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LA ESPERANZA CRONOMETRADA
La condición obrera, de Simone Weil, El cuenco de Plata, Buenos Aires, 2010.
286 páginas.
por Federico Donner
El vínculo entre emancipación y trabajo ha sido motivo de preocupación entre
varios pensadores, fundamentalmente en el amplio campo de la tradición
marxista. A propósito de este interrogante, el aporte de Simone Weil, una
teórica difícil de encasillar, resulta insoslayable por la originalidad y la
radicalidad de sus planteos heterodoxos. Hacia mediados de la década de
1930, y debido a que consideraba que no era posible teorizar sobre el trabajo
sin padecer las condiciones de sometimiento tal como las experimentaban los
obreros, Weil decidió proletarizarse.
Lejos de adoptar una actitud de voyeuse, fue muy cuidadosa y conciente
respecto de su posición privilegiada de intelectual de élite, por lo que se limitó,
durante ese período, a subsistir sólo con la paga que recibía por el trabajo a
destajo en las fábricas Alsthom y Renault, además de no revelar su identidad a
sus colegas de ocasión.
Este período le brindó a Weil diversos elementos para crear nuevos conceptos
críticos sobre la explotación de los obreros y para esbozar una teoría positiva
que logre una relación satisfactoria entre el hombre y la máquina. Sin dudas, la
contribución teórica más destacable de esta experiencia fue el abandono del
paradigma tradicional marxista de emancipación del trabajo para pasar al de la
emancipación en el trabajo. Weil observó agudamente que el cambio de manos
de la propiedad de los medios de producción y que la teorización de la
plusvalía no resultan suficientes para ponerle fin a la miseria moral, ya que ésta
se basa fundamentalmente en que el proceso productivo invierte la relación
sujeto-objeto: en la fábrica, el sujeto es la máquina y el hombre cumple un rol
de objeto, sobre todo por su vínculo con el tiempo del trabajo: todo aquel que
ingresa a la fábrica sabe que su tiempo no le pertenece, más que nada porque
debe ajustar con precisión la duración de cada uno de sus movimientos, porque
se carece de información sobre cuáles van a ser las tareas del día (qué
máquina tocará durante la jornada, o la semana, o el mes) y cuánto se
extenderán; porque, además, se ignora casi por completo en qué consiste el
proceso productivo. Esta miseria espiritual hace que para el trabajador sea
imposible olvidarse que es un despojo, reemplazable por la interminable fila de
desocupados que ansían con fruición su puesto. Semejantes condiciones
presentan una terrible combinación de monotonía y azar.
El cronometraje es un modo brutal de prescindir de las facultades intelectuales
para la ejecución de las tareas, pues el trabajo a destajo no permite ni pensar
ni distraerse siquiera por un segundo y, a la vez, posee un efecto adormecedor.
Todo esto atenta contra la calidad y el ritmo productivo, lo que puede implicar el
despido inmediato.
La mirada de Weil se centra sobre los rasgos espirituales del trabajo, lo
aspectos extra-económicos y extra-jurídicos, que son mucho más que detalles
superestructurales que colorean las grandes determinaciones históricas. Cada
incidente, por insignificante que parezca, termina por recordarle al obrero su
humillación y su absoluta falta de valor: importa menos su salud que el
funcionamiento de una máquina. La objetivación de los hombres de fábrica ni
siquiera les sirve a éstos para saber por anticipado qué paga recibirán, ya que
eso exigiría unos cálculos tan complejos que finalmente aceptan montos
salariales completamente arbitrarios.
La postura de Weil, menos dialéctica que espiritual, rechaza la idea de que las
condiciones de opresión sean un motor revolucionario. La monotonía y el
cronometraje meticuloso de la producción hacen de los hombres unos exiliados
dentro de su supuesto “segundo hogar.” Por otra parte, los momentos que
podríamos llamar revolucionarios, no son más que meros instantes
excepcionales en el que los trabajadores experimentan ciertos lazos de
fraternidad, pero que sin embargo resultan estériles en términos
emancipatorios.
Y sin embargo, la mirada de Weil difumina las fronteras entre el pensamiento
político, el teológico y el económico, ya que pretende que la racionalización de
la producción privilegie al productor, no tanto con un mayor rédito monetario o
con la reducción de la jornada laboral (que sería una esclavitud con una franja
horaria menor), sino con un régimen que, sin sentimentalismos, recupere su
dimensión religiosa y comunitaria, es decir, su esperanza. Este giro teológico
de Weil no debe sorprender, pues el abandono coherente del paradigma de la
obediencia ligada a una supervivencia monótona y humillante sólo puede ser
hecho a costa del cultivo de las facultades superiores del hombre y de su
relación con lo trascendente.