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La francesa de Santa Bárbara

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He aquí una mirada novedosa y neutral, aun cuando apasionada y completamente verosímil, de la época de la Independencia y de los hechos fundacionales de la nación colombiana. Guerra y revoluciones, que solemos asociar con muerte, con lo trágico y con una perspectiva esencialmente masculina, son tratadas desde la sexualidad y la sensualidad de una mujer que presencia lo ocurrido y lo registra en sus escritos. El punto de vista de la narradora es privilegiado, puesto que al encarnar la otredad en sí misma, tiene la posibilidad de atestiguar el pasado desde la periferia y a la vez, adentrarse en la historia e incidir en su desenvolvimiento.

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La francesa de Santa Bárbara

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La francesa de Santa Bárbara

Gloria Inés Peláez Q.

Peláez Q., Gloria Inés, 1956- La francesa de Santa Bárbara / Gloria Inés Peláez Quiceno. --Medellín : Sílaba Editores, 2014.

166 p. ; 22 cm. -- (Trazos y sílabas) Ganadora del Premio Nacional de literatura, modalidad novela de la Universidad de Antioquia, 2009

ISBN 978-958-8794-31-0 1. Novela colombiana 2. Novela histórica colombiana

I. Tít. II. Serie. Co863.6 cd 21 ed.A1436325

CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

ISBN: 978-958-8794-31-0

La francesa de Santa BárbaraXXVI Premio Nacional de Literatura, Modalidad novelaUniversidad de Antioquia. 2009

© Gloría Inés Peláez © Sílaba Editores

Primera edición: Editorial Universidad de Antioquia, 2009Segunda edición: Abril 2014, Medellín, ColombiaEditoras: Lucía Donadío y Alejandra Toro Ilustración de carátula: “Mujer que corre en la hierba”. Alfonso ArizaDiseño de carátula: Luz Arango - César YepesDiagramación: Magnolia ValenciaCorrección de textos: Juana Manuela Montoya

Distribución y ventas: Sílaba Editores. www.silaba.com.co / [email protected] 25A No. 38D sur-04. Medellín Cel. 313-649-0459

Impreso y hecho en Colombia por: Artes y Letras S.A.S. / Printed and made in Colombia

Reservados todos los derechos. Prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproduc-ción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento.

Yo soy todas las mujeres de mis novelas, pero además soy otra mujer que no aparece en ellas.

Anaïs Nin

Y si te parezco estar haciendo locuras, puede ser que ante un loco me vea culpable de una locura.

Sófocles, Antígona

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Primera parte

Antes de que el hombre ocultara su mirada en mi re-gazo, dilaté el instante acariciando su cabello, temerosa de hacerle daño si me apresuraba, segura de darles a él y a los hombres que me buscaban la mejor de las medicinas para aliviar sus penas. El soldado inclinó la cabeza, se abrazó a mi cintura y hundió su rostro en mi vientre aferrado a mí como a un árbol, mostrándome el terror de marchar a la guerra casi desnudo y desvalido de armas, acosado a sus espaldas por el ejército realista. El calor de su aliento tras-pasaba mi saya y acaso la humedad que percibía se debía a sus lágrimas. No sabía su nombre pero le musité François cuando hundí mis dedos en su cabello y lo mecí como a un niño. Mi voz sonaba extraña, me escuchaba como si otra mujer repitiera en mi oído lo que debía decirle al soldado que se entregaba en medio de la habitación, y fuera ella la que se rendía también tras fuertes inspiraciones para pro-pagar el fuego desde las ingles como una ola creciente ha-cia las extremidades. El hombre continuaba aferrado a mí en una incómoda posición que me recordó el gesto con-trito de los que confesan sus pecados. No esperó el nuevo soldado llegar hasta el camastro y me detuvo con su súplica antes de que me despojara de la mantilla. Bajé mis manos y acaricié la barba arisca que le había crecido los días que

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estuvo oculto en el subterráneo de la Candelaria con poca comida, sin sol y sin cuidados, esperando el momento de escapar de la persecución de Sámano, con el único pasa-porte de unirse a las tropas patriotas para salvar su vida. El hombre tenía miedo de la guerra y su cuello palpitante delataba un llanto silencioso que ya mojaba mi saya.

Afuera se imponía el silencio, acaso el roce del pie des-nudo de un prófugo sobre las piedras o la pisada leve de los soldados rompía la noche, sólo el oído experto podía escucharlos. La oscuridad había permitido a este hombre ingresar a la casa y no hacíamos ruido diferente al de nues-tros alientos que comenzaban a emparejarse, en un jadeo que prometía hacernos contemplar la luz con la unión de nuestros cuerpos. La pura compasión me movió a quitar-me la mantilla. Sobre ella cayó la blusa, tras un leve force-jeo para desprenderla de las manos ansiosas del hombre que temía desasirse de mi cintura. Adivinaba su temor de morir y yo debía llevarlo a la pequeña muerte para darle la fuerza de vivir en riesgo, respirando sobre la punta del sable al afrontar la suerte del que va a la guerra. Él seguía allí arrodillado como si se entregara al sacrifcio. Lo volví a llamar François y me incliné para mirarlo a los ojos. Detrás de él brillaba la lámpara, la sombra me ocultaba su mirada. Sus manos buscaron las cintas del corpiño y las deshizo. Eran las manos de un criollo que no había sufrido el rigor del trabajo ni de la labranza y que más tarde empuñarían un sable. Mientras ascendía a mi cuerpo dejaba atrás su vergüenza de temer a la muerte y a la ira de verse acosado por sus enemigos. Cara pagaba este hombre la osadía de desafar a la Corona y, aunque había ocultado su participa-ción en las guerras de independencia, Sámano lo hacía huir

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hacia los Llanos, donde se decía que un ejército patriota daría fn a la Colonia.

Su aliento sobre mi cara era como el de otros que pasaron por mi camastro en busca de la calma para en-frentar la guerra, visitantes que llegaron a endurecer sus corazones para mirar de frente a la muerte, sin apego a esta vida imperfecta. Yo asumía sus faquezas, sus cobar-días, borraba de sus frentes los recuerdos de las manos amadas y los entregaba a la paz del que ya no desea nada más que seguir sin pena el camino, tan sólo con la prome-sa que les susurraba mientras humedecían mi sexo, de que en una vida futura volverían a vivir en esta tierra, serían más sabios, simples y próximos a la Luz del Dios Bueno. Así le dije al criollo mientras besaba su frente incrédula pero serena.

En los momentos de sosiego, cuando el horno está apagado y la harina reposa sobre la mesa, contemplo la soledad de la casa y la nostalgia me vuelca la mirada hacia los años que me trajeron el presente que vivo. Espero la noche y el toque nervioso en la puerta de algún hombre que necesita la sombra protectora de la habitación para cu-rar sus heridas o amarme; o la rápida visita del chasqui con la noticia que me devolverá a mi hijo, o cualquier noticia que cuente sobre la vida secreta de Santa Fe. Mientras tan-to, me complazco meditando, escribiendo mis recuerdos en legajos que voy guardando con la misma devoción que tenía el Clérigo Mutis cuando hacía sus observaciones; y como él, los empaco celosa en un cajón con llave. Acaso algún día llegue Francisco de la guerra y encuentre en ellos la huella de su padre.

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Puede ser que al releerlos algún día de mi vejez pueda entender qué Dios me empujó a contribuir en esta guerra. ¿Acaso mi destino lo marcó la deidad maligna que creó al mundo, el Dios Malo que nos tienta desde el principio de los tiempos? o, por el contrario, ¿mi participación en la guerra me ha acercado al Dios Bueno? No sé. Ahora pien-so que es imposible juzgar o condenar al cuerpo cuando se ha salvado el espíritu, así haya sido por obra del Dios Malo que miento, robo, almaceno armas, sano y guardo enemi-gos de la Corona, mientras traiciono mis principios de no involucrarme en el mundo material.

No dejo de preguntarme estas cosas en mi aparente soledad. Aunque sólo me respondan el roce apagado de la pluma y el fugaz brillo de la tinta sobre el papel.

Han pasado veinte años desde que me embarqué con los científcos en el puerto español de La Coruña, deseosa de conocer con ellos las nuevas tierras. A nuestra llegada al puerto de Colón en Panamá era entonces una joven atur-dida por el largo viaje (recuerdo estar sentada sobre los fardos que más tarde habríamos de embarcar con destino a Guayaquil por la Mar Pacífca), cansada de esperar y ago-tada por el calor, que escuchaba fascinada la grotesca gri-tería de los hombres amontonando la carga, ignorante de la mano oculta en las sombras que torcía nuestro destino. El Barón discutía con un mulato semidesnudo que sonreía a pesar de las palabras enojadas del científco. “No viene, no viene”, exclamaba apenas el negro y exhibía sus dientes, satisfecho por entenderse con el europeo, a quien le daba a entender con señas y con sus cortas frases que el barco que esperábamos tardaría indefnidamente muchos días.

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El voluntarioso temperamento del hombre no permitía un retraso a sus deseos y no quiso esperar, como aconsejaba el mulato, y decidió de improviso cambiar el plan de la expedición. Después de mirar un mapa que consideraba incompleto y que se proponía arreglar con las observacio-nes agregadas por el viaje, preguntó cuáles eran las rutas para ingresar al continente. Fue así como decidió entrar por Cartagena y llegar a Santa Fe por el Río de la Magda-lena, para posteriormente seguir a Quito. De tal manera, un barco que no llegó a tiempo fue la razón para arribar a Santa Fe y no a Quito, que era nuestro primer destino.

Había soportado durante el viaje las altas temperaturas que me hacían añorar los tiempos frescos del otoño. Igno-raba además lo que el científco sabía sobre las tierras de los trópicos. Para entonces creía que el Nuevo Reyno vivía en un eterno verano y juzgaba que, por efectos del bochor-no, se producían los excesos en la exuberante naturaleza que descubría fascinada. Asumía que esta era la causa de la fecunda vegetación y que por ella el agua hervía en los litorales, mientras se defendía la mar con la furia de las olas sobre las rocas, y atemperaba el calor por el viento seco y pegajoso. Nada me hacía sospechar que habría de conocer y querer los gélidos vientos de los páramos y la perma-nente neblina de la sabana. Y así conocí la fría capital del Nuevo Mundo, en medio del asombro por los contrastes y el desborde, pues el viaje me enseñó que nada podía dar por conocido, ya que los descubrimientos a cada paso su-peraban lo poco que sabía de las colonias españolas.

Me gusta pensar, cuando termino de hacer el pan, cuánto conozco hoy de cada calle y cada esquina de Santa

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Fe. Repito mentalmente, mientras lavo mis manos y veo el agua lechosa correr por las piedras llevando la harina, que podría leer en las paredes y en las puertas de sus casas las cicatrices que dejó el tiempo, y en ellas las marcas indelebles de la guerra. Levanto mi cabeza y busco entre los techos y las cruces de las iglesias la torre del Observatorio: no dejan de producirme temor los cañones que apuntan desde su azotea, como feroces máquinas de muerte que dominan el paisaje. Hoy compruebo que la vida está en movimiento, la ciudad cambia y recordar los hechos que la sacudieron pa-rece un espejismo de la memoria, vuelven como imágenes distorsionadas que refeja un lago los hombres que pasaron por mi lado, el largo viaje y la estancia con Alexander en la Casa de la Botánica. Siento como si no hubiera sido yo esa joven que se asomaba a contemplar el Jardín Botánico y pensaba que nada en Santa Fe podía ser tan grave como lo que ocurría en Europa. Tenía a mi lado a un hombre fuerte acostumbrado a la aventura, quien como si gozara con el temor que me producía el mundo que descubría me hacía guiños y me provocaba repitiendo: la flle est vaillante, n’est pas? Me convencía así de mi valor, sonriéndole él mis-mo al peligro. Lejos estaba de imaginar que algún día me alejaría del científco y cambiaría mi vida para quedarme en esta tierra, cortando los lazos que me unían para siempre a Europa, sobreviviendo en ella en medio de la guerra y con pocos amigos. A todos ellos he visto morir y la vista de la ciudad constantemente me los recuerda, nombrándolos cuando paso por las calles donde los encontré o donde vivían. Acaso el Observatorio Astronómico, que ya no le pertenece al astrónomo, sea el lugar más importante entre ellos.

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Conservo de mis primeros años en Santa Fe el trabajo de copista aunque sea para mí para quien reservo los escri-tos; no tengo junto a la mesa al hombre que me dictaba sus cartas y sus informes. Ya no está el astrónomo pensativo a mi lado, meditando cada frase que yo habría de consig-nar en el papel, esperando a que se la leyera para medir su alcance, obstinado como era en decir exactamente lo que quería y no herir a nadie. Así lo conocí en el Observatorio Astronómico, en el lugar donde vivió mirando las estrellas y sufrió los desengaños de la política y los falsos afectos, sin saber del remolino que crecía en las calles de Santa Fe, de la poderosa tormenta que vendría de ultramar y nos arrojaría a todos lejos de la cómoda intimidad de la Cámara stellata, para apartarnos de la tranquila observación de los astros y del calor de los amigos. Aún ingenuo ponía sus ojos en el cielo sin ver que la tierra se abría y con ella se desplomaban sus sueños. Caldas, sin saberlo, se vio com-prometido en la guerra.

No sabía que jamás volvería al Observatorio cuando cambió su telescopio y sus instrumentos para observar a los astros por el uniforme de Capitán de Ingenieros y dedi-có su genio a las artes de la guerra. La declarada indepen-dencia de España, así como las peleas entre los criollos, le hurtaron de la Cámara stellata de la torre donde creyó encontrar la gloria y realizar su sueño secreto de darse a conocer en Europa. Me sobrecojo aún con el recuerdo de la muerte del astrónomo, los detalles del fusilamiento de los amigos de la tertulia del Observatorio en el martirio de la Veracruz, muchos años después de declarada la indepen-dencia de la Corona española, y del efímero gobierno de los criollos divididos y debilitados por peleas.

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Debo ahora aclarar la manera en que me encontré liga-da a esta guerra y lo que sucedió después de la muerte del astrónomo. Vivía en el barrio Santa Bárbara con mi hijo Francisco, que aún era muy niño, había retornado a los conocimientos de la panadería heredados de mi madre y trabajaba en paz recibiendo los reales que mi trabajo pro-ducía. El general español Morillo puso un cuartel al lado de mi casa. Junto con el parque de armas y el cuartel, había un taller para los espaderos que vinieron con Morillo: dos portugueses que conocían el ofcio, y con ellos trabajaba un platero de la Calle de Florián, que quiso aprender el arte de guarnecer espadas. El movimiento de los soldados no impedía que comenzara el día dedicada a mi trabajo y me fundiera con la masa para hacer el pan. El tibio aroma de los hornos parecía renovarme y olvidaba por momentos la presencia siniestra de la armería al otro lado de la pared. Francisco se quedaba con los armeros viéndolos fundir los metales, cuando salía por la harina al molino del Cubo o a llevar el pan, esperando la oportunidad de jugar un rato con los sables aprovechando que yo no estaba. No me gus-taban sus juegos de guerra y habría querido mil veces que, como su padre, prefriera mirar las estrellas y algún día se dedicara a la ciencia.

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