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JUAN NEGRO BOTELLA EN EL MAR (NOVELA) Ediciones de la SOCIEDAD DE ESCRITORES DE CHILE 19 4 7

JUAN NEGRO - bcn.cl Como ya dije fu, é en un puert yo en la taber-na de un puerto ¡. quY tabernaé la dse en-tonces! En verdad all, lío encontrábamo todos aguar: - diente, ron

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J U A N N E G R O

BOTELLA EN EL MAR

( N O V E L A )

Ediciones de la SOCIEDAD DE ESCRITORES DE C H I L E

19 4 7

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J U A N N E G R O

BOTELLA EN EL MAR ( • N O V E L A )

Ediciones de la SOCIEDAD DE ESCRITORES DE CHILE

19 47

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II sourit en songeant que ce fragüe verre Portera sa pensée et son nom jusqu'au port; Que d'une tle inconnue il agrandit la terre; Qu'il marque un nouvel astre et le confie au sort; Que Dieu peut bien permettre á des eaux insensées De perdre des vaisseaux, mais non pas des pensées; Et qu'avec un flacón il a vaincu la mort.

ALFRED DE VIGNY. «La bouteille á la mer.»

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I

F U É en un puerto. Y en aquella época, para mí como para muchos hombres de mar, un puerto era antes que nada una taberna.

Si leyera ésto mi amigo Tom, el marinero ro-mántico, sin duda que protestaría:

— No, hombre. Puerto significa allegarse, en tierra firme, a una linda mujer.

— ¿Y bajo un claro de luna en una playa con palmeras? — le respondería yo.

— No, hombre. Me comprendes, pero te es-cabulles. Cuando yo digo mujer hablo de una hembra. De una hembra con los labios pinta-dos, lindos hombros y unas pantorrillas que . . .

— Embárcate en un transatlántico y siempre tendrás alguna apegada a tu cinturón.

— Te lo repito. Una mujer es del todo una mujer sólo cuando está en tierra firme.

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Y bien, no hablaré más por ahora de mi amigo Tom, el marinero romántico.

Como ya dije, fué en un puerto y en la taber-na de un puerto. ¡Y qué tabernas las de en-tonces!

En verdad, allí lo encontrábamos todo: aguar-diente, ron, muchachas, música, relatos de mil aventuras y a menudo, también, algunas bofe-tadas que nos dejaban por un par de días con un ojo o con los labios hinchados. Pero así era nuestra vida de entonces y la vivíamos palmo a palmo, sin desdeñar un ápice de lo que nos ten-día con su mano cruzada por infinitas líneas de riesgos o de goces.

Una reyerta me dejó en aquel puerto y sólo pude oír, desde la celda del cuartel de policía, la sirena de mi barco cuando zarpaba.

— El cariño de una mujercita y menos aguar-diente — me había dicho mi amigo Tom, el ma-rinero romántico—, te salvarían de quedar a la deriva en un puerto cualquiera, casi sin un cen-tavo en los bolsillos.

Y yo le había respondido: — Sí, de una mujercita que sólo acompañara

algunas horas. Porque los centavos duran me-nos con ellas que con el gin o el aguardiente.

Después, silencio absoluto de mi amigo.

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Lo que no impedía que pronto él se fuera a abrazar de una botella y yo me pusiera a soñar con una mujercita divisada en un lejano puerto y cuyos ojazos aún me hacían tambalear.

Y perdón por este nuevo paréntesis sobre mi amigo.

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Pero aquel puerto me hastió pronto y su ta-berna también.

Allí sólo había pescadores y gente de vida mo-nótona, hombres que degeneraban su gaznate bebiendo cerveza. . . ¡Ellos no eran hombres de mar; allí bebían cerveza!

Recuerdo que me miraban como a un foragido. Y todo por culpa de un certero botellazo que le asesté a un matón que quiso arrebatarme la mu-jercita con que bailaba.

Al salir de la policía vendí mi reloj, mi jersey azul, mi cinturón con hebilla de plata. Y que-dé tranquilo; tenía lo necesario para alimentarme de ron durante quince o veinte días. ¡Y que el destino pusiera lo demás!

Y entonces comprendí que no era un perezoso. Los días sin trabajo empezaron a hilar en mí

una nostalgia agobiadora que me hacía desear

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el ajetreo sin tregua de la vida a bordo, los azo-tes de las grandes tempestades y hasta las ron-cas invectivas del contramaestre o del capitán que nos culpaba a nosotros de cuanta cosa mala ocurría sobre las cuadernas de un barco carco-mido por la sal y los moluscos.

Yo necesitaba de un trabajo duro. La faena de los pescadores me parecía de poco horizonte, casi sin azares. Contratarme en los docks era hacer vida de esclavo y estibar en ese puerto era demasiado fácil. Allí en raras ocasiones un fardo llegaba a los ochenta kilos.

(Mi amigo Tom, el marinero romántico, me dijo cierta vez:

— Hombre, anoche hice dormir en mis bra-zos a una plumita de gaviota. . .

Pero yo había visto la plumita de gaviota de mi amigo Tom. Al anochecido lo atisbé atra-vesando el muelle con ella a cuestas: una mu-chacha más voluminosa que un elefante marino y que dormía muy bien. ¡Sus risotadas impe-dían oír la banda del circo recién llegado al puerto!

Y . . . perdón por el tercer paréntesis.)

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Así anclé en esa taberna que ya no me ofrecía novedad alguna.

Durante meses gusté a sorbos lentos unos ra-quíticos vasos de ron y esperé al barco — ¡un barco de esperanzas! — que habría de lle-varme mar adentro y hacia cualquier parte del mundo.

Y con la cabeza gacha, como un perro vergon-zante, acepté algunos trabajos que me asquea-ban. Tuve que pasear al dromedario del circo por las calles del puerto, repartirle papeles de propaganda a una compañía de pesca, ayudar en la faena de un buzo que nunca permitió que me zambullera con la escafandra.

Por las noches, la taberna. Y solo, tenaz en mi empecinamiento, intimidando con mi hura-ñez hasta a las mujeres que rondaban por entre las mesas ofreciendo cigarros y sus cuerpos.

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Pocos días después, cuando partió el drome-dario del circo, casi lloré de rabia. No sólo se alejaba un apacible amigo; también quedaba ce-sante y con ello se terminaban los alicientes de mi profunda vida: tabaco, ron.

Con el rostro entre las manos, y en el ángulo más oscuro de la taberna, añoraba viejos días. Horas de tempestad, chirriar de cabrestantes, relampagueo de peces voladores en los medio-días del trópico.

— ¿Estoy soñando? — solía preguntarme. Por-que rostros antiguos surgían ante mí; mujeres ol-vidadas, canciones cuyas palabras me hacían rechi-nar los dientes sobre la firme madera de mi pipa.

Y a mi alrededor todo giraba sin sentido. Só-lo de tarde en tarde, algún acordeón bien tem-plado me despertaba un ansia de reyerta o de abrazo. Pero mis puños se crispaban sin bus-car enemigo y el abrazo se reducía a unas vuel-tas de baile con cualquier muchacha asequible.

Entretanto, como siempre, las mareas bajaban y subían, los horarios no inventaban nuevas ci-fras y los minutos no traían en su alforja ni un delicado resplandor de magia o de maravilla.

En las arenas de esa playa no asomaría jamás el rubio tris de una pepita de oro. Los hombres de allí no soñarían con la Bella Muerte al encon-

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trarse de pronto ante un ice - berg. Tampoco se verían rodeados por veinte arco iris como en las horas triunfales que siguen a la tempestad en los océanos calientes y profundos.

Así pensaba yo entonces, y tal vez lo hice en voz alta. Porque a mi paso empecé a escuchar palabras que sin duda se referían a mí.

Un vendedor ambulante a quien compré un pañuelo le dijo a su vecino cuando me alejaba yo:

— El loco, es el loco. Y una muchachuela que ofrecía flores de tie-

rra adentro también hizo a una amiga la confi-dencia con tono suspicaz:

— Es el marinero loco. . . Mi oído captaba bien y mi alma se iba impreg-

nando del rumor externo hasta hacerme repetir en voz alta lo que ahora también en mi interior bullía:

— ¿Acaso estoy loco? Y de nuevo las palabras resonaban en mí, per-

sistían con ese largo rumor que nunca abandona a los caracoles que dejan para siempre el mar:

— Es el marinero loco. — Se cuenta que es un loco. — ¡Loco! Y una bandada de chicuelos huía despavorida,

después de su grito, por la callejuela de los po-bres.

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I V

¿Cuánto tiempo esperé el barco que nunca llega?

En el puerto solían anclar pequeñas embarca-ciones de cabotaje que pronto zarpaban sin ma-tricular un solo hombre. Y las embarcaciones de alto bordo por alta mar cruzaban sin hacer estadía ni de unas horas en aquel puerto.

Nunca vi la nave anhelada, pero llegó lo que no esperé jamás: un amigo.

¡Y qué amigo! Por entre los ruidos de una pianola desafinada,

por entre el humo de los cigarrillos y las pipas; abriéndose paso como embarcación de gran to-nelaje en un angosto estrecho, ese hombre llegó hasta mi mesa.

Al principio, cuando aun no distinguía bien su hirsuto rostro y su corpachón de gigante, creí que portaba algún farol de señales. Y un farol

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encendido. Pero no era el rojo fanal de peligro ni los faroletes de luces varias que engalanan las fiestas a bordo.

El hombre se sentó frente a mí dando un pu-ñetazo sobre la mesa y su contorno se dibujó ayu-dado por el resplandor verdemarino que yo su-ponía luz de farol o de linterna para señales. Hasta llegué a suponer que alguien alumbraba detrás de sus hombros.

Miré a mi alrededor. En la taberna nadie pa-recía haber reparado en aquel marinero gigante ni en el nimbo verdeazulado que lo circundaba. Entonces me restregué los ojos. Y casi doy un salto de sorpresa cuando escuché su voz tonante que, sin ningún preámbulo, me decía:

— ¿No me conoces? Y ante mi gesto de alelado: — ¡Y pensar que somos viejos amigos! Callé. ¿Aquél hombre hacía burla de mí? No

recordaba haberlo visto jamás. Hasta sospeché que fuera un fantasma, uno de esos fantasmas que son capaces de tomar cuerpo a plena luz y en medio del mayor bullicio.

El hombrachón no hizo caso de mi mutismo ni de mi azoro. Y como quien dice soy Jim, Tom o Javier, se presentó escuetamente tendién-dome la mano:

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— ¡Tu amigo Mar! Tartamudeé un insulto que no llegó a concre-

tarse en palabras. Me creía ofendido. Y me extrañaba no estar ya trenzado a bofetadas con aquel fantasmón de la luz verde.

Sí, había que proceder, había que insultar para dar comienzo a la fiesta:

— Conozco bien a mis amigos — le dije —; pe-ro los que deseen robarme un trago pasándose por viejos amigos, es preferible que hablen sin tapujos.

Y le tendí la botella que estaba entre nosotros. Su respuesta fué precisa:

— Eres orgulloso. Sin embargo, cierta vez te vi echando gorgoritos por esa boca y con los ojos más hinchados que luna llena. Y entonces no me hablaste así, cuando te tendí los brazos. . .

— Puedes hablar o beber lo que quieras — in-sistí con altivez—; pero no te conozco.

— . . .Y dos tiburones andaban cerca. Y fué en el Mar Caribe, pasada la medianoche. . .

El corazón me dió un brinco. — ¿En el Mar Caribe, a media noche? — Y te cogí con el brazo de una de mis corrien-

tes, te arrastrré por entre algas, voraces peces, y en una suave playa fui a depositarte. . .

— ¿Tú?

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—. . .Como se deja a un hijo. . . ¡Y hoy no me conoces!

Abandoné toda resistencia, a pesar de que un pensamiento muy sutil cruzaba de nuevo su gu-sano por mi mente: ¿estoy loco?

Entonces dije: — Habla, habla. Necesito que me lo cuentes

todo. ¿Quién eres? ¿En qué puerto o barco te conocí y te relaté mi naufragio? Habla; bebe ron, bebe.

De hombre a hombre, entre sorbos y cigarrillos, fui perdiendo mi recelo. Mi recelo en el sentido de que ese extraño ser no se estaba riendo de mí. Pero en cuanto a su personalidad, minuto a minuto su misterio se me hacía más hondo.

Cuando yo inquiría, lo acorralaba a preguntas, procuraba hacerlo beber más con el fin de arran-carle una confesión o cogerlo en mentira, sólo lograba una respuesta:

— No te extrañe. Recuerda que soy el Mar. Y se golpeaba con fuerza el ancho pecho ha-

ciendo titilar el círculo de luz que lo envolvía. Y como yo tratara de pagar un paquete de

tabaco que acababa de pedir, me sujetó la mano diciendo:

— No te apresures. Pagaré con mejor dinero. Y arrojó sobre las tablas una gran perla.

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— Ahí la tienes — dijo al muchacho que ser-vía—, pregunta a tu patrón cuánto me pasa por ella.

Lo miramos estupefactos. ¿Qué truco era ese? Insistí en pagar, pues no deseaba reyertas esa

noche. La perla me parecía falsa; era demasia-do grande y su oriente se veía muy irisado cuan-do reflejaba la luz del candil próximo a nuestra mesa.

«Es falsa», pensé. Y el mozo de mesas agre-gó casi gritando:

— Aquí se paga en monedas. Y tendió la mano hacia las que yo había arro-

jado sobre un platillo. Pero Mar le truncó el ademán cubriendo con su enorme puño cerrado el dinero y la perla.

— Aceptas la perla o nos vamos sin pagar. Y se levantó a pesar de los esfuerzos que yo

hacía por retenerlo. — ¡Don Nicolás, don Nicolás! — gritó el mo-

zo comprendiendo que mi amigo se haría respetar. El rechoncho patrón, enjugándose las manos

en el mandil maloliente, se allegó a nosotros con gesto enfurruñado.

— No quiere pagar — farfulló el mozo. — ¡Mientes! — rugió Mar. Y levantó la ma-

no para que se viera lo que ocultaba.

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Nicolás, al ver las monedas y la perla, no ha-lló qué decir. Miraba al mozalbete que ahora se mostraba cohibido y nos miraba a nosotros que también guardábamos silencio.

Hasta que Mar puso las cosas en su punto: — Págate con la perla. Nicolás la miró, la sopesó y, escrutándola al

trasluz, dijo: — Cien monedas y nada más. — Bien — replicó Mar—, pero vale miles. Pá-

gate de todo y trae el sobrante. Casi con espanto vi, que Nicolás se dirigía

al mesón, hurgaba en la caja del dinero y regre-saba con el puño repleto de monedas y billetes.

Mar, mostrando una total indiferencia por lo que ahora ocurría, cogió lo que Nicolás le entre-gaba y se dirigió hacia la puerta de salida sin decir una palabra ni despedirse de mí.

No pude seguirlo porque el estupor me clavó al taburete. Nicolás sólo alzó los hombros para murmurar:

— Es raro tu amigo. . . — ¿Lo conoces? — inquirí. El rechoncho mesonero hizo un gesto vago y

se alejó dejándome en una encrucijada de sor-presas.

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V

Pasé todo el día siguiente pensando en lo ocu-rrido esa noche. En verdad, era una engorrosa aventura. ¿Por qué Mar se había marchado sin siquiera dirigirme una mirada? ¿Cómo había conseguido esa perla que Nicolás aceptó sin chis-tar ni regatear?

De nuevo cierta palabra resonaba en mí con la insistencia de un tic - tac de reloj: lo - co, lo - co.

Cuando llegó el atardecer, con la fresca brisa que me oreaba la frente, pude pensar más claro. Pero, también eran incertidumbres.

«He soñado, todo ha sido un sueño. Y la prueba de que fué un sueño está en que nadie pa-reció extrañado por la presencia de Mar en la taberna. Un hombre así, con esa fantasmal luz verdemarina, no podría pasar por ninguna ta-berna del mundo, aunque estuviera atiborrada

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de borrachos, sin despertar sospechas, curiosidad, hasta pavor. Y allí no pasó nada; se le tomó como a un marinero cualquiera. Porque la des-pectiva frase de Nicolás, ese «raro es tu amigo», fué algo tan insignificante que no puede tomarse en cuenta. Y lo de la perla. . . ¡La perla!»

Un relámpago aclaró mi cerebro. La perla me daría la clave de mi situación. Sí, porque aque-llo no podía continuar de igual modo. Y sin mayores vacilaciones ni demoras me dirigí hacia la taberna de Nicolás. Sin beberme un solo vaso quería preguntarle, interrogarlo a fondo so-bre lo ocurrido la noche anterior. Ahora ya no me importaba que me gritara en pleno rostro lo que sólo había oído a mis espaldas: loco.

Yo deseaba saber, aun a costa de muchas bo-fetadas, si aquello había sido realidad o sueño.

Anochecía, se encendieron las luces de las ca-lles y de las tiendas. Con paso seguro y procu-rando aparentar desinterés, llegué a acodarme en el mesón de Nicolás.

— Aguardiente — dije. El hombre me miró al desgaire y como pare-

cía no dar señales de iniciar una conversación, insistí:

— Aguardiente. Y medio vaso . . . el bolsillo no da para más.

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Entonces Nicolás habló: — Sí, pero lo pagas. Me fingí ofendido: — ¿Acaso alguna vez te he dejado de pagar

tus cochinos licores? — Sí. ¡Y la perla, la perla! Me recuperé de golpe. Detuve el puñetazo que

ya iba a caer sobre el mesón y suavicé la voz: — ¿Qué cuento es ese de la perla?. . . ¿Acaso

te estás emborrachando con tus propios vinos? — Chancea, chancea. Bien sabes de qué se

trata. Pero cuando coja a tu amigo no sólo le haré pagar algunas copas; me pagará un barril entero.

— ¿Y por qué, gran Nicolás? — ¡La perla era falsa! Ofrecí pagarle todo en cuanto juntara algunas

monedas, le rogué que si mi amigo Mar regresaba al mesón no le dijera una palabra respecto de la perla. En fin, casi me puse de rodillas ante el sucio Nicolás. Y todo ello sin haber bebido ni una gota de aguardiente.

Me alejé, entonces, con la certidumbre que lo de la perla no había sido un sueño.

Ahora, lo importante era ver, aunque sólo fue-ra una vez más, a mi amigo Mar. Su misterio — pese a lo falso de la perla —, me atraía como un abismo.

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Y cuando pisé la acera, a pesar de ir contento y no borracho, confieso que tambaleaba un poco. Pero no dejaba de darme alegría el hecho de que Mar hubiera engañado al tabernero. Sin em-bargo, comprendí que por eso mi amigo no vol-vería donde Nicolás y resolví, con el propósito de encontrarlo, pasar revista a las tres o cuatro tabernas y otras tantas fondas que había en el puerto.

«Para que aprenda a partir sin despedirse de sus amigos, lo cogeré del cuello y tendrá que confesarme quién es, dónde supo la historia de mi naufragio en el Caribe; tendrá que relatarme toda su historia, aunque sea el mismo demonio.»

Yo iba por la calle principal, con sus tiendas muy iluminadas aún y su tráfago de carretones y organillos.

Pero de súbito, al mirar hacia un escaparate, me detuve como hipnotizado: ¡allí estaba la perla de mi amigo Mar! La perla que el muy gaznápi-ro de Nicolás me había hecho creer que era falsa.

Un nuevo problema ante mí. Si era falsa ¿por qué tan iluminada entonces, y al centro del es-caparate, rodeada de otras joyas, como una rei-na en su corte?

No, aquello no era una ilusión. Grande co-mo un garbanzo y de oriente muy irisado, la

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perla que yo había visto por primera vez en la taberna era inconfundible.

Pero no me atreví a entrar de pronto ante el joyero para averiguar nada. Aunque ya me co-nocía, mi aspecto y preguntas le habrían des-pertado sospechas. Y postergué mi indagación para la mañana siguiente pues deseaba ir más acicalado, tranquilo, y con el pretexto de buscar trabajo.

En aquel puertecillo se desataban a veces unos vientos infernales que hacían bailar las calami-nas de las techumbres y descabalaban los letre-ros y las insignias colgantes de las tiendas. Y yo le había trabajado al joyero arreglándole una plancha de zinc volada por el viento.

Entretanto, mientras pasaba la noche y ama-necía, vagué por todas las tabernas, prostíbulos y rincones que, según mi parecer, pudieran ocul-tar a mi amigo.

Y amaneció sin que hubiera conseguido ni una remota huella de él. Sólo risas, risas y palabras de escarnio. Porque ya hastiado y rabioso con la inútil búsqueda llegué hasta preguntar:

— ¿Habéis visto a un hombre que despide una luz verde?

Aún recuerdo el rostro pintarrajeado de la fis-gona que me respondió:

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— Sí, allí hay uno que despide un chorrito de luz amarilla.. .

Y me mostraba a un hombre que hacía aguas apegado a un rincón.

El incidente me enrabió más y tuve que do-minarme para no abofetear a la mujer.

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V I

Temprano, cuando recién el comercio empie-za a cobrar animación, me acerqué a la joyería.

Desde la vereda, me puse a mirar hacia la techumbre. Miré, miré hasta que del interior de la tienda salió don Pascual.

— ¿Qué ves, hombre? Acaso crees que. . . — Sí, sí. Me pareció que el zinc se había

corrido de nuevo; pero. . . Y volvía a indagar con la vista desde varios

puntos. — Tú dirás. Trae la escalera que está allí

y sube a ver. Pero no te pagaré ni un centavo. — No pensaba cobrarle — respondí sonriendo. Don Pascual me ayudó a traer la escalera y

subí a hacer la simulada revisión. Di con el pu-ño algunos golpes sobre el zinc, luego me trepé sobre él y regresé asegurando que me había equivocado.

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— Bien, bien — repetía don Pascual —, pero si el zinc se me vuela con otro ventarrón te cuelgo del poste telefónico.

— Apenas empiece a correr viento huiré, en-tonces — respondí riendo.

Y con aire distraído, me fui acercando al esca-parate a mirar las joyas. Don Pascual se ape-gó a mí:

— ¿Te gustaría romper el vidrio? — Esas cosas no son de mi oficio — dije —.

Si adentro hubiera una botella de buen ron qui-zás lo rompería.

— Já, já, já. . .— rió don Pascual, agregando—: Pero dime, ¿te gusta algo?

Retardando la respuesta, contesté: — La perla, esa perla. . . no es fea. Pero yo

no entiendo, a lo mejor es falsa. — ¡Falsa, no! — rugió el joyero. — Como yo no entiendo de per las . . . — Es de gran valor. La conseguí por un mi-

lagro. No la vendo por menos de mil monedas. — ¡Mil monedas, caray! — Sí, mil monedas. Y me costó quinientas, y

engañé a un hombre para quedarme con ella. Le dije que era falsa, o. . . casi falsa.

— ¿Hace mucho tiempo que la tiene? — in-quirí.

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Don Pascual, como arrepentido de sus recien-tes confesiones, allegó su rostro a mi oído para decir:

—Desde ayer. — ¡Mil monedas! — repetí yo. Pero él, golpeándome el hombro, cortó el diá-

logo para atender a un cliente: — ¿Por qué no te haces pescador de perlas,

hombre? Y entró en su tienda dando risotadas.

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V I I

A pesar de que ciertas dudas flotaban aún, no quise averiguar más.

«Engañé a un hombre para quedarme con ella. Pero si lo hubiera engañado no se habría atrevi-do a colocarla allí, tan a la vista, como haciendo mofa del otro. Sí, todo puede ser. Le diría en broma que es falsa. Además, recibir quinien-tas monedas por una perla, falsa o no, debe de haberle parecido al tabernero el negocio más fan-tástico. Volveré a la taberna y le enrostraré a Nicolás su mentira. ¡Quererme hacer pagar lo del otro cuando había recibido quinientas mo-nedas ! Le diré que si la perla es falsa me la devuel-va. No. ¡No, ándate con cuidado! Es capaz de ocultarte a Mar, de decirte que no lo ha visto aunque el otro te haya dejado su paradero. . .»

Así marchaba el pensamiento mientras las piernas le llevaban el compás. Y era apenas

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mediodía cuando me hallé de pronto ante la puerta del tabernero.

Entré como si nada hubiera sucedido. Me quedaban algunas monedas, así es que podía pagar mi consumo y hasta mostrarme valentón. Sin embargo, preferí guardar silencio con respec-to a la perla. Y comí mi habitual biftec, tragué apresurado un vaso de vino, y salté de nuevo a la calle.

¡Qué largos días! Poco trabajo, y largas ca-minatas por la playa y el roquerío. Con los fuertes vientos el oleaje aumentaba y era difícil mariscar. Esto, no obstante, me trajo algunas monedas. Porque me sumía en las pozas de mayor riesgo y siempre lograba algunas presas muy solicitadas que pronto vendía a buen pre-cio en el mercado.

Nicolás, también, había tenido buen cuidado de no mentarme más el asunto de la perla; así es que cada atardecer yo llegaba hasta su mesón. Y cada hombre que aparecía por allí, era recibido por mi ávida mirada que en vano esperó durante muchas horas encontrarse de nuevo frente a Mar.

No iba nadie nimbado de luz verde, y yo cam-biaba de tugurio.

«Tal vez Mar no quiere que lo asalten los aprovechadores. Creerá que Nicolás le ha con-

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tado a todo el mundo lo de la perla, y que ya todo el puerto lo anda buscando para pedirle una igual. Mar se vendió al entregar la perla. Be-berá su ron, comerá su bacalao en otra parte. Tal vez . . . »

Y cinco, diez tardes con sus noches divagando. Y después me alejaba, me alejaba buscando con el pensamiento solución a mis dudas como tam-bién, durante el día, mariscos que satisfacieran mi hambre, en los intersticios de las rocas.

Allí había buenos mariscos, pero era necesario arriesgarse. Y hasta me atreví a bucear sin esca-fandra, con el peligro de reventar mis pulmones.

La gente del puerto se fué acostumbrando a mi presencia y dejé de oír a mi paso la palabra que poco tiempo atrás me tuvo tan preocupado: loco, loco.

Tuve una época de bonanza. Olvido de mis malaventuras, buena pesca, despreocupación to-tal. Y hasta el viento pareció colaborar a ello. Por un tiempo se fué a volar calaminas a otra parte y sólo la luna alborotaba el oleaje y me reunía en los remansos algunos camarones que se entregaban a mí sin resistencia.

Cierto día, a media tarde, en la hora de marea más baja, decidí bucear en una plácida poza en cuyo fondo se abrían grandes y azules actinias.

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Trabajé con empeño y pude llenar un saco de moluscos. Mientras limpiaba sus conchas y los entreabría un poco para mejor presentarlos en la feria, también admiraba la tranquila tarde y el dormido mar. El oleaje era tan tenue que sólo parecía una irisación de luces, un palpitar de fulgores. Y, sabiéndome solo, comencé a di-vagar en voz alta.

« . . . qué tonto he sido, preocuparme por cosas sin importancia. Qué me importa la perla. A lo mejor es falsa de verdad y todos se están riendo de mí. Hasta el de la luz verde se debe de estar riendo de mí. Es un charlatán que se embadurna los cabellos con quizás qué cosas pa-ra despedir esa luz. . . Cómo se estará riendo de m í . . . »

De pronto, una brusca y gran ola se irguió sin previo desarrollo y vino a azotarme con fuerza, arrastrando en su recogida los moluscos recién conseguidos. Y cuando, entre fuertes invectivas, yo procuraba retener algunos, una ronca car-cajada sonó a mis espaldas. Y una voz ya co-nocida dijo:

—Sí, me río de ti. ¡Me río mucho! —¡Maldito seas! ¿De dónde has salido? —¡Eso no te lo diré jamás! —Pero Mar ¿por qué huíste así la noche pasada?

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— Sí, habla; habla mucho. Arrástrate a mis pies. Pero ahora me iré igual que la otra no-che; me iré sin decirte adiós.

Callé entonces y me puse a estrujar la ropa mojada por la gran ola. Ya casi no había sol y debería ponérmela húmeda para no llegar has-ta el puerto con sólo mi taparrabo de buzo sin escafandra.

Guardé silencio. No hice ni reproches ni rue-gos; hasta empecé a silbar una cancioncilla de burdel.

Mar no se fué. A mis espaldas, se paseaba con pasos casi insonoros. Hasta que vino a sen-tarse en una roca que quedaba cerca de mí y dijo con voz amical:

— Hombre, no me embadurno la cabeza con nada. Mírame y verás.

Empecinado, continué estrujando mi pantalón. — No me embadurno con nada y no he queri-

do hacerte ningún mal. Y pronto, si lo deseas, te devolveré los moluscos que retornaron a las aguas.

A pesar de mi enojo, se me escapó una frase: — Y la ropa ¿me la puedes secar acaso? — Eso, no; el calor es mi enemigo. Pero ¿qué

puede importar tal percance a un marinero como tú? ¿En cien ocasiones no has pasado días en-

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teros más mojado que ahora? ¿No pasaste toda una noche, enteramente mojado, allá en el Mar Caribe?

Mar no chanceaba. Su voz era tranquila y convincente.

Me puse la camisa y el pantalón mojados aún, y me dirigí hacia él tendiéndole la mano:

— Soy tu amigo y perdona mis burlas. — Todo está olvidado — respondió Mar. Y esa manaza que yo estreché era la tibia ma-

no de un hombre cualquiera. En ella no había nada de sobrenatural. Y al tenerla entre mis dedos, me fijé por primera vez profundamente en el rostro de Mar. Fuera de la fosforescencia que lo circundaba aun de día, nada de sorpren-dente tampoco. ¡Rostro vulgar de marinerote curtido por azares y viento! Y ojos castaños; pelambrera a medio afeitar.

Me olvidé de los moluscos, de que llevaba so-bre mi cuerpo ropa mojada, y comencé sin pre-ámbulos a hacer preguntas:

— ¿Por qué huíste así la otra noche? — ¿Yo huir? — Pero saliste en una forma que no invitaba

a seguirte. — Quería probarte. Rara vez me acerco a

un hombre y, aunque nada pueden hacerme, sólo

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me gusta tratar con hombres de una sola pieza. P e r o . . .

— ¿Crees que no soy así? — Has dudado un poco. — Es tu misterio lo que me ofusca. Y si dije

algunas palabras que te han herido, ellas no fue-ron insultos.

— ¿Buscas mi misterio? — Sí; explícame por qué subes a la tierra co-

mo un marinero vulgar. ¿Acaso también bus-cas algún misterio?

— No; solamente busco a un hombre para darle perlas.

— ¿Perlas? Esta no es hora para hablar de perlas.

— ¿No quieres perlas, muchas perlas, como la que viste el otro día?

— Si vas a lanzármelas por la cabeza y en se-guida te largas sin despedirte, es mejor que no me las des. Prefiero al amigo.

Con entusiasmo, Mar me tendió su ancha mano. — Aquí tienes al amigo — dijo—. Y te voy

a decir por qué lo tienes. Larga fué su historia. Pero, en resumen, el re-

lato era así: Cada vez que en los siglos de los si-glos pretendió relacionarse con los hombres pudo darse cuenta, al poco tiempo de amistad, que

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ellos sólo deseaban conseguir de él tesoros y más tesoros, perlas y más perlas.

— Eres mi amigo y lo serás siempre. ¡Porque eres el único hombre que no me ha pedido nada!

— Mar — le dije—, ¿y qué deseas de mí? — Hay muchas cdsas de la Tierra que no co-

nozco y te preguntaré sobre ellas. Yo, triste por mi ignorancia — entonces ape-

nas sabía escribir —, le confesé la verdad: — Mar, no todos los hombres somos iguales.

Algunos saben más y otros menos. Y yo . . . soy . . . de éstos últimos.

— No importa. Algo me sabrás responder. Y, mirando hacia el horizonte, exclamó: — El sol se aleja y la luna me llama. Tengo

que partir. Y a fuerza de gritos de mi parte, cuando ya

casi se confundía con el oleaje, logré arrancarle las palabras que yo necesitaba:

— Sí; a la misma hora y en esta misma pla-ya. M a ñ a n . . .

Y la última vocal se perdió entre las espumas y el batir de la marea que lo abrazaba.

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V I I I

Durante muchas tardes no faltamos a la cita. Solamente cuando se acercaba alguien, Mar se escurría entre los acantilados. Había resuelto no mostrarse más a los hombres de ese puerto.

Sus preguntas eran extrañas y necesitaría es-cribir un volumen entero para repetirlas y dar a conocer las respuestas que di a ellas. Porque Mar no dominaba por completo el idioma de los hombres. Su vocabulario era a menudo restrin-gido y si yo he transcrito en estas páginas nues-tro diálogo como hablan las personas de media-na educación, es sólo para no entrar en engorro-sas disquisiciones.

Además, con el correr de los años, he olvidado mucho de su jerga internacional. Pero bien re-cuerdo que, refiriéndose a los barcos, a menudo decía: «los peces que hacen en la Tierra.» Y cierta vez que desde su escondrijo vió pasar a

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una hermosa y joven mujer en traje de baño, a una de esas deportivas muchachas que no les importa una tarde de invierno para sumergirse en el agua, Mar salió de las rocas guiñándome un ojo para decir:

— Sardina de las que me gusta mojar. Mi risotada hizo volver el rostro a la mucha-

cha que ya iba algo lejos y Mar tuvo que aplas-tarse contra la playa para no ser visto.

Pero, por lo común, Mar lograba hacerse en-tender en forma rápida y segura. Y preguntaba, preguntaba; casi sin dejarme preguntar a mí.

Recuerdo que una vez me dijo, señalándome un barco que iba en alta mar:

— ¿Por qué comen carbón los peces que hacen ustedes?

— También hay algunos que comen petróleo — respondí.

— ¿Y por qué comen petróleo? — Para comernos nosotros los pescados — dije

entonces. Mar me lanzó agua desde una poza y en se-

guida rió ante mis protestas. Ahora creo que disimulaba su saber. Mi ofus-

cación de entonces ante su misterio, y mi ato-londrada juventud, sin duda que impidieron acer-carme al secreto de su personalidad.

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Desde luego, no se me escapó que la palabra misterio le era familiar. Y como le preguntara sobre ella y dónde había aprendido su significa-do, se limitó a señalar con el brazo extendido ha-cia el Oriente.

Con respecto a las mujeres, creo que también simulaba una atracción que no sentía. Siempre guiñaba un ojo al verlas pasar, y como su prime-ra alusión a ellas me había hecho reír tanto, aho-ra no se la callaba nunca:

— Sardina de las que me gusta mojar. Mas, cuando yo trataba de hacerle referir

sus amores o las peculiaridades de su senti-miento amoroso, se me escabullía de cualquier manera.

(A propósito de ésto, cuánto eché de menos a mi amigo Tom, el marinero romántico.

Con respecto a la frase ya tan estereotipada de Mar, sin duda que le habría dicho:

— Si te gusta esa sardina, ándate detrás de ella y mójala cuanto antes. Y no demores, no demores.

Y luego, su temperamento sentimental tal vez lo habría obligado a añadir:

— Pero mécela con suavidad; trátala como una plumita de gaviota que te cae en las cochinas manos en la hora más solitaria de tu vida.

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Cómo me habría gustado ver a Mar frente al temperamento sentimental de Tom.

Y perd. . . ¡No, ahora no voy a pedir perdón por este nuevo paréntesis!)

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I X

Un atardecer, Mar llegó malhumorado. Dijo que Fuego, su enemigo, trataba de quemarle los pies. Y, según pude comprenderle tras largas averiguaciones, en cierto lugar del océano iba a irrumpir un volcán.

— Debo partir. Le daré de bofetadas hasta ahogarlo, hasta que deje de vomitar porquerías.

— Eres fuerte — respondí —, sin duda que lo matarás.

— Sí, pero renace y se venga escupiendo mi bella casa. ¡Debo partir ahora mismo!

— Mar, ¿volveré a verte? — Volveré. Y creo que será más pronto de

lo que esperas. — Ojalá, Mar. Te voy a esperar en esta playa

tarde a tarde. Y el apretón de manos que selló nuestro adiós

tuvo el emotivo carácter del que se da a los

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amigos de infancia, a los que se teme no ver más.

Solitario, pasé una semana. Me escabullía de las gentes y procuraba beber menos. Pronto, un extraño suceso vino a llamar mi atención. Noté que apenas me instalaba entre las rocas para trabajar, empezaban a surgir lentamente, aquí o allá, mariscos de varias clases. Los veía emerger sobre la superficie de las algas, que les servían así como de improvisados flotadores; a ellos, los mariscos siempre tan aferrados a las rocas y escolleras. Y ahora yo solamente me limitaba a cogerlos y arrojarlos en mi nasa.

Nuevo misterio que se realizaba con mesura, como para no llamar la atención.

«Mar me protege — era mi pensamiento —, y no desea hacerlo de una manera llamativa porque conoce mi desprecio por las grandes riquezas.»

Así, pues, no me faltaba una modesta dosis de ron, de tabaco y también, de vez en cuando — ¿por qué no decirlo? —, una mujercita sobre las rodillas.

Una mañana, de regreso del mercado, oí al su-plementero que pregonaba con voz más fuerte que la acostumbrada la hoja que vendía. Cogí al vuelo sus palabras y no vacilé un segundo en comprarle La Gaceta.

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Allí, en la primera página, con grandes letras se destacaba un título: Enorme volcán marino destroza las Islas Sur.

Leí con premura. El fenómeno ya había destru-ido casi en su totalidad un archipiélago y los barcos que rondaban esas aguas debieron alejarse con ra-pidez porque todo el contorno era un hervidero de extrañas corrientes y tempestades submarinas.

— Mi amigo lucha y debe vencer — dije. Y me fui hasta el acantilado más erguido para

gritar a pleno pulmón frente a las aguas: — ¡Lucha, Mar! ¡Aplasta al Fuego! Día a día seguí por la prensa los detalles del

fenómeno. Hasta que las informaciones dismi-nuyeron de espacio y se apagaron con unas líneas finales que casi no decían nada.

Y tres tardes después, tuve de nuevo a Mar a mi lado. No parecía venir de una lucha; al con-trario, más bien semejaba regresar de una eufó-rica fiesta.

Rehuyó comentar con detalles lo sucedido; pe-ro cuando decía cualquier cosa sobre ello siempre la acompañaba de un sonoro reír:

— ¡He triunfado! Y brincaba a mi alrededor agitando las manos

sobre la cabeza como lo hacen los pugilistas en el tablado cuando se les declara vencedores.

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La primera tarde de su regreso, le hablé de los moluscos que se ponían al alcance de mi mano, y le agradecí su ayuda. Socarrón, sonrió para decir :

— Hombre, ellos me pidieron permiso para vagar sobre las algas. Pero como se les ocurrió hacerlo cerca de tu mano, les costó la vida su aventura.

Y mientras yo también sonreía aparentando credulidad, él continuó:

— Recuerda que aún no me has pedido nada. — Te acabo de agradecer los mariscos que pu-

siste en mi mano durante tu ausencia. Ya me has dado mucho.

— ¿Y si yo te dejara por aquí o por allá algu-nas perlas; si con la gran marea te arrinconara madreperlas entre esas rocas? Muchas, mu-chas. . .

— Calla, Mar; no me tientes. — ¿No las cogerías acaso? ¿Serías lo suficien-

temente tonto para no cogerlas? — Parece que deseas reírte de mí. Pues bien,

te voy a dejar con la curiosidad. — ¡No! Quiero que me respondas en el acto. — Debo pensarlo. ¿Permites que te lo diga

mañana? — Es la última concesión que te hago. Ade-

más, si no deseas lo que te he ofrecido, tienes

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que pedirme cualquier otra cosa. ¿Lo oyes bien? ¡Tienes que pedirme algo!

La conversación casi terminó en disputa; pero prometí bajo mi palabra de hombre ir al día siguiente a la playa de los encuentros a pedirle algo.

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X

Durante toda la noche cavilé sobre la oferta de Mar.

Si le pedía las perlas que tantas veces ya me había ofrecido, la riqueza estaba al alcance de mi mano. Y con sólo decir unas palabras. Pero, ¿cum-pliría Mar? Porque bien podía ser el mismo demo-nio. Desde luego, esa insistencia suya para que yo pidiera algo; y después, esa manera de aparecer y desaparecer. Y su luz verde, y el misterio que guardaba respecto de su vida y forma de actuar.

Yo no era supersticioso ni rezaba a ningún dios, pero algunos de mis compañeros de naves solían llevar extraños amuletos y medallas que, según ellos, protegían contra la mala suerte y el enemigo malo.

« . . . Dicen que el demonio tienta a los hombres ofreciéndoles cosas. . . y que luego se hace pagar robándoles el alma.»

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Y, prolongando el insomnio hasta muy entra-do el día, llegué a la conclusión de cumplir mi palabra.

Sí, le pediría algo; pero iba a pedir una cosa insignificante: algún pequeño y extraño caracol, un pececillo que yo no conociera. Y así, cavi-lando y cavilando, me puse a recorrer la feria.

Al verme sin nada que vender — la tarde an-terior no había trabajado —, las comadres me hicieron algunas bromas:

— Hombre, ¡que te comiste los camarones hoy! — Te quedaste dormido en el agua que vas con

las manos vacías. Sólo les contestaba con muecas; mi pensamien-

to iba muy lejos. Las horas no caminan cuando uno desea que

lo hagan. Aburrido, compré La Gaceta y me puse a hojearla desganadamente. ¡Cuánta ton-tería, cuánta tontería! Hasta que por ahí, casi oculta entre avisos, una pequeña crónica llamó mi atención. Su título, desde luego, correspon-día con muchas de mis horas en aquel puerto: T e d i o . Y en esas treinta líneas se le expre-saba bien. «El hombre necesita algo nuevo — recuerdo con exactitud que decía el periodista —, aunque a veces ello sea algo insignificante. Pero siempre la misma casa, la misma mujer, el mis-

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mo paisaje son para matar a un hombre. Y entonces vamos hacia la naturaleza y también quisiéramos que se renovara más. Que cual-quier día, de pronto, los árboles aparecieran con follaje celeste; que la luna tomara la forma de una mariposa o de algo que no conocemos aún; que el mar fuera de varios colores y no solamen-te usara matices del verdeazul. . .»

Aunque yo leía muy poco y mi educación de entonces dejaba mucho que desear, las líneas allí impresas me gustaron. Y, por lo menos, avivaron mi pensamiento. «Sí, que la luna fue-ra como una mariposa. . . que el mar cambiara de color . . . »

Me detuve como electrizado. «¡He aquí mi hallazgo! Le pediré a Mar que

cambie de color, que lo cambie aunque sea por algunos días. ¿Podrá hacerlo? Y qué extraño y curioso va a ser el fenómeno. Uno navegando por un mar anaranjado o negro. No, porque siempre hasta donde se mire habrá la monotonía del color. Le pediré que cambie de color a pe-dazos, de manera que cuando uno navegue vaya como de excursión por muchos colores. Si Mar puede hacerlo, será maravilloso. Eso vale más que todas las perlas del mundo. Lo que siento es no conocer al señor ese que escribió su T e d i o

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en el diario. Le daría las gracias. Pero segura-mente que sanará al ver el mar así.»

Alegre, y seguro de que deseaba algo que me causaría placer si se realizaba, esperé con impa-ciencia la hora de ver a mi amigo.

Como siempre, Mar llegó poco antes del ano-checer. Hizo un desganado saludo y se tendió en silencio sobre la playa. Y como yo tampoco manifestara deseos de iniciar la conversación, di-jo por fin:

— ¿Te has olvidado de lo que prometiste ayer? — No. — Habla, entonces. — Lo que voy a pedirte quizá no lo podrás

hacer. Se irguió exaltado. Y, como si mis palabras

hubieran herido su amor propio, me gritó que todo lo podía.

— Pues bien — fué mi respuesta — , quiero que cambies de color.

— ¡Y qué te importa mi color, gran sucio! Procuré guardar calma y le expuse mi deseo

de la manera más convincente posible. — Estoy enfermo, Mar. Y la enfermedad que

sufro no se puede curar con riquezas. Dicen que mi dolencia sólo desaparece cuando uno ve que ocurre una cosa muy extraña, maravillosa.

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Que la luna se convierta en gaviota, por ejem-plo. O que tú cambies de color. Y como me habías dicho que te pidiera algo, lo hice creyen-do que no te ibas a enojar. Ya es maravilloso que te hayas aparecido a mí; lo de la perla, tam-bién es maravilloso. Pero ello no basta. . .

Discutimos mi demanda durante tres tardes seguidas. Y en ellas, la conducta de Mar fué la de un hombre cualquiera. Ponía reparos, in-quiría mucho, y hasta su lenguaje y manera de razonar se aclararon en tal forma que a su lado me sentía como un ser inferior.

Mar se defendía de hacer mi deseo y todo su pensamiento giraba alrededor de los trastornos que iba a ocasionar un cambio de colorido en los seres que habitaban su «bella casa». Los hombres no le causaban preocupación alguna. Me parece estarlo oyendo cuando murmuraba:

— A esta hora las ballenas van en busca de corrientes tibias para mejor criar sus ballenatos. Ellas odian la tibieza de las aguas; pero la buscan durante estos meses porque allí encuentran ali-mento para sus hijos. La ballena es mi gran hija, y como todos los seres que nadan en mi sangre, están acostumbradas a mi color de siglos.

— ¡Ah!

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— En aguas de otro color se sentirán morir. Irán de aquí para allá, desorientadas, y llegarán a las zonas de tibieza cuando otros peces hayan engullido lo que les sirve de sustento. Los balle-natos morirán, morirán. ¿Por qué lo deseas?

— No creí que un simple cambio de color po-día ocasionar esas cosas. Haz cuenta que no te he pedido nada.

— ¡Pedirás otra cosa! — No. Estamos perdiendo el tiempo. Con

mi nueva demanda podría ocurrir lo mismo que con la anterior. Tal vez hasta te pondrías a lloriquear por tus ballenatos.

Entonces Mar se puso de un salto en pie y abarcó las aguas en una extensa y circular mira-da para decir:

— Se cumplirá lo que has pedido. Durante siete días tendré muchos colores. ¡Pero jamás volveré a la Tierra! ¡Adiós!

No pude retenerlo. Mis gritos fueron inúti-les. Y las olas, unidas a la noche sin estrellas que se aproximaba, lo hicieron desaparecer muy pronto de mi vista.

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X I

Quedé desorientado y con una angustia muy honda. Desde el primer momento comprendí que había perdido para siempre a un gran amigo.

¡Pero qué extraño amigo! ¿Quién era y qué misterios ocultaba? Es lo que no sabré jamás, como no se sabe por qué nacemos para ir minuto a minuto hacia la muerte.

Además, lo que yo le había pedido no era, al menos dentro de la ética de los hombres, algo de suprema maldad. Tal vez iban a morir algu-nos ballenatos, pero también ellos engullían dia-riamente a otros peces por millares.

Si opté por no pedir nada y lo hice, en último término, con palabras algo burlonas, fué por mi carácter bromista y acostumbrado a la continua chanza de los hombres en navegación, a ese idio-ma que no comprende márgenes contemporizá-

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dores. Idioma en que casi todo se acepta o se rechaza con sólo dos palabras absolutas: sí, no.

Si no quise riquezas y las rechacé momentá-neamente fué porque ello parecía abrirme la puer-ta del misterio que rodeaba a Mar.

Y ahora, al escribir estas líneas, pienso que quizás él no hubiera podido, tampoco, darme ni una perla más. Pero una intuición muy profun-da se sobrepone a lo recién pensado y me grita, también, que ese raro ser encarnado en figura hu-mana habría sido capaz de darme las riquezas que yo le pidiera.

En la noche de su partida, éste era el senti-miento que predominaba en mí. A lo que se agregaban la angustia y la rabia por mi torpeza ; sentimientos que combatían en mi alma hacien-do revolverse a mi cuerpo sobre los jergones que le servían de lecho.

Creo que nunca, ni en las horas de gran pobre-za ni de gran desamparo amoroso, me he sentido más desgraciado que entonces.

Los grandes misterios son abismos en los que sucumben millares de hombres, y a los muchos que ya todos llevamos en sí, el destino había agregado uno más a mi cuenta.

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X I I

Comenzaba el alba, y apenas una débil claridad violeta se escurría con timidez por entre las ta-blas del barracón que me servía de guarida, cuan-do empecé a escuchar inusitado movimiento en las calles y griterío de la gente.

Extrañado, me restregué los ojos. Pero como las carreras y gritos continuaban opté por aso-marme a la calleja.

Todo el puerto parecía haberse levantado ya y se encaminaba hacia el embarcadero. Los ros-tros mostraban sorpresa y hasta pavor. Mi ato-londramiento se unió al de ellos y fué un niño el que, agitando las manos, me dió la clave del barullo. Entre brinco y brinco, el pequeño gri-taba:

— ¡El mar está rosado! ¡Vayan a verlo! Estuve a punto de caer. Me afirmé como

pude en el muro y casi tartamudeando pregunté

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a un obrero que regresaba de la costa la causa de tanto movimiento.

— El mar; es el mar. Se ve de un color lecho-so, algunos dicen que rosado. Aún no amanece del todo, así es que no se puede saber qué color tiene. La gente dice que cuando se pone de ese color viene un maremoto.. .

No quise escuchar más. A la carrera, y abrién-dome paso con dificultad por entre el gentío, lle-gué hasta el malecón.

Y en verdad, aquello que se extendía ante mis ojos no era el mar de siempre, nuestro mar de todos los días. Lechoso, con un tinte ligeramen-te rosa, azotaba con suavidad el litoral, mientras un alba lenta y como temerosa de revelarnos en toda su extensión el fenómeno, demoraba en ba-rrer definitivamente las sombras.

Cuando el sol hubo surgido, el tinte de las aguas cambió poco y pudimos gritar con certeza: ¡el mar está rosado!

¡El mar tiene otro color! ¿Qué nos irá a su-ceder? Eran los comentarios y gritos que más se oían entre la población amedrentada.

Vi cruzar mujeres que lloraban, seguidas de sus pequeñuelos; a hombres pálidos y medita-bundos, a seres que un inusitado fenómeno de la

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naturaleza sumergía en crisis nerviosas que lin-daban con la locura.

Entretanto, el mar seguía su vaivén incesante con tierna suavidad. Era como si el delicado color que ahora lo dominaba no le permitiera fra-gores ni tumbos disonantes.

Y yo, que debía haber estado con el alma tran-quila o en goce como el que sabe los secretos que ignoran los demás, permanecí también, lo confieso con vergüenza, boquiabierto y espanta-do como cualquier otro hombre.

A la primera sorpresa general, siguieron los malos augurios y las supersticiones fatales: que las aguas comenzarían a subir hasta ahogar el puerto; que las aguas estaban envenenadas; que bastaba con tocarlas para morir instantánea-mente.

De súbito, un nuevo grito se impuso a los de-más: ¡los pescadores no han regresado!

Y esta alarma que en muchas ocasiones había hecho saltar a sus barcas de auxilio, aun en las peores tempestades, a docenas de hombres, ahora no movió a nadie de su estupor.

La mañana avanzaba y los pescadores no vol-vían con sus lanchas ni barquichuelos.

— Quizás mar adentro ha habido gran tem-pestad por la noche — dijo alguien.

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— Mar adentro deben de haber pasado cosas terribles — agregó otro.

Y nuevos llantos de mujeres y de niños; una zozobra más a las muchas que ese millar de seres ya tenían.

Sin embargo, hay hombres sabios y fuertes en este mundo. Y una muestra de ellos nos la dió el menudo farmacéutico de esa zona quien, por lo común, era el hazmerreír de todo el puerto. Se le reprochaba su timidez y parquedad de palabras.

Pocos repararon en él cuando muy de mañana atravesó el gentío y llegó hasta la playa para llenar dos cubos con el agua de color rosa. Y pocos vieron que, en seguida, se encerraba en su pequeño laboratorio con el líquido recién arre-batado al mar.

La sorpresa general surgió cuando cinco horas más tarde lo vieron aparecer en el muelle, enca-ramarse en una chalupa que ahí se calafateaba, y comenzar con voz fuerte y segura una tranqui-la disertación:

— Acabo de analizar el agua y no contiene ve-nenos. Es el agua de siempre; sólo ha cambiado de color. Mis rápidos experimentos aún no me permiten saber la causa de este cambio. Tam-poco creo que haya habido una gran tempestad

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mar adentro. Cuando ésto ocurre nunca faltan indicios. Las olas arrojan sobre la playa mayor cantidad de caracoles despedazados, muchas al-gas y otras materias. Esperemos aún; los pes-cadores volverán. Pero si alguien quiere partir en su busca yo seré el primero en acompañarlo. Y, como ya lo he dicho, el agua no está envene-nada. . .

— ¡Tómate un trago, entonces! Todos nos volvimos hacia el impertinente que

rasgaba con su grito las frases tranquilizadoras del boticario.

Era el demagogo del puerto. Un hombre que vivía de la venta de sus discursos al que mejor le pagaba en las elecciones.

Pero el pequeño boticario no se inmutó. Con voz serena, solamente dijo:

— Te obedeceré. Pero quiero que seas tú quien me traiga el agua.

El demagogo no esperaba tal respuesta. Se demudó su rostro cuando las miradas de todos los presentes lo instaron a obrar.

Y me correspondió a mí interpretar con otro grito el sentir unánime:

— ¡Que obedezca al señor boticario! Aun no había terminado la frase cuando como

por encanto surgieron botellas, tarros y hasta

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baldes que, con gesto perentorio, sus dueños ten-dían al hombre del exabrupto.

No tuvo valor para rebelarse. Cabizbajo y si-lencioso se dirigió con una jarra hacia el mar. Cuando la hubo llenado hasta los bordes deshizo su camino y se la tendió con timidez al farma-céutico.

Este la cogió sin asomo de rencor ni altivez y dijo antes de llevarla a sus labios:

— Aquí no hay venenos. Es el agua salobre de siempre.

Y, en medio del silencio general, engulló dos grandes sorbos.

La pausa de espera no se rompía aún, cuando un murmullo que luego se trocó en clamor ilu-minó los rostros. Y todos los brazos se tendieron hacia el horizonte para señalar el sitio por donde los pescadores regresaban.

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X I I I

Era mediodía. Por lo común, las pequeñas go-letas y lanchas pescadoras regresaban al puerto a media mañana cuando no lo hacían a prima hora.

Agitando pañuelos y manos, recibimos a la dé-bil flotilla. Después, el barullo de abrazos y preguntas echó por tierra toda investigación in-mediata sobre lo ocurrido mar adentro la noche anterior.

Eran pocos hombres para tantas preguntas. Y la figura del noble farmacéutico también se es-fumó del escenario.

Entretanto, en el puerto ya ocurrían otros he-chos que arrastraban la atención de todos.

Creo que nadie, fuera de mí, permaneció enton-ces largamente sobre las rocas para admirar el nuevo esplendor marino.

Después, rememorando aquellas horas de mi existencia, he sentido envidia de esos hombres

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que se llaman poetas y que con capaces de des-cribir tales maravillas.

El oleaje de color rosa era tan delicado en su ondear y en su matiz que semejaba esas sedas muy suaves y puras que la brisa apenas hace palpitar sobre un bello cuerpo de mujer.

El mundo entero había cambiado. Estábamos sumergidos en una nueva luz que comunicaba a todas las cosas una presencia inesperada. El litoral, las gaviotas, los barquichuelos anclados frente a nosotros, el mismo cielo, parecían recién surgidos de las manos de un Dios transmutador del cosmos.

Pero nuevos gritos y exclamaciones lejanas me arrancaron de mi absorta contemplación.

Me dirigí al caserío y hacia el lugar donde la gente se aglomeraba ahora. El oleaje humano se había detenido frente a La Gaceta, y procuraba leer las noticias que se destacaban en las piza-rras del diario. Yo, no pudiendo llegar hasta ellas, me vi obligado a preguntar, a preguntar con ahinco.

Por las noticias recibidas, el mundo entero se encontraba revolucionado con el fenómeno.

Mar había cumplido su promesa y de todos los países llegaban mensajes anunciando el nue-vo color que en sus costas predominaba. Lo que

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contribuyó, naturalmente, a aumentar el des-concierto.

En tal comarca imperaba el rojo; en tal otra el amarillo lunar, y en otras más favorecidas aún, se lograban destacar dos y hasta tres colo-res perfectamente delimitados entre sí. Esto fué lo que más pareció confundir a los sabios que, como nuestro parco farmacéutico, se dedicaron desde el primer momento a investigar tan extra-fía maravilla.

Pero en este mundo parece que nadie está dis-puesto a acoger lo maravilloso. A pesar de que al día siguiente de lo ocurrido casi todos los hom-bres de saber estuvieron de acuerdo en conside-rarlo un fenómeno inofensivo para la humani-dad, ésta siguió empeñada en destrozar la belle-za del hecho y en sacar de él premisas para asen-tar mezquindades y bajezas.

Pueblos corrompidos hasta la médula, quisie-ron aparecer como causantes de lo ocurrido. «Po-demos realizar lo que estáis viendo — gritaban sus histéricos caudillos —, y podemos aún más. Somos superiores y la humanidad nos debe obe-decer.»

Aparecieron profetas que anunciaban próximo fin de mundo; astrólogos que señalaban como predicho por ellos el fenómeno, y astrónomos de

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pacotilla que cargaban a la cuenta de un cometa imaginario todo el hecho. Y brujas; brujas con ensalmos, sahumerios de yerbas y pelos de ali-mañas.

Cuando yo leía estas cosas en La Gaceta, los dientes me rechinaban de rabia.

Las religiones del mundo tampoco fueron ca-paces de pronunciar las palabras de paz necesa-rias para mantener a sus fieles en una tranquila espera. Pero en los templos no se olvidó de co-locar huchas y alcancías mayores que las acos-tumbradas para recoger el óbolo de los millares de peregrinos que acudían a ellos. Sí, había que hacer rogativas y dar limosnas ¡porque el mar tenía ahora otro color por culpa de nuestros pecados!

Yo era un alma en pena. Me sentía culpable y a la vez asqueado de la humanidad entera.

Me costaba dominar el deseo de subirme a los balcones de La Gaceta para decir la verdad a gri-tos. Presentía que era muy capaz de hacerlo y, también, las consecuencias que ello me aporta-ría. De nuevo yo sería un loco para esos seres que me rodeaban, y se vengarían de mí encerrán-dome en el Asilo de Orates. Y aunque se cum-pliera mi vaticinio de que en pocos días más el mar volvería a su verdeazul de siglos, ellos me

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conservarían encarcelado hasta la muerte. Y yo no era un oportunista, ni un ladrón ni un asesino.

¡Pero aún faltaban cuatro días para que las aguas volvieran a ser como antes!

Había, pues, que escupirles la verdad en el ros-tro. Había que hacerlo porque esos hombres no merecían otra cosa. Y mis pasos se dirigieron hacia la calle principal con rumbo a los balcones de La Gaceta. Iba presuroso y todo pasaba ante mí como un torbellino de sueños.

Sin embargo, el azar hizo que mis ojos se de-tuvieran frente a una faz conocida que contuvo mi furor de gritos. Allí, junto a un pequeño jar-dín que recibía de lleno los rayos del sol, leía un folleto don Emilio, el boticario.

Casi sin saber lo que hacía me acerqué a él y le rogué que me escuchara algunas palabras. Me respondió lacónicamente:

— Vamos a mi laboratorio. Y caminó sin premura, dándome a entender

que me había reconocido como el marinero que gritó al demagogo que obedeciera su pedido.

— Porque usted parece marinero — agregó—. Algunos marineros y pescadores son los únicos que se han mostrado serenos con este cambio del mar. Los demás hombres obran como caníba-les que ven por primera vez un eclipse de sol.

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Pero ya se acostumbrarán, se acostumbrarán. A no ser que el mar vuelva a su color primitivo o se le ocurra realizar otra arlequinada.

Y sonrió de su frase, pero yo segué su sonrisa al decir:

— En cuatro días más las aguas serán como antes.

— ¿Por qué asegura eso? — Para que lo sepa deseo conversar con usted,

don Emilio. Su mirada se hizo entonces inquisitiva y en sus

facciones se reflejó una mueca de defensa que no se tradujo en palabras.

Y fui yo quien hubo de reiniciar el diálogo: — Como usted lo ha notado, los pescadores es-

tán tranquilos. . . Si ya no salen con sus barcas es porque nadie quiere comprar la pesca, a pesar de que usted ya probó que no hay veneno en las aguas.

Y así, casi dialogando conmigo mismo, pues don Emilio se limitaba a asentir con la cabeza, llegamos hasta la puerta de su laboratorio.

Entramos en un pequeño cuarto repleto de botellas con líquidos y sales. Encendió la bujía porque la pieza era bastante oscura y, señalán-dome un escabel que estaba frente a unos gran-des globos de vidrio, me dijo:

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— Siéntese y hable con tranquilidad. Y le relaté en la forma más sencilla y rápida

todo lo que ya conocéis. Me interrumpió en muy pocas ocasiones y sus preguntas sólo comen-zaron cuando hube terminado de hablar. Pero lo que no he podido comprender nunca es por qué esas preguntas casi no se referían a la mate-ria de la cual estábamos tratando.

Me preguntó, por ejemplo, si nunca había sen-tido deseos de ser un gran hombre, alguno de esos grandes hombres que se han distinguido como marinos.

— Díme con sinceridad — agregó después, cuando ya me trataba de tú —, ¿no te crees Colón? ¿No te habría gustado ser alguno de esos piratas que recorrieron los mares en busca de aventuras y de oro?

Y como yo callara desconcertado, continuó su interrogatorio:

— ¿Cuando niño no soñaste realizar algo in-menso, algo que no ha logrado ningún hombre?

Mis respuestas debieron haberle parecido ton-tas o ingenuas, demasiado ingenuas:

— Cuando niño deseaba conocer el mar. Mis padres vivían tierra adentro y se cumplió mi de-seo tarde. Conocí el mar a los doce años.

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— ¿Recuerdas otro fuerte deseo que te haya hecho sufrir en la niñez?

— Sí, pero. . . — Habla con toda confianza, hombre. ¿Aca-

so crees que me puedo reír de ti? — Pero eso. . . — ¿Recuerdas otra cosa que desearas mucho? — Bueno, se lo diré, don Emilio. Durante

meses mi único deseo fué levantarle los vestidos a una muchacha vecina.

— ¿Qué edad tendrías entonces? — Nueve o diez años. — Y lo recuerdas aún. . . —di jo como medi-

tando. — Lo recuerdo, don Emilio, porque realicé mi

deseo y ello me costó una paliza. — ¿Te dolió la paliza? — Bastante. . .porque fué doble. Una, de mi

madre; otra, de la madre de Violeta que así se llamaba la muchacha.

Don Emilio rompió a reír y se levantó para golpearme el hombro :

— Puedes estar tranquilo. Creo tu historia sobre el mar; pero tengo que darte algunos con-sejos.

Me dijo que si quería continuar viviendo en el puerto, no contara a otras personas lo que aca-

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baba de referir. Pero que ello era sólo un con-sejo, pues también yo podía explotar mi aven-tura en provecho propio.

— Si se realiza lo que aseguras, te creerán un mago y la gente acudirá a ti en busca de secre-tos sobre el porvenir. Te ofrecerán dinero. Hay personas, sobre todo mujeres, muy crédulas, su-persticiosas, y podrás obtener de ellas lo que de-sees. Te señalarán con el dedo para decir «es el hombre que adivinó el día preciso en que el mar volvería a su color». Otras personas te volverán a llamar el loco y, como tú ya lo has contado, empezarás a creerlo. Cállate, hombre. Y si no lo puedes callar por más tiempo, escríbelo; escrí-belo lentamente diciendo toda la verdad y lanza tu secreto en una botella al mar. Tu amigo Mar será quien lo dará a conocer a los hombres si así lo estima necesario.

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X I V

Tres horas duró nuestra entrevista y cuando salí del estrecho laboratorio de don Emilio mi gaznate pedía ron a gritos. Porque me sentía feliz y aliviado como el que despierta de una lar-ga y violenta pesadilla.

El mundo siguió en gran agitación y cuando, cumpliendo fielmente su palabra, el mar volvió a su color primitivo, se continuó aún explotando el fenómeno.

Hasta que días y días, meses y meses, y otros mil acontecimientos desviaron la atención de los hombres echando un velo de olvido sobre todo aquello.

Pero, muerta ya la paz transitoria que me ha-bía traído la palabra de don Emilio, todo lo ocurrido continuó viviendo en mí como algo pre-sente e inmanente.

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Para las personas del puerto sin duda que con-tinué siendo el mismo mariscador taciturno y algo gruñón; pero en los abismos de mi ser el dolor no callaba sus gritos. Me sentía como un fantasma, el fantasma de un hombre que pudo tenerlo todo y que ahora casi era como un men-digo.

Y llegué a increparme con rabia: «Siquiera po-días haberle pedido un par de perlas para com-prarte una goleta.»

Entonces, tarde a tarde, desde el más alto acan-tilado, rogué a Mar que regresara.

Le grité, grité mucho. Y hasta lo amenacé con arrojarme al abismo si no lo hacía.

Este pensamiento fué poco a poco perdiendo su tono de amenaza hacia Mar para convertirse en una obsesión propia que significaba llevar con-migo hacia la muerte algo que ya me era impo-sible soportar.

Y me repetía sin descanso: «Por imbécil has perdido un mundo. Ahora debes morir.»

Decidí, pues, matarme. En un anochecer busqué el acantilado más al-

to, en cuyo fondo de erizadas y filudas rocas azo-tadas por la marea ningún hombre al caer podía quedar con vida, y me dispuse para arrojarme a él.

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Entonces, sentí que una mano se posaba con suavidad en mi hombro.

Era don Emilio. No me hizo ninguna pregunta ni ningún repro-

che. Solamente su brazo se tendió hacia un gran barco que acababa de anclar en el puerto y, con voz paternal, me dijo:

— Embárcate, hombre. Eres marinero de lar-gas rutas y este puerto es una poza para ti.

Y juntos nos encaminamos hacia la casa de contratación donde obtuve, con ayuda de su in-fluencia, matrícula de fogonero a bordo.

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X V

Yo acababa de cumplir los treinta años cuando ocurrieron los hechos que habéis leído y que mu-chos hombres de hoy recordarán aún con espan-to sin conocer su misteriosa causa.

Cinco lustros más de vagar por las múltiples rutas del mundo, asistiendo como espectador o actor en centenares de aventuras o hechos extra-ños, no han borrado mi melancolía ni este rencor contra mí mismo que me roe las entrañas.

Y he regresado al puertecillo donde todo ocu-rrió y ahora soy el hombre que sólo mira el océa-no, el contemplativo ser que con el mentón apo-yado desganadamente en el puño, espera que la piadosa muerte ponga fin a su tortura.

Sin embargo, en medio de todos los ajetreos y pesares, ciertas palabras pronunciadas por un hombre de este mismo puerto han pervivido en mí como una invitación a la vida: «Y si no

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puedes callar más, escríbelo. Escríbelo lenta-mente y lanza tu escrito en una botella al mar . . .»

Comencé a leer cuanta hoja impresa llegó a mis manos. Y después libros, muchos libros. La gentil maestrita de un lejano puerto que tam-poco quiero nombrar me dió, junto con su ter-nura, lecciones de ortografía y redacción.

Y ahora, cuando mis cabellos están casi blan-cos, mis bíceps en decadencia y el reumatismo empieza a trepar por mis piernas, he terminado de escribir parte de lo mucho que rebulle en mi alma y lo entrego en custodia al fuerte vidrio de una ventruda botella de whisky escocés.

Esta noche su tapón será lacrado y con las primeras luces del alba, cuando salga mar aden-tro en la que quizás va a ser mi última incursión a las islas, la botella será arrojada por la borda y flotará, flotará largamente sobre ese océano que ha constituido toda mi existencia y, tam-bién, todo mi tormento.

F I N

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