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La calle del Negro

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La calle del Negro

La calle del Negro

Pedro Walther Ararat Cortés

Colección La TejedoraSerie Homenaje

Escuela de Estudios LiterariosUniversidad del Valle

Colombia

Santiago de Cali, abril de 2011

Rector Universidad del ValleIván Enrique Ramos CalderónDecano Facultad de HumanidadesDarío Henao RestrepoDirector Escuela de Estudios LiterariosJuan Julián Jiménez PimentelCoordinador Maestría en Literatura Colombiana y LatinoamericanaÁlvaro Bautista CabreraDirector Programa Licenciatura en LiteraturaHéctor Fabio Martínez

La calle del negroPedro Walther Arart Cortés

Edición: septiembre de 2010

ISBN: [email protected] Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquiermedio o con cualquier propósito, sin la autorizaciónescrita del autor.

Ilustración de carátula: Orlando López ValenciaDiseño y diagramación: Unidad de Artes GráicasFacultad de HumanidadesUniversidad del ValleCali - Colombia

ÍNDICE

Apostilla a la calle del Negro 9La calle del Negro, de Pedro Walther Ararat Cortés 11Alianza para el progreso 15 Dios en la tierra 18 Mariposas 30 Leyenda 32 El que oye consejos 34 La conferencia 35 Destino 36 Traición 38 Aartesano 39 La risa asesina 40 Informe del guardián especial para la costa 41 Rosita 46 Solimán 48 Confesión del crimen 51 El zángano obrera 54 Celoso 59 El animal vestido 64 Suicidio 65 Las puchecas y las nalgas 71 Fulgor diada 72 El amor del balcón 73 La samaritana 75 La multiplicación de los panes 77 La calle del Negro 79 Las orejas del duende 98 Quinmilenio 100

El autor, sus dos hijas y su nieto: Sebastián, Oriana y Nubia Luzymar

Apostilla a La calle del Negro

Desde las calles de Santiago de Cali, en los parques y los puen-tes de Guadalajara de Buga, en los montes, patios y estancias de los pueblos del Cauca, supe de la Alianza para el Progreso. Con frases largas y risa sonora, Pedro Walther me recuerda aquella vuelta de la esquina y las revueltas de Quinmilenio. El espacio del barrio, el área de la silla de la abuela y la silla también de ruedas de la laca, secuestrada, como esposa, por el Sargento; el recipiente vacío o la vasija llena de la Samaritana, junto a los panes nunca repartidos entre los hambrientos ieles, me llevan a reconocer nuestras historias.

Cada cuento, alguno breve o extendido, juntos son un silbo, como un acto de libertad. Desde los años en que los múltiples narradores, habitantes del joven maduro Ararat, caminaban las realidades del Negro, su calle y su gente, dos o tres mochilas de textos, una cabeza afro y una cajetilla de cigarrillos Pielroja apuntalaban su discernimiento de hombre combativo, pacíico, correcto; impelían a la simpatía por lo cotidiano que arrolla, igual que atropella la sugerida violencia, fanónica, necesaria y, no obstante, la misma que atasca la dignidad humana, mientras amasa la reivindicación social. Las historias que aquí se pre-sentan son la versión organizada por el propio escritor; tienen nervio, como los destierros y los desterrados, que se paran en la urbe; gentes que ocupan lotes, se resisten, no les dobla la ham-bruna y el plomo.

Entretanto, en La Conferencia, en esa otra realidad, cuan-do los personajes, con ocurrencias, en una entelequia conocida, piden la palabra, al autor, cuando estallaba de risa, se le salían las lágrimas; parecía decir: cualquier similitud es pura coinci-

dencia. Momentáneamente, con deleite inesperado, otra na-rración incorpora sudores, silencios y amaneceres, arrebata la concupiscencia sagrada. Ahora, después de un recorrido, con el mismo temple de quien coniesa el crimen de un tal Iván, ratón de biblioteca, y con la ganada seguridad de una superviviente

de barrio subnormal, sonrío. Que otra gente se regocije con las travesías a las que invita el señor Pedro Walther Ararat Cortés.

Elba Mercedes Palacios Córdoba

La calle del Negro, de Pedro Walther Ararat Cortés

La calle del negro es una buena muestra de los numerosos cuentos que escribió Pedro Walther Aratat Cortés durante sus 54 años de vida. Pedro reunió en este libro cuentos de una amplia y deliciosa diversidad, escritos y leídos durante 30 años.

Leemos aquí cuentos de crítica política, inspirados en Carlos Arturo Truque, Arnoldo Palacios, Manuel Zapata Olivella, Alberto Moravia, Dino Buzzati, entre otros, en los que sobresale una alegoría de la injusticia del poder político y la trama de la dependencia norteamericana: “Alianza para el progreso, Quinmelenio, Dios en la tierra”. En estos cuentos políticos se destaca el drama racial, como el que da título al libro, en el que hay la conjunción de los barrios periféricos, “callenegreros”, en donde los héroes se toman la justicia en un atraco y son objetos de la exterminación, recreando una especie de épica frustrada, como hizo Gogol con su Taras Bulba. Igualmente, se leen cuentos en los que la trama política está mediada por una voz profunda, herida, como en “Dios en la tierra”, cuento en el que hay la densidad del reproche con un fondo político que es el modo con el cual la voz del dolor de una vida acentúa la tragedia del activismo político. Hay cuentos enigmáticos, a los que les falta una parte, que el lector no entiende y debe llenar con sus especulaciones, porque no son cuentos sino mensajes cifrados al alma de los amantes desahuciados: “Informe del guardián especial para la costa”, “El amor del balcón, Celoso”. Este último es también un relato con un tema olvidado en las actuales literaturas colombianas: la relación entre funcionarios del ejército y su sexualidad. “Celoso” es la historia de cómo un Sargento se queda con la laca mujer de todo el regimiento, para luego eliminarla con un repugnante plan digno de Patricia Highsmith. Hay cuentos en los que sobresalen versiones sacras de historias bíblicas como “La samaritana y La multiplicación de los panes” (alguna vez leímos este cuento ante una congregación

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que sintió que el irrespeto con el Cristo canónico es un asunto que ella misma comete sin saberlo). Pedro Walther no duda en abandonar la fe, no como se acostumbra desde el siglo XX, con la fe puesta en las formas narrativas sino colocando, en el centro de la fe perdida, la estupidez de la vana palabra sacra. Otros cuentos, “El zángano obrera”, son una alegoría de la posibilidad de romper con las determinaciones biológicas (determinación es una palabra asidua en la prosa de Ararat). Pedro Walther hace un homenaje a Horacio Quiroga, que reinventó la fábula producto de las modernizaciones fracasadas y le dio voz al mundo animal desde una perspectiva no europea que, en vez de hacer mito con la literatura o literatura con el mito, despliega al mito como una fuerza secreta y determinante en la vida. Esto se continúa mediante una manera mordaz de tratar los cuentos breves con derrotero fantástico. Pedro Walther ha participado de la fundación y despliegue del cuento breve en Colombia; efectivamente, hace parte de la antología del cuento breve de Guillermo Bustamante y Harold Kremer que se iniciara con la mítica revista Ekuoreo. El cuento “El animal vestido” (que hace parte de una serie de textos en los que los humanos aparecen con su esencia animal, apenas disfrazada por el vestido) es un aliciente de esta manera: en un primer momento el personaje parece un animal disfrazado de humano; luego, cuando se desviste, sabemos que es un animal, pero invisible: las huellas de su corporeidad son tan visibles como sus gustos de animal vestido: el oro. Más allá de la división entre lo maravilloso y lo fantástico, asistimos a una estratagema para develar la parte fantástica que nos constituye, la maravilla de que está hecha nuestra realidad. El animal vestido parece, por su alargada nariz, un conquistador español; el ser que saquea y se tira nuestras iestas: la bestia agazapada, presta a tomar y a salir con su cola arrastrando nuestros papeles de alegría. Se trata, pues, de un cuento fantástico para sacriicar nuestra capacidad de maravilla, como quiso Alberdi y, luego, Anderson Imbert. De otra parte, “Mariposas” no es solo una reelaboración de

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“Un señor muy viejo con unas alas enormes” sino también la anécdota del abismo que hay entre el ser mítico y la preparación para no dejarse engatusar de los mitos literarios.

En algunos cuentos, Pedro Walther desciende a la tradición del cuento y extiende sus temas: en “Leyenda” y en “Rosita”, el de los monstruos de Maupassant y Quiroga; en “La risa asesina”, la levedad de “Pedro el leve” de Anderson Imbert, a través de una componenda narrativa con Moravia; en “Fulgor Diada” o en “Las orejas de duende” hay descensos que problematizan al duende como ser perdido en la abundante ruralidad y reconstruye a Drácula como leyenda de la globalización; en “Suicidio” se presenta una mordida sobre la crueldad de Moravia y Arlt, y una forma de fabricar una corriente que atraviesa buena parte de estos cuentos: la risa.

El libro de Pedro Walther es para reírse: a veces con la risa de situación y carácter. Así, recuerdo a carcajadas el suicida que contrata un sicario para despedirse, se arrepiente, huye lleno de pavor, hasta que lee con dicha que la banda que contrató ha sido arrestada y muere, acto seguido, en un atentado; como el modo en el cual, en “Quinmelenio”, en un acto de autonomía, los civiles contratan a los ejércitos insurgentes para controlar el Oriente y luego se les castiga; como el de “El que no oye consejos” o “La conferencia”, con los que Ararat presenta otra línea: la irreverencia, heredada, en “La conferencia”, del inal de “El Coronel no tiene quien le escriba”, y que muestra el sarcasmo con los hábitos del mundo letrado y académico. Así, en “La calle del negro”, aparece un compinche del Negro, el Gafas, que siempre va con un libro que no lee. La irreverencia, combinada con crueldad sin ambages en “Solimán”, nombre de la épica caballeresca, asignado a un mozalbete que se deshace pícaramente de la abuela. “Confesión de un crimen” es el mejor ejemplo: no sólo muestra el estercolero que es el mundo letrado sino el mundo de la literatura; se enfrentan un licenciado bibliotecario y un lector de libros poco frecuentados; el licenciado siente con envidia el fervor del verdadero lector y

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le hace caer en la trampa, leer literatura (al “divino Tolstoi”), lo que conduce al lector a la muerte. Se trata de un punto que Pedro Walther hurgó: la literatura como mierda y muerte.

Hemos hablado del humor de situación y carácter en La

calle del negro; también puede, estimado lector, leer un cuento con el humor de los juegos de palabras, que va mucho más allá del, a veces, humor bobalicón de Cortázar. Le invito a leer “Las puchecas y las nalgas”, para que de manos de una imaginación infantil, juegue a colocarle, en el lugar de las puchecas de la mamá de Antonio, las nalgas de Cielo.

El personaje de “Leyenda” nos mira desde su miseria y encierro y nos dice: “Me he quedado solo en este cuarto oscuro; apenas usted puede verme ahora, sin poder ayudarme porque soy el personaje de una historia; usted también lo es, pero de una historia distinta”. Los cuentos de Pedro Walther son una invitación a revelar nuestra historia. Si estamos a la altura de contar una historia podremos estar disponibles para divertirnos y zozobrar con los cuentos de La calle del negro.

Álvaro Bautista-Cabrera Enero 10 de 2011

ALIANZA PARA EL PROGRESO

De repente, mis siete años cumplidos, en un salón de clases pequeño. Junto a la puerta que da acceso al hogar del profesor de primero de primaria. Doce pupitres agrupados en tres ilas; la primera, junto a los dos grandes ventanales —demasiado al-tos para nuestra estatura— tenía tres pupitres; detrás, un gran sillón viejo, de cuero agrietado, casi en hilachas, lleno de polvo y lanas que nos hacían estornudar; estos permanecen desocu-pados. En la segunda ila, cinco pupitres; el tercero de estos está desocupado por culpa de la muerte del monito de labios san-guinolentos y por el encarcelamiento del papá de Juan, su com-pañero de puesto. Lleva cuatro días durante los cuales nadie se atreve, siquiera, a pasar sobre él.

En la tercera ila están cuatro pupitres, ocupados todos; en el primero y el tercero se sienta un estudiante solo; apenas hay dos, pues, con sendos pares de alumnos. Junto a esta ila, en la pared derecha de la clase, cuelgan los mapas y las láminas de ciencias naturales, los cuadros de don Camilo Torres y del sabio Caldas; en la pared de enfrente están don Simón Bolívar y don Francisco de Paula Santander, y el escudo de la patria; también cuelga un cuadro pintado por el hermano del profesor, lo hizo antes de meterse a garitero en un billar, cuando olvidó para siempre todo color distinto del azul de la tiza para los ta-cos, el verde del tapete y el de las perlas blancas y rojas de las bolas de maril.

Afuera están el parque —al otro lado de la calle—, el patio ruidoso del recreo, la campana, las ilas, los pellizcos de las for-maciones para entrar o salir a los desiles, los ejemplares cas-tigos de ejemplar enseñanza colectiva, el espiar de las torturas sufridas por los indisciplinados.

Aquella mañana de lunes sólo había faltado a la escuela un profesor. Los alumnos se ocupaban de arreglar el patio, regar las matas, arrancar las hierbas junto al altar de la virgen, ha-raganear, bajo las órdenes del profesor de disciplina. Ese día

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estábamos haciendo sumas en el cuaderno; permanecíamos ca-llados mientras el profesor leía la prensa en su pupitre. Poco a poco, los rostros se miraron y nos quedamos colgados de los ojos enfurecidos del maestro quien, violentamente, se levantó de su puesto, corrió hasta la tercera ila y se detuvo junto a Cué-llar; de una oreja, o de la patilla, lo sacó de su pupitre; ambos temblaban, mudos.

Cuéllar iba a llorar: se había ensuciado en los pantalones porque el profesor no le había querido dar el permiso para salir al servicio. No nos atrevimos a reír; inmediatamente nos tapa-mos las narices para escapar del olor que todo lo invadía; inten-tábamos huir, amontonándonos en la pared opuesta.

—¡Cuéllar se ensució! ¿Cuéllar se ensució...?Coreábamos en susurros. Tratábamos de no creerlo; lo de-

cíamos mentalmente, mirándonos las caras, con ganas de arrancarnos las narices. En ese preciso instante, sonó la campa-na, y Cuéllar fue despedido con gritos furiosos del profesor que lo mandó para la casa, mientras buscaba —sin poderlo encon-trar— un pañuelo en su bolsillo; usaba una mano para proteger su propia nariz. Parecía que el olor se había regado por toda la escuela porque, en el patio, todos los estudiantes que habían salido de sus salones iban directamente hasta donde Cuéllar, avergonzado, se encontraba. Se refugiaba junto a una pared, y comenzó a huir.

Todos lo seguíamos, gritando, felices; nos peleábamos por estar más cerca de él, para verle los remendados pantalones he-diondos, húmedos, en el trasero que Cuéllar no podía ocultar. Finalmente, apareció el profesor de disciplina, repartiendo re-glazos en las cabezas, apartándonos, bruscamente.

Nadie se opuso al castigo que el profesor de disciplina le apli-có a nuestro compañero. Nos mirábamos, sentíamos deseos de llorar, de gritar; teníamos miedo; y una gran dicha por no ser nosotros mismos los atollados.

Cuéllar salió llorando. Un alumno de quinto fue el encargado para que le acompañara, le llevara los útiles y portara una nota

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del profesor de disciplina que señalaba la falta cometida; luego, vinieron los comentarios.

El profesor de primero se sentía avergonzado, como un pa-dre, como si él mismo hubiera sido el autor de la ensuciada; se notaba su gesto de desconcierto entre los demás profesores, quienes se burlaban de él, satisfechos. Luego tocó la formación, tomar distancia en las ilas.

El director de la escuela dijo que “...son unos irresponsables, porque el recreo es para hacer las necesidades, para orinar; hay que pedir permiso para salir...”. Y que el aseo, que la leche Care

debe ser bien preparada. Cuellar se había enfermado con la le-che que repartían en la escuela; en su casa la preparaban y él mismo la llevaba con un condiscípulo. El profesor gringo, de educación física, nos decía que la leche enviada por su país y su gimnasia eran muy buenas para elevar nuestra salud.

Pasamos a los salones, en orden, sin prisas, para recibir nues-tra ración de leche. En esta ocasión, nadie se peleó en la cola, ninguno se la tomó tampoco al recibirla. Cuando regresábamos de botarla en los bebederos del patio y de lavar los vasos, vimos llegar a la escuela, bañadito, con ropas relucientes de limpieza, peinado, llevando un plato de lores azules en sus manos delga-ditas, a Cuellar; traía rellenas para el profesor.

Sin comentarios, serio, después de un forzado ¡muchas...gracias...!, el profesor repartió toda la rellena entre nosotros; luego, barrimos el salón, trapeamos y volvimos a las sumas de la semana. En la puerta del dormitorio, la señora del profesor, la-ca y alta, con un niño en su regazo, fumando, miraba a Cuéllar con lastimera compasión; mientras tanto, éste intentaba ver los números del tablero a través de las lágrimas de sus ojos aver-gonzados.

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DIOS EN LA TIERRA

Siempre fui pequeña... tu hombre llegaba, pisando fuerte, como si quisiera destruir el mundo con sus pisadas; yo tembla-ba cuando se abría la puerta para dejarlo aparecer en sus botas engrasadas, sucias de barro, y la camisa grasienta. Dominaba todo el ambiente, se imponía a todas las cosas que terminaban oliendo a su sudor y a su grasa hedionda.

Cuántas veces quise huir, romper la malla familiar que me oprimía y me relegaba al silencio, que apresaba mi garganta con sus miedos gigantescos, como las manos de él, cuando me pedía que le mirara a los ojos y le diese un beso en la cara barbada y pegajosa; asía mi barbilla con fuerza, me obligaba a que mirara a sus ojos de animal tierno que me arrancaba del asiento con sus manos poderosas... sentía, entonces, cómo mi cuerpo se desha-cía mientras los huesos gritaban deshaciéndose; y ya todo mi ser estaba preparado para ser devorado por mi padre, tu hom-bre. Pero yo sabía que jamás lo iba a hacer, porque él no era Cro-nos y no temía que yo, su hija, pudiera amenazar sus dominios. Sin embargo, siempre que me sentía arrebatada del asiento de tal forma, mientras volaba hasta su boca llena de torpes besos, me trasladaba al grabado de Goya, inmenso, que contemplaba con horror en la biblioteca del colegio, casi siempre solitaria, en donde me refugiaba para no asistir a las clases de educación físi-ca que dictaba aquel profesor maricón. Ninguno podía entender qué era lo que me arrastraba hasta la terrible sala de estudios, a su silencio humedecido por llanto inexplicable.

...No sabía qué pensar. Inútilmente, trataba de aclarar el misterio. Algunas veces creí que los padres tienen derechos su-icientes para hacer de sus hijos lo que quieran; devorarlos era la forma más digna para hacerlos desaparecer, devolviéndolos al cuerpo del que han salido. Y tu hombre tenía derechos. Sentía cómo punzaba en mí la culpa por no habérmele ofrecido, por escapar de sus fauces de Dios creador, por negarle el banque-te que habría de conirmarlo en el poder de sacerdote máximo,

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que se deleita en el dolor y el miedo de las criaturas bajo su dominio...Tú jamás me hablabas de él, pero yo sabía del papel que cumplías a su lado, como sacerdotisa del culto que hacía necesaria la presencia ritual de tu cuerpo, proveyendo víctimas tiernas y débiles; lo pude ver muchas veces, aterrorizada, tras la puerta me convertía en un espectador fanático que agoniza en el teatro, sintiéndose condenado a la muerte de la que escapó por un extraño azar. Ambos, tú y él, formaban el grupo de oiciantes desesperados que crean y destruyen. Era mi Padre—Cronos en la espera del nacimiento de sus futuros hijos para devorarlos.

Nunca encontré las huellas de sangre sobre el lecho; esto me demostraba más el poder que poseíais... Penetraba en el cuarto, muy lentamente; evitaba producir los ruidos que despertarían a los fantasmas guardianes de aquel templo de muerte y vida, en donde dos sacerdotes oiciaban cada noche... Era una cama inmensa, vieja, aunque irme después de las más ieras batallas. Sobre su cabecera, el retrato inmenso de Marx dominaba todo el cuarto con sus ojos tiernos y su barba de león; eran esas las categorías divinas. Marx era, realmente, el Dios a quien voso-tros rendíais culto. No me atrevía a tocar la cama y termina-ba por sentarme en el suelo, con los ojos desorbitados por las ansias, con los labios temblorosos, la cabeza llena de plegarias dirigidas a su voluntad y a su poder para que no permitiera mi muerte, porque temía sufrir, porque no era una víctima de sui-ciente valor para ser sacriicada en su honor... quería ser parte del grupo oiciante, anhelaba convertirme en sacerdotisa para rendirle el culto violento de la muerte de otros seres que yo en-gendraría para que mi padre los devorase en el mismo instante de estar naciendo.

Sobre la mesa estaban los libros que contenían su doctrina; jamás osé tocarlos siquiera, hasta no estar iniciada por los sa-cerdotes—padres de mis miedos. Cómo no devoraría, después, cada palabra que me elevara sobre el mundo, cobraría, así, mi vida, un sentido. Permanecía, durante horas enteras, contem-plando su cara dulce y terrible; aspiraba el olor agrio del cuarto que tú limpiabas al regresar de la fábrica, antes que él. Tembla-

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ba toda cuando sentía el piso de ladrillos fríos bajo mis pier-nas desnudas; deseaba acostarme allí y quedarme durante toda mi vida, escuchando el ladrido lejano de los perros callejeros al amanecer; disfrutaba de la música de los grillos en las heridas de las paredes desconchadas, de supericies hinchadas y hundi-das. Quería que el combado techo cayera sobre mi cuerpo para escurrir con su peso las entrañas que encerraba en él.

Marx, en mi mente, es como un sueño. Cuando el joven pro-fesor de historia lo nombraba con familiaridad, casi con irrespe-to, como si se tratara de un hombre cualquiera, hubiera querido levantarme de la silla y explicarle a las compañeras quién era, hacerles sentir el fervor de la adoración que me embargaba... permanecía callada, sonrojándome como una idiota, sintiendo correr sobre mis mejillas aquel llanto eterno que no podrá mo-rirse en mí, que vive luyendo de mis pensamientos, sin parar.

¿Cuántos años pasaron así entonces? Tú seguías madru-gando a trabajar cada día; yo te contemplaba desde la cocina, mientras lavaba los platos sucios de la noche anterior; después, debería marcharme para el colegio. Él me acompañaba algu-nas cuadras. Mientras me hablaba, yo aspiraba su olor a jabón mezclado con el olor de grasa hedionda, del que jamás se pudo deshacer. No podía comprender el sentido de sus palabras... Sus sonidos parecían quedarse danzando enloquecidos en mi cere-bro, sin poderse aposentar en ninguno de sus espacios; los ecos producidos reunían dentro de mí todas las armonías posibles; la iebre se apoderaba de mi cuerpo. No sabía lo que iba a pasar, pero en el momento menos pensado mis piernas se lanzaban en una carrera, como asustadas de mis pasos junto a los de él. Su olor me seguía, pegado a mi recuerdo; hasta mis oídos solo lle-gaban las palabras que fui incapaz de descifrar durante mucho tiempo... “Cuídate, hijita”. Y yo estrujaba esas palabras para que parieran pronto su signiicación; las repetía en silencio, tratan-do de atender el método de la Mayéutica, inútilmente. Era, tal vez, un aviso para que yo pudiera entrar en su mundo divino. Culpable por ser incapaz de decodiicar aquella fórmula para-dojal y mágica que habría de salvarme, lloraba en mi carrera,

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angustiada más aún por la torpeza que me cerraba los caminos. Cuando estaba en el templo—alcoba, pedía a Marx ayuda, una luz de su sabiduría, como hacen todos los dioses protectores con los héroes que han caído en desgracia.

Las clases no tenían gran sentido para mí; sólo en la clase de religión se hablaba del marxismo, como si se tratase de una doctrina terrible cuyo poder de instaurarse destruiría las estruc-turas de una sociedad noble, basada en las verdades del Cris-tianismo; nos instaban para que no nos dejáramos tentar por sus redes seductoras...; entonces, podía sonreír. La monja nos describía los horrores del inierno, las visiones terribles que de él habían tenido eminentes doctores y santos de la iglesia. En tales imágenes de castigo nos veíamos envueltas ya todas, aque-llas que accediéramos a sus mentirosas palabras y promesas de una nueva sociedad sin el Dios verdadero. Yo lo sabía... él no era el demonio, sabía, o creía saber, que su doctrina habría de transformar el mundo y la vida de los hombres, sin necesidad de morir previamente. Quería ser su sacerdotisa principal, partici-par en los sacriicios que se realizaban con el constante acceso de su poder en el mundo. ¡Bendito sea Marx..., bendito seas...!, pensaba con júbilo, y volvía a la casa; bendecía a mi padre, y a ti, y les agradecía en lo más profundo de mi interior el no haberme sacriicado. “Dios cuida de sus hijos”, decía la monja, y yo sabía que él me cuidaba, que me había elegido porque era su hija pre-ferida, y él era mi más alto padre, mi padre primero, desde toda mi historia.

Tú no sabías de las cosas que habitaban en mí desde hacía muchos años, no sospechabas de mis ensueños; yo era incapaz de comunicártelos. Contigo hablaba, algunas veces, de cosas sin importancia: cómo sería, qué iba yo a ser (como si ya no fuera desde muchos años antes), que debería preocuparme por estudiar y ser independiente. No querías que yo fuera como tú, una simple obrera de una fábrica textil, que trabajaba noche y día para medio vestirse y no morir de hambre... Escuchaba tus palabras en silencio, las dejaba rodar dentro de mí, como a un acertijo mágico que permitía deslizarme por los caminos de

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tu pasado y presente; asentía, casi convencida, ante cada nue-va oleada de consejos reveladores de las amenazas que caerían como castigo sobre mí si no te obedecía. Me propuse estudiar con aplicación y esperanzas.

Me decías también cosas sobre los hombres, quienes se apro-vechan de las jovencitas inocentes. Pero yo temía que ningún hombre se interesaba por mi inocencia, por mi cuerpo lacucho y pequeño, por mi cara escondida tras los enormes lentes que mi padre compró después de la visita al oculista. Me comparé con las compañeras de mi misma edad, ante las cuales me veía como una pequeña enclenque, sin sueños, sin vellos como los suyos, insigniicante, como me parecían ser los hombres que trabaja-ban al lado de mi padre, a quienes vi en las carpas de huelga; la-cos, irrisorios, todos miserables; aunque tenían su mismo olor, no mostraban la fortaleza de los brazos y el pecho, ni la tierna dureza de su voz gigantesca que gritaba contra los patronos exi-giendo aumento de sueldos y el respeto por los acuerdos hechos en la convención anterior.

Era emocionante oírles gritar enfurecidos “¡abajos!” y “¡arri-bas!” y “¡vivas!”; sentirlos pisar con fuerza el asfalto que tem-blaba con sus pisadas. Los amé, entonces, a todos, porque en ese grupo compacto y sudoroso, aumentado por el hambre y los sueños de valor y de lucha, estaba él, gritando, marchando ir-memente, cantando La internacional, desaiando a las fuerzas armadas, sin importarle la llegada de la muerte traicionera que marchaba tras sus pasos.

Todo lo veía deslumbrada, con éxtasis, igual al que hacía ha-blar a la monja cuando nos describía el paso de los ejércitos ce-lestiales en el día del Juicio Final. Era preciso que luchara para poder contenerme y evitar lanzarme a las calles gritando que Carlos Marx cambiaría todo, que aquellos hombres encabeza-dos por mi padre eran los sacerdotes que cada noche, como él, llevaban a cabo la celebración del ritual de la nueva vida y de la muerte, para anunciar la forma de su poder y las dimensiones de su gloria.

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Aquella huelga duró varios meses. La comida escaseaba, y el ritual —que antes se había oiciado ielmente cada noche, y que yo presenciaba escondida— estaba determinado por los turnos de vigilancia en las carpas; allá se quedaba con sus compañeros, luchando por la justicia laboral, contra la explotación capitalis-ta. Todo esto me lo decías, casi con un murmullo de miedo, pero yo no lo comprendía completamente. En ese tiempo me llevaste hasta las carpas, para que lo acompañara y, al menos, pudiera comer mientras le ayudaba a luchar. Entonces comprendí, real-mente, quién era Marx, qué decían sus libros; estudiaba conti-go, hablé con los sucios obreros, grité consignas de hiena; en el colegio hablé de la huelga y las compañeras se escandalizaron; los profesores llamaron mi atención y me impusieron silencio para evitar ser expulsada, para no crear el desorden; amena-zaban con sus bocas de miedo y, en cada clase, mis palabras se convirtieron en algo de doble ilo; tuve que callar, pero seguí hablando en secreto, sin gritos; explicando lo que era el marxis-mo a todas aquellas a quienes podía hablar, en la espera de ese alguien que descubriera lo que yo no había sabido descubrir.

Tu hombre, mi padre, cambió su actitud conmigo; se tornó tierno, me permitió dormir en la cama contigo para que no te sintieras tan sola durante las noches de guardia en las carpas. Pero jamás me explicó, no osé interrogar por el secreto que ha-bía entre las líneas de aquellos escritos sagrados, bellos, dirigi-dos a todos los proletarios del mundo. Tampoco tuve valor para sugerir, para preguntar, para aclarar el ritual de las noches. A ti menos te lo pregunté porque, aún, temía igual, y además no podía borrar de mi mente el accidente.

No puedes haberlo olvidado jamás porque participaste de él. Sabes que no puedo perdonárselo. Aún creo ver sobre el borde de la mesa aquella caja que llevó mi padre,... No hubo ninguna culpa mía al tropezar y caer y tumbar aquella caja cuyo conteni-do desconocía: sonaron vidrios rompiéndose; tuve miedo de he-rirme, por eso lloré. Tú saliste del cuarto, enloquecida; gritabas, agitada por mil demonios invisibles, mientras tus ojos parecían huir de sus órbitas; la palidez desesperada de tus manos tiraba

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de los cabellos, estabas crispada y temblorosa de desesperación. No me miraste, siquiera, cuando grité llamándote en mi auxi-lio, y te pedía que me levantaras. Te acercaste a la caja, vi el terror de tus gotas de sangre cayendo sobre los vidrios blancos; añicos de porcelana muerta; aún están guardados unos cuantos pedazos, envueltos en un pañuelo; nunca comprendí para qué los guardabas. Estaba hipnotizada por el espectáculo de tu falta de precaución, donde tu mano sangrante era el actor principal. A tu hombre no lo vi cuando salió del cuarto. De repente, me sentí izada por los cabellos; un gario hecho de carne, de huesos y nervios me dejó caer después sobre aquella ruina manchada por tu sangre que se iba ennegreciendo sobre los fragmentos de porcelana.

Los pedazos penetraron mis carnes, con dolorosa facilidad. Recuérdalo, mamá. Y no lloré más, no podía hacerlo, ni era ne-cesario; no había ningún dolor. Luego, nuevamente izada, las manos de tu hombre enfurecido aferraban mi vestido mientras me golpeaban. Aquello era una pesadilla en la que ningún soni-do nacía; sólo imágenes veloces que pasaban frente a mis ojos que miraban desde un carrusel; giraban tu cara, la puerta de la pieza, la mesa, el acuario, tu mano sangrante y tus cuadros, pasando todos una y otra vez hasta que me sentí lanzada contra todas estas cosas, como si hubiera sido mi cuerpo un grito larga-mente reprimido que escapa, inalmente, para morir.

Recuérdalo, caí contra la puerta cuando tu hombre me soltó. ¿Qué pasó en seguida? No lo sé. Sólo recuerdo que, al despertar, desnuda, sobre mi cama, tú estabas sentada a mi lado, con los ojos enrojecidos por el llanto. Ahora sí estaba mí cuerpo dolo-rido, cubierto de gasas y rojo de merthiolate. Él no estaba allí, se había marchado para la fábrica, a cuidar sus carpas de huel-ga. Tú no fuiste a trabajar aquel día, te quedaste para cuidar-me, sonriéndome a veces, mientras mi cara hinchada intentaba también sonreír. Acaso mis muecas te hicieron decir: “perdóna-lo, ha estado muy nervioso”. Entonces, te miré, preguntándote con mis ojos por qué había hecho eso; no hablé, sin embargo. No podría perdonarle que me hubiese dejado viviendo, por no

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haber vaciado mi sangre para beberla gota a gota, saciando su sed de mí. Sentía su abandono como un desprecio imperdona-ble, del que no puedo olvidarme, aunque lo intento. No sabes cómo me he sentido, recordando cada cosa suya durante el resto de esta vida.

Lo siento cerca de mí, cada noche; su caliente respiración me ha despertado muchas veces; entonces, lo llamo para que tome mi ser entero, mi amor. Es tan solo su fantasma, y se desvanece, me abandona en el sueño y la oscuridad de mi cuarto. Su mez-cla de jabón y grasa llega a mí, me envuelve, me adormece, vive persiguiéndome por donde quiera que vaya. Mi propio cuerpo exhala su olor, y la gente me mira; sabe que no soy completa-mente yo. Lo presiento en mí, como a un espíritu maléico que guía mis pasos; puede verse en mi cara su sonrisa, y en mis ojos el brillo de su mirada. Vivo escapando de la gente para que no lo vean, para que se acostumbren a la idea de que ya ha muerto y no volverá más que para mí. Muchas veces quise preguntarte si lo sentías igual que yo, pero tus ojos fríos me detuvieron cada vez que lo intenté. Es imposible olvidar aquellas cosas que pa-saron.

La huelga fue vendida pero él y unos cuantos quisieron conti-nuarla. Sacó el retrato de Marx, me tomó de la mano y me llevó con él, aquella vez. Había poca gente allí; varios niños acompa-ñaban a sus padres o hermanos, con tanto o más miedo que el que yo sentía bullir en mí; pero gritábamos a la cara de los po-licías y de los traicioneros las consignas que brotaban como por arte de magia. Tu hombre habló y dijo que la lucha no era tan sólo estomacal, que la lucha era por la libertad y garantías para los obreros. La voz, potente al principio, colérica, se fue apagan-do cuando vio a los pocos obreros allí reunidos, alejándose. No vio a los policías que avanzaban ordenados y siniestros; comen-zó a cantar: Arriba los pobres del mundo, de pie los esclavos sin

pan y gritemos todos unidos ¡Viva La Internacional!

Yo le acompañé en su canto con mi voz de soprano; deseando la muerte; queriendo romper el cielo con mi angustiado canto. El gran retrato, colgado en la entrada de la carpa, miraba con

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sus ojos impávidos. Una bomba lacrimógena cayó muy cerca de nosotros y la gente se dispersó con pavor; los obreros que aún nos acompañaban trataban de contrarrestar sus efectos con pa-ñuelos humedecidos. Me dieron un trapo mojado en el momen-to en que sonó un disparo. Cuando miré a mi padre, se desplo-maba sobre el suelo, su cuerpo pesado se precipitaba como un fruto demasiado maduro, que se desprende de la rama. Corrí a su lado y escuché su voz agonizante que decía, pero ya sin can-tar, salmodiando apenas, con diicultad. No es posible que bo-rre de mi mente esto: No más salvadores supremos, ni César,

ni Burguesía, ni Dios, que nosotros mismos haremos nuestra

propia redención...Muchos obreros resultaron heridos; pero sólo él murió, ba-

leado por alguien que nunca fue descubierto. Tú llegaste acom-pañada por otras obreras de la fábrica. Mientras yo sollozaba, tus ojos se mantuvieron fríos, sin llorar, llenos de odio. No in-tenté hacer nada cuando se lo llevaron los policías que me aco-saron con gritos y golpes. Estuviste allí, petriicada, mirando el humo que escapaba de la fogata ya extinguida, escuchando el ruido de las sirenas de los carros policiales y el clamor incesante de los autos detenidos en la vía, cuyos conductores, afanados por el cierre del tránsito, vociferaban como alucinados, sin com-prender. Creo entender por qué tu quietud; tal vez pensabas en tu culto destruido, en el sacerdote asesinado por los soldados del Dios de aquellos hombres. ¿Quizás tenías más miedo que yo misma? ¿Escuchabas dentro de ti las palabras de los espíri-tus de Fausto que tu hombre recitaba? Debes recordarlas aho-ra también. ¿Y pensaste entonces que el Dios principal estaba allí, mirándote insensible, oyendo tus palabras silenciosas, y las mías...?

¡Ay...! con ímpetu poderoso has destruido el mundo bello.

¡Un semidiós lo ha derribado! ¡Tú, el más grande de los hijos

de la tierra, constrúyelo de nuevo; constrúyelo de nuevo, más

esplendoroso, en tu corazón!

Luego, el silencio y el miedo, y la soledad que vino y se nos metió en la sangre para navegar en ella, sin zozobrar nunca,

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dominando nuestro enrojecido mar interior de tristeza y llanto que surgió después de nuestros ojos. Nunca sentí tanto la des-trucción de algo como sentí la caída de mi padre, su silencio posterior y la aceptación de que lo cubriera la tierra para siem-pre; que se lo tragaran los gusanos como a cualquier carroña inmunda. Esa tarde de su entierro me dejaste sola; sé que no es-tuviste bien, que tus nervios no resistieron el dolor, pero ¿acaso fue más grande tu dolor que el mío? ¿Más grande fue tu soledad que el vacío hacia el cual me creía yo atraída?

Necesité de ti y no estabas a mi lado... Mi voz se unió al grito de batalla de aquellos obreros que marcharon conmigo; mi voz, que creció como un torrente gigantesco quebrador de los más duros silencios, mordedor de los oídos más sellados a la pena de los desterrados de la dicha y de la justicia. Los hombres ca-minaban despacio, no marchaban hacia la muerte, marchaban hacia la vida para entregar a la tierra una semilla que habría de germinar en nuestros pechos, en los corazones, con su tierra abonada por el odio. Íbamos a enterrar a un sacerdote, a un dios que vagaba ahora entre los humos de la muerte.

La vida continuó su rumbo; seguí asistiendo al colegio, des-tacándome entre las mejores.

Nunca entendiste el porqué de mi aplicación al estudio; te limitabas solamente a felicitarme, me pedías que continuara así. Si hubieras sabido de mis luchas interiores, me hubieras asesinado o me habrías sugerido que escogiera el suicidio. Poco tiempo después desapareció aquella que habías sido para mí. No pude perdonarte el hecho de que olvidaras a tu hombre, re-emplazándolo tan pronto como te fue posible. Nunca me expli-caste quién era aquel que te visitaba por las noches y se ence-rraba contigo en el cuarto; aquel que, luego, se quedaba hasta el día siguiente y no se iba hasta cuando, humillada, yo le servía el desayuno antes de irme para el colegio, con aquel odio, con este dolor que aún me corroe con su ácido. Salta a mi memoria con su imagen miserable de largos bigotes amarillos untados de huevo y mantequilla, que tú, solícita y humilde, le limpiabas extasiada en la contemplación de su rostro, mientras él masti-

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caba en silencio. No osabas lanzar una mirada a mis ojos, como cuando tu hombre vivía.

Eras servil con este hombre y con los otros que comenzaron a menudear por nuestra casa y por tu cuerpo, bello y irme. Luego desaparecían, pero ya habían dormido contigo muchas noches y habían leído el odio en mis ojos. Nunca regresaban. Te veía con asco; envidiaba tu belleza, y mi auto desprecio se multiplicaba con cada nuevo amante que llegaba a beber y retozar en las pla-yas de tu cuerpo. Ejercías un poder sobre los hombres. Entraste a estudiar y tu círculo se amplió hasta los artistas y los jóvenes con futuro. Bebías ahora, se reunían todos en la estrecha sala, cantaban y decían cosas inteligentes, o estupideces. Siempre te enamorabas; ahora eras de un grupo político; te respetaban en la fábrica, eras un símbolo de la lucha de los obreros; te atre-vías a decir discursos en las concentraciones, a representar a tu sindicato. Tuviste suerte. Verte, entonces, era sentirte lejana, extraña a mis miradas y al amor que, inevitablemente, formaba parte de mis sentimientos hacia ti.

Sé que continuarás callada, no responderás; debo aceptarlo como todo lo que no puedo rechazar y que la vida me lanza en cada segundo, como los besos y los abrazos de mi primer aman-te. Nunca te lo dije, pero lo sabías; te lo comentaban tus amigos, pero no me hiciste reproches. Ya era una maestrita que ganaba lo suiciente como para no depender de ti, pagar por sus locuras, por sus momentos de amor.

Ahora, cuando todo eso ha pasado, los lazos del amor me atan con fuerza al carro de la ilusión, y el misterio se me viene encima como una ola gigantesca, de la que es imposible escapar, de la que no querría huir; el amor y la muerte adorados, plenos de sensualidad y de ternura, están fundidos conmigo, sólo allí conocí el mundo agradable de las caricias, la ternura, los cuer-pos desbocados; enlazados en los abrazos ciegos y sin culpas, en busca del uno, de la conjugación y la comunión perfectas hasta el espasmo dulce del cansancio. Amé el instante de las sombras desprendidas sobre los abrazos, tan solo el deslizarse de las len-guas lascivas, escribiendo o leyendo el dulce amarse en la escri-

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tura de la piel; penetrando, recorriendo, palmo a palmo. Luego fue la codicia del buscar otros besos, otras bocas, otros caminos; ahora soy yo la sacerdotisa profana del mismo ritual que tú y tu hombre oiciasteis. Soy mi padre y tú, alternativamente; sien-to la miel de los cuerpos deshaciéndose, derritiéndose en mis labios y por mi lengua voraz, asesina del dolor y las tristezas. Ahora mismo, a pesar de que tu cuerpo reposa en su muer-te, deseo arrojarme sobre ti, lejana como estás a los fuegos del amor y de las pasiones; lejana para revivir el viejo rito, las risas locas del perderse en el ser mismo, acogotar tus miedos. Es in-útil hablarte de pasiones, ocultas como noches de pasado. Aca-so, como el aire que golpea en las paredes muertas, tu cuerpo se deshace contra el tiempo de la muerte de mis viejos sueños; entre tus carnes cerradas a la vida y al futuro. Ahora, veo des-componerse mi antigua fascinación.

He usado todas mis fuerzas para vencer la angustia y poder contarte esto, decírmelo a mí misma; pero el furor, la sed y las ansias de amar me arrastran siempre en busca de los brazos del amor. He yacido al amparo del recuerdo y la nostalgia, por largos años. Sólo espero los cálidos besos y ternuras de su cara barbada, olorosa a grasa inmunda.

En mis noches, recorro las calles de la ciudad, que me em-briaga de misterios la emoción del canto y el poema en la agi-tación de la danza y el deseo. Cargo aquí, en mi ser, viejos fan-tasmas que luchan por quebrar su abrazo mortal, cristalino, que punza mis esperas y rutas trazadas en busca del olvido.

Pronto vendrán por ti, envolverán tu cuerpo frío y lo ence-rrarán en un cajón. Después, seguirás por el mismo camino que siguió tu hombre, pero, ahora, no escuchará nadie mis gritos de protesta; sólo mi odio y mi amor y mi tristeza te acompañarán, sin que puedas evitarlo.

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MARIPOSAS

Lo encontramos al lado del camino, viejo. Estaba tan laco y débil que tuvimos que cargar con su cuerpo para llevarlo hasta la orilla del río. Allí le lavamos la cara hasta que pudimos ver-le el rostro tostado. La barba, hecha jirones, le daba una sucia apariencia. Se sentó con ayuda de varios brazos, miró al río y se quedó escuchando el rumor del agua, que bajaba sucia esa tarde. Un pájaro muy pequeño, rojo y amarillo, cantaba sobre una piedra en la otra orilla, indiferente al encanto que causaba en nosotros aquel hombre.

Muy pronto, numerosas mariposas comenzaron a bajar de la montaña. Primero unas cuantas, dispersas; después, fueron incontables alas silenciosas que revoloteaban alrededor del vie-jo. Un silencio miedoso se nos fue metiendo en el cuerpo, y con lenta prisa comenzamos a alejarnos. El hombre se vio rodeado por el vuelo de las mariposas que, inalmente, se posaron sobre su cuerpo, que tomó la apariencia de un tronco musgoso.

Luego, las mariposas se alejaron, sin ruidos, brillando aún más con los rayos del sol de la tarde que las tocaba. El hombre también alzó los ojos para verlas partir y se puso de pie, len-tamente. “Levantó sus brazos, y pudimos presenciar cuando le brotaban alas: también le brotaron antenas de la frente. Todos quedamos asombrados; más que eso, maravillados por lo que veíamos. Se fue elevando y moviendo las alas, como otra mari-posa. Se fue tras ellas y se perdió en el horizonte. Desde enton-ces, en el pueblo nadie se atreve a socorrer a las personas que se encuentren tiradas en el camino”, le dije al viejo.

Él había escuchado todo lo que le conté; no hizo ningún ges-to, ni trató de levantarse. Estaba pálido, laco; la piel era ver-dosa y sus ojos habían permanecido casi cerrados. Envuelto en esa cobija embarrada, permaneció mudo. Me alejé sin haberle prestado ningún auxilio, sin preguntarle por qué estaba allí ti-rado. Lejos de su vista, me escondí tras unos árboles y lo vi, al viejo, envolviendo la cobija y atándola sobre su estómago.

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Permaneció quieto por un momento; luego, alzó los brazos y, desplegando las multicolores alas, se echó a volar, en silencio.

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LEYENDA

Se dice que todos los hombres nacen iguales; yo no lo creo. Me dice la mujer que me asiste, desde hace algunos años, que mi madre le dijo que yo nací de manera diferente a como nacen todos los demás. Dice ella que, al nacer, mis ojos estaban tan abiertos y mi boca tan cerrada que fue necesario abrírmela a la fuerza porque me iba a asixiar; que vomité toda el agua que había tragado en el mar interior de mi madre cuando por in consiguieron abrírmela.

Dicen que los locos tenemos un nacimiento diferente; que sentimos, por ejemplo, miedos en la oscuridad, y deseos de gri-tar, de correr por el campo cuando despertamos. Pero que eso no cambia las cosas porque el mundo prosigue su ritmo de mo-notonía, de noches y días siempre iguales; la gente sigue aún riéndose con las lágrimas pintadas en los ojos y su cara de amar-gura templada como una máscara de cartón.

Todos los seres tienen derecho a existir, he oído decir. Pero en mi caso fue notable el deseo de hacerme desaparecer; me alimentaban cuando se les viniera en gana; me olvidaban en los rincones de la casa a la hora de la siesta. Mientras cada uno re-posaba en su cuarto, rodeado de calor y de paz, yo permanecía encerrado en el cuartucho de los desechos y muebles inútiles, untado con la insípida bazoia con la cual pretendían entrete-nerme para que me olvidara de gritar o de hacer ruidos moles-tos. Así, podían ellos permanecer tranquilos, sin acordarse de la miserable existencia que llevo.

Tengo aún, ahora cuando escribo, a mi vista y grotescamen-te retorcido, el cuerpo de prima Ana; la golpeé en la cabeza con aquella varilla, la que puedes ver aquí, a mi derecha. Fue un gol-pe fácil y certero; el motivo es lo más importante: no me gusta que pasen por mi lado y que me hablen sin mostrarme los ojos, aunque sea de vez en cuando. Ahora, espero que vengan a reco-ger su cuerpo que empieza a despertar y a moverse con dolorosa lentitud, mientras escapan débiles quejidos por su bella boca.

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Ya se abre la puerta. Mi madre ha gritado al ver el cuerpo de prima Ana en el piso; ahora huye. También tío Julio asoma su cabeza por el hueco de la puerta y, al verme, se lanza contra mí; me golpea con fuerza y odio mientras me insulta; sangro abun-dantemente; los golpes no duelen mucho; mis sesos se mueven tras cada golpe; caigo en la cama. Tío Julio me mira horroriza-do y me escupe; luego, llega hasta donde prima Ana, la toma entre sus brazos y sale con ella del cuarto después de haberme pateado por última vez. Mamá ha vuelto y me mira con los ojos atónitos, cierra la puerta sin atreverse a entrar. Me he quedado solo en este cuarto oscuro; apenas usted puede verme ahora, sin poder ayudarme porque soy el personaje de una historia; usted también lo es, pero de una historia distinta.

¿Ves cómo sangro todavía? ¿Ves estas manos…? No me al-canzan para tapar mis heridas. Ahora, déjeme, lector cobarde… ¡Váyase…! No moriré, no se curará jamás mi colección de heri-das. Váyase de una vez, yo no puedo morir.

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EL QUE OYE CONSEJOS

¡Cómo te dejaron, hombre...! ¿Te duele mucho...? ¿Sí...? ¿Cómo? Ah! entiendo. Eran bastantes, ¿verdad? ¡Siii... a mí me contaron cómo fue! Al menos, eso me han dicho...

¡Pero, si casi te matan, caramba! No debiste haber dicho nada, y menos ponerte a gritar y amenazar a esa gente. Ellos tienen sus razones para ser así. Vos sabés que eso de las inva-siones no es ninguna cosa nueva; la gente no tiene techo para vivir, y vos sabés… esos lotes vacíos... ¿te duele mucho? Ojalá pudieras hablar y contarme lo que decían. Me los imagino, gri-tando: ¡Abaajoo! ¡Arribaaa! ¡Ja… Ja…Ja! Claro que… siempre es así. Pero, ¿sabes?, no debieron amenazarles con quemar los ranchos; faltó cabeza fría de parte del capitán. Aunque me dije-ron que todo pasó cuando él se fue en la patrulla por refuerzos, porque la gente no quería irse, y se enfrentaron con palos y gri-tos, hasta piedras le tiraron a la patrulla.

¿Cómo hay de moscas, no...? ¡Y este olorcito!Ya te vi, hombre, compañero. No, no llores; pues... lo que

debes hacer cuando estés de secreto es no ponerte a mostrar el revólver, ni a decir cosas contra ellos, ni a decirles invasores. Fresco, pues. Tranquilo. El doctor dice que andarás en pocos meses. Cuídate...

Cerraré la puerta para que no se vayan a entrar... ¡Las mos-cas, hombre...!

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LA CONFERENCIA

280c. El doctor sabía mucho sobre los astros. Habló del sis-tema solar, de la formación de los planetas, de las causas físicas que permiten ver estrellas apagadas. ¡Qué interesante!, ¿no?!

El hombre que estaba sentado a mi lado no había pestañea-do, hasta ese momento, ni una sola vez. Llevábamos cuatro ho-ras en ese salón, pero valía la pena saber lo que pasa cuando dos estrellas chocan, y lo que las centellas que uno creía cosas del diablo, bueno... (Aplausos, muchos aplausos).

Luego, se abrió la discusión, el espacio para las preguntas. Un tal señor, no, un tal Mr. Smith... habló con gran propiedad y mal español de no sé qué vainas y, al inal, dio respuesta a la pregunta que él mismo había formulado; después, Madame Pecouché —lindos ojos verdes— que la teoría de la relatividad de Einstein... ¡Caramba! Esa mujer sabía mucho. Herr Grugg-emberg también habló y, el señor Burosothama y la señora Par-thasarahthi y el señor Valentino y los doctores tal y tal y pascual. Monsieur Pierre Raymond dijo que ahora se concedía el uso de la palabra al público no especializado; aclaró que era esa la últi-ma pregunta y mi amigo —aunque yo en realidad no conocía, le diré así— levantó su mano y tuvo el honor de que se le concedie-ra el uso de la palabra. El público asistente volvió sus ojos hasta nosotros; yo sentía que me miraban más a mí que a él.

29ºc. El hombre, mi amigo, se puso en pie y señalando al conferencista, le dijo:

—¡Doctor, usted si habla mucha mierda!

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DESTINO

Descubrí, sorprendiéndome a cada momento de mí mismo, que la amistad nacida entre Andrés y yo iba siendo cada día más estrecha; nos visitábamos a cada momento, con el más insigni-icante motivo: hacíamos de cada encuentro una celebración. Su mujer, al principio, distante conmigo, fue acercándose más al círculo que formábamos su esposo y yo.

Cosas de la vida, el tiempo que no perdona a los mortales comenzó a pedirle cuentas a mi amigo. Estuve presente durante todo el proceso de su enfermedad hasta su inevitable muerte. Me encargué de todo: el entierro, las misas, las niñas y la viu-da. Nada se hacía en esa casa sin mi aprobación. Despaché a la muchacha del servicio y me traje a servir a una tía vieja que me había pedido el favor de ayudarle a conseguir un sitio en donde vivir porque su hija la había despachado deinitivamente. Tenía la ventaja de que no le pagaba sueldo y, al contrario, ella debería estar agradecida conmigo por haberle resuelto la desesperada situación en la cual se encontraba; tenía garantizada la vivienda por todo el resto de la existencia que le quedara.

Administro los ahorros que, a lo largo de veinte años, hizo mi amigo; deino los gastos de la liquidación de la empresa don-de trabaja por quince prósperos años que le permitieron ganar un salario del que ahorraba más de la mitad porque su mujer, quien trabaja de maestra en el pueblo, hacía la mayoría de los gastos. Sólo una deuda, muy pequeña por cierto, era lo único que afectaba la supuesta riqueza de mi difunto amigo.

La primera noche que dormí allí fue por causas del azar; llo-vió tan copiosa y majestuosamente que, comprensiva, la viuda me pidió el favor de que me quedara para acompañarlas aquella noche. Cuando supuse que todos dormían me senté en la cama y aspiré el aroma del perfume femenino; esto me decidió y, sin vacilación ni temor de hacer ruidos, penetré en su cuarto. Creo haber sentido cuando respiró profundamente, pero no la vi mo-verse; acaso un sonido como del roce de los párpados sobre la

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pupila, con ese chasquido de las lubricaciones en los parpadeos. El olor del perfume era más fuerte ahora, como si hubiera sido apenas untado pocos segundos antes. Sobre la mesa de noche estaba el pequeño frasco; al intentar levantarlo resbaló su tapa y estuve a punto de derramar el contenido. Como si hubiera comprendido el apuro en que me encontraba, se dio vuelta y, al hacerlo, su desnuda espalda me sonrió, invitándome al beso y al abrazo. Aproveché que estaba de espaldas y, rápidamente, en silencio, tapé el frasco. Me le acerqué y pasé mi mano por su cuello; esto la obligó a encogerse y lanzar un leve quejido de satisfacción, como diciéndome “no pares”.

Sentado sobre la cama, a su lado, levanté las cobijas y descu-brí su total desnudez. La penumbra del cuarto era casi de luz y descubrí un lunar oscuro y saliente que adornaba la conjunción de las nalgas; pequeños vellos negros cubrían el inal hondona-do de la columna vertebral. Mis dedos se deslizaron por toda su piel y, luego, halándola suavemente hasta mí, la hice rodar has-ta el abrazo y el beso que, tímidos al principio, se convirtieron en quejidos y rugidos de bestias destrozándose. Decíamos nues-tros nombres, y “te amos” ininitos, apretándonos tan honda y tan apasionadamente que sentíamos dolor tras cada golpe de choque de los cuerpos.

El abrazo hablaba, aunque ahora mucho más suavemente, ya cálidos los cuerpos y somnolientos de satisfacción; con furtivos besos en los ojos cerrados la vencía, mientras con la punta de los dedos aún rozaba su piel que se erizaba y algún espasmo la dejaba como estatua de madera entre mis manos. El aroma de nuestro sudor y descargas seminales, el calor bajo las cobijas nos fueron adormeciendo; dormir así, aun, sabiendo que desde entonces mi vida ya no sería la de antes, enfrentado al miedo de tener que salir a cumplir compromisos sociales nuevos, que me había convertido en un padrastro y en un marido que debe-ría ser amablemente irresponsable… pero dormí sin pesadillas. Creo que tuve hermosos sueños aquella noche.

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TRAICIÓN

Ligeramente mía y silenciosa fue la esposa de José desde los primeros tiempos: su madre la ocultaba de mis ojos aun en los días estériles de la infancia apasionada. Ella ha vivido al lado de la risa burlona que tejo como una telaraña oscura sobre los andenes de su connubio.

He bebido de sus aguas tormentosas, como el náufrago que sacude el espasmo, de su cuerpo envejecido por los besos del esposo engañado por mi risa de amigo y mis sonrisas de socio satisfecho pero honrado.

Torno a la oscuridad del cabaret donde gravitan coros de vo-ces aterradas por el engaño oculto de sus negros ojos de mis-terio. Ella vuelve sus manos de secreto pálido, entre el vello castaño de mi sexo adormecido por los años que lentamente se encanece con la baba de sus ancianos besos.

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ARTESANO

Cuando el viejo escogió el andén de enfrente para morirse, lo sospeché. No he cometido ningún crimen al hacerlo, sólo lo vi, secándose al sol, como un cuero viejo que se endurece poco a poco.

Ni sangre tenía el viejo; un cortejo de moscas bebía sus últi-mas aguas, en una libación orgiástica, sin recatos ni límites.

Los materiales para trabajar la zapatería están muy caros, sobre todo el material para las suelas. Son muy buenas las sue-las que he fabricado con la piel del viejo; su cráneo pelado son-ríe en medio de los zapatos que tengo en el mostrador. La piel de viejo es resistente, aunque un poco tosca.

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LA RISA ASESINA

La muerte nos viene con una risa estúpida que no podemos detener. Hoy he visto a una mujer hermosa: el pelo largo y ne-gro caía sobre su espalda como un río incontenible de sensuales olas; las manos lánguidas reposaban en su estómago de bestia hinchada. Al mirar a su cara, la vi tan hermosa que no pude re-primir la risa que me brotó como una erupción peligrosa.

El hombre que estaba a mi lado comenzó a reírse. El temblor agitaba todo su cuerpo, la carne le bailaba con un ritmo propio, bastante libre y desordenado, hasta hacerlo correr. Se alejó con su risa escandalosa unos cuantos pasos y empezó a inlarse por la risa asesina. Su cuerpo crecía y se hacía más liviano, hasta que comenzó a elevarse con la risa, como un globo grotesco. La gente se amontonó en las calles para verlo, los niños gritaban y empezaron a lanzarle piedras. No había alcanzado mucha al-tura, cuando explotó. Creo que uno de los chiquillos lo alcanzó con una piedra.

Ojalá no me alcancen a mí con sus pedradas.¡Ah… Esta risa es maravillosa!

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INFORME DEL GUARDÍAN ESPECIAL PARA LA COSTA

Obviamente, el autor de la “Carta a los jefes de la isla prisión” ha descuidado, malévolamente, algunos aspectos fundamenta-les del inal de la historia, la cual interrumpe a su capricho para quedarse en el simple planteamiento de la llegada de la señorita M. a esta isla. Me siento obligado a completar la relación de los acontecimientos que siguen, aunque sea un breve esbozo, para señalar mi participación en tan indigna pero deprimente suce-sión de hechos absurdos, frente a los cuales el dicho pintor H. no quiere reconocer más importancia que la suya propia, no sé con qué intenciones pone así de maniiesto cierta pesarosa ale-gría o maldad.

Comenzaré por airmar que lo que aparece como una posibi-lidad —según H.—, el de la llegada de la artista a estas tierras, se realizó efectivamente; la vi cuando recién había llegado y el revuelo de sus carcajadas detuvo el azar, al que había encomen-dado la conducción de mi inspección obligatoria frente a la isla, intentando descubrir cualquier trama de los cómplices de los reclusos para ayudarles a escapar. Sé que no sólo era el deseo de cumplir el deber, sino la intención de descubrir a la artista, pues los rumores llegados por telégrafo acerca del peligro que podría representar para el orden y buen funcionamiento de la vida de condenados y empleados del gobierno, rumores que habían lle-gado con cierto secreto y burla por parte del jefe nacional de prisiones (quien pareció muy divertido por tan hermoso peligro de sublevación) movieron mi ánimo y fantasía a convertirla en una especie de espíritu marino de la sensualidad, más peligroso que la picadura de los mosquitos del sueño y la locura, imposi-bles de erradicar hasta ahora, a pesar de la ayuda prestada por las autoridades norteamericanas.

Al verla con sus dos acompañantes (no uno, como señala H. en su carta) tuve la intención de detenerlos a ellos y coninarlos en alguna de las mazmorras especiales, en tanto que yo me ha-

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ría cargo de la hermosa hasta que confesara todos los crímenes (o seducciones, como dice H.) y obligarla a cometer uno más conmigo; no obstante, obligación, imposición, me remitían con mucha facilidad los reglamentos, las torturas y castigos, tan co-múnmente empleados por mí en situaciones que, obviamente, no se relacionaban con el amor y el arte; como quien dice, me pareció este método muy carente de imaginación y creatividad. Por lo demás, me hubiera sido necesario justiicar con una or-den de detención a los acompañantes, quienes en realidad, y pensándolo bien, no constituían gran estorbo para la satisfac-ción de mis intenciones.

La idea de cuánto deseaba hacer no estaba muy claramente inscrita en mi conciencia y dejé a mi “inspiración” el plantea-miento de la táctica más adecuada a ser puesta en práctica. Lo que hice fue lo siguiente:

Al encontrarles me acerqué amablemente a ellos y les acom-pañé, en un largo paseo, a lo largo de la playa; les prometí hallar el mejor lugar para que pudieran acampar. Ibamos los cuatro, muy alegres; ellos, pegados de mis palabras y conocimientos de la región, sus peligros y bellezas, las posibilidades de encontrar preciosos paisajes, etc. Les señalé las cuevas junto a las cuales se tejían inmensos racimos de ostras, bancos de camarones y de peces, indicándoles, al mismo tiempo, la mejor manera de cazarlos sin poner en peligro la vida. También les di muestras de mi valor frente a los peligros siempre presentes del mar; aun ese, tan calmado aparentemente, pero plagado de asechanzas. Me lancé a las aguas, nadé incansablemente, hasta que mi ca-beza no era, ante sus ojos, más que un pequeño punto imposible de imaginar. Regresé con una sonrisa en mis labios y recibí el abrazo imaginado de la Srta. M. Competí con los nativos en di-fíciles ejercicios de natación y buceo al pulmón, siempre los de-rrotaba y, luego, me marchaba cuando los tres estaban agotados de la jornada y sólo tenían alientos de dormir.

Algunas veces me aparecía en medio de la madrugada con un jabalí agonizando y con mi cuchillo ensangrentado; les des-pertaba y apilaba más leña en torno del fuego preparado para

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espantar a las bestias, obligando a los varones a preparar un asado que yo dirigía con dulces palabras mientras la Srta. M. y yo nos divertíamos de la inutilidad de aquellos hombres; al mis-mo tiempo, yo no desperdiciaba la oportunidad de darle besos en las manos o mostrarme conmovido por sus poéticas frases, abrazándola y obligándola a regalarme con sus caricias. Bebía-mos vino de palma alrededor del fuego, mientras le dedicaba canciones que acompañaba divinamente con la guitarra que llevaban y que ninguno de ellos sabía interpretar. Hablábamos incansablemente, comíamos, bebíamos y hasta bailamos algu-nas veces. Era muy alentador para mí sentirla entre mis bra-zos y explotar en aquella alegría del amor que ya veía surgiendo de su ser, como la miel salvaje de aquellas colmenas silvestres que supe descubrir y mostrarles, ofreciéndole a ella su dulzura. Cuando los hombres se habían embriagado y dormían bajo la picadura de los moscos, M. y yo nos tendíamos en la arena y nos prodigábamos las más tiernas caricias.

Los ojos encendidos de la artista devoraban la piel de mi cuerpo, con un deseo que ya sabía dónde iba, pero no me apre-suré a buscarlo, tendría que llegar, el odio y la impotencia de los acompañantes me seguían con sigilo en cada visita hecha por mí; los veía disgustados al pintor y al fotógrafo, y ella, la pasión perseguida, los olvidaba cuando aparecía yo con algún regalo y frasecitas burlonas para ellos; dichas, claro está, con la mejor intención del mundo. Creo que ellos no supieron inter-pretar el reto, y no se atrevieron a luchar contra mí más que con el resentimiento y la injuria; lo presentía, y creo que la actitud protectora que la señorita M. me prodigaba, tenía como objeto demostrarles que de nada les valdrían sus marrullas e intrigas.

Ella había llegado al paraíso que buscaba, mientras sus ami-gos no estaban muy lejos de caer en el más terrible inierno de desesperación e impotencia; la soledad del grupo frente al mar, como los primeros hombres luchando por conseguir a la única mujer estaba ahí, pero alguien (en este caso ellos) debería per-der y someterse a la ley del más fuerte... Y ella, así sometida, caminaba sobre la arena, entre la selva bajo mi abrazo, besán-

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dome el pecho, acariciando mi cabeza, hasta que era inevitable la prolongada cópula bajo la luz de la luna, entre las inmensas raíces de un árbol cómplice, sobre la arena tendidos o nadando unidos en el cálido mar rugiente de las noches.

Me atraía ieramente como sólo sabe hacerlo una hermosa alimaña venenosa, pero fantástica. Si el señor H. me hubiera visto en aquel tiempo o hubiese siquiera sospechado la aventu-ra, no sólo hubiese pedido precaución a los jefes de la prisión, sino que, incluso, hubiera deseado ser uno de los dos acompa-ñantes derrotados por mi, por el simple placer de odiarla más de lo que parece odiarla, aunque al inal, lo sospecho, terminaría asesinándonos, al menos a mi. O habría buscado la manera de que le encerrasen con todos los reclusos para someterse al peli-gro de su inlujo y, una noche, con otros prisioneros, planear la huida hasta la costa con el sueño de encontrarla.

¡Oh...! Cuántas semanas se acumularon en aquella aventura; mezclé la vigilancia de los condenados de la isla (junto a los cua-les se hizo retratar en sus chozas, mientras bebía a carcajadas el agua de un coco que bañaba su cuerpo) con cáusticas palabras lanzadas a sus amigos; mi cargo de Guardián especial adqui-rió para mí el sentido más alto que jamás tuviera ni tendrá ya nunca, de amante que odia tiernamente el objeto de su amor. Me atreví a posar desnudo junto a ella, abrazado a su cuerpo desnudo y hermoso durante largos minutos, para que el pintor, al inal, desistiera de su empeño cuando apenas había esbozado unos trazos, furioso acaso al sorprendernos en un beso necesa-rio para frenar el deseo que nos poseía de dejarnos caer sobre la arena y revolcarnos en amorosa furia.

Se marcharon al día siguiente, sin avisarme previamente; supongo que han ido a continuar sus vidas junto a los viejos amigos a quienes mentirán todo el tiempo borrándome de sus historias fantásticas. Hablarán a los artistas de las rayas sin sentido y de los fondos manchados de telas que pudieron haber destinado a mejores ines, por ejemplo, para hacer manteles o cortinas.

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H. debería venir aquí para que, juntos, sentados en la playa y en silencio, contempláramos la danza que la señorita M. ejecuta cada noche; debería venir a contemplar conmigo el fantasma desnudo de su cuerpo que danza sobre las olas de este mar, frente a la isla prisión. Si H. viniera a gozar a esta isla a la que estoy eternamente condenado en espera de su regreso…

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ROSITA

Rosita abrió sus lindos ojos azules llenos de sueños y encanto en la mañana. Se levantó despacio y pensó —llena su mente de amor— que tal vez esa noche, como todas las otras, no podría pretender que los bellos muchachos que visitaban a su hermana se ijaran en su cuerpo, o escucharan sus opiniones. Ya levan-tada y lavada su carita, se miró en el espejo en el que vio una muchachita pequeña, de grandes ojos azules como los suyos. Se quedó mirando aquellos ojos que eran el lago inmenso de donde se derramaba su tristeza en forma de llanto imposible de dete-ner, amargo llanto transparente como sus sueños de eterna ena-morada. Luego, deslizando su laca mano, la niña aquella del espejo, como por arte de magia se presentó, peinándose unas cuantas hebras puestas a manera de cabellos que cubrían una masa grande y pálida con pretensión de cabeza.

En un tiempo mágico y lento, aquella cabeza fue acercando sus ojos a los de Rosita, mostrándole unos pedernales inmensos a manera de dientes, que surgían entre los labios rosados de una pequeña boca. Rosita no se asustó, sin embargo, por aque-lla horrible visión; se había acostumbrado a ella. La veía cada día. Luego, pensando —quizás apremiada por las obligaciones que había aceptado en esa casa sin saberlo— Rosita se dio vuel-ta, se dirigió a saltos cortos y alegres hacia la puerta de su cuar-to; la visión dio vuelta y, a saltos cortos y alegres, se alejó de la supericie del espejo hacia el fondo de este, arrastrando consigo un cuerpo laco y débil, leve como un fantasma que estuviera familiarizado con la cotidiana realidad de la existencia humana.

Fuera de su cuarto, Rosita se vio envuelta en un movimiento agitado, de ires y venires. Por primera vez pudo ver a su her-mana y a sus amigas vestidas con ropas sucias y viejas, hacien-do el oicio de la casa. Lo que le disgustó poco después fue que hubieran sacado el gran espejo que siempre tenía en su pieza y que lo hubieran puesto en una esquina de la sala. Se acercó a él y comprobó con descanso que la visión de siempre no se había

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marchado, a pesar de haber sido bruñida con ahínco y casi con odio por su hermana y sus amigas.

Cuando la iesta se encontraba en el punto de alegría más alto, todas las miradas se pegaron en el bruñido espejo al ver en él a una igura pequeñita, delgada, que palmoteaba y saltaba al ritmo de la música. Todos los bellos muchachos se quedaron pe-triicados viendo cómo aquel monstruo lanzaba al aire convulsi-vamente unos zapatos pequeñitos de muñeca y se levantaba un faldón mugriento por encima de las piernas, dejando observar un cuerpo picado de viruelas y arrugado, como de recién nacido.

Todos veían, sin poder evitarlo, que aquella igura se quita-ba los calzones pequeños y daba vueltas locas como un trompo. Nadie podía entender nada; la angustia y la vergüenza les hicie-ron bajar las miradas del espejo y quedar inalmente quietas, posadas sobre el cuerpo de Rosita, desnuda, quien en un éxtasis profundo yacía en el suelo agitándose frenética. De sus lindos ojos azules, como lagos, se desfeaban transparentes lágrimas de sincera entrega amorosa. Los bellos muchachos se fueron. Ro-sita no entiende por qué le quitaron el espejo de su pieza, ni por qué debe encerrarse en su cuarto cuando llegan las visitas.

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SOLIMÁN

Cuando la abuela llegó para habitar en esta casa trajo cajones y materas, tiestos que sólo eran tumbas y osarios donde reposa-ban las hierbas utilizadas para hechizar al mundo de la muerte y los dolores. Los muebles viejos y rayados, chillones, espanta-ban con sus gritos a nuestros muebles que se arrinconaban en las paredes, subiéndose unos encima de otros, sobre las mesas y los cojines recién hechos con nuestras medidas más precisas, que servían de camas, capaces de seguir las curvaturas de los cuerpos. Ahora, venían esos armarios monumentales a ocupar los espacios en donde a veces nuestra libertad lanzaba coces y gritos de bandido.

Una invasión de males comenzó a crecer en mí, desarrollán-dose en espirales líquidos de mágicas venganzas. Y allí, sobre su pelo blanco, entre la piernas trenzadas de venas a punto de explotar, en los dedos anudados como si tuviera anillos puestos bajo la piel amasada en arrugas, veía yo las aguas de sus ojos, como cielos de verano en los relejos de su malvada forma de hundirlos en mi rostro, como dagas que abrieron túneles por donde me brotó el odio y el deseo de contemplarla muerta.

Luego fueron los besos de su boca estirada y bamboleante de chochez. ¡Cómo no se murió con el sapo que escondí bajo su almohada…! Si era un monstruo cazado con el deseo de verlo devorándola con un golpe de su lengua engomada y rugosa. In-tenté derribarla de la silla cuando me tocaba mecerla, y ella se carcajeaba sin temblor, gozándose con mi lucha por volcarla y poderla contemplar en su agonía de sangre tras el golpe. Todo la protegía; cambié y mezclé sus medicinas, pero ella sólo sentía los efectos que superaba con leve mejoría en esa muerte.

Enceraba los pisos con odio, y todos se alegraban al verme así, aplicado a los oicios de la casa, en vez de andar inventando travesuras con esos chicos malvados que mataban pajaritos en los patios y parques; me sentía un puro ángel, un ser de divina maldad, siempre al acecho de la presa que enterraría en el insa-ciable camposanto.

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La imaginaba muerta y me producía tanta ternura, tal belleza se me revelaba, que lloraba en silencio, envidiando desde en-tonces el placer que me deparaba el futuro tan buscado a lo lar-go de los años. Luego, le lanzaba cosas, tratando de acertarle en el centro de su estómago hinchado como el de una embarazada por la muerte en espera de parir la destrucción de su ser. Acaso, también el miedo de ver realizado mi deseo desviaba los dardos de mi mano inocente y desconocedora de la lucha que se agitaba alrededor de mi pequeño corazón desfondado, con sus hilachas colgando de la herida. Por eso mi mano seguía lanzando cosas que explotaban siempre contra la silla, sin tocar a la abuela.

Cuando regresé esa noche de la clausura vi tanta gente alegre por la casa, mirando maliciosa y con la vista baja… pensé que, acaso, era por mí; en cierta forma lo era, pues la abuela había muerto en la silla, y que gritó un poco antes de morirse porque el cacto venenoso que dejé olvidado allí la había matado por mí, sin yo habérselo pedido.

El médico certiicó que hubo un paro cardiaco por desgaste nervioso y por la pena que le había causado la muerte del abue-lo. Supe, entonces, que la abuela había quedado viuda hacía po-cas semanas y ella sola “no se sentía con ganas de vivir”. Fue entonces cuando mamá habló con su marido y fueron a hablar con el chofer de un camión; mamá se fue en un taxi por ella, y cuando apenas se iba a ir mi papá con el camión, llegó su sue-gra, con un vestido negro que nunca se quitó, gastado y brillante como si estuviera engrasado o untado de agua.

Tenía tanta vejez en el semblante, tanta tristeza, que fue mi papá quien comenzó a dar berridos, y nos abrazábamos los tres, todos llorando, como si ya estuviéramos recibiendo el cadáver de mi abuelita.

Ahora, cuando salga el entierro y estemos pasando junto al parque donde pensé regalarle unos patines para echarla a rodar por la pendiente, rumbo al río, ahora, digo, sé bien que lloraré; nadie sabrá si son los sollozos o las carcajadas los que me harán temblar tanto que otro tendrá que poner su hombro para cargar el ataúd.

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Pero antes debo tirar a la basura ese cacto con espinas unta-das de sangre y manteca de la abuela que, a pesar de todo, no se desinló.

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CONFESIÓN DEL CRIMEN

Ya no puedo negarlo, es cierto que lo maté; fue un acto preme-ditado. Cavilé una noche sobre esto, buscando la manera menos comprometedora para mí. He tratado durante muchas noches de borrar aquel instante, pero sus palabras inales siguen gol-peando en mi cerebro con la insistencia de aquella gotera que cae monorrítmica en el platón que he puesto, rescatándolo de entre los muebles que le sirvieron durante mucho tiempo y, que ahora, sólo disfrutan las polillas y las cucarachas.

Es difícil comenzar a desglosar detalles, circunstancias, mo-tivos, envidias o rencores para reconstruir la historia transcu-rrida hasta antes de su suspiro inal. Lo diré sin más tapujos: lo maté porque lo envidiaba y le temía. ¡Ah...!, sólo aquel que haya pretendido ser un gran lector y esté convencido de saber más que quienes le rodean, puede entenderme.

No diré su verdadero nombre; le llamaré Iván, sin ocultar a nadie que murió cuando había estado nutriéndose en las pági-nas del divino Tolstoi.

Ustedes conocen la biblioteca del pueblo: está exagerada-mente surtida; si acaso viene alguien es para que yo le lea algún capitulo de Balzac o Las aventuras del Conde de Montecristo. Han observado, seguramente, que los intelectuales de la capital vienen aquí los ines de semana a emporcar el piso con las coli-llas de sus malolientes cigarrillos, o con los papelitos de bananas y otros dulces; en síntesis, nuestro pueblo tiene una grandiosa biblioteca de la que debería estar orgulloso, aunque más lo estoy yo por haber leído gran parte de sus volúmenes.

Fue hace poco que descubrí a Iván. Ya lo había visto otras veces pero entonces me percaté de que no quería salir de noche ni de día de la sala; era, en el sentido amplio de la palabra, un ratón de biblioteca. Al pensar en esto, me decidí a conversar con él.

—Buenas tardes, Iván...—Buenas, Licenciado.

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Nunca antes le había hablado, me había limitado a verle co-rrer tras los libros, esconderse tras de ellos hasta cuando cual-quier lector ruidoso, o yo con mi carraspera, lo espantábamos. Se ponía primero alerta y, sin hablar, se marchaba para volver a aparecer cuando reinaba la paz nuevamente en el local.

Yo admiraba su timidez. Era laco, estirado, no muy largo y siempre vestía su abrigo de piel gris o azul.

—¿Qué le parece nuestra biblioteca? —¡Maravillosa! Si no fuera por los libros, creo que ya estaría

muerto; ellos son los únicos amigos verdaderos. Qué importan-cia tiene que cualquier Quijano enloquezca; yo creo que eso es un puro cuento. Me puedo hundir entre todas las novelas de caballería posibles, puedo quedar atrapado, aplastado bajo sus volúmenes, como me ha sucedido tantas veces, pero vuelvo a aparecer y, entonces, a disfrutar con el amparo de la sombra de Goethe, o a deslizarme entre los tomos balzacianos, emprender la búsqueda de tiempos perdidos entre los libros de Proust, pero regreso.

—Yo también le corté su discurso para hablar de mis lectu-ras— gozo con los libros. El glorioso Lamartine, el encaramela-do Góngora, el dulce Gide...

—No estoy de acuerdo con la dulzura de Gide; creo que sus Alimentos Terrestres son algo difícil de digerir. Me quedo con los tratados de Magia Negra y las profecías de Nostradamus; eso sí es delicioso, lo he roído con deleite, poco a poco.

—Tal vez... yo poco frecuento esas lecturas; es más, esos li-bros hace mucho tiempo que no los toco y, hasta creo, están bastante deteriorados.

—¡Ya lo veo... ya lo veo! No me lo diga a mí, esos libros son mi refugio. Allí donde no va nadie, allí es en donde yo puedo es-tar porque los libros del tal García Márquez, o de los del llamado Boom, o del tal Neruda, no..., realmente son para mí la muer-te. En tal caso, preiero a los clásicos españoles porque todo el mundo habla de ellos pero nadie los lee, además...

En ese momento llegaron los chicos de la escuela con su vieja maestra y tuve que atenderlos. Cuando miré hacia donde había

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quedado mi amigo, ya había desaparecido. Esa misma noche preparé la trampa. Nostradamus era su refugio, él lo dijo, sin saber que también sería su inal.

Al día siguiente fui a ver el resultado de mi gestión, lo en-contré agonizando, la cabeza reposaba bajo el duro alambre, sangraba por la nariz todavía y su cola temblaba con los últimos estertores de la vida. Lo alcé, conmovido, y lo coloqué sobre una de las mesas de lectura.

—Perdóname, pero debí hacerlo —le dije.

Me miró con sus ojitos vidriosos. Una lágrima inal temblaba en su mejilla peluda, mientras la cabeza, destrozada, intentaba levantarse. Afuera llovía y el día, gris como la piel de Ivan, pa-recía un cadáver.

Quiso hablar y sólo consiguió estornudar, antes de morir. Su estornudo me pareció una palabra. Creyendo dar cumplimiento a su último deseo, lancé una mirada al gigantesco tomo de Gue-

rra y paz, de Tolstoi, que había empezado a devorar con amor.

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EL ZANGANO OBRERA

A Horacio Quiroga

En la vida de las colmenas todo va en perfecto orden. Cada reina, a su alrededor, tiene organizado el destino de futuras ge-neraciones de obreras, zánganos y reinas que perpetúan la vida de la especie. Laboriosas obreras van y vienen durante el día, desde que el sol despunta en el horizonte hasta cuando les es llegada la hora de retirarse al fondo del mar. Los zánganos, ner-viosos, agitaban el ronroneo de las alas que anuncian el viaje nupcial que invadirá con el sentimiento de la misión perpetua-dora, a uno de ellos, cuando deposite su semilla en el cuerpo de la joven reina.

Vivir observando el transcurrir de la colmena es el permanen-te oicio de los zánganos durante su corta existencia. Mientras ese famoso vuelo ocurre, en una monotonía pesada, son testigos de la llegada y partida de abejas exploradoras que transmiten un invariable mensaje señalador de que “en tal dirección, a tal distancia, en un ángulo de n grados con relación a los rayos del sol hay un cultivo de lores sin fumigación”; o “en tal dirección hay un hombre que llena el aire con dulce aroma de caña”. Se van, como autómatas, en busca del néctar, o a caer en ardientes espesuras almibaradas. Muchas obreras mueren en este oicio; es un nefasto suceso que, sin embargo, no altera la agitada vida de la colmena.

En los colmenares no existen instituciones educativas y, por consiguiente, tampoco discursos educativos; existen prácticas que nacieron con la especie y que modiican la naturaleza de los individuos y, así mismo, su papel en la colmena. Estas prácticas son alimenticias, como sucede entre los humanos, determina-dos por la nutrición.

Según reza en la constitución de todos los colmenares, tanto en los que se agitan en su estado natural, como en aquellos que son manejados en bonitas cajas cuidadas por los hombres, el

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orden de escogencia del oicio y el destino de cada uno está ins-crito en su propia naturaleza. Pero el modo de ser alimentada una abeja transforma unas simples larvas en preciosas reinas. Cuando una de ellas está madura, parte acompañada de un nu-meroso cortejo, formado por obreras y zánganos que morirán en su lucha por fecundarla.

Un zángano, en su oicio de observación, súbitamente, se enamoró de una de las obreras de la colmena. Este hecho, im-previsible, no puede escapar de los hilos que reproducen las historias de amor. El zángano de esta historia sintió, como los humanos, necesidad de confesar sus sentimientos a la elegida; la destacó entre el ir y venir vivaz del grupo de obreras aladas, perfumadas con el polen que traían pegado a sus febriles pa-tas, pobladas de pelillos; contempló la enrrollada larga trom-pa, almibarada con el néctar de las lores visitadas y admiró la sensual danza que emprendía para señalar a sus compañeras la dirección del futuro vuelo de un grupo recolector, que se guiaría por la luz solar y el pensamiento geómetra de la especie; le con-movió, hasta la ansiedad, el ritmo de sus delicadas antenas que, para su naciente amor, le señalaban que tan sólo ella expresaba la gracia y la belleza.

Se airma que los zánganos no piensan, pero éste pensó. Se dispuso a engañar a todo el sistema para poder danzar y expre-sar su sentir, para descubrir lo que sentía por ella; su acto la im-presionaría, la transformaría, la atraería y lo podría compren-der. Se disfrazó de obrera. No era difícil que le confundieran con una de ellas porque era un zángano enfermizo, de escasa talla. Debido a esto, era objeto de ridiculizaciones frecuentes por par-te del grupo de zánganos robustos, y por otros no tan robustos pero que zumbaban fuerte y se creían con autoridad para bur-larse de él. No los odiaba porque entre los zánganos no se desa-rrolla este sentimiento; sencillamente no se sentía a gusto entre ellos y evitaba estar en su compañía.

Su primer acto de simulación sólo pasó como sospechoso pues, aunque portaba —como las obreras— el aromático po-len pegado de las patas peludas, no cargaba ni una sola gota

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de miel. Durante toda la jornada había intentado acercarse a la obrera —sin que lo notaran las demás— pero no logró hacer que ella advirtiera su presencia. Regresaron, nuevamente, a otra in-cursión y, durante ella, el zángano enamorado se dedicó a corte-jar a la preciosa elegida. Ocupada como estaba, en la recolección y la búsqueda, no había reparado para nada en él; solamente, cuando se vio importunada en sus precisas labores, zumbó con disgusto, levantó frente a él sus antenas y... como un rayo, el amor unió aquellas vidas que, en adelante, no podrían existir más la una sin la otra.

La obrerita perdió unos segundos preciosos de labor por cul-pa de aquella percepción; sentía que una obrera más fuerte que ella se había metido en su ser. No le pareció una obrera hermo-sa, no, pero sintió que la estaba amando. ¿Era esto permitido entre las obreras? ¿Estaba este sentimiento, esta sensación, de acuerdo con su naturaleza? Reaccionó y, de inmediato, perdió la noción provocada por aquella nueva realidad; recogió un poco más de polen y, un tanto indispuesta, regresó, antes que ningu-na otra, a su colmena. Alegó ante las guardianas por su malestar repentino. Después de una seria reprensión le permitieron reti-rarse a descansar, pero solamente cuando hubiese sacado de la colmena los cadáveres de algunas abejas que se habían muerto intoxicados con el polen de unas lores de vivero; no alcanzaron a danzar para señalar el lugar de donde procedían.

Había logrado recoger y amontonar sólo una docena de difun-tas abejas cuando escuchó un altercado en la entrada posterior; tendió las antenas hacia el sitio del revuelo y un sentimiento de angustia agitó sus alas. ¡Era ella...! su perturbadora seductora regresaba sin la carga exigida a cada obrera; ni polen llevaba esta vez; la escasa miel que entregó fue aquella que no pudo tragar porque un nudo de amor le había cerrado el conducto; esta gota de miel evitó que fuese expulsada de la colmena. Como castigo a su ineicacia recolectora le fueron encomendadas las labores de niñera de las futuras reinas, debería alimentarlas sin descuidar un instante su oicio de alimentadora del futuro de la especie.

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Jamás había conocido este oicio y, por consiguiente, se li-mitaba a imitar el movimiento de las otras y a consumir la jalea real destinada a las larvas de reina. El color oscuro de su cuerpo fue desapareciendo y empezó a tornarse claro; así mismo, su cuerpo alargado de zángano se hizo redondo y tomó, en poco tiempo, la apariencia de una obrera inmensa, gorda y amable. Era una abeja muy extraña, tan fuerte parecía ser que, inevi-tablemente, fue designada como niñera—directora. Aprovechó su nuevo cargo para culpar a sus reemplazantes de la muerte de muchas de las larvas reinas víctimas de su nulo sentimiento materno y de su voracidad.

La gran notoriedad del zángano, a quien debía entregar dia-riamente el producto de su búsqueda, tornó más fuerte el amor de la obrera. Los privilegios obtenidos con el nuevo cargo le per-mitieron nombrar una secretaria que se encargaría de vigilar el trabajo de las obreras—niñeras. Esta innovación preocupó un poco a las viejas consejeras de la colmena pero, al inal, aunque con muchas dudas, la acogieron como necesaria. Ninguna de las abejas se sorprendió de que tal nombramiento recayera en la obrera de esta historia; el rumor de esta relación había sido tejido por todas las abejas, hasta por los zánganos que, corrien-temente, no se ocupan por conocer sobre la estabilidad o peli-gro del colmenar que los mantiene. No se podía ocultar el poco rendimiento del trabajo de la obrera, ni sus raros parloteos ha-blando de “las hermosas lores”, cuando siempre se había dicho “jugosas lores”; mejor que “se había dicho” debemos entender que “se había bailado”, con vueltas a la izquierda, a la derecha formando ochos y círculos.

En el primer encuentro que tuvieron a solas, la niñera—di-rectora atiborró a la secretaria con jalea real. Supieron, desde entonces, que una nueva vida estaba siendo creada por su unión y que terminarían reinando en su propio colmenar; en él deja-rían de ser vulgares obreras y se convertirían en una reina y en su niñera exclusiva. Todo esto se decían, lo sentían cuando de una a otra boca pasaba la jalea real que les embriagaba; tembla-ban con una emoción desconocida.

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Tanta alimentación con la jalea real, tantos roces y empujo-nes provocó —acaso lo esperaban— que una mañana, y como un milagro de la naturaleza, la obrerita pusiera, en el mayor secre-to posible, un centenar de huevecillos que de inmediato fueron guardados —ocultándolo a las autoridades de la colmena— en celdas secretas que el zángano había obligado a construir a unas cuantas obreras—niñeras bajo su inlujo seductor, a quienes ha-bía prometido designar en cargos más importantes, codiciados por toda obrera que se respete.

En un rincón de la agitada colmena se fue gestando una nue-va raza, cientos de obreros y de zánganas actuaban en la som-bra, bajo el gobierno de una extraña reina, más bien débil, y una obrera gigantesca que, a pesar de lo transcurrido, no ha logrado convencer a la ex obrera de que es un verdadero zángano.

La reina le creería todo eso pero, al verlo dirigir el poder con tanto empeño, pasearse con tanto placer entre las zánganas y seducir con sus vuelos a los nuevos obreros no puede dejar de sentir que ama a una gran obrera, a quien el amor se la hace ver como a una verdadera madre.

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CELOSO

La Flaca estaba feliz, por poco enloquece con aquella increí-ble pero innegable propuesta. Un hombre no se casa porque sí; es el amor o la estupidez lo que lleva a un hombre al matrimo-nio. En este caso, sólo la estupidez pudo haber impulsado al Sargento.

Lo de la Flaca era cosa sabida. Todo el batallón se hallaba solazado con sus huesos y su pelo, porque la Flaca era sólo eso: huesos y pelo. ¡Ah, y dientes! Más que una mujer, fue un fantas-ma el que se revolcó hasta entonces en el suelo de la cabina de guardia y, calladamente, se marchaba al amanecer. Con buen tiempo o sin él, arrastrada por sus descomunales dientes, baja-ba la cuesta, sonriente.

Los reclutas estaban desconcertados, por poco enloquecen con aquella insulsa pero bochornosa desgracia. Un hombre no se casa con la puta del paseo porque sí; es el egoísmo o el odio lo que le arrastra al matrimonio. En este caso sólo el egoísmo pudo haber arrastrado al Sargento.

Todos habían gozado de la Flaca. La huella dejada por sus dientes en el pecho y el cuello de los reclutas era lo único que podrían conservar de ella. Algunos llegaron a enamorarse, y por eso conservaban mechones de pelo que habían conseguido con ruegos y algo de dinero en los momentos de mayor frenesí. Pero en in de cuentas, ¿qué cosa es un recluta? Un saco de huesos y de miedo. ¡Ah!, y, además, una verga insaciable, loca, que se agita de alegría cuando encuentra cualquier hueco por donde meterse y descargarse.

El Sargento estaba desconcertado; por poco enloquece con aquella dulce pero indudable pesadilla. Un hombre no se casa porque sí con una mujer desgraciada: es la compasión o el des-precio lo que lo lleva al matrimonio. En este caso, sólo la compa-sión pudo haberle llevado. Todos los reclutas le habían hablado de la pobre mujer, virgen abandonada por la familia; hermosa mujer que los visitaba en la cabina de guardia cada noche para llorar sus penas y conseguir un poco de ayuda con los buenos

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hombres que jamás le harían malas propuestas. El Sargento daba el dinero que le sería entregado a la Flaca en su nombre; porque, en in de cuentas, ¿qué cosa es un Sargento? Un pobre hombre que se cree bueno porque se enternece con cualquier mentira. ¡Ah!, y un sádico extraño que teme a las mujeres pero hijueputea a los reclutas.

Los oiciales estaban aterrados; por poco enloquecen con la noticia del matrimonio del Sargento. Ninguno asistió a la boda. Unos cuantos descorazonados reclutas que tuvieron salida aquel sábado, lloraron durante la ceremonia; el Sargento emo-cionado los acompañó con sus propias lágrimas. Pero el llanto es una mala semilla: primero lo derrotó la borrachera y debió renunciar para siempre a consumar el matrimonio. La Flaca se esforzó en vano durante muchas noches.

Los oiciales murmuraban; un Sargento no se realiza porque sí cuando se casa: sólo la estupidez o el amor pueden llevarlo a cometer semejante desatino. Ninguno conocía a cabalidad la historia del enamoramiento pero, en in de cuentas, ¿qué es un oicial? Un hombre estúpido que se pasa todo el tiempo repi-tiendo órdenes que no comprende. ¡Ah ..! mucho más loco que un sargento.

Todos sabían que el Sargento no se hallaba bien de la cabeza, que por este motivo se pensaba darle de baja; pero ahora, mur-muraban como chiquillos asustados, hasta que llegó la hora de los ejercicios. Oicialmente, el sargento había ingresado a for-mar parte del pasado negro de la institución.

Los celos eran producto de la impotencia. La laca llegó casi a enloquecer; encerrada todo el tiempo, vigilada en cada uno de sus movimientos. Al principio se aventuró a lanzar algunos reproches y quejas, enfurecida; inalmente fue dominada por la rutina y el silencio del Sargento. El Sargento se paseaba rítmi-camente por la pequeña salita y, de vez en cuando, se paraba: ¡Firrr...!, dando un tremendo taconazo. La laca sabía que era el momento de actuar, la señal que le ordenaba arrodillarse a los pies de su marido, ofreciéndole un nuevo par de botas bien brillantes.

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El Sargento sabía muy bien que a las mujeres hay que humi-llarlas. La Flaca gastaba la mayor parte del tiempo brillando las botas de su marido y poniéndoselas después, amarrando con parsimonia rítmica, pero con precisión, cada uno de los bro-ches que habría de soltar pocos instantes después. Nadie sabía entonces esto, pero el Sargento estaba muy enamorado de su mujer.

Todos los amigos estaban extrañados; por poco los mata la ansiedad por saber lo que sucedía entre la pareja, aislada de toda comunicación con el exterior. Una pareja no se encierra porque sí durante todo el tiempo, sólo el amor o la riqueza pue-den aislar a dos seres del resto del mundo. En este caso, nadie estaba de acuerdo y discutían sin cesar, hasta que se cansaron y se olvidaron del asunto.

El Sargento salía de casa una vez al mes y se dirigía siempre al batallón; recibía la autorización para reclamar el cheque de la pensión que irmaba allí mismo y, saludando con prisa, corría hasta el banco. Cambiado el cheque, se dirigía hacia el super-mercado para proveerse de los alimentos que habrían de durar exactamente un mes. El método para racionar, que al principio le pareció a la Flaca una manía insoportable, le llegó a parecer entretenido y de una gran ayuda para poder hacer unos cuantos ahorros.

El Sargento regresaba al medio día y, durante el resto de la tarde, sus ojos no dejaban de vigilar el ir y venir de la Flaca que acomodaba el mercado. Este era el único día realmente feliz que tenían juntos. Pero, en in de cuentas, ¿qué cosa es la felicidad? El momento durante el cual uno se siente libre para hacer las cosas que no puede rechazar. La Flaca sabía muy bien que el Sargento no le diría una sola palabra para dirigirla en su labor, que estaba libre para acomodar el mercado a su antojo, y unas veces colocaba esto aquí y otra vez allá, sin temor a que se le hi-ciera un reproche o se le sugiriera una pauta. No tocaba los pe-pinos ni los plátanos, pues el Sargento se encargaba, por sí mis-mo de hacerlo cuando ella, sudorosa, se marchaba de la cocina.

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La Flaca ya no estaba tan laca ahora. Por poco se enloquece el Sargento cuando hizo esta observación que dio origen a una genial idea. Un hombre no es celoso porque sí; sólo el amor o el miedo a la trampa pueden convertirle en tal cosa. En este caso fue el miedo al engaño lo que movió al Sargento. Los hombres gustan de las mujeres lacas, preferiblemente si son casadas, esto lo sabía muy bien el Sargento; si se lo proponía, podría en-gordar a su mujer y, así, sus temores desaparecerían para siem-pre.

El Sargento comenzó a comprar el doble del mercado que an-tes. Al principio, la Flaca sufrió trastornos estomacales, pero fue desarrollando esa capacidad para comer, propia de los gordos, y se engordó tanto que le costaba gran trabajo moverse. No pa-raba de comer en un solo instante; el Sargento la miraba satis-fecho, con tal ternura, como nunca antes la mirara. El Sargento estaba feliz; por poco enloquece y saca a su esposa a rastras por las calles de la ciudad, exhibiéndola para que supieran que ya no era digna de ser mirada con deseo. Sólo el valor o la locura impulsan a un hombre a desaiar al mundo. En este caso, sólo la locura impulsaba al Sargento. La Flaca ya estaba muy gorda; era desesperante ver con cuánta lentitud, como una tortuga gi-gantesca, andaba por la casa.

La Flaca estaba inmóvil; por poco enloquece cuando com-probó que no podía levantarse de la cama. Una mujer no se asusta porque sí; sólo la impotencia del marido o los celos pue-den conseguirlo. En este caso era su propia impotencia lo que la hacía gritar llamando a su marido. Lo de la gordura era cosa que el Sargento había calculado hasta las últimas consecuen-cias. Había encargado la construcción de una magníica silla de ruedas con varillas de acero y resortes reforzados, pues en in de cuentas ¿qué es una mujer gorda? Un pobre ser que miente todo el tiempo cuando dice querer a los demás, pero odiando en verdad a todo el mundo. El sargento lo sabía, por eso sus celos habían perdido fuerza. Ahora sonreía con más sinceridad que antes, mientras empujaba la silla hasta el cuarto de su mujer. Fue un trabajo dispendioso el de acomodar a la Flaca en la si-

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lla. No obstante, el Sargento no desesperó. El único problema comenzó cuando la mujer sintió hambre. Ocupado como había estado todo el tiempo en cuidar el comportamiento y la felicidad de su mujer, había olvidado cocinar y, ante la imposibilidad de que ésta lo hiciera, decidió que irían a comer por vez primera en un restaurante.

La Flaca estaba feliz; por poco enloquece con el anuncio. Por in volvería a mirar las calles. Un hombre no invita a una mujer a comer porque sí. Sólo el amor o el hambre pueden moverle a cometer tal acto. En este caso, tanto el amor como el hambre habían movido al Sargento. ¡Ah!, y la seguridad de que ahora nadie, absolutamente, sin lugar a dudas, se ijaría en su mujer.

Es sabido ya que el Sargento había superado su temor poco a poco, y que había esperado con paciencia la llegada de este mo-mento; sus sentimientos se habían movido desde su nacimiento en la comprensión hacia el inierno de los celos y el amor para quedarse en él. Pero en in de cuentas, ¿qué cosa son los celos? ¡Maricadas…!, decía el Sargento.

El Sargento estaba aterrado; por poco enloquece con aquella terrible revelación del mundo. Un Sargento no huye porque sí; sólo el pavor o la sorpresa pueden llevarlo a cometer semejante cobardía. En este caso, tanto el pavor como la sorpresa se ha-bían asociado para llevar al Sargento a huir.

Todos estaban asombrados de ver aquella mujer tan gorda. Cientos de curiosos salían de las casas, otros brotaban de las pa-redes y la tierra para ver a la Flaca en su silla de ruedas, gritan-do enloquecida y extendiendo los brazos hacia los hombres que huían con temor de ser alcanzados. Pero, en in de cuentas, ¿qué es un hombre? Un saco de huesos y deseos insatisfechos que huye cuando ve la posibilidad de realizar cualquiera de ellos.

El Sargento estaba loco. La Flaca estaba muerta. La Flaca es-taba muerta en su silla de ruedas con una sonrisa en los labios y un enorme cuchillo clavado en medio de la panza. El Sargento está llorando sentado en el suelo a los pies de la Flaca. El Sar-gento está llorando. El Sargento es un marica.

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EL ANIMAL VESTIDO

El animal vestido llegó a la iesta. Se había disfrazado tan bien que, sin lugar a dudas, parecía un ser humano. Llevaba bien aprendidas las instrucciones para apoderarse de aquello que constituía un tesoro para los seres de su especie.

Lo veíamos ir y venir como todas las personas invitadas. Conversaba, bailaba, probaba los bocados y pasabocas y —aun-que parezca increíble —entró en el sanitario; permaneció allí encerrado durante unos minutos y salió, con un pañuelo, lim-piándose las manos. Su aspecto no era particularmente llama-tivo, aunque cojeaba un poco y abría los brazos como los sapos cuando les da por caminar en dos patas.

De nariz alargada, como las de los conquistadores españoles, barba y bigotes de colonizador; pero no llevaba casco. Cuando bailaba con las damas no perdía oportunidad para aspirar el perfume de las joyas; el oro, antes que nada, provocaba espas-mos en su vientre. A los señores no dejaba de tomarles de las muñecas para ver de cerca los pulsos dorados, las cadenas.

En un momento asombroso para todos, le vimos la inten-ción; supimos que se trataba de un animal vestido. Él lo presin-tió y, en medio de la sala, rodeado por los asistentes, se despojó de sus ropas, de la máscara, los guantes y... se mostró como era. Era una animal invisible. Sabíamos que estaba allí porque veía-mos el movimiento de las prendas al caer y el rastro de sus hue-llas al salir, arrastrando los confetis bajo el peso de su invisible cola.

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SUICIDIO

Don Andrés había concluido desde hacía muchos años que la única opción posible para su vida era el suicidio; había insistido en la búsqueda de soluciones para dar cumplimiento al destino que, había presentido, sería el de su muerte; sólo el suicidio da-ría in al sinsentido de su existir limpio.

Sin embargo, no soportaba la idea de morir envenenado por-que el solo pensar en los dolores insoportables de tales trances le acobardaban. Tampoco era posible decidirse por el ahorca-miento, aunque este era un rápido medio para terminar de una vez por todas con su absurda existencia; pero, sabedor del efec-to de tal muerte, consistente en la erección del miembro viril y la eyaculación consiguiente, sentía tal vergüenza por los comen-tarios que suscitaría en la familia —que lo había considerado o conocido al menos como lejano a los menesteres propios del sexo y otras bagatelas cercanas a él— que decidió quebrar en su imaginación el cristal de tal imagen.

El sexo había sido para él algo que nunca tuvo sentido; no iría a manchar ahora su vida con una muerte lasciva. El lanzarse a un tren por el paso a nivel en su auto viejo, el dejarse arrollar por los vehículos en una veloz avenida, el arrojarse desde alguna importante altura y otras soluciones tradicionales de los tiem-pos modernos le desanimaron totalmente frente a la posibili-dad de que alguien, de entre las efectivas fuerzas de seguridad industrial, social, o la Cruz Roja, cualquiera de los vigilantes del movimiento normal de la existencia humana, pudiera impedir el cumplimiento de sus ines.

No podía soportar la idea del desplazamiento hasta un sitio especíico, acechar al momento oportuno y, de pronto, arrepen-tirse de actuar, o, en el peor de los casos, no morir; quedar de-forme e inútil por el resto de la existencia, cargado de vergüenza por su fracaso.

La mejor solución que halló, inspirado por la realidad coti-diana, fueron las armas de fuego; de ninguna manera los puña-

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les o las armas contundentes. Un tiro en la cabeza o en el centro del corazón no deja a nadie vivo. Don Andrés se sentía casi en la entrada de la armería del gran supermercado, en busca del arma asesina, cuando cayó en la cuenta de que, si acaso fallaba el primer disparo ¿tendría él, el viejo Andrés, valor suiciente para pegarse un nuevo disparo? Lo más probable era que no. Pero, si esa muerte era ejecutada por otro..., un asesino a suel-do, de los que no preguntan a quién o por qué sino ¿cómo, cuán-do y cuánto..., que solamente se preocupan por el resultado de sus empresas. Era esa la solución; se suicidaría, pero sería otro el instrumento material de tal acto; él se conformaba con ser el autor intelectual de su propia muerte.

En la sección Asesinos a sueldo, de los clasiicados, buscó con nerviosidad evidente en el temblor de las manos; acaso era ansiedad. Comparó los precios y especialidades de las armas y se decidió por un precio razonable; porque era de coniar en un asesino que exigía por su labor un precio justo, moderado. Aque-llos que matan por una miserableza le parecieron indignos del ejercicio de tal profesión. Los otros, que aprovechaban la gran demanda de crímenes y cobraban exagerados precios ¿cómo garantizaban que, así como cobraban, habrían de cumplir? Un precio razonable para un asesino razonable y un asesinato ra-zonable. Un asesino razonable no se podría equivocar haciendo torpezas como la de incumplir dejando al cliente insatisfecho.

Se paró ante el espejo del baño de su apartamento para poder recobrar los datos precisos de su igura, no coniaba en los que iguraban en sus documentos de identidad. Escribió: Andrés García Rovira; edad, 67 años; estatura, 1,55; peso, 62 kilos; abo-gado laboral, soltero, residente en el barrio La atalaya. Quinto piso, apartamento 506. También los datos de sus horarios y cos-tumbres, los sitios de mayor frecuencia por días; el hipódromo, los sábados por la tarde.

El nombre del asesino escogido, Goliath Fernández Bohl, le sedujo grandemente pues no sería él, Andrés García, su David vencedor. Estuvo realmente eufórico cuando decidió que ese sería su matador. Hizo la llamada del caso, concertó el precio,

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acordó el pago por adelantado; no en dos partes, como lo suge-ría la compañía Goliath. Mientras conversó con la secretaria de Goliath, ingió tener una gruesa voz para que no descubrieran la de mequetrefe que le había caracterizado; ensayando la voz, consiguió una rebaja en el trabajo, dejando entender a la se-cretaria que le atendió que la cosa era en serio y no sería esa la única vez que acudiría a sus servicios; además, así nadie podría acusarle por la contratación.

Contrató el uso de una metralleta y, sólo en caso de que la situación se tornara difícil para esconder el arma, autorizó el empleo de una simple pistola; pero eso sí —insistió— “que no quede vivo”.

Ese martes, según lo acordado, depositó el dinero en efec-tivo en el buzón del supermercado. Nadie se ijó en su acción y se dijo, como si no fuese él un mercader más: “Así que aquí es en donde se venden asesinatos”, y no le importó ya que lo viesen salir, con paso presuroso, con el afán de todo comprador que espera hallar lo buscado y pagado a la vuelta de la esquina. Ansiaba encontrarse con Goliath. ¿Comenzarían por vincularlo con alguna de las venganzas de la maia, con el ajuste de cuen-tas de algún sindicalista a quien había hecho una mala jugada en favor de su patrón?, o... ¿le vincularían con algunos oscuros celos? ¿Alguna venganza pasional? Se detuvo un instante, ate-rrado, al imaginar que su nombre pudiera ser vinculado con el de su vieja secretaría; no podía soportar la idea de ver a la pobre señora tratando de deshacer falsos argumentos. Estuvo a punto de arrepentirse pero se convenció de que sí quería morir, de que su vivir no tenía sentido ya.

Tenía miedo, sin embargo. Súbitamente comprendió que a partir de ese instante su vida no tenía más seguridad que la de la muerte, a manos de un asesino profesional que poseía toda la información necesaria para encontrarlo cuando quisiese. Co-menzó por desconiar de las miradas de la gente en la calle; que-ría, de pronto, huir de las balas asesinas, pero ¿cómo? ¿Cómo era Goliath? ¿Alto, bajo, gordo, laco? y ¿si era una mujer que usaba tal seudónimo? En su intento de escapar por la multitu-

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dinaria aglomeración de la calle, emprendió una carrera cuyo in no se podría prever. Agotado y sudoroso, descubrió un insi-nuante café en mitad de la aglomeración y allí se metió, acosan-te. Una rubia pequeña se quedó mirándolo con burla; sentada en la barra, con las piernas separadas y abanicándose el calor con su delantal, le gritó desde su asiento:

—¿Qué se sirve el señor? No servimos licor. Se asombró de la aclaración. ¿Acaso tenía el aspecto de ser

un borrachín? — Un tinto... ¡bien cargado, por favor! —desfalleció su voz, a

punto de explotar en sollozos. La chica rubia le sirvió el tinto y se quedó mirando al pobre

viejo. Andrés sintió deseos de abrazarse a esa mujer, decirle que un asesino sin alma andaba buscándolo para matarle, explicarle todo a la rubia sonriente; pero lo consideraría un loco, nadie creería la historia de ese suicidio tan buscado y ahora aterra-dor. El temblor de su mano, mientras intentaba revolver el café, daba cuenta de su miedo.

—¿Qué le pasa, señor?, ¿está enfermo? — preguntó la mujer. Se sentó a su lado, puso una gruesa mano sobre el muslo de don Andrés; la mano estaba caliente:

—¿Busca... muchachas?— Sí.... Pero quiero que sea usted. Se ruborizó al oírse decir aquello que por primera vez decía

en su vida, cuando era la muerte su más seguro destino; aho-ra pensaba en que nunca había sabido del sabor de una mujer. ¿Qué sabía él de mujeres? ¿Qué podía hacer con una rubia como aquella?

—¿Te gustan rubias, eh, picarón? Pero yo no puedo ir. Te conseguiré una.

Se sintió tranquilizado, como si hubiese encontrado un re-fugio seguro; fue cuando lo decidió de una vez: “Goliath tendrá que venir aquí por mí. Mandaré a una de estas mujeres con unas órdenes dadas a mi secretaria; ella nunca pregunta nada y haré que me mande el dinero que me haga falta. En una nota le diré

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que estoy adelantando un proceso muy largo y peligroso, que tengo negocios que me obligan a no dejarme ver, en in... que de aquí no saldré vivo. Goliath dirá cuándo debo marchar con los pies por delante”.

Se dio cuenta de cuán grande era, rubia y un poco gorda, la mujer que se plantó luego frente a él, con los brazos en jarra y las piernas separadas, tentadora, perfumada, hermosa. Lo pri-mero que hizo don Andrés fue ponerse de pie y darse cuenta de que esa preciosa dama podría acabar con su existencia, si lo de-seara, con la sola fuerza de sus manos: de un sólo golpe podría deshacerlo.

La otra mujer señaló el contraste que hacía la pareja y gritó emocionada: ¡David y Goliath! Don Andrés tembló, miró la cara de su gran rubia y descubrió el gesto del asesino en sus ojos. Sin detenerse a meditarlo, supo que debía huir.

Ya había perdido su paraíso, en medio de mujeres que le ser-virían de escudo contra la intentona de Goliath. Miró a la chica que le abrazó de pronto, huyó despavorido hacia la calle tumul-tuosa, que lo arrastró como un río lleno de piedras, ruidoso; chocaba aquí, allá, perseguido por los disparos de burla que las carcajadas de las mujeres le habían hecho.

¿Adónde ir ahora? ¿Dónde estaría Goliath, buscándolo para darle muerte? También pensaba en que los asesinos se dan su tiempo para poder reconocer el terreno antes de actuar. Se pro-veería de dinero, actuaría con “naturalidad”, escaparía del país. Pero ¿a dónde...? Con todos sus documentos en regla, fácilmen-te se vio embarcado en un vuelo de turismo, cuyo itinerario no se ocupó en consultar; ahora, sobre las nubes algodonosas y el mar a sus pies, a miles de metros sobre la faz de la tierra, no dejaba de temblar. Como en un sueño de pesadilla luchaba por despertar y poder sonreír; sin embargo, mientras el silencioso avión se deslizaba por el aire, tomó el diario del asiento para cal-mar el nerviosismo que se le alborotó cuando cayó en la cuenta de que era ese su primer viaje en avión.

Escuchó gritos y órdenes que no comprendía, y el alborotarse de la gente en sus asientos, pero no prestó atención a eso; leyó:

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Caen asesinos a sueldo. Fue desmantelada la banda de asesi-nos que tenía en Jaque a las autoridades de la ciudad cuando se descubrió que habían defraudado a varios honrados ciudadanos mediante la extorsión y el chantaje; además de cobrar altos pre-cios para cometer asesinatos, violando las normas que expidió el gobierno sobre las empresas de justicia privada. Cuatro de-lincuentes, entre ellos su jefe, Goliath Fernández Bohl, quien se disponía a dar muerte al prestigioso abogado Andrés García; según las investigaciones... “Reía, reía y lloraba, como loco”.

El alboroto de los pasajeros no le importó ahora más que an-tes; se puso de pie para gritar y celebrar su salvación. El terro-rista que cuidaba la ila donde estaba don Andrés no lo dudó, creyó que éste era el policía que viajaba en el avión y con gran puntería abatió al viejo que se dobló, muerto, sonriendo, sobre el diario.

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LAS PUCHECAS Y LAS NALGAS

Las puchecas de la mamá de Antonio son grandes, como bol-sas de harina. Las nalgas de Cielo se mueven cuando camina; realmente, a veces uno quisiera pegarles un mordisco, o cortar-les un pedazo para comérselo frito.

Anoche estaban juntas la mamá de Antonio y Cielo. Yo las miraba con admiración y pensaba en la posibilidad de ponerle a Cielo las nalgas de la mamá de Antonio donde tiene las puche-cas y a la mamá de Antonio ponerle las puchecas de Cielo en el lugar donde tiene las nalgas.

Si pudiera hacerse esto, entonces la mamá de Antonio ten-dría que ponerse brasieres en las nalgas y Antonio le chuparía las nalgas para dormirse. Cielo tendría que usar calzones en las puchecas y cuando se tirara un pedo tan cerca de su cara de boba, lo olería tan cerquita que haría una mueca muy chisto-sa, como para no decir que ella no había sido; y cuando se en-suciara, si no se limpiara con cuidado, se untaría la nariz y la cumbamba de mierda. Pobrecita Cielo, se despertaría asustada todas las noches cuando se peyera.

Pero entonces la mamá de Antonio quedaría con dos pares de puchecas y Cielo con dos pares de nalgas. Mejor no pienso más, porque la mamá de Antonio se podría reventar al no cagar, y Cielo no podría venir a lavar más la ropa porque con tanto hueco no podría evitar cagarse cada vez que levantara la ropa, o hiciera cualquier fuerza.

Mejor será ponerle una pucheca en el lugar de una nalga a la mamá de Antonio; a Cielo, una nalga en cambio por una pucheca, pero sin moverles el rotico. Así queda Cielo con tres nalgas y una pucheca, y la mamá de Antonio con tres puchecas y una nalga.

Es muy difícil cambiarlas, porque Cielo se vería muy rara con una nalga puntuda, y la mamá de Antonio con una pucheca redonda y sin pezón. Antonio podría equivocarse y en lugar de la pucheca le chuparía una nalga a su mamá. Yo quiero mucho a Antonio y no quiero que chupe nalga. Mejor no pensar más.

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FULGOR DIADA

Trataremos de un vampiro que se hacía llamar Fulgor Dia-da. Había tenido otros nombres en otras épocas y lugares de los que, como un conocido caballero dice, no quería acordarse. Pudo haberse llamado Tino, Álvaro, Paco o Drácula, pero, para lo que trataremos, intentaremos no revelar las cosas que no de-ben recordarse.

Solía habitar durante épocas imprevisibles y duración incier-ta en casas de familias decentes, con puerta de salida hacia la calle y con ventana hacia la luna. Solía extasiarse, al amanecer, contemplando el azul del cielo y la plateada luz de Selene sobre tos techos y los árboles.

No era muy sociable, a pesar de convivir con seres de espí-ritu de pueblo, de aquellos que aún gozan con los encantos de la conversación y el comentario acerca de la vida de aquellas personas conocidas, y aun, de las desconocidas.

Algunas veces departía con un pequeño círculo de amigos de su ámbito hasta el amanecer; jamás se embriagaba pero, cuando algún afán le aguijaba, ingía la ebriedad y, sin hablar casi, huía con torpes pasos que más parecían vuelos hacia las alturas. Se le veía desaparecer como el viento. En varias ocasiones, alguna persona que deseaba retenerle un poco más en la reunión podía ver tan sólo, al tener que abandonar la frustrada persecución, el vuelo de algún pájaro bajo la luz de la luna.

Durante algunas tertulias solía cantar, aunque jamás se de-sainaba, su voz lírica parecía salir menos de su garganta que de su cerebro. En el momento de los bailes buscaba algún conter-tulio que no estuviese dispuesto a la danza y conversaba con él sobre asuntos trascendentales como la poesía o la política del momento; aunque no parecía versado en música le escuchába-mos canciones y poesías que parecían hablar de aquellos tiem-pos y lugares de cuyo Nombre no quería acordarse.

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EL AMOR DEL BALCÓN

El amor del balcón se fue transformando en noches de vigilia y llantos; encerrado en el sueño de las bestias y la ira. Pedro corrió a la esquina para verla de nuevo. El ediicio de tres pisos, en sus luces apagadas, dormía su madrugada que empezó a lle-narse de ruidos. La mendiga de siempre, echada en el andén, parecía no dormir.

Primero había subido por escaleras descanchadas y chirrian-tes; luego, dominado por el temor optó por caminar en la calle, desde altas horas de la noche, espiando sus ojos tras los grandes ventanales.

Shana lo había visto varias veces y una tarde junto al par-que pudo saber quién era, pero no los motivos de espiarla así. Comenzó a temerle; huía de sus ojos cuando notaba la intensa mirada que anhelaba decir algo.

Cuando abrió un día la puerta y se enfrentó a su sonrisa, no pudo reprimir una mueca de sorpresa, ni se decidió a estrechar la mano que le ofrecía mientras hablaba con palabras inaudi-bles; apenas pudo entender el nombre, Pedro, y ver el pecho adornado con una cadena y una tira de cuero con un diente de perro como joya. Se sintió joven otra vez. Aquel hombre había ido en busca de besos, tras el encanto tembloroso de su cuerpo y allí, en la puerta del cuarto, le dejó besarla y apretarla con la pa-sión de un hombre esperado. No le dejó entrar y cerró después, sintiéndolo allí, aguardando durante horas.

Y cada noche los cuerpos se estrujaron con amoroso adiós, sin osar tocarse de verdad, negándose el encanto de sus manos por la piel. Adentro, su gato, los pájaros, las novelas de amor, abandonados, se morían de olvido.

Cuando recibió su carta hacía muchos años que le había olvi-dado; y no estaban allí los pájaros; el gato, de pronto encegueci-do, aun lograba llegar a la ventana y con su noche a cuestas, mi-raba el paso triste de los hombres, hasta el amanecer, buscando a Pedro acaso, reemplazando a Shana, ocupada en su tejidos

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eternos de sacos para niños que luego se llevaban, ahora menos que antes. Leyó, lloró un poco, escribió una carta de respuesta con pocas palabras: “Estoy casada, está usted loco. Su carta de amor me asquea y me da risa”. Volvió a llorar. Cerró el sobre y lo envió. Al regresar, sonreía con los pasos apurados de un borracho.

Dormir era difícil para Pedro. Tenía una cobija rebelde que se lanzaba al suelo y se acurrucaba en el rincón, bajo la cama, agarrada de la pata de ésta. Pedro despertaba y con un tirón la hacía desprenderse. Se envolvía todo en ella y en la mañana de-bía luchar para que lo soltara.

Durante mucho tiempo se había dedicado a enseñar música a los niños de una escuela.

Acaso por miedo había escrito esa carta a Shana, quien había vuelto a atormentarle entre los sueños, exigiéndole volver. Se soñaba caminando por la misma calle de entonces, buscando su amor tras la ventana, los ojos agrietados por las luces de algún poste y la promesa vaga del lecho martillado por los cuerpos.

Shana empezó a vivir amores que, sólo en su cabeza, agitaban con maldad el hilo de lana, con el juego de telas de araña meci-das por el viento. Supo que era él quien tocaba. Se asustó esta vez, pero abrió la puerta, le invitó a entrar, mordió los besos con el deleite esperado, dejó a su cuerpo abrirse en mil torrentes, sin amor, con cierta estupidez en el abrazo y en el goce ahora nuevo.

Cerró las manos con fuerza en su garganta, sintiéndola de nuevo en el orgasmo de una muerte esperada. Durmió a su lado sin sufrir y abandonó la casa para siempre.

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LA SAMARITANA

Yendo Jesús un día domingo (día de descanso obligatorio para todo cristiano, menos para Él, Hijo de Dios) se sentó a me-ditar y a repasar su itinerario junto a un pozo, cerca a la ciudad de los samaritanos.

Sus pies cansados, a punto de sangrar (se le habían perdi-do las zapatillas atravesando el río) pedían reposo. Anhela-ba poder beber agua para calmar su sed y así miraba a todos lados;,buscando con sus ojos a quien pudiera hacerle este favor. De pronto, diviso a lo lejos una igura de mujer que avanzaba hacia el pozo con un cántaro sobre los hombros, formando una graciosa y bella escultura. El Cristo adoptó la actitud de “yo no fui”, necesaria para su plan fraguado velozmente en silencio.

La mujer se acercó, descubriendo al intruso, que le pareció hermoso, aunque algo descuidado en su vestir.

—Hola hermoso —saludó coquetamente la mujer.—Hola —dijo, con indiferencia, Jesús.La mujer se acercó a la boca del pozo y ató el cántaro a la

cuerda, lo dejó caer lentamente y, cuando lo supuso lleno, tiró de él. Jesús la miraba de reojo. Era una mujer joven, tenía un bello cuerpo y sus movimientos felinos le enervaron.

—Mujer... dame de beber...—Tú, un judío, ¿me pides de beber a mí, que soy samaritana?

No me parece correcto, a no ser que...Cristo vio la oportunidad para deslumbrar a la mujer.— Esa agua que me niegas, realmente se acaba. La sed te vol-

verá de nuevo. Yo puedo darte el agua que no te dejará sed para nunca más.

— ¡No me digas!, ¿y en dónde está tal agua?— Llama a tu marido, y yo la daré— ¡No tengo marido...!Los ojos de Cristo brillaron más aún. Miró de nuevo a la mu-

jer desde abajo hasta arriba.

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—Bien, sé que no tienes marido, pero has tenido cinco y el que contigo vive ahora, tampoco es tu marido.

—¡Oh!, ¿eres adivino?—No; soy el enviado de mi Padre; el que anuncia el profeta

Isaías, el portador de la Palabra Divina; yo soy la fuente que calmará toda sed.

La mujer dejó el cántaro en el suelo y poniendo sus brazos en jarra, se deslizó hasta situarse frente al maestro.

—Bien, bebe, calma tu sed. Jesús bebió hasta quedar satisfecho.—Ahora, dame del agua que me ofreciste...El Maestro se azoró, se rascó la cabeza, en actitud de medi-

tación. Luego, alzó sus ojos al cielo y, sin mirar a la samaritana, dijo:

—Ya te he dado mi agua, has atendido mi palabra, y en ver-dad te digo que ella es el agua que calma toda sed. Id al pueblo y cuenta lo que has visto y oído.

—No dudes que lo haré, maestro —dijo la samaritana.El Cristo se alejó, sonriendo dulcemente.

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LA MULTIPLICACIÓN DE LOS PANES

El maestro miró a los ieles con atención. Sus ojos tenían la mirada dilatada de sus momentos de mayor inspiración y elo-cuencia. Los discípulos se veían atareados para conseguir que la multitud se sentara y pusiera atención al maestro.

—Mírenle a los ojos, estúpidos —gritaba furioso Pedro. La turba se movía acompasadamente, sus cuerpos sentados

bajo la escasa luz de la tarde que moría daban la impresión de un animal gigantesco respirando con un ritmo uniforme.

Las manos del maestro estaban extendidas hacia adelante y con las palmas vueltas al cielo; los ojos volcánicos, encendidos con el fuego del crepúsculo, brillaban con odio.

—¡Maestro, la gente tiene hambre! Nos han seguido durante todo el día, olvidándose de comer. Piden que les demos algo.

—¿No les ha bastado con mi palabra? Estos cretinos quieren comida y por eso me han seguido. Es más el interés que la fe que los mueve. Es mayor todavía su hambre.

—¿Qué haremos...? No tenemos más que dos panes y tres pescados: esto no nos alcanzaría ni siquiera para que lo huelan todos los que nos han seguido.

—¿Qué hay, pan y pescado? ¡Muy bien... amigo! Podéis co-meros el pan y yo me comeré los pescados. ¡Corre, tráelos aquí!

El maestro se dirigió hacia la multitud que cayó en un silencio de acerados dientes. Sus brazos se levantaron al cielo, conmo-vidos. Con una gracia divina dio un puntapiés a una piedrecilla que parecía estar suelta. Súbitamente su rostro se contrajo, el cuerpo se dobló hacia adelante y sus manos se abalanzaron des-esperadas para tomar el pie pateador. Comprendió que aquella piedrecilla, que continuaba en su sitio, era sólo la punta de una gran roca allí enterrada.

Permaneció quieto unos segundos, ingiendo orar. Algunos ieles, engañados por la acción de Jesucristo, sin comprender su signiicado, aplaudieron con emoción. Cristo, quien maldecía el demonio que le tentaba a cada momento, se irguió y dijo:

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—Todos sabéis que soy el enviado de mi Padre Dios y que por su sola voluntad debo sufrir por vosotros los mayores dolores para expiar vuestros pecados. Ahora, por ejemplo, sólo hay un pan y un pescado para calmar vuestra hambre. Mi Padre es justo y verdadero y está decidido a realizar el milagro. Atended, pues.

Algunos rumores intentaron salirse y escapar, pero fueron capturados pronto por el silencio. El maestro tomó entre sus manos el pan y el pescado, los bendijo y gritó con furia:

—Haced de cuenta que esto que yo me como os lo coméis vosotros, amén.

—¡Amén...! —gritó la hipnotizada turba.

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LA CALLE DEL NEGRO

No puede entenderse de ninguna manera, al menos de las mías, cómo fue posible que El Negro, luego de tan larga ausen-cia, la mala reputación con la que se marchó un día y el odio que lotó durante tantos meses alrededor de su apodo, además del odio del alcalde –no obstante el desacuerdo con su esposa y con las esposas de sus hijos—, fue recibido con alegría en el barrio.

La Concordia, se llamaba el barrio de las calles de arena, las casas pintadas con el negro del barro, el de los perros sin dueño, el barrio de la única comida del día a las dos de la tarde, con so-bras para los lacos canes que se paseaban por todas las puertas para ir calmando su hambre y su angustia de no poder llenarse. Todos los lacuchos canes, con sus delineados esqueletos forma-ban un conjunto con los habitantes del barrio.

La Concordia era el barrio de las calles ocupadas por la ba-sura que el municipio arrojaba allí cada tres días, porque el alcalde así lo dispuso, no había recibido quejas al respecto por parte de ninguno de los ciudadanos del lugar, porque en ese barrio —decía– no vivían ciudadanos. Siempre se veía actividad en la calle. Los barrigones niños jugaban con objetos rescatados de la basura; a veces se herían con los vidrios o latas, pero ja-más se enfermaban. Eran niños con todas las formas y colores, rubios y morenos, morenos con ojos verdes, blanquitos de pelo enroscado, negros e indios; eran un solo sueño y una sola tris-teza. Estos niños eran hijos de cualquiera de los hombres del lugar. A veces venían niños de otros barrios en busca de teso-ros que rescataban de la basura y, entonces, se quedaban para siempre, y conseguían una madre, porque los padres estaban negados. Sólo las mujeres se ocupaban de chiquillos, pero nada más. A nadie, sin embargo, perjudicaba esto, a ninguno le pre-ocupaba que las cosas fueran de este modo.

El alcalde del municipio llevaba ya muchos años desempeñan-do su puesto. Muchas veces se ausentó del pueblo y fue reempla-zado en sus funciones por alguno de sus hijos, o algún amigo de

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conianza, porque eran todos tan capaces de ser alcaldes que no interesaba quien lo fuera, si el alcalde o los amigos del alcalde o sus hijos. A nadie tampoco perjudicaba esto; además, todos per-tenecían al partido político del alcalde. A pesar de todas las cosas contrarias, El Negro fue muy bien acogido. Pero es que El Negro tenía mucho poder para impresionar, y nadie podía evitar ijarse en aquel hombrezote de dientes blancos, negra y caliente piel de alquitrán, rizado y espeso bigote. Llegaba, ahora, con ademanes elegantes y inos que conirmaban la leyenda de su grandiosidad. Era difícil pensar que aquel conjunto de virtudes y poderes es-tuviesen presentes en un solo individuo, y que fuese un hombre, El Negro, que ahora saludaba con esas manos de gigante, como garios para trasladar montañas arrancándolas de raíz; El Negro con voz de trueno conmovedor y dulce, musicalmente modulado. Su mirada parecía escudriñar hasta lo más profundo de los seres, descubriendo sus secretos.

El Negro había vuelto; el grandioso dolor de las mujeres del barrio y de los barrios vecinos, el hijo que se atribuían todos los maridos del barrio, el padre de todos los chiquillos que podrían ser sus hijos y que esperaban conirmar su existencia de héroe superior, que habían visto muchas veces dibujado en los retra-tos orales de las gentes, adornado en la imaginación de todas las viejas orgullosas de tener un hijo tan perfecto, reforzado por los deseos de aquellos otros negros que pretendían ser sus herma-nos. Había llegado el Ídolo de los chiquillos que, en sus juegos, querían ser como él, de las chiquillas que soñaban acostarse al-gún día con un hombre de su talla para criar hijos que jamás dejarían borrar su recuerdo.

Llegó, se bajó del carro que lo llevara. “Hasta luego, mi sar-gento, le dijo “tenga usted mucho cuidado con los huecos de la calle que puede quedar atrapado”. Y el sargento decía que tuvie-ra buen cuidado de meterse en problemas graves que nunca le faltan a personas como él. Y El Negro no le dijo nada más por-que el carro apagó su voz con el estrépito del motor y la arena que llenó su boca de negro, sin ningún respeto.

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La gente se arremolinó en torno a su presencia de presidente de las dichas. Gritaban vivas al más hermoso negro del mun-do, al dolor de cabeza y creador de las fantasías de tantas mu-jeres que jamás se habían acostado con un nombre con amor.El odiado por los maridos que habían tenido una buena esposa hasta que sintieron la necesidad de pensar también en aquel ser extraño que siempre había existido como leyenda amalgamada con la realidad de su existencia.

“Que... ¡ahí viene El Negro!” decían chilando las viejas que lo veían acercarse, cuando la verdad era que se alejaba de ellas. No atinaban a pensar con certeza si era que él había llegado, y se pellizcaban en los muslos para convencerse de que sí, entonces era cuando no lo creían. Y la estupidez que era venir aquí a ver a ese que no es ni siquiera alguien importante, decían aquellos maridos celosos. Esa noche no faltaron a casa para asegurarse de que El Negro no iría a dormir con sus mujeres ni ellas irían a buscarlo la noche de su llegada, y cada noche en que se acor-daban de su regreso, lo que era todas las noches. Desde ese día, El Negro fue el recuerdo grato y el maldito negro de mis recuer-dos de toda la población. La gravedad del problema era para los civiles, porque los militares no vivían en aquel pueblo y menos aún en aquel barrio. Ellos eran gente de otras partes del país, para evitar de esa forma que los malhechores tuvieran algún co-nocimiento con ellos; vivían separados para así impedir que el personal al servicio del gobierno estuviera involucrado en los frecuentes robos, como decía el alcalde, o los hijos del alcaide, o los hijos del alcalde, quienes muchas veces eran alcaldes en aquel pueblo.

Todos los que supieron del regreso del Negro fueron a reci-birlo; los que lo querían y los que apenas habían comenzado a conocer de su existencia, los que sabían del más dulce Negro del país, que no lo conocían todavía, los que no lo querían y los que ya no querían llegar a conocer y querer aquel pedazo de carbón con dientes blancos y igura de humano, que no era más que un simple Negro.

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Su madre le dijo hijo mío, has regresado, y qué cambiado es-taba, pero que seguía siendo El Negro más hermoso de la tierra; que la dejara verlo bien y besarlo para sentirse más contenta con su regreso; que la besara y tocara, que por qué tan ingra-to, que ni siquiera se sonreía. El Negro sonrió y le dijo que no lo apretara tan fuerte porque le dolía una costilla que se había golpeado cuando se cayó de la cama mientras soñaba que era un hombre de caucho; pero —le recomendó— que no se agitara demasiado, porque eso es muy malo mamá, para sus nervios, vieja; y la quiero mucho. Le reprochó después que nunca le puso un nombre, aunque no lo hubiesen bautizado como a los otros muchachos; que apenas se le conocía por el apodo, aunque en la cárcel, digo, en el otro pueblo, me trataban como a todos, me decían Jesús, el ciento cuatro; por eso cada vez se daba cuenta de lo importante que es poseer un nombre para que lo llamen a uno por él, y no como el número, pues a veces eso se olvida, como muchas veces me pasó.

Su madre le dijo, entonces, que no era culpa suya, ni de nadie sino de la situación; yo siempre estuve esperando poder conse-guirte un padre, para que le diera un apellido, pero la espera fue de mucho tiempo y todavía estaba esperando a que apareciera alguien que mereciera ser su padre, pero que no ha aparecido ninguno. Porque él era como el niño Dios, a quien le decían Je-sús, pero nadie se preocupaba por saber si ese era su verdade-ro nombre. Y él jamás le reprochó a su madre que no sabía en verdad qué papá era el que tenía, porque Jesús no tuvo apelli-do. Además, hijito, para qué un nombre sin apellido, pues es lo mismo que un huevo sin yema o sin clara, que no es huevo; pero quién iba a creer que ibas a necesitar un nombre y quisie-ras que te llamaran de otra forma que no fuera Negro; y que la perdonara, lo sentía mucho y aún podían bautizarle pero no podían borrarle el Negro, porque no había necesidad de que la gente hubiera oído hablar de él para, ahí mismo, decir: allí está el Negro. No se puede borrar eso, hijo; no lo escribió nadie con tinta, sino que eso es un misterio que nadie puede aclarar. El Negro bajó los hombros y alzó los ojos al negro cielo; quería en-

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contrar la verdad de su vida, pero la oscuridad hacía imposible comprender nada.

Volvió a decirle a su madre que, de verdad, no entendía por-qué le decían Negro, si él no era el único que había. Su madre volvió a disculparse y a justiicar su olvido, y lo dijo que salu-dara a sus amigos, que le venían a recibir. Entonces les salu-dó y recordó a todos los que estaban con él, igual que antes, cuando eran niños antes de tener que marcharse. Estaban igual, hombro con hombro las miradas de burla cruel y satisfacción de quien sabe que vive; les dijo que se alegraba de verlos y que no había olvidado a ninguno jamás; ellos le dijeron que también lo habían recordado y en honor a ese recuerdo habían bautizado la calle de su casa como La calle del Negro.

El Negro comprendió que había valido la pena haber regre-sado; que había extrañado demasiado a quienes ahora le rodea-ban y tenía una justiicación para haberlo hecho; ellos lo que-rían igual que antes. Les contó que había pensado cambiarse el apodo por un nombre como el de todos, pero sabía que lo querrían más como El Negro de siempre.

El Gafas, entonces, le dijo que le parecía muy bien que no hubiera persistido en su empeño y en nombre de todos le daba las gracias y lo felicitaba por su voluntad. Esteban le dijo que le parecía más alto; el Negro le contestó que sí, que estaba mu-cho más alto ahora, todos estamos más altos, menos Sapito, que siempre fue del mismo alto; todos rieron y, abrazando a su ma-dre por la izquierda y a Gafas por la derecha, seguido por Sapito y el resto de amigos, se dirigió a su antigua y ahora su nueva casa, haciendo recuerdos del tiempo pasado que ahora volvía a aparecer.

El Negro pisó La calle del Negro y se detuvo a contemplar la ila de casas sin andén , los huecos en la calle y los montones de basura dejadas por el municipio; respiró con nostalgia el nau-seabundo olor a papas podridas, yucas ácidas y excrementos al borde de la esquina de la calle, tapados con hojas de plátano y por el basural eterno del barrio. Se asombró de que aquello no cambiaba nunca, de que siempre fuera el mismo olor y las mis-

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mas casas negras más llenas de gente ahora, las casas invisibles en la noche, los mismos huecos quizá más grandes. Se dijo, para sí, que aquello no estaba muy hermoso pero que, por lo menos, era libre. Hablaron entonces de lo bello de la libertad del hom-bre, aunque el Gafas, que era un intelectual, alegaba que no ha-bía libertad, contra lo que todos los demás decían. Por eso el Ga-fas tuvo que quedarse callado, aunque El Negro le dio la mano y apoyó con mayor fuerza el brazo sobre sus hombros en señal de aprobación. Hablaron del trabajo y se pusieron de acuerdo en que mañana era otro día y el futuro está en nuestras manos y hay que trabajar duro y con mucha inteligencia, como siempre, sin egoísmos, pues entre camaradas no debe haber mentiras, y no te olvides Negro de que el egoísmo no es parte de nuestra so-ciedad, dijo el Gafas; que siempre habrá un Jefe que no manda a nadie en realidad, concluyó Sapito. El Negro asintió, lo sé todo muy bien, hermanos, pero que mañana era otro día y se podía hablar con más cabeza fría de todo aquello.

Cuando El Negro estuvo dentro de su casa, recordando el pa-sado recorrió con su mirada las paredes del cuarto. Preguntó por Lucho y Francisco, y supo que Lucho estaba en la cárcel, acusado de rebelión por el alcalde, cuando quisieron meter un puesto de policía en el barrio, pero que de Francisco si no sabía, aunque me han dicho que está por el extranjero vendiendo mer-cancía con el hijo del alcalde, pero lo más seguro es que lo hayan matado, porque tú sabes como tiene de» quebrado el geniecito, todo es muy confuso, es mejor no preocuparse. Preguntó por su hermana Joaquina y supo que estaba en el barrio de las putas, que ya no era bonita como antes, y que le iba regular; entonces, El Negro no quiso saber nada más y se puso triste.

Tirado boca arriba en su cama, los ojos abiertos, el pecho agitándose, el pensamiento puesto en los últimos sucesos de su vida, le parecía un sueño estar en libertad y rodeado de gen-tes que le querían por ser El Negro, que lo trataban como a las personas importantes le conmovía el hecho de que la calle de su casa llevase su Nombre. Pensando todas estas cosas fue dur-miéndose tan lentamente que parecía una eternidad el tiempo

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que iba de su vigilia a su sueño. El Negro se presentaba en acti-tud de entrega a la libertad y al silencio de la noche tibia y negra.

Las plantas malsanas que crecían a orillas de las calles seme-jaban fantasmas en espera de la hora de marcharse a recorrer el mundo; la calle arenosa, como playa besada por un mar de tris-teza y miseria, de gente sencilla que se escuda en su ignorancia para recorrer el viscoso espacio, gente sencilla pero iera en su miseria y su hambre de las bondades diarias, parecía hundirse en las fauces del gigante del silencio.

Transcurrió la noche lentamente, temiendo terminar, como si preparara al día para recibir un gran acontecimiento. No bien alejadas las primeras sombras, otras muy pequeñas sombras empezaron a rodar en ella, como palomas silenciosas, llenas de mensajes; eran los pobladores del barrio, gente como la de to-das partes, cargando las cebollas arrancadas a hurtadillas del celoso cuidado de los guardias de la granja municipal; otras, con el canasto de los pescados conseguidos en el lago del bosque municipal, contra la orden del señor José Rojas, encargado de mejoras públicas del municipio, de no pescar en ese lago, pues es el ornato del municipio y orgullo de las autoridades y pobla-dores; otras sombras, con los costalados de legumbres compra-das a mitad de precio a los jardineros del alcalde; también otras, llevando gallinas que habían criado en los patios de sus casas contra la orden del señor presidente de la república, quien lo había prohibido, porque eso es atentar contra los manejos le-gales de la economía del país. Todos en el barrio eran mercade-res, y de otros barrios venían muy temprano los que también lo eran, incapaces de acatar las órdenes de los funcionarios, que ellos mismos habían elegido, y que por ellos velaban; incum-plían sus ordenanzas y decretos.

La gente que se congregaba en el barrio sabía, sin embargo, que no tenía el poder de elegir funcionarios, y creía asistir a un juego de lotería cuando el alcalde enviaba a repartir las bole-tas para las votaciones, por eso se decepcionaba de que nunca era favorecida y envidiaba la suerte del alcalde y sus allegados, quienes siempre salían favorecidos con un carro o un nuevo te-

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levisor para sus casas después de cada concurso. “Tan torpes son” dice el alcalde, “que no entienden que aquellas órdenes son para su bien”. Desconocían la importancia de los letreros que aparecían en el teatro del gordo Manuel, cuando se aconsejaba fumar cigarrillos extranjeros; ellos, muy orondos, fumaban ma-rihuana o tabacos nacionales; no podían comprender por qué el ministerio de salud colocaba un aviso antes de la película, di-ciendo que era prohibido fumar.

Cuando los primeros rayos de luz hicieron posible distinguir-se las caras y saludarse en forma directa, era porque ya el co-mercio estaba en pleno apogeo. Los más pequeños iban a buscar a don Félix a su almacén de ropa de segunda, que don Félix, que les comprara esta cadena inísima; y él les decía que no com-praba cosas robadas. Ellos le pedían doscientos pesos, pero él seguía diciendo que los robos no le interesaban; entonces, les decía que si querían cincuenta pesos para ayudarles a salir del problema, y ellos se iban a la tienda de doña Rosa a desayunar con café negro y arepas sin queso. Al poco rato llegaba una mu-jer del barrio de las putas, que don Félix, le vendo esta cartera ina con chequera y todo que me regaló un amigo anoche, y él cerraba el almacén y después le daba veinte pesos para que no volviera a molestar con esas cosas.

Las vendedoras de tomate y revuelto, con su lenguaje de mu-jeres enojadas, hacían comentarios de que a fulanita la chuza-ron anoche porque le quería quitar el mozo a sutanita, y algunos decían que bien hecho, porque a los hombres hay que respetar-los cuando tienen mujer. Otras decían que hombres hay muchos y todos son unos desgraciados hijos de perra, y no vale la pena hacerse chuzar el culo por ellos.

Los vendedores de fantasías, los que ofrecían perfumes de la china, ungüento para las manchas, pomada china para gozar el amor, se paseaban vendiendo sus productos, hasta que el señor de las cebollas les reconocía y amenazaba con matarlos si no se largaban con sus porquerías, eso no sirve para nada, ladrones de mierda estafadores, charlatanes.

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El Negro se levantó al oír tanto alboroto. Hacía mucho tiem-po que no dormía hasta que el sol ya estuviera alto; entonces, salió a la calle. ¡Qué alegría saber que todo era verdad! Que no había estado soñando con su libertad, pues la duda le había en-trado cuando soñó que el teniente le había dicho al sargento López amárreme este Negro hasta diciembre o enero por mala conducta.

A lo lejos vio al Gafas; como siempre, llevaba un libro que no leía, mientras sus demás compañeros se dedicaban a jugar cartas en el suelo cubierto por un pañuelo mugriento y gastado. Sapito, Cumbia, Juan el Loco y doña Gloria, la que vendía los almuerzos, alegaban acalorados. Ella le decía que tan bien que les había servido, con tan buena voluntad, para que ahora me salgan con que no me deben nada, carajo, que a los cerdos no se les puede hacer favores; si desde la semana pasada no se acer-caban al kiosco, y ahora diciendo que me pagaron, caramba, decía doña Gloria, a punto de llorar. El Negro les dijo qué hay, muchachos, y ellos apenas le dijeron qué hubo hermano; enton-ces, doña Gloria le dijo que le debían cuarenta y siete pesos con veinte y que no querían pagarle dizque porque ya me pagaron, siendo que desde hace un montón de días no les veo su carita, esto no es justo. El Negro sacó cincuenta pesos y le dijo que se quedara con el cambio, que en La calle del Negro no se podía alegar por cosas tan tontas, y los amigos gritaron ¡Qué viva El Negro! Y doña Gloria le dijo que por acá estaba a sus órdenes y venga tómese un cafecito con pan, y el Negro le dijo que bueno, y se tomó el café y pidió otro para el Gafas, que se había queda-do callado pero miraba inteligentemente a su alrededor, cual si pensara en las buenas cosas que iban a pasar.

El Negro le interrumpió su pensamiento le preguntó qué cosa había de nuevo y el Gafas le dijo que hermano, que por la noche tendrían un trabajito por hacer; era grande porque la casa iba a quedar sola, apenas con una sirvienta vieja y muy arrecha que está enamorada de Tabaquito y le ha dicho que esta noche si pueden hacerlo en la cama de la señora, a las nueve, cuando en la calle no haya bulla ni gente; la cosa depende de

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nuestra inteligencia y rapidez, y de que el Loco Juan arregle la camioneta antes de la cinco para que alcance a llegar; es mejor la camioneta que la carretilla de Sapito, porque las cosas se es-tropean así, es muy lento y la gente puede notar algo. Además, en estas calles tan llenas de huecos se hace muy difícil andar con cosas pesadas, y peor si hay que hacer varios viajes. Estas calles que el alcalde nunca ha querido arreglar, dizque porque esto es una invasión, y pronto nos van a sacar de aquí volando, Negro; nosotros somos poco importantes para los planes del munici-pio, y hasta peligrosos, vos sabés estas cosas.

Planearon todo. Al Negro le pareció que estaban bien pen-sadas las cosas y preguntó si ya tenían a quién venderle la mer-cancía. El Gafas le dijo que ya tenía el cliente, un turco que va a casarse y necesita todo, de segunda porque es muy amarrado y tiene mucha mosca para pagar de contado; luego, le presentó a Marcial, era nuevo en la calle y zapatero ino; después conoció a la Bella Conchita quien andaba de amores con Sapito, pero es fresca y Sapito se lo aguanta todo, porque para Sapito las muje-res sólo son del hombre cuando las tiene en la cama; después, no le importa lo que hagan; vos sabés que todas las amigas de Sapito han estado con nosotros antes y después de estar con él. El Negro miró a Conchita y con los ojos le dijo que la deseaba, y ella le dijo mañana nos vemos en el Galante, un buen bailadero.

Pasó el día sin que ocurriera nada especial, y su madre le dijo que todavía tenía relaciones con el Gordo Manuel, que era muy bueno con ella. Cuando se tomaba el café negro llegó el Gafas y le dijo que fueran a dar un paseíto por el barrio del tra-bajito para que estuvieran seguros de que nada iba a fallar. El Negro dijo que bueno, hasta luego, vieja, y entonces el Gafas le preguntó si tenía manca, y El Negro le dijo que no; el amigo le dio una perica que si no tiene ilo para cortar una cabeza de un solo tacazo me las corto; y El Negro, riéndose, le dijo que se las fuera arrancando mejor, Tabaquito, porque lo que era esa vieja lo capaba esta noche.

Recorrieron a pasos cortos las calles del barrio del trabajito y no vieron mucha gente, sólo un par de chicos jugando al fút-

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bol en la calle y que los invitaron a jugar; pero El Negro les dijo que ellos eran profesionales. Uno de los chichos le dijo que se parecía a Pelé, pero el Gafas le respondió que Pelé era muy feo.

A las seis se encontraron con Tabaquito, Sapito, Manuel y los demás, que los esperaban impacientes para decirles que Juan el Loco venía a las siete porque había ido a llevar una carga de papas a la galería del sur. Se sentaron a platicar y fumar fren-te al almacén de don Félix mientras El Negro les contaba sus aventuras de conquistador, y que tenía no sé cuántas mujeres locas por él, pero que no había pensado nunca en casarse pues los hombres no se casan de verdad; las que se casan son las mu-jeres, y eso que ahora uno no sabe si una mujer es casada o si es soltera de verdad porque las mujeres son un misterio, viejos; y confesó después que no coniaba ni en la propia madre de Dios, pues cuando uno más las quiere a las hembras es cuando están más dispuestas a traicionar o, desde hace mucho, que la están pasando suave con otro bacán.

Por in llegó el Loco y acordaron que a las nueve y media me-jor lo esperaban. Tabaquito dijo que fueran a esa hora porque, de todas maneras, él se iba a echar la vieja al pico. A las nueve ya Tabaquito se había desencartado de la cucha, quien empezó a dormirse; entonces, sonó el timbre, cuatro veces, como lo ha-bían acordado; Tabaquito le pegó un golpe a la vieja y la dejó atontada, la ató de pies y manos y corrió a la puerta de la calle.

Todos entraron rápidamente. El Gafas, que era de muy rápi-do obrar, abrió la verja para que entrara el camión del Loco. El Negro, que estaba nervioso, dijo que se apuraran. Comenzaron a cargar con todo lo de valor, como si se tratara de una mudan-za. Cuando no cabía más en el camión, entraron en la pieza de la señora de la casa y vieron a la vieja espantada y muda que trataba de cubrirse con las manos atadas. El Gafas dijo que la hagamos feliz, y sin consultarlo voltéenmela y ellos se la voltea-ron. El Negro no quiso jugar y, como ya la vieja no oponía resis-tencia, le cortó el cuello de un navajazo y dijo que era la hora de irse. Y se fueron, después de haber echado en la parte de atrás del camión las materas para que pareciera una mudanza de ver-

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dad. No se detuvieron hasta llegar a la casa del cliente. Este les dijo que no tenía los cincuenta mil completos, pero que les hacía un cheque. El Gafas le dijo que cuánto tenía y él contestó que veinte mil. El Negro se los recibió, después de decirle que ser-vían y, como lo hubieran acordado previamente, le entraron a navajazos al turco.

El Negro estaba satisfecho del trabajo pues apenas habían matado a dos y las cosas que tenían eran de fácil venta; además, les había tocado de a tres mil y pico a cada uno. El Gafas invitó a brindar por el triunfo del pueblo sobre los ricos, pero El Negro se despidió y se metió en el Galante con la bella Conchita. Al rit-mo de música antillana, los boleros de Rolando y Benny Moré, las canciones en el estilo de Nat king Cole y Octavio Enríquez, El Negro dejó saber que tenía deseos de poner un negocio legal pero bueno, organizar su desordenada vida. Conchita le ofre-ció su colaboración, pues ella tenía mucha experiencia en esos negocios, había trabajado dos años en Venezuela hasta que me deportaron por indocumentada, pero que se fueran a dormir, pues tenía locos deseos de estar con El Negro más bello y gua-po del mundo. Cuando sonaban Las cuarenta, de Rolando, se marcharon.

El Negro salió muy temprano de la pieza de Conchita y se reunió con los muchachos para planear el robo en la casa del alcalde, y robaron en la casa del alcalde. La policía se regó por todos lados, pero no encontraron nada que les sirviera de pista segura para capturar a los culpables: cogieron a mucha gente y a una mujer, del barrio de las putas, borracha, que decía sa-ber quién había sido; la golpearon sin descanso porque no decía nada, hasta que confesó: son de La Calle del Negro, pero que no se sabía a ciencia cierta porque había mucho ladrón en este pueblo de mierda.

Se llevaron a la madre del Negro y al Gafas, los maltrataron tanto que, al soltarles, no se les podía reconocer, pero no dijeron nada. Cuando El Negro los vio venir se enfureció y mandó a uno del barrio donde el alcalde con la razón de que El Negro le man-daba a decir que los policías, el alcalde y todos los del gobierno

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eran unos hijos de perra, unas bestias y que si era tan macho por qué no cogía a los que sí eran, en lugar de andar maltratando a quienes nada saben de robos y esas cosas.

El mensajero no volvió, fue encarcelado y llegaron al barrio varios policías en busca del Negro, pero la gente les dijo que no conocían a ningún Negro. Los policías se fueron y volvie-ron, acompañados de otros, y empezaron a buscar casa por casa hasta que por in El Negro salió del kiosco de doña Gloria y les dijo que cabrones, yo soy al que andan buscando, yo soy el la-drón. El Negro que insultó al alcalde y que los insulta ahora en la cara, maricones: que qué querían que hiciera, o si acaso ellos pensaban hacer algo por él, que estoy listo y no le tengo miedo a los maricas; estoy listo, y no a la orden, que eso es de esclavos, les decía, pero que digan nomás, que yo tengo cómo responder, marranos.

Los policías no dijeron nada y se marcharon, y el alcalde dijo que se olvidaran del Negro, que era peligroso por ahora meterse con esa gente, hay que dejarlo tranquilo hasta que les metamos el puesto de policía para acabar con toda esa basura.

Todos en el barrio se alegraron de tener un macho tan ma-cho, un hombre verraco, y con más entusiasmo que antes, más fuerte que el día de su regreso, gritaron ¡Qué viva El Negro! Y La calle del Negro se hizo famosa, nadie distinto de los del ba-rrio se aventuraba a transitar por ella. El pueblo supo que en la maldita calle del Negro era donde se escondían los ladrones, el asesino de don Ramiro Isaac, que en paz descanse, no podía estar en otra parte que allí. Y el orden público se vio afectado con las manifestaciones de la gente honrada y leal al gobierno municipal; reclamaban al alcalde que acaben con esa cueva de malandrines, y digámosle al gobernador ya que el alcalde no se atreve a ejercer su poder a pesar de haber sido víctima de gente tan baja. Hasta que don Daniel Medina, que si era un verdadero ciudadano, organizó una brigada cívica para investigar la situa-ción que afectaba no sólo al pueblo, sino que este es un cáncer que sufre la nación y lo mejor es extirpar ese mal de raíz.

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De nuevo las quejas de la gente honrada, y que qué se hizo la brigada del pueblo; hasta que el gobernador dijo estamos traba-jando en esa vaina, no se preocupen, que la nación deiende los buenos ciudadanos aunque ellos no se den por enterados.

La calle del Negro fue visitada por gente rara y, entonces, es mejor que no les hablamos a estos periodistas de mierda que nos han venido a mirar la vida para contársela al país, como si eso nos fuera a solucionar los problemas, como si teniéndonos pesar se nos pasara el hambre. Otros, que es más conveniente ponerles ojo a estos porque son policías disfrazados; pues ma-ten a uno, a ver qué pasa, y yo mismo le clavé el cuchillo en la espalda y le robé la Polaroid, porque no le tememos a los perio-distas, ni a los polizontes ni a nadie.

La noticia del asesinato se difundió; sin embargo, cuando al-gunos callenegreros, que así se les llamaba ahora, fueron dete-nidos, El Negro, que no había dicho nada aún, fue a conversar con el alcalde, y que no está, vuelva mañana; que está en junta; y él no entendía por qué le buscaban cuando estaba escondido ni por qué no se le concedía audiencia. Hasta que no me diga más que no está, y empujó a la secretaria, y aquí estoy señor alcalde, para qué me necesita; y los doctores, que no sabían quién era, comenzaron a sospecharlo. Eran igualitos a los visitadores de prisiones, con sus caras regordetas y de burla compasiva, que hablarían con el jefe de prisiones y trataremos tu caso a ver si se te hace una revisión, y apuntaban tu nombre; que parece buena gente, y gracias, doctor, que el cielo le habrá de pagar todo lo que haga; todos los años la misma promesa, hasta que terminabas la condena y le encontrabas en la calle y te dicen que yo hice todo lo que se puede hacer por ayudarlo, pero usted sabe que los casos de violación son difíciles de arreglar pues es una ofensa a la moral y las buenas costumbres; pero no se acuerdan del difunto doctor Ramírez, que se mató cuando el Chico Lolo lo dejó por irse a dormir con el juez nuevo que iba a ayudar a salir de la cárcel, cuando estaba condenado por homosexualismo, y el marica del doctor Jiménez, de los huevos al aire como le de-cían, eso no lo cuentan para condenar, no, de los amores entre

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hombres en la cárcel; mi doctor, no se preocupe y quizás en otro tiro me puede ayudar o me las paga.

Siéntese, que usted no puede estar ahí de pie. Perdón, seño-res, sí doctor. Sí, señor alcalde, ya nos íbamos, no se olvide de la despedida de la secretaria del doctor Luna. No, ni más faltaba, hasta la noche, fue un placer hablar contigo y un gusto haber-lo conocido. Gracias, doctor, siempre tienen esa falsa sonrisa, hombre... Me dijeron que me estaba usted necesitando y ¿fu-mas? No gracias, yo fumo barato, que en la calle en donde usted vive, se rumora, la gente comenta que... No crea pendejadas, doctor, allí no pasa nada, pero si usted cree que se debe hacer algo. Pues cuente a ver qué se puede, y entonces El Negro vino a contar que ese tipo se puso a temblar como una gallina, porque así es que hay que tratar a las autoridades, con mano fuerte, para que nos tengan miedo. ¡QUÉ VIVA EL NEGRO! El grito retumbó más fuerte esta vez.

¡Agua, traigan agua que se incendia el barrio...! Y ¿cómo ocu-rrió? Que no hay agua, entonces tiren cerveza, movete, momia azteca, que hay que salvar las cosas; hasta que al in se apagó el incendio en La calle del Negro, pero no había quedado nada para quemar; maldita sea la vida; la única vez que se ilumina esto de noche se acaba el barrio y el alcalde debe ser el culpable, gritaba el Gafas; la autoridad que quiere quemarnos a todos, se quemó La cSalle del Negro.

Cuando lo buscaron no estaba, y que El Negro se había que-mado en el incendio, pero yo no lo vi en ninguna parte, decía su madre, ay, mi pobre negrito; sí lo vieron, estaba sacando sus cosas en una maleta nueva antes del incendio, entonces él lo sa-bía, pero búsquenlo que puede estar mal herido o muerto, decía la madre del Negro. Lo han asesinado, gritó el Gafas, hay que vengar la muerte del Negro. ¡Qué viva El Negro! Todos llora-ron cuando gritaban y como las sombras de siempre, avanzaban lentamente en busca de la venganza hacia la casa del alcalde, pero la fuerza pública estaba preparada; un cordón de policías estaba listo para recibir el ataque de la gente callenegrera.

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Todos se detuvieron, pasmados de repente, pues los tombi-tos estaban armados hasta los dientes, sí miralos nomás que con la mirada te matan, sus ojos brillan como lobos hambrientos al acecho; sí miralos, que ni les duelen los ranchos quemados y caí-dos; claro, gritaba el Gafas, están acostumbrados a matar cada día cuando se levantan los trabajadores porque no les aumentan el sueldo y ellos nomás van y los matan; ya no tiene corazón esta gente; como si ellos no fueran otros muertos de hambre, gritaba Sapito, exaltado y furioso; y las patadas que dan, claro, si cada año les dan condecoraciones y más botas por servir a los gober-nantes, míralos que ya vienen, parecen con hambre los pobre-citos; corramos, que aquí no tenemos nada que hacer; y para dónde corremos si ni siquiera tenemos en donde meternos; hi-jos de mala madre; que ni siquiera tenemos en dónde metemos; hijos de mala madre, que ni siquiera dejaron que apagáramos el incendio pues rompieron el tanque del agua; menso, abrite que nos dan, y nosotros no tenemos con qué defendernos; qué carajo, hombre, vamos a darles de frente, ¿que acaso no somos machos, acaso no somos de La calle del Negro? Cállense, viejas, que aquí comienza lo bueno; piedras, muchachos, no tenemos otra cosa y no necesitamos tampoco otra, gritaba el Gafas, fuer-za, piedras y buena puntería.

Y los hombres se abrieron a bombardear a la tropa de poli-cías, que si esto es el comienzo de la revolución pues no le ha-gamos el quite, carajo, vengan nomás; y esto es por mi estufa recién arreglada, maldito polizonte; y piedras y bolillos y ayes y bolillo y más piedras; no corran, malditos, que qué se creían, aquí sí hay machos, duro, muchachos, que los golpes que nos dan ahora no son nada, más les deben doler a ellos las pedradas, ja, ja ja... qué miedosos; mírenlos nomás, cómo se amontonan, parece que se irán; hijos de perra, bestias; ¿por qué no podemos dispararles, por qué si nos están atacando? porque el alcalde dijo que no quería muertos pues había muchos periodistas pen-dientes del desalojo; se quedaron mirando a la gente con odio, se asombraron del ataque, no huyeron como estaba previsto, ahora tenían miedo de seguir peleando.

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El viejo Chorizo, el de la fritanga, era el más ardido de la ie-bre del odio y por eso no había arrancado a correr, ni a escon-derse porque ya no tenía nada que salvar si corría; adonde iría si él sólo tenía La calle del Negro y su carro de fritanga consumido ahora por las llamas. Doña Rosa lloraba; las otras mujeres se miraban sin poderse ver los gestos pues todo estaba negro, la oscuridad no se había ido con la llama de la ira, volvía y apenas le abría paso a la luz de las linternas que los polizontes apunta-ban a los pies de los callenegreros, para que el primero que dé un paso adelante lo frito, aunque después me diga mi teniente que he desobedecido una orden suya, pero yo sé que él estará de acuerdo con que yo dispare por él.

El silencio llenó la calle, el maldito silencio que tanto ame-drenta a los hombres por verracos que sean; todos lo estaban escuchando y nadie se atrevía a impedir que siguiera sonando, hasta que un grito de macho herido lo quebró, un grito de Negro iracundo, un grito de gigante que nadie desconocía. Era el grito del Negro que saltaba con los ojos llenos del fuego que ilumina-ba más que las linternas que le apuntaban; ojos que brillaban más que los fusiles que le señalaban amenazadores, que se mo-vían nerviosamente.

...Aquí estoyyyyy, aquí estoy, señor alcalde... SILENCIO... quién es el que me necesita para darme una sorpresa, señor al-calde; me dijo usted que me estarían buscando, quién me busca. Y todos supieron que el Negro estaba ebrio, borracho de ilu-siones. Borracho, claro, si estuvo tomando trago ino con el al-calde, hablando con el tesorero municipal, con el secretario de obras públicas; y me dijeron que iban a arreglar el barrio, que iluminarían La calle del Negro, pero yo les dije que si ponían el puesto de policía los encontrarían después muertos a todos, que sí vinieran a hacer las mejoras, Gafas, como me dijiste, no me dejé convencer ni con dinero que me ofrecieron; les dije que no, y me vine, y entonces me dijo que me estarían esperando aquí, que me buscaban, y aquí estoy ahora.

Se emperró en decir que policía no, que policía no, y le van a sobrar ahora, señor secretario; el barrio será iluminado, ¡ja ja

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ja!, la ley somos nosotros mismos, dijo el Gafas, los callenegre-ros. El alcalde dijo que de todas formas la mano de la autoridad se pasaría para una vueltecita por aquí, en este lecho de ma-leantes y enemigos del orden público, antisociales que no dejan que la ciudad duerma tranquila por miedo a las fechorías de esas bestias. Y entonces El negro no quiso hablar más, y dijo me largo, y le dijeron que bueno, que no lo detendrían, y así llegó a su calle ahumada y oliendo a muerte.

“¿Qué pasó, qué pasa, gente?, ¿por qué tanto silencio, por qué está todo tan triste?”. Todos miraban al Negro con triste-za, pues no atinaban a contarle lo del incendio. Que hablen, les digo, y se tambaleaba, y nadie habló cuando El Negro miró a los policías apuntándole y corrió en pos de ellos con los brazos ex-tendidos sedientos de muerte. Se escuchó la descarga de veinte fusiles que, cortando el aire, atravesaron al Negro, que se tam-baleó ebrio de muerte.

Lo comprendió todo en un instante, supo quién lo esperaba, quién lo buscaba.

¡Qué viva El Negro! Todos lo oyeron, pero nadie lo había di-cho; ¡qué viva El Negro...! Y él comprendió que era la voz de sus recuerdos la que gritaba pidiendo por su vida, porque su vida quería irse... ¡Qué viva...! Pero otra descarga atravesó su cuer-po sin dejarle terminar su recuerdo; ahora comprendía que ese grito de combate sólo tenía valor para él y ya no quiso escuchar más a su recuerdo; cerró los ojos y sintió que las piernas se le doblaban, no podía detenerlas en su caída; ahora ni su propio cuerpo le escuchaba.

Todos miraban con pasión de muerte, con temor de sangre, el cuerpo inmenso derrumbarse y las manos de gigante asirse al pecho para que no se escapara la vida. Moría El Negro y nadie podía evitarlo; todos tenían miedo y comprendían que El Ne-gro había terminado. Se resignaron a verle morir; temblaban y sabían que después sería su turno; serían acribillados cobarde-mente, cuando estuvieran ebrios de sueños locos y de amores de guerra, cuando estuvieran robando en el jardín de lores de Egipto del alcalde, cuando estuvieran charlando, serían asesi-

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nados; pero siempre morirían, uno a uno, sin poder luchar, sin apenas haber visto el arma que les cortaría la vida.

El Gafas no se acobardó y gritó a sus compañeros que abajo los asesinos oiciales, los asesinos del Negro; y todas las voces comenzaron a gritar:

¡Asesinos...! ¡Asesinos...! ¡Asesinos...! Y los asesinos se fueron.

98 Pedro Walther Ararat Cortés

LAS OREJAS DEL DUENDE

En mi pueblo, el duende era la causa de muchos temblores. Por eso, una noche de cálido verano, reunidos en las afueras del poblado, el viejecito don Tomás, Pedro y mi primo Ignacio acordaron capturar al extraordinario ser. La última acción que se le atribuía fue el enredo del pelo a los caballos de la vereda; sólo le faltó por enredar a la yegua loca. Don Tomás sabía que al duende le encanta la música bien hecha. La gente, para espantar a quien tanto miedo les provoca, toca con tiples destemplados. Él, que no soporta tan molestos sonidos, huye y deja muchas ve-ces sin terminar sus travesuras; pero luego vuelve; a completar su obra regresa.

El viejo propuso tocarle con toda la inura para así impedirle que huyera. Luego, lo atraparíamos con una red tejida con hilos de araña. Así lo hicieron. Cuando el duende se encaminaba ha-cia el lugar donde estaba amarrada la yegua, el tiple de don Lugo arrancó con preciosa música de instrumentos bien templados. El duende, de repente sorprendido, levantó su ruana, movió los pies torcidos hacia atrás; entonces, activó el mecanismo de la red que le habíamos tendido. No podía liberarse de su prisión y prorrumpió en sollozos de niño abandonado.

—No llores, niño. ¡Vamos a liberarte enseguida! Por favor... no vayas a marcharte sin hablar con nosotros, un poco; quere-mos conversar contigo —le había dicho Pedro.

Lo bajamos con cuidado. Luego, reunidos, nos sentamos en círculo sobre la fresca hierba, mirábamos el apesadumbrado rostro del duende.

Además de ser pequeño, era extremadamente laco. Se quitó el gran sombrero y pudimos verle la calva y las orejas al espanto.

— ¿Cómo te llamas? —le preguntó mi primo Ignacio.— Carezco de nombre; nadie me dio uno. Me dicen el duende

y airman que soy dañino. Es verdad que hago nudos con las crines y las colas de las bestias; hago llover piedras sobre los tejados de ciertas casas; me enamoro de las muchachas de pelo

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largo que gustan de perderse en los bosques y tenderse a dormir sobre las hojas secas. Tengo los pies echados hacia atrás; a pesar de ello, soy muy rápido; sé subirme a los árboles y también a los techos. Algunas tejas se rompen y habrá goteras en ciertas casas cuando comiencen las lluvias. No hago estas cosas por maldad, es para llamar la atención de la humanidad.

Su actitud bajo el sombrero mostraba la emoción de un na-rrador relexivo.

—No conocí a los seres que engendraron mi existencia. Cuan-do estoy deprimido, me vuelvo como un ser material, pesado, torpe; y puedo caer fácilmente en las trampas, como la que me capturó esta noche.

Nos fundimos con él en un abrazo de hermandad. Luego, se alejó un poco para hablarnos:

—Me atraparon, pero nos abrazamos después. Me voy sin-tiendo alegre, liviano y etéreo; ahora, soy inasible. Apenas soy la imagen que se estampa en las miradas de las sombras.

Y se desapareció. No hemos vuelto a saber de su existencia fantástica. Todavía nos reunimos aquí, en cerco, sobre la tibia hierba. Su imagen nos persigue cuando recordamos las mira-das tristes que se le escapaban por debajo del sombrero. No po-demos olvidar que, por puro respeto, se descubrió y, entonces, descubrimos, asombrados, que las orejas del duende son del ancho de su cabeza.

100 Pedro Walther Ararat Cortés

QUINMILENIO

Un hombre rico ofreció al gobierno de Quinmilenio comprar sus desgastadas fuerzas militares. El gobierno, después de con-cienzudos análisis económicos, aceptó la ventajosa oferta. En pocos meses, cosa que causó admiración, el gerente de la Army Trade Company logró que sus métodos administrativos y el ejer-cicio de una verdadera producción armada se impusieran en el reino de Quinmilenio, al menos en sus zonas más desarrolladas. La pequeña delincuencia se puso, en el momento, al servicio de los secretos espionajes de la Army Trade Company; desapareció así la caótica participación de estos en planes aislados que no ayudaban al desarrollo anhelado por las nuevas realidades eco-nómicas y políticas de la patria. El imperio del orden se impuso.

Se cometían injusticias, es verdad; algunas exageradas apli-caciones del orden militar en la sociedad civil desencadenaron voces de protesta que fueron debidamente controladas por el rei-nado de la ley; era notorio en las formas del saludo y en la dis-ciplina que comenzó a hacer del sistema un reloj de eiciencia y colaboración. Reinaba una nueva constitución: la que el gobierno compró en la Loyal Trade Company. Esta nueva carta constitu-cional (o menú legal) estaba ajustada a la realidad; otorgaba una independencia total al ejército para trazar las normas y políticas de seguridad nacional para el gobierno de Quinmilenio. Las au-toridades civiles respetaban toda determinación de la seguridad militar, pero podrían, si fuese imprescindible, presentar cada cin-co años una carta de proposiciones respetuosas, comentarios o sugerencias que permitieran un ajuste preciso entre los ines del Estado y los ines de la cultura universal; incluso, podría presen-tar comentarios en contra de la aplicación de normas de seguri-dad. Estos últimos comentarios deberían ser irmados en nombre personal; eran muy tenidos en cuenta porque sus autores eran contratados por el resto de sus vidas por el High Research Insti-tute. La familia del funcionario recibía una pensión igual al doble de lo que el pensador ganaba antes de ser leído por la oicina de

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prensa de Army; se le retenía así por el resto de su existencia y nunca más era posible volverle a encontrar.

El éxito de la multinacional en sus diferentes ramos de pro-ducción tecnológica, artística, ideológica, publicitaria y, en in, la totalidad de los productos que comercializaba despertó el in-terés de otras compañías extranjeras y nacionales, de grandes capitales. Una de ellas propuso a Quinmilenio la compra del ejército irregular que estaba situado en la movilidad en selvas y montañas. La propuesta fue aceptada, y la negociación incluyó el derecho a la transformación del paisaje, la sustitución gra-dual de los bosques nativos por otros de mayor rentabilidad y la reeducación del ejército irregular, cuya descoordinación había impedido el establecimiento de una verdadera ley. Así mismo, se hizo el llamado y la búsqueda de los miembros de estos ejér-citos que se habían dedicado al trabajo militar en las ciudades, abandonando el desarrollo militar de las zonas rurales; se les propuso participar de un gobierno Quinmilenio, 2da etapa, par-celaciones rurales.

Cuando el presidente de Trade Company se enteró de todas las negociaciones secretas ordenó el exterminio sistemático de todos los colaboradores de su competidor y e l apresamiento de los miembros del gobierno civil que habían organizado tan des-leal competencia. Igualmente fue determinada la absorción del ejército irregular en el nuevo ejército, o su eliminación en caso de resistencias notables.

Algunos enemigos del progreso proyectado para Quinmile-nio, en la zona del oriente, amenazaron con derrumbar el impe-rio del Zar Trade Company. Inmediatamente fue embarcada la mitad de la tropa irregular, reducida y reentrenada hacia el pe-ligro oriental. Al inalizar el año, regresó menos de la centésima parte del ejército enviado; venían como embajadores del nuevo reino del Oriente, el cual había sido sometido, demostrándose así la capacidad de las nuevas administraciones. Podían estable-cer acuerdos para la superación de la calidad militar o, en caso contrario, podían irmar un contrato de guerra, ventajoso para todas las partes.

Este libro se terminó de imprimiren el mes de abril de 2011 en la

Unidad Gráica de la Facultad de HumanidadesUniversidad del Valle

Cali - Colombia