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La Crisis Colombiana - Reflexiones Filosoficas

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La crisis colombiana

Reflexiones filosóficas

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La crisis colombianaReflexiones filosóficas

Rubén Sierra Mejía editor

Universidad Nacional de Colombia

Facultad de Ciencias Humanas / Departamento de Filosofía

Bogotá

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c ata l o g ac i ó n e n l a p u b l i c ac i ó n u n i v e r s i da d n ac i o n a l d e c o l o m b i a

La crisis colombiana

Reflexiones filosóficas

Biblioteca abierta

Colección general, serie Filosofía

Universidad Nacional de Colombia

Facultad de Ciencias Humanas

Editor

© 2008, Rubén Sierra Mejía

© 2008, Autores

Rubén Sierra Mejía

Alfredo Gómez-Müller

Adolfo Chaparro

Adolfo León Gómez

Luis Eduardo Hoyos

Ciro Roldán

Francisco Cortés

Daniel Bonilla Maldonado

Freddy Salazar

Juan José Botero

Mauricio Rengifo

Leonardo Tovar

© 2008, Universidad Nacional de Colombia

Primera edición,

Bogotá D.C., enero 2008

Preparación editorial

Centro Editorial, Facultad de Ciencias Humanas

Excepto que se establezca de otra forma, el contenido de este libro cuenta con una licencia Creative Commons

“reconocimiento, no comercial y sin obras derivadas” Colombia 2.5, que puede consultarse en http://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/2.5/co/

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Contenido

Rubén Sierra Mejía Discurso inaugural 11

Alfred o Gómez-MÜllerLenguaje de la guerra, muerte de la política 23

Ad olfo Chaparro Amaya Genealogía de la premodernidad en Colombia 55

Ad olfo León Gómez G. El utilitarismo negativo & el Estado social de derecho 87

Luis Eduard o HoyosEl problema de la legitimidad política 109

Ciro RoldánLos dilemas de legitimidad & seguridad de la soberanía estatal 139

Francisco Cortés rodasJusticia: ¿nacional, global o transnacional? 189

Daniel Bonill a Mald onad oConfianza, instituciones políticas & minorías culturales 225

Freddy Sal azar PaniaguaÉtica empresarial: un asunto de responsabilidad social 257

Juan José BoteroPrecisiones sobre la renta ciudadana & la justicia social 295

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Mauricio Rengifo GardeazábalInstituciones híbridas: los casos de la salud y la educación 323

Leonard o Tovar González¿Educación para la democracia sin democracia? Un informe bibliográfico 351

Índice de nombres xxx

Índice de materias xxx

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La crisis colombiana

Reflexiones filosóficas

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Nota preliminar

Los ensayos que se incluyen en este volumen son las ponencias leídas durante el II Coloquio La Filosofía y La Crisis colombiana, organizado por el Departamento de Filosofía de la Universidad Nacional, realizado durante los días 1, 2 & 3 de diciembre de 2004. Como en la primera versión del coloquio, con la nueva convocatoria se pretendía atender al interés de un grupo de filósofos colombianos de dirigir su atención a cuestiones de su entorno y de su época, sin que esto quisiera decir que debían abandonar el pensamiento abstracto para limitarse al análisis de los hechos y fenómenos propios de la realidad social colombiana. El coloquio no tenía entonces el propósito –como tampoco lo tuvo el primero– de dar soluciones a problemas coyunturales, sino hacer de ellos el tema para una reflexión conceptual, aunque con un referente particular.

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Discurso inaugural

Rubén Sierra Mejía

este coloquio es la respuesta al deseo de varios filósofos colom-bianos de repetir la experiencia intelectual que se tuvo en el año 2001, cuando la Sociedad Colombiana de Filosofía realizó, por insinuación de Alfredo Gómez-Muller y mía, un primer encuentro sobre la misma materia1. No temí, al aceptar la coordinación de este nuevo coloquio –convocado en esta ocasión por el Departamento de Filosofía de la Universidad Nacional–, que se repitieran las cuestiones abordadas en el anterior, ya que considero que las ponencias que en él se leyeron no constituyen la última palabra sobre aquellas cuestiones ni los enfoques adoptados por sus ponentes representan la posición oficial de la comu-nidad filosófica colombiana. Esto permite ofrecer una nueva discusión, puntos de vista distintos o, si es del caso, dar argumentos nuevos para las tesis ya debatidas, pues la situación que se vivía entonces aún no ha sido superada, y no lo será mientras no se pongan en ejecución programas audaces y ajustados a la naturaleza de esos problemas. No eran estos, por otra parte, los únicos problemas que definían la crisis, y tampoco constituyen todo el espectro de las dolencias que hoy padece la sociedad colombiana. Para quien haya seguido el curso de nuestro

1 Las ponencias del I Coloquio fueron publicadas en R. Sierra Mejía & A. Gómez-Muller (2002).

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desenvolvimiento social, político y cultural, no debe caber duda de que han salido a flote nuevos temas de análisis –algunos de origen interno, otros producidos por el rumbo que ha tomado la política mundial–, que antes no se presentaban en forma tan manifiesta como ahora.

Este es un encuentro de filósofos. Por eso mismo, sus objetivos no son los de elaborar un diagnóstico completo, que sirva de base a un programa de trabajo encaminado a dar soluciones a la presente si-tuación de crisis. Sin embargo, como en las ponencias presentadas en el coloquio anterior, soy optimista de que las que se lean en estos días contribuirán a arrojar luz sobre esa situación y a traer claridad con-ceptual sobre su naturaleza y sus alcances. Las cuestiones que se van a examinar no son, por otra parte, exclusivas de la filosofía; algunas de ellas son de interés público y no exclusivamente académico. Por esta razón, toleran diferentes tratamientos, además de diversas perspectivas en sus análisis.

Aunque el coloquio se ha definido a partir de los intereses de una disciplina, con sus maneras propias de abordar los problemas, se debe aceptar que aquí «filosofía» no tiene demarcadas con nitidez sus fronteras: es posible que se crucen con las de otras áreas afines del saber, suerte corriente en la práctica filosófica. Un libro como el que habrá de salir de estas reuniones difícilmente será una obra de tesis compartidas, de idénticas posiciones filosóficas, que conduzcan a conclusiones ergotistas, libres de ser contraargumentadas.

Cuando se trata de pensar una crisis, es necesario situarse en el tiempo presente, en una época particular, en una tradición, en una historia que en cierto momento –el crítico– ha desviado sus metas, sin haber definido todavía el nuevo destino o los nuevos ideales de la sociedad. También hay que subrayar que los orígenes de una crisis pueden fijarse no necesariamente en la línea histórica interna, sino en las relaciones con el mundo exterior, con un mundo con el que de todas maneras está entrelazado el propio.

Hoy en día no se puede dejar de pensar en las nuevas rela-ciones económicas surgidas de la globalización y de la naturaleza del capitalismo en esta última fase de su desarrollo, un capitalismo, en expresión de Gregor Gysi, «superfluo» y, agrego, autófago, cuya característica esencial parece reducirse a una enorme cifra virtual

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que se alarga y se encoge produciendo euforia o pánico cuando estos fenómenos de aumento y disminución de dígitos aparecen en las pantallas de la televisión o de un computador, un capita-lismo cuya consecuencia más visible ha sido la de desentenderse de las condiciones sociales en que engorda, para el que no hay otra obligación que la de crecer, y que ha llenado de miseria a los países –aun los ricos– que le han permitido su desarrollo.

Hay que reconocer que en esta tarea de pensar una crisis no se deja de correr riesgos, pues no son escasos los obstáculos para al-canzar pronósticos atinados de los problemas. En tiempos oscuros, el pensamiento tiende a exagerar las consecuencias de los fenómenos y a apresurar las conclusiones, lo que le hace perder la prudencia de juicio en el análisis de los asuntos de que se ocupa. Por el hecho de ser tiempos en que las instituciones sienten que sus fundamentos se desmoronan, que se erosiona la vida social, en los que impera la desorientación, no resulta sencillo responder de manera oportuna y acertada a las crisis que definen el momento histórico; el pensa-miento que se construye a propósito tiende a oscilar entre la an-siedad y la nostalgia, entre la búsqueda afanosa de una salida a la situación de penuria moral y el convencimiento dogmático de que la solución solo puede ofrecerla la recuperación de unos valores y unos ideales de organización social que han perdido su vigencia. Esa zozobra se encuentra en todas las esferas intelectuales y en todas las regiones políticas. De este modo, cualquier afirmación categórica, que no deje asomo a la duda, al pensamiento provisional, infunde la sospecha de la insinceridad, de que se está utilizando el lenguaje con el ánimo de buscar adhesiones, pero no como un medio para esclarecer o ayudar a esclarecer un problema. Por su parte, para las mentalidades conservadoras, la solución más cómoda a esta incer-tidumbre es la defensa de prejuicios heredados, unos prejuicios que liberan al pensamiento de proponer nuevas alternativas en el trata-miento de los problemas en cuestión. A cambio, estos prejuicios pro-porcionan la ilusión de estar en lo cierto, de poseer la verdad. Si los fenómenos y los acontecimientos que definen la época de crisis no se presentan con la claridad suficiente, la meta a la cual debe dirigirse el pensamiento aparece, al espíritu conservador, con la más absoluta

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inevitabilidad. Una especie de fundamentalismo se hace evidente en este caso, porque se concibe allí el destino del mundo como mandato impuesto por la historia o como un ordenamiento divino de las cosas. De lo que se trataría sería de ofrecer programas que permitan la realización de ese destino, realización que no admite condiciones. Así, en una situación de confusión semejante, no es inconcebible que algún dirigente político o jefe de Estado opte por el más intolerante maniqueísmo, divida al mundo entre buenos y malos, sin matices, y busque someter a los últimos a la voluntad de los primeros, aunque para ello tenga que arrasar con armas de destrucción masiva vidas, bienes, tradiciones, creencias, culturas. Tenemos en la memoria las úl-timas acciones militares de Estados Unidos y los recientes debates televisados entre los candidatos estadounidenses a la presidencia: verdaderos argumentos a favor de la anterior afirmación. Funda-mentalismo democrático (una contradicción en los términos) es el calificativo que se ha dado recientemente a esa forma de pensar y de obrar en la política mundial o en la de un país particular.

Mirar al pasado con nostalgia y propender por la recuperación de valores que han perdido su vigencia ha sido, pues, la caracte-rística del pensamiento conservador, que se opone por eso al uso de nuevos conceptos, más acordes con la situación presente y con los ideales que construye un pueblo. De esta forma se impone la inercia de la tradición y la fuerza del pensamiento queda neu-tralizada por la pasividad de los valores heredados, incapaces de ofrecer al hombre orientaciones que le permitan salir del laberinto moral en que se encuentra. La tendencia, entonces, es a que los viejos principios de organización social se afiancen, se fortifiquen en la mentalidad colectiva, perdiendo el poder de renovarse que los caracterizaba en su origen, para convertirse en quistes mentales o en palabras vacías que obstaculizan las posibilidades de com-prensión de los problemas que constituyen la situación social o es-piritual del hombre. En lugar de arrojar claridad sobre el mundo social, esos viejos principios hacen que este se desdibuje dentro de un verbalismo aparentemente mágico. El lenguaje, el instrumento de la expresión y de la comunicación, se transforma en un juego perverso que oculta la miseria en que se vive. El pensamiento

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Discurso inaugural

pierde su poder creador para convertirse en una sarta de sentencias que le ahorran al escritor la tarea de señalar nuevas posibilidades de convivencia y felicidad, al hombre de Estado, de aventurar pro-puestas nuevas de solución a los problemas que tiene entre manos, y al hombre común, la de comprender su propia circunstancia. Con estas actitudes, solo se logra que la cultura tienda a encerrarse en los estrechos límites de sus realizaciones sin atreverse a mirar por fuera de sus fronteras, donde podría encontrar modelos apro-piados, quizás porque en el contraste que significa el conocimiento del otro se hace más evidente la miseria de las tradiciones propias.

Pensar en época de crisis no es, pues, someter a examen los problemas que en conjunto la definen, sino que es enfrentarse a ese pensamiento colectivo o gregario –irracional por lo tanto–, que lucha por imponerse y que con frecuencia es promovido por es-feras oficiales como una manera de evadir reformas urgentes, de esquivar presiones originadas en desigualdades e injusticias, de hacer el quite a actitudes excluyentes frente a sectores marginados de las actividades sociales y políticas. Ese pensamiento también se nutre, por supuesto, de movimientos alentados por ideas fijas, que se presume tienen referencias necesarias e inalterables, que construyen un lenguaje conformado de eslóganes a los que es im-posible encontrarles un sentido distinto al de procurar adhesión a un credo o una doctrina. Se trata, en últimas, de hacer frente a un pensamiento que se construye con conceptos confusos, intro-ducidos, muchos de ellos, con el ánimo evidente de ocultar una realidad molesta.

En estas circunstancias, ¿cómo hacer para que el trabajo fi-losófico colombiano no sea de interés solo de la comunidad de fi-lósofos? ¿Cómo hacer que ese trabajo, cuando se ocupa de temas de interés común y no únicamente académico, logre incidir en la opinión pública?

Antes de intentar dar respuesta a las anteriores preguntas, debo confesar que me abriga la convicción –que creo es compartida por muchos–, de que las épocas en que las sociedades sienten que su se-guridad sufre una ruptura son propicias a la producción de grandes obras de arte y de pensamiento. Filósofos, escritores y artistas han

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sabido responder a la incitación que significan los problemas contem-poráneos para la formulación de teorías o para la creación de obras de arte –verbales, plásticas o musicales–, obras que se definen por su intención de cuestionar las creencias, los prejuicios y los hábitos que se han heredado por generaciones y que aparecen en el momento presente como obstáculos a las aspiraciones de una sociedad o de una cultura.

La crisis, entonces, no debe entenderse solo por su aspecto ne-gativo, como síntoma de decadencia o desintegración, sino que también puede apreciarse como manifestación de anormalidades que se encon-traban ocultas o reprimidas y que, puesta en evidencia su dimensión perturbadora, se convierten en tema de estudio para las ciencias so-ciales, de reflexión para la filosofía o de inspiración para el arte.

Las dos preguntas que formulé tienen un parentesco muy cercano, pero apuntan a problemas diferentes, lo que exige un tra-tamiento individual. El primero de estos –que ya no es tan genera-lizado como en años anteriores– se refiere a la actitud del filósofo colombiano, por tradición remiso a ocuparse de temas que se sitúan en un momento y en un espacio bien delimitado, temas de los que la historia de la filosofía aún no ofrece un tratamiento elaborado. Ceder a presiones circunstanciales se considera que traiciona la ac-titud propia de una disciplina que se mueve en sus investigaciones en un nivel abstracto, investigaciones para las que lo contingente carece de valor. Sin embargo, pensar el momento presente ha sido siempre una tarea del filósofo, desde los griegos hasta nuestros días. Pareciera que pensar el momento presente es un contrasentido, si se piensa y acepta que la filosofía se sitúa en un plano por encima de las cir-cunstancias históricas, que tiende y ha tendido siempre a ocuparse de problemas de valor universal. Sin poner en duda la pertinencia de esta última afirmación, hay que reconocer que una circunstancia particular, un problema que surgió en un momento determinado de la historia humana, le ha permitido al filósofo llevarlo a un es-tadio que trasciende ese momento y los motivos inmediatos que lo hicieron surgir. Esos problemas vitales del filósofo son los que le han dado vida al saber filosófico: si se rastrea en la más abstracta especu-lación, en muchos casos nos encontramos, tarde o temprano, con esa relación a problemas determinados.

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Dos ejemplos procedentes de la historia, el uno situado en la Antigüedad y el otro en el mundo moderno, podrán servirnos para ilustrar la aseveración que acabo de hacer. Me refiero a dos obras de consulta obligatoria en el pensamiento político y a los hechos sociales que les dieron origen: la Política de Aristóteles y el Ensayo sobre el gobierno civil de John Locke. La primera está ligada a la de-rrota de Atenas ante Esparta durante la Guerra del Peloponeso y a la consecuente decadencia de la ciudad griega, y la segunda, a la revo-lución gloriosa de Inglaterra. No son obras que se hubieran limitado a ofrecer un alegato casuístico, sino que se situaron en un nivel de universalidad que trascendió las circunstancias a que se refieren, de tal manera que hoy no nos vemos obligados a reconstruir esas circunstancias para comprender las doctrinas expresadas en ellas. Esa trascendencia es justo lo que les da su valor filosófico y no me-ramente histórico y lo que, como consecuencia, ha hecho de ellas verdaderas obras del pensamiento filosófico.

La segunda pregunta no tiene una respuesta simple, pues posee dos aspectos distintos: el primero concierne a las actitudes del fi-lósofo, que es, podríamos decir, el verdadero responsable de la si-tuación de que voy a tratar, y el segundo se refiere al medio en que este actúa.

Hay un aspecto del problema muy sensible al filósofo, sobre el que escribí hace algún tiempo un corto ensayo, pero acerca del cual deseo llamar de nuevo la atención, ya que lo creo pertinente en este momento. Me refiero al problema del lenguaje, a la rigidez de los lenguajes que se usan para el tratamiento de los problemas que se quieren llevar a un lector ajeno a la comunidad filosófica. Poner a hablar al filósofo el lenguaje público no deja de tener sus dificultades, que provienen en buena parte de sus reticencias al uso de un lenguaje no especializado, pero no es imposible hacerlo. No es imposible, y además es necesario ya que ese lenguaje público es fundamental para la difusión de teorías y tendencias filosóficas (también de otras áreas del saber) si se aspira a que estas lleguen a ser elementos constituyentes de una opinión pública o se conviertan, por así decirlo, en parte de la visión del mundo de quienes comparten una misma cultura. Es por medio del lenguaje público como los términos técnicos llegan a incor-

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porarse en el léxico de una comunidad lingüística, aunque tenemos que reconocer que con la correspondiente pérdida del rigor con que están definidos en el lenguaje que los gestó. El primer aspecto es, pues, un problema de lenguaje, de la resistencia que tiene nuestro filósofo a utilizar un lenguaje de comprensión universal (dentro de su uni-verso lingüístico, por supuesto), un lenguaje que no sea el de su co-munidad, más aún, que no sea el de su escuela, con sus maneras de expresión propias. Este hecho, por principio, establece un obstáculo para la comprensión, por parte del lego en asuntos filosóficos, del dis-curso que se le envía. Podría decirse, para finalizar esta observación, que con esta actitud el filósofo colombiano está renunciando al «uso público de la razón», para limitarse a un «diálogo entre pares», con el que se pueden (y es esto lo que se busca) tener efectos positivos sobre el avance del saber de la disciplina y sobre la comunidad científica del país, pero que carece de incidencia en la opinión pública.

La opinión pública es hoy uno de los problemas más agudos (si no el mayor) en la formación de la conciencia crítica del colombiano y, como consecuencia, en la realización de una auténtica democracia. Para José Saramago, la democracia, en razón de su esencia, debe au-tocriticarse, pues de no cumplir con este principio radical, estaría condenada «a la parálisis» (Le Monde Diplomatique, 2004). Es este un pensamiento que se arraiga en las más profundas raíces de la concepción democrática del gobierno. Quiero recordar, porque me parece oportuno, que Pericles, el estadista y estratega griego a quien le tocó conducir la democracia ateniense en la época de su mayor es-plendor, no la concebía tanto por su origen popular, como gobierno del pueblo, constituido según la voluntad de este, sino como el «tri-bunal del pueblo», al que los gobiernos deben someter sus actos, con capacidad de sustituir a estos cuando no obran en beneficio del bien común, o, dicho en otras palabras, la forma de gobierno con la que, a partir de la crítica y la oposición públicas, se puede deponer a los gobernantes que obran contra los intereses comunes (Popper, 1992, pp. 115 & ss.). Evitar el despotismo (o, también, el caudillismo) sería, entonces, una misión esencial de la democracia, y la opinión pública se constituiría en el instrumento más eficaz para que este tribunal cumpla su función.

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José Saramago –vuelvo a él– ha pensado seriamente en los problemas que ha tenido que afrontar la democracia. Su reciente novela, Ensayo sobre la lucidez, es una preciosa sátira sobre las des-viaciones que actualmente presenta esta forma de gobierno. Pre-ciosa, es cierto, pero macabra, cuyo argumento se refiere al crimen planeado por los organismos del Estado contra la única persona cla-rividente durante la peste que privó de la visión al pueblo (fenómeno que había azotado a la ciudad años atrás), que se convirtió en la con-ductora que habría de orientar a la comunidad de invidentes en los días que duró la peste, y que por este hecho cayó en sospecha de ser la responsable de frustrar los resultados previstos de una votación popular. Si en El ensayo sobre la ceguera la sociedad pierde su visión –sus ideales, podemos suponer–, en esta nueva novela unos par-tidos en el poder pierden su electorado, y para sobrevivir política-mente recurren a acciones tiránicas como única forma de «salvar» el sistema imperante. Desde la novela de George Orwell, 1984, que describe un estado totalitario, no se leía nada más cruel –y más certero– que esta obra de Saramago. Se podría sacar una lección de Ensayo sobre la lucidez, y es la de que la democracia se ha con-vertido solo en una forma de administrar el sufragio popular, cuyos resultados pueden alterarse sin punición por medio de trapacerías políticas y argumentos de jurisprudencia torticera, y en la que los elegidos no se sienten comprometidos a cumplir su palabra durante el ejercicio de las funciones que se les han otorgado. Leyendo la novela de Saramago no podemos dejar de reconocer la concepción de democracia que se está imponiendo. Y hoy como ayer se está autorizado a destruir pueblos y culturas con el propósito de llevarla –en su nueva versión– a países con tradiciones culturales distintas a las euroamericanas. Ayer se lo hacía para llevar la fe cristiana o la civilización europea, con frecuencia simple sinónimo de aquella. Leída así, la novela de Saramago no es solo una fábula, producto puro de una imaginación vigorosa, sin arraigo en un mundo más allá del meramente literario: sus intenciones son otras que las del simple pasatiempo, esto es, hacerle tomar conciencia al lector de los peligros que acechan hoy en día a la democracia y señalar un fenómeno que la está corroyendo.

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El concepto de «crítica» es esencial cuando se habla de «opinión pública», puesto que solo a través de la crítica puede la opinión pú-blica cumplir su función de tribunal de la democracia. Sin embargo, no puede asumirse que se cuente con una opinión pública que incida realmente en la orientación de los asuntos públicos por el hecho de existir una crítica fundamentada. Para el caso que nos compete, hay que reconocer que en Colombia ha surgido (no con la intensidad de-seada, es cierto), en los últimos años una opinión sólida en sus argu-mentos y en la información y doctrina en que se apoya, una opinión que se expresa en la prensa escrita o a través del libro, opinión prove-niente de algunos académicos (pocos, en verdad) que han adoptado el lenguaje público, sin ceder a las presiones de la frivolidad, y por periodistas que han asumido tareas de investigación, no meramente informativas. Pero es una opinión que no ha logrado calar en la opinión pública general. Se ha señalado a la televisión como el mayor obstáculo para que la reflexión y el análisis de los hechos lleguen a ser elementos con que el hombre común pueda obrar con un criterio mejor formado en aquellos casos en que le corresponde actuar como ciudadano (en unas elecciones populares, por ejemplo). ¿Será acaso que la palabra ha perdido la hegemonía en su función comunicativa y persuasiva para ceder el lugar a la imagen visual, en especial a aquella que, como la fotografía, tiene una fuerte relación causal con el mundo de los hechos? Hay que reconocer que la creación técnica de la imagen es un instrumento maravilloso en las esferas del arte, de la información y del conocimiento. Después de muchos siglos de predominio del lenguaje conceptual, de que este hubiera relegado la imagen únicamente a su valor artístico, con la aparición de la cámara fotográfica y del cinematógrafo la imagen, tanto la fija como la móvil, en cuanto tiene una relación causal con el mundo de las cosas reales, ha vuelto a tener funciones que había asumido la palabra en la apre-hensión de ese mundo2. El hombre moderno ya no puede prescindir del uso de las imágenes para la información o como registro de la más alta fidelidad de los actos rituales en la vida del individuo y de las instituciones. Aquí el lenguaje, cuando aparece, queda degradado

2 Sobre el tema, véase Susan Sontag (1980, pp. 163 y ss.).

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Discurso inaugural

a un instrumento auxiliar de la fotografía, a un simple «pie de foto»: ya no explica, simplemente nombra.

Ahora bien, la fotografía, que por sus efectos es una de las características del mundo moderno de mediados del siglo XIX a nuestros días, ha llegado a ser el instrumento más utilizado por los medios de información, que buscan un impacto rápido e inmediato sobre la opinión pública. No puede desconocerse el enorme poder crítico que la fotografía ha tenido en la denuncia de atropellos a personas y a pueblos por parte de organismos de los Estados, in-cluidos los democráticos, al poner ante los ojos del observador las manifestaciones más aberrantes de crueldad y de violación de los más elementales derechos del hombre. Las fotografías que se hi-cieron públicas luego de que Estados Unidos sometiera a Irak a su absoluto control son un testimonio irrebatible de la barbarie con que los estadounidenses impusieron sus intereses después de la segunda guerra del Golfo. Esas fotografías se han convertido en íconos del poder desmedido de una potencia militar y del des-precio que esta muestra por los derechos de quienes no ostentan su ciudadanía. Pero también hay que reconocer que la fotografía ha servido para estimular el favor de la opinión pública, en desmedro del argumento y la información, hacia aspectos más frívolos o fa-laces, gracias a una manipulación solapada de los medios de comu-nicación visual, imponiendo así la mediocridad y la mentira. Tal vez esta sea una acción favorecida por el hecho de que la fotografía logra efectos, al primer golpe de vista, para los que la escritura exige un proceso dinámico de asimilación por parte del lector, que va desde la comprensión primaria del mensaje hasta la reflexión sobre sus alcances.

Las dificultades de elaborar un pensamiento filosófico acorde con una época de crisis no son, en síntesis, escasas: se aúnan los pre-juicios personales con los del momento en que se actúa o con los de las tradiciones locales. Solo me he referido a las más evidentes, que quizá por esto las hace parecer superfluas, que no necesitarían, por tanto, ser objeto de un tratamiento conceptual, pues la tarea re-sultaría un ejercicio inocente, sin otro efecto, al parecer, que el de arrojar luz sobre lo indiscutible. Pero juzgar de esta manera las cosas

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puede ser solo un acto de autorrepresión al reconocimiento de que parte de esas dificultades no provienen de problemas que definen la crisis, sino de inclinaciones gremiales que, a partir de un modelo de pensador construido gratuitamente, ponen límites a todas las po-sibilidades de ejercer el oficio. En el origen de esta actitud, encon-tramos dos factores negativos que demarcan esos límites: primero, el temor a equivocarse, tan frecuente en el mundo académico, a que el pensamiento quede rebasado por nuevos acontecimientos, sin que se considere, siquiera por un momento, el enriquecimiento –personal y cultural– que proporciona cualquier ejercicio de naturaleza inte-lectual. Y, en segundo lugar, quizá como consecuencia de este temor, el rechazo al pensamiento provisional, a la simple conjetura, a en-tregar a la opinión pública un pensamiento que aún no ha concluido en un ergo soberano y absoluto. Uno y otro –temor a equivocarse y rechazo al pensamiento provisional– son gérmenes de dogma e intolerancia.

Referencias bibliográficas

Le Monde Diplomatique (2004, agosto) Edición colombiana, III, 26. Popper, K. (1992). La lección de este siglo. México: Océano. Sierra Mejía, R. & Gómez-Muller, A. (eds.) (2002). La filosofía y la

crisis colombiana. Bogotá: Taurus-SCF-Universidad Nacional de Colombia.

Sontag, S. (1980). El mundo de las imágenes. En Sobre la fotografía. Buenos Aires: Sudamericana.

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Lenguaje de la guerra, muerte de la política

Alfredo Gómez-Müller

[…] el gobierno, temeroso de que una actitud con-ciliadora pueda ser interpretada como un síntoma de

debilidad, no renuncia al ademán bélico de los neófitos del fascismo, ni deja de emplear el lenguaje de la guerra, de la

guerra civil no declarada. […] Es el lenguaje más adecuado para adelantar la pacificación al estilo español que inmor-talizaron en el antiguo Virreinato de Nueva Granada don

Pablo Morillo, Boves y Sámano […]1.

El texto citado no proviene del presente, sino del año 1952. Su autor, el ex presidente y líder liberal Alfonso López Pumarejo, se refiere a la guerra que en esos momentos adelantaba el gobierno conservador de Roberto Urdaneta Arbeláez contra las guerrillas liberales del Llano, y contra la población civil liberal acusada de apoyar a los miles de gue-rrilleros que controlaban ya inmensos territorios en el oriente del país. Oponiendo al lenguaje de la guerra un lenguaje de la paz, a la política de puño cerrado una política de mano tendida, López Pumarejo sos-tiene que la peligrosa situación política que atraviesa Colombia solo puede ser resuelta por medio de la discusión y el acuerdo, esto es, por medio de una política de paz y concordia; la guerra no se soluciona con la pacificación, sino con una política de paz. La expresión «len-guaje de la guerra», que utiliza López Pumarejo en esta carta dirigida a Mariano Ospina Pérez, el principal dirigente del partido de gobierno, tiene en este documento el doble significado de la guerra como len-guaje y del lenguaje como guerra.

1 Alfonso López Pumarejo, carta a Mariano Ospina Pérez, 25 de agosto de 1952. Citado en Eduardo Franco Isaza (1986, p. 363).

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Alfredo Gómez-Müller

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La guerra como lenguaje

El fragmento citado se refiere al primero de estos significados: el lenguaje de la guerra es descrito por medio de un ejemplo de nuestra historia, la campaña de pacificación emprendida en 1816 por España para reconquistar sus colonias en América. A la luz de este referente histórico, el lenguaje de la guerra se reduce al terror y a la violencia: el triste «Pacificador» Morillo no vino a la Nueva Granada para discutir con los patriotas, sino para aplastarlos por medio de la fuerza. Morillo hizo la guerra conforme a la definición que da Clausewitz de la misma: «un acto de violencia en el cual buscamos obligar al adversario a ejecutar nuestra voluntad», utili-zando la fuerza física, fuerza que se arma por lo demás con «los in-ventos de las artes y las ciencias» (Clausewitz, 1955, p. 51). En tanto que lenguaje de la fuerza, el lenguaje de la guerra es pues, preci-samente, no-lenguaje –lo cual no quiere decir, obviamente, que la guerra no pueda significar–. La expresión lenguaje de la guerra es contradictoria, porque la guerra excluye justamente el lenguaje como relación fundamental con el otro; el lenguaje es la paz origi-naria, podría decirse con Levinas (1961)2.

Desde el contexto concreto de la pacificación de Morillo o de la «pacificación» conservadora en 1952, la guerra o la fuerza se opone al lenguaje (discusión) justamente porque pretende imponer uni-lateralmente un significado dado y considerado como absoluto, sin atender a las razones de otro, esto es, sin interlocución ni creación común de significados. Así, en lo que respecta a la pacificación conservadora de 1952, López Pumarejo observa que el gobierno de Urdaneta Arbeláez, cediendo a la presión del sector más extremista de la derecha conservadora, decide unilateralmente, el 19 de abril de ese año, poner un punto final a los intentos de diálogo que López Pumarejo venía adelantando con las guerrillas del Llano desde me-diados de 1951, con el visto bueno inicial de Laureano Gómez y de Urdaneta. Cerrando las puertas al diálogo, esto es, al lenguaje, desdeñando «los recursos de la razón, las soluciones de la inteli-gencia» (Franco, 1986, p. 367), el gobierno aumenta el pie de fuerza

2 El rostro que es expresión, es paz y no violencia (Levinas, 1961, pp. 177-178).

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en los Llanos, promueve la formación de grupos paramilitares (las llamadas «guerrillas de la paz»), prolonga la censura de prensa y el estado de sitio, y reprime y persigue a la población identificada como liberal. López Pumarejo resume así el significado de este len-guaje de la guerra:

[con] decretos de amnistía para los revolucionarios que se entreguen y bala rasa para los detenidos, caminantes y labriegos «sospechosos», se ha conseguido alargar el estado de sitio durante tres años y traer al pueblo colombiano hasta el umbral del «nuevo orden», con una sola exigencia para adversarios y amigos díscolos o descontentos: el completo sometimiento a la voluntad dictatorial de quienes ejercen el poder actualmente. Deben entregarse, o correr el riesgo de ser «aplanchados» (Franco, 1986, p. 366).

En el caso descrito por López Pumarejo, el lenguaje de la guerra es la dominación incondicional, que excluye la expresión de toda diferencia y toda disidencia. A los dos días de ser publicada la carta en la prensa liberal, el 4 de septiembre de 1952, los extremistas conservadores incendian en Bogotá, con la cómplice pasividad del gobierno, las instalaciones de El Tiempo y de El Espectador, así como las casas de Lleras Restrepo y López Pumarejo, que deben exilarse del país.

El lenguaje como guerra

Paralamente a este primer significado práctico del lenguaje de la guerra como negación del lenguaje (discusión), la carta de López Pumarejo ofrece, de manera clara, un segundo significado, propiamente linguístico: el lenguaje de la guerra es también lenguaje que hace guerra, esto es, la instrumentalización guerrera del lenguaje al servicio del proyecto de guerra. El lenguaje como guerra se condensa, de manera ejemplar, en la manera de designar al adversario, como bien lo explicita López Pumarejo en las líneas siguientes:

No hay duda de que toda táctica política o militar que tan desenfrenadamente infrinja la prohibición constitucional de aplicar la pena de muerte, y de modo tan inverosímil desconozca

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la presunción de inocencia sobre la cual reposan nuestras leyes penales, para colgarles a las víctimas, sin pruebas, el sambenito de ser «bandoleros», excluye de hecho la colaboración de los agentes y representantes del liberalismo. […] Sería inútil honrarnos con invitaciones a respaldar moralmente al gobierno en sus labores de «limpieza» contra los que él llama indiscriminadamente «bandoleros», «salteadores» o «forajidos» y castiga sin la debida sujeción a los preceptos legales (Franco, 1986, p. 366).

Al decir «los que él llama indiscriminadamente….», López Pu-marejo toma distancia frente al lenguaje utilizado por el gobierno para designar a los guerrilleros liberales del Llano, que ya desde tiempo atrás muchos conservadores denominaban «chusmeros». De hecho, en la carta, López Pumarejo establece una distinción clara entre el bandolerismo, que asocia a la delincuencia común, y el movimiento guerrillero del Llano. Para referirse a este último, emplea únicamente los términos guerrillas (del Casanare, de los Llanos), insurrección, revuelta armada, grupos alzados en armas; así mismo, para referirse a los guerrilleros y sus líderes, dice re-volucionarios, guerrilleros, comandantes de las guerrillas, jefes de la insurrección. Este rigor del lenguaje de López Pumarejo se opone a la amalgama practicada por el gobierno, el partido conser-vador, e incluso una parte del sector liberal. En efecto, desde 1951, el momento en que optan por apoyar al gobierno, un grupo de ha-cendados liberales del Llano se apropia del término de bandoleros para designar a la guerrilla del Llano. Así, en la Declaración de Sogamoso de febrero de 1952, que marca oficialmente esta ruptura entre los ricos hacendados liberales y la guerrilla del Llano, el vuelco político se traduce en un vuelco lexical3. Comentando este

3 En la «Declaración de Sogamoso», los hacendados firmantes condenan la violencia y el bandolerismo, que consideran «obra de estúpidos, verdaderos locos por cuya extirpación deben luchar los hombres sensatos». Texto citado en Reinaldo Barbosa Estepa (1992, p. 138). La película Canaguaro, de Dunav Kuzmanich (1981), ofrece una representación cinematográfica del conflicto entre los ricos hacendados liberales y la guerrilla del Llano.

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giro lingüístico, el ex guerrillero liberal Eduardo Franco anota en sus memorias:

El nombre de bandolero en su engendro es godo, pero los terratenientes liberales de buena o mala gana, rendidos o violentados lo entronizan y autorizan ante la opinión. Firman un manifesto, el primero en Sogamoso, en el que dicen […] que los rebeldes llaneros son «cuatreros», «maleantes», «prófugos de las cárceles». ¡Bandoleros! […] con esa palabra se entrega un pueblo a los verdugos. Con las diez letras la dictadura fabrica un enorme y negro telón, que el clero se apresura a bordar desde los púlpitos […] (Franco, 1986, p. 203).

En este testimonio de un actor de aquella guerra se explicita una clara conciencia del poder guerrero del lenguaje: una palabra puede entregar una persona o un grupo de personas a los ver-dugos. Este inmenso poder de las palabras proviene del hecho, de que estas significan el mundo en que vivimos y, por ello mismo, orientan nuestra actividad en el mundo: significar es también se-ñalar comportamientos. Cuando el gobierno, utilizando el lenguaje militar, habla de «labores de limpieza» contra sus adversarios, está significando implícitamente a estos adversarios como suciedad y mugre, esto es, como algo que social y habitualmente se con-sidera dañino o desagradable y que, como tal, ha de ser eliminado sin más. El objeto de tales labores de limpieza solo puede ser algo esencialmente negativo. Al ser significados como cosa esencial-mente dañina, los bandoleros han de ser sencillamente destruidos o extirpados como un cáncer –la oposición enfermedad/salud acompaña a menudo, en el discurso extremista y en el racismo, a la dicotomía limpieza/mugre–. Por esto mismo, colgar a las víc-timas el sambenito de ser bandoleros equivale a justificar la vio-lencia contra esas víctimas, haciendo desaparecer finalmente la noción de víctima: un bandolero no puede ser nunca víctima del gobierno. Con el uso de la palabra bandolero se llama implícita-mente a la violencia justificándola: en esta conjunción del llamado y la justificación del llamado se manifiesta el poder destructor de la palabra. Por ello, como anota Franco, decir que alguien es ban-

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dolero significa entregarlo a sus verdugos. Si al concepto de guerra es inherente la tendencia a destruir al enemigo –como señala Clau-sewitz, abriendo la perspectiva de una definición más amplia de la guerra– (Clausewitz, 1955, p. 53), se podría decir que, en su uso des-tructor, el lenguaje es en sí mismo y por sí mismo guerra: sin ser en sí mismo violencia física, es principio activo de esta violencia.

De bandoleros a terroristas

Cincuenta años después seguimos los colombianos en guerra. Desde la dictadura de Rojas Pinilla, las llamadas políticas de paz han tendido a ser un simple dispositivo táctico provisional, subor-dinado a la opción fundamental por la guerra, esto es, han sido ante todo proyecto de pacificación y no de paz. Como testimonio de la permanencia de este lenguaje de la guerra en tanto que opción gubernamental básica frente a la insurrección, podemos observar en la actualidad la generalización, en los textos oficiales y en los grandes medios de comunicación, de un nuevo lenguaje destructor, guerrero, usado para designar al adversario: hoy en día se habla de terrorista, palabra que ha venido reemplazando el fatídico término de bandolero.

A pesar de las diferencias de contexto histórico, estas dos pa-labras comparten un mismo sentido guerrero: la eliminación pura y simple del adversario, considerado como algo esencialmente per-verso. En tanto que principio condicionante de una relación de pura violencia física, ambos términos dicen el lenguaje de la guerra, según los dos significados anotados. Con los terroristas, como antes con los bandoleros, no cabría ninguna verdadera discusión por la paz. A los bandoleros, en la época de Urdaneta Arbeláez, solo se les abre la opción de «entregarse, o [de] correr el riesgo de ser “aplanchados”», como decía López Pumarejo; a los insurrectos de hoy, solo se les abren las puertas de la capitulación: «Puedo decirles a los señores Marulanda o Briceño, o se arreglan o los acabamos. Conmigo no hay términos medios»4. La única opción válida sería la

4 Declaración del presidente Álvaro Uribe Vélez, citada en El Tiempo (internet), mayo 5 de 2003: «Presidente Álvaro Uribe

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pacificación, esto es, el lenguaje de la guerra, la no política de paz, la no política, como medio primordial para dirimir el conflicto. El uso del término «terrorista» para designar al adversario tiene en-tonces una función precisa: no reconocer la dimensión política de la insurrección y, con ello, excluir la posibilidad de la negociación po-lítica como forma de construir la paz, a través de acuerdos y mutuos compromisos. El término terrorista cumple de este modo, en el len-guaje de la dominación, la misma función que la palabra narcogue-rrilla, lanzada hace más de una década por un antiguo embajador de Estados Unidos en Colombia, y puesta en circulación, a nivel internacional, por funcionarios del Departamento de Estado esta-dounidense y, en Colombia, por sectores radicalmente opuestos a la idea de un diálogo con la insurrección5. La continuidad de este len-guaje de la guerra, de la narcoguerrilla al terrorismo, ha dado lugar hoy en día a la fusión de ambos términos, en la palabra «narcote-rrorista», utilizada sistemáticamente por la administración Bush en Estados Unidos para designar a la insurrección colombiana6.

presentó las condiciones para un posible canje humanitario».5 Destinada a deslegitimar cualquier contacto oficial entre el gobierno y la

guerrilla, la generalización de este término, durante el anterior mandato presidencial, llegó hasta el punto que el propio presidente Andrés Pastrana se vio en una ocasión obligado a admitir, durante un viaje a Argentina, que el uso del término «narcoguerrilla» era inadecuado.

6 Frente a narcoterroristas no funciona la negociación sino la captura y el enjuiciamiento, ha declarado John Ashcroft, fiscal general de Estados Unidos, y representante del fundamentalismo cristiano en Estados Unidos, felicitando al mismo tiempo a los gobernantes colombianos por su opción de mano dura para garantizar la seguridad del país. Véase El Tiempo (internet). Sobre la orientación ideológica de J. Ashcroft, véase Alain Franchon & Daniel Vernet (2003). Por su parte, el senador republicano Norm Coleman ha declarado que, para apoyar el incremento de la presencia militar estadounidense en Colombia, a través del Plan Patriota, es preciso mantener el compromiso de Estados Unidos «en esta guerra que no es civil, sino contra terroristas y narcotraficantes». El Tiempo (internet) (2004). Desde la misma perspectiva, el general James T. Hill, jefe del Comando Sur de ese país, ha podido sostener que para «derrotar a los narcoterroristas» se requiere no asignar límites al despliegue militar norteamericano en Colombia. El Tiempo (internet) (2004).

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La intervención de Estados Unidos en la fabricación y puesta en circulación de los términos que se usan corrientemente en Co-lombia para designar a la insurrección y caracterizar el conflicto colombiano («no es guerra civil sino guerra contra terroristas y nar-cotraficantes») se manifiesta, de manera particularmente patente, en el caso de la palabra «terrorista». En Colombia, este término se instala de manera dominante en el uso político oficial para designar a los grupos alzados en armas, a partir del 11 de septiembre de 2001, fecha de los atentados a las torres gemelas de Nueva York. Desde entonces, la administración Bush ha globalizado el uso del término terrorismo para designar a los agentes del «mal» que en cualquier parte del mundo buscan por todos los medios acabar con el «bien», esto es, la dominación estadounidense del planeta y su particular concepción de la libertad, la justicia, el derecho y la democracia. Así, después de la lista negra de Estados gamberros (rogue States) establecida por la administración Clinton, ha aparecido una lista negra de movimientos de resistencia armada (palestinos, chechenos, afganos, irakís…) o de insurgencia armada (colombianos, fili-pinos…), cuyo significado histórico y social es pura y simplemente borrado: todo remite, en última instancia, a la nebulosa bin Laden. Seis semanas después de los atentados de Nueva York, la embajadora de Estados Unidos en Colombia, Anne Patterson, asimila la guerrilla colombiana a los talibanes, afirmando que «los grupos terroristas de Afganistán y los de Colombia» se hallan igualmente vinculados al narcotráfico y comparten la misma hipocresía moral (Libération, 2001). Siete meses más tarde, el presidente Pastrana logra no sin difi-cultad, debido a la posición prudente de varios países europeos, que la guerrilla de las FARC sea finalmente incluida en la lista de organi-zaciones consideradas terroristas por la Unión Europea7.

Desde el contexto de este lenguaje de la guerra globalizado, el uso en el lenguaje oficial y de los medios de comunicación co-

7 Rechazada inicialmente por la Unión Europea el 2 de mayo de 2002, la iniciativa de los gobernantes colombianos es finalmente aceptada el 23 de mayo del mismo año, con el apoyo determinante de la administración de Aznar, durante una reunión de jefes de Estado europeos y latinoamericanos realizada en Madrid.

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lombianos del término terrorista (o narcoterrorista) para designar a la insurgencia de este país, revela sin embargo algo más que el hecho histórico del sometimiento de nuestras élites gobernantes a la dominación de un Estado particular, los Estados Unidos. El uso de este lenguaje de la guerra globalizado revela, más primor-dialmente, una ausencia de pensamiento y una enajenación de la realidad más profundas aún que la que expresaba el lenguaje de la guerra de los años cincuenta.

Ocultar la singularidad, destruir el pensar

El término bandolero era un estereotipo propio, fabricado por la ideología de la dominación desde la realidad ideológica, política y cultural de Colombia. Desfiguraba la realidad del guerrillero li-beral, reduciéndola a un caso particular de una esencia metafísica, teológica, psicológica o natural: el hombre malo, el desalmado. Pero en esta desfiguración de lo particular por lo general, de lo concreto por lo abstracto, de la realidad por la idea, o, en los tér-minos de la tradición filosófica, de lo existente por lo esencial o lo nocional, se mantenía todavía una cierta referencia a lo concreto de la existencia. Guadalupe Salcedo, Eliseo Vásquez y Dúmar Aljure eran igualmente encarnaciones de la esencia bandolero, pero en esta abstracción desfiguradora de la singularidad de cada una de estas figuras quedaba implícita la referencia a una realidad his-tórica singular: la Violencia, con mayúscula. La palabra bandolero se convirtió en una forma lingüística de la Violencia, de ese com-plejo fenómeno social en cuya vorágine se inserta la historia sin-gular de cada uno de esos hombres. La esencia mantenía todavía cierta relación con la existencia, el lenguaje con lo concreto de la experiencia del mundo.

Con la globalización del término terrorista, por el contrario, todo es esencia, se pierde todo contacto con la singularidad de lo existente. Los talibanes de Afganistán y los guerrilleros de Co-lombia son simples casos, formas contingentes de una esencia preestablecida única, universal, globalizada. El significado propio de la realidad histórica del talibán afgano y del guerrillero colom-biano desaparecen, así como también desaparece, en el plano de la

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realidad histórica colombiana, el significado propio del guerrillero y del paramilitar: todo es lo mismo, todo es reducible en última instancia a la esencia global del terrorismo. No hay novedad, iden-tidad ni multiplicidad. No hay singularidad o, como dice Jean Bau-drillard, no hay acontecimiento (événement). Referirse a los hechos del 11 de septiembre de 2001 desde el significado-esencia terrorismo equivale a ocultar tanto el significado propio de esos hechos como el del propio terrorismo. Según Baudrillard, el terrorismo es preci-samente la ruptura de ese ocultamiento.

[…] el terrorismo es el acto que restituye una singularidad irreducible en el seno de un sistema de intercambio generalizado. Todas las singularidades (las especies, los individuos, las culturas) que han pagado con su muerte la instalación de una circulación mundial dirigida por una sola potencia se vengan hoy a través de esta transferencia terrorista de situación (Baudrillard, 2001).

Tratando de entender, y no de justificar, esos hechos, Baudri-llard habla de transferencia de situación para expresar la negatividad que engendra la autoafirmación incondicional del poder como hege-monía incondicional, esto es, como terror: en ese 11 de septiembre se enfrenta el terror al terror. El terrorismo es una reversión del poder, y no algo ajeno al sistema del poder; es justamente en tanto que ruptura del pensamiento único, ocultador de la singularidad, que los hechos de ese 11 de septiembre constituyen en sentido estricto un acontecimiento, esto es, el advenir de lo inédito, la emergencia de la singularidad como tal.

Al uniformizar la multiplicidad constitutiva de lo real, la glo-balización del lenguaje de la guerra destruye el pensamiento. A la manera de una fórmula mágica, la palabra terrorista predetermina el significado de las situaciones y acciones humanas, ocultando su complejidad. Si no hay nada nuevo bajo el sol, si todo es igual, si afganos y colombianos, guerrilleros y paramilitares son lo mismo, no hay nada que pensar. Desde esta lógica del lenguaje de la guerra, indagar por el sentido y el significado de lo concreto existente, y re-velar sentidos y significados que desbordan el marco preestablecido por la esencia o, como dice Baudrillard, por el pensamiento único

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–que entendemos por nuestra parte como no-pensamiento, ausencia de pensamiento– equivale a un acto terrorista. Pensar es terrorista. Ejercer la función crítica, propia del pensar, es terrorismo. La filo-sofía, entre otros modos del pensar, es intrínsicamente terrorista. O, desde la perspectiva de Jacques Derrida, podríamos decir que el pensar crítico de la soberanía incondicional es gamberro (voyou, rogue), según el significado que la soberanía unilateral y no com-partida asigna a este término para designar al otro en tanto que cuestionamiento soberano de esta soberanía incondicional8. O, para decirlo con una palabra más arraigada en nuestra historia y nuestra cultura, la filosofía es «chusmera». Como el chusmero, que escapa a la normalización impuesta por la dominación conservadora, la filosofía escapa a la normalización impuesta por el pensamiento único, esto es, el no pensamiento o la pura ideología de la domi-nación. Desde esta perspectiva, toda verdadera filosofía sería filo-sofía chusmera.

En tanto que ocultamiento de lo complejo, la ausencia de pen-samiento que acompaña el uso estereotipado de la fórmula terrorista es una forma de enajenación de la realidad. Esta enajenación tiene un carácter nuevo, en relación con la enajenación que implicaba el uso estereotipado de la fórmula bandolero. Con el uso sistemático de la palabra-guerrera terrorismo, tal como es instrumentalizada globalmente desde el 11 de septiembre de 2001, estamos significando sectores de nuestra realidad con un estereotipo extraño, fabricado por otros intereses para servir intereses que no corresponden ne-cesariamente a los de la sociedad colombiana. Nos estamos viendo con gafas ajenas. En este sentido, se reduplica la enajenación, se

8 «Para justificar esta unilateralidad soberana, esta soberanía no compartida, esta violación de la institución juzgada democrática y normal de las Naciones Unidas, para dar razón a esta razón del más fuerte, era necesario entonces decretar que el Estado que se consideraba agresor o amenazador actuaba como un Estado gamberro. Como lo decía bien Robert S. Litwak: “Un Estado gamberro es aquel que los Estados Unidos definen como tal”. Y esto en el mismo momento en que, anunciando que actuarían unilateralmente, los Estados Unidos se afirmaban ellos mismos como Estados gamberros». J. Derrida, extracto del libro Voyous (2002).

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agrava el desfiguramiento de la realidad. Con la fetichización del Otro como puro terrorista, esto es, como caso contingente de una Esencia universal preestablecida, se sustituye la realidad por una ficción uniformizadora, rompiendo la dialéctica, constitutiva de la realidad humana, entre realidad y ficción. La ruptura de esta dialéctica, característica del lenguaje de la guerra, transforma al lenguaje en simple ficción. El estereotipo terrorismo es en sí mismo una ficción, en el sentido de lo que Sartre denomina la singula-ridad general: son producciones ideológicas que pretenden «ha-cerse pasar por realidades singulares e históricas, siendo tan solo la unidad puramente formal de relaciones abstractas y universales» (Sartre, 1960, p. 26). Las singularidades generales, que son por sí mismas ficciones, transforman la realidad en ficción al pretender encasillarla de entrada dentro de marcos interpretativos preesta-blecidos, ocultando su singularidad y su diferencia. Son productos del dogmatismo, que pretende reducir a priori la complejidad de lo múltiple a la unidad, usando de simplificación, de amalgama, de reduccionismo y de pura abstracción. Fabricar singularidades generales equivale a no pensar, porque pensar es diferenciar. En este sentido podría decirse con Derrida que lo único que el pensar piensa es la diferencia.

Pensar es diferenciar: acoger la complejidad de lo real, no re-ducir lo real a la simplificación uniformizadora, definitiva y fic-ticia que se pretende imponer a priori. En los años cincuenta –que también son los años sin cuenta, como bien decía Enrique Bue-naventura– López Pumarejo pensaba, en la medida en que, opo-niéndose al lenguaje de la violencia oficial, diferenciaba al bandolero del guerrillero. Pero, en aquella situación, pensar no era una mera operación intelectual. Oponerse al lenguaje de la guerra significaba de hecho oponerse a la pacificación o, en positivo, proponer la paz como política, proponer la política. El pensar conlleva, como lo revela la situación de López en 1952, una dimensión práctica –ética y política–. Oponer el lenguaje de la paz al lenguaje de la guerra es oponer la política a la guerra. Esta convergencia entre el pensar y la política parten de una raíz común, que es el reconocimiento de la diferencia, la acogida de la multiplicidad y con ella de la comple-

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jidad: sin diferenciación ni reconocimiento de la multiplicidad no hay ni pensamiento ni política en sentido estricto.

Diferenciación y política

Más de medio siglo después de la carta de López Pumarejo, en un tiempo en el que sigue abierta la alternativa entre política de paz y pacificación, observamos la misma correlación fundamental entre diferenciación y política, o, para decirlo negativamente, entre no diferenciación y guerra. La observamos, por ejemplo, en el incidente que opuso, en mayo de 2003, a James Lemoyne, asesor especial del secretario general de la ONU para Colombia, a la mi-nistra de Defensa del gobierno de Uribe. Respondiendo a una pre-gunta en la que una periodista resumía la caracterización de las FARC que hace el actual gobierno como «organizaciones terroristas dedicadas a lucrarse del petróleo, la coca, el secuestro, sin ningún fin político», Lemoyne, dice:

Las FARC son una organización que hace acciones terroristas, mata inocentes, desplaza, trafica, secuestra masivamente, controla recursos económicos naturales e ilícitos, pero la columna vertebral de las FARC es entre mil y mil quinientos hombres y mujeres con una profunda formación política, que tienen entre 15 y 30 años de lucha. Los comandantes de frentes, de bloque, de estado mayor, del secretariado, son un mando político-militar serio. Un campamento de un comandante es un trozo de bambú y un montón de mosquitos. Sus pertenencias son una mochila y el fusil. Dicho esto, las FARC pagan un enorme precio por vivir de la droga y del secuestro. Esto corrompe y endurece a cualquiera (Lemoyne, 2003).

El discurso de Lemoyne es, en lo esencial, un discurso de dife-renciación: la guerrilla a la que se refiere hace acciones terroristas, pero su identidad o su realidad no se reduce al terrorismo; trafica, pero no por ello puede ser caracterizada simplemente de mafia o de narcoguerrilla: sus dirigentes, en vez de vivir en palacios con lava-manos provistos de grifos de oro, habitan en trozos de bambú y no tienen más pertenencias que su mochila y su fusil. Se trata de una or-

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ganización que tiene un significado político, pero que está pagando un enorme precio por aceptar medios de autofinanciación ética-mente ilegítimos. Dos días después de ser publicada la entrevista, reacciona la ministra de Defensa, acusando al funcionario de la ONU de apoyar al terrorismo –lo cual es una manera de sugerir que el propio Lemoyne es terrorista–. Diferenciar, rechazar la amalgama y la simplificación, equivale a hacer terrorismo, o, más grave aún, a ser «terrorista». La expresión política de este conflicto entre diferen-ciación y no diferenciación se manifiesta, de manera suficientemente transparente, en el comunicado que emite Lemoyne en respuesta a las acusaciones de la ministra: «el ejercicio de buenos oficios requiere entender a quienes están involucrados en el conflicto para así poder tratarlos y alcanzar una solución negociada. Eso no significa tomar partido»9. Para llegar a la paz se requiere el diálogo, para llegar al diálogo se requiere poder «tratar» con todas las partes implicadas en el conflicto, y para poder tratar con una parte se requiere «enten-derla», esto es, diferenciarla, asumirla en su complejidad, no carac-terizarla a partir de una esencia abstracta y preestablecida –como se hacía en los tiempos del macartismo.

Diferenciando se construye una política de paz; no diferen-ciando, no pensando, se opta por la pacificación, esto es, por la guerra y la no política. Porque la guerra, en efecto, no es de ninguna manera la «continuación de la política por otros medios», como pretendía Clausewitz, y como se suele entender actualmente en la escena inter-nacional y en Colombia; pensada desde su significado primordial, que Hannah Arendt ha contribuido a revelar, la política es en lo fun-

9 «Asesor especial de las Naciones Unidas responde a Ministra de Defensa que no defiende el terrorismo» (El Tiempo, 2003). La correlación entre diferenciación y opción por el diálogo aparece de manera manifiesta en el texto de la entrevista citada: «Nuestros oficios están enfocados en buscar, nutrir y reforzar cualquier intento serio de solución negociada al conflicto armado y a la crisis humanitaria, por lo que reconocemos a las FARC y el ELN como actores políticos de este conflicto, con los cuales mantenemos contacto a pesar del rompimiento del proceso de paz. No creemos que haya solución militar al conflicto». De manera general, el lenguaje de Lemoyne excluye la palabra «terrorista» para nombrar a la guerrilla, que es designada por el nombre propio de la organización.

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damental el espacio de la palabra pública10, y no el escenario del chantaje de la fuerza. El lenguaje de la guerra contradice la política, y la pretensión de hacer pasar por política el lenguaje de la guerra revela tan solo la profunda enajenación de lo político en la moder-nidad individualista, tanto en Colombia como en otras partes del mundo.

Diferenciar & relacionar

Para intentar pensar la crisis colombiana se requiere asumir su complejidad, estableciendo las diferenciaciones necesarias. Sin embargo, pensar no es simplemente diferenciar, en el sentido de un mero separar una cosa de otra, alineándolas en serie unas al lado de otras. Decir que la crisis colombiana tiene determinantes políticos, sociales, históricos, económicos, culturales, etc., no es todavía pensar la crisis. Pensar es también relacionar, diferenciar relacionando. Comenzaremos a pensar la actual crisis de nuestro país, y a entenderla, cuando seamos capaces de articular racional-mente las múltiples condiciones y determinantes –históricos, cul-turales, económicos, políticos, sociales, etc.– que intervienen en ella. Cuando seamos capaces de crear un saber verdaderamente transversal, construido interdisciplinariamente, superando tanto el conflicto de las facultades como la separación entre la academia y la sociedad. Pero el diferenciar relacionando, propio del pensar, es siempre a la par un relacionar diferenciando. No se puede pensar la relación sin diferenciación de los términos, esto es, sin la dife-renciación que crea la relación misma, y que se traduce en la no equivalencia de los significados de los términos.

10 «Desde que la función del lenguaje está en juego, el problema se torna político por definición, puesto que es el lenguaje lo que hace del hombre un animal político» (Arendt, 1983, p. 36). «Si entendemos lo político en el sentido de la polis, su fin o raison d’être será de crear y conservar en la realidad un espacio en donde la libertad como excelencia pueda surgir. Tal es el espacio en donde la realidad del mundo, tangible en palabras que se pueden escuchar, en actos que se pueden ver, en acontecimientos de que se habla, que se recuerdan y que transforma en historias antes de incorporarlos al gran libro de la historia humana. Todo lo que sucede en esta escena es, por definición, político…». (Arendt, 1972, pp. 200-201).

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Consideremos, a este respecto, la siguiente caracterización del conflicto armado y de la guerrilla actual, hecha por Hernando Gómez Buendía, ex director del Instituto de Estudios Liberales y coordinador general del Informe Nacional de Desarrollo Humano (2003) del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), al presentar el informe a la prensa: «El conflicto es muchas cosas. Tiene razón el Estado al llamar “terroristas” a los grupos armados; tiene razón la izquierda al hablar de ellos como de “pro-yectos políticos revolucionarios”, pero ninguno tiene razón al omitir todo lo demás» (El Tiempo, 2003). Cada parte, el Estado o más precisamente los gobernantes actuales, por un lado, y lo que Gómez Buendía denomina la izquierda, por otro lado, tiene pues unilateral e igualmente razón. Teniendo cada parte en parte la razón, la razón de cada parte es equivalente a la razón de la otra, como 1 es equivalente a 1. Se tiene exactamente la misma razón al designar a la guerrilla como terrorismo y como proyecto po-lítico revolucionario, sin que exista aparentemente ningún criterio racional para distinguir la no equivalencia de ambas razones: ni el análisis semántico, ni el histórico, ni el sociológico y político podrían aportar ningún elemento de juicio para decidir en qué sentido sería verdadera o falsa cada una de estas caracterizaciones contrarias de la guerrilla. A este nivel, no habría espacio ni para lo verdadero ni para lo falso, puesto que todo sería relativo a la posición del enunciante. Desde este relativismo metodológico que, como veremos, tiene raíces ideológicas, se cae en la no diferen-ciación característica del no pensar: todos los gatos son pardos o, como decía Hegel, todas las vacas son negras (Hegel, 1993, p. 80).

Pero si cada parte tiene en parte razón, se podría obtener la razón verdadera simplemente adicionando las razones equivalentes de cada parte: la razón de los gobernantes actuales + la razón de la izquierda = la verdad. Desde esta racionalidad puramente ana-lítica, abstracta y niveladora, se pretende establecer lo verdadero y lo falso aditivamente, sumando términos equivalentes y redu-cibles uno al otro. La seudo-relación que se establece así entre los términos es una relación de pura exterioridad, ideada por fuera de la interacción conflictiva y compleja entre esas dos singulari-

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dades concretas que son el gobierno y la guerrilla. La función de esta verdad aditiva o verdad-suma es, precisamente, suprimir abs-tractamente el conflicto, suprimiendo la singularidad concreta de sus protagonistas: como la razón de cada parte es equivalente a la razón de la otra, y como cada parte dispone igual y unilateralmente de una parte de la razón, bastaría con que cada parte incorporara a la otra parte, la parte del otro, para que tuviese plenamente razón. Con ello se suprimiría el conflicto. El problema es que, en la rea-lidad histórica, no todo es equivalente e intercambiable, como en el modelo mercantil. Los conflictos no se resuelven sumando ra-zones, porque los significados y las exigencias que la historia pone en juego no son equivalentes.

Durante la Segunda Guerra Mundial, la propaganda de Hitler y de sus colaboradores de Vichy utilizaba la palabra terroristas para designar a las personas que se oponían activamente a la ocupación nazi. Por su parte, estas personas, que realizaban actos de sabotaje y de eliminación física de nazis y aún de civiles colaboradores, se autodenominaban soldados de la Resistencia o simplemente resis-tentes. Estas dos designaciones no son equivalentes, en el sentido de ser igualmente razonables. De hecho, expresan dos racionalidades antagonistas que articulan visiones del hombre y de la sociedad irreductibles11. ¿Quién tenía razón? Lo verdadero y lo falso de cada una de estas designaciones no se puede determinar de manera abs-tracta, ni se puede resolver diciendo que tanto los nazis como los resistentes tenían cada uno en parte razón. Para nosotros, los nazis no tenían razón, los resistentes no eran terroristas. Pero esto solo podemos afirmarlo arraigándonos en una cultura ética y política, en una memoria social de reivindicaciones de justicia y libertad, dentro de las cuales incluimos las acciones de la Resistencia. Es solo desde la historia, y no por fuera de ella, que podemos decidir si los resistentes eran resistentes o terroristas. Juzgamos en la historia, no somos nunca observadores exteriores a esta.

11 Sobre el tipo de racionalidad que funda la opción de la Resistencia francesa frente a la colaboración, véase las reflexiones de Maurice Merleau-Ponty (1980, pp. 130sq, 196sq, 203sq).

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La pretensión de determinar la justa designación de la insur-gencia colombiana sumando la razón del Estado y la razón de la izquierda, adoptando un punto de vista puramente racional, des-prendido de todo interés ideológico particular, es en sí misma una ideología particular. La racionalidad analítica asume una función ideológica en la medida en que articula una visión acrítica de lo humano como cosa reducible a la uniformidad del objeto: los seres humanos y sus obras no son singularidades, sino simples casos de modelos generales; por eso, los significados de los seres y sus obras son finalmente equivalentes, se pierden en la relatividad general del sentido, desaparecen como meros epifenómenos en el sinsentido de la historia. La ideología analítica dispone lo humano como objeto de la ciencia, y no como sujeto de la interpretación; como método y no como verdad, decía Gadamer (1960). De esta manera, ocultando el fondo hermenéutico de la verdad, y con ello el conflicto de las inter-pretaciones, la ideología analítica desfigura el sentido del conflicto humano. Los conflictos, como el conflicto armado colombiano, serían la suma de múltiples factores, y no la relación de interdeter-minación recíproca en el seno de esa multiplicidad conflictiva. Por eso los conflictos no se resuelven políticamente, sino administra-tivamente: por medio de recetas de expertos para administrar la guerra, administración bélica que puede y debe incluir formas de administración económica, social y política orientadas hacia la paci-ficación, esto es, decididas por fuera del diálogo y por ende de la po-lítica. Frente a la guerra actual, la ideología analítica es en su fondo ideología de la pacificación, y no política de paz12.

La muerte de la política

Hoy, como hace medio siglo, quienes gobiernan el país han optado por el lenguaje de la guerra: por la pacificación y no por la

12 «No es cierto que la guerra se gane solo con mano dura o que la paz se logre solo con dialogar, y no es cierto que el espectro de políticas útiles se agote en la “bala y el diálogo”» (Gómez Buendía, 2003, p. 37). Como en la caracterización de la insurgencia, lo cierto o la razón verdadera se obtiene sumando y restando: la paz = mano dura + diálogo - mano dura + diálogo (bala y el diálogo) = 0.

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política de paz. Al igual que la palabra armada bandolero, la palabra armada terrorista es usada para borrar el significado político de la insurgencia y, con ello, excluir la posibilidad del diálogo y de la po-lítica. El lenguaje de la guerra es la muerte de la política. Contra el diálogo y la política, la palabra armada terrorista se dirige a lo emo-cional, para armar la emoción contra la razón. Este vínculo entre el lenguaje primario de la guerra y lo emocional ha sido reconocido por el periodismo responsable: así, a pesar del descontento de los círculos guerreristas estadounidenses, la agencia de prensa internacional Reuters se ha negado a utilizar la palabra terrorista, consecuente con su política de «no emplear términos de fuerte carga emocional y de no tomar partido», y consciente del hecho de que muchos gobiernos en el mundo confieren al término terrorismo un sentido muy amplio, con fines de política interior (Le Monde, 2002)13.

Desde la época de la Violencia hasta nuestros días, el lenguaje de la guerra ha sido la opción prioritaria y casi exclusiva de la do-minación, esto es, del sistema de relaciones de poder que asegura la hegemonía de un sector particular y minoritario de la sociedad colombiana sobre el resto de la sociedad, en las diversas esferas de la actividad social (política, económica, educativa, cultural). Desde hace medio siglo, los gobernantes del país han optado predominan-temente por la pacificación y no por la política de paz: por la paci-ficación sin disfraz, como en la época de Urdaneta Arbeláez o en la época actual, o por la pacificación disfrazada de política de paz, como bajo la dictadura de Rojas Pinilla, el Frente Nacional y los di-ferentes gobiernos posteriores al Frente Nacional, hasta el gobierno

13 «L’utilisation du terme “terroriste” fait l’objet d’un débat». En Colombia, a pesar de los esfuerzos de algunos periodistas independientes, la prensa está todavía muy lejos de lograr este esfuerzo de objetividad. En un debate que tuvo lugar en Madrid a finales de 2003, se ha dado incluso el caso de periodistas que, como Ana Mercedes Gómez y Plinio Apuleyo Mendoza –que era por lo demás embajador del actual régimen colombiano en Portugal– piden que se restrinja en Colombia la libertad de informar y que se sancione a los periodistas que entrevisten a «terroristas». Véase El Tiempo (internet) (2003). Sobre el papel de los medios de comunicación colombianos en el proceso de paz de los años 1980 y 1990, véase Patricia Lara Salive (2003, pp. 365-371).

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de Andrés Pastrana. Han existido, sin embargo, distintas inicia-tivas de paz, que han llevado, entre 1990 y 1991 (finales de la admi-nistración Barco y principio de la de César Gaviria), a la firma de acuerdos de desmovilización con los insurgentes del M-19 (marzo 9 de 1990), del PRT (enero 25 de 1991), de un sector del EPL (febrero 15 de 1991) y del Movimiento Quintín Lame (mayo 27 de 1991). Con la firma de estos acuerdos, a los cuales se agrega en 1994 una serie de nuevos acuerdos firmados con otras organizaciones (Corriente de Renovación Socialista, Comandos Ernesto Rojas, Frente Fran-cisco Garnica, Milicias Populares de Medellín y MIR-COAR), más de seis mil guerrilleros se han desmovilizado y reincorporado a la vida civil. Sin embargo, estos acuerdos de desmovilización, por sí solos, no permiten afirmar la realidad de una política de paz, en sentido estricto, por parte de los gobernantes del país. Apoyamos este juicio sobre dos razones primordiales.

La primera de ellas es que tales iniciativas han provenido, en lo esencial, de la insurgencia, y no de los gobernantes: corresponden, más que a un cuestionamiento interno a la dominación, a una evo-lución política en el seno de la insurgencia; esta evolución parte de la propuesta de diálogo nacional hecha por el M-19 en 1980, y que se acelera a finales de esa década por factores políticos externos (Per-estroika, derrumbe del antiguo bloque soviético, desarrollo de los procesos de paz en Centroamérica) así como por la crisis ideológica y teórica de la izquierda14.

14 La influencia de estos factores externos ha sido señalada por diversos analistas, cronistas y protagonistas de las iniciativas de paz. Véase Álvaro Villarraga (2003, p. 381); Darío Villamizar H. (2003, p. 347); León Valencia (2002, pp. 101-102). Villamizar subraya que, «a diferencia de lo que opinan algunos políticos y académicos», la iniciativa de diálogo, por parte de la guerrilla, correspondía a un cambio político y no a una situación de debilidad militar» (p. 346). Desde la misma perspectiva, Villarraga anota: «Resulta superficial e infundado el concepto que considera que las organizaciones guerrilleras que negociaron estaban militarmente derrotadas y que supuestamente no lo hicieron las más fuertes. Esta apreciación evidencia un notorio desconocimiento de la evolución del conflicto armado colombiano y de las características de los movimientos» (p. 378).

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La segunda razón se refiere a la realidad de la aplicación de esos acuerdos de desmovilización. Al cabo de catorce años, la historia de la aplicación de estos acuerdos parciales revela, tanto como las derivas y las incertidumbres de las discusiones, el mantenimiento por parte de la dominación de la opción preferencial por la guerra y de la voluntad de no reformar sustancialmente el orden social, político y económico imperante. Refiriéndose a la aplicación de los acuerdos como el mayor grado de dificultad para lograr la paz, Álvaro Villarraga, antiguo dirigente del EPL y hoy presidente de la Fundación Cultura democrática, anota:

Esto puede entenderse si se examina la carencia por parte del Estado de una política de paz y de reconciliación coherente y de largo alcance, y si se observa la falta de consecuencia y continuidad con el proceso de reformas emprendidas, el mantenimiento de políticas de orden público contrarias al proceso de paz, el desaprovechamiento de importantes avances para la convivencia conseguidos en su momento […], que denotan la ausencia de un compromiso integral del poder público a todo nivel (Villarraga, 2003, p. 391).

La descripción que propone Villarraga en su análisis de la aplicación de los acuerdos de los años noventa pone en evidencia no solo una parálisis, sino también, y más grave aún, un retroceso. Los gobernantes del país, anota Villarraga, pretextan que el actual conflicto armado hace imposible aplicar los principios de la nueva Constitución de 1991 –que son seguramente el mayor aporte de las iniciativas de paz de los años 1990–, recurriendo por el contrario a nuevas formas de excepcionalidad que debilitan

[…] el impacto de los procesos de paz, en la medida que a pesar de registrarse valiosas experiencias en materia de reconciliación, pronto se retomó la tendencia a la confrontación, al debilitamiento y volvieron a presentarse obstáculos ante el proceso de reforma emprendido. Además, no tardaron en evidenciarse los límites del proceso acometido: no se reformó la fuerza pública, pervivió un régimen marcadamente presidencialista y la guerra ahora acentuó el grado de atropellos contra la población civil, a

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la vez que las garantías sociales sufrieron el marcado detrimento propio de la aplicación del modelo económico neoliberal (Villarraga, 2003, p. 392).

Hoy en día, más que limitarse a no aplicar los principios cons-titucionales de 1991, los gobernantes del país están de hecho in-tentando desmontar los nuevos espacios de derecho abiertos por la Constitución (recorte a la tutela y a las atribuciones de la Corte Constitucional, en particular). Si la adopción de la nueva Consti-tución tenía visos de reforma política, lo que hoy se observa es una verdadera contrarreforma orientada hacia la eliminación progresiva de los aportes de las iniciativas de paz de 1990 y 1991.

Diversos elementos de la descripción que hace Villarraga co-inciden con la que propone otro colaborador de la misma obra colectiva, el mayor general (r) Juan Salcedo Lora: «Las viejas es-tructuras y vicios siguen presentes en la vida nacional, a pesar de que se creía que las nuevas formas constitucionales las habían erra-dicado» (2003, p. 353). Desde un horizonte ideológico distinto al de Villarraga, el ex militar señala que la opción fundamental de los gobernantes del país ha sido el lenguaje de la guerra, descartando las necesarias reformas económicas, sociales y políticas que condi-cionan toda política de paz. En unas épocas, dice Salcedo Lora, los gobernantes han optado claramente por «las soluciones de fuerza, las menos indicadas, que surtieron efectos temporales, toda vez que los fenómenos violentos reaparecían por falta de la elemental con-solidación de áreas pacificadas a la brava. Hizo presencia una vez más la cultura política autoritaria, que desconocía los comporta-mientos elementales de una democracia en gestión»; en otras, han pasado a procesos de paz improvisados, en los que en definitiva «no se concretaron soluciones radicales y se dejó a la mitad del camino el verdadero proceso de cambio de las circunstancias». Entre las élites gobernantes nadie ha entendido el significado del fenómeno de la violencia, afirma Salcedo Lora, ni ha atendido la exigencia de solu-ciones a la vez políticas, económicas y sociales (p. 350). La conclusión del ex militar confirma la ausencia de lo que llamaríamos una po-lítica de paz: «no ha existido una definición respecto a este tema [la

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paz] […]; por lo cual las soluciones han carecido de una verdadera orientación […]. No ha existido una estrategia político-militar que gobierne los comportamientos, y por tal razón los efectos han sido puramente coyunturales y parciales» (p. 352). La ausencia de una tal orientación confirma la inexistencia de una política de paz: lo que existe es pacificación.

La democratización de la vida y de las instituciones políticas, en vista a la creación de un verdadero espacio público, fue la principal exigencia de la insurgencia en las discusiones de finales de los años ochenta y principios de los noventa. Pero, a pesar de algunos logros parciales como la elección popular de alcaldes y el reconocimiento oficial del carácter multicultural de la sociedad colombiana, que son un eco de esa exigencia, el Estado sigue siendo incapaz de garantizar la integridad de los nuevos actores políticos15 y de la sociedad civil (sindicalistas y defensores de los derechos humanos, en particular). Más grave aún, los actuales gobernantes vienen adoptando una po-sición abierta y sistemáticamente hostil frente a las organizaciones de derechos humanos, hasta el punto de llegar a colgarles también el sambenito de terroristas: en octubre de 2002, se allanan los lo-cales de la Asamblea Permanente por la Paz, mientras que el mi-nistro del Interior afirma que las ONG humanitarias son parte de la estrategia de la insurgencia (El Tiempo, 2002); el 9 de septiembre de 2003, el presidente de la república acusa, delante de la cúpula militar del país, a ochenta organizaciones humanitarias de ser voceros del terrorismo16; el 16 de junio de 2004, de nuevo ante un auditorio de

15 Comentando el asesinato de más de 4000 dirigentes y activistas de la Unión Patriótica desde l985 (y, entre ellos, cien activistas asesinados en los dos últimos años), Iván Cepeda, director de la Fundación Manuel Cepeda Vargas, ha señalado que esta exterminación «es un mal mensaje para cualquier grupo (armado ilegal) que quiera intentar la actividad política por la vía de acuerdos de paz» (El Tiempo [internet], 2004).

16 Con este ataque el jefe del ejecutivo pretendía responder al informe El embrujo autoritario, un balance crítico de su primer año de gobierno en lo referente a derechos humanos, elaborado por la Plataforma Colombiana de Derechos Humanos, Democracia y Desarrollo. La Plataforma reúne a un grupo de ochenta ONG, entre las cuales figuran la Comisión Colombiana de Juristas, el Centro de Investigación y Educación Popular

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militares, declara que, con sus palabras y sus acciones, Amnistía In-ternacional quisiera que el terrorismo triunfara en Colombia, agre-gando: «a mí no me preocupa el apoyo de Amnistía Internacional, con el cual nunca vamos a contar» (El Tiempo, 2004)17. Desde este lenguaje de la guerra, la pacificación implica necesariamente la ne-gación de los derechos humanos, dado que la exigencia de su respeto efectivo es tildada como terrorismo. Los derechos humanos mismos deben ser pacificados para establecer la seguridad de todos. Pacifi-cados, ante todo, de su carga de universalidad concreta.

La pacificación, y no la política de paz, es entonces la opción que ha dominado desde hace medio siglo entre las élites gobernantes del país. Como anota otro colaborador del citado texto Tiempos de paz, en Colombia «No hay, no ha habido un verdadero proceso de paz» (Valencia, 2003, p. 337). Esta afirmación podría, a primera vista, parecer paradójica, viniendo de un ex insurgente reincorporado a la vida civil. Su autor, León Valencia, la justifica sin embargo par-tiendo de una diferenciación conceptual entre modelo de reconci-liación nacional, modelo paralelo de paz y modelo residual de paz.

(Cinep), el Instituto para el Desarrollo de la Democracia Luis Carlos Galán, el Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo y la Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento (Codhes). Frente a la condena en Colombia y en el exterior (Unión Europea, Human Rights Watch, Amnistía Internacional), el presidente ha mantenido el contenido de sus declaraciones, reduciendo el incidente a una cuestión de «tono». Véase El País, septiembre 9 de 2003; El Tiempo (internet), septiembre 9 de 2003: «Una salida de tono, a propósito de la reacción de Uribe contra ciertas ONG (Editorial)»; El Tiempo (internet), septiembre 10 de 2003: «Críticas dentro y fuera del país por réplica de Álvaro Uribe a organizaciones de derechos humanos»; «Human Rights Watch dice sentirse “aludida y ofendida” por afirmaciones del presidente Uribe»; El Tiempo (internet), septiembre 16 de 2003: «El presidente Álvaro Uribe dispuesto a disculparse con las ONG».

17 En su respuesta a estas acusaciones, Amnistía Internacional –organización mundialmente reconocida por su seriedad y su imparcialidad– señala: «Una vez más vemos cómo este gobierno intenta deslegitimar a las organizaciones de derechos humanos para ocultar el alcance real de la crisis de derechos humanos y su responsabilidad en ella» (El Tiempo [internet], 2004). Véase también la crítica de la administración estadounidense (El Tiempo [internet], 2004).

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En el modelo residual, las iniciativas de negociación tienen un signi-ficado puramente táctico, subordinado a la opción fundamental por la guerra: se trata de restarle legitimidad al adversario o de debili-tarlo promoviendo la desmovilización individual de combatientes; es el modelo que se está gestando desde la llegada a la presidencia de Álvaro Uribe, dentro de un proyecto de guerra orientado a pro-ducir una derrota de la insurgencia (p. 337sq). En el modelo paralelo, que correspondería a la situación colombiana de los años noventa, se observa la presencia simultánea de dos opciones contrarias y con-tradictorias: por una parte, se esboza una incipiente legislación para la paz (una política de paz, se podría tal vez decir) y se lanzan pro-yectos de reinserción económica y social de los alzados en armas; por otra, se duplica el presupuesto de defensa y se establecen nuevos instrumentos legales para intensificar la confrontación militar. En fin, en el modelo de reconciliación nacional, que correspondería según el autor a la paz firmada en El Salvador en 1992, la paz surge de concesiones mutuas entre las partes, a partir de la decisión de una de ellas de llegar a un final cerrado o negociado, dada la impro-babilidad de alcanzar sus objetivos por la fuerza. En Colombia, tal modelo no se ha dado en los últimos cuarenta años: se ha ignorado el conflicto o se ha buscado darle un tratamiento exclusivamente mi-litar. Hoy en día, la implementación del modelo de reconciliación implicaría, por parte del gobierno, una propuesta de participación decisoria en el poder para las guerrillas, y, por parte de estas últimas, la desmovilización y su transformación en organizaciones políticas (p. 337sq). La diferenciación conceptual que plantea León Valencia, y que le permite afirmar que en Colombia no hay, no ha habido un verdadero proyecto de paz, tiene ante todo el mérito de plantear una pregunta de fondo: ¿qué es una política de paz?18

La política de paz, alternativa a la pacificación

Según Efraín Sánchez, sí hay y sí ha habido proceso de paz en Colombia: los diferentes casos particulares de negociación, exitosos

18 O, como dice el historiador Efraín Sánchez: «¿Qué es un proceso de paz?», «Apostilla» (Sánchez, 2003, p. 394).

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o fracasados, que han tenido lugar desde hace varias décadas se inscriben dentro de ese proceso. Desde esta perspectiva, extrema-damente amplia, cualquier acto de negociación entre las partes en conflicto sería parte del proceso general de paz, independientemente del proyecto que motiva la negociación y, en particular, independien-temente del tipo de relación que pueda existir entre la negociación y la acción bélica. Dejando de lado la cuestión de saber si una política de paz puede ser entendida en términos de proceso19, el principal problema que plantea este uso (Sánchez no propone ninguna defi-nición) tan general de la expresión «proceso de paz» es, para decirlo con los términos de López Pumarejo, que no permite diferenciar realidades históricas irreducibles como son la política de paz y la pa-cificación. Sobre este punto, la diferenciación que propone Valencia nos parece pertinente. Tiene razón Valencia en asociar el diálogo de paz propiamente dicho a la disposición a llegar a un acuerdo razo-nable para todas las partes, por medio de concesiones mutuas. No hay paz sin concesiones mutuas, esto es, sin verdaderas concesiones: la paz de Rojas Pinilla, en la que el esfuerzo del gobierno se limitó en muchos casos a entregar a los guerrilleros desmovilizados una bolsa con un pantalón y un paquete de cigarrillos20, no fue paz, sino pacificación –como se pudo verificar al poco tiempo, con los múl-tiples asesinatos de guerrilleros desmovilizados–. Las concesiones tampoco pueden limitarse a las simples condiciones del diálogo (por ejemplo, zona de despeje o no) o a las condiciones de la amnistía y de la reinserción individual de los combatientes. Las concesiones deben

19 Es decir, en los términos de un desarrollo anónimo, sin sujeto, en función de determinantes puramente externos y formalmente preestablecidos. Desde una perspectiva análoga, cabría igualmente interrogarse sobre la pertinencia del término «negociación» para caracterizar al diálogo propiamente político.

20 « […] por respeto y amor a nuestro jefe [Guadalupe Salcedo], entregué mi fusil ametralladora […] Pero más sorpresa tuve. Me hicieron entrega de un taleguito de papel, una libra de fríjol, una camisa, un pantalón […] un sombrero de paja enrollado recibieron mis manos, unas quimbas, una caja de fósforos, un paquete de cigarrillos, una libra de azúcar, tal vez para refrescar el corazón, unos palillos, una burla completa…». Testimonio oral de Plinio Murillo («capitán Veneno») (Alape, 1987, p. 158).

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tener básicamente un carácter político, esto es, deben implicar re-formas sustanciales en el orden político, social y económico, como anota el mayor general Salcedo Lora. Toda discusión de paz que no se relacione con un proyecto político general que integre este tipo de concesiones, desde una perspectiva de verdadera reforma de insti-tuciones y estructuras, no puede ser llamada en sentido estricto una política de paz. La paz, como anota justamente Valencia, sería aquí algo meramente residual, al servicio de una opción preferencial por la guerra.

Por otra parte, los términos del modelo de diferenciación que propone Valencia nos parecen plantear por lo menos dos problemas. El primero concierne a su caracterización del modelo paralelo de paz: el desarrollo paralelo, contrario y contradictorio, de un pro-yecto de guerra y de lo que podría ser el esbozo de un proyecto de paz no parece corresponder a un modelo sino más bien a una deter-minada evolución de contradicciones internas a la dominación, que es una realidad compleja, en movimiento y múltiple21. El segundo problema, más fundamental, se refiere a su concepción del diálogo, que es la base del modelo de reconciliación, es decir, de la política de paz. Desde la perspectiva de Valencia, los sujetos del diálogo de paz se reducen a los contendientes militares: en el contexto colombiano, el diálogo opondría simplemente las demandas de la insurgencia a las demandas del Estado. Esta concepción del diálogo parece sin em-bargo problemática desde el punto de vista de una política de paz. En efecto, toda política de paz es ante todo una política. Si entendemos con Arendt lo político como el espacio público de la pluralidad, el diálogo político no puede circunscribirse al intercambio entre dos aparatos, y su objeto no puede limitarse a la conquista de instancias de poder en el seno del Estado.

De cara a la complejidad de los factores de la guerra, un diálogo verdaderamente político debería asociar al conjunto de la sociedad civil, esto es, a la multiplicidad de gremios, sindicatos, asociaciones laicas y religiosas, organizaciones no gubernamen-

21 Para desarrollar esta hipótesis interpretativa sería por supuesto necesario llevar a cabo un estudio profundo de la génesis de la Constitución de 1991.

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tales, partidos políticos, grupos indígenas y afrocolombianos y otras formas de libre asociación de los individuos. No se puede resolver el problema de las plantaciones de coca y amapola sin un verdadero diálogo con la población rural concernida; no se puede abordar el problema central de la redistribución del ingreso si la discusión no incluye a quienes no forman parte del 20% de familias que concentran el 52% de los ingresos totales del país; no se puede tratar el problema del desplazamiento con solo recetas de reales o supuestos expertos, dejando sin voz a los propios desplazados. Los actores políticos no se reducen a los partidos políticos, ni deben ser necesariamente profesionales de la política. Frente a la política como lógica administrativa, la movilización de la sociedad civil aparece, hoy en día, como una condición esencial a la vez para la construcción de la paz y para un renacer de lo político, que hasta hoy viene siendo asesinado tanto por el lenguaje de la guerra como por la lógica administrativa –y el clientelismo es algo que se ad-ministra–. Las condiciones para un tal renacimiento parecen ser favorables en Colombia, donde la sociedad civil se ha desarrollado considerablemente en los últimos años, debido a las carencias del Estado y de las instituciones políticas. A este desarrollo ha contri-buido grandemente una parte de los insurgentes desmovilizados entre 1990 y 1994 que, como anota Villarraga, han vitalizado el terreno asociativo con la creación de múltiples organizaciones no gubernamentales que adelantan una labor social y política impor-tante, a pesar de la insuficiencia de la ayuda pública. Desde esta experiencia, sostiene Villarraga que «hay síntomas de que la con-secución de la paz no dependerá solo del entendimiento entre el Estado y las guerrillas: la sociedad civil también representará un factor determinante» (2003, p. 392).

Desde esta perspectiva, podría decirse que la implementación de una política de paz no debe tener un carácter puramente coyun-tural. En tanto que creación del espacio público de la pluralidad, la política de paz implica una transformación del sentido mismo de la política. En cierta forma, la paz es algo que se debe recrear ince-santemente, desde la sociedad civil y no desde el Estado. El Estado, en todo caso, según el modelo tradicional, es el gendarme de la paz

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entre los ciudadanos: por medio de sus leyes e instituciones de re-presión mantiene el conflicto social dentro de los límites que exige la coexistencia. El Estado asegura la paz, pero no crea paz. Asegura la coexistencia, pero no crea la convivencia. La paz y la convivencia solo pueden ser (re)creadas en común por los conciudadanos; en una sociedad bien ordenada, esta recreación debería contar con el apoyo del Estado. Recrear dialógicamente la paz significa redefinir de manera incesante las condiciones de la paz, que van desde el reconocimiento de las libertades individuales hasta la justicia (re)distributiva. En esta redefinición constante, la sociedad redefine de hecho lo que para ella tiene sentido y valor. Por eso, desde la perspectiva de la política de paz, la paz no se define simplemente como la negación de la guerra. En tanto forma dialógica de la re-lación interhumana, la paz es esencialmente política, entendiendo por política no la administración, sino la común (re)creación de valores y sentidos.

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Adolfo Chaparro Amaya

El problema

Este ensayo ha sido concebido con el propósito de reconocer las condiciones de posibilidad de los enunciados que conforman el ar-chivo de nuestra condición premoderna en momentos singulares de la historia. La estrategia es reconstruir una hipótesis de trabajo sobre la premodernidad que se había venido desarrollando en varios mo-mentos de mi investigación sobre lo que Foucault llama procesos de subjetivación, en el contexto de la formación de Estado-nación en Colombia1.

Estos momentos no son explorados a fondo, sino que se ex-ponen como motivos de un debate acerca de la constitución de un nuevo paradigma de acción política que desborde el esquema de reivindicación de los derechos de las minorías y examine crí-

1 Aunque la mayoría del texto es inédito, para la reconstrucción de la hipótesis he utilizado argumentos y análisis aparecidos en otros textos; véase Adolfo Chaparro (2003; 2004; en prensa).

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ticamente el postulado según el cual las sociedades premodernas son culturas en extinción. La hipótesis es que ese paradigma debe tener en cuenta los movimientos sociales que sirven de fondo a la pregunta por la acción política, pero sobre todo la incidencia que la deconstrucción y la reinterpretación histórica de la noción de sujeto ha tenido en la elaboración de las categorías en uso por las diferentes políticas de identidad.

Parto de la imagen del presente, como el telón de fondo sobre el cual las relaciones de poder y los procesos de subjetivación re-sultan inseparables de la condición global del capitalismo. Pero si bien la instauración global de la modernidad como estilo de vida tiende a hacer irrisoria la crítica a los relatos colonizadores, justo por eso, la inmersión en la historia sigue siendo un buen recurso para reconocer la actualidad de modos de existencia y formas de pensamiento premodernos en la cultura latinoamericana.

En el intento de indagar, al tiempo, por la formación de Estado y los procesos de subjetivación, aparece una dificultad insuperable con métodos históricos tradicionales: la ausencia de escritura alfabética que permita establecer el archivo histórico y cultural de la memoria y el pensamiento amerindio en estos cinco siglos de Conquista y colonización. Por principio, el discurso pú-blico y académico acerca del saber del otro pasa inevitablemente por la traducción a la lengua del conquistador. De ahí la ambi-güedad constitutiva del saber que se desarrolla en estas socie-dades a partir del siglo XVI. Solo después de la segunda guerra, en el periodo poscolonial, han proliferado diversos métodos –en la etnología, la historia, la lingüística–, para estudiar los pueblos sin alfabeto y sin historia. Deleuze y Guattari han mostrado la ilusión de esta deshistorización de las sociedades primitivas2,

2 La idea de que las sociedades primitivas no tienen historia, afirman Deleuze y Guattari, «no nació entre los etnólogos, sino más bien en los ideólogos vinculados a una conciencia trágica judeo-cristiana a la que querían abonar la “invención” de la historia. Si llamamos historia a una realidad dinámica y abierta de las sociedades, en estado de desequilibrio funcional o de equilibrio oscilante, inestable y siempre compensado, que implica no solo conflictos

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pero el enfoque de las sociedades primitivas como sociedades sin tiempo fue un lugar común en las descripciones de muchos inves-tigadores hasta finales de los años ochenta. En mi caso, para esta genealogía es tan importante la sucesión de los acontecimientos históricos como las correlaciones, las simultaneidades y las tota-lizaciones del pensamiento y de las formas de existencia premo-dernas en Colombia. En esa búsqueda, quisiera hacer explícita una constatación paradójica que me sirve como premisa metodo-lógica: solo con la aparición del discurso sobre la condición pos-moderna se hizo plausible un pensamiento sistemático sobre la premodernidad. Significa que solo después de aportes precisos de autores como Foucault (el origen múltiple, no jerárquico, de las racionalidades), Derrida (la gramatología), Lyotard (el diferendo entre géneros de discurso o entre culturas), Deleuze y Guattari (conceptos como régimen de signos presignificantes, máquina territorial, polimorfía de sociedades que son atravesadas por el capitalismo, entre otros), solo entonces, a mi juicio, es posible 1) configurar un discurso filosófico desde afuera de la modernidad, y 2) encontrar en lo premoderno tipos de introspección y géneros de discurso que pueden ser expuestos en las formas de argumen-tación típicas de la lógica filosófica.

En este contexto discursivo es evidente que no hay lugar para identificar genealogía e historia, ya que el interés no es establecer una secuencia cronológica y razonada de hechos, sino la emer-gencia del concepto de premodernidad, con la heterogeneidad de perspectivas que ofrece una lectura cruzada de las formaciones de saber y las relaciones de poder enfocadas sobre el componente amerindio de la cultura colombiana.

Con esas precauciones, quizás, una perspectiva genealógica de la premodernidad en Colombia sea útil para percibir cómo las capas de sentido sedimentadas en estos cinco siglos de historia aparecen en la superficie de la actualidad, interpelando la discusión entre

institucionalizados, sino conflictos generadores de cambios, rebeliones, rupturas y escisiones, entonces las sociedades primitivas están plenamente en la historia…» (Deleuze & Guattari, 1985, p. 157).

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comunitaristas y multiculturalistas que parece ineludible en los es-tudios sobre reconocimiento y políticas de la identidad.

La Conquista como diagrama

de la forma Estado

El momento fundacional de la política de sometimiento impartida por el naciente imperio español se legitima en el derecho supremo e inalienable de la Corona para detentar y ejercer el monopolio de la vio-lencia contra los criminales, esto es, contra los salvajes, antropófagos o idólatras nativos. Este monopolio de la violencia es concomitante –y tiende a convertirse en mecanismo privilegiado de control, en dispo-sitivo inevitable– del progreso, el buen gobierno y la civilización de los primeros 300 años de la historia de América Latina. Se trata de una violencia de Estado que esgrime y administra su fundación heroica como una suerte de fuerza ordenadora, capitalizada durante siglos y que, a la postre, coincide en su emergencia con la acumulación origi-naria del modo de producción capitalista en las distintas colonias eu-ropeas consolidadas en Asia, África y América a partir del siglo XVI.

Una manera de ver el destino de esa violencia es mostrar su transformación en instituciones imperiales, como bloques de una superestructura presidida por la voluntad real. La otra es analizar el deseo de Estado imperial como una operación generalizada de so-brecodificación de las culturas amerindias que tiene su realización en muy precisas formas de producción, registro y consumo.

Desde luego, con diversos grados de asimilación y eficacia de las estrategias de conquista, estas dos maneras de estudiar la historia expresan los dos polos que coexisten bajo una relación de exterioridad durante la Conquista y la colonización: las máquinas de guerra de las comunidades prehispánicas, y los dispositivos dis-ciplinares y administrativos del aparato de Estado español.

Ahora bien, no basta con decir que la violencia remite al modo de producción. En efecto, hay una violencia que pasa necesaria-mente por el Estado, a partir de la cual se constituye la acumulación primitiva y que hace posible el modo de producción capitalista. Pero nuestro problema es señalar otros regímenes de violencia coimplicados en el enunciado «Las causas de la justa guerra» y que

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determinan el entramado de las sujeciones y los procesos de sub-jetivación. En el otro polo, el de las comunidades, la cuestión es indagar hasta qué punto y en qué casos, por debajo de la relación estatal tienen continuidad relaciones endógenas de poder que hacen imposible la formación de Estado. Para Deleuze y Guattari,

[…] así como Hobbes vio claramente que el Estado existía contra la guerra, la guerra existe contra el Estado, y lo hace imposible. De esto no debe deducirse que la guerra sea un estado natural sino, al contrario, que es el modo de un estado social que conjura e impide la formación de Estado. La guerra primitiva no produce el Estado, ni tampoco deriva de él [...] la guerra es lo que limita los intercambios, los mantiene en el marco de las «alianzas», lo que les impide devenir un factor de Estado (1988, p. 365).

En esa lógica, es importante analizar la violencia de Estado ejercida por la Conquista, pero hace falta analizar la violencia de estas máquinas guerreras como efecto de un poder ejercido desde dentro de sus propias relaciones. Una tipología básica de las so-ciedades prehispánicas puede dar algunas claves del segundo momento. Para simplificar, podemos tipificar las sociedades pre-hispánicas en tres categorías:

1) Despóticas: aquellas que están constituidas por grandes organizaciones imperiales donde la producción se ha desplazado hacia la arquitectura, el comercio y la escritura, específicamente en Perú y México.

2) Confederadas: organizadas en forma de aldeas a la manera de cacicazgos, característicos de los Andes colombianos. Sin grandes excedentes, pero con una jerarquización y un comercio semejante al de los grandes imperios.

3) Territoriales: aquellas que organizan los destinos, los ins-trumentos y los hombres alrededor de la Madre Tierra; típico de las regiones selváticas.

En los imperios y cacicazgos, donde la jerarquización social y la teocratización del poder resultan asimilables a las del imperio español, la violencia es apenas el tour de force inicial para proceder luego a em-palmar, fusionar y recodificar los territorios de cada imperio en los lí-

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mites de los nuevos virreinatos. En el caso de los cacicazgos de la Nueva Granada, la violencia se prolonga de acuerdo con la forma como los nobles y capitanes indígenas asimilan las primeras derrotas militares. Lo cierto es que hacia finales del siglo XVI, excepto la nación Pijao, los indígenas fueron sometidos o incorporados a la organización del nuevo Estado. Con la aniquilación de los pijaos en 1607, el Virreinato de la Nueva Granada se establece en las cordilleras de la actual Repú-blica de Colombia, cerrando las fronteras del Estado a los «salvajes», en un intento por diferenciar política y racialmente los pueblos que están adentro o afuera de la civilización.

Trazada la frontera, en muchos puntos del Virreinato, especial-mente en las zonas selváticas, la resistencia se traduce en formas de violencia propias de culturas que, consideradas ya por los antiguos im-perios precolombinos como salvajes o bárbaras, resultan radicalmente indómitas. Otros grupos mantienen una suerte de violencia codificada en múltiples formas y sustancias expresivas, pero no tienen interés en una guerra frontal contra los españoles. Lo cierto es que, en ambos casos, su estrategia parece coincidir en una finalidad común: conjurar la formación de Estado.

En efecto, ya es un axioma de la antropología política con-cebir las sociedades primitivas como sociedades sin Estado3. Desde luego, hay formaciones de poder, pero generalmente cada jefe de familia o cada jefe de poblado se mantiene autónomo, no es repre-sentado por un jefe único, y solo acepta alianzas ocasionales que

3 Los análisis de Pierre Clastres muestran que en la sociedad primitiva «no hay órgano de poder separado porque el poder no está separado de la sociedad, porque es ella quien lo detenta como totalidad, con vistas a mantener su ser indiviso, [a fin] de conjurar la aparición en su seno de la desigualdad entre señores y sujetos, entre el jefe y la tribu». (1987, p. 115). Esta hipótesis parece interesante a condición de no eliminar en estas comunidades las formaciones de poder; o suponer que es el tránsito definitivo de naturaleza a cultura el que condiciona la formación de Estado, asignándoles así, a priori, la pertenencia a un estado natural paradisíaco. Para Derrida, en el contexto primitivo, la guerra de todos contra todos no se traduce como la hipérbole social de la condición animal, tampoco es la libre competencia del capitalismo, sino la presuposición elemental de lo político (Derrida, 1988, p. 133).

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se disuelven sin dejar rastros jerárquicos o burocráticos. En estos casos, en vez de una continuidad entre la guerra y la política, la violencia guerrera, altamente ritualizada, se inscribe en un com-plejo de fines cósmicos, sexuales y productivos que no tienden a cristalizar en instancias de poder estatal. A nuestro juicio, aunque invisibles para la Corona, una multiplicidad de culturas, clara-mente diferenciadas, constituían en el momento de la Conquista una proliferación de máquinas de guerra configuradas socialmente de esta manera. Muchas de esas culturas han sobrevivido hasta la actualidad y son las que, en gran medida, dan contenido al con-cepto de premodernidad que sirve de eje a este ensayo.

La producción de sujetos en la Colonia

La Conquista de América es la oportunidad realmente única de experimentar eso que Nietzsche llamara la gran política, esto es, aquella que se propone la formación de un tipo a partir de un ma-terial humano extraño y desconocido. Ese propósito no se consigue solo adiestrando a los indios en ciertos oficios, sino produciendo un nuevo Yo, una nueva noción de sujeto y de sujeción y, de paso, una nueva interioridad. En ese contexto, la cultura como proyecto y como promesa de la gran política habría que buscarla en las Leyes de Indias, en las disquisiciones sobre las causas de la justa guerra, en las disciplinas laborales, en la consignas civilizatorias, en las formas de reducción de la «poblazón», en las técnicas de indagación que los frayles inventan para explorar el alma indígena.

En menos de un siglo, las formas de poblamiento establecidas desde el centro imperial terminan por superponerse a las antiguas formas de segmentación social, asimilando las formaciones sociales tradicionales y redistribuyendo el territorio de los cacicazgos en la nueva jurisdicción imperial. En ese proceso coinciden dos estra-tegias: por una parte, la articulación de las antiguas formas de pro-ducción en la nueva máquina Imperial; de otra, un dispositivo de sobrecodificación esencial para el Estado, según el cual las antiguas alianzas entre las máquinas concretas y las filiaciones propias de la familia extensa de las comunidades, son disueltas y articuladas al imperio español bajo la forma de una dependencia directa entre el

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pueblo y el rey4. Hacia allí tienden a converger las antiguas alianzas y las filiaciones directas, desviadas por los nuevos flujos de tribu-tación y registradas bajo las nuevas nominaciones bautismales y bu-rocráticas.

Dentro de ese conjunto heterogéneo de técnicas y dispositivos podemos destacar cuatro instancias de la producción de sujetos:

1. Ante todo, se trata de formas de sujeción y servidumbre li-gadas doblemente al miedo. En efecto, además del miedo a la muerte que prometen los cañones y los arcabuces, fue el miedo impuesto a su gente por los caciques, nobles y ladinos –que intentaron mantener o mejorar sus privilegios–, el que permitió, en muchos casos, el so-metimiento de la voluntad del pueblo bajo al moderno Estado en formación. El control de un territorio tan vasto y la interiorización del Estado por parte de una población tan grande es impensable sin esa mediación de las autoridades indígenas que permitió a la admi-nistración colonial «introducir una amplia estructura de normas e instituciones comunes y uniformes» y «aplicar en amplia escala los conceptos de administración racional y burocrática que caracterizan a los Estados modernos» (Jaramillo & Colmenares, 1978, p. 353).

2. La segunda instancia remite a la formación de un Yo, fuerte-mente individualizado, ligado a las diversas formas de apropiación de los cuerpos y los territorios5. En ese proceso traumático y rapaz, antes que un sujeto político, se impone este Yo patrimonial que acude a la escritura para fijar y legitimar públicamente sus posesiones. Donde suponíamos la constitución trascendental de un sujeto ético, jurídico, político, no tenemos más respuesta que ese Yo-agente de los diversos procesos que ponen en funcionamiento los protocolos

4 En palabras de Deleuze y Guattari, ahora lo que cuenta es la «filiación directa del déspota con el (único) Dios», y sobre esa filiación el establecimiento de «la nueva alianza del déspota con el pueblo» (1985, p. 206).

5 Para efectos legales, la preeminencia del soberano, que firma indefectiblemente «Yo, el rey», mediatiza toda apropiación particular por parte de colonos y soldados, pero a su vez, los dota de un inusitado poder para inscribir el excedente de todo lo conquistado, libre de la parte del rey, bajo su dominio personal.

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del nuevo régimen de propiedad, a partir de dos grandes procedi-mientos de «canibalización estatal»: la contabilidad y la escritura.

3. Otra instancia de la producción de sujetos tiene que ver di-rectamente con los modos de producción. A través de las técnicas de registro no solo se produjo el traspaso –más o menos volun-tario– de la soberanía indígena a los encomenderos y autoridades españolas, sino que se procedió a incorporar o destruir los antiguos modos de producción, a reorganizar la economía indígena para el tributo, a desplazar las poblaciones para fundar pueblos, crear res-guardos y asignar encomiendas.

4. Por último, la formación de un sujeto moral. Si uno analiza esa imbricación de lo político y lo religioso, de lo espiritual y lo productivo, es evidente que, a pesar de la buena o la mala fe de los misioneros, lo que estaba en juego en la evangelización no era la pureza de la doctrina o de las costumbres, sino el entramado de los diversos elementos –vida, muerte, sexo, verdad, obediencia, productividad, individualidad, identidad– que otorgan un sentido de gobernabilidad a la pastoral cristiana y le permiten avalar un determinado régimen disciplinario. El antiguo tributo adquiere la forma de una deuda infinita que no se sabe si pertenece al déspota o al Dios, señor y dueño de la vida de todos los hombres.

De otra parte, al modernizar el sacramento de la confesión, lo que había funcionado en el siglo XVI como aparato inquisitorial puramente exterior se interioriza, con tal éxito, que el adoctrina-miento termina por inventar un alma para cada indio, con el fin de indagar en ella la persistencia de las rutas, los paisajes, las imá-genes de una geografía sagrada que ha sido proscrita oficialmente, y solo puede aflorar en la indagación individual, para ser puesta en cuestión por medio de la razón moral6.

6 Foucault es el primero que establece una genealogía radical de ciertas nociones y preceptos teologales que la filosofía normalmente aborda para racionalizarlos o para refutarlos: «No se debería decir que el alma es una ilusión o un efecto ideológico. Pero sí que existe, que tiene una realidad, que está producida permanentemente en torno, en la superficie y en el interior del cuerpo por el funcionamiento de un poder que se ejerce sobre aquellos a quienes se castiga, de una manera más general

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En su simplicidad, estos procedimientos irrigan todo el campo social, recodificándolo, y en su repetición como actos de enunciación que van directamente del Yo a las cosas y del rey a cada súbdito, imponen una nueva forma de subjetivación que va a marcar, en muchos aspectos, la formación del individuo hispano-americano.

Por lo demás, la conexión interna de estos dispositivos ga-rantiza, a largo plazo, las estructuras de sujeción y la producción de sujetos en torno 1) al Yo patrimonial legitimado por la posesión y la escritura, 2) al Yo servil incorporado a la producción, y 3) al Yo culpable/inocente generado por la confesión.

Al sobrevolar el conjunto, es evidente que estos nuevos dispo-sitivos logran disciplinar la fuerza laboral de las antiguas forma-ciones, distribuir las poblaciones de acuerdo con su propio orden burocrático y administrativo, e imprimirles un sentido universal; pero también es evidente que la estrategia nunca logra desterrito-rializar del todo las antiguas pertenencias geográficas, políticas y familiares, ni logra borrar definitivamente las idolatrías, las cuales van a pervivir como formas sociales y como creencias tradicionales en las diversas formas de mestizaje.

Una topología de la exclusión,

la ignorancia & el olvido

A medida que cesa la aventura conquistadora y surge el ánimo colonizador, la expansión se detiene y el imperio español en la Nueva Granada parece replegarse cada vez más sobre la cordillera, donde se han establecido las encomiendas más productivas, los pueblos de indios y las nuevas ciudades. Ya se ha formado toda una red tributaria que se conecta con la metrópoli a través de los puertos, asegurados desde comienzos del siglo XVI con grandes fortificaciones militares. A pesar de elaborar las leyes «de oídas» y distribuir «a ciegas» un territorio hipotético, todo el proceso de

sobre aquellos a quienes se vigila, se educa y corrige, sobre los locos, los niños, los colonizados, sobre aquellos a quienes se sujeta a un aparato de producción y se controla a lo largo de toda su existencia» (1990, p. 36).

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reterritorialización estatal parece dispuesto según una axiometría cuyos postulados se materializan en la topología del espacio in-vadido, en la aritmética de sus recursos, en el cálculo de los tri-butos, en el rendimiento de sus posesiones.

Sin embargo, la mayoría de los grandes ríos que recorren el Nuevo Reino de Granada, las regiones pantanosas, las selvas, y ciertos puntos estratégicos de las cordilleras, siguen intactos. En muchos casos el ejército español ha penetrado la manigua, ha arrasado poblados, pero todo es inútil. Los soldados se disculpan aduciendo lo abrupto del terreno, la escasez de oro o la ferocidad de los naturales. Lo cierto es que el poder devorador de la máquina conquistadora ha encontrado puntos de resistencia infranqueables. El ejército los recorre pero no puede detenerse en ellos, no puede iniciar un proceso de poblamiento duradero; la propagación con-tinua de la selva, y la movilidad de las máquinas de guerra arti-culadas a las fuerzas de la naturaleza los hace desistir del intento. Aunque esta alianza resulte incomprensible en una visión pura-mente humana o técnica de la guerra, es común en los relatos mí-ticos encontrar diversas formas de colaboración entre los guerreros y los animales, las plantas, incluso, los elementos naturales. En el fondo, la guerra que plantean las comunidades tiene como fin pre-servar el territorio concebido como Madre Tierra, de ahí que sea la propia naturaleza en tanto que sujeto de la agresión, la que provee las fuerzas disponibles para su defensa.

Otra explicación posible de este fracaso es que el imperio español en realidad funciona a partir de un mapa nominal, pu-ramente mental, que en la Nueva Granada es rebasado por un terri-torio indómito, innombrable, impenetrable. Por eso, lo que aparece tan evidente en el proceso histórico global resulta borroso cuando intentamos captar la imagen del Estado en términos culturales, lingüísticos o territoriales. No existe como tal una unidad fija que se pudiera designar formalmente como Virreinato de la Nueva Granada, y que sirviera de referencia a la distribución segunda del territorio en términos comerciales, regionales, administrativos.

Un mapa de las comunidades indígenas que habitan hoy Ecuador, Panamá, Colombia y Venezuela, pone en evidencia la

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multiplicidad de etnias que fueron incorporadas –al Nuevo Reino de Granada y luego a la República de Colombia– sin saberlo. Des-conectadas a nivel productivo y comercial, irreductibles a cualquier forma de tributo, muchas de ellas se hicieron imperceptibles hasta bien entrado el siglo XX. En ese punto cero de la civilización se abre un infinito que parece multiplicar los rostros feroces, inima-ginables, monstruosos y abominables del salvajismo puro –o, más bien, de la pura imaginación–. En realidad se trata de un territorio muy preciso: la selva tropical húmeda de la Orinoquia, la Ama-zonia y el Chocó, donde las fronteras estatales resultan irrisorias, y en donde vislumbramos la otredad como un infinito en constante diferenciación, intraducible todavía a la cartografía occidental7.

Desde luego, algo empezó a producir en las comunidades que habitan estas regiones un inconsciente estatal que se fue constitu-yendo como un afuera, algunas veces indiscernible de las institu-ciones, pero la mayoría de las veces identificable con el blanco, el comercio y la guerra. De allí surge una verdadera cantera de ver-siones míticas sobre la Conquista que permanecieron inéditas du-rante estos siglos de continuo enfrentamiento con el sistema colonial y, luego, con los agentes del orden republicano8.

Lo cierto es que el solo hecho de su existencia como socie-dades durante estos dos siglos muestra las dificultades que plantea, después de la Independencia, la incorporación de la población amerindia en calidad de ciudadanos. En el proyecto republicano, el indio quedará consignado en el otro polo de la civilización, ya no como salvaje sino como primitivo. El proyecto de nación arranca sin el indio, sin un reconocimiento de su cultura. Sencillamente

7 Conversaciones con el antropólogo y sociólogo Arturo Laguado permiten concluir que esta característica topológica de la formación de Estado no es exclusiva de la Nueva Granada, sino que podría extenderse al conjunto de los países latinoamericanos. Incluso a la Argentina, donde, sugiere Laguado, ese hinterland extraño y desconocido no lo constituiría la selva, sino la inmensidad de la pampa como símbolo de lo bárbaro, en contraste con la impronta cosmopolita de la capital.

8 En ese sentido son notables el trabajo de Landaburo y Pineda sobre los andoques (1984), y el de Rappaport sobre los paeces (1990).

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los indios, en particular los que habitan la selva tropical, no habían acudido a tiempo a la cita con la historia. Estos son los argumentos políticos y epistemológicos que plantean Descola & Taylor sobre ese olvido sistemático de las jóvenes repúblicas:

Se sabe que la América del Sur no ha conocido la relación ins-taurada en el siglo XIX entre las potencias europeas y los pueblos co-lonizados, porque los Indios de la Amazonia ya ocupaban un lugar bien definido en nuestro repertorio de la alteridad, así, la gran con-versión de los súbditos en objetos de ciencia se desarrollará sin ellos. [...] Contemporánea del fin de la Reconquista, la conquista española de la América del Sur se desenvuelve en un clima poco propicio a una reflexión sobre la diferencia cultural, está dominada por la obsesión de consolidar los rasgos constitutivos de la hispanidad triunfante. Ahora bien, si las altas culturas de los Andes y México presentaban instituciones más o menos identificables por los conquistadores, que ellos supieron aprovechar en su provecho, los indios de la Amazonia escapaban a las categorías sociológicas y morales de la época en razón de su ausencia de organización estatal y, aparentemente, de todo culto religioso. [...] El siglo XIX ve nacer un nuevo malentendido: salvaje o bárbaro, el indio de la Amazonia falta a la cita con la historia, de ahí su conversión en «primitivo». [...] Al mismo tiempo, la emancipación de la tutela europea y el nacimiento de los nacionalismos suscitan, durante la segunda mitad del siglo XIX, un violento movimiento de integración de la hinterland forestier poco favorable al nacimiento de una mirada etnológica sobre sus víctimas. [...] de ahí que la figura del Salvaje genere un pensamiento a-sociológico, especialmente entre los viajeros franceses, cuya influencia en el americanismo tropical explica, sin duda, la persistente dificultad de la teoría política en producir una teoría del socius realmente adecuada a su objeto de reflexión9.

Así, desde el comienzo, la negación de sus componentes corroe el proyecto de nación. La mayoría de próceres e intelectuales no conciben la identidad más que en el espejo de Occidente. Esta ob-sesión se traduce en una política de desconocimiento cultural que fragmenta desde un comienzo la identidad nacional. Nada que ver

9 Para una explicación más detallada véase: Descola & Taylor (1993).

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con la noción de ciudadanía ni con la fuerza que el tercer Estado adquiere en los países europeos a raíz de la Revolución Francesa. Como réplica, no basta con evocar las leyes de liberación de los esclavos o la liberalización de las propiedades de la Iglesia. Aunque hay diferencias fundamentales entre un imperio despótico como el español, y lo que se promovía como el imperio de la razón en las nuevas repúblicas, frente a los ideales de libertad, igualdad, frater-nidad, la inclusión real de la población negra e india en la nación resulta precaria, vergonzante y altamente selectiva. De hecho, la tipología racial instaurada en la Colonia seguirá permeando la práctica de la ciudadanía hasta nuestros días. Para un liberal del siglo XIX, la respuesta a esta objeción es que la educación le da al indio, al negro, al mestizo, la oportunidad de ser como los eu-ropeos. O sea, que tienen la libertad de dejar de ser lo que son. En el entusiasmo de los nuevos ideales, ya no se trata de ser indio o español –ambas tradiciones encarnan el atraso y las trabas de lo premoderno– sino de aceptar la apuesta por el progreso y la civi-lización.

Esa es la genealogía del enemigo interior a partir de la cual se va construyendo el ideal de nación. Allí se gesta esa terrible con-fusión por la cual el indígena no solo deviene en enemigo histórico de la civilización sino que convierte a los indígenas y mestizos en sus propios enemigos internos.

A pesar de la Constitución de 1991, esa primera fundación re-publicana no ha dejado de ser una fuente impredecible de para-dojas que sigue marcando nuestro devenir como nación.

Premodernidad & economía de mercado

He tratado de mostrar que las funciones básicas que consti-tuyen el Estado en la Nueva Granada, hasta el final del siglo XVIII, operan una gigantesca sobrecodificación del trabajo, del territorio y de las formas monetarias, a través del tributo y de las obras pú-blicas, de la administración colonial y del impuesto. Esta sobre-codificación genera formas tradicionales de propiedad que, sean hispanas o indígenas, van a resultar premodernas para la menta-lidad económica del siglo XIX.

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Para simplificar, digamos que el dominio del territorio se ob-tenía, entonces, por una concesión directa del rey a los españoles y a los indígenas, pero bajo el acuerdo de mantener esos territorios como intransferibles a particulares. En eso coinciden los resguardos, las encomiendas y las propiedades de la Iglesia10. Más que una forma de riqueza cuantificable, la propiedad genera una plusvalía de código de la cual gozan los encomenderos, los frailes y las antiguas auto-ridades indígenas que han conservado ciertos privilegios. En esas condiciones, el conjunto de las tierras no es apropiable, no entra en el circuito de oferta y demanda. Igual sucede con la fuerza de trabajo. Las Leyes de Indias que protegen las comunidades indígenas impiden liberar el mercado de trabajo, en otras palabras, impiden establecer un patrón de comparación de las diferentes actividades laborales en función de una cantidad común llamada trabajo11. La organización de muchas comunidades en resguardos, las exenciones de las que gozan las órdenes religiosas, la concesión de tierras de encomienda a funcionarios y soldados de campaña como un privilegio heredi-tario, vistas en conjunto, generan relaciones de producción que no tienen como finalidad la economía de mercado, aunque supongan un amplia gama de formas laborales y de intercambio orientadas al comercio exterior.

Como dice Deleuze, el capitalismo «se forma cuando el flujo de riqueza no cualificado encuentra el flujo de trabajo no cuali-ficado, y se conjuga con él». Pero, justamente, la «organización feudal de los campos y la organización corporativa de las ciu-dades» inhiben esta conjugación (1989, p. 348). Aunque la cate-

10 Mientras las encomiendas están sujetas a la herencia por mayorazgo, las propiedades de la Iglesia no son transferibles ni expropiables bajo ninguna circunstancia. Esta inmovilidad, que limita el desarrollo de las economías privadas, se traduce en el funcionamiento del Estado en un alto grado de ineficacia y corrupción, debido al carácter prebendario de los cargos y a la utilización de los cargos públicos por parte de los españoles para eludir las ocupaciones productivas y como medio de ascenso y prestigio social (Jaramillo & Colmenares, 1978, p. 354).

11 Durante la Colonia, visto que la agricultura no podía ser atendida por obra de mano esclava, hacendados y mineros estuvieron en disputa por el control de la limitada mano de obra indígena (Jaramillo, 1996, p. 11).

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goría de feudal no aplica a la economía colombiana, es interesante señalar las contradicciones que pone en evidencia el enfoque mar-xista al condicionar el desarrollo de las fuerzas productivas a las relaciones de producción12. En ese sentido, la política económica en los inicios de la República es un buen ejemplo. En efecto, a partir del siglo XIX, por la vía del comercio, la liberación de la mano de obra, la desamortización de bienes de la Iglesia y la di-solución de los resguardos, surgen múltiples flujos de apropiación privada que coexisten con la herencia colonial, y que terminan por generar otras potencias económicas a través de la banca y del comercio exterior. Sin embargo, uno de los motores del con-flicto desatado por las guerras civiles es justamente el intento de caudillos, funcionarios y comerciantes, por mantener privilegios de código coloniales a través de la apropiación de los territorios liberados después de la Independencia. El resultado de esa con-vivencia entre liberalismo económico, concentración de la pro-piedad territorial y despotismo político parece convertirse en una constante del desarrollo agrícola en Colombia. Por una parte, en muchas regiones, el mercado interno seguirá limitado por las formas de tenencia de la tierra, esto es, grandes haciendas impro-ductivas que no pueden ser consideradas como objeto de riqueza en términos del capital; y por otra, la guerra no parece impedir que las regiones cafeteras y auríferas se articulen al capitalismo mundial. El éxito del café como monocultivo es innegable en el proceso de acumulación, pero pone en evidencia hasta dónde el proceso de producción-circulación-consumo está determinado por el mercado externo.

El monopolio de la propiedad territorial se convierte en un contenedor de la entrada del capital al campo y en un inhibidor del mercado interior, en parte por las limitaciones de la economía

12 Jaramillo Uribe hace una observación que muestra la inconveniencia de una lógica evolucionista en la caracterización del modo de producción: debido a la limitación de capital de los terratenientes, la tecnología instalada a finales del siglo XVIII apenas sobrepasaba la Edad Media: el arado de hierro era prácticamente desconocido igual que las técnicas de abono y riego, que sí lo eran en los cultivos prehispánicos (1996, p. 11).

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campesina, pero sobre todo por los bajos salarios de los campe-sinos, pignorados de antemano en las figuras del servicio, la apar-cería o el arrendamiento. Como afirma Kalmanovitz:

[…] la acumulación de la industria colombiana fue relativamente lenta hasta 1934, a lo cual contribuyó la traba a la libertad de hombres y tierras que caracterizó el campo hasta bien entrado el siglo XX. […] una parte sustancial del país durante los años 20 y 30 no tenía libertad para asalariarse, por estar pagando «obligaciones» a los hacendados o por estar permanentemente endeudados con ellos. La hacienda conformaba todo un complejo edificio social que dificultaba la formación de un proletariado y de un mercado de tierras, puesto que la posesión de éstos era un medio para extraer rentas a la población (1996, p. 286).

Todo parece indicar que el capitalismo en Colombia hubiera decidido dejar pendiente esta circunstancia en un limbo político que benefició a la gran propiedad territorial, como si el paso a la acumulación endógena pudiera prescindir de la premisa de la renta de la tierra. Al contar con otras opciones de acumulación, y con la certeza de que los comerciantes doblados en terratenientes seguían cooptando los votos de la mayoría de campesinos atados a la tierra ajena, los dirigentes optaron por saltar el axioma de la formación de capital como una condición para la liberación mercantil de la propiedad territorial y la búsqueda de formas más eficientes de producción agraria. En ese sentido, los planes de desarrollo du-rante el siglo XX muestran la intensificación de una suerte de arti-culación negativa de los procesos iniciados en el XIX: por un lado, la acumulación progresiva de la tenencia de la tierra –que logró eludir todos los intentos de una verdadera reforma agraria– y, por otro, el esfuerzo incierto por encontrar las claves para activar el proceso de acumulación como producto de la consolidación de una clase empresarial autóctona, de la creación de un ejército de traba-jadores libres, y de un verdadero mercado interno.

Desde luego, en vez de asumir las consecuencias de esa in-coherencia teórica y política, lo cultural se convirtió en el chivo expiatorio de la incapacidad –otros dirán de la falta de voluntad

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política– de las élites para articular un proyecto incluyente de nación. La expresión más dramática de ese fracaso se inicia con la Violencia de los años cincuenta y aún no parece encontrar so-lución.

El ideal mestizo

Las tecnologías del yo implementadas desde la Colonia, el sometimiento del conjunto de la población a determinadas disci-plinas laborales, el surgimiento de las ciudades modernas, propicia el mimetismo masivo de la población latinoamericana. La cultura encuentra su plano de expresión en la manía, la caricatura, la pi-caresca, en un continuo juego de máscaras que indios, negros y mestizos aceptan a fin de incorporarse como sujetos de la nueva má-quina social. Aún a comienzos del siglo XX, la identidad se mueve en esa lógica binaria según la cual: yo soy indio/yo no soy indio; yo soy blanco/yo no soy blanco, de donde se populariza, se hace mayoritario, el vector mestizo del mimetismo en todos los aspectos de la vida íntima y colectiva. En vez del problema del mundo, del conjunto del universo, del origen, del calendario sagrado, temas que nutren la mentalidad mítica precolombina, se impone un uni-verso personal, centrado en la propia identidad, angustiado por el dilema de la correspondencia de su imagen con la imagen del otro: Yo soy como el otro/Yo no soy como el otro.

En ese sentido, podríamos afirmar que la formación tipo de la cultura latinoamericana se define por su carácter mimético. A partir de los años veinte del siglo pasado, esa comprobación se vuelve objeto de reflexión de los pensadores latinoamericanos. Lo que parecía un estigma empieza a ser valorado como una ri-queza inexplorada. El mestizaje adquiere el rango de ideal y la dis-cusión se torna más rica y compleja. En el mestizaje se condensa una visión de América y del ser americano. América ya no es solo un continente, sino un conjunto de ideas, proyectos, propósitos y sentimientos comunes en el que ya no entra Estados Unidos. Si-multáneamente, el sentimiento antiimperialista y la influencia del marxismo se torna importante en el mundo cultural e intelectual, allí se va forjando una conciencia de las condiciones sociales en

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que vive la mayoría de la población, y un ideal revolucionario que va a pervivir, con variaciones nacionales, hasta el final de los años setenta.

En ese contexto discursivo, la mezcla ya no es un factor del cual habría que denigrar, ni la pureza un rasgo para privilegiar. El primero en establecer una tesis universal sobre el mestizaje, apoyado en ideas socialistas, con un corpus filosófico personal, atento al debate sobre el evolucionismo y el eugenismo, es el mexicano José Vasconcelos. Un ensayo suyo, La raza cósmica (1948), se vuelve famoso y se convierte en el estandarte intelectual de ciertos utopistas latinoamericanos. La idea central es que América debe ser considerada como la patria de una nueva raza mestiza. Para sustentar esta doctrina supranacionalista, se inventa la «indología», esto es, la convicción de que en el crisol genético del indio se forja una promesa que puede llegar a superar la frag-mentación endémica de nuestras culturas. En el intento de univer-salizar su hipótesis, Vasconcelos mezcla lo que él llama el motor físico químico inmanente a la raza, con una suerte de ideal tras-cendental que se inspira en lo americano concebido como espíritu. En su argumentación, Vasconcelos refuta la idea de la evolución como un proceso homogéneo que debería ser guiado por la cultura occidental. De otra parte, defiende la legitimidad ciudadana de la nueva raza mestiza que él considera un hecho definitivo en la his-toria latinoamericana. Aunque considera que el suelo cultural de esa mezcla deben ser la lengua castellana y la religión católica, su discurso es igualmente vehemente en el llamado que hace a los intelectuales y a las clases dirigentes a reconocer su pasado in-dígena.

En nuestro medio, el filósofo autodidacta Fernando González mantuvo a lo largo de su obra una reflexión entre progreso y mes-tizaje, en el contexto del primer impulso de industrialización que ca-racteriza estas economías en los años treinta. Igual que Vasconcelos, González prefiere remarcar lo que hay de positivo en el indio y en el europeo, pero cada vez que describe al mestizo arremete con toda suerte de calificativos irónicos, irritantes, corrosivos, que apuntan a señalar al mestizo como el hueco negro de las imposibilidades del

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proyecto de nación13. Por el hecho mismo de transitar de una raza a otra, el mestizo estaría propenso, casi en términos etológicos, a no permanecer en un sitio, a no tener proyecto, al fracaso de la vida en común. Esta inestabilidad lo haría propenso a la violencia, a la revolución, al acaso. Eso hace, decía González, que el sudamericano no sea confiable todavía, y aunque piensa que «aquí es donde puede renovarse la expresión humana», esa intuición es solo una promesa hacia el futuro. En definitiva, el único valor del mestizo sería su dis-ponibilidad para la mezcla.

A mi juicio, en sus textos González inaugura una suerte de psicoanálisis colectivo, tan necesario en nuestro medio, pero también hace gala de esa lucidez que el paranoico proyecta hacia los otros, pero que tiene como reverso el desconocimiento pro-fundo de su propio inconsciente. Quizás, por eso, junto a la mirada aristocrática (Nietzsche) y el «nihilismo paisa», en su discurso se filtra el lenguaje político de la época; en un momento en que los populismos –también los fascismos–, inspirados en la noción de pueblo, están a la orden del día. En todo caso, en Latinoamérica, el problema de lo nacional hace consenso de otra manera. Igual que en Europa, la prensa se vuelve doctrinaria, pululan las inter-pretaciones de la personalidad nacional, pero la pregunta inicial por el ser mestizo se mantiene. Esa articulación del populismo con el mestizaje cultural resultó interesante como reconocimiento de los pueblos indígenas en el Perú, como forma de Estado en Ar-gentina, como una invención esplendorosa de culturas en Brasil. En ese sentido, el populismo mestizo está en el polo opuesto del fascismo, aunque comparta con él la política del partido único y del líder. El pueblo que se gesta a la sombra del populismo –así sea abortado, como en Colombia– es una afirmación de las masas mi-grantes y campesinas que han venido a crear las grandes ciudades latinoamericanas a partir de los años treinta. En suma, aunque siga

13 Quizás simplifico, pero los términos son más duros si uno lee directamente al propio González: «estará Suramérica durante mucho tiempo sometida al desorden, ensayando en revoluciones. [...] el suramericano necesariamente es ladrón, ratero, infiel [...] incapaz de ideas morales, tales como Patria, Dios, Perfección» (González, 1970, pp. 92 & ss.).

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siendo una promesa, el mestizaje como proyecto de nación es un intento por resolver la disyuntiva entre progreso e indigenismo, o mejor, una manera de armonizar el modelo colonizador con la diversidad de culturas que lo han ido incorporando como si fuera propio. El reverso del populismo es la creación de una cultura po-pular que toma del ser mestizo la esencia intangible de la identidad nacional.

Las políticas de identidad, a la

prueba del perspectivismo14 Nosotros absorbemos no solamente a Dios, sino a todos los seres a los cuales reconocemos su existencia, aunque no sepamos sus nombres; nosotros somos el cosmos, en la medida en que lo hemos comprendido o soñado. Los olivos y las tempestades devienen parte de nosotros mismos; igual que el periódico o la bolsa de valores.f. nietzsche

El perspectivismo no es una forma de relativismo. Es la con-ciencia de los múltiples puntos de vista que configuran un mundo y de los nexos que se establecen entre los sujetos que lo viven. La literatura, y en particular la novela, es un artefacto privilegiado en la construcción de mundos donde se entrecruza una singular multiplicidad de perspectivas. Por lo demás, la idea moderna de novela está fuertemente ligada a la figura de nación. La novela es rusa, francesa, alemana, norteamericana. Cada novela es con-ciencia de y pertenencia a las perspectivas que la constituyen. En ese sentido, la irrupción de la novela latinoamericana en el ámbito de la literatura universal no solo es una invención original de mundo y de lenguaje, es también una manera de expresar las perspectivas no modernas de la modernidad. Algunos críticos la consideran el primer atisbo de lo posmoderno en el ámbito de la crítica literaria y de los estudios culturales. A mi juicio, lo que sucede con el boom es una reinvención de las coordenadas y los referentes de lo premoderno. Por primera vez el recurso a lo mo-

14 Para un desarrollo en detalle véase A. Chaparro (2005).

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derno servía para desplegar la polifonía del mundo (que ya no se llamará mestizo, negro o amerindio, sino mundo a secas) como una experiencia fundamental. Las estructuras de la cultura po-pular parecían brotar mágicamente, con sus matices y rasgos in-tencionales, del lenguaje literario. La certeza de haber encontrado un lenguaje auténtico, autorreferencial, de alcance universal, tiene fuertes efectos epistémicos sobre los modos del conocer: de hecho; Carpentier, Lezama, Borges, Vargas Llosa, García Márquez, cada uno por su cuenta, despliegan una nueva constelación del pensa-miento. El debate sobre el mestizaje había encontrado una salida ajena al discurso filosófico que, paradójicamente, ofrecía un sedi-mento de sentido a partir del cual se inicia otro ejercicio filosófico sobre la colonialidad. Desde Fanon hasta Sánchez Vásquez, desde Octavio Paz hasta Monsiváis, desde Enrique Dussel hasta Arturo Escobar, el propósito es poner en abismo la legitimación de oposi-ciones como atraso y progreso, pobreza y desarrollo, racionalidad e irracionalidad, demostrar que pueden ser comprendidas por fuera del canon occidental.

La versión más acabada de la universalidad del logos de Oc-cidente como destino, había sido elaborada por Husserl, y en el ámbito universitario se asumía como propia, esto es, nos identi-ficábamos plenamente con el destino universal que parecía en-carnado en la «figura espiritual de Europa»15. Esa historia de la razón colocaba lo premoderno en un terreno subalterno y delez-nable, y consideraba el pensamiento mítico afuera de la filosofía. Aunque de forma más sutil, la historia y la cultura de nuestros países volvía a ser escrita como la historia, fuese épica o crítica, del blanqueamiento, de la occidentalización. ¿Cómo poner ese juicio

15 Esta figura se definía como una «idea filosófica inmanente a la historia de Europa, o lo que es lo mismo, a la teleología que le es inmanente, y que desde el punto de vista universal se hizo conocer como la irrupción del desarrollo de una nueva época de la humanidad, la época de la humanidad como tal, que en adelante no puede vivir más que ligada a la formación de su existencia y de su vida histórica por las ideas de la razón, por tareas infinitas» (Husserl, 1935/1976, p. 352). Para la traducción al español véase Husserl (1969).

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entre paréntesis? Pensando desde el afuera del Estado, del capital, de la civilización. Operada la epojé como un experimento de de-construccción cultural, la condición premoderna de la cultura lati-noamericana podía ser pensada como problema. En ese relevo, por lo demás ingenuo, del fundamentalismo por el relativismo, la crisis de la idea teleológica trascendental tiene una respuesta diferida y diferenciante en ese archipiélago de culturas premodernas que res-ponden con sus modos de vida, indirectamente, a la amnesia de telos que Husserl señalaba como crítica en su propia cultura. En adelante, el problema de los movimientos ecológicos, del multi-culturalismo, de los estudios poscoloniales va a ser la justificación normativa de un consenso básico –evidentemente utópico– entre la multiplicidad de perspectivas de la historia.

Ahora bien, recurrir a lo premoderno para hacer ostensible el diferendo entre el pensamiento amerindio y la filosofía occidental, no busca restituir como consigna –para los blancos– la magia del cuerpo y del territorio, la plasticidad de la concepción del alma, el exceso de la fiesta colectiva, en fin, el aspecto romántico de una li-bertad que Occidente considera radicalmente extraña. Es, más bien, una estrategia para describir la complejidad política, ecológica y conceptual que permite comprender el pensamiento amerindio como una continua tarea de nominación y re-nominación del socius y de la naturaleza.

En esa tarea, todas las cosas, los nombres, los afectos adquirieren una forma simbólica colectiva antes de entrar en el circuito ritual donde se ponen al día las relaciones entre los seres vivos, los hombres y los espíritus. El saber amerindio diferencia clases de seres teniendo en cuenta los modos de existencia y la potencia de propagación que los caracteriza. Esto es más o menos obvio. Lo interesante es que los concibe involucrados en una dinámica que permite comprender la selva –en un sentido estrictamente etnológico, el continente mundo de cada cultura– como un gran proceso predatorio adonde todos concurren para efectuar su transformación corporal y energética. La expresión más intrigante de esta concepción perspectivista del hombre amerindio en su experiencia animista del mundo es la ca-nibalidad, entendida como una continua remisión metonímica de

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procesos predatorios que se cruzan, como puntos de vista complejos, entre los hombres, las fuerzas sagradas, las almas y los animales16.

Al asumir los puntos de vista de cada uno de los seres como va-loraciones vitales acerca de los otros, el esquematismo conceptual que está en juego no remite ya al paradigma antropocéntrico sino a una instancia de entrecruzamiento de múltiples posiciones de sujeto, que termina por confundirse con la vida misma. Ya Leibniz nos había enseñado, comenta Deleuze, que «no hay punto de vista sobre las cosas, sino que las cosas, los seres, eran puntos de vista» (1989, pp. 180 & ss.). En esa línea, el antropólogo brasileño Eduardo Viveiros de Castro ha mostrado cómo el perspectivismo monádico tiene aplicaciones epistemológicas que, transpuestas al pensamiento amerindio, permiten considerar las comunidades de hombres, de animales o de seres sobrenaturales como posiciones reflexivas de sujeto y como puntos de vista que en su finitud ex-presan, así sea confusamente, la infinitud del mundo entero17.

Lo premoderno como dimensión

infraestatal de lo político

En términos políticos, el perspectivismo pone en primer plano la persistencia de sociedades que se resisten a la formación de Estado y que consideran el sujeto humano dentro de una serie de posiciones de sujeto que incluye los seres animales y las entidades sobrenaturales, en un espacio fluido de intercambios e incorpora-ciones mutuas. Allí no hay forma Estado sino una suerte de fusión entre los principios de la religión natural y las reglas que supone el vínculo comunitario. Allí no hay contrato social, sino modos de existencia que se definen, al mismo tiempo, 1) por una dimensión infraestatal de lo político, 2) una instancia presubjetiva del sujeto, y 3) una concepción sobrehumana de la naturaleza.

Ante la dificultad que entrañan términos como Estado y sujeto en el análisis de las sociedades premodernas, en vez de estas cate-

16 Al relacionar los grandes imperios prehispánicos y las comunidades de la selva tropical, el tema adquiere alcances monográficos. Para un estudio en detalle véase Adolfo Chaparro (2000).

17 Para un desarrollo en detalle, véase Eduardo Viveiros de Castro (2003).

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gorías reguladoras podemos asumir conceptos que por ahora po-dríamos nombrar como lo infraestatal y lo preindividual18. En este sentido, la discusión que se plantea Europa respecto de los naciona-lismos étnicos puede ser perniciosa en nuestro medio. Los pueblos negros e indígenas no reclaman su constitución como Estados in-dependientes, aunque en algunos casos se reconozcan y hayan sido reconocidos como nación.

Vale la pena mencionar un caso excepcional. En 1925, después de una revuelta contra la policía panameña que les había sido impuesta a raíz de las obras del Canal, los kuna proclamaron la República de Tule. La revuelta giraba alrededor de dos consignas fundamentales: liquidar a todos los elementos extraños residentes en los pueblos de Tupile, Ailigandi y Ustupo, especialmente policías; y atacar simultá-neamente todos los pueblos, el día de Carnaval, previsto para el lunes 20 de febrero de 1925. A propósito, se daría mayor esplendor y alegría al Carnaval de ese año. Visto así, el hecho histórico aparece ante nosotros como una especie de puesta en escena colectiva de la liberación. Esta es la versión actual del líder kuna Abadio Binigdi (1992):

Nele Kantule armó a la gente, pero antes de eso fueron escogidos los que iban a hacer la guerra. El uniforme fue pantalón rojo, camisa roja, un pañuelo rojo y escopetas un poquito rojo, todo era en rojo. [...] Cuenta la historia, que en la Revolución del 25, se acortaban las cabezas y al día siguiente con un palo atravesado en la cabeza recorrían todas las calles gritando: «¡Muerte a todos!». Inclusive mataron a todos los niños que eran mestizos: las mamás eran kunas, los papás habían sido policías. Muerte a todos los mestizos. Eso fue violento19.

18 El primer término está inspirado en las teorías de Pierre Clastres sobre las sociedades sin Estado y en la lectura de materiales etnohistóricos amerindios (1987, pp. 109-116). El segundo ha sido derivado de las especulaciones de Deleuze acerca de un campo trascendental, preindividual, donde el proceso de individuación es concebido como singularidad donde se efectúa la energía potencial de otras singularidades, y no como un Yo-síntesis plegado continuamente sobre sí mismo en un campo unificado de la conciencia. Véase G. Deleuze (1989, pp. 114 & ss.).

19 La historia fue contada directamente por Abadio Green Stócel, en medio de una conferencia titulada: «Interpretación kuna de

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Durante los primeros veinte días de la revolución algunos países, entre ellos Alemania y Estados Unidos, reconocieron la legi-timidad de la nueva República. Ante la inminencia de una masacre por parte del gobierno panameño, autoridades norteamericanas se interpusieron para lograr una negociación. El 4 de marzo de 1925 se firmó el acta de sumisión. De esta manera desaparecía el único Estado indígena independiente de la historia de América Latina20.

El Estado que prometía la República de Tule no era una copia del modelo estándar. En realidad tomaba de allí ciertos elementos formales, asaz retóricos e imaginarios, para plantear un simulacro donde no se reconocen ya los rasgos del modelo inicial.

Lo cierto es que, a pesar del fracaso en el intento por erigir un Estado, aún hoy las comunidades kuna siguen en pie, con un alto grado de autonomía, autosubsistencia y autoconocimiento. Las sucesivas intervenciones coloniales y republicanas no han logrado desterritorializarlas, ni liberar los flujos sexuales, ni capturar to-talmente la fuerza de trabajo. Al mismo tiempo, la presencia del Estado está vigente y es reconocida por las comunidades. En esa encrucijada de sospechas e incertidumbres hacen eco las pre-guntas lanzadas ya en la primera etapa de la Conquista: ¿acaso estas naciones están en la edad suficiente para gobernarse por sí solas? ¿Acaso semejante estilo de gobierno puede ser legítimo? ¿Qué nación civilizada podría reconocerse en él? ¿Cuál es la forma Estado que allí funciona?

No lo sé. Posiblemente se trata de un experimento cuyas claves solo manejan los propios kunas, o de una estrategia para evitar la in-tervención definitiva.

la llegada de los españoles a su territorio». Bogotá, grabación y transcripción de Gloria Ramírez y Adolfo Chaparro (1992, inédito).

20 Los dirigentes de la sublevación tuvieron que aceptar la soberanía de Panamá sobre su territorio; a cambio, el gobierno respetaba su derecho a aceptar o no el establecimiento de escuelas públicas, y la conservación de sus trajes y costumbres, «acordándoles en cuanto a esto los mismos derechos y privilegios que a cualquiera otros ciudadanos de la República». Véase, especialmente, Henry Wassen (1938, pp. 62-63), y Fray Severino de Santa Teresa (1957, pp. 220-221).

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En realidad, resulta muy difícil intentar una respuesta que no sea ya una acción modelizante o un propósito reformista. Lo que sí podemos comprobar es que, como la mayoría de las comunidades étnicamente diferenciadas de la selva tropical, en lugar de cons-truir Estado y de interiorizar el contrato social como un a priori fundacional de la identidad, los kuna han hipostasiado el concepto de Madre Tierra hasta otorgarle un valor jurídico-administrativo. En ese proceso, los valores geocósmicos y matriarcales dotan a la Madre Tierra de un plano de consistencia donde coinciden las fuerzas primordiales, la celebración ritual como principio demo-crático del pueblo kuna y las nuevas reglas jurídicas que van sur-giendo como decisiones históricas frente al acoso de la conquista y colonización hispánica y, posteriormente, al cerco republicano de la sociedad mayoritaria como proyecto modernizador.

La premodernidad en el contexto

de la globalización

El capitalismo mundial, en su versatilidad polimórfica, puede mimetizarse y propiciar formas inéditas de Estado. Su capacidad mi-mética, en ese sentido, es inagotable. Voluntaria o involuntariamente, el capital tiende a desterritorializar todo aquello –nacionalidad, vínculo con la tierra, planificación de los poblados– que sea reterritorializable; y descodificar todo aquello –modelos culturales, lingüísticos, educa-tivos– que sea recodificable.

Ese proceso afecta tanto a comunidades étnicamente diferen-ciadas como a formas señoriales de propiedad territorial y, recien-temente, a fundamentalismos que dan cohesión a naciones enteras que se resisten a entrar en el proyecto de globalización mediática y económica dispuesto desde el centro hacia la periferia del sistema.

Ahora bien, si la moneda clave para entrar en ese circuito de bienes simbólicos es la imagen, la cultura latinoamericana parecía preparada de antemano, por su capital mestizo y su fluidez mi-mética, para los procesos de globalización. En países del tercer mundo con una alta diversidad cultural, los tópicos de lo posmo-derno son un pretexto para actualizar todo el acervo de premo-dernidad que parecía ignorado y olvidado. Si bien al reducir la

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cultura a producción simbólica y el símbolo a la imagen entramos en circulación, esa entrada implica involucrar la economía libi-dinal de las comunidades en un mercado mundial de lo exótico. En ese mercado, los excedentes simbólicos de las culturas «atra-sadas», lo que se precia como su verdadera riqueza, pueden ser inmolados como la parte maldita de un gasto irreversible de toda suerte de imágenes, signos, diferencias, que no pueden ya resistir al maleficio de la circulación, y que pasan a formar parte de la es-critura automática del mundo (Baudrillard, 1997, p. 52).

En esta lógica de la resistencia, hasta ahora, he puesto el acento en las culturas premodernas para resaltar el diferendo con el proyecto globalizador. Ahora quisiera utilizarlas como polo de referencia para señalar una extraña coincidencia que pone entre paréntesis el fatalismo integrista que suscita cualquier reflexión sobre el lugar de la premodernidad en la condición posmoderna. Me explico. Tanto en el carácter autorreferencial de las sociedades posindustriales, como en los pequeños sistemas autopoiéticos que organizan las máquinas territoriales premodernas, hay la tendencia a descentrar los procesos de subjetivación. En el primer caso, el descentramiento ocurre por vía de la articulación de los sujetos a los procesos informáticos y de (auto)control del sistema eco-nómico global. En el segundo, por la potenciación del animismo en la dirección de un perspectivismo discriminado que resitúa las nociones de animal y de espíritus, incluso de planta o de objeto, al mismo nivel que el sujeto de ego de los individuos.

Es verdad que esa coincidencia está por investigarse pero, por ahora, el punto por señalar es que, a más de la oposición, entre esos dos polos de subjetivación se pueden rastrear todos los grados de hibridación y mestizaje que componen la cultura contemporánea.

A modo de promesa

Hasta ahora, lo que he intentado en este ensayo es, justa-mente, plantear una perspectiva premoderna del sistema mundo, para mostrar modos de existencia que no están diseñados de an-temano como posibilidades del complejo económico/informático/consensual que caracteriza las sociedades postindustriales.

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Al aplicar el perspectivismo al análisis diferenciado de los procesos de subjetivación que surgen en Colombia a partir de la Conquista, intentaba enriquecer las alternativas que hasta ahora ofrece el debate entre comunitaristas y multiculturalistas. En el fondo, lo que escapa a este debate son las implicaciones políticas de la condición infraestatal y preindividual de sujetos no modernos en la configuración de identidades en el marco de la globalización. Quizás el problema puede ser mejor abordado si se hace la pre-gunta desde el punto de vista de el objeto de las políticas de reco-nocimiento, esto es, ¿cuál es la incidencia de formas premodernas de subjetivación en las relaciones de poder que plantea la condición global del capitalismo?

Para responder, a modo de conclusión y de promesa, quisiera señalar el diferendo que genera esta relocalización de la cuestión del sujeto cuando confrontamos la heterogeneidad de las culturas premodernas con la homogeneización que impulsa el capital a escala global. El nudo de esa relación conflictiva, evidentemente asimétrica, es la dificultad para mediar desde la identidad nacional entre la apropiación del territorio como un recurso universal, inter-cambiable y la pertenencia de comunidades singulares, discretas, a la Madre Tierra. Una manera de ajustar el nudo es describir la polimorfía de intercambios que interfieren o simplemente están por fuera de la circulación del capital en las economías del Tercer Mundo. La otra vuelta de nudo, más compleja, es el debate eco-lógico y político que suscita la experimentación mítica y ritual de las comunidades amerindias con lo no humano –sea animal, na-tural, cósmico o espiritual– como un saber irreductible a la ciencia y a la mediatización tecnoinformática de la vida cotidiana21.

Puestos en la tarea de aclarar las implicaciones del diferendo, mi sugerencia es que antes de pretender una explicación trans-cultural de la globalización, o de insistir en la crítica al patrón identitario establecido por los Estados-nación, el reto teórico y descriptivo es comprender cómo y por qué los modos de vida y

21 Para un desarrollo en contexto de este análisis, véase A. Chaparro (2000, cap. 4).

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las concepciones de mundo premodernos han logrado 1) diferir su incorporación a la cultura mayoritaria, y 2) filtrar activamente los procesos de mestizaje, sincretismo e hibridación donde se ha ido forjando un proyecto alterno de nación para las sociedades lati-noamericanas.

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Con las reflexiones que vienen a continuación no pretendo convencerlos, ni siquiera provocarlos, lo más que deseo es sugerir a quienes tienen por empeño profesional la reflexión política, una forma diferente –y quizás complementaria–, no de fundamentar, ni siquiera de justificar, sino de apuntalar el palafito institucional nacido con la Constitución de 19911.

Para ello me serviré de las ideas de un filósofo que ha tenido una gran incidencia en mi propia reflexión, hoy desconocido entre nosotros y, por ello mismo, muy calumniado: me refiero a Karl R. Popper2. Debo aclarar que consideraré globalmente su pensamiento

1 Para que no se me malentienda, recurro aquí a la analogía popperiana sobre el edificio del conocimiento, que no es un edificio a prueba de sismos, sino una construcción lacustre cuyas bases son bastante inestables (Popper, 1972 [1959], p. 111; 1996, p. 106).

El término apuntalar lo tomo no en el sentido metafórico de fundamentar, sino en el sentido casi literal de «poner puntales».

2 Para muestra, he aquí un pasaje del artículo «La Democracia en condiciones difíciles» del connotado filósofo italocolombiano Angelo Papacchini (2003, p. 5), que dice así: «Entre los innumerables intentos de delimitación conceptual [de la democracia], es posible identificar dos tendencias básicas: la de quienes –como Hayek, Popper,

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sin distinguir entre la filosofía del joven Popper y la del maduro.No tocaré el tema de la sociedad abierta, ni tampoco el del

modus operandi de asuntos como el de quién debe gobernar, y me limitaré al tema de lo que sus discípulos han llamado el utilitarismo negativo, que me permitirá definir, con el mismo Popper, una idea de Estado liberal intervencionista en defensa de los débiles.

Debo anotar que el tercer mundo nunca fue motivo de pre-ocupación para él, pero a pesar de ello, y de que su pensamiento es eurocéntrico (incluida Norte América), esto no es óbice para que nos permita pensar en nuestra propia realidad social. A fin de cuentas, eso es lo que sucede con todos los demás pensadores po-líticos que circulan muy orondos entre los filósofos profesionales en Colombia.

Comencemos diciendo que Popper, como liberal clásico –él se considera como uno de los últimos rezagos de la Ilustración, acepta solo un Estado mínimo, en virtud de lo que él mismo llama la navaja liberal, según la cual no hay que multiplicar los poderes sin necesidad.

Además, considera que el Estado es siempre una amenaza, y por lo mismo un mal, pero necesario. Es una amenaza porque puede siempre aumentar y abusar de su poder3, pero es necesario porque ni siquiera en una sociedad de amables gatos –no ya de lobos–, se puede negar la existencia de seres fuertes y seres débiles; la necesidad del Estado es precisamente para que los fuertes no se

Bobbio, Sartori–, proponen una noción mínima de democracia, relacionada por lo general con procedimientos formales considerados indispensables para caracterizar un régimen como democrático o no; y la de autores como Macpherson, Losurdo, Cunnigham –por lo general relacionados con la tradición socialista– que proponen un concepto «sustancial» de democracia, que incluye valores de igualdad, justicia social y autodesarrollo». Es evidente que Popper no encaja en la clasificación de Papacchini como podrá constatarlo el lector cuando termine de leer este ensayo.

3 Popper parece referirse aquí como Estado a lo que nosotros consideramos como el ejecutivo y el legislativo, porque luego añade que esto puede suceder a pesar de las restricciones institucionales que se le impongan (¿judicial?) (Popper, 1994 [1984], p. 202).

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impongan a los débiles: la función del Estado es la protección de los débiles frente a los poderosos –esta afirmación es hasta cierto punto una perogrullada, pero una trivialidad que merece recor-darse–. En todo caso, ella es la que se vincula con su utilitarismo negativo. ¿Cómo llega Popper a esta idea?

En uno de los ensayos de la Responsabilidad de vivir (capítulo 10, sección VII)4, Popper traza una historia del origen de la idea del Estado mínimo con los tres hitos fundamentales de Kant, de Humboldt y de Mill; este último recibió el pensamiento político kantiano –que llegó a Inglaterra– a través de Humboldt.

Veamos rápidamente este recorrido.Kant creyó que el Estado era necesario y que también era nece-

saria la limitación de la libertad, pero deseaba que esta limitación fuese la menor, mediante una «constitución de la mayor libertad humana según leyes, las cuales hacen que la libertad de cada uno pueda coexistir con la de los demás» (Hacia una paz perpetua). Esta inevitable limitación de la libertad es una consecuencia nece-saria de la convivencia de los seres humanos. En su ensayo En torno al dicho: tal vez sea correcto en teoría pero no sirve para la práctica, Kant es más explícito con respecto a sus ideas del Estado y de la libertad: la emprende contra un gobierno paternalista –tan bon-dadoso como para proteger nuestra vida que está en sus manos–, señalando que sería el mayor despotismo imaginable5.

Solo, pues, la existencia de un Estado de derecho puede re-solver el problema de los lobos agresivos o de los gatos indulgentes –a los cuales deberían darles gracias los débiles– si se dejan a su libre iniciativa.

Estas ideas kantianas las desarrolla Wolhelm Humboldt en su libro Ideas para determinar los límites de la actividad del Estado, publicado en 1851 pero escrito mucho antes. En esta obra se insiste de manera central en la expansión de la libertad como fuente de

4 Corresponde a una conferencia dictada en Munich en 1988.5 He consultado las ediciones populares de la La Paz perpetua (Kant,

1972), y el ensayo «Sobre el Proverbio», en una edición inglesa, Perpetual Peace and other essays (Kant, 1992, pp. 61-92). Es de notar que este último es anterior (1793) al primero (1795).

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diversidad y creatividad, y al Estado se le asigna la función de velar por el bienestar negativo de los ciudadanos (su seguridad), no así por su bienestar positivo6.

Es esta obra la que llegó a John Stuart Mill, y que lo puso en contacto con el pensamiento kantiano, y con él a los ingleses. Vale anotar que el epígrafe de Sobre la libertad es de esta obra de Hum-boldt, y que Kant se menciona en más de una ocasión en El Utili-tarismo. Allí incluso Mill da una versión utilitarista de la primera fórmula del imperativo categórico kantiano. Anoto que en esta obra Mill hizo las críticas al utilitarismo de Bentham –cálculo de los placeres–, introdujo una idea de utilidad cualitativa que incluye utilidad intelectual y utilidad social, y que su ideal de sociedad es aquella que combina «la mayor libertad con la justa distribución de los productos del trabajo» (Principios de economía, 3 ed.) (citado en Mill, 1979). Así que el principio de la «mayor felicidad para el mayor número» –originado en Bentham– pero que Mill sigue sosteniendo en su versión sui géneris, debe ser entendido en términos de li-bertad y justicia. No está demás recordar que el último capítulo de El Utilitarismo lleva por título «Sobre la relación que existe entre la justicia y la utilidad».

Es en este contexto, en el que se deben entender las dos notas de la primera parte de La sociedad abierta y sus enemigos, donde se produce la inversión hacia el utilitarismo negativo. La primera corresponde a la nota 6 del capítulo 5. Hela aquí:

El reconocimiento de que todo apremio moral tiene sus bases en los apremios del dolor o el sufrimiento, propongo reemplazar, por esta razón, la fórmula utilitarista: «aspiremos a la mayor cantidad de felicidad para el mayor número», o, más sintéticamente: «aumentemos la felicidad», por la fórmula: «la menor cantidad posible de dolor para todos» o, brevemente: «disminuyamos el dolor». Esta fórmula tan simple puede

6 Vale notar que la obra de Humboldt solo la menciona Popper en los «Addenda» de la Sociedad Abierta, II (1961, p. 395 de la edición inglesa). En la primera edición II, se menciona una anécdota: fue recibido por Napoleón con A. Muller y a propósito de ello, Fichte tuvo una reacción bastante simpática (pp. 53-54).

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convertirse, creo yo, en uno de los principios fundamentales (por cierto que no el único) de la política pública (el principio «aumentemos la felicidad» parece tender, por el contrario, a producir dictaduras benévolas)7.

7 En los «Addenda» (Popper, 1961, p. 386), cuando aclara que no puede haber criterio de absoluta corrección para las propuestas (proposals) morales o políticas, nos dice que «la maximización de la felicidad puede (pudo) (may) haber sido intentada como un criterio. [Pero] por otra parte, ciertamente yo nunca recomendé que adoptáramos la minimización de la miseria como criterio, aunque pienso que es una mejora de algunas ideas del utilitarismo. También sugerí que la reducción de la miseria evitable pertenece a la agenda de las políticas públicas (lo que no significa que cualquier asunto de política pública deba ser decidido por un cálculo de minimización de la miseria) mientras que la maximización de la propia felicidad debería dejarse al propio esfuerzo privado (también estoy de acuerdo con mis críticos que han mostrado que si se usa como criterio, el principio de la miseria mínima tendría consecuencias absurdas; y espero que lo mismo puede decirse sobre cualquier criterio moral)».

Bryan Magee concluye el capítulo 6 de su obra Popper (1973, p. 86) con una consideración de la mayor importancia para nuestra reflexión popperiana sobre Colombia:

«Hay, sin embargo, alguna duda sobre si: “minimizar la infelicidad” es suficiente para convertirse en nuestra principal máxima política por todo su gran valor heurístico. Ella misma se limita a rectificar abusos y anomalías dentro del patrón existente de distribución del poder, de las posesiones y de las oportunidades.

Tomada literalmente, parecería excluir incluso medidas liberales moderadas tales como el subsidio estatal a las artes y la provisión municipal de cosas como campos deportivos y piscinas. Una posición tan extremadamente conservadora sería una consecuencia no natural de la filosofía radical de Popper, al menos en una sociedad opulenta. Ella, en verdad, ha resultado demasiado conservadora incluso para un político conservador profesional [Sir E. Boyle. New Society, 12.9. 1963]. Deberíamos hacer de ella una regla metodológica que se aplica primero, y obrar sobre sus consecuencias, pero entonces dondequiera sea posible mirar la situación de nuevo, en términos de la segunda formulación más rica que subsume a la primera: “maximizar la libertad de los individuos para que vivan como deseen”. Esto requiere una provisión pública masiva en educación, artes, vivienda, salud, y cada uno de los aspectos de la vida social, pero siempre con el efecto de extender el rango de escogencia, y por consiguiente, de libertad, abierto a los individuos» (énfasis agregado).

Esto quiere decir que la agenda negativista no es conservadora

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Es necesario comprender, además, que desde el punto de vista moral no pueden tratarse simétricamente el dolor y la felicidad, es decir, que la promoción de la felicidad es, en todo caso, mucho menos urgente que la ayuda a aquellos que padecen y el intento de prevenir el dolor. (Esta última tarea poco tiene que ver con «cuestiones de gusto», pero la primera sí tiene mucho)8.

La segunda nota completa esta primera y corresponde a la 2 del capítulo 9. Veámosla:

Creo que desde el punto de vista ético no existe ninguna simetría entre el sufrimiento y la felicidad o entre el dolor y el placer. Tanto el principio de la mayor felicidad de los utilitaristas, como el principio de Kant: «Promueve la felicidad de los demás...», me parecen (por lo menos en su enunciado) fundamentalmente equivocados en este punto, que no pertenece, sin embargo, al dominio de la argumentación racional. [...] En mi opinión [...]

en una sociedad precaria como la nuestra, en la que, sin embargo, no debe perderse de vista la segunda máxima ya que la agenda negativa es solo una condición necesaria.

8 Esta forma negativa de expresar el desiderátum social ya se encuentra en Voltaire, quien acostumbraba decir que el fin de los sistemas políticos era ayudar a que la humanidad fuera «un poco menos infeliz». Mencionado por J. Gray. Voltaire (1999, p. 67). Se encuentra también en Humboldt (1961, p. 100), y en Mill (1984, p. 146).

Pero estas expresiones son esporádicas, y no tienen ningún nexo con ninguna teoría del conocimiento, ni una teoría filosófica global como sucede con Popper.

Si fuéramos más lejos, deberíamos revisar las burlas despiadadas que Voltaire hace del optimismo de Leibniz en su cuento filosófico Cándido, ya que Leibniz en su Discurso de metafísica, III (2) invoca un principio de la filosofía escolástica: Uti minus malum habet rationem boni, ita minus bonum habet rationem mali. Es en virtud de este principio que Leibniz a sabiendas de que Dios perfecto no puede crear sino un mundo imperfecto; pero puesto que Dios es racional, en el cálculo de todos los mundos composibles, escogió el menos imperfecto, es decir, el menos malo; este mundo es el que Leibniz llama el mejor de los mundos posibles. Voltaire lo sabía, pero, ex professo, leyó mal a Leibniz para poder mostrar la espantosa presencia del mal y la desdicha en la sociedad humana (Voltaire, 1972, pp. 19-20 & 26).

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el sufrimiento humano formula un llamado directo, esto es, un llamado de auxilio, en tanto que no existe ningún pedido similar en el sentido de que se aumente la felicidad de aquellos individuos que se encuentran en una situación tolerable. Otra crítica a la fórmula utilitaria: «aumentemos el placer» sería la de que se supone, en principio, una escala continua del placer al dolor que nos permite tratar a los grados de dolor como grados negativos de placer. Pero desde el punto de vista moral no se puede contrapesar el dolor con el placer y menos aún el dolor de un hombre con el placer de otro. En lugar de pedir la mayor felicidad para el mayor número de gente, deberemos conformarnos, más modestamente, con la menor cantidad de sufrimiento para todos, exigiendo, además que cuando ese sufrimiento es inevitable –por ejemplo, el hambre en las épocas de escasez de alimentos– se distribuya en la forma más equitativa posible.

Y concluye con una idea que es muy importante para mi de-sarrollo posterior:

Existe cierta analogía entre este punto de vista de la ética y el de la metodología científica que propuse en La Lógica de la investigación científica. En el campo de la ética se gana en claridad si formulamos nuestras exigencias en forma negativa, es decir, si exigimos la eliminación del sufrimiento más que la promoción de la felicidad. De modo semejante, es útil formular la tarea del método científico, como la eliminación de las falsas teorías (de entre las diversas propuestas), más que como la consecución de verdades eternas.

Mario Bunge, que conoce bien la técnica de reducir o exa-gerar las tesis de su oponente para liquidarlo con más facilidad, co-mienza diciéndonos que la filosofía moral de Popper «es la de una nota en pie de página» (2000, pp. 183-184) y nos remite a la primera nota que acabo de citar y, a partir de allí, plantea varias tesis que le permiten arrinconar a Popper:

El utilitarismo negativo es una doctrina minimalista propuesta inicialmente por Buda, Epicuro, Hipócrates de Cos, que se puede

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comprimir en las máximas «No hagas daño a los demás» y «mi-nimiza el sufrimiento», o, también: no te preocupes demasiado por los demás, solo abstente de hacer el mal y ten cuidado con los «be-nefactores».

2. El utilitarismo negativo es un egoísmo de una clase reflexiva e inteligente, y es la actitud de un individuo que es incapaz de in-fligir a alguien un dolor innecesario.

3. El utilitarismo negativo deja que los demás se las arreglen por sí mismos.

4. El impacto del utilitarismo negativo sobre la política social es el laissez-faire, y Popper, que es partidario de la ingeniería social planificada, y no del laissez faire, se contradice.

Como podemos constatar, la reducción bungiana es demasiado facilista, ya que si se hubiese detenido en la segunda nota se habría percatado de que el utilitarismo negativo tiene una relación con la metodología científica de Popper: sus ideas acerca de que el conoci-miento científico no es saber simple sino solo saber conjetural, que no podemos verificar nuestras teorías sino solo falsarlas o refu-tarlas, de que nuestro aprendizaje depende fundamentalmente del ensayo (conjetural) y del error, y de que el desarrollo y progreso del conocimiento dependen sobre todo de la eliminación del error.

En otros términos, el filósofo argentino –que durante mucho tiempo abrevó en la fuente del pensamiento popperiano–, olvida aquí lo que en otro lugar de la misma obra (Bunge, 2000, pp. 202-203) reconoce explícitamente que el negativismo de Popper es integral y sistemático.

Por lo mismo, debo agregar que este negativismo es solidario de una tesis popperiana, cual es la crítica a la <<teoría de la verdad manifiesta>>, y la crítica a esta teoría tiene consecuencias teóricas y prácticas (de manera especial en su concepción de la política)9. Digamos algo sobre ella.

9 Esta teoría la expone en forma sintética y completa en la «Introducción» de Conjectures and refutations (Popper, 1972 [1963]), intitulada «Sobre las fuentes del conocimiento y de la ignorancia». He hecho una síntesis de la teoría en toda su obra en «Popper y la teoría de la verdad manifiesta publicada» (Gómez, 2002, pp. 43-61).

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Para comenzar, debe quedar claro que la teoría de la verdad manifiesta es diferente de la «teoría de la verdad por correspon-dencia», aunque tienen cierto parentesco. Esta última estudia la idea de verdad objetiva que no prejuzga sobre los criterios de verdad. La primera –la que nos interesa aquí–, en cambio, es un concepto epistémico que tiene que ver con nuestra aprehensión o captación de la verdad y, por lo mismo, con la existencia de facultades cogni-tivas que validan o invalidan criterios de verdad. La formulación más concentrada de esta teoría la da Spinoza en su Ética I (Escolio a la proposición 43). «En verdad, así como la luz se hace conocer por sí misma y hace conocer las tinieblas, la verdad es norma de sí misma y de lo falso (Veritas norma sui et falsi est)», fórmula que se completa con la del Breve Tratado (p. 3), «pero jamás la falsedad se reconoce y se demuestra por sí misma».

En otras palabras, la doctrina de la verdad manifiesta es una concepción optimista según la cual, si la verdad se pone desnuda frente a nosotros, siempre será reconocible como verdad; si no se revela por sí misma, solo se requiere desvelarla, descubrirla. Hecho esto, no hay nada más que hacer, pues tenemos la luz natural de la razón para verla.

Esta teoría se remonta a Parménides, se expresa de una manera sui géneris en Platón, se reactualiza en el siglo XVII con Descartes y Bacon, y se continúa en el Siglo de las Luces, el XVIII.

En Descartes el conocimiento claro y distinto se refuerza con la veracitas Dei, y en Bacon con la veracitas naturae, ya que la na-turaleza es un libro abierto y quien lo lee con mente pura no puede leerlo mal. No obstante, estos dos filósofos tienen claro que si el conocimiento o la posesión de la verdad no requiere explicación, sin embargo existe el error y este sí debe ser explicado. Para ello completan la teoría de la verdad manifiesta con la teoría de la cons-piración de la ignorancia.

La ignorancia puede ser obra de poderes que conspiran para mantenernos en la oscuridad, para envenenar nuestras mentes y enceguecer nuestros ojos, y así impedir que la verdad se manifieste. Tal conspiración puede venir de nuestros prejuicios vinculados por la educación y la tradición, por los ídolos u otras influencias ma-

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lignas que han pervertido nuestras mentes originalmente puras e inocentes.

Para eliminar estas influencias malignas se necesita recurrir a métodos regresivos de purificación, la duda generalizada o la eli-minación de los ídolos que actúan como ejercicios de purificación o catárticos; en suma, como una medicina mentis que permite re-gresar al estado adánico antes de la caída original.

En el plano teórico, este enunciado, que es expresión de una epistemología optimista desarrollada en el siglo XVII, estimuló a los hombres a pensar por sí mismos, y les dio la esperanza de que a través del conocimiento podrían liberarse a sí mismos y a los demás de la servidumbre y de la miseria. Hizo posible la ciencia moderna. Produjo la idea de que la ciencia es «una opinión ver-dadera y fundamentada», tal como lo propuso Platón en el Teeteto, pero que es una idea que ha llegado hasta nosotros y que, natural-mente, adoptaron, a su manera, tanto Descartes como Bacon. Pero, también, a partir de Bacon, generó lo que se ha llamado la religión de la ciencia (el cientificismo) que promete la autoliberación de la humanidad por el conocimiento. Bacon, por lo demás, propugnó el método de inducción por eliminación del error (que es el pecado) y, que conduce a la validación de la teoría verdadera, es decir, que la eliminación del error conduce a la manifestación de la verdad. Esta idea baconiana será continuada por W. Whewell y llegará in-cluso a Peirce quien afirmará que la «ciencia está predeterminada a alcanzar la verdad sobre cada problema con la misma infalibilidad con la cual los pájaros hacen su trabajo» (citado por Chauviré, 1971, p. 272).

En el aspecto práctico, la teoría de la verdad manifiesta ela-borada en el siglo XVII generó un resultado ambivalente. Por una parte, produjo una revolución intelectual y moral sin precedentes: alentó a los hombres a pensar por sí mismos; se convirtió en la base de la lucha contra la censura y la supresión del libre pensa-miento; estimuló el inconformismo, el individualismo, las ideas de un nuevo sentido de la dignidad humana, de las demandas de una educación universal, y de un nuevo sueño de sociedad libre; hizo sentir a los hombres responsables de sí mismos y de los demás.

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Así, como lo dice Condorcet –citado por Popper–, la verdad ma-nifiesta «debe conducir necesariamente al reino de la verdad y de la bondad».

Está claro que para Popper la verdad no es manifiesta, que es difícil de encontrar, y que no existe un criterio general de verdad ni siquiera en las partes más formales de la ciencia, esto es, la lógica y las matemáticas. Las buenas consecuencias de esta teoría no son sino la forma como una «idea mala puede inspirar muchas buenas». Curiosamente, esta idea la comparte el liberal Popper con el pensa-miento conservador.

Pero por otra parte, la teoría de la verdad manifiesta condujo de manera inevitable a otra teoría, la de la «conspiración contra la verdad», ya que si hay tanta gente que no ve la verdad manifiesta –esa verdad tan claramente visible–, esto se debe a los prejuicios sis-temáticamente implantados en las mentes juveniles impresionables para cegarles el acceso a la verdad, por lo cual será preciso actuar sobre esa conspiración. Es así como la teoría de la verdad manifiesta transita de un optimismo esplendoroso hacia una teoría pesimista ya que se convierte en el sustento de casi toda clase de fanatismo: puede llevar a considerar a aquellos que se niegan a aceptarla como «poseídos» por una potencia maligna, lo que puede conducir a im-poner las luces mediante el recurso a una autoridad, que de manera benevolente, o arbitraria y cínica, se pronuncie sobre la verdad ma-nifiesta y la establezca: es la vieja idea del rey filósofo, revivida en el déspota ilustrado y en todos los proyectos de ingeniería social ho-lística (o utópica) sean fascistas, comunistas o liberales10.

10 La teoría de la verdad manifiesta se combina fácilmente con el historicismo que es la doctrina que sostiene que la tarea de las ciencias sociales es proponer profecías históricas y que estas profecías se necesitan para hacer política de manera racional; obviamente, es el método de Marx –que heredó de Hegel–, pero también lo es de John Stuart Mill –que lo heredó de Comte–. Vale observar que la última nota de pie de páginas de El Utilitarismo, a propósito de si el método para determinar qué clase de actos tienden a producir felicidad y cuáles tienden a producir desdicha, ha de ser la deducción a partir de las leyes de la naturaleza humana y las condiciones universales de la vida, inducción a partir de generalizaciones de la experiencia específica, dice: «Mi

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El utilitarismo negativo propugnado por Popper quiere ser un antídoto a esta tendencia perversa de la teoría de la verdad mani-fiesta que con benevolencia o malevolencia concede al gobernante –único o plural– el poder de imponer la verdad o la forma ver-dadera de la felicidad a sus gobernados, en nombre de un presunto saber manifiesto.

Es por eso que en nombre de su propia teoría de que la verdad no es manifiesta, tratando de conservar todas las consecuencias sanas de la epistemología falsa de la Ilustración, nos propone una teoría negativista –la supresión de la infelicidad, de la desdicha– que nos interpela de manera directa y acuciante.

Por supuesto que detrás del error y del dolor subyacen la verdad y la felicidad como ideas regulativas, pero atenuando el valor regu-lador de esta última, que debería dejarse al arbitrio de cada cual para evitar precisamente los proyectos políticos holísticos y res-petar la soberanía de los individuos en un Estado liberal. Popper, al aceptar la teoría de que la verdad no es manifiesta, acepta una idea característica del pensamiento conservador, pero nos dice que si bien los conservadores fueron sabios al oponerse a todo el de-rramamiento de sangre producido por las guerras de religión, la Revolución Francesa, la revolución rusa –y otras revoluciones–, no tenían razón cuando de su escepticismo hacia la manifestación de la verdad derivaban un énfasis hacia la autoridad de las iglesias y otras formas de autoritarismo. Para el pensamiento conservador, si la verdad no es manifiesta, su interpretación no puede dejarse a la libertad individual, ya que si esto sucediera, llevaría necesaria-mente al caos, a la desintegración social, a los cismas religiosos, por tanto, debe concederse a una autoridad suprema. Esto, para Popper, es tan perverso como la imposición de las luces de la razón11.

propia opinión […] es que en ética, lo mismo que en todas las ramas de los estudios científicos, la conciliación de los resultados de esos dos procedimientos, que se corroboran y verifican mutuamente, es necesaria para comunicar a las proposiciones generales la índole y el grado de evidencia que constituyen una prueba científica» (énfasis agregado).

11 Recordemos que el pensamiento conservador europeo –católico– desarrolló estas ideas autoritarias en las obras de J. de Maistre

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El utilitarismo negativo, que es una ética humanista igualitaria sobre la base de la justicia y que, rápidamente, en Popper se con-vierte en uno de los principios fundamentales de una ética pública, solo puede preservarse –contra la predicción de Bunge– sobre la base de un Estado intervencionista que garantice la libertad y todo lo que es necesario para la protección de la libertad, en especial, el Estado intervencionista debe garantizar la libertad de los económi-camente débiles frente a los abusos de los poderosos.

Popper traslada el problema de la restricción liberal de la li-bertad para evitar la violencia física al campo económico. La li-bertad ilimitada significa que el fuerte puede matonear (bully) al débil y arrebatarle la libertad. Es por esto que se pide que el Estado limite la libertad hasta cierto punto, de tal manera que la libertad de cada uno sea protegida por la ley. Estas consideraciones –agrega Popper–, que inicialmente fueron pensadas para aplicarse en el campo de la fuerza bruta y de la intimidación física, deben ser aplicadas también en el campo económico, pues, aunque el Estado proteja a sus ciudadanos de la violencia física –como sucedió, por ejemplo, en principio en el capitalismo del laissez faire–, puede fracasar en la protección del abuso del poder económico. En tal Estado,

[…] los económicamente fuertes tienen libertad para matonear a los económicamente débiles y arrebatarles su libertad; bajo estas circunstancias la libertad económica sin restricción puede ser tan peligrosa como la violencia física. El remedio a esta situación deber ser análogo al remedio contra la violencia física. En consecuencia, debemos exigir, si deseamos salvaguardar la libertad, que la supresión del Estado económico sin restricción sea reemplazado por un Estado intervencionista que vaya más allá de la protección de la propiedad y de los así llamados «contratos libres»12.

y Donoso Cortés, en los cuales se inspiró muy profundamente el tradicionalismo autoritario de Miguel Antonio Caro, que dejó una huella muy grande en la Constitución de 1886.

12 Por lo mismo no es suficiente la creencia liberal de que todo lo que necesitamos es «igualdad de oportunidades». «Por supuesto que la

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En este último aspecto el ilustrado liberal Popper hace un obvio reconocimiento a uno de los grandes humanistas del siglo XIX europeo –que hoy ni se menciona en los medios académicos–; me refiero a Karl Marx. Por supuesto, Popper le hace serias críticas a su historicismo y a su economicismo, pero reconoce que las crí-ticas de Marx a la sociedad de su época, y a su economía capitalista, eran justas, y que es

[…] el radicalismo moral de Marx el que explica su influencia; esto es un hecho esperanzador por sí mismo. Este radicalismo moral aun está vivo. Es nuestra tarea conservarlo vivo y evitar que siga el mismo camino que deberá seguir su radicalismo político. El marxismo «científico» ha muerto pero deben sobrevivir su sentido de la responsabilidad social y su amor a la libertad (Popper, 1981, p. 211).

El Estado propuesto por Popper es, pues, un Estado interven-cionista. El intervencionismo estatal es peligroso, pero es un mal necesario, de allí que la intervención estatal deba limitarse a lo que es realmente necesario para la protección de la libertad, es decir, una planificación tendiente a luchar contra males concretos y no a buscar un bien ideal y abstracto. Mientras más poder se dé al Estado, más se requerirá del refuerzo de las instituciones democrá-ticas de control.

Este Estado intervencionista y protector está fundado sobre la justicia social, pues, como se dijo, él se instaura para eliminar el sufrimiento, pero cuando el sufrimiento es inevitable debe distri-buirse de la manera más equitativa posible.

¿Acaso es un Estado de beneficiencia, o lo que se ha dado en llamar un Estado paternalista?

La respuesta de Popper es que el Estado mínimo es un prin-cipio regulativo: necesitamos de un Estado que garantice nuestros derechos humanos, pero también que cree derecho, limitando

necesitamos, pero ella no es suficiente porque no protege a los menos dotados, a los menos osados (ruthless), a los que tienen menos suerte, que pueden volverse objetos de explotación de los más dotados, o más osados o que tienen más suerte» (Popper, 1981, cap. 17).

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nuestra libertad tan poco y tan justamente como sea posible. Este Estado también debe ser tan poco paternalista como sea posible (1995, cap. 10). Sin embargo, agrega Popper, «es mi convicción de que todo Estado contiene un momento paternalista e incluso varios momentos de este tipo; estos son incluso decisivos». Así, por ejemplo, la tarea fundamental que asignamos al Estado –por encima de cualquier otra– es que reconozca nuestro derecho a la libertad y a la vida, y que nos ayude, si es necesario, a defender nuestra libertad, nuestra vida (con todo lo que ello conlleva), es sin duda tarea paternalista.

Claro está que el derecho, en su objetividad, está por encima de esas relaciones cuasi-personales, pero el Estado y sus leyes son obra humana falible, y sus órganos están creados por seres hu-manos falibles, y el hecho de que a veces estos hombres sean ma-lintencionados, y de que tengamos que estar contentos –y hasta agradecidos– si nos muestran aquella «benevolencia» (que Kant menosprecia como demasiado humana), muestra que el momento paternalista desempeña un papel variado en estos asuntos públicos. Esto es verdad, concluye Popper aceptándolo a regañadientes, y el descuido de esta verdad ha conducido a ciertas cuestiones bizan-tinas en las discusiones de los últimos años13.

13 Llamo la atención sobre este punto porque en un artículo de Adela Cortina (1995), la autora quiere oponer el Estado social de derecho (fundamentado en la justicia) al Estado de bienestar, que a veces identifica con lo que Mill llama felicidad.

En el resto de la sección Popper enfrenta algunas críticas al Estado de bienestar con las objeciones de Kant y de Mill, y aborda problemas muy actuales como la obligatoriedad del cinturón de seguridad en los vehículos, la prohibición de fumar, el seguro de accidentes y el uso de estupefacientes; muestra que el principio de Mill no logra socavar la idea del Estado de bienestar que tiene una relación con el Estado liberal. En su ensayo «¿En qué cree Occidente?» (1958) (1994, pp. 274-275), aunque critica el Estado de bienestar, nos dice que «nunca hemos de olvidar que surge de una convicción moral sumamente humanitaria y admirable, y que una sociedad dispuesta a graves sacrificios materiales en la lucha por la pobreza atestigua con ello la sinceridad de su convicción.

Y una sociedad que está dispuesta a realizar sacrificios por sus convicciones morales tiene derecho a llevar a la práctica sus ideas.

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Con estas premisas, ¿qué pensaría Popper de la Constitución de un Estado social de derecho como el nuestro que él nunca co-noció? O mejor, con las premisas de Popper, ¿qué podría pensar un popperiano que conoce más o menos este Estado?

He aquí algunas ideas de las muchas que se me ocurren pero que debo resumir por respeto a su paciencia.

Para comenzar creo que, es claro, Popper avalaría la idea de que la Constitución está compuesta por unas cuantas «hojas de papel»14 impresas y que, como lo sugiere García Amado, es un documento de puras palabras (2003, cap. IV). Esto se puede decir si pensamos en la independencia del mundo 3 y del lenguaje que es uno de sus habitantes centrales. Sin embargo, habría que enri-quecer ese mundo con una teoría de los actos lingüísticos, porque las palabras impresas son algo más que simples palabras, y son actos personales o pluripersonales.

Además, habría que enriquecer más la teoría de los actos lin-güísticos –y el mundo 3 popperiano–, con una teoría de la argu-mentación tan rica como la de los belgas Perelman y Olbrechts. Creo hace mucho tiempo que Perelman es menos mal compañero de trabajo que H. Kelsen, aunque los dos son menos malos que muchos otros. De todas formas, las reflexiones de Perelman sobre la justicia me parecen más interesantes (o menos aburridas) que las de Kelsen. La razón es simple: los actos lingüísticos constitutivos de la Carta (o preformativos, si me perdonan) fueron precedidos de intensos debates, y es necesario reconstruirlos o rehacerlos por el garante de estas palabras de manera argumentativa. Ya regresaré sobre este punto.

Volviendo al Estado de derecho, naturalmente Popper, que es un liberal que piensa en la separación de los poderes del Estado y la defensa de los derechos fundamentales –la forma más antigua

Así, nuestra crítica al Estado de bienestar ha de orientarse a señalar mejores formas de materializar estas ideas» (énfasis agregado).

14 Las «hojas de papel» las menciona Ferdinand Lasalle en ¿Qué es una Constitución? Es una alusión a una expresión de Federico Guillermo IV, pronunciada el 11 de abril de 1847. La conferencia de Lasalle fue realizada en Berlín en 1862.

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del pensamiento liberal–, releería el derecho a la manera stuart-milliana que considera que la mayoría de las máximas de justicia corrientes son instrumentos para llevar a cabo los principios de justicia, cuyo uso se debe a las prácticas judiciales y a los tribunales de justicia, que se han visto acuciados a ello para poder cumplir con su doble función de castigar a quien lo merece y reconocer a cada persona sus derechos. Aquí cabría una reflexión juiciosa sobre las instituciones y la tradición, que por ahora debo dejar de lado.

En todo caso, vale decir que la presunción de inocencia la apuntalaría stuartmillianamente con el principio benthamista de que es menos injusto dejar en libertad a un culpable que condenar a un inocente. Y el principio de imparcialidad de los jueces lo con-sideraría como una de las formas del audiatur et altera pars, ya que es injusto condenar a alguien sin ser escuchado.

Vuelvo sobre el garante de la Carta: la Corte Constitucional. Ella es el máximo tribunal y todos los argumentos sobre el «choque de trenes», son invento sin fundamento –pero con el poder– del viejo Estado, que aún no se resigna a desaparecer. Este asunto se tratará al final de este escrito.

Por ahora debo decir que la Corte Constitucional, a pesar de algunos pasos en falso en sus comienzos, como los que señala el profesor Mauricio García Villegas en la Eficacia simbólica del derecho (1993, pp. 140-146)15, o de ciertos fallos elitistas como las sentencias sobre la eutanasia, o de sentencias inocuas como la de fumar en los vehículos privados o públicos, ha repensado muchos

15 Es de anotar que el texto constitucional no está libre de inconsistencias. Carlos Lleras de la Fuente (él mismo constituyente), en asocio de Marcel Tangarife Torres, publicó en 1995, en la Biblioteca Jurídica Dike, una obra voluminosa intitulada Régimen constitucional de la rama ejecutiva del poder público. Gobierno Nacional. Inconsistencias normativas, en la que abordan la incompatibilidad entre los artículos 115 y 189, que consagran las funciones del presidente de la república.

Aparte de eso, muchos de sus artículos están mal redactados y contienen vacíos o ambigüedades. No menciono ninguno en particular ya que puede ser falla de la edición que consulté, pues en Colombia no hay ediciones oficiales de los textos legales, asunto que se ha dejado a la iniciativa privada.

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asuntos de justicia social como la sentencia contra el UPAC y otras sobre la capacidad adquisitiva de los salarios, que han sido buenos indicadores para el futuro próximo. Estas sentencias muestran que la Corte anda por el buen camino de la protección de los débiles como lo propone el pensamiento popperiano y como lo consigna la Carta.

Popper vería con muy buenos ojos fórmulas negativas como «se prohíben la esclavitud, la servidumbre y la trata de seres hu-manos…»16, o propuestas públicas como «Debemos tener a Bogotá sin hambre» o, «es indeseable que haya colombianos sin alfabeti-zación, sin salud, sin trabajo…».

En cuanto a la forma de democracia, Popper tendría mucha reticencia con la idea romántica –rousseouniana– de voluntad po-pular y de soberanía popular17. Estas ideas francesas son entele-quias peligrosas que pueden favorecer las tiranías (o dictaduras) de las mayorías o de las minorías. Eso es lo que con mucha finura analiza en las llamadas paradojas de la democracia que estudia en su Sociedad abierta (Popper, 1961).

Vería con más simpatía una democracia a la manera inglesa, nominalista y stuartmilliana, en la que los intereses generales son una suma –división, o multiplicación, o lo que sea–, de los inte-reses particulares.

Detestaría el recurso a los sondeos de opinión a los cuales re-curre diariamente la llamada opinión pública –televisión, radio y prensa escrita– para fabricar creencias sobre la población colom-biana adulta y responsable a partir de muestras de 500 a 5.000 en-trevistados.

Para Popper, esta es la manera más elemental y casi zafia de recurrir al método (al supuesto método) inductivo que él siempre

16 En la Sociedad abierta, I (1961, p. 265 (ed. inglesa) dice: «Deberíamos [...] considerar que la incitación a la intolerancia y a la persecución es criminal, de la misma manera que deberíamos considerar criminal la incitación al asesinato, al secuestro, o al renacimiento del comercio de esclavos».

17 La Constitución de 1991 no habla de voluntad popular pero sí de soberanía popular.

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rechazó como forma posible de alcanzar el conocimiento, puesto que es parte de la presentación más ingenua de las teorías verifica-cionistas y de la verdad manifiesta.

Por las razones anteriores, Popper también cree poco en la opinión pública, aunque distingue diferentes formas de ella –al-gunas buenas–, cree que los medios de comunicación, sobre todo la televisión –y ahora después de él la red–, pueden convertirse en el peor maestro de los niños con su forma permanente de presentar el sexo y la violencia18.

A fin de cuentas, para Popper, la democracia no era la mejor forma de gobierno, sino como lo decía –con su admirado conser-vador inglés–, la menos mala comparada con todas las demás co-nocidas19.

Para terminar, y en los términos de este ensayo, ¿cuál es uno de los aspectos de la crisis colombiana en el momento?

Muy simple. La pugna entre partes del poder que rivalizan por la supervivencia del viejo Estado autoritario al servicio de los fuertes que representan el ejecutivo y buena parte del legislativo, y por otra, el Estado para proteger a los frágiles, representado por buena parte de los jueces –aunque no todos– y la minoría opositora en el legislativo acompañada de algunos organismos de control.

Que lo primero es palmario, se refleja en la reforma laboral de 2002 que no promovió el empleo pero que sí indemnizó a los fuertes –con ganancias, exención de aportes para fiscales y menores costos por despidos– de un impuesto de guerra que fue transferido automáticamente a los trabajadores que perdieron su ganancias ocasionales nocturnas, horas extras y festivos20.

18 Véase por ejemplo, «La opinión pública y los principios liberales», en En busca de un mundo mejor (1994, pp. 204-208).

19 Véase «¿En qué cree Occidente?» (1994, pp. 277-281), donde explica la expresión churchilliana: «la democracia es la peor forma de gobierno excepción hecha de todas las formas de gobierno ensayadas de tiempo en tiempo».

20 Para el analista Mauricio Cabrera, la recuperación económica está en vilo precisamente por el tema del empleo. «Un censo de las Supersociedades con las 9000 empresas más grandes del país, que emplean a un millón de personas, muestra que

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Lo segundo se observa en las sentencias que he mencionado, y la pugna –pugnaz– en el Congreso de la República por las reformas pensional y tributaria.

Es claro que mi tarea no es ser profeta del futuro o quizás sí, pero a la manera de Perogrullo, ni ser consejero del presente, sino solo manifestar mi indignación moral frente a esta sociedad tan perversamente desigual –aunque yo mismo no pertenezco a los más desiguales–; recordar que en 1991 se hizo en Colombia una de las revoluciones más democráticas y pacíficas que se han realizado en nuestro país, a pesar de la posterior eliminación de movimientos que deseaban entrar en la vida civilizada, y estar atento ahora a los nuevos «estatutos de seguridad», a la paramilitarización del país y a la prepotencia del ejecutivo.

No me hago muchas ilusiones sobre el futuro y espero –la es-peranza es lo último que se pierde– para mis hijos y mis nietos –y claro para todos los hijos y nietos de todos nosotros colombianos–, no el cielo del mejor de los mundos posibles, sino el menos malo de todos los mundos, aquí.

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El problema de la legitimidad política

Luis Eduardo Hoyos*

En un ensayo titulado «Ilegitimidad» del Estado en Colombia. Sobre los abusos de un concepto (Posada, 2003), el historiador Eduardo Posada Carbó criticó hace relativamente poco la práctica muy ex-tendida en Colombia de cuestionar la legitimidad de nuestro Estado de derecho y la de los gobiernos elegidos democráticamente1. Posada Carbó hace referencia a los más representativos «formadores de opinión» en nuestro medio, pero también a los pronunciamientos de ministros de Estado y de influyentes ex gobernantes (ex alcaldes, ex presidentes) para mostrar cuán común se ha tornado el uso indiscri-minado, superficial y confuso de las expresiones con las que se alude

* Una primera versión de este texto fue leída en el Segundo Simposio sobre el tema La filosofía y la crisis colombiana, organizado por el Departamento de Filosofía de la Universidad Nacional del 1 al 4 de diciembre de 2004 en Bogotá. Agradezco a los participantes al Simposio por los comentarios críticos y las preguntas. También a Andrés Hoyos, a Antanas Mockus, a Eduardo Posada Carbó y a Rubén Sierra Mejía por sus comentarios y precisiones.

1 El presente ensayo fue escrito antes de haber leído el libro de Posada Carbó, La nación soñada (2006), donde el autor amplía, entre otros, sus puntos de vista sobre el tópico aquí discutido.

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a la ilegitimidad de las instituciones democráticas y de los gobiernos en Colombia. Se pueden detectar, según él, tres factores por los que se niega legitimidad al Estado y a los gobiernos: «la falta de representati-vidad del sistema político, la inefectividad de la acción gubernamental y la falta de confianza ciudadana en las instituciones». Comprendo la preocupación de Posada Carbó cuando se insiste con ligereza en que el Estado es ilegítimo, y comparto con él la idea de que tal actitud puede traer consigo por lo menos dos graves inconvenientes: brindar, de manera indirecta, argumentos a los grupos armados ilegales, y des-conocer abiertamente nuestro pasado, muy rico en esfuerzos por esta-blecer una institucionalidad democrática.

Respecto a lo primero, creo que a la hora de calificar un acto de gobierno como ilegítimo, y de compararlo con una acción política de un movimiento armado ilegal, el estudioso, el analista y el for-mador de opinión deben cuidarse de no incurrir en una simetría relativizadora. Para empezar, no se puede considerar que el cues-tionamiento de la legitimidad de un gobierno, elegido dentro de un marco constitucional como el que nos rige, tenga el mismo valor que el cuestionamiento de la legitimidad de las acciones de la guerrilla. Esta simetría resulta inaceptable por una razón de fondo: es posible, ciertamente, controvertir la legitimidad de un gobierno –como, por ejemplo, el de Ernesto Samper, a raíz del escándalo provocado por una supuesta financiación de su campaña con dineros del narco-tráfico–, pero no hay razones de derecho, ni constitucionales, que permitan derivar de este cuestionamiento uno del régimen electoral o de la institución presidencial. Las razones de ser jurídicas, y la le-gitimidad del sistema electoral y de la institución presidencial, no dependen de la legitimidad de una elección. El caso de la guerrilla y de todos los llamados actores armados es por completo diferente, pues su legitimidad no solo se ve permanentemente cuestionada por la naturaleza inmoral e inhumana de sus acciones, sino que ella, y en general todos los actores armados privados, no tienen una razón de ser fundada en el derecho. «La fuerza –decía Rousseau– no hace derecho». En Colombia, la acción política armada no estatal es ilegítima. Más adelante me referiré a esa tesis que, por desgracia, no es lo suficien temente obvia entre nosotros.

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También comparto la segunda inquietud que Posada Carbó asocia al extendido discurso deslegitimador en Colombia: insistir sin mayor análisis en el carácter ilegítimo de nuestras instituciones democráticas es desconocer de forma irresponsable una larga tra-dición institucional. Llama incluso la atención que frente a muchas de las tremendas sacudidas que ha padecido el país, este conserve un marco institucional relativamente sólido y estable. Es de ad-mirar, por ejemplo, que después de los críticos y muy violentos años de 1989 y 1990, cuando las mafias del narcotráfico le decla-raron la guerra abierta a la sociedad y al Estado, tres candidatos a la presidencia fueron asesinados y muchos militantes del grupo de izquierda Unión Patriótica (UP) eran exterminados, el país se haya embarcado en una reforma constitucional en la que pudieron, en principio, participar casi todos los sectores políticos que actúan en Colombia. El cambio político y constitucional que tuvo lugar en 1991 fue visto por fuera del país –para los que no lo saben– como un modelo de transformación democrática. No debe olvidarse que ese cambio ocurría en una época de muchísimas incertidumbres: se desmoronaba la Unión Soviética y surgían naciones enteras en Europa del este y en Asia central; se iniciaba en 1992 una guerra en Yugoslavia que tuvo origen en una propuesta de cambio cons-titucional por parte de eslovenos y croatas, y que fue rechazada por el régimen neo-estalinista que imperaba en Serbia. En Perú empezaba la aventura de Fujimori, en Argentina la de Ménem, y el coronel Hugo Chávez planeaba su famosa intentona en Caracas. De modo, pues, que sostener que el Estado colombiano es ilegítimo después de 1991 –y aún antes– es, por decir lo menos, irresponsable y fruto de la ignorancia.

No obstante lo anterior, considero que un discurso legiti-mador o legitimista puede ser tan nocivo como la tendencia super-ficial a tener por ilegítimo todo lo que ocurre dentro de los canales constitucionales y democráticos, si ese discurso, primero, no se previene conceptualmente contra una falsa polarización; segundo, no atiende a los criterios más básicos de la legitimidad política y, tercero, no cuenta en sus debates con el fundamento conceptual sólido de la legitimidad, que es –a mi modo de ver– esencialmente

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moral. A continuación expreso mi opinión sobre estos tres aspectos de la discusión sobre la legitimidad política en Colombia.

La falsa polarización

Colombia no es, hoy por hoy un país polarizado. La última polarización seria y real que vivió tuvo lugar durante el gobierno de Ernesto Samper (1994-1998). Los opositores del gobierno exigían su renuncia basados en el argumento de que la prueba de una in-filtración de dineros del narcotráfico en su campaña deslegitimaba su elección, mientras que sus partidarios alegaban que Samper no se había enterado de lo ocurrido y que, aún en el caso de haberlo hecho, no tenía por qué servir de chivo expiatorio por prácticas po-líticas que en Colombia eran corrientes desde hacía años. No faltó quien rechazara la opción de la renuncia del presidente aludiendo a que ella, en ese momento, debilitaría la institución presidencial y crearía un peligroso vacío de poder.

No me interesa discutir en detalle ese penoso acontecimiento de la historia colombiana reciente, en el que, por cierto, el papel des-empeñado por Estados Unidos no fue marginal. Lo que quiero su-brayar es que ni el poderoso influjo del narcotráfico, ni la capacidad de desestabilización de la guerrilla han logrado polarizar a este país. Cierto es que tanto las mafias como la guerrilla han ejercido influencia en Colombia para buscar cambios políticos y reformas jurídicas, pero esa influencia ni ha sido el resultado de una delibe-ración política ni ha contribuido a una polarización significativa del país. Los cambios en el sistema jurídico y penal que facilitaron la entrega de algunos de los capos de la mafia durante el gobierno de Gaviria (1990-1994), y su influjo en la elección de Samper se debían más al miedo o a razones de connivencia pragmática que a una real participación política. Otro tanto puede decirse de la guerrilla. La famosa fotografía de Andrés Pastrana con Manuel Marulanda en plena campaña por la presidencia en 1998 se suele reconocer como una jugada táctica electoral muy eficaz. Pero esto, de nuevo, no tiene que ver con una capacidad de convocatoria política de la guerrilla, sino más bien con el miedo y la saturación del elector frente a la vio-lencia. No hay –repito– una polarización en la Colombia actual.

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Nuestro riesgo más grave consiste en continuar en un proceso de atomización que, en mi opinión, no tiene expresiones políticas sino manifestaciones fundamentalmente violentas, y que se ali-menta del carácter poco institucionalizado de las relaciones hu-manas (lo que algunos llaman la ruptura del «tejido social»), del colapso de la justicia y del deterioro en la educación. Pese a todos los esfuerzos que se vienen haciendo en los últimos años, creo que en los frentes de la justicia y de la educación están los dos flancos más débiles del asentamiento de la institucionalidad. A este fe-nómeno de la atomización, que se da de diferentes maneras en el campo y en las ciudades, no me referiré aquí2. Mi punto es que dos de los factores más desestabilizadores en Colombia: la mafia y la violencia guerrillera, no han logrado polarizar al país. Este es un hecho del que se tiene poca conciencia3.

Por eso comete un error Salomón Kalmanovitz cuando argu-menta de modo polarizado y acre contra la crítica que hace Fran-cisco Cortés a las políticas económicas neoliberales en la reseña que hace del libro que resultó de este primer encuentro (Kalmanovitz, 2003, pp. 80-95). Es obvio que el error no está en el propio contra-argumento, que dice que la estabilidad macroeconómica debe ser privilegiada frente a los impulsos igualitaristas o al crecimiento del Estado, ni siquiera en su brusquedad, sino en la manera como Kalmanovitz parece atribuir la opinión de Cortés al hecho de que comparte premisas con el totalitarismo de izquierda, tradicional detractor de los principios de la economía liberal. ¡Como si no exis-tiera más alternativa que esa a las llamadas políticas neoliberales! Sea de ello lo que fuere, no es realista, ni tampoco conveniente, sugerir una filiación de los críticos de las políticas económicas neoliberales con los agresores del Estado de derecho en Colombia, pues semejante polarización es inexistente. La idea de que el fo-mento de los llamados derechos sociales y de la justicia social debe ser parte constitutiva de un Estado democrático de derecho está

2 Para algo más preciso sobre el tema véase Hoyos (2002, pp. 90-118).3 Sobre el tema ha insistido recientemente Eduardo

Pizarro Leongómez (2004, pp. 59 & ss.).

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ciertamente –y no puede menos que estar– impregnada de incli-naciones ideológicas, pero no creo que en el debate académico y político en Colombia se puedan tener hoy en día esas inclinaciones como principio de legitimación de acciones violentas.

Por la misma razón pienso que fue equivocada la actitud del presidente Álvaro Uribe cuando reaccionó emotivamente contra las ONG en 2003. Esa reacción –como muchas otras intolerantes contra sus críticos– mostró que hay, de parte de Uribe, poco sentido para detectar matices, pues lo hizo a propósito de la publicación casi simultánea de dos informes sobre su gestión, uno escrito por la Plataforma Colombiana de Derechos Humanos, Democracia y Desarrollo, y otro publicado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) (Plataforma, 2003; PNUD, 2003). Apenas una lectura superficial de ambos informes muestra cuán diferentes son entre sí. El hecho de que en ambos informes haya un sesgo crítico respecto de la política de seguridad de Uribe no indica en absoluto que sean producto de una opinión única con-traria al actual gobierno, y mucho menos al Estado de derecho. No me interesa expresar aquí mi opinión sobre estos informes, muy diferente con respecto a cada uno. Lo que quiero sugerir es que ni aun las opiniones contrarias a la actual política de seguridad, y a la política social y económica de este gobierno que se mueven en los medios académicos y respetuosos del orden constitucional se originan en una situación de polarización como la que se puede ver, por ejemplo, en Venezuela. Por tal razón, considero inconve-niente la reacción agresiva de Uribe contra las ONG (contra todas, sin distinción), en parte porque es propiciatoria de una falsa pola-rización.

Pienso, en este mismo orden de ideas, que cuando el profesor Posada Carbó previene contra el riesgo de cuestionar la legitimidad de los actos de gobierno tiene razón si ese cuestionamiento tiene la intención expresa de poner en la misma balanza a los movimientos armados y al Estado constitucionalmente establecido. Pero su pre-vención no se justifica cuando la pregunta por la legitimidad de un acto de gobierno o de un gobierno se plantea desde una pers-pectiva democrática y enemiga de la violencia. Una perspectiva de-

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mocrática y no violenta siempre tendrá el derecho (y en el fondo también el deber) de preguntar por la legitimidad de dichos actos o de dichos gobiernos. En Colombia, en donde ni el narcotráfico ni la guerrilla han logrado polarizar al país en contra de la instituciona-lidad democrática, el ejercicio de ese derecho y la aceptación de ese deber no constituyen un peligro sino más bien un estímulo a favor del principio de que se puede mejorar la vida colectiva a través de la acción política.

Un ejemplo extraído de la actual coyuntura política interna-cional me servirá para terminar de ilustrar esta idea. Según una opinión democrática bastante generalizada en el mundo occi-dental, y bien fundamentada, tanto moral como jurídicamente, somos muchos los que consideramos que la acción militar de Es-tados Unidos en Irak no fue, ni es aún, legítima. Ninguno de los gobernantes o de los intelectuales occidentales y demócratas que ha llegado a esa conclusión aceptaría que su opinión sobre el asunto es equivalente, digamos, a la de los militantes de Al Qaeda, que creen que Estados Unidos no tiene derecho a existir, o que piensan que su régimen democrático es ilegítimo. No por sostener la ilegi-timidad de esa acción político-militar se sostiene la ilegitimidad del régimen constitucionalmente elegido que la emprendió. Cues-tionar la legitimidad de esa acción militar tampoco significa entrar a formar parte de una polarización entre amigos y enemigos de Estados Unidos, pues esa polarización no existe.

En cambio, sí se pueden constatar dos cosas: la primera, que la pregunta por la legitimidad de un acto de gobierno puede hacerse porque esta es algo que continuamente se debe estar probando y fortaleciendo; y la segunda, que el gobernante que confunde a quien pregunta por la legitimidad de un acto de su gobierno con aquel que le niega toda legitimidad está contribuyendo a la creación de una polarización. El error lo cometió, en mi opinión, George W. Bush en aquel aciago discurso de 2002 en el que, al presentar su doctrina de la guerra preventiva, dijo, palabras más, palabras menos: «o están conmigo o están contra mí». No creo estar come-tiendo delito alguno al decir que me parecería espantoso que en Colombia se diera una presentación análoga.

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La polarización, por lo demás, no es por sí misma inconve-niente. Solo lo es cuando uno de los bandos cuestiona la legiti-midad del otro o ambos ponen en entredicho la legitimidad del contrario, y el ánimo deslegitimador logra esparcirse dentro de un conjunto importante de la población. Cuando a esta situación se suma que el resentimiento o el odio mutuo ha llegado a situaciones de no retorno, usualmente por efecto de la violencia, entonces es-tamos frente a una gran tragedia colectiva.

También se debe distinguir con cuidado entre el cuestiona-miento de la legitimidad de un Estado, el de la de un gobierno o de un grupo político, y el relativo a la legitimidad de una acción política. Hay unos principios de legitimidad de un Estado que lo hacen más o menos estable, y que rigen la vida social de una manera más o menos segura y previsible. Las sociedades humanas no pueden vivir en situación de interinidad. Si la legitimidad de las reglas y los principios básicos del ordenamiento constitucional de una sociedad fuera cuestionada permanentemente, o si tales reglas y principios fueran objeto de modificación con cada alternancia en el poder, se tendría muy pronto el caos jurídico y, con mucha segu-ridad, la guerra civil. Un gobierno, en cambio, sí puede y debe ser sometido continuamente a un test de legitimidad. No digo que eso se deba hacer todos los días de la permanencia de ese gobierno en el poder, pues eso también propiciaría el desenfreno colectivo, pero sí que haya una disposición de cada gobierno constitucionalmente elegido a someter sus actos al examen de la legitimidad. Las insti-tuciones encargadas de vigilar que se cumplan las reglas del orden constitucional –las cortes, las procuradurías, las fiscalías y las con-tralorías–, constituyen los mecanismos de examen de la razón ju-rídica de ser de las acciones de los gobiernos y de los grupos de interés.

Criterios básicos de la legitimidad

La respuesta de Posada Carbó a los detractores de la legitimidad del Estado colombiano consiste en mostrar por qué ninguno de los tres criterios de «ilegitimidad» de los que se valen es aceptable. Estos tres criterios son, como dije: la falta de representatividad po-

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lítica, la ineficacia de los gobiernos, y la desconfianza ciudadana en las instituciones. Pienso que la tarea de refutar a quien cuestione la legitimidad de un acto de gobierno o de un gobierno, o de la base institucional colombiana, orientada por la desvirtuación de cada uno de estos criterios, es una tarea fácil. Me parece, por tanto, que Posada Carbó no coge el toro por los cuernos.

Es relativamente fácil, por ejemplo, mostrar que un cues-tionamiento de la legitimidad de las instituciones democráticas colombianas basado en el primer criterio no es aceptable. La repre-sentatividad política en Colombia ha aumentado de forma signifi-cativa a partir de 1991. Los argumentos sobre un sistema político cerrado y excluyente, que tanto se esgrimieron durante la época del Frente Nacional –quizás con algo de razón– no tienen hoy en día la misma validez, y no pueden ser formulados del mismo modo. Esto es cierto incluso desde antes de 1991. La elección popular de alcaldes y gobernadores, y los cambios en el sistema electoral du-rante los últimos años, han contribuido notoriamente a la apertura política en Colombia. Más aún: en Colombia se ha demostrado que hay espacio político para que movimientos independientes y ex guerrilleros lleguen por la vía electoral al poder y asuman la administración.

El grado de éxito o de fracaso de esos gobiernos regionales ha sido dispar, pero eso tiene que ver con la dinámica misma del arte de gobernar y administrar los bienes públicos, recibiendo por ello la sanción o el premio social respectivos, y no se puede atribuir a un supuesto carácter cerrado del régimen político. Después de su ingreso al juego político legal, el M-19 dilapidó progresivamente, como se sabe, un capital electoral del que hasta ese momento ninguna fuerza política de izquierda había gozado en Colombia. Si sus parlamentarios no fueron ratificados en las urnas, no fue por una falta de apertura del sistema político. Con esto no estoy sugi-riendo que los vicios de la política tradicional (el gamonalismo, el tráfico de influencias, la compra de votos, etc.) hayan sido total-mente erradicados en Colombia. Existen aún, en mayor grado en las zonas rurales y semirrurales que en las grandes ciudades, y sobre todo allí donde los grupos armados y narco-paramilitares se cons-

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tituyen en fuerzas activas y amenazantes. Pero nadie puede negar que en Colombia ha aumentado de forma sensible el control sobre esas prácticas, y que el voto independiente ha provocado cambios políticos radicales, no solo desalojando del poder a los represen-tantes de los partidos llamados tradicionales (en Bogotá están prácticamente desterrados), sino generando una nueva cultura electoral. No es, por tanto, correcto –ni honrado– decir que la de-mocracia colombiana es ilegítima por ser meramente «formal», o por no ser representativa y abierta. Que se puede mejorar, es cierto, y que no se debe dar el brazo del control electoral a torcer, también lo es. Pero decir que la imperfecta democracia colombiana es irre-mediablemente cerrada y excluyente es falso.

Para refutar esta apreciación, o apreciaciones similares, se suele citar el caso de la Unión Patriótica. El impune exterminio de sus militantes y de sus dirigentes durante la década de los ochenta constituye, sin duda, una de las tragedias de nuestra generación. Pero no me parece correcto servirse de este evento –uno de los testimonios más vergonzosos de la suciedad y degradación del conflicto colombiano– para desconocer los procesos de apertura política de las últimas dos décadas. Es ante todo incorrecto citar este doloroso evento sin mencionar que el M-19, después de dar clarísimas muestras de estar dispuesto a ingresar al juego político legal, y el Nuevo Liberalismo, que nunca estuvo, ni pensó estar, al margen de la legalidad, también sufrieron el asesinato de sus líderes en medio de una confusión aterradora, en buena parte pro-piciada por la infiltración del narcotráfico en muchas esferas de la sociedad. Cierto es que ni el M-19 desmovilizado, ni el Nuevo Liberalismo fueron víctimas de una aniquilación sistemática de sus militantes, como sí lo fue la Unión Patriótica, pero también lo es que ninguno de esos dos grupos tuvo relaciones ambiguas con los grupos armados, sino que fueron claros, por muy diferentes razones y circunstancias, en no incurrir en la «combinación de todas las formas de lucha». Y eso también se debe tener en cuenta al examinar la guerra sucia colombiana: este, no se ha de olvidar, es un país de galleras; es el país de los hermanos de Ángela Vi-cario.

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La acusación de que nuestros gobiernos son ineficaces tampoco es el mejor argumento para cuestionar su legitimidad. Primero que todo, el aserto de que todos nuestros gobiernos son ineficaces es de-masiado vago. En segundo lugar, la democracia moderna –también la nuestra– cuenta con métodos de sanción relativamente expe-ditos para los casos en que un gobierno es reputado como malo. Por fortuna existe entre nosotros una división efectiva de poderes, y en los últimos años no ha sido excepcional el caso de que un acto o una propuesta del poder ejecutivo sean cuidadosamente anali-zados y evaluados por la Corte Constitucional.

Pero, ¿qué es un mal gobierno? La pregunta, formulada en abstracto, no me parece de fácil solución. Usualmente, somos dados a juzgar esta o aquella acción de gobierno, esta o aquella medida, como malas o buenas, y cuando decimos que un gobierno en su totalidad es malo, lo hacemos considerando el conjunto de sus acciones o de sus medidas, o el grado de improvisación de sus políticas, o el desacierto de lo que ese gobierno ha considerado pú-blicamente como idea rectora. Así y todo, la evaluación global sobre un gobierno no es tarea fácil cuando se trata, obviamente, de un juicio analítico cuidadoso y no es el resultado de una mera opinión de cafetería, por así decir, pues gobernar consiste muchas veces en solucionar problemas urgentes dentro de coyunturas nacionales e internacionales que no estaban previstas cuando se diseñó la po-lítica y se propuso una candidatura.

El país en el que nos ha tocado vivir está lleno de ejemplos de ello. Tomemos el caso de las últimas administraciones de Bogotá. Parecían conducidas por una idea rectora común: defender el es-pacio público como criterio de convivencia ciudadana y demo-crática y como factor de aumento de la calidad de vida, al tiempo que buscaban generar una cultura cívica. Las enormes inversiones en educación y en bibliotecas eran parte de esa política. En 2003, después de nueve años de política continuada en esa dirección, Bogotá había disminuido considerablemente las tasas de crimina-lidad y era considerada como un modelo interesante de desarrollo urbano en el llamado Tercer Mundo. Pero esta es una ciudad en-frentada a un enorme problema de inmigración interna por causa

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del desplazamiento forzado. Este es uno de los factores que más conflictos sociales genera en esta ciudad. Nadie podría negar que la continuación exitosa de las políticas de los últimos años depende, en buena medida, del éxito que se tenga para terminar con el des-madre de la violencia y del caos en muchas de las regiones rurales y semirrurales de Colombia.

Mencionaré otros dos ejemplos. La idea rectora del gobierno de Samper parecía ser una interesante política social. No contó él, sin embargo, con que las negociaciones con la mafia por debajo de la mesa le irían a generar un lío interno y externo tan grande que lo obligó a ocupar la mayor parte de sus esfuerzos y de su tiempo para paliarlo. Más le hubiera valido a ese gobierno –es mi opinión– haber propuesto esa negociación por encima de la mesa, o haber promovido en algún momento de la debacle un debate articulado, claro, conceptual, de alcance internacional, sobre el problema del narcotráfico y su influjo desestabilizador de la democracia. Europa lo hubiera escuchado. En lugar de ello se quedó haciendo maniobras –por debajo de la mesa– para quedarse en el poder a toda costa. Tenemos, no obstante, el Sisben, una creación de su gobierno, resultado de su idea particular de una política social de Estado. No puedo hablar de las bondades del Sisben como experto sino solo como ciudadano curioso y consciente. Por mi contacto con beneficiarios de él puedo decir que se trata de algo que ha ali-viado mucho sufrimiento. Con esto quiero sugerir que este es un buen ejemplo para mostrar que la evaluación de un gobierno en su conjunto debe tener en cuenta más de una variable.

El otro ejemplo es el del gobierno de Andrés Pastrana. Su idea rectora, propuesta en su momento como política de Estado, fue al-canzar la paz con las guerrillas de izquierda. ¿Quién podría negar que esta es una buena idea? Sin embargo, la política de paz del go-bierno de Pastrana estuvo plagada de improvisación y mal manejo, al punto de dejar identificar el sentido de un acercamiento político con la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Co-lombia (FARC), y la consecuente posibilidad de una negociación, con el sentido (y la funcionalidad) de una zona de distensión. Pero el fracaso de esa política de paz no puede ser atribuido solamente

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al gobierno de Pastrana. Bastante responsabilidad les cabe a las FARC, evidentemente. Creo, en todo caso, que la convicción de que toda política de paz es mala porque tuvimos hace poco una mala política de paz puede conducirnos a situaciones aún más dramá-ticas. Insisto, eso sí, en que no es posible, ni correcto, sostener sin más que la totalidad de las acciones de un gobierno es desacertada. Puede que su idea rectora sea equivocada (un gobierno hace, y ob-viamente debe hacer, más que lo que se propone hacer con su idea rectora), o que no pueda ser llevada a cabo por culpa suya o por una circunstancia histórica desfavorable. Gobernar, como todo en la vida, es contingente y hacerlo en este país debe ser terriblemente azaroso. No obstante, existen los mecanismos de control de la de-mocracia representativa, de una división efectiva de poderes y de una opinión pública cada día más calificada para sancionar una acción de gobierno reputada como mala. En esas circunstancias, no me parece aceptable cuestionar la legitimidad de una acción de gobierno, o de la totalidad de un gobierno, solo porque se lo con-sidera malo. La legitimidad de un gobierno no depende de su efi-cacia o de que sea bueno. Creo, nuevamente, que en su refutación de este argumento contra la legitimidad del Estado colombiano y de sus gobiernos Posada Carbó sigue sin coger al toro por los cuernos.

El tercer criterio aludido por los detractores de la legitimidad de las instituciones democráticas en Colombia –también refutado por Posada Carbó– es el de la desconfianza ciudadana en esas ins-tituciones. Aquí tocamos un punto muy delicado. Lo primero que debe ser atendido es que el dictamen de confianza o desconfianza se suele fundar en encuestas de opinión o de percepción. Ocurre a veces, no obstante, que los resultados de las encuestas de percepción van en contra de estadísticas que cuantifican cosas más tangibles. Fue el caso, por ejemplo, de una encuesta hecha al final de la se-gunda alcaldía de Antanas Mockus en Bogotá sobre la percepción ciudadana de la inseguridad. Las cifras sobre esta percepción con-trastaban en forma abierta con los datos que se tenían sobre la de-lincuencia y la violencia. Mientras los ciudadanos «sentían» que la ciudad era muy insegura, los indicadores estadísticos –basados en

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casos registrados y atendidos por la policía– mostraban una im-portante disminución de la criminalidad.

Pero más importante que esto es que al analizar las medi-ciones sobre la desconfianza ciudadana en las instituciones se ha de tener cuidado de no confundir la causa con el efecto. Las medi-ciones sobre la desconfianza ciudadana en las instituciones arrojan cifras relativamente altas, que varían según la institución por la que se pregunta (parece que es baja, por ejemplo, la confianza en el Congreso, alta la que se tiene en la Iglesia católica, ha aumentado en los últimos años la confianza en el ejército y la policía, etc.). Suponiendo incluso que no hubiera un desfase entre la percepción ciudadana y las razones reales de esa desconfianza, es decir, supo-niendo que la desconfianza estuviera siempre justificada, el asunto es que no es correcto utilizar esas mediciones como criterio de legi-timación o deslegitimación, porque ellas son efecto y no causa del carácter legítimo o ilegítimo de la institución. En otras palabras: no es que una institución no sea legítima porque la gente no cree en ella, sino que es más correcto pensar que la gente no cree en ella porque no es legítima o porque no la considera legítima. Con lo cual el criterio de legitimidad, que sería el factor de credibilidad, se sitúa en otro lado. Creo que a Posada Carbó se le vuelve a pasar el toro de largo por no considerar esta diferencia.

Lo delicado de este último punto está en que establece una re-lación entre la legitimidad y la confianza. Y la confianza en una ins-titución sí está ligada a su legitimidad porque es la expresión de una aprobación normativa. Esto me sirve para indicar los criterios que considero más básicos en la legitimidad de un gobierno y de una acción de gobierno. Voy a proponer, por lo pronto, tres: el respeto de los derechos humanos, el control de la corrupción y el respeto por las reglas de juego consagradas constitucionalmente. Quisiera decir que estos son los fundamentales, pero les tengo algo de miedo a esas afirmaciones. Creo, en todo caso, que se pueden sostener con alguna seguridad dos cosas: la primera, que estos criterios son más básicos que los presentados por Posada Carbó por mor de la discusión con el discurso deslegitimador. La segunda, que son criterios de legiti-midad que deben servir como mecanismo de control y vigilancia

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permanente de las instituciones, porque si un gobierno y un acto de gobierno son legítimos, este (el gobierno) debe estar siempre dis-puesto a someterse a su comprobación cuando, democráticamente, se le exija. Con esto quiero decir que la legitimidad de un gobierno no se gana suficientemente (aunque sí necesariamente) en las urnas, sino que debe estar fundada de manera continua, al punto de que una legitimidad ganada por la expresión de la voluntad general en el sufragio universal puede perderse si hay violación comprobada y no controlada de los derechos humanos, corrupción impune y comprobada e irrespeto flagrante de las reglas de juego establecidas constitucionalmente. Es lo que ocurre en algunos regímenes –espe-cialmente parlamentarios, como el alemán– cuando se emite una moción de desconfianza. Colombia cuenta, por lo demás, con el ex-pediente de la revocatoria del mandato, que puede ser usado tanto para sancionar a un «mal» gobierno regional, como para alejarlo del poder si tiene problemas de legitimidad. La Corte Constitucional, repito, también está para eso. Y eso tiene mucho sentido.

La principal y más básica fuente de legitimación política está en la defensa y el cuidado de los derechos humanos. La cultura mo-derna no cuenta ya con la fuente divina de la legitimación. De ahí que el problema de la legitimación política sea esencialmente moral y esté ligado al tipo de razonamiento moral de la modernidad. El respeto de los derechos humanos fundamentales que se hallan in-trínsecamente ligados a ciertas libertades también fundamentales, como la libertad de conciencia y de opinión, y al carácter moral y jurídico de la noción de persona, constituye la condición básica y mínima de la legitimidad política. Sobre las razones de que esto sea y tenga que ser así, es decir, sobre el fundamento de validez de los derechos humanos ha tenido lugar una prolija discusión filosófica en los últimos años4.

No creo necesario entrar en ese debate, pero sí quisiera se-ñalar que entre las cosas más valiosas de él está la insistencia de

4 Véase S. Gosepath & G. Lohmann (eds.) (1998). Sobre la inutilidad de una fundamentación de los derechos humanos, véase Aquiles Arrieta (2002, pp. 219-237).

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algunos en incluir los llamados derechos socioeconómicos básicos como parte de los derechos humanos fundamentales5. La Consti-tución colombiana de 1991 no solo los consagra, sino que incluye, además, los que han sido denominados por algunos «derechos de tercera generación»: los ambientales y los de comunidades. La in-troducción de los derechos socioeconómicos como derechos hu-manos fundamentales debe ser vista como un intento de hacer más completo el ideario liberal y democrático clásico, y no como fuente de inspiración para negarle su legitimidad. Ese fue, en mi opinión, y en la de muchos, uno de los principales errores del marxismo y de otros totalitarismos del siglo XX, y sigue siendo el principal des-acierto ideológico de las guerrillas de izquierda en Colombia.

Los conceptos de derechos fundamentales y de derechos so-cioeconómicos fundamentales están ligados a varias nociones de libertad, o a varias libertades. Es fácil ver, por ejemplo, cómo el concepto de derecho socioeconómico fundamental está ligado al de una libertad positiva, esto es, al concepto de una libertad para, y no tanto de, o sea a la idea de garantizar condiciones materiales que hagan posible el despliegue personal y el desarrollo humano6. Es un error creer que porque el liberalismo clásico –pienso en el de John Stuart Mill y de Wilhelm von Humboldt–, insistió sobre todo en defender el concepto de libertad negativa, es decir, el con-cepto según el cual ni el gobierno, ni la sociedad deben interferir

5 Cuento entre los derechos socioeconómicos fundamentales el derecho al trabajo, a la capacitación, y el derecho de niños, ancianos y discapacitados a ser asistidos por un sistema de salud estatal en los casos en que es necesario. No pretendo que la lista sea exhaustiva, por supuesto.

6 Acerca de la diferencia entre «ser libre para» (por ejemplo, ser libre para moverse, para expresarse, para realizarse, etc.) y «ser libre de» (por ejemplo, ser libre de inclinaciones naturales, libre de culpa, libre de impuestos, etc.) se ha insistido con acierto en el debate filosófico sobre la libertad de la voluntad (Brandom, 1979; Tugendhat, 1990, pp. 373-393). Yo considero complementarios esos dos usos de la expresión «libre». Por otra parte, la expresión «libre» (de y para) solo se usa correctamente cuando se mantiene como un adjetivo y se comprende siempre relativamente. El concepto de una «libertad absoluta», o sea sustantiva (y no adjetiva) es una ficción filosófica. Véase Hoyos (2003, pp. 49-59) y (2008).

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coercitivamente en la esfera privada de decisiones, salvo cuando las decisiones de un individuo afectan los intereses de los otros, y descuidó, por decir lo menos, la llamada libertad positiva, en-tonces debe considerarse que se hallaba equivocado o que no había establecido un criterio importante de la legitimidad política de un Estado y de un gobierno. Este error fue denunciado oportunamente por Isaiah Berlin en su clásico ensayo Dos conceptos de libertad de 1958. El concepto de libertad positiva, o de libertad real, o lo que he llamado «condiciones materiales de la libertad», debe concebirse como complemento y no como supresión de la idea de libertad ne-gativa, llamada despectivamente por algunos libertad formal7. Por la misma razón creo que se comete un grave error cuando se critica la Constitución política colombiana de 1991 aludiendo a que en ella conviven de forma incoherente liberalismo y democracia social. La idea del liberalismo y el concepto de una democracia social son, antes bien, ideas complementarias. Si la defensa de los derechos sociales fundamentales tiene algún sentido es porque está asociada a un concepto de libertad positiva en el que está contenida la idea de las condiciones sociales del despliegue de los seres humanos. Y este concepto de libertad positiva amplía, en lugar de contradecir, el concepto de libertad individual del liberalismo clásico.

Los esfuerzos por orientar los actos de gobierno mediante prin-cipios de justicia social brindan legitimidad porque el incremento de dicha justicia fortalece la democracia. Creo que es incorrecto sostener que la democracia y el liberalismo moderno son ilegí-timos por no favorecer los derechos socioeconómicos, o por estar asistidos por principios mutuamente irreconciliables. El curso de razonamiento correcto me parece, más bien, otro: la democracia y el liberalismo son legítimos por favorecer las libertades funda-mentales; por eso deben incluir los derechos socioeconómicos en sus constituciones políticas, pues esa inclusión garantiza la per-

7 Sobre la complementariedad entre los ideales liberales clásicos y el concepto de derechos socioeconómicos ha insistido también Tugendhat (1998, pp. 48-61). He intentado argumentar, por mi parte, a favor de la articulación de ambos tipos de libertad, la negativa y la positiva, en Hoyos (2007, pp. 167-187).

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durabilidad de esas libertades fundamentales. Tampoco es muy prometedor el argumento de muchos críticos de la democracia li-beral según el cual, puesto que los derechos socioeconómicos no se cumplen, solo son derechos de papel. Una Constitución no es un libro cualquiera: es el que contiene el conjunto de normas que pres-cribe el ordenamiento básico de una sociedad. Parece ser –decía Hume– que los hombres no pueden vivir sino en sociedad y las so-ciedades no pueden existir sin gobierno. Desearía permitirme una modificación en la parte final de esta frase, formulándola así: «las sociedades no pueden existir sin instituciones que regulen las re-laciones de sus miembros». Una Constitución es el ente normativo que afianza ese hecho. Como ente normativo contiene lo que debe garantizar la persistencia de la sociedad, aunque mucho de eso no se cumpla. Una Constitución como la nuestra constituye lo que podría llamarse un fundamento social-racional de la obligación política. Esto quiere decir que todo lo que se haga en el ámbito político debe tender a que se cumpla lo que ella prescribe. Pero el hecho de que no todo lo que ella prescribe se cumpla no representa una base argumentativa para que deje de ser lo que esencialmente es: el fundamento social-racional de la obligación política.

He indicado que el control de la corrupción es otra fuente básica de legitimidad política, también de raigambre moral. Hay un principio racional elemental que consiste en definir al funcio-nario público como empleado al servicio del bienestar y de la con-vivencia de los ciudadanos. Los gobernados aceptamos ser guiados bajo la confianza de que quienes nos gobiernan van a cumplir con ese deber y, en concordancia con él, van a proteger el principio elemental de que los bienes del Estado, que obtenidos a través de sus inversiones y del pago de impuestos, no pertenecen a nadie en particular y están destinados al mejoramiento de la vida en co-munidad. Ésa es la respuesta a la pregunta de Darío Echandía: «¿el poder para qué?». Para defender el juego limpio de los inte-reses, para garantizar las condiciones mínimas de una vida digna y sana. Si el gobernante o el administrador público se desvían de esa función y utilizan los recursos del Estado para beneficio propio, están negando su razón jurídica de ser.

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Una Constitución democrática puede ser entendida como el establecimiento de unas reglas de juego que permitan que los inte-reses de los miembros de una sociedad y los grupos de intereses en los que ellos se asocian (sindicatos, partidos políticos, gremios, etc.) cuenten con garantías de movilidad y desarrollo. Una de esas ga-rantías es la de saber a qué atenerse cuando adaptamos, por así decir, nuestros movimientos y perspectivas de desarrollo a una de las di-recciones que el sistema normativo de una constitución permite. Por esa razón, pierde credibilidad –y legitimidad– un sistema de normas maleable, adaptable a las circunstancias o simplemente a intereses particulares. Un ejemplo diciente de esto es la excesiva adaptabilidad que ha demostrado el régimen penal colombiano en los últimos años. Durante las «negociaciones» con la mafia del nar-cotráfico en el gobierno de César Gaviria, forzadas por el secuestro de miembros de familias prominentes y cercanas al gobierno, se promulgaron decretos que estipulaban el modo como debería darse la entrega y el enjuiciamiento de los capos de la mafia8. Lo que más preocupa de una negociación con los paramilitares –para poner otro ejemplo– es justamente que salga una vez más vulnerado el régimen penal por culpa de unas medidas acomodaticias promul-gadas para paliar una coyuntura particular. El sistema de normas penales no se puede estar modificando cada tres años para resolver situaciones particulares. Del mismo modo, no se puede vivir en estado de excepción; hay que vivir en estado de regla, de norma, y esta, casi por definición, requiere de un mínimo de estabilidad.

La vida, los gustos y las costumbres de los hombres son cam-biantes. Las normas no, y por eso, entre otras cosas, convenimos en que las relaciones humanas sean normadas, pues solo así pueden hacerse previsibles los comportamientos. La estabilidad de la norma es una de las fuentes de la confianza. No quiero sugerir con ello que las normas, e incluso los sistemas de normas, no puedan ser modificados. Justamente esa es una de las ventajas del sistema de-mocrático: que se funda en normas autorreflexivas que pueden ser

8 Del accidentado itinerario de estos cambios jurídicos da detallada cuenta Gabriel García Márquez en Noti cia de un secuestro (1996).

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revisadas y modificadas. Lo que no es viable, me parece, es que un sistema de normas no pueda gozar de un mínimo de estabilidad. Lo más grave en esto es que la propuesta de cambio no sea ampliamente concertada –como sucedió cuando la Asamblea Constituyente mo-dificó la Constitución colombiana en 1991–, sino que aparezca a los ojos del elector como una modificación que obedece a un interés personal o de partido, por más bien intencionados que sean, o que está llamada a resolver un problema coyuntural. Es grave que la norma se ajuste continuamente a las personas o a los grupos, en vez de que los intereses de grupo y de personas se ajusten a la norma.

Como muchos otros, creo que en Colombia entramos a una zona gris con la aprobación de la reforma constitucional que per-mitió la reelección inmediata. Colombia no se había salvado de tener «malos» gobiernos, pero sí se había escapado de la aventura mesiánica que tanto dolor ha causado en Latinoamérica. He dicho que un gobierno no puede ser considerado ilegítimo por ser tenido como un mal gobierno. Lo grave del modo como la reelección inme-diata se abrió paso es que, al alterar las reglas de juego establecidas constitucionalmente para favorecer a una persona, sí parece estar atentando contra un principio esencial de la legitimidad política. El argumento de que se trata de un «buen» gobierno, por supuesto, tampoco legitima ese paso. En todo caso, es un paso innecesario que genera desconfianza. Imagínense un país en el que cada go-bierno propusiera enmiendas a la Constitución para facilitar (ya sea con buenas intenciones, ese no es el punto) su permanencia en el poder. Este sería un país expuesto al debilitamiento permanente de su base institucional.

Pienso que la institucionalidad democrática colombiana –y la de sus gobiernos– aprueba un examen sobre la legitimidad, toda vez que se logra comprobar el esfuerzo permanente en el cumpli-miento de los tres criterios que he considerado más básicos para definir la legitimidad política: el respeto de los derechos humanos, el control de la corrupción y el respeto de las reglas de juego con-sagradas constitucionalmente. Hacer un examen de la legitimidad del Estado colombiano y de las acciones de sus gobiernos sobre la base de estos tres criterios no me parece ni excesivo, ni utópico,

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ni animado por un propósito deslegitimador. Antes bien, creo que debe ser tenido como parte de la tarea de fortalecer continuamente la institucionalidad democrática.

Ninguna acción armada por fuera de la ley, esto es, adversaria del principio estabilizador de un monopolio de la fuerza por parte del Estado, puede ser tenida actualmente como legítima en Co-lombia. La razón principal a favor de ese sencillo dictamen está en que toda acción violenta ilegal bloquea aún más el despliegue de la vida social y genera más caos y más desconfianza. Y la con-fianza –para servirme de una expresión de Jon Elster– constituye el «cemento de la sociedad». Me parece que Colombia es en la actualidad un país receptivo y necesitado de la revitalización de la institucionalidad democrática mediante el fortalecimiento del Estado legítimo. No hay crisis de legitimidad de las instituciones democráticas en Colombia, pero sí existe la urgencia de renovar y fortalecer la credibilidad en la autoridad: en una autoridad téc-nicamente adiestrada, o sea, modernizada y capaz de enfrentar los difíciles desafíos de una sociedad compleja en un mundo muy complejo y no libre de riesgos; en una autoridad honrada y cons-ciente del beneficio que la complementariedad entre el estímulo de la libertad individual y el cuidado de los derechos sociales más bá-sicos traen para el desarrollo de un proceso social creativo y grato. No se trata, por fortuna, de empezar desde cero, o de dar un dra-mático «revolcón». Se trata, más bien, de continuar avanzando por un camino ya abierto desde hace algo más de una década.

Justificación & legitimidad

La idea principal de este escrito es que la legitimidad política es en esencia normativa y moral, y que la legitimidad, así entendida, debe caracterizar toda acción política de un grupo que pretenda representar un conjunto de intereses, todo acto de gobierno, y todo gobierno. Asiste a todo gobernado un derecho originario de preguntar por la legitimidad de los actos del gobierno porque ha confiado a este su destino. Como lo he sugerido, este cuestio-namiento debe ser diferenciado: no es lo mismo preguntar por la legitimidad de un acto de gobierno, que preguntar por la de un

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gobierno o por la de un Estado. Con todo, las instituciones sobre las que descansa la organización social deben poder ser sometidas a un examen sobre la legitimidad. Si ellas están bien aseguradas moral y jurídicamente, no tienen por qué temer. Quisiera en esta parte final amarrar esta opinión sobre la legitimidad, que he ex-presado valiéndome de un comentario crítico a los puntos de vista del profesor Eduardo Posada Carbó, con una reflexión de índole eminentemente filosófica.

Es muy frecuente ver en la historia que un régimen político o un grupo de agentes políticos hacen depender su legitimidad de un hecho de los que se suelen llamar históricos. Los regímenes comu-nistas de Europa del este, por ejemplo, basaban su legitimidad en el triunfo militar sobre el fascismo. Las FARC se refieren todavía al bombardeo a Marquetalia por parte del ejército colombiano, y al legítimo derecho de defensa que las asistió. En realidad, muchos acontecimientos históricos tienen ese carácter de relato y mito fundacional con un poder simbólico legitimador: la Revolución Francesa, por ejemplo, nuestra guerra de independencia, la procla-mación de la independencia norteamericana, el desenlace que tuvo allí la guerra de secesión –que no favoreció a los esclavis tas, menos mal que mi Dios es muy grande (pero aún no sabemos si mi Dios es Alá. Ojalá no)–. Pienso que estos relatos legitimadores son en rea-lidad justificaciones ideológicas por las que todo el mundo puede optar y que a lo mejor todo el mundo necesita. Lo que, con todo, deseo sugerir es: 1) que la justificación ideológica es una subclase de la justificación teórica, 2) que ella no puede hacer las veces de legitimación política, y 3) que es deseable y necesario que la legi-timación política no descanse en una justificación ideológica, sino que debe depender de criterios morales, independientes de toda explicación teórica, racionales y tan universales como sea posible.

Cuando tenemos una explicación completa de un suceso podemos decir que tenemos una justificación teórica completa de él. Podemos decir, por ejemplo, que la malaria es causada por un parásito, el plasmodium falciparum, que contagia en los pan-tanos y aguas sucias de las zonas tropicales –su hábitat natural– a un zancudo hembra, identificado como anopheles, el cual se en-

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cuentra, por causas alimenticias, atraído por la sangre humana y que, en procura de esa sangre, pica a los hombres y, al picarlos, in-troduce en su torrente sanguíneo al fatal parásito. Ese parásito, que hasta entonces vivía en el organismo del anopheles, encuentra en la víctima humana condiciones óptimas (en sentido darwinista) de reproducción. La malaria, su origen y su naturaleza, pueden ser ex-plicadas con bastante seguridad, y en el campo de la investigación médica hay criterios experimentales y de otra índole que permiten distinguir la anterior explicación, como justificación teórica com-pleta, de un relato cualquiera. Antes de contar con esa explicación, mucha gente creía que a uno le daba malaria por dormir siesta en una hamaca. Lo que ocurría es que las hamacas se colgaban usual-mente en los pasillos de las fincas o en sitios descubiertos de las zonas de riesgo y que la persona dormida al aire libre estaba más expuesta a ser picada por los zancudos que el que no dormía la siesta, o no la dormía al aire libre. El relato de la hamaca puede valer como justificación; pero no solo no es una justificación com-pleta –comparada con la primera– sino que es una justificación imperfecta. No es una verdadera explicación.

Infortunadamente, las justificaciones teóricas completas y las explicaciones satisfactorias son más difíciles de procurar en las lla-madas ciencias sociales. Hay quienes creen incluso que es impo-sible darlas. No me voy a meter aquí en las razones para ello, que también han dado lugar a enormes discusiones, pero sí quisiera indicar al menos dos, que me parecen plausibles: parece ser que la dificultad de dar explicaciones o justificaciones teóricas completas en las ciencias sociales tiene que ver con el carácter mismo de la agencia humana. El sueño, con pretensiones justificativas y expli-cativas, de muchos teóricos de la economía y de los utilitaristas consistente en definir, de una vez por todas, la agencia humana ra-cional como aquella orientada unívocamente por la maximización de condiciones individuales de bienestar, no parece haber sido más que eso: un sueño, una ilusión teórica. No puede aceptarse, al pa-recer, que el agente humano procura siempre la maximización de su propio bienestar, del mismo modo como se acepta que un ano-pheles hembra nos pica por una necesidad alimenticia y al hacerlo

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nos inocula un parásito que nos puede matar. Por otra parte, en la búsqueda de explicaciones teóricas en las ciencias sociales resulta inevitable que quien explica esté relacionado de muchas maneras –muchas de ellas no desinteresadas– con el explicandum. Y me basta cualquiera de las dos opciones para creer que en las ciencias sociales es más difícil distinguir las explicaciones satisfactorias de los relatos. Creo que este fenómeno es el que ha alimentado el desenfreno posmodernista, que estimuló notoriamente hace unos años la empresa editorial, y también la mediocridad, por cierto.

Pues bien, pienso que la justificación ideológica está empa-rentada muy de cerca con la explicación en ciencias sociales. Las pretensiones de justificación de la creencia ideológica se basan en una aspiración de explicación teórica completa sobre la agencia humana y sobre la acción política. «¿Por qué secuestra?», pre-guntamos al guerrillero comunista: «No es secuestro –dice él– es retención, y lo hago como forma de que esta persona pague un im-puesto obligatorio para financiar la guerra. ¿No mete acaso el go-bierno a la cárcel a los que no pagan impuestos? Pues es lo mismo. Además, secuestramos a los ricos. Nuestra lucha política es a favor de los pobres y los ricos son ricos a costa de los pobres».

Una justificación así tiene pretensiones explicativas. Eviden-temente, no se puede sostener que los ricos son ricos a costa de los pobres, o porque hay pobres, con la misma seguridad con la que se afirma que la malaria es causada por la picadura de un zancudo hembra, el anopheles, contagiado por el plasmodium. Hay con se-guridad unas explicaciones de la pobreza mejores que otras, pero no me parece aceptable que, teniendo la mejor explicación, po-damos resolver el problema de la pobreza con una fórmula ni si-quiera parecida a la de una vacuna contra la malaria. Por lo demás, aun los medicamentos más benignos tienen efectos secundarios. La quimioterapia, por ejemplo, quita el cáncer pero destruye en muchos otros sentidos al paciente. En lo que a la malaria se refiere, sabemos que ni siquiera el completo conocimiento de la causa nos ha servido aún para destruir el efecto.

Supongamos, sin embargo, que tuviéramos la explicación completa de la pobreza. Vayamos más lejos aún: supongamos que

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la justificación teórica del guerrillero arriba figurado sea completa. ¿Podría hacer esa justificación teórica las veces de legitimación de su acto? Mi respuesta es: nunca. Porque hay procedimientos de re-tención, llamada encarcelación, sancionados por el derecho, en los que se aplica el debido proceso, el derecho a la defensa y demás. Y el secuestro no es una retención que ofrezca ninguna de esas garantías. Pero no solo por eso, sino principalmente porque las justificaciones teóricas (aún las «completas») no pueden ocupar el lugar de la le-gitimación, ni ofrecérnosla satisfactoriamente. Tenemos aquí un asunto crucial, en el que se nos va la vida a los filósofos, relacionado con eso que algunos han llamado inconmensurabilidad, pero que a lo mejor tiene unas raíces más hondas, que tocan algo muy ligado a lo que me permitiré llamar la condición humana. Me refiero a la im-posibilidad de reducir el lenguaje normativo al lenguaje descriptivo y explicativo. Es eso lo que hace aún grande a Kant: una de las prin-cipales consecuencias de su filosofía, si no la principal, consiste en sostener que explicar, incluso comprender, no justifica moralmente, no legi tima, porque no sabemos lo que el hombre es, ni podemos esperar saberlo para exigirle responsabilidad por lo que hace.

Digo que esto se emparienta con lo que algunos filósofos han llamado inconmensurabilidad, porque en relación con la agencia humana y sus consecuencias sociales parece necesario el uso de un lenguaje normativo que no se deja de ningún modo reducir a un lenguaje descriptivo, explicativo o teóricamente justificativo9.

9 La idea de que el lenguaje explicativo y descriptivo y el lenguaje normativo son irreductibles entre sí está estrechamente ligada a la famosa reflexión de G. E. Moore (inspirada en Hume) de acuerdo con la cual quien deriva el «debe» del «es», o intenta dar una definición de «bueno», incurre en lo que Moore (1997, pp. 87 & ss.) denominó una falacia naturalista. De un tiempo para acá se ha vuelto estándar en la filosofía el rechazo de la falacia naturalista. Entre las versiones más conspicuas de ese rechazo están las de John Searle y Alasdair MacIntyre. Searle (1986, cap. VIII) sugiere que si dentro de lo que «es» también se cuentan los llamados por él «hechos institucionales» y no solo los «hechos brutos» o físicos (los únicos que en realidad tenía en mente Hume), entonces no hay dificultad en derivar el «debe» del «es». MacIntyre (1985, pp. 56 & ss., 204 & ss.) cree, por su parte, que si contamos con un concepto funcional, teleológico, de la naturaleza

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Cuando pregunto al guerrillero: «¿por qué secuestra?», exijo un fundamento de legitimidad, no un motivo psicológico o una in-cierta causa sociológica. La necesidad de independizar la legiti-midad, solo dictaminable moralmente, respecto de la justificación teórica e ideológica, permite afirmar con alguna seguridad que no es cierto que el fin justifique los medios. ¿Quién no quiere, por ejemplo, la seguridad ciudadana? ¿Quién no quiere, incluso, la se-guridad ciu dadana como política de Estado? Un poco de sentido común hace ver que sin seguridad ciudadana no hay paz, y sin esta no hay condiciones de progreso y de vida amable. En su prodigiosa articulación de esta intuición del sentido común reside la grandeza de Hobbes. Pero este fin no justifica (en sentido práctico o moral), vale decir, no legitima, todos los medios. Si una política de segu-ridad no es respetuosa de los derechos humanos, no está dotada de legitimidad. Eso es una desgracia de nuestra época, y no solo de la vida en Colombia: después del 11 de septiembre de 2001, la segu-ridad ha prevalecido sobre la libertad y sobre el derecho10.

humana, tomado de la concepción aristotélica de las virtudes, podemos abandonar sin inconvenientes la dicotomía «es-debe», uno de los tantos vicios de la modernidad, según él. Creo que mi sugerencia no colisiona con estas dos propuestas, con independencia de que se acepten o no. La propuesta de Searle puede ser considerada como un intento de distinguir dos tipos de hechos (los institucionales y los brutos), y de demostrar que los unos no son reducibles a los otros. En lo que a MacIntyre se refiere, creo que él estaría conforme con que su definición funcional y teleológica de la naturaleza humana ni tiene un asiento en la descripción biológica del hombre, ni lo necesita. Se trata, en realidad, de una definición normativa.

10 Ciro Roldán (en este volumen) ha defendido la idea de que la seguridad es la fuente de la legitimidad. Si no contamos con otra fuente de la legitimidad política que la seguridad, es completamente inadmisible –para él– que la seguridad ciudadana quede en manos privadas. Pero si la seguridad, sin más, es la fuente de la legitimidad, ¿cómo contrarrestar –me pregunto– una política de seguridad ciudadana que promueva la autodefensa privada? No veo otro camino que haciendo depender las políticas de seguridad de criterios de legitimidad más básicos y no al contrario (la legitimidad de la seguridad). Que la seguridad ciudadana debe estar en manos del Estado es lo legítimo y no, en cambio, que dependa de la autodefensa privada. Y esto es así, simplemente, porque el principio del monopolio de la fuerza por parte del Estado es la más

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Quisiera, para terminar, volver a mi guerrillero heroico, a mi guerrillero lleno de justificaciones y de explicaciones, confiando en que mis aclaraciones previas no produzcan en demócratas como el profesor Posada Carbó la irritación que –no sin razón– les pro-ducen los tratamientos relativistas, o paralelos, de la ilegitimidad de los actos políticos de los grupos armados y los del gobierno democráticamente constituido. «¿Por qué –podría preguntar mi guerrillero imaginario– un procedimiento de encarcelación respe-tuoso del debido proceso, del derecho a la defensa, etc., sí es, en contraste con mi retención con fines revolucionarios, legítimo?». Creo que la respuesta tiene que ir en la siguiente dirección: porque está fundado en la comprobación de un delito y tiene por objeto la protección de la sociedad, y porque está también fundado en la idea de que quien es acusado y condenado es persona. Y persona significa sujeto de derechos universales irrenunciables: el respeto a su integridad física, a su capacidad de defenderse y a su capacidad de ser imputado. Cuando no podemos constatar ninguna de estas dos últimas capacidades, la jurisprudencia legítima recomienda apelar a la psiquiatría, no a la mazmorra. Por eso su justificación ideológica, completa o incompleta, no legitima, porque no cumple con un requisito moral universal de legitimación: el respeto de los derechos más fundamentales de las personas.

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expedita manera de controlar la generalización de la violencia y el crimen. Este es un principio social pragmático, pero también normativo: si la seguridad ciudadana está en manos de instituciones armadas estatales confiables, la vida será más segura y la seguridad más duradera.

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Los dilemas de legitimidad & seguridad de la soberanía estatal

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A los enemigos la ley, a los amigos el favor.(Dicho latinoamericano).

Introducción

El objeto de esta ponencia gira en torno a la cuestión del vínculo de legitimidad y seguridad del Estado en general, y del nuestro en particular, con el fin de esclarecer los dilemas nacidos de su débil so-beranía. Así, se busca el origen de los dilemas planteados desde los cronistas de Indias como propios de una aguda debilidad estatal pa-decida desde la Colonia. El problema es: ¿existe un Estado protector de la vida y seguridad públicas, capaz de reclamarse legítimo al cumplir la función de brindar la paz por el monopolio de la fuerza?

El enfoque parte de Thomas Hobbes en cuanto este planteó la relación de seguridad y legitimidad como la base del Estado de de-recho. Así parece enunciar la fórmula inicial del dilema: o el Estado existe como fuerza garante de seguridad o no existe como tal, y por ende no es legítimo (Schmitt, 1996, p. 46). La tesis de Hobbes pone en el centro de la legitimación estatal un derecho y no un deber. Mas su novedad no se reduce a la pura antinomia establecida por Carl Schmitt entre Estado legítimo, basado en las leyes naturales de la paz, y estado de naturaleza, donde reina la inseguridad de la guerra. No basta constatar la existencia del Estado fundada en una

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decisión de paz del soberano; se necesita mostrar que el Estado solo rige si se acoge al criterio de legitimación impuesto en las leyes na-turales en cuanto el soberano se obliga a acatarlas como reglas de paz sin permanecer ajeno a ellas -o legibus solutus-, como sí lo es ante las leyes positivas.

Esta base teórica anuncia que en ausencia de ley ocurre un vaivén estatal oscilante entre la seguridad privada del derecho natural de defenderse, y la seguridad pública atenida a la ley na-tural de defensa común. Dicho marco teórico -la legitimidad dura mientras rija la seguridad- corresponde al marco histórico de con-formación del Estado-nación, mediante fuerzas centrífugas cau-santes del tránsito entre autoritarismo y anarquía. Este suspenso es un espacio de tiempo indefinido donde la soberanía está en vilo. El Estado de interregno provoca dilemas internos y externos. La seguridad se privatiza y se reducen espacios de seguridad pública mientras se buscan soluciones privadas a lo público, y se generaliza la sensación de que «cada uno está por las suyas».

Legitimidad & seguridad pública;

legalidad & seguridad privada

La premisa inicial sustenta que toda pretensión de legitimidad estatal requiere para su sostenimiento el que reafirme su persistencia y contribuya a sostenerse según los medios apropiados para su do-minación. Esto quiere decir, en términos hobbesianos, que la legiti-midad estatal funciona como seguridad para todos o no funciona: «Si funciona me garantiza mi propia seguridad y mi existencia física, a cambio de lo cual exige obediencia incondicional a las leyes que presiden su funcionamiento» (Schmitt, 1996, p. 44). Por tanto, su-ponemos que la legitimidad se funda y funciona a la vez en relación con la soberanía protectora estatal. Y esta soberanía debe ser única. El Estado deja de ser una suma de poderes desde el momento que un tercero -el soberano- reemplazó la cadena de alianzas privadas encarnadas en poderes que mezclan seguridad pública y privada en el promiscuo sistema de defensas feudales (pp. 68 & 74).

Es mérito -también de Hobbes- haber encontrado la re-lación entre legitimidad y legalidad en un Estado de derecho.

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Este encuentro feliz del Estado con la legalidad ha sido celebrado por críticos de derecha e izquierda -como Schmitt y Ferdinand Tönnies- quienes lo ven como el precursor del moderno Estado de derecho y el autor de esa reacción ante el elemento derecho cuando se presenta en el Estado de agregación de legalidad estatal. Así, co-inciden en señalar que todo Estado es de derecho en cuanto un Estado legítimo no puede acoger ningún derecho extraño o con-trario al Estado mismo. En sentido estricto, el Estado de derecho solo se constituye cuando es producto de un Contrato y obra como derivado del consentimiento de sus miembros como Estado insti-tuido e institucionalizado (conmonwealth by constitution), al que también puede llamarse Estado de derecho constitucional. Ese mo-mento de institucionalización supone una asamblea constituyente que ponga en funcionamiento la nación.

Este concepto de legitimidad como fuerza que subsume la le-galidad a través de una Asamblea constituyente que se origina en un Estado de derecho es el que permite acoger el teorema de Hobbes como más adecuado que el de Jean-Jacques Rousseau para entender esa relación. La razón teórica es la de haberse limitado a la mera existencia del Estado de derecho como forma de salida de la anomia hacia el status civilis, sin el eterno retorno al estado natural, y a la Asamblea constituyente como fuente permanente de legitimación. Contrario a Rousseau, quien no sanciona ninguna constitución ni forma de Estado como definitiva, pues «convierte la revolución en institución», como producto perdurable del estado de naturaleza, y por eso siempre necesita volver a su fuente constituyente para legi-timarlo, Hobbes aspira a su absoluta negación y supresión en el status civilis real y perfecto.

En síntesis, el planteamiento de Hobbes considera la legiti-midad como perteneciente al ámbito de la titularidad o soberanía de un poder fundado en un consentimiento, mientras que la lega-lidad pertenece al ámbito de los atributos o requisitos positivos del poder. De modo que el poder legítimo exige un consensus omnium, mientras el legal atañe a un poder de sanción racional que se ejerce de acuerdo con las leyes positivas. La legitimidad es un concepto perteneciente al ámbito de la racionalidad valorativa, mientras la

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legalidad pertenece al ámbito teleológico. Hobbes fue el primero que teorizó acerca de la legitimidad como un valor superior de de-cisión, mientras que consideró la legalidad como un instrumento del poder supremo. La legitimidad pertenece al reconocimiento dado por el consentimiento al delegar un poder soberano, mientras que la legalidad es forma positiva que adquiere el poder cuando traduce sus ordenamientos a leyes civiles. El soberano está sujeto a leyes naturales legitimadoras pero no a leyes civiles, instrumentos de puro poder.

Las leyes positivas adquieren fuerza y validez porque emanan del poder legítimo soberano. Esta fuente de legitimación está es-trechamente vinculada a la evolución del concepto de constitución del Estado de derecho iniciado por Hobbes. La ley se convierte en decisión y mandato en el sentido de motivación coactiva, psi-cológicamente calculable. Se convierte, según Max Weber, en la probabilidad de imponer obediencia. Con el tiempo esta relación de dependencia o subsunción entre legitimidad y legalidad fue subvertida por el llamado legalismo constitucional que sustrajo esos poderes al control de la legitimidad y los convirtió en fines en sí mismos. La legalidad sustituyó a la legitimidad hasta llegar a transmutarse en poder indirecto. Indirecto, vale tanto como decir «poder que se ejercita sin riesgo propio» o, en términos de Jacob Burckhardt, «por medio de poderes temporales que han sido mal-tratados o humillados» (Schmitt, 1996, p. 7). Es propio de un poder indirecto perturbar la plena coincidencia entre mandato estatal y peligro, poder y responsabilidad, protección y obediencia, am-parado en la irresponsabilidad de un gobierno indirecto, pero no es menos intenso, obtener todas las ventajas sin asumir los peligros del poder político.

Así, la relación entre un Estado de derecho constitucional basado en una soberanía unitaria del poder público sobre lo legal queda sustituida por un poder legalista que separa su órbita po-sitiva de la soberanía legítima. La legitimidad pública se separa de la esfera legal, cuyos poderes indirectos intentan reemplazar el poder soberano constituido. La voluntad unitaria de un Estado se fragmenta cuando se introducen en su ordenamiento poderes in-

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directos que disocian la unidad entre poder y responsabilidad. Esta disociación intenta reordenar la voluntad unitaria del dominio público y privado cuando se le conceden atribuciones delegadas a poderes indirectos que asumen una especie de gobierno sobre bienes comunes sin asumir los peligros del poder público. Tal es el camino que conduce a la disolución del Estado legítimo cuando este renuncia al monopolio de la fuerza y entrega el ejercicio de la seguridad a poderes indirectos. Hobbes lo dice así:

Los sistemas irregulares por naturaleza como las ligas, y a veces la mera concurrencia de gentes, sin nexo de unión para realizar un designio particular, ni estar obligados uno a otro, sino procediendo solamente por una similitud de voluntades e inclinaciones, resultan legales e ilegales según la legitimidad de los diversos designios particulares humanos que en ellos se manifiestan. Este designio debe interpretarse según los casos. Como las ligas se constituyen comúnmente para la defensa común (que no es sino una liga que reúne a todos los súbditos), en la mayoría de los casos son innecesarias, y traslucen designios ilegales; son por esta causa, ilegales, y se comprenden por lo común con el nombre de facciones o conspiraciones (Hobbes, 1982, p. 193).

¿Salida de la anomia por contrato

de seguridad o libertad?

El diagnóstico de la anomia hecho por el constitucionalista Carlos Gaviria como componente básico de nuestra normatividad no se compadece con su pronóstico o remedio a dicho mal.

La anomia -dice- es la carencia de normas [y aquí precisamente lo que decimos es que padecemos del mal contrario, del exceso de normas] capaces de controlar eficazmente y por canales civilizados, la conducta de los colombianos. Y no se trataba simplemente de una anomia jurídica o que las normas jurídicas resultaran ineficaces, no, era una anomia moral, una anomia en todos los órdenes normativos que regulan la conducta humana (Gaviria, 2002, p. 20).

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A renglón seguido, dicho autor celebra como el mayor logro de nuestra Constitución de 1991 el haber propiciado la ruptura con esa anomia por medio de una salida hacia el estado civil con au-tonomía moral, como el propuesto por Rousseau en su Contrato social. La anomia se rompe con la pura autonomía moral. Esta es su paradójica solución:

Aquí quiero destacar una de las características que rescato de la Constitución. Cuando hablo de esta situación anómica siempre la he vinculado con el estado hobbesiano de naturaleza, la guerra de todos contra todos, el hombre como lobo para el hombre, y me parece que esto lo captó la Constituyente de 1991. Eso también lo decía el profesor Pécaut. Sin embargo, algo que parece paradójico pero que para mí mereció un aplauso, es que el Constituyente de 1991, a pesar de haber percibido esa situación, ese estado de naturaleza, aún cuando fuera de manera laxa, no hizo una propuesta hobbesiana, sino una propuesta rousseauniana; porque todos sabemos que ese pesimismo antropológico hobbesiano, ese pesimismo ante la naturaleza del hombre, lo que sigue es la postulación de un gobierno fuerte, tiránico, porque es la única manera de gobernar la naturaleza egoísta del hombre, para Hobbes, es ésa. Sin embargo, Rousseau postula lo contrario, que el hombre es bueno por naturaleza y que lo que lo daña es precisamente el encadenarlo como ocurre principalmente con el Estado, especialmente el Estado autoritario. Rousseau no postula un regreso al estado de naturaleza, que es imposible, pero sí una recreación de circunstancias parecidas a aquellas en que el hombre vivía en estado de naturaleza. ¿Y cuáles eran esas circunstancias? ¿Qué era lo que determinaba para Rousseau que el hombre fuera bueno? Precisamente que era libre y por lo tanto lo que había que hacer era reproducir el Estado en situaciones parecidas a esas (Gaviria, 2002, p. 21).

La paradoja se soluciona, entonces, de manera moral porque -según diagnóstico del autor- la anomia obedece ante todo a causas de educación moral por imposición de dogmas. Esa edu-cación impositiva tuvo el efecto de producir sujetos heterónomos,

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esto es, cargados con normas impuestas desde afuera sin posibi-lidad de aceptación voluntaria. Basta crear entonces otro espacio normativo de garantías jurídicas mediante una constitución au-tónoma para que se recupere la confianza y aceptación de la ley. Las libertades positivas generan una legitimación por participación di-recta en su elaboración y aplicación legal. La cuestión de fondo es la salida de la anomia por la simple toma de conciencia del sistema impositivo de normas para superarlo mediante adopción de otro participativo. Las normas foráneas impuestas por formas de repre-sentación indirectas se rompen por participación directa y activa (Gaviria, 2002, p. 22).

Este planteamiento se contradice cuando afirma que la única forma de generar esos sujetos morales postulados como gestores de paz se da como producto de crear un ambiente propicio para su emergencia, y este es el ambiente de Paz. «Pues la paz es deseable porque es el único ambiente dentro del cual la persona puede afir-marse como sujeto moral y por lo tanto como titular de derechos y obligaciones» (Gaviria, 2002, p. 22). Luego el problema debe plantearse al revés: primero está la creación del ambiente, y tras crear las circunstancias propicias, podrá surgir un sujeto moral autónomo. Ocurre así al no poder crearlo por decreto impositivo constitucional sino por la existencia de una fuerza común -el Estado protector- capaz de hacerlo viable por el ejercicio del de-recho mediante posible coacción. Y concluye: «Solo podemos ser titulares de esos derechos en un Estado de Paz» (p. 22).

La proclama final del autor basta para determinar que la salida de la anomia solo se logra cuando se rompen los dilemas que pesan sobre la seguridad y la legitimidad por un tratado de paz. Esos dilemas surgen como productos de circunstancias históricas, ges-toras de tensiones dialécticas entre el derecho natural -seguridad privada-, y la ley natural -seguridad pública-. El derecho natural reina cuando «a todos les es lícito tener y hacer cualquier cosa», o sea, cuando la inseguridad es común. Hobbes admite la posibilidad de influir sobre el hombre por medio de la coacción y la educación, pero no se hace grandes ilusiones sobre la naturaleza humana. Su antropología pesimista anticipa la tesis de que el hombre es «una

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insociable sociabilidad». Esta insociabilidad le viene de que es un «animal movido por la angustia y por el hambre presente y futura ( fame futura famelicus)» (Schmitt, 1996, p. 35). Quiere esto decir que los hombres, por motivos de prestigio o poder, pueden si-tuarse contra la razón tantas veces cuantas la razón esté en contra de ellos. En cuanto más peligroso resulta este «individuo asocial», mayor es la fuerza con que siente la necesidad de que se concluya una paz general. Por fortuna, los hombres no son lobos puros sino seres dotados de inteligencia o lo que él denomina recta razón, que no es otra cosa que la capacidad de raciocinio. Aunque esta recta razón no sea infalible, basta para los propósitos de hallar la ley natural y reconocer que las obligaciones para con los demás son necesarias para la propia conservación. En el fondo, la razón no es otra cosa que una manera de calcular las pasiones de modo que el peligro aparejado por el carácter rebelde del individuo, su egoísmo, pueda ser vencido con la ayuda de la razón que opera como mera convicción que le dicta lo que ha de hacer u omitir para la conser-vación, de ser posible duradera, de la vida y la integridad física del individuo.

Así, la salida de la anomia no se da por un acto voluntario o por un mero decreto de la virtud moral, sino por leyes descubiertas por la razón, que calcula su potencia de prolongarse o de darse una seguridad estable. La recta razón surge como prolongación nece-saria del instinto de conservación duradero de la especie humana: «Porque los pensamientos son, con respecto a los deseos, como es-cuchas o espías, que precisa situar para que avizoren el camino hacia las cosas deseadas. Toda la firmeza de los actos de inteli-gencia y toda la rapidez de la misma proceden de aquí» (Hobbes, 1982, p. 50).

Lo anterior se convierte en que la razón sugiere a los hombres normas adecuadas de paz a las cuales pueden llegar por mutuo con-senso. Por ende, la recta razón tiene como resultado una primera y única ley fundamental: «Hay que buscar la paz donde pueda darse y, donde no, buscar ayudas para la guerra» (Hobbes, 1993, p. 23). De ella se deriva la primera ley especial según la cual «no debe mante-nerse el derecho de todos a todo, sino que algunos derechos deben

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transferirse o se debe renunciar a ellos» (p. 23). En síntesis, la salida de la anomia se produce ante la necesidad de salir por miedo a la inseguridad común, y apelar a la razón como auxilio para evitar la muerte.

El motor principal de la salida de la anomia -o estado de na-turaleza- es el miedo a morir, o el extremo estado de necesidad e inseguridad común. De allí se deriva la renuncia a ejercer el de-recho natural de defensa propia y la necesidad de realizarla en con-vivencia. El motivo para pactar no nace de razones libertarias sino de una lógica necesaria de seguridad real.

Porque el que pacta, por el hecho de pactar, niega que esa acción sea vana. Ahora bien, va contra la razón hacer algo en vano conscientemente. Y si no cree que el pacto hay que cumplirlo por el hecho de creerlo, así está afirmando que este pacto no es vano. Por tanto, quien pacta con alguien con quien no se siente obligado a mantener la fe dada, está afirmando a la vez que este pacto es vano y que no lo es, lo cual es absurdo (Hobbes, 1993, p. 32).

La fidelidad al pacto emana de la coherencia de la ley con su propia razón: al pactar, un individuo quiere que se realice una acción futura, y al no cumplir lo pactado quiere que no se realice, lo cual es una contradicción lógica. Se quiere la ley por la intrínseca bondad de que su cumplimiento opera la transferencia de derechos a un tercero, condición de protección de esos derechos.

El objeto central de todas las leyes naturales es dar seguridad a los pactos tanto por el control racional sobre las pasiones como por las garantías dadas por el autor del arbitraje. Por tanto, el ob-jetivo primero de estas leyes es permitir la salida del estado natural anómico, donde ellas solo tienen seguridad por fuerza de la propia mano. En síntesis, la seguridad de los pactos es la única fuente capaz de crear un ambiente de paz, y ese ambiente garantiza la creación de sujetos libres. El contrato nace así de la necesidad y se mantiene por la seguridad que brinda. Así, el amor a la libertad cede su primacía a la seguridad si quiere hacer que estas leyes se cumplan.

La máquina del Estado funciona o no funciona. Si funciona me garantiza mi propia seguridad y mi libertad física, a cambio

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de lo cual exige obediencia incondicional a las leyes de su funcionamiento. Enfocar las cosas desde otro plano llevaría a un «Estado pre-estatal» de inseguridad, en el cual ni la misma vida física estaría asegurada, ya que la invocación del derecho y de la verdad no produce la paz, sino que hace la guerra más encendida y sañuda. Naturalmente, todo el mundo afirma que tiene de su parte el derecho y la verdad. Pero la paz no se alcanza con afirmar que el derecho está de nuestra parte, sino mediante la decisión incontrastable de un sistema coactivo legal que funciona con seguridad y pone fin a la contienda (Schmitt, 1996, pp. 44-45).

Se requiere encontrar entonces un criterio de legitimación aceptable por todos y capaz de hacer compatible la seguridad y la libertad inofensiva. Este no puede ser un criterio moral liber-tario sino político y jurídico. Tal criterio debe obedecer a la razón pública y no a la razón privada. La razón pública cobija a todos los miembros al mismo tiempo y en las mismas condiciones de igualdad. Dicha razón exige un criterio de seguridad pública, con-dición de toda libertad. Ello se deduce de que todo contrato hecho por motivos de seguridad privada se anula a sí mismo en cuanto rompe el criterio de igualdad universal, puesto que el aumento de la seguridad de unos se basa en la inseguridad de los otros.

El criterio de legitimación teórico & práctico

Un texto taxativo de Hobbes acerca de las condiciones defini-torias de todo Estado inspira el criterio de legitimación apropiado a su concepción de los beneficios aparejados por la soberanía para todos los ciudadanos. Dice así el concentrado texto:

Los beneficios de los ciudadanos que afectan solo a esta vida se pueden clasificar en cuatro: primero, la defensa de los enemigos exteriores. Segundo, la conservación de la paz interna. Tercero, la abundancia en cuanto es compatible con la seguridad pública. Cuarto, el disfrute de una libertad inofensiva. Los soberanos no pueden contribuir más que a la felicidad de los ciudadanos protegiéndolos de la guerra exterior y de la civil para que puedan disfrutar de la riqueza del trabajo (Hobbes, 1993, p. 114).

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De acuerdo con esta magistral síntesis, la soberanía -o la función política del Estado- condensa su acción en brindar la garantía de paz y autonomía frente a la amenaza externa. De jure -como dirían los constitucionalistas-, el Estado garantiza la «se-guridad pública» y la «libertad», mientras mantenga el monopolio de la fuerza hacia adentro y la defensa política y territorial hacia fuera. La seguridad pública y la libertad son las condiciones ne-cesarias para el disfrute de la abundancia y la riqueza del trabajo. La acción política del Estado no está en condiciones de garantizar dicha abundancia y bienestar material, pero sí crea las condiciones para que los ciudadanos puedan beneficiarse de esos logros desde una posición de seguridad y libertad inofensiva.

El rigor de este pensamiento esclarece con esta fórmula ta-jante la cuestión acerca del régimen de libertades que permanecen por fuera del ámbito de la influencia del Estado, denominado ante-riormente, en términos simples, de abundancia, control de la pro-ducción y disfrute de la libertad inofensiva.

De este modo queda eliminada la intervención estatal más allá de lo determinado en las leyes civiles para regular los movimientos y las acciones de los ciudadanos, pues no solo no deben «ni pueden dada su variedad». Todo ese campo restante que queda por fuera de la intervención estatal es denominado «libertad inofensiva», dentro del cual se puede hacer lo que se quiera, con la sola limitación del de-recho natural regulado por la recta razón. Esta es la concepción de la llamada «libertad negativa» que traza las fronteras a la intervención del Estado dentro de la esfera propia de los movimientos autónomos del ciudadano. Por todo lo anterior, deducimos que el criterio de le-gitimación se limita a garantizar esa esfera de la libertad inofensiva tanto como la seguridad pública. Un Estado que se proponga des-bordar este marco, y se permita invadir esferas de libertad inofensiva o negativa, se encontrará con algo imposible de penetrar y fracasará en su intento por brindar garantías de seguridad más allá de los lí-mites de la esfera pública. Es esto lo que determina la imposibilidad de definir criterios de legitimación en forma de un criterio moral que pueda inmiscuirse en espacios privados o trascender el ámbito de las leyes naturales primarias de paz, seguridad y orden.

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Esta propuesta de un criterio de legitimación reducido a esas leyes naturales no abarca las llamadas libertades positivas por cuanto sería imposible exigir a un Estado que garantice la pro-ducción y distribución de la abundancia de bienes, no solo por la imposibilidad de controlar todos los movimientos de los ciudadanos en la esfera civil, sino por la incapacidad de hacer conmensurables, en criterios de legitimación, dichos derechos de participación en esos campos «infinitos» donde la libertad de «cada uno puede ha-cerlo o no a su arbitrio». Delimitado el criterio de legitimación a esa esfera negativa de la libertad, hemos de aceptar como referentes básicos para su definición aquellos atributos internos y externos de la paz, el orden y la seguridad pública.

Otro atributo versa sobre el mantenimiento de la paz interna y se enuncia así: «El Estado pone término a la guerra civil. Lo que no pone término a la guerra civil no es un Estado. Lo uno excluye lo otro» (Schmitt, 1996, p. 46). El segundo atributo, que versa sobre la defensa de los enemigos exteriores, se enuncia de la siguiente manera: «Los pueblos y países que no están en condiciones de montar la organización propia de un Estado moderno son países no civilizados» (p. 46)1.

Estos dos atributos -interno y externo- se condensan en uno solo: «El Estado tiene el orden dentro de sí mismo, no fuera» (Schmitt, 1996, p. 47). O en términos rotundos: «El que busca se-guridad en otro, se somete a él» (p. 49). Ello quiere decir que solo un Estado capaz de darse una organización cerrada o autónoma, cuyo principio ordenador está dentro de sí mismo, puede acre-ditar el título legítimo de Estado de derecho. Solo un Estado le-gítimo puede garantizar a sus socios la validez de sus contratos,

1 En términos del moderno derecho internacional, condensado en el Pacto de la Sociedad de Naciones, se expresaría la misma idea del siguiente modo: «En las condiciones particularmente duras del mundo moderno, no pueden dirigirse por sí mismos; se convierten en colonias o protectorados o en objeto de protección y dominio de Estados verdaderamente capaces desde el punto de vista de la organización y de la técnica, que gozan por eso mismo de la consideración de sujetos de derecho internacional» (Schmitt, 1996, p. 46).

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o sea, darles seguridad jurídica y política. Hobbes reconoce que en el estado de naturaleza se celebran contratos, pero estos son de dudosa reputación existencial, pues impiden que la situación de in-seguridad ceda el paso a un Estado de seguridad racional y legal. La fórmula «Extra civitatem nulla seguritas» significa que dentro del Estado hay seguridad y legalidad; fuera de él solo hay estado de naturaleza (p. 48). Del criterio de legitimación basado en la se-guridad se desprende que la justicia no puede ser invocada como criterio aparte sino como derivado de este mismo enunciado.

Se podría sintetizar el enunciado de que la seguridad pública engloba la justicia y no al contrario. La justicia política subordina el concepto de equidad así como el derecho lo hace con la moral. Es por ello improcedente partir de criterios de libertad positiva o de su forma desarrollada de derechos humanos plenos, los que, al obrar como criterios de igualdad distributiva de bienes, puedan validar un Estado como legítimo. El único criterio conmensurable y viable en el ámbito de la Sociedad de Naciones es el acuerdo de que solo es válido un Estado capaz de darse su propia seguridad en el concierto mundial y servir como protector de sus ciudadanos en el ámbito interno sin apelar a seguridad distinta que la pública y común.

Si quisiéramos darle una forma práctica a este criterio de segu-ridad solo encontramos una prueba práctica de su vigencia real en la posibilidad de sus miembros de permanecer dentro de un con-trato de modo voluntario bajo la protección regulada de un Estado protector. El grado de seguridad se mide por las garantías reales de que los ciudadanos permanezcan vinculados a un contrato sin tener que emigrar de manera forzosa de él. Por tanto, si un miembro cual-quiera de un Estado puede permanecer en su territorio sin coacción privada para mantenerse en él, entonces ese contrato estatal puede reclamar sus títulos legítimos como tal. Así, pues, la fórmula de legitimación práctica de un Estado se condensa en estos términos: si un miembro de un Estado dispone de condiciones mínimas para poder emigrar y no lo hace, esto quiere decir que existe un Estado protector que le permite permanecer dentro de él en cuanto puede encontrar salida voluntaria -o críticamente-y no lo hace. O sea

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que la garantía máxima de seguridad es la libre estadía dentro de sus dominios (Kern & Müller, 1992, pp. 72 & 73)2.

En síntesis, el criterio práctico de legitimación implica la ca-pacidad de aprobación crítica acerca de la posible permanencia en un territorio de modo seguro. Todo Estado valida su existencia como tal merced a la superación de inseguridad de sus asociados, y el sostén aprobatorio de esa seguridad se prueba por la posibilidad de mantenerse amparado con garantías públicas comunes. Tanto la legitimación de jure -obedecer por auto-obligación- como la de facto -aprobación expresa de mantenerse en condiciones de respeto a los pactos- se deben al principio de seguridad pública. Si esta existe, entonces, se desprende que sus miembros la respaldan y no emigran interna o externamente por oposición a la seguridad brindada por el Estado. En fin, todo contrato de seguridad está sujeto a continua revisión y cambio; su consenso debe ser con-tinuo, o sea, susceptible de verificación constante. El ciudadano es sujeto de pacto si puede validarlo por sí mismo y no por simple sujeción a él.

Hipótesis teórica e histórica del

dilema legitimidad & seguridad

He partido de la premisa de que todo Estado procura suscitar y cultivar la creencia en su legitimidad sustentado en los medios que afiancen la seguridad pública. Un Estado define su estabilidad y con-sistencia por el modo como se soporta en una misma fuerza de segu-ridad para todos; de lo contrario, deviene en un sistema de alianzas o poderes indirectos de seguridad privada. Hobbes asignó en el Le-viatán (capítulo XXIX) a la existencia de estos poderes indirectos -llamados por él «potestas indirecta»-, que exigen obediencia sin asumir el riesgo de ser Estado, la responsabilidad de su disolución potencial. La existencia de estas facciones diversas y pugnantes en un Estado rompen su voluntad unitaria y producen la rápida caída de todo el sistema legal de derecho. Cuando la soberanía puede ser

2 Este criterio práctico de legitimación como pertenencia libre a un contrato ha sido esbozado por un contractualista contemporáneo.

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dividida por múltiples poderes en su seno, cesa la protección del Estado (Hobbes, 1982, p. 267)3. Solo el monopolio de la fuerza asegura unidad político-territorial y uniformidad de la justicia.

Esa premisa teórica sustentada llevó a fundamentar un criterio de legitimación sobre el posible consentimiento del ciudadano a la seguridad del Estado, con el propósito de mantenerse o emigrar del seno de ese pacto. Este criterio teórico y práctico a la vez es el pos-tulado desde el cual medimos la eticidad de estos diversos pactos históricos examinados a la luz del criterio enunciado: un orden po-lítico es legítimo cuando todos los que viven bajo él tienen la opor-tunidad de decidir a favor o en su contra, de expresar aprobación o crítica, de quedarse en el Estado o emigrar (legitimación del prin-cipio como ordenamiento liberal). Así, los pactos son válidos si los ciudadanos cobijados pueden mantenerse en ellos. Acorde con este criterio he de enunciar la fórmula que sirve de hipótesis de trabajo: la precaria constitución del Estado de derecho está en función de los dilemas de seguridad y legitimidad originarios desde el Estado colonial cuya ambigüedad -ante la autoridad real que invoca y cuya ley revoca- es la causa principal de esa continua oscilación entre autoritarismo y anarquía, legada secularmente por nuestros regímenes políticos. La hipótesis procede de la herencia colonial cuyo Estado patrimonial adolecía de una debilidad orgánica de las clases e instituciones feudales dependientes de la fragmentada au-toridad real y religiosa.

Esta hipótesis se sostiene en las palabras de J. Elliot:Es este carácter fragmentado de la autoridad tanto de la

Iglesia como del Estado, una de las más notables características de la América española colonial. Superficialmente, el poder de la Corona era absoluto en la Iglesia y el Estado: una corriente de órdenes emanaba del Consejo de Indias en Madrid. Y una masiva burocracia, secular y eclesiástica, se esperaba que las llevara a

3 «Ahora bien, dice Hobbes, dividir el poder de un Estado no es otra cosa que disolverlo, porque los poderes divididos se destruyen mutuamente uno a otro. En virtud de estas doctrinas los hombres sostienen principalmente a algunos que haciendo profesión de leyes tratan de hacerlas depender de su propia enseñanza y no de un poder legislativo».

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efecto. Pero en la práctica había tanta disputa por el poder entre los diferentes grupos de intereses -entre virreyes y audiencias, virreyes y obispos, clero secular y clero regular, los gobernadores y los gobernados- que las leyes mal recibidas, aunque diferentemente consideradas según la fuente de la que procedían, no eran obedecidas, mientras que la autoridad misma era filtrada, mediatizada, y dispersa. La presencia del Estado español aunque completamente penetrante, no era del todo directora. Las seguridades de Madrid se disolvían en las ambigüedades de una América donde el «cumplir pero no obedecer» era el lema aceptado y legitimado para no tener en cuenta los deseos de una Corona supuestamente informada (Elliott, 1990, p. 15).

El eje de la hipótesis anunciada consiste en atribuir el ethos particular de nuestra anomia a la persistencia del pacto y legado hispánico, que privilegia la concesión directa de favores de parte del rey, y utiliza la ley como simple apariencia de esas concesiones graciosas, apoyadas más en atribuciones personales que en acata-miento a leyes impersonales de orden jurídico. Esta incapacidad de institucionalizar una «legitimidad supra-personal» del Estado que fuera acatada por la mayoría es la raíz de esa continua fluctuación entre autoritarismo y anarquía. La génesis de la autoridad política estuvo corporeizada en la autoridad personal, carismática y patri-monial del rey, el cual no solo era fuente de todo patronazgo, sino el árbitro de toda disputa (Safford, 1991, p. 98)4.

Lo dicho hasta el presente puede ser condensado en el siguiente raciocinio: la inestabilidad y el dilema político de nuestro Estado, en continua oscilación entre la anarquía y el autoritarismo, procede del pacto legado por la Corona, cuya autoridad se ejercía de una manera personalista y potencialmente arbitraria. En última instancia, la le-gitimidad emanaba de la autoridad personal del rey. Debido a la au-

4 El gobernante patrimonial es «reacio a atarse a la ley, su dominio toma la forma de una serie de directivas, cada una sustituible. Las decisiones jurídicas a menudo no son consideradas como aplicación de la ley sino como la otorgación de una gracia o privilegio en recompensa de los méritos y no como un precedente vinculante».

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sencia de una tradición feudal, Hispanoamérica no poseía una base de relaciones de vasallaje contractuales que capacitaron a los com-ponentes de un régimen feudal para acceder a una vida autónoma y soberana En consecuencia, el colapso de la autoridad regia desató las fuerzas latentes de las oligarquías criollas en lucha por una legi-timidad supra-personal que fuera aceptada por la mayoría. La con-tienda por el control de ese aparato patrimonial desató una serie de alianzas entre caudillos y partidos políticos que nos dejó sumidos en regímenes de anarquía y tiranía personales. La legalidad de sus pactos nunca pudo sustituir a la legitimidad institucional.

Los lineamientos teóricos trazados hasta aquí sirven de marco de referencia al devenir histórico de sus propios pactos, éticas y dilemas políticos. Vamos a tratar de recorrer los sucesivos pactos que dieron lugar al continuo dilema entre seguridad y legitimidad, desde el pacto colonial con su deficiente protección externa e in-terna, hasta la dependencia actual de una autoridad foránea y la impotencia de las autoridades internas para dar seguridad a sus territorios. A partir del pacto original con el monarca protector, y la delegación de funciones de seguridad interna en intermediarios regionales -funcionarios públicos y privados o curas doctrineros y encomenderos real-militares- nos detendremos en los intentos de reconstrucción de la autoridad patrimonial por diferentes regí-menes constitucionales.

El hilo conductor pretende mostrar los sucesivos intentos con vistas a sustituir la legítima autoridad real por formas subsidiarias de esa legitimidad procurada a cambio de legalidad. La explicación central de la hipótesis sostiene que dicha sustitución de legitimidad por legalidad se convirtió en contradicción abierta con los valores y las formas de vida tradicionales propias de los criollos sin lograr acomodarse a sus hábitos (Safford, 1991, p. 99).

Dilemas, pactos & éticas de

seguridad del Estado colonial

Desde sus comienzos la aventura colonial fue una empresa de conquista mixta –militar y comercial– entre conquistadores y representantes de la Corona. Pretendió cambiar su nombre de

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conquista de territorios ultramarinos por el de pacificación y civi-lización cristiana. La división de competencias entre los represen-tantes directos del rey y la Iglesia, así como la presencia directa de los conquistadores, dividió el cuidado de la seguridad interna entre encomenderos y doctrineros que se repartían el control del cuerpo y el alma de los colonizados5.

La alianza entre Estado e Iglesia en la causa conquistadora legitimó al rey para establecer un pacto colonial con los nuevos súbditos de la Corona. La clave de este poder regio estriba –según Morse– en el Estado patrimonial existente en España:

Señala que en España, a diferencia de otros países europeos, las instituciones feudales fueron débiles; los diferentes grupos de intereses (nobleza, Iglesia, comerciantes, etc.) más que formar grupos de poder relativamente autónomos, dependieron fuertemente del Estado. Este estaba corporizado en el poder patrimonial del rey, que no solo era la fuente de todo patronazgo, sino también el árbitro supremo de todas las disputas (Safford, 1991, p. 98).

Esta debilidad ante el Estado por parte de los grupos privados y, en últimas, ante la autoridad regia, hizo que finalmente los pactos firmados por conquistadores y conquistados pusieran a depender la organización del poder de la autoridad real. Los pactos coloniales establecieron desde sus comienzos una dualidad entre lo firmado y lo cumplido. De hecho, los pactos originarios –los contratos con Colón, la inalienabilidad de las Indias prometida por Carlos V, la reserva de los oficios a los descendientes de los conquistadores, la

5 La justificación ética y política del imperio estuvo dada por la misión divina de su protección y encargo: «El Imperio por tanto fue ratificado en función de su objetivo, y el Imperio de Indias fue considerado como un encargo sagrado cuyo carácter fue resumido por el gran jurista del siglo XVI Juan de Solórzano y Pereira en su política indiana (1648): Los indios, escribía, “por ser ellos tan bárbaros… necesitaban de quien, tomando su gobierno, amparo y enseñanza a su cargo, los redujese a la vida humana, civil, sociable y política, para que con esto se hiciesen capaces de poder recibir Fe y Religión Cristiana”» (Elliott, 1990, p. 16).

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labor protectora de los indios–, se sujetaron al cambio de la vo-luntad regia más que a las cláusulas del contrato constitucional6.

Esta violación manifiesta de las leyes y los pactos subsistentes es la que permite decir al Libertador que aquellos mandatos estaban despojados de autoridad constitucional porque en última instancia dependían de la omnipresencia real no sujeta a determinaciones legales ajenas. Por tanto, las decisiones jurídicas a menudo no son consideradas como aplicaciones de leyes sino como «otorgación gratuita o privilegio», según la tipología de Weber. De allí nace la concentración de la autoridad estatal y eclesiástica en manos del rey, y su aparente omnipotencia y omnipresencia en las colonias americanas. Sin embargo –como señala Elliott–, esta unidad de mando tuvo que contar con las mediaciones de los delegados de la Corona y la Iglesia hasta el punto que el tupido tejido de relaciones y conflictos entre estas delegaciones terminó porque su autoridad fue filtrada, mediatizada y dispersa.

Esa masiva burocracia eclesiástica y militar terminó diso-ciando la seguridad en manos de estas delegaciones reales con los intermediarios privados, entre los cuales se repartieron compe-

6 Bolívar en la «Carta de Jamaica» acredita conocer los avatares de este pacto colonial al haber asimilado la Historia de la Revolución Española, del seudónimo José Guerra: «El emperador Carlos V formó un pacto con los descubridores, conquistadores y pobladores de América, que como dice Guerra, es nuestro contrato social. Los reyes de España convinieron solemnemente con ellos que lo ejecutasen por su cuenta y riesgo, prohibiéndoles hacerlo a costa de la real hacienda, y por esta razón se les concedía que fuesen señores de la tierra, que organizasen la administración y ejerciesen la judicatura en apelación: con otras muchas exenciones y privilegios que sería prolijo detallar. El rey se comprometió a no enajenar jamás las provincias americanas, como que a él no tocaba otra jurisdicción que la del alto dominio, siendo una especie de propiedad feudal la que tenían los conquistadores para sí y sus descendientes. Al mismo tiempo existen leyes expresas que favorecen casi exclusivamente a los naturales del país, originarios de España, en cuanto a los empleos civiles, eclesiásticos y de rentas. Por manera que con una violación manifiesta de las leyes y de los pactos subsistentes, se han visto despojar aquellos naturales de la autoridad constitucional que les daba su código» (Góngora, 2003, p. 16).

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tencias para legitimar el dominio o control sobre los nativos. En síntesis, mediante esta cadena de intermediarios se llevaba a cabo un debilitamiento de la presencia del Estado, «completamente pe-netrante pero no directora». Ello gestó la ambigüedad natural ante la ley, o su anomia expresada en el dicho popular: «se cumple pero no se obedece».

Esta ambigüedad del Estado colonial desgarrado por fuerzas foráneas, garantes de sus pactos de seguridad sobre los reinos anexos a la Corona, y las alianzas de fuerzas nativas que se re-partían el control sobre el alma y el cuerpo de los naturales a través del cura doctrinero y el encomendero real, hicieron que el Estado tuviera como soporte un sistema de alianzas entre lo público y lo privado que marcó el desarrollo de toda la historia poscolonial. La incapacidad del Estado para garantizar la seguridad sin apelar al concurso de las misiones eclesiásticas, militares y privadas provocó no solo la fragmentación de la autoridad real, sino el ejercicio de una soberanía compartimentada hacia adentro y hacia fuera.

El dilema entre legitimidad real y seguridad privada se puso al descubierto por la principal institución de la época: la Enco-mienda.

Mediante la Encomienda americana la Corona española cedió a los líderes de la conquista el derecho a asignar indígenas a sus seguidores en recompensa por servicios. Según el concepto legal, el encomendero era titular del derecho a percibir el tributo que las comunidades indígenas debían al rey. A cambio de esta concesión el encomendero quedaba obligado a proveer la defensa del reino y a evangelizar a los indios que le eran encomendados. Esta era la encomienda legal. En la práctica, sin embargo, y durante la mayor parte del siglo XVI, guardó poca semejanza con la institución tal y como fue concebida en Castilla. Durante las primeras décadas de la Conquista, la encomienda sirvió para encubrir la arbitrariedad continuada y la desaforada apropiación del tributo y el trabajo indígenas (Palacios & Safford, 2002, p. 69).

La Encomienda –especie de mayorazgo sin señorío sobre hombres y tierra–, introdujo a su modo una jerarquía de vasallaje,

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ajena a las costumbres y rituales, y a las formas de reciprocidad propias de la legitimidad indígena. Las leyes de Indias de 1542 fra-casaron en su intento de limitar exacciones y tributaciones one-rosas. Se refuerza la máxima autoridad de la Corona a costa de la de sus funcionarios reales. La concentración del poder económico y político en la Encomienda, convertida en una verdadera «repú-blica de indios», mediante el llamado sistema de concierto, cumplió varios objetivos como solución a los dilemas de seguridad interna y externa: fortaleció las alianzas internas de una oligarquía criolla en proceso de consolidarse a sí misma y resistir a un distante gobierno de protección real; replanteó los términos de las alianzas locales en su pacto externo, y consolidó los métodos de adoctrinamiento y dominación de los indígenas7.

La conversión de las Encomiendas en haciendas, y la concen-tración de indios a través del reparto y el concierto permitieron a estas oligarquías criollas reformular los términos de las alianzas internas y los pactos externos. La combinación de abandono y desprotección de la Corona sobre sus territorios coloniales creó oportunidades a las oligarquías criollas de usar las debilidades de la Corona para reforzar el dominio de comunidades y darse con-fianza como garantes de la seguridad interna.

La república encomendera dejó de ser una fuerza eficiente de defensa, y la Corona debió apelar a otras formas de seguridad así como a alianzas necesarias para superar su crisis de autoridad: lati-fundismo, caciquismo y nacionalismo eran las nuevas formas para salir de esa dualidad. La crisis de legitimidad alcanzó su grado máximo por la incapacidad de la Corona de cubrir la seguridad del

7 De hecho, el resultado de la combinación de estos factores fue la creación de un tupido sistema de alianzas de parentesco: «Conforme avanzaba el siglo este núcleo de familias dirigentes asimiló nuevos elementos, especialmente entre quienes habían hecho fortuna con la minería. Alianzas matrimoniales cuidadosamente planeadas, en las que las ricas viudas de los encomenderos jugaban su papel decisivo, produjeron una red de familias interconectadas que recurrieron al sistema castellano de mayorazgo para impedir una disgregación de la fortuna familiar» (Elliott, 1990, p. 26)

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territorio y por los consecuentes enfrentamientos entre los cuerpos de gobierno para procurarla.

Además de estos problemas de fragmentación espacial y división de la autoridad, cada uno de los cuerpos de gobierno enfrentaba de una u otra manera conflictos intestinos. En el ámbito eclesiástico, los arzobispos y obispos chocaban frecuentemente con las órdenes religiosas. Del lado civil, la Audiencia se desgarraba por la disensión interna; cada oidor veía a sus colegas como rivales, y cada uno se apoyaba en su propia facción clientelar (Palacios & Safford, 2002, p. 146). El binomio Estado-Iglesia, bajo la égida real, vio alterado su equilibrio al replantear pactos internos y externos que permitieran a los criollos buscar nueva identidad8.

El estado de independencia:

del nuevo pacto al nuevo dilema

La crisis de legitimidad del Estado colonial, y la desaparición de la autoridad del rey, provocó no solo el colapso de toda esa forma de autoridad superior sino que cuestionó el pacto colonial implícito de una «constitución no escrita en la Nueva Granada, esto es, un conjunto de normas y procedimientos habituales que simbolizaban el pacto entre el monarca y sus súbditos». Roto el pacto colonial, era necesario encontrar un sustituto legítimo a la autoridad patrimonial de la Corona.

8 «El imperio español en América descansaba en el equilibrio de poder entre varios grupos: la administración, la Iglesia y la elite local. La administración ostentaba el poder político, pero su poder militar era escaso y asentaba su autoridad en la soberanía de la Corona y en sus propias funciones burocráticas. La soberanía secular estaba asentada por la Iglesia, cuya misión religiosa se apoyaba en el poder jurisdiccional y económico. Pero el mayor poder económico estaba en manos de las elites, propietarios rurales y urbanos que englobaban a una minoría de peninsulares y a un mayor número de criollos. […] La debilidad del gobierno real y su necesidad de recursos permitieron a estos grupos desarrollar efectivas formas de resistencia frente al distante gobierno imperial» (Lynch, 1991, p. 5).

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El colapso de la autoridad superior desató las fuerzas latentes de las oligarquías, de las municipalidades y de las familias extensas en una lucha por el poder y el prestigio en las nuevas y arbitrariamente definidas repúblicas […] Al no existir grupos de intereses económicos desarrollados e interactuantes que participaran en el proceso constitucional, los nuevos países quedaron sumergidos alternativamente en regímenes de anarquía y tiranías personalistas. La contienda para hacerse con el aparato del Estado patrimonial –el imperio original fragmentado– se convirtió en la fuerza motriz de la vida pública en cada uno de los nuevos países (Safford, 1991, p. 99).

Los obstáculos para establecer un nuevo Estado independiente mediante un nuevo pacto constitucional venían de la vieja es-tructura del latifundio, el caciquismo y el nacionalismo. Bien vistas las cosas, como señaló un cronista local, la independencia fue una guerra que enfrentaba a los partidarios de un viejo régimen con un poder centralizado absoluto –la Corona– con poderes regionales coaligados como independentistas. Era el poder de las fuerzas re-gionales sustentadas en la hacienda que se oponía al poder central estatal (Lynch, 1987, pp. 72-73).

El proyecto de Estado independiente debía contar con las fuerzas regionales cuyo epicentro era la hacienda, que no solo era modelo de la vida económica y social sino modelo de gobierno. Esta concentración de la autoridad económica, social y político-militar, obligó a Bolívar a contar con estos caudillos locales para establecer un sólido sistema de alianzas como factor decisivo de la guerra. Tenía que ganar la guerra apoyado en esas fuerzas re-gionales para luego imponerles su disciplina como Estado-nación centralizado.

Así, dice Lynch, el primer proyecto de Bolívar de una Colombia más grande, unificada para la fuerza nacional y viabilidad económica, fue presentado como una alternativa a la anarquía del dominio local de los caudillos. Mientras que los caudillos formaban parte esencial del esfuerzo bélico, contribuían poco al Estado en guerra. Bolívar tenía que imponer la estructura

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del ejército unido a los caudillos: reglamentar al ejército y establecer una clara cadena de mando (Lynch, 1987, p. 85).

Su prueba triunfante era instaurar un punto fijo en la jefatura de mando –presidente vitalicio– capaz de imponer subordinación entre ciudadanos, y un poder firme que controlara la oscilación entre anarquía y tiranía derivada de gobiernos populares. El pro-pósito de crear un Estado-nación debía reformular el concepto de soberanía nacional en el marco de una comunidad internacional. Crear un Estado protector interno, una nación reconocida en el concierto internacional, y autónoma frente a las potencias extran-jeras, era un triple objetivo para imponer a los caudillos (p. 89).

En el fondo, el nuevo dilema planteado era entre la unidad que aseguraría la paz y el bienestar, y la anarquía de los gobiernos caudillistas a los que el Libertador llamaba «gobiernitos». Para re-solver este dilema, Bolívar debía apelar a las instituciones constitu-cionales liberales en búsqueda de una «legitimidad suprapersonal» por encima de las alianzas con los caudillos. Pero la fuerza de estos intereses regionales representados en caudillos –jefes políticos per-sonalistas– iba a dar al traste con la posibilidad de institucionalizar un poder legítimo suprapersonal. Esta es finalmente la explicación de la conflictiva unión y posterior disolución de la Gran Colombia, otro episodio de la pugna con los caudillos. El curso de las alianzas impuso su lógica inevitable.

Colombia se convirtió en el Estado-nación de Bolívar, quien personificaba la unidad nacional. Pero se dio cuenta de que si Venezuela se iba a organizar pacíficamente, era imprescindible satisfacer y cooperar con los caudillos. Hizo esto de dos maneras: dándoles oficios regionales y otorgándoles tierras […] Pero desde el comienzo Páez disfrutó de hegemonía, y de ser caudillo regional, Páez se convirtió en un héroe nacional. En el incontestable líder militar y político de Venezuela (Lynch, 1987, p. 90).

El nuevo dilema de seguridad, y la inestabilidad de su ins-titucionalidad, se dieron por la imposibilidad de obtener una le-gitimación por parte de las mayorías. El triunfo de los caudillos

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regionales y la disolución posterior de la Gran Colombia eran el resultado de estas tensiones: los caudillos podían atraer a una ne-cesaria clientela prometiendo oficios y otras recompensas a sus partidarios cuando llegaran al poder. El sistema perpetuó el per-sonalismo y retrasó el proceso de construcción de Estados. Para ello se consideraba más seguro aceptar la promesa personal de un caudillo que el compromiso anónimo de una institución ejecutiva o legislativa. Triunfaron los soportes del caudillismo sobre las ins-tituciones del Estado, y los primeros impondrían su vulnerabilidad ante aquellas.

El remedio extremo de cambiar legitimidad por legalidad tampoco surtió efecto. Las ideas constitucionales liberales trataron de subsanar la deficiencia de legitimidad por leyes. Según Morse, la intromisión de estas ideas constitucionales occidentales durante el periodo de la Independencia fue un factor importante que en-torpeció la reconstrucción de la autoridad patrimonial sobre las líneas españolas tradicionales. El constitucionalismo liberal anglo-francés –con su énfasis en el poder de la ley, la división y separación de los poderes, los controles constitucionales sobre la autoridad y la eficacia de las elecciones– se levantó como una contradicción a los valores y las formas de vida tradicionales hispanoamericanas.

Debido a que el constitucionalismo liberal estaba mal adaptado a la tradicional cultura política española, los intentos para levantar regímenes según los principios políticos liberales fracasaron ine-vitablemente.

Dilema: descentralización federal

o centralización autoritaria

La subordinación de estos poderes regionales a un Estado cen-tralizado pero vulnerable a los embates del federalismo, explica buena parte de la inestabilidad política y la ambivalencia consti-tucional del siglo XIX. Queda claro –según la tesis defendida por Morse– que la autoridad de las ideas constitucionales importadas, si bien era insuficiente para constituir una alternativa al modelo político tradicional, a menudo era suficiente para minar la legiti-midad de los gobiernos que seguían el modelo tradicional. La con-

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tinua oscilación entre anarquía e intentos autoritarios se explica –también según Morse– por la imposibilidad de suplantar la vieja legitimidad real por un legalismo constitucional.

Así la inestabilidad política hispanoamericana que existió de 1810 a 1870, afirma Morse, se veía agravada por la tensión entre los modelos políticos tradicionales –hacia los que los líderes hispanoamericanos tendían instintivamente– y los principios constitucionales que servían para hacer una crítica constante a los que ejercían el poder de la manera tradicional (Safford, 1991, p. 99).

Según esta interpretación, la estabilidad solo se llegaría a con-seguir cuando se diera la síntesis entre el modelo tradicional domi-nante y la mampara constitucional como pura fachada legalista. Esto explica en parte la viabilidad del modelo constitucional centralista que conjugara el viejo legado hispánico colonial bajo la legitimación religiosa católica tradicional. Era el triunfo de la vieja estructura del Estado patrimonial español con mínimas concesiones legales al constitucionalismo anglo-francés.

Este nuevo dilema entre fuerzas federales de los estados so-beranos en procura de la descentralización, enfrentadas con el aparato estatal autoritario que pugnaba por la centralización, terminó por agotar a la nación fragmentada y volver los ojos al modelo tradicional hispánico en alianza con la Iglesia. Esta última iba a legitimar el poder central en coalición con las fuerzas centra-listas conservadoras, y se convirtió en factor decisivo de su insti-tucionalización. Los conservadores, a su turno, le pagarían el favor con privilegios y con tierra9. El binomio Estado-Iglesia del abso-

9 Este conflictivo antagonismo es registrado a grandes rasgos por un observador inglés de nuestra historia política: «Estaba presenciando la decadencia de medio siglo de liberalismo y el retorno del conservadurismo con un renovado vigor. Núñez pensó que disponía de la receta para la “paz científica”: un gobierno centralizado, el acercamiento a la Iglesia, un ejército más fuerte, un sufragio más restringido[…] El estallido de más guerras después de 1885, a pesar de que la receta en parte fuera correcta, muestra de nuevo que las pretensiones superaban los recursos. La solución no se buscó en la autocracia sino en una nueva coalición que se fortaleció con el apoyo

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lutismo español se acomodaba a la nueva situación como fórmula de legitimación de la llamada Regeneración. Un presidencialismo de corte monárquico y un poder moral de corte religioso se coali-gaban en búsqueda de una república autoritaria capaz de superar el permanente desorden. El eterno retorno del anarquismo al auto-ritarismo inherente al legado hispánico era la imposible síntesis de orden y libertad, de legalidad y legitimidad.

La solución de este dilema a través de la Constitución presentada como un tratado de paz científica fue interpretada como una carta de exclusión. Esta carta fue motivo de conflicto por la exclusión sis-temática del legislativo que «quitaba toda obligación de obediencia política». De modo, pues, que la Constitución presentada como una carta de Paz fue una «carta de conquista más que una norma para todos los colombianos» (Melo, 1989, p. 52), al decir de Jorge Orlando Melo. Sirvió de pretexto para desatar la desobediencia con sendas guerras civiles, una de ellas la más violenta y prolongada de toda nuestra historia. La legitimidad del uso del poder se había perdido, y la exclusión política provocó el manifiesto de 19 puntos titulado «Motivos de disidencia» de los históricos, donde sintetizaron sus críticas más importantes a la Regeneración: necesario control al ex-cesivo presidencialismo y a la reelección, independencia del poder judicial, descentralización fiscal, prohibición de gravar los artículos de exportación, y revisión de la tarifa aduanera para rebajar los artí-culos de consumo popular y de aquellos requeridos por la industria nacional.

El dilema entre Regeneración y catástrofe se aproximó a lo último cuando la feroz guerra de los Mil Días y la separación de

de la Iglesia. La mayor parte de las características de la vida política colombiana –el carácter hereditario de gran parte de ella, el uso intenso de la prensa, las elecciones incesantes, la carrera abierta a los talentos legales-periodísticos-congresionales, no cambiaron. También es característico que Núñez pudiera convertir los viejos estados soberanos en departamentos, pero no logró su deseo de modificar el viejo mapa administrativo del país. La constitución del 86 no resultó tan centralista como aparentaba. El partido liberal continuó aliado al viejo federalismo hasta después de haberse acabado el siglo» (Deas, 1991, p. 198).

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Panamá remataron un conflicto estéril, con pérdidas materiales y humanas incalculables. La ausencia de seguridad interna y externa había llegado a su máxima expresión.

Deslegitimada la guerra civil, el constitucionalismo volvió por sus fueros. El país se rigió por la Constitución de 1886 reformada principalmente en 1910, 1936, 1945, 1957, 1958 y 1986. A pesar del consenso civilista de las elites gobernantes después de la guerra de los Mil Días, la lucha faccional continuó determinando las alianzas y los conflictos políticos (Palacios & Safford, 2002, p. 493).

El mandato nuevo era el de civilizar o modernizar un país me-diante la construcción de un Estado nacional edificado sobre las ruinas del Estado territorial anterior, con su poder disperso en se-ñoríos regionales, y su secular atraso espiritual y material. Se nece-sitaba crear algo más que un territorio e incluso que una nación. El resultado insatisfactorio obtenido hasta el siglo XX se condensaba en la manida fórmula: «Colombia es más territorio que nación, y más nación que Estado: si la barrera abrupta es una barrera a la integración, vencerla es la base de la legitimidad». Esta nueva legi-timidad iba a jugarse en los cauces de una ética racional moderna. Se trataba de introducir la razón o el cálculo como fundamento de un aparato estatal incipiente. Esta fue la propuesta liberal de introducir una ética racional del Estado, que requería pasar de ex-presión de intereses de facciones o instrumento de intereses pri-vados, a convertirse en árbitro integrador de la unidad nacional. Se trataba de transitar hacia un Estado de derecho o un Estado protector liberal.

Plan legitimador demo-liberal

de un Estado con ética racional

Los cuatro gobiernos liberales conocidos como la República Li-beral tuvieron en común el proyecto de unir democracia y libertad en un nuevo pacto político y jurídico, donde el Estado pasara de ser un sistema de alianzas entre familias, grupos o regiones, para con-vertirse en una máquina racional y mediadora capaz de intervenir

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en todos los frentes. La mirada nacional, en cuanto totalidad y mo-vimiento, iba más allá del ángulo estrecho de intereses privados, y «la nación se ponía en movimiento», según la atinada expresión de Jorge Gaitán Durán:

La toma del poder por el partido liberal en 1930 tradujo políticamente un hecho profundo: comenzaba la agonía del feudalismo colombiano. Terminaba el «paraíso» y se iniciaba una época de transición, equívoca y contradictoria, marcada por violentos conflictos sociales. La nación se ponía en movimiento: los colombianos reintegraban a la Historia. Es decir, la Historia hasta entonces contenida, replegada, invulnerable, estallaba, se fragmentaba, se abría al esfuerzo humano. La primera víctima fue el partido conservador: su crisis empieza con la descomposición de la república feudal (Gaitán, 1959, pp. 42-43).

El Estado feudal-patrimonial, la república señorial, o cual-quier denominación que se adopte para el antiguo régimen con-servadurista entraba en crisis. Los conceptos de liberalismo social e intervencionismo estatal abrían la época de modernización del Estado. Las fuentes de legitimación del poder moral-religioso, y los derechos naturales de tradición, familia y propiedad intangibles e intocables a la acción estatal por fin eran puestos en cuestión.

La revolución en marcha produjo una reforma constitucional que polarizó al país entre conservadores y liberales alrededor del lugar de Dios en el preámbulo de la Constitución y de la constitucionalización de los derechos de propiedad y de los derechos sociales y educativos. Hasta entonces los primeros pertenecían al reino de las transacciones privadas regidas por el Código civil y los segundos, según el clero, eran parte de los derechos naturales de los padres de familia y de la Iglesia, ante los cuales era intolerable la intromisión del Estado. El solo hablar de expropiación por motivos de utilidad social, de la escuela obligatoria y de la obligación de los planteles educativos a recibir a todos los estudiantes sin discriminación alguna (los colegios regentados por comunidades religiosas no recibían «hijos naturales») en el contexto polarizado de los conflictos de España,

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fue convertido en anatema, subversión y comunismo (Palacios & Safford, 2002, p. 538).

El poder de la Iglesia como complemento del Estado y fuente de su legitimación, puesto en cuestión por la reforma del 36, in-tervendría con su jerarquía rígida en la conformación de una nueva «santa alianza» con los poderosos señores de la tierra para desatar la resistencia a la modernización y reforma democrática del Estado. De hecho, esta «santa alianza» logró desatar la violencia en su resistencia a cualquier reforma agraria, y logró al fin qui-tarle filo a la inicial propuesta bipartidista que «establecía la pre-sunción legal de propiedad a favor del Estado de todas las tierras no cultivadas». Al fin de cuentas, la reforma se redujo a la famosa Ley de Tierras. «La reforma agraria no fue más que una promesa en el aire. Colonos, colonizaciones y conflictos agrarios seguirían haciendo parte de la historia colombiana en la segunda parte del siglo XX». En último término era el retorno del viejo conflicto entre fuerzas feudales contrarias al Estado de derecho e interesadas en revivir el modelo corporativo y totalitario retomado por Laureano Gómez. En el fondo el proyecto modernizador estaba amenazado por intereses tradicionales refugiados en ambos partidos aunque la reacción fuese encabezada por la Acción Patriótica Económica Nacional (APEN) y los sindicatos de propietarios rurales.

El viejo dilema del latifundismo, el caciquismo y el naciona-lismo a ultranza, enfrentados a los partidarios de un Estado de derecho –secular e interventor en los viejos derechos naturales in-tangibles– renacía como parte del conflicto no resuelto desde la Encomienda. La ética de la seguridad privada se enfrentaba al pro-yecto de seguridad pública para todos. Los adalides de la seguridad privada y el Estado corporativo armaron sus bandas de interme-diarios regionales y los señores de la tierra obraron como señores de la guerra. El experimento demo-liberal del Estado de derecho hizo la pausa y la reacción feudal la amenazó de muerte10.

10 Dice a propósito Gaitán Durán: «En medio de la crisis feudal que tornaba gaseosas las relaciones entre las clases y las fracciones

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El intento por legitimar el Estado de derecho mediante ética racional y liberal iba a ser desvirtuado otra vez por los agentes de la seguridad privada. El monopolio de la fuerza y la ley iba a ser atacado, y el fantasma deslegitimador del Estado por mañas y manos de los corporativistas y totalitarios del viejo establecimiento hispano-católico iban a desatar la realidad feroz de la guerra.

Muy limitado papel podía jugar en esos escenarios el Estado, que era de hecho el «objeto de deseo» en los enfrentamientos fratricidas, y por lo tanto, desdibujado en su función de depositario del monopolio de la violencia, por la guerra y por todas las expresiones derivadas de desorden y criminalidad que esta desata (Sánchez, 2003, p. 34).

La Violencia estalló y produjo el «colapso del Estado» en la celebrada fórmula de P. Oquist.

Hasta los años cuarenta –como recuerda Gonzalo Sánchez– Colombia alardeaba de civilismo, constitucionalismo y republica-nismo. Era la imagen que proyectaba al resto de América Latina, llevada hasta la hipérbole. Colombia era el país de los pactos, de las constituciones, de los consensos, y Bogotá era la Atenas surame-ricana. Hasta ese momento el país había vivido en un reformismo recurrentemente diferido. Pero este reformismo iba a llegar a su final cuando el pacto entre los sectores del capital y el trabajo, con su ética racional de progreso, sería pospuesto y menoscabado en sus reglas de convivencia11. La Violencia, vista como un periodo

de clase, dentro o fuera de los partidos, ciertas minorías reunían propiedad industrial y propiedad agrícola, las elites financieras estaban estrechamente vinculadas con las cafeteras; esta ambivalencia impedía a la larga una verdadera política económica, se tomaban a la vez medidas avanzadas y reaccionarias, se sentía la necesidad de progreso y a la vez se desconfiaba de este en la práctica de los negocios, en el manejo de determinados sectores de intereses» (Gaitán, 1959, p. 46).

11 Así dice Gaitán Durán: «Durante el segundo gobierno de López estalló la contradicción principal: la industria no podía expandirse sin un proletariado con un alto nivel de vida, pero la mecánica implacable de la utilidad llevaba a explotar cada día con más intensidad a los trabajadores, lo que provocaba por parte de estos reacciones anárquicas.

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histórico definido, fue otra forma de guerra con una pluralidad de procesos. En la violencia de los años cincuenta, que en realidad comienza en los años veinte, al decir de un cronista, la historia es la misma: el liberalismo se lanza a la oposición abierta cuando considera que el proyecto corporativista y totalitario de Laureano Gómez lo amenaza de muerte. El alzamiento fue regional y muchos dirigentes pelearon en la defensa de intereses locales y limitados. De ahí que el alzamiento, aunque generalizado, no llegó a tomar cuerpo nacional.

El Frente Nacional: alianza bipartidista

& dilemas de seguridad

El peso creciente de los componentes sociales fue precisamente uno de los motivos que desalentó la prolongación de la violencia de los años cincuenta, percibida originalmente como simple reyerta y transformada en abierto conflicto agrario en algunas regiones. Esta violencia primera terminó sin resolverse. Pertenece a la cate-goría de las guerras no resolutivas, donde el conflicto se suprime pero no se soluciona. Como recordará G. Sánchez: «De la lucha a muerte por la diferencia partidista se pasa al reconocimiento de la identidad de las elites». Y concluye:

Lo cierto es que de manera casi ofensiva, entre quienes van a ser ungidos como héroes de la reconciliación y terminación de la Violencia, figurarán prominentemente los responsables de la catástrofe. (Los líderes bipartidistas, incluido Laureano [Gómez]). En el marco del unanimismo del naciente Frente Nacional no hubo fuerza de oposición política capaz de profundizar el contenido de la amnistía o de ejercer presión para que Colombia hubiera asumido, en esa oportunidad única, su pasado y su historia. Se prefirió, como

La burguesía no solo se sentía perjudicada por una disminución de beneficios, sino –lo que era más grave e intolerable– por el fantasma de la descapitalización, que significaba la pérdida del poder en el plano político. Burguesía y proletariado ya no coincidían; eran dos fuerzas anárquicas enfrentadas en una batalla que se creía decisiva para uno de los dos bandos y que en realidad iba a permitir el retorno victorioso del tercero: el obstinado feudalismo» (Gaitán, 1959, p. 47).

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en tantas otras ocasiones, el olvido a la confrontación de las causas sociales del conflicto y las razones de su memoria perturbada. La amnistía era aquí, más un instrumento de legitimación de las elites que de satisfacción de las víctimas (2003, p. 62).

El pacto bipartidista del Frente Nacional se presentó como un tratado de paz entre los partidos y un proyecto de pacificación de las relaciones entre el poder central y las regiones que lo enfren-taban con sus aspiraciones a ser reconocidas por aquel. Este pacto bipartidista –hecho para sobrevivir políticamente– fue una mezcla de dos debilidades sin identidad en una «alianza viscosa» de olvido y mutua legitimación, cuya propuesta era reformular los términos de su política interna con la externa.

El pacto interno, por su parte, anota Revéiz, se ejemplifica en el Frente Nacional durante el siglo XX. Después de tanto guerrear durante el siglo XIX y de periodos intercalados de hegemonías liberales y conservadoras con guerras civiles, llegó el Frente Nacional, caracterizado por el entendimiento político, la alternación presidencial y la participación adecuada y equitativa en los cargos públicos (Revéiz, 1997, p. 24).

El pacto externo, a su vez, se refería al manejo de sus relaciones políticas y económicas con Estados Unidos mediante su ayuda po-lítica y militar para enfrentar la pacificación y los nuevos términos de intercambio económico y comercial.

En cuanto al pacto externo, anota Revéiz, se puede observar que aunque los pactos internacionales de café obtuvieron menores precios reales que en las bonanzas, permitieron reducir la incertidumbre para los empresarios y el gobierno. Colombia nunca tuvo conflictos políticos internacionales (derivados de actitudes nacionalistas e imperialistas) que le permitieran incrementar la inversión fuera de sus fronteras, ni de obtener rentas de su situación geopolítica (pp. 123-124).

De esta manera, el pacto frente-nacionalista fue un intento de pacificación política bajo la forma de unión entre «civilidad re-

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publicana y orden neoconservador», que devino en un armisticio político antes que en un tratado de paz, por cuanto tendió más a re-ducir luchas sectarias partidistas sin atender a los reales conflictos sociales de fondo. La fórmula legitimadora giró, de nuevo, alre-dedor de la Constitución a la cual se le introdujeron las reformas del plebiscito, base del Frente Nacional, y del artículo121 sobre el régimen del estado de sitio, aunque este se impuso la mayor parte del tiempo hasta 1991. El Frente Nacional pacificó el país en cuanto a las luchas sectarias de partidos que dejaron de ser fuente de vio-lencia, pero desatendió otros semilleros potenciales de conflicto. Pareció un paso necesario mas no suficiente de paz, puesto que volvió normal el estado de excepción bajo el artículo 121.

Este modelo de cooptación política del Frente Nacional logró resolver problemas de pacificación entre partidos y mantuvo un pacto interno con las regiones, las cuales lograron una mayor in-serción a nivel nacional e incluso internacional, merced a los pactos externos. Se diría que hubo una gobernabilidad política interna mientras el régimen pudo arbitrar los conflictos interpartidistas e interregionales. La distribución de divisas entre los gremios y de puestos y cuotas de poder regionales entre los partidos permitió una tregua de la guerra. Los tres grandes soportes de la seguridad interna –Iglesia, ejército y burocracia partidista– cambiaron su función. La Iglesia dejó de ser aliada natural del partido conser-vador; el ejército ganó independencia de lo partidista, y los partidos reactivaron sus electorados con una burocracia profesionalizada mediante la carrera administrativa.

Todos estos avances en la seguridad pública contrastan, sin embargo, con los nuevos dilemas de seguridad ciudadana y autode-terminación en el contexto internacional. La garantía del funciona-miento del pacto interno y externo residía en la figura presidencial, cuyas atribuciones en cuanto a orden público interno y relaciones internacionales eran amplísimas. Sus facultades extraordinarias en materia económica y política se sintetizan en los tres grandes artículos que conformaban la Constitución: los artículos 120, 121 y 122 permitían conjurar, mediante estados de emergencia, las per-turbaciones inminentes de orden económico y social, o las graves

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calamidades públicas. Pero el poder presidencial y su sistema po-lítico asociado se habían desgastado al término de los años del pacto partidista12.

El sistema cooptado se había deteriorado por sus propios medios. El clientelismo fue el resultado del sistema de alianzas partidistas arbitradas por un presidencialismo cada vez más de-pendiente de sus representantes sociopolíticos de la provincia. La dependencia externa se acrecentó merced a la crisis de sus pactos y a las escasas fuentes de suministro de riqueza interna. La legiti-midad, sustentada en estos pactos internos y externos, se agotó por la irrupción de nuevos actores regionales y asociaciones ilegales aparecidas bajo la égida del narcotráfico, socavando la seguridad obtenida.

Con la internacionalización, el modelo de cooptación política y económica entró en crisis. Los nuevos colectivos verticales (la guerrilla y el narcotráfico) crearon un nuevo marco para la distribución de los recursos públicos. También se originaron nuevas coaliciones regionales para asegurar la gobernabilidad política y se generalizó la violencia inercial (Revéiz, 1997, p. 157).

Los resultados de esta internacionalización de fuerzas, y la irrupción de una violencia proveniente de esos núcleos emergentes en ese nuevo escenario, terminaron por desgarrar el tejido social, la unidad territorial y la cohesión política. Los nuevos grupos ex-cluidos de participación política estatal pretendieron hacerse a su control forzando negociaciones internas de paz, y consolidando los lazos de dependencia externa para sostener la seguridad. Los dilemas de legitimidad y seguridad ante una soberanía amenazada por fuerzas centrífugas –como la globalización externa y los entra-mados internos de las clases emergentes e insurgentes–, pusieron en

12 «El país se había despolitizado en un momento de intenso cambio social. Problema que resaltaría con la desaparición de la oposición electoral y la evidente inadecuación de las instituciones estatales y partidistas para canalizar las demandas sociales. El régimen se movía por las inercias clientelistas creadas durante los dieciséis años de Frente Nacional» (Palacios, 2002, p. 612).

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vilo al Estado, cuya demanda principal era ahora la de refundarse o relegitimarse bajo la cobertura de otro pacto constitucional.

La refundación del Estado & la

ambivalente Constitución de 1991

La llamada refundación del Estado parece asegurar una ruptura con el pasado. Una nueva sociedad reclamaba un nuevo Estado y se requería una Constitución donde cupieran las fuerzas sociales emergentes y los nuevos amnistiados políticos. «De tal en-tendimiento surgió un nuevo orden más participativo y descentra-lizado; más transparente y menos corrupto. Pero llama la atención lo frágil de la legitimidad y legalidad del proceso constituyente. No existían bases legales para convocar la Asamblea Constituyente» (Palacios & Safford, 2002, p. 612). Pero había que refundar el Estado y hacer caber dentro de él a los sectores emergentes excluidos del pacto frente-nacionalista. La clave estaba en ampliar el sistema de alianzas regionales con la mayor presencia dentro del Estado de esos agentes de la diversificación territorial.

La ruptura con la Constitución del 86 parece radical. Aquí no existe referencia a ninguna Constitución anterior, y la fuente de legitimación invocada consulta la voluntad soberana del pueblo –al mejor estilo rousseauniano– antes que la voluntad divina o alianza alguna con sus intermediarios eclesiásticos. Ahora se invoca la de-mocracia participativa y la llamada participación territorial de los municipios y las regiones sirve de sustento legitimador del nuevo Estado: después de la promulgación de la Carta, son los municipios y las comunidades quienes poseen, por el aumento de su poder po-lítico y su creciente participación en las transferencias del Estado y en las decisiones de inversión pública, un poder creciente; ellos son el núcleo de la nueva sociedad civil y el sostén de la goberna-bilidad política. Además de la ampliación e inclusión social dentro del nuevo ordenamiento político, y de la descentralización política, esta Constitución desarrolla una amplia gama de derechos hu-manos que llegan hasta su última generación y avalan hasta el de-recho ecológico. Reconoce la pluralidad étnica, afirma principios de descentralización fiscal, y fortalece el poder judicial. Plantea la

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reordenación territorial e incluso la autonomía de comunidades indígenas y negritudes. Todo esto alcanza hasta los derechos de los niños, derechos que prevalecerán sobre todos los demás. El acer-camiento de la justicia al ciudadano mediante la tutela y el control constitucional parecen ser sus mayores logros.

Pero la ambigüedad del nuevo constitucionalismo se pone al descubierto al mirar el contraste entre los altos ideales de los cons-tituyentes y los desarrollos legales y efectivos de la Carta. Los de-rechos avalados por ella son incumplibles ante la incapacidad del Estado para garantizar su eficacia, desde el derecho a la vida hasta la defensa del derecho infantil a desarrollarse y realizarse en el hogar y entorno familiar13. Todo lo anterior –sugiere Palacios– ex-plica la levedad del nuevo constitucionalismo en la espesura de una sociedad que tiene pocas oportunidades para prestarle la atención que merece. Y concluye: «Los desarrollos legales de la nueva Cons-titución quedaron en manos de la clase política pre-constituyente. El problema de fondo sigue siendo el mismo desde la fundación de la República: la distancia entre los sueños del constitucionalismo y las prácticas sociales» (Palacios & Safford, 2002, p. 615).

La ambivalencia de la Carta debe ser explicada como fruto de la ética de transacción que inspiró a sus constituyentes. Nadie quiere reconocer que los redactores de la Carta obtuvieron cada uno su pedazo: los defensores del Estado de derecho obtuvieron un extenso capítulo de derechos; los promotores de la apertura, un banco central independiente del gobierno y regido por sus propios estatutos; los descentralistas, un estatuto que potencia la autonomía territorial; los comunitarios, una democracia repre-sentativa con referendo incluido; los no cristianos, la libertad reli-

13 «La norma según la cual los derechos de los niños prevalecerán sobre todos los demás no se concilia con el aumento de denuncias sobre abusos de todo tipo contra los niños, la mayoría de los cuales se realizan en el hogar y el entorno familiar; ni con el aumento del déficit de cupos escolares en muchas municipalidades, particularmente del Caribe. El agudo y creciente problema social de los desplazados, en muchas ocasiones acosados por las Fuerzas Armadas, contrasta con la protección constitucional a los derechos humanos» (Palacios, 2002, p. 615).

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giosa y el desmonte del Concordato, y los liberales, la enajenación de las empresas del Estado, la prestación de los servicios públicos por particulares, y la tutela como un recurso para compensar el desmantelamiento del Estado interventor. La explicación básica de esta reversión y revuelta contra la Carta reside entonces dentro de su propia ambivalencia. En su seno coexisten postulados maxima-listas del Estado social de derecho con directrices del más puro liberalismo de mercado. No hay una sola Constitución; existen, al menos dos grandes líneas directrices en su interior: la primera que defiende criterios demo-liberales de libertad, igualdad, moralidad, imparcialidad y publicidad de la ley, y la segunda que atiende a los postulados de la eficacia, economía, celeridad y seguridad estatal para garantizar contratos privados con el Estado convertido en sistema de alianzas de contratación privada.

Basta leer el articulado alrededor de los derechos fundamen-tales en su doble línea de sustentación teórica y aplicación práctica para observar su escisión: los bienes y servicios públicos –empleo, educación, salud y vivienda– quedan bajo la responsabilidad del Estado en cuanto a la orientación, dirección y reglamentación de su servicio, pero en un marco de eficiencia, universalidad y soli-daridad en su forma de adjudicarse. La intervención del Estado en la provisión de esos derechos se limita a la inspección o vigi-lancia y, al tiempo, su prestación se confiere al mejor postor, capaz de asegurar su atención contratada. La Carta define derechos de obligatoria prestación social –como el empleo– que debe proteger, pero sin poder garantizar su oferta real. Basta mirar el desempleo urbano, el cual ha alcanzado las cotas más altas desde que hay es-tadísticas, para observar la contradicción con el principio cons-titucional que coloca el derecho al trabajo como uno de los más fundamentales.

Pero la más grande contradicción de la Carta se da entre sus postulados de un Estado social de derecho con los de la paz, la se-guridad ciudadana y las libertades públicas, y la privatización de la contratación de la Paz. La Constitución de 1991, en su artículo 22, no estableció si la paz es un servicio público y quién tiene derechos de propiedad sobre ella. Solo definió que el presidente tiene el mono-

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polio del orden público como reza el artículo 89. Esta grave situación jurídica deja al Estado en manos de una clase política que lo ha des-pojado de su derecho soberano a garantizar el monopolio de la paz, y su obligatoriedad de hacerlo efectivo. La paz no puede ser contratada con particulares como cualquier otro servicio público a riesgo de convertirla en seguridad privada. La clase política tradicional ha ido consolidando derechos de propiedad sobre la paz pudiendo deter-minar los términos de la guerra. La misma clase puede hacerlo por manejar el presupuesto militar y los ascensos de generales, e incide así en sus actuaciones. En síntesis, la Carta aumentó expectativas pero marchitó sus logros. Así se desvanece otra quimera legal. La competencia política es baja, la corrupción sigue y la paz está lejana. En fin, esta ética corporativista permite que se la use como patente de corso para promiscuidad de lo privado y lo público; de modo que el Estado se corrompe por la captura de las políticas públicas en manos privadas. En fin, el Estado opera con la lógica del mercado.

Dilemas actuales de la llamada

seguridad democrática

La ambigua constitución de la Carta del 91 ha permitido su utilización en su doble vertiente, corporativa y comunitaria. El corporativismo ha servido para encontrar el medio de delegar el monopolio de la paz en alianzas internacionales que contratan la seguridad con recursos de potencias militares extranjeras, cuya asistencia se brinda a través del llamado Plan Colombia, primero, y Plan Patriota después, y al tiempo el comunitarismo permite sub-contratar la seguridad interna con implícita delegación en fuerzas ilegales que participan en el control de amplias zonas del territorio nacional. La llamada estrategia-plan de seguridad democrática es una mezcla de Estado corporativo que privatiza la seguridad me-diante la denominada cooperación internacional, y al tiempo hace uso del comunitarismo mediante el cual la seguridad ciudadana se supone dada por su capacidad de dársela a través de redes propias de informantes. La ciudadanía es sujeto y objeto de seguridad. En fin, la seguridad está en manos de quien pueda contratarla afuera o subcontratarla adentro.

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Este dilema de la política actual arranca de la fragmentación real del territorio y de la sensación de pérdida de control de la si-tuación: el Estado no controla el espacio nacional; los actores ar-mados no controlan de arriba abajo sus heterogéneas, y a veces indómitas, organizaciones; la sociedad civil no puede ejercer su tercería. Desde luego, ante la incapacidad de tener presencia como Estado que cubra la nación, la opción prioritaria es la de controlar el territorio como objetivo primordial.

Las dos caras de esta estrategia han sido denunciadas como producto de la internacionalización de la guerra y, al mismo tiempo, del reconocimiento de la crónica debilidad del Estado ante las fuerzas insurrectas en su interior. Es la misma debilidad del Estado colonial amparado siempre en la protección foránea, brindada por la metrópoli a sus reinos asociados, y por otro lado, en la necesidad de sus intermediarios de siempre –los nuevos enco-menderos hoy enriquecidos por el tráfico de drogas y armas en sus territorios– quienes han cumplido la función secular de garantizar un cierto orden y hasta una cierta equidad en las localidades a las cual el Estado no puede llegar14.

Así la historia se repite: desde las primeras constituciones in-dianas y las reformas borbónicas, hasta las actuales negociaciones

14 Esta fragmentación de la soberanía externa e interna puede condensarse en la siguiente fórmula tomada de Gonzalo Sánchez: «Quiérase o no, en el curso de la guerra se produce una fractura de soberanía, y a menudo una eclosión de actores aspirantes al poder, que pone en tela de juicio tanto la legitimidad como el monopolio de la fuerza, rasgos constitutivos de un Estado moderno. El fantasma de la beligerancia es la fragmentación territorial del Estado colombiano[…] Una soberanía extremadamente frágil desde la posición colombiana, en cuanto está atravesada por dos temas –las drogas y el derecho humanitario– frente a los cuales las fronteras entre lo interno y lo externo, según los parámetros de la comunidad internacional son esencialmente difusas[…] Con estrategias como el Plan Colombia, la guerra ha dejado de ser interna. Se ha exteriorizado, abriendo paso a la intervención en los asuntos internos del país y en sus relaciones exteriores, y su preponderancia se ha acentuado de manera inversamente proporcional en su triple frente de combate contra la insurgencia, la contrainsurgencia y los narcotraficantes» (Sánchez, 2003, p. 125).

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de paz, pasando por las negociaciones posteriores a la guerra de los Mil Días, donde la soberanía nacional se fragmentó mediante la entrega de Panamá, el Estado sigue cediendo poderes, privilegios, o control territorial para mantener estabilidad política; a cambio de una precaria legitimidad institucional, el Estado negocia se-guridad privada o privatiza la seguridad mediante contratos con terceros internacionales o intermediarios regionales internos. Este «pactismo» crónico considera todo como negociable15.

Esta misma tendencia al ajuste territorial externo a cambio de la reforma institucional, se traduce en el ámbito interno en la cesión de territorio nacional a cambio de la reincorporación a la vida civil de los llamados combatientes. Se trata del llamado «pac-tismo» que atraviesa la vida civil, y cuya reproducción interna va minando las reglas de convivencia. El motor de todo ello es la nece-sidad permanente de re-legitimación por parte del Estado a través de la reincorporación formal de los disidentes al cuerpo político de la nación. Tras esa necesidad permanente de legitimación se puede observar la crónica debilidad estatal, en particular de su aparato judicial. Ante la incapacidad de derrotar al enemigo, el Estado opta por unirlo o anexarlo como fuerza formal de la nación. Acepta tá-citamente que vendan seguridad por extorsión, y como organiza-ciones paralelas hagan su propia justicia. Y acepta la privatización de la seguridad por cuanto elige una alianza con una determinada forma de inseguridad –la paramilitar– a cambio de superar otra –la de las repúblicas independientes–.

El argumento para legitimar esta negociación comenzó cuando se acomodó la ley para permitir al gobierno sentarse a la mesa con grupos desligados del carácter de delincuentes políticos. Bastó la

15 «En Colombia prevalecieron los conflictos internos y la clase dirigente política prefirió el ajuste por el territorio que el ajuste por las instituciones y la democracia: la guerra de los Mil Días a comienzos del siglo llevó a la secesión de Panamá; la guerra civil de los años cincuenta condujo al canje de notas entre gobiernos (sin aprobación del Congreso) que cedió los Monjes a Venezuela, uno de los puntos de referencia para la delimitación del Golfo de Maracaibo; la guerra civil actual debilita a Colombia en las negociaciones con Venezuela» (Revéiz, 1989, p. 99).

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simple modificación de una disposición para romper la tradición de todas las constituciones, desde 1811, que solo autorizaban la con-cesión de indultos o amnistías por motivos políticos. Este primer paso era el preámbulo de un reconocimiento político fundamental: la aceptación de que si los paramilitares abandonan determinadas zonas, se las toma la guerrilla. Ello implica aceptar lo que siempre se ha negado: la delegación de la fuerza en manos privadas y el reconocimiento expreso de la coacción privada a través de estos intermediarios. Detrás de todo está la tácita sanción de un hecho: estos delincuentes siempre han contado con la complicidad de la distraída mirada estatal.

Lo realmente efectivo detrás de estos procesos de amnistía es una reconciliación de las elites y su confesión de que detrás de estas organizaciones ilegales solo existe un ejército federal irregular. Detrás de estos ejércitos privados existe una especie de pacto fede-ralista entre las elites económicas y políticas regionales cuyo pre-dominio local trata de imponer en el ámbito nacional otro mapa de reordenamiento político-territorial. Es la eterna alianza entre las fuerzas debilitadas del Estado, que apuntalan su legitimidad en el perpetuo ajuste territorial, y seguridad privada a cambio de su re-conocimiento legítimo. El problema no es la desmovilización sino su constitución civil como fuente última de poder regional.

Líneas constantes de la oscilación

entre seguridad & legitimidad

Las líneas de fuerza propias del desarrollo de nuestro Estado reproducen sus tendencias desde los albores del Estado colonial, sustentadas en su ambivalencia frente a la autoridad del rey y su misma ley, hasta el actual talante del Estado corporativo, con su di-lemática condición de soberanía en interregno por su dependencia de la seguridad externa, y la delegación de la seguridad interna a manera de alianzas regionales al estilo de la vieja Encomienda. Las líneas históricas seguidas se resumen en diez características cons-tantes.

La primera línea de análisis encuentra la persistencia de rasgos de anomia institucional nacida de la imposibilidad de forjar una

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«legitimidad suprapersonal» capaz de garantizar la estabilidad política del Estado. La dependencia de un «poder patrimonial del rey» –fuente de todo patronazgo y árbitro supremo de todo con-flicto– generó instituciones personalistas, potencialmente arbi-trarias y atadas más al representante de la ley que a la ley misma. El colapso de la autoridad real desató luchas personalistas por con-trolar el Estado sumergiendo a los nuevos países en una continua oscilación entre regímenes de anarquía y tiranía personales. El pre-sidencialismo central se invoca como última instancia, el límite de la anarquía regional.

La segunda línea de análisis revela la incapacidad de restaurar la autoridad de la Corona por parte de los modelos constitucionales importados, los cuales no pudieron ser adaptados a nuestras cos-tumbres nacionales. Los caudillos –jefes políticos personalistas– se enfrascaron en disputas regionales y carecieron de una visión nacional y de un interés suprapersonal capaz de restaurar la auto-ridad patrimonial de la Corona. Las guerras civiles sumieron en la ruina institucional a la nación y su anarquía permitió el acceso al poder de regímenes autoritarios que invocaron el legado hispáni-co-católico para legitimarse.

La tercera línea de análisis muestra la persistencia de las cons-tituciones como permanentes intentos de legitimación al conver-tirlas en tratados de paz. Sin embargo, estas no cumplieron tales expectativas y se convirtieron en armisticios posteriores a guerras feroces; jugaron más bien un papel de «ententes» entre elites con reglas de juego pactadas que permitieran manejar –con o sin ex-clusión– sus cuotas de poder nacionales y regionales. La figura presidencial fue el garante de tales pactos y mantuvo unida la ins-titucionalidad resultante de los acuerdos como poder de cohesión de la nación y su reordenamiento territorial.

La cuarta línea de análisis demuestra que esta levedad del constitucionalismo no alcanzó nunca a conciliar los dilemas de legitimidad y seguridad ni la distancia entre los sueños legalistas y las prácticas sociales. La legitimidad se volvió legalidad y esta se alimentaba a sí misma en un intento de autoperpetuarse. Con-trariamente a lo esperado, el ropaje constitucionalista creó una

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atmósfera de suspenso político debido a la imposición de insti-tuciones que fueron suficientes para minar la legitimidad de go-biernos tradicionales.

La quinta línea de análisis se refiere al “pactismo” tradicional. Consiste en la tendencia a negociarlo todo en continuo ajuste ins-titucional por control territorial que reproduce anomia y rebaja las reglas básicas de convivencia. La necesidad de legitimación perma-nente, mediante la reincorporación de los disidentes al cuerpo po-lítico de la nación, muestra la crónica debilidad del aparato estatal y, en particular, del aparato judicial: un tratado de paz, diría Kant, puede poner término a determinada guerra pero no a la situación de guerra.

La sexta línea analítica alude a la confusión de amnistía con paz. La amnistía, en tanto olvido jurídico, se asume como «una especie de recomienzo, en el sentido de un momento inaugural, del pacto social y político». Ante las limitaciones para castigar a los ejércitos derrotados, al Estado solo le quedaba como opción realista la incorporación de los disidentes, y la paz se resolvía en una «simple suspensión temporal de hostilidades». Según estudios recientes, en el siglo XIX se produjeron 17 amnistías y otras 20 en el siglo XX, y hubo 63 indultos. Contrario al sentir de Kant, quien opinaba que la paz debe ser instaurada y las causas de la guerra removidas, la amnistía ha sido entre nosotros un instrumento de legitimación de las elites más que de satisfacción a las víctimas.

La séptima línea es la negativa sistemática del aparato estatal a aceptar la disociación entre país real y país formal –país político y país nacional–, o la fractura entre política y sociedad. El Estado no ha querido aceptar que los pactos entre elites dejan por fuera al país nacional, y así olvida que la paz se hace con una colecti-vidad de hombres que no forman parte del Estado. La exclusión sistemática de sectores políticos y sociales desde la Carta del 86, y su estado de sitio excepcional como normal, han impedido el res-paldo legítimo mayoritario. El Estado se porta como justiciero y se conforma como un «Estado de derecho sin democracia».

La octava constante mantiene los términos de protección del Estado como un sistema de alianzas o “cúmulo de fidelidades lenta-

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mente construidas”, al decir del máximo jefe paramilitar, mediante el cual la protección se brinda a cambio de obediencia y silencio. Los mismos términos de los encomenderos reales se viven ahora en la seguridad comprada a cambio de lealtad y silencio. La seguridad se privatiza cuando se ofrece a ese precio, y cuando solo la obtiene el que pueda pagar su costo. La legitimación mediante autoamnistías, y las políticas de apelación a poderosos aliados no-enemigos para delegarles la seguridad en sus propios ejércitos, cierra ese círculo violento. La preocupación del Estado ha sido ganar la guerra a toda costa sin importar la corrupción derivada de esta doble moral.

La novena constante se ve reflejada en la imposibilidad de de-finir la hegemonía de un Estado fuerte. Un Estado fuerte se con-funde con un Estado autoritario que se contenta con enviar tropas o delegar funciones en intermediarios. Un Estado fuerte, incapaz de afirmar su soberanía –que diluye su hegemonía en alianzas–, no impone su fuerza como imperium, sino que además se confunde con una mezcla de corporativismo privado que endosa la función provisora de sus servicios, y comunitarismo público como remedo de participación ciudadana. Para obtener reconocimiento en la po-blación civil se ha apelado más a la capacidad de imposición que a la capacidad de legitimación sustentada en la garantía de dar segu-ridad pública para todos. Asociaciones privadas suplantan la oferta de seguridad pública.

La décima constante es la íntima imbricación de guerra na-cional e internacionalización del espacio político interior. El con-flicto del siglo XIX entre Estados soberanos aplicó el derecho de Gentes a la manera de una cuasi-internacionalización del con-flicto que desbordó fronteras entre lo interno y lo externo. Desde las guerras civiles, tratadas como guerras de soberanías, la reso-lución de conflictos apeló al derecho internacional para superar las pretensiones de los caudillos. La internacionalización actual –producto de la pérdida de soberanía por intervención de po-tencias foráneas– acentúa de modo inversamente proporcional la debilidad de un Estado que se ve tratado a modo de protectorado en asuntos capitales como extradición de nacionales, alineamiento internacional y asistencia militar.

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Conclusión: una soberanía cuestionada

por dentro & por fuera

Una línea constante de nuestra historia política obliga a re-conocer la crónica y circular repetición de dilemas internos y externos presentes desde el Estado colonial. Persiste la misma de-bilidad endémica del Estado para garantizar el imperio de la ley, independiente de la voluntad personal del rey, e igualmente, la de-legación de la seguridad interna en manos privadas de encomen-deros se reproduce ahora. Es precaria la constitución de un Estado fuerte capaz de darse instrumentos de seguridad territorial frente a las potencias foráneas, y la delegación de seguridad interna ante elites locales cooptadas como garantes de seguridad. El monopolio de la fuerza se comparte con aliados internos y externos, y la po-lítica de seguridad interna se confunde con la política de seguridad exterior a las fronteras.

La imposible salida de la anomia mediante la estabilización de una «legitimidad suprapersonal» ha conducido al Estado a sos-tenerse como sistema de alianzas legales incapaces de constituir su legitimidad. El Estado no puede controlar mediante la fuerza esta oscilación entre anarquía y autoritarismo o, el paso continuo del orden al desorden, como si la violencia fuese parte inherente del mismo orden. Ese tránsito ha permitido sostener una mezcla de guerras civiles recurrentes, y pactos constitucionales reiterados e invocados como tratados de paz pero devenidos con el tiempo en simples armisticios entre combatientes. El constitucionalismo, y sus éticas de concesión y cooptación son impotentes para esta-bilizar un Estado soberano desgarrado por ajustes institucionales dados a cambio de territorios.

La ambivalencia del orden jurídico ante una legitimidad so-berana lleva a concluir que el Estado vive en constante necesidad de re-fundarse por pactos cuyo problema de fondo sigue siendo el mismo desde la fundación de la república. Se trata de la misma dis-tancia entre los sueños constitucionales y la práctica social, o del interregno de legitimidad que, según la definición del Diccionario de la Lengua Española, es «el espacio de tiempo en que un Estado no tiene soberano». La soberanía está cuestionada o interdicta más

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que carente de legitimidad. En términos de Hobbes, se diría que el Estado oscila entre la anomia del derecho natural y la apelación a la ley natural de paz, seguridad y orden público. La distancia entre la seguridad privada del derecho natural, propia de los que se atienen a su propia fuerza vuelta ley, y la seguridad pública de sujeción a una sola ley de protección a todos, hace pensar que el criterio de legitimación invocado no se cumple enteramente.

La prueba práctica acordada como criterio de legitimación de un Estado protector pretende contrastar la posible permanencia dentro de su pacto con la aprobación de su cláusula mínima de seguridad estatal: «Un orden político es legítimo cuando todos los que viven bajo él tienen siempre la oportunidad de decidir a favor o en contra de él, de expresar aprobación o crítica, de quedarse en el Estado o emigrar» (Kern & Muller, 1992, pp. 72 & 73). Mediante la comprobación de tal criterio de legitimación, los ciudadanos del pacto han de tener siempre la posibilidad de decidir su suerte, de quedarse o emigrar de ese Estado libremente. Esto supone aceptar que la seguridad interna garantiza su permanencia o inclusión vo-luntaria dentro del pacto. La incierta voluntad de permanencia de sectores enteros en sus territorios hace pensar que los ciudadanos se obligan a prestar obediencia a los pactos internos y externos de manera no-voluntaria. De hecho, un pacto no puede legitimarse si se carece de la aprobación renovada y libre de su permanencia por parte de los ciudadanos. Este parece ser nuestro caso si nos atenemos a la imposible elección entre quedarse o emigrar de su territorio.

No existe libre permanencia dentro del pacto si se advierte que la seguridad no logra incorporar a todos los ciudadanos, y simple-mente cubre a los que puedan pagarla de manera privada. Además, la seguridad es más amplia que la seguridad armada. La protección cobija a toda la población –implicada o no en territorios de con-flicto–, y cubre aspectos que desbordan la simple defensa bélica. Puesto que el concepto de seguridad es más amplio que lo pura-mente militar, se requiere proteger todos los derechos de los que se encuentran en la mira de los violentos para que no los maten lo mismo que a la población civil arrojada en medio del conflicto.

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La política de seguridad democrática es un medio de la seguridad ciudadana y no un fin de fortaleza del Estado como un poder en sí y para sí mismo.

Cuando el Estado delega seguridad en un patrón local que arma sus propios ejércitos y comienza a proteger a cambio de silencio, se pasa a relegar estructuras autónomas garantes del monopolio de su fuerza para entregar territorios apoderados ilícitamente. Así, existe una privatización real de la coacción por fuerzas irregulares cuya desmovilización no coincide con el desmonte de su poder re-gional. Esto será real solo si se desmonta su cooptación del Estado local. Las elites no han querido desmontar sus aparatos privados para construir una república y resolver el problema territorial; por el contrario, el Estado prefiere cooptar las elites locales para que le administren una seguridad forzada, sin entender que la validez del pacto tiene como condición central la posibilidad de denunciarlo o sumarse voluntariamente a él.

En síntesis, buena parte de los ciudadanos están al margen del pacto por la fragmentación territorial, su división social derivada, y la implícita debilidad de su justicia: un gobierno que no se ad-hiere a la ley pierde el respeto y fracasa en cumplir la obligación contractual con su pueblo. Esto conduce a la fractura entre política y sociedad, sin que exista pleno derecho a reclamarse como go-bierno. Al persistir vacíos en el pacto de seguridad para que todo ciudadano pueda sentirse libre dentro de él, se apela al uso extremo de la fuerza, lo que rinde resultados temporales pero hace perder legitimidad, ventaja moral y seguridad común.

La exclusión del pacto supera la exclusión territorial –como el caso de los desplazados– para abarcar la exclusión social, jurídica y política. La dualidad entre un Estado de libertades legales forma-lizadas en la Constitución en un catálogo de derechos fundamen-tales, y el estado de necesidad real incapaz de garantizar el ejercicio de estos mismos derechos civiles, implica una inseguridad social, jurídica y política. Tenemos al menos tres sociedades en nuestro país: una sociedad cooptada que accede a garantías estatales de se-guridad; una sociedad no cooptada que no se beneficia de estas garantías y carece de seguridad jurídica y política, y, finalmente,

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una sociedad ilegal que orienta sus esfuerzos empresariales por fuera de la ley y utiliza la coacción privada para sostener su propio sistema de seguridad.

Los tres caracteres señalados –exclusión territorial, división social y falta de transparencia de la justicia por la promiscuidad de lo público y lo privado– impiden que opere el criterio de le-gitimación acordado: la siempre renovada aprobación ciudadana, aunque tácita, como ratificación del pacto dentro del cual viven. El silencio ciudadano ante la coacción privada no es interpre-table como aprobación tácita sino como debilitamiento del apoyo público. Su silencio no implica aprobación contractual sino una enorme insatisfacción con un Estado que no entiende el ejercicio de derechos y libertades civiles como condición de seguridad. La desconfianza de los de abajo, y la necesidad continua de refundar y legitimar el Estado desde arriba, señalan que «Colombia es más territorio que nación y más nación que Estado».

Referencias bibliográficas

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Justicia: ¿nacional, global o transnacional?

Francisco Cortés Rodas*

¿Hasta dónde puede extenderse la justicia? ¿Ella es uni-versal y por tanto su campo de aplicación debe trascender las fron-teras de los Estados nacionales? ¿O la justicia es nacional o local, y por razones conceptuales, normativas o pragmáticas, su influencia solo puede ejercerse dentro de los límites de una comunidad política? Si la justicia es universal, ¿cuáles son los derechos que deben ser garanti-zados para que sus ideales normativos sean realizados? ¿Los derechos civiles y políticos? ¿O un conjunto más amplio que incluya estos y los derechos económicos y sociales? ¿Qué instituciones deben ser creadas para hacer cumplir esos derechos? ¿Un Estado mundial, una república

* Este artículo hace parte del proyecto de investigación «Justicia y exclusión. Elementos para la formulación de una concepción igualitaria de justicia», aprobado por la Fundación Alexander von Humboldt y realizado en el Instituto de Filosofía de la Universidad Johann Wolfgang Goethe de Frankfurt (Alemania). Este artículo fue presentado en el Simposio Internacional «La teoría crítica en el diálogo Europa - Latinoamérica», organizado por la Universidad Autónoma Metropolitana de México, y será publicado primero en las Memorias de este Simposio. Agradezco al editor su permiso para reproducirlo en este libro.

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de Estados, o es suficiente un organismo como las Naciones Unidas? Si la justicia es nacional, ¿cómo es posible enfrentar los problemas po-líticos y sociales determinados por la globalización económica, el cre-cimiento del desempleo a nivel mundial, el aumento de la pobreza en los países económicamente más atrasados, la destrucción del medio-ambiente, las grandes migraciones de poblaciones de los países más pobres a los más desarrollados?

Quienes sostienen que la justicia es universal afirman que el hombre es sujeto de derechos fundamentales que le corresponden por el hecho de ser hombre; de esto derivan que una concepción de justicia debe regular las relaciones entre todos los seres humanos en el mundo y asegurar su bienestar individual. Quienes sostienen, por el contrario, que la justicia es local o nacional, dicen que los principios fundamentales de justicia deben regular la distribución justa de los derechos y las libertades en cada sociedad, y que los principios de justicia internacional solamente pueden regular las relaciones entre los Estados, es decir, a la justicia internacional le concierne el orden jurídico de las relaciones de poder entre los Es-tados, no la distribución justa de los recursos económicos y de las oportunidades sociales.

Entre los que defienden la concepción universalista de la jus-ticia, conocidos en el debate académico como globalistas, están Henry Shue (1996; 1983, pp. 600-608), Thomas W. Pogge (1989), Charles R. Beitz (1979; 1983, pp. 591-600) y Stephan Gosepath (1998, pp. 146-187; 2002, pp. 197-214)1. Los defensores de la segunda po-sición han sido caracterizados como liberales nacionalistas y con-forman un grupo más heterogéneo: teóricos del liberalismo que acentúan la autonomía de los pueblos; comunitaristas que destacan la integridad de comunidades culturales; nacionalistas que repre-sentan la prioridad de los vínculos y de las pertenencias nacionales; teóricos de la soberanía del Estado que defienden la independencia de los Estados2.

1 Véase tambien Rawls (1988, pp. 227-256; 1992, pp. 48-75; 1995, pp. 195-224) y Barry (1991)

2 Para la clasificación de los liberales nacionalistas sigo la propuesta de Forst (2002, pp. 215-232). Como liberales nacionalistas están:

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Justicia: ¿nacional, global o transnacional?

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El núcleo de la discusión entre globalistas y liberales nacio-nalistas se da alrededor de la pregunta de si es posible extender el campo de aplicación de los principios liberales de justicia del con-texto nacional a un contexto global. Para los globalistas, la justicia se debe entender como una compensación de pretensiones indivi-duales que se debe realizar mediante una política global al servicio de los derechos legítimos de los individuos a una parte equitativa de los bienes producidos a nivel mundial (Shue, 1996, p. 13). Para los liberales nacionalistas la justicia solo puede realizarse en un con-texto nacional, pues ella requiere del establecimiento de un marco de estructuras jurídicas, democráticas y económicas estables, de un contexto cultural homogéneo, así como de la autonomía política de los Estados (Kersting, 1997, p. 301; Chwaszcza, 1996, p. 176). Los liberales nacionalistas rechazan la pretensión de los globalistas de extender la justicia del contexto nacional al contexto global a partir de definir dos tipos de problemas que debe enfrentar un Estado li-beral y democrático en el orden actual de las relaciones internacio-nales: primero, las relaciones entre el Estado y sus asociados deben estar constituidas por los principios de libertad e igualdad social; segundo, las relaciones entre los Estados se basan solamente en los principios de la autonomía política y de la igualdad jurídica de los mismos (Chauvier, 2001, p. 101; Kersting, 1997, p. 278)3. El intento de los globalistas de fundamentar una concepción universalista de la justicia descansa, según los liberales nacionalistas, en el error de utilizar el instrumentario del individualismo contractualista, que permite regular las relaciones entre los individuos en una comu-nidad política, para definir las condiciones normativas de las rela-ciones entre todas las personas en el mundo. Esta extrapolación de los principios normativos del Estado liberal de derecho, realizada para fundamentar una concepción global de la justicia, conduce, según la crítica de los liberales nacionalistas, a una concepción idealista e irrealizable de la política (Chauvier, 2001, p. 91).

Rawls (1999, pp. 116-118); Nelson (1974, pp. 410-430); Kersting (1997, pp. 253, 278); Chwaszcza (1996, p. 176); Walzer (1989, pp. 224-5).

3 Sobre la doctrina clásica del derecho internacional véase: Kant (1997, Vol. XI); Rawls (1999).

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En este artículo voy a presentar, en primer lugar, las tesis cen-trales de las posiciones del liberalismo nacionalista y del globa-lismo. En segundo lugar, haré las consideraciones críticas a sus respectivas concepciones de justicia. En la parte final desarrollaré algunos elementos para la formulación de una concepción transna-cional de justicia que permita dar cuenta de los problemas funda-mentales de nuestras sociedades, condicionados por la existencia de desigualdades radicales y una extrema pobreza.

El liberalismo nacionalista

La crítica más fuerte de los liberales nacionalistas contra los globalistas afirma que el conjunto de derechos y libertades adqui-ridos legítimamente por los ciudadanos de un Estado, constituido mediante un orden político regulado por el derecho, no puede ser sometido a las políticas redistributivas de una concepción global de la justicia (Rawls, 1999, pp. 116-118; Nelson, 1974, pp. 410-430; Kersting, 1997, pp. 253, 278). De esta tesis general derivan dos tesis adicionales: 1) el derecho de propiedad, como uno de los derechos fundamentales consagrados en las constituciones de los Estados liberales, no puede subordinarse a las exigencias redistributivas fundamentadas en una concepción universalista e igualitarista de la justicia (Kersting, 1997, pp. 290 & ss.). 2) Los espacios de decisión de la legislación democrática de cada uno de los Estados no pueden quedar sometidos a una suprainstitución global que exija recortes de soberanía a sus miembros para implementar las exigencias de justicia global (Kersting, 1997, pp. 303 & ss.).

Para fundamentar estas tesis los liberales nacionalistas han desarrollado los siguientes argumentos: a) en la construcción de los principios fundamentales de la justicia internacional es nece-sario diferenciar el nivel interno de la organización política de los Estados del nivel externo de las relaciones entre estos. b) La so-lución de los conflictos entre los Estados no se puede realizar recu-rriendo a una concepción universalista e igualitarista de la justicia, que exija limitar la soberanía de los Estados particulares para rea-lizar las aspiraciones de justicia global. La sociedad mundial actual no se puede caracterizar como un sistema de cooperación social en

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el que encuentre aplicación un principio de justicia que sirva para compensar las desigualdades en las posiciones sociales de cada persona. c) Los principios básicos de la justicia internacional no se pueden fundamentar mediante el universalismo moral. d) No se puede transformar el igualitarismo político de los ciudadanos en el Estado en el igualitarismo moral de la ciudadanía mundial. e) La idea de una justicia global no puede justificar el proyecto de un Estado mundial. f) Las injusticias y desigualdades sociales y económicas existentes en el mundo no se pueden atribuir a una in-justicia producida por el orden económico internacional, sino que tienen sus causas en carencias estructurales económicas y políticas de carácter doméstico.

a) En la argumentación de los liberales nacionalistas se destaca en primer lugar, que en el proceso histórico de conformación del orden político internacional en la modernidad ha jugado un papel fundamental la diferenciación establecida por Kant entre la creación de una constitución del Estado adecuada a los principios del derecho, y la creación de un estatuto jurídico que reúna a las na-ciones en una especie de federación interestatal. Frente a la tesis del realismo político según la cual la posibilidad de establecer un orden duradero entre los Estados depende de la capacidad de adecuación de los intereses nacionales a las exigencias del sistema de un equi-librio basado en la amenaza mutua, el paradigma propuesto por Kant permitió introducir al derecho como mecanismo regulador de las relaciones entre los Estados. Kant reemplazó así, mediante la construcción de los principios fundamentales de la justicia, tanto en el ámbito interno como externo, el paradigma de la guerra por el paradigma del derecho. La diferenciación hecha por Kant entre el nivel intraestatal y el nivel extraestatal ha sido fundamental en la modernidad porque ha constituido el marco de acción que ha hecho posible, de un lado, la conformación de sociedades orien-tadas por principios liberales, democráticos y de justicia social y, de otro, la superación por medio del derecho de los conflictos entre los Estados. A partir de la diferenciación de estos dos niveles que determinan las funciones del Estado, Kant estableció que la justicia distributiva es un asunto de la política interna de cada Estado que

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tiene que ver con el aseguramiento de los derechos y las libertades individuales, y que las relaciones entre los Estados no se establecen a partir de principios de justicia distributiva, sino que se basan en los principios de la autonomía política y de la igualdad jurídica de los Estados (Kant, 1997, vol. XI).

Para Kant, la cuestión política que comprende el problema del derecho político, del derecho de gentes y del derecho de ciuda-danía mundial, está determinada por la dimensión utópica de la pertenencia a una república mundial. Si cada hombre desarrolla las implicaciones normativas de sus derechos individuales innatos, en-tonces descubre como última consecuencia el derecho a unas con-diciones mínimas de justicia en el nivel intraestatal, y el derecho a la paz en el nivel extraestatal. Kant define así cómo la política, que en la relación del Estado con sus asociados se orienta por los ideales liberales de la igualdad ante la ley, y en la relación con los demás Estados por el principio de la autonomía política, puede ir creando el conjunto de condiciones que hacen posible la conformación de una Constitución interior del Estado adecuada a los principios del derecho, y, además, un estatuto jurídico que reúna a las naciones en una especie de federación interestatal, cuya misión sea resolver de forma pacífica los conflictos internacionales (Habermas, 2004, pp. 120 y ss.; McCarthy, 2002, pp. 235-274).

b) Según los liberales nacionalistas, esta clara diferenciación de los niveles que determinan las funciones del Estado es desco-nocida en el planteamiento de los globalistas. Estos últimos de-sarrollaron una argumentación para justificar la ampliación del campo de aplicación de los principios liberales de justicia del con-texto nacional al contexto global. A partir de una crítica a la teoría de la justicia de John Rawls, Charles R. Beitz y Thomas W. Pogge, han mostrado que en esta teoría está incluida una concepción de justicia distributiva global, que se manifiesta cuando se desarrollan completamente sus presupuestos e implicaciones normativas. Me-diante la utilización de algunos elementos estructurales de la teoría de Rawls −la «posición original» como una asamblea de todas las naciones del mundo, y el «velo de ignorancia» como el instrumento para establecer un criterio de imparcialidad a nivel mundial−, am-

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plían cuantitativamente sus condiciones de aplicación e investigan qué exigencias en relación con la justicia social entre los Estados se pueden deducir a partir del principio de diferencia. Beitz afirma que este principio exige una distribución global de los bienes eco-nómicos, puesto que factores como la posesión de reservas natu-rales son contingentes y no tienen una justificación moral que los sustente (Beitz, 1999, pp. 136 & ss.). Pogge interpreta el principio de diferencia en el sentido en que las desigualdades deben ser mini-mizadas y así, la igualdad debe ser realizada en función del mejora-miento de la posición social de los menos aventajados (Pogge, 1988, p. 238). Beitz intenta, además, hacer plausible una interpretación de la posición original mediante la tesis de que el mundo representa un sistema de cooperación social constituido por las ventajas re-cíprocas que resultan de las múltiples interdependencias y de las relaciones de comercio internacional (Beitz, 1980, pp. 141 & ss.). En suma, Beitz y Pogge globalizan la concepción de Rawls mediante la propuesta de una versión universal del principio de diferencia según el cual, el sistema económico mundial debe organizarse de tal manera que las desigualdades que produce deben redundar en un mayor beneficio de los miembros menos aventajados a nivel global. De este modo, muestran que el mejoramiento de las condi-ciones de vida de estos grupos se constituye en la primera medida para valorar las instituciones sociales.

Para los liberales nacionalistas, este programa de funda-mentación de un orden de justicia global se basa en presupuestos teóricos muy débiles. Interpretar la organización de la economía mundial como un sistema de cooperación social es muy proble-mático, porque las diferentes interdependencias producidas por la expansión global del comercio, la producción y las comunicaciones, no son suficientes para fundamentar la idea de la cooperación social, la cual es requerida como condición básica para definir un contexto particular de justicia distributiva. Las formas de trabajo en común que se dan en estas esferas, a pesar de la globalización económica, no permiten fundamentar una concepción de justicia distributiva, argumentan los liberales nacionalistas (David, 1998, pp. 187-210; Chwaszcza, 1996, p. 173; Kersting, 1997, p. 289). De otro

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lado, afirman que la globalización del principio de diferencia es teóricamente insostenible. Rawls mismo, en parte como reacción a esta globalización de su teoría, señaló que el principio de diferencia no se puede interpretar como un principio de justicia global (1999, pp. 116-118). Rawls presupone el Estado nacional como unidad básica y plantea que las preguntas sobre la distribución justa so-lamente pueden resolverse en cada unidad nacional respectiva. En este sentido, Rawls afirma que su teoría no es adecuada para resolver problemas de justicia distributiva a nivel internacional o para remediar cuestiones de justicia en sociedades que no pro-vienen de la tradición liberal ilustrada. Rawls, como defensor y continuador de la tradición liberal, considera que no es legítimo ni viable solucionar los problemas determinados por las desigual-dades económicas entre los Estados mediante una limitación de las libertades individuales de los miembros de las sociedades eco-nómicamente más desarrolladas. Siguiendo la diferenciación kan-tiana de los dos niveles que determinan las funciones del Estado, Rawls considera en The Law of Peoples, que la distribución justa de los derechos, los bienes y las oportunidades no puede convertirse en una regla de distribución internacional para regular las rela-ciones entre todos los seres humanos a nivel global, puesto que esa distribución es un asunto interno de cada Estado, que se concreta cuando cada sociedad pueda darse una organización en términos de los principios liberales y de justicia social (Rawls, 1999, p. 61)4. Esto no quiere decir, en términos de la argumentación de los li-berales nacionalistas, que Rawls sea insensible frente a las cues-tiones de la desigualdad económica y de la pobreza en los países subdesarrollados. En la argumentación rawlsiana, los Estados li-

4 En relación con esta postura de Rawls escribe Pogge: «Rawls strongly rejects the difference principle as a requeriment of global justice on the ground that it is unacceptable for one people to bear certain cost of decisions made by another». Y más adelante pregunta de forma crítica: «the difference principle ist the most reasonable one for us to advocate in regard to the domestic economic order, then why is it not also the most reasonable one for us to advocate in regard the global economic order? Rawls provides no answer» (Pogge, 2002, p. 105).

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berales de las sociedades más desarrolladas tienen ciertamente el deber positivo, (duty of assistence), de apoyar a los Estados menos desarrollados, pero no en la forma de una transferencia material de bienes, sino a través de la promoción estructural de sus propias capacidades, contribuyendo al fortalecimiento de la democracia, a la lucha contra la corrupción, y buscando poner fin a las guerras civiles y a la violencia. En este sentido, los principios políticos que deben regular las relaciones entre los Estados en ningún caso pueden ser principios de justicia social, sino que deben ser los prin-cipios de la autonomía política y la igualdad jurídica de los Estados. Para los liberales nacionalistas la política propuesta por los globa-listas disuelve el paradigma kantiano de la internacionalización de la concepción del Estado de derecho, al proponer la globalización de la concepción de la justicia social5.

c) Para los liberales nacionalistas constituye un error utilizar los principios básicos del universalismo moral a fin de justificar la idea de que los individuos tienen un derecho moral a una parte equitativa de los bienes producidos a nivel mundial (Chauvier, 2001, pp. 95 y ss.; Kersting, 1997, p. 273). Esta afirmación de los teóricos globalistas se basa en una incorrecta interpretación de los derechos humanos. Para definir cuáles son los derechos humanos funda-mentales, los liberales nacionalistas dan prioridad a las libertades individuales y políticas frente a los derechos sociales (Nozick, 1974; Hayek, 1960; Kersting, 2002). A partir de Kant, la justicia distri-butiva tiene que ver con la libertad. La función del Estado es definir y establecer las condiciones bajo las cuales los individuos pueden interactuar en tanto seres libres. Para esto, Kant estableció, me-diante el derecho, las fronteras que limitan a cada individuo como sujeto libre capaz de emprender acciones y de responder ante los otros por los efectos que pueda producir con ellas (Kant, 1989,

5 En relación con esto escribe Stéphane Chauvier: «I have already argued that a global analogue of the Difference Principle is incompatible with a plurality of states; thus, to defend such a principle is to reject political pluralism and to mantain that the political responsability of distinct peoples should be subordinated to an egalitarian principle of distributive justice» (2001, p. 96; Kersting, 1997, p. 255).

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p. 39). Con el establecimiento de estas fronteras circunscribió el ámbito individual del sujeto de derechos; de la protección de ese ámbito debe ocuparse el Estado. En este sentido, la concepción mo-derna de la libertad asigna prioridad a los derechos humanos como el conjunto de libertades subjetivas que pueda ser compatible con un esquema semejante de iguales libertades para todos6. Así, para esta versión del liberalismo, que se apoya en Kant, los derechos fundamentales en sentido propio son esferas de la libertad, de las que resultan derechos, y precisamente derechos de defensa o ne-gativos. Los derechos fundamentales son los derechos de libertad individual, pero no los derechos sociales. Por estos motivos, los liberales nacionalistas afirman que para la realización de los de-rechos de libertad no se requiere la realización de los derechos de bienestar social. La razón de esto radica en que para la determi-nación autónoma de los proyectos individuales de vida es de mayor importancia la salvaguardia de los derechos de libertad que la pro-tección de los derechos sociales. Los liberales nacionalistas pueden reconocer que es moralmente bueno proteger, ayudar o beneficiar a otros, pero niegan que uno tenga el deber de hacer tales cosas. Y puesto que no reconocen deberes morales positivos, niegan, por tanto, la existencia de algún derecho moral a ser protegido, ayudado o beneficiado. De esto resulta que los derechos sociales no pueden ser objeto de la justicia distributiva ni a nivel nacional ni a nivel internacional, puesto que dicha justicia solo puede basarse en el fundamento de legitimación que dan los derechos humanos en su sentido negativo, es decir, los derechos de libertad individual7.

d) Para los liberales nacionalistas, el proyecto de una ciu-dadanía mundial basada en la moral universal e igualitaria del respeto igual conduce a un desconocimiento de los elementos es-tructurales del Estado de derecho. Según la caracterización teórica del concepto de justicia del Estado de derecho, el estatus de ciuda-danía se define con la pertenencia a un Estado (Kersting, 1997, pp.

6 Esta es la formulación de Rawls (1996, pp. 270-340).7 Es importante destacar que Rawls sí considera a los derechos de

bienestar social como objeto de la justicia distributiva en el nivel interno, aunque no los reconoce en el nivel externo (Kersting, 2002, p. 124).

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292 y ss.). Mediante el estatus de ciudadanía del liberalismo nacio-nalista se establece quiénes son y quiénes no son los miembros de una sociedad determinada; se definen los derechos y deberes que tienen los miembros de esa sociedad; se establecen las responsabi-lidades que tiene el Estado frente a sus asociados; se define la es-tructura de los derechos civiles, políticos y sociales, y su respectivo orden de prioridad, de acuerdo con las particularidades de cada sociedad; se determinan el papel que juega el derecho de propiedad y la estructura del mercado en la conformación de un orden social y político; y se establece la prioridad de los derechos de los ciuda-danos frente a los derechos de los miembros de otras sociedades. El concepto de ciudadanía está vinculado con la idea liberal de la igualdad formal que afirma que todos los miembros de la sociedad son iguales porque les corresponden los mismos derechos y liber-tades (Hayek, 1960, p. 103). Los liberales nacionalistas rechazan las concepciones de justicia distributiva, que a partir de la moral uni-versal e igualitaria del respeto igual, obtienen otros conceptos de igualdad, como la igualdad de oportunidades, la proporcional o la moral (Gosepath, 2004, pp. 108-214). Para los liberales nacionalistas la única igualdad es la jurídica, que afirma que todos los seres hu-manos deben ser tratados de forma igual ante la ley. De este modo, complementar el principio de igualdad ante la ley, que define la condición de la ciudadanía en el Estado, con otros principios de igualdad, y a partir de esto establecer la idea de un igualitarismo ético de los ciudadanos mundiales, conduce a una relativización de los órdenes de derecho de los Estados particulares, y a una subordi-nación de los derechos de propiedad adquiridos legítimamente por los ciudadanos de un Estado a las políticas redistributivas de una concepción global de la justicia.

e) Para los liberales nacionalistas el planteamiento de la jus-ticia global conduce a proponer como ideal político un Estado mundial. Este ideal es considerado como peligroso porque un Estado mundial representa un peligro potencial en la medida en que su autoridad podría convertirse en despótica o tiránica, puesto que un Estado mundial no tendría otro poder que pudiera dete-nerlo o ponerle límites, si intenta ir más allá de las funciones que

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le corresponde realizar (Kant, 1997; Habermas, 2004, p. 125; Mc-Carthy, 2002, pp. 235-274).

f) Los liberales nacionalistas rechazan el diagnóstico de los globalistas de atribuir toda la responsabilidad de la situación de los países subdesarrollados a injusticias históricas producidas por el orden económico y político internacional. Las causas de la desigualdad, la pobreza y el atraso no se pueden atribuir a la ex-pansión del sistema del mercado que con la creciente globalización ha generado más oportunidades y ha aumentado el bienestar en muchas regiones del mundo, sino más bien, a factores históricos, culturales, antropológicos y políticos específicos de algunos de los países más pobres, que son los que condicionan la reproducción de la pobreza y la imposibilidad de construir en estos países ins-tituciones políticas democráticas y alcanzar un nivel mínimo de justicia social (Walzer, 1989, pp. 224-5; Rawls, 1999, pp. 105 & ss.; David, 1998; Lawrence & Huntigton, 2001).

El globalismo universalista

Para responder a estas críticas los globalistas han desarrollado una serie de argumentos que podemos presentar como réplicas a los seis puntos anteriores.

a) La globalización ha puesto en cuestión los presupuestos centrales del derecho de gentes, del derecho internacional y la clara separación entre política interior y exterior. La globalización, en-tendida como entrelazamiento de la economía mundial, ha supuesto el progresivo desmantelamiento tanto de la estructura política del Estado-nación como de la estructura social del Estado de bienestar. La soberanía formal de los Estados nacionales se ha visto socavada como consecuencia de la gran influencia que han adquirido las grandes empresas transnacionales y los bancos privados con gran poder internacional. Como consecuencia de la desnacionalización de la economía, particularmente con la articulación de los mer-cados financieros y la producción industrial, la política nacional ha perdido el dominio sobre las condiciones de producción, y con esto la palanca para el mantenimiento del estándar social alcanzado. En este sentido, se puede afirmar, siguiendo a Habermas, que con

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las transformaciones producidas por la ampliación transnacional de los mercados, el comercio y la producción, se ha terminado des-dibujando el límite constitutivo de los Estados soberanos entre una política interior y una política exterior (Habermas, 1996, pp. 7-24).

b) Los globalistas interpretan la organización de la economía mundial como un sistema de cooperación social que permite fun-damentar una concepción global de justicia distributiva. En su modelo de sociedad suponen que las sociedades particulares están entrelazadas de tal manera, en virtud de las múltiples interdepen-dencias políticas, económicas y ecológicas; que ellas conforman un sistema social de cooperación, división del trabajo y dependencia recíproca, que es separado en distintas unidades políticas solo de manera artificial por los Estados existentes (Beitz, 1979, pp. 143 & ss.; Pogge, 1989, pp. 241 y ss.; Gosepath, 2002, p. 204). Para funda-mentar una concepción global de justicia distributiva los globa-listas le han dado a las exigencias de justicia social distributiva un carácter universal, que exige que estas sean garantizadas a nivel mundial. Estas exigencias de justicia distributiva han sido desa-rrolladas en el marco de una amplia concepción de los derechos humanos, que incluye tanto los derechos liberales y políticos como los derechos sociales (Pogge, 2002, caps. 2 & 4).

c) Los globalistas utilizan los principios básicos del universa-lismo moral, que son el fundamento de las concepciones liberales de justicia distributiva, para justificar la idea de que los hombres tienen un derecho moral a una parte equitativa de los bienes pro-ducidos a nivel mundial. En las concepciones globalistas de justicia se considera que la base de la moral política moderna la constituye la moral universal e igualitaria del respeto igual (Tugendhat, 1993; 1992; Pogge, 2002, p. 92; Gosepath, 2004, pp. 128 & ss.). Según esta, cada persona debe ser reconocida como igual y autónoma desde un punto de vista imparcial. A partir de esta moral se afirma que el hombre tiene, en tanto hombre, el derecho a ser respetado de la misma forma que cualquier otro hombre, es decir, a ser un miembro autónomo con los mismos derechos de la comunidad universal de los hombres (Tugendhat, 1993, p. 336; Pogge, 1998, pp. 378-400). El objeto de un respeto igual y recíproco es la autonomía

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de cada una de las personas. Si la autonomía es la base del respeto, y este reclama derechos iguales, el concepto de autonomía en la argumentación de los globalistas sirve como principio orientador para establecer que los derechos no deben ser solamente derechos negativos, sino que deben ser también derechos para la realización de la autonomía, es decir, positivos. De este modo, en la concepción de justicia de las teorías globalistas los derechos humanos no son solamente los derechos liberales individuales, sino también los económicos y sociales (Gosepath, 1998, pp. 143 & ss.; Tugendhat, 1992, pp. 352-370). A partir de esta comprensión de los derechos humanos las teorías globalistas definen que la política tiene como función la realización del ideal de justicia distributiva. El conjunto de los derechos humanos debe ser, por tanto, garantizado sin limi-taciones a lo largo del mundo entero. El campo de aplicación de la justicia distributiva lo conforman las relaciones sociales de todos los individuos en tanto que miembros de la comunidad universal de los seres humanos. Esto implica que los derechos y las responsa-bilidades deben ser distribuidos universalmente conforme a la jus-ticia. Puesto que se trata de pretensiones de justicia que conciernen a todos los hombres en tanto hombres, estas no se detienen en las fronteras de los Estados nacionales, pues valen universalmente para todos los hombres (Gosepath, 1998, p. 178; 2002, p. 197). Ahora bien, en la medida en que la posibilidad de asegurar los derechos humanos no es realizable en el actual orden político de Estados na-cionales independientes, los globalistas sacan como conclusión que ha desaparecido la justificación de la existencia de tales Estados. Así que, concluyen en su argumentación, para poder asegurar las exigencias de justicia global en general, y los derechos humanos en particular, en todo el mundo, se requiere de un Estado mundial o de una autoridad política global.

d) Los globalistas rechazan el concepto liberal de ciudadanía por medio del cual se establece la prioridad de los derechos de los ciudadanos de un Estado particular frente los derechos de los demás individuos. En el marco de su argumentación, el principio de que los miembros de una sociedad tienen prioridad frente a las demás personas, no puede ser aceptado si la consecuencia de su

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aceptación es el desconocimiento de los derechos básicos de los miembros de otras sociedades (Shue, 1996, p. 131; Pogge, 2002, pp. 94 & ss.). Puesto que la exigencia universal e igualitaria del respeto igual frente a cada individuo es considerada como fundamental, entonces, la nacionalidad aparece solamente como un hecho con-tingente (Pogge, 2002, cap. 5; Gosepath, 2002, pp. 94 & ss.).

e) Los globalistas afirman que las profundas desigualdades existentes en el mundo y la pobreza están determinadas por la existencia de instituciones económicas y políticas injustas (Beitz, 1979, pp. 125 & ss.; Pogge, 2002, pp. 112 & ss., 199 & ss.). Rechazan el diagnóstico de los liberales nacionalistas, según el cual las des-igualdades radicales y el subdesarrollo dependen solamente de fac-tores internos, específicos y propios de las sociedades más pobres, que impiden el desarrollo, la conformación de estructuras demo-cráticas y la distribución equitativa del bienestar social. Aunque estos factores internos son centrales, y no pueden ser ocultados, los globalistas muestran que hay una relación entre el gran beneficio que han obtenido para sí los países ricos y las élites de los países pobres con el resultado que se ha generado, que es, precisamente, la exclusión de los pobres en la participación del bienestar social (Pogge, 2002, pp. 112 & ss., 162 & ss.).

Elementos para la formulación de una

concepción transnacional de la justicia

¿Cómo puede evaluarse esta discusión a partir de considerar los problemas de injusticia, exclusión y pobreza que se dan en so-ciedades subdesarrolladas?8 ¿Las formulaciones sobre justicia de los teóricos del globalismo, y las propuestas políticas redistribu-tivas derivadas de ellas representan alternativas reales para superar los problemas de desigualdad y pobreza de los países del tercer mundo? ¿O para esto basta, como propone el liberalismo naciona-lista, con una política de apoyo humanitario y de solidaridad,

8 Esta pregunta fue planteada en el capítulo «Justicia y exclusión. Elementos para la formulación de una concepción igualitaria de justicia». Allí fue desarrollada en el denominado contexto local o interno de la justicia distributiva.

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construida sobre la base del respeto a los principios de autodeter-minación política y de no-intromisión en los asuntos internos? Mi respuesta a estas preguntas es que los dos planteamientos son insu-ficientes para proponer una concepción de la política en el contexto internacional que dé cuenta de los problemas fundamentales de nuestras sociedades. La debilidad del globalismo radica en que atribuye toda la responsabilidad de la situación de los países subde-sarrollados a la posición dominante de los países más desarrollados en el sistema mundial, desconociendo factores internos de poder y dominación en los países subdesarrollados que son determinantes en el mantenimiento de las estructuras de desigualdad; además, desconoce el papel de los Estados nacionales en la posibilidad de realización de los ideales normativos de justicia social9. De otro lado, la posibilidad de enfrentar los problemas políticos y sociales determinados por la globalización económica, el empobrecimiento de una gran parte de la población mundial, el crecimiento del des-empleo a nivel mundial y la destrucción del medioambiente, no es realizable en el marco de acción definido por el liberalismo nacio-nalista, puesto que las alternativas políticas propuestas en los tér-minos de la teoría clásica del derecho internacional conducen a un cerrado nacionalismo y a un desconocimiento de las responsabili-dades de los países más desarrollados en la situación de los países subdesarrollados. Con el fin de plantear algunos elementos para la formulación de una concepción de justicia transnacional desarro-llaré una crítica a los mencionados argumentos del globalismo y a tres principios básicos del liberalismo nacionalista: a) el principio de la soberanía absoluta de los Estados; b) los principios de la soli-daridad humanitaria y de la prioridad de los derechos de ciuda-danía; c) el principio de la responsabilidad positiva.

a) El principio de la soberanía absoluta de los Estados. En la ar-gumentación del liberalismo nacionalista se establece que a la jus-

9 Es importante decir aquí que la caracterización que he hecho de la posición de Pogge como globalista tiene que ver con las tesis presentadas en sus primeros textos como Realizing Rawls (1989) y «Rawls and Global Justice» (1988). En este orden, sus últimos argumentos pueden entenderse en el sentido de la definición de una concepción transnacional de justicia.

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ticia internacional le concierne solamente la regulación normativa de las relaciones de poder entre los Estados. Esta regulación, for-mulada en la teoría clásica del derecho internacional, comprende los siguientes principios: a cada Estado particular le corresponde la tarea de asegurar los derechos humanos en sus propias fron-teras; cada Estado posee una soberanía ilimitada, la cual otorga a las entidades políticas estatales el derecho a la autodeterminación política y el derecho a la no-intromisión en los asuntos internos; entre los Estados no existe ni el deber de compartir su bienestar material con otros Estados, ni tampoco el deber de otorgar resi-dencia a los extranjeros. Los Estados más desarrollados tienen el deber de apoyar a los menos desarrollados en los términos de una política de solidaridad social, fundamentada en el deber moral po-sitivo de ayuda en caso de necesidad. Así pues, para estructurar la regulación normativa de las relaciones de poder entre los Estados no es necesario establecer un poder supraestatal. En esta argumen-tación es central mostrar que aunque exista entre las sociedades una variedad de relaciones de intercambio y contacto, estas rela-ciones y contactos no han alcanzado el nivel de una cooperación en la división del trabajo que haga a las sociedades particulares dependientes unas de las otras.

Este modelo de sociedades absolutamente independientes, como es supuesto en el liberalismo nacionalista, no corresponde, sin embargo, a la actual situación mundial, es más bien la expresión nostálgica de un pasado político, que al no reconocer las exigencias de justicia determinadas por las transformaciones globales, sirve a la defensa ciega y unilateral de los intereses de los países más desarrollados (O’Neill, 2000, p. 121). Si suponemos, siguiendo la ar-gumentación de los globalistas, que cada una de las comunidades políticas del mundo construye sus proyectos económicos, sociales y políticos en términos de múltiples interdependencias y de re-laciones de mutua dependencia, y que con las transformaciones producidas por la globalización económica, cultural, de las co-municaciones y ecológica, se ha diluido el sentido de la diferencia entre una política interior y una política exterior, tenemos que con-siderar, entonces, la consecuencia que resulta de esto, a saber: las

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relaciones entre los Estados no pueden continuar siendo definidas normativamente por los principios de autodeterminación política y de no intromisión en los asuntos internos, sino que requieren ajustarse a las exigencias de justicia distributiva (McCarthy, 2002, p. 240). Sin embargo, plantear las relaciones entre los Estados en el marco de las exigencias de justicia distributiva no quiere decir necesariamente que se requiera de la conformación de un Estado mundial. El rechazo de Kant, señalado por los liberales naciona-listas, a la idea de un Estado mundial, fundamentado en que si se llegara a conformar un tal Estado, su autoridad se convertiría en despótica y se caería en la anarquía, sigue siendo válido10. Pero esto no puede querer decir, dos siglos después de Kant, que las relaciones entre los Estados solamente admitan o el modelo de sociedades ab-solutamente independientes, como lo supone el liberalismo nacio-nalista, o el modelo de un Estado mundial, como lo sostienen los globalistas. La posibilidad de un modelo transnacional de justicia distributiva que haga viable tanto la realización de las exigencias de justicia social en el ámbito interno como en las relaciones entre los Estados, es hoy la única alternativa fáctica y normativa para enfrentar los problemas de justicia entre los Estados (De Greiff & Cronin, 2002; Pogge, 2001).

b) Los principios de la solidaridad humanitaria y de la prio-ridad de los derechos de cuidadanía. En la argumentación del liberalismo nacionalista, mediante la política de solidaridad hu-manitaria se establece que existen ciertas obligaciones de los Es-tados de asistir a otros Estados en situaciones de necesidad, pero que estas obligaciones tienen solamente el carácter de deberes po-sitivos, es decir, que no deben entenderse como deberes de jus-ticia distributiva (Höffe, 1999, pp. 411 & ss.). Mediante la tesis de la prioridad de los derechos de ciudadanía se establece que el con-junto de derechos y libertades adquiridos legítimamente por los ciudadanos de un Estado no puede subordinarse a las aspiraciones

10 Además de Kant, otros clásicos de la filosofía política han señalado los peligros inherentes a la idea de un supra-Estado. Véase Aristóteles (1944, pp. 553-59); Montesquieu (1951, p. 365); Tocqueville (1979, p. 179); Rawls (1999, p. 36).

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redistributivas de bienes basadas en una concepción global de la justicia.

El fundamento de esta argumentación radica en la com-prensión de los derechos humanos en la que se apoya el liberalismo nacionalista, según la cual, los derechos humanos son solamente los derechos dados por las libertades individuales, como se indicó en el parágrafo 1,c. Así, frente a las exigencias redistributivas de una concepción global de la justicia que incluye los derechos so-ciales en el núcleo básico de los derechos humanos, se trata para los liberales nacionalistas de mostrar que los deberes y las respon-sabilidades del Estado no pueden ir más allá del aseguramiento en sus propias fronteras de aquellas esferas de acción que hacen posible el disfrute de la libertad, y del cumplimiento de las con-diciones que hacen posible la paz entre los Estados. No hay, por tanto, un fundamento obligatorio para el Estado por el cual deba, por razones de justicia, compartir su bienestar material con otros Estados. Una política de los derechos humanos que incluya los derechos sociales es inaceptable para los teóricos del liberalismo nacionalista, puesto que para ellos el sentido de la internacionali-zación de la concepción del Estado es el de la progresiva realización de las libertades individuales, para lo cual no se requiere de una política social distributiva.

Sin embargo, entender los derechos humanos de esta forma conduce al desconocimiento de muchos de los deberes implícitos en el ideal normativo planteado en el discurso de tales derechos. Según nuestra interpretación de la moral universal e igualitaria del respeto igual, los derechos humanos son aquellos que le corres-ponden a todo hombre en tanto hombre, los cuales tienen validez universal con independencia de los contextos políticos particu-lares. La idea de que a todos los seres humanos les pertenecen una serie de derechos inalienables que deben poseer validez por encima de los órdenes de derecho positivo de cada comunidad, es una idea que tiene su origen en la tradición del humanismo cris-tiano, y que a través del derecho natural y el contractualismo li-beral ha servido para aclarar por qué al hombre le corresponden unos determinados derechos y cómo debe organizarse el Estado

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para poder realizar este conjunto de derechos. En el núcleo de la argumentación de la moral universal e igualitaria del respeto igual está la idea de que el hombre está dotado de unos derechos que lo protegen de intervenciones del Estado en su espacio de libertad, y que a estos derechos negativos les corresponden los deberes del Estado de asegurar las condiciones para que el individuo no sea limitado en su autonomía de acción. Sin considerar aquí los pro-blemas de las diferentes fundamentaciones de los derechos hu-manos, ni cuáles derechos son comprendidos como fundamentales en cada interpretación, «hoy son entendidos en general –escribe Axel Honneth–, como derechos humanos aquellas pretensiones a determinadas libertades y a determinados bienes que los seres hu-manos se reconocen recíprocamente para garantizarse entre sí una vida que corresponda a las condiciones necesarias de la dignidad y el respeto» (2000, pp. 268 & ss.). La fundamentación de los de-rechos humanos no se construye en la filosofía política moderna mediante la referencia a una instancia legitimadora como la natu-raleza, Dios o la razón, sino que se supone que la instancia que los concede somos nosotros mismos, en la medida en que se parte de la idea de que somos sujetos capaces de otorgarnos recíprocamente los derechos universales que permiten la realización de una vida humana digna (Gosepath, 2004, cap. 2).

Los derechos humanos definen la pertenencia a la comunidad universal de los seres humanos, una comunidad a la que a ningún individuo se le puede negar su pertenencia con buenas razones, es decir, con argumentos universales y recíprocos11. En este sentido, escribe Stefan Gosepath, se puede decir:

[…] un primer principio universal o un fundamento universal para deducir y fundamentar derechos humanos específicos es el derecho a ser respetado como hombre de la misma forma que cualquier otro hombre, con otras palabras, a ser un miembro autónomo con los mismos derechos de la comunidad universal del

11 Según Reiner Forst, esta es la pretensión basal y universal de cualquier hombre, y a partir de esta es posible realizar una fundamentación constructivista de los derechos humanos (1999, pp. 66-105).

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género humano. Un segundo principio fundamental relacionado con el anterior es el derecho a justificar el derecho moral de cualquier persona a vetar determinadas normas, acciones o situaciones que determinen responsabilidad, cuando estas no puedan obtener las razones suficientes para su justificación (Gosepath, 1998, p. 149).

La inviolabilidad normativa garantizada por los derechos fundamentales, así como también su función de ser instrumentos para el aseguramiento de pretensiones individuales de derechos, pretensiones que no pueden ser rechazadas con argumentos uni-versales y recíprocos, se expresa en la necesidad de su formulación como derechos positivos, lo que presupone su realización en un orden político particular. Esto quiere decir que el primer destina-tario político de las pretensiones de los derechos humanos es el Estado, y no los individuos como miembros de la comunidad uni-versal de todos los seres humanos, como lo afirman los teóricos del globalismo.

Así pues, a diferencia de la argumentación globalista que minimiza el papel de los Estados nacionales en la posibilidad de realización de los derechos humanos, aquí afirmamos, a partir de nuestra comprensión del universalismo moral, que las exi-gencias de justicia global y los derechos humanos requieren de la estructura normativa de los Estados. Es decir, aunque suponemos que el mundo se ha convertido a través de la globalización en un sistema social de cooperación, división del trabajo y dependencia recíproca, insistimos en que los Estados particulares no solamente mantienen fácticamente una cierta medida de independencia, sino que por razones normativas deben mantenerla.

Para aclarar este último punto es necesario tematizar la re-lación entre la justificación moral y la justificación política de los derechos humanos, tal y como esta ha sido desarrollada por Rawls (1995, pp. 132-180), Habermas (1992, cap. 3) y Forst (1999, pp. 81 & ss.). En la moral universal e igualitaria del respeto igual, el mundo de la acción moral se conforma mediante la definición de los de-rechos fundamentales. Este mundo es expresión y resultado de

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las capacidades morales y de las experiencias de individuos autó-nomos y racionales, que han reconocido la necesidad de establecer unas normas comunes para la humanidad con sus consiguientes deberes y responsabilidades. La alternativa de la moral universal e igualitaria del respeto igual para la conformación de esas normas consistió en señalar, primero, que era necesario encontrar unos elementos mínimos para conseguir la cooperación social; segundo, que estos mínimos no podían tener como base una determinada concepción del bien común, ya fuera metafísica o religiosa, y, tercero, que con ellos se debían establecer las condiciones para que cada uno realizara en su vida privada aquello que como ser libre y autónomo quisiera, siempre y cuando con sus acciones no per-judicara el ámbito de las libertades de los demás. Así, el mundo de la acción moral es la idea moral de una comunidad de ciuda-danos que reconocen recíprocamente su posición como personas, y en la que cada uno trata al otro bajo la perspectiva de la dignidad y el respeto. La prioridad de la moral se debe a la naturaleza de su objeto, que consiste en la protección y el aseguramiento de las condiciones básicas de la racionalidad humana, establecidas en la forma de los derechos humanos fundamentales o derechos mo-rales. Su reconocimiento representa, por tanto, la garantía de una noción mínima de justicia, sin la cual es imposible la construcción de un orden social justo.

Los derechos que las personas morales puedan reivindicar y justificar como derechos morales, los deben poder reivindicar y justificar como ciudadanos de una comunidad política particular en una forma determinada. Aquí, en las constelaciones sociales concretas se originan las exigencias de derechos humanos, y es aquí donde ellos tienen su lugar de pertenencia primario, donde deben ser justificados, concedidos y garantizados obligatoriamente por el derecho» (p. 90).

En este sentido, «la justificación moral de los derechos hu-manos es –en un sentido normativo y formal– el núcleo de la justificación política» (p. 90). La relación entre estos dos niveles expresa la idea fundamental de la moral universal e igualitaria del respeto igual: cómo convertir en real el ideal expresado en la

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justificación moral de los derechos humanos fundamentales. Así, si en el mundo moral el hombre obtiene el respeto mediante el reconocimiento de su autonomía y de las pretensiones derivadas de ella, a saber, los derechos humanos, ese respeto debe concre-tarse, institucionalizarse y realizarse en la vida ciudadana de un Estado organizado por el derecho en la forma del reconocimiento de las libertades y los bienes necesarios para poder realizar una vida humana digna.

Ahora bien, este es solamente uno de los elementos contenidos en la moral universal e igualitaria del respeto igual, pues por varias razones el problema de la construcción de un orden social justo interno no se puede pensar sin un sistema de justicia cosmopolita. Reiner Forst menciona en este sentido: 1) las situaciones condi-cionadas por el hecho de que un Estado viole sus deberes frente a los miembros de otros Estados, frente a otros Estados, y obtenga, así, ventajas de relaciones injustas con otros Estados. «La justicia en el interior no se puede establecer sobre la base de injusticia ex-terna» (Forst, 2002, p. 229). 2) Y las situaciones condicionadas por el hecho de que un Estado pueda fracasar en conformar una es-tructura básica justa, en la medida en que factores externos impo-sibiliten la justicia interna, como por ejemplo, fracasos económicos determinados por el funcionamiento de los mercados, o fracasos en la posibilidad de realización de los derechos humanos condicio-nados por el apoyo del sistema político internacional a regímenes dictatoriales y corruptos. En estos casos, «la justicia en el interior es imposibilitada por factores externos» (p. 239).

Según la moral universal e igualitaria del respeto igual los derechos humanos no solo deben ser exigidos al interior de cada Estado, sino que también involucran obligaciones más allá de las propias fronteras. No solo en relación con sus propios derechos, sino también con los derechos de aquellos que no son miembros de su comunidad política, deben los ciudadanos de un Estado asumir su papel como personas morales y como ciudadanos del mundo. Para determinar los deberes implícitos en el ideal normativo de los derechos humanos, hay que diferenciar una serie de deberes que tienen ser reconocidos por los ciudadanos de un Estado en la

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medida en que asumen su papel como personas morales o ciuda-danos del mundo (Forst, 2002, pp. 95 & ss.).

En este sentido, asumir como miembro de un Estado el papel de persona moral quiere decir que uno no solamente reconoce el deber de respetar los derechos fundamentales de los demás miembros de su comunidad política, sino que también acepta el deber de ayudar a los sujetos de cualquier comunidad política cuando sus derechos fundamentales sean violados. Este deber sig-nifica que uno está dispuesto a participar en la creación de institu-ciones que garanticen de manera efectiva que tales violaciones de los derechos humanos sean registradas, que se luche contra ellas y que se busque su limitación. En el caso de graves violaciones de los derechos humanos contra miembros de otras comunidades políticas, este deber significa asegurar a las víctimas de tales vio-laciones la posibilidad de encontrar seguridad en un Estado. «El derecho fundamental al asilo no es un derecho que un Estado le pueda garantizar a una persona según su discreción y posibili-dades, es un derecho fundamental que no se puede negar por ra-zones recíprocas y universales» (Forst, 2002, p. 100). En el caso de los efectos negativos producidos por decisiones políticas, econó-micas o ecológicas que afecten los derechos e intereses de ciuda-danos de otros Estados, este deber significa que uno está dispuesto a participar en la creación de instituciones que permitan la inter-vención de todos los afectados en los procesos de toma de deci-siones políticas, económicas o ecológicas; y si los efectos negativos son una realidad irreversible, este deber significa, que uno está dispuesto a reconocer las obligaciones y responsabilidades para hacer efectivas las reparaciones y compensaciones que sean nece-sarias. Si existiera agresión de un Estado contra otro, este deber significa que uno está dispuesto a participar en la creación de ins-tituciones y en el desarrollo de políticas que permitan alcanzar la paz. En las situaciones de pobreza, hambre, enfermedad, el deber de ayudar a los miembros de otras comunidades políticas significa que uno, como miembro de una comunidad política en la que sus ciudadanos disponen de recursos suficientes, acepta el deber de apoyar una política distributiva de los bienes que haga viable para

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todos los hombres poder vivir su vida de forma digna; esta política puede concebirse como distribución de los bienes sociales y justifi-carse a partir de considerar los derechos sociales como parte de los derechos fundamentales. Los derechos humanos a determinados bienes materiales se pueden fundamentar mediante la referencia a las condiciones mínimas para el establecimiento de una estructura social justa, así como también a través de la referencia a las condi-ciones necesarias de la dignidad y el respeto (p. 101).

Si se analizan las características de estos deberes se puede apreciar que en el contexto internacional las obligaciones entre los Estados involucran deberes negativos, es decir, deberes de justicia distributiva. De este modo, frente a la argumentación de los libe-rales nacionalistas según la cual los derechos de los ciudadanos de un Estado particular tienen prioridad frente a las exigencias de justicia global, y las responsabilidades del Estado tienen solamente el carácter de deberes positivos, se puede mostrar, mediante la in-terpretación propuesta de los derechos humanos, que hay funda-mentos para introducir la tesis de la responsabilidad negativa, a partir de la cual se puede establecer que los Estados deben, por razones de justicia: 1) compartir su bienestar material con otros Estados cuando hay graves situaciones de pobreza en unos países y un bienestar económico suficiente en otros. 2) Contribuir a la creación de instituciones democráticas para el control y la solución de problemas globales, tomando medidas para que cada Estado sea un participante en condiciones iguales en el sistema global eco-nómico y político, en el sentido de las propuestas de David Held (1995). 3) Contribuir a la creación de instituciones redistributivas de bienes para hacer efectivas las reparaciones por daños producidos por decisiones políticas, económicas o ecológicas de los gobiernos de los países ricos o de las grandes empresas transnacionales, como la propuesta de un dividendo global de las materias primas de Thomas Pogge (2002, pp. 196-215)12. 4) Contribuir a la creación del

12 Otras propuestas similares son la de un salario básico incondicional, de Philiphe van Parijs, y la de un impuesto a las transacciones de valores del premio Nobel de economía James Tobin.

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instrumentario internacional que haga posible darle a los derechos humanos el estatus de derechos positivos, y que permita hacer efectivas las demandas, los controles y las sanciones que resulten de las graves violaciones de los derechos humanos, en el sentido de La Declaración Universal de los Derechos Humanos de la Asamblea General de las Naciones Unidas de 1948. 5) Garantizar, mediante el derecho fundamental al asilo, las mínimas condiciones de segu-ridad a las víctimas de graves violaciones de los derechos humanos. En la medida en que se entiendan estos deberes entre los Estados como deberes negativos se requiere, entonces, para estructurar la regulación normativa de las relaciones entre los Estados, desa-rrollar una concepción de justicia transnacional definida a partir de estos puntos. «Para utilizar un término de Rawls, los teóricos de la política deben intentar esbozar la “estructura básica” de un sistema de justicia cosmopolita que pueda servir como un punto de orientación normativa y de guía en la práctica política», escribe acertadamente Thomas McCarthy (2002, p. 240).

c) El principio de la responsabilidad positiva. Al establecerse en la argumentación del liberalismo nacionalista que a la justicia in-ternacional le concierne solamente la regulación normativa de las relaciones de poder entre los Estados, se pretende evitar la respon-sabilidad de los países más desarrollados frente a la situación de los países subdesarrollados. Frente a la réplica de los globalistas, para quienes las desigualdades y la pobreza en el mundo son producidas por instituciones económicas globales injustas, los liberales nacio-nalistas reaccionan atribuyendo esta responsabilidad a factores in-ternos existentes en las respectivas sociedades subdesarrolladas13. Unos y otros fallan en la especificación de los responsables y en la determinación de las injusticias producidas.

Para establecer las responsabilidades de los países más de-sarrollados no es suficiente, como lo hacen los globalistas, con

13 Una muy interesante caracterización de esta posición la hace Pogge en su análisis de las causas de la pobreza. Él denomina la posición de quienes atribuyen la responsabilidad de la pobreza a factores internos existentes en las sociedades subdesarrolladas como explicación nacionalista (nationalist explanation) (2002, pp. 110 & ss.).

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afirmar que la causa de las grandes desigualdades y de la pobreza en el mundo está determinada por el sistema económico mundial. Aunque esta afirmación pueda ser cierta, formulada de esta manera es vaga e imprecisa. En este sentido, como lo han propuesto Thomas Pogge y Reiner Forst, para establecer las responsabilidades de los países más desarrollados se requiere de la realización de un análisis histórico de las formas específicas de injusticia que ha producido y produce el sistema económico y político mundial en cada una de las sociedades. En este tipo de análisis, necesario para desarrollar una concepción de justicia social que articule de manera correcta los distintos contextos de justicia, el local y el global, se debe partir de especificar las experiencias de injusticia mediante un estudio de las formas de poder y dominio que se dan entre los Estados, entre los actores más importantes del sistema económico mundial, y en las organizaciones políticas de los países pobres. Esto último es de central importancia, y por eso, en el proceso de especificación de las experiencias de injusticia es necesario tener en cuenta los factores internos de poder y dominación en los países subdesarrollados que son determinantes en el mantenimiento de las estructuras de des-igualdad y en la reproducción de la pobreza (Forst, 2002, pp. 220 & ss.; Pogge, 2002, p. 112).

La idea fundamental para desarrollar una concepción de jus-ticia distributiva transnacional es: a fin de considerar como in-justas las instituciones económicas y políticas constitutivas del orden actual de las relaciones internacionales no basta con afirmar que existen profundas desigualdades entre los países más ricos y los más pobres; es necesario identificar cómo esas desigualdades radicales manifiestan una injusticia de la cual son responsables los países más ricos y los actores más influyentes del sistema eco-nómico mundial. De la misma forma, en los contextos de las or-ganizaciones políticas de los países pobres es necesario también mostrar cómo las desigualdades existentes manifiestan una injus-ticia de la cual son responsables los grupos más poderosos de estos países. Dicho de otra forma, la mera afirmación de que el poderoso crecimiento de la pobreza a nivel mundial constituye un desafío moral de nuestro tiempo no es suficiente. Así, escribe Pogge: «si

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nosotros no somos responsables de que exista esa situación, por qué tenemos que contribuir para transformarla» (2002, p. 198).

En los casos de pobreza radical en algunas regiones del mundo, y de los efectos negativos producidos por decisiones políticas, eco-nómicas o ecológicas de los gobiernos de los países ricos o de las grandes empresas transnacionales, hablamos de una responsabi-lidad negativa en el sentido propuesto por Pogge. La idea de una responsabilidad negativa implica demostrar que las situaciones de pobreza y desigualdad radical constituyen un problema de justicia económica, porque son resultado de la imposición por parte de las naciones más poderosas sobre las más débiles, de una determinada forma de funcionamiento de las instituciones económicas y polí-ticas a nivel global, la cual ha producido a lo largo del proceso his-tórico de modernización una situación asimétrica: mientras que una parte de la población mundial ha podido acceder a un bien-estar material suficiente y satisfactorio, a otra gran parte de ella se le han negado las mínimas posibilidades para desarrollar su vida de forma digna. «Los pobres de este mundo no son simplemente pobres y hambrientos, sino que son empobrecidos y conducidos al hambre por nuestras instituciones comunes, las cuales determinan sus vidas» (2002, p. 201).

De este modo, para establecer la responsabilidad que los países más desarrollados tienen en la implementación de estas políticas es necesario demostrar que hay una relación causal que vincula las situaciones de pobreza existentes en muchas regiones del mundo con el beneficio que han obtenido los países más ricos, los actores determinantes del sistema económico mundial, y los grupos más poderosos de las organizaciones políticas de los países pobres. Pogge muestra la existencia de esta relación causal me-diante la justificación de tres planteamientos (2002, pp. 199 & ss.). El primero afirma que la desigualdad existente en el mundo es el efecto de instituciones comunes, particularmente el mercado, que con la creciente globalización ha generado una mayor desigualdad. Para justificar este planteamiento Pogge demuestra que el sistema del mercado genera ventajas para unas personas y desventajas para otras; que este sistema podría organizarse de una forma dis-

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tinta de tal manera que la distribución de los beneficios no pro-dujera un aumento de las desigualdades, y que las desigualdades que produce no pueden atribuirse a factores extrasociales como limitaciones genéticas o catástrofes naturales. El segundo plantea-miento afirma que en el mundo actual se produce una apropiación desigual de las riquezas del subsuelo y de otras materias primas del planeta. Para justificar este planteamiento Pogge muestra que las personas con mayores recursos económicos usan una parte proporcionalmente mucho mayor de los recursos naturales dispo-nibles, y lo hacen de manera unilateral, sin compensar de ninguna forma a los pobres por esa apropiación. El tercero afirma que la desigualdad radical existente en el mundo es el resultado de un proceso histórico atravesado por una masiva violencia. Para jus-tificar este planteamiento Pogge afirma que no se trata de repara-ciones históricas. La idea es que no se deben permitir diferencias tan grandes determinadas por la posición social de las personas, cuando tener esa posición depende de procesos históricos en los que la violación de las reglas y los principios morales y jurídicos fue lo más corriente.

Mediante la articulación de estos tres planteamientos se de-muestra, entonces, que el actual orden mundial es injusto, y que los países más desarrollados y los ciudadanos del mundo con mayor bienestar, tanto de los países ricos como de los pobres, están directamente involucrados en la creación y el mantenimiento de la pobreza a nivel mundial. La pobreza y la desigualdad radical no son pues fenómenos distantes con los cuales los países más de-sarrollados y sus ciudadanos más favorecidos no tengan nada que ver. Por el contrario, los países más desarrollados están implicados en el destino de la población de los países pobres en la medida en que: 1) los han obligado a la pertenencia a un orden mundial en el que se produce regularmente pobreza; 2) han contribuido a excluirlos del usufructo de materias primas, 3) han defendido una desigualdad radical que es resultado de un proceso histórico atra-vesado por violencia. A partir de considerar esta implicación, los países más desarrollados y los ciudadanos del mundo con mayor bienestar tienen la responsabilidad «negativa» y el deber de no

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contribuir al mantenimiento del orden actual, obtener provecho de él y en participar en propuestas para cambiarlo (Pogge, 2002, p. 210).

El planteamiento de Pogge de un dividendo global de las ma-terias primas es una propuesta de justicia redistributiva de bienes a nivel mundial para hacer efectivas las reparaciones por los daños producidos por el sistema económico mundial. Esta puede enten-derse como parte del programa normativo para desarrollar la es-tructura básica de un sistema de justicia cosmopolita que permita que los miembros de las sociedades empobrecidas por las formas de dominación impuestas por el sistema económico y político global, puedan obtener los recursos necesarios para la construcción de un orden democrático y justo en sus respectivos Estados14.

14 Otro argumento desarrollado por Pogge para demostrar la relación causal entre las instituciones globales y la persistencia de una severa pobreza en el mundo consiste en mostrar cómo los derechos de propiedad de los recursos naturales de los países pobres, utilizados en las transacciones comerciales con las grandes multinacionales, son asegurados y garantizados por los países ricos, en virtud del reconocimiento que estos otorgan a los representantes políticos de los países pobres, sin tener en cuenta la legitimidad de los respectivos gobernantes. A este poder de reconocimiento y legitimidad que se atribuyen los países ricos, lo denomina Pogge «privilegio internacional de recursos». En similar sentido, desarrolla el «privilegio internacional de préstamos», que consiste en atribuir al grupo que tenga el poder en un territorio nacional determinado, la titularidad para realizar préstamos a los bancos internacionales a nombre de toda la sociedad, y para imponer obligaciones sobre el país hacia el futuro. Mediante la articulación de estos dos sistemas, Pogge muestra de qué manera las instituciones globales, al legitimar dictadores y gobiernos corruptos, contribuyen al mantenimiento de la pobreza en el mundo subdesarrollado. Analizando el caso de corrupción en Nigeria en la transición de la dictadura de Sani Abacha al gobierno civil de Olusegun Obasanjo, Pogge señala que la corrupción allí no puede entenderse como la expresión de un problema enraizado en sus tradiciones culturales y tribales, como sostienen los representantes de la explicación nacionalista. La corrupción en Nigeria es sostenida y apoyada por los países más ricos, y es utilizada por estos para sacar provecho económico de esta situación. Mediante el señalamiento de la relación entre la conducta de los grandes actores internacionales y las consecuencias en los países pobres, Pogge indica el camino para

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Conclusión

En este ensayo hemos examinado algunos de los argumentos de las concepciones globalistas y liberales nacionalistas en torno al pro-blema de si se puede extender el campo de aplicación de los principios liberales de justicia del contexto nacional al contexto global. El objetivo de la reconstrucción de esta discusión ha sido mostrar las debilidades de estos dos planteamientos para proponer una concepción de la po-lítica en el contexto internacional que permita dar cuenta de los pro-blemas fundamentales de nuestras sociedades, condicionados por la desigualdad radical y la pobreza. Mediante la realización de una crítica a los principios básicos del liberalismo nacionalista (los principios de la soberanía absoluta de los Estados, de la solidaridad humanitaria, de la prioridad de los derechos de ciudadanía y de la responsabilidad positiva), y de una crítica a argumentos centrales del globalismo (des-conocimiento de los factores internos de poder y dominación en los países subdesarrollados, desconocimiento del papel de los Estados nacionales en la posibilidad de realización de los derechos humanos), hemos planteado algunos elementos para la formulación de una con-cepción de justicia transnacional, basada en una radicalización del ideal normativo del deber de asistencia, definido aquí como un deber negativo. A partir de la interpretación propuesta de los derechos hu-manos mostramos que la regulación normativa de las relaciones entre los Estados debe hacerse a partir de la tesis de que estos tienen entre sí deberes de justicia distributiva. Esta afirmación, y el argumento que demuestra las responsabilidades de los países más desarrollados frente a los países subdesarrollados, nos permiten concluir diciendo que una concepción de la política en el contexto internacional solo es posible hoy a partir de la construcción de una estructura básica de justicia transnacional.

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Confianza, instituciones políticas & minorías culturales

Daniel Bonilla Maldonado

Introducción

Históricamente, los Estados latinoamericanos han visto a las culturas minoritarias como un obstáculo para el progreso, esto es, como un impedimento para la consolidación de la economía de mercado, una barrera para el afianzamiento de las instituciones políticas modernas en los países de la región, y una traba para la construcción de una nación fuerte y estable. Como consecuencia, la relación entre el Estado y las minorías culturales ha estado marcada por la violencia. El Estado, usando como su principal instrumento al derecho, continuamente ha impulsado políticas tendientes a la des-trucción física o a la asimilación forzada de las minorías a la cultura mestiza, católica e hispanohablante de la mayoría. Por esta razón, las minorías culturales en Latinoamérica han tendido a desconfiar de las instituciones políticas nacionales, y han mirado con recelo las normas jurídicas a las que estas han dado lugar. Los grupos culturales mino-ritarios, tradicionalmente, han considerado que tanto estas institu-ciones como el derecho del que son fuente, han tenido como objetivo la desintegración de sus comunidades, y no el justo reconocimiento de su diferencia cultural y la adecuada representación de sus intereses.

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En la primera parte de este escrito se argumenta que si se quieren entender a cabalidad las razones por las cuales los lati-noamericanos desconfían de sus instituciones políticas y legales es necesario incluir tres variables que usualmente han estado mar-ginadas de este tipo de análisis: minorías culturales, cultura y re-conocimiento. En esta primera parte del texto también se arguye que la desconfianza que sienten las minorías culturales frente a las mencionadas instituciones es, en muchos países latinoameri-canos, una importante fuente de inestabilidad social o de violencia política (por ejemplo, los enfrentamientos entre el movimiento zapatista, las elites regionales y el gobierno federal en México, y los enfrentamientos entre el gobierno de Bolivia y las principales organizaciones indígenas de este país). Ignorar estas variables es, entonces, ignorar algunas de las causas que generan la poca legiti-midad que hoy tienen las instituciones políticas y jurídicas de los Estados latinoamericanos, y oscurecer algunos de los obstáculos que impiden la cooperación social y la cohesión de las comuni-dades políticas de los países del área.

En la segunda y última parte de este texto se argumenta que solo una transformación del marco constitucional y legal que rige las relaciones interétnicas en los Estados latinoamericanos, la apli-cación efectiva de este marco jurídico en los países en donde este ya existe, o la transformación de los criterios para su interpretación, permitirán neutralizar estas fuentes de desconfianza, desgobierno e inestabilidad política en la región. En esta sección del escrito igualmente se argumenta que las transformaciones constitucio-nales y legales no son solo valiosas en tanto que cambian el in-justo marco institucional que regula las relaciones interétnicas en algunos de los países del área, sino también, en tanto modifican los cuestionables presupuestos que condicionan las relaciones entre el Estado y las minorías culturales.

Estas transformaciones son también valiosas pues usualmente se convierten en un instrumento para cambiar los imaginarios que generan el falso reconocimiento o el no reconocimiento que la mayoría de los miembros de la cultura dominante proyecta sobre las culturas minoritarias, y para neutralizar la autointerpretación

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destructiva que este falso reconocimiento o no reconocimiento muchas veces genera entre los miembros de los grupos culturales no mayoritarios. La relación entre las dinámicas sociales que ge-neran los prejuicios contra las minorías culturales y las institu-ciones políticas que reproducen estas interpretaciones es de doble vía. Los prejuicios antiminoritarios condicionan el diseño y el ac-cionar de las instituciones, sin embargo, al mismo tiempo, estas las refuerzan y extienden. De esta forma, una modificación de uno de los polos de la relación traerá seguramente como consecuencia la modificación del otro. Así, si queremos unas instituciones po-líticas legítimas, frente a las cuales todos los ciudadanos sientan confianza, es necesario actuar tanto sobre el marco institucional como sobre las dinámicas sociales con las cuales este interactúa.

Confianza, reconocimiento

& minorías culturales

Confiar en una persona o en una institución es tener la con-vicción de que ese otro actuará de acuerdo con lo prescrito por normas, implícitas o explícitas, que se creen comunes1. De esta manera, se puede decir que un individuo siente confianza por una persona o por una institución cuando tiene la convicción de que esta o aquella actuarán como se cree que deberían actuar. El contenido de este deber ser, claro, varía dependiendo de las personas y de las instituciones con las que el individuo se relacione, así como también de los contextos en los que todos ellos se encuentren. Las normas que determinen cómo debería actuar un padre con su hijo no son las mismas que determinan cómo deberían actuar los socios de una empresa comercial; del mismo modo, las normas que indican cómo debería actuar un tribunal no son las mismas que indican como debería actuar una legislatura. De igual manera, las normas que deberían determinar la conducta de la rama ejecutiva en un estado de guerra exterior o de conmoción interior no son las mismas que deberían determinar su conducta en momentos de paz.

1 Algunas otras definiciones del vocablo confianza pueden encontrarse en Misztal (1998, cap. 1), y Fukuyama (1996).

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De esta forma, cuando se afirma que los ciudadanos des-confían de sus instituciones políticas se está diciendo que estos no creen que sus instituciones actuarán como deberían actuar y, por tanto, que no son legítimas. La confianza ciudadana en que las instituciones actuarán como se espera normativamente que actúen es pues una condición necesaria para su legitimidad. Si los ciuda-danos no confían en que las instituciones políticas de su sociedad actuarán como se cree que deberían actuar, su autoridad no podrá ser reconocida. Las razones por las cuales tal cosa sucede podrían ser acomodadas en tres categorías que en la práctica se entrecruzan y se refuerzan mutuamente. Primero, la estructura institucional vigente no se considera adecuada para alcanzar los fines políticos, sociales, económicos o culturales que la población considera que esta debería alcanzar; segundo, quienes componen las institu-ciones no deberían hacerlo, y tercero, aunque su diseño y compo-sición sean los apropiados, en el pasado estas no actuaron como deberían haber actuado, y no hay buenas razones para pensar que tal situación variará en el futuro. Es importante notar que mientras la primera categoría hace referencia a las instituciones mismas –su estructura–, la segunda hace referencia a los individuos que en la práctica las encarnan, y la tercera a las decisiones tomadas por tales individuos y a las acciones institucionales que estas generan.

Así, por ejemplo, ciudadanos convencidos de que la separación de poderes es el mecanismo apropiado para evitar la concentración de poder del Estado en pocas manos y, por tanto, para evitar que este abuse de los recursos a su disposición, desconfiarán –y con-siderarán ilegítimo– un marco institucional que concentre todo el poder en el ejecutivo, y que deje al Congreso y a la judicatura como meros apéndices de la administración. De igual forma, tales ciudadanos desconfiarán –y calificarán como total o parcialmente ilegítima– de una estructura estatal que, aunque contenga la sepa-ración de poderes, en la práctica acepte únicamente a miembros del género masculino como funcionarios de alto nivel. Por último, el mismo grupo de ciudadanos desconfiará y considerará parcial o totalmente ilegítimas las instituciones políticas de su sociedad –así estas tengan como uno de sus pilares a la separación de las tres

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ramas del poder público y los funcionarios que las lideran incluyan tanto a hombres como mujeres– si estas de manera sistemática (por incapacidad o inmoralidad, por ejemplo) toman decisiones que no benefician a la comunidad.

Las razones precisas por las que los ciudadanos desconfían de sus instituciones, y que podrían situarse en las tres categorías ano-tadas, varían notablemente dependiendo de la clase, el género, la raza o de la cultura a la que estos pertenecen. Así, los motivos por los que un campesino de la zona cafetera colombiana desconfía de las instituciones políticas de su país no son necesariamente los mismos por los que desconfían de ellas los raizales que habitan la isla de San Andrés y Providencia, o aquellos por los que la elite industrial bogotana desconfía de tales instituciones. Mientras que para el primer grupo la principal razón para la desconfianza que siente frente a las instituciones políticas de su país es, probable-mente, que estas no contribuyen a la satisfacción de sus necesidades biológicas básicas, para el segundo grupo la razón principal es, muy posiblemente, que tales instituciones no reconocen de manera adecuada su diferencia cultural, y para el tercer grupo, quizá, que las instituciones no garantizan su seguridad personal y la segu-ridad de su patrimonio.

Esto no quiere decir que en muchas ocasiones las razones que motivan la desconfianza en las instituciones políticas no sean compartidas por personas que no hacen parte del mismo género, que pertenecen a distintas clases sociales, o que hacen parte de distintas culturas o razas. La deshonestidad o la incompetencia de los funcionarios públicos, por ejemplo, es una causa que pro-bablemente todos los latinoamericanos esgrimirían para explicar por qué sienten desconfianza frente a sus instituciones políticas. Lo indicado no quiere decir tampoco que las razones que motivan la poca fe que algunos ciudadanos sienten frente a sus instituciones políticas no puedan ser producto de la pertenencia de un individuo o grupo de individuos a dos o más de las categorías indicadas. Así, un inmigrante chino de clase baja que vive hoy en día en Perú puede desconfiar de las instituciones políticas de su país debido a que estas no contribuyen a la satisfacción de sus necesidades bá-

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sicas en materia de salud, y a que tales instituciones lo discriminan negativamente por pertenecer a una raza y a una cultura diferentes a aquella a la que pertenece la mayoría de la población.

Sin embargo, en la literatura y en el debate público sobre la materia, las diferencias de género, raza y cultura que explican al-gunas de las razones por las cuales los latinoamericanos confían muy poco en sus instituciones políticas tienden a oscurecerse2. En Latinoamérica, la discusión académica y la controversia política sobre las causas de esta desconfianza generalmente se concentra en cuestiones de clase, esto es, en la incapacidad de las instituciones públicas para satisfacer las diversas necesidades socioeconómicas de la población debido, usualmente, a la inmoralidad de los funcio-narios estatales, a su incompetencia, a fallas puntuales en el diseño de las instituciones básicas de la sociedad, o a las debilidades de los sistemas de representación política que no permiten que todas las clases sociales estén debidamente representadas en las estructuras de poder. Así, la discusión en la órbita pública gira en torno a pro-blemas como la ineficiencia del Estado en la prestación de servicios públicos, la insuficiente protección estatal del patrimonio y de la integridad física de los ciudadanos, la concentración excesiva de poder en la rama ejecutiva, la rama judicial o la rama legislativa, o la inexistencia de verdaderos representantes de las clases subordi-nadas en la legislatura.

Marginar las categorías raza, género y cultura de esta dis-cusión genera serios problemas de tipo descriptivo y normativo. Por un lado, se asegura que las causas que generan la desconfianza que los ciudadanos sienten frente a sus instituciones políticas no sean precisa y cabalmente descritas. Por el otro, se garantiza que las propuestas para solucionar los problemas de desconfianza en las instituciones estén condenadas a fallar. Toda visión normativa fundada en un diagnóstico incompleto o errado del problema está destinada al fracaso De esta forma, para entender todas las variables que están en juego en el problema bajo análisis y, por tanto, a fin de plantear soluciones adecuadas para el mismo, es necesario que

2 Véase por ejemplo, Cuéllar (2000); Masías y Ceballos (2001).

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se tengan en cuenta las tres categorías antes anotadas (raza, género y cultura). Sin embargo, dados los propósitos de este escrito, en adelante me referiré únicamente a la relación que en Latinoamérica ha predominado entre la categoría cultura y la desconfianza que los ciudadanos sienten frente a sus instituciones políticas.

Los Estados latinoamericanos históricamente han tendido a marginar las cuestiones relacionadas con la cultura, y más precisa-mente con la diversidad cultural, de los debates públicos sobre cómo han de diseñarse las instituciones políticas de la sociedad y sobre como estas han de actuar para cumplir adecuadamente con sus objetivos. Tanto la derecha3 como la izquierda4 latinoameri-canas han tendido a asumir que los Estados de la región son cultu-ralmente homogéneos, que las diferencias culturales son un obstáculo para alcanzar la justicia social, o que son un obstáculo para la modernización de las instituciones políticas, sociales y eco-nómicas de los países del área5.

3 Un ejemplo paradigmático de cómo la derecha latinoamericana ha asumido esta materia es la Constitución colombiana de 1886 creada por Rafael Núñez y Miguel Antonio Caro (figuras fundamentales del periodo conocido como la Regeneración). Esta Carta Política reconoce como oficial a la religión católica, califica al español como la lengua oficial, y no hace referencia alguna a las minorías culturales que habitan en el país.

4 La posición del gobierno sandinista sobre la materia es un ejemplo paradigmático de la manera como una buena parte de la izquierda latinoamericana ha abordado el tema de la diversidad cultural. Desde su llegada al poder, los sandinistas promovieron políticas que buscaban incorporar a los miembros de las comunidades indígenas a la nación, esto es, convertir a los indígenas en ciudadanos plenos al otorgarles los mismos derechos que tenían los demás ciudadanos nicaragüenses. Así, por ejemplo, los indígenas de la costa atlántica de Nicaragua fueron incluidos en la Cruzada Nacional de Alfabetización de 1980. Sin embargo, esta campaña fue fuertemente criticada por los indígenas misquitos. En tanto que la campaña tenía como objetivo la alfabetización, únicamente en español, de todos los ciudadanos, las comunidades miskitas sintieron que el gobierno no respetaba sus costumbres y valores. Véase OEA (1984) y Acosta (1996, p. 146).

5 Al respecto afirma Degregori: «[…] El indigenismo es la forma privilegiada que asume el nacionalismo en América Latina en el siglo XX. La política indigenista, a su vez, sería parte de una política más

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Las instituciones políticas latinoamericanas y sus represen-tantes tradicionalmente han asumido que los países del área están conformados únicamente por hombres católicos e hispanoha-blantes, mestizos o blancos. Las instituciones políticas en Latino-américa y quienes las encarnan también han tendido a calificar a los grupos culturales minoritarios como un obstáculo para la con-solidación de la economía de mercado6 y de las instituciones demo-cráticas liberales, y para la construcción de la nación (Menchú, 1998, pp. 39 & 40). Tradicionalmente se ha argumentado que los usos y las costumbres de estos grupos minoritarios son un rezago premoderno que hay que destruir en tanto promueven formas de producción altamente ineficientes (economías de subsistencia)7, y

general de modernización de la sociedad y también por la cual un conjunto de Estados cuya misión se redefine y su campo de acción crece, buscan convertir a esas sociedades en naciones. Con ese fin y dentro de una concepción homogeneizadora de nación, los Estados desarrollaban políticas de integración nacional que implicaban el “blanqueamiento” cultural de las poblaciones originarias y debía culminar en la homogeneización alrededor de la cultura criolla mestiza» (1999, p. 161). Véase también Castellanos (1994) y Gall (1999).

6 Véase por ejemplo Clark (1999). En relación con el caso ecuatoriano afirma Kim: «Los debates sobre los problemas sociales del Ecuador en esa época [años 30 y 40] parecen tratarse de las características culturales de la población, entre otras cosas volver a los indígenas más “modernos” y “racionales”. Sin embargo, hubo también un importante componente económico en estas discusiones[…] Según la mayoría de cálculos los indígenas eran alrededor de la mitad de la población nacional, y los estudios estadísticos mostraban que no eran integrados al mercado nacional» (p. 23).

7 Al respecto son muy dicientes las palabras de un participante del primer Congreso de Industriales ecuatorianos en 1935: «El indio produce, produce, produce, pero no consume; no tiene necesidades porque se le han enseñado a utilizar los programas de la civilización y a consumir para que aumente también su producción, y salga de ser máquina que no consume sino que sea hombre. El día que veamos a las indias con zapatos de charol, con medias de seda, vestidos y sombreros elegantes, paseándose por las calles de Ambato, del brazo de un indio bien vestido, ese día será para la historia de la economía nacional una bendición, porque ganaríamos para nuestra industria un millón y medio o dos millones de nuevos consumidores y darían a nosotros y a

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organizaciones políticas que se fundan no en la razón sino en la magia y la superstición.

Los Estados latinoamericanos han tendido también a asumir que la cultura es una variable accidental en la vida de las per-sonas. Resaltar las diferencias culturales, entonces, es oscurecer la igualdad fundamental de todos los seres humanos (en tanto indi-viduos libres y racionales), u ocultar la igual situación de subordi-nación socioeconómica en la que se encuentra la mayor parte de la población. Destacar las diferencias relacionadas con el origen, la lengua y los usos y las costumbres de los individuos implica entonces destacar diferencias marginales que, dadas las pasiones que generan entre las personas, impiden la cooperación social o la emancipación de las clases menos favorecidas.

La defensa institucional de las tres perspectivas en torno a la cultura y a la diversidad cultural antes anotadas tuvo como con-secuencia la articulación de políticas públicas destinadas a la ex-terminación física de los grupos culturales minoritarios (Casaús, 1992)8 o su asimilación forzada a través, principalmente, de las misiones religiosas o del sistema educativo nacional9. Desde la creación de los Estados nacionales latinoamericanos, estas polí-ticas tuvieron al derecho como su principal instrumento de imple-

ellos nueva forma de trabajo y de vida» (Citado en Clark, 1999, p. 23).8 Respecto del caso guatemalteco, en donde la violencia física contra

las minorías indígenas ha sido particularmente aguda, dice Casaus, «[A mediados de las años cincuenta] una minoría va aún más lejos y defiende que la única solución para Guatemala es exterminar al indígena[…] [Desde la perspectiva de este sector de la elite guatemalteca] ‘sería más realista, más rápido y más barato”…“No se puede meterle cultura a alguien que no tiene nada en la cabeza’» (1992, p. 285).

9 Respecto del uso del sistema educativo nacional en Perú y Ecuador para la asimilación de los indígenas a la cultura dominante, dice Huayahua: «Más aún la expresión de una nación moderna debería reflejarse en la constitución de una identidad nacional basada en el modelo de vida no indio, es decir “blanco-mestizo”. La solución imaginada para esta cuestión por parte de Perú y Ecuador fue la “civilización” del indio a través de propuestas educativas orientadas hacia la humanización de los pueblos “indios”, con el propósito de incorporarlos a la sociedad “nacional’» (1999, p. 67). Véase también Clark (1999) y Quintero (1999).

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mentación. Algunos ejemplos de este perverso uso del sistema legal son los siguientes. En Colombia, las leyes y los decretos que ex-propiaron a las comunidades indígenas de sus tierras ancestrales10; las normas jurídicas que declararon a los grupos indígenas como salvajes y bárbaros que debían ser civilizados11; el artículo 31 del Código Penal de 1980 que declaraba a los indígenas como inimpu-tables, y las múltiples leyes y decretos que otorgaron a la Iglesia ca-tólica el derecho de evangelizar y civilizar a las tribus indígenas12. En Brasil, las normas jurídicas que ordenaban la conversión al cristianismo de las comunidades indígenas13; las normas que ca-lificaban como nulos los actos jurídicos ejecutados por miembros de comunidades indígenas sin la participación de algún represen-tante del Estado14; las reglas jurídicas que concedían al gobierno

10 Véase por ejemplo las Actas del Consejo de Gobierno del 4 de noviembre de 1824 en donde expropian las tierras de la comunidad wayuu (un grupo semi-nómada que habita en la costa atlántica de Colombia).

11 Ejemplos de estas normas jurídicas son el Decreto del 18 de septiembre de 1824, el Decreto del 11 de julio de 1826 y la Ley 89 de 1890. La primera ordenó a los gobernadores de los departamentos informar al gobierno central de la existencia de naciones de indios salvajes dentro de su territorio, su número aproximado, sus costumbres y los mejores medios para civilizarlos. La segunda otorgó 16.000 hectáreas a cada parroquia para que fueran distribuidas entre los indígenas que estas pudieran convertir y civilizar. La tercera estableció en su primer artículo que «la legislación general de la República no se [aplicaría] a los salvajes reducidos a la vida civilizada por las misiones».

12 Ejemplos de estas normas jurídicas son los siguientes: primero, el Decreto del 11 de julio de 1826 promulgado por Francisco de Paula Santander (uno de los padres fundadores de Colombia). El artículo 1 de este decreto indica que «se establecerán misiones en el territorio colombiano donde habitan tribus conocidas con los nombres de Guajiros, Cunas, Caronies, Andaquies, Mosquitos, Guarunos, Maranones… de manera que la religión de Jesucristo y la vida civil pueda expandirse». Segundo, la Ley 30 de julio de 1824 que ordena la «evangelización y la civilización de las tribus bárbaras localizadas en el territorio nacional».

13 Un claro ejemplo de este tipo de normas es el Decreto 426 del 24 de julio de 1845 que contenía «el reglamento sobre las misiones de catequesis y civilización de los indios».

14 Ejemplos de este tipo de normas son el Decreto Legislativo 5484 del 27 de junio de 1928, y la Ley 6001 de 1973.

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el privilegio de administrar los bienes de los grupos indígenas15; y los artículos del Código Penal brasileño de 1940 que calificaban a los indígenas como inimputables16. Por último, en México y en Pa-raguay, las normas jurídicas que ordenaban al Estado incorporar a las comunidades indígenas a la estructura social y económica he-gemónica17.

15 Ver también la Ley 6001 de 1973 o Estatuto del Indio.16 En la exposición de motivos del Código penal se indicó que la no

referencia explícita a los miembros de las comunidades indígenas no fue un error de la comisión redactora sino una opción que tenía un objetivo claro. «Se dirá que habiendo sido declarados irrestrictamente irresponsables los menores de 18 años, se hacía innecesaria la referencia al desarrollo mental incompleto; pero se explica que la Comisión Revisora entendió que bajo tal rúbrica encontrarían, por interpretación extensiva, los indios, evitándose que una alusión expresa a ellos hiciera suponer falsamente, en el exterior, que todavía somos un país lleno de salvajes» (Citado en Marés, 1996).

17 En el caso mexicano veáse por ejemplo la Ley 31 de diciembre de 1941 (Ley Orgánica de Educación Pública) que ordena «la incorporación a la vida económica y social del país de los núcleos indígenas y campesinos de desarrollo cultural rudimentario»; la Ley del 3 de noviembre de 1906 (Ley para el Mejoramiento y Cultura de la Raza Tarahumara) que tenía como uno de sus objetivos «[…]no contrariar a los indios en sus ideas religiosas, en sus juegos, en sus bailes, fiestas y esparcimientos, así como en sus costumbres íntimas y profundamente arraigadas, pero procurar así la evolución lenta, tenaz y constante de la raza, hasta convertirla a la civilización, mediante que se la rodee de los beneficios que disfruta la gente culta, para que así lleguen los indígenas a ser buenos ciudadanos y a contribuir con su labor al progreso de la familia mexicana[…]»; y la creación del Departamento de Acción Social, Cultural y de Protección Indígena en el Estado de Chiapas, el 9 de abril de 1934, que tenía como objetivo neutralizar el mayor problema que, según la legislatura, tenía el Estado: «[…]el mayor problema social que agobia y detiene la evolución económica de Chiapas, es la existencia de las grandes masas indígenas, que representando el 38% de nuestra población, son el lastre del progreso colectivo y el mayor obstáculo que se opone a la coordinación de todos los sectores de la vida social, encaminada a la realización del programa constructivo de la revolución. Por lo que día a día es más urgente sumar la acción de los 200.000 indígenas a la obra común y solidaria, incorporándolos por el idioma y la cultura, a la civilización y a la verdadera nacionalidad, dándoles la conciencia de

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La implementación de políticas estatales y de normas jurí-dicas como las anteriormente reseñadas ha generado graves con-secuencias para las minorías culturales en Latinoamérica, y para las instituciones políticas de los países en donde estas habitan. Para las primeras, los más serios efectos que estas políticas y reglas legales han generado son por un lado, la trágica desaparición de muchas de ellas por la aniquilación física de sus miembros o por la pérdida inducida de sus tradiciones, y por el otro, la dolorosa si-tuación que estas viven hoy en día en materia de morbilidad, mor-talidad, analfabetismo, desempleo y pobreza18. Para las segundas, las consecuencias están relacionadas con la pérdida de legitimidad y, por tanto, de espacios de gobernabilidad. En muchos países lati-noamericanos la desconfianza que sienten las minorías culturales frente a sus instituciones ha generado serias protestas sociales, políticas y, en ocasiones, armadas, que han afectado la estabilidad institucional y han restringido la capacidad de acción del Estado. El conflicto entre el Ejercito Zapatista de Liberación Nacional y el gobierno mexicano, que lleva hoy casi once años; las disputas entre los partidos indígenas y el gobierno boliviano que generaron la re-nuncia al presidente Gonzalo Sánchez de Losada; el levantamiento de las comunidades indígenas ecuatorianas de 1990 que casi hace colapsar el sistema político de este país; la lucha armada que el Mo-vimiento Quintín Lame libró en contra del gobierno colombiano hasta su desmovilización en 1990; el problema político nacional e internacional generado por la intención de la Occidental Petroleum

sus derechos civiles y políticos» (Citado por Gómez, 1996). En el caso paraguayo, véase el artículo 72 de la Constitución de 1870 que establecía como funciones del Congreso: «Proveer a la seguridad de las fronteras: conservar el trato pacífico con los indios y promover la conversión de ellos al cristianismo y a la civilización», y el Decreto 7.389 del 10 de diciembre de 1936 por el cual se creó el Patronato Nacional Indígena con el fin de civilizar a los miembros de las comunidades indígenas.

18 Para el caso colombiano ver Guigale, Lafourcade & Luff (2003, pp. 787-823). Las preocupantes cifras relacionadas con el déficit en materia de salud, educación, empleo, etc., que describen la situación de los afrocolombianos y de las comunidades indígenas en Colombia solo varían en cuestiones de grado en los otros países latinoamericanos.

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Company –apoyada por el gobierno colombiano– de explorar y ex-plotar pozos de petróleo en territorio u´wa, y las pugnas entre el gobierno nicaragüense y los indígenas misquitos, son solo algunos ejemplos de los problemas políticos y sociales que se han generado como consecuencia de la manera como los gobiernos latinoameri-canos tradicionalmente se han acercado a las minorías culturales.

A la base de las políticas estatales reseñadas, de las normas jurí-dicas que las instituciones políticas expiden para su aplicación, y de la desconfianza que tanto unas como otras generan en las minorías culturales latinoamericanas, yace un problema de reconocimiento. Por un lado, las instituciones políticas latinoamericanas, proyectan sobre sus minorías una interpretación negativa de las identidades colectivas que las constituyen y, por tanto, sobre las identidades in-dividuales de cada uno de sus miembros. Las culturas minoritarias son primitivas, haraganas, ignorantes y violentas. Por el otro, los grupos culturales minoritarios consideran que tales proyecciones son injustas en tanto que no reconocen o reconocen falsamente a las comunidades y a cada uno de los individuos que las componen. Así, el déficit de confianza que sufren las instituciones políticas la-tinoamericanas es causado, en el caso de las minorías culturales, no única ni principalmente por su ineficiencia para la satisfacción de las necesidades socioeconómicas de la población o por la in-moralidad o incapacidad de los funcionarios públicos (aunque evi-dentemente estas variables hacen también parte del problema). La principal causa de este déficit de confianza es que la estructura ins-titucional, las personas que la componen y las decisiones que estas toman no reconocen de manera adecuada la diferencia cultural de los grupos minoritarios.

El levantamiento zapatista en México, el movimiento Pa-chakutik en Ecuador y el movimiento indígena en Bolivia son tres ejemplos paradigmáticos de la manera como el no reconocimiento o el falso reconocimiento sistemático de las minorías culturales por parte del Estado conducen a que estas desconfíen profunda-mente de las instituciones políticas nacionales. De igual forma, estos tres ejemplos evidencian cómo esta desconfianza se traduce en la deslegitimación del Estado y en protestas sociales o en levan-

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tamientos armados que buscan que los grupos minoritarios (más específicamente los grupos indígenas) sean justamente reconocidos y acomodados. Las organizaciones lideradas por el subcomandante Marcos, Evo Morales y Miguel Lluco (coordinador del movimiento Pachakutik) coinciden en denunciar el menosprecio estatal del que son y han sido objeto las minorías culturales en sus países, y en proponer una agenda política que transforme radicalmente esta situación. Las palabras del el subcomandante Marcos en la V De-claración de la Selva Lacandona resumen de manera precisa estos puntos. Al respecto dice Marcos:

Es esta la hora de los pueblos indios de todo México. Los llamamos para que, juntos, sigamos luchando por los derechos que la historia, la razón y la verdad nos han dado. Los llamamos para que, juntos y recogiendo la herencia de lucha y resistencia, nos movilicemos en todo el país y le hagamos saber a todos, por medios civiles y pacíficos, que somos la raíz de la Nación, su fundamento digno, su presente de lucha, su futuro incluyente. Los llamamos para que, juntos, luchemos por un lugar de respeto al lado de todos los mexicanos. Los llamamos para que, juntos, demostremos que queremos la democracia, la libertad y la justicia para todos. Los llamamos a exigir el ser reconocidos como parte digna de nuestra nación. Los llamamos para que, juntos, detengamos la guerra que en contra de todos hacen los poderosos19.

19 V Declaración de la Selva Lacandona. Véase en http://www.ezln.org/documentos/1998/19980700.es.htm Al respecto dice Evo Morales, «Bolivia tiene casi 8 millones de habitantes. La mayoría somos quechuas, aimaras, guaraníes. Por eso los pueblos originarios, campesinos y trabajadores, luchan para cambiar el modelo. Hemos visto que es posible construir un movimiento político alternativo a las políticas neoliberales, gracias a la conciencia del pueblo y a las organizaciones sociales del país. Este sistema y este modelo significan la destrucción de los pueblos, por eso este levantamiento» (Stella, 2003). A este respecto dicen los líderes del movimiento Pachakutek: «Anunciamos al pueblo ecuatoriano nuestro compromiso de avanzar para construir un plan de gobierno y un Gobierno que sea capaz de representar los intereses del País, de los pueblos indios, de los sectores marginados del campo y la ciudad». Comunicado de la Asamblea de

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La importancia que el problema del reconocimiento tiene para las minorías culturales, y las respuestas que su negación ha generado, solo pueden entenderse si se explora la relación que existe entre la construcción de la identidad individual y colectiva, por un lado, y el reconocimiento, no reconocimiento o falso reconocimiento, por el otro. La identidad no se construye de manera solipsista. El ideal monológico, entendido como la exigencia normativa (dominante en el proyecto moderno) de que el individuo se construya sin que la interpretación que el otro tiene de él influya en el proceso o como la exigencia de que el sujeto adelante un proceso de introspección que le permita asir su «esencia», esto es, la identidad que ya lleva en su interior por voluntad de Dios o de la naturaleza, describe el proceso a través del cual los seres humanos llegamos a articular un concepto de lo que somos, de lo que hemos sido y de lo que que-remos ser (Taylor, 1993, pp. 45-52). La construcción de la identidad individual y colectiva es fundamentalmente un proceso dialógico. Nos convertimos en agentes humanos plenos, con la posibilidad de comprendernos a nosotros mismos y de construir una identidad, a través de los lenguajes que aprendemos en nuestro contacto con el otro, por ejemplo, la palabra, el amor y el arte. Así, los procesos de formulación y reformulación de la identidad individual se ven fuer-temente influenciados por el otro desde que las personas nacen (o aún antes, en el vientre materno) y hasta que mueren (pp. 52-57).

En este proceso de articulación y rearticulación continua de la identidad, el otro puede reconocer que el observado es un sujeto moral como lo es él, y puede reconocer como valiosas las particulares variables que lo componen en un momento dado. Sin embargo, el otro puede también no reconocer al sujeto percibido como un sujeto moral y, por tanto, construirlo como un ser que no se distingue en nada relevante de algunos animales no humanos. El otro puede de igual forma reconocer que el individuo observado es una persona moral, pero puede evaluar negativamente el parti-

los Movimientos Indígenas, Campesinos, Sociales, Partidos Políticos de Izquierda y Democráticos, reunidos en Quito a los 22 días del mes de diciembre de 2003. Disponible en http://archives.econ.utah.edu/archives/reconquista-popular/2004w00/msg00008.htm

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cular entrecruzamiento de vectores que lo constituyen en un in-tervalo específico. Así, dada la dependencia que tenemos del otro para nuestra comprensión, tanto el no reconocimiento como el falso reconocimiento pueden causar serios daños a las personas. En la autodescripción de los sentimientos que experimentan las personas que son menospreciadas aparecen siempre palabras como humillación y ofensa. Esta sensación de sentirse humillado y ofendido generalmente deviene en tres tipos de sentimientos más concretos: violación, desposesión y deshonra, que dependen de las particulares características del tipo de menosprecio del que fue objeto la persona (Honneth, 1997, cap. 6).

Comprender las dinámicas que estructuran a los distintos tipos de menosprecio resulta fundamental para entender el daño específico que causan en los individuos, y por tanto, para entender por qué los sujetos pasivos del menosprecio (en este caso las mi-norías culturales) terminan por desconfiar del sujeto activo del mismo (en este caso las instituciones políticas), y por qué es razo-nable que lo hagan. Dado que el ideal monológico respecto de la construcción de la identidad sigue hoy vigente, se tiende a pensar que aquellas minorías culturales que alegan que han sido afectadas negativamente por el no reconocimiento o falso reconocimiento del Estado están constituidas por individuos excesivamente sen-sibles o débiles de carácter que se presentan como víctimas para esconder sus flaquezas morales. Si realmente lo quisieran, si se es-forzaran –afirman los defensores de la perspectiva monológica– estas personas podrían ignorar la mirada del otro y construir autónomamente un yo individual o grupal fuerte.

El primer tipo de sentimiento mencionado, la violación, es pro-ducto de un no reconocimiento o un falso reconocimiento que de-viene en menosprecio físico. La persona que es víctima de este tipo de conducta ve cómo desaparece la posibilidad de disponer libre-mente de su cuerpo. El problema no radica en el dolor físico que siente la persona que es violentada físicamente, sino en la sensación de indefensión radical que siente frente a la voluntad del otro. Este tipo de menosprecio lesiona la confianza, aprendida en el amor, que tienen las personas de disponer autónomamente de su cuerpo. El se-

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gundo tipo de sentimiento, la desposesión, es consecuencia de un no reconocimiento o un falso reconocimiento que deviene en el no otorgamiento de cierto tipo de derechos a un individuo o grupo de individuos. La negación sistemática de determinados derechos es el resultado de que la comunidad a la que pertenece el individuo ex-cluido no considera que este sea un miembro con las mismas cali-dades que los otros que componen a la colectividad. De esta forma, el sujeto marginado siente que no posee el mismo estatus que los otros individuos de su sociedad, esto es, siente que no tiene el mismo valor moral que sus supuestos pares. El tercer sentimiento, la deshonra, es consecuencia de un no reconocimiento o un falso reconocimiento que se transforma en la calificación negativa del valor social de un individuo o grupo de individuos. La evaluación negativa de un modelo de autorrealización particular genera el que el individuo o individuos que lo encarnan no puedan referirse a este como algo valioso. El otro no va a reconocer el valor del proyecto de buen vivir defendido por el sujeto, y este, si la mirada que cuestiona su iden-tidad es continua y sistemáticamente ejercida por alguien con sufi-ciente poder, puede terminar interiorizando esta mirada negativa y generando visiones autodestructivas que lo debilitan psicológica y socialmente (Honneth, 1997).

Las políticas de asimilación forzada y exterminio físico de las que han sido objeto las minorías culturales latinoamericanas por parte de los Estados de la región han causado (y continúan cau-sando) sentimientos de violación, deshonra y desposesión entre sus miembros que, a su vez, han generado en estas personas una profunda desconfianza en las instituciones políticas de la mayoría. La muerte psíquica, la muerte social y la «enfermedad» (Honneth, 1997) que generan el menosprecio físico, político y moral no han sido ajenas a las experiencias vitales de las minorías culturales en América Latina. Estas experiencias son resumidas paradigmáticamente en las palabras de los indígenas de la zona del alto Napo de la Amazonia ecuatoriana y de los indígenas del sur de los Andes peruanos que aparecen a continuación. Los siguientes son apartes de las hojas de vida que recogen las experiencias de niños y adolescentes indígenas que fueron escolarizados desde los años veinte del siglo pasado por

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misioneros católicos o por el sistema nacional de educación de su respectivo país (citados por Huayahua, 1999, pp. 68-71)20.

Decía niño bruto, sucio, sucios, tonto […] Cuando se enojaban nos decían indio, indio sucio, indio bruto.

[…] éramos los inferiores […] Los inferiores o sea los últimos.A mí me daba coraje que […] signifique que nosotros no

sabemos, no valemos, que ellos son superiores […]Esas palabras de maltrato […] cuando querían […] brutos,

animales, bestias, no sirven […] escuchábamos pero no podíamos defendernos. No estuve en capacidad de defenderme.

Por más que hagamos unas buenas cosas no éramos tomados en cuenta.

Ellos [los no indios] sí reclaman todo [al Estado]. Tenían cómo quejarse. Nosotros no […] tiene que llevar preso, ¡llevaba!

Los mishus nunca piensan que somos iguales. El Gober [el gobierno] dice «pobre indio para qué está un indígena no hace nada, no sabe nada» y el B [el indígena aludido] no dice nada.

Estas palabras sintetizan las experiencias que la mayor parte de las minorías culturales latinoamericanas han tenido luego de interactuar con las instituciones políticas de los países de los que son parte. La conclusión a la que usualmente llegan las comuni-dades culturales minoritarias luego de estos encuentros es que el Estado no reconoce a sus miembros como sujetos morales, que no considera que sus modelos de buen vivir sean valiosos y que, por tanto, los miembros de las culturas minoritarias pueden ser objeto de violencia física o psicológica, y pueden ser catalogados legítima-mente como ciudadanos de segunda categoría.

Las palabras de los niños y adolescentes indígenas peruanos y

20 La conclusión del análisis que hace Huayahua de las políticas educativas reseñadas es que «tanto para el Ecuador como para el Perú la tarea civilizadora de la escuela presenta las mismas características en términos de sus prácticas cotidianas para deslegitimar y desautorizar la condición humana del ser indio y presentarlo como un ser muy cercano al animal que debe humanizarse abandonando sus distinciones socioculturales» (1999, p. 72).

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ecuatorianos también evidencian que el no reconocimiento o falso reconocimiento que las instituciones políticas proyectan sobre las minorías se entrecruzan, reforzándose, con el menosprecio que la mayoría de los miembros de la cultura mayoritaria sienten por estas21, y con el menosprecio que los sujetos que pertenecen a los grupos mi-noritarios terminan sintiendo por sí mismos cuando interiorizan las miradas negativas que de manera sistemática y continua les son pro-yectadas por la cultura hegemónica y el Estado22. De esta manera, el no reconocimiento o falso reconocimiento estatal es causa, y a la vez efecto, del no reconocimiento o falso reconocimiento social,

21 Las siguientes palabras de un industrial, la esposa de un ganadero y un hacendado guatemaltecos sintetizan la interpretación que una mayoría dentro de la cultura hegemónica tiene frente a las minorías culturales en Latinoamérica. Estas bien podrían ser las palabras expresadas por un industrial, la esposa de un ganadero o un hacendado de cualquier otro país de América Latina. «Me gusta profundamente España y cada vez me identifico más con ella porque todo es blanco; sus pueblos son blancos, su gente blanca, huelen a blanco y no a carbón y leña como nuestros pueblos indios». «Los indígenas no pueden tener cultura, ya que son cerrados, analfabetos, atrasados y haraganes y encima de todo ladrones». «La única solución [para esta región] es mejorar la raza, traer sementales arios para mejorarla. Yo tuve en mi finca durante muchos años un administrador alemán, y por cada india que preñaba le pagaba yo extra 50 dólares» (Gall, 1999, p. 51).

22 La interiorización por parte del sujeto observado de la mirada negativa que el otro tiene sobre él puede causar serios daños. El individuo observado termina aceptando que su vida tiene poco valor y acepta como naturales los sentimientos de alienación y baja autoestima que usualmente esta situación genera. La experiencia de los indígenas y mestizos ecuatorianos en esta materia es un buen ejemplo del argumento expuesto. Al respecto dice Vinueza, «[…]al no poder llegar a la meta planteada por el “blanqueamiento”, el ecuatoriano común reprime en su interior todo lo que evoque las “razas malditas” y, simultáneamente, se ensaña en contra de aquellos individuos o grupos que le recuerdan aquello que quiere erradicar de su interior» (Almeida, 1999, p. 203). El mismo argumento, pero esta vez expuesto de manera genérica es presentado por Degregori cuando dice que «[…] el estigma que hace mucho tiempo atrás los europeos le impusieron a la “indignidad” ha llegado a penetrar hasta la misma autoconciencia india[…] [y ha causado serios daños a su autoestima]” (1999, p. 160).

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y del no autorreconocimiento o del autorreconocimiento falso que experimentan muchos de los miembros de las culturas minoritarias en América Latina. El no reconocimiento y el falso reconocimiento de las minorías culturales son fruto entonces de dinámicas en donde lo estatal, lo social y lo individual se entretejen, y en donde cada una de estas variables genera –y es a la vez efecto– de las otras dos.

De igual modo, las palabras de los indígenas peruanos y ecua-torianos ejemplifican la manera como el no reconocimiento o falso reconocimiento estatal hace que los grupos minoritarios sientan desconfianza frente a las instituciones políticas de la mayoría. Los indígenas citados sienten que el Estado al que pertenecen los con-sidera seres humanos inferiores, que no tienen mecanismos para defenderse de los abusos de los funcionarios públicos, y que las ins-tituciones políticas favorecen a los no indígenas. En tanto que las acciones del Estado no concuerdan con la manera como se cree que este debería actuar, y no tienen como objetivo el adecuado recono-cimiento y acomodación de la diferencia cultural (objetivo cons-titutivo de toda democracia liberal) los indígenas sienten coraje y recelo frente a las instituciones políticas.

En suma, podríamos decir que la desconfianza que sienten las minorías culturales latinoamericanas frente a las instituciones políticas de los Estados de la región está entrelazada con la des-confianza que sienten por los miembros de la cultura dominante y con la desconfianza que algunos de ellos sienten por sí mismos. De igual forma, se puede decir que gran parte de las protestas sociales, políticas o militares en las que están involucradas las minorías cul-turales tienen como principal objetivo la búsqueda de reconoci-miento político y social y, por tanto, son expresiones de su lucha, ya no tan silenciosa, por el reconocimiento.

La confianza en las instituciones

políticas & el justo reconocimiento

de las minorías culturales

La desconfianza que sienten las minorías culturales frente a las instituciones políticas de los Estados a los que pertenecen puede neutralizarse si estos toman medidas destinadas a transformar la

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esfera político-jurídica de sus comunidades, por un lado, y si toman medidas destinadas a transformar la esfera social de sus colectivi-dades, por el otro. Las primeras estarían destinadas a modificar el marco constitucional y legal de los Estados que no reconocen adecuadamente la diferencia cultural, a aplicar efectivamente los ordenamientos jurídicos en donde estas reformas ya se han hecho, y a renovar los criterios de interpretación a través de los cuales se cargan de sentido las normas jurídicas que regulan las relaciones entre el Estado y las minorías culturales. Las segundas tendrían como objetivo atacar los prejuicios, ampliamente difundidos, que tienen los miembros de la cultura dominante frente a las culturas minoritarias, a construir puentes de comunicación y entendi-miento entre las distintas comunidades culturales que coexisten en sus fronteras, y a apoyar los esfuerzos que muchas minorías están hoy desarrollando para consolidar, recuperar y aplicar sus usos y costumbres tradicionales de manera que estos se conviertan en una opción real de vida para sus miembros.

Durante los últimos quince años, muchos Estados latinoame-ricanos adelantaron reformas constitucionales en donde el tema del reconocimiento de la diversidad cultural que los constituye tuvo una relativa importancia. Como consecuencia de estos pro-cesos, las constituciones de países como Brasil, Paraguay, Perú y Colombia, por ejemplo, reconocen una amplia gama de derechos a las minorías culturales. La Constitución brasileña de 1988 reconoce en su artículo 231 las organizaciones sociales, las tradiciones, las lenguas y los derechos que tienen las comunidades indígenas sobre sus tierras ancestrales, y el artículo 232 reconoce la legitimidad que tienen las organizaciones indígenas para la defensa de los intereses de sus afiliados. La Constitución paraguaya de 1992 reconoce la existencia de los pueblos indígenas que han habitado ancestral-mente su territorio (art. 62), el derecho que estos tienen a preservar su identidad étnica y a vivir según sus usos y costumbres (art. 63), el derecho de propiedad colectiva que tienen sobre sus territorios, así como su carácter inembargable e imprescriptible (art. 64). La Carta Política paraguaya también reconoce el derecho de las co-munidades indígenas a participar en la vida política, económica y

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social de la nación (art. 65), a una educación bilingüe que respete su diferencia cultural (arts. 66 & 77), y reconoce que Paraguay es un país bilingüe en donde el castellano y el guaraní son idiomas oficiales (art. 140). Por ultimo, la Constitución paraguaya exonera a los miembros de los pueblos indígenas del deber ciudadano de prestar el servicio militar obligatorio (art. 67).

La Constitución peruana de 1993 reconoce que toda persona tiene derecho a su identidad étnica y nacional, y reconoce el ca-rácter multicultural de la nación (art. 2). De igual forma, la Carta Política de Perú reconoce que las lenguas indígenas son oficiales en los territorios en donde predominen (art. 48), garantiza la pro-piedad comunal sobre la tierra (art. 88), reconoce la existencia legal de las comunidades indígenas y el deber del Estado de res-petar la identidad de los tribus indias (art. 89), así como el derecho de las comunidades indígenas de aplicar sus usos y costumbres para administrar justicia dentro de sus territorios (art. 149). Por último, la Constitución colombiana de 1991, que consagra una am-plísima gama de derechos para las comunidades indígenas, y que fue ejemplo para varias de las reformas constitucionales que pos-teriormente se realizaron en Latinoamérica, crea la jurisdicción indígena (art. 246), reconoce la autonomía política y territorial de las comunidades indígenas (arts. 286, 287, 288, 290, 321, 329 & 330), crea una circunscripción nacional especial indígena para el Senado (art. 171), y crea la circunscripción electoral especial para que las minorías culturales puedan acceder a la Cámara de Representantes (art. 176). De igual manera, la Constitución de 1991 reconoce el ca-rácter multicultural del Estado colombiano (art. 7), declara ofi-ciales las lenguas indígenas en los territorios en donde son mayoría (art. 10), y reconoce el derecho de las comunidades indígenas a una educación bilingüe que respete sus tradiciones (art. 68)23.

23 Este marco constitucional ha sido desarrollado a través de un número importante de normas jurídicas. Véase por ejemplo la Ley 48 de 1993 (que exonera a los miembros de las comunidades indígenas de prestar el servicio militar obligatorio), la Ley 115 de 1994 (que establece el marco general para el desarrollo de la etno-educación en el país), la Ley 60 de 1993 (que establece que los resguardos

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Sin embargo, las reformas constitucionales que estos y otros países latinoamericanos (Bolivia y México, por ejemplo) han rea-lizado en los últimos años, no han tenido los efectos deseados debido a que el nuevo marco jurídico no ha sido aplicado efecti-vamente, o ha sido interpretado a través de usos poco plausibles de categorías políticas y legales como Constitución, soberanía y nación. En el primer caso, la falta de voluntad política de los go-biernos, la escasez de recursos económicos, y la oposición de las elites políticas y económicas, principalmente, han impedido que las herramientas jurídicas existentes para la protección de los in-tereses de las minorías puedan hacerse efectivas. En el segundo caso, el principal obstáculo para que las minorías culturales sean reconocidas de manera adecuada radica en la operacionalización de usos poco plausibles del vocabulario dominante del constitucio-nalismo moderno (Tully, 1997, caps. 1-3).

Las categorías estructurales de este lenguaje constitucional son cinco: pueblo soberano, progreso, nación, instituciones polí-ticas y Constitución. El lenguaje del constitucionalismo moderno hegemónico indica que los vocablos «pueblo soberano» deben ser entendidos como nombrando a un grupo de individuos libres e iguales que mediante un proceso deliberativo acuerdan el modelo institucional que ha de regir la vida en común. Se asume, además, que estos individuos son culturalmente homogéneos, o que la cultura es una variable irrelevante para el diseño de la esfera po-lítica de la comunidad. De igual forma, el constitucionalismo mo-derno hegemónico entiende la historia de manera lineal, asumiendo que existe un objetivo que todos los Estados deben perseguir, y que hay una serie de etapas políticas, sociales y económicas claramente establecidas por las que todos ellos deben pasar para alcanzarlo. Este objetivo final se identifica en el constitucionalismo moderno dominante con la construcción del conjunto de instituciones polí-ticas propias de la modernidad ilustrada europea, esto es, con una

indígenas deben considerarse como municipios para lo relacionado con las transferencias presupuestales que provienen del gobierno nacional), y la Ley 160 de 1994 (que establece los procedimientos para la creación y ampliación de los resguardos indígenas).

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estructura política que gira en torno a unas instituciones políticas centralizadas y homogéneas que tienen como puntos nodales a la división tripartita del poder público, las libertades individuales, la división entre la órbita privada y la pública y el Estado de derecho.

Del mismo modo, el constitucionalismo moderno hegemónico considera que para cada nación debe crearse un Estado. Así, los constitucionalistas consideran que si se quiere un sistema político estable y sólido en donde los principios de solidaridad y coope-ración social sean ampliamente aceptados y aplicados, es necesario que cada nación tenga su propio Estado. La diversidad cultural –argumenta el constitucionalismo moderno–, no genera más que divisiones y conflicto. Cada grupo cultural querrá que su visión de mundo sea reconocida y protegida por las instituciones políticas. Por esta razón tenderá a concebir a los otros grupos como compe-tidores, desconfiará de ellos, y en caso de perder en la lucha por el control del Estado, llegará también a desconfiar de la estructura estatal que le rige. Por último, el constitucionalismo moderno con-sidera que la Constitución es la base en la que se funda la demo-cracia pero que una vez creada esta deja de ser parte del debate democrático cotidiano. Así las cosas, la Constitución se concibe como una institución intocable e inmodificable que aunque permite y sostiene el debate democrático, no hace parte de él.

El caso colombiano evidencia de manera paradigmática los obstáculos que han impedido la implementación de las reformas constitucionales y legales que en Latinoamérica han tenido como objetivo el adecuado reconocimiento y acomodación de las mi-norías culturales. En Colombia, la Constitución de 1991 –que como se mencionó reconoció una amplia gama de derechos a los grupos culturales minoritarios– no ha podido aplicarse a cabalidad debido en gran medida a la falta de voluntad política de las autoridades es-tatales, a que la mayoría de sus representantes siguen presos de las categorías del constitucionalismo moderno, y a la falta de recursos económicos que permitan financiar los proyectos que buscan la pro-tección y el desarrollo de las minorías culturales. Así, por ejemplo, el Congreso nacional no ha expedido todavía las normas que re-glamentan los entes territoriales indígenas creados por el artículo

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329 de la Constitución. Estas normas precisarían las competencias de las autoridades indígenas en contraste con las competencias de otros entes administrativos como los departamentos y la nación, y ayudarían a concretar los montos del presupuesto nacional que de-berían ser asignados a las comunidades indígenas. De igual forma, la Corte Constitucional en varias de sus sentencias ha reducido radicalmente la autonomía jurisdiccional de las comunidades in-dígenas al indicar que estas, en virtud del principio constitucional que establece la unidad del sistema político-jurídico colombiano, no pueden aplicar los usos tradicionales que contradigan las normas de orden público (las normas penales, por ejemplo) y las normas imperativas del ordenamiento legal nacional24. Por último, la falta de recursos económicos no ha permitido, por ejemplo, avanzar de manera notable en materia de etnoeducación y en el saneamiento de los resguardos indígenas, esto es, en la compra de tierras indí-genas ocupadas por campesinos.

Las estrategias que permitirían neutralizar los principales motivos que impiden la aplicación del marco jurídico y legal que reconoce adecuadamente a las diversas culturas que componen a los Estados latinoamericanos son fáciles de precisar. Los ciuda-danos deben elegir a candidatos que estén comprometidos con el respeto a la diversidad cultural, y deben presionar a los gober-nantes ya electos para que hagan efectivas las normas existentes sobre la materia. De igual forma, los Estados deben distribuir los recursos económicos a su disposición de manera que las necesi-dades de las comunidades culturales minoritarias sean tenidas en cuenta. Esta distribución de recursos escasos además debe hacerse reconociendo la discriminación histórica de la que han sido objeto los grupos culturales minoritarios, y su particular estado de vul-nerabilidad.

Del mismo modo, para evitar la inaplicación de las normas que regulan de manera justa las relaciones entre el Estado y las mi-norías culturales, los gobiernos deben priorizar el interés general

24 Véase por ejemplo las sentencias T-254 de 1996 y el salvamento de voto de la sentencia SU-510 de 1998.

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sobre el particular, esto es, deben evitar que los intereses de las elites políticas y económicas impidan que los derechos que el orde-namiento jurídico ha otorgado a las culturas minoritarias sean ma-terializados. El interés público debe identificarse con la justicia y, en este caso, la justicia exige que las necesidades de reconocimiento de las culturas minoritarias sean atendidas. El Estado, para ser le-gítimo, debe representar los intereses de todos sus ciudadanos. Por último, los Estados deben neutralizar los factores creadores de vio-lencia política que impiden que sus instituciones puedan aplicar las normas jurídicas en las áreas habitadas por las culturas mino-ritarias, y que impiden que estas puedan gozar de sus derechos y cumplir con sus obligaciones ciudadanas.

La simpleza teórica de todas estas estrategias, sin embargo, contrasta con las grandes dificultades para su materialización. La aplicación de las normas jurídicas relativas a la diversidad cultural exige la solución de profundos problemas que afectan a los Estados latinoamericanos. Los problemas culturales, no hay duda, se en-trecruzan con problemas políticos en donde las categorías género, clase y raza también están presentes. Sus soluciones, por tanto, para ser efectivas, deben atacar estos distintos frentes y hacerlo exige una inversión continua y sistemática de recursos escasos, por ejemplo, tiempo, energía y voluntad, que pocos están dispuestos o están en capacidad de hacer.

Para neutralizar el segundo tipo de problemas anotados, esto es, la interpretación no plausible de los marcos jurídicos existentes, es necesario adelantar una revolución conceptual25. Los presu-puestos teóricos a través de los cuales generalmente describimos nuestra vida política y articulamos soluciones para modificar sus dinámicas disfuncionales, deben ser desterrados de nuestro arsenal de herramientas conceptuales. Si queremos que nuestras institu-ciones políticas reconozcan y acomoden adecuadamente la dife-rencia es necesario rearticular tales categorías. Especial atención debe dársele a la rearticulación de la manera como entendemos el vocablo «Constitución», en tanto que este juega un papel central en

25 Véase las sentencias citadas en la nota precedente.

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la manera como describimos nuestras dinámicas jurídico-políticas y como proponemos soluciones para los problemas que estas ge-neran.

Si queremos unas instituciones políticas y jurídicas que re-conozcan y se acomoden adecuadamente a la diversidad cultural, el término «Constitución» debe ser entendido como un proceso ininterrumpido en donde ciudadanos soberanos, culturalmente diversos, discuten y acuerdan formas de asociación política que permitan una vida en común26. Las constituciones deben entonces interpretarse como una actividad y no como un producto ter-minado; deben entenderse como documentos fundamentales para la comunidad política que requieren tiempo para ser comprendidos y desarrollados, pero al mismo tiempo deben entenderse como do-cumentos que pueden ser continuamente criticados y rearticulados si su funcionamiento no ha sido el esperado, o si ha habido varia-ciones en las circunstancias sociales, políticas, económicas o cul-turales que condicionaron su creación.

De igual forma, debe entenderse que los individuos que hacen parte del proceso para la creación, crítica y rearticulación de las constituciones son personas culturalmente diversas, que deben poder expresar sus puntos de vista haciendo uso de su propio len-guaje conceptual, esto es, sin que se les exija llegar al diálogo ha-biendo adquirido las categorías que estructuran el pensamiento del otro, y sin que se les exija desarrollar el proceso de deliberación haciendo uso de las mismas. Por último, todos los participantes en el proceso deben reconocer a los otros como pares que tienen como objetivo hacer posible una vida en común en donde la unidad no compita con la diversidad.

En los países latinoamericanos en donde todavía no se han re-formado los marcos constitucionales o legales que no reconocen adecuadamente la diversidad, o en donde estos no se han reformado suficientemente, por ejemplo, Guatemala, Ecuador, Argentina y Chile, es necesario impulsar procesos políticos que exijan estas transformaciones. Los cambios necesarios para que las instituciones

26 Véase las sentencias citadas.

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políticas de estos países reconozcan la diferencia cultural y para que, al hacer esto, ganen la confianza de las minorías, deben, desde mi punto de vista, seguir los siguientes tres criterios. Primero, los procesos deben ser altamente contextualizados, esto es, deben tener en cuenta las características de las distintas minorías culturales (sus necesidades, anhelos e intereses), las particularidades económicas, políticas y sociales del país, y la historia de las relaciones interét-nicas en el mismo. Segundo, las minorías deben tener la posibilidad de participar en el proceso de transformación del marco constitu-cional o legal con un número de representantes adecuado. Tercero, el proceso deliberativo y los resultados a los que este lleve, deben ser articulados sin la influencia de las categorías conceptuales que es-tructuran al constitucionalismo moderno hegemónico.

Los cambios de tipo jurídico-político indicados, sin embargo, tendrán pocos efectos si no van acompañados de medidas enca-minadas a la transformación de las dinámicas interétnicas, gene-ralmente guiadas por hondos prejuicios antiminoritarios, y sin que se ataquen los profundos problemas de alienación y baja au-toestima que causan la marginación política y social de muchos de los miembros de las culturas minoritarias. Para cumplir con este fin es necesario desarrollar estrategias educativas formales y no formales. Dentro de las primeras estarían comprendidas cues-tiones como la reforma a los programas curriculares de las escuelas oficiales de manera que en estos se reconozca la existencia de las minorías culturales y los aportes que estas han hecho a la cons-trucción de los Estados a los que pertenecen.

De igual forma, estarían comprendidas medidas como la re-forma de los textos de historia y geografía, que sean obligatorios en las escuelas públicas, de manera que las minorías culturales vuelvan del destierro al que tradicionalmente han sido sometidas en estos escritos, o de manera que desaparezcan las comunes in-terpretaciones caricaturescas y prejuiciosas de las culturas mino-ritarias que muchas veces aparecen en los mismos. Dentro de las segundas podríamos pensar en campañas de largo plazo en los medios de comunicación que reivindiquen la diversidad cultural que compone a cada uno de los Estados latinoamericanos, enseñen

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algunas características básicas de las culturas de los grupos mino-ritarios, e inviten al ciudadano del común a acercarse a conocerlas más profundamente. Por último, sería importante que el Estado articulara estrategias para que las minorías culturales conozcan las instituciones políticas nacionales o provinciales, a fin de que entiendan cuáles son sus derechos y deberes ciudadanos, y para apoyar los procesos de recuperación, renovación o consolidación de sus tradiciones que permitan que sus modelos de autorreali-zación sean opciones reales y valiosas de vivir en el mundo.

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A fines de 1944, casi al término del segundo periodo de gobierno de Alfonso López Pumarejo (1942-1945), se fundó la Asociación Na-cional de Industriales (ANDI)1. Con ocasión del sexagésimo aniver-sario de dicha fundación, se le dio un gran despliegue en la prensa, en el marco de la asamblea anual del gremio en el mes de agosto de 2004, a la presentación de la Encuesta de Responsabilidad Social Corpo-rativa por parte de su presidente Luis Carlos Villegas Echeverri, quien, con base en ese estudio universitario, afirmó que las empresas colom-bianas sí están asumiendo su compromiso social y están orientadas en el camino correcto (El Colombiano, 2004, p. 16).

La afirmación del presidente de la ANDI se funda en las cifras que revelan las respuestas de cien empresas encuestadas: el 50,5 por ciento elabora un balance social y el 35,5 por ciento cuenta con un informe de gestión social. Invierten en capacitación laboral 54.598

1 Sobre las circunstancias históricas que rodearon y ocasionaron la fundación de la ANDI, véase Sáenz Rovner (1993, pp. 15 & ss.). El historiador señala que en dicha década se conformó la burguesía industrial en Colombia que, después de la Segunda Guerra Mundial, luchó, a través de la ANDI, para lograr el dominio sobre el Estado colombiano.

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millones de pesos, en programas de vivienda 76.992 millones, en infraestructura 28.045 millones, en medioambiente 24.187 mi-llones, en salud 16.016 millones, y en fundaciones con fines sociales 121.552 millones de pesos. En conjunto, los recursos destinados por las cien empresas que respondieron la encuesta ascienden a 678.415 millones de pesos, que equivalen al 3,34 por ciento de sus ingresos (El Colombiano, 2004).

Si se mira la historia de la industria colombiana durante el pasado siglo, se puede constatar objetivamente una inmensa in-versión social que extiende retrospectivamente en el tiempo el in-forme del presidente de la ANDI y corrobora las palabras de María Inés Restrepo, directora de Comfama, a propósito del mismo: «Para mí el informe de la Andi no es una sorpresa. Siempre he dicho que Colombia se caracteriza por una actividad empresarial socialmente responsable [...] En Colombia existe la responsabilidad social empresarial y se llama Cajas de Compensación familiar, fi-lantropía y un valor de solidaridad» (El Colombiano, 2004).

Si se reconoce la magnitud de la inversión, y se contrastan las cifras dadas más las que registra la historia centenaria del desa-rrollo industrial, con los datos que revelan la situación social real del país: 60 por ciento de la población en situación de pobreza, 30 por ciento en situación de indigencia (porcentajes en aumento según informe reciente del PNUD), 3 millones de desempleados, 35.000 homicidios por año, corrupción política y administrativa endémica, grupos armados y narcotráfico, déficit de vivienda, crisis hospitalaria, educación precaria, entre otros, cabe preguntarse si la inversión social empresarial apunta a la solución de los problemas sociales estructurales, si es significativa con respecto a los pro-blemas que aquejan al país, si no existe error en las perspectivas de la inversión y, consecuentemente, en la gestión de la misma.

Más directamente, cabe preguntarse si la participación con dinero, obras asistenciales y filantrópicas en aspectos sensibles de la vida social, con la realización de informes de gestión social y de balance social, bastan para responder a las exigencias de la respon-sabilidad social. Si ello basta, ¿a quién le compete la obligación de construir una sociedad civil en donde se minimicen los índices de

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indigencia y de pobreza, y se creen condiciones que posibiliten una vida digna?

Estas preguntas provocan nuevos interrogantes: ¿acaso la responsabilidad social compete solo a las empresas? ¿Por qué se relaciona la responsabilidad social con la construcción de la so-ciedad civil? ¿En qué consiste la responsabilidad social y por qué se relaciona con la ética empresarial? Responder a estas preguntas constituye el propósito de esta reflexión.

Responsabilidad social: un problema cultural

El tema enunciado expresa un problema contemporáneo; surge como resultado de las transformaciones culturales profundas que se están produciendo en el mundo occidental desde mediados del siglo XX, en el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial, por la confluencia de múltiples circunstancias que aún siguen actuando. Por ello, se puede decir que el título de este apartado enuncia un problema cultural que está aún en proceso de gestación, tanto como sus posibles soluciones a nivel mundial y local. El momento actual de la sociedad, calificado con nombres dispares como globa-lización, aldea global, sociedad del conocimiento, sociedad de los medios de comunicación masiva, sociedad de las corporaciones, corresponde a un periodo de transición cultural aún no concluido. Los temas de la responsabilidad corporativa y de la ética empre-sarial se inscriben en dicho momento de transformación cultural; es importante recalcarlo porque ello permite comprender las im-plicaciones y las limitaciones que se encuentran, tanto en los plan-teamientos respectivos como en las acciones consecuentes; son, en efecto, conceptos en pleno proceso de formación y de confron-tación con aquellos que comienzan a revelar su insuficiencia para calificar realidades actuales del país y del mundo.

El tema de la responsabilidad social empresarial adquirió una resonancia inusitada a raíz de los cuestionamientos hechos a las empresas en círculos religiosos protestantes de Estados Unidos, por causa de efectos sociales negativos como la contaminación, el crecimiento de la pobreza, y la exclusión social de amplias capas de la población. La crítica encontró eco en el medio empresarial y

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posteriormente en la academia. Hacia mediados de la década de los setenta se extendió a Europa donde se concretó también en orga-nizaciones, publicaciones, programas académicos, presencia en las empresas, hasta lograr su consolidación como un problema propio de la época hacia mediados de la década de los ochenta. La respon-sabilidad corporativa pasó de ser un asunto de moral individual, fi-lantrópico o de utilidad práctica, a constituir una estrategia central en la dirección de las empresas, ligado a su competitividad y super-vivencia a largo plazo2.

Se puede afirmar que desde la misma década de los sesenta, dicho asunto está presente en el ambiente intelectual de los em-presarios colombianos3. Ha sido objeto de debates, foros, investi-gaciones, publicaciones numerosas y concreciones fácticas como las fundaciones y la formulación del Manual de balance social por parte de la ANDI y de la OIT, en 1985. El seguimiento de ese proceso de más de cuarenta años revela la comprensión que han tenido los empresarios colombianos acerca de la responsabilidad social, sus realizaciones, y también sus limitaciones. Estas afirmaciones se pueden ilustrar con algunos ejemplos:

• En la década de los sesenta surgen las primeras fundaciones: Codesarrollo en Medellín (1960); Carvajal en Cali (1962); Fun-dación Santa Elena (1963), llamada Fundación Corona desde fi-

2 La responsabilidad social, según Peter Drucker, era un tema tradicionalmente disociado de la ética pública y considerado, en cambio, como responsabilidad privada, responsabilidad frente al personal de la empresa y responsabilidad con respecto a la cultura de la comunidad (Drucker, s.f., p. 215). El tema de la responsabilidad social enfrenta la cultura existente acerca de la responsabilidad individual, perspectiva desde la cual se ha enfocado y comprendido la responsabilidad corporativa.

3 «Es así como en la década de los sesenta se fue desarrollando una nueva ideología empresarial, que reconocía la importancia de los limitantes sociales y políticos en las acciones de la gran empresa. Los principales temas de discusión bajo este nuevo modelo socioeconómico de la corporación fueron traídos en las décadas de los 50 y 60 por los presidentes de algunas de las más grandes corporaciones norteamericanas» (Restrepo, 1994, p. 15).

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nales de la década del ochenta; Fundación FES en Cali, entre otras. Las fundaciones cumplen funciones asistenciales de indiscutible beneficio social. Promovidas por iniciativa privada y financiadas con aportes de las mismas empresas4, constituyen una manera de asumir la responsabilidad social sin comprometer directamente a las organizaciones productivas y a su gestión en la solución de los problemas sociales5.

En este contexto, la Fundación es el mecanismo a través del cual se materializa la responsabilidad social de la empresa, responsabilidad que ha dejado de ser un deseo para convertirse en un imperativo moral; pero para cumplir con este mandato, las fundaciones empresariales no deben concentrarse en los niveles que son influencia directa de la organización: clientes, colaboradores, accionistas y la localidad donde se ubica la empresa; las Fundaciones nos debemos centrar en un quinto nivel, que es esa responsabilidad con la sociedad en general para que podamos gestionar y administrar los procesos sociales.

Este texto, en donde se descubre una perspectiva crítica y a la vez prospectiva con respecto al papel de las fundaciones, tomado de la carpeta de presentación de la Fundación Conconcreto, año 1996, expresa bien esa función vicaria de la responsabilidad social, asignada por las empresas a las fundaciones. Un recurso insufi-ciente, sin embargo, sea porque las acciones de las fundaciones no están jerarquizadas para actuar sobre problemas estructurales de la situación social, sea porque son aisladas, y no lideran la inte-gración de las fuerzas sociales de la región o del país.

• A partir de la década de los setenta el balance social se adoptó, a su vez, como un instrumento de medición del cumplimiento de la

4 El gobierno posibilitó la institucionalización de las fundaciones porque las donaciones de las empresas eran deducibles de los impuestos (Restrepo, 1994, p. 17).

5 Aunque se han dado excepciones e importantes avances bajo este aspecto. Se pueden citar como ejemplo la Fundación Corona y la Fundación Carvajal.

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responsabilidad social6 pero, infortunadamente, terminó confun-diéndose con el informe de las acciones de la empresa:

Lamentablemente hemos encontrado que en los últimos años se tiene una confusión sobre lo que es informe social y balance social. [...] No podemos caer en el simplismo de que Balance social es un informe de las acciones de la empresa: pago de salarios, prestaciones, donaciones, cursos de capacitación, préstamos, relaciones públicas, etc. Este es un asunto que va más allá, pues el Balance social implica establecer metas, indicadores de gestión, parámetros de evaluación y, lo que es más, definir una política social (Restrepo, 1999, pp. 76-78)7.

• En 1977, las fundaciones Incolda y Fes patrocinaron la reali-zación de un estudio: «Hacia un nuevo compromiso del empresario colombiano», el cual concluyó que predominaba la falta de unidad de criterio de la clase dirigente colombiana sobre la estrategia que se debe seguir para el desarrollo del país, y evidenció la necesidad de concretar un objetivo común y las vías para lograrlo. En 1979, en seminarios organizados por Incolda, se criticó la miopía, el afán desordenado de riqueza y la sola búsqueda de un crecimiento cuan-titativo por parte de los industriales (Restrepo, 1994, pp. 18-20).

6 La idea del balance social parece haber surgido de David Rockefeller, presidente del Chase Manhattan Bank, quien en el informe a los accionistas en 1971 afirmó: «Las corporaciones deben desarrollar instrumentos más efectivos para medir el costo y los beneficios tanto sociales como económicos de sus actos[...] Los objetivos sociales deben ser realmente incorporados en una planificación empresarial. Los gerentes pueden ser evaluados, en parte, según su productividad social[...] Sean los que fueren los métodos, es vital que el ajuste de cuentas social se transforme en algo integrado en la conducta de la Empresa y no en un apéndice filantrópico» (Restrepo, 1994, p. 16).

7 Véase Corporación empresarial del Oriente Antioqueño (CEO), XVII Asamblea General de Afiliados, 14 de abril de 1999. Quirama, Rionegro, Antioquia: revela el contenido del balance social presentado por cuarenta y dos empresas. La responsabilidad social de las empresas se expresa en «cifras del informe social»: lo invertido en áreas de salud ocupacional, servicios empresariales, desarrollo del personal, relaciones con la familia del trabajador, aportes al ICBF, Sena, Cajas de Compensación familiar.

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A finales del siglo, a pesar de ese largo proceso de búsqueda manifiesta por parte de las organizaciones empresariales, se constata, por una parte, el avance aún tímido y excepcional por parte de al-gunas corporaciones y, por la otra, la permanencia general de la perspectiva antropológica y utilitarista que se le dio a la proyección social de la empresa en la historia económica del país. El tema de la responsabilidad social continúa siendo ajeno, a fines de siglo, a los objetivos de las empresas, a su gestión y a su accionar político.

Así lo confirman, por una parte, las conclusiones de inves-tigaciones realizadas por parte de la academia y de las mismas empresas y, por la otra, la síntesis hecha sobre la historia de la pro-yección social empresarial colombiana durante el pasado siglo.

En efecto, en 1991, estudiantes de administración de empresas de la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín hicieron una tesis de grado sobre «La responsabilidad social del empresario». Entrevis-taron directivos de cuarenta empresas, seleccionadas entre las ciento veinte más grandes de Antioquia, para identificar el significado de la responsabilidad social para los empresarios (Restrepo, 1994, anexo 2, pp. 58-59). En 1996, por encargo de la Fundación Corona, se realizó el estudio: «Responsabilidad social empresarial en Colombia: re-sultado de una investigación» (Jaramillo & Ángel, 1996, pp. 60-81). Presenta los resultados de las respuestas dadas por 131 empresas afi-liadas a la ANDI a una encuesta sobre responsabilidad social. Una y otra investigación coinciden esencialmente en afirmar que entre los empresarios, con respecto a la responsabilidad social:

• Se percibe un reconocimiento tácito de que a ellos les compete procurar el bienestar social, aunque no definen la forma de hacerlo.

• Se observa una mayor preocupación por dar respuesta par-cialmente a responsabilidades internas y menor sensibilidad hacia los interlocutores externos.

• No consideran que la existencia de lo social sea un requisito para que haya utilidades. Es decir, no alcanzan a comprender la ne-cesidad de complementar los objetivos económicos con los sociales.

• Impera una mentalidad monetarista que hace que la atención esté dirigida al crecimiento económico.

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• Hay una carencia de bases conceptuales y elementos teóricos, necesarios para inducir la toma de conciencia acerca de la obli-gación de la empresa de definir estrategias socialmente más res-ponsables.

• Las entidades que incitan o motivan la presentación del ba-lance social, demuestran mayor preocupación por su elaboración que por los fundamentos que le dan origen.

• Las proyecciones encontradas en las empresas son insufi-cientes para creer que la acción social será prioritaria en el futuro inmediato.

En La fuerza empresarial en Colombia, obra realizada por em-presarios colombianos, bajo la dirección de la Cámara de Comercio de Medellín para Antioquia, para conmemorar cien años de vida empresarial, se sintetizó en dos capítulos la historia de la proyección social de las empresas durante el siglo XX, destacándose las carac-terísticas antropológicas, asistenciales y utilitaristas de la misma, y su concreción en la cuantiosa inversión en las cajas de subsidio fa-miliar, 55 en total, entre las cuales se destacan Benedan, Colsubsidio y Cafam (Pinzón, 2000, pp. 126-128; Arias, 2000, pp. 129-143).

Por otra parte, en 1992 se conoció la investigación realizada como tesis doctoral en la universidad de Brandeis, Estados Unidos, por el historiador colombiano Eduardo Sáenz Rovner, quien con base en los archivos de la ANDI, Fenalco, la Presidencia de la Re-pública, del Ministerio de Relaciones Exteriores y los Archivos Nacionales de Estados Unidos, descubrió la acción política em-prendida por los gremios empresariales colombianos para proteger y expandir sus intereses, a contra pelo de la responsabilidad social empresarial: «Pagaron a periodistas, intelectuales y políticos para persuadir a la opinión pública de las bondades de la industria na-cional. Concebían la legislación nacional y las políticas comerciales como instrumentos diseñados para apuntalar su posición como productores oligopólicos en un mercado nacional protegido y alta-mente lucrativo» (Sáenz, 1993, p. 12)8.

8 El autor continúa la misma línea argumentativa en: Colombia: años 50. Industriales, política y diplomacia, donde se resalta el papel

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En suma, el tema de la responsabilidad social empresarial ha sido planteado en Colombia desde la década de los sesenta sin en-contrar la forma, la voluntad y la decisión suficientes para asumirlo en la práctica más allá de sus perspectivas asistenciales, utilitaristas y antropológicas. No se ha asumido en todos sus términos con las características que ha ido adquiriendo el concepto, como se verá, en el ámbito empresarial internacional. En cambio, se han buscado alternativas que, en el fondo, evaden sus implicaciones, crean la imagen, y dan la tranquilidad de estar respondiendo.

En otros términos, al observar el proceso seguido en el país por el tema de la responsabilidad corporativa durante las últimas cuatro décadas, se puede decir que la teoría sobre la responsa-bilidad social empresarial ya ha sido enunciada, así sea somera-mente, y que queda por determinar la forma de aplicarla. Hay que afirmar también que el proceso revela confusión en los términos y la ausencia consecuente de un norte que oriente su desarrollo y ejecución.

Sin embargo, es necesario anotar que en los últimos cinco años el tema ha logrado conquistar escenarios antes vedados9, ha crecido

del empresariado en esa década, en particular, su enfrentamiento con el gobierno de Rojas Pinilla en defensa de sus intereses y en el establecimiento del Frente Nacional: «Después de la caída de Rojas Pinilla el 10 de mayo de 1957, la ANDI explicó muy claramente a los miembros de la nueva junta militar (encargada de entregar el poder a los civiles en 1958) que una de las principales causas del derrocamiento del anterior gobierno fue su intromisión en los asuntos pertenecientes a la esfera de los negocios privados» (Sáenz, 2002, p. 19).

9 El segundo Foro Iberoamericano realizado en Cartagena en 2004, reúne a empresarios, políticos, ex presidentes, banqueros y personas consideradas como las más ricas de Latinoamérica. La primera versión se reunió en abril del año pasado en Cancún, liderada por el industrial colombiano Julio Mario Santodomingo. Uno de los puntos que los une es el afán, dice el informe, de convertirse en promotores de ideas con sentido social. «Los aportes sociales de los empresarios exitosos van más allá de la compleja generación de nuevos puestos de trabajo, el pago de impuestos o la creación de una fundación. Su verdadero papel se expresa en su responsabilidad social con la comunidad en donde prosperan sus negocios». «Lo importante no es solo estar en Forbes» (El Colombiano, 2004).

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el interés por su estudio, y se ha cualificado su conocimiento en el medio empresarial; se adelantan estudios que tienden a normatizar y calificar la práctica de la responsabilidad social en las empresas; las corporaciones nacionales han sentido, con fuerza, las exigencias de compromiso con la realidad social, política y ecológica por parte de las compañías internacionales que invierten en el país, como condición para sus alianzas con las nacionales y como exigencia para su acreditación. Infortunadamente, no se puede afirmar que este sea un tema que haya conquistado la atención de las institu-ciones académicas y, menos aún, que existan programas que lo res-palden y confieran títulos específicos. Es lamentable, en particular, que un tema que afecta la competitividad de las empresas y la ca-lidad de la gestión en el momento actual, además de tener amplias implicaciones políticas y sociales, no haya sido integrado a los es-tudios de economía y de administración que se realizan en el país.

Responsabilidad individual frente

a responsabilidad social

Cabe preguntarse por qué tanto tiempo y tanta dificultad para asumir e incorporar la cultura de la responsabilidad social a la em-presa colombiana. La respuesta llana y simple sería porque se trata de un cambio de cultura. Ningún aspecto cultural se cambia por decreto, ni como consecuencia inmediata de un análisis teórico, ni por decisiones individuales. El cambio cultural implica nuevos juegos de lenguaje, nuevas metáforas, transformaciones valora-tivas, comportamientos no habituales, cambios políticos. Por ello, es difícil comprender, asumir y realizar en la práctica lo que sig-nifica el paso de la responsabilidad individual a la responsabilidad corporativa.

En la edición de los resultados del primer coloquio sobre La fi-losofía y la crisis colombiana, el ensayo de Rodolfo Arango «La res-ponsabilidad colectiva ante la crisis moral y política colombiana» comienza con la pregunta sobre si el pueblo alemán sabía lo que pasaba con el exterminio judío en tiempos de Hitler. «¿Hasta dónde lo sabían? O, por el contrario, ¿no eran las prácticas de “limpieza social” tácitamente aceptadas, queridas o facilitadas por el grueso

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de la población?». Estas preguntas inesperadas están seguidas de una reflexión que puede revelar la dificultad o aun el rechazo que puede presentarse no solo para entender sino para aceptar la idea de una responsabilidad colectiva que va más allá de lo que acep-tamos como responsabilidad individual:

Nunca me imaginé que la pregunta sobre si el pueblo alemán sabía lo que sucedía con los judíos vendría a tener una respuesta en la propia experiencia de exterminio sistemático en Colombia. La respuesta resulta pasmosa: el silencio y la indiferencia frente al sufrimiento y a la desgracia humana encuentran explicación más en la cómplice cobardía, el miedo y la apatía que en el desconocimiento de lo que sucede. Luego de observar la actitud del pueblo colombiano ante las permanentes masacres de campesinos, el desplazamiento de miles y miles de personas como estrategia militar estatal y paraestatal, y la guerra sucia que se libra hace años, creo que el pueblo alemán de entonces no solo sabía, sino que también, por razones de conveniencia, de complacencia o de complicidad mantuvo silencio frente al destino de millones de personas (Sierra & Gómez-Müller, 2002, pp. 13-14)10.

De ese texto se concluye que los colombianos somos cons-cientes y cómplices de la situación de miseria, de la violencia y de los crímenes que los diferentes actores políticos cometen contra el pueblo. Pero cuando esto se plantea, se produce una sensación de vacío, de desconcierto, de no saber qué es lo que ello significa. El problema es ¿qué puede significar esa conclusión para quienes la responsabilidad se restringe al ámbito de lo individual?

10 Más adelante, el texto continúa: «Jaspers, en consonancia con Hannah Arendt, describía la complicidad de los alemanes en estos términos: el terror produjo el sorprendente fenómeno de que el pueblo alemán participara en los crímenes del Führer. Los sometidos se convirtieron en cómplices. Desde luego, solo en una medida limitada pero de forma tal que personas de las cuales uno nunca lo hubiera esperado, padres de familia, ciudadanos diligentes que concienzudamente practicaban su profesión, asesinaron también concienzudamente y, siguiendo órdenes, cometieron otros crímenes en los campos de concentración» (Sierra & Gómez-Müller, 2002, p. 23).

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Entre los empresarios y, en general, entre los colombianos, existe una idea de responsabilidad individual que corresponde a las formas de organización social y al contexto cultural que se construyó con los legados teóricos de la Modernidad.

La cultura tradicional frente a la responsabilidad social corres-ponde a un conjunto de circunstancias históricas que forjaron la conciencia moral de los colombianos durante el pasado siglo, entre las cuales se destacan el modelo económico de sustitución de impor-taciones, el Estado de bienestar, la perspectiva individual de la moral, y la concepción de la sociedad que se forjó en la época moderna. Estas circunstancias forman una trama, se exigen mutuamente y, con respecto a la responsabilidad social, confluyen para considerarla desde una perspectiva individual, utilitarista o antropológica, como un asunto que le compete a los individuos y al Estado, y es ajeno, por tanto, a la empresa y a su gestión (Salazar, 2001, pp. 32 & ss.).

La sociedad, en el contexto de la Modernidad, se estructura a partir de tres estamentos autónomos, independientes entre sí, pero articulados por sus funciones: el Estado, la economía y la sociedad civil. El Estado es el espacio de lo público, del gobierno, en donde se concretan las relaciones de poder mediante el monopolio de la fuerza y el control jurídico. Sus funciones primarias consisten en crear condiciones de seguridad y de bienestar para los ciudadanos y propiciar el desarrollo de la infraestructura necesaria para el de-sarrollo económico. La responsabilidad social del Estado surge de dicha función de bienestar: es un ente regulador que debe corregir los desequilibrios que produce el funcionamiento de la economía liberal y ocuparse de las exigencias de empleo, vivienda, salud y educación que hacen los ciudadanos.

La sociedad civil es el espacio de lo privado, de las relaciones individuales y sociales que se sitúan por fuera de las relaciones de poder y de las relaciones económicas: la vida privada, las relaciones familiares, religiosas, educativas y culturales.

La economía es, dentro de dicha concepción propia de la Mo-dernidad, un espacio neutro con respecto a lo público y lo privado. Su función propia es el crecimiento económico y propiciar el de-sarrollo tecnológico. Interviene en las funciones de bienestar solo

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por razones de utilidad para la empresa o por motivos humani-tarios, exigiendo la responsabilidad individual a los miembros de la empresa y realizando obras de carácter asistencial.

En suma, en la concepción tradicional de la responsabilidad social, esta se entiende como las funciones que se le asignan al Estado de bienestar con respecto a la sociedad civil, y como el cum-plimiento de las obligaciones de los individuos con la sociedad. Esta concepción se enfrenta en la actualidad a una nueva noción de responsabilidad que surgió, como se afirmó, en Estados Unidos, en relación con circunstancias propias del desarrollo empresarial.

El origen de la preocupación por la responsabilidad social de las empresas no se sitúa, sin embargo, en un hecho aislado, una fecha precisa o un autor determinado. En su conformación inter-vienen una serie de circunstancias que se extienden en el tiempo desde una fecha aproximada —la década de los sesenta— siguen actuando hasta hoy, y se entrecruzan con mayor o menor énfasis durante el proceso. Entre esas circunstancias se destacan tres es-cenarios: la formulación y consolidación progresiva, aunque no terminada, de la ética empresarial (business ethics), por parte de las organizaciones productivas y académicas; la deslegitimación del Estado de bienestar y el consecuente desplazamiento del poder hacia la sociedad civil; la globalización de la economía con sus efectos en la sociedad y en la organización de las empresas.

Esos tres escenarios constituyen el contexto obligado de la organización social, económica, política y cultural actual. Todos intervienen cuando se plantea el tema de la responsabilidad social de las organizaciones, independientemente del querer y de los in-tereses individuales. Por lo mismo, se constituyen en un factor de complejidad que obliga a una perspectiva interdisciplinaria para acercarse al tema de la responsabilidad empresarial. Ello quiere decir que esta no puede comprenderse desde una perspectiva uni-lateral, sea filosófica, económica, sociológica o política.

Ética empresarial & responsabilidad social

La ética empresarial encuentra sus primeras formulaciones en Estados Unidos en la década de los sesenta, como se anotó, en con-

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textos ligados a convicciones religiosas y morales. En la década de los setenta se desarrolló, internamente, porque se convirtió en un objeto de reflexión tanto para las empresas como para el mundo académico y, externamente, porque la reflexión se extendió al mundo académico y empresarial europeo (Lozano, 1999, pp. 36-43). También fue la década en la que se dieron las manifestaciones fu-gaces del tema en Colombia, como se afirmó más arriba. Su con-solidación, como un tema central de la gestión administrativa de las organizaciones, y como disciplina académica, se dio a partir de la segunda mitad de la década de los ochenta11, aunque ello no significa que ya haya sido elaborado un marco de referencia que permita situar y fundamentar sistemáticamente los estudios po-sibles (p. 18). Es un objeto de estudio en proceso de construcción, como la bioética y, sin embargo, con profundas implicaciones prácticas.

La preocupación por la ética empresarial es la expresión de un problema que aún no está bien resuelto y, a la vez, un síntoma de profundas transformaciones sociales y culturales que desbordan los recursos conceptuales e institucionales tradicionales. Se origina «en la demanda social y la presión interna ante actuaciones de las empresas que se consideran inmorales e, incluso, escandalosas» (Lozano, 1999, p. 38).

Durante los años sesenta se produce una creciente movili-zación contra aquello que identifica la vida norteamericana, contra la guerra del Vietnam, se cuestionan las consecuencias sociales de las actividades de las empresas –las que hacen referencia a los

11 «Dos estudios del Center for Business Ethics (una de las entidades de más reconocido prestigio en esta temática) lo confirman. Uno de estos estudios se refería a la docencia de la BE [...]: casi una tercera parte de las 1200 escuelas y universidades más importantes ofrecían cursos sobre la materia, de los cuales dos terceras partes respondían al título de BE (es justo decir que esto representaba, en relación a 1973, un incremento del 500%). El otro estudio (Center for Business Ethics, 1986) se refería a la asunción, por parte de mil compañías importantes de los Estados Unidos, de algún referente ético. Una quinta parte había tomado alguna iniciativa para institucionalizar la ética, si bien la gran mayoría se refería únicamente a la redacción de algún código de ética (Lozano, 1999, p. 41).

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efectos ecológicos, las que hacen referencia al consumismo como estilo de vida–. Esa preocupación por las consecuencias sociales de las actividades de las empresas hizo que se planteara lo que se ha llamado ética empresarial o responsabilidad social corporativa (Lozano, 1999, p. 39)12.

El avance de la reflexión posterior llevará a precisar y a ampliar esta significación inicial del concepto de responsabilidad social: la preocupación por las consecuencias sociales de las actividades em-presariales. Por lo pronto, conviene señalar algunas connotaciones de esta nueva perspectiva sobre las empresas:

• Al analizarlas, es necesario tener en cuenta otras visiones diferentes a las de los propietarios y directivos.

• Hay que pasar de las consideraciones sobre los comporta-mientos individuales del personal de las empresas, a las considera-ciones sobre las actividades y responsabilidades corporativas.

• Hay que partir del supuesto de que «hay un tipo de contrato social implícito entre la sociedad y la empresa. Las empresas tienen obligaciones con respecto a la sociedad que las tiene que controlar. En consecuencia, la empresa tiene que elaborar su política sa-biendo que tendrá que rendir cuentas ante la sociedad» (Lozano, 1999, p. 39).

Estas connotaciones, además de los problemas éticos que plantean (se habla de responsabilidad corporativa, se aplica la ética a la empresa), suponen un cambio cultural con respecto a las con-cepciones tradicionales de la gestión empresarial y a sus relaciones con la sociedad. Ese cambio cultural se constituye en un problema fundamental que habrá que afrontar al tratar de determinar las formas de asumir la responsabilidad empresarial e introduce, jus-tamente, en el segundo escenario que interviene en el origen de las consideraciones sobre la responsabilidad empresarial arriba men-cionado, la deslegitimación del Estado de bienestar y el desplaza-miento relativo del poder hacia la sociedad civil.

12 Véase otras reacciones sociales críticas que originaron la preocupación por la ética empresarial, en las pp. 15-16.

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Deslegitimación del estado de

bienestar & responsabilidad social

El tema de la responsabilidad social empresarial supone cambios en el ámbito político: el Estado de bienestar entra en crisis y deja de ser el regulador exclusivo de las relaciones so-ciales (Cortina, 1998, pp. 29-30, 50-56); el espacio de lo público (del poder), antes reservado al Estado, se extiende a la sociedad civil, considerada tradicionalmente como el ámbito de lo privado (Conill, 1998, pp. 89-90)13.

Esos cambios rompen con la idea de sociedad transmitida por la época moderna, antes expuesta, en la cual se distinguían tres niveles considerados como independientes aunque articulados por sus funciones: el Estado, espacio del poder, la fuerza y el derecho; la economía, espacio de la producción de bienes materiales y del desarrollo tecnológico; las organizaciones sociales no sujetas a la coerción, espacio de las relaciones libres entre individuos e institu-ciones, llamado sociedad civil14.

13 «Aquí es donde surge la esfera ética específica porque la sociedad civil que es pública no vive de la coerción, vive de la libertad, de la racionalización responsable de la libertad con exigencias universales de justicia y de solidaridad. [....] La empresa es una entidad pública; no es privada aunque tenga titularidad privada porque tiene una necesidad de responsabilidad social, si no, no cumple su misión. Es una entidad pública en el nuevo sentido de sociedad civil...»

14 «En su origen, la sociedad civil y la sociedad política surgen juntas, casi se identifican; sociedad civil y sociedad política vienen a ser lo mismo. ¿Por qué? En el sentido lato, amplio de sociedad civil, podemos decir que es el entramado de instituciones sociopolíticas compuesto fundamentalmente por tres grandes esferas. La primera la constituye el gobierno que viene a ser paulatinamente el Estado [...] La segunda son los órdenes espontáneos extensos –así llamados técnicamente– o los mercados y las asociaciones basadas en acuerdos voluntarios [...] La tercera esfera es la opinión pública [...] Estas tres esferas componen el concepto de sociedad civil que corresponde a las sociedades occidentales dentro de la tradición moderna [...]» (Conill, 1998, pp. 85-86). «Se entraba así en un mundo tripolar –Estado, esfera económica, sociedad civil–, donde la última era la única en la que podrían existir relaciones libres entre los individuos» (Tenzer, 1992, pp. 66 & ss.).

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En ese contexto, el Estado aparece como una institución al servicio tanto de la economía como de los individuos e institu-ciones sociales del ámbito privado. Con respecto a la economía, el Estado crea las condiciones estructurales, administrativas y jurí-dicas que posibilitan el desarrollo de la libre empresa, la propiedad privada y el desarrollo tecnológico. Con respecto a los individuos e instituciones sociales, el Estado cumple funciones reguladoras mediante el uso de la fuerza y la imposición de la ley, con el fin de proporcionar seguridad, reconocimiento de los derechos civiles y políticos de individuos e instituciones, y bienestar social. Como parte de estas funciones en pro del bienestar, al Estado se le enco-mienda la redistribución del ingreso y la búsqueda de la equidad social.

Estado protector y Estado benefactor son los términos que ca-racterizan esa concepción del Estado que ha entrado en crisis, junto con el modelo económico que se desarrolló a su sombra; crisis que no se ha resuelto plenamente ni en lo político ni en lo económico, a pesar de la consolidación creciente del nuevo modelo de economía liberal, calificado como neoliberalismo o economía global.

La vigencia del Estado benefactor, aunque trajo consigo as-pectos positivos que habrá que rescatar, como el reconocimiento de derechos fundamentales en el orden económico y político, propició la pasividad de individuos e instituciones frente a los problemas sociales, descuidó la educación para el ejercicio de la ciudadanía y la responsabilidad social, e impidió, finalmente, la conformación de la comunidad, del tejido social, porque el ámbito de lo social se redujo al de los intereses privados, egoístas, sin metas y propósitos comunes (Cortina, 1998, pp. 53-54).

Al perder legitimidad el Estado de Bienestar, el retorno al ámbito de lo social se revela como la clave para responder a las exigencias de las nuevas circunstancias. Como consecuencia, el concepto de sociedad civil adquiere connotaciones nuevas (igual-mente se avanzan significados diferentes para los conceptos de ciu-dadano y de Estado). Es un segundo sentido de la sociedad civil (el primero hacía parte de la concepción de la sociedad real en la época moderna) que comprende las instituciones sociales fuera del

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control del Estado, que concibe a dicha sociedad como un conjunto de instituciones sociales, mercados, asociaciones libres, esferas pú-blicas, opinión pública, y que excluye las esferas estatales. Ya no es el ámbito de los egoísmos y las pasiones, de los individuos y sus intereses, sino el espacio de lo público, en donde las acciones hu-manas se ejercen en organizaciones e instituciones de todo tipo, asociaciones humanas sin coerción que se basan en la solidaridad, los grupos como las familias, escuelas, iglesias, los movimientos sociales, los agentes sociales y, por supuesto, las empresas (Conill, 1998, pp. 86-90).

En términos muy apretados, ese proceso de deslegitimación del Estado de bienestar ha consistido en la disgregación del poder (por eso se llama también proceso de despolitización) (Tenzer, 1992, pp. 70-71), la reducción del Estado y de sus funciones a actividades ad-ministrativas facilitadoras y reguladoras del funcionamiento de la economía, al mantenimiento de la seguridad y a la administración de justicia (Estado mínimo).

Economía global & responsabilidad social

Con respecto a la economía y a las organizaciones empresa-riales, esos cambios políticos significaron la pérdida de la neutra-lidad que tenían y su integración al campo de la sociedad civil. Las empresas, junto con todas las organizaciones sociales, ya no cuentan con la figura del Estado para responsabilizarlo exclusiva-mente del funcionamiento social, de la equidad en la distribución del ingreso y del bienestar y, en cambio, tienen que compartir con el Estado y con otras instituciones sociales la función de la cons-trucción de la sociedad civil. En esta nueva situación, la preocu-pación por la responsabilidad social empresarial encuentra otra razón de ser y adquiere connotaciones políticas que rebasan la sig-nificación inicial que se le dio, de responder por las consecuencias sociales de las actividades productivas.

El tercer escenario que interviene en la conformación del concepto de responsabilidad social empresarial es el de la globa-lización de la economía. En este nivel, el tema abordado adquiere más intensidad y su necesidad se vuelve más apremiante. Las im-

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plicaciones éticas y políticas de la responsabilidad social que se descubren en los dos escenarios anteriores se ven corroboradas por las consecuencias sociales de las actividades productivas en este nuevo contexto mundial cuyos contornos se precisan en el país a partir de los años noventa del pasado siglo.

El concepto de globalización designa el momento actual, his-tórico, mundial, con sus características económicas, sociales, po-líticas y culturales (Beck, 1998, pp. 55-57). Por ello, al enfocar la responsabilidad social bajo la perspectiva económica de la globa-lización, se restringe el sentido de esta, aunque la responsabilidad social tiene también aspectos éticos, sociales y políticos que, en este contexto, adquieren características mundiales. En este esce-nario, la teoría de la responsabilidad social empresarial y la ética empresarial tienden a universalizarse, a convertirse en parte de la teoría de la gestión (management) y de la empresa, y en parte de la teoría del desarrollo social.

A pesar de los múltiples estudios realizados sobre la globali-zación económica, no es posible presentar un concepto acabado y unívoco sobre la misma (Beck, 1998, p. 56). Se tiende entonces a caracterizarla por un conjunto de rasgos económicos e institucio-nales que identifican el proceso y permiten comprenderla como el resultado de nuevas formas de organización de la producción y de regulación, e identificar los elementos principales que subyacen en dichas formas organizativas que se expresan de forma diferente, según el territorio15.

Bajo estas perspectiva, «el proceso de globalización actual es el resultado de un cambio estructural profundo e intenso en la eco-nomía mundial, caracterizado por la creciente interdependencia de las economías, la rápida difusión de las innovaciones, del conoci-miento científico y tecnológico y la elevación de la productividad» (Roesner, 1999, p. 18).

Esos cambios estructurales, implementados durante las dos décadas de 1970 a 1990 (en Colombia a partir de 1989), originaron

15 Véase los aspectos generales del fenómeno de globalización enunciados por Hans Juergen Roesner (1999, pp. 34-42).

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profundas reformas en cuanto a tarifas, impuestos, control del sistema financiero nacional e internacional, en las empresas del Estado y en la legislación laboral, con cambios drásticos en las po-líticas sobre el desarrollo a nivel mundial, continental y local. Estas reformas tienen en común lo siguiente: 1) apertura de la economía interna hacia la competencia extranjera, 2) menor participación del gobierno en la distribución de los recursos económicos y la pro-ducción, y 3) menor efecto de distorsión del sistema tributario en la toma de decisiones del sector privado (Morley, 1999, pp. 69-73; Roesner, 1999, pp. 34-38; Beck, 1998, pp. 15-23).

¿Qué podría esperarse como efecto de estos cambios sobre la equidad?16 Esta pregunta conduce la reflexión hacia la conside-ración de los efectos del nuevo modelo económico sobre las polí-ticas de desarrollo y sobre las condiciones de bienestar social. Bajo el concepto de equidad se enuncian las condiciones estructurales básicas de la organización social, aquellas sin las cuales no es viable la vida en sociedad (Rawls, 1978).

En general, las respuestas a la pregunta son negativas: los cambios estructurales producidos por el nuevo modelo económico han incrementado las condiciones de injusticia social: hay mayor concentración de la riqueza, aumento del desempleo, incremento en la informalidad, mayor desigualdad salarial, crecimiento de los niveles de pobreza a nivel mundial. En Colombia, el desempleo as-cendió hasta el 22% y el empleo informal hasta el 30%; la pobreza alcanzó al 60% de la población, y la concentración de la riqueza es una de las mayores en el mundo (Morley, 1999, pp. 74-76; Gertsacov, p. 101; Posada, 1999, pp. 13-15; Cámara de Comercio, 1998, pp. 16-19; Beck, 1998, pp. 20-23)17.

16 La pregunta orienta el ensayo citado de Samuel A. Morley, p.74.17 «Colombia se destaca como uno de los países con desigualdad mayor

en Latinoamérica. Es más, a lo largo de los años noventa, el país experimentó un significativo aumento en la concentración de ingreso. La explicación normal se debe a los efectos de la reforma estructural, sobre todo la liberación del comercio» (Londoño, citado por Morley, 1999, p. 91). Según el informe del Banco Mundial, «Desigualdad en América Latina y el Caribe, ¿ruptura con la historia?», el 10 por ciento de

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Esta situación, mundial, continental, nacional y regional18, se presenta como una verdadera amenaza no solo para las estrategias de crecimiento económico y competitividad a largo plazo, sino para el sistema capitalista. Una vez desaparecida la confrontación ideo-lógica con el socialismo real por la disolución del bloque soviético, el sistema capitalista se ve confrontado por las consecuencias de sus propias formas de organización de la economía. Por ello, el tema de la responsabilidad social empresarial se convierte en un recurso estratégico para la supervivencia de las empresas y del sistema capitalista.

Si bien hoy observamos un amplio respaldo a los principios de la economía de mercado, existe el principio latente de que disminuya el consenso en cuanto a las ventajas que pueda generar este modelo en la medida en que no sea posible combatir en forma más eficaz los problemas de trascendencia. [....] Frente a los desafíos planteados por el desajuste social creciente, me parece valiente recordar que la futura credibilidad del sistema político y del nuevo orden económico adoptado, dependen decisivamente de una sensible reducción del nivel de desempleo y de la marginalidad social. Si la brecha entre ricos y pobres continúa abriéndose, podría afirmarse que el actual sistema socioeconómico está

la población más rica de Colombia recibe el 46,5 por ciento del ingreso total en el país, mientras el 20 por ciento más pobre solo recibe el 2,7.

18 En Antioquia, según el informe sobre el Índice de Condiciones de Vida (ICV), divulgado por la Misión Social del Departamento Nacional de Planeación para el departamento, de un total de 5,3 millones de antioqueños al 30 de junio de 2000, cerca de 3,1 millones (el 59,4%) se encuentra por debajo de la línea de pobreza, comprometiendo su desarrollo humano, porque no logra obtener el ingreso necesario para cubrir el costo de la canasta básica de alimentos, el acceso a la vivienda y algunos servicios públicos. Y por debajo de la línea de indigencia que considera el ingreso mínimo que necesita una persona para cubrir las necesidades básicas de alimentación, situación que compromete la supervivencia, sin contemplar otros gastos como vivienda y servicios, existe un total de 1.075.570 personas (se pasó del 14,3% en 1977 al 20% en el 2000). Deterioro social atribuido a la crisis económica que se ha producido en el país como consecuencia de la apertura económica durante la década de los noventa, y a la violencia.

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condenado a explotar, como explotó el comunismo. Entonces, en la época del globalismo sigue siendo válido que la mejor política económica es la que produce mejores beneficios sociales (Roesner, 1999, pp. 37-38; Beck, 1998, p. 22).

Los tres escenarios considerados como el contexto en el cual se configura progresiva e históricamente el concepto de responsa-bilidad social, excluyen la posibilidad de atribuírselo a una ocu-rrencia de intelectuales moralistas salidos de tono y muestran, en cambio, por qué la responsabilidad social ha pasado a ser una estrategia de crecimiento económico ligado a la concepción de la misión empresarial y un criterio de buena gestión. En tales cir-cunstancias se funda la llamada rentabilidad de la ética al referirse a la necesidad de asumir la responsabilidad empresarial.

Desarrollo social & responsabilidad

corporativa

Es importante plantear esta relación por las implicaciones que tiene para la comprensión de la responsabilidad social de la empresa (Martínez, 2000, pp. 24-26). El valor agregado, por decirlo así, del nuevo concepto de responsabilidad social empresarial es la pers-pectiva social y política que ubica las exigencias éticas de justicia y solidaridad para las organizaciones productivas en un contexto que obliga a considerar la sociedad y la empresa como un sistema de co-operación mutua para la obtención de objetivos sociales comunes.

Sin dicha perspectiva, el concepto de responsabilidad social se ubica solo en un contexto ético (o religioso en algunos casos) que hace referencia a normas y comportamientos morales individuales, y conduce a compromisos aislados de la institución con la situación social, de carácter asistencial, caritativo y puntual en cuanto se res-ponde a necesidades inmediatas del personal de la empresa y, en el mejor de los casos, del ambiente social.

En otros términos, el nuevo concepto de responsabilidad social se ubica en dos marcos generales, ambos necesarios y constitutivos de su significación específica: ético y social. Sin el marco del desa-rrollo social, las consideraciones éticas permanecen abstractas, son

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buenos deseos sin configuraciones prácticas eficaces, sin impacto en la sociedad. Sin el aspecto ético, las acciones sociales de la em-presa se reducen a estrategias para responder a intereses egoístas o institucionales de rendimiento económico, sin perspectivas de justicia y solidaridad.

¿Cómo entender el desarrollo social para que la justicia y la solidaridad se concreten en la práctica de las organizaciones?

El concepto de desarrollo social tiene una historia que se ex-tiende desde la Segunda Guerra Mundial hasta el presente, con dos niveles de significación fuertes: el desarrollismo (con el inicio de la guerra fría, segunda mitad de la década de los cuarenta) y el desa-rrollo humano (con el fin de la guerra fría, década de los noventa) (Martínez, 2000, pp. 49-55; Cámara de Comercio, 1999, pp. 11-13).

La característica fundamental del desarrollismo es la identi-ficación del desarrollo social con el crecimiento económico. Una sociedad crece económicamente cuando se presenta «un aumento de la producción total de bienes y servicios a lo largo de un deter-minado periodo de tiempo». El crecimiento económico se suele ex-presar en términos del aumento del Producto Interno Bruto (PBI) de un país y de la tasa de rendimiento per cápita a través de los años. Esta se determina dividiendo el PBI por el número de habitantes. Es una comprensión unilineal del desarrollo que se convirtió en so-porte ideológico del sistema capitalista, e impulsó la identificación de desarrollo económico con la idea de modernización, entendida como transformación de las sociedades tradicionales en sociedades capitalistas (Martínez, 2000, p. 53).

Es una idea del desarrollo desmentida por los hechos, y por la crítica que se presentó sobre todo a partir de la década de los noventa del pasado siglo. De hecho, el crecimiento económico se puede dar en una sociedad de una manera tan desequilibrada e injusta que no signifique el mejoramiento general de la calidad de vida del conjunto de sus habitantes. Estos pueden tener mejores condiciones de vida con una distribución más equitativa de los recursos, junto a un menor crecimiento económico. No existe un nexo automático entre crecimiento económico y desarrollo social (Martínez, 2000, pp. 51-55; Restrepo, 1999, pp. 7-8).

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El desarrollo social es algo más complejo: incluye algún nivel de crecimiento económico y mejores condiciones de vida para toda la población, en salud, alimentación, empleo, vivienda, educación y cultura, gracias a una mejor distribución y administración de los recursos disponibles19.

Esta nueva concepción se expresó con el concepto de desa-rrollo humano, nominación equivalente a desarrollo social, que se usó a partir de la década de los noventa para significar la supe-ración de la ideología del desarrollo y de la identificación del desa-rrollo con la idea de crecimiento económico. Entiende el desarrollo como un proceso multilineal «en el que es obligado tener en cuenta el despliegue de las capacidades humanas de toda la población, la equitativa distribución de la riqueza socialmente producida, y el restablecimiento del equilibrio ecológico». En términos de Goulet (citado por Martínez, 2000, p. 55), «el desarrollo debe centrarse en tres cuestiones básicas: la vida digna, la sociedad justa y la relación con el medioambiente».

La relación con el medioambiente, y los problemas de los re-cursos no renovables, fueron temas establecidos por la crítica del desarrollismo a lo largo de la década de los setenta, como límites al mito de un crecimiento económico ilimitado que se presentaba como solución a los problemas del subdesarrollo. «La conciencia de los límites ecológicos al crecimiento económico condujo a la formulación del concepto de “desarrollo sostenible” (o susten-table), según la cual no vale la pena crecer económicamente a costa del medioambiente» porque a largo plazo amenaza la existencia misma del planeta (Martínez, 2000, pp. 54, 84-85).

La idea de sociedad justa aparece como el valor ético intrínseco en la idea de desarrollo humano (llamado también integral, ho-lístico): no existe desarrollo social sin una mejor distribución de

19 «En el mundo actual se entiende el desarrollo como un proceso de cambio de la población humana, que consiste en el crecimiento económico y la adecuada distribución de los ingresos, al tiempo que se concibe un hombre más integral» (Cámara de Comercio, 1999, p. 11). El texto asume el tema del desarrollo bajo la perspectiva de ejes geoeconómicos; integra gobernabilidad política, competitividad e integración social (pp. 12-13).

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los recursos. Pero hablar de una mejor distribución de los recursos (de disminución de la pobreza, de pleno empleo, de igualdad de oportunidades) conduce de lleno a la cuestión de la equidad como meta del desarrollo. Por ello la equidad, aunque existen dificultades para establecer criterios sobre la misma, ha de ser, como lo esta-blece Rawls, «ante todo y sobre todo una cualidad de la estructura social básica, esto es, del conjunto de las principales instituciones socioeconómicas y políticas que rigen la vida interna de toda so-ciedad» (Martínez, 2000, p. 87).

La vida digna implica el reconocimiento de las personas como sujetos del desarrollo, con sus cualidades esenciales de libertad y autonomía. Estos valores tienen que ser respetados al establecer los planes, las políticas y las metas del desarrollo. El sujeto del desarrollo es la persona pero intervienen en él múltiples agentes: expertos, gobernantes y políticos, intelectuales, científicos, ONG, países ricos y ciudadanos comunes. Estos son los destinatarios finales: tienen que participar activamente en la determinación de la sociedad que quieren. Esta es una exigencia del desarrollo humano que indica a los múltiples agentes del desarrollo el camino que deseen seguir al emprender acciones conducentes al mismo: hay que construir un proyecto colectivo de desarrollo con la participación activa de la población. El desarrollo social debe ser definido y planificado por todos los agentes implicados en él, con la participación efectiva de los destinatarios últimos (Martínez, 2000, pp. 57-60).

Sin embargo, si el sujeto del desarrollo son las personas, el objeto del desarrollo son las regiones, la nación, el mundo. En este caso, no se puede determinar con certeza cuál debe ser la estrategia que se debe emprender para alcanzar los objetivos del desarrollo social: ¿por dónde comenzar? ¿Por lo local, lo nacional o lo global? Al parecer no existe acuerdo teórico o práctico sobre cuál de esos niveles es prioritario (Martínez, 2000, pp. 55-56).

¿Qué se entiende por responsabilidad

social empresarial?

El proceso seguido por el tema de la responsabilidad social empresarial durante cuatro décadas, dentro y fuera del país, revela

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la utilización de múltiples acepciones que nominalmente se con-sideran equivalentes al concepto de responsabilidad social, como proyección social, filantropía, compromiso social (social invol-vement, social performance, social impact), balance social, ética empresarial, asistencia social. Ya se anotó que estos nombres re-ciben definiciones y connotaciones diferentes según los contextos y las épocas en los cuales aparecen; en ocasiones, algunos de ellos (proyección social, filantropía, compromiso social) se usan con significados aproximados a los descubiertos aquí, teniendo en cuenta los usos ético, económico, sociológico y político del con-cepto de responsabilidad social (Restrepo, 1994, pp. 13-26). Esa multiplicidad de nombres, sin embargo, no deja de ser ambigua y se presta a evadir las exigencias sociopolíticas que son propias del actual concepto de responsabilidad social empresarial. Por ello, es de desear que el proceso aún no concluido de construcción de dicho concepto conduzca al consenso sobre la unidad en el uso del término de responsabilidad social.

Como pudo constatarse, el concepto de responsabilidad social responde a exigencias prácticas de carácter ético, político y eco-nómico. Se presenta como un concepto en construcción desde hace cuarenta años, aún no terminado. Por ello, es posible encontrar múltiples definiciones del mismo, algunas inaceptables y otras más o menos plausibles, dentro de contextos diferentes (Restrepo, 1994, pp. 21-26). Podría hacerse un listado de ellas y optar, quizás, por alguna para construir desde ahí, deductivamente, un discurso sobre el tema. Este ejercicio no tendría, sin embargo, mucha utilidad porque marginaría el concepto y el discurso de las circunstancias complejas y del ámbito interdisciplinario que le da sentido.

Se propone, entonces, tratar de construir el concepto o, lo que es lo mismo, descubrir su sentido, precisar sus contornos, a partir del uso y la referencia a los contextos pertinentes. Hasta ahora se han mencionado cuatro: ético, político, económico y social, según los escenarios que intervienen en su formación.

En primer lugar, el tema de la responsabilidad es un asunto ético. La ética es una reflexión filosófica sobre los fenómenos mo-rales. Estos se refieren a actividades humanas conscientes y libres,

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que se relacionan o juzgan con base en normas (morales). La fina-lidad de esa reflexión es poder orientar razonablemente los com-portamientos con base en fines o metas individuales y sociales (Cortina, 1998, pp. 17-50; Savater, 1998, p. 33). Estos fines o metas se expresan como valores en el contexto moral, como planes o po-líticas de desarrollo humano en el contexto social, y como utopías o ideales sociales en el contexto político. Desde ya se puede vis-lumbrar la estrecha relación que existe entre esos niveles de la realidad y del discurso y por qué, finalmente, la responsabilidad social empresarial pone la actividad manufacturera en relación con asuntos morales, sociales y políticos.

Se afirmó que los fenómenos morales se refieren a acciones humanas conscientes y libres. Por ello se dice con propiedad que el objeto de la moral son las acciones individuales, el sujeto de la moral es el individuo (Cortina, 1986, pp. 77-82). Este es el que actúa moralmente. Esta es una de las razones por las cuales se juzgó, hasta hace muy poco, que las actividades empresariales, como las de las demás corporaciones y organizaciones sociales y políticas, estaban por fuera de la moral. Se podía exigir, y de hecho se hacía, un com-portamiento moral correcto por parte de los empresarios y del personal de la empresa pero no de la empresa misma. Se tuvieron que presentar las transformaciones estructurales en el mundo de la economía y en las instituciones sociales, los cambios políticos y los fenómenos de corrupción en todos los niveles para que, por fuerza de las circunstancias, se pudiera pensar en algo como la responsa-bilidad social de las organizaciones20.

El mundo moral es el espacio de la libertad, de la autonomía y de las decisiones conscientes. La responsabilidad individual surge

20 «Creemos que, de la misma manera que la bioética ha sido la respuesta a unos interrogantes y unos retos que eran literalmente impensables hace algunos años, el diálogo entre ética y empresa responde a la toma de conciencia de una nueva realidad. En nuestro mundo, irreversiblemente, la acción humana es una acción mediada organizativamente y, por tanto, parece que pensar éticamente la acción humana comporta también pensarla en su especificidad, en tanto que esta acción se lleva a cabo mediante empresas y organizaciones» (Lozano, 1999, p. 16).

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de esas condiciones de lo moral: se asumen las consecuencias de los actos porque se realizan libremente y con base en normas que los sujetos se dan a sí mismos. Ser responsable es ser consecuente consigo mismo. Pero también es ser consecuente con los demás: estos merecen respeto y reconocimiento como seres libres y autó-nomos, como yo mismo los merezco. Ese respeto y reconocimiento del otro se expresa en la solidaridad y en la justicia21.

Responsabilidad, solidaridad y justicia son valores indi-sociables y están en la base de cualquier forma de organización, desde las más simples hasta las más complejas. Sin ellos, no hay organización social posible. Ahora bien, estos valores actúan como convicciones en los individuos: los llevan dentro, en su conciencia, introyectados por el proceso educativo, forman parte de su cultura, de sus comportamientos habituales, de sus ideales de felicidad o bienestar.

Es importante tener en cuenta estos aspectos de la responsa-bilidad individual porque la responsabilidad social se piensa por analogía con ella. El paso de ese sentido de la responsabilidad in-dividual a la social se dio por fuerza de las circunstancias, como se anotó. Éstas llevaron a descubrir que los individuos actúan en el seno de instituciones y de organizaciones colectivas de todo tipo que orientan las acciones según sus objetivos y sus metas. Los miembros de la organización son responsables colectivamente de las consecuencias sociales de las acciones corporativas22.

21 «[...]los valores de esa moral cívica son fundamentalmente la libertad, la igualdad, la solidaridad [...] la tolerancia pero activa. [...]Estos son valores que van componiendo una moral cívica y que para concretarse en una sociedad necesitan que en esa sociedad se respeten los derechos [...] civiles y políticos, los derechos económicos, sociales y culturales, el derecho a la paz y el medio ambiente» (Conill, 1998, p. 125).

22 Se distingue entre responsabilidad y culpabilidad. Puede haber responsabilidad vicaria pero no una culpabilidad vicaria. «En otras palabras, existe algo que es la responsabilidad por cosas que uno mismo no ha hecho; ellas se me pueden imputar. Pero no existe una cosa tal como ser o sentirse culpable de cosas que ocurrieron sin la participación activa de uno [...] porque donde todos son culpables, nadie lo es. La culpabilidad, a diferencia de la responsabilidad,

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En segundo lugar, la responsabilidad social empresarial es un asunto económico y social. Estos dos aspectos se presentan con-juntamente porque en la realidad son indisociables. Se diferencian pero son recíprocos, impensables el uno sin el otro: no hay desa-rrollo sin crecimiento económico ni este se da sin desarrollo. Habrá que preguntarse el porqué de esta relación.

Con respecto a la responsabilidad social, esos dos momentos se diferencian en relación con los fines: los individuos juzgan la responsabilidad de sus actos con base en sus convicciones; las or-ganizaciones la juzgan con base en los fines de la organización que se expresan en la misión, por una parte, y con base en las metas sociales, por la otra. Esta distinción vale para cualquier tipo de organización social. En cuanto a la responsabilidad social de la em-presa, si se juzga con base en la misión, se ejerce hacia adentro, es un asunto económico, y si se juzga con base en las metas sociales, la responsabilidad se ejerce hacia la sociedad, es un asunto social y político (Martínez, 2000, pp. 50, 60-66).

Las metas sociales se concretan en las políticas de desarrollo (local, regional, nacional) y en las utopías sociales o los ideales de organización política. Entre unas y otras existe una estrecha re-lación. Las diferencias se expresan en las configuraciones particu-lares de los planes y estrategias, en los niveles de acción: sociales o políticos, pero no en los objetivos sociales últimos, en la identi-ficación de la sociedad que se quiere. A no ser que se trate de una sociedad desorganizada, sin objetivos comunes (Martínez, 2000, pp. 67-104).

En tercer lugar, la responsabilidad social empresarial es un asunto político. La empresa comparte con el gobierno y con orga-nizaciones sociales de todo tipo, la obligación de construir la so-

siempre singulariza; es estrictamente personal; hace referencia a un acto, no a intenciones o a posibilidades [...] yo diría que han de darse dos condiciones para la responsabilidad colectiva: en primer lugar, a alguien se le ha de tener por responsable de algo que no ha hecho; y la razón de su responsabilidad ha de ser, en segundo lugar, su pertenencia a un grupo (o colectivo), pertenencia que un acto de su voluntad no puede disolver» (Arendt, 1999, pp. 8-9).

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ciedad civil. Como parte de la sociedad, la empresa es una entidad pública (los individuos son ciudadanos) que comparte y ejerce el poder con otras instituciones para lograr los objetivos comunes de justicia, solidaridad y bienestar (Conill, 1998, pp. 89-90, 108-115).

Entre las instituciones sociales, la empresa es una organi-zación paradigmática: tiene recursos, sobre todo humanos, califi-cados, disciplinados, organizados, solidarios, con capacidad para actuar conjuntamente en función de objetivos institucionales, con imaginación y creatividad. Estas condiciones le dan un papel de liderazgo a la organización productiva y al personal de la empresa, que no pueden delegar ni pueden dejar de asumir sin ser irrespon-sables socialmente. Como institución paradigmática, ejemplar, se espera de la empresa que ejerza su liderazgo para integrar las or-ganizaciones sociales, gobierno incluido, hacia la búsqueda de los objetivos sociales (Conill, 1998, p. 80).

Con base en esos contextos, el concepto de responsabilidad social empresarial no puede reducirse a obligaciones morales in-dividuales de los miembros de la organización, ni a acciones de buena voluntad, actos caritativos hacia los sectores menos favore-cidos de la sociedad, ni a la búsqueda del bienestar y desarrollo humano de los trabajadores y colaboradores inmediatos. Menos aún, puede coexistir con un ejercicio del poder político de las cor-poraciones al margen o en contra de los intereses ciudadanos. Im-plica, en cambio, el cumplimiento de los objetivos de la empresa, el liderazgo de la integración institucional y el compromiso con los objetivos sociales comunes, la búsqueda de la justicia, la solida-ridad y el bienestar.

El nuevo concepto de responsabilidad social que se desprende de las consideraciones anteriores, presenta las siguientes caracte-rísticas:

• Es responsabilidad colectiva, institucional y corporativa. Se diferencia de la responsabilidad individual sin excluirla; por el contrario, la supone como su fundamento y complemento.

• Es común a todas las organizaciones sociales cualesquiera sean sus objetivos específicos.

• La responsabilidad social empresarial integra la empresa con

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la sociedad, en un sistema de relaciones recíprocas, de derechos y obligaciones recíprocos, determinados por los objetivos de la empresa y por las metas sociales. La responsabilidad social de las organizaciones productivas se ejerce teniendo en cuenta los obje-tivos de rentabilidad de la empresa y los objetivos políticos de la sociedad.

• Forma parte de la misión de la empresa y de las actividades propias de la gestión empresarial. Compromete la gestión de la junta directiva de la organización.

• Le es esencial el marco ético y el marco del desarrollo social.• El marco ético establece los valores mínimos de la orga-

nización social (libertad, autonomía, justicia, solidaridad y tole-rancia) como paradigmas de la actividad empresarial.

• El marco del desarrollo social determina las metas sociales, y los proyectos colectivos de desarrollo que concretan la dirección y las acciones sociales de la empresa.

• Se ejerce conjuntamente con el gobierno y las otras organi-zaciones sociales.

• Por sus condiciones específicas, a la empresa le compete li-derar la integración de las organizaciones sociales y la gestión de la acción social.

En suma

Este concepto de responsabilidad social no se ha asumido en la práctica como una estrategia central de una buena gestión empresarial, aunque ha sido sometido al debate en sus términos esenciales en el ámbito empresarial colombiano, porque existe una cultura que le es adversa.

El modelo de desarrollo económico que primó en el país desde fines del siglo XIX hasta comienzos de la década de los noventa del pasado siglo, aparece acompañado de una cultura que establece las formas y razones de la participación empresarial en el desarrollo social y en el bienestar de los participantes en los procesos indus-triales (Molina, 2000, pp. 13-44; Pinzón, 2000, pp. 126-128; Arias, 2000, pp. 129-143). Como parte de esa cultura se considera que la responsabilidad es un asunto de carácter privado exclusivamente,

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propio de una ética individual a la cual las organizaciones siempre han estado atentas, pero ajena a los objetivos y a las estrategias de gestión de la empresa23.

Como parte de esa cultura, se considera que el peso de dicha responsabilidad lo lleva el Estado; la empresa asume solamente las obligaciones legales y las tareas exigidas por el bienestar de sus miembros y de su entorno inmediato, en función de sus intereses y objetivos propios, o como expresión de la buena voluntad o de la caridad de los empresarios (Jaramillo & Ángel, 1996, pp. 60-89).

Al considerar el asunto de la responsabilidad social en tér-minos de cultura, se sitúa la pregunta por el cómo asumir la res-ponsabilidad empresarial en un nivel previo (en el orden lógico, no necesariamente en el tiempo) a cualquier tipo de acción práctica que se considere como respuesta; nivel ineludible y difícil de al-canzar por las razones que se exponen a continuación.

La cultura existe en sus configuraciones físicas: las construc-ciones (arquitectura), obras de arte, formas de vestir, alimentos, formas de culto, disposición de las iglesias, de la ciudad. Existe también en las formas de hablar, de relacionarse con los demás, en las formas habituales de actuar en sociedad, en las creencias, acti-tudes políticas, comportamientos religiosos y morales, formas de pensar, formas de producir, de comerciar. Son formas aprendidas del medio en el que nos movemos, introyectadas y asimiladas a la manera de ser de cada quien. Las formas de organización y las prác-ticas políticas, religiosas, morales y económicas son culturales.

Al estar incorporados a la manera de ser, a las formas habi-tuales de obrar, los aspectos culturales actúan casi inconsciente-mente: es un patrimonio que llevamos donde quiera que vayamos. Llegar a ser conscientes de él es toda una tarea educativa; ser crí-ticos, tomar distancia, transformar ese patrimonio cultural es una

23 Véase Mayor (1984, pp. 11-16, 56-61). La obra muestra el sentido y el empuje que dieron las fuerzas morales (trabajo y rectitud era el lema de la Escuela) a la conducta práctica de empresarios y obreros antioqueños. En dicha Escuela se formaron los pioneros de la empresa antioqueña de la primera mitad del siglo pasado. Véase también Edwards (1996, pp. 236-239).

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labor ardua que exige mucho tiempo –años quizás–, disciplina, y genera conflicto: cambiar aspectos culturales no depende de la vo-luntad individual; la cultura es social y cada sociedad se aferra a sus costumbres, a su cultura, como a la propia vida.

Existe una cultura empresarial en relación con la manera de entender y de asumir los compromisos sociales con la región y con el país, que tiene más de cien años. Se desarrolló paralelamente al modelo de manufactura industrial de sustitución de importaciones que entró en crisis en el país desde la década de los sesenta, y desde entonces se ha resistido a morir o a integrarse a la economía de ser-vicios, cuya dinámica y competitividad se funda en el desarrollo tecnológico y en la apropiación masiva del conocimiento, iniciada en los años noventa en el país. Empresarios, administradores, formas de organización de la producción y del comercio se resisten a cambiar sus viejos hábitos productivos y comerciales, a pesar de verse amenazados por la quiebra. La competitividad económica se ve obstaculizada por la cultura tradicional de los empresarios (Molina, 2000, pp. 37-44)24.

Con mayor razón, esa cultura se constituye en un obstáculo para la integración del concepto de responsabilidad empresarial al proceso productivo y comercial. Con mayor razón, porque la nece-sidad de ese cambio es menos evidente para los empresarios que la necesidad de la competitividad. Esta se constata en los hechos y en los resultados de la gestión administrativa: se puede contabilizar. En cambio, la responsabilidad social actúa sobre el proceso pro-ductivo de manera intangible, produce cambios cualitativos en el comportamiento de los miembros de la empresa hacia ella misma, en los colaboradores inmediatos y en los clientes y, finalmente, en la sociedad que no se pueden cuantificar, a no ser por los efectos como la caída o el aumento de la producción, de los accidentes la-borales, del volumen de ventas y del aumento o la disminución de

24 Francisco Piedrahíta Echeverri señala el carácter eminentemente regional de la competitividad y su aspecto cultural. Exige cambio de mentalidad, una nueva pedagogía, responsabilidad y compromiso. De lo contrario, «de nada valdrán las autopistas más modernas o las comunicaciones más avanzadas» (s.f., p. 4).

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los precios. La responsabilidad social empresarial produce impacto sobre el bienestar general de la población, motiva la confianza y legitima la acción productiva o comercial de la empresa.

Bienestar social, confianza y legitimidad, constituyen un ca-pital social para la empresa que actúa como factor de competiti-vidad a largo plazo, de supervivencia en periodos de larga duración. Es posible que una empresa irresponsable socialmente, ilegal tal vez en sus procedimientos o en su constitución, sea rentable en un periodo corto, pero no en uno de larga duración. El concepto de competitividad actual expresa esa integración de la economía y del desarrollo social integral que conlleva, como se expuso, el concepto de responsabilidad social (Cámara de Comercio, 2000, pp. 10-13; Echeverri & Pulgarín, s.f., pp. 12-18).

Los conceptos nuevos de responsabilidad y desarrollo social surgieron como consecuencia de circunstancias históricas que pro-vocaron cambios estructurales en la economía, en las formas de organización y de concepción de los procesos productivos y comer-ciales que son irreversibles. Forman parte de una nueva cultura empresarial en proceso de construcción a nivel mundial que es ne-cesario impulsar en nuestro medio.

Es necesario tomar conciencia de la cultura empresarial tradi-cional y someterla a la crítica, para darle paso a una nueva cultura empresarial que reúna las siguientes características:

• Que conciba la empresa como un elemento configurador de la sociedad civil. Ello supone distanciarse de la neutralidad que se le ha asignado a la gestión empresarial frente a la realidad social, y asumir su condición de «entidad pública» que, con otras orga-nizaciones sociales y el Estado, ejercen el poder y constituyen la sociedad real (Echeverri & Pulgarín, s.f., pp. 12-13; Querubín, 1996, pp. 106-112)25.

• Que conciba la responsabilidad social empresarial como parte de la misión de la empresa e integre, por tanto, el desarrollo

25 «No es el Estado el único actor al cual le compete el bienestar social y el desarrollo de una cultura ciudadana, estos deben ser intereses compartidos con la sociedad civil y dentro de ella muy especialmente con el sector privado» (Querubín, 1996, p. 107).

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social a la gestión empresarial. De ello depende la legitimidad de la empresa ante propios y extraños, y la confianza de los ciudadanos en la actividad industrial.

• Que asuma como parámetros de la responsabilidad social los siguientes criterios:

1. La competitividad a largo plazo. La empresa tiene que ser rentable y duradera. No se puede confundir con una institución sin ánimo de lucro.

2. El proyecto colectivo de desarrollo social regional, nacional y mundial. La empresa no es un fin en sí misma. Cumple sus fun-ciones dentro de un contexto social que tiene metas y fines de los cuales es solidariamente responsable. Si estos no existen hay que ayudar a construirlos.

3. La perspectiva ética de justicia, solidaridad y legalidad. Estas son condiciones básicas de todo accionar social que contribuya a la convivencia y a la calidad de vida. Bajo esta perspectiva, el accionar de la empresa trasciende sus objetivos económicos y los integra con los objetivos sociales26.

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26 «La actividad económica es indisociable de la moralidad, porque es una dimensión de una teoría de la sociedad» (Cortina, 1993, pp. 265-266; Martínez, 2000, pp. 67-68).

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En el primer coloquio sobre la filosofía y la crisis colombiana, realizado tres años atrás, me ocupé del tema de la justicia social to-mando como pretexto las conversaciones que en ese entonces ade-lantaba el gobierno colombiano con la guerrilla de las FARC (Botero, 2002). En este texto voy a seguir ocupándome de ese mismo tema, aunque el contexto haya cambiado, pues sigo pensando que al menos una parte importante de aquello que se expresa en el título de este Co-loquio como «la crisis colombiana» tiene una relación directa con el problema de cómo generar instituciones que hagan de la colombiana una sociedad más justa.

En aquella ocasión examiné la cuestión de si la idea misma de justicia social tenía algún sentido, y cuál podría. La conclusión a la que llegué es que el concepto de una sociedad justa tiene sentido en la medida en que se lo entienda como una especie de parámetro para el examen racional de propuestas de organización institu-cional y de política económica y social. No tiene sentido discutir sobre una sociedad justa si lo que se pretende es llegar a un acuerdo consensual acerca de un determinado «modelo de sociedad». Lo que sí parece tener sentido es discutir acerca de cuáles parámetros permitirían llegar a un acuerdo a la hora de juzgar, desde el punto

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de vista de la justicia, los arreglos institucionales y las políticas que se vayan a adoptar. Esto último equivale a coincidir en un principio de justicia que se constituya en el criterio decisivo para juzgar los diseños institucionales y las políticas públicas que van con ellos.

La adopción de un principio de justicia que cumpla semejante función, a su vez, está sujeta a fuertes restricciones, aunque estas se puedan expresar de manera simple. La condición básica, esencial, es que dicho principio sea reconocido colectivamente, o, para de-cirlo con mayor precisión, que su formulación pueda suscitar el acuerdo colectivo. Esta condición equivale a aquella a la que, en otros enfoques, se hace referencia con la noción de «interés ge-neral», o «voluntad general». Me parece mejor acudir al concepto de «reconocimiento colectivo» porque este es una condición nece-saria de la existencia de los hechos institucionales, y de este modo queda establecido que hay una relación lógica y conceptual entre el principio de justicia adoptado y su realidad institucional1. En la primera parte de mi exposición voy a explicar esto con cierto detalle.

En el artículo mencionado me atreví a sugerir que si las partes que entonces se encontraban discutiendo el tema de la justicia social2 formulaban de manera explícita y clara sus respectivos principios de justicia, existía la posibilidad de que una discusión racional los llevara a ponerse de acuerdo sobre un principio que no estaría muy lejos del principio de “libertad real para todos”, propuesto por Phi-lippe van Parijs como una forma radical de concebir los principios de justicia de John Rawls (Van Parijs, 1995; Rawls, 1999). Mi su-gerencia estaba basada en la convicción de que ese principio de justicia se desprende fácilmente del condicionamiento que acabo

1 En este sentido, el «principio de justicia» cumpliría en el ámbito de la vida política un papel semejante al que cumple el test del imperativo categórico de Kant en el campo de las actuaciones de los individuos: así como el imperativo categórico exige que la máxima que guía la acción se pueda generalizar sin contradicción, en este caso se exige que el principio de justicia pueda ser reconocido colectivamente como tal.

2 Supuestamente. Hoy sabemos que no era así.

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de mencionar, y de que, en todo caso, constituye un mejor criterio para tomar decisiones sobre políticas públicas que sean justas, que los criterios con los que de hecho se toman actualmente esas deci-siones en nuestro medio.

Aquí quiero desarrollar brevemente una argumentación que sustente estas dos convicciones. Para ello procederé del siguiente modo: primero voy a aclarar cuál es el papel que, en mi opinión, cumple un principio de justicia en estas discusiones; acto seguido expondré la manera como entiendo la propuesta de Van Parijs, con lo cual espero que aparezcan los argumentos más importantes que justifiquen teóricamente el principio; después intentaré una argumentación, en términos más pragmáticos, a favor de la renta ciudadana, o ingreso básico universal –que es la propuesta que concreta institucionalmente la aplicación del principio– de modo que se vea su superioridad frente al enfoque con el que se diseñan y ejecutan actualmente la mayoría de los programas de justicia social en nuestro medio.

Sobre el papel de un principio de justicia

Un principio de justicia, tal como yo lo entiendo, no es propia-mente un principio de organización institucional de la sociedad, sino un criterio para juzgar y decidir sobre formas y arreglos insti-tucionales determinados que se propongan en una sociedad. Esto quiere decir que no se puede esperar que de un principio de jus-ticia social se deriven (se sigan lógicamente) tales formas y arreglos institucionales, sino que estos tendrán que ser sometidos inva-riablemente a la prueba del criterio, y que solo serán adoptados colectivamente si se conforman a él. En esta medida, el principio funciona como un test universal para juzgar toda propuesta que toque a la organización básica de la sociedad, y no constituye, por consiguiente, un modelo de sociedad determinado.

Este enfoque se inscribe en la tradición de la filosofía política que va de Kant a Rawls, aunque por otra parte diverge de los en-foques de estos autores en algunos puntos que pueden llegar a ser importantes. Un aspecto clave con el cual se identifica es el que se refiere al estatuto del principio de justicia. No obstante, se aparta

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de esa tradición al derivar sus conclusiones, no de una teoría ética3 o política determinada, sino de la ontología y la estructura lógica de la realidad institucional. Trataré de explicar esto brevemente.

La realidad institucional en una sociedad, en cuanto es-tructura de reglas y prácticas, es una creación humana que existe en virtud del reconocimiento y la aceptación colectivos de que ella es tal realidad4. Algo existe como institución en la medida en que se le reconoce (y acepta) colectivamente como poseedor (portador) de un estatus, el cual comporta determinadas funciones, por lo general en forma de capacitaciones y requerimientos (derechos, deberes, etc.). Con otras palabras: la generación de instituciones a partir de hechos sociales se realiza mediante la aceptación, el reconocimiento, etc., de un fenómeno determinado como de tipo superior, imponiéndole un estatus colectivo y una función (o fun-ciones) correspondiente. Tanto el fenómeno de base como el hecho institucional así generado son partes de un sistema, el cual solo funciona en virtud de la aceptación y el reconocimiento colectivos. Lo que llamo aquí «fenómeno de base» puede ser (de hecho, ge-neralmente lo es) a su vez un hecho institucional, de modo que la realidad institucional se constituye mediante iteraciones de asig-naciones colectivas de funciones. La compleja estructura institu-cional de la sociedad, el «sistema social», tiene precisamente esta forma lógica5.

3 Si, como lo expuse en mi anterior artículo, se considera que con el término «ética» se hace referencia a una determinada dimensión de evaluación de acciones y posibilidades de acción, entonces todo este enfoque es, naturalmente, ético. Pero no es ni responde a una «teoría ética» tal como se las conoce habitualmente.

4 Los elementos básicos de esta concepción de la realidad institucional los he adoptado de la «teoría general de los hechos institucionales» de John R. Searle (1995).

5 Si bien es cierto que para muchos hechos institucionales –como el dinero, el matrimonio, los sistemas políticos, las fiestas de año nuevo, etc.– es posible rastrear su origen y transformación históricos, no sobra subrayar que el tipo de análisis que se desarrolla aquí no busca hacer descubrimientos empíricos de esta índole, sino desentrañar la estructura lógica de la realidad institucional. Es, en este sentido, ahistórico.

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Este sistema, a su vez, se define en parte por propósitos, obje-tivos y valores. Es esto, además de su naturaleza funcional, lo que le confiere un carácter intrínsecamente normativo a la realidad ins-titucional. Por un lado, la asignación colectiva de función a un fe-nómeno significa que este puede comportarse bien o mal, cumplir o no su función, o hacerlo de manera correcta o deficiente, y ello únicamente en virtud del hecho de que se le ha asignado dicha función –el fenómeno no podría ser evaluado de ese modo sino tu-viera esa función asignada–. Por otro lado, la asignación colectiva de la función responde a objetivos, valoraciones y propósitos que definen el sistema del cual hacen parte el fenómeno de base y el hecho institucional creado a partir de él, configurando así una di-mensión de evaluación para esa realidad institucional.

Los arreglos institucionales concretos, que caracterizan a una sociedad en un momento dado, responden ante todo al resultado del juego de las fuerzas políticas y, en tales condiciones, su exis-tencia se debe a acuerdos colectivos que son solo parciales. Tales arreglos, sin embargo, serán suficientes para garantizar el funcio-namiento institucional en la medida en que se apoyen en formas institucionales más básicas, ellas sí constituidas por acuerdos co-lectivos generales, cuyos contenidos establezcan las condiciones en que tales situaciones constituyen circunstancias apropiadas para el funcionamiento institucional. Dicho de otro modo, las institu-ciones de una sociedad pueden funcionar bien a pesar de que ellas y los arreglos concretos que las hacen funcionar (su organización) estén fuertemente marcadas por su origen partidista, bajo una con-dición: que sean consistentes con una institucionalidad más básica, cuyos contenidos definen las condiciones en que tales arreglos ins-titucionales son colectivamente aceptables. Mi opinión es que tales contenidos incluyen por lo menos un criterio para juzgar la acep-tabilidad colectiva de dichas instituciones, y que este criterio es un principio de justicia.

Esto se puede entender del siguiente modo. Dadas la ontología y la estructura lógica de la realidad institucional, es razonable su-poner que al menos ciertas fallas importantes en el funcionamiento de las instituciones de una sociedad se deben en primer lugar a

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déficits severos de aquello mismo que las hace existir y funcionar, a saber: el reconocimiento colectivo. En cuanto rasgo ontológico, este reconocimiento (acuerdo) colectivo no es un asunto de con-vención, sino precisamente eso: un rasgo de la naturaleza misma del hecho institucional. Lo que sostengo aquí es que un principio de justicia es un principio inherente a la constitución de institu-ciones en una sociedad democrática en la medida en que ningún arreglo institucional que no sea justo (que no concuerde con un criterio de justicia) es susceptible de ser reconocido y acordado colectivamente y, por consiguiente, no puede ni siquiera llegar a existir como hecho institucional funcionante. Así, pues, una so-ciedad injusta es intrínsecamente una sociedad con fallas severas en su estructura institucional6.

En mi opinión, el papel que tiene un principio de justicia en la estructuración institucional de una sociedad radica precisamente en que él constituye una condición de posibilidad de la existencia misma de una estructura institucional funcionante. Existen, desde luego, países que, como Colombia (pero se podría hablar también de muchos otros, por ejemplo, México, Perú, etc.), cuentan con una institucionalidad formal perfectamente codificada, y unas prácticas recurrentes que dan la impresión de que a ciertas escalas sus instituciones realmente funcionan. Sin embargo, son caracte-rísticas de este tipo de sociedades la extensión de fenómenos como la corrupción política y administrativa, la tendencia a ignorar las instituciones judiciales para dirimir los conflictos y, como con-secuencia, los elevados índices de todos los tipos de violencia, la precariedad de los derechos de propiedad, la consagración social de prácticas como la evasión fiscal, la generalización de la infor-malidad en las actividades económicas, la extensión de la pobreza y la miseria, y fenómenos similares. Lo que esto nos indica es que, a pesar de que en los grandes ritos institucionales como la cele-bración periódica de elecciones y las sesiones parlamentarias hay

6 Lo contrario no es necesariamente cierto, pues una sociedad puede tener fallas severas en su estructura institucional debidas a factores distintos a su naturaleza justa o injusta.

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aparentemente una realidad institucional operante, en las actua-ciones prácticas cotidianas de los ciudadanos –que es en donde se lleva a cabo el continuado reconocimiento y aceptación colec-tivos indispensables para la existencia de las instituciones– estos parecen operar según reglas diferentes de aquellas que supuesta-mente constituyen las instituciones formales. Este déficit severo de reconocimiento y aceptación colectivos se debe a la percepción de que tales instituciones no pasan con éxito el test de un principio de justicia7.

Si este es el papel del principio de justicia en la estructu-ración institucional de una sociedad, entonces no es realmente muy importante entrar a determinar a priori cuál debería ser el contenido de ese principio. Las restricciones a que está sometido son tan fuertes –la aceptación y continuado reconocimiento co-lectivos– que no parece que pueda haber muchas argumentaciones racionales en conflicto. En efecto, las argumentaciones que son pertinentes para estos fines en las sociedades pluralistas y mul-ticulturales contemporáneas no son aquellas que se refieren a un «modelo de sociedad», o a un ideal de vida buena, sino aquellas que buscan determinar las condiciones institucionales para que cada cual pueda desarrollar libremente su propio ideal de vida. Son estas condiciones las que deben suscitar el reconocimiento colectivo. Y este reconocimiento solo se puede suscitar si tales condiciones son justas. Así, los argumentos a favor de un principio de justicia se restringen a determinar si este puede ser un criterio universal para juzgar racionalmente las condiciones institucionales que garan-ticen a todos que pueden perseguir su propio ideal de vida buena.

7 No sobra subrayar que hago estas afirmaciones desde un punto de vista filosófico. Existen, desde luego, estudios sociológicos, políticos, económicos, legales, y hasta psicológicos, «con perspectiva de género», etc., de todos estos fenómenos, y en todos ellos se encuentran diagnósticos, teorías y propuestas, cada uno con sus categorías propias. El enfoque filosófico, en cambio, aún no ha desarrollado para esta clase de realidades una batería de conceptos a un nivel aceptable que no sea ni el pedestre de la descripción periodística ni el demasiado abstracto de la filosofía política. Lo que hago aquí es apenas un intento de aproximación a esa tarea que, en gran medida, aún se encuentra pendiente.

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Mi opinión es que el principio de «libertad real» de Van Parijs cumple con esta condición y que, en consecuencia, una discusión racional acerca del principio de justicia orientada a la reconstitución institucional de la sociedad colombiana podría llegar a adoptar alguna variante de él. Esto, por supuesto, no es más que una hipó-tesis. Como tal, no la puedo probar aquí, pero lo que sí puedo hacer es presentarla y aducir algunos argumentos a su favor.

El principio de justicia

En esta parte mi exposición se limita a presentar la concepción de la justicia social como libertad real y su concreción en la pro-puesta de una renta ciudadana, tal como la ha expuesto Van Parijs.

Una forma de sustentar la idea de la renta ciudadana consiste en apoyarse en una concepción explícitamente normativa. La jus-ticia social, según Van Parijs, requiere que nuestras instituciones se diseñen de tal modo que garanticen la mayor libertad real para todos. En esta concepción de la justicia encontramos dos ideas combinadas: la primera es que los miembros de la sociedad deben ser formalmente libres, lo cual implica disponer de una fuerte es-tructura de derechos de propiedad, entre ellos y ante todo, el de-recho a la propiedad de sí mismo (self-ownership), es decir, que incluya la protección firme de la integridad física a la cual natu-ralmente cada ciudadano tiene derecho. Pero lo que es importante en esta concepción no es solamente la protección de los derechos individuales, sino lo que Rawls ha llamado, y Van Parijs después de él, la garantía del valor real de esos derechos. Lo que se requiere, por consiguiente, es, en segundo lugar, que la distribución de las oportunidades se haga según un diseño que ofrezca la mayor opor-tunidad real posible a quienes menos oportunidades tienen, bajo la condición de que la libertad formal de todos sea respetada. Por oportunidad hay que entender aquí la posibilidad, el acceso a los medios para hacer lo que uno pueda querer hacer, es decir, la li-bertad efectiva de hacer lo que uno pueda querer hacer, y no el mero derecho. El principio de justicia propone, por consiguiente, construir instituciones capaces de garantizar la mayor libertad real, efectiva, para todos.

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Podemos decir que lo que el principio de libertad real propone es la igualdad de libertad real para todos. Sin embargo, se considera indispensable incorporar consideraciones de eficiencia al principio de justicia. Como consecuencia de este paso, lo que se propone no es una igualdad estricta, sino lo que se llama un «maximin», es decir, una maximización del mínimo. Esto significa igualar la libertad real en la mayor medida posible siempre y cuando un incremento en la igualación no implique un efecto negativo en la libertad real de quienes tienen menos libertad real. Así, por ejemplo, si una mayor igualdad afecta de manera adversa los incentivos para trabajar, o para el ahorro, la inversión, el asumir riesgos, la capacitación, etc., es decir, si tiene un impacto negativo sobre los incentivos, entonces lo justo sería no continuar con esta igualación, sino distribuir la libertad real basándose en el siguiente principio: que la libertad real de quienes tienen menos libertad real sea tan alta como sea posible de manera sostenible. El criterio, entonces, para construir instituciones y diseñar políticas que sean justas, es que con ellas se busque, no una igualdad estricta, sino un «maximin» sostenible de libertad real. Con otras palabras, una sociedad es justa si y solo si sus instituciones procuran mayor libertad real a quienes tienen menos libertad real de lo que podría hacerlo con cualesquiera otras instituciones factibles.

Creo que esta noción de distribución de libertad real, efectiva, para todos, con criterios de «maximin» constituye un sustento normativo sólido para la idea concreta de justicia social que se propone.

Esta idea se concreta, en efecto, en el diseño de una estructura institucional que contenga al menos los siguientes componentes principales8:

1. Protección adecuada de la propiedad de sí mismo. Esto es, un conjunto de instituciones que protejan adecuadamente la pro-piedad que tienen las personas de sí mismas, de sus cuerpos, o

8 La siguiente exposición de los componentes fue expuesta por Van Parijs durante su visita a Bogotá en 2000, y resume apartes de su libro Real Freedom For All (1995).

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sus almas, si las tienen, etc. Esto significa que toda persona tiene que estar protegida contra la fuerza arbitraria del Estado, natu-ralmente, pero también frente a toda otra agresión privada contra su integridad personal, venga de donde viniere: de los vecinos, o los compañeros o compañeras, o los atracadores callejeros, o de organizaciones armadas irregulares, etc. La conexión entre este componente y el concepto de justicia como libertad real queda establecida, entonces, en términos de garantía y protección de la libertad formal.

2. El segundo componente consiste en maximizar un ingreso básico universal e incondicional, o renta ciudadana de base, o di-videndo social, o como se lo quiera llamar. Se trata de un ingreso que se distribuye a todos los ciudadanos, independientemente de los ingresos provenientes de otras fuentes, de su disponibilidad para trabajar o aceptar un empleo, así como de su situación do-méstica particular. El argumento completo que muestra el paso del «maximin» de libertad real al ingreso básico, que es una de las partes más controvertidas del libro de Van Parijs, se puede resumir del siguiente modo: la libertad real, obviamente, depende en parte de los recursos externos que recibimos. Por recursos externos se en-tiende aquí cualquier cosa que pueda afectar nuestras posibilidades de hacer cosas, es decir, nuestra libertad real, efectiva, además de nuestros recursos internos, constituidos por nuestras capacidades y talentos, o nuestras incapacidades y ausencia de talentos, rasgos o características típicamente personales. Ahora bien, el componente más significativo de los dones que recibimos consiste en el trabajo, o el empleo de que disponemos. Los recursos externos en general están distribuidos de manera muy desigual, y en particular el acceso al empleo: hay quienes no tienen empleo, y hay quienes sí lo tienen, y entre estos, hay quienes disfrutan de un empleo valioso o atractivo y quienes soportan empleos desagradables. Una forma de igualar estos recursos externos podría ser evaluarlos a sus precios de equilibrio, fijar sobre ese valor un impuesto, y distribuir sus ren-dimientos igualitariamente entre todos. Para el caso del empleo, se considera lo que se pueden llamar «rentas de empleo» incorpo-radas a nuestros respectivos trabajos, entendidas como la parte del

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pago por el trabajo que sobrepasa el salario por el cual uno hubiera estado dispuesto a realizar ese trabajo, y se sigue un procedimiento similar: los rendimientos de un impuesto sobre estas rentas de trabajo se distribuyen por igual entre todos los ciudadanos.

3. El tercer elemento se deriva de lo que Van Parijs llama la diversidad no dominada de recursos internos. Ya se ha dicho que la libertad real es afectada por los recursos externos, y se vio cómo se maneja esa diversidad. Pero la libertad real también se ve afectada por nuestra dotación de recursos internos, nuestras capacidades o talentos. En general, en lo que respecta a esta dotación, la gente es muy desigual; por consiguiente, la maximización del ingreso básico no constituye una realización del «maximin» de la libertad real si la gente aún sigue en condiciones de desigualdad en cuanto a los recursos internos. Para poder comparar e igualar todas estas cosas tan disímiles (la habilidad para bailar salsa, la capacidad para ma-nejar la informática, o el hablar 17 idiomas, poseer una bella figura, o tener gracia para contar chistes, etc.), Van Parijs propone un cri-terio llamado «de la diversidad no dominada», que es un concepto mínimo de igualdad aplicable a los recursos internos: digamos que la dotación total de una persona es superior a la de todos los demás en una sociedad si y solo si hay unanimidad en esta sociedad con respecto a la preferencia para poseer esas dotes por encima de las de cualquier otra persona miembro de ella9. En caso de que se dé tal unanimidad, diremos que hay una «diversidad dominada», esto es, hay un don que domina, que es superior a los demás. La idea es que no es posible realizar el «maximin» de libertad real en circuns-tancias de diversidad dominada, y, por consiguiente, la ausencia de tal dominación, es decir, la diversidad no dominada, se aplica como condicionamiento a la maximización del ingreso básico.

Tenemos, entonces, una estructura de tres elementos que funcionaría del siguiente modo: para que haya justicia, hay que otorgar a todos el máximo ingreso básico incondicional que sea sostenible, pero sujeto a dos restricciones: a) para poder aumentar

9 Este elemento del criterio de justicia constituye una generalización de una idea que había sido expuesta por Bruce Ackerman (1980).

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el nivel del ingreso básico no se puede afectar la propiedad de las personas de sí mismas, es decir, hay que garantizar ante todo la li-bertad personal; b) para poder satisfacer el concepto de diversidad no dominada habría que apartar algunos recursos para dirigirlos específicamente hacia quienes padecen de alguna discapacidad, con el fin de compensar la desigualdad de recursos internos me-diante recursos externos.

De este modo tenemos un cuadro bastante simple de lo que esencialmente constituye a una sociedad justa, basada en el prin-cipio de libertad real para todos:

a) Protección fuerte y decidida de los derechos fundamentales del individuo.

b) Una renta ciudadana, o dividendo social, o ingreso básico, otorgado a todos los ciudadanos al más alto nivel posible. Este ingreso básico, o renta ciudadana, puede ser pagado en parte en efectivo (lo cual otorga mayor libertad a los individuos para tomar sus propias decisiones), y complementado con servicios como, por ejemplo, salud y educación gratuitas, bienes públicos que mejoren la calidad de vida y del ambiente, etc.

c) Una asignación de recursos focalizada hacia categorías es-pecíficas con el fin de asegurar condiciones de diversidad no do-minada de recursos internos.

Si se admite que el punto a) responde al ideal social de paz, y los puntos b) y c) responden al ideal de justicia social.

La renta ciudadana y la pobreza

Otra manera, menos teórica y más inclinada hacia la práctica, de argumentar a favor de la renta ciudadana, consiste en presentar esta iniciativa como una forma de enfrentar el problema de la po-breza, particularmente en el contexto de los países de América Latina10.

10 Si se llega a considerar que en estos países las políticas sociales deberían orientarse tarde o temprano hacia el establecimiento de esquemas de protección social socialdemócratas, o del mismo tipo de los que existen en los países europeos, por ejemplo, o hacia esquemas como el que impera en Estados Unidos, entonces el argumento podría tener otra forma: se

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La forma como un Estado enfrente el problema de la pobreza depende crucialmente de cuál sea la configuración que le haya dado al fenómeno que ha tomado como punto de partida. Lautier (1998, citado por Lo Vuolo, 2002) identifica tres representaciones prototí-picas de la pobreza en América Latina, de las cuales solamente voy a considerar las dos más pertinentes:

a) Una visión modernista tecnocrática, según la cual la po-breza es una especie de anomalía debida, o bien a fallas de inte-gración de una parte de la población a la normalidad laboral, es decir, debida al desempleo como defecto de integración, o bien, en un enfoque más tecnocrático, a problemas de crecimiento eco-nómico originados en políticas macroeconómicas erradas. En este segundo caso, la anomalía se solucionaría en la medida en que la aplicación de medidas macroeconómicas sanas permitiera un cre-cimiento sostenido que, a largo plazo, derramara sus beneficios sobre los pobres, valorizando sus activos y permitiéndoles, o bien hacerse productivos como microempresarios, o bien hacerse más vendibles como fuerza de trabajo calificada.

b) Una visión caritativa según la cual el fenómeno de la po-breza es inaceptable en sí mismo, por razones éticas, y que en consecuencia reclama acabar con la indiferencia y promover la soli-daridad hacia los pobres. Esta visión privilegia un enfoque desde la ética individual y, de este modo, desnaturaliza la idea de derechos sociales y ciudadanos. La caridad es ejercida por intermedio de or-ganizaciones que se especializan y justifican su existencia con esta actividad. Una tendencia importante promueve esquemas de auto-organización de los pobres como estrategia de solidaridad, de tal manera que la caridad no conduzca a acciones de distribución sino a la búsqueda de soluciones por parte de los mismos pobres11.

debería mostrar que un sistema basado en la renta ciudadana –o ingreso básico universal– permite resolver el aparente dilema que se presenta entre una combinación, al estilo europeo, de pobreza limitada y desempleo extendido, de un lado, y una combinación, al estilo norteamericano, de bajo desempleo y pobreza extendida, del otro lado (Van Parijs, 2001).

11 Véase Lo Vuolo (2002, p. 88). El diagnóstico que sigue está tomado de este trabajo.

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Entre estas formas de configurar el fenómeno como un pro-blema se dan diversas combinaciones, pero cualquiera de estas se sustenta en una lógica básica: los pobres deben ser regulados de un modo diferente a como se hace con quienes forman parte de un contexto económico y social normal, y mediante arreglos opera-tivos específicamente diseñados para ellos. Con esta lógica no se pretende, entonces, erradicar la pobreza, sino diseñar dispositivos institucionales de gestión del problema.

Una consecuencia de estas visiones es la focalización cada vez más discriminatoria de los programas públicos de lucha contra la pobreza. Con el pretexto de la escasez de recursos públicos, o con pretextos de eficiencia en el gasto público, se clasifican y jerar-quizan los pobres en diversas categorías de tal modo que se puedan hacer selecciones entre ellos y así focalizar las transferencias hacia blancos bien definidos. Un resultado visible es la imposibilidad de contar con una política homogénea y, en cambio, multiplicar los programas focalizados sobre categorías establecidas con base en criterios y fundamentos que pueden variar enormemente: hay programas de niños de la calle, de niños que estudian, de madres solteras, de mujeres jefes de hogar, de ancianos indigentes, de jefes de hogar con baja instrucción, de jóvenes sin empleo, de jóvenes que se inician en el empleo, de campesinos sin tierra, de mujeres campesinas, de niños campesinos, de desplazados por la violencia, de desplazados por razones económicas, de reinsertados, etc, etc. Al ser unidades no homogéneas, anota Lo Vuolo (2002, p. 89), tales programas no se pueden agregar, y así cada uno se analiza como sistema cerrado en relación con su propia «población objetivo». Si se revisan los múltiples documentos en donde se evalúan estos programas, nunca se encuentran referencias al impacto sobre los indicadores globales de la pobreza, sino a la cantidad de beneficios otorgados en relación con los objetivos.

El énfasis que se pone en las diferencias para poder cons-tituir categorías de pobres, obviamente, hace perder de vista lo que constituye la característica crucial que hace que una persona sea pobre: el hecho elemental de no disponer de un ingreso seguro y suficiente. Si este dato se considerara verdaderamente pertinente,

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una conclusión que se impondría sería que una vía segura, rápida y eficiente para tratar el problema de la pobreza es el diseño de insti-tuciones que garanticen un ingreso seguro y suficiente.

Una razón para que no se haya considerado seriamente este dato elemental podría ser que los diseños tradicionales de pro-tección social daban por sentado que la garantía del ingreso no hacía parte propiamente de sus programas, pues este estaba ase-gurado ya por el empleo. La seguridad en el ingreso era el resultado de la seguridad en el trabajo. En este sentido debe entenderse que la seguridad social se orientara a suplir el ingreso en condiciones muy específicas, la edad avanzada y los periodos transitorios en que se estuviera desempleado. Además, todos los beneficios que brindaba la protección social estaban vinculados de manera directa con la situación de trabajo. El cuidado de la salud y los subsidios familiares, además de la jubilación y las diversas modalidades de protección contra la carencia de ingresos por causa de desempleo hacían parte de las condiciones de enganche y de los contratos de trabajo formal. Pero esas condiciones, como se sabe, ya no existen. El consenso social que las hacía existir ha desaparecido, y la ten-dencia desde hace más de dos décadas consiste precisamente en desvincular todos los beneficios de las condiciones de empleo, y en dejar que cada quien asuma, mediante cotizaciones indivi-duales a entidades privatizadas, los costos que ellos demandan. Una de las razones más importantes para el rompimiento de este consenso social tradicional es que este reposaba sobre la idea del pleno empleo, de tal modo que las situaciones de paro forzoso se consideraban como episodios transitorios para los cuales se debían y podían encontrar soluciones en plazos relativamente cortos. De este modo, la situación de pobreza, la cual resultaba de la pérdida del ingreso ligado al trabajo, además de transitoria se consideraba como paliable mediante alguna forma de socorro social. Pero múl-tiples factores han conducido a una situación en la cual el desempleo estructural ha tomado preeminencia sobre el desempleo circuns-tancial, de tal manera que hoy en día enormes masas de personas se encuentran sin fuente alguna de ingresos y sin esperanzas de conseguirla. A pesar de ello, el sistema institucional sigue teniendo

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al trabajo –entendido como empleo, o trabajo asalariado– como la fuente casi exclusiva de ingresos. Es este desajuste institucional el principal obstáculo que impide considerar al fenómeno de la pobreza como un fenómeno que consiste esencialmente en la ca-rencia de un ingreso seguro y suficiente12. El enfoque de la renta ciudadana, por el contrario, aborda de manera directa este tema.

La idea de otorgar de manera incondicional a cada ciudadano una renta en forma de un ingreso en efectivo, pagado a intervalos regulares, que pueden ser, por ejemplo, mensualidades, se puede considerar como un punto de referencia –una perspectiva– para el diseño de una verdadera política social cuyo objetivo final sea la erradicación de la pobreza. Esto implicaría reformular todo el sistema de políticas públicas dándole prioridad a la distribución de esta renta como objetivo de largo plazo, y procediendo a los arreglos institucionales a que tal perspectiva diera lugar.

Las ventajas sobre las políticas actuales –si es que tiene algún sentido llamar así a la multiplicidad de programas heterogéneos– saltan a la vista13. Para tener derecho a esta renta no se requiere estar empleado, ni desocupado, ni ser declarado incapaz (soterra-damente, como en la jubilación forzosa, o abiertamente, como en la pensión por invalidez), ni haber contribuido mediante primas específicas, ni siquiera se requiere ser pobre. Mucho menos se exige cumplir con características aún más discriminatorias, como ser madre soltera, o mujer cabeza de familia, o entrar en cualquiera de las categorías que definen al sinnúmero de programas de foca-lización de subsidios.

Esta incondicionalidad es una de las fortalezas de la pro-puesta, pues cumple dos propósitos: por un lado, no implica es-tigmatizaciones sociales, y por otro, evita la conocida trampa en

12 Nótese que la multiplicación de categorías de pobres conduce a la multiplicación de estatus y, con estos, de asignación de derechos, obligaciones, etc., la cual a su vez requiere de codificaciones cada vez más casuísticas e intricadas cuya interpretación y aplicación, a su vez, exigen la creación de aparatos institucionales con sus respectivos funcionarios, funciones y deberes, entre otros.

13 Para lo que sigue, véase Lo Vuolo (2002).

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la que muchas veces se ven atrapados los beneficiarios de subsidios focalizados, consistente en que la única manera de conservar el be-neficio es mantenerse en la condición de necesitarlo. Otra ventaja de la incondicionalidad es la siguiente: como el beneficio se entrega ex ante, es decir, no requiere verificación previa de la condición del beneficiario, es preventivo, en el sentido de que no busca subsanar una situación específica en la que se ha caído, sino, precisamente, evitar la aparición de carencias irreparables. En efecto, entregar periódicamente a todos un ingreso previene que los que están en riesgo de pobreza caigan en ella.

La superioridad de la renta ciudadana como estrategia para tratar el problema de la pobreza sobre las estrategias actuales, u otras similares, finalmente, se puede verificar mediante la aplicación de lo que podríamos denominar el «test de la justicia social»: ¿cuál estrategia se acomodaría mejor a un principio de justicia social que fuera capaz de suscitar el reconocimiento colectivo?

¿Quién paga la renta?

Me referiré brevemente a la manera como Van Parijs y otros abordan algunas objeciones que se presentan regularmente contra esta propuesta.

Una de las observaciones más comunes parece ser que una renta básica, o un ingreso básico universal, costaría demasiado. Sin embargo, como lo ha señalado repetidas veces Van Parijs, esta es una objeción que no tiene sentido mientras no se especifiquen el monto, la escala, y, añado yo, la fuente de financiamiento. A un monto de 150 dólares mensuales, en una población relativa-mente pequeña, y teniendo como fuente las regalías generadas por la explotación de riquezas naturales, por ejemplo, es claro que es perfectamente pagable, pues esto equivale precisamente a lo que cada habitante de Alaska recibió mensualmente, en el año 1999, en forma de dividendo anual por la explotación de los yacimientos de petróleo. Ese mismo monto, pensado a la escala de una nación como Colombia, y financiado por el presupuesto nacional estruc-turado de la manera actual, simplemente sobrepasaría casi en un 50% a la totalidad de los gastos del Estado.

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Estos cálculos, sin embargo, pueden ser engañosos. Hay que tener en cuenta, por ejemplo, que la implantación de la renta ciu-dadana vendría a sustituir, o a reducir sustancialmente, una amplia gama de beneficios actualmente existentes y que, aunque insufi-cientes, tienen un costo muy elevado y un peso importante en las finanzas públicas, agravado por el costo administrativo enorme que implica su implementación. Por otra parte, es posible pensar en un esquema de financiación con un importante componente de impuestos cuyo resultado neto global sea que la renta ciudadana y los impuestos para pagarla se anulen, o se compensen en gran medida. Por último, quizás lo recomendable de manera inmediata sea pensar en escalas limitadas, tanto de beneficiarios como de be-neficios, es decir, en una implantación gradual de la estrategia, etc.

La pregunta por si la renta ciudadana es pagable, entonces, solamente se puede comenzar a responder si se especifican cosas como el nivel al que se va a establecer14, cuáles beneficios existentes vendría a reemplazar, y cuál esquema de financiamiento se va a implantar. Si se establece, por ejemplo, la abolición de todos los beneficios actualmente existentes, y que los recursos invertidos en ellos se distribuyan por partes iguales a todos los ciudadanos, la respuesta a la pregunta es trivialmente positiva: sí se puede pagar. Si, en cambio, se establece que se mantengan todos los beneficios actuales, y que se los complemente con un beneficio que dé a cada ciudadano por igual un ingreso que le permita vivir confortable-mente, la respuesta obvia es que no es pagable. Pero nadie ha pro-puesto nunca, que se sepa, ninguna de estas dos cosas absurdas. El que sea pagable o no deberá establecerse, por consiguiente, caso por caso, según las características de cada propuesta.

Otra objeción, bastante común, se refiere a los efectos per-versos que tendría la implantación de la renta ciudadana sobre la oferta de fuerza de trabajo. La respuesta que da Van Parijs aquí es

14 Cuando se habla de ingreso básico, la palabra «básico» no se refiere a ningún concepto de necesidades básicas, sino al hecho de funcionar como “base” de ingresos. En consecuencia, de la definición del ingreso básico no forma parte la idea de que tendría que ser suficiente para satisfacer tales necesidades básicas. Puede ser inferior, o superior.

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más sencilla. Consiste en preguntarse: ¿y qué tiene de malo? Fo-mentar la oferta de mano de obra no parece que tenga que ser un fin en sí mismo. Si lo fuera, estaríamos abogando por una forma de sociedad que debería proponerse promover la oferta laboral hasta un límite que fuera compatible con la abolición de la esclavitud. Y este no parece ser el caso. El impacto positivo, en cambio, parece mucho más aceptable. Al tener un ingreso garantizado de manera incondicional por fuera de la relación de empleo, parte del bien-estar de los trabajadores no dependería de su oscilante situación laboral y así estarían en mejores condiciones de negociar su re-lación de empleo. Los jóvenes podrían retenerse más en el sistema educativo y los ancianos retirarse del mercado de empleo, libe-rando puestos para los activos. También se alentaría el abandono de algunos dobles empleos, y se reducirían horas extras. Al mismo tiempo, todos estarían estimulados a buscar nuevos ingresos y empleos porque la renta ciudadana no se pierde si aumentan los ingresos, tal y como sucedería con programas asistenciales diri-gidos solo a desempleados. Como la renta es básica, tampoco se perderían estímulos para buscar nuevos ingresos que mejoren el bienestar económico de cada uno.

Una política que contemple la implantación de una renta ciu-dadana también propiciaría que las personas se dediquen a aquellas actividades para las que se sienten más inclinadas y capacitadas, con consecuencias positivas previsibles en cuanto a eficiencia y productividad. La autonomía relativa que propicia el tener la se-guridad de un ingreso garantizado e incondicional tendría con-secuencias también sobre la flexibilización de los salarios y los movimientos de la mano de obra, pero en un contexto en el cual los trabajadores dispondrían de mayor poder para discutir las con-diciones de su empleo.

La objeción más común que surge por fuera del ámbito eco-nómico, o dentro de este una vez que se dejan en suspenso los de-talles técnicos, es una de tinte moral: ¿por qué habría que darle una renta a quien no la merece? Una versión hace énfasis en que, al ser incondicional, la renta ciudadana asigna beneficios incluso a quienes no hacen ninguna contribución a la sociedad, por ejemplo

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a los holgazanes que se la pasan todo el día en una hamaca, o a los «buena-vidas» que dedican las mañanas a ver televisión, las tardes a jugar dominó, y las noches a beber cerveza o a fumarse un cachito. ¿Qué presentación moral puede tener otorgarles el beneficio de un ingreso seguro a estas personas? Esta objeción se puede responder de diversas maneras. Una es preguntar cuántas personas de estas realmente conoce quien presenta la objeción. Y cuántas hay, sobre todo, comparadas con las incontables personas que hoy pasan la mayor parte del día realizando actividades que son socialmente útiles pero que no constituyen un trabajo pagado. Ejemplos de estas actividades son el trabajo doméstico, realizado principalmente por las mujeres, la crianza de los niños, el cuidado de ancianos o enfermos, la propia educación, o las actividades de capacitación permanente y voluntaria, etc. Parece claro que las economías capitalistas en las que vivimos no podrían acumular en la esfera de los mercados remunerados si gran parte de estas tareas no se realizaran de forma gratuita, o a un muy bajo costo. Todo parece indicar que prácticamente todo el mundo busca de un modo u otro hacer alguna contribución social. Y muchos pen-samos, como Van Parijs, que no sería una idea muy brillante, y sí más bien una perspectiva aterradora, el convertir todas las contri-buciones que se hagan a la sociedad en un empleo con salario.

Hay, sin embargo, una manera más fundamental de responder a esta objeción moral. Es verdad que una renta ciudadana sería una lotería inmerecida para el holgazán o el «buena-vida». Pero de loterías inmerecidas está saturada nuestra sociedad, sin que haya ninguna distinción ética entre estas y la primera. Me refiero a la lotería inmerecida que afecta de manera masiva la distribución de riqueza, ingresos y ocio en nuestra sociedad. Nuestro origen étnico o familiar, nuestro género, nuestra ciudadanía, qué tan educados o ricos seamos, qué tan buenos seamos para las matemáticas o para los idiomas, nuestra apariencia física, e incluso qué tan inclinados a competir o qué tan ambiciosos seamos, todo ello depende abru-madoramente de quiénes resultaron ser nuestros padres, de dónde nacimos, y de otras contingencias igualmente arbitrarias. Parece inevitable que la distribución de los premios de la lotería de la vida

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deba ser muy desigual. Algunos se ven beneficiados por la suerte y otros no, lo cual no está necesariamente mal, siempre y cuando haya formas de compensar socialmente estas arbitrariedades. Una condición mínima para que exista esta compensación es que a cada uno se le garantice una porción modesta de estos premios inmere-cidos. Y no parece haber una mejor forma de conseguir esto que con una renta ciudadana15.

Más allá de la idea

En sentido estricto, solamente hay un lugar en el mundo en donde opera realmente un esquema de renta de ciudadanía. Es el caso, ya mencionado, de Alaska, en Estados Unidos, en donde el estado otorga a cada residente permanente, desde la edad de seis meses hasta la muerte, un ingreso básico universal anual que com-prende el dividendo de un fondo creado con el producto de la ex-plotación del petróleo. El año 1999, el nivel estaba alrededor de los 1600 dólarespara cada uno de los 600.000 residentes de Alaska. No obstante, la idea de pagar una renta ciudadana de manera in-condicional y universal no es, como podría pensarse, una mera utopía.

En países que no cuentan con condiciones tan favorables como las del estado de Alasaka, pero en donde sí existe una situación económica de relativa riqueza, se han dado recientemente medidas y reformas que van más allá del ingreso garantizado convencional (el cual ya era un avance, aunque su carácter condicionado lo aleja de la idea de la renta ciudadana), y que apuntan en la dirección de un ingreso básico incondicional y universal. Dos ejemplos:

15 Véase Van Parijs, para el argumento detallado. Herbert A. Simon respondía a esta objeción observando que «cualquier análisis causal que explique por qué el PIB norteamericano es de aproximadamente $US25.000 por cabeza debería mostrar que al menos dos tercios de él se deben al feliz accidente de que el receptor de este ingreso nació en Estados Unidos». Véase la carta de Simon a los organizadores del VII Congreso de BIEN, en Basic Income 28, Spring 1998 (disponible en la página web de BIEN). Los argumentos recogidos en estos párrafos, así como las referencias, los he tomado de Van Parijs (2001).

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1. En Holanda, la reforma fiscal del año 2000 introduce un crédito fiscal equivalente a 100 dólares uniforme, incondicional y restituible para todos los hogares de trabajadores. Por ejemplo, si hay una pareja en la que uno de los miembros trabaja y el otro no, cada uno recibe un crédito que reduce el impuesto del miembro que trabaja y que se le paga al que no trabaja.

2. En Bélgica hay un proyecto que busca generalizar y sim-plificar un sistema que existe desde hace más de diez años, el cual permite a los trabajadores de los sectores público y privado inte-rrumpir su carrera por alrededor de cinco años, con una indemni-zación de 250 dólares mensuales.

El caso de Holanda es importante porque implica un pago (implícito) a todos los trabajadores, independientemente de la si-tuación familiar. El caso de Bélgica es importante porque implica un pago a los desempleados voluntarios.

Además de estas propuestas, hay muchas otras para actuar inmediatamente y avanzar en esta dirección. Una de las más in-teresantes entre estas últimas es la de Tony Atkinson (presidente de un College de Oxford y de la International Economics Asso-ciation), quien propone una renta básica universal, en forma de in-greso mensual de participación, de 200 dólares o 250 dólares, con la diferencia de que es pagable solo a quienes participan en, o con-tribuyen a la producción social (esto es, empleados o trabajadores independientes, o personas que en la actualidad buscan trabajo y que se ocupan del cuidado de los niños en la casa, o que prestan su concurso sin remuneración en alguna asociación reconocida, etc.). Este caso tiene la ventaja adicional de ofrecer una respuesta a quienes opinan críticamente que no se puede pagar a una persona por no hacer nada, así como de proclamar el mensaje de que una renta básica puede ser un instrumento destinado a fomentar la participación y la actividad social, y no la pasividad.

Un paso decisivo hacia la implantación de una auténtica renta de ciudadanía se dio en España, en donde el Grupo Parlamentario de Esquerra Republicana de Catalunya, a iniciativa del diputado Joan Tardà i Coma, presentó al Parlamento español una Propo-sición de Ley de Renta Básica. Según el proyecto, la percepción de

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esta prestación económica, llamada Renta Básica de Ciudadanía, se considera como un derecho inherente a la condición de ciu-dadano de pleno derecho (enriqueciendo de este modo el estatus de ciudadano, es decir, la institución misma de la ciudadanía), y como tal será reconocido de manera universal e incondicional, aunque solo se podrá ejercer cuando se acredite la residencia ha-bitual en el territorio del Estado español. La cuantía no se fija, claro está, pero su carácter de renta básica se establece determi-nando que ella nunca será inferior al umbral de la pobreza. Se distinguen, sin embargo, tres rangos diferentes tomando como criterio la edad, ya que el derecho se adquiere desde el nacimiento: para los mayores de 18 años (ciudadanos de pleno derecho), la cuantía será, como mínimo, del cien por ciento de la cantidad que conforma el umbral de la pobreza; si se es menor de 18 años, la prestación económica mensual será, como mínimo, del cincuenta por ciento de esa cantidad; y si se tienen más de 65 años, ella será, como mínimo, superior en un diez por ciento a la fijada para los menores de 18. Por otra parte, la Renta Básica de Ciudadanía no constituye prestación económica contributiva, y queda exenta del impuesto sobre la renta. Su financiación se hará con cargo a los Presupuestos Generales del Estado y a los de las Comunidades Au-tónomas, y se considera que podrá articularse con una reforma de la imposición directa e indirecta.

Ahora bien, ¿cuál puede ser la pertinencia de este proyecto para un país como Colombia? Hay dos casos que quiero mencionar de países en donde esta iniciativa ha tenido algún desarrollo im-portante, y cuyas condiciones no son sustancialmente diferentes de las colombianas. Me refiero a Argentina y Brasil.

En Argentina se ha propuesto dar el primer paso hacia la renta ciudadana plena, llamada allí Ingreso Ciudadano (IC), ga-rantizando un ingreso básico para los grupos de población más vulnerables: la infancia y la ancianidad. Los fundamentos para esta focalización son, especialmente: 1) que la mayoría de los pobres son niños y la mayoría de los niños son pobres; 2) que nadie puede achacar a un menor la responsabilidad de su situación de nece-sidad y, en el caso de la ancianidad, la mayor responsabilidad le

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corresponde a una política pública de previsión social que ha sido incapaz de otorgar cobertura y beneficios adecuados.

En esta estrategia se inserta el proyecto de Ingreso Ciudadano para la Infancia (Incini), oportunamente presentado en la Cámara de Diputados por las entonces legisladoras Elisa Carca y Elisa Carrió, y vuelto a presentar por esta última legisladora en la re-novación de su mandato. El proyecto propone otorgar un ingreso incondicional a todos los menores de 18 años, garantizando su fi-nanciamiento sostenido con una reforma tributaria profunda. El proyecto de «Seguro de empleo y formación» del Frente Nacional contra la Pobreza (Frenapo), avalado por una masiva consulta po-pular, avanza en el mismo sentido. Así, incluye dos pilares uni-versales que otorgarían un ingreso al mismo grupo de menores y a todos los que, teniendo edad, no reciben beneficio previsional; también, financia todos los beneficios con una reforma tributaria. Al atar beneficios sociales con reforma tributaria, ambos proyectos colocan a la redistribución de ingresos en el centro del problema económico y social de ese país.

En Brasil existen desde hace varios años los programas de becas escolares, organizados en el ámbito municipal, pero con algún apoyo del gobierno federal, por lo menos en las zonas más pobres (rurales). Es un programa de apoyo a familias con hijos menores de 12 años, con ingresos inferiores a un determinado nivel per cápita, con la condición de que los niños asistan a la escuela. Un programa similar, de limitada aplicación, sin embargo, es el de Familias en Acción, que se desarrolla actualmente en Colombia (adoptado de uno similar en México). Los resultados obtenidos en Brasil son muy elocuentes: por una parte, bajó radicalmente el índice de me-nores que buscan empleo; y, por otra parte, bajó sustancialmente el índice de evasión y de deserción escolar. Los resultados completos del programa colombiano aún no se han hecho públicos.

La experiencia brasileña ha desembocado en la que, hasta donde se sabe, es la primera legislación nacional que explícita-mente consagra una renta ciudadana. Se trata de la Ley 10.835 del 8 de enero de 2004, firmada por el presidente Luiz Inácio Lula da Silva, que «instituye una renta básica de ciudadanía», a partir de

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2005. Según el texto de la Ley, esta renta básica «constituye el de-recho de todos los brasileños residentes en el país y extranjeros que residan en él por más de cinco años, sin importar sus condiciones socioeconómicas, a recibir anualmente un beneficio monetario». La Ley establece que la implantación de este beneficio se hará por etapas, dándole prioridad a los segmentos más pobres, y que su monto será igual para todos y suficiente para atender los gastos mínimos de cada persona en alimentación, educación y salud, to-mando en consideración el grado de desarrollo del país y sus posi-bilidades presupuestarias. Otras disposiciones señalan que la renta se puede pagar mensualmente, y que se la considera como renta no imponible para los fines del impuesto sobre la renta.

Lejos, pues, de ser una utopía más, la idea de la renta ciudadana parece abrirse paso aun en el contexto de países que no hacen parte de las economías más ricas. Lo que esto indica es que la renta ciudadana debe concebirse ante todo como un objetivo que hay que plantearse y perseguir en cuanto constituye la concreción institucional de un principio de justicia social, y no como una estrategia política entre otras, imposible de alcanzar inmediatamente o en un corto plazo. Los caminos que haya que recorrer difieren en cada caso particular y nos acercan o alejan del objetivo. Por ejemplo, en sociedades más opulentas se puede empezar otorgando un ingreso a todos a cambio de cierta «participación social», que es la propuesta de Atkinson; el punto es que la condición exigida sea efectivamente alcanzable para todos. En países como Colombia, los caminos serán ciertamente di-ferentes, pero en todo caso sujetos al parámetro normativo del prin-cipio de justicia que tiene como componente a la renta ciudadana.

Es claro que en países con un ingreso medio bajo, y con un enorme sector informal, como Colombia, se presenta un dilema muy agudo entre, de una parte, un sistema focalizado hacia los pobres, con los inevitables problemas ya señalados, como el fo-mento del clientelismo, la dependencia y la estigmatización; y, de otra parte, un sistema universal que otorgue transferencias a mi-llones de personas que tienen un ingreso superior al nivel de po-breza, sin la posibilidad de recuperar estos recursos por medio de un sistema tributario moderno y eficiente.

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En este contexto, el que haya progresos importantes tanto en la dirección de sistemas más universales en los sectores de educación y salud, y en el apoyo para los ancianos y los niños, como en la ga-rantía de un ingreso básico para todos, depende de manera crucial del fortalecimiento del sistema tributario. Esto puede ocurrir en el campo del impuesto sobre la renta, pero también puede ser útil explorar fórmulas tributarias que den una importancia mayor a impuestos proporcionales, y aun regresivos, como el Impuesto al Valor Agregado (IVA), o en un impuesto sobre las transacciones electrónicas, o incluso el actual impuesto a las operaciones finan-cieras (4x1000). El efecto global de un impuesto que proporcional-mente tiene un peso un poco mayor sobre los más pobres, pero que se utiliza para un programa que da proporcionalmente beneficios también mucho mayores a los más pobres, es progresivo desde el punto de vista del principio de justicia social que se ha estado ex-poniendo aquí.

También es claro que no se puede esperar hasta haber forma-lizado la mayor parte del sector informal, ni hasta la implemen-tación de un sistema tributario mucho más eficaz, para luchar contra la pobreza con programas ambiciosos aunque focalizados. No obstante, en ese caso tales programas tendrían que obedecer a objetivos que sean compatibles con el principio de justicia social, y, en última instancia, rediseñarse como pasos hacia la implantación de la renta ciudadana. Hay circunstancias en las que hay que deci-dirse a no concentrar los recursos disponibles en quienes más los necesitan, los más pobres o las categorías más vulnerables, como por ejemplo las familias monoparentales, o categorías similares. No se debe nunca olvidar que concentrar los recursos en una cate-goría implica que quien salga de ella es castigado con la pérdida del derecho a tales recursos, lo cual a su vez implica, en primer lugar, un gran riesgo social y económico de generar dependencia y, más adelante, un gran riesgo político de regresión, una vez que la opinión pública se da cuenta de este efecto de dependencia y el re-conocimiento colectivo comienza a desaparecer16.

16 A este respecto hay que recordar que este fue el tipo de «rebote»

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Es en estas circunstancias que el modelo más ambicioso de una renta ciudadana, o ingreso básico universal, puede ayudar para dar la claridad intelectual y el coraje político que se requieren a fin de proponer y sacar adelante el proyecto de una sociedad organizada institucionalmente con base en un genuino principio de justicia.

A modo de conclusión

La idea de la renta ciudadana constituye cada vez más una alternativa creíble a los sistema tradicionales de protección social que han hecho crisis en las democracias occidentales. Para el caso colombiano en particular, creo que ella representa una oportu-nidad para la reconstitución institucional que vale la pena explorar con profundidad y rigor.

En efecto, es una práctica recurrente referirse a la debilidad de las instituciones básicas colombianas, aunque sobre este tema se ex-presan a veces opiniones muy exageradas. Esta debilidad, digamos, relativa, se caracteriza a menudo aludiendo a cierta precariedad del acuerdo colectivo sobre el que tales instituciones reposan. Al amparo de las circunstancias coyunturales presentes, es posible que la sociedad colombiana se quiera dar la posibilidad de recons-tituir las bases de su estructura institucional mediante la gene-ración de un acuerdo colectivo de nivel también muy básico. Si mis apreciaciones iniciales son correctas, este acuerdo es inseparable de la adopción de un principio de justicia social que sirva como criterio para juzgar y decidir acerca de los arreglos institucionales y las políticas que se vayan a adoptar en adelante. Mi convicción es que, de seguirse procedimientos racionales de decisión, es muy probable que este criterio se asemeje sustancialmente al principio de «libertad real» que se ha expuesto en este ensayo. Sin embargo, cuál sea el contenido exacto de este principio no es lo importante, siempre y cuando se disponga en todo caso de un principio de esta índole como criterio para ejercer de manera plena la capacidad de juzgar políticamente.

que tuvo lugar en 1996 en el sistema de bienestar norteamericano, y que prácticamente condujo a su desmantelamiento.

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Instituciones híbridas: los casos de la salud & la educación

Mauricio Rengifo Gardeazábal

El propósito de este artículo es analizar, de manera general, la estructura y el cambio de dos tipos de instituciones colombianas: las instituciones de salud y las de educación. El análisis que pro-pongo corresponde a la esfera de la filosofía política, la teoría del derecho y la historia institucional, y no al campo de la economía, la sociología general o cualquier otra de las ciencias sociales recono-cidas. Intentaré describir el entramado general de las instituciones educativas y sanitarias del país así como su cambio progresivo. También ensayaré una explicación de este cambio teniendo en cuenta principalmente los factores políticos. He escogido estos factores no porque crea que el resto no tiene relevancia en el de-sarrollo institucional. Las restricciones económicas, las represen-taciones colectivas y los sistemas sociales establecen incentivos o motivaciones para el cambio; sin embargo, creo que estos factores son descifrados por los agentes políticos y legales para producirlo. Al plantear el tema en términos políticos, espero también ganar en claridad y generalidad en el diagnóstico de la crisis colombiana.

Las razones para escoger las instituciones de salud y educación son también de índole político. En adelante, daré por sentado que las instituciones están comprometidas o son la expresión concreta

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y real de ciertos propósitos de moralidad política. En Colombia, por ejemplo, instituciones como la propiedad privada y el régimen general de los contratos están comprometidas fundamentalmente con el liberalismo. En la lucha política por el diseño y control de estas instituciones, han triunfado los ideales y proyectos del libe-ralismo frente a los postulados prácticos del comunitarismo. La propiedad privada, por ejemplo, habría podido diseñarse para fo-mentar otros valores como la solidaridad o el altruismo, pero tanto en la teoría como en la práctica, sigue estando asociada con los va-lores opuestos. Lo mismo puede decirse de los contratos. Si bien podrían haberse diseñado para establecer lazos de socorro y ayuda mutua, hoy en día se conciben como herramientas al servicio de la eficiencia y la prosperidad general. He escogido las instituciones de salud y educación porque las considero buenos ejemplos de indeter-minación política en los que la balanza todavía puede inclinarse en uno u otro sentido. En este escrito defenderé que ni las instituciones de educación ni las de salud están comprometidas con valores polí-ticos claros: son un campo de batalla de resultado incierto.

Las instituciones de salud y educación cumplen muchas fun-ciones. En las páginas que siguen me concentraré en la forma como asignan responsabilidades a los grupos sociales. En el caso de la salud, en la forma como determinan quién debe asistir y prevenir las enfermedades. En el caso de la educación, en la manera como establecen quién debe cumplir con la tarea educativa. He dividido este breve ensayo en tres partes. En la primera me ocuparé de las instituciones sanitarias, y en la segunda, de las instituciones edu-cativas. La tercera parte corresponde a las conclusiones.

Las instituciones de salud en el siglo xx

El desarrollo de las mentalidades médicas modernas ha tenido mucho que ver con la forma como se organizaron las primeras instituciones de salud en el país. Durante el siglo XIX, hicieron su aparición dos concepciones rivales de la enfermedad que habrían de sustituir las distintas reelaboraciones de la medicina galénica (Brown, Broussais): la medicina hospitalaria o anatomo-clínica, y la medicina de laboratorio, esta última en sus vertientes fisio-

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lógica y etiopatológica. La medicina anatomo-clínica concibe la enfermedad como una lesión orgánica. La teoría de la enfermedad como lesión, desarrollada principalmente en Francia por Bichat y sus discípulos, implica que el médico se profesionalice mediante el estudio concienzudo de la anatomía humana en hospitales y anfi-teatros. La primera preocupación del médico consiste en establecer el lugar exacto de la lesión mediante el estudio semiológico de la enfermedad. El anatomo-clínico debe diagnosticar haciendo uso de todos los recursos de sentido común: el tacto, la observación, el interrogatorio y la percusión. La invención del estetoscopio com-plementa el diagnóstico. El paso siguiente es la curación mediante fórmulas que se han comprobado efectivas. Poco importa que se ignoren las verdaderas causas de la recuperación del paciente. En ocasiones, el tratamiento implica un procedimiento quirúrgico. La cirugía anatomo-clínica emplea los principales adelantos médicos en esta materia: la anestesia, la hemostasia, la asepsia y la anti-sepsia. El médico anatomo-clínico ejerce una profesión liberal y no un simple oficio. Atiende en su consultorio privado en la mañana, visita a los enfermos en la tarde, sea en el hospital, cuando son pobres o desvalidos, sea en su casa cuando tienen recursos y no despiertan la sospecha del contagio.

La medicina de laboratorio también aparece en Francia con los trabajos de Pasteur y las grandes obras de Bernard. Tiene dos vertientes: la fisiopatología y la etiopatología. La fisiopatología concibe la enfermedad como un desarreglo funcional o sistémico del organismo. La etiopatología la entiende como el resultado de una interacción entre un agente externo (como las bacterias, los virus, los tóxicos, los venenos, las radiaciones, etc.) y el cuerpo humano. La práctica de ambos tipos de medicina se lleva a cabo en el laboratorio antes que en el hospital. La enseñanza de la medicina no se realiza a través del diagnóstico práctico con el paciente. Es preciso recurrir a las ciencias básicas como forma de enseñanza así como al laboratorio como método de diagnóstico. La medicina de laboratorio tardará muchos años más que la hospitalaria en producir resultados confiables. Con todo, hay que reconocer que desde sus inicios, contó con un amplio número de seguidores en

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el continente. Los primeros éxitos de la medicina de laboratorio estuvieron en el campo de la prevención y lucha contra las enfer-medades epidémicas. Como veremos, este hecho trajo como con-secuencia una división del trabajo entre las distintas escuelas de la medicina.

Primera etapa: aparición del modelo liberal

en las instituciones de salud (1886-1930)

Durante la hegemonía conservadora hizo su aparición lo que puede llamarse el modelo liberal clásico de las instituciones de salud. Este modelo consiste en dejar el problema del tratamiento y la curación del enfermo en manos de la profesión liberal de los médicos anatomo-clínicos. El Estado no se interesa por la atención del enfermo, entre otras cosas, porque no es un problema de salud pública, y no lo es porque la enfermedad es una lesión orgánica aislada. Una sola excepción confirma la regla. Como resultado de las numerosas conferencias internacionales sanitarias creadas para frenar la expansión de enfermedades contagiosas graves como el cólera o la peste, nuestro país acepta que ocasionalmente el pro-blema de la salud no es un asunto personal sino de carácter público; por esa razón, asume como función del Estado todas las cuestiones de higiene. Así pues, el tratamiento queda en manos de las profe-siones liberales, y la prevención de algunas enfermedades queda en manos del Estado.

Hay muy poco que decir sobre el modelo liberal, salvo que tuvo poca competencia y que nunca se dio completamente puro. En Colombia, la mentalidad anatomo-clínica se aceptó muy rá-pidamente. Antonio Vargas Reyes viajó a Francia a mediados del siglo XIX para formarse como médico. A su regreso al país abrió consultorio y botica con gran éxito. Con sus seguidores fundó la primera escuela de medicina moderna, la cual habría de conver-tirse en unos cuantos años en la Facultad de Medicina de la Uni-versidad Nacional. Desde aquel entonces triunfó la mentalidad anatomo-clíncia. La medicina se equiparó en importancia y reco-nocimiento a otras profesiones liberales como el derecho o la eco-nomía. La competencia provenía de algunos médicos tradicionales

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que todavía conservaban procedimientos obsoletos como los san-grados y las ventilaciones, y de la medicina popular, practicada por yerbateros, sobanderos, parteras y curanderos. En Colombia re-sultó sencillo reemplazar la medicina clásica por la moderna pero persistieron muchas prácticas y creencias de la medicina popular (como la de evitar los resfriados cerrando la boca, etc.) (Hernández et al., 1993).

La medicina curativa no era asunto del gobierno nacional o local. Mucho menos cuando los hospitales, dispensarios, hospicios, casas refugio y asilos, estaban bajo el dominio y la administración de la Iglesia católica. Si bien es cierto que el modelo predominante de la época era el liberal clásico, la actividad de la Iglesia alteró significativamente la organización de la salud. Las fundaciones y demás organizaciones de caridad y beneficencia establecidas por esta institución monopolizaron los servicios de atención en salud. Los médicos que ejercían la profesión liberal no cuestionaron esta situación. Al médico de mentalidad anatomo-clínica le bastaba con su consultorio para ganarse la vida. Incluso cuando empezó a depender de la atención hospitalaria como complemento de sus honorarios, no tuvo problema en trabajar para la Iglesia y sus fun-daciones de caridad. Como consecuencia de este hecho, la atención en salud se mezcló con el problema de la beneficencia. Los hospi-tales y demás centros asistenciales debían sostenerse por medio de las donaciones y los legados. El buen cristiano debía encontrar en los hospitales una estupenda excusa para alcanzar la santificación por las obras.

Por otro lado, los pocos médicos de laboratorio del país se ocupan de la prevención de las enfermedades. Para tales efectos, el gobierno nacional creó la Junta Central de Higiene en 1886. El propósito de esta institución era dirigir todas las políticas de prevención en Colombia. Tales políticas se pueden dividir en dos grandes campos. Por una parte, estaría el campo de la política sa-nitaria, que involucraría la reglamentación de las condiciones de higiene de lugares públicos como plazas, mataderos, puertos, ce-menterios, alcantarillados, establecimientos de consumo masivo, saneamiento de los barrios obreros, entre otros. Por la otra, estaría

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el asunto de la higiene personal, que conlleva la divulgación de me-didas tales como el baño diario, la limpieza de la ropa, el lavado de manos antes de comer, la disposición de las basuras y la desin-fección de los baños.

En la práctica, la Junta Central de Higiene ejerció una política muy activa durante este periodo. Lorenzo María Lleras, José María Lombana Barreneche, Roberto Franco, Jorge Bejarano y Pablo García Medina, entre tantos otros, dieron a conocer la impor-tancia de la medicina de laboratorio en un medio dominado por la mentalidad anatomo-clínica francesa. En asocio con la fundación Rockefeller, la Junta realizó extensas campañas para combatir la uncinariasis y enfermedades epidémicas como la fiebre amarilla, el paludismo, la fiebre tifoidea, el tifo exantemático y la malaria (Her-nández et al., 1993). También estableció los primeros laboratorios del país para investigar las enfermedades tropicales. Dentro de sus labores cotidianas, organizó numerosas cuarentenas en los puertos y continuó con el aislamiento de los enfermos de lepra en los triste-mente célebres lazaretos (Obregón, 2002). Realizó campañas para prevenir la transmisión de las enfermedades venéreas, y combatió el alcoholismo que en aquella época provenía fundamentalmente de las bebidas fermentadas de manera artesanal como la chicha. En el campo de la higiene personal se confeccionaron manuales de higiene para las familias y se popularizaron los nuevos hábitos del aseo personal. La influencia del higienismo en Colombia llegó a ser tan amplia, que la Junta Central de Higiene terminó vinculándose al Ministerio de Instrucción Pública (en adelante, Ministerio de Instrucción Pública e Higiene), pues había que formar tales hábitos desde la más temprana infancia. Pero no todo es tan positivo. Al-gunas interpretaciones del movimiento acusan a los primeros mé-dicos de laboratorio de haberse comprometido con una política de control social en contra de los sectores marginados de Colombia. Las medidas de higiene habrían sido utilizadas para segregar o controlar a ciertos sectores de la población, la campaña contra el chichismo habría patrocinado nuevos vicios como el del consumo desmedido de cerveza, y la campaña contra las enfermedades ve-néreas se habría fundado en el interés de la Iglesia por moralizar la

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nación1. Sea lo que fuere, lo cierto es que la medicina de laboratorio dio sus primeros pasos por aquella época.

Segunda etapa: aparición del modelo social en

las instituciones de la salud (1930-1946)

Como es bien sabido, el ascenso del partido liberal en los años treinta, trajo consigo una política de modernización de las insti-tuciones colombianas. Con el gobierno de López Pumarejo se em-prendió una importante reforma constitucional, agraria y fiscal. Pero sin duda, las reformas más influyentes de este periodo tienen que ver con el régimen laboral. Mientras los gobiernos conser-vadores apenas habían reconocido a los obreros el descanso do-minical, el auxilio por accidentes de trabajo, el seguro colectivo obligatorio de vida, la protección de la maternidad, la prohibición de algunos aspectos del trabajo infantil, y el derecho legal de huelga (con serias limitaciones), los gobiernos liberales habrían de desa-rrollar el moderno derecho laboral. Entre las medidas más impor-tantes se cuentan: el reconocimiento constitucional del derecho de huelga, el derecho de asociación sindical, el descanso dominical re-munerado, la jornada de trabajo, el salario mínimo, las vacaciones, los descansos y las licencias para las mujeres embarazadas, y la pro-tección general a la infancia.

Es importante anotar que durante el primer gobierno de López Pumarejo, la lucha por los derechos de los obreros sindicalizados se realiza en forma separada de los empleados públicos y la clase media en general. Las conquistas laborales de los obreros se rea-lizan por medio de huelgas breves apoyadas por el gobierno. Para la clase media se legisla de manera directa y se establece al mismo tiempo la carrera administrativa. Los derechos laborales básicos, como la jornada de trabajo, las vacaciones, el salario mínimo, se conceden a los obreros sindicalizados en la medida en que triunfen en las huelgas, y a la clase media, en la medida en que ingresen a la carrera administrativa. Durante la primera administración

1 Véase al respecto el estupendo trabajo de Carlos Noguera, Medicina y Política (2003).

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de López se dieron los primeros pesos para la unificación de los asuntos laborales y sanitarios, ya que se fusionó el Ministerio del Trabajo con la Dirección Nacional de Higiene, para formar el Mi-nisterio del Trabajo, Higiene y Previsión Social. La principal tarea del Ministerio sería dirigir al país hacia una unificación de la pro-blemática sanitaria y laboral.

Con el gobierno del partido liberal, se proyecta por primera vez la creación en Colombia de un modelo social en salud2. Dicho modelo está basado en la idea de que los problemas de salud son un asunto público. A su turno, esta idea proviene del auge mundial de las teorías etiopatológicas de la enfermedad. La enfermedad no es un asunto personal sino social, que afecta a todas las personas, y no distingue edades, estirpes y fortunas. Además, la idea de enfer-medad como cuestión pública proviene de la progresiva laborali-zación de las relaciones sociales. En la medida en que la principal actividad humana es el trabajo, la enfermedad se concibe como un riesgo que puede disminuir o eliminar completamente la capacidad de trabajo de las personas. Así, son riesgos laborales: el desempleo, el embarazo, la filiación, las enfermedades –sean profesionales o no–, los accidentes de trabajo, la invalidez, la vejez y, por supuesto, la muerte. Dado que la enfermedad es un riesgo social, sus costos deben ser asumidos por todos (solidaridad) para todos (universa-lidad) y por todo (integralidad). El modelo social de salud implica la creación de un seguro social que asuma, paso a paso, todos y cada uno de los riesgos. Dicho seguro debería ser financiado por todos los involucrados: el Estado, los patronos y los trabajadores.

Durante el segundo gobierno de López se proyecta la fun-dación de un Instituto de los Seguros Sociales. Sin embargo, el modelo suponía un nivel de ahorro que el país no tenía. Además, se enfrentaba a la oposición de los defensores del modelo anterior. La solución del gobierno López finalmente apuntaba a la instauración progresiva del seguro. En una primera etapa, éste asumiría los se-guros de reparto, es decir, la atención hospitalaria del embarazo

2 Para un valioso análisis sobre la historia de la seguridad social véase Mario Hernández (2003).

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y de las enfermedades comunes. En fases sucesivas, y dado el vo-lumen del ahorro de los afiliados, asumiría los seguros económicos por accidentes de trabajo, enfermedades profesionales, invalidez, vejez y muerte. No se contempló nunca el riesgo del desempleo. ¿Qué sucedería mientras tanto? Con ocasión del fracaso del golpe de Estado de Pasto, López unificó la dispersa legislación laboral mediante decreto con fuerza de ley, y concedió por primera vez el régimen especial del contrato de trabajo. Por el solo hecho de ce-lebrar un contrato de trabajo, todo obrero o empleado tenía derecho a una serie de reivindicaciones laborales básicas. Adicionalmente, el contrato de trabajo estableció un sistema de prestaciones sociales provisionales a cargo del patrono. Tales prestaciones consistían en la obligación de asumir de forma limitada algunos de los riesgos ya señalados. Este régimen provisional continuaría, en coexistencia con el seguro social, hasta finales de la década de los ochenta.

La creación del modelo social de atención en salud, no significó la abolición del modelo anterior. En efecto, la instauración de los se-guros sociales no trajo consigo la eliminación de la profesión liberal del médico, ni implicó la nacionalización de los hospitales en manos de fundaciones privadas religiosas. Paralelamente, se reclutaron al-gunos médicos para la seguridad social, y se crearon clínicas para el funcionamiento del seguro. Tampoco se tomaron medidas pro-fundas para reconducir la caridad y la beneficencia privadas hacia la contribución obligatoria del seguro. Apenas se tomaron medidas de vigilancia sobre las instituciones de utilidad común, y se esta-bleció que la asistencia pública, es decir, la beneficencia por parte de las agencias gubernamentales, era un deber del Estado.

Tercera etapa: la competencia entre el modelo de la salud

para el desarrollo & el modelo sistémico (1946-1974)

A partir de la restauración del partido conservador, se inicia un amplio debate entre los defensores de cada uno de los modelos. Por una parte, se alzan las voces de aquellos que propugnan por el desarrollo definitivo del modelo social de la salud, que entiende a la enfermedad como una cuestión pública. Por otra parte, están las tesis de aquellos que continúan insistiendo en el carácter privado y

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personal de la enfermedad. Para entender la forma como se planteó el debate, es preciso recordar algunos sucesos importantes en el desarrollo de la educación médica mundial. A comienzos del siglo XX en Estados Unidos, Abraham Flexner propuso una reforma de la educación médica basada en la superación de la antinomia me-dicina de laboratorio/medicina hospitalaria. La educación médica debía reflejar ambas tendencias en forma equilibrada y armoniosa. En ese sentido, Flexner propone un plan de estudios de cuatro años, los dos primeros dedicados a las ciencias básicas en el laboratorio y los dos últimos, en el hospital. Además, exige que las facultades de medicina cuenten con laboratorios y clínicas anexas, atendidos por profesores de tiempo completo. La reforma debía sustituir el apren-dizaje memorístico por una educación experimental, basada en el lema de aprender haciendo. La reforma fue acogida rápidamente en Estados Unidos, y se difundió pronto por todo el continente.

La difusión de la nueva medicina estadounidense en nuestro país vino acompañada de preocupaciones adicionales por el papel de la salud/enfermedad en el desarrollo económico3. Los médicos esta-dounidenses consideraban que buena parte del atraso característico de Latinoamérica se debía a las pésimas condiciones de salud de sus habitantes, suscitadas por la presencia de enfermedades endémicas que diezmaban a la población. Sumado a ello estaba el problema de las altas tasas de mortalidad infantil, producto de condiciones sanitarias deficientes. La desnutrición de la población también se identificó como uno de los problemas centrales del estancamiento económico y social de las clases obreras. Esta perspectiva, que co-nectaba el problema de la eficiencia económica con el problema de la salud, empezó a promoverse desde las agencias internacionales dominadas por la perspectiva norteamericana, e incluso desde las mismas agencias del gobierno de Estados Unidos. En ese sentido, se destacan la Organización Panamericana de la Salud (OPS) y el Servicio Cooperativo Interamericano de la Salud Pública (SCISP).

3 En este punto sigo principalmente a Francisco José Yepes y su grupo de investigación. Los resultados de esta investigación aparecen en La salud en Colombia (1990).

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Tales organizaciones promovieron, por una parte, la reforma de la educación médica, y por otra, la planeación para el desarrollo.

En materia de enseñanza de la medicina, durante los años cuarenta y cincuenta se instaura la reforma propuesta por Flexner. Las visitas de la misión Humpreys y Lapham convencen a la aca-demia colombiana de la necesidad de dar un giro hacia las nuevas tendencias. Este paso implicó el cierre de la brecha entre la me-dicina hospitalaria y la medicina de laboratorio. Naturalmente, la reforma encontró la oposición de los médicos formados en la tradición francesa. Por otro lado, la influencia estadounidense en nuestro medio, contrario a lo que podría parecer a primera vista, no desfavoreció al modelo liberal de la salud. Es cierto que la me-dicina como profesión liberal se vio golpeada por la reforma. Los médicos debían estar en adelante estrechamente vinculados con los hospitales y laboratorios. Pero la idea de que la salud y la eficiencia económica estaban conectadas habría de favorecer en última ins-tancia al modelo liberal. De hecho, la importancia de los recursos estadounidenses para la reforma de la educación y la mejora de las condiciones sanitarias hizo necesario que el mismo año en que se creó el Instituto de los Seguros Sociales (ISS), se segregara el Mi-nisterio de Trabajo e Higiene en dos instituciones: el Ministerio del Trabajo y el Ministerio de Salud Pública. Este último, durante los gobiernos conservadores, se encargaría de recaudar y aplicar las cuantiosas donaciones y préstamos estadounidenses para resolver el problema de la salud pública colombiana. La misma separación funcional que operaba en el ámbito gubernamental se reflejó en la práctica de la medicina. Los médicos defendieron la independencia de su profesión frente al avance de la oferta hospitalaria propor-cionada por el Instituto de los Seguros Sociales.

La reforma de la educación médica no consiguió eliminar la concepción de la medicina como profesión liberal independiente del servicio público. La planeación para el desarrollo contribuyó a la segregación entre las instituciones de la salud y las instituciones de la seguridad social. En síntesis, la influencia estadounidense con-tribuyó a la indecisión entre ambos modelos al separar el manejo de la salud del problema laboral. La reforma propuesta por Flexner

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fue interpretada, al igual que en Estados Unidos, como una actua-lización de la educación médica y no como el reconocimiento del carácter multicausal de la enfermedad. Paralelo a estos sucesos, hay que anotar la debilidad del modelo social desde sus orígenes. Esta debilidad se debe a tres factores concretos: primero, la competencia con el sector privado por los recursos y la mano de obra calificada. Segundo, la presencia activa del sindicalismo estatal, que habiendo obtenido mejores beneficios que los prometidos por el Seguro, se opuso a su afiliación. De hecho, los riesgos de la mayor parte de los trabajadores estatales serían asumidos por seguros especiales de-nominados cajas de previsión. Es preciso anotar que el mismo go-bierno liberal intentó crear una caja de previsión social para todos sus trabajadores, precisamente para evitar la desintegración de la seguridad social. Sin embargo, este objetivo no se logró ya que, para finales del periodo, el país contaba con más de cuarenta cajas de previsión. Tercero, el Instituto de los Seguros Sociales debía fi-nanciarse en forma tripartita por los trabajadores, los patronos y el Estado. No obstante el mandato legal, el gobierno nacional no contribuyó oportuna y adecuadamente con sus cuotas. En parte, porque los pocos recursos ya estaban comprometidos con las cajas de previsión y los sindicatos, y en parte porque la tributación no era suficiente para cubrir los gastos4. Entre otras cosas, las exenciones tributarias se podían conceder cuando los contribuyentes hacían actos de beneficencia para las fundaciones del sector privado.

La lucha por instaurar uno de los dos modelos se puede evi-denciar en el intento de los partidarios del modelo social por unificar la atención en salud. En un primer momento logran la ex-pedición del plan hospitalario nacional (Ley 12 de 1963). Dicho plan debía racionalizar la atención en salud, regulando detalladamente el campo de acción de todos los sectores. También debía fomentar la coordinación de la atención sanitaria mediante la creación de redes de hospitales. Finalmente, el plan hospitalario nacional debía comprometer los recursos del Estado en la financiación de las insti-

4 Sobre los problemas de financiación del seguro, véase el trabajo de Rodríguez y Arévalo (1992).

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tuciones de asistencia. En la práctica, el plan hospitalario nacional no pudo aplicarse debido a que la comisión interparlamentaria creada para el efecto no tenía los recursos para concertarlo. Du-rante el ministerio de Juan Jacobo Muñoz (1964-1965) se intentó por segunda vez la unificación del modelo de atención en salud. Por medio de las facultades extraordinarias concedidas por el artículo 121 de la Constitución Política, se expide el Decreto 3196 de 1965 en virtud del cual se ordena la integración de los servicios de salud. El decreto no buscaba extinguir la profesión liberal o la beneficencia privada por la vía de su integración al Seguro Social, pero sí pre-tendía poner estos servicios bajo la dirección del gobierno nacional. Como era de esperarse, los propietarios de la salud privada reaccio-naron desfavorablemente contra el decreto, el cual fue demandado ante la Corte Suprema de Justicia por falta de conexidad con la de-claratoria del estado de sitio. El fallo de la Corte Suprema concedió la razón a los demandantes, y el decreto fue declarado inexequible. El ministro Muñoz tuvo que ceder en sus pretensiones de organizar el sector. Empero, hay que reconocerle un éxito ulterior. Mediante el Decreto 1499, expidió finalmente el plan hospitalario nacional, antecedente directo del Sistema Nacional de Salud. Al comenzar la década de los setenta, ya era evidente que Colombia no había logrado decidirse por un modelo puro en el diseño de las institu-ciones de salud. El Seguro no avanzaría más de lo que había hecho desde su fundación, y el gobierno no tenía la voluntad política para optar por una nacionalización. Frente a esta realidad, los defen-sores del modelo social se pusieron una meta más acorde con las posibilidades del país: crear un sistema nacional de salud dirigido por el Ministerio de Salud. Mediante el Decreto 056 de 1975 se dispuso la instauración definitiva del Sistema. Las entidades de de-recho público, como el Instituto de los Seguros Sociales o las cajas de previsión, quedaron vinculadas al Ministerio, mientras que las entidades de derecho privado, como los hospitales de las benefi-cencias y fundaciones, quedaron adscritas al mismo. La diferencia reside en el grado de control que puede ejercer el Ministerio sobre cada una de ellas. El Sistema Nacional de Salud (SNS) se impuso como propósito para fines de siglo, garantizar la atención primaria

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en salud para todos los colombianos, esto es, una atención básica de urgencias, complementada con planes básicos de salud para los usuarios. El SNS se creó para luchar contra la dispersión y frag-mentación de las instituciones de salud. Recordemos, a manera de resumen, cuál era la estructura del sector salud en Colombia. Por regla general, los desvalidos y desempleados eran atendidos por las fundaciones de beneficencia y caridad a través de sus hospitales privados. Los obreros y trabajadores del Estado tenían acceso a las clínicas y hospitales de las Cajas de Previsión. A los obreros y traba-jadores afiliados al Seguro Social les correspondía la atención en los hospitales del ISS. La clase media en parte quedaba a cargo de ISS, y en parte a cargo de los hospitales privados que podían financiar sus patronos. Las clases altas, en cambio, contaban con hospitales privados de propiedad de los profesionales de la salud. Lo único que daba alguna unidad a este híbrido de instituciones de beneficencia privada, asistencia pública, seguridad social, medicina popular y empresa privada era el Sistema Nacional de Salud, que subordinaba todas estas instituciones a las orientaciones del Ministerio.

Las instituciones educativas en el siglo xx

El caso de la educación no es muy distinto al de la salud. En lugar de la enfermedad, los enemigos que se deben combatir son el analfabetismo y la falta de preparación profesional. En Colombia, la lucha contra el analfabetismo tiene una larga historia. Desde la fundación de la República se crearon escuelas de primeras letras con carácter gratuito para todos los niños que quisieran aprender. Para tales efectos, se trajo al país el método lancasteriano de edu-cación que consistía en la educación masiva de los jóvenes por parte de un profesor perfectamente entrenado. El método resultaba posible gracias a la intervención de monitores y la aplicación de una férrea disciplina industrial. Años más tarde, con la reforma Salgar y la visita de la primera misión alemana de educación al país, se consolidó el sistema de enseñanza primaria, mediante la definición de competencias entre los Estados y la Unión, y la puesta en práctica de los nuevos métodos pedagógicos inspirados en los trabajos de Pestalozzi. También en materia de educación superior

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se hicieron notables esfuerzos por crear un sistema educativo mo-derno. El símbolo de este propósito fue la creación de la Univer-sidad Nacional por parte de los radicales. Como es bien sabido, el compromiso de la República con la educación suscitó serias contro-versias, en particular con la Iglesia católica, que desestabilizaron al país. Puede decirse que el resultado de la guerra de los Mil Días favoreció a la Iglesia católica, que pasó a controlar ampliamente el sistema educativo colombiano. Como consecuencia de ello, el modelo que estudiaremos en la sección siguiente, si bien puede parecer en términos formales equivalente al modelo liberal de la salud, está claramente comprometido con los postulados educativos de la Iglesia. Para evitar confusiones, lo he denominado el modelo formal-liberal, ya que en abstracto supone un papel moderado del Estado en el sector educativo. Materialmente, en cambio, entrega la dirección de la educación a la Iglesia católica.

Primera etapa: el modelo formal-liberal

en las instituciones educativas (1886-1930)

La estructura institucional del sector educativo está definida por las leyes Zerda y Uribe sobre instrucción pública. En este as-pecto, es de particular importancia la Ley Uribe, que definió la estructura institucional de la educación colombiana por más de ochenta años. De acuerdo con la ley redactada por Antonio José Uribe, ministro de Instrucción Pública de la época, la educación se dividía en tres: educación escolar primaria, educación colegial de bachillerato e instrucción superior universitaria. La instrucción pública primaria se declaró gratuita pero no obligatoria. El argu-mento que sustentaba la no obligatoriedad residía en que haber dispuesto lo contrario habría significado vulnerar la libertad de cultos. En efecto, de acuerdo con las normas del Concordato (1887), celebrado entre la Santa Sede y la República, la instrucción pública debía estar de acuerdo con la religión católica. Sin embargo, en Colombia no existían escuelas privadas de otras religiones, que se vieran forzadas a cerrar en razón de la obligatoriedad. El hecho de que la instrucción pública no fuera obligatoria facilitó la fundación de escuelas primarias privadas por parte de las órdenes religiosas.

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Las competencias sobre la instrucción pública primaria se repartieron de la manera siguiente: los municipios estarían en la obligación de edificar o poner a disposición un local para el fun-cionamiento de la escuela. Los departamentos asumirían la con-tratación y el pago de los maestros. Por último, correspondería a la nación el suministro y la confección de los materiales de clase. La instrucción primaria se encontraba segregada doblemente. Primero, se estableció una distinción entre escuelas rurales y escuelas ur-banas. Las rurales tenían un programa menos rígido y más corto, mientras que los programas de las urbanas eran más completos y duraderos. Segundo, la instrucción estaba separada por géneros, y el programa de las niñas estaba mucho más simplificado que el de los niños. La educación secundaria se clasificó en tres categorías: bachillerato clásico, técnico y normalista. El bachillerato clásico consistía en la formación tradicional de tipo filosófico y literario. El bachillerato técnico se encaminaba a la formación en ciencias na-turales. El normalista tenía como meta formar a los profesores de primaria. En la práctica, la nación asumió el bachillerato técnico y el normalista. El clásico lo asumieron las órdenes religiosas que por aquella época llegaron masivamente al país para tomar el control de la educación. La mayoría provenía de Francia, donde se había nacionalizado el sistema educativo. Entre las órdenes que llegaron en este periodo se destacan: los hermanos Maristas, los hermanos Cristianos, las hermanas de la Presentación y los Salesianos. La Ley Uribe exigía la creación de un colegio normal para varones y otro para señoritas en cada uno de los departamentos. Las normales estaban financiadas por la nación, pero el nombramiento y la vigi-lancia de los futuros profesores correspondía a los departamentos. Es preciso reconocer que la profesión de normalista se ganó en muy pocos años el aprecio del país, a pesar de los bajos sueldos y las pésimas condiciones de enseñanza en los municipios. Para la vigilancia en el cumplimiento de los programas se instauró una inspección departamental, al tiempo que en los municipios se hizo lo propio con la inspección escolar. Los inspectores tenían como misión visitar las clases para examinar el cumplimiento de los pro-gramas oficiales, los progresos de los alumnos y las necesidades

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de las escuelas. La Iglesia católica participaba activamente en la inspección, vigilando la idoneidad moral de los maestros.

La Ley Uribe organizó satisfactoriamente la instrucción pú-blica nacional mediante un inteligente reparto de competencias. Sin embargo, estaba muy lejos de ser perfecta (Helg, 2001). Las se-gregaciones entre la escuela rural y urbana, así como las escuelas alternadas por géneros, hicieron de la educación un instrumento al servicio de la desigualdad. El bachillerato, entregado casi por com-pleto a la Iglesia, propició una mayor separación entre el pueblo, que no podía pagarlo, y las tradicionales elites nacionales. La pre-cariedad de la educación técnica estaba en contravía con los propó-sitos de la industrialización naciente. Dos excepciones a este estado de cosas merecen una consideración especial. Por una parte, en el seno del conservatismo, Bernal Jiménez López, secretario de Ins-trucción de Boyacá durante los años veinte, planteó la necesidad de dotar a las escuelas de restaurantes y consultorios médicos para combatir la desnutrición y las enfermedades endémicas de los estudiantes. Además, contrató una segunda misión alemana en educación, la cual planteó una serie de reformas al esquema institu-cional de la educación, entre las cuales se destaca su obligatoriedad. Las reformas propuestas por la misión alemana no pasaron en el Congreso debido a la oposición de los sectores radicales católicos. Sin embargo, gracias a la misión se contrataron dos célebres peda-gogos alemanes: Julius Sieber y Franceska Radke. El trabajo de los pedagogos sentaría las bases de la futura Universidad Pedagógica Nacional. Por otra parte, el partido liberal no permaneció inactivo durante estos años. En 1910, Agustín Nieto Caballero funda el Gim-nasio Moderno con el propósito de introducir las nuevas teorías pe-dagógicas al país. Este colegio habría de servir como piloto para los defensores de la Escuela Nueva, como Olive Decroly, quien visitó Colombia por aquella época.

Segunda etapa: el modelo social en las

instituciones educativas (1930-1946)

Con el ascenso del partido liberal se plantea un nuevo arreglo institucional. La construcción de un modelo social para la edu-

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cación se remonta a la organización de la Comisión de Cultura Aldeana, de la que formaron parte Agustín Nieto Caballero, Luis López de Mesa y Germán Arciniegas. El propósito de esta Comisión era examinar el grado de asimilación de las reformas educativas del periodo anterior. El resultado de esta investigación fue alarmante. Muchas de las escuelas municipales no eran más que ranchos de paja y barro. Se detectó que las condiciones socioeconómicas de los estudiantes eran en extremo precarias. Los niños y las niñas tenían que recorrer grandes distancias para asistir a clase, descalzos y en ayunas. Los maestros no recibían sus salarios a tiempo, y en ocasiones se les remuneraba en especie. Los programas no tenían ninguna utilidad práctica, razón por la cual muchos padres pre-ferían retirar a sus hijos de la escuela para dedicarlos a las labores de la finca o el taller. Era necesaria una reforma.

En el gobierno de López Pumarejo se da impulso al modelo social educativo5. Este modelo aspiraba, al igual que el modelo en salud, a cambiar la concepción del analfabetismo y la falta de pre-paración profesional. Si antaño se consideraba que estas cuestiones eran de índole personal o religioso, ahora habría que abordar el pro-blema educativo como un problema social. La falta de educación de algunos sectores de la población terminaba por afectar a los otros. Si una industria no podía funcionar por falta de mano de obra ca-lificada, o una compañía de contratistas se veía desplazada en la competencia por una firma extranjera, la cuestión de la educación no podía ya tratarse como un asunto personal o religioso. Una reforma educativa en ese sentido suponía la consagración de una educación pública gratuita, universal y obligatoria, acompañada de la profesionalización y dignificación del magisterio. Durante el go-bierno de López se dieron los primeros pasos para la construcción del modelo. Primero, se eliminaron las discriminaciones de la es-cuela y los colegios. Se hizo obligatoria la instrucción, y se estable-cieron pruebas para evaluarla. Segundo, se fortaleció la instrucción primaria y secundaria mediante la creación de nuevas escuelas y colegios nacionales. En este campo, se hizo común la dotación de

5 Al respecto, véase el importante trabajo citado de Aline Helg (2001).

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restaurantes escolares y consultorios médicos para los educandos. Tercero, se realizó una amplia reforma universitaria que dio nueva vida a la actual Universidad Nacional de Colombia.

Sin embargo, fue durante el segundo gobierno de López cuando se tomaron las medidas decisivas en este sector. El prin-cipal problema de la educación pública residía en la mala calidad de sus docentes. Entre las razones que explican esta situación se contaban las siguientes: el bajísimo nivel salarial, la competencia de los colegios privados que acaparaba la mejor mano de obra edu-cativa, el carácter gratuito de la educación en contraste con el pago de altas matrículas en los colegios privados, la falta de continuidad en los cargos suscitada por el clientelismo político, y la situación financiera de los departamentos, que variaba significativamente de región en región. Este diagnóstico no era muy distinto en el sector público. Para remediar esta situación, López creó la carrera ad-ministrativa para los funcionarios públicos y el escalafón para los docentes. Mediante la Ley 43 de 1945 se creó un escalafón para la enseñanza secundaria, mientras que la Ley 97 del mismo año haría igual cosa respecto de la enseñanza primaria. El principal efecto que producía el ingreso al escalafón era la estabilidad en el cargo, ya que no podía desvincularse a un maestro sin una motivación clara. Adicionalmente, se le concedían al maestro los derechos básicos de cualquier otro trabajador. Los principales factores que servían para escalafonar a los maestros eran la antigüedad o experiencia en el cargo, y los títulos o certificados de estudio que acreditaran. El as-censo en el escalafón lo determinaban las Juntas Departamentales de Escalafón, integradas por delegados del Ministerio de Educación, los sindicatos del magisterio y los representantes de la Iglesia.

Tercera etapa: la lucha entre el modelo social

& el modelo liberal (1946-1980)

Con el regreso del partido conservador al poder se inicia la lucha entre los partidarios del modelo formal-liberal y el modelo social. Los primeros gobiernos conservadores regresaron al viejo sistema de escuela rural y urbana al tiempo que paralizaron la ex-pansión de la educación pública secundaria. Si bien mantuvieron

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el escalafón de los profesores, hicieron todo lo posible por vincular maestros que estuvieran de acuerdo con su pensamiento político. Para tales efectos, abolieron las juntas locales y establecieron una Junta Nacional de Escalafón, fuertemente intervenida por el go-bierno central. Muchos maestros liberales fueron expulsados de la carrera docente. La preocupación de los gobiernos conservadores también se dirigió a la educación superior. Los empresarios antio-queños, que llegaron al poder por primera vez con el gobierno de Mariano Ospina Pérez, plantearon la necesidad de dotar de mano de obra calificada a la industria colombiana en expansión. En esta época surgen, en desarrollo tardío de la Ley Uribe, las universi-dades regionales más importantes como la Universidad del Valle, la Universidad de los Andes y la Universidad Industrial de Santander. Como parte de este proceso, y por iniciativa de Gabriel Betancur Mejía, se crea el Instituto Colombiano de Crédito y Estudios Téc-nicos en el Exterior (Icetex), entidad encargada de financiar los es-tudios de profesores y estudiantes en el extranjero, con el propósito de modernizar la educación6.

El debate entre los modelos liberal-formal y social se plantea con más claridad durante las décadas de los sesenta y setenta. Los partidarios del modelo formal-liberal ven el problema del analfa-betismo y la falta de formación profesional como un obstáculo para el desarrollo económico; por esa razón plantean la importación de otros modelos educativos que permitan poner la enseñanza al ser-vicio de la industria. En consecuencia, se crea el Servicio Nacional de Aprendizaje (SENA), con la idea de formar técnicos y mano de obra que de otro modo tendrían que contratarse en el exterior. Por la misma época se crea el Fondo Universitario Nacional, con la ex-presa intención de recaudar créditos externos para el desarrollo de las universidades. Los partidarios del modelo social se concen-traron, en cambio, en el problema de garantizar la cobertura de la educación pública y mejorar las condiciones laborales de los pro-fesores. Este último asunto fue objeto de largas polémicas entre

6 Un análisis interesante sobre las reformas conservadoras se encuentra en el trabajo de Ivonne Lebot (1978).

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ambos bandos. Por una parte, el gobierno intentó modificar unila-teralmente el escalafón docente mediante los decretos 223 de 1971 (reforma Galán) y 128 de 1977 (reforma Dusán). Ambos intentos fracasaron. En lugar de ello, los sindicatos impusieron su propio estatuto mediante el Decreto-Ley 2277. Por su parte, los defensores del modelo social transformaron el Fondo Universitario Nacional en el Instituto Colombiano para el Fomento de la Educación Su-perior (ICFES), el cual se encargaría de regular y coordinar, de la misma forma que el Ministerio de Salud respecto del Sistema Na-cional de Salud, todas las instituciones de educación superior.

Conclusiones: la crisis del modelo social

& el auge del modelo liberal (1980-2004)

A comienzos de la década de los ochenta, las tentativas por hacer predominar uno de los modelos sobre el otro parecían haber finalizado. Por todas partes pareció aceptarse el actual estado de cosas. Lo que ha venido sucediendo en los últimos años es que los actores en conflicto han intentado interpretar las instituciones ri-vales en términos tales que resulten convenientes para sus inte-reses. Los defensores del modelo liberal, por ejemplo, niegan que estén interesados en eliminar el seguro social o la universidad pú-blica, pero las conciben como instituciones típicamente liberales. En la Ley 100 de 1993, nuevamente encontramos el mismo esquema híbrido. En su primera parte, dedicada a los seguros económicos, se consagra un régimen claramente favorable al modelo liberal. Si bien no se elimina el seguro social en materia de invalidez, vejez y muerte, se permite que los usuarios escojan entre el régimen del seguro (denominado «prima media con prestación definida») y la atención privada (en el régimen de «ahorro individual con solida-ridad»). En la práctica, esto significa que el Seguro Social pasó a ser una institución más en el sector, que debe competir como cual-quier otra empresa por el ahorro de los posibles tomadores. En ma-teria de seguros de reparto, la reforma está comprometida con el modelo social. Así por ejemplo, la ley estableció un sistema de sub-sidio para aquellas personas que no pueden pagar su tratamiento. La financiación de los subsidiados correría a cargo del resto de la

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población (denominados contributivos). Los partidarios del modelo social afirman que la Ley 100 fortaleció su punto de vista porque hacen énfasis en la segunda parte de la ley. Por el contrario, los defensores del modelo liberal enfatizan la primera parte de la ley, sobre libertad en la afiliación. En materia educativa, las leyes 30 de 1992, 60 de 1993 y 115 de 1994, también reflejan estos conflictos de interpretación. Para los partidarios del modelo social, por ejemplo, la Ley 30 consagra principios que implican el trabajo conjunto con pares universitarios. Los sistemas de acreditación expresan la ne-cesidad de coordinar sistemáticamente los esfuerzos académicos de las universidades. Para los partidarios del modelo liberal, la Ley 30 pretende lograr la calidad mediante la competencia de los dife-rentes actores. Algunas reformas recientes parecen inclinar la ba-lanza hacia el modelo liberal. El nuevo régimen de competencias y recursos (Ley 715 de 2001), y el nuevo estatuto docente (Decreto 1278 de 2002), así como la focalización del gasto social a través del Sistema Único de Beneficiarios, difícilmente podrían leerse como esquemas favorables al modelo social.

El arreglo institucional alcanzado a lo largo del siglo pasado es una transacción entre actores o jugadores que no lograron una victoria completa en el diseño de las instituciones. El resultado es un híbrido institucional en el que las reglas de juego que regulan los dos sectores están comprometidas de forma ambivalente con valores políticos opuestos. Existen muchos diagnósticos sobre esta situación. Una primera hipótesis sería que los grupos económicos, así como los gremios de comerciantes, trabajadores e industriales, no estarían dispuestos a asumir los costos de un arreglo institu-cional más puro. Por ejemplo, si se tratara de establecer el modelo liberal, no aceptarían correr el riesgo de una revolución social; si se tratara del modelo social, no desearían contribuir enteramente a su sostenimiento. También podemos conjeturar que la indefinición entre ambos modelos se debe a la situación económica particular de Latinoamérica, que no es capaz de costear el modelo social pero tampoco puede abandonar el modelo liberal. Desde otra pers-pectiva, podemos suponer que el modelo liberal es económicamente eficiente pero que no puede funcionar en los mercados imperfectos

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de la región, mientras que el modelo social, si bien es ineficiente, suple adecuadamente los vacíos del libre mercado. Los sociólogos prefieren hablar de perturbaciones entre los diferentes sistemas so-ciales. El sistema económico parece afectar el sistema de valores y así sucesivamente. Otras explicaciones enfatizan la anomia a la que está sometido el colombiano promedio como consecuencia de las rápidas transformaciones sociales del siglo pasado.

La verdad es que todos estos análisis, por muy ciertos que puedan ser, no dejan espacio para la moralidad política, es decir, no suministran los criterios morales y políticos adecuados para tomar una decisión sobre la justicia y bondad de ninguno de los modelos involucrados. Lo que propongo es una explicación de tipo político sobre el problema de la crisis de nuestras instituciones. Vistas así las cosas, desde la dimensión política, hallaremos una forma particular de encontrar un equilibrio moral entre los dife-rentes valores en conflicto.

Ensayemos brevemente un análisis del problema de los hí-bridos institucionales en Colombia, desde el punto de vista de la moralidad política. Así, desde esta perspectiva, ¿son justas y buenas las instituciones híbridas? La respuesta tradicional a esta pregunta ha sido que las instituciones híbridas son injustas y malas. Entre los argumentos que más suelen citarse en contra de las institu-ciones híbridas está el hecho de que pueden suscitar conflictos de interpretación entre los agentes encargados de descifrarlas. Cuando esto sucede se presentan continuamente situaciones de incerti-dumbre entre los usuarios del sistema, y los conflictos por los re-cursos y la utilización de los servicios se agravan. Por lo general, las instituciones híbridas son analizadas desde el punto de vista del desempeño económico y no desde el campo estrictamente político. Los teóricos del cambio institucional ven en los modelos impuros una serie de obstáculos para el desarrollo económico. Por ejemplo, la imposibilidad de reformar una serie de instituciones básicas en España y Francia explicaría su atraso relativo respecto de Ingla-terra y Holanda.

También es usual un diagnóstico negativo por parte de los so-ciólogos. La combinación entre los sistemas económicos, sociales

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y políticos es una perturbación tan seria que produce fenómenos bien conocidos como la anomia, y su opuesto, la juridificación.

Lo que quiero proponer ahora es que esta situación, analizada desde una perspectiva política, puede llegar a ser positiva. Para ilustrar mi punto de vista quisiera recordar un debate antiguo que viene a mi mente cuando estudio el problema de las instituciones colombianas. En la historia de la filosofía política es bien conocida la discusión sobre cuál es la mejor forma de gobierno. Los más im-portantes filósofos solían discutir acerca de la conveniencia e incon-veniencia de la democracia, la aristocracia y la monarquía. Habían llegado a reconocer que estas formas de gobierno podían degenerar en opuestos como la demagogia, la oligarquía y la tiranía. Platón, Aristóteles y Cicerón, en la antigüedad, y Agustín y Tomás durante el medioevo, hicieron sus aportes al debate. De hecho, llegaron a se-ñalar una especie de ciclo o sucesión de formas de gobierno. La aris-tocracia degenera en oligarquía y ésta a su turno en tiranía, etc. En otras palabras, los filósofos desarrollaron muchos siglos antes que los sociólogos y economistas una teoría del cambio institucional. Pero esta teoría del cambio no estaba basada en factores sociales y económicos sino en elementos estrictamente políticos y morales. En el seno de esta discusión, Polibio, el célebre historiador greco-rromano, propuso una solución al problema del cambio institu-cional que habría de volverse un lugar común en nuestra cultura. La república romana había logrado su preponderancia mundial como consecuencia de un arreglo institucional híbrido que integraba las distintas formas de gobierno: el senado equivalía a la aristocracia, los comicios a la democracia, y el consulado a la monarquía. La pro-puesta de Polibio habría de tardarse más de dos milenios en ser for-malmente reconocida en la teoría de la separación de poderes. Sin lugar a dudas, la separación de poderes es una institución híbrida. Por lo demás, si la analizamos sociológica o económicamente, en-contraremos que, por una parte, es un arreglo institucional basado en el conflicto entre diferentes sistemas sociales. Por otra parte, desde el punto de vista económico, no podría ser más ineficiente y costosa. Sin embargo, desde el punto de vista político, ha sido la so-lución ideal para alcanzar un equilibrio en los poderes del Estado.

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Instituciones híbridas: los casos de la salud & la educación

¿Por qué no pensar que las instituciones de salud y educación deban tener una estructura institucional híbrida?

La propuesta que queda planteada es que algunas institu-ciones híbridas pueden justificarse desde el punto de vista de la moralidad política. Por ahora, es suficiente con precisar un poco más este punto. Si las instituciones que hemos venido conside-rando pueden justificarse con base en alguna forma de raciona-lidad política, a saber, la moralidad política, no es porque exista una débil analogía entre el problema de las formas de gobierno y las formas de organización de la salud y la educación. No se trata simplemente de que exista algún parecido entre ambos problemas. Lo que sostengo es que el tipo de salud y educación que debe brin-darse en un país es algo que se escoge de antemano cuando se instaura una determinada forma de gobierno y no una cuestión independiente. Existe evidencia textual que soporta esta interpre-tación. Basta con remitirnos a las grandes obras de filosofía po-lítica de Occidente para comprobarlo. La República de Platón, la Política de Aristóteles, los Comentarios de Maquiavelo, el Emilio de Rousseau, entre tantas otras, son trabajos sobre la forma de educar a los ciudadanos. Reconozco que no son tratados sobre la salud pero sí sobre los deberes y las responsabilidades hacia los demás miembros de la comunidad. Pero aparte de las pruebas históricas que puedan suministrarse a favor de mi posición, también es po-sible defenderla por medio de argumentos independientes. Por ahora solo diré que la manera como se distribuye el poder político depende esencialmente del tipo de persona que se forma en las instituciones educativas. En el mismo sentido, la forma como tra-tamos a nuestros semejantes, cuando padecen alguna enfermedad o están desamparados, revela el tipo de personas que somos. No tiene sentido educar en la libertad mientras la forma de gobierno para la que habrán de trabajar los futuros ciudadanos sea una dic-tadura. Tampoco lo tiene inculcar valores como el respeto y la dig-nidad humana en un país en el que las instituciones de salud solo atienden adecuadamente a quienes pueden pagar por la atención. Se dirá que no todos los temas en los que educamos involucran las cuestiones morales. Para resolver una ecuación de segundo grado

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o disecar una rana no se requiere transmitir determinados valores morales. En estos ejemplos extremos, ¿dónde queda la conexión entre la educación y la moralidad política? ¿Cómo están conec-tados los valores de beneficencia o auxilio y una simple clase de historia, pintura o gimnasia? Hay que reconocer que existen temas que pueden ser tratados al margen de las cuestiones morales. Pero la educación, y particularmente la educación sobre el trato a los demás, difícilmente puede defenderse como una cuestión valorati-vamente neutral. Los profesores de manera inevitable transmiten e inculcan valores, consciente o inconscientemente, deliberadamente o no. En la historia de Colombia encontramos claras pruebas de la conexión que señalo. ¿Acaso el problema educativo y asistencial no fue una de las principales causas del conflicto político durante todo el siglo XIX? ¿No pretendían los liberales instaurar una instrucción y una beneficencia públicas? ¿No querían los conservadores dejar estas labores a la Iglesia? Y en fin, ¿no eran estas discusiones una cuestión eminentemente constitucional?

No pretendo agotar la discusión en estas breves páginas. Es claro que existe una línea de investigación en filosofía política que tendría que ocuparse del siguiente problema: si es posible mostrar que el diseño de las instituciones educativas y sanitarias del país es un asunto sustancialmente constitucional y político, y nuestra Constitución es un híbrido de formas de gobierno, ¿cómo deben diseñarse las instituciones educativas y sanitarias del país? Esta tarea ha quedado en manos de economistas y sociólogos en los dos últimos siglos. Hubo un tiempo en el que los filósofos nos ocupamos con seriedad del diseño de las instituciones sociales y políticas. Creo que ese ejercicio resultó muy positivo para toda la humanidad. Instituciones como la democracia constitucional, los derechos fundamentales y el Estado de derecho, resultaron de este trabajo. ¿No podríamos continuarlo en instituciones intermedias como la salud y la educación?

Referencias bibliográficas

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¿Educación para la democracia sin democracia?

Un informe bibliográfico*

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En todas las instituciones de educación, oficiales o privadas, serán obligatorios el estudio de la Constitución

y la instrucción cívica. Así mismo se fomentarán prácticas democráticas para el aprendizaje de los principios y

valores de la participación ciudadana. El Estado divulgará la Constitución.

Constitución Política de Colombia, Art. 41

En cumplimiento del artículo 41 de la Constitución Política, desde 1991 se han gestado numerosos códigos, proyectos pedagógicos y experiencias educativas destinados a la formación ética y cívica de los estudiantes colombianos. El supuesto común que guía las variadas expresiones de la educación política consiste en que el aprendizaje ciu-dadano de los principios y valores que constituyen la democracia es imprescindible para la genuina vigencia de esta. Sin educación demo-crática no existe democracia.

Frente a este aserto, cabe indagar si puede haber una genuina educación democrática sin democracia. Allí donde sistemática-mente se incumplen los requisitos democráticos del respeto a los

* Avance del proyecto de investigación «Educación para la ciudadanía democrática en Colombia», desarrollado en conjunto por los grupos de investigación «Filosofía y enseñanza de la filosofía» de la Universidad Pedagógica Nacional, y «Poliethos-ética, política y educación para la democracia» de la Universidad Nacional Abierta y a Distancia (UNAD).

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derechos y las libertades fundamentales, el fomento de la justicia social y la efectiva participación de los ciudadanos en las decisiones públicas, el aprendizaje cívico se revela como un dispositivo ideo-lógico de simulación.

La ideología, como falsa conciencia, refleja la falsedad objetiva del contexto social. El alcance crítico de la cultura ciudadana en una república democrática se pervierte cuando el acatamiento de las reglas políticas se pone al servicio de las autoridades de turno. Sin ir más lejos, invocar la voluntad mayoritaria de los colombianos para romper por el camino las reglas de juego establecidas, y avalar la reelección inmediata del presidente en ejercicio, solo confirma la manipulación demagógica de los postulados democráticos.

La salida, sin embargo, no consiste en abandonar la edu-cación cívica, sino en recuperar su sentido crítico, de manera que de máscara justificadora de la pseudodemocracia que padecemos, se convierta en el reclamo consciente por una genuina democrati-zación de nuestra vida social.

Pensar la educación para la democracia

En la región iberoamericana existe un amplio movimiento de filósofos y pedagogos orientado a reflexionar sobre las condiciones de la formación ética y política en sociedades democráticas. Con el auspicio de la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI), se ha conformado una vasta red internacional de divulgación y diálogo en torno a la educación cívica en valores, que celebra en-cuentros periódicos en distintos países, publica libros y revistas sobre el tema, y difunde investigaciones y experiencias educativas. En la biblioteca virtual de esta entidad existe un rico acervo biblio-gráfico para fundamentar teóricamente y desarrollar diferentes propuestas de educación ciudadana1.

En particular, la Revista Iberoamericana de Educación dedicó a la relación entre educación y democracia sus números 7 & 8, de

1 Véase la página electrónica de la OEI sobre educación en valores http://www.campus-oei.org/oeivirt/valores.htm, y sobre educación y democracia http://www.campus-oei.org/oeivirt/democracia.htm.

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enero a abril y de mayo a agosto de 1995. En el primer volumen2 (OEI, 1995) se incluyen textos de Miquel Martínez («La educación moral: una necesidad en las sociedades plurales y democráticas»), Adela Cortina («La educación del hombre y del ciudadano»), Gui-llermo Hoyos («Ética comunicativa y educación para la demo-cracia») y otros colaboradores. En el número 8 de la revista3 se encuentran textos de Fritz Oser («Futuras perspectivas de la edu-cación moral»), Pedro Álvarez Massi («Una educación experiencial para desarrollar la democracia en las instituciones educativas») y Marvin W. Berkowitz («Educar la persona moral en su totalidad»), junto con artículos de otros autores4.

Sin que ello implique despreciar otros acercamientos, entre los autores incluidos en dicha base documental nos permitiremos des-tacar el trabajo de los españoles Miquel Martínez y Adela Cortina, y del colombiano Guillermo Hoyos. El primero entiende que la educación en valores tiene el reto de articular la felicidad de los ciudadanos y la construcción de una sociedad democrática. La se-gunda estima que la ética cívica, propia de sociedades democrá-ticas, requiere de la formación en los valores ciudadanos. El tercero propone democratizar la democracia por medio de las virtudes de la argumentación entre los ciudadanos.

Como lo enuncia de modo explícito en uno de sus artículos sobre el tema, el profesor Martínez considera que la educación

2 http://www.campus-oei.org/oeivirt/rie07.htm3 http://www.campus-oei.org/oeivirt/rie08.htm4 Entre otros fondos, también merece mencionarse la serie “Aprender

a ser”, dirigida por María Rosa Buxarrais para la editorial Desclee de Brower de Bilbao. Se han recogido allí importantes títulos como Educación en valores para una sociedad abierta y plural, de Montserrat Payá; Crecimiento moral y filosofía para niños, editado por Félix García Moriyón; Diálogos sobre educación moral, de John Wilson y Barbara Cowell; La escuela de la ciudadanía. Educación, ética y política, de Fernando Bárcena y otros; Historia de la educación en valores, dos volúmenes, compilado por Conrad Vilanou y Eulalia Collelldemont; y La herencia de Aristóteles y de Kant en la educación moral, de Ana María Salmerón. Además, esta editorial ha publicado la más importante colección de estudios de Kohlberg (1992) y sus colaboradores.

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moral es una necesidad en sociedades plurales y democráticas (Martínez, 1995). Contra quienes aducen que abandonada la tutela religiosa sobre las normas jurídicas y sociales de convivencia, sobra cualquier orientación normativa del comportamiento de los ciuda-danos, o incluso temen que esta recaiga en adoctrinamientos mo-ralistas, se replica que solo una explícita formación escolar en los valores del respeto, la justicia y la participación capacita a los in-dividuos para el ejercicio responsable de la ciudadanía. De lo con-trario, la democracia sucumbirá ante los antivalores del consumo exacerbado, la intolerancia frente a los extraños y la exclusión de los pobres, y la vida democrática se reducirá al recambio electoral de las elites en el poder. En relación con la buscada combinación entre felicidad personal y democracia social, se trata de alcanzar el nivel de la felicidad solidaria marcado por el interés activo por el bien de los otros, con la vigencia de los derechos humanos de primera, segunda y tercera generación. Para Martínez, la cons-trucción de una democracia real requiere de acciones educativas basadas en los criterios de autonomía personal y razón dialógica, de modo que se articulen los valores de las libertades individuales y la justicia social, la convivencia de las identidades diferenciadas y el entrenamiento en la esfera del debate público.

Recientemente, el autor ibérico ha sintetizado así la función de la educación en valores en una democracia: «La educación en valores tiene por objeto la formación de personas autónomas y dia-logantes, dispuestas a implicarse y comprometerse en una relación personal y en una participación social basadas en el uso crítico de la razón, la apertura a los demás y el respeto a los derechos hu-manos» (Martínez, 2004, p. 42). La responsabilidad de las institu-ciones educativas, y del profesorado en general, consistirá en crear condiciones pedagógicas que fomenten el desarrollo de las com-petencias éticas, tanto dentro del currículo explícito como dentro del currículo oculto. Pero la escuela no solo debe ser un canal de difusión de esos valores, sino ella misma debe transformarse para vivir la democracia en su práctica institucional y pedagógica.

Por su parte, Adela Cortina, quien a través de varias visitas al país y algunas publicaciones editadas en Colombia ha tenido una

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activa presencia entre nosotros (Cortina, 1997), inscribe la educación ética y política dentro de una plural teoría de la ciudadanía. Para fi-lósofa española, la educación en los valores cívicos es una necesidad imprescindible para la formación de los ciudadanos protagonistas de la democracia. Contra la disgregación globalizada de los Estados nacionales, o la reducción intolerante de la política a las comuni-dades primarias de vida, los individuos deben formarse en los va-lores pluralistas y dialógicos propios de sociedades democráticas.

La conquista de la ciudadanía en su triple dimensión de pro-tección de los derechos civiles, políticos y sociales, requiere que los integrantes de la sociedad se eduquen en los compromisos y las res-ponsabilidades que esos derechos comportan. Pero a la tríada esti-pulada por Marshall, la catedrática de la Universidad de Valencia agrega la ciudadanía intercultural y la ciudadanía cosmopolita (Cortina, 1997). Cinco valores fundamentales rigen respectiva-mente la educación en cada una de estas dimensiones de la civi-lidad. En primer lugar, se postula el valor supremo de la libertad, que con Kant se entiende primordialmente como autonomía, esto es, la capacidad del agente moral de conferirse a sí mismo las normas que está dispuesto a reconocer a los demás. El valor del diálogo orienta la participación responsable de los ciudadanos en una esfera pública ampliada globalmente, que en la resolución in-tersubjetiva de los conflictos mediante argumentaciones públicas halla la herramienta racional para la participación política. Por su lado, la igualdad, desde su núcleo como derecho a igual dignidad, se despliega en la igualdad de condiciones y oportunidades para el disfrute de los bienes culturales, según criterios equitativos de justicia distributiva. Con respecto a la ciudadanía intercultural, antes que la tolerancia con su connotación de resignada pasividad, corresponde infundir el respeto activo por los planes de vida de los integrantes de otras culturas, desde luego siempre y cuando éstos se hallen a la altura de nuestra común condición humana. En nombre de dicha universalidad se postula por último el valor de la solidaridad, que por encima de barreras políticas y culturales, hace corresponsables a todos los seres humanos por el destino de la humanidad. En la tradición kantiana actualizada por Rawls y Ha-

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bermas, Cortina aboga por un universalismo procedimental que descree del relativismo,

porque hemos ido aprendiendo al hilo de los siglos que cualquier ser humano, para serlo plenamente, debería ser libre y aspirar a la igualdad entre los hombres, debería ser justo, solidario y respetar activamente su propia persona y a las demás personas, trabajar por la paz y el desarrollo de los pueblos, conservar el medio ambiente y entregarlo a las generaciones futuras no peor que lo hemos recibido, hacerse responsable de aquellos que le han sido encomendados y estar dispuestos a resolver mediante el diálogo los problemas que puedan surgir con aquellos que comparten con él el mundo y la vida (Cortina, 1997, p. 229).

En una adaptación civilista del imperativo categórico kan-tiano, la profesora Cortina propone una universalización de la res-ponsabilidad, de modo que “yo no puedo reclamar para mí como humano un derecho que no esté dispuesta a reclamar con igual fuerza para cualquier ser humano y a trabajar responsablemente por que se le proteja”. Y sin ignorar la importancia de la educación moral escolarizada, concluye que somos todos y cada uno de los in-tegrantes de la sociedad civil los responsables de esta formación.

Tornando por los topos de su reflexión práctica, en Educación en valores y responsabilidad cívica (Cortina, 2002, cap. 7)5, la autora le asigna a la educación ética la “degustación de los valores”, de modo que los estudiantes aprendan a conciliar razonablemente los mínimos de justicia y los máximos de felicidad. Además, sos-tiene que la ética pública cosmopolita propia de nuestra época debe avanzar de la defensa de los derechos fundada en el contrato social, a la asunción de las corresponsabilidades que nos corresponden en virtud del reconocimiento del otro.

De modo coincidente, el profesor Hoyos ha hecho suyo un planteamiento de Habermas para insistir en que no son los po-líticos ni los filósofos profesionales, sino los propios ciudadanos

5 Ver especialmente el capítulo 7, «Ética y política: moral cívica para una ciudadanía cosmopolita», pp. 89-110).

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quienes debemos acordar las reglas que orientan nuestras vidas en sociedades democráticas (Hoyos, 1995; 2001; 2004). En su pro-puesta, la ética comunicativa incorporada a las acciones educa-tivas aparece como lugar de encuentro de las diferentes corrientes de la filosofía práctica contemporánea, ya que el diálogo com-porta la formación de los individuos autónomos reivindicada por la tradición liberal con Kant a la cabeza, la capacidad para atender a los bienes colectivos promovida por los neoaristotelismos, la exigencia de justicia social reclamada por el marxismo, la parti-cipación ciudadana invocada por el republicanismo, e incluso, la autoconstrucción estética de sí mismo auspiciada desde Nietzsche por enfoques posmodernos. Contra las objeciones en torno a que el consenso dialógico puede ahogar las diferencias en el seno de la sociedad, se replica que, por el contrario, se trata de partir de los intereses en conflicto para construir, con la intervención de todos los afectados, alternativas que en lo posible medien entre lo particular y lo público, con posibilidad abierta de revisión per-manente. La democratización de la democracia significa aban-donar el estrecho marco de la mera legalidad y la representación electoral, para auspiciar la activa participación de todos y cada uno de los ciudadanos en los diversos escenarios de la vida social y política. En atención a los principios éticos fundamentales de la libertad, la justicia y la solidaridad, los integrantes de la so-ciedad civil pueden y deben incluso llegar a la desobediencia civil cuando la efectiva organización política se halle por debajo de dichos estándares.

Siguiendo a Dewey, Hoyos destaca la dimensión religiosa de esta educación para la democracia. Sin embargo, «No es un volver a la religión, sino interpretar su potencial valorativo en el sentido de una relación imaginativa con un yo íntegro, total, como ideal de compromiso ciudadano» (Hoyos, 2004, p. 68). En el cruce comu-nicativo del pragmatismo y la ética discursiva, se descubre al otro tanto en la educación como en la práctica democrática.

A la lista de los colaboradores habituales del proyecto de edu-cación en valores de la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI) agregaremos, por la importancia de su labor en el país, al

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chileno Abraham Magendzo, quien ha adelantado trabajos y ase-sorías sobre el tema en organismos oficiales del orden nacional y local. Su propuesta apunta a inscribir la formación ciudadana dentro de la pedagogía crítica. Así, en uno de sus más recientes libros (Magendzo, 2004), aborda los retos pedagógicos que plantea la formación axiológica y política a la construcción del currículo, campo disputado por la racionalidad estratégica exigida por la glo-balización y la racionalidad comunicativa propia de la democracia. Luego de entroncar las nociones de ciudadano y ciudadanía en el actual debate entre liberalismo y comunitarismo (respectivamente, ciudadanía como titularidad de derechos y como práctica de las virtudes cívicas), el autor propone educar en una ciudadanía activa que empodere a los ciudadanos en la defensa de los derechos y el cumplimiento de los deberes que les corresponden en el marco ins-titucional del Estado de derecho, los faculte para la participación política en los diferentes escenarios del ejercicio del poder, y los anime a trabajar en contra de la discriminación y en pro del respeto de la diversidad cultural y social.

«El concepto central de la formación para la ciudadanía activa es [...] el de responsabilidad, el de aprender no solo a hacerse res-ponsable de las propias decisiones sino también aprender a crear condiciones para que todos puedan ser protegidos en sus derechos» (Magendzo, 2004, p. 44), colaboren en la construcción del «imagi-nario social del nosotros», y se hagan cargo de los otros sin esperar ninguna reciprocidad, enuncia Magendzo alusión a Cortina, Le-chner y Levinas. De ese modo, los ciudadanos adquieren el capital social que les brinda confianza en las normas y en la cooperación mutua, y así se capacitan para la acción colectiva en beneficio de toda la comunidad. En la línea de la pedagogía crítica que recorre de Freire a Giroux, el especialista chileno vincula dicha educación ciudadana con la implementación de un currículo crítico que con-cientice sobre los factores ideológicos de las prácticas educativas y promueva desde la escuela la construcción de una democracia radical. El pedagogo crítico debe complementar el lenguaje des-enmascarador de la crítica con un «lenguaje de posibilidades [...] un lenguaje que proporcione la base pedagógica para enseñar la

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democracia, a la vez que convierta a la escuela en una institución democrática» (p. 56)6.

Por nuestra parte, al reflexionar sobre cómo orientar la edu-cación ética y política para la democracia en nuestras complejas sociedades del siglo XXI, estimamos de capital importancia la combinación entre la mirada normativa de la filosofía práctica, y la mirada educativa de una pedagogía crítica. La primera postula los principios, valores e ideales que constituyen el ethos pluralista democrático. La segunda plantea los límites de las pedagogías tra-dicionales en la consecución de dicho propósito, y diseña prácticas para una efectiva democratización de la escuela. En pro de una visión integral del problema, falta añadir la mirada contextual de los estudios sociales y políticos, destinada a explorar las condi-ciones de posibilidades culturales e históricas de la educación de-mocrática.

La investigación de la educación

para la democracia

Por motivos de espacio, en este apartado destinado a los es-tudios sociales y pedagógicos en torno a la educación democrática en el país nos limitaremos casi con exclusividad a reseñar dos estudios elaborados por el grupo de investigación «Educación y cultura política», coordinado por Martha Cecilia Herrera en la Universidad Pedagógica Nacional. A manera de antecedente men-cionemos apenas el libro de Alexander Ruiz Silva (1996, pp. 9-117)7, que indaga sobre el desempeño de la educación para la demo-cracia en Colombia. En esta obra, prologada por Guillermo Hoyos Vásquez8, se denuncia la inconsistencia entre el discurso oficial tolerante declarado en los proyectos educativos institucionales, y repetido por los docentes, y las prácticas autoritarias efectivas aplicadas por los maestros en los centros de enseñanza. En conse-cuencia, la educación ética debe superar la retórica moralista en la

6 Tomado de Henry Giroux (1998, p. 144).7 Ver en especial «El proyecto político de la escuela contemporánea:

formación en valores y construcción de ciudadanía».8 Ver “Por una educación en valores”, en Ruiz (1996, pp. 13-35).

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escuela y motivar una efectiva democratización de las instituciones educativas y, por extensión, de la sociedad.

Entrando ya de lleno en las investigaciones de Herrera y colaboradores, su propósito articulador ha residido en recons-truir las conexiones entre la educación política y el concepto de cultura política gestado por los saberes sociales y políticos. Para comenzar, destaquemos el libro que en compañía de Carlos Jilmar Díaz compiló con el título Educación y cultura política: una mirada multidisciplinaria (Herrera & Díaz, 2001), que reúne las memorias de un encuentro celebrado sobre el tema en 2000. Según lo anun-ciado en el subtítulo, hallamos en sus páginas colaboraciones de los estudiosos de la comunicación y los estudios culturales Jesús Martín-Barbero («Transformaciones culturales de la política», pp. 15-28) y Fabio López de la Roche («Aproximaciones al concepto de cultura política», pp. 29-58), del historiador Óscar Saldarriaga («El Criterio, de Jaime Balmes: una matriz pedagógica para la invención del sentido común en Colombia», pp. 211-241), y de los sociólogos Jorge Enrique González («Moral, derecho y política en la Colombia del siglo XIX», pp. 185-210), y Gabriel Restrepo («El remedo, el re-miendo y el simulacro en la relación de saber y poder», pp. 243-257), amén de trabajos de especialistas de otros campos. Según los com-piladores, se hace patente así el propósito del grupo de investi-gación Educación y cultura política de

[...] desarrollar una mirada sociohistórica sobre las relaciones entre educación y cultura política, estudiar cómo el discurso y las prácticas pedagógicas interpelan y aportan a la constitución de culturas políticas y a la formación de identidades y actores políticos, con el fin de contribuir, desde la educación, a la constitución de un sentido de lo público [...] (p. 10).

La conexión entre este rico marco conceptual moldeado en los saberes sociales y el análisis de la pedagogía democrática en el país, se puede consultar en el artículo que Herrera escribe en compañía de Alexis Vladimir Pinilla («Acercamientos a la relación entre educación y cultura política en Colombia», pp. 59-92). En efecto, aunque se elogian los efectos democratizadores de la Constitución

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de 1991, la Ley General de Educación y otros códigos, a partir de los trabajos de Luz Marina Escalante, Álvaro Rodríguez y otros, se cuestionan los vicios de los discursos y las prácticas en la escuela, tales como el leguleyismo en los manuales de convivencia, y el ca-rácter meramente burocrático de la participación estudiantil.

En 2005, el grupo liderado por Herrera publicó el libro co-lectivo La construcción de cultura política en Colombia. Proyectos hegemónicos y resistencias culturales (Herrera et al., 2005), investi-gación documental donde se interpretan las relaciones entre edu-cación y cultura política en Colombia durante la última década del siglo pasado. De acuerdo con el plan trazado en la introducción (p. 13), el volumen se divide en cuatro capítulos. El primero examina las transformaciones del concepto de «cultura política» en los sa-beres sociales y educativos. En el segundo se exploran las relaciones entre las políticas educativas y la cultura política en Colombia, con especial interés en el papel del magisterio como movimiento social. En el tercer capítulo se reconstruyen las estrategias y los estudios relacionados con la educación política democrática en los años no-venta –tal como figuran en la normatividad oficial–, los códigos escolares e investigaciones de diverso tipo. El cuarto apartado se detiene en tres escenarios particulares de la educación política, a saber: educación y comunicación, culturas juveniles y estudios sobre género.

En esta parte del estudio, especial relevancia posee la tipología sobre el uso de la noción «cultura política» en las políticas públicas y en la literatura sobre saberes sociales y educativos en el país, tal como se sintetiza en las conclusiones del trabajo que venimos glo-sando. Los investigadores adscritos a la Universidad Pedagógica distinguen tres significados básicos del término, distribuidos a su vez en dos tendencias ideológicas. La primera acepción corres-ponde a la perspectiva cívica, que asimila la cultura política al con-junto de conocimientos y comportamientos del individuo con respecto al funcionamiento del sistema democrático. En segundo lugar, se halla la perspectiva cívico-religiosa, que moldea la for-mación cívica con los atributos derivados de las virtudes católicas y cristianas. Cercanos a la noción de civic culture de origen estruc-

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tural-funcionalista, estos dos usos coinciden en definir la cultura política «desde arriba por los sectores hegemónicos de la sociedad y, por lo tanto, los individuos se deben adaptar a la misma me-diante procesos de socialización, formación y educación» (Herrera et al., 2005, p. 281). En cambio, la tercera perspectiva corresponde a las ciudadanías críticas, que se valen de los estudios antropoló-gicos, históricos y culturales para indagar sobre los múltiples sen-tidos de cultura política que se derivan de las prácticas efectivas de los sujetos políticos. «En este sentido, las características de la cultura política de un grupo social, se definen por las tensiones y contradicciones que hay entre las distintas culturas políticas y no de forma a priori, como ocurre en las otras dos miradas» (p. 282).

En línea con el primer grupo ideológico se ubican las orienta-ciones educativas del Estado colombiano, que en desarrollo de las políticas internacionales dirigidas a estandarizar los procesos de democratización escolar, han incorporado disposiciones curricu-lares y formas de participación escolar afines a «la democracia re-presentativa occidental y a los lineamientos eficientistas de la lógica capitalista» (Herrera et al., 2005, p. 283). Inspirados en concepciones de ciudadanía crítica, investigadores de ciencias sociales y educa-tivas han cuestionado los alcances de las políticas gubernamentales, arguyendo que la enseñanza de la técnica jurídica democrática y la instauración de mecanismos de participación escolar, no garan-tizan la efectiva democratización de la escuela. Como alternativa, algunas instituciones y ONG han diseñado programas de educación política formales e informales acerca de los principios constitucio-nales y la defensa de los derechos humanos, que procuran incluir las necesidades y expectativas de actores marginales como despla-zados, reinsertados, grupos juveniles, etc.

En definitiva, el colectivo liderado por Martha Cecilia Herrera concluye que el concepto de cultura política revela las tensiones epistemológicas y políticas por las cuales atraviesa el país. Surgida en el campo de la ciencia política, la noción se ha enriquecido con los abordajes de otras ciencias sociales y, más recientemente, de los estudios culturales. En relación con lo político, el énfasis sobre el tema ha respondido a las diversas construcciones de lo público

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emanadas de la ola democratizadora que cubrió América Latina en los años ochenta y noventa. De igual modo, la vivencia de la cultura política en los escenarios educativos presenta a menudo rasgos au-toritarios, contrarios al lenguaje democratizador pronunciado en la legislación educativa y en los reglamentos de las instituciones escolares. Como señala Rodrigo Parra Sandoval (1997), «el poder autocrático y el autoritarismo del conocimiento son facetas que se complementan y se esconden detrás de discursos democráticos [...] los conflictos son dirimidos la mayoría de las veces por quienes os-tentan el poder; de esa manera, no se utiliza el conflicto como una herramienta pedagógica para formar ciudadanos pacíficos y demo-cráticos» (citado por Herrera et al., 2005, p. 287). Y este balance negativo se ahonda cuando reparamos en el contexto sociopolítico dentro del cual se gesta la cultura política educativa en Colombia, marcado por la violencia, la corrupción, la miseria y otros factores de deslegitimación del Estado. No obstante, los investigadores del grupo «Educación y cultura política», destacan variadas expe-riencias educativas (uso de la acción de tutela en la reivindicación de los derechos fundamentales en los centros educativos, pactos de convivencia entre grupos juveniles y maestros, movilizaciones del magisterio y los estudiantes en defensa de la educación pública) que expresan una genuina búsqueda de la democracia en la edu-cación y, en general, en la sociedad colombiana.

Con reservas sobre algunos aspectos particulares de la sus-tentación (por ejemplo, acerca del papel democratizador del ma-gisterio), suscribimos las conclusiones de la investigación sobre la construcción de cultura política en Colombia:

[...]un balance parcial en torno a la introducción de procesos democráticos en espacios de formación, con base en los reordenamientos de las políticas educativas de los 90, señala la acumulación de una multiplicidad de experiencias en las que se expresa la confrontación entre distintas concepciones de cultura política, pudiéndose ver tanto experiencias que recogen experiencias de cultura política autoritaria y se revisten de nuevos lenguajes para continuar con antiguas prácticas, como proyectos democráticos, progresistas y, en ocasiones, libertarios, que recogen

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experiencias locales y aprovechan el nuevo ordenamientos jurídico para potenciar algunas de sus actividades desde el punto de vista institucional (Herrera et al., 2005, p. 288).

Nuestra valoración sobre las insuficiencias de la educación para la democracia en Colombia sigue derroteros semejantes.

Regulación de la educación

para la democracia

La importancia de la educación ética y política para la confor-mación de sociedades democráticas ha sido reconocida en diversos foros por los organismos internacionales. Así lo reiteró la Unesco en la Conferencia Mundial sobre Educación “Para aprender a vivir juntos”, celebrada en Ginebra en junio de 2001 (Unesco, 2001). Y en la Declaración de Mérida sobre la educación en valores para la democracia, las naciones iberoamericanas suscribieron en 1997 que «la escuela debe construir de manera explícita e intencional una propuesta que posibilite el desarrollo de una moral cívica sus-tentada sobre el ejercicio de la democracia, los derechos humanos y la paz, a la vez que promocionar la formación de la autonomía y responsabilidad moral de sus miembros» (art. 9), y contribuir desde allí a la democratización de toda la sociedad (OEI, 1997).

En desarrollo de la Constitución de 1991, y en especial de su ar-tículo 41, se han gestado a través de estos tres lustros variadas dis-posiciones tendientes a promover la cultura política democrática en la educación colombiana. De la mano del tercer capítulo del mencionado libro de Herrera y otros (2005, pp. 105-198), enume-remos el proyecto educativo institucional, el gobierno escolar, los personeros y el manual de convivencia, entre otras instituciones destinadas a garantizar los derechos de los estudiantes y promover su participación en las comunidades educativas. Así mismo, dentro del amplio abanico de lo que llamaremos genéricamente Programa nacional de educación práctica, tres codificaciones emanadas del Ministerio de Educación orientan la enseñanza de la ética y la política en el sistema educativo colombiano. Nos referimos a los Lineamientos curriculares en educación ética y valores, los Linea-

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mientos curriculares en Constitución Política y democracia y los Estándares básicos de competencias ciudadanas9, estos últimos ex-pedidos durante la administración de Álvaro Uribe. En el tercer texto se avala la unidad de fondo de las tres reglamentaciones cuando se señala que las clases de Ética y valores y Constitución y democracia, sirven de escenario privilegiado para el aprendizaje de las competencias ciudadanas (p. 11).

Preparados por comisiones multidisciplinarias, los docu-mentos citados coinciden en ofrecer un marco teórico y un conjunto de indicaciones pedagógicas sobre el tema. Así, los lineamientos de educación ética parten de una exposición panorámica y ecléctica de la discusión ética actual, en donde se cruzan miradas afirma-tivas y deconstructivas del legado moderno en la constitución de la moralidad. A continuación, se presenta un balance histórico de la situación colombiana en el contexto global, caracterizada en el fin del siglo XX por la incidencia de la tecnología y la infor-mación, y por la exacerbación de la violencia y la injusticia. En la tercera parte se recorren, con Kohlberg y Vygostski, entre otros autores, los distintos momentos de formación de la personalidad moral, desde las etapas iniciales de anomia y heteronomía, hasta la construcción de la autonomía personal y la solidaridad social. El cuarto capítulo repara de modo directo en la educación moral en el currículo explícito y oculto en la escuela, destacando que «la construcción de una sociedad democrática abarca todos los ám-bitos de la vida social y nos implica en nuestra vida personal» (p. 55). En orden a fomentar la democratización de la vida social, la educación ética y axiológica debe motivar el reconocimiento del carácter multiétnico y pluricultural del país, el respeto de los de-rechos humanos, y la lucha por la justicia social. Así mismo, debe auspiciar la construcción de una comunidad moral democrática en la escuela, que permee con los valores pluralistas y dialógicos la misma práctica educativa de las instituciones escolares. Por

9 Los tres documentos se pueden consultar en la página electrónica del Ministerio de Educación de Colombia, Bogotá, Serie Lineamientos Curriculares, http://www.mineducacion.gov.co

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último, se enumeran trece ámbitos de la formación ética y moral, entre los que se halla la educación ciudadana, a la cual se le asigna la misión de «la formación de subjetividades democráticas y el for-talecimiento de los espacios públicos escolares».

Los estándares sobre constitución y democracia, por su parte, se inician declarando que «el aprendizaje de la ciudadanía más que un discurso debe ser una vivencia surgida de la experiencia es-colar. Dicho de otra manera, la democracia es una forma de vivir que se asume viviéndola». En el primer apartado se revisa el actual retorno de la educación cívica a la escuela, que para el caso de Colombia se justifica como medio para la enseñanza de la nueva Constitución, la construcción democrática del Estado y el apren-dizaje de la paz. El segundo capítulo busca, a través de un recorrido histórico, afinar los conceptos de constitución política, democracia e instrucción cívica, para postular que «Entendida la construcción de la democracia como una empresa que a todos compete y a todos compromete, el aporte específico de la escuela consiste en sentar los cimientos de una ciudadanía a la que la vida pública habrá de consolidar por fuera de las aulas» (p. 14). «Subjetividades para la democracia», el tercer componente de los lineamientos, invita a superar un concepto meramente representativo de la ciudadanía para defender un concepto activo y participativo donde los ciuda-danos sean conscientes de su dignidad y colaboren solidariamente en la empresa social común. El cuarto capítulo reclama enmarcar la educación política en transformaciones educativas y sociales de-mocráticas, según los propósitos constitucionales del Estado social de derecho, de modo que en contra de un apoliticismo pernicioso se recupere el valor de la genuina política. En seguida, se invita al conocimiento de los rasgos esenciales de las instituciones políticas del Estado colombiano, como elemento fundamental para una ciu-dadanía informada entre los estudiantes colombianos. Los redac-tores de los lineamientos destacan aquí los derechos humanos, la democracia participativa y la deliberación ciudadana. Por último, se enuncian los componentes de la formación política, con sus co-rrespondientes ámbitos académicos, a saber, la formación de las subjetividades democráticas, la construcción de una cultura po-

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lítica para la democracia, y la Formación en el conocimiento y la comprensión de las instituciones y de la dinámica política.

A su turno, los Estándares básicos de competencias ciuda-danas, se presentan como una herramienta para aprender la con-vivencia.

Trabajar en el desarrollo de competencias ciudadanas –declara Cecilia María Vélez, ministra de Educación– es tomar la decisión de hacer la democracia en el país, de formar unos ciudadanos comprometidos, respetuosos de la diferencia y defensores del bien común. Unos ciudadanos que desde sus casas, escuelas, colegios y universidades extiendan lazos de solidaridad, abran espacios de participación y generen normas de sana convivencia. Unos ciudadanos seguros de sí mismos y confiados en los otros. Unos ciudadanos capaces de analizar y aportar en procesos colectivos. Unos ciudadanos que prefieran el acuerdo y el pacto, antes que las armas, para resolver conflictos. Unos ciudadanos capaces de vivir felices en la Colombia y el mundo de este siglo.

El respeto de los derechos humanos se constituye en el marco de la formación en las competencias ciudadanas, definidas como el conjunto de conocimientos y habilidades cognitivas, prácticas y emocionales que posibilita que el ciudadano actúe constructiva-mente en las sociedades democráticas.

El documento divide las competencias ciudadanas en tres grupos. El primero, «Convivencia y paz», se basa en el respeto a la personalidad moral de todos los sujetos. El segundo, «Participación y responsabilidad democrática», busca formar a los ciudadanos en la toma de decisiones públicas. El tercero, «Pluralidad, identidad y valoración de las diferencias», motiva el reconocimiento de la di-versidad humana. Así mismo, se distinguen competencias cogni-tivas, emotivas y comunicativas relacionadas con el ejercicio de la ciudadanía. El documento termina con una detallada enumeración de los estándares en competencias ciudadanas para los sucesivos grados de la educación básica y media.

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Aplicación de la educación para la democracia

Ante las deficiencias en la formación ciudadana de los niños colombianos reveladas en evaluaciones como la Encuesta interna-cional de educación cívica (1997-2000) y la Prueba de comprensión y sensibilidad ciudadana en Bogotá (1999- 2001)10, se han seguido diferentes estrategias educativas y políticas para mejorar la compe-tencia de los educandos en esta área. En esta línea, de especial re-levancia fue el Seminario Internacional de Educación Ciudadana, que se realizó en Bogotá en octubre de 2001 (Restrepo, 2002)11. Al lado de expertos internacionales como Bernard Crick y David Kerz, quienes relataron la experiencia británica en la orientación de un programa nacional de educación ciudadana, los ponentes colom-bianos reflexionaron sobre los resultados de la encuesta aludida y sobre los proyectos para revertir sus resultados, especialmente en el Distrito Capital. En una primera aproximación se comentó que los jóvenes bogotanos carecen de los conocimientos mínimos sobre la estructura política del Estado y, en general, sobre la Constitución Política y la ley, pero a cambio se destaca su sensibilidad para el diálogo y la participación democrática. Al respecto, Jorge Orlando Melo fue el encargado de cuestionar esa visión en el fondo opti-mista, al mostrar que las evidencias sobre el comportamiento de los colombianos, y su proclividad a recurrir a la violencia para resolver sus conflictos, revelan que las declaraciones a favor del diálogo en

10 Para una reseña sintética de estas evaluaciones y otros estudios orientados a diagnosticar la educación para la democracia en Colombia, ver Herrera, Pinilla, Infante y Díaz (2005, pp. 117-157).

11 Se incluyen las siguientes ponencias: Bernard Crick, “La enseñanza de la ciudadanía y de la democracia”, pp. 5-9; Jorge Orlando Melo, “Educación para la ciudadanía: ¿nueva encarnación de un viejo ideal?”, pp. 10-15; David Kerz, “Aspectos y retos actuales en educación ciudadana: una perspectiva de Inglaterra”, pp. 16-25; Gabriel Murillo, “La educación ciudadana como tema de prioridad pública”, pp. 26-28; Abraham Magendzo, “Gatillando conversaciones en torno a las ciencias sociales y la educación ciudadana”, pp. 29-37; Elizabeth Castillo, “Educar en la diversidad”, pp. 38 & 39; Antanas Mockus, “Convivencia: reglas y acuerdos”, pp. 40-45; Gabriel Restrepo et al. “La educación cívica en Colombia: una comparación internacional”, pp. 46-56.

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realidad obedecen a una retórica vacía. Los niños han aprendido que para quedar bien deben mostrarse dialógicos, pero en realidad ya saben que se debe recurrir a las vías de hecho. La supina igno-rancia cívica y política no sería más que una consecuencia de este desprecio real por las mediaciones políticas.

A mi parecer, las estrategias adoptadas para superar este pro-blema han seguido una pauta meramente operativa, pero no han sabido ni querido impulsar una solución estructural a las defi-ciencias en cultura ciudadana. La colección sobre cultura ciudadana que en 2005 publicó el hebdomadario El Espectador, constituye una prueba evidente de ello, pues lo que semana a semana recibían los lectores interesados era un folleto con diseño didáctico donde se enumeraban las reglas que debían seguir los ciudadanos en dife-rentes escenarios sociales (las calles, los puentes peatonales, las filas, etc.), pero sin ninguna enseñanza sobre los mecanismos de defensa de los derechos individuales y colectivos, ni sobre los medios para la participación ciudadana.

Con su diseño de indicadores de logros, los estándares de competencias ciudadanas siguen este modelo comportamental, donde por definición se excluye el núcleo deliberativo que cons-tituye la ciudadanía democrática. Aunque se habla de fomentar una actitud crítica, en realidad esta se enmarca en una conducta pasiva amarrada por los códigos de comportamiento. Para co-rroborar este cuestionamiento, basta analizar las propuestas de aplicación elaboradas por el grupo de investigación «Agresión, conflicto y educación para la convivencia» de la Universidad de los Andes, liderado por el perito en educación Enrique Chaux Torres (Chaux et al., 2004), quien coordinó la comisión interdisciplinaria que preparó los estándares de competencias ciudadanas.

En la introducción (Chaux et al., 2004, pp. 13-25), luego de un diagnóstico crítico sobre los enfoques habituales en la formación ciudadana y su énfasis en la enseñanza de conocimientos cons-titucionales sin incidencia real en los comportamientos sociales, Chaux enumera los principios que cimentan su propuesta integral y transversal de educación en competencias ciudadanas, a saber: 1) abarcar todas las competencias necesarias para la acción, 2)

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brindar múltiples oportunidades para la práctica de las compe-tencias, 3) integrar la formación ciudadana de forma transversal en las áreas académicas, 4) involucrar a toda la comunidad educativa, y 5) evaluar el impacto. A continuación se formulan los ámbitos de la ciudadanía, referentes a la capacidad de los ciudadanos de convivir en paz y constructivamente entre sí, participar activa y responsablemente en la toma de decisiones en escenarios sociales de diverso rango, y el reconocimiento pluralista de las diferentes identidades de los actores que interactúan en el espacio social.

Chaux reúne cuatro dimensiones fundamentales que deben articularse en el aprendizaje de las competencias ciudadanas. En primer lugar, los conocimientos designan el conjunto de informa-ciones que deben poseer los sujetos políticos para ejercer la ciuda-danía; como se apuntó, se trata de una condición necesaria pero no suficiente para adquirir comportamientos democráticos. La segunda dimensión reside en las competencias cognitivas, consistentes en la capacidad del sujeto para realizar procesos mentales acordes con la comprensión de los otros y la resolución pacífica de los conflictos; la toma de perspectiva o «habilidad para ponerse mentalmente en los zapatos de los demás» (Chaux et al., 2004, p. 21), es un ejemplo privilegiado de esta competencia. Sin embargo, como lo han demos-trado acercamientos psicológicos y pedagógicos recientes, las com-petencias cognitivas deben complementarse con las emocionales, o capacidad de los sujetos para actuar constructivamente respecto de las emociones propias y ajenas; a manera de muestra, mencionemos entre ellas la empatía, o capacidad de cada uno de «sentir algo com-patible con lo que puedan estar sintiendo otros» (p. 23). En cuarto lugar, las competencias comunicativas se refieren a las habilidades de los actores-interlocutores para entablar diálogos comprensivos entre sí; la argumentación, o capacidad para sustentar una posición ante la evaluación racional de los otros, sirve de ejemplo de esta compe-tencia. Estas competencias se articulan en otras integradoras como la capacidad de asumir conflictos de forma pacífica y constructiva. Además, se incluye la dimensión del contexto y el ambiente demo-crático, de manera que se requiere impulsar cambios estructurales en el medio para consolidar los cambios personales generados con el

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aprendizaje integral de las competencias ciudadanas. No obstante, fiel al enfoque comportamental que él mismo contribuyó a intro-ducir en los estándares, Chaux declara la prioridad de los aspectos individuales: «El enfoque en competencias ciudadanas enfatiza las habilidades del individuo, el ciudadano y la ciudadana. Las personas son más o menos competentes y los programas de formación pueden contribuir al desarrollo de esas competencias» (p. 25).

Ahora bien, nuestro distanciamiento no desconoce los aportes en formación ciudadana que a partir de los presupuestos indicados exponen los expertos en los capítulos del libro que comentamos. Estrategias pedagógicas como el juego de roles, la resolución de dilemas morales y el aprendizaje cooperativo, entre otras recogidas allí, pueden servir de mediaciones valiosas para el aprendizaje de la ciudadanía en el aula. Y dentro de la perspectiva integral trans-versal propuesta, poseen capital importancia los capítulos desti-nados a la enseñanza de las competencias ciudadanas a través de las distintas áreas curriculares: ciencias naturales, ciencias sociales, educación artística, educación física, informática, lenguaje y mate-máticas. Sin embargo, nos permitimos sospechar que tanto los es-tándares como estas aplicaciones pedagógicas, tienen un carácter básicamente adaptativo, en donde la capacidad crítica se confunde con la búsqueda de meros ajustes en el medio, sin invocar transfor-maciones de fondo.

De hecho, la intención de la administración de Uribe Vélez consignada en el Plan Nacional de Desarrollo, consiste en que los ciudadanos en ejercicio de su competencia crítica, se rebelen contra los actores armados ilegales y reconozcan y acaten la autoridad de los representantes del Estado.

El Estado colombiano debe fortalecer las instituciones legítimamente constituidas para defender, por medio de la autoridad, a los ciudadanos en todo el territorio nacional. Por su parte, los ciudadanos también pueden y deben colaborar con las instituciones […] Para ello se implementarán actividades que promuevan la resistencia civil como un derecho de los ciudadanos a repudiar a los violentos y a apoyar a sus instituciones (República de Colombia, 2002, pp. 67 & 68).

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En el marco de la llamada seguridad democrática, se propugna por una especie de desobediencia civil invertida, donde el colom-biano ejerce su ciudadanía acatando sin ningún distanciamiento crítico, antes que a las leyes o al Estado, a las personas que ejercen funciones de autoridad: «Este programa [la cátedra de convivencia] promoverá la convivencia y valores fundamentales como la ética, la transparencia, la solidaridad y la cooperación ciudadana con las autoridades locales, tanto civiles, como militares y policiales…» (p. 68). En la tipología de la evolución del juicio moral propuesta por Kohlberg, nos encontraríamos aquí ante un claro caso de respeto preconvencional del orden establecido.

Como bien denunció en su momento el entonces alcalde An-tanas Mockus, mecanismos como las delaciones pagadas con di-neros públicos, si bien pueden producir resultados inmediatos en defensa de la seguridad y el orden público, a mediano y largo plazo resultan lesivos, no solo porque condicionan la colaboración ciu-dadana a la contraprestación pecuniaria, sino porque deslegitiman el carácter público de la acción estatal. Las recompensas pueden servir como instrumento policial, pero un Estado democrático no puede fundar en un incentivo privado la vinculación de los ciuda-danos a la lucha contra el delito. Al cabo, esta es una nueva variante del carácter patrimonialista del Estado colombiano, que a través del clientelismo, la corrupción o la privatización de la justicia, se concibe como botín de guerra.

Mucho más acorde con la construcción de una cultura demo-crática, es el proyecto de educación ciudadana que en sendas etapas impulsó durante sus dos administraciones en Bogotá el ex alcalde Mockus (Mockus y Corzo, 2003). A partir de las investigaciones diacrónicas comparativas sobre los valores morales en distintos países realizadas por Ronald Ingelhart (2003) y de los análisis ela-borados desde la teoría de la acción racional por Jon Elster, Mockus y Corzo lideraron un estudio para analizar la relación en los jó-venes bogotanos entre el cumplimiento de reglas y la convivencia ciudadana. De la investigación resultaron tres tipos morales de jó-venes. Los cumplidos (kantianos cotidianos) articulan un respeto estricto a la legalidad con un respeto estricto a los acuerdos, in-

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cluso de manera unilateral. Los cuasi-cumplidos tienden a acatar las normas y los acuerdos, pero se muestran más flexibles ante el incumplimiento propio y ajeno. Los anómicos, en cambio, tienden a justificar el desconocimiento de las normas y de los acuerdos con base en argumentos utilitarios o apelando a motivos culturales.

«Desde un punto de vista práctico –comentan los autores–, parecería deseable que la población evolucionara hacia más cum-plidos y sobre todo hacia menos anómicos» (Mockus & Corzo, 2003, p. 128). Para Mockus y sus colaboradores, esta conclusión se inscribe en la tesis de que ley, moral y cultura deben armonizarse para asegurar la convivencia pacífica entre los ciudadanos. En un mundo escindido por diferentes pautas culturales, algunas de ellas proclives a la agresividad hacia fuera y la coacción hacia dentro (culturas mafiosas), y dividido por concepciones morales incom-patibles, las normas legales ofrecen las pautas mínimas que funda-mentan los acuerdos entre personas con distintas cosmovisiones. No obstante, dado que la mera coacción legal carece de suficiente fuerza motivante, debe respaldársela con un cambio en las cos-tumbres y en las convicciones morales, de modo que la «legalidad» sirva a la vez de criterio normativo autónomo, de comportamiento avalado por la sociedad y de acción acorde con la norma. En pa-labras de Mockus & Corzo,

[...] varios trabajos del investigador principal toman como idea central la de reducir el divorcio entre ley, moral y cultura, entendido como subsistencia de comportamientos ilegales moral o culturalmente aceptados. Respetar una misma regulación legal facilita el pluralismo cultural y moral, y el esquema democrático se consolida cuando distintas personas o distintas tradiciones, aunque sea por razones diversas, apoyan unas mismas reglas [...] En Colombia sería crucial la capacidad de modificar cultura y moral en la dirección de un mayor cumplimiento de las normas legales (nota 21, pp. 20 & 21).

Por ofrecer un ejemplo manido del tránsito vehicular, cuando conducimos no nos pasamos un semáforo en rojo no solo porque nos nace actuar según la norma, sino porque los demás conduc-

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tores y los peatones van a expresarse en nuestra contra, y por temor a que nos multen.

El problema consiste en que de ese modo se da por supuesta la legitimidad de las normas, cuestión desde todo punto de vista no evidente en países como el nuestro. Jürgen Habermas y John Rawls, cada uno a su manera, han mostrado que en un Estado de-mocrático de derecho, las leyes se validan por el cumplimiento de tres criterios jerarquizados:

a) El respeto a los principios consustanciales de la democracia, tanto formales (no cambiar las reglas de juego) como materiales (no cambiar las condiciones de un régimen democrático).

b) El respeto a los procedimientos establecidos, en condiciones de transparencia y simetría.

c) El respeto a la participación ciudadana, según la regla de mayorías controlada por garantías para las minorías.

Aunque en principio estas condiciones se cumplen en los contextos políticos que piensan los dos autores, ambos avalan la desobediencia civil como expresión ciudadana del desacuerdo con reglas particulares cuando se considera que éstas contrarían el contrato democrático fundamental. En un Estado democrático de derecho, el desobediente civil no es un cumplido a medias, ni mucho menos un anómico, sino alguien que ha introyectado a tal punto los principios y valores democráticos, que no sigue estric-tamente la legalidad cuando esta misma atenta contra aquellos. Infortunadamente, en la tipología convencional de Mockus, no hay lugar para estas acciones posconvencionales que distinguen una genuina democracia de la obediencia heterónoma de orden normativo y la educación ciudadana de toda suerte de adoctrina-miento. Tímidamente, en último lugar entre las siete guías para mejorar la convivencia, se incluye «Aprender a intentar cambiar democráticamente la ley cuando choca con nuestras convicciones morales» (Mockus & Corzo, 2003, p. 151), pero esto se subordina a su enfoque meramente convencional sobre el cumplimiento de reglas como garantía de la convivencia.

No se nos escapa que la apelación a principios superiores para justificar la desobediencia de normas específicas puede disfrazar

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intereses creados, pero allí es donde cumple su función la delibe-ración pública, que más allá del cumplimiento automático de la ley, entiende este en función de los valores democráticos. La edu-cación para la democracia, antes que catálogo de comportamientos cívicos, o información sobre la estructura política del Estado, está llamada a crear conciencia de dichos principios y valores en la so-ciedad.

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La crisis colombianaReflexiones filosóficas, de l a bi bl io t e c a a bi e rta, c ol e c ción

ge n e r a l , se r i e f i l o s of í a .

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c a r ac t e r e s m i n ion y f ru t ige r .

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