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Gil Cantero, Fernando (2000). La Educación Cívico-social en el Segundo ciclo de la Educación infantil. Bilbao, Editorial Desclée. Pp. 33-50. La Educación cívico-social en el segundo ciclo de la educación infantil. Fernando Gil Cantero 1. Introducción El modelo de competencias del profesorado de educación infantil que vamos a desarrollar parte del siguiente supuesto: la finalidad general de la formación del profesorado de cualquier nivel no estriba sólo en dominar una serie de contenidos para después transmitirlos, sino en ser competente en el manejo anticipatorio de esos procedimientos de transmisión. Para nosotros esto supone como capacidad general una formación intelectual basada en el conocimiento de las situaciones o acciones prácticas. No es un enfoque intelectualista ni práctico donde la experiencia vaya determinando sólo la información teórica que se precisa. Es una propuesta ecléctica basada en el desarrollo de las capacidades más directamente vinculadas con la orientación o transformación de la práctica (Carr y Kemmis, 1988). De este modo, esa formación intelectual debería incluir: rigor metodológico en el pensamiento y en la práctica; capacidad analítica, sintética, contextualizadora y reflexiva (Schön, 1992); la educación cívico-social en el segundo ciclo de la educación infantil espíritu de superación y de diálogo; equilibrio personal y autoconcepto positivo (Martínez, 1991); práctica de la autoeducación permanente; dominio de las técnicas o procedimientos instrumentales de la enseñanza; desarrollo de la capacidad de encuentro con los alumnos. El carácter peculiar de la educación infantil obliga a considerar más seriamente la afirmación general de que todo el centro escolar y sus profesores han de convertirse en agentes de formación o educadores. Para el niño de 3 a 6 años la escuela es su segundo gran ámbito de socialización, donde entra en contacto con otras personas, establece relaciones y aprende a comprender las normas de convivencia. Desde su proceso evolutivo, la realidad circundante es un todo complejo sin diferenciaciones de funciones, con lo que éstos han de transformarse así en guías u orientadores de cualquier situación dentro y fuera del aula. Esto debería obligar a todos a participar muy activamente en la elaboración del Proyecto Educativo de Centro (PEC), de modo que se favorezca sin artificios la creación de una cultura educativa común en el centro escolar (Medina Rubio, 1988), que dote de homogeneidad a todos los niveles y acciones escolares.

La Educación Cívico-social en el Segundo ciclo de la ......capacidad analítica, sintética, contextualizadora y reflexiva (Schön, 1992); la educación cívico-social en el segundo

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Page 1: La Educación Cívico-social en el Segundo ciclo de la ......capacidad analítica, sintética, contextualizadora y reflexiva (Schön, 1992); la educación cívico-social en el segundo

Gil Cantero, Fernando (2000). La Educación Cívico-social en el Segundo ciclo de la Educación infantil. Bilbao, Editorial Desclée. Pp. 33-50.

La Educación cívico-social en el segundo ciclo de la educación infantil.

Fernando Gil Cantero 1. Introducción El modelo de competencias del profesorado de educación infantil que vamos a desarrollar parte del siguiente supuesto: la finalidad general de la formación del profesorado de cualquier nivel no estriba sólo en dominar una serie de contenidos para después transmitirlos, sino en ser competente en el manejo anticipatorio de esos procedimientos de transmisión. Para nosotros esto supone como capacidad general una formación intelectual basada en el conocimiento de las situaciones o acciones prácticas. No es un enfoque intelectualista ni práctico donde la experiencia vaya determinando sólo la información teórica que se precisa. Es una propuesta ecléctica basada en el desarrollo de las capacidades más directamente vinculadas con la orientación o transformación de la práctica (Carr y Kemmis, 1988). De este modo, esa formación intelectual debería incluir: � rigor metodológico en el pensamiento y en la práctica; � capacidad analítica, sintética, contextualizadora y reflexiva (Schön, 1992);

la educación cívico-social en el segundo ciclo de la educación infantil � espíritu de superación y de diálogo; � equilibrio personal y autoconcepto positivo (Martínez, 1991); � práctica de la autoeducación permanente; � dominio de las técnicas o procedimientos instrumentales de la enseñanza; � desarrollo de la capacidad de encuentro con los alumnos.

El carácter peculiar de la educación infantil obliga a considerar más seriamente la afirmación general de que todo el centro escolar y sus profesores han de convertirse en agentes de formación o educadores. Para el niño de 3 a 6 años la escuela es su segundo gran ámbito de socialización, donde entra en contacto con otras personas, establece relaciones y aprende a comprender las normas de convivencia. Desde su proceso evolutivo, la realidad circundante es un todo complejo sin diferenciaciones de funciones, con lo que éstos han de transformarse así en guías u orientadores de cualquier situación dentro y fuera del aula. Esto debería obligar a todos a participar muy activamente en la elaboración del Proyecto Educativo de Centro (PEC), de modo que se favorezca sin artificios la creación de una cultura educativa común en el centro escolar (Medina Rubio, 1988), que dote de homogeneidad a todos los niveles y acciones escolares.

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Un aspecto importante en la participación de la elaboración del PEC por parte del profesorado, es la determinación de unos mínimos de normas y valores que guíen la vida del centro. Su función es doble, por un lado, constituyen el fundamento o tendencia de la educación cívico-social que se pretende impartir; por otro, es un valioso instrumento pedagógico de práctica, primero, y de reflexión, después, capaz de dinamizar la vida del centro desde una heteronomía a una autonomía moral. Este hecho nos permite destacar ya una primera competencia del profesorado no circunscrita a la acción del aula, sino a la capacidad para aunar sensibilidades distintas en un único proyecto de acción educativa. Esta competencia no es de carácter técnico, sino personal. Ha de ser capaz de dialogar abiertamente, reconocer en los demás miembros de la comunidad educativa su valor como interlocutores competentes para expresar deseos y aspiraciones, tolerantes en las discusiones, animador de los esfuerzos de todos y, al mismo tiempo, canalizador de lo que ha de constituir el esqueleto principal de un proyecto de centro viable y valioso. Esta formación personal para el encuentro con los demás ha de combinarse con la competencia clara en la determinación del objetivo principal del PEC: el establecimiento de finalidades y valores educativos, esto es, saber discernir las intenciones que rigen los deseos de los miembros de la comunidad educativa para ayudar, en su caso, a su transformación en finalidades educativas claras y valores formativos. En este tipo de competencia personal y pedagógica, la capacitación del docente respecto a un programa de educación cívico-social ha de consistir, por un lado, en saber transmitir la importancia de esta dimensión de la formación (Castillejo, 1987, p.13) y, por otro, colaborar en unas propuestas lo suficientemente amplias que posibiliten su integración en cualquier nivel educativo incluido el infantil. Esto requiere una caracterización de la importancia del conocimiento social no sólo técnica ni especializada, sino lo suficientemente amplia como para poder ser corroborada por todos los miembros de la comunidad educativa, independiente de su grado de formación pedagógica. En definitiva, se trata de saber considerar públicamente la importancia de la educación cívico-social como parte de la formación global del hombre, previa a toda discusión teórica o técnica sobre los procesos bajo los cuales puede llevarse a término. Sin ésta capacidad, toda consideración pedagógica sobre la educación cívico-social en torno a los planes del PEC. Podría adquirir una perspectiva excesivamente tecnocrática que –con toda probabilidad- impediría una participación generalizada y entusiasta de la comunidad educativa. El conocimiento pedagógico de la educación cívico-social ha de tener un alto nivel de especialización para alcanzar cotas de eficacia en su puesta en práctica, pero como cualquier conocimiento pedagógico ha de partir de su enfoque educativo, no especializado, sino común a los intereses de los padres y de la sociedad para que

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pueda lograrse, entre todos, un auténtico proyecto compartido de objetivos y deseos básicos que expresen las aspiraciones de los agentes implicados (Puig Rovira, 1991, p.44; Gil Cantero, 1991b, p. 123). Una vez caracterizada esta competencia debemos pasar ya a los elementos más técnicos que configuren la adecuada preparación del docente para el ejercicio de un programa de educación cívico-social en este nivel educativo. 2. Dominio de los contenidos y recursos Este tipo de competencia tiene como requisito o finalidad general saber transformar las situaciones de aprendizaje escolar en situaciones de aprendizaje social. Cualquier tipo de aprendizaje es social por el contexto en el que se ejerce y surge. Nuestra propuesta, sin embargo, pretende incrementar esa peculiaridad –inherente, por cierto, a cualquier relación personal -, en acciones intencionalmente dirigidas a la creación de conductas prosociales. Se trataría de estar capacitado para reconocer objetivos de carácter social en cualquier tipo de actividad escolar y para acentuar los procesos de su ejecución que conlleven mayor carga de sociabilidad. Respecto a las actividades ya nos ocuparemos más concretamente en el último apartado de este capítulo a través del llamado “análisis interactivo de actividades”.

En cuanto a los procesos de aprendizaje social los centramos en:

� capacidad de autocontrol, autorregulación y auto observación (Masnou,

1991); � capacidad cognitiva de retención, discriminación y previsión de

consecuencias; � capacidad de comprender y adoptar otras perspectivas;

� capacidad de asumir normas y valores de comportamiento.

Este tipo de capacidades han de constituir los procesos sobre los que se elaboren las situaciones de aprendizaje social. En este sentido, las competencias del profesor se centran en los siguientes elementos:

A) Dominio de los principios psicopedagógicos para la educación cívico-social; B) Dominio en la elaboración de los diseños instructivos para la educación

cívico-social;

C) Dominio de las condiciones para la obtención de aprendizaje sociales significativos;

D) Dominio para el desarrollo de hábitos sociales;

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E) Dominio del significado moral y cultural de las necesidades de la infancia.

A) Dominio de los principios psicopedagógicos para la educación cívico-social

� Verbalizaciones y ejemplificaciones exteriores adaptadas al momento evolutivo del niño, que sigan pautas fijas de orden de elementos y de valoración de acciones y consecuencias sociales.

� Dominio de acciones simuladas a través de la técnica de rol-playing donde se representen situaciones sociales (conflictivas, ayuda entre los compañeros, formas de pedir las cosas amablemente, mantener el orden de los objetos que se usan, guardar silencio, guardar el orden de intervención, pedir permiso para participar, etc.), a través de una misma estructura de la secuencia: problema-soluciones con consecuencias positivas y negativas-frases desencadenantes de las soluciones positivas-práctica descontextualizada de lo aprendido.

� Dominio de situaciones-problema en el aula para aprender, retener, aplicar o ampliar soluciones o acciones de carácter social ante determinadas acciones de los demás y de uno mismo.

� Capacitación para la distribución discriminada de refuerzos positivos y refuerzos negativos que incrementen las conductas prosociales o, en su caso, disminuyan y anulen la frecuencia de comportamientos antisociales.

� Dominio de los procedimientos de diagnóstico para descubrir qué actividades pueden ser reforzadas a través del principio de Premark (Whaley y Malott, 1983) y saber elaborar un análisis de los procesos implicados en esas actividades y su dominio por parte del alumno.

B) Dominio en la elaboración de los diseños instructivos para la educación cívico-social

� Saber concretar conceptos, procedimientos y actitudes;

� asociar actividades a capacidades;

� temporalizar semanas, meses y trimestres escolares;

� definir las orientaciones metodológicas generales y específicas;

� elaborar los materiales y usar los ya existentes;

� establecer los criterios de evaluación, seguimientos y mejora de las secuencias educativas;

� conocer los hábitos familiares e incorporarlos al aula como criterio de planificación de las situaciones de enseñanza-aprendizaje.

C) Dominio de las condiciones para la obtención de aprendizaje sociales significativos

� Capacitación para fomentar la autoevaluación y la aceptación positiva de la heteroevaluación;

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� conocer el grado y ámbito de aplicación de las capacidades de cada alumno;

� favorecer el pensamiento propio mediante verbalizaciones interiorizadas;

� fomentar que cada alumno se considere parte responsable de la actividad mediante técnicas de atribución interna;

� establecer actividades y situaciones donde adquieran conocimientos y actitudes experiencialmente;

� fomentar el establecimiento consensuado de normas de convivencia en el aula;

� evitar relaciones negativas o de discriminación entre los compañeros;

� fomentar la realización correcta de las tareas;

� dotar de significado lógico y psicológico a los contenidos y actitudes objeto de aprendizaje;

� dominar las técnicas de motivación inicial hacia la tarea y mantener la atención del alumno mediante actividades-problema.

D) Dominio para el desarrollo de hábitos sociales

� Conocimiento del significado y características de los términos rutina, hábitos, destrezas, habilidades y actitudes.

� Capacitación para la diferenciación de hábitos respecto a:

* situaciones grupales (espacios, actividades y tiempos) (saludar y despedirse, preguntar y responder, atender, jugar, guardar turno, etc.); * situaciones individuales (espacios, actividades y tiempos) (respetar las normas, autocontrol, pedir las cosas amablemente, etc.); * situaciones comunes a todo el aula (espacios, actividades y tiempos), (colaborar en tareas, compartir, ayudar, participar, etc.).

� Dominio de los procedimientos para la creación de hábitos sociales: * transmitir información identificable y operativa; * modelamiento: Atender, entender, retener, reproducir y repetir (Santos Rego, 1988); * representar y verbalizar exterior e interiormente; * informar auto y heteroevaluación; * asimilar-practicar en diferentes contextos y situaciones.

� Dominio de los elementos intervinientes en la adquisición de hábitos sociales como variables constantes de las diversas situaciones, capacidades y actividades realizadas (Caballo, 1989; Carrillo, 1991): * autonomía y afirmación personal; * habilidades de convivencia y relación social; * habilidades expresivas de afectos y emocione; * habilidades para la resolución pacífica de problemas; * habilidades para el diálogo y la comunicación; * habilidades cooperativas, de compartir y ayudar;

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* habilidades para tener en cuenta la presencia y el estado de ánimo de los compañeros; * habilidades para cuidar y responsabilizarse de algún objeto o animal; * habilidades expresivas no verbales de sentimientos; * habilidades para demorar la satisfacción de deseos; * habilidades para adoptar otras perspectivas; * habilidades para jugar y trabajar sin hacer ruido.

� Dominio personal y práctica habitual de los hábitos que se van a enseñar para poder hacerlos identificables exteriormente para el alumno en forma de ejemplo o modelo constante.

E) Dominio del significado moral y cultural de las necesidades de la infancia Este apartado lo incluimos dentro de los contenidos y recursos que debe dominar el profesorado porque aunque forme parte de las actitudes sociales y culturales hacia la infancia, éstas dependen de determinados datos muy concretos y necesarios para la formación del profesorado. La infancia como grupo social con unas necesidades especiales, no ha tenido siempre la misma consideración respecto al mundo de los adultos. Tras una larga evolución histórica con significativos avances y retrocesos, nos encontramos hoy con una infancia defendida en todos los ámbitos como grupo social que precisa una significativa protección. La máxima expresión de estos logros se expresa, como vimos en el capítulo anterior, a través de la aprobación de la Convención Internacional sobre los derechos de la infancia, donde quedan recogidos sus derechos primarios y una amplia consideración sobre los secundarios que, sin restringir las peculiaridades culturales de cada país, establecen unas consideraciones formales de la máxima importancia para saber concretar qué significa respetar el interés superior del niño. A la hora de plantearnos su educación y, en especial, la educación cívico-social que les convierta en ciudadanos adultos de pleno derecho, no podemos restringir las pautas de formación del profesorado a las habilidades y contenidos de la socialización, establecidos desde el conocimiento científico de la psicología evolutiva. Si en el conocimiento pedagógico tenemos además que integrar dicho saber en determinadas situaciones formales y no formales, con la participación de otros agentes educativos de modo que no se rompa la formación unitaria de la personalidad, entonces también hay que incorporar como guía orientadora la consideración social que la infancia tiene en la actualidad. Los factores sociales condicionan la formación general de las nuevas generaciones y, en especial, la educación cívico-social de las mismas, al extender ciertas convicciones y actitudes que se solapan con las propuestas científicas sobre su desarrollo, unas veces para favorecerlo y otras para obstaculizar su aplicación. En cualquier caso, son ideas sostenidas como racionales que indefectiblemente marcan las soluciones que los adultos terminan dando a las diversas situaciones que se les plantean ante la infancia y, por tanto,

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condicionando su formación en una dirección u otra (Egan, 1991). Dichas ideas están sujetas a una evolución histórica (Mínguez Álvarez, 1992; Pollock, 1990) por lo que no ha de extrañar la existencia de conflictos y de pareceres diversos. Sin embargo, en la actualidad, disponemos de referencias más o menos estables sobre el concepto de infancia cuyo conocimiento por parte del profesorado pueden ayudarle a emprender satisfactoriamente su educación. Un factor importante a tener en cuenta es el significado mismo del reconocimiento de derechos a la infancia. Como es sabido, el fundamento del hombre, al igual que los de la infancia, se basa en la idea de la dignidad humana. Esta idea no adopta un significado estático sino cambiante, cuya línea base de progreso se encuentra hoy más en la consideración moral de los sujetos como seres valiosos en sí mismos que en sus capacidades o proyectos particulares de vida. Estamos pasando así de una perspectiva meramente constructivista o psicológica del valor de la infancia a una consideración más moral de la misma como etapa valiosa en sí misma y, por tanto, con significados y condiciones específicas. Adoptar la perspectiva señalada como enfoque global para la educación de la infancia es de suma importancia para encontrar el significado adecuado de las relaciones que los adultos han de mantener con ellos. No se trata ya de ese tipo de relación paidocéntrica en la que se defendía la libertad absoluta del niño por la que se llegaba, por cierto, a lo que se pretendía impedir: una visión dominante del adulto en la que se “infantilizaba” aún más este período al esperar un autocontrol natural y espontáneo. Tampoco se trata ya de relaciones autoritarias donde la inmadurez del niño era la justificación para imponer criterios sin diálogo razonado. Ahora se trata de centrarse en la condición misma de la infancia tomando muy en serio sus posibilidades de desarrollo sin criterios absolutos de restricción o permisividad, sino bajo criterios flexibles y condicionados a las situaciones de cada momento. El valor de la infancia ya no estriba en ser una etapa preparatoria para la edad adulta, ni en idealizar la realidad para que permanezcan en un mundo irreal y permisivo. “Era de estricta justicia y de apremiante sentido de humanidad –afirma Ruiz Jiménez (1992, pp. 414 – 415)- reconocer y proclamar ese conjunto de derechos para las niñas y los niños del mundo, visto no ya como objeto de protección, sino como auténticos sujetos y protagonistas de sus propios derechos, derechos de personas en pleno desarrollo físico y espiritual”. De este modo, el valor de la infancia, su dignidad, radica en ella misma, en ayudarles a lograr el máximo grado de realización personal – en tanto que niños- que les permita una comprensión y valoración mayor de sí mismos y de la realidad que les rodea. Ya no hay soluciones mágicas, ni criterios de actuación claros y permanentes, sino enfoques personalizados que, si bien suponen mayores grados de incertidumbre y riesgo para los adultos, favorecen también un desarrollo personal de la infancia. No es extraño que, en la actualidad, se esté abandonando la preocupación por detallar escrupulosamente qué cosas es incapaz de hacer el niño por su desarrollo evolutivo, a considerar sobre todo sus posibilidades.

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Los derechos de la infancia no son sólo restricciones negativas para los adultos, sino propuestas de actuación que configuran bajo qué condiciones se está respetando el interés superior del niño en cualquier situación familiar o escolar. Tales derechos, por tanto, son pautas de actuación cuya asimilación e integración en el estilo personal del docente han de favorecer la creación de una cultura axiológica en el aula. Esta concreción del valor moral de la infancia –a través de sus derechos- no permite la realización de un diseño curricular concreto para el centro, ni para el aula, pero sí una tendencia o clima común de actitudes y convicciones en torno al significado social de la infancia en una situación histórica determinada. La formación del docente en esta dimensión creemos que supera su función pedagógica especializada para dirigirse a participar del conocimiento educativo sobre la infancia imperante en su cultura. Esto significa que la competencia en esta dimensión va pareja a su implicación como ciudadano en las políticas e instituciones sobre la infancia. Del mismo modo, las entrevistas con los padres amplían su objetivo como uno de los procedimientos de ajuste técnico de la programación, al tratarse también de un momento donde ayudar a los padres a transmitir la sensibilidad necesaria para saber detectar las condiciones educativas de su vida familiar. Otro factor de formación en esta dimensión pero que, a su vez, es condición de su puesta en práctica, se encuentra en una personalidad equilibrada, capaz de asumir un tipo de responsabilidad que al dirigirse a la infancia se base en la percepción de obligaciones personales. Educar socialmente supone poner en contacto a las nuevas generaciones con las costumbres, valores, normas y conocimiento de su cultura. Esta toma de contacto puede hacerse tomando sólo como referencia el conocimiento científico de la infancia, con lo que estaremos transmitiendo una imagen estática de la realidad histórica que nos hará también entender dicha educación como algo que les transmitimos. Pero podemos también completar este enfoque con una visión dinámica y moral de la realidad social que, si en los niveles superiores supone adoptar la capacidad de pensar críticamente, en la educación infantil es una variable que está más incorporada al docente que al alumno, a través de la adopción de sensibilidades sociales acerca del valor y el significado de ser niño (Bohm, 1991), que les permita vivir su educación como algo –un acontecimiento cotidiano y extraordinario- que acontece en sus vidas. Sería así muy interesante emprender una investigación para determinar qué visión y valoración social y moral tienen los docentes sobre la infancia y sus derechos (Gil Cantero y Jover Olmeda, 1998). 3. El equipo de profesores y la “investigación-acción colaborativa”

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Como ya hemos señalado en varias ocasiones, el papel del grupo de profesores se considera fundamental en la educación infantil. Dada la psicología en estas edades, el alumno no diferencia ciclos, ni materias, sino que todo lo que le rodea le envuelve como una gran comunidad, nueva para él, en la que empieza a formar parte. Del mismo modo, desde nuestro objetivo de trabajo –la educación cívico-social-, todo el centro ha de implicarse en una gran comunidad de encuentros y actividades sociales, donde la educación no formal adquiera la misma relevancia respecto a la socialización que la educación formal. El encabezamiento de este apartado pretende integrar esta tarea común del profesorado con un tipo de metodología de carácter reflexivo, denominada “investigación colaborativa” (Medina y Domínguez, 1989, p.186 ss.; Medina, 1991). Este tipo de investigación se encuadra dentro del paradigma de la investigación-acción donde el profesor incorpora la investigación como una función más de su trabajo. Los parámetros de este tipo de investigación se centran en:

� la reflexión sobre la práctica como referencia de análisis de la teoría que ha

de utilizar el docente; � en la acción práctica fundamentada; � en la valoración crítica de lo acontecido; � en la reformulación del pensamiento para la acción.

La “investigación colaborativa” trata de recoger los principios básicos de la investigación-acción (Vásquez, 1987; Pérez, 1990; Kira, 1991; Elliott, 1991) y eliminar ciertos inconvenientes que las investigaciones han considerado persistentes dentro de este modelo. En efecto, el docente no puede someter a reflexión todas sus acciones. Por otra parte, aunque ha de reflexionar sobre su acción, esto no asegura que siempre conozca las razones de la misma o los principios que ha de aplicar. Estos hechos han promovido una versión de la investigación-acción más comunitaria y participativa entre el profesorado. La investigación-colaborativa pretende sustituir la orientación pormenorizada y aislada de la enseñanza por parte del profesor, en un tipo de orientación más general y abarcadora, en la que entren en colaboración otros profesores y especialistas de la educación. Este avance en la investigación reflexiva sobre la acción particular, ha surgido al reconocer que, aún siendo cierto que cada aula es una unidad singular de enseñanza, la valoración aplicada a la misma, aunque concreta, no tiene por qué basarse exclusivamente en reflexiones de carácter particular. Frente al momento de la aplicación, singular y específico, se encuentra la reflexión bajo criterios de orientación general. Esto nos lleva a reivindicar la presencia de criterios intersubjetivos de análisis, en los que se demandan otras perspectivas y enfoques desde la convicción en el valor de los demás docentes como interlocutores válidos. La reflexión ya no es una mera concreción situacional de la acción educativa, sino una reflexión general, debatible, intercambiable, aunque su puesta en práctica sea una responsabilidad exclusiva y última del docente. No se trata

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sólo de intercambiar opiniones sobre los problemas particulares del aula, sino de avanzar en el conocimiento de la realidad educativa en su conjunto, tanto del centro escolar como de la comunidad que le rodea. En realidad, el fundamento sociológico de esta corriente estriba en considerar a la educación como una realidad social. En modo alguno se niega o cuestiona la dimensión personalizada de la educación. Ahora bien, aunque lo particular en la enseñanza es el modo en que el alumno aprende, esta acción es producto de un largo proceso de variables sociales cuya influencia en la educación es tan relevante que se hace preciso algún procedimiento de análisis global donde primen las consideraciones sobre la dinámica social en su conjunto y sus implicaciones en el centro y en el aula. La investigación colaborativa se basa en las siguientes características (Medina y Domínguez, 1989, p.195):

� enfatiza la dimensión socio-crítica frente al carácter exclusivamente

interpretativo de la investigación-acción; � la variable más destacada es el clima social que establecen los

participantes a través de la colaboración, la flexibilidad y la autonomía; � considera la investigación como un conjunto de necesidades e intereses del

grupo; � la consideración de cada participante como “agentes singulares de cambio

y creadores de climas de realización humana”. Bien podría añadirse aquí el carácter de interlocutores válidos.

La metodología básica del grupo de participantes ha de ser la solución de problemas. Se trabaja en equipo tomando como elemento de estudio algún problema y buscando sus soluciones. Esto permite, respecto a la formación del profesorado, recurrir a la simulación de cadenas de problemas en contextos diversos y con soluciones alternativas, donde cada grupo practique conjuntamente las propuestas y programas de acción. No se trata de un tipo de investigación curricular y programada para planificar al inicio del curso, sino realizable durante todo el proceso de enseñanza, según los deseos y necesidades de cada miembro. Actualmente, cualquier programa de formación inicial y permanente del profesorado incluye como requisito teórico y práctico, que el mismo docente se implique en generar el conocimiento que precisa en su situación de aula, esto es, que adopte la perspectiva de investigador de la acción que él mismo genera. Cuando de lo que se trata es de acentuar un tipo de formación más particular y referida a la educación cívico-social, la importancia del clima social del aula y del centro, nos llevan a un modelo de investigación más colaborativa, centrada en las variables estrictamente sociales de los miembros del contexto. Esto, como ya hemos señalado, es aún más importante en la educación infantil donde hay razones estrictamente pedagógicas que sostienen la necesidad de crear equipos reales de profesores (Salazar, 1992) bajo una misma cultura de la enseñanza y la formación.

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4. la educación cívico-social entre lo convencional y lo moral Ya nos hemos referido –aunque muy brevemente- a los efectos pedagógicos cuando analizamos el modelo de educación cívico-social en el currículo de la educación infantil propuesto por la Administración Educativa. Como establecimos allí, lo social no es una dimensión más en la formación de los sujetos, sino una forma global de comprender la realidad y la vinculación entre los grupos humanos. La consecuencia inmediata de este hecho es doble; por un lado, la personalidad que se propugna desde las propuestas de la Administración es básicamente una socialización en las costumbres y las normas sociales; por otra parte, la educación moral es considerada de un modo muy particular dado que se enfoca más hacia una socialización crítica como asunción personal y autónoma de los valores democráticos, que como una auténtica referencia personal de humanización en la línea que cada conciencia determine. Nuestro recurso en este apartado a los “efectos pedagógicos” pretende ser más amplio que la de los objetivos de aprendizaje. Mientras que éstos se reducen necesariamente al logro de una serie de capacidades y hábitos sociales, los efectos pedagógicos procuran establecer un asentido de actuación de esos objetivos que fomenten el desarrollo personal y humanizador del niño (González Garza, 1988). No cabe referirse a una correcta educación cívico-social si ésta no es una consecución equilibrada del desarrollo de los criterios personales y de las pautas de comportamiento autónomo. Ahora bien, como la propuesta de la Administración se reduce a suscitar una serie de orientaciones personales para la vida privada y pública desde una serie de aprendizajes de carácter social, fundamentados, a su vez, en los valores democráticos de la convivencia, nuestro objetivo en este apartado consistirá en replantear las posibilidades moralizadoras de la socialización (Bárcena, Gil Cantero y Jover Olmeda, 1999, pp. 43-70) o, dicho de otro modo, en encuadrar los efectos del área de la educación cívico-social en la línea que permita su transformación o acercamiento a una educación moral. El fundamento de esta propuesta se encuentra en una concepción particular del desarrollo social no desligado en ningún momento de los procesos de adquisición de criterios morales. No estamos identificando socialización con moralidad, sino resaltando las posibilidades moralizadoras que tiene la socialización para la educación infantil. En este sentido, desde nuestra perspectiva, los efectos pedagógicos de la educación cívico-social deben centrarse en la consideración de los valores democráticos de convivencia y en el respeto de los derechos humanos. En lo que afecta al nivel de Educación Infantil, las disposiciones legales señalan una serie de objetivos de carácter sociomoral, tales como el establecimiento de relaciones sociales en un ámbito cada vez más amplio, aprendiendo a articular progresivamente los propios intereses, puntos de vista y aportaciones con los de los demás, o el respeto a la diversidad y desarrollo de actitudes de ayuda y

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colaboración. Y, específicamente para el área del Medio Físico y Social, se indica que: “Es objetivo de la Educación infantil que el niño y la niña puedan actuar con autonomía, confianza y seguridad en los sistemas sociales más próximos, conociendo y utilizando las normas que permiten convivir con ellos, así como contribuyendo a su establecimiento y discusión. En el seno de los grupos a los que se pertenece, aprende a valorar las ventajas de la vida en grupo, así como las limitaciones que ésta impone. Aprende también a colaborar con los otros, a ayudar y pedir ayuda, y a cumplir las obligaciones que se desprenden del reparto de tareas de la vida cotidiana. Por otra parte, esta actuación relativamente autónoma requiere también conocer y manejarse adecuadamente en los ámbitos en los que se desarrolla la vida, y saber utilizar sus dependencias y objetos”. Es evidente, por tanto, que los efectos pedagógicos del área de la educación cívico-social introducen un marcado carácter moral o crítico que debemos incorporar, de algún modo, al currículo de este nivel educativo, detallando cómo articular ambos aspectos. Un autor destacado que se ha ocupado de las relaciones entre la moralidad y la convención social referidas a la educación infantil y en los mismos términos que las propuestas de la Administración es Elliot Turiel. En su opinión, el razonamiento moral y los conceptos de organización social constituyen dos aspectos separables y fundamentales del conocimiento social (Turiel, 1984, p. 9). Más específicamente, sostiene la tesis de que el desarrollo del conocimiento social se estructura en unos dominios separados en constante interacción –el dominio convencional y el dominio moral- y que, en general, la vida social está guiada por procesos racionales, comenzando la construcción de las diferentes categorías fundamentales de conocimiento social en la primera infancia. De acuerdo con ello, el medio social no tienen como finalidad exclusiva regular y controlar, sino que ofrece posibilidades para que el niño pueda entenderlo, y así –afirma- parece claro que éste “pasa a tomar parte en una interacción recíproca con su medio, que le sirve para construir conceptos descriptivos y prescriptitos” (Turiel, 1984, p. 18). En gran medida, dice Turiel, el conocimiento social lo construye el propio individuo a partir de los fenómenos e interacciones sociales, desempeñando el sujeto un papel esencialmente activo. En su opinión, convención y moralidad se diferencian –la primera se basa en acciones arbitrarias propias del contexto social, y la segunda ni depende ni está definida por él-, si bien afirma que el “dominio moral” se refiere a juicios prescriptitos –de justicia, derechos, bienestar, etc.-, sobre el modo en que las personas deben relacionarse entre sí que derivan directamente de rasgos inherentes a las relaciones sociales (Turiel, 1984, p. 13). Es interesante observar cómo para Turiel la moralidad –junto a lo convencional- es una parte o dominio integrado en el desarrollo del conocimiento social, razón por la cual su postura parece incluir una referencia, más implícita que explícita, a la idea de que lo moral tiene su fuente de origen en el hecho social, más que en principios éticos universales.

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Desde estos planteamientos, los efectos pedagógicos que se pretenden con la educación cívico-social no quedan reducidos a la adquisición de habilidades sociales, sino a una posición transformadora o crítica que fomente el progreso moral de la sociedad y la madurez moral de los sujetos. Esto es tanto como afirmar que lo social y lo moral no se comprenden como dos ámbitos separados, ni incluso como momentos cronológicos de formación. Más bien, una correcta interpretación de estas propuestas nos debe llevar a comprender lo moral como una posibilidad ampliada de lo social mediante el recurso a la idea de humanidad y de los derechos fundamentales de los hombres (Bárcena, Gil Cantero y Jover Olmeda, 1999, pp. 43-70). En consecuencia, hay que tener en cuenta que los efectos de la educación cívico-social surgen y se expresan en la vida diaria y que dichos efectos no son meros hábitos socializadores sino que pueden desarrollar en sí mismos perspectivas u orientaciones morales, más o menos acertadas, lo que implica una mayor responsabilidad del docente. 5. Criterios para la elaboración de actividades cívico-sociales. El modelo de interactividad Antes de pasar a exponer algunas actividades de carácter formal y no formal para la consecución de una educación cívico-social en este nivel educativo, lo primero que debemos abordar son los criterios de elaboración de las mismas. Sin menospreciar, en modo alguno, otros tipos de trabajo sólo se exponen tipos y variantes de actividades, si queremos dejar constancia de nuestra duda acerca de la incidencia formativa que este tipo de conocimiento puede tener el docente. Si partimos, como ya hemos señalado, de un tipo de formación del profesorado de carácter participativo y reflexivo, el conocimiento profesional deberá consistir en el manejo situacional de los criterios concretos que faciliten esa reflexión acerca de la educación cívico-social. No bastará, por tanto, con conocer un grupo de actividades si éstas no son el producto reflexivo de la situación de enseñanza particular en la que se encuentre el docente. La propuesta de una determinada actividad es el resultado de múltiples situaciones del contexto e intenciones del docente que adquieren –finalmente- una forma concreta de aprendizaje a través de una actividad. Es cierto que el alumno –sobre todo el de 3 a 6 años y más aún si hablamos de educación cívico-social- aprende mientras trabaja en una actividad; pero lo que realmente adquiere no depende sólo de los procesos internos implicados en la mera realización física de dicha actividad, sino de un conjunto de elementos dependientes de múltiples variables externas a la misma actividad: tiempo de ejecución, modo de llevarla a cabo, instrucciones del docente, grado de afectividad implicada, etc. Muy pocas actividades tienen un perfil que permita una construcción topográfica del comportamiento de modo que la mera ejecución de la actividad ya contenga los hábitos sociales que se desean enseñar. De este modo, es preciso establecer, por un lado, varios tipos de prácticas en las que todas o su mayoría se aproximen

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al hábito que se desea adquirir y, por otro, diversas clases de climas en las que estén implicadas situaciones con cierto grado de incertidumbre y donde el niño tenga que resolver correctamente qué puesta en acción de hábitos sociales es la más ajustada al momento. En cualquier caso, el docente ha de ser capaz de reconocer esas condiciones –formales e informales- para que cualquier tipo de actividad y clima del aula sirva para la creación, consolidación y generalización de hábitos. Como decíamos más arriba, la reflexión sobre las condiciones de aprendizaje es más importante que la propuesta misma de actividades. En efecto, hay múltiples argumentos para corroborar este hecho. El más destacado, para nosotros, estriba en recurrir a la misma naturaleza de la práctica educativa. La educación se desarrolla, desde la perspectiva del docente, a través de contextos plagados de incertidumbre donde ha de adoptar continuamente decisiones de carácter optimizador para el alumno. Estas situaciones no son objeto de control educativo por el hecho de proponer actividades, sino porque dichas actividades se ajusten –mediante lo que se conoce como “zonas de aprendizaje próximo”- a las capacidades y situaciones particulares del alumno. Lo que suscita efectos pedagógicos no es en sí mismo la actividad, sino la interacción entre las capacidades e intereses del alumno y las operaciones que éste ha de llevar a cabo a través de dicha actividad. De este modo, la mera ocupación instructiva mediante la realización de actividades no es un criterio pedagógico acertado, mientras el docente no sepa fundamentar y ordenar las variables de aprendizaje en la actividad.

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1.1 Retos para promover la participación con la intervención del

directivo y del apoyo técnico pedagógico.

Antúnez, Serafín Et. Al. (2002). ¿Qué podemos hacer para

Mejorar la participación en los equipos de profesoras y profesores? En: Dinámicas colaborativas en el trabajo del profesorado. El paso del yo

al nosotros. Barcelona, Editorial Laboratorio educativo.

¿Qué podemos hacer para mejorar la participación en los equipos de profesoras y profesores?

Serafín Antúnez* Introducción Es evidente que el trabajo escolar resulta más eficaz y satisfactorio si se desarrolla de manera colaborativa y en grupos donde la participación es fluida. Ahora bien, los miembros de la comunidad escolar no siempre estamos dispuestos a participar. El caso es especialmente difícil de resolver si esa actitud individualista y poco solidaria se manifiesta entre algunos miembros del profesorado. Las causas de la falta de implicación y de participación pueden ser múltiples. En organizaciones como los centros escolares, una de ellas suele ser la impresión que tenemos de que el poder y la autoridad están lejos o en otra parte, lo cual puede generar un inevitable sentimiento de irresponsabilidad que dificulta y entorpece la participación. Sin embargo, hay que aceptar que dentro de los grupos es habitual la situación en la que algunas personas muestran insolidarias y discrepan de planteamientos colaborativos. La unanimidad de principios y de criterios es prácticamente imposible y, por lo tanto la situación de conflictos suele ser muy frecuente, y no habría que entenderla como una circunstancia necesariamente negativa. Sin embargo, parece razonable la preocupación que existe en algunos de nuestros centros por tratar de resolver este problema. ¿Qué se puede hacer con los compañeros y compañeras que no se implican en el trabajo colaborativo? ¿Por qué no participan en algunas tareas que parecen que redundan claramente en el beneficio de nuestros alumnos y alumnas? Esto es especialmente inquietante en el caso de personas que ocupan cargos directivos, dado que una de sus tareas principales es ésa: tratar de dinamizar y de coordinar procesos de trabajo en los que los planteamientos colaborativos son fundamentales. Las respuestas no son fáciles. No obstante, si tratamos de buscar alguna solución, el primer paso debería ser el de preguntarnos por las causas.

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¿Qué es lo que provoca que una determinada persona se manifieste individualista, pasiva, distante o negligente? Si somos capaces de identificar las causas que generan este efecto y de incidir en ellas, seguramente estaremos en el buen camino para la solución de muchos de estos casos. Las soluciones, por tanto, podrían ser tantas como las causas o los individuos. Además habrá que admitir que pueden existir siempre algunas causas sobre las que podremos incidir con los recursos limitados que tenemos en los centros y tal vez nos veamos obligados en algunas ocasiones a renunciar a nuestro objetivo. Si pudiéramos determinar que la falta de implicación de una persona que manifiesta muy poca participación es exclusivamente causas de sus problemas salariales, a su inseguridad en el puesto de trabajo, a una precaria salud física o a determinados problemas familiares graves, probablemente nuestra impotencia por incidir en aquellas causas nos llevaría a admitir que deberemos acostumbrarnos a vivir con el problema. Algunas respuestas No obstante sí que podemos tratar de acercarnos a algunas soluciones. En primer lugar, sería interesante recordar que los problemas en la vida de los grupos suelen centrarse fundamentalmente, en tres aspectos: los objetivos, las relaciones interpersonales y la metodología de trabajo que se utilice. Muy a menudo, considerar estos tres criterios es suficiente para elaborar una diagnosis satisfactoria o bien, dicho de otra manera, cuando se detectan problemas en los grupos (la falta de participación sería uno de ellos) los orígenes suelen ser debidos a desajustes en algunos o en varios de los factores citados. Los objetivos podrían evaluarse tratando de situarlos en el lugar preciso con relación a una serie de parámetros que nosotros identificamos como extremos de un continuo. De esta manera, podríamos tratar de analizar si cumplen o no los siguientes aspectos:

� Definidos con claridad � Compartidos � Interpretación unívoca � Discutidos y negociados � Factibles � Coherentes con los medios � Vinculados a la práctica

Definidos de forma imprecisa o vaga No compartidos Interpretación equívoca Impuestos Imposibles Utópicos Lejanos a ella

Respecto a las relaciones interpersonales, el conjunto podría representar situaciones diversas, con relación a factores como los siguientes:

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� Confianza recíproca � Aceptación de la crítica � Actitud de aprendizaje � Respuestas empáticas � Expresión libre de los

sentimientos

Desconfianza Rechazo a la crítica Suficiencia, distancia, “impermeabilidad” Ignorancia de la realidad afectiva ajena Temores y recelos

Por lo que respecta a la metodología de trabajo, cabría situarse entre polos como los siguientes:

� Se toman decisiones por

consenso � Las disensiones enriquecen las

decisiones � Se planifica la tarea con rigor y

flexibilidad � Se efectúa el seguimiento de

los acuerdos � Se cumplen los compromisos

(tareas encargadas, “deberes” que se acuerdan en el grupo)

� Se varían los roles con frecuencia

� Se actúa mediante equipos ad hoc

Se toman decisiones por computación Las disensiones se rechazan Se improvisa continuamente Se olvida el control Se incumplen Los roles son invariables Se actúa mediante equipos rígidos

Además de considerar si las causas de la participación insuficiente se deben a problemas relativos a los objetivos, las relaciones interpersonales o la metodología de trabajo, se pueden ensayar también otras soluciones de carácter general, aplicándolas de forma simultánea al análisis de causas del que hablábamos. Creemos que estas soluciones podrían estar promovidas por los miembros del equipo directivo. Enumeramos algunas de las que más han ayudado a paliar el problema en muchos centros escolares.

� Ofrecer pautas claras. Plantear a las personas requerimientos y tareas bien definidas. Preguntas como: “¿Qué espera de mí la organización?” o “¿Qué espero yo de ella?” deberían encontrar siempre una respuesta clara.

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� Identificar a una o varias personas de referencia con las que cada individuo tenga que “rendir cuentas” (jefa de seminario, coordinador de ciclo, jefa de estudios, etc.).

� Plantear a cada persona del grupo las diversas posibilidades de colaboración y los ámbitos en los que puede participar. Hay que pensar que no todo el mundo “pedirá” participar o reclamará que le digan lo que tiene que hacer. En este caso, habría que ofrecérselo.

� Ofrecer a los compañeros y compañeras, de ser posible, una estructura organizada ya establecida (órganos, equipos, comisiones, etc.). Que ya funciona, en la que se les invita a integrarse, explicándoles el lugar que ocupen en ella. Difícilmente se integrará alguien en un trabajo de grupo si esa estructura no existe o está mal definida.

� Dar prioridad a la consolidación de la estructura. Difundir la convicción de que las personas que llegan de nuevo ingreso a una organización deben tratar de incorporarse a ella. Esta estrategia no excluye la posibilidad de crítica que pueda ejercer el miembro nuevo que en todo caso, será admisible cuando haya transcurrido un cierto tiempo y haya podido conocer plenamente la organización.

� Enfatizar la importancia del trabajo que desarrolla cada individuo como parte de un todo. Subrayar la idea de que los alumnos y alumnas “son de todos los profesores y profesoras” y las repercusiones que tiene para los demás un trabajo individual deficiente.

� Saber encontrar para cada sujeto el lugar ideal donde pueda sentirse cómodo y pueda contribuir según sus capacidades, intereses, aficiones. Cualquier persona puede hacer contribuciones significativas.

� Potenciar las posibilidades de analizar en común los diferentes trabajos que se desarrollan en el centro: planificación del currículum, selección y elaboración de materiales didácticos, visitas a otros centros, intercambio de experiencias, formación centrada en la escuela, etc. También se facilita el análisis en común mediante la colaboración con otros centros, que puede iniciarse compartiendo los recursos que poseen unos y otros.

� Ofrecer la posibilidad de diseñar y desarrollar tareas importantes y creativas para el individuo, no rutinarias, que le permitan poner en juego sus capacidades intelectuales más relevantes.

En los centros educativos, a menudo desaprovechamos determinadas capacidades de los profesores y profesoras. Es interesante comprobar cómo muchas personas del centro en su vida particular, fuera de su lugar de trabajo, demuestran continuamente con sus hechos que poseen aptitudes muy apreciables. Así, evidencian día a día que poseen capacidades de análisis, de evaluación de necesidades y recursos, de toma de decisiones en situaciones de riesgo, de elaboración y desarrollo de un plan, de liderazgo, etc. ¿Cómo lo sabemos? Pues simplemente observando cómo unos y otros deciden en su vida particular casarse o no hacerlo, separarse o no de su pareja, tener varios hijos o no tener ninguno, hipotecarse para comprar un piso, llevar a cabo actividades bien planificadas y desarrolladas junto con otras personas en el ámbito social,

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comunitario o artístico, etc.: capacidades, en suma, que se constatan en situaciones muchas veces problemáticas donde el individuo arriesga mucho. ¿Se ha ofrecido a los profesores y profesoras la posibilidad de poner en juego esas capacidades que poseen dentro de su propio lugar de trabajo?. A modo de metáfora un tanto atrevida, podría decirse que algunos profesores cuando llegan cada mañana al centro escolar, se ven obligados a “desenroscarse el cerebro” y, como lo haría un motorista con su casco, depositarlo en un armario de la conserjería, porque de hecho, no lo van a poder utilizar durante el día. ¿Podríamos ser capaces, pues, de aprovechar mejor los recursos que tenemos en los centros? La resistencia a los cambios ¿Cómo vencerlas para promover la participación en las innovaciones? Otra causa que dificulta los procesos participativos es la resistencia a los cambios. Si los cambios y las innovaciones son necesarios en las organizaciones nuestros centros escolares tiene ante sí un reto importante: ¿Cómo promoverlos? ¿Qué se puede hacer, a sabiendas de que suelen provocar crisis? La respuesta dependerá, en primer lugar, de cómo planteen los cambios y las innovaciones: de si se ven como peligrosos o amenazadores o como desafíos u oportunidades ocultas. En segundo lugar convendrá prever que el cambio puede provocar resistencias en las personas y en los grupos que se vean implicados en él. Y en tercer lugar, el éxito de la innovación dependerá de la oportunidad y eficacia con que se desarrollen un conjunto de acciones o etapas. Las resistencias a los cambios pueden manifestarse de forma abierta e inmediata: quejas, amenazas, oposición frontal, etc.; de forma implícita: pérdida de motivación, aumento en los errores, absentismo injustificado, etc.; o de forma diferida, incluso semanas, meses y años después del proceso de cambio. Para diagnosticar las resistencias conviene preguntarse el porqué de las actitudes o conductas no deseadas y, como ya hemos señalado, en la medida en que conozcamos las causas, podremos tratar de palear el problema incidiendo en ellas. En general, las causas que motivan las resistencias suelen estar entre las siguientes:

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� Defensa de los intereses propios. Suele ocurrir cuando se percibe la posibilidad de perder algunos beneficios personales: estatus, prebendas, etc.

� Falta de comprensión de lo que se propone. � Falta de confianza en quienes proponen el cambio o en uno mismo. � Conservadurismo y escasa tolerancia hacia la incertidumbre. Sería la

postura de quienes opinan que más vale lo malo por conocido que lo bueno por conocer.

� Compromiso con el estatus presente, en el cual, puede depender más de la falta de alternativas que de la satisfacción que se obtenga con él.

� Plazos y ritmos inadecuados. � Recursos: escasez, asignación inadecuada, utilización deficiente, etc. � Volumen y complejidad de las exigencias del entorno. � Dirección inadecuada del centro.

Para disminuir las resistencias a los cambios y promover como consecuencia, procesos participativos, pueden desarrollarse algunas actuaciones: destacamos las siguientes: 1. Poner énfasis en los procesos informativos. Se trata de intentar comunicar la

bondad y la justificación de la innovación a través de: � Entrevistas formales e informales. � Inclusión del tema como punto en el orden del día de las reuniones del

claustro y de los demás equipos de profesores. � Tablón de anuncios actualizado. � Circulares sencillas de lectura rápida. � Manejo de una documentación breve y bien seleccionada (artículos,

resúmenes de experiencias etc.) � Presentaciones en grupo. � Visitas a otros centros que hayan desarrollado experiencias análogas a

las que se pretenden o que estén desarrollándolas. � Recepción de colegas de otros centros que llevan a cabo experiencias

interesantes congruentes con el tema objeto de innovación y cambio para posibilitar que las comuniquen.

� Aliento, refuerzo y apoyo adecuados a los servicios de inspección. � Colaboración con otros servicios de apoyo externos (instituciones de

formación inicial y permanente del profesorado, equipos multiprofesionales, centros de recursos, etc.)

� Colaboración de los padres y madres y, en su caso de los estudiantes.

Estas estrategias tienen el inconveniente del costo en tiempo y en dedicación, particularmente cuando el cambio afecta a un centro de gran tamaño y se implica a un gran número de personas.

2. Facilitación y apoyo. Ambos requisitos deberían propiciarse desde el propio centro, a través de planteamientos flexibles y de una distribución de los recursos conveniente. También a través de la ayuda externa mediante

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recursos y estímulos adecuados y una formación permanente ofrecida en condiciones favorables para el profesorado: horarios, lugares, etc. Otras estrategias para facilitar y apoyar el cambio a través de la participación pueden ser: planificar e impartir clases en común: elaborar, seleccionar materiales y evaluar en común: intercambiar experiencias entre seminarios y equipos de profesores y entre centros diferentes.

3. Negociación. Negociar los plazos, las tareas, los objetivos o la distribución y el uso de los recursos a partir del criterio general del equilibrio de las “cargas del trabajo” entre todos los miembros del equipo suelen ser actuaciones favorecedoras de la participación. Los beneficios personales y colectivos como consecuencia de la innovación y las contrapartidas al esfuerzo de cada miembro del grupo deben ser puestos en evidencia y ponderados adecuadamente.

Conviene considerar, finalmente, que las resistencias a los cambios no siempre son disfuncionales. En algunas ocasiones son una oportunidad para expresar frustraciones pendientes de solución. En otras, sirven para poner de manifiesto problemas que habían sido pasados por alto. Estas manifestaciones ayudan al centro escolar a reconocer y a tratar de resolver mejor sus conflictos. Es difícil para las personas resistirse a una decisión de cambio en las que ellas mismas han participado. Fijar los objetivos comunes del grupo y determinar los métodos de trabajo de manera que todos los miembros puedan intervenir, suelen ser actuaciones que ayudan a que las personas se impliquen en la tarea y al aumento de la participación. Conviene además tener presente que cualquier persona puede ser capaz de hacer contribuciones significativas al grupo. Se trata de averiguar en que campos y de que manera. Digamos, finalmente, que la participación fluida podría tener el inconveniente de llevar a tomar decisiones que desvirtúen el planteamiento inicial del grupo promotor de la innovación o de la dirección formal del centro. Esta posibilidad no debería verse como un peligro, sino como una circunstancia que habrá de administrar creativa y democráticamente. �