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La Carretera

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La carretera (2009)

John Hillcoat

“Los relojes se detuvieron a la una y diecisiete. Hubo un potente destello de

luz y luego una serie de pequeñas sacudidas. Creo que es octubre pero no puedo estar seguro. Hace años que no uso un calendario. Cada día es más gris que el anterior. Hace frío. Cada vez más. Y el mundo se muere poco a poco. Los animales no han sobrevivido y todos los cultivos desaparecieron hace mucho. Pronto desaparecerán todos los árboles del mundo. Las carreteras están pobladas por refugiados que arrastran carritos de la compra y por bandas con armas que buscan combustible y comida. Durante un año hubo incendios y en las colinas y gritos trastornados. Contemplad el Valle de la Matanza”.

Estas palabras, pronunciadas por una voz en off (la voz del padre) apenas

comenzada la película, bastan para situar al espectador ante el mundo que cobra

vida (más bien muerte) en pantalla. La carretera es la adaptación cinematográfica

que el director australiano John Hillcoat ha realizado de la novela The Road,

publicada en 2006 por el escritor norteamericano Cormac McCarthy, que fue

galardonada con el Premio Pulitzer. McCarthy, uno de los grandes narradores

estadounidenses, es conocido entre nosotros por otra adaptación cinematográfica,

No es país para viejos (de su novela No Country For Old Men, 2005), y es autor de

Trilogía de la frontera o Meridiano de sangre, entre otras obras.

La película comienza con un flashback: una pareja (ella embarazada), el

exterior de su casa, sol, flores, un ambiente cálido que contrasta con el presente

de un hombre que se despierta de noche, con aspecto demacrado, cadavérico, en un

entorno desolado. Entonces la voz del padre, en off, pronuncia el fragmento

reproducido más arriba. Si la novela de McCarthy es una asombrosa descripción

literaria del paisaje que sucede al desastre, un aperitivo del fin del mundo, la

película de Hillcoat es una espléndida recreación visual de ese mismo ambiente para

la cual la productora se inspiró, entre otros espacios desolados, en el Nueva

Orleans que dejó el huracán Katrina tras su paso. Nos hallamos pues en la antesala

del fin del mundo, lugar ocupado por la oscuridad, el canibalismo y la muerte. El

desastre se produjo hace diez años, los mismos que tiene el chico (por tanto, no ha

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conocido otro mundo que el de la devastación), y desconocemos su naturaleza y sus

causas (el propio autor renuncia en la novela a precisar los motivos del desastre, de

esa manera evita que el texto se cargue de ningún tipo de mensaje, político,

económico, nuclear o ecológico). Mas bien, la reflexión se orienta en otro sentido:

¿merece la pena sobrevivir en un mundo así? Y si lo es, ¿a qué precio? ¿Queda algún

resquicio para la esperanza en esa tierra aniquilada?

La civilización ha dejado paso a la barbarie y el canibalismo: los pocos que

sobreviven en un terreno hostil solo aspiran a seguir vivos, a cualquier precio; otros

han preferido el suicidio. El mundo se ha vuelto inhabitable, violento y gris, sumido

en una permanente neblina, un espacio fantasmagórico poblado de despojos,

árboles secos, ceniza y cadáveres. Un padre (Vigo Mortensen) y su hijo de diez

años (Kodi Smit-McPhee) caminan por una carretera interminable en dirección a la

costa, en busca de mejores condiciones climáticas, un viaje en el que deben

afrontar la escasez de alimentos, la búsqueda de refugio, y el peligro que suponen

las bandas de supervivientes que practican el canibalismo.

Para expresar visualmente este mundo en descomposición es imprescindible

referirse a la fotografía de Javier Aguirresarobe, el artífice de la neblina

constante, de la luz grisácea, de los tonos ocres que transmiten suciedad, de un sol

tan débil, tan apagado, que no puede calentar. No existe el color, solo la negrura, la

oscuridad. Todos ellos son mecanismos fotográficos que expresan visualmente la

desesperanza, la ruina y la muerte. Y en esa línea se sitúa también la música

compuesta por Nick Cave.

La voz en off del padre acompaña a las imágenes desgranando comentarios y

reflexiones sobre las vivencias presentes y el futuro al que deberán enfrentarse

los dos o alguno de ellos en solitario. En determinados momentos, la narración

adopta la perspectiva del chico, en especial en las situaciones en que se enfrenta a

su padre y en aquellas en que ve indicios de la práctica del canibalismo. El relato,

contado en gris y negro, se ve interrumpido por la introducción de varios flashback,

en color, en los que el padre recuerda episodios de su vida familiar junto a su

esposa. Estos breves episodios suelen coincidir con el sueño (a veces se convierten

en auténtica pesadilla) y son de gran importancia, pues trasladan al espectador la

evolución de la vida familiar

hasta la separación una vez

sobrevenida la catástrofe.

Asistimos a los instantes

de felicidad de la pareja, al

momento en que ella rompe

aguas y el marido debe

asistirla en el parto

(momento doloroso, y no

solo desde el punto de vista

físico: “Me arrancaron el

corazón la noche en que él

nació”, dirá ella después), a

la discusión sobre cómo actuar tras el desastre (escena que comienza con un

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primer plano de dos balas sobre la mesa: él quiere sobrevivir a toda costa y ella

lamenta no haberse suicidado antes como han hecho otras familias, teme ser

violada, devorada por los caníbales), y a la desgarradora separación (ella se marcha

sin despedirse de su hijo, sin escuchar las súplicas del marido; la voz en off se

limita a añadir: “Murió en alguna parte de la oscuridad”).

La presencia de la madre, a través de los recuerdos del padre y de algún

diálogo con su hijo, es muy relevante en la obra. En uno de los momentos en que se

han quedado sin comida, tiene lugar el siguiente diálogo:

- Hijo: Ojalá estuviera con mamá

- Padre: ¿Te gustaría estar muerto?

- Hijo: Sí

- Padre: Tienes que dejar de pensar en ella

- Hijo: ¿Y cómo lo hacemos?

La pregunta queda sin respuesta pero, a la mañana siguiente, el padre, tras

evocar la marcha de su mujer, se deshace de los recuerdos que conservaba de ella,

una foto y el anillo. Pero este gesto no extingue la figura de la esposa en la

memoria del atribulado padre. Cuando este se encuentra muy enfermo, junto al

mar, cuando sabe cercana su muerte, afloran los recuerdos de otro día ya lejano

también junto al mar, con ella, en un coche. Y quien recibe al chico en la nueva

familia que lo acoge tras la muerte de su padre es precisamente la madre.

El verdadero eje del relato es, sin embargo, el penoso viaje de padre e hijo

camino del sur, según consejo materno al marcharse, y de la costa. El padre resume

sus preocupaciones: comida, frío, zapatos, es decir, la supervivencia. Y a ella se

encuentra vinculado otro de los temas recurrentes en la obra: la pistola. El motivo

de la pistola lo introduce la madre, con su insistencia en el suicidio como forma de

escapar al desastre, y lo continúa el padre cuando da instrucciones a su hijo sobre

cómo debe suicidarse si se ve obligado a ello. Él mismo se preguntará si llegado el

momento de sacrificar a su hijo, para evitar que caiga en manos de las bandas de

caníbales, será capaz de hacerlo.

El aspecto central del relato es la relación entre el padre y el hijo. El padre

busca proteger a su hijo pero

también enseñarlo, prepararlo

para sobrevivir cuando él no

esté. Todo en el hijo es

inocencia, ingenuidad y

compasión, lo que provoca

algunos choques con su padre.

Esa ingenuidad explica el

catálogo de expresiones con las

que intenta explicarse lo que

está viviendo: los buenos y los

malos (estos son, en realidad, los caníbales), o llevar el fuego. La relación de

confianza entre ambos se fortalece a lo largo de la película, y en especial cuando se

agudizan los síntomas de la enfermedad del padre, la tos acompañada de vómitos

de sangre. Sus últimas palabras reiteran los consejos que había dado otras veces al

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chico: que siga hacia delante, hacia el sur, siempre con el arma encima, buscando a

los buenos y sin correr riesgos. A su vez, el chico también se despide de él antes

de marchar con su nueva familia: “Hablaré contigo cada día, y no te olvidaré, pase

lo que pase”.

Finalmente, la violencia, la truculencia, tiene un peso notable en el relato: en

un mundo cuyo fin ha comenzado, donde la palabra futuro puede haber

desaparecido del diccionario, donde no existen ya redes de producción,

distribución y comercialización de alimentos, donde ha desaparecido el suministro

eléctrico y cualquier clase de suministro, donde todo se ha vuelto sucio, sórdido y

siniestro, y las bandas criminales han recurrido al canibalismo para sobrevivir.

Varias escenas tienen este motivo como asunto central. Entre ellas, destaca aquella

en que padre e hijo inspeccionan una casa, que resulta ser la guarida de una banda

criminal, y descubren en ella un sótano donde se hacinan cuerpos famélicos que

piden ayuda a la débil luz del mechero. Con anterioridad, el comienzo de la escena

ha dado las pistas visuales suficientes para que el espectador sepa lo que viene: un

plano de bastantes zapatos amontonados sugiere la presencia de personas en la

casa, pero un plano posterior junto a un cobertizo muestra claramente los

instrumentos de tortura (enormes ollas, leña, poleas). Lo que sigue es la llegada de

los ocupantes de la casa, mientras padre e hijo se ocultan (temeroso de que los

descubran, el primero encañona al segundo, en un plano dramático), y la huida

posterior aprovechando la rebelión de los prisioneros. El final de la escena es

terrorífico: el plano de una habitación iluminada por las llamas mientras se oyen los

gritos desgarradores de los prisioneros sacrificados.

En este relato el mar ha dejado de ser azul, ha perdido la línea del

horizonte, y el aire es espeso e irrespirable. Ahora solo existe una atmósfera

plomiza y tenebrosa, y un paisaje sórdido, silencioso y frío, el reino de la

devastación -al modo del Gótico sureño norteamericano-. El director presenta este

comienzo del fin a través de planos generales de un mundo reducido a escombros,

inerte, que se corresponden con los planos cortos y planos detalle, que nos

muestran los rostros macilentos y los cuerpos esqueléticos, la mugre acumulada en

los dedos o los zapatos destrozados. Es el naturalismo sucio, negro y sórdido de

McCarthy que retrata un mundo de pesadilla, un ambiente que la película suaviza

ligeramente con respecto a la novela: en ese mundo en extinción, sin futuro,

Hillcoat ofrece una

esperanza gracias al

encuentro del chico

con otra familia, con

los buenos (encuentro

subrayado visualmente

con unos tímidos rayos

de sol). Muy poco se

dice en el texto sobre

esta familia (apenas

tres páginas, y los hijos ni aparecen). Algunos críticos opinan que este subrayado

optimista no es más que una concesión de Hillcoat a la taquilla, un mecanismo

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comercial largamente utilizado en el cine, un rayo de esperanza, una nueva

oportunidad para el chico, una nueva familia, el único final posible con que

recompensar al espectador que ha querido ver la película, la manera de mitigar

tanta crudeza como ha tenido que contemplar.

Es oportuno aludir a la interpretación de los tres personajes centrales de la

película: Vigo Mortensen hace completamente creíble el personaje del padre; Kodi

Smit-McPhee, un joven seleccionado por su parecido con Charlize Theron, su madre

en el relato, logra transmitir sus rasgos de inocencia e ingenuidad, en tanto que la

actriz que interpreta a la madre expresa con crudeza su conflicto interior y el

dramatismo de la decisión que toma. Quien desee conocer en detalle todo el

proceso de producción de esta película puede consultar el siguiente enlace:

http://dreamers.com/advance/159/THE%20ROAD

La carretera es un relato formado por elementos diversos (aventura,

drama, road movie) pero quizás el más relevante de todos sea el del terror gótico y

el insistente naturalismo en las descripciones y en las imágenes de bosques

incendiados, restos humanos desecados, estructuras en ruinas, violencia natural y

humana. Entenderemos esto mejor si leemos un fragmento del artículo sobre

Cormac McCarthy aparecido recientemente en la web mexicana Almargen.com.mx:

“Uno de los mejores escritores vivos en el mundo es también el mayor

narrador de la frontera. Es el único que ha logrado reconstruir, literariamente, el

vasto territorio a lo largo de la línea divisoria entre México y Estados Unidos. El

país de en medio. Un territorio inhóspito que parece en extinción, donde la vida es

dura y cruel. El desierto, la llanura y las montañas. Una línea divisoria invisible,

personajes que hablan poco pero que conocen el cielo y cada planta y objeto en el

paisaje. Una ficción trágica, donde la muerte siempre está presente. […]

Por varias décadas, Cormac McCarthy ha

recorrido pacientemente el sur de Estados Unidos

y el norte de México. También, por varios lustros,

fue el mejor novelista menos conocido, como lo

definió The New York Times. Su propia historia

es excepcional. Se fue a vivir a El Paso y aprendió

español para escribir sus novelas y construir a sus

protagonistas. Conoce como pocos el vasto

territorio de Chihuahua, Sonora y Coahuila, sus

extensas planicies, llanuras, montañas y desierto.

Conoce como ningún estadounidense los condados

de Texas, Nuevo México, Arizona, Colorado y el sur de California, tal como sus

personajes conocen el cielo y se guían con las estrellas y conocen cada planta y

animal en el paisaje. Una constante en la mayoría de sus novelas es que, por alguna

circunstancia, sus protagonistas siempre miran hacia el sur. Viajan de Estados

Unidos a México. Cruzan por el río, por los puentes internacionales, o por una

invisible línea divisoria en busca de su destino. Mejor dicho, arrastrados hacia un

destino fatal. Así, la frontera es la verdadera protagonista de sus libros”.

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