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LA CULTURA Y EL ESTADO DAVID LLOYD Y PAUL THOMAS Traducción. Luis Angel Abad Morales Revisión. Antonio Méndez Rubio

La Cultura y El Estado (traducción)

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Traducción del interesantísimo "Culture and the State" de David Lloyd y Paul Thomas, realizada para una edición de Numa que finalmente no vio la luz, y supervisada por Antonio Méndez Rubio, a partir de la edición de Routledge.Contando con la compra de derechos por parte de Numa en su momento para la publicación en español, se ofrece aquí la traducción a modo de consulta, y por lo valioso de un texto que no está disponible en castellano. Toda vez que para manejar citas oficialmente de cara a su uso académico hace falta recurrir a la compra del original en inglés si su uso resulta de interés.

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LA CULTURA Y EL ESTADO

DAVID LLOYD Y PAUL THOMAS

Traducción. Luis Angel Abad Morales

Revisión. Antonio Méndez Rubio

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INTRODUCCIÓN

¿CULTURA Y SOCIEDAD O CULTURA Y ESTADO?

Desde finales del siglo XVIII hasta finales del XIX Europa conoce una notable convergencia entre las teorías del estado moderno y las teorías de la cultura. Para 1867 Matthew Arnold está en condiciones de sostener que “Cultura sugiere la idea de Estado”.1

Cultura y Estado explora la convergencia teórica entre las funciones sociales del Estado y las instituciones culturales en el momento en que aparece la sociedad moderna. Ambos términos adquieren el papel de acondicionar lugares de reconciliación entre las dimensiones civil y política de una sociedad atravesada por el conflicto y la contradicción. Ambos términos se entenderán como los lugares donde tiene lugar la máxima expresión del ser humano y la libertad. Ambos se conciben como parapetos contra el potencial anárquico que implica la rápida transformación de la sociedad. Pero hay algo más que meros paralelismos conceptuales. Cultura y Estado detalla la función que juega la cultura en el ámbito del Estado señalando la trayectoria, desde los tiempos de Friedrich Schiller hasta Matthew Arnold, por la que la formación cultural (o estética) terminará jugando gradualmente el papel conformador del ciudadano en el estado moderno. En términos generales la función formativa de la educación cultural o liberal en la sociedad moderna se da por supuesta. Pero esta función ética de la educación cultural, como opuesta a lo técnico, lo vocacional o incluso lo cívico, no resulta obvia bajo ningún sentido. Intentaremos mostrar por qué se concibe la cultura específicamente como base de la ciudadanía política, y cómo fueron elaborados, sobre este asentamiento, los principios teóricos que informan del desarrollo de las instituciones educativas del Estado.

Desarrollaremos nuestra idea de cultura con más detalle en capítulos posteriores, pero para evitar confusiones desde el principio, especificaremos ya qué entendemos por cultura. El término Cultura no solamente ha recogido desde el siglo XVIII una gran cantidad de significados, sino también múltiples connotaciones. Surge durante este siglo en contraste con las raíces que su significado recoge de la agricultura y el cultivo general de la naturaleza, para transformarse en un concepto-metáfora que nos habla de la relación de los sujetos humanos con fenómenos naturales y artificiales (artefactos). Aunque versa en parte sobre los objetos constituyentes, una “cultura” concreta, en tanto conjunto de artefactos y prácticas estéticas, más que como “modo de vida” de una civilización desarrollada, designa en primer lugar la disposición del sujeto humano hacia esos objetos y hacia la naturaleza. Extiende así el alcance del “Gusto”, en tanto concepto-metáfora anterior, y la elaboración filosófica de la “estética” comienza a considerar la cultura como un proceso de cultivo, la formación gradual de un sujeto ético caracterizado por la reflexión desinteresada y por juicios universalmente válidos. Aunque ciertos pensadores, señalando especialmente Schiller, comprenden que los objetos artísticos son los instrumentos propios del cultivo cultural, la tradición dominante del pensamiento cultural enfatiza en el juicio estético la disposición del sujeto frente a las cualidades concretas de los objetos. Consecuentemente, la cultura no queda confinada por la obra en lo artístico, o, más estrechamente, en lo literario, sino que más bien apunta hacia el cultivo armónico de todas las capacidades del sujeto humano, en un momento en que aparece con claridad una división intelectual y

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manual del trabajo, en una sociedad formada crecientemente por individuos especializados. Sólo tras una lenta pero sostenida aparición de las instituciones estatales llegarán la literatura y las bellas artes a ser objetos de ejemplaridad pedagógica, un proceso que tiene que ver, no tanto con la creciente división de los espacios sociales, cuanto con la propagación gradual de la teoría cultural. En los discursos que examinamos, la cultura incluye esos objetos pero no queda definida por ellos.2

En este mismo sentido quisiéramos aclarar de antemano nuestra concepción del estado. Como la cultura, el término “estado” ha sufrido múltiples transformaciones, también en el periodo que estamos tratando. La primera distinción que se hace necesaria, a la vez de carácter genealógico y categórico, tiene lugar entre el estado autocrático que domina durante la pre-ilustración y la Europa ilustrada, y lo que nosotros llamaremos el estado moderno. El estado autocrático está incorporado en la persona del monarca –“L´etat, c´est moi”- y no apela a ningún principio de identidad entre el estado/monarca y sus sujetos. Su principio de organización es territorial más que étnico o nacional: Bretones, Languedocianos, y Flamencos, Húngaros, Italianos y Alemanes, todos pueden caer bajo el manto del mismo monarca sin que por ello necesiten asimilar una cultura común, un lenguaje o un sistema de administración local. La legitimidad del estado o el monarca está fundada en el derecho divino y en la línea de sangre sucesoria. Con la aparición conjunta de los principios legitimadores de la democracia y la nacionalidad, esto es, de un estado cuya autoridad deriva de un pueblo, aparece una concepción diferente de estado. El estado ya no es una maquinaria que funciona según una relación arbitraria de leyes, sino que supone un principio de organización según el cual, el pueblo y sus instituciones quedan expresados-en, y por el estado.3 Según matices y dimensiones de carácter muy variable, los estados modernos dibujan nociones de nacionalidad y sanción popular que no tienen precedente durante la aparición de la modernidad. Pero por este mismo proceso, pueblo y nación llegarán a ser, según los caminos fijados por las revoluciones francesa y americana, fundamentos de un estado legítimo que produce un cambio irreversible en la teoría política. El estado ya no es concebido según una relación arbitraria con su población, sino como el pleno desarrollo de la representación unificadora del pueblo nacional. El estado moderno es la expresión de un deseo popular que aparece históricamente de un principio latente: su legitimidad está garantizada menos por el asentimiento inmediato o el deseo del pueblo, que por su desarrollo histórico lo constituye como la expresión más plena de ese deseo. Por esta razón el estado debe ser entendido como representativo en el sentido más pleno: es a la vez una institución que deriva del pueblo, y que expresa al más alto nivel el desarrollo sostenido de la esencia de ese pueblo. De acuerdo con esto el estado es una institución ejemplar del pueblo, que lo dirige idealmente hacia la realización de su propia esencia y hacia una aproximación de universalidad siempre creciente.

Por esta razón distinguimos nuestro concepto de estado de aquellos que consideran el estado como una suma contingente de instituciones que aparece a lo largo del tiempo como una respuesta ad hoc a presiones políticas y sociales. En el seno de esas concepciones el estado no se explica mediante un principio “organizador”, teóricamente o prácticamente, sino que más bien aparece como lugar de instituciones y aparatos incompatibles y frecuentemente en conflicto. Encontramos la exposición más articulada de esta concepción del estado en el influyente análisis de la “gobernabilidad” de Michel Foucault, según un término propuesto para describir el proceso por el cual, con la aparición general de la “vigilancia” en la sociedades, una población se convierte en sujeto de disciplinas y regímenes burocráticos. Esas disciplinas incluyen modos de disciplina corporal –higiene, regulación del trabajo, encarcelamiento o educación- y disciplinas científicas –demografía, criminología, medicina y demás- que categorizan y regulan a dicha población, asimilándola en grupos manejables.4 Aunque aquí estamos de acuerdo con las propuestas de Foucault a un nivel descriptivo, y de hecho en los capítulos siguientes analizamos la aparición

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progresiva de las instituciones gubernamentales en la Inglaterra del siglo XIX, es importante hacer notar qué fácilmente sus argumentos giran hacia un positivismo virtual que cierra cualquier posibilidad real de análisis. Ciertamente, sus análisis constituyen una pequeña ayuda a la hora de plantear las cuestiones cruciales de Cultura y Estado: ¿En qué consiste la naturaleza de la distinción decimonónica entre gobierno y estado, y cómo están coordinados estos dos aspectos de la esfera política? ¿Cómo se forman estas instituciones específicas de gobierno, y cómo son posibles a través de ellas las transferencias y las relaciones? ¿Cómo llegan a establecerse y a ser dominantes estas formas específicas, en tanto opuestas a la infinita variedad de formas posibles que “pudieran ser”? Por formular esta última pregunta de otra manera, ¿Cómo se asientan ciertas formas hasta el punto de parecer naturales? ¿Cómo, en otras palabras, las instituciones estatales llegan a parecer obvias en el seno del sentido común de la población? ¿Y por qué, llegados a cierto punto, se hace tan difícil imaginarles alternativas, incluso dadas sus repetidas inadecuaciones para el propio trabajo del estado o frente a las necesidades de la población? ¿Cómo se forma a los sujetos como ciudadanos para que por definición y para todo propósito práctico, las formas y preceptos del estado alcancen literal y figurativamente una posición que hace de las alternativas algo inconcebible?

Argüiremos que la efectividad de los desarrollos y transformaciones recogidos bajo el concepto de una gobernabilidad emergente requiere, no sólo la presencia de instituciones disciplinarias, sino una cierta idea de estado. Esa idea, reproducida en instituciones estatales de todo tipo, funciona como un principio regulador que determina, en el sentido propuesto por Raymond Williams, las formas y fines de esas instituciones, y por consiguiente las posibilidades de relación entre los sujetos formados en su seno.5 Esta idea de estado supone una preocupación crucial en la línea de pensamiento que vamos a abordar, y constantemente implica, incluso donde no siempre queda elaborada, una concepción del propio sujeto del estado. Lo que está en cuestión para estos pensadores, de Schiller a Arnold y Mill, no es simplemente una teorización del estado, sino los medios para producir sujetos que puedan “trabajar por ellos mismos”, en el sentido propuesto por Louis Althusser, dentro de sus instituciones y dentro de la sociedad civil y política que el estado como forma presupone.6 Es más, las concepciones comunes de cultura, en el amplio sentido definido anteriormente, nos advierten sobre un consenso decimonónico entre burócratas, políticos y reformistas así como entre críticos de la cultura, que atañe a la formación del sujeto propio del estado. Estos críticos pueden ser sus teóricos y propagadores, pero nuestra preocupación no tiene que ver tanto con sus personalidades o su directa influencia, tan palpable en ocasiones, cuanto con las formas congruentes de sujeto y estado que teorizan, incluso hasta llegar a incorporarse gradual y literalmente en instituciones. Lo instructivo en todos estos dominios es la labor continuada que ha llevado a crear una idea que alcanza una condición de sentido común que permite su reproducción.

Dice un famoso comentario de Marx sobre los campesinos que apoyaron a Louis Bonaparte: “Ellos, que no pueden representarse a sí mismos, han de quedar representados.”7 Nuestra propia fórmula con respecto a las estrategias reformistas del estado liberal sería: “Ellos, que no pueden representarse a sí mismos, deben aprender a ser representados”. Es dentro del concepto de representación donde trazamos la manera por la que un aparente paralelismo entre el estado y la teoría cultural promueve una relación de sustitución o suplantación, según la cual la cultura viene a mediar entre un populacho sin privilegios y un estado que con el tiempo habrá de asimilarlos. Tal y como Mill asevera en Consideraciones sobre el Gobierno Representativo (1861), la “minoría instruida” supone un correctivo frente al deseo ignorante de la mayoría, actuando simultáneamente como tutora de la ciudadanía y representante del estado a nivel local. Este papel de los “instruidos” da fe del papel ideológico que la cultura (cultivo, Bildung) juega forzosamente dentro del contexto conformador del estado: el estado debe, por su propia legitimación, disponer una demanda

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de universalidad para afrontar la capacidad de ser verdaderamente representativo, mientras al mismo tiempo permite el libre juego de un conjunto de intereses no obstante parciales, que encuentran su expresión en la esfera de lo político. En una de esas paradojas que enmascaran profundas contradicciones, la época burguesa que inventa la política es también la misma que supone la superación de esa política, en tanto supone la representación y el concurso entre intereses irreconciliables, en la universalidad formal de sus instituciones. Es la cultura la que resuelve esta paradoja, no disolviéndola, sino desplazándola hacia un esquema temporal donde el sujeto es definido en términos de pleno desarrollo humano.

Desde este principio la cultura estética propone un conjunto de prácticas que simultáneamente definen la esfera pública burguesa, también en términos morales. Para Kant el sentido común, en tanto sustrato universal de la razón humana, es el fundamento tanto de la estética como de la esfera pública. Por esta razón los juicios estéticos, que desarrollan, como gusto, dinámicas y principios de un desinterés ético en la esfera pública, constituyen un modo precursor de cualquier política posible, pues en la medida que cualquier contrato social asume la participación de ciudadanos autónomos (mundig), demanda previamente y de igual manera su formación ética.8 Este pensamiento, todavía latente en Kant, llegará a ser el programa explícito de las cartas de Schiller en La educación estética del hombre o en Cartas a la nación alemana de Fichte.9 Esta genealogía de la teoría de la cultura estética de ningún modo reduce la importancia del modelo, tal y como será adoptado y adaptado en el contexto concreto de la Inglaterra reformista del XIX por figuras tan diversas como Wordsworth y Coleridge, o Matthew Arnold. Trazar este itinerario supone afrontar las razones de la importancia sostenida de las instituciones culturales en el estado liberal, lo que significa con respecto al problema de su continuidad, su reproducción más que su propia fundación.

En el primer caso, la consolidación gradual de la riqueza y la ansiedad burguesas ante el “Terror” de la Revolución Francesa insta a intelectuales como Schiller, Wordsworth o Coleridge a girar, desde aquellos elementos más radicales de sus posiciones políticas anteriores, hacia una forma de política cultural. Esta política cultural, que es profundamente pedagógica en sus objetivos, apunta hacia la persona ejemplar (el “párroco”, la persona exemplaris de Coleridge o el poeta de Wordsworth) que viene a representar al “hombre en general” en virtud de un desinterés cuidadosamente cultivado. Tal y como argumentamos en el segundo capítulo, la estructura de la representación que esto implica es ciertamente coherente con la teoría del representante en la teoría política, y sucumbe a la misma paradoja: a saber, que el representante queda autorizado en nombre de ciertos intereses específicos sólo en tanto esos intereses pueden quedar asumidos por la universalidad formal de la cultura o el estado. Pero si a un cierto nivel esta paradoja revela meramente la lógica de una “política extraña” (alien politics),10 esta perspectiva no debiera eclipsar bajo ningún concepto la reseñable consistencias interna de la teoría de la representación que subyace y conecta las distintas instituciones de la cultura política burguesa.

De hecho la representación opera como una serie de círculos concéntricos que se van de lo individual a lo social. Para un Romántico ejemplar, en este y otros aspectos, como Wordsworth, la experiencia individual llega a constituirse como representante de las verdades humanas, de una manera “general y operativa”, precisamente mediante el proceso de repetición mediadora o de representación. Resulta aquí crucial el modelo temporal o de desarrollo por el cual una experiencia “cruda” se convierte, a través de su reconcepción, en una experiencia estética de validez universal. Inscrito de manera radical en la lírica romántica como un modelo de irónica reevaluación de cada experiencia, este modelo llega a ser, en el segundo círculo, por así decirlo, la base de un imperativo legal por el cual, es la identidad formal de la experiencia la que faculta al poema individual, frente a sus lectores posteriores, como ejemplar o representativo del ser humano universal. A su vez, este tipo

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de pedagogía cultural adquiere la tarea de conceder legitimidad a una estructura de democracia representativa por la cual la participación se reduce a una pura expresión formal de igualdad. La pedagogía que se basa en juicios estéticos proporciona –proporcionó de hecho, un entrenamiento ético consagrado a “educir” al ciudadano del ser humano11. Por lo tanto la cultura estética representa la forma característica de la ideología burguesa, ofreciendo por una parte un espacio formal de reconciliación a través de la identificación, mientras que por otra parte contiene, en formas transmutadas, la constante postergación de la autonomía, que resulta como una consecuencia inevitable al sustituir un tipo de emancipación política por un tipo de emancipación humana. Por eso la estética provee una articulación teórica más que instrumental del sujeto-ciudadano, cuya educación queda apuntada no tanto mediante objetos particulares de conocimiento, sino desde la formación de una disposición ética que queda definitivamente elaborada en el seno del concepto de cultura.

Tal y como argumentamos en el tercer capítulo. es el trabajo de Matthew Arnold el que ofrece las formulaciones más explícitas e influyentes de este modelo. Pero mediante un giro por el que se revela, bajo la presión de ciertas dinámicas y acontecimientos, una crisis de la cultura a la vez inminente e inmanente. La inminencia de tal crisis queda afirmada ya en el trabajo más importante de Arnold a este respecto, Cultura y Anarquía, según se reconoce el fenómeno de la lucha de clases en torno a la segunda Carta de Reforma. La atención excepcional de Arnold hacia los problemas de clase (ajenos en general al trabajo de Wordsworth y Coleridge) le empuja a afirmar, de manera igualmente excepcional, la necesidad de un estado fuerte en el Reino Unido, frente a los modelos del continente. Pero si pretende evitar que se reconozca en ello de una manera explícita una relación entre instituciones culturales e interés de clase, esto mismo le obliga a derivar hacia esa “política extraña” que encuentra su expresión en la cultura estética. Extrañados al margen de su clase de origen, los hombres de la cultura vienen a representar su desinterés como una perpetua postergación de su mismidad ética, y por consiguiente del estado reconciliador. Pero para la teoría de la cultura esta postergación se ha convertido en estructural, en un sentido muy distinto del propuesto por la pedagogía procesal de las teorías culturales del primer Romanticismo. Esta circunstancia queda parcialmente enmascarada por la defensa de un modelo similar, sostenido por Arnold casi a lo largo de Cultura y Anarquía, y basado en el desarrollo de un “mejor yo (ético)” que se sitúa al margen de deseos anárquicos y de los intereses de un “yo ordinario”. Quizás, a la hora de entender cómo asimila la clase trabajadora la idea de estado mediante su justificación educativa, haya que reconocer la enorme fuerza y la posición hegemónica del pensamiento cultural de Arnold y Mill, entre otros. Pero no obstante, es también durante la agitación reformista cuando quedan tematizadas las contradicciones del estado burgués, de manera que reabren espacios para la futura crítica radical de clase.

Aunque insistimos en la fuerza hegemónica que muestran las ideas burguesas de la cultura ya en la década de 1860, queremos enfatizar no obstante que los argumentos en torno a la formación cultural del ciudadano no estaban asentados definitivamente. Resulta crucial en nuestro discurso la historia de la resistencia que muestran ciertos círculos obreros radicales frente a las instituciones emergentes de un estado de tipo educativo, así como la aceptación gradual de la educación estatal por parte de los movimientos de clase obrera a finales de siglo. Este discurso de resistencia tuvo profundas implicaciones teóricas, que bien pueden quedar determinadas en el propio pensamiento de Marx y su fuerte rechazo a las instituciones de educación separada, desde El Manifiesto Comunista (1848) a su Critica del Programa de Gotha (1875).12 Es evidente que originalmente el pensamiento radical se resistió frente a la educación estatal. Y también frente a la intensa división de esferas sociales –educativa, política, económica-, y frente las teorías de la representación que están en la base de la idea de educación cultural. Esta resistencia sólo disminuye cuando aumenta la

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participación de la clase trabajadora en la democracia reformista representativa; aún así se mantienen ciertos valores de cooperación y auto-organización frente a esos presupuestos individualistas que favorecen la reforma educativa burguesa. Concluiremos una crítica del camino seguido por el pensamiento de izquierdas hasta llegar a los estudios culturales contemporáneos, al aceptar un concepto de cultura sin criticar la relación intrínseca entre cultura y estado. Desde aquí argumentaremos la necesidad de proponer un tipo de crítica donde se combina la materialización de espacios culturales y las formaciones políticas contemporáneas, y sugiriendo la importancia de los movimientos sociales contemporáneos al encarnar prácticamente una suerte de alternativas que permanecían ocultadas.

Cultura y Sociedad 1780-1950 de Raymond Williams (1958)13 es el trabajo más influyente en el pensamiento reciente sobre política y cultura, y sobre la relación entre teoría cultural y transformación social. Tal y como el propio Williams indicaba en Política y Letras, este trabajo más o menos arqueológico reconstruía una tradición oculta.14 Más importante: denunciaba “la apropiación de una larga línea de pensamiento sobre cultura por parte de posiciones presentes decisivamente reaccionarias.”15 En este momento, en el contexto resurgente de un militante conservadurismo cultural, semejante idea podría no sólo parecer relevante, sino hasta en trance de repetirse incluso más radicalmente. Cultura y Sociedad fijó el canon del pensamiento cultural por oposición a los efectos perjudiciales de la industrialización y la democratización. Para Williams el énfasis cayó, por supuesto, en el primer proceso; para los conservadores contemporáneos el énfasis cae, muy a menudo, en el último. Ambos apelan, ninguno sin razón, a esa tradición que recorre, tal y como Williams nos enseñó, de Burke a Orwell pasando por Arnold. Esta doble apelación se torna factible en tanto esta tradición define los términos que diferencian la cultura del resto de las esferas sociales, la política, social o económica, como un suplemento corrector. Los valores a los que apela el discurso de la cultura, y los que esta situación busca preservar, son aquellos por los que ésta se define: totalidad, desinterés, humanidad, cultivo, reconciliación.

Nuestro título, Cultura y Estado, señala simultáneamente nuestra deuda y nuestras diferencias con Williams. Nosotros deseamos reconducir la tradición de la cultura que él originalmente esbozó, pero que propuso en relación con el estado, y no en relación práctica con un concepto de sociedad que, por razones que analizaremos más adelante, permanece un tanto nebuloso en Cultura y Sociedad. Argumentaremos que la escasa teorización del estado en el trabajo temprano de Williams le impide establecer paralelos entre estado y teoría cultural convenientemente, o afrontar las razones de la subordinación gradual de las instituciones de la cultura a las labores del estado durante el periodo analizado.16 En lugar de apuntar debates sobre industria, política y cultura, al enfatizar la “historia intelectual” o la “historia de las ideas” de la cultura, Williams evita tantear las posibilidades más radicales, que se darían fuera de este terreno. Confiamos poder demostrar que hay que entender el discurso de la representación siempre implícito en la teoría de la cultura en conexión con los debates que conciernen a la representación, dentro de la prensa radical y los movimientos de emergencia socialista o protosocialista del periodo. Enfatizando que aquí nos conciernen más los debates que las posiciones, querríamos considerar los puntos de Williams en torno a los valores críticos de la cultura, en relación a otros recientes posicionamientos críticos del socialismo inglés emergente. Confiamos poder demostrar que en todas estas posiciones prima una aceptación acrítica de la división de esferas –cuyos rasgos estaban cristalizando de hecho entre 1830 y 1840, aunque no estaban todavía consolidados- con respecto a la exclusión de unos términos todavía críticos y muy abiertos, en el debate que tenía lugar en círculos radicales sobre educación, representación y explotación. Las divisiones del tipo cultura-sociedad, política-economía, incluso teoría-práctica, se proponen para otorgar una condición que asume su obviedad en el momento mismo de su aparición. Por el contrario, en estos momentos (los de la primera Carta de

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Reforma y sus inmediatas consecuencias) nuestro objeto de interés se centra en la fluidez, y por momentos incluso en la contradicción de los debates sobre representación, educación y clase, cuando la democracia representativa era una idea profundamente rebatida tanto desde la izquierda como desde la derecha. En estos debates, y contra gran parte de la crítica que partía de la clase trabajadora, aparece la, hasta el momento obvia, coyuntura de la representación y la democracia –conceptos que, tal y como argumenta Rousseau, no tienen nada que ver formalmente uno con otro.17

Para nosotros, en relación con la tradición aislada por Williams, el lugar que ocupa la cultura en la formación de los ciudadanos y la legitimación del estado es un problema más inmediato. En torno a los problemas de la representación y la educación que afrontamos preocupa, precisamente, la cuestión de la legitimidad de la representación y del tipo de sujeto, a favor o en contra del estado emergente y de las relaciones económicas que dependen de él. En la tradición que va de Burke hasta Mill y Arnold por medio de Coleridge, en definitiva la más importante para Williams, la cultura ocupa el espacio entre el individuo y el estado, formando al ciudadano como “mejor yo” ético. Pero precisamente este proceso era el que estaba en cuestión en los círculos radicales de la clase trabajadora, tal y como mostramos en el segundo capítulo. Contrariamente a las preocupaciones que Williams dibuja desde la tradición de “alta” cultura (preocupación de la fragmentación de lo humano por la división del trabajo, preocupación por la mecanización, desarraigo, y el empobrecimiento cultural así como la explotación de la masa), nuestro interés estriba en la capacidad de examinar en esa misma tradición la importancia de la función “cultura” en su intersección con el estado, y en la fundación de lo que Althusser iba a denominar como “aparatos ideológicos del estado”. Si nuestro punto de vista difiere del de Williams, la diferencia se debe en gran parte a la diferente coyuntura histórica desde la que escribimos. La relectura de esa tradición relativamente ocultada en torno al discurso educativo y la representación de la clase trabajadora propone una sospecha sobre la gran narrativa de la cultura, donde la generosidad de Williams fue capaz de leer un potencial humano todavía viable.

Para ir aclarando nuestras diferencias con respecto a Williams habrá que ir perfilando nuestra manera de entender su proyecto, sus esfuerzos y, desde nuestra perspectiva, sus omisiones. Para llevar a cabo esta tarea se hace necesario trazar el boceto de dos diferentes momentos institucionales como un medio de articular las exigencias del proyecto de Williams, así como el nuestro. El título de un periódico inglés largamente olvidado, Universities and Left Review, mencionado en el prólogo de Williams, ofrece un brillo iluminador sobre un momento cultural –Cultura y Sociedad fue publicado por primera vez, por Chatto y Windus, en 1958- y las posibilidades que se le percibían. Fácilmente pasado por alto al mencionarse al comienzo de Cultura y Sociedad, el título de este periódico provoca hoy en día una cierta extrañeza. El título nos habla de un momento del socialismo intelectual británico donde las instituciones educativas parecen un territorio posible para combatir lo hegemónico, al cual la propia trayectoria de Williams no es ajeno. Parecía posible que las instituciones educativas y de la comunicación podían quedar genuinamente abiertas, en última instancia, para recibir no sólo a estudiantes y profesores de la clase trabajadora, sino también al pensamiento de izquierdas. De acuerdo con esto, Universities and Left Review no era el oximoron que pudiera parecer en estos momentos. Al mismo tiempo, la ocasión de semejante optimismo descansaba en una relativa confianza en la eficacia y validez de la intervención estatal cuando éste acabara dirigido por políticas más o menos socialistas. La larga revolución de la democracia representativa pudo ser vista, al menos por “representantes” del pueblo, como una primacía de la ocupación gradual de las instituciones del estado en nombre de una problemática de la izquierda.18 De acuerdo con esto, se hace necesario leer Cultura y Sociedad como la revisión de una historia institucional soterrada. Aunque Williams no es nunca demasiado explícito con respecto a este tema, el

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canon de pensadores culturales que él establece efectivamente, es el canon de aquellos pensadores que acondicionan las bases teóricas de las instituciones educativas en general y de la educación cultural en particular (con especial hincapié en la literatura). Williams estaba recuperando para la tradición socialista los conceptos culturales que durante largo tiempo y con carácter general se habían apropiado los conservadores; con ello estaba resituando a las instituciones como medio que las estableciese como un lugar de mayor potencial para provocar un cambio socialista. Entendido de esta manera, Cultura y Sociedad es un trabajo contrahegemónico de considerable valor estratégico. Al mismo tiempo, el deseo de reocupar posiciones culturales compuestas también de manera monolítica por elementos reaccionarios, involucra a Williams necesariamente en lo que ahora parece una problemática sobreidentificación con las propias posiciones institucionales. Por esto no es tan sencilla la mera rearticulación que Williams emprende de la lógica histórica del discurso cultural hacia la comunidad socialista. También intenta insertarse en la tradición como un intento de apropiación de su ethos y sus instituciones. Por esta razón es exactamente el concepto de tradición más que, por ejemplo ideología o discurso, el que aparece repetidamente a través de su polémico análisis.

El intento de Williams le dirige irrebatiblemente hacia importantes transformaciones del discurso cultural, pero estas transformaciones son profundamente problemáticas porque suscitan una omisión. En el discurso cultural que Williams emprende, podemos señalar dos transformaciones distintas y sin embargo relacionadas. En primer lugar se reclama para la tradición socialista la idea de “totalidad”, una tradición desde la que el conservadurismo ha buscado el divorcio con el socialismo, en una línea de combate que alcanza al menos los asaltos de Burke sobre Paine y otros racionalistas. No resulta extraño que al menos su interlocutor en Política y Letras aprecie con rapidez la simpatía que William parece expresar frecuentemente hacia las conservadoras “estructuras de sentimiento” en vez de hacia la denuncia radical de la mistificación.19 El tono queda fijado rápida y significativamente en una alabanza de Arnold a Burke:

El mismo Arnold es uno de los herederos políticos de Burke, pero de nuevo, esto es menos importante que el propio tipo de pensamiento que Arnold indica con el verbo “saturar”. No se trata de “pensamiento” como oposición común a “sentimiento”; es más bien una inmediatez especial de la experiencia, que funciona por sí misma, de fondo, como una incorporación particular de ideas que llegan a ser, en sí mismas, el hombre integral.20

Dada la recurrencia de estos términos a lo largo de Cultura y Sociedad y de la obra de Williams en general, no podemos hablar aquí de un mero vestigio de la influencia intelectual y estilística de F. R. Leavis. Williams entiende siempre que el momento utópico socialista es inseparable de un deseo de superación de la división y las contradicciones en el propio yo individual (un deseo sin duda acentuado por sus propias circunstancias biográficas). De acuerdo con esto, es la categoría explícitamente extrapolítica del “hombre integral” la que determina la selección de las figuras canónicas en la tradición cultural de Williams.

Lo que está en juego en la invocación de Williams al concepto de totalidad, un concepto que recoge de Burke, es la adecuación de las personas concretas a una idea de humanidad. Las divisiones características de la sociedad burguesa, que se proponen entre sentimiento y pensamiento o entre política y cultura, son divisiones encajadas dentro de un concepto superior de lo humano. Tanto si se acepta como si no se acepta la noción de una integridad orgánica de lo humano, lo crucial aquí es la manera por la que el concepto pre-político del “hombre integral” postula un concepto indivisible de humanidad, que implica de una manera concreta a particulares individuales más o menos adecuados. En este concepto Williams reproduce la idea reguladora del discurso de la cultura, por la cual es el humano representativo –( principalmente él)- quien más adecuadamente, aunque nunca

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enteramente, se aproxima a la totalidad. El concepto es pre-político en la medida en que la política se propone por la división de lo humano en parcialidades. Por analogía se aplica lo mismo a cualquier otra división concebible por la que lo humano es alienado de sí mismo: se toma al “hombre integral” de la cultura sobre la economía y sobre la clase de una manera estrictamente indiferente. Williams representa así la tradición de la cultura, pero al mismo tiempo arriesga meramente una imitación o ventriloquía de esa cultura. Cultura y Sociedad no sólo establece un canon en virtud de la importancia de sus proposiciones concretas; también establece un canon en el sentido más fuerte y propio del término, en tanto propone un cuerpo de textos que representan o conforman su propio ideal, y consecuentemente se proponen como conjunto para la humanidad. Así, los textos culturales seleccionados por Williams terminan adquiriendo el estatus y toda la obviedad de las piedras de toque arnauldianas, siendo ejemplar tanto en su forma como en sus contenidos. Permítasenos simplemente subrayar en este momento un punto sobre el que volveremos en breve: lo que impera en el valor canónico de los textos culturales no es tanto su aproximación a la realidad, como su aproximación al terreno de una idea reguladora.

La argumentación de Cultura y Sociedad intenta superar indiscutiblemente la definición puramente formal o la representatividad articulada por Coleridge, Mill y Arnold; una definición que se consagra a la determinación y restricción de términos que parecen hacer posible la capacidad de auto-representación, o la representación consensuada por otros. Sin embargo los argumentos de Williams critican el modo de afirmación de la noción de “cultura” como un dominio distinto consagrado al cultivo del “hombre integral”, sobre la división del trabajo y contra su dimensión política. Procede colapsando estas distinciones. Según avanza Cultura y Sociedad se hace más difícil establecer una diferencia entre la “Cultura” en el sentido especializado que Coleridge o Arnold le daban, y la “cultura” que el sentido antropológico entiende funcionalmente integrada en los mundos de la vida. Claramente esta aparente confusión pertenece a una estrategia de Williams de largo alcance, que consiste en establecer, frente a distinciones reaccionarias, el potencial de las culturas no elitistas. De acuerdo con esto, su concepción de la cultura se articula progresivamente como intento de sostener “una efectiva comunidad de experiencia”21 más que como canon de trabajos. Se remodela un tipo de “cultura común”, no como el legado óptimo de los mejores, sino como algo que sólo es posible “en un contexto de comunidad material y por medio de un proceso completamente democrático.”22

Nosotros sólo podemos apoyar sin reservas la llamada de Williams a una “comunidad material” constituida por “un proceso plenamente democrático”. Pero al mismo tiempo el contexto donde se produce esta llamada nos servirá para indicar hasta qué punto disentimos de los términos y las condiciones en los que se presenta esta relación con la cultura:

Lo que deseamos enfatizar es que esta primera dificultad –la compatibilidad entre una especialización creciente y una cultura común genuina- sólo es viable en un contexto de comunidad material y por medio de un proceso democrático pleno. Una habilidad o un conocimiento técnico son sólo un aspecto de un hombre, y quizás sólo a veces parece comprender la integridad de ese ser humano. Hablamos de una condición crítica, y sólo puede ser superada en la medida en que un hombre llega a ser consciente del valor que él mismo tiene con respecto a esa facultad que demuestra, la singularidad que recoge de ella solamente puede ser confirmada en última instancia por su constante esfuerzo, no sólo para confirmar y respetar la experiencia de los otros, sino también para confirmar y desarrollar una comunidad que es más profunda incluso que los propios límites del adiestramiento o la maestría. La consecución de esta circunstancia yace en la profundidad del sentimiento personal, pero es lo suficientemente reconocible como para indicar su posibilidad.23

Conforme al argumento de Williams aquí tiende a disolverse la distinción entre Cultura y otros dominios prácticos, sostenida en el discurso cultural tradicional. Lo que

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queda de ese discurso, y queda como una presencia poderosa, es un vestigio del concepto de cultura como representación de las posibilidades del “hombre integral” contra la división del trabajo. Lo que se valora al comienzo en Burke como una representación individual pasa aquí a un plano colectivo, pero la forma de oposición permanece. Y aunque desde aquí sería difícil concretar que los contenidos de la cultura son opuestos a cualquier “especialización”, nuestra principal finalidad es, precisamente, entender que esta forma de pensamiento es de crucial importancia en el papel histórico que ocupa la cultura en relación al estado.

Williams tiene tanto interés por salvar el discurso de la cultura que mediante un giro socialista lo resguarda de someter sus propiedades formales a un análisis crítico. De hecho Arnold y otros derivan que “cultura sugiere la idea de Estado” exactamente de la distinción entre la visión integral de la cultura y la división del trabajo característica de la sociedad. Si sustituimos la ligera vaguedad del término sociedad por el más técnico sociedad civil, la cuestión puede quedar más clara. En una sociedad civil la cultura se concibe como el sitio de una confrontación total que establece un dominio reconciliador, precisamente propuesto por el estado. Pero mientras la función del estado consiste en mediar entre grupos de interés, la función de la cultura consiste en solicitar a los individuos su disposición de reflexión desinteresada, que hace posible la mediación del estado. La cultura produce una base de consenso que sirve a la forma estatal de democracia representativa, dibujando la disposición formal o representativa en cada individuo más allá de las particularidades concretas de cada persona. El momento ético de cada individuo, que Arnold denomina “mejor yo”, sugiere el estado, y el estado es a su vez la representación colectiva de la disposición ética. La importancia del discurso cultural consiste en la teorización de un espacio extrapolítico y extraeconómico, donde es posible reconocer en la “libertad” y “el desarrollo armónico del individuo integral” la base genuina de una política representativa factible. La cultura negocia el cambio de la auto-representación por un ser-representado en cualquier posición “indiferente” del Sujeto, donde las diferencias materiales están anuladas. Mientras se permite el asentamiento de la política representativa por medio de la formalización del sujeto político, simultáneamente se permite que la política tenga lugar como si las condiciones materiales fueran un asunto indiferente.

Cuando Williams comenta peyorativamente de Arnold que “el estado que en Burke era una realidad llega a ser en Arnold una idea,”24 no sólo se equivoca al no considerar la importancia teórica e institucional del trabajo de Arnold. Expresa una posición crítica que lógicamente le evita emprender la crítica del discurso cultural, que será un preludio necesario para efectuar una transición desde la democracia representativa hacia “la comunidad material y el proceso democrático pleno”, o sea hacia la democracia radical. Esa posición diferencial que Williams sostiene de una cultura que no considera la “industrialización” y la “democracia”, sino la política y la economía, satura tan profundamente la estructura de la sociedad burguesa que incluso la, así llamada, estetización de la vida diaria de la era posmoderna no ha alterado fundamentalmente su importancia. Tanto si se define como cultura arnoldiana o de los medios de masas, la estructura del “espacio de recreación” ha cambiado fundamentalmente poco con respecto a la especialización del lugar de trabajo o los intereses de la política, y continua suministrando los mecanismos productores del sujeto formal del estado en este dominio indivisible. Sin una crítica radical, no sólo de los términos sino también de las condiciones de posibilidad de semejante diferenciación de esferas, la función de la cultura no puede ser manejada adecuadamente en su tarea de reproducción del estado y las relaciones sociales materiales.

En vista de que, tal y como señala Williams, esto está escrito en el mismo momento que La construcción de la clase trabajadora inglesa de E. P. Thompson y Las aplicaciones de la alfabetización de Richard Hoggart, quizás resulta sorprendente a primera vista que Cultura y Sociedad revise tan ligeramente los escritos de la clase trabajadora sobre educación,

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política, sociedad o cultura. Los comentarios de Williams sobre la “cultura de la clase trabajadora” dejan claro por qué esto es así. Puntualizando que, demasiado frecuentemente, lo que se cataloga como “cultura de clase trabajadora” no queda producido ésta, Williams se dirige hacia un punto más sustancial:

A esta definición negativa debemos añadir otra: la “cultura de clase trabajadora” en nuestra sociedad no se entiende como un pequeño conjunto dado de escritos y de arte “proletario”. La aparición de este trabajo ha sido útil, no sólo en sus formas más auto-conscientes, sino también en materiales como las baladas post-industriales, que sería valioso recopilar. Necesitamos ser conscientes de un trabajo que, no obstante, se ve como un valioso elemento de disidencia antes que como cultura. La cultura popular tradicional de Inglaterra estaba, si no aniquilada, al menos fragmentada y debilitada por las dislocaciones de la Revolución Industrial. Lo que queda, más lo reconstruido en estas nuevas condiciones, es un bagaje reducido cuantitativa y cualitativamente. Es respetable, pero en ningún sentido conforma una cultura alternativa.25

Nosotros no discutimos el daño sufrido por las formas culturales populares y de clase trabajadora, su fragmentación e incluso su aniquilación durante la historia del capitalismo y la explotación. De hecho no reconocer esto sería suprimir un principio racional del movimiento de lucha de clase, así como reducir –de una manera que ahora no es difícil concebir- la cultura de clase obrera a no más que la variación equivalente entre las muchas culturas de una escabrosa pluralidad posmoderna. Pero más que proponer una lectura en torno a las condiciones de la auto-representación ajena a la diferenciación de esferas impuesta por las formas racionales de la sociedad capitalista, el juicio de Williams sobre la cultura de clase trabajadora, desde la perspectiva de una Cultura consagrada a proporcionar un espacio alternativo al “industrialismo” y la “democracia”, relega a lo anterior al estatus de mero “elemento disidente”. Una lectura alternativa del discurso radical obrero nos mostrará que, aunque reconoce el daño infligido por la explotación, no lo hace admitiendo la inadecuación con un modelo impuesto de cumplimiento cultural.26

Ésa es la lectura que promovemos en los capítulos siguientes.

Encontramos una crítica bastante más severa y elaborada a Cultura y Sociedad y a las consonantes críticas izquierdistas de la educación en Cultura y Gobierno de Ian Hunter27. El objetivo de Hunter reside en mostrar que la pedagogía literaria o “inglesa”, lejos de ofrecerse como efecto de la tradición de pensamiento cultural que Williams y otros han perfilado, es de hecho una “reducción”28 del papel formativo de la escuela decimonónica hacia un dominio especializado, dentro de una escolaridad que se entiende retrospectivamente como una construcción derivada de Arnold y otros. La gradual aparición de la escolaridad gubernamental fue, de hecho, el resultado de iniciativas religiosas y burocráticas que buscaban la producción de una población manejable; esa iniciativa todavía define la función del profesor como la de un tutor ético y una figura ejemplar, a través de la cual se facilita al niño la asimilación interior de valores normativos. Solamente a comienzos del siglo XX la enseñanza literaria llega a ser vista como un instrumento ideal de semejante educación.

En la medida en que ya hemos argumentado que lo que está en juego en la “cultura” no es simplemente una relación del sujeto con las obras de arte, incluso como símbolo de una posible formación armónica de la persona, creemos que la cultura literaria no determina la forma de la educación institucionalizada. Nuestro argumento sostiene que la teoría cultural presenta una estructura representativa de las muchas posibles que fundan el proceso político dentro del estado moderno. Esta opción requiere un modelo específico de formación del sujeto, y una división específica de los espacios sociales que permitan esta formación y su generalización. El afán de Hunter por desplazar la tradición de un historizante “ascenso inglés”, de Raymond Williams a Terry Eagleton y Chris Baldick entre otros, le conducirá finalmente a un positivismo insostenible, que observa la aparición de

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formas específicas de una institución educativa que es, tal y como explica una y otra vez, un proceso “poco sistemático” que resulta de meras medidas contingentes:

El juego de fuerzas históricas que produjeron la educación literaria moderna no está, tal y como he descrito, unificado por ninguna de las dos figuras de la realización del “hombre”. Más bien toma la forma de una pura contingencia y una configuración provisional, o un “programa”, cuya aparición no está dirigida por ninguna meta teórica o propósito histórico encubierto.29

No hay duda de que las instituciones educativas específicas que aparecen en el siglo XIX se gestaron experimentalmente y gradualmente en torno a una serie de medidas; tampoco queda duda de que esas medidas se tomaron como se tomaron como una respuesta, y no como mera anticipación de una resistencia articulada de la clase trabajadora frente a las medidas generales del gobierno y el capitalismo. Dadas las posiciones múltiples y discordantes que se manejaban en los debates sobre educación no era posible imponer de manera inmediata un sistema educativo nacional unificado y coherente –de hecho, esa meta subsiste para lograrse a nivel institucional. Sin embargo esto no implica que se produjese una formación meramente accidental de instituciones educativas ad hoc. Lo que nos interesa en toda la literatura sobre educación en el XIX, tanto en estudios históricos como en documentos contemporáneos, es la consistencia del sujeto, imaginado como producto de las instituciones, la regularidad de los espacios y las relaciones pedagógicas que lo forman. Incluso los propios ejemplos de Hunter confirman esto, aunque él se detiene sólo en dos figuras, David Stow y James Kay, un religioso reformista y un burócrata del gobierno respectivamente. Volveremos sobre la “geografía” de esa formación del sujeto, buscando en este punto enfatizar únicamente que las asunciones positivistas de Hunter no sólo desmienten su propia evidencia empírica, sino que le evitan preguntarse por cuestiones provocadas por el hecho de que la preocupación de los educacionistas tuviera que ver con la interiorización de “las nuevas normas morales y sociales” de los niños, y con la necesidad de “una nueva relación de ´simpatía´ entre los niños y un profesor especialmente formado”30. ¿Cuáles son estas nuevas normas, por qué implican una nueva relación pedagógica y por qué dominan el reformismo de clase media hasta convertirse en el gran asunto en los proyectos de un estado emergente y en expansión? ¿Y por qué hace específicamente de las clases trabajadoras su objeto, más que de lo que él denomina vagamente “población”?31

Expresa el trabajo de Hunter una notable sanción, máxime cuando anula la responsabilidad de Kay –y del estado- al involucrarse con la inquietud social durante todo el periodo de sus trabajos; una inquietud que, de manera clara y explícita, tenía que ver con la aparición de relaciones de producción que reclamaban con carácter general una intensificación de los aparatos educativos.32 Lord Macaulay no estaba solo cuando preguntaba retóricamente, “¿Puede negarse que la educación del pueblo es la manera más efectiva de proteger la propiedad y las personas?”33 Esta posición era virtualmente ortodoxa entre Whigs y Radicales, y en los debates parlamentarios no se encubrían estos propósitos en absoluto. Las mismas comisiones de preguntas en las que trabajaba Kay, que confeccionaban las “series de frecuencias estadísticas, creando una relación de condiciones urbanas y alojamientos, pobreza, mortalidad, libertinaje, crimen, numero de tabernas y tiendas de alcohol, asistencia eclesial, ´economía doméstica´ y alfabetización”, fueron precisamente, gracias a Hunter, generadas por “el espectro de una clase trabajadora políticamente volátil.”34 Tal y como mostraremos en los capítulos 2 y 3 esto resultaba evidente para los reformistas de clase media y los radicales de la clase trabajadora. Su principal propósito consistía en proteger los derechos de propiedad, y esto implicaba, como las clases trabajadoras sabían de sobra, el control de los medios de producción.

Las apelaciones de Hunter, aun tan débiles en su base, apuntan de manera deliberada hacia la demostración empírica de la intención que subyacía en numerosos

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historiadores de la educación Británica, que perfilaron la acusación de que “la temprana obsesión victoriana por la educación de los pobres queda mejor entendida como una preocupación sobre la autoridad, sobre el poder, sobre la afirmación (o la reafirmación) del control.”35 No hay duda, y tanto radicales como reformistas fueron explícitos a este respecto, de que el sistema extensivo de educación fue entendido simultáneamente como un instrumento de control social dirigido específicamente hacia las clases trabajadoras. La oposición conservadora a la reforma educativa y a otras reformas, basada por lo general en la idea de que una clase trabajadora ilustrada sería más problemática que una ignorante y deferente, marca un periodo que implica un cambio de poder del control estatal, de la aristocracia a la burguesía, así como un cambio del modo de control, que nosotros analizaremos como un cambio desde la dominación a la hegemonía. Sólo un concepto peculiarmente ingenuo de ideología podría considerar algún tipo de conexión entre el modo de producción y los aparatos hegemónicos que permiten su reproducción, requiriendo, en palabras de Hunter, “una línea de dominación clasista que se extiende de la fábrica a la escuela.”36 Concretamente, la hegemonía no depende del control directo (dominación), sino de la dispersión. No se trata de un modo de mistificación, que crea un tipo de “falsa conciencia” opuesta al conocimiento científico y político, sino de una forma diseminada de obviedad o “sentido común”, que regula al sujeto a través de los diferentes dominios de la sociedad moderna.

La hegemonía no puede depender de la repetición y el cálculo de un contenido ideológico dado; depende precisamente del asentimiento aquiescente, de la anuencia conformista. Tampoco puede depender de la estricta eficacia de un dominio particular de la sociedad. Por el contrario la diferenciación de esferas en la sociedad burguesa es un mecanismo que contiene la apariencia de una contradicción entre, por ejemplo, la explotación y los “derechos universales”, igualdad y patriarquía, pero necesita de la posibilidad de transferencia, y así esa contradicción no reaparece meramente como colisión de espacios inconmensurables. Conforme a esto la hegemonía demanda de manera inmediata la formación de sujetos como potencialidades (esto es, capaces de funcionar a través de diferentes espacios como una identidad), así como una congruencia o coherencia entre las formas de los espacios sociales. En cuestión de trabajos sobre hegemonía los ejemplos de Hunter son sugestivos, más allá de los argumentos que construye. La ejemplaridad de las escuelas modélicas de Sow y Kay se constituye formalmente, más que por su contenido educativo. Sow y Kay se interesan poco en los materiales educativos actuales, y más en las formas espaciales de la clase y la temporalidad formal de la subjetivación ética. De hecho “la organización del espacio pedagógico”37 incorpora simultáneamente una lógica de las relaciones sociales, constituidas arquitectónicamente y temporalmente, por las que la disposición del sujeto queda asimilada para dichas relaciones. Sow inventa efectivamente la clase moderna que Kay consiguió generalizar, y lo hace bajo la forma de una “galería” cuya arquitectura reconocemos contemporáneamente como salón de lectura o “teatro.”38 Esto permite la supervivencia simultánea de múltiples sujetos y, aun más importante, la interpelación simultánea como individuos a través de su “entrenamiento” ante un mismo objeto elevado, el profesor. La elevación del profesor, y su constitución como representación ejemplar de formación ética, le sitúa ante(s).39 Representa ante sus alumnos lo ético como objeto de respeto común y único, espacialmente aislado, también por el desarrollo superior que establece su posición en la estructura piramidal de la clase. La forma de la clase hace material la lección de subjetivación que las técnicas educativas tienen como fin –su arquitectura o geografía constituye lo que Althusser llamaría “aparato material ideológico” en el cual ciertas “prácticas materiales”, repetidas, constituyen el sujeto de la ideología.40 La propia formalidad de lo disertado en la clase –el sujeto abstracto ejemplar que el profesor representa para los estudiantes- se logra mediante la materialidad de ese espacio pedagógico. Por eso nosotros consideramos que la clase es un espacio crucial para

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la formación de un sujeto político al que le termina resultando obvio ser representado: lo suficiente como para que el profesor asuma conscientemente el lugar del pater familias (in loco parentis), adoptando una combinación de autoridad, distancia e intimidad que prefigura el papel todavía más abstracto del estado como representación definitiva de la subjetividad ética. La escuela, en otras palabras, permite más efectivamente el traslado del sujeto del dominio privado de la familia al mundo público de lo político, no al enseñar la ciencia del gobierno civil, sino representando la representación.

Elaboraremos esta función de la educación cultural en el siguiente capítulo, particularmente en relación con el teatro, que puede ser otro modelo de clase tan cercano como propone su arquitectura. Pero aquí remarcamos que la cuestión estriba en lo que unifica, o al menos describe e integra las esferas dispersas de la sociedad burguesa, de manera que parecen funcionar como una unidad para el sujeto41. El concepto de gobernabilidad no ofrece una respuesta satisfactoria a esta cuestión, precisamente porque no puede superar su asunción de contingencia. Mucho más valioso a lo largo de nuestro trabajo en este libro ha sido el concepto de “estado ético” de Antonio Gramsci. En consonancia con Foucault, Gramsci reconoce las múltiples instituciones del estado e incluso sus operaciones frecuentemente contradictorias. Aún reseñando que opone el estado y los trabajos “contingentes” del gobierno, Gramsci afirma la unidad definitiva de la formación estatal como un instrumento de legislación clasista. No obstante el estado opera a través de múltiples instituciones y de diversos modos para alcanzar su dominación y mantenerla. El primer modo de estas operaciones constituye lo que Gramsci denomina “el estado vigilante nocturno”, el estado como un aparato represivo que entra en juego siempre que sus límites o reglas son desafiadas directamente. Sus instituciones son el ejercito, la policía y las cortes legislativas más las prisiones. El estado vigilante nocturno se posiciona frente al estado ético, que es en definitiva, en tanto instrumento de la hegemonía, más complejo. Las instituciones que lo componen son varias, incluyendo la Iglesia, los sindicatos, los partidos políticos, así como otras evidentemente conectadas al estado, como las escuelas. De acuerdo con esto, para Gramsci el estado llega a ser, como totalidad, “la sociedad política más la sociedad civil, en otras palabras, la hegemonía protegida por la armadura de la coerción.”42 La opinión gramsciana de que las instituciones de la sociedad civil que son concebidas por lo general como privadas son parte eventual de una concepción general del estado, apunta hacia la concepción del “rol educativo y formador del estado”, del estado hegemónico como educador.43 La función del estado ético como opuesto al estado vigilante nocturno consiste en formar ciudadanos y obtener aprobación, los dos proyectos distintos son de hecho el mismo: el sujeto se forma como consentidor aquiescente de la hegemonía. Por supuesto las escuelas son aquí cruciales, pero el trabajo de formación es continuo, teniendo lugar no sólo a través de la pedagogía sino a través del trabajo de los intelectuales en todas las esferas de la sociedad civil. Gramsci es un poco vago en este punto, pero querríamos proponer que la propia posibilidad del “estado ético” y sus instituciones requiere la repetición de las mismas formas a lo largo de diferentes instituciones – por ejemplo, que el sindicato, la escuela y el partido político terminan compartiendo una estructura común de actividad representativa. Su consistencia formal garantiza que incluso donde estas instituciones se vuelven antagonistas, lo hacen dentro de los mismos paradigmas fundamentales. La hegemonía, o la ideología, es el proceso por el cual ciertos paradigmas llegan a ser tan obvios que relegan las alternativas a los espacios de lo insensible y lo impensable. No es tanto que la hegemonía es represiva, como que el predominio de sus “formas” de conceptuación suministran otras formas, otros imaginarios, de una manera ilegible, inaudible e incomprensible. El sujeto de la ideología no se forma en la “totalidad”, sino en el desplazamiento y la oclusión de sus múltiples posibilidades.

El primer, aunque no el único, mecanismo de este desplazamiento es para nosotros la clase, y su primer agente, el profesor. Otra vez enfatizamos que no se trata de las

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cualidades personales del profesor, sus opiniones políticas o su disposición ética: es un efecto de las estructuras formales de la pedagogía, que son inseparables de los paradigmas donde se construye el “sentido”. Debido a la imbricación de lo intelectual en las propias estructuras de las instituciones burguesas no podemos convenir la distinción seminal de Gramsci entre el intelectual tradicional y el orgánico.

Para contextualizar esta distinción problemática hay que hacer notar la centralidad del intelectual revolucionario en los escritos de Gramsci. Muchos de sus argumentos derivan más o menos directamente de sus meditaciones sobre esta figura, y rápidamente apuntan un juego de cuestiones relacionadas. ¿Qué es un intelectual revolucionario? ¿Qué aporta esta figura a las precondiciones y procesos revolucionarios? ¿Cómo se lo recluta? ¿Cómo se lo activa? ¿Cuáles deberían ser sus funciones? Se puede argüir que el conjunto del vocabulario original de Gramsci se formula como contestación a esas cuestiones, aplicado dentro de sus discusiones sobre la(s) relación(es) del estado con la sociedad civil y de la dominación a la hegemonía, en sus análisis de la historia Italiana y su representación del Partido Comunista como “Príncipe moderno.”44

La capital opinión gramsciana de que la cultura y los valores burgueses ante el bloqueo eventual o previo de la revolución, deben transformarse necesariamente desde dentro, constituye en concreto un tipo de creencia que privilegia novedosamente la figura del intelectual revolucionario. Sólo el intelectual, concebido ampliamente, puede servir de puente en el espacio existente entre la sociedad civil y la sociedad política, o en los espacios entre la política, la economía y la sociedad en general. Para llevar a cabo esta tarea el intelectual no debe situarse por encima, contra o al margen del proletariado, como en las nociones adulteradas del leninismo. Por el contrario Gramsci insiste en que el intelectual debe ser una parte constitutiva del proletariado; la constitución “orgánica” del intelectual no debiera implicar ningún tipo de pérdida de identidad de clase –este criterio es, de hecho, parte de la definición del intelectual orgánico. Sí puede injerirse, por contraste, semejante pérdida de identidad de clase en la formación del intelectual “tradicional” que, con su consentimiento, deja de representar los intereses de su propia clase –su clase original reviene irrelevante- y se constituye como un funcionario cohorte del grupo dirigente. (Gramsci está pensando presumiblemente en los intelectuales “tradicionales” al servicio de la Iglesia Católica en Italia, que transformados abrumadoramente desde su origen campesino terminaron llevando a cabo funciones “cosmopolitas”).

Gramsci creía que no se puede sostener en términos absolutos la distinción entre la producción intelectual y material, y que en general es indefendible desde que en último término no es sino un ejemplo de la división capitalista del trabajo. Por otra parte, en principio esto puede ser superado por el intelectual “orgánico” de la clase proletaria. En definitiva Gramsci reflexiona contra la calificación de la categoría social diferenciada de un intelectual que “sobrevuela”, en el sentido de Karl Mannheim, de diversos modos (con independencia, anterioridad...) la noción de clase. Esta postura puede revelarse como mito auto-aplicado. Se puede manifestar que el estatus de los intelectuales “tradicionales”, literatos, científicos, religiosos, filósofos, etc., gente cuyas posiciones en los intersticios de la sociedad les proporciona un aparente aura más allá de la clase, deriva de este último análisis sobre las relaciones de clase pasadas y presentes; típicamente (tanto en su acepción característica como predecible), el intelectual “tradicional” ocultará su vinculación con diferentes configuraciones históricas de clase, pero en principio este ocultamiento puede quedar denunciado como falsedad.

Aunque se puede apoyar mucho de todo esto, la contraposición entre la categoría “tradicional” y “orgánica” en torno al tema de los intelectuales levanta molestas dudas–dudas, debemos señalar, ligeramente omitidas por la reserva de los estudiosos de Gramsci para cuestionar esta distinción de manera crítica.45 En vista de esta reserva, puede resultar

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de ayuda recurrir a los lingüistas que editaron Selecciones de los cuadernos de la cárcel, parafraseando brevemente su caracterización de los intelectuales “orgánicos”, y señalando en qué sentido ofrecen una aportación a nuestras dudas. Los intelectuales “orgánicos”, según Quintin Hoare y Geoffrey Nowell-Smith, son “los elementos pensadores y organizadores” de una clase social “fundamental”, vgr., el proletariado.46 Se distinguen menos por sus ocupaciones –que pueden ser trabajos característicos de su clase- que por su función directora de ideales y aspiraciones de clase a la cual ellos pertenecen forzosamente. (El modelo implícito aquí, tal y como la discusión de Gramsci deja claro, es el de los Jacobinos durante la Revolución Francesa, que comenzaron la vida como intelectuales “tradicionales”, y la terminaron “de aquellas maneras”).

Hoare y Nowell-Smith caracterizan la importancia central de la distinción entre el intelectual “tradicional” y el “orgánico” mediante los siguientes puntos: (1) conecta con la proposición de que “todos los hombres son filósofos,”47 y con la discusión de Gramsci sobre la propagación de las ideas filosóficas y la ideología a lo largo de una cultura; (2) relaciona las ideas de Gramsci sobre la educación48 a través de su énfasis en el carácter clasista de la formación del intelectual a través de su escolaridad; (3) se propone como base de sus pensamientos sobre la historia Italiana (los intelectuales durante el Risorgimento realizaron una función de mediación esencial en el forcejeo interclasista); y (4) refuta a Kautsky, que había observado la relación entre trabajadores e intelectuales en términos formales, mecánicos. De acuerdo con Kautsky los intelectuales de los orígenes burgueses –como Marx, Engels o él mismo- distribuyen magnánimamente los costosos frutos de la educación, la teoría, el liderazgo y dirección, a una masa pasiva e inculta de trabajadores, decididamente no-intelectual (o incluso anti-intelectual).

Precisamente, en una versión temprana de la posición Kautskiana adoptada en un principio por los radicales de clase media y elaborada por Mills, Arnold y otros, veremos cómo las clases trabajadoras radicales de la década de 1830 rechazan, en ese mismo terreno, no sólo su presupuestos condescendientes, sino su evidente falsedad: la autonomía de las instituciones de la clase trabajadora y la auto-dirección de sus movimientos eran principios fundamentales, a pesar de estar constantemente amenazados. Incluso en la más reformista década de los sesenta (siempre en el XIX), los argumentos de la clase trabajadora conservaban algún vestigio de estos principios, de manera más evidente en su deseo al menos nominal de instituciones educativas autónomas, incluso cuando aceptaron de manera creciente el padrinazgo de intelectuales de clase media y alta. Pero en la década de 1830 este patrocinio de los intelectuales era escasamente aceptado: sus predecesores, los cartistas y los primeros radicales ingleses no tenían duda de las capacidades intelectuales de su clase, y de hecho propusieron el problema de los intelectuales y la “ignorancia” popular en términos de poder y clase, y de definiciones clasistas de “conocimiento útil”. La suposición de la naturaleza desorientada del pensamiento de clase trabajadora es posterior e “intelectual”, por parte de la izquierda y de los teóricos liberales. En la década de 1850 la clase trabajadora inglesa tenía sus propios intelectuales “orgánicos” y, tal y como señala Richard Johnson, “la relación entre el liderazgo radical y la gente de clase trabajadora era extraordinariamente estrecha.”49

Gramsci elabora el concepto de “intelectual orgánico” en Cuadernos de la cárcel. Según se desarrolla como nueva clase, económica y asociativamente, Gramsci sugiere que tiende a crearse “orgánicamente [...] uno o más estratos de intelectuales que dotan de homogeneidad y auto-reconocimiento a su propia función, no sólo en lo económico sino también en lo social y en el campo político.”50 En tanto la categoría de “intelectual” en Gramsci es muy extensa–incluiría al escolar, el escritor, el hombre de letras, y también a cualquiera cuya función social implicara la propagación de ideas dentro de la sociedad civil, o entre el gobierno y la sociedad civil- su categoría de “intelectual orgánico” también es expansiva. De acuerdo con la glosa que Walter Adamson hace de “Los Intelectuales” de

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Gramsci, los intelectuales orgánicos de la aristocracia en las sociedades feudales incluirían no sólo a soldados y otros especialistas en “capacidad tecnomilitar”, sino también a sacerdotes en todas sus variadas funciones.51 Bajo el capitalismo los intelectuales orgánicos de la clase burguesa no son sólo los especialistas en dirección y organización industrial, sino también los economistas, abogados, editores, doctores, publicistas –o de hecho, cualquiera conectado con lo que ahora llamamos “industria cultural”, que Gramsci llama “la organización de una nueva cultura.”52 En el caso del proletariado producido en la órbita del capitalismo, los intelectuales orgánicos comprenden todos esos esfuerzos para producir una nueva cultura proletaria, así como un funcionariado en su sentido más roñoso (capataces de tienda y mayordomos, técnicos maquinistas, economistas de sindicato).

En el caso de clases sometidas como el proletariado, los intelectuales orgánicos quedan definidos o caracterizados prospectiva y funcionalmente; los intelectuales orgánicos procuran inspirar la autoconciencia del proletariado como actor histórico, dotándole de liderazgo social, cultural y político.53 No obstante, hasta que este proceso alcance un estado avanzado los intelectuales tradicionales están probablemente forzados a llenar el vacío de liderazgo. Gramsci los caracteriza como un “grupo social [relativamente] autónomo e independiente” que experimenta a través de un esprit de corps su “continuidad histórica ininterrumpida y la especial calificación [de sus miembros].”54 Los intelectuales tradicionales no tienen un único origen de clase, y con frecuencia se imaginan de manera previa o más allá de las divisiones de clase usuales. No estando orgánicamente vinculados a una clase –incluso por ascendencia-, los intelectuales tradicionales tienden a situarse en la mejor situación para sus intereses. Algunos intelectuales al servicio del proletariado encajan probablemente en la descripción que hace Adamson del abandono de su situación, para pasar a formar parte de los antiguos intelectuales orgánicos burgueses. Otros pueden ser supervivientes de herencias decadentes o desaparecidas como la Iglesia o la aristocracia militar.

En tanto una clase madura esa posición donde puede empezar a afirmar su poder políticamente, la suplantación del intelectual tradicional por el intelectual orgánico adquiere una importancia progresiva. Pero no hablamos de una simple sustitución. Es probable que tome la forma de una complicada y prolongada coordinación “de la forma y la cualidad de las relaciones entre varios estratos intelectualmente cualificados,”55 que se prolonga durante varias generaciones antes de demostrarse definitivamente irreversible.

Cualquier tipo de desarrollo clasista hacia la dominación, “rivalizará para asimilar y conquistar ´ideológicamente´ a los intelectuales tradicionales.” Los intelectuales orgánicos insertos en el proletariado no sólo deben identificarse frente a los intelectuales tradicionales, sino que deben trabajar activamente para asimilarlos. “Cuanto más éxito se tiene en la elaboración simultánea de los intelectuales orgánicos propios”, “más rápida y eficaz” será esta “asimilación y conquista”.56

Hoy, por una parte, “el enorme desarrollo de actividad y organización educativa en el amplio sentido [...] es un índice de la importancia asumida por las funciones y las categorías intelectuales.” Por otro lado, “paralelo al esfuerzo de profundización y ensanchamiento de lo ´intelectual´ en cada individuo, hay también un intento de estrechar varias especialidades.” Los esfuerzos para promover “la llamada ´alta cultura´,” forman parte de este mismo intento: “las escuelas e institutos de la alta cultura pueden quedar equiparadas a cualquier otra” con bastante facilidad.57 Por otra parte, mientras resulta axiomático que la educación proletaria depende del liderazgo activo de los intelectuales orgánicos,58 esto a su vez no puede ser entendido al margen de la auto-educación de las masas:

El proceso de desarrollo [de los intelectuales orgánicos] está ligado a la dialéctica entre los intelectuales y las masas. El estrato intelectual se desarrolla tanto cuantitativa como cualitativamente, pero cada salto hacia una nueva amplitud y complejidad del estrato intelectual está ligado a un movimiento

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análogo por parte de lo “simple”, que se eleva a más altos niveles de cultura y al mismo tiempo extiende su círculo de influencias hacia el estrato de los intelectuales especializados, produciendo grupos de mayor o menor importancia.59

Tal y como se desarrolla la dialéctica de Gramsci en el tiempo, el espacio entre el intelectual y las masas tiende a estrecharse hasta que los dos elementos se funden en un “bloque intelectual/moral,”60 que será el embrión de la futura sociedad socialista y la base de un “estado potencial”. “El elemento popular ´siente´ pero no sabe o entiende; el elemento intelectual ´sabe´ pero no siempre entiende, y en particular no siempre siente.”61 Por esta razón “la filosofía de la praxis no tienden a abandonar lo ´simple´ en su filosofía primitiva del sentido común, sino que más bien la dirige a una concepción más alta de la vida.”62

El hombre-en-la-masa activo tiene una actividad práctica, pero no tiene una conciencia teórica clara de su actividad práctica, que no obstante implica un entendimiento del mundo en la medida en que lo transforma. Su conciencia teórica puede oponerse de hecho a su actividad. Uno puede casi decir que tiene dos conciencias teóricas (o una conciencia contradictoria): una que está implícita en su actividad y que en realidad le une con todos sus compañeros trabajadores en la transformación práctica del mundo real; y otra, superficialmente explícita o verbal, que ha heredado del pasado y absorbido acríticamente.63

Nuestra objeción a las formulaciones de Gramsci no descansa en la cuestión fundamentalmente “moral”, y por lo demás bastante ingenua, de si el intelectual puede representar al subalterno. Más bien el problema reside en la tendencia a comprender que el intelectual burgués es “tradicional”, según una idea acogida virtualmente por todos los estudiosos de Gramsci. La posición inicial de Gramsci en “Los Intelectuales” sugiere más bien que los intelectuales orgánicos de la sociedad burguesa no sólo incluyen al empresario, el técnico industrial y el especialista en economía política, sino también a “los organizadores de una nueva cultura”. Esta postura de Gramsci queda condicionada por la inclusión de grupos como académicos, “hombres de letras”, artistas y profesores en el seno de los intelectuales culturales, junto a periodistas, publicistas y profesionales médicos y legales. Por supuesto todas estas funciones tienen una existencia pre-capitalista, constituyendo actividades “tradicionales” “compartidas” por la burguesía, y proveyendo por lo tanto “intelectuales tradicionales” que pueden a su vez resultar elegidos por los movimientos proletarios. Pero cualquiera que sea la auto-percepción de estos intelectuales como previa o más allá de la afiliación clasista, ocupando –en palabras de los editores de Gramsci- “los intersticios de la sociedad,”64 argumentaríamos que dicha comprensión de la función del intelectual en la sociedad burguesa es errónea. Lo que nuestro trabajo mostrará es, por el contrario, la transformación irreductible del trabajo del intelectual pre-capitalista que tiene lugar con la Revolución Industrial, produciendo a los”organizadores de una nueva cultura” a través de los intelectuales “orgánicos” más importantes de la sociedad capitalista.

Lo que confiamos mostrar en Cultura y Estado es que la naturaleza orgánica del intelectual burgués es estructural incluso antes de ser consciente o explícitamente “política” en algún sentido. Este posicionamiento estructural de los rangos intelectuales, desde la localización espacial y temporal del profesor en la clase hacia la posición mucho más determinada del intelectual en las esferas de la cultura y la educación, en tanto se diferencian de otras esferas, principalmente la económica y la política, propician la típica demanda de “desinterés” por parte de los intelectuales. Según una profusa argumentación que va desde Weber a Durkheim, la organización de la sociedad burguesa (un término que condensa tanto capitalismo como modernidad) depende de esta diferenciación y articulación de espacios. A pesar de la demanda de desinterés intelectual fundada a lo largo del dominio cultural, los intelectuales actúan fundamentalmente en el seno de esa esfera tal y como Gramsci describe la figura del dirigente.

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Nuestra discusión sugerirá a lo largo de este libro que la formación del intelectual en la modernidad burguesa siempre está virtualmente determinada por este sistema “orgánicamente conectado” de espacios sociales (por seguir con el vocabulario de Gramsci, aunque nosotros preferiríamos utilizar “articulado” con todas sus diferentes resonancias semánticas). La rápida rearticulación de los intelectuales en las formas de la sociedad burguesa los conecta a sus estructuras significantes indiferentemente de su ideología personal, un hecho que explica el sentido diario de contradicción que enfrenta a muchos profesores radicales en cada aspecto de sus prácticas diarias.

Intentando desarrollar el planteamiento de Gramsci, nuestro argumento entra en conflicto con la interpretación que hace Gramsci sobre la Italia de su tiempo, basada en la transición de los intelectuales del sur desde profesiones relacionadas con la sociedad del campesinado –sacerdocio, leyes, medicina, etc.- hasta la burocracia estatal y las instituciones académicas. No parece evidente para Gramsci que estos intelectuales entran en relación orgánica con el estado burgués al que sirven precisamente porque éste ha transformado la importancia de esas instituciones con respecto al sistema general de sus aparatos. Por ello los intelectuales aparecen en posiciones orgánicas y no tradicionales como un dirigente.65 En cualquier caso su reflexión sobre trayectoria de los intelectuales del sur es sugerente porque abre la posibilidad de una transformación de la posición estructural de los intelectuales radicales, que no condicionan su posición dirigente como miembros de un partido previo. Gramsci argumenta que los llamados intelectuales tradicionales han terminado arrastrados hacia el partido revolucionario en virtud de la fuerza históricamente superior de los discursos de los intelectuales orgánicos. Si a pesar de esto consideramos seriamente la implicaciones de sus escritos sobre la cuestión sureña en las sociedades coloniales, podemos abrir una vía para la alternativa intelectual radical frente a la narrativa de seducción y traición propuesta por Gramsci.

Nuestro modelo en esta cuestión sería la dinámica de formación y práctica del intelectual anticolonial. Tal y como se ha puesto de manifiesto profusamente, mediante un esfuerzo representado ejemplarmente por Frantz Fanon en Los condenados de la tierra, el intelectual colonial está formado en principio por los aparatos educativos y religiosos del estado colonial. Su función consiste en formar al intelectual como simulacro del sujeto intelectual occidental, de cara a constituir un clase mediadora capaz de administrar la colonia como “sujetos que trabajan por sí mismos.” Esta formación, sin embargo, por su propia lógica de división y selección, sólo puede producir al intelectual colonial como simulacro. Ese intelectual finalmente encuentra los límites de su asimilación en la forma de estructuras coloniales racistas que niegan la “humanidad” plena, prometida por los aparatos educativos y políticos del imperio. El encuentro con un racismo estructuralmente irradicable en las relaciones imperio-colonia mueve al intelectual hacia una posición de nacionalismo anticolonial. En un primer momento este nacionalismo es articulado por los intelectuales como un equivalente de las formas del poder colonizante: esto es, la nación imaginada reproducirá tanto sus aparatos como sus ideologías universalistas basadas en el derecho, de cara a constituir un estado moderno. Fanon argumenta que, siguiendo esta trayectoria se forja una dependencia de la nación-estado de capital neo-colonial, impulsada por la ideología estadista de los intelectuales burgueses nacionales. Pero si se dirige a los intelectuales hacia una confrontación popular comprometida por formaciones sociales subalternas, gradualmente se desprenderán de las asunciones políticas y culturales, que son los signos de su asimilación de las estructuras coloniales, asumiendo las formas fluidas y esencialmente no-tradicionales de la resistencia subalterna, en lo que Fanon denomina “esa zona de inestabilidad donde el pueblo mora.” Dejarán de ser los “líderes” y contribuirán a la lucha en virtud de lo que están aprendiendo, más que por lo que llevaban aprendido.66

Por supuesto nuestra posición no idealiza semejantes revueltas populares, con todas sus contradicciones y sus obstáculos, sino que más bien recupera de las condiciones

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específicas de los análisis anticolonialistas del rol del intelectual y de las revueltas populares, un escenario alternativo al ocupado por Lenin o Gramsci bajo la forma de partido dirigente. Confiamos en que nuestra genealogía de la posición y las funciones de los intelectuales burgueses pueda quedar conectada dentro de las instituciones culturales y educativas que emergieron en el siglo XIX con las lecciones alternativas que pueden aprenderse de las luchas populares del mismo periodo en torno a problemas políticos, económicos y educativos. En nuestra conclusión argumentaremos que el discurso excesivo del reciente fallecimiento del comunismo y el declive actual de las formas anteriores de institución y lucha obreras, presagian menos un momento de colapso de la izquierda que una oportunidad de transformación de los conceptos de práctica. En el capitalismo contemporáneo la creciente fluidez de los espacios sociales, y por consiguiente de la definición de lo que constituye propiamente lo político, combinada con la correspondiente aparición de movimientos sociales que redefinen tanto la práctica y los objetos de lo cultural como el forcejeo político y social, ofrece la posibilidad de nuevas formaciones culturales e intelectuales, y la disolución de un estado cultural hegemónico.

Esta posibilidad implica no sólo aperturas prácticas sino también metodológicas. Lo que pretendemos dar a entender es que los intelectuales no son una posibilidad previa, como ejemplos representantes de una capacidad más plena o como epígonos del progreso. Nosotros venimos después. Venimos después de un completo repertorio de posibilidades, de estrategias contra-hegemónicas e imaginaciones alternativas, que no podemos reclamar como herencia propia. En las ruinas de sus pasos no encontramos nada que desarrollar y nada que lamentar como previsible. Observando el momento presente, en el gradual colapso de esos espacios que nos son propios y de las prácticas heredadas, encontramos junto al espectro de un capitalismo aglutinante y homogeneizante aperturas alternativas y flujos que de ninguna manera son “ejemplares”, dada la especificidad y la indeterminación que comparten con su momento histórico. Precisamente en esa relación diferente con los “fines” de la humanidad, en negación de las demandas universales por parte de los movimientos sociales contemporáneos, descubrimos un vigoroso repertorio de posibilidades renovadas.

CAPÍTULO 1.

LA CULTURA DEL ESPECTÁCULO

“cuanto más contempla [el espectador], menos ve; cuanto más acepta reconocerse en las imágenes dominantes de la necesidad, menos

comprende su propia existencia y su propio deseo. La exterioridad del espectáculo respecto al hombre activo se hace manifiesta en el hecho de

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que sus propios gestos dejan de ser suyos, para convertirse en los gestos de otro que los representa para él.”

Guy Debord, La sociedad del espectáculo..

En la posmodernidad la idea de que habitamos una sociedad del espectáculo ha llegado a ser un lugar común. Pero si, según algunos análisis, la espectacularidad de la esfera pública que supone al sujeto moderno es el signo de una nueva alienación sin precedentes que atañe a su participación activa en la vida política, es importante no olvidar la magnitud que la figura del espectador o contemplador ha tenido históricamente, en tanto tipo de subjetividad política ejemplar, incluso heroica. Esta figura aparece como crítica moral o social, así como estética, en publicaciones como Spectator de Addison a principios del siglo XVIII.67 Pero para finales de ese siglo, y concretamente en relación con la Revolución francesa, Immanuel Kant transforma explícitamente la posición moral del espectador en una relación de tipo político, si bien queda relacionada con un tipo de república ideal. Tal y como argumenta en su ensayo “El conflicto de la Facultad de Filosofía con la Facultad de Derecho”, sólo el espectador filosófico puede derivar un sentido universal de progreso de una situación política tan violenta y potencialmente desastrosa como la que surge de aquella revolución reciente. Ese sentido de progreso supone la aparición de una disposición de la humanidad hacia la constitución republicana:

La incorporación de esta causa moral (en el curso de los acontecimientos) es doble: primero como derecho, en tanto no se debe entorpecer que una nación disponga de una constitución civil que parece buena para el propio pueblo; y en segundo lugar como fin (que es, al mismo tiempo, un deber), si esa misma constitución nacional es exclusivamente justa y moralmente buena en sí misma, elaborada de una determinada manera que evite, por su propia naturaleza, principios que hagan posible la guerra. No puede tratarse más que de una constitución republicana, republicana al menos en esencia; así se establece la condición para evitar la guerra (fuente de todos los males y corrupción moral); y, al menos potencialmente, la humanidad se asegura el progreso a pesar de toda su debilidad, pues al menos no se molesta su avance.68

Según comenta Hannah Arendt en sus Lecturas sobre la filosofía política de Kant.

El espectador, como no está involucrado, puede percibir este designio de la providencia o de la naturaleza, que queda oculto para el actor. Así tenemos por un lado al espectáculo y el espectador, y por otro a los actores y las contingencias de todos los acontecimientos simples, de los acontecimientos azarosos. En el contexto de la Revolución Francesa, a Kant le parecía que la visión del espectador acarreaba el significado último del suceso, aunque esta visión no bastase para actuar.69

Reindhart Koselleck ha trazado en Crítica y crisis la transformación gradual de la moral en censor político durante el siglo anterior a Kant, argumentando poderosamente lo inevitable de este proceso y el valor fundacional de su naturaleza en la aparición de la política burguesa.70 Arendt comprende el oblicuo compromiso kantiano con la teoría política como crítica, en la medida en que el espectador desinteresado, como juez (en el pleno sentido en que la Tercera Critica relaciona el juicio con la adscripción de los fines) queda socavado por el sujeto en tanto agente interesado. Lo que imprime en el sujeto algo más que un mero valor moral o de gusto, no a la manera de textos sobre estética y sentimiento sino en un sentido plenamente ético, es la capacidad de adjudicar fines, y por consiguiente de proponer acciones individuales como partes de una totalidad. Esta aparición del sujeto político como primacía ética también fundamenta las demandas universales de la política burguesa, mientras define a ese sujeto como una entidad enteramente formal. Lo que está aquí en juego es, en términos de la Tercera Critica, una disposición del sujeto antes que una conciencia individual y condicionada.71

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En este momento histórico la división del sujeto en agente y espectador no es problemática tal y como parece serlo para Guy Debord. Por el contrario, se proporcionan aquí las condiciones de posibilidad para exigir universalidad y desinterés de las emergentes instituciones político-burguesas, incluso si con esto se aprueban necesariamente prácticas de política partidista. La paradoja por la que los estados burgueses demandan una trascendencia desinteresada de la política, mientras en la práctica operan a través de una incesante articulación de intereses conflictivos, se resuelve con esta división del sujeto. Si a un nivel se presentan ante el estado las demandas competitivas de intereses antagonistas, a otro nivel éticamente superior el estado representa en un giro al sujeto humano observador y universal. El estado no es ni un simple puñado de instituciones ad hoc ni una idea puramente desinteresada; es de hecho la intersección productiva de ambas cosas. Las contingencias de la práctica cotidiana están reguladas por una narrativa que precisamente se traslada de las irregularidades de lo contingente hacia la “idea reguladora” (en términos kantianos) de una armonía diferida y asintótica. Podemos trazar este relato siguiendo la premisa cotidiana por la cual el representante electo, enviado al congreso o parlamento como representante de intereses y/o localidades, justo en ese paso del distrito electoral al estado se convierte en un sujeto supuestamente ético, de quien se espera que someta su voluntad a un sujeto de la voluntad general.

Esto nos lleva hasta el segundo punto implícito en los comentarios de Debord. De nuevo lo que Debord encuentra problemático en este punto nos parece condicional en la política burguesa temprana. Nos referimos a la aparición de una teoría de la representación política y, más específicamente, a los procedimientos e instituciones que forman sujetos dóciles y susceptibles de ser representados. Así, la idea de representación es fundamental en nuestra cultura política (y efectivamente estética), hasta llegar a parecer obvia de una manera ineludible. Tanto que, de hecho, pensar fuera de esos términos resulta prácticamente imposible. Debord considera lo ineludible de “ser representado” en la era posmoderna como un índice alienante de pérdida de poder. Aquí y en los capítulos siguientes argüiremos que, para aquellos pensadores anteriores que contribuyeron a la formación de la teoría política burguesa y de sus instituciones, conseguir ser representados no era una mera aproximación a una humanidad más plena, sino la propia condición de la vida política. Aprender a ser representado garantizaba, si no el poder, al menos el privilegio. No se trataba bajo ningún sentido de una concesión obvia de la cultura, sino más bien de una condición de la vida política, que debía ser constituida por medio de una difícil intervención pedagógica sin precedentes en la sociedad. Permitir la propia representación no era bajo ningún concepto el estado natural y obvio del individuo humano, sino el efecto de una cultura emergente históricamente. Para pensadores como Kant, Schiller, Coleridge o Mill, el movimiento del sujeto desde su condición en un estado más o menos feudal hacia ese otro sujeto humano y político, señalaba un equivalente del largo progreso histórico de la humanidad, del salvajismo y la barbarie hacia la libertad y la civilización. La propia historia del uso de la palabra “sujeto” lo implica en realidad.

Dada la dificultad para pensar desde nuestra perspectiva histórica un momento en que la representación no constituía un modo de ser definitivo en el mundo (social), trataremos de aproximarnos al problema tanto teórica como ideológicamente, abordando la Revolución Francesa como una encrucijada entre dos pensadores cuyas actitudes con respecto a la representación son, de manera crucial, incompatibles. Nos concentraremos en el ataque al teatro que Jean-Jacques Rousseau lleva a cabo en su Carta a M. D´Alembert y en los dos trabajos de Friedrich Schiller, Sobre la educación estética del hombre y “Sobre el escenario como institución moral”. Confiamos en que estos pensadores nos permitirán despejar el discurso extraño y novedoso que aparece en torno a la representación en el momento de la Revolución Francesa; la paradoja reside en que lo extraño ahora es la oposición de Rousseau a la representación. Consecuentemente nos veremos obligados a considerar sus

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escritos más como un tipo de ficción crítica que como el diseño positivo de una futura sociedad “post-representativa”. No obstante, más adelante sugeriremos la continuidad entre su concepción de las formas de relación social de una sociedad no-representativa y formulaciones posteriores, que sufren la misma relación de desigualdad con esas instituciones estatales que imponen la base del gobierno representativo. En cualquier caso no pretendemos la influencia directa de estos pensadores, ni en la formación de estas instituciones ni en la de contra-instituciones radicales. Hay más bien en ambos casos una simple influencia, pero el objeto de este capítulo consiste en despejar el sentido del discurso de la representación que en círculos radicales, creemos, fue más contestado de lo que se ha supuesto hasta ahora. Alimentando las ideas de Gramsci sobre los sitios en los que la hegemonía y sus sujetos se constituyen, proyectaremos el escenario como institución paradigmática del “estado ético”.

ROUSSEAU, LA TRANSPARENCIA Y EL DESTINO DE LA FIESTA72

Es necesario mantener aislados a los sujetos. Ésta es la primera máxima de la política contemporánea.

-J.-J. Rousseau, “Ensayo sobre el origen de los lenguajes” (1754)

El término “transparencia” significa para Rousseau un modo de percepción y comunicación entre los seres humanos que está libre de toda falsedad y engaño. No se trata de una idea rousseauniana entre otras; la meta de una transparencia absoluta en las relaciones humanas (vgr., sociales) se establece como lo que podríamos denominar, ideal recuperador de Rousseau –restaurador de un estado de la naturaleza, que funciona aquí como origen oculto de un pueblo que “funda su seguridad en la facilidad de reconocerse a través del otro”73. Todos los escritos de Rousseau ofrecen diferentes estrategias para recuperar una transparencia original y perdida, directora latente y eterna; incluso las Confesiones, tal y como apunta Starobinski, se proponen como la constitución de un circuito de transparencia entre el Rousseau-autor y sus lectores.74 Por supuesto aquí hay una paradoja: en tanto Rousseau cree que los gestos y las reacciones espontáneas no mienten, el lenguaje es en principio un obstáculo, y no un medio que expresa la bondad natural. El lenguaje representa, re-presenta; esta diferencia constitutiva entre algo en sí mismo y aquello de lo que habla establece un engaño que está a su vez unido al vicio. Las ambiguas capacidades del lenguaje reemplazan la ilusión de la comunicación por la práctica de una ilusión falsaria, y esto último es bastante más difícil de neutralizar.

Pero de acuerdo con Rousseau debemos contrarrestar esto al coste que sea. Las drásticas medidas apelando por la aparición moral que deseaba inculcar a sus contemporáneos encierran mucho más de lo comprendido en su Carta a M. d´Alembert sobre el teatro (1759) entendida frecuentemente como, por ejemplo, simple acusación de cosmopolitismo y sofisticación urbana. De hecho, la Carta es precisamente un argumento de la necesidad de recuperar la transparencia, elaborando esta reclamación en términos rigurosamente binarios: el pueblo de París se define a sí mismo, y sólo puede verse propiamente a través de los ojos de otros. A través del eje de su amour propre se mantiene al margen del cálculo, la emulación, la hipocresía y el engaño, por lo que cada cual refuerza su propia conciencia como individuo en su relación con los otros. Por contraste, en Neufchâtel –la indudable alternativa rousseauniana del pueblo doblemente idealizado-, “cada cual es todo por sí mismo, ninguno es nada para el otro.”75 No se trata de una fórmula egoísta, sino un apunte de su trascendencia. Percibir el propio carácter como unidad moral auto-contenida supone facilitar el ofrecerse accesible, abriendo vías a los demás. El propio yo abierto, honesto, franco, sin nada que ocultar, permanece enterrado –implícito- en todos nosotros, y sólo desde la base de su desenmascaramiento se establece un circuito comunicativo entre grupos donde el “yo” llega a ser propio en el sentido más

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auténtico posible. Por supuesto, las condiciones para que se produzca esta aparición de honestidad y transparencia no estriban simplemente en la naturaleza moral del propio yo. Se establecen según acuerdos económicos y políticos inseparables de la transparencia: esto es, una constitución “republicana” en la que nadie queda representado por otro y, por consiguiente, en relaciones económicas donde la división del trabajo y el intercambio son mínimos. La siguiente cita encierra un carácter político y económico, pero proviene de una organización social en la que tanto la división de esferas como la división del trabajo resultan impensables: “Nunca entró en este país ningún carpintero, cerrajero, vidriero o tornero; cada cual lo es todo para sí mismo, ninguno es algo para el otro” (pág. 61).

No es entonces en Neufchâtel sino en París, capital política y económica de Francia, donde se apremia al pueblo a disimular con el mero fin de lograr el equilibrio social. No resulta extraño que el actor pueda encontrar en este escenario un sitio de tanto honor. Aquí él pertenece a gente que está jugando papeles habitualmente –o indiscriminadamente, como el sobrino de Rameau en Diderot. El actor caracteriza a la sociedad en general falsificándose al imitar a los otros, o presentando a los demás una mera versión de (algún aspecto de) sí mismo. Su “desgraciada humillación [...] le da la posibilidad de abordar todo tipo de papeles excepto el más noble de todos, el de Hombre –que queda abandonado.”76 En este punto es de suma importancia traer a colación un conocido pasaje de su “Primer discurso”: “tenemos Físicos, Geómetras, Químicos, Astrónomos, Poetas, Músicos, Pintores; ya no nos quedan ciudadanos.”77 En su énfasis de la división entre el trabajador y el propio yo, el sentido que adquiere el “abandono del hombre” en Rousseau parecerá acercarse a lo que Schiller afirma un poco más tarde. Pero como veremos, donde Schiller busca “restaurar por medio de un Arte más elevado la totalidad de nuestra naturaleza, que las mismas artes han destruido,”78 Rousseau proyecta la restauración de un hombre sin división –en efecto, sin arte, artificio o artificialidad.

El abandono de humanidad, y, lo que es lo mismo para Rousseau, de la posibilidad de ciudadanía, no es por supuesto definitivo o absoluto. Pero es importante. Implica una doble pérdida: la pérdida de la capacidad de la experiencia espontánea y la de decisión moral. Lo único que puede contrarrestar esta trayectoria es el tipo de inmediatez del propio yo hacia los otros, y del propio yo hacia sí mismo, que está involucrado en la idea de la mismidad tal y como la entendió Rousseau. Esta idea se sitúa como antítesis del ideal educativo, particularmente, tal y como es promulgado por la tradición decimonónica del Bildung, a la que Schiller contribuyó tan notablemente. Aquí no se trata de una cuestión de aumento y crecimiento, sino de quitarse o despojarse de capas. En nombre de su ideal recuperador Rousseau clama por un desenmascaramiento absoluto, por la eliminación de caracteres para lograr, a través de este desenmascaramiento, la erradicación del engaño, la hipocresía, la duplicidad, la ambigüedad, el orgullo y la presunción –en una palabra, del amour propre. Sólo a partir de esta erradicación llegaría la mismidad a ser origen o principio de la comunidad, Allgemeinheit, por decirlo en los términos de Hegel. No puede edificarse una verdadera base común hasta que seamos capaces de enlazarnos directamente con los otros, de propio a propio, o con una mediación lo más pequeña posible. Por supuesto lograr una inmediatez tal puede apuntar una disposición de rango elevado. Pero lo que se hace necesario enfatizar aquí es que, como anhelo o tentativa personal y política, no es una cuestión a conquistar través de la educación (a menos que contemplemos un tipo de educación extremadamente heterodoxa como la del joven Emilio). De hecho, desde un cierto sentido no hay que esforzarse en absoluto, en tanto el yo, aunque no atiende algunas funciones mediadoras, las contiene constantemente implícitas en todos nosotros, esperando su descubrimiento y resurrección. Si esto surge, debemos a aprender a valorar la lección de su lenguaje iletrado (impensable, natural), arrancando la capa de falsedad y dejando así manifestarse lo latente.

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Se sigue de esto que cuantas menos capas sea necesario quitar, más fácil será la conquista de la verdadera mismidad y del ser moral. Así se entiende la carga revolucionaria que contiene el Emilio entre líneas: el crudo, el iletrado, el tosco y el no refinado son en principio más capaces de lograr el estado deseado que el sofisticado, el instruido, el cosmopolita. A este nivel, la enorme popularidad de Rousseau durante la Revolución Francesa entre la menu peuple no supone un gran misterio: ellos evidentemente sentían, y estaban en lo correcto al sentirlo así, que él hablaba con-y-a ellos. Volveremos sobre este punto, pero primero vamos a volver sobre el teatro y, más concretamente, sobre su topografía. La topografía teatral ocupa una parte importante en la moralidad aleccionadora de Rousseau, y su discusión sobre el tema acarrea implicaciones que van más allá de su ataque al teatro per se.

“La gente piensa que está reunida en el teatro”, dice Rousseau, “pero es allí donde están aislados. Es allí donde ellos van a olvidar precisamente sus relaciones humanas reales: sus lazos con sus amigos, sus vecinos, sus parientes.”79 (“L´on croit s´assebler au spectacle, et c´est là que chacun s´isole; c´es là qu´on va oublier ses amis, ses voisins, ses proches”). Ellos van allí,

para interesarse por fábulas, para llorar la desgracia de los muertos, para reír a expensas de los vivos [...] Otorgando a estas ficciones nuestras lágrimas hemos satisfecho todos los derechos de la humanidad sin haber dado nada más de nosotros; cuando la gente desafortunada en realidad requeriría un alivio, consuelo y un trabajo que nos implicaría en su dolor, y requeriría de nosotros al menos que sacrificáramos nuestra apatía, pero nos sentimos satisfechos manteniéndonos al margen todo esto. Se podría decir que nuestro corazón se cierra por miedo a ser tocado a costa nuestra.80

Concebido de esta manera el teatro nos atomiza por lo que retrata o representa, y es así porque se trata de un escenario de inactividad moral en el que nos olvidamos de nosotros mismos y (por eso mismo) de los otros. Pero también nos divide por su forma espacial. Nos sentamos aislados del otro, en la oscuridad (esto es, como veremos, crucial), observando un “espectáculo” a través de un arco proscénico, un retrato promulgado de tal manera que la separación y la división que caracteriza nuestras vidas diarias se aumenta y se refuerza. Debería quedar claro que para Rousseau el teatro es un tipo de parodia grotesca o una inversión de la Asamblea de El contrato social, donde no se puede poner entre paréntesis, ignorar o disgregar aquello que tenemos a nuestro alrededor. El teatro petrifica, inmoviliza, divide a su audiencia. Sentada en un escenario sombrío, inmersa en el carácter de “cerrada” oscuridad de la experiencia teatral, es como si todos tuviéramos algo que esconder al otro –tal y como sucede de hecho. Lo que tenemos que esconder es nuestro propio yo, y de lo que tenemos que escondernos es de la base de cualquier comunidad posible, entendida en los términos de Rousseau. El teatro, en su mejor faceta, nos (re)une indirectamente, a través de la intermediación de la obra realizada. La acción escénica nos acerca todo en tanto separa todo de nosotros.81 La obra teatral, con todo lo que tiene de fetiche, se nutre efectivamente de todo lo que tenemos en común, pero en esta cuestión el teatro se revela como un mero equivalente de nuestra infeliz dispersión.

No obstante, para nuestros propósitos lo más relevante de la Carta es la manera en que Rousseau contrapone el teatro con esa fiesta o fête que conminaba a los genoveses y que, tal y como les recuerda, ellos todavía disfrutaban sponte sua. Como indica Starobinski, esta fête se propone como el criterio o norma por el que serán juzgados el resto de los espectáculos –o, desde la perspectiva que mantenemos, todas las demás reuniones.82 La fête es abierta, transparente, inmediata, intransitiva, un momento no sólo de comunidad sino de libertad. Starobinski la considera como una epifanía de transparencia. De esta manera sería erróneo decir que la fête da lugar a esta apertura, o que causa o es el sentido de la felicidad del hombre – podemos conjeturar que Rousseau no era extraño a la “paradoja del hedonismo”. Para él la fiesta es más bien la expresión de la felicidad del pueblo, o mejor, la

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forma que toma su felicidad.83 No admite encuentros bloqueados. Aquí el pueblo está totalmente presente entre sí. Comunidad, identidad, y acceso quedan involucrados y creados por el propio acto de comunicación libre. Las barreras divisoras que fundamentan el momento del teatro y constituyen la imagen de una sociedad fundada en la división se han venido abajo y, de antemano, la fête descubre una profunda identidad entre el auto-reconocimiento y el reconocimiento de los otros, entre el individuo y su identidad comunal. Estamos por supuesto ante una imagen de inocencia. Nadie tiene nada que esconder (pensamientos, sentimientos) y nadie establece una barrera, en tanto no hay nada que preservar o separar. No se levanta ninguna cortina, no hay máscara puesta (aparentemente, la primera vez que se interpretó el Tartufo de Molière en la corte francesa, los actores se quitaron deliberadamente sus máscaras). El contraste con el teatro se expresa y completa a través de un número mayor o menor de oposiciones explícitas: entre lo abierto y lo cerrado, la luz (la luz diaria: es importante que la fête tiene lugar en plein air) y la oscuridad; entre la libertad y la restricción, el movimiento y lo estático, la unidad y la dispersión, la autenticidad y la (di)simulación –por abreviar, entre la transparencia y la opacidad.

Así, la sustancia de la fête es apertura y claridad. Apreciación de otro ser humano, comparación de mi yo mismo con otros –que son absolutamente extraños a mi ser e imposibles dentro de él. No puede haber así nada tradicional, o siquiera conmemorativo en esto. La composición de la fête de Rousseau (y de otras reuniones similares en La nueva Eloísa y en su ensayo sobre Polonia) se sitúa en algún lugar entre la memoria y la percepción de un juego público que no tiene objeto, de un objeto particular que destruiría este juego ofreciéndose como mediación. Esta composición tiene para nosotros un interés peculiar. Hay que enfatizar que, de acuerdo con El contrato social, la Voluntad General está exenta de un objeto particular. Cualquier objeto específico destruiría la simetría entre el ciudadano y la soberanía, manteniendo rehén a la comunidad. La Voluntad General debe ser general en su origen y permanecer general en su aplicación. En este sentido, no resultaría sorprendente que Starobinski debiera remitirnos, en una estupenda frase, a la cara “lírica” de la Voluntad General como extensión de la afectividad congregada en la fête84. El contrato social estipula al nivel del “tener” lo que la fête comprende al nivel del “ser”.

Empiezan a aparecer así algunas implicaciones fascinantes a la hora de comprender el pensamiento de Rousseau y sus aplicaciones. Rousseau cree que la democracia representativa, en tanto opuesta a la democracia de participación directa promulgada en El Contrato Social, es una contradicción. Pero detrás de esta creencia yace un antagonismo hacia la representación como tal, sostenido más profundamente. La representación debe tener un objeto, tiene que ser “de algo”, y tiene que ser efectivamente fetichista. Así que por consiguiente toma y debe tomar parte en el conjunto de las relaciones humanas directas. Pero si, por la propia lógica del fetichismo, el objeto parcial viene a desplazar a lo entero, entonces tomar partido por el Todo es ilegítimo prima facie. Si nuestra unidad e integridad como seres multifacéticos ha de ser más respetada que subvertida, El Contrato Social dice que el deseo no admite representación, o cualquier otro añadido. De una manera inherente, la representación teatral del carácter humano engaña de una fundamentalmente, porque precisamente es representación. Como señala Robert Wokler:

Hemos dejado de congregarnos para determinar nuestros ideales cívicos, que han quedado entumecidos y constituidos de manera pasiva a través del arte, la ciencia y la religión, desplazados del centro de la vida cultural y reunidos en fosos y sitiales. Transformados de agentes de lo que hacemos en testigos de lo que nos sucede, en el mundo moderno se nos convierte en audiencia callada a la que se educa en la timidez y la deferencia. Rousseau observó en su “Ensayo sobre el origen de los lenguajes” que “es necesario mantener a los sujetos separados; ésta es la primera máxima de la política contemporánea,”85 en las artes no menos que en nuestras relaciones políticas.

Y las implicaciones de este paralelismo político-cultural son, tal y como Wokler va a indicar, de largo alcance:

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El sueño crea una libre asociación de ideas nunca concebida; la democracia (como Rousseau la entendía) comprende una libre asociación de gentes como nunca antes se vio. Rousseau sintió profundamente la imaginería de la participación publica en todas las facetas de la vida social, y la dibujó con riqueza alrededor de símbolos estéticos, religiosos y culturales de solidaridad que quedan retratados en la danza militar del régimen de Saint-Gervais en su Carta a M. d´Alembert sobre los espectáculos, o en la canción de insurrección de los vendimiadores en La nueva Eloísa. La política democrática, tal y como quedó concebida por Rousseau, estaba infundida del encanto y el joie de vivre de una fiesta cultural, de un banquete popular, de una descarga del pueblo al completo por el pueblo, sostenida bajo el cielo al aire abierto…86

Sin duda la mayoría de los lectores contemporáneos pueden observar en tales escenas festivas, ante la visión de D.H. Lawrence de mineros bailando embriagados o de celebraciones fascistas de trabajo idílico, en el mejor de los casos, un toque folklórico. Koselleck, de hecho, argumenta más adelante que la transparencia de la democracia rousseauniana disuelve toda distinción entre lo interior y lo exterior, entre el deseo individual y general, y produce un estado de permanente revolución que es simultáneamente un estado de permanente dictadura.87 Cualesquiera que sean los elementos particulares que promueven en los escritos de Rousseau tal sospecha, siquiera como tendencia, se ofrecen como saludable recuerdo del peligro hacia el que se dirige necesariamente cualquier crítica de la representación. Pero las alternativas a la representación no son reducibles necesariamente al fascismo, que en cualquier caso es una forma que no se caracteriza precisamente por su antipatía hacia el espectáculo.

De hecho se hace necesario reiterar las bases del antagonismo entre Rousseau y las estructuras representativas. Es importante invocar aquí la mirada luminosa de Walter Benjamin sobre la naturaleza del fascismo:

El fascismo intenta organizar las masas proletarias recreadas, sin afectar una estructura de la propiedad que va a entrar en conflicto con dichas masas. El fascismo atisba su salvación, no otorgando a las masas su derecho, sino ofreciéndoles una oportunidad para expresarse. Si las masas tienen el derecho de cambiar las relaciones de propiedad, el fascismo intenta ofrecerles una vía de expresión mientras preserva la propiedad. El resultado lógico del fascismo es la introducción de la estética en la vida política.88

Rousseau por el contrario propone la fiesta y su transparencia en torno a la concepción de una sociedad sin división del trabajo ni expropiación. Este tipo de concepción ya estaba empezando a ser utópica cuando quedó articulada por Rousseau, en un momento que no daba pie a la descripción de cualquier tipo de formaciones alternativas, por lo que dicha concepción queda situada como una crítica residual de la cultura de la representación más que como una anticipación del fascismo, que surgiría de una crisis objetiva de la relación de la democracia representativa con el capitalismo. Desde este espíritu hemos releído a Rousseau.

***

Por recurrir a Benjamin, nuestra conclusión será que, por supuesto, la estética no requiere del fascismo para entrar en la vida política. La formación del sujeto político en relación-con, y por el camino de la cultura estética, ya quedó vislumbrado por Rousseau, y estaba virtualmente programado en tiempos de Schiller. La cultura estética llega a ser la base o condición de posibilidad, tanto para pensar como para forjar el sujeto político. De hecho cabe sospechar una genealogía más antigua en la propia tendencia a identificar automáticamente las formas de inmediación con el terror del fascismo. Si el Jacobinismo radical será visto como una amenaza por las formas civiles burguesas y su sociedad política

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–esto es, para la continuidad de sus relaciones de propiedad- y según esto mismo debiera ser sujetado y anulado, su liquidación queda legitimada por la aparición del Terror, cuyos excesos se entienden como consecuencias propias. El Terror deriva entonces de la dejación de mediación de las masas, de su deseo de política inmediata y gratificación sensual. Como Schiller apunta en su Sobre la educación estética del hombre,

Nos enfrentamos a instintos de brutalidad e ilegalidad por medio de las clases más bajas y más numerosas, liberados de las ataduras del orden civil, y acelerados con la furia ingobernable de sus satisfacciones animales. (AEM, p.25)

Y como el propio nombre de los Jacobinos implica, la inestabilidad de las masas se percibe como parte del propio utopismo “sentimental” de Rousseau. Edmund Burke fue sólo uno de los primeros en establecer esta identificación, y no el último en reducir a Rousseau y la Revolución a términos estéticos.89

No es que esta lectura ideológica e intencionada de Rousseau y el Jacobinismo carezca de sentido; se trata de contemplar que la amenaza que se percibió en las masas revolucionarias ante el problema de la propiedad y el orden, se expresó en términos que son morales y estéticos más que económicos y políticos. En la fête revolucionaria se promulgaban relaciones sociales en relación de profunda repulsa con el orden conquistado definitivamente por la hegemonía. Según Mona Ozouf,

El mero hecho de marchar juntos parecía ya una conquista moral prodigiosa: la fiesta celebraba el cambio de lo privado a lo público, extendiéndose a todas las experiencias de cada individuo “como por un tipo de descarga eléctrica”. Esto provocó “lo que el despotismo nunca había consentido –esto es, la mezcla de ciudadanos cautivada en el espectáculo del otro y en la perfecta armonía de los corazones”. “Debiera recordarse que bajo la regla del despotismo”, nos dice Poyet, “los hombres desconfiaron los unos de los otros y, al carecer de un interés común, se negaban entre ellos [...] La política del despotismo ayudó a mantener esta desunión fatal”. La reunión en Champ-de-Mars (La Fiesta de la Federación) les pareció el envés de un mundo dividido.90

Los organizadores de fiestas revolucionarias fueron bien conscientes de que los resultados de sus esfuerzos deberían estimular y provocar la igualdad, negando o suspendiendo las distinciones sociales y acortando visualmente el espacio social entre los participantes. Pregunta Poyet si “¿reconoce hoy el patriotismo esas líneas de demarcación que el orgullo y la mezquindad abandonaron en algún momento?” de una manera retórica, pero aquí se impone una nota de precaución. La innegable variedad de tipos y niveles de fiesta durante la Revolución Francesa es casi suficiente para bloquear la aplicación literal de las disposiciones de Rousseau. Es cierto que había bastante de baile de farandole alrededor de Maypole para negar esta evidencia, pero por otra parte el Maypole y todo su legado quedaron sustituidos por algo mucho más formalizado, el árbol de la libertad. ¿Y quién dice al final qué es más Rousseau, lo primero o lo último? Rousseau no era más Maypole-defenestrando-puritanos –la misantropía no es una simple categoría- que muchos organizadores de fiestas revolucionarias, que se volvieron centralizadores y se mostraron hostiles a las costumbres locales anteriores. Quizás lo que ellos desterraron con el mai fue la propia idea de intransitividad especificada con anterioridad como núcleo de la defensa del entusiasmo de Rousseau. Puede haber sido ya un blanco fácil, y más cuando Hegel no iba a tardar en insistir, inspirado por Monstesquieu, que necesitamos instituciones mediadoras “representativas”.

Rousseau era más pesimista que optimista sobre la probabilidad de recuperación de transparencia. Y con razón. La historia actual sobre el destino de los ceremoniales públicos durante la Revolución Francesa –un serio trabajo que sólo ahora comienza a realizarse91- sugiere que la reforma de transparencia pública no fue nunca viable. La cuestión permanece no obstante vigente, en tanto las extensas sugerencias de Rousseau sobre el motivo de la

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transparencia sirven como un tipo de avance crítico en torno a la necesidad de reconciliación, o al menos en torno a la necesidad de la “cultura” y el “estado” como medios de reconciliación. Una transparencia recuperada bloquearía la necesidad de estas facultades, al reconciliarnos a un nivel diferente y más inmediato que lo que la cultura o el estado nunca soñaron poder llevar a cabo.

Podemos comenzar a matizar diferencias observando lo que se dice sobre la necesidad de reconciliación en cada argumento. Las familiares dicotomías de Rousseau –razón/sentimiento, cálculo/imaginación, amour propre/amour de soi- nos indican las divisiones de una naturaleza humana abigarrada pero unitaria, hablándonos de lo que debiera ser una multiplicidad unificada que nunca privilegia una parte sobre las otras. La cuestión central no es si un hombre estaba o no dividido en la sociedad tradicional o premoderna, sino que la modernidad demanda e institucionaliza la división, y el privilegio de ciertos aspectos del yo a expensas de otros en un grado sin precedentes. El hombre debe, por no tomar más que un ejemplo, privilegiar el amour propre sobre el amour de soi, en un mundo donde las relaciones humanas están mediadas por el dinero y donde la competición universal viene a constituirse como la esencia absoluta. Una vez que esto está planteado nos vemos en la necesidad de preguntar: si la fragmentación y la escisión saturan el mundo moderno, ¿qué es precisamente lo que han oscurecido para Rousseau? Seguramente no podemos sostener por más tiempo esa fórmula general, y decir “la naturaleza”. De hecho estamos forzados a regresar de una manera más simple y obvia sobre el concepto nebuloso pero no obstante sustantivo de unidad, de una plenitud integral y multifacética. El auténtico yo, de acuerdo con Rousseau, no es en absoluto lo que los teóricos de finales del XIX reclamaban como dado –algo culturalmente o políticamente definido, algo más allá de nosotros a lo que debemos aspirar. El yo de Rousseau es (de nuevo) una unidad-en-la-diversidad más inmediata, más integral, cuya delicada simetría es igualmente perturbada tanto por un riesgo de dispersión como por una excesiva concentración de una de sus partes componentes. Y sólo tras conocer esta unidad, que cada uno de nosotros es esencialmente, podemos construir puentes reales hacia el otro. De aquí esa convicción de Rousseau al considerar, en condiciones de extrema desigualdad, una relación necesaria entre la inferioridad social y la superioridad moral. Esto no tiene nada que ver con una concepción romanticista de lo pobre: se trata de que el pobre ha asimilado muchos menos prejuicios sólidos (sobre la educación, los beneficios de la cultura, la benevolencia del estado) y de que, por consiguiente, ha de recorrer un menor camino hacia el sentido de coherencia que constituye la base del ser moral.

Entonces, si esta “previsión nos arrastra incesantemente más allá de nosotros y frecuentemente nos sitúa donde nunca llegaremos,” Rousseau propone como alternativa: “ Déjanos medir el radio de nuestra esfera y permanecer en el centro, como el insecto en medio de su red, autosuficientes.”92 Esta declaración intenta negar, erosionar de hecho, la necesidad de la cultura en términos pedagógicos. Se establece con claridad contra esa noción kantiana de pedagogía, que se privilegia sobre el deseo defraudado como la fiesta lo hace contra el teatro.93 Y lo hace, no porque Rousseau fracase al observar la relación entre la cultura pedagógica y (lo que pasa por) política, sino porque la entiende demasiado claramente. Su pensamiento en este terreno arroja una luz inflexible sobre el resto de los pensadores y escritores que aún tienen que aparecer en este libro. Por si no quedara suficientemente claro, recalcaremos que para Rousseau nosotros debemos ser dignos de “nuestra” política o de “nuestra” forma de expresarnos artísticamente, pero aún más, que estas cosas han de ser dignas de nosotros.

Entender esto es dibujar todo tipo de proyectos juntos, y empezar a enfrentarse al desafío que Rousseau lanzó a sus contemporáneos –y por extensión a esos sucesores no demasiado receptivos. Se trata, por una parte, de reconocer que la justicia en la política rousseauniana no consiste en equilibrar las tendencias e impulsos entre el bien y el mal, tal y

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como sucede en los modelos liberal/constitucionales que llegaron después de 1789. Tal y como lo entendió Rousseau, la justicia no consiste en este tipo de vía media; exige en cambio un acto de limpieza, una erradicación de la avaricia y la competitividad de las relaciones humanas, y ésta es la tarea de la Voluntad General. Por esto mismo, la virtud resulta de la represión de las tendencias viciosas a nivel personal y social. Pero igual que sería erróneo ver en el Rousseau de la Carta a un Maypole-defenestrador-de-puritanos, también sería un error, común por lo demás, sobre-enfatizar la represión que implica este proyecto. La tarea, después de todo, es tanto de recuperación como de demolición. Si somos capaces de apartar las pasiones, los prejuicios, los accidentes y todo lo que se puede facturar como detrito de la historia, estamos en disposición de arrojar una luz sobre las profundidades del tiempo y el sentido del ser moral. Aparecería entonces un ser cuyas facultades se ofreciesen de una manera implícita, y cuya libertad permanecería todavía como no experimentada. O sea, un ser que podría ofrecer un matériel más prometedor para la reconstrucción social que el vividor estabulado que resulta tras siglos de “progreso”. El estado de naturaleza de Rousseau aparecería así como una experiencia socialmente vivida: una edad en la que la historia estaba, en términos de Starobinski, “contenida”, cuando esta dislocación no se había desencadenado. Una edad donde todavía las necesidades y la posibilidad de satisfacerlas no estaban desquiciadas. Una edad, por abreviar –ya que hablamos a nivel individual de un tipo de fase mental, moral y espiritual- donde la extenuación, la insatisfacción y la impostura eran innecesarias por impensables, e impensables por innecesarias.

Pero si en Rousseau el retorno hacia lo que es en esencia una prehistoria nos sitúa ante la consecuencia de que, para él, la historia es un desarrollo del mal, no se puede decir que esto agote todas las posibilidades de la historia. El mundo de los antiguos era comunal e integral. Las facultades cognitivas y las normas evaluativas del pueblo quedaron delimitadas por medio de experiencias políticas comunales. Es verdad que la disgregación de la comunidad y la desintegración de la personalidad individual aparecieron también como un proceso derivado. Pero nuestra libertad natural, aún habiendo quedado erosionada en este proceso, no se ha perdido irrecuperablemente. La persistencia de la fête o, desde los límites de nuestra perspectiva, de la propia idea de transparencia, sugiere que los antídotos comunales a este estado nuestro, triste y atomizado, son todavía posibles.

LA CULTURA COMO SUPLEMENTO DEL ESTADO

Hemos visto que la noción de transparencia, tal y como fue teorizada por Rousseau o como quedó expresada prácticamente durante la Revolución Francesa, implica igualmente una noción de inmediación: no debiera haber mediación entre el pueblo y el poder, entre el poder y sus efectos, o entre intereses y su expresión. Esto quiere decir también que no puede haber intermediario “entre” ciudadano y ciudadano. Inmediación y transparencia demandan la presencia plena de los ciudadanos, de uno a otro, en el mismo espacio. Tanto si son manejadas como metáforas de organización social o, más literalmente, si implican la necesidad de una cultura política en la que la regla es la participación total, ambas nociones son, en la órbita de la esfera política, necesaria y profundamente antagonistas con respecto a cualquier concepto de representación. Donde todo está en un mismo espacio, en radical equivalencia, nadie puede situarse por el otro, y ninguna voz habla por otra. Por supuesto, resulta perfectamente lógico que este modelo de plena participación, dado literalmente, parece situarse más allá de las capacidades de las representaciones democráticas liberales, pero esto no “prueba” bajo ningún aspecto que resulte imposible su realización, precisamente, fuera de la estructura de la representación. Insistir en que, por su tamaño y complejidad, el estado moderno hace imposible la participación directa y apunta la necesidad del gobierno representativo, es errar la cuestión. Esta evocación de una

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población ingente y vasta, un vulgus que es también inevitablemente mobile, es un giro político a lo sublime, y lo sublime, en la tradición cultural que tenemos entre manos, demanda el giro hacia la formación ética como una manera de acomodar lo irrepresentable a la representación.

En las siguientes páginas argüiremos que este giro hacia la formación ética antecede de hecho al argumento que legitima la necesidad de representación en virtud de esta dimensión numérica del estado moderno, y esto apunta, como hemos remarcado anteriormente, hacia el tipo de ciudadano que quedará privilegiado por ese estado. Nuestro interés estriba en la inculcación de un peculiar modo de subjetividad: un modo de sujeto que debe producirse de alguna manera como un requisito previo de participación en el asunto del estado, incluso si participación, aquí, no significa más que aceptar “ser representado.” También argüiremos que cualquier transformación en los modelos de representación política es inseparable de transformaciones similares de ese concepto en otras esferas. Éste es particularmente el caso, de hecho, de una singular relevancia a propósito de la estética, tanto en su original interés por la psicología individual como con su posterior metamorfosis en cultura estética. La compatibilidad de estas transformaciones resulta fundamental para lo que Althusser denominará la “interpelación” del sujeto por parte de los aparatos ideológicos del estado.94 Y más importante aún, esto es lo que hace que parezca probable un consentimiento subjetivo ante tal interpelación–en un sentido familiar para la poesía- a individuos que, por otra parte, no tienen nada que ganar sino los deberes que se siguen de semejante asociación. Creemos que el argumento sobre la representación, articulado en escritos estéticos de una manera más clara y temprana, viene a saturar nuestra cultura (en el sentido más ancho del término) para parecer que define, en todas y cada una de las esferas, los contornos inevitablemente formales del ser humano.

Siguiendo el fracaso de la Revolución Francesa de hacer buena su promesa de emancipar al Hombre por medio de la política –y de conducir ésta al Terror-, los ideales de transparencia que configuraban la sensibilidad revolucionaria fueron desplazados por un número de conceptos que podemos recapitular como modos designativos de identificación. La identificación del sujeto individual con el estado se logra a través de la intervención de la cultura, que actúa como suplemento de un estado que aún no se percibe igual a su idea ética. Dos condiciones hacen posible esta identificación. Primero que la cultura, en una corriente que presentaremos, representa la pretensión fundamental de identidad común entre todos los humanos. Y segundo, que el estado es concebido idealmente como la representación desinteresada y ética de esta identidad común. Schiller lleva a cabo inequívocamente esta última pretensión en la cuarta de sus cartas sobre educación estética:

Se puede decir que cada ser humano individual transporta dentro de él, potencial y preceptivamente, a un hombre ideal, el arquetipo de ser humano, y la tarea de su vida consiste en estar en armonía con la unidad inalterable de este ideal a través de todas sus manifestaciones cambiantes. Este arquetipo, que tiene que ser discernido más o menos claramente en cada individuo, es representado por el Estado, la forma canónica objetiva donde toda la diversidad de los sujetos individuales combate con la unidad. (AEM, p. 17)

Aquí, en el argumento seminal de Schiller, la función de la cultura es cultivar la identidad entre el Hombre ideal o ético en cada sujeto y el estado, que es su representante.

Dotar a la cultura de semejante función exige en primer lugar, como es bien conocido, que la cultura debería ser concebida como un dominio distinto –distinto no sólo de las actividades del estado, sino también de todas las otras instituciones y formas de trabajo humano. Las actividades y producciones especializadas de esta esfera autónoma se conciben, paradójicamente, para reemplazar la base de una concepción de lo humano en general, así como de la relación del sujeto individual con su humanidad generalizada. Aquí exploraremos la articulación teórica de esta concepción y su realización. Siendo tan

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importantes las obras de arte “autónomas” en su propio sentido –sería también importante una investigación sobre las condiciones históricas objetivas que hicieron posible la aparición de las prácticas/producciones artísticas y culturales concebidas autónomamente-, lo que nos preocupa por el momento es algo más. Nuestra preocupación reside en la teoría cultural que, en el momento mismo de la aparición de una esfera cultural autónoma, delimita efectivamente la forma en que los trabajos estéticos en general, incluso en su reconcepción, se establecen para mediar institucionalmente. Como veremos, las delimitaciones y mediaciones institucionales de lo que ahora queda separado como “experiencia estética” implican una formalización que a su vez es estrictamente indiferente a la obra de arte, como elemento crucial de la asimilación de la subjetividad individual por esa humanidad arquetípica que el estado representa idealmente.

Influido en esta cuestión por su lectura de la Crítica del Juicio de Kant, Schiller piensa que la experiencia estética no está producida por una cualidad determinada del propio objeto. La armonía entre la recepción pasiva de una impresión sensual y el proceso activo de configuración se logra, más bien, por una modulación peculiar de la actividad subjetiva. De hecho en el argumento de Schiller es crucial que el objeto estético sea “indiferente” a sus cualidades específicas, materiales o formales, para que, concebido como mera materia, pueda sufrir el proceso de configuración, que es la actividad propia del sujeto en su autonomía. Sólo de esta manera puede el momento estético establecer el balance armónico entre estos dos aspectos eternamente diferentes del sujeto individual, que Schiller denomina en su Carta 11 “persona” y “condición”: eso que es sustancia eterna e invariable del sujeto por una parte y, por otra, el sujeto pasivamente sujetado al mundo de las impresiones sensoriales. Es más, desde que cada uno de estos aspectos del sujeto está asociado con un elemento de la serie de dualidades –forma/materia, sensibilidad/razón, realidad/pensamiento- que estructuran Sobre la educación estética del hombre, el momento estético establece, aunque sólo momentáneamente, la unidad del hombre en todos sus aspectos. Hay desde aquí un largo trecho hacia esa unidad del ser inmediata e inherente que Rousseau consideraba fundadora de la comunidad, piedra angular del ser moral. Aquí sin embargo la división del yo se manifiesta como algo ontológicamente dado.

Para Schiller, la unidad armónica se logra a través de la mediación de lo que él denomina en la Carta 14 el “impulso de juego”. Por volver a la oposición: la “persona” expresa por medio de un impulso formal un esfuerzo hacia la forma pura que pone en peligro todas las relaciones entre el sujeto y sus condiciones materiales en el mundo de los sentidos. La “condición,” que toma la forma de un impulso sensual, sujeta al sujeto al flujo de sensaciones y amenazas, para así abolir la libertad que le es propia como sujeto –lo que significa, también, anular su personalidad. De esta manera, mientras podemos decir que la identidad del sujeto se conserva en la persona, no obstante el sujeto solamente puede realizar las potencialidades humanas implícitas en esta persona bajo la condición del impulso sensual:

Desde aquí procedían dos envites contrarios al hombre, las dos leyes fundamentales de su naturaleza sensual-racional. La primera insiste sobre la realidad absoluta: él se vuelve hacia lo que es mera forma en el mundo, y manifiesta plenamente todas su potencialidades. La segunda insiste sobre la formalidad absoluta: tiene que destruir todo lo que dentro de él es mero mundo, y aportar armonía en todos sus cambios. (AEM, pág.77)

Entre estos dos “envites contrarios” interviene el impulso de juego, cuyo fin es “reconciliar el devenir con el ser absoluto y el cambio con la identidad” y cuyo objeto es la belleza (“la unión más perfecta posible entre realidad y forma” [AEM, págs. 97,111]).

Este capítulo volverá posteriormente sobre la discusión de los aspectos ”recreadores“ del impulso de juego: su abstracción (Absonderung) con respecto a las condiciones de división del trabajo, que Schiller considera causantes del fracaso del

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individuo a la hora de culminar sus plenas potencias, aún cruciales para el progreso de la especie. Pero por ahora basta enfatizar cómo, con su análisis del impulso de juego y de la disposición estética que produce, introduce un discurso de desarrollo en un esquema en principio de irradicable dualidad, sincrónico, transhistórico, desde donde la estética deriva su fuerza ideológica más plena. Schiller encuentra por medio de este discurso de desarrollo una manera de superar lo que, por otra parte, permanecería como una aporía en el pensamiento político burgués: teorizar concretamente la relación entre el sujeto individual y la humanidad en general. Es también en la formación de este discurso donde la cultura estética asume su función crucial en relación con el estado.

En la primera elaboración de la Carta 14 el impulso de juego aparece para mediar el balance de la experiencia estética entre dos impulsos opuestos e igualmente necesarios–el formal y el sensual. La reconciliación se logra aquí “anulando la represión” y liberando al hombre “moral y físicamente” (AEM, pág. 97). Establecida así dentro de la naturaleza dual del sujeto, la armonía representa una totalidad momentánea en tanto que, como hemos visto, en este punto la potencialidad de la persona no es mayor que las desigualdades con las que la condición determina al sujeto. De todas formas Schiller concibe lo que se ha producido en ese momento como una mera intuición de un destino todavía no consumado:

No obstante debería haber casos donde [el individuo] pudiera tener esta doble experiencia simultáneamente, donde fuera consciente de su libertad y consciente de su existencia, simultáneamente, se sintiera materia y a un mismo tiempo se conociera como mente, entonces él en semejantes situaciones, y únicamente en semejantes situaciones, tendría una completa intuición de su naturaleza humana, y el objeto que le permitió el lujo de esta visión llegaría a ser para él un símbolo de su complicado destino y, en consecuencia (en tanto esto sólo se logra en la totalidad del tiempo), le serviría como una manifestación de lo Infinito. (AEM, pág. 95)

El momento estético, constituido en la relación del sujeto y el objeto bello a través del impulso de juego, no es así más que una prefiguración de esa naturaleza humana que se proyecta como fin de la educación estética, con lo que es, por decirlo en una palabra, insuficiente.

El aspecto parcial o prefigurativo de la experiencia estética no se concibe aquí, como ocurre después con frecuencia entre pensadores más críticos, como la expresión irreconciliable de un utopismo negativo, sino como parte integrante de una estructura de representación más amplia. Dentro de esta estructura la experiencia estética parcial hace algo más que prefigurar simplemente el “destino complicado”: contribuye productivamente a la complejidad de ese destino. En este movimiento ha estado implícita una concepción de la representación que va más allá de los términos puramente binarios y espaciales de la representación de objeto a sujeto, y se postula en lugar de una narrativa ética para la que la función representativa de la experiencia estética es crucial. La Carta 20 hace explícita esta idea. Aquí, lo que se había concebido como mutua interdependencia de los impulsos sensual y formal quedará reformulado como una estructura temporal donde lo sensual es anterior a lo formal en una dinámica de superación: “Sabemos que él comienza no siendo nada sino vida, para al final ser forma; que es un Individuo antes de ser Persona, y que va de la limitación al infinito” (AEM, pág.139). Dentro de este discurso que, como veremos, atañe a la vez a la parte del individuo y a la general de la especie, la experiencia estética juega un papel de transición indispensable. Si en un primer momento el individuo queda determinado pasivamente por la experiencia sensual, establecido en lo prehumano en la medida en que su deseo está subordinado todavía a la necesidad externa, se deberá superar esta determinación para que pueda tener lugar la transición hacia la autonomía auto-determinante de la necesidad moral (AEM, págs. 139-41). La función de la estética reside en anular esta primera determinación, produciendo un estado que Schiller describe como “pura determinabilidad”, que reproduce “en cierto sentido [...] ese estado negativo de completa ausencia de determinación en el que se encontraba él mismo antes de que

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cualquier cosa en absoluto hubiera impresionado sus sentidos.” La diferencia crucial estriba en que el contenido sensual de este estado está ahora determinado por la forma. En la condición estética, una vez más, la actividad simultánea de los impulsos sensual y formal fomenta que estos “se cancelen simultáneamente como fuerzas determinantes”, pero considerando que previamente la “determinabilidad” resultante ha producido meramente un equilibrio entre fuerzas opuestas, aquí llega a darse la condición de una transición desde la dominación del uno a la dominación del otro.

Es cierto que la estructura narrativa de la representación donde funciona la estética queda ocultada frecuentemente por la permanente insistencia de Schiller en la dualidad irradicable de la naturaleza humana como un fenómeno trans-histórico. No obstante una lectura atenta de su argumento muestra algo más. No sólo muestra que esta dualidad implica una jerarquía donde la razón, la moralidad o la forma se valoran sobre la materia sensual, y en la que el destino humano se realiza en la predominancia gradual de lo primero sobre lo último, sino que más allá la propia manera con la que la condición estética produce una intuición prefiguradora de la naturaleza humana mediando entre estas dualidades supone que el sentido de esa naturaleza humana es, de hecho, su producción. Por supuesto esto es de nuevo una cuestión de la función representativa de la estética, pero aquí la mediación de forma-sentido desplaza de hecho la intuición de un ser humano armónico, con una formalización que es más que un mero término de la condición estética. Lo que Schiller es inevitablemente incapaz de articular es que la condición estética comprende una formalización de la subjetividad humana sin la que la declaración de su dualidad no tendría sentido. La “pura determinabilidad” del estado estético no sólo demanda la indiferencia del objeto, sino también la del sujeto en tanto que, sin esta segunda indiferencia, la especificidad material de cada sujeto individual reintroduciría un interés particular en la experiencia de lo estético. Lo que puede parecer al principio como un giro desde el centro hacia lo más privado y específico, hacia lo más unico de las experiencias subjetivas, pasa a ser una afirmación extrema de la identidad formal de todos los sujetos.

Esta formalización garantiza la productividad de la estética. En principio, donde cualquier experiencia estética dada suministra una intuición de un ser humano completo y armónico, es la formalidad de esa experiencia la que asegura que el individuo no sólo intuye ese estado sino que, sólo momentáneamente, lo comprende. Como explica la Carta 21, la estética restaura en el sujeto su potencialidad humana todavía puramente determinable:

Ya que tan pronto como recordamos que él quedó privado precisamente de esta libertad (“la libertad de ser lo que se debe ser”) por la coerción unifacética de la naturaleza en el campo de la sensación, y por la exclusiva autoridad de la razón en el reino del pensamiento, entonces estamos abocados a considerar el poder que le es restaurado en el modo estético como la más alta de todas las libertades, como el regalo de la humanidad en sí misma. Es cierto que él posee esta humanidad in potentia antes de que cualquier condición determinada le penetre razonablemente. Pero él la pierde en la práctica al entrar en contacto con condiciones determinadas. Y si va a pasar a la condición de una naturaleza opuesta, esta humanidad le deberá ser restaurada cada vez nuevamente a través de la vida de lo estético. (AEM, pág.147)

“Cada vez nuevamente”: éste es el fundamento de cualquier pedagogía estética, asegurando la productividad de la estética a través de la identificación repetida de cada sujeto con la generalidad de la especie. Afirmar que todos somos formalmente lo mismo es, a la vez, la condición para que cada sujeto llegue a ser universal, y también la base ética (y como veremos política) que exige que cada sujeto sea universal.

Finalmente, la restauración de la “humanidad in potentia” significa que, en el modo estético, nosotros no juzgamos como individuos sino como especie. En potencia, como pura determinación, cualquier sujeto es todos y cada uno de los sujetos. Ésta es la lógica que implica la tendencia de la teoría estética a valorar lo formal sobre lo sensual: en tanto el sujeto como Persona es potencialidad indeterminada “el impulso formal se sostiene

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oscilante” de tal manera que “no somos por más tiempo individuos, somos especie” (AEM. pág. 83). Pero no obstante se trata de algo más que de esto, porque precisamente sólo a través de esta formalización del sujeto terminarán siendo concebibles la representación en sí misma y el discurso de la representación.

EL ESCENARIO COMO INSTITUCIÓN MORAL

La extrema formalización del sujeto estético que tiene lugar en Sobre la educación estética del hombre puede dejar a Schiller, como en una prefiguración del Espíritu Absoluto de Hegel que él ciertamente anticipó, sin un momento donde constituir ese sujeto. De manera más explícita y no menos inexorable que en la Tercera Crítica de Kant, los escritos de Schiller sobre la formación estética del sujeto se dirigen hacia un momento pedagógico donde, simultánea y contradictoriamente, ese sujeto se constituye como si fuera individual y autónomo, aunque por medio de instituciones donde su identidad la recibe de otros. Dividido por la clase, la ocupación y el estatus, “el hombre” debe quedar armonizado y unificado consigo mismo y con los otros a través de una educación estética. Por contraste replicaremos que la concepción rousseauniana de la transparencia quedaba predicada por el juego de diferencias a través de un espacio indiviso, y no sobre la identidad entre sujetos. Correspondientemente, resulta instructivo que si en el teatro, para Rousseau, el “espectáculo” se da a través de muchas áreas de división que “mantienen al sujeto aislado”, para Schiller, y ante la ausencia de las instituciones educativas plenamente desarrolladas del siglo siguiente, el escenario es el que ofrece un paradigma para la formación de una ciudadanía ética. Schiller elabora este argumento en un ensayo pequeño pero importante, “Sobre el escenario como institución moral” (1784).95

Lo que Schiller reclama al escenario es instructivo por una serie de razones que elaboramos a continuación. El escenario es auto-conscientemente una institución pública. Existía en Alemania, como en cualquier otra parte de Europa, una larga tradición de “autocultivo” derivada del acto privado de la lectura, que incluía una serie de prácticas formadas desde la tradición escrita que llega de la devoción bíblica, pero secularizadas por las últimas audiencias de clase media en las formas variadas de la prensa, la poesía y la novela. Pero la insistencia de Schiller en el teatro como un sitio de formación moral, más que de corrupción o mera distracción, es relativamente nuevo. Mientras Kant, en la Tercera Crítica, todavía valora el acto privado de la lectura sobre las actividades semipúblicas (incluyendo el canto de himnos que tanto detestaba), Schiller establece una conexión definitiva entre la forma pública de la actuación teatral y su formación de sujetos de una manera explícita para con el estado. La razón puede hallarse en esas propias presentaciones fenomenológicas del teatro que Rousseau trató con tanta sospecha. Si, tal y como vimos, Rousseau ve el escenario meramente como un sitio en el que los sujetos piensan que están juntos pero realmente están divididos, Schiller, en “Sobre el escenario como institución moral”, presupone un relación dialéctica entre la forma semi-privada del modo de consumo del teatro y su constitución de un público. Esto sintetiza la privacidad del sujeto estético contemplativo y la reunión de un número de sujetos en torno a un objeto común. Las propias condiciones materiales de la actuación teatral dan instancia a esa demanda de Schiller en Educación estética que nos habla de “propiedad común” como única característica del trabajo estético. Al mismo tiempo, el teatro supera el potencial “autista” o “idiotizante” del sujeto estético, entendido como retiro del sujeto en una contemplación divorciada de cualquier otra actividad pública. No ofreciendo la transparencia de la fiesta rousseauniana o revolucionaria, ni tampoco la dialogía abierta y por tanto potencialmente divisora del debate público interesado, el escenario ofrece más bien un objeto estético cuyos diálogos alcanzan un cierre, y por consiguiente presenta a través del tiempo un objeto singular que permita la unión de los sujetos divididos. A lo largo de la clase o de la sala de lectura, cuya

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geografía y discurso asume la división, queda más clara la dialéctica por la que, fundamentalmente, seres idénticos se encuentran en su individualidad dividida al juntarse en una unidad que se produce por un objeto de atención común.

De aquí la importancia que tiene la elección de Schiller de un espacio recreativo para la “institución moral” prototípica. Como empezamos a indicar anteriormente, en la teoría de la cultura queda implícita una noción que es a la vez recreativa y re-creativa, y este juego de palabras incorpora la profunda relación entre el espacio de la cultura y sus procesos. Como ya hemos visto la eficacia de la estética deriva de su pura “determinabilidad”, de no estar condicionada por uno u otro de los estados dados u ocupaciones que dividen a los humanos, mientras al mismo tiempo presenta la pura formalidad del sujeto todavía-por-determinar con un objeto efectivo para su juego dialéctico. En términos sociales un fenómeno tal sólo es posible en lo que hemos venido a denominar, por razones profundamente inmersas en la propia lógica de la relación de la cultura con la sociedad política y económica, el espacio de “recreo” [recreation]. Esto quiere decir que sólo en un espacio que se mantiene aparte de intereses materiales o políticos puede un objeto llegar a constituirse como materia indeterminada para la contemplación por parte de un sujeto desinteresado “en juego”. En una paradoja instantánea, según lo que hemos descrito como la dimensión narrativa del discurso estético, la división de intereses y sujetos que implica es superada por una división final que distancia la esfera de la cultura de la esferas de los intereses. En esa esfera de recreación, del “impulso de juego”, el sujeto dividido es re-creado en la Totalidad. De acuerdo con esto es el propio espacio recreativo del teatro el que es capaz de garantizar el proceso de re-creación, que constituye repetidamente. Por esta razón el teatro, al servicio del estado, efectúa la transición de una necesidad meramente privada de armonización en el individuo a la formación del pueblo como ciudadanía:

El hombre, ni satisfecho del todo por los sentidos, ni siempre capaz de pensamiento, quería un estado intermedio, un puente entre los dos estados, capaz de otorgarle armonía. La belleza y la estética representaba esto para él. Pero un buen legislador no está satisfecho con el descubrimiento de la inclinación de su pueblo, sino que la reutiliza como un instrumento de más alto uso. Y de aquí que elija el escenario para dar notoriedad al alma completa, sin fatigarla, y uniendo cabeza y corazón en la más noble educación (SMI, pág. 333).

El escenario, además, no sólo asegura una relación armónica entre las inclinaciones sensuales e intelectuales de los humanos, entre la “persona” y la “condición”. También se sitúa institucionalmente entre las leyes, que “sólo previenen de disturbios de la vida social,” y la religión, “que prescribe órdenes positivas y sustenta el orden social.” De hecho la religión “actúa mayormente en el ámbito de los sentidos,” y por consiguiente pierde poder, según sus preceptos pierden el apoyo de la imaginería y los símbolos (SMI, pág.333). Como una institución, y éste es el elemento crucial que hará del escenario una escena paradigmática de pedagogía política fundamental, el teatro conforma la disposición de los sujetos como ciudadanos, mediando entre la fuerza prohibitiva o coactiva de la ley y los principios prescriptivos pero abstractos de la religión. “Donde la influencia de las leyes civiles terminan, empieza el estado” (SMI, pág.334).

En tanto la cuestión es formar la disposición del espectador, la forma social del teatro tiene más importancia que su mismo contenido. Aunque Schiller nos ofrece a lo largo de este ensayo un gran número de ejemplos del tipo de obra que podrían acarrear, cada una a su manera, un mensaje moral particular, al final lo que el espectador ve propiamente es de escasa importancia o, por decirlo de otra manera, es una cuestión de total indiferencia. Se mantiene enteramente la indiferencia del objeto en su teoría estética más formal. Lo que el espectador recoge de la actuación no es la particularidad de un juicio moral sino la visión unificante –y edificante- de una humanidad idéntica a sí misma. Porque en el teatro:

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Las naturalezas afeminadas se endurecen, los salvajes se hacen hombre, y, como un supremo triunfo de la naturaleza, los hombres de todos los rangos, lugar y condición, emancipados de las cadenas de lo convencional y las costumbres, se hermanan aquí en una simpatía universal, olvidan el mundo y se acercan a su destino celestial. El individuo se comparte en éxtasis general, y su pecho tiene ahora solamente espacio para una emoción: él es un hombre. (SMI, pág.339)

Este pasaje, la conclusión del ensayo, ilustra muy bien cómo dibuja el discurso de la cultura una línea narrativa conjunta de desarrollo, del salvaje al hombre, de la feminidad a la masculinidad, junto con una síntesis espacial que supera las contingencias de nación y clase, que produce una identificación del individuo con la figura de universalidad hombre. Es fácil observar, de nuevo, cómo el eje temporal donde aparece el “hombre” se superpone sobre el espacial, haciendo del “hermanamiento” universal un proyecto futuro más que una demanda de revolución inmediata. Por supuesto tal proyecto de postergación es la antítesis de la fiesta rousseauniana, y la propia forma de las instituciones con las que los estados burgueses emergentes regularán y limitarán la demanda revolucionaria de Libertad, Fraternidad y, especialmente, Igualdad.

El núcleo de la diferencia entre Schiller y Rousseau –y ésta sería nuestra tercera puntualización- está constituido por su insistencia en que el individuo llega a ser hombre por el camino de la representación. De nuevo la concepción del teatro en Schiller (que podemos oponer a los espacios no divididos y la inmediatez de la relación social de Rousseau) es simultáneamente topográfica y temporal. Numerosos individuos se reúnen literalmente –se congregan o asamblean- en el espacio que estructura el teatro, para que cada cual se enfrente a su misma representación. Es como si las líneas de la vista que los conecta a un mismo objeto también los reuniese en una identificación común. Pero la condición de posibilidad para que se dé esa identificación es que, tal y como ellos se unen, se unen bajo la misma forma como espectadores. Al ir al teatro han abandonado las contingencias de género, clase o “condición” para acercarse al sujeto estético recreativo, al arquetipo de “Hombre”. De esta manera la relación formal de los espectadores con el escenario es en sí misma un ejemplo de las “asambleas” institucionales que tienen lugar con la aparición gradual de las democracias representativas: la clase, el parlamento, la reunión política, el “evento” recreativo.96 Al mismo tiempo los discursos que el teatro representa, al menos de acuerdo con el canon que Schiller selecciona, son igualmente ejemplares sobre la transición de la contingencia hacia la “justicia” como validez universal. Las “representaciones” que el teatro presenta al público discuten, como discursos normativos, las propias condiciones que su asamblea promulga: para superar la contingencia es necesario identificarse con la figura representativa del hombre. La comprensión de esta condición se asienta precisamente en la cualidad ejemplar del teatro: precisamente porque es un espacio recreador, sus representaciones nunca pueden ser más que instancias prefigurativas de una igualdad que siempre está por llegar. La postergación queda inscrita en las asunciones discursivas y espaciales del escenario como institución moral.

Presentado por Schiller como un aparato ejemplar del estado, el teatro traiciona también, quizás inadvertidamente, el secreto del fetichismo de la representación. El discurso estético fundador de la posibilidad de una cultura de la representación aparece como reacción a la Revolución Francesa, para postergar sus posibilidades más radicales, cuya subsistencia evocan en muchos aspectos el nombre de Rousseau y los “Jacobinos”. Pero es tal la fuerza y el éxito de ese discurso, y semejante el grado en el que sus términos han venido a saturar la modernidad, que es muy difícil para nosotros, localizados en nuestro momento y nuestras instituciones, imaginar la extrañeza ante ese discurso en un momento en el que parecía más “improbable” que evidente. Igualmente difícil resulta recuperar la resistencia articulada o la oposición inarticulada que encontrarán, en su aparición, las instituciones de la democracia representativa, en todos los niveles de la

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sociedad. Ciertamente la materia de la historiografía política Europea es la resistencia a las incursiones graduales del liberalismo por parte de los vestigios del feudalismo, del ancien régime, de la aristocracia, del Torismo. La resistencia a la representación y a las reformas políticas que aglutina se proyectan como una prerrogativa de reacción dentro de las grandes narrativas del siglo XIX. Pero hay también otro discurso enclavado en los escritos liberales de ese periodo, que nos habla sobre los intentos sucesivos de escolarizar a los sujetos de la clase trabajadora en la disciplina de la representación, de convertir a la masa en ciudadanos, de transformar al “salvaje” en “hombre”. Dado el poder cultural de la imagen de la muchedumbre anárquica, de la masa sin forma, es demasiado fácil perder de vista la importancia de la recurrencia del discurso de la representación y la pedagogía. Su gran repetitividad habla de la dificultad de la tarea: está claro que no era tan fácil conseguir la aprobación de la noción de que la representación, el ser representado, era el modo normativo de relación de la vida política. La terca oposición de los sujetos de la clase trabajadora a ser representados está enfatizada continuamente. Esta oposición se entenderá de nuevo, durante largo tiempo, como predilección por un tipo de asamblea amoral y sin reglas, o como una incapacidad de contener una demanda precipitada y sin freno de satisfacción inmediata, frente al lugar de una “gratificación postergada”. Este supuesto oculta la posibilidad de que la “terca oposición” no se ostenta desde una falta de conciencia o prudencia, sino desde otros supuestos que se sitúan en formas sociales no homologables con las divisiones de la sociedad civil que despliega el estado burgués. E. P. Thompson ha utilizado estas formas inconmensurables para elaborar la “economía moral” del pobre en un periodo anterior.97 Querríamos enfatizar, en defensa del tipo de argumento realizado por Stallybrass y White cuando exploran la represión gradual de los espacios populares en el siglo XIX, que la aparición de las instituciones representativas implican la destrucción activa de otras formaciones sociales que revienen opositoras, incluso donde la resistencia no parece estar plenamente articulada, en virtud del antagonismo sistemático del estado con sus implicaciones políticas y culturales y su supervivencia. Pero esta oposición no es siempre tan simple. En momentos importantes, cuya frecuencia sólo parece limitada como efecto de lo que a estas alturas ya no podemos recuperar, la tradición radical Británica produjo una resistencia sostenida y articulada frente a la imposición del gobierno representativo y sus instituciones educativas. En los siguientes capítulos intentaremos elaborar la naturaleza de esta resistencia y las razones de su ahogo gradual. Lo hacemos de esta manera para relacionar este hecho con los grandes momentos de la historiografía liberal, las Cartas de Reforma de 1832 y 1867, para resaltar la tensión entre la cultura de la representación y una oposición que disminuye gradualmente. También hemos decidido hacerlo de esta manera para revelar el grado de conciencia que había entre los pensadores liberales sobre la considerable tarea disciplinaria y pedagógica que implicaba la reforma, hasta el punto de que la aparición del ciudadano puede parecer inseparable de la eficacia de otro tipo de reforma y de otro modo de pedagogía: las del Reformatorio.

CAPÍTULO 2

CULTURAS DE LA REPRESENTACIÓN

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UN INGLÉS JACOBINO

Las fuerzas Jacobinas de la Revolución Francesa, que tomaron nombre e inspiración de sus lecturas de Rousseau, tienen su equivalente en los radicales ingleses de la década de 1790. Dentro del extenso espectro de posiciones radicales en Inglaterra, de las posiciones derechistas de John Thelwall, Richard Price o Mary Woolstonecraft a la política anarquista de William Godwin, un puñado de pensadores y escritores defendieron que la abolición de la propiedad privada era la única base real para conseguir la igualdad política y económica.98

Echando la vista atrás, Thomas Spence, profesor, librero y periodista, esgrime los ataques más enérgicos y notables, no sólo contra el gobierno monárquico, sino contra las doctrinas sobre derecho político difundidas por Thomas Paine. El trabajo de Spence indica las posibilidades de un discurso británico popular y revolucionario, mucho más radical que la ideología de la representación que estaba apareciendo contemporáneamente entre los pensadores de clase media, básicamente derechistas según las ideas de Paine, que comenzaron a asumir lentamente “formaciones de compromiso” con posiciones más conservadoras. En cierta medida este compromiso, que florecería posteriormente en el trabajo de Samuel Taylor y Coleridge entre otros, fue posible gracias a un desarrollo de la doctrina de derechos y su teoría de los orígenes de la sociedad civil a partir de los derechos de propiedad –que contaban con la oposición radical de Spence. Por eso, antes de volver a estudiar cómo se constituye esa ideología en el trabajo de figuras ahora canónicas, será saludable recordar un discurso radical que continúa vivo en los debates políticos fundamentales de la década de 1830; un discurso bastante extendido a pesar de tener en su contra al gobierno y el poder de los escritores de clase media.99

Los enfoques de Spence se difundieron en proyectos como Pigs´ Meat o Lessons for the Swinish Multitude, un periódico semanal muy barato [Penny papers] que incluía sus propios textos y citas donde se recuperaban párrafos de escritores tan variados como Milton, Swift, Rousseau o Goldsmith para apoyar sus argumentos radicales; y en el panfleto The Meridian Sun of Liberty; o en Proposición y definición exacta del conjunto de derechos del hombre, un discurso sobre el fin de la propiedad privada y la descentralización del ordenamiento legal en repúblicas-parroquiales. En The End of Opression, un panfleto más breve claramente concebido para el consumo popular, y probablemente pensado para ser leído en voz alta, Spence expresa en términos simples un argumento contra la propiedad privada, un plan de acción revolucionaria y un boceto de sociedad pos-revolucionaria basado en un gobierno local de tipo parroquial. En primer lugar Spence proclama su radicalización con respecto a Paine, a través de un diálogo entre un Anciano y un Joven:

Joven. De nuevo escucho los Derechos del Hombre de Spence, que van más lejos que los de Paine.Anciano. Aún no me parece suficiente.Joven. Entiendo que no haya propiedad privada, pero todo lo da a las Parroquias.Anciano. Hace bien, la tierra no se hizo para el Individuo.100

Considerando que Paine supone en Los derechos del hombre que la aparición de derechos específicos de juicio privado y opinión depende de la agrupación de la fuerza social en torno a un gobierno que tiene como fin la protección de la propiedad privada, Spence castiga esa visión política porque sólo tiende a “una revolución como tantas otras, preñada de meros derechos improductivos” (pág. 9). En su lugar él ofrece un plan revolucionario cuya primera acción sería la redistribución de la posesión de tierras privadas en nombre de la población de cada parroquia:

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Si [el comité revolucionario] publicara un Manifiesto de Proclamación ordenando tomar a la gente de cada Parroquia, en su recibo, la posesión total e inmediata de la Propiedad de la Tierra de su distrito, fijando un Comité para tomar acusación formal de la misma en el nombre y para el uso de su habitantes [...] terminarían las Rentas, el gran recurso de la aristocracia, lo que en breve los sometería a razón, y terminarían siendo tan inofensivos como el resto de los hombres. (págs. 8-9)

Aquí Spence relaciona la diferencia entre una razón abstracta y una razón “práctica”, en una ironía que es parte de la carga subversiva y de la fuerza contra-hegemónica de su texto. De igual importancia será, especialmente en nuestro siguiente argumento, su firme confianza en la capacidad del pueblo para manejar sus asuntos: al reparo del Joven frente a la probabilidad de “mala administración” del pueblo, el Anciano contesta que “no se consigue adquirir la calidad de Demócrata para dudar de la propia responsabilidad. Si los hombres no pueden manejar los réditos y los asuntos de una Parroquia, ¿qué pasará con un Estado?” (pág. 7). Esta duda sobre la capacidad del pueblo o de las clases trabajadoras para participar en el estado –para gobernarse por sí solas- queda recogida por las tendencias revolucionarias en Gran Bretaña como herencia fundamental de miedo y represión revolucionario-franceses. Como veremos la cuestión resuena a lo largo de todo el siglo, y conforma los argumentos que dan lugar a las formas institucionales de cultura y educación en los escritos de clase media y trabajadora sobre el sujeto. Lo que se origina a través de sucesos políticos similares como líneas diferentes de discurso, mantendrá su distinción y su efectiva heterogeneidad hasta su gradual convergencia en la década de 1860. De aquí en adelante intentamos establecer la genealogía de diferentes discursos y la historia de su convergencia, tanto más cuanto nos hablan de la constitución de la hegemonía y de la supervivencia oculta de conceptos marginados.

EL PASTOR EJEMPLAR

En esta sección empezamos a examinar la aparición de un discurso sobre cultura, política y educación entre pensadores burgueses decimonónicos, que terminaría siendo poderosamente hegemónico en menos de una generación. Nos centraremos en las formas institucionales y en las “estructuras del sentimiento” más íntimas que presume y prescribe. Dado su estatus todavía canónico examinaremos el asunto de la representación, en los múltiples sentidos perfilados en el capítulo previo, a través del trabajo de Coleridge y Wordsworth, escritores románticos fundamentales.

Es poco discutible el papel seminal de Samuel Taylor Coleridge en la difusión británica de un discurso cultural con largos antecedentes alemanes. No importa que elementos notables de una generación más joven de pensadores británicos como Thomas De Quincey, Thomas Carlyle y John Stuart Mill recurrieran también a la tradición alemana de manera independiente, y a menudo con propósitos diferentes. Coleridge permaneció como una influencia crucial en la recepción y propagación de los conceptos Kultur y Bildung. Así queda propuesto por Raymond Williams en Cultura y sociedad:

Es desde Coleridge, y más tarde desde Ruskin, desde donde se ve el origen de la construcción de “Cultura” en términos artísticos. Pero todavía como una conclusión parcial en tanto las artes, esencialmente, son sólo un símbolo del tipo de “conocimiento sustancial” que Coleridge pretendía describir. El mismo criterio se hace tan necesario al menos en otros aspectos de nuestra actividad integral.101

La expresión, tan característica de Williams, deja traslucir la influencia de Coleridge, tanto sobre él como sobre otros autores: es imposible decir si la invocación a “nuestra actividad integral” es una paráfrasis de Coleridge o un juicio propio de Williams. Tan pronto como reclama nuestra atención sobre la enorme importancia de sus formulaciones, la pretensión

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de Coleridge, efectuada otra vez de una manera característica en Cultura y sociedad, confunde su plena importancia. De manera muy frecuente, Williams toma de Coleridge esa dimensión de la función de cultivo opuesta a la alienación y especialización características de la sociedad industrial, pero omite por completo su relación igualmente poderosa con la tarea del estado. Pero concretamente, lo criticable del pensamiento de Coleridge reside en que sostiene en todo momento una profunda relación entre el cultivo o la formación estética del sujeto, y la educación de un tipo de ciudadanos hábiles para el estado.

Resaltaremos esas importantes omisiones al mencionar posteriormente a Williams. Pero primero deberíamos aclarar que nuestro intento no es demostrar la influencia efectiva y penetrante de Coleridge en las instituciones educativas que aparecieron específicamente en Gran Bretaña a lo largo del siglo XIX. Lo que querríamos reiterar es la historia de su indiscutible influencia en la disciplina emergente de la crítica literaria. Tal y como indicaremos a continuación las formulaciones coleridgeanas sobre el cultivo lograron una plena difusión, incluso en la literatura periodística de la clase trabajadora, pero estas formulaciones sostienen conceptos “reguladores” más que “constitutivos.” En este sentido estaríamos de acuerdo con Cultura y Gobierno de Ian Hunter, al desechar cualquier idea de que la constitución de instituciones pedagógicas se dio de una aplicación programática de ideas que emanaban del discurso sobre cultura. No obstante, como ya sugerimos en la introducción, sostendríamos que el discurso sobre cultura, precisamente en la medida en que confluye con una teoría del estado simultáneamente emergente, establece los parámetros discursivos dentro de los que el ciudadano, por tomar prestado una importante formulación de Benedict Anderson, puede ser imaginado.

De acuerdo con esto querríamos establecer más estrechamente el tipo de intersección entre lo estético y el discurso político, más allá de lo que se pudo suponer en la aparición de los términos que regulan el tipo de ciudadanía sujetual. Esto nos llevará a explorar, en el contexto específico de formación del romanticismo británico, la articulación del concepto de representación en cada nivel: estético o poético, social y político. Llevaremos a cabo ambas tareas utilizando Sobre la constitución de la Iglesia y el Estado de Coleridge, y a través de la teoría y la práctica poéticas de Wordsworth, donde se elabora una fenomenología más íntima de lo que significa ser “hombre” de una manera representativa. Daremos cuenta de un cambio sustancial en el sentido y la dimensión del concepto de representación a propósito de las revisiones que sufre una de las Baladas líricas de Wordsworth, entre su publicación inicial en 1798, cuando el poeta todavía era considerado “radical”, y 1815, para cuando Wordsworth ya había sufrido su famosa transformación en Tory. Nuestro rastreo particular de la aparición de la concepción moderna de la representación en esa coyuntura histórica nos acercará, finalmente, a explorar la inestabilidad del concepto en círculos radicales en el momento de la primera Carta de Reforma: sólo se puede entender la dimensión radicalmente crítica que aún tienen sus debates si comprendemos su distancia con respecto a asunciones formadas en el seno de discursos sobre estética y política, que han terminado ofreciéndose como parámetros normativos de un pensamiento posterior.

El capítulo de Cultura y sociedad que precede a la discusión que Williams sostiene con Mill sobre Bentham y Coleridge se titula “El artista romántico”. Este capítulo bien puede haber consagrado un cierto interés en torno a las importantes investigaciones de Coleridge sobre los procesos y la techné de la creatividad poética, por no mencionar la notable cantidad de referencias dispersas que dedica al último desarrollo sistemático de Coleridge sobre conceptos poéticos en sus escritos políticos. Pero si pretendemos entender lo que Williams silencia en los escritos de Coleridge, las formulaciones sobre el sentido social de la naturaleza de las concepciones románticas del artista aún son más instructivas, precisamente por su afinidad con una larga tradición que concibe la poesía como crítica

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social estética. “El artista romántico” comienza con una abierta corrección de la percepción del artista romántico como figura al margen de preocupaciones sociales y políticas:

Pocas generaciones de escritores creativos hay más profundamente interesados y más involucrados en el estudio y la crítica de la sociedad de su tiempo como la de esa línea de poetas que va de Blake y Wordsworth a Shelley y Keats. Un hecho tan evidente y tan fácil de confirmar difícilmente concuerda con esa concepción popular y general del “artista romántico” que, paradójicamente, en principio deriva del estudio de estos mismo poetas [...] Lo que se percibía al final del siglo XIX como intereses dispares, entre los que elegir para declararse poeta o sociólogo, a principios de siglo se entendieron por lo general como intereses estrechamente conectados: una conclusión sobre el sentimiento personal terminaba siendo una conclusión sobre la sociedad, y una observación de la belleza natural acarreaba una referencia moral necesaria sobre la vida completa y unificada del hombre.102

Ahora esta aseveración de Williams parece incontestable. También es importante el énfasis –acaso lugar común contemporáneo- que pone en la paradoja que las demandas universales y totalizadoras de la poesía romántica proponen sobre la humanidad, tanto contra la autonomía (o especialización) emergente, como contra la esfera artística y el acomodamiento del arte como bien económico –desarrollos que son, después de todo, consecuencias directas e inversas de los mismos procesos. Aquí nos interesa cómo Williams desfigura definitivamente la manera como se imbrican la política y la estética, al enfocar la elaboración de estos asuntos en la oposición “cultura/sociedad”.

Posteriormente, en el mismo capítulo, Williams relaciona los escritos críticos de Wordsworth y Shelley sobre la naturaleza de la poesía y el poeta, y remarca que:

En un periodo donde un nuevo tipo de sociedad empezaba a concebir al hombre como un instrumento de producción meramente especializado, el énfasis en un tipo de humanidad general y común era evidentemente necesario. El énfasis en el amor y la afinidad era necesario, no sólo contra el sufrimiento inmediato, sino contra el individualismo agresivo y las relaciones principalmente económicas que incorporó la nueva sociedad. De igual manera se puede interpretar el énfasis en la imaginación creativa como una construcción alternativa del motivo y la energía humanos, en contraste con los supuestos de la economía política imperante.103

Nuestra pregunta será: ¿qué hace (auto)-evidente la necesidad de semejantes formaciones compensatorias? La cuestión no surge simplemente de un escrúpulo teórico general sobre la fuerza ideológica de lo evidente (aunque esto no carece de importancia), sino también de observar la inconveniencia de esas proposiciones en escritos radicales, mientras Williams prosigue la conexión de un conjunto de cuestiones en aumento. Señalando la tendencia de Shelley a condensar en “el acto de la poesía, o del arte en general” la energía crítica de oposición al industrialismo, continúa:

La consecuencia positiva de la idea de arte como realidad superior era que ofrecía una base inmediata para ejercer una crítica importante del industrialismo. La consecuencia negativa era que, según se consolidó la situación, tendía a aislar al arte en tanto facultad especializada e imaginativa como un tipo de actividad, debilitando así la función dinámica que le propuso Shelley.104

Aunque con respeto y simpatía por cuanto el sentido de nuestra crítica concuerda con el énfasis de Williams en una “idea de cultura como un modo completo de vida” opuesto a “la idea de cultura como arte,”105 nos vemos obligados a cuestionar la conveniencia de ese modelo, que plantea la cultura como “una construcción alternativa” a la sociedad industrial y la economía política. Adecuada a un nivel, no obstante, Williams esboza una estructura de oposición que atenúa la importancia de la profunda imbricación de política y cultura entre los poetas románticos, enmascarando precisamente la aparición diferencial de la relación entre cultura y sociedad. La cultura, como dominio distinto, funciona y se define por su diferenciación de otras esferas, en una relación siempre dinámica, y no en oposición estática. Como dominio donde se realiza la libertad y la totalidad, su importancia deriva de

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su relación con aquellas esferas donde se divide al “hombre”. No obstante, para proveer un espacio de reconciliación, su capacidad de trascender la especialización y la división depende de la especialización diferenciadora de la función. Esta relación diferencial, que expresa una especialización que supera los efectos de la especialización, establece una relación de la cultura con el estado analógica y finalmente instrumental, en la medida en que todo lo que surge de la división lo hace como sitio donde la división se supone trascendida. Tal y como ya hemos sugerido, sólo con un reconocimiento de este tipo es posible resolver la aparente contradicción que permite que los artefactos culturales, en tanto “opuestos” a la poesía de Shelley o incluso a la de Wordsworth, se integren en los cánones de la pedagogía estatal de una manera tan poco problemática. Sin embargo, una vez que conseguimos que esa figura del hombre donde se representa la superación de la división sea indisociable de la figura del ciudadano del estado, la posibilidad de integrar una cultura de oposición con el proyecto estatal no parecerá paradójica por más tiempo. Al mismo tiempo, una vez más es importante recordar lo propuesto tanto cultural como políticamente en el periodo “Romántico”. La cultura y el estado moderno son coetáneos y, contra una resistencia considerable, se otorgan el ser recíprocamente: podemos decir que la oposición de Shelley a ciertos aspectos de su sociedad ayuda a constituir un estado que ya le presta acogida.106 La “humanidad” romántica no era obvia en ningún sentido, sino forzada a desplazar una noción anterior de Hombre donde la división no era tan problemática, pues en sí misma la división sólo termina siendo problemática donde se afirman la igualdad y la equivalencia como valores políticos.

De todos los escritores románticos británicos, Coleridge elabora de manera más sistemática una relación nueva entre la labor de la cultura y unas labores pedagógicas del estado igualmente nuevas. En Coleridge queda explícito lo que está implícito en todo momento en esa figura del hombre o de la humanidad basada en la universalidad de las demandas románticas: el dominio donde se realiza la plena humanidad del individuo moderno puede ser la ciudadanía, pero sólo en la medida en que la ciudadanía se constituye por medio de la educación. En este sentido, estas concepciones emergentes de hombre y educación difieren marcadamente de las que dominaron el siglo anterior. El lugar desde donde se apela a una noción general de “hombre”, su posición relativa con el cosmos, ese “istmo de un estado medio” entre el animal y lo divino, rubrica de manera análoga una forma de gobierno que es consecuencia de la naturalidad de la propia división.107 Como es bien conocido, la fuerza radical de las demandas románticas consiste en universalizar las necesidades de la humanidad, extrapolando lo moral a lo político. El recurso estabilizador y frecuentemente conservador del Romanticismo consiste en contener esos términos dentro de un registro político proponiendo, tal y como denominaría Marx, una emancipación política antes que humana. Coleridge es característico en este sentido, al reunir la gran cantidad de elementos que maneja en torno a la unión más manifiesta, y llevar a cabo, con un éxito efectivo, la impensable tarea de sintetizar la identificación radical de Rousseau entre “Hombre” y “Ciudadano” con la insistente necesidad de Burke de “hombres de luz y liderazgo” que dotan de estabilidad a la sociedad. Para ello propone una noción “germánica” de cultura que predica ciudadanía y humanidad, difundiendo la “luz” mediante instituciones pedagógicas que el estado tiene el deber de organizar y mantener. En Sobre la constitución de la Iglesia y el Estado denomina a estas instituciones “Iglesia Nacional”. Esta Iglesia Nacional se sitúa precisamente entre las “Fuerzas de Permanencia,” esto es, entre los intereses asentados de la sociedad, y las “Fuerzas de Progresión,” esos intereses mercantiles y manufacturados cuya volatilidad, a juicio de Coleridge, tienden a desestabilizar constantemente la sociedad. La Iglesia Nacional es una institución de la sociedad civil que funciona de manera semejante a lo que Gramsci habría entendido como un instrumento del estado ético. De acuerdo con esto nuestro planteamiento supone que la cultura no designa una formación discursiva opuesta a la sociedad, sino un conjunto de

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instituciones que se insertan en la sociedad en su punto de intersección con el estado. La relación de oposición entre cultura y sociedad sólo puede mantenerse idealmente. En la práctica la propia formulación del espacio de la cultura exige, como ya hemos visto, su actualización en instituciones pedagógicas, cuya función reside en transformar al individuo de la sociedad civil en sujeto del estado. La naturalización de una producción de ciudadanos frecuentemente violenta se solapa con el relato histórico y universal de la evolución de la humanidad, del animal o el salvaje al ser civilizado.

En su deseo por mantener la oposición entre cultura y sociedad Williams omite de sus extensas citas de Coleridge la sentencia final del siguiente párrafo:

Pero la civilización es en sí misma una buena combinación, si no una influencia corruptora, el precipitado de una enfermedad, que la flor de la salud, y una nación reconocida así convoca más adecuadamente a un pueblo que necesita barnizarse más que pulirse; allí donde la civilización no queda basada en el cultivo, en el desarrollo armónico de esas cualidades y facultades que caracterizan nuestra humanidad. Debemos ser hombres para llegar a ser ciudadanos.108

Coleridge no propone aquí contra los abusos de la sociedad simplemente el cultivo o el individuo cultivado como dominios de “desarrollo armónico,” sino que también propone un principio complementario a través del que la cultura puede desarrollar en los individuos la capacidad de ser ciudadanos del estado. Nuestro problema reside en comprender cómo tiene lugar esa formación del sujeto como ciudadano, a dos niveles. Primero su actualización institucional, o sea, cómo se logra prácticamente la elaboración de individuos en ciudadanos. Segundo, qué forma precisa tiene este nuevo sujeto, que no existe en ningún sitio pero se proyecta indiscriminadamente, y cómo se supone que este sujeto nuevo incorpora esos principios que le convierten en colaborador del estado.

Coleridge elabora la primera cuestión a través de la institución de la Iglesia Nacional que, como insiste reiteradamente, se conforma sobre la Iglesia establecida pero no es idéntica a ella. El modelo que realmente da forma a las instituciones que suplirán y desplazarán las funciones de la propia Iglesia es la jerarquía de la Iglesia Anglicana del Arzobispado, a través de sus vicarios más humildes. Esta jerarquía queda designada para asegurar un cuidado pastoral incluso en las comunidades más pequeñas y dispersas del reino, llegando a constituirse como modelo de la propagación del aprendizaje, generalmente a través de instituciones de una clase (o estado) especial de “intelectualidad” [clerisy]:

Se estableció un número de cabezas creativas de las humanidades, cultivando y extendiendo el conocimiento que ya se ostentaba, y superando los intereses de la ciencia física y moral. De esta manera este tipo de instructores constituyeron el propio asentamiento de un número mayor de clases de orden. Este último cuerpo, más numeroso, se distribuyó por todo el país hasta no dejar el lugar más pequeño sin un guía de residencia, un guardián o un instructor. El objeto final de este orden absoluto consistía en conservar los almacenes y guardar los tesoros de la civilización pasada para, de esta manera, encadenar pasado con presente, perfeccionándolo y prolongándolo para poder conectar presente y futuro. Pero fundamentalmente se trataba de extender en el conjunto de la comunidad y sobre cada nativo, designado con sus leyes y derechos, la cantidad y calidad de conocimiento que resultaba indispensable para entender dichos derechos, y para asumir los deberes correspondientes. (CCS, pp. 43-4)

Las estructuras de la Iglesia proporcionan un modelo para la institución de la educación nacional, y proponen, también en su sentido ad hoc, los fundamentos elementales de lo que terminará constituyéndose como un sistema de educación nacional. Pero esto sólo se consigue en ese momento que hará posible, o incluso necesario, afrontar el desplazamiento de la Iglesia feudal, con sus funciones monárquicas de formación disciplinaria de sujetos, por las instituciones de la cultura, cuyos propios términos derivan de los que permiten a la Iglesia formar ciudadanos, extendiéndolos. Allí donde la función de la Iglesia consistía en

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racionalizar la desigualdad de la división de la sociedad, la cultura pretende universalizar la identidad política bajo la forma de ciudadanía y, como ya hemos argumentado, producir una igualdad formal que supere las desigualdades materiales de la sociedad civil. Incluso aunque Coleridge reconozca a la teología como “precedente”, propone su desplazamiento educativo en unos términos cuyas formas quedan constituidas por la cultura estética:

[La teología] era el precedente porque bajo el nombre de teología, la EDUCACIÓN NACIONAL, el nisus formativus de la política corporal, el espíritu formador e informador que educe, despierta en todos los nativos de la tierra al hombre latente, y los adiestra para ser ciudadanos del país, sujetos libre del reino. (CCS, págs. 47-8; énfasis en el original)

La historia de la educación decimonónica, caracterizada por la larga serie de peleas y acuerdos entre el estado secularizado y el asentamiento de la educación privada de distintas ramas religiosas, se explicaría en parte por lo que podríamos denominar como un desplazamiento parasitario, que la cultura emprende con la teología.109 Y no es que Coleridge alimentase programáticamente estas peleas –como puntualiza Williams, su trabajo fue adecuado igualmente para liberales y conservadores- sino que contiene y articula el propio proceso por el que los nuevos sujetos-ciudadanos deben venir al ser, ser “educidos”, así como las correspondientes formas institucionales que su educación requiere. Y querríamos enfatizar de nuevo que aquí lo que está en juego no son los materiales específicos de pedagogía, por poner ejemplo, esa sustitución bastante posterior de la escritura bíblica por textos literarios, sino la forma en que el ciudadano-sujeto es imaginado en unos términos que quedan definidos en su sentido más pleno en el seno del discurso de la cultura estética.

Coleridge no elabora la formación íntima del sujeto ligándolo con el estado. Para llevar más lejos este asunto, en la próxima sección volveremos a los escritos de William Wordsworth, de quien, en cualquier caso, Coleridge deriva su concepción más íntima de los procesos estéticos. Sin embargo Coleridge propone una figura que concentra, en el modo de sus prácticas solicitantes, el aparato institucional de una educación estatal incipiente. Esta figura es la de la sacerdote, un término que Coleridge glosa como

Persona ´; persona exemplaris; el representante y ejemplo del carácter personal de la comunidad o de la parroquia, de sus deberes y derechos, de las esperanzas, privilegios y cualidades que solicitan como personas morales, y no meramente como cosas vivientes. (CCS, p. 53n; énfasis en el original)

Aquí Coleridge quiere enfatizar a toda costa la cualidad de la persona que el sacerdote representa o ilustra ante el pueblo110. En el primer capítulo ya ha definido a la persona como alguien que “debe ser siempre ser incluido en el fin” (CCS, p. 15) , a diferencia de la mera cosa o el instrumento. La definición afirma la cualidad de autonomía como lo que diferencia al hombre y al ciudadano del mero “nativo de la tierra”. En tanto el sacerdote es ejemplo de persona, esto también sugiere que es una cualidad que él posee, que permanece meramente “latente” en otros individuos, por decirlo con una frase de Coleridge, esperando aflorar gracias a la fuerza ejemplar del sacerdote y, por extensión, del maestro de escuela en tanto réplica de este mismo modelo. El sacerdote es el hombre ejemplarmente representativo en virtud de su cultivo, y se sitúa como el ajuste más aproximado de humanidad armónica. Por consiguiente el sacerdote/profesor interpela a los individuos en tanto “ciudadanos del país, sujetos libres del reino”111 por su situación ejemplar, más que por medio de cualquier materia particular de enseñanza.

Aquí Coleridge reemplaza una concepción de representación basada en conjuntos de intereses por una concepción fundada en un discurso ético. Sin esta transformación no podrían aparecer los aparatos del estado ético. En este sentido resulta de fundamental importancia que la persona ejemplar venga a más que de la comunidad que representa.

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Aludiendo a una famosa formulación temprana de Wordsworth, podríamos proponer esto con una mínima revisión semántica (pero absolutamente crítica): si el poeta de 1802 es “un hombre hablando a hombres”, el sacerdote de Coleridge es “[el] Hombre hablando a los hombres.” No obstante, como veremos al menos para 1815, la propia poesía de Wordsworth había promulgado ya semejante cambio, y con esto propone un ejemplo canónico de la aparición de un tipo de discurso sobre representación que sienta ineludiblemente las bases de nuestra comprensión de la subjetividad y la subjetivación. Y no hay duda de que, para Wordsworth, el poeta como hombre representativo es virtualmente indistinguible del poeta como pedagogo ejemplar.

LIBERTAD DE ASOCIACIÓN.

En su “Prefacio” de las Baladas líricas (1800), William Wordsworth nos proporciona una descripción del proceso creativo. Tan justamente celebrado como influyente en la reflexión posterior de la fenomenología de la creatividad, no obstante, por lo general la verdadera importancia de este párrafo queda eludida selectivamente:

Los Poemas de estos volúmenes se diferenciarán de otros versos parecidos (poesía contemporánea y trivial), al menos por una cualidad señalada: todos albergan un propósito digno. No quiero decir que siempre comenzara a escribir con un propósito particular formalmente concebido, sino que creo que mis hábitos de meditación han formado mis sentimientos de tal manera que mis descripciones de tales objetos excitan esos sentimientos tan poderosamente como para acarrear un propósito. Si estoy equivocado al respecto, puedo acertar al menos ligeramente en lo que se refiere a un Poeta. En toda buena poesía hay un afloramiento espontáneo de sentimientos poderosos. Pero aunque esto sea cierto los Poemas con algún tipo de valor nunca fueron creados por un tipo de sujeto cualquiera, sino por un tipo de hombre que, contando con más sensibilidad orgánica de la usual, también había reflexionado larga y profundamente. La continua asimilación de flujos de sentimiento está modificada y dirigida por nuestros pensamientos, que representan de hecho el conjunto de nuestros sentimientos pasados. Y al contemplar la relación entre estos representantes generales y los otros descubrimos lo realmente importante para los hombres. Y así en la repetición continuada de estos sentimientos en contacto con sujetos notables quedaremos alimentados de continuo. Si en principio estamos dotados de una enorme sensibilidad orgánica, se producirán unos hábitos mentales tales que, al obedecer ciega y mecánicamente sus impulsos describiremos objetos y sentimientos absolutos de tal naturaleza y en tal conexión con el prójimo que, si se encuentra en un estado de asociación saludable, su entendimiento del ser necesariamente deberá quedar iluminado en algún grado, su gusto exaltado, y sus afectos perfeccionados.112

El párrafo se proyecta hacia el ancho detalle psicológico, y a la vez se contrae hacia la esfera íntima de interioridad de ese discurso de la representación del sujeto individual, que aparece tanto en las cartas de Schiller en Sobre la educación estética del hombre como en Iglesia y Estado de Coleridge. La creación poética se describe como el procesamiento de un material primario proporcionado por los sentimientos, que sólo a golpe de repetidas “re-presentaciones” logra el estatuto general de un momento representativo de verdad. A lo largo de este proceso meditativo la reflexión aparece bajo la forma de cualquier experiencia dada, en la medida en que cada experiencia pasada llega a ser una “representación general” en el pensamiento. Esta formalización es la garantía de que los poemas, producidos de esta manera, tendrán un “propósito digno”, precisamente porque la repetición que requiere la formalización permite el descubrimiento de “lo que es realmente importante para los hombres”. La poesía queda consagrada a las formas esenciales que los hombres tienen en común, más que a los accidentes que los dividen. Es más, es intrínsecamente ética, en tanto la particularidad de cada experiencia privada se eleva a un estatus de representación general.

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Más adelante, al hablar del lector se repite la función ética de la naturaleza intrínsecamente ética de la poesía. Por esto la poesía no es sólo el producto de un ser éticamente formado a golpe de repetición meditativa, sino también un agente que toma parte en la formación o el desarrollo de una disposición éticamente cultivada de su lector, que tiene que quedar “iluminado en algún grado, su gusto exaltado, y sus afectos perfeccionados”. La descripción de Wordsworth de la fenomenología de la creación es deliberadamente general, no sólo para recoger los procesos creativos per se, sino para constituir un bagaje de desarrollo ético-humano que queda íntimamente limitado a actos de rememoración generalizadora. De acuerdo con esto, si la creación poética es un refinamiento que extrapola un proceso común hacia la reflexión humana en general, la lectura es “una repetición en la mente (del lector)” del acto mismo de la creación poética.113

El poema suplanta estructuralmente otros modos de sentimiento primario, llegando a ser para el lector el objeto de reflexión y de juicio comparativo –tal y como el “Prefacio” insiste con frecuencia-, que revelará su propósito moral sólo a través de una serie de lecturas tan repetitivas como los propios hábitos de reflexión que preceden la composición del poeta. Sólo un mayor grado de organización formal del poema dota a esa reflexión de una dirección, operando más sobre el proceso de iluminación que sobre su producto, y a niveles más somáticos establece una dialéctica entre los placeres de la repetición y esa tarea de producir shocks de “apacible sorpresa” que la repetición representa.114

Numerosos críticos han dejado constancia de que la necesidad de lecturas repetidas es una demanda intrínseca de las Baladas líricas. Esto no quiere decir que requieran estudio y fruición frecuente como “clásicos”, sino que su estructura y la pedagogía irónica que tiene por “propósito” reclaman fundamentalmente un proceso de repetición. La gran mayoría de las baladas son discursos de falso reconocimiento que operan en dos niveles, el del poeta-narrador, que es descubierto una y otra vez en errores de juicio o de observación, y el del lector, para quien quedan cuidadosamente implantados los signos irónicos como guías potenciales del proceso que compartimos con el poeta. En misma medida que el desarrollo del discurso exige un momento de reflexión sobre el origen del prejuicio, elevando momentáneamente a “representación general” de juicio lo que era anécdota particular, se conduce al lector a reflejarse sobre el relato y su propósito de tal manera que obliga a una reflexión y una re-relectura por error. A este segundo nivel, es de hecho imposible “entender” el poema sin –al menos- una segunda lectura.115

En sus reflexiones sobre la creatividad –virtualmente consustanciales a su poesía como conjunto- Wordsworth recurre constantemente a actos de repetición que reconstituyen una percepción “perfeccionada”. Por supuesto, tal tipo de reflexión ha terminado siendo tan normal a la hora de estudiar este periodo que a la pedagogía literaria le parece virtualmente obvia. Sin embargo aquí deseamos explorar las implicaciones políticas de lo que venimos denominando como pedagogía irónica, que inaugurará la poesía de Wordsworth. Una de las Baladas líricas más conocidas, “Calma animal y decadencia”, servirá para ilustrar los procesos que engloba la pedagogía irónica a través de la poesía y ese proceso de revisión, bajo ningún sentido obvio, que llegó a ser “habitual” para Wordsworth. En la discusión de la re-visión resulta adecuado señalar particularmente que generalmente se conoce la versión revisada del poema, publicada en 1815. Al comparar esta versión y la original de 1798 se observa la profunda transformación que se da en el “lugar” y el modo de articulación de la política de la poesía.

ANIMAL TRANQUILITY AND DECAY

The little hedgerow birds,That peck along the road, regard him no.The travels on, and in his face, his step, His gait, is one expression: every limb,His look and bending figure, all bespeak

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A man who does not move with pain, but movesWith thought –He is insensibly subduedTo settled quiet: he is one by whomLong patience now doth seem a thing of whichHe had no need, He is by nature ledTo peace so perfect that the young beholdWith envy, what the Old Man hardly feels. (1815)

OLD MAN TRAVELLING;ANIMAL TRANQUILITY AND DECAY,A SKETCH

The little hedgerow birds,That peck along the road, regard him no.The travels on, and in his face, his step, His gait, is one expression: every limb,His look and bending figure, all bespeakA man who does not move with pain, but movesWith thought –He is insensibly subduedTo settled quiet: he is one by whomAll effort seems forgotten, one to whomLong patience has such mild composure givenThat patience now doth seem a thing of whichHe had no need, He is by nature ledTo peace so perfect that the young beholdWith envy, what the Old Man hardly feels.-I asked him whither he was bound, an whatThe object of his journey; he replied“Sir! I am going many miles to take“A last leave of my son, a mariner,“Who from a sea-fight has been brought to Falmouth,“And there is dying in an hospital.” (1798)116

El examen de la versión revisada muestra cuando menos una mínima variación al omitir las seis líneas finales de la versión de 1798. Las revisiones apuntan claramente una generalización del sentido del poema: hay una capitalización de ciertos sustantivos que alegorizan las relaciones puramente sociales de 1798, y lo más importante, están los cortes del título. La versión del título de 1815 presenta el poema como una meditación moral sobre la paz de la edad anciana, mientras que la de 1798 equilibra deliberadamente el topos meditativo con la utilidad del viaje de un anciano, un viaje que moviliza en dicha versión nociones finalistas y, etimológicamente, de trabajo o “fatiga”. Además el poema es de manera autoconfesa un boceto, al mismo tiempo provisional e inmediato, abierto y no definitivo, experiencial y experimental. Si consideramos al boceto más como error al producir una obra maestra en espera de revisión que como algo momentáneamente abierto, según las bases de un juicio estético que ahora parece tan obvio, queda clara la relación entre la representación política y nuestras normas estéticas de verosimilitud.

Por supuesto, lo que el lector desaprueba en “Anciano de viaje” es la interrupción por parte del anciano, que también ofendía claramente la sensibilidad estética o política de Wordsworth en 1815. En este punto el juicio moral del “joven” sufre un brusco contratiempo, según un objeto meditativo de tipo claramente compensatorio se transforma en un sujeto que tiene sus propios objetos, su propia determinación y la capacidad de representarse a sí mismo. Repentinamente el Anciano deja de ser una personificación y pasa a ser una persona. Es, por decirlo con nuestro términos más prematuros, un relato de la espacialidad de la auto-representación: en tanto el anciano se inscribe en el rango de la interpelación inmediata, su discurso de viva voz convierte cualquier acto de representación ajena al anciano en absurdo. En este modo la representación queda desplazada, no por el reflejo de errores de juicio en general, sino por la resistencia particular que ofrece otro

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sujeto humano a ser asimilado por un relato de “perfeccionamiento”. La fatiga del anciano es el fin de su viaje, y lo que ambas circunstancias proponen no es un tipo de consuelo de la naturaleza ante su decadencia, sino más bien un desorden radical de lo que pudo haber sido el fin “natural” del anciano, ocasionado por fuerzas sociales que sacrifican al joven por unos fines, desde todo punto de vista distintos, de un grupo distinto de ancianos. A un nivel “estético” lo ofensivo radica en un ofrecimiento tan áspero de diálogo que rompe completamente con la métrica regular de las líneas anteriores. Tras la discusión del Prefacio sobre los efectos aliviantes de la repetición queda bastante claro que esta ruptura ha de producir una experiencia desagradable, por cuanto la ausencia de métrica regular provoca una indefensión contra la irrupción del shock. Podemos añadir que la desintegración de la métrica es simultánea a la desintegración de la singularidad de la voz poética. Realmente uno se enfrenta aquí con una heterogeneidad bastante radical, que rehúsa su reintegración incluso al nivel general del estilo.117

Por contraste, en la versión posterior de “Calma animal y decadencia” la divergencia entre el título y su objeto sólo se insinúa de una manera leve e irónica. Sólo el grado de comprensión que otorga el tiempo le permite a uno entender estas incoherencias: la palabra “ignoran” apunta un completo antropomorfismo –aludiendo a un tipo de actividad en la que los pájaros pueden comprometerse pero no lo hacen-, o dada su compleja semántica, proyectando la atención más con una mayor habilidad, y en medio de semejantes antropomorfismos, hacia la inconmensurabilidad fundamental de una naturaleza indiferente al dolor, así como hacia una naturaleza humana cuyo atributo del lenguaje es incapaz de separar el acto perceptivo de la mirada de las complejas emociones de compasión y respeto. La inclusión de la palabra “parece” esparce un principio de duda en las conclusiones del joven, según designa la “paciencia” como “una cosa”. También aparece una contradicción similar entre los estados de “insensibilidad” y “pensamiento”. Todo esto queda circunscrito por esa larga reflexión, central a lo largo de la carrera de Wordsworth en sus meditaciones sobre la función de la poesía, sobre la incompatibilidad entre un acto rememorativo como la escritura y una filosofía de la naturaleza meramente consoladora: tanto para el lector como para el escritor, la trascendencia de la particularidad intrínseca de sus actividades debe oponerse a cualquier modelo de consuelo natural en tanto, efectivamente, éste no tiene nada que decir a una humanidad definida mayormente por ese tipo de actividades.

Esa definición queda robustecida al extender las nociones poéticas de verosimilitud hasta el dominio general de la subjetividad humana. Alternativamente uno puede decir de igual manera que la verosimilitud poética se nutre de desplegar en el seno del dominio cultural, o de sublimar en ese dominio, la demanda fundamentalmente política de representar al hombre en general. De acuerdo con la función suplementaria de la cultura que hemos explorado, ambos argumentos serían correctos. Probablemente, en el caso de Wordsworth y de muchos otros románticos, incluyendo a Coleridge, la poesía suplantó de hecho a la política en un sentido bastante literal durante los años de “desilusión” del Terror y la guerra contra Francia. Indudablemente Coleridge escribió las Baladas líricas bajo la presión de estos hechos. Pero aunque aquí no tenemos espacio suficiente para explorar plenamente estas cuestiones, en cualquier caso nos gustaría hacer hincapié en que, al margen de cualquier accidente de tipo biográfico, el modo de verosimilitud por el que se interpela a los sujetos en tanto ciudadanos queda determinado a priori por las pretensiones teóricas de la cultura y la política de representar la figura del Hombre Universal.

Wordsworth es claro y explícito al abordar la relación entre el discurso político y el poético, un tipo de relación que es simultáneamente analógica e histórica.118 En las proximidades analógica e histórica subyace una doble pretensión a favor de la poesía, que ya había sido expresada en la breve “Advertencia” de la edición de las baladas de 1798. La poesía es la representación de la humanidad en general, y simultáneamente lo opuesto al

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prejuicio heredado, “el enemigo más terrible de nuestros placeres, nuestros propios códigos de decisión pre-establecidos” (LB, pág.3). A diferencia de las revoluciones políticas, la función de la poesía es reventar los “hábitos de asociación” perjudiciales para constituir ese “hábito de asociación saludable” en el que, como hemos visto, la poesía puede llevar a cabo sus efectos “perfeccionadores”. Por supuesto, en cierto sentido la relación analógica queda rota y por tanto, tal y como Williams señala, la poesía alcanza sus fines escindida de un mundo social, contra el que progresivamente quedará definida. Es famoso el retiro de Wordsworth a un ambiente más “natural”, pero se malinterpreta como mera resistencia reaccionaria del romántico frente a las invasiones de la civilización industrial y urbana. Es más bien una especie de desviación a través de la que retornar a la civilización con un efecto cultivador, y el retiro no puede ser entendido sin la referencia de la civilización urbana, contra la que se define diferenciadamente. Como veremos el retiro ha sido entendido de una manera bastante estricta como función recreadora del sujeto, ya sea mediado a través del movimiento geográfico o a través de los movimientos de la poesía.

De hecho, sólo la temporalidad inscrita en la poesía, tal y como la entiende Wordsworth, otorga al retiro geográfico su efecto recreador. Si en principio la elección de Wordsworth de la vida rural parece fundamentada en una afirmación ingenua que homologa las formas simples y permanentes de la naturaleza con los modos simples y permanentes del lenguaje, rápidamente queda claro que, en la poesía, lo primitivo o “elemental” queda sujeto a un proceso de refinamiento, “purificado de hecho [...] de todas las últimas causas racionales de aversión o disgusto” (PW, p.735).

La poesía no es la reproducción compensatoria de una vida social básica (natural), sino en un sentido bastante estricto, la repetición de un lenguaje (natural) “que emerge de la experiencia repetida y de los sentimientos regulares”. Bajo ningún sentido se glorifica la vida rural en sí misma, sino más bien en virtud de los efectos de su re-presentación poética. Lo que inculca la poesía en sus procesos propios es un hábito ético de generalización de experiencias particulares en sujetos que, en virtud de su “libertad de asociación”, son capaces de un juicio supuestamente autónomo, al contrario de aquellos cuya “igualdad y círculo ajustado de [...] comunicación” se representa. Aquí están en juego dos supuestos igualmente importantes. Primero, que el sujeto interpelado por la poesía es, al menos potencialmente, autónomo. Y segundo, que es en primer lugar dentro de semejante sujeto donde la poesía tiene sus efectos, y no sobre la sociedad en su conjunto.

De esta manera, si el sujeto de la poesía se distingue de una humanidad “elemental”, a la que pretende representar en el sentido más pleno, al mismo tiempo se distingue de otra humanidad que es igualmente “primitiva”, más en un sentido degenerado que natural u originario. Esta humanidad es la de las ciudades, y se distingue de la regularidad de lo rural por una simultaneidad paradójica de multiplicidad y homogeneidad: multiplicidad en virtud de la “creciente multiplicación de hombres en las ciudades”, y homogeneidad en virtud de “la uniformidad de sus ocupaciones” (PW, pág.735). Aquí Wordsworth trata, según una forma todavía no desarrollada, la contradicción fundamental del individualismo: liberado del estrecho círculo de las ataduras tradicionales de la sociedad, el individuo sólo surge para insertarse en la uniformidad de unidades intercambiables de trabajo abstracto. La autonomía conseguida en este proceso es puramente formal, en tanto la libertad solamente puede expresarse dentro de los parámetros más limitados bajo la forma de diferencia realizada. Este efecto social del capital industrial sobre los individuos los reduce, en términos de Wordsworth, a la condición de una “torpeza salvaje”: dentro de un esquema que se corresponde de nuevo con el de la temporalidad ideal de desarrollo, la homogeneidad de los individuos se relaciona con la indiferencia del salvaje todavía-no-individualizado. Los modos de representación extendidos por la prensa que satisfacen “la demanda del incidente extraordinario” tienen que ver con esta cuestión. La prensa sensacionalista produce representaciones de sucesos que son puramente intercambiables,

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calculando su resultado en términos de cantidad de efecto inmediato. Para Wordsworth la inmediatez del efecto (que Benjamín analizará como shock) queda complejamente relacionada con la incapacidad de desarrollo.

El discurso de la representación que propone la poesía se sitúa contra esta inmediatez de la representación. A “esta sed degradante que sucede a esta vergonzosa estimulación” de la condición urbana, que es la culpable de producir una sentimiento de “opresión” en la heteronomía de la vida moderna, se opone la “impresión de ciertas cualidades inherentes e indestructibles de la mente humana, así como la impresión de ciertos poderes en los grandes y permanentes cuerpos que actúan sobre ella”. La poesía produce en el interior del sujeto una transformación del estímulo externo en impresión regulada autónomamente, una mediación repetida convirtiendo el shock de la percepción inmediata en la forma interna de lo que es “inherente e indestructible en la mente humana”. El discurso de la representación –la progresiva formalización de las experiencias particulares en “representaciones generales”- establece dentro del sujeto individual una ley de verosimilitud ética por la que su interioridad cultivada representa la universalidad esencial de la naturaleza humana. El discurso por el que la poesía transforma el efecto desintegrador de la proliferación de shocks de la experiencia moderna en una fenomenología fundamental de la percepción, redunda en esa historia universal del progreso del hombre que va de la “torpeza salvaje” a la cultura verdadera. La reciprocidad análoga entre la historia del sujeto y la historia de la especie supondrá una fuerza legitimadora de inestimable valor en la defensa de los argumentos a favor de la restricción del derecho a voto: el no-cultivado no está preparado todavía para la responsabilidad del juicio ético que toma el ciudadano representativo.

La poesía promulga así la transformación de categorías políticas en éticas, albergando en este proceso un conjunto sumergido de analogías políticas. El poeta -“[el] Hombre hablando a hombres”- es el hombre representativo, diferente sólo en un grado de sensibilidad pero no en esencia. Idealmente él promulga la transformación de una experiencia privada y particular en reflexión representativa general, recreando la identidad original de la naturaleza humana a través de un discurso que se presenta repetidamente como esencial a su propio movimiento de generalización formalizadora. El proceso es análogo al de representación política, donde lo representativo, que en primera instancia se sitúa a favor de los intereses privados y particulares de la sociedad civil, trasciende idealmente aquellos intereses cuando se sitúa en la esfera ética del estado. Por medio de esta analogía la poesía adquiere una doble función como agente de cultivo. En primer lugar propone un tipo de entrenamiento en el desarrollo ético a través de la pedagogía cultural, y esto implica gradualmente su mediación institucional bajo formas que Wordsworth todavía desconoce. La poesía representa aquí un forma cultural cuya función es producir internamente un modo de subjetividad propio de la ciudadanía. En segundo lugar e ideológicamente más importante, la poesía, y por extensión la cultura en general, tiende a suplir al estado en la medida en que el estado fracasa como esfera donde la igualdad humana se logra de una manera genuina. Dentro de la esfera de la cultura las relaciones libres y no coartadas del juicio existen teóricamente al representar, en el sentido de prefigurar, a aquellos que están ausentes. Pero el desinterés de la poesía se constituye sólo en tanto se niega formalmente su relación con los intereses sociales efectivos o los anhelos utópicos que supuestamente protege, (en tanto el contenido efectivo del trabajo es accesorio a su disposición formal en el seno de la estructura ética). Confinada en la esfera de la recreación, confinamiento en virtud del cual la poesía alcanza su fuerza re-creadora en ese sujeto dividido económicamente, consuela por la ausencia de la cualidad cuya promesa (según algunos lectores) mantiene viva. Pero lo más importante en torno a la cuestión de la mediación institucional, que conquistará finalmente, es que esta poesía reproduce la jerarquía social bajo la forma del poeta como profesor, cuya disposición irónica le

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reestablece invariablemente como un ser con un desarrollo ético superior. Como Malthus apuntó sobre Godwin, las líneas de progreso están proyectadas sobre un punto que solamente puede alcanzarse en el infinito.119 En el intervalo previo, ya que los alumnos no son poetas, sólo el maestro-poeta puede responder a esa pregunta seria del alumno Mathetes sobre “qué hacer” una vez que la poesía ha sido leída y asimilada: lo que la poesía enseña es el deber ético de someterse voluntariamente al trabajo social.

Tampoco esa porción de su propio tiempo que él debe utilizar en las labores que le dan su sustento o para realizar sus deberes quedará indirectamente desperdiciada mientras a otros les sea directamente útil: se ha rendido primordialmente a ese tiempo por medio de un acto de obediencia a una ley moral que él mismo estableció, y por consiguiente también entonces se mueve en la órbita de la libertad perfecta.120

Para Wordswoth la poesía no ocupa meramente el espacio de la recreación, sino que lo regula. Reconduce al sujeto re-creado hacia el trabajo, y con ello naturaliza la división de los espacios estético y económico, a través de los que el sujeto se acomoda éticamente a la división del trabajo. Ese movimiento de “auto-subordinación,” asumido por parte de aquellos a los que Althusser denominará “sujetos que trabajan por sí mismos,” constituye “la órbita de la perfecta libertad”. Aquí la cultura estética no es simplemente un factor antagonista o compensatorio de la fatiga y las limitaciones del trabajo diario: forma al sujeto que debe acomodarse al trabajo. Precisamente por esta razón no se trata tanto de que el sujeto deba recorrer el camino de la poesía (o de cualquier otra forma estética dada). Se trata de que las propias cualidades que Wordsworth entiende que alcanzan su más alta expresión en la poesía, regulan el valor del espacio de la esfera recreadora. En la medida en que la recreación alcanza la condición de poesía conduce a un “perfeccionamiento” de lo humano, y ayuda a producir un “estado saludable de asociación”.

Como veremos en el siguiente capítulo, la regulación del ocio en la estela de las Actas dedicadas al control de las horas de trabajo terminará siendo crucial en el discurso de la educación y el privilegio. Aparece aquí el punto de encuentro entre un acomodamiento del sujeto al trabajo a través de la recreación y la formación de ese sujeto como un ciudadano simultáneo pero diferente –en otra esfera. Para restablecer el concepto de “política extraña”, el sujeto emerge libre en las esferas política y cultural, mientras se olvida de la quiebra de unos privilegios económicos que quedan intactos. Pero para ver por qué ocurre esto debe resultar obvia esa separación entre esferas, que permite la disociación del sujeto en distintas modalidades que corresponden a distintos espacios de acción social, tal y como ya hemos argumentado, un asunto de “sentido común”. Por un lado un trabajador, por otro un ciudadano o sujeto político, por otro un ser estético, la totalidad putativa del individuo ha de realizarse siempre en un sitio extraño y en otro tiempo: “su” trabajo queda saturado en la totalidad de una economía política. “Su” ciudadanía parcial e interesada tiene lugar en la forma del estado a la que “él” queda sujeto. “Su” humanidad se representa bajo formas culturales cuyo propio principio formal, la repetición, asegura la perpetua postergación de la propia-posesión.

Por esto resulta tan instructiva la forma irónica de poesía “madura” de Wordsworth. Lo que se promulga en la revisión de “Anciano de viaje” dentro de “Calma animal y decadencia” es un desplazamiento de los espacios de conflicto de dialogismo radical, hacia donde nada les permite ser “representados” por medio de una formación ética; una corrección sin fin y estrictamente interminable de percepciones siempre parciales. La voz del Anciano, una voz que era principal soporte no sólo de una versión rousseauniana de la sabiduría popular, sino de una tradición radical Inglesa que conoció su auge en la década de 1790, da paso a una noción de incesante “crecimiento” o “maduración” del “Joven”, aparentemente subversiva pero finalmente normativa.121 Esta superación de los espacios conflictivos del radicalismo por medio del discurso de la

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representación trasciende eventualmente las líneas concretas de partido, sea conservador o liberal, Tory o Whig, precisamente porque da forma al proyecto pedagógico del estado. Pero este logro tampoco iba a ser rápido o fácil bajo ningún aspecto. En la sección siguiente mostraremos que en el mismo momento en que artistas románticos como Wordsworth y Coleridge estaban formulando los términos de la representación en torno a consideraciones estéticas, en círculos radicales persistió virtualmente un conjunto de debates completamente diferentes y abiertamente críticos hasta mediados del siglo XIX. La persistencia de estos debates marca la dificultad del proceso por el que ciertos conceptos singulares y vinculados de representación consiguieron delimitar las posibilidades democráticas.

CONTRA LA REPRESENTACIÓN

Nuestras investigaciones sobre la persistencia de la cultura radical en Inglaterra han sido profundamente instructivas, tanto a nivel personal como bibliográfico o exegético. Frente a la crítica cultural de la tradición burguesa que venimos perfilando intentamos localizar un discurso contra-hegemónico, recuperando publicaciones radicales y de clase trabajadora de finales de la década de 1820 y principios de la década de 1830, esto es, durante el momento histórico que coincide con la primera Carta de Reforma y la edición de Iglesia y Estado de Coleridge. Esperábamos encontrar en éste y otros escritos contemporáneos burgueses algún tipo de compromiso o reconocimiento crítico de los conceptos de cultura y educación, pero en un principio nos decepcionamos al encontrar una escasa mención de dichos conceptos. Al sumergirnos en este material, fundamentalmente en periódicos de “a penique” [Penny Papers] y otras publicaciones efímeras, rápidamente se hizo patente que lo que en la tradición dominante desde Cultura y sociedad parecía ignorancia, no era bajo ningún sentido simple ignorancia, sino un rechazo sistemático de la clase trabajadora y algunos escritores radicales pequeño-burgueses a aceptar la división de educación, política y economía en esferas separadas. Lo fundamental es que en los escritos radicales no existe la evidencia que adquieren en el discurso dominante esos términos por los que, de Coleridge a Arnold o Mill, aparece la noción de que la educación debe preceder al derecho a voto, y que tal educación debería ser desinteresada, o ético/cultural.

Además el propio concepto de representación, que en el discurso dominante discurre según un esquema de desarrollo que va de los salvajes y la clase trabajadora –según se dice, demasiado interesados y limitados como para representarse a sí mismos-, a los intelectuales –vértices éticos de la civilización y representativos de lo humano-, es notablemente fluido y cambiante. Por ejemplo no encontramos esa misma obviedad que permite al nivel representativo local de la clase o la parroquia en Coleridge o al ejemplo mínimo del momento “representativo” de la aprehensión poética en Wordsworth, plegar el ámbito del estado y el parlamento sobre la representación. Por el contrario, a un mismo tiempo y dentro de esas mismas revistas se sostienen conceptos de la representación sobre diferentes instituciones que serían bastante contradictorios con ese discurso. Escritores que son capaces de aceptar la representación a un nivel estatal la rechazan con vehemencia dentro de instituciones de clase obrera como los sindicatos, mientras que podemos encontrar a otros escritores que argumentan contra la representación política pero apoyan una estructura representativa dentro de ese mismo tipo de uniones. Justo antes y después de una primera Carta que prometió una extensión masiva del derecho a voto sin llegar a concederla, lo que se está discutiendo es la propia naturaleza y el valor de las estructuras representativas en sí mismas. En el seno de estos debates, a pesar de las posiciones

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ocasionalmente “vanguardistas” de trabajadores iluminados por algunos radicales pequeño-burgueses, hay un escaso alegato a favor de un discurso cultural donde “el hombre completo” termina siendo arquetipo representativo de la humanidad plena. Se puede encontrar una notable falta de interés en los efectos supuestamente destructivos que implica la división del trabajo, pero no obstante se presta una atención enorme al hecho de la falta de poder político, o incluso a una limitación inmediata de la representación que incapacitaba a los trabajadores a la hora de intentar terminar con su explotación. Por esto había que encauzar la educación hacia el conocimiento político, y no hacia el cultivo y la armonización del hombre interior. Haciéndose eco de Pig´s Meat de Spence, John Henry Baden Lorymer escribirá en The Republican en Abril de 1832:

Si la demanda de REPRESENTACIÓN de una Nación es casi unánime, ¿qué debería evitar que aquellos ciudadanos que están deseosos de ser representados, tuviesen de hecho representantes? No hay nada que pueda evitarlo sino la más bestial ignorancia de sus DERECHOS, y la más cochina apatía para tramar un modo de adquirirlos.

O como escribió algo después un tal “C. H.” en “Razón común-Conocimiento útil” en The Gauntlet de Richard Carlile, el 15 de Diciembre de 1833:

En un país donde todo lo relacionado con la ciencia del Gobierno se ha desarrollado de una manera radicalmente corrupta –allí donde tanto precepto como práctica son hostiles y destructivos de la verdadera libertad y donde la opresión de la administración es la carga más dolorosa que acarrea el estado, el conocimiento político es necesariamente el “conocimiento-más-útil.”

Aquí no se reclama el desinterés de lo “cultivado” desde la educación: se trata de una educación explícitamente política, pero en ningún sentido una educación dirigida a lo político por su propia causa. La educación se orienta más bien a producir un entendimiento político que habilite definitivamente las transformaciones de las condiciones materiales de las clases obreras y les libre de la explotación.

A través de los periódicos radicales más centristas, como el Pioneer de James Morrison o el Cosmopolite de George Pilgrim, es posible trazar el perfil de los principios que nos hablan de que la educación debe preceder al logro del derecho a voto, o de que la educación es buena en sí misma porque calma las pasiones de la gente; principios que más tarde terminarán siendo el eje del discurso liberal al hablar de educación y privilegios. Pero los escritores más radicales argumentan sin reservas contra un uso hegemónico de la educación que retrasa la concesión del derecho a voto, ya sea por los reformadores del Estado o por reformadores individuales. “Senex” –de nuevo un “Anciano”-, que forma parte de una serie de artículos notablemente inflexibles del Pioneer titulada “Sobre trabajo asociado”, efectúa los siguientes comentarios “Sobre la pretendida ignorancia de las clases trabajadoras”:

Bajo esta pretensión [la ignorancia de la clase baja] nos roban, y nos hacen trabajar casi hasta la muerte. Y todavía hay personas que realmente que nos intentan decir, a gritos, ¡Eh, pero si esto es demasiado cierto! la mayoría de la gente no está suficientemente instruida para confiarles poder: ¡debemos iluminar sus mentes antes de que puedan aventurarse a defender su progreso en la escala social! Hermanos, hay una inmenso beneficio en lo que llamamos educación. Pero no sufráis ante la idea de que se os está engañando al privaros de vuestros derechos si se os dice que debéis adquirir una educación antes de estar en condiciones de pedir justicia. La educación es una cosa muy buena, pero hombres y niños deben tanto vivir como aprender. Además, entre educación sin conocimiento y conocimiento sin educación la última opción es mucho mejor que la primera [...] Todo conocimiento útil consiste en adquirir ideas que conciernen a nuestras propias condiciones de vida. Y hay pocos hombres de observación común, tanto si son analfabetos como si no, que no alberguen en su cabeza esas ideas que les son más útiles. Con sus obligaciones y sus intereses la situación social de un hombre exige ideas que toda la teoría de la educación no podría imprimirle de la misma manera que resulta cuando él se encuentra en el trance de hacer un uso práctico de ellas.

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Lo que está en juego en éste y otros escritos semejantes, que prefiguran sorprendentemente a teóricos posteriores como Gramsci, es la función mediadora de las instituciones educativas, al menos en dos sentidos. Lo primero que se critica aquí es el supuesto de que el conocimiento es válido sólo cuando es mediado a través de instituciones que se definen por su distancia con respecto a las condiciones de trabajo. Esa distancia concede las pretensiones “representativas” de las instituciones educativas porque hacen valer su emancipación con respecto a intereses o posiciones de clase, mientras al mismo tiempo deslegitiman el conocimiento que se deriva de lo que terminarán siendo meras condiciones “locales” de opresión. Por el contrario Senex afirma radicalmente el valor de ese tipo de conocimiento, no porque sea la base esencial de cualquier clase, sino por la relación que mantiene con las “obligaciones e intereses” específicos y los usos prácticos que constituyen. La segunda función mediadora de la educación, el blanco más explícito de Senex, tiene que ver con esta cuestión: su invocación como la condición necesaria, aunque por supuesto infinitamente dilatable, del ejercicio del privilegio político. Los dos tipos de mediación están estrechamente relacionados en el seno del concepto general de representación, en tanto el espacio diferenciado de la institución educativa es un correlato espacial de la postergación temporal que aparece como precondición para posibilitar la participación en la democracia representativa.

Aunque gran parte de la discusión sobre representación en los periódicos radicales del momento circunda la Carta de Reforma y los conceptos representativos estrictamente políticos, hay una constante conciencia del problema de la relación del estado con la producción; una cuestión que interesa tanto a las apelaciones radicales de reforma como a la oposición conservadora. La razón de ser de la reforma política estriba en poner fin a la explotación, y los procesos no terminan de hacerse aparentes precisamente porque nunca llega a aceptarse la igualdad formal que ofrecen las nociones burguesas de representación. Pero el debate sobre representación y la necesidad de una legislatura obrera queda constantemente abierto a la cuestión de la representación dentro de otras organizaciones e instituciones. Dos casos del debate servirán para indicar el rango de las discusiones y la variedad de posiciones tomadas en el ámbito de la educación y el sindicalismo, así como en la política.

De 1830 a 1831, Henry Hetherington, “el Guardián de los Pobres”, fue editor de Penny Papers for the People, uno de los periódicos más radicales de la clase trabajadora. Impresor y propietario de su propia imprenta, militó semanalmente contra la separación entre la clase media y las clases trabajadoras que propugnaba el privilegio de las diez libras en la Carta de Reforma, contra la calificación de la propiedad y contra la postergación del derecho a voto que se basaba en la ignorancia de la clase trabajadora. Al mismo tiempo, como su alias literario sugiere, se vinculó a un tipo de intelectual vanguardista creyendo –no como Senex pero igual al fin y al cabo- que los pobres no saben lo que quieren:

Por la generosidad de nuestra bendita constitución, las clases trabajadoras, demasiado ignorantes, discuten generalmente sin formarse una correcta opinión. Sólo reclaman un cambio porque sus sentimientos animales les dicen que se necesita un cambio, sin saber o imaginar qué cambio necesitan: ellos quieren un consejero –quieren un Guardián. Ante la ausencia de algo mejor nosotros hemos ocupado esa posición, y desaprobamos oficiosamente en su nombre la medida propuesta...122

Al mismo tiempo que, dada la ignorancia de los pobres, reclama para sí el derecho de representarles, Hetherington no extiende el sentido de este juicio sobre la postergación del derecho a voto. Por el contrario aquí está de acuerdo con Senex:

Aunque pudiera darse por un tiempo algún tipo de anarquía y confusión, enseguida se tendería hacia el “orden”, lo que paliaría la ignorancia y mejoraría el día a día. ¿Y por qué? Porque los intereses del ignorante y el desordenado quedarían representados por personas capaces de simpatizar con ellos –

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por personas que, de hecho, estarían interesadas en acabar con sus infortunios y con lo que funciona mal en su trabajo, en lugar de por personas interesadas en mantener las cosas como están para que su ignorancia y su miseria puedan servir de excusa a la hora de otorgarles sus derechos.123

Quizás pueda darse una representación en virtud de la simpatía, pero es siempre un preludio que acarrea carencias que impiden el autogobierno. No obstante, la posición de Hetherington, más compleja que meramente contradictoria, le ocasiona problemas en la esfera del sindicalismo. El Penny Paper del 23 de Abril de 1831 publica el informe de un mitin sobre “La importante unión de las clases trabajadoras” que discutía la constitución de ese sindicato. En las resoluciones propuestas se decía lo siguiente:

Este sindicato se idea para alzar a las clases trabajadoras contra la degradación de su condición presente, lo que debieran llevar a cabo ellos mismos necesariamente, por lo que no se podrá elegir para el Comité a ninguna persona que no sea un productor de riqueza. O sea, alguien que no se gane la vida con su trabajo.124

El informe describe cómo Hetherington, a través de otras personas, incluido un talabartero llamado Benjamin Warden, se opuso a esta resolución sobre la base de su propio espíritu, esto es, la restricción en la elección de cargos, así como por violar la libertad de los miembros del Sindicato. Conforme a esto la resolución se enmendó para permitir participar en comités a todos los miembros. Los unionistas más radicales aprovecharon inmediatamente esta contienda organizativa para proponer un ejemplo de apropiación de las instituciones de clase trabajadora, y para proyectar consecuencias de largo alcance. En el número de la siguiente semana aparece una carta de “Un amigo de los pobres” que concreta una declaración general de principios sobre la representación a propósito de los acontecimientos que acababan de suceder con el Sindicato. Merece la pena citar la totalidad de la carta, porque articula muy claramente una posición radicalmente opuesta a la democracia representativa en cualquier esfera, y pertenece a una tradición largamente asentada de un pensamiento radical británico que llega al menos hasta los escritos de Thomas Spence en la década de 1790:

La gente que vive del saqueo siempre te dirá que te rindas a los ladrones. Es obvio que hablar de representación de cualquier manera e indiscriminadamente no tiene ningún sentido, a menos que la gente sea propietaria de una casa obrera y se represente a sí misma. [...] Por consiguiente, la Representación por parte de un grupo de gente ajena a los propios representados, o por gente que vive de recursos diferentes es una burla, y los que persuaden a la gente de lo contrario, o son idiotas o timadores [...] así que la gente debería renunciar al modo de elección de la presente legislatura, y tender día y noche y en cada momento de sus vidas hacia una legislatura propia, o una creada por ellos mismos [...] Esta resolución ha expresado el deseo de la gente de asumir su propia primacía. Esta resolución que usted y Mr. Warden destruyeron (no por malos motivos sino por equivocados), insinuando al igual que los legisladores actuales que la gente no era lo suficientemente inteligente u honesta como para dirigir sus propias preocupaciones. En este sentido sólo puntualizaré que si los productores de riqueza son lo suficientemente inteligentes y honestos como para construir todas las cosas del mundo, de un alfiler a un buque de guerra, deben ser ciertamente lo suficientemente inteligentes y honestos como para regular los asuntos de su propio sindicato. En definitiva usted y Mr. Warden harían muy bien en retirarse de su comité, así como cualquier otra persona que no sea de manera absoluta un aprendiz o un trabajador. Acuda a sus mítines, escuche lo que ellos tienen que decir, informe de sus procedimientos y anímelos a llevarlos a cabo. Pero al mismo tiempo otórgueles liderazgo, enséñales a manejarse solos, y anímeles a no ser por más tiempo esclavos sino hombres. Debe constituirse una casa del pueblo [...] y el pueblo, para estar bien representado debe representarse a sí mismo. Así comienza la representación y así es como debe finalizar.

Párrafos como éste de Senex y “un amigo de los pobres” constituyen algo más que un mero recuerdo de la caracterización que Marx realiza del campesinado Francés en El dieciocho brumario de Louis Bonaparte: ellos que “no pueden representarse a sí mismos, deben quedar representados”. Senex y “un amigo de los pobres” indican el grado de conciencia

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crítica que existe en los círculos de la clase obrera inglesa, hasta el punto de implicarse en la discusión sobre la representación y la estrecha relación que existe entre ser representado, ser educado y ser apropiado. Tampoco buscan constituir bajo ningún sentido una cultura, si entendemos por cultura un dominio distinto de recreación de reflexión desinteresada, sino más bien criticar los propios términos que requieren la separación de ese dominio y la mantienen. Aquí no se invoca la cultura, precisamente porque lo problematizado no permite una separación entre una autogestión económica, política y educativa. Quizás lo más chocante es que este rechazo de la cultura estética, al contrario del de Rousseau, no se predica en base a un deseo todavía nostálgico de otras formas, sino que se forja en una aprehensión vívida de las relaciones políticas, económicas y sociales que están apareciendo en la Inglaterra urbana e industrial. No es una apelación a la preservación de las virtudes de la “economía moral”, sino una concepción muy contemporánea de la transformación de las relaciones sociales, según la burguesía industrial comienza a adquirir la hegemonía política y legal junto con la dominación económica.

Este breve debate dentro del radicalismo inglés tiene su equivalente seis o siete años antes, en un encuentro entre la posición radical sobre educación y el padrinazgo liberal/utilitario. Este segundo episodio es parte de una larga historia que incluye la aparición del Birkbeck College, actualmente al margen del Instituto de los Mecánicos de Londres. La revista Mechanic´s Magazine, fundada en 1823 y editada por Thomas Hodgkin y James Robertson, era una enciclopedia politécnica diseñada para promover la auto-educación entre los mecánicos de la clase trabajadora. Su principal objetivo era hacer mejores mecánicos de sus lectores, y aunque es un tipo de publicación muy diferente de las revistas de penique o la prensa de la década siguiente, contiene editoriales que relacionan frecuentemente el proceso de auto-educación con el proceso político y el autogobierno de las instituciones de la clase obrera. Un largo artículo del editor el 11 de Octubre de 1823, “Instituciones para la instrucción de mecánicos”, relaciona estos asuntos al requerir la fundación de un Instituto de los Mecánicos de Londres siguiendo el modelo de los ya establecidos en Edimburgo y Glasgow. Robertson es bastante explícito sobre la necesidad de auto-educación:

La educación de un pueblo libre, como su propiedad, siempre quedará dirigida más provechosamente mientras quede en sus propias manos. Cuando el gobierno interfiere, dirige sus esfuerzos a crear gente obediente y dócil, más que sabia y feliz. Desea el control de los pensamientos, e incluso conforma la mente de sus sujetos. Y tener en sus manos el poder de educar a la gente es la peor consecuencia posible de la más perjudicial de las prácticas, que tiene a la sociedad tan largamente desolada al permitir que un individuo o un pequeño grupo de personas dirijan las acciones de millones de personas y controlen sus conductas [...] La gente sólo quiere sentir lo que significa la auto-educación en sus bolsillos, bien lejos del recaudador de impuestos. Y no hay duda de que ellos emplearán este significado en su propio provecho, posiblemente mejor de lo que pueda emplearlo un hombre que, por el propio hecho de pertenecer a clases superiores, sabe bien poco o nada de las necesidades de las clases más bajas. De hecho ellos ya conocen demasiado bien lo que les es propio como sujetos, como máquinas paga-impuestos, como esclavos, pero no lo que les conviene como trabajadores y como hombres.125

La propuesta de Robertson tuvo éxito, y la fundación del Instituto de Mecánicos incluía entre sus leyes institucionales que dos terceras partes del comité de treinta miembros “debían salir de entre las clases trabajadoras”. Aparentemente William Cobbett coincidió con Robertson, remarcando en el Encuentro Público para el establecimiento del Instituto que “el asunto debería estar dirigido por los propios mecánicos [...] Si ellos permitían la interferencia de una dirección diferente, pronto aparecería gente que marginaría a los mecánicos y haría uso de ellos sólo como herramientas.”126

Según comenzaron a tantear a los mecánicos Henry Brougham –Wigh MP y promotor del “Conocimiento Util”- y George Birkbeck –un filántropo que había estado estrechamente involucrado en la fundación de los institutos de Edimburgo y Glasgow-, los

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temores de Robertson y Cobbet se cumplieron rápidamente. Las intervenciones de Birkbeck, a diferencia de las de Hetherington, quizás más “por motivos erróneos” que por perversos, minaron en cualquier caso de una manera radical la autonomía del Instituto de Mecánicos.127 Donó dinero para un sala de lectura y para cursos de lectura que, como Robertson escribiría en un editorial extenso y en tono frustrado en Julio de 1825, debería haberse erigido “por medio de su propia economía, y con sus propias manos”. Robertson argumenta que el resultado es que

En lugar de hombres a los que se anima a depender íntegramente de sus propias contribuciones, se les ha enseñado a fundar su principal esperanza en la asistencia benevolente del grande y el adinerado, y a aplaudir cada anuncio de una nueva suscripción del Lord tal y el Sir cual.128

Evidentemente las protestas de Robertson fueron de poco provecho, y también las de otros tantos que se opusieron particularmente al principio de pagar por lecturas, por considerarlo un elemento crucial de la educación autogestionada. No obstante, estas protestas indican la naturaleza extendida y articulada del conocimiento de la clase trabajadora inglesa en torno a los asuntos involucrados en las intrincadas conexiones entre la auto-representación, la educación y la autogestión económica. No aceptan tanto pasar a través de instituciones intermediarias de educación desinteresada, cuanto insisten en su autodeterminación, en esa esfera como en otras. Mechanic´s Magazine y las revistas de a penique tienen poco que decir sobre la cuestión de la cultura, precisamente porque su definición de conocimiento está consagrada a hacer de los mecánicos mejores mecánicos, más que a asimilarlos para las nociones burguesas de Totalidad y Armonía. Lo que está apareciendo en ambos tipos de publicación es una concepción profundamente articulada de lo que posteriormente Gramsci entenderá por “intelectual orgánico”. Para quienes entienden que el remedio al daño infligido sobre la cultura de clase obrera reside en un desarrollo y una libertad más culturales, es posible que la reducción a un tipo de información política y práctico/mecánica resulte escandalosa, pero las alternativas quedaron determinadas claramente por una sutil inteligencia política, si no finalmente exitosa. La futura historia del Instituto de Mecánicos indica que los educadores de clase media y los filántropos no fueron menos conscientes de las implicaciones políticas de la resistencia de la clase trabajadora a “ser representados”, y de sus demandas de auto-representación, bien por sí mismos o mediante estructuras representativas en conjunto. Por una parte los nuevos directores del Instituto censuraron las lecturas de Thomas Hodgkin sobre Economía Política, que publicó en 1827 Economía política popular,129 y las contrarrestaron con la difusión de trabajos de economistas como Charles Knight, cuyos esfuerzos tenían como fin mostrar la inevitabilidad e incluso los beneficios de las diferencias clasistas, “la seguridad de la propiedad” y el control de los sueldos. Ya en 1825 Brougham escribió en sus Observaciones prácticas sobre la educación del Pueblo que podría resultar muy beneficioso exponer “los verdaderos principios y las relaciones mutuas entre la población y los sueldos”. De hecho argumentó que el camino más efectivo para asegurar la libertad, el “buen orden” y “la paz del país y la estabilidad del gobierno” era “ la difusión universal de este tipo de conocimiento”.130 Pero para llevar a cabo esta tarea y para controlar los tipos de “conocimiento útil” susceptibles de difusión, era crucial controlar la educación popular a través de sus instituciones. De acuerdo con esto, según se fue extendiendo el sistema del Instituto de Mecánicos a lo largo del país, no se permitió en absoluto que los propios trabajadores se representasen en sus tablas de gobierno, y asimismo les fueron prohibidas las discusiones políticas o religiosas, e incluso los periódicos. Su propósito pasó a ser más bien “la rápida promoción de la ciencia general”, “una difusión extensiva de información racional a través de la masa general de la sociedad” y “la creación de placeres intelectuales y entretenimientos refinados que tendieran a la elevación general del carácter”.131

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La cuestión que expondremos en el próximo capítulo, a lo largo de la última parte del siglo, es cómo se percibió por parte de Robertson y otros un tipo de coup d´etat en el Instituto que pudiera entenderse como una expresión hegemónica, en los términos propuestos por Gramsci, y no de dominación. Pretendemos explorar la posibilidad de una convergencia entre la representación de clase obrera en un sentido cultural y los deseos de reformistas de clase media para producir una “elevación general del carácter”, precisamente por medio de la regulación de los espacios de recreo. Sin esta convergencia, cuya lógica yace en la aparición de una nueva formación estatal y en la necesidad de dirigirla, nunca se hubiera podido lograr la hegemonía como forma singular de entender la democracia representativa. Pero si desde aquí se sigue la percepción crecientemente hegemónica de que “la educación universal debe preceder el sufragio universal” (por citar las Consideraciones sobre el gobierno representativo de Mill), no deberíamos excluir los múltiples debates que se dieron entre los radicales ingleses durante las décadas de 1820 y 1830. Ni deberíamos dar por sentado que sus tenaces reticencias hacia la tradición de “cultura y sociedad” no tengan nada que enseñarnos sobre el valor de una crítica política y material que aparece de un conocimiento a veces restringido.

CAPÍTULO 3

EL CAPITALISMO CONTRA LA DEMOCRACIA

DE LA ECONOMÍA MORAL AL SOCIALISMO

A primera vista, la descripción que hace E. P. Thompson del constitucionalismo de la clase trabajadora como “ilusión de una época” –se refiere a esa época que termina en 1832-, parece complementarse con la insistencia de Gareth Stedman Jones en que el cartismo también sufrió una “ilusión” similar. Según el punto de vista de Stedman Jones el cartismo, una respuesta a los problemas que sufrió el movimiento obrero en 1832 y 1834, quedaba obstaculizado por lo que era “en primer lugar y ante todo un vocabulario de exclusión política”132 –esto es, exclusión del derecho de sufragio. Los cartistas perdieron esta perspectiva al mantener su compromiso con una degeneración del legado de derechos naturales y formas de protesta tradicionales. Hay que destacar que no fueron capaces de percibir que, para la década de 1830, estas medidas ya no eran apropiadas, al quedar asumidas por la “lógica de los acontecimientos,” la clásica excusa de conveniencia que suele utilizar el historiador (y el economista político).

La crítica de Stedman Jones señala cómo (en palabras de Dorothy Thompson) “el impuso político del cartismo quedaría limitado a estrechos espacios de liberalismo popular durante la segunda mitad del siglo [XIX].”133 Incluso posteriormente, Stedman Jones nos recuerda que las aspiraciones de la clase obrera en Gran Bretaña sólo iban a encontrar

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expresión política por medio del Partido Laborista Parlamentario, que estaba constituido conscientemente como brazo “político” (entiéndase “parlamentario”) o extensión del movimiento sindicalista, por otra parte implacable y apologéticamente economista. La cuestión es que los políticos de clase obrera acabaron mordiendo la manzana del parlamentarismo porque les había sido prohibido durante mucho tiempo; y que lo terminaron haciendo a pesar de que el parlamentarismo desvió el impulso socialista y facilitó una serie de traiciones134.

No cabe duda de que se dieron tales traiciones. Lo que sí es cuestionable es la imagen que da Stedman Jones de los cartistas, presentándolos como un grupo obsesionado por el derecho al voto hasta el punto de posibilitar esas traiciones. Como tantos otros planteamientos prospectivos, su argumento se construye retrospectivamente –una visión retrospectiva sobre desarrollos posteriores que los cartistas en ningún caso pudieron llegar a conocer. En cualquier caso la tesis de Stedman Jones no es ajena a lo que E. P. Thompson denominó notablemente como la “enorme condescendencia de la posteridad,”135 según la cual se juzga y condena al cartismo a la luz de la propia distinción entre “lo político” y “lo social”, que ya había tomado forma durante las décadas cartistas. Por el contrario el asidero teórico y práctico de lo que Ellen Meiksins Wood denomina, en su crítica a Stedman Jones, “la unidad entre poderes político y apropiativo”136 quedó abierto por el Acta de Reforma de 1832, y se hizo manifiesto en la Nueva Ley de los Pobres de 1834. Pero para los mismos cartistas esto no era ni un concepto, ni una amenaza, ni una perspectiva todavía distantes. Se vivía en realidad.

Precisamente esta realidad amenazadora fue la causa de que el movimiento de clase obrera reconsiderase la reforma constitucional, tanto antes como después de 1832.137 Pero en 1832 el movimiento reformista de clase obrera todavía necesitaba representantes de clase media como Francis Place, que utilizó la amenaza de la insurrección obrera y el momento de revolución que se vivía en Francia sobre las revueltas de Swing, anunciando un melodramático Londres en llamas138 para negociar una línea de retirada aceptable para todos, menos para los más acérrimos defensores de la “Vieja Corrupción”.

Una segunda discusión política y educativa, esta vez entre Thompson y Perry Anderson, aclara lo que está en cuestión en el análisis de la historia o la evolución del cartismo. Thompson parafrasea la posición de Anderson en los siguientes términos: cuando el cartismo “naufragó por culpa de un liderazgo y una estrategia tan débiles como lastimosos”, la clase obrera se retiró “totalmente exhausta”; se evaporó su “élan y su combatividad”. “En la historia de la clase trabajadora Inglesa se produjo un profundo receso”. De aquí en adelante la clase obrera “evolucionó al margen de la estructura aparentemente inquebrantable del capitalismo Británico, pero a la vez en condición de subordinación”. Thompson admite que esta descripción es parcialmente cierta. No obstante, según Thompson la defunción del cartismo marca un importante giro en la dirección de la agitación obrera, un giro que a lo mejor podría quedar reconocido (por lo general posteriormente, y no siempre de una manera decisiva) en algún sitio de la historia de otro capitalismo decimonónico. “Lo que estaba sucediendo”, en palabras de Thompson, “suponía un cambio de largo alcance dentro de la propia clase obrera [...] la separación entre distintos grupos de ocupación, entre los más nuevos y los más viejos, los expertos y los no expertos, los organizados y los desorganizados, los metropolitanos y los provinciales, que circunstancialmente quedaron unidos en las grandes agitaciones que culminaron en el clímax cartista de 1839”, una unidad que nunca se iba a reformar –una unidad que nunca podría haberse re-formado- de la misma manera.139

Durante quince años el cartismo logró reunir una serie de tendencias que su posterior defunción demostró como centrífugas. Estas tendencias pueden catalogarse de varias maneras –por ejemplo por la introducción de reglas “no políticas” en ciertos sindicatos (vgr. la Asociación de los Mineros en 1842), o por el movimiento de cooperación

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del “nuevo modelo” de consumidores de Rochdale Pioneers en 1844. Por decirlo con palabras de Thompson, lo que se puede observar a través de éste desarrollo (no hay escasez de ejemplos) es “que antes que nada, los trabajadores no iban a tener miedo a la máquina, sino a la pérdida de la máquina –la pérdida del empleo”.140 En consecuencia el lugar del puesto de trabajo se convirtió progresivamente en el cauce principal del conflicto social, y sólo en la década de 1860 confluyó el activismo obrero una vez más con la revuelta política sobre la agitación de reforma. Entonces Thompson argumenta que la clase trabajadora,

una vez que fracasó en su intento de derrumbar la sociedad capitalista, procedió a socavarla de principio a fin. Formaba parte de la lógica de esta nueva dirección el hecho de que cada avance dentro de la estructura del capitalismo implicaba simultáneamente a la clase trabajadora en el statu quo de una manera más profunda. Conforme se mejoraba la posición dentro del taller se era más renuente a participar en revueltas quijotescas, que podían arriesgar lo ganado con tanto esfuerzo. Cada afirmación de influencia obrera en el seno de la maquinaria estatal democrático-burguesa les implicaba simultáneamente como compañeros de viaje (incluso aun cuando enemigos) en la carrera de la máquina.141

Pero nos parece que esta afirmación sobrevuela la naturaleza etérea del statu quo. Algo que, por otra parte, nos suena a la descripción que hace Marx de la dinámica del capitalismo en el Manifiesto Comunista. Intentaremos más bien exponer cómo conforma el proletariado en su continúa emergencia su propia interpretación de las relaciones sociales, tanto de las existentes como de las deseables. Los intelectuales de la clase trabajadora entendieron como “auto-confianza” lo que desde otro punto de vista aparentaría una actitud de conformismo o asimilación.

Y es que una “alternativa” obrera había existido realmente, se había solapado a la vez con el cartismo y el owenismo, y tuvo su medio de expresión característico en la prensa ilegal. En cualquier caso no debiera confundirse nunca esta alternativa, ni con el economicismo y el constitucionalismo obrero posteriores, ni con los términos previos de los radicalismos del XVIII. Concretamente, no hubo ni podría haber habido un sindicalismo apolítico en ese tiempo. La sola represión de la década de 1790, castigando simultáneamente las conspiraciones entre trabajadores y los movimientos de reforma parlamentaria, así como el sentido de los mismos estatutos, habían reunido de manera efectiva al radicalismo económico con el político: “A la aristocracia le interesaba reprimir las ´conspiraciones´ Jacobinas del pueblo, los industriales querían terminar con las ´conspiraciones´ para aumentar los sueldos; las Actas de Combinación de 1799 lograron sendos propósitos”.142 En cualquier caso la “alternativa obrera” denotó un cambio en el seno de este ajuste. Un cambio, en palabras de Gregory Claey, “de la economía moral al socialismo”, que contribuye a explicar la especificidad de las décadas cartistas.

El radicalismo de finales del siglo XVIII, que fue fundamental en la represión sistemática del Jacobinismo británico, reclamó en primer lugar una iniciativa para reformar un Parlamento visiblemente corrupto y ampliar el derecho a voto. No había planteado específicamente programa económico alguno.143 El punto de no retorno en este universo político se alcanzó muy pronto, cuando “el socialismo descartó el principio de que debería haber alguna relación entre el derecho de voto y la posesión de la propiedad”. El rechazo de esa conexión se convirtió prácticamente en una condición obligatoria entre aquellas personas a las que se negó minuciosamente el derecho a voto en 1832. La posesión de la propiedad era ahora “percibida en sí misma como una fuente desafortunada de corrupción social y política, ofuscando a los propietarios frente al sufrimiento de los desposeídos, y con la creciente desigualdad de riqueza amenazando progresivamente como un cataclismo definitivo”.144

1832 marcó la aparición de una contraposición nueva y deslumbrante entre “lo político” (la reducida casta en el poder, que se había demostrado a sí misma que era capaz de controlar el acceso a su rango) y “lo social” (las demandas crecientes de la mayoría sin

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derecho a voto, y la noción de participación popular en general). “Lo político” quedó identificado con el individualismo y la competencia. “Lo social” terminó connotando el problema de la pobreza, los movimientos obreros de todo tipo, y la condición del trabajo en general. La clase trabajadora terminó identificándose como la clase más “social” o incluso “sociable” (en el sentido moral), y al mismo tiempo con “la democracia”, la clase más amplia o la mayoría numérica de la población.

Estas distinciones nos ayudan a entender el cartismo, el movimiento de masas más característico de “la democracia”. “Lo que se pretendía era tener voz en la constitución de las leyes que luego habían de incumbirles. Se entendía que la tributación sin representación era un tipo de tiranía, y que su deber era rechazarla. Se tomó la iniciativa en la cuestión de la Diez Horas, en la derogación de los impuestos sobre el saber, la educación, la cooperación, la libertad civil y religiosa y la cuestión de la tierra, de manera que fueron los verdaderos pioneros en todos los grandes movimientos de su tiempo.”145 Deberíamos recordar que el cartismo era un movimiento social, no sólo una doctrina política. Y como tal, como el owenismo con el que confluyó frecuentemente a nivel local, “dotaba de disposiciones culturales, modos de vida y modos de identidad que quedaban relacionados como un ideal común, un mundo de decisiones dignas, un patrón honesto de vida y un ámbito pleno de libertades civiles, religiosas y políticas, de ese derecho al voto que el sistema negaba positivamente”.146 El cartismo, lejos de quedar obsesionado con el derecho a voto como si se tratara de una panacea o un remedio definitivo (como pensaba por ejemplo Stedman Jones), forzó continuamente las reformas económicas y sociales, que deberían llegar con un gobierno popular. “¿De qué otra manera podemos respetar (a la gente de) la Carta Constitucional sino como fundamento de los fines sociales?” planteó el cartista o´connorista Thomas Clark en la década de 1850. Joan Wallach Scott señalaba: “Stedman Jones no considera la posibilidad de que las quejas económicas sean de carácter político, que los cartistas pueden haber atisbado un cambio económico por medios políticos, de manera que sus visiones de poder entrelazan política y economía.”147 Eileen Yeo ha señalado con igual acierto:

Los seis puntos de la Carta Constitucional, aunque revolucionarios para su tiempo, no alcanzaban el límite de lo que los cartistas entendían por autogobierno [...] la propia forma en que los cartistas intentaron manejar su movimiento reveló un diseño de control colectivo que implicaba mucho más que el voto periódico para conformar el parlamento [...] es interesante especular sobre lo diferente que habría sido la democracia parlamentaria si hubiesen ganado los cartistas, si se hubiese constituido sobre la base de una vigorosa auto-actividad local.148

Como escribió el “Socialista Cristiano” (probablemente F. D. Maurice) en 1850:

El Político Democrático se interesa ahora por la reforma política, pero como un mismo fin –el fin del ser socialista. Los lemas del cartismo en 1839 fueron “el salario de un día por un día de trabajo”. Ese grito dio forma a la idea más definida de “organización del trabajo”. Somos conscientes de que esta opinión posterior resulta demasiado difícil de entender para todos aquellos que reclamaban con ahínco el derecho al voto, pero también deberíamos recordar que, precisamente por eso, los lideres del Partido Popular en este país no están tan equivocados.149

Nuestro “Socialista Cristiano” no está solo en absoluto al señalar estos debates entre los cartistas, o al apuntar el cambio que les habría de conducir “de la economía moral al socialismo”. De paso, tenemos que señalar que aquí el Socialismo Cristiano no está reformando el cartismo sino aprendiendo de él. Entre los mismos cartistas a menudo se repetían antiguos eslóganes apelando hábitos y supuestos de algo pasado, pero eso no quería decir necesariamente, bajo ningún sentido, que se estuviese apelando a un tipo de edad premercantil donde jefe y trabajador quedaban más íntimamente relacionados, desde donde la competitividad hubiese derivado hasta convertirse en una especie de vicio

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universal, antes de que los grandes extremos entre riqueza y pobreza hubieran convencido a las dos partes de su mutuo antagonismo. No se trataba de mera nostalgia, sino de imaginar relaciones sociales alternativas con posibilidad de futuro. En palabras de Asa Briggs, “durante el último año de agitación se acentuó la exigencia de la reforma política en el seno de la estructura del ideal parlamentario, una exigencia que venía creciendo naturalmente del radicalismo del siglo XVIII para intentar alcanzar la democracia social, una voluntad que dirigió a algunos cartistas hacia el socialismo –concretamente a [Ernest] Jones y [George Julian] Harney.”150

Dorothy Thompson niega esta cuestión insistiendo, contra toda evidencia, en que el cartismo no ofrecía “una alternativa práctica definitiva frente a las relaciones de propiedad vigentes”, aseverando que a ojos de los cartistas el trabajo, entendido como propiedad del trabajador, “necesitaba de la protección de la ley tanto como cualquier otra forma de propiedad”.151 Se trata de una manera perversa de afirmar que los cartistas no se oponían por lo general a la propiedad per se, ya que omite el hecho fundamental de que había una forma de propiedad que ellos rechazaban inalterablemente: el tipo de propiedad denominado “capital”, favorecido por las leyes de la política económica, dispuestas de hecho para establecerlo, defenderlo y extenderlo sin límites. Puede que esta posición incumpla una teoría general de la expropiación, pero la cuestión estriba en que no hay una garantía para liberarlizarlo moderadamente, tal y como le ocurre de hecho a Dorothy Thompson. A pesar de la grave preocupación de los cartistas, el liberalismo económico y la liberalización económica terminaron siendo vulnerables en virtud de sus vínculos intrínsecos y recíprocos. Por el contrario, en su sentido general, democracia y socialismo eran conceptos similares que se implicaban mutuamente por la sencilla razón de que ambos tendían a impulsar el propio control de la gente sobre su existencia. Democracia y capitalismo eran por contraste principios antitéticos; liberalismo y capitalismo permanecieron juntos. Esta perspectiva ayuda a explicar el cartismo, y a proyectar una serie de cuestiones ulteriores. Nos ayuda a cuestionar si la liberalización política y la económica han estado siempre relacionadas más o menos contingentemente –una cuestión que (como ya hemos escrito) aflorará una vez más a finales de este siglo, en el propio contexto de las sociedades centroeuropeas y del Este en la década de los noventa. ¿Habría terminado, o podría haber terminado siendo también capitalista el tipo de democracia que apoyaban los cartistas a comienzos del siglo XIX en Gran Bretaña? Si tenemos en cuenta que una auténtica democratización hubiera facultado la resistencia popular contra el capitalismo, y que existe una gran evidencia de que esta resistencia habría aprovechado esta oportunidad, este problema nos desafía como una cuestión abierta.

EDUCACIÓN POLÍTICA

Esta línea argumental, por supuesto, no pretende monopolizar el debate. El cartismo era en primer lugar un movimiento diverso donde la aspiración al derecho a voto era, ante todo, un mínimo común denominador que ayudó a mantener unido al movimiento. Es importante tener en mente esta multiplicidad de creencias, ante la posibilidad de privilegiar arbitrariamente una sobre las demás, de sacarlas de contexto y decidir posteriormente que éstas son las importantes porque desarrollos posteriores parecen darles la razón. La serie de personajes y creencias cartistas que parecen anticipar el liberalismo sería un ejemplo que viene al caso. Se ha apuntando con frecuencia que Ernest Jones efectuó una desafortunada transición hacia el liberalismo durante su vejez. Por su parte queda constancia de que Bronterre O´Brien favoreció en 1848 una alianza de clase media –aun cuando esta propuesta provocara la disconformidad desdeñosa e incluso el desprecio de Feargus O´Connor. De nuevo podríamos entender fácilmente (tal y como lo hace Dorothy

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Thompson, por ejemplo), que William Lovett anticipa un liberalismo posterior de clase obrera. De hecho Lovett nos resulta de particular importancia en este sentido, no sólo porque se trata del primer teórico cartista de la educación, sino también porque él se desplazó a este respecto desde el punto de vista fundamentalmente radical del cartismo original (según el cual sólo la participación política se ofrecía como la forma de educación que garantizaba otras formas posibles de educación), hasta el punto de vista fundamental del liberalismo victoriano (que defendía la educación como necesidad previa de una serie de órdenes mínimos para el ejercicio de los derechos políticos –ahora entendidos como sufragio).

Se ha argumentado frecuentemente que sólo cuando Lovett se convenció a sí mismo de la prioridad temporal y lógica de la educación sobre el sufragio consiguió ganar un apoyo estimable entre la clase media. Y deberíamos tomar nota del hecho de que muchos cartistas rechazaron este apoyo, especialmente los que rebatieron las conclusiones de Lovett –como hizo Feargus O´Connor, por apuntar el ejemplo más sobresaliente, cuya circular Cartismo conservador, cristiano y moderado (1841), estaba concretamente dirigida a Lovett. Por supuesto el apoyo de la clase media, tal y como se le otorgó a Lovett, puede considerarse eventualmente englobado en una serie intentos por definir un elemento “respetable” en el cartismo, y para servirle de recuerdo deshonroso. Pero aquí hay mucho más en juego: por ejemplo, los debates cartistas sobre educación y política dieron pie a los intelectuales y administradores de clase media para relacionar un proyecto radical bastante incoherente para desarrollar “el conocimiento útil”, con otro que había empezado a enfatizar la necesidad de formar ciudadanos “morales” a través de un sistema de educación financiado gubernamentalmente. La relevancia histórica de la resistencia que existía entre ciertos cartistas a la educación estatal, sectaria y de clase media, no es menor que el hecho de que este proceso se diera como respuesta a un debate obrero muy articulado sobre alternativas en política y educación. Ya que incluso donde parece darse la “asimilación” querríamos poner más énfasis en la convergencia de los proyectos educativo-estatales, con un conjunto de preceptos de clase obrera autónoma que ya existían, y que influyeron en las “reformas” de clase media.

Pero también había una vigorosa resistencia, y esto quiere decir que no sólo reconocemos la importancia de esta evidencia, sino que también podemos intuir las consecuencias de las medidas que se rechazaron, en cuanto este asunto sobrepasó al propio Lovett. Educar al pobre no era únicamente una obsesión victoriana de carácter filantrópico. Hemos de entender este asunto como una cuestión ideológica, en tanto funcionó simultáneamente como sentido (y frecuentemente como el sentido) para fundamentar peligrosas reformas políticas, y al mismo tiempo operó como un importante mecanismo de control social. Se intentó sustituir de manera continuada una serie de mecanismos de control legal y penal fuertemente disuasorios por experimentos de rehabilitación educativa autorizados oficialmente, que en sí mismos constituían una expresión del mismo imperativo. El reformatorio del Dr. Kay y las escuelas de distrito acompañaron de una manera acorde a la sanción de la nueva Ley de los Pobres de Chadwick en 1834. De igual manera, los párrafos decisivos de los informes de los inspectores de fábrica iban acompañados por cláusulas adicionales que hablaban de una necesidad apremiante de educación, que debía quedar estrechamente regulada y supervisada de cerca. Richard Johnson puntualiza tajantemente que “la condición del pobre casi vino a significar la condición de su educación”.152 El doctor J. P. Kay, que terminaría alcanzando el rango de Sir James Kay-Shuttleworth y dio su nombre a las influyentes “Minutas de Kay”,153 presentó la educación como un tipo análogo de beneficio para el patrón, capaz de combatir la pérdida de capital.

En la jerga de las Minutas de Kay, el “educador legítimo” estaba allí (real o supuestamente) para anteponerse al “socialista”. Su tarea consistía en “abrumar con la serie

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de males que terminarían envileciendo completamente a la población trabajadora, y destruyendo la propia estructura de la sociedad por la violencia explosiva de elementos volcánicos” que tenían un “origen remoto y accidental”, y que en ningún caso eran inherentes a la sociedad capitalista. Por medio de una “dirección juiciosa”, esta serie de males podría quedar “completamente extirpada”. Después de todo, continuaba Kay con una evidente ironía, “un sistema que fomenta el avance de la civilización y lo difunde por todo el mundo no puede ser incoherente con la felicidad de la gran masa del pueblo”. El optimismo utópico de Kay quedaba atemperado por dos condiciones: una “ambiental” y otra “moral”. La primera implicaba la salud pública, la sanidad, la vigilancia y –obviamente- la revocación de las Leyes del Maíz. La segunda entrañaba la necesidad de “enseñar al pobre su posición política en la sociedad, así como los derechos morales y religiosos que recaen sobre ella”. Por decirlo con palabras de Richard Johnson, al insistir en que la reforma “ambiental” no podría funcionar sin ayuda de reforma “moral”, Kay estaba “intentando expresar la relación entre ambiente, conciencia y cultura en el lenguaje de censura moral [y] de causalidad providencial”. Este lenguaje no debería distraernos ante el hecho de que las admoniciones paternalistas y moralistas de Kayes se superponían sobre argumentos de raíz económica. Su intento de denunciar la decadencia obrera era al mismo tiempo moralizante y “científico”–con su énfasis en las “doctrinas desorganizadoras” relacionaba ateísmo, sedición e iniquidad moral. Sus palabras de 1838 no son precisamente sugerentes: “es probable que la atención que han prestado los Comisionados [de la Ley de los Pobres] a este sujeto [la educación], reivindique sus proyectos y sus opiniones frente a los reproches que los acusan de responder a la influencia de frías especulaciones económicas, de no tomar en suma un mayor interés por la felicidad de las clases más pobres.”

En tanto los padres de clase trabajadora quedaban descalificados por definición para desempeñar su papel “natural” como educadores, había que sustituir su perniciosa influencia por “un pequeño mundo artificial de virtuoso esfuerzo” –Kay se refiere la escuela, no al reformatorio, aunque su lenguaje (siempre) le traiciona154. Por otra parte cuando habla de “sustitución” se refiere a reemplazo, y no a añadidura. “No podemos permitir que los jueces de nuestro trabajo educativo sean granjeros o trabajadores, mineros o mecánicos. Forma parte del trabajo de educarles, el hacerlo en el sentido de la verdadera educación.” En otras palabras, si se quiere romper un círculo vicioso de iniquidad la salvación debe venir de fuera. El profesor, ese “emisario” social y ejemplar, ha de quedar estrechamente controlado para que no termine “convirtiéndose en nativo”. No es de extrañar por lo tanto que Richard Johnson caracterice las Minutas de Kay como ”un intento enormemente ambicioso de determinar los patrones de pensamiento, sentimiento y conducta de la clase trabajadora, a través del secuestro del sentido educativo” y concluye que como “sistema de control, [...] las Minutas están a la altura de cualquier estatuto parlamentario sobre materia social de la primera mitad del siglo XIX.”155

Frente a Ian Hunter, que sostiene el carácter ad hoc y no ideológico de la reforma temprana,156 deberíamos comprender que estos “principios educativos” constituían ya un lugar común incluso en la década de 1820. Observaciones prácticas sobre la educación del pueblo de Brougham, por ejemplo (1825), señaló con gran acierto los beneficios que podrían derivarse de enseñar “los auténticos principios y las relaciones mutuas que existen entre población y sueldo”. Ciertamente, tal y como apunta Brian Simon en su discusión con Brougham, “el camino más efectivo para asegurar la libertad y el ´buen orden´, ´la paz del país y la estabilidad del gobierno,´ era la ´difusión universal de este tipo de conocimiento´”.157 No resulta sorprendente que el periodo más idóneo para difundir este tipo de conocimiento correspondiese a tiempos de crisis. La Sociedad para la Difusión del Conocimiento Útil (SDUK), promovida por Brougham con la ayuda de Matthew Davenport Hill en 1826, y que tenía a Charles Knight como editor principal de sus panfletos, tendió al principio,

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más que a difundir preceptos de economía política, “a abastecer de alimento intelectual de carácter consolatorio a quienes entregaban su vidas al trabajo manual”, aglutinando “un tipo de información diversa de carácter científico y cultural, que abarcaba del estudio de los Lepidópteros a las ´Costumbres otoñales en Kardofan´”158. Pero este periodo anodino no duró mucho tiempo. Durante la crisis económica de 1830, que extendió estallidos de quema de almiares y destrucción de maquinaria agrícola por todos los condados,159 el SDUK afrontó directamente asuntos económicos. Para entonces las ideas socialistas de Robert Owen y las teorías económicas de Hodgkin ya gozaban de una cierta popularidad entre la clase obrera –y hay que dejar claro que, a diferencia de lo que opina Place, Hodgkin no desplazó en ningún caso a Owen160. Place y otros muchos participaban de un profundo miedo ante la posibilidad de que las clases medias quedaran “arrasadas –sin importar por quién,” a menos que se decidiesen a “mezclarse inmediatamente entre el pueblo” para “instruirles”.161 En Abril de 1831, The Westminster Review, el órgano central de los Radicales, lanzó un agudo ataque apelando a un cambio fundamental en política. ¿Qué hizo el SDUK, atronaría el Review, cuando comenzaron los tumultos, los enérgicos aumentos de salarios, los ataques a la propiedad privada, la destrucción de maquinaria y la quema de almiares y establos, cuando por un momento la misma Londres parecía cercada por el fuego? ¿Por qué se dedicaba a fomentar una serie de tratados científicos confusos e irrelevantes, y ofrecía “a la gente ignorante, como lo más íntimamente relacionado con su bienestar, [...] unos tratados [...] ¡ sobre la polarización de la luz y sobre la rigidez del cordaje!?”162 En ese mismo artículo se acusaba al propio Brougham de “apocarse, atemorizado” ante el “clamor perverso e interesado” del clero y la aristocracia, así como de vetar por consiguiente el acceso a aquellos que Place denominaría como “los más grandes iluminadores del pueblo”, vrg. los economistas políticos. Brougham influyó realmente en la creencia de que, a pesar de apoyar la relación entre un apoyo inquebrantable a la Nueva Ley de los Pobres y los principios de economía política, el impacto que estos habían de provocar no evitaría que la clase trabajadora pudiera valerse por sí misma para progresar de alguna manera. “Explicaría a las clases trabajadoras que éste era el tiempo de que asegurasen con un gran esfuerzo la inestimable bendición del conocimiento.”163

Es muy probable que los editores del Review no fueran conscientes del cambio que ya se había producido con Un discurso a los trabajadores sobre el asunto de la destrucción de maquinaria (1830) y Resultados de la maquinaria, a saber, producción barata y aumento de empleo: Discurso a los trabajadores del Reino Unido, ambos escritos por Charles Knight. Brougham dijo del último de estos discursos que “conducía fundamentalmente a aliviar ese espíritu desasosegado que [...] estaba empujando a las multitudes a destruir la propiedad y las máquinas”.164 Knight prosiguió con Capital y trabajo, un discurso concebido para posibles víctimas de profesores como Thomas Hodking. De seguir por ese camino, Hodking y otros “pastores de la desolación”, “terminarían aullando sus triunfales canciones de ´Defensa del trabajo frente a las demandas del Capital´ como chacales o lobos”.165 En 1831 vino Breve discurso a los trabajadores sobre las posibilidades de aumento de sueldo, que pareció a Simon tan diáfano en su apoyo al patrón que el propio Place lo desestimó: “cada ensayo de este tipo hace más y más difícil impartir doctrina entre el pueblo.”166

Es posible que, tal y como piensa Simon, la expresión de moldear las mentes “como arcilla húmeda en una mano dúctil” (como propuso Brougham en un discurso de la Cámara de los Lores en Mayo de 1835167) “exprese menos directamente” el carácter utilitario de esta perspectiva;168 pero desde luego, la última expresión del párrafo anterior no es precisamente sutil. Esta idea tropezó contra un obstáculo interno predecible, en cualquier caso, predecible por familiar. Durante el primer año de Parlamento reformado Arthur Roebuck apeló de nuevo a “la educación universal y nacional de todo el pueblo”. Aún cuando contó con el apoyo de Joseph Hume, James Bowring y Francis Place entre otros –los sospechosos habituales de entre los radicales-, no encontró muchos más apoyos

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para su proyecto de establecer escuelas infantiles, escuelas técnicas y escuelas normales (para el entrenamiento de profesores), controladas por un ministro de Gabinete y administradas por comités locales. Efectivamente, el proyecto de Roebuck llegaba demasiado pronto, cuarenta años concretamente. Pero a pesar de esto, ya en 1832 se percibe un cierto aire a deja vu. La Carta de Brougham de 1820 “para la mejor educación de los pobres en Inglaterra y Gales”, que también había apoyado un sistema de educación elemental, universal, obligatoria y de carácter estatal, basada expresa y casi literalmente en La riqueza de las naciones de Adam Smith,169 obtuvo una sonora derrota: tropezó contra la cruda realidad de ese tiempo, la necesidad de trabajo infantil en minas, fabricas y factorías, tal y como Robert Owen puntualizó en su momento. En 1833, una vez más, “pocos industriales se tomaron la propuesta [de Roebuck] seriamente: a pesar de su interés concreto, los niños constituían en primer lugar y antes que nada un atributo indispensable de fuerza laboral”.170 Bien pudiera haber ocurrido que, tal y como explicó Simon, “una vez que la clase media sintió que tenía el poder, pareció mucho menos urgente [la tarea de enseñar a la clase trabajadora a reconocer sus demandas]” –concretamente si con ello se corría el riesgo, si acaso indirecto, de alentar a los trabajadores a formular y reconocer sus derechos.171 Para 1833 Brougham ya había anunciado “no sin gran alharaca” que ya no apoyaba por más tiempo el principio de educación obligatoria, pero que estaba a favor de dejar la educación en manos de los cuerpos voluntarios –lo que en la práctica significaba ante todo los propios cuerpos religiosos, que se mostraron herméticos cuando el acta de Educación de 1870 estaba eventualmente en funcionamiento.172 En Las condiciones físicas y morales de los trabajadores de la industria del algodón en Manchester en 1832, James Kay añade a la pretensión radical de educación universal, la conveniencia de que la religión quede estrechamente relacionada a la educación: “con pura religión e inmaculada, florecida frugalidad, precaución, e industria.”173 La diversidad caleidoscópica de las partes inconformistas, cuya complejidad es mucho más desconcertante que la de los diferentes socialismos decimonónicos que también estaban acribillando a la sociedad británica, estaba dando apoyo con este tipo de argumentos a una nueva oportunidad, y estaba aportando todo el aliento que se necesitaba para controlar los ámbitos locales. No se trata de enfatizar aquí únicamente la incoherencia interna de las ideas radicales de clase media sobre educación, sino también el hecho de que esto se aplicara sobre sus adversarios de clase trabajadora. Junto a nuestros puntos más básicos se hace necesario enfatizar que entre la clase trabajadora de la década de 1820 existía lo que Tholfson denomina una “robusta cultura autodidacta”.174 Y que frente a los esfuerzos de la clase media para utilizar la educación, particularmente la educación de adultos, como un vehículo de propaganda, hay una evidencia general de rechazo por parte de radicales de clase obrera.175 Simon da pelos y señales de esto. Thomas Hodgkin: “mejor estarían los hombres sin educación que educados por sus gobernantes; ya que entonces la educación no es sino la mera atadura del buey al yugo, el mero amaestramiento de un perro cazador al que, a fuerza de severidad, se le hace renunciar a la fuerza de su impulso natural y, en lugar de devorar a su presa, corre con ella a los pies de su amo.”176 John Doherty de los Operadores de Algodón de Lancashire (según Simon, “el sindicalista más influyente de su tiempo”177): “Deja que vean esos trileros, los propietarios de la mal llamada Institución de Mecánicos y los presuntos legisladores del ideario mecánico, que acaba el día y la multitud recibe el pedacito de sustento mental que el orgullo aristocrático y la astucia privilegiada ya se han acostumbrado a distribuir. Déjales ver que, en realidad, ´el profesor es un extraño´.”178 El Pioneer (Birmingham), 2 de Noviembre de 1833: “Los Institutos de Mecánicos ya establecidos en este país no son tales.”179 “Este Brougham siempre fue un gran defensor de la educación popular. De hecho todo el grupo de conspiradores maltusianos dieron muestras, y todavía las dan, de un evidente interés por la ´cultura mental´ del pueblo.” No es de extrañarse que Cobbett hubiera

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aborrecido totalmente a esos miserables que, mientras apelaban a la “educación” intentaban hacer esclavos [a los trabajadores]. Hoy en día los educacionistas son todavía lo que fueron en tiempos de Cobbett –pretendidos amigos, pero los enemigos reales del pueblo.... Ah caballeros, somos conscientes de vuestras argucias... Si vosotros quisierais educarnos no sería, como vosotros decís a veces, para prepararnos para el ejercicio de los derechos políticos, sino para hacernos indiferentes a esos derechos. ¡Y vosotros os denomináis “radicales filosóficos!”180

Ya antes de 1825 esgrimió este punto gente como Doherty, directamente involucrada en la lucha contra los patronos y la creación de Sindicatos, y decidieron promover conscientemente institutos educativos independientes. El Poor Man´s Guardian de Hetherington advirtió a sus lectores en 1831 que, a pesar de la atención que recibían los trabajadores en el campo político, la intención era excluirlos del derecho a voto, pues la Carta de Reforma era una “Carta Farsante”.181 El Gobierno reformista del que Brougham era Lord Canciller, mientras simulaba estar de acuerdo con la necesidad de propagar el derecho a voto y promover la educación, persiguió a la prensa obrera con más ahínco de lo que lo hizo incluso la administración Tory de 1819182. Entre tanto los radicales apoyaron en el campo industrial una serie de medidas políticas que impidieron el desarrollo de la educación para los trabajadores y sus hijos. Mientras se oponían a la limitación de horas de trabajo para los adultos, daban un apoyo categórico a la Nueva Ley de los Pobres.183 Ya conocemos la respuesta obrera que recibieron, la estafa legislativa a la clase trabajadora británica más odiada e insultada de la historia. En Oldham, Lancashire, los radicales de clase obrera, a pesar de no contar con derecho a voto, aún consiguieron frenar tras 1834 la aplicación del Acta de Enmienda de la Ley de los Pobres durante trece años.184

La oposición ferviente del movimiento obrero a esta medida draconiana sugiere que los trabajadores entendieron perfectamente lo que ignorarían los historiadores posteriores: que sólo bajo la luz de desarrollos posteriores se podría considerar al Acta de Reforma de 1832 como un avance democrático (opuesto al liberalismo), y que se proyectó el Acta para evitar tales actos de una manera expresa, y no para alentarlos o promoverlos.185 La reciente coalición dirigente, aunque dividida en asuntos de principio (el ejemplo más grave lo aporta la cuestión de las Leyes del Maíz), siempre consiguió mantenerse unida en momentos de aprieto contra la amenaza subyacente (y rara vez golpista) de sufragio universal. Por esto no había una oposición aristocrática sólida contra el auge de la industria y la economía política, su homólogo intelectual. Las clases asentadas afrontaron apropiadamente el rechazo de las Leyes del Maíz de 1846. Las clases altas continuaron acaparando el Gabinete, monopolizando la representación de las áreas rurales en el Parlamento, y frecuentemente representando también áreas urbanas. No necesitaron nunca afrontar un movimiento de retaguardia contra el capitalismo. Por su parte, con el acuerdo de 1832, los industriales obtuvieron virtualmente una ilimitada libertad de maniobra. George Loveless describió los Gobiernos Whigs de la década de 1830 como “facciones tiranas”, y no hay razón para suponer que este punto de vista fuera exagerado. Sólo hace falta examinar las medidas que promulgaron. Si probablemente el rechazo de la Ley del Maíz en 1846 y el Acta de Cambio del Diezmo de 1836 eran golpes a la aristocracia, los envites a los trabajadores fueron todavía más serios y conscientes. Podemos mencionar el Acta de Coacción Irlandesa (1833), el Acta de Enmienda de la Ley de los Pobres (1834), el episodio de los Mártires de Tolpuddle ese mismo año, el Acta de reforma Municipal (1835), el Acta de Prensa (1836). Y para cerrar esta andanada legislativa, la propuesta de establecer fuerzas policiales en los distritos rurales a finales de la década de 1830 –fuerzas que, tal y como se temía, se encargarían de regular el ocio y las actividades educativas de la clase trabajadora en esas ciudades no incorporadas que habían sido importantes centros de apoyo cartista, y que habían hecho valer los intereses de la Nueva Ley de los Pobres y los trabajadores durante las disputas sindicales.186

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Como ya es suficientemente conocido, a un cierto nivel convergieron en el movimiento cartista la pugnas a favor de las demandas económicas (como por ejemplo la Carta de las 10 Horas), la revocación de la Nueva Ley de los Pobres y los esfuerzos a favor de la libertad de expresión, para extender el derecho a voto y para lograr que hubiera instituciones independientes. De hecho es posible trazar un patrón de protesta autóctona obrera contra la labor de los Institutos de Mecánicos y el SDUK, más coherente y exhaustiva que cualquiera de que procedían de los Radicales de clase media. Seguramente Francis Place estaba en lo correcto cuando escribió que los trabajadores “no leerían nada en lo que se entrometiese la Diffusion Society. De hecho llaman a los Whigs sinvergüenzas traicioneros, y la palabra Whig en general les evoca la amargura de un implacable enemigo”.187 El cooperador James Watson escribe de la SDUK:

¿Tiene que mejorar alguna tendencia la condición [de la clase trabajadora], otorgándoles más frutos de su trabajo? ¿Deberían dirigirles a comprender mejor sus derechos y a asumir y ejercitar un principio de cooperación? En absoluto. Más bien se han dedicado a entretener al pueblo con la fruta de sus investigaciones anticuarias en los Jardines Zoológicos. Y todo eso no estaba mal y tenía su cierta utilidad. Pero cuando la gente –y estoy hablando de decenas de miles de personas- se siente degradada en su propia tierra, y no participa en sus derechos sociales y políticos, y transporta la marca del esclavo en sus frentes, no se está en condición de sentarse serena y filosóficamente para abordar tales investigaciones.”188

El Poor Man´s Guardian sugiere una idea muy diferente de conocimiento útil –útil por abierto y beligerante-, mediante un mordaz aviso que atañe a “las salas de tertulia de Lovett,” que contaban con una biblioteca de varios cientos de volúmenes. “¿Deseas leer los argumentos de los Wighs y los Tories sobre Propiedad y Emolumentos? ¿Quieres conocer las opiniones y especulaciones de los restauradores de la Iglesia y el Estado? ¿Y te gustaría conocer qué piensan Radicales, Destructores y Republicanos de sus partidos? Consulta la siguiente lista.” Y sigue una lista de 28 periódicos que incluye al Mechanic´s Magazine, el Register de Cobbet o al New Moral World y el Westminster Review. El anuncio continúa. “Los Maltusianos, Economistas Políticos, Cooperadores, Anticooperadores, Creyentes y no Creyentes quedan especialmente invitados. Ya que todos ellos profesan abogar por la Verdad y tener algún conocimiento que impartir.”189

En 1836, a raíz del fracaso de la Grand National Consolidated Trades Union de Owen, así como del episodio de los Mártires de Toldpuddle (ambos sucedidos en 1834), Lovett, Hetherington, Cleave y Watson, entre otros, fundan la Asociación de Hombres Trabajadores de Londres, que en un breve plazo de tiempo, para 1837 publican su “Discurso sobre educación”: “¿Acaso si se educase a las multitudes en el conocimiento de sus derechos podría apoyarse la corrupción en una justicia que nada tiene que decir en el Senado, púlpito de hipocresía recaudatoria que extiende a lo largo del país el libertinaje, el fanatismo, la pobreza, y el triunfo del crimen? No amigos, no. Y por eso se esfuerza el pequeño grupo de privilegiados en conservar la división y la ignorancia entre el pueblo. Por lo tanto nuestra tarea consiste en reunir e instruir de nuevo al pueblo. Para asegurar esto nosotros mismos iniciamos un cambio.”190

El New Moral World, owenista, comenzó a sonar de manera similar a partir de 1840. “¡Educad! ¡¡Educad!! ¡¡¡Educad!!!... permitid que cada institución disfrute de ahora en adelante de su Domingo y su Día escolar, distribuid sin reservas folletos que expliquen el Sistema Social... Haced lo más atractivas posibles las clases privadas, las salas de lectura, los liceos y salones de congresos, y otros elementos de educación y ocio. Tomad la delantera en este empeño.”191 Por el contrario, según The New Moral World, los Institutos de Mecánicos pretendían educar a la gente trabajadora sólo según un tipo de instrucción acorde con “los intereses del clero y las clases acomodadas”. No se trataba más que de “atenuantes frente al logro de conocimiento social”.192

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Tal y como entendió Lovett la situación por su parte, “mientras una gran cantidad de halcones y búhos pretendían perpetuar en nuestra sociedad ese estado de oscuridad mental que les facilita las presas, otra parte más astuta estaba por permitir una cantidad suficiente de luz mental, que provocara una marcha contenida de la multitud por los caminos que su sabiduría había prescrito.”193 (Aquí Lovett tenía algo más que un mero “indicio” del futuro, como veremos más adelante194). Lo interesante mientras tanto consiste en resaltar la confianza y el desprecio con que los cartistas entre otros, rechazaron las ideas de clase media sobre su “ignorancia”, y consecuentemente sobre su incapacidad para ejercer el derecho a voto. “Ellos nos hablan [...] de nuestra ignorancia, y mientras tanto un cortador de herramientas y un ebanista se afanan en redactar un sistema de educación ante el que sus proyectos tan de moda, y sus ´teorías abstractas´ e ´historias de aves y peces´ carecen de importancia.”195

El (mal llamado) Chartist´s Friend [Amigo del cartista], uno de los primeros periódicos que trataron de apropiarse de las ideas cartistas para fomentar los intereses de la clase media, argumentó que las clases trabajadoras eran “demasiado ignorantes para discutir asuntos complejos”, y que por lo tanto debían frecuentar más la Biblia y “someterse a los poderes [...] ordenados por Dios”.196 William Linton respondió con desprecio e ironía que la clase trabajadora, dada su condición de “simple y criminal”, apenas podía ya hacerlo si quiera peor ejerciendo el derecho a voto. Y añadió que, con derecho o sin derecho a un voto que pretendía excluir a los analfabetos, los propios miembros de la clase trabajadora seguían siendo los mejores jueces de sus intereses.197 El Chartist Circular respondió a los argumentos del Chartist Friend con similar indignación:

En nuestra pelea por el sufragio universal nos encontramos continuamente con la misma respuesta –sois demasiado ignorantes, demasiado borrachos y manirrotos; no se os puede dar la confianza del voto. Esto huele demasiado a aquella palabrería de la vieja escuela, cuando se referían a la “multitud marrana”, al “rebaño vulgar”, a la “muchedumbre que no se lava” [...] pero es evidente que han admitido un aspecto del argumento. Se admite el principio pero no quieren que lo consigamos “todavía”. Espera un poco, quince años, veinte, puede que cincuenta años de aprendizaje podrían ser suficientes, al final lo conseguiréis [...] en cuanto al tema de la ignorancia podríamos afirmar que las clases trabajadoras han abordado la importancia coyuntural de la cuestión del conocimiento mejor que las clases medias o las superiores. Sus asociaciones científicas, sus instituciones de mecánicos, sus bibliotecas bien surtidas son prueba convincente de que el hombre trabajador, aunque agotado siempre por el trabajo excesivo, todavía aprecia el valor de la información útil y se afana por obtenerla [...] si observas las circunstancias que rodean a millones trabajadores, te darás cuenta de lo asombrosa que efectivamente resulta, entre tanta dificultad, la rapidez y pujanza de su marcha de mejora [...] el conocimiento se extiende con rapidez, una mente, un espíritu, un alma ha descendido entre la sociedad y se está produciendo una reanimación. Como si se tratara de un río glorioso el conocimiento ha aflorado los antiguos canales que atajaran sacerdotes y legisladores [...] Temblad tiranos, pues la voz de los descontentos está en la calle. El conocimiento confiere ya su poder. Se abren nuestros ojos a poder entender que nuestros intereses son opuestos a los vuestros.”198

En el Chartist Circular la democracia quedaba asociada, “no con un sistema social donde la gente reconociera y condenara a duras penas sus propias condiciones de miseria, sino con el aumento de un tipo de conocimiento político popular que informaba al pueblo de sus derechos –un conocimiento que la propia Carta Constitucional debía de incorporar.”199

La mayor solución consistía en una política de educación nacional –una política que los cartistas contrapusieron a aquella recomendación de exclusión política que quedaba basada en la ignorancia del pueblo.200 Se sostenía que la participación política constituía una experiencia educativa por derecho propio, y entre otras cuestiones habría de ser impulsada sobre terreno educativo.

La cuestión educativa no podría usarse, por el contrario, como justificación para denegar la participación política.201 La participación popular en la política enriquecería el proceso político y llegaría a ser esencial en la práctica de la democracia. Gracias al

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movimiento para hacer de la Carta Constitucional del Pueblo la base de la Constitución, “el pueblo habría de obtener educación política sobre las grandes cuestiones de los derechos nacionales y sociales [...] sobre la verdad, la libertad y la justicia”.202 Este ordenamiento y sus prioridades no fueron aceptados universalmente. Por ejemplo el 11 de Julio de 1846 quedaron revocados por el Northern Star. Allí podemos leer que una educación verdaderamente humana “sólo puede alcanzarse cuando todos somos políticamente iguales”. Por lo tanto “el derecho a voto político del conjunto de la población masculina adulta es un preliminar indispensable a la hora de abordar cualquier tipo de mejora educativa, social y física.” El 12 de Septiembre de 1846 leemos: “Tan seguro como que el día sigue a la noche, la educación seguirá al sufragio.”203 Se trata más de diferencias de énfasis que de inconsistencias categóricas. No obstante se trata de diferencias que corresponden a discrepancias características entre los “cartistas sapientes“ de Lovett y el resto, que no son demasiado relevantes. En general nos parece que a Simon le asiste enteramente la razón: ”no es de extrañar que los cartistas disintieran indignados de la burla de la ´ignorancia´, utilizando a los trabajadores como excusa para denegarles el voto. No hay duda de que la pauta de cultura general enarbolada como requisito mínimo por su prensa era extremadamente alta.”204 Y en cualquier caso esto no era sino la punta del iceberg. Sólo hay que tener en cuenta lo que la propia prensa cartista se ocupó de denunciar. Dorothy Thompson, con quien no hemos estado de acuerdo en su momento, está seguramente en lo cierto al indicar lo extendida que estaba la denuncia entre la prensa cartista, más incluso que entre el cartismo, el owenismo, el cooperativismo, el socialismo cristiano o el sindicalismo205.

La clase trabajadora radical, tan sensible a semejantes argumentos, difícilmente podría haber quedado algo menos indiferente ante las consecuencias que iba a implicar una andanada legislativa industrial de nuevo cuño, que estaba señalando un cambio que afectaba a una nueva forma de control estatal: el Acta del Señor y el Sirviente de 1823, cuya evolución de sus debates eclipsó una derogación más paradójica y más dogmática, la de las Actas de Combinación del año siguiente. El Acta de Transporte terrestre de 1831. El Acta de Regulación de Minas de 1841. La “Carta de Silenciamiento” de 1848, que por primera vez hizo del discurso asociativo un crimen, aumentando significativamente los castigos que implicaba. Ante estos casos los Amos-magistrados parecían ocupar su lugar de decisión como si fueran juez y parte. Frecuentemente estos casos implicaban prácticas industriales que quedaron estipuladas como crímenes. Privilegios tradicionales como la acumulación de sobrantes de madera, carbón y tela, quedaron considerados como hurto, y consecuentemente se procesó a sus autores.

Incluso a pesar de que se aprobaron cinco leyes de trabajo entre 1802 y 1833, no se abordó en absoluto el tema de las horas de trabajo adulto, y se pasó por alto el Acta de las Fábricas de Algodón de 1819. “En estas condiciones, hablar de la difusión del conocimiento y de educación universal era cuando menos decepcionante, si no directamente hipócrita.”206 Lo que terminó sucediendo es que “el auténtico combate por la educación de la clase trabajadora se dirimía al margen de otro de sus asuntos fundamentales, el de la jornada de trabajo; y se hacía así a pesar de la determinada oposición de los Radicales”.207 El movimiento de masas por la reducción de horas de trabajo, que se desarrolló en la década de 1830 en torno a la Carta de las Diez Horas, se concretó en un Acta de Fábrica en 1844, que finalmente no incluyó la cláusula de las Diez horas, pero en su lugar se limitaba la jornada de trabajo en niños menores de trece años a ocho horas en la industria textil, y asimismo estipulaba que debían tener dos horas de educación diaria.208 Estas cláusulas estaban en concordancia con la teoría benthamiteana, que a pesar de dictar la no “interferencia” del estado en el caso de los adultos, indicaba que los niños no estaban por definición en una posición moral para establecer contratos “libres”, y por lo tanto debían quedar protegidos y, por supuesto, educados. Por una parte

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lo estipulado quedaba sujeto en principio a inspección. Por otra, no se organizó ningún recurso ni se estableció una maquinaria administrativa para asegurar el cumplimiento de lo suscrito en el Acta, de manera que se abrió “una ausencia”, por decir con las palabras de Marx, “que constituye de nuevo una obligación ilusoria”.209 Pero la barrera se había cruzado. Se había concedido por primera vez el principio de educación obligatoria. Incluso en la década de 1840, “en general, la pelea política por la educación quedaba inseparablemente relacionada con la acción continuada para asegurar la limitación de la jornada de trabajo.”210 Según el Northern Star “la reforma educativa que Lord John Russell propondrá indudablemente, de acuerdo con su doctrina política, avanzaría más con una Carta de las Diez Horas que con el mero establecimiento de escuelas, pues bajo el sistema presente, al hijo del trabajador no le sobra mucho tiempo de ocio– a pesar de que una concesión educativa debería igualarlo (se refiere al tiempo libre) con el de los establos de Su Majestad”.211

En sus aspectos importantes, el análisis de Simon queda corroborado por el estudio más detallado y concreto de Anthony Howe sobre “El suministro cultural de las clases trabajadoras” en Los señores del algodón, 1830-1860. En el periodo que Howe investiga, los dueños de las fábricas de Lancashire auspiciaron de manera creciente un “imponente conjunto” de actividades educativas y recreativas. Estas actividades se diseñaron para atender a aquellos trabajadores cuya educación formal finalizaba a los trece años, si es que tenían alguna, y que gozaban de más tiempo libre tras la implantación progresiva de la legislación de las fábricas, concretamente tras el Acta de 1867, que limitó sin paliativos las horas de trabajos de mujeres y niños de 1847.212 Las facilidades que ofrecían las bibliotecas públicas a los clubs obreros estaban promovidas y apoyadas organizativa y financieramente con frecuencia por los dueños, aunque ellos estaban completamente de acuerdo con el modelo de cultura de “auto-ayuda”. Esta ayuda financiera ganó en importancia conforme los Institutos de Mecánicos defraudaron la confianza de su posibilidad autosuficiente.213

Lo que a nosotros nos interesa es el acomodamiento que se produce dentro de esta estructura. Los Institutos “de mecánicos” se inauguraron con grandes metas. La educación tenía que ver con la emancipación social y política de las clases trabajadoras, y a la vez, el conocimiento científico debía fructificar en nuevos inventos que posibilitasen la superioridad internacional de Gran Bretaña. Estas metas se diluyeron rápidamente. La enseñanza científica era enormemente irrelevante para la mayoría de los trabajadores, salvo para unos pocos operadores de la fábrica quizás. Y no se la necesitaba ni por la naturaleza del producto ni por la tecnología del algodón [...] La educación se trasladó de las ciencias físicas a las morales. El experimento científico cedió terreno a las bibliotecas, conciertos, excursiones y soirées [...]. Si se pretendía inculcar doctrinas de economía política con el aparato cultural que apoyaban los dueños de las fábricas, entonces [...] se erró notablemente.”214

Las instituciones de los dueños ofrecieron más bien “algo de educación y mucho entretenimiento” –“Recreo Obrero [Worker´s Playtime]”- “frente al alcoholismo y la ignorancia. En este sentido, mientras el industrial llegó a pensar sin duda que la clase trabajadora ya era más “ordenada” y “respetable”, al mismo tiempo ejecutaba su función social de relación entre el amo y el hombre, que durante la década de 1830 pareció virtualmente imposible”.215 De manera poco sorprendente, “bares y cafés cantantes ganaron un mayor encanto entre proletariado, aunque no entre el personal de oficina que, en su búsqueda de respeto e independencia, se convirtió con frecuencia en el soporte principal de estas instituciones.” Las bibliotecas públicas, “la más barata forma de policía” según Joseph Brotherton,216 también encontraron el apoyo de Charles Dickens. “Los libros [...] apoyarán [al trabajador] en la pelea y el continuo trabajo de su vida, le educarán en el respeto propio, le enseñarán que capital y trabajo no están enfrentados, sino que son algo mutuamente dependiente y que se apoyan mutuamente [aplausos] le ayudarán a desterrar

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prejuicios ciegos, inexactitudes corruptas, y reducir a polvo todo atisbo de mentira.”217 En general, “se consideraba a los operarios más deficientes en lo político-económico” que en lo técnico-educativo. “Por lo que respecta a un tipo de demanda de educación técnica, muchos industriales habrían [...] preferido mantener la cuestión en un ámbito privado y voluntario, sin interferencias de tipo estatal. Para los jefes, la educación técnica nunca llegó a ser un cometido filantrópico trascendental, y su patronazgo se reduciría a movimientos educativos de un tipo de aplicación más social que industrial.”218

Mucha de esta filantropía cultural no tendía a la clase trabajadora per se, sino a un tipo de clase media que necesitaba vislumbrar su superioridad con respecto a la clase trabajadora en términos de “respetabilidad” e “independencia” –el término “independencia” ofrece aquí un buen ejemplo de ese tipo de inversión del sentido lingüístico característico de la era victoriana. Como ya hemos sugerido, la clase trabajadora entendía que su “respetabilidad” provenía de su antigua convicción moral, y por lo tanto no quedaba forjada como una mera imitación de los valores de clase media. Sin embargo sus “superiores” continuaron afirmando las virtudes de un “cultivo” que por lo general tomó a la clase trabajadora por objeto. El arte en particular “dirigía hacia el cultivo intelectual: el anhelo de lo bello dirigiría al orden, la satisfacción y la prosperidad. Por consiguiente el arte habría de reemplazar a la disciplina de la ciudad industrial, como propósito desinteresado, deseable frente a la ´lectura de publicaciones frívolas y perniciosas´ y la ´indulgencia de las inclinaciones sensuales.´”219

El patronazgo de las artes formaba parte de la responsabilidad del cuidado de su riqueza, y no se trataba de una cuestión de mera gratificación. En este sentido, los señores textiles se desembarazan de la carga de “convencionalismo” que implicaría la acumulación de la riqueza como un fin en sí mismo. Sin embargo, en cierto sentido la asumen aún con mayor fuerza –pues no se consideraba al arte como parte de la cultura de educación liberal y desarrollo propio, sino como parte de un espectro más ancho de actividades filantrópicas que en ningún caso extravían su utilidad social, considerando que aunque inefectiva en la práctica [...] se había abierto la mente de la clase media, y se había ensanchado su cultura. Los señores del algodón habían ayudado a conquistar una de las ambiciones de Arnold, al reforzar la “fuerza de las ideas” de la clase media frente a la “fuerza menos espiritual del poder establecido, a su antigüedad, su prestigio y refinamiento social”.220

Según Ruskin se estaba transformando la “enfermedad” en “riqueza”. Esa última generación estaba desempeñando una “ocupación gloriosa” que los convertía, “a la postre, en quienes facilitaban el poder y el esfuerzo del estado [...] en los árbitros del deseo y el trabajo de Inglaterra.”221

A la vista de esta serie de desarrollos ahora canonizada, no resulta sorprendente que para muchos historiadores de la clase trabajadora británica en el siglo XIX, la era mediovictoriana –comprendida más o menos de 1850 a finales de 1870- represente una era de componendas, decepción e incluso de traición: en la era heroica del cartismo de los 30 y los “hambrientos cuarenta”, la agitación que se vivía y el antagonismo de clase parecían poder presagiar resultados surgidos de un relato marxista, en cuanto a la relación entre el desarrollo de la industria británica y un momento considerado como revolucionario por la clase trabajadora británica. Tan sólo Engels en Manchester durante los primeros cuarenta y Marx en Londres tras 1848 entendieron suficientemente la idea de la “triarquía europea” de Moses Hess, sobre el desarrollo revolucionario europeo en el siglo XIX –según dicho esquema, la revolución “social” habría de empezar en Inglaterra, por su mayor conocimiento de la tendencia y el crecimiento de la industria moderna, mientras que las revoluciones “política” y “filosófica” se desarrollaron en Francia y Alemania respectivamente. Desde esta perspectiva teleológica, el proletariado británico, que se encontró políticamente inactivo hasta la agitación reformista de finales de 1860, había fracasado a la hora de llevar a cabo su parte del juego. Parecía confundida por los líderes del comercio más aristocrático, por eslóganes escritos desde un ethos individualista de

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“autoayuda” y respetabilidad victoriana, y por solicitudes de conformidad cultural y seguridad material. Según John Walton, que de nuevo da lugar a un programa más amplio que el de Lancashire, “podría sugerirse que se chantajeó a la clase trabajadora con el aumento de los sueldos, y se la asimiló por medio de concesiones políticas, por el reclamo y el atractivo de la ´respetabilidad´, y quedó internamente dividida tanto horizontalmente, entre la ´aristocracia trabajadora´ y el resto, como verticalmente, entre los reformadores liberales y los hedonistas Torys y los fanáticos.”222

Por otra parte –y aquí comenzamos a adentrarnos fundamentalmente en el terreno que nos interesa- parece justo señalar que palabras como “respetabilidad” y “progreso” implican una cualidad ideológica, que permea en los diferentes métodos culturales y educativos proyectados hacia la consecución de estos objetivos. El propio ideal de perfeccionamiento de la clase trabajadora no era sino un mero preludio o presentimiento de la complacencia liberal gladstoniana, que se entiende como un signo de aceptación de las ideas hegemónicas de “respetabilidad”. De Cobbet a O´Connor y Lovett, para la tradición del radicalimo social spenceano, owenista o jacobino, era fundamental intentar bordear los preceptos de la economía política whig y el liberalismo de clase-media. Aunque tampoco se trataba, de hecho, de algo impopular, tal y como puntualiza Claeys223. Frente al ideal de dominación, el ideal de autonomía mutua que terminaría siendo un principio importante de reformismo obrero, también lo fue de afán revolucionario. Más concretamente, el reformismo de mediados de siglo no era únicamente un resultado del alza en el ciclo comercial y la moderación de un estrato superior de trabajadores. Debe haber tenido sus precedentes, algunos de los cuales quedaron detallados por E. P. Thompson en Whigs y cazadores.224 Más específicamente, en el ámbito del siglo XIX el ethos del propio yo y la independencia, que tanto parece contribuir a la unión de la clase trabajadora con el statu quo después de 1850, constituía de hecho un aspecto del cartismo radical preponderante y de la Asociación de Trabajadores de Londres, antes del golpe del compromiso de mediados de siglo.El cartismo fue esencialmente una fusión de puntos de vista económicos y políticos –una fusión concreta que además se da en un contexto histórico particular, cuyos elementos nunca volverían a reconfigurarse de la misma manera.225 Esta caracterización del cartismo implica, como importante corolario, que el enfrentamiento de la clase trabajadora con el sistema preponderante de remuneraciones y expectativas requería desplazar el énfasis de las injusticias políticas a las económicas.

En gran parte, ésta fue la razón de que, a mediados de la era victoriana, el conflicto clasista se encauzase hacia el sindicalismo, y no hacia una dirección cooperativista, hacia la moderación o hacia el Socialismo Cristiano (todos ellos movimientos finalmente mucho más acomodaticios). ¿Cómo iba a evolucionar la situación a partir de entonces en este proceso de eliminación? Hay que evaluar esta reorganización de energías con un cuidado enorme. Por una parte, una serie de realidades sociales como el conflicto de clase o el antagonismo, que habían quedado desdibujadas (o incluso barridas) bajo la forma de consenso universalista, aquí se hicieron evidentes de una manera estridente y vívida: aquellos trabajadores que estaban genuinamente interesados en comportarse racional, responsable y cortésmente en el puesto de trabajo, no tardaron en darse cuenta de que el único rasgo que realmente caracterizaba a sus jefes era el del puro utilitarismo.226 Por encima de todo, otra vez en palabras de Walton, “allí donde predominaban cuestiones de poder y estatus, los mandatos judiciales liberales no funcionaban,”227 y ésta es la contradicción interna que ha sufrido el liberalismo normalmente. Por otra parte, la propia división entre un área donde el mandato judicial liberal “no funcionaba” y otras donde lo hacía enérgicamente, tenía que ser resuelta con la incorporación de aspectos de aquella tradición de “auto-confianza” propia de la clase trabajadora; una incorporación que modificó y domesticó el propio sentido del término. Irónicamente, la propia crítica de la

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tradición radical y cartista de los modos de educación en el “conocimiento útil” terminó convergiendo con un reconocimiento de clase media de los límites del utilitarismo –que quedaba, no obstante, basado en premisas muy diferentes. Como veremos en el siguiente capítulo, pensadores como Mill y Arnold desarrollan esa crítica por medio de una idea estética de cultura, pero sus impulsos no parten precisamente de Schiller o Coleridge. Por el contrario, la resistencia contumaz de la clase trabajadora frente a un tipo de educación poco sistemático obligó a los liberales avanzados a reconsiderar los modos de incorporación estatal de la educación de la clase trabajadora. Esto implicaba un cambio de la dominación a la hegemonía, por decirlo según los términos de Gramsci. Brougham, entre otros, había intentado subordinar imperturbablemente las instituciones obreras a sus propios propósitos utilitarios, utilizando con frecuencia el subterfugio del interés clasista además de una legislación estatal coercitiva. El nuevo paradigma liberal, que mezclaba un “Socialismo Cristiano” coleridgeano con el trabajo de Mill y Arnold entre otros, incorporó con éxito las críticas obreras en los procesos de reforma parlamentaria, y en el conjunto de argumentos que abogaba por un sistema de educación nacional cuya labor debería preceder al sufragio universal. Como veremos, en este periodo el requisito que desarrollará la hegemonía de clase media se apoya menos en medidas coercitivas que en las formas de la sociedad civil que se habían consolidado con el fortalecimiento del estado en las décadas posteriores al cartismo.

CAPITULO 4

AFRONTANDO EL ESTADO ÉTICO

EDUCIENDO AL CIUDADANO

La década de 1860 a 1870, la década del Acta de Educación de 1870 y la segunda Carta de Reforma parlamentaria promulgada en 1867, conoce la cristalización del estado Victoriano y la transición que sufre desde una forma de coerción predominante hacia una forma de

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tipo hegemónico. Con esto queremos señalar que a lo largo de esta década tiene lugar una convergencia entre las formulaciones ideológicas de pensadores liberales sobre cultura, educación y representación, y las instituciones del estado que aparecen para reprimir las demandas de una clase trabajadora altamente movilizada y articulada. Esta convergencia implica la consolidación de lo que Gramsci denominó “estado ético”, un estado que no queda representado meramente por sus aparatos legales y policiales, sino que prolonga sus paradigmas en los órganos de la propia sociedad civil: escuelas, sindicatos e incluso cuerpos religiosos. Más allá de las luchas por el poder coyuntural entre clases, grupos o sectas particulares, el estado ético se caracteriza por saturar el discurso social con la “idea de estado” o, por ponerlo aún más claro, por esa concepción subordinada de la adecuada relación del sujeto como ciudadano del estado.Sencillamente la “ideología dominante” deja de legitimar la imposición coercitiva de regulación a través de la fuerza de la ley, y se convierte en un paradigma profundamente asumido por todos los niveles de la organización social. Más allá de las medidas ad hoc de “gobernabilidad”, la idea de estado, y su noción correspondiente del sujeto ético como ciudadano, implican una obviedad que regula la propia forma de las instituciones sociales, de la familia al parlamento mismo. Es tal la fuerza de la obviedad sobre la explicitación del discurso, que cada expresión que cuestiona sus términos probablemente queda relegada en primera instancia al terreno del absurdo, la violencia, la anormalidad o la perversidad: a la virtual irrepresentabilidad.

Por supuesto, la aparición de esta forma dada de obviedad o “sentido común” es un proceso histórico lento y complejo, tanto teórica como prácticamente.228 Aquí hemos decidido centrarlo en dos de las principales figuras participantes en los debates sobre educación y estado de ese periodo, cuyas carreras y escritos incorporan la fusión entre formulaciones teóricas y compromisos prácticos, y cuyos trabajos continúan a día de hoy ejerciendo una gran influencia en las concepciones presentes de cultura moderna y sociedad liberal. Aunque actualmente se conoce a Matthew Arnold por Cultura y Anarquía, un trabajo redactado en respuesta a la agitación de reforma obrera, durante su trabajo anterior a 1867 como inspector gubernamental de escuelas compuso una serie de extensos informes sobre educación que ya enfatizaban la necesidad de relacionar estado y educación. Por su parte, tanto Sobre la libertad como Consideraciones sobre el gobierno representativo constituyeron en su tiempo una afirmación definitiva de lo dio en llamarse por aquel entonces liberalismo “avanzado”, y su autor, John Stuart Mill, fue en el parlamento un defensor activo y público de la reforma durante los debates cruciales que dieron pie al Acta de 1867. En ningún caso ocuparon Mill y Arnold al mismo tiempo posiciones políticas idénticas o complementarias en asuntos concretos. Más bien ocupaban posiciones antagónicas en el espectro del pensamiento liberal, y también en el tema de la agitación reformista. De hecho Arnold consideraba a Mill como un jacobino póstumo por su apoyo reconocido a los manifestantes de Hyde Park, que para éste constituían “una masa sin rumbo y arbitraria, que grita donde le apetece y rompe lo que le da la gana”.229

La respuesta de Arnold a aquellos tumultos que provocaron una ausencia de gestos gubernamentales a favor de la ampliación del derecho a voto, aparece en el que es, probablemente, su trabajo más famoso e influyente, Cultura y Anarquía (1867-1869). Arnold diagnostica la “condición de Inglaterra” en estos términos: un espíritu de libertad que encuentra su máxima expresión en “hacer lo que se quiere”, una excesiva fe en la mera maquinaria (de la tecnología a las medidas gubernamentales), y una situación de lucha entre las tres clases emergentes, la aristocracia, las clases medias y las clases trabajadoras (los bárbaros, los filisteos y el populacho, tal y como él mismo señaló). De acuerdo con esto, y frente al potencial anárquico que yace en las tendencias de ese “yo ordinario” que “hace lo que le apetece”, sugería como remedio reconciliador al “mejor yo” que se forja en la cultura:

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Bien, por lo tanto, ¿qué sucede si intentamos superar la idea de clase mediante una idea de comunidad total, el Estado, y encontramos allí nuestro propio centro de luz y autoridad? Todos nosotros asumimos sentimental o afectivamente la idea de país, pero es muy difícil que arraigue en nosotros la idea de Estado con fuerza. ¿Y por qué? Porque por lo general habitamos nuestra identidad cotidiana, que no nos sitúa más allá de las ideas y deseos de la clase a la que pertenecemos [...] Pero por nuestro “mejor yo” quedamos unidos. Nos reúne impersonalmente, en armonía. Si le otorgamos la autoridad no hay ningún peligro, porque es el amigo más verdadero que podemos encontrar. Y cuando amenaza la anarquía podemos divisar esta autoridad con seguridad y confianza. Entonces, éste es el propio yo que la cultura o el estudio de la perfección pretende desarrollar en nosotros [...] así que esa pobre cultura nuestra, tan frecuentemente despreciada por poco práctica, nos dirige hacia esas propias ideas, capaces de hallar lo que buscamos en estos tiempos difíciles. Anhelamos una autoridad y no encontramos sino clases celosas, cheques y un camino sin retorno. La cultura sugiere la idea de Estado. Si no encontramos base suficiente para afirmar la autoridad del Estado en nuestra identidad cotidiana, la cultura nos sugiere una que nos dirige hacia nuestro mejor yo.230

Esta extensa cita contiene adecuadamente el núcleo del argumento de Arnold. Arnold remite directamente a esa tradición a la que ya hemos aludido con anterioridad, la de Schiller y Coleridge, así como a una tradición política que arranca fundamentalmente de Hobbes, que interpreta la sociedad civil como un lugar de combate entre el individuo y el colectivo, que encuentra su contrapeso en la autoridad del monarca o el estado. A la hora de sintetizar las funciones reguladoras y formativas del estado, Arnold reconoce que el estado no puede operar una vez que comienza el desarrollo del derecho, a menos que éste asuma una función ética. Esto quiere decir que los poderes coercitivos del estado encuentran demasiada resistencia si éste no es capaz de forjar una ciudadanía que acepte voluntariosamente, no sólo un criterio general de “desinterés”, sino un paradigma dominante de sujeto bien estructurado. La principal característica de ese sujeto estriba una vez más en su deber de desarrollo progresivo por medio del cultivo, en la debida búsqueda de una totalidad o armonía de sus facultades frente a los efectos limitadores de la especialización y la perspectiva de clase, en su aquiescencia con la pretensión de que su máxima expresión yace en su juicio o crítica como espectador, más que en la asunción desajustada de su activismo político. Y por consiguiente en la convicción de que debe aceptar al estado como su representante natural.

Quizás lo más chocante de este modelo es su efectividad en el tiempo: incluso actualmente establece un abanico de supuestos políticos y sociales a lo largo del amplio espectro de pensamiento que va de lo conservador a lo liberal, o incluso a lo socialista. Deberíamos atribuir esa efectividad a la capacidad del modelo para integrar la formación del sujeto con la aparición del estado como una forma por la que la identificación del sujeto ético con el estado queda capacitada por su lógica idéntica: ambos términos son formas históricas en desarrollo, proveen sitios de reconciliación y desinterés y se representan mutuamente. La prioridad del estado yace en el límite de su desarrollo potencial, y consecuentemente en su derecho para asumir la función de “educir al ciudadano” en cada individuo. Arnold es completamente consciente de la complementariedad que se da entre el cultivo del “mejor yo” y la autoridad del estado: después de todo está reformulando esa sentencia schilleriana que nos habla del estado como “arquetipo o forma canónica” del individuo. La cultura no es un mero suplemento del estado sino el principio formativo de su eficacia. Es, en otras palabras, un instrumento principal de hegemonía. Y esto es así, precisamente, porque no estamos hablando de la intervención meramente contingente o ad hoc de una entidad burocrática, sino del carácter constitutivo de una “idea” que atañe tanto al estado como al sujeto, y que funda y propaga el “sentido común” de una democracia representativa emergente.

Ian Hunter está sustancialmente en lo cierto al puntualizar que la institución de la educación literaria, del “Inglés” como una “disciplina” principal en la educación y como el lugar más importante de la formación cultural, es una aparición tardía, muy posterior a las

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intervenciones de Arnold. No es menos cierto que Arnold, como primer profesor de poesía de Oxford que leyó en Inglés y como poeta y crítico literario a lo largo de su vida, fue extremadamente influyente en este desarrollo. Pero quedarnos en estos detalles supondría equivocar el medio por el fin. Para Arnold la cultura no queda restringida bajo ningún concepto a la lectura, el juicio literario y las belles-lettres, por muy importante que todo esto fuese para él. Para Arnold, entre otros pensadores victorianos, la cultura es en primer lugar una cuestión de desarrollo armónico de las facultades y del juicio ético, un hecho que explica sobradamente cómo pudieron quedar asumidos tales pensadores por Raymond Williams y otros pensadores en términos de crítica al capitalismo.231 No obstante nosotros pensamos que estos argumentos arnoldianos constituyen una crítica parcial de las relaciones sociales del capitalismo y de sus efectos, que sin embargo no aciertan una crítica del propio capital, a diferencia de los escritos de clase trabajadora de la década 1830 o de los de Marx y otros pensadores en la década de 1860. Es más, el trabajo de Arnold al final se identifica tanto teórica como prácticamente con el trabajo del estado, y se convierte tanto en instrumento como en influencia a la hora de conformar un nuevo modo de hegemonía.

De hecho los informes de Arnold sobre educación, compuestos en virtud de su experiencia como inspector gubernamental de educación a lo largo de los diez años que preceden a la publicación de Cultura y Anarquía, no contradicen en ningún sentido los supuestos de esas pautas de trabajo. No sorprende que Escuelas y universidades en el Continente (1868) quedase redactado exactamente a su par. Sí tiene más importancia el hecho de que La educación popular en Francia (1861) –informe que Arnold preparó para la Comisión Real de Educación a raíz del viaje que realizó en 1859 por las escuelas de Francia, Holanda y Bélgica-, ya formule extensamente los principales conceptos de Cultura y Anarquía. En su introducción al informe, que él mismo reedita en 1879 como un ensayo independiente titulado “Democracia”, propone germinalmente su concepto de estado como representante del “mejor yo” de la nación y como responsable de la educación del pueblo, que más tarde desarrollará de manera más extensa:

El Estado es propiamente lo que Burke designó –la nación en su carácter colectivo y corporativo. El Estado es el representante agente de la nación; la acción del Estado es la acción representativa de la nación [...]

[...] el único poder del que el estado hiciese uso debería ser el que realmente representase su mejor yo, y cuya acción su inteligencia y justicia pudieran reconocer y adoptar con entusiasmo. No un poder que refleje su yo inferior, y de cuya acción tanto como de su propia consecuencia haya de avergonzarse a perpetuidad. Ofrecer una iniciativa digna y regular un principio de acción racional e imparcial: esto es lo que la nación debiera esperar del Estado. Y tanto más colma el Estado esta expectativa, cuanto se lo aceptará en la práctica por lo que idealmente siempre debiera ser.232

Así que la “democracia” es decisiva, no sólo por su temprana anticipación de los términos posteriores de Arnold, o por insistir en la responsabilidad y la necesidad del ejercicio del “Poder estatal”, concretamente en el tema del desarrollo educativo, sino también por entender la función ejemplar del estado como representante del pueblo. El estado representa idealmente al “mejor yo” de la nación, y lo representa de cara a los individuos que componen la nación de la misma manera que les representa a ellos. En esta función de representación ejemplar, el estado siempre termina adecuándose a su “idea”, y en sí mismo ya educa al pueblo en la realización de su identidad individual. El estado es ya el profesor paradigmático y ejemplar, y se relaciona de tal manera con el populacho que repite esa arquitectura ética de clase cuya aparición queda documentada por Ian Hunter en Cultura y Gobierno. En este tema, el trabajo de Arnold que va de la Educación popular de Francia a Cultura y Anarquía, enlaza con la principal cuestión de los reformistas de clase media a lo largo del siglo, o sea, cómo educar al pueblo en el deseo de ser representados en un tiempo de reforma política.

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Por lo tanto las formulaciones de Arnold tan sólo suponen en efecto la culminación de una “idea” que ha estado funcionando durante algún tiempo entre los burócratas y reformistas de clase media; una idea que es crucial para la asumir cómo se lleva a cabo la educación, y cómo se hace gradualmente uniforme. Antes hemos sugerido que la idea de la función ejemplar del profesor es subyacente a la propia geografía de la clase, tal y como quedó expuesta por reformistas tempranos como Kay-Shuttleworth. Esa forma no sólo da forma espacial a la operación de vigilancia disciplinaria, sino que facilita un tipo de respuesta –y por lo tanto un modo de interpelación al estudiante- como si partiese de su propio consentimiento. Tal y como terminarán haciendo otras muchas instituciones, la topografía de la clase simboliza y naturaliza simultáneamente la superioridad temporal y ética del profesor sobre los alumnos. Y de esta manera constituye una obviedad de la necesidad de un tipo de relato del desarrollo que encauza al niño hasta el ser humano, un desarrollo simultáneo de sus poderes morales e intelectuales. Ese relato, sin el cual difícilmente podríamos prever la aparición de instituciones educativas de un tipo más hegemónico que coactivo, ya se daba en pensadores burgueses como Schiller, Coleridge y Wordsworth; el pensamiento de Arnold supone por lo tanto su recapitulación canónica. Como veremos a continuación, lo mismo ocurre con el trabajo contemporáneo de John Stuart Mill, y con el de los defensores de la propia educación obrera, a través de los que convergen las aspiraciones hegemónicas con las obreras.

En muchos aspectos y desde otras perspectivas, Mill puede ser considerado como el virtual antagonista de Arnold. Pragmático por formación, reformista profundamente interesado en la maquinaria de gobierno y en la economía, mucho más “avanzado” como liberal que Arnold, no obstante podemos considerar a Mill como un pensador cuyo trabajo converge con el de Arnold dentro de los límites del emergente paradigma dominante que determina prácticamente la formación del estado liberal en Gran Bretaña. Desde aquel famoso encuentro con la poesía de Wordsworth que le provocara una importante depresión, el pragmatismo de Mill fue partícipe de unas concepciones de mejora cultural que bebían fundamentalmente de las mismas fuentes que Arnold –Samuel Taylor Coleridge y Wilhem von Humboldt, un amigo suyo admirador de Schiller, un joven que posteriormente terminaría siendo ministro prusiano de educación. El ensayo de Mill de 1840 sobre Coleridge no sólo contiene el germen de sus posteriores Consideraciones sobre el Gobierno Representativo (1861), así como de su crítica a la división de fuerzas de Residencia (propiedad de la tierra) y Progresión (capital mercantil) de Coleridge. También ofrece un gran apoyo a los argumentos de Coleridge a favor de la educación nacional y su papel estabilizador con respecto al estado.233 La deuda de Mill con la tradición alemana de auto-cultivo estético, y en particular con von Humboldt, no es menos evidente en su enormemente influyente Sobre la libertad (1859). Al igual que en Cultura y Anarquía, el epígrafe de Sobre la Libertad viene de von Humboldt, pero es en el capítulo “De la individualidad” donde el trabajo del filósofo alemán parece fundamental de una manera más explícita en el pensamiento de Mill a la hora de abordar la relación del individuo con la sociedad. En este sentido, nuestro planteamiento señala que en el pensamiento de Mill, no menos que en el de Arnold, el ideal del individuo sólo puede quedar producido por la cultura, en su sentido extenso como desarrollo ético y estético. Mill parafrasea así los principios de von Humboldt al principio del capítulo:

Ese “fin del hombre que queda prescrito por los dictados eternos o inmutables de la razón, y no el sugerido por sus deseos vagos y transitorios, es el desarrollo más elevado y armónico de sus poderes hacia una totalidad completa y consistente”. Ése es por consiguiente el objeto “hacia el que debe dirigir cada ser humano incesantemente sus esfuerzos, y sobre el que debe siempre dirigir invariablemente su mirada, sobre todo quienes pretenden influir en sus prójimos: la individualidad de poder y desarrollo”. Y por eso hay dos requisitos, “libertad y variedad de situaciones”. Y de la unión de esto surge “el vigor individual y la diversidad múltiple”, que se combinan como “originalidad”.234

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La plena individualidad es asimismo la aspiración irrealizable de la historia personal y humana, que se delega como de costumbre en una manifestación ocasional del genio, que se encuentra más allá de la producción sistemática de la cultura.

Los preceptos sobre individualidad que Mill desarrolla a partir de von Humboldt –sobre todo el que nos dice que “individualidad es la misma cosa que desarrollo”235, en Consideraciones sobre el Gobierno representativo- tienen una serie de implicaciones en su concepción de la historia del mundo (y por consiguiente del Imperialismo británico), así como a la hora de plantear la necesidad y los límites de la ampliación del derecho a voto. Estas dos líneas de pensamiento quedan desarrolladas y profundamente relacionadas en su posterior Consideraciones sobre el Gobierno Representativo.236 Pero si el gobierno representativo implica en parte una interpretación de la historia del mundo sobre las condiciones de posibilidad de diferentes modos de gobierno, que culmina en el gobierno representativo en tanto forma más idónea para la consecución de la libertad y el progreso, no es menos un estudio de las condiciones de posibilidad dentro del estado moderno para la ampliación de los derechos de representación política, según una serie de condiciones que repiten fundamentalmente los paradigmas de la interpretación de la historia del mundo de Mill. Es decir, que el desarrollo de los individuos políticamente capaces y autónomos dentro del estado-nación reproduce el desarrollo de las naciones y pueblos capaces de autogobierno en la historia del mundo.Las categorías de Mill son familiares. El estado más bajo de humanidad, el salvaje, es incapaz de cualquier tipo de gobierno, ajeno a la “civilización,” y requiere la fuerza de una autoridad ajena para prepararlo para formas más altas de gobierno:

Por lo tanto [...] un pueblo en estado de independencia salvaje, en el que cada cual vive para sí mismo, libre salvo en casos concretos de cualquier tipo de control externo, prácticamente es incapaz de culminar cualquier tipo de progreso civilizador a menos que aprenda a obedecer. Por consiguiente la virtud indispensable de cualquier gobierno que se establece sobre un pueblo de este tipo consiste en conseguir hacerse obedecer. (RG. p. 394)

Esta condición no tiene únicamente que ver con la capacidad política, sino que se orienta de igual manera hacia la capacidad disciplinaria y el trabajo continuo:

De nuevo las razas no civilizadas, y las más valientes y enérgicas aún más que el resto, son reacias a trabajar de continuo en algo aburrido. No obstante toda civilización real ha de pagar este precio. Sin un trabajo tal, ni puede la mente disciplinarse en los hábitos que requiere la sociedad civil, ni el mundo material está preparado para recibirla. (RG, p. 394)

Mill no elude las consecuencias que implican estas afirmaciones, y acepta una sociedad esclavista y despótica como un estadio necesario en el desarrollo del primer requisito de la civilización, la disciplina. Un poco más adelante esto mismo terminará justificando un tipo de policía del imperio británico como el que aparece en la India, pues el despotismo raramente es suficiente para desarrollar los términos por los que un pueblo puede superar ese estado de obediencia característico de la esclavitud:

Ese despotismo capaz de amansar al salvaje tan sólo podrá, en la medida que es despotismo, confirmar a los esclavos en sus incapacidades. Por lo tanto un gobierno en ese momento bajo su propio control quedaría completamente carente de manejo. La mejora no puede venir de sí mismos, sino que es exterior a ellos. Ese paso que ellos deben dar, el de su único camino de mejora, consiste en quedar educados por un gobierno en el deseo de la ley. El autogobierno sólo se consigue por medio de la educación, e inicialmente esto implica la aceptación de una serie de requisitos que dirijan la capacidad de actuación sobre instrucciones de carácter general. No requieren un gobierno de fuerza, sino uno de guía (RG, p.395)237

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La capacidad de autogobierno aparece como la culminación exitosa de una regla de fuerza y una regla de ley, complementadas en última instancia por la guía iluminadora (“el gobierno de líneas de liderazgo” [RG, p. 396]) de superiores éticos. Este modelo también apoya la relación entre el desarrollo individual y la capacidad de quedar representado por Gran Bretaña, tanto históricamente como contemporáneamente, tal y como nos veremos obligados a demostrar. Existen importantes paralelismos, por empezar con un ejemplo, entre la caracterización de Mill de la clase trabajadora inglesa y su caracterización del salvaje:

No se ha considerado suficientemente cuán pequeña es en la vida ordinaria de la mayoría de los hombres la grandeza de sus concepciones o sus sentimientos. Su trabajo es rutina; no un trabajo de amor, sino de interés propio bajo su forma más elemental, la satisfacción o las querencias diarias. Ni lo producido ni el proceso de producción inducen en la mente algún pensamiento o sentimiento que vaya más allá de lo individual. Si hay libros instructivos a su alcance no hay estímulo para leerlos. Y en la mayoría de los casos el individuo no tiene acceso a una persona mucho más cultivada que él. (RG, p. 411)

Tanto el salvaje como el trabajador quedan cautivos de la satisfacción o el interés inmediatos, sujetos a la disciplina por una necesidad o una fuerza que les obliga a desarrollar un trabajo que no es de amor. Pero ahí termina la similitud, aunque los términos de esta diferencia quedan recogidos por la figura del desarrollo. Puesto que el sujeto de la clase trabajadora de la Gran Bretaña decimonónica vive sumergido en las condiciones de una sociedad ya desarrollada que afirma, si no el principio de representación, los principios de gobierno constitucional y la “ley de leyes”. Hay en la moderna Inglaterra una esfera plenamente diferenciada y articulada en cada nivel de la sociedad, a través cuya participación los sujetos de clase obrera pueden ampliar su estrecha perspectiva. Conectar con esa esfera y con las mentes más cultivadas que residen en ella sirve para apartarlos de la limitación de sus razones habituales:

Sólo por medio de la discusión política se enseña al trabajador manual, cuyo empleo rutinario y estilo de vida no pueden ponerle en contacto con una gran variedad de impresiones, circunstancias e ideas, que ciertas causas y eventos remotos que se dan allá, muy lejos, provocan un tremendo efecto en sus intereses personales. Y es por medio de la discusión política y la acción política colectiva, cómo aquel cuyas ocupaciones diarias concentra sus intereses alrededor de su estrecho círculo aprende a sentir a sus conciudadanos, y a sentirse entre ellos, y termina siendo de manera consciente miembro de una gran comunidad (RG, p.469)

Para Mill como para tantos otros reformistas, el derecho a la representación depende en última instancia del desarrollo, cuya evidencia más sencilla y fundamental queda constituida por la alfabetización básica. De acuerdo con esto, tal y como Mill apunta sucintamente, “la educación universal debe preceder al sufragio universal” (RG, p.470). No hay quizás una formulación más abreviada de la creencia de mediados de siglo en la relación íntima que existe entre el derecho a la representación y la educación como modo elemental de cultura.

Aunque Mill está más directamente preocupado con la aplicación de medidas “prácticas” y es más progresista a la hora de valorar la dimensión de la ampliación que se debería adoptar en la aplicación de dichas medidas, no obstante comparte con Arnold una concepción fundamental de cultura y cultivo. Mill y Arnold comulgan aquí con los principales pensadores burgueses de ese tiempo, con socialistas cristianos como F. D. Maurice y Charles Kingsley a John Ruskin e incluso Thomas Carlyle. Y en ambos casos se elabora una concepción teórica y práctica de la cultura que concierne menos a la inculcación de un canon literario que al desarrollo histórico e individual más extenso y armónico de los poderes humanos. Esto es algo que ya se hacía patente en Cultura y Sociedad de Williams. Pero lo que ellos aportan, y es por otra parte una cuestión menos evidente en otros pensadores burgueses de su tiempo con la posible excepción de Ruskin, es la

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preocupación que demuestran por una relación entre estado y cultura que es virtualmente genética, y además, intrínseca a la “forma ideal de gobierno”, siguiendo en este último desglose a Arnold y Mill respectivamente. El estado de la cultura determina la forma del estado.

Es común a ambos pensadores su hostilidad frente a lo que Mill denomina “un espíritu inveterado de localidad” (RG, p.427). Para Mill ésta es una condición históricamente específica –que él centra en un primer momento en el “pueblo asiático”, y posteriormente traslada a las poblaciones célticas de Europa-, y a la vez un ejemplo de infra-desarrollo en un sentido general, aplicable tanto a condiciones históricas como individuales.238 Para Arnold la cuestión se concreta en gran parte en la figura del “extranjero” [Alien], un hombre de cultura que, como cosmopolita, es extraño o extranjero a su propia clase de origen, más que un sujeto localmente interesado. De hecho Mill plantea una figura similar en su argumento sobre la opresión que sufren los intelectuales al conformar una clase dispersada por la nación, y como tal incapaz de aplicar el principio de representación sobre una base de superioridad local.239 En ambos casos lo que al final queda en juego no es la evaluación de la propia idea de clase o región, sino la necesidad de producir ciudadanos abstractos para la constitución de un estado que, como idea, está en todas partes y en ninguna. Esta insistencia en su carácter abstracto está encaminada a formar una población capaz de superar progresivamente una división basada en diferencias de lugar o interés, mientras queda más sujeta a un “sentido común” nacional. Queda también expuesta por la premisa del carácter desinteresado y universal que debe acompañar al desarrollo y el cultivo del individuo. Esto es, desde la superación de su enclaustramiento en la particularidad, la abstracción del ciudadano produce al sujeto ético del estado.

Por consiguiente deberíamos señalar que el trabajo de Arnold y Mill, lejos de situarse de manera limítrofe o distante respecto a la labor del estado, no sólo tiene un impacto práctico importante, sino que revela una aparición del dominio progresivo de un tipo de sentido común relacionado con la representación. De hecho, en última instancia sus trabajos denotan la influencia de Coleridge y de pensadores alemanes como Schiller y Wilhelm von Humbdoldt sobre las intervenciones no siempre coherentes de los primeros reformistas de clase media. Ellos teorizan un modelo fundamental y práctico que relaciona una forma particular de educación con un nuevo imaginario social, una sociedad civil racionalizada que representa el “fin” de la historia humana. En este modelo el estado, en sí mismo un tipo de abstracción universalizadora de la sociedad, se opone todavía más profundamente a las culturas político-sociales de los movimientos sociales radicales, al ser éstos dependientes de la relación de prácticas, tanto locales como particulares, en un movimiento de masas móvil y descentrado. De acuerdo con esto el impacto de Mill y Arnold no es “meramente” ideológico, en el sentido de legitimar intelectualmente al statu quo, sino material en sus efectos: el concepto de desarrollo, y su imbricación en la narrativa de la representación que hemos discutido anteriormente en este libro, queda codificado por estos escritores en el propio corazón de los discursos y las instituciones políticas, educativas y culturales. La profunda oposición que demuestran contra la lógica social del cartismo queda desarrollada en sus trabajos al consolidar y naturalizar una división de esferas de lo práctico, que determina la dirección y dominancia de las diversas formas emergentes específicas de la sociedad moderna. Se hace obvia la distribución de prácticas sociales en los espacios de la educación y la cultura, el trabajo y la política, precisamente, cuando aún eran posibles las últimas tentativas de resistencia contra esta división hegemónica de lo social. Esto lo discutiremos a continuación.

Por supuesto, observando retrospectivamente descubriremos que la fuerza de estos escritores ha enterrado por completo el discurso de la clase obrera en torno a la educación, tan vital y radicalmente alternativo durante las décadas de 1820, 1830 y durante la decadencia del cartismo. De hecho, esto queda probado por nuestra propia dificultad para

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atisbar alternativas más allá de unos presupuestos saturados con la obviedad de esas propuestas sobre cultura y política que consolidaron Arnold y Mill, entre otros liberales y radicales de clase media de mediados del siglo XIX. Los cartistas estaban interesados en mantener la unidad de lo político y lo económico en un mismo espacio, así como en la necesidad de proponer una educación que reconociera y formase parte de esa unidad.240 De hecho insistían en la necesidad de mantener la autonomía de las instituciones de clase obrera, como una forma de proteger la integridad propia del análisis obrero sobre las relaciones sociales y económicas, así como de su concepción alternativa de la cultura y los valores. Todas estas preocupaciones quedaron enterradas por el predominio de una noción de educación universal (estatal), que terminaría imponiéndose como la condición previa de la representación. Ante todo, lo que parece desvanecerse del discurso de la educación es la propia posibilidad de alternativas: la práctica educativa debe quedar progresivamente consagrada, incluso para los liberales y los radicales más avanzados, a procesos de normalización. Su función consiste en entrenar al joven para hacerle partícipe de formas e instituciones que ya están establecidas, fuera de cuyos términos es virtualmente imposible imaginar relaciones sociales y formas culturales que no sean, simplemente, aberrantes o primitivas. Imaginar o existir alternativamente desafía a un sentido común que designa cualquier alternativa como violenta, como cuando Arnold acusa a las “masas” obreras de no estar plenamente civilizados, o como cuando Mill se refiere a los salvajes, a los sujetos de la colonia y a las clases trabajadoras. Para nosotros la cuestión reside en desentrañar cómo apareció un régimen hegemónico tan poderoso. Y si su posibilidad quedó de hecho intrínsecamente incrementada por el “fracaso” de la clase trabajadora politizada de ese periodo a la hora de las mantener alternativas planeadas por sus inmediatos antecesores.241

INTELIGENCIA Y DISCIPLINA

Si la ausencia de un discurso sobre el cultivo en la prensa radical de la década de 1830 era especialmente llamativa, resulta igualmente llamativa la importancia de ese discurso en los tabloides obreros de la década de 1860. Hay que remarcar inmediatamente la enorme diferencia que existe entre aquellos primeros periódicos radicales y la prensa obrera, que podríamos resumir apuntando que, mientras los periódicos radicales de 1830 eran en gran parte un producto de la gente que formaba parte de los movimientos obreros emergentes, los periódicos obreros de 1860 son, de manera predominante, más para la clase trabajadora que de las clases trabajadoras. De una manera efectiva, y a veces incluso literal, estos periódicos representan el triunfo de la noción propiamente coleridgeana de “intelectualidad” [clerisy], pues con frecuencia había clérigos que formaban parte de la redacción de los mismos242, como el reverendo H. Solly, principal colaborador de The Working Man, o el reverendo Charles Rogers, que dirigía The Workman´s Friend, y de esta manera hacían funcional esa labor intelectual según la cual se podía “educir al ciudadano desde el nativo de la patria”. Tal y como propone el reverendo John Anderson en un artículo del The Workman´s Friend titulado “Pensamientos sobre educación”:

“Educación” significa alimentar o apadrinar –así como también extracción o encaminamiento- y no educaréis nunca debidamente a ningún hombre a menos que consigáis extraer y encaminar los poderes de su mente, las disposiciones de su corazón, y esos elementos de reverencia y adoración que esconde profundamente su alma [...] A la educación se la entiende comúnmente como “escolarización” –e incluso como algo más simple [...] ¿Pero qué pasa con el entrenamiento moral, y con las inclinaciones naturales y las costumbres? ¿Cómo educar a la mente para darle la posibilidad de proveerse de una educación mejor a la de cualquier escuela?243

Aquí están bien claros los ecos de Coleridge, y como en este Sixpenny Magazine también en los innumerables artículos sobre educación que saturaron otros periódicos más orientados hacia la clase media-baja. El énfasis tiende a caer en una nueva concepción de la autonomía

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obrera: se considera a la educación como un proceso continuo que depende de la formación primaria de una disposición hacia la autoformación continua y ética. De esta manera la autonomía queda menos establecida en el trabajo colectivo de esas organizaciones específicamente obreras que conjugan un modo particular y orientadamente clasista de formas culturales y análisis social, y más en la suposición de que hombres y mujeres de todas las clases pueden participar en un proyecto ético común. En el corazón de las instituciones educativas obreras no sólo se introduce la benevolencia financiera de la riqueza, sino también la función ejemplar del “párroco”, bajo el ejemplo de esos escritores como hombres de cultura superior. Esta circunstancia da por hechos los efectos beneficiosos de la constitución de una cultura nacional según la propagación vertical de conocimiento y cultivo, que queda predicada sobre un conjunto de instituciones educativas carentes de conciencia de clase. Y aunque sobrevivió un elemento importante de aquella autonomía radical de las instituciones de clase obrera reclamada por figuras como Robertson y Senex, no obstante la clase media se apropió de esto de una forma completamente distinta. Se supone idealmente que las asociaciones educativas de las clases trabajadoras –clubs, institutos de mecánicos, escuelas nocturnas y demás- están autofinanciadas y autogestionadas, incluso aunque estuvieran sujetas a un patronazgo que quedaba lejos de lo dispuesto por Morrison cuando ideó los Institutos de Mecánicos en la década de 1820. El reverendo Solly apunta en 1866 “los principios generales que han guiado a los promotores de los Clubs e Institutos de Trabajadores”:

Se debería guiar a esos trabajadores al límite de su auto-responsabilidad, y darles tanto tiempo y dinero como se merecen. Pues debemos ayudarles a sentirse responsables del éxito y la correcta dirección de la sociedad, y por consiguiente hacerles sentir que es su club, y que allí ellos son sus propios jefes. Que tienen que ayudar, pero no gobernándolos –complementando sus esfuerzos en definitiva, y no reemplazándolos.[...] debe cumplirse [...] una mejora y elevación en aquellos que busquen o acepten estos beneficios, procurando de manera sociable un lugar común de encuentro entre trabajadores y personas de mayor cultura –una oportunidad efectiva para intercambiar ideas, a veces charlando informalmente, o también de una manera más sistemática en la clase y la sala de lectura.244

Bajo una forma de patronazgo nueva y menos conspicua que los Institutos de Mecánicos de la generación anterior, estas instituciones de auto-educación obrera quedan no obstante sujetas a esa habitual trampa pedagógica del método socrático. Las instituciones propenden a producir el deseo de la propia educación, y aunque en esto se siguen diferenciando de la escolarización infantil gubernamental o religiosa, el concepto de educación no queda conformado ateniéndose a términos específicos de clase. Se anima a los caballeros a realizar visitas para compartir su conocimiento y dar ejemplo. De manera que, por consiguiente, esa educación que es de los caballeros y para los trabajadores, debe aparentar el resultado de una mezcla de la oportunidad y la curiosidad de un sujeto auto-motivado de clase obrera:

Un caballero que con corazón amigable, de una manera cabal y nada presuntuosa realiza una visita como invitado, y no como mero observador, puede iniciar la conversación de una manera natural y placentera. Quizás lleva un periódico, y habiendo leído un párrafo menciona a propósito alguna anécdota o alguna aventura personal, invitando a su prójimo a hacer lo propio. O trae un mapa, un grabado o un diagrama para ilustrar esos sucesos de los que hablan los periódicos. Otra tarde trae un microscopio, o estereoscopios. Y en una esquina de la habitación, pues así nadie necesita prestar atención a la fuerza, entretiene y conversa a los que no tienen nada mejor que hacer en ese momento. Otra tarde alguien trae el esqueleto de un pájaro o de una mano humana, y se inicia de buen grado una extensa charla sobre su estructura y sus usos. Otra noche se puede diseccionar el ojo de un novillo, y puede resultar un entretenimiento enorme, decididamente más popular y atractivo y más ejemplar a efectos prácticos sobre el propio fundamento del Club –“buena camaradería”- que cualquier grado de mera lectura.245

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El efecto inintencionadamente cómico (y de alguna manera siniestro) de tales subterfugios democráticos no nos debería distraer de su relación fundamental con la ilusión constitutiva de la pedagogía democrática: que la apariencia de autonomía por parte de un alumno sujetado a la “superioridad posicional” del pedagogo, queda preservada por la actuación compartida de un proyecto mutuo, de un descubrimiento indefinido. A diferencia de la labor de los primeros Institutos de Mecánicos y de la Revista del Mecánico que tuvo lugar cuarenta años antes, aquí importa menos el contenido de la educación que su forma. Enfatizamos aquí la naturaleza “compartida” del proyecto para intentar aclarar la extrañeza que provoca esa transformación, ahora tan obvia en el pleno sentido althusseriano del término [self-evident], desde el punto de vista de un discurso radical sobre educación resistente y sospechoso a un sometimiento aparentemente deseoso, e incluso deferente hacia la pedagogía. Ya que, al menos desde la perspectiva de estos periódicos, se ofrece un nuevo modo de representación del sujeto de clase obrera más moral más que político, que resulta inseparable del deseo de ser educado. Se trata, en palabras del Socialista Cristiano F. D. Maurice, de una educación proyectada a la formación de “hombres que saben que son personas”, que alienta al trabajador a “ser un hombre.”246 Este discurso ya no es exclusivo de los reformistas de clase media y de la aristocracia. Queda asumido de una manera evidente por la auto-representación de clase obrera, tanto por un tipo de retórica política como personal.247

Esta transición queda fijada explícitamente cuando el momento álgido del cartismo ha terminado “hace veinte años”. Rossiter traza la formación del College de Trabajadores, bajo la dirección de F. D. Maurice, precisamente al hilo del esfuerzo que mostraron los comerciantes londinenses por aplacar el desorden potencial de aquellas exhibiciones de fuerza cartista.248 Pero este mismo momento de transición queda también señalado por aquellos que se auto-denominaban como escritores de clase obrera. En un extenso ensayo publicado a lo largo de dos números de The Working Man, un “muchacho de Lancashire” narra la fundación del ejemplar Seminario de la Moderación de Royton, atribuyéndolo a esos jóvenes que se mantuvieron apartados del activismo de sus camaradas durante los disturbios cartistas de 1842. Dado su valor nos extendemos en la cita:

Tras el primer día (de la revuelta que había de detener el trabajo en las factorías) algunos jóvenes trabajadores de Royton decidieron que no acudirían con los manifestantes, y esperaron en el pueblo hasta que pudieron regresar a las factorías. Se reunieron en la habitación donde celebraban habitualmente sus reuniones moderadas, y allí departieron sobre distintos problemas [...] los miembros (del Seminario Moderado) eran todos jóvenes. De los doce, quizás uno o dos no pasaban de los 22 o 23 años. Por supuesto era un pequeño grupo. En poco tiempo doblaron su número, y cuando las factorías se abrieron de nuevo decidieron continuar con el humilde trabajo educativo que acababan de iniciar.249

En estos artículos “el mozo de Lancashire” proporciona un impagable retrato de la cultura de los trabajadores de ese momento, enfatizando la dureza de un trabajo que duraba 16 horas al día, y afirmando al mismo tiempo tanto la pervivencia de la sensibilidad “poética”, frente a la aspereza de ese ambiente, como el vigor de una cultura literaria obrera que les impelía a encontrar “medias horas ocasionales para escabullirnos del cuarto de calderas [...] o escondernos entre las tinieblas y el vapor de los “beeks” [uso coloquial] en que trabajamos, para poder disfrutar allí de los libros que obteníamos a duras penas”. Entre estos libros se incluía a autores como Byron, Burns y Scott, y biografías de personajes como Isaac Newton o Benjamin Franklin. El artículo también muestra cómo se propagaron los Institutos de Trabajadores: al poco tiempo de oír que se había establecido un Seminario Moderado al lado de Royton, estos jóvenes decidieron acercarse a conocerlo para recoger ideas y establecer su propia institución. Allí aprendieron las circunstancias de su formación y el modo de organización, y regresaron “con una idea más clara a la hora de afrontar la propia educación de trabajadores, frente a lo que antes era mero

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entretenimiento”. Pero en lugar de este atisbo de continuidad en la cultura obrera y sus instituciones, lo que también queda claro es el distanciamiento entre la propia educación obrera y lo que, a sus ojos, aparece ahora como masas. Antes de describir la fundación del Seminario Moderado de Royton, el “mozo de Lancashire” describe con cierto énfasis la aparición de las reuniones en la que sus fundadores declinan participar. El relato es al tiempo comprensivo y ambivalente:

(Dada sus miserias, uno) no puede por menos que preguntarse cómo podrían haber evitado tomar medidas tan extremas como las que tomaron. No hicieron sino proclamar unas espléndidas vacaciones, incluso aquellos para los que en principio debiera interesar el trabajo. Así el agitador, supongo, confiaba en los cuerpos aún famélicos y hambrientos de sus clientes para con su discurso manejarlos, con su elocuencia como Marco Antonio con el cuerpo sin vida de Julio César. Se formaban masas de cinco, diez mil, a veces veinte mil personas, recorriendo las factorías y reclamando el respaldo de los trabajadores, que estaban obligados a sumarse y alistarse en apoyo de sus tristes propósitos.

Por lo general se respetaba la propiedad: donde no se aceptaba al momento el reclamo de la masa había violencia, un rápido altercado, un giro de tuerca hasta que se lograba el propósito. Debe haber compuesto sin duda una triste escena el paso de una de esas multitudes. La apariencia hambrienta de hombres y mujeres, sus pelos desgreñados, la excitación salvajemente enfervorizada que los unía, aquellos picos y palos sobre los que se elevaban hogazas de pan y enormes trozos de tocino como irónicas banderas de una multitud desnutrida –semejante situación habría destrozado el corazón.250

Cuando un miembro de la clase trabajadora retrata a la otra facción de su clase como si fueran salvajes hambrientos, por un lado asistimos a una repetición de las construcciones de la clase media o liberal, y al mismo tiempo podemos entender diferentes aspectos de la masa: la lógica de su organización y su movilidad, una práctica no violenta y un “respeto a la propiedad” que contradicen la percepción deliberada de violencia e histeria incontrolable de aquellos observadores que no participaban en el fenómeno, el carnavalesco irónico que despliega la demostración. Sin embargo, en un sentido general el relato histórico de estos artículos se inclina hacia la perspectiva reformista. La propia educación obrera reemplaza la lógica de la “masa”. El párrafo final del segundo artículo propone una clara conclusión:

El hecho de que la propia educación obrera todavía sea un fin en Lancashire, tal y como he descrito. Que incluso en el epicentro de ese desastre que sufrió Inglaterra, y que tanto lo sufrió, debiera haber jóvenes tan resueltos en su propósito de conocimiento, que incluso bajo esas dificultades alcanzaran su rumbo escolarizador –todo esto merece darse a conocer, para que valoremos el derecho al conocimiento como el fruto de los esfuerzos y aspiraciones de los mejores de nuestros trabajadores. No es éste el sitio desde donde referirme propiamente a las tendencias políticas actuales. Si así fuera me gustaría recordar a ciertos hombres de estado cuyas voces se vienen escuchando ya desde entonces en la Casa de los Comunes, así como a periodistas de los que podría dar nombres, que podrían hacer tanta justicia y tan fácilmente a la enorme clase de esta gente [...] Estas personas pueden aportar su ayuda en vez de molestar a muchos que actualmente son conscientes de su propia rectitud, así como de las arduas batallas que mantuvieron en el pasado, y todavía mantienen para procurarse esos triunfos del conocimiento que les permiten ejercitar los derechos y privilegios del ciudadano con sabiduría.251

En medio de las “tendencias políticas” que encaminaron a la segunda Acta de Reforma, y de las masivas demostraciones a través de todo el país, los comentarios del “mozo de Lancashire” son pertinentes. También constituyen el elemento básico de los argumentos a favor de la reforma política y la generalización de la educación nacional en las clases trabajadoras: si aparece una nueva concepción del sujeto de clase obrera suficientemente desarrollado para recibir el derecho a voto, no es en virtud de sus derechos absolutos, sino en virtud de su transformación por medio de la educación desde el “salvajismo” a la moralidad. En efecto, la educación es el proceso que extrae al sujeto de la inmediatez y el particularismo, desde una perspectiva de clase hasta una perspectiva general por la que

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puede quedar unido como ciudadano, no sólo con los reformistas de clase media, sino con la nación en su integridad,.

Así, desde la perspectiva reformista, el propio significado de las demostraciones reformistas de la masa se aleja de aquel tipo de movilización cartista que estaba profundamente asumida en una cultura y una organización social específicamente obreras. El espectro y el legado del cartismo ciertamente persisten: las demostraciones de la masa no sólo deben mucho de su estructura a la memoria del cartismo, denotan el potencial de una politización de clase o de movimientos sindicales. Órganos conservadores como The Times están preocupados por la articulación que emprende el reformista de clase media John Bright sobre las posibilidades políticas de las organizaciones de masa:

La otra noche el sentido del discurso (de Mr. Bright) estribaba en que estas organizaciones (las sociedades de amigos y sindicales) deberían reforzarse y universalizarse, de manera que todo el potencial práctico de los artesanos cuando se dedican a materias industriales, o a problemas de trabajo o salarios, sirviesen para la acción política [...] Debemos confesar que apoyamos la opinión que Mr. BRIGHT estigmatiza, y creemos que no es deseable que las Sociedades cooperativas, las de amigos y las sindicales deban quedar utilizadas como maquinaria política, ni para obtener la Carta de Reforma ni para cualquier otro propósito político [...] la causa principal para posponer la Reforma año tras año ha sido el miedo tácito que siente la clase media a la propia organización de los artesanos. Su número, su docilidad, podríamos decir la sumisión a sus líderes, la facilidad con la que pueden ser manejados y su poder para coartar tanto a sus empleados como a los miembros recusantes de su propio cuerpo, constituyen las causas de la pasiva hostilidad con la que han enunciado sus reclamaciones, de seguro más fuertes entre los comerciantes de clase alta que utilizan ese trabajo artesano que entre dueños de fincas rurales u otros miembros de la profesión a los que por lo general se les ha supuesto una filiación Tory.252

Este lenguaje y su razonamiento pueden parecer familiares si seguimos la estela del Tacherismo, pero The Times no entiende lo que Bright, perteneciente a la clase media, están razonando en su discurso, publicado literal e íntegramente en otra página del periódico. Bright apunta las posibilidades políticas de los sindicatos y otras asociaciones semejantes precisamente para distinguir su agitación pacífica, disciplinada y constitucional del espectro de “sociedades secretas, perforaciones y juramentos, armas y amenazas, y la amenaza de violencia e insurrección”.253 La “organización” de clase obrera ya ha quedado conjugada con un nuevo significado, que combina disciplina, orden y paciencia con inteligencia y educación, y constituye una afirmación ética de ciudadanía.

No es una mera coincidencia que el responsable de educación de The Working Man escriba bajo el seudónimo de “el Mozo de Lancashire”. Por medio de los debates sobre educación o de los de derecho a voto, se apela constantemente bajo el apoyo de las clases trabajadoras a la docilidad ejemplar de los trabajadores del algodón de Lancashire, durante la crisis económica que ocasionó en su industria la guerra civil americana y el bloqueo del Norte al algodón sureño. De hecho, un tal Mr. Leicester, un cristalero severamente castigado en el editorial de The Times por incitar a la violencia, es denunciado en el mismo periódico, precisamente, por haber apelado a este ejemplo de autodisciplina moral:

Cuando se dijo que el pueblo no era digno del derecho a voto debería haberse susurrado la palabra “Lancashire”. Gracias a su conducta durante la hambruna del algodón, la gente de Lancashire salvó al país de un triste deshonor, y evitaron que los americanos desahogaran su ira con nosotros.254

The Working Man ya había realizado una puntualización similar, relacionando de igual manera inteligencia, moralidad y patriotismo:

La antigua condición para mostrar la aptitud del derecho a voto era el poder. Como la propiedad, la consiguieron y la mantuvieron quienes pudieron [...] ahora, en el gran progreso de esta era, resulta que la renta no representa a la mente, que el patriotismo es un fundamento más profundo que las tasas, y que las más altas cualidades –las de la inteligencia y el valor- afloran tanto entre la gente común como

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entre los no comunes. Y la gran experiencia del pánico del algodón mostró que las cualidades más importantes para lograr el autogobierno residían en el populacho. Las clases trabajadores de Lancashire actuaron correctamente [...] actuaron como deberían actuar los verdaderos ingleses y los patriotas, porque eran inteligentes. Esa prensa barata los ha hecho hombres de sentido. Y ahora gobierna la inteligencia del pueblo.255

Para los observadores más comprensivos el comportamiento de estos trabajadores durante la crisis indica claramente la remisión de una amenaza de clase radical-obrera, y la aparición de una clase trabajadora auto-disciplinada, paciente, “de bien”. Ese trabajador turbulento se ha convertido en un cuerpo dócil en el sentido más pleno del término “dócil”, o sea, deseoso de recibir enseñanza. A la postre esta nueva figura de la clase trabajadora, ahora dócil y cultivada, induciría efectivamente a un ascenso enorme del número de trabajadores con derecho a voto, y por consiguiente a la plena ciudadanía como resultado del Acta de Reforma de 1867. Al mismo tiempo estimuló poderosamente el interés sobre el párrafo del Acta de Educación de 1870.256

NUEVAS TOPOGRAFÍAS

Inevitablemente estamos condicionados por la regularidad del interés que muestra la matriz de inquietudes sobre el derecho a voto y la disciplina industrial (la facultad de recíproca dependencia en la capacidad del otro) en el tema de la educación. Ese deseo de educación aparentemente novedoso en las clases trabajadoras se convierte por momentos en el signo, la forja y el producto de una nueva autodisciplina moral, que se constituye como la base de su responsabilidad política. Esto no quiere decir en ningún caso que lo más adecuado para el funcionamiento de la fábrica, la parroquia o el estado sea que el conocimiento caiga en las manos de los “productores de riqueza”, como argumentan Thomas Spence o “Senex”. Por el contrario, es profundamente partícipe de una noción de conocimiento como formación, y de la formación como un proceso preparatorio para la responsabilidad política. Al mismo tiempo, como muchos pensadores sobre educación ya estaban puntualizando, ni capitalistas ni trabajadores tienen una idea clara sobre el tipo de educación técnica característicos del resto del continente europeo, especialmente en Alemania y Francia. El énfasis no cae en la necesidad de producir una clase trabajadora más preparada y avanzada técnicamente, acorde con la posición de vanguardia industrial que Gran Bretaña ya tenía en ese momento. Se trata más bien de conquistar la regulación de una ciudadanía nacional disciplinada. De acuerdo con esto, para 1860 el discurso sobre educación obrera queda claramente vinculado, precisamente, con el tipo de principios coleridgeanos de cultivo que no encontrábamos en el pensamiento radical de la década de 1830.

A la hora de investigar cómo pasaron las organizaciones de clase obrera de una crítica radical de la administración educativa a una aceptación difusa de la misma, resulta menos evidente, pero fundamental al mismo tiempo, observar el grado de asunción de las propias diferenciaciones del espacio social en este pensamiento, una característica cuya ausencia sorprendía en los discursos radicales de la década de 1830. Por supuesto, a un cierto nivel esto resulta de la aparición de una clase trabajadora preparada que generalmente está mejor pagada, y en consecuencia de una serie de actas de fábrica que regulan las horas y las condiciones de trabajo, que permitieron aumentar considerablemente el tiempo de ocio. Pero esta diferencia material se consolida ideológicamente en el seno del discurso característico de la cultura, que a su vez se establece en relación a esos dominios de la actividad social o familiar, económica y política desde donde se distingue resolutivamente. No ha aparecido simplemente un nuevo sujeto de clase obrera que se convierte en objeto

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de una pedagogía cultural y de auto-representaciones morales, sino un nuevo conjunto de espacios sociales que quedan progresivamente diferenciados y definidos por medio de una racionalización económica y por intervenciones legales del estado. Lo que argumentaremos en esta sección es que la aparición del “sujeto obrero respetable”, del cual el “mozo de Lancashire” es un primer ejemplo, no se puede explicar simplemente según los meros términos de un cese de la radicalidad del movimiento cartista y la conformidad de la “aristocracia del trabajo”. Más bien debemos entender estos factores dentro del contexto de una transformación de lo social sin precedentes, que normaliza la propia división de esferas que el radicalismo de la década de 1830 se resistía a aceptar en sus escritos y sus prácticas políticas. Dentro de este nuevo socius, el sujeto queda dividido en el ciudadano político y el trabajador económico, cada cual operativo en espacios sociales diferentes.257 Lo que permite su unión es la formación moral del sujeto por medio de una pedagogía más cultural que técnica, que ocupa a su vez su propia esfera determinada. Este espacio pedagógico se convierte en el lugar de convergencia entre las instituciones locales y específicas de clase para la auto-educación, que encuentra sus raíces en un radicalismo anterior, y ese proyecto estatal de gradual expansión de educación universal. La posibilidad de esa convergencia viene dada por una parte por la congruencia entre los objetivos y las formas de educación que aparecen en cada tipo de institución, y más significativamente, por la necesidad de las organizaciones de clase obrera, que ahora pueden dirigirse en sus propios términos a un estado que se convierte progresivamente en el sitio de acción y formación política. Como en los sindicatos que están apareciendo simultáneamente, las variadas formas de la educación obrera comprenden el combate social y político dentro de los términos de un estado cada vez más hegemónico. Lo que dictan estos términos es que la docilidad y la responsabilidad reemplazan a la propiedad, como condiciones para una extensión del derecho a voto que no supondrá una amenaza de los derechos de propiedad. Así, mientras esto entraña un plan considerablemente menos radical, la formación moral es al mismo tiempo la condición para el reconocimiento o la interpelación del trabajador como sujeto político. Entender esto simplemente como un proceso de cooptación es negar tanto la novedad de las formas de hegemonía que los movimientos obreros rechazaban, como la diferenciación de esferas dentro de las que ahora tenían que operar.

Oscar Negt y Alexander Kluge han descrito el activismo de la clase trabajadora inglesa que se produce a lo largo del cartismo como “algo más que un mero intento de revolución política, el comienzo de una revolución social”. En este sentido resulta fundamental observar que “las formas asociadas de la esfera pública no excluían a otras esferas retrasadas de la sociedad. El movimiento se propagó desde los centros industriales hacia el país entero.”258 Este análisis nos inclina a remarcar el trabajo radical de la década de 1830, y las formas del movimiento cartista que ya hemos discutido. El primero tiene relación con las dimensiones espaciales de los movimientos trabajadores: más que quedar concentrados en centros urbanos, como los de la década de 1790, la imaginería social de la que dan alcance escritos cartistas como Cartismo: Una Nueva Organización del Pueblo de Lovett, incluye tanto a la Inglaterra rural como a la urbana. Pero con esto no se busca el mero reconocimiento de un movimiento de masas con base nacional; sobre todo se rechaza una noción singular de progreso material e histórico en términos de desarrollo de un modo capitalista de producción, de sus aparatos legales y políticos. La concepción de “atraso” sólo tiene lugar a propósito de las instituciones políticas de las clases gobernantes, y concretamente en relación a los efectos que producen en el ámbito de las relaciones sociales, y no a propósito de sus oportunidades con respecto a modos dados de producción. La naturaleza descentralizada del cartismo se basa en el principio de apertura de la producción, su propiedad y su dirección, de manera que queda sujeta a una transformación económica y política controlada por las clases trabajadoras. Por consiguiente no cabe una esfera de la producción más avanzada que otra, y por lo tanto

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políticamente superior. Y si es verdad que puede que esto suceda en parte por la influencia de la experiencia histórica de una clase intelectual artesanal, no obstante responde también a un momento en el que un movimiento de masas de clase trabajadora creía que lo que estaba en juego no era meramente una liberación política, sino una transformación fundamental de un modo emergente de producción. Lo segundo que querríamos puntualizar es que la esfera propuesta por el radicalismo inglés y el cartismo no sólo no excluía lugares sociales particulares, sino que implicaba una esfera pública autónoma en sus medios de comunicación y, más importante, en su concepción implícita del espacio social. Tampoco se trata de una esfera pública “alternativa” en el sentido de opuesta de manera consciente a una dominante previa. Puesto que la esfera pública burguesa, a pesar de suponer frecuentemente que tiene sus raíces en el siglo XVIII, tenía todavía que alcanzar sus propias formas específicas y consolidar sus correspondientes aparatos legales y políticos. Además su regulación de la vida social de la clase trabajadora era todavía tan esporádica y escasa que no había alcanzado el grado de penetración legal y “moral” que adquirió gradualmente a lo largo del siglo. Como hemos mostrado en relación a la educación, ese proceso todavía tenía que desarrollarse, y las clases medias todavía tenían que conquistar suficiente fuerza política para conseguir asegurarse el éxito frente a la resistencia aristocrática y conservadora que se planteaba a la reforma. En estas circunstancias todavía era posible constituir por medio de las múltiples formas de la vida social obrera una esfera de actividad pública que no estaba determinada por la incorporación o la reacción de la esfera pública burguesa.

Richard Johnson ha argumentado que los movimientos de clase obrera tenían su propio “repertorio radical”: “En última instancia se aceptó una teoría de la explotación económica, una teoría estatal de carácter clasista y una teoría de dominación social y cultural, entendida como formación del carácter social.”259 En el segundo capítulo hemos sugerido que frente a ese tipo de esfera pública se contrapone una comprensión unitaria de la vida social: las experiencias económica y social son una, como la experiencia de la educación, y la noción de una esfera separada y feminizada diferente de la del trabajo es raramente evidente en cualquier sentido moderno. También descubrimos que el propio concepto de cultura está ausente, precisamente porque esta diferenciación de la práctica humana entre lo reflexivo y lo productivo o lo interesado era inconcebible dentro de los términos de una esfera pública obrera. Por supuesto, en ningún caso queremos sugerir por unidad necesariamente una abstracción de carácter retrospectivo, un tipo de totalidad integrada y regular. Más bien deseamos definir un tipo de imaginación social que necesariamente escapa tanto a nuestra experiencia como a nuestra estructura conceptual, es decir, una imaginación ajena a la obviedad de unas diferenciaciones en las esferas de lo práctico que en ese momento son inexistentes, o a lo sumo emergentes, y en ningún sentido determinadas, esas diferenciaciones formales y analíticas que ahora constituyen lo que entendemos y experimentamos como “sociedad”. En el interior de esa imaginación coexisten y se cruzan un conjunto fluido e interrelacionado de prácticas que no pueden quedar designadas de manera simple bajo apelativos de tipo económico, político o cultural. Como señala Johnson sobre los proyectos educativos de la clase obrera de ese momento:

En ese momento, de manera característica, los propósitos educativos no quedaban separados bajo etiquetas como “escuela”, “instituto” o incluso “recreación racional”. Dichos propósitos no se daban concretamente según premisas presupuestas o lugares específicamente acondicionados. Las formas típicas se improvisaban, de una manera casual y por consiguiente efímera, y escasamente perduraban más allá de las necesidades más inmediatas de grupos e individuos. Las formas educativas quedaban estrechamente relacionadas con otras actividades, o insertas en ellas, tanto temporal como espacialmente. Tanto hombres como mujeres aprendían sobre su propia práctica, y se les animaba también a enseñar a sus hijos, al margen de un tipo de experiencia acumulada. Es cierto que, en este periodo, la distinción entre “educación” (vgr. escuela) y no-educación-en absoluto (todo lo que queda

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al margen de la escuela) ya estaba en proceso de construcción, pero los radicales la contravenían continuamente.260

La volatilidad e impredecibilidad de las discusiones sobre representación, de la necesidad prioritaria de política y educación, constituyen un síntoma de la ausencia de toda analogía entre la experiencia de este tipo de fluida esfera social, y aquella otra a la que viene a confrontarse, esa pujante esfera pública de una burguesía consolidada para la que nociones como representación y desarrollo eran cruciales a la hora de formar y diferenciar a sus sujetos y sus instituciones.

En esa confrontación, el momento de incertidumbre no duró mucho. Tal y como ya hemos sugerido, Las Actas de Fábrica y de la Ley de los Pobres, descritas en el tercer capítulo, marcaron la consolidación de la hegemonía de clase media a la hora de controlar la legislación política y el sistema legal, una hegemonía que se introduce gradualmente y conforma la esfera al completo de la educación y la cultura. Esa hegemonía estaba continuamente respaldada por una fuerza coactiva capaz de afrontar cualquier tipo de asalto popular –al final el cartismo no podía desafiar a esa fuerza superior sin perder su forma esencialmente popular de apertura pública, y fue derrotado. Su breve giro hacia la militarización nunca podría haber estado en sintonía con el modo de politización que había aparecido entre el pueblo, ni hubiera sido capaz en ningún caso de afrontar el poder militar que contra él se dispuso. Como remarcó el compasivo General Charles J. Napier: “Y ellos hablan de fuerza física. ¡Bobos! Nosotros tenemos la fuerza física, no ellos. Hablan de sus 100.000 hombres [...] ¿Qué podrían hacer sus cien mil lanzas y sus arcabuces contra mi cañón?”261

Por los medios legales y violentos de lo estatal, la derrota infringida sobre el cartismo puede haber supuesto el fin de la efectividad de la esfera pública obrera. No obstante, eso sólo implicaría la incapacidad de un movimiento de masas de esta naturaleza, con su orientación transformadora, para acceder a la esfera pública que había consolidado en su estela, y a través de la cual se articuló un importante poder social. No quiere esto decir que sus términos quedaran enteramente borrados de manera necesaria, sino quizás que sólo quedaron ocultados e irreconocidos. Todavía podemos trazar tanto las continuidades como la fuerza de borrado. Las continuidades son claras, con la aparición de una poderosa asociación de sindicatos y gremios cooperativos cuyas posibilidades venían dadas por la regulación legislativa del empleo y por la aparición de una “aristocracia del trabajo” preparada, que reemplazó a la clase artesanal y llegó a ser fuente de la mayoría de los intelectuales del movimiento. De hecho The Times reconoce esta continuidad del cartismo, si acaso implícitamente, cuando publica su preocupación por la repolitización de los sindicatos. Esta continuidad es aún más clara en la persistencia y el énfasis de las reclamaciones de la necesidad de educación obrera, donde una herencia cartista y owenista conjuga la política reformista de clase media y revela la concepción que los trabajadores tienen de sí mismos. De hecho, por algo A. E. Dobbs consideraba con algo de razón que ambos elementos, pertenecientes al acerbo de los movimientos laborales ingleses, presentaban una historia continuamente entretejida:

Dos movimientos desarrollados durante la primera mitad del siglo, cuyas relaciones recíprocas no eran aparentes. Uno pretendía difundir el conocimiento útil y dotar a los mecánicos de una mayor educación, el otro se vinculó con el crecimiento de ciertas organizaciones políticas y sindicales que provocaron intranquilidad social, y por otra parte, cobijaron los esfuerzos de parte de la clase trabajadora a la hora de expresar sus ideales e intentar desarrollar sus propias formas de instrucción. Ambos movimientos eran experimentales, y su fracaso, que en la década de los cuarenta ya era evidente, marcó el punto de inicio de una sana serie de evoluciones que terminaron por dar a luz resultados perdurables. Con el resurgimiento de la cooperación en Rochdale en 1844 la aparición de

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una asociación formada por la Sociedad de Amigos en 1847, que se convirtió en una experiencia pionera de las escuelas de adultos. El auge de los Institutos de Trabajadores durante la siguiente década precedió a la Unión de Clubs e Institutos en 1862, y el movimiento de reforma estimulado en las Universidades más antiguas por las Comisiones de 1850, que prepararon el camino, al menos indirectamente, para la Extensión de la Universidad, comenzó una nueva fase de educación adulta.262

La tendencia más reciente tiende a considerar el movimiento cartista como un fracaso, y el desarrollo posterior a 1850 como una simple retirada de la confrontación clasista. Pero nuestras propias conclusiones tienden a concurrir con las de Dobbs. La liquidación del legado cartista se acentuará por medio de una historiografía que asume en todo momento la posible viabilidad y la operatividad de un modo de oposición clasista, y considera cualquier cambio de ese modo como un error intencionado. Pero esta posición depende de una afirmación retrospectiva de superioridad política, y supone un fallo elemental de investigación dialéctica. La mayoría de los relatos sobre la aparición de la educación estatal durante la segunda mitad del siglo XIX, y de la ampliación del derecho a voto que tiene lugar durante ese periodo, tiende a enfatizar la pujanza del reformismo de clase media, y el intento de proyectar la hegemonía sobre una clase trabajadora asimilable. No se puede considerar bajo ningún sentido que las formas de control del estado burgués fuesen más continuas que las de la clase trabajadora, y de hecho, tal y como ya hemos sugerido anteriormente, estas formas implicaron ese cambio significativo que va de la dominación directa a la hegemonía. En la primera mitad del siglo todavía se manifiesta un conflicto, por lo general entre la división Tory/Whig, entre aquellos que continuaban adhiriéndose a nociones de dominación directa y presuponían en el desarrollo del entendimiento obrero una posibilidad potencialmente subversiva del orden, y aquellos que, por el contrario, conciben la educación como una fuerza de control social que puede resultar más efectiva en una sociedad que se está masificando progresivamente. La existencia de estos debates se hace ostensible en una completa serie de discusiones relacionadas con los intentos de limitar la educación al suministro de bibliotecas, análogamente a lo que ocurre en los debates sobre el derecho a voto. Por lo tanto la responsabilidad recae en la influencia que ejercen las principales figuras burguesas que participaron en aquellos debates a la hora de valorar la forma de las instituciones del estado y la legislación. Lo que se observa es que la continuidad de este modelo descansa en una gradual extensión de la ideología de clase media sobre una clase trabajadora progresivamente bien asimilada. Dobbs describe la naturaleza de esta ideología en su historia de reforma educativa:

Al negociar con movimientos populares el liberalismo confió efectivamente en el liderazgo de clase media, e introdujo una nueva manera de patronazgo. La insistencia en la existencia de capacidades comunes a todas clases desembocó en un patrón común de humanidad, que recogía todos los propósitos prácticos del hombre de negocios de ese tiempo, donde la educación significaba un “progreso en la vida”. Casi aparentaría que las características distintivas de grupos sociales particulares tenían menos valor que las diferencias de desarrollo mental. Y en cierta medida se puede considerar que el error de la educación que reciben los artesanos adultos durante la primera mitad del siglo estriba en no reparar en diferencias esenciales de perspectiva y experiencia.263

Hemos desarrollado el paradigma progresivo del pensamiento liberal citado anteriormente, y hemos indicado la relación de identificación gradual que existe entre una “idea” o concepto y las posibilidades materiales e institucionales que vino a producir y legitimar. Más que desarrollar la discusión de esta intervención liberal, aquí pretendemos explorar los requerimientos aplicados sobre las organizaciones obreras que determinaron su confluencia con ese paradigma, y la réplica virtual de sus formas institucionales.

El cartismo fue el producto de un periodo de excepcional fluidez, e incluso de experimentalismo, en el momento de aparición de una sociedad industrial que, al fin y al

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cabo, suponía una novedad absoluta. Esta fluidez atañía tanto a un estado burgués que se consolidaba gradualmente como al principio de los movimientos radicales. Como vértice de una proletarización que todavía no había aclarado sus tendencias, y en la estela de una “economía moral” que terminó colapsando la operatividad de sus supuestos contra el trabajo a sueldo y la urbanización, el activismo social se produjo en un espacio todavía indeterminado, y como una mezcla de formas ya conocidas y otras inventadas sobre la marcha. No obstante, la regulación del espacio social constituyó el principal empeño parlamentario de legislación nacional durante el periodo entre la primera y la segunda Acta de Reforma. Esto abarcaba el control de la higiene y el diseño urbano, el control de plagas de contagio o la limitación de los espacios de reunión y ocio obreros, la regulación legislativa de las condiciones de producción, las horas de trabajo y las limitaciones de empleo femenino e infantil. No obstante el propósito no era meramente regulador, sino que combinaba la regulación con la constitución de nuevas instituciones y espacios. Consecuentemente, este periodo conoció la aparición de una fuerza policial moderna, así como la expansión de reformatorios, escuelas e instituciones médicas. Conoció también asimismo un aumento del tiempo de ocio, que se conquistó en las Actas de Fábrica, unos espacios de ocio obrero que quedaron estrechamente custodiados al instante, y que certificaron y produjeron nuevas formas de actividad –casas públicas, salones de música, clubs y, por supuesto, institutos educativos y encuentros sindicales. En gran medida se trataba de transformaciones de prácticas ya existentes, pero en su relación diferencial con otros espacios sociales reconstituidos, estos fenómenos adquirieron un nuevo sentido. Especial atención merece en este escenario el espacio doméstico, reconstituido paulatinamente como un espacio feminizado de consumo y reproducción más que de producción, y progresivamente importante a la hora de ofrecerse como espacio donde se reproducen diariamente los valores éticos y la disciplina.264

A la hora de reconstituir la historia de los movimientos sociales de la clase trabajadora, al abordar la fractura y la supresión del cartismo, nos encontramos con la presencia problemática de un terreno social, materialmente diferente, cuyos sujetos se constituían particularizadamente en el seno de unas esferas marcadamente divididas. Al hilo de nuestra investigación estas divisiones por lo general no se conciben analíticamente, sino que más bien aparecen como supuestos sobre la conducta que se derivan de las “prácticas materiales” ideológicas implicadas en sectores particulares del espacio social.265 O bien su historia no es legible como una consecuencia de la supresión de otras formas de vida social, o cuando esto es posible las formas de vida en cuestión se entienden como anticuadas. El “Mozo de Lancashire” ofrece el ejemplo más articulado de esto, cuando describe la pertenencia irrevocable de las masas cartistas al pasado, y cuando establece en términos de obviedad ese relato en el que los jóvenes de Royton acondicionan para su propia educación un espacio y un tiempo distintos al trabajo. De hecho estos supuestos sólo nos resultan extraños cuando recuperamos una formación social previa. Pero la obviedad del nuevo conjunto de espacios sociales no sólo aparece en el seno de la conciencia individual; también pertenece a la propia matriz de supuestos que estructura las intenciones de los periódicos, y las instituciones que ellos describen y promueven. Los clubs e institutos procuran espacios para el ocio del obrero (y donde existen instituciones femeninas de esta índole se ofrecen modos muy distintos de educación doméstica).266 En la descripción de su funcionamiento, el reverendo Solly enfatiza acuciosamente su naturaleza recreativa, y este papel como espacios de ocio les contrapone al espacio laboral de la fábrica y al espacio hogareño.267 En ese espacio de recreación lo “humano” puede desarrollarse bajo formas que consiguen unificar los aspectos económico-políticos divididos de la persona, a un nivel que siempre es potencialmente más alto. La contradicción que impide esa unificación yace en el hecho de que la unificación ha de lograrse más allá de las esferas, a través de una discreta esfera y de su práctica específica, el cultivo.

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Esta contradicción previene que los movimientos obreros de masa de la década de 1860 no puedan superar la esfera de lo político hacia una transformación social radical, y en este sentido se puede entender que converge con los intereses burgueses, y por lo tanto constituye un elemento fundamental del “estado ético”. Si los cartistas emprendieron una revolución social, los esfuerzos de la década de 1860 no tendieron bajo ningún sentido hacia una revolución política que, desde una perspectiva proletaria, en ningún caso constituiría una contradicción. No se puede provocar una revolución desde espacios definidos por las clases dominantes. Pero lo que estaba sucediendo no era un intento de revolución. Lo único que podía suceder bajo las condiciones que se dieron en las décadas de 1850 y 1860, no era sino el esfuerzo de constituir algún espacio limitado para maniobrar contra-hegemónicamente en el seno de un estado burgués ya cristalizado.

En ese esfuerzo no resulta difícil discernir el legado del cartismo. Por una parte en la capacidad conquistada a duras penas de organizar movimientos de masa para ocupar espacios públicos de una manera dramática. Y por otra en la iniciativa de la propia educación cooperativa, que en última instancia induce a la aspiración de estructuras institucionales estables y perpetuas, capaces de preservar esas conquistas de clase precarias y frecuentemente abortadas. Con frecuencia se supone que este proyecto postrero queda identificado con el trabajo de William Lovett y sus colaboradores, y con el signo de un compromiso con la reforma moderada de clase media. Pero radicales cartistas como George Julian Harney y Ernest Jones exponen ardientemente esas mismas ideas, y hay que recordar que éste último afirmaba sólo medio irónicamente que “el maestro escolar es el mejor policía”.268 En cuanto al deseo de auto-educación el giro reformista no era necesario: los principios cooperativos de las instituciones obreras se opusieron en todo momento al impulso individualista que latía en la educación de clase media y las doctrinas de “auto-superación”. Pero lo que se había transformado radicalmente era la esfera social donde se pergeñó el cartismo. Ya no era posible por más tiempo un tipo de intersección no mediada entre el pensamiento y las prácticas educativa, política y económica, y se obligó a reformar los contenidos de los movimientos obreros hasta que encajaron en un espacio social dominado por las instituciones burguesas, así como en un espacio público saturado por los términos de la hegemonía liberal: cultura, representación y desarrollo. Incluso Karl Marx, el más profético de los analistas sociales, –el primer volumen del Capital fue publicado el mismo año de la segunda Acta de Reforma (1867)- había encontrado ya un camino para relacionar plenamente su crítica del capital con su crítica anterior de los derechos políticos en “La cuestión judía”, un proyecto en el que, en cualquier caso, sólo se esbozaba algún progreso, y en ningún caso ofrecería hasta la década de 1930 alguna validez entre los parlamentarios ingleses a la hora de valorar sus aspectos políticos. Los debates del siglo XIX se desarrollaron en una “pasmosa ignorancia” de lo escrito por Marx.269

En estos capítulos hemos intentado señalar las profundas conexiones que existen entre los espacios sociales y los conceptos ideológicos que constituyen las transformaciones de la hegemonía y su consolidación. Confiamos en haber afirmado la existencia e importancia de otros espacios sociales, así como sus efectos sobre la posibilidad de formas de práctica contra-hegemónica. Por duro que pueda resultar el descubrir y comprender tales prácticas desde la situación ventajosa de un tipo de sujeto formado bajo un modo muy diferente de hegemonía, por difícil que pueda resultar el interpretarlas sin una condescendencia que las relegue al sedimento de la “prehistoria”, hemos procurado interpretar la radical sospecha de la cultura, la educación y el estado como parte de un repertorio de posibilidades históricas. Puede que ese imaginario social haya sido derrotado y hasta olvidado en la triunfal ascensión del “progreso”, pero sus puntos de vista pueden ser válidos toda vez que al materialismo le concierne no perder de vista posibilidades obstruidas y espacios alternativos de un pasado que nunca queda lo suficientemente extraviado para la historia.

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CONCLUSIÓN

EL FUTURO IMPERFECTO

INTERÉS, DESINTERÉS

A lo largo de este libro hemos argumentado que en Cultura y Sociedad, Raymond Williams acepta el emparejamiento de los términos cultura y sociedad toda vez que él se ve como legatario y transmisor de la tradición cultural, creyéndose capaz de provocar un giro socialista. Esta identificación tan cercana lleva a Williams a descuidar las ironías que provoca su situación como intelectual radical dentro de la tradición “sociocultural”. Alguna de estas ironías se discutirán posteriormente en el epílogo. Lo que debería quedar indicado aquí es que la causa de preocupación de Williams es sintomática, y no a un nivel puramente personal. Por caminos que Gramsci exploró detalladamente, los estados modernos demandan una trascendencia “desinteresada” de la política, mientras en la práctica operan a través de la articulación de estos mismos intereses. La tensión que crea esta contradicción sólo puede quedar aliviada por la división del sujeto en general, y particularmente, del intelectual crítico de la cultura. Esto quiere decir que la contradicción no sólo repercute entre una cultura definida tradicionalmente y los efectos deshumanizadores del capitalismo; también repercute en el seno del intelectual, no importa lo radical que el intelectual se proclame o se desee.

No obstante, al abordar los argumentos y la relevancia de Cultura y Sociedad, lo que nos preocupa de manera más inmediata es que la propia posición del autor en esa relación bipolar le lleva a descuidar el hecho de que algunos de los propios pensadores a los que él reserva lugares de honor dentro de esa tradición que ellos mismos ayudaron a crear, relacionaron la cultura con el estado, y no tanto con la sociedad. Dichos autores tenían buenas razones para ello, y ya nos hemos preocupado de descubrirlas. Si nuestro relato es convincente, entonces la cultura no designa, o no únicamente, una formación discursiva opuesta a la sociedad. Más bien la cultura quedó cargada de manera progresiva con la función de representar la identidad común y fundamental de los seres humanos. En virtud de su diferenciación de los aspectos sociales y económicos de las vidas humanas pudo convertirse en la agencia y el espacio de la formación ciudadana. La cultura pasó progresivamente a designar y enmarcar un conjunto de instituciones a lo largo del espacio de intersección de la sociedad con el estado. Estas instituciones ocupan espacios de su propiedad. Para la propia formulación de su espacio o espacios, la cultura pide su actualización en instituciones pedagógicas cuya función consiste en transformar al individuo de la sociedad civil en el ciudadano del estado moderno. Tal y como lo propone Williams, el eje aquí es programático: la cultura sólo puede oponerse a la sociedad en teoría,

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y en el mejor de los casos a modo de utopismo anticipatorio y siempre aplazado, si consideramos que la cultura práctica puede servir y sirve al estado de manera íntegra.

Resulta más fácil entender estas circunstancias cuando explicamos el estado en los términos gramsci-hegelianos del “estado ético”. Para que apareciera el “estado ético” tenía que darse un cambio en la concepción de representación, pasando de una basada en comunidades de interés a una basada en un relato ético, desarrollador. Conforme la cultura tiende a representar la identidad común y fundamental de los seres humanos, el estado se concibe, idealmente, como el representante ético y desinteresado de esta misma humanidad común. La idea de cultura produce la base consensual para la democracia representativa y el establecimiento liberal, anulando las diferencias individuales, y perfilando o provocando la disposición formal o “representativa” en cada persona, más allá de las condiciones reales y particulares de la vida de esa persona. Se acabó considerando al estado como el representante colectivo de una cualidad ética abstracta –el peligro implícito en Hegel, tal y como ya había reconocido Marx en la década de 1840.270 En lo referente a la cultura, el influyente argumento de Schiller postula un relato desarrollador de la representatividad, conforme es posible asumir internamente el uso de la razón y el desinterés de una manera más o menos efectiva. La formación ética hace posible la aproximación de individuos (que de lo contrario quizás serían irrepresentables) a ese arquetipo de “humanidad” que el estado dice representar.

Lo que se requiere prácticamente para efectuar este ideal es la formación moral del ciudadano por medio de una pedagogía progresivamente especializada y cultural, y no de tipo técnico, que ocupa un espacio separado por propio derecho –un espacio en la sociedad que queda firmemente delineado por el estado.

Aquí se da un cambio de una importancia enorme. La trayectoria memorablemente trazada por Albert Hirschmann,271 según la cual el juego (político) de las pasiones queda desplazado por la articulación (social) de los intereses conforme el capitalismo avanza y persigue su legitimación, no finaliza, sino sólo comienza con la afirmación de intereses –una afirmación que, después de todo, no puede garantizar su propia armonía (tal y como Hegel pretendía). En la Filosofía del derecho hegeliana, la sociedad civil queda establecida como la esfera de fragmentación, discontinuidad, interrupción e “inmediatez”. Por su propia naturaleza separa y dispersa sus constituyentes humanos, entre los cuales sólo puede darse un tipo de encuentro bloqueado. El análisis del problema, con ese tipo de déficit ético en mente, determina el tipo de solución que implica: reconexión, reconciliación, reunificación, esto es lo que se supone que provee el estado. Pero además encontramos al mismo tiempo lo que se supone que provee la cultura. En este sentido no resulta muy sorprendente que los argumentos sobre el estado y los argumentos sobre la cultura evolucionaran simultáneamente. Por supuesto no se trata de afirmar que los argumentos sobre cultura o estado son homólogos o intercambiables. Se trata de señalar que son complementarios, y que funcionan conjuntamente y en paralelo. Una vez que la pareja estado/sociedad civil queda afianzada, la trayectoria de Hirschmann avanza en la dirección gramsci-hegeliana del “estado ético”, que queda fundada y depende precisamente del desinterés, o de lo que Arnold llamaba “mejor yo” del ciudadano, que reclama del estado su capacidad para ser educido en cada sujeto. La cultura evoca una forma particular de subjetividad, una capacidad para la reflexión desinteresada que hace de la mediación estatal en los conflictos entre intereses algo tan posible como necesario.

No obstante nuestros argumentos no sólo han intentado contraponer a esta historia intelectual y canónica de la cultura la crítica de sus supuestos, sino también un estudio de las réplicas que tuvieron lugar en torno a la gradual institucionalización de sus preceptos. Hemos intentado demostrar que la obviedad virtual que rubrica la influencia frágil aunque continua de esa narrativa cultural, sólo se consigue a través de la supresión frecuentemente violenta de alternativas. La separación y el desinterés del intelectual están enraizados en la

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violencia, y mantienen sus condiciones de posibilidad a través del ejercicio alternativo de la coerción y la hegemonía. Incluso cuando la crítica se centra en la inversión práctica de la enseñanza supuestamente desinteresada y la investigación de la estructura de la coerción –contratos de defensa, investigación nuclear, tecnologías militares y policiales- debemos recordar que la violencia siempre está implícita en los propios fundamentos de las instituciones “liberales” de la vida intelectual. El reconocimiento de esta contradicción no contribuye en ningún sentido a la política tradicional del intelectual alienado, un tipo de trampa que pretende la desautorización del poder social, sino que propone condiciones para transformar las relaciones entre los trabajadores intelectuales y los movimientos de cambio social. Ofrece bases posibles desde las cuales poder repensar soluciones materialistas a ese problema de los intelectuales que hemos planteado en nuestra introducción, y que resurgirán a continuación. En gran medida la colaboración de este libro surgió de nuestro interés común en el pensamiento político de Marx. Aquí los escritos de Marx del periodo 1842-1843 son particularmente oportunos, por cuanto emprenden, si acaso en un estilo admitidamente esbozado, lo que implica la topografía política y social de la que da cuenta nuestra historia. Por ejemplo, en la introducción a su “Contribución a la crítica de la Filosofía del derecho de Hegel”, Marx observó que sólo en la edad burguesa moderna se postula “la separación de la sociedad civil y el estado político como dos esferas diferentes, firmemente opuestas”.272 Si tenemos en cuenta que entre los antiguos griegos “la sociedad civil era una esclava de la sociedad política,” en la modernidad la sociedad burguesa consigue las prioridades opuestas. En la polis griega no existe una esfera particular o exclusivamente política al margen de la conducta diaria de la vida y el trabajo. La vida pública era el “contenido real” de la vida individual; la persona que no tenía estatus político era un esclavo, un Unmensch. “En Grecia la res publica era lo real, el interés privado, el contenido real del ciudadano [...] y el hombre privado era un esclavo, esto es, el estado político, en tanto político, constituía el único contenido verdadero de la vida y el deseo del ciudadano.”273

En la edad media, por contraste, la “esfera privada” terminó adquiriendo un estatus político por derecho propio. “Tanto la propiedad como el comercio, la sociedad o el hombre (vgr. el hombre privado, el siervo) eran políticos: el contenido material del estado venía dado por su forma. Cada esfera privada tenía una importancia política o era una esfera política” directamente. Si la propiedad era lo supremo en la sociedad feudal, era porque su distribución y transmisión eran materias directamente políticas. Con toda seguridad esta compatibilidad entre “la vida del pueblo” y “la vida del estado” se obtenía a causa del carácter fundamentalmente condicionado del anterior: el mundo medieval era la “democracia de la ausencia de libertad, la alienación consumada.”274 No obstante el lugar de una persona dentro de la división global del trabajo aparecía como una cualidad personal, intrínseca. La gente quedaba obligada a relacionarse entre sí como portadores de las diversas cualidades políticas y personales, de las diversas cualidades productivas e individuales. A lo largo de la Edad Media, “las clases de la sociedad civil y las clases políticas eran idénticas porque, de manera simultánea, el principio orgánico de la sociedad civil era el principio del estado”. En los tiempos medievales, en definitiva, “el estado político sólo se distinguía de la sociedad civil por la representación de la nacionalidad.”

Por lo tanto, por una parte, “(en la edad media) la antigua sociedad civil tenía directamente un carácter político” (aunque no fuera libre): “los elementos de la vida civil, tales como la propiedad, la familia y los tipos de asociación habían aparecido bajo la forma de señorío, casta y gremios, para ser elementos de la vida política.” Pero por otra parte, lo que Marx llama “emancipación política” (léase revolución burguesa):

liberó el espíritu político que había permanecido roto, fragmentado y perdido, como en una especie de callejón sin salida en la sociedad feudal. (La emancipación política) reunió este espíritu disperso, liberado de su enmarañamiento con la vida civil, y retornó a una esfera comunitaria, el interés general

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del pueblo independiente de estos elementos particulares de la vida civil. Una situación y una actividad particulares de la vida quedaron rebajadas a una importancia meramente individual, y ya no formaron por más tiempo la relación general del individuo con la totalidad.275

La observación de Marx que citamos aquí es profética: en 1843 la separación de esferas que él identifica como constitutivas de la sociedad burguesa no estaba consolidada en ningún sentido. Y tal y como hemos mostrado enfáticamente, aún estaban menos consolidadas en la Gran Bretaña de la década de 1830. En esa década los radicales obreros estaban operando sobre la suposición de la unidad de lo político y lo económico en el seno de un mismo espacio público. (Por supuesto esto no les convierte en ningún sentido en “medievales”. Les dispone como unos elementos de transición, por otra parte, altamente conscientes de su lugar en el vértice del cambio.) Como hemos visto, su interés tenía que ver con una educación que reconocía esa misma unidad topográfica, de la que ella misma era parte constituyente. La diferenciación entre “lo reflexivo”, “lo productivo” o “lo interesado” es un ejercicio inconcebible dentro de los términos de la esfera pública obrera del periodo cartista. Encontramos un conjunto fluido e interrelacionado de prácticas que coexistían y se entrelazaban para construir esta esfera pública, pero ninguna de ellas puede quedar designada como exclusivamente “económica”, “social”, “cultural” o “educativa.” Por el contrario, los escritos obreros de este periodo eran tremendamente críticos con la suposición de que el conocimiento sólo es válido cuando queda mediado por instituciones definidas por su distancia con respecto a las condiciones de trabajo. Después de todo, esa “validez” impugna el tipo de conocimiento que podríamos atribuir a condiciones meramente “locales” de opresión, mientras que simultáneamente “libera” a las instituciones educativas de las posiciones de clase. Los radicales obreros del periodo cartista no tardaron en comprender que no hay separación, o no debería haberla, entre la autogestión económica, política, social y educativa. Y sostuvieron un estrecho rechazo a aceptar la división de la educación, la política y la economía en campos separados, aunque acaso interinfluyentes. En lugar de eso se entendía la educación como algo que debería dirigirse al logro de un tipo de conocimiento político capaz de efectuar una transformación de las condiciones materiales de la clase trabajadora –una transformación que había de liberarles de la opresión.

Los modos de confrontación y contestación cambiaron según cambiaba la forma de lo que tenía que ser confrontado y contestado. La regulación de la diversión, siguiendo la estela de las actas que controlaban las horas de trabajo, terminó siendo crucial en los discursos sobre educación, y también en los discursos sobre el derecho a voto. A la inversa, la regulación del espacio social y educativo en el periodo entre 1832 y 1867 coincidió con el asentamiento institucional de nuevos espacios, unas nuevas formas institucionales que desde entonces han formado partes de nuestras vidas. Los espacios de resistencia quedaron erosionados, en gran parte porque la regulación y la consolidación del estado separó política y economía, así como sus respectivas quejas, aislándolas de una manera efectiva. La educación en sí misma llegó a formar parte de este proceso de diferenciación, al quedar oficialmente redefinida e impuesta como una actividad que tenía lugar en el seno de un conjunto designado de instituciones separadas y prácticas especializadas.

Hasta el día de hoy –tal y como Marx anticipó hace unos 150 años- nuestras vidas están dominadas por un tipo de división del trabajo, y la consecuente división entre “lo político”, “lo social”, “lo económico”, “lo cultural”, “lo educativo”, “lo doméstico”. Esta circunstancia tampoco ha sido suficientemente sopesada. La noción de que “lo personal es lo político” puede ser más un reflejo de desesperanza que una valoración efectiva de nuestra condición. El eslogan se sostiene sólo donde propone la identidad de lo “personal” y lo político, pero no donde efectúa un desplazamiento del descontento político hacia la esfera privada. Concretamente, “Sobre la cuestión judía” de Marx apunta una lógica de lo que él denominó “emancipación política”, que está relacionada con la instauración del

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estado como representante colectivo de una cualidad ética abstracta, una especie de destilado difuso, al margen de las diferencias reales que el pueblo encuentra en la sociedad civil. Toda vez que la igualdad o la equivalencia queda afirmada como un valor político, la propia división o diferencia termina siendo intensamente problemática, y todavía vivimos en este tipo de mundo. Por otra parte la deslumbrante contradicción entre la desigualdad económica y una supuesta libertad política, que mayormente es libertad de mercado, obliga al estado a utilizar su poder coactivo cada vez de una manera más frecuente y abierta, al servicio de una “estabilidad” tanto internacional como doméstica. Esto también insta a la erradicación de cualquier tipo de elocuentes alternativas al capitalismo. También hay que añadir que tanto nacional como globalmente persisten y se intensifican las diferencias irradicables entre los grupos sociales y sus respectivas formaciones culturales, tanto positiva como negativamente. Sea en las sociedades capitalistas bajo las formas perpetuas de racismo o en la persistencia de culturas nacionales y locales, sea expresada a través de discursos ideológicos expresos o mediante los extremos disonantes de dominios sociales que nunca han quedado completamente asimilados, la insistencia de la diferencia se extiende por todos los sitios, desafiando al régimen de equivalencia y “emancipación política”.

EL EJEMPLO DE WILLIAM MORRIS

No debería sorprendernos que se puedan trazar con posterioridad al siglo XIX unos ecos de oposición, que evocan de alguna manera a las contestaciones cartistas contra esta misma división en esferas exclusivas de actividad. Incluso en la tradición que explora Raymond Williams, aunque los ecos de la alternativa están activados, quedan frecuentemente omitidos. Inicialmente nos hemos centrado hasta el momento en los modos opositores del activismo obrero. Ahora nos centraremos en la crítica de la cultura, tal y como resulta de las contradicciones entre las intervenciones estéticas y sociales. Tomamos como ejemplo a William Morris, un pensador y activista que a Williams le pareció que encajaba totalmente en la tradición de “cultura y sociedad”. La infravaloración que Williams efectúa del valor radical de Morris a la hora de entender la función de la cultura, es un síntoma de su fracaso para aprehender las diferenciaciones de los espacios sociales como algo más que lo ya dado. Así, confinándolo en el saneamiento excesivamente familiar de las “artes y oficios” de su socialismo revolucionario, Williams medievaliza y estetiza el desafío de Morris.

Tal y como señala Williams, Carlyle y Ruskin “sólo podían encontrar la imagen ´orgánica´ mediante una mirada retrospectiva: ésta es la base de su ´medievalismo´ y de la de los otros. Sólo a partir de Morris adquiriría esta imagen, en esta tradición, una referencia claramente futura –la imagen del socialismo. Incluso en Morris [...] la referencia retrospectiva es todavía importante y activa.”276 Aquí hay mucho de los escritos de Morris. Hasta cierto punto en su historia, después de todo, la “referencia retrospectiva”, aunque pueda haber sido “importante y activa”, quedaba desplazada por la “referencia futura” del socialismo (o del comunismo, por usar los términos que progresivamente prefirió Morris). Y finalmente quedó desplazada en su totalidad. La principal reclamación de E. P. Thompson a Morris reside en la propia diferencia que sostiene con Williams (lo que le acerca a Thompson): “la crítica romántica del capitalismo industrial, el trabajo de Ruskin y Carlyle, asume un nuevo tipo de importancia a la luz de la transformación de la tradición que efectúa William Morris.”277

De hecho Morris, lejos de conjugar las conjeturas centrales de sus precursores románticos, las desbanca. Lejos de basar su argumento en alguna noción de arte o cultura que hubiera de fructificar en un futuro nuevo y más glorioso, Morris definió su futuro en términos políticos y no estéticos, y en consecuencia habría de mantener la abolición del arte.

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La palabra “visionario” no hace justicia a un cambio tan fundamental. “No se trata de que el arte sublime esta pobre vida estrecha excepcionalmente por medio de unos pocos hombres, despreciando a los que bajo ellos demuestran una ignorancia que los mantiene afirmados a una brutalidad contra la que no opondrán resistencia. Más bien sostendría que el mundo debiera suprimir por un momento el arte [...] desearía que el trigo, más que pudrirse en el granero de los avaros, estuviera en manos de la tierra, que todavía cuenta con una oportunidad para escapar de la oscuridad.”278

Durante la década de 1880 Morris sugirió en más de una ocasión que las artes debían morir con la sociedad capitalista, y que sólo podrían renacer cuando la sociedad socialista estuviese suficientemente establecida. “Las viejas artes ya no son fértiles por más tiempo”, escribió, “nada nos obliga por más tiempo a perdonar los lamentos elegantemente poéticos: secas como están no tienen sino que morir, y la cuestión ahora es cómo morirán, si con expectativas o sin ellas.”279 Si la fuente del arte era el “placer” del trabajo, entonces el socialismo es la precondición necesaria para su renacimiento. “Es posible,” dijo Morris, “que todas las viejas supersticiones y convenciones del arte hayan de ser barridas antes de que el arte pueda nacer de nuevo. Que antes de ese nuevo nacimiento haya que desenmascarar y dejar en evidencia a todo aquello a lo que se ha señalado como arte. Que tengamos que alejarnos de todo lo que no son sino los materiales del arte, la carrera humana, sus aspiraciones y pasiones y su casa, la Tierra: sobre cuyos materiales habremos de utilizar estas herramientas, el esparcimiento y nuestro deseo.”280 De nuevo

estas aspiraciones del pueblo sólo pueden nacer de una condición de igualdad práctica [...] creo tanto en que conseguiremos esta igualdad que estoy preparado para aceptar, como una consecuencia del proceso de esa victoria, la aparente desaparición de lo que nos queda ahora del arte. Porque estoy seguro de que se trata de una pérdida temporal, seguida del nacimiento genuino de un arte nuevo que supondrá la experiencia espontánea del placer de la vida innato en el pueblo al completo.281

En una palabra, “cualquiera que se confiese interesado por la cuestión del arte y el cultivo por encima de la del cuchillo y el tenedor [...] no entiende lo que el arte significa”.282

En lo que se refiere a la educación, “es necesario que finalice la gestación por un lado de una vida de éxito comercial, o por otro de trabajo irresponsable. Terminará constituyéndose más bien la costumbre de desarrollar las potencias del individuo en todas las direcciones que señalan sus disposiciones innatas: y así ningún hombre terminará su educación mientras viva.”283 La crítica de Morris a la educación en sí misma queda profundamente relacionada con su crítica de la división del trabajo manual e intelectual: “La división entre el intelectual y el trabajador, el hombre de ´genio´ y el pueblo, el trabajador manual y el ´cerebral,´ debería finalizar definitivamente [...] así como el trabajo físico no debería acarrear indignidad por más tiempo, sino más bien lo contrario, el trabajo intelectual a expensas de un ejercicio verdadero de las facultades corporales debería entenderse como un abuso de la plenitud de vida.”284 Éste es un pasaje clave. Aquí, a sabiendas o no, Morris relaciona su pensamiento con el rechazo de los radicales obreros durante el largo periodo que necesitó el cartismo para aceptar la división burguesa de esferas como la base de la “educación”.

Pero Williams fracasa a la hora de reconocer la especificidad del salto intelectual y político de Morris. Es evidente que para el Williams de Cultura y Sociedad resulta más importante relacionar a Morris con Carlyle y Ruskin entre otros, más que separarle de la tradición que éstos construyeron, lo que por otra parte hizo consigo el mismo Morris. Puede incluso ocurrir que al relacionar a Morris con Ruskin en particular, Williams fracase a la hora de reconocer la especificidad de ambos: cuando menos hay que resaltar que el autoritarismo y el paternalismo de Ruskin no infectó a Morris.285

Williams cita y glosa un pasaje de “Cómo me convertí en socialista” de Morris: “había pocos que estuvieran abiertamente en contra [...] del whigerismo [...], por no decir sólo

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dos, Carlyle y Ruskin. Éste último fue mi maestro en busca del ideal antes de mis días de socialismo práctico.” La frase “antes de mis días de socialismo práctico” queda efectivamente ignorada por Williams. Para Williams, “Morris admite la tradición en toda su amplitud”.286 Por el contrario, ante nosotros Morris parece repudiar de hecho esta tradición, más que desarrollarla. Él rechaza conscientemente esa parte anterior de su vida en la que había suscrito las doctrinas de la “tradición” de Williams. El Morris que atrae a Williams es el Morris que creía que “es incumbencia del arte el anteponer el ideal de una vida plena razonable (al trabajador)”287, y no el Morris que, habiendo reconocido la función de falso consuelo del arte, lo rechaza intransigentemente. Con no muy buen acierto Williams intenta reinscribir a Morris en el seno de una tradición de pensamiento estético que Morris había superado. “Morris”, insiste Williams, “utiliza la idea de cultura, y en particular su incorporación en el arte, como un criterio positivo; ´el ideal verdadero de una vida plena y razonable´”.288

El resultado es que Williams deja irreconocibles las particularidades del comunismo de Morris. Morris ya había escrito (de manera muy razonable) que el socialismo puede “conseguir para los propios trabajadores mayores sueldos y menos horas de trabajo: el municipio puede explotar las industrias en el beneficio mutuo de productores y consumidores [...] admito abiertamente en todo ello una gran ganancia, y me alegro al atisbar proyectos que podrían conducirnos en esa dirección. Pero tan grande como pudiera ser este beneficio, creo que la bondad final de todo esto [...] dependería de cómo se realizan estas reformas, con qué espíritu, o más bien qué más se hará mientras esto sucede.” Williams insiste en que estamos ante “un argumento característico de la tradición que Morris confirma en sus términos usuales”.289 De nuevo “entendemos que Morris da a la tradición [...] una aplicación radicalmente nueva de sus ideas [...] Morris anuncia aquí una prolongación de la tradición en nuestro propio siglo.”290 Sin embargo, al abordar su conversión al socialismo revolucionario, nosotros debemos reiterar que Morris no era más un Jano bifronte que un predecesor del siglo XX, incluso en sus desarrollos más contemporáneos, hasta extremos mucho más extensos de lo que semejantes formulaciones nos hayan podido hacer creer. Él rechazó esa tradición a la que Williams le había incorporado de manera un tanto perversa.

La última referencia a Morris en Cultura y Sociedad291 contiene una declaración más certera que cualquiera de las que puede habernos deparado con anterioridad, al señalar que, en Morris, “el socialismo era de tipo marxista”. Esto no se sigue de nada de lo que hayamos leído de Morris hasta ahora. Lo que debería haber sido una opinión central sobre Morris –que Morris acabó considerando como central en su vida y desarrollo personal- aparece aquí más bien como una confesión poco generosa, encajada además entre dos afirmaciones demostrablemente falsas. Por un lado que Morris “había relacionado la causa del arte con la causa del socialismo” (cuando de hecho había separado la causa del socialismo de la del arte). Y por otro que “los términos de la posición de Morris eran más antiguos (que los del socialismo), y herencia de una tradición general que le venía de Ruskin”. En siguiente frase Williams pretende subordinar la “rebelión” a la “promesa política” de la manera menos conveniente para Morris, que relacionó las dos al repudiar el arte: “(Morris) recogía del marxismo el razonamiento económico y la promesa política; la rebelión general era más antigua.” También reduce los argumentos revolucionarios de Morris a una mera rebelión estética. Lo más que admitirá Williams es que “alguna vez Morris sugirió que la causa del arte debe aguardar al éxito del socialismo”292 (Williams declara inmediatamente que esta sugerencia “puede ser errónea”). En cualquier caso los “alguna vez” de Williams podrían ser tomados como sugerencia de una cierta intermitencia. Su uso oculta aquí el hecho de que una vez que Morris ha variado su posición, se mantiene allí con la misma tenacidad durante el resto de su vida. Williams escribe que “el anhelo de identidad de situación y sentimiento, que ejerce un atractivo tan poderoso en tantos escritores como Morris, es una

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mera forma de anhelo regresivo hacia una sociedad no industrial y más simple”.293 ¿Pero por qué debería ser esto así necesariamente? Como afirmación sobre Morris, y no tanto sobre “los escritores como Morris”, esta proposición es lo suficientemente confusa como para revelar muchas cosas sobre las intenciones de Williams. Incluso en la corta discusión de Williams con Morris sobre sus Fuentes de esperanza, privilegia el aspecto regresivo y “medieval” de Morris sobre el aspecto progresista y revolucionario –que el mismo Morris había expuesto no sin gran ringorrango.294

No obstante, esta negligencia de Williams nos permite releer los escritos de William Morris como el momento de una dialéctica en marcha entre cultura y política en el seno de la sociedad capitalista; no una dialéctica entre cultura y sociedad, sino un movimiento alternativo de la historia que ha sido constantemente marginado por los aparatos del estado ético y su sentido común. A pesar de que su ocultamiento lo hace aparecer como discontinuo y esporádico, este movimiento tiene de hecho una historia que se puede trazar tanto teórica como prácticamente. Si releemos a Morris desde esta perspectiva, su trabajo propone más una reflexión del lugar que ocupa la cultura dentro de movimientos sociales radicales, que una confirmación de la “tradición”. En este sentido encontramos lecciones que son instructivas tanto para el presente como para el pasado.

Los escritos comunistas de Morris mantienen un esquema dialéctico, aunque el mismo Morris no era estrictamente dialéctico. Consistentemente, al negar el arte o la cultura como una actividad especializada que forma parte de una esfera distinta a la de la producción, se los concibe tras su reaparición como un aspecto indiferenciado del trabajo, que a su vez queda entendido más como placer que como obligación. Esto se cumple tanto en sus ensayos como en su ficción utópica, Noticias desde ninguna parte. De hecho en esto Morris concuerda con las reflexiones dispersas de Marx sobre estética y sobre la sociedad comunista post-revolucionaria. Esto establece también la diferencia con los discursos radicales anteriores y las condiciones que limitan su pensamiento; unos límites que han inducido a leer superficialmente sus escritos y a desecharlos como estetizantes y medievalizantes. Su diferencia con los discursos radicales de la primera mitad del siglo estriba en su consolidada oposición frente a una teoría y un espacio de cultura estética (aunque fuesen literalmente inconcebibles antes de 1850) de los que, por fuerza, tenía que alejarse. Su visión de la sociedad post-revolucionaria queda muy cerca de la de Thomas Spence, pero requiere una crítica más extensa de los efectos de la división del trabajo o la “alienación”. Comparte con los cartistas y los radicales de las décadas de 1830 y 1840 la concepción de un espacio social indiferenciado, pero a diferencia de ellos necesita basar dicha concepción en una negación de la diferenciación, más que en la consideración de que todavía hay una alternativa posible. El fin de la división del trabajo, sobre el que quedan predicados finalmente la integración del trabajo, el ocio y el fin de la política, es más una posibilidad post-revolucionaria que una alternativa a las relaciones sociales de un capitalismo todavía emergente. Al mismo tiempo Morris se opone desinteresadamente al socialismo reformista característico de la década de 1860, oportunamente denominado “socialismo estatal” en Noticias desde ninguna parte295. Se trata precisamente del tipo de aceptación de dotación estatal educativa y de cultivo que en ese momento Morris anatematizó, aunque esa estrategia pudiera haber aparecido a la sazón de una manera necesaria. Este antagonismo frente a la intervención paternalista del estado es quizás lo que más distingue a Morris de Carlyle y Ruskin.

Por consiguiente el logro de Morris consiste en haber propuesto un movimiento dialéctico inseparable de una transformación social, por el que una cultura estética ahora plenamente diferenciada, que a la vez desplaza y establece una categoría de necesidades y de placeres humanos, puede reunir de nuevo el rango de prácticas de la que había sido separada. Este movimiento dialéctico es histórico en sí mismo, y está condicionado por una transformación histórica de los espacios sociales que hemos discutido en los capítulos

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anteriores. No obstante esta condición también confina su imaginario social a una negación cuasi-medieval de las relaciones sociales actuales. En parte, esta circunstancia resulta personal y contingentemente de su propia formación entre pintores prerrafaelistas, que convirtieron la actitud medievalista en su fetiche. A otro nivel, sin embargo, queda determinada por una inevitable sobreestimación de la cultura estética, en un momento en que ésta había aparecido mayoritariamente como el único espacio alternativo de práctica frente a las relaciones sociales capitalistas, y como la única analogía imaginable para anticipar las condiciones post-revolucionarias. Y a este respecto la imaginación de Morris establece una transformación dialéctica del medievalismo victoriano del modelo autoritario de Carlyle, Ruskin o Tennyson, hacia uno en el que las condiciones para desreificar las relaciones sociales pasan por la negación de la misma tecnología industrial, y no sólo por la abolición del trabajo alienado y los modos de autoridad capitalista.

LA CULTURA DE LOS MOVIMIENTOS SOCIALES

Hoy en día la previsión de las relaciones sociales poscapitalistas y post-patriarcales sigue cargada de idealización, ya sea “nostálgica” o de otro tipo. Nosotros pretendíamos emprender la tarea de contribuir a abrir el repertorio de posibilidades históricas, más que determinar sus propios fines, y por lo tanto no nos tienta ningún tipo de compromiso con pronósticos utópicos. Sin embargo sugeriríamos que los escritos de Morris todavía constituyen una prolongación largamente ignorada de la teoría marxista, tanto por parte de la tradición marxista “ortodoxa” como por parte de la mayoría de los marxistas “culturales”, de Lukács a Marcuse. Si el argumento de Morris a favor de la abolición del arte tendía a destruir la enmascarada función instrumental que éste sostenía en relación con el estado y el capitalismo, a modo de papel compensatorio donde se propone un espacio autónomo de libertad, los marxistas culturales han tendido a ver en la estética el lugar de afirmación del deseo utópico, o en todo caso, de preservación de la negación residual subjetiva de las relaciones sociales capitalistas.296 En efecto, a partir de Lúkacs, el marxismo cultural, en su énfasis de la alienación, ha mantenido la función del arte en la sociedad burguesa. Por esa misma razón, si Morris entendió el sentido crucial de la cuestión del fin de la división trabajo y su reducción horaria en la reconstitución de las relaciones sociales, el marxismo revolucionario ortodoxo ha tendido a considerarla en la órbita de la sociedad poscapitalista como una demanda aplazada. El hecho de que las sociedades comunistas no abordaran el asunto de la división del trabajo de una manera concreta puede haber determinado el fin eventual del problema, así como esa centralización característica de la producción y el poder político de ningún modo revolucionaria que, de hecho, dependía abiertamente tanto de la división del trabajo como de las esferas sociales.

Hay muchos y variados argumentos para entender las razones del fin de los estados socialistas europeos y los movimientos revolucionarios occidentales, y también del simultáneo declive de los sindicatos, las grandes instituciones del “socialismo de estado”. Los últimos argumentos van desde la corrupción de liderazgo sindical y la apatía de sus burocracias a la hora de abordar las necesidades de los trabajadores, a la acentuación de los asaltos estatales sobre la organización laboral y la acelerada movilidad de capital transnacional, a través de la sobreexplotación de los recursos laborales del “tercer mundo” y el trabajo inmigrante. A todos estos argumentos, cruciales para analizar el momento presente, hay que añadir las contradicciones que surgen de la articulación entre el socialismo y los proyectos del estado ético.297 Con esto no queremos apuntar únicamente la asimilación del socialismo por parte de la hegemonía, sino también la reproducción estructural de los espacios sociales del capitalismo. El continuo privilegio –frecuentemente abstracto- de lucha en la esfera económica no sólo ha subordinado otros lugares de lucha

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en las décadas recientes –feminismo, anti-racismo, ecologismo y demás. También ha continuado objetivando un modo concomitante de subjetividad política atrapado en el seno de la lógica de las estructuras democráticas representativas, que aparecieron dentro del discurso sobre la cultura y el estado que hemos analizado en los desarrollos del siglo XIX. Dentro de estas estructuras, más que negarse se confirman las divisiones específicas dentro del sujeto-ciudadano moderno. Progresivamente esta tendencia ha entrado en conflicto con otros movimientos culturales y políticos que no quedan inicialmente predicados sobre análisis económicos.

Hasta ahora nuestro argumento concuerda con un trabajo todavía indispensable sobre los movimientos sociales, Hegemonía y estrategia socialista de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, que ha ayudado a aclarar nuestra comprensión incluso aún cuando discrepamos con su talante. Por supuesto, nuestro desacuerdo es en parte histórico: nuestro trabajo ha mostrado que la “revolución democrática” del siglo XIX, lejos de desplazar “identidades dadas y relativamente estables” a un contexto de antagonismos obvios, surge de un conjunto altamente fluido de conceptos y posiciones sociales emergentes, donde los límites del espacio social y la subjetivación eran enormemente “borrosos”. De hecho argumentaríamos que sólo podemos encontrar un principio de posibilidad de las formas específicas de la democracia representativa fuera de las múltiples posibilidades que se dan a principios del siglo XIX.298 Esto no quiere decir, de modo reaccionario, que no se ofrezca nada nuevo en las condiciones aparentemente irreemplazables del presente, donde la desestabilización de las identidades y la multiplicación de los espacios políticos tienden a disolver “la positividad diferencial de lo real”, y consecuentemente a componer una eclosión de “la idea, y la misma realidad, de un único espacio de constitución de lo político.”299 Por el contrario deseamos desarrollar el pensamiento de Laclau y Mouffe, procurando sostener una comprensión de la dialéctica histórica de la política y la cultura, desde la que la teoría de los movimientos sociales y la práctica de la democracia radical se opongan a la democracia representativa. Esto implica de manera inmediata un conjunto de consideraciones teóricas, históricas y prácticas.

Nos resulta sorprendente que las formas culturales jueguen un papel tan modesto en la teorización de los movimientos sociales de Laclau y Mouffe, dados los antagonismos culturales que la progresiva movilización del activismo de estos movimientos ha acarreado durante las pasadas décadas. Por explicarlo brevemente, entendemos por movimientos sociales aquellos movimientos cuyo activismo se da preponderantemente a lo largo del estado ético, más que en el seno del estado político.300 Estos movimientos no quedan determinados por la singularidad de ciertas cuestiones políticas o sociales, sino que se multiplican en el entrelazamiento de diferentes intereses, espacios y fuerzas sociales. No están regulados por ninguna norma práctica o concepto singular de subjetividad política, y por consiguiente no ocupan el espacio de la “política” en su sentido convencional. Tienden a ramificarse rápidamente sobre asuntos contiguos, y con frecuencia pueden parecer esporádicos y discontinuos a ojos de aquellos teóricos que funcionan de manera programática. De manera ubicua, estos movimientos han descolonizado la globalidad de las luchas en cada momento histórico. Pero también han sido críticos al movilizar culturas de oposición y alternativas dentro de los principales estados capitalistas: movimientos de masas como el CND en Gran Bretaña movilizaron una oposición a los programas nucleares del estado, pero además, a finales de los sesenta y los setenta se entrelazaron y ramificaron con el activismo ecológico, antimilitarista y comunitario. Este activismo quedó incrustado en diversas formas culturales de expresión, y en su giro contribuyeron a la movilización socialista y feminista como nuevas formas de resistencia cultural contra el tacherismo y el racismo durante los ochenta. En los Estados Unidos, la historia del Movimiento de los Derechos Civiles y su legado sugiere una dinámica similar de intersección y ramificación, incorporada en la aparición continua de nuevos modos y

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espacios de pelea: el activismo feminista, los movimientos de grupos étnicos o el ecologismo radical, cada uno de los cuales presenta diferentes grados de intersección con los otros301.

En un giro peculiarmente leninista, estas dinámicas también se han interpretado con cierta facilidad como sectarismo destructivo de izquierdas, o como un particularismo característico de los historiadores de la nueva izquierda.302 Por el contrario, desde nuestra perspectiva los movimientos sociales obtienen su movilidad y su dinamismo conforme trasgreden las divisiones normativas de la sociedad civil y el estado en la sociedad capitalista, por medio de vías que al estado hegemónico le resultan extremadamente difíciles de contener. De esta manera, un compromiso prolongado de los movimientos sociales con los aparatos del estado puede terminar significando su “arresto” y gradual incorporación, con lo que se hace necesario fomentar su transformación y su reaparición en otros lugares de la sociedad civil. Consecuentemente, la historiografía convencional raramente puede alcanzar a comprender tales movimientos en la particularidad de su longevidad, pues sus ritmos quedan difícilmente aprehendidos por narrativas que, en el seno de un modelo progresivo de historia política, enfatizan momentos puntuales de victoria y derrota. Como remarca Paul Gilroy, “donde los nuevos movimientos mantienen su distancia con las instituciones del sistema político”, diremos que “queda constantemente subrayada la distinción entre la emancipación humana y las libertades formales garantizadas por la política.”303

Hemos enfatizado a través de este trabajo la relación que mantienen radicalismo y cartismo con la fluidez de un estado emergente y la sociedad civil, frente a la posterior convergencia entre el discurso obrero y un estado hegemónico más poderoso donde las divisiones de la sociedad civil han comenzado estabilizarse. También hemos demostrado de qué manera, muchas de aquellas diferentes condiciones determinaban que la aceptación formal de “emancipación política” y la revocación de las aspiraciones políticas pasaban por la capacidad de “quedar representado”. Ahora, este periodo de transición excepcional e irrepetible tiene mucho que aportar a la política de enfrentamiento, justo cuando parece aparecer un nuevo modo de producción, y también cuando se están dando novedosas transiciones en la esfera política. Pero a diferencia de muchos teóricos sociales contemporáneos, no querríamos sobre-enfatizar la importancia del nuevo modo de producción, de ninguna manera determinante ni autosuficiente cuando hablamos de la constitución de una política de movimientos sociales.304 Más bien argumentaríamos que tanto la sociedad civil como los movimientos sociales que la cruzan, mantienen una relación de mayor mediación con las nuevas formas de la producción capitalista. La porosidad creciente de las instituciones de la sociedad frente a las acometidas del capitalismo y la intervención estatal, así como el declive de los modos más antiguos de organización laboral, multiplica las aperturas de movimientos sociales, así como el aumento de la necesidad de luchar para mantener una serie de espacios hábiles para la constitución de formaciones culturales alternativas, que poco tienen que hacer con un tipo de subjetividad política formal o de clase.

Pero la lógica de los movimientos sociales también parece más comprensible al hilo del relato de esa historia intelectual que se aparta de las teorías de la cultura; una historia dentro de la que nuestro propio proyecto queda asimilado de facto. Teóricamente, la posibilidad de concebir la cultura como un modo de articulación de prácticas que atraviesa todas las esferas diferenciadas de la sociedad, y no como una actividad especializada de la estética o el ocio, queda propuesta por los desarrollos disciplinarios posteriores al siglo XIX. De nuevo estos desarrollos implican una dialéctica conceptual, tal y como ocurría con Morris, que transforma el sentido y la práctica de la cultura, proponiéndola como un conjunto de actos significantes. Justo cuando el concepto de cultura en su sentido estético alcanzaba su apogeo y comenzaba a asumir el sentido general de “cultivo armónico del

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individuo”, aparecía la definición antropológica de la cultura como el “todo complejo” de la sociedades primitivas. En efecto, esta división del concepto suscribe la distinción entre “culturas” no-modernas, que son indiferenciadas, y las sociedades modernas que quedan alta y progresivamente diferenciadas.305 Con la aparición del concepto de cultura de masas durante el siglo XX, esta distinción se complementa con otra nueva. Relegada por pensadores de izquierdas como la escuela de Frankfurt al estatus de falsa ilusión ideológica de masas, “la cultural de masas” (la cultura popular o los productos de la “industria cultural”) queda inicialmente subordinada al valor crítico progresivamente negativo de un trabajo estético residual: estamos ante “mitades separadas”306, como dice Adorno. Pero se puede observar que este doble conjunto de distinciones experimenta una transformación dialéctica conforme los conceptos de la cultura etnográfica apuntan su relación con los conceptos estéticos, a la hora de recuperar y reevaluar las formas populares o de clase trabajadora. El propio giro que Williams emprende en Cultura y Sociedad desde el concepto de la persona integral hacia la idea de cultura como “modo integral de vida” es un ejemplo fundamental de este proceso, a pesar de su momentánea incapacidad para entender la necesidad de repensar los modos del juicio estético, ya que éstos no pueden asumir efectivamente este concepto posterior. Al margen de esta dialéctica aparece el vocabulario conceptual de los estudios culturales contemporáneos, que han desplazado y dispersado, en todos los sentidos de la expresión, la concepción estética del “hombre representativo” o “integral”.307

Si la antropología moderna no podría haber aparecido como práctica disciplinar al margen de la global extensión del poder imperial y la colonización, la práctica interdisciplinar de los estudios culturales tampoco se podría haber fraguado sin un cambio histórico correspondiente. Los estudios culturales se alejan progresivamente de la simple cuestión dicotómica de la “alta” y “baja” cultura,308 y toman como objeto las formas altamente diferenciadas de producción y recepción cultural que han ido aparecido con la creciente intervención del capitalismo en la sociedad civil en el dominio de los “valores” y el ocio. En este camino se intensifica una articulación de la cultura que es indiferente a la distinción estética, excepto por la forma instrumental de la estratificación que implican las ideas de audiencia y consumidor. Mientras una parte de la crítica cultural, de la escuela de Frankfurt y la Sociedad del espectáculo de Guy Debord a los estudios contemporáneos de cultura transnacional, ha tendido a considerar esta circunstancia como una extensión homogeneizante de la hegemonía en los propios recesos del imaginario, nosotros estamos más bien con aquellos que entenderían en este proceso la disolución sumaria de los distintos espacios de una tradición jerárquica de práctica y juicio cultural. Esta dispersión cultural corresponde a la dispersión de la esfera política que Laclau y Mouffe teorizan en Hegemonía y estrategia socialista. La cultura no puede quedar localizada por más tiempo entre los términos de un espacio propio, sea estético u ocioso, diferente de otros espacios sociales.

No obstante nosotros entrevemos un colapso de la distinción cultura/política, que prolongaría la concepción de los movimientos sociales de Laclau y Mouffe, así como el progreso hacia la “democracia radical”. Como ya hemos remarcado, Hegemonía y estrategia socialista ignora ampliamente las dinámicas culturales de las prácticas de los movimientos sociales. Con esto no nos referimos simplemente a los elementos de expresión cultural (canciones, teatros, murales, etc.) que complementan como prácticas particulares la “acción política” directa. Tampoco nos referimos a la función politizante de intervenciones culturales como, por ejemplo, movimientos nacionalistas donde se interpela al sujeto y se lo forma para la lucha política. Pretendemos designar una dinámica donde las prácticas antiguamente discontinuas de la cultura y la política, y por consiguiente también sus distintos modos de subjetividad, quedan disueltas en la propia textura de esos movimientos sociales que atraviesan los espacios diferenciados de la sociedad liberal y la democracia

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representativa. El movimiento social responde a esas divisiones ideológicas del espacio en la sociedad civil, que se muestran como progresivamente inadecuadas para un capitalismo que evoluciona a través de cada dimensión de la estructura social. Tomemos por ejemplo los crecientes movimientos medioambientales, cuyo objeto no responde tanto a una categoría aparentemente clara. Es decir, no hablamos de la “naturaleza” como afuera residual de la depredación capitalista, sino de los múltiples efectos de la polución industrial en comunidades rurales y urbanas que quedan definidas por estatutos de raza y clase. Para tales movimientos el antagonismo que sostienen frente a la explotación económica del capitalismo es inseparable de las cuestiones de medioambiente doméstico, de salud y crecimiento infantil, de racismo y diferencia cultural, o de acceso al poder político o a la esfera pública. En tales casos los movimientos sociales no quedan definidos por posiciones preestablecidas, sino por la propia dinámica de una práctica contra-hegemónica que desafía la diferenciación en cualquier espacio o dirección social que venga dado por un fin singular. Aquí no se está dando una articulación de distintas formaciones sociales o modos de subjetivación que implican formaciones anteriores y discontinuas dentro de las diferenciaciones dadas de la sociedad liberal, sino que se insiste en una fenomenología fluida y resistente de intersecciones de efectos de poder y explotación históricamente constituidas.

Nuestro énfasis en la constitución histórica de esas intersecciones pretende señalar la evidencia de continuidades históricas que enlazan con luchas contemporáneas, a lo largo de una apariencia de discontinuidad que es el resultado de un ocultamiento historiográfico. Las historiografías dominantes, formadas tanto desde la izquierda como desde la derecha según la lógica del progreso y la diferenciación, declaran o bien la incorporación de los movimientos sociales contra-hegemónicos, o bien su extinción sucesiva.309 Por el contrario nosotros pretendemos argumentar que la fuerza contra-hegemónica de estos movimientos ha consistido en su rechazo a sucumbir a la diferenciación, así como en su actual resistencia discursiva y material frente a formas específicas de dominación.

Los movimientos sociales contemporáneos se preservan y se articulan desde su insistencia en un espacio indiferenciado de práctica, que resulta bastante más contra-hegemónico que cualquier proyecto socialista basado en la “renuncia de la categoría del sujeto como una entidad unitaria, transparente y suturada”, tal y como argumentan Laclau y Mouffe, y en su sustitución por “antagonismos constituidos sobre la base de diferentes posiciones del sujeto”.310 Su propia creencia de que el camino a la democracia radical no consiste en “el abandono del terreno democrático, sino por el contrario en el desarrollo del campo de las luchas democráticas al conjunto de la sociedad civil y el estado”, les vincula a una articulación de las posiciones políticas y sociales ya constituidas de democracia liberal o representativa. Esto nos dirige hacia una concepción bastante estática de la “articulación” de luchas, que sigue una serie de líneas preconcebidas de delimitación como raza, género o clase, y que quedan representadas por movimientos correspondientes y “equivalentes”: anti-racismo, anti-sexismo y anticapitalismo”. En éstas líneas, la teoría pierde esa capacidad de mostrar la relación trasgresora que los movimientos sociales sostienen frente a los espacios fijados y a las categorías sujetuales de la sociedad civil liberal.311 Nuestra investigación sugiere más bien que cualquier camino hacia las formas alternativas de democracia radical a través de las categorías definidas en el seno del concepto de democracia representativa resulta improbable en el mejor de los casos. En otras palabras Laclau y Mouffe permanecen enredados en lo que Marx denominaba “mera emancipación política”. Trasladarse más allá de la condición de “emancipación humana” reclama más de lo que incluso Marx previó bajo la forma de lucha económica o de clase; reclama la disolución de ambas categorías, una disolución económica y política sostenida por una tradición radical anterior, incorporada de una manera dialéctica en el potencial de los movimientos sociales contemporáneos.

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EPÍLOGO

RAYMOND WILLIAMS Y GEORGE ORWELL

En esa novela menor que es 1985, Anthony Burgess señala que 1984 era “la venganza de Orwell sobre los trabajadores de 1948. Le habían decepcionado.” Se trata de una equivocación exagerada. Si para 1948 alguien había tenido la posibilidad de decepcionar a Orwell, no fueron los trabajadores sino la intelectualidad: esa misma intelectualidad que le abandona desde entonces, justo como el propio Orwell había previsto. Es común considerar a Orwell como “la voz de la desilusión política, del fracaso inevitable de la revolución y el socialismo”.312 Aunque estas palabras pertenecen a Raymond Williams, es fácil encontrar citas similares en el análisis literario y político de un ámbito que incluye a nombres como E. P. Thompson, Isaac Deutscher o el propio Anthony Burgess.313 La amplitud de este consenso causa cierta sospecha, pero tiene tal fuerza que cualquiera que plantee algún tipo de objeción a este respecto, y que además señale el carácter genuino del compromiso de Orwell con el socialismo, queda obligado a abordar una larga y cuidadosa reconstrucción de la política orwelliana. Se trata de una tarea complicada, tanto por las propias complejidades de Orwell como por las de sus críticos. A este respecto viene al caso la figura de Raymond Williams, cuya hostilidad hacia Orwell es de sobra conocida, y que de aquí en adelante se propone como piedra de toque; sus puntos de vista sobre Orwell resuenan en los asuntos más equívocos. Al intentar entender cómo se termino viendo en Orwell la voz del desánimo político mundial, se plantea un problema que queda relacionado fundamentalmente con otras cuestiones más extensas: ¿cómo se le llegó a considerar el profeta del “totalitarismo”, un concepto que utilizaron los ideólogos de la guerra fría (pero no el propio Orwell) para indicar una compatibilidad entre fascismo y estalinismo? ¿Cómo quedó Orwell situado tras su muerte entre una visión bipolar del mundo, en una retórica de guerra fría en la que nunca encajó? Reviste una ironía amarga el hecho de que, por lo general, las obras más famosas de Orwell, Rebelión en la granja y 1984, se entienden hoy más que nunca como signos de una oposición al socialismo que Orwell no manifestó expresamente –aunque desilusionado, Orwell podría haber coincidido con algunos de sus colegas intelectuales (y ellos con él, como indica de nuevo el ejemplo de Raymond Williams).

Tanto antes como después de 1984, Orwell mantuvo expresamente su compromiso con el socialismo democrático como alternativa frente al capitalismo y al estalinismo. En marzo de 1947, cuando 1984 estaba en pleno desarrollo, Orwell publicó en The New Leader una extensa crítica de La lucha por el mundo de James Burnham, donde se insistía en un “tercer camino” más allá de las alternativas capitalistas y colectivistas estridentemente perfiladas por Burnham.314 Sobre 1984 escribió a un lector americano (Francis A. Henson

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de la United Auto Workers) que “NO se debe entender mi última novela como un ataque al socialismo [...] sino como una muestra de las perversiones potenciales de la economía centralizada, que ya se han dado de manera parcial en el comunismo y el fascismo.”315

Cuando T. R. Fyvels recuerda a Orwell insiste con tino en que 1984, más allá de sus defectos y ambigüedades, y a diferencia de lo que consideraba su editor Frederic Warburg, “no era un salvaje ataque al socialismo”, sino más bien una advertencia sobre la posibilidad de un tipo de tiranía estatal que se auto-denominaba socialista. En “Escritores y Leviatán” Fyvels nos recuerda atinadamente cómo “Orwell había dejado escrito que suponer la llegada inevitable del socialismo democrático con el derrumbamiento del capitalismo constituía una debilidad de la izquierda. No había tal inevitabilidad, [...] y 1984 era una advertencia alegórica sobre las peores consecuencias posibles.”316 Como tal es un correlato, y no un correctivo, de las convicciones políticas que Orwell expresa en su ensayo de 1948 titulado “En defensa del camarada Zilliacus”:

A diferencia del capitalismo la democracia social ofrece una alternativa al comunismo, y si se puede habilitar algún espacio alternativo para funcionar a gran escala, si hay un margen de modificación para introducir el socialismo sin fuerzas policiales secretas, deportaciones masivas y demás, entonces la excusa de la dictadura se desvanece.317

La doctrina política de Orwell ya había quedado resumida en su ensayo de 1947 sobre F. A. von Hayek. Orwell escribía que “Nuestra dificultad actual” consiste en que “el capitalismo nos dirige hacia colas de caridad, a una encrucijada entre mercado y guerra. El colectivismo nos dirige hacia campos de concentración, a una adoración del líder y la guerra. No hay otra alternativa a menos que planeemos una economía capaz de combinarse de alguna manera con la libertad y el intelecto”.318 Puede que esta combinación no sea el resultado más probable de la práctica política, pero no obstante Orwell creía que, si se pretendía evitar la locura colectiva, ése era el proyecto político fundamental de su generación. A la hora de entender las razones que llevaron a Orwell a escribir 1984, una composición hipotética proyectada sobre un futuro que afronta la temeridad de apuntarse con fecha concreta, debería asumirse como referencia de la tarea política de alejarnos del mundo que retrata el libro. La carta de Orwell a Francis A. Henson lo deja claro:

No creo que vaya a llegar necesariamente el tipo de sociedad que describo, pero creo que (apoyándonos por supuesto en el hecho de que el libro es una sátira) podría ocurrir algo similar. Creo también que las ideas totalitarias han arraigado invariablemente en las mentes de los intelectuales, y he intentado extraer de esas ideas sus consecuencias lógicas. El escenario del libro se sitúa en Gran Bretaña para enfatizar que las castas intelectuales inglesas no son mejores que otras de manera innata, y que si no se combate el totalitarismo, éste podría triunfar en cualquier sitio.319

Por supuesto esta llamada de atención implica la cuestión de su agencia: ¿Quién va a combatir concretamente el totalitarismo, y en nombre de qué? Orwell no es tan claro a la hora de señalar concretamente qué tipo de sociedades y grupos de valores resultan adecuados para llevar a cabo esta tarea, y cuáles no. Según George Kateb, éstos últimos incluyen a “los reaccionarios pasados de moda, el capital, el ejército, la iglesia, y tenemos el movimiento fascista que culmina en Hitler, ´el criminal lunático´ tal y como lo llamó Orwell en un ensayo sobre H. G. Wells escrito en 1941. Tenemos a los bolcheviques que, aunque mejores en algún sentido que los nazis y los fascistas, no obstante al consolidar su poder habían desbaratado el idealismo revolucionario. Tenemos finalmente la maldición de la ideología: la adhesión irracional a puntos de vista partidista, la lealtad ciega al grupo a expensas de la verdad, a expensas de la misma cordura.” Kateb cita las “Notas sobre el nacionalismo” de Orwell (1945): “el hábito de identificarse con la simple nación u otro tipo de unidad, situándola por encima del bien y del mal, y no reconociendo otro deber que el

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de anteponer sus intereses”320, éste es el enemigo a combatir –no la expresión de lo que Orwell entendió como patriótico, sino su reverso.

Todo esto no parece especialmente excepcional. Pero Orwell –que disfrutaba con las injurias que recibía por parte de sus lectores de izquierdas cuando defendía a escritores como Wodehouse o Kipling- fue más allá. Insistió en que había encontrado el verdadero socialismo en Barcelona durante la guerra civil española, y que tenía bien poco que ver con el socialismo patrio de esa “enorme tribu de jamelgos partidistas y profesorcillos grasientos”, que estaban intentando demostrar que el socialismo no era más que “un capitalismo planeado estatalmente y grabado con cuño de izquierdas”.321 Ateniéndonos a la paráfrasis de George Kateb, Orwell no comprende el socialismo democrático “como una búsqueda auto-indulgente de la abundancia, controlada por un horizonte de necesidades que quedan planeadas estatalmente. Más que en imaginar la felicidad total, Orwell siempre se mostró más interesado en abolir el sufrimiento extremo. De hecho Orwell pensaba que sólo tras abolir el sufrimiento extremo podrían revelarse plenamente los problemas reales de la humanidad –tanto los morales como los espirituales.”322

El pensamiento de Orwell era tan socialista como rousseauniano, y en más de un sentido. Su hostilidad hacia la intelectualidad izquierdista (de la que él mismo no dejaba de ser un producto característico) puede compararse a la hostilidad de Rousseau hacia los filósofos de la Ilustración francesa (entre los cuales no obstante también Rousseau quedaría incluido). De todas formas esta comparación implica sus propios límites. Según George Woodcock, Orwell “no era muy adepto a la discusión abiertamente política, y tenía una resistencia temperamental a pensar en términos de planes sociales elaborados o plataformas de partidos claramente definidas [...] Más que los programas políticos, lo que le importaba profundamente eran los principios generales de conducta, particularmente ese tipo de conducta que afecta al prójimo, desarrollada a lo largo de la tradición de la disidencia radical inglesa, y que quedó rápidamente enterrada en la vida política moderna.” No obstante “Orwell odiaba las doctrinas políticas, a los filántropos profesionales y a los advenedizos en general. [...] Cuanto menos relacionado quedara un escritor con cualquier tipo de cuerpo organizado, más beneficioso resultaba personalmente para su trabajo.”323

Woodcock identifica algo muy importante en Orwell: su hostilidad hacia la intelectualidad, utilizada en Gran Bretaña por la izquierda durante la década de los treinta para alcanzar una mayor influencia de la que otorgaban sus resultados electorales. Orwell se dispuso a irritar deliberadamente, con cierta frecuencia y no sin retórica, a la misma gente que más gustaba de su lectura. La descripción de la reunión del Club del Libro de la Izquierda en Subir a por aire (uno de los raros ataques humorísticos de Orwell) y la segunda parte de El camino de Wigan Pier (navajazo más usual en su desaire) son ejemplos que vienen al caso.

Acertada o equivocadamente Orwell estaba convencido de que “en 1943, la admiración que provocaba en los ingleses el heroísmo militar de los rusos les cegaba ante los errores del régimen comunista, y los comunistas estaban utilizando su posición como representantes oficiosos de Rusia e Inglaterra para ocultar la verdad, tal y como había ocurrido en España”. Pero Orwell, en 1944, después de terminar Rebelión en la Granja, distinguía claramente entre la saludable rusofilia de la clase trabajadora –“ellos, que sienten a Rusia como el país de la clase trabajadora, donde el hombre común tiene el control”- y la rusofilia de los intelectuales, que él asociaba negativamente al “culto al poder”. George Woodock proseguirá indicando que mientras “Orwell abominaba del [...] nazismo” también es cierto que, “si consagró más tiempo a la exposición de la doctrina contraria al comunismo, sólo lo hizo porque intuyó un peligro mayor en la posibilidad de los comunistas para engañar y dominar a la izquierda de los países democráticos”.324 La verdad resulta un poco más compleja, más si cabe ante la evidente convicción de Orwell de que para que engaño y dominación fueran efectivos, habrían de quedar refractados por la intelectualidad.

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Por medio de este énfasis en la trahison des clercs, Rebelión en la granja queda relacionada retrospectivamente con Homenaje a Cataluña, y de manera prospectiva con 1984. Raramente se ha conocido hasta qué punto Newspeak e Ingsoc son ejemplos o expresión directa de una trahison des clercs. No obstante, no hay duda de que la traición intelectual supone un leitmotiv en 1984, como anteriormente en Rebelión en la granja y Homenaje en Cataluña (de hecho Orwell consideraba que ése era el tema de los tres libros). A pesar de la opinión de Anthony Burgess entre otros, en 1984 los proles no son traidores sino traicionados. (Winston Smith recuerda las palabras de un anciano mientras en el exterior del refugio antiaéreo se escuchan las bombas, “nunca debimos creer a esos maricones”). Más concretamente, los proles son víctimas de su corriente, de una traición institucionalizada por la intelectualidad bajo la forma del Partido Interior, con todo su sadismo y culto al poder. Al quedar expresada la derrota de Winston Smith por medio de una inmersión en el partido, entendemos que se indica la locura del mundo descrito en 1984, en su sentido más pleno. La élite del partido que está en el poder no gana nada de Ingsoc sino poder; un poder que se ejercita casi totalmente y siempre de manera más directa sobre otros miembros de la misma élite, los del Partido Exterior. El Partido, cuyos miembros han sacrificado por el poder cualquier cualidad humana, vive dentro de su propio círculo de fantasía y contra-fantasía. El círculo del Partido excluye por definición a los proles, el 85 por ciento de la población de Airship One, cuyas vidas quedan afectadas por el Partido –presumiblemente, el prole rechaza la guerra tanto como la aplaude-, pero no obstante quedan libres de infección frente al enrarecimiento de los niveles que ocupan los ángeles y arcángeles de los partidos Interior y Exterior. En 1984 la sociedad oficial excluye a los proles, y consecuentemente la sociedad informe de éstos –ignorada, despreciada, y excluida de la élite- opera sin considerar las evoluciones de las legiones imperiales que les sobrevuelan.

1984 no es una traición al socialismo, sino un retrato de tal traición. Es una declaración de lo que podría llegar a ser el socialismo si éste pierde lo que Orwell considera como sus sujeciones, si los valores ordinarios y diarios del pueblo –que Orwell continuó abrigando a su manera- quedan abandonados por el bien de los “valores” extraordinarios de la intelectualidad, tal y como quedan expuestos ejemplarmente por O´Brien. Pero en este libro, tal y como puntualiza George Kateb, también “imagina un mundo en el que todas las cosas que odiaba se habían vuelto omnipotentes”. Para lograr un efecto claro y potente apostó por una línea simple y franca, y “aspiró al logro de un intenso delirio que revele el peligro (al pueblo)”.325 Orwell es honesto a la hora de proponer tanto las dudas como la confianza que alberga en el potencial regenerador de los proles, y obsesivo y quizás perverso al no albergar dudas sobre el motivo de su presunta traición, la intelectualidad socialista.

¿Es ésta la razón por la que el socialismo democrático de Orwell no es grato a ojos de Raymond Williams, incluso aunque (o precisamente porque) no anda lejos de lo que el propio Williams había defendido? La cuestión revela una paradoja más profunda. Los distintos esfuerzos de Williams para distanciarse críticamente de Orwell no pueden quedar reducidos a diferencias obvias y estrictas entre los dos. Más bien su propia proximidad propone una cuestión abierta que hay que abordar. Esta paradoja pide otra reformulación. Por lo general Williams no se muestra impaciente o arrogante con aquellos escritores con cuyo punto de vista no comulga. En cierto sentido, el conjunto del proyecto de Williams reclama el aprovechamiento de esos escritores. Él se ha probado en repetidas ocasiones de una manera convincente que es capaz de asumir y explicar puntos de vista abiertamente inadmisibles. Pero ese Williams capaz de extender su simpatía a aquellos escritores que considera fundamentalmente antipáticos finalmente no incluirá a Orwell, cuyos puntos de vista –también los que versan sobre el socialismo democrático- son con toda probabilidad menos inconvenientes que los de otros escritores como Carlyle, por poner un ejemplo.

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Orwell y Williams mantienen un gran compromiso en común. Hay que señalar lo tensas que pueden llegar a ser las comparaciones entre el crítico académico literario y cultural, y el novelista-ensayista definitivamente antiacadémico, si intentamos llevarlas demasiado lejos. Pero no obstante aparecen puntos de coincidencia y áreas de superposición, y son mayormente políticas. Tanto Orwell como Williams discrepan abiertamente con la típica afirmación marxista que argumenta la definición o determinación de la superestructura política (o cultural) de la sociedad a partir de una base económica –Orwell porque nunca se vio a sí mismo como marxista; Williams porque, como marxista, encontraba injustificado este reduccionismo. De alguna manera este aspecto, que puede inclinar tanto a Orwell como a Williams hacia una dirección menos doctrinal y más “británica”, también les hace socialistas británicos. En cuanto a su preocupación “tawneyta” de romper igualitariamente las barreras sociales de clase y democratizar la sociedad visiblemente, se trata de un socialismo muy británico. En la segunda mitad de El camino de Wigan Pier, el celebre discurso de Orwell contra los socialistas de clase media queda rematado por un reproche al socialismo donde se le insta a aumentar su esmero de inspirar a las más bajas de las clases medias, que por otra parte “no tienen nada que perder más que su supuesto rango,” de manera que hagan causa común con los trabajadores para derrocar la “plutocracia”.326 Pero esta preocupación tiene poco que ver con otro elemento no menos característico del socialismo británico que representan Webbs, Shaw, y G. D. H. Cole. Orwell y Williams tampoco se muestran interesados por la mecánica del “socialismo parlamentario”. Aunque ambos han condenado la traición de clase que (Ralph Miliband entre otros) acusaron de cometer al “socialismo parlamentario”, esto realmente no forma parte de su núcleo de preocupaciones. Orwell y Williams comparten una preocupación que traspasa las cuestiones de la política parlamentaria y la política económica e industrial, y de las particularidades cotidianas de la administración pública, la estructura sindical y el gobierno local. Su interés se centra en cuestiones de cultura, lenguaje, actitud, percepción, valor y conciencia –un tipo de conciencia que no siempre es de clase. Orwell y Williams comparten un deseo fundamental de enfatizar las relaciones humanas más que de congregar masas sociales, de hablar de la gente, de sus circunstancias y sus experiencias vitales, más que desarrollar métodos estadísticos con algún tipo de valor didáctico. En este sentido la posición de Orwell y Williams está muy lejos del socialismo fabiano y el revisionismo bernsteiniano.

Este interés por las relaciones humanas y la experiencia vital –que, conforme a F. R. Leavis, en el caso de Williams también supone una preocupación académica- también comprende lo personal. Orwell y Williams apelan con frecuencia a sus propias experiencias, percepciones y memorias, y las inscriben dentro de explicaciones de sucesos y procesos sociales, culturales o políticos que son mucho más generales. Cada uno tiene un sentido de ser, o de querer ser, sobre lo que escribir, y cada cual lo expresa habitualmente como una forma de indicar procesos más generales de una manera más inmediata.

La famosa decisión de Orwell de “ser indígena” en su propio país para revelar los antagonismos propios, tenía una cara personal que él no estaba dispuesto a revelar de ninguna manera, pero que no obstante ha de ser cuidadosamente evaluada. Orwell dice en El camino de Wigan Pier:

Podía mezclarme entre esa gente, ver lo que me gusta de sus vidas y sentirme parte de su mundo provisionalmente. Una vez estaba entre ellos y era aceptado debería haber llegado hasta el fondo y –esto es lo que sentí, consciente de ello aun cuando se trataba de algo irracional- parte de mi culpa desaparecería.327

Según George Woodcock, por una parte Orwell “raramente alude a su propia experiencia salvo para ilustrar puntualmente algún argumento de tipo general, por lo general de naturaleza política o social”; y lo mismo podría decirse en gran parte de Raymond Williams.

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Por otra parte en Orwell el “impulso de incluir significativamente sus propias experiencias era [...] más poderoso que el impulso de inventar situaciones originales y secuencias de acontecimientos”. Woodcock está probablemente en lo cierto cuando señala que a Orwell, cuya “manera [efectiva] de oponerse a la experiencia” consistía en escribir sobre ella, “se le hacía duro crear y asumir interiormente un personaje ficticio que no estuviera repleto de actitudes orwellianas, capaz incluso de interrumpir en ocasiones su lenguaje de creador y la expresión de sus pensamientos más característicos.”328 No es difícil encontrar ejemplos a este respecto: Gordon Comstock, George Bowling, desde luego Winston Smith, e incluso Dorothy Hare.

En sus novelas semi-autobiográficas, e incluso ocasionalmente en trabajos académicos de literatura y crítica cultural, Raymond Williams también opone resistencia a la experiencia, “la superficie de la vida” (como Orwell la habría llamado). Cuando inserta la primera persona del singular también lo hace con el propósito de revelar una parte de la sociedad a la otra, aunque no con el propósito de aliviar una culpa, como Orwell hace a veces (no es anecdótico para lo que sigue que Williams sea consciente de no necesitar descender a los infiernos de la misma manera). Esto supone que, más allá de diferencias sociales y personales, Orwell y Williams participan de un mismo deseo de derribar las barreras de la percepción y el entendimiento, lo que les sitúa en otra área de solapamiento. Woodcock señala que un “grupo de ensayos orwellianos” –“Semanarios de los Chicos,” “El arte de Donald McGill” o “Los sorteos y la señora Blandish” entre otros- “han constituido la base de un completo campo de crítica británica contemporánea, representada particularmente por Raymond Williams y Richard Hoggart, dedicada al estudio de la cultura popular en sus diversos niveles sociales”.329 No obstante, al margen de lo que pueda o no compartir con el espíritu de la época –esa época de la Gran Bretaña de 1930 con sus encuestas de observación de masas, su movimiento documental de Grierson y demás- Orwell fue seguramente “uno de los primeros escritores con sensibilidad literaria en tomarse seriamente la cultura popular, y mostrar que el intento de comprenderla podría resultar una disciplina reveladora y fascinante”, tal y como señala Zwerdling. Por otra parte, “en su rechazo de ignorar o descartar la cultura popular, en su interés por malos los libros y filmes, la influencia [de Orwell] era ciertamente liberadora, y revelaba indirectamente las limitaciones insospechadas del gusto más fastidioso y la doctrina estética más rigurosa”,330

incluso aunque sus razones para abordar estas investigaciones no fuesen académicas en absoluto, y sí políticas de una manera más inmediata.

A diferencia de Orwell, en el caso de Williams lo político y lo académico no pueden quedar separados nítidamente, pero esto no anula el área de preocupación compartida, probablemente, más importante y problemática de todas. Hablamos de la cuestión del lenguaje. Orwell y Williams comparten una preocupación directamente política sobre el uso y el significado de las palabras, una preocupación que relaciona el libro Palabras clave de Williams con los ensayos de Orwell sobre el lenguaje, concretamente con “La política y el lenguaje inglés” y “Por qué escribo”. Este obvio punto de similitud tiene un alcance mayor de lo que se podría suponer inicialmente. De alguna manera, al inscribirse conscientemente en la tradición de “cultura y sociedad”, que él mismo conmemora, resucita y (en cierta forma) inventa, Williams es vulnerable, pues esta tradición supone para Williams tanto una plataforma como un refugio. Orwell es vulnerable, pero por otra razón. Él cree que el propio lenguaje es un refugio anhelado. Esto precisa de mayor aclaración, pues podría suponer simultáneamente tanto la fuerza como la debilidad de Orwell. Tal y como lo entiende Orwell, el lenguaje debería constituir un tipo de refugio idóneo si pudiésemos preservar su transparencia frente a ofuscaciones deliberadas. En 1984 el discurso de los informativos bloquea el acceso a esta transparencia de significado que Orwell considera característica de la buena prosa, una transparencia que otorga al lenguaje tanto su fuerza crítica como su poder consolatorio. Ésta es mayormente la razón por la que el discurso de

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la información constituía en Orwell un elemento de pesadilla. En su formulación más conocida “la buena prosa es como un panel de cristal”331 –o sea, lo que el discurso de los informativos no puede ser, una ventana clara a través de la que podemos ver o encontrar un mundo familiar y seguro (frente a lo que Winston Smith atisba en la pantalla de su televisor). Este mundo exterior no se nos refleja tanto –el lenguaje es un cristal y no un espejo- como se revela simplemente a nuestra mirada.

Por supuesto se entiende que la imagen de “transparencia” de Orwell funciona tanto interior como exteriormente: la buena prosa, la transparente, es el mejor camino, y de hecho el único para expresar de manera directa las creencias, las ideas, las posiciones y la identidad del escritor. Así y todo Orwell era consciente de algunos peligros que describió, no tanto en términos políticos sino militares.

“En la prosa“, decía, “la peor cosa que uno puede hacer con las palabras es rendirse a ellas”. Las frases hechas y los clichés son unos enemigos particularmente peligrosos. A menos que estés “constantemente en guardia […] [invaden] tu mente.”332 Cuando piensas que estás haciendo uso de ellos, ellos te utilizan a ti de hecho. Todavía peor, tú no estás eligiendo tus palabras por ti mismo, sino apoyando el interés de diversas élites cuyos intereses se sirven de los estereotipos y las frases hechas, porque (guste o no) ellos modelan el lenguaje que usamos. La puntualización de Orwell tiene en definitiva una resonancia política: proclama verse atacado por la intelectualidad “no porque se tratase de intelectuales, sino porque no eran [lo que él entendía por] verdaderos intelectuales”.333 Los verdaderos intelectuales piensan de manera independiente y hablan sin miedo. Lo que Orwell echa en cara a esas “polisílabas masticadas de marxismo desgreñado” es que asumieran unas ideas y un lenguaje prefabricado –al igual que muchos de sus enemigos.

Está claro que Raymond Williams no es este tipo de intelectual. Pero Williams está más preocupado en distanciarse de Orwell que en coincidir con él. Sus diferentes opiniones sobre Orwell contienen dos líneas principales de crítica, que tienen que ver con el camino de Orwell hacia el socialismo y, a partir de aquí, con su comprensión del mismo. Al enfatizar el socialismo de Orwell, Williams lo aborda como algo que tenía que llegar, siempre como un fin o un destino, y nunca como un punto de arranque. Expone la original exterioridad de Orwell al socialismo de una manera totalmente enfática: “él se concebía como anti-imperialista y antifascista, como un creyente en la igualdad, y sólo a partir de aquí como socialista.” Desde este punto de vista tan poco generoso –al que llega la mayoría de la gente (si es que llegan en algún sentido) a través de sus experiencias-, para Orwell el socialismo no es nunca una doctrina política inmediata. El mismo Orwell confesó con frecuencia que el socialismo era una cuestión que aparece, y que finalmente adopta, por medio de otras doctrinas relacionadas. No era algo de lo que quedara impregnado a edad temprana o de una manera innata. Pero de esto no se sigue la afirmación posterior de Williams, donde señala que “como tal, el socialismo siempre fue secundario [en la mente de Orwell] frente a la lucha contra el fascismo, el imperialismo y la desigualdad”. Puede que, por medio de otras cuestiones, el socialismo apareciera en la vida de Orwell como “una idea general, un nombre genérico contra estos males”. También puede ser cierto que “antes de que abandonara Inglaterra [para acudir a España, y no a Burma,] tenía un contenido escasamente positivo”.334 El mismo Orwell lo admite abiertamente en numerosas ocasiones. Pero a Williams le interesa considerar la superficialidad de la concepción socialista de Orwell porque está hablando de una categoría residual, de segundo orden. Sin embargo no hay una buena razón para explicar la concepción orwelliana del socialismo por medio de la simple referencia a su camino indirecto hacia el socialismo. El socialismo no formaba parte de la “experiencia vital” del Orwell original –“en mi temprana infancia, para mí y para todos los niños de familias como la mía, la gente ´común´ parecía algo casi inhumano”,335 recordaba Orwell –pero persiste el hecho de que lo convirtiera en parte de la experiencia que él señaló para vivir correctamente. Nadie forzó a Orwell a sondear límites

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ajenos a su clase, y tampoco le obligó nadie a viajar a Wigan ni a combatir en España. Orwell abordó estas cuestiones de una manera totalmente deliberada; funcionó continuamente a contrapelo de su educación y sus antecedentes.

A pesar de esto hay un sentido en el que Williams no perdona a Orwell, ni por sus elecciones concretas ni por la forma como las tomó. Las diferentes búsquedas de Orwell parecen quedar selladas irremediablemente por su falta de autenticidad. Si Orwell termina ejerciendo audazmente de vagabundo, asociándose en consecuencia con los elementos más desclasados de la Inglaterra de la década de 1930, a ojos de Williams se debe a que “la ausencia de raíces implica también la ausencia de barreras”. Orwell siempre fue el observador externo, y nunca un verdadero participante. Según Williams tenía “su propia idea de lo que debía ser la clase trabajadora”.336 Hasta tal punto que, ante la posibilidad de que dicha idea quedara complicada por la “realidad” de la experiencia obrera, Orwell (siempre según Williams) se desentiende de ésta –como cuando descuida la “red sociopolítica“ de las comunidades obreras del norte, omitiéndola en su descripción de la pobreza y la cultura en El camino de Wigan Pier.337 Pero sea o no cierta esta acusación –y los propios recuerdos de Orwell proyectan una luz bien diferente sobre las circunstancias de esta omisión-, Williams construye con toda seguridad una afirmación de doble filo. Después de todo ¿quién no tiene su propia idea de lo que es la clase trabajadora? Ciertamente no el propio Williams, que tal y como nos recuerda, nació en ella. Pero no se sigue de esto la autenticidad de su perspectiva o sus palabras, o que el historial obrero de sus palabras posteriores no sea parcial en algún sentido.

Williams ha acusado repetidamente a Orwell de falsificar su historia personal en El camino de Wigan Pier. En Política y Letras se refiere a que Orwell “omite cómo baja a la mina [de carbón], y se queda en hogares de socialistas obreros a los que posteriormente niega”. Denuncia “la elección de las áreas que Orwell decide visitar, el deliberado abandono de las familias que ejercían el espionaje –a pesar de que él tuviera noticias de esta existencia- a favor de la imaginería característica de la sordidez y la pobreza: gente escarbando con palos en el alcantarillado.”338 En Carta a la sociedad Williams arremete contra Wigan Pier como ejemplo de cómo no se debe escribir un reportaje documental.

Cuando [Orwell] escribió El camino de Wigan Pier, salió a busca el peor cotarro de la ciudad, incluso a pesar de haber llegado con presentaciones expresas de sindicalistas y líderes del Movimiento de Trabajadores Desempleados, y tras haber departido con socialistas trabajadores educados. De esta manera “confirmó” que el socialismo sólo es una idea de clase media.339

No hay duda de que Orwell era selectivo al considerar lo que debiera tenerse por un reportaje memorable, y que a veces esto le hacía condescendiente con la gente trabajadora de una manera que Williams encontraba ofensiva, pero no obstante, en cierto sentido la crítica de Williams es completamente errónea. Y no se trata del conocido reparo de Orwell a ser denominado “camarada” por quienes le provocaban sentimientos de culpa, sino por algo fundamental acerca de Wigan Pier que Williams desprecia. En la honestidad de Orwell y en sus puntos de vista sobre el lenguaje hay un poder de reflexión que Williams nunca parece dispuesto a asumir. El problema con este libro tiene que ver con su división en dos partes: una con Victor Gollancz y el comisionado del Club del Libro de Izquierdas, y con los que éstos estaban agradecidos, y la segunda parte, inesperada y embarazosa, a la que Gollancz se sintió obligado a escribir un prólogo pidiendo excusas, desmarcándose y desmarcando a sus colegas de algunas de las observaciones de Orwell sobre los socialistas de clase media. Raymond Williams está en lo cierto al percibir (a su manera) que ambas partes están relacionadas. Lo que él desprecia es el carácter de esta relación. Orwell nunca entendió Wigan Pier de una manera plana, como un reportaje documental, y mucho menos “realista”, tal y como se entendía el término durante los años treinta. Samuel Hynes ha puntualizado que Orwell no sólo “plasmó sus sentimientos en esta historia,” tanto en la

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primera como en la segunda parte del libro; “estos sentimientos son la historia.” Un párrafo aparentemente sobre los pobres “no va tanto sobre la pobreza como sobre los sentimientos de la clase media sobre la pobreza, sobre cómo la pobreza degradaba al pobre, y cómo uno retrocede instintivamente ante semejante degradación”. Un párrafo sobre los mineros “no va sobre la clase trabajadora sino sobre los sentimientos de la clase media sobre los trabajadores, unos sentimientos que elevan sentimentalmente a los trabajadores al nivel de héroes”. A diferencia de Williams, Hynes da en el clavo:

Wigan Pier trata aparentemente sobre la pobreza, pero a un nivel más profundo es un libro sobre la noción de clase. El primer sujeto es el mismo Orwell, como representante de su propia generación, de una clase media repelida por la pobreza pero sentimentalmente afectada por los trabajadores, reclamando la necesidad del socialismo universal pero despreciando a los conversos de su propia clase, anhelando una sociedad sin clases pero separados de la clase trabajadora por sus antecedentes burgueses, su tono y sus arraigados prejuicios [...] En esos párrafos [...] Orwell estaba escribiendo sobre sí mismo y sobre sus prejuicios, demostrando de hecho sus prejuicios sobre la marcha, y de esta manera alcanzó sus cotas más brillantes e imaginativas –mostrándose más brillante que en cualquiera de sus novelas de los treinta.340

La certeza de las creencias de Orwell sobre la percepción inmediata parece depender del grado de posibilidad –por no hablar de su conveniencia- de un entendimiento socialmente mediado de la cultura (o el escrutinio culturalmente-inmediato de la sociedad). A propósito de Cobbett y Orwell, Williams ha puntualizado que “el punto clave sobre la convención del puro observador des-referencializado, que dice simplemente la verdad, es que cancela la situación social del escritor, y la posición que ocupa en la situación social que está observando”.341 Sin embargo Orwell tenía “ejes a los que agarrarse”, (como Cobbet), y no tuvo problemas en revelarlos. Uno de ellos se basa en esa escritura sin adornos y ausencia de “tonterías” que acarrearía un acercamiento a la verdad de la situación. En esta convicción hay más sustancia de la que otorga Williams. Hanna Pitkin ha indicado persuasivamente, (en un discurso no publicado), que el poder del reportaje de Orwell, frecuentemente tan argumentativo como autobiográfico, nunca implicó la “objetividad” de un observador despegado, neutral o desapasionado. En lugar de ello Orwell transmite un relato más personal, a veces dolorosamente personal –aunque no centrado en su estado mental o su subjetividad. Él se interesa por la comunicación de la verdad o la realidad de una situación social, pero reconoce que esa realidad, por su propia naturaleza, reclama un juicio y no un mero registro. Según la formulación de Hanna Pitkin, la preocupación de Orwell tiene que ver con “la verdad del testigo”. Él asume la responsabilidad de las afirmaciones que realiza sobre una determinada situación social. Se sitúa como testigo dentro del reportaje, y esto no introduce prejuicios sino veracidad. Un testigo sólo conoce lo que vio, escuchó o sintió; está abocado a mantener prejuicios personales, y puede desvirtuar la historia o incluso puede tener alguna razón para mentir. Pero la presencia de un testigo permite, y de hecho se entiende que nos permita, formarnos nuestros propios juicios sobre lo testificado, sobre el tipo de persona que testifica, y sobre el grado de verdad que deberíamos conceder a las declaraciones del testigo. Y esto quiere decir que mientras el distanciamiento impersonal y objetivo no se introduce en el relato del testigo, se está dando un tipo de veracidad que invita al lector a sumergirse en el mundo atestiguado por Orwell. Es sorprendente que Raymond Williams, que a primera vista no parece hostil a esta noción de “verdad testificada”, no caracterice a Orwell como un testigo, sino como un outsider.

Según el capítulo que Cultura y Sociedad dedica a Orwell, todas las paradojas de Orwell pueden resumirse en una central, que Williams denomina “la paradoja del exilio”, y consiste en el aislamiento de Orwell con respecto a cualquier cosa que observa. A la vez que “falta la sustancia de comunidad” incluso en el exilio, “Orwell, a lo largo de diferentes momentos de su carrera, es tanto un exiliado como un vagabundo. El vagabundo en términos literarios es el ´reportero´ [...] El reportero es un observador, un intermediario. Es

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difícil que éste entienda en algún sentido la vida sobre la que escribe,” prosigue Williams, en tanto está observando “invariablemente desde el exterior.” Esto significa que “el principal error [de Orwell] era inevitable: observaba lo evidente, los factores externos, y sólo especulaba con lo no evidente, los patrones inherentes del sentimiento”. Si éste es un inconveniente que acompaña incluso a sus primeros trabajos de reportero, para cuando escribe 1984 “la perspectiva [de Orwell] al abordar a la gente trabajadora no se basa en el hecho y la observación, sino en la presión de sentirse exiliado.”342

El análisis de esta progresión implícita –de exiliado a “reportero” vagabundo, a reportero, a espectador desde el exilio que no consigue observar adecuadamente- puede colocar a Williams en una posición ventajosa frente a Orwell, pero hay que indicar que Williams también utiliza esta cuestión para modificar su propia base, por otra parte, de una manera más rápida que hábil. Puede que su argumento quede amortiguado por la característica esponjosidad de la prosa de Williams, pero no obstante es tan resbaladizo que no tendríamos dificultad para darle la vuelta. ¿Por qué no puede admitir Williams la posibilidad de que Orwell haya actuado correctamente ni por un momento? ¿Por qué no puede conceder que la exterioridad de Orwell pueda acaso por una vez haberle provisto de una condición ventajosa desde la que el examen, y no la mera observación, es posible? ¿Qué representa realmente la exterioridad de Orwell para Williams?

Orwell queda aislado de un cierto bagaje de clase (que para Williams implica una “sustancia de comunidad” e “inherentes patrones del sentimiento”, unos términos de Leavis que repiquetean a lo largo de toda su exposición). Queda aislado del marxismo (entendido por Williams, de nuevo de una manera vaga, como parte de este bagaje de clase, y como revelador de la intelectualidad). Y queda aislado de los mismos intelectuales, particularmente de los académicos. Desde el punto de vista de Williams Orwell no tiene sitio que ocupar. Ésta es una de las razones por la que Williams supone semejante piedra de toque en la recepción izquierdista de Orwell. Estos tres refugios –el proletario, el marxista, el académico- triangulan la carrera de Raymond Williams, y Orwell estaba aislado, o aislándose de los tres. Debido a que su socialismo no debe nada a ninguno de ellos su ejemplo pone en cuestión, contemporáneamente y frente a Williams, cuánto debe cualquier socialismo, o debería deber a estas fuentes.

La otra razón por la que Williams supone una buena piedra de toque surge cuando consideramos que Orwell tenía de hecho un lugar que ocupar. Se llamaba Inglaterra (frente a la Pista Uno de Aterrizaje [airstrip One]), y en cierto sentido la tendencia de Orwell a ensalzar e idealizar la Inglaterra del pasado no-demasiado-reciente –que para muchos lectores (también para nosotros) ofrece una cara directamente reaccionaria- es particularmente irritante para Williams. En esto llega casi a la médula de la cuestión. Aún valorando el socialismo de Orwell, éste se manifiesta en deuda con esa tradición de “cultura y sociedad” que es tan importante para Williams. Pero a diferencia de Williams, Orwell nunca utilizó el agio de “cultura y sociedad” para intentar englobar la clase, el marxismo y la academia. Por el contrario creía que cultura y sociedad podían contemplarse, probablemente de manera retrospectiva, pero no mediadas ni refractadas por estas tres categorías a las que, por otra parte, Williams nunca pudo renunciar.

Orwell toca un punto sensible. Lo que él y su maligna exterioridad representan, concretamente para Williams pero también para una parte de la izquierda, podría interpretarse razonablemente y sin dramatizar como una amenaza. La amenaza no consiste en que Orwell podría adoptar el socialismo democrático, y podría avanzarlo de hecho en referencia a la tradición de “cultura y sociedad” abrigada por Williams, sino en que podría hacerlo sin recurrir a ese triángulo clase-marxismo-academia no menos apreciado por Williams. Quizás, estos apoyos no son realmente necesarios después de todo. Quizás lo que están apuntalando no es en absoluto un socialismo democrático, sino algo meramente distinto.

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Esta averiguación ayuda a poner en perspectiva las últimas y más críticas reflexiones de Williams sobre Orwell, que quedan contenidas en una serie de entrevistas con miembros del comité editorial del New Left Review, publicadas en 1979 como Política y letras. La entrevista a Orwell343 exhibe una estructura dramática que merece la pena delinear. Los miembros del comité editorial parecen determinados desde el principio a no dejar escapar a Williams por su trato indulgente hacia Orwell –no tanto (seguramente) en Cultura y sociedad como en George Orwell, que forma parte de su breve sondeo de “Maestros modernos”. La posición temprana de Williams, tal y como parafrasean los miembros del comité, es que “aunque a efectos totales el trabajo de Orwell ha resultado muy reaccionario, [...] no obstante Orwell fue un socialista revolucionario a lo largo de un periodo importante de su vida, y de repente, quizás se equivocó trágicamente”. Es ésta la razón que induce al comité a pensar que “el libro [de Williams] sostiene un tono controlado y compasivo con Orwell”. George Orwell es de hecho más matizado y compasivo, menos unilateral que Cultura y Sociedad (que en un momento dado llega a recurrir a una ristra de citas descontextualizadas a lo largo de dos páginas), pero esto no cautiva al comité, que bajo su punto de vista sostiene que Orwell, después de todo (a diferencia de Deutscher y Trotsky, pero como inevitablemente Koestler) cedió ante la presión del estalinismo y se convirtió en un patriota social y un violento anticomunista. Y que el pathos del relato de Williams, demasiado compasivo, queda desaprovechado por centrarse en semejante figura.

La violencia de esta descarga inicial es tal que por un momento Williams parece pillado por sorpresa. Él murmura bastante débilmente que, durante la Segunda Guerra Mundial, se había extendido la creencia de que “se podía transformar la sociedad británica mediante la conducta de guerra” y que “por lo tanto había un potencial deslizamiento desde esa posición al patriotismo social”, que podría considerarse compasivamente. Pero no por los miembros del comité entrevistador. Sin embargo en ese momento los propios inquisidores sienten la necesidad de modificar la base de su interrogatorio y deciden plantear las Tres Grandes Cuestiones sobre Orwell, todas ellas retóricas. “¿Produjo realmente nuevo conocimiento teórico sobre la sociedad o la historia?” “¿Produjo realmente trabajos de imaginación creativa de primer orden –novelas de un valor literario fundamental?” La respuesta a estas cuestiones es un “no” resonante y nada sorprendente (que acompaña a esa predicción bastante desafortunada que proclama que “1984 no será sino mera curiosidad en 1984”). “¿Llegó a dotarnos de relatos fidedignos de lo que atestiguó o experimentó?” Ésta cuestión, que responde a “la afirmación más frecuente entre los logros de Orwell como escritor,” es de un orden artístico menor, y da al comité un respiro. Se descarta El camino de Wigan Pier, debido a los “elementos de supresión y manipulación” que Williams había identificado en su reportaje, aunque no por los comentarios poco compasivos de Orwell sobre los socialistas de clase media (quizás se trata de un blanco que simplemente ya ha sido atacado demasiadas veces.) A Homenaje a Cataluña le va bastante mejor: “un gran reportaje, al margen de sus limitaciones como visión general de la guerra civil española”. Pero esta alabanza desfalleciente parece un descanso para tomar fuerzas, ya que el comité procede a preguntar inmediatamente: “si Orwell no tenía ideas originales, o muy pocas, una imaginación creativa limitada y una irresponsable capacidad para narrar información, ¿qué logros suyos permanecen?” Esta cuestión envenenada se convierte en acusación no sólo contra Orwell, sino también contra Williams. Si la respuesta es la creación orwelliana de “Orwell” como personaje –y el comité no acepta otro punto de vista- entonces Williams puede quedar acusado (de una manera bastante extraña) de “[abstenerse de emitir] cualquier juicio de esta figura”, a pesar de la evidente “ausencia de escrúpulo literario” de Orwell (o quizás de “Orwell”).

En este punto de la entrevista el comité parece haber perdido todo control. Pero el propio comité retrocede y realiza lo que parece una observación interesante, e incluso acertada. “Desde un principio lo que parecen sugerir los escritos [de Orwell] es una

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predisposición activa a observar [...] la cara oscura de su tema, [...] Orwell parece encontrarse en su elemento cuando arremete contra causas en las que él mismo había confiado. Su propia relación tensa y ambigua con el socialismo es un ejemplo de esta predisposición, aunque no el único”, que de hecho en absoluto “quedaba centrada específicamente sobre el socialismo en primera instancia”. Y no sólo se efectúa esta puntualización afirmativa, sorprendente e incluso inesperadamente compasiva; se observa (correctamente) que “el propio Orwell nunca dispuso voluntariamente” una “reclamación política [...] sobre metáforas de la guerra fría”.

Pero estas observaciones también son positivas para Williams, que ha empezado a entender el juego e intuye por dónde puede venir la trampa. A propósito de Rebelión en la granja, él admite que “[en Orwell] había un elemento de oposición que le ponía en el disparadero”, con lo que por supuesto insinúa de nuevo la relación de Orwell con la guerra fría, incluso a pesar de que Rebelión en la granja se escribe en 1943. Williams insiste en que “las últimas obras de Orwell [...] eran las de un ex-socialista. También señalaban la desesperanza de una generación. De hecho un entusiasta del capitalismo no podría haber logrado el mismo efecto”. Incluso aunque podríamos conceder a Williams su último punto (quizás como una forma de asumir a Norman Podhoretz344), todavía estamos ante una afirmación insólita. Parece rescatar la cuestión de la “decepción”, pero sólo a costa de un uso ilegítimo de la voz imperativa (¿qué razón de ser tienen estos trabajos en última instancia?), y de una confusión no menos ilegítima entre las intenciones de Orwell y los presumibles efectos que acarrearon sus escritos. Pero aún hay algo peor por llegar, pues Williams –con la inestimable ayuda del asentimiento de los miembros del comité- tiene un puente tendido para hablar de 1984. Parece estar hablando de otra novela. “En 1984 la utilización de los sentimientos propios contra el socialismo se hace intolerable. Esa necesidad constante de traicionar al pueblo para proclamar una verdad general, como hace Orwell, es profundamente ofensiva. Si los seres humanos son así, ¿cómo proponer el socialismo democrático?” La respuesta a esta pregunta pasa por entender que, por supuesto, Orwell no proclama como verdad general una continua traición del pueblo, sino que bajo las circunstancias esbozadas en 1984 el pueblo puede quedar obligado a traicionarse, que desde estas circunstancias el socialismo democrático habría de parecer muy diferente, que estas circunstancias quedan diseñadas precisamente para hacer fracasar el surgimiento del socialismo democrático. Pero este punto no parece llegar a suscitarse entre Williams y sus interlocutores. Y para cuando encontramos a Williams denunciando en 1984, “proyecciones de fealdad y odio, con frecuencia de una manera bastante arbitraria e inconsistente sobre las dificultades de cambio revolucionario”, nos vemos abocados a menear la cabeza y preguntarnos si hemos leído el mismo libro. Puesto que Ingsoc no propone revolución o cambio político alguno –en absoluto alberga dicha materia una política propiamente expresada-, nos vemos abocados a concluir que aquí toda arbitrariedad pertenece a Williams.

De todas formas el problema consiste en que no se trata sólo de Williams. En general la izquierda ha sido tan injusta con Orwell como Orwell lo fue con ella. Como hemos visto, se puede aducir todo tipo de razones para entender la aversión de la izquierda hacia Orwell: su rechazo del marxismo y de los marxistas, sus referencias condescendientes hacia los trabajadores contrapuestas a la sentimentalización que les dispensa, la falta de una teoría sistemática combinada algunas veces con una empalagosa nostalgia de un pasado inglés reciente, y también su deseo frecuente y perverso de morder la mano que le ayuda y de acosar a su público. Estas características no le otorgan popularidad: a nadie le gusta una conciencia sedicente que rebusca hechos inconvenientes, revive memorias indeseables y proponer en público cuestiones embarazosas. La respuesta de la izquierda ha sido con frecuencia no menos rencorosa, reduciendo a Orwell a simple partidario de la guerra fría,

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situándole en una posición en la que no se ajusta, donde puede ser atacado más fácilmente. Esto ya le ocurría a Orwell en vida, y le ha seguido ocurriendo desde entonces.

Hay por supuesto razones por las que alguna gente de la derecha podría utilizar los escritos de Orwell, razones que no podemos tratar aquí aunque también son importantes para entender el rechazo que le dispensa la izquierda. Pero las motivaciones de aquellos que han quedado complacidos, e incluso aliviados de desposeer a Orwell de éstas y otras razones, son más convenientes que convincentes. La izquierda ha actuado en connivencia con la derecha para desviar a Orwell de sus labores suplementarias de vigilancia en el tema de la guerra fría, tan inapropiadas y desabridas, lo que significa que Orwell también les señalaba efectivamente. Las acusaciones de Orwell a Williams son particularmente interesantes en este caso, y por ello Williams es, en su incómoda destitución de Orwell, una piedra de toque tan apropiada para la izquierda en general. En sus ensayos durante el tiempo de guerra, y en algún otro sitio, Orwell confiesa alegremente el aspecto reaccionario de la tradición de “cultura y sociedad”, que Williams trazaría y amaría con posterioridad. Orwell no intenta negar o disimular su cara reaccionaria. La suscribe, y así no ve la necesidad de explicarla. No plantea problemas por esta razón. Pero como Orwell identifica en esta tradición algo difícil de digerir para Williams, éste tiene razones propias para contraatacarle, que se suman a las razones ya enumeradas por la impopularidad del Orwell, y que en cierto sentido las subrayan.

El hecho clave sobre la tradición de “cultura y sociedad” en Inglaterra, con el que el mismo Raymond Williams se asoció largamente, reside en que sus orígenes y su articulación tenían muy poco que ver con la clase trabajadora, y todavía menos con el socialismo. Posteriormente el socialismo ha ayudado a mantener viva esta tradición, y hasta puede haber hecho por “cultura y sociedad” más de lo que esta tradición hizo nunca por el socialismo. El movimiento “cultura y sociedad” encuentra sus orígenes decimonónicos en una serie de respuestas siempre horrorizadas, y generalmente literarias frente a la aparición de la Revolución Industrial. Estas respuestas fueron a la vez regresivas, por su deseo de poner en juego formas culturales y valores orgánicos tradicionales y amenazados de nuevo, y también ejemplares en cuanto que una minoría culta se había encargado de su conservación, como por el hecho de que fuera una minoría culta la que quedara encargada ejemplarmente con la tarea de dicha preservación. Había diferentes opiniones sobre la cantidad, la naturaleza y el valor de los artefactos que había que conservar, y sobre las credenciales de “los guardianes de esta llama”. Pero el desarrollo del movimiento en su conjunto puede entenderse por el carácter defensivo y sitiado de una tarea que, antes que nada, era de recuperación y conservación a contrapelo del desarrollo histórico. En este sentido es suficientemente clara la línea que va de Wordsworth a Coleridge a través de Matthew Arnold, y de T. S. Elliot a F. R. Leavis. En particular se puede tomar a Leavis como epítome del sentido regresivo y elitista implícito en el desarrollo del movimiento. Leavis creía que la relación tradicional entre “civilización” (como totalidad de las relaciones sociales) y “cultura” (como aquellos valores de los que depende la “buena vida”), había quedado rota por “el avance de la máquina”. Según Leavis la sociedad estaba ahora amenazada por una “brecha abierta”, y la mejor defensa contra este problema estribaba en un tipo concreto de preocupación por el lenguaje.

Desde este punto de vista, tan influyente en su momento, la industrialización y la comercialización destruyen un viejo orden y expolian su trasfondo natural. El espíritu penetrante del “mecanismo” y la racionalidad calculadora atrofia todo rastro de totalidad orgánica, tanto en el individuo como en la sociedad. Contra estos peligros tan claros y evidentes Escrutinio proseguía (redefiniéndose continuamente) con una línea de respuesta y protesta, que incluía a Cobbet y Shelley, Ruskin y William Morris, Carlyle y Lawrence, así como al propio Leavis, cuya idea de la “intelectualidad” como guardián cultural resume un argumento iniciado por Coleridge y desarrollado por Arnold, como ya hemos visto. Tal y

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como puntualiza Francis Mulhern, Escrutinio “abrió un espacio educativo dentro del que las instituciones culturales del capitalismo democrático burgués podían sujetarse a análisis crítico –un espacio que iba a ser utilizado con un notable efecto, fundamentalmente por Raymond Williams y el Centro de Estudios Culturales Contemporáneos fundado por Richard Hoggart [en la Universidad de Birmingham].” Hay dos puntos importantes a la hora de evaluar este logro. En primer lugar hay que evaluar si a Mulhern no le falta razón cuando afirma que los temas y las prácticas de educación de este centro no implican más que un “contrapunto romántico-radical al planteamiento convencional de la política educativa liberal-fabiana, una variación inmediata sobre la antinomia romántica/utilitaria que constituye una de las estructuras permanentes de la cultura industrial capitalista”. En cualquier caso, tal y como también puntualiza Mulhern, con cada medida tomada, esta iniciativa ganó terreno a su rival más inmediato durante los treinta, la escuela marxismo-reduccionista representada sobre todo (y casi únicamente) por los Estudios en una cultura moribunda de Christopher Caudwell y el simposio de Cecil Day Lewis, La mente encadenada.345

El segundo punto sobre el movimiento se anuncia no sin sobresaltos. Se trata de que el cambio decisivo en la tradición no se produce con Orwell (que contribuyó a él, pero desde su margen), sino con escritores como Raymond Williams y Richard Hoggart, que lo encomendaron a democratizar una respuesta, todavía avalada por el tiempo frente a la irrupción continua, perturbadora y desastrosa de las relaciones sociales del capitalismo en la vida diaria. Williams y Hoggart entre otros cargaron con la tarea de rescatar o resucitar las formas de respuesta específicamente obreras frente a la aparición y la persistencia de la industrialización capitalista, así como frente a la comercialización de los patrones de la vida diaria. Y promovieron esta tarea concretamente dentro de los términos abarcados por la tradición de “cultura y sociedad”, de la que eran tanto herederos como transmisores.

La relativa autonomía y la especificidad de las formas culturales quedaba reconocida necesariamente a través de estos ejercicios, respetada e incluso reverenciada. Y respetándolas, Raymond Williams en particular tenía que lidiar en dos frentes, contra el marxismo reduccionista de aquel periodo y contra Leavis, su profesor de Cambridge. Williams escribió Cultura y Sociedad, 1780-1950 en respuesta a los programas elitistas de alta cultura de Leavis y T. S. Eliot, cuyas Notas hacia la definición de Cultura habían aparecido más o menos una década antes. Se pudo entender el libro de Williams como una sistematización de las observaciones dispersas de Orwell sobre la cultura (vgr. En sus Ensayos críticos de 1946, publicados en Estados Unidos como Dickens, Dalí y otros), que incluso culminaba con un capítulo aparte sobre el propio Orwell. Los Usos de la literatura de Richard Hoggart,346

que también se encontraban dentro del estilo y el espíritu de la crítica sociocultural de Orwell, sondearon con valentía los caminos de la cultura obrera como una experiencia viva, expresada en las formas de la vida diaria de la gente trabajadora –formas que, tal y como él insistía (y como a Orwell le habría gustado creer) eran creativas, respuestas ejemplares a la pobreza absoluta y la penuria que contenían en su interior semillas de oposición y regeneración social. Esta empresa de reevaluación de la vida, la acción y la respuesta obreras, retrocedía en La formación de la clase trabajadora inglesa, el monumental estudio de E. P. Thompson, hasta la aparición misma de la clase trabajadora inglesa con todos sus atributos distintivos.347

Como intentos de apuntar en el buen camino, todas estas diferentes relecturas eran obviamente válidas por derecho propio. Pero no obstante, al analizar esta cuestión necesitamos no perder de vista que los términos originales por los que este movimiento intelectual evaluaba y recogía la cultura auténticamente obrera tenían poco de socialismo, y mucho menos de marxismo. Precisamente por esta razón, esa cultura de clase obrera que se convierte para Orwell y otros pensadores en objeto de exploración, recuperación y reevaluación, es una construcción peculiarmente inglesa. Resulta chocante que la izquierda, en sus diversas formulaciones prácticas, no tomara nunca como tarea cultural una materia

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de recuperación en este sentido. En lugar de ello, ésta quedaba afirmada con frecuencia por medio de una creación cultural programática, deliberada. No se trataba de una materia de rastreo a través de los escombros en la confianza de encontrar algo valioso, sino de la construcción de una alternativa que iba a ser original, nueva y con enfoque de futuro. No resulta difícil poner ejemplos no británicos, ejemplos de culturas obreras reconocibles que no eran artefactos históricos sino las creaciones del aquí y ahora de partidos políticos. Sólo hay que recordar al PCF francés en las décadas de los cuarenta y cincuenta, el PCI italiano algo más tarde, el SPD en la Alemania de Wilhemine (que odiaban los izquierdistas modernistas de entreguerras), o el heroico periodo de Lunacharsky y Mayakovsky en la inicial Unión Soviética para ver la diferencia. Incluso posteriormente los intentos de Brecht y Piscator para formar a la gente del teatro, y los esfuerzos muy diferentes de Lukács para sostener y preservar una “alta cultura” que se admitiría como burguesa, y quedaría igualmente predicada sobre la creencia irreductible de que la clase trabajadora era una masa desarraigada con un gusto cultural derribado por el capitalismo, y para quienes el abastecimiento cultural había de implicar propósitos políticos. En Inglaterra, por contraste, había (y todavía hay) una tenaz determinación a no hacer la misma afirmación, y a negarle de hecho su medio de existencia.

Esta “peculiaridad de lo inglés” ayuda a explicar la vulnerabilidad posterior del marxismo inglés de “cultura y sociedad” ante la amenaza del marxismo estructuralista althusseriano. No es un accidente que E. P. Thompson, con su extenso libro sobre William Morris recién revisado y reeditado, engrosara entonces las listas de contrarios a Althusser con un libro polémico, La pobreza de la teoría, que sería muy celebrado en (algunos) círculos izquierdistas ingleses. El ataque althusseriano había sido frontal y directo. Durante los setenta, en un periodo de conflicto clasista casi institucionalizado, dominado por un tipo de lucha irredenta carente de referencias sobre lo que pudiera haber sido la vanguardia marxista, los althusserianos, con una desenvoltura casi ridícula, fueron capaces de atacar las presuposiciones centrales del marxismo de “cultura y sociedad” apuntando los resultados de la cultura obrera, las consecuencias de esa “autenticidad” tan apreciada por la clase culta. Señalaron que las expresiones del medioambiente obrero indígena, sus agencias e instituciones, sus formas de vida diaria y sus artefactos culturales no se contraponían críticamente al statu quo, sino que se prestaban efectivamente a su absorción por parte de un sistema prevaleciente. Y les absorbió como una esponja. Los althusserianos llevaron la interrogante hasta sus últimas consecuencias al proponer la posibilidad de que incluso las propias formas de resistencia obrera, lejos de incorporar un principio de alternativa, pudiesen constituirse efectivamente como puntales y soportes del statu quo. ¿Cómo saber a ciencia cierta que no eran formas activas de ideología? ¿Cómo descubrir si estas expresiones de resistencia patente no cumplían una función en la práctica de la oculta complejidad y fuerza de la ideología, que en lugar de obstruir la tarea del capitalismo le permitía funcionar suavemente? Por exponerlo resumidamente ¿qué importa si los escolares crucifican a sus profesores si van a terminar trabajando en fábricas? El sistema educativo habrá hecho bien su trabajo.348

Por supuesto la crítica althusseriana era más minuciosa y radical que las honestas y dolorosas dudas orwellianas. De hecho, según la teoría althusseriana, con la expresión de la “creatividad” (celebrada sin mayores problemas por Thompson o Hoggart), entra proporcionalmente en juego un tipo de “interpelación” ideológica. Quienes celebran la “autenticidad” de las respuestas de clase obrera se convierten en comodines de un sistema estructurado, que asegura la incapacidad de emancipación de la clase obrera. En definitiva, la afirmación de transparencia en las formas culturales no puede sostenerse por más

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tiempo. Pues lo que asoma no es la trascendencia del statu quo, sino la sumisión (sólo en apariencia no vergonzante) a él.

Aquí no se trata de relacionar artificialmente a Orwell y los althusserianos –un grupo que él no habría dudado en encontrar totalmente antipático. Se trata simplemente de indicar una inesperada área de solapamiento entre dos maneras de pensar tremendamente diferentes, una penumbra improbable cuya delineación plantea una cuestión muy seria en torno al radicalismo obrero y su cultura en Gran Bretaña. Orwell, que pretendía descubrir una auténtica cultura autóctona y creer en que ésta podía constituir la base del cambio político, forma parte de la cuestión anterior porque no encontró esta cultura en Inglaterra, sino en España. En Inglaterra existía –permanecía de alguna manera-, pero Orwell tenía dudas honestas sobre su potencial regenerador. En España estaba liberándose de una forma mucho más evanescente, y Orwell nunca dudó de su potencial regenerador en absoluto.

Esta cuestión de cierta relevancia frecuentemente ha sido desestimada u omitida. Raymond Williams acierta al insistir en que “nada podría ser más falso que la idea bastante extendida de que Orwell regresó de España como un socialista desilusionado, que utilizó su energía a partir de entonces para advertir contra un futuro socialista totalitario”.349 ¿Pero cuál es entonces la conexión entre el intento de Williams de arrinconar la idea de la desilusión de Orwell en la cuestión de la guerra fría, y las manifestaciones de Orwell sobre la traición de los comunistas y la intelectualidad al socialismo, y también sobre el verdadero carácter de lo traicionado? “He visto cosas maravillosas”, decía Orwell de sus experiencias en España, “y al fin creo realmente en el socialismo, lo que nunca hice antes”.350 La cultura socialista que Orwell experimentó y celebró tenía muy poco que ver con la cultura que Williams posteriormente ensalzaría. No era una consecuencia “orgánica” o presupuesta de la “experiencia vital” o los valores comunales de los trabajadores de Barcelona. No era algo trabado en el tejido de la vida diaria; tampoco era todavía algo que participase de algún tipo de oposición definida frente al statu quo. Su oposición tenía un sentido distinto, y mucho más fundamental. Se trataba de algo desparramado en medio de la confusión provocada por la revolución. Se proyectaba hacia delante y no hacia atrás, y era liberador, de hecho estimulante por esta razón. Al testificar el efecto galvanizador de estar por primera (y única) vez en su vida en Barcelona, una ciudad “donde la clase trabajadora lleva las riendas”, Orwell sufre una conmoción al contrastar, frente a cualquier cosa de las experimentadas en Inglaterra, que la decisión de combatir a los fascistas “parecía lo único concebible”.351 En la milicia, dice,

se habían disuelto muchos de los motivos normales de la vida civilizada –el esnobismo, la codicia, el miedo al jefe, etc. Las divisiones corrientes de la clase y la sociedad se diluyeron como nunca se podría concebir en medio del aire viciado de dinero en Inglaterra [...] En esa comunidad (en España) [...] uno quizás podía tener un crudo presentimiento de lo que pudieron suponer los estadios iniciales del socialismo. Y después de todo esto no me desilusionaba, sino que me atraía profundamente. Este efecto había de acrecentar como nunca mi deseo de ver establecerse el socialismo.352

Pero hasta qué punto era diferente de Inglaterra. Pensemos en las palabras finales de Homenaje a Cataluña describiendo lo que le hiere el sur de Inglaterra a su retorno (como uno de los pocos escritores de su generación que habían cruzado la frontera franco-española como sospechoso reclamado por la justicia). Orwell se refiere al “profundo, profundo sueño de Inglaterra, del que a veces temo no despertar hasta que de él nos arranque el ruido de las bombas”,353 el estruendo de unas bombas que Orwell se preocupó de profetizar. Subir por aire, el libro de Orwell que sigue a Homenaje a Cataluña, no es precisamente un desamparado idilio que trata de la “pérdida, la desilusión, y el desencanto” de la “vieja infancia inglesa [de Orwell]”,354 como pretende Raymond Williams. Es también una predicción del mundo de 1984 aludiendo al fascismo y al terror como a un tipo de

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destino inmediato. En ambas novelas la decrepitud sin color de un presente aún capaz de sintetizar su propio tiempo queda rota por un pasado tangible y casi icónico, y por un futuro casi demasiado terrible de contemplar.

Como es bien conocido Orwell varió su mentalidad sobre lo inevitable del fascismo, y sobre la inutilidad final de combatirlo por medio de la guerra. Con la Segunda Guerra Mundial ya desatada, Orwell se había convertido en lo que Raymond Williams y otros denominaban “patriota social”. Gracias a lo que Woodcock denomina como “extraordinaria mezcla de conceptos conservadores y revolucionarios”,355 con sus escritos a comienzos de la guerra, y en particular con El león y el unicornio, insulta, enemista y molesta de nuevo a sus lectores de la izquierda. Podemos suponer que ésta es la razón por la que Raymond Williams, cuya obra mezcla de otra manera conceptos conservadores y revolucionarios, opina que se trata de sus escritos más cuestionables. Una vez más Orwell va al fondo de la cuestión. Pone sobre la mesa un tema al que Williams no está dispuesto a renunciar. En este sentido, Orwell puntualiza efectivamente la naturaleza autodestructiva de un aspecto característico de la intelectualidad de la izquierda británica. Se trata del anhelo recurrente de una autarquía proletaria, radicalmente “auténtica”, que constituya una auténtica fuente de oposición frente a la hegemonía burguesa. Orwell utilizaba la afirmación del diario de Winston Smith como un enigma (luckásiano) para entender a los proles: “Hasta que ellos no hayan llegado a ser conscientes no se rebelarán, y hasta que no se rebelen no podrán ser conscientes.” Este acertijo, que deriva igualmente de sus experiencias inglesas y españolas, desespera a Orwell; y quizás lo que irrita de la crítica de Orwell a la izquierda es el miedo pegajoso a que puede estar en lo cierto. A su manera Orwell era tanto una víctima como un crítico del anhelo de autonomía proletaria. Pero sus dudas sobre el potencial regenerativo (frente al regresivo) de la cultura obrera y la “experiencia vital” puntualizan, de manera anticipada, los peligros que implica el intentar abarcar con esta cuestión más de lo que se puede.

Hay en la izquierda la búsqueda recurrente de una “auténtica” fuerza de oposición que siempre se presume ahí afuera, en algún sitio. El problema yace en la naturaleza fugitiva de esta misma búsqueda. La búsqueda de sucesivos puntos de apoyo dentro de la sociedad, capaces de proponer la base para regenerarla, puede ser la búsqueda de un concepto para un objeto. No faltan ejemplos sobre estos esquivos puntos de apoyo. Finalmente Raymond Williams, que en ningún caso es un colmo de lo peor del pensamiento, se preciaba en describirse como “europeo galés” (“Amo a los galeses –todavía un pueblo radical e ilustrado –capaz de derrotar a la Inglaterra burguesa”),356 y no como británico (apelativo que él consideraba como un constructo ideológico). Evaluemos incluso a Terry Eagleton, cuya Literatura e ideología ha proporcionado una crítica persuasiva y aguda de Raymond Williams357. La Teoría literaria de Eagleton contiene la siguiente parábola:

Sabemos que el león es más fuerte que el domador. El problema es que el león no lo sabe. Sigue abierta la posibilidad de que la muerte de la literatura pudiera ayudar al león a despertar.358

El león es ese gigante adormecido, el pueblo que, tal y como se nos da a entender, queda impedido de su propia conciencia por medio de una literatura impuesta por la élite cultural. La literatura, un concepto burgués, debe quedar abolida como “literatura” si se ha de conseguir la regeneración social. En el punto donde se encuentra Williams esta rueda ha dado un giro entero. Pero en cualquier caso, en otro sentido todavía es la misma rueda: la agencia de regeneración no ha cambiado en absoluto. A solas, desesperadamente, Orwell se atrevía a imaginar que el león de Eagleton (y Williams) podía ser no más que una contrapartida icónica del unicornio, que ese león durmiente podía ser indolente y carente de garras. Pero cuando tuvo la valentía de hacerlo público, la última palabra quedaba quizás para su amado Shakespeare:

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Glendower [un europeo galés]: Puedo convocar espíritus desde las vastas profundidades.Hotspur: Para qué, también yo puedo, como puede cualquiera; pero ¿acudirán a tu llamada?359

APÉNDICE IEL ESTADO Y LA EDUCACIÓN, 1818-1870

1818 Informe del Comité de selección parlamentaria sobre la educación de las clases más bajas de la sociedad: mostró que sólo una cuarta parte de la población infantil estaba recibiendo algún tipo de educación.1820 La Carta de las escuelas parroquiales de Brougham: ideó un sistema nacional de educación elemental basado en el abastecimiento de edificios por parte de la clase fabril. No se aprobó.1833 La Carta de educación de Roebuck: un plan para la “educación nacional y universal del conjunto del pueblo”. No se aprobó, pero estimuló el interés del parlamento y ayudó a la subvención de veinte mil libras para construir escuelas elementales. También contribuyó a la aprobación del Acta de Fábrica de 1833, que por primera vez legisló un tipo de regulación y limitación del trabajo infantil.1839 Se implanta el Comité de consejo privado para la educación.1839 El Dr. Kay (posteriormente Sir James Kay-Shuttleworth), es nombrado primer secretario del comité de consejo privado para la educación, responsable de la creación del Departamento de educación en 1856.1856-1861 La Comisión de Newcastle, creada y autorizada “para investigar la situación actual de la educación popular en Inglaterra, y para considerar qué tipo de medidas se necesitan para el desarrollo de la educación del conjunto de las clases del pueblo”.

- resaltó la inadecuada situación de las áreas más pobres. No obstante, la comisión rechazó la idea de abastecimiento y control, estatal a favor del desarrollo de la iniciativa voluntaria y la autoayuda. Condenó cualquier intento de introducir la asistencia obligatoria o la educación elemental retribuida.

- Basó sus recomendaciones en dos criterios esenciales: 1) la necesidad de más ayuda financiera para los cuerpos voluntarios y el desarrollo de la ayuda para las escuelas que no contaban con ella. Propuso un censo urbano que podía quedar complementado con una tasa de ayuda local, canalizada a través de una nueva red de equipos de educación municipal y provincial. 2) La concesión de asistencia debería quedar subordinada a unos mínimos para recibir la tasa de ayuda, marcados por una cuota de censo y un examen anual de requerimientos.

1862 Revisión del código. Presentado por Robert Lowe, vicepresidente del consejo privado para la educación y director del departamento de Educación entre 1859 y 1864. la revisión del código enfatizaba la necesidad de asegurar el importe monetario, introduciendo un

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nuevo conjunto de regulaciones que sujetaba la escuelas elementales a un estricto sistema de “subvención-por-resultados”.1870 Acta de educación elemental. Tenía como propósito declarado el “cubrir el país de buenas escuelas”, y de esta manera, asegurar a todos los padres la educación de sus hijos.

APÉNDICE IILAS PRINCIPALES ACTAS DE FÁBRICA1802-1901

1802 Acta sobre la salud y la moral de los aprendices. Anulada en 1878.1819 Un acta de regulación de las fábricas de algodón y factorías. Anulada en 1831.1833 Un acta para regular el trabajo infantil y juvenil en fábricas y factorías. Anulada en 1878. 1844 Un acta para reformar las leyes del trabajo en factorías. Anulada en 1878.1847 Un acta para limitar las horas de trabajos de jóvenes y mujeres en las factorías. Anulada en 1874.1864 Acta de desarrollo de las actas de fábrica. Anulada en 1878.1867 Acta de desarrollo de las actas de fábrica.Acta de desarrollo de las actas de fábrica.1874 Un acta para mejorar el cuidado de la salud en mujeres, jóvenes y niños empleados en las fábricas. Anulada en 1878.1878 Un acta para consolidar y reformar la ley de factorías y talleres. Anulada en 1901.1891 Un acta para reformar la ley de factorías y talleres. Anulada en 1901.1895 Un acta para reformar y desarrollar la ley de factorías y talleres. Anulada en 1901.1901 Acta de consolidación de factorías y talleres.

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1 Matthew Arnold, Cultura y Anarquía, with Friendship´s Garland and some Literary Essays, ed. R. H. Super, Ann Arbor, Michigan University Press, 1965, pág. 135.2 No vamos a situar aquí otros conceptos de cultura que aparecen posteriormente a nuestro periodo de estudio: conceptos etnográficos de cultura como “ese todo complejo que incluye conocimiento, creencia, arte, moral, ley, costumbres,” etc., o el de los “estudios culturales” que combina definiciones estéticas y etnográficas, “alta” y “baja” cultura. La cita es de Primitive Culture de A. B. Taylor (1871), citado en Culture and Anomie: Etnographic Imagination in the Nineteenth Century, Chicago, University of Chicago Press, 199, pág.6. Nosotros avanzamos a lo largo del libro superando estas distinciones, y acercándonos con cierta libertad a textos como Culture and Domination de Herbert y John Brenkman, Ithaca, Cornell University Press, 1987, y el capítulo 1, “Culture”, de Marxism and Literature de Raymond Williams, Oxford, Oxford University Press, 1977. 3 Para una definición sucinta del estado como “organización”, ver la Parte II, “Critique of Teleological Judgement,” Primera división, #4, de Immanuel Kant, Critique of Judgement, Oxford, Oxford University Press, 1952, pág.23.4 Michel Foucault, “Governmentality”, en The Foucault Effect: Studies in Governmentality, Chicago, University of Chicago Press, 1991.5 Ver Williams, Marxism and Literature, págs. 83-89 y “Base and Superstructure in Marxist Cultural Theory,” en Problems in Materialism and Culture, Londres, Verso, 1980, pág. 31-49. El trabajo más temprano de Foucault, Discipline and Punish, [Vigilar y castigar] es más cercano a Marx que sus trabajos posteriores, y expresa de manera impecable la necesidad de comunicación:

(El Panopticon) es polivalente en sus aplicaciones; sirve para reformar prisioneros, pero también para tratar pacientes, para instruir a alumnos, para confinar dementes, para supervisar trabajadores, para poner a trabajar a mendigos y vagos. Es un tipo de localización de cuerpos en el espacio, de distribución de individuos en relación estructural, de organización jerárquica, de disposición de centros y canales de poder, de definición de instrumentos y modos de poder, que pueden ser implantados en hospitales, talleres prisiones [...] estas disciplinas [...] bentham soñado de transformación en una red de mecanismos que estaría en todas partes y siempre alerta, recorriendo la sociedad sin interrupción espacial o temporal. El arreglo panóptico proporciona la fórmula para su generalización. Esto programa, al nivel de un mecanismo elemental y fácilmente transferible, el funcionamiento básico de una sociedad penetrada por mecanismos disciplinarios.

Ver Foucault, Discipline and Punish: The Birth of the Prison, New York, Vintage, 1979, págs. 205 y 209. 6 Althusser, “Ideology and Ideological State Apparatuses: Notes towards an Investigation,” en Lenin and Philosophy and Other Essays, New York, Monthly Review Press, 1971, pág. 181.7 Karl Marx, The Eighteenth Brumaire of Louis Bonaparte, 3° ed., Moscú, Progress Publishers, 1954, pág. 106.8 Para estudiar la conexión entre la estética y la filosofía política kantianas, ver Hanna Arendt, Lectures on Kant´s Political Philosophy, edición acompañada de ensayo de Ronald Beiner, Chicago, University of Chicago Press, 1982, págs. 58-72. Ver también “Kant´s Examples” de David Lloyd en Unruly Examples: On the Rethoric of Exemplarity, Stanford, Stanford University Press, 1995, págs. 255-276, para una lectura más crítica del sensus communis de Kant en relación con la pedagogía y la formación del sujeto.9 Que tan poderosas afirmaciones precursoras de la función de la cultura en relación directa con el estado no deberían haber aparecido en la Alemania de finales del XVIII es quizás atribuible a la posición comparativamente débil de una burguesía nacional enfrentada a la fragmentación política y económica del Kleinstaaterei. Así el irónico comentario de Marx sobre el poderío teórico del pueblo alemán en relación a los avances industriales y políticos de Ingleses y Franceses respectivamente. Ver Karl Marx, “Contribution to the Critique of Hegel´s Philosophy of Law, Introduction” en Collected Works de Marx y Engels, vol. 3, New York, International Publishers, 1975, págs. 175-187. Para debates al respecto ver Alien Politics: Marxist State Theory Retrieved de Paul Thomas, New York y Londres, Routledge, 1994 Cap. 8, y “The French Revolution and the Problem of German Modernity: Hegel, Heine and Marx” de Harold Mah, en New German Critique, n° 50 (Primavera-Verano de 1990), págs. 3-20.10 Para este concepto ver Alien Politics de Thomas.11 Aunque “educe” se traduce por lo general como un sinónimo de deducir, aquí el término juega claramente con la relación etimológica que mantiene con “educar” (educate). El verbo “educir” constituye uno de los fundamentos del discurso de este libro, y aunque raro, existe en castellano. Significa “transformar, desarrollar, habilitar, entresacar,” y en ocasiones se utiliza en el ámbito pedagógico en los términos exactos propuestos por los autores. n. del t.12 Ver Karl Marx y Friedrich Engels, The Communist Manifesto, Harmondsworth, Penguin, 1967, pág. 105, donde se propone la “combinación de la educación con la producción industrial”; y Karl Marx, Critique of the Gotha Program, en The Marx-Engels Reader, 2° ed., New York: Norton, 1978, pág. 541, donde se propone que “una combinación temprana de trabajo productivo y educación es uno de los sentidos más poderosos para la transformación de la sociedad de hoy en día.” 13 Raymond Williams, Culture and Society, 1780-1950, New York, Columbia University Press, 1983.14 Raymond Williams, Politics and Letters: Interviews with New Left Review, Londres, New Left Books, 1979, págs. 99-100.15 Williams, Politics and Letters, pág. 97.

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16 Es justo apuntar que Williams, reflexionando sobre Cultura y sociedad en Politics and Letters, reconoce la falta de cualquier discusión sobre el Estado en el libro anterior. Ver Politics and Letters, págs. 119-120. En general, aquí deberíamos enfatizar que nuestra crítica de Cultura y sociedad en este ensayo no constituye una crítica de las posteriores revisiones de Williams, ni de su desarrollo intelectual. Lo que hemos intentado aislar es un momento crítico en el materialismo cultural que continúa ejerciendo una considerable influencia al margen de las posteriores revisiones de Williams. (Como él mismo apunta en Politics and Letters, pág. 100, “es el propio éxito del libro el que ha creado las condiciones para su crítica.”) No obstante, estamos convencidos de que incluso la posterior crítica y desarrollo constituyen una reflexión del compromiso fundamental con la cultura, tal y como queda definida en Cultura y sociedad, una reflexión que, tal y como argumentamos aquí, requeriría una rearticulación de los espacios sociales diferenciados histórica y conceptualmente, como el económico, el político, el cultural, etc. En los términos propuestos por “A Hundred Years of Culture and Anarchy”, Problems in Materialism and Culture, Londres, Verso, 1980, págs. 3-10, estos conceptos son todavía más “conocidos” que “conocibles” para mucha parte de la teoría cultural, la esfera separada de la cultura continúa proponiendo una base obvia incluso para la crítica cultural radical.17 Ver Rousseau, The Social Contract, Harmondsworth, Penguin, 1971, pág. 141: “La idea de la representación es moderna. Nos llega del gobierno feudal, de un sistema absurdo e inicuo bajo el que la raza humana se degrada y no hace honor al nombre de hombre. En las repúblicas e incluso en las monarquías del mundo antiguo, la gente nunca tuvo representantes: la propia palabra era desconocida.”18 Para más información sobre este momento intelectual ver las propias discusiones de Williams en Politics and Letters, págs. 61-3, y Alan Sinfield, Literature, Politics and Culture in Postwar Britain, Berkeley, University of California Press, 1989, págs. 6-22.19 “Estructuras del sentimiento” es, por supuesto, un concepto teórico posterior introducido por Williams para maniobrar en muchos aspectos, precisamente, con el tipo de problema que aquí hemos indicado al hilo de su trabajo más temprano. Tiene la ventaja de abordar la construcción social mientras habilita la importancia del “sentimiento” como un espacio crucial para los combates hegemónicos y contrahegemónicos. Si consideramos la oposición recurrente entre ilustración socialista y sentimiento, Williams revela su sensibilidad hacia este debate al defender Cultura y sociedad en la introducción a la edición de Morningside, donde remarca que, a través de los trabajos de Hoggart y Thompson del mismo periodo, Cultura y sociedad queda “dedicado a un tipo de radicalismo cultural que ha sido relegado por un tipo de socialismo más nítido, duro y, de hecho, más tradicional” (Culture and Society, pág. xi)20 Williams, Culture and Society, págs. 4-521 Ibid., pág. 31622 Ibid., pág. 33323 Ibid., pág. 33324 Ibid., pág. 123.25 Ibid., pág. 320.26 Se podría elaborar la relación entre nuestra crítica de Williams aquí y las críticas actuales del pluralismo americano desde la perspectiva del “discurso de minorías.” La fuerza política de las culturas minoritarias (distinguiendo el término de su utilización particularmente étnica) deriva de su posición históricamente damnificada, que obliga a abordar una crítica de las formaciones culturales dominantes. Ver Abdul JanMohamed y David Lloyd, Introducción a The Nature and Context of Minority Discourse, Oxford, Oxford University Press, 1990, págs. 4-11. Lisa Lowe ha ejercido una poderosa crítica de los actuales pluralismos culturales en “Imaginando Los Angeles en la producción del multiculturalismo,” capág. 4 de Inmigrant Acts: On Asian-American Cultural Politics, Durham, Duke University Press, 1996.27 Ian Hunter, Culture and Government: The Emergence of Literary Education, Londres, Macmillan, 1988.28 En el original, esta palabra está entrecomillada porque al utilizar el término “contraction”, los autores enfatizan su parentesco etimológico con el término “contrato”. n. del t.29 Ibid., pág. 262.30 Ibid., pág. 37.31 Ibid., pág. 39.32 La extensa apelación de Hunter al trabajo de Thomas Laqueur sobre las Escuelas Dominicales (Sunday Schools), así como su afirmación de que tales escuelas estaban estadísticamente distribuidas en núcleos rurales y urbanos, por lo que no hay una correlación evidente con el “desarrollo de producción industrial”, es simplemente absurda. La capitalización de la agricultura y la industrialización afectó tanto a los pobres del campo como a los de la ciudad, y ciertamente quedaron reconocidos por los Cartistas como asuntos continuamente pendientes.33 Thomas Babington, Lord Macaulay, “Educación” en Selected Writings, ed. John Clive y Thomas Pinney, Chicago, University of Chicago Press, 1972, pág. 21434 Hunter, Culture and Government, pág. 5635 Richard Johnson, citado en Michael Anderson, Education, Economic Change and Society in England, 1780-1870, Londres, Macmillan, 1983, pág. 17. Ver también John Lawson y Harold Silver, A Social History of Education in England, Londres, Methuen, 1973, cap. 8; Paul Richards, “State Formation and Class Struggle, 1832-48,” en Capitalism, State Formation and Marxist Theory: Historical Investigations, Londres, Quartet Books, 1980, págs. 74-76, así como nuestro propia investigación en el capítulo 3.36 Hunter, Culture and Government, pág. 49.37 Ibid., pág. 58.

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38 Ibid., pág. 59.39 Sobre esta broma pedagógica, ver Lloyd, “Kant´s Examples”, págs. 263-540 Louis Althusser, “Ideology and Ideological State Apparatuses,” pág. 169. Desafortunadamente, el breve análisis de Althusser sobre las escuelas como aparato ideológico material es truncado por su giro hacia la Iglesia como paradigma, un giro que rubrica su afirmación de la naturaleza trans-histórica de la ideología y oscurece la función central y hegemónica de la educación.41 En el contexto diferente del problema racial en USA, Omi y Winant expresan la cuestión sucintamente:

A pesar de todas las fuerzas pugnando en sentidos diversos en el seno del estado –demandas dispares de mandatarios, mandatos y prerrogativas de diferentes agencias, consecuencias políticas no atendidas y antagónicas, etc.- el estado todavía preserva una unidad global.

Michael Omi y Howard Winant, Racial Formation in the United States: From the 1960s to 1980s, New York, Routledge, 1986, pág. 78.42 Antonio Gramsci, Selections from the Prison Notebooks, New York, International Publishers, 1971, pág. 263.43 Gramsci, Prison Notebooks, págs. 242, 247.44 4 Renate Holub mantiene que “sin el intelectual […] quizás no hay teoría crítica gramsciana.” Antonio Gramsci: Beyond Marxism and Posmodernism, New York, Routledge, 1992, págs. 151-2 45 El importante ensayo de Perry Anderson “Las antinomias de Antonio Gramsci”, New Left Review, n° 100, págs. 5-78, es tristemente típico al considerar la distinción en cuestión como original, fundacional y persuasiva –y por consiguiente incuestionable.46 Gramsci, Prison Notebooks, pág. 3.47 Ibid., pág. 323.48 Ibid., pág. 26-4349 Richard Johnson, “´Really Useful Knowledge´: Radical Education and Working Class Culture, 1790-1848”, en Working Class Culture: Studies in History and Theory, , Centro de Estudios Culturales Contemporáneos Universidad de Birmingham, Londres, Hutchinson, 1979, pág. 89.50 Gramsci, Prison Notebooks, pág. 551 Walter A. Adamson, Hegemony and Revolution: A Study of Antonio Gramsci´s Political and Cultural Theory, Berkeley and Los Angeles, University of California, 1980, pág. 143. El texto de Adamson es una de las pocas interpretaciones derivadas de Gramsci, (frente a los que pretenden utilizar a Gramsci y llevarlo a su terreno).52 Gramsci, Prison Notebooks, pág. 553 ver Adamson, Hegemony and Revolution, pág. 143.54 Gramsci, Prison Notebooks, pág. 7.55 Ibid., pág. 341.56 Ibid., pág. 3.57 Ibid., pág. 10-11.58 Ibid., pág. 334.59 Ibid., pág. 334-5.60 Ibid., pág. 332-3.61 Ibid., pág. 418.62 Ibid., pág. 332.63 Ibid., pág. 173.64 Ibid., pág. 3.65 Aquí, nuestra crítica de Gramsci atañe igualmente a sus argumentos de los intelectuales en “Americanism and Fordism”, donde le parecía inaceptable la actual transformación de las instituciones universitarias y escolares en elementos orgánicos de la estructura capitalista. Ver Prison Notebooks, págs. 285-6. Para trabajos más recientes sobre estas transformaciones, ver Clyde W. Barrow, Universities and the Capitalist State: Corporate Liberalism and the Reconstruction of American Higher Education, 1894-1928, Madison, University of Wisconsin Press, 1990; y más generalmente, Samuel Bowles y Herbert Gintis, Schooling in Capitalist America; Educational Reform and the Contradictions of Economic Life, New York, Basic Books, 1976.66 Para textos sobre descolonización y la formación del intelectual nacionalista, ver Frantz Fanon, The Wretched of the Earth, New York, Grove Press, 1965; Los condenados de la tierra (Txalaparta Argitaletxea, 1999); Ngugi Wa Thiong´o, Decolonizing the Mind: The Politics of Language in African Literature, Londres, J. Currey, 1986; Benedict Anderson, Imagined Communities: Reflections on the Origin and Spread of Nationanism, Londres, Verso, 1991. Homi K. Bhabha comenta extensamente la frase citada de Fanon en “DissemiNation: Time, Narrative and the Margins of the Modern Nation,” The Location of Culture, Londres, Routledge, 1994, págs. 152-3.67 Ver Terry Eagleton, The Ideology of Aesthetic, Oxford, Blackwell, 1990, cap.2.68 Immanuel Kant, The Conflict of the Faculties, New York, Abaris, 1979, págs. 154-5. 69 Hanna Arendt, Lectures on Kant´s Political Philosophy, Chicago, University of Chicago Press, 1982, pág. 52.70 Reindhart Koselleck, Kritik und Krise: Ein Beitrag zur Pathogenese der bürgerlichen Welt, Freiburg y München, Alber, 1959.

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71 Sobre la formalidad del sujeto político, ver Paul Thomas, Alien Politics: Marxist State Theory Retrieved, New York y Londres, Routledge, 1994; sobre la importancia política del sujeto estético, ver David Lloyd, “Analogies of the Aesthetic: The Politics of Culture and the Limits of Materialist Aesthetics” en New Formations, n° 10 (Primavera de 1990), págs. 109-26. 72 En el título de este apartado, los autores establecen una relación entre los términos “destino” y “fiesta”, por su similitud fonética (fate y fête) n. del t.73 Jean-Jacques Rousseau, “First Discourse”, The First and Second Discourses, New York, St. Martin´s Press, 1964, pág. 37.74 Jean Starobinski, Jean-Jacques Rousseau: Transparency and Obstruction, Chicago, University of Chicago Press, 1988, pág. 182.75 Jean-Jacques Rousseau, Politics and the Arts: Letter, to M. D´Alembert on the Theater, Ithaca, Cornell University Press, 1960, pág. 61; Carta a D'Alembert sobre espectáculos (Tecnos, 199476 Rousseau, Letter to D´Alembert, pág. 80.77 Rousseau, “First Discourse”, First and Second Discourses, pág. 59.78 Friedrich Schiller, On the Aesthetic Education of Man, In a Series of Letters (1795), Oxford, Clarendon Press, 1967, pág. 43. Las siguientes referencias quedarán entre paréntesis con la abreviación AEM.79 Rousseau, Letter to D´Alembert, págs. 16-17.80 Rousseau, Ibid., pág. 25.81 Ver Starobinski, Transparency and Obstruction, págs. 95-6.82 Starobinski, Transparency and Obstruction, págs. 93-4.83 Ibid., págs. 92-3.84 Ibid., pág. 96.85 Wokler, “Rousseau y Marx”, en The Nature of Political Theory: Essay in Honour of John Plamenatz, Oxford, Oxford University Press, 1983, pág. 236. La referencia a Rousseau es a Essai sur l´origine des langues, Burdeos, Ducros, 1970, pág. 199.86 Wokler, “Rousseau y Marx”, pág. 243.87 Koselleck, Kritik und Krise, pág. 136-8.88 Walter Benjamin, Illuminations: Essays and Reflections, New York, Schocken, 1968, pág. 241; Iluminaciones I-IV, Taurus.89 Para una crítica a Rousseau en estos términos, ver Edmund Burke, Reflections on the Revolution in France, Oxford, Oxford University Press, 1993, págs. 264-275.90 Mona Ozouf, Festivals and the French Revolution, Cambridge, Harvard University Press, 1988, pág. 54.91 Ozouf, Festivals, passim. Ver también Bronislaw Baczko, Utopian Lights, New York, Paragon House, 1989, passim., y Paule-Monique Vernès, La ville, la fête, la démocratie: Rousseau et les illusions de la communauté, París, Payot, 1987, passim.92 Emile, or On Education, New York, Basic Books, 1979, págs. 82, 81.93 Sobre la estructura de la pedagogía kantiana, ver David Lloyd, “Kant´s Examples”, en Unruly Examples; On the Rethoric of Exemplarity, Stanford, Stanford University Press, 1995, págs. 255-76.94 Louis Althusser, Lenin and Philosophy and Other Essays, New York, Monthly Press Review, 1971, págs. 170 ff.95 Ver Friedrich Schiller, Essays Aesthetical and Philosophical, Londres, George Bell & Sons, 1879. Las siguientes referencias quedarán entre paréntesis con la abreviación SMI.96 Debemos a Stallybrass y White un notable informe de la represión gradual de los propios espacios de reunión popular, espacialmente la feria, como la condición de aparición de manifestaciones modernas de “lo público”. Es sorprendente que todas las instituciones que constituyen virtualmente el “estado ético” para Gramsci, y la “esfera pública” para Habermas, toman la forma de sitios teatrales y morales. Ver Peter Stallybrass y Allon White, The Politics and Poetics of Transgression, Ithaca, Cornell University Press, 1986, esp. cap. 1.97 E. P. Thompson, “The Moral Economy of the English Crowd in the Eighteenth Century”, Past and Present, n° 50 (Feb. 1971), págs. 76-136.98 Sobre la genealogía del radicalismo inglés en la década de 1890, ver E. P. Thompson, The Making of the English Working Class, New York, Vintage, 1966, Primera parte, “El árbol de la libertad”; La formación de la clase obrera en Inglaterra (Editorial Crítica [Obra completa]).99 Para una breve nota biográfica sobre Spence, su activismo político y frecuentes arrestos, así como su contribución póstuma al pensamiento radical inglés, ver Marlyn Butler, ed., Burke, Paine, Godwin and the Revolution Controversy, Cambridge, Cambridge University Press, 1984, págs. 189-90. En la página 190, Butler escribe:

Un excéntrico y un solitario, vivía en Londres muy pobremente. Su causa y su ejemplo personal le convirtieron en un héroe para un pequeño grupo de devotos spensonianos, encabezados por Thomas Evans, a través de los cuales sus ideas terminaron formando parte del legado del radicalismo del XIX.

100 Thomas Spence, The End of Opresión, Cambridge University Library Rare Books.101 Williams, Culture and Society, 1780-1950, New York, Columbia University Press, 1983, pág. 70.102 Ibid., pág. 32.103 Ibid., pág. 42.

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104 Ibid., pág. 43.105 Ibid.106 Para una discusión sobre la relación de Shelley con la sociedad política emergente, ver Stephen Goldsmith, Unbuilding Themselves: Apocalypse and Romantic Representation, Ithaca, Cornell University Press, 1983. Cap 4.107 Ver Alexander Pope, An Essay on Man, en Alexander Pope: A Critical Edition of the Major Works, Oxford, Oxford University Press, 1993, págs. 270-308.108 Coleridge, On the Constitution of the Church and State, Princeton, Princeton University Press, 1976, págs. 52-3. Énfasis en el original. Las futuras referencias aparecerán entre paréntesis y con la abreviación CCS. Williams cita la mayoría de sus párrafos en Culture and Society, págs. 61-3.109 En estos debates, ver especialmente John Lawson y Harold Silver, A Social History of Education in England, Londres, Methuen, 1973, y J. M. Godstrom, “The Content of Education and the Socialization of the Working Class Child, 1830-1860” en Popular Education and Socialisation in the Nineteenth Century, Londres, Methuen, 1977, págs. 93-109. Es importante recalcar que estos debates pueden haber encontrado su mayor intensidad, así como su articulación más temprana, en las colonias, justo según las formas de la educación nacional británica parece haber aparecido al margen de la metrópolis. Para algún relato de los debates sobre las formaciones imperiales de instituciones educativas ver D. H. Akenson, The Irish Education Experiment: The National System of Education in the Nineteenth Century, Londres, Routledge y Kegan paul, 1970, y Gauri Viswanathan, Masks of Conquest: Literary Study and British Rule in India, New York, Columbia University Press, 1983. 110 En inglés los autores están jugando con la evidencia que supone la enorme similitud entre la palabra “sacerdote” (parson) y la palabra “persona” (person), que se pierde en castellano. n. del t.111 Podemos recordar aquí que en Biographia Literaria, Coleridge remarca los efectos de la propagación de la Biblia King James no en relación a la inculcación del sentimiento religioso, sino para la mejora del vocabulario de la gente del campo. Su efecto cultivador tiene que ver con los modos del habla más que con el dogma cristiano. Ver Biographia Literaria, vol. 2. eds. James Engell y W. Jackson Bate, Princeton, Princeton University Press, 1983, pág. 44.112 William Wordsworth, Poetical Works, Oxford, Oxford University Press, 1969, pág. 735. Las futuras referencias aparecerán entre paréntesis y abreviadas como PW.113 Cf. Coleridge, Biographia, vol. 1, pág. 304.114 Para este debate de Wordsworth sobre la métrica en el Prefacio de 1800, ver PW, pág. 740.115 Ver especialmente baladas como “Simon Lee” o “Una anécdota para padres” en Lyrical Ballads, y los numerosos “poemas sobre los nombres de los sitios”, PW, págs. 116-121-116

CALMA ANIMAL Y DECADENCIALos pequeños pájaros del seto,Que picotean la carretera le ignoran.Él viaja, y en su cara, en su paso,En su andar una expresión: cada miembro,De esa figura parecida y encorvada, todos anuncianUn hombre dolorido que no se mueve, pero se impulsaCon el pensamiento –insensiblemente sometidoA permanecer callado: Para ésteLa paciencia es un asunto que pareceinnecesario, arrastrado por su naturaleza A una paz tan perfecta que el joven observaCon envidia, lo que el Anciano siente difícilmente. (1815)

ANCIANO DE VIAJE; CALMA ANIMAL Y DECADENCIA, BOCETOLos pequeños pájaros del seto,Que picotean la carretera le ignoran.Él viaja, y en su cara, en su paso,En su andar una expresión: cada miembro,De esa figura parecida y encorvada, todos anuncianUn hombre dolorido que no se mueve, pero se impulsaCon el pensamiento –insensiblemente sometidoA permanecer callado: Para ésteTodos los esfuerzos parecen olvidados, uno para el queLa larga paciencia da una calma tan apacible La paciencia es un asunto que pareceinnecesario, arrastrado por su naturaleza A una paz tan perfecta que el joven observaCon envidia, lo que el Anciano siente difícilmente

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-Le pregunté a dónde se dirigía, y cuál eraEl objeto de su viaje; él contestó “¡Caballero! me quedan muchas millas por recorrer”“para ver el fin de mi hijo, un marino”“al que un combate naval a traído a Falmouth,”“Y está muriendo en un hospital.” (1798)

La traducción de los poemas es sólo indicativa. n. del t. La versión original de 1815 está transcrita de PW, pág. 448, y la de 1798 de Wordsworth y Coleridge, Lyrical Ballads 1798, Oxford, Oxford University Press, 1969, págs. 105-6. Citado en el texto como LB.117 La versión de 1798 del poema se nos presenta con una lírica breve y heteroglósica en el momento mismo de la reestructuración romántica del género. No se trata de un fenómeno imposible, sino meramente improbable en el canon emergente. Wordsworth en 1815 hubiera estado de acuerdo con la insistencia de Mikhail Bakhtin de que la poesía depende de la “unidad de una voz” y que con la introducción de otra voz “se destruye el plan poético.” El Wordsworth de 1798 da pie a discrepar con esas afirmaciones y acentúa lo que queda excluido por el monólogo que se adelanta al Romanticismo. Ver M. M. Bakhtin , “Discourse in the Novel,” The Dialogic Imagination: Four Essays, Austin, University of Texas Press, 1981, pág. 328.118 Ver Terry Eagleton, The Ideology of Aesthetic, Oxford, Blackwell, 1990, cap. 2, para una discusión sobre la función política del gusto en el XVIII.119 Ver Thomas Robert Malthus, An Essay on the Principle of Population, Harmondsworth, Peguin, 1970, pág. 175.120 The Prose Works of William Wordsworth, , vol. 2, Oxford, Clarendon Press, 1974, pág. 24.121 Franco Moretti, en The Way of the World, Londres, Verso, 1987, págs. 5-6, remarca la preocupación decimonónica de la “juventud” como un índice de una modernidad que queda predicada sobre cambio y desarrollo.122 Penny Papers for the People, 18 Mar. 1831.123 Mechanic´s Magazine, 12, 15 Nov. 1823, págs. 190-1.124 Penny Papers, 23 Abril 1831.125 Mechanic´s Magazine, 7, 11 Oct. 1823, págs. 99-100.126 Penny Papers, 26 Mar. 1831.127 Como ha argumentado Brian Simon en The Two Nations and the Educational Structure, 1780-1870, Londres, Lawrence y Wishart, 1974, la historia del Instituto de los Mecánicos de Londres “ofrece un ejemplo instructivo de la manera en que los radicales, los industriales y los Whigs giraron para cambiar lo que comenzó principalmente como una institución obrera para su propósitos” (pág. 153). El Instituto fue puesto en marcha por Hodgkin y Robertson, y fue concebido desde el principio como un Instituto que estaba plenamente controlado por los trabajadores. Sin embargo, bajo distintas presiones, Hodgkin pidió asistencia a Francis Place que accedió. El reformista de clase media George Birkbeck prestó 3000 libras al instituto y fue nombrado presidente (pags. 153-4). Hodgkin y Robertson ya no fueron elegidos secretarios en 1823; “el Instituto que había sido su obra se les fue de las manos” (pág. 154).128 Mechanic´s Magazine, 99, 16 Julio 1825, págs. 238-40.129 Para la crítica del libro de Hodgkin, ver Mechanic´s Magazine, (Nueva serie) 7, 16 Junio 1827, pág. 378. Simon cita algunos párrafos relevantes en su Two Nations (pág. 156, n° 3).130 Citado en Simon, Two Nations, pág. 159.131 J. W. Hudson, History of Adult Education (1851), págs. 54-5. Citado en Simon, Two Nations, pág. 158.132 Gareth Stedman Jones, Languages of Class: Studies in Working Class History 1832-1982 (Cambridge, Cambridge University Press, 1983), passim. Para críticas de Stedman Jones, ver Richard Ashcraft, “Liberal Political Theory and Working Class Radicalism in Nineteenth-Century England”, Political Theory, Vol. 21, n° 2 (Mayo 1993), págs. 249-72. Neville Kirk, “In Defence of Class”, International Review of Social History, n° 32, 1987, págs. 2-47. John C Belchem, “Radical Language and Ideology in Early Nineteenth-Century England: The Challenge of Platform”, Albion n° 20 (Verano 1988), págs. 247-59. Y Robert Grey, “The Deconstruction of the English Working Class”, Social History n° 11 (Oct. 1986), págs. 363-73. Como anticipación a la crítica que efectuamos a su trabajo en nuestra conclusion, deberíamos señalar aquí que Ernesto Laclau y Chantal Mouffe confían excesivamente en las anotaciones históricas de Stedman Jones sobre la naturaleza del Cartismo como movimiento político. Ver su Hegemony and Socialist Strategy: Towards a Radical Democratic Politics, Londres, Verso, 1985; Hegemonía y estrategia socialista: hacia la radicalización democracia (Siglo XXI de España Editores, 1987) 133 Dorothy Thompson, The Chartists: Popular Politics in the Industrial Revolution, New York, Pantheon, 1984. pág. 301.134 Ver Ralph Miliband, Parliamentary Socialism, Londres, Merlin, 1972, passim.135 E. P. Thompson, The Making of the English Working Class, New York, Vintage, 1966, pág. 12; La formación de la clase obrera en Inglaterra (Editorial Crítica [Obra completa])136 Ellen Meiksins Wood, The Retreat from Class, Londres, Verso, 1986. pág. 111. Énfasis añadido.137 E. P. Thompson, The Making of the English Working Class, New York, Vintage, 1966, pág. 807; La formación de la clase obrera en Inglaterra (Editorial Crítica [Obra completa])138 Ver Eric Hobsbawm y George Rudé, Captain Swing: A Social History of the Great English Agricultural Uprising of 1830, New York, Pantheon, 1968, passim.

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139 Ver Thompson, “The Peculiarities of the English” en The Poverty of Theory and other Essays, Londres, Merlin Press, 1979, págs. 35-91.140 “Peculiarities”, pág. 70.141 Thompson, “Peculiarities”, pág. 71.142 E. P. Thompson, The Making of the English Working Class, New York, Vintage, 1966, pág. 198, y también 181; La formación de la clase obrera en Inglaterra (Editorial Crítica [Obra completa])143 Para un buen resumen, ver Eric Foner, Tom Paine and Revolutionary America, Oxford, Oxford University Press, 1976. págs 7-8. Thomas Spence era una excepción a esta regla.144 Gregory Claeys, Citizens and Saints: Politics and Anti-Politics in Early British Socialism, Cambridge, Cambridge University Press, 1989. pág. 4; D. Thompson, Chartists, págs. 276-7.145 Benjamin Wilson, “The Struggles of Old Chartism”, Testaments of Radicalism, Frankfurt, Europa, 1977. pág. 210; Claeys, Citizens, págs. 216-17.146 Claeys, Citizens, pág. 224.147 Joan Wallach Scott, Gender and the Politics of History, New York, Columbia University Press, 1988. pág. 58.148 Eileen Yeo, “Practices and Problems of Chartist Democracy”, The Chartist Experience, Londres, Macmillan, 1982, págs. 345-380.149 Claeys, Citizens, pág. 283.150 Asa Briggs, Chartist Studies, Londres, Macmillan, 1960, pág. 295.151 D. Thompson, Chartists, págs. 16-17.152 Richard Johnson, “Educational Policy and Social Control in Early Victorian England”, Past and Present n° 49 (Nov. 1970), pág. 97153 Form of Report for Her Majesty´s Inspectors of Schools, Minutes of the Committee on Education, 1840-841.154 Aquí, el “esfuerzo” (exertion) alberga también el significado coactivo de “hacer uso de la fuerza,” n. del t.]155 Johnson, “Educational Policy”, pág.119.156 Hunter, Culture and Government: The Emergence of Literary Education, Londres, Macmillan, 1988, passim. Ver también nuestra Introducción.157 Simon, The Two Nations and the Educational Structure, 1780-1870, Londres, Lawrence and Wishart, 1974. pág. 159.158 Simon, Two Nations, pág. 160.159 Ver Hobsbawm y Rudé, Captain Swing, passim.160 Ver Claeys, Citizens, passim.161 En R. K. Webb, The British Working Class Reader, 1790-1848: Literacy and Social Tension, Londres, Allen & Unwin, 1955, pág. 93.162 Westminster Review, vol XIV, n° 28 (Abril, 1831), pág. 372. Citado en Two Nations de Simon, pág. 161.163 Henry Brougham, Practical Observations upon the Education of the People, Addressses to the Working Classes and their Employers, Londres, 1825; citado en Trygve Tholfson, Working Class Radicalism in Mid-Victorian England, New York, Columbia University Press, 1977, pág. 130.164 Charles Knight, Passages of a Working Life During Half a Century: With a Prelude of Early Reminiscences, Londres, Bradbury & Evans, 1864, pág. 310.165 Knight, Passages, pág. 171.166 Ver Simon, Two Nations, pág. 162-3.167 J. E. G. de Montmorency, State Intervention in English Education: A Short History from Earliest Times Down to 1833, Cambridge, University Press, 1902, pág. 300.168 Simon, Two Nations, pág. 163.169 Ibid., págs. 138-39.170 Ibid., pág. 166.171 Ibid., págs. 165-66.172 Ibid., pág. 164.173 Moral and Physical Education, reimpr. En Four Periods of Public Education, As Reviewed in 1832, 1839, 1846, 1862 (Londres: Longman, Green, Longman, Roberts, 1862), pág. 39. Citado en Simon, Two Nations, pág. 169.174 “La tradición de mutuo estudio, argumentación y progreso” estaban ”firmemente establecidos como un aspecto de la vida obrera [...] para la época de la década cartista”. Tholfson, Working Class Radicalism, págs. 62-3.175 Ver Tholfson, Working Class Radicalism, págs. 64-8.176 Citado en Simon, Two Nations, pág. 215.177 Ibid., pág. 215.178 The Poor Man´s Advocate and People´s Library, 25 Feb. 1832, pág. 44. Citado en Simon, Two Nations, pág. 220.179 Simon, Two Nations, pág. 221.180 Northern Star, 29 En. 1848. Citado en Simon, Two Nations, pág. 223.181 Simon, Two Nations, pág. 223.182 Aspinall, A., Politics and the Press 1780-1850, Londres, Home & Van Hal, 1949, pág. 60. Citado en Simon, Two Nations, pág. 223.183 Simon, Two Nations, pág. 223-4.

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184 John Foster, Class Struggle and the Industrial Revolution, Early Industrial Capitalism in Three English Towns, New York, St. Martin´s Press, 1974, págs. 62-4.185 E. P. Thompson, The Making of the English Working Class, New York, Vintage, 1966, pág. 549; La formación de la clase obrera en Inglaterra (Editorial Crítica [Obra completa])186 D. Thompson, Chartists, págs. 243-4.187 En Webb, The British Working Class Reader, pág. 144; Simon, Two Nations, pág. 229.188 Proceedings of the Third Co-operative Congress, 23 Abril 1832, ed. W. Carpenter, págs. 70-1; Simon, Two Nations, pág. 229-30.189 Poor Man´s Guardian, 28 Feb. 1835, pág. 448. Citado en Simon, Two Nations, pág. 231.190 William Lovett, The Life and Struggles of William Lovett, in his Pursuit of Bread, Knowledge, and Freedom, New York, Knopf, 1920, pág. 99. Citado en Simon, Two Nations, pág. 233-4.191 New Moral World n° 17, 24 Oct. 1840, pág. 265. Citado en Simon, Two Nations, pág. 235.192 New Moral World n° 23, 5 Dic. 1840, pág. 360. Citado en Simon, Two Nations, pág. 235.193 Lovett, Life and Struggles, pág. 137. Citado en Simon, Two Nations, pág. 243.194 Northern Star, 17 Oct. 1840. Citado en Simon, Two Nations, pág. 244.195 Citado en Asa Briggs, Introducción a Chartism: a New Organization of the People de William Lovet y John Collins (New York, Humanities Press, 1969), pág. 14.196 Los autores entrecomillan “indicio” porque glimmer, que es el término que ellos utilizan, significa también “luz tenue”, y juegan así con el parrafo anterior. n. del t.197 “The Right of Universal Suffrage: The Principle of the People´s Charter, Part Two”, The Red Republican, vol. 1 (1848), pág. 144.198 “Morality of the Working Classes”, Chartist Circular, 2 Nov. 1839.199 “Proggress of Democracy, Part Two”, Chartist Circular, 1 Oct. 1841; “Popular Legislation-its Effects”, Chartist Circular, 14 Mar. 1840.200 “National Education”, Chartist Circular, 28 Sept. 1839; “Chartist Schools”, Chartist Circular, 21 Mar. 1841.201 “The Popular Education of the People”, Chartist Circular, 21 Dic. 1839.202 “Address of the Democratic Chartist Association of Manchester ti the Lovers of Truth and Liberty”, Poor Man´s Guardian and Repealer´s Friend, n° 2, pág. 14.203 Simon, Two Nations, pág. 271.204 Ibid., pág. 251.205 D. Thompson, Chartists, págs. 46-51.206 Simon, Two Nations, pág. 172.207 Ibid., pág. 171.208 Ibid., pág. 173.209 Karl Marx, Capital: A Critical Analysis of Capitalist Production, Vol I, New York, International Publishers, 1947, pág. 397; El Capital, (Editors, 1984).210 Simon, Two Nations, pág. 273.211 Northern Star, 30 En. 1847. Citado en Simon, Two Nations, págs. 273-4.212 Howe, The Cotton Masters, 1830-1860, Oxford, Clarendon Press, 1984, pág. 243.213 Howe, Cotton Masters, pág. 284.214 Ibid., págs. 284-5.215 Ibid., pág. 286.216 Ibid.,217 The Speeches of Charles Dickens, Oxford, Clarendon Press, 1960, pág. 153. Citado en Howe, Cotton Masters, pág. 287.218 Howe, Cotton Masters, pág. 290.219 Ibid., pág. 298. Las citas internas corresponden a “Working Men and the Art Treasures”, Art Treasures Examiner (Manchester, 1857), pág. 40.220 Howe, Cotton Masters, pág. 301.221 John Ruskin, A Joy for Ever, pág. 95, 114. Citado en Howe, Cotton Masters, pág. 300.222 John K. Walton, Lancashire, a Social History, 1758-1939, Manchester, Manchester University Press, 1987, pág. 244.223 Claeys, Citizens, pág. 244.224 E. P. Thompson, Wighs and Hunters, New York, Pantheon, 1975.225 Ver Robert Sykes, “Early Chartism and Trade Unionism” en The Chartist Experience, pág. 157 y siguientes; Walton, Lancashire, pág. 161.226 Walton, Lancashire, pág. 268.227 Ibid., 275.228 Trazaríamos las componentes teóricas de la noción de sentido común como una exigencia simultáneamente cultural y política, al menos con respecto a la tercera Crítica de Kant; ver Hanna Arendt, Lectures on Kant´s Political Philosophy, Chicago, Chicago University Press, 1982, y David Lloyd, Kant´s Examples”, Unruly Examples: On the Rethoric of Exemplarity, Stanford, Stanford University Press, 1995, págs. 255-76. El capítulo anterior ha discutido la práctica inicial, así como lo discutible que resulta teóricamente el concepto emergente de representación en la década de 1830.

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La obviedad de dicho concepto queda sólo posteriormente establecida.229 Matthew Arnold, “Culture and Anarchy, with Friendship´s Garland and some Literary Essays”, Vol. 5 de The Complete Prose Works of Matthew Arnold, Ann Arbor, Michigan University Press, 1965, pág. 143. Para críticas de Arnold sobre Mill y otros, ver Culture and Anarchy, pág. 111. Para los comentarios de Mill sobre las revueltas de Hyde Park y las reacciones de Arnold, ver John Stuart Mill, “Public and Parlamentary Speeches, November 1850-November 1868”, Essays on Politics and Society, Vol. 28, Collected Works of John Stuart Mill, Toronto, University of Toronto Press, 1988, págs. 32-3. 230 Arnold, Culture and Anarchy, págs. 134-5. El énfasis es de Arnold.231 Además de Culture and Society, 1780-1950 de Williams, [New York, Columbia University Press, 1983], ver por ejemplo el ensayo de Michael Loewy sobre las críticas de la Europa decimonónica a las relaciones sociales capitalistas, Marxisme et romantisme révolutionnaire, Paris, Sycomore, 1980, y también de Loewy y Robert Sayre, Révolte et mélancholie: le romantisme á contrecourant de la modernité, Paris, Payot, 1992.232 Matthew Arnold, “The Popular Education of France. Democratic Education”, Vol. 2 de The Complete Prose Works of Matthew Arnold, Ann Arbor, Michigan University Press, 1962, págs. 26-7, 28-9. El término “poder estatal” sugiere el conocimiento de Arnold, Individuum und Staatsgewalt, de, Wilhem von Leipzig Humbold [Reclam, 1985]: el término es una traducción literal del término alemán Staatsgewalt. Von Humboldt, ocasional ministro prusiano de educación, amigo temprano de Schiller y otros pensadores alemanes y exponente del auto-cultivo, que tuvo una clara influencia en ciertos pensadores victorianos: esto se verá más adelante. 233 Ver John Stuart Mill, “Coleridge”, Essays on Politics and Society, Vol. 10, Collected Works of John Stuart Mill, Toronto, University of Toronto Press, 1969, págs. 133-6, 140-1, 147-50. Tanto F. R. Leavis como Raymond Williams entienden perfectamente la influencia de Coleridge sobre Mill. Ver Culture and Society, pág. 50, y Mill on Bentham and Coleridge.Pero el ensayo “Civilization” de Mill no es menos insistente sobre la necesidad de la educación para el “reforzamiento y la prolongación del [...] intelecto y el carácter” y para el “reforzamiento de la cara más débil de la Civilización por medio del apoyo de un Cultivo superior”. Ver Mill, “Civilization”, Essays on Politics and Society, Vol. 18, Collected Works of John Stuart Mill, Toronto, University of Toronto Press, 1977, págs. 139-143.234 Mill, “On Liberty”, Essays on Politics and Society, Vol. 18, Collected Works, pág. 261. 235 John Stuart Mill, “Considerations on Representative Government”, Essays on Politics and Society, Vol. 19, Collected Works of John Stuart Mill, Toronto, University of Toronto Press, 1977, pág. 394. Citado a partir de aquí como RG.236 Catherine Hall, en su gran ensayo “Rethinking Imperial Histories: The Reform Act of 1867”, (New Left Review n°208 [Nov./Dic. 1994], págs. 3-29), demuestra cómo prácticamente, por caminos enmarcados por Mill en Consideration on Representative Government, la liberación de los sujetos masculinos, blancos de clase obrera, implicaba una redefinición de la ciudadanía que excluía a los “sujetos” femeninos y caribeños del Imperio. Esta exclusión permitió la formación del sujeto masculino británico como ciudadano del imperio británico. Podemos leer la obra de Mill como un contradicción crítica, en tanto el desarrollo de sus afirmaciones encuentran sus límites en ensayos como “On the Subjection of Women” o “On the Negro Question”.237 La propia implicación de Mill como empleado civil de la Casa India en la formación de una política británica es relevante aquí. En otro ensayo querríamos aportar una crítica más completa de las afirmaciones etnológicas e históricas de Mill, aunque aquí no hay espacio para ello. Para abordar la crítica del desarrollo liberal sobre historia y raza, ver Lloyd, “Race under Representation” en Culture/Contexture: Explorations in Anthropology and Literary Study, Berkeley, University of California Press, 1996, y “Genet´s Genealogy: European Minorities and the End of the Canon”, The Nature and Context of Minority Discourse, Oxford, Oxford University Press, 1991, págs. 369-93. Para ampliar la información sobre Mill y sus teorías racistas, ver David Theo Goldberg, Racist Culture: Philosophy and the Politics of Meaning, Oxford, Blackwell, 1993, págs. 33-6. Hay que reseñar también la influencia en estos párrafos de la sentencia marxista: “No pueden representarse a sí mismo, deben ser representados” The Eighteenth Brumaire of Louis Bonaparte, Moscú, Progress Publishers, 1954, pág. 106; El dieciocho brumario de Luis Bonaparte, (Editorial Ariel, 1985). Por supuesto, Marx estaba siendo irónico, Mill no.238 Discutiendo el principio de sentimiento nacional, Mill argumenta que:

La experiencia prueba que a una nacionalidad le es posible asociarse y quedar absorbida por otra: y cuando ésta era originalmente inferior a la otra, su absorción marca un avance. Nadie puede suponer que no es más beneficioso para un bretón, o para un vasco o un navarro-francés, el quedar subsumido por las ideas y sentimientos de un pueblo más cultivado y civilizado [...] que el encastillarse en el legado medio salvaje de su pasado, manteniéndose en su estrecho mundo mental, sin prestar interés o participar en el desarrollo general del mundo. Lo mismo puede decirse de galeses y escoceses como miembros de la nación británica. (RG, pág. 549)

La notable omisión de Irlanda en esta cita apunta los inciertos beneficios de esta asimilación: tanto el contexto del fracaso de la administración británica con el hambre todavía reciente, como el hecho de necesitar de coacción militar de manera continuada, demandarían otro escenario que el de “asociación y absorción”; uno que resaltara la violencia fundante que implica la formación y el desarrollo del Estado.

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239 Ver RG, págs. 473-9. Para abundar en al discusión sobre el tópico de la reconcepción de las minorías de Mill como “instruidas”, ver Lloyd, “Genet´s Genealogy”, págs. 373-4. La noción de Mill sobre la necesidad de la influencia de las clases intelectuales dispersas, queda influida y prolonga la noción coleridgeana de “intelectualidad”. Ver Capítulo 2. pág. 68.240 El mero vestigio de la idea de que trabajo y enseñanza debieran converger, sobrevive paradójicamente en la noción de “educación a tiempo parcial” que permitió, como una formación comprometida, que los empresarios utilizaran trabajo infantil a cambio de algunas horas de educación diaria. Este modo de educación queda recuperado por Marx y otros pensadores radicales de la década de 1850 y 1860 como una alternativa preferible a la escolarización separada, y como un “potente sentido para la transformación de la sociedad actual”. Marx, “Critique of the Gotha Program”, The Marx-Engels Reader, New York, Norton, 1978, pág. 541; Crítica al programa de Gotha (Ediciones Vosa 1991). Ver también Harold Silver “Ideology and the Factory Child: Attitudes to Half-time Education”, Popular Education and Socialisation in the Nineteenth Century, Londres, Methuen, 1977, pág. 155. Según Silver, Marx participa pero diverge de las ideas owenitas sobre trabajo y educación. También está apuntando la concepción posterior de Gramsci sobre la relación entre trabajo mental e industrial en el caso del intelectual orgánico obrero.241 Trygve R. Tholfsen argumenta que los movimientos obreros de reforma, para las décadas de 1850 y 1860, eran virtualmente indistinguibles del reformismo de clase media:

El radicalismo obrero, alojado en una cultura que valoraba la reforma racional y la renovación como remedio frente a agravios demostrados, era vulnerable a la asimilación; el aparato de protesta y agitación al completo pudo fácilmente quedar asimilado fácilmente, recibiendo un papel en medio de otros movimientos afines a la causa del progreso. En esta situación, las demandas podían perder su horizonte y su mordiente, cayendo en la banalidad mediovictoriana.

Ver Tholfsen, Working Class Radicalism in Mid-Victorian England, New York, Columbia University Press, 1977, pág. 314. Aunque admitimos un cierto grado de esta caracterización del radicalismo como participante en una cultura más amplia de consenso, intentaremos aportar un cuadro más completo para entender las represiones estructurales que se dan en este momento.242 En inglés, el término “intelectualidad” (clerisy) hace referencia a lo eclesiástico o “clerical”. n. del t.243 John Anderson, “Thoughts on Education”, n° 1, en The Workman´s Friend, vol. 1, n° 1 (1 Feb. 1862), pág. 7. Comparar estas citas con las de “R. W. C. T.” En “The Education of the Young”, Sixpenny Magazine, vol. 9 (1 Mar. 1865), pág. 370:

Hay pocas palabras tan confundidas entre sí en el idioma inglés como educación e instrucción [...] si la naturaleza de la educación significa “dirigir” o “extraer”, por el contrario, la instrucción quiere decir “preparar”, “inculcar”: uno desarrolla el germen de lo que ya existe, apuntando en la buena dirección; el otro aporta nuevos principios, planta semilla fresca, sedimenta una base para una estructura futura, pero siempre “en”, de dentro a fuera, mientras el anterior es exterior a éste.

244 Rev. H. Solly, “The Working Men´s Club and Institutes Movement. Their Origin and Progress”, The Working Man, 30 En. 1866, pág. 51. Solly narra la historia del “movimiento” en sus esfuerzos filantrópicos de reformistas de clase media y clericales para dotar de otras formas de entretenimiento a los obreros que no fuesen a las cantinas, y para extender nacionalmente estos esfuerzos dispersos. Aparece de nuevo la infame figura de Lord Brougham, esta vez como primer presidente del Working Men´s Club and Institute Union. Solly era ministro en la iglesia presbiteriana de Lancaster, antes de convertirse en el primer secretario del sindicato en 1862.245 Rev. H. Solly, carta a Lord Lyttleton, 6 Dic. 1866, impresa en Ocassional Papers of the Working Men´s Club and Institute Union, n° 9 (Feb. 1866), pág. 3.246 F. D. Maurice, citado por William Rossiter en “History of the Working Men´s College,II”, The Working Man, 20 En. 1866, pág. 34. Plantear un relato completo del movimiento cristiano socialista nos llevaría demasiado espacio en estas páginas. Quedó fundado por F. D. Maurice entre otros, al igual que el Working Men´s College de Londres, en la estela de sus reflexiones sobre la violencia potencial del movimiento Cartista en 1848. En su “Consejo de profesores”, el College no sólo incluía a Maurice, sino también a otras figuras tan influyentes como John Ruskin, y la mayoría estaban graduados por Oxford y Cambridge. Sus principios fundantes estaban profundamente influidos por la filosofía de Coleridge, a través de Maurice, que tomó a éste como su mentor fundamental, y consagró su trabajo al principio de “cultivo”, en el amplio sentido que hemos esbozado anteriormente. Aunque el número de participantes activos era relativamente pequeño, el socialismo cristiano puede haber tenido una considerable influencia en los procesos de liderazgo reformista de la Carta de Reforma y el Acta de Educación.247 Marx dice que “la teoría llega a ser una fuerza material en sí misma cuando se apodera de las masas”, “Contribution to the Critique of Hegel´s Philosophy of Law. Introduction”, en Marx y Friedrich Engels, Collected Works Vol III, New York, International Publishers, 1975, pág. 182. Esta afirmación es cierta en más de un sentido.248 Rossiter, “History of the Working Men´s College, I”, The Working Man, 13 En. 1866, pág. 19.249 “Letters from Lancashire, by a Lancashire Lad, I.-Something of Self-Education in Lancashire” The Working Man, 27 En. 1866, pág. 58.

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250 “Letters from Lancashire”, pág. 58.251 “Letters from Lancashire, II”, The Working Man, 3 Feb. 1866, pág. 69.252 The Times, 5 Dic. 1866, pág. 7.253 Ibid. Es difícil deducir si la frase “a través del canal” de Bright, se refiere al movimiento populista irlandés, a la hermandad de Fenian, o a los movimientos de insurrección franceses que establecerían la Comuna de París en 1871. 254 Joseph Leicester, The Times, 5 Dic. 1866, pág. 7.255 “Political Intelligence”, editorial, The Working Man, 16 Jun. 1866, pág. 376.256 Lamentablemente, quizás, esta demanda de conducta moral de las clases trabajadoras de Lancashire se convierte en mito o leyenda. El trabajo histórico reciente ha desmantelado las bases del relato sobre su resistencia ética y su apoyo pro-abolicionista, quizás sólo cierto con respecto al electorado de John Bright y poco más. Incluso Karl Marx, que promovió la idea en nombre de la solidaridad internacional del fervor de los oprimidos y las clases trabajadoras por la democracia americana, consideró finalmente a los trabajadores como rebaño, más que como conciencia de clase. Ver Norman Longmate, The Hungry Mills, Londres, Temple Smith, 1978, cap. 19, y Mary Ellison, Support for Secession: Lancashire and the American Civil War, Chicago, University of Chicago Press, 1972. El epílogo a esta obra de Peter d´A. Jones resume su argumento y proporciona un relato sucinto de la gradual desilusión de Marx. Catherine May, en su ensayo “Rethinking Imperial Histories”, no cuestiona la leyenda, pero demuestra el efecto que tuvo en el cambio de opinión de figuras importantes de la reforma, como por ejemplo Gladstone.257 Como señaló Marx en 1843, “la emancipación política supone una reducción del hombre, por una parte como miembro de la sociedad civil, un individuo independiente y egoísta, y por otra como ciudadano, como persona moral.” “On the Jewish Question”, en Marx y Friedrich Engels, Collected Works Vol III, New York, International Publishers, 1975, págs. 168; La cuestión judía (Santillana, 1997). Sobre este tema ver Thomas, Alien Politics: Marxist State Theory Retrieved, New York y Londres, Routledge, 1994.258 Oskar Negt y Alexander Kluge, “Public Sphere and Experience: Toward an Analysis of the Bourgeois and Proletarian Public Sphere”, Theory and History of Literature, vol. 85, Minneapolis, University of Minnesota Press, 1993, pág. 197. Su trabajo viene en gran parte de Michael Vester, Die Entstehung des Proletariats als Lernprozess, Frankfurt y Main, Europäische Verlagsanst, 1970.259 Richard Johnson, “´Really Useful Knowledge´: Radical Education and Working Class Culture, 1790-1848”, Working Class Culture: Studies in History and Theory, Londres, Hutchinson, 1979, pág. 88.260 Johnson, “´Really Useful Knowledge”, pág. 79.261 Ver Vester, Die Entstehung des Proletariats, como queda citado en Kluge y Negt, Public Sphere and Experience, págs. 191-5.262 A. E. Dobbs, Education and Social Movements 1700-1850, Londres, Longmans, Green and Co., 1919, págs. 240-1.263 Ibid., pág. 242.264 Para un relato general de la transformación burguesa del espacio, ver Donald Lowe, History of Bourgeois Perception, Chicago, University of Chicago Press, 1982, esp. chap. 4. Sobre relatos sobre el confinamiento del espacio obrero, ver Peter Stallybrass y Allon White, The Politics and Poetics of Transgression, Ithaca, Cornell University Press, 1986, y Patrick Brantlinger, Bread and Circuses: Theories of Mass Culture as Social Decay, Ithaca, Cornell University Press, 1983.265 Derivamos la noción de “prácticas materiales” de la ideología de Althusser, “Ideology and Ideological State Apparatuses”, Lenin and Philosophy and Other Essays, New York, Monthly Review Press, 1971, pág. 169.266 Ver, por ejemplo, “The Value of Knowledge to Working Women”, The Working Man, 28 Ab. 1866, pág. 263. Aunque comienza con una afirmación de indudable igualdad entre los sexos que “ha de llegar tal y como procede según la inteligencia general”, el artículo discute la necesidad de educación de las mujeres:

La gente que por seguridad y confort, solía creer en la ignorancia, ha caído ahora en el peligro y el error de esta actitud. Sólo podemos creer en la inteligencia, y cualquiera que es inteligente, lo sabe. Esto no es menos importante en el caso de las esposas de los trabajadores. El conocimiento más humilde no tiene que ver sólo con el poder, sino con la propiedad. Se trata tanto de economía como de placer [...] una esposa inteligente, que se entrega a las tareas del hogar, y está orgullosa de ello, alimentará mejor a su familia, y dará más placer en la mesa, con veinte chelines a la semana, más que una mujer ignorante con dos libras.

Uno puede decir que, en la medida en que las esferas de la cultura y el hogar son distintas pero relacionadas, la educación de la mujer así definida nunca puede ser “para sí misma”, sino que queda siempre “aplicada”, en tanto su esfera queda relegada a lo doméstico.267 Tras el uso que efectúan Negt y Kluge del término de Reimut Reiche, podemos decir que el instituto o el club conforman un sentido de escapar a “la permanentemente aterradora función de la familia”: Public Sphere and Experience, págs. 30, 49. Ello proporciona una apariencia de espacio abierto al auto-perfeccionamiento o la camaradería sin trabas, no limitada por el sombrío reconocimiento de que incluso los espacios más íntimos de la vida personal se dan ya sobre las funciones y contradicciones que refuerzan la dominación. Por supuesto, esta apariencia por otra parte contradice el ocio deliberado y festivo del capital. 268 Ernest Jones, “Political Prisoners”, el texto de una carta escrita a Old Bailey el 10 de Julio de 1848 a Lord Truro, entonces Jefe de Justicia, reimpresa en Notes to the People, vol. I, n° 11 (1851), pág. 208. Tholfsen discute el

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pensamiento educativo de Harney y otros radicales cartistas durante la década de 1850 como un paso hacia la “asimilación del radicalismo popular por las formas de la cultura mediovictoriana”, en Working Class Radicalism, págs. 308-15. 269 Ver Paul Thomas, “Critical Reception: Marx Then and Now”, The Cambridge Companion to Marx, Cambridge, Cambridge University Press, 1991, págs. 23-54. esp. 34.270 Ver Paul Thomas, Alien Politics: Marxist State Theory Retrieved, New York y Londres, Routledge, 1994, págs. 27-49. 271 Albert Hirschmann, The Passions and the Interests: Political Arguments for Capitalism before its Triumph, Princeton, Princeton University Press, 1977, passim.272 Karl Marx, “Contribution to the Critique of Hegel´s Philosophy of Law. Introduction”, en Marx y Friedrich Engels, Collected Works Vol III, New York, International Publishers, 1975, págs. 176. Ver Thomas, Alien Politics, pág. 69. 273 Marx, “Contribution to the Critique of Hegel´s Philosophy of Law”, pág. 32. Alien Politics, pág. 70.274 Ibid., pág. 32. Cf. También pág. 165.275 Marx, “On the Jewish Question”, en Collected Works Vol III, pág. 166; La cuestión judía (Santillana, 1997).276 Raymond Williams, Culture and Society, 1780-1950, New York, Columbia University Press, 1983, págs 140-1.277 E. P. Thompson, William Morris: From Romantic to Revolutionary, Londres, Merlin Press, 1977, pág. 728.278 Morris, “The Lesser Arts”, en The Collected Works of Williams Morris, Londres, Longmans, 1910-1915, pág. 25.279 “The Aims of Art”, Sings of Change, pág. 134. Citado en Thompson, William Morris, pág. 664.280 Commonweal, Suplemento de Abril, 1885. Citado en Thompson, William Morris, pág. 664.281 The Letters of Williams Morris to His Family and Friends, Longmans, Green & Co., 1950, págs. 355-7. Thomson, William Morris, págs. 664-5282 Morris, “How I Became a Socialist”, Justice, 6 Jun. 1894. Citado en Thompson, William Morris, pág. 665. Ver también Williams, Culture and Society, pag. 150.283 William Morris y Belfort Bax, Socialism: Its Growth and Outcome (1893), pág. 317. Citado en Thompson, William Morris, pág. 690.284 Citado en Thompson, William Morris, pág. 690-1.285 Ver Michael Lowey y Robert Sayre, Révolte et mélancholie: le romantisme á contrecourant de la modernité, Paris, Payot, 1992, pág. 199.286 Culture and Society, pág. 149.287 Williams enfatiza en cursiva esta frase de “How I Became a Socialist”, cuando queda citada en Culture and Society (pág. 150).288 Ibid.289 Ibid., pág. 156.290 Ibid., pág. 158.291 Ibid., pág. 265. Ver también Problems in Materialism and Culture (Londres, Verso, 1980), págs. 204-5.292 Williams, Culture and Society, pág. 273.293 Ibid., pág. 238.294 Williams, Resources of Hope: Culture, Democracy, Socialism, Londres, Verso, 1989, pág. 215-18.295 Ver William Morris, “News from Nowhere”, News from Nowhere and Selected Writings and Designs, Harmondsworth, Penguin Books, 1984, pág. 275; Noticias de ninguna parte (Abraxas, 2000)296 Es un buen ejemplo de esta tendencia anterior, Herbert Marcuse, The Aesthetic Dimension: Towards a Critique of Marxist Aesthetics, Boston, Beacon Press, 1978; La dimensió estètica: crítica de l'ortodòxia marxista. La posterior queda propuesta por Theodor W. Adorno, Aesthetic Theory, New York, Routledge and Kegan Paul, 1984; Teoría estética (Taurus Ediciones-Grupo Santillana, 1992). No nos preocupa de manera directa esa política cultural maoísta donde se entiende la obra cultural como representación de la aclaración y propagación de las ideas revolucionarias populares; para su afirmación clásica, ver Mao Zedong, “Speeches to the Yenan Forum” en Selected Works of Mao Tse-Tung (Beijing: International Press).297 Sobre Estado y Socialismo ver “The State-Socialism´s Old Caretaker” de Stuart Hall, The Hard Road to Renewal, Londres, Verso, 1988, págs. 220-32.298 Ver Laclau y Mouffe, Hegemony and Socialist Strategy, pág. 171. Énfasis en el original.299 Ibid., pág. 181.300 Aquí utilizamos los términos de Gramsci para enfatizar que incluso aunque Laclau y Mouffe reconocen que el espacio de nuevas luchas se da principalmente en la sociedad civil (Hegemony and Socialist Strategy, págs. 179-85), pierden de vista la relación constitutiva entre la sociedad civil y política, mientras al mismo tiempo, como veremos, mantienen a los sujetos que se forman en el seno de esa diferencia.301 Sobre la relación entre movimientos antirracistas y antitacheristas a principios de los ochenta, ver Paul Gilroy, There Ain´t No Black in the Union Jack´: The Cultural Politics of Race and Nation, Chicago, Chicago University Press, 1988, cap. 4. Sobre el CND y otros movimientos sociales ver Williams, Resources of Hope: Culture, Democracy, Socialism, Londres, Verso, 1989, págs.

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187-244. Para la dialéctica entre la lucha por los derechos civiles y la aparición de una política cultural alternativa y un “nuevo sujeto político” que está en contradicción con el sujeto democrático de los derechos, ver Lisa Lowe, Inmigrant Acts: On Asian-American Cultural Politics, Durham, Duke University Press, 1996, págs. 22-4, 163-5, 170. Y para la importancia de “culturas híbridas” en la crítica de la representación y en la práctica de la política de movimientos, ver Arturo Escobar, Encountering Depvelopment: The Making and Unmaking of he Third World, Princeton, Princeton University Press, 1995, cap. 6. Aunque estas dos últimas obras ocupan un espacio distante al del área geográfica e histórica que proponemos, sus argumentos han tenido importancia a la hora de comprender la importancia fundamental de nuestro argumento al abordar asuntos contemporáneos.302 Ver Todd Gitlin, The Twilight of Common Dreams: Why America is Wracked by Culture Wars, New York, Metropolitan Books, 1995.303 Ver Gilroy, ´Ain´t No Black´, pág. 231.304 Ver Ibid., págs. 224-27, para un excelente resumen de la teoría de los movimientos sociales.305 Para algunas fuentes, ver nuestra Introducción, n. 2. La distinción que proponemos aquí es inseparable del desarrollo y la racionalización del imperialismo europeo, y de la necesidad de codificar prácticas no occidentales para que los “nativos” puedan ser educados y convertidos en sujetos coloniales dóciles. Sobre la relación entre antropología e imperialismo, ver Talal Asad, Anthropology and the Colonial Encounter, New York, Humanities Press, 1973. George W. Stocking, Colonial Situations: Essays on the Contextualization of Ethnographic Knowledge, Madison, University of Wisconsin Press, 1991. James Clifford y George Marcus, Writing Culture: The Poetics and Politics of Ethnography, Berkeley y Los Angeles, University of California Press, 1986. Sobre la diferenciación entre “culturas” y “sociedades”, y para sus posteriors implicaciones en la redefinición contemporánea de la cultura, ver Lisa Lowe y David Lloyd, The Politics of Culture in the Shadow of Capital, Durham, Duke University Press, 1997.306 Theodor W. Adorno, “On the Fetish-Character in Music and the Regression of Listening”, The Essential Frankfurt School Reader, New York, Urizen, 1978, págs. 275.307 Dado el área de Cultura y Estado, tomamos como paradigma la aparición de los estudios culturales británicos. En los estudios culturales estadounidenses se han dado otros desarrollos basados en las contradicciones entre las culturas racializadas y nacionales y el trabajo internacional de estudio de la dialéctica de concepciones subalternas y anticoloniales o nacionalistas y las prácticas de la cultura. Más que cansar al lector con una extensa bibliografía, sugeriremos la línea que va de la obra contra-etnográfica de Zora Neale Hurston en los treinta, al trabajo contemporáneo de gente como Sterling Stuckey, Patricia Rose, George Lipsizt, Lisa Lowe, Rosalinda Fregoso, Herman Gray, Robin Kelly, Charles Paine o José Salivar; y en el contexto colonial de teóricos tempranos de la cultura nacional a gente como Ngugi Wa Thiong´o, Ranajit Guha, Dipesh Chakrabarty, Partha Chatterjee, Reynaldo C. Ileto, KumKum Sangari, Susie Tharu y Luke Gibbons. Stuart Hall y Paul Gilroy proponen síntesis importantes de ambas corrientes.308 Ver Zur Dichotomisierung von hoher und niederer Literatur, Frankfurt y Main, Suhrkamp, 1982.309 Para un argumento paralelo del “sentido común” que funda la continuidad de esta historiografía, ver Laclau y Mouffe, Hegemony and Socialist Strategy, pág. 160.310 Ibid., pág. 166.311 Ibid., pág. 166 y 176.312 Raymond Williams, George Orwell, New York, Viking Press, Modern Masters Series, 1971, pág. 59. El texto, reimpreso en 1984 por Columbia University Press, mantiene la paginación. 313 Ver E. P. Thompson, “Outside the Wale”, en Out of Apathy, Londres, Stevens and Sons, 1960, págs. 158-65; Isaac Deustcher, “1984-the Mysticism Of Cruelty”, Heretics and Renegades, New York, Bobbs-Merrill, 1969, págs. 35-50.314 George Orwell, “Burnham´s View of the Contemporary World Struggle”, en The Collected Essays, Journalism and Letters of George Orwell, Harmondsworth, Penguin Books, 1970, vol. 4, págs. 360-74. Esta obra se citará de aquí en adelante como Collected Essays.315 Orwell, Collected Essays, vol. 4, pág. 564.316 T. R. Fyvel, George Orwell: A Personal Memoir, Londres, Weidenfeld and Nicholson, 1982, pág. 161.317 Orwell, Collected Essays, vol. 4, pág. 451. Konni Zilliacus era un miembro del ala izquierda del partido laborista, sospechoso de tener ciertas “simpatías políticas”.318 Orwell, Collected Essays, vol. 3, pág. 166.319 Orwell, Collected Essays, vol. 4, pág. 564.320 George Kateb, “The Road to 1984”, Political Science Quaterly n° 81 (Dic. 1966), págs. 568-9. La cita de Orwell pertenece a Collected Essays, vol. 3, pág. 411.321 Orwell, Homage to Catalonia, Harmondsworth, Penguin Books, 1962, pág. 102; Homenaje a Cataluña (Galaxia Gutenberg, 1996)322 Kateb, “Road to 1984”, pág. 568.323 George Woodcock, The Crystal Spirit: A Study of George Orwell, Boston, Little Brown, 1966, págs. 29-30.324 Woodcock, Crystal Spirit, pág. 57.325 Kateb, “Road to 1984”, pág. 577.326 Orwell, The Road to Wigan Pier, Londres, Left Book Club Edition, 1937, págs. 236-64; El camino de Wigan Pier (Ediciones Destino, 1982). Sobre la política de Orwell, ver Alex Zwerdling, Orwell and the Left, New Haven, Yale

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University Press, 1974, para un punto de vista no excesivamente determinado, y para la posición contraria, Bernard Crick, George Orwell: A Life, Harmondsworth, Penguin Books, 1982. Crick está más cercano a la izquierda frecuentemente compleja dentro de la que se procura situar a Orwell, pero también una interpretación de los acontecimientos vitales de Orwell que afirma que su posición política no es clara.327 Orwell, Wigan Pier, pág. 182.328 Woodcock, Crystal Spirit, págs. 24-5, 81-2, 32.329 Woodcock, Crystal Spirit, págs. 343-6.330 Zwerdling, Orwell, págs. 188-190.331 Orwell, “Why I Write”, Collected Essays, vol. 1, pág. 30.332 Orwell, “Politics and the English Language”, Collected Essays, vol. 4, pág. 167-8.333 Orwell, Collected Essays, vol. 2, pág. 266.334 Williams, Orwell, págs. 54-5.335 Orwell, Wigan Pier, pág. 158.336 Williams, Orwell, pág. 91.337 Ibid., pág. 50338 Williams, Politics and Letters: Interviews with New Left Review, Londres, New Left Books, 1979, págs. 338, 390.339 Williams, Writing in Society, Londres, New Left Books, n. d., págs. 249-50.340 Samuel Hynes, The Auden Generation: Literature and Politics in England in the Thirties, Londres, The Bodley Head, 1976, págs. 272-8.341 Williams, Politics and Letters, pág. 388.342 Williams, Culture and Society, 1780-1950, New York, Columbia University Press, 1983, pág. 280.343 Ver Williams, Politics and Letters, págs. 384-92.344 El tendencioso artículo de Podhoretz, “If Orwell were Alive Today”, apareció en Harper´s n° 266 (En. 1983), págs. 30-2, 34-7.345 Francis Mulhern, The Moment of Scrutiny, Londres, New Left Books, 1979, págs. 35, 306-7, 330-9.346 Richard Hoggart, The Uses of Literacy, Harmondsworth, Pelican Books, 1958. Hoggart reconoce su deuda con Orwell en una introducción de una edición de El camino de Wigan Pier de Heinemann en 1965, a la que a finales de los 50 y principios de los 60 se comparó frecuentemente The Uses of Literacy (que llevaba por subtítulo Aspects of Working Class Life With Special Reference to Publications and Entertainment [Aspectos de la vida obrera con especial referencia a publicaciones y entretenimiento]). 347 Thompson, Making of the English Working Class, New York, Vintage, 1966; La formación de la clase obrera en Inglaterra (Editorial Crítica [Obra completa])348 Ver Paul E. Willis, Learning to Labor, Londres, Routledge y Kegan Paul, 1979; Aprendiendo a trabajar (Ediciones Akal, 1988); y Profane Culture, Londres, Routledge y Kegan Paul, 1978, passim.349 Williams, Orwell, pág. 61.350 Orwell a Cyril Connolly, 8 Jun. 1837, Collected Essays, vol. 1, pág. 30.351 Orwell, Homage, pág. 8.352 Ibid., págs. 102-3.353 Ibid., pág. 221.354 Williams, Orwell, pág. 47. Cf. Orwell, Collected Essays, vol. 1, pág. 437. Fyvel, George Orwell, págs. 81-2, y Hynes, Auden Generation, págs. 373-6.355 Woodcock, Crystal Spirit, págs. 241-2.356 Williams, Politics and Letters, pág. 296.357 Terry Eagleton, “Mutations of Critical Ideology”, Criticism and Ideology: A Study in Marxist Literary Theory, Londres, New Left Books/Verso, 1978, págs. 11-43.358 Terry Eagleton, Literary Theory, Oxford, Basil Blackwell, 1983. Ver también la crítica de John Bayley, Times, Suplemento literario, Londres, 10 Jun. 1983. 359 Henry IV [Enrique IV], Parte 1, Acto 111, Escena 2.