1
juventud rebelde DOMINGO 17 DE OCTUBRE DE 2021 11 LECTURA por CIRO BIANCHI ROSS [email protected] EL 31 de octubre de 1901 se publicaba en La Gaceta de La Habana la Orden Militar 234, mediante la cual Leo- nardo Wood, jefe de las tropas de ocupación norteame- ricanas en la Isla, designaba al erudito Domingo Figa- rola-Caneda como director de la Biblioteca Nacional de Cuba. La disposición surtía efecto, con carácter retroac- tivo, desde el 18 del mismo mes, cuando Figarola-Ca- neda, personado en el Castillo de la Fuerza, la fortaleza más antigua de América, sede a la sazón del Archivo Ge- neral, se hacía cargo del salón de 30 x 7,5 metros que la Orden Militar destinaba como local de la naciente ins- titución. Quedaba fundada de esa manera la Biblioteca Nacional, cuyo fondo primero se conformó, en lo esen- cial, con los 3 000 volúmenes que su director-fundador desgajó de su colección particular. Concluía así un pro- ceso iniciado en 1899; desde entonces varios cubanos preocupados por el desarrollo de la cultura se habían acercado al Gobierno interventor a fin de hacerle to- mar conciencia de la importancia de la creación de la biblioteca e impelerlo a crearla. POBRE Y MALTRATADA CASA Otro proceso, más singular aún, se abriría en- tonces. Mal ubicada —a la estrechez del local asignado se sumaba la humedad reinante en la fortaleza—, con un fondo pobre y deficiente y un pre- supuesto que solo variaba para mermar, la Biblioteca fue reflejo fiel de la estúpida frialdad oficial. Todavía en 1949 el ensayista Félix Lizaso la definía como «esa pobre y maltratada casa». Casi de heroica puede calificarse la responsabilidad —pésimamente pagada por demás— que Figaro- la-Caneda echaba sobre sus hombros. Las cosas ape- nas mejoraron con el cese de la ocupación nortea- mericana y el advenimiento de la República, el 20 de mayo de 1902. Si bien el cambio de soberanía trajo para la biblioteca el traslado a un lugar si no idóneo, al menos más apropiado —la antigua Maestranza de Artillería—, mejoras en el mobiliario y un enriqueci- miento relativo del fondo bibliográfico, la institución siguió careciendo de personal técnico calificado y la clasificación y catalogación de los libros siguió al ga- rete. Cuando en 1910 se pudo al fin confeccionar el catálogo, el fondo ascendía a 10 350 volúmenes. Evi- dentemente, Figarola-Caneda había hecho maravillas con el renglón del presupuesto destinado a la adqui- sición de libros que en ese año fue de 2 400 pesos, cantidad que debía cubrir también los gastos de im- presión de la Revista de la Biblioteca Nacional, que comenzó a publicar en 1909 y que cesó, en aquella etapa inicial, en 1912. No pudo seguir apareciendo entonces porque un secretario de Instrucción Pública —Ministro de Educación— suprimió del presupues- to de la institución lo asignado para publicaciones, y otro secretario la despojó de la imprenta y la instaló en la Escuela de Artes y Oficios. LOS LIBROS… ¡A LA CÁRCEL! En 1929 las estanterías de la Biblioteca son traslada- das al Capitolio, recién construido entonces, y los li- bros, metidos en cajas, fueron llevados a la cárcel de La Habana, al final del Paseo del Prado, en las inmedia- ciones del Castillo de La Punta. No obstante, la institu- ción mantenía su sede en la Maestranza de Artillería y con los libros que se salvaron del incendio que destru- yó parte de la cárcel pudo reanudarse el servicio. Pero en 1938 el coronel Fulgencio Batista, jefe del Ejército, y el teniente coronel José Eleuterio Pedraza, jefe de la Policía Nacional, se antojan de construir nuevos loca- les —los llamados castillitos— para alojar las estacio- nes de policía, y escogen los terrenos donde se erigía la Maestranza, en la calle Cuba esquina a Chacón, para edificar la jefatura de ese cuerpo represivo. No pocas figuras de la cultura intentaron convencer a Pedraza de que eligiera otro sitio para la jefatura. Nadie pudo hacerlo entrar en razones. Cuando el re- clamo empezaba a agobiarlo, dio una respuesta ta- jante y definitiva. Dijo: «O sacan esos papeles de aquí o 20 de mis hombres los tiran al mar». Así, la Bibliote- ca se reinstalaba en el Castillo de la Fuerza. Tal era la despreocupación y desidia de las entida- des oficiales que el historiador Emilio Roig, a la cabe- za de un grupo de intelectuales, se dio a la tarea de fundar la Asociación de Amigos de la Biblioteca Na- cional, que redactó de inmediato un proyecto de ley —el Congreso no lo aprobó— que disponía para los editores cubanos la obligatoriedad de enviar a la ins- titución un ejemplar de cada obra que imprimieran. Una ley de 1941 estableció un impuesto de medio centavo por cada saco de azúcar de 350 libras produ- cido. El tributo pretendía dotar a la Biblioteca de te- rreno propio y edificio adecuado, así como de mobi- liario y talleres. En 1952 se colocaría la primera piedra de esa edificación. Ocuparía un área de más de 22 000 metros cuadrados encimada a la Calzada de Rancho Boyeros en la entonces llamada Plaza Cívica o de la Re- pública, actual Plaza de la Revolución. Un proyecto con el que los arquitectos Govantes y Cabarrocas, que tan- tas muestras de su arte dejaron en La Habana, habían obtenido el segundo premio en el certamen convoca- do para la construcción del monumento a José Martí en la misma plaza. Proyecto de un monumento funcio- nal adaptado para biblioteca y en el que junto a una to- rre central de 56 metros de alto que sirve de almacén, se erigen dos hermosos cuerpos laterales. Se inaugu- ró en febrero de 1958. Representó una inversión de tres millones de pe- sos. La Junta de Patronos que regenteó el proyecto mostró tanto celo en llevarlo a cabo que entre 1941 y 1958 —así quedó consignado en el acta de una de sus reuniones— no destinó un solo centavo a la com- pra de libros. Si hasta ese momento la Biblioteca Nacional había sido un almacén de libros mal ubicado y en ocasio- nes itinerante, la llamativa edificación que le sirvió de sede en febrero de 1958, severa y también atractiva en su sencillez, daba cabida a 68 kilómetros de estan- terías, 63 de las cuales estaban desiertas. CORONADO No puede pasarse por alto en ese recuento de aniver- sario el nombre de Francisco de Paula Coronado, que dirigió la Biblioteca entre 1920 y 1945. Fue un escri- tor mediocre; quiso emular con Emilio Bobadilla, pero quedó siempre por debajo y su juicio crítico fue de- plorable. A Bobadilla, el capricho y el apasionamien- to podían llevarle a negar valores ajenos, pero nunca exaltó a un valor falso, error en que Coronado incurrió muchas veces. Su fuerte fue la historia, aunque nada produjo en este campo que quedara para el futuro. Su biblioteca particular —el llamado Fondo Coronado— que se conserva en la Universidad Central de Las Vi- llas, que la adquirió en febrero de 1960, es uno de los más valiosos tesoros bibliográficos cubanos: la confor- man cerca de 43 000 volúmenes entre libros, revistas, documentos y mapas, con verdaderas rarezas biblio- gráficas sobre historia, principalmente de la Cuba del siglo XIX. Una colección que incluye además obras de siglos anteriores e incluso de la época de la con- quista. Sin discusión, la más importante biblioteca de temas históricos de la Isla. La escritora Renée Méndez Capote, que lo conoció mucho y fue su subordinada en la Biblioteca, recorda- ba a Coronado como hombre de fuerte personalidad, mucha inteligencia, vastísima cultura, trato exquisito y conocimiento pasmoso de la bibliografía cubana. Un día consintió en que ella tratase de poner orden en los papeles que cubrían por entero la superficie de su escri - torio y atascaban sus gavetas; entre ellos encontró Re- née cartas sin abrir desde hacía diez años y giros pos- tales que nunca salieron de sus sobres. Ella le sugería que se pelara y afeitara, que se hiciese recortar las uñas y que mandara a lavar y a zurcir la bata que usaba en la casa para rebuscar en su empolvada papelería y que a veces llevaba a la Biblioteca. Una prenda que había per- dido un faldón por detrás y tenía un montón de desga- rraduras, amén de manchas de grasa, café, pegamen- to, pintura… Puntualizaba la Méndez Capote: «Él no se ofendía conmigo, y seguía con su bata, su pelambrera y sus uñas increíblemente largas. Pero ¡qué hombre tan culto, qué encantador, qué don de gentes! Y cuando ha- blaba por teléfono con una mujer desconocida que lo llamaba todas las tardes desde hacía años y a la que nunca conoció personalmente, había que oír aquella deliciosa voz y la manera fina y sutil con que mantenía una amistad amorosa tan romántica y tan bella». OTRAS BIBLIOTECAS La primera biblioteca pública que existió en la Isla fue la de la Sociedad Económica de Amigos del País. Se fundó el 11 de julio de 1793 y abrió sus puertas con 77 volúmenes. En verdad, la biblioteca de la Uni- versidad de La Habana es anterior; surgió con la mis- ma casa de estudios, en 1728, pero se le da la priori- dad a la de la Económica dada su autonomía como entidad pública y social, características que no poseía la biblioteca de la Universidad. Su riqueza principal son las obras literarias y de ciencias sociales cubanas, así como las publicaciones periódicas nacionales. Otras bibliotecas principales son la Chiqui Gómez Lu- bián, de la Universidad de Las Villas, con 151 000 vo- lúmenes y 90 000 revistas. La Elvira Cape, de Santiago de Cuba, con 85 000 volúmenes. La biblioteca Gener y Del Monte, de Matanzas, con 100 000. Son muy impor- tantes la Francisco Martínez Anaya, de la Universidad de Oriente, y la ya aludida de la Universidad de La Ha- bana. Fue en la biblioteca de la Universidad de Oriente donde el 3 de enero de 1959 el Gobierno Revoluciona- rio comenzó a ejercer sus funciones. En un salón en- galanado con las banderas de las repúblicas america- nas, incluida la de Puerto Rico, el presidente Manuel Urrutia tomó juramento a los ministros y ratificó a Fi- del Castro como Comandante en Jefe de las fuerzas de tierra, mar y aire de la República. Terminado el acto, convocó a la primera reunión del gabinete. La Biblioteca cumple 120 años

juventud rebelde 17 2021 La Biblioteca cumple 120 años

  • Upload
    others

  • View
    1

  • Download
    0

Embed Size (px)

Citation preview

Page 1: juventud rebelde 17 2021 La Biblioteca cumple 120 años

juventud rebelde domingo 17 de octubre de 2021 11LECTURA

por CIRO BIANCHI [email protected]

EL 31 de octubre de 1901 se publicaba en La Gaceta de La Habana la Orden Militar 234, mediante la cual Leo-nardo Wood, jefe de las tropas de ocupación norteame-ricanas en la Isla, designaba al erudito Domingo Figa-rola-Caneda como director de la Biblioteca Nacional de Cuba. La disposición surtía efecto, con carácter retroac-tivo, desde el 18 del mismo mes, cuando Figarola-Ca-neda, personado en el Castillo de la Fuerza, la fortaleza más antigua de América, sede a la sazón del Archivo Ge-neral, se hacía cargo del salón de 30 x 7,5 metros que la Orden Militar destinaba como local de la naciente ins-titución. Quedaba fundada de esa manera la Biblioteca Nacional, cuyo fondo primero se conformó, en lo esen-cial, con los 3 000 volúmenes que su director-fundador desgajó de su colección particular. Concluía así un pro-ceso iniciado en 1899; desde entonces varios cubanos preocupados por el desarrollo de la cultura se habían acercado al Gobierno interventor a fin de hacerle to-mar conciencia de la importancia de la creación de la biblioteca e impelerlo a crearla.

POBRE Y MALTRATADA CASAOtro proceso, más singular aún, se abriría en-

tonces. Mal ubicada —a la estrechez del local asignado se sumaba la humedad reinante en la fortaleza—, con un fondo pobre y deficiente y un pre-supuesto que solo variaba para mermar, la Biblioteca fue reflejo fiel de la estúpida frialdad oficial. Todavía en 1949 el ensayista Félix Lizaso la definía como «esa pobre y maltratada casa».Casi de heroica puede calificarse la responsabilidad

—pésimamente pagada por demás— que Figaro-la-Caneda echaba sobre sus hombros. Las cosas ape-nas mejoraron con el cese de la ocupación nortea-mericana y el advenimiento de la República, el 20 de mayo de 1902. Si bien el cambio de soberanía trajo para la biblioteca el traslado a un lugar si no idóneo, al menos más apropiado —la antigua Maestranza de Artillería—, mejoras en el mobiliario y un enriqueci-miento relativo del fondo bibliográfico, la institución siguió careciendo de personal técnico calificado y la clasificación y catalogación de los libros siguió al ga-rete. Cuando en 1910 se pudo al fin confeccionar el catálogo, el fondo ascendía a 10 350 volúmenes. Evi-dentemente, Figarola-Caneda había hecho maravillas con el renglón del presupuesto destinado a la adqui-sición de libros que en ese año fue de 2 400 pesos, cantidad que debía cubrir también los gastos de im-presión de la Revista de la Biblioteca Nacional, que comenzó a publicar en 1909 y que cesó, en aquella etapa inicial, en 1912. No pudo seguir apareciendo entonces porque un secretario de Instrucción Pública —Ministro de Educación— suprimió del presupues-to de la institución lo asignado para publicaciones, y otro secretario la despojó de la imprenta y la instaló en la Escuela de Artes y Oficios.

LOS LIBROS… ¡A LA CÁRCEL!En 1929 las estanterías de la Biblioteca son traslada-

das al Capitolio, recién construido entonces, y los li-bros, metidos en cajas, fueron llevados a la cárcel de La Habana, al final del Paseo del Prado, en las inmedia-ciones del Castillo de La Punta. No obstante, la institu-ción mantenía su sede en la Maestranza de Artillería y con los libros que se salvaron del incendio que destru-yó parte de la cárcel pudo reanudarse el servicio. Pero en 1938 el coronel Fulgencio Batista, jefe del Ejército, y el teniente coronel José Eleuterio Pedraza, jefe de la Policía Nacional, se antojan de construir nuevos loca-les —los llamados castillitos— para alojar las estacio-nes de policía, y escogen los terrenos donde se erigía la Maestranza, en la calle Cuba esquina a Chacón, para edificar la jefatura de ese cuerpo represivo.

No pocas figuras de la cultura intentaron convencer a Pedraza de que eligiera otro sitio para la jefatura. Nadie pudo hacerlo entrar en razones. Cuando el re-clamo empezaba a agobiarlo, dio una respuesta ta-jante y definitiva. Dijo: «O sacan esos papeles de aquí o 20 de mis hombres los tiran al mar». Así, la Bibliote-ca se reinstalaba en el Castillo de la Fuerza. Tal era la despreocupación y desidia de las entida-

des oficiales que el historiador Emilio Roig, a la cabe-za de un grupo de intelectuales, se dio a la tarea de fundar la Asociación de Amigos de la Biblioteca Na-cional, que redactó de inmediato un proyecto de ley —el Congreso no lo aprobó— que disponía para los editores cubanos la obligatoriedad de enviar a la ins-titución un ejemplar de cada obra que imprimieran.Una ley de 1941 estableció un impuesto de medio

centavo por cada saco de azúcar de 350 libras produ-cido. El tributo pretendía dotar a la Biblioteca de te-rreno propio y edificio adecuado, así como de mobi-liario y talleres. En 1952 se colocaría la primera piedra de esa edificación. Ocuparía un área de más de 22 000 metros cuadrados encimada a la Calzada de Rancho Boyeros en la entonces llamada Plaza Cívica o de la Re-pública, actual Plaza de la Revolución. Un proyecto con el que los arquitectos Govantes y Cabarrocas, que tan-tas muestras de su arte dejaron en La Habana, habían obtenido el segundo premio en el certamen convoca-do para la construcción del monumento a José Martí en la misma plaza. Proyecto de un monumento funcio-nal adaptado para biblioteca y en el que junto a una to-rre central de 56 metros de alto que sirve de almacén, se erigen dos hermosos cuerpos laterales. Se inaugu-ró en febrero de 1958.Representó una inversión de tres millones de pe-

sos. La Junta de Patronos que regenteó el proyecto mostró tanto celo en llevarlo a cabo que entre 1941 y 1958 —así quedó consignado en el acta de una de sus reuniones— no destinó un solo centavo a la com-pra de libros.Si hasta ese momento la Biblioteca Nacional había

sido un almacén de libros mal ubicado y en ocasio-nes itinerante, la llamativa edificación que le sirvió de sede en febrero de 1958, severa y también atractiva en su sencillez, daba cabida a 68 kilómetros de estan-terías, 63 de las cuales estaban desiertas.

CORONADONo puede pasarse por alto en ese recuento de aniver-

sario el nombre de Francisco de Paula Coronado, que dirigió la Biblioteca entre 1920 y 1945. Fue un escri-tor mediocre; quiso emular con Emilio Bobadilla, pero quedó siempre por debajo y su juicio crítico fue de-plorable. A Bobadilla, el capricho y el apasionamien-to podían llevarle a negar valores ajenos, pero nunca exaltó a un valor falso, error en que Coronado incurrió muchas veces. Su fuerte fue la historia, aunque nada produjo en este campo que quedara para el futuro. Su biblioteca particular —el llamado Fondo Coronado— que se conserva en la Universidad Central de Las Vi-llas, que la adquirió en febrero de 1960, es uno de los más valiosos tesoros bibliográficos cubanos: la confor-man cerca de 43 000 volúmenes entre libros, revistas, documentos y mapas, con verdaderas rarezas biblio-gráficas sobre historia, principalmente de la Cuba del

siglo XIX. Una colección que incluye además obras de siglos anteriores e incluso de la época de la con-quista. Sin discusión, la más importante biblioteca

de temas históricos de la Isla.La escritora Renée Méndez Capote, que lo conoció

mucho y fue su subordinada en la Biblioteca, recorda-ba a Coronado como hombre de fuerte personalidad, mucha inteligencia, vastísima cultura, trato exquisito y conocimiento pasmoso de la bibliografía cubana. Un día consintió en que ella tratase de poner orden en los papeles que cubrían por entero la superficie de su escri-torio y atascaban sus gavetas; entre ellos encontró Re-née cartas sin abrir desde hacía diez años y giros pos-tales que nunca salieron de sus sobres. Ella le sugería que se pelara y afeitara, que se hiciese recortar las uñas y que mandara a lavar y a zurcir la bata que usaba en la casa para rebuscar en su empolvada papelería y que a veces llevaba a la Biblioteca. Una prenda que había per-dido un faldón por detrás y tenía un montón de desga-rraduras, amén de manchas de grasa, café, pegamen-to, pintura… Puntualizaba la Méndez Capote: «Él no se ofendía conmigo, y seguía con su bata, su pelambrera y sus uñas increíblemente largas. Pero ¡qué hombre tan culto, qué encantador, qué don de gentes! Y cuando ha-blaba por teléfono con una mujer desconocida que lo llamaba todas las tardes desde hacía años y a la que nunca conoció personalmente, había que oír aquella deliciosa voz y la manera fina y sutil con que mantenía una amistad amorosa tan romántica y tan bella».

OTRAS BIBLIOTECASLa primera biblioteca pública que existió en la Isla

fue la de la Sociedad Económica de Amigos del País. Se fundó el 11 de julio de 1793 y abrió sus puertas con 77 volúmenes. En verdad, la biblioteca de la Uni-versidad de La Habana es anterior; surgió con la mis-ma casa de estudios, en 1728, pero se le da la priori-dad a la de la Económica dada su autonomía como entidad pública y social, características que no poseía la biblioteca de la Universidad. Su riqueza principal son las obras literarias y de ciencias sociales cubanas, así como las publicaciones periódicas nacionales.Otras bibliotecas principales son la Chiqui Gómez Lu-

bián, de la Universidad de Las Villas, con 151 000 vo-lúmenes y 90 000 revistas. La Elvira Cape, de Santiago de Cuba, con 85 000 volúmenes. La biblioteca Gener y Del Monte, de Matanzas, con 100 000. Son muy impor-tantes la Francisco Martínez Anaya, de la Universidad de Oriente, y la ya aludida de la Universidad de La Ha-bana. Fue en la biblioteca de la Universidad de Oriente donde el 3 de enero de 1959 el Gobierno Revoluciona-rio comenzó a ejercer sus funciones. En un salón en-galanado con las banderas de las repúblicas america-nas, incluida la de Puerto Rico, el presidente Manuel Urrutia tomó juramento a los ministros y ratificó a Fi-del Castro como Comandante en Jefe de las fuerzas de tierra, mar y aire de la República. Terminado el acto, convocó a la primera reunión del gabinete.

La Biblioteca cumple 120 años