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LA CONSTRUCCIÓN D < S ORDEN COLONIAL CARNAVALES, TRIUNFOS Y DIOSES DE LA LLUVIA EN EL NUEVO MUNDO: UNA FIESTA CÍVICA EN MÉXICO-TENOCHTITLAN EN 1539 RELACIONES 76, OTOÑO 19 9 8, V O L. XIX Patricia Lopes Don * UNIVERSIDAD ESTATAL DE SAN JOSÉ, CALIFORNIA

LA CONSTRUCCIÓN D

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LA CONSTRUCCIÓN D < S ORDEN COLONIAL

CARNAVALES, TRIUNFOS Y DIOSES DE LA LLUVIA EN EL NUEVO

M UN DO : UNA FIESTA CÍVICA EN MÉXICO-TENOCHTITLAN EN 1 5 3 9

R E L A C I O N E S 7 6 , O T O Ñ O 1 9 9 8 , V O L . X I X

P a t r i c i a L o p e s D o n *

U N I V E R S I D A D E S T A T A L D E S A N J O S É , C A L I F O R N I A

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1 último día del mes de noviembre de 1539 las autori- _ dades inquisitoriales de la Nueva España entregaron al |¡¡¡ cacique indígena de Texcoco, don Carlos Chichimeca-

tecuhtli, al gobierno civil de la ciudad de México-Te- wmmmmmmmm nochitlan1 para que lo quemaran por practicar el paga­

nismo. Aun cuando ese líder tan ilustre de la nobleza azteca se retractó de sus pecados en sus últimas horas, el prelado que asumió las faculta­des de la Inquisición en la nueva colonia, el obispo Juan de Zumárraga, condenó a don Carlos por su fervorosa defensa de la idolatría, y en es­pecial por su insistente promoción de la bigamia y de otras prácticas de los nobles aztecas (Greenleaf 1961,13). La quema de don Carlos puso fin a un año en el que Zumárraga y las autoridades eclesiásticas habían lu­chado tenazmente por erradicar la persistente idolatría en las comuni­dades indígenas del valle de México.2 En esa campaña se incluyó, en el mes de abril, la prohibición de los rituales y danzas festivas paganas y, en julio, una expedición a las montañas que rodeaban el valle a fin de descubrir y destruir las estatuas enterradas de Tlaloc, el dios azteca de la lluvia. Siguieron numerosos procesos inquisitoriales adicionales en contra de varios indios de distintos estratos de las comunidades indí­genas, acompañados de varios episodios de iconoclasia en que los celo­sos españoles irrumpieron en las casas de los sorprendidos indios en busca de objetos de veneración pagana y robaron las tumbas de nobles indígenas.3

* Es esta la versión en español de: "Constructing the Colonial Order: Camivals, trium-

phs and rain gods, a civic festival in Mexico-Tenochtitlan, 1539". En Colonial Latin America Historical R eview , vol. 6, núm. 1, año 1997.

1 Según Kubler (1948,1:71), los residentes llamaron a la capital Tenochitlan hasta me­

diados del siglo y sólo después "la ciudad de México"; Terrés (1977,199) afirma que "el

nombre primitivo fue México-Tenochtitlan, en honor del líder, M ex it l i , a quien deificaron,

y del sacerdote Tenoch, quien la fundó". A lo largo de este artículo se hará referencia a la

ciudad con este nombre, ya que identifica a la ciudad históricamente, a la vez que nos re­

cuerda el nombre con que poco después se conocería.

2 Greenleaf (1961, 67) aduce que "el año de 1539 representa una fase decisiva en la

campaña de Zumárraga en contra de los dogmatizadores entre los indios".

3 Joaquín García Izcabalceta (1947,149) informa que los artículos cuarto y noveno de

los C apítu los de la Junta Eclesiástica de 153 9 prohibieron toda clase de comportamiento fes­

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No obstante, ese año de tensiones entre los valores cristianos y pa­ganos y entre la política europea y la indígena, comenzó con una fiesta cívica que pareció unir a las dos comunidades.4 La fiesta de febrero de 1539 celebró la exitosa negociación de paz que realizó Carlos v con su principal enemigo, Francisco i, en la ciudad-puerto francesa de Aigues Mortes. El sitio escogido para la conmemoración colonial de ese evento fue la recién construida plaza mayor de la ciudad de México-Tenochti- tlan. Durante los 18 años después de que el indomable Hernán Cortés conquistara Tenochitlan al destruir su recinto sagrado, emergió lenta­mente una típica plaza central española encima de las ruinas aztecas. Para 1539 ese centro del imperialismo español brindó finalmente el es­cenario en que los españoles y los indios, juntos, representaron y mani­festaron su lealtad a su emperador europeo. Más aún, los indios usaron ese sitio de su derrota militar (en pleno sometimiento religioso) para adornar las festividades con bosques artificiales, flores y animales vivos para celebrar ritualmente con cacerías, danzas, música y comilonas. Iró­nicamente, mientras que esas actividades optimizaron maravillosamen­te el carnaval y las procesiones triunfales de los españoles, todas las conductas festivas de los indios tenían su origen en las prácticas y cos­tumbres prehispánicas.

En esas circunstancias se puede preguntar, ¿qué habría pensado el virrey, don Antonio de Mendoza, cuando ordenó que todos los súbditos coloniales de la Corona española celebraran el tratado de paz franco-es­pañol de 1538? De acuerdo con el historiador de las festividades euro­peas, Roy Strong, el tema central de las fiestas del Renacimiento era el

tivo, incluidas las danzas, "porque debe haber silencio y devoción" en las ocasiones reli­

giosas. Véase Greenleaf (1961,68-70) tocante a las actividades del mes de julio; Benavente

(1979,248) observa que la alarma en la comunidad española fue de tal grado que "algu­

nos españoles, aquellos que tenían autoridad y otros que no, deseosos de mostrar su fe

y pensando que así hacían, empezaron a desenterrar los muertos y acosar a los indios

para que se les entregaran los ídolos [...]"

4 Martínez (1990,710) indica que ese fue el primer festival cívico en que participaron

ambos, españoles e indios. Sin embargo las entradas a la ciudad, tanto la de Cortés en

1526 (en su calidad de capitán-general) como la de Mendoza en 1535 (como virrey), con­

taron con la participación de los españoles y de los indios, si bien fueron más modestas

que la fiesta cívica de 1539.

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de "la aspiración [de que] mediante un líder, tratado o alianza particu­lar la tierra pudiera aproximarse más a la perfección del cielo" (1984, 61). Pero, ¿en 1539 las aspiraciones y el cielo de quién estuvieron repre­sentados en la plaza mayor? Dados los dilemas políticos y morales que asolaron a la Colonia a fines de la década de 1530, personificados en la ejecución de don Carlos, ¿cómo pudieron los indios escenificar de ma­nera pública y abierta su fiesta idolátrica? Y, finalmente, ¿qué reveló esa festividad ecléctica y enigmática acerca de las visiones encontradas de los españoles y de los indios durante los primeros años de la Colonia y cómo interactuaron ambas comunidades para construir el colonialismo en el Nuevo Mundo?

Aun cuando los antropólogos han reconocido desde tiempo atrás el valor de las fiestas cívicas y de las ceremonias públicas como ventanas hacia los mundos perceptivos, emocionales y morales del pasado, su es­tudio sistemático en tanto que fenómeno histórico ha recibido la debida y merecida atención sólo en los últimos veinte años en la historiografía europea, en los últimos diez en la historiografía española, y sólo recien­temente en la historiografía colonial mexicana.5 Aun así, el estudio de las festividades muy tempranas de la época colonial puede acaso ilumi­nar bien el proceso y desarrollo de las tendencias únicas del colonialis­mo en las primeras cuatro décadas después de la Conquista, así como contribuir a la floreciente literatura referente al encuentro cultural entre la gente europea e indígena en el Nuevo Mundo.

5 La traducción y reedición de Rabelais an d his w o r U de Mikhail Bakhtin (1968) movió

a los historiadores a usar las fiestas, y especialmente el carnaval, a fin de analizar la cul­

tura popular. Sin embargo fue el estudio de Strong, A r t an d P o w e r (1984), el que dio forma

metodológica al subcampo de estudio de las festivales cívicas y reales. El A palace for a king de Brown y Elliott (1980) abrió la puerta en los últimos diez años a varias mono­

grafías españolas acerca de la ceremonia festiva de los Austrias y estimuló los estudios

de Orso (1989), Von Barghahn (1985), Lisón Tolosana (1991) y de una serie muy reciente

de tesis actualmente en proceso. Sin embargo, Antonio Bonet Correa (1990) ha contribui­

do desde hace algún tiempo al estudio del ceremonialismo público de los Austrias; como

también han hecho N.D. Shergold, J.E. Verey y José María Diez Borque, todos ellos his­

toriadores del teatro español en el siglo de oro. Para el periodo colonial en general varios

historiadores empiezan a contribuir a la literatura relativa a las fiestas cívicas (Beezley,

Martin y French 1992), pero el tratamiento histórico de la fiesta cívica en los siglos xvi y

x v ii depende de la tesis recién publicada de Curcio (1995).

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Tras una breve descripción de las actividades festivas específicas ocurridas en febrero de 1539, el presente artículo se encamina en primer lugar a los asuntos de los orígenes y la producción tanto de la fiesta es­pañola como de la indígena. El análisis de este aspecto incluye una exposición de las prácticas festivas de ambos, españoles e indios y, en especial, de sus variantes urbanas castellana y azteca, así como un exa­men de las circunstancias relativas sociales y políticas de los participan­tes en las fiestas en la historia de la ciudad de México-Tenochitlan a fi­nes de la década de 1530. La investigación indica que los participantes se preocuparon por las expresiones políticas más que por las religiosas y que los despliegues paganos de la fiesta no constituyeron un ejemplo de la resistencia colonial indígena a la cultura española. Sin embargo esto explica sólo de manera parcial la incongruencia de las prácticas idolátricas que se afirman en un lugar y en un sitio hostiles: la plaza ma­yor en medio de la Inquisición indígena (1536-1543). Por esta razón este artículo analiza además la dinámica de la interacción española-indíge­na de la fiesta en el contexto más amplio de las tempranas percepciones e interpretaciones españolas del comportamiento simbólico de los in­dios. La tercera sección del artículo examina los textos de varios relatos de festividades en la década de 1530, en busca de las caracterizaciones españolas de la fiesta india. El análisis de la evidencia muestra que una combinación de malas interpretaciones y de inquietudes políticas en­contradas de parte de los españoles permitieron a las autoridades colo­niales dejar a los indios éste, así como otros escenarios donde pudieran representarse en público y, así, influir en la textura y en la forma de la emergente cultura colonial mediante las fiestas.

El primer gran festival cívico bajo los auspicios del nuevo gobierno virreinal hizo un despliegue tan impresionante que treinta años des­pués del evento Bernal Díaz del Castillo le dedicó todo un capítulo casi al final de su Historia verdadera de la conquista de N ueva España. La narra­ción de Bernal Díaz es, y con mucho, la más completa y detallada entre los pocos documentos coloniales que mencionan la fiesta de 1539.6 Se­

6 Bernal Díaz del Castillo (1970) contiene la'versión completa en las páginas 514-46;

otras referencias incluyen A cta s (1859,4:165), la cobranza de los trajes y escenificaciones

de la fiesta; Benavente (1979,67), que incluye sólo una breve mención de ella, y Las Casas

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gún Bernal Díaz, el primer día de la fiesta "el día empezó con la plaza mayor de México transformada en un bosque" (Bernal Díaz 1970,545). El "bosque" estaba hecho de árboles reales que los indios habían corta­do fuera de la ciudad, llevado a la plaza y levantado en el sitio. Colga­ban de los árboles musgo y hierbas y una enorme variedad de pequeños pájaros vivos se halló atada con hilo a las ramas, de manera que volaran alrededor del bosque sin poder escapar. En pequeñas jaulas ocultas en ese bosque los indios tenían atrapada a una multitud de pequeños ani­males típicos de los bosques del valle de México. A una cierta señal se soltaron de pronto los animales hacia la plaza para que los cazadores in­dios, vestidos en atuendos de caza tradicionales, los persiguieran y ma­taran en un espectáculo salvaje y polvoriento. Enseguida de esa cacería escenificada, una procesión de esclavos negros, ricamente ataviados y montados sobre caballos floridamente adornados, desfiló por la plaza mayor, encabezada por el rey y la reina de las festividades. Más tarde los esclavos y los cazadores indios escenificaron un simulacro de bata­lla para el público europeo e indígena de pie a la sombra debajo de los pórticos o arriba en los balcones de la plaza, ya de estilo español.

El día siguiente, la plaza mayor fue escenario de otra elaborada pie­za de teatro; sin embargo esa presentación comprendió la habilidad artística y técnica así como el espectáculo marcial del mundo europeo. En el centro de la plaza hubo una representación en miniatura de la an­tigua ciudad mediterránea de Rodas, con todo y almenas y torres sobre su célebre puerto circular. Conforme se desarrollaba la trama, cuatro barcos simulados parecían flotar, hacia el centro del puerto con Hernán Cortés al timón del primero de ellos. Cortés jugó el papel del gran maes­tro de los Caballeros de la Orden de San Juan, célebres en el siglo xv por su heroica defensa de Rodas contra los implacables ataques del imperio otomano. Alrededor del gran maestre se hallaban sus comendadores, o caballeros comandantes y, en una aguda ironía el autor de la obra había colocado asimismo a bordo "algunos indios disfrazados de frailes do­minicos, como cuando vinieron de Castilla, desplumando gallinas y pescando" (Bernal Díaz 1970,545). Con los indios y los españoles repre­

(1909,13:438-39), principalmente un encomio a la diligencia de los indios en la construc­

ción de los escenarios de la fiesta con pocos detalles relativos a las actividades festivas en sí.

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sentando los papeles de moros y cristianos se presentó una batalla esce­nificada que duró toda la tarde hasta que una manada de toros, solta­dos en la plaza, interrumpió las peleas y dispersó a toda la gente que quedaba en el escenario.

Los días restantes estuvieron repletos de los típicos torneos, justas, mascaradas y corridas de toros, seguidos por elaboradas bromas pri­vadas y pequeñas obras callejeras. Todo concluyó con un extravagante banquete en la residencia del virrey. De nuevo, los indios decoraron el salón del banquete con el mismo bosque artificial erigido en la plaza el día anterior. En el centro de ese sitio construyeron un modelo en mi­niatura de la nueva fuente pública de Chapultepec. A un lado encade­naron a un enorme tigre vivo, y en el otro levantaron una gran estatua al estilo de Baco que representaba a un español ebrio junto con cuatro indios en el mismo estado. La cena, extravagante y escandalosa, culmi­nó con una serie de discursos en que se hizo alguna broma tanto al vi­rrey como a Cortés. Según Bernal Díaz prácticamente todos los conquis­tadores y sus damas asistieron al banquete en una cifra que estimó en unos 500 españoles; pero estos no fueron todos los invitados de honor. En el patio de más abajo el virrey había dispuesto asimismo mesas para los españoles menos distinguidos, para los indios y hasta para los mu­latos a fin de que tomaran parte también en la fiesta de celebración (Ber­nal Díaz 1970, 547). Dada la asistencia obligatoria a las festividades generales, es probable que toda la comunidad de aproximadamente cien mil indios y unos mil españoles y esclavos africanos haya celebra­do las oscuras hazañas de un distante emperador, a la vez tan remoto de sus colonias en el Nuevo Mundo como de sus dominios españoles en el viejo.7

7 McAlister (1984,115) estima que hubo una emigración hacia el continente entre

1520 y 1539 de aproximadamente 13,262 personas, de las cuales un tercio quedó en la

Nueva España. En 1570 (131,147) alrededor de 1 de cada 10 residentes de la Nueva Es­

paña vivía en la ciudad de México. No sería aventurado estimar que aproximadamente

mil españoles (una cuarta parte) residían en el centro del asentamiento español en 1539,

número al cual se podría agregar un número insignificante de esclavos negros, ya que la

mayoría de los aproximadamente nueve mil esclavos traídos al Nuevo Mundo fue lleva­

da a las minas de plata (123). Cook y Simpson (1948, 52-53) estiman una población de

74,895 indios en la ciudad de México en 1565, pero esto fue al final de una significativa

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LOS CONQUISTADORES Y LA POLÍTICA DE INCLUSIÓN

Antes de 1539 hubo oportunidades para la conmemoración cívica de los hechos de los Austrias, incluida la celebración tardía del nacimiento de Felipe II en 1530, de la entrada de la segunda audiencia o tribunal real en el mismo año y de la entrada del primer virrey, Mendoza, en 1535. El calendario festivo colonial estuvo dominado sin embargo por fiestas religiosas y locales, especialmente la de Corpus Christi y la celebración de la Conquista por parte de los conquistadores en la fiesta de San Hi­pólito. Se pudieron haber observado otros actos reales históricos del activo monarca durante los dieciocho años anteriores, pero los testimo­nios documentales del periodo colonial temprano presentan una ima­gen de la Nueva España extrañamente aislada de los acontecimientos históricos de la antigua España. El nuevo virrey Mendoza parece haber estado decidido a remediar ese aislamiento con una celebración en gran escala de unida lealtad a Carlos V. Ordenó a todos los pueblos principa­les de la colonia "anunciar y celebrar" la paz de Aigues Mortes y exigió que los cabildos de los pueblos le enviaran informes, de tal manera que él "supiera cómo se había hecho."8 Otros pueblos coloniales decidieron realizar sus celebraciones antes que las de la capital, mientras que algu­nos otros lo hicieron mucho después; pero el virrey permitió que la ce­lebración en México-Tenochitlan tuviera lugar "unos días antes de la

caída de población entre 1532 y 1550 en el centro de México. Por lo tanto, la cifra de cien

mil para la población indígena de la ciudad capital en 1539 no parece exagerada.

8 Aun cuando Bernal Díaz (1970, 544) dijo que el virrey había sabido de la paz en

1538, una carta del virrey a la ciudad novohispana de Antequera fechada el 23 de enero

de 1539 (Paso y Troncoso 1939,3:243) afirmó que la noticia llegó "en barcos que tarde en

este mes de enero arribaron a la Nueva España," y, según reveló la carta, en esa misma

fecha Mendoza ordenó a todas las ciudades principales de la Nueva España celebrar fes­

tividades semejantes. La carta original citada en Paso y Troncoso está en el Archivo Ge­neral de Indias (E stado , M éx ico 1684, Testimonio de pregón de las pazes , 1539) e indica que

Antequera celebró la paz el 1 de febrero de 1539. He localizado sólo una carta más de la

Nueva España concerniente a ese evento. Dicha carta fue enviada por el cabildo de la Pue­

bla de los Angeles al virrey (Archivo General de Indias E stado , M éx ico 340, Pregón de las pazes con F ranzia , 1539 ) y aduce que la ciudad proclamó la paz en su plaza mayor, pero

no da indicación alguna de una fiesta.

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Cuaresma," en una época que coincidió con el carnaval.9 Ciertamente a lo largo de la fiesta predominó el tema carnavalesco consistente en vol­tear de cabeza la jerarquía social. Se presentaron esclavos convertidos en el rey y la reina de las festividades y con permiso de montar a caba­llo (un privilegio normalmente reservado para la nobleza); hubo indios que representaron a los dominicos y que presentaron imágenes de un claro doble sentido de la "pesca" de almas y del "desplume" de las ga­llinas (el hurto de los bienes de los indefensos indios); el humor provo­cado por la broma que se hizo de los dos representantes del rey, Cortés y el virrey, durante el banquete; los teatros callejeros y las máscaras e, incluso, algunos chistes dirigidos a los mismos conquistadores, tal como la estatua del español ebrio agrupado con los indios ebrios y por lo tanto bajado a su mismo nivel. En las anteriores dos décadas ni el cabil­do de la ciudad ni el virrey habían autorizado un carnaval en la ciudad ni pagado gasto alguno para que fuera celebrado (Actas 1859, vols. 1-4). Por lo tanto y a fin de conmemorar aquel acontecimiento real, el virrey permitió asimismo el primer carnaval oficialmente reconocido en la ciu­dad capital y acaso de la Nueva España.

Bien podría uno preguntar ¿por qué, dada la ausencia de una tradi­ción de carnaval, habrá autorizado el virrey dicho evento? Aun cuando los historiadores del carnaval han señalado con frecuencia sus rasgos funcionales, incluida su capacidad de servir como una válvula de esca­pe de las tensiones sociales, otros han puesto en duda la posibilidad de que las tempranas autoridades modernas hubieran dado su anuencia a eventos en que "uno nunca puede saber cómo, y si es posible, trazar una línea clara entre las bromas, las serias protestas y la deferencia mostra­da a duras penas" (Partridge y Starn 1992,160-61). De hecho, es muy probable que las órdenes mendicantes que dominaron la comunidad eclesiástica de la Nueva España en el siglo xvi estuvieran en contra de ese carnaval. Motolinía presentó su propia opinión cuando dijo que un grupo de señores de los indios de Tlaxcala había ido a presenciar la fies­

9 La fecha de la fiesta hacia fines de febrero es confirmada por el comentario de una

carta citada en la H is tor ia de Benavente (1979,67) en el sentido de que la fiesta fue "unos días antes de la Cuaresma."

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ta de México-Tenochtitlan y que por sí mismos decidieron esperar a rea­lizar su propia celebración de la paz del emperador en junio durante el Corpus Christi porque era esta una ocasión "más solemne" (Benavente 1979,6). Fray Bartolomé de las Casas, el ardiente defensor de los indios frente a la explotación española y un fraile influyente en el gobierno de Mendoza, dijo haber visto un carnaval en Roma en 1507 y desaprobado vehementemente lo que había atestiguado.10 Ciertamente, después de las festividades de febrero parece que se dio la aparición, no bien acogi­da, de conductas carnavalescas en otros eventos públicos. Aparente­mente el uso de máscaras tendía a alentar la actividad criminal y llegó a ser un problema. El cabildo de la ciudad en México-Tenochtitlan pro­hibió explícitamente el uso de disfraces de ese tipo, sin "la licencia del virrey," en la celebración de la fiesta de san Hipólito en agosto de ese mismo año (Actas 1859,4:172). Finalmente, el obispo Juan de Zumárra- ga de hecho canceló las festividades de Corpus Christi en la capital a principios de la década de 1540 porque los participantes habían empe­zado a presentarse con máscaras, a vestirse con la ropa del sexo opuesto, a conducirse de manera lasciva en las danzas y, en efecto, a aprovechar la ocasión de esta fiesta sagrada para escenificar un "triunfo profano ante el dios del amor".11

De hecho a lo largo del siglo xvi las autoridades civiles europeas, con la asistencia de la Iglesia, restringieron continuamente las actividades subversivas del carnaval. Además, los príncipes absolutistas de Europa ejercieron un mayor control sobre la escenificación de los eventos públi­cos, prepararon la ceremonia y definieron a los participantes. Según ob­serva Strong, "el arte de la fiesta fue acoplado al emergente Estado mo­derno como un instrumento de dominio". Sin embargo la fiesta de 1539 tuvo lugar en una etapa relativamente temprana de ese proceso. En su época el emperador Carlos v normalmente no escenificó las fiestas; más

10 Tocante a su comentario acerca del carnaval, véase Las Casas (1909, 438) y, en cuan­

to a su influencia en el gobierno de Mendoza, véase Icazbalceta (1971, 1:lx i).

11 En Icazbalceta (1877, xxvm), Zumárraga prosiguió: "Ya que la inclinación de los na­

turales tiende hacia los mismos regocijos vanos, y no evitan ver lo que hacen los españo­

les, imitarán esas vanidades profanas en lugar de las costumbres cristianas."

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bien sus grandes acciones políticas "evocaron festividades" (Strong 1984,19, 97). En fecha posterior quizá el virrey se haya arrepentido de su decisión de permitir el carnaval. Al igual que otros representantes de los príncipes del Renacimiento, sin embargo, don Antonio vio en esos eventos públicos una oportunidad de unir a las disparejas faccio­nes de la Nueva España -el indio y el español, el noble y el plebeyo, el mendicante y el secular- bajo el único estandarte del monarca. Esto se vio ejemplificado en el otro elemento temático de la fiesta y su pieza de teatro central, es decir en la batalla escenificada entre los moros y los cristianos en La conquista de Rodas.

A menudo la historiografía colonial ha agrupado la de Rodas con otras producciones conocidas como teatro evangélico; es decir, obras escritas y producidas por los franciscanos a fin de convertir a los indios (Trexler 1984, 194; Versényi 1989, 223). Richard Trexler en particular propone que ambas, La Conquista de Rodas y una versión semejante a esa obra teatral llamada La Conquista de Jerusalén, presentada en Tlaxca- la en junio de 1539, representaron tempranos ejemplos de un tipo de teatro evangélico que los franciscanos desarrollaron a fin de moldear la conducta de los indios hasta que se conformara con la conducta cristia­na. En la producción de Tlaxcala el tipo de escenas de batallas impro­visadas de la obra de Rodas fue intercalado con largos discursos entre los principales personajes, incluidos el emperador, varios principales de Castilla, el sultán de Babilonia y el virrey don Antonio. De hecho el tono predicador de La Conquista de Jerusalén dominó toda la produc­ción.

A pesar del hecho de que los indios representaron papeles en ambos lados de estas escenas tradicionales de batalla (moros contra cristianos o cristianos contra indios), Trexler arguye que la intención de la puesta en escena fue la de enseñar a los indios una debida "humildad", de tal manera que pudieran asumir su lugar subordinado en el nuevo orden español (1984, 190). Uno bien puede preguntarse si la comunicación simbólica en esas producciones teatrales fue o no tan efectiva como para que los indios entendieran su lección de humildad. Sin embargo existe evidencia significativa para apoyar a Trexler en por lo menos un parti­cular: La Conquista de Jerusalén sí fue una producción franciscana. En realidad su autor fue uno de los doce franciscanos que originalmente

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llegaron a la Nueva España, fray Antonio de Ciudad Rodrigo.12 Dados el autor, el pronunciado contenido religioso y la formalidad de la pro­ducción, es muy probable que esta obra teatral de la Conquista, así como muchas subsecuentes representaran esfuerzos de evangelización, tal y como afirma Trexler. De hecho, un historiador del teatro evangeli- zador sugiere que la obra relativa a Jerusalén fue un temprano ejemplo del auto sacramental al estilo del dramaturgo español del siglo xvn, Cal­derón de la Barca. Fue muy típico de la tendencia de las autoridades temporales y religiosas a escenificar obras y festividades a fin de per­suadir y educar directamente a la población.13

Sin embargo, estas observaciones concernientes a la obra sobre Jeru­salén la separan decisivamente de las fuentes que inspiraron La Conquis­ta de Rodas. Bernal Díaz explicó que los patrocinadores de las festivi­dades de febrero de 1539 fueron el virrey, Cortés y ciertos "caballeros conquistadores". El autor del guión de la obra sobre Rodas no fue un franciscano sino un noble romano de nombre Luis de León, o Luigi di Leone (Bernal Díaz 1970,544). Leone estuvo en Roma en 1536 cuando el emperador realizó su memorable procesión triunfal por la península itálica tras su gran victoria sobre la flotilla de Barbarroja en el norte de África. En su corte ambulante en Italia, Carlos v otorgó a Leone licencia de emigrar a la Nueva España.14 La presencia de Leone en Roma en esa ocasión fue significativa porque los historiadores de las fiestas reales de la temprana Europa moderna han identificado la procesión triunfal de Carlos v por Italia en 1536 como el prototipo de una forma de fiesta triunfal distinta, con alusiones directas a las ceremonias de la antigüe­dad; un instrumento de propaganda para los posteriores príncipes

12 Véase Benavente (1979,63, nota 11), donde O'Gorman demuestra que Ciudad Ro­

drigo fue el probable autor de la obra.

13 Versényi (1989,225) sin embargo, se equivoca en dos hechos: la obra sobre la Con­

quista de Rodas no fue escrita por un franciscano y tampoco fue presentada por primera

vez en 1543, según afirma en la p. 223.

14 La información biográfica de Luigi di Leone, junto con una carta autobiográfica de

Leone al príncipe Felipe n fechada el 20 de abril de 1553, aparece en Ricard (1931,161-

68); Leone sirvió a la Corona en Puebla hasta su muerte en 1558, donde dejó fondos para

la construcción de un colegio.

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absolutistas del siglo xvi (Partridge y Starn 1992,151, 159; Strong 1984, 19,75). De hecho Luigi di Leone parece haber infundido a la comunidad de México-Tenochtitlan el nuevo entusiasmo europeo por la imitación del antiguo imperialismo y, según Bernal Díaz, "[por] las creaciones [...] que hacían en Roma cuando los cónsules y capitanes, que habían salido victoriosos en la batalla, entraban triunfalmente".15 No obstante, la ins­piración para este tipo de obra no fue sólo el celo por los temas imperia­les de la Monarquía universal sino, también, la obra tradicional de si­mulacros de batallas conocida como danza de los moros y los cristianos. Su escenificación era común dondequiera que se apostaran soldados españoles, tanto en el Viejo como en el Nuevo Mundo. Según el historia­dor más conocedor de ese género de festividades, la danza podía atri­buirse a la reanimación general de las costumbres de caballeros en la Europa de fines del siglo xv y, más particularmente, estuvo inspirada en Castilla por la reconquista de Granada en 1492.16 De hecho, La Conquis­ta de Rodas no fue el primero ni el único teatro de conquista en la Nueva España. El 1 de febrero de 1539 la ciudad de Antequera informó al vi­rrey que se había celebrado ya la paz del emperador con justas, torneos y "un fuerte hecho de madera en donde hubo moros y cristianos que pe­learon entre sí". Esto sugiere que ese tipo de actividad festiva ya era co­mún en Nueva España para 1539 (Archivo General de Indias, Estado, México 1684). Por eso, La Conquista de Rodas fue una mezcla de la reve­rencia absolutista y de la reanimación de las costumbres de los caballe­ros medievales, combinada con el carnaval y bajo el encabezado general del "triunfo," la palabra que Bernal Díaz empleó para describir la fiesta.17

15 Bernal Díaz (1970,544); Guillaume Caoursin hizo famosa en el siglo xv la historia

de la batalla de Rodas de 1480 con su libro que fue traducido al castellano y ampliamen­

te publicado en 1526 con el título, La m u y lam entable conquis ta y c ru en ta batalla de Rhodas, traducido por C. de Arcos; véase C ata logue o fB o o ks P r in ted in Spain (1989,161); para una

excelente discusión del entusiasmo europeo por un imperialismo revivido, véase el pri­

mer capítulo de Yates (1975), "Charles v and the idea of the empire" en A straea .16 El argumento de Gryj (1972,73,77) recibe apoyo de Strong (1984,50-52), quien ob­

serva que esa reanimación de la caballería "tuvo la ventaja de atraer a los caballeros a la

Corona."

17 Partridge y Starn (1992,157) afirman que "en el rico léxico de los superlativos del

Renacimiento, cualquier ceremonia impresionante podía ser llamada "triunfal."

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La naturaleza de ese carnaval-triunfo indica que el virrey prefirió las consideraciones políticas en el establecimiento de su propio dominio virreinal por encima de los escrúpulos religiosos de la comunidad men­dicante. Sin embargo, ¿qué tanto éxito tuvo en imponer una visión imperial de la Nueva España a los diversos otros visionarios coloniales: los mendicantes, los conquistadores y los indios? El deseo de los mendi­cantes de vincular la Conquista con su meta de crear una Nueva Jerusa- lén en el Nuevo Mundo fue evidente en la obra sobre Jerusalén de Tlax- cala y en las fiestas de las tierras señoriales indígenas donde los frailes ejercieron influencia. Sin embargo, fue menos evidente en la ciudad ca­pital y estuvo ausente del todo en la fiesta cívica. La visión de los con­quistadores consistía en el reconocimiento de la Nueva España como un nuevo reino y no sólo como una posesión colonial de Castilla. Querían ser reconocidos ellos mismos legalmente como una élite feudal y aristo­crática mediante sus encomiendas y querían que el reino se consagrara a un nuevo príncipe para gobernarlo en nombre del emperador. Esta ha­bía sido la opinión de varios de los primeros pobladores prominentes, aun de aquellos cuya lealtad era incuestionable, tales como Luigi di Leone. En una carta dirigida al príncipe Felipe en 1555 Leone recomen­dó que la colonia estaría mejor gobernada por un barón europeo o por un miembro de la familia real de los Habsburgos que por un virrey (Ri- card 1931, 165). Así, los conquistadores escenificaron un evento de con­quista que recordó a las autoridades reales su significativa contribución en la creación del imperio y que ponía en evidencia a Cortés y su am­bición.18

El primer virrey sin embargo, muy capaz y político, podía permitir­le a Cortés y a sus otros rivales políticos esos pequeños triunfos públi­cos porque estaba bien encaminado hacia la obtención de un premio mucho más grande. Don Antonio había empezado ya a ejercer un domi­nio político y cultural sobre la Nueva España al aprovechar toda opor­tunidad (incluidas las fiestas) para consolidar aún más firmemente su

18 Pagden (1987,55-58) discute las aspiraciones más tempranas de los conquistadores

que culminaron en el levantamiento en torno al hijo de Cortés, Martín, en la década de

1560 y que, en general, proporciona una excelente discusión de la temprana formación

de la identidad colonial.

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nuevo y bisoño virreinato. Complació a la gente común al autorizar el carnaval por encima de la desaprobación de los mendicantes, permitió las metáforas de Conquista feudal y las vinculó a una celebración de las hazañas del emperador en el Mediterráneo. Más aún, creció su reputa­ción ante los conquistadores a expensas de Cortés con el magnánimo banquete y marcó la plaza mayor, en ese momento casi terminada, como el sitio de triunfo del emperador en Aigues Mortes.19 Así Mendoza entrelazó la imagen triunfal de Carlos v con su propia presencia virrei­nal y las introdujo ambas en el esfera pública de la capital; el poderoso y atractivo prestigio de la primera aseguró la estabilidad de la segunda. Esta exitosa estrategia cultural dio frutos cuando Mendoza hizo su en­trada en la ciudad en 1541, tras una larga ausencia para luchar contra los indios rebeldes en el norte. En comparación con la modesta entrada ceremonial que los conquistadores y mendicantes le habían ofrecido en 1535, esta entrada fue bastante elaborada. Duró quince días y celebró no sólo el retorno del virrey, sino la noticia de que Carlos v había podido li­berar a los esclavos cristianos de su cautiverio en Turquía durante una de sus batallas en el Mediterráneo (Curcio 1995, 68-69). Continuaba el acoplamiento de los paraísos terrenales antiguo y nuevo. Finalmente y de gran importancia, el virrey enfatizó asimismo la legitimidad del do­minio de su emperador sobre la nación indígena al alentar la aparición de su lealtad "voluntaria" mediante la especial contribución de los in­dios a los festejos cívicos.

LOS SEÑORES DE LOS BARRIOS INDÍGENAS Y LA COLABORACIÓN

¿Cuáles fueron los orígenes y la naturaleza exacta de la parte indígena en las fiestas de 1539? ¿Quién guió a la comunidad indígena en la creación de las festividades? ¿Y a qué propósito sirvió la fiesta indígena

19 La tesis de Curcio (1995) muestra que después de un inicio más bien modesto, la

entrada del virrey tomó proporciones progresivamente más ostentosas a lo largo del

siglo xvi y culminó en las elaboradas ceremonias del siglo xvn, especialmente con rela­

ción a la celebración más modesta del juramento (la jura); esa situación fue invertida en

el siglo x v iii, cuando los Borbones quisieron reducir la importancia política del virrey.

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así para aquellos que la encabezaron como para los que la siguieron? Determinar la tradición de la cual se originó la fiesta indígena depende de ciertas especulaciones derivadas de las fuentes. La mayor parte del conocimiento tocante a las prácticas festivas prehispánicas proviene de la obra etnográfica de fray Bernardino de Sahagún, la Historia general de las cosas de N ueva España (Sahagún [1577] 1969), escrita entre treinta y se­senta años después de la Conquista, basada en la memoria de aztecas que envejecían y traducida a varios idiomas. Afortunadamente para los propósitos del presente estudio, la evidencia de las tradiciones festivas indígenas apareció en los Primeros memoriales, uno de los primeros estu­dios que Sahagún completó hacia fines de la década de 1540. En los Pri­meros memoriales, los aztecas cuya memoria sondearon los traductores de Sahagún eran tanto de Tenochtitlan como de la otra gran comunidad mexica en el valle, Tlatelolco. Por ello y hasta donde lo permiten los do­cumentos coloniales, la información de Sahagún fue una representación válida de las específicas prácticas festivas locales de Tenochtitlan inme­diatamente anteriores a la Conquista.

La comparación de la fiesta indígena de 1539 con dichos documen­tos etnográficos mostró que todas las conductas ceremoniales de la cele­bración estuvieron relacionadas con el culto prehispánico. Sin embargo, mientras que las conductas festivas se hicieron eco de numerosos ele­mentos de varias fiestas prehispánicas y de sus motivos, no hubo correspondencia directa temporal o espacial con alguna fiesta en parti­cular. Según el testimonio de Sahagún, la fiesta cívica de 1539 habría coincidido en el tiempo con la fiesta mensual de Cuautleua, la "fiesta de levantar árboles", conocida asimismo como Atlcahualo ([1577] 1969, 1:139). Por más indicativa que esta correlación pudiera resultar, según la tradición azteca tan fastidiosamente exacta en relación a los calendarios sagrados, la fiesta de Cuautleua habría tenido lugar exactamente en un día de febrero de 1539, al final del mes indígena. Es poco probable que esto haya coincidido con el requerimiento español de que se celebrara la fiesta dos o tres días antes del miércoles de ceniza, que cayó el día 26 de febrero de 1539.20 Además, la cacería escenificada que fue la conduc­

20 El calendario indígena contaba con dieciocho meses de veinte días cada uno y cin­

co días que restaban al final del año y que se consideraban de particular mal augurio. El

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ta ceremonial central de la parte indígena de la fiesta, no correspondía en nada con el mes de febrero. La representación de la cacería era la pie­za central de la fiesta mensual de Quecholli, en honor al dios de la cace­ría, M ixcóatl, que por lo regular tenía lugar en noviembre durante la temporada tradicional de caza. Es más, en la época prehispánica se rea­lizaba ceremonialmente la cacería de Quecholli en los bosques que ro­deaban al gran lago Texcoco y no en el recinto sagrado de Tenochtitlan. Parece que no hubo ningún precedente, por lo menos en esa tradición festiva, para la recreación de los bosques dentro de la ciudad (Sahagún [1577] 1969, 1:126-27).

Sin embargo, el bosque artificial de árboles decorados, flores, ani­males vivos y pájaros en la plaza fue típico de varias otras fiestas men­suales e intermitentes, la mayoría de las cuales se relacionaba con el an­tiguo dios de la lluvia, Tlaloc; un dios cuyo origen remonta al periodo preclásico de la historia mesoamericana.21 Aun cuando el panteón indí­gena era elástico y expansivo y los dioses tendían a alterar sus carac­terísticas a lo largo del tiempo, Tlaloc parece haber estado identificado constantemente con los elementos naturales que determinaban el éxito de la cosecha; es decir, con la lluvia, con todas las extensiones de agua, con las montañas que contenían las reservas de agua en forma de nieve y con la fertilidad agrícola. Las pictografías de Tlaloc lo representaron con el árbol de la vida emergiendo de su cabeza. Vivía en las cuevas ubi­cadas en las montañas que rodeaban al valle de México, especialmente en el cerro Tlalocatepetl (que significa la fuente de agua o la fuente de Tlaloc), cerca de Texcoco, que fue el centro de culto para sus sacerdotes

año empezaba en febrero, aunque esto variaba porque los indios no previeron el año

bisiesto. Así, su calendario saldría gradualmente de sincronización con la rotación real de

la tierra, como pasaba con el calendario juliano antes de 1581, cuando el calendario gre­

goriano entró en efecto a lo largo del mundo hispánico. Como resultado de estas cam­

biantes variables y de la dificultad de determinar la correspondencia entre el tiempo in­

dígena y el europeo, ha sido extremadamente difícil para los historiadores de la cultura

indígena identificar con exactitud las fechas exactas del siglo xvi en que varias fiestas

indígenas pudieran haber sido celebradas. Sobre este problema, véase Broda de Casas

(1969).

21 En Sahagún ([1577] 1969) véase la fiesta de C uautíeu a (1:140), la fiesta de X ó x a tl H u e tz i (1:121) y la de A ta m a lc u a liz t l i (1:230-31).

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o tlalocjues. La veneración de esa deidad dominó los meses de febrero hasta fines de abril en el calendario azteca de fiestas, incluida Cuautleua (Couch 1985, 49). Los tlaloques, no obstante, ocuparon un lugar de pro­minencia en la mayoría de las fiestas a lo largo del año (salvo en aque­llas que trataban directamente de la guerra y del tributo de guerra), y la primavera no fue tampoco la única estación dedicada a la veneración de Tlaloc. De hecho, la descripción de la fiesta indígena que escribió Bernal Díaz recuerda visualmente la pictografía de atamalcualiztli, la "fiesta de cada ocho años" en los Primeros Memoriales. Fue esta una fiesta de la co­secha que se celebraba cada octavo año en octubre o noviembre a fin de regenerar el suelo, tan fuertemente afectado por la constante siembra de maíz (Sahagún [1577] 1969 1: entre las páginas 240 y 241).

Dada la miscelánea de prácticas festivas, la naturaleza exacta de las fiestas indígenas -es decir, el tema o el propósito que motivaba esas re­presentaciones ceremoniales- plantea problemas. Un factor que parece proporcionar cierta coherencia es la relación de las prácticas con aspec­tos más antiguos del culto religioso y relacionados con la agricultura. Los recientes trabajos arqueológicos en el antiguo sitio del Templo Ma­yor en la ciudad de México apoyan la propuesta de que con la Conquis­ta las prácticas rituales en favor de Huitzilopochtli, el dios de la guerra y del tributo de la guerra, decayeron y cedieron su lugar a un retorno a las tradiciones más antiguas del culto agrícola relacionadas con Tlaloc (Moctezuma 1987,27). Y, de hecho, en los años anteriores a la fiesta las autoridades españolas observaron lo que consideraron constituía una reversión a las prácticas rituales paganas en varias comunidades indí­genas, lo cual atribuyeron a la devastación que dejaron tras sí las inun­daciones de mediados de la década de 1530, seguidas por la sequía del invierno de 1538-1539. Esto sugiere, desde luego, que la fiesta indígena fue un tipo de resistencia religiosa a los esfuerzos evangelizadores espa­ñoles, acaso un tanto más audaz que subrepticia, ya que fue celebrada literal y figuradamente en las narices de los españoles. A partir de su in­vestigación de los artefactos religiosos indígenas del sitio del Templo Mayor, la antropóloga Johanna Broda ha introducido una modificación a esa interpretación tradicional que parece insistir en la variada mezcla de prácticas festivas indígenas de la celebración de 1539. Broda sugiere que desde fecha temprana los indios coloniales se hallaban en proceso

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de recomponer los fragmentos del culto agrícola en una nueva "filosofía naturalista". Derivó esa filosofía de "las antiguas tradiciones del pensa­miento cosmológico relacionadas con la ideología política, si bien de una manera más indirecta" (Broda 1987, 62).

No obstante, los rastros de la conducta ceremonial de la fiesta de 1539 apenas y parecen haber representado un ritual sistemático y cohe­rente y mucho menos una filosofía religiosa. La evidencia de una expre­sión religiosa fracturada, mezclada y casi desarticulada representada en la contribución indígena a la fiesta más bien hace dudar de la existencia de una teología organizada en dichos comportamientos religiosos.22 Sin embargo, existen explicaciones de la fiesta indígena opuestas a esta tesis usual de la resistencia. Primero, la fiesta representó una respuesta indí­gena positiva a la hegemonía cultural europea, y especialmente el car­naval. Segundo, ejemplificó la temprana política colonial autóctona en vigor que alentó la colaboración con la jerarquía política española. En su ensayo sobre la religión azteca y sus manifestaciones coloniales, Inga Clendinnen sugiere que las formas rituales aztecas fueron flexibles en sumo grado y que contenían cualidades abiertas y de improvisación que las hacían bastante comparables con el carnaval europeo por lo que hace a sus "segmentos de espontaneidad permisiva apenas escritos e in­sertos en el texto ritual más formal". Observa asimismo que "las repre­sentaciones prehispánicas habían estado puntualizadas por una notable gama de tales pasajes, desde geniales bufonadas con travestismo e imi­taciones de animales, juguetonas persecusiones y ataques simulados, hasta carreras y concursos de competencia". En pocas palabras, la forma ingenua y libre del ritual azteca (análoga al carnaval europeo) contó con poderosas cualidades emotivas que contribuyeron de manera impor­tante al contenido del ceremonial prehispánico. Clendinnen describe esa prominencia de la forma ceremonial como la "predilección" de los indios "por la representación" (1990,118-19). Las propias versiones de los mendicantes de la participación indígena en el teatro y en las fiestas cristianas revelaron esa tendencia de parte de los indios -de improvis­

22 Para una discusión interesante de los problemas de fusionar la teología y la reli­gión local en el contexto europeo, véase Christian (1981).

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ar, de variar el texto de las obras y de tomarse considerable licencia en sus papeles- lo que provocó la consternación de los frailes.

De hecho, los frailes reconocieron plenamente el atractivo potencial (así como el peligro) de las cualidades liminales del carnaval respecto de la comunidad indígena. En el mismo documento en que prohibió la fiesta de Corpus Christi, Zumárraga declaró que su principal objeción no se debía a las travesuras de los conquistadores (que se podían tole­rar al igual que en Europa), sino a las percepciones equívocas de los in­dios: "[...] la costumbre que los nativos tenían en la gentilidad de solem­nizar las fiestas de sus ídolos con danzas y regocijo les hace pensar y los inclina a tomar como doctrina y ley que tales burlas [como son las acti­vidades carnavalescas españolas] constituyen la santidad de las fiestas [cristianas]" (Icazbalceta 1877, xxvin). Es difícil saber si, según adujo Zu­márraga, la temprana comunidad indígena colonial en sí misma iden­tificó las conductas carnavalescas con la santidad cristiana. Igualmente difícil de averiguar es si adoptaron tales conductas al pensar, equivo­cadamente, que eran expresiones públicas aceptables de un sistema de creencias compartido entre los españoles y ellos mismos. Estas interro­gantes no pueden ser respondidas aquí. Sin embargo se puede afirmar que, en lo que concierne a los indios del periodo colonial temprano, aprovechar esa oportunidad ritual pública en particular -es decir, el car­naval- resultó funcional en algún profundo nivel emocional. Su partici­pación en el carnaval fue significativa, según sugiere Clendinnen, aun cuando no alcanzó realmente los niveles completos y cohesionantes del ritual prehispánico. Para los indios del periodo colonial temprano, pri­vados como estuvieron de la oportunidad de expresar la santidad en el espacio, en el tiempo y mediante sus ofrendas de sacrificio, el simple acto de representar algunos de los elementos sancionados y ocasional­mente tolerados del añorado comportamiento festivo fue su propia re­compensa. En ese sentido el carnaval fue una zona cultural donde se dieron cita la irreverencia española y la representación indígena para la satisfacción, si bien algo fragmentaria, de ambas.

Sin embargo los españoles y los indios no llegaron a esa zona por ac­cidente. La fiesta presenta evidencia de que los señores indígenas colo­niales de los cuatro barrios indios que rodeaban la traza -el asentamien­to español en y alrededor de la plaza mayor- dirigieron a su comunidad

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en el diseño y la escenificación de la fiesta y que lo hicieron por razones políticas bien fundadas. A menudo los historiadores han sugerido que los mendicantes franciscanos fueron quienes alentaron culturalmente las tradiciones festivas en la ciudad de México mediante el estableci­miento y patrocinio de las cofradías indígenas (Gibson 1948, 135). Esto es cierto, en parte; sin embargo las cofradías indígenas eran relativa­mente recientes en los años de 1530 y, aun cuando fueron activas parti­cipantes en las señoríos indígenas -las tierras de la Corona fuera de la capital en muchos casos administradas por las élites prehispánicas- hubo mucho menos evidencia de su presencia en los barrios de la capi­tal. Además, la celebración cívica o la del carnaval no cabían en los pa­rámetros o en los fines de las cofradías, que normalmente se dedicaban a la celebración de los santos patronos. Es más, aun cuando los mendi­cantes definitivamente estuvieron presentes en los barrios, las activi­dades carnavalescas de la fiesta de 1539 no fueron las que la comunidad mendicante generalmente patrocinaba, especialmente en esa época del desarrollo del teatro evangelizador. Los productores de la fiesta indíge­na debieron haber sido, más bien, los señores o jefes indios de los cua­tro barrios fuera del vecindario español, o traza, la zona central que ocu­paba el sitio del recinto sagrado y del mercado prehispánico. Esto puede determinarse no sólo mediante la oportunidad que dichos señores tuvieron para realizar tal espectáculo, sino también por su evidente par­ticipación en la manipulación y alteración de las tradiciones festivas in­dígenas para adaptarlas a las necesidades del despliegue cívico y políti­co del carnaval-triunfo español.

Describir la naturaleza del liderazgo de los barrios indios es proble­mático. La mayor parte de los estudios históricos relativos a la comu­nidad indígena ha investigado la evidencia testimonial dejada tras sí por las señoríos indígenas.23 La historia temprana de esas comunidades sugiere un liderazgo relativamente estable, una mezcla de ocupaciones, de contactos cercanos con las órdenes mendicantes y una cierta distan­cia respecto de la comunidad seglar española. No obstante, estas carac­

23 El trabajo de James Lockhart y de muchos de sus estudiantes resulta pionero a este

respecto; véase, The N a hua s after the C onques t (1992).

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terísticas de la comunidad indígena no pueden asumirse en relación al caso de la capital. Aun antes de la Conquista, Tenochitlan contaba con una población considerable de trabajadores que no eran mexicas, princi­palmente mercaderes y artesanos que emigraron a la gran ciudad isleña desde la periferia (Calnek 1976,288-89). El trabajo de esa población ur­bana era altamente especializado, ya que servía principalmente a los elaborados fines sociales y políticos de la élite azteca. Los mercaderes alimentaban a los vecinos de la ciudad (estimados en 250 mil habitantes en el momento de la Conquista) y llevaban hasta ella las extraordinaria­mente raras plumas del quetzal, las flores tropicales, los alimentos esca­sos y los animales inusuales desde los remotos rincones del imperio para los miles de artistas y artesanos que los transformaban en los ela­borados y efímeros montajes ceremoniales del recinto sagrado, en el co­razón político y religioso de Tenochtitlan. Para la tradición festiva azte­ca, entre más raros y preciosos eran los objetos del sacrificio, mejor eran recibidos por los dioses (Clendinnen 1991,216-18). El flujo constante del tributo del imperio hacia la ciudad mantuvo viva a esa numerosa y especializada sociedad durante la época azteca.

Durante la Conquista los jefes aztecas de Tenochtitlan fueron diez­mados; los guerreros, que incluían no sólo a la nobleza sino a gran parte de los sacerdotes, murieron en grandes números durante el prolongado sitio de la ciudad. Además, al encarar la resistencia mexica en la recons­trucción de la ciudad, Cortés invitó a los indios de todo el valle de Mé­xico, y especialmente a los artesanos y mercaderes, a residir en los ba­rrios indígenas de la isla y a trabajar en la construcción de la traza española. A cambio los indios fueron eximidos del pago del tributo. Este incentivo, junto con la ruptura general del orden político en el valle de México, dio lugar a un repoblamiento inicial de la isla por cien mil fa­milias indígenas de ascendencia mixta (Padden 1970,226). Aun cuando Mendoza nombró a algunos nobles de la época prehispánica a puestos de autoridad en los barrios, tal como don Diego Huanitzin (Panitzin) un pariente de Moctezuma, muchas de las posiciones de liderazgo indíge­na fueron ocupadas por macehuales ambiciosos; es decir, indios no nobles que habían sobresalido en los círculos volátiles y competitivos subsecuentes a la ola de conquista de los españoles. Al carecer de an­tecedentes históricos de gobierno y al hallarse políticamente responsa­

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bles de una población indígena diversa, esos jefes vivieron bajo una pre­sión tremenda para cumplir con las expectativas españolas y, a la vez, impresionar y ganarse el apoyo de sus comunidades. Según los obser­vadores españoles, una de las pruebas más apremiantes de su liderazgo fue la de ofrecer fiestas para los macehuales y lograr la participación de miles de artesanos en la continuación de la rica tradición ceremonial prehispánica que había empleado a tanta gente en la Tenochtitlan azteca y que, sin lugar a dudas, atrajo asimismo a otros artesanos durante el periodo posterior a la Conquista (Gibson 1948, 169, 187).

Mientras que fueron aparentes los móviles políticos de los señores indígenas en la realización de las fiestas, tuvieron asimismo una inquie­tud social y cultural más, la de ajustar las necesidades ceremoniales indígenas a los parámetros de las expectativas culturales españolas. La alteración, reelaboración y transformación de las tradiciones festivas evidenciaron la influencia de los señores de los barrios. Fueron tres los componentes de la fiesta india que revelaron en particular el liderazgo social de dichos jefes en la realización de aquélla y su preocupación por asegurar que la presentación festiva indígena casara con la política cívi­ca y las necesidades culturales de los españoles: a saber, el simulacro de la cacería, los adornos del banquete del virrey y la participación indíge­na en el teatro de la Conquista. Como ya se ha mencionado, la cacería escenificada quedó, sin lugar a dudas, fuera de las coordenadas espacio temporales prehispánicas normales; es decir, era celebrada normal­mente en los bosques durante la temporada de caza en el otoño. La fies­ta europea sin embargo, contaba asimismo con una tradición de celebrar la cacería mediante su escenificación, si bien era poco frecuente y se efectuaba normalmente en la corte con la participación exclusiva de la nobleza y del monarca. El montaje del simulacro de cacería en México- Tenochtitlan sugirió que los señores de los barrios estaban al tanto de los símbolos reales europeos y de las reverencias indígenas y así fusio­naron las dos tradiciones. Más aún, los adornos del banquete del virrey fueron realizados ciertamente como parte del arreglo contractual relati­vo al tributo en mano de obra entre el virrey y la jefatura de los barrios (Gibson 1948, 368). Aun cuando desde el punto de vista de las normas europeas esta última parecía hallarse en una relación económica servil,

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en el sistema tributario azteca, el hecho de prestar directamente un ser­vicio al emperador, especialmente en alguna importante ocasión cere­monial, era un honor de la más alta magnitud y daba a los señores indí­genas un lugar en la jerarquía política española. Finalmente, Rodas, Jerusalén y las luchas del Viejo Mundo entre moros y cristianos eran, en el mejor de los casos, oscuros conceptos para la comunidad indígena. Su participación en las militantes representaciones teatrales de los triunfos de su nuevo emperador, sin embargo, dio de nuevo a los hombres de la comunidad indígena una estima moral y social altamente apreciada.

Esta evidencia de que los señores de los barrios definieron el lugar de los indios en la superestructura española apoya la interpretación cul­tural de Serge Gruzinski de la dinámica colonial en The Conquest of M é ­xico. Este autor propone que en muchos casos las conductas de adap­tación de esa élite colonial "ilustran el abandono de la condición de vencidos en favor de la colaboración". Gruzinski ha investigado asimis­mo varios productos coloniales indígenas tales como mapas, códices, ta­picerías y esculturas que han sido alterados, adornados y adaptados para cumplir con un nuevo conjunto de expectativas culturales destina­do a encontrar un lugar en la nueva hegemonía política, una "identidad en gestación" (Gruzinski 1993, 24, 26). Al igual que la fiesta, la eviden­cia procedente de esos artefactos sugiere la complejidad de la delicada agenda social y política de los señores indígenas coloniales durante los años que siguieron a la Conquista. Sólo ellos se hallaban en la posición social única de reconocer el gusto paralelo por lo carnavalesco tanto en la comunidad española como en la indígena y de promover ese tipo de encuentro cultural. Políticamente, sin embargo, caminaban sobre la an­gosta línea entre promover abiertamente la cultura hispana y resistirla. Tal y como comprueba el caso de don Carlos de Texcoco, esto último constituía una propuesta peligrosa. En última instancia, tomó prece­dencia en la determinación de la agenda social y política de los señores indígenas el derecho del virrey a la mano de obra y a la lealtad de los naturales. No es sorprendente que el bosque de la plaza, acaso la repre­sentación ceremonial más elaborada de los indios coloniales, quedase reservado para lo que sería el más extravagante de los festivales en los siglos xvi y xvn; a saber, la entrada del virrey.

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LOS ESPAÑOLES Y EL MALENTENDIDO PRÁCTICO

Hasta ahora este ensayo ha argüido que la identificación y el análisis de­tallados de los móviles y actividades de los realizadores de las fiestas españolas e indígenas en el marco más amplio del festejo cívico revelan los extraños matices de una relación interdependiente. Las actividades de los participantes sugieren una ambivalencia calculada de parte de las autoridades españolas y una mesurada colaboración del lado de los se­ñores indígenas, así como el sometimiento respectivo de las sensibilida­des religiosas a las exigencias de la política para el Nuevo Mundo. Ya se han demostrado las ventajas de esa política para el participante subyu­gado. Aún no se ha presentado el caso, que bien pudiera ser más difícil, de la cultura dominante (que contó con más opciones a ejercer en la de­finición de la relación y, por lo tanto, un conjunto de entendimientos y móviles ligeramente más complejo de interpretar). En la siguiente sec­ción de este ensayo se argüirá que la ignorancia española respecto de los orígenes paganos de las prácticas festivas indígenas se basó no en la ca­rencia de información, sino en un malentendido fundamental relativo a la naturaleza de esas prácticas. Ésta a su vez propició una demora en la habilidad de los españoles para comprender y articular las prácticas, de manera tal que tuvieran que actuar al respecto; es decir, suprimir efec­tivamente la idolatría. Por ese intersticio la cultura indígena, tan extra­ordinariamente rica y empeñosa, se apresuró a entrar en la vida públi­ca española y se instaló en ella. Entonces los españoles encontraron otras formas, más aceptables, para articular tales conductas. Al hacerlo, pudieron utilizar el producto de la expresión cultural y religiosa de los indios para sus propios propósitos; a la vez como un despliegue de su triunfo en Tenochtitlan, como una representación efectiva del imperia­lismo español.

El único auténtico testimonio con que contamos relevante al conoci­miento etnográfico español (y por lo tanto del grado de su ignorancia) para los primeros años de la Colonia es la documentación legada por los frailes mendicantes. No es irreal depender de este testimonio, sin em­bargo, porque las autoridades virreinales también dependieron de esos mismos frailes para interpretar la religiosidad indígena. El primer en­frentamiento oficial tocante al estado del programa de evangelización

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de los mendicantes tuvo lugar en 1533. Fray Juan de Betanzos, domini­co y antiguo encargado de la primitiva Inquisición en la Nueva España, había aducido en ese año ante el Consejo de Indias en España que los franciscanos bautizaron a miles de indios sin la adecuada instrucción y que la mayoría había recaído en el paganismo. Cuando la noticia de las acusaciones de Betanzos llegó a México-Tenochtitlan, la comunidad mendicante típicamente defendió la política e intentó reformar la prác­tica. El jefe de la segunda audiencia, el dominico Sebastián Ramírez de Fuenleal, y el jefe de la misión franciscana, fray Martín de Valencia, nombraron al fraile mendicante más conocedor de la cultura y religión indígenas de la época para que escribiera un tratado sobre el tema (León-Portilla 1969, 6:37). El sujeto fue fray Andrés de Olmos, un fran­ciscano que llegó a la Nueva España en 1528 con su buen amigo y men­tor, el obispo Zumárraga.24 El interés de aquél en la práctica pagana había sido estimulado anteriormente en España, donde fue nombrado junto con Zumárraga para indagar y resolver acusaciones de brujería en las provincias vascas. Sin lugar a dudas esa experiencia fue asimismo importante para el celo inquisitorial del propio Zumárraga (Mendieta 1973, 175-176). Olmos pasó el resto de la década de 1530 en la capital cumpliendo con su comisión y junto con Sahagún enseñó a los jóvenes indios en el afamado colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, fundado por Fuenleal en 1536, el primer año de la Inquisición indígena.

El conocimiento de la religión y la cultura aztecas de ese bien rela­cionado fraile fue sorprendentemente rico para la época. Los historia­dores le han atribuido varios tempranos documentos etnográficos, in­cluidas las Costumbres de N ueva España, el Códice lúdela y Los mexicanos por sus pinturas. Estos documentos mostraron una muy temprana con­ciencia de las fiestas aztecas mensuales e intermitentes, o días festivos, de las típicas conductas festivas y del tipo de motivos artísticos que las caracterizaron, del calendario de dieciocho meses (incluidas las fechas aproximadas de los días de fiesta y sus devociones), y de un extenso

24 Wilkerson (1974,29); de acuerdo con Arróniz (1979,10), en 1533 Andrés de Olmos

fue el primer fraile en presentar una obra de teatro europea en la Nueva España con fines

evangelizadores.

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número de dioses aztecas y de sus dominios.25 Al parecer, Olmos traba­jó más diligentemente en cálculos encaminados a lograr la correspon­dencia de las fechas de los meses y años europeos e indígenas. Esto parece haber sido de particular importancia para los mendicantes en ese período y sugirió la importancia de conocer el programa de las fiestas de los indios para la empresa misionera (D'Olwer 1987,48).

Se ha perdido la mayor parte de la obra de Olmos y lo que no se perdió fue publicado en la década de 1540 y más tarde. Por esta razón es muy difícil determinar si informalmente diseminó su excelente infor­mación tocante a la cultura festiva entre la élite de México-Tenochtitlan en ocasión de la fiesta. No obstante, una fuente más corrobora la afirma­ción de que mientras otros mendicantes no estuvieron tan bien infor­mados como Olmos, la comunidad mendicante estaba muy consciente de las fiestas paganas, de su calendario y de sus devociones, así como del ceremonial y de las conductas con ellas relacionadas. Fray Toribio de Benavente, o Motolinía, publicó su Historia de los indios de N ueva España en 1541 y se puede datar su conocimiento muy precisamente a fines de la década de 1530 en el valle de México. Motolinía sabía que las prime­ras tres fiestas de la primavera, que correspondían aproximadamente a los meses de febrero, marzo y abril, estuvieron dedicadas a la venera­ción del dios de la lluvia Tlaloc (al cual menciona por su nombre), y que la veneración de este último estuvo íntimamente relacionada con las cuevas y las montañas de la región. Identificó a los tlalocjues como los principales "ministros" del dios de la lluvia y afirmó que eran "los sa­cerdotes más ancianos y los de más alto rango entre los indios" (Bena­vente 1979,44-46). Su descripción exacta de su aspecto indica que habla­ba por experiencia; ciertamente, la inquietud de la Inquisición para con los tlalocjues significaba que constituían una presencia importante en la comunidad. Motolinía estuvo familiarizado asimismo con el importante papel de la danza para los indios y con el énfasis en la participación en la fiesta indígena, así como con los extravagantes gastos que los indios estuvieron dispuestos a asumir para el culto de sus dioses.

25 El artículo de Wilkerson (1974) establece a Olmos como autor de dichos documen­

tos mediante una extensa crítica interna así como mediante una comparación del cono­

cimiento de Olmos, logrado en sus viajes, con la información en los documentos.

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Sin embargo, la conexión que decidió no observar fue la semejanza absoluta en términos de ciertas conductas, motivos artísticos y símbolos (que él mismo atribuyó a la religión prehispánica) con las conductas, las artes y los símbolos subsecuentes que los indios emplearon consistente­mente en las fiestas y las ceremonias cristianas, especialmente en el tea­tro evangelizador de los años de 1530. Un ejemplo típico apareció en una carta de fray Antonio de Ciudad Rodrigo a Motolinía tocante a la obra que trataba de Adán y Eva que aquél había escrito y los indios habían representado para la Encarnación en la temporada de Pascua en Tlaxcala en 1539, a sólo dos meses de la fiesta cívica. Desde luego que los indios reprodujeron a la "perfección" el jardín del Edén con el mis­mo bosque de la plaza dispuesto en México-Tenochtitlan. Ese Edén contó con cuatro montañas, exactamente al igual que las cuatro monta­ñas sagradas del valle de México donde residían Tlaloc y su culto de dio­ses. Ciudad Rodrigo identificó los cuatro ríos que fluyeron de las mon­tañas con los que se mencionan en el libro del Génesis. Los llamó, sin embargo, fuentes -o manantiales- en alusión a una interpretación indí­gena en el sentido de que los cuatro puntos cardinales de su cosmología se originaron en cuevas distantes de donde brotaban manantiales. Los árboles, los pájaros y los animales aparecían en todos lados, corriendo por el escenario a placer. Luego de que los indios representaron la esce­na donde se come la manzana prohibida con una serpiente viva (un po­deroso símbolo de Tlaloc así como una indicación de la presencia no del mal sino del poder sobrenatural), fray Antonio contempló asombrado cómo los indios-ángeles se llevaron a Adán y Eva fuera del Edén, tras haberlos vestido con "ingeniosas imitaciones de pieles de animales". La transformación de Adán y Eva en animales fue definitivamente muy "notable", según dijo fray Antonio, aunque esto tenía menos que ver con el guión cristiano y más con las nociones prehispánicas de lo que pudiera suceder a un alma que se opusiera a los dioses.26

26 Véase Benavente (1979,65-67) para la narración de esa representación por Ciudad

Rodrigo; Arróniz (1979, 61) afirma que la obra de Adán y Eva pareció haber seguido el

guión de una obra valenciana de Adán y Eva, aunque observa a la vez las importantes

diferencias respecto de aquel guión, tal como vestir a Adán y Eva con las pieles de anima­

les. Sin embargo sugiere incorrectamente que esto fue parte de una "protesta" indígena

contra sus condiciones de trabajo.

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Ignoramos exactamente qué entendió Ciudad Rodrigo de las modi­ficaciones indígenas a su obra evangelizadora, más allá de su relato que muestra cierta perplejidad. Sin embargo Motolinía afirmó más tarde en su libro que los indios habían renunciado totalmente al culto festivo a sus dioses cuando escribió en 1541 (Benavente 1979,247). Este autor re­sulta excepcional por lo que hace a esta inflexible opinión. Años des­pués Sahagún contó que Motolinía pertenecía a una minoría de frailes de aquella época que prefería negar la existencia del culto pagano entre ellos antes que ver su empresa evangelizadora impugnada al admitir su fracaso en la conversión de los indios. De hecho ambos, el esfuerzo etnográfico de Olmos y de Sahagún, como la Inquisición indígena, na­cieron a partir de la visión generalizada en los primeros años de la déca­da de 1530 de que el programa de evangelización de los franciscanos en­frentaba graves problemas tocante a su principal objetivo: la conversión de los indios. En su ensayo referente a la conversión, A rte advinatoria, Sahagún propuso que el problema real no consistía en una indisposi­ción general para creer según la cual los indios seguían sin convertirse, sino en una carencia de conocimiento real relativo a las prácticas paga­nas de los naturales, lo que habría permitido a los españoles enfrentar­las efectivamente y ponerles fin (Sahagún [1583] 1954,382-83). Sin em­bargo otra interpretación fue también posible: que los frailes no fueron ni demasiado tolerantes, tal y como Sahagún insinuó en relación a Mo­tolinía, ni completamente ignorantes, según afirmó respecto de la ma­yor parte de la comunidad mendicante. Los mendicantes, más bien, intentaron determinar categorías de comportamiento referentes a paga­nos y no paganos que simplemente no se daban en el mundo cultural indígena.

Un buen ejemplo de este problema fue la manera en que los españo­les consideraron la fiesta indígena como un producto naturalista arte­sanal. Los españoles seglares vieron en ella una labor artesanal de incomparable perfección. Bernal Díaz proclamó: "los indios nativos me­xicanos son tan ingeniosos en la elaboración de esas cosas que, según aquellos que han viajado mucho, no han visto a otros iguales en ningún lugar de la tierra" (Bernal Díaz 1970, 545). El mundo donde el viajero del siglo xvi podía observar las perfecciones efímeras de brillantes festi­vales era el de Italia. La comparación obvia se daba con los artesanos y

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artistas de esa sofisticada cultura del Renacimiento visitada ya por dos generaciones de conquistadores españoles. Sin embargo la pregunta de cómo una civilización conquistada podía superar a los ingeniosos italia­nos no fue al parecer de importancia para Bernal Díaz y sus compañe­ros. Los misteriosos orígenes y la inspiración de la fiesta colonial indí­gena parecían, simplemente, una de las maravillas en la conquista de nuevos mundos. Bastaba con que los indios honraran a sus conquis­tadores y se comunicaran simbólicamente en una lengua que estos úl­timos pudieran entender. Las historias mendicantes, sin embargo, refle­jaron una mayor preocupación por el problema de la inspiración. El relato de la fiesta de Bartolomé de las Casas en su Apologética historia de las Indias proporciona la típica interpretación mendicante. En primer lu­gar, este autor estaba encantado de que los conquistadores, que normal­mente menospreciaban a los indios, advirtieran que las representacio­nes festivas indígenas "[fueren] tales que nadie [las] puede explicar y ciertamente mucho menos elogiar [las] en demasía". Segundo, al igual que otros españoles, Las Casas clasificó la conducta como pura mano de obra comparable con la mano de obra europea en términos simples: "la buena labor de sus manos es prueba clara de su ingenio y comprensión, ya que aparece en todas las artes mecánicas". Finalmente, Las Casas insistió en que toda esa industria de la fiesta de 1539 estuvo inspirada por los esfuerzos evangelizadores y el buen ejemplo de los mendi­cantes: "parecía sólo ser un monasterio de frailes en el coro o en el capí­tulo" (1909, 166).

Además de preservar una separación mental entre el trabajo festivo de los indios de la Colonia y la religión prehispánica, ambos, los con­quistadores y los frailes, situaban el trabajo artesanal en otra categoría aparte de tipo artístico y filosófico. El bosque artificial y las otras ofren­das religiosas de los indios recibieron el elogio típico del renacentista de ser "naturalistas". Bernal Díaz elogió a los indios su capacidad de re­construir el bosque en la plaza con una exactitud de detalle y una mag­nitud "tan natural[es], que fue como si hubiese nacido ahí". Pasó a des­cribir la fuente en miniatura de Chapultepec del banquete del virrey con las palabras "tan natural, como el original". Hasta las estatuas del espa­ñol ebrio acompañado de los cuatro indios en iguales condiciones pare­cía "todo tan natural" (1970, 545-46). Motolinía empleó la misma frase

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de Bernal Díaz para describir un bosque que los indios habían diseña­do para la fiesta de Corpus Christi en 1538: "el peñasco rocoso era tan natural que fue como si hubiera nacido ahí; fue algo maravilloso que avistar". Dijo, de hecho, que "nada faltaba en la simulación de todo lo que era natural" (1979,62,81).

La investigación histórica relativa a la sociedad indígena prehispá- nica sugiere, sin embargo, que ninguna de esas actividades y conductas pudiera considerarse de naturaleza industrial o comercial, ni tampoco inspiradas en el equivalente indígena de la ideología del renacimiento sobre el naturalismo. Según observa George Kubler en su estudio de la arquitectura mexicana del siglo xvi

en la sociedad indígena prehispánica, en general es cierto que todo el traba­

jo estuvo marcado por ocasiones rituales y festivas y que el trabajo en sí fue

realizado de manera ceremonial. En la vida colonial, sin embargo, los espa­

ñoles no parecen haber comprendido que, para los indios, ningún trabajo

valía la pena ser realizado si no estaba impregnado del simbolismo ceremo­

nial. En la vida cristiana, el trabajo y el culto eran conceptos separados [...]

(1948,156).

El supuesto español prevaleciente de que existían productos y con­ductas indígenas no religiosos, podía llevar a los frailes (y de hecho lo hizo) a un círculo epistemológico en varios pasos. En primer lugar, se­gún la doctrina misionera del siglo xvi, la conversión cristiana significa­ba la eliminación de todo comportamiento pagano. Consecuentemente, en una civilización autóctona en que todas las conductas estaban im­pregnadas de idolatría, el objetivo religioso de los españoles precisaba eventualmente de la eliminación de toda la práctica prehispánica. Se­gundo, sin embargo los españoles no comprendieron la magnitud de lo que enfrentaban, porque creyeron que algunas de las conductas ceremo­niales y algo del arte indígena prehispánico seguramente no eran paga­nas y, por ende, eran inofensivas. La visión española estaba tan genera­lizada que hasta impuso actividades iconoclastas. Por ejemplo, en un temprano documento franciscano, el Libro de oro y tesoro índico, el escri­tor anónimo afirmó que entre 1530 y 1534 los frailes quemaron todos los códices que contenían "ritual o que de otra manera [eran] sospechosos"

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0Origen 1941, 257-58). Los suspicaces frailes, lamentablemente, destru­yeron gran parte del testimonio histórico azteca que les hubiera propor­cionado alguna indicación de que probablemente no existía cosa seme­jante a un documento pagano. Con todo, ese autor defendió las acciones de los frailes al bosquejar un criterio que, para el caso de los aztecas, era insostenible: la posibilidad de que un documento prehispánico pudiera no ser idolátrico.

El malentendido español de la naturaleza de la práctica cultural in­dígena (y especialmente su separación conceptual del trabajo festivo respecto del culto pagano), condujo a los mendicantes a una tercera y ambigua fase de revelaciones periódicas relativas a la cultura indígena que duró varias décadas. Por su experiencia o sus propias indagaciones, los frailes se mantuvieron descubriendo con intermitencia que había ciertamente algún aspecto más pagano para cada otra práctica indíge­na, previamente considerada como inofensiva. Condicionados por las experiencias ibéricas anteriores mediante el trato con comunidades no cristianas que ocultaban prácticas no ortodoxas, los mendicantes inter­pretaron estos hallazgos como evidencia de que la conducta indígena se ejercía de manera subrepticia, aun cuando se presentara abiertamente. De hecho, entre los frailes que se habían familiarizado más con la prácti­ca religiosa indígena, como Sahagún, se sostuvo esta confusa interpre­tación entre la intención indígena y su resultante. En el A rte advinatoria, Sahagún afirmó que la costumbre de los indios de añadir nuevos dioses a su panteón, incluido Jesucristo, fue a la vez su "costumbre y su cons­piración" ([1583] 1954,383). Finalmente, cada nueva revelación presagió una nueva ronda de indagaciones en el esfuerzo continuo por erradicar la idolatría, un intento fútil en realidad de separar lo pagano de lo no pagano. Para la década de 1580, cuando Sahagún escribió el A rte advi­natoria, las autoridades se habían cansado ya de luchar contra la verda­dera naturaleza de las contribuciones culturales indígenas y eventual­mente sustrajeron el asunto de la religiosidad indígena de la jurisdicción de los mendicantes. No tuvieron más cabida incursiones inquisitoriales adicionales tocante al verdadero significado subyacente a la labor "arte­sanal" y al adorno "naturalista" de los indios. Después de medio siglo la contribución cultural indígena al emergente calendario festivo colo­nial había llegado a ser demasiado útil como para poderla negar.

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Incluso para los años de 1530 la disposición de las autoridades espa­ñolas para incorporar el ritual festivo indígena a las fiestas cívicas estu­vo moldeada por el éxito del ceremonialismo religioso. Los españoles habían ya identificado el bosque artificial como una expresión decorati­va apropiada para sus temas festivos. Irónicamente, los mismos mendi­cantes proporcionaron estas experiencias interculturales e introdujeron las posibilidades del trabajo ceremonial indígena en la fiesta secular. En su ímpetu de evangelizar a los indios en los años de 1530, los frailes mostraron una notable capacidad para integrar y desarrollar el talento de los indios dentro de los géneros europeos en varios frentes literarios y artísticos. Como ya se mencionó, hacia mediados de la década de 1530 los mendicantes comenzaron a escribir obras de teatro en náhuatl to­madas de episodios bíblicos con la obvia intención de instruir a los in­dios en los diferentes sacramentos. La incorporación del talento de los indios para la música, el arte y las "invenciones" -las diversas esceno­grafías para las obras- así como el entusiasmo evidente de la gente indí­gena por las representaciones, se inició a fines de los años de 1520, cuan­do fray Pedro de Gante escribió cantos y canciones para los indios a fin de alentar su participación en las funciones y fiestas religiosas. En Tla- telolco, en 1533, fray Andrés de Olmos fue el primer misionero en pre­sentar un auto sacramental europeo, el Juicio final, en lengua náhuatl (Arróniz 1979,10). Aun cuando no hay en los testimonios coloniales re­ferencias anteriores a la escenificación del simulacro de cacería, para el momento de la fiesta cívica los indios habían ya construido su bosque artificial para los mendicantes en varias fiestas religiosas ceremoniales, incluidas el Corpus Christi y la Pascua en 1538. En efecto, el bosque arti­ficial había ya probado ser un ritual festivo de extraordinaria flexibili­dad y utilidad en dichas fiestas religiosas, por lo que sus propiedades metafóricas resultaron ser asimismo apropiadas y útiles para el tono militante e imperial de la fiesta cívica de 1539.

De hecho, las características estéticas y simbólicas de la fiesta triun­fal del Renacimiento, tal y como se desarrolló durante el siglo xvi, co­rrespondieron muy bien con el tono de la fiesta indígena, al apreciarse tanto en el marco artesanal como en el naturalista. Un tema crucial y un patrón recurrente del tono triunfal según se desarrollaron en Europa (principalmente a partir del ejemplo de la procesión triunfal de Carlos

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v por Italia en 1536, el modelo de Luigi di Leone para el guión de la fies­ta), fue el profuso y copioso despliegue del botín de la victoria para la figura conquistadora central (Partridge y Starn 1992, 164-65). Ostensi­blemente, el objeto de la fiesta fue el éxito de Carlos v en lograr una paz universal para sus súbditos, aunque sus anteriores batallas en el Medi­terráneo contra sus enemigos turcos no cristianos y sus subsecuentes procesiones triunfales constituyeron el modelo moral y cultural que do­minó el teatro de la fiesta pública del imperialismo reanimado de los años de 1530. Metafóricamente, el triunfo sobre los turcos en Túnez se alió a la Conquista de los aztecas en Tenochtitlan. El papel de los indios, de acuerdo con la lógica del principio triunfalista en exhibición, fue el de proporcionar ese profuso despliegue del botín.

Claro está que el despliegue del botín de 1539 no fue una exhibición de los objetos mismos ganados en la Conquista de la ciudad por Cortés en 1521. El rigor del sitio y la final ocupación de la ciudad en 1521 deja­ron a esta última prácticamente en ruinas y a la población desmoraliza­da y dispersa. Tomó casi quince años reconstruir el centro de la ciudad y repoblar y organizar la comunidad indígena de la isla como para que ésta pudiera satisfacer sustancial y regularmente todas las necesidades de los habitantes españoles. El verdadero botín de la Conquista fueron una Tenochtitlan reanimada y reconstruida y la riqueza del tributo que la ciudad imperial había controlado a lo ancho de toda Mesoamérica. En esencia, la fiesta cívica de 1539, el mayor despliegue festivo celebrado en la plaza mayor hasta esa fecha, completó el proceso de reconstruc­ción. Las ofrendas exóticas de los indios a su nuevo soberano casaron finalmente con el modelo de las expectativas del triunfo español. En la apreciación inexacta, no sofisticada y, por lo tanto ansiosa de conquista­dores como Bernal Díaz, Tenochtitlan fue la más grande presa de una era de conquistas españolas precisamente porque el despliegue del "in­genioso" botín, según los conquistadores atestiguaron claramente en la plaza en aquel día de febrero de 1539, no tenía igual en ningún otro lugar del mundo. Por lo tanto el virrey, en sus esfuerzos por unificar y organizar la vida colonial, y los conquistadores en su deseo de ostentar un triunfo ejemplar, emularon a los mendicantes en el empleo del recur­so indígena; sólo que en este caso fue por propósitos cívicos invariable­mente imperiales. En algunos respectos la comunidad española creyó

a 3

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contar con el tipo de "equipo de producción cultural" compuesto de ar­tistas y artesanos posteriormente característico de las cortes europeas en la época absolutista (Partridge y Starn 1992, 165-67).

Epílogo

Al principio de este ensayo se afirmó que el examen de varios relatos contemporáneos de la fiesta y el análisis de su producción, no sólo pro­porcionarían una respuesta a la interrogante de por qué los indios fue­ron capaces de representar la idolatría en una fiesta cívica española en medio de la supresión inquisitorial del ritual pagano. Se dijo asimismo que revelaría el proceso único e histórico de acomodo y contención de las primeras décadas en la colonialización de la Nueva España. La con­clusión de que las inquietudes políticas de ambas sociedades pesaron más que las exigencias del proceso evangelizador y la conformidad reli­giosa no es nueva en la historiografía latinoamericana colonial. El la­mento de Sahagún en los años de 1580 de que no se hacía lo suficiente por investigar y conformar la expresión religiosa indígena, sucedió a la negativa de Felipe n de publicar la Historia general de las cosas de N ueva España de aquél y a la preferencia del monarca por el clero secular sobre el de las órdenes mendicantes en la Iglesia colonial de la década de 1570. Este acontecimiento representó un importante punto de cambio político en las relaciones entre la Iglesia y el Estado señalado en muchas histo­rias de la Iglesia colonial.27 No obstante, este ensayo arguye que la ido­neidad política tan evidente en las décadas de 1570 y 1580 fue en reali­dad la culminación de un proceso más complejo y sutil en gestación va­rias décadas antes de la repentina desarticulación por parte de Felipe n de la temprana misión de los mendicantes: su esfuerzo por erigir una nueva Jerusalén en el Nuevo Mundo. Más aún, ese proceso político y cultural -las varias malas lecturas por parte de los españoles de la ex-

27 La afirmación de una época dorada de la misión durante los primeros cincuenta

años de la Colonia se inició con la influyente H is tor ia eclesiástica indiana de Mendieta

(1973), y la discusión continuó en el libro Sp ir itu a l C onques t o f M ex ic o de Ricard (1966) y

en el estudio de Phelan The m illen ia l k ingdom of the Franciscans in the N e w W orld (1970).

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presión cultural indígena y su afán de permitir una autorepresentación de los indios que sirviera a la vez a sus propios propósitos- impidió lo que pudieran haber sido enfrentamientos más serios entre las dos cul­turas. Mientras tanto, la disolución de la cultura y de la religión aztecas así como la gradual infiltración de las normas españolas dominantes avanzaron a un ritmo que ambas sociedades pudieron tolerar.

A final de cuentas, se logró la degeneración cultural de la religión prehispánica (tal y como lo deseó Sahagún). Irónicamente sin embargo, el agente de ese desmantelamiento no fue el mendicante sino el propio indio, primero en México-Tenochtitlan y luego en otras áreas. Es esta la revelación más interesante de la fiesta. En el corto plazo la reelaboración cultural de las tradiciones por parte de los señores indígenas de los ba­rrios preservó ciertas conductas antiguas tales como el bosque y la cace­ría; en el largo plazo, sin embargo, el proceso de preservación privó con­tinuamente a la religión azteca tradicional de sus dimensiones sagradas. Según observa Gruzinski, la religión india y sus expresiones culturales quedaron "más y más apartadas de los entornos religiosos, culturales y sociales que habían expresado, y una parte de las estructuras que sucedieron a [su] carácter local se desmoronó o desapareció". Eventual­mente esos remanentes culturales de la religión se convirtieron en "una sucesión de fórmulas aisladas, esotéricas por estar huecas" (Gruzinski 1993, 175-176).

En las fiestas solemos encontrar esos detritos culturales procedentes de una época anterior que flotan en un mar de tradiciones, separados de sus originales significados semánticos y aislados de sus iniciales inten­ciones comunitarias; y así ocurrió con la fiesta india. Para fines del siglo xvi la construcción del bosque artificial en la plaza mayor llegó a ser un rasgo regular y anticipado de las ceremonias de entrada para el nuevo virrey Sin embargo, conforme las sucesivas epidemias diezmaron a la población indígena a lo largo del siglo y la autoridad española suplan­tó continuamente la jefatura autóctona, el peso acumulado sobre las co­munidades indígenas destruyó su espíritu colectivo para los desplie­gues festivos. En más de una ocasión, los cabildos de los pueblos se quejaron de la falta de elaboración en el decorado y del disminuido entusiasmo de los indios por el trabajo en las fiestas, especialmente en contraste con su participación en épocas anteriores (Curcio 1995, 83,

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nota 65). No obstante, para la entrada del virrey Villamanrique en enero de 1590, el cabildo de la ciudad de México contó con el acostumbrado y popular bosque en la plaza y anotó en sus actos la siguiente directiva mundana: "[...] eríjase asimismo en la Plaza de México el bosque de la manera acostumbrada con conejos, venados, y árboles y pídase al hono­rable corregidor instruir a los gobernadores de los indios a asistir en el cumplimiento de lo que se les pidió con la hechura acostumbrada y, de ser posible, con más [...]"28

Traducción de Paul C. Kersey y Óscar Mazín

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28 Véase Curdo (1995,85) para la entrada del virrey; la cita es de A c ta s (1859,9:371).

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