humanos). Este primer principio, que mueve

sin moverse, sería, entonces, el te¿loj del universo, la causa final

(e(¿neka) de la Naturaleza y del cielo, pero también la meta de ese

peculiar ente intermedio que somos nosotros los seres humanos48.

Hay en esta tesis de Aristóteles muchas cuestiones interesantes que

no vamos a indagar ahora, aunque algo deberemos decir más tarde,

estoy pensando en esta distinción fundamental entre estos dos tras-

cendentales: el bien y lo verdadero o lo inteligible, así mismo, la duali-

dad de facultades que a ellos se ordenan: la voluntad y la inteligencia.

Ya veremos que el modo en que estas facultades puedan darse unidas

en una substancia (personal) es una de las cuestiones decisivas.

3. La substancia primera: no¿hsij noh¿sewj

conviene percatarse del modo en que Aristóteles introduce el tema

de la inteligencia que se intelige a sí misma. Es, ¡justo aquí!, en ese

momento en que ha llegado al primer motor, cuando esboza la natu-

raleza de la substancia primera, Bien supremo del universo, que lo

mueve de forma invisible como objeto primario de amor, y cuya esen-

cia sería la de un Intelecto que se entiende a sí mismo, o mejor, la de

48 1072b15

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un efectivo y perpetuo inteligir cuyo objeto es sí mismo. Sin embargo,

parece que se trata más bien de un esbozo construido analógicamente

por vía de eminencia a partir de lo que sería, eso sí, un conocimiento

descriptivo del modo como funcionan en nosotros los hombres tanto

la voluntad como la inteligencia, pues habla de que ante la apropia-

ción de lo bueno experimentamos placer (fruición), es decir, nosotros,

no Dios; pero que esto sólo lo logramos los hombres por breves perío-

dos de tiempo en nuestras vidas, mientras que la causa primera, por

el contrario, debe más bien consistir esencialmente en fruición. ¡No

puede sino ser fruición en tanto en cuanto él mismo es el Bien apete-

cido!49. Justamente porque es el puro acto de Bien, no sólo vive en la

fruición perpetua, sino que ello determina el objeto de nuestra inves-

tigación, a saber, que la causa primera sólo puede tenerse a sí misma

como objeto de intelección, pues la pura intelección sólo puede tener

por objeto lo más puramente inteligible, y eso es, justamente, él

mismo50. Aquí tenemos el para-sí de la inteligencia que tan eminente

lugar va a ocupar desde entonces en las reflexiones de los filósofos. A

49 La construcción del esbozo se refleja en 1072b14: «Y es una existencia —postula Aristóteles para

el ser de Dios— como la mejor para nosotros durante corto tiempo». El «como», justamente señala

la comparación analógica con nuestra existencia, que es el ‘sistema de referencia’ a partir del cual se

establece la analogía. A este respecto es imprescindible la teoría zubiriana de la ‘razón’ como dimen-

sión intelectiva ulterior al logos y a la aprehensión primordial de realidad. La razón como dimensión

intelectiva es por esencia analógica en este sentido. Sobre esta cuestión puede consultarse mi

estudio: “Sobre el lugar de la analogía en la estructura de la subjetividad humana: reflexiones preli-

minares”, en Jornada sobre la analogía; Alfonso Pérez de Laborda (ed.), Publicaciones de la Facultad

de Teología San Dámaso, Madrid, 2006, pp. 93-129.

Ingemar Düring señala agudamente este proceder analógico de Aristóteles a la hora de esbozar la

naturaleza de Dios, pp. 333-334: «como de ordinario, Aristóteles parte de las relaciones en la vida

cotidiana (...) así reúne siempre en su pensamiento un sensato common-sense con una abstracción

llevada hasta sus últimos límites. Su recurso más brillante es la analogía. En el caso presente halla

una analogía aplicable en la tendencia del hombre hacia el Bien (...) Aristóteles parte de hechos de

experiencia».

50 1072b19: «Y la intelección que es por sí tiene por objeto lo que es más noble por sí, y la que es en

más alto grado, lo que es en más alto grado».

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partir de aquí empieza el núcleo del texto que va a ser objeto de nues-

tro estudio, texto que, como vamos a ver, se encuentra a la altura de

los más grandes textos de nuestra civilización51.

La piedra angular que permite a Aristóteles postular cómo

debe ser Dios en tanto que inteligencia es el concepto de acto, de acto

puro. Dios tiene que ser puro acto, esto es, puro ser originario; mien-

tras que las demás cosas del mundo, incluidos nosotros los hombres

a pesar de nuestra naturaleza racional, no somos actos puros, seres

plenarios, sino una mezcla de acto y potencia. Ya hemos señalado que

actos semipotenciales es para un griego lo más parecido a la finitud,

tal y como lo planteamos hoy ya bajo el influjo del judeo-cristianismo.

¿Explica este modo aristotélico de plantear la cuestión el propio hecho

histórico de que la filosofía occidental, oscilando en torno a la disputa

realismo-idealismo, en realidad ha estado no tanto jugándosela en el

plano del conocimiento, sino en el de la ontología? El idealismo es, a

la postre, una opción ontológica a favor del espíritu; aunque dentro de

ello podrá postular la esencial diferencia entre los espíritus finitos y el

espíritu infinito. Por el contrario, el realismo parece ser una ontología

de suyo plural que admite tanto el espíritu como la realidad material

no espiritual (no incluyo la opción materialista, porque me parece de

todo punto insostenible).

Veamos, entonces, cómo urde Aristóteles esta madeja de las

relaciones entre el análisis de la inteligencia y el del ser, y a partir de

ahí haremos algunas consideraciones, aunque sean escuetas, sobre las

posiciones de la filosofía contemporánea.

51 Werner.Jaeger, Aristóteles, p. 395, dice al respecto: «cómo hablaba en realidad Aristóteles lo mues-

tra el capítulo 8, que en contraste con el resto del libro, está perfectamente redactado»; y en p. 252:

«con seguros golpes de martillo cincela magníficas frases, que aún hoy leemos involuntariamente en

voz alta». Cf. infra nota 2. W. K. c. guthrie, Historia de la filosofía griega, vol. VI (Madrid 1993) 264,

afirma sobre el texto: «yo me aventuraría a llamar la exposición más magistral, en forma de nota de

clase, que nos ha legado Aristóteles».

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El texto en el que Aristóteles comienza a plantear el ser-para-sí

del Entendimiento divino es el siguiente52:

«Y el entendimiento se entiende a sí mismo por captación

de lo inteligible (au(ton de noei= o( nou=j kata meta¿lhyin touª nohtouª); pues se hace inteligible estableciendo contacto

y entendiendo, de suerte que entendimiento e inteligible se

identifican (tau)toÑn). Pues lo que es capaz de recibir lo inteligi-

ble y la substancia es entendimiento, y está en acto (e)nergei=) teniéndolos, de suerte que esto más que aquello [el acto más

que la potencia] es lo divino que el entendimiento parece tener,

y la contemplación (h( qewri¿a) es lo más agradable y lo más

noble (a(¿riston). Si, por consiguiente, Dios (o( qeo¿j) se halla

siempre tan bien como nosotros algunas veces, es cosa admi-

rable; y si se halla mejor, todavía más admirable. Y así es como

se halla. Y tiene vida (zwh¿), pues el acto del entendimiento es

vida, y él es el acto. Y el acto por sí de él es vida nobilísima y

eterna. Afirmamos, por tanto, que Dios es un viviente eterno

nobilísimo, de suerte que Dios tiene vida y duración continua y

eterna; pues Dios es esto (...) queda demostrado que no cabe

que esta substancia tenga ninguna magnitud, sino que carece

de partes y es indivisible (...) Y también queda demostrado que

es impasible e inalterable».

Tiene razón Jaeger en situar este texto entre los más destacados de

nuestra tradición literaria occidental. En él se aglutinan palabras que

resuenan en lo más profundo de nuestras conciencias por pertenecer

a la entraña de nuestra cultura. Por ejemplo, esa insistencia en la con-

dición viviente de Dios, que evoca el Evangelio de San Juan cuando

hablando del Verbo, que es cabe Dios desde toda la eternidad nos

dice de él que, es vida que ilumina la vida de los hombres53. Pero pase-

mos a estudiarlo en profundidad.

52 1072b20-1073a10

53 San Juan I, 1-14: «En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba cabe Dios, y el Verbo era Dios.

Este estaba en el principio cabe Dios. Todas las cosa fueron hechas por él; y sin él nada se hizo de

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Sabemos que el universo requiere de un primer motor, que no

puede moverse al modo de los entes que lo componen, y que, para

tener ese poder, debe reunir unas condiciones ontológicas extracos-

micas excelentes (mueve sin él moverse; nada tiene de potencia; es

eterno y autárquico, mueve sin contacto, pues es inmaterial). gracias

a nuestra vida humana intelectiva conocemos de primera mano un

modo de ser, un dinamismo que podemos considerar estático desde

el punto de vista de lo que significa la kinesis cósmica, y que, sin

embargo, es capaz de mover. Mueve de forma invisible y a distancia.

Mueve de dos maneras. En primer lugar, lo inteligible mueve por el

mero hecho de hacerse accesible al intelecto, de aparecer a él. La inte-

lección aquí tiene un sentido amplio54; no se restringe exclusivamente

al aparecer de lo universal, sino que abarca el aparecer de cualquier

ente, es el acontecer de la verdad en su matriz originaria, la a)lh¿Jeia,

el desvelamiento de lo que es, la pura contemplación.

Lo inteligible, decía Aristóteles, es ‘una de las dos series’. Es

inteligible el ente, lo uno, la substancia, etc. En cambio, el no-ser, la

multiplicidad en tanto que multiplicidad, el puro devenir sin substrato

de permanencia, no es inteligible. Lo ente, la substancia, al aparecer

mueve al intelecto, pero es un mover misterioso, porque el intelecto se

adecua, acoge a o ‘entra en contacto’ con lo inteligido, lo recibe sin

perder su identidad ni alterar la de aquellos que recibe. Mi aprehen-

cuanto ha sido hecho. En él había vida, y la vida era la luz de los hombres, y la luz en las tinieblas

brilla, y las tinieblas no la acogieron».

54 Desde Husserl se da una tendencia en el pensamiento de cuño fenomenológico a considerar la vida

espiritual del hombre unitariamente, sin escindirla en dos niveles esencialmente heterogéneos, como

hace la tradición y Aristóteles: el sentir y el inteligir. Para Aristóteles y la metafísica clásica el sentir

humano es idéntico al animal, es el animal que llevamos dentro. Lo que ocurre es que la inteligencia,

que es de hecho una facultad en sí misma, opera sobre las sensaciones que la sensibilidad le brinda.

Quien más claramente señala la unidad de los actos del espíritu humano es el pensador español

Xavier zubiri, para quien la intelección humana es por esencia sentiente, y su sentir, sentir intelectivo.

No hay posible separación entre ambas, porque inteligir no es aprehender un universal, sino apre-

hender lo real sentido qua real.

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sión de la taza verde no se hace ella misma verde, aunque accede a la

alteridad misma del verdor. El aparecer de lo inteligible en la intelec-

ción es, pues, un peculiar dinamismo, un acontecer lumínico en el que

lo inteligido y su intelección forman una unidad dinámica indisoluble,

sin que, empero, ambos polos se confundan (no se confunden lo que

aparece y su aparecer)55. Pero, como dejábamos traslucir más arriba

al afrontar por vez primera esta cuestión, lo inteligible mueve de una

segunda manera, que se funda sobre la anterior. Lo inteligible mueve

también, porque, al aparecer a la inteligencia engendra el valor del

aparecer mismo, y, entonces, la intelección misma muestra su valor,

su fuerza atractiva, pues el aparecer de lo inteligible, la luz de la con-

templación, su acto, es en sí mismo deseable, engendra placer: el puro

placer teórico. Mas lo inteligible puede también mover en un tercer

nivel haciendo aparecer nuevos valores de eso que aparece, como

cuando lo que es se muestra además como bueno o como bello.

Pero nuestra intelección, en este sentido amplio de aprehen-

sión sentiente humana, es siempre activada desde fuera, depende

esencialmente de la sensación; y esta tiene lugar cuando algo otro nos

afecta, nos activa, haciendo que nuestra capacidad de sentir e inteligir

pase de la potencia al acto56. No es, pues, un acto puro y autárquico

55 Acerca del alma, 425b26: «El acto de lo sensible y el del sentido son uno y el mismo, si bien su esen-

cia no es la misma. Me refiero, por ejemplo, al sonido en acto y al oído en acto: cabe, desde luego,

que alguien, teniendo oído, no esté oyendo, así como no siempre está sonando lo que es sonoro;

no obstante, cuando lo que puede oír está en acto y lo que puede sonar suena, se producen con-

juntamente el oído en acto y el sonido en acto: cabría llamarlos respectivamente audición a aquel y

‘sonación’ a este. Y puesto que el movimiento, la acción y la pasión, se dan en aquello que es actua-

lizado, tanto el oído como el sonido en acto han de darse necesariamente en el oído en potencia, ya

que el acto del agente y motor tiene lugar en el paciente —de ahí que no sea necesario que lo que

mueve sea, a su vez, movido—. El acto de lo que puede sonar es, por tanto, sonido o ‘sonación’ y el

de lo que puede oír, oído o ‘audición’. Doble es, pues, el significado de oído y doble el de sonido. La

misma explicación es válida también para el resto de los sentidos y sensibles».

56 ariStóteleS, Acerca del alma, 417a5: «la facultad sensitiva no está en acto, sino solamente en poten-

cia. De ahí que le ocurre lo mismo que al combustible, que no se quema por sí solo sin el concurso

del carburante». Véase también la nota anterior.

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que se mueve a sí mismo, sino una potencia movida desde fuera. Por

esta razón queda vinculada a la materia, y en particular al cuerpo:

forma parte del cosmos y de los movimientos del cosmos; por ello

está sujeto nuestro cuerpo al devenir de la generación y la corrupción.

Y, sin embargo, aunque pasiva (activada desde fuera), la aprehensión

sensible ya es en sí un modo espiritual del ser, pues el todo de la viven-

cia consciente no es en sí mismo de la misma naturaleza que los entes

del mundo que en él aparecen. Verde y espacial es la taza vista, pero

no el ver mismo. El aparecer de lo que aparece, ni es extenso, ni tiene

color, es un éx-tasis espiritual, una distensión intencional, una actuali-

dad intelectiva: puro tiempo cualificado por la luz de la verdad. ¿Qué

quiere decir esto? Que el aparecer consciente está ya habitado por el

espíritu, por el alma, o como quiera decirse. Que es vida trascenden-

tal, vida de un yo extracósmico, que trasciende la materialidad. Por

esta razón, el alma se aprehende a sí misma ya aquí, pues al percibir

la taza, no sólo aprehendo la taza, sino el aprehender mismo. No sólo

veo la taza, sino que veo que veo: me doy cuenta de que veo. Que

es el alma el que ve se revela igualmente en la unidad del acto. Las

múltiples sensaciones de los diversos sentires vienen a confluir en una

única aprehensión, que los traspasa a todos en sus intrínsecas pecu-

liaridades, siendo, sin embargo, que el ojo es ciego para el sonido, el

oído sordo para el color, el tacto inútil para el olor, etc. Y, sin embargo,

yo capto las diferencias entre cada una de estas sensaciones. Y es que,

la inteligencia, al inteligir lo inteligible, se intelige a sí misma.

Aristóteles no utiliza esta categoría del yo, estrictamente

moderna, para describir la unidad espiritual del acto aprehensivo

humano. Habla del alma o del intelecto; o también, fusionando los

término, del alma intelectiva como la parte más excelente del alma,

que habita un cuerpo como su forma, como su entelequia. El alma

pertenece a otro orden del ser distinto del orden corporal cósmico.

Es un destello divino, que misteriosamente se ha encarnado en un

cuerpo material concreto. Este alma, de acuerdo a las descripciones

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aristotélicas, no parece ser en sí misma individual. Lo individual le

viene del cuerpo al que da forma y esencializa intelectivamente. En

tanto que almas todas son idénticas, sus actos no difieren en nada:

pura enérgeia contemplativa. Por esta razón, «el intelecto (...) parece

ser en su origen una entidad independiente y que no está sometida a

corrupción»; y, por ello, no sufre ninguna decadencia con el paso del

tiempo, como sí le ocurre al cuerpo, que se deteriora y envejece hasta

destruirse, de manera que «si un anciano pudiera disponer de un ojo

apropiado vería, sin duda, igual que un joven (...) el intelecto mismo es

impasible»57. En esta última afirmación del pensador griego se ve que

el intelecto habita también la sensación, cuando del hombre se trata.

De hecho, el propio Aristóteles reconoce que «ningún ser que no

participe del alma posee sensaciones»58. Sin embargo, hay como un

estrato más puro de actividad intelectiva en el hombre: la pura inte-

lección que prescinde (abstrae) del concreto y deviniente contenido

de sensación aprehendiendo estrictamente el universal inteligible.

Desde este punto de vista, lo sensible (la sensación) ya no es en sen-

tido estricto algo inteligible. Esto es extraño, pues ya hemos visto que

lo inteligible es «una de las dos series»: lo ente, la substancia, lo uno,

etc.; mas las sensaciones, tal y como las describe Aristóteles, reúnen

al menos la condición de ente y de unidad, por lo que son inteligibles.

Hay, empero, grados de inteligibilidad. Lo inteligible que mueve el

intelecto más allá de la sensación es el universal, y «los universales se

encuentran en cierto modo en el alma misma»59. De aquí que en el

nivel del pensamiento el intelecto operaría más autónomamente y con

menos dependencia del cuerpo. ¿Y por qué no con independencia

absoluta? Este asunto es decisivo. Es decisivo para la antropología, a la

vez que para la teología, pues lo distintivo del intelecto divino es justa-

57 Acerca del alma, 408b20-25.

58 Acerca del alma, 415b25.

59 Acerca del alma, 417b22.

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mente su condición absolutamente independiente y autárquica, frente

a la peculiar contigencia del entendimiento humano.

El texto completo que acabamos de citar antes reza como

sigue60: «la sensación en acto ha de considerarse análoga al acto de

ejecutar la ciencia, si bien entre uno y otro existe una diferencia: en

el caso de aquel los agentes del acto —lo visible, lo audible...— son

exteriores. La causa de ello estriba en que mientras la sensación en

acto es de objetos individuales, la ciencia es de universales y estos se

encuentran en cierto modo en el alma misma. De ahí que sea posible

inteligir en sí mismo a voluntad, pero que no sea posible percibir sen-

sitivamente en sí mismo, ya que es necesaria la presencia del objeto

sensible». El texto es enormemente problemático y ambiguo. Si el

intelecto puede inteligir a voluntad al margen de la percepción sensi-

ble vinculada al cuerpo, ¿en qué se diferencia la posición de Aristóteles

de la de su maestro Platón? ¿cuál es la relación del universal, de lo

estrictamente inteligible, con lo individual sensible? ¿Es el individual

sensible un mero desencadenante del dinamismo espiritual que cons-

truye ciencia a priori y exclusivamente en su interioridad? ¿Discurren

paralelamente, pero ‘sin tocarse’, el dinamismo sensible cósmico y el

dinamismo inteligible espiritual? La solución de estos problemas nos

retrotraería al problema de la abstracción: el universal verde, ¿está

realizado en la taza verde individual y concreta, o es proyectado sobre

ella por el intelecto? Lo que en todo caso parece innegable es que, al

menos en esta vida, los procesos intelectivos sólo acontecen sobre la

base de la vida sensible. No tenemos experiencia de vivencias pura-

mente intelectuales que discurran absolutamente sobre sí, indepen-

dientemente de cualquier donación de mundo sensiblemente intuido

(aunque, ciertamente, tampoco puede descartarse que en sí mismo sea

ello posible). En realidad, la posición de Aristóteles es aquí, a la postre,

muy parecida a la de Platón. El alma intelectiva es ajena al cuerpo y

60 Acerca del alma, 417b18-25.

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no depende de él: «solamente el intelecto adviene desde fuera y sólo

él es divino»61. Pero, entonces, ¿en qué se diferencia realmente del

intelecto divino? En el capítulo cuarto del Libro III de Acerca del alma,

Aristóteles mantiene una cierta analogía entre la pasividad de la sensa-

ción y la del entendimiento: «el intelecto —siendo impasible— ha de

ser capaz de recibir la forma, es decir, ha de ser en potencia tal como

la forma pero sin ser ella misma»62. Pero ¿cómo va a ser ‘impasible’ y a

la vez ‘receptora’ de la acción de algo otro? Y el texto continúa así: «y

puesto que intelige todas las cosas, necesariamente ha de ser sin mez-

cla (...) ya que lo que exhibe su propia forma obstaculiza e interfiere a

la ajena. Luego no tiene naturaleza alguna propia aparte de su misma

potencialidad». Es decir, que, como muchos siglos después defenderá

el existencialismo emanado de Heidegger, el ser del hombre carece

de esencia, es pura ex-sistencia: una pura capacidad de abrirse al ser

de los otros entes que en su discurrir vivencial aparecen. El intelecto

es sin rostro, es el lugar de la verdad: «dicen bien los que dicen que

el alma es el lugar de las formas»63. Pero ¿se trata de un ‘lugar’ lleno

o vacío? ¿De qué depende que, según el momento, ‘se llene’ de una

forma o de otra? ¿Qué, quién y de qué manera activa el peculiar acon-

tecer de la verdad en el noûs humano? Aristóteles recurre aquí a una

oscura colaboración entre dos tipos de entendimiento: el paciente y el

agente. El intelecto agente es, por la descripción que hace64, el inte-

lecto divino mismo, con el que el hombre individual y concreto entra

de algún modo en comunicación a través de su intelecto paciente. El

hombre no es este intelecto, pues si lo fuera poseería la ciencia en

acto siempre, como ocurre en el caso de Dios.

61 .ariStóteleS, Acerca de la generación de los animales, II, 3, 736b25-29. También, Acerca del alma 429

b 5: «Y es que la facultad sensible no se da sin el cuerpo; mientras que el intelecto es separable».

62 Acerca el alma, 429a16.

63 Acerca del alma, 429a26.

64 Acerca del alma, L III, cap. 5.

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El análisis del intelecto humano, fronterizo, como vemos, con el

divino, nos deja en las puertas del núcleo de la teología aristotélica. Su

caracterización de Dios, desarrollando la analogía que había comen-

zado, sigue del siguiente modo65:

«Pero lo relativo al Entendimiento (to/n nouªn) plantea algunos

problemas. Parece, en efecto, ser el más divino de los fenóme-

nos; pero, explicar cómo puede ser tal presenta algunas difi-

cultades. Pues, si nada entiende, ¿cuál será su dignidad? Mas

bien será, entonces, como uno que durmiera. Y, si entiende,

pero depende en esto de otra cosa, pues su substancia no

es esto, es decir, intelección, sino potencia, entonces no será

la substancia más noble; su nobleza, en efecto, la debe a la

intelección. Además, tanto si su substancia es entendimiento

(nouªj) como si es intelección (no¿hsij). ¿Qué entiende? o bien,

en efecto, se entiende a sí mismo, o bien alguna otra cosa. Y,

si entiende alguna otra cosa, o bien es siempre la misma, o no.

Ahora bien, ¿hay alguna diferencia o ninguna entre entender

lo hermoso o lo vulgar? ¿No es incluso absurdo pensar sobre

algunas cosas? Es, pues, evidente que entiende lo más divino y

lo más noble, y no cambia; pues el cambio sería a peor (...) Así,

pues, (...) si no es intelección, sino potencia, es natural que sea

fatigosa para él la continuidad de la intelección (...) y [así] lo

entendido sería más honorable que el Entendimiento [por otra

parte, puesto que] no ver algunas cosas es mejor que verlas [el

Entendimiento divino] se entiende a sí mismo, puesto que es lo

más excelso y su intelección es intelección de intelección (kai e)¿stin h( no¿esij noh¿sewj no¿hsij)».

El texto plantea las incertidumbres entre las que se mueve el pensador

griego y que ya habían hecho acto de presencia en el caso del enten-

65 Metafísica, 1074b15.

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dimiento humano: ¿cómo será un intelecto esencialmente activo y

autárquico? La inteligencia divina representa la forma suprema del ser.

Literalmente la califica Aristóteles como: «el más divino de los fenóme-

nos»; pero, ¿cómo será posible pensar esta peculiar manera de ser? Se

abren dos posibilidades, cada una de las cuales plantea sus dificulta-

des. La primera es la que se ha barajado desde el comienzo, es decir,

que el Entendimiento divino se tenga por objeto a sí mismo. ¿cuál

sería aquí la dificultad? Si el entendimiento divino consistiera por esen-

cia en estar continuamente en acto, inteligiéndose a sí mismo, enton-

ces no estaría inteligiendo nada, en el sentido de que la intelección

no saldría de sí misma. Literalmente, sería —dice Aristóteles— «como

uno que estuviese dormido». No deja de ser curiosa la comparación,

pues evoca ante nosotros el argumento cartesiano del sueño como

origen del idealismo moderno. Hay que recordar que este argumento

le sirve a Descartes para plantear la posibilidad del solipsismo. Aunque

todo fuera un sueño, quedaría una parcela de ser inaccesible a la

duda: la de mi propia realidad pensante; lo que ocurre es que, enton-

ces, yo estaría solo en el mundo, jamás saldría de mi cerrada intimi-

dad. Es a algo así a lo que la objeción de Aristóteles parece apuntar:

si Dios consistiese en conocimiento que se conoce a sí mismo, ¿no

resultaría empobrecida su naturaleza, pues jamás saldría de sí mismo?

No podría, entonces, ser el más noble de los entes.

La otra dificultad, que es justo la contraria, consistiría en lo

siguiente. Si Dios no es entendimiento que se intelige a sí mimo,

entonces dependerá en su vida intelectiva de aquello otro que inte-

lige; pero, igualmente, esto parece ser incompatible, incluso en mayor

medida, con la nobleza y dignidad de Dios, pues iguala la inteligencia

divina con una inteligencia finita como la nuestra. Si la intelección

divina depende de algo otro para ‘vivir’, i.e., para inteligir, Dios no

será un ente autárquico y soberano, sino, precisamente, dependiente,

no será ab-soluto, suelto, sino, como decimos, esencialmente ligado

(re-ligado). Esta dependencia gnoseológica arrastra, pues, consigo,

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la dependencia ontológica. Dios no sería substancia, sino momento,

parte no-independiente de la realidad, estaría a expensas de aquello

que afectara y se diera a su intelecto, lo cual, por otra parte, sería un

acto anterior al acto mismo de inteligencia divina. De este modo, Dios

sería sujeto pasivo de conocimiento y, consiguientemente, no sería

acto puro, ya que, como acabamos de apuntar, la activación de su

vida intelectiva se produciría ‘desde fuera’, desde una alteridad que la

precedería. ¿cómo iba, entonces, a ser esta inteligencia la inteligencia

de Dios?

Esta reflexión deja, empero, quizá, al descubierto, nuevas

posibilidades para el pensamiento. Lo que acabamos de describir es

lo propio de una inteligencia finita, cuyo acto, efectivamente, no es

independiente y autárquico, sino que es activado desde una alteri-

dad previa, que se le impone, la afecta e incluso la constituye en su

propia esencia. Pero ¿y si fuera posible una intelección de una cierta

alteridad, sin que, no obstante, esta alteridad fuera previa al acto

mismo de inteligir? En este caso, tanto lo inteligido como la intelec-

ción constituirían una unidad ontológica sin prioridad ninguna de las

partes (lo inteligido y la intelección). Podríamos hablar aquí de que la

inteligencia se intelige a sí misma, aunque no se daría una absoluta

simplicidad (simplicidad que, por otra parte, casa muy mal con la esen-

cia de los actos de conciencia, que por su índole intencional requieren

siempre de una cierta dualidad interior que posibilite la distancia del

aparecer entre, justamente, lo inteligido y la intelección). Podríamos,

digo, seguir hablando de intelección de sí misma en la medida en que

lo inteligido y la intelección constituyesen una única unidad ontológica

en la que cada ‘parte’ (aquí el término ‘parte’ exige ser pensado de

manera radical), gozaría de un ser propio, ya que ninguna de ellas

tendría prerrogativa o anterioridad ontológica de ningún tipo, o dicho

aristotélicamente, en la medida en que tanto la intelección como lo

inteligido serían de suyo actos puros. Quizá estas categorías no valen

para describir esta extraordinaria forma de realidad ‘comunicativa’.

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En todo caso, me parece que a algo similar es a lo que apunta la

procesionalidad trinitaria de Dios. Que Dios es uno y trino implica que

es individual y relacional a la vez, que es un absoluto interiormente

dependiente. Pues ¿significa exactamente lo mismo ser absoluto y ser

autárquico? ¿No es posible pensar un absoluto-vinculado, un abso-

luto-relacional y no cerrado sobre sí? ¿Añade algo la esencia amorosa

de Dios a esta cuestión?

La doble posibilidad esbozada por Aristóteles plantea a la vez

la cuestión de si la realidad de Dios es entendimiento (nouªj) o más

bien intelección en acto (no¿hsis). Es el mismo problema anterior,

pero visto de otra forma. Si Dios fuera entendimiento más que inte-

lección en acto, entonces habría que decir que Dios no siempre está

inteligiendo, o, lo que es lo mismo, que aunque Dios está facultado

para inteligir, no siempre ejercería in acto exerquitu esta facultad,

esto es, que a veces no inteligiría. Esto, desde luego, supondría que a

veces Dios estaría en potencia de inteligir, lo que, empero, no significa

necesariamente que la intelección de Dios dependa de algo otro para

actualizarse —que, sin embargo, es lo que interesa a Aristóteles—,

pues, al menos en cierto sentido, la actualización de la intelección

podría depender de un acto de libre arbitrio de Dios mismo. El caso es

que Aristóteles va a concluir que Dios debe ser intelección en acto, y

por ello, intelección de sí mismo, pues, en otro caso, Dios no podría

dejar de conocer lo feo, indigno y malo que acontece en la realidad

—lo cual sería, justamente, la intelección de lo otro que sí, ya que él

es lo más bello, lo sumamente noble y el supremo bien—. Este evento

produciría un cambio en su naturaleza, que, obviamente, no podría

sino ser un cambio a peor. Planteadas así las cosas; se brindan tres

posibilidades: 1) o bien Dios no conoce directamente nada del mundo

salvo a sí mismo; 2) o bien Dios, conociéndose a sí mismo conoce

por la sobreabundancia de su esencia el mundo mismo; o bien, 3)

Dios puede libremente no inteligir lo que no quiere inteligir, porque

hay cosas que es mejor no inteligir, es decir, de las que es mejor no

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enterarse. Para evitar que Dios intelija el mal del mundo, Aristóteles

concibe su vida excelsa como un constante inteligirse a sí mismo. Pero

¿tiene sentido postular este esquivamiento del conocimiento del mal

por parte de Dios? Si el mal no es mera privación, entonces es ente,

con lo que desconocerlo sería tanto como vivir en la mentira, o al

menos, en un conocimiento imperfecto, que no alcanzaría a todos los

recovecos del ser66.

Si volvemos al texto de Aristóteles, vemos que justo en el

momento siguiente al de la cita anterior, se introduce un cambio de

perspectiva. Aristóteles abandona el plano de la construcción metafí-

sica y desciende al plano de la descripción de la inteligencia finita, tal y

como hace en Acerca del alma67:

«Pero la ciencia, la sensación, la opinión y el pensamiento

parecen ser siempre de otra cosa, y sólo secundariamente de sí

mismos. Además, si una cosa es entender y otra ser entendido,

¿en cuál de las dos reside su nobleza? Pues no es lo mismo el

ser de la intelección que el ser de lo entendido [sigue un texto

muy oscuro e inmediatamente supone de nuevo que en las

cosas inmateriales] lo entendido y el Entendimiento no son

algo distinto».

El comienzo del texto plantea el carácter intencional de los actos de

conciencia a los que pertenecen las intelecciones, tal y como muchos

siglos después lo señalaría de manera eminente la filosofía fenome-

nológica. Todo acto de conciencia «lo es siempre de otra cosa, y sólo

66 La Biblia, sobre todo el Antiguo Textamento, está llena de textos en los que se describen los enfados

y los sufrimientos de Dios ante las debilidades y dislates de los hombres. ¿cómo iba Dios a ignorar

lo que ocurre en el mundo, y lo que, en particular, ocurre con el hombre? ¿cómo iba a conocer

Dios el mal del mundo si sólo se conoce a sí mismo? ¿Y cómo iba a dolerse ante él? Y lo que es

más importante aún, ¿cómo iba a compadecerse del mundo? Aquí el dios de Aristóteles se muestra

esencialmente incompatible con el Dios del cristianismo.

67 1074b35

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secundariamente de sí mismo» —dice Aristóteles— formulando la

doctrina, que después la Escolástica tildaría de la doble intencionalidad

de la conciencia: la intencionalidad en modo recto y en modo oblicuo.

Esta problemática que también se plantea en De Anima: no sólo veo

el color de la puerta, sino que veo que veo; es decir, la percepción no

lo es sólo de la puerta, sino de sí misma. Hay, pues nóe@sis y nóe@ma, y

no sólo aparece el nóe@ma, sino que también la noesis aparece, y ello

en el mismo aparecer, pues en otro caso los apareceres tendrían que

multiplicarse en un regreso ad infinitum.

En el caso de las intelecciones humanas nóe @sis y nóe @ma no

coinciden, no hay identidad entre el objeto percibido y la percepción,

por mucho que sean inseparables entre sí y que formen un todo

indisoluble. Lo que vale de mi percepción no vale, empero, de lo per-

cibido: mi percepción es distensión temporal interna, mientras que la

ciudad percibida, en cambio, distensión espacial externa, pues no es

parte ingrediente de mi vivencia. Así, mi percepción no pesa, pero sí

pesan en cambio los edificios de la ciudad, etc.

Esta irreductibilidad en el caso de nuestra intelección entre la

nóe@sis y el nóe@ma es un índice de la finitud de nuestra razón, pues,

sin entrar ahora de nuevo a relatar su condición pasiva y dependiente

del dato noemático (que desde sí mismo activa, como decíamos

más arriba, la nóe @sis imponiéndose a ella y hasta constituyéndola),

lo cierto es que dicha heterogeneidad o no-identidad entre ambos

momentos intelectivos es la raíz de la opacidad y fragilidad de nuestro

conocimiento. El conocimiento humano del mundo es frágil porque

inteligencia y mundo no se identifican. Mientras que de mi vivencia

tengo siempre una evidencia apodíctica, no ocurre así del mundo, que

se da siempre bajo un halo de oscuridad y opacidad que deja siempre

abierto el enigma del curso futuro de apareceres. Lo que me afecta y

activa mi intelección, el mundo, no se deja atravesar plenamente por

el acto intelectivo, y por eso este queda medularmente afectado con el

índice de la provisionalidad. Sólo es posible aquí una evidencia asertó-

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rica, esto es, una evidencia que no agota nunca el sentido plenario de

aquello inteligido y que está por principio y consiguientemente abierta

a la decepción, a la sorpresa y al fracaso. En cambio, la evidencia del

aparecer de la nóe@sis, como digo, es de una índole completamente

distinta. El acceso que tenemos a nuestra propia vida intelectiva ya no

es frágil: la nóe@sis se sabe a sí misma de manera absoluta.

El idealismo alemán anterior a Husserl buscó el conocimiento

absoluto y para ello tuvo que postular la esencia espiritual de la rea-

lidad, la identidad entre conocer y ser, o entre el acto de inteligir y lo

inteligido; mas como para ellos el ser brota de la realidad espiritual

primigenia (el Yo pone al no-yo), y la conciencia, la vida subjetiva,

requiere por esencia de la distancia intencional entre el yo y el no-yo,

no dudan en postular como la esencia primigenia del espíritu el acto

de poner (setzen), esto es, el fiat originario creador e incomprensible

de la libertad que es siendo, ejerciéndose, poniendo o creando. Este

poner originario y esencial (Tathandlung) del espíritu es creación a la

vez de la intelección y lo inteligido, es apertura originaria del ámbito

del espíritu, constitución primigenia de la estructura noetico-noemá-

tica. La diferencia con Aristóteles es que la condición de posibilidad

de una intelección que se intelija a sí misma sería la libertad. Siglos

después, Husserl parece renunciar a ese saber absoluto en acto, a esa

adecuación perfecta entre la nóe@sis y el nóe@ma, postulando más bien

este hecho como un mero ideal de la humanidad, motor, ciertamente,

de la misma, pero utópico e inalcanzable. La humanidad debe esfor-

zarse continuamente por vivir racionalmente, esto es, por trazarse

fines prácticos adecuados a la razón, o lo que es lo mismo, por vivir

en la permanente autorreflexión y diafanidad de nuestros condiciona-

mientos y fines. La nÒhsij no»sewj parece haber quedado reducida a

una mera Idea regulativa.

Nosotros ahora volvemos a preguntarnos si el Dios trino y

creador no es la forma adecuada para pensar la posibilidad de una

inteligencia diáfana para sí, pero no cerrada sobre sí y capaz a la vez

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de abrir el hueco creador para el ser de las criaturas. un Dios, a la vez

que deja amorosamente sitio al hombre haciéndole cómplice en la

construcción de la historia, que en su apertura es capaz también de

con-vivir con el hombre, lo que quiere decir, establecer una relación

dialógica con él, algo imposible en el Dios de Aristóteles. Pensar filo-

sóficamente, es decir, bajo criterios estrictamente racionales, este Dios

viviente que aúna la inteligencia perfecta, su modo permanentemente

plenario de ser, y a la vez, su capacidad para salir creadoramente de sí

engendrando la alteridad del mundo. una alteridad que respeta, hasta

el punto de dejarse afectar por ella, esta tarea es el reto de nuestra

inteligencia.

Si esto —la no identidad entre la intelección y lo inteligido—

fuera en todos los casos así, en tal caso, justamente, no sería posible

una intelección que lo sea de sí misma, pues precisamente aquí habría

identidad entre lo inteligido y la intelección. Por eso la argumenta-

ción de Aristóteles es quizá algo ociosa cuando se pregunta que si lo

inteligido es distinto de la intelección, «¿en cual de los dos reside su

nobleza?» (1074b37). Es decir, la nobleza de Dios, ¿reside en lo que

él intelige de sí mismo? ¿o más bien reside en el hecho mismo de ser

intelección? claro, el problema es que el supuesto previo es de hecho

negado, pues se parte de la tesis de que en Dios hay identidad entre lo

inteligido y la intelección.

Aquí se plantea la similitud con el idealismo alemán: una

inteligencia que es para sí es una inteligencia diáfana para sí misma,

sin misterio, es el saber absoluto. Esto tiene relación con la tesis hus-

serliana de la apodicticidad de la percepción interna, que por ello no

sucumbe a la epojé. Sin embargo, el idealismo alemán parece suponer

que la autoconciencia requiere previamente un movimiento de enaje-

nación o extrañamiento, para que así se abra la distancia intencional:

el Yo pone el no-Yo y entonces la autoconciencia, el reconocimiento

será siempre como el búho de Minerva que alza siempre el vuelo al

atardecer. ¿cómo se aplica esto a Dios? Si Dios es nÒhsij no»sewj,

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¿cómo entrará dentro de su vida la creación? La creación es, por

consiguiente, poner una alteridad: lo otro de sí, lo no-Dios, el mundo

finito y contingente. Pero si es así, por mucho que el mundo sea una

posición de Dios, el conocimiento que Dios tiene del mundo no es

autoconocimiento; y si no es auto conocimiento tiene otro rango

del conocimiento que de sí tiene. Esto es interesante porque está el

problema de la omnisciencia de Dios respecto del mundo y la historia,

así como el de la aperturalidad de la historia en base a la libertad del

hombre. También nos interesa el problema del dolor de Dios frente

al pecado del hombre y frente al mal y el sufrimiento del hombre. El

dolor es una afección, un cambio que se produce en la vida del sujeto

afectado producido por lo que le afecta. Mas Dios es para Aristóteles

inmutable. ¿cómo puede, pues, sufrir?

El idealismo, además, es una filosofía de la libertad; pero esta

libertad precede a la intelección como muestra la escisión entre razón

teórica y razón práctica de origen kantiano.

¿cómo se conjuga la acción en el hombre (entendimiento

finito) y en Dios? El ideal de acción para Husserl es aquella acción que

no excede la intelección. Justo eso sería Dios.

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1. La entrada aristotélica

hacia el conocimiento de las cosas

Respecto del conocimiento de las cosas, «la vía

natural afirma Aristóteles consiste en ir desde lo que es más

cognoscible y más claro para nosotros hacia lo que es más claro y más

cognoscible por naturaleza; porque lo cognoscible con respecto a

nosotros no es lo mismo que lo cognoscible en sentido absoluto. Por

eso tenemos que proceder de esta manera: desde lo que es menos

claro por naturaleza, pero más claro para nosotros, a lo que es más

claro y cognoscible por naturaleza»1. En efecto, las cosas «son anterio-

res y más conocidas de dos maneras: pues no es lo mismo lo anterior

por naturaleza y lo anterior para nosotros, ni lo más conocido y lo más

1 Física, 184a17-2 cf. Metafísica, 1029b3-12; Ética nicomáquea, 1095b2-4.

el camino aristotélico

hacia lo espiritual. una

fenomenología del noûs

desde el hecho de la

actividad

Santiago garcía AcuñaFacultad.de.teología.San.dámaSo.-.madrid

“Los griegos pasan por alto lo inicial del inicio”(M. Heidegger, Parménides)

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conocido para nosotros. Llamo anteriores y más conocidas para noso-

tros precisa el Estagirita a las cosas más cercanas a la sensación, y

anteriores y más conocidas sin más a las más lejanas. Las más lejanas

son las más universales, y las más cercanas, las singulares»2. Ahora

bien, hay cosas que son más cognoscibles para nosotros según la

razón y otras según la sensación3; «pues lo universal es más conocido

por la razón y lo particular por la sensación, ya que la razón es de lo

universal y la sensación de lo particular»4. A nosotros nos resulta más

fácil conocer lo que es más cognoscible por naturaleza lo anterior

sin más partiendo de lo más cercano y cognoscible para nosotros,

o sea, lo universal por lo singular; sin embargo, «es mejor sin más tra-

tar de conocer lo posterior mediante lo anterior: pues tal proceder es

más rico en conocimiento»5; más aún, «cada cosa la sabemos, no por

accidente, cuando la conocemos en virtud de aquello por lo que se da,

a partir de sus principios en cuanto tal»6. Y respecto de los principios,

puesto que son primeros con relación a todas las cosas, es imposible

que sean demostrables7, «por ello es necesario discurrir en torno a

ellos a través de las cosas plausibles concernientes a cada uno de

ellos»8. con todo, para la aprehensión de los principios, «es necesario

poseer una facultad de adquirirlos, pero no de tal naturaleza que sea

superior en exactitud a los mencionados principios»9.

2 Analíticos segundos, 71b33-72b5. cf. Tópicos, 141b3-8.

3 cf. Física, 188b32s.

4 Física, 189a6-8. cf. Metafísica, 993b10-11; 1018b30-34; 1029b3-12; Analíticos segundos, 86a29-

30. Aristóteles llama «universal a lo que se da en cada uno en sí y en cuanto tal» (ibíd., 73b26), o

sea, a lo que por esencia se ha de dar necesariamente en cada realidad singular.

5 Tópicos, 141b15-16.

6 Analíticos segundos, 76a4-6. cf. Acerca del cielo, 302a11-12.

7 cf. Analíticos segundos, 72b20ss., 76a31-34, 90b24-30, 93b21-28, 99b20-21.

8 Tópicos, 101b1-3.

9 Analíticos segundos, 99b33-34. Según Aristóteles, el poder que permite al hombre acceder a los prin-

cipios reside en el noûs (cf. ibíd., 100b10ss.). Esto se mostrará a lo largo de la presente exposición.

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No obstante, según Aristóteles, en el acceso cognoscitivo a

las cosas por medio de la sensibilidad, el hombre percibe lo singular

pero sin tener un conocimiento conceptual de la singularidad, es

decir, capta lo singular pero no en cuanto singular, y a la vez, en esa

captación pre-conceptual de lo singular, se le da también lo universal

de manera implícita, indiferenciada y confusa, de tal modo que para

alcanzar el conocimiento de lo singular en cuanto singular y de lo

universal en cuanto universal es necesario, dentro del proceso cognos-

citivo, la realización de algo de lo que el hombre es capaz: la epagogé,

que consiste en la comprobación o verificación de lo universal en lo

singular a partir de la experiencia sensible, en la que ambos, aunque

de distinta manera, ya están dados al sujeto cognoscente, para alcan-

zar un conocimiento de lo singular en cuanto singular y de lo universal

en cuanto universal, o sea, un saber claro y distinto respecto de cada

uno de ellos. La epagogé «es el camino desde las cosas singulares

hasta lo universal»10. Por otro lado, «acerca de las cosas inaccesibles

a los sentidos creemos afirma Aristóteles que es suficiente inferir

mediante el razonamiento si con él nos remontamos a lo posible»11, y

esto también a partir de lo que nos es manifiesto.

Desde el acceso natural a lo real, llegamos a conocer que de

entre las cosas que son, algunas no se dan separadas, es decir, sólo

existen en tanto que “adhieren” y “apoyan” en otra. Aristóteles dice

respecto de estas cosas que “propiamente no son”, porque no tienen

densidad y consistencia ontológicas en sí mismas12. A lo que es sepa-

rado, o sea, a aquello que existe con independencia, con autonomía,

10 Tópicos, 105a13-14. cf. Analíticos segundos, 81b1-9, 100b4-5; Tópicos, 108b10ss., 156a4-6.

11 Meteorológicos, 344a5ss.

12 Desde la perspectiva de la predicación, las cosas que “propiamente no son”, afirma Aristóteles,

«están en un sujeto, sin que se digan de sujeto alguno —digo que está en un sujeto lo que se da en

alguna cosa sin ser parte suya, no pudiendo existir fuera de la cosa en la que está—» (Categorías,

1a23-25; cf. Analíticos segundos, 73b6-9, 83b20ss.). “Lo que propiamente no es” se da siempre en

un sujeto, mas puede darse y no darse en el mismo sujeto (cf. Tópicos, 102b4-5, 120b35-36).

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cuyo ser es en sí mismo, Aristóteles lo denominó ousía (substancia).

Para el filósofo de Estagira, substancia es “lo-que-propiamente-es”.

respecto de las cosas que no se dan separadas y que, en consecuen-

cia, “propiamente no son”, su modo de existir es la inherencia en

“algo”. A ese “algo” subyacente a las cosas que “propiamente no

son”, y que constituye consecuentemente el substrato de estas (“lo

que está debajo”), Aristóteles lo llamó hypokeímenon (sujeto)13. La

substancia (ousía) lo que respecto de sí mismo es en sí mismo

puede ser sujeto con relación a las cosas cuya existencia no se da

separada de aquello en lo que inhieren14. En congruencia con esto, el

fundador del Perípato afirma lo siguiente: «de no existir las entidades

primarias las substancias, sería imposible que existiera nada de lo

demás: pues todas las demás cosas, o bien se dicen de ellas como de

sus sujetos, o bien están en ellas como en sus sujetos»15.

A través de su propio caminar por la vía natural del acceso a

las cosas, Aristóteles alcanzó el conocimiento de dos clases de subs-

tancias, distinguiéndolas con claridad16: la substancia física (phýsis),

que se muestra a los sentidos17; y la substancia inmaterial18, de la cual

13 Para Aristóteles, en el ámbito de la predicación y de los enunciados, «sujeto es aquello de lo que

se dicen las demás cosas, sin que él, por su parte, se diga de otra» (Metafísica, 1028b36-1029a1); y

substancia, aquello que nunca se predica de otra cosa, ni está en otra cosa (cf. Categorías, 3a9-10)

14 cf. Física, 186b5-35; Metafísica, 1007a31-35, 1017a7-22, 1017b10-14.23-24; 1018a1, 1025a14,

1028a20-27, 1029a15-16, 1070b36-1071a1.

15 Categorías, 2b5ss.

16 cf. Metafísica, 1042a25ss., 1069a30-34, 1071b3-4.

17 cf. Acerca del cielo, 306a17-18.

18 En esta distinción fundamenta el Estagirita la diferencia entre la ciencia física, que tiene por objeto

propio la substancia sensible (cf. Metafísica, 1037a14-15) y que versa, consecuentemente, sobre el

movimiento y las realidades que no son capaces de existir separadas (cf. Acerca del cielo, 308a1;

Metafísica, 1026a10-14), y la ciencia metafísica, que tiene por objeto específico la substancia

inmaterial. El metafísico se ocupa de las realidades que en cuanto tales existen separadas de la

materia y son inmóviles (cf. Metafísica, 1026a16, 1064a34-b14; Acerca del alma, 403b10-17; Física,

198a27-32), es decir, de las substancias cuyo ser y modo de ser concretos no dependen de la mate-

ria, son autónomos respecto de esta. La metafísica es la ciencia del ser en cuanto ser y de lo que le

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no hay percepción sensible, pues es inaccesible a los sentidos por

carecer de materia. No obstante, para acceder al conocimiento de

la substancia inmaterial, Aristóteles sostiene que es suficiente inferir

mediante el razonamiento si con él nos remontamos a lo posible;

expresado de otro modo, que uno puede suponer racionalmente

acerca de la substancia metafísica a partir de lo que se manifiesta en el

ámbito de la substancia física19.

Aristóteles denominó substancias físicas a aquellas cosas que

siendo ontológicamente consistentes en sí mismas tienen la materia

(hylé) como algo propio de ellas. Ahora bien, constreñido por la limi-

tación a la que estaba sujeta su percepción de las realidades celestes,

la cual le inclinó a pensar que la substancia física celeste y los cuerpos

celestes los astros del cielo eran realidades que existían desde

siempre y absolutamente permanentes20, el filósofo de Estagira dis-

tinguió dos tipos de substancias sensibles: la temporal-corruptible y la

eterna-indestructible21. La substancia física del mundo sublunar, cuya

materia está constituida, según Aristóteles, por cuatro elementos pri-

corresponde de suyo a este (cf. Metafísica, 1003a21). La distinción alcanzada por Aristóteles entre

substancia inmaterial y substancia física, y dentro de esta, entre entidades corruptibles y entidades

imperecederas, no le llevó a un planteamiento dualista del mundo, con la consiguiente separación de

dos mundos opuestos: el mundo sensible y el mundo celeste. Para el filósofo de Estagira, sólo se da

un único universo (tò pân), que es necesaria y completamente perfecto (cf. Acerca del cielo, 268b9-

10, 276b21, 277b28-29), ingenerado e incorruptible (cf. ibíd., 279b4-283b23), siendo finito tanto

en espacio como en tiempo. Según Aristóteles, el todo (el universo) es temporalmente finito, pero

eterno, pues su tiempo es cíclico e incesante, sin término —en este sentido infinito—, conteniendo

en sí todo tiempo. El universo es espacialmente finito, pero perfecto, porque su espacio, que lo

abarca todo, es esférico (cf. ibíd., 271b1-276a16). Para Aristóteles, «fuera del universo no hay lugar

ni vacío ni tiempo» (ibíd., 279a17-18)

19 cf. Meteorológicos, 344a5ss.

20 cf. Acerca del cielo, 278b11-21. Para esta cuestión, véase más abajo el apartado 9.1.: “El movi-

miento del cielo y los dioses corpóreos”.

21 cf. Metafísica, 1069a30-31; Física, 198a29-31; Acerca de la generación y la corrupción, 338b15ss.

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marios (stoicheîa)22 o cuerpos simples agua, aire, tierra y fuego, se

encuentra sujeta a la generación y a la corrupción23, de tal modo las

entidades físicas sublunares, consideradas desde la perspectiva de la

individualidad propia de ellas, son contingentes y mortales; mas vista

la substancia física sublunar como un todo, o sea, desde la perspectiva

de las entidades físicas mortales en su conjunto, Aristóteles consi-

dera que esa es inmortal, pues, según su parecer, la generación y la

corrupción constituye en ella un ciclo «incesante»24. Por otra parte, el

Estagirita afirmó que la materia de la substancia física del cielo (oura-

nós)25 y de los cuerpos celestes, por su índole incorruptible e inmortal,

transciende la substancia corporal sublunar y sus cuatro elementos.

Según él, el constitutivo material de las substancias físicas indestructi-

bles el éter26 es más divino que los cuatro elementos de la materia

sublunar, y está ligado únicamente al cambio propio del movimiento

de traslación circular, que es perfecto y, por tanto, continuo y prima-

22 «Es elemento, entre los cuerpos, aquel en que los demás cuerpos se dividen y que está intrínseca-

mente presente en ellos bien sea en potencia, bien sea en acto (...) mientras que él mismo es formal-

mente indivisible en otros cuerpos» (Acerca del cielo, 302a16-18; cf. ibíd., 302b19-20). En general,

«elemento (stocheîon) de cada cosa es lo primero que es inmanente en cada cosa» (Metafísica,

1014b14-15).

23 Acerca del cielo, 304b22ss.

24 cf. ibíd., 270b9, 279b1.

25 Aquí cielo se refiere al primero de los tres sentidos con que Aristóteles usa el término ouranós, o

sea, «a la entidad del orbe extremo del universo, o al cuerpo natural que se halla en el orbe extremo

del universo: solemos, en efecto, llamar cielo a la extremidad del universo y a lo más alto, donde

decimos también que reside toda divinidad» (Acerca del cielo, 278b12-16; cf. ibíd., 307a22-24). Los

otros dos sentidos de “cielo” son los siguientes: llamamos cielo «al cuerpo contiguo al orbe extremo

del universo, donde se hallan la luna, el sol y algunos de los astros: en efecto, también estos decimos

que están en el cielo. En otro sentido aún, llamamos cielo al cuerpo englobado por el orbe extremo:

en efecto, solemos llamar cielo a la totalidad y al universo (tò pân)» (ibíd., 278b16-21).

26 cf. Acerca del cielo, 270b21-25. Según Aristóteles, el quinto elemento o primer cuerpo –éter–,

propio de las substancias físicas celestes, es eterno y carece tanto de peso como de ligereza. una

exposición resumida acerca de la distribución e interacción de los cinco elementos cósmicos puede

verse en Meteorológicos, 339a11ss.

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rio, no encontrándose en modo alguno sujeto a la generación ni a la

corrupción, como tampoco a la alteración ni a la mutación27.

El Estagirita no sobrevoló el hecho de que cada cosa tiene una

materia concreta y diferenciada, ni la existencia de substancias físicas

que teniendo materias iguales en cuanto a sus elementos constitutivos

son distintas las unas de las otras. Estos datos de experiencia le lleva-

ron a pensar que las substancias físicas poseen un substrato material,

pero ellas no se identifican con la materia, pues desde la pura materia

común (proté hylé)28 resulta imposible explicar la individualidad de

cada una de ellas y la distinción que existe entre las mismas. Para

el fundador del Perípato tiene que haber en las cosas físicas “algo”

inmaterial que sea principio de su ser concreto y de la particularidad

de su materia. Aristóteles denominó morphé (forma) a ese algo inma-

terial de las cosas físicas. Aristóteles considera morphé aquello que

determina y diferencia la materia, a la vez que constituye la actualidad

cumplida (enteléchia) de la cosa física en cuanto tal29, pues por la mor-

phé cada substancia física es lo que es en sí misma.

27 cf. Acerca del cielo, 269a31-270b10, 298b7; Meteorológicos, 339b16-30.

28 Para Aristóteles, la pura materia o materia primera es un no-ser por accidente, porque ella carece

por sí misma de determinación y está “en potencia” respecto de las formas que puede recibir. él

concibe la materia como primer sujeto subyacente o substrato (hypokeímenon) de las cosas físicas

(cf. Física, 191a5ss.; Metafísica, 984a15ss., 992b1, 1029a20-25, 1042a32-33, 1044a15-18; Acerca

de la generación y la corrupción, 319b3-4), como «aquel constitutivo interno y no accidental de lo

cual algo llega a ser» (Física, 192b31; cf. ibíd., 194b23-30; Metafísica, 1013a24-25, 1014b26-30,

1033a8-10; Acerca de la generación y la corrupción, 329a32-33). Así pues, en la concepción del

Estagirita, la materia primera, o materia pura, es sujeto, pero sujeto indeterminado, amorfo y atélico,

que no constituye en cuanto tal un algo subsistente singular y particular. La materia pura no puede

ser substancia o ente substancial, porque a las substancias le corresponde la individualidad (cf.

Metafísica, 1030a5-6, 1037b26-27, 1039a30-32, 1053b18-19; Acerca del cielo, 306b16-20); sin

embargo, porque es substrato respecto de las cosas físicas, Aristóteles afirma que la proté hylé posee

carácter substancial.

29 cf. Metafísica, 1017b1-5; Física, 193a28-193b21. Todo lo sensible se da en combinación con la

materia. cada substancia material singular existe como forma que está mezclada con la materia

(morphé). No obstante, Aristóteles distingue entre la forma de las cosas individuales (morphé) y la

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Para Aristóteles, las cosas físicas, aun teniendo materia, no son

exclusivamente materiales. Además de constar de substrato material,

también la morphé, elemento inmaterial, hace parte de ellas30. Esto

implica que las cosas físicas no se caracterizan por la simplicidad,

sino que poseen una realidad compleja, pues están compuestas de

materia y forma: son entidades hilemórficas. Constituidas por materia

y forma, las cosas físicas no se identifican ni con la una ni con la otra.

Los elementos de un compuesto (sýnolon) no son equiparables con el

compuesto en cuanto tal. Solamente la entidad hilemórfica es en sí

misma concreta y singular, con ser subsistente y modo de ser deter-

minado. La materia de una substancia sensible, materia determinada

no informe, no existe separada de la forma que la actualiza y

determina; e igualmente, la forma de una cosa material no existe al

margen de la materia que formaliza. Por tanto, la cosa física en cuanto

tal es únicamente el compuesto, no los elementos que entran en la

composición.

Ciertamente para el Estagirita, la forma (morphé) de cada cosa

física es inmaterial; sin embargo, porque no tiene existencia al mar-

gen de la materia de la cosa de la que es enteléchia, sino que se da

únicamente en el compuesto que resulta de su unidad con la materia,

la forma de los entes hilemórficos no es en cuanto tal una substancia

inmaterial. Su realidad inmaterial no es propiamente substancial. Las

formas de las substancias físicas no pueden darse y ser con indepen-

dencia de la materia a la que determinan y al margen del compuesto

que actualizan. Los elementos formales de las cosas físicas no tienen

forma pura o definitoria (eîdos), que expresa la esencia propia de una cosa y es independiente de la

materia (cf. Acerca del cielo, 277b30-278a25).

30 En el compuesto hilemórfico, «lo que contiene pertenece al ámbito de la forma, y lo contenido, al

de la materia. Esta distinción se da en todos los géneros: en lo “cual” y en lo “cuanto”, en efecto, tal

cosa es más bien como su forma, y tal otra, como su materia. Y en lo tocante al lugar, igualmente,

el “arriba” pertenece al ámbito de lo determinado, y el “abajo”, al de la materia» (Acerca del cielo,

312a13-17).

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densidad ontológica propia, ni consistencia óntica en sí mismos. Los

elementos no constituyen algo separado o separable del compuesto

entidad hilemórfica del que hacen parte. Las formas de los

compuestos hilemórficos están y se dan unidas a la materia de estos,

entran en composición con ella y se encuentran en complicación con

esta, formando la entidad hilemórfica que es la cosa física. Así pues,

las formas, tanto respecto de su ser como en relación con la posible

actividad que desde ellas pueda ser ejercida, están vinculadas a la

materia que ellas formalizan, y son dependientes de la totalidad com-

pleja (entidad hilemórfica) de la que hacen parte.

como las realidades físicas son complejas, pues tienen materia

y forma, el acceso cognoscitivo a ellas es doble: el sensitivo y el racio-

nal. como la facultad sensitiva es adecuada para lo material, lo más

claro y cercano para nosotros de las substancias físicas desde la pers-

pectiva sensible es su dimensión material. Por eso Aristóteles deno-

mina también a las cosas materiales como “substancias sensibles”.

En cambio, como el pensamiento es adecuado para lo inmaterial, lo

más claro y cognoscible para nosotros de las substancias físicas desde

la perspectiva racional es su parte formal, la morphé. Ahora bien,

como la materia y la forma, aun siendo realidades distintas, no se dan

separadas en las cosas físicas, el hombre no puede acceder al conoci-

miento profundo de cada una de ellas si no considera a la vez la otra;

además, puesto que la cosa física es sólo el compuesto, y no las partes

por separado, el conocimiento de la misma se da únicamente cuando

se accede cognoscitivamente a su entidad hilemórfica, lo que implica

conocer la materia que le es propia, pues esta explica parcialmente el

compuesto; conocer forma que actualiza su materia y hace que sea

una substancia concreta y actual; y conocer también la unidad de

materia y forma que la cosa misma es en cuanto tal.

Si respecto de las cosas físicas nos preguntamos qué es en ellas

más claro por naturaleza, si la materia o si la forma, entendiendo por

“más claro” lo máximamente inteligible (noetón), lo que aporta un

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conocimiento más hondo, amplio y elevado de las cosas, llegando al

en sí de ellas, entonces lo más claro por naturaleza en las cosas físicas

corresponde a la morphé; si por “más claro” se entiende aquello que

proporciona la entrada cognoscitiva de la realidad, o sea, el fenó-

meno, entonces la claridad de la cosa física reside más en lo material;

pero si se considera la substancia material en su ser compuesto, la

claridad por naturaleza de la misma es, a la vez e inseparablemente,

fenoménica y nouménica. La claridad consiste en expansión de la luz;

porque, como dice Aristóteles, «la enteléchia de lo transparente (...)

es la luz»31. La claridad fenoménica es la luz de la cosa que sale de ella

hacia el exterior y se refleja en lo distinto de ella, de tal modo que abre

la vía cognoscitiva respecto de sí misma. La claridad nouménica es la

misma luz de la cosa, pero en la medida en que permanece en el mis-

terio o intimidad de ella, de tal modo que el cognoscente, siguiendo la

senda del reflejo extrínseco de la luz de la cosa, puede adentrarse en

la hondura de la luminosidad de esta.

De entre los dos tipos de substancias que Aristóteles distinguió

en su acceso natural al conocimiento de las cosas, hemos apuntado

hasta el momento las observaciones fundamentales del Estagirita

sobre la substancia física o material. Fijando la atención en la otra

clase de substancia, o sea, en aquella que no tiene materia, nos pode-

mos preguntar ahora por las consideraciones básicas que Aristóteles

realizó acerca de la substancia inmaterial.

Si toda substancia física es de índole sensible y móvil, pues «es

propio de la materia padecer y ser movida»32, en contraste con ella, la

substancia inmaterial es, por un lado, en tanto que substancial, algo

concreto, singular, independiente y en sí, y por otro lado, en tanto que

inmaterial, algo separado de la materia y que no está incluido en nin-

31 Acerca del alma, 419a11. cf. ibíd., 419b29ss.

32 cf. Acerca de la generación y la corrupción, 335b29-30.

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guna de las cosas sensibles33. Las substancias inmateriales no exteriori-

zan directamente su luz a través de fenómenos físicos, accesibles para

el hombre a través de la facultad sensitiva, pues carecen de materia. Los

fenómenos de la substancia inmaterial son también inmateriales; por

eso a las substancias incorpóreas sólo podemos tener acceso a través de

la razón. Esta afirmación no supone negar la existencia de fenómenos

sensibles que interpelan a la razón y la instan a buscar la explicación

radical y profunda del propio darse de ellos, o sea, de su presencia, con-

virtiéndose ellos mismos en indicios que señalan a la razón caminos por

los que acceder racionalmente a las substancias inmateriales. Es más, el

mismo Aristóteles señala diversos fenómenos dentro del ámbito de las

cosas físicas que le condujeron en sus razonamientos hasta la realidad

de las substancias no materiales, a saber: el dato del movimiento, el

hecho de la generación y de la corrupción de las cosas materiales sublu-

nares, y también el orden existente en el universo34.

Veamos brevemente algunos ejemplos de lo dicho anterior-

mente. La generación es algo que pertenece a las cosas materiales

corruptibles. En la generación «es necesario que haya algo que es

generado y algo de lo que se genera, y que la última de estas cosas

sea ingénita, si es que la serie se detiene y es imposible que algo se

genere del no-ente»35. Y de entre todos los seres substanciales, al

menos la substancia ingénita tiene que ser incorruptible, pues si todas

las substancias fuesen corruptibles, todas las cosas serían corrupti-

bles36. Igualmente, sin la substancia inmaterial, como veremos con

33 cf. Metafísica, 1060a10-27.

34 Puesto que Aristóteles afirma la existencia de substancias materiales eternas, también la eternidad en

el ámbito de lo sensible constituye para él un fenómeno que es vestigio de la substancia no material,

más en concreto, de una substancia inmaterial eterna e inmóvil, cuyo ser es plenamente acto puro,

sin ningún tipo de potencialidad. De esta cuestión se tratará en el apartado noveno, que lleva por

título “El Noûs-Theós y el noûs activo presente en el hombre”.

35 Metafísica, 999b6-8.

36 cf. ibíd., 1071b5-6.

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más detenimiento en los apartados siguientes, no sería posible el

movimiento (kínesis), pues no habría principio del mismo.

con todo, según Aristóteles, las substancias inmateriales no

sólo se muestran por medio fenómenos sensibles en cuanto indicios

o vestigios de ellas, sino que también se revelan a sí mismas de modo

directo en sus propios fenómenos inmateriales, de entre los cuales el

Estagirita destaca exclusivamente la actividad intelectual y el pensar

reflexivo, que se piensa a sí mismo de manera introvertida37.

2. El fenómeno del movimiento en las substancias físicas

Siguiendo la claridad de las cosas físicas, y en relación con ellas,

Aristóteles da por supuesto que «o todas o algunas, están en movi-

miento»38. Más aún, prestando atención a aquellas substancias sensi-

bles que se encuentran en reposo y atendiendo al hecho de la perdida

de su estado de quietud, el Estagirita llega a una doble conclusión. Por

un lado, Aristóteles concluye que «todo lo que está en movimiento

es movido por algo»39. En efecto, cuando algo movible abandona su

reposo y pasa a estar en movimiento lo hace por la actuación de lo

que tiene capacidad de mover40, o sea, de un agente capaz de actuar

y, con ello, de producir el movimiento; no obstante, lo movible es tal

porque posee en sí la capacidad de recibir y padecer el movimiento

desde el agente.

Por otro lado, a Aristóteles se le hace patente que «todo movi-

miento transcurre en el tiempo y es por causa de un fin»41. En efecto,

37 cf. ibíd., 1074b5-16.

38 Física, 185a14.

39 Ibíd., 241b34; cf. ibíd., 254b25.

40 cf. ibíd., 202a5-20.

41 Ética nicomáquea, 1174a20-21.

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el movimiento implica siempre un punto o estado de partida en el que

algo está actualmente, y un punto o estado de llegada en el que ese

algo no está de facto ahora, pero puede estarlo en un futuro42; de tal

modo que el movimiento para toda cosa móvil supone el encontrarse

pasando de una situación inicial hacia otra final, para la cual tiene

capacidad, y en la que estará de modo pleno al terminarse el proceso

por el cual está deviniendo a ella. Por eso Aristóteles define el movi-

miento como «la actualidad de lo potencial en tanto que potencial»43.

Según esto, el movimiento es un estar procesal de algo44 desde un

estado en potencia hacia un estado de acto y, consecuentemente, una

actualización incompleta (a-telés). Lo que está sujeto a movimiento

es siempre algo en acabamiento, pero inacabado en cuanto tal, por

lo que no es nunca un todo en sí mismo. Para Aristóteles, sólo en el

movimiento perfecto, que según él es el movimiento de traslación cir-

42 cf. Física, 219a10-14. La explicación aristotélica del tiempo en cuanto experimentado por el hombre

se condensa en el siguiente pasaje de la Física: «En el tiempo hay un antes y un después, pues el

tiempo sigue siempre al movimiento. El antes y el después en el movimiento, cuando el movimiento

es lo que es, es movimiento, pero su ser es distinto del movimiento y no es movimiento. Sin

embargo, conocemos también el tiempo cuando, al determinar el antes y el después, determinamos

el movimiento; y, cuando tenemos la percepción del antes y después en el movimiento, decimos

entonces que el tiempo ha transcurrido. Y lo distinguimos al captar que son diferentes entre sí y que

hay algo intermedio diferente de ellos. Porque cuando inteligimos los extremos como diferentes del

medio, y el alma dice que los ahoras son dos, uno antes y otro después, es entonces cuando decimos

que hay tiempo, ya que se piensa que el tiempo es lo determinado por el ahora; y aceptamos esto»

(Física, 219a19-30). Para el hombre, según Aristóteles, «el tiempo es una especie de realidad emer-

gente que aparece cuando determinamos el movimiento según lo anterior y lo posterior», J-A. rooS.

Hernández, Dios, eternidad y movimiento en Aristóteles (Pamplona 2007) 46.

43 Física, 201b5. cf. ibíd., 201a10; Metafísica, 1065b16.33, 1066a19-20, 1066a20-26.

44 «Si hay movimiento, también hay algo que se mueve, y se mueve todo desde algo hacia algo. Es

preciso, por tanto, que el móvil esté en aquello desde lo cual va a moverse y que deje de estar en

ello, y que se mueva hacia esto otro y llegue a estar en esto» (Metafísica, 1063a17-20. cf. Física,

201b31-33; Acerca de la sensación y de lo sensible, 446a29-30). «Pero, como lo que está en movi-

miento se mueve desde algo hacia algo, y toda magnitud es continua, el movimiento sigue a la

magnitud. Porque, por ser continua la magnitud, es también continuo el movimiento, y el tiempo es

continuo por ser continuo el movimiento» (Física, 219a10-14).

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cular, el móvil físico alcanza su fin con un único movimiento, aunque

aquel permanezca eternamente en movimiento en razón de la índole

eterna del movimiento con el que logra su fin.

Ahora bien, como ambas conclusiones se refieren al hecho

mismo del movimiento, tanto la una como la otra se hallan relacio-

nadas entre sí internamente, de tal modo que siendo distinguibles,

no son separables. A partir de su recíproca implicación, Aristóteles

obtiene otras dos conclusiones: una respecto de lo movido, y otra en

relación con lo moviente (kinetikón).

Primera. En tanto que el movimiento es un estado procesal de

actualización de lo potencial, y lo potencial tiene la capacidad pasiva

de ser movido, pero no el poder activo de mover, para que pueda

darse el movimiento se requiere algo que sea acto, pues sólo lo actual

puede ser moviente45. Esta es la razón por la cual Aristóteles afirma

que el acto tiene siempre prioridad respecto de la potencia46; ya que si

no fuera así, no habría explicación última para la existencia del movi-

miento. La materia informe, substrato indeterminado de las substan-

cias físicas, no puede ser moviente, porque en cuanto tal es potencia,

y lo potencial no puede actualizarse por sí mismo47. Las entidades

materiales, en tanto que efectividades asociadas a lo potencial (mate-

ria), son móviles48; pero también pueden ser movientes, pues tienen

capacidad de mover por su actualidad vinculada a una potencia; no

obstante, todo movimiento que ellas puedan originar implica necesa-

riamente otro movimiento previo, pues de la capacidad de mover tie-

nen que pasar al mover actualmente, o sea, al mover en acto, lo que

supone un movimiento en ellas. Solamente las efectividades puras, es

decir, las substancias en las que no hay ninguna potencialidad, pueden

45 cf. Metafísica, 1049b10-1051a33; Ética nicomáquea, 1173a32-b4, 1174a14-b14.

46 cf. Física, 201a10ss.; Metafísica, 1019a19-23; Sobre la interpretación, 23a21ss.

47 cf. Metafísica, 984a16-27.

48 cf. Acerca del cielo, 300a20ss.

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ser motores inmóviles, esto es, realizar la actividad motriz sin que el

movimiento que causan implique ningún movimiento precedente en

ellas que sea principio de aquel.

Segunda. Para que exista movimiento debe haber “algo” que

sea a la vez potencial y actual, y que en algún aspecto esté pasando

de la potencialidad a la actualidad, y que además, en y con ello, per-

manezca él mismo en su propia entidad49. El movimiento y el reposo,

este último como «la privación de movimiento en aquello que puede

recibir movimiento»50, no son realidades separadas, sino un estado en

el que se encuentra “algo”. «No existe movimiento alguno fuera de

las cosas»51, ya que el movimiento consiste en la realización de estas

en algún aspecto bajo la acción de lo que es capaz de mover52. «El

movimiento es la actualización de lo que está en potencia, cuando

se actualiza al realizarse, pero no en tanto que es ello mismo, sino

en tanto que es móvil»53. o sea, «el movimiento ocurre cuando se da

la realización misma, y no antes ni después»54; pero la realización es

siempre realización de un algo substancial, de una cosa. El movimiento

no es separable del ente físico que se mueve.

Afirma Aristóteles que «las especies del movimiento y del

cambio son tantas como las del ser»55. Las entidades hilemórficas,

compuestos de materia y forma, son susceptibles de estar en movi-

miento respecto de su cantidad56, cualidad57 y ubicación, ya que las

substancias físicas poseen tanto acto como potencia respecto de

49 cf. Metafísica 1063a29-1063b7, 1068a, 4.

50 Física, 226b15. cf. Metafísica, 1068b24-25.

51 Metafísica, 1065b7-8.

52 Ibíd., 1066a27-28.

53 Ibíd., 1065b21-23.

54 Ibíd., 1065b34-35.

55 Física, 201a8-9.

56 cf. Metafísica, 1020a7ss.

57 cf. ibíd., 1020a33-1020b25.

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estas propiedades de su ser, y además permanecen substancialmente

las mismas cuando la actualización corresponde a alguna de ellas.

De ahí que el movimiento de las cosas materiales pueda ser de tres

tipos: cualitativo, cuantitativo y local58. Así pues, cuando el cambio

de un contrario al otro se produce según la cantidad, habrá aumento

y disminución; cuando es según el lugar, habrá traslación; cuando es

según la afección o la cualidad, habrá alteración59. Más cuando no

permanece ningún sujeto, del cual uno de los contrarios es una afec-

ción o, en general, un accidente, entonces habrá generación, o bien

corrupción60. La generación y la corrupción son cambios substanciales.

cuando se producen estos respecto de algo, ese algo no está propia-

mente en movimiento, pues o bien pierde su propia entidad y deja de

ser él mismo, no permaneciendo en el punto de llegada, como sucede

en el caso de la corrupción, o bien no se encuentra en el punto de

partida61, como ocurre en la generación.

3. La cuestión del moviente último y del motor inmóvil

Si nos fijamos en la acción de mover, tal como lo hizo Aristóteles,

podemos distinguir en ella cuatro realidades, a saber: el mover mismo,

o sea, la actividad motora; el moviente, aquello que ejerce la actividad

de mover, y que es motor cuando realiza la actividad motora desde sí

mismo y por sí mismo; lo movible, aquello que padece la acción de

58 cf. Física, 225b10-226b18; Metafísica, 1086a8-16, 1086b15-20, 1069b7-14; Acerca del cielo,

310a22ss., 310b20ss.

59 cf. Categorías, 15a20-30. «Todos los cuerpos y magnitudes naturales (...) son de por sí móviles con

respecto al lugar» (Acerca del cielo, 268b15-16), y algunos también lo son respecto de su cantidad o

de su cualidad.

60 cf. Acerca de la generación y la corrupción, 319b31–320a2.

61 cf. ibíd., 319a5-320a35.

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mover y pasa a estar en movimiento, siendo entonces lo movido por el

moviente; y, por último, el medio mediante el cual el moviente mueve

lo movible con la actividad del mover.

Entre lo moviente y lo movible caben dos tipos principales de

relación. Primero, que lo que mueve pertenezca y sea intrínseco a lo

movible; esto implica que lo movible puede ponerse en movimiento

a sí mismo: es automoviente. Segundo, que el moviente sea extrín-

seco y autónomo respecto de lo movible; en este caso el moviente es

diferente de la realidad movida por él, la cual, en tanto que movible,

«posee en sí misma un principio del movimiento, pero no del mover

algo o causar movimiento, sino del padecer»62.

De acuerdo con eso, lo que está en movimiento o es movido

por otra cosa o no es movido por otra cosa. Si es esto último, enton-

ces se trata de un automoviente. En el primer caso un móvil movido

por otra cosa, el moviente puede ser algo inmóvil o algo movido. Si

se trata de un moviente inmóvil, será lógicamente un motor moviente

primero, pues mueve sin moverse a sí mismo y sin ser movido por

otro. En cambio, si se trata de un moviente movido, cabe que él esté

en movimiento por otro o por sí mismo. Si es automoviente, él mismo

será el primer moviente de lo que está en movimiento, pues no tendrá

necesidad de un moviente que a su vez le mueva, ya que se mueve a sí

mismo desde sí mismo. Si el moviente de algo es movido por otro, que

a su vez está en movimiento, «tendrá que haber un primer moviente

que no sea movido por otra cosa, (...) pues es imposible que haya una

serie infinita de movientes movidos por otro, ya que en una serie infi-

nita no hay nada que sea primero»63. Y «si no hay ninguno primero,

no habrá, en el total, cosa alguna en absoluto»64. Para que se pueda

dar una serie de movimientos concatenados, en la que intervienen una

62 Física, 255b20. cf. Acerca de la generación y la corrupción, 323a16-20.

63 Física, 256a14-19.

64 Metafísica, 994a18-19.

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sucesión de movientes movidos, tendrá que haber un primer moviente

(prôton kinoûn), ya que no se puede producir un regreso al infinito»65.

Ahora bien, el principio66 moviente de una serie de movientes movidos

puede ser o bien un moviente inmóvil, o bien un automoviente, pues

en ambos casos se trata de un moviente que no es movido por otro, o

sea, de un moviente primero.

cuando el primer moviente de la serie en movimiento es un

automoviente, también él tiene que ser motor en sí mismo, pues no

mueve movido por nada distinto de sí mismo; mas como se mueve a

sí mismo desde sí mismo, una parte suya tiene que ser por naturaleza

activa, es decir, motora, y otra pasiva: la una es motor y mueve, la

otra, paciente y movida67. Por tanto, en lo que es sujeto agente del

propio movimiento será necesario que exista algo moviente e inmóvil,

y también algo movido, pero que no mueva necesariamente otra cosa,

y estas dos partes han de estar en contacto entre sí o al menos una

con la otra68.

La conclusión a lo anterior nos la ofrece el mismo Aristóteles:

«es evidente, entonces, después de lo que se ha dicho, que el primer

moviente es inmóvil. Porque, tanto si la serie de lo movido que es

movido por otro se detiene inmediatamente en algo que es primero

e inmóvil, como si conduce a una cosa que se mueve y se detiene a

sí misma, en ambos casos se sigue que en todas las cosas movidas el

primer moviente es inmóvil»69.

respecto de “aquello mediante lo cual el moviente mueve”70,

caben dos posibilidades. una, que el moviente mueva lo movible por

65 Física, 242 a 53-54.

66 «Lo común a todo tipo de principios es ser lo primero a partir de lo cual algo es, o se produce, o se

conoce. Y de ellos, unos son inmanentes y otros son extrínsecos» (Metafísica, 1013a17-19).

67 cf. Física, 255a14-15, 257b5ss., 257b29-258a3; Acerca de la generación y la corrupción, 324a5ss.

68 cf. Acerca de la generación y la corrupción, 323a23-32; Física, 258a17-20.

69 Física, 258b4-9.

70 cf. Física, 256b,4ss.; Acerca del alma, 433b3-14.

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mediación de algo, es decir, de manera indirecta y foránea, de tal

modo que ese algo sería instrumento del moviente en su actividad

motora; en tal caso el instrumento podría ser material o inmaterial.

otra, que el moviente ponga inmediata y directamente en movimiento

lo movido por él; en esta segunda posibilidad, el motor y el medio con

el cual este mueve al movible se identificarían.

Aristóteles, basándose en la experiencia, afirma lo siguiente:

«aquello mediante lo cual el moviente mueve necesariamente y

es movido, pues cambia con lo movido al mismo tiempo y en la

misma relación (como es manifiesto en las cosas que mueven a

otras con respecto al lugar, pues tienen que estar en contacto hasta

cierto punto)»71. Esto implica que si el moviente es él mismo aque-

llo mediante lo cual mueve algo, padecerá de modo accidental72 y

directo, desde lo movido por y mediante él, el movimiento con que el

móvil está en movimiento. Solamente «si algo mueve permaneciendo

inmóvil, podrá tocar lo movido sin que nada lo toque»73. En este caso,

el motor que es inmóvil en sí mismo no padecerá accidentalmente el

movimiento de lo movido por él ni tampoco desde ninguna cosa en

movimiento, porque todo está separado de él, y su relación con lo

distinto de él no implica en modo alguno el ser tocado o alcanzado

por ello.

71 Física, 256b15-20.

72 El móvil no es causa per se del movimiento que puede sufrir el moviente, sino únicamente causa per

accidens, pues la relación del móvil en cuanto tal respecto del moviente es contingente, al no ser

establecida por aquel, sino por este, de tal modo que el móvil como móvil, por y desde él mismo,

no es explicación del moviente en cuanto moviente, ni tampoco puede dar cuenta de la conexión

existente entre los dos (cf. Física 195a32ss.)

73 Acerca de la generación y la corrupción, 323a32-33.

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4. El fenómeno del automovimiento en las cosas físicas

Las substancias que son simples no pueden ser automovientes, ya que

no tienen partes. Por el contrario, las entidades hilemórficas, en tanto

que compuestas, pueden ser agentes de su propio movimiento. Y de

hecho, considerando las cosas físicas en su pluralidad, al Estagirita se

le hizo manifiesto que de entre ellas hay algunas que se mueven a sí

mismas, y otras, en cambio, no son automovientes.

Para que algo compuesto sea automoviente, uno de los ele-

mentos que lo compone tiene que ser motor en sí mismo, es decir,

realizar la actividad de mover desde y por él mismo. Ahora bien,

algo activo por sí mismo tiene que ser necesariamente acto. Por eso,

hablando de las substancias físicas, compuestos de materia y forma,

la única parte que podría ser motor primero interno sería la morphé,

porque la forma es el acto inmanente de la entidad hilemórfica. Sin

embargo, como la experiencia nos dice, no todas las entidades hile-

mórficas son automovientes, aunque todas tienen forma propia. Por

tanto, la actualidad de las substancias físicas, aun siendo totalmente

necesaria para que puedan poseer como propia la actividad de mover,

no es suficiente. Esto significa que hay formas que son no motoras en

sí mismas, y otras, que sí lo son.

Siguiendo la luz de los fenómenos, Aristóteles percibió que

todas las substancias físicas que se mueven a sí mismas tienen vida.

Las entidades hilemórficas vivientes son automovientes. La morphé de

cada una de ellas es por naturaleza motor, o sea, posee como propia

la actividad de mover. Ello implica que las formas de las entidades

hilemórficas automovientes deben caracterizarse por “algo” que las

distingue de las formas de aquellas substancias físicas que, por el con-

trario, no son agentes de su propio movimiento. Aristóteles consideró

que lo específico de las formas motoras radica en que en ellas «está

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directamente el vivir»74. Para que esta distinción quedara reflejada en

lenguaje con un término, el Estagirita denominó psyché (alma) a las

formas de los compuestos hilemórficos automovientes. De ahí que a

las substancias físicas que en algún aspecto son agentes de su propio

movimiento las califiquemos como cosas animadas75. Para Aristóteles,

«el alma es la enteléchia primera de un cuerpo natural que en poten-

cia tiene vida»76. «La función del alma es hacer vivir»77, de tal modo

que lo que está en potencia de vivir es el cuerpo que posee alma, o

sea, el compuesto unitario de cuerpo y alma78.

Al caminar por la senda marcada por la luz de las cosas físi-

cas vivientes, y con la atención puesta en los modos principales del

automoverse de los seres animados, Aristóteles llegó a diferenciar tres

potencias fundamentales del alma, o dicho con otras palabras, tres

poderes de actividad motora, a saber: la potencia nutritiva, propia

de las plantas, pero que se da igualmente en animales y hombres; la

potencia sensitiva, propia de los animales, pero también poseída por

el alma del hombre79; y la potencia racional, propia de los seres huma-

74 Metafísica, 1022a32.

75 Aristóteles afirma que «la naturaleza (phýsis) es un principio y causa del movimiento o del reposo

en la cosa a la que pertenece primariamente y por sí misma, no por accidente» (Física, 192b21-23;

cf. ibíd., 192b30-32). Según él, los animales y sus partes, las plantas y los cuerpos simples como la

tierra, el fuego, el aire y el agua son por naturaleza, «porque cada una de ellas tiene en sí misma un

principio de movimiento y de reposo, sea con respecto al lugar o al aumento o a la disminución o a

la alteración» (ibíd., 192b13-15). Sin embargo, sólo la phýsis de los entes hilemórficos animados es

principio intrínseco de automovimiento, o sea, capaz de mover. La naturaleza de las substancias físi-

cas naturales no animadas es en ellas principio inmanente de movimiento local, pero no en sentido

motor, sino exclusivamente porque tienden naturalmente a un lugar y son capaces de recibir y pade-

cer movimiento conforme a su propia naturaleza (cf. Acerca del cielo, 268b15ss.). El ser moviente de

sí mismo desde sí mismo «es propio de lo viviente y de las cosas animadas» (Física, 255a6-7)

76 Acerca del alma, 412a28-29.

77 Ética eudemia, 1219a23.

78 cf. Acerca del alma, 412b25.

79 Aristóteles señala el hecho de que en los animales hay numerosos movimientos naturales que estos

no producen por sí mismos, sino que la causa motriz está en el medio ambiente y en las muchas

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nos. Esas tres potencias del alma, según Aristóteles, están subordina-

das de tal forma que cada una de ellas supone la inferior80.

Afirma el Estagirita que la vida no es producción acción

trascendente (poíesis), sino acción inmanente (prâxis)81, y que las

realidades «que se suelen llamar instrumentos lo son de producción,

mientras que las posesiones son instrumentos de acción»82. El ser vivo

consta de alma y cuerpo. El alma es en el viviente el principio vital,

mientras que el cuerpo es instrumento de la vida, es decir, de la acción

inmanente de vivir. No es el cuerpo poseedor del alma, sino el alma

la que posee al cuerpo. De ahí que «el alma sea por naturaleza el

elemento rector y el cuerpo el regido», y también «que es conforme a

la naturaleza y conveniente que el cuerpo sea regido por el alma, y la

parte afectiva por la inteligencia (noûs) y por la parte dotada de razón

(lógos)»83. Por eso Aristóteles afirma rotundamente que «la ley es (...)

razón sin apetito»84, correspondiéndole a ella la soberanía.

El hombre se manifiesta en su propio vivir como substancia física

automoviente que tiene poder nutricio, y que se mueve a sí mismo al

realizar la actividad de nutrirse; que posee sensibilidad, en virtud de la

cual es capaz de actividad sensitiva y de deseo sensible, moviéndose

a sí mismo hacia lo deseado; que goza de potencia racional, con la

cual puede moverse a sí mismo desde la razón práctica por deseo

del bien captado intelectualmente, y es capaz tanto de razonar como

también de desplegar actividad teórica. Por eso Aristóteles afirma que

en nosotros «el alma es aquello por lo que vivimos, sentimos y razona-

cosas que entran en él (cf. Física 259b8-12), de tal modo que el automovimiento de los animales está

condicionado e influido en buena medida por el contexto vital en el que se encuentran.

80 cf. Acerca del alma, 413a21-413b30, 432b15ss., 411b19ss., 414a29ss., 434a22-434b9.

81 cf. Política, 1254a7.

82 Ibíd., 1254a1ss.

83 Ibíd., 1254a35ss., 1254b5-8. cf. ibíd., 1260a5.

84 Política, 1287a32.

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mos primaria y radicalmente»85, calificando el alma humana de alma

nutritiva, sensitiva y racional. Es propio del hombre en cuanto hombre

tener un alma tripartita86. Sin embargo, «la función propia del hombre

es una actividad del alma según la razón, o que implica la razón»87,

pues la vida de nutrición y crecimiento parece común a las plantas y a

los animales, y la vida sensitiva también lo es a todos los animales. A

diferencia de los otros vivientes, el alma del hombre consta de razón y

de apetito, de parte racional y de parte irracional88.

Tanto la potencia nutritiva del alma humana, al igual que

sucede en las plantas y en los animales, como su potencia sensitiva,

del mismo modo que acontece en todos los animales, no ejercen su

actividad motora separadas del cuerpo de la entidad hilemórfica, de la

que el alma es enteléchia y motor interno89. De ahí que el alma en el

ejercicio de su actividad nutricia y sensitiva, a la vez que mueve lo cor-

póreo con la actividad de sus poderes, sea afectada por el movimiento

del cuerpo; dicho con otras palabras, como motor del cuerpo y como

principio del movimiento del automoviente que es el hombre, el alma

humana cuando mueve en virtud de su fuerza nutritiva y sensible,

padece, a su vez, de modo accidental y desde lo corpóreo, el movi-

miento que ella misma produce90. El alma en su actividad nutricia y

sensitiva es para el hombre, en cuanto automoviente, un motor inmó-

vil accidentalmente movido91.

Atendiendo a la dimensión vegetativa y también a la animal del

alma humana, sólo cabe afirmar que esta, como realidad inmaterial

que es enteléchia de un cuerpo potencialmente viviente y parte consti-

85 Acerca del alma, 414a13.

86 cf. Tópicos, 133a32.

87 Ética nicomáquea, 1098a5ss. cf. Ética eudemia 1219b27-41.

88 cf. Política, 1277a6-7, 1334b19-20; Ética eudemia, 1224b30ss.

89 cf. Acerca del alma, 414a15-29.

90 cf. ibíd., 430a5-406b10s.

91 cf. Tópicos, 120b20ss.

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tutiva del compuesto que el hombre es, no puede existir separada del

cuerpo al que actualiza, ni puede permanecer cuando se corrompe el

compuesto. Desde la perspectiva de las funciones nutritiva y sensitiva

del alma humana, esta no se muestra separable de la materia que

actualiza ni tampoco del compuesto hilemórfico.

Si el ser propio del alma humana no fuera más allá de sus

dimensiones nutritiva y sensitiva, la destrucción del hombre implicaría

tanto la pérdida del cuerpo como la desaparición o disolución de su

alma. La identidad del hombre no podría en modo alguno subsistir

después de la muerte. Todo lo humano sería mortal. La inmortali-

dad no constituiría en modo alguno una propiedad del hombre. Sin

embargo, Aristóteles se percató de que el alma humana, más allá de

sus poderes nutritivo y sensitivo, consta de fuerza racional. El alma

humana no se agota en la facultad nutritiva y en su capacidad sensi-

tiva, en razón de las cuales el hombre guarda semejanza con plantas

y animales, sino que en ella hay algo más, eso que Aristóteles deter-

minó como fuerza intelectiva, como poder de pensar, como actividad

racional, como capacidad de actuar conforme a la virtud. Por eso, el

filósofo de Estagira mantuvo una posición abierta y de búsqueda en

relación con la cuestión de la permanencia del alma del hombre que

padece la muerte. Dice Aristóteles: «Acerca de si, además, permanece

algo después, habrá que estudiarlo: en algunos casos nada lo impide,

por ejemplo, si tal es el caso del alma, no de toda el alma, sino el

noûs, pues que subsista toda es, seguramente, imposible»92.

92 Metafísica, 1070a24-26.

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5. El fenómeno de la actividad racional como

indicio de separabilidad en el alma humana

resulta imposible considerar el alma humana como realidad separable

y, por tanto, substancial, desde su poder nutritivo y su potencialidad

sensitiva. Pero es la presencia en el hombre del poder intelectual y,

consecuentemente, de la capacidad de pensar y razonar, actividades

que plantas y animales no realizan ni pueden realizar, el fenómeno

que hace preguntarse a Aristóteles por la posibilidad de que el alma

humana sea separable en algún aspecto respecto del cuerpo que vivi-

fica y del compuesto del que hace parte, de que goce de cierta inde-

pendencia y autonomía respecto de estos.

Para Aristóteles, la diferencia que se muestra en el hombre

entre el poder racional y los poderes nutritivo y sensitivo es tan abismal

que parece que constituyen dos géneros diferentes de almas. Pero en

este punto, el paso de los fenómenos en los que se manifiesta el alma

humana al noúmeno de la misma, o sea, a su profundidad esencial

(eîdos), no le resulta claro al Estagirita; la luz que el alma misma comu-

nica de sí en su aparecer fenoménico le resulta débil, demasiado tenue

para poder ver con claridad su esencia, por eso dice que “parece”.

Aristóteles en su acercamiento a la realidad del alma humana, tuvo

que considerar con mayor cuidado y atención los fenómenos que dan

acceso a la hondura específica de aquella, para intentar introducirse

con justeza en su luminoso misterio.

Los dos géneros de alma que parecen poder distinguirse son los

siguientes: por una parte, un género de alma que se caracteriza por el

hecho de que para realizar su actividad vital precisa necesariamente de

algún órgano material, pues sin él no puede actuar el mover. Se trata

de almas que siendo motores, sin embargo, no son activas separadas

de lo corpóreo. Su poder de actividad lo ejercen desde sí mismas,

pero unidas al cuerpo. Esto es lo que sucede con claridad con las

potencias nutritiva y sensitiva del alma, por lo que se podría decir que

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ese género de “alma-no-separable” es propio de las almas que sólo

tienen poder nutritivo y poder sensitivo. Las almas de las plantas y las

almas de los animales pertenecerían a este género de alma. Por otra

parte, a diferencia de estas almas “no-separables”, habría otro género

de alma, al que pertenecerían las almas que son activas y ejercen su

actividad motora sin depender de elemento corpóreo alguno93, que es

lo que parece que sucede con el poder racional del alma humana. Se

trataría de almas “separables” del cuerpo.

Aristóteles es llevado a la distinción entre un género de alma

“separable” y un género de alma “no-separable” por la diferencia

que existe entre la actividad nutriente, por la que el viviente se mueve

a sí mismo, pero que el alma ejerce necesariamente vinculada a los

órganos corpóreos y que tiene por objeto realidades materiales, la

actividad sensitiva, que también es principio de automovimiento, pero

que el alma puede realizar en conexión ineludible con los sentidos del

cuerpo, y que tiene por objeto realidades materiales pero sin mate-

ria, y la actividad intelectual, que parece propia y exclusiva del alma,

dando indicios de no estar forzosamente vinculada a lo corpóreo, y

que tiene por objeto realidades totalmente inmateriales, tales como lo

inteligible y los pensamientos.

Ahora bien, frente a los “síntomas” de separabilidad que la

actividad del poder racional del alma humana transparenta, hay otros

indicios que parecen ir en sentido contrario, y que, por tanto, estarían

más en consonancia con la estructura general de las entidades hile-

mórficas tal como ha sido determinada por el mismo Aristóteles, a

saber: la cosa física es el compuesto de materia y forma; la materia de

la substancia sensible no existe como tal sin la forma que la determina;

su morphé tampoco se da sin la materia en la que inhiere, y en unión

con la cual constituye el todo que es la cosa, de la cual la forma (mor-

phé) es enteléchia. El ser substancial corresponde al compuesto; ni la

93 cf. Acerca del alma, 413b26.

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materia del mismo es su ousía, ni tampoco la forma en cuanto forma

se identifica con la substancia que la cosa es.

Para el Estagirita no hay duda de que existen ámbitos de la

actividad racional del hombre que están ligados a lo corpóreo. Así, la

imaginación, el conocimiento, el lenguaje, etc. Todos ellos son fenó-

menos del poder racional del alma humana que parecen señalar su

índole no separable. No obstante, los indicios de separabilidad llevan

a Aristóteles a preguntarse por la existencia de algún aspecto de la

dimensión racional del alma humana que no esté complicado con lo

corpóreo ni sea propio de la unidad compuesta del hombre como ente

hilemórfico que es.

ciertamente, Aristóteles considera que la materia, aun no

constituyendo una substancia, porque le falta la índole concreta y

determinada de esta, es substancial; pero se trata de aquella materia

que él supuso preexistente, pura, indeterminada, no-individualizada

e informe, sujeto de inherencia de las formas94. Esta materia informe,

substrato de toda formalidad de las substancias físicas, no se identifica

con la materia determinada de la cosa, ni es portadora de la identidad

concreta y particular de la misma. De ahí que nos podamos formular

dos cuestiones. Primera: ¿qué sucede con la materia de las substancias

físicas cuando se destruye el compuesto que ellas son? Todo parece

indicar que deja de ser la materia que era, o sea, materia determinada

y conformada, para convertirse en una materia no-entitativa, que

sufre la ruptura de su estructura de partes extra partes, desfigurán-

dose y degradándose por descomposición, de tal modo que la iden-

tidad formal de la cosa no se mantiene en dicha materia. La materia

conformada, materia de la entidad hilemórfica, no es, en cuanto tal,

substancial, no subsiste al margen del compuesto del que hace parte.

Lo-que-propiamente-es (ousía) es la cosa física, de tal manera que al

corromperse esta, su materia desaparece, perdiendo la forma que le

94 Véase la nota 27 de este trabajo.

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era propia y, por tanto, su concreción o identidad, pudiendo ser deter-

minada posteriormente por una nueva morphé respecto de la cual

está en potencia95.

Segunda cuestión, ¿qué ocurre con la morphé de las entidades

hilemórficas al corromperse el compuesto? La forma determinante

y configurante de un trozo de mármol, por causa de la cual este es

una hermosa estatua, se pierde cuando esta salta en pedazos. Todo

conduce a pensar que la morphé de una substancia física corruptible

desaparece al corromperse la cosa de la que era enteléchia. En el caso

de la materia de un ente hilemórfico que padece la corrupción96, se

da una permanencia de aquella, no como materia conformada por

la forma de ese ente, sino o bien conformada con una nueva forma,

o bien como materia informe, pues según Aristóteles la materia no

determinada por morphé alguna posee carácter substancial y, por

tanto, un ser separable e independiente, aunque totalmente incon-

creto e indefinido, sin identidad individual97. De principio, no parece

que suceda algo semejante respecto de la forma, sino que la destruc-

ción de la cosa física supone la pérdida total de aquella, no quedando

nada de ella.

Aristóteles pudo pararse ahí, y no plantear la posibilidad, en

razón de la actividad racional, de algo en el alma humana que sea

motor “separable” y, por tanto, substancial, o sea, ser-en-sí, con

densidad y consistencia propias, independiente de la materia y del

compuesto. Sin embargo, como empujado por la luz de las cosas en

su búsqueda de la verdad, Aristóteles distingue las dos posibles clases

de almas: la separable y la no-separable. Amicus est Plato, sed magis

amica veritas. con esa diferenciación, el Estagirita se abre a la investi-

95 cf. Acerca del cielo, 302a1-9; Meteorológicos, 378b29-379b9.

96 La corrupción, al igual que la generación, es un cambio que es inherente a la forma de la cosa y a su

materia (cf. Acerca de la generación y la corrupción, 317a23-25).

97 cf. ibíd., 318b10ss.

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gación de la existencia en cada hombre concreto y singular de “algo”

inmaterial que sea substancial y, por tanto, que no se pierda con la

corrupción del compuesto hilemórfico que cada individuo humano

es. Si existiera ese “algo”, ¿podría permanecer en ello la identidad

de la substancia física? Y si así fuese, ¿de qué manera permanecería?

Además, ¿qué vendría a ser ese “algo” en relación al alma del hom-

bre? ¿Es el alma misma?, ¿es una parte de ella?, ¿es una potencia de

la misma?, ¿es “algo” que está en ella, pero no es ella ni tampoco de

ella?, etc.

6. Hacia la determinación de

“lo separable” en el alma humana

Aún no sabemos si Aristóteles se formula las preguntas arriba plantea-

das y tampoco si lo que dice responde a alguna de ellas. retomemos

su acercamiento a la realidad de las cosas físicas vivientes. una vez

consideradas las cosas animadas en cuanto automovientes, y también

el alma como motor intrínseco a ellas, prestemos atención ahora al

modo en que el alma ejerce su actividad motora en el automoviente,

o sea, a aquello mediante lo cual ella, en cuanto moviente, mueve lo

que mueve.

En los seres vivos, cuyo motor interno es el alma, esta, dice

Aristóteles, «parece estar extendida y adherida a todos los miembros

sensibles del cuerpo»98. Si esto es así, entonces el alma como motor

inmóvil mueve el cuerpo de forma inmediata e inmanente, o sea,

mueve mediante sí misma en razón de su vínculo íntimo y directo

con el cuerpo, de tal modo que ella, motor inmóvil, es movida acci-

dentalmente por lo corpóreo, porque padece el movimiento que ella

98 Protréptico, 107.

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misma principia como motor en el cuerpo, pues al estar en contacto

inmediato e intrínseco con el cuerpo que mueve, este le transmite de

modo accidental su movimiento; por eso también, el automoviente

vivo, aunque sólo tiene como motor primero su alma, no obstante, se

mueve todo él como compuesto, siendo el cuerpo movido por el alma

en cuanto principio motor, y siendo el alma movida accidentalmente

por el cuerpo en cuanto afectada por el movimiento que ella misma

causa en él. Esto es lo que a todas luces parece suceder en las plantas,

en los animales y también en el hombre. Sin embargo, en este último,

el fenómeno de la actividad racional en la cual Aristóteles centra su

atención parece señalar algo motor que no sería afectado en todos

los casos ni tampoco en el mismo sentido por el movimiento de lo que

él mueve.

Si en la psyché del hombre se diera “algo” separable, o sea,

“algo inmaterial” que no esté complicado en el compuesto que el

hombre es ni vinculado al cuerpo como actualidad de este, entonces

el alma humana podría ser en algún aspecto un motor inmanente que

mueve sin ser ella misma el medio mediante el cual mueve el móvil, es

decir, podría constituir un moviente intrínseco al hombre que causa el

movimiento de lo movido a través de un instrumento. En el caso de

estar efectivamente separado, el “algo-separable” no tendría ningún

vínculo directo e inmediato con lo que mueve, o sea, tanto respecto

del instrumento con el que mueve como en relación con lo movido

por él mediante ese, de tal modo que no se vería afectado de ninguna

manera por el movimiento de lo que mueve; se trataría de un motor

inmóvil no padeciente. Sin embargo, si ese “algo” estuviera de facto

separado, habría que explicar cómo ejerce la actividad de mover desde

ese estado, y habría que determinar si se convierte, en cuanto sepa-

rado, en un moviente foráneo o, por el contrario, mantiene el carácter

interno que, en cuanto separable, le es propio respecto del hombre.

En un estado fáctico de no-separado, el “algo-separable”, justo

en razón de su separabilidad, no cabe que mueva necesariamente

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mediante sí mismo lo movido por él, sino que tiene que poder hacerlo

a través de un instrumento, pues si no fuera así se trataría realmente

de algo no separable de lo movido. Si el “algo-separable” del alma

humana moviese lo movido por ella mediante un instrumento, que

necesariamente tiene que ser inmaterial, pues en el hombre en cuanto

automoviente no hay nada material intermedio entre su psyché y su

cuerpo, entonces aquello que padecería inmediata y accidentalmente

el movimiento del cuerpo sería el instrumento inmaterial con que el

“algo-separable” del alma humana mueve lo corpóreo, mientras que

“lo-separable” sería afectado por el movimiento del cuerpo única-

mente de un modo indirecto a través del instrumento mediante el

cual mueve y en la medida de cómo sea su relación o contacto con

dicho instrumento.

con todo, a las cuestiones arriba formuladas habría que aña-

dir ahora otras que también deberían ser clarificadas. Si realmente

se diese ese “algo-separable” y moviese lo movido a través de un

instrumento, ¿cuál podría ser ese instrumento y cómo transmitiría la

actividad motora de “lo separable”?

Para arrojar luz sobre las cuestiones planteadas volvamos a

la consideración que Aristóteles hace sobre aquello que él percibe

como indicador de la posibilidad de “algo separable” en el alma del

hombre. La cuestión radica en si el poder racional del alma humana es

separable, y consecuentemente, si existe en el alma humana “algo”

independiente del cuerpo y que no esté subordinado a la composición

o unidad de la entidad hilemórfica. La posición de Aristóteles en rela-

ción con esto es bastante ambigua; pues, por un lado, él afirma que el

alma, también en su dimensión racional, «es inseparable toda vez que

siempre se da en un cuerpo»99, y, como ya se señaló anteriormente,

que «el alma parece estar extendida y adherida a todos los miembros

99 Acerca del alma, 414a20ss.

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sensibles del cuerpo»100; sin embargo, por otro lado, él mismo se abre

a la separabilidad al considerar que es posible la existencia de “algo”

en el alma que no fuese en modo alguno enteléchia del cuerpo, como

sí lo es el alma en cuanto tal, y, por tanto, que no entrase en composi-

ción con la materia; ese “algo” en el alma racional sería separable101.

¿cómo se expresa Aristóteles respecto de la cuestión formu-

lada arriba? Dice el Estagirita: «Entre los animales dotados de sensi-

bilidad unos tienen movimiento local y otros no lo tienen. Muy pocos

poseen, en fin, razonamiento y pensamiento discursivo. Entre los seres

sometidos a corrupción, los que poseen razonamiento poseen tam-

bién las demás facultades, mientras que no todos los que poseen cual-

quiera de las otras potencias poseen además razonamiento, sino que

algunos carecen incluso de imaginación, mientras otros viven gracias

exclusivamente a esta. En cuanto al noûs teórico, es otro asunto»102.

Y es que «el noûs (...) aparenta ser en su origen una entidad

independiente y que no está sometida a corrupción»103. con todo, no

obstante, continúa diciendo el Estagirita: «Por lo que hace al noûs y

a la potencia especulativa no está nada claro el asunto, si bien parece

tratarse de un género distinto de alma y que solamente él puede darse

separado como lo eterno de lo corruptible. En cuanto al resto de las

partes del alma se deduce claramente de lo anterior que no se dan

separadas como algunos pretenden»104.

Así pues, el posicionamiento primero de Aristóteles sobre la

actividad racional en el hombre como fenómeno que puede indicar

una posible existencia de algo separable en el alma humana es de

apertura a dicha posibilidad; pero también de precaución, no sea que

con la afirmación de la “separabilidad” de ese “algo” no se haga

100 Protréptico, 107; cf. Acerca del alma, 411b23-30.

101 cf. Acerca del alma, 413a5-10.

102 Ibíd., 415a6ss.

103 Ibíd., 408b18-19.

104 Ibíd., 413b25ss.

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justicia a la realidad del hombre y de su alma. Por eso, aquello que es

señal indicativa de “algo” separable en el alma del hombre debe ser

examinado e investigado con mayor profundidad. ¿En dónde radica

el poder racional del alma humana? ¿En qué consiste su actividad de

pensar? ¿cómo la lleva a cabo?

7. La clarificación del ser del noûs

a partir del fenómeno de su actividad

Aristóteles ha llamado noûs a ese “algo” del alma humana que por su

actividad propia parece que sea separable del cuerpo e independiente

del compuesto hilemórfico. Ahora bien, dice el mismo Estagirita que

para poder clarificar el estatuto de «aquella parte del alma con que el

alma conoce y piensa ya se trate de algo separable, ya se trate de

algo no separable en cuanto a la magnitud, pero sí en cuanto a la defi-

nición ha de examinarse cuál es su característica diferencial y cómo

se lleva a cabo la nóe@sis»105. Más aún, habrá que investigar «qué es

respecto del alma: ¿se trata de una parte de la misma, separable ya

según la magnitud, ya según la definición, o más bien se identifica

con toda el alma? Y si se trata de una parte, ¿es acaso una parte

especial distinta de las que se suelen enumerar y ya hemos nume-

rado o se identifica con alguna de estas?»106.

105 Ibíd., 429a10ss. Nóe@sis (inteligir y pensar) es la actividad propia y específica del noûs, el cual consti-

tuye, según Aristóteles, el principio simple principio de todos los principios en la demostración y en

la ciencia (cf. Analíticos Segundos 84b37-85a3, 88b35-89a2, 100b8-15), o sea, el principio primero

en el ámbito del saber universal. Demostración y ciencia (conocer universal) no son posibles a través

de la sensación, pues en el sentir, que sí tiene que ver con el ejercicio del conocimiento, se siente

necesariamente una cosa determinada en algún lugar y en tal o cual momento (cf. Acerca de la

sensación y de lo sensible, 44b24; Analíticos segundos 87b27-88a14).

106 Acerca del alma, 432a19ss.

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La actividad de la facultad racional, que es propia del alma

humana, se muestra plural en sus manifestaciones: el conocer inte-

lectivo, el conceptuar, el razonar, el pensar, el teorizar, el especular, el

hablar discursivo, etc., son todos fenómenos racionales. Todas estas

actividades de la psyché del hombre parecen estar en relación con

ese “algo” supuestamente separable que Aristóteles denominó como

noûs. Para poder clarificar los indicios de separabilidad en el alma

humana y a fin de determinar qué es el noûs, o sea, eso que en ella

parece separable, habrá que examinar los diversos fenómenos de la

facultad racional del hombre en los que se estima que el noûs inter-

viene de un modo u otro. Se trata de distinguir la actividad propia de

lo que parece separable en el alma humana de entre las actividades

pertenecientes al ámbito racional, para acceder, desde la especificidad

de dicha actividad, a la realidad del noûs y a su índole separable.

7.1. El conocer humano y el noûs

El conocer (gnôsis) es una actividad del alma que busca su objeto

fuera de sí, teniendo como fin la posesión del mismo mediante la cog-

nición; por esta razón el conocimiento en cuanto tal es intencional y

rectilíneo. El conocimiento no se tiene a sí mismo como objeto de su

actividad, sino que se dirige hacia “algo” que le es extrínseco, de tal

modo que su actividad cognoscitiva cesa cuando hace suyo el objeto

de su búsqueda, pasando entonces a tener en sí el objeto buscado

como lo conocido. «El conocimiento es la aprehensión de lo cognosci-

ble»107. Por eso, el conocimiento reposa en el objeto de conocimiento

adquirido hasta que vuelve a la actividad intencional. Si el conocer

fuera la actividad propia del noûs, este no podría ser en modo alguno

separable, pues estaría vinculado necesariamente a algo ajeno a sí

mismo, al objeto del conocimiento. El noûs puede parecer separable

en la medida en que no es cognitivo. Si la actividad propia del noûs

107 Tópicos, 146b6.

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no fuese el conocer, cabría la posibilidad de que fuera separable. No

obstante, en el caso de que lo específico de la actividad del noûs no

fuera el poder cognoscitivo, esto no supondría necesariamente una

exclusión a priori del noûs del ámbito del conocimiento humano. El

noûs podría intervenir en él. En efecto, cabe la posibilidad de que el

noûs concurra con su actividad propia en otras actividades del alma

que implican facultades no separables; en este caso, con la actividad

cognoscitiva del poder racional de la psyché humana.

La colaboración del noûs en el conocimiento

y su separabilidad en el conocer

Aristóteles se fijó en el fenómeno de que el hombre en su conocer

discierne las substancias sensibles (agua, carne, etc.) de la esencia de

las mismas. «como el conocimiento se produce en el alma, al ser una

disposición del alma»108, el hecho del acceso cognoscitivo a lo sensible

y a lo esencial de las cosas físicas, así como la distinción de ambos

aspectos, le llevó a plantearse la siguiente pregunta: ¿esos dos objetos

cognitivos son distinguidos por el alma con facultades distintas o bien

con la misma, aunque dispuesta de manera diferente?109.

como las substancias sensibles no se dan sin materia, Aristó-

teles afirma que el conocimiento de una entidad hilemórfica respecto

de su materia y de sus propiedades sensibles lo obtiene el alma a tra-

vés de la facultad sensitiva110; y el conocimiento de su esencia, o por

medio de una facultad separada (que sería lo que él ha denominado

como noûs) o a través de la misma facultad sensitiva, pero dispuesta

esta última de distinta manera. Aristóteles mantiene esta doble posibi-

108 Ibíd., 145a36-37.

109 cf. Acerca del alma, 429b10-15.

110 «Toda facultad de sensación (aísth ̄e sis) ejerce su actividad hacia un objeto sensible» (Ética nicomá-

quea, 1174b15-16). «una sensación en acto es un movimiento a través de un cuerpo, en el curso del

cual la capacidad de sentir es afectada de alguna manera» (Física, 244b11-13).

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lidad, porque se ajusta a la realidad compuesta de las entidades hile-

mórficas, en la cual la materia no es separable de la forma, y la forma,

de la materia. un objeto de conocimiento no separable no exige

de suyo una facultad cognoscitiva separable. Sin embargo, advierte

Aristóteles, cuando se trata del conocimiento de la esencia de entes

abstractos, el alma la discierne con otra facultad que no es la sensitiva.

Los entes abstractos no son substancias en sí mismos, pues no existen

independientemente de aquello que los concibe. La substancialidad

de ellos es la substancialidad propia del alma que los idea. Todo parece

indicar que aquello que en el alma discerniría la esencia de los entes

abstractos tendría que ser lo que el Estagirita ha llamado noûs. con

todo, respecto de los entes abstractos, el noûs no intervendría pri-

mariamente en su conocimiento, sino en su concepción, aun cuando

tuviera que utilizar imágenes como instrumento para ello.

Así pues, considerando el conocimiento que se produce en el

alma humana, Aristóteles afirmó la existencia de dos fuentes distintas

de conocimiento en el hombre: la percepción sensible, ligada a la facul-

tad sensitiva del alma, y el pensamiento, vinculado a la facultad racio-

nal del alma. Ambas fuentes de conocimiento no son reemplazables

entre sí ni tampoco reducibles la una a la otra. «Desde el comienzo, y

Aristóteles por vez primera claramente, se distinguió entre aísth-esis, es

decir, dejarse dar algo y nóesis, determinar pensando»111.

Para el Estagirita no puede haber conocimiento de los entes

físicos por parte del hombre que no se fundamente en algo dado

previamente por los sentidos abiertos al mundo sensible, es decir, en

la experiencia empírica, aunque el conocimiento de las entidades hile-

mórficas no provenga totalmente de la percepción sensible. Los datos

sensibles no son creados por el noûs, sino dados al conocimiento

por la facultad sensitiva del alma desde las entidades hilemórficas.

111 Heidegger, Lógica. La pregunta por la verdad (Madrid 2004) 225. cf. ariStóteleS, Acerca de la sensa-

ción y de lo sensible, 445b15ss.; I. Kant,.Crítica de la razón pura (Madrid 101994), B 29.

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En el caso de que el noûs interviniera en la actividad cognoscitiva del

hombre en relación con la esencia de una cosa sensible, y no fuera

la facultad sensitiva quien diera al hombre el conocimiento de dicha

esencia, el noûs lo que haría sería realizar su actividad propia pero

vuelto hacia la representación sensitiva de las cosas, es decir, en rela-

ción con aquello que le es dado al hombre por la facultad sensitiva. En

el ámbito del conocimiento de las substancias físicas, el noûs actuaría

lo que le es propio pero sólo teniendo como medio de su actividad los

datos representativos de la percepción, por la cual el hombre recibe la

cosa sensible en su fenómeno (entendido aquí como el aparecer de las

cosas ante el sujeto cognoscente).

En el caso de que concurriera la actividad del noûs en el cono-

cimiento de las cosas físicas, la aportación de aquel a la cognición

consistiría en la visión o la lectura de la esencia de las cosas, o sea, de

lo inteligible que hay en ellas, pues en el ámbito del conocimiento de

las substancias sensibles la actividad del noûs se modula como inteli-

gir112. El noûs con su actividad intelectiva determina desde sí mismo lo

inteligible de las cosas, pero siempre a partir de aquello que le es dado

al hombre desde la facultad sensitiva o desde la imaginación, pues lo

hace leyendo o viendo de modo intelectivo las representaciones sen-

sitivas o imaginativas. con la intelección, el noûs mide cognoscitiva-

mente la medida esencial interna de las substancias físicas. Esa medi-

ción sería la contribución propia y específica del noûs al conocimiento

humano del mundo sensible.

El objeto de la actividad del noûs en el conocer humano es lo

inteligible de las cosas, no las representaciones de las mismas obte-

nidas por la facultad sensitiva o por la imaginación. Ahora bien, lo

inteligible de las cosas es su esencia, o sea, lo-que-son. La esencia

de las cosas constituye lo inteligible de las mismas. Pero lo inteligible

en cuanto tal tiene que ser algo inmaterial y separable de la materia;

112 cf. Protréptico, 24.

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si no fuera así, sería imposible que el noûs el “algo” que parece

separable en el alma humana lo tuviera como objeto de su activi-

dad propia en el ámbito del conocimiento de las substancias físicas.

Esto implica que la esencia de los entes hilemórficos, donde radica lo

inteligible de cada uno de ellos, no es lo inteligible en cuanto tal, pues

lo-que-son las cosas físicas no puede ser separado de ellas, es decir,

del compuesto de materia y forma que las constituye como tales. Por

tanto, lo inteligible en cuanto tal no puede radicar en la esencia de las

cosas. Lo inteligible únicamente está de modo potencial en los seres

materiales. Lo que se halla en acto en las cosas físicas es su propia

esencia, que es lo inteligible de ellas, pero que en cuanto inteligible se

encuentra en ellas únicamente de modo potencial. La esencia, siendo

inteligible, es lo inteligible en potencia dentro de las cosas físicas. En

los seres que tienen materia, «cada uno de los objetos inteligibles está

presente en ellos sólo potencialmente»113.

Lo inteligible en cuanto inteligible sólo puede ser en acto en el

noûs; de ahí que el conocimiento humano del mundo físico en el que

interviene el noûs con su actividad intelectiva sea un conocer esencial,

es decir, no un mero conocimiento de la esencia, sino un conoci-

miento intelectivo de esta, o sea, la captación de la esencia en cuanto

lo potencialmente inteligible de la cosa en ella misma, que pasa a ser

en acto en el noûs gracias a la actividad intelectual de este. El cono-

cimiento profundo, amplio y alto de las cosas, esto es, la posesión

cognoscitiva de estas en su inteligibilidad, sólo se logra cuando el noûs

interviene en la actividad de conocer, inteligiendo la esencia de las

mismas. con el conocimiento esencial de las cosas físicas se tiene de

modo actual en el noûs lo potencialmente inteligible en ellas, o sea,

la captación intelectual de sus esencias. Y la intelección de la esencia

113 Acerca del alma, 430a7.

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de cada cosa es el término del conocimiento de la misma114, pues la

esencia de cada cosa es lo que esta es en cuanto tal115.

Lo potencialmente inteligible de cada cosa física es lo inteligi-

ble de modo actual en el noûs cuando este intelige la esencia de ella,

viéndola y leyéndola intelectualmente a través de las representaciones

sensitivas o imaginativas. Esto supone un proceso de separación de

lo que ontológicamente no es separable ni está separado de hecho,

a saber: la esencia de la cosa. Este proceso recibe el nombre de

abstracción (aphaíresis). Abstraer es separar; dicho de manera más

precisa, abstraer consiste en producir una separación que pertenece

únicamente al ámbito del conocimiento y que sólo es real en él. La

abstracción intelectual que el noûs realiza, dando así actualidad en

él a lo inteligible en potencia de la substancia física, no implica que

el noûs abandone o elimine la realidad concreta, como si el abstraer

le liberara de ella, pues el conocimiento, también el conocimiento

esencial, es siempre intencional, o sea, está permanentemente dirigido

hacia la realidad concreta, que es objeto de la actividad cognoscitiva,

como «lo otro» respecto de sí116. Por tanto, para el noûs, dentro de

su aportación a la actividad cognoscitiva, la cosa física concreta y el

conocimiento esencial que de esta posee no son nunca idénticos en él,

pues tiene “separado” lo que de suyo no es separable de la cosa: su

esencia, lo-que-es. No obstante, por la índole intencional del conocer,

«la supresión de lo cognoscible suprime simultáneamente el conoci-

miento (...) en efecto, de no existir lo cognoscible, no existe el conoci-

miento, pues sería conocimiento de nada, en cambio, de no existir el

conocimiento, nada impide que exista lo cognoscible»117.

114 cf. Metafísica, 1022a, 9-10, 1031b, 20-21.

115 cf. Ibíd., 1029b, 13-14.

116 cf. Categorías, 6b1-7, 11a25-26, 11b25-30, 8a30ss.

117 Ibíd., 7b26-31; cf. Tópicos, 125a10ss.

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El proceso de abstracción comienza en la facultad sensitiva del

alma. Apoyándose en los fenómenos propios de la actividad del cono-

cer, que muestran que en el cognoscente está de algún modo la cosa

conocida, pero sin hallarse ella misma en aquel, Aristóteles afirma que

la facultad sensitiva es poder del alma para los “aspectos materiales”

de las cosas, pero sin la materia de estas118. Por medio de su capacidad

sensitiva, el alma abstrae las cualidades sensibles de la materia de las

cosas físicas, de tal modo que posee la materia de estas de manera

inmaterial, pues el alma, en cuanto forma que tiene vida de suyo, es

en sí misma inmaterial. Ahora bien, la dimensión sensible del alma

es adecuada para lo material de las cosas físicas aunque eso sea

poseído por ella únicamente de modo cognoscitivo al separarlo de

la materia en cuanto tal, pero no para lo inmaterial de aquellas, es

decir, para la morphé de las cosas físicas en cuanto morphé, aunque

sí lo es respecto de esta en cuanto unida a lo material del compuesto.

De ahí que Aristóteles deje abierta la posibilidad del conocimiento de

las esencias de las cosas físicas por parte de la facultad sensitiva, aun-

que dicho conocimiento no constituya en modo alguno una posesión

intelectiva de la esencias de las cosas, o sea, un conocimiento esencial

de las mismas. Si la esencia de una cosa fuera conocida con la facultad

sensitiva del alma, se tendría ciertamente conocimiento de lo-que-es

la cosa, pero ese conocimiento no supondría el tener en acto la esen-

cia de la cosa en la medida en que es lo potencialmente inteligible en

ella. con otras palabras, la facultad sensitiva no aportaría un conoci-

miento intelectivo de la esencia al sujeto cognoscente, no daría acceso

a lo esencial de la esencia.

Para la esencialidad de las esencias de las entidades hilemór-

ficas y para la inmaterialidad de las representaciones sensibles e

118 cf. Analíticos segundos, 100a16-100b5. En este sentido, siempre refiriéndose al ámbito del conoci-

miento, Aristóteles considera que la materia puede ser de dos tipos: sensible e inteligible (cf. Metafí-

sica, 1037a1-4).

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imaginativas119 de la materia de las cosas, producidas por la facultad

sensitiva del alma, es adecuado el noûs. Sólo él abre el acceso a lo

inteligible de las cosas. Si «alguien sostuviera que el conocimiento es

precisamente aquello que es sensación, sería preciso también que lo

cognoscible fuera precisamente aquello que es sensible. Pero no lo

es: en efecto, no todo lo cognoscible es sensible, pues algunas cosas

son inteligibles»120. Lo inteligible de las cosas en cuanto inteligible le

es accesible al hombre porque tiene noûs. respecto de las formas de

las cosas físicas y de las representaciones de la facultad sensitiva, que

no son separables de la materia y de los órganos corporales, respec-

tivamente, el noûs se caracteriza por tener poder para separarlos en

orden al conocimiento esencial, o lo que es lo mismo, en vistas del

conocimiento intelectual de la esencia, pues la intelección implica la

abstracción ya de las formas de las cosas, ya de la materia inmaterial

de las representaciones sensibles. Por eso dice Aristóteles que «el noûs

es forma de formas así como el sentido es forma de las cualidades

sensibles»121.

Para poder recibir en sí la formalidad de las formas de las cosas

materiales y ser forma de formas, así como para tener las representa-

ciones que pertenecen a la facultad sensitiva del alma como separadas

de toda materia-inmaterial, «el noûs (...) ha de ser capaz de recibir la

forma, es decir, ha de ser en potencia tal como la forma pero sin ser

ella misma (...). Por consiguiente y puesto que intelige todas las cosas,

necesariamente ha de ser sin mezcla (...). Luego no tiene naturaleza

alguna propia aparte de su misma potencialidad»122. El noûs en el alma

humana no puede poseer una forma propia, ni estar compuesta con

119 Para Aristóteles, la imaginación es en algún sentido movimiento (cf. Física 254 a 29-30), un movi-

miento que no se produce si no existe sensación (cf. Acerca del alma, 428b10-17); es más, la imagina-

ción (phantasía) consiste en un movimiento producido por la sensación en acto (cf. ibíd., 429a 1-2).

120 Tópicos, 125a27-30.

121 Acerca del alma, 432a3-4.

122 Ibíd., 429a16-19.

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lo corpóreo123, o sea, “tener mezcla”, pues cada una de esas cosas,

aunque de diversa manera, obstaculizaría e interferiría su potencial de

actividad propia en relación con el conocimiento, haciendo imposible

lo que es un dato de experiencia: que la apertura y receptibilidad del

noûs hacia lo inteligible es en potencia universal e ilimitada, y que

el alma intelectiva es en cierto modo todas las cosas (quodammodo

omnia), pues es el lugar de todo lo inteligible y tiene poder, al menos

en potencia, respecto de todo lo inteligible124.

Si el noûs contiene potencialmente todo lo inteligible y es en

cierto modo todo lo inteligible, entonces las esencias de las cosas,

porque son lo inteligible presente en las cosas de modo potencial,

no constituyen un objeto ajeno y extrínseco al noûs. ciertamente las

esencias de las cosas no son el noûs ni están en el noûs, pero por ser

inteligibles y lo inteligible potencialmente en la cosa, pertenecen pro-

piamente al poder del noûs humano, pues este es capaz en relación

con todo lo inteligible en cuanto inteligible, aunque se encuentre en

estado de potencia respecto de ello, constituyendo ese poder la propia

esencialidad del noûs del hombre. con todo, la identificación de las

esencias de las cosas con el noûs, en tanto que aquellas son lo poten-

cialmente inteligible en ellas, y la consiguiente posesión de las esencias

como lo inteligible en acto por parte del noûs del hombre, no supone

en modo alguno el que las esencias de las cosas sean una creación

de aquel. En efecto, la intelección de las esencias por parte del noûs

presupone, como ya quedó señalado, el proceso de abstracción. El

noûs en su actividad de inteligir, que él realiza desde sí, sin derivarla

de nada que no sea él mismo, tiene que recibir previamente la forma

de las cosas, que le es accesible, en el caso de las cosas físicas, a través

de las representaciones de la facultad sensitiva, abstrayendo estas de

123 Aristóteles se separa radicalmente de todos aquellos que confunden de una u otra manera el pensa-

miento con la sensación, mezclando el noûs con lo corpóreo (cf. Metafísica, 1009b12-31)

124 cf. Acerca del alma, 429a20-429b5; ibíd., 431b20.

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toda materialidad, también de la materialidad inmaterial, de tal modo

que antes de crear la intelección de lo inteligible de la cosa física, es

decir, de su esencia, ha recibido de la cosa misma lo que ella es, o sea,

su propia medida, aunque separada de todo lo material y sólo como

potencialmente inteligible. Lo inteligible en acto de la cosa no está en

la cosa, es pura creación del noûs en su actividad de inteligir, pero es

una creación para la cual el noûs acoge primero el darse de la cosa en

su inteligibilidad potencial y que utiliza como instrumento la represen-

tación sensible de la cosa misma, separándola de su materia inmate-

rial, en un proceso de abstracción que parte siempre del vínculo sensi-

tivo del alma con la cosa misma a través de los sentidos corporales.

Los entes abstractos, o de razón, no son separables de la

realidad que los concibe, o sea, del noûs, pues la substancialidad de

aquellos no es propia, sino que se trata de una substancialidad que

reside en el hombre que tiene noûs. Y como esta, según Aristóteles,

corrigiendo la opinión de Anaxágoras, es sin mezcla alguna de mate-

ria, los entes abstractos son también totalmente inmateriales, aunque

quepa representarlos imaginativamente. Por eso, cuando se trata de la

participación del noûs en el conocimiento de los entes abstractos, en

sí mismos insubstanciales e inmateriales, «lo que intelige (noûs) y lo

inteligido [objeto] se identifican toda vez que el conocimiento teórico

y su objeto son idénticos»125. En este caso, el noûs no tiene por objeto

nada substancial que no sea él mismo; y lo inteligido es “algo” consti-

tuido por el noûs desde sí mismo y totalmente interno a él, de ahí que

lo inteligido no constituya en modo alguno nada realmente distinto

al noûs mismo que lo concibe. Por tanto, en su colaboración al cono-

cimiento esencial respecto de los entes abstractos, o de razón, en sí

mismos insubstanciales e inmateriales, el noûs parece absolutamente

separable, sin que esto sea contrariado por la capacidad del noûs para

representarse imaginativamente los entes de razón, pues, más allá de

125 Acerca del alma, 430a4-5.

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esta facultad, el noûs se muestra con poder para concebir de modo

intelectivo los entes abstractos.

respecto de las cosas físicas, en cambio, la separabilidad del

noûs en la actividad cognoscitiva está en relación directa con el vínculo

que guarda respecto del instrumento utilizado en su actividad de inte-

ligir, es decir, con lo recibido de la cosa por abstracción. No obstante,

como la actividad del noûs en su colaboración en el conocimiento

humano, o sea, el inteligir, no está sujeta o atada al cuerpo, ni tiene

por objeto propio nada material, el noûs del alma humana no padece

del mismo modo que la facultad sensitiva. El padecer es propio de la

sensación, que «se produce en el alma a través del cuerpo»126. En la

sensación, el alma humana sensitiva, antes de cualquier acción propia,

sufre pasivamente la influencia del exterior, siendo grabada en ella

lo sensible de las cosas sin su materia, de tal modo que «lo sensible

hace que la facultad sensitiva pase de la potencia al acto»127. La acti-

vidad del noûs humano, a diferencia de la sensibilidad del hombre, no

requiere previamente de algo dado por lo corpóreo para activarse y

ser ejercida; es más, no puede ser nada corpóreo lo que hace pasar al

noûs de su estado potencial a su estado en acto, o sea, aquello que le

saca de un estado de no-ejercitación de su actividad propia y le lleva a

realizar dicha función. Es propio de la facultad sensitiva del alma el ser

actualizada desde lo exterior. No sucede así con el noûs en el hombre.

Si la naturaleza de facultad sensitiva es la afectividad, la naturaleza del

noûs del alma humana consiste, por el contrario, en un poder, más

concretamente, en el imperio de su esencia misma, que para Aristóte-

les no es otra cosa que su actividad propia: el pensar, que se modula

como inteligir en relación con el conocimiento de las cosas.

126 Acerca de la sensación y de lo sensible, 436b6-7. cf. Acerca del alma, 408b3ss., 415b24ss.,

416b33ss; Acerca del sueño y de la vigilia, 454a7-11.

127 Acerca del alma, 43a4-5. cf. Metafísica 1010b35-1011a2; Acerca de la sensación y de lo sensible,

438b22-23, 440a19-20.

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Basándose en todo ello, Aristóteles enuncia una regla general

sobre la separabilidad del noûs cuando interviene en la actividad del

conocimiento: «el noûs es separable en la misma medida en que los

objetos [de conocimiento] son separables de la materia»128.

Lo que quedaría por explicar respecto de la intervención del

noûs en el conocimiento humano sería la cuestión de cómo pasa el

noûs de ser en potencia todo lo inteligible a serlo en acto; pues, por

un lado, el poder de su propia actividad no lo ejerce movido por nada

que le sea extrínseco y ajeno: él es motor en sí mismo; y, por otro lado,

no se puede negar el hecho de que el noûs en el hombre no es en

acto todo lo inteligible, porque ningún hombre posee en sí el saber

absoluto, y tampoco se identifica con él. La respuesta de Aristóteles

a esta pregunta, con la conocida y polémica distinción de dos noûs

en el hombre uno activo, otro pasivo, de la que trataremos más

tarde, abre el comienzo de un debate que llega a nuestros días, y que

tiene como centro la cuestión de la pasividad receptiva y de la activi-

dad creadora del hombre en el ámbito del conocimiento. La toma de

postura respecto de esta cuestión, con sus dos polos en contraste,

constituye tanto el fondo de los grandes posicionamientos filosóficos

como también la raíz de su oposición recíproca: del objetivismo y del

subjetivismo, del empirismo y del racionalismo, del realismo y del idea-

lismo, del escepticismo y del dogmatismo. Las distintas y divergentes

comprensiones de la metafísica, el nudo gordiano de cada una de ellas

y la afirmación o negación de las mismas tienen en esta cuestión uno

de sus principales puntos de emergencia129.

El alcance de la actividad del noûs en el ámbito del conocer

Es un dato de experiencia que el noûs en el alma humana no es

intelección plena y conclusa de lo inteligible. De hecho, tanto al

128 Acerca del alma, 439b22s.

129 cf. W. Pannenberg, Una historia de la filosofía desde la idea de Dios (Salamanca 2001) 81-103.

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comienzo de la existencia de un hombre como a lo largo del proceso

de desarrollo de su vida en el mundo, el noûs de cada ser humano

no se identifica de manera absoluta y actual con lo inteligible ni,

consecuentemente, porque él es potencialmente todo lo inteligible,

consigo mismo en acto. La propia actividad del noûs, que constituye

la esencia del mismo según Aristóteles, en su intervención dentro del

ámbito del conocimiento humano se modula como inteligir, teniendo

por objeto específico lo inteligible de las cosas, pues es poder de inte-

ligirlo todo. Sin embargo, el noûs del hombre posee en principio esa

esencia en estado de potencia. La naturaleza que es propia del noûs,

o sea, su actividad específica, se da en el noûs del hombre de modo

potencial, de tal modo que el noûs en el ser humano comienza siendo

capacidad de su propia actividad, que respecto del conocimiento es

poder de inteligir y de inteligirlo todo. como la esencia del noûs en

el hombre aparece en la modalidad de la potencia, el noûs humano

es, en el ámbito del conocimiento, su propia actividad intelectiva en

cuanto posible en él, o sea, potencia general de intelección. En este

sentido, para Aristóteles, el noûs del alma no existe en acto antes de

inteligir, es decir, sin estar realizando o sin la realización de aquello que

constituye su esencia propia, o sea, su actividad específica. El noûs del

hombre es únicamente actual cuando la potencia de inteligir se haya

activa, por tanto, cuando el alma intelige. Por eso dice el Estagirita: «el

noûs es, en potencia, todo lo inteligible, mientras que, en enteléchia,

no es nada antes de inteligir»130. Así pues, el noûs humano es, en

potencia, todos los inteligibles, mientras que, en acto, no es ninguno

de ellos antes de ejercer su actividad propia131.

ciertamente, la experiencia pone ante nosotros el dato de que

el noûs en el hombre se modula respecto del conocimiento como

poder de inteligir. El ser humano no nace teniendo en sí de modo

130 Acerca del alma, 429b30ss. cf. Metafísica, 1006b9-10.

131 cf. Acerca del alma, 429a22-24.

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actual todo lo inteligible ni siendo en acto, de algún modo, todo lo

inteligible. Nace teniéndolo y siéndolo potencialmente. Potencia de

tener y de ser lo inteligible. Se trata de un poder real y presente que

puede actualizarse, estar actualizándose y, en cierta medida, ser en

acto. Esto lo percibió claramente Aristóteles, de ahí que distinguiera

tres niveles de poder en los que puede hallarse la actividad del noûs

en el hombre. En efecto, fijándose en el conocimiento de los hom-

bres y preguntándose a quién se le puede llamar sabio, el Estagirita

discierne tres modos generales de ser sabio. Primero: se puede decir

que alguien es sabio por tener la capacidad de adquirir conocimientos,

aunque no posea ninguno o casi ninguno de manera actual; en este

sentido se puede decir de un recién nacido que es sabio, y que todo

hombre es sabio. Segundo: se puede denominar sabio a alguien por

tener la capacidad de alcanzar conocimientos y por estar adquiriéndo-

los actualmente, o sea, por razón de que está actualizando su capaci-

dad de ser sabio y ya posee por eso alguna sabiduría; en este sentido

se puede decir que un hombre que está en proceso de aprendizaje es

sabio. Tercero: se puede llamar sabio a alguien por haber adquirido

amplios, altos y profundos conocimientos, por tenerlos presentes y por

poder disponer de ellos en y para la vida; en este sentido se dice sabio

del que goza de un vasto y hondo saber132. Aristóteles denominó res-

pectivamente a estos tres tipos de poder, que a su vez son tres niveles

de actualidad, como dýnamis, enérgeia y enteléchia133.

Si primeramente la actividad del noûs en el hombre está en el

estado de dýnamis (poder como capacidad), posteriormente puede

pasar al de enérgeia (poder como capacidad en actualización, como

acto activo e inconcluso o como actualidad en tensión hacia la entele-

quia134) y, según el Estagirita, podría llegar incluso, al menos en cuanto

132 cf. ibíd., 417a21-b2.

133 cf. Metafísica, 1045b25-1048b35, 1065b2-23.

134 cf. ibíd., 1050a22-23.

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posibilidad abierta para él, al estado de enteléchia (poder como capa-

cidad realizada y disponible desde sí, o sea, en acto pleno). En este

último modo de estar la actividad del noûs en el hombre respecto del

ámbito cognoscitivo, Aristóteles distingue dos plenitudes diversas,

una referida a los objetos inteligibles y otra relativa al noûs mismo,

afirmando que la segunda sólo se hace posible cuando se da actual-

mente la otra. En efecto, dice el filósofo de Estagira: «cuando este [el

noûs] ha llegado a ser cada uno de sus objetos a la manera que se ha

dicho que lo es el sabio en acto lo que sucede cuando es capaz de

actualizarse por sí mismo, incluso entonces se encuentra en cierto

modo en potencia (...): el noûs es capaz también entonces de inte-

ligirse a sí mismo»135. Esto quiere decir que el momento especulativo

del noûs, cuando este vuelve reflexivamente sobre sí, no se da desde

el principio en el hombre como enérgeia, sino que al comienzo es sólo

actual como pura capacidad (dýnamis). La actividad intelectiva en su

modo reflexivo, o sea, de autopresencia del noûs a sí mismo con-

ciencia reflexiva de sí, sólo es efectivamente posible para el noûs

después de que este haya recibido en sí lo distinto de sí y haya ejercido

su actividad propia respecto de ello, inteligiendo las esencias de las

cosas. cuando emerge a la reflexión y el noûs del alma humana puede

curvarse especulativamente hacia sí mismo, o sea, ensimismarse de

manera reflexiva, el hombre ya ha hecho experiencia de lo diverso del

noûs, de la tarea del noûs respecto de lo distinto de él y de su propio

carácter receptivo. Más aún, cuando está presente en el noûs la acti-

vidad reflexiva, lo esta como potencia en actualización (enérgeia), no

en estado de acto-pleno (enteléchia), pues no posee una conciencia

de sí total, o sea, que le haga ser absolutamente auto-transparente

en todos los aspectos de sí mismo. El hombre siempre permanece

como misterio para sí mismo desde la conciencia reflexiva de sí. Esta

experiencia intelectiva de lo exterior al noûs y de la incompletud de su

135 Acerca del alma, 429b6-9.

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actualidad reflexiva contradice toda pretensión de idealismo, e impide

al hombre, en cuanto ser intelectivo, encerrarse en sí mismo por la vía

de la especulación, como Narciso en su propio reflejo.

Aristóteles no va más allá en su exposición sobre el poder del

noûs humano en relación al ámbito del conocimiento. La termina ahí,

con la afirmación de que la actividad intelectiva del noûs del hombre

alcanza también al noûs mismo, siendo capaz de autointeligirse y

conocerse esencialmente a sí mismo, además de poder inteligir todo

lo inteligible. El Estagirita no dice que el noûs en el hombre pueda

llevar al estado de acto pleno la capacidad de conocerse intelectiva-

mente a sí mismo, o sea, que el noûs humano realice y logre un saber

de sí mismo absoluto, lo que supondría cerrar plenamente en círculo

la curvatura hacia sí mismo. Aristóteles no afirma que en el proceso

de actualización, en el despliegue de su actividad y, por tanto, de sí

mismo, el noûs llegue en algún momento a ser intelección de sí total

y conclusa, donde quede encerrado todo lo inteligible. El Estagirita no

parece ser de la opinión de que el noûs humano, que es potencial-

mente todo lo inteligible, pueda llegar a estar de hecho en estado de

enteléchia (en acto pleno) respecto de la universalidad de lo inteligible

y, consecuentemente, a constituirse en autoconciencia absoluta y

omniabarcante, lo que supondría inteligir en acto todo lo inteligible,

con la consiguiente posesión en acto de lo potencialmente inteligible

en todas y cada una de las cosas, así como de sí mismo. Ningún hom-

bre, ni tampoco la totalidad de la humanidad, es el saber absoluto. Por

el contrario, en relación con la inteligibilidad del propio noûs, Aristó-

teles señala únicamente un estado de poder-no-en-acto; y, por último,

en referencia al estado en que puede estar el poder del noûs humano

respecto de la inteligibilidad absoluta del Noûs-Theós, del cual habla

en libro Lambda de la Metafísica y del que nos ocuparemos después,

el filósofo de Estagira no dice nada. Sin querer superar el silencio de

Aristóteles, los datos de experiencia parecen indicar la no-consuma-

ción de la actividad del noûs en el hombre dentro del ámbito del cono-

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cimiento, en tanto que este no llega a inteligir la universalidad de lo

inteligible en potencia de las cosas, o sea, las esencias de las mismas,

ni a inteligirse completamente a sí mismo y tampoco a la comprensión

intelectual (conocimiento exhaustivo y total) del Noûs-Theós. Para

Aristóteles, en el hombre «pensar (nó -esis) es acto (enérgeia)»136. No

hay ningún fenómeno que indique que el noûs del hombre llegue a

alcanzar ser en-acto-pleno (enteléchia).

Aristóteles se abstiene en esta cuestión de afirmaciones que

vayan más allá de aquello que los datos de experiencia muestran y

contienen. Y es aquí donde radica una de las grandes diferencias de la

filosofía del espíritu absoluto de Hegel respecto de la fenomenología

aristotélica del noûs, aunque aquella fuera edificada por el filósofo

alemán sobre el campo de esta. Hegel sí afirma la posibilidad teórica

de que el espíritu llegue, curvado sobre sí mismo e incluyendo en sí

todo lo distinto de sí como negatividad positiva, al saber absoluto. El

mismo Hegel trata de exponer cual sería el itinerario que el espíritu

recorrería, mediante su propia actividad intelectiva, reflexiva y especu-

lativa, en su devenir espíritu absoluto. No obstante, Hegel se mueve

siempre respecto de esto en el plano teórico, o sea, en el ámbito

filosófico, y no dice en ningún momento que en la práctica, o sea, de

hecho, se pueda dar en el espíritu el saber absoluto. El itinerario hege-

liano del espíritu hacia sí mismo como espíritu absoluto, que es para

Hegel el despliegue de la filosofía misma, está condensado en los tres

silogismos con los que él cierra, antes de citar el libro Lambda de la

Metafísica de Aristóteles, la Enciclopedia de las ciencias filosóficas.

En el silogismo tercero y último de la Enciclopedia, Hegel

expresa, sin abandonar nunca el plano de la filosofía, el momento

del noûs en el que este llega a la reflexión total y plena de sí mismo,

siendo entonces consciente de su propio proceso hegeliano hasta

lograrse como saber absoluto: «El tercer silogismo es la idea de la filo-

136 Metafísica, 1051a30-31.

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sofía, la cual tiene la razón que se sabe, lo universal absoluto, como

[término] medio suyo que se escinde en espíritu y naturaleza, [lleva]

aquel a presuposición como proceso de la actividad subjetiva de la

idea, y [lleva] esta [la naturaleza] a extremo universal como proceso

de la idea que está-siendo en sí objetivamente. El juzgarse de la idea

[desdoblándose] en los dos fenómenos (§ 575/6) determina a estos

como manifestaciones suyas (de la razón que se sabe a sí misma) y

en ella se junta que es la naturaleza de la cosa, el concepto, lo que se

mueve adelante y se desarrolla, y [que] este movimiento es también la

actividad del conocer; la idea eterna que está-siendo en y para sí, eter-

namente actuada como espíritu absoluto, [eternamente] engendrada

y gustada»137.

7.2. El lenguaje humano y el noûs

Hemos considerado arriba cual es, según Aristóteles, la contribución

del noûs al conocer humano, así como su separabilidad y alcance en la

esfera del conocimiento. De la mano del Estagirita, vamos a adentrar-

nos ahora en el papel que juega el noûs dentro del lenguaje.

Aristóteles califica al hombre como viviente que tiene noûs y

lógos138. Por tanto, él considera que ambas cosas son dos realidades

diferentes. En el hombre, afirma el Estagirita, «una parte del alma está

dotada de razón (lógos), y la otra, que es inferior, no lo está, enton-

ces la parte irracional está en función de la racional. Y como es esta

parte donde se halla el pensamiento (noûs), entonces (...) todo está

en función del pensamiento (noûs)»139. Así pues, según Aristóteles, el

hombre es un viviente que se caracteriza por tener lógos y noûs, de tal

manera que su entidad está determinada por ambas realidades140. Más

137 g. W. F. Hegel,.Enciclopedia de las ciencias filosóficas (Madrid 1997) 604.

138 cf. Protréptico, 65.

139 Ibíd., 23. cf. ibíd., 60.

140 cf. Ética nicomáquea, 1168b35-69a2, 1178a5-8; Protréptico, 65.

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aún, en el hombre «el lógos y el noûs son el fin de la naturaleza»141,

de modo que a ellos deben ordenarse todas las demás facultades del

ser humano.

El noûs está en el lógos del alma humana, pero no se identi-

fica con él ni es reducible a él; más aún, para Aristóteles, el noûs es

superior al lógos, pues él lo subordina todo a aquel y no a este, que

también queda así referido al noûs. La superioridad del noûs sobre

el lógos reside en el carácter separable de aquel, lo que implica su

índole divina. De ahí que el Estagirita afirme que el ser humano «des-

pojado de irracionalidad, pero manteniendo el noûs, se iguala a la

divinidad»142; que «nada de divino (...) les pertenece a los hombres,

excepto (...) lo que hay en nosotros de noûs y sabiduría, pues esto es

lo único de nosotros que parece ser inmortal y divino»143.

Para Aristóteles, «el noûs es el dios nuestro»144, es decir, lo

divino en nosotros o nuestra dimensión divina. El noûs es en sí mismo

divino o la parte más divina que hay en nosotros145. Y por la presencia

de noûs en el hombre se puede afirmar que «la vida mortal con-

tiene una parte de algún dios»146. Si el noûs respecto del compuesto

humano, o sea, con relación al hombre como entidad hilemórfica,

es algo divino en él, también la actividad de ese algo divino del alma

y la vida según él serán divinas respecto de las otras actividades del

hombre y de los demás aspectos de su vida147. E igualmente, por

141 Política, 1334b15.

142 Protréptico, 28.

143 Protréptico, 108. Aristóteles considera que lo divino se halla únicamente en la naturaleza que es

inmóvil y separada (cf. Metafísica, 1026a20-21, 1064a36-37).

144 Protréptico, 110.

145 cf. Ética nicomáquea, 1177a17-18.

146 Protréptico, 110.

147 cf. Ética nicomáquea, 1177b26ss.

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tener noûs, «el hombre parece ser un dios en relación con los demás

seres»148.

Así pues, el hombre tiene lógos y noûs, pero «de los dos, sólo

el noûs le permite [al hombre] participar en lo eterno y lo divino,

mientras que el lógos, destinado a “decir lo que es”, legein ta eonta

(Heródoto), es el atributo específico y exclusivamente humano que

se aplica también al mero “pensamiento mortal”, a las opiniones o

dogmata, a lo que ocurre en el ámbito de los asuntos humanos, a

lo que simplemente “parece”, pero no es»149. En efecto, la actividad

específica del lógos es el poder de decir, o sea, la capacidad de poner

de manifiesto (al -etheuein) y, por tanto, de hacer manifiestas las reali-

dades conocidas, sean estas las que sean150. La actividad del lógos es

enunciar, decir de las cosas151.

Afirma Aristóteles que «la razón por la cual el hombre es, más

que la abeja o cualquier animal gregario, un animal social es evidente:

(...) el hombre es el único animal que tiene palabra (lógos). La voz

(phoné) es signo del dolor y del placer, y por eso la tienen también los

demás animales, pues su naturaleza llega hasta tener sensación de

dolor y de placer y comunicársela unos a otros; pero la palabra (lógos)

es para manifestar lo conveniente y lo dañoso, lo justo y lo injusto,

y es exclusivo del hombre, frente a los demás animales, el tener, él

sólo, el sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, etc., y la

comunidad de estas cosas es lo que constituye la casa y la ciudad»152.

El hombre, porque tiene lógos, es capaz de enunciar y decir el conoci-

miento de lo que las cosas son, o sea, de predicar la verdad (alétheia)

de estas. El poder cognoscitivo del noûs, que alcanza las cosas en

148 Protréptico, 109.

149 H. arendt,. La vida del espíritu (Barcelona 2002) 160. cf. Metafísica, 1011a15ss., 1011b25-29,

1046b7-14; Categorías, 1a1-20.

150 cf. M. Heidegger,.Los problemas fundamentales de la fenomenología (Madrid 2000) 103-104.

151 cf. Categorías 1a16ss.

152 Política, 1253a9-18. cf. ibíd., 1332b4-5.

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lo-que-son, o lo que es lo mismo, en su sentido esencial, y el lógos,

ambos presentes en el hombre, fundan, según Aristóteles, la comuni-

dad y la sociedad humanas.

Lógos en cuanto tal no es intelecto ni pensamiento, sino pala-

bra y razón, y consecuentemente, enunciado153 o discurso para decir

lo que es en cuanto conocido o sabido. Y en su decir, «el alma dis-

cursiva utiliza imágenes»154; esto implica que el lógos en su actividad

propia el decir en orden a manifestar y comunicar lo conocido

está vinculado a lo material, pues toda imagen, también las que no

tienen materia, como por ejemplo las imágenes mentales, no se dan

sin lo material inmaterial y sin conexión con lo corpóreo, pues la ima-

ginación es un movimiento de la facultad sensitiva. Por eso, el lógos

humano no es separable.

No podemos pasar por alto que para Aristóteles el noûs, aun-

que no se identifica con el lógos, está en él. En el lógos humano hay

noûs. Vinculado al noûs, el lógos presente en el hombre hace que

este pueda manifestar y comunicar las esencias inteligidas por el noûs

en lenguaje, creando así los conceptos de las cosas155. La concep-

tualización le es posible al lógos en la medida que el noûs presente

en él aporta el conocimiento esencial de las cosas, siendo aquella la

traducción lingüística del mismísimo conocimiento esencial156. Porque

el hombre tiene lógos y noûs, su lenguaje es un lenguaje conceptual.

Sin los conceptos, las palabras son vacías y planas, meros términos;

pero sin las palabras, los conceptos no existen, pues estos no son otra

cosa que el resultado de verter en lenguaje lo inteligible en acto de

las cosas, o sea, la esencia inteligida de estas, de tal modo que sin los

153 «Enunciado es un sonido significativo, cualquiera de cuyas partes es significativa por separado como

enunciación, pero no como afirmación», Sobre la interpretación, 16b26-27.

154 Sobre el alma, 431a14-15. cf. Acerca de la memoria y de la reminiscencia, (449b)31ss.

155 cf. Metafísica, 1039b20.

156 «El lógos de la esencia de cada cosa es aquel enunciado que expresa la cosa misma sin que ella

misma esté incluida en él», Metafísica, 1029b20-21.

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conceptos la esencia conocida intelectualmente por el noûs permane-

cería encerrada y oculta en él. Los conceptos son la representación del

conocimiento esencial. Más aún, el lógos, encarnando primeramente

la esencia inteligida por el noûs en los conceptos (palabra mental), y

después en lenguaje corporal (palabra proferida o nombre157), posibi-

lita la ulterior definición de las cosas158, así como el discurso el decir

racionalmente concatenado159 y también el diálogo racional. Se

puede afirmar, por tanto, que a través del lógos la actividad propia del

noûs, que en el ámbito del conocimiento se modula como intelección,

no permanece encerrada en el noûs, sino que sale de este, encon-

trándose el hombre abierto al diálogo consigo mismo y también a la

comunicación intersubjetiva.

El lógos humano es lingüístico, predicativo y discursivo. En

cambio, la actividad propia del noûs no es la palabra, la predicación

ni el discurso. La razón de ello radica en que el noûs tiene como natu-

raleza su propia actividad, que en cuanto tal no está referida a nada

más que a sí misma; si bien es cierto que esta identidad del noûs con

157 Los nombres, que se emplean en lugar de los objetos, son como símbolos de estos (cf. Sobre las

refutaciones sofísticas, 165a5ss.; Sobre la interpretación, 16a19ss.; Acerca de la sensación y de lo

sensible, 437a14-15). Por su parte, «lo que hay en el sonido [de la palabra pronunciada] son símbo-

los de las afecciones que hay en el alma, y la escritura es símbolo de lo que hay en el sonido» (Sobre

la interpretación, 16a3-4).

158 cf. Metafísica, 1031a11-14, 1034b20. La definición (hóros) constituye el predicado esencial de la

cosa, o sea, el enunciado de lo-que-es, y, por tanto, el predicado coextensivo en relación con la cosa

misma (cf. Tópicos 102a1ss., 103b11). con otras palabras, definir consiste en expresar «el qué es ser

de lo definido» (ibíd., 139a34; cf. ibíd., 141a35ss., 153a15ss.). «La definición lo es del qué es y de

la entidad» (Analíticos segundos, 90b30; cf. ibíd., 90b4-5, 94a9-11). La definición no se alcanza por

demostración ni por razonamiento (ibíd., 90a13-92b6), sino que por medio del noûs es como tene-

mos acceso a la esencia en cuanto lo inteligible en potencia en las cosas (el qué es de ese algo), de

ahí la afirmación aristotélica: «el noûs es de definiciones, de las cuales no hay razonamientos» (Ética

nicomáquea, 1142a26-27). «No obstante, aunque no hay razonamiento ni demostración del qué es,

se pone en claro a través del razonamiento y la demostración» (Analíticos segundos, 93b16-18).

159 «un razonamiento (syllogismós) es un discurso (lógos) en el que, sentadas ciertas cosas, necesaria-

mente se da a la vez, a través de lo establecido, algo distinto de lo establecido» (Tópicos 100a25-27).

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su actividad se da en el noûs del hombre de modo potencial. Por eso,

también la actividad propia del noûs cuando interviene en la función

cognoscitiva del alma humana carece en cuanto tal de cualquier tipo

de proceso foráneo al propio noûs, y el criterio de su propia actividad

radica en él mismo, a saber: en la identidad entre el intelecto (noûs), el

inteligir (nó -esis) y lo inteligido o contenido de la intelección (nó -ema).

En cambio, el lógos no se tiene a sí mismo como objeto de su actividad

propia, que no es otra que poner de manifiesto (al -etheuein). El lógos

en su decir, en su actividad de manifestar, no se comunica a él mismo,

sino a algo que le es exterior, pues la esencia de su operación es verter

en lenguaje el conocimiento, tanto el saber esencial, o sea, las inte-

lecciones del noûs, dando lugar a los conceptos, como el saber per-

ceptivo o imaginativo de las cosas, a fin de representarlo hacia fuera.

De ahí que el criterio y la medida de la traducción del lógos no sea el

lógos mismo, sino su adecuación a las cosas en cuanto conocidas, es

decir, que la versión lingüística de lo conocido ponga de manifiesto

con la mayor transparencia y fidelidad la realidad de los objetos de

conocimiento que son dados como tales por el noûs o por las diversas

facultades cognoscitivas del alma. Por eso, es en la actividad propia

del lógos donde puede darse lo falso y el engaño160, no en la del noûs.

respecto de la actividad del noûs son únicamente posibles, y siempre

en relación con el conocimiento, el error y la ignorancia161.

El lenguaje y el discurso racionales, como sucede también con

el conocer, no son la acción propia y separada del noûs en el hombre.

como veremos con mayor profundidad a continuación, la actividad

propia y separada del noûs, al margen del conocer y del hablar huma-

160 cf. Acerca del alma, 430b24ss; 432a12; Metafísica, 1012a4-5, 1024b26ss., 1027b25-28; 1051b6-

35; Categorías, 2a9, 4a25-30, 4b9-11, 13b10ss., 14b20-22.

161 cf. Acerca del alma, 430b4ss.; Metafísica, 1052a1-4; Analíticos segundos, 100b6ss. como también

señala Aristóteles, el error puede darse igualmente en el ámbito de la sensación, «puesto que sentir

es discernir, y discernir es posible hacerlo correcta e incorrectamente» (Tópicos, 111a16-17; cf.

Acerca del alma, 428b17ss.).

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nos, es, según Aristóteles, el pensar que se refleja a sí mismo en sí

mismo, siendo, en consecuencia, autocontemplación. Ahora bien,

un pensamiento autocontemplador implica necesariamente la iden-

tificación de sí mismo tanto con su actividad de pensar como con el

objeto de la misma, es decir, con lo pensado. El noûs como substancia

separada no es para Aristóteles otra cosa que nÒhsij no»sewj nÒhsij:

pensar en cuanto pensamiento de pensamiento. ciertamente no se

da conocimiento esencial y lenguaje conceptual sobre la realidad, que

posibilita la predicación y el discurso racional, sin la intervención del

noûs. Por eso puede hablarse de un “pensamiento cognitivo” (en el

ámbito del conocimiento humano) y un “pensamiento discursivo”

(en el ámbito del lenguaje humano). Sin embargo, según Aristóteles,

dichos pensamientos son meramente humanos, y por tanto, mortales,

porque el noûs actúa en los ámbitos cognitivo y lingüístico vinculado

a la facultad sensitiva y al lógos del alma humana, respectivamente,

y tanto este como aquella no son separables de lo corpóreo, de tal

modo que en las acciones de conocer intelectualmente las cosas físi-

cas, de hablar conceptualmente y de razonar discursivamente, el noûs,

que de suyo es separable, realiza de hecho su actividad propia como

no-separado, pues lo hace en conexión con lo que no es separable.

Solamente en el pensamiento que es pensamiento de pensamiento, el

noûs realiza su actividad propia como separado; por eso es ahí donde

el noûs parece lo inmortal y lo divino en el hombre.

Aunque el conocimiento esencial de las cosas físicas lo alcance

el hombre gracias al noûs presente en su alma, y únicamente en virtud

de la actividad específica de este, sin embargo, el noûs accede a las

cosas físicas mediante las representaciones sensitivas o imaginativas,

las cuales están vinculadas a lo corpóreo. De manera semejante,

el hablar conceptual por parte del hombre, aun no dándose sin la

actividad del noûs, necesita del lógos, porque es una representación

lingüística, e incluso también de lo corpóreo cuando no es únicamente

palabra interior, sino que es vertido en palabra proferida. En el cono-

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cimiento de las cosas físicas y en el lenguaje, el noûs se deja dar las

representaciones de la facultad sensitiva y de la palabra del lógos, en

el primer caso, para acceder a las cosas de las que ha de inteligir la

esencia, y en el segundo caso, para exteriorizar y dar a luz el cono-

cimiento esencial que ha concebido en sí. La actividad de conocer y

la actividad de hablar tienen límite-término (péras) y, por tanto, no

son fin (télos) en sí mismas. Se trata de actividades que son relativas y

están subordinadas a un fin que les es extrínseco, constituyendo este

el límite-término de ellas, a saber: del conocer, al objeto de conoci-

miento; del hablar, al objeto enunciado. El hombre mientras está rea-

lizando tanto la actividad de conocer como la de hablar se encuentra

en movimiento, pues aún no se da aquello para lo cual está actuando,

y cesa en dichas actividades cuando logra su término: cuando ya ha

conocido lo que deseaba conocer, y cuando ya ha dicho lo que quería

enunciar. En ambos casos, la actividad y el fin de la misma son cosas

distintas. Por el contrario, la actividad de pensar no tiene término ni

límite, porque ella misma es su propio fin; con otras palabras, como

el fin del pensar es inmanente e idéntico al acto de pensar, cuando

la actividad del pensamiento se logra en su fin propio, esta no cesa,

al contrario, se da entonces de modo actual y en plenitud, pues se

realiza a sí misma. Por no dirigirse a algo distinto y fuera de sí, en el

pensamiento que se piensa, a diferencia del conocer y del hablar, coin-

ciden fin y actualización162. Desde la perspectiva de Aristóteles, pensar

consiste en una actividad que se realiza por sí misma, pues con ella no

se intenta nada más allá de la misma actividad de pensar163.

La pregunta que debe ser planteada al punto es la siguiente:

¿No necesitará también el noûs del lógos y de la experiencia para reali-

zar su actividad propia, o sea, para pasar de poder pensar a pensar en

acto? ¿Es el conocimiento o el lenguaje aquello que nos hace pensar?

162 cf. Metafísica, 1048 b 18-36; Acerca del alma, 417 b 20-25.

163 cf. Ética nicomáquea, 1176b5-7; 1177b2-3,19.

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¿Pensamos porque somos seres lingüísticos (con lógos) y sensitivos

(con sensibilidad)? ¿Puede pensar el noûs sin lenguaje? ¿cabe pensa-

miento sin cuerpo? En definitiva, ¿cómo pasa el noûs en el hombre de

la potencialidad de pensar a la actividad de pensar?

7.3. El pensar humano y el noûs

guiándose por la estela de los fenómenos en los que se exterioriza el

alma humana como motor de ese automoviente que es el hombre, o

sea, por la pluralidad de su actividad psíquica, que manifiesta poderes

bien diversos y diferenciados, Aristóteles alcanzó a determinar, como

ya hemos señalado, el poder que tiene el alma humana de inteligir

lo que las cosas son, de crear conceptos y juicios, de hablar racional-

mente y con discurso lógico. como explicación de estos hechos pro-

pios de la vida humana, que no se dan en otros vivientes, el Estagirita

postuló la existencia en el alma humana de “algo” que no está pre-

sente en el alma nutritiva y en el alma sensitiva, y que interviene en el

conocimiento y en el lenguaje humanos. A ese “algo” más en el alma

humana, que hace de ella, junto con el lógos, un alma racional, y cuya

actividad propia parece indicar que el alma humana es separable en

algún aspecto, el Estagirita lo llamó noûs. Para Aristóteles, el noûs en

la psyché humana constituye aquello que en el hombre es substancia

inmaterial, o sea, lo inmaterial con consistencia en sí mismo, y, por

tanto, independiente respecto de lo corpóreo.

El lenguaje propio del hombre y su conocer específico llevaron

a Aristóteles a discernir un pensamiento cognitivo y un pensamiento

racional en tanto que el noûs colabora en el conocer y el lenguaje

humanos; sin embargo, el Estagirita consideró la existencia de fenó-

menos en los que el noûs realiza su actividad propia sin estar vincu-

lado a nada más que a sí mismo, de tal modo que en ellos el noûs,

más allá del conocimiento y del lenguaje, se manifiesta en su realidad

propia y peculiar. Se dio cuenta así de que la actividad propia del noûs

no consiste en el conocer esencial ni en el hablar conceptual, sino en

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el pensar, que se modula como intelección en el campo del conoci-

miento esencial y como conceptualización en el ámbito del lógos. Más

aún, llevado por los indicios de los hechos, Aristóteles, trascendiendo

el pensamiento cognitivo y el pensamiento racional, alcanzó el pensa-

miento que es pensamiento de pensamiento (nÒhsij no»sewj) como

esencia del noûs. Y a la luz de su esencia específica, Aristóteles afirmó

que en el alma humana «el noûs es separable»164 y que «la virtud del

noûs está separada»165, o sea, que no se encuentra complicada con el

compuesto humano. Para el filósofo de Estagira, «la vida se define por

la facultad de sensación en el caso de los animales, y por una facultad

de sensación y de pensamiento en los hombres; pero la facultad se

refiere a la correspondiente actividad, y la actividad es lo principal;

así, el vivir [humano] parece consistir principalmente en sentir y pen-

sar»166.

Los pensamientos en cuanto tales no son conocidos ni expre-

sados, sino simplemente pensados. Pensar no se identifica ni con el

conocer ni con el hablar ni con el razonar. Además, para Aristóteles,

la conciencia de los pensamientos no es exactamente conocimiento,

pues el pensamiento en sí mismo no constituye bajo ningún aspecto

algo ajeno y distinto al propio noûs, ni se dirige intencionalmente

hacia algo exterior y diverso de sí mismo, sino sólo a sí mismo. Tam-

poco la conciencia de los pensamientos puede ser percibida por la

facultad sensitiva, ya que no está vinculada a nada material, sino que

se trata de pensamiento de pensamiento, pensamiento vuelto hacia sí

mismo, o sea, pensamiento especulativo, que se refleja a sí mismo en

sí mismo. Aristóteles, diferenciando la autoconciencia propia del pen-

samiento reflexivo del noûs respecto del conocimiento, llamó the -oría

a esa contemplación del pensamiento en su propia actividad de pen-

164 Acerca del alma, 429b6.

165 Ética nicomáquea 1178a21.

166 Ibíd., 1170a16-20.

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sar. La the -oría, en contraste con el pensar cognoscitivo y el pensar

discursivo, es actividad que tiene su fin en sí misma y se ejercita por sí

misma, poseyendo, consecuentemente, conciencia de sí167.

El noûs es aquello que en el alma humana tiene poder de

the -oría. La actividad teórica no se identifica ni con el conocimiento ni

con el lenguaje, aunque estos no puedan darse como conocimiento

esencial y como lenguaje conceptual, respectivamente, sin el noûs.

Es verdad que el noûs también puede intervenir en orden a la acción;

pero cuando lo hace, el noûs no permanece en sí mismo y, por ende,

en el ejercicio de su propia y específica actividad teórica. En efecto,

toda acción intenta lograr un fin a través de medios ordenados a él168;

por eso «la acción es movimiento»169. En el ámbito práctico, el noûs

no se tiene a sí mismo por objeto de su actividad, sino que esta se

dirige al fin de la acción o a aquello que es medio para ese fin.

El Estagirita, considerando la existencia en el hombre de la acti-

vidad teórica, fue capaz de discernir la existencia en el alma humana

de “algo”, el noûs, que no puede ser reducido a la facultad cognosci-

tiva, a facultad lingüística ni a la razón práctica de la psyché humana.

La actividad teórica del noûs (the -oría) es metà lógou, más allá del

lógos170, y trasciende igualmente el conocimiento y la acción. El noûs

en sí mismo no es ni cognitivo ni predicativo ni práctico, sino teórico.

La actividad propia y específica del noûs consiste en pensar (nó -esis)

que se tiene a sí mismo como objeto inmediato de su actuar, de tal

modo que implica la autointelección, o sea, el saber-se reflexivo (saber

de sí mismo pensándose). La presencialidad consciente de sí mismo

para sí mismo es algo propio del noûs en el ejercicio de su actividad

teórica. Por tener como esencia la the -oría, el noûs es, a la vez, con-

167 Política, 1325b20-21.

168 La acción consta esencialmente de dos elementos: del fin y de los medios en orden al fin (cf. Acerca

del cielo, 292b5-6).

169 Ética eudemia, 1222b30-31.

170 cf. Analíticos segundos, 100b5-17.

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templativo, reflexivo y especulativo, ya que posee el poder de volver

sobre sí mismo y de estar presente a sí mismo con conciencia de sí171.

El noûs en su actividad propia y específica the -oría— se dirige

intencionalmente hacia sí mismo172. Si el conocer, el discurso lógico y

la acción son rectilíneos, pues se dirigen intencionalmente hacia un fin

que les es extrínseco y, por tanto, no se identifica con ellos mismos,

el noûs, por su parte, se muestra curvo y redondo, pues su actividad

propia la inicia desde sí mismo, la despliega consigo y para sí, y la con-

cluye también en él. De ahí que la actividad contemplativa «es la única

que parece ser amada por sí misma, pues nada se saca de ella excepto

la contemplación, mientras que de las actividades prácticas obtene-

mos, más o menos, otras cosas, además de la acción misma»173. «La

actividad del noûs, que es contemplativa, (...) no aspira a otro fin

que a sí misma y a tener su propio placer (que aumenta la actividad),

entonces la autarquía, el ocio y la ausencia de fatiga, humanamente

posibles, y todas las demás cosas que se atribuyen al hombre dichoso,

parecen existir, evidentemente, en esta actividad»174. Por eso, para

Aristóteles, la the -oría es la actividad «más excelente (pues el intelecto

es lo mejor de lo que hay en nosotros y está en relación con lo mejor

de los objetos cognoscibles); también es la más continua, pues somos

más capaces de contemplar continuamente que de realizar cualquier

otra actividad»175. Según Aristóteles, la the -oría, esencia del noûs, cuyo

fin propio es ella misma, tiene como función la aletheia (verdad)176, la

develación de lo-que-es, o sea, la verdad ontológica, siendo la acti-

171 cf. Acerca del alma, 429b9.

172 cf. Tópicos, 145a15ss.

173 Ética nicomáquea, 1177b16ss.

174 Ibíd., 1177b18ss.

175 Ibíd., 1177a20-23.

176 cf. Metafísica, 993b20-21; Protréptico, 65; Ética nicomáquea, 1139a28-29; Ética eudemia,

1221b30.

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vidad teórica la que suscita en el hombre tanto la sabiduría177, que

versa sobre los primeros principios y las causas178, como la felicidad y

la vida perfectas179. Esta funcionalidad teórica de la nÒhsij puede ser

confundida ni equiparada con el decir-la-verdad, funcionalidad propia

del lógos, ni con el actuar según el deseo racional.

Aristóteles, siguiendo la experiencia de los fenómenos huma-

nos, alcanzó la distinción en el noûs del hombre de dos fases dife-

renciadas. En primer lugar, la fase en que el noûs realiza su actividad

propia en conexión con la facultad sensitiva y con el lógos del alma

humana, teniendo como objeto inmediato de su inteligir la esencia de

las cosas y no a sí mismo. En este estadio primero, el noûs como tal es

únicamente objeto indirecto de su propia actividad intelectiva, porque

él es en potencia todo lo inteligible de las cosas. Esta fase primera

está caracterizada por la no presencia en acto del noûs a sí mismo.

Se trata del estadio pre-reflexivo del noûs, propio del período infantil

del hombre. En segundo lugar, la fase en la que el noûs, pudiendo

continuar con su aportación propia al conocer y al discurso humanos,

sin embargo, emerge a la reflexión, centrándose en sí mismo, ensi-

mismándose en la especulación y contemplación de sí (the -oría); en

este segundo estadio, la actividad del noûs no recibe nada de fuera

y no está vinculada a nada que no sea ella misma. Para Aristóteles la

característica propia de esta segunda fase es la autopresencia reflexiva

del noûs.

En la primera fase señalada por Aristóteles, no es que el noûs

en cuanto tal y respecto de su actividad propia necesite de la facultad

sensitiva y del lógos, pues no son estos quienes hacen que el noûs rea-

177 conviene tener presente aquí lo que ya se indicó anteriormente: el conocimiento es resultado de

una acción del alma en la que intervienen la facultad sensitiva o el noûs, bien sólo la primera, o bien

aquella y este; en cambio, para Aristóteles, la sabiduría humana es resultado de la acción propia del

noûs.

178 cf. Metafísica, 982a1ss., 992a25; Ética nicomáquea, 1141a5ss.

179 cf. Protréptico, 85, 87, 91, 94, 96; Ética nicomáquea, 1177a12ss.

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lice su actividad propia. Las intelecciones de las esencias de las cosas

las crea por sí, en sí y desde sí, aunque en relación con lo que recibe

desde el alma sensitiva; y tampoco el lógos constituye las inteleccio-

nes, sino que el noûs recibe de él el lenguaje que exterioriza y comu-

nica lo que aquel ha inteligido. Sin embargo, en tanto que las repre-

sentaciones sensibles y el lenguaje racional sirven de instrumentos al

noûs en el pensar cognitivo y en el pensar discursivo, respectivamente,

este padece “algo” del movimiento de aquellos, y ese movimiento

accidental, no motor, va como desplazando suave y imperceptible-

mente al noûs hacia la siguiente fase, en la cual el noûs se intelige y

se piensa, teniéndose a sí mismo como objeto inmediato y directo de

su actividad propia. Así pues, todo parece indicar que el noûs presente

en el alma humana requiere del trato con lo distinto de él, concreta-

mente de lo sensitivo y del lógos, para convertirse en objeto primero

y principal de su propia actividad, pero no para actualizar su actividad

específica y separada.

Suponiendo que fuera posible, cosa que difícilmente sucede,

¿llegaría a pensarse el noûs de un hombre que estuviera sometido a

un constante y absoluto aislamiento tanto con relación a la comunica-

ción lingüística con los demás como respecto de todo lo sensible? Esta

cuestión en su contenido nuclear puede ser formulada en los siguien-

tes términos: ¿qué nos hace pensar reflexivamente? Para Aristóteles,

tanto en la fase pre-reflexiva como en la fase reflexiva del noûs, no es

ni la facultad sensitiva ni el lógos lo que hace que aquel pase del poder

pensar al pensar en acto. No obstante, en el primer estadio, como pen-

samiento cognitivo, como pensamiento práctico y como pensamiento

discursivo (diánoia), el noûs está ligado a estos como instrumentos de

su propia actividad; en cambio, en el segundo estadio, caracterizado

por la actuación del noûs como pensamiento que se piensa e intelige

a sí mismo, es decir, como pensamiento teórico, el noûs no se muestra

vinculado a nada que no sea él mismo; por eso es en la capacidad de

theo@ría donde el noûs se le muestra separable a Aristóteles. El funda-

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dor del Perípato considera que el influjo que el noûs puede padecer

desde aquellas realidades humanas que constituyen instrumentos para

su intervención propia en el ámbito del conocimiento, del lenguaje y

de la prâxis es en todo caso accidental. No son ellas las que nos hacen

pensar de modo reflexivo.

El noûs teórico en el hombre parece absolutamente separable:

autónomo respecto de todo lo material y consistente en sí mismo,

o sea, substancial. Sin embargo, todavía no es posible afirmar cate-

góricamente la separabilidad del mismo, porque, rechazado que sea

la sensibilidad, la palabra o el deseo aquello que nos hace pensar,

falta claridad suficiente respecto del paso del poder pensar al pensar

en acto. Permanece velada la cuestión de cómo el noûs llega a estar

actuando su propia actividad; o de otro modo, qué es lo que nos hace

pensar.

Aristóteles determinó la esencia del noûs teórico, lo que este

es en sí mismo, como nÒhsij no»sewj, como pensar que se piensa a sí

mismo. El noûs teórico en cuanto tal es reflexivo y especulativo: pen-

samiento que se refleja a sí mismo y se autocontempla, viviendo en sí

mismo y bastándose a sí mismo. Por esa autarquía que es propia del

noûs, el Estagirita consideró a este, presente en el alma humana, algo

divino, inmortal, como el dios en el hombre. Sin embargo, Aristóteles,

siendo fiel a los datos de experiencia, enseñó que en el hombre la

esencia del noûs teórico se da en potencia, pues el noûs del hombre

no comienza por pensarse directa e inmediatamente a sí mismo, ni

está continuamente pensando, ni se tiene a sí mismo como objeto

único de su propia actividad. Sólo en su segundo estadio, el noûs teó-

rico, de suyo reflexivo y especulativo, se intelige y se piensa; pero tam-

poco en esta fase se identifica total y absolutamente consigo mismo.

El noûs teórico en cuanto tal se encuentra en potencia en el hombre;

se halla en acto cuando intelige y piensa vuelto hacia sí mismo, lo que

ocurre de manera indirecta en su primera fase, y de modo directo,

aunque no pleno, en la segunda. Ahora bien, estar inteligiendo o

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pensando es actualización no conclusa, dirigida hacia su propia con-

sumación (enteléchia) pero sin llegar a ella. El humano noûs teórico es

actual en su esencia cuando la potencia de pensar se haya activa, o

sea, en ejercicio de su propia actividad. Pero el paso de la potencia al

acto implica movimiento. Y como todo lo que se mueve es movido por

algo, cabe preguntarse por el moviente del noûs teórico del hombre:

¿nos encontramos ante una realidad automoviente o se trata de algo

movido por otra cosa?

8. El postulado aristotélico

de un noûs pasivo y de un noûs activo

Aristóteles se encuentra en este momento, y nosotros con él, pues le

hemos seguido en su camino, dentro de lo que parece un laberinto sin

salida. Es como si la experiencia de los fenómenos en vez de abrir la vía

hacia el misterio del noûs, la fueran cerrando progresivamente hasta

ahogar toda posibilidad de avance en la comprensión del mismo.

En efecto, por un lado, Aristóteles, basado en la experiencia de

que el hombre no posee de manera actual todo lo inteligible desde el

principio, ni llega a alcanzar la universalidad de lo inteligible en acto,

afirma que la esencia del noûs en el alma humana se da en potencia

y que en el hombre la actividad del noûs es enérgeia no entelécheia

(acto pleno), o sea, acto como estado de actualización. Ejercer su

propia actividad supone para el noûs humano estar pasando de la

potencia al acto, o sea, un proceso de actualización, que es en lo que

consiste para Aristóteles el movimiento. El noûs que pasa del poder de

inteligir al acto de inteligir está en movimiento. Por otro lado, como

realidad que parece separable, el noûs sólo puede ser movido por algo

distinto de sí de modo accidental e indirecto, no de manera motora e

inmediata; el noûs tiene que ser motor de su propia actividad, o sea,

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automoviente, pero esto exige necesariamente, siguiendo a Aristó-

teles, que el noûs conste de partes, una activa y otra pasiva: la una,

motor inmóvil, la otra, movida. Si eso fuera así, la parte activa del noûs

del hombre sería en sí misma acto-pleno, y por ello, motor último del

noûs automoviente. La parte motora del noûs tendría que ser actual-

mente todo lo inteligible y, por tanto, plena y acabada nÒhsij no»sewj.

Sin embargo, es esto último lo que contradicen los fenómenos. El

hombre no posee una sabiduría absoluta y universal respecto de la

esencia de las cosas y de sí mismo. Nos encontraríamos en la misma

situación sin salida que al principio. Para no caer aquí en una contra-

dicción interna, tendríamos que afirmar que la parte activa del noûs

no puede pertenecer de suyo al hombre; únicamente la parte pasiva

del noûs sería propia del ser humano; con lo cual habríamos pasado

realmente de un noûs compuesto de partes, una activa y otra pasiva, a

postular un noûs pasivo y un noûs activo, distintos e irreducibles entre

sí. El primero sería propiamente el noûs del hombre, y el segundo, no,

pues se trataría de un pensamiento de pensamiento en acto pleno.

Aunque el noûs activo pudiera estar en el alma del hombre, tendría

que presencializarse en ella sin pasar a ser algo suyo, es decir, sin

llegar a constituir algo intrínseco al alma misma. La afirmación de un

noûs activo en el alma humana, pero que no pertenece a ella, dejaría

abierta la siguiente cuestión: ¿cómo movería el noûs activo presente

en el alma humana el noûs humano, que en cuanto tal sería pasivo?

Aristóteles intenta no quedar atrapado en el callejón sin salida,

y para ello postula la existencia del noûs pasivo y del noûs activo en el

alma humana. En efecto, buscando explicar con lógica y congruencia

cómo se produce en el hombre el paso de poder pensar al pensa-

miento pensante, o sea, la actualización de su potencia de pensar

y de pensarlo todo, y, por tanto, de su propia esencia teorética, el

Estagirita distingue en el hombre un noûs pasivo (noûs pathetikós) y

un noûs agente (noûs poietikós). Sin embargo, ya se desprende de lo

dicho arriba, este intento de escapatoria exige necesariamente que se

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considere el noûs agente como no perteneciente al alma del hombre,

pues de serle propio, la distinción aristotélica de dos noûs no podría

conducir a la superación de la dificultad existente; no haría más que

posponer el problema y acrecentarlo.

Aristóteles concibe el noûs pasivo como poder de inteligir lo

inteligible de las cosas; la diferencia de este con respecto de la facul-

tad sensitiva consiste en que esta, como ya se señaló anteriormente,

es poder del alma para los «aspectos materiales» de las cosas, pero

sin la materia de estas180; mientras que aquel intelige las formas en las

imágenes181. Según esto, el noûs pasivo tendría en acto las formas de

las cosas, pero no en tanto que inteligibles (eîdos), sino como “mate-

rializadas” en imágenes, sirviéndose para ello de las representaciones

de la facultad sensitiva182. Y es calificado de noûs pasivo, porque,

por un lado, en ese noûs, de un modo similar a lo que sucede en las

substancias físicas, lo inteligible en cuanto inteligible se da sólo poten-

cialmente, con la diferencia de que él tiene capacidad para poseer de

modo actual lo inteligible en sí mismo, aunque en imagen, mientras

que en las substancias físicas carentes de noûs no cabe dicha posibili-

dad, pues lo inteligible en acto tiene exclusivamente como lugar propio

lo que es noûs; y por otro lado, es pasivo en cuanto noûs porque no

puede obtener por sí mismo los “aspectos inteligibles” de las cosas de

modo intelectivo: sólo llega a tener lo inteligible en cuanto inteligible

de manera actual y efectivamente, más allá de la posesión imaginativa

de lo inteligible, por la fuerza motriz de un noûs agente, que realiza la

actividad (a manera de la luz) de la abstracción, liberando las formas

180 Aristóteles considera en este sentido que la materia puede ser de dos tipos: sensible e inteligible (cf.

Metafísica, 1037a1-4).

181 Acerca del alma, 431b2.

182 Las imágenes sensibles son, para Aristóteles, afecciones del sentido común (cf. Acerca de la memo-

ria y de la reminiscencia, 450a13; Acerca del alma, 418a17, 425a14, 428b8ss.; Acerca de la sensa-

ción y de lo sensible, 437a8-9; Acerca del sueño y la vigilia 454a22-23, 455a21-455b2; Acerca de los

ensueños, 459a15ss.).

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en imágenes de las imágenes183, y que posee la intelección intelectual

de lo inteligible de las cosas. La potencialidad intelectiva del noûs del

alma humana, que sería pasivo respecto de lo inteligible en cuanto

tal, vendría actualizada por el noûs agente. La actualización sería algo

padecido por el noûs pasivo desde el noûs activo. con palabras de

Aristóteles: «existe un intelecto que es capaz de llegar a ser todas las

cosas, y otro capaz de hacer que el primero sea todas las cosas; este

último es a manera de una disposición habitual como, por ejemplo,

la luz, porque esta hace en cierta manera que los colores en potencia

sean colores en acto. Y tal intelecto es separable, sin mezcla e impa-

sible, siendo como es acto por su propia entidad. Y es que siempre es

más excelso el agente que el paciente, el principio que la materia»184.

Puesto que el noûs pasivo pasa de la potencia respecto de la

theoría al estar pensando teóricamente por la acción del noûs agente,

aquel no puede realizar la actividad propia del noûs, o sea, el pensar

que se piensa, sin ser movido por el noûs que es acto pleno. Sólo por

el poder motor del noûs agente (noûs poietikós), la posesión potencial

de los aspectos inteligibles de las cosas por parte del noûs pasivo se

actualiza y llega a ser efectiva185. Para Aristóteles, en cada individuo

humano la sabiduría es primero en potencia; sin embargo, aunque

desde la perspectiva individual el noûs pasivo preceda al noûs activo,

desde el punto de vista del universo, este es primero en todos los

aspectos respecto de aquel186. La sabiduría en acto tiene que ser ante-

rior y primaria respecto de la sabiduría en potencia en cada hombre187;

183 Acerca del alma, 431b, 13-17. El hecho de que el noûs pasivo realice su actividad vinculado a

imágenes implica que para él no es posible pensar sin una imagen (cf. Acerca de la sensación y de lo

sensible, 449b31-450a9; Acerca del alma, 432a10-14).

184 Acerca del alma, 430a14-20. Sobre la luz que transforma lo que carece de color en un objeto con

color, véase: Ibíd., 418b11ss; Acerca de la sensación y de lo sensible, 439a18-19.

185 cf. Acerca del alma, 430a15, 429a22, 430a1, 429a28s., 429b30s.

186 cf. Ibíd., 430a20-23, 43a1-4.

187 cf. Metafísica, 1049b3ss.

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si no fuera así, no habría movimiento, es decir, actualización de lo

potencial.

Afirma Aristóteles que «el noûs en acto se identifica con sus

objetos»188; si no fuese así, no podría ser pensamiento absolutamente

actual (enteléchia), pues en él habría potencialidad, y, por tanto, tam-

poco sería motor primero e inmóvil del noûs pasivo. En el noûs agente,

el pensamiento (noûs), el pensar (nÒhsij) y lo pensado o contenido de

pensamiento (nóêma) coinciden de manera total. La esencia del noûs

activo es nÒhsij no»sewj nÒhsij, pensamiento que se piensa en tanto

que actividad de pensar plena, conclusa y permanente en sí misma. Por

eso, el noûs agente se basta a sí mismo, o sea, es autárquico, «puesto

que la autarquía consiste en estar provisto de todo y no carecer de

nada»189. En y para el noûs activo no hay oscuridad alguna, ya que él

es en acto todo lo inteligible y pensable. El noûs poietikós se identifica

plenamente con el saber absoluto. Ahora bien, ser luz plena es algo

que no pertenece propiamente a los hombres. Nosotros no nos tene-

mos a nosotros mismos en claridad absoluta, ni tampoco poseemos

una sabiduría plena y permanente de las cosas. Nuestra ciencia no es

nunca un saber más allá de todo misterio. Por eso, el noûs poietikós

no puede ser en modo alguno un noûs humano, aunque esté en el

alma del hombre; es divino: el dios presente en el hombre.

El noûs paciente, tanto en su dimensión práctica como en su

dimensión teórica, no es el principio del pensar teórico. ¿cuál es el

principio de the o@ría en el alma del hombre? La respuesta es evidente:

«como en el universo, también aquí Dios lo mueve todo, ya que, de

alguna manera, lo divino en nosotros mueve todas las cosas»190. En

la concepción aristotélica del alma humana, el noûs agente, lo divino

188 Acerca del alma, 431b17.

189 Política, 1326b29-30. La autarquía del noûs agente hace que el hombre que se dedica a la actividad

contemplativa, o sea, el sabio, sea el que más se baste a sí mismo, pues «aun estando sólo, puede

teorizar, y cuanto más sabio, más» (Ética nicomáquea, 1177a33-34).

190 Ética eudemia, 1248a25-27.

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en el hombre, constituye el moviente primero del noûs pasivo, siendo

motor y rector de este.

El noûs paciente no está separado de lo material, ni del com-

puesto hilemórfico191. Esto implica que, ligado necesariamente al

cuerpo y a la entidad física, sufrirá tanto la descomposición de la

materia concreta y conformada como la corrupción de la unidad

hilemórfica, no permaneciendo en su ser. En el hombre, sólo el noûs

activo acto pleno de pensar reflexivo sería separable e indepen-

diente, no sometido por tanto a los avatares del cuerpo y de la entidad

física. como realidad substancial inmaterial, totalmente actual en

lo-que-es, el noûs poietikós presente en el alma humana subsistirá y

permanecerá él mismo en sí mismo una vez destruido el compuesto

que el hombre es. Para Aristóteles, con la muerte, no todo lo que está

presente en el alma humana se malogra y se pierde, pues continúa

existiendo como tal lo que era noûs activo en ella, aunque ahora efec-

tivamente separado, pues sólo ese noûs estaba presente sin mezcla y

con consistencia propia192. No obstante, el alma humana en cuanto

forma del cuerpo y parte constitutiva del compuesto desaparecería

toda ella en el momento de la muerte. La inmortalidad del noûs

activo presente en el alma humana afirmada por el Estagirita sería

importante para el hombre si la permanencia autónoma y separada

del noûs poietikós después de la muerte supusiera de algún modo la

supervivencia en él de la identidad singular y propia de cada hombre.

Dentro de la explicación aristotélica, todo parece ir en sentido contra-

rio a esto, puesto que, según Aristóteles, el noûs agente presente en

el alma humana no es humano, sino un dios que tiene por esencia el

pensar que se piensa en acto pleno. Si fuese así la cosa, el hecho de

que el noûs poietikós no perezca con la muerte del hombre sería total-

mente indiferente para este.

191 cf. Acerca del alma, 431b19.

192 cf. Metafísica, 1070a24-26.

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Las consideraciones de Aristóteles referentes al noûs agente y

al noûs pasivo terminan con una serie de afirmaciones llenas de oscu-

ridad y sumamente ambiguas. Dice el Estagirita: «una vez separado

[por el contexto se refiere al noûs que intelige siempre, o sea, al noûs

activo] es sólo aquello que en realidad es y únicamente esto es inmor-

tal y eterno. Nosotros, sin embargo, no somos capaces de recordarlo,

porque tal principio es impasible, mientras que el intelecto pasivo es

corruptible y sin él nada intelige»193.

¿cómo habría que entender eso de que «una vez separado es

sólo aquello que en realidad es»? El noûs activo separado del noûs

pasivo no será ciertamente agente (noûs poietikós) de este, o sea, el

motor inmóvil del noûs pathetikós, pues para moverlo tiene que tener

algún tipo de contacto con él. Pero esto nos dice solamente lo que no

es el noûs separable en cuanto efectivamente separado; nada expresa

de lo que es. ¿Qué es el noûs activo en sí mismo, independiente-

mente de su presencia en el alma humana? Siguiendo al Estagirita, la

esencia del noûs activo consiste en nÒhsij no»sewj. Pensamiento de

pensamiento es la esencia del noûs activo, pero es eso siendo impa-

sible, inmortal y eterno, por tanto, poseyendo desde el principio lo-

que-es en acto pleno (enteléchia). En cuanto separable pero de hecho

no separado, es decir, estando presente en el alma humana, ¿el noûs

activo como motor primero del noûs pasivo padece accidentalmente

el movimiento de este, de tal manera que se vea alterado en algún

aspecto? Y si así fuese, ¿sería dicha modificación la que le impediría

ser sólo aquello que en realidad es? ¿Lo que el noûs poietikós es en

cuanto noûs-acto lo es únicamente como entidad separada (kexo-

risméne) y no en su condición de separable? una respuesta positiva

a estas cuestiones implicaría la afirmación de que la ruptura de la

conexión existente en el alma humana entre el noûs agente y el noûs

193 Acerca del alma, 430a23-25.

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pasivo constituye una verdadera liberación para aquel, y no una pér-

dida, pues solamente entonces sería lo que en realidad es.

Si cambiamos de cuestión, ¿qué puede significar que noso-

tros no somos capaces de recordar el ser propio del noûs activo? ¿Lo

conocíamos y nos hemos olvidado de él, y por eso no podemos traerlo

de nuevo a la memoria? Si no nos acordamos de él, ¿cómo es que lo

estamos considerando? ¿El tener conocimiento de él tendría que ser

necesariamente una revelación de sí mismo hacia nosotros?

Y por último, en la frase «mientras que el intelecto pasivo es

corruptible y sin él nada intelige», ¿a quién se refiere Aristóteles con el

pronombre personal de tercera persona singular?, ¿al noûs poietikós

o al noûs pathetikós? Es posible que quisiera decir que el hombre con-

creto y singular nada puede inteligir sin el noûs pasivo, pues ningún

hombre es en cuanto tal noûs-acto; cabe interpretarla también en el

sentido de que el noûs pathetikós no puede pasar en modo alguno del

estado de potencia a la actualidad respecto de su esencia y actividad

propia al margen del noûs agente. Ambas posibilidades se ajustan a

la explicación aristotélica del conocimiento intelectivo de lo inteligible.

No concordarían con el pensamiento de Aristóteles las otras dos posi-

bles combinaciones, a saber: que el noûs poietikós no pueda en modo

alguno realizar su actividad sin el concurso del noûs pathetikós; y que

este no intelige nada sin el noûs agente. La primera es totalmente

imposible, porque contradice la actualidad plena del noûs activo. La

segunda también debe ser rechazada, pues el noûs paciente, aunque

no puede desde sí mismo captar la forma en cuanto eîdos, es capaz de

inteligir en imágenes la forma de las cosas, que es en potencia lo inte-

ligible en ellas, es decir, de inteligirlas de modo imaginativo, no inte-

lectivamente; esta segunda interpretación sería aceptable únicamente

si se refiriera a que el noûs pathetikós no intelige nada inteligible en

cuanto inteligible sin el noûs poietikós, ya que aquel intelige siempre

las formas desde él mismo y por sí mismo imaginativamente, y no lo

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hace sin la “materialidad” de la imagen si no es movido por el noûs

agente.

En lo referente a cómo concibe Aristóteles el noûs agente una

cosa es clara: el noûs activo no forma parte del alma unida al cuerpo

ni es propiamente de ella, aunque está en ella. Al alma racional no

separable, enteléchia del compuesto hombre, pertenece únicamente

el noûs pasivo. El estar del noûs activo en el alma humana no supone

en modo alguno que aquel pase a ser algo intrínseco al cuerpo que

aquella formaliza y parte del compuesto; de tal modo que si el alma

unida al cuerpo no es separable de este, el noûs activo presente

en el alma humana tiene como índole propia la separabilidad. El

noûs activo, según Aristóteles, por tanto, no es ni forma del cuerpo

humano ni enteléchia de la entidad hilemórfica. Suponiendo que esto

fuera así, habría que preguntarse de dónde le viene al hombre el noûs

activo, pues este, al ser algo eterno, impasible e inmortal, no cabe que

sea educido del compuesto que el hombre es. Para Aristóteles la única

hipótesis aceptable en relación a la aparición del noûs en el hombre es

que a este el noûs le «adviene desde fuera»194. Pero también podría-

mos cuestionarnos sí este noûs separable, que no puede tener origen

en el hombre, es uno o más en número195. Si fuese uno, entonces ese

noûs activo universal se haría presente en el alma racional de cada

hombre. Si fueran más de uno, cabrían al menos dos posibilidades:

que cada hombre tuviera un noûs activo singular, en este caso el

número total de ellos sería idéntico a la cantidad de hombres que

hallan existido, existan y vayan a existir; o bien que siendo más que

uno, cada uno de ellos se haga presente en una pluralidad de almas

humanas, siendo entonces el noûs activo de un grupo de hombres,

con lo que se daría explicación a la profunda semejanza entre ellos y

a su comunión recíproca. En este segundo caso, cada noûs poietikós

194 Acerca de la generación de los animales, 736b25-29, 737a10, 744b22.

195 cf. Metafísica, 995b33-34.

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existente sería el noûs agente de una comunidad humana, de un pue-

blo, y de los hombres singulares que lo integran.

¿cómo mueve el noûs activo al noûs pasivo? El noûs teórico

que especula contemplándose a sí mismo reflexivamente no es el

principio del movimiento local del hombre. El pensamiento teórico

no produce movimiento de translación alguno, y si lo produjera, él

permanecería inmóvil en sí mismo196. El noûs reflexivo de por sí nada

mueve, pues no tiene algo práctico por objeto, sino sólo lo inteligible,

que se identifica plenamente consigo mismo. Según Aristóteles, sólo

el noûs que no se tiene a sí mismo por objeto, sino que realiza su acti-

vidad por causa de algo y con vistas a algo, o sea, el noûs praktikós

(pensamiento deseoso o deseo pensante) es principio motor197. El

movimiento local, que para Aristóteles constituye el movimiento prin-

cipal, puede tener como principio el deseo sensible o el noûs práctico,

es decir, aquel que razona con vistas a un fin, y como único motor, o

sea, en virtud de lo cual mueven los dos principios señalados, el objeto

deseable198. «Por consiguiente, lo que causa el movimiento es siempre

el objeto deseable que, a su vez, es lo bueno o lo que se presenta

como bueno. Pero no cualquier objeto bueno, sino el bien realizable

a través de la acción. Y el bien realizable a través de la acción es el

que puede ser de otra manera que como es»199. Ahora bien, como los

motores pueden ser de dos tipos: inmóvil, el que mueve sin moverse,

y móvil, el que mueve moviéndose, «el que permanece inmóvil es el

bien realizable a través de la acción, el que mueve moviéndose es la

facultad desiderativa»200, la cual es doble en el hombre: la facultad

apetitiva y el noûs práctico.

196 cf. Acerca del alma, 434a17-21.

197 cf. Ética nicomáquea, 1139b1-6.

198 cf. Acerca del alma, 432a9ss.; Metafísica, 994b15; Ética nicomáquea, 1139a20ss.

199 Acerca del alma, 432a27-30.

200 Ibíd., 433a15-17.

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El hombre es automoviente «en la medida en que es capaz de

desear. Por su parte, la facultad de desear no se da a no ser que haya

imaginación. Y toda imaginación, a su vez, es racional o sensible. De

esta última, en fin, participan también el resto de los animales»201.

El noûs activo, de carácter separable y no imaginativo, no es en el

alma humana motor del cuerpo ni, por tanto, principio del automovi-

miento local. El noûs en el hombre que puede ser principio de auto-

movimiento para este respecto del lugar es únicamente aquel que es

inseparable en cuanto a la magnitud y la extensión, o sea, que está

vinculado a lo corpóreo: el noûs pasivo. En relación con este, hay que

distinguir, por un lado, una dimensión cognoscitiva, en la que llega a

tener desde su propia capacidad lo inteligible en imágenes, siempre en

conexión con las representaciones sensibles de la facultad sensitiva, y

en la que puede llegar a poseer actualmente lo inteligible en cuanto

tal, pero siempre de modo paciente a través de la actividad motora del

noûs activo; por otra parte, una dimensión práctica, donde el principio

actualizante es el deseo (órexis). El noûs práctico es intencional hacia

lo que no posee y capta como bien, y, por tanto, se dirige a un fin,

estando subordinado al deseo de lo deseado; en cambio, el noûs teó-

rico es su propio fin y se tiene totalmente a sí mismo202. respecto del

noûs práctico, «el fin es, pues, el principio del pensamiento, pero la

conclusión del pensamiento es el principio de la acción»203.

El movimiento local es originado por el deseo suscitado por

la imaginación racional (noûs pasivo) o por la imaginación sensible

(facultad sensitiva). El apetito y el intelecto práctico mueven gracias

a un principio motor que en cuanto tal es común a ambos: el objeto

deseable, de tal modo que este es para los dos como una forma

201 Ibíd., 433b27-30.

202 cf. Metafísica, 982b27.

203 Ética eudemia, 1227b33-34.

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común (ekínoun eîdos)204. Ahora bien, como hay dos movientes en el

hombre para la acción, «cuando el intelecto manda y el pensamiento

ordena que se huya de algo o se busque, no por eso se produce el

movimiento correspondiente, sino que a veces se actúa siguiendo la

pauta del apetito, como ocurre, por ejemplo, con los que carecen de

autocontrol»205. En este caso el deseo a través de la facultad sensitiva

se impone al noûs pasivo en su dimensión práctica, por el cual desea-

mos algo porque lo juzgamos bueno.

Para Aristóteles, «cada hombre es su noûs, o su noûs principal-

mente, y que el hombre bueno ama esta parte sobre todo. Por eso,

será un amante de sí mismo en el más alto grado, pero de otra índole

que el que es censurado, y diferirá de este tanto cuanto el vivir de

acuerdo con el noûs difiere del vivir de acuerdo con las pasiones, y el

desear lo que es noble difiere del deseo de lo que parece útil»206. «En

efecto, lo deseable para el apetito es lo que parece bueno, mientras

que lo deseable para la voluntad racional es, primariamente, lo que

es bueno. Pues, más bien, deseamos algo porque lo juzgamos bueno

y no, al contrario, lo juzgamos bueno porque lo deseamos»207. Si el

noûs pasivo es lo más excelente y mejor de nosotros por naturaleza,

pues el noûs activo está en nosotros pero no nos es intrínseco, el

objeto último del deseo para cada hombre es el noûs pasivo, por el

cual deseamos lo que es más noble y deseable, o sea, aquello que nos

conduce hacia la posesión del fin último de nuestro deseo208.

El noûs activo, motor inmóvil y elemento rector del noûs pasivo

del hombre respecto de lo inteligible en cuanto tal, al ser extrínseco,

204 cf. Acerca del alma, 433a21-22.

205 Acerca del alma, 433a2-4. cf. Tópicos, 129a12-17; Ética nicomáquea, 1119b15ss., 1145b10ss.,

1169a1ss.; Ética eudemia, 1220a10ss., 1223a37ss., 1223b14-15, 1224a25ss., 1227b15ss.,

1241a20ss., 1246b13ss., 1249b10ss.

206 Ética nicomáquea, 1168b35-1169a6.

207 Metafísica, 1072a27-28.

208 cf. Ética nicomáquea, 1178a5-8.

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según el Estagirita, al alma humana, aunque esté presente en ella,

no constituye el fin del deseo del hombre209. El hombre no ama desi-

derativamente el noûs activo. Y tampoco este mueve al noûs pasivo

siendo objeto de su deseo. El instrumento con que pone el noûs activo

en movimiento al noûs pasivo es el deseo que este tiene de sí mismo,

deseo de ser actualmente lo que él ya es en potencia, o sea, nÒhsij

no»sewj nÒhsij. El medio con el que el moviente transmite el movi-

miento a lo movido es, en este caso, la búsqueda por parte de este de

la realización esencial de sí mismo, o sea, «el ir hacia su propia forma

específica (eîdos)»210. Para Aristóteles, el hombre se ama a sí mismo

cuando ama su noûs y vive una vida según el noûs.

El noûs pathetikós se identifica en potencia con todo lo inteli-

gible, por eso en cuanto móvil que no se mueve a sí mismo sólo «es

movido por lo inteligible»211, siendo lo inteligible en acto, como ya

fue señalado, el noûs poietikós. En consecuencia, el noûs activo sería

moviente inmóvil y primero del noûs pathetikós suscitando en este el

deseo de sí mismo en cuanto fin de sí mismo; con otras palabras, cau-

sando en él el anhelo de su propia perfección y felicidad, que radicaría

en la vida teorética (bíos theoretikós), con la cual el noûs pathetikós se

realizaría a sí mismo e imitaría la esencia específica del noûs poietikós,

pensamiento de pensamiento, aunque sin que esta llegue a tener

en aquel carácter substancial ni a ser en él en acto-pleno. Así pues,

el noûs poietikós es motor primero e inmóvil del noûs pathetikós en

tanto que origen en este del propio deseo de realizarse y de vivir en

plenitud de acuerdo a su propia esencia, que es potencialmente todo

lo inteligible. Ahora bien, en tanto que el deseo suscitado por el noûs

poietikós radica en el propio noûs pathetikós, o sea, es inmanente a

209 Del bien, «la parte realizable es el bien con vistas al cual se actúa, mientras que el bien que se halla

en los seres inmóviles no es realizable» (Ética eudemia, 1218b5-7).

210 Acerca del cielo, 310a34-310b1.

211 Metafísica, 1072a30.

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la naturaleza de este, se debe afirmar aristotélicamente que la natura-

leza es el principio de su movimiento212, sin que por ello quede oscu-

recida la causalidad motora y eficiente del noûs agente como fuente e

incitador de ese anhelo.

como la actividad contemplativa es propia del noûs activo, que

está en el alma humana, pero que no pertenece a esta en cuanto tal,

la vida contemplativa (bíos theoretikós) de la que puede gozar el ser

humano es una vida superior a la vida racional posible para un hom-

bre desde su alma propia, «pues el hombre viviría de esta manera no

en cuanto hombre, sino en tanto que hay algo divino en él; y como

ese elemento divino presente en el alma humana es tan superior al

compuesto humano, la actividad de ese elemento divino es superior

a cualquier actividad humana. Si, pues, el noûs es divino respecto

del hombre, también la vida según el noûs será divina respecto de la

vida humana»213. El hombre, aun siendo humano y mortal, debe en la

medida de lo posible, ya que tiene noûs divino, inmortalizarse y hacer

el esfuerzo por vivir imitando lo más noble de todo lo que hay en él, o

sea, a semejanza del noûs poietikós; pues aunque este, si se considera

el lugar que ocupa en el mundo, es poca cosa, no por eso deja de ser

infinitamente superior a todo lo demás en poder y en dignidad. Para

el Estagirita, lo más propio del hombre es la vida del noûs, porque,

según él, un hombre es primariamente su noûs; y la vida del noûs será

también la vida más feliz a la que el hombre puede aspirar214, pues es

vivir imitando y asemejándose a la vida divina.

212 cf. Acerca del cielo, 301b17.

213 Ética nicomáquea, 1177b26-31.

214 cf. ibíd., 1178a1-10.

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9. El Noûs-Theós y el noûs activo presente en el hombre

Hemos considerado cómo Aristóteles, intentando descifrar los indicios

señalados por los fenómenos y queriendo llegar a través de su luz al

fundamento último de los mismos, distinguió dos tipos de noûs en

el hombre: el noûs pasivo, que pertenece al ser humano, y el noûs

activo, que está presente en el alma humana, pero que no constituye

parte de la entidad hilemórfica que el hombre es. El primero es un

noûs humano. El segundo es un noûs divino en el hombre, motor

primero e inmóvil del noûs pathetikós propio del alma humana. El

Estagirita, para explicar otro fenómeno, el dato de experiencia del

movimiento de las esferas celestes, movimiento que él supuso como

eterno y permanente, va a introducir racionalmente un tercer noûs, el

Noûs-Theós.

9.1. El movimiento del cielo y los dioses corpóreos

Aristóteles fue consciente de la dificultad que el hombre tiene para

acceder a los fenómenos relativos a las realidades celestes por medio

de la percepción, porque «la visión a gran distancia oscila a causa de

su debilidad»215. No obstante, el filósofo de Estagira consideró las

cuestiones referentes al cielo de suma importancia para el entendi-

miento de los fenómenos sublunares, de tal modo que mantuvo la

opinión de que «sobre estas cuestiones (...) vale la pena buscar un

grado de comprensión cada vez mayor, aun contando con escasos

medios y hallándonos a tan considerable distancia de lo que allá

ocurre»216. El deseo de la posesión del saber que habitaba el alma de

Aristóteles le llevó a intentar explicar las manifestaciones o apariencias

(phainómenon) del cielo, tal como fueron percibidas por él, diciendo

cosas que concordaran con ellas217.

215 Acerca del cielo, 290a 7-18.

216 Ibíd., 292a15ss.

217 cf. ibíd., 291b25ss., 306a6-7, 309a26.

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Aristóteles parte del dato más notorio y claro del que disponía

acerca de la realidad celeste, a saber, «vemos que el cielo da vueltas

en círculo»218, y del testimonio legado por los antiguos de la percep-

ción que ellos tuvieron del cielo, que él sintetiza y condensa en la

siguiente afirmación: «en todo el tiempo transcurrido, de acuerdo

con los recuerdos transmitidos de unos hombres a otros, nada parece

haber cambiado, ni en el conjunto del último cielo, ni en ninguna de

las partes que le son propias»219. En congruencia con esto, el Estagi-

rita consideró, por un lado, la existencia de un movimiento eterno,

continuo y perfecto en el universo: el movimiento circular de la esfera

celeste sobre la cual se asientan, según él, las estrellas “fijas”; y, por

otro lado, que la índole propia de las entidades hilemórficas pertene-

cientes al cielo220, que son transportadas por las distintas esferas celes-

tes con un movimiento de translación circular continuo, es la eterni-

dad. Ahora bien, ya que «nada es eterno en potencia»221 y lo eterno

es de necesidad222, tanto el movimiento circular de las esferas celestes

como las entidades hilemórficas del cielo son necesarias no pueden

no ser y poseen plena actualidad, de ahí también que sean ingénitas

e indestructibles223. Así pues, según el Estagirita, las substancias físicas

que son trasladadas por y en las esferas celestes llevan, inalterables e

impasibles, la más noble y autosuficiente de las vidas, y existen, junto

con el cielo, toda la duración del mundo224.

218 Ibíd., 272a5.

219 Ibíd., 270b14-17. cf. Metafísica, 1074b5-14.

220 Por ser eternos, los cuerpos celestes no están sujetos a la generación ni a la corrupción, pero en

cuanto entidades hilemórficas en movimiento les conciernen tres principios: principio como materia,

principio como forma y el principio como motor o causa eficiente (cf. Acerca de la generación y la

corrupción, 335a25-32).

221 Metafísica 1050b, 8-9.

222 cf. Acerca de la generación y la corrupción, 337b35-338a1.

223 cf. Ética nicomáquea, 1139b24-25; Metafísica, 1072b13-14.

224 En lo eterno, el tiempo es continuo, y si este lo es, necesariamente es continuo el movimiento, ya

que es imposible que el tiempo exista independientemente del movimiento. El tiempo es la nume-

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Aristóteles, desde su percepción de las cosas del cielo, haciendo

justicia al carácter ingénito, inmortal, eterno y actual de las substan-

cias físicas celestes el cielo y los astros, y posiblemente influido

por las religiones astrales del cercano oriente225, enalteció los cuerpos

celestes como “entes divinos que nos son manifiestos”226. Por “existir

siempre”, el cielo y los astros son calificados de inmortales y divinos227.

con su filosofía acerca del cielo y de las cosas que le pertenecen, que

afirma la existencia de un movimiento eterno perfecto y la inmutabi-

lidad de los cuerpos celestes, Aristóteles refrenda las «antiguas y más

tradicionales concepciones, a saber, que hay algo inmortal y divino

entre las cosas dotadas de movimiento, movimiento de tal naturaleza

que no tiene límite»228. Si ciertamente lo móvil corresponde siempre al

ámbito de las substancias físicas, esto significa que el Estagirita con-

cibe los “cuerpos celestes” como dioses somáticos, que tienen como

lugar propio el ser divino de las esferas del cielo, también materiales,

pues lo inmortal va enlazado con lo inmortal.

La afirmación de Aristóteles de que «la naturaleza es sobre-

humana, pero no divina»229 debe ser interpretada teniendo presente

su consideración sobre el cielo y los astros como dioses corpóreos.

Según su parecer, desde la percepción de estos como eternos e inmor-

tales, cielo y astros son divinidades físicas. Por tanto, la naturaleza

que el Estagirita califica como sobrehumana, negando su condición

de divina, no puede ser la phýsis de los entes celestes, pues para él

ración de algo continuo; como el movimiento circular es continuo y perpetuo, el tiempo es también

numeración del movimiento circular. De lo que se mueve, sólo es perfectamente continuo lo que se

mueve en círculo, de suerte que ello siempre es continuo consigo mismo. Esto es, por tanto, lo que

produce el movimiento continuo, a saber, el cuerpo que se traslada circularmente; y el movimiento

de este hace que sea continuo el tiempo (cf. Acerca de la generación y la corrupción, 337a20-34).

225 cf. Acerca del cielo, 292a5ss.

226 cf. Metafísica, 1026a18.

227 cf. Acerca del cielo, 279a20-28.

228 Acerca del cielo, 284a3-5. cf. Metafísica, 1074b1-5; Acerca del cielo, 284b1-5.

229 Acerca de la adivinación por el sueño, 463b15. cf. Ética nicomáquea, 1153b33.

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son dioses; sólo es posible que se refiera a la phýsis sublunar en su

conjunto o totalidad. Para Aristóteles existen dioses corpóreos en el

ámbito de la substancia física, los cuales, con el movimiento que les es

propio, gobiernan las substancias físicas no divinas y sus movimientos.

No obstante, lo divino en la filosofía aristotélica no queda restringido

al ámbito físico. En efecto, Aristóteles califica también de divinas

realidades que son inmateriales. El noûs poietikós, del que ya se ha

tratado, es una prueba de ello; como lo es igualmente el Noûs-Theós,

que va a ser objeto de nuestra atención en el siguiente apartado. Si

la substancia divina de los dioses corpóreos es, según el filósofo de

Estagira, el éter, por ser este el elemento material de su corporeidad

eterna e inmortal, la de los dioses inmateriales es nÒhsij no»sewj.

La forma de la materia divina de los dioses corpóreos confi-

gura el cuerpo de estos de acuerdo con la condición inmortal de su

elemento material. En efecto, si el acto de la divinidad material es

la inmortalidad, o sea, la vida eterna, la divinidad corpórea tendrá

necesariamente movimiento eterno; «y puesto que el cielo es tal (pues

es un cuerpo divino), tiene por ello mismo un cuerpo circular que se

mueve siempre en círculo conforme a su naturaleza»230.

ciertamente, todos los astros y todas las esferas celestes son

divinidades corpóreas para Aristóteles. Sin embargo, sólo el cielo

extremo, aquel que engloba el universo entero231, constituye para el

Estagirita la realidad divina sobresaliente y soberana de entre las subs-

tancias físicas divinas. De la siguiente manera expresa Aristóteles esta

convicción sobre la primacía del cielo extremo dentro del orden físico

divino: «En efecto, tal como se hace en nuestros textos ordinarios

de filosofía acerca de los seres divinos, frecuentemente se proclama

en los argumentos sobre el tema que la divinidad, entidad primera y

suprema, ha de ser totalmente inmutable (...). Pues ni existe otra reali-

230 Acerca del cielo, 286a11-12.

231 cf. Física, 212b15ss.

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dad superior que la mueva (pues esta otra sería entonces más divina),

ni posee defecto alguno, ni carece de ninguna de las perfecciones pro-

pias de ella. Y, lógicamente, se mueve con movimiento incesante: pues

todas las cosas cesan de moverse cuando llegan a su lugar propio,

mientras que el lugar de donde parte el cuerpo circular es el mismo a

donde va a parar»232.

En la comprensión aristotélica del universo, la cumbre de la

jerarquía de las divinidades corpóreas la ostenta el último cielo por

tres motivos principales: por ser el moviente celeste que más cuerpos

celestes transporta; por englobar todas las cosas como extremo del

universo; y por ser causa primera del ciclo permanente de generación-

corrupción en el ámbito de las realidades físicas sublunares.

En efecto, primeramente «hay que tener presente respecto a

cada vida y cada principio, que existe una gran superioridad del pri-

mero sobre los demás, y que esta superioridad se da con arreglo a una

proporción: el primero, en efecto, siendo único mueve un gran número

de cuerpos divinos, mientras que los otros, siendo muchos, mueven

sólo uno cada uno»233. En segundo lugar, el movimiento del primer

cielo es de tal naturaleza «que no tiene límite, sino que él es más bien

el límite de las demás cosas; en efecto, el límite pertenece a las cosas

que engloban a otras, y este movimiento, que es perfecto, engloba a

las cosas que tienen un límite y un cese, sin que él tenga principio ni

término alguno, sino que es incesante a lo largo del tiempo sin límite,

a la vez que es la causa del comienzo de otros y el punto en que estos

se detienen»234. Así pues, en tercer lugar, y como consecuencia de

que el cielo en cuanto extremo de universo engloba la totalidad del

232 Acerca del cielo, 279 a30-279b3.

233 Ibíd., 292b28-293a1.

234 Ibíd., 284a5-11.

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mundo235, el todo es contenido por el movimiento cíclico, regular236,

incesante y continuo de aquel, de ahí que sea el último cielo «de

donde dependen el existir y el vivir para las demás cosas»237 y que su

movimiento de traslación sea la medida de todos los movimientos, por

ser el único continuo, regular y eterno238, también del movimiento de

generación y corrupción de los entes sublunares.

La esfera celeste extrema y englobante constituye, con su movi-

miento circular eterno, continuo y regular, el principio motor de los

movimientos sublunares, sin embargo, afirma Aristóteles, intentando

seguir la luz de los fenómenos, el último cielo no es la causa directa

e inmediata de la generación y la corrupción que se da tanto en los

cuerpos simples sublunares como en los entes físicos compuestos de

ese ámbito del universo, «sino la traslación a lo largo del círculo obli-

cuo (la eclíptica), pues en ella está tanto la continuidad como el doble

movimiento»239. La eclíptica transporta el sol, de modo que su movi-

miento traslativo hará acercar y alejar el principio generador al ámbito

sublunar240; por eso el movimiento que domina directa e inmediata-

mente el mundo físico sublunar «es el círculo en el que la traslación

del sol es manifiestamente, disgregando o agregando al acercarse o

alejarse, la causa de la generación y de la corrupción»241.

Según la cosmología aristotélica, el ámbito sublunar del uni-

verso «está necesariamente en contacto inmediato con las traslaciones

superiores, de modo que toda su potencia está gobernada desde allí:

en efecto, aquello de donde procede el principio del movimiento para

235 cf. ibíd., 278b23-25.

236 El movimiento del primer del primer cielo, donde se encuentran las estrellas “fijas”, es uniforme y

perfectamente regular (cf. Acerca del cielo, 288a15).

237 Ibíd., 279a29-30.

238 cf. ibíd., 287a23-24.

239 Acerca de la generación y la corrupción, 336a30-336b10.

240 cf. ibíd., 336a14-17.

241 Meteorológicos, 346b21-24.

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todas las cosas hay que considerarlo como la causa primera. Además,

aquel movimiento es eterno y no tiene término en el espacio, pero

siempre se mantiene dentro de un límite (...) Hay que considerar, por

tanto, que las causas de lo que sucede en torno al mundo sublunar

son el fuego, la tierra y los elementos afines a ellos, en tanto que

principios materiales de las cosas que se generan (designamos de este

modo, en efecto, a lo que subyace y es pasivo), mientras que aquello

que es causa como principio originario del movimiento hay que situarlo

en la fuerza de los cuerpos que están siempre en movimiento»242.

Ahora bien, ¿cómo gobierna el cielo extremo las cosas físicas

del mundo sublunar? Ya que «es imposible que el ser esté presente en

todas las cosas debido a lo muy lejos que se encuentran del principio,

el dios consumó el universo en el único modo que le restaba, haciendo

ininterrumpida la generación. Pues así el ser puede poseer el mayor

grado de consistencia, gracias a que el perpetuo producirse de la gene-

ración es lo más cercano que hay a la substancia. La causa de esto es

(...) la traslación circular, pues es la única continua. Por eso, también

todas las otras cosas que se transforman recíprocamente según sus

afecciones y potencias, como los cuerpos simples, imitan la traslación

circular (...). En consecuencia, también la traslación rectilínea es con-

tinua en tanto imita a la circular»243. «En efecto, si lo que se mueve

circularmente siempre mueve otra cosa, es necesario que también sea

circular el movimiento de las cosas que él mueve»244. Así pues, según

Aristóteles, el cielo extremo ejerce el gobierno sobre la parte sublunar

del universo siendo el principio fontal del movimiento circular de vida

y muerte, de generación y corrupción, que domina, desde dentro de

los entes sublunares mismos, la existencia de estos. gobernando el

ámbito sublunar del cosmos por medio de ese movimiento perma-

242 Ibíd., 339a22-33; cf. ibíd., 340b11-19, 341a1ss.

243 Acerca de la generación y la corrupción, 336b31-337a6; cf. ibíd., 336a14-17, 331b2.

244 Ibíd., 338b1-3.

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nente y circular, el cielo extremo asemeja lo sublunar, tomado en su

conjunto, a su propia vida divina, haciendo, a su vez, que lo sublunar,

regido por dicha ley, le imite en su movimiento eterno.

De entre los dioses corporales, los cuales se mueven todos

con movimiento circular, hay que distinguir las divinidades que mue-

ven a otras divinidades y las que son movidas por aquellas. Según

Aristóteles, los dioses físicos movientes son las esferas celestes, mien-

tras que las divinidades materiales movidas por ellos son los astros o

“cuerpos del cielo”. «cada uno de los cuerpos del cielo se desplaza

con la rotación de su esfera»245. Para el Estagirita «sólo cabe que se

muevan los círculos y que los astros permanezcan quietos y se despla-

cen por estar fijos en los círculos»246. El movimiento de rotación de las

esferas celestes, plenamente actual y siempre perfecto, no contiene

«la potencia de la contradicción, de suerte que sea fatigosa la conti-

nuidad del movimiento, pues la substancia que es materia y potencia,

no acto, es causa de esto»247. Por no tener en él oposición interna248,

el movimiento de rotación circular del cielo no supone para los cuer-

pos primeros los astros fatiga alguna. Situados en las esferas del

cielo, que son de índole divina, los cuerpos celestes se encuentran en

su región propia y nada extrínseco les es contrario. Y como en sí mis-

mos son en acto-pleno, carecen de potencialidad (dýnamis) y su cons-

titución material es simple y sin mezcla, siendo el éter la única materia

que hace parte de ellos, tampoco existe nada interno que sea contra-

rio a su naturaleza249. Por carecer absolutamente de lo contrario, tanto

externa como internamente, la materia de los cuerpos celestes no es

mutable, sino sólo trasladable de modo circular250. Es así como Aristó-

245 Acerca del cielo, 289a29.

246 Ibíd., 289b33.

247 Metafísica, 1050b26-28.

248 cf. Física, 261a31-263a5, 264a7-265a12.

249 cf. Acerca del cielo, 188b18-20.

250 cf. Metafísica, 1069b25-27.

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teles explica que los astros, de acuerdo con la percepción que tenía de

ellos, se conservan eternamente del mismo modo y no sufren ningún

cambio, moviéndose sólo con movimiento circular de translación, sin

que esto les suponga cansancio alguno251.

Tratando de los cuerpos celestes, Aristóteles afirma también

que «es preciso (...) suponerlos dotados de actividad y de vida»252. Esto

significa que para el Estagirita los divinos astros son seres animados:

están vivos y su vitalidad reside en su propia forma (psyché). Los astros

son vivientes porque tienen alma. Ahora bien, como la psyché de los

cuerpos celestes determina y conforma un único elemento material,

a saber, el éter, que abunda de actualidad y carece de potencialidad,

los cuerpos celestes son cualitativa y cuantitativamente inmóviles, y

no padecen generación ni corrupción. Siendo animados, sin embargo,

no son automovientes, porque no hay en ellos nada en potencia, a la

vez que son simples y sin mezcla, de tal modo que no existe en ellos

“algo” agente y “algo” paciente. Los astros «no se mueven por sí

mismos»253. Por tanto, los astros en cuanto animados son inmóviles.

La vida propia de ellos es inalterable e impasible, divina, de ahí que su

vitalidad no guarde semejanza con la de los seres animados de la parte

sublunar del universo.

Los cuerpos primeros son movidos por las esferas celestes

únicamente en relación con el lugar y según naturaleza. Aristóteles

explica así el movimiento de los astros. Estos poseen en su naturaleza

propia el principio del movimiento porque tienen capacidad de ser

movidos de manera adecuada a lo que son y a su modo de ser. Para

los astros, el movimiento circular de traslación de las esferas celestes,

que los transportan en ellas mismas, haciendo partícipes a aquellos de

su rotación, constituye el movimiento natural de los cuerpos primeros,

251 cf. ibíd., 1050b16-15, 1063a14-15.

252 Acerca del cielo, 292a20-21.

253 Acerca del cielo, 290a29; cf. ibíd., 290b9ss., 291a29.

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o sea, el movimiento que es conforme a la naturaleza de estos. Para

cada astro, la esfera celeste en la que está situado es el primer motor,

que lo mueve no forzada, sino naturalmente. Determinado el principio

del movimiento de los cuerpos primeros, queda por resolver la cues-

tión del moviente primero respecto de las esferas celestes, pues, según

el principio aristotélico, todo lo que se mueve es movido por algo. Si

las esferas celestes se mueven con eterno movimiento circular, trans-

portando en sí los dioses astrales, ¿cuál es la causa de su movimiento?,

¿qué es para Aristóteles ese “algo” principio motor del movimiento de

las esferas celestes?

9.2. El postulado del Noûs-Theós desde el supuesto

del movimiento eterno del cielo

como para el fundador del Peripato todo lo que se mueve es movido

por algo, y la cadena de movientes no puede ser infinita, teniendo

que existir un primer motor inmóvil en cada una de las series de

movimiento, las esferas celestes cuyo movimiento es eterno, cir-

cular y continuo o son automovientes, o el principio primero de su

movimiento tiene que consistir en “algo” inmóvil distinto de todas

y de cada una de ellas. El filósofo de Estagira afirma que «el cielo es

animado y posee un principio de movimiento»254.

Por ser eterno el movimiento de las esferas celestes, cualquiera

podría forjarse la opinión de que la cuestión sobre el principio motor

de un movimiento tal está de más, que es superfluo todo principio

respecto de él, pues es desde siempre y para siempre; sin embargo,

dice Aristóteles, «aunque nunca tuvo comienzo, es necesario (...) que tenga un principio, a partir del cual se habría originado si hubiera

empezado a moverse, y por el que se habría puesto de nuevo en movi-

miento en caso de haberse detenido»255.

254 Acerca del cielo, 285a30-31.

255 Ibíd., 285b6-9.

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Los seres automovientes tienen en sí mismos el principio de su

movimiento, por ser animados. La psyché es el motor interno de las

entidades hilemórficas vivientes. Ahora bien, por ser corporalmente

simples y sin mezcla, y por gozar en su elemento material de actuali-

dad plena, las esferas celestes, que son cuerpos eternos y divinos, sólo

pueden padecer movimiento local circular. ¿Puede ser la propia psyché

de las esferas celestes el motor inmóvil que cause en ellas su rotación?

Si lo fuera, entonces el alma sería la parte agente de la entidad hile-

mórfica divina, y el cuerpo de esta, la parte paciente, lo que supondría

la existencia de potencialidad en ella. Sin embargo, como ya quedó

señalado, para Aristóteles los cuerpos divinos son en acto-pleno; por

tanto, no es posible que el alma de las esferas celestes sea el principio

moviente de las mismas. Las esferas celestes no pueden ser automo-

vientes, igual que ocurre con los astros del cielo.

como «es preciso que el primer motor no mueva forzada, sino

naturalmente: pues se iría hasta el infinito si no hubiera un primer

motor conforme a la naturaleza»256, aquello que sea la causa motriz

última del movimiento circular de las esferas celestes tiene que ser

adecuado a la naturaleza de estas. Siguiendo este principio, se podrá

determinar algunas propiedades esenciales del motor inmóvil de las

esferas celestes. Así, el que exista un cuerpo eterno en constante movi-

miento requiere la existencia de algo también eterno, que permanezca

siempre inmóvil y de algún modo sea origen del movimiento eterno257.

Por otro lado, en tanto que lo que se mueve con movimiento eterno,

o sea, el cielo, «es primordial, simple, ingenerable, incorruptible y, en

definitiva, inmutable, es mucho más lógico que el motor primero de

ello sea también así: pues lo primordial será impulsor de lo primordial,

lo simple, de lo simple, y lo incorruptible e ingenerable, de lo incorrup-

256 Ibíd., 300b13-15.

257 cf. Acerca de la generación y la corrupción, 318a4-6, 337a17-19.

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tible e ingenerable. Dado, pues, que lo movido, aun siendo cuerpo, no

cambia, tampoco cambiará el motor, que es incorpóreo»258.

Esta última afirmación del Estagirita, que la causa motriz del

movimiento de las esferas celestes es incorpórea, viene exigida por la

índole inmóvil de todo motor primero de una serie en movimiento.

En efecto, la causa del movimiento eterno y continuo el desplaza-

miento circular de las esferas celestes tiene que ser «necesariamente

algo eterno que mueva primero, y lo que primero mueva, sea uno o

más, tendrá que ser inmóvil (...) y exento de todo cambio, tanto en

sentido absoluto como accidental»259. En cuanto inmóvil en sí mismo,

el moviente primero debe poseer actualidad plena. Así, el alma puede

ser motor último del cuerpo en las entidades hilemórficas sublunares

porque es enteléchia de un cuerpo en el que hay potencialidad. como

los vivientes con cuerpos divinos son móviles, por ser entidades físicas,

pero no automovientes, por carecer de potencialidad en su compo-

nente material (únicamente tienen potencia respecto del lugar, siendo

esta una potencialidad extrínseca a la propia materia), el primer motor

de las esferas celestes tiene que ser una substancia inmaterial en acto

pleno, debido a que así lo exige su necesaria índole inmóvil. La esen-

cial inmovilidad del moviente primero de las esferas celestes descarta

radicalmente que pueda ser una substancia material, pues a lo físico

le es propio el carácter móvil. El ser incorpóreo y en acto pleno de la

causa motriz del cielo implica que se tiene que tratar de una subs-

tancia inmaterial, impasible, inalterable, sin magnitud y sin partes260.

Y como moviente inmóvil, «al permanecer simple, invariante y en lo

mismo, moverá con un movimiento único y simple»261.

258 Acerca del cielo, 288a34-288b7.

259 Física, 258b11-15; 260a1ss.

260 cf. Física, 266a10ss; Metafísica 1073a5-13.

261 Física, 260a18s.

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¿cuál es ese moviente inmóvil y eterno, origen del movimiento

circular del cielo? Aristóteles asume, modifica y profundiza a este

respecto la doctrina de Anaxágoras sobre el Noûs. Según la interpreta-

ción que el Estagirita hace del pensamiento anaxagóreo, Anaxágoras

concibió que en el principio era la Mezcla una masa material con-

fusa, indiferenciada e ilimitada, constituida toda ella y en cada una

de sus partes por la mezcla de todo tipo de materia, que el Noûs

comenzó posteriormente a mover como principio ordenador mediante

el pensamiento, separándose de todo lo movido y dando lugar a la

separación de todas y cada una de las cosas262. En tanto que el Noûs

antes de su actividad moviente hacia parte de la Mezcla no estaba

separado ni diferenciado, el Noûs era compuesto en el principio, por

lo que no podía ser inmóvil y, por tanto, moviente primero. Si el Noûs

fuera simple y separado, sin mezcla y puro, cosa que en Anaxágoras

ocurre cuando aquel realiza su operación, podría ser motor primordial.

Por eso, afirma Aristóteles, «Anaxágoras tiene razón al decir que el

Noûs es impasible y sin mezcla, puesto que hace de él un principio

del movimiento; porque sólo podrá mover si es inmóvil, y sólo podrá

dominar si es sin mezcla»263. con todo, para que el Noûs pudiera ser

el moviente primero de las cosas eternas que están eternamente en

movimiento, el Noûs no podría darse en su diferencia respecto de

todo lo demás en un tiempo posterior al principio, sino que tendría

que ser eterno con su propia y particular entidad, sin nada en común

con ninguna otra cosa ya desde el principio.

¿Qué es, según Aristóteles, el Noûs, moviente plenamente

actual e inmóvil en sí mismo? Para el Estagirita, el motor primero y

eterno, ese algo que constituye de por sí el principio último del movi-

miento eterno y perfecto del cielo, porque mueve desde siempre sin

262 cf. Física, 203a22ss., 250b24-26, 256b25ss., 265b21-22; Metafísica, 984b15-19, 989a30-b21,

885a10-23, 988b6-11, 1069b15ss.

263 Física 256a25ss.; cf. Acerca del alma, 405a10-20, 405b20ss.

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moverse y sin ser movido, es pensamiento eterno en acto pleno (ente-

léchia): nÒhsij no»sewj nÒhsij 264. Ese Noûs, por tanto, consiste en

pensamiento que es pensamiento de pensamiento, en el cual el pen-

samiento, el pensar y lo pensado se identifican, son lo mismo. Se trata

de un pensamiento que no es movido por ningún deseo intencional

hacia un nóêma extrínseco a él, sino que, siendo él mismo el pensar

y teniéndose a sí mismo como lo pensado, es siempre actualidad per-

fecta y conclusa. Se trata, a todas luces, del pensamiento absoluto,

pues el pensamiento que consiste en eterno y perfecto pensar que

se piensa es necesariamente principio de sí mismo, consistente en

sí mismo y fin para sí mismo. Según Aristóteles, esto es la divinidad

incorpórea, cuya vida continua y eterna consiste en pensamiento que

se piensa a sí mismo (nÒhsij no»sewj). La esencia de “lo dios” inma-

terial es pensamiento totalmente idéntico al acto mismo de pensar

(nÒhsij) y, a la vez, a lo que se piensa (nooumenon). Así pues, el motor

primero de las esferas celestes que transportan en sí mismas a los

astros es, según Aristóteles, el Noûs-Theós265.

Si el ser del Noûs-Theós es nÒhsij no»sewj nÒhsij en eterno acto

pleno, entonces en él no hay ocultamiento alguno: es autoconciencia

total de sí mismo y poseedora de todo lo inteligible de las cosas. El

Noûs es pura transparencia para sí mismo autorrevelación, luz abso-

luta, y está enteramente presente y compareciente a sí mismo desde

sí mismo, además de tener la claridad de todas las demás substancias.

él es su propio aparecer. Pensamiento puro y Ser se identifican en el

Noûs-Theós aristotélico266. Esto hace que el Noûs absoluto posea una

conformidad total consigo mismo, siendo plenamente simple, con-

cluso y cerrado en sí; de tal modo que excluye de forma radical la posi-

bilidad de cualquier conjunción o mezcla con otra cosa. concibiendo

264 Metafísica, 1074b34.

265 cf. Metafísica, 1072b17-29, 1074b15-1075a4.

266 cf. M. Heidegger, Lógica. La pregunta por la verdad (Madrid 2004) 149.

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de esta manera el Noûs, Aristóteles se aleja radicalmente de la idea

que de aquel tenía Heráclito: «Dios es día y noche, invierno y verano,

guerra y paz, hartura y hambre [todos contrarios, él es el noûs]; pero

adopta diversas formas, al igual que el fuego, cuando se mezcla con

especias, que toman el nombre de acuerdo a la fragancia de cada una

de ellas»267; a la vez que se aproxima a la postura de su maestro Platón

en el Filebo, allí donde afirma el fundador de la Academia que el Noûs

«es el rey del cielo y tierra»268, colocándolo por encima del universo en

cuanto primigenio y soberano por naturaleza; y también se acerca a

aquella enseñanza de Parménides que apunta a que el pensar, o sea,

la actividad propia del Noûs, y el ser son una y la misma cosa269.

En Aristóteles, la substancia divina inmaterial existe totalmente

separada de lo físico y del movimiento. Ella es pensamiento puro,

simple, absoluto y actual. La divinidad inmaterial del Estagirita es

actividad pura y perfecta de pensar. La esencia de la substancia incor-

pórea divina no puede ser lógicamente el éter, el primer cuerpo, sino

que es el pensar que se piensa en acto-pleno (enteléchia) y, por tanto,

identidad pura, fundamento, fin y sentido en sí misma270. El Noûs-

Theós aristotélico es pensamiento vuelto absoluta y reflexivamente

sobre sí mismo. curvado sobre sí mismo, el Noûs-Theós constituye en

cuanto tal un círculo inmaterial cerrado. Es incorpóreamente esférico,

siendo así adecuado a la forma de los cielos, que son materialmente

esféricos. La circularidad inmóvil e inmaterial del Noûs-Theós, motor

primero de las esferas celestes, es imitada por estas en su movimiento

local, ya que «en la traslación circular no hay un “de donde” ni un “a

donde” ni un medio; en efecto, no hay en ella principio ni término ni

267 DK, 22 B 67, citado según H. Arendt,.La vida del espíritu (Barcelona 2002) 130-131.

268 Platón,.Filebo, 28c.

269 cf. DK, 28 B 3, 28 B 34-36.

270 cf. g. W. F. Hegel, Lecciones sobre la historia de la filosofía, II (México 1955) 261-262.

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punto medio: pues es eterna en el tiempo, vuelta sobre sí misma en

longitud y sin solución de continuidad»271.

respecto de si aquello que es Noûs-Theós es uno en número

o plural, Aristóteles deja abierta las dos posibilidades. Sin embargo, el

Estagirita piensa que es más razonable que el moviente eterno e inmó-

vil sea uno; pero en el caso de que fuesen más de uno en número,

entonces tendría que haber una pluralidad de movimientos eternos

y continuos; porque si el movimiento es continuo, desde siempre y

permanente, será preciso que el motor de dicho movimiento sea uno,

idéntico, inmóvil y eterno272. cada uno de los motores primeros e

inmóviles sería principio de un movimiento eterno y continuo. cierta-

mente, desde la perspectiva de la lógica, como afirma Aristóteles, «es

suficiente que haya un único moviente, el primero de los inmóviles,

que al ser eterno será para todas las demás cosas el principio del movi-

miento»273. No obstante, debe admitirse igual número de movientes

de naturaleza eterna e inmóvil como series de movimientos eternos y

continuos existan en el ámbito celeste.

Para Aristóteles, el tema es importante y debe ser clarificado.

Por eso dice que «conviene no pasar por alto la cuestión de si hay que

poner solamente una entidad de este tipo, o más de una y cuántas»274.

él mismo, buscando la respuesta a este problema, investigó la realidad

celeste; y a partir de los datos de los que dispuso sobre ella, llegó a la

siguiente conclusión: «además de la simple traslación del universo,

que decimos producida por la substancia primera e inmóvil, hay otras

traslaciones eternas, que son la de los planetas (pues el cuerpo que

se mueve circularmente es eterno e incesante en su movimiento; esto

ya quedó explicado en la Física), es necesario también que cada una

271 Acerca del cielo, 288a23-26.

272 cf. Física, 259a7ss.

273 Ibíd., 259a12ss.

274 Metafísica, 1073a14-15.

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de estas traslaciones sea producida por una substancia inmóvil en sí y

eterna. Siendo, en efecto, la naturaleza de los astros cierta substancia

eterna, también el motor será eterno y anterior a lo movido, y lo ante-

rior a una substancia será necesariamente una substancia. Está claro,

por consiguiente, que tiene que haber otras tantas substancias eternas

por naturaleza e inmóviles en sí, y sin magnitud, por la causa anterior-

mente dicha»275.

Al igual que dentro de la pluralidad de los dioses corpóreos de

Aristóteles existe una jerarquía, siendo uno de ellos, en concreto el cielo

extremo, el principal, también en el ámbito de las divinidades inmate-

riales se da un orden jerárquico. Para el Estagirita, si los movimientos

circulares son múltiples, han de existir múltiples motores, pero todos

ellos deben estar necesariamente, de algún modo, subordinados a un

principio único. Sobre la manera en que los demás dioses incorpóreos

se encuentran supeditados al principal de entre ellos, Aristóteles no

afirma nada. Es lógico que la jerarquía de las divinidades inmateriales

esté en correlato con el orden que existe, según el filósofo de Estagira,

entre las esferas celestes que transportan los astros y los planetas276.

No obstante, el principal entre los dioses, tanto el que pertenece al

ámbito de las substancias físicas como el que corresponde al ámbito

de las substancias inmateriales, es un primo inter pares, pues todos los

dioses de su orden o jerarquía son esencialmente iguales: en el caso

de los dioses materiales, lo que son todos y cada uno de ellos es divino

éter; y en el caso de los dioses incorpóreos, la esencia común, singular

y propia es el noûs como nÒhsij no»sewj nÒhsij. La jerarquía de las

divinidades al no estar fundamentada en una diferencia esencial, debe

basarse en el criterio de la diversidad de grado. Por eso, la primacía

de los dioses principales, tanto de entre los dioses corpóreos como de

entre los dioses inmateriales, tiene que referirse, dentro del ámbito u

275 Ibíd., 1073a29-1073b1.

276 cf. ibíd., 1073b1-3, 1074a35-39.

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orden propio de cada uno de ellos, al alcance y a la extensión de su

gobierno. Por otro lado, como los dioses incorpóreos son movientes

inmóviles y los dioses materiales móviles y movidos por aquellos, los

dioses incorpóreos, esencialmente distintos a los dioses materiales,

son primeros respecto de estos. Para Aristóteles, el Noûs-Theós pri-

mero entre todos los dioses inmateriales, que tienen por esencia divina

el nÒhsij no»sewj nÒhsij, es aquel que mueve el universo, entendido

este como el todo-uno abarcado por la rotación terminal del último

cielo277; un primo inter pares que lógicamente sólo puede ser uno en

número en tanto que primero entre iguales278.

9.3. La actividad de mover del Noûs-Theós

en tanto que motor inmóvil

una vez determinada la esencia de la substancia inmaterial que es

Noûs-Theós como motor inmóvil de las esferas celestes, correspon-

diendo a cada una de estas un singular Noûs-Theós, hay que pregun-

tarse cómo mueven los movientes inmóviles y eternos a las esferas

celestes.

Los motores primeros e inmóviles de los dioses corpóreos, por

ser Noûs, cuya esencia es pensamiento de pensamiento, no están

vinculados y en contacto directo con la materia, de tal modo que no

cabe que muevan los móviles celestes siendo ellos mismos el medio

con el que ponen en movimiento, en cuanto motores inmóviles, las

esferas celestes que transportan los astros. Es imposible, en contra de

lo que afirmaba Anaxágoras, que el Noûs mueva mediante el pensa-

miento, es decir, por medio de él mismo, porque en ese caso quedaría

involucrado en el movimiento que él mismo origina en las esferas

celestes. Los móviles eternos y divinos son movidos por el Noûs, pero

no mediante el Noûs.

277 cf. Acerca del cielo, 278b19-20.

278 cf. Metafísica, 1074a32-39.

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Ahora bien, para Aristóteles no puede haber acción motriz a

distancia, sin algún tipo de contacto. ciertamente, entre el moviente

primero y lo movido no se da contacto físico, pues el Noûs carece de

cuerpo; tampoco el Noûs es principio del movimiento de las cosas por

medio de algo material extrínseco a él mismo, con el que guardaría

algún tipo de vínculo, ya que entonces padecería accidentalmente el

movimiento desde ese algo instrumental, y no sería substancia inmóvil

e impasible tanto de modo absoluto como accidental. El instrumento

con el que el Noûs-Theós mueve las esferas celestes no puede ser de

ninguna manera material.

Todo ente tiene un supremo bien que constituye su propio fin,

y al que se orientan los demás bienes para ese ente. Según Aristóteles,

lo moviente inmóvil mueve aquello que es movido por él, o sea, las

esferas celestes, afectándolo con el deseo o amor, de tal modo que

es principio del movimiento eterno sin moverse y sin ser movido de

ninguna manera por nada. «El Theós (...) es moviente (...) como fin,

en el sentido de que suscita el movimiento de cada cosa a la realiza-

ción plenaria de su propia naturaleza: el Theós de Aristóteles no ha

producido las cosas ni es su fin, en el sentido de que suscite en ellas

un movimiento hacia el Theós como su fin último; lo que suscita es

sólo la aspiración (hormé) de cada cosa a realizar plenariamente su

propia esencia. Si esto es así, sólo en sentido metafórico se puede

decir que el Theós es moviente, ya que no hay ningún “hacer” de su

parte, sólo un suscitar»279. Los dioses inmateriales son causas motrices

del movimiento circular eterno y continuo de las esferas celestes y, por

ende, de los astros, porque constituyen la fuente originaria del anhelo

de los dioses corpóreos hacia su plenitud natural, o sea, respecto de

la consecución plena de su propia naturaleza. En este sentido, el que

los dioses incorpóreos sean principios motores de las esferas celestes

279 g. r. de.ecHandía, Aristóteles. Física, introducción, traducción castellana y notas (Madrid 1995) 160-

161, nota 73.

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y, por ende, de los astros, es totalmente compatible con la afirmación

aristotélica de que la naturaleza es en cada ente móvil principio de

su movimiento; pues, por un lado, el Noûs-Theós, plural en número,

mueve los móviles divinos no forzándolos, sino según la naturaleza de

estos, y, por otro lado, la naturaleza de los dioses corpóreos es tal que

tienen poder receptivo y paciente respecto de la actividad excitante de

los dioses incorpóreos.

El Noûs-Theós tiene que mover las esferas celestes sin quedar

mezclado o atrapado en el movimiento del que es principio, pues de

lo contrario dejaría de ser substancia totalmente inmóvil. Por eso, en

cuanto motor primero, el Noûs-Theós no causa de modo directo el

movimiento de los cuerpos celestes, sino que únicamente suscita el

movimiento de estos poniendo en ellos el anhelo y deseo del propio

fin280. Y el fin «mueve (...) en tanto que es amado»281. El fin, lo que

directa, intrínseca y naturalmente mueve a los móviles vivientes en

cuanto objeto último de su deseo, no existe para las entidades inmóvi-

les en sí mismas282, pues si tuvieran fin, los movientes serían, a su vez,

movidos, por lo que no podrían ser ni primeros ni inmóviles. Moviendo

a las esferas celestes por anhelo de su propia perfección y realización,

en cuanto que “suscita” en ellas dicho deseo, el Noûs-Theós es inmó-

vil tanto en sí mismo como accidentalmente, pues no le afecta de

ninguna manera y en nada el movimiento con que se mueve lo que el

móvil movido por él, a la vez que produce el movimiento primero: el

movimiento circular y eterno de traslación283. El Noûs-Theós no sufre

accidentalmente movimiento alguno284.

El Motor inmóvil mueve los cuerpos celestes por atracción; más

en concreto, atrayendo a estos hacia su propio fin mediante el deseo

280 cf. Metafísica, 1072a26-b3, Acerca del alma, 433b15-30.

281 Metafísica, 1072b3.

282 cf. Metafísica, 1059a35-38.

283 cf. ibíd., 1073a23-25.

284 cf. Física, 259b20ss.

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de perfección y felicidad, a semejanza de la manera como lo amado y

lo deseado mueven al que ama y al que desea285. Ahora bien, “a seme-

janza” no significa idénticamente. Existe una diferencia fundamental:

el Noûs no es lo amado kinéticamente, pues no dirige el deseo de lo

que él mueve hacia él mismo; esto implicaría ser el fin del amante y,

consecuentemente, hacer parte de su naturaleza y serle inmanente

de modo potencial. Si esto fuera así, cabría la posibilidad de que el

Noûs-Theós fuera alcanzado en acto por el móvil en su movimiento

concluso, el movimiento circular y eterno, por lo que sería afectado

por este. Los dioses incorpóreos no podrían ser motores inmóviles de

los dioses físicos, pues perderían su esencial inmovilidad. Así pues,

como es imposible que el Noûs-Theós sea el fin al que tienden inten-

cionalmente las esferas celestes, estas se tienen que tener a sí mismas

como fin de su natural e intrínseco anhelo; de tal modo que se aman

únicamente a sí mismas desde siempre, a partir de su propia realidad

en acto (enérgeia) en orden a su propia completud o actualidad plena

(enteléchia).

El fin de cada cosa es aquello a lo que se dirige su movimiento

natural; y en el caso de las esferas divinas, justamente por su esencial

índole esférica, el fin llega a coincidir con el punto de partida desde el

cual comienza el movimiento, de tal modo que se vuelven indiferen-

ciables; por eso el movimiento de las esferas divinas es un movimiento

constante y continuo desde sí mismas hacia sí mismas286. Ahora bien,

si como ya se consideró anteriormente, el cuerpo de las divinidades

físicas es, según Aristóteles, inmutable, inmortal, eterno y en acto-

pleno, sin potencialidad alguna, no puede albergar en sí deseo natural

de ningún tipo, pues ya se tiene a sí mismo en plenitud. El movimiento

circular celeste no puede ser un movimiento del cuerpo etéreo hacia

él mismo producido por su apetito, pues no tiene apetencia alguna,

285 cf. Metafísica, 1072b2.

286 cf. ibíd., 1022a4-8.

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ya que es perfecto en sí mismo. Solamente cabe que el deseo en los

dioses corpóreos se produzca en ellos por su condición de vivientes, o

sea, en cuanto que animados por el alma que les es propia. La psyché

de los dioses corpóreos tendría que encontrarse en potencia en alguna

dimensión esencial, de tal modo que aspirase, suscitado el anhelo de

sí por el Noûs-Theós, a su propia perfección y plenitud. Haciendo una

transposición de lo que sucedía en el alma humana con la relación

entre el noûs pathetikós y el noûs poietikós, habría que afirmar que en

el alma de los cuerpos celestes hay algo así como un noûs poietikós

que es movido por el Noûs-Theós de la misma manera que el noûs

poietikós presente en el alma del hombre mueve su noûs paciente.

El único elemento que impide una transposición total y perfecta del

ámbito humano al ámbito de los dioses corpóreos radica en que para

Aristóteles el Noûs-Theós no está en la psyché de los dioses corpóreos,

mientras que el noûs poietikós se halla en el alma humana.

El Noûs-Theós aristotélico mueve las entidades divinas físicas

siendo origen del deseo hacia su propio fin, al que tienden como reali-

zación de ellas mismas, es decir, al pensamiento de pensamiento como

esencia cumplida de lo que potencialmente es la psyché de los dioses

corpóreos. Ese es el instrumento que los dioses inmateriales utilizan

para mover lo movido por ellos y, a la vez, el modo en que originan

el movimiento circular de los dioses corpóreos. con ese solo movi-

miento, afirma Aristóteles, el primer cielo, que transporta las estrellas

“fijas”, alcanza directamente el principio más divino; en cambio, «los

astros situados entre el primer cielo y los últimos llegan ciertamente al

principio más divino, pero a través de múltiples movimientos»287. Por

su parte, la tierra no se mueve en absoluto de manera circular, porque

está máximamente alejada de lo eterno y divino, de tal manera que no

287 Acerca del cielo, 292b24-26.

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puede alcanzar en modo alguno el principio más divino, sino que vive

sometida permanentemente al ciclo de generación y de corrupción288.

En todo esto hay algo que resulta paradójico, y que Aristóteles

deja sin aclarar. Se trata de dos cuestiones fundamentales. Primero,

¿por qué el movimiento circular de las esferas celestes es perma-

nente?, ¿el deseo del alma de las divinidades físicas hacia su propia

completud es en ellas una pasión inútil?, ¿son dioses eternamente

frustrados?, ¿cuál es la razón de que no alcancen quietud y nunca

cesen en su movimiento, cuando eso supondría imitar la inmovilidad

del Noûs-Theós, al igual que imitan físicamente la circularidad inmate-

rial de este con el movimiento rotatorio?289, ¿por qué les es negado el

reposo en el gozo y la felicidad de ser totalmente ellos mismos en su

dimensión psíquica? Segundo, ¿cómo es posible que un movimiento

circular de traslación que afecta a lo corpóreo de los dioses celestes, a

su divino elemento material (el éter), logre para el alma de las divini-

dades corpóreas la plena actualidad de su esencia?, ¿por qué el deseo

de la psyché de los dioses corpóreos da lugar a un movimiento de lo

corpóreo, cuando jamás de lo material, sea cual sea la situación en la

que se encuentre, puede brotar pensamiento de pensamiento? ¿El

movimiento de los dioses corpóreos no debería ser más bien un movi-

miento interno a su alma?

ciertamente, la posibilidad de lo inútil y de frustración en los

seres divinos materiales no cabe en el pensamiento aristotélico. En

primer lugar, porque la naturaleza no hace nada que no tenga un fin,

de modo que esta nunca es principio de inutilidad. En segundo lugar,

porque según Aristóteles los dioses corpóreos, unos de una manera y

288 cf. ibíd., 292b9-24.

289 ¿cómo es que las esferas celestes teniendo el deseo natural de su propia perfección, no persiguen la

quietud, imitando así la inmovilidad del Noûs-Theós, que no se mueve por ser en sí mismo perfecto,

sino el movimiento? Esta cuestión crítica respecto del planteamiento de Aristóteles, se la planteó por

primera vez Teofrasto, autor del primer comentario crítico al pensamiento metafísico de Aristóteles,

su maestro (cf. teoFraSto, Algunas cuestiones de metafísica (Barcelona 1991) V, nº. 16).

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otros de otra, alcanzan con el movimiento circular su bien supremo,

gozando de una vida inmutable y plena. ¿Por qué entonces su movi-

miento teniendo un fin, alcanzándolo y gozando de él no posee

término? una respuesta a esta cuestión que sea congruente con el

planteamiento aristotélico pasa por afirmar que el movimiento circular

eterno y continuo pertenece a la esencia de las entidades físicas del

cielo que son divinas, eternas e inmutables. El hecho de que no sean

automovientes, sino que sean movidas por un motor inmóvil que les es

extrínseco, no quiere decir, como ya ha sido señalado anteriormente,

que el movimiento circular no sea para los dioses corpóreos su movi-

miento natural; es más, que dicho movimiento no pertenezca de suyo

a la naturaleza de estos. Las esferas celestes tendrían que estar en per-

manente movimiento circular porque sólo así serían perfectamente y

de modo pleno ellas mismas, o sea, porque únicamente en estado de

rotación eterna estarían viviendo y disfrutando del bien supremo que

ellas son para sí mismas en sí mismas. Encontrándose en movimiento,

se hallarían en otro sentido en reposo y quietud, ya que se tendrían a

sí mismas de modo pleno. con todo, la imposibilidad de dar respuesta

a la segunda cuestión planteada, a saber, ¿por qué existe movimiento

corpóreo en los dioses celestes cuando su deseo es totalmente psí-

quico?, vuelve inútil todas las suposiciones que se puedan hacer para

dar una solución congruente a la primera cuestión.

Siguiendo el planteamiento de Aristóteles, hay que afirmar

que los dioses corpóreos, en cuanto que son móviles, necesitan del

Noûs-Theós, ya que todo lo que se mueve es movido por “algo”. Por

el contrario, el Noûs-Theós de Aristóteles no depende de nada distinto

de sí mismo, en ningún aspecto ni en modo alguno. Si ya se ha consi-

derado el porqué los dioses que son Noûs no constituyen el fin amado

deseosamente por aquello que mueven, o sea, por las esferas celestes,

ahora encontramos la razón por la cual las divinidades inmateriales

que son principio del movimiento de los cielos, y que no son amados

por estos ni por ningún viviente, tampoco aman lo distinto de sí mis-

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mos. Para el Estagirita, el Noûs-Theós no tiene más amor que el amor

sui «puesto que Dios no necesita nada»290. como ser autosuficiente,

que se basta a sí mismo (autárk-es), la divinidad que es Noûs-Theós vive

únicamente consigo misma291. En efecto, el nÒhsij no»sewj aristotélico

expresa una divinidad trascendente y absoluta, suspendida por encima

de todo lo físico292, que excluye totalmente cualquier necesidad e

inmanencia de sí misma respecto de lo distinto de sí. La substancia de

“lo dios” inmaterial es pensamiento como pensamiento que se piensa

a sí mismo en pura actualidad; pensar lo otro de sí supondría para lo

Noûs-Theós ser movido en su actividad propia por lo pensado y, por

tanto, no ser ya motor inmóvil. Se trata, pues, de un pensamiento

encerrado en sí mismo, que no puede salir de sí. El Noûs-Theós como

nÒhsij no»sewj es pensamiento intencionalmente inmanente y auto-

noemático; con otras palabras, la esencia del Noûs-Theós consiste en

puro pensamiento, cuyo pensar es él mismo pensándose a sí mismo.

«La divinidad (...) es demasiado buena para pensar en otra cosa que

en sí misma»293. De ahí que las divinidades incorpóreas aristotélicas

sean realmente dioses deístas.

La intervención inmediata y directa del Noûs-Theós en el ámbito

de las substancias físicas, tanto divinas como corruptibles, contradiría

lo-que-es, o sea, su propia esencia. El Noûs-Theós lleva siempre a cabo

su gobierno divino desde su absoluta trascendencia y su ser totalmente

otro respecto de las substancias físicas, ejerciéndolo indirectamente a

través de la naturaleza de estos y por medio del influjo de los dioses

corpóreos sobre el ámbito sublunar. De esta manera, pues, penden

290 Ética eudemia, 1249b16.

291 Ibíd., 1244b6ss.

292 cf. H. u. Von.baltHaSar,.Teodramática, 4: La acción (Madrid 1995) 52; ID., Gloria. Una estética

teológica, 4: Metafísica. Edad Antigua (Madrid 1986) 360; ID., Gloria. Una estética teológica, 5:

Metafísica. Edad Moderna (Madrid 1988) 564.

293 Ética eudemia, 1245b17-18.

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del Noûs-Theós el cielo (ouranós) y la naturaleza (phýsis)294. Teniendo

todo esto presente, dentro del planteo aristotélico se tornan com-

prensibles las siguientes proposiciones del Estagirita: «El que procede

en sus actividades de acuerdo con su noûs y lo cultiva, parece ser el

mejor dispuesto y el más querido de los dioses. En efecto, si los dioses

tiene algún cuidado de las cosas humanas, como se cree, será también

razonable que se complazcan en lo mejor y más afín a ellos (y esto

sería el noûs) y que recompensen a los que más lo aman y honran»295.

Los dioses que están en contacto, influyen y son providentes con las

realidades sublunares y con las cuestiones humanas son las divinidades

celestes, no el Noûs-Theós. Para los dioses corpóreos, su propio orden,

marcado por el movimiento circular de rotación, que tiene su principio

motor según Aristóteles en el Noûs-Theós, les es completamente favo-

rable y son felices en él; así también resulta máximamente propicio

para los entes sublunares aquello que les mueve según su naturaleza,

sin contrariarla. Y puesto que el movimiento circular es el primero de

los movimientos y, por ende, la medida de todos los demás296, todo

el que se mueve de acuerdo con el movimiento que le es natural está

en conformidad con la medida última de todo movimiento, o sea, con

el movimiento de rotación de los dioses celestes, respecto del cual

nada es contrario. como el hombre tiene noûs poietikós en su alma

y este es lo divino en él, imitando con su noûs humano al noûs divino

presente en él, el ser humano es providente consigo mismo, a la vez

que se adecua al gobierno de los dioses corpóreos sobre los entes

sublunares y vive el orden de la naturaleza a semejanza de aquellos. El

hombre que actúa según su noûs coadyuva sinérgicamente al orden

que los dioses celestes establecen en el mundo sublunar; por eso es

lógico para Aristóteles que quien así obra sea, a su vez, favorecido

294 cf. Metafísica, 1072b13-14.

295 Ética nicomáquea, 1179a23-28.

296 cf. Física, 265b9-11.

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y recompensado por los dioses corpóreos. No obstante, debido a la

superioridad excesiva de los dioses celestes respecto de los hombres,

es absurdo que el hombre reclame de estos reciprocidad de favores y

beneficios de acuerdo con los que él ocasiona con el ejercicio de su

actividad según el noûs propio297.

La total separación del Noûs-Theós respecto de las substancias

materiales, tanto divinas como sublunares, con la consiguiente exclu-

sión de todo tipo de inmanencia de la divinidad incorpórea en lo físico,

no implica que las divinidades inmateriales sean para Aristóteles algo

desubicado, aunque no ocupen espacio por carecer de materia y de

magnitud. ciertamente, según él, no cabe que la divinidad inmaterial

sea del mundo físico, ni que esté mezclado con él, ni que este sea

instrumento de su acción, ni que pueda ser intimidad de las realidades

hilemórficas. No existe entre las divinidades incorpóreas y las subs-

tancias materiales ningún tipo de contacto directo e inmediato. Sin

embargo, el Noûs-Theós aristotélico tiene, a pesar de estar totalmente

alejado de lo físico, un lugar propio en relación con el universo en

cuanto motor inmóvil de este y de las esferas celestes, sin que esta

ubicación implique su presencia en lo mundano (inmanencia) ni su

ayuntamiento con ello.

Dice Aristóteles: «Es también necesario que lo moviente esté

o en el medio o sobre la circunferencia, pues estos son los principios

de la esfera; pero las cosas que se mueven con mayor rapidez son las

que están más cerca del moviente, y este es el caso del movimiento

de la circunferencia; luego el moviente está allí»298. Lo que ocupa el

centro del universo, que según el Estagirita es la tierra, está en reposo

respecto del movimiento circular, porque el centro de una esfera

permanece en quietud en relación con la rotación de esta. Y como

la sensación de rapidez es mayor en la parte extrema de la esfera,

297 cf. Ética eudemia, 1239a17-19.

298 Física, 267b7-9.

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Aristóteles consideró que la circunferencia más veloz del universo es

el cielo más exterior, por lo que este tiene que ser más cercano al

principio motor, o sea, al Noûs-Theós, en este caso el dios incorpóreo

principal. Siendo los dos lugares en quietud respecto de una esfera en

rotación su centro y lo exterior a su circunferencia, no la circunferencia

ni el espacio existente desde ella al centro de la esfera, y producién-

dose el mayor desplazamiento en la circunferencia y no en el espacio

intermedio entre ella y el centro, cada uno de los dioses inmateriales

estará situado sobre la esfera celeste de la que es motor inmóvil. con

su “estar” sobre las esferas celestes, el Noûs-Theós permanece total-

mente “exterior” trascendente respecto de todo lo físico, alejado

y separado de ello.

9.4. El Noûs-Theós trascendente

y el noûs poietikós en el alma humana

El noûs pathetikós (pensamiento pasivo) forma parte de la entidad

hilemórfica que el hombre es. como el Noûs-Theós está completa-

mente separado de toda substancia física, no guarda relación con el

noûs pasivo del hombre. Más aún, el humano noûs pathetikós es un

noûs cuya esencia no es puro pensamiento de pensamiento. El aristo-

télico noûs pathetikós es pensamiento imaginativo con poder para

acceder a lo inteligible en imágenes y pensamiento práctico con

poder para determinar el bien en sí que debe procurarse mediante

la acción, ligados ambos a lo corpóreo, y también pensamiento

discursivo con poder para exteriorizarse y comunicarse, vincu-

lado al lógos del alma, que a su vez está unida al cuerpo. En el noûs

pathetikós como tal, el pensar que se piensa (nÒhsij no»sewj) es sólo

de modo potencial. Por todo ello, es claro que el noûs pasivo del hom-

bre es esencialmente distinto al Noûs-Theós, pues este es únicamente

pensamiento de pensamiento puro y absoluto, ya que lo es en acto-

pleno y no está complicado con nada material. Tampoco para Aris-

tóteles el Noûs-Theós es el noûs que actualiza el noûs pathetikós del

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hombre, o sea, el motor inmóvil de este, pues no tiene como “lugar”

el alma humana, sino que “está”, en cuanto plural, sobre cada una de

las circunferencias de las esferas celestes (no en ellas, que es como se

encuentran los astros y los planetas). Así pues, según la concepción

que de ellos tiene Aristóteles, el Noûs-Theós y el noûs pathetikós son

totalmente desemejantes y viven absolutamente separados.

La cosa cambia cuando consideramos el noûs poietikós y lo

comparamos con el Noûs-Theós. En efecto, los dos tienen la misma

esencia: lo-que-son es pensamiento de pensamiento (nÒhsij no»sewj

nÒhsij), sin complicación alguna con lo corpóreo299. Por tanto, ambos

son esencialmente idénticos. Más aún, tanto el Noûs-Theós como el

noûs poietikós poseen la esencia propia en el mismo modo, a saber,

en acto pleno (enteléchia). Y también los dos son de idéntica manera

lo-que-son, pues el ser de los dos es, según el parecer de Aristóteles,

“ser que realmente es”, o sea, ser substancial. Ello implica que el uno

y el otro son en sí mismos igualmente eternos, impasibles, inmor-

tales, sin magnitud, separados e inmóviles. En ambos, porque son

pensamiento de pensamiento en acto pleno, hay identidad entre el

pensamiento, el pensar y lo pensado, o sea, se trata de substancias

inmateriales completas y cerradas en sí mismas; en ellas no inhiere

nada de aquello “que-realmente-no-es” y no hay mezcla alguna con

ninguna otra substancia. Tanto el Noûs-Theós como el noûs poietikós

son redondos y están curvados sobre sí mismos. La vida propia del

Noûs-Theós y la vida específica del noûs poietikós son esencialmente

iguales. Las dos son vidas inmateriales absolutas, plenas, conclusas, o

sea, divinas300. El carácter divino incorpóreo es propio de ambos. Por

eso, para Aristóteles el bien en la categoría de substancia existe como

noûs y como Dios301.

299 cf. Metafísica, 1074b20-35.

300 cf. Metafísica, 1072b18-30.

301 cf. Ética eudemia, 1217b30-31.

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Siendo idénticos substancial y esencialmente el Noûs-Theós y

el noûs poietikós para Aristóteles, sin embargo, en ningún momento

los identifica. Para el filósofo de Estagira, el Noûs-Theós es una subs-

tancia inmaterial plural en número, como ya se señaló, y el noûs

pathetikós es otra substancia inmaterial que también parece plural

en número, aunque tengan la misma esencia y en igual modo. Todo

parece indicar que el Estagirita mantiene esta posición en razón de las

funciones diversas que ejercen como motores inmóviles. como hemos

visto, Aristóteles habla del Noûs-Theós como motor primero de las

esferas celestes, mientras que el noûs poietikós es, según él, motor

primero en relación al noûs pasivo del hombre. En cuanto moviente

de los dioses corpóreos, el Noûs-Theós tiene su lugar propio sobre las

circunferencias de las esferas celestes; en cambio, el noûs poietikós

como moviente del noûs humano se encuentra en el alma humana,

ese es su “lugar” en el universo. La “ubicación” del uno y del otro

marca además otra diferencia entre ambos. En efecto, para Aristóteles

el Noûs-Theós, que está sobre las esferas celestes, es una substan-

cia separada; por otra parte, el noûs poietikós, que está en el alma

humana y es en sí mismo separado, sin embargo, porque se encuentra

en el hombre, es separable, o sea, no se halla de hecho separado. Por

eso Aristóteles considera claramente que los cuerpos celestes no ejer-

cen ningún tipo de influencia sobre el Noûs-Theós; por el contrario,

respecto del noûs poietikós, el Estagirita se mantiene en la duda sobre

una posible afección accidental en este desde aquello que mueve,

de tal modo que el noûs poietikós sería sólo lo que es cuando se

encuentra efectivamente separado. Ahora bien, ¿cuál será el “lugar”

del noûs poietikós cuando tenga que abandonar el alma del hombre

concreto y singular en la que se halla al padecer este la muerte?,

¿dónde se “ubica” entonces?, ¿transmigra a un nuevo hombre? Esta

problemática no la tiene el Noûs-Theós, pues su “lugar” es, según

Aristóteles, eterno. En fin, para Aristóteles, el noûs poietikós es directa

e inmediatamente el dios de los hombres en los hombres, y el Noûs-

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Theós constituye el dios del cielo y de los astros, o sea, el dios de los

dioses corpóreos, pero que está sobre ellos. El Noûs-Theós es también

Dios para los hombres, pero oblicuamente, y nunca en ellos: desde

la posición sobre el cielo extremo del Noûs-Theós, su gobierno llega

hasta los hombres en cuanto motor inmóvil de los dioses corpóreos, y,

por tanto, a través de ellos, cuya influencia divina en lo humano ya fue

anteriormente considerada.

Las diferencias señaladas arriba entre el noûs poietikós y el

Noûs-Theós parecen indicar que el filósofo de Estagira los consideró

como dos substancias particulares diferentes y plurales en número.

ciertamente, desde la perspectiva de la actividad, cabría la posibilidad

de que se tratara de la misma substancia, mas realizando dos funcio-

nes diferentes: una, como motor de los cuerpos celestes; y otra, como

motor del noûs pathetikós. Sin embargo, las otras dos diferencias

mencionadas por Aristóteles, a saber, las diversas “ubicaciones” y los

dos “estados” distintos el absolutamente separado y el separable-

no-separado, exigen que aquello que es noûs como puro y pleno

pensamiento de pensamiento, y que actúa como moviente primero

del divino cielo y también del noûs pathetikós humano, y que existe

simultáneamente como tal, lo sea en dos substancias particulares

distintas, aunque ambas inmateriales y divinas: el noûs poietikós y el

Noûs-Theós. Es posible afirmar, por tanto, que para el Estagirita, al

igual que hay dos tipos de divinidades corpóreas, las esferas celestes y

los astros, existen también dos clases de dioses incorpóreos: la divini-

dad que gobierna el cielo “sobre” el cielo, el Noûs-Theós; y la divini-

dad que gobierna al hombre desde el hombre, el noûs poietikós.

El politeísmo filosófico de Aristóteles es innegable. En la filoso-

fía del Estagirita conviven los dioses físicos y religiosos, que anterior-

mente pertenecían al Mito, con los dioses puros, incorpóreos y deístas,

que entraron por primera vez a escena en grecia con el surgimiento

de la ilustración filosófica. Desde la perspectiva de la pluralidad de

dioses que se dan en la concepción filosofía de Aristóteles, tanto res-

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pecto al número como al tipo de substancia, la definición más amplia

y englobante que el mismo Estagirita propone de dios es la siguiente,

a saber: «el ser vivo inmortal»302.

Para Aristóteles, la problemática de la ciencia metafísica radica

tanto en la cuestión de las substancias divinas inmateriales en cuanto

tales como también en la relación de estas con las substancias físicas,

sobre todo en lo concerniente al hecho del movimiento. Sin tener la

pretensión en este momento de analizar la justeza de la concepción

de Aristóteles sobre la divinidad, el universo y el hombre, así como de

la comprensión que él tiene de las relaciones entre ellos, quiero sólo

anotar que la afirmación del Noûs-Theós por parte del Estagirita tiene

su cimiento en el hecho de que considera realmente existentes tanto

una substancia física incorruptible, cuyo elemento material es el éter,

como también un movimiento perfecto, continuo y eterno: el movi-

miento circular del cielo. como estas dos existencias son sumamente

problemáticas, el cimiento sobre el que se apoya el Noûs-Theós aristo-

télico es pura arena movediza.

Aristóteles desconoce la realidad de la creación temporal de

lo ente, a partir de la nada, por el poder omnipotente de Dios, con la

consiguiente oscilación estructural de ser y esencia en ello. Este des-

conocimiento privó a Aristóteles, en primer lugar, del camino por el

cual se puede descubrir filosóficamente el contenido de la relación de

analogía que existe entre el ser de Dios y el ser de los entes: la seme-

janza en la mayor desemejanza; en segundo lugar, mas también en

relación con la analogia entis, de poder comprender que la absoluta

trascendencia de Dios respecto de los entes implica, a la vez, su total

inmanencia en ellos; y, en tercer lugar, siempre en el ámbito de la ana-

logía del ser, del entendimiento de que la universalidad de las cosas

creadas, sin que estas dejen de ser ellas mismas, o sea, manteniendo

su consistencia propia y no mezclándose con la divinidad, tiene como

302 Tópicos, 128b20.

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“ubicación” la realidad de la divinidad: todo en Dios, nada fuera de

Dios303. No obstante, como barruntando alguna de estas cosas, Aristó-

teles afirmó la absoluta trascendencia del Noûs-Theós y sobre todo la

inmanencia del noûs poietikós en el alma humana; y en cuanto que el

hombre tiene noûs, el poietikós como impropio y el pathetikós como

suyo, junto a la desemejanza entre lo divino y lo humano, también se

vislumbra algo de su semejanza; por otra parte, si el hombre tiene en

sí el divino noûs poietikós, eso significa que el hombre tiene capacidad

para ello y está religado a la divinidad: el ser humano es capax Dei y

religioso.

Aristóteles captó principalmente el fenómeno humano del

amor en su dimensión esencial de eros (deseo). él se percató de que

el amor, en cuanto eros, es intencional y tendente a un fin que no es

el mismo amor, sino que es algo distinto al amor-eros que lo busca

e intenta su consecución. Más aún, el Estagirita, distinguiendo una

dimensión sensible y otra inteligible en el deseo humano, consideró

que el amor-eros es noble cuanto el hombre se dirige deseosamente

al fin determinado por el noûs práctico, trascendiendo el objeto de

deseo del apetito sensible. Por el contrario, Aristóteles no llegó a

desvelar la profundidad de la dimensión agápica del amor humano,

que también es esencial al amor del hombre. El agápe es el amor que

en cuanto amor no tiene como fin otra realidad que él mismo, o sea,

que no ama en razón de otra cosa más que de sí mismo y, por tanto,

que es totalmente libre y autónomo, sin depender de nada que no sea

él mismo; y que, a la vez, es transitivo y relacional, o sea, no curvado

sobre sí mismo ni encerrado en sí mismo, sino que sale de sí para

hacerse presente, dándose libre y graciosamente, en lo otro-de-sí,

303 cf. S. garcía.acuña,.“La analogía entre el ser finito y el ser infinito. ‘Analogia entis’. La relación

entre el Todo y el fragmento: De la oposición dialéctica y de la continuidad ontológica a una ‘ana-

logia entis’ englobada dentro de la más amplia ‘analogia fidei’. El diálogo mediático de H. u. von

Balthasar con Erich Przywara, Karl Barth y gustav Siewerth”, en A. Pérez.de.laborda.(ed.), Jornada

sobre la analogía (Madrid 2006) 131-182.

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mas sin que esto suponga en él ningún tipo de mengua, de aliena-

ción y de enajenación, con otras palabras, sin que implique para él el

perderse o malograse. El amor agápico es amor capaz de entregarse

a sí mismo sin por ello dejar de permanecer en sí mismo. El hecho de

que Aristóteles, por un lado, se centrara exclusivamente en el pensar

como luz que transparenta “algo” separable en el alma humana y, por

otro lado, concibiera lo divino inmaterial como noûs en cuanto nÒhsij

no»sewj en acto-pleno, posiblemente se debió a la falta de luz respecto

de la esencial dimensión agápica del amor, lo que hubiera enriquecido

y corregido en no pocos aspectos su concepción del alma humana,

de la divinidad y también de la relación de esta con lo distinto de ella.

En este sentido, el conocimiento de la creación del mundo como acto

totalmente libre y gratuito de Dios hubiera, probablemente, motivado

a Aristóteles en su búsqueda filosófica tanto respecto del amor, con-

duciéndolo hacia su esencial dimensión de ágape, como en relación

con Dios, llevándolo, más allá de la comprensión de la divinidad incor-

pórea como pensamiento de pensamiento, al descubrimiento de Dios

en cuanto amor. Este doble acceso le hubiera abierto la posibilidad de

desarrollar filosóficamente el contenido de la semejanza en la mayor

desemejanza del hombre respecto de Dios en relación con el amor, sin

reducir toda esta cuestión al mero ámbito del pensamiento.

Aristóteles se preguntó constantemente por lo separable.

con ello trató de determinar, siguiendo la estela de los fenómenos,

aquello que siendo distinto de lo físico posee consistencia propia, o

sea, aquello que es substancia inmaterial, llegando a distinguir dos

clases de substancias metafísicas: el Noûs-Theós y el noûs poietikós.

Sin embargo, la idea de separabilidad, aun pudiendo tener relación

con los conceptos de distinción y diferencia, posee su núcleo concreto

y específico en las nociones de desunión y distancia. Por eso, la impor-

tancia dada a la separabilidad por Aristóteles abre un abismo inmenso

e insuperable entre lo divino incorpóreo y lo físico. El “estar” del

Noûs-Theós, plural en número, sobre las circunferencias de las esferas

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celestes y la presencia del noûs poietikós en el alma del hombre, no

salvan la distancia absoluta que Aristóteles establece entre la substan-

cia inmaterial y la substancia física; es decir, no entrañan realmente

la existencia de un vínculo o puente entre ambas. El Noûs-Theós y

el noûs poietikós, según la comprensión que el Estagirita alcanzó de

ellos, no están ni pueden estar en modo alguno complicados con la

substancia material bajo ningún tipo de unión. La distancia impide la

unión entre la substancia inmaterial y la substancia física.

El vivir divino inmaterial, propio tanto del Noûs-Theós como del

noûs poietikós, es bíos theore@@tikós: vida del pensamiento pensante de

sí. La theo@ría (contemplación reflexiva), según Aristóteles, es lo más

placentero y perfecto. Siendo el Noûs-Theós eterno pensamiento que

se piensa, o sea, theoría en acto pleno, el Estagirita hace una serie de

afirmaciones que señalan la diferencia existente entre la vida teórica

del Noûs-Theós y la vida teórica del hombre en cuanto movido en

su alma por el noûs poietikós. Dice Aristóteles refiriéndose al Noûs-

Theós: «si Dios se encuentra siempre tan bien como nosotros a veces,

es algo admirable. Y si más aún, entonces más admirable todavía.

Y así es como se encuentra. Y en él hay vida, pues la actividad del

noûs es vida y Dios se identifica con tal actividad. Y su actividad es,

en sí misma, vida perfecta y eterna. Afirmamos, pues, que Dios es un

viviente eterno y perfecto. Así pues, a Dios corresponde vivir una vida

continua y eterna. Esto es, pues, Dios»304.

El Noûs-Theós goza de una vida auto-contemplativa perfecta.

En cambio la vida teórica del hombre, existente en él en cuanto

movido en su noûs pathetikós por el divino noûs poietikós, es discon-

tinua, contingente e incompleta. Más aún, para el hombre, la vida

buena contemplativa depende en su principio de algo distinto de él

mismo, del noûs poietikós, mientras que «la divinidad es en sí misma

304 Metafísica, 1072b23-29.

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su vivir bien»305. A diferencia del Noûs-Theós y del noûs poietikós, en

nosotros, sentencia Aristóteles, «no hay nada que nos sea siempre

agradable, porque nuestra naturaleza no es simple; sino que en noso-

tros hay algo también diferente en virtud de lo cual somos perecede-

ros; de suerte que si una parte de nuestra naturaleza hace algo, esto va

contra la otra parte de nuestra naturaleza, y cuando hay un equilibrio

entre ellas, su actuación no nos parece ni dolorosa ni agradable. Si la

naturaleza de alguien fuera simple, la misma actividad sería siempre la

más agradable. Por eso, Dios se goza eternamente en un solo placer

simple y absoluto, pues no sólo existe una actividad del movimiento,

sino también de la inmovilidad [la actividad propia del noûs como

nÒhsij no»sewj en acto-pleno es en sí misma inmóvil], y el placer reside

más en la quietud que en el movimiento»306. Así pues, «mientras toda

la vida de los dioses es feliz, la de los hombres lo es en cuanto que

existe una cierta semejanza con la actividad divina; pero ninguno de

los demás seres vivos es feliz, porque no participan, en modo alguno,

de la theoría. Por consiguiente, hasta donde se extiende la theoría,

también la felicidad, y aquellos que pueden contemplar más son tam-

bién más felices no por accidente, sino en virtud de la theoría»307.

10. Consideraciones finales sobre

lo espiritual en Aristóteles

En su itinerario fenomenológico, Aristóteles no redujo los fenómenos

a los datos de la experiencia empírica, a lo dado a la observación por

los sentidos. El Estagirita se mantuvo abierto y atento a los fenóme-

305 Ética eudemia, 1245b19.

306 Ética nicomáquea, 1154b22-28. cf. ibíd., 1175b4ss. En sentido estricto, sólo Dios goza de una

felicidad plena, pues «nada incompleto es feliz, al no ser un todo» (Ética eudemia, 1219b 8-9).

307 Ética nicomáquea, 1178b27-32. cf. Ética eudemia, 1245a1ss.

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nos que están presentes ante nosotros y que no son el aparecer de

algo físico. Más aun, él se percató del hecho de que toda experiencia

humana, también la sensible, transciende lo empírico en cuanto tal,

pues es inseparablemente experiencia de la experiencia y, a la vez,

experiencia de uno mismo para sí mismo. «Hay algo en nosotros

dice el filósofo de Estagira que percibe que estamos actuando,

de tal manera que nos damos cuenta, cuando sentimos, de que sen-

timos, y cuando pensamos, de que estamos pensando; y (...) percibir

que sentimos o pensamos, es percibir que existimos (puesto que ser

era percibir o pensar)»308. Desde la perspectiva filosófica de Aristóte-

les, ¿qué podría ser la fuente de este fenómeno en el hombre?

El camino aristotélico no es directo. ciertamente, Aristóteles

consideró los fenómenos inmateriales. Sin embargo, partiendo de lo

que nos es más accesible a través de la experiencia sensible, el Esta-

girita, llevado por el deseo de alcanzar la verdad y gozar del saber,

buscó ante todo el principio fundante y explicativo del fenómeno

del movimiento, tan profuso y poliédrico ante nosotros. Para ello

determinó en primer lugar la esencia del movimiento en cuanto tal.

Según Aristóteles, el movimiento es siempre el paso de la potencia

al acto, o sea, la actualización de lo potencial. congruentemente

con esa definición, toda substancia que no posea su esencia, sea la

que sea, en pura actualidad es susceptible de estar internamente en

movimiento. Más aún, siendo lo-que-es en acto-pleno y, por tanto,

algo inmóvil en sí mismo, sin embargo, podría todavía padecer movi-

miento local si se tratase de una substancia física perfecta, pues todo

lo corpóreo es potencialmente trasladable. Así pues, todo aquello que

está en potencia respecto de algo, y los entes materiales son siempre

potenciales en relación con el lugar, constituye una realidad movible.

Sólo una substancia inmaterial que fuese lo-que-es en acto-pleno sería

de suyo inmóvil. Es un dato de experiencia que existe el movimiento.

308 Ética nicomáquea, 1170a31-1170b1.

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retomemos la cuestión acerca de su principio. Aquello que de un

modo u otro sea causa del movimiento de una serie en movimiento

no puede estar él mismo entremetido en el movimiento de la serie,

pues entonces sería imposible considerarlo fundamento último y expli-

cativo del mismo. La inmovilidad respecto de la serie en movimiento

es condición necesaria para que algo pueda ser considerado principio

de su movimiento; pero se trata de una condición insuficiente, pues

además debe ser motor en sí mismo, o sea, debe tener de suyo poder

motriz; más aún, tiene que poseer algún tipo de imperio en relación

con lo movible que le permita transmitir hacia este y ejercer sobre él

su fuerza motora. Para Aristóteles, tiene poder lo que goza de actua-

lidad, es decir, lo que es en acto: el poder de una substancia depende

de su realidad y es correlativo al modo de su actualidad.

considerando las substancias físicas automovientes, y más en

concreto al hombre, Aristóteles afirmó el alma humana como principio

motor del cuerpo, con poder para moverlo naturalmente respecto a

la cantidad, la cualidad y el lugar, pues concibió el alma como acto-

puro (enteléchia) de la materia del compuesto hilemórfico viviente.

No obstante, Aristóteles no se quedó ahí. Además de reflexionar

sobre el alma humana en su relación a los movimientos del cuerpo,

el Estagirita se adentró en la esencia propia de aquella y en sus activi-

dades específicas, preguntándose por el principio de los movimientos

internos que se dan en ella y que nos son manifiestos. El conocimiento

esencial de las cosas, el lenguaje conceptual, enunciativo y discursivo,

el razonamiento práctico y el pensamiento son fenómenos que se dan

en los seres humanos y que no están presentes en los demás vivien-

tes. Iluminado por este hecho, Aristóteles calificó el alma humana

de racional, poseedora de lógos y de noûs. De entre las actividades

racionales que el alma humana realiza por tener lógos y noûs, hay

algunas que el alma las realiza vinculada a lo corpóreo, mientras que

otras parecen no depender en cuanto tales de nada material. Inves-

tigando esta cuestión, el Estagirita llegó a discernir la capacidad que

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tiene el alma humana para lo inteligible de las cosas, permanente-

mente abierta a la universalidad de lo inteligible. Tanta importancia le

otorgó Aristóteles a esta capacidad, que fue de la opinión de que el

alma humana se caracteriza esencialmente por ser en potencia todo

lo inteligible. Ahora bien, ¿dónde radica la potencia intelectiva del

alma? La respuesta de Aristóteles a esta cuestión no fue otra que el

noûs. La facultad sensitiva del alma es adecuada para lo sensible; el

lógos del alma, para la palabra y los enunciados; la razón práctica del

alma, para la acción según el bien en sí; y el noûs del alma, para lo

inteligible. Según Aristóteles, gracias a la potencia del noûs, cuando

este interviene en la actividad de conocer las cosas, el hombre alcanza

el conocimiento esencial de las mismas, o sea, la posesión actual de

aquello que en ellas es lo potencialmente inteligible: su propia esencia.

Por tener lógos, el alma humana puede exteriorizar los conocimientos

esenciales del noûs; a la vez que la palabra del hombre, atravesada y

revestida por el noûs, es palabra conceptual y definitoria respecto de

lo-que-es cada cosa. La intervención del noûs en el lenguaje racional

aporta el contenido de los conceptos y crea la unión de los mismos. El

influjo del noûs en el ámbito de la acción supone el acceso teórico al

bien en sí y, consecuentemente, la posibilidad de tenerlo como medio

o fin en el propio obrar. El pensamiento cognoscitivo, pensamiento

práctico y el pensamiento discursivo se dan en la medida en que el

noûs contribuye y apoya con su poder respecto de lo inteligible las

actividades de la sensibilidad, del juicio y del lógos del alma humana.

Asumiendo el término aristotélico de “noûs” para aquello que

en el alma humana tiene poder para lo inteligible, podemos afirmar,

ciertamente, tal como evidenció Aristóteles, que el noûs, en relación

con lo inteligible presente potencialmente en las cosas físicas, realiza

desde sí y por sí la actividad de inteligir, sin que esta se derive en modo

alguno de otra realidad que no sea el noûs, pero lo hace apoyándose,

a modo de instrumento, en elementos sensibles o imaginativos, todos

ellos vinculados a lo corpóreo. Esta dependencia instrumental del

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noûs para la tenencia del eîdos de la cosa esconde en cierta medida

el carácter separable del noûs respecto de lo material. Según Aristóte-

les, la capacidad del noûs para lo inteligible se manifiesta con mayor

claridad en su índole independiente cuando se trata del conocimiento

esencial de los entes abstractos, porque estos no son substanciales y

porque su inteligibilidad es totalmente inmanente al noûs. con todo,

para Aristóteles, no es en la intelección del eîdos de las cosas físicas ni

en la ideación de lo inteligible de los entes abstractos donde el noûs

revela lo-que-es. La profundidad del ser propio del noûs la encuentra

Aristóteles en la experiencia humana del propio pensar reflexivo, que

vuelto sobre sí mismo se intelige a sí mismo, poseyendo actualmente

su propia inteligibilidad. En el pensar reflexivo, la actividad del noûs

para lo inteligible no se dirige intencionalmente a nada distinto de

ella misma, sino que el pensar se tiene a sí mismo como objeto de su

actividad, o sea, es pensamiento de pensamiento. Aristóteles consi-

deró que la esencia específica del noûs consiste en pensamiento que

se piensa, nÒhsij no»sewj nÒhsij. Y como en esta actividad el pensa-

miento, al tenerse a sí mismo como objeto y fin del propio pensar, se

vuelve sobre sí mismo y se relaciona únicamente consigo mismo, es

aquí, en el nÒhsij no»sewj, según Aristóteles, donde el noûs mani-

fiesta su independencia absoluta respecto de la materia y, por tanto,

su índole separable.

Es indudable que Aristóteles discreparía de todos aquellos

posicionamientos, tan mayoritarios y extendidos en la consideración

actual del pensamiento humano, que, de un modo u otro, hacen de

él un epifenómeno de la actividad cerebral, afirmando que el sujeto

del pensamiento es el cerebro humano y que el pensar no es más que

actividad neuronal. El pensamiento sería, según esto, efecto y resul-

tado tanto de la estructura como de la vida cerebral del hombre. Para

los determinismos neurofisiológicos actuales, rostros contemporáneos

del materialismo, el pensar es una pura función del sistema neuro-

nal humano en un concreto estado fisiológico de este. ciertamente,

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Aristóteles estaría de acuerdo con el papel insustituible del cerebro en

relación con el conocimiento, el lenguaje, la imaginación, la sensación,

el deseo, etc., respecto de los cuales el pensamiento puede intervenir

con su acción propia, pues aunque estos no se deriven del cerebro,

sino de la psyché humana, dependen de aquel, de tal manera que

están ligados a la actividad cerebral. una anomalía o disfunción de

esta les afecta directamente. Sin embargo, el Estagirita no asumiría en

modo alguno la opinión de que la actividad propia del pensamiento es

un producto del cerebro. El esencial carácter reflexivo del pensamiento

humano falsifica radicalmente esa hipótesis, elevada por muchos a

categoría de ley, pues en la reflexión, la actividad de pensar del alma

humana se muestra desligada de todo lo corpóreo.

El pensar es capaz de lo inteligible, más aún, de lo inteligible

en su inteligibilidad, o sea, de lo inteligible en cuanto tal, y tiene como

fin de su intencionalidad operativa lo inteligible. Si ya la realidad física

del cerebro es totalmente superada por lo inteligible, pues lo inteli-

gible trasciende de modo absoluto lo material, lo que implica que es

imposible reducir el pensar a la actividad cerebral, esto resulta todavía

más evidente cuando el pensar es reflexivo, o sea, cuando se piensa a

sí mismo; porque ahí el hombre vive y experimenta en su propia inma-

nencia la actividad de lo que en él tiene capacidad para lo inteligible,

o sea, del noûs, como actividad que parte de ese poder y, sin salir de

él, es más, dirigiéndose únicamente a sí mismo, alcanza la posesión en

acto de lo inteligible, la cual, según la propia experiencia humana, es

parcial, o sea, una posesión real de lo inteligible, pero no de todo lo

inteligible. Y como para Aristóteles la psyché humana es, porque tiene

noûs, todo lo inteligible en potencia, al lograr lo inteligible, el hombre

se realiza en su propia alma y, consecuentemente, como entidad hile-

mórfica. El noûs aristotélico, lo que en el hombre tiene poder respecto

de lo inteligible, contradice la pretensión de las ideologías materialista

y naturalista de hacer emanar el pensamiento de lo físico: el pensar

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y, más aún, la reflexión de la que es capaz el pensamiento humano,

resultan totalmente irreducibles e inasimilables a lo corpóreo.

La participación del noûs aristotélico en alguna de las activi-

dades más importantes que la psyché humana realiza vinculada al

cuerpo del que, según Aristóteles, es forma, interviniendo en ellas

con la aportación de su propia actividad, o sea, el pensar, puede hacer

que parezca que el pensamiento no es independiente del cerebro.

como el alma necesita de lo corpóreo respecto del conocimiento, de

la acción y del lenguaje, estos no existen si falta el vínculo de la psyché

con el cuerpo formalizado por ella; más en concreto, en ausencia

de la actividad neuronal, faltando la vida cerebral, no podrá el noûs

intervenir en el conocer, en el elegir y en el hablar humanos, ya que

estos tampoco se dan, y, consecuentemente, no habrá pensamiento

cognoscitivo, pensamiento práctico ni pensamiento discursivo. La

ausencia de ellos cuando no existe actividad cerebral es lo que puede

generar la opinión de que el pensamiento depende de lo corpóreo.

Sin embargo, se trata de una opinión errónea, pues más allá del papel

que el pensamiento pueda ejercer en el ámbito del lógos, en el cono-

cimiento y en la praxis309, el fenómeno del poder para lo inteligible y

el poder de reflexión del pensamiento, como bien señaló Aristóteles,

indican la existencia en el hombre de “algo” que es autónomo, al

menos en relación con el ámbito del pensar, respecto de lo corpóreo y

de lo material. En efecto, la actividad de pensar reflexivamente, deno-

minada theoVría por Aristóteles, es totalmente inmanente a sí misma.

El noûs aristotélico en el ejercicio de su actividad reflexiva específica

está vuelto sobre sí mismo de manera circular. Por no salir de sí, se

mantiene en su propia intimidad y no se exterioriza: está oculto y

escondido para lo distinto de sí. El que el noûs aristotélico se comuni-

que y manifieste hacia fuera sólo cuando interviene en las facultades

del alma vinculadas al cuerpo, acrecienta la errónea suposición de

309 Lo bueno en sí como fin de la acción.

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que el pensamiento está principiado en lo corpóreo. Pero hay que

distinguir: una cosa es que para manifestarse fuera de su intimidad

requiera como a modo de instrumento de aspectos de la psyché que

están íntimamente conectados con lo corpóreo, y otra bien distinta es

que el pensamiento sea causado desde el cuerpo, desde lo material.

Sin los medios que le son necesarios para exteriorizarse, el pensar en

cuanto tal y el pensamiento de pensamiento permanecen cerrados y

clausurados en sí mismos; pero el hecho de que no puedan ser expe-

rimentados en tercera persona, no significa que no estén presentes,

que no existan.

Porque tiene noûs, el alma humana es en potencia todo lo

inteligible. Ahora bien, al afirmar Aristóteles que la esencia del noûs

es nÒhsij no»sewj la actividad de pensarse del pensamiento, en el

caso de que el noûs fuera lo-que-es en acto pleno, o sea, si estuviera

totalmente realizado en su esencia, entonces el alma humana sería de

modo actual todo lo inteligible, es decir, saber absoluto, y, por tanto,

se tendría a sí misma siendo totalmente clara y transparente para sí.

Aristóteles, atendiendo a cómo se dan las cosas en el hombre, sostuvo

que el noûs del alma humana cuando se encuentra en acto lo está

en cuanto que actualizándose, o sea, en estado de enérgeia, que es

movimiento hacia el acto-pleno (enteléchia), pero nunca acto pleno.

Esto significa que el alma humana parte siempre de un estadio pre-

reflexivo, correspondiendo este al período en el que el noûs se halla en

potencia respecto de lo-que-es. El estadio reflexivo se hace presente

desde el momento en el que el noûs procede a la realización de su

esencia (nÒhsij no»sewj); no obstante, aun en el estadio reflexivo, el

noûs del hombre no siempre está realizando su actividad esencial: el

pensar que se piensa.

Aristóteles, que sólo consideró como actividad reflexiva el pen-

sar que se piensa, fue consciente de la imperfección del pensamiento

humano en relación con la reflexión. El pensamiento del hombre no

es puro pensarse, y menos aún el hombre mismo puede ser identifi-

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cado como pensamiento de pensamiento. El Estagirita no sobrevoló

los fenómenos humanos; no pasó por alto el hecho de que el pensa-

miento del hombre aunque pueda pensarse, siendo entonces el hom-

bre consciente reflexivamente de sí mismo, no comienza su actividad

de pensar teniendo como objeto inmediato y directo de esta el propio

pensamiento, sino pensando lo distinto de sí. El pensamiento humano

no vive originalmente su esencial índole reflexiva. El hombre no posee

un pensamiento que se dirija intencionalmente de manera original

y exclusiva a sí mismo310. El noûs del hombre únicamente llega a la

reflexión desde sí y por sí mismo después de haberse prodigado en el

conocimiento esencial de las cosas y en el decirse por medio del lógos.

Más aún, el pensamiento de pensamiento cuando se da en el hombre

no constituye nunca en él algo permanente y concluso, acto-pleno

de pensarse311. Esta imperfección de la reflexión del pensamiento del

hombre, como también sucede en su amor agápico, muestra clara-

mente que el noûs del ser humano, o sea, aquello que en él tiene

poder para lo inteligible, no es absoluto, pues no tiene poder total

sobre sí mismo. Si poseyera ese poder respecto de sí mismo, el noûs

del hombre sería plenamente íntimo a sí mismo, y el alma humana

no podría ser caracterizada como lo que es en potencia todo lo inte-

ligible, pues constituiría en acto pleno todo lo inteligible en cuanto

inteligible.

ciertamente, Aristóteles reconoció que la reflexividad no es

total en el pensamiento de pensamiento del que es capaz el hombre.

Esto no le llevó, sin embargo, a una depreciación de la reflexión en

cuanto tal. El Estagirita, fijándose en el carácter reflexivo del pensa-

miento humano, se dio cuenta de que la reflexión era algo imposible

de equiparar a otras experiencias del hombre. En todas las activida-

des no reflexivas, o sea, que no se tienen a sí mismas como fin de sí

310 cf. Metafísica, 1074b20-35.

311 cf. ibíd., 1075a5-10.

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mismas el sentir, el conocer, el actuar, el hablar, etc., el hombre

experimenta su vínculo con lo corpóreo y material. Sin embargo,

cuando el pensamiento actúa reflexivamente, es decir, cuando desde

y por sí mismo se vuelve intencionalmente hacia sí como objeto y fin

de su propia actividad, el hombre experimenta una vivencia que no

guarda dependencia alguna con lo corpóreo y lo material, pues no

interviene nada ajeno a lo inteligible en cuanto tal, o sea, a lo eidético.

Intentando hacer justicia a esta experiencia vital, irreducible a cual-

quier otra, Aristóteles supuso la existencia en el hombre de algo inde-

pendiente y separable de lo corpóreo, pues la realidad de la reflexión

no podía tener su origen ni ser explicada a partir de nada material

y tampoco desde aquello que necesite de lo corpóreo. ¿Qué podía

ser ese algo? Por un lado, para Aristóteles era imposible que fuese el

alma, porque, demasiado encerrado en su teoría hilemórfica sobre las

substancias físicas, había concebido la pysché del hombre como mera

forma del cuerpo, carente en sí misma de substancialidad, totalmente

dependiente del ser sustancial del compuesto hilemórfico y totalmente

vinculada a lo físico. Y, por otro lado, tanto el hecho de que el alma

del hombre sea en potencia todo lo inteligible, como la originaria

potencialidad e imperfección de la reflexión del pensar humano, exi-

gían para Aristóteles, en conformidad con sus propios planteamientos

sobre el movimiento, un motor primero que fuese causa y, por ende,

principio explicativo del paso de la potencia al estado de actualidad.

La vinculación del alma humana a lo corpóreo, su ser en potencia res-

pecto de lo inteligible y la potencialidad de la reflexión en el pensar del

hombre llevaron a Aristóteles a afirmar que el noûs que pertenece al

alma del hombre no es separable, y que por sí mismo y desde sí mismo

sólo es capaz de inteligir en imágenes. ¿Qué es para el Estagirita lo

que hace que el noûs del alma humana piense y se piense, aquello

que mueve noûs humano respecto de lo inteligible en cuanto inteli-

gible?, ¿qué es eso que en el hombre es totalmente independiente y

autónomo respecto de lo corpóreo y del compuesto hilemórfico, o sea,

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substancia inmaterial, y motor inmóvil del noûs del alma humana? A

Aristóteles no le quedó otra salida que postular la existencia en el alma

humana de una substancia incorpórea completamente distinta a la

propia alma, que fuese nÒhsij no»sewj en acto-pleno, a saber, el noûs

denominado por él como noûs poietikós.

Lógicamente, el principio motor del noûs humano no puede

ser nada corpóreo ni material. Algo que es en potencia nÒhsij no»sewj

sólo puede ser movido por algo que es eso en acto-pleno. Aristóteles

postuló como moviente primero del noûs humano un noûs substancial

y perfecto en el alma del hombre, el noûs poietikós, respecto del cual

el noûs humano es noûs pathetikós. Según Aristóteles, existen dos

substancias que son nÒhsij no»sewj en acto-pleno: el Noûs-Theós,

plural en número, que sería el motor inmóvil y primero del movimiento

circular del cielo; y el noûs poietikós, que estaría presente en el alma

de cada hombre como motor inmóvil y primero del noûs humano, el

noûs pathetikós. Si el noûs-Theós vive su propia autarquía separado,

en cambio el noûs poietikós la vive como separable, o sea, no de

hecho separado, porque habita en el alma humana, al menos mientras

no se corrompe la entidad hilemórfica, y el alma humana hace parte

del compuesto substancial que el hombre es.

Si se asumen las enseñanzas del Estagirita, es coherente afirmar

que el hombre, en cuanto habitado en su alma por el noûs poietikós,

es más que hombre, pues él, siendo una substancia física animada por

un alma que posee un noûs no substancial ni separable, tiene en sí

una substancia inmaterial y divina, que es “lo absolutamente otro” en

relación con el compuesto hilemórfico “hombre” y al cuerpo humano.

Para Aristóteles, el hombre en cuanto tal es un ser substancial físico

compuesto de alma y cuerpo, pero que “tiene” en su alma una subs-

tancia incorpórea y perfecta, el noûs poietikós, que no hace parte de

aquella ni está complicada con el compuesto hilemórfico. En cuanto

compuesto, el hombre no es su alma ni tampoco su cuerpo, sino uni-

dad de ambos, no siendo el cuerpo sin el alma, ni el alma sin el cuerpo.

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En Aristóteles existe dualidad de alma y cuerpo, pues alma y cuerpo

son elementos distintos e irreducibles del compuesto que el hombre

es. Sin embargo, esta dualidad no implica un dualismo antropológico,

porque cada hombre es, para el Estagirita, una substancia unitaria

constituida por la unidad del alma y del cuerpo que le son propios,

existiendo el alma y el cuerpo en tanto que vinculados el uno al otro.

La relación que guardan entre sí el cuerpo y el alma en cada hombre

no es la que se da entre dos opuestos recíprocamente anulantes, sino

la de dos polos en contraste de una única substancia. El dualismo en

Aristóteles no se da en relación con el cuerpo y el alma, sino respecto

del cuerpo y del noûs poietikós. En efecto, «el aristotélico De Anima

está repleto de tentadoras sugerencias sobre los fenómenos psíqui-

cos y su interconexión con el cuerpo en contraste con la relación, o

mejor dicho, ausencia de relación, entre cuerpo y espíritu (noûs)»312.

Ahora bien, en tanto que para Aristóteles el alma humana está unida

al cuerpo como forma actualizadora y determinante de su materia,

haciendo de ella un cuerpo individual y singular, sin que pueda existir

el alma separada de este, pues sólo es substancial el compuesto hile-

mórfico, el dualismo aristotélico de cuerpo y de noûs poietikós es, a la

vez y necesariamente, dualismo de hombre y de noûs poietikós313.

ciertamente, para el Estagirita el alma humana es sede del

noûs poietikós, no obstante, este se encuentra en ella sin ser de ella,

sin pertenecerle, sin constituir algo intrínseco a ella, de tal modo que

312 H. arendt,.La vida del espíritu (Barcelona 2002) 57.

313 La caracterización que Aristóteles hizo del alma como forma corporitatis fue utilizada por el Magiste-

rio de la Iglesia católica en el concilio de Viena (cf. DS, 900, 902). La afirmación aristotélica “anima

forma corporis”, alma entelequia del cuerpo, pasó a formar parte de la filosofía perenne contenida

en la Tradición viva de la Iglesia. Sin embargo, no hay que olvidar que «el alma no se agota en la

formatio corporis; y tampoco el cuerpo es sólo formatum ab anima» (cf. r. guArDINI, El contraste.

Ensayo de una filosofía de lo viviente-concreto (Madrid 1996) 172 nota 2). El hombre, aun siendo

unidad de cuerpo y alma, no puede ser reducido en modo alguno a una mera síntesis o conjunción

de cuerpo y alma, porque ni el cuerpo ni el alma, y tampoco la sinergia de ambos, constituyen desde

sí mismos el principio (arché) de la unidad y de la realidad que el hombre es.

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el noûs poietikós no tiene vínculo alguno con el cuerpo correlativo al

alma, vive con total independencia respecto de él. Y siendo extrínseco

al cuerpo y al alma, tampoco el noûs poietikós se halla complicado en

modo alguno con el compuesto que el hombre es. El noûs poietikós

habita la naturaleza psicosomática del hombre como lo totalmente

otro, siendo, por tanto, separable y autónomo respecto de ella. Esto

exige que el noûs poietikós presente en el alma humana constituya

en sí mismo una realidad substancial, que sea algo que “realmente”

es. Para Aristóteles, el hombre es unidad substancial compuesta de

cuerpo y alma. «Siendo, por así decir, la substancia posterior a la com-

posición, la mismidad del alma, incluso su “individuación”, está ligada

al cuerpo de modo que se hace sumamente problemática su perviven-

cia incorporal tras la muerte»314. En Aristóteles, el alma humana en

cuanto no substancial y entelequia del cuerpo, existe «como forma

atada a su materia y con ella también pasajera. Lo verdaderamente

espiritual radica (...) en el noûs, pero este no es entendido [por

Aristóteles] como algo individual y personal, sino como participación

del hombre en un principio divino que lo supera (...). Por tanto, aquí

nos encontramos ante una estricta unidad no dualista de cuerpo y

alma en el hombre, pero también ante un principio espiritual imperso-

nal, que irradia hacia el interior del hombre pero que no le es propio

como persona»315.

Si en un principio podía parecer que el noûs constituía aquello

gracias a lo cual el hombre tiene conciencia de sí, con el dualismo de

noûs pathetikós y noûs poietikós en el hombre, y con el consiguiente

dualismo de cuerpo y noûs poietikós, pero sobre todo con el de hom-

bre y noûs poietikós, se desvanece toda posibilidad de encontrar desde

la comprensión antropológica de Aristóteles aquello que en nosotros

314 J. HernándeZ-PacHeco,.Hypokeímenon. Origen y desarrollo de la tradición filosófica (Madrid 2003)

217-218.

315 J. ratZinger, Escatología. La muerte y la vida eterna (Barcelona 22007) 162.

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es causa de que nos demos cuenta, cuando sentimos, de que senti-

mos, y cuando pensamos, de que estamos pensando, o sea, de que

seamos conscientes de nosotros mismos, de las actividades humanas

que realizamos y de nuestro ser sujeto agente de las mismas. El darse

de este hecho implica el estar presente uno mismo ante sí mismo, el

saber de sí. Según Aristóteles, el noûs del alma humana, noûs pathe-

tikós, es en principio potencialmente reflexivo, o sea, nÒhsij no»sewj

en potencia, pero no en acto. La actualización de su esencial reflexivi-

dad y, por tanto, su ser efectivamente reflexivo en estado de enérgeia,

es un movimiento que sólo se puede dar en él en cuanto movido por

el noûs poietikós. ciertamente, el noûs poietikós es completa y per-

manentemente reflexivo; pero como no es humano ni constituye la

medida inmanente del hombre ni su identidad personal, y tampoco

está vinculado a lo corpóreo, no puede ser la fuente de la conciencia

de sí del hombre en el ejercicio de sus actividades humanas, que en

modo alguno son reducibles al pensar que se piensa. El noûs pathe-

tikós, aunque sea propio del alma del hombre, no siempre está en

movimiento, disponiendo actualmente de su índole reflexiva, y su pre-

sencia ante sí mismo no trasciende el pensamiento de pensamiento,

por eso tampoco él puede constituir la conciencia de sí que es propia

del hombre. El ser humano como viviente animado que tiene “se”, o

sea, que está presente a sí mismo en cuanto tal, no encuentra expli-

cación ni queda clarificado en la filosofía de Aristóteles, aun habiendo

captado él la peculiaridad e importancia de dicho fenómeno, pues es

algo que se da en el hombre aun cuando la actividad de su alma no es

pensamiento de pensamiento.

Desde la antropología del Estagirita resulta imposible dar

cuenta de la amplitud y el alcance del fenómeno de la autoconcien-

cia del hombre. Tampoco cabe afirmar la existencia de algo inmortal

propio del hombre que pudiera permanecer incorpóreo y vivo tras la

muerte, con la posibilidad que en ello subsistiera la identidad del hom-

bre muerto, pues lo único substancial que perduraría perpetuamente

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sería el noûs poietikós. Según la antropología aristotélica, con la

muerte del ser humano desaparecería el hombre, compuesto hilemór-

fico de alma y cuerpo, se corrompería el cuerpo, se desvanecería el

alma y todo lo que le es propio, es decir, también el noûs pathetikós.

El noûs poietikós inmortal, que en vida del hombre se encontraba pre-

sente en su alma, en modo alguno puede constituir la pervivencia de

la mismidad e identidad del hombre muerto, porque, para Aristóteles,

el noûs no pertenece al ser del hombre ni a lo que este es.

¿Qué es lo que le impidió a Aristóteles explicar la condición

autoconsciente del ser humano, que no es reducible a la reflexión, aun

siendo esta una modalidad de conciencia de sí? ¿Por qué el Estagirita

fue incapaz de alcanzar la luz de lo inmortal que esplende desde la

intimidad del hombre? Sin pretender ser exhaustivo, pero intentando

señalar los principales factores por los que Aristóteles no profundizó

más en el tema de la autoconciencia humana y en la cuestión de la

pervivencia de lo humano tras la muerte, creo que se pueden conside-

rar los siguientes como los más importantes: la preeminencia que con-

cede a la actividad, la consideración del pensamiento de pensamiento

como única actividad perfecta y reflexiva, la consideración del noûs

como mero nÒhsij no»sewj y la reducción del pneûma (espíritu) de

Anaxímenes a un puro principio material. Estos factores se entrelazan

los unos con los otros y se condicionan entre sí.

El camino fenomenológico del Estagirita a través de la actividad

queda marcado por la importancia extrema que le otorga a esta, y que

se refleja por ejemplo en la siguiente afirmación: «la facultad se refiere

a la correspondiente actividad, y la actividad es lo principal»316. En ella

no se contiene la tendencia postmoderna a disolver, vaciar y subsumir

el sujeto en su cambiante actividad, sino la contraria, a saber: la pro-

pensión a constituir la actividad en sujeto, dotándola de consistencia

substancial. Así, en Aristóteles, el noûs poietikós y el Noûs-Theós no

316 Ética nicomaquea, 1170a18s.

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son sino substantivaciones del pensar reflexivo. Las dos tendencias,

aunque por caminos diferentes, conducen a la destrucción de lo sub-

jetivo: la primera, porque sustrae la densidad substancial del sujeto,

reduciendo la subjetividad a facticidad; la segunda, porque encadena

el sujeto a la necesidad de actuar que tiene la actividad para ser, subs-

trayéndole la libertad subjetiva con dicho determinismo esencial y exis-

tencial. En Aristóteles, el pensamiento reflexivo llega a ser substancial

y sujeto de su propia actividad: así el noûs poietikós y el Noûs-Theós.

Ambos se identifican totalmente con la actividad de pensar que es

pensar que se piensa a sí mismo en acto pleno, de manera que en

ellos el ser y el pensar reflexivo se convierten el uno en el otro: el ser es

pensar y el pensar es ser. Desde esta posición, Aristóteles intentó apor-

tar un principio explicativo para el movimiento en cuanto tal y para el

fenómeno de la reflexión en el hombre, pero sin llegar a dar razón de

por qué dos realidades independientes, autárquicas, autosuficientes,

autónomas y curvadas totalmente sobre sí mismas, el noûs poietikós

y el Noús-Theós, se constituyen en motores inmóviles respecto a rea-

lidades totalmente ajenas a ellos, cuando la actividad que ellos son se

tiene a sí misma como fin y es absolutamente conclusa y perfecta en

sí misma, a la vez que necesaria. con otras palabras, ¿por qué aquello

que es nÒhsij no»sewj en acto-puro mueve a lo distinto de sí? Aristó-

teles afirma simplemente que lo hace, además de concretar qué es lo

que mueve y cómo lo mueve, pero la pregunta arriba formulada, que

él ni siquiera se planteó, no puede ser contestada congruentemente

desde su posicionamiento, que hace de la actividad de pensar reflexi-

vamente (theoría) la esencia de la substancia inmaterial perfecta y

absoluta.

Sólo desde el reconocimiento del amor agápico como actividad

reflexiva, o sea, de aquel amar que tiene el fin de sí mismo en sí mismo,

siendo a la vez, en cuanto da de sí, transitiva, relacional y efusiva, se

puede dar respuesta a por qué el motor primero e inmóvil aristotélico

mueve lo que mueve. Más aún, únicamente si la actividad reflexiva

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en su realización perfecta ya se trate del pensar que se piensa, ya

se trate del amor agápico317 no es substantivizada y convertida en

sujeto de sí misma, es posible considerar la existencia de un sujeto

plenamente libre, autosuficiente, y también perfecto en sí mismo res-

pecto de la alteridad en tanto que contendría de modo intrínseco

y propio lo diverso y diferente como algo totalmente positivo en sí y

para él, que sea agente substantivo del perfecto amor agápico y del

pensar reflexivo en acto-pleno. En este caso, ambas actividades, sin

ser reductibles ni identificables, se darían la una en la otra sin anularse

mutuamente, sin mezclarse y sin confundirse, sino enriqueciendo

cada una de ellas a la otra con aquello que tiene de propio y peculiar.

Se daría, pues, en ese sujeto absoluto y autosuficiente un perfecto

pensamiento-amor y perfecto amor-pensamiento, de tal modo que

su amor reflexivo sería totalmente luminoso e inteligente, no ciego,

y su pensamiento reflexivo, absolutamente transitivo y receptivo, no

cerrado para lo otro. El sujeto absoluto e inmaterial, actor tanto de

un perfecto pensamiento de pensamiento como de un perfecto amor

agápico, será pura intimidad y relación, puro recogimiento y efusión.

El estar perfectamente vuelto hacia sí no implicará en él solipsismo

ni monismo; y el ser plenamente efusión de sí no supondrá para él

ni perderse ni enajenarse. Desde estas afirmaciones sobre el sujeto

absoluto incorpóreo, resulta claro que la consideración aristotélica del

pensar reflexivo como única actividad que puede tenerse a sí misma

317 Aristóteles substantivizó y absolutizó la actividad de pensar como pensamiento que se piensa.

Ludwing Feuerbach (1804-1872) hizo lo mismo con el amar, substantivizándolo y absolutizándolo

como amor que tiene en sí mismo su Dios: «el amor es Dios mismo y fuera de él no hay Dios».

(L. FeuerBacH, La esencia del cristianismo (Madrid 21998) 99). Según Feuerbach, el amor debe ser

substantivizado y divinizado, haciendo de él el ser absoluto, porque si este no es elevado al rango de

substancia primera y sujeto absoluto, existirá un sujeto detrás del amor y diferenciable de él, cuyo

ser no se fundamenta en la actividad de amar. con ello, Feuerbach niega el sujeto que es Dios y lo

sustituye por el amor humano (cf. ibíd., 103-104). De manera semejante, F. Nietzsche substantivizó

y absolutizó el querer como deseo de una voluntad no vinculada más que a sí misma, es decir, de la

“voluntad de voluntad” o “voluntad de poder”.

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como fin, y la identificación que Aristóteles hace de la substancia per-

fecta y absoluta con un supuesto nÒhsij no»sewj nÒhsij substancial,

supusieron una reducción de consecuencias muy negativas para la

filosofía del Estagirita.

Siguiendo el juicio de Fernández-Pacheco sobre Aristóteles,

otra depreciación reductora realizada por el Estagirita, y que tuvo

un resultado empobrecedor para su propia filosofía, es la relativa al

contenido y significado del pneûma de Anaxímenes como arché. En

su Metafísica, Aristóteles interpretó el pneûma de Anaxímenes, como

hizo también con el ápeiron de Anaximandro, probablemente maestro

de aquel, desde la perspectiva material. «Todo el libro I de la Meta-

física afirma Hernández-Pacheco es una introducción histórica

a su teoría de las cuatro causas; en la que él pone especial cuidado

en señalar los ascendientes de su teoría, a la vez que quiere salvar la

originalidad de su posición: lo que él dice, lo han dicho todos, pero

nadie como él. él se presenta como el gran totalizador original de la

incipiente tradición filosófica, a costa de atribuir a los demás sólo una

originalidad parcial sobre cada uno de los principios que él integra. Y

a los Milesios les otorga protagonismo, pero sólo en lo que a la causa

material se refiere»318. Aristóteles consideró a Anaximandro y a Anaxí-

menes como “físicos”, interpretando los principios explicativos de la

realidad que ambos propusieron desde un punto de vista material. Así,

el ápeiron de Anaximandro, que es límite que limita sin ser él mismo

limitado, y que como tal mide, abarca y rige la naturaleza sin que esta

esté complicada en él, es decir, trascendiendo todo lo físico y más allá

de las determinaciones físicas, que es por lo que Anaximandro califica

el ápeiron de indefinido, insondable, eterno e imperecedero, queda

reducido por Aristóteles a lo que él concibe por materia primera, o

sea, al principio material aristotélico: la materia substantiva, pero

318 J. HernándeZ-PacHeco,.Hypokeímenon. Origen y desarrollo de la tradición filosófica (Madrid 2003)

44-45.

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indeterminada, no individualizada y absolutamente potencial. una

reducción semejante a esta es la que sufre también con Aristóteles el

pneûma de Anaxímenes, que constituye la determinación del ser del

ápeiron de Anaximandro, su compatriota jonio. Para Anaxímenes, el

fundamento infundamentado que todo lo fundamenta, el principio

imprincipiado que todo lo principia es pneûma kai aér, “hálito” y

“aire”. Aristóteles reduce el principio de Anaxímenes a cuerpo simple,

más en concreto, a uno de los cuatro elementos materiales del mundo

sublunar, entendiéndolo, como no lo pudo haber hecho Anaxímenes

por congruencia con la idea de arché de su contemporáneo y conciu-

dadano Anaximandro, desde una perspectiva meramente materialista,

como aire físico, soplo corporal o viento natural319. con ello Aristóteles

perdió para su propio pensamiento filosófico el concepto filosófico

de pneûma como espíritu, o sea, de pneûma en tanto que substancia

inmaterial, absoluta, trascendente, que es límite que limita sin ser, a su

vez, limitado por nada320.

Superando la reducción aristotélica de pneûma a cuerpo sim-

ple, y considerándolo en continuidad con el ápeiron de Anaximan-

dro, en tanto que concreción y determinación de este, nos podemos

preguntar por las semejanzas y las desemejanzas que existen entre

el noûs aristotélico como motor inmóvil, o sea, el noûs poietikós y el

Noûs-Theós, y el pneûma de Anaxímenes como arché. Ambos princi-

pios coinciden en lo esencial: en su absoluta trascendencia respecto de

la naturaleza y en la función rectora que, de un modo u otro, ejercen

sobre lo físico. La diferencia más importante radica en que el pneûma

319 Afirma Aristóteles en el libro Alfa de la Metafísica: «Anaxímenes y Diógenes dicen que el aire es

anterior al agua y el principio primordial entre los cuerpos simples» (Metafísica, 984a5-7). Aristó-

teles da siempre un contenido materialista al término “pneûma”. Así, por ejemplo, en Acerca de la

generación y la corrupción (321b9) y en Meteorológicos (358a30-31, 341b5-24), el Estagirita usa la

palabra “pneûma” para expresar viento, soplo, exhalación, aire en cuanto fluido, etc.

320 cf. J. HernándeZ-PacHeco,. Hypokeímenon. Origen y desarrollo de la tradición filosófica (Madrid

2003) 46-48.

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de Anaxímenes es, a la vez, totalmente inmanente a la naturaleza,

abarcándola y penetrándola321, mientras que el noûs substancial

aristotélico, en cuanto su esencia es pensamiento que se piensa, se

encuentra plenamente clausurado en sí mismo. Esto implica que noûs

y pneûma no son conceptos opuestos, sino que están en una relación

de continuidad eidética, siendo el pneûma más amplio, hasta el punto

de poder englobar en sí la idea aristotélica de noûs, pero sin poder

ser en modo alguno reducido a esta. Introduciendo lo que Aristóteles

consideró esencia del noûs en el pneûma de Anaxímenes cosa que

es posible hacer porque no son conceptos contradictorios, este

queda enriquecido en su contenido concreto. No obstante, el conte-

nido esencial del noûs no puede agotar la esencia del pneûma, porque

este es totalmente otro respecto de la naturaleza, pero, a la vez, total-

mente íntimo a ella. con otras palabras, el pneûma es noûs, mas no

se agota en ser noûs, o sea, pensamiento de pensamiento. Por tanto,

existe una «relación indivisible del noûs al pneûma, de la luz inteligible

a la iluminación espiritual»322.

Si tenemos presente el exceso del pneûma respecto del noûs,

si superamos la reducción aristotélica de las actividades reflexivas a

nÒhsij no»sewj, tomando igualmente en consideración el carácter

reflexivo del amor agápico, y si también nos liberamos del laberinto

que supone la substantivación de las actividades reflexivas perfectas y

su identificación con el sujeto que actúa, entonces la idea de pneûma,

a la vez que contiene lo esencial del noûs aristotélico, se nos abre en

su desbordamiento respecto de este y podemos alcanzar el concepto

de espíritu absoluto como substancia inmaterial perfecta que es sujeto

y actor de actividades intrínsecas perfectas amor agápico y pensa-

321 Según Aecio, «el milesio Anaxímenes, hijo de Eurístrato, declaró que el principio de las cosas es el

aire (aér), pues de él se generan todas las cosas y en él se disuelven. Así como nuestra alma (psyché),

dice, al ser aire, nos mantiene cohesionados, el soplo (pneûma) y aire (aér) abarca a todo el cosmos

(toma por sinónimos “soplo” y “aire”) (DK, 13 B 2).

322 cL. Bruaire, El ser y el espíritu (Madrid 1999) 50.

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miento de pensamiento en acto pleno, las cuales manifiestan, en su

relación indivisible e irreducible de amor-pensamiento y pensamiento-

amor, un atisbo de la esencia de la substancia espiritual en su unidad

de contrastes, a saber: reflexión y relación, intimidad y exterioridad,

unidad y multiplicidad, recogimiento y efusión, mismidad y alteridad,

necesidad y libertad, autosuficiencia y abnegación, autarquía y comu-

nión, completud y apertura, tenerse y dar-de-sí, autoconciencia y

conciencia del otro.

La substancia espiritual no tiene contrarios anulantes, sino

contrastes, que se exigen entre ellos, que se contraponen mutua-

mente, mas afirmando los unos a los otros, y que armonizan entre sí.

cuando la substancia espiritual es absoluta en su esencia, los polos en

contraste se dan en ella de manera perfecta y plena en su recíproca

presuposición (el uno con y en el otro), en su contraposición afirmativa

y en su armonía sinfónica, siendo totalmente actuales en ella, por ella

y desde ella. El espíritu absoluto es concluso en sus contrastes. Esto no

ocurre cuando se trata de un espíritu no-absoluto. En efecto, en un

espíritu finito no existe intimidad plena, cosa que se manifiesta con

claridad en el hecho de que no es capaz de presencializarse respecto

de su origen y de su fin; pero tampoco se da en él perfecta alteridad,

pues no tiene en sí otro singular, no pudiendo vivir en sí mismo la

abnegación y la comunión. Su intimidad y su alteridad no son conclu-

sas en él mismo, por él mismo y desde él mismo. Y lo mismo sucede

con los demás contrastes cuando se trata de un espíritu no-absoluto.

Desde el fenómeno del poder del hombre para lo inteligible

y desde el fenómeno de la reflexión del pensar humano, Aristóteles

alcanzó la realidad de la substancia inmaterial, de algo que realmente

es lo que es sin apoyo alguno en nada material, tampoco en aque-

llo que el filósofo de Estagira denominó como materia primera. Sin

embargo, el haber juzgado el fenómeno del movimiento como eterno,

el haber considerado al hombre desde la estrecha perspectiva de su

teoría hilemórfica y también su concepción dialéctica de la potencia y

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del acto, impidieron, como factores más destacados entre otros, el que

Aristóteles lograra llegar a la realidad de la substancia inmaterial finita.

Para él, la substancia inmaterial es algo totalmente otro respecto del

hombre; ya como noûs poietikós, ya como Noûs-Theós, la substancia

inmaterial aristotélica es siempre absoluta, más en concreto, nÒhsij

no»sewj en acto-pleno (enteléchia). Desde el posicionamiento de

Aristóteles resulta imposible la existencia de una substancia inmaterial

no absoluta: la potencialidad en lo incorpóreo es incompatible con la

substancialidad, se relacionan como opuestos recíprocamente anulan-

tes. Teniendo en cuenta el desbordamiento de la realidad del pneûma

respecto del noûs aristotélico, con la continuidad y discontinuidad

que existe entre ellos, podemos decir que el noûs poietikós y el Noûs-

Theós de Aristóteles serían Espíritu absoluto, mientras que el alma con

noûs pathetikós, considerado por el Estagirita como no substancial

por razón de su potencialidad, sería espíritu finito. En el camino aristo-

télico hacia lo espiritual hay que superar los escollos que distorsionan

la luz de la vivencia interna al hombre de su propio ser espiritual, la

cual muestra indefectiblemente la existencia de un espíritu finito, de

una realidad inmaterial substancial en acto no-pleno (enérgeia).

El alma humana es “realmente-lo-que-es”, o sea, substancia.

La substancialidad del alma del hombre significa que esta tiene en sí

misma densidad ontológica, que es real con consistencia propia. La

realidad del alma humana no depende del cuerpo del que es forma y

principio anímico, ni tampoco de la unidad con él, es decir, del com-

puesto hilemórfico. Esta autonomía de la realidad del alma espiritual

implica que ella no se disuelve en la nada cuando con la muerte se

destruye la unidad de cuerpo-alma y se corrompe el cuerpo. La inmor-

talidad del alma abre la posibilidad de que en ella subsista la identidad

y mismidad del hombre que muere. ciertamente el hombre no es

idéntico a espíritu finito, pero es espíritu finito; con otras palabras,

el hombre no consiste en espíritu finito puro, sino en espíritu finito

que tiene cuerpo. La substancialidad del alma espiritual y su carácter

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inmortal no supone recaer en el dualismo aristotélico de noûs poietikós

y de cuerpo, sino que implica la dualidad de espíritu y cuerpo. Duali-

dad no es dualismo. El dualismo dice separación, división, fractura,

no-comunión, no-unidad, más aún, en sus posturas radicales, expresa

contrariedad y oposición entre dos realidades distintas e irreducibles.

La dualidad es el reconocimiento de la distinción, de la diversidad de

dos realidades, de su irreductibilidad mutua, del no ser derivables la

una de la otra, de que existen y se mantienen como tales cuando se

dan, sin confundirse y mezclarse, sin que nada de esto suponga negar

la unidad y las relaciones que puedan existir entre ellas. Si el hombre

es espíritu que tiene un cuerpo concreto, su ser espíritu permanece

tras la muerte, y en él, su identidad y mismidad de espíritu no puro.

El “tener cuerpo” del espíritu expresa, por un lado, la substancialidad

de este, y, por otro lado, la existencia de un vínculo entre ambos, que,

por lo anterior, siempre será asimétrico. Para el espíritu finito humano,

la conexión con el cuerpo no es substantiva, pero sí de gran impor-

tancia. La perdida de la propia corporeidad significa para el hombre la

muerte. El cuerpo sin espíritu se convierte en cadáver. ¿Qué le sucede

al espíritu humano cuando carece de cuerpo? El espíritu finito cor-

póreo, que “tiene cuerpo”, es subsistente en sí mismo, pero puede

exteriorizarse, encarnarse en palabra, manifestarse, estar en contacto

con el mundo, comunicarse con los otros, justamente porque tiene

cuerpo. Sin su cuerpo, el espíritu finito no puede salir de sí mismo, el

mundo se pierde para él y carece de puerta de acceso a las substancias

físicas.

ciertamente, tras la muerte del hombre, el espíritu-finito-que-

tiene-cuerpo permanecería intacto en su realidad substancial aun

habiendo perdido el cuerpo que le es propio, pero quedaría induda-

blemente modificado por la falta de cuerpo: no perdería la vivencia

de sí mismo, más en ella no se daría la experiencia de estar fuera de sí

mismo, la experiencia de la transitividad y expansión, ni, consecuente-

mente, la experiencia del mundo y de las substancias físicas. Todo esto

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supone para el espíritu finito del hombre un empobrecimiento en su

vida. La riqueza, la luz, la llamada, la medida de aquello que a través

del cuerpo le interpelaba “excitaba” y se le daba, ya no están

para él cuando existe incorpóreo. Y es que «el cuerpo es para el alma

su espacio natal y la matriz de cualquier otro espacio existente»323,

aquello que «realiza el prodigio de abrir el alma a lo que no es alma,

al bienaventurado dominio de las cosas»324. El espíritu del hombre es

iniciado por su cuerpo, que le es dado y sobre el cual no posee un

gobierno absoluto, «a todos los demás cuerpos y a la naturaleza»325.

El hombre no puede vivir en el mundo sin su cuerpo. Dicho sucinta-

mente: en cada hombre, su cuerpo es portador del propio espíritu

para el despliegue de la vida espiritual humana dentro del mundo.

«En el hombre el alma además de alma (psyché) es espíritu

(noûs, pneûma), un principio de ser y de obrar superior e inmaterial,

cualitativamente distinto de la materia, (...) capaz de entender y de

libertad que sin embargo anima y vivifica también todas las funcio-

nes corporales del hombre» 326. El alma humana además de psyché,

forma del cuerpo y principio de la vida anímica, es espíritu finito, pero

espíritu (pneûma). El ser espiritual del alma del hombre espiritualiza su

cuerpo, sin que este deje de ser una realidad física. El cuerpo humano

participa de la espiritualidad del alma, por eso aquel es irreducible

a pura materia, a una máquina, a mera biología. Además, la índole

espiritual del alma convierte en totalmente superfluo el postulado

aristotélico del noûs poietikós (noûs no perteneciente al alma, pero

presente en ella) en tanto que agente de la actividad del noûs del alma

humana en Aristóteles, el noûs pathetikós respecto de lo inteli-

gible como inteligible y con relación a la propia reflexión del pensar.

323 M. merleau-Ponty, El ojo y el espíritu (Barcelona 1986) 41.

324 Ibíd., 61.

325 Ibíd., 62.

326 c. ValVerde, Antropología filosófica (Valencia 1995) 207.

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Por su condición de espíritu, el alma humana tiene poder para realizar

actividades espirituales desde su propia realidad. Se trata, ciertamente,

de un poder no-absoluto, pues el espíritu del hombre es espíritu finito.

El alma humana es potente para lo inteligible en cuanto inteligible y

para el amor agápico. El noûs poietikós de Aristóteles es innecesario

en el sentido señalado anteriormente, no respecto de la inmanencia

de lo divino en el hombre, que para el Estagirita consiste concreta-

mente en la presencia del noûs poietikós en el alma humana, pues el

espíritu del hombre en cuanto finito no puede ser su propio funda-

mento fundante, posibilitante e impelente327. Dios en el hombre es, a

la vez, totalmente trascendente a él. El Espíritu absoluto, Dios que

Aristóteles desdobla en dos: el noûs poietikós, divinidad inmanente al

hombre, y el Noûs-Theós, divinidad que transciende los cielos—, está

dentro de todo y fuera de todo. El Espíritu absoluto se encuentra en y

sobre todos y cada uno de los espíritus finitos que tienen cuerpo.

Descartes, en la cuarta Meditación metafísica, aporta una defi-

nición de espíritu humano que supone, por una parte, la superación del

dualismo aristotélico entre hombre y el noûs agente, y por otra parte,

la prolongación de la preeminencia del pensamiento en el ámbito de

la vida espiritual y de la condición de separable del espíritu respecto

del cuerpo, que Aristóteles predicaba del noûs poietikós. Según la idea

que Descartes tiene del espíritu humano, «este es una cosa pensante,

y no una extensa con longitud, anchura, ni profundidad, ni participa

de nada de lo que pertenece al cuerpo»328. El espíritu finito del hom-

bre consiste, para Descartes, en continuidad y discontinuidad con

Aristóteles, en cogito, por el cual el hombre tiene conciencia reflexiva

de sí y, consecuentemente, está presente a sí mismo de manera auto-

consciente, siéndole evidente su propia existencia. Dejando ahora al

margen el amor agápico y su carácter reflexivo, pues excede el marco

327 cf. X. ZuBiri, El hombre y Dios (Madrid 61998) 83ss., 130ss., 148ss.

328 r. deScarteS, Meditaciones metafísicas con objeciones y respuestas (Madrid 1977) 45.

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filosófico aristotélico, la corrección cartesiana a la concepción aristo-

télica del alma humana pone de manifiesto que el espíritu finito del

hombre es un ser substantivo que es transparente a sí mismo y que se

tiene a sí mismo, o sea, autopresente y autoposeyente329.

Por partir del cogito-ego y por tomar a este, o sea, al yo pen-

sante reflexivo, como base para la reconstrucción del saber sobre

todo lo demás, Heidegger consideró a Descartes como el fundador

de la metafísica de la subjetividad, cuya esencia constitutiva es, según

el filósofo alemán, la yoidad. con Descartes, según Heidegger, «la

certitudo se convierte en aquella fijación del ens qua ens que resulta

de la indubitabilidad del cogito (ergo) sum para el ego del hombre.

En virtud de este planteamiento, el ego se convierte en el sub-iec-

tum por excelencia y, de este modo, la esencia del hombre entra por

primera vez en el campo de la subjetividad entendida como egoi-

dad»330. «Metafísicamente pensada dice Heidegger, la esencia

de la yoidad consiste, más bien, en que el yo hace de todo otro ente

algo que está enfrente de él, su objeto, su estar enfrente y su objeto

proyectado. La esencia de la yoidad (egoidad) tiene su rasgo distintivo

en la experiencia de todo ente como objetivo y como el estar puesto

al frente de su re-presentar, de tal modo que la yoidad sucede justa-

mente en la totalidad del ente y presenta esto en sí mismo como algo

que tiene que ser dominado»331. El rechazo visceral a la subjetividad

moderna bajo la acusación de egoidad332 tiene mucho que ver con el

olvido del amor agápico dentro de la vida del espíritu y la comprensión

329 Tanto el espíritu absoluto como el espíritu finito están presentes a sí mismos y se autoposeen, el

primero, de manera total y plena, el segundo de manera parcial y relativa.

330 M. Heidegger, ¿Qué es filosofía? (Barcelona 2004) 62.

331 ID., Parménides (Madrid 2005) 176.

332 cf. M. FranK, La piedra de toque de la individualidad. Reflexiones sobre sujeto, persona e individuo

con motivo de su certificado de defunción posmoderno (Barcelona 1995); r. rodrígueZ, Del sujeto y

la verdad (Madrid 2004)

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de este únicamente desde el momento reflexivo del pensamiento, que

es justamente lo que caracteriza el ego-cogito cartesiano.

centrándonos en lo último señalado arriba, pues continúa la

tradición aristotélica, debemos resaltar el hecho de que Descartes

pasó por alto el valor filosófico del momento pre-reflexivo del espíritu

humano respecto de la autoconciencia. Esto impidió a Descartes una

correcta intelección de la esencia del espíritu finito del hombre. El

espíritu finito corpóreo, aun cuando no se encuentra despierto a la

reflexión, o sea, no teniendo conciencia reflexiva de sí (nÒhsij no»sewj),

no está en la ignorancia de sí, no es ciego para sí: él es luz para sí

que irradia de sí; se vivencia a sí mismo y se sabe vivencialmente a sí

mismo333. ciertamente, como bien señaló Aristóteles, y en esto aven-

taja a Descartes, en el hombre no se da en primer lugar la reflexión:

hay momentos en que el pensamiento reflexivo está en el alma

humana como dormido. Sin embargo, por la condición espiritual de su

alma sustantiva, el hombre, aunque no posea siempre una conciencia

reflexiva de sí, es autoconsciente, sabe de sí en cuanto tal, está pre-

sente ante sí mismo desde que el primer momento de su existencia. La

reflexión del pensamiento es una modalidad del ser íntimo de la mis-

midad propia del espíritu, a saber: la presencia intelectiva y contem-

plativa de sí mismo ante sí mismo, la cual supone un desdoblamiento

333 De esto se dieron cuenta Agustín de Hipona y Tomás de Aquino, este último siguiendo la estela de

aquel (cf. S. garcía.acuÑa, «La moral: ¿cómo vivir? racionalidad o irracionalidad en el vivir la vida»,

en J-J. PÉreZ. SoBa y otros (eds.), Una ley de libertad para la vida del mundo. Actas del Congreso

Internacional sobre la Ley Natural. Madrid, 22-24 de noviembre de 2006 (Madrid 2007) 493-512.

Por su parte, Hans urs von Balthasar, recogiendo el pensamiento agustiniano y tomasiano, ha puesto

de relieve la importancia del momento prerreflexivo de la autoconciencia en el nivel antropológico,

cognoscitivo, ético y religioso (cf. S. garcía.acuÑa, La decisión cristiana. La fundamentación de la

ética cristiana según el pensamiento de Hans Urs von Balthasar (Valencia 2002) 199-231). El carácter

afectivo-vivencial del original saber de sí del hombre, como ser espiritual que es, ha sido destacado

con inteligencia y pasión en nuestra época por Michel Henry (cf. M. Henry, Encarnación. Una filosofía

de la carne (Salamanca 2001) 125ss.; ID., Yo soy la verdad. Para una filosofía del cristianismo (Sala-

manca 2001) 221ss.).

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especulativo del propio espíritu desde sí mismo hacia sí mismo. La

persona, que sabe irreflejamente de sí, va despertando a la reflexión

en su relación con el mundo y, muy especialmente, con el prójimo.

«Interpelado por otro, el hombre despierta al “cogito-sum” como la

identidad en el hecho de aparecerse a sí mismo, por una parte, y, por

otra, la realidad total. Sin embargo, esta identidad, en cuanto desper-

tada, es experimentada como no absoluta, porque es recibida. En la

apertura trascendental se descubren tres cosas: a) El “ser entregado”

de la identidad absoluta entre Espíritu y Ser, y así la posesión abso-

luta de sí en plenitud y libertad; esta posesión absoluta de sí da una

participación a ella misma (...). b) En el despertar a esta realidad que

se entrega, la diferencia entre libertad absoluta y libertad recibida, así

como la atractiva exigencia de responder libremente al don absoluto.

c) En la indiferenciación trascendental, que al comienzo asociaba la

vocación de lo absoluto y la del prójimo, se introduce una diferencia

por el hecho de la experiencia “a posteriori” de que el prójimo es,

asimismo, un ser que ha sido despertado. Esta diferencia deja subsistir,

sin embargo, como inquebrantable la unidad trascendental primordial

de los dos atractivos»334.

Si la luz de la conciencia humana fuera desde el principio pura

y absolutamente reflexiva, o sea, pensamiento que se piensa (nÒhsij

no»sewj) en acto-pleno, el hombre sería auto-revelación, viviría total-

mente curvado sobre sí mismo desde la perspectiva cognoscitiva: el

espíritu humano no estaría vinculado a nada diferente de sí y se basta-

ría a sí mismo. con otras palabras, su aparecer dependería exclusiva-

mente de la luz de la conciencia propia. La conciencia humana apare-

cería sólo desde sí y por sí misma. Ella misma se daría a luz a sí misma

de manera total, o sea, sería causa-sui. Si esto fuese así, la luz de la

conciencia humana constituiría la luz absoluta: sus ideas o conceptos

334 H. u. Von.BaltHaSar, «Nueve tesis para una ética cristiana», en c. PoZo (ed.), Comisión Teológica

Internacional, documentos 1969-1996. Veinticinco años de servicio a la teología de la Iglesia (Madrid

1998) 98.

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no serían medidas de la medida propia de las cosas, de los demás y

de sí mismo, sino medida constitutiva de todo. El hombre desde la luz

de su conciencia se construiría a sí mismo y constituiría el mundo y el

prójimo siempre según su propio pensamiento pensante. Esto supon-

dría el señorío pleno del idealismo, que sólo es verdadero en Dios. No

obstante, como ya quedó señalado, antes de que el hombre llegue al

estadio reflexivo de la dimensión racional de la conciencia, pasa antes

por el estadio de dormido, y sólo despierta a la reflexión a partir de

su contacto sentiente y racional pre-reflexivo consigo mismo, con el

prójimo y con el mundo. Esto implica que el espíritu en su estadio de

conciencia reflexiva, es decir, como pensamiento que se piensa, vive y

actúa sin poder dejar al margen lo recibido desde la afección y en su

estadio pre-reflexivo. Teniendo en cuenta esto, se disipa toda objeción

contra la subjetividad humana que tenga como acusación contra ella

la egoidad metafísica y el dominio que por ello ejerce respecto de lo

otro, pues se manifiesta que el espíritu humano es metafísicamente

receptivo: recibe lo otro de sí tal como eso se da desde sí mismo, lo

acoge en su propia intimidad espiritual enriqueciéndolo con lo suyo

propio, y se convierte en el hogar de lo que recibe, haciéndole justicia

y abriéndole a su significado, en una actividad cognoscitiva que debe

ser calificada como amor. Si el espíritu humano en la autoconciencia

reflexiva de sí «está en situación de formular conceptualmente un

ser propio y de sintetizarlo como predicado, en un juicio evidente,

consigo mismo en cuanto sujeto»335, sin embargo, este juicio reflexivo

extrae su evidencia originaria no de sí mismo, que es lo afirmado por

Descartes, sino de la originaria e inmediata unidad del espíritu finito

corpóreo consigo mismo en tanto que espíritu336.

Siguiendo a gershom Scholem, un último apunte en relación

con el Espíritu absoluto, Dios, que en la filosofía de Aristóteles ten-

335 H. u. Von.BaltHaSar, Teológica, 1: Verdad del mundo (Madrid 1997) 94. cf. ibíd., 163.

336 cf. ibíd., 94.

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dría que ser identificado mutatis mutandis con las divinidades

inmateriales, tanto con el Noûs-Theós como con el noûs poietikós,

ambos nÒhsij no»sewj en acto-pleno. La sabiduría de Dios contiene

«el plan del mundo, que abarca y equilibra las contradicciones que

colman este mundo nuestro de la experiencia, en una armonía para

nosotros impenetrable e incomprensible. En el libro de Job y en los

Proverbios se elogia a esta sofía celestial con himnos hiperbólicos.

Por supuesto, es claramente distinta de Dios y únicamente su pri-

mera obra, colocada al inicio de su camino creador; pero, al mismo

tiempo, la rodea un aura de misterio. A los ojos de todo viviente

está escondida; el abismo y la muerte dicen: de ella sólo hemos

oído un rumor. (...) Muy distinto es el puesto del pensar de Dios en

la concepción de Dios en Aristóteles, la que más intensamente ha

provocado y confrontado la teología medieval. El Dios de Aristóteles

no es en modo alguno creador; le falta este momento, crucial para

las religiones monoteístas. Es el eterno motor inmóvil de un cosmos

cuya suprema entelequia él constituye, pero no produce. No piensa

la creación, no piensa el mundo; lo último que Aristóteles se atreve

a decir de él es que se piensa a sí mismo. Ese “pensar del pensar”,

esa potenciación del pensar en sí mismo es la que ha jugado tan

gran papel en la historia de la religión en su confrontación con Aris-

tóteles. A los teólogos se les entrega aquí, como herencia preciosa,

una determinación intelectual de Dios. A un Dios que se piensa a sí

mismo y cuyo pensar no tiene otro objeto distinto de su propio pen-

sar ¿podrían concebirlo los teólogos como un Dios que al pensarse

a sí mismo produce el mundo?»337.

337 g. ScHolem, Conceptos básicos del judaísmo. Dios, Creación, Revelación, Tradición, Salvación (Madrid

1998) 27-28. El gran pensador judío Franz rosenzweig dirigía, cincuenta años antes, en La Estrella

(1921), una crítica de igual contenido al Dios incorpóreo de Aristóteles: «Su divino pensamiento del

pensamiento es pensamiento tan sólo, justamente, del pensamiento. Se rechaza explícitamente y

por principio que pudiera ser también pensar de lo impensable: el pensar divino sólo puede pensar

lo óptimo, o sea, a sí mismo. Este acosmismo de su metafísica la hace, sin embargo, incapaz del ren-

dimiento que ella tenía que aportar. como doctrina de la causa final, tenía que exponer el principio

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En relación a esa pregunta formulada por g. Scholem, y yendo

más allá de lo que él afirma, la libre producción del mundo por parte

de un Dios que es nÒhsij no»sewj aunque esto no agota la realidad

de su esencia, justamente en su acto de pensarse a sí mismo y,

por tanto, de autocausación, puede ser entendida al menos de dos

maneras diversas. Primera, producción del mundo por parte de Dios

como ideación de aquel y como libre plan o designio de Dios sobre

el mundo ideado; así entendida, la actividad creativa de Dios sería

totalmente inmanente a él mismo. Segundo, que Dios, en su acto de

pensarse a sí mismo, produzca también el mundo como voluntaria

donación fundante de la realidad de todo lo que es distinto de él, por

la cual lo-distinto-de-Dios vendría a tener consistencia en sí mismo y a

ser de suyo; así entendida, la actividad creativa de Dios sería también

una actividad ad extra. Que la libre actividad creativa de Dios, tanto

tomada en el primer sentido como en el segundo, coincida con el acto

de pensarse a sí mismo es lógicamente posible, no repugna a la razón,

pero no tendría por qué ser de hecho así. Pienso que la clarificación

de todo ello y la posibilidad teológica de reformular el aspecto de

Dios destacado por Aristóteles, su esencial pensarse plenamente a sí

mismo, abriéndolo a la libre creación del mundo por el poder todo-

poderoso de Dios, se da en su despliegue máximo en la revelación de

Dios en Jesucristo, pues en Jesucristo, afirma Saulo de Tarso, Dios «nos

ha dado a conocer el misterio de su voluntad, conforme a su beneplá-

cito, que se propuso en él, para realizarlo al cumplirse los tiempos»338,

y porque en Jesucristo Palabra eterna de Dios, imagen de Dios

invisible y primogénito de toda criatura «fueron creadas todas las

cosas del cielo y de la tierra, las visibles y las invisibles; los tronos, las

dominaciones, los principados, las potestades; todo fue creado por él

y para él»339.

del mundo; pero, a consecuencia de su esencia puramente metafísica, es principio únicamente de sí

misma» (F. roSenZweig, La Estrella de la Redención (Salamanca 1997) 94-95).

338 San.PaBlo, Carta a los Efesios, 1,9-10a.

339 ID., Carta a los Colosenses, 1,16.

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más allá de aristóteles:

un análisis metafísico del

entendimiento

David Torrijos castrillejoFacultad.de.teología.San.dámaSo.-.madrid

Aunque santo Tomás de Aquino asume multitud

de enseñanzas de Aristóteles, señala particularmente como uno de

sus grandes aciertos la identificación de ser y entendimiento en Dios.

Poniéndonos en las mientes del santo doctor, vamos a tratar de con-

siderar los frutos de este pensamiento para la filosofía, buscando qué

aporta este a la afirmación del Estagirita. No pretendemos demostrar

de modo escolástico la afirmación de Aristóteles. Sólo la asumimos

como principio de nuestra reflexión, admitiéndola sencillamente

como verdadera. Ahora bien, si Dios es pensamiento que versa sobre

sí mismo merece la pena prestar detenida atención a este atributo

divino. ¿Qué características posee el entendimiento para que tenga

relevancia su predicación respecto de Dios?

La filosofía que en la modernidad más ha inflado la razón es sin

duda el idealismo. Esta filosofía acaba subordinando los contenidos

materiales del pensamiento al pensamiento mismo, de manera que

lo formal prevalece sobre lo que denominan material y al final acaba

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apareciendo un conflicto entre la naturaleza y el sujeto. No ya sólo la

naturaleza como conocida sino incluso como poseída.

El sistema de pensamiento clásico, por el contrario, no comienza

su reflexión por el problema del método ni por las condiciones de

posibilidad del conocimiento, sino que comprende el tema del enten-

dimiento más bien como contenido de sus estudios. Esto permite la

concepción de este como parte de la naturaleza. La inteligencia de los

seres racionales es algo que se sigue de su esencia. No posee existen-

cia autónoma, sino que inhiere en tales entes como forma accidental

que sobreviene al ser de estos entes. o sea, el entendimiento humano

es cierta naturaleza finita con categoría de accidente.

Esta perspectiva de investigación nos orienta hacia un análisis

metafísico del entendimiento. El estatuto ontológico de este, según lo

que venimos diciendo, sería pues el de un accidente que perfecciona

una substancia cuya naturaleza es racional. Esto significa la distinción

entre el ser inteligente y el entendimiento mismo. Lo cual es propio de

los seres finitos cuyas perfecciones se siguen de su esencia pero son

distintas de ella. Por tanto, entre los seres finitos existiría el entendi-

miento pero no de forma subsistente, sino como perfección.

Hay también otras corrientes filosóficas que parecen minusva-

lorar el entendimiento, considerándolo como un instrumento cuasi

mecánico para obtener datos en orden a la acción. Por consiguiente,

únicamente aventajaría a los sentidos en que sus informaciones

podrían ser utilizadas en mayor número de casos, a costa de alejarse

de la realidad misma que palpan los órganos sensoriales. No obstante,

tal distancia impide conocer las cosas tal cual son, excepto una vaga

y remota abstracción de ellas. Por el contrario, según la reflexión aris-

totélico-tomista, el entendimiento es una potencia capaz de conocer

la realidad que subyace en cada ente. Así pues, la actividad propia del

intelecto atañe directamente a la ontología. El entendimiento es la

capacidad de percibir el ser. Tal es el objeto de esta potencia.

Todo acto de conocer es desmaterializador de una forma

externa al cognoscente. Es decir, a través de cualquier noticia, un

cognoscente puede hacer suya una forma ajena de un modo peculiar.

No recibe la forma como si esta subsistiera en él, sino como perfec-

ción cognoscitiva. Pero el entendimiento es la potencia que es capaz,

a través de un proceso activo y reflexivo, de recibir cualquier forma,

mediante una máxima desmaterialización, puesto que acoge esta

como ente.

Ahora bien, la condición de entidad de cualquier ser no es algo

secundario en él, sino que es precisamente lo más íntimo que tiene.

Por tanto, si el entendimiento es la capacidad de desmaterializar el ser

de modo que el cognoscente pueda poseerlo como conocido, esto

significa que esta potencia les permite a los seres racionales enriquecer

su propio ser con perfecciones externas. Existe pues en la realidad un

modo de gozar de la entidad ajena. En otras palabras, es posible la

comunicación del ser, hay una vía por la cual se pueden alcanzar nue-

vas formas de unidad.

Estas reflexiones nos han llevado a estudiar el entendimiento

en su perspectiva adecuada, es decir, desde el punto de vista de la

ontología. Hemos visto que la materia de nuestra investigación lo

reclama por dos razones. Primero, porque el intelecto mismo goza de

cierta entidad. Segundo, porque se trata de la capacidad de conocer

al ente. Por tanto, el entendimiento debe ser estudiado mediante un

análisis metafísico en que el objeto sea la capacidad intelectual.

Además, si nos detenemos en la condición del entendimiento

finito, podemos observar que este es una cualidad ontológica singular.

Verdaderamente, el conocimiento ya merece especial atención como

cualidad, puesto que permite la comunicación de formas ajenas, en

cierto modo desmaterializadas. Pero el entendimiento es una capaci-

dad por completo inmaterial, puesto que abstrae toda particularidad

de orden corporal, de manera que significa una aprehensión de la

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forma de manera espiritual. Esto debe ser subrayado porque también

el acto de ser es en sí mismo inmaterial.

Pensemos esto mismo más detenidamente. Es verdad que

las cosas corporales son realmente materiales y que lo son debido a

su esencia. No podría haber un cuerpo cuyo ser fuera espiritual y la

materia cayera en él como un accidente. Sin embargo, lo que permite

al cuerpo ser inteligible es su actualidad, puesto que sólo el acto es

comunicable. Es decir, el entendimiento sólo aprehende el concepto

en la medida en que capta elementos formales y actuales. Lo cual

no quiere decir que el entendimiento conozca la existencia mas no la

esencia, puesto que el ser es uno, si bien compuesto. Además, cuando

se conoce la esencia de algo, se conoce también la materia y no sólo

la forma. Es decir, el concepto de un cuerpo abarca también la pose-

sión de materia por parte de este. Pero la materia en sí misma y por

sí misma es inasible. Sólo puede caer en el conocimiento en virtud de

algún elemento formal. Es un escolio clásico que la materia prima es

de suyo incognoscible.

Esta reflexión nos permite considerar que todos los seres

poseen un rasgo inmaterial, que es su existencia en acto. Lo cual no

quiere decir que esté entendiendo que el espíritu sea el acto y la mate-

ria sea la potencia. Podría uno confundirse al pensar que en el com-

puesto humano son correlativos el alma a la existencia y el cuerpo a

la esencia. Esto sería un terrible error. Primero, porque la composición

de alma y cuerpo se produce entre una forma substancial y la materia

prima. De modo que el cuerpo no es una substancia de suyo, sino

que sólo es una substancia mientras permanezca informado por un

alma. o sea, que el hombre es el cuerpo humano animado. Segundo,

porque la esencia y la existencia no pueden comprenderse como entes

reales, sino más bien como las partes elementales de la composición

de los entes finitos. Además, la condición de sujeto cognoscente que

poseen los seres racionales es otorgada en virtud de su esencia, que

tiene carácter de potencia, como el cuerpo.

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Estas reflexiones nos permiten sin embargo acercarnos a lo

que queríamos llegar, a saber, que en cuanto todo ente está en acto,

está participando del ser. Y esa actualidad es lo que permite al enten-

dimiento conocer a los entes. Porque el entendimiento posee como

objeto el ser.

Antes de continuar, debemos aclarar que la comprensión del

ente compuesto de existencia y esencia no debe hacernos pensar en

un acto de ser indeterminado que es configurado en cada caso por la

esencia. El ser, entendido como existencia, tampoco es una realidad

infinita y subsistente que ulteriormente viniera a ser perfeccionado

por esencias finitas. Ambas posibilidades no comprenden el ser en su

realidad, puesto que tan sólo lo entienden como existencia, al margen

de su esencia. El ser real sólo existe con determinada esencia, sin que

ello obste para que en Dios la esencia consista precisamente en la

existencia. Si se considerase el ser según la segunda posibilidad que

planteábamos, como una realidad infinitamente actual determinada

por las esencias, entonces estaríamos cayendo en el error de alterar el

orden de la composición. Es decir, es la existencia la que pone en acto

a la esencia; de otra manera se comprendería la existencia como un

ente completo determinado por una esencia que sólo podría caer en

tal acto de ser de modo accidental, o sea, como acto segundo. cosa

que contradice la definición de esencia de la que se parte, pues la

esencia se comporta como potencia. Además, tan sólo cabe pensar en

un modo de existencia que subsista por sí misma, según el modo de

describir el ser que hace la orientación metafísica que seguimos; este

modo de existencia es el de Dios. El acto de ser de Dios no actualiza

ninguna esencia finita, sino que, por el contrario, consiste de modo

simple en una esencia infinita, de forma que su esencia es la misma

existencia. Ahora bien, siendo una esencia de tal calidad, ¿cómo sería

admisible la actualización de la misma mediante formas accidentales

que la perfeccionasen? ¿Acaso una esencia infinita, que abarca toda

virtualidad entitativa, podría recibir alguna perfección que no le sea ya

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propia? Por consiguiente, no cabe comprender el ser como una reali-

dad determinada por las esencias.

Este error también se puede explicar por una confusión de pla-

nos de investigación. No se puede entender el ser real como si de un

concepto general se tratara. En tal caso, estaríamos ante una realidad

indeterminada que viene a tomar forma concreta al gozar de diferen-

tes determinaciones, del mismo modo que las razones que el género

expresa se ven comprendidas en él, pero no manifiestan su ser especí-

fico hasta que este no es perfeccionado por una diferencia.

Decíamos que nuestro objeto de estudio era el entendimiento

y, aunque tomamos una perspectiva metafísica, podría parecer que

hemos abandonado nuestro tema para internarnos en una investi-

gación exclusivamente ontológica. Sin embargo, esto no es del todo

así. Estas digresiones se ven justificadas por el hecho de que nues-

tra reflexión quiere extender la noción de intelecto a la divinidad.

Buscábamos señalar en este punto una correlación aparentemente

inocua, pero que nos parece de gran relevancia. En primer lugar,

hemos afirmado que el entendimiento humano era un accidente que

perfeccionaba la substancia. Pero tal afirmación tan sólo posee vali-

dez entre los contingentes, puesto que el ser divino abarca todas las

perfecciones, y si se predica el entendimiento de él ha de hacerse res-

pecto a su acto de ser simplicísimo. De otra manera, habría que admi-

tir la presencia de un accidente en Dios, cosa que, como hemos visto,

repugna su naturaleza. El entendimiento en Dios tampoco puede ser

una potencia, como ya afirmaba Aristóteles, puesto que entonces su

intelección podría estar en acto o no y entonces sería contingente. Si

eso fuera así, no podría producir un acto de entendimiento divino,

omnicomprensivo, puesto que toda actualización de una potencia ha

de ser finita. Por tanto, si se predica el entendimiento de Dios, ha de

hacerse de modo simple, abarcándolo en su esencia. Esta afirmación

puede parecer de poco peso, puesto que el entendimiento no es la

única perfección que en los entes finitos tiene categoría de accidente y

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que sin embargo en Dios cae en su esencia. Pero la relevancia de esto

vamos a descubrirla a continuación.

La otra afirmación a la que hemos llegado al considerar la

ontología divina es la identificación de su esencia y su existencia. Los

entes finitos son contingentes porque en su mismo ser está presente

la potencia. Son, pero podrían no ser. Su esencia, se ve actualizada

por la existencia. No hay ningún contenido en su esencia que los lleve

a existir por necesidad. Sin embargo, la esencia divina consiste en la

existencia de Dios. Dios no puede no existir. El hecho de su existencia

no es contingente, sino necesario, determinado por su esencia misma.

Esto no es una imposición lógica, sino un hecho ontológico incontes-

table. Dios existe en un acto puro, subsistiendo simplicísimamente en

unidad de esencia y existencia. El acto de ser por el cual existe es de

tal magnitud que contiene en sí mismo tanto la existencia como la

esencia, sin composición alguna. Esto indica que este ente subsiste

con una esencia realmente singular, puesto que es infinita, y por tanto

agota todas las perfecciones.

Sobre esta segunda conclusión, vamos a extraer un corolario,

antes de seguir con nuestro discurso. Volvemos a reflexionar sobre el

ser, tal como lo habíamos hecho antes al detenernos en la composi-

ción de esencia y existencia de los entes finitos. La distinción científica

entre existencia y esencia nos podría llevar a la confusión sobre la

naturaleza de estos elementos constitutivos del ente. Podría parecer

que la existencia es sencillamente el hecho de que tal o cual esencia

exista. Así, la existencia sería algo idéntico entre todos los entes reales

mientras que las esencias serían variables. Nada más lejos de la teoría

del acto y la potencia. cada composición entre acto y potencia genera

un ente nuevo y singular, donde no se puede suponer una preceden-

cia cronológica de estos elementos. Para comprender la relación entre

esencia y existencia hemos de acudir a la comparación entre la poten-

cia y su acto. Por eso debemos entender que la existencia de cada ente

es singular en función de la esencia que lo determina materialmente.

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No cabe pensar en algo así como una especie lógica de existencia, que

se predica de los singulares, porque, como hemos indicado, ni la exis-

tencia ni la esencia son entes completos, luego no cabe más que un

acercamiento indirecto a ellos.

Si nos fijamos en Dios, el contenido semántico de nuestro con-

cepto de existencia y de esencia es rebasado por completo. Advertimos

que nos hallamos ante la unidad de la existencia con el acto de ser, no

adquirida por composición sino nativa a ambas. Podemos decir que

la esencia de Dios es existir, pero también es admisible pensar que la

actualidad del ser divino es tal que su acto de ser disfruta de la presen-

cia de todas las perfecciones. Esto nos lleva a afirmar la peculiaridad

de la esencia y la existencia en cada ente, pero también nos lleva a

nuevas reflexiones sobre lo que conocemos como ‘existencia’.

Es cierto que la metafísica puede caer en el error de pivo-

tar continuamente en torno a la esencia, de modo que se acaba

marginando la existencia al campo de lo que sucede de hecho. Sin

embargo, las investigaciones metafísicas que tenían como propósito

centrar su atención en la actualidad del ente han sucumbido en unas

aporías difíciles de resolver.

Tratemos pues de mirar de nuevo el ser, considerándolo ante

todo en su dimensión actual. De hecho, se da el ser divino, ente que es

todo acto, en el cual no cabe resquicio alguno de potencialidad. Esto

nos advierte respecto a toda la ontología sobre algo de gran relevan-

cia. Es verdad que los entes están determinados en gran medida por

el elemento potencial, su esencia, que es la que configura su modo

característico de ser. Sin embargo, lo que resulta radical es su exis-

tencia, puesto que es ella la que actualiza la esencia. Es la omnímoda

perfección de la existencia de Dios la que le permite gozar de todas las

actualizaciones posibles, otorgando así al ser divino una esencia infi-

nita. De este modo, la esencia no puede ser vista como una dimensión

del ente que viene a limitar la existencia sino más bien es la que hace

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posible que la existencia sea perfecta. La esencia de Dios es existir y

ello provoca una existencia que consista en la máxima actualidad.

Pero no olvidemos cómo hemos llegado hasta aquí. Andábamos

reflexionando sobre la ontología por razón de la identificación en Dios

de esencia y existencia. No obstante, señalábamos que existe en Dios

otra coincidencia de bastante relevancia, que es la que hay entre su ser

y su entendimiento. ¿Será verdad que no hay que dar mayor impor-

tancia a este hecho y que quizá deberíamos ignorarlo porque también

en Dios coincide su ser con su voluntad o su bondad, o su belleza? No

obstante, el Filósofo sentencia que la esencia de Dios es pensamiento,

pensamiento que se piensa a sí mismo. Tratemos pues de cosechar

todo el fruto que podamos de esto.

recordemos en este punto un principio fundamental de la doc-

trina sobre el entendimiento, a saber, que el entendimiento conoce

en cuanto algo está en acto. A veces la penetración ontológica del

entendimiento que hemos reivindicado se suele entender como si

aprehendiera idénticamente las esencias de los entes. Sin embargo,

la filosofía clásica siempre insistió en la debilidad del entendimiento

para formarse adecuada idea de las cosas conocidas, de modo que se

hacen necesarias sucesivas aprehensiones para comprender una esen-

cia de modo completo. Sin embargo, resulta muy enjundiosa la capa-

cidad del entendimiento de captar el ser si se considera desde el punto

de vista del acto. Efectivamente, el entendimiento puede conocer un

ente sólo en cuanto está en acto. Nada más que la actualidad de un

ente puede emprender el proceso cognoscitivo. Además, el acto no

sólo está en el principio del conocimiento, sino también en su término,

porque el concepto generado por la intelección también actualiza la

potencia intelectiva. Por eso decíamos que la facultad intelectual de

los seres racionales permitía el enriquecimiento ontológico de estos.

Se ve claro, puesto que el ser de los entes racionales puede recibir

virtualmente la entidad de otros seres. Es verdad que la aprehensión

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cognoscitiva no es una recepción del ser mismo de los otros entes,

pero no obstante significa una nueva actualización de la substancia.

Ahora que tenemos esto sentado, podemos inspeccionar cómo

sea el entendimiento en Dios. una vez que hemos visto cuál es la

naturaleza divina, que consiste en acto puro, y hemos sentenciado

que goza de entendimiento, hemos de ver cómo casan una idea y

la otra. En primer lugar, nos hemos tomado cuidado de mostrar que

el entendimiento divino no puede entenderse como una potencia ni

como un acto segundo, sino como el mismo ser subsistente de Dios.

Dios es entendimiento. Además, hemos visto que el entendimiento

consiste en la actualidad. Es verdad que entre los hombres es una

potencia, pero en realidad ejerce su función en cuanto está en acto.

Y es precisamente en cuanto está en acto que se produce el ejercicio

de su virtualidad ontológica. Si afirmamos esto, nos vemos obligados

a inquirir cuál puede ser el objeto del pensamiento divino. Podríamos

creer que trataría de conocer realidades distintas de él, pero nos

damos cuenta de que todo cuanto de actual y de formal pueda existir

fuera de Dios, también ha de estar en acto en su ser perfectísimo.

Por tanto, sólo cabe una conclusión: Dios es entendimiento, que se

entiende a sí mismo.

Esta sentencia, que es el núcleo de nuestra investigación, gana

una gran riqueza si se entiende en el contexto en que se desarrollan

nuestras reflexiones. Si el entendimiento recibe una participación del

ser de lo que conoce, y si Dios lo que conoce es su propio ser, esto

significa que el acto del entendimiento divino, que ha de ser simple,

coincide con su propio ser. Tal cosa no nos extraña, puesto que ya lo

habíamos concluido antes. Sin embargo, esta coincidencia no es tan

sólo el resultado estrictamente lógico de la comparación de nuestros

conceptos. En realidad, esta identificación entre el ser y el entendi-

miento en Dios resulta nuclear. Pensemos en la otra relevante identi-

ficación que se produce en Dios. Decíamos que en Dios es lo mismo

su existencia que su esencia. Pero esto significa que ambos conceptos

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se ensanchan para admitir a un ser infinito, de forma que su conte-

nido se torna inefable para nuestro discurso. Aunque no podamos

comprenderlos, sí que podemos conocer algo de ellos, y nos es lícito

afirmar que la existencia en Dios es de pura actualidad y la esencia es

infinita, y que todo esto sucede de modo simple. Algo semejante ocu-

rre con el concepto de entendimiento. Si pensamos que entender es

tan sólo un acto segundo, apenas apuntamos hacia la radicalidad del

acto de entendimiento divino. El entendimiento divino es acto puro,

como no puede ser de otra manera. Por eso, ese acto de inteligencia

es máximamente cognoscitivo.

Pero pensemos esto más despacio. Precisamente por ser en

grado máximo una intelección, en que todo cabe y todo está en acto,

está plenamente lleno de actualidad entitativa. Todo acto de entendi-

miento finito es, ontológicamente, un acto segundo, la acogida del

ser de otra cosa de modo participado en el cognoscente. Pero aquí

tal acto es perfecto, es decir, el entendimiento de sí que tiene Dios es

tan acabado que otorga actualidad a su propio ser. Si esto cupiese en

ontología, Dios se daría a luz a sí mismo. Pero también puede verse al

revés. El acto de ser divino es de tal riqueza que goza en sí mismo de

la virtud intelectiva.

Esta coincidencia nos está llevando a valorar de una manera

nueva tanto el entendimiento como el ser. Por ello, vamos a volver a

las consideraciones precedentes sobre el entendimiento para ver cómo

esto aporta una novedad y después trataremos de fijarnos en el ser, a

fin de considerar cómo nuestra idea acerca de él se ha visto enrique-

cida.

Pues bien, si pensamos detenidamente la noción de acto como

principio de intelección, nos damos cuenta de que el entendimiento

constituye en sí mismo un medio inmaterial de comunicación. La

comunicación que se lleva a cabo por el entendimiento da la impresión

de ser un tipo de unidad real bastante ligero, sobre todo si aludimos a

la comunicación de ideas entre seres racionales mediante el lenguaje,

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que permite la transmisión de conceptos y juicios. Pero nosotros nos

referimos también a aquella especie de comunicación que se produce

entre el cognoscente y lo conocido. cuando el entendimiento se pone

en acto en virtud de la entidad conocida, y cuando admite en sí una

representación suya, en realidad, se está produciendo una comunica-

ción del ser.

Para entender esta comunicación inmaterial, quizá resulte más

sencillo hablar de una transmisión del ser entre cuerpos. Si pensamos

en dos masas de un fluido que se ponen en contacto, vemos con cla-

ridad que existe una comunicación entre ellas, puesto que, de hecho,

han desaparecido ambos volúmenes para que subsista sólo uno.

Podemos pensar también en una actividad de la vida vegetativa como

la nutrición. Mediante los distintos modos de alimentación que poseen

los vivientes, se produce la comunicación de un elemento formal que

procede del alimento y que recibe el ser vivo. Nos referimos a la canti-

dad. En este caso, incluso la materia prima signada por esa cantidad se

transmite. Igualmente sucede en los sentidos. gracias a ellos, el sujeto

es capaz de hacer suya una forma externa. Los sentidos, cuanto más

ínfimos, proporcionan a la vez mayor inmediatez con la cosa conocida,

de forma que la comunicación es más material, y, por tanto, parece

más real, menos virtual. Pensemos por ejemplo en el tacto, para cuyo

acto ha de darse una contigüidad entre los cuerpos. Mientras que los

sentidos más remotos de la materia, como la imaginación o la cogita-

tiva, se alejan de la realidad de la cosa conocida en cuanto subsistente,

aunque se acerquen más a su esencia.

ciertamente, sería comunicación la recepción de las formas

en el cognoscente, aunque no nos parezca tan claro como cuando

vemos que dos cuerpos comunican un elemento tan íntimo a su

esencia como es la materia prima. Sin embargo, esta limitación de

nuestro entendimiento no significa que la realidad que percibimos en

su naturaleza no tenga relevancia. ciertamente, por el entendimiento

se comunica el ser. Sin embargo, la fragilidad de nuestro intelecto para

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captar el ser en toda su riqueza quizá se deba a su situación prima-

riamente potencial. Es sabido que el entendimiento humano es una

potencia. Lo cual indica que no siempre está en acto. Por otra parte, la

entidad se comunica en tanto está en acto. Así pues, la necesidad de

sucesivas actualizaciones por parte del entendimiento finito lo hacen

difícilmente susceptible de recibir el ser.

Pero en estas páginas tratamos de comprender cómo goza Dios

de entendimiento. Si Dios es inteligente de manera máxima, como

hemos dicho, aquella comunicación de ser que se espera del enten-

dimiento no consiste en una participación de formas, sino en mucho

más. En realidad, el único acto de entendimiento divino coincide con

su mismo ser. o sea, que el acto del entendimiento divino es perfecto

como entendimiento y por tanto es realísimo. recibe en sí todo el ser

divino, pero ni tan siquiera lo posee potencialmente en ningún sen-

tido, puesto que ese acto de inteligencia es acto puro. Es la concep-

ción del ser tal cual es en verdad, originalmente subsistente.

Siendo Dios acto puro, no podría no conocer, puesto que el

entendimiento percibe tanto más cuanto más esté en acto. Es decir,

no cabe ninguna realización mejor del intelecto que esta, aquella en

que el acto de conocer es tan perfecto que es el mismo acto de ser.

Por eso aludíamos antes a la idea de comunicación. La comu-

nicación del ser que permite el entendimiento divino consiste en la

misma actualización del ser divino. como ese ser divino es acto puro

y como algo es tanto más inteligible cuanto más está en acto, es un

ser perfectamente inteligible. Por eso su entendimiento es perfecto,

porque el acto simple de entendimiento es idéntico al mismo acto de

subsistencia.

con estas reflexiones estamos acercándonos a un concepto de

entendimiento más nutrido que aquel del cual partíamos. Ahora que

hemos considerado cómo es el entendimiento divino, podemos afir-

mar que el entendimiento originario es antes actual que potencial, y

por consiguiente consiste en una comunicación del ser de lo conocido

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tan perfecta que coincide el ser real subsistente con el ser conocido.

El entendimiento arquetípico no es principalmente una manera de

poseer el ser virtualmente, sino según su subsistencia real.

Ahora detengámonos en la noción de ser a la que estamos

llegando una vez que hemos considerado que en el único ente cuya

esencia es existir se da identidad entre ser y entendimiento. Antes,

la coincidencia entre existencia y esencia en Dios nos ha llevado a

concebir el ser primariamente como acto, a la vez que se iluminaba

una idea de esencia que no apela tanto a la limitación sino más bien

a la riqueza entitativa. Ahora que tratamos de fijarnos a la vez en la

identidad entre ser y entendimiento, podemos llegar a resultados más

enjundiosos.

Puesto que esto es así, el ser ya no deberá ser considerado

primariamente como una realidad ciega, que significa la base sobre la

que se funda la capacidad de conocer de los seres racionales. Así es

como sucede entre los seres finitos que, axiológicamente hablando,

primero son y después piensan. Sin embargo, en el ser divino, se iden-

tifica el acto de ser con la inteligencia. o sea, que en el mismo acto

en que subsiste, también se entiende a sí mismo. De lo cual se deduce

que en este ser la conciencia se da, no como algo en la naturaleza

junto con otras muchas realidades, sino que es la misma naturaleza

de este ser inteligente. Este entendimiento no puede conocer su ser

como una realidad distinta de sí, precedente, ni tampoco conoce nin-

guna otra realidad fuera del concepto que tiene de sí mismo.

Esto nos hace pensar que, al igual que el entendimiento ori-

ginario conoce la cosa según su modo real de ser, así el acto de ser

primario, absoluto, perfectísimo, el que abarca toda la virtualidad a

la que se extiende la entidad, no puede dejar de ser intelectual. El ser

perfecto es naturalmente entendimiento. o sea, la forma más origina-

ria de ser es el entendimiento.

Esto supone una revolución para nuestro concepto de inte-

lecto. Nosotros formamos las ideas a partir de lo mejor conocido, a

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saber, los cuerpos. En ellos el ser no es ni puede ser inteligencia. A

lo mas, cabe una forma ulterior de conocimiento que permite cierta

participación del ser ajeno. Pero ya caen estos actos segundos fuera

del ser en que subsisten. El acto de ser de los entes finitos nunca es en

sí mismo inteligente. La inteligencia siempre está poseída como algo

ulterior al ser. No cabe pensar en un entendimiento que no inhiera en

una realidad previa a sí mismo. Tampoco es posible imaginar un acto

de ser que sea capaz de entender en sí mismo, sin recurso a otros

actos. Esto, que resulta imposible en el ser finito, es la característica

propia del ser perfectísimo.

De lo que hemos expuesto, sacamos dos conclusiones verda-

deramente llamativas. Primero, que el entendimiento tal como existe

en su origen no conoce una cosa distinta de sí, ni siquiera se conoce

a sí mismo mediante una representación de sí, sino que su acto de

conocimiento coincide con el ser de la cosa conocida (no queremos

ser idealistas, sólo queremos decir que todo lo distinto de sí que Dios

conoce lo conoce en su propio ser). o sea, lo conocido, en este enten-

dimiento, subsiste en el cognoscente realmente, según todo su ser

natural.

La segunda conclusión es que la manera más perfecta de ser

no es ciega. El ser, según su modo radicalmente más acabado, no es

mera subsistencia, puro hecho, sino primordialmente es conocimiento.

Ser cognoscente es la forma de subsistencia más perfecta, pero no

como una perfección recibida sino como puro acto de existencia. Lo

cual dice mucho de la idea de existencia y de actualidad: la existencia,

el acto de ser, no es primordialmente fáctica, sino más bien autocons-

ciente.

Esta es la reflexión fundamental que queríamos aportar, a saber,

una nueva mirada a los conceptos de ser y de entendimiento gracias

a las reflexiones del Estagirita. Sin embargo, no podemos menos de

hacernos preguntas. Si el ser originario es así, ¿cómo podemos enten-

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der la existencia de otros entes?, ¿cómo explicar una disimilitud tan

grande?

¿cómo puede tener sentido la puesta en el ser de entes contin-

gentes? Estos seres no pueden disfrutar del entendimiento en su pro-

pio ser, se ven abocados a una existencia limitada. Su ser es ignorante

de sí, no es susceptible de entenderse a sí mismo. Y, aún si se les con-

cede participar de entendimiento, este sólo les permite relacionarse

lógicamente con otros seres, pero nunca les permitirá la comunicación

de la entidad misma. Parece, desde este nuevo punto de vista, que la

finitud de los seres contingentes es más lacerante aún, puesto que casi

parecen desnaturalizados tanto el acto de ser como el entendimiento.

Sin embargo, si se miran las cosas más cuidadosamente,

podemos fijarnos en que las criaturas son participaciones de distintas

dimensiones del ser eterno que son en sí mismas positivas. Las diferen-

tes formas de comunicación entre entes materiales a las que aludía-

mos antes construyen formas más logradas de unidad y por tanto de

perfección en el ser.

Pero en este momento aludimos principalmente a los seres

racionales, los cuales poseen conciencia de su propio ser y del de los

demás y entran en relación con los otros entes de una forma especial.

De algún modo pueden unirse a todo ente finito, en virtud de sus

entendimientos.

Ahora bien, esta peculiaridad de los seres racionales, habiendo

visto lo que significa originalmente poseer entendimiento, nos incita a

preguntarnos si no existirá algún medio de extender esta forma origi-

naria de ser y de entender a tales seres.

resulta difícil dar respuestas a estas preguntas tratando de

seguir un camino ascendente, que parta desde las criaturas. En rea-

lidad, nosotros hemos llegado a estas novedades respecto al ser y al

conocer mediante un camino inverso, que se iniciaba pensando en

cómo se dan aquellos en Dios. Tratemos de considerar más bien qué

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sentido puede tener para Dios la subsistencia de ciertas participacio-

nes de su ser fuera de sí.

Si consideramos el problema desde el punto de vista divino

vemos que, al crear los entes finitos, Dios está abriendo en la ontolo-

gía un campo nuevo, el de los seres que subsisten fuera de él. Si pen-

samos que Dios es entendimiento que versa sobre sí mismo, entonces

juzgaremos con certeza que, de conocer estos seres, no podrá hacerlo

sino en sí mismo. Pero esto es una alteración del modo originario de

entendimiento, que consistía precisamente en que su objeto subsis-

tía en el sujeto. Esto sí es realmente sorprendente. El entendimiento

divino, que parecía caracterizarse por tener en sí aquello sobre lo que

versaba su inteligencia, ahora conoce realidades extramentales.

A partir de esta novedad, cabría hacerse otra pregunta. Puesto

que el entendimiento es la capacidad de comunicar con el ser de entes

distintos del cognoscente, y aquí se da un caso en que existen seres

realmente diferentes del entendimiento divino, ¿no podrá este enten-

dimiento hallar los cauces para que esta comunicación no sea sólo

gnoseológica sino también ontológica?

Hemos de decir que el modo de conocer los entes distintos de

sí que tiene Dios es muy distinto del que tiene el entendimiento finito.

Pues este recibe una forma que no es y que le viene de fuera como

novedad. Sin embargo, el entendimiento de Dios conoce las cosas de

modo arquetípico, como autor de ellas. Además, este conocimiento es

también el fundamento de la actividad creadora.

respecto a la pregunta que nos hacemos, podíamos responder

que no hay necesidad alguna de entrar en ninguna comunicación

mayor puesto que la misma creación ya significa una conservación que

habla de dependencia en el ser. o sea, que hay una verdadera trans-

misión del ser en la base de la existencia de los seres contingentes.

Se observa una dependencia real tanto respecto a la existencia como

a la esencia. La existencia creada depende de la puesta en acto de la

creatura por el creador, mientras que la esencia depende de la imita-

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ción de la esencia divina. Ambas son dimensiones que hacen relación

al entendimiento, la primera en cuanto este es acto y la segunda en

cuanto este es forma y razón. Además, el ser, tanto en su actualidad

como en su condición de perfección, reside en Dios de modo perfecto.

No hay nada en el ser de la criatura que pueda añadirle algo al ser de

Dios.

No obstante, si sostenemos un madurado realismo respecto a

la subsistencia de los entes fuera de Dios, entonces debemos decir que

el ser de los entes creados subsiste realmente fuera de Dios como una

realidad distinta, por más que dependa continuamente del ser divino.

Pensemos en las consideraciones precedentes respecto a la

esencia y la existencia. Decíamos que íbamos a tratar de apoyar la

metafísica un poco más en la existencia. Si lo pensamos bien, aunque

la esencia de los seres finitos se halle en Dios de modo perfectísimo,

esto no obsta para que esa esencia se haga realmente actual en tal

o cual ser. o sea, la actualidad efectiva de un ente es algo realmente

distinto de Dios.

Por tanto, afirmamos que a Dios, en su subsistencia omnímoda,

no es posible añadirle nada. Sin embargo, hay algo que es realmente

y que no es en Dios. Y si se mira el problema desde el punto de vista

del entendimiento, podemos decir: hay algo que Dios entiende, pero

que no existe en él.

En este momento de la reflexión ya no podemos dar más pasos

ante la limitación de nuestra experiencia. Sin embargo estas ideas

indican un problema que no conviene quede sin algún intento de res-

puesta. Quisiéramos aventurar una hipótesis. En realidad, no hacemos

sino proponer como posible solución lo que la revelación ha manifes-

tado como dato. Pero para el filósofo, todo cuanto sea posible es una

lícita hipótesis.

¿No podría Dios poner los medios para que se estrechase más

la comunicación entre esos seres, curiosamente distintos de él, y su

propio ser? Y, de ser eso así, ¿no podríamos pensar que la creación del

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entendimiento finito no es ya, posiblemente, una realización de esto

en vistas de cumplir tal objetivo? Si el entendimiento es la capacidad

de comunicar el ser, era realmente posible revalorizar la entidad de

algunos seres finitos para que ellos fueran susceptibles del ser ajeno.

Pero la comunicación que permite el entendimiento creado es muy

pequeña. Entonces, ¿no hay ninguna posibilidad de que en el mismo

entendimiento divino se dé el ser de lo conocido?, ¿no podría tam-

poco el ser divino comunicar con el ser creado?

Aquí es donde atisbamos un camino de solución a esta curiosa

situación. La naturaleza del entendimiento finito de alguna forma

reclama el conocimiento del ser en toda su virtualidad. La apertura

trascendental al ente que caracteriza al entendimiento creado llama la

atención sobre una eventual recepción de este. Tal cosa sería posible

dada la inmaterialidad del entendimiento, con tal que el ser infinito se

volcara en el intelecto finito. Efectivamente, el entendimiento finito es

una potencia susceptible de recibir incluso este acto perfectísimo. En

otras palabras, el ser racional puede llegar a ser partícipe de Dios si

este se entrega como acto a su entendimiento.

Esta posibilidad, que sólo podemos contar como una hipótesis,

puede constituir la solución al problema que hemos detectado antes.

Dios se había sometido voluntariamente a una condición de indigen-

cia, poniendo en el ser entes distintos de sí, los cuales, si bien subsis-

tían en él como el artefacto en el artífice, no lo hacían según su propio

ser numéricamente distinto del divino. Esta situación supone no sólo

una indigencia ontológica, puesto que, debido al acto de creación,

Dios pierde el monopolio del ser, sino que además nos alarma de una

alteración del modo de conocer divino, que originariamente se carac-

terizaba por la identificación real entre el cognoscente y el conocido.

El problema que existe para que Dios reciba el ser de otros

entes tal cual son en sí mismos se encuentra en las condiciones de

esta nueva forma de unidad. Para que tal comunicación se diera,

sería necesario que Dios pudiera recibir perfecciones ulteriores a su

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propio acto de ser. Mas esto es imposible, puesto que la perfección

ontológica que constituye la esencia de cada ente ya se encuentra

de modo virtual y originario en Dios. Sin embargo, si sucediese que

Dios se entregara como acto del entendimiento finito, entonces se

daría una unidad más lograda, puesto que aquella realidad finita se

incorporaría a Dios de un modo más íntimo. Así, el ser perfectísimo

divino disfrutaría de una posesión más acabada de la realidad creada,

además de la que ya goza por su pujanza causal sobre ella. Por otra

parte, esta presencia de la realidad creada en Dios vendría a acabar

la perfección del entendimiento divino que de algún modo exige la

presencia real y subsistente de lo conocido en el cognoscente. De este

modo, tal unidad nueva que se da en virtud de la comunicabilidad del

entendimiento divino viene a llevar a la cúspide de la perfección, si es

que se puede hablar así, tanto al ser divino como a su entendimiento.

Por una parte, el ser divino reuniría en sí el ser, del cual es el poseedor

nato, y por otra, el entendimiento divino gozaría de lo que conoce no

sólo de modo mental sino según su subsistencia real.

En realidad, el entendimiento divino no depende del ser de los

entes finitos para su conocimiento, sino que más bien es al contrario:

el entendimiento divino se relaciona con aquellos seres finitos que

conoce como la causa respecto al efecto. En este sentido, es connatu-

ral a este entendimiento que exista una implicación propia respecto al

ser de las cosas. Pero las criaturas a las que se les conceda ver a Dios

de algún modo son recibidas en el ser divino. Así, puesto que Dios

está directamente poniéndose como acto de sus entendimientos fini-

tos, también con ello ejerce un dominio más estrecho. Esto vendría a

rubricar esta forma originaria de subsistencia que se da in divinis por la

cual el ser es autoconsciente y el entendimiento posee en sí la realidad

misma de lo que conoce.

Esto posee consecuencias radicales también para los entes

finitos, puesto que estos se hacen consortes en el divino modo de

conocer. La transmisión del ser divino al entendimiento finito hace a

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las criaturas capaces de conocer como Dios mismo conoce. Tal cosa

se aprecia al haber caracterizado este por la recepción de lo conocido,

no de manera virtual, sino según su subsistencia natural. Pero es pre-

cisamente de esta manera como recibe el entendimiento finito a Dios

cuando este se da a conocer. gracias a la entrega de todo el ser divino,

la criatura se hace partícipe también de la manera divina de conocer.

Sin embargo, esta última consideración no es del todo correcta.

En realidad, cuando hemos reflexionado sobre el ser y el entendi-

miento divinos nos hemos detenido especialmente en la identificación

entre estos. No obstante, el ser divino no subsiste en la criatura como

lo hace en sí mismo. En este sentido, aunque se verifique la caracte-

rística de la presencia del ser de lo conocido en el cognoscente, no se

aprecia la autoconsciencia del ser, que es quizá el rasgo más singular

de la naturaleza divina. Dios es, en efecto, entendimiento que se

entiende a sí mismo.

Podríamos aventurar otra hipótesis en un último intento de

buscar uniones más acabadas que las que se dan en la naturaleza.

Para que el entendimiento se identificase con el ser, la existencia de

la cual hablamos habría de ser divina. Entonces, ¿no podemos hallar

otro plano de composición entre el acto y la potencia respecto a los

cuales se daría una unidad de mayor intimidad? ciertamente, si des-

cendemos a estratos más fundamentales de la constitución del ente.

Si volvemos a la composición entre esencia y existencia, veremos que

sería posible que Dios, que es acto puro, actualizase una esencia finita,

de modo que esta, creada, pudiera gozar del ser mismo de Dios. De

este modo, hallaríamos una verdadera criatura, puesto que su esencia

no sería divina. Mientras que, por otra parte, esta criatura poseería el

ser divino constituyendo la actualidad de tal substancia, es decir, como

existencia. Tal criatura singular existiría con el acto de ser divino y a

la vez podría gozar del entendimiento tal como es en Dios, es decir,

subsistiría con un acto de ser autoconsciente. Además, Dios haría suyo

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este ser creado de una manera aún más intensa que en cuanto causa

suya.

La reflexión cuidadosa de la afirmación de Aristóteles nos ha

ayudado a pensar una vez más en la idea de ser, llevados de la mano

del Aquinate. creemos haber puesto los ojos en la ontología sin afán

de aportar novedad alguna, pero refrescando las nociones de enten-

dimiento y de ser. Hemos considerado algo que es bastante evidente,

a primera vista, a saber, que el ser de Dios es primero en todos los

sentidos. Tal cosa supone que lo más diverso es también lo más origi-

nario. Por eso, su manera peculiar de ser resulta tan curiosa frente a la

existencia de las cosas finitas. Igualmente, en Dios, la idea de enten-

dimiento también revuelve el océano de nuestras ideas y nos permite

atender a ellas con otra perspectiva.

Además, poner la vista en el punto de vista de Dios, en rela-

ción con la entidad y el entendimiento creados, nos ha llevado a pre-

guntas que concuerdan con el testimonio cristiano de la revelación.

Igualmente aquí, la circularidad de las reflexiones enriquece tanto a

la teología como a la filosofía, del mismo modo que hemos apreciado

que la teología natural reclama una correspondencia con la ontología.

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Una primera

aproximación

Pedro José Lamata MolinaFacultad.de.teología.San.dámaSo.-.madrid

Cuando el hombre mira al horizonte intuye la gran-

deza de una armonía que pide ser descubierta y mostrada. Ante el

espectáculo inmarcesible de un cielo plagado de estrellas sólo caben el

sobrecogimiento frente a un Más Allá que parece contemplarnos apa-

ciblemente, y el anhelo sincero del corazón que pide tocar las estrellas,

alcanzarlas, sentirse parte de la magna sinfonía de un cosmos bella-

mente acompasado. La mirada del hombre que rastrea las huellas

de un orden lleno de significado en cada ser vivo, en cada rincón

del mundo, en cada latido de la tierra, se encuentra ineludiblemente

urgida a elevarse por encima de lo meramente sensible, hacia lo más

profundo del interior de lo íntimo, hacia lo más verdadero del ser de

las cosas, hacia la respuesta a la pregunta más radical: ¿por qué?

¿Por qué uno y no dos? ¿Por qué dos y no tres? ¿Por qué

agua? ¿Por qué hacia arriba y no hacia abajo? ¿Por qué ahora y no

después? ¿Por qué más rápido? ¿Por qué nunca? ¿Por qué nadie?

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¿Por qué aquí de nuevo? ¿Por qué sin vida? ¿Por qué llorando? ¿Por

qué todo no basta?

La búsqueda que pone en marcha esta pregunta, la carrera que

es suscitada y sostenida en todo momento por este interrogante voraz

y definitivo, no es un antojo de mentes frágiles o disolutas, no es un

capricho pasajero que se desarrolla en el seno de una vida acomodada

y sin riesgos radicales, como si se tratara de una erupción —si no pato-

lógica, en todo caso accidental, anecdótica— fruto de una vida ociosa

y de la falta de retos, entretenimiento o realismo. Esta búsqueda es

la marcha más propia del ser del hombre. Este movimiento es el más

propio y genuino del único ser que levantando los ojos al cielo siente

que toda su existencia es una interpelación al infinito. Del único ser

que intuye el significado de la palabra “Misterio”.

una pregunta así no puede apuntar a una respuesta sencilla,

rápida, esquemática, breve y regalada. El don del desenlace de la

carrera más esencial de la existencia toda, no puede no ser exigente,

radical, eterno. No sin mucha prudencia, serena consciencia, y medi-

tada detención, puede el ser humano pronunciar el Nombre que

desde un principio anheló pronunciar, para inmediatamente guardar

reverente silencio, como quien sabe que no puede justificar de modo

último y distinto, haber invocado tal Nombre; haber dicho racional y

libremente: Dios.

conviene, pues, antes de cualquier otra consideración, otorgar

a la propia conciencia el permiso de detenerse y tomar aliento, para

poder así pronunciar este Nombre sin desvirtuar el acto mismo en

cuanto tal, por lo que de profunda relevancia tiene para la propia vida

y su último sentido. Es claro que no de cualquier modo ni en cualquier

circunstancia podemos atrevernos a dar el paso primordial de la razón,

a sostener el corazón en el asentir fundante de todo asentimiento, a

impetrar la revelación de un horizonte de tales dimensiones y de tal

calado existencial que casi pudiéramos estar pretendiendo haber cul-

minado un camino que siempre reclama para sí la conciencia de que

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está inconcluso. El prepotente errará en la búsqueda desde el instante

mismo de la salida, pues dispuesto no está para acoger la entrega de

un bien para cuyo desvelamiento jamás puede uno considerarse sufi-

cientemente preparado.

con todo, no basta pronunciar el Nombre para haber alcan-

zado la meta que sólo comienza a intuirse en el hondón del alma con

la experiencia estremecedora de la levedad del ser, de la mediocridad

de lo meramente horizontal, del desasosiego radical de quien es con-

tingente, pasajero, limitado, mortal. Nada tan exigente para el hombre

como sostener la voz y mantener la mirada por encima del horizonte

al pronunciar este Nombre. Parece que la entera creación se reclinase

humildemente ante la vital memoria de su propio Hacedor. Parece

que los astros y los cielos todos, al resonar el eco del grito humano

y desgarrador de quien invoca, se comban en admirable adoración y

rinden su magnitud y grandeza a los pies del único Nombre que está

por encima de toda otra realidad inferior o superior. una vez más, en

la búsqueda que es urgencia y emergencia del corazón humano, es

uno mismo quien ha de justificar cómo y por qué, con qué sentido y

de qué manera ha pronunciado y se ha pronunciado frente al entero

cosmos que le rodea.

Aristóteles, estagirita del siglo V-IV a.c., no sucumbe ante la

fortísima responsabilidad que se deriva de su arrojo casi beligerante.

Su medida progresión en el desentrañar el susurro callado que late

en la propia subsistencia de cuanto es no deja de provocar estupor

e inquietud, pues hace gala de modo casi ligero de tajante claridad y

firmeza de paso. ¿Habla, entonces, de Dios? Sí. ¿Y de qué modo? De

modo último y originante. El Dios de Aristóteles no es la última pieza

de un rompecabezas casi terminado. No es una ficha de un juego per-

fecto, ni la última carta de un castillo de naipes, ni el último peldaño

de una gran escalera. No es cierto, y en ocasiones casi escandaliza

sostener aún hoy postura tan necia e infantil, que sea el último esla-

bón que hace que toda la cadena se sostenga, como el elemento —en

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último término semejante y parejo a los demás— que, ante la necesi-

dad de poner fin a la interminable procesión de férreos eslabones que

sostienen el mundo físico y material, se coloca en lo alto y tranquiliza

así la conciencia de quien sólo pretendía concluir su explicación y

descansar satisfecho de su proeza. El Dios de Aristóteles es el funda-

mento; mi fundamento1.

Los momentos del atrevimiento y la osadía, los momentos

del salto a la contemplación del Más Allá de todo lo del mundo, los

momentos en los que el filósofo griego habla de Dios, son justamente

buscados y ternísimamente acotados. En la Física, Aristóteles ofrece

toda una síntesis de los rasgos esenciales de todas las realidades natu-

rales, sembrando como el germen de todo estudio y ciencia, en este

magno tratado que aborda el porqué, el cómo, el dónde, el cuándo,

etc., de todo el movimiento2. Según va desarrollando la exposición

sobre los Principios, la Naturaleza, las causas, el fin, la necesidad, el

infinito, el vacío, el tiempo, el movimiento y el reposo, el continuo, la

magnitud y las fuerzas, se va intuyendo que el último libro tiene que

versar sobre el fundamento universal de cuanto sucede sensiblemente.

La pregunta que va sugiriéndose no es una pregunta desde una caren-

cia, sino desde una plenitud. El libro octavo no trata de llenar un hueco

vacío, sino de dar cumplida justificación de la ausencia de tal vacío.

En la Física, Dios no aparece para explicar el comienzo del

movimiento. Se pronuncia el Nombre de Dios porque el movimiento

existe eternamente. El Dios de Aristóteles no resuelve un problema

sobre el origen de la vida, o de los seres naturales, o del tiempo: no es

una causa más. Dios es el que hace posible el cambio y el orden. Dios

es aquel que suscita el movimiento y su actualidad dinámica, aquel

que posibilita un mundo en el que hay arriba, abajo, crecimiento y

disminución, en el que son posibles la generación y la corrupción, el

1 cf. Metafísica 994a17.

2 cf. Metafísica 1064a32.

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movimiento y el reposo3. Aristóteles intuye que ha de invocar a Dios

al contemplar en cada realidad, últimamente, un término medio, un

cauce de una dinámica inexplicable por sí sola, el resonar de una

corriente que no puede ser fundada en ella misma4. El hecho es que

en la contemplación de un término “intermedio”, es decir de algo en

movimiento, que es movido y a su vez mueve a otra cosa, se intuye

la “presencia” del origen del movimiento5. resulta tremendamente

atractivo descubrir que en la visión del Estagirita el movimiento es

un modo de ser de la cosa, un modo de estar siendo. Al mirar algo

en movimiento lo que se ve es una entidad recibiendo el movimiento

en este ahora concreto, para pasar de un modo de ser potencial a un

modo de ser actual en algún aspecto, o en un sentido concreto6.

La pregunta por el porqué último del cambio no pide una res-

puesta cronológica sino axiológica. Es una pregunta por el principio del

cambio, por su fuente última, ontológica. ¿De dónde el movimiento?

¿Movimiento, aquí, ahora? Todo en el ser en-movimiento habla de

un Primer Moviente: el orden del movimiento, su “desde donde”, su

“hacia donde”, su identidad propia, su temporalidad7. Y es que, la

3 cf. Física 198b1.

4 «Puesto que vemos el último término de la serie, esto es, aquello que puede ser movido por otro... y

vemos también lo que es movido no por otro sino por sí, es razonable suponer, por no decir necesa-

rio, que haya un tercer término que mueva sin ser movido» (Física 256b21); «sólo podrá mover si es

inmóvil, y sólo podrá dominar si es sin mezcla» (256b26).

5 “origen” porque es fundamento, y no tanto porque lo haya provocado inicialmente, pues este movi-

miento carece de inicio.

6 cf. Física 225a1.6. Moverse es recibir movimiento. El cambio en la esencia es generación o corrup-

ción, el cambio entre contrarios puede ser de cualidad, cantidad o de lugar (y este es el movimiento

“primero” y “original”). Lo que cambia (esencial, cualitativa, cuantitativa o localmente) está reci-

biendo el movimiento de otro, porque omnia quod movetur ab alio movetur. Incluso en el caso

de los semovientes, descritos como los seres que pueden moverse por sí mismos, algo en ellos es

moviente y algo movido. Lo que es movido, por algo es movido, de tal manera que una hipotética

cadena infinita de movientes no explica de dónde el movimiento.

7 «Tendrá que haber un primer moviente que no sea movido por otra cosa» (Física 256a15); «es impo-

sible que haya una serie infinita de movientes movidos por otro, ya que en una serie infinita no hay

nada que sea primero» (256a19).

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contemplación del movimiento es, en cierto sentido, la contemplación

de una traditio, desde la plenitud del moviente es posible la acogida

por parte de lo movido de este estado nuevo de ser en-movimiento.

Pero es clave reconocer que, si estamos ante un “intermediario” en la

entrega (traditio) tiene que haber un “dueño” de lo entregado. No en

sentido horizontal, como mero remitente, sino en sentido fontal, como

origen, como principio de realidad. Pese a tener que utilizar imágenes

para el razonamiento, no conviene que imaginemos el Primer Principio

como la cabina de un largo tren de mercancías, porque la cabina es un

elemento más del mundo sensible, es una causa de la misma natura-

leza (nunca mejor dicho), mientras que Dios es causa desde fuera de la

cadena, como fundamento de la existencia de toda causalidad, como

atractivo originante8.

En una búsqueda que pone en juego toda nuestra persona, en

un movimiento de supremo interés como es la persecución vital del

porqué último, verdad completa, fuente de mi propia resurrección,

sería un ridículo perverso señalar como respuesta o camino de res-

puesta, una vía meramente mundana. No puede racionalmente pedír-

sele a nadie esperar que de lo que es “lo mismo” provenga lo que

jamás podría ser “lo mismo”. Llegado el momento de tensar el arco y

disparar la flecha, la única flecha de que dispongo, lo única flecha de

que dispondré en todos los días de mi vida, por nada del mundo habré

de apuntar a nada “del mundo”. un movimiento culpablemente sui-

8 cf. Física. 256b28; 257a3.7.9. Explicar el movimiento actual de un ser de la naturaleza mediante

cadenas de movimientos resulta tremendamente absurdo. con una argumentación muy plástica y

demoledora Aristóteles muestra que, por lo limitado de las diversas especies de movimientos, el que

mueve, no puede ser movido en el mismo sentido, ni tampoco en otro, siempre, pues habría que

afirmar el absurdo de que lo que cura es curado, quien enseña es enseñado, o quien construye es

construido. Y esto porque, o bien afirmando que la causa del movimiento es un movimiento de la

misma índole, o bien afirmando que es de otra, por ser limitado en número de posibles movimientos,

en determinado momento la causa del movimiento actual es, en este momento, un movimiento de

la misma índole. Esta reducción al absurdo muestra cómo el origen último de todo movimiento está

en el Moviente Inmóvil.

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cida no es excusable en quien haga gala de ser de naturaleza racional.

El hombre, que ha nacido para acoger la marcha solemne de oyente

del cosmos, de atalaya del ser, vigía del sentido y la verdad, no puede

traicionar la belleza de su misión en un delirio de grandeza lastimoso

y denigrante. Dios no es un oculto elemento culpable de que todo el

universo se haya puesto en movimiento como si de un motor mecánico

se tratase. Aristóteles no levanta ninguna baldosa de este cosmos de

orden y armonía patentes para descubrir a la Substancia auto-motriz.

Dios está más allá de este cosmos. Dios no se mueve. Dios mueve9. No

es la respuesta al problema, es el Nombre del Misterio.

Entre rama y rama de la ciencia, entre paso y paso de la

reflexión cotidiana en torno a la vida y dinámica propias de cada uno

de los seres naturales, se palpa, no una ausencia, sino una presencia.

No se angustia el espíritu en el desgarrarse trágico de un absurdo tapiz

de hipocresía ontológica. No camina el hambriento corazón humano

de mentira en mentira, de muerte en muerte. Escala en subida casi

siempre compleja un monte de implacable dureza, y destila poco a

poco el maravilloso alimento de un sentido que no se presta a cual-

quier tipo de catador. La felicidad no es esquiva, es interpelante. En

este palpar en la penumbra nunca podrá pretender la razón delinear

la silueta de Dios, porque Dios no es en-el-tiempo. contemplamos

el movimiento, contemplamos en-movimiento; y, de hecho, esto es

también contemplar la condición de los seres naturales de ser en-el-

tiempo. El mundo y sus decorados no son tiempo, son en-el-tiempo.

cada uno de los actores, mediocres o sublimes, fugaces o recurrentes,

admirados, envidiados, despreciados o perdidos, son en-el-tiempo.

Están sometidos, y lo están porque, de otro modo, no serían. No se

9 «Es evidente, entonces, después de lo que se ha dicho, que el primer moviente es inmóvil. Porque,

tanto si la serie de lo movido que es movido por otro se detiene inmediatamente en algo que es pri-

mero e inmóvil, como si conduce a una cosa que se mueve y se detiene a sí misma, en ambos casos

se sigue que en todas las cosas movidas el primer moviente es inmóvil» (Física 258b4-9).

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puede esperar crecimiento o primavera alguna, sin el inagotable flo-

recer de los seres en-movimiento. No se puede alcanzar meta alguna

sin ser susceptible de acoger posiciones intermedias. El único modo

de existir de cuanto ha nacido con el alba es durante el día, hasta el

anochecer. Para Aristóteles todo ser sensible está sometido al tiempo

por estar en movimiento, y sólo los seres inmateriales son eternos.

Haber nacido es ser capaz de envejecer. Aparecer es posible sólo para

aquello que va desapareciendo después. La maravillosa llegada de la

primavera es signo patente de que la primavera tendrá que dar paso

al verano, y este al otoño, y este al invierno10. Por este motivo Dios,

causa de todo movimiento, es fundamento del tiempo sin estar some-

tido a él11. La continuidad del tiempo, su eternidad, son prueba de la

existencia de su Principio. Son signos claros y elocuentes de la presen-

cia eficaz de Aquel que es dador de subsistencia, posibilitador, fuente

de toda posibilidad12.

10 Para afirmar la inmortalidad de un ser sensible, habría que afirmar algo eterno en él; y, por supuesto,

sería sólo esto –de él– lo que “sobreviviría” a su final desaparición. El nacimiento de cada niño, en

tanto que antes no existía, hace patente su condición de “avocado a desaparecer”, sin que por ello

el conjunto del cosmos sufra un deterioro o una pérdida de relevancia ninguna. La percepción de la

grandeza única de cada persona humana, así como la clara y necesaria afirmación de un Más Allá del

mundo para mi propia persona, exigen de un vínculo nuevo entre el Moviente Inmóvil, de Nombre

Eterno, y mi propio ser, personal, vivo, irreconciliable con la muerte.

11 cf. Física 221a5.30-221b3.

12 «Supongamos que entre los principios que son inmóviles y que pueden mover hay algunos que en

un tiempo son y en otro no son; aunque está claro que no todos pueden ser así, pues es claro que

para las cosas que se mueven a sí mismas tiene que haber algo que sea la causa de que en un tiempo

sean y en otro no sean» (Física 258b21); «ninguna de ellas ni todas ellas pueden ser causa de lo que

es eterno y continuo, pues lo que se halla en tal relación tiene que ser eterno y necesario» (258b30);

«hay también algo que las contiene y que, estando aparte de cada una, es la causa de que algunas

cosas sean y otras no sean, y también del cambio continuo: tal sería la causa del movimiento de esas

cosas y de que esas lo sean de otras» (259a4); «Hay que pensar que es más bien uno que muchos,

o finitos más bien que infinitos» (259a8); «y es suficiente que haya un único moviente, el primero

de los inmóviles, que al ser eterno será para todas las demás cosas el principio del movimiento»

(259a12); «Es necesario que siempre haya movimiento» (259a15); «tendrá que ser siempre conti-

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Tiempo primero. Eternidad después. Eternidad primero. Tiempo

después. El filósofo griego contempla la grandeza del tiempo como

condición de la existencia del magno universo, hogar y lugar de la

historia humana, del entero discurrir del nacer y morir los seres de

este mundo sensible, del eterno mover de los seres supralunares de

invisible condición e ineludible repercusión. Porque el tiempo pide

lo eterno. De nuevo no desde la carencia o la grotesca fealdad de lo

inacabado. Aristóteles invoca el Nombre de Dios desde la escalofriante

dinámica temporal, constituida veraz y establemente sobre el cimiento

imprescindible del movimiento eterno13. Más aún, alimento, calor, for-

taleza, peso, densidad, realidad, verdad, le vienen a lo temporal desde

más allá de la temporalidad, en la que no da fruto sino lo sembrado

bajo lo temporal. La energía vital que da consistencia permanente al

tiempo, al ser en-el-tiempo de cuanto ha existido, existe o existirá, es

fecundo germinar de una tierra sedimentada sobre el sólido cimiento

del Nombre Último. Es grandioso desplegarse desde el movimiento

eterno de lo invisible de aquella vida originaria, que puja por florecer

sin prisa y sin pausa, en la belleza inextinguible de lo temporal. Belleza

fugaz. Belleza en eterno renacer. Belleza de una armonía sin fin, sin

silencios, sin reposo. Belleza que es signo de un Más Allá vivo y esen-

cialmente novedoso por ser pleno en su plenitud.

Y es que el Dios de Aristóteles, además, es vida. Aquel que sus-

cita todo movimiento, todo tránsito, generación y corrupción, tiempo

y cambio, es el Ente Supremo, el Bien que atrae al cosmos entero

nuo» (259a16); «si es continuo es uno. Y es uno por ser uno el moviente y uno lo movido» (259a18);

«Por estas razones se puede tener la convicción de que hay algo primeramente inmóvil» (259a20).

13 El movimiento eterno es el de las esferas supralunares, no sensibles, eternas por lo tanto, pero

siempre en movimiento, y, por tanto, incapaces de soportar por sí solas la responsabilidad última

del movimiento temporal, del movimiento del mundo (ser, crecer, aprender, engendrar, desplazarse,

envejecer o morir). El movimiento eterno exige aún con mayor urgencia, el cimiento último de lo

inmóvil.

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como lo amado y lo deseado 14. No puede serle negado nada a aquel

que es “dueño” genuino, único, original, de todo el vigor, la grandeza

o la gloria, que germina en la inabarcable multiplicidad de cuanto

es. Sin embargo, el único modo de acceder a esta visión de aquel

que nos atrevemos a invocar con el Nombre de Dios es una mirada

nueva, anterior, más profunda, más humana15. con ella se alcanza la

resplandeciente realidad de Dios, como quien asciende por un monte

mediante diversos caminos. El camino de lo deseable y el camino de lo

inteligible, llevan ambos a la cúspide de una pirámide del ser, porque

es idéntico lo más deseable con lo más cognoscible16.

una vez más, al contemplar lo intermedio, somos urgidos a

hallar lo Primero. En cada juicio sobre el ser de las cosas, en cada expe-

riencia de sentido o añoranza desoladora de él, en cada vuelco del

corazón del hombre hallamos la herida última, la llamada de mayor

calado y resonancia, la permanente manifestación de la cimentadora

presencia de Aquel que es Vida sin rastro de muerte, Belleza sin som-

bra, Inmaculado Bien. como dos columnas que tienden a unirse en lo

más alto, lo deseable y lo inteligible conforman un monte que culmina

en el Dios Vivo, sublime, completo, primero de entre lo bueno y lo

mejor, primero de entre lo uno y lo único, primero de entre lo her-

moso y lo preferido, primero de entre lo verdadero y lo más real. A los

pies de la magna montaña se agolpan las innumerables criaturas del

cosmos. Todos son atraídos por la música y los vítores de una fiesta sin

igual: la fiesta de Dios17. como un auténtico “banquete”, es perfecto,

14 cf. Metafísica 994b12.

15 «Si, por el contrario, existe otro tipo de naturaleza y entidad, separada e inmóvil, la ciencia de esta

será también necesariamente otra, y anterior a la física, y universal por ser primera» (Metafísica

1064b12).

16 cf. Metafísica 1072a25-26.

17 él es la fiesta. Este es el gozo inefable de la Vida que es existencia por esencia, y cuyo resplandor

inagotable parece reflejarse en todo cuanto es de un modo u otro; especialmente en todo lo que es

como substancia.

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completo, eterno y sin cambio alguno. Nada falta en el Ser Supremo.

Dios es sumamente feliz.

Lo primero de lo más conocido, lo primero de lo más deseado,

lo primero de lo más sencillo, lo primero de lo más inteligible, lo pri-

mero de lo que más se corresponde con mi propio deseo, lo primero

de lo bueno, lo primero de lo valioso, la primera de las bellezas, la

primera de las ganancias, el primero de los bienes, la primera ver-

dad, la primera fuente de alegría y humanidad, es la Vida Perfecta,

el Ser siendo pleno y completo, uno y único: es la Vida que Dios es.

Monstruoso desatino el de aquel que teniéndose por buscador de

vida y sentido no pueda llegar más que a describirlo como elemento

primero de la cadena de “elementos-causa” de las cosas que suceden

en el mundo; porque jamás ocurrirá que sea la cabina de un tren,

Aquel que sin duda se revela como el Fin Último que posibilita la

existencia de todo fin en la naturaleza. Pobre de quien meramente

considere —incluso con agrado, estupor o reverencia— que una gran

Inteligencia diseñó, organizó, programó y puso en marcha la gran

máquina del mundo; porque el Ser Supremo posibilita la existencia

de todo ser y todo fin en la naturaleza por la atracción que suscita su

propia Plenitud18.

Aristóteles indica, en su osadía, el “lugar de Dios” como origen

y fundamento de todo, al final. Es el destino pleno anhelado por toda

forma, y que hace despertar en cada instante toda dinámica y toda

energía vital de cuanto está siendo. Dios es fin, pero no un fin cuya

consecución podemos incluir en el itinerario vital de entidad alguna.

como es evidente, es fin más allá de toda capacidad mundana. Es fin

como voz que llama a cada forma a desarrollarse en plenitud. como la

18 «Pues bien, lo bello y lo inteligible por sí se encuentran en la misma columna, y lo primero es lo más

perfecto o análogo (a lo más perfecto). Que en las cosas inmóviles existe aquello para lo cual, lo

muestra la siguiente distinción: aquello para lo cual es “para bien de algo”, y “con vistas a algo”, y

aquello lo hay, pero esto no. Mueve, pues, en tanto que amado, mientras que las otras cosas mue-

ven al ser movidas» (Metafísica 1072a32-1072b3).

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dulce llamada de la primavera que hace florecer los campos, germinar

las semillas, crecer y fructificar a cada uno de los árboles del inmenso

jardín del mundo. como la luz del sol levanta los girasoles o endereza

los tallos de pequeñas plantas. como el simple aparecer de la persona

amada hace resplandecer el rostro del amante. Así, Dios es origen de

la vida y de la muerte, de los cambios y los movimientos, del reposo y

de la filosofía. Es quien hace posible el despertar de los tiempos y las

eras en la existencia de cada ser individual, y de todo el cosmos. Y des-

pierta a los seres, por así decirlo, sin tener intención de hacerlo, pues

no cabe cambio alguno en su ser «puesto que hay algo que mueve

siendo ello mismo inmóvil, estando en acto, eso no puede cambiar en

ningún sentido»19. La máxima felicidad de Dios es la autocontempla-

ción. Se goza en el puro acto de pensar su ser pensamiento. Se com-

place en el puro acto de ser pensamiento de pensamiento, kaì éstin he

nÒhsij no»sewj nóesis20. Nada de mayor categoría que su propia per-

fección como para detenerse un instante fuera de su propio “pensarse

a sí mismo”. goza fuera de todo tiempo, más allá de toda medida, de

la desbordante alegría de la Vida de quien es de modo perfecto. Se

goza provocando el desconcertante peregrinar de las incontables reali-

dades temporales. Se festeja en una continua irradiación que es razón

última y posibilidad permanente de todo ser, de todo obrar21.

Dios es ser Perfecto, la Belleza y el Bien supremo, pues «lo pri-

mero no es la semilla sino lo plenamente realizado»22, y su presencia

resuena en lo más íntimo de todo ser de la naturaleza como invitación

19 Metafísica 1072b7.

20 Metafísica 1074b33.

21 Tal vez, sin ser consciente de ello. Al menos esto parece apuntar el Estagirita. No sin razones se ha

podido afirmar que es “un Dios ensimismado” el invocado por Aristóteles como Ser Supremo, en

tanto que vuelto de modo eterno, divino, sobre si mismo, ajeno a cuanto no es Dios, a cuanto no

es su mismo “ser pensamiento de pensamiento”. Pero ni mucho menos ha de considerarse esta la

única lectura del nÒhsij no»sewj divino.

22 Metafísica 1072b35.

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a la propia realización, a alcanzar la propia plenitud. De algún modo,

todos y cada uno de los caminos de crecimiento y desarrollo de la

propia esencia en cada persona, en cada animal, en cada movimiento

natural, hablan de la Suma Perfección, y gritan y claman ansiando

alcanzarla con su propio ser en-movimiento23. Lo buscado en toda

búsqueda y lo conocido en toda investigación, últimamente y como

posibilitador de estos actos y de todo acto, ese es el Dios de Aristóte-

les24. Y, sin embargo, ¿no percibe tan tremendas consecuencias de su

propia plenitud? Si no es autor consciente de cuanto sucede, tampoco

es satisfecho espectador de tan magna armonía25. Siendo actor de

esencial unicidad y continuo referente, omnipresente referido, res-

ponsable de toda posibilidad, de clamorosa presencia y cuya ausencia

es un clamor aún mayor, ¿no conoce? Sin duda ha de conocer. Ha de

ser consciente de cuanto toma ser de su propio desbordarse, de cuan-

tos son movidos hasta la última consecuencia por la influencia de su

perfecta existencia, de cuanto acontece de modo temporal pero eter-

namente, como sucederse de signos y señales de su propia presencia,

más allá de su simplísima identidad. Sin duda ha de conocer, pero

sin que esto suponga movimiento alguno ni cambio en su ser, de tal

modo que ha de conocer en el propio pensarse a sí mismo. Podemos

intuir nuestra propia presencia con la del cosmos entero en su propia

23 «No obstante, la dificultad no surge de atribuir al Principio la Perfección como algo inherente a él,

sino hacer del uno un principio, y principio en tanto que elemento» (Metafísica 1091b1); «Sería,

desde luego, sorprendente que aquello que es Primero, Eterno y máximamente Autárquico no

tuviera esto primero, la autarquía y la autosubsistencia a título de Bien. Ahora bien, no es incorrupti-

ble y autárquico por otra cosa que por ser Perfecto. Luego es razonablemente verdadero afirmar que

el Principio es tal» (1091b16-19).

24 «Así pues, si Dios se encuentra siempre tan bien como nosotros a veces, es algo admirable. Y si más

aún, aún más admirable. Y se encuentra así. Y en él hay vida, pues la actividad del entendimiento

es vida y él se identifica con tal actividad. Y su actividad es, en sí misma, vida perfecta y eterna. Afir-

mamos, pues, que Dios es un viviente eterno y perfecto. Así pues, a Dios corresponde vivir una vida

continua y eterna. Esto es, pues, Dios» (Metafísica 1072b24-29).

25 cf. Metafísica 1073a3.5.12-13.24-25.

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contemplación como Imperturbable Majestad de todo cuanto es. Es

evidente sin duda que, en su propio pensarse a sí mismo como pen-

samiento, ha de conocer; y, sin embargo, aún con eso, no quedamos

satisfechos. El ímpetu de nuestra esencia no sólo reclama de Dios que

conozca mi existencia, no sólo busco de Dios que esté al corriente de

la existencia del cosmos, no puedo descansar con la mera constata-

ción de que a Dios no le puede ser desconocido el devenir de cuantos

habitamos el mundo. El reclamo fundamental de mi propia condición

humana no es que Dios conozca mi existencia, sino que la reconozca,

que la aprecie, que me aprecie. Pero ¿cómo puede ser esto?

confunde pensar que para Aristóteles el hombre pueda crecer

como un árbol, dar el fruto maduro de la virtud y la sabiduría, y con-

formarse con menguar y desaparecer como todo ser de la naturaleza,

pero no es fácil descubrir en sus tratados un “algo más” en el ser del

hombre frente al horizonte puramente sensible de lo natural. Sobre

todo, ante la posible afirmación de la inmortalidad de alguna parte

del alma humana, se echa en falta el eco del anhelo más profundo

de un corazón humano vivo: compartir la vida de Dios. o, incluso,

el ideal de la divinización, que ni puede ni podría dejar de estar en

los labios de un hombre que hablase desde el corazón. ¿A quién no

se le conmueven las entrañas ante el horizonte de subir al Monte de

Dios para participar en el Banquete de la Plenitud que es Vida eterna?

¿Quién no espera de un modo u otro vivir la misma Vida Divina? ¿De

qué corazón no brotó alguna vez un grito súbito señalando “con él o

sin él, ya no sé si me importa, pero yo, para mí, no me conformo con

menos”? Para alguien que entiende que el deseo mueve al hombre26,

¿cómo no estará presente el deseo de no morir nunca?

El hombre aspira, sin lugar a dudas, a su propia plenitud, a su

propia perfección según su naturaleza27, pero la perfección humana

no parece alcanzar a Dios, alcanzar esa plenitud de vida que atrae

26 cf. Metafísica 1071a2.

27 cf. Física 246a13. 247a3.

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como atrae lo que es amado. casi en un empeño ciego por amoldarse

a un realismo inventado por la desidia o fruto de una degeneración

humana siempre absurda, los hombres llegan a pactar con la deses-

peranza que sólo sabe decir “has de morir”. casi sin darse cuenta los

hombres abandonan la lucha por una respuesta completa, desdibujan

todo interrogante, someten su conciencia al sosiego viscoso de la

retirada y el abandono, y desvinculan de raíz el hablar del hombre y

el hablar de Dios. como traidores en la noche arrancan el Nombre de

Dios de su vigorosa raíz, encarcelan la voz de cada poro de su alma, y

sumergen su mirada en el fango, hasta entonces prometedor y diná-

mico, para no verse acusados por su propia tristeza. ¿Dónde termina

la aspiración natural del ser humano para Aristóteles? Si puede cons-

tituir una prueba de la existencia de Dios el hecho de que existe una

tendencia natural en los seres que no se mueven por sí mismos28, ¿no

podrá la “querencia” del corazón humano constituir una prueba de

la existencia de un camino que puede ser mostrado y que da acceso

al hombre a la unión con Dios? ¿Qué podemos apreciar del modo en

el que está presente el hombre en el conjunto del cosmos? ¿Por qué

no preguntarse últimamente qué se sigue del “lugar” que ocupamos?

Desde el modo en el que el orden natural, que ha hecho posible y

hace posible el Moviente Inmóvil, sitúa al hombre, este no es un ser

natural más. Y hablar de física es también hablar de lugar: el lugar del

hombre en el cosmos es un lugar que tiene que ver con la Vida que

vive Dios en plenitud como Ser Supremo y Amado por excelencia29. Y

digo hablar de física para que no parezca que mi pretensión es simple

y llanamente reseñar la envidia de un corazón astuto que, lejos de con-

formarse con “lo que le es propio”, de vez en cuando se permite mirar

hacia un Más Allá del todo prohibido, para ambicionarlo y amargarse

28 cf. Física 255b14.

29 «Si (...) en todas las cosas el Bien es principio por excelencia» (Metafísica 1075a38), en el hombre el

“bien” que es su fin propio no es completo si no es el Bien por excelencia. No hay plenitud humana

sin esta unidad con Dios.

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inútilmente. Digo “física” porque lo que le es propio al ser humano

no puede ser predeterminado sin tener en cuenta su “phýsis” (natura-

leza) en sentido completo. Nadie puede decirme que me es propio un

horizonte sesgado, castrado, deliberadamente empobrecido, sin tener

antes en cuenta el “lugar” que ocupa el ser humano en este cosmos

—y no en otro—. Lejos de dejarnos llevar por la imaginación y los

antojos, a la hora de pensar convendría ceñirnos a la realidad de las

cosas, y he aquí que el único ser capaz de interpretar trágicamente su

destino es el ser humano. ¿cuándo quedó cerrada la puerta a la espe-

ranza de que una forma alcance su plenitud de un modo diverso al

cíclico? ¿De dónde la aparente certeza de que la plenitud humana es

comprensible desde el plano meramente mundano? ¿Quién ha deci-

dido que el fruto que ha dado en lo temporal el vigor de la Vida eterna

—en la “tierra” del movimiento eterno— y que conocemos como per-

sona humana, alcanza su plenitud sin un vínculo efectivo y real con la

Vida de la que Últimamente procede? una mirada más completa, más

humana, sobre el propio hombre y su destino, puede descubrirnos no

sólo la posible inmortalidad de nuestro pensamiento, sino la plenitud

de la propia naturaleza humana en un Más Allá de la dinámica circular

y esclavizante de lo temporal.

cuando Aristóteles pronuncia el Nombre de Dios, lo hace para

invocar, no la solución a lo problemático, sino al maravilloso garante

de la armonía inagotable de la realidad natural30: uno y único; distinto,

supremo, Primero; máximamente apetecido; máximamente feliz; vida,

plenitud, fundamento, Bien. El corazón del hombre que pronuncia no

sin mucha prudencia, serena consciencia, y meditada detención, el

30 «Lo Primero no tiene contrario alguno» (Metafísica 1075b23).«Y, además, si no hubiera otras realida-

des aparte de las sensibles, no existirían ni principio, ni orden, ni generación, ni tampoco lo celeste»

(1075b24-25); «no serían eternas las cosas que son». Y, sin embargo lo son (cf. 1075b32); «por qué los

números forman una unidad, o por qué la forman el alma y el cuerpo o, en general, la forma y la cosa

(...) lo hace aquello que mueve» (1075b34-35); «las cosas que son, no quieren ser mal gobernadas:

“No es bueno que gobiernen muchos. Sea uno el que gobierne” [Homero, Ilíada II, 204]» (1076a2-3).

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Nombre que desde un principio anheló pronunciar, para inmediata-

mente guardar reverente silencio, está pidiendo conocer para amar,

amar para vivir. reclama conocer la Vida que es Dios, que se le dé

permiso para amar a quien esta vida es, y que se le permita compartir

para siempre con él una relación que signifique finalmente su propia

felicidad, su plenitud completa... y así poder justificar de modo último

y distinto, haber dicho racional y libremente: Dios.

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“En lugar del ser que se piensa a sí mismo (nÒhsij no»sewj) y se

contempla a sí mismo, que no se preocupa de la marcha de las

cosas y que tampoco es verdaderamente responsable del mundo;

en lugar de aquel egoísta lógico, en quien, para la metafísica

griega, el ideal del ‘sabio’ se eleva hasta lo absoluto, aparece ahora

el Dios personal que crea el ‘mundo’ por amor, por una infinita

superabundancia de amor —no para servir a algo preexistente pues

‘nada’ había antes de él, sino sólo como una manifestación de su

superabundancia de amor—”1.

Se trata en esta jornada de hablar acerca del Dios que

es “pensamiento del pensamiento”. El problema es que, por mi parte,

sólo puedo hacerlo esbozando mi proyecto actual de trabajo filosófico,

que busca justamente un acceso a Dios desde la filosofía primera, pero

que discurre por una vía bastante diferente de la aristotélica. Por ello mi

intervención se limitará a intentar poner de manifiesto ciertos problemas

que creo que debemos pensar más a fondo; que debemos pensar juntos

los filósofos y los teólogos, pues para cualquier teólogo es inevitable

plantear también en términos filosóficos el problema de Dios.

1 “Das ressentiment im Aufbau der Moralen”, en Vom Umsturz der Werte, Francke Verlag, (Berna y

Múnich 51972) 33-147, p. 81. Trad. cast. El resentimiento en la Moral (Madrid, 1998).

pensar el amor. sobre la

propuesta teológica de

scheler

Pilar Fernández BeitesFacultad.de.teología.San.dámaSo.-.madrid

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es

Me parece ver con claridad que hay que ir más allá del esquema

griego de “pensamiento de pensamiento” si queremos “pensar” en

serio a un Dios como el cristiano, que es sobre todo amor. Amar no es

meramente pensar y, sobre todo, no es pensarse sólo a sí mismo: es,

por ejemplo, decidir crear lo otro y amar lo creado, y así amar o pensar

lo otro y no sólo a sí mismo. Pero reconocer filosóficamente este lugar

central del amor, supone elaborar una nueva metafísica, tanto acerca de

Dios, como acerca del hombre.

El esquema alternativo al clásico que a mí me parece más fruc-

tífero es el que propone el fenomenólogo Max Scheler, que no intenta

otra cosa que apresar filosóficamente la tesis cristiana fundamental, que

nos recordó Benedicto XVI en su primera encíclica, la tesis de que Dios es

amor. Lo sorprendente es que Scheler escribió hace ahora casi cien años

y, sin embargo, su teoría apenas es hoy conocida, mucho menos discu-

tida a fondo. Yo estoy convencida de que merece la pena que las tesis de

este autor sean estudiadas con profundidad, y por ello en este rato voy a

intentar mostrar lo que creo que nos aporta Scheler a los que hoy en día

querríamos que la filosofía primera se siga ocupando de Dios, es decir,

a los querríamos que la metafísica no sea mero ateísmo o, mejor, mero

nihilismo postmoderno.

1. Inversión del amor

El Dios de Aristóteles lleva la vida más perfecta, es pensamiento; pensa-

miento que se piensa a sí mismo, pues lo más perfecto que Dios puede

pensar es a sí mismo. ¿cuál es entonces la relación de este Dios con el

mundo? Es el motor último que todo lo mueve. Para ser el último tiene

que ser inmóvil y entonces sólo puede mover como causa final; mueve

justamente como objeto de amor. Aquí hace ya su aparición el amor:

Dios como objeto de amor. Pero esto no significa que Dios sea amor,

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pues para Aristóteles resultaría un completo absurdo afirmar que Dios es

amor, en el sentido de que Dios ame, de que sea amante. Dios no puede

amar, sino sólo ser amado, porque el amor para el pensamiento griego

supone deseo e imperfección.

Tenemos aquí el clásico Dios de los filósofos: Dios es Logos,

razón. Y nuestro problema, no sólo como creyentes, sino también

como filósofos, es que el Dios cristiano es sobre todo amor. como dice

bellamente Benedicto XVI en la encíclica, el cristianismo defiende nada

menos que Dios es un amante con toda la pasión de un verdadero

amor: “Dios es en absoluto la fuente originaria de cada ser; pero este

principio creativo de todas las cosas —el Logos, la razón primordial—

es, al mismo tiempo, un amante con toda la pasión de un verdadero

amor”2.

Scheler se ha dado perfecta cuenta de que este es un problema

que nos incumbe como filósofos. No basta con distinguir el Dios de la

religión del Dios de los filósofos, de modo que el primero sería el Dios

en el que creemos y el segundo sería el Dios como “pensamiento del

pensamiento”, que describen los filósofos. Pues realmente parece que

la filosofía primera se queda demasiado lejos del Dios que nos interesa,

que es justamente el que reconoce la religión. Por ello los filósofos no

deberíamos contentarnos con esta solución clásica, sino que deberíamos

intentar ampliar el ámbito de la “razón” de modo que deje cabida al

Dios de la religión. Y este es justamente el intento de Scheler.

Scheler propone ampliar la razón hasta obtener lo que él deno-

mina Espíritu, que no es sólo razón teórica (discursiva), sino también, por

ejemplo, amor que abre a valores. Por supuesto, esta ampliación de la

razón no supone una ruptura con la tradición. Dice Scheler que el gran

principio en el que el filósofo fija su vista sigue siendo eso mismo que los

griegos denominaban razón, pero lo que muestra el filósofo alemán es

que la razón no ha de ser mera razón discursiva; ha de ser muy funda-

2 Carta encíclica Deus caritas est. Sobre el amor cristiano (Madrid 2006) 27.

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mentalmente razón intuitiva, y ha de incluir también el ámbito volitivo y,

sobre todo, el afectivo, en el que se dan experiencias como el amor, la

veneración, la bienaventuranza, etc. Por ello Scheler habla del “espíritu”

que es lo propio de la persona (frente a la cosa y al animal):

«Ya los griegos sostuvieron la existencia de tal principio y lo

llamaron ‘razón’. Nosotros preferimos emplear una palabra

más amplia, la palabra ‘espíritu’, para designar esa X, una

palabra que comprende el concepto de razón, pero que com-

prende también, junto al ‘pensar ideas’, un determinado tipo

de ‘intuición’, la de los fenómenos originarios o contenidos

esenciales, y además una determinada clase de actos volitivos

y emocionales, como la bondad, el amor, el arrepentimiento,

la veneración, el asombro espiritual, la bienaventuranza y la

desesperación, y el libre albedrío. Definiremos como ‘persona’

al centro activo en el que el espíritu se manifiesta dentro de la

esfera finita del ser»3.

Desde esta nueva perspectiva podemos apresar la novedad del cristia-

nismo, que Scheler muestra con una fuerza magistral. En El resenti-

miento en la moral, afirma que lo novedoso del cristianismo hay que

buscarlo en la “inversión del movimiento amoroso”. Esta inversión

estriba en que el amor ya no va de lo inferior a lo superior, sino que

ahora el amor consiste en que lo superior acepta libremente descender

hasta lo inferior:

«opóngase ahora a esta concepción la cristiana. Sucede en

esta algo que yo llamaría la inversión del movimiento amo-

roso (Bewegungsumkehr). Aquí se vuelve descaradamente

la espalda al axioma griego acerca del amor, según el cual el

3 Die Stellung des Menschen im Kosmos, en Späte Schriften, gesammelte Werke, Band 9, zweite,

durchgesehene Auflage (Bonn 1995) 32. Trad.cast. El puesto del hombre en el cosmos (Buenos Aires

1990).

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amor es una aspiración de lo inferior a lo superior. A la inversa,

el amor debe mostrarse justamente en el hecho de que lo

noble se rebaje y descienda hasta lo innoble, el sano hasta

el enfermo, el rico hasta el pobre, el hermoso hasta el feo, el

bueno y santo hasta el malo y vulgar, el Mesías hasta los publi-

canos y pecadores»4.

La tesis de Scheler es que la transformación de la idea de Dios no sería la

razón, sino la consecuencia de esta inversión del movimiento amoroso.

Debido a esta inversión, ahora Dios no mueve el mundo como lo amado

mueve al amante, sino que Dios es el amante; es el Dios creador que

crea el mundo por amor:

«En lugar del eterno ‘primer motor’ del mundo aparece el

‘creador’ que lo creo ‘por amor’. Lo monstruoso para el hom-

bre antiguo, lo absolutamente paradójico según sus axiomas,

ha sucedido en galilea: ¡Dios descendiendo espontáneamente

hasta el hombre y haciéndose un siervo y muriendo en la cruz

la muerte del mal siervo!»5.

En definitiva, Dios es no sólo pensamiento, sino Amor. Y lo que aquí

más nos interesa es que decir que Dios es amor es decir que Dios es

Persona. Así el Dios amor, el Dios persona es lo que corresponde ahora

a la noción clásica de Dios como summum bonum. El sumo bien no es

una “idea del bien”, que queda en el ámbito de la cosa; el sumo bien es

directamente el amor, que queda en el ámbito de la persona:

«Ya no hay una idea de un ‘bien supremo’ que tenga un con-

tenido más allá y con independencia del acto de amor mismo

y de su movimiento. El ‘summum bonum’ es ahora, no un

4 “Das ressentiment im Aufbau der Moralen”, p.73.

5 Ibid.

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valor de cosa, sino de acto; es el valor del amor mismo como

amor —no por lo que haga y produzca, sino por cuanto todos

sus frutos valen como símbolos y fundamentos cognoscitivos

para reconocer su existencia en la persona—. Y, de este modo,

Dios se convierte por sí mismo en la “Persona”, que ya no

tiene sobre sí ninguna ‘idea del Bien’, ningún ‘orden formal’,

ningún logos, sino que los tiene debajo de sí —como con-

secuencia de su acto amoroso—. Y Dios se convierte incluso

en un Dios amante —¡cosa que para el hombre antiguo sería

contradictoria, como un hierro de madera o una ‘perfección

imperfecta’—»6.

Se trata de pasar de la cosa a la persona. El sumo bien de los griegos,

lo amado, en realidad es Algo y no Alguien. El Dios pensamiento como

motor inmóvil es para el hombre mero “objeto” de amor, de deseo; es

tan poco personal como la idea del Bien. Para pasar del Algo al Alguien

necesitamos justamente al que ama, al amante. Pero este cambio de

perspectiva exige una nueva metafísica que no sea primariamente meta-

física de las cosas, sino de las personas (del sujeto, de la conciencia).

Y, en mi opinión, es este cambio radical de la cosa a la persona el que

rompe los esquemas de la metafísica clásica y el que todavía hoy no ha

sido suficientemente pensado ni en el ámbito teológico, ni tampoco en

el de la antropología, en el que, por mi parte, he intentado hacer algu-

nas propuestas.

Scheler sostiene que ya no se trata tanto de amar a Dios como

el sumo bien, como lo amado —pues esta sería la tesis clásica—, sino,

sobre todo, de “amar en Dios”. Este es, en el fondo, el camino que

intentó recorrer la Patrística, con san Agustín a la cabeza. Lo que Scheler

logra mostrar es que en esta fórmula de “amar en Dios” está incluida la

idea de la previa revelación de Dios al hombre. Dios no es cosa (idea del

6 Ibid.

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bien, motor inmóvil), sino persona; pero al ser persona, para poder ser

amada, ella ha de manifestarse, ha de revelarse, ha de amar primero,

ha de ser amante. como dice Scheler, amare Deum ya está en Platón

y Aristóteles. Ahora se trata de amare in Deo, y esto debe ser pensado

como teniendo por condición un previo amor de Dios al hombre:

«es el universal amor a la persona una condición esencial para

el amor a Dios, en la medida en que este es algo más que un

‘amare Deum’, conocido ya por Platón y Aristóteles, a saber, un

‘amare in Deo’, y en el grado en que es vivido y pensado como

teniendo por condición un previo amor de Dios al hombre»7.

De este modo llegamos a la noción de revelación que es central en la

teoría de Scheler. La experiencia religiosa va a ser justamente la expe-

riencia de la revelación de Dios. Pero antes de entrar en esto, hemos de

empezar exponiendo cosas más elementales.

2. Teoría sobre el ordo amoris

La fenomenología de Scheler nos invita a caer en la cuenta de que el

mundo está formado sobre todo por cosas valiosas, y no por supuestos

objetos científicos, axiológicamente neutrales. Hay valores de tipos muy

distintos: valores sensibles, como el buen sabor de un helado, valores

estéticos, como el que captamos en un cuadro bello, valores religiosos,

que nos abren al ámbito de lo divino.

Y el amor es justamente la apertura a lo valioso de la realidad, de

las cosas que nos rodean. El amor, dice Scheler, es un explorador o un

7 Wesen und Formen der Sympathie, gesammelte Werke, Band 7, 6., durchgesehene Auflage von

“Phänomenologie und Theorie der Sympathiegefühle” (Berna y Múnich 1973) 111. Trad. cast.: Esencia

y formas de la simpatía (Buenos Aires 1948).

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guía que busca los valores, que es capaz de ir ampliando cada vez más

la esfera de valores accesible al hombre:

«El amor y el odio son más bien actos en los cuales experimenta

una ampliación o una restricción la esfera de valores accesible

al percibir sentimental (Fühlen) de un ser (...) Por consiguiente,

no sigue al percibir sentimental del valor y al preferir, sino que

les precede en la marcha como un explorador (Pionier) y guía,

por cuanto que le corresponde una misión “creadora (schöpfe-

rische)”, no respecto a los valores en sí existentes, claro está,

pero sí respecto al círculo y conjunto de los valores que puede

sentir y preferir, en cada caso, un ser»8.

El que ama explora necesariamente, porque busca lo valioso en todos

los órdenes: no sólo se complace en el valor sensible, sino que busca la

belleza de la naturaleza, el resplandor de la verdad, el valor de la amis-

tad.

Frente a la distinción clásica sensibilidad-razón, en la que el amor

pertenece a lo sensible, al deseo que sería el nivel tendencial no libre, lo

que intenta defender Scheler es que el amor está en un ámbito afectivo,

no tendencial, y que, además, este ámbito no es sensible, sino espiritual.

Por tanto, no se trata en ningún caso de “sentimiento” en el sentido

moderno psicológico, sino de una experiencia de tipo espiritual que abre

a una esfera objetiva. El amor abre el ámbito de los valores y esta es una

operación espiritual, no una mera pasividad sensible y ciega.

Scheler defiende que la esencia del hombre viene dada por su

ordo amoris, que es un término tomado de san Agustín, y que se refiere

al orden o la jerarquía según la cual el hombre ama las distintas cosas

valiosas. Lo más importante en el hombre no es la mera razón, tampoco

la voluntad, sino el ámbito sentimental, afectivo; el ámbito del corazón,

8 Der Formalismus in der Ethik und die materiale Wertethik, gesammelte Werke, Band 2, sechste,

durchgesehene Auflage (Berna y Múnich 1980) 266-7. Trad. cast.: Ética (Madrid 2001).

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del amor que se abre a los valores. El núcleo del hombre es el ordo

amoris, que es una apertura estrictamente individual al ámbito de los

valores, de modo que cada hombre tiene su peculiar ordo amoris y esto

le proporciona una vocación individual e intransferible.

En efecto, Scheler insiste en que hay el reino universal de valores

absolutos, pero también es decisivo caer en la cuenta de la finitud del

hombre. Nosotros somos seres finitos y esto hace que accedamos al

mundo de los valores desde una perspectiva limitada. Nuestro ordo amo-

ris es como una ventana particular, que llevamos con nosotros a donde

quiera que vayamos y que selecciona unos determinados valores entre

todos los posibles. Debido a su ordo amoris, el artista verá sobre todo

valores estéticos, el filósofo quedará sobrecogido por el valor de la verdad,

otros captarán el valor de la entrega en familia, de la acción solidaria...

El ordo amoris individual será el que marca a cada hombre una

vocación, una llamada. cada persona tiene su propio deber, que le

“llama” sólo a él. La vocación nos dice a qué estamos llamados cada

uno de nosotros, a qué merece la pena que dediquemos nuestra vida.

El ordo amoris constituye para Scheler nada menos que la “salvación

personal” que es una noción estrictamente religiosa: la vocación es

apertura a ciertos valores en cuya realización el hombre encuentra la

salvación. Según nos dice Scheler, la vocación proporciona al hombre su

lugar dentro del “plan de salvación del mundo”.

2.1. propuesta de una teología fenomenológica

Volvamos ya a nuestro tema, ¿cómo accedemos al Dios que es amor?

Para responder a esta pregunta, me voy a atrever a proponer lo que

podemos denominar una “teología fenomenológica”.

Hay una teología positiva, basada en la revelación positiva que

es aceptada como dato incuestionado, y hay la teología filosófica (o

teodicea), que es una filosofía primera acerca de Dios. Pues bien, mi

idea es que esta teología filosófica no se agota en la teología racional

clásica, que lleva al Dios de los filósofos, sino que es posible elaborar

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una “teología fenomenológica”, que permita acceder al Dios de la

religión. En ella se trataría de que la “razón” dé cabida a una experien-

cia peculiar, la “experiencia religiosa”, en la que se accede justamente al

Dios de la religión. Esto no convierte la teología fenomenológica en un

mero “subjetivismo” o “sentimentalismo”. Muy al contrario, es filoso-

fía primera en el sentido más estricto posible, filosofía como “ciencia

estricta”, pues se pregunta, justamente, acerca de la autenticidad de

la experiencia religiosa en la que se da Dios; y, por supuesto, como

toda filosofía primera puede tener como resultado final la negación

de su propio objeto, es decir, la negación de que haya una experiencia

religiosa realmente auténtica.

Lo importante en esta nueva perspectiva fenomenológica

que quiero proponer es que en ningún sentido supone renunciar a

la razón. Se trata, más bien, de que la razón teórica dé paso a expe-

riencias originarias, tan originarias como las de la propia razón. Y esto

no es nada extraño, pues sucede también en otros ámbitos distintos

del religioso, como el sensible o el estético. Al igual que el acceso a

los colores no se puede hacer desde la razón teórica, sino desde la

percepción sensible, que nos permite distinguir el rojo del verde o del

amarillo, el acceso a Dios ha de contar con el dato de la experiencia

religiosa. En realidad, resulta incluso algo sorprendente que este dato

tan decisivo sea excluido por principio en un tratamiento filosófico del

tema de Dios.

como vemos, el ir más allá de la razón está exigido por la propia

razón que admite que sus datos se obtienen de experiencias no estric-

tamente racionales: intuiciones sensibles, valorativas o religiosas que la

razón teórica debe asumir. Además, se sigue manteniendo la primacía

de la razón, porque es la razón la que señala el lugar que le corresponde

a la experiencia religiosa y la que explora su autenticidad9.

9 Frente al propio Scheler, yo misma he defendido que reconocer la importancia del amor no implica

renunciar a la tesis clásica (brentaniana y husserliana) de la primacía de la razón teórica sobre la afec-

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Por último, no debemos olvidar nunca que la razón de los

griegos, que marca el inicio de la filosofía, es ya la que nos abre a la

posibilidad de que exista el Absoluto (Dios), pues la Verdad, el Bien

como metas Infinitas, que van más allá de la finitud del mundo mera-

mente empírico que nos rodea, hacen que sea pensable la existencia

de un Dios que quede más allá de la finitud fáctica. Esto se comprueba

al estudiar la opción fenomenológica que ha logrado imponerse con

más fuerza en la actualidad y que es, sin duda, la de Martin Heidegger.

Heidegger rechaza en bloque toda la historia de la filosofía occidental

(la metafísica como ontoteología). renuncia a la Verdad, al Bien, etc.

como esos ideales absolutos de la razón que descubrió Sócrates, y

lo que propone es justamente un mundo cerrado en sí mismo, no

abierto en ningún sentido mediante metas infinitas que queden más

allá de la muerte biológica; un mundo fáctico que se convierte necesa-

riamente en una finitud que es fundamento de sí misma y que cierra

todo salto posible a la trascendencia de Dios (aunque, como es sabido,

Heidegger nunca reconoce esto explícitamente).

Pero sigamos con la teología fenomenológica que me permito

proponer de la mano de Scheler10. Ella se caracteriza porque parte del

estudio del acto religioso, en el que se da el Dios de la religión y lo

que ha de mostrar es que el acto religioso constituye una experiencia

auténtica, originaria. Tan auténtica como otras experiencias que nos

abren a otros ámbitos de la realidad.

Scheler habla de distintas “esferas” de realidad. Si la auten-

ticidad de la percepción externa nos pone ante la esfera del mundo

tividad valorativa (cf. “cosas, valores y tendencias. Husserl frente a Scheler”, en Escritos de Filosofía, Nº

44 (Buenos Aires 2004) 163-180.

10 Voy a utilizar a partir de ahora las tesis que Scheler defiende en “Probleme der religion. zur

religiösen Erneuerung”, en Vom Ewigen im Menschen, gesammelte Werke, Band 5 (Bonn 62000)

101-354. En lo que sigue citaré esta obra como Vom Ewigen im Menschen. Hay una reciente y valiosa

traducción castellana completa de Julián Marías y Javier olmo (la antigua traducción de Julián Marías

no era completa): De lo eterno en el hombre (Madrid 2007).

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externo y la experiencia de la intersubjetividad nos abre al mundo de

las otras personas, se trata ahora de mostrar que hay un tipo de expe-

riencia que nos abre a la Persona Absoluta, a Dios.

Decir que la experiencia religiosa es una experiencia auténtica

significa que no es derivable de otras, es decir, que no es cierto lo

que pretenden todas las explicaciones sociologistas, psicologistas,

psicoanalíticas, antropológicas, etc., de la religión, a las que nos tiene

tan acostumbrados el mundo actual. La fenomenología muestra la

irreductibilidad de la religión analizando la experiencia religiosa en sí

misma y descubriendo su absoluta peculiaridad frente a esas otras

experiencias, de las que supuestamente se derivaría.

Ante al argumento de que la experiencia religiosa no puede ser

auténtica, pues no se da en todo hombre (y se derivaría entonces de

otras experiencia más básicas que sí encontramos en todo hombre), lo

que muestra Scheler de modo brillante es que cuando aparentemente

no hay experiencia religiosa lo que hay es una deformación de dicha

experiencia: lo que hay en lugar de Dios son los ídolos. Scheler hace

aquí una aplicación típica del método fenomenológico, que consiste

en utilizar la descripción para mostrar en qué sentido un fenómeno es

derivado de otro más originario.

La tesis sería que el hombre está ontológicamente abierto a lo

Absoluto y cuando parece no estarlo es que ha sustituido al Absoluto

por los ídolos. Lo que muestra la fenomenología es que donde no hay

religión hay por necesidad idolatría: «Es válida esta ley esencial: todo

espíritu finito o bien cree en Dios o bien en un ídolo»11. Y realmente

esto es un hecho que todos comprobamos a diario: en nuestro nihi-

lista mundo postmoderno, el dinero, el placer, el poder, la fama, el

progreso, etc., son convertidos en dios, en dioses.

Pero quizás quién ha expresado esto con la mayor radicalidad

posible ha sido Heidegger, al sostener que en la cotidianidad el lugar

11 Vom Ewigen im Menschen, p. 261.

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de Dios lo ocupa el “se” impersonal. En la caída, que caracteriza la

vida cotidiana, el hombre vive sumido en el imperio de la “publici-

dad”, del se impersonal, de lo que se dice, de lo que se hace, de lo

que se escribe, de lo que se piensa, de lo que se lleva. El hombre caído

coincide con el se impersonal, con el uno. El uno se deja llevar por las

“habladurías”, se alimenta de lo dicho o leído en alguna parte, de lo

que pasa de boca en boca y que a fuerza de ser repetido se convierte

en la única verdad. Podemos decir, pues, que el se impersonal de la

“publicidad”, del público estado de interpretado, se convierte en

aquel que todo lo sabe, que todo lo dirige, que todo lo “destina”. Y

el propio Heidegger no tiene reparo en afirmar que el “se” impersonal

es el “ens realissimum”12; es Dios.

Ahora bien, lo inaceptable en la teoría heideggeriana es justa-

mente que esta situación de la pérdida en el se impersonal (a la que

denomina la impropiedad, Uneigentlichkeit), es la única posibibilidad

para el hombre, pues la supuesta alternativa, la existencia en propie-

dad no es finalmente posible en el planteamiento heideggeriano, ya

que fuera del se sólo queda el nihilismo que constatamos al enfrentar-

nos a nuestra propia muerte como fin absoluto (la propiedad consiste

en saber que la impropiedad es la única existencia posible)13. En realidad

la fuerte tesis de Heidegger es que el único dios pensable es el “se”:

Dios (no sólo el Dios de la ontoteología, sino también el Dios que es

Amor) se sustituye por los dioses. En esta última gran propuesta filo-

sófica del siglo XX, que es la que ha logrado triunfar frente a Scheler

o Husserl, el teísmo se sustituye por la idolatría. Dios cede su lugar a

la pluralidad de dioses fácticos, a lo que Heidegger llama “el último

dios”, para disimular así la crudeza de su postura metafísica de fondo:

12 «Tampoco el uno, como el nadie, es una nada. Al contrario, en esta forma de ser es el ser ahí un ens rea-

lissimum, caso de que se comprenda ‘realidad’ como ser en la forma del ser ahí», Sein und Zeit (Tubinga

1986) &27, p. 128.

13 Intentaré justificar esta tesis en un próximo trabajo.

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un brillante y elaborado nihilismo, que ha calado hasta lo más hondo

de nuestra cultura actual.

2.2. La experiencia religiosa como “revelación natural”

Scheler defiende que toda experiencia religiosa tiene por correlato una

revelación de Dios. Esto encaja con lo que hemos visto acerca de la

peculiaridad del Dios cristiano: Dios es amor, Dios es persona y entonces

se ha de dar, se ha de revelar, para que podamos acceder a él.

El acceso a Dios se sitúa así en el ámbito de la intersubjetividad

—y no se puede negar que esta ubicación del problema de Dios resulta

chocante para nuestros oídos que siguen siendo clásicos—. Pero se trata

de una teoría de la intersubjetividad muy especial. A las otras personas

accedemos a través de su cuerpo, pero Dios no tiene cuerpo. Por ello

para poder acceder a él es imprescindible que él se revele.

Si una persona corporal decide ocultarse, nosotros podemos

ser suficientemente listos y descubrirla, pero si una persona no corpo-

ral decide ocultarse es absolutamente imposible que la descubramos.

Scheler considera esta hipótesis de un Dios que se oculta; esta horrenda

e imposible hipótesis, no formulada por nadie porque en realidad contra-

dice la suprema bondad de Dios. Dios ha de revelarse porque es bueno y

la revelación de Dios es la que captamos en la experiencia religiosa.

Scheler habla de revelación en sentido amplio que incluye dos

tipos: la revelación natural y la positiva. La revelación positiva es aque-

lla de la que se ocupa la teología positiva. Es la revelada mediante per-

sonas en cierto momento histórico (el santo originario, que es seguido

por los santos derivados). Por el contrario, la revelación natural es la

revelación accesible en el acto religioso a cualquier hombre en todo

tiempo y lugar, no sólo a aquel que puede acceder a la revelación

positiva.

La tesis de Scheler es que toda religión, también la natural,

se apoya en la revelación. La revelación natural es, según Scheler, la

que san Pablo describe cuando afirma que podemos conocer por sus

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obras al autor de las mismas, que podemos descubrir al creador en

su creación. Previa a la religión revelada, no accesible a todos, habría

una religión natural accesible a todo hombre, que es a la que se refiere

Pablo. Y la tesis de Scheler es que esta religión natural consiste en la

experiencia religiosa basada en la revelación natural. Scheler considera

que es este fenómeno de la experiencia religiosa el que más tarde se

malinterpreta en la teología racional como la afirmación de un cono-

cimiento científico racional de Dios y, todavía mucho más tarde, como

la afirmación de que hay inferencias causales absolutamente evidentes

para llegar a Dios14, identificando así la razón con una razón discursiva

que elabora las pruebas acerca de la existencia de Dios.

A decir verdad, lo que cree Scheler es que el poder de convic-

ción de las pruebas clásicas de la existencia de Dios se apoyaba en

una previa experiencia religiosa. En este punto, Scheler hace una inte-

resante argumentación basada en la “sociología del conocimiento”.

Lo cierto, dice Scheler, es que hoy las pruebas clásicas de la existencia

de Dios no logran convencer a nadie —ni siquiera a los que ya tienen

fe— y la razón es que, en realidad, estas pruebas se apoyaban en una

experiencia religiosa que se daba por supuesta en un cierto momento

histórico, pero que en nuestros días ya no puede darse por supuesta,

porque la presente situación intelectual está marcada por un claro

cientificismo, que es justamente el que Scheler trata de romper propo-

niendo una noción amplia de razón, no limitada a la razón puramente

teórica, científico-técnica.

como vemos, de nuevo se trata de ampliar el ámbito de la

razón, de mostrar que el ámbito de la “naturaleza”, el ámbito de

la religión “natural”, no es la mera “razón” clásica, la religión apo-

14 Vom Ewigen im Menschen, 266. Anteriormente (p.144) había aceptado Scheler que la revelación

positiva puede determinar los límites de su validez en relación con la actividad racional espontánea

del hombre, como sucede en el texto de Pablo sobre el conocimiento natural del divino arquitecto a

partir de su obra. Pero había también insistido en que el “método positivo” según el cual se ha de

encontrar ese conocimiento no puede ser definido dogmáticamente.

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yada en el mero conocimiento racional, sino una estructura espiritual

humana que incluye la experiencia religiosa como experiencia origina-

ria15.

Pero intentemos describir algo más la experiencia religiosa. Se

trata de ver a Dios en su creación y Scheler entiende esto como un

descubrir la relación expresiva de Dios en la creación; algo así como

descubrir la marca del artista en la obra de arte, que nos permite “ver

un rembrand”, es decir, que nos permite descubrir a rembrand a

partir de su obra.

Y este descubrimiento del creador se produce sobre todo

cuando consideramos como creación no tanto la naturaleza externa,

sino nuestra propia alma (en tanto que creada por Dios). Descubrimos

a Dios cuando nos descubrimos a nosotros mismos como “criatu-

ras”16. En la experiencia religiosa vivo mi ser criatura, mi referencia a lo

absolutamente otro que me funda y que me ama; que me marca un

ordo amoris, un destino, en el que encuentro mi salvación. Así Dios

15 Para ser preciso Scheler no tendría que hablar de revelación “natural”, sino simplemente de revela-

ción “no positiva”, porque justamente en tanto que revelación ya no puede ser natural en sentido

estricto, sino que incluye el ámbito de lo “sobrenatural” (de la gracia en sentido amplio). En este

punto me permito remitir a Karl rahner que, en el Curso fundamental sobre la fe. Introducción al

concepto de cristianismo (Barcelona 1979), afirma que «el conocimiento concreto de Dios (…) se

halla siempre en la dimensión de la determinación sobrenatural del hombre» (p. 80) —aunque en

este conocimiento «puedo en una reflexión teológica accesoria, mencionar factores que computo

y puedo computar en la naturaleza» (pp. 79-80)—. rahner sostiene que, previa a la revelación

positiva, hay una «experiencia trascendental —elevada sobrenaturalmente (…)— del movimiento

y de la referencia del hombre a la cercanía inmediata de Dios» (p.184-5) que merece ser llamada

“revelación”. rahner habla del «momento trascendental de la revelación» (previo a toda revelación

positiva) que es «la modificación gratuita, operada duraderamente por Dios, de nuestra conciencia

trascendental» (p.185).

16 El mundo como huella puede ser el mundo externo, pero lo decisivo es que la huella se da en el

hombre, como creado “a imagen y semejanza” de Dios, pues esto último es lo que permite entender

lo primero. En realidad sólo hay huellas en el sentido de símbolo (no en sentido causal) en tanto que

hay alguien capaz de captar huellas. Dios deja la huella en tanto que nos hace a su imagen y seme-

janza, es decir, capaces de captar huellas.

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resulta ser mi motor más íntimo. Pero nunca un motor inmóvil, sino

un auténtico amante que me hace capaz de amar y amarle. Que hace

posible que yo “ame en él”.

Ahora ya podemos entender lo que Scheler considera que es el

principio fundamental de todo conocimiento religioso. Se trata de que

«todo saber sobre Dios es un saber por medio de Dios (Alles Wissen

über Gott ist Wissen durch Gott)»17; o en los términos más conocidos

de Pascal: “no me buscarías si no me hubieras encontrado”. o, en

las fórmulas de la patrística que manejábamos desde un comienzo,

conocer “a Dios” implica conocer “en Dios”. Se trata, en definitiva, de

amar en Dios: de amar al mundo en Dios y a Dios en Dios18.

No puedo poner punto final a esta exposición, sin añadir algo

acerca del otro tipo de revelación, que es la revelación en sentido clá-

sico, la revelación positiva. Me parece de importancia decisiva el hecho

de que, en la teología fenomenológica que propone Scheler, ocupe

también un lugar central la noción de revelación positiva (cosa que

no sucede en la teología racional). La tesis de Scheler es que Dios es

persona y por ello se revela necesariamente en personas: en el “santo

originario”, que luego es seguido por los “santos no originarios”.

(Además, la teoría de los santos no originarios le sirve a Scheler para

mostrar la necesidad esencial de una Iglesia en la que se transmita la

17 Vom Ewigen im Menschen, p.245. Esta tesis se repite en pp. 143, 278, 255.

18 Dios no es objeto de amor, sino que es amante, por ello, acceder a él implica acceder a una persona,

al amor de una persona. Y, para Scheler, este acceso sólo puede consistir en la correalización del amor

de Dios. Al igual que en la intersubjetividad no podemos objetivar los actos de la otra persona, sino que

ella sólo me es dada cuando «co-realizo (mitvollziehe)» sus actos (Wesen und Formen der Sympathie,

p.168), también en Dios se trata de co-realizar su amor. Según Scheler, en el nivel cognoscitivo, la

co-realización consiste en el «comprender (Verstehen)» y el «vivir lo mismo que otro (Nachleben)».

Nos encontramos aquí con la difícil teoría scheleriana del «sentir lo mismo que otro (Nachfühlen)», que

habría que desarrollar mostrando sus límites, pues Scheler funda este sentir lo mismo que otro en un

estado primitivo de “unificación afectiva”, que es el nivel más opuesto al del amor personal. Esta tesis

sobre la intersubjetividad (con la que Scheler intenta evitar el peligro de solipsismo) es quizás una pieza

clave para entender, en el plano teórico, el paso del último Scheler al panteísmo.

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revelación de Dios.) Pues bien, la revelación en el santo originario es

justamente la revelación positiva.

Es claro que la ley de esencias que considera necesaria la

existencia del santo originario no afirma que la revelación positiva

coincida con la de ninguna religión empírica. Desde la filosofía pri-

mera, no podemos identificar al santo originario con las distintas per-

sonas empíricas que se han considerado como tales: cristo, Mahoma,

Buda... Pero en este punto, llega a sostener Scheler19 que lo que sí

puede afirmarse, atendiendo a la noción de santo originario, es que

“el cristianismo no es la religión más perfecta sino la religión abso-

luta”, porque entre Dios y el santo originario hay un enlace óntico

impensable en cualquier otra religión revelada: hay una relación de

filiación en sentido estricto, por engendramiento. En el caso de cristo,

la comunicación de Dios no es sólo revelación mediante un acto espe-

cial de su entendimiento o voluntad, sino una “comunicación de la

persona y la sustancia” de Dios mediante “engendramiento”: comu-

nicación mediante el hijo engendrado.

Ya puedo concluir. Pensar en serio a Dios es pensar el Dios

dado en la experiencia religiosa. El Dios amante, que se revela en cada

uno de nosotros en tanto que criaturas. criaturas que sólo son capa-

ces de amar en tanto que aman en Dios, y que sólo son capaces de

19 «cuando, como en el cristianismo, esta comunicación no es sólo revelación e iluminación mediante

una actividad intencional (Aktrichtung) especial de Dios (inteligencia, voluntad), sino comunicación

a los hombres de la persona y de la substancia de Dios (Person und Substanzmitteilung) mediante

‘engendramiento (Zeugung)’, es decir, por el modo de comunicación más perfecto imaginable y

esencialmente distinto de la revelación por un acto determinado (Aktoffenbarung), entonces la

peculiaridad (Einzigkeit) se torna absoluta, es decir, rige no solamente para el pasado y el presente,

sino para todo el futuro. El cristianismo no es la religión más perfecta, es la religión absoluta. Lo que

Troeltsch llama ‘carácter absoluto del cristianismo’, es decir, su insuperabilidad por un desarrollo

histórico ulterior, forma parte de la esencia de la religión cristiana, por cuanto sólo él corresponde al

enlace peculiarmente óntico, a la peculiar conciencia de enlace de cristo con Dios», Vorbilder und

Führer, Schriften aus dem Nachla, Band I, pp.255-344, la cita en p. 279. Trad. cast. El santo, el genio, el

héroe (Buenos Aires 1961).

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pensar a Dios en tanto que piensan en Dios. Podemos decir, con san

Agustín, que la situación fundamental de la criatura consiste en tener

un corazón inquieto mientras no descanse en Dios. En esta inquietud

del corazón se muestra justamente la revelación de Dios, del Dios a

quien buscamos inquietos porque lo hemos encontrado, porque él nos

ha encontrado desde la eternidad. Porque él nos ha amado, para que

nosotros podamos amar en él.

Es cierto que en nuestra existencia más inmediata marcada no

sólo por la finitud y el pecado original, sino por el pecado efectivo,

por la caída20, lo que hacemos es borrar por completo esta inquietud y

sustituirla por lo que Heidegger denomina el “estar en casa”, la fami-

liaridad, la tranquilidad, que es lo que caracteriza justamente la vida

en el “se” impersonal, mencionado antes. En la caída estamos muy

tranquilos, nada inquietos, porque tapamos la ausencia de Dios con

los ídolos; tapamos la ausencia de verdad con lo que se dice; la ausen-

cia del bien que debemos hacer, con lo que se hace. Y entonces ya ni

siquiera estamos inquietos por la ausencia de verdad, por la ausencia

de bien, por la ausencia de sentido, por la ausencia de Dios.

Salir de la caída supone reconocer que esta situación inmediata

es, como dice Heidegger, una “huida”; una huida de otra situación

más fundamental. Pero lo decisivo es que la situación más fundamen-

tal de la que huimos, no es, como quiere Heidegger, la angustia ante

la muerte, ante la nada. La situación fundamental, que no siempre

somos capaces de encarar (pecado original), es la inquietud ante Dios,

inquietud que exige una respuesta personal de amor —que es lo más

opuesto pensable a la pérdida en el se impersonal—. En definitiva,

la situación fundamental para el hombre no es la angustia ante la

20 Mi hipótesis interpretativa es que la caída corresponde a la situación de pecado efectivo. Es la situa-

ción inmediata y regular (tesis del pecado original), pero no coincide con la cotidianidad, porque

puede haber cotidianidad no marcada por el pecado efectivo. El santo vive su cotidianidad en la

“situación fundamental” de no caída, en la “propiedad (Eigentlichkeit)”, pues responde a su ordo

amoris sin trastornarlo.

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nada como quiere el nihilismo heideggeriano, sino la inquietud ante

Dios, ante la todavía lejanía de Dios; pero inquietud “en” Dios. Y esto

supone que la “última” situación fundamental para el hombre (situa-

ción que ya no es intramundana) no es la que pretende Heidegger, no

se trata del “no estar en casa” propio de la angustia, de la nada (de la

ausencia de fundamento), sino que es un auténtico y definitivo “estar

en casa”: es el reposo en el Fundamento Absoluto, el pleno amar en

el Amor Absoluto.

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de Teología “San Dámaso”-BAC, Madrid 2001) 354 pp. [21,60 €]

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Quiroga, Morcillo y Conferencia Episcopal Española (2005) 290 pp. [25 €]

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nacional sobre la Encíclica ‘Fides et Ratio’. Madrid, 16-18 de febrero de 2000

(2002) XIII + 616 pp. [agotado]

2 A. CARRASCO-J. PRADES (eds.), In communione Ecclesiae. Miscelánea en honor del

Cardenal Antonio Mª Rouco Varela, con ocasión del XXVº aniversario de su con-

sagración episcopal (2003) 728 pp. [40 €]

3 JUAN JOSÉ PÉREZ-SOBA DIEZ DEL CORRAL, La pregunta por la persona. La respuesta de

la interpersonalidad (2004) 290 pp. [25 €]

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la ética en Mateo (2004) 366 pp. [30 €]

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de Estudio en el XX aniversario de la promulgación del Código de Derecho

Canónico. Facultad de Teología “San Dámaso”, Madrid 20-21 de octubre de 2003

(2005) 288 pp. [25 €]

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desde la jurisprudencia (2006) 512 pp. [32 €]

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19 JOSÉ MARÍA MAGAZ (ed.), Los obispos españoles ante los conflictos políticos del

siglo XX (2008) 293 pp. [agotado]

20 IGNACIO CARBAJOSA-LUIS SÁNCHEZ NAVARRO (eds.), Palabra Encarnada. La Palabra de Dios

en la Iglesia (2008) 137 pp. [8 €]

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185 pp. [10 €]

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terio de Dios (2002) 52 pp. [3 €]

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13 JUAN JOSÉ AYÁN CALVO, La promesa del cosmos (Hilvanando algunos textos de San

Ireneo) (2005) 93 pp. [agotado]

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valoración jurídica y ética de una nueva asignatura en el sistema escolar español

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tólica en la vigilancia sobre los tribunales eclesiásticos (2008) 33 pp. [3 €]

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