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Cuento ambientado en Tafí Viejo, durante la época de la dictadura militar.
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La casa
Juan Ángel Cabaleiro
Cinco años después, cuando Cardoso fue liberado de su cautiverio
clandestino, experimentó un inusitado temor: a todos los anteriores, se le
sumaba ahora el temor por lo que le esperaría afuera. Habían sido cinco años
“desaparecido”, que se traducían en cinco años fuera del mundo, ignorante de
las transformaciones del barrio y del país. ¿Cuánto pueden cambiar las cosas en
cinco años?
Disminuido por el hambre y el sufrimiento físico de las torturas, seguido
siempre por la sombra de la muerte que acechaba inminente, agobiado por el
eco doloroso de los presos que le llegaba por los pasillos, y, en fin, también
abatido por las miserias de la delación y de las traiciones, el ánimo de Cardoso
no había estado durante ese tiempo en condiciones de preocuparse por las
pequeñeces del mundo y de los otros. Es verdad que le llegaban noticias difusas
sobre algunos compañeros de militancia, vagos rumores que apuntaban a una
derrota y a una matanza. El destino, en esos cinco años, se le insinuó siempre
bajo las formas atroces de la muerte. Ahora, por azar o por el capricho de sus
captores, estaba abandonado en un paraje desconocido, al costado de una
carretera angosta y despoblada. No le habían dejado más que la ropa que
llevaba puesta. Tampoco tenía dinero. ¿Por dónde empezar?
Los compañeros, el trabajo, incluso la familia pueden ser cosas efímeras,
pero la casa —reflexionó—, su casa estaría allí, esperándolo. ¿Cómo iba a
desaparecer una casa? Ese sería el punto de partida para reconstruir la vida que
milagrosamente se le prolongaba. En la casa había crecido junto a sus padres.
En la casa había vivido solo desde que éstos murieron. En la casa había
funcionado en secreto, los meses anteriores a su secuestro, el sindicato de los
ferroviarios de Tafí Viejo. Y de la casa había sido arrancado por un grupo de
tareas del Ejército Argentino cinco años antes, en diciembre de 1976. Ahora la
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imaginaba con el deterioro lógico de tantos años de abandono. Sería un placer
tomarse un tiempo para ponerla en condiciones.
Comprobó que el ruido del automóvil de sus captores había
desaparecido a lo lejos, que no era una trampa y que estaba libre de verdad. Se
quitó las vendas de los ojos, trabajosamente se puso de pié y su cuerpo
entumecido comenzó a caminar junto a la carretera. El sol brillaba con
intensidad, pero poco a poco sus ojos se fueron adaptando a la luz. Lo
sorprendió el paisaje, que se extendía generosamente verde y fresco. Mientras
miraba todas las cosas, los cerros, el espacio tan enorme y limpio que se
extendía a su alrededor, al temor se le añadió una rara sensación de felicidad.
Un poco después pasó un camión con obreros de Vialidad, que lo
subieron a la caja y lo acercaron dando tumbos hasta la entrada de Tafí Viejo.
Durante el trayecto —que fue muy breve— los oyó discutir sobre fútbol, sobre
jugadores que no conocía. Se limitó a escuchar balanceando la cabeza con una
sonrisa. Supo que era un lunes.
En un camión del ejército se lo habían llevado, y ahora, en un camión lo
traían de vuelta. Lo dejaron junto a unas vías, cerca de la rotonda de entrada a
la ciudad. Desde allí caminó, y fue recordando trozos de calles. Cardoso,
entretenido con las novedades, subió por una diagonal (cuyo nombre había
olvidado) hasta la avenida Alem. Allí preguntó la hora a un vendedor de
diarios: eran las once y diez de la mañana. Más adelante reconoció su calle por
la farmacia de la esquina, y la encaró hacia el oeste, en dirección a la casa. En un
cartelito oxidado pudo confirmar el nombre: Calle Sargento Cabral. Siguió.
Algunas calles laterales, que antes eran de tierra, ahora estaban asfaltadas.
Desde una esquina alcanzó a reconocer la casa.
Al acercarse, unos niños que jugaban en la acera lo miraron como a un
fantasma. Cardoso observó la fachada, las plantas del jardín, las dos ventanas
laterales tapadas con cortinas… Era lícito pensar que allí vivía alguien. ¿Quién?
Recordó que no tenía las llaves. Se decidió a llamar.
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Atravesó el breve muro con la cancela y frente a la puerta esperó unos
instantes, embargado de malos presagios. Al momento alguien abrió. Era un
hombre muy moreno y alto, con cara de indio.
—¿Sí?
—Buenos días…
—Buenos días.
—¿Usted vive aquí?
—¡Claro! ¿Qué quiere?
—¿Usted es el dueño de la casa o la alquila? —Preguntó Cardoso.
—Soy el dueño. ¿Qué quiere? —El hombre ocupaba casi todo el marco de
la puerta. Cardozo apenas podía ver la silueta de algunos muebles en el
interior.
—Me llamo Sergio Cardoso. Esta es… mi casa... —Apuntó con temor.
—¿Cómo que es su casa? ¡Qué dice!
—¿A usted quién se la vendió?
—¡Y a usted qué le importa!
—Le digo que es mi casa. ¿Puedo pasar? —ahora Cardoso estaba muy
tranquilo.
El hombre increíblemente le dijo que sí. Una vez adentro, el recién
llegado reconoció algunos de sus muebles: una silla y otras cosas sin valor.
Explicó que se había ausentado durante unos años por razones de familia, pero
que esa era su casa, la casa donde habían vivido sus padres desde hacía décadas
y que él había heredado.
—¿O sea que usted abandonó la casa y se fue?
—Así es.
El hombre se frotaba las manos. Se puso de pié y comenzó a caminar por
la sala mientras Cardoso le contaba toda la historia. El hombre lo comprendió
todo, pero al final invitó a Cardoso a irse: “no puedo hacer nada por usted”, le
había dicho. “Tengo las escrituras firmadas por la persona que me la vendió: un
tal coronel Campos”. Cardoso, que veía que la situación estaba perdida, tuvo
una especie de iluminación. Entonces dijo:
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—Oiga, sólo le pido una cosa: Quiero que me deje pasar a retirar algo
que me pertenece. La casa se la puede quedar.
—¿Retirar una cosa?
—Sí, el dinero del sindicato. —El hombre se quedó mirándolo.
—Ni hablar. ¡Váyase ahora mismo!
Cuando Cardoso estaba en medio de la calle oyó de nuevo la voz del
hombre:
—¡Oiga!, le hago una oferta. —Estaba otra vez bajo el marco de la puerta.
—Diga.
—Usted busque su dinero, pero se lleva la mitad. —Propuso el hombre.
Cardoso reflexionó unos segundos…
—¡Adios! —dijo, y continuó su camino.
Los meses siguientes Cardoso se dedicó a reconstruir el tiempo perdido.
Localizó a su hermano, que lo recibió con temor y le recomendó abandonar el
país. Sus ex compañeros lo negaron. Algunos, incluso le recriminaron con
acritud que los comprometiera al visitarlos.
Después de varios meses infructuosos, Cardoso decidió regresar a la
casa. No sabía lo que se iba a encontrar, pero no sería nada diferente a lo que
pasaba en el resto del mundo. La casa había quedado abandonada y en ruinas.
Un vecino le informó que el dueño se había vuelto loco y la había destrozado
buscando un tesoro entre las paredes.