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Juan Carlos Onetti La Vida Breve

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JUAN CARLOS ONETTI

La vida breve

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JJuuaann CCaarrllooss OOnneettttii (Montevideo, 1909-Madrid, 1994) fue uno de los mejores expo-nentes de las letras hispánicas del siglo xx.Autor de relatos y novelas, a su primera etapase deben obras tan importantes como El pozo(1939), Tierra de nadie (1941), Para esta noche(1943) o La vida breve (1950). Desde la publi-cación de esta última, comenzó a situar todassus obras en Santa María, universo imaginarioa través del que sentó escuela en la narrativalatinoamericana. Los adioses (1953), El asti-llero (1961) o Juntacadáveres (1964) son buenamuestra de su madurez y altísima calidad lite-raria. Exiliado en España desde mediados delos años setenta, obtuvo el prestigioso PremioCervantes en 1980 y el reconocimiento de supaís, una vez éste recobró la democracia, con elGran Premio Nacional de Literatura en 1985.

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Título: La vida breve© 1950, Juan Carlos Onetti© Herederos de Juan Carlos Onetti© Santillana Ediciones Generales, S.L.© De esta edición: septiembre 2007, Punto de Lectura, S.L.Torrelaguna, 60. 28043 Madrid (España) www.puntodelectura.com

ISBN: 978-84-663-6914-5Depósito legal: B-35.583-2007Impreso en España – Printed in Spain

Diseño de portada: Jesús AcevedoFotografía de portada: © SábatDiseño de colección: Punto de Lectura

Impreso por Litografía Rosés, S.A.

Todos los derechos reservados. Esta publicaciónno puede ser reproducida, ni en todo ni en parte,ni registrada en o transmitida por, un sistema derecuperación de información, en ninguna formani por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico,electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia,o cualquier otro, sin el permiso previo por escritode la editorial.

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A Norah Lange y Oliverio Girondo

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... O something pernicious and dread! Something far away from a puny and pious life!Something unproved! Something in a trance!Something escaped from the anchorage and driving free.

W.W.

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Primera parte

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I. SANTA ROSA

—Mundo loco —dijo una vez más la mujer, como reme-dando, como si lo tradujese.

Yo la oía a través de la pared. Imaginé su boca en movi-miento frente al hálito de hielo y fermentación de la hela-dera o la cortina de varillas tostadas que debía estar rígidaentre la tarde y el dormitorio, ensombreciendo el desor-den de los muebles recién llegados. Escuché, distraído, lasfrases intermitentes de la mujer, sin creer en lo que decía.

Cuando su voz, sus pasos, la bata de entrecasa y losbrazos gruesos que yo le suponía pasaban de la cocina aldormitorio, un hombre repetía monosílabos, asintiendo,sin abandonarse por entero a la burla. El calor que la mu-jer iba hendiendo se reagrupaba entonces, eliminaba las fi-suras y se apoyaba con pesadez en todas las habitaciones,en los huecos de las escaleras, en los rincones del edificio.

La mujer iba y venía por la única pieza del departa-mento de al lado, y yo la escuchaba desde el baño, de pie,la cabeza agachada bajo la lluvia casi silenciosa.

—Aunque se me destroce a pedacitos el corazón, lejuro —dijo la voz de la mujer, cantando un poco, cortán-dosele el aliento al final de cada frase, como si un empeci-nado obstáculo surgiera cada vez para impedirle confesar

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algo—. No le voy a ir a pedir de rodillas. Si él lo quiso,ahora lo tiene. Yo también tengo mi orgullo. Aunque meduela más que a él mismo.

—Vamos, vamos —conciliaba el hombre.Escuché por un rato el silencio del departamento en

cuyo centro repiqueteaban ahora pedazos de hielo remo-lineados en los vasos. El hombre debía de estar en mangasde camisa, corpulento y jetudo; ella muequeaba nerviosa,desconsolándose por el sudor que le corría en el labio yen el pecho. Y yo, al otro lado de la delgada pared, estabadesnudo, de pie, cubierto de gotas de agua, sintiéndolasevaporarse, sin resolverme a agarrar la toalla, mirando,más allá de la puerta, la habitación sombría donde el ca-lor acumulado rodeaba la sábana limpia de la cama. Pen-sé, deliberadamente ahora, en Gertrudis; querida Ger-trudis de largas piernas; Gertrudis con una cicatriz viejay blancuzca en el vientre; Gertrudis callada y parpadean-te, tragándose a veces el rencor como saliva; Gertrudiscon una roseta de oro en el pecho de los vestidos de fies-ta; Gertrudis, sabida de memoria.

Cuando volvió la voz de la mujer pensé en la tarea demirar sin disgusto la nueva cicatriz que iba a tener Ger-trudis en el pecho, redonda y complicada, con nervadu-ras de un rojo o un rosa que el tiempo transformaría aca-so en una confusión pálida, del color de la otra, delgada ysin relieve, ágil como una firma, que Gertrudis tenía enel vientre y que yo había reconocido tantas veces con lapunta de la lengua.

—Se me podrá destrozar el corazón —dijo al lado lamujer— y a lo mejor ya no volveré a ser nunca la mismade antes. Cuántas veces me hizo llorar Ricardo como una

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loca, en estos tres años. Hay muchas cosas que usted nosabe. Esta vez no me hizo nada peor que otras cosas queme ha hecho antes. Pero ahora se acabó.

Debía de estar en la cocina, agachada frente a la he-ladera, rebuscando, refrescándose la cara y el pecho conel aire helado donde se endurecían olores vegetales, acei-tosos.

—No voy a dar un solo paso aunque se me destroceel corazón. Aunque venga a pedirme de rodillas...

—No diga eso —dijo el hombre. Había caminado,supongo, sin ruido hasta la puerta de la cocina, y con unbrazo peludo apoyado en el marco y el otro encogido sos-teniendo el vaso miraría desde arriba el cuerpo acuclilla-do de la mujer—. No diga eso. Todos tenemos errores. Siél, digamos... Si Ricardo viniera a pedirle...

—No sé qué decirle, créame —confesó ella—. ¡Hesufrido tanto por él! ¿Nos tomamos otro, le parece?

Tenían que estar en la cocina porque escuché golpearel hielo en la pileta. Abrí otra vez la ducha y removí la es-palda bajo el agua mientras pensaba en la mañana, unasdiez horas atrás, cuando el médico fue cortando cuidado-samente, o de un solo tajo que no prescindía del cuidado,el pecho izquierdo de Gertrudis. Habría sentido vibrar elbisturí en la mano, sentido cómo el filo pasaba de unablandura de grasa a una seca, a una ceñida dureza después.

La mujer resopló y se echó a reír; alterada por el ru-mor de la ducha, me llegó una frase:

—¡Si supiera cómo estoy de los hombres! —Se alejóhacia el dormitorio y golpeó las puertas del balcón—. Pe-ro ¿me quiere decir cuándo va a llegar la tormenta de San-ta Rosa?

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—Tiene que ser hoy —dijo el hombre, sin seguirla,alzando la voz—. No se apure, que antes de la madruga-da revienta.

Entonces descubrí que yo había estado pensando lomismo desde una semana atrás, recordé mi esperanza deun milagro impreciso que haría para mí la primavera. Ha-cía horas que un insecto zumbaba, desconcertado y furio-so entre el agua de la ducha y la última claridad del venta-nuco. Me sacudí el agua como un perro, y miré hacia lapenumbra de la habitación, donde el calor encerrado esta-ría latiendo. No me sería posible escribir el argumento pa-ra cine de que me había hablado Stein mientras no lograraolvidar aquel pecho cortado, sin forma ahora, aplastándo-se sobre la mesa de operaciones como una medusa, ofre-ciéndose como una copa. No era posible olvidarlo, aunqueme empeñara en repetirme que había jugado a mamar deél, de aquello. Estaba obligado a esperar, y la pobreza con-migo. Y todos, en el día de Santa Rosa, la desconocidamujerzuela que acababa de mudarse al departamento veci-no, el insecto que giraba en el aire perfumado por el jabónde afeitar, todos los que vivían en Buenos Aires estabancondenados a esperar conmigo, sabiéndolo o no, boquean-do como idiotas en el calor amenazante y agorero, atis-bando la breve tormenta grandilocuente y la inmediataprimavera que se abriría paso desde la costa para transfor-mar la ciudad en un territorio feraz donde la dicha podríasurgir, repentina y completa, como un acto de la memoria.

La mujer y el hombre habían vuelto, perdiéndose, ala habitación.

—Le juro que locura como la nuestra no hubo —ha-bía dicho ella al salir de la cocina.

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Cerré la ducha, esperé a que el insecto se acercarapara voltearlo con la toalla, aplastarlo contra la rejilla delsumidero, y entré desnudo y goteante en el dormitorio.A través de la persiana vi la noche que comenzaba a enne-grecerse desde el norte, calculé los segundos que separa-ban los relámpagos. Me puse dos pastillas de menta en laboca y me tiré en la cama.

...Ablación de mama. Una cicatriz puede ser imagi-nada como un corte irregular practicado en una copa degoma, de paredes gruesas, que contenga una materia in-móvil, sonrosada, con burbujas en la superficie, y que déla impresión de ser líquida si hacemos oscilar la lámparaque la ilumina. También puede pensarse cómo será quin-ce días, un mes después de la intervención, con una som-bra de piel que se le estira encima, traslúcida, tan delgadaque nadie se atrevería a detener mucho tiempo sus ojosen ella. Más adelante las arrugas comienzan a insinuarse,se forman y se alteran; ahora sí es posible mirar la cicatriza escondidas, sorprenderla desnuda alguna noche y pro-nosticar cuál rugosidad, cuáles dibujos, qué tonos sonro-sados y blancos prevalecerán y se harán definitivos. Ade-más, algún día Gertrudis volvería a reírse sin motivo bajoel aire de primavera o de verano del balcón y me miraríacon los ojos brillantes, con fijeza, un momento. Escon-dería enseguida los ojos, dejaría una sonrisa junto con untrazo retador en los extremos de la boca.

Habría llegado entonces el momento de mi mano de-recha, la hora de la farsa de apretar en el aire, exactamente,una forma y una resistencia que no estaban y que no ha-bían sido olvidadas aún por mis dedos. «Mi palma tendrámiedo de ahuecarse exageradamente, mis yemas tendrán

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que rozar la superficie áspera o resbaladiza, desconociday sin promesa de intimidad de la cicatriz redonda.»

—Entienda. No es por la fiesta ni por el baile, sinopor el gesto —dijo la mujer al otro lado de la pared, pró-xima y encima de mi cabeza.

Tal vez estuviera tirada en la cama, como yo, en unacama igual a la mía, que podía ser escondida en la pared yexhumada por la noche con unos desesperados chirridosde resortes; el hombre, corpulento, de retintos bigotesenconados, podría estar, siempre bebiendo, doblado enun sillón o sudando, prisionero de un imaginario respeto,junto a los pies descalzos de la mujer. La miraría hablar,asintiendo, sin decir nada; desviaría a veces los ojos, fasci-nado por las uñas de los pies, pintadas de rojo, los cortosdedos que ella estaría moviendo a compás, sin pensarlo.

—¡Qué me importa el carnaval, imagínese! Ya, a miedad, no me voy a quedar loca por un baile. Pero era elprimer baile de carnaval que íbamos a ir juntos, Ricardo yyo. Y le digo con toda la boca, como se lo dije a él, que seportó como un hijo de perra. Dígame qué le costaba de-cirme que no podía, «mirá, tengo otra cosa que hacer» o«no tengo ganas». Si no tiene confianza conmigo, díga-me con quién más la va a tener. Una mujer nunca se enga-ña; nos hacemos las engañadas, sí, muchas veces, que noes lo mismo. —Se rió sin amargura, entre dos toses—.Hasta podría darle nombres; él se caería de espaldas si su-piera las cosas que yo sé de él y me callé por discreción.Ni se lo sueña. Pero dígame si no es distinto, una nochede carnaval, el primer baile que vamos a ir. Y llegan las on-ce, las doce y el señor no aparece. Hasta le dije a la Gor-da la lástima que me daba que Ricardo no pudiera largar

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hasta tan tarde. Lástima por él, imagínese, pensando quese perdía de divertirse. Yo estaba de dama antigua; perode negro, con pelo blanco.

La mujer se rió, tres chorros de risa; al revés de lavoz, ansiosa, que se detenía inesperadamente para seña-lar el final de cada frase, la risa parecía haber estado con-tenida, formándose, durante mucho tiempo, y saltar degolpe, entrecortada, como un débil relincho.

—La Gorda, pobre, estaba verde de furia. Se habíaperdido la noche por nosotros, y al final se fue. Era ya díaclaro cuando me desperté sentada en aquel sillón gran-dote (no sé si alcanzó a conocerlo) que teníamos en Bel-grano, con la peluca caída y el ramo enorme de jazminesen el suelo. Que con el calor, y todo encerrado, parecíade veras un velorio.

«...Y aquí va a estar Gertrudis medio muerta —pen-sé—, en la convalecencia, si todo va bien. Con esa asque-rosa bestia del otro lado de una pared que parece de papel.Y, sin embargo, cuando la vea mañana en el sanatorio, sipuede hablar, si puedo verla, si veo que no se va a morirtodavía, podré, por lo menos, apretarle una mano y de-cirle sonriendo que ya tenemos vecinos. Porque si puedehablar o escucharme y no está sufriendo demasiado, yono tendré nada más verdadero que decirle, nada más im-portante que la noticia de que alguien se mudó al depar-tamento de al lado, el H. Ella sonreirá, hará preguntas,mejorará, volverá a casa. Y va a llegar el momento de mimano derecha, del labio, de todo el cuerpo; el momentodel deber, de la piedad, del terror de humillar. Porque laúnica prueba convincente, la única fuente de dicha y con-fianza que puedo proporcionarle será levantar y abatir

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a plena luz, sobre el pecho mutilado, una cara rejuvene-cida por la lujuria, besar y enloquecerme allí.»

—No es un capricho —decía ahora la mujer en lapuerta—. Esta vez es para siempre.

Me levanté con el cuerpo seco, ardiente; resbalandoy apoyándome en el calor fui a levantar la mirilla de lapuerta de entrada.

—Ya va a ver como todo se arregla —repitió el hom-bre, calmoso, invisible.

Vi a la mujer; no tenía bata sino un vestido oscuro yajustado, pero los brazos, desnudos, eran gruesos y blan-cos. La voz, interrumpiéndose como aplastada en algo-dón contra la blandura de los ahogos, resurgía una y otravez para repetir que ya nada podía ser modificado, sindejar de sonreír al hombre que me mostraba ahora unhombro gris, el ala oscura del sombrero puesto.

—Puede estar seguro. Una, al final, se cansa. ¿O noes cierto?

II. DÍAZ GREY, LA CIUDAD Y EL RÍO

Estiré la mano hasta introducirla en la limitada zona deluz del velador, junto a la cama. Hacía unos minutos queestaba oyendo dormir a Gertrudis, que espiaba su cara,vuelta hacia el balcón, la boca entreabierta y seca, casinegra, más gruesos que antes los labios, la nariz brillante,pero ya no húmeda. Alcancé en la mesita una ampolla demorfina y la alcé con dos dedos, la hice girar, agité un

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segundo el líquido transparente que lanzó un reflejo ale-gre y secreto. Serían las dos o las dos y media; desde me-dianoche no había oído el reloj de la iglesia. Algún ruidode motores o tranvías, alguna vibración inidentificableentraba a veces en el olor a remedios y agua de coloniadel cuarto.

Antes de medianoche ella había vomitado, habíallorado apretando contra su boca el pañuelo empapadoen agua de colonia mientras yo le golpeaba suavementeun hombro, sin hablarle, porque ya había repetido, exac-tamente tantas veces como me era posible en el curso deun día: «No importa. No llores». Mientras jugaba con laampolla creía seguir oyendo, como manchas de ruidosantiguos que hubieran quedado en los rincones del cuar-to, los sonidos resueltos, casi desesperados, con sus per-ceptibles matices de vergüenza y odio, que ella había he-cho con la cabeza resignada sobre la palangana. Habíasentido crecer contra mi mano la humedad de su frente,mientras pensaba en el argumento para cine de que mehabía hablado Julio Stein, evocaba a Julio sonriéndome ygolpeándome un brazo, asegurándome que muy prontome alejaría de la pobreza como de una amante envejeci-da, convenciéndome de que yo deseaba hacerlo. «Nollores —pensaba—, no estés triste. Para mí es todo lomismo, nada cambió. No estoy seguro todavía, pero creoque lo tengo, una idea apenas, pero a Julio le va a gustar.Hay un viejo, un médico, que vende morfina. Todo tieneque partir de ahí, de él. Tal vez no sea viejo, pero estácansado, seco. Cuando estés mejor me pondré a escribir.Una semana o dos, no más. No llores, no estés triste. Veouna mujer que aparece de golpe en el consultorio médico.

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El médico vive en Santa María, junto al río. Sólo una vezestuve allí, un día apenas, en verano; pero recuerdo el ai-re, los árboles frente al hotel, la placidez con que llegabala balsa por el río. Sé que hay junto a la ciudad una colo-nia suiza. El médico vive allí, y de golpe entra una mujeren el consultorio. Como entraste tú y fuiste detrás de unbiombo para quitarte la blusa y mostrar la cruz de oroque oscilaba colgando de la cadena, la mancha azul, elbulto en el pecho. Trece mil pesos, por lo menos, por elprimer argumento. Dejo la agencia, nos vamos a vivirafuera, donde quieras, tal vez se pueda tener un hijo. Nollores, no estés triste.»

Me recordé hablando; vi mi estupidez, mi impoten-cia, mi mentira ocupar el lugar de mi cuerpo, y tomar suforma. «No llores, no estés triste», repetí mientras ellase aquietaba en la almohada, sollozaba apenas, temblaba.

Ahora mi mano volcaba y volvía a volcar la ampollade morfina, junto al cuerpo y la respiración de Gertrudisdormida, sabiendo que una cosa había terminado y otracosa comenzaba, inevitable; sabiendo que era necesarioque yo no pensara en ninguna de las dos y que ambaseran una sola cosa, como el fin de la vida y la pudrición.La ampolla se movía entre mi índice y mi pulgar y yoimaginaba para el líquido una cualidad perversa, insinua-da en su color, en su capacidad de movimiento, en su fa-cilidad para inmovilizarse apenas se sosegaba mi mano,y refulgir sereno en la luz, fingiendo no haber sido agita-do nunca.

Estaba, un poco enloquecido, jugando con la ampo-lla, sintiendo mi necesidad creciente de imaginar y acer-carme a un borroso médico de cuarenta años, habitante

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lacónico y desesperanzado de una pequeña ciudad colo-cada entre un río y una colonia de labradores suizos. San-ta María, porque yo había sido feliz allí, años antes, du-rante veinticuatro horas y sin motivo. Este médico debíaposeer un pasado tal vez decisivo y explicatorio, que a míno me interesaba; la resolución fanática, no basada enmoral ni dogma, de cortarse una mano antes de provocarun aborto; debía usar anteojos gruesos, tener un cuerpopequeño como el mío, el pelo escaso y de un rubio queconfundía las canas; este médico debía moverse en unconsultorio donde las vitrinas, los instrumentos y losfrascos opacos ocupaban un lugar subalterno. Un con-sultorio que tenía un rincón cubierto por un biombo; de-trás de este biombo, un espejo de calidad asombrosamen-te buena y una percha niquelada que daba a los pacientesla impresión de no haber sido usada nunca. Yo veía, defi-nitivamente, las dos grandes ventanas sobre la plaza: co-ches, iglesia, club, cooperativa, farmacia, confitería, esta-tua, árboles, niños oscuros y descalzos, hombres rubiosapresurados; sobre repentinas soledades, siestas y algu-nas noches de cielo lechoso en las que se extendía la mú-sica del piano del conservatorio. En el rincón opuestoal que ocupaba el biombo había un ancho escritorio endesorden, y allí comenzaba una estantería con un mi-llar de libros sobre medicina, psicología, marxismo y fi-latelia. Pero no me interesaba el pasado del médico, suvida anterior a su llegada, el año anterior, a la ciudad deprovincias, Santa María.

No tenía nada más que el médico, al que llamé DíazGrey, y la idea de la mujer que entraba una mañana, cer-ca del mediodía, en el consultorio y se deslizaba detrás

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del biombo para desnudarse el torso, sonriendo, mien-tras se examinaba maquinalmente la dentadura en el in-maculado espejo del rincón. Por alguna causa que yo ig-noraba aún, el médico no estaba en aquel momento conel guardapolvo puesto; tenía un traje gris, nuevo, y se es-tiraba los calcetines de seda negra sobre los huesos de lostobillos mientras esperaba que la mujer saliera de atrásdel biombo. Tenía también a la mujer y pensé que parasiempre. La vi avanzar en el consultorio, seria, haciendooscilar, apenas, un medallón con una fotografía, entre losdos pechos, demasiado pequeños para su corpulencia y lavieja seguridad que reflejaba su cara. La mujer se detuvode pronto, alargó una sonrisa en los labios; despreocupa-da y paciente, alzó los hombros. Por un instante, la carasosegada se dirigió con curiosidad hacia la del médico.Después, la mujer volvió los talones y retrocedió sin apu-ro hasta desaparecer en el rincón del espejo, de dondesaldría casi enseguida, vestida y desafiante.

Dejé la ampolla entre los frascos de la mesita y el es-tuche del termómetro. Gertrudis alzó una rodilla y vol-vió a bajarla; hizo sonar los dientes, como si mascara lased o el aire, suspiró y se quedó quieta. Sólo le quedaba,vivo, un encogimiento de expectativa dolorosa en la pielde las mejillas y en las pequeñas arrugas que le rodeabanlos ojos. Me dejé caer, suavemente, boca arriba.

... El torso y los pequeños pechos, inmóviles en lamarcha, que la mujer mostró a Díaz Grey eran excesiva-mente blancos; sólo en relación a ellos y a su recuerdo deleche y papel satinado resultaba chillona la corbata delmédico. Muy blancos, asombrosamente blancos, y con-trastando con el color del rostro y el cuello de la mujer.

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Oí gemir a Gertrudis y me incorporé, a tiempo paraverla plegar los labios y aquietarse. La luz no podía mo-lestarla. Miré la blancura y el sonrosado de la oreja de Ger-trudis, demasiado carnosa, muy redonda, visiblementeconformada para oír. Estaba dormida, la cara siemprehacia el balcón, hermética, mostrando sólo el filo de undiente entre los labios.

...Además del médico, Díaz Grey, y de la mujer —quedesaparecía detrás del biombo para salir con el busto des-nudo, volvía a esconderse sin impaciencia y regresaba ves-tida—, tenía ya la ciudad donde ambos vivían. «No quie-ro algo decididamente malo —me había dicho Julio—;no una historia para revista de mujeres. Pero sí un argu-mento no demasiado bueno. Lo suficiente para darles laoportunidad de estropearlo.»

Tenía ahora la ciudad de provincia sobre cuya plazaprincipal daban las dos ventanas del consultorio de DíazGrey. Sigilosamente, lento, salí de la cama y apagué laluz. Fui caminando a tientas hasta llegar al balcón y pal-par las maderas de la celosía, corrida hasta la mitad. Es-tuve sonriendo, asombrado y agradecido por que fueratan fácil distinguir una nueva Santa María en la noche deprimavera. La ciudad con su declive y su río, el hotel fla-mante y, en las calles, los hombres de cara tostada quecambian, sin espontaneidad, bromas y sonrisas.

Oí golpear la puerta del departamento vecino, lospasos de la mujer que entraba en el cuarto de baño y co-menzaba después a pasearse, canturreando, sola.

Estuve primero acuclillado, con la frente apoyadaen el borde de la celosía, respirando el aire casi frío de lanoche. Trapos blancos se sacudían y restallaban a veces

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en la azotea de enfrente. Un armazón de hierro, orín,musgo, ladrillos carcomidos, mutiladas molduras de ye-so. Detrás de mí Gertrudis continuaba durmiendo, ron-cando suavemente, olvidada, liberándome. La vecinabostezó y empujó un sillón. Volví a inclinar la cabeza ha-cia las barrancas y el río, un río ancho, un río angosto, unrío solitario y amenazante donde se reflejaban apresura-das las nubes de la tormenta, un río con embarcacionesempavesadas, multitudes con traje de fiesta en las orillasy un barco de ruedas que montaba la corriente con uncargamento de maderas y barriles.

A mi izquierda, la mujer encendió una luz blanca ensu balcón. «Algo no demasiado bueno, pero tampocoirremisiblemente tonto. Sugeriría, además, una gota deviolencia.» La mujer canturreaba, más audible ahora, eiba pisando el parquet con unos tacones brillantes y al-tos. No había pasos de hombre; ella vino hasta la celosíay la levantó sin dejar de cantar, hizo que la débil luz blan-ca se extendiera hacia el este, en la noche oscura. Conti-nuaba canturreando con la boca cerrada; su sombra, casiinmóvil, se alargaba en las baldosas del balcón, desga-rrada en los barrotes; las manos levantadas se movíancon precisión y pereza, tocaban los broches de la ropa odeshacían el peinado. Después, dejó caer los brazos y re-sopló. Un olor a puerto vino con el viento. La mujer ca-minó hacia el centro de la habitación y comenzó a reír enel teléfono. Gertrudis murmuró una pregunta y volvió aroncar. La risa de la mujer crecía aguda y poderosa y secortaba de golpe, moría dejando un silencio oscuro, casiredondo, rellenado por una especie de odio y desespera-ción familiares.

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—Decile que tenga paciencia, Gorda. Que se aguan-te. Muy poco hombre, decile —jadeaba apenas la voz dela mujer—. Que se lo pregunte a él... No, no tomé na-da... Que nos deje hablar, decile. Oíme, Gorda; no va allover, porque refrescó. Oíme. Se pasó la noche diciendo«mis dos palomitas blancas», y se le caía la baba, palabra.Al final, claro... Pero es un caballero. Un caballero, Gor-da, ya te voy a contar. ¿Vas a venir mañana? No, no quie-ro hablar con él, no le pasés el tubo. ¡Tenía un calor! Sólopensaba en sacarme la faja, y ahora tengo frío. Ni piensollamarlo, como si se hubiera muerto. Así se lo estuve di-ciendo a Ernesto... ¿Sí? Decile que si quiere le doy lec-ciones. Oíme, Gorda; decile que a la abuela. No te olvi-dés mañana, que tenemos que arreglar para el sábado. Yasabe adónde, decile. Chau.

La mujer retomó la canción con la nariz y dio vuel-tas por el cuarto, descalza ahora. Volvió al balcón, y antesde que apagara la luz me llegó un perfume, un aroma queyo había respirado antes, mucho tiempo atrás, en unaconfusa reunión de calles con terrones, hiedras, una can-cha de tenis, un farol meciéndose sobre la bocacalle.

«La Gorda debe ser la gorda que estuvo ayudándolaa esperar y sudando una noche de carnaval en el departa-mento de Belgrano, sentada en el sillón que tal vez Er-nesto llegó a conocer.

»Todavía el pecho de Gertrudis puede rezumar san-gre si se agita demasiado, según decía el médico, hechode roscas de grasa, con voz y maneras de eunuco, de ojoscansados, semidisueltos, salientes y, sin embargo, procla-mando el hábito de retroceder con la humildad del que seaburre a pesar de sus mejores deseos. Los ojos, mirando

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a Gertrudis, hartos hasta el fin de la vida de observar entre-piernas, pliegues, combas, blanduras, lugares comunes yanormalidades. Por ti cantamos, por ti luchamos. La caracolgante inclinada sobre adelantos y retrasos, el olor dela carne fresca y cocida que se alza desprendiéndose delperfume de las sales de baño o del de la colonia distribui-da previamente con un solo dedo. Abrumado a veces porla involuntaria tarea de analizar el claroscuro, las formasy los detalles barrocos de lo que miraba y tratar de repre-sentarse lo que aquello había significado o podría signifi-car para un hombre cualquiera, enamorado.»

«Un argumento, vamos», había dicho Julio Stein;«algo que se pueda usar, que interese a los idiotas y a losinteligentes, pero no a los demasiado inteligentes. Debéssaberlo mejor que yo, como buen porteño.» Julio habíaescupido en su pañuelo sin hacer ostentación. Y como elmédico triste y amable que miró a Gertrudis, con sus re-pentinas, destiladas sonrisas que morían rápidamente,como vibraciones en el agua, entre la blandura colgantede la cara, Díaz Grey debería tener los ojos cansados, conuna pequeña llama inmóvil, fría, que rememoraba la de-saparición de la fe en la sorpresa. Y tal como yo estaba mi-rando la noche de lento viento fresco, podía estar él apo-yado en una ventana de su consultorio, frente a la plaza ylas luces del muelle. Atontado y sin comprender, así co-mo yo escuchaba el ruido de la ropa sacudida en la azoteade enfrente, el ritmo irregular de los ronquidos de Ger-trudis y el pequeño silencio alrededor de la cabeza de lamujer en el departamento vecino.

Oí llorar a Gertrudis, segura de que continuaba dor-mida. «Mi mujer, corpulenta, maternal, con las anchas

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caderas que dan ganas de hundirse entre ellas; de cerrarlos puños y los ojos, de juntar las rodillas con el mentón ydormirse sonriendo.»

Díaz Grey estaría mirando, a través de los vidrios dela ventana y de sus anteojos, un mediodía de sol podero-so, disuelto en las calles sinuosas de Santa María. Con lafrente apoyada y a veces resbalando en la suavidad delcristal de la ventana, próximo al rincón de las vitrinas o alhemiciclo del escritorio desordenado. Miraba el río, niancho ni angosto, rara vez agitado; un río con enérgicascorrientes que no se mostraban en la superficie, atravesa-do por pequeños botes de remo, pequeños barcos de ve-la, pequeñas lanchas de motor y, según un horario inva-riable, por la lenta embarcación que llamaban balsa y quese desprendía por las mañanas de una costa con ombúesy sauces, para ir metiendo la proa en las aguas sin espumay acercarse, balanceándose, al doctor Díaz Grey y a laciudad donde vivía. Una balsa cargada de pasajeros, conun par de automóviles sujetos con cables, trayendo losmatutinos de Buenos Aires, transportando tal vez canas-tas de uvas, damajuanas rodeadas de paja, maquinariasagrícolas.

«Ahora la ciudad es mía, junto con el río y la balsaque atraca en la siesta. Ahí está el médico con la frenteapoyada en una ventana; flaco, el pelo rubio escaso, lascurvas de la boca trabajadas por el tiempo y el hastío;mira un mediodía que nunca podrá tener fecha, sin sos-pechar que en un momento cualquiera yo pondré con-tra la borda de la balsa a una mujer que lleva ya, inquie-ta entre su piel y la tela del vestido, una cadenilla quesostiene un medallón de oro, un tipo de alhaja que ya

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nadie fabrica ni compra. El medallón tiene diminutasuñas en forma de hoja que sujetan el vidrio sobre la fo-tografía de un hombre muy joven, con la boca gruesa ycerrada, con ojos claros que se prolongan brillando ha-cia las sienes.»

III. MIRIAM: MAMI

Desde el fondo de la vasta sala, ocupada escasamente porescritorios y mesas de dibujo; desde la luz blanca en losvidrios de las puertas bamboleantes con las inscripciones«Gerente», «Subgerente», «Jefe de Medios», vino JulioStein alzando las brazos.

Eran las siete de la tarde y no había en la oficina na-die más que yo y la extraña mujer. Yo esperaba de pie enla penumbra y miraba un dibujo a medio hacer en una delas mesas: una bañista sobre un sillón de playa, en unaazotea, bebiendo de una botella. El traje iba a ser verde,el sol amarillo, el asiento tenía ya un hermoso color roji-zo. No era asunto mío; desde un par de meses atrás casino redactaba avisos. Debía de ser una campaña de Stein;y Stein habría aconsejado «Veranee sin billete» o «Lleveel veraneo a su casa» o «Enero en la azotea» o «Sin vali-jas usted puede». En la gerencia, el viejo Macleod habríasacudido la cabeza, entornado los ojos, gritado de prontocon su voz enronquecida:

—¡Flojo, muy flojo! Y gastado. Tómese unas copasy haga algo con punch.

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Y Stein habría tomado las copas, habría faltado a laoficina para veranear sin billete con alguna mujer, o lle-varse alguna mujer a su departamento, o fabricar un ene-ro entre las sábanas, o demostrarle a alguna mujer queera posible hacerlo sin valijas. Y después habría conven-cido al viejo Macleod de la fuerza vendedora de algunade las frases anteriores, convenciéndolo, simultánea-mente, de que la idea era de él, de Macleod.

Donde la sombra del anochecer era más espesa,próxima al ruido de disputas y fregado del pasillo, delotro lado del mostrador metálico que dividía la sala, lamujer fumaba esperando a Stein. Era Miriam, estaba se-guro; yo la veía por primera vez. En la penumbra blan-queaban su cara y los brazos desnudos, todavía hermosos;el vestido era negro y escotado, el sombrero se inclinabacon audacia sobre la frente, como arrastrado por el exce-sivo adorno de flores y plumas, tal vez frutas.

Stein avanzó rápidamente, con ruido de tacos, losbrazos alzados.

—Parece mentira. ¡Y tengo que saberlo por el viejo!Si no me lo dice Macleod no llego a saber que operaron aGertrudis. Y tal vez sucedió un día que estuvimos discu-tiendo la cuenta del antisudoral. Vos, preocupado porella, y yo hinchando con la técnica adecuada para untarseel sobaco en verano. O las axilas, porque ahí está Mami, yjamás me permitiría en su presencia...

La mujer apoyó los codos en el mostrador y rió enveloz decrescendo, con su risa grotescamente enveje-cida.

—¡Qué Julio! —murmuró.Stein giraba entre las mesas, inclinado, buscando.

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—Y sólo por Macleod me entero. Porque pareceque el viejo es más amigo tuyo que yo. Como él tiene unarefinada sensibilidad de tres mil mensuales y el tres porciento sobre la plata que yo le gano laboriosamente...

Se incorporó con una cartera de cuero oscuro en lamano; por encima de mi hombro sonrió a Miriam, pro-caz y enternecido.

—Es justo que abras tu corazón al viejo. El judíoStein sólo entiende de ganar plata. ¿Y qué le pasó a Ger-trudis? ¿Cómo está ahora?

«Muy distinta de como estaba cuando te acostastecon ella en Montevideo», pensé sin amargura, sintiendoque la Gertrudis de ahora era una desconocida para él.Recogí mi sombrero y volví a mirar el dibujo de la mujeren traje de baño que bebía sonriendo en la azotea.

—Está bien. Una operación peligrosa, pero ahoraestá bien. Ya hablaremos.

—¡Pobrecita! —comentó la mujer desde el mostra-dor; se volvió, mirando alrededor con los ojos entorna-dos. Después tiró el cigarrillo en el suelo y estuvo un ratopisoteándolo—. ¡Pobrecita! Brausen no tendría ganas dehablar, Julio. Me imagino.

—No tendría ganas de hablar conmigo, claro —dijoJulio, golpeándome un hombro, guiándome hacia la puer-tita del mostrador—. Pero no importa. Cada siete minu-tos inauguro un día de perdón. Y ahora vamos a beberjuntos y a repartirnos el pan, y si la belleza un tanto cre-puscular de Mami puede consolarte... Ella es generosa ytodo lo comprende. Mami: éste es Brausen. —Se acercóa ella y le tocó la barbilla redondeada; Miriam sonreía conla cabeza inclinada, los ojos entrecerrados puestos en la

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boca de Stein—. Crepuscular, dije... ¡Tan maravillosa! Unglorioso crepúsculo, con más colores que los afiches parasubterráneo. Macleod Publicidad. Y con slogans y textosque, estamos seguros, no redactó Brausen el asceta, aquel queno puede abrir su corazón a los amigos de verdad.

—¡Qué Julio! —repetía ella riendo, tratando de verla cara de Stein en la sombra. Stein la besó tres veces, en lafrente y en las mejillas; la cara gastada se agitó suave-mente, la lengua humedeció con rapidez los labios.

—Sí, querido —dijo Stein sin soltarla, sosteniendocon tres dedos la gordura del mentón—. Si lo que llama-remos la belleza madura de Mami puede servirte de algo,aquí estamos, ella y yo y nuestro probado espíritu de sa-crificio.

—Este Julio... —Por un segundo, ella desvió haciamí su sonrisa inmóvil.

—Vamos bajando —dijo Stein—. Una copa; una so-la copa para el asceta.

Miré en el ascensor la cara redonda y empolvada dela mujer, los rasgos que habían atravesado la vida, de la in-fancia a la vejez, sin cambios decisivos, los huesos queconservaban la belleza debajo de la carne devastada. Miréla boca pequeña y redonda, los grandes ojos azules, mio-pes, la corta nariz de muñeca.

—Brausen el sin confianza —dijo Stein—. Tal vezpor miedo de que yo le ofreciera dinero. Prefiriendo pe-dírselo al viejo. El Brausen piénselo dos veces antes dedecirlo; el consérvelo entre el sombrero y la cabeza. Pero¿qué le habrás descubierto al viejo? Porque sé tambiénque no le pediste que te conformara un vale ni te diera li-cencia ni te aumentara el sueldo.

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—Le pedí permiso para faltar dos días.—¿Y por qué a él? ¿No estoy yo con vales en una

mano y días francos en la otra?Avanzábamos lentamente por la calle angosta, llena

de gente. Miriam en el medio, separándonos con sus enor-mes caderas, encogiéndose un poco al colocar cada pie enel suelo, como si desconfiara del terreno que iba pisando;más allá del busto de seda negra de la mujer, entre su bar-billa redonda y el adorno amenazante del sombrero, yoveía a veces el perfil de Stein, siempre sonriendo, la man-díbula que avanzaba muy adelante de la línea de la frente.A la luz de los escaparates pude examinar el pelo amarilloy teñido de Miriam, las arrugas del ojo derecho, las delga-das venas, debajo de la capa de polvos o esmalte, en la me-jilla que comenzaba a caer. «Cincuenta años —pensé—;judía, sentimental, buena y egoísta, con muchos valoressalvados del naufragio, hambrienta de hombres todavía, odel interés de los hombres.» Stein se detuvo en una esqui-na, la tomó por los hombros y se inclinó para hablarle.

—Te juro que estás equivocada. No es así. Vos sabésque no me equivoco.

—Sí, Julio. Sí, querido... —dijo ella y estiró una ma-no venosa para arreglar y acariciar la corbata de Stein—.Pero sos demasiado bueno y abusan.

—¡Demasiado bueno! —repitió Stein guiñando unojo—. No pueden abusar porque a mí no me importa.

—No te va a devolver la plata.—Aunque no me la devuelva... Miriam se volvió hacia mí y me sonrió con lenta tris-

teza; movía la cara blanca y redonda, untándome con sucompasión por Stein.

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—Usted sabe cómo es Julio —suspiró finalmente.—Sí —dije. Si no hubieran hablado de dinero, aque-

lla noche le habría pedido cien o cincuenta pesos a Stein—.Pero usted no va a corregirlo. Ya es tarde.

—No, no —protestó Stein riendo—. Él no sabe na-da. Es un asceta; mucho peor, aspira a serlo. A mí sólo meconoce Mami. —Palmoteó la mejilla de la mujer, se apre-tó contra ella para dejar pasar una pareja.

—Este Julio... —Con la cabeza alzada hacia el men-tón de Stein, Miriam dejó oír una risa gastada y emocio-nante.

—Sólo Mami —insistió Stein, volviendo a caminar,llevándola del brazo—. Y ahora, antes de emborrachar-me, les voy a contar un cuento. Lo escuché anoche ypensé enseguida... —Me pasó la cartera de Miriam y metomó del brazo—. Vamos, dos cuadras para abajo, ahídonde no hay música. Cuando me lo contaron pensé queera una lástima que no hubiera una mujer así en el mun-do. Pero después recordé que vos sí podrías haberlo di-cho. Sólo Mami podría haberlo dicho.

—Es mejor que no lo cuentes, Julio —pidió Mi-riam.

—¿Por el asceta? ¡Oh, a él le va a gustar! Todos mischoques con Brausen se producen en el grosero terrenode la práctica. Fuera de eso... En cambio, con Mami...

—Mami está vieja, Julio —murmuró ella, y com-prendí que tenía la costumbre de decirlo y de suspirar ysacudir la cabeza después.

Stein estaba serio; se inclinó para besarla.—Vamos a tomar una copa, querida. Brausen nos

acompaña. ¿Podés avisar a Gertrudis si se hace tarde?

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—Sí —dije, y volví a pensar en los cien pesos quenecesitaba—. No hay problema; está con la madre, enTemperley.

Podía tomar unas copas, olvidar la discusión sobreel dinero y pedir los cien pesos a Stein. Miriam eligió lamesa en el bar y se fue al tocador, con una marcha pesa-da y cautelosa, la cabeza erguida, un cigarrillo recién en-cendido en los dedos.

—¿No la conocías a Mami, verdad? —me preguntóStein; sonrió al mozo—. No, no pedimos nada hasta quela señora decida. Yo te hablé mucho de Mami. Ésa esMami. Vieja, claro; y no hay palabras para hacerte ver enla cara que tiene ahora la que tuvo antes. La mujer másperra, más fantástica y más inteligente que conocí nunca.Y no es mentira que yo la quiera como a una madre; conlas licencias lógicas, naturalmente. ¿Ya te conté que ellatrabajaba en un cabaret y que yo tenía veinte años y nosfuimos a Europa?

—Sí, muchas veces —dije. Y como ella acababa devolver al salón, sin cigarrillo, la polvera abierta frente a lacara, y se acercaba rozando el mostrador, me apuré—:¿Podés prestarme cien pesos por unos días?

—Claro —dijo Stein—. ¿Los querés ahora?—Ahora o después.—¿Podés esperar hasta mañana? O tal vez me cam-

bien un cheque. Tengo para prestarte eso y mucho más.Pero es una noche excepcional, estar con Mami y conti-go. Me gusta sentir que tengo mucho dinero, que no haylímites. Y no está vieja ni fea; está deliciosa. —Se levan-tó para ayudarla a sentarse—. Mami, no me atreví a pe-dirte un gin fizz con poco azúcar. Las mujeres cambian.

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Le estaba diciendo a Brausen que yo he sido, hasta la fecha,tu única fidelidad. Una fidelidad especial pero que dura;una fidelidad llena de agujeros, es cierto, pero que graciasa eso puede seguir respirando.

Ella sonreía asintiendo y coqueteaba, me dirigía mi-radas amistosas y de débil disculpa, suspiraba en home-naje a las cosas perdidas y a las conquistadas; encendióotro cigarrillo rápidamente, con los codos apoyados en lamesa para que nadie pudiera verle temblar la mano.

Cuando yo estaba en la oficina desierta, esperando queStein terminara de discutir y cambiar mentiras con el vie-jo Macleod, Miriam golpeó con las uñas en el vidrio de lapuerta; había entrado enseguida, avanzando con el ba-lanceo que le costaba dominar. Entre solemnes y son-rientes cabezadas preguntó por el señor Stein.

—Creo que sale enseguida —le dije—. Yo tambiénlo estoy esperando.

—Gracias. Es que no nos habíamos citado en nin-gún lado. Teníamos que encontrarnos abajo, en la puer-ta, a las seis y media, y pensé que ya habría salido. Porquees tarde... Gracias. Es que hay tanta gente en la calle.Y esperar abajo, con todos los que pasan... Gracias.

Pero no quiso sentarse; y después de ir y volver en laluz grisácea, entornando con resolución los gruesos pár-pados para distinguir los carteles de propaganda pegadosen las paredes —los trofeos gloriosos de las campañas deMacleod y Stein, alguna frase mía—, se apoyó en el mos-trador y encendió un cigarrillo. Espiándola, la vi sonreír,abandonar por un momento su cabeza a un temblor que

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parecía anunciar alguna frase conmovida. Pero no dijonada; fumaba con dos dedos estirados, rígidos. Un mo-mento después, alguien rió detrás de los cristales ilumi-nados de las puertas del fondo; una frescura y una resig-nación nocturnas pasaron y después permanecieron en lasala despoblada; de la mujer gorda y vieja que fumabametida en la penumbra comenzó a brotar para mí unahistoria nostálgica. Vi que la sombra descendía alrededorde ella, sin tocarla, incapaz de cubrirla, evidenciando quela más compacta noche carecería de fuerzas suficientespara anular el ridículo adorno del sombrero o la ablanda-da blancura de su rostro hinchado de bebé.

Yendo y viniendo frente al proyecto de cartel dondela mujer en traje de baño descansaba, sonreía y empu-ñaba la botella, descubrí, ayudándome con el recuerdode las confesiones enérgicas y empecinadas de Stein,cómo ella, en la adolescencia, y aun antes, había reco-rrido, pintada, adornada y alentada por su madre (nadamás, la madre, que una enorme careta enharinada, unvaho de pescado frito), las paradas de taxímetros alrede-dor de las plazas. Supe también cómo la había conocidoStein —cuando Stein tenía veinte años—, bailando.Y supe también que habían dormido juntos aquella noche;que habían huido de la sala de baile, los dedos entrela-zados, murmurándose cara contra cara palabras a las queiban atribuyendo, emocionados, sucios sentidos inédi-tos, para vivir una semana en un hotel del Tigre. Sietedías que terminaron un sábado, el atardecer en que Steinpidió la cuenta, se tiró, riendo, desnudo, en la cama y pre-guntó entre hipos: «¿Pero vos sabés, querida, que no ten-go un centavo?».

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Descubrí y recordé cómo se había acercado ella a lacama, cerca de una ventana, sobre el agua, el club de re-meros, los barcos de vela, las lanchas empinadas, las pe-sadas embarcaciones que traían fruta desde el norte, paramirar al muchacho desnudo. Al principio, apoyado sucuerpo entonces flaco en una columna de la cama, paramirarlo con odio, acercarle una fruncida y roja boca deprostituta que hinchaban los insultos; para mirarlo des-pués con unos ojos pensativos que se entristecían veloz-mente. Y ella pagó la cuenta y siguió pagando hasta el día—era también un atardecer— en que Stein volvió al de-partamento en la plaza del Congreso y la despertó besán-dola, la dejó ir sonriendo al cuarto de baño y esperó; llenódos vasos, bebió un trago, siempre esperando, paseándo-se por el cuarto, mirando a través de la pequeña ventanael movimiento de los coches y la gente en la esquina deRivadavia. Miriam tenía quince años más que él, pero to-davía era joven. No lo dijo enseguida; la hizo beber, latuvo desnuda bebiendo sobre sus rodillas, y además, an-tes de decirlo, la empujó contra la cama y esperó el final,esperó el suspiro y la sonrisa ciega para decirle que iba adejarla. Y ella, alzando las cejas, con la boca abierta e in-crédula, incorporándose sin esfuerzo en la cama:

—¿Dejarme a mí? ¿A mí? —había preguntado, llenade risa y de asombro, la misma mujer ancha y pesada quefumaba al otro lado del mostrador de la agencia, man-chándose el vestido con la ceniza del cigarrillo.

Lo había dejado hablar y razonar, mostrar el miedoy mover las manos en el aire; y cuando Stein quedó vacío,tan pobre que empezó a manejar justificaciones mora-les, ella terminó de vestirse y pronunció sin mirarlo, sin

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tenerlo en cuenta, la frase más hermosa que la vida habíadestinado a los oídos de Stein:

—Nos vamos a París en el primer barco. Vos sabéscómo me gané el dinero suficiente. Voy aquí abajo a quenos manden comida y unas botellas para festejar.

Desde las negras faldas de seda de Miriam me llególa caricatura de los escrúpulos de Stein en aquel atarde-cer de quince años atrás, de las mentiras en que se habíaforzado a creer para justificarse ante sí mismo, ante algu-na gente y, sobre todo, ante algunos cadáveres que podíaimaginar yaciendo, más severos en la muerte, bajo la tie-rra de algún cementerio en alguna aldea austríaca.

Después del viaje, y de todo aquel complejo de ab-surdas y repentinas explicaciones, de sorprendentes suti-lezas, no le había quedado a Stein, para justificarse y de-fenderse ante un pasado personal, austero, que tambiénél había imaginado, nada más que el «Oh, la Butte Mont-martre», pronunciado con una sonrisa que él presumíaapta para expresar lo inefable; el énfasis sobre Aragon y«Ce Soir», un desteñido «¡Aquello es la vida!» y trivialesanécdotas sin nacionalidad forzosa. Sin explicaciones, in-capaz de comprender nunca la necesidad de las explica-ciones, ella había vuelto a Buenos Aires dos años despuésque Stein. Lo buscó y le ofreció la mitad de una cama, doscomidas diarias, alcohol y cigarrillos, un poco de dineropara la billetera; y, a veces, consejos y cuidados, un apo-yo burlón y vigoroso que acaso Stein nunca podría re-conocer. De modo que cuando Stein decía «¡Oh, la ButteMontmartre!» sobre una mesa de restaurante y necesita-ba encontrar una mano de ella para palmearla, insinuan-do con la sonrisa y un ojo entornado cualquier recuerdo

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de pasada felicidad del que Miriam estaba excluida, seconvertía instantáneamente, y en relación a ella, en unmísero Stein. En relación a ella, que había empezado aengordar, a aquietarse y a tranquilizar sus ojos desde eldía de su regreso a Buenos Aires; en relación a Miriam,Mami, que cuando, después de muchas copas y con unasonrisa tolerante y confidencial, nombraba la ButteMontmartre o evocaba y poetizaba el sonido de las cam-panas de Saint-Jean-de-Briques, estaba aludiendo sin re-criminaciones a su propio destino, inmodificable y queella no hubiera aceptado modificar por ningún precio.

IV. LA SALVACIÓN

Me convencí de que sólo disponía, para salvarme, deaquella noche que estaba empezando más allá del balcón,excitante, con sus espaciadas ráfagas de viento cálido.Mantenía la cabeza inclinada sobre la luz de la mesa; aveces la echaba hacia atrás y miraba en el techo el reflejode la pantalla de la lámpara, un dibujo incomprensibleque prometía una rosa cuadrada. Tenía bajo mis manosel papel necesario para salvarme, un secante y la plumafuente; a un lado, sobre la mesa, el plato con el hueso don-de la grasa se estaba endureciendo; enfrente, el balcón,la noche extensa, casi sin ruidos; del otro lado, el silencioinflexible, tenebroso, del departamento vecino.

La mujer llegaría por la madrugada, con cualquierao sola; Gertrudis volvería de Temperley por la mañana.

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