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LA CAJA DE MÚSICA Clara Jiménez Recio 3ºA

La caja de música

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relato de Clara Jiménez Recio, alumna de 3º de ESO. Colegio San Miguel Arcángel.

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LA CAJA DE MÚSICA

Clara Jiménez Recio 3ºA

Capítulo 1

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Tras pensarlo detenidamente, he decidido volver al lugar donde me crié, un pequeño pueblo donde todos nos conocíamos, sobre todo Carlos y yo.

Yo soy Armando y tengo 68 años, aunque a primera vista cualquiera diría que estoy a punto de cumplir los famosos 50. Aún así, la vida tiene un límite, una despedida, un adiós…y por eso ahora estoy aquí, respirando el aire limpio de mi hogar. Porque no me gustaría reencontrarme con mis seres más queridos sin tener nada que contarles, sin apenas recordar por última vez todo lo que ha pasado durante estos 68 años.

Esta mañana me levanté a las ocho y media y fui directo a la cocina. La noche anterior había preparado la mesa para el desayuno, solo me faltaba mi mañanera taza de café. Desayuné tranquilamente. Tenía tiempo de sobra, ya que mi tren emprendía el viaje a la una del mediodía. Seguidamente me aseé y me duché. Abrí el armario de mi habitación y saqué mi ropa de los domingos. Hoy no

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era domingo, era jueves, pero sentimentalmente era un día muy especial para mí: había llegado el momento de despedirme de la gran ciudad y volver al que, desde siempre, había sido mi sitio.

Eran las doce y no quería llegar tarde, así que cogí mis maletas, las que había estado preparando durante toda la semana, y me bajé a la calle. Pedí un taxi para llegar a la estación de tren. A penas entablé conversación con el conductor. Sinceramente me encontraba algo nervioso, no sabía qué me iba a encontrar cuando llegara al pueblo.

Hacia las doce y media estaba en la estación, preparado para subir al tren. Por suerte, me había llevado un libro para entretenerme hasta que se hiciera el momento de emprender mi viaje.

Noté que el tiempo se me había hecho bastante corto cuando, de repente, lo oí llegar. Tenía enfrente de mis ojos al que durante los próximos veinte minutos iba a ser mi compañero de trayecto, el tren.

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Busqué mi asiento, me senté y me puse a leer. "Pero, ¿a quién voy a engañar?”, pensé. No había dormido nada, tenía un sueño de locos, así que mientras se me cerraban solos los párpados, guardé mi libro en la bolsa y me acomodé en el respaldo.

Rápidamente me despertó un pitido horroroso. Otra vez, se me había pasado el tiempo volando. Ya había llegado a mi destino.

Era raro, pero el sueño se me había ido en un chasquido. Cogí mis maletas de forma muy decidida y salí por la puerta más cercana. Entonces fue cuando me quedé parado. Esos aires tan decididos que había tenido nada más sonar la alarma se esfumaron como por arte de magia. Mis piernas empezaron a temblar y, de no ser por la ayuda de uno de los vigilantes, habría caído al suelo sin ser dueño de mi propio cuerpo ni de mis movimientos. Pero yo sabía exactamente por qué me ocurría todo aquello, estaba a punto de recordar todo lo que desde un principio comenzó siendo un dulce sueño y finalmente acabó con mi alma.

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Capítulo 2

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Decididamente, y logrando controlar mi cuerpo que parecía no ser dueño de sí mismo, agarré fuertemente las maletas y me dirigí al bar de siempre, el bar JAUJA. Este bar era el típico sitio al que todos los domingos, al terminar la misa, nos dirigíamos toda la familia a tomar el aperitivo, las famosas tapas. Así pues, decidí tomar la comida de este jueves con sabor a domingo en el famoso bar JAUJA.

Según iba de camino al bar, miraba hacia un lado y hacia el otro como si tuviese la sensación, o tal vez la esperanza, de que allí me fuera a reencontrar con alguien. Pero eso que corría por mis entrañas era algo más que imposible y yo lo sabía.

Llegué a la puerta de entrada con algo de confusión en mi cabeza, pues todo o casi todo lo que yo recordaba como antiguo, familiar y acogedor se había convertido en una calle perfecta llena de chalets semejantes y contiguos, con sus piscinas, terracitas, verjas… Un momento… ¿Verjas?

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¿Verjas? Pero… ¿Dónde estoy? ¿En qué se ha convertido todo esto? Que yo recuerde, mi puerta siempre estuvo abierta de par en par… Qué extraño… Pareciera como si la gente tuviera miedo de algo o de alguien, posiblemente hasta de sus propios vecinos. ¿Sus vecinos?… Aquellos a los que yo dejaba entrar en mi casa sin necesidad de llamar a la puerta, los que, aún estando yo y mis padres comiendo, se quedaban sentados en el pequeño sofá del comedor y hablaban con nosotros con total normalidad, ellos, los que me preparaban esos maravillosos caldos de sopa caliente cuando me encontraba enfermo, los que me ayudaban a preparar la paella de los domingos, esa dulce y novedosa paella tan diferente al cocido de siempre… Pero… ¿Cómo se le puede cerrar la puerta en las narices a alguien como ellos, a tu familia? Es increíble.

Tras pensar detenidamente si debía entrar en aquel bar o dar media vuelta y considerar, por lo tanto, que todo estaba perdido, me decidí por la primera opción. Mi elección se basó concretamente en él, en mi antiguo y verdadero amigo Carlos. Por

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él, porque le siento, porque le aprecio… porque le quiero como a un hermano.

* * *

- Disculpe, ¿Qué le gustaría tomar?- Ah, sí… un buen plato de cocido, por

favor.- Lo sentimos, pero hoy no servimos

cocido, es jueves y ese es un plato de domingo.

- ¿De domingo? Los domingos se toma paella… Bueno, no importa. En ese caso, ¿Qué me aconseja usted?

- Yo me decantaría por el menú del día: patatas asadas para empezar y de segundo un revuelto de ajetes acompañado de un pedazo de pan de ajo. Si esto no le convence le aconsejo que pruebe los mejillones al vapor, son la receta especial de la casa junto con…

- No hace falta que siga, el menú del día me vale. Gracias.

- Está bien, gracias a usted. En unos minutos le traemos su comida.

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¡Por fin se ha largado ese pesado camarero! Necesito estar solo y pensar en todo lo que me está pasando, en lo que voy a hacer estos días… pareciera como si de repente se me viniera el mundo encima. Y es algo insoportable, no me había pasado nunca. Tantos sentimientos entrelazados… es difícil resistirlo, una lágrima cae débilmente sobre el mantel y tras ella siento cómo corre la siguiente por mis mejillas. Pero esta no llega a caer. La freno acariciando mi barbilla. Siento cómo el camarero de antes se acerca a mi mesa, se ha dado cuenta de mis pequeños sollozos.

- ¿Le ocurre algo, señor?- No, gracias. Bueno, en realidad sí.

Creo que están tardando demasiado en traerme ese primer plato. Dese prisa, por favor. Aunque parezca todo lo contrario, no tengo todo el día.

- No se preocupe, en un minuto se lo traigo. Pero, ¿Está seguro de que no le ocurre nada? ¿Se encuentra usted mal? ¿Está enfermo?

- Ya le he dicho que no. Tengo hambre… Así que, si no le importa…

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- De acuerdo, ya lo he entendido. Me voy. Tendrá su comida lo más pronto posible, no se preocupe.

¡Virgen santísima! ¡Qué agobio de persona! Espero que esas patatas asadas merezcan la pena porque, si no, me dará la impresión de haber perdido el tiempo y con él, mi dinero. Espero que no sea muy caro. Pero hay algo que sí tengo claro: no pienso dejarles propina. ¿Es que a mí alguien me ha dado alguna vez algo más de dinero por el trabajo bien hecho? No. ¿Por qué siendo camarero las cosas han de ser diferentes?

Por lo que veo no han tardado tanto como yo pensaba. Ese fatigoso camarero se ha puesto las pilas. Es más, ni siquiera me ha dirigido la palabra mientras me entregaba ese ardiente plato de cuchara. Tiene buena pinta, pero aún está caliente. Soplaré y esperaré.

Casi no me he dado cuenta y ya estoy disfrutando de un maravilloso revuelto de ajetes acompañado de un pan de ajo. Lo necesitaba… Desde que falleció Bernarda nada ha vuelto a ser igual. Esa mujer que

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viene todos los días a mi casa, a cuidarme y a prepararme las comidas no se asemeja ni lo más mínimo a la manera en que mi esposa se esmeraba al cocinar, al acariciarme, al quererme. Ella se sentaba conmigo en el sofá los sábados por la tarde a ver la película de Joselito… “El pequeño ruiseñor” Nunca la olvidaré. TE QUIERO CARIÑO. Sé que me estás escuchando. Pronto nos volveremos a ver. Pronto, muy pronto.

* * *

- Señor… Señor, despierte… ¿Está usted bien?

- ¿Eh? Ah… Sí, sí… gracias. Me he dormido… ¿Qué hora es?

- Pues son casi las cuatro de la tarde. ¿Quiere que le prepare un café y así se despeja un poco?

- No, no, se lo agradezco pero se me ha hecho tarde y tengo que irme. Tráigame la cuenta en cuanto pueda, por favor.

- Verá, es que la tiene usted bajo su brazo. Se durmió encima de ella.

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- ¡Es verdad! Discúlpeme, aquí tiene el dinero. Muchas gracias y buenas tardes.

- Que pase un buen día, señor.

Se me ha hecho demasiado tarde y ya no tengo tiempo de ver y hacer todo lo que tenía previsto para hoy. Así pues, realizaré lo más importante y urgente. Al fin y al cabo, es la razón por la que estoy aquí. Mi amigo Carlos.

Todo era diferente excepto aquel lugar. Lo reconocí a la primera. La Calle Romero. En ese lugar viví lo que podría llamarse la mayor de las aventuras que tuve en compañía de Carlos. Fue la más especial de todas, fue muy rara, fue diferente a las demás. Y por ello estoy hoy aquí. Pero antes me gustaría recordar otras anécdotas, otras aventuras… La que viví en esta calle es muy difícil de contar y por eso empezaré por el principio de todo.

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Capítulo 3

Estando en este lugar, me vienen a la mente tantos momentos vividos junto a él que creo que empiezo a sentir lo mismo que en aquel entonces. Incluso me vienen a la mente olores, palabras, sensaciones, aventuras...

La primera de todas sucedió un día de verano de 1947. Por aquel entonces, ambos teníamos tan sólo seis años. Ha pasado mucho tiempo, pero lo recuerdo perfectamente…

- ¡Armando, es Carlos! ¡Viene a buscarte!

- ¡Vale, mamá! ¡Ya voy!

Recuerdo que aquella vez me lavé los dientes más rápido que nunca y salí corriendo al corral a recibir a mi amigo.

- ¡Carlos! ¡Por fin estamos de vacaciones! ¡Qué alegría!

- ¡Pues si ya estás tan contento, espérate a escuchar lo que tengo preparado para el día de hoy!

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- ¡Madre mía, Carlos! El primer día de vacaciones y ya tienes un as bajo la manga, ¡tú sí que sabes armarla! ¿Nos vamos entonces?

- ¡Pachasco! ¡Nos vamos rapidito hacia el arroyo que está al lado de la era de mi abuelo! ¡Venga!

- Pero, ¿¡se puede saber qué se te ha pasado esta mañana por la cabeza?! ¡Yo no me pienso bañar en esas aguas! Son muy verdes y me da asco.

- Que sepas que eres un tiquismiquis. Aún así, no es eso lo que se me ha ocurrido. ¡Ayer por la noche escuché a mi abuelo decir que el arroyo se había llenado de renacuajos y algún que otro sapo! Tenemos que ir a cazar alguno. ¿Qué me dices?

- No sé qué haría yo sin ti… ¡te montas cada aventura! Venga, ¡corre!

Llegamos al arroyo y nos sentamos en las rocas que estaban a su lado. Verdaderamente hacia muchísimo calor, pero tenía claro que allí yo no me iba a bañar, sólo venía a buscar renacuajos.

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- ¡Mira, Armando! ¡No te muevas! ¿Ves el sapo que está tranquilamente sentado en esa pequeña piedra? ¿Es alucinante o no lo es?

- ¡Halaaaa! Pero… ¿No pica?, ¿No muerde?...

- ¡Anda, calla, miedica! Mete la mano en el lago y dejemos al sapito en paz, ¡yo quiero renacuajos!

- ¡Está fresquita! Con este calor se agradecería un buen chapuzón. Pero, viendo las condiciones de este arroyo… creo que con meter el brazo ya me refresco lo suficiente.

- Mira, he traído este frasco. Lo voy a llenar de agua y todos los bichitos que cacemos en este arroyo los metemos dentro ¿vale?

- ¡¡Tráelo, tráelo aquí!! ¡¡corre!! ¡He cogido un buen puñado!

- Toma, ¡mételos rápido, que se escapan muy fácilmente!

- Pero… ¿Dónde los vamos a cuidar? No te lleves muchos, que luego crecen y se vuelven feos…

- Ya… tienes razón, además no podré cuidarlos a todos. Entonces con estos

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basta. ¡Vamos a mi casa, que verás lo que tengo preparado!

Corrimos como nunca lo habíamos hecho, pero con cuidado de que el frasco no sufriera daño alguno. Llegamos a su casa y corrimos hasta el final del corral. Allí, junto a la pared, estaba apoyada una bañera blanca, oxidada y vieja, llena de agua.

- ¿Y ahora qué vamos a hacer, Carlos? ¿Es esto lo que tenías preparado para los renacuajos?

- ¡Sí! Los meteremos aquí y los veremos crecer hasta que se hagan mayores. Al lado de la bañera tengo una pequeña cajita transparente que les servirá de hogar cuando hayan crecido.

- ¡Madre mía! ¡Ya tenemos un buen entretenimiento para este verano! ¡Venga, saca los renacuajos que quiero jugar con ellos!

- ¡No te impacientes! Además, esto tiene su responsabilidad, no todo es un juego. Yo ya me he comprometido a cuidarles y estar pendiente de ellos. Me voy haciendo mayor y es una

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responsabilidad que debo afrontar con valentía. Ahora te toca a ti comprometerte. Si no estás dispuesto lo entenderé, pero no podrás jugar con ellos. Ese es el trato.

- Pues claro que estoy dispuesto. Yo también me estoy convirtiendo en un hombre de pelo en pecho. Sellemos este pacto como los dos hombres que somos. Escupe en tu mano.

- ¿Que me escupa en la mano? ¿Y eso por qué?

- ¿Estás dispuesto o no estás dispuesto? … Pues vamos.

Recuerdo que ambos nos escupimos en la mano derecha y nos la apretamos el uno al otro con fuerza. Así nadie podría hacer que no cumpliéramos con nuestro deber y nuestro trato.

- ¡Puaagg! ¡Qué asco! ¿De verdad era necesario todo esto, Armando?

- Pues claro. ¿Qué te creías? Eres tú el que se las da de mayorcito y ahora resulta que no es capaz de sellar un trato de hombre a hombre… Desde luego… Lo que hay que oír.

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- Si tú lo dices… Bueno, voy a volcar el tarro en la bañera. Atento.

- Venga. Preparados… listos… ¡YA!

El frasco volcó completamente y los renacuajos nadaban y nadaban con muchísima rapidez por el agua de la bañera.

- ¡Qué chulo! ¡Mira qué rápido se mueven! Voy a meter la mano a ver si se asustan.

- ¡No! ¡Armando no metas la mano que se van a asustar y son muy pequeñitos todavía!

- Pero si no pasa nada, ¿lo ves?- A ver…- ¿Ves como no se asustan? Se suben a

tu mano. Son muy bonitos.- Bueno, no los atosiguemos. Vámonos

al campo a buscar a mi abuelo que al final va a llegar tarde a misa.

- ¿A qué hora es la misa?- A la una y media. Pero tiene que

asearse, después de estar toda la mañana con la tierra estará lleno de polvo y suciedad.

- Bueno, pues vamos a avisarle. Díselo a tu madre para que no se preocupe.

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- ¡Mamá! Nos vamos.

A partir de ese día, vimos crecer a aquellos renacuajos como si fueran alguien más de la familia. Cuando se hicieron mayores les pusimos nombres a todos, pero tan sólo recuerdo el de uno de ellos: Galileo. Era el más querido por todos y cuando murió lo pasamos un poco mal, pero a los pocos días encontramos otras maneras de divertirnos. Esta aventura la recuerdo bastante bien porque se la he contado a mucha gente y es difícil de olvidar.

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Capítulo 4

20 de mayo de 1948.

Mi madre, ansiosa por verme reluciente y bien preparado para mi primera comunión. Ajetreo, familia, vecinos, regalos, colonias, peines… qué horror. Se suponía que iba a ser un gran día para mí y no sentía más que un agobio constante de la cabeza a los pies. Los zapatos debían estar relucientes, el traje impecable y el pelo… el pelo tenía que estar en su sitio, bien arregladito, con la raya al lado, sin ningún remolino… digamos que todo debía ser tal y como le gustase a mi madre. Pero yo era incapaz de soportarlo. Tenía que escabullirme fuera como fuese.

Cuando ya estuve completamente arreglado y preparado para la ocasión, mi madre me dio una de mis mayores alegrías del día. Íbamos a ir a casa de Carlos porque tenía que hablar con Mariola, su madre, sobre un asunto muy importante referente a nuestra comunión.

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Y allí le vi, sentado en una silla de mimbre sin poderse mover, colocado estratégicamente a la luz del sol para que el poco viento que hiciese no fuera el culpable de una pequeña desgracia. Mi amigo estaba pasando por el mismo bache que yo, la primera comunión.

Nuestras madres se pusieron a hablar y a hablar y nos dimos cuenta de que era nuestro momento. Corrimos con sigilo hasta la puerta del doblado y, para suerte nuestra, nos la encontramos abierta de par en par. Gracias a eso conseguimos hacer el menor ruido posible y, escaleras arriba, comenzamos a buscar por todos lados unas tijeras. De repente vimos un espejo en la pared y comenzamos a abrir los cajones de la mesa que se encontraba debajo.

- ¡Ssshh! No hagas ruido o nos descubrirán…

- Tranquilo, no hay de qué preocuparse, aquí tengo las tijeras.

- ¡Aleluya! Venga, empiezo yo, dame las tijeras y siéntate en ese taburete junto al espejo.

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- Vale, pero rápido que no tenemos mucho tiempo.

Lo recuerdo cómo si fuera ayer, Carlos empezó a cortarme el pelo que mi madre había arreglado con tanto esmero. Sentí un cosquilleo en el estómago, cómo cuando haces algo que sabes que no debes hacer. Me sentía culpable. Incluso llegué a tener algo de miedo por lo que pudiera pasar después.

Acabó rápido con ese peinado horroroso e incómodo y entonces se sentó él. Ahora me tocaba a mí hacer de peluquero.

- ¡Vamos, Armando, acaba! ¡Me parece que estoy oyendo unos pasos…!

- Yo no he oído nada... Bueno, ¡venga! ¡Ya está!

- ¡Corre! ¡Vamos a escondernos debajo de las telas de esa mesa antes de que nos descubran!

Nos acurrucamos allí, bajo la mesa, arropados con esas telas marrones y calurosas llenas de polvo. Estaba sudando,

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estaba confundido, sentía un mareo tremendo y a la vez una adrenalina y un miedo que se apoderaba de mi cuerpo. Sabía que no era más que una chiquillada, pero la estaba viviendo con él, con mi mejor amigo.

- Carlos, creo que ya no hay ruidos, ¿podemos salir ya?

- ¡¿Pero tú eres tonto?! ¿Y si nos descubren? Quédate aquí conmigo y no te muevas, ni respires.

- Carlos me encuentro mal… Creo que voy a vomitar… Estoy mareado… Siento escalofríos…

- Tranquilo, Armando, es normal que sientas escalofríos porque aquí hace un calor tremendo.

- Lo sé, pero creo que tengo fiebre… No me encuentro bien. Tampoco lo que estamos haciendo está bien. Tenemos que estar en la iglesia dentro de…

En ese momento Carlos me calló, me tapó la boca. Pero no con sus manos, con sus labios.

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- Calla. – me dijo

Ninguno de los dos volvió a hablar hasta que pasaron unos minutos…

- ¿Por qué has hecho eso Carlos?- Para que te callaras.- ¿Y no me lo podías haber dicho?- Ya te lo dije, pero no te callaste.- ¿Y por qué no me tapaste la boca?- Eso fue lo que hice.- Pero yo no me refiero a eso.- Cállate ya.- No hasta que no me des una

explicación.

Lo volvió a hacer por segunda vez. Me dejó perplejo.

- Para ya, ¿no? ¿Por qué lo hiciste otra vez?

- Te lo advertí y no te callaste.- Pero, ¿se puede saber qué te pasa?- No me pasa nada.- ¿Entonces?- ¿Entonces qué? Sabes perfectamente

que si no te hubiera gustado habrías gritado, te habrías apartado de golpe

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o peor aún, me habrías llamado marica y habrías salido corriendo.

- ¿Y quién te ha dicho a ti que me ha gustado? Carlos… estoy saliendo con Mari Carmen y sabes perfectamente que me gusta muchísimo.

- Yo lo sé. Pero la cuestión es, ¿lo sabes tú?

- ¿Qué dices Carlos? No te entiendo nada…

- Me entiendes perfectamente. Tú dices que estás enamorado de Mari Carmen, pero sabes que es mentira. Te estás engañando a ti mismo. Tú verás. Tú decides.

Esa mañana fue la más rara de toda mi vida. Pero tal vez fue la más sincera de todas las que he vivido. Ese día le confesé a Carlos que sentía algo por él. Él me dijo lo mismo sobre mí. Pero, a partir de ahí, todo siguió como siempre. Ninguno de los dos fue lo suficientemente valiente como para que lo que había pasado debajo de esa mesa volviera a pasar jamás.

Nuestras madres, Francisca y Mariola, acabaron por encontrarnos y el ridículo que

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hicimos al llegar a la iglesia fue terrible. Al terminar la ceremonia, Don Teófilo, el sacerdote, nos dio unos azotes de los que me acordaré toda la vida. Pero, por el contrario, todos nuestros compañeros nos aplaudieron y admiraron como si fuéramos sus ídolos. Cada uno de ellos habría dado lo que fuera por estar en nuestro lugar, por no ser esclavos de la perfección.

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Capítulo 5

Carlos y yo íbamos juntos a la escuela todas las mañanas. Recuerdo que, incluso, llegamos a compartir cartera alguna vez. Allí, en el aula, nos sentábamos como el profesor nos decía y éramos siempre muy obedientes, principalmente por el miedo que le teníamos.

Recuerdo perfectamente a uno de mis profesores, el profesor de talleres, don Julio.

Abril de 1954.

- Os voy a enseñar cómo se hace un buen empalme eléctrico. Se trata de unir dos secciones de cable, enrollando las puntas de ambas y luego recubriéndolas con cinta aislante. ¿Lo veis? Pues ahora lo vais a hacer vosotros. Os iré llamando por orden de lista y os calificaré según vuestro trabajo.

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Parecía fácil, incluso podría afirmar que lo era. Me puse manos a la obra, lo intenté varias veces para estar bien preparado cuando don Julio me llamase en voz alta. Yo era el primero de la lista y debía darme prisa.

- ¡Armando Agudo González!- Sí, soy yo.- Diríjase a mi mesa y muéstreme su

trabajo.

Sin más dilación anduve firmemente hasta el encerado de la clase. Estaba seguro de mí mismo, de mi trabajo. Me había dado tiempo a practicarlo tres o cuatro veces y ya le había pillado el tranquillo al asunto.

- Aquí tiene, señor. Me ha dado tiempo a practicarlo más de una vez y creo que por fin lo he conseguido.

- Sus palabras demuestran que con un poco de esfuerzo todo se consigue, ¿verdad?

- Por supuesto, señor Julio.- Le noto satisfecho de su trabajo, ¿no

es así?

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- No ha sido difícil y creo haberlo conseguido con creces.

- Pues déjeme decirle que está usted muy equivocado. Le aconsejo que deje de ir así por esta vida y que coja ejemplo de su compañero Teodomiro Martínez.

Teo. El típico niño repugnante. El ojito derecho de cualquier profesor. El asqueroso niño de papá.

- Seguiré sus consejos, señor. Pero, ¿puede decirme qué error he cometido en mi trabajo, por favor? Entienda con ello que intentaré corregirlo.

- ¡El error que usted ha cometido en este trabajo es el de ser un enclenque! ¡Esto no se asemeja ni lo más mínimo a un empalme eléctrico!

- ¿A qué se asemeja entonces, don Julio?

- ¡Esto no es nada más y nada menos que una morcilla retorcida!

- De acuerdo, señor. Lo he comprendido. Seguiré intentándolo.

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- Por supuesto que seguirá intentándolo. Al final de la clase, usted y algún que otro compañero más se quedarán en esta aula conmigo. Les examinaré sobre lo visto en la clase de hoy y espero buenos resultados.

- Entendido, señor.

Me fui a mi sitio. Carlos estaba sentado a mi lado y noté cómo se reía disimuladamente.

- ¿Y tú de qué te ríes? – le dije en voz baja.

- ¡Pues de ti! ¡Hay que ver qué palurdo estás hecho! ¿Eh?

- Seguro que tú no sabes hacer ni la mitad de lo que he hecho yo. ¡Tú sí que eres un palurdo!

- No te conviene llevarte mal conmigo. Soy el que mejor trabaja esta asignatura y lo sabes. Venga, ¿quieres que te ayude?

- No hace falta, ya puedo yo solo.

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No nos dimos cuenta y nuestro tono de voz empezó a ser más alto de lo normal, tanto que don Julio se percató y nos gritó:

- ¡Vosotros dos! ¡Os quedareis toda la tarde hasta que me demostréis que sabéis hacer lo que os he explicado!

Al poco rato sonó el timbre y Carlos y yo tuvimos que quedarnos en nuestro sitio hasta que hubiéramos terminado nuestro trabajo.

- Por tu culpa.- No te lamentes y trabaja, que no es

para tanto, Armando.- ¿Que no es para tanto?- Pues no. ¿Quieres que te ayude?- Ya puedo yo sólo, gracias. - Mira, si lo haces divertido todo es

más fácil. – simuló que aquellos cables formaban un pequeño cohete que viajaba al espacio. – yo siempre quise ser astronauta, ¿sabes?

- Nunca me lo habías dicho…- Lo sé, pero a pesar de ello me

encanta. Entraría en un mundo fantástico y lleno de imaginación,

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volaría sobre las nubes, las estrellas, los planetas…

Al poco rato el profesor nos dijo que nos acercáramos a su mesa con lo que hubiéramos hecho durante todo ese tiempo.

- Aquí tiene, señor.- Pero, ¿qué se supone que es esto?- El empalme eléctrico, señor.- ¡Esto es una morcilla retorcida! – y lo

tiró al suelo. – os voy a enseñar lo que es un empalme.

Cogió dos cables y rápidamente los unió formando el empalme eléctrico.

- ¡Esto es un empalme! – y lo tiró también al suelo.

Sin que se diera cuenta lo cogí disimuladamente y le dije que ese lo había hecho yo también.

- ¡¿Otro igual?! ¡¡Esto es una morcilla retorcida!! – y, de nuevo lo tiró al suelo.

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Capítulo 6

Viaje hacia la gran ciudad. Lo recuerdo como si fuera ayer. Pero no lo es…

Navidad de 1957.

- Vamos, Armando. ¿Estás preparado ya? ¿Has cogido todo lo que te vas a llevar?

- ¡Sí! ¡Ya estoy!- Pues vámonos. Avisa a tu padre y a

tu abuelo, que Carlos y su madre nos están esperando con el tractor preparado.

Al poco rato ya estábamos sentados todos en el remolque, de camino a la ciudad. El abuelo de Carlos era el conductor. Todos estaban sentados en los asientos del remolque menos nosotros dos. Estábamos con los pies colgando, en la parte trasera del remolque.

- Carlos, ¿te imaginas la cantidad de chicas guapas que vamos a encontrar

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en la ciudad? – le dije en voz baja para que nuestros padres no nos escucharan.

- Sí, ya me imagino…- Nos lo vamos a pasar genial, ya lo

verás. Como en los viejos tiempos.- ¿Qué quieres decir con eso? ¿Vamos

a vivir aventuras emocionantes como cuando éramos pequeños? ¡Sí, por favor!

- Eres como un niño grande… Siempre con tu faceta aventurera de la niñez. ¿De verdad que no quieres salir de fiesta por la noche? ¿Ni en nochevieja?

- No sé… ¿Qué tiene eso de divertido? ¿Conocer chicas? ¿Es eso lo único que te preocupa?

- ¡Nunca has tenido novia y sigues con la misma paranoia de siempre!

- No hace falta que lo grites, ¿vale? Sabes perfectamente lo que me pasa, ¿o no?

- No, por favor, otra vez no… Creí haberte dejado claro que a mí me gustaban las chicas. Carlos… ¡céntrate, joder!

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- No es mi culpa, ¿vale? No hace falta que me trates así, ya estoy bastante jodido por esta mierda de sociedad como para que vengas tú, mi mejor amigo, y me eches la bronca por ser como soy.

- Tienes razón, lo siento. Bueno, me voy a dormir que aún queda un largo camino. Tú podrías hacer lo mismo.

- No tengo sueño.

Recuerdo que pasé un buen rato durmiendo y que, al despertar, lo primero que vi fueron los oscuros ojos de Carlos mirándome fijamente. No quise preguntarle por qué me miraba tanto, no quería que otra discusión empezara de nuevo. Volví a cerrar los ojos.

Ya habíamos llegado a la ciudad y no sé por qué, pero me dio la impresión de que dejaba de ser yo mismo y en ese momento era otra persona diferente. Cuando alguien ha vivido durante años en un pueblo pequeño, sin grandes tiendas, sin casi diferencia entre asfalto y aceras… todo se le hace raro al llegar a la gran ciudad. Créanme, pues yo soy ese alguien.

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Allí corrimos, saltamos, miramos, disfrutamos, hablamos, bailamos, sonreímos… una mezcla de sentimientos tremenda y especial…

Nos alojamos en un apartamento que alquilamos durante unos diez días, de los cuales apenas recuerdo nada. Se me pasaron volando y no sabría explicar todo aquello por lo que pasé, lo que sentí. Pero hay una cosa que recuerdo con exactitud. Unos nuevos amigos. Se llamaban Mario y Juan. Eran bastante simpáticos y nos llevaron con ellos a una fiesta en Nochevieja. Conocí a unas amigas suyas y estuve con ellas todo el rato. Aquella noche perdí de vista a Carlos y a la mañana siguiente me desperté en una habitación extraña, con una chica al otro lado de la cama. Entonces me di cuenta de que había bebido mucho alcohol y que ya no sabía ni dónde estaba. Y, lo que era peor, no sabía dónde estaba mi amigo.

Me puse en lo peor. Sinceramente no sé que se pasó por mi cabeza en esos momentos, pero salí corriendo de la habitación sin despertar a mi acompañante.

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Le busqué por todas las habitaciones hasta que, pasada una hora, le encontré. Y allí estaba, atado a la cama, amordazado y con moretones por casi todo el cuerpo. Fue terrible. Una de las peores imágenes de toda mi vida. Y no lo soporto, pero la veo día a día en mi mente desde hace varios meses.

Nunca me quiso contar lo que pasó aquella noche. Pero yo no pararé hasta encontrar un porqué…

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Capítulo 7

Ese día bajé a la tienda y compré algo de pomada y también maquillaje que pudiera esconder los moretones de Carlos. Recuerdo un largo e incómodo silencio mientras yo extendía el maquillaje por las diferentes manchas que esa noche había sufrido su cuerpo. Tumbado y prácticamente desnudo, Carlos temblaba y dejaba correr alguna que otra disimulada lágrima por sus enrojecidas mejillas. Tenía el costado morado y eran inevitables aquellos quejidos y temblores cuando mi mano rozaba las heridas más dolorosas.

Ninguno de los dos fue capaz de decir nada durante toda la mañana. Y, sinceramente, no hay mucho más que contar. Yo no sé lo que pasó esa noche, no me preocupé lo suficiente por saberlo porque estaba muy asustado y perplejo… Cometí un grave error.

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Ese día, el primero del año 1958, volvimos a nuestro pueblo, de donde no deberíamos haber salido nunca.

El viaje fue muy largo. Yo me dormí profundamente y, al despertar, creí que Carlos estaría a mi lado, mirándome como la otra vez. Pero me equivoqué. Fijé la mirada en su asiento y lo vi vacío. Me levanté bruscamente y, de repente, todos me miraron con atención, pero no me importó. Casi no podía abrir los ojos y comencé a restregarlos rápidamente para poder ver mejor y poder darme cuenta de qué era lo que estaba pasando allí. Entonces le vi, tumbado en el suelo, con un fuerte dolor en la pierna derecha. Ninguno fue capaz de ver aquellos moretones, el maquillaje los había disimulado perfectamente. Le cogí del brazo y le levanté con cuidado. Ambos hicimos creer a los demás que todo estaba en orden y que ya se encontraba mejor, pero los dos sabíamos que eso no era cierto.

Se volvió sentar a mi lado y al poco rato, le susurré al oído algo que no le había dicho nunca.

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- Carlos… Estoy muy preocupado por ti. Necesito saber qué te pasa, lo necesito. No puedo seguir viviendo con esta angustia ni un día más. Amigo mío, confía en mí, por favor. Aunque no lo diga muy a menudo, es verdad que te quiero y que sin ti, ahora que parece que dejaste de ser el mismo, todo lo veo nublado, no entiendo qué está pasando…

- Me gusta que me susurres al oído, porque cuando me hablas en voz baja siento que me dices silencios que se pueden escuchar. Es como deslizar los dedos por las teclas de un piano apartado detrás de un escenario… Pero no quiero que te preocupes por mí, no tienes razones para ello. Créeme. No ha pasado nada. Olvida lo que encontraste en la habitación de aquel hostal y recuérdame como siempre he sido y no como lo que fui por un momento.

- Te haré caso… Me alegro de que hayas vuelto a ser el mismo, porque lo eres ¿no? Dime que dejaremos estos miedos y preocupaciones a un lado y que seguiremos nuestro

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camino de la misma manera que lo habíamos hecho siempre.

- Esa será mi promesa.

Sentí que esas palabras habían servido de mucho en mi interior. Algo había cambiado en mi corazón. Por un momento creí haber perdido a mi mejor amigo y, al darme cuenta de que todo se había arreglado, mi corazón latió más rápido de lo normal, más fuerte, con más intensidad. Por un momento sentí haberme librado de una gran espina que tenía clavada por dentro como si fuera un aguijón de abeja incrustado en la planta del pie y no me dejaba caminar.

Llegamos al pueblo. Carlos y su madre se fueron a su casa y nosotros nos quedamos en la nuestra. Colocamos toda la ropa en su sitio de nuevo y lo arreglamos todo perfectamente. Cuando acabamos ya se había hecho tarde y no quise ir a llamar a Carlos porque pensé que estaría ocupado deshaciendo sus maletas o quizás ya estaría cenando. Decidí que a la mañana siguiente me levantaría pronto para ayudar a mi abuelo en el campo y llamaría a Carlos para

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que se viniera con nosotros. Una ayuda más siempre es bienvenida.

Por desgracia esa mañana nunca llegó.

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Me desvelé en mitad de la noche y no logré volver a conciliar el sueño. Me puse un chaquetón y unos zapatos y me salí un rato a la calle. Paseé y paseé hasta llegar a la plaza. Estaba todo vacío. Pensé que ya había paseado lo suficiente y quise volver a mi casa, pero por otro camino diferente. Para mi sorpresa, descubrí a la guardia civil y a un barullo de gente asustada, concentrados todos en la misma calle, la Calle Romero.

Corrí hasta llegar a donde se encontraba la multitud, pero no logré entender qué pasaba. Había demasiada gente mirando al mismo sitio y no me dejaban ver nada. Pero, al cabo de un rato, comencé a escuchar comentarios que me revolvieron las tripas, ya no por asco, sino porque me estaba poniendo en lo peor…

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- ¡Está muerto! ¡¿Quién le mató?!- ¡Menuda salvajada!- ¡Qué Dios tenga en su gloria a este

pobre inocente!

¿Qué había pasado? ¿Quién era aquel inocente que yacía muerto en medio de la calle?

De pronto, la guardia civil comenzó a despejar el lugar de gente y taparon la calle de manera que no pude ver nada de lo que había pasado aquella noche. Le pregunté a uno de los civiles.

- ¿Qué ha pasado señor? ¿Quién ha muerto?

- Un joven ha sido asesinado esta noche. Unos vecinos oyeron el disparo, pero nadie vio a los asesinos.

- Pero, ¿quién es ese joven, señor? ¿Es del pueblo? ¿Le conozco?

- No sé si le conoces, lo siento. El pobre inocente era muy joven, de unos 17 años, se llamaba Carlos.

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Capítulo 8

Mi amigo murió con tan sólo 17 años. Esa es la razón por la que estoy hoy aquí. Estoy seguro de que aquellos a los que conocimos en la ciudad fueron los asesinos de mi amigo. No hizo falta que él me lo contara para darme cuenta de que ellos fueron los que le golpearon por todo el cuerpo la noche de fin de año. Ya es hora de hacer justicia.

Oigo las campanas de la iglesia. Son las siete de la tarde. El tiempo corre y yo debo correr al compás. No puedo perder ni un minuto más.

Estoy en la puerta de la comisaría. Voy a entrar, debo hacerlo.

Una vez dentro, busco la sala adecuada. Ya estoy dentro.

- Disculpe, ¿tiene un segundo?, por favor. Tengo que contarle algo muy importante y quisiera preguntarle también algunas otras cosas.

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- Sí, por supuesto, siéntese caballero. ¿De qué quería hablarme?

- Verá, esto ocurrió hace unos 50 años. Un joven llamado Carlos murió asesinado en la Calle Romero, en este mismo pueblo. Creo que no se logró encontrar al asesino, pero llevo años sabiendo lo que pasó aquella noche y nunca he tenido ocasión, o quizás valor suficiente, para contarlo.

- ¿Hace 50 años? Espere un momento, avisaré al comisario Fernández, es él quién lleva los casos atrasados.

- De acuerdo.

Llamó al comisario, pero se negó a acudir a la sala. Dijo que había pasado mucho tiempo desde que ocurrió aquello y el caso estaba más que cerrado. Entonces comprendo que no había esperanzas y salgo de la comisaría dando todo por perdido. Pero no quiero perder el tiempo, así que he decidido que voy a ir a lo que hasta hace cincuenta años había sido la casa de mi mejor amigo. De camino me he topado con mi antigua casa o lo que queda de ella. Se derrumbó hace años y aquí están los escombros. Nada más que un montón de

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polvo. Sigo caminando hasta llegar a donde me he propuesto.

Perplejo y prácticamente inmóvil me encuentro ahora mismo enfrente de la puerta. Hacía demasiado tiempo que no entraba en aquel lugar. Obviamente, la puerta está abierta. Entro. Lo primero que veo es aquella oscura puerta de metal, la puerta del doblado. Subo las escaleras decididamente, tengo ganas de ver qué es lo que aún se encuentra por allí.Cajas y más cajas, juguetes, trastos viejos, un colchón, un armario cubierto de polvo y más cajas en lo alto de éste… y allí, la veo. Aquella mesa donde vivimos una de nuestras mayores aventuras, donde nos escondimos del temor. La recordaba tal y como está ahora. No ha cambiado nada. Me acerco y me meto de nuevo, después de sesenta años, bajo esas faldas calurosas y ahora llenas de polvo. Allí mismo encuentro un pequeño agujero que ha sido tapado con algo de tierra. ¿Qué será? Por curiosidad, me levanto y muevo la mesa, quito la arena del agujero y descubro algo parecido a un pequeño cofre. Lo limpio con cuidado y lo abro con más delicadeza todavía. Suena una

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suave y pegadiza melodía. Es una caja de música. Pero, aún hay más, dentro hay una carta. La leo:

Querido Armando,Soy Carlos, ¿me recuerdas? Seguramente, cuando leas esto, si es que lo lees alguna vez, yo ya estaré muerto desde hace mucho tiempo… Perdóname, por favor. No he tenido el valor de despedirme como hubiera querido, pero no tenía otra opción. Mi vida empezaba a convertirse en algo terrible. Aquella noche de fin de año… fue Mario. Me vio besándome con Juan y lleno de furia me pegó una paliza tremenda. Me insultó por mi manera de pensar, por mi manera de querer, por ser homosexual. Me llevó a su habitación y allí me ató a la cama. Me dejó solo… hasta que llegaste tú. Tú más que nadie sabes cómo soy y quiero decirte que no he sido capaz de vivir en este mundo siendo cómo soy. Y, no, no quería vivir aquí siendo otra persona. No he podido ser yo mismo y por eso me voy. Es decisión mía. Lo siento.Por favor, espero que me recuerdes como el amigo tuyo que siempre he sido, tu acompañante de aventuras, tu hermano en

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lo bueno y en lo malo… acuérdate de mí con alegría y sigue viviendo tu vida como siempre habías soñado. Yo una vez quise ser astronauta y ahora por fin, me iré al cielo y tocaré las nubes. Me hubiera gustado poder subir más alto, pero no lo he conseguido.Mándales muchos besos a todos.Os quiero.

Armando murió en aquel desván. Hacía unos meses le detectaron una enfermedad incurable y le dieron pocos meses de vida. No quería morir sin haber descubierto antes qué fue lo que pasó aquella noche. Ahora ya puede descansar en paz. Por fin se reencontrará de nuevo y, después de tantos años, con su amigo de la infancia con el que tantos momentos compartió.

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Clara Jiménez Recio, nacida el 23 de julio de 1994 en Madrid, es alumna del colegio Salesianos San Miguel Arcángel desde los 6 años y actualmente estudiante de Ciencias aplicadas al ámbito tecnológico. “La Caja de Música” fue su primer relato corto, escrito el pasado año 2009. Amante de la lectura, pretende continuar enriqueciéndose de escritores como Juan José Millás hasta conseguir escribir una interesante novela de la que aún no tiene nada definitivo.

Ha pasado mucho tiempo desde que Armando no hacía memoria para recordar los momentos que vivió con su antiguo amigo Carlos. Aventuras y desventuras en las que cada uno de ellos descubre interesantes aspectos que desconocía sobre sí mismo y, entre estos, su tendencia sexual. Desgraciadamente, puede que la sociedad no esté preparada para asimilarlo.

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