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331 Los masajes de Maycotte… n las primeras horas de la ma- ñana del 24 de abril, algunos de los cónsules extranjeros, entre los que recuerdo a míster Hannah, de Estados Unidos, que había estado preso en el Palacio de Gobierno por or- den del general Massieu; el se- ñor Buchard, de Alemania, etcétera, y varios partidarios nuestros, entre los que figura- ba don Ricardo A. Sepúlveda, quien también había estado detenido en la Penitenciaría del es- tado por disposición del jefe federal, fueron a participar al gene- ral González que los federales de Huerta habían evacuado la plaza. El general en jefe había recibido el día anterior partes del general Francisco Coss, quien tenía su Cuartel General en el Tunal (Sierra de Arteaga) con avanzadas hasta el cañón de Santa Catarina, comunicándole que estaban las comunicaciones inte- rrumpidas entre Monterrey y Saltillo, y los generales Eulalio y Este libro forma parte del acervo de la Biblioteca Jurídica Virtual del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM www.juridicas.unam.mx http://biblio.juridicas.unam.mx Libro completo en: https://goo.gl/7zy7Q4 DR © 2015. Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México.

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o t d

Los masajes de Maycotte…

n las primeras horas de la ma-ñana del 24 de abril, algunos de los cónsules extranjeros, entre los que recuerdo a míster Hannah, de Estados Unidos, que había estado preso en el Palacio de Gobierno por or-den del general Massieu; el se-ñor Buchard, de Alemania, etcétera, y varios partidarios nuestros, entre los que figura-ba don Ricardo A. Sepúlveda,

quien también había estado detenido en la Penitenciaría del es-tado por disposición del jefe federal, fueron a participar al gene-ral González que los federales de Huerta habían evacuado la plaza.

El general en jefe había recibido el día anterior partes del general Francisco Coss, quien tenía su Cuartel General en el Tunal (Sierra de Arteaga) con avanzadas hasta el cañón de Santa Catarina, comunicándole que estaban las comunicaciones inte-rrumpidas entre Monterrey y Saltillo, y los generales Eulalio y

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Luis Gutiérrez también habían comunicado que la vía estaba seriamente cortada entre Saltillo y San Luis, así es que al recibir la noticia de la evacuación de Monterrey, se ordenó inmediata-mente que salieran a perseguir al enemigo el coronel Gonzalo Novoa con sus fuerzas y una fracción de las del coronel de la Garza, mandada por el capitán primero Anacleto Guerrero.

En seguida, el general González dispuso que se formaran todas las corporaciones para entrar a Monterrey en perfecto or-den, como se verificó, marchando a la cabeza el general en jefe, con los generales Villarreal, Cesáreo Castro, Elizondo y sus estados mayores. Acompañaban al jefe del Cuerpo de Ejército del Nordeste el cónsul Hannah, a caballo lo mismo que todos; los señores Nicéforo Zambrano, Manuel Amaya, Vidal Garza Pérez, Juan M. García y otros elementos civiles que escapan a mi memoria tomando por la Calzada Unión hasta la calle de Zaragoza, que se siguió hacia el sur hasta llegar al Palacio de Gobierno, donde se ordenó que las fuerzas se acuartelaran y el jefe de Estado Mayor, coronel Alberto Fuentes D., dispuso por orden del general González que se cubrieran los pun-tos avanzados de la ciudad y se mandaran guarnecer los pueblos cercanos de Topo Chico, San Nicolás de los Garzas, Apodaca, Villa de Guadalupe y Santa Catarina.

Frente al Palacio de Gobierno se había congregado el pue-blo regiomontano en gran cantidad y desde los balcones del edificio fue saludado por los generales González y Villarreal, y poco después el general Villarreal tomó posesión de su puesto como gobernador del estado, principiando a organizar los ser-vicios públicos, nombrando presidente municipal al señor don Nicéforo Zambrano. Como detalle, diré que el Palacio Mu-nicipal estaba minado, según le manifestó un joven al señor Zambrano, y habiéndose hecho las investigaciones necesarias resultó que, efectivamente, en los sótanos se encontraron nue-ve cajas de dinamita, conectadas para explotar eléctricamente.

El general en jefe nombró jefe de Hacienda en el estado a don Manuel Amaya, y después de ordenar se restablecieran

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las comunicaciones telegráficas con Matamoros, de las que se encargó el capitán Luis Galindo y organizar el servicio de telé-grafos a militares a cargo del capitán Mauro Rodríguez, esta-bleció su Cuartel General con oficinas en los bajos del Palacio de Gobierno, en la parte sureste del edificio, donde ahora se encuentra la Secretaría del Congreso. En seguida dispuso que salieran fuerzas a guarnecer Salinas Victoria, Villaldama, Lam-pazos y Nuevo Laredo, pues esta última plaza había sido eva-cuada por Guardiola y Aguirre y Quintana en cuanto supieron la caída de Monterrey, que los dejaba cortados de su base de operaciones, pero antes de huir desordenadamente hacia Pare-dón, Coahuila, incendiaron gran parte de Nuevo Laredo. En Paredón fueron a reconcentrarse también las fuerzas de Maas, que el general Francisco Murguía, con su aguerrida Segunda División, desalojó de la región norte de Coahuila, después de una brillante serie de combates.

Pero volvamos a Monterrey, a donde al día siguiente de haber salido la columna en persecución del enemigo que se retiraba hacia Saltillo, regresó ésta después de haberles dado un alcance cerca de El Pajonal, donde los huertistas desmo-ralizados y pensando solamente en la huida, abandonaron su impedimenta pesada, que cayó en poder de los nuestros, quiénes condujeron al Cuartel General varios cañones (me parece que seis) de tipo poderoso, varios automóviles, gran cantidad de carabinas, parque de cañón y de fusil en bastan-te cantidad, caballos ensillados y vestuario. También de los cuarteles fue recogido algo de parque y mucho vestuario y equipo, así como los cañones de El Obispado y el famoso reflector. Y recuerdo en estos instantes una broma que le ar-maba José E. Santos a Federico Montes acerca del reflector, que según José, cuando Montes era todavía “pelón”, es decir, cuando estaba en Monterrey, esperando poder incorporarse con nosotros, como ya lo he relatado, fue a quien se le ocu-rrió que se colocara en El Obispado y al efecto influyó para que el jefe de la plaza comisionara al ingeniero Treviño (de la

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Cía. Telefónica) para que lo instalara. Y así se hizo, porque el ingeniero no podía negarse a ello, pero cuando tomamos ya Monterrey, alguien acusó al citado profesionista de que había colocado el reflector y creo que hasta lo aprehendieron, aun-que no estoy seguro, pero José decía que Montes estaba muy empeñado en que lo molestaran y aseguraba en todos los tonos que el ingeniero era el que había instalado el reflector y que entonces el general Villarreal le preguntó a José:

—Oiga, ¿cómo sabe Montes tan bien quién colocó el re-flector?

—Ah —dijo Santos— porque él cuando era pelón fue el que hizo que lo pusiera el ingeniero Treviño.

Por supuesto que Montes se indignaba y maltrataba a José, porque esto era una de las “tantiadas” que el bromista impeni-tente le jugaba hasta al lucero del alba.

General don Pablo González y el doctor Luis Cervantes, San Luis Potosí, julio de 1914. Centro de Estudios de Historia de México,

CARSO, Fondo LXVIII-3, Serie Personajes Revolucionarios.

El general González comunicó la ocupación de Mon-terrey el mismo día 24 por la tarde al C. Primer Jefe del

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Ejército Constitucionalista, quien se encontraba en la ciudad de Chihuahua y que, según informes posteriores, recibió la noticia cuando iba a sentarse a la mesa, en unión de altos jefes civiles y militares de constitucionalismo, a quienes leyó el mensaje del general González, que fue recibido con grandes muestras de regocijo, pues desde ese momento, el huertismo estaba abatido ya en el noreste, donde no le quedaba más refugio de Tampico.

Don Pablo ordenó que se trasladara todo el material de guerra que había en Matamoros, así como archivos y lo que quedaba del Cuartel General, y nombró superintendente de los Ferrocarriles al capitán primero Donaciano Martínez, en la División del Golfo, ordenándole que compusiera la vía a Tam-pico, reconstruyendo rápidamente el puente de San Juan, que habíamos destruido.

La noble palomilla volvió a reunirse y con gran júbilo, pues casi todos sus miembros fueron ascendidos al grado inmedia-to: Santos, Zuazua, Poncho Vázquez (herido y en el Hospital de Matamoros) a coroneles; mi compadre Ricardo González, Rafael de la Torre, Flores Alatorre, Alfredo Rodríguez, Lazo de la Vega, Marciano González, Carlos Prieto y el que escribe, a tenientes coroneles y así sucesivamente Castañeda, Lamonte y José Cruz Salazar, quien poco antes se había incorporado al Estado Mayor y que era el fotógrafo del mismo, pero magní-fico oficial también, pues no se concretaba a retratar, sino que hacía sus servicios como todos los oficiales.

Como es natural, ascendieron la mayoría de los jefes y ofi-ciales de las corporaciones, aunque me sería imposible enu-merarlos; pero este ascenso, que se celebró en una fiesta en el Teatro Juárez, fue causa de gran alegría para todos nosotros.

Me sería imposible también consignar la inmensidad de ocurrencias y anécdotas referentes a la palomilla, que como es de suponerse, se dedicó a hacer de las suyas en gran escala, pero consignaré una, por la gracia que tiene, aunque no puedo responder absolutamente de su autenticidad y fue como sigue:

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El valientísimo coronel Fortunato Maycotte era un mucha-chote jovial, aunque de repente algo desordenado, pero muy apreciado por su denuedo y por los importantes servicios que había prestado y como la mayor parte de los jefes hechos al ca-lor de los combates de la Revolución, no era muy letrado que digamos, sin que esto quiera decir que fuera un analfabeto ni cosa parecida, pero había muchos refinamientos del lujo de las capitales que no conocía. Maycotte padecía de esa erupción cutánea que conocemos por barros o más comúnmente, “espi-nillas”, que tenía en la cara en regular cantidad y a pocos días de haber estado en Monterrey, le preguntó, en conversación, a uno de los compañeros:

—Oye tú, ¿qué será bueno para quitar las espinillas?—Hombre, le respondió el otro, nada más sencillo, con

uno o dos masajes tienes suficiente.—¿Y dónde?—En cualquiera de las barberías buenas, por ejemplo: en la

del Hotel Iturbide.Maycotte quedó conforme y no olvidó la receta, así es que

poco después se dirigió a la antigua y elegante peluquería del Iturbide y entrando, le disparó al primer peluquero que en-contró:

—Oiga, amigo, ¿tiene masajes?—Sí, señor —contestó aquél. —Bueno —dijo el coronel con toda seriedad— pues deme

una docena y envuélvamelos en un papel para llevármelos a mi hotel.

No hay que decir en las que se vio el pobre Fígaro para explicarle a aquel ciudadano armado, con el miedo que nos tenían entonces, lo que era masaje y su imposibilidad en envol-vérselos como él quería.

En tanto, el general en jefe, con su espíritu de organiza-ción, se dedicaba a trabajar para preparar el ataque definitivo a Tampico, pues al Primer Jefe le urgía que se tomara dicha plaza, último baluarte del huertismo en el nordeste, y por sus órdenes

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expresas, libradas telegráficamente desde Chihuahua, se decretó un préstamo sobre la Industria y el Comercio de Monterrey de $500.000,00 quedando comisionados para hacerlo efectivo los señores Nicéforo Zambrano y Manuel Amaya, pero muchos de los afectados se encontraban imposibilitados para cubrirlo y fue-ron dispensados por el general González y a otros se les redujo lo asignado en 25 y hasta 50 por ciento, por lo que el préstamo apenas produjo la mitad de la suma requerida.

Las comunicaciones ferroviarias quedaron listas de Monte-rrey a Matamoros y de Monterrey a Altamira, Tamaulipas, y el Cuartel General libra órdenes a los generales Cesáreo Castro y Teodoro Elizondo, J. A. Castro y Francisco Cosío Robelo para que se preparen a embarcarse lo más pronto posible con rumbo a Tampico. Estas corporaciones, así como otras depen-dientes directamente del Cuartel General, tales como de los coroneles Francisco Sánchez Herrera y Jesús Soto, estaban reclutando gente para aumentar sus efectivos, diezmados en los combates sobre la capital de Nuevo León, pues es justo decir que en ellos perdimos como cien muertos y tuvimos algo más de trescientos heridos.

También se estaban formando nuevas corporaciones, como el Noveno Batallón, organizado y mandado por el coronel Je-sús Garza Siller, conocido por Melenas, que quedaba incorpo-rado a la Primera División, del comando del general Villarreal, y el Cuerpo de Ingenieros, cuyo mando se dio al inteligente y joven ingeniero Luciano Reyes Salinas, de claro talento y de grandes dotes profesionales que lo distinguieron grandemente más adelante. También se organizó perfectamente el Cuerpo de Zapadores a las órdenes del teniente coronel ingeniero Gui-llermo Castillo Tapia y del mayor Fernando Vizcayno, hijo del Colegio Militar, pero revolucionario ferviente, que se había in-corporado en Matamoros, y cuyos servicios fueron de enorme utilidad, como lo diremos a su tiempo.

Pero antes de embarcarnos para Tampico, quiero recordar otra anécdota de nuestra entrada a Monterrey, referente a un

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capitán de León, cuyo primer nombre no recuerdo, pero que tiene su sal. Este ciudadano encarabinado, magnífico elemento, valeroso y bueno, aunque algo rancherón, lo primero que hizo al estar en la Sultana del Norte, con el primer dinero que recibió de sus pagos, fue comprarse unas hermosas botas altas, cumplien-do así un deseo que hacía largo tiempo sentía en sus entretelas. Pero no contento con su adquisición, y después de calzárselas y admirarlas y regocijarse con su posesión, se le ocurrió retratarse para enviar su bizarra efigie a sus familiares en el lejano poblado de donde era oriundo; y como lo pensó, lo puso en ejecución, di-rigiéndose a la primera fotografía que encontró a su paso, donde fue atendido por el obsequioso fotógrafo:

—¿Desea usted retratarse, señor capitán?—Sí, amigo, pero un buen retrato, aunque me cueste.—Lo haremos a su gusto, señor capitán. ¿Cómo lo quiere,

de busto o de cuerpo entero?—Ah, pos de busto —dijo el capitán, probablemente por-

que le sonó más elegante lo del busto, y añadió muy serio— pero la advierto que tienen que salirme las botas.

—Eso sí que no se puede, señor capitán; de busto y con botas, no puede ser.

—Pos a ver cómo le hace, porque las botas tienen que verse.—Pues no encuentro más que una manera —replicó el fo-

tógrafo.—A ver, ¿cuál?—Pues que se las quite y se las cuelgue en el pescuezo. Dice la crónica que segundos después de ofrecer esta so-

lución conciliadora, el amable fotógrafo salía a una velocidad mínima de cien kilómetros por hora, perseguido por el capitán con el pistolón desenfundado en la mano, no llegando la san-gre al río porque el artista encontró una puerta abierta, que lo salvó de las iras del indignado mílite de las botas.

El Cuartel General ordena al general Alberto Carrera Torres que mantenga un enérgico asedio sobre las plazas de San Luis Potosí, desde Cárdenas hasta Valles, no permitiendo el restable-

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cimiento ferroviario entre el Puerto de Tampico y la capital po-tosina, porque ya se iban a emprender las operaciones decisivas sobre el puerto petrolero. Al general Caballero se le manda que sostenga el asedio al mismo puerto; procurando economizar municiones, y se le remiten pertrechos de guerra, avisándosele que ya marchan las fuerzas del Comando del Nordeste para ini-ciar el ataque formal.

Se dispone que en la plaza de Monterrey y demás lugares del estado quede de guarnición toda la Primera División del Nordeste, jefaturada por el general Antonio I. Villarreal, quien vigilará la reconstrucción de las vías ferrocarrileras a Saltillo, Reata y Nuevo Laredo, en tanto que las fuerzas que manda el general don Jesús Carranza, guarnecerán la frontera del Bravo, desde Matamoros hasta Nuevo Laredo, mientras que los regi-mientos de la Brigada Blanco, comandados por el ya general Andrés Saucedo que había regresado de Sonora y el coronel Abelardo Menchaca, y las tropas coahuilenses de los generales Ernesto Santoscoy y Jesús Dávila Sánchez quedarán de guar-nición en la línea del Nacional, desde Monterrey a Lampazos y por la del Golfo, desde Monterrey a Montemorelos.

El 28 de abril, por la mañana, se embarcaron rumbo a Al-tamira las tropas de la Cuarta División, al mando del general don Cesáreo Castro, compuestas por los regimientos de los co-roneles Alejo González, Fortunato Zuazua, Pedro Villaseñor, Fortunato Maycotte, Francisco Sánchez Herrera; con quienes, entre otros, militaban los aguerridos tenientes coroneles Paz Faz Risa, Benjamín Garza, Ildefonso Ramos, Martín Salinas y mayores Gaspar Cantú, Manuel Flores El Conforme y Bruno Neira.

El 29, salieron las fuerzas de la Octava División, mandada por el general Jesús Agustín Castro, con los coroneles Miguel Navarrete, Blas Corral y Alfredo Terrazas y otros elementos que no recuerdo.

La Tercera División, a las órdenes del general don Teo-doro Elizondo, quedó guarneciendo la línea de Monterrey a

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Cadereyta, pero los coroneles Gonzalo Novoa, Jesús Soto y Francisco Cosío Robelo marcharon a Altamira, dependiendo directamente del general en jefe, así como los cuerpos especia-les ya organizados; el de zapadores, mandado por el teniente coronel Guillermo Castillo Tapia y el mayor Fernando Vizcay-no; el de ingenieros, cuyo jefe era el talentoso teniente coronel ingeniero Luciano Reyes Salinas; el de electricistas y dinami-teros, mandado por el capitán Primero Luis Galindo, y el Ser-vicio Sanitario, cuyo jefe era el insigne médico don Ricardo Suárez Gamboa.

Estas últimas unidades salieron en los trenes del Cuartel General, donde partió el general en jefe don Pablo González con su Estado Mayor, cuya jefatura interina iba a cargo del teniente coronel Alfredo Rodríguez y su Secretaría Particular a cargo del que esto escribe. Agregados al Estado Mayor iban dos elementos de los que no he hecho mención por un olvido involuntario, pero que prestaron buenos servicios, los tenien-tes coroneles Marcelino Murrieta y Francisco Artigas.

La escolta del general en jefe fue al mando de su jefe el teniente coronel Alfredo Flores Alatorre, valiente y entusiasta, a quien llamábamos no sé por qué El león dormido. El día 30, libró don Pablo órdenes telegráficas al coronel Manuel C. Lá-rraga que estaba en Tancanhuitz, San Luis Potosí, para que se movilizara hasta el Ébano y que allí estuviera listo para amagar la retirada de los federales, y el día 1° de mayo por la mañana salió el general en jefe con sus trenes para Altamira.

Entre los heridos que cayeron en Monterrey debo consig-nar al valiente teniente Juan Morales y la muerte de los bravos capitanes Zeferino González, Marcelo Gutiérrez y Doroteo Rivera.

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