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1 LA ESCRITURA FILOSÓFICA Carlos Enrique Restrepo UniNómada, Colombia www.uninomada.co La historia de la filosofía coincide, en gran medida, con la historia de los tipos de escritura filosófica. Lo que tiene lugar, digamos por caso, durante los siglos de escritura recorrida desde los textos conservados de los presocráticos hasta nuestra escritura profesoral actual confiscada por el dispositivo universitario de producción de saberno constituye un aspecto extrínseco, sino que se entronca esencialmente con una idea particular de la filosofía, con la imagen cambiante del filósofo y con la comprensión que cada época se forma del “asunto” del pensar, de lo que exige ser pensado. A la luz de esta correspondencia se han formado los que podrían considerarse géneros y estilos de la filosofía. Al hacer su reconstrucción somera, este escrito intenta saldar, al menos como un esbozo, las tareas de una “gramatología” inaugurada por Derrida (2003), esto es, de una “ciencia general de la escritura”, postulando en este caso un punto de abordaje de la historia de la filosofía como práctica textual, cuyo acervo incluye definiciones y transformaciones fundamentales de la filosofía y del filósofo discernibles y diferenciables en el curso de las épocas. Considerada desde el punto de vista formal, la “escritura” de los presocráticos es, en esencia, fragmento y poema. La salvedad de las comillas quiere indicar los límites en los que debemos mantenernos al calificar los fragmentos de tales pensadores con el término “escritura”. Tampoco se trata, en rigor, de “textos” en el sentido corriente con el que usamos estas denominaciones. Así lo ha señalado Heidegger cuando, en su reconstrucción sin duda, discutiblede la historia de la filosofía, sitúa a los presocráticos en el lugar de “pensadores iniciales”, reclamando como pauta para su interpretación y lectura el seguimiento de lo que en ellos habría acontecido de “inicial”, a saber, la cuestión del Ser mismo (cf. Heidegger, 2004; 2005). Para Heidegger, lo que tiene lugar en el alba del pensar occidental de los presocráticos es la cuestión del Ser (Seinsfrage) como asunto de un preguntar original, y al cual tales pensadores habrían ofrecido ya su particular comprensión: el sentido del Ser como physis. De ahí que estos fragmentos y poemas lleven a menudo (como en el caso de Parménides, Heráclito, Anaxágoras y Empédocles) el simple título de Peri physeos, “Acerca de la naturaleza”. De este hecho simple, Heidegger extrae múltiples consecuencias. En primer lugar, que tales escritos atestiguan una copertenencia entre el pensar y el poetizar entendida como una escucha esencial de lo más asombroso, el Ser como tal; en segundo lugar, que al tratarse de un pensar que adopta la forma del poema, propia de los mitos, no hay todavía allí en sentido estricto Philosophía. El sabio presocrático no es todavía filósofo, aun cuando esta palabra se encuentre ya por primera vez en los fragmentos de Heráclito. Su diferencia radica en que, mientras el sabio piensa por imágenes que son cantadas en forma de poema, el filósofo inventa un logos distinto comandado por las exigencias de una racionalidad formal, y que asume en cambio la forma del concepto (cf. Deleuze y Guattari, 1993, p. 9). En Grecia esta transformación tuvo lugar paulatinamente en el tránsito de los presocráticos a la época del filosofar sistemático inaugurada por Platón y Aristóteles. Se trata de una

La Escritura Filosófica

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Escritura, gramatología, Derrida

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LA ESCRITURA FILOSÓFICA

Carlos Enrique Restrepo

UniNómada, Colombia

www.uninomada.co

La historia de la filosofía coincide, en gran medida, con la historia de los tipos de escritura

filosófica. Lo que tiene lugar, digamos por caso, durante los siglos de escritura recorrida

desde los textos conservados de los presocráticos hasta nuestra escritura profesoral actual

—confiscada por el dispositivo universitario de producción de saber— no constituye un

aspecto extrínseco, sino que se entronca esencialmente con una idea particular de la

filosofía, con la imagen cambiante del filósofo y con la comprensión que cada época se

forma del “asunto” del pensar, de lo que exige ser pensado. A la luz de esta

correspondencia se han formado los que podrían considerarse géneros y estilos de la

filosofía. Al hacer su reconstrucción somera, este escrito intenta saldar, al menos como un

esbozo, las tareas de una “gramatología” inaugurada por Derrida (2003), esto es, de una

“ciencia general de la escritura”, postulando en este caso un punto de abordaje de la historia

de la filosofía como práctica textual, cuyo acervo incluye definiciones y transformaciones

fundamentales de la filosofía y del filósofo discernibles y diferenciables en el curso de las

épocas.

Considerada desde el punto de vista formal, la “escritura” de los presocráticos es, en

esencia, fragmento y poema. La salvedad de las comillas quiere indicar los límites en los

que debemos mantenernos al calificar los fragmentos de tales pensadores con el término

“escritura”. Tampoco se trata, en rigor, de “textos” en el sentido corriente con el que

usamos estas denominaciones. Así lo ha señalado Heidegger cuando, en su reconstrucción

—sin duda, discutible— de la historia de la filosofía, sitúa a los presocráticos en el lugar de

“pensadores iniciales”, reclamando como pauta para su interpretación y lectura el

seguimiento de lo que en ellos habría acontecido de “inicial”, a saber, la cuestión del Ser

mismo (cf. Heidegger, 2004; 2005). Para Heidegger, lo que tiene lugar en el alba del pensar

occidental de los presocráticos es la cuestión del Ser (Seinsfrage) como asunto de un

preguntar original, y al cual tales pensadores habrían ofrecido ya su particular comprensión:

el sentido del Ser como physis. De ahí que estos fragmentos y poemas lleven a menudo

(como en el caso de Parménides, Heráclito, Anaxágoras y Empédocles) el simple título de

Peri physeos, “Acerca de la naturaleza”.

De este hecho simple, Heidegger extrae múltiples consecuencias. En primer lugar, que tales

escritos atestiguan una copertenencia entre el pensar y el poetizar entendida como una

escucha esencial de lo más asombroso, el Ser como tal; en segundo lugar, que al tratarse de

un pensar que adopta la forma del poema, propia de los mitos, no hay todavía allí en

sentido estricto Philosophía. El sabio presocrático no es todavía filósofo, aun cuando esta

palabra se encuentre ya por primera vez en los fragmentos de Heráclito. Su diferencia

radica en que, mientras el sabio piensa por imágenes que son cantadas en forma de poema,

el filósofo inventa un logos distinto comandado por las exigencias de una racionalidad

formal, y que asume en cambio la forma del concepto (cf. Deleuze y Guattari, 1993, p. 9).

En Grecia esta transformación tuvo lugar paulatinamente en el tránsito de los presocráticos

a la época del filosofar sistemático inaugurada por Platón y Aristóteles. Se trata de una

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transformación que Heidegger considerará una “pérdida de lo inicial” y que, en buena

parte, está asociada al surgimiento de una nueva forma de escritura. Mientras el pensar

inicial del sabio presocrático era un poetizar que se mantenía puro en la corriente y en el

elemento del pensar, siéndole en algún sentido indiferente el imperativo de escribir

(atributo que se reconoce al menos hasta Sócrates), con Platón y Aristóteles el logos

filosófico pasa a ser por entero dependiente de la escritura. La tensión inherente a este

tránsito ha quedado atestiguada en la ambivalente presencia que tiene el mito en los

Diálogos de Platón. Si el pensar original de los griegos ha sufrido allí o no una pérdida es

una cuestión que justamente Platón ha interrogado en uno de sus tantos mitos: el “Mito de

Teuth y Thamus”, que cierra esa magnífica obra del arte filosófico griego que es el Fedro

de Platón:

Pues bien, oí que había por Náucratis, en Egipto, uno de los antiguos dioses del

lugar al que, por cierto, está consagrado el pájaro que llaman Ibis. El nombre de

aquella divinidad era el de Theuth. Fue éste quien, primero, descubrió el número y

el cálculo, y, también, la geometría y la astronomía, y, además, el juego de damas y

el de dados, y, sobre todo, las letras. Por aquel entonces, era rey de todo Egipto

Thamus, que vivía en la gran ciudad de la parte alta del país, que los griegos llaman

la Tebas egipcia, así como a Thamus llaman Ammón. A él vino Theuth, y le

mostraba sus artes, diciéndole que debían ser entregadas al resto de los egipcios.

Pero él le preguntó cuál era la utilidad que cada una tenía, y, conforme se las iba

minuciosamente exponiendo, lo aprobaba o desaprobaba, según le pareciese bien o

mal lo que decía. Muchas, según se cuenta, son las observaciones que, a favor o en

contra de cada arte, hizo Thamus a Theuth, y tendríamos que disponer de muchas

palabras para tratarlas todas. Pero, cuando llegaron a lo de las letras, dijo Theuth:

“Este conocimiento, oh rey, hará más sabios a los egipcios y más memoriosos, pues

se ha inventado como un fármaco de la memoria y de la sabiduría”. Pero él le dijo:

“¡Oh artificiosísimo Theuth! A unos les es dado crear arte, a otros juzgar qué de

daño o provecho aporta para los que pretenden hacer uso de él. Y ahora tú,

precisamente, padre que eres de las letras, por apego a ellas, les atribuyes poderes

contrarios a los que tienen. Porque es olvido lo que producirán en las almas de

quienes las aprendan, al descuidar la memoria, ya que, fiándose de lo escrito,

llegarán al recuerdo desde fuera, a través de caracteres ajenos, no desde dentro,

desde ellos mismos y por sí mismos. No es, pues, un fármaco de la memoria lo que

has hallado, sino un simple recordatorio. Apariencia de sabiduría es lo que

proporcionas a tus alumnos, que no verdad. Porque habiendo oído muchas cosas sin

aprenderlas, parecerá que tienen muchos conocimientos, siendo, al contrario, en la

mayoría de los casos, totalmente ignorantes, y difíciles, además, de tratar porque

han acabado por convertirse en sabios aparentes en lugar de sabios de verdad

(Platón, Fedro, 274c-277a).

Este texto ha sido comentado con sin igual rigor y belleza por Derrida, en la que es sin

lugar a dudas la mejor interpretación del Fedro tejida a partir del uso que el diálogo hace de

la palabra phármakon (Derrida, 1975). La ambigüedad de Platón salta a la vista: de un lado,

compone un mito que pone en entredicho el valor de la escritura, y de otro, escribe el mito

y todo el conjunto de los Diálogos, los cuales sólo conocemos por el dudoso prodigio de la

escritura. Lo que allí hay de indecidible nos conduce a otra cuestión: ¿Qué se desprende del

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hecho de que Platón, en la clara tensión de sus textos, sugiera el abandono de la escritura

filosófica inspirada por el mito y consignada en forma de poema, para adoptar en su lugar

la forma del diálogo? Aventuremos una respuesta: el hecho de haber delineado la figura del

filósofo como perteneciente a la vida pública y a la socialidad griega, el hecho de

inscribirlo en consecuencia en un medio disputativo, en un conjunto de relaciones de

rivalidad y litigio cuya agonalidad estriba en pretender la verdad frente a las dudosas

figuras del sacerdote, el poeta, el sofista, el político… Sócrates en el ágora: naturalmente

semejante monotema tiene que aburrir a los imberbes estudiantes, privados de cualquier

idea en torno a las turbulencias propias de una vida que se debate en el seno de las

relaciones políticas. Para Platón, en cambio, se trata de situar al filósofo en el corazón de la

ciudad (polis), de ponerlo en medio de un agitado diálogo que es a la vez certamen,

contienda y rivalidad, y cuya puesta en escena despliega toda una dramaturgia del

pensamiento, un teatro filosófico de una seriedad y de una comicidad incomparables, en el

que la vida filosófica no es ya la presocrática contemplación del Ser (Heidegger), sino

dialéctica y drama (cf. Deleuze y Guattari, 1993, pp. 7-18; Mejía Toro, 2003).

Pero mientras Platón con tales pretensiones perfeccionaba ese género dramático que es el

diálogo, Aristóteles inaugura el tratado como la que será durante siglos la forma por

excelencia de exposición de la filosofía. Con esta transformación de la escritura surge la

filosofía propiamente dicha definida según el deseo natural de saber, orientado ahora a

alcanzar la forma de la ciencia. Como es apenas lógico, una tarea semejante requiere

también un particular ordenamiento social y político; Aristóteles lo ejemplifica con los

egipcios, en quienes el desarrollo de las matemáticas fue posible porque el trabajo de los

esclavos permitió el mantenimiento de una casta sacerdotal. La aristocracia griega es, por

ello, correlato de esta forma sistemática y científica de la filosofía. A este respecto cabe

recordar las bondades que el Estagirita pudo obtener de las campañas militares de su

antiguo discípulo Alejandro, por ejemplo, al estudiar especies de regiones remotas y

elaborar sobre ellas sus tratados de filosofía natural. Así pues, la nueva episteme filosófica

presentada en tratados estuvo supeditada a condiciones políticas concretas; sólo entonces la

filosofía pudo pretenderse la ciencia de lo más general, y alcanzar la forma de ciencia

primera.

La metafísica del cristianismo elaborada siglos más tarde asumirá el relevo de esta

comprensión aristotélica de la filosofía, y llevará el tratado a la forma de la Suma,

compendio inagotable de los conocimientos que el filósofo elaborará a la manera de un

minucioso inventario de los entes creados en el pensamiento de Dios. La escritura de Sumas

implicaría una nueva investidura para el filósofo y una nueva disciplina, el abandono de la

ciudad romana y griega, y asumir la soledad de las comunidades monásticas sujetas a la

jerarquía eclesiástica y a su orquestación teológico-política. Todavía hoy es mucha la

filosofía que se hace en las universidades católicas o pontificias, en la que perviven esas

maneras sacerdotales, ese airecillo de reclusión medieval. En general, la Universidad, como

hija que es de la Edad Media, conserva muchas de las regulaciones que la hacen

indisociable de un ensamblaje preciso de poder-saber.

No hay que olvidar, entre tanto, la fecundidad de géneros y estilos literarios de la filosofía

desarrollados durante el período de tránsito de la filosofía griega al cristianismo. En

general, los latinos, y particularmente los estoicos, desarrollaron una serie de prácticas de la

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escritura, asociadas a una elevada exigencia moral, y en consecuencia, de tono más

intimista, como las Meditaciones de Marco Aurelio, las Consolaciones de Séneca, los

Manuales como el de Epicteto. Otras formas dramáticas o satíricas, como los Diálogos de

Luciano, son modos de expresión política, relativos por ejemplo a la experiencia histórica

de la decadencia de la religión. Sin embargo, por sobre estas formas, el tratado se impuso

por ser una forma universalista, y por tanto, de larga duración, cuya vigencia se mantendrá

durante siglos, hasta alcanzar su esplendor en la Modernidad. La filosofía moderna se

escribe en tratados —algunos en un estilo muy escolástico, como la Ética de Spinoza—,

pero con una decisiva variante que es la de hacerlos corresponder al propósito de una

mathesis universalis que tiene su modelo en la ciencia de la naturaleza. Hay que reconocer,

sin embargo, la indiscutible modernidad de Descartes al no sujetarse exclusivamente al

tratado, e introducir una forma nueva, los Discursos, escritos además en lengua vulgar (en

su caso, el francés), en la que es sin duda una reacción contra el modo escolástico de la

filosofía. En este aspecto, la Ilustración francesa es por entero deudora de Descartes

(aunque habría que ver hasta qué punto lo es también de Montaigne). Piénsese en los

Discursos de Rousseau, de Voltaire, de Diderot, o en el magnífico y autorreflexivo

Discours sur l’Style de Buffon, que tenían a la vez la función de la puesta en común de un

saber y de agradar a la nobleza de cuyas bondades tiene que vivir en estos nuevos tiempos

la filosofía1.

Los ingleses, por su parte, al tenor de su afán por la ciencia empírica, siguen escribiendo

tratados. También los alemanes, pero con la variante de hacerlos depender, no del modelo

de la ciencia natural, sino de la voluntad de sistema. El origen de esta exigencia está en la

Crítica de la razón pura de Kant. Desde su publicación en 1781, la forma de sistema se

convierte en un requisito insoslayable para toda la filosofía alemana, y sobre todo, para el

Idealismo. Kant había establecido en la Arquitectónica (A832/B860) que “la unidad

sistemática es aquello que convierte al conocimiento ordinario en ciencia”, y formulado el

imperativo de que “nuestros conocimientos no pueden constituir una rapsodia, sino que

deben formar un sistema” (Kant, 1999, p. 647). En todo el Idealismo, prácticamente no hay

obra filosófica que, en atención a una pretensión fundamentadora, pase por alto la exigencia

de ser sistema. En 1794, Fichte se atiene a este precepto al dar al público la primera versión

de su Doctrina de la ciencia. Cuatro años más tarde publica su Sistema de la eticidad, obra

que le merecerá la acusación de ateísmo. En el año de 1800 aparece el Sistema del

idealismo trascendental de Schelling, y en 1804 el Sistema de la filosofía de Fries. Aún

Schopenhauer, filósofo más bien asistemático, no duda en reivindicar para su libro El

mundo como voluntad y representación (1818) el título de sistema, exigiendo de las partes

que “cada una deberá sostener al todo en la misma medida en que el todo la sostiene a ella”

(Schopenhauer, 2000, p. 3). Pero es Hegel quien, como ningún otro filósofo, lleva a su

perfección la forma del sistema. Lo hace al sujetar cada una de sus obras al propósito de

una filosofía de lo absoluto, cuyo correlato formal es una exposición que dé cuenta de la

totalidad. La Ciencia de la lógica (1812) es, tal vez, la obra más incondicionalmente escrita

bajo esta voluntad de sistema.

1 Esta condición del filósofo como bufón de la corte ha quedado muy bien retratada en el film de Patrice

Leconte, Ridicule (1996).

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Pero junto a esta voluntad de sistema coexiste toda una “irreverencia escritural”,

omnipresente en prácticas literarias de tipo ficcional, en las que la filosofía hace la mofa de

sí misma, como en los cuentos, novelas y poemas de la Ilustración, de las que los mejores

ejemplos son Micromegas, Cándido y Sobre el desastre de Lisboa de Voltaire, o en

composiciones teatrales como la poco conocida pieza Los filósofos de Palissot. El mismo

ánimo está presente en otras formas literarias contrarias a la unidad del sistema, que

conducen a una escritura fragmentaria. La potencia del aforismo como en Schopenhauer y

Nietzsche evidencian una época en la que no hay ya una unidad del pensar, en la que el

objeto unitario de la filosofía se disuelve, bajo la impronta de un estilo en el que las

mutaciones de la forma ratifican las variaciones y perspectivas inéditas en el plano del

contenido. Autores más contemporáneos como Blanchot, Bataille, Cioran, entre otros, han

recuperado y mantenido esta forma fragmentaria, que redundará en el espíritu de una

diseminación general del sentido, como la llama Derrida, a la que apunta la estrategia

general de la desconstrucción.

Dejemos sin tratar, como sería justo, este devenir-literatura de la filosofía, del que el

Zaratustra de Nietzsche es un caso del todo excepcional (quizás sólo comparable al Fausto

de Goethe), pero que prolifera por igual durante la primera mitad del siglo XX en novelas y

obras teatrales como las de Marcel, Camus o Sartre. Por lo demás, la pretensión del tratado

conoce para esta misma época la experiencia de su imposibilidad y de su fracaso, como en

el caso paradigmático del proyecto “científico” de la fenomenología de Husserl, y

análogamente, en Ser y tiempo de Heidegger. La imposibilidad del tratado y del sistema

repercuten, en cambio, en una gran fecundidad para el ensayo, que es quizá la forma por

antonomasia de la filosofía en la actualidad. No está de más mencionar ese destino

lamentable de la filosofía que es el de verse hoy reducida a la práctica de una escritura

profesoral o académica, que domestica las potencias de creación, condenándolas al

ejercicio huero del comentario, del “comentario del comentario”, del “comentario del

comentario del comentario”, cuya babel borgesiana se cultiva de idénticos modos en las

Facultades de esa pseudofilosofía que se enseña en las universidades.

Hasta aquí un esbozo, a la manera de una microhistoria de las formas de la escritura

filosófica. No alcanza por supuesto a ser exhaustiva, pero sí a sugerir las relaciones entre la

forma de la escritura con el contenido, de las que nacen la pregunta por los géneros y estilos

de la filosofía. ¿Hasta qué punto la adopción de este punto de vista gramatológico permite

repensar la idea misma del filósofo y de la filosofía? Tales cuestiones ameritan, al menos,

un mayor rigor para la cuestión del estilo, y otro tipo de consagración frente a nuestro acto

cotidiano de escribir.

Referencias

Deleuze, G. & Guattari, F. (1993). ¿Qué es la filosofía? Barcelona: Anagrama.

Derrida, J. (1975). “La farmacia de Platón”. En: La diseminación. Madrid: Fundamentos.

Derrida, J. (2003). De la gramatología. México: Siglo XXI.

Heidegger, M. (2004) ¿Qué es la filosofía? Barcelona: Herder.

Heidegger, M. (2005). Parménides. Madrid: Akal.

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Mejía Toro, J. M. (2003). El teatro filosófico y la rapsodia. Medellín: Universidad de

Antioquia.

Platón. (1970). Fedro. Madrid: Instituto de Estudios Políticos, 1970.

Kant, I. (1999). Crítica de la razón pura. Traducción de Pedro Rivas. Madrid: Alfaguara.

Schopenhauer, A. (2000). El mundo como voluntad y representación. México: Porrúa.