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LA FUNCIÓN DE ENSEÑAR EN EL DERECHO Y EN LA VIDA

DE LA IGLESIA

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LA FUNCIÓN DE ENSEÑAR EN EL DERECHO Y EN LA VIDA

DE LA IGLESIA

2013

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© 2013 Rufino Callejo de PazUniversidad Comillas, 3

28049 MadridDiseño de cubierta: Belén Recio Godoy

EDICIÓN DIGITALISBN: 978-84-8468-479-4

Reservados todos los derechos. Queda totalmente prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación magnética o cualquier sistema de almacenamiento o recuperación de la informa-ción, sin permiso escrito de la Universidad Pontificia de comillas.

Esta editorial es miembro de la Unión de Editoriales Universitarias Españolas (UNE), lo que garantiza la difusión y comercialización de sus publicaciones a nivel nacional e internacional.

Servicio de Biblioteca. Universidad Pontificia Comillas de Madrid

La función de enseñar en el derecho y en la vida de la iglesia / Rufino Calleja de Paz -- Madrid : Universidad Pontificia Comillas, 2013188 p. -- (Biblioteca Comillas)Bibliografía: 181-188

1. Iglesia católica . Codex luris Canonici, 1983 2. Magisterio eclesiástico 3. Derecho canónico 4. Evangelización

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ÍNDICE

SIGLAS Y ABREVIATURAS MÁS UTILIZADAS ......................................................... 11

PRESENTACIÓN ............................................................................................ 15

CAPÍTULO 1. CONSIDERACIONES Y CÁNONES GENERALES ..................................... 19

1. Algunas consideraciones introductorias en relación con las co-

dificación del munus docendi de la Iglesia ................................ 19

1.1. Importancia y dificultad a la hora de normativizar la mi-

sión docente de la Iglesia ..................................................... 19

1.1.1. La evangelización como misión fundamental de la

Iglesia ............................................................................ 19

1.1.2. La difícil sistematización normativa de la función do-

cente de la Iglesia ......................................................... 21

1.2. Un cambio teórico en la perspectiva eclesiológica respec-

to del CIC 17 ......................................................................... 24

1.3. Propuesta sistemática para el estudio del libro III ............. 27

2. Los cánones «constitucionales» (747 y 748)................................. 29

3. Las diferentes responsabilidades en la función docente de la

Iglesia. Fuentes y medios empleados (cc. 756-761) ................... 34

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LA FUNCIÓN DE ENSEÑAR EN EL DERECHO Y EN LA VIDA DE LA IGLESIA

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3.1. Las diferentes responsabilidades eclesiales en la función

docente de la Iglesia ............................................................. 35

3.2. Fuentes y medios empleados en la enseñanza del mensa-

je cristiano ............................................................................. 41

CAPÍTULO 2. MAGISTERIO ECLESIÁSTICO E INICIATIVAS ECUMÉNICAS ...................... 45

1. El magisterio eclesiástico (cc. 749-754 y 833)............................. 45

1.1. Tipos de magisterio............................................................. 48

1.1.1. Magisterio INFALIBLE (cc. 749 y 750§1) ..................... 50

1.1.2. Magisterio propuesto como DEFINITIVO (c. 750§2) ... 54

1.1.3. Magisterio UNIVERSAL NO DEFINITIVO (c. 752) ..... 58

1.1.4. Magisterio PARTICULAR (c. 753) ................................ 59

1.2. Obligaciones de los fieles en relación con la doctrina ca-

tólica ...................................................................................... 61

1.2.1. Adhesión de fe teologal (c. 750§1 y 751) ................... 61

1.2.2. Verdades que han de acogerse y creerse firmemente

(c. 750§2) ....................................................................... 63

1.2.3. Asentimiento religioso (CC. 752 y 753) ...................... 64

1.2.4. La observancia de los mandatos de la legítima auto-

ridad (c. 754) ................................................................. 66

1.2.5. Profesión de fe y juramento de fidelidad (c. 833) ..... 68

2. Competencia en las iniciativas ecuménicas (c. 755) .................. 72

CAPÍTULO 3. EL MINISTERIO DE LA PALABRA DE DIOS ....................................... 77

1. La predicación (cc. 762-772) ........................................................ 78

1.1. Quien puede predicar y con que condiciones ............. 80

1.2. Quien debe predicar u organizar la predicación para

que llegue a todos ........................................................... 84

2. La catequesis (cc. 773-780) .......................................................... 91

2.1. Las distintas responsabilidades del Pueblo de Dios en

la Catequesis .................................................................... 93

2.2. Los instrumentos catequéticos. Normas sobre publica-

ción y uso de catecismos y textos catequéticos ............ 101

2.3. El catequista y su formación .......................................... 104

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ÍNDICE

CAPÍTULO 4. LAS MISIONES (CC. 781-792) ..................................................... 107

1. Derecho misional ......................................................................... 107

2. Régimen jurídico de los territorios de misión ............................ 108

3. Las distintas responsabilidades de los miembros de la Iglesia

en el derecho misional ................................................................ 111

4. Misioneros y catequistas .............................................................. 118

5. Metodología misionera, Catecúmenos y neófitos ....................... 120

CAPÍTULO 5. LA EDUCACIÓN CATÓLICA ........................................................... 125

1. Principios orientadores (cc. 793-795) .......................................... 127

2. Las escuelas católicas (cc. 796-806) ............................................ 131

2.1. Las escuelas en general (cc. 796-799) ........................... 132

2.2. Las escuelas católicas (cc. 800-803 y 806) ..................... 135

2.3. La asignatura de religión católica (cc. 804-805) ............ 139

3. Las universidades de la Iglesia (cc. 807-821) .............................. 143

3.1. Universidades católicas (cc. 807-814) ............................ 145

3.2. Universidades y Facultades eclesiásticas (cc. 815-821) ... 152

CAPÍTULO 6. LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN. LOS LIBROS (CC. 822-832) ........... 163

1. El derecho de la Iglesia a usar de los medios de comunicación

social ............................................................................................. 165

2. La vigilancia de la autoridad eclesiástica competente ............... 167

3. La publicación de libros y el estatuto canónico de otros escri-

tos.................................................................................................. 169

4. Los censores ................................................................................. 174

5. La disciplina sobre otros instrumentos de comunicación social 176

A MODO DE CONCLUSIÓN ............................................................................. 179

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LA FUNCIÓN DE ENSEÑAR EN EL DERECHO Y EN LA VIDA DE LA IGLESIA

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ELENCO BIBLIOGRÁFICO ................................................................................ 181

1. Fuentes.......................................................................................... 181

1.1. Legales .................................................................................. 181

1.2. Doctrinales ........................................................................... 182

1.3. Magistrales ............................................................................ 182

1.3.1. Magisterio pontificio .................................................... 1821.3.2. Curia romana ............................................................... 1831.3.3. Vaticano II .................................................................... 1851.3.4. Otras ............................................................................. 185

2. Autores .......................................................................................... 186

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SIGLAS Y ABREVIATURAS MÁS UTILIZADAS

AA: Decr. Apostolicam actuositatem, 18.XI.1965: AAS 59 (1966) 837-864

AAS: Acta Apostolicae SedisAG: Decr. Ad Gentes, 7.XII.1965: AAS 58 (1966) 947-990Art/s: Artículo/sBOCEE: Boletín oficial de la Conferencia Episcopal españolac.: Canoncc.: CánonesCD: Decr. Christus Dominus, 28.X.1965: AAS 58 (1966) 673-696CDF: Congregación para la Doctrina de la FeCEE: Conferencia Episcopal españolaCf.: ConfrontarCIC 17: Codex Iuris Canonici, 1917CIC/CIC 83: Codex Iuris Canonici, 1983CL: Juan Pablo II, Exhortación apostólica Christifideles laici,

30.XII.1988: AAS 81 (1989) 393-521Comm.: Communicationes (Revista del Consejo Pontificio para la

Interpretación de los Textos Legislativos)Coor.: CoordinadorCT: Juan Pablo II, Carta Catechesi tradendae, 16.X.1979: AAS 71

(1979) 1277-1340DDH: Declaración Universal de los Derechos HumanosDGC: Directorio General CatequéticoDH: Decl. Dignitatis humanae, 7.XII.1965: AAS 58 (1966) 929-946

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DV: Const. Dogmática Dei Verbum, 18.XI.1965: AAS 58 (1966) 817-835

ECE: Juan Pablo II, Cons. Ap. Ex corde Ecclesiae, 15.VIII.1990, en AAS 82 (1990), pp. 1475-1509, n. 12

EcS: Pablo VI Enc. Ecclesiam Suam, 6.VIII.1964: AAS 56 (1964) 609-659

Ed.: EdiciónEdM: Congregación para los Clérigos y Pontificio Consejo para los

Textos Legislativos, Instr. Ecclesiae de mysterio, 15.VIII.1997: AAS 89 (1997) 852-877

EN: Pablo VI, Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 8.XII.1975: AAS 68 (1976) 5-76

Ep.: EpístolaES: Pablo VI, M.P. Ecclesiae Sanctae, 6.VIII.1976: AAS 58 (1966)

757-787EV: Enchiridiom VaticanumFC: Juan Pablo II, Exh. Apos. Familiaris Consortio, 22.XI.1981:

AAS 74 (1982) 81-191GE: Decl. Gravissimum educationis, 28.X.1965: AAS 58 (1966)

728-739GS: Const. Pastoral Gaudium et spes, 7.XII.1966: AAS 58 (1966)

1025-1115Id: Idem (La misma obra citada inmediatamente antes)IM: Decr. Inter mirifica, 4.XII.1963: AAS 56 (1964) 145-157Instr.: InstrucciónLG: Const. Dogmática Lumen gentium, 21.XI.1964: AAS 67 (1965) 5-75M.P.: Motu ProprioMR: Sagrada Congregación para los Institutos religiosos y seculares

y Sagrada Congregación para los Obispos, norma Mutua rela-tionis, 14.V.1978: AAS 70 (1978) 473-506

Mt.: Evangelio según San MateoN o .n.: Númeronn.: Númeroso.c.: Obra citadaOICA: Ordo para la iniciación cristiana de adultosp.: PáginaPA: Cons.Dogm. Pastor Aeternus, Vaticano I, 18.VII.1870PB: Juan Pablo II, Cons. Ap. Pastor Bonus, 28.VI. 1988: AAS 80

(1988) 841-912PCUCF: Pontificio Consejo para la unidad de los cristianosPDV: Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Pastores dabo vobis,

25.III.1992: AAS 84 (1992) 657-804

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SIGLAS Y ABREVIATURAS MÁS UTILIZADAS

PO: Decr. Presbyterorum Ordinis, 7.XII.1965: AAS 58 (1966) 991-1024

Prot.: Protocoloq.: QuestiónRH: Juan Pablo II, Enc. Redemptor hominis, 4.III.1979: AAS 71

(1979) 257-324RM: Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 7.XII.1990: AAS 83

(1991) 249-340SC: Const. Sacrosanctum Concilium, 4.XII.1963: AAS 56 (1964)

97-138SCCD: Sagrada Congregación para el Culto Divino.SCDS: Sagrada Congregación para la Disciplina de los SacramentosSCDF: Sagrada Congregación para la Doctrina de la FeSCh: Juan Pablo III, Cons. Ap. Sapientia christiana, 15.IV.1979: AAS

71 (1979) 469-499SCSCD: Sagrada Congregación para los Sacramentos y el Culto DivinoSCUF: Secretariado para la unidad de los cristianost.: TomoUR: Decr. Unitatis redintegratio, 21.XI.1964: AAS 57 (1965) 90-112 Vol.: Volumen

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PRESENTACIÓN

«Id, pues, y enseñad a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar

todo cuanto yo os he mandado»1. Pero, «la verdad no se impone de otra manera que por la fuerza de la misma verdad, que

penetra suave y a la vez fuertemente en las almas»2.

Estas citas de la Palabra de Dios y del magisterio universal de la Iglesia nos sirven para fundamentar los 87 cánones que integran el Libro III del Código, que vienen articulados por un eje fundamental: el anun-cio del mensaje divino de salvación que compete a todos los fieles y que se diversifica en actividades y funciones diversas encaminadas a ese mismo fin.

Se comprende fácilmente que dicha misión fundamental de la Iglesia sea difícil de normativizar, ya que se encuentra implicada en prácticamente to-dos los campos de la actividad eclesial. Los cinco títulos en los que se divi-de el Libro: Ministerio de la Palabra de Dios, actividad misional de la Iglesia, educación Católica, instrumentos de comunicación social y profesión de fe, junto con el magisterio eclesiástico del que trata en primer lugar, ni siquiera agotarían el munus docendi, que siempre superará unos campos concretos de actuación. Y, además, las distintas materias que componen dicho trata-do tienen entidad suficiente para poder ser desarrolladas autónomamente, como en gran parte ha hecho la legislación complementaria extracodicial que de ellas se ocupa.

Por ello, y desde un primer momento, queremos pedir disculpas por lo que bastantes usuarios de esta obra puedan percibir como falta de profun-dización en los distintos temas tratados. La misma función evangelizadora

1 Mt 28,19-20.2 DH 1.

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LA FUNCIÓN DE ENSEÑAR EN EL DERECHO Y EN LA VIDA DE LA IGLESIA

de la Iglesia, junto con el elenco de ámbitos en los que viene desarrollada en el Código, unidos por dicha función, pero con un nivel de autonomía muy grande unos respecto de otros, requeriría una obra de mucho mayor calado, incluso un tratado para cada uno de ellos sí se quisieran abordar todas sus implicaciones. No ha sido este nuestro objetivo, y seguramente nuestra capacidad y formación tampoco lo hubieran permitido. Echando en falta un tratado o un manual en castellano que ofreciera una visón global del Libro III, hemos pretendido sencillamente eso: una presenta-ción de dicha materia para que quienes deseen y necesiten estudiar más a fondo cada uno de sus desarrollos, tenga una pequeña base en la que apoyarse.

Sin embargo, hemos querido desde estas páginas no quedarnos simple-mente en un puro desarrollo del texto legal, sino también poner de relieve algunos temas abiertos que hemos percibido en el actual marco jurídico y alguna insatisfacción personal en cuanto a la orientación del mismo tratado. No pretendemos aportar soluciones, ni siquiera posibles sugerencias de iure condendo, pero el corto servicio que como canonistas podemos pres-tar a la regulación legal de cualquier tema en la Iglesia, creemos que pasa no tanto por exponer y desarrollar el amplio elenco de materias y orienta-ciones en las que estamos de acuerdo, sino más bien en indicar posibles líneas de avance y algunos desarrollos legislativos insatisfactorios, salvando por supuesto la legítima autoridad de la Iglesia y manteniéndonos siempre dentro del campo de lo opinable.

Y por último, en cuanto a los posibles destinatarios de la obra, al ser los protagonistas de la función de evangelizar o enseñar de la Iglesia to-dos los fieles, cosa que no ocurre con las de santificar y gobernar, sería su-mamente satisfactorio para nosotros que a algunos fieles les pudiéramos orientar sobre la función que la Iglesia les asigna en esta primordial tarea. Somos conscientes, sin embargo, que la mayor utilidad de esta presenta-ción la encontrarán los estudiantes de Derecho Canónico, y más específi-camente los que tengan como lengua materna el castellano, ya que, como hemos dicho, una razón de peso que nos ha llevado a ofrecer este trabajo es que no existe hasta ahora ni un tratado completo ni un manual sobre el munus docendi en nuestro idioma.

Quizás haya otros sectores de estudiosos a los que ya hemos hecho referencia a los que la obra les pueda servir de punto de partida: canonis-tas, teólogos dogmáticos o pastoralistas que quieran profundizar en temas concretos: el magisterio eclesial y sus muchas vertientes, predicación y ca-tequesis y la función de los distintos sectores del Pueblo de Dios en ellas, el derecho y la tarea misional de la Iglesia en contextos dónde ésta aún no haya sido implantada, el papel de la Iglesia en los centros docentes o la ac-tividad de control sobre instrumentos de comunicación. Un pequeño apoyo

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podrán tener todos estos teólogos y juristas sobre el derecho universal de la Iglesia que sustenta todas estas materias, para iniciar una profundización de mucho mayor calado en ellas.

El no tener en cuenta la dimensión jurídica en esta labor esencial de la Iglesia y de todo creyente, puede provocar distorsiones y desenfoques en el estudio teológico-vital de la tarea evangelizadora, de ahí que nos atrevamos a ofrecer este pequeño apoyo a quienes lo necesiten.

FRAY RUFINO CALLEJO, OP.

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CAPÍTULO 1

CONSIDERACIONES Y CÁNONES GENERALES

1. ALGUNAS CONSIDERACIONES INTRODUCTORIAS EN RELACIÓN CON LA CODI-FICACIÓN DEL MUNUS DOCENDI DE LA IGLESIA

1.1. Importancia y dificultad a la hora de normativizar la misión docente de la Iglesia

1.1.1. La evangelización como misión fundamental de la Iglesia

Toda religión presenta tres aspectos: un contenido doctrinal al que han de adherirse sus fieles, un culto que se celebra y una organización que agrupa a los creyentes. Esta estructura se refleja en el cristianismo en la triple función de Jesucristo: maestro, sacerdote y pastor, que la Iglesia está llamada a continuar a través de la actividad de sus fieles (c. 204).

A la primera de esas funciones, la magisterial o docente, el Código del 83 le otorga una posición importante, al dedicarle un libro independiente, el III. La mayor importancia, al menos sistemática, se pone de relieve sobre todo en relación con el Código anterior, donde la función docente estaba situada como una parte más entre las cosas de las que se ocupaba el Libro III, la parte IV: Del magisterio eclesiástico. También, en relación con el CIC 17, se cambian todas las expresiones utilizadas para rubricar la mayor parte de los títulos y capítulos. Ahora la normativa referente a la misión doctrinal de la Iglesia pasa a un primer plano, para constituir el primero de los libros, que una vez expuestas las normas generales, Libro I, y descrita la estructura del Pueblo de Dios en el Lib. II, se dedica a exponer las normas que pretenden

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LA FUNCIÓN DE ENSEÑAR EN EL DERECHO Y EN LA VIDA DE LA IGLESIA

regular dicha acción doctrinal, para pasar después a desarrollar en el Libro IV la amplia e importante función de santificar de la Iglesia.

Aunque en la Iglesia se distingan claramente estos tres ministerios o fun-ciones, munera, no se pueden separar ni regular por separado, pues todas, especialmente la de enseñar y la de santificar, están profundamente impli-cadas. Como bien advierte el magisterio de Juan Pablo II, «Analizando con atención los textos conciliares, está claro que conviene hablar más bien de una triple dimensión del servicio y de la misión de Cristo que de tres funciones distintas. De hecho, están íntimamente relacionadas entre sí, se despliegan recíprocamente, se condicionan también recíprocamente y recíprocamente se iluminan»1. En cuanto que la función de enseñar se enmarca y en oca-siones se identifica con la evangelización, las funciones jerárquica y, sobre todo, la de administrar la gracia de Dios, necesariamente se presuponen. Los medios de salvación se resumen en dos: Palabra de Dios y sacramentos, mediante los cuales Cristo permanece presente en su Iglesia y ésta realiza su misión evangelizadora2. La palabra es preparación para el sacramento y la celebración sacramental incluye la palabra. Por eso es un error oponer evan-gelización y sacramentalización, como lo es separar palabra y sacramento.

La función de enseñar, en cuanto medio necesario para la evangeliza-ción, adquiere una importancia decisiva dentro de la misión y del derecho de la Iglesia. El Libro III hace relación directa a la misión de la Iglesia de comunicar el Evangelio recibido por Cristo, tanto ad intra, en lo que se refiere a la formación de la conciencia de los fieles para que la fe recibida en el bautismo se desarrolle adecuadamente, como ad extra, en la relación de la Iglesia con el mundo. Es objeto de la evangelización «ofrecer a los hombres el mensaje y la gracia de Cristo», y también «impregnar y perfec-cionar todo el orden temporal con el espíritu evangélico»3.

Desde el munus docendi la Iglesia pretende tanto acercar a la fe a quie-nes aún no la tienen como mantener en ella a los que forman parte del Pueblo de Dios y, ante el mundo, mostrar la perfección de lo humano en Cristo. Por eso no se puede identificar la finalidad de la función de enseñar simplemente con la de dar la fe, pues seria empobrecerla; así se pone de re-lieve en el Código, cuando, por ejemplo, al hablar de catequesis se dice que es un medio para que la fe «llegue a ser viva, explícita y operativa» (c. 773).

El sentido sobrenatural y humano de la función de enseñar, viene reflejado ampliamente en varios preceptos de este Libro III, manifestando que no es la labor de la Iglesia algo meramente humano, sino una misión sobrenatural,

1 Carta Novo incipiente a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo de 1979, nº 3. 2 EN 48.3 AA 5.

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CONSIDERACIONES Y CÁNONES GENERALES

pero que incluye la recta y directa preocupación por lo humano. Esto se mues-tra, por ejemplo, en el c. 768, en el que indicando el objeto de la predicación, se señala que «en primer lugar» se debe enseñar «lo que es necesario creer», y que así mismo se enseñe a los fieles la doctrina «sobre la dignidad de la perso-na humana, sobre la unidad, estabilidad y deberes de la familia, sobre las obli-gaciones que corresponden a los hombres unidos en sociedad, y sobre los modos de disponer de los asuntos temporales según el orden establecido por Dios».

Lo mismo se muestra también en el c. 787, en el que al tratar la actividad misional de la Iglesia se indica que forma parte de ella «la enseñanza de las verdades de la fe» y también el establecimiento del diálogo «con quienes no creen en Cristo» para que «se les abran los caminos por los que pueden ser llevados a conocer el mensaje evangélico».

Y de especial interés es el c. 795, en el que se indica que la verdadera edu-cación cristiana debe procurar «la formación integral de la persona humana, en orden a su fin último, y, simultáneamente, al bien común de la sociedad», hablando después del desarrollo de las «dotes físicas, morales e intelectuales» de la educación en libertad y de la preparación para la vida social.

Es, por tanto, dicha misión evangelizadora desde la perspectiva docente y doctrinal, ineludible para la Iglesia, un derecho y un deber que le com-pete y que necesita una ordenada regulación. Pero en la regulación de esta función esencial echamos de menos una mayor perspectiva dialógica en la tarea evangelizadora de la Iglesia, en línea con las orientaciones del Concilio Vaticano II. Ahondar en dicha perspectiva no creemos que perju-dicase, al contrario, más bien afianzaría el cuerpo doctrinal que la Iglesia ofrece al mundo. Solamente encontramos alusión al diálogo en el referido canon 787§1, dónde se pide que entablen los misioneros en las nuevas iglesias un diálogo sincero con quienes no creen en Cristo. Hubiéramos deseado ver más explicitada en la base doctrinal de este tratado la ecuación entre el deber que incumbe a la Iglesia de evangelizar al mundo y su deber de dialogar con él, pues en palabras de Pablo VI «La Iglesia debe ir hacia el diálogo con el mundo en que le toca vivir. La Iglesia se hace palabra; la Iglesia se hace mensaje; la Iglesia se hace coloquio»4.

1.1.2. La difícil sistematización normativa de la función docente de la Iglesia

Al enraizarse la función docente en la entraña misma de la misión de la Iglesia, sus límites y su configuración normativa no serán fáciles de delimitar

4 EcS 27.

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LA FUNCIÓN DE ENSEÑAR EN EL DERECHO Y EN LA VIDA DE LA IGLESIA

ni de precisar. Transmisión de la Palabra de Dios, tarea misional en todos los órdenes, enseñanza del cuerpo doctrinal de la Iglesia, son tareas tan identificadas con el munus docendi, tan sustanciales y tan generales en la Iglesia, que serán por ello difíciles de articular jurídicamente.

La misión evangelizadora de la Iglesia vertebra la función docente eclesial, y aunque se pretenda precisar el contenido de dicha tarea evan-gelizadora: el anuncio de Cristo a aquellos que no le conocen, así como la predicación, la catequesis, y la administración de los demás sacramentos, ninguna definición dará razón suficiente de todo lo que supone evangeli-zar, pues no es sólo acción humana sino sobrenatural, que pretende llevar la buena noticia a todos los estratos de la humanidad y con su influjo trasformar desde dentro y volver nueva a la humanidad misma5. Partiendo del magisterio de la Iglesia, el objeto de la evangelización se cifra en «ofrecer a los hombres el mensaje y la gracia de Cristo»; y también en «im-pregnar y perfeccionar todo el orden temporal con el espíritu evangélico»6. Se entiende, por tanto, que el munus docendi alcanzará su plena reali-zación no sólo cuando los hombres responden a esta enseñanza con su incorporación a la Iglesia, sino también cuando dicha función contribuye a que todos los hombres alcancen la perfección del orden humano, en una sociedad más justa y por ello más adecuada al orden natural7. Desde este planteamiento es lógico percibir la difícil tarea a la que se enfrentó el legislador.

La rúbrica general de este Libro III –De Ecclesiae munere docendi– pre-tende abarcar, como es usual en las sistematizaciones jurídicas, un con-junto de temas conexos entre sí, aunque en si mismos de naturaleza muy variada. Muchos de sus contenidos, como no podía ser de otra manera, corresponden en su explicitación más a los teólogos que a los canonistas, pues expresan ante todo principios eclesiológicos y no tanto organización jurídica.

El orden lógico de los temas que contiene el Libro III, tomaría como punto de partida aquellas acciones que implican, explícita y formalmente, un acto de transmisión de la palabra divina (magisterio, predicación y cate-quesis), para pasar después a regular la actividad encaminada a hacer pre-sente el anuncio evangélico en aquellos lugares dónde todavía no ha sido proclamado (la obra misional), para terminar haciendo referencia a tareas que aunque no impliquen, de por sí y necesariamente, una contribución a

5 Cf, EN 17 y 18.6 AA, 5.7 Cf, J. A. FUENTES ALONSO, Manual de Derecho Canónico, Pamplona 1991, 2ª ed., 428.

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CONSIDERACIONES Y CÁNONES GENERALES

la transmisión de la fe, pueden implicarla, esto es, la educación católica y el trabajo en los medios de comunicación8.

Pero, aun reconociendo la articulación que aporta la tarea docente a todo este tratado, creemos que se pone de manifiesto en esta parte del Código mucho más que en los demás libros, la autonomía de los temas que recogen estos 87 cánones. Aunque en todos ellos se quiera poner de relieve lo que la Iglesia puede y debe enseñar desde distintos ámbitos y contextos, la perspectiva y el acento que se percibe en cada uno de los te-mas, les dota, a nuestro entender, de una autonomía organizativa bastante evidente.

Partiendo de unas bases que llamamos constitucionales a la hora de fundamentar la misión evangelizadora de la Iglesia y que recogen los dos primeros cánones del Libro, se expone la función magisterial de la jerarquía de la Iglesia, donde se intentan delimitar los diversos tipos de magisterio y de vinculación que suponen para los fieles. Era esta la mate-ria que titulaba el tratado que nos ocupa en el anterior Código, lo que in-dica su importancia e independencia. La competencia sobre las iniciativas ecuménicas, se recoge en el canon siguiente, pasando luego a regular las competencias de los distintos miembros de la Iglesia en la predicación y en la catequesis. La actividad misional de la Iglesia, a continuación, hasta podría entenderse como un tratado autónomo, el derecho misional, que regularía la implantación de la Iglesia en los territorios y pueblos donde aún no lo está. La educación católica vertebra el siguiente título, y, tanto o más que los contenidos de la educación religiosa, se ocupa de organizar los centros educativos católicos, que por otra parte, presentan caracteres propios y muy distintos entre ellos: desde las escuelas o centros de educa-ción preuniversitaria, a las universidades católicas y eclesiásticas. El libro acaba, por así decirlo, como empezó: regulando una materia sino distinta, sí dotada de una notable autonomía respecto a las demás: medios de co-municación y especialmente los libros, sobre todo desde la perspectiva de las competencias y control de la autoridad eclesiástica sobre los con-tenidos religiosos impartidos desde estos instrumentos de comunicación social.

Además, varios de los temas tratados en estos cánones 747 a 833, necesi-tan de una regulación y complementación extracodicial, ya que en el CIC se establecen principios generales o no se explicita lo suficiente la regulación de todos los aspectos canónicos que dichas materias suponen. En concreto, el derecho misional y la estructuración de las nuevas Iglesias, necesitan de la

8 Cf, J. L. ILLANES, Comentario Exegético al Código de Derecho Canónico, Vol. III/1, 3ª ed.,

Pamplona 2002, 26.

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LA FUNCIÓN DE ENSEÑAR EN EL DERECHO Y EN LA VIDA DE LA IGLESIA

regulación de dos instrucciones de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, mientras que el desarrollo normativo de Universidades Católicas y Eclesiásticas viene explicitado en sendas Constituciones Apostólicas. Pero también las demás materias necesitan de precisiones de la suprema auto-ridad de la Iglesia, como son respuestas de dicasterios a problemas jurídi-cos planteados en relación con predicación y catequesis, o de documentos pastorales y magisteriales a la luz de los que interpretar las líneas jurídicas seguidas en relación, por ejemplo, con la catequesis: El Directorio general para la catequesis o la exhortación apostólica Catechesi tradendae.

En fin, en palabras de Pablo VI «Ninguna definición parcial y fragmen-taria refleja la realidad rica, compleja y dinámica que comporta la evange-lización, si no es con el riesgo de empobrecerla e incluso mutilarla. Resulta imposible comprenderla si no se trata de abarcar de golpe todos sus ele-mentos esenciales»9. Por eso la tarea evangelizadora de la Iglesia a través de la enseñanza doctrinal, se desarrolla desde ámbitos tan distintos y con perspectivas tan variadas, siendo normal que su regulación canónica resulte poco uniforme, y se presente con mucha autonomía en cuanto a los diver-sos campos en los que se desglosa y necesitada de normativa extracodicial que precise su alcance y desarrollo.

1.2. Un cambio teórico en la perspectiva eclesiológica respecto del CIC 17

Los cánones más importantes del Libro III proceden del proyecto de Ley Fundamental que se preparó paralelamente al mismo Código y que al final quedó sin promulgarse, aunque el punto de partida para esta libro son los 87 cánones (del 1322 al 1408), que integraban la Parte IV del Libro III del CIC 17, Del Magisterio Eclesiástico. Sin embargo, se someten estos preceptos a una reelaboración profunda a fin de señalar la doctrina conciliar, parti-cularmente las Constituciones Lumen Gentium y Dei Verbum y el Decreto Ad gentes, mostrando a la Iglesia como comunidad que recibe de Cristo la misión de enseñar, en el doble aspecto que esa misión implica: difundir el mensaje evangélico entre quienes todavía no lo han recibido o conocido, e impulsar a profundizar en la fe y vivir de ella a quienes ya la profesan.

La exposición sobre la misión doctrinal de la Iglesia contenida en los cá-nones 747 a 833 del actual Libro III, responde a dos principios fundamentales:

9 EN 17.

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CONSIDERACIONES Y CÁNONES GENERALES

a) La consideración de la Iglesia como comunidad enviada al mundo, que no puede ser comprendida sin referencia a la misión;

b) La consideración de la Iglesia como una comunidad integrada por una diversidad de personas que participan todas ellas, aunque de forma diversa, en la misión común. De este modo se pretende dar paso a un planteamiento de mayor carácter comunional, en sintonía con la eclesiología del Vaticano II.

La Iglesia ha recibido de Jesucristo la misión de anunciar la buena nueva a todos los pueblos10 y tiene el deber de aportar al mundo toda la doctrina evangélica, con toda su riqueza humana y sobrenatural. El CIC 17 distinguía y diferenciaba claramente una Iglesia docente, a la que correspondía ense-ñar, y otra discente, a la que correspondía ser enseñada. De ahí que titulase esta parte como «del magisterio eclesiástico», centrando la atención codicial en quienes en la Iglesia ostentaban la autoridad en el terreno doctrinal. El CIC 83, acentúa, más allá de la función magisterial, la de enseñar de la Iglesia, que trasciende el magisterio, aunque lo connota y presupone. Se en-tiende, por tanto, que es la Iglesia entera la depositaria del mensaje de Cristo y responsable de su efectiva difusión. La misma Iglesia existe para evangeli-zar11 y es, a la vez e inseparablemente, discente y docente, ya que, a la vez, escucha y trasmite en Evangelio, aunque ambos aspectos sean realizados por los distintos grupos eclesiales en formas y con características diversas.

Si todo bautizado es Iglesia, a todo bautizado afecta la función docente de la Iglesia: como destinatario y como portador y trasmisor de esa Palabra que ha de enseñar. El sujeto de la evangelización es toda la Iglesia, porque toda ella, en cuanto tal, es continuadora de la misión de Cristo; es a ella a quien le asiste el Espíritu Santo. Lo cual no equivale a que todos en la Iglesia tengan una función igual. Su función es diferenciada. Uno es el cuer-po jerárquico que enseña como testigo cualificado de la fe apostólica, con autoridad para determinar lo que corresponde a la fe; otro es el conjunto de los fieles que da testimonio de esa fe con la palabra y la vida. Teniendo esto en cuenta, el legislador va considerando unas veces la función del Pueblo de Dios en su totalidad, y otras las distintas funciones de los miembros que lo componen.

El depósito de la revelación se sitúa en la Iglesia estructurándola orgá-nicamente, originando una relación Pueblo de Dios-Jerarquía que no debe suponer una dualidad enfrentada, sino una distinción organizada jerárqui-camente. Al ordenar los distintos medios a través de los que se realiza el

10 Mt 28, 19-20.11 EN 5 y 14.

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LA FUNCIÓN DE ENSEÑAR EN EL DERECHO Y EN LA VIDA DE LA IGLESIA

munus docendi, el Código tiene en cuenta las diversas funciones y res-ponsabilidades que resultan de las distintas situaciones en las que se en-cuentran los fieles. Considera las diferentes responsabilidades del Romano Pontífice, del Colegio Episcopal, de los Obispos en relación con la Iglesia particular que les ha sido confiada, de los presbíteros y fieles.

Sin embargo, pensamos que el equilibrio deseado entre la participación de todos los católicos en la misión de enseñar que es propia de la Iglesia y la función específica que en orden a la custodia y explicación de la fe corresponde a la jerarquía, se inclina claramente hacia la función jerárquica y el ministerio ordenado, que en la práctica son quienes mantienen la res-ponsabilidad y el control de la enseñanza de la Iglesia.

El depósito de la fe o sensus fidei del Pueblo de Dios, procedente de la misma Palabra de Dios y de la asistencia del Espíritu Santo «se manifies-ta en la común adhesión de los fieles bajo la guía del sagrado magisterio» (c. 750§1). Es evidente, por tanto, que en cuanto a la asunción de conteni-dos doctrinales el papel de los fieles es asumir, en distintos grados según el tipo de doctrina, lo establecido por los pastores de la Iglesia, plasmación jurídica de bases eclesiológicas fundamentales12. Pero consideramos que también es restrictiva la función que el derecho de la Iglesia otorga a los fieles laicos en cuanto al ministerio de la Palabra divina, ya que sólo se les considera aptos para reflejar la revelación en situaciones provisionales o de emergencia. Las normas de la Iglesia al estructurar las actuaciones de los fieles en las diversas situaciones que les corresponden, relegan a un papel de mera suplencia la función de los laicos, como así viene reflejado, espe-cialmente en el c. 766. Dicho equilibrio entre ambas perspectivas se muestra aún más deficitario, a nuestro entender, en el título referente a los medios de comunicación social, dónde la declaración inicial de principios ocupa sólo un canon, el 822, resultando preponderante la normativa sobre la re-visión, control y aprobación de libros por parte de la autoridad eclesiástica.

Creemos, por tanto, que en todo el libro hay un especial interés en re-calcar el papel de la jerarquía en el control de las distintas actividades do-centes y restringir las competencias en este campo especialmente a los no ordenados, cuya misión fundamental es ayudar a los pastores en esta tarea. Pero no por ello es menos importante el cambio cualitativo de perspectiva eclesiológica, ya que el punto de partida que ofrece el munus docendi en su normativización actual: el carisma docente de toda la Iglesia, puede posi-bilitar que en futuras reformas o revisiones jurídicas y pastorales se otorgue un papel más decisivo en la tarea enseñante de la Iglesia a los fieles que

12 Cf, LG 25.

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CONSIDERACIONES Y CÁNONES GENERALES

no forman parte de la jerarquía de la Iglesia, sin por ello menoscabar la auténtica comunión jerárquica.

De todos modos, pensamos que la misión docente/discente de toda la Iglesia se empobrece sí se concibe la posición de los fieles ante la enseñan-za o control de dicha función por la jerarquía, como una postura de mera ejecución o meramente pasiva. Como acertadamente indica algún autor al respecto del magisterio eclesiástico, la obediencia del fiel admitirá diver-sos grados en correlación necesaria con la naturaleza del mandato que se intima (cc. 749-754)13. En este sentido, la función docente de la Iglesia es perfectamente compatible con la manifestación sensata y respetuosa de la opinión en la Iglesia, reflejo de derechos fundamentales del fiel. Es más, la tarea docente que compete a todos los miembros de la Iglesia, cada uno desde su posición, se verá enriquecida a través del desarrollo de esta manifestación humilde y fundamentada, que no tiene que suponer, mien-tras no se demuestre lo contrario, falta de respeto a la jerarquía, aunque se discrepe de la forma de llevar a cabo dicha tarea docente por parte de ella, ni ha de afectar a la integridad de la fe, sobre todo si aquello sobre lo que se opina está fuera de lo dogmático y entra dentro de lo opinable y de lo discutible14.

1.3. Propuesta sistemática para el estudio del libro III

El libro III estructura sus 87 cánones en 9 introductorios y los demás los incluye en 5 títulos. Planteamos un cierto cambio en esta disposición de cara a establecer un desarrollo más coherente a la hora de exponer los distintos temas que toca el tratado que nos ocupa, sobre todo para ir de los principios y normas más generales, a la regulación de temas más concretos.

Los dos cánones que abren el Libro, 747 y 748, los percibimos como cla-ramente introductorios y básicos para fundamentar la misión docente de la Iglesia y en este sentido, nos permitimos denominarlos «constitucionales». Sin embargo, los cánones 749 a 754 constituyen un cuerpo doctrinal autónomo,

13 J. Mª DÍAZ MORENO, en J. SAN JOSÉ PRISCO y M. CORTÉS DOMÍNGUEZ (coor.), Derecho Canónico.

I: El Derecho en la misión de la Iglesia, Madrid 2006, 167-8.14 A la vez que con derechos fundamentales del fiel, sobre todo los de los cc. 212 y 218,

esta forma de llevar a cabo la función docente de la Iglesia, enlaza directamente con derechos

fundamentales de la persona recogidos en textos Internacionales, sobre todo con el art. 19 de

la DDH, en el que se establece que «todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de

expresión».

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LA FUNCIÓN DE ENSEÑAR EN EL DERECHO Y EN LA VIDA DE LA IGLESIA

que se ocupa expresamente del magisterio eclesiástico, imprescindible a la hora de establecer la relación del Pueblo de Dios con lo que se debe creer y enseñar por parte de la Iglesia. Por eso pensamos, que no hubiera habido inconveniente en establecer un título específico para enmarcar estos cánones, que aunque suponen el inicio y la base de lo que se debe creer y los grados de vinculación que llevan consigo cada una de esas verdades, se articulan en un núcleo coherente en torno al cuerpo doctrinal objeto del sensus fidei. En relación directa con este núcleo de verdades está el último canon del Libro, el 833, acerca de la profesión de fe, que integra él sólo el Título V del Código. Dicho canon recoge una especial vinculación al magisterio eclesial por parte de determinados cargos eclesiales, debido a la especial responsabilidad que ejercen entre el Pueblo de Dios. En este sentido, es bastante lógico que dicha figura de la profesión de fe, en relación con el juramento de fidelidad que afecta también a ciertos cargos, la estudiemos unida a las obligaciones de ciertos fieles respecto al núcleo esencial de la doctrina cristiana.

El canon 855, el último de los que no se encuadran en ningún título, es independiente en cuanto al tema de los anteriores, pues trata de las compe-tencias en el establecimiento y enseñanza de actividades ecuménicas, por lo que creemos que le pertenece un tratamiento autónomo en relación con los cánones precedentes.

El ministerio de la Palabra es el tema que ocupa el primero de los títu-los de este libro III. El mismo concepto de Palabra de Dios no puede por menos de entenderse en un sentido muy amplio en cuanto base de toda la función evangelizadora de la Iglesia. Este tratado restringe en un sen-tido técnico el concepto de palabra de Dios a dos actividades eclesiales: Predicación y catequesis, que ocupan dentro del Título los dos capítulos en los que se desglosa. Pero previamente hay seis cánones introductorios (756-761) que se ocupan de establecer las diferentes responsabilidades o capacidades de distintos grupos del Pueblo de Dios a la hora de evangelizar (cc. 756-759), así como los bases y medios en los que se desglosa y a través de los que se enseña dicha palabra (cc. 760-761).

Al ser el ministerio de la Palabra la base para el desarrollo de toda la función docente de la Iglesia, creemos que estos cánones introductorios a la Palabra de Dios, no ya las actividades evangelizadoras más precisas de la predicación y la catequesis, perfectamente podrían aplicarse a toda la mate-ria que engloba el munus docendi. Por ello pensamos que para un estudio más claro de la materia, sería mejor partir de los principios básicos y de las normas más generales, para llegar a la regulación más específica de los te-mas específicos. En este sentido, después de desglosar los principios funda-mentales en cuanto a la labor evangelizadora de la Iglesia recogidos en los dos primeros cánones del libro, nos ocuparemos de las distintas responsabi-lidades de los diferentes sectores del Pueblo de Dios en la misión docente

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CONSIDERACIONES Y CÁNONES GENERALES

de la Iglesia, para pasar luego al magisterio y seguir con el orden sistemático expuesto en el libro: ecumenismo, predicación y catequesis, derecho misio-nal, educación católica y libros y medios de comunicación15.

2. LOS CÁNONES «CONSTITUCIONALES» (747 Y 748)

Es indudable que estos dos preceptos contienen principios sobre todo doctrinales tomados en su mayoría de textos conciliares que fundamentan el papel de la Iglesia ante el mundo y establecen los derechos eclesiales que fundamentan su misión docente. Por ello, al contrario de los que pien-san que no debieran formar parte de ningún tratado jurídico, creemos que es apropiado encabezar este Libro con estos principios constitucionales, básicos para el desarrollo del ministerio docente de la Iglesia.

La Iglesia tiene como misión enseñar la fe católica, misión que ha recibi-do de Cristo y que, con la asistencia del Espíritu Santo, custodia, profundiza y enseña fielmente (c. 747§1).

Objeto de todo el munus docendi de la Iglesia es el depósito de la fe. Tanto en el Código anterior como en el actual, la Iglesia es el sujeto a quien se ha confiado este depositum fidei, es decir, en palabras del Concilio, a «todo el pueblo Santo unido a sus pastores en la doctrina de los Apóstoles y en la comunión»16 . Es, por tanto, en expresión de Juan Pablo II, la Iglesia el sujeto social de la responsabilidad de la verdad divina17.

Es este canon 747§1 un precepto con rango claramente constitucional, tomado de la malograda Ley Fundamental de la Iglesia. En él se refleja la gran variedad de actuaciones que desempeña la Iglesia asistida por el Espíritu Santo en el ejercicio del munus docendi en su fidelidad al deposi-tum fidei recibido de Cristo.

Dicha predicación es un derecho y un deber propio de la Iglesia que cumple con independencia de cualquier potestad humana, sin que necesite autorización de nadie para hacerlo. No es la ley o la autoridad civil la que le otorga este derecho a la Iglesia, sino que es un derecho anterior y propio de la misma Iglesia. En este sentido es en el que habla el parágrafo de derecho

15 José A. Fuentes opina en este sentido que el lugar sistemático más adecuado para estos

primeros cánones sobre el ministerio de la palabra sería después de los dos primeros cánones

del Libro III y justo antes de las normas sobre magisterio, en Comentario Exegético al Código de

Derecho Canónico, Vol. III/1, 3ª ed, Pamplona 2002, 79.16 DV, 10.17 RH, 19.

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LA FUNCIÓN DE ENSEÑAR EN EL DERECHO Y EN LA VIDA DE LA IGLESIA

originario e independiente, muy en relación también con la denominación de exclusivo o nativo que utilizan algunos textos magisteriales18.

Las consecuencias de que Dios haya confiado el depósito de la fe a la Iglesia son variadas. La más importante es que la misma Iglesia se funda y estructura en la misma Palabra de Dios, a partir de la cual ella misma se conoce siempre mejor. En segundo lugar, la misión de custodiar y trasmitir la Palabra divina da origen a situaciones jurídicas (derechos y deberes) con-cretas para cada fiel, según su condición eclesial.

La misión que ejerce la Iglesia en este campo se describe así en el canon:

a) Custodiar santamente, o tutelar su pureza, evitando que sea oscure-cida o deformada, ya en el sentido formal (ediciones críticas depura-das), ya en el material (función de la Congregación para la Doctrina de la Fe).

b) Profundizar, en el sentido de conocer mejor la verdad revelada, pu-diendo así encontrar en ella respuestas para los nuevos interrogantes que plantea cada época.

c) Anunciar y exponer fielmente, de forma que llegue a todos y de ma-nera adaptada a cada grupo y circunstancias. En esta labor docente la Iglesia ofrece, no impone, siendo responsabilidad personal refutar o aceptar las orientaciones eclesiales.

En esta fundamental tarea, el peligro es priorizar la regulación sobre el anuncio, la vigilancia sobre la enseñanza. La finalidad primera y última de este ministerio magisterial es cuidar el mensaje de Jesús para que per-manezca presente e idéntico. Pero el peligro, como él de toda autoridad humana, proviene de ampliar los límites de su responsabilidad intentando orientarlo y normativizarlo todo. El depósito de la fe no se fideliza mejor de esta manera, al contrario, la pretensión de un autoritarismo docente cree-mos que no ayuda a trasparentar el Evangelio, sino que lo hace más opaco.

Acaba este apartado 1 del canon 747 recordando la posibilidad de utili-zar los medios de comunicación social, que podrán ser propios o no, para que tal comunicación se haga de un modo más libre y efectivo. Y todo ello con la asistencia del Espíritu Santo, lo cual no supone una nueva revelación, sino una relación vital con Dios y una garantía de ausencia de error, que alcanzará su plenitud en el magisterio infalible.

La doctrina católica se extiende a las verdades que el Señor ha queri-do revelarnos para nuestra salvación y a los principios filosóficos y reglas de comportamiento que se deducen necesariamente de esas verdades. Por eso la Iglesia puede juzgar sobre la moralidad de cualquier situación o

18 IM, 3.

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CONSIDERACIONES Y CÁNONES GENERALES

conducta, personal o social, declarándola conforme o contraria al Evangelio (c. 747§2). Su objeto se extiende más allá de las fronteras de la Iglesia abarcando todos los temas y en todo lugar donde se haga referencia a la salvación de las almas y a los derechos fundamentales del hombre, lo que permite al mismo tiempo desplegar las posibilidades de ayuda que debe dar la Iglesia a la sociedad humana19. Tal competencia se debe armonizar con la autonomía de las realidades temporales y de las sociedades humanas, y su dependencia de Dios creador20.

Este apartado 2 del canon 747 recuerda que el magisterio de la Iglesia no se limita a lo dogmático, sino que incluso alcanza lo moral y lo político. Sin duda, es la Constitución Gaudium et spes la que ha inspirado dichos principios. En su número 42 recuerda que «La Iglesia no tiene una misión específica de orden político, económico o social, sino religioso; apoyándose en esa misión religiosa se reserva la función de llevar luz y energía que pue-dan servir a la sociedad humana para constituirse y consolidarse según la ley divina».

De la Constitución conciliar aludida21 proviene la referencia a los de-rechos fundamentales de la persona humana y a la salvación de las almas como valores orientadores de esos juicios sobre la moralidad de los asun-tos humanos, entre los cuales se incluyen también los asuntos políticos. Es evidente la importancia que adquiere esta referencia a los derechos fundamentales y a la salvación de las almas a la hora de abrir nuevos hori-zontes y justificar nuevas metodologías en la enseñanza magisterial22. Para una mejor compresión del alcance que atribuye la Iglesia a los derechos fundamentales de la persona, debe tenerse en cuenta que el Vaticano II ha destacado que «el orden social y su progresivo desarrollo deben subordinarse en todo momento al bien de las personas»23. Cabe subrayar, por tanto, que la enseñanza de la Iglesia debe ir orientada a posibilitar que los derechos naturales y sobrenaturales que toda persona ostenta por naturaleza se vean defendidos y protegidos.

Todos los hombres tienen el deber ante el Señor de buscar la verdad, y una vez encontrada, ponerla por obra (c. 748§1). Es directa la relación que este principio tiene con el decreto conciliar Dignitatis Humanae 2: «Todos los hombres por ser personas dotadas de razón y voluntad libre y, por tan-to, con responsabilidad personal, por su misma naturaleza son impelidos y

19 GS, 42.20 Id, 36.21 Id, 76.22 Cf, CITRINI, TULLIO, «Il magistero: aspetti teologici e giudici (cann. 747-755)», en Associazione

Canonistica Italiana, La funzione di insegnare della Chiesa, Milano 1994, 16-7.23 GS, 26.

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LA FUNCIÓN DE ENSEÑAR EN EL DERECHO Y EN LA VIDA DE LA IGLESIA

moralmente obligados a buscar la verdad en primer término respecto a la religión». Una vez conocida la verdad sobre Dios y sobre su Iglesia, dice también la primera parte del c. 748, surge en el hombre por ley divina, un derecho y un deber de abrazarla y observarla. Pero como «la verdad no se impone sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra suave y fuertemente en las almas»24, toda persona tiene derecho a no ser obligado a abrazar la fe contra su conciencia y a nadie le es lícito coaccionar a otro con este propósito (c. 748§2). La Iglesia es una sociedad voluntaria de comunión en la fe, en los sacramentos y en la disciplina interna. Nadie puede ser for-zado a entrar en la Iglesia. El deber moral de buscar y abrazar la verdad del párrafo 1, no autoriza a coacciones de tipo jurídico.

Frecuentemente se relaciona este principio con el Vaticano II y concreta-mente con la declaración conciliar que fundamenta el derecho a la libertad religiosa en «la dignidad humana de la persona humana, tal como se la co-noce por la Palabra revelada de Dios y por la misma razón natural»25, pero este mismo documento indica que estamos ante un principio defendido por la Iglesia antes del Vaticano II26 . Puede afirmarse que esta libertad ante toda coacción religiosa ha sido defendida desde las épocas más remotas del cristianismo, viniendo expresamente recogida en el canon 1351 del Código de 1917, que señalaba: «No se obligue a nadie a abrazar la fe católica con-tra su voluntad». La única novedad que ha podido aportar el Vaticano II al respecto es la de referir esta inmunidad de coacción en materia religiosa a las autoridades civiles, y de esa forma deslegitimar todo intervencionismo en este sentido.

Todos los hombres están inmunes de coacción, tanto por parte de personas particulares como de grupos sociales y de cualquier potestad humana. Sea del modo que sea: amenazas, violencia, engaños, etc., nadie puede ser obligado contra su propia voluntad a profesar la fe católica, que por propia definición debe ser respuesta voluntaria a la llamada de Dios27. Por tanto, es ilegítimo obligar a alguien a brazar la fe en contra de su conciencia por el principio de la dignidad de la persona y por la naturaleza misma de la fe, que es un acto que no se impone, sino en él que el hombre responde libremente a Dios. Se deberán, en consecuencia, rechazar las amenazas o la manipulación física o moral tanto para obligar a aceptar la fe como para evitar que alguien abandone la Iglesia cuando ya no desee estar en ella.

24 DH, 1.25 Id, 2.26 Cf, 9-15.27 Id, 10

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CONSIDERACIONES Y CÁNONES GENERALES

Sin embargo hay que advertir que el canon se refiere sólo a la libertad para abrazar la fe y adherirse a la Iglesia, no al orden de las relaciones jurídicas intraeclesiales ni a la existencia de ámbitos de libertad dentro de la Iglesia. Aunque, como hemos dicho, se deslegitima cualquier coacción a la hora de impedir el abandono de la Iglesia, en la actual disciplina eclesial no se puede hablar de libertad religiosa ad intra en un sentido pleno, ya que se mantiene la obligación jurídica de continuar dentro de la Iglesia una vez que se ha ingresado libremente en ella, castigándose con la excomunión latae sententiae dicho abandono, según el canon 1364. §1, que recoge los delitos de herejía apostasía o cisma del canon 751 y les impone dicha pena.

Habitualmente la defección de la Iglesia se ha calificado de apostasía. En algunas ocasiones ya hemos puesto de manifiesto que no nos parece clara tal calificación en algunos casos y que dicha ruptura tendría una relación mucho más directa con el cisma28. La última intervención de la autoridad suprema de la Iglesia al respecto indica, así mismo, que dicho acto supone o bien herejía, o apostasía o cisma29.

Sea como fuere, parece evidente que una actuación que está penalizada no goza de libertad para ser llevada a cabo. Y no puede aludirse a que el quedar fuera de la comunión de la Iglesia es la opción que libremente han elegido los que se han separado de ella, lo cual es cierto, pero la aplicación del derecho sancionador de la Iglesia, aunque en la práctica imponga como pena la vía que ha elegido el sancionado, implica que dicho acto ya no encaja en el concepto de libertad religiosa.

Por eso creemos que no se puede hablar de libertad religiosa «ad intra Ecclesiae», pues en los elementos que constituyen la unidad eclesial no se puede obrar libremente, ya que la Iglesia tiene capacidad de reacción y de defensa de su identidad. Sin embargo, y sin pretender entrar en un debate que nos supera al sustanciarse en bases dogmáticas, si queremos aludir a lo problemático que supone penalizar un acto, en este caso la salida de la Iglesia, que se ha efectuado en la mayoría de los casos en el bautismo recibido sin uso de razón. También percibimos un alejamiento del sentir ecuménico al penalizar el paso de la Iglesia Católica a otra confesión, sobre

28 Cf, CALLEJO DE PAZ, RUFINO, «Una regulación confusa y sugerencias de «iure condendo».

Anotaciones sobre los cánones 1071§1.4, 1086, 1117 y 1124», en Estudios Eclesiásticos 83 (2008), 616-

9 y «El abandono notorio de la fe católica y el abandono de la Iglesia por acto formal en relación

con la herejía, apostasía y el cisma: la incoherente regulación matrimonial canónica de un tema

conflictivo. Sugerencias»., en RODRÍGUEZ CHACÓN, R. GUZMÁN PÉREZ, C (coor.), Instituciones básicas,

interaciones y zonas conflictivas de Derecho Canónico y Derecho Eclesiástico, Madrid 2009, 98 y ss. 29 Carta circular del Pontificio Consejo para los textos legislativos, de 13 de marzo de 2006, Prot.

N. 10279/2006.

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todo cristiana, con la excomunión, ya que dicha actuación parece un su-puesto claro de abandono de la Iglesia.

En este contexto matizado de libertad religiosa la Iglesia pretende cum-plir con la misión de predicar a Jesucristo y su Evangelio, teniendo siempre en cuenta que la función de enseñar irá siempre más allá de una mera co-municación de ideas, datos o tradiciones.

3. LAS DIFERENTES RESPONSABILIDADES EN LA FUNCIÓN DOCENTE DE LA IGLESIA. FUENTES Y MEDIOS EMPLEADOS (CC. 756-761)

Anunciar el Evangelio es misión de toda la Iglesia; «por consiguiente, a todos los cristianos se impone el noble deber de trabajar para que el divino anuncio de salvación sea conocido y aceptado por todos los hombres de cualquier lugar de la tierra»30.

La función evangelizadora afecta a todos los fieles que, utilizando todos los medios disponibles, van realizando esta misión de acuerdo con la gracia recibida, poniéndola al servicio de los demás. En el cumplimiento de este deber cada fiel actúa de modo y con la autoridad (pública o privada) que le corresponde por su situación en la Iglesia31. Los cánones introductorios al Título I del Libro III (756-761), se refieren a las responsabilidades diferencia-das que respecto al ministerio de la Palabra tienen el Romano Pontífice y el Colegio Episcopal, cada uno de los Obispos, los presbíteros, los religiosos y los laicos. Además hace mención de las fuentes de dónde debe proceder la enseñanza de la Palabra de Dios (c. 760) y a los variadísimos medios para anunciar la doctrina cristiana (c. 761).

Ya comentamos en su momento que nos parece más adecuado aplicar estos cánones a toda la misión docente de la Iglesia, no solamente al mi-nisterio de la Palabra divina. Sí todo el objeto del ministerio de la Palabra es el mismo que tiene a la función de enseñar, estos cánones introductorios se aplican directamente a la función de evangelizar, que no se circunscribe simplemente al ministerio de la Palabra, por muy amplio que se considere su radio de acción, sino que aparece más ligado al munus docenci en ge-neral. Por ello creemos que lo más lógico es comentarlos después de los dos que introducen el Libro III y justo antes de las normas que tratan sobre el magisterio.

30 AA 3d. 31 Cf, Id 1 y 2.

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CONSIDERACIONES Y CÁNONES GENERALES

3.1. Las diferentes responsabilidades eclesiales en la función do-cente de la Iglesia

Todos los bautizados en la Iglesia –Obispos, presbíteros, religiosos y lai-cos– tiene una fundamental responsabilidad en cuanto fieles en la decisiva misión docente de la Iglesia; sin embargo ejercitan respecto a ella funcio-nes diversas y asumen también responsabilidades diversas. El ministerio público en cuanto a la trasmisión del mensaje cristiano recae propiamente en los pastores, quienes tienen la responsabilidad de exponer íntegramente y con autoridad el mensaje de salvación al pueblo que se les ha confiado y a todos los demás dentro de su jurisdicción. Sin embargo, todos los demás miembros de la Iglesia, en especial desde la perspectiva conciliar que asig-na a toda la Iglesia la función docente, han de sentirse comprometidos en dicha tarea. Por eso la comunidad eclesial en su conjunto no puede adoptar una actitud meramente pasiva en la recepción del depósito de la fe, sino dinámica en la trasmisión fiel de dicho depósito a cada generación en la historia, aunque el deber de interpretación y enseñanza pública de dicho depósito corresponda al magisterio de los pastores.

Esta realidad sustancial de la misión eclesial la expresa Pablo VI de modo magistral cuando dice que «Toda la Iglesia está pues llamada a evan-gelizar y, sin embargo, en su seno tenemos que realizar diferentes tareas evangelizadoras. Esta diversidad de servicios en la unidad de esta misión constituye la riqueza y la belleza de la evangelización»32.

La función de anunciar el Evangelio viene encomendada, en primer lu-gar, al Romano Pontífice y al Colegio Episcopal para toda la Iglesia y a cada Obispo en su Iglesia particular33. Es esta una base sustancial de la eclesio-logía católica que el derecho de la Iglesia recibe también del magisterio universal de la Iglesia: «La potestad plena, suprema y universal que Cristo ha conferido a su Vicario para el gobierno pastoral de la Iglesia consiste especialmente en la actividad ejercida por el Papa de predicar y de hacer predicar la Buena noticia de la salvación (.......) Junto al Sucesor de Pedro, el Obispo, sucesor de los Apóstoles, ha recibido por la fuerza de la ordena-ción episcopal, la autoridad para enseñar en la Iglesia la verdad revelada. Son los maestros de la fe»34.

En el canon 756§1, el Papa y el Colegio episcopal son contemplados respecto a la Iglesia universal en cuanto portadores del ministerio evan-gelizador, que engloba cualquier forma de extender y enseñar la doctrina

32 EN 66.33 LG 23. 34 EN 67-68.

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cristiana, ya que ambos son los sujetos de potestad plena y suprema sobre toda la Iglesia35. Tradicionalmente se ha entendido que dicha misión del Romano Pontífice puede ejercerse a través de órganos de la Iglesia univer-sal, especialmente los que conforman la Curia Romana36.

El apartado 2 del c. 756 contempla un ámbito fundamental del oficio del Obispo: el poder pastoral que ejerce por estar al frente de su Iglesia particular le constituye en moderador de todas las actividades que exigen el ejercicio del ministerio docente en su propia diócesis, siempre en comu-nión con la autoridad suprema. Cada obispo delante del pueblo que le ha sido confiado tiene el deber fundamental de anunciar el Evangelio37, de-pendiendo sólo de la autoridad suprema y teniendo a su vez cada Obispo el derecho y deber de vigilancia sobre cualesquiera otras actuaciones evan-gelizadoras que tengan lugar en la Iglesia particular. Esta misma función entendemos que la ostentan también los equipados al Obispo diocesano38, en cuanto están al frente de una Iglesia particular: Prelado territorial, Abad territorial, Vicario apostólico, Prefecto apostólico y Administrador apostóli-co constituido de modo estable. Serían los moderadores de todo el minis-terio evangelizador en su respectiva Iglesia local.

Señala también el c. 756§2 que cada Obispo puede ejercer esa función pastoral en unión con otros obispos, dirigiendo en forma conjunta a varias Iglesias particulares, para así prestar un mejor servicio a la misión. Este mi-nisterio conjunto se puede llevar a cabo de diversos modos, como pueden ser concilios y sínodos particulares, aunque en las últimas décadas se ha encauzado principalmente a través de las Conferencias Episcopales como órganos permanentes de actuación magisterial. Pero habrá siempre que te-ner en cuenta que es diferente la actuación que al Obispo le corresponde por Derecho divino en su Iglesia particular que la que le corresponde en aquellas agrupaciones de Obispos determinadas y limitadas por el Derecho eclesiástico. Además, dichas actuaciones conjuntas en el ámbito evangeli-zador, fundamentadas en razones pastorales, no podrán mediatizar lo que el Obispo determine en su diócesis, únicamente indicar actuaciones o res-puestas uniformes en el terreno docente para un determinado territorio basadas en la utilidad común para las Iglesias particulares a las que se extiende; la aplicación en cada una de dichas Iglesias dependerá en último término de la voluntad del Obispo.

35 Cc. 331 y 336; LG 23-25; CD 2-3; AG 29.36 Cf, M. CONTE A CORONATA, Institutiones Iuris Canonici, 2, Turín 1931, 250; CDF, Instr. Donum

veritatis, sobre la vocación eclesial del teólogo, 24.V. 1990, n. 18, en AAS 82 (1990) 1558.37 Cf, LG 23, CD 3,12 y c. 386§1.38 Cf, cc. 381, 368.

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CONSIDERACIONES Y CÁNONES GENERALES

En el mismo sentido habrá que advertir que los incisos con los que co-mienza y acaba la parte final del canon: «a veces» y «según la norma del de-recho», aplicado a la actividad conjunta de los obispos en su misión docente, son indicativos del valor secundario de estas actuaciones y constituyen una limitación a tal actividad. La normativa reguladora de dichas actuaciones, que siempre deberá seguir los cauces establecidos por la autoridad suprema de la Iglesia, puede formar parte tanto del derecho general (por ejemplo, el M.P. Apostolos suos, de 21 de mayo de 1998, referido al magisterio de las Conferencias Episcopales) como del particular (Estatutos o reglamentos de un singular grupo de obispos).

Cooperan con el obispo diocesano en el anuncio del Evangelio los pres-bíteros, especialmente los párrocos y aquellos con cura de almas respec-to al pueblo que les ha sido confiado. También los diáconos participan de esta misión, en comunión con el Obispo y su presbiterio (c. 757). Tal cooperación tiene un campo de actuación muy basto que va más allá del mero ejercicio de la Palabra, abarcando, podemos decir, todo el ámbito evangelizador39. Una vinculación especialmente jurídica afecta en este sen-tido a los párrocos y a aquellos que han recibido un determinado encargo que comporta la cura de almas, en cuanto principales colaboradores del Obispo40. Esta función se especifica en aquellas normas que el Código esta-blece expresamente para estos oficios: cc. 515-552 para párrocos y vicarios parroquiales; 556-563, rectores de una Iglesia; 564-572, capellanes. El párro-co tiene la responsabilidad de todo el anuncio del Evangelio en su propia parroquia, y en la práctica es en torno a este oficio como se organiza la cura pastoral ordinaria (c. 528).

Hay que advertir que aunque los ordenados aparezcan en este precepto en esencial relación con los Obispos como sus cooperadores en la propaga-ción del mensaje cristiano, su participación en la triple función de enseñar, santificar y regir, proviene del sacramento del orden por ellos recibido. Mientras el Código anterior partía de una posición restrictiva –la necesidad de una misión específica o de un oficio para poder ejercitar el ministerio de la predicación y en general la función docente– ahora se cambia sus-tancialmente la perspectiva. En armonía con el c. 1008, que confiere a los ministros sagrados la función de enseñar, se debe comprender este c. 757 desde la base de que todos ellos, según su peculiar posición en la jerarquía, están llamados a anunciar el Evangelio de Dios. Por ser un derecho, no se puede comprender como una concesión de los Obispos, o como si fuera necesaria una misión específica, o el otorgamiento de una facultad, para

39 Cf, PO 4, EN 1, LG 28.40 Cf. CD 30, EN 1.

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que los ordenados puedan anunciar el Evangelio. La formulación canóni-ca supone que esa misión se tiene por la misma ordenación, aunque se ejerza dentro de la necesaria comunión y dependencia que cada ordenado tiene respecto de su ordinario y en relación con las normas de la Iglesia al respecto. En este sentido, esta misión general se concretará a través de las misiones específicas por las que los ordinarios encargan a los ministros sagrados el cuidado pastoral de un grupo de fieles o determinadas actua-ciones evangelizadoras.

Entendemos que las responsabilidades de los diáconos en el ministerio evangelizador se fundamentan en el orden sagrado y, aunque sus derechos y deberes no sean equiparables a los de los presbíteros por regulación ecle-siástica, sustancialmente tienen un mismo origen.

En cierto sentido puede decirse, por tanto, que todos los ministros sa-grados participan del magisterio de la Iglesia, aunque lo habitual y propio es asignar la potestad magisterial a quienes ejercen funciones episcopales, siguiendo así lo expresión conciliar41, sí bien es verdad que la función de enseñar de la Iglesia va íntimamente unida al sagrado orden en todos sus grados.

Los consagrados, por el hecho de serlo, rinden testimonio peculiar del Evangelio, lo que pone de relieve, al mismo tiempo, su carisma propio. Pueden ser llamados por el Obispo a cooperar en el anuncio del Evangelio (c. 758)42.

Este canon se inspira en la doctrina de la LG 44, según la cual la práctica de los consejos evangélicos aprovecha a toda la Iglesia y es una aplicación concreta del principio general establecido en el c. 573. Es también fuente fundamental de este precepto la referencia que al apostolado de los religio-sos hace el c. 673. Y una aplicación más concreta de dicho apostolado lo encontramos en el c. 783, dónde se pone de relieve la especial relación de la vida religiosa con la primera evangelización43.

Es importante resaltar la necesidad de conciliar la colaboración con-sagrados-obispos en la tarea de anunciar el Evangelio con el respeto a la libertad personal y carácter de los votos de los consagrados. Por eso el c. 758 no podrá interpretarse en detrimento de la exención o de la autono-mía respecto de la jurisdicción episcopal, expresadas en los cc. 591 y 586, ni tampoco de la obediencia que estos fieles deben a sus Superiores y a su Derecho propio. Seguramente el inciso del canon cuando habla «de forma

41 LG 25; Cf, C. J. ERRÁZURIZ, Il «munus docendi Ecclesiae»: diritti e doveri dei fedeli, Milano 1991,

210. 42 Bellísima la expresión de Pablo VI al presentar la acción evangelizadora del religioso, EN 69.43 AG 18.

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CONSIDERACIONES Y CÁNONES GENERALES

adecuada» respecto al llamamiento de los Obispos a los consagrados en relación con el apostolado, tenga que ver con este aspecto. Es evidente que la colaboración con el anuncio explícito del mensaje cristiano no sería ade-cuada sí no fuera compatible con los compromisos de la vida consagrada, sean los de la vida común, sean las exigencias del propio carisma. Ha de lograrse en este ámbito evangelizador un justo equilibrio entre la disponi-bilidad que debe mostrar el consagrado a la petición de ayuda del Obispo particular y el respeto del Obispo hacia la autonomía y el carisma propio del religioso.

Los cc. 678-680 y el Directorio Mutua relationis manifiestan criterios y cauces jurídicos más concretos respecto de la cooperación de los miembros de los Institutos de Vida Consagrada con los Obispos respectivos en la di-fusión del mensaje cristiano. A la hora de fijar una relación que vaya más allá de lo que el Obispo puede mandar a todo fiel, siempre será necesario fijar acuerdos, en los que se precisarán las oportunas licencias y mandatos, entre el Obispo y el moderador del instituto.

El anuncio evangelizador en estos casos quedará enriquecido con la peculiaridad carismática de cada instituto, don del espíritu para la Iglesia44. También entendemos que las Sociedades de Vida Apostólica, se verían in-cluidas en este precepto, al encontrarse carismática y jurídicamente muy próximas a los Institutos de Vida Consagrada e incluso por ser consustan-cial a su carisma apostólico la participación en la función evangelizadora y docente de la Iglesia.

El último de los cánones que trata de las respectivas responsabilidades en la tarea evangelizadora de los diferentes miembros de la Iglesia es el 759, referido a los laicos. Recordamos que los cuatro cánones que encabezan este título sobre el ministerio de la Palabra, hablan expresamente de anun-cio del Evangelio, por lo que los hemos creído perfectamente aplicables a toda la función docente de la Iglesia.

Varios de los más importantes documentos del magisterio universal de la Iglesia han destacado el papel del laico en la tarea evangelizadora de la Iglesia45. El c. 759 reduce a norma jurídica gran parte de esta doctrina.

Advierte algún autor que la formulación codicial de esta función re-ferida tanto a los laicos como a los consagrados les denomina testigos del Evangelio, mientras que en los dos cánones anteriores, 756 y 757, al referirse a los ministros sagrados la expresión utilizada es la de sujetos que anuncian el Evangelio, mostrando así la radical diferencia respecto

44 c. 574§1.45 LG 33-38;; AA 1-4; AG 41; CL.

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a la Palabra de los ordenados en relación con quienes no lo están46. Sin embargo queremos matizar desde la misma formulación del c. 759, que la base del derecho/deber de los laicos respecto al anuncio del Evangelio (más allá del ministerio de la Palabra divina) son los sacramentos de ini-ciación que recibieron: bautismo y confirmación. Y desde este radical fundamento, los laicos difunden la Buena Nueva de Jesucristo con la pa-labra y el ejemplo, guiados por la enseñanza de sus pastores. Mediante el sacramento del bautismo, la persona humana se incorpora a la Iglesia (c. 849) y deviene sujeto de derechos y deberes dentro de ella. Y mediante la confirmación (c. 879) tal vinculación fundamental recibida a través del bautismo, se hace más perfecta. Desde esta base sustancial, dichos fieles pueden ser llamados a cooperar con el Obispo y con los presbíteros en el ejercicio del ministerio de la Palabra, pero ejerciendo un derecho que les corresponde en virtud de su condición de bautizados en al Iglesia.

Es cierto que deberá diferenciarse el testimonio de los laicos con su vida y su palabra en virtud de su condición de cristianos de su posible participación en actividades públicas relacionadas con el ministerio de la palabra en coope-ración con el Obispo y los presbíteros, y así parece advertirlo el canon. Pero tampoco puede olvidarse la misión confiada a los fieles en el c. 211: «trabajar para que el mensaje divino de salvación alcance más y más a los hombres de todo tiempo y del orbe entero». De ellos depende sobre todo que el mensaje evangélico llegue a todos los ambientes, aún a los más alejados. Para poder rendir su específico testimonio en las diversas situaciones de la vida ordinaria, «Los laicos se esfuercen solícitos por conocer más en profundidad la verdad revelada y pidan a Dios con constancia el don de la sabiduría»47. Habrá en este sentido que tener en también en cuenta el c. 229, que proclama esto mismo, advirtiendo también del deber y el derecho que los laicos tienen de prepararse adecuadamente para el ejercicio de esta potestad, que hemos de ver más concretada en el c. 766.

Los laicos pueden ejercer su misión apostólica aceptando la llamada de la jerarquía a cooperar con ella en un ámbito concreto de la evangelización y del ministerio de la Palabra. La cooperación del fiel con las actuaciones de la Iglesia institucional se ha venido determinando fundamentalmente a través de la missio canónica, a través de la cual se recibe un ministerio jerárquico o una específica llamada a la cooperación, aunque realmente en ninguno de los cánones definitivos del Código actual se habla de dicha misión. Seguramente dicha omisión tenga que ver con el principio de que las tareas jerárquicas de la Iglesia no habrán de impedir, sino facilitar, las

46 Cf, JOSÉ A. FUENTES, Comentario Exegético…, 87. 47 LG 35.

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CONSIDERACIONES Y CÁNONES GENERALES

distintas actuaciones personales de los fieles, que en sí mismas son necesa-rias para la Iglesia48. Y, sobre todo, habrá de tenerse siempre en cuenta que esta capacidad de los fieles en orden al ministerio de la palabra depende del derecho al apostolado, que es un ius nativum que no proviene de la je-rarquía, ni de una misión por ellos otorgada, sino que se recibe en virtud de la misma condición personal de miembro del Pueblo de Dios adquirida por el bautismo. Por ello, en sentido propio, los laicos ostentan una importante función dentro del ministerio de la Palabra, aunque no se pueda hablar de una verdadera predicación.

Desde este principio eclesiológico y jurídico básico, guiados por la en-señanza de sus pastores, los fieles pueden y deben cumplir su parte en la tarea evangelizadora. Partiendo del testimonio del laico en la tarea evange-lizadora, pero también con su palabra, como recoge el c. 759, la regulación eclesiástica del ministerio de la Palabra siempre cabe que se desarrolle en el sentido de una mayor participación del laicado, que tiene como deber y derecho fundamental la difusión del mensaje divino (c. 211). Solamente cuando la jerarquía asume una especial responsabilidad en virtud de la dis-ciplina y el derecho eclesial, se hace necesario un específico acto jerárquico por el que queda el fiel sujeto, para esa actuación concreta, a la dirección de la autoridad de la Iglesia49. En cada situación particular se ha de esta-blecer que vínculo le une a la jerarquía, pero sabiendo que ese derecho es originario de su condición de bautizados. Por ello creemos que una mayor flexibilización de dicha participación, por ejemplo, en el papel del laico en la predicación oficial (c. 766) estaría más acorde con el fundamento divino del que sin duda procede al apostolado que el laico tiene y que este c. 759 refleja.

3.2. Fuentes y medios empleados en la enseñanza del mensaje cristiano

De la misma manera que hace el c. 252 al hablar de la preparación de los seminaristas, el Código insiste en el c. 760 en la necesidad de una predicación fundamentada en las fuentes de la revelación y sus intérpretes auténticos. El canon, al indicar las fuentes del ministerio de la Palabra se-ñala indirectamente esas fuentes como normas del contenido que ha de ser

48 Id, 30.49 Cf AA, 24.

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predicado50. Incluso más claramente que los cánones antecedentes, dichas fuentes deben considerarse como aplicables a toda la función de enseñar de la Iglesia, ya que evangelizar no puede entenderse nunca cómo un acto individual, sino profundamente eclesial, basado en las fuentes que nutren el misterio de la Iglesia.

Destaca el encargo de que el misterio de Cristo sea propuesto ínte-gra y fielmente a través de los mismos fundamentos que da el decreto Chistus Dominus 14 para la instrucción catequética: La Sagrada Escritura, la tradición, la liturgia, el magisterio y la vida de la Iglesia; o sea, lo que el Vaticano II ha dicho refiriéndose al contenido catequético se aplica al ministerio de la palabra. Juan Pablo II ha vuelto a recordar la necesaria integridad de este contenido cuando advierte que «A fin de que la oblación de su fe sea perfecta, el que se hace discípulo de Cristo, tiene derecho a reci-bir la palabra de la fe no mutilada, falsificada o disminuida, sino completa e íntegra, en todo su rigor y vigor»51, y en el mismo sentido del derecho del fiel a recibir la verdad cristiana plena dice en un documento posterior: «Todos debemos ser conscientes del derecho que todo bautizado tiene de ser instruido, educado, acompañado en la fe y en la vida cristiana»52.

La enumeración del canon no es taxativa, pretende más bien indicar el amplio espectro de fuentes y recursos de los que ha de valerse la enseñan-za de la doctrina cristiana, pero quiere también no obviar ninguno de los pilares del mensaje y de la vida de la Iglesia:

1) La Sagrada Escritura: «Mediante la revelación divina quiso Dios ma-nifestarse a sí mismo y los eternos decretos de su voluntad acerca de la salvación de los hombres»53.

2) La tradición «cuyos tesoros se comunican a la práctica y a la vida de la Iglesia creyente y orante»54.

3) La liturgia «por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados»55.

4) El magisterio de la Iglesia, garantía de comunión y verdad.5) La vida de la Iglesia, que sigue el camino trazado por Cristo para

comunicar a los hombres el fruto de la salivación56.

50 Un valioso comentario al respecto puede verse en J. RATZINGER, Palabra en la Iglesia,

Salamanca 1976, 24-35.51 CT, 30.52 CL, 61.53 DV 6.54 DV 8.55 SC 7.56 Cf, LG 8.

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CONSIDERACIONES Y CÁNONES GENERALES

Christus Dominus 14 advierte también que se «enseñe con el orden de-bido y método conveniente, no sólo con respeto a la materia que se explica, sino también a la índole, facultad, edad y condiciones de vida de los oyen-tes», lo que parece enlazar especialmente con el ministerio de la predicación y muy directamente con el c. 769. La determinación concreta de los con-tenidos y fuentes de la Palabra ha de tener en cuenta la condición socio-eclesial de la comunidad a la que se dirige, y ello, como bien indica algún autor57, porque el principio de adaptación es una exigencia de la fidelidad a la Palabra de Dios exigida en este c. 760.

Los medios que usa la Iglesia para anunciar la doctrina cristiana, que han cambiado a lo largo de la historia de la Iglesia, mucho más en los últimos tiempos, y que seguirán cambiando, son muy variados. Tiene es-pecial importancia la predicación y la catequesis, medios tradicionales que el derecho canónico reglamenta expresamente, pero también encontramos normas sobre las escuelas, centros superiores de estudio y los demás ins-trumentos de comunicación social que la Iglesia tiene derecho a poseer y utilizar (c. 761)58.

Este precepto está casi tomado literalmente del decreto Christus Dominus 13. El espíritu del canon es subrayar que han de utilizarse todos los medios disponibles en esta crucial tarea evangelizadora. El elenco que enumera viene a ser un preanuncio de los epígrafes de los títulos y capítulos que a continuación siguen. Es interesante advertir que en relación con el Código de 1917 ha desaparecido la exigencia canónica del c. 1328, que requería la missio canonica para ejercer el ministerio de la predicación.

Recoge también el 761 el hecho de que los Obispos, en lugar del tra-dicional magisterio solemne por cartas pastorales, utilizan cada vez más artículos en la prensa diaria o medios de comunicación social, siguiendo el año litúrgico o a raíz de los acontecimientos que se van produciendo. Ante la abundancia de instrumentos que se utilizan en la acción evangeli-zadora, la norma jurídica fundamental que deben tener en cuenta en estas actividades es que se manifieste claramente el título de su actuación, pri-vado o público, y que éste último lo utilice solamente quien debidamente represente a la Iglesia a través de los cauces establecidos.

57 Cf, C. SOLER, «Los contenidos del ministerio de la palabra», en J. Mª URTEAGA (ed.), La misión

docente de la Iglesia, Salamanca 1992, 92.58 De gran interés en la materia son la EN, 40-48, y CT, 46-50.

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CAPÍTULO 2

MAGISTERIO ECLESIÁSTICO E INICIATIVAS ECUMÉNICAS

1. EL MAGISTERIO ECLESIÁSTICO (CC. 749-754 Y 833)

La imperatividad que la Palabra de Dios tiene en sí misma actúa de por si en el ámbito de la conciencia. Pero el hombre está necesitado de quien le pueda ligar de manera visible a la verdad de la Palabra, y la misma Palabra así lo exige. De aquí surge el magisterio, el oficio de interpretar y exponer auténticamente, o sea, con autoridad y en nombre de Jesucristo, la Palabra de Dios, contenida en la Sagrada Escritura y en la Tradición. Este ministerio de la Palabra Jesús lo confió a los apóstoles, quienes lo trasmitieron a sus sucesores, es decir, al Romano Pontífice y a los Obispos en comunión con él1 . El magisterio está al servicio y es obediente a la fe de los apóstoles, y por eso no determina desde sí mismo lo que hay que creer, sino que es un intérprete autorizado del testimonio apostólico El mismo Concilio advierte que «el Magisterio no está por encima de la palabra de Dios, sino a su ser-vicio, para enseñar puramente lo trasmitido»2. En ese cuidado la función magisterial tiene dos misiones: a) obedecer fielmente al mensaje que debe guardar; y b) establecer ese mensaje con autoridad.

1 Cf, LG 24, DV 10; Catecismo de la Iglesia Católica 85 y 100, «Se llama magisterio eclesiástico

a la tarea de enseñar, que pertenece en propiedad, por institución de Cristo, al colegio episcopal

o a cada uno de los obispos en comunión jerárquica con el Sumo Pontífice», Comisión teológica

Internacional, Magisterio y teología (1975), tesis I.2 DV 10.

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LA FUNCIÓN DE ENSEÑAR EN EL DERECHO Y EN LA VIDA DE LA IGLESIA

No se puede entender el magisterio sin tener en cuenta el sensus fidei de la Iglesia en su conjunto, pues antes que expresar una determinada po-testad, el magisterio ha de estar al servicio de todos los fieles, e incluso de todos los hombres, a los que ha de acompañar y orientar actualizándose permanentemente en las diversas culturas y épocas3. Todos los bautizados son partícipes de la comprensión y transmisión de la verdad revelada. En el interior del Pueblo de Dios cada uno es animado por el Espíritu, según su vocación y posición en la Iglesia, para adherirse a la fe y aplicarla a la vida. Los creyentes se muestran así activos en la profesión y en la expresión de la fe.

Hay que advertir que el magisterio no supone la totalidad de la doctrina cristiana ni que todo el descubrimiento de la verdad se opera en la Iglesia a través de las declaraciones magisteriales. Ya vimos al comentar el c. 760 que junto al magisterio el misterio de Cristo como objeto del anuncio de la Palabra se basaba también en la Sagrada Escritura, la tradición, la liturgia y la vida de la Iglesia. La enseñanza de la Iglesia se nutre, sin duda, de estas bases fundamentales del mensaje cristiano y de otros elementos en relación directa con ellas: el instinto y la fe de los fieles, los nuevos conocimientos, la vida y el ejemplo de los santos, los signos de los tiempos…4.

Como hemos señalado basándonos en la eclesiología más fundamen-tada, el ejercicio del magisterio como sinónimo de enseñanza correspon-de a todos los miembros de la Iglesia según el don del Espíritu Santo5. Comentamos también en un determinado momento de este trabajo que en un cierto sentido todos los marcados por el sacramento del orden partici-pan de la función magisterial, e incluso desde una perspectiva más amplia fundamentada en la consagración bautismal, todo el Pueblo de Dios. Sin embargo, en un sentido preciso que es el que asume el derecho de la Iglesia, este munus magisterial, más especial y específico que el docendi,

3 El dinamismo histórico en la formación del magisterio, y en su mismo concepto, es

fundamental. Sin duda la doctrina del primado del Papa supone un punto de inflexión en dicho

proceso. Puede verse al respecto S. MADRIGAL, «La realidad eclesial del magisterio: autoridad y verdad

a prueba», en Sal Terrae 97 (2009), 787 y J. DE LA TORRE DÍAZ, «El magisterio moral de la Iglesia dentro

de una eclesiología de comunión», en Sal Terrae 98 (2010) 452-3.4 Por eso el Catecismo de la Iglesia Católica reconoce que «en la obra de la enseñanza y de

la aplicación de la moral cristiana, la Iglesia necesita la dedicación de los pastores, la ciencia

de los teólogos, la contribución de todos los cristianos y de los hombres de buena voluntad. La fe y la

práctica del Evangelio procuran a cada uno una experiencia de la vida en Cristo que ilumina y da

capacidad para estimar las realidades divinas y humanas según el espíritu de Dios (cf. 1 Co 2,10-15).

Así, el Espíritu Santo puede servirse de los más humildes para iluminar a los sabios y constituidos en

más alta dignidad» (n. 2038).5 Cf, Y. CONGAR, «Infalibilidad e indefectibilidad», en K, RAHNER (dir.) La infalibilidad en la Iglesia.

Respuesta a H. Küng, Madrid 1978, 175.

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del que podemos decir que supone su manifestación más cualificada, se reserva a los sucesores directos de los apóstoles: Papa y Obispos, como continuamente recuerda el magisterio universal de la Iglesia ya citado al respecto. Por lo tanto, el sujeto activo de estos cánones que se ocupan del magisterio eclesial no va a ser toda la Iglesia, sino la jerarquía, con su espe-cífica función de maestros auténticos.

Ejercen la función magisterial, al servicio de la palabra, aquellos que están autorizados por derecho divino o eclesiástico para enseñar públi-camente en nombre de la Iglesia. Esta función se ejerce con potestas por aquellos sujetos que están en posesión de un oficio que comporta función de gobierno. El Código menciona al Romano Pontífice (c. 750§1), al Colegio Episcopal (c. 750§2) y a los Obispos, tanto individual como colegialmente reunidos en Conferencias Episcopales o en Concilios particulares (c. 753) como sujetos de dicho poder magisterial. En estos sujetos tendrá el magis-terio el calificativo de auténtico cuando actúen como pastores de la Iglesia, y no estarán en esa situación cuando lo hagan de modo particular, o cuan-do como doctores privados aconsejan, cuestionan u opinan. La función y el poder del magisterio serán muy diversos dependiendo del oficio y del acto en el que se ejerce. Este magisterio se puede expresar con intensidad diversa. Esto determinará también el tipo de respuesta que se solicita de los fieles.

Desde el punto de vista jurídico, el punto central del munus docendi será el de las relaciones que el vínculo de la Palabra establece en el Pueblo de Dios, y en especial las relaciones fieles-jerarquía. Aunque el magisterio sea parte integrante y expresión de la Iglesia como un todo, es evidente, más que en otros ámbitos relacionados con la función de enseñar, que en esta relación magisterial el fiel se mantiene subordinado a quien ostenta la autoridad en la Iglesia. Por eso parece evidente que no se puede incluir en esta función magisterial, al menos desde un punto de vista meramente jurídico, a los laicos que ejercen alguna función pública de enseñar, por ejemplo, el ministerio de suplencia de la predicación (c. 766) pues, aún realizando una función pública, no aparece la relación de superioridad maestro-discípulo característica del magisterio.

Partiendo, pues, de que la fundamentación teológica del magisterio en la Iglesia supera con creces su mera estructuración jurídica, este comentario tendrá en cuenta principalmente la vertiente canónica, que, por otra parte, se nutre directamente de la doctrina conciliar, sobre todo del Vaticano II, acerca de la materia. Lo vamos a estructurar en torno a los tipos de magis-terio y a los distintos grados de vinculación que dicho magisterio exige a los fieles, y todo ello fundamentalmente desde los cánones 750 a 754, junto con el 833, que establece una relación especial con el magisterio por parte de determinados fieles o de determinadas funciones en la Iglesia.

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1.1. Tipos de magisterio

La tradición teológica y la historia de la Iglesia han dado pie a muy diversos tipos de magisterio. Los pastores ejercen la función magisterial en varias formas, con modalidades y valor vinculante distinto. No hay un elenco preciso y mucho menos cerrado de lo que podríamos llamar formas de magisterio. Antes de pasar a analizar los tipos de pronunciamientos ma-gisteriales que encontramos en el Código de Derecho Canónico, expone-mos las formas más habituales en las que la doctrina enmarca el magisterio eclesiástico.

Según el grado de autoridad que asumen los maestros en su enseñanza, el Magisterio puede ser:

— AUTÉNTICO, cuando se ejerce en virtud del oficio que se desempeña en la Iglesia, de la autoridad6, o

— PRIVADO, cuando quien expone una doctrina lo hace como doctor particular, en virtud de su personal preparación o autoridad en la ma-teria. Desde este punto de vista, dicha enseñanza no puede conside-rarse propiamente magisterio eclesiástico, pues la persona o colegio de quien procede no actúa en estos casos como pastor y ejerciendo la función docente que la Iglesia le asigna, sino como especialista en una determinada materia7. La falta de vinculación respecto a los fieles hace que esta categoría de pronunciamientos no se encuentre dentro de la relación jurídica-jerárquica magisterial. Por lo tanto, identifica-mos el magisterio eclesial solamente con el auténtico.

Según el modo de ser presentado el magisterio es:— EXTRAORDINARIO, cuando la doctrina que se debe creer se expone

con fórmulas, expresiones o documentos solemnes, por ejemplo, los documentos de un concilio ecuménico cuando pretende definir una verdad revelada en materia de fe y costumbres o los del Santo Padre cuando habla ex cathedra.

— ORDINARIO, cuando se enseña la doctrina católica con formas y me-dios ordinarios (encíclicas, discursos pastorales, etc.).

Según el alcance o la parte del Pueblo de Dios a la que va dirigida, el magisterio es

— UNIVERSAL, cuando el Sumo Pontífice o el Colegio Episcopal enseña a toda la Iglesia Por ser el más importante y frecuente exponemos

6 Cf, LG 25.7 El caso más claro son las obras que siendo ya Papa publicó como teólogo Benedicto XVI

sobre Jesús de Nazaret. Puede decirse que el autor de dichas obras es Josep Ratzinger, no Benedicto

XVI.

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un elenco de formas de magisterio papal, siguiendo al profesor Madrigal8: a) Encíclica, documento del magisterio ordinario de más alto rango que tiene como objetivo ilustrar algún punto de la doc-trina católica; b) Carta decretal, forma solemne de pronunciamiento papal usada habitualmente para las canonizaciones de los santos; c) Constitución apostólica: forma más solemne de los documentos legislativos del Papa; d) Carta apostólica, sin la solemnidad de la anterior, viene siendo utilizada para importantes pronunciamientos; e) Motu proprio, forma específica de carta apostólica que nace de la iniciativa papal; f) Exhortación apostólica, documento normalmente utilizado para difundir la enseñanza de los obispos; g) Bula apos-tólica, documento pontificio solemne utilizado habitualmente para actos importantes provenientes de la autoridad papal como creación de diócesis, erección de diócesis, etc; h) Breve: carta papal sellada y firmada con el nombre del Papa; i) Documentos de la Curia Romana, dimanados de los diferentes dicasterios en su función de asistencia al Papa y aprobados por éste.

— PARTICULAR, cuando los pastores dirigen sus enseñanzas sólo a una parte de los fieles (de una nación, diócesis, parroquia, etc.).

Una clasificación que vincula cualificación teológica y solemnidad en cuanto a su publicación y divulgación sería: magisterio ordinario, magisterio ordinario y universal y magisterio solemne y extraordinario. El mismo autor que establece esta sistematización, hace un elenco del magisterio universal de la Iglesia dividiéndoles en tres categorías:

1º Documentos papales: La solemne profesión de fe, las letras de-cretales, encíclicas, letras apostólicas, exhortaciones apostólicas post-sinodales, alocuciones durante un consistorio, constituciones apostólicas, motu proprio y otros tipos de pronunciamientos papales.

2º Documentos del concilio Vaticano II: Constituciones, decretos, de-claraciones y mensajes.

3º Documentos publicados por la Curia Romana: La profesión de fe, decretos, instrucciones, declaraciones, letras circulares, directorios, notificaciones y otros documentos curiales9.

Teniendo en cuenta el contenido, el magisterio podrá referirse a las ver-dades que se deben creer, costumbres que se deben seguir, juicios morales sobre cuestiones temporales, exhortaciones sobre la vida cristiana, etc.

8 o.c., 794-5.9 Dicha clasificación se puede ver desarrollada en D. HERCSIK, Elementi di teologia fondamentale,

Roma 2006, 183-208.

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Todas estas clasificaciones serán siempre relativas, no pudiéndose iden-tificar siempre la solemnidad de la declaración con su cualificación y grado de adhesión que implica. Hasta ahora no creemos que pueda establecerse una sistematización cerrada de los tipos de magisterio, más bien orientativa. Como advierte el último autor citado, para evitar conflictos y malentendidos lo fundamental será hacer un análisis del pronunciamiento determinando su fuente, y después establecer la naturaleza del documento en cuestión10.

Desde los cánones del actual Código, y partiendo del criterio de su cualificación teológica, advertimos cuatro clase de magisterio, tres de tipo universal, a saber: infalible (cc 749 y 750§1), definitivo (c. 750§2) y universal no definitivo (c. 752), y un tipo de magisterio particular en relación con la potestad de los Obispos individual o colegialmente (c. 753). Dicha clasifica-ción es la que vamos a seguir y a desarrollar a continuación.

1.1.1. Magisterio INFALIBLE (cc. 749 y 750§1)

La infalibilidad es una preservación del error por virtud de la asisten-cia divina. Es, por tanto, un carisma de contenido negativo –exclusión del error–, que corresponde a los sujetos que refiere el c. 749. El magisterio auténtico es infalible cuando por una especial asistencia del Espíritu Santo no puede errar al enseñar una verdad de fe o de moral. En estos casos se compromete la autoridad en grado sumo, al declarar una doctrina con in-tención de definirla como de fe. No se debe confundir ni con la revelación (acción sólo de Dios), ni con la inspiración (impulso de Dios para que el hagiógrafo exprese su verdad).

Ejerce el magisterio infalible, en primer lugar, el Papa cuando, como cabeza de la Iglesia, establece con un acto definitivo que una doctrina debe tenerse como infaliblemente cierta (c. 749§1). La infalibilidad en el magisterio le corresponde al Romano Pontífice por su propio oficio «por el primado, por ser sucesor de Pedro»11. Las condiciones que señala el canon para que sea infalible el magisterio del Romano Pontífice están tomadas de las Constituciones Pastor Aeternus 4 y Lumen Gentium 25. Para ejercer esta infalibilidad el Papa ha de ejercer su oficio de pastor y doctor supremo; no lo es así hablando a grupos particulares o como doctor privado. Además, el Papa, ha de querer definir o declarar dogmáticamente una doctrina deter-minada. Dicho magisterio papal infalible se manifiesta siempre en forma so-lemne y extraordinaria, como ya hemos visto. El Papa muy pocas veces ha

10 Cf, Id 208. 11 PA 4.

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utilizado los requisitos formales previstos para fijar una sentencia ex catedra tal como quedó determinado en el Vaticano I12, es decir, apenas ha utilizado su potestad de declarar una verdad como infalible. Las últimas ocasiones en que un Pontífice ha actuado emitiendo magisterio infalible han sido el 8 de diciembre de 1854, Pío IX, al definir el dogma de la Inmaculada Concepción, mediante la Bula Ineffabilis Deus y Pío XII al hacer lo propio con el dogma de la Asunción de la Virgen María a los cielos en cuerpo y alma, el 1 de Noviembre de 1950, a través de la Bula Munificentissimus Deus.

También el Colegio Episcopal ejerce el magisterio infalible, sea en for-ma solemne, reunido en Concilio ecuménico, sea en forma ordinaria, los Obispos dispersos por el mundo en comunión con el Papa y entre ellos, cuando declara y enseña que una doctrina debe considerarse definitiva-mente como verdadera (c. 749§2).

Esta infalibilidad de los Obispos puede ejercerse, por tanto, reunidos en Concilio ecuménico, aunque no se debe identificar el magisterio ejercido en forma solemne por un Concilio ecuménico con el magisterio infalible, o estando dispersos por todo el orbe, pero en comunión entre sí y con el Papa y enseñando la misma doctrina. Hay que tener en cuenta que el magisterio de los concilios, que por estar solemnemente formulado y pro-clamado es siempre extraordinario, sólo será infalible en aquellas materias que pretenda definir, y en aquellas que recoge lo definido por el magiste-rio anterior. El Vaticano II, sin utilizar fórmulas dogmáticas en sus expresio-nes, recoge con frecuencia el magisterio ordinario y universal, pero nunca infalible. El tenor y sentido de las expresiones utilizadas, así como el hecho de que los contenidos expresen lo que se haya creído siempre y en todo lugar, nos servirá para distinguir el tipo de magisterio que se ofrece.

El magisterio del Colegio de los Obispos dispersos por el mundo y en unión con el Romano Pontífice, cuando concuerdan que una opinión debe ser considerada como definitiva, será también infalible, aunque ordinario13. Esta doctrina está reflejada en la Constitución Lumen Gentium 25. En este caso no se trataría de un acto estrictamente colegial, ya que no procede de la deliberación, sino que el «conveniunt in una» se realiza por obra del Espíritu Santo. Sí se llegase a plantear algún tipo de definición procedente de esta instancia eclesial, habría que pensar necesariamente en un acto del Romano Pontífice aprobando este magisterio de los Obispos dispersos por el orbe, para que constara la existencia de la dicho magisterio. Aunque el derecho no haya establecido la necesidad de dicha aprobación, la inclu-sión en el c. 749§2 «enseñando de modo auténtico, junto con el Romano

12 Id.13 Cf, SCDF Mysterium Ecclesiae, 24 de junio de 1973, 3.

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Pontífice», supone que ha de establecerse una constancia externa inherente a todo acto magisterial que en este caso debe provenir necesariamente del Papa. Sí no fuera así, la presunción de no infalibilidad con la que acaba el canon y a la que luego aludiremos, haría pensar que dichas formulaciones no gozarían del carisma de la inerrancia.

En ambos casos se pide que la declaración tenga carácter definitivo, ya que tanto el Papa como el Concilio pueden enseñar sin querer poner en juego esa infalibilidad, y de hecho así ha ocurrido muchas veces (por ejem-plo, en el Vaticano II) y ocurre constantemente en el magisterio ordinario del Papa. Se ha de tener intención de definir dogmáticamente una doctrina, lo cual no ocurre, por ejemplo, en el magisterio simplemente exhortativo o dirigido a suscitar la reflexión personal.

La infalibilidad tiene un campo determinado: «en materia de fe y cos-tumbres» (c. 749§1 y §2). En relación con «las costumbres» como objeto del magisterio infalible, debe tenerse en cuenta que su ámbito propio no se agota en los contenidos de la teología moral, sino que hace referencia también a otros campos de la teología cristiana desarrollados en el amplio campo de la praxis cristiana. La inclusión de las costumbres en este ámbito pone de relieve que se extiende también a principios de orden moral di-manantes de la misma naturaleza humana.

Otro problema en cuanto al objeto de la infalibilidad es si se limita a lo que los teólogos llaman objeto primario o alcanza también a cosas que, aunque en sí no hayan sido reveladas, se juzgan necesarias para custodiar, explicar y definir el depósito de la fe. Entre los textos preparados para ser sancionados por el Vaticano I que la suspensión del Concilio abortó, esta-ba el c. 9 del Schema presentado el 12-1-1870, y que condenaba a quien afirmara que «la infalibilidad de la Iglesia está limitada sólo a lo contenido en la divina revelación y no se extiende también a las otras verdades que necesariamente se requieren para que sea custodiado íntegro el depósito de la revelación»14. Parece que ni el Vaticano II ni el Código señalan expresa-mente que el objeto de la infalibilidad se extienda más allá de las verdades reveladas, aunque algunos teólogos consideran que sí15. Creemos que no es una cuestión definitivamente solucionada, aunque el objeto de fe teologal recogido en el actual Código se extiende únicamente al depósito de la fe encomendado a la Iglesia, como ahora veremos en el c. 750§1. Al comentar

14 Coll Lac., VII, 577., en E. TEJERO, Comentario exegético…, o.c. 56.15 Cf, F. OCÁRIZ, «La competenza del Magisterio Della Chiesa “in moribus”», en «Humanae Vitae

20 anni dopo» Atti del II Congreso Internazionales de Teologia Morale (Roma 9-12 noviembre 1985)

Milano 1989, p. 130, y A. HONTAÑÓN, La doctrina acerca de la infalibilidad a partir de la declaración

Mysterium Ecclesiae, Pamplona 1998, 152-3.

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el contenido y cualificación teológica del c. 750§2 volveremos a tratar so-bre este objeto secundario de la infalibilidad y su ubicación dentro de los diversos tipos de magisterio. Lo que resulta evidente es que la enseñanza declarada infalible es irreformable por sí misma.

Entendemos que las doctrinas que pertenecen al único depósito de la fe encomendado a la Iglesia de las que habla el c. 750§1 son las que for-man este magisterio infalible de la Iglesia. La fuente fundamental de este precepto es la Constitución dogmática Dei Filius del Concilio Vaticano I. El objeto de la fe divina y católica que aquí aparece será el magisterio infalible. Según el canon una doble concurrencia ha de darse para que una verdad tenga el carisma de la inerrancia que garantiza la infalibilidad: a) Que las verdades así recibidas estén contenidas en la Palabra de Dios escrita o en la tradición, o sea, en el depósito de la fe encomendado a la Iglesia; y b) Que el magisterio de la Iglesia las proponga a la fe de los fieles como reveladas, es decir, como contenidas en la escritura o en la tradición, y esto se haga de forma solemne, por el Papa o Concilio Ecuménico, o por el magisterio ordinario y universal. La concurrencia de esos dos elementos hace que las verdades de este orden tengan el grado máximo de certeza, la propia de las verdades dogmáticas, las cuales proporcionan un conocimiento objetivo, aunque perfeccionable, de las verdades divinas.

Los actos magisteriales descritos en este párrafo 1 del c. 750 creemos, por tanto, que serían los referidos en el canon anterior cuando se habla de los sujetos del magisterio infalible, aunque no toda la doctrina es unánime al respecto, ya que el profesor Manzanares advierte que a los actos del c. 750 les falta la certeza garantizada por la definición, y por ello no podría decirse que esa doctrina sea necesariamente irreformable16.

Los términos en los que el magisterio define la fe divina y católica son los dogmas de fe. Estos, por no contener error, son infaliblemente verda-deros, pero cabe una posterior profundización en ellos, un conocimiento más completo o mejor expresado. Los dogmas implican necesariamente una resolución formal, una definición positiva, un decreto del órgano corres-pondiente del magisterio solemne de la Iglesia o de su magisterio ordinario y universal.

En la infalibilidad no puede haber grados; la Iglesia empeña en cada de-finición toda su autoridad y toda su verdad, porque estima que ha llegado un momento en que necesita la certeza en un punto de su confesión de fe.

16 Cf, Comentario al Código de Derecho Canónico, 4ª ed., Madrid 2005, 412. El mismo concepto

de infalibilidad ha estado siempre sujeto a interrogantes y aspectos teológicos no cerrados, como

puede ser una concepción excesivamente estática de la revelación que una determinada visión de

la infalibilidad supone, cf. D. HERCSIK, o.c., 210-2.

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Lo cual no significa que esa definición no pueda ulteriormente integrarse en un conjunto doctrinal que la enriquezca y muestre aspectos de ella que inicialmente estuvieran ocultos.

Ninguna doctrina debe considerarse infaliblemente definida si no consta manifiestamente que es así (c. 749§3). Se previene así contra toda precipita-ción en considerar como infalible una enseñanza determinada, quizás espe-cialmente a teólogos, canonistas y pastores que han de enseñar la doctrina de la Iglesia. La presunción es a favor de la no infalibilidad de las verdades, mientras no se demuestre claramente lo contrario. Toda duda, de hecho o de derecho, sobre la voluntad del Papa o del Concilio de proceder a una definición dogmática ha de resolverse negativamente. En el espíritu de esta presunción podrían englobarse no sólo determinadas definiciones dudosa-mente consideradas en su cualificación teológica, también, entendemos, las formas de magisterio cuya determinación no resulta clara.

El magisterio infalible no dejará de ser nunca excepcional; pretender que sea habitual desvirtuaría la importancia y la misma esencia de este tipo de doctrina. En este sentido, habrá que advertir contra la tentación del «infalibi-lismo». La infalibilidad es un carisma de la Iglesia radicado en su autoridad suprema, mientras que el infalibilismo es una desvirtuación y una extensión del carisma petrino más allá de los límites de la revelación; es una «actitud psico-sociológica , no siempre exenta de servilismo, típica en cierto modo de la mentalidad cortesana […] que ha sido efecto y causa de ese piramidismo eclesiástico en el que han proliferado exageraciones como la papolatría»17. No podemos en este ámbito, como advierte algún autor, sustituir el concep-to de autoridad por el de infalibilidad18, y mucho más teniendo en cuenta que en ámbitos tan importantes para la Iglesia como el moral no hay inter-venciones magisteriales infalibles, ni siquiera en encíclicas tan importantes como Casti connubii, Humanae vitae o Evangelium vitaem.

1.1.2. Magisterio propuesto como DEFINITIVO (c. 750§2)

La Congregación para la Doctrina de la Fe redactó el 9 de enero de 1989 una profesión de fe y un juramento de fidelidad para los que asumen oficios ejercidos en nombre de la Iglesia19. El apartado segundo de dicha profesión de fe, después de mencionar las verdades divinamente reveladas

17 Editorial de La Civilitá Cattolica del 2 de noviembre de 1985.18 J. DE LA TORRE, «Para una lectura amable del Magisterio», en Sal Terrae, 97 (2009) 798.19 Professio Fidei et Iusiurandum fidelitatis in suscipiendo officio nomine Ecclesiae exercendo,

9 de Enero de 1989, AAS 81 (1989) 105.

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y propuestas así por la Iglesia, y antes de referirse al magisterio universal no definitivo, señala: «Acepto y retengo firmemente, asimismo, todas y cada una de las cosas sobre la doctrina de la fe y las costumbres, propuestas por la Iglesia de modo definitivo». Ningún canon entonces aludía a dicho tipo de magisterio, por eso Juan Pablo II añade el parágrafo segundo al c. 750 mediante la carta Apostólica dada en forma de Motu proprio Ad Tuendam Fidem, de 18 de mayo de 199820. También modifica dicho documento el c. 1371 del Código de la Iglesia latina, en relación con las consecuencias penales que conlleva el rechazo de dichas verdades, así como los cánones 598 y 1436 del Código de cánones de las Iglesias orientales.

Para afianzar este cambio legislativo afirma Juan Pablo II en dicho docu-mento: «Este apartado de la profesión de fe es de suma importancia, puesto que indica las verdades necesariamente conexas con la divina revelación. En efecto, dichas verdades, que en la investigación de la doctrina católica expresan una particular inspiración del Espíritu divino en la más profunda comprensión por parte de la Iglesia de una verdad concerniente a la fe o las costumbres, están conectadas con la revelación, sea por razones históricas, sea por lógica concatenación».

En las aclaraciones que emite la Congregación para la Doctrina de la Fe, explicativas de la fórmula conclusiva de la Professio fidei21, se señala que hay tres grupos de verdades en relación con la moral: infalibles, definitivas y no infalibles Y se define en el número 11 a las segundas, las que for-marían parte del c. 750§2, como las propuestas por la Iglesia con carácter definitivo, pero no como formalmente reveladas. Estas verdades estarían unidas estrechamente a la revelación, ya sea por conexión histórica o por conexión lógica.

El documento pontificio que introduce este parágrafo explícitamente advierte que tiene como finalidad defender la fe contra errores teológicos, especialmente de quienes se dedican específicamente a las disciplinas de la Sagrada Teología. La doctrina incluye como objeto propio de este ámbito magisterial algunos principios de Derecho natural y de otras disciplinas hu-manas, y el juicio de la Iglesia sobre algunos hechos extraordinarios. Errores que negarían dichas verdades serían, por ejemplo, defender la ordenación sacerdotal de mujeres como dependiente de la mera voluntad positiva de la Iglesia22, o negar doctrinas morales defendidas por la Iglesia como la ilicitud

20 AAS 90 (1998) 457-461.21 29.VI.1998, AAS 90 (1998) 542-551.22 Cf, JUAN PABLO II, Ep. Ordinatio Sacerdotalis, 22 de mayo de 1994, y la correspondiente

explicación de la CDF, Utruum doctrina, 28 de octubre de 1995, 212.

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de la eutanasia como una grave violación de la ley de Dios, o la ilicitud de la prostitución y de la fornicación23.

Se trataría de verdades conexas con la revelación, bien por razones históricas, bien como consecuencia lógica de que en la investigación de la doctrina católica manifiestan una particular inspiración del Espíritu Santo (de fide tratenda). Se incluirían todas las doctrinas dogmáticas o morales necesarias para custodiar y exponer fielmente el depósito de la fe, aunque no hayan sido propuestas por el magisterio de la Iglesia como formalmente reveladas.

Un problema muy presente en torno a esta segunda categoría de magis-terio universal es su inclusión dentro de la categoría de magisterio infalible. Para algunos autores dichas verdades contenidas en el c. 750§2 supondrían una especificación de un tipo de actos magisteriales infalibles en razón del objeto que le es propio: la custodia y fiel exposición del depósito de la fe24. Otros entienden que el documento papal que introduce el c. 750§2, aunque no aporta contenidos nuevos respectos a textos anteriores, supone una am-pliación injustificada del campo de la infalibilidad a esos ámbitos que hasta entonces se encontraban fuera de ella25.

Lo que parece claro es que esta segunda categoría está bien fundamen-tada en la doctrina autoritativa de la Iglesia muy anterior al Ad tuendam fi-dem26 y que en el caso de que la infalibilidad tuviese como ámbito verdades que no están contenidas expresamente en el depósito de la revelación, pero que están directamente conexas con ellas, dicha doctrina, para gozar del carisma de la infalibilidad, necesita ser propuesta por la autoridad suprema de la Iglesia como tal. De todas formas nos resulta extraño considerar estas verdades definitivas conexas directamente con la revelación dentro de la categoría de infalibles ya que parece que dicha inclusión supondrían una cierta gradación de la infalibilidad, y en el concepto de infalibilidad, como ya advertimos, no puede haber grados, ya que la Iglesia empeña toda su au-toridad. La misma denominación muy empleada en relación con el c. 750§2 de infalibilidad secundaria no nos parece apropiada por este mismo moti-vo: sí una categoría de verdades es secundaria en cuanto a su cualificación teológica, consideramos que ya no podría ser tenida como infalible, y sí el

23 Cf, JUAN PABLO II, Enc. Evangelium vitae, 25 marzo de 1995, 65; AAS 87 [1995] 401-522;

Catecismo 2353-5. En D. Hercsik pueden verse más ejemplos incluidos en este tipo de verdades,

o.c., 224.24 E. TEJERO, Comentario exegético al Código de Derecho Canónico, 3ª ed., Vol. III/1, Pamplona

2002, 59.25 Cf, B. SESBOÜE. «A propos de Motu Proprio de Jean-Paul II Ad tuendam fidem», en Études 389/4

(1998) 357-367.26 Cf, D. HERSECIK, o.c., 213-4.

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concepto de infalibilidad admite esta gradación en primaria y secundaria se devaluaría, al menos en parte, la misma esencia del concepto.

Ya desde un punto de vista meramente jurídico advertimos varias di-sonancias sí se consideran las doctrinas del c. 750§2 como infalibles. En primer lugar, la presunción de las doctrinas englobadas en esta categoría magisterial serán dudosamente infalibles, por lo que les resultará aplicable la presunción del c. 749§3 y mientras expresamente no se propongan como tal no serán consideradas infalibles. Incluso, como ya hemos indicado en su momento, dicha presunción podría extenderse a categorías doctrinales, en especial a ésta a la que nos estamos refiriendo, cuyo carácter infalible esté puesto en duda. La ratio legis que sustenta este principio es la excep-cionalidad de las definiciones dogmáticas, precisamente para resaltar su importancia. La extensión de la infalibilidad a varias categorías de verdades creemos que al contrario de favorecer la autoridad del Papa y del Colegio episcopal, la devalúa.

Pero además, y siguiendo los textos legales, no tendría mucho sentido que tipos de verdades de igual rango teológico obliguen de manera muy diferente a los fieles. Así, los dogmas de fe o verdades ciertamente infalibles han de creerse con fe divina y católica según señala el c. 750§1, mientras que el segundo parágrafo, al hablar de estas verdades definitivas, indica simplemente que han de acogerse y creerse firmemente. De la exigencia de una fe teologal exigida para los dogmas de fe se pasa a una vinculación mu-cho menos firme en cuanto a su cualificación eclesial, lo cual no tiene mu-cho sentido si ambas verdades gozan del mismo carisma de la infalibilidad.

Y por último, desde este razonamiento puramente canónico, la conse-cuencia penal derivada de negar una verdad de fe es cualitativamente muy distinta al rechazo de esas verdades definitivas recogidas en el c. 750§2. En el primer caso, herejía, la pena es la máxima contemplada en el ordena-miento canónico, excomunión latae sententiae (c. 1364§1), mientras que el rechazo de esas otras verdades es penado simplemente con una pena justa (c. 1371-1º). Sí ambos tipos de verdades fueran consideradas infalibles, lo ló-gico es que la negación de ambas tuviera las mismas consecuencias penales.

Por último queremos advertir que el debate en cuanto a la cualificación teológica de las verdades contenidas en el c. 750§2, excede con mucho el objetivo de este trabajo, y pertenece más al ámbito dogmático que al ju-rídico. La conclusión que nosotros sacamos desde un análisis meramente canónico es que dicha doctrina difícilmente puede considerarse infalible, aunque no sea fácil disociar infalibilidad y definitividad ni tampoco inter-pretar que cualificación teológica otorgamos a estas verdades definitivas no infalibles. Al estudiar el diferente grado de adhesión establecido para cada tipo de verdad, veremos con mayor claridad que definitividad e infalibili-dad se diferencian cualitativamente en la escala de los pronunciamientos

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magisteriales que la Iglesia ofrece. Dentro de la dificultad que ofrece esta materia, simplemente queremos advertir lo que para nosotros resulta ob-vio: todo magisterio infalible es definitivo, pero no todo el definitivo goza del carisma de la infalibilidad, ya que el carisma de la inerrancia no puede identificarse con él de la definitividad.

1.1.3. Magisterio UNIVERSAL NO DEFINITIVO (c. 752)

El magisterio universal no definitivo o simplemente auténtico es la doc-trina sobre la fe y la moral que enseñan el Papa y el Colegio episcopal cuando no pretenden enunciarla como definitiva. Como las otras dos ca-tegorías anteriores, este tipo de magisterio tiene carácter universal, ya que es ofrecido como doctrina para toda la Iglesia por las mismas autoridades: las que tiene potestad suprema sobre todo el Pueblo de Dios, pero su cua-lificación teológica es menor, al no pretender definir dichas doctrinas por un acto definitivo. No por ello dichos actos dejan de venir marcados por la asistencia divina.

En relación a los actos magisteriales propios del Papa, puestos sin esa pretensión de definitividad, se emplea también la expresión magisterio non ex cathedra27 y la de magisterio pontificio no infalible. En esta misma línea de diferenciación de estos actos magisteriales, respecto de los contempla-dos en los cc. 749-750, se les puede también denominar actos de magisterio meramente auténticos. No existen órganos diferenciados, como ya hemos dicho, ni tampoco formas de actuación exclusivamente referibles a este magisterio universal para diferenciarlo del magisterio universal definitivo.

Para percibir mejor la importancia del magisterio que contempla el c. 752 conviene tener en cuenta que sólo muy raramente el Romano Pontífice ha definido ex cáthedra un dogma de fe cumpliendo las condiciones esta-blecidas por el Vaticano II y recogidas en el canon 749§1. Tampoco es muy abundante el magisterio que pueda considerarse como definitivo, ni en oca-siones están claras cuales son las proposiciones que integran esa categoría, por lo que es muy amplio el magisterio universal no definitivo proveniente del Papa Lo mismo puede decirse del magisterio del Colegio Episcopal como tal. Baste recordar que la mayoría de los documentos del Vaticano II han de situarse en esta calificación magisterial de la que se ocupa el c. 752.

Recordamos en este punto que no se puede identificar magisterio so-lemne con infalible o definitivo, ni ordinario con no infalible. Muchos docu-mentos de concilios ecuménicos, solemnes, no pretenden definir dogmática

27 LG 25.

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ni definitivamente una doctrina, mientras que puede ser infalible un acto de magisterio ordinario y universal, ejercido por los Obispos «dispersos por el mundo pero manteniendo el vínculo de la comunión entre sí y con el Sucesor de Pedro» (c. 749§2). Por otro lado, un acto magisterial sin pretensión defi-nitoria dogmática, puede contener doctrinas infalibles procedentes de actos definitorios anteriores, cuya virtualidad no decae porque actos magisteriales de rango inferior acojan esa doctrina antes definida como infalible.

1.1.4. Magisterio PARTICULAR (c. 753)

Es así mismo auténtico el magisterio de los Obispos en comunión con el Papa, sea de cada uno de ellos, sea de los Concilios particulares o de las Conferencias Episcopales. Sin duda, la fuente inmediata de este magiste-rio es también el último Concilio ecuménico cuando dice que «los Obispos son doctores auténticos, revestidos con la autoridad de Cristo, que predi-can al pueblo a ellos encomendado la fe que debe creerse y aplicarse a las costumbres»28.

Refiriéndose el c. 753 al magisterio auténtico, lo contempla en cuanto impartido por cada uno de los Obispos, por las Conferencias Episcopales o por los Concilios particulares, a diferencia de los actos magisteriales realiza-dos por el Papa o por el Colegio de los Obispos, únicos sujetos de magis-terio universal. Destaca en el canon, como en todos de idéntica o aparecida estructura, la necesidad de comunión de dichos obispos (tanto con la cabe-za como con los miembros) para poder ejercer de doctores y maestros de la fe. Dicha comunión supondrá una garantía de que tales actos magisteriales cumplen con «el deber que tienen todos los Obispos de promover y proteger la unidad de la fe y la disciplina común de toda la Iglesia»29. De estos actos magisteriales se dice que no son infalibles en su enseñanza, pero los sujetos de quienes dimanan son doctores y maestros auténticos de los fieles a ellos encomendados.

Se ha planteado la pregunta sobre sí el magisterio de los Obispos reu-nidos en Conferencias y Concilios particulares es magisterio simultaneo (cada uno para sus fieles) o magisterio colegial (todos como unidad para el conjunto de los fieles del territorio). El proceso de elaboración de este texto, procedente de la Ley Fundamental de la Iglesia, el sentir de la ma-yoría de los Obispos y sus frecuentes textos doctrinales, hablan en am-bos casos de magisterio colegial. También es esta la opinión común de la

28 LG 25.29 LG 23.

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mayoría de los autores30, aunque hay opiniones fundadas que distinguen claramente en este ámbito magisterial la función de los Concilios parti-culares, órganos autorizados claramente para emitir magisterio colegial, de la de las Conferencias Episcopales, no mencionadas en los documentos del Vaticano II ni expresamente en el Código al referirse al magisterio ni al precisar los actos colegiales ni al determinar los órganos competentes para establecer la norma que debe ser observada en la enseñanza de las verdades de fe31.

A la vista de estas dificultades, Juan Pablo II emitió el Motu proprio Apostolos suos, de 21 de Mayo de 199832, dónde se establecen las condicio-nes para que el magisterio de las Conferencias Episcopales pueda conside-rarse auténtico, lo cual, como indica el mismo documento, no puede llevar a equiparar dichos actos colegiales con los del Colegio Episcopal33. A los efectos que nos conciernen establece dicho documento:

Art. 1. Para que las declaraciones doctrinales de las Conferencias de los Obispos (…) constituyan magisterio auténtico y puedan ser publicadas en nombre de la Conferencia misma, es necesario que sean aprobadas por la unanimidad de los miembros obispos o que, aprobadas en la reu-nión plenaria al menos por dos tercios de los prelados que pertenecen a la Conferencia con voto deliberativo, obtengan la revisión de la Sede Apostólica, que no será necesaria cuando el documento se apruebe por unanimidad34.

Art. 2. Ningún organismo de la Conferencia Episcopal, excepto la reu-nión plenaria, tiene el poder de realizar actos magisteriales auténticos. La Conferencia no puede conceder tal poder a las comisiones u otros organis-mos constituidos dentro de ella.

Aún así, las Conferencias deben moverse dentro del campo de la sub-sidiariedad, no entrando en lo que el Obispo puede hacer perfectamente en su diócesis. La labor magisterial fundamental de dichas Conferencias Episcopales se centrará en sectores que por su naturaleza o por la resonan-cia que tienen en la opinión pública requieren respuestas uniformes para todo el territorio. El valor doctrinal que pueda corresponder a un documen-to determinado de la Conferencia no depende sólo del sujeto que lo pu-blica, sino también de otros factores entre los que se encuentran la misma materia tratada y la manifestación de voluntad de la propia Conferencia.

30 Cf, J. MANZANARES, o.c., 414.31 Cf, E. TEJERO, o.c., 68.32 AAS 90 [1998] 641-658.33 Cf, Ib n. 10.34 Cf, Ib n. 22.

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1.2. Obligaciones de los fieles en relación con la doctrina católica

Los fieles católicos deben guiarse en la fe y en la conducta por el ma-gisterio auténtico de la Iglesia. Esta adhesión del pueblo cristiano a las enseñanzas de sus pastores es también expresión de la infalibilidad de la Iglesia, pues «el conjunto de los fieles […] no puede equivocarse en lo que cree […] cuando desde los obispos hasta los últimos fieles laicos, manifiesta su universal asentimiento en materia de fe y costumbres»35.

Adherirse a las enseñanzas del magisterio comporta aceptar las doctri-nas que éste propone y rechazar las que él rechaza o condena. Todas las verdades de la doctrina católica exigen el asentimiento y obediencia de los fieles; pero esta adhesión varía según el tipo de autoridad, solemnidad, infalibilidad y definitividad con que el magisterio enseña una verdad y de su pertenencia o proximidad al depósito de la revelación, o sea, según la cualificación teológica de la doctrina en cuestión. En cada una de las distin-tas actuaciones del magisterio eclesiástico los fieles quedan vinculados de diversa manera y la respuesta que se les pide es de distinto tipo (cc. 750, 752-754 y 833 para la fórmula de profesión de fe).

Vamos a desarrollar de mayor a menor este diverso grado de adhesión que la Iglesia solicita respecto a la doctrina católica dependiendo del dis-tinto orden dónde se ubique cada una de dichas verdades, así como las consecuencias penales que la negación de cada una de ellas implica.

1.2.1. Adhesión de fe teologal (c. 750§1 y 751)

Todo fiel se debe adherir con asentimiento de fe teologal a todas las verdades contenidas en la Palabra de Dios (Escritura y tradición) que son propuestas como divinamente reveladas por el magisterio universal de la Iglesia, sea solemne, sea ordinario. La respuesta literal que este canon exige al Pueblo de Dios respecto al magisterio infalible es «creer con fe divina y católica», y tiene su fuente principal en la Constitución dogmática Dei Filius del Concilio Vaticano I. La fe es llamada divina en cuanto su objeto es reve-lado por Dios, y católica porque ese objeto revelado por Dios, es propuesto expresamente como tal por el magisterio de la Iglesia. Se solicita una res-puesta de fe como adhesión total de la persona a Dios que se revela, con sus dos elementos: el espiritual o sumisión del entendimiento y la sumisión de la voluntad que presta obediencia a Dios, consintiendo y cooperando.

35 LG 12.

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La afirmación final del c. 750§1: «todos están obligados a evitar cualquier doctrina contraria», resulta poco exigente, como indica algún autor, sí se tiene en cuenta que está refiriéndose al mayor grado de adhesión exigible por la Iglesia respecto a su magisterio36.

Los fieles deben evitar cualquier proposición contraria a la verdad reve-lada. El c. 751 contiene tres figuras delictivas relacionadas con el disenso respecto a las verdades de fe proclamadas por la Iglesia o a su adhesión a la misma.

Negar, contradecir o dudar obstinadamente de una de estas verdades de fe constituye herejía. Para que se caiga en esta figura delictiva ha de darse negación o duda pertinaz de una verdad de fe divina-católica, consciente y culpable, no bastan meras dudas o dificultades. El disenso respecto de otro tipo de pronunciamientos magisteriales que no alcanzan el rango de formulaciones dogmáticas no es herejía. Para incurrir en per-tinacia se han de haber recibido advertencias, moniciones o correcciones previas de las autoridades competentes.

El rechazo general de la fe cristiana es la apostasía, hecho explícitamen-te, mediante declaración categórica, o implícitamente, mediante acto exter-no y notorio que implica el abandono de la fe por una conducta contraria a ella.

El cisma es rechazar la sujeción debida al Papa o la comunión con los demás miembros de la Iglesia. Es la ruptura del vínculo jurídico y de cari-dad que une a los fieles entre sí y al Romano Pontífice. No sería suficiente para considerar una conducta como cismática en sentido jurídico la mera desobediencia de hecho ni el disentimiento teórico o práctico con alguno de los miembros37.

El hereje, lo mismo que el apóstata, pierden la fe al negar el objeto formal de la misma, o sea, la autoridad de Dios que revela las verdades. Mientras que el hereje sigue creyendo en algunas no por estar reveladas, sino porque le parecen aceptables, el apóstata las rechaza todas en absoluto. El uno y el otro niegan la autoridad de Dios que se revela, aunque mientras el apóstata

36 Cf, J. SAN JOSÉ PRISCO, Comentario al c. 750 del CIC, 5ª ed., Madrid 2008, 453.37 Habitualmente, tanto desde ámbitos civiles como eclesiales, se denomina el abandono de la

Iglesia por acto formal como apostasía. La intervención al respecto del Pontificio Consejo para los

textos legislativos de 13 de marzo de 2006 (Prot. N. 10279/2006) deja claro que el acto de defección

de la Iglesia constituye un acto de herejía, apostasía o cisma. Nosotros pensamos que la figura

del c. 751 más cercana a dicho acto es el cisma, cf, R. CALLEJO DE PAZ, «El abandono notorio de la

fe católica y el abandono de la Iglesia por acto formal en relación con la herejía, la apostasía y el

cisma: La incoherente regulación matrimonial canónica de un tema conflictivo. Sugerencias», en R. RODRÍGUEZ CHACÓN y C. GUZMÁN PÉREZ (coor.), Instituciones básicas, interacciones y zonas conflictivas

de Derecho canónico y Derecho eclesiástico, Madrid 2009, 95-105.

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no es católico, el hereje puede seguir siéndolo. En cuanto al cisma se esta-blece un doble camino: rechazo de la sujeción al Romano Pontífice, o de la comunión con los miembros de la Iglesia a él sometidos.

Estos pecados contra la fe y contra la comunión eclesial, si se manifies-tan exteriormente (por ejemplo, en medios de comunicación), constituyen delitos sancionados automáticamente con la excomunión, según el c. 1364. Dan origen a la denegación de exequias (c. 1184§1,1º), a la irregularidad para recibir las órdenes sagradas (c. 1041) y son causa de la remoción del oficio eclesiástico (c. 194§1,2º), y de la expulsión de los miembros de los institutos religiosos (c. 694§1,1º), de los seculares (c. 729) y de las socieda-des de vida apostólica (c. 746). En estos casos no está claro sí el abandono de la fe católica se refiere también a la herejía.

Sólo los bautizados en la Iglesia Católica pueden caer en herejía, aposta-sía o cisma. No incurren en tal censura los bautizados que estén de buena fe en la herejía o el cisma38, ni cuando viene a la plena comunión con la Iglesia Católica necesitan ser absueltos de excomunión, lo cual coincide con lo dicho por Santo Tomás: «Son propiamente cismáticos los que por su propia decisión e intuición se separan de la unidad de la Iglesia»39. Tampoco lo son quienes apostataron o abrazaron la herejía o el cisma antes de haber cumplido los 16 años (cf, c. 1323), aunque lo hayan hecho culpablemente.

La ruptura de la comunión con la fe católica que implican estos deli-tos, en principio no incapacita a los que incurren en ellos para realizar la sanctitas sacramentorum o la integritas sacramentorum, con tal de que esa ruptura respecto a la fe o a la comunión eclesial no implique la corrupción en la forma del sacramento.

A tenor del c. 18 se deben interpretar restrictivamente todas las partes del c. 751, lo que supondrá que en caso de duda acerca de si una conducta puede ser considerada como herejía, apostasía o cisma, la presunción será negativa.

1.2.2. Verdades que han de acogerse y creerse firmemente (c. 750§2)

Como ya hemos dicho, Juan Pablo II estableció que fuera introducido un segundo párrafo en el c. 750, que tipificara el deber de aceptar y retener firmemente las verdades que se consideran objeto secundario del magiste-rio infalible40. Se han de acoger plenamente y de modo irrevocable todas las

38 Cf, c. 11, UR 3 y Ad totam Ecclesiam 19.39 II-II, q. 39, a. 1.40 CDF, Ad tuendam fidem, 18-5-1998, n. 5, AAS 90 (1998) 459.

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verdades sobre fe y moral que el magisterio de la Iglesia enseña que deben ser creídas definitivamente.

Aunque no hayan sido propuestas como pertenecientes al depósito de la fe, estas verdades están de tal modo ligadas con él que son necesarias para su custodia y fiel trasmisión (c. 750§2).

Nótese la diferente terminología empleada para el grado de adhesión respecto de los actos recogidos en el primer párrafo del c. 750 en relación con los del segundo: creer con fe divina y católica y aceptar y retener firme-mente. Para este tipo de pronunciamientos definitivos pero no definidos, se exige un grado de adhesión por parte de los fieles propio y cualitativamen-te diferente respecto a las verdades definidas como divinamente reveladas: del obsequium fidei divinae et catholicae debido a estas últimas, al aceptar y retener que marcan el grado de asentimiento para la doctrina del c. 750§2. Del asentimiento de fe solicitado para las verdades pertenecientes al depó-sito de la fe, pasamos al definitivo, pero no de fe, para aquellas conexas con el depósito de la fe, pero no pertenecientes a él.

Quien rechaza alguna de estas verdades enseñadas por el magisterio de forma definitiva, se opone a la doctrina de la Iglesia y sí lo hace de forma pertinaz y externa, incurre en pena justa, c. 1371,1º. Adviértase también la diferencia entre las consecuencias penales derivadas de la negación de las verdades contenidas en las dos partes del c. 750: excomunión latae senten-tiae y pena justa.

1.2.3. Asentimiento religioso (CC. 752 y 753)

Se deben aceptar con religioso asentimiento del entendimiento (adhe-sión intelectual a la doctrina de los pastores) y de la voluntad (que nace de la obediencia de la fe)41, sin que llegue a ser de fe, las doctrinas que enseñan el Sumo Pontífice y el Colegio Episcopal con magisterio auténtico, aunque no las proponga como definitivas (c. 752)42.

Aunque no se exige un asenso de fe como el c. 750, sí se pide en estos casos un asentimiento religioso, tanto externo como interno, del enten-dimiento y de la voluntad, en cuanto que la enseñanza viene de testigos cualificados de la fe apostólica. Por eso se debe procurar evitar lo que no sea concorde con este magisterio auténtico y universal. Esta adhesión no puede obedecer sólo a la propia convicción, al propio juicio, ya que

41 LG 25§1.42 Es conocida la variedad de traducciones del término assensus, que van desde la traducción

española de asentimiento, pasando por obsequio, respeto, obediencia o sumisión.

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entonces no llegaría a establecerse un obsequio o asentimiento religioso del entendimiento y de la voluntad, y en este caso nuestra respuesta no diferiría nada en relación con cualquier otra enseñanza, y, a su vez, esa misma respuesta no se distinguiría de la que puede ofrecer un no católico a esas enseñanzas43.

En este ámbito de verdades una cuestión importante es la posibilidad de no asumir algunos fieles dichos postulados ni definitivos ni irreformables, e incluso se plantea la cuestión del disenso respecto a ellos. Algunos auto-res afirman que bastaría con el silencio obsequioso para no trasgredir este precepto, en consideración sobre todo a los peritos, a los que el legislador expresamente reconoce «la justa libertad de investigar más profundamente la verdad» (c. 386§2)44. Algún autor va más allá y, empleando el término ob-sequio, no asentimiento, opina que el disenso en estos casos no implica fal-ta de obsequio, sino que puede darse obsequio sin asentimiento. Obsequio significaría una actitud, una disposición de ánimo, para «someterse» al ma-gisterio. Por eso podría haber casos en los que se de un perfecto obsequio religioso para con la autoridad, pero no un asentimiento respecto a la doc-trina45. La Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo pide para el caso de disensión o dudas sobre alguna de estas propuestas magisteriales, una necesaria humildad intelectual y religiosa para aceptar estas doctrinas desde una actitud de fe, aunque reserva el disenso para el caso de rechazo sistemático, por hostilidad u oposición, proponiendo los propios puntos de vista como ciertos de forma pública e intempestiva, cuando la opinión está lejos de haber madurado, acudiendo a los medios de comunicación tratan-do de crear opinión y presión46. La humildad que exige el asentimiento u obsequio religioso, es la de quien reconoce la misión específica confiada por Jesucristo al magisterio auténtico. Es una humildad que tiene sus raíces en el espíritu de fe y en el espíritu eclesial.

En estos casos deben prestar los fieles un asentimiento que no se apoye en la virtud de la fe, sino en la de la religión. Este asentimiento religioso supone adherirse a las enseñanzas con sometimiento de la inteligencia y de la voluntad, y actuación concorde. Tal asentimiento, sin embargo, no es

43 Cf, F. J. URRUTIA, «Obsequio religioso del entendimiento y voluntad (c. 752). Clarificación de

su sentido», en J. Mª URTEAGA (ed.) La misión docente de la Iglesia, Salamanca 1992, 29-30, dónde se

aportan otras citas de teólogos en este sentido. 44 J. MANZANARES, o.c., 414.45 Cf, F. SULLIVAN, «The inmediate object of obsequium is the supreme teaching authority of the

Pontiff «acknowledging» his authority is not merely an intellectual act: it is a readiness of will to

submit to it. From this readiness of wil follws the intellectual act of «adhering» to the judgements

made by him», en Studia Canonica 23 [1989] 273-5.46 Cf, CDF, 24 de Mayo de 1990: AAS 82 [1990], 1550-1570, n. 24-30.

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absoluto ni incondicionado, como el acto de fe, sino que se trata de una certeza auténtica, pero moral y relativa. Una sentencia de este magisterio ordinario universal y no definitivo puede cambiar en el trascurso del tiem-po, aunque eso no legitima el cambio de la certeza religiosa de los fieles respecto a ese magisterio; además doctrina no infalible, no es sinónimo de doctrina reformable, y la posibilidad de error, no excluye la certeza con la que percibimos una proposición.

Rechazar estas enseñanzas es ponerse temerariamente en peligro de error y supone una desobediencia a la autoridad eclesiástica, y si se hace con pertinacia se incurre en el delito del c. 1371,1º. Pero habrá que advertir que el c. 1371 exige que la falta de asentimiento sea con auténtico rechazo de la doctrina, con plena conciencia de desairar la autoridad de magisterio auténtico, después que la persona haya sido amonestada por la autoridad. La presunción estará siempre al lado de la autoridad, pero podrá ser des-truida con pruebas contrarias.

En el ámbito particular los fieles deben también acoger con religioso asentimiento el magisterio auténtico de los obispos en comunión con el Romano Pontífice y con los demás miembros del Colegio Episcopal, sea del propio obispo, sea de la Conferencia Episcopal o de un concilio parti-cular (c. 753). La respuesta por parte de los fieles que requiere este magis-terio particular es también, como en el universal no definitivo, el religioso asentimiento, aunque no se habla ya, como en el c. 752, del entendimiento y de la voluntad. Parece que esta omisión no modifica cualitativamente este grado de adhesión, siendo la relación jerárquica pastor-fiel la que fundamenta dicha respuesta. Y dicha fundamentación eclesiológica es la que exige que dichos Obispos estén en comunión con la Cabeza y los miembros de la Iglesia para que la vinculación que exige ese magisterio sea legítima.

El Código no recoge consecuencias penales en relación con la negación del magisterio particular previsto en el c. 753, ya que la pena justa prevista en el c. 1371,1º sólo se refiere al rechazo de las doctrinas propuestas por el magisterio universal no infalible.

1.2.4. La observancia de los mandatos de la legítima autoridad (c. 754)

Todos los fieles deben acatar las constituciones y decretos de la au-toridad eclesiástica que proponen una doctrina o rechazan una opinión, especialmente los promulgados por el Papa o el Colegio Episcopal (c. 754). El canon habla de constituciones y decretos, sin especificar el contenido. Para algunos autores se trataría de decretos generales (c. 29) o particula-res (c. 48) y de otros eventuales documentos de carácter doctrinal con la

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misma finalidad47. Según esta interpretación, parece que en este canon se tendrían en cuenta documentos con carácter más normativo que docente. Contendrían enseñanza, pero más bien indirectamente, porque se trataría más de orientar a la ortopraxis que a la ortodoxia.

Pero para otros autores las constituciones y decretos contemplados en el canon son actuaciones específicas del munus docendi, actos del magisterio, en los que la autoridad legítima de la Iglesia enseña la verdad, interpreta la Palabra de Dios o rechaza opiniones erróneas. Por eso las constituciones a las que se referiría el c.754 serían las conciliares, dogmáticas y pastorales, y las Constituciones pontificias de carácter doctrinal. Y los decretos contem-plados tendrían una entidad propiamente magisterial, como serían los del Vaticano II y otros concilios48. Parece que desde esta óptica el c. 754 resu-miría las obligaciones contenidas en los cc. 750, 752 y 753.

Sea como fuere, los fieles deben prestar observancia a cualquier man-dato racional de sus legítimos pastores. La observancia supone poner por obra, con exactitud y puntualidad, todo lo que se manda ejecutar, es decir, se pide a los fieles al menos un cumplimiento externo de todo lo que se les manda por parte de la legitima autoridad, siempre que se refiera a materias que caigan dentro de su ámbito y sean congruentes con su condición. En especial deben prestar observancia a las constituciones y decretos de la autoridad suprema, pero hay que tener en cuenta que en estas actuaciones con frecuencia habrá contenidos que exijan un asentimiento religioso, e incluso un asentimiento de fe.

El depósito de la fe tiene en torno a él una especie de «zona de segu-ridad» en la que operan las constituciones y decretos promulgados por la legítima autoridad de la Iglesia. El fiel debe siempre tener en cuenta estas formas de propuestas de la autoridad legítima de la Iglesia. Como es lógico, se asigna un rango especial a los promulgados por el Romano Pontífice o el Colegio de los Obispos, depositarios de la suprema autoridad de la Iglesia, pero queda claro que no serán ellos los únicos que propongan doctrina y rechacen las opiniones erróneas. Así ocurrirá en el ámbito diocesano o na-cional con los Obispos aislados o la Conferencia Episcopal y en el ámbito universal con la Curia Romana y muy especialmente con la Congregación para la doctrina de la fe.

La enseñanza de la Iglesia, además de a los fieles, se dirige a todos los hombres para que todos puedan conocer con certeza la verdad sobre Dios y sobre la Iglesia, así como los principios éticos que por tener su fuente en el ser mismo del hombre, son válidos para todos a nivel personal y social.

47 Cf, A. G. URRU, Il diritto nel mistero della Chiesa, II ed., Roma 1990, 607-8.48 Cf, E. TEJERO, o.c., 71.

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Y en relación con la aceptación con la que debe acogerse la doctrina de los pastores, es también deber de éstos considerar y juzgar las doctrinas que se divulgan para orientar a los fieles. Por su poder de magisterio podrán determinar si las doctrinas son compatibles o no con las verdades reveladas; y en el caso de que se trate de teología o de ciencias relacionadas con ella, juzgarán sí se adecuan o no al depósito de la fe.

Tienen el deber de examinar las doctrinas los Obispos y la Santa Sede. Esta última cumple con su deber de vigilancia a través de la Congregación para la doctrina de la fe, que, entre otras funciones, se ocupa de promover la investigación teológica, de dictaminar sobre las doctrinas examinando libros y escritos y, en su caso, de reprobar aquellas que se oponen a la doctrina católica; y conoce de los delitos contra la fe y de los más graves contra la moral y en la celebración de los sacramentos49. Las decisiones de mayor importancia las somete dicha Congregación a la aprobación del Sumo Pontífice50, y, por tanto, participan del valor supremo del magisterio ordinario.

La autoridad de la Iglesia, al decidir que se debe reprobar una doctri-na, decidirá también la publicidad que se debe dar a la reprobación y las actuaciones que deben seguirse con respecto al autor. Así, por ejemplo, se puede decidir retirarle el mandato de enseñanza de la teología en institu-ciones católicas.

Aunque los laicos sean portadores de la Palabra y, por ello, deban ense-ñar a todos, no tienen capacidad de enseñar con autoridad, y la adhesión requerida por la Iglesia sólo se refiere a la enseñanza de los pastores.

1.2.5. Profesión de fe y juramento de fidelidad (c. 833)

Hay ocasiones en que los fieles tienen el deber de manifestar explícita-mente su fe y adhesión a la doctrina católica. Este deber se hace jurídica-mente exigible en los casos en que la ley dispone que alguien debe emitir su profesión de fe, normalmente al acceder a un cargo, dignidad o función. En el último canon de este Libro III, el 833, que ocupa un título individual, encontramos los supuestos en que se exige esta adhesión especial. En estas personas el munus docendi de la Iglesia alcanza una particular relevancia pública, para que sólo lleguen a determinados oficios y funciones aquellos fieles que manifiesten vivir y se comprometan a mantener esos vínculos de comunión y de sujeción a la autoridad. El objetivo último de dicha profesión

49 Cf, PB 48-85.50 Id, 18.

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sería, por tanto, la búsqueda de la verdadera comunión e identidad en la fe de quienes detentan, provisional o establemente, oficios que llevan consigo especiales responsabilidades eclesiales.

Históricamente la exigencia de la profesión pública de la fe en determi-nadas circunstancias se manifestó ya en los primeros siglos, entre otras oca-siones, respecto a los catecúmenos antes de recibir el bautismo. También desde muy antiguo se exige la profesión de fe a los sacerdotes y obispos antes de su ordenación y a quienes desde la herejía querían incorporarse a la comunión de la Iglesia.

La capacidad de la autoridad de la Iglesia para exigir este especial grado de adhesión al magisterio de la Iglesia que supone la profesión de fe, tiene un doble fundamento: a) Todo el que es destinado o alcanza una determi-nada función pública debe manifestar, también públicamente, fidelidad a los principios de los que depende dicha función; b) También el cumplimiento de los deberes magisteriales depende de la especial responsabilidad de la auto-ridad al designar, aceptar o reconocer a los fieles en determinadas funciones.

La profesión de fe se debe hacer oralmente, en presencia de las auto-ridades previstas por el canon. Puede hacerse individualmente o en gru-po; en este caso pronunciando la fórmula varios a la vez. No se puede hacer por medio de procurador, pues señala el canon que se debe «emitir personalmente».

Las situaciones en las que se debe emitir y ante las autoridades que debe efectuarse están claramente determinadas en el c. 833:

1º Todos aquellos que participan en un Concilio Ecuménico, en un concilio particular, en un sínodo de Obispos y en un sínodo diocesa-no, sea con voto deliberativo, sea con voto consultivo. La profesión debe ser hecha ante el presidente o su delegado. Y, a su vez, el pre-sidente debe hacer la profesión ante la asamblea.

2º Cuando se es nombrado cardenal, según los estatutos del Colegio cardenalicio.

3º Aquellos que hayan sido promovidos al episcopado o a una dig-nidad semejante al Obispo diocesano. Se emitirá ante la persona delegada para este fin por la Sede Apostólica.

4º El administrador diocesano ante el colegio de consultores que le eligió según lo previsto en el c. 421.

5º Los vicarios generales y los episcopales, incluyendo además al judi-cial, ante el Obispo diocesano o su delegado.

6º El párroco, el rector y los profesores de teología y filosofía del se-minario en el momento de asumir su cargo, y los que van a ser promovidos al orden del diaconado, ante el Ordinario del lugar o su delegado.

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7º El rector de una universidad eclesiástica o católica en el momento de asumir su cargo, ante el Gran Canciller o, en su ausencia, ante el Ordinario del lugar o de sus respectivos delegados.

El docente que enseña en cualquier universidad materias relacio-nadas con disciplinas relacionadas con la fe o la moral católica, en el momento de asumir su cargo. En este caso la profesión se hará ante el rector, sí es sacerdote, o ante el Ordinario del lugar o sus delegados.

8º Los superiores, mayores y locales, de institutos religiosos y de so-ciedades de vida apostólica clericales, a norma de las respectivas constituciones.

En estos casos la profesión de fe se debe emitir públicamente, ante la autoridad designada y según la fórmula aprobada por la Santa Sede, la indi-cada por la Congregación para la Doctrina de la Fe, que contiene el Credo y tres proposiciones en las que se aceptan, distinguiendo el grado de ad-hesión, los tres tipos de verdades que hemos estudiado anteriormente: el magisterio definitivo sobre lo divinamente revelado; el magisterio definitivo» circa doctrinam de fidei vel moribus, o lo que ha venido a llamarse infali-bilidad secundaria51, aunque esta expresión no aparece en la profesión de fe, y el magisterio del c. 752, del Papa y del Colegio Apostólico, con el que no se pretende proclamar la doctrina con un acto definitivo. En concreto, se establece:

«Creo también con fe firme, todo aquello que se contiene en la Palabra de Dios escrita o trasmitida por la tradición y que la Iglesia propone para ser creído, como divinamente revelado, mediante un juicio solemne o me-diante el magisterio ordinario y universal.

Acepto y retengo firmemente, asimismo, todas y cada una de las cosas sobre la doctrina de la fe y las costumbres propuestas por la Iglesia de modo definitivo.

Me adhiero, además, con religioso obsequio de voluntad y entendimien-to a las doctrinas enunciadas por el Romano Pontífice o por el Colegio de los Obispos cuando ejercen el Magisterio auténtico, aunque no tengan la intención de proclamarlas con un acto definitivo».

Como podrá verse, el segundo grupo de verdades es el que ha justificó la introducción del párrafo segundo del c. 750, ya que hasta el M.P. Ad tuen-dam fidem dicho grupo de verdades parece que no venían contempladas en la legislación universal de la Iglesia.

Además de estos supuestos del c. 833 en los que de forma universal está prescrita la profesión de fe, las normas particulares pueden establecer su exigencia para otros momentos o situaciones.

51 A. LANG, Teología fundamental, Madrid 1977, pp. 287-296.

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Parece que el disenso, incluso respecto a verdades no infalibles, por parte de los sujetos obligados a esta profesión, iría contra esta adhesión que la Iglesia solicita. Así parece deducirse de la Instrucción de la Santa Sede acerca de la función eclesial del teólogo52.

La Congregación para la Doctrina de la Fe ha prescrito, además, un juramento de fidelidad en 1967, que, junto con la profesión de fe53, se ha actualizado en 198954, con una fórmula concreta que se añade a la profesión de fe y que deben pronunciar aquellos que acceden a los oficios y tareas señaladas en el c. 833, 5º al 8º. Consiste en la manifestación y compromiso público, poniendo a Dios por testigo, de asumir y desarrollar el oficio al que se accede en comunión con los pastores y de acuerdo con las normas de la Iglesia. Reza así: «Yo, N, al asumir el oficio…, prometo mantenerme siempre en comunión con la Iglesia católica, tanto en lo que exprese de palabra como en mi manera de obrar.

Cumpliré con gran diligencia y fidelidad las obligaciones a las que estoy comprometido con la Iglesia tanto universal como particular, en la que he sido llamado a ejercer mi servicio, según lo establecido por el derecho.

En el ejercicio del ministerio que me ha sido confiado en nombre de la Iglesia, conservaré íntegro el depósito de la fe y lo trasmitiré y explicaré fielmente, evitando, por tanto, cualquier doctrina que le sea contraria.

Seguiré y promoveré la disciplina común a toda la Iglesia, y observaré todas las leyes eclesiásticas, ante todo aquellas contenidas en el Código de Derecho Canónico.

Con obediencia cristiana acataré lo que enseñen los sagrados pastores, como doctores y maestros auténticos de la fe, y lo que establezcan como guías de la Iglesia y ayudaré fielmente a los obispos diocesanos para que la acción apostólica que he de ejercer en nombre y por mandato de la Iglesia, se realice siempre en comunión con ella.

Que así Dios me ayude y estos santos evangelios que toco con mis manos.(Variaciones a los párrafos cuarto y quinto de la fórmula de juramento

que han de utilizar los fieles cristianos a los que se refiere el c. 833, n. 8)Promoveré la disciplina común a toda la Iglesia y urgiré la observan-

cia de todas las leyes eclesiásticas, ante todo aquellas contenidas en el Código de Derecho Canónico.

52 Cf, CDF, Instr. Donum veritatis, 24-5-1990, en AAS 82 [1990] pp. 1550-1570.53 El precedente más inmediato a la profesión de fe actual es la aprobada por Pablo VI:

Professio fidei, SCDF, en AAS 59 [1967] p. 1058. 54 CDF, Professio fidei et iusiurandum fidelitatis in suscipiendum officio nomine Ecclesiae

exercendo, 9 de enero de 1989: AAS 81 [1989] 104-106.

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Con obediencia cristiana acataré lo que enseñen los sagrados pastores como doctores y maestros auténticos de la fe, y lo que establezcan como guías de la Iglesia, y ayudaré fielmente a los obispos diocesanos para que la acción apostólica que he de ejercer en nombre y por mandato de la Iglesia, quedando a salvo la índole y el fin del instituto, se realice siempre en co-munión con la misma Iglesia».

Teniendo en cuenta las expresiones que se contienen en el juramento, se puede decir que las obligaciones que se contraen son las siguientes: a) cumplimiento con diligencia y fidelidad de las obligaciones propias del ofi-cio o función, b) mantenimiento, anuncio y exposición fiel del depósito de la fe; c) obligación de respetar las legalidad; d) respeto y obediencia a los pastores y a sus legítimas prescripciones.

En los casos enunciados en los nn. 6-7 basta con que profesión de fe y juramento de fidelidad se hagan una vez, cuando comienzan a ejercer su cargo, no en cada apertura de curso.

La obligación de esta vinculación, profesión de fe y juramento de fide-lidad, parece que es de cara a la licitud, no a la validez del cargo, como ocurría en el anterior Código, c. 438. Como advierte algún comentarista, en el caso del Administrador diocesano, este adquiere su cargo cuando acepta la elección, sin condicionarlo a la profesión de fe55.

Los obispos, a tenor del c. 380, así como quienes se les equiparan, también deben prestar un juramento de fidelidad antes de tomar posesión canónica de su oficio. La fórmula que se debe utilizar en estos casos, y que está prescrita desde 1987, no ha sido publicada oficialmente.

2. COMPETENCIA EN LAS INICIATIVAS ECUMÉNICAS (C. 755)

La promoción del ecumenismo desborda los límites de la misión de en-señar, por eso en este c. 755, el único que dedica el Libro III a regular las iniciativas ecuménicas, no se define el ecumenismo, lo que sí harán diver-sos documentos magisteriales.

Se llama movimiento ecuménico a las «actividades e iniciativas que, se-gún las variadas necesidades de la Iglesia y las características de la época, se suscitan y ordenan a favorecer la unidad de los cristianos»56; por ejemplo, encuentros de diálogo o de oración con las otras Iglesias y comunidades

55 Cf, J. MANZANARES, o.c., 454.56 UR 4.

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cristianas, o la colaboración con ellas en obras sociales. Es una meta irre-nunciable llegar a «una Iglesia de Dios única y visible, que sea verdadera-mente universal y enviada a todo el mundo, para que el mundo se convierta al Evangelio»57.

El movimiento ecuménico nació en el congreso de Edimburgo de 1910 y se consolidó en la reunión del Consejo Mundial de las Iglesias de 1948 en Ámsterdam. Por parte de la Iglesia Católica, fue durante el pontificado de Pío XII cuando se comenzó a abordar de modo expreso la forma de participación de los católicos en el diálogo con otros cristianos y cuando se manifestó por primera vez –en la Instrucción Ecclesia Catholica–58 que el movimiento ecuménico de los no católicos ha sido suscitado por la gracia del Espíritu Santo.

En cuanto al movimiento ecuménico de los no católicos hay que desta-car la actividad del Consejo Ecuménico de las Iglesias, constituido en 1948, y en el que confluyen distintos movimientos protestantes que desde princi-pios de siglo se habían planteado la unidad de los cristianos.

Los principios generales de la actuación ecuménica de la Iglesia y de los fieles se contiene en el Decreto Unitatis Redintegratio del Vaticano II. Las normas universales de actuación se contienen en el Código de 1983, en el Directorio ecuménico, publicado por el Secretariado para fomentar la unidad de los cristianos, que consta de dos partes, la primera de 14 de mayo de 1967 y la segunda de 16 de abril de 197059, en la medida en que no haya sido derogado por el Código, y en las normas que ha dado y puede ir dando el Secretariado para la unión de los cristianos, creado por Juan XXIII en 196060. En 1993 se ha publicado un Directorio ecuménico de nueva composición que recopila todas las normas anteriores sobre ecume-nismo y las adapta y actualiza, abriendo diversos cauces para la práctica del ecumenismo61. Reordena, pues, este instrumento todas las orientacio-nes y normas universales que vertebran toda la actividad ecuménica en la Iglesia.

En el Decreto conciliar se recuerda la preocupación de la Iglesia por el restablecimiento de la unidad, y se proponen a todos los católicos –clero, teólogos, laicos– medios y modos con los cuales se puede contribuir eficaz-mente a la acción ecuménica. Se considera que es principio fundamental de

57 Id, 1.58 2 de Diciembre de 1949: AAS 42 [1949] 142-7.59 SCUF, Directoire oecumenique «Ad totam Ecclesiam, 14 mayo 1967: AAS 59 [1967] 574-92:

AAS 62 [1970] 705-724.60 M. P. Superno Dei nutu, de 5 de Junio de 1960: AAS 52 [1960] 433-7.61 PCUCF, Directoire pour l’aplication des principes et des normes sur l’oecumenisme, 25 de

marzo de 1993: AAS 85 [1993] 1039-1119.

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esta actuación la conversión interior, la caridad, la oración privada y pública por la unión de los cristianos62. También se recuerda que es necesaria siem-pre la seguridad en la fe.

Por lo tanto, todos los fieles deben cooperar a la consecución de esta meta según sus posibilidades, especialmente con la apertura hacia los de-más cristianos y con la oración, pero, según el c. 755, promover, encauzar y dirigir las iniciativas concretas compete en primer lugar y para toda la Iglesia al Colegio Episcopal y a la Sede Apostólica; y según lo que estos dispongan, al Obispo diocesano y a la Conferencia Episcopal en su respec-tiva jurisdicción.

El canon introduce una jerarquía de competencias. Corresponde pri-mordialmente al Colegio Apostólico y a la Santa Sede promover y dirigir la participación de los católicos en el movimiento ecuménico (§1). Dicha promoción se realizará a través de diferentes documentos y textos63, así como mediante alocuciones, acuerdos doctrinales y hechos promotores de la unidad. En la reforma de la Curia Pontificia de 1988, el Secretariado para la unidad de los cristianos se constituyó en Consejo Pontificio, con la fun-ción de dedicarse con oportuna iniciativa y actividad al empeño ecuménico para recomponer la unidad total de los cristianos64.

En segundo lugar, en el ámbito local tiene competencia el Obispo dioce-sano, a quien el Directorio reconoce una función particular para promover y guiar el trabajo ecuménico en su diócesis65. Y en el mismo §2 del canon se atribuyen competencias a las Conferencias Episcopales cuando las necesi-dades y los problemas afectan a todo su territorio, y siempre según las pres-cripciones dictadas por la Sede Apostólica. Las necesidades y conveniencias del momento para promover la unidad pueden captarse y atenderse más adecuadamente en este nivel de ámbito particular.

Las normas que emanen dichos órganos tendrán valor, universal o parti-cular, según la autoridad que las dicte. Las más prácticas deben surgir de las autoridades que están más inmediatamente inmersas en los problemas con-cretos de las diócesis o de la nación. En este sentido, el nuevo Directorio determina las actividades que deben desempeñar el delegado diocesano para el ecumenismo; la comisión o secretariado ecuménico de una dióce-sis, la comisión ecuménica de los Sínodos de Iglesias orientales católicas y de las Conferencias Episcopales; y las estructuras ecuménicas en otros

62 Cf, Id nn. 7 y 8.63 El último documento Pontificio dedicado al ecumenismo es de Juan Pablo II, litt. Ap. Ut

unum sint, de 25 de mayo de 1995: AAS 87 [1995] 921-82.64 PB, arts. 135-138: AAS 80 [1988] 841-912.65 Nn. 40-44 y 92-160.

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contextos eclesiales, como organismos supranacionales y otras formas de colaboración entre Conferencias Episcopales66.

Hay que advertir que el canon priva de cualquier competencia en la regulación de las iniciativas ecuménicas a cualquier autoridad que no entre dentro de las mencionadas. Así, los superiores religiosos carecerán de legi-timación para promover la participación de los católicos en el movimiento ecuménico, aún en las instituciones que regenten o que de ellos dependan. En esta materia sólo la autoridad suprema de la Iglesia, y los Obispos dio-cesanos en particular o en Conferencias Episcopales están legitimados para dicha promoción; las iniciativas que se susciten en el terreno de la unidad de los cristianos habrán, al menos, de contar con su consentimiento depen-diendo del ámbito de potestad dónde se desarrollen.

Sí bien el CIC 83 prescribe que sólo afectan sus normas a los bautizados en la Iglesia Católica y a los que han sido recibidos en ella (c. 11) no se deja de valorar el bautismo válido conferido en cualquier confesión cristiana, y, como sabemos, dicho bautismo tiene también repercusiones jurídicas para la Iglesia Católica, sobre todo en materia matrimonial.

Aspecto importante de las relaciones ecuménicas es la comunicatio in spiritualibus, en la que se incluye la oración en común, el uso de las cosas o lugares sagrados y, sobre todo, la communicatio in sacris o participación sacramental entre los católicos y los bautizados no católicos, la participa-ción en común en cualquier culto litúrgico y en los sacramentos. El c. 844 establece las ocasiones en que es lícito a los fieles recibir los sacramentos de ministros no católicos y a los pastores administrarlos a los no católicos. La Iglesia Católica muestra una mayor seguridad en las expresiones de fe y, sobre todo, en la práctica sacramental de las Iglesias orientales no católicas.

Además de las normas sobre la communicatio, otras que afectan al ecu-menismo son la necesidad de que se imparta formación ecuménica en los seminarios (c. 256); el deber de los Legados pontificios de colaborar con los Obispos para que se fomenten las relaciones con los no católicos (c. 364); la posibilidad de que el Obispo invite –como «observadores– al Sínodo diocesano a cristianos no católicos (c. 463). En otras normas se muestra la preocupación de la autoridad para que no deje de manifestarse que la ple-nitud de la fe y comunión se dan en la Iglesia Católica; es este el caso de las normas que establecen cautelas en los matrimonios mixtos, a fin de que no se desvirtúe la fe del cónyuge católico y se procure la educación católica de la prole (c. 1125 y ss.).

Rebasando ampliamente los contenidos del c. 755, se vertebra toda la estructura del nuevo Directorio del ecumenismo en estas cinco partes: I. La

66 Cf, Nn. 41-49.

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búsqueda de la unidad cristiana; II. La organización en la Iglesia Católica del servicio de unidad de los cristianos; III. La formación para el ecumenismo en la Iglesia Católica; IV. La comunión de vida y de actividad espiritual en-tre los bautizados; V. La colaboración ecuménica, el diálogo y el testimonio común.

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CAPÍTULO 3

EL MINISTERIO DE LA PALABRA DE DIOS

El primer modo de ejercer el oficio de enseñar de la Iglesia es el minis-terio o servicio de la Palabra divina, que significa anuncio del Evangelio. Toda la vida de la Iglesia testimonia y anuncia el Evangelio y el servicio a la Palabra de Dios.

La función de enseñar tiene como objeto extender la verdad del Evangelio, proponiendo a los hombres el misterio íntegro de Cristo, y una forma concreta de llevarlo a cabo es el ministerio de la Palabra. Es ésta una expresión técnica que incluye fundamentalmente la predicación y la catequesis, aunque también se puede utilizar en un sentido menos estricto incluyendo cualquier otro tipo de instrucción cristiana1. El ministerio de la Palabra se realiza tanto a través de actividades de naturaleza pública –por ejemplo, predicación y catequesis oficial de una parroquia–, como por me-dio de actividades de naturaleza privada –por ejemplo, catequesis familiar, mencionada en el c. 774§2 o el simple anuncio de la doctrina–.

Como ya sabemos, en el ejercicio de este cumplimiento no toda la Iglesia tiene igual grado de responsabilidad ni igual función o servicio. Las respon-sabilidades de los diferentes miembros de la Iglesia en el ministerio de la Palabra son consecuencia de la interdependencia de mutuos servicios res-pecto a una misma verdad. En la regulación de esta materia, junto con los deberes que corresponden a los pastores, se revela un principio fundamen-tal que había quedado muy de manifiesto en el Vaticano II: la superación de

1 Cf, DV 24.

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la visión reductiva que limitaba el ministerio de la Palabra a las obligaciones que tenían los fieles de recibirlo, y su extensión a la responsabilidad de todos los fieles en este ministerio de la Palabra2. La responsabilidad por ex-tender la Palabra del Señor corresponde a todos en la Iglesia, aunque cada fiel tendrá que cumplir ministerios diferentes según su vocación.

El valor fundamental que tiene el ministerio de la Palabra en relación con la evangelización genérica, se manifiesta en que no hay verdadera evangelización sin ministerio de la Palabra. La función de enseñar en las otras vertientes evangelizadoras que recoge el Libro III: actividad misional, educación católica, instrumentos de comunicación social, exige el ministe-rio de la Palabra.

El ministerio de la Palabra en sentido amplio, por tanto, no se reduce a la actuación institucional de la Iglesia mediante la predicación y las catequesis oficiales, pero encuentra en estos medios su modo de actuación más explí-cito y público. Predicación y catequesis tienen un interés pastoral y jurídico específico, ya que constituyen el ejercicio cotidiano del ministerium verbi y, por tanto, el cauce por el que se alimenta ordinariamente la fe del Pueblo de Dios. Además ambas actividades originan un importante entramado de relaciones jurídicas que tutelan a la vez la responsabilidad de todos los fieles en este ministerio de la Palabra y la diversidad jerárquica que en él se manifiesta. Analizamos, por lo tanto, los dos capítulos que contiene este título I, referidos cada uno a estas decisivas actividades evangelizadoras, predicación y catequesis, aún sabiendo que no se agota en ellas todo el potencial del ministerio de la Palabra.

1. LA PREDICACIÓN (CC. 762-772)

En el Código no se da una definición de predicación, pero en su regula-ción se manifiesta una rica descripción. Tradicionalmente se ha entendido por predicación la exposición autorizada de la doctrina cristiana por parte de los ministros sagrados al pueblo reunido en asamblea, sobre todo litúr-gica, y en un lugar sagrado. La normativa actual no exige expresamente que se cumplan tales características, pero en la regulación codicial se sigue advirtiendo, al menos implícitamente, la relación de la predicación con los lugares o las ceremonias sagradas. Por tanto, no consideramos predicación la que se imparte en un lugar no sagrado o piadoso, que no sean iglesias

2 Cf, LG 9-17 y 30-38; GS 40-45; CD, 13-18.

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u oratorios, ni la instrucción catequética, aunque se imparta en una iglesia. Estos cánones sólo hablan de predicación, no de otro tipo de apostolado, por lo que, según el c. 18, se interpretará estrictamente.

Ya en los comienzos de la Iglesia encontramos a los discípulos reunidos para escuchar la predicación de San Pedro y de los demás apóstoles. Se ma-nifestó entonces la divina eficacia de la predicación, que fue recibida como Palabra de Dios. Lo mismo sucede actualmente cuando la Iglesia se reúne para escuchar la Palabra de salvación, que los ministros sagrados tienen el deber de anunciar a todos.

Sobre la base de la distinción presente en el c. 207§1 entre ministros sa-grados y laicos, viene afirmada la gran importancia que el ministro sagrado debe atribuir a la predicación. La predicación es una función típica de los clérigos (c. 762)3, en la que debe destacarse el carácter de actividad pública y peculiarmente autorizada propia de dicho ministerio. El c. 762 proclama directamente el derecho de todo fiel a recibir la palabra de Dios, y el corre-lativo deber de los pastores de predicar a todos el Evangelio. Se utilizan en dicho canon los términos «ministros» y «sacerdotes», pero en cualquier caso se está refiriendo a todos los que han recibido el sacramento del orden, tanto presbíteros como diáconos.

En la Iglesia pueden predicar los que han recibido una misión para hacerlo, ya sea porque ejercen un oficio que incluye dicho ministerio de la predicación al pueblo, o porque la autoridad eclesial reconoce dicha facultad a determinados fieles. Desde el punto de vista de la teología del sacerdocio este carácter público se pone de manifiesto al considerar que los sacerdotes ejercen el ministerium verbi como colaboradores de los obispos.

Este carácter público de la predicación intensifica la vigencia de toda la regulación jurídica sobre la predicación y toda la regulación sobre sus con-tenidos. Sí no se tiene esto presente no se entiende el juego de derechos, facultades y licencias que, en relación con el ministerio de la predicación, se establece en los cánones siguientes.

Es evidente la relación del c. 762 con el 213, dónde expresamente está mencionada la Palabra de Dios y el derecho que los fieles tienen a recibirla. Por su importancia, la norma se repite sustancialmente en el c. 836.

Destaca el derecho del Pueblo de Dios a exigir la predicación de la pa-labra de Dios, más en relación con la condición comunional que el Pueblo de Dios exige que con la dependencia jerárquica de los bautizados en re-lación con la jerarquía. La Palabra ha sido entregada a toda la Iglesia, por eso los fieles tienen un derecho fundamental a la recepción de esa Palabra. Se proclama correlativamente en la misma norma el deber de anunciar la

3 PO 4.

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Palabra. Dicho deber corresponde a todos en la Iglesia4, pero en el c. 762 se nombra solamente a los ministros porque desde el punto de vista institucio-nal o normativo, no eclesiológico, dicho deber recae en ellos, sobre todo en cuanto ejercitan las responsabilidades del ministerio público en la Iglesia.

En el Código actual la misión de predicar viene otorgada por el mismo hecho de recibir el sacramento del orden (c. 764). El Código actual no liga expresamente la facultad de predicar al poder de jurisdicción, aunque pa-rece que sigue estando dependiente de dicho poder, ya que los oficios que suponen poder de jurisdicción pueden limitarla y señalar los cauces de su ejercicio; aun así la nota más destacada de la actual regulación es la facili-dad en cuanto a las licencias contenida sobre todo en el c. 764. El hecho de que un ordenado no ejerza cura pastoral parroquial no debe eximirle de alguna actividad evangelizadora, esencial a todo cristiano y función especí-fica del sacerdote.

La ley regula lo relativo a este ministerio. El Código, a partir del c. 762, hace una determinación precisa de las capacidades y derechos de los suje-tos en relación con la predicación. Distinguimos en cuanto a su análisis dos vertientes contenidas en estos cánones: a) quien puede predicar y con que condiciones, y b) quien debe predicar u organizar la predicación para que llegue a todos.

1.1. Quien puede predicar y con que condiciones

Todos los Obispos, sean residenciales, sean titulares, tienen derecho a predicar en todas las partes, a menos que el Obispo del lugar se oponga expresamente (c. 763).

Lo que en el anterior Código se presentaba como un privilegio, exi-giéndose el consentimiento, al menos presunto, del Ordinario local5, se trasforma ahora en un derecho para cuyo ejercicio basta con que el Obispo del lugar no se oponga expresamente, lo que sólo podrá hacer en casos particulares. No se puede considerar tampoco una facultad que dependa de otra autoridad. Todos aquellos que a través del episcopado han recibido la plenitud del sacerdocio, y se mantienen en comunión, pueden predicar en cualquier parte, no pudiendo el Obispo diocesano legislar de modo general

4 Cf, c. 225§1.5 Cf, cc. 349§1 1º, 239§1,3º, 1326, 1327§2. El antecedente de la actual regulación lo encontramos

en el M.P. de PABLO VI. Pastorale munus, de 30 de Noviembre de 1963, en el sentido de que el

Obispo podía predicar en cualquier parte, a no ser que el Ordinario del lugar lo hubiese prohibido

expresamente (II,1).

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contra esta norma. Sólo en casos particulares podrá limitar o prohibir la actuación de otro Obispo.

La del c. 763 es la misma fórmula que se reservaba anteriormente para los Cardenales. El caso es análogo a la facultad de absolver los pecados que tiene el Obispo en cualquier sitio, a no ser que el Obispo diocesano se oponga en un caso concreto (c. 967§1).

La redacción del canon atribuye el derecho de la predicación a todos los Obispos y no a los vicarios y prefectos o administradores apostólicos, ya que es la ordenación en grado del episcopado la que configura esta relación especial con el ministerio de la palabra6. La cita del canon a la po-sibilidad de predicación del Obispo en iglesias y oratorios de institutos reli-giosos de derecho pontificio, es indicativa de que también pueden hacerlo en las de los seculares y en las sociedades de vida apostólica, e incluso en los de las prelaturas personales, ya que son los institutos citados los que gozan de una mayor autonomía respecto de los Obispos.

Pese a todo, no se olvida la peculiar responsabilidad del Obispo en su diócesis. Este no puede dar normas contrarias a este canon, pero en casos particulares, sí se opone expresamente, excluiría y haría ilegítima la pre-dicación de otro Obispo en su territorio. Se trata, por tanto, de limitar el ejercicio de un derecho.

En cuanto al deber que tienen los Obispos de predicar, el c. 386§1 indica que el Obispo diocesano debe predicar con frecuencia.

Los presbíteros y diáconos tienen, en principio, facultad para predicar en todas partes, y no necesitan una capacitación especial para este ministe-rio, ni recibir una autorización del Obispo del lugar (c. 764). También aquí se da la potestad que antaño tenían los cardenales ahora a los presbíteros y diáconos. En el CIC 17 se establecía que los clérigos necesitaban para la predicación facultad del Ordinario del lugar, y sí la predicación se dirigía a los religiosos o a los fieles que habitaban en sus casas, licencia del superior religioso7. La misión canónica requerida para el ministerio de la predica-ción en la anterior disciplina se otorgaba directamente o se consideraba incluida en el nombramiento de un oficio que llevaba anejo el cargo de predicar8.

En el actual Código se agiliza para ellos el sistema de concesión de li-cencias para predicar y ya no se fundamenta esta facultad en la designación para un oficio, sino que la tienen en virtud del mismo derecho a partir de la ordenación con extensión universal según la doctrina conciliar, pudiendo

6 Cf, LG 23-25.7 Cf, cc. 1337 y 1338.8 Cf, cc. 1327 y 1328.

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predicar, en principio, en cualquier lugar dónde se encuentren9. Pero no puede entenderse esta facultad como un derecho, por eso para ejercerla deben contar, según el canon, con el permiso, al menos presunto, del rector del lugar dónde van a predicar, lo cual concuerda también con el c. 767§4 en relación con la homilía, y al contrario que en el caso del Obispo, en el de los presbíteros y diáconos sí se puede oponer. Dicho rector podrá ser tanto el párroco, como el capellán, cabildo, superior religioso en su iglesia o figuras similares, a quienes corresponde la vigilancia inmediata de la pre-dicación dentro del ámbito de su cuidado pastoral.

El c. 764 finaliza advirtiendo que esta facultad les puede ser limitada o retirada a presbíteros y diáconos por el Ordinario propio del predica-dor o el de los fieles o por el del lugar, o por una ley particular (de la Conferencia Episcopal, de la diócesis, del superior mayor religioso…, den-tro de su jurisdicción). Parece que al igual que en el CIC 17 (c. 1339§1) la limitación o suspensión de la facultad de predicar a los clérigos requiere una causa grave, pudiendo el ordenado recurrir a la Santa Sede contra esa disposición, aunque dicho recurso no tendrá efectos suspensivos. Pero, ante todo, habrá que tener siempre en cuenta que la presunción para que los clérigos puedan predicar es siempre favorable.

Corresponde ante todo al Obispo la vigilancia respecto de los ministros facultados para predicar. El ministerio de la predicación, como cualquier otro que ejercen los presbíteros, es un ministerio de cooperación con el Obispo. Cada Obispo puede delimitar y encauzar el ejercicio de la predica-ción. Depende, pues, el ejercicio de esta facultad de quienes tienen poder de jurisdicción.

Para predicar a los religiosos, sean de derecho pontificio o diocesano, sean clericales o laicales, en sus iglesias u oratorios, se necesita licencia del superior competente a tenor de las constituciones (c. 765), por lo que dicho superior podrá ser mayor o simplemente local. El Superior no otorga la facultad, que ya la tiene los ministros por la ordenación, sino que concede la licencia para que alguien entre en su casa y hable a los suyos. El funda-mento de esta norma será la vigilancia de la predicación dentro del ámbito del cuidado pastoral, que en este caso corresponde al superior competente, a quien habrá que respetar en su responsabilidad respecto a los fieles a los que va dirigido el anuncio de la Palabra.

Es válido para las casas religiosas tanto masculinas como femeninas. Esta necesaria licencia no afecta a los Obispos, a tenor del c. 763, y parece que tampoco al capellán propio de la casa religiosa, según el c. 566§1, pero sí a

9 Cf, LG 28-29, PO 10; PDV 16-18.

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presbíteros y diáconos, según recoge expresamente el c. 764, y por supues-to a la posible predicación de los laicos.

Parece que este canon no se aplica a institutos seculares ni a socieda-des de vida apostólica, ya que la referencia sólo es a religiosos, aunque, a nuestro entender, sería lógico que en las comunidades de dichas sociedades y en las de los institutos seculares si las hubiere, el responsable tuviese la misma capacidad de otorgar la licencia.

Los laicos pueden ser admitidos a predicar en casos concretos de nece-sidad o de especial utilidad, según lo que haya dispuesto cada Conferencia Episcopal (c. 766). Ha de entenderse laico en sentido negativo, como aquel no ordenado (c. 207§1). En estos casos no desempeñan una función propia, sino de suplencia y colaboración con el ministerio jerárquico, ya que estos fieles tienen carácter de colaboradores de quienes están dotados de esta facultad. Se trata de una capacidad que requiere un concreto permiso, aun-que sea implícito, para poder ser ejercida, y no de un derecho o facultad, aunque habrá que recordar que tiene su fundamento en el bautismo y en la confirmación (c. 759). De todas formas, se percibe un cambio sustan-cial con respecto al CIC 17, que prohibía taxativamente dicha predicación (c. 1342§2)10. En todo caso los laicos, aunque sean religiosos o seminaristas, no pueden hacer la homilía de la misa, que es una predicación reservada a los clérigos (c. 767)11.

No se distingue entre los laicos por edad o sexo y se piensa en la ne-cesidad o la utilidad en casos particulares. El canon deja claro que dicha predicación requiere que se den situaciones de necesidad o que supongan una particular utilidad y que se obre siempre de acuerdo con lo estable-cido en las normas de la Conferencia Episcopal. Se considera que hay verdadera necesidad allí dónde se ve impedida la libertad de la Iglesia12, cuando hay deficiencia de clero13, o situaciones especiales, como cuando el ministro esté enfermo, o desconozca el idioma. Parece, así mismo, que es suficiente una utilidad pastoral que puede verificarse en ocasiones de ejercicios espirituales, misiones populares, jornadas particulares, vigilias de oración, revisiones de vida, etc., pero las determinadas circunstancias y los casos particulares de los que habla el c. 766 suponen siempre oca-siones particulares y puntuales que las distintas Conferencias Episcopales

10 La primera relajación de dicha norma vino dada por una concesión de la Santa Sede a los

obispos de la entonces Alemania Federal el 20 de noviembre de 1973.11 La instrucción Redentoris sacramentum, de 25 de marzo de 2004, así lo declara en el n. 65,

entendiendo abrogada toda disposición anterior que estableciese algo distinto. 12 AA 17,1.13 AG 17; Cf, cc. 230§3, 517, 1248§2.

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habrán de precisar más. Recordamos que dichas intervenciones, y sus co-rrespondientes limitaciones, se han de dar en iglesias u oratorios, o en asambleas litúrgicas, ya que toda predicación regulada en el Código se considera como acto de naturaleza pública, sino no puede considerarse predicación como tal.

El Código sólo parece requerir para estos casos la simple autorización o licencia, ya que habla sólo de admissio, no de missio. Pero el derecho particular puede posibilitar para esta misión sólo a los laicos que hayan re-cibido la missio canonica, y las Conferencias Episcopales suelen incluir las dos. Con la competencia que en este ámbito se otorga a las Conferencias Episcopales parece que se pretende lograr una cierta uniformidad en te-rritorios próximos. La mayoría de las Conferencias han concebido en tér-minos restrictivos la posibilidad que ofrece este canon14. La española ha establecido tres condiciones para dicha predicación: Que el laico destaque por su vida cristiana, que esté bien preparado y que sea en situaciones excepcionales15.

Parece que este canon 766 abre camino, sobre todo, para una predicación de tipo testimonial. Véanse las disposiciones de los rituales de bautismo, de matrimonio, de exequias, misas con niños, celebraciones dominicales en ausencia de presbíteros, etc., que admiten el posible comentario a las lectu-ras y al acto mismo por parte de un laico idóneo.

Fuera de las competencias normativas de las Conferencias, corresponde al Obispo diocesano, a tenor del c. 772§1, y como moderador de todo el ministerio de la palabra, determinar sobre otras actuaciones de los laicos. Así, podrá poner límites a la predicación fuera de los lugares sagrados. Otra cosa será determinar hasta que punto es conveniente que esas actuaciones fuera de lugar sagrado reciban el nombre de predicación y se regulen como tal.

1.2. Quien debe predicar u organizar la predicación para que lle-gue a todos

El derecho de la Iglesia, reflejado sobre todo en los cánones 757 y 762, determina que los pastores (o sea, los clérigos que tienen un oficio de cura de almas: Obispo diocesano, párroco, capellán, etc.) tienen el deber de

14 Una síntesis sobre las disposiciones de gran parte de las Conferencias Episcopales en este

sentido la podemos encontrar en J. T. MARTÍN DE AGAR, «Note sul diritto particolare delle Conferenze

Episcopali», in Ius Eccesiae 2 (1990) pp. 602-3. 15 CEE, D II, art. 2.

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predicar a los fieles que les han sido encomendados y les incumbe orga-nizar la predicación en su jurisdicción, de manera que todos, incluso los que están alejados de la Iglesia, reciban el anuncio de la palabra de forma adecuada a su condición. El Obispo diocesano puede formular normas con este fin (c. 772§1).

La homilía es una forma eminente de predicación, pues forma parte de la liturgia, no es una simple predicación testimonial, y en todo caso queda reservada a quien es ministro sagrado (c. 767§1). Parece que el canon va referido especialmente a la homilía dentro de la celebración eucarística, por eso la prerrogativa de la homilía para los ministros sagrados tiene relación directa con su vinculación a la celebración eucarística y con la inclusión en la misma liturgia. Sin embargo, de documentos pontificios de-rivamos que la homilía no se ha de ceñir únicamente a la Eucaristía, ya que «gracias a la renovación litúrgica, la celebración eucarística no es el único momento apropiado para la homilía. Esta tiene también un lugar propio, y no debe ser olvidada, en la celebración de todos los sacramentos, en las paraliturgias con ocasión de otras reuniones de fieles»16.

Una definición de homilía nos la proporciona la Instrucción Inter Oecumenici: «La explicación, bien de algún aspecto de las lecciones de la Sagrada escritura, bien sea de otro texto tomado del ordinario o del propio de la Misa del día, teniendo en cuenta tanto el misterio que se celebra como las necesidades particulares de los oyentes»17. Como explicitación del texto sagrado, la homilía se centrará generalmente en la exposición de algún aspecto de la Sagrada Escritura proclamada, especialmente del Evangelio, pero también de alguna parte del ordinario o del propio de la misa, en ar-monía con los tiempos litúrgicos.

Una interpretación de la Santa Sede, del Pontificio para la interpretación de los textos legislativos, ha señalado que el Obispo diocesano no puede dispensar de esta norma que reserva la homilía al sacerdote y al diácono18. Parece, pues, que estamos ante una ley que no admite dispensa y anula las excepciones permitidas antes del Código, como la de la misa de niños, permitida por la Congregación para el culto divino en 197419. También la Iglesia rechazó hace tiempo la posibilidad de las intervenciones diversas en el momento de la predicación litúrgica, como las que ocurrían en las lla-madas «homilías participadas», al menos en tres instrucciones de la Sagrada

16 EN, 43.17 N. 54. También puede verse en SC, 52.18 AAS 79 (1987) p. 1249.19 Cf, Directorio, n. 6, en AAS 66 (1974) pp. 37-38.

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Congregación para el culto divino y disciplina de los sacramentos de 1969, 1970 y 198020.

Pero la prohibición anterior no excluye que, una vez expuesta una síntesis de lo que ha de decirse por el sacerdote o diácono, pueda algún laico glosar lo dicho. En otras partes, para no privar de la predicación testi-monial de los laicos, se opta por trasladar la intervención de éstos al final, antes de la despedida, en el tiempo que la liturgia reserva para los avisos, o al principio. Así lo permite una instrucción de 1997, de la Congregación para los clérigos y del Pontificio Consejo para la interpretación de los tex-tos legislativos21. En las celebraciones dominicales sin sacerdote no habrá inconveniente en que la homilía esté a cargo de un laico, por tratarse tan sólo de una función paralitúrgica, aunque en este punto habrá que estar a lo que diga la Conferencia episcopal oportuna22.

Algún autor pone de relieve la incongruencia de la reserva absoluta de la homilía para los ordenados en relación con las posibilidades que otorga el ritual de bautismo de los niños, o con las ocasiones, excepcionales, pero posibles, en las que un laico preside las exequias o preside un matrimonio23. Pensamos que la reserva total, sin posibilidad de dispensa, de la homilía al diácono o presbítero viene pensada para la celebración eucarística úni-camente, ya que en otro tipo de celebraciones, dónde también podemos llamar homilía al cometario bíblico, la dispensa es posible.

Representa la homilía una ocasión privilegiada para exponer al pueblo reunido la Palabra de Dios de manera sistemática y completa, a lo largo del año litúrgico. De aquí que el derecho mande que se predique homilía en las fiestas de precepto que se celebren con concurso del pueblo y que la recomiende en los demás días, especialmente en las otras fiestas, en advien-to, cuaresma y en funerales (c. 767§2 y 3). Tal deber fue ya expresado en el decreto conciliar sobre la liturgia24. El canon señala que en estas ocasio-nes la homilía no puede omitirse si no es por una causa grave, que habrá de entenderse como proporcionada a la omisión. Tal serían, por ejemplo, una indisposición del ministro, el insuficiente conocimiento de la lengua, inclemencia excepcional del tiempo, etc. Dentro de los cánones sobre el ministerio de la Palabra parece que la homilía es la única determinación

20 Cf, SCCD, Instr. Actio Pastoralis, 15-5-1969, n. 6; en AAS 61 (1969), p. 809; SCDS, Instr.

Liturgicae instaurationes, 5-9-1970, n. 2, en AAS 62 (1970), p. 696; SCSCD, Inst. Inaestimabile

donum, 3-4-1980, n. 3, en AAS 72 (1980), p. 334.21 EdM, art. 3.22 Cf, SCSCD, «Directorium de celebrationibus dominicalibus absente presbytero», 2-6-1998., en

Notitiae 24 (1988) 376.23 Cf, P. URSO, La funzione di insegnare della Chiesa, Milán 1992, 39-40.24 Cf, SC 52.

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que supone obligación para los fieles. Estamos, pues, no sólo ante una obligación de los pastores, sino de los fieles de asistir a un ministerio que se considera parte integrante de la misma liturgia.

Al párroco se confía velar por el recto cumplimiento de lo prescrito en este ámbito (c. 767§4, y el mismo sentido 528 y 530,7º).

Fuera de la obligación de predicar la homilía en días festivos no existe otra forma universal que obligue a determinadas predicaciones. Otras for-mas de predicación extraordinaria, como ejercicios espirituales, retiros o misiones, se deben organizar según la necesidad y conveniencia (c. 770). En el actual Código, dicha predicación es regulada por el Obispo diocesano según su prudente juicio.

La predicación extraordinaria en forma de misiones populares, que pre-ceptuaba el anterior c. 1349§1 que se hiciera cada diez años en cada Iglesia local, es ahora sustituida por una fórmula mucho más flexible: ejercicios espirituales, misiones sagradas u otras formas de predicación adaptadas a las necesidades. Las misiones populares, introducidas por Pío IX25, consisten en un tiempo de predicaciones extraordinarias dirigidas a católicos dónde está establecida la jerarquía católica.

Además de ampliar dichas formas de predicación, el c. 770 ya no pone plazo fijo, y corresponderá determinarlo al Obispo diocesano a través de la normativa particular correspondiente. Sin embargo, la no especificación del tiempo y modo por parte del Obispo diocesano, no quita el deber de los pá-rrocos de dar estas ayudas. El canon no deja a la discrecionalidad de Obispo, y menos del párroco, decidir sí son necesarias o no esas iniciativas, lo que establece es que el Obispo decidirá el modo, periodicidad, amplitud, etc. de dichas formas de predicación., pero su organización es obligatoria.

En cuanto al contenido, en la predicación se ha de explicar a los fieles cuanto se debe creer y vivir para gloria de Dios y la salvación de los hom-bres, lo cual incluye la doctrina de la Iglesia sobre la persona humana, la familia la sociedad, y en general del modo de disponer los asuntos tempo-rales según el orden establecido por Dios (c. 768). Se inspira la redacción de esta canon en el Decreto Christus Dominus 12. También está en estrecha relación con dicho precepto la encíclica Humanae Vitae 4, de Pablo VI26.

Los dos párrafos del c. 768 se complementan e incluyen, en el sentido de que predicar sobre los aspectos «temporales» que refiere la segunda parte, es necesario para la gloria de Dios y la salvación de las almas, finali-dades a las que va orientada toda la predicación y que vienen reflejadas en

25 Cf, Encíclicas Nostis et nobiscum, 8 de diciembre de 1849, n. 11 y Singulari quidem, 17 de

marzo de 1856, n. 9.26 AAS 60 [1968] 483.

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la primera parte del canon. Vemos así reflejada la orientación integradora entre realidades religiosas y temporales marcada por el Vaticano II27. Algún autor advierte que «en primer lugar» al que alude el primer párrafo supone una jerarquización entre los dos párrafos del canon, en el sentido de la primacía de los sacro, lo que es necesario creer para la gloria de Dios y la salvación de los hombres, en relación con las realidades profanas o tempo-rales contenidas en la segunda parte28. Hemos de advertir que dicotomizar, e incluso jerarquizar los temas planteados en dicho canon en cuanto al con-tenido de la predicación, puede alterar el equilibrio doctrinal que plantea el canon entre el contenido del anterior Código al respecto (c. 1347) y la posterior doctrina conciliar y rebajar el carácter sustancialmente unitivo que a los contenidos «sacros» y «temporales» otorga el precepto que nos ocupa.

Parece que el elenco en el contenido de la predicación que establece el c. 768 no es exhaustivo ni cerrado, simplemente indicativo, teniendo en cuenta, sobre todo, que una normativa jurídica no puede delimitar total-mente un tema tan marcadamente práctico-pastoral como es el contenido de la predicación.

Da la impresión de que, según el canon, el predicador está obligado a ser cauce de la autoridad magisterial: «Enseñen […] la doctrina que propone el magisterio». De acuerdo con esta orientación, la predicación ha de presentar el magisterio de la Iglesia sobre los puntos más relevantes de la doctrina cató-lica. Pero aunque la predicación haya de hacerse bajo la guía del magisterio, la necesaria libertad del predicador, la prudencia pastoral y, sobre todo, el principio de adaptación que enseguida analizaremos, aconsejan que la predi-cación no sea una mera repetición de los principios magisteriales al respecto.

La determinación concreta de los contenidos de la predicación ha de tener en cuenta la condición socio eclesial de la comunidad a la que se dirige. No se puede decir en todas las partes lo mismo y de la misma ma-nera, sino que se ha de adaptar el mensaje al auditorio y responder a las necesidades del tiempo. Por eso, sobre el modo de predicar, se dispone que se proponga la doctrina cristiana de manera acomodada a las condiciones de los oyentes y adaptada a las necesidades de cada época (c. 769). La re-dacción de este canon depende directamente del Decreto Chistus Dominus 1329. Es también el resultado del cumplimiento de lo que el c. 248, en sus últimas líneas, dispone que se haga con los seminaristas, para que de este modo sean buenos predicadores del Evangelio y sepan dar respuesta a las preguntas y anhelos de los hombres contemporáneos.

27 Cf, GS, 38.28 Cf, C. SOLER, «Los contenidos del ministerio de la palabra», en J. Mª Urteaga (ed.) o.c., 110 y ss.29 También podemos encontrar la inspiración de estos principios en GS 4, PO 4 y EN 63.

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Más que un contrapeso a la fidelidad a la Palabra de Dios, este principio de adaptación es un principio de fidelidad al Evangelio y al misterio de la Encarnación, que requiere adaptar la Palabra a los distintos contextos y necesidades del mundo. En este mismo sentido, no deberá nunca olvidarse la metodología catequética en toda la predicación: el lugar, la cultura o la oportunidad en el tiempo.

El c. 771§1 refleja la preocupación del legislador respecto a los fieles cuya pastoral no encaja en la común y ordinaria, fundamentalmente por sus condiciones socio-laborales. Un ejemplo lo encontramos en el Directorio general para el ministerio pastoral en relación con el turismo, redactado por la Congregación para el clero, de 27 de marzo de 196930. Es un tema de gran importancia en nuestro tiempo debido a la gran movilidad. También la Comisión pontificia para la pastoral de la emigración y del turismo, in-tegrada a partir de la Constitución Apostólica Pastor Bonus en el Pontificio consejo de la pastoral para los emigrantes e itinerantes, ha emanado un do-cumento que se ocupa de la pastoral y, por ende, de la predicación a varias categorías de personas: emigrantes, estudiantes que se encuentran fuera de su sede, marineros, trabajadores aéreos, nómadas, turistas, etc.31.

La Iglesia ha sentido siempre la necesidad de crear estilos de predicación para alcanzar a grupos sociales, tanto por razón de raza, cultura o forma de vida y trabajo, que no les alcance la pastoral ordinaria. Otra forma concreta de procurar esa cura pastoral puede ser el nombramiento de capellanes que lleguen adonde no puede alcanzar la cura pastoral parroquial, como las capellanías de emigrantes. En Christus Dominus 18 se ejemplifican otras de esas situaciones particulares: emigrantes, exiliados y prófugos, navegantes, nómadas y feriantes, etc.

La responsabilidad de esta cura pastoral recae, o bien sobre el párroco, o bien sobre el Obispo32.

El 771§2 recuerda también a los Obispos diocesanos y a los párrocos la obligación de tener cura con los no creyentes de su propio territorio. Se le había encomendado al Obispo ya en el c. 383§4. El principio es claro, aunque su realización no sea fácil. Se trata, en palabras de Pablo VI, de prestar una particular atención a la no creencia en el mundo moderno33. Este anuncio de Cristo a los no creyentes se debe poner en relación con el diálogo interreligioso que también forma parte de la misión evangelizadora

30 AAS 61 (1969) 361-384. 31 Iglesia y moviliodad humana: AAS 70 (1978) 375-378.32 Cf, cc. 528 y 383.33 Cf, EN 55. Ver también, es este sentido, CD, 13 y AG, 5-8.

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de la Iglesia34. El canon no habla del derecho de los no creyentes a recibir la predicación del Evangelio, sino del deber de los pastores de ofrecerla en el tiempo y modos oportunos.

Sobre la materia de la predicación impartida de modo ordinario, los Obispos, a través del derecho particular, pueden no sólo recomendar, sino exigir unas orientaciones determinadas, e incluso imponer unos contenidos concretos. Así parece deducirse del apartado primero del c. 772, desarrollo, por otra parte, en el ámbito de la predicación de la orientación general que establecía el c. 756§2, al constituir al Obispo diocesano en moderador de todo el ministerio de la palabra en su Iglesia.

Es al Obispo diocesano al que el c. 772§1 faculta en exclusiva para dar normas al respecto de la predicación en su diócesis. Dicha normativa de-berá seguirse por todos los predicadores en dicha Iglesia particular, sean clérigos diocesanos de dicho territorio o no lo sean.

A juicio del legislador (c. 772§2), la predicación por radio o televisión (hoy seguramente incluiría también Internet) tiene una cualificación espe-cial y estará sometida a las normas de la Conferencia Episcopal que, según juzguen prudente, utilizarán o no esa capacidad normativa. El enunciado de este parágrafo: «Para hablar sobre temas de doctrina cristiana», parece indicar que dicha competencia se extiende más allá de la mera predicación, y alcanza a todo el ministerio de la Palabra.

Este precepto vendría inspirado en la doctrina conciliar contenida en el Decreto Inter Mirifica, de 4 de diciembre de 1963 y en las Instrucciones del Pontificio Consejo para los instrumentos de comunicación social Communio Progressio, de 21 de mayo de 1971, para la aplicación del decre-to del Concilio sobre los medios de comunicación social y Aetatis novae, de 20 de febrero de 199235.

Una norma muy similar encontramos también en el c. 831§2, que con-cede competencia normativa a la Conferencia Episcopal en relación con la participación no sólo de clérigos, también de religiosos, en programas de radio y televisión dónde se traten temas que afecten a la doctrina católica o a las costumbres.

Dada la gran difusión de los medios de comunicación que rebasa la competencia de cada Obispo, es conveniente que sean fijadas estas pres-cripciones por una instancia eclesial como es la Conferencia Episcopal que abarque un ámbito mucho más grande de difusión. Los medios de

34 De dicho diálogo se ocupó especialmente Juan Pablo II en la Encíclica Redemptoris Missio,

de 7 de diciembre de 1990, AAS 83 (1991) 249-340.35 AAS 56 [1964] 145-157; AAS 63[1971] 593-656 y AAS 84 [1992] 447-468.

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comunicación ejercen una influencia que supera los límites de las dióce-sis.36. Para España puede verse el decreto general sobre la presencia de la Iglesia en los medios audiovisuales de comunicación social, de 1 de diciem-bre de 198437.

2. LA CATEQUESIS (CC. 773-780)

La segunda forma privilegiada del ejercicio del ministerio de la palabra es la catequesis. Es un medio singular y muy relevante para la evangeliza-ción cuya finalidad es educar en la fe a todos los fieles, y que comprende una enseñanza de la doctrina y de la vida cristiana impartida de modo or-gánico y sistemático38. La maduración de la fe y hacer posible un testimonio cristiano en el mundo, tienen en la catequesis un medio indispensable. La catequesis a los no creyentes tendrá una normativa especial recogida en el derecho misional del título II del Libro que comentamos.

Manifiestan todas las fuentes catequéticas que la fe puede ser anterior a la misma catequesis, y que ésta no es una mera trasmisión de conteni-dos objetivos. En la Iglesia tiene una relevancia particular la catequesis de iniciación cristiana y, en general, la que precede a la recepción de los sacramentos, pero toda la vida de los fieles debe estar acompañada por la catequesis. No se puede hacer una dicotomía entre comunicar la fe y su práctica, como si la primera correspondiera a la función de enseñar y la segunda a la de santificar. Tampoco se puede separar la catequesis de las otras funciones de la Iglesia. En sentido pleno, podemos decir que la cate-quesis es una iniciación cristiana integral, por lo que ha de estar abierta a todas las dimensiones de la vida cristiana. No se trata simplemente de una iniciación en la doctrina, sino también en la vida, en la celebración y en la misión de la Iglesia, apoyándose en las certezas más básicas de la fe y en los valores evangélicos más fundamentales39.

La fuente fundamental de la catequesis será la Palabra de Dios, por lo que en el Código se incluye en el capítulo dedicado al ministerio de la Palabra. Es, además, una acción esencialmente eclesial cuyo verdadero su-jeto es la Iglesia, continuadora y maestra de la fe, y que irá dirigida no sólo

36 Una síntesis del derecho particular de las distintas Conferencias Episcopales en torno a este

tipo de predicación puede verse en T. MARTÍN DE AGAR, o.c., 610-611.37 BOCEE 3 [1986] 115-116.38 Cf, CT, 18; CD 14 y DGC, 61-67.39 Cf, CT 21-22.

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a los individuos, también a la comunidad, ya que, como indicaba el anterior Directorio general, n. 21, uno de sus objetivos fundamentales es conducir a ésta a la madurez de la fe. En este sentido todo proceso catequético «debe suponer para quien lo hace una verdadera experiencia de Iglesia»40.

En palabras del Concilio, la finalidad de la catequesis es que «la fe, ilustrada por la doctrina, se torne viva, explícita y activa tanto a los niños y adolescentes como también a los adultos», y para ello se ha de observar «el orden debido y el método acomodado no sólo a la materia de que se trate, sino también al carácter, aptitudes, edad y condiciones de vida de los oyentes», tomando como fundamento «la Sagrada Escritura, la Tradición, Liturgia, Magisterio y Vida de la Iglesia»41. También el Código (c. 773) sigue esta orientación al establecer como finalidad de la catequesis que la fe del pueblo cristiano se haga viva, explícita y operativa, y como medios la ense-ñanza de la doctrina y la práctica de la vida cristiana, mostrando así que no se puede entender la catequesis y en general la función de enseñar como un medio puramente teórico de comunicar la fe.

La catequesis deberá tener presente tanto la edad de las personas a las que va dirigida, la diferencia generacional y las variadas culturas en las que se imparte, lo cual exige una continua renovación y adaptación en el men-saje. La conciencia de Cristo que la catequesis debe dar «no es un saber cual-quiera, es una conciencia del misterio, un conocimiento pleno de la Buena Noticia del Evangelio, a la cual se refiere como su centro. No es un sistema abstracto ni una ideología»42.

Vamos a analizar los cánones de este capítulo desde tres aspectos de la catequesis que presentan especial relevancia jurídica: El derecho y deber de toda la Iglesia y de cada uno de sus miembros en la catequesis (cc. 773-778); los instrumentos catequéticos, prestando especial atención a los catecismos (cc. 775 y 779) y la formación del catequista (c. 780), aunque la sistematiza-ción de este capítulo ofrece también otras posibilidades de análisis43.

Las principales fuentes normativas que en la actualidad regulan la tarea catequética de la Iglesia, son las siguientes:

40 CT 16, cf DGC de 1971, 220-221 y EN 59.41 CD, 14.42 Mensaje del sínodo de los obispos al pueblo de Dios Cuum iam ad exitum, n. 8, del

28-10-1977.43 Seguimos para esta división a P. URSO, La funzione…43. J. A. Fuentes agrupa en tres los aspectos

que recogen estos Cánones: El contenido mismo de la catequesis (cc. 773 y 780), los sujetos activos

de la tarea catequética y su sujeción al magisterio, aspecto del que tratarían, de un modo u otro

todos los cánones del capítulo, y los instrumentos catequéticos (cc. 775, 779 y 780), en Comentario

Exegético…,132.

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a) El ritual de iniciación cristiana de adultos, de 197244.b) La Exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi, de 197545.c) La Exhortación apostólica Catechesi tradendae, de 197946.d) El Código actual y una Respuesta de la Sagrada Congregación para la

Doctrina de la Fe al episcopado francés, de 7 de julio de 198347, dón-de se determinan con mayor exactitud las responsabilidades de los pastores y de los fieles en la aprobación y uso de los catecismos, y

e) El Catecismo de la Iglesia Católica, publicado en 199248, y el Directorio general para la Catequesis, de 199749, que sustituyó al de 1971.

f) Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, publicado por Benedicto XVI el 28 de junio del 200550.

2.1. Las distintas responsabilidades del Pueblo de Dios en la Catequesis

En primer lugar, debe señalarse la responsabilidad que todo el Pueblo de Dios tiene en la catequesis, como bien indica Juan Pablo II: «Es cada vez más necesario procurar que las distintas formas de catequesis y sus di-versos campos –empezando por la forma fundamental, que es la catequesis familiar, es decir, la catequesis de los padres a los propios hijos– atestigüen la participación universal de todo el Pueblo de Dios en el oficio profético de Cristo mismo»51.

La Iglesia en cuanto comunidad es el primer sujeto de la acción evan-gelizadora y, por tanto, de la acción catequética. Todo proceso catequético «debe suponer para quien lo hace una verdadera experiencia de Iglesia»52. El c. 774§1 indica que «la solicitud por la catequesis (…) corresponde a todos los miembros de la Iglesia en la medida de cada uno», precisando que dicha actuación estará «bajo la dirección de la legítima autoridad eclesiástica».

44 AAS 64 (1972) 252.45 AAS 68 (1976) 5-76.46 AAS 71 (1979) 1277-1340.47 AAS 76 (1984) 45-52.48 Cons. Ap. Fidei depositum, AAS 86 (1994) 113-118.49 Librería Editrice Vaticana, Cittá del Vaticano, 1997. Notable valor en el ámbito catequético tienen

los numerosos documentos de la Conferencia Episcopal Española sobre la actividad catequética,

en J. A. FUENTES, «La formación catequética: El Código leído y aplicado por las orientaciones del

Episcopado Español», en J. Mª URTEAGA (Ed.), o.c., 148-150 y J. SAN JOSÉ PRISCO, Código de Derecho

Canónico, 5ª ed., Salamanca 2008, 466.50 AAS 97 (2005) 801.51 RH 19. 52 CT 16.

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Estamos ante la concreción de derechos y deberes fundamentales de los fieles, el de trabajar porque el mensaje divino alcance a todos los hombres, recogido en el c. 211, y el del derecho del fiel a recibir la doctrina cristiana del c. 213.

La responsabilidad de la catequesis implica a todos los miembros de la Iglesia, aunque no de manera igualitaria, sino diferenciada, cada uno según su función y su misión eclesial, y todos bajo la guía de la legítima autori-dad. Cada fiel se servirá de la múltiple oferta catequética según sus posibi-lidades y según considere más oportuno. Se advierte la preocupación que debe alcanzar a todos los miembros de la Iglesia por la catequesis. La libre iniciativa de los fieles dará lugar a múltiples actuaciones catequéticas. Unas dependerán directamente de la jerarquía y otras, estando bajo su general vigilancia, dependerán de las iniciativas de los fieles.

Cada creyente tendrá por su parte una responsabilidad, pero quien no puede substraerse, por obligación y derecho, son los propios padres o los que hacen sus veces, y, por obligación contraída por el bautismo, los padri-nos. Los padres son quienes, antes que nadie, tienen el derecho y la obliga-ción de proveer a la educación de los hijos, incluida la catequesis (c. 226§2), que deben darles en la misma vida familiar, con su ejemplo y enseñanzas (c. 774§2). Palabra y vivencia personal son fundamentales en esta tarea, que ha de contar también con la ayuda de la parroquia y de la escuela, pudiendo colaborar los mismos padres como catequistas de sus propios hijos.

Esta catequesis familiar se funda en el derecho-deber primario que tie-nen los padres de formar a sus hijos. Sobre esto se insiste indirectamente en la frase final del c. 776, cuando indica que el párroco ha de promover la catequesis familiar, y directamente en el c. 1136, que habla de «obligación gravísima y deber primario» de los padres respecto a la educación moral y religiosa de sus hijos. Teniendo en cuenta esta responsabilidad, se indican en diversos cánones cauces de protección y responsabilidades concretas, sobre todo en relación con la administración de los sacramentos. Así, los padres deben ser debidamente instruidos por el párroco antes de dar el bautismo a su hijo (c. 851.2º), y deben proveer a que el hijo sea bien instruido para re-cibir el sacramento de la confirmación (c. 890) y la comunión eucarística (c. 914). La desviación de esta obligación, entregando los hijos a una educación acatólica, está penada en el c. 1366 con una censura o con otra pena justa.

Sobre la manera práctica de llevar a cabo esta obligación por parte de los padres habla el c. 793 y acerca de los padrinos y de sus obligaciones el c. 872. Nada se dice ya de los «amos» del antiguo c. 1355, referido a la situación cuasi familiar que en otras épocas y contextos existía entre amos y criados.

El canon 774§2 no prescribe que los padres tengan obligación de en-señar por sí mismos el catecismo a sus hijos, ni siquiera que tengan la

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obligación de llevarlos a quien se lo pueda enseñar. Lo que se prescribe es la general obligación de formar a sus hijos en la fe mediante la palabra y el ejemplo. Las orientaciones de la Iglesia universal en este sentido podrían resumirse en los siguientes principios: 1º. La familia debe ser considerada como un cauce catequético de importancia primordial y en cierto modo insustituible; 2º. La catequesis familiar precede, acompaña y enriquece toda otra forma de catequesis; y 3º. Se trata de una catequesis más de testimonio que de enseñanza, más ocasional que sistemática y más permanente que estructurada en periodos53.

El Código enuncia que el deber de impartir catequesis corresponde prin-cipalmente a los pastores, que por el hecho de ser ministros sagrados tienen ya unos deberes en orden a la enseñanza de la Palabra de Dios54, y dentro de ellos sobre todo a obispos, párrocos y demás oficios que tienen una particular cura de almas en relación con los fieles que de ellos dependen (c. 773). Seguramente el lugar más apropiado para enunciar este principio hubiera sido a continuación del deber fundamental de todos los fieles, y especialmente de los padres, de catequizar. Son los pastores los que tienen el deber primario de cuidar de la catequesis. A partir del c. 775 se regulan y especifican estos deberes que tienen los ministros sagrados. Considerando de forma conjunta todos estos cánones, podemos decir que los deberes de los pastores en este ámbito están dirigidos a animar y proteger la multifor-me actuación catequética de los fieles, supliendo esa actividad siempre que las iniciativas sean insuficientes.

La Sede Apostólica tiene el derecho-deber de dar normas sobre ca-tequesis. Las directivas emanadas por ella en relación con la catequesis habrán de ser seguidas por todas la iglesias particulares. El c. 775§1 recuer-da la general dependencia que tiene la catequesis de la Sede Apostólica. La competencia sobre catequesis en la Iglesia universal le corresponde a la Congregación para el clero55, que está a disposición de los departamentos de catequesis de todo el mundo para orientarles, sobre todo en las ini-ciativas internacionales que se refieren a la formación religiosa. Cuando tratemos de los instrumentos catequéticos hablaremos del papel que el c. 775§1 le otorga en la elaboración y aprobación de Catecismos y docu-mentos catequéticos.

El Obispo es «el primer responsable de la catequesis y catequista por excelencia»56. A ellos corresponde, pues, actuaciones personales que su-

53 Cf., CT 68.54 Cf, c. 1008.55 Cf, PB 94; DGC 270-1.56 CT 63.

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pongan «llamar a la fe» y «confirmar en la fe»57. Es el Obispo diocesano el que concreta en su diócesis las pautas generales que debe seguir toda transmisión catequética. Compete al Obispo reglamentar la catequesis en su diócesis, tanto por lo que respecta a los contenidos como a los medios e instrumentos de trabajo que se utilicen: catecismos, libros… (c. 775§1)58, promoviendo la participación de los diversos agentes, estableciendo en la diócesis un proyecto global de catequesis que esté en relación con los planes pastorales diocesanos, coordinando iniciativas, asegurando los me-dios, textos e instrumentos necesarios, sobre cuya competencia hablaremos más adelantes, y cuidando de que los catequistas adquieran una formación adecuada y de que cualquier iniciativa catequética esté conducida por un genuino espíritu católico.

Tienen los obispos dentro de su general función de predicación de la Palabra divina, responsabilidad sobre toda acción catequética con una serie de deberes formulados principalmente en los cánones 775 y 780. Deben articular las diversas catequesis y coordinarlas con las otras acciones de la misión evangelizadora, y deben discernir sobre la identidad catequética de las diversas iniciativas. En la práctica cumplen estas misiones a través del servicio diocesano de catequesis, exigiendo un control sobre catecismos y textos catequéticos, y determinando tiempos y modos de las catequesis parroquiales, fundamentalmente de aquellas que se constituyen como pre-paración para recibir los sacramentos.

Aún así, siempre es conveniente que la acción catequética deba reali-zarse de manera coordinada. Esto supone que los obispos deben procurar una acción común con los de su misma región o nación, e incluso en un ámbito más amplio. En este sentido, y como recordaremos al hablar de los catecismos, han de respetar las normas que la Conferencia Episcopal haya dado en cuanto a la edición de catecismos (c. 775§2). Sin embargo, es con-veniente precisar que el riesgo de atomización, con el peligro de detrimento que supone en cuanto a los materiales y a la misma actividad catequética, no altera sustancialmente la decisiva competencia en su diócesis por parte del Obispo en cuanto a toda la catequesis, aunque haya de tener siempre presente el bien de las almas. Consiguientemente, es el Obispo en su dió-cesis la primera autoridad responsable de la catequesis, dentro del respeto a las normas de la Sede Apostólica59.

El n. 126 del Directorio catequético general anterior ordenó el estable-cimiento obligatorio del oficio catequético en la Curia diocesana de todas

57 CD 12.58 CT 63.59 Respuesta de la Sagrada Congregación para la doctrina de la fe, o.c., 46.

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las diócesis a través del Secretariado diocesano de catequesis, instrumento al servicio del Obispo para dirigir y moderar todas las actividades cate-quéticas diocesanas. Aunque en el Código actual no se mencionó dicho órgano, la doctrina indicó que no podía entenderse dicho silencio como abrogación de la disposición del Directorio ni de su carácter obligatorio60. El nuevo Directorio general de 1997 ratificó este planteamiento al regular el Secretariado diocesano de Catequesis en los números 265 a 267. Debe contar con un grupo de personas especializadas, normalmente sacerdotes, religiosos y laicos, dotados de competencia específica, y entre los que se de una distribución de responsabilidades61.

El papel de las Conferencias Episcopales en materia catequética es sus-tancialmente distinto al del Obispo en su diócesis. En general tendrán una función subsidiaria en cuanto a las iniciativas catequéticas, ya que su ac-tuación no puede limitar en nada los derechos y deberes del Obispo a la hora de enseñar. Ahora bien, los Obispos ejercerán su ministerio siempre en unidad con los demás obispos, y con mucha frecuencia esto se concreta en actuaciones pastorales conjuntas con aquellos con los que comparten la responsabilidad de formar parte de una misma Conferencia Episcopal.

De esas posibles actuaciones hay dos previstas en las normas codícia-les: la edición de catecismos para su territorio, previa aprobación de la Sede Apostólica (c. 775§2), que analizaremos al estudiar las distintas res-ponsabilidades respecto a los instrumentos catequéticos, y la posibilidad de constituir en su seno un departamento catequético (c. 775§3). Es signifi-cativo al relacionar la importancia de la catequesis en las diócesis y en las Conferencias Episcopales, que dicho departamento, como hemos dicho, sea obligatorio en las primeras y opcional en las segundas. Si se constituye, su misión será ayudar a los Obispos diocesanos, ya que no tiene una función de gobierno en ese sector pastoral ni impone línea alguna, sino que presta un servicio subsidiario a las diócesis, desde una doble función: Servir a las necesidades catequéticas que afectan a todas las diócesis del territorio, por medio de publicaciones, congresos nacionales, y en general, todos aquellos trabajos y tareas que exceden las posibilidades de cada diócesis; y estar al servicio de las diócesis para difundir las informaciones y proyectos catequé-ticos, coordinar la acción y ayudar a las menos promocionadas en materia de catequesis62.

60 T. BERTONE, «La catechesi nel Codice di diritto Canonico», in L’annuncio cristiano nella societá

contemporanea. Atti del XVIII Congresso canonistico. Reggio Calabria, setiembre 1986, Cittá del

Vaticano 1987, 51.61 DGC 267.62 DGC 269.

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Por todo ello concluimos que las Conferencias y las estructuras organi-zativas en las que se desarrollan, en ningún ámbito, tampoco en el cate-quético, pueden estar por encima de las iglesias particulares, pero como instrumentos de cooperación y servicio establecidos desde la organización y el derecho eclesial, no pueden ser ignoradas ya que eso iría en detrimento de la comunión eclesial y desde el punto de vista práctico, de la eficacia pastoral.

Todos los que en la Iglesia tengan cura de almas tendrán una responsa-bilidad especial en catequizar, y en este sentido, en el núcleo más específico y cercano de la estructuración eclesial, la parroquia, la función catequética del párroco es decisiva. Siguiendo las instrucciones diocesanas, el párroco organiza la formación catequística de los diferentes grupos (niños, jóvenes, adultos, enfermos, etc.) así como la que precede a la recepción de los sa-cramentos. Para esta labor puede servirse de la colaboración de los demás clérigos adscritos a la parroquia, de los consagrados (desde el respeto al ca-risma y naturaleza de cada instituto) y de los laicos, que deberán colaborar en la medida de sus posibilidades (c. 776). En cuanto a los laicos, el canon califica a algunos específicamente de catequistas, utilizando así este término en sentido estricto y refiriéndose a los fieles que después de haber recibido una adecuada preparación, son designados como tal por el párroco, como ya veremos al estudiar el c. 780.

La invitación a catequizar a tan amplio grupo de miembros de la Iglesia viene fundamentada en el deber de toda la comunidad cristiana de asumir la responsabilidad de la evangelización, en general, y de la catequesis, en particular. Además, la actuación catequética se considera como una activi-dad propia de todos los fieles, aunque dentro de ella la responsabilidad de los ministros sea especialmente relevante, como vimos en el c. 757, pero en un sentido bien distinto a la predicación, especialmente vinculada a los ordenados.

Es sin duda el c. 776 un desarrollo del 528§1, que obliga al párroco a que la Palabra de Dios se anuncie a los que viven en la parroquia, también a través de la formación catequética. Para que la formación católica llegue a todos, especialmente a niños y jóvenes, sigue diciendo ese canon, ha de servirse de la colaboración de los fieles. Tanto en el c. el 528 como en el 776, la formulación de la iniciativa catequética respecto al párroco es un deber, que tiene como fin que la enseñanza catequética se imparta en la parroquia, mientras que en relación con la función de los demás fieles en este ámbito, el Código más que mandar, exhorta. Acaba el c. 776 otorgan-do al párroco la importante función de ayudar a las familias a que puedan cumplir adecuadamente y cada día mejor con la catequesis familiar.

El párroco procurará impartir catequesis, sobre todo la de iniciación cristiana, para que los fieles puedan recibir no sólo válida y lícitamente los

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sacramentos, sino obteniendo de ellos fruto abundante. Será quien deba establecer en la parroquia las orientaciones de fondo de la catequesis y su adecuada programación, fomentar y discernir vocaciones para el servicio catequético dentro de ella y cuidar de la formación de los catequistas, in-tegrar la acción catequética con los sacramentos, la liturgia y el servicio de caridad y garantizar la vinculación de la catequesis de su comunidad con los planes pastorales diocesanos. El párroco no está obligado a enseñar personalmente a todos los fieles el catecismo, sino a que esta enseñanza se imparta por sí mismo o por otros, o por él con la ayuda de los demás catequistas, que será lo más habitual.

También consideramos responsabilidad especial del párroco la vigilancia para que en su parroquia no se utilicen materiales no aprobados por la legí-tima autoridad diocesana o supradiocesana y, por el contrario, no se omitan los obligados en su iglesia particular.

En el c. 777 de nuevo se apela a la responsabilidad del párroco en relación con algunas concretas actuaciones catequéticas63. Ante todo se establece un principio general de preparación para cualquier sacramento (777,1º). Destaca en este canon la catequesis sacramental, ya delineada en el anterior Código y que ha cobrado extraordinario auge después del Concilio. Se procurará, sobre todo por parte del párroco, que dicha cate-quesis sea un medio de incorporación a toda la vida de la comunidad y no solamente meta del proceso formativo.

Aunque la catequesis como cualquier otro tipo de formación debe ser permanente, se clarifican los distintos momentos en que no puede pasar desapercibida. Además de la importancia que los sacramentos tienen como objeto de la catequesis cristiana, el canon especifica la importancia que la misma celebración de los sacramentos tiene en la catequesis, la cual, a su vez, ha de preparar específicamente a la recepción de cada sacramento. También se hace hincapié en la catequesis de grupos especiales como lo disminuidos físicos o psíquicos (4º), o en la de distintas situaciones o épo-cas de la vida: postcomunión, jóvenes y adultos.

El tenor literal de la norma: «procure el párroco especialmente» indica que no es necesario que en cada parroquia existan todas las catequesis que se enumeran; dependerá, en expresión del mismo canon, de las disposiciones diocesanas y creemos que de las circunstancias concretas de la comunidad parroquial que cada párroco habrá de valorar de cara a promover todos o

63 La exhortación Apostólica Catechesi Tradendae enumera en los números 35 a 43 los distintos

tipos de personas a las que debe ir dirigida la catequesis: párvulos, niños, adolescente, jóvenes,

dedicando un número a los que no tienen apoyo religioso, y adultos, muy en relación con la

enumeración de este canon.

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sólo algunos de estos tipos de catequesis o incluso otros que aquí no se mencionan.

Sobre la catequesis a los niños como preparación para recibir por pri-mera vez los sacramentos de la penitencia, la Eucaristía y la confirmación (777,2º), se determina que los párrocos deben ofrecer una preparación ade-cuada. No se concreta más sobre esta preparación específica, ni sobre la de ninguno de los demás sacramentos, seguramente porque se ha tenido en cuenta que en los cánones dónde se desarrolla la disciplina de cada sa-cramento, se señalan prescripciones más concretas al respecto64. En varias ocasiones se ha reprobado expresamente la práctica de admitir a los niños a la primera comunión sin haberse confesado antes65.

La catequesis de adultos parece reflejarse en los supuestos tercero y quinto del canon. No quiere el legislador que todo termine con la celebra-ción de los sacramentos, sino que ésta se prolongue con una formación más amplia y profunda con independencia de los instrumentos utilizados.

El c. 777 no grava directamente a los fieles, sino al oficio parroquial, desde el que deben ofrecerse los medios catequéticos para que los fieles puedan cumplir sus obligaciones. Pero parece que sí puede un párroco ne-gar los sacramentos a quien no esté debidamente preparado, pues aunque no pueda obligar a determinada actividad evangelizadora, si se le exige un control acerca de si se ha recibido la adecuada formación.

Por su parte, los religiosos y los miembros de las sociedades de vida apostólica, con fidelidad a la peculiaridad de su vida y espíritu, podrán colaborar en las catequesis parroquiales, y procurarán también a través de sus superiores que en sus instituciones se imparta la conveniente formación catequética (c. 778), con una responsabilidad especial en las instituciones que, por circunstancias diversas, tengan fieles a su cargo. Consideramos que hubiera sido lógico haber incluido en este cuidado también a los institutos seculares.

La responsabilidad en este sentido recae sobre todo superior, sea local, de manera inmediata, sea mayor, dando eventuales disposiciones o directi-vas sobre la materia, o efectuando los controles que considere oportunos. Es una consecuencia lógica de la preocupación general que se aprecia en el Código por asegurar la transmisión de la fe. Se inspira este canon en el

64 Dichos cánones serían el 865 sobre el bautismo, 889 a 891 en relación con la confirmación,

y 913 y 914 sobre la Eucaristía. Al respecto puede verse, S. BUENO SALINAS, «Preparación a los

Sacramentos: Derecho común y elementos de Derecho particular», en J. Mª URTEAGA (Ed.), o.c.,

151-168.65 Ha habido dos intervenciones conjuntas en este sentido de las Sagradas Congregaciones

para los sacramentos y para el clero, de 24 de mayo de 1973, AAS 65 (1973) 410, y de 20 de mayo

de 1977, AAS 69 (1977) 427.

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decreto Christus Dominus 35, en dónde se dice que el ordinario local puede ordenar que se tenga catequesis en todos los oratorios públicos y semipú-blicos pertenecientes a los religiosos que de hecho estén abiertos habitual-mente a los fieles.

Se habla en el c. 778, en primer lugar, de las iglesias u oratorios de los religiosos, se entiende no parroquiales. El Obispo diocesano puede prescri-bir que dicha catequesis tenga lugar en esos lugares de culto abiertos a los fieles66, pero ello no significa que para la organización de esas catequesis necesiten los religiosos una específica aprobación de dichos Obispos.

Continúa el canon hablando de las escuelas de los religiosos. En ellas se impartirá la debida formación catequética. En esta norma se aprecia un mandato directo y no sólo vía párroco, aunque habrán de procurar cola-borar con él, para que en sus instituciones se imparta diligentemente la formación catequética. No cabe, por tanto, una catequesis exclusivamente parroquial. La necesaria coordinación con la parroquia y la pastoral dioce-sana no debe suprimir la riqueza que proporciona a la Iglesia la catequesis impartida en centros regentados por consagrados67. El problema vendrá cuando se impida celebrar la primera comunión u otros sacramentos allí dónde se haya preparado para ello. Creemos que tendría un mayor sentido pastoral que la celebración fuera posible dónde se impartió la catequesis preparatoria, sobre todo en los colegios religiosos. Quizás la legislación particular debiera prever más directamente estos casos y evitar situaciones en las que desde las parroquias se obliga necesariamente a celebrar allí los sacramentos, sobre todo en los casos de primera comunión, sin permitir hacerlo en las iglesias u oratorios de los institutos religiosos dónde se ha impartido la formación catequética preparatoria siguiendo el criterio de este c. 778.

También en otras obras de dichas entidades, como pueden ser hospi-tales, centros de beneficencia, etc., según el oportuno discernimiento del superior correspondiente, se podrá impartir dicha instrucción catequética.

2.2. Los instrumentos catequéticos. Normas sobre publicación y uso de catecismos y textos catequéticos

En la tarea catequizadora se deben emplear toda clase de instrumentos y medios, con tal de que sean eficaces para la formación de los fieles en la fe. La selección de esos instrumentos se deberá hacer teniendo en cuenta

66 Cf, EcS, I, 37.67 Cf, CT 65.

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la condición de los catequizados –cultura, edad, condición de vida, etc.– y las capacidades de los catequistas (c. 779).

Este canon considera los instrumentos catequéticos desde criterios de flexibilidad y amplitud, por lo que medios, tiempos, formas o lugares desde los que llevar a cabo la actividad catequética, serán variados y adecuados también a las nuevas técnicas de comunicación que se vienen produciendo en los últimos tiempos, al contrario de lo que ocurría en el Código anterior, dónde estaban mucho más delimitados.

La transmisión de la enseñanza de la fe, sigue afirmando el c. 779, no debe prescindir de las técnicas propias de la pedagogía. El instrumento catequético por excelencia sigue siendo el catecismo, pero en la tarea ca-tequizadora se deben emplear otros instrumentos y medios eficaces para la formación de los fieles en la fe. Las nuevas y positivas aportaciones de las ciencias pedagógicas tienen que ser incorporadas a la catequesis. Ellas nos podrán ayudar a comunicar el mensaje catequético adaptado a cada indivi-duo y comunidad, a la edad, capacidad, modo de ser y condición de vida del catequizado68. En este sentido, una tendencia ha puesto más el acento en las técnicas de pedagogía religiosa y en su aplicación práctica, mientras que otra insiste más bien en la integridad de la enseñanza de la doctrina y práctica de la vida cristiana proclamada en el c. 773. Compaginar ambas facetas será, sin duda, lo más adecuado.

El Código, y la legislación particular, prevén concretas acciones de vi-gilancia sobre los programas de radio y televisión que son oficialmente católicos o en los que intervienen clérigos o religiosos, y entre cuyos fines se encuentran también los catequéticos. En estos casos, según el c. 831§2, compete a la Conferencia Episcopal dar normas sí en dichos programas se tratan cuestiones referentes a la doctrina católica o a las costumbres69. Sin embargo, parece que sobre otros instrumentos catequéticos audiovisuales, muy importantes en este ámbito, y sobre la creciente labor catequizadora a través de Internet, apenas existe control ni legislación eclesial alguna.

Los instrumentos que se usan en la catequesis pueden ser variados, pero entre ellos goza de especial tradición e importancia el catecismo, del que la Iglesia se ha servido siempre en la pedagogía de la fe. Sin que haya una definición cerrada de catecismo, podemos decir que se trata de una síntesis ordenada y completa de la doctrina cristiana que expone las verdades que debemos creer (Credo), los mandamientos, los sacramentos y la forma-ción en la oración. Desde un punto de vista canónico, es el catecismo el

68 Cf, CT 46.69 La Conferencia Episcopal Española ha regulado esta materia en el Decreto de 29 de

noviembre de 1986, BOCEE 3 (1986) 115-7.

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instrumento catequético en relación con el que encontramos las más claras determinaciones y normas preceptivas. En el Código actual es en el c. 775 dónde se distinguen las diversas competencias normativas que sobre la ins-trucción catequética, y particularmente en lo que concierne a la aprobación y uso de catecismos, tiene la autoridad de la Iglesia.

Compete a la Santa Sede dictar normas sobre catecismos y publicarlos para toda la Iglesia, como ha sucedido en 1992 con el Catecismo de la Iglesia Católica70. Aunque la competencia sobre la catequesis en la Iglesia universal, como ya dijimos, le corresponde a la Congregación para el cle-ro, que está también a disposición de los departamentos de catequesis de todo el mundo, es la Congregación para la doctrina de la fe el órgano de la Iglesia Universal encargado de la aprobación de los catecismos nacionales y regionales y de documentos catequísticos de mayor importancia, tales como los directorios71.

A nivel particular, el Obispo, por ser responsable directo de los fieles en su diócesis, puede aprobar y publicar su propio catecismo, observadas las prescripciones de la Sede Apostólica (c. 775§1), aunque no será necesario someterlo a su aprobación. Es competente el Obispo no sólo para establecer catecismos, también para señalar algunos como textos oficiales en su dióce-sis, por eso puede limitarse a aprobar los catecismos y otros textos catequéti-cos que otros hagan por propia iniciativa, según el c. 827§1. En el ámbito de la acción libre de los fieles, se debe tener en cuenta que cualquiera puede solicitar a los Obispos la aprobación de catecismos y libros catequéticos que no tengan pretensión de oficialidad. En este caso la autoridad valorará de cara a su aprobación si sus contenidos son acordes con la fe, las costumbres y las normas eclesiásticas universales que afecten a la catequesis.

Las Conferencias Episcopales pueden promulgar catecismos nacionales y preparar material catequético para ofrecerlo a las diócesis, pero al con-trario que en el caso de los catecismos oficiales diocesanos, los editados por la Conferencia Episcopal para su territorio, necesitan previa aproba-ción de la Santa Sede para que sean oficiales (c. 775§2)72. Similar norma han de seguir los que se hacen bajo la responsabilidad de la autoridad de una provincia o región eclesiástica73. Esa misma aprobación, según la respuesta aludida, será también necesaria para otros documentos catequé-ticos, tales como directorios, u otros textos con valor oficial.

70 Const. Ap. Fidei depositum, 11 de octubre de 1992, n. 4.71 Cf, PB 94.72 SCDF, respuesta de 25 de Junio de 1980, en AAS 72 (1980) 756.73 Cf, c. 431-434.

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Existiendo un catecismo nacional debidamente aprobado por la Santa Sede, la respuesta de la Congregación para la doctrina de la fe del 1983 al episcopado francés74, determina que puede cada Obispo establecer otros catecismos como textos oficiales para su diócesis. Incluso el haber dado su voto favorable a un catecismo nacional no le quita al Obispo el derecho de elaborar y aprobar un catecismo diocesano, puesto que cada Obispo ejercita inmediatamente en su diócesis el poder de enseñar, y por eso es allí la máxima autoridad responsable de la catequesis, dentro del respeto a las normas de la Sede Apostólica75.

Advierte también la respuesta de la Santa Sede que la competencia de las Conferencias Episcopales para publicar catecismos no es delegable a los organismos que dependen de las Conferencias, aunque se pueden servir de ellos para su preparación. La razón es que estos organismos no tienen capacidad normativa, y la que tienen las Conferencias Episcopales no es delegable. Y también prohíbe la aprobación de catecismos nacionales ad experimentum o para consulta, pues el catecismo tiene que tener un valor probado que asegure la autoridad y estabilidad que corresponde a la ca-tequesis. Un catecismo para ser considerado como tal debe manifestar la doctrina con autoridad y estabilidad. En todo caso las experiencias, sí son permitidas han de ser particulares, es decir, restringidas territorialmente.

El control del material escolar que no tiene carácter estricto de catecismo ha venido a quedar, por acuerdo de las propias Conferencias o por exigen-cias de algunos estados, en manos de la Conferencia Episcopal por medio de la comisión correspondiente76.

2.3. El catequista y su formación

El encargo de catequista es un modo propio de los fieles, especialmen-te los laicos, de cooperar al ministerio de la palabra. Cualquier fiel puede impartir de manera directa la instrucción catequética. Aunque la actuación catequética siempre podrá impartirse bajo el punto de vista de una actua-ción personal, el catequista al que se refiere el último canon dedicado a la catequesis es aquel que cumple su labor de una manera que podemos calificar de pública y oficial, ósea, siguiendo la misión que le otorgue la autoridad correspondiente, normalmente el párroco.

74 AAS 76 (1984) 45-52.75 Id, 46.76 Para España Art. VI del Acuerdo con la Santa Sede sobre enseñanza y asuntos culturales, de

3 de enero de 1979.

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Para poder desempeñar con provecho su misión, los catequistas tienen el deber de adquirir la preparación adecuada (c. 780) tanto en los conte-nidos de la fe como en las nuevas técnicas de difusión y explicación de la misma. Esto es consecuencia de lo que con carácter general se contiene en el c. 229 en relación con la formación de los laicos y más específicamente en el c. 231, que describe la manera de desempeñar la función que han de tener los laicos que se dedican a un servicio especial de la Iglesia: «con conciencia, generosidad y diligencia» (§1).

Ha de ser una formación integral que forme al catequista en todas sus dimensiones, ayudándole a avanzar tanto desde el punto de vista de su madurez humana y cristiana, como instruyéndole en los conocimientos y técnicas necesarias para llevar a cabo su labor. En dicha especialización habrá de tenerse también en cuenta a los destinatarios, bien por edades, situaciones especiales, ambientes o mentalidades.

Son los ordinarios de lugar los que tienen la obligación de ofrecer una adecuada preparación a los catequistas, que además de una adecuada for-mación teológica, debe incluir también una preparación en cuanto a los instrumentos y medios necesarios para impartir dicha catequesis, por eso se habla en el canon también de la formación en «las disciplinas pedagógicas».

Se indica, además, que esa formación que han de organizar los ordinarios del lugar debe ser permanente. Para ello serán muy adecuadas las escuelas o institutos teológicos. Ya el Directorio catequético anterior hacía recaer la responsabilidad de esta formación en la Conferencia Episcopal y en los Obispos, instando a que se favorecieran y fundasen institutos superiores –nacionales e internacionales– de pastoral catequética para la preparación de catequistas idóneos77.En el actual Directorio se sigue poniendo mucho énfasis en la formación, incidiendo sobre todo en la fundación de escue-las catequéticas en cada diócesis, que permitan preparar catequistas con plena dedicación a su oficio, y, a un nivel superior, institutos superiores de pastoral catequética78. Juan Pablo II pidió también «el potenciamiento de las escuelas para catequistas, que aprobadas por las Conferencias Episcopales, otorguen títulos oficialmente reconocidos por estas últimas»79.

Los catequistas destinados a misiones deben recibir una preparación específica, a tenor del c. 785§280.

77 Cf, ns. 108-109.78 Cf, 248-252.79 RM 73.80 Par España véase el documento El catequista y su formación, de la Comisión episcopal de

Enseñanza y Catequesis de la Conferencia Episcopal, de 8 de septiembre de 1985, en Documentos

colectivos del Episcopado español sobre formación religiosa y educación, t. 2, Madrid 1986, n. 3,

p. 1113.

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CAPÍTULO 4

LAS MISIONES (CC. 781-792)

Se llama misión propiamente la iniciativa que consiste en predicar el Evangelio y fundar la Iglesia en medio de los pueblos dónde no está radi-cada porque no conocen el mensaje cristiano. Para anunciar el Evangelio a todos los pueblos, la Iglesia envía pregoneros a aquellas tierras y gentes dónde la Palabra de Dios no es todavía conocida, o la Iglesia no está aún arraigada (c. 786). Fuera de este sentido tenemos las llamadas misiones populares o internas, que se desarrollan en ámbitos tradicionalmente cris-tianos, y que tienen como fin mejorar la doctrina y la vida de los fieles. De ellas ya hemos hablado cuando comentamos el c. 770.

1. DERECHO MISIONAL

Fue a finales de la Edad Media, y sobre todo en los albores de la Moderna, con los grandes descubrimientos de los europeos, cuando alcanzaron las misiones una gran extensión, y se originó el derecho misional. Los fieles –normalmente religiosos– que eran enviados a los territorios de misión, se desenvolvían en circunstancias particulares que hicieron necesario les fue-ran otorgadas amplísimas facultades por los Romanos Pontífices.

Ya en el siglo XIX, y especialmente desde principios del XX, se procu-ró un acercamiento del derecho misional al común. Y así, por ejemplo, en el Código de 1917 se equipararon en cuanto a la jurisdicción, los prelados de misiones –vicarios o prefectos apostólicos– a los Obispos

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residenciales1. Pero en 1917 se le sigue considerando al misional como derecho fundamentalmente particular y extracodicial, como lo muestra la escasa importancia que se da en ese Código a la actividad misional, a la que se dedican sólo tres cánones. El c. 1350 hablaba de la actividad mi-sional al prescribir que los ordinarios y párrocos mirarán como encomen-dados a ellos a los católicos de su circunscripción y decía expresamente que los acatólicos de otros territorios quedaban reservados exclusivamen-te al cuidado de la Sede Apostólica.

Siguiendo la pauta trazada por el Decreto Ad Gentes, el Título II del Libro III traduce al campo operativo los grandes principios que regulan la actividad misionera de la Iglesia. Es la primera vez que aparece en la codi-ficación una legislación específica sobre esta materia. Los actuales cánones 781-792 son casi totalmente nuevos, ya que mientras que el CIC 17 se limita-ba a reservar a la Sede Apostólica y, por consiguiente, excluir a los Obispos, de todo el cuidado de las misiones entre acatólicos, la nueva normativa tiende a equiparar el derecho misional al derecho común.

Quizás sea éste el tema más autónomo e independiente del Libro III, de ahí que algún autor hable del título que se ocupa de la actividad misional de la Iglesia cómo de un pequeño Código dentro del Código2, dónde se organiza la vida eclesial de las nuevas, incipientes o todavía no suficien-temente organizadas comunidades cristianas, se regula la responsabilidad de todo el Pueblo de Dios y de sus diferentes sectores en esta crucial tarea evangelizadora, y se habla, entre otros temas, de las personas directamente implicadas en dicha tarea o de la ayuda de las Iglesias instituidas a las aún no arraigadas.

La inclusión del derecho misional y de la organización de las nuevas iglesias en este Libro III se debe, quizás, a la prevalencia que se da a la en-señanza del mensaje cristiano entre los pueblos dónde no se conoce y dón-de se pretende enraizar la Iglesia, aunque desde otras perspectivas también hubiera sido posible estudiarlo en los libros codíciales relacionados con las funciones de gobernar y de santificar.

2. RÉGIMEN JURÍDICO DE LOS TERRITORIOS DE MISIÓN

Especialmente durante el siglo XX se fue estableciendo una jerarquía eclesiástica propia en estos territorios. Siempre habrá territorios de misión

1 c. 294§1.2 J. SAN JOSÉ PRISCO, o.c., 471.

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que exigirán normas especiales, y esto podrá ocurrir incluso después de ser erigidos como diócesis. La razón es que propiamente se considerarán siempre territorios de misión todos aquellos que –con independencia del régimen jurídico alcanzado– no están «provistos de fuerzas propias y medios suficientes para realizar por sí mismos la tarea evangelizadora» (c. 786). La acción misional así enunciada tiene índole provisoria ya que se llevará a cabo hasta que «las nuevas Iglesias queden plenamente constituidas», sigue indicando el mismo precepto. Ello tendrá lugar, según anota el legislador, cuando estén dotadas de fuerzas propias, lo que hace referencia a su vigor espiritual, madurez de la fe y de la vida cristiana, y suficientes medios, lo que supone recursos de diversos tipos, especialmente humanos y materia-les. Cuando las nuevas iglesias puedan evangelizar dependiendo de sus propias fuerza, ya no necesitarán ayuda de otras iglesias ni de la Santa Sede para llevar a cabo su misión propia.

Actualmente el Código del 83 supone una mayor equiparación de los territorios de misión a las diócesis. Y así, se exige que se dividan en parro-quias, arciprestazgos y que organicen una curia de acuerdo con el mode-lo diocesano. Pero como siguen existiendo circunscripciones especiales, también habrá en estos lugares diversos tipos de régimen jurídico que se diferenciarán en mayor o menos medida de las diócesis. Se regulan di-chas Iglesias por normas especiales contenidas en las Instrucciones Quum huic, de 8 de diciembre de 1929, de la Congregación para la propagación de la fe3, y Relationes in territorios, de 24 de febrero de 1969, emitida ésta por la Congregación para la evangelización de los pueblos4, que da principios y normas de relación entre los ordinarios locales y los institutos misioneros en tierra de misiones.

Un primer germen eclesial en territorios poco poblados, aislados o casi sin fieles católicos puede ser la missio sui iuris, erigida por la Santa Sede como circunscripción no considerada aún Iglesia particular y a cuyo frente suele estar un rector o superior.

Cuando la autoridad suprema de la Iglesia decide instaurar en estos te-rritorios una iglesia particular, suele concretarse en un primer momento a través del régimen de comisión. En él se prevé establecer acuerdos entre la Santa Sede y el instituto misional que se ocupará del lugar. El que está al frente de la misión, nombrado por la Santa Sede a propuesta del instituto misional, gobierna con potestad vicaria, pues no lo hace en nombre propio, sino del Papa. Normalmente estos territorios están constituidos como pre-fecturas apostólicas o vicariatos, que para los efectos canónicos, se asimilan

3 AAS 22 (1930) 111-115.4 AAS 61 (1969) 281-7.

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congruentemente con las diócesis (cc. 383, 371§1). Los que gobiernan en éstos suelen ser Obispos titulares, mientras que el prefecto apostólico no suele recibir la consagración episcopal.

Corresponderá al superior nombrado por la Santa Sede con su consejo, el entero gobierno de la misión: establecer puestos misionales, escuelas, orfanatos, hospitales, iglesias, etc. Asimismo le corresponde establecer el modo de llevar a cabo el catecumenado y la preparación de los catequistas y también la administración y utilización de los bienes económicos destina-dos a la misión. A él estarán sujetos todos los misioneros que trabajan en la misión.

Esa autoridad sobre la misión que confiere directamente la Santa Sede a través de la Congregación para la evangelización de los pueblos, es distinta de la autoridad interna del instituto religioso sobre los misioneros, en cuan-to religiosos. Los misioneros dependen, pues, de dos autoridades diversas, llamadas a colaborar estrechamente. Para fijar los términos de tal colabora-ción está previsto el establecimiento de una convención entre el superior de la misión y el instituto religioso.

El sistema de comisión deja de estar vigente desde el momento en que una circunscripción eclesiástica misional es erigida en diócesis, erección que en los últimos tiempos ha afectado a muchos territorios de misión. El sistema de comisión es sustituido entonces por el de mandato, del que trata la Instrucción Relationes, a la que nos hemos referido. Aún así sigue habien-do muchas similitudes con el modelo de comisión, ya que la implantación total de la Iglesia constituye una situación no fácil de precisar canónicamen-te. Se puede decir que en este régimen la iglesia particular disfruta de una mayor estabilidad y firmeza, ya dotada de un mayor número de personas implicadas directamente en la vida diocesana: sacerdotes, religiosos y laicos autóctonos.

En el sistema de mandato el que lleva a cabo la convención es el Obispo. A esta clase de convención se refiere el c. 790§1-2º. Ahora es el Obispo de la ya diócesis el que pide a la Santa Sede que establezca un mandato por el que un instituto misional se ocupe de determinados ámbitos diocesanos. Se establecen, por tanto, acuerdos entre el Obispo, el instituto misional y la Santa Sede. Este régimen es de especial utilidad cuando aún un instituto misional se tiene que ocupar de ámbitos diocesanos de importancia.

Nada impide, y así sucede muchas veces, que esas nuevas iglesias conti-núen por un tiempo tuteladas por la Santa Sede a través de la Congregación para la evangelización de los pueblos.

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3. LAS DISTINTAS RESPONSABILIDADES DE LOS MIEMBROS DE LA IGLESIA EN EL DERECHO MISIONAL

La nueva eclesiología conciliar reorienta la responsabilidad del Pueblo de Dios en la tarea misional de la Iglesia. Si en el CIC 17 la cura pastoral entre los no católicos se dejaba a la exclusiva responsabilidad de la Sede Apostólica5, corresponde ahora a toda la Iglesia el deber de propagar la fe y la salvación de Cristo. Todos los miembros de la Iglesia, según la vocación y situación de cada uno, son responsables de la actividad misionera, orien-tada a establecer nuevas iglesias particulares y ayudar al crecimiento de las iglesias jóvenes hasta que puedan contar con sus propios medios (c. 781). Reproduce esta canon el número 35 del Decreto Ad Gentes.

Se proclama este deber como universal, primero en relación con el es-tatuto fundamental de los fieles cristianos, en los cánones 208, 211 y 216, y después en el 781, que hace arrancar el deber misionero de la misma naturaleza de la Iglesia, señalando el aspecto misionero de toda la Iglesia. La base de la responsabilidad y del deber moral de cada fiel en la tarea misionera de la Iglesia se fundamenta en los sacramentos del bautismo y de la confirmación. La cooperación en la obra misionera conoce aplicaciones muy concretas, a partir de la propia realidad individual y comunitaria de los miembros del Pueblo de Dios. En este sentido, todos los fieles están llama-dos a participar directa o indirectamente, con su oración, con su aportación económica o con su trabajo en la tarea misionera.

A los largo del siglo XX, los Romanos Pontífices han mostrado un espe-cial interés en que se comprenda que las misiones son algo de todos en la Iglesia. Con este espíritu se proclamó en el Concilio que toda la Iglesia, por su naturaleza, es misionera6. Por tanto, todos los fieles están obligados a cooperar en la obra misionera de la Iglesia.

Es competencia del Papa y del Colegio Episcopal organizar y dirigir la acción misional (c. 782§1). Siendo la actividad misional una obra en la que interviene toda la Iglesia, se necesita que la autoridad suprema de la Iglesia lleve la dirección suprema y la coordinación de los esfuerzos.

El Colegio de Obispos operará sobre todo en casos extraordinarios, como colegio; en vía ordinaria será el Papa quien se ocupe principalmente de la ta-rea misional. Para este cometido se sirve principalmente de la Congregación para la evangelización de los pueblos o propaganda fidei, sucesora de la Sagrada Congregación para la propagación de la fe, que «dirige y coordina en todo el mundo la misma obra de la evangelización de los pueblos y la

5 Cf, c. 1359§2.6 Cf, AG 2.

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obra misionera, salvo la competencia de la Congregación para las Iglesias orientales»7. Se ocupará, a nivel teórico-científico, de promover las investiga-ciones teológicas, espirituales y pastorales sobre dicha acción; y a un nivel más práctico de difundir el espíritu misionero en el Pueblo de Dios y de suscitar vocaciones misioneras, e igualmente de formar al clero secular y a los catequistas de los territorios que le están sujetos8.

En estrecha relación con la Sede Apostólica, y dependiendo de la Congregación para la evangelización de los pueblos, se encuentran las Obras misionales pontificias, que constituyen una única institución de la que dependen cuatro ramas: La Obra pontificia de propagación de la fe, cuya principal tarea es la educación, información y sensibilización misio-nera; la Obra de San Pedro apóstol, para favorecer la formación del clero nativo, y que últimamente ha ampliado esta misión a la formación de los candidatos a la vida religiosa masculina y femenina en las misiones; la Unión misional del clero, religiosos y religiosas y la Obra de la Santa in-fancia, que pretende despertar en los niños una conciencia misionera uni-versal y sensibilizarlos respecto a la situación de los niños de las regiones e iglesias más pobres9.

La organización de las comunidades cristianas en tierras de misión tie-ne como rasgos particulares una mayor dependencia y ayuda de la Santa Sede, que va siguiendo sus pasos desde que nacen y se desarrollan, hasta que están completamente formadas (c. 786). Se suele comenzar por erigir una misión «sui iuris» o un vicariato apostólico mientras van promocionan-do vocaciones del lugar; luego se erigen como diócesis. Cuando alcanzan cierta madurez dejan de ser iglesias de misiones y pasan a depender de la Congregación para los Obispos o para las iglesias orientales. El tiempo de misión dura tanto como sea necesario para que la circunscripción pueda tener todos los elementos indispensables para su completo funcionamiento. No se busca trasplantar la Iglesia, sino enraizarla y hacer que germine de manera propia.

Al constituirse plenamente la Iglesia, cesa el régimen jurídico de comi-sión con respecto a quienes se había confiado el territorio misional y se instaura el sistema de mandato, que tiene la forma de una especial colabo-ración acordada entre los institutos misioneros singularmente y el Obispo que preside la nueva iglesia.

7 PB 85.8 Cf, Id 86-92.9 AG 38.

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Con respecto a ciertos grupos particularmente reacios a la evangeliza-ción, se prevé la constitución de otras formas más flexibles de organización, como pueden ser las prelaturas personales misioneras.

A nivel diocesano incumbe al Obispo fomentar y sostener las obras en favor de la misiones, como manifestación de su solicitud por todas las Iglesias en cuanto miembro del Colegio episcopal, sobre todo suscitando, favoreciendo y sosteniendo la iniciativa misionera en la propia Iglesia par-ticular (c. 782§2). Debe, por tanto, promover las vocaciones misioneras, la oración, la limosna y otras ayudas de los fieles para las misiones.

Todos los Obispos deben tener una especial solicitud por las misiones, pues todos han sido consagrados no sólo para su diócesis, sino también para la salvación del mundo entero, y por ello suscitarán en su diócesis el sentido misionero. El c. 782 da también a los obispos singulares el prota-gonismo que en el anterior Código sólo tenía la Santa Sede10. Hoy abunda también, junto al sistema de comisión y mandato, el de convenio entre iglesias de misión e iglesias de antigua tradición cristiana, lo que concreta especialmente esta decidida intervención de las iglesias particulares y de sus principales responsables en la obra misionera. La intervención de la Santa Sede en estos casos suele asegura mejor la estabilidad de las ayudas y su distribución equitativa.

La iniciativa misional surgida en el seno de la propia Iglesia particular y sostenida por ella ha dejado de ser ya algo excepcional y ha entrado en el terreno de lo ordinario y deseable. Para promover las iniciativas a favor de las misiones en cada diócesis el Motu Proprio Ecclesiae Sanctae III, 4, establece que para ello se destine un sacerdote, el cual formará parte del Consejo pastoral de la diócesis.

Ha de tenerse en cuenta al aplicar el c. 782, que en las últimas décadas ha crecido la conciencia de los deberes solidarios que entraña la comu-nión entre iglesias, en orden a una mejor distribución de los presbíteros; a ello llamó ya Pío XII en la Encíclica Fidei donum, de 1957, y contribuyó también a su fomento la experiencia colegial vivida durante los años del Vaticano II11. Varias Conferencias Episcopales han dado origen a organismos de coordinación y ayuda, también económica, en favor de las Iglesias más necesitadas.

Entre las formas peculiares de la responsabilidad diocesana en el ámbito misional, el legislador señala cuatro muy importantes en el c. 791. La pers-pectiva de este canon mira a las iglesias de vieja tradición cristiana, para prescribirles determinados medios de promover la cooperación misional.

10 c. 1350§2.11 Cf, LG 23; CD 6.

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La norma va dirigida a todas las diócesis, sean o no territorios de misión, y basándonos en el c. 368, pensamos que también a las figuras asimiladas a la diócesis.

El deber general establecido en el c. 385 de fomento de las vocaciones por parte del Obispo, se subraya en el c. 791 en relación con las vocacio-nes misioneras como primer compromiso que se impone a todas las dió-cesis. Dicha ayuda se podrá llevar a cabo tanto fomentando las vocaciones misioneras entre seglares –hombres y mujeres– y clérigos, como enviando sacerdotes de la diócesis por parte del Obispo para que ayuden en la tarea misionera, bien definitiva, bien temporalmente, poniendo en práctica así la ayuda entre iglesias particulares prevista en el c. 271§2.

Ya hemos indicado como Pablo VI encargó a cada Obispo destinar un sacerdote para promover las iniciativas a favor de las misiones12 y espe-cialmente de las cuatro asociaciones que reciben el nombre de Obras mi-sionales pontificias, deber sobre el que vuelve a incidir el c. 791. Dichas asociaciones son: la Obra misional pontificia de la propagación de la fe, la Obra misional pontificia de San Pedro apóstol, la Obra misional pontificia de la Santa infancia y la Pontificia unión misional. Dicho sacerdote queda-rá constituido en delegado episcopal para las misiones y a través de estas instituciones fomentará decididamente el espíritu y la ayuda misionera en su diócesis. La formación en el espíritu misionero de los seminaristas dio-cesanos, se advierte y alienta en los cánones 256§2 y 257, dedicados a la formación de los clérigos.

Sigue el canon señalando que ha de celebrarse en cada diócesis un día anual en favor de las misiones. Bajo la iniciativa de Pío XI y por rescripto de la entonces Sagrada Congregación de religiosos, quedó fijado el penúltimo domingo de octubre como el día de las misiones o «Jornada de la misión universal»13, conocido tradicionalmente como DOMUND, en él que entre otras actividades dirigidas a la sensibilización de la tarea misional, se cele-bra una colecta económica especial destinada a tal fin.

Lo que ha de enviarse a la Santa Sede para ayuda de las misiones, según la cuarta y última prescripción del c. 791, es una cuota proporcionada al presupuesto de la diócesis, aunque parece que puede proceder tanto de una colecta especial, cual es la del DOMUND, o de un tanto por ciento fijado sobre el conjunto de los ingresos, o de ambas.

En los territorios de misión compete al ordinario del lugar promover, di-rigir y coordinar toda la iniciativa y el programa de la acción evangelizadora.

12 EcS III 4. Se señala también en este m.p. que dicho sacerdote debe formar parte del consejo

pastoral de la diócesis.13 Rescripto Apostólico, de 14 de mayo de 1926, en AAS (1927) 23-4.

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Para ello, aparte de las normas oportunas, procurará suscribir con los supe-riores de los institutos misioneros acuerdos en los que se definan claramen-te los términos de su colaboración (c. 790). Se establece el principio general de la prevalencia del Obispo diocesano sobre los superiores religiosos, si bien se aconseja que se suscriba un convenio con los correspondientes institutos para que las relaciones entre el Obispo y los superiores religiosos «redunden en beneficio de la misión».

En la Instrucción Relationes se determinan algunos principios y normas acerca de las relaciones entre los ordinarios locales y los institutos misiona-les. Ya hemos dicho que elevada una circunscripción misional a diócesis, se sustituye el sistema de comisión por el de mandato, pero el sistema de mandato conserva lo esencial del de comisión, consistente en que se es-tablezca una convención entre el ordinario local y el instituto dedicado a la obra misional en la diócesis. Corresponde al Obispo diocesano solicitar el mandato a la Santa Sede, para lo cual debe consultar a la Conferencia Episcopal. Pero es señal de la importancia cada vez mayor del Obispo dio-cesano en las iglesias de misión, el hecho de que abunda cada día más el sistema de convenio entre iglesias de misión e iglesias de antigua tradición cristiana, sin venir ya sujetos ni al sistema de comisión ni al de mandato. De este modo también se pone de relieve la cada vez mayor equiparación del derecho misional al común14.

El Obispo puede admitir para las diversas regiones y obras de las dió-cesis, a varios institutos misionales, con mandato y también sin él, sin obli-gación de oír previamente a un instituto que hubiera recibido mandato en esa misma circunscripción, a menos que esto último hubiera sido parte del convenio. En caso de un instituto sin mandato, los acuerdos y responsabi-lidades quedan entregados exclusivamente al Obispo residencial y al supe-rior correspondiente, sin intervención ni aval del dicasterio romano.

El c. 790 es prácticamente la aplicación al mundo misionero del c. 381, en sintonía con el papel reconocido por el Vaticano II al Obispo diocesa-no15, y, por otra parte, la subordinación de los misioneros a las disposicio-nes del Obispo sobre la acción misional, corresponde a cuanto el derecho establece acerca de los religiosos con respecto al apostolado de la diócesis (c. 678§1).

Parece evidente que estas trascendentales funciones que el derecho otorga al Obispo diocesano de una diócesis de misiones, se extienden a las

14 Esta equiparación tiene dos excepciones: en el caso de sede vacante se nombra de antemano

el sucesor (c. 420) y en lo referente al consejo presbiteral y colegio de consultores que están unidos

en el llamado «consejo de misión» (c. 502§4).15 Cf, AG 30.

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figuras asimiladas que presiden circunscripciones eclesiásticas y que aún no han sido erigidas en diócesis de misiones, pero que se orientan a ello, tengan también carácter episcopal, como suele ser el vicario apostólico, o no lo tengan: Prefecto apostólico, prelado o abad territorial y administrador apostólico constitutito en modo estable. La equiparación que el c. 368 esta-blece entre estas Iglesias particulares y las diócesis se extiende claramente a la equiparación de competencias entre quienes las presiden y el Obispo diocesano de territorio que aún se considera misional.

El hecho de que las Conferencias Episcopales no aparezcan men-cionadas explícitamente en el c. 782, como lo hacen en Ad Gentes 31 y 38, no impide que puedan actuar como instancia coordinadora de la responsabilidad de cada obispo en la obra misional; sin embargo, care-cen de facultad para dar decretos generales sobre esta materia16. En cada Conferencia Episcopal debe haber una comisión episcopal para misiones17. Dicha comisión debe trabajar en colaboración con el Consejo misionero nacional o regional, compuesto por los directores nacionales o regionales de las Obras misionales pontificias, y los institutos misioneros existentes en la nación o región. Dichos institutos serán tanto órdenes y congre-gaciones religiosas como toda clase de instituciones y asociaciones que trabajan para las misiones. También ha de cuidar esta comisión de rela-cionarse con las demás Conferencias Episcopales, para, entre otras cosas, mantener la equidad en las ayudas misionales. En este mismo sentido, la Congregación para la evangelización de los pueblos ha de promover la coordinación de las Conferencias Episcopales en las misiones, según regiones socio-culturales18.

El último canon del Título, el 792, atribuye a las Conferencias Episcopales la tarea de fomentar la labor de ayuda y acogida a quienes desde territorios de misión acuden a su territorio. Tanto este canon como el 791 se refieren a todas las Iglesias particulares ya plenamente constituidas, tanto a nivel diocesano como de Conferencia Episcopal, a las que se hace partícipes y responsables de la pastoral misionera de la Iglesia.

Se trata, la del c. 792, de una práctica bastante frecuente en países con fuerte inmigración que pretende fomentar, a través de la coordinación de la Conferencia Episcopal, la fraternidad con las iglesias hermanas más ne-cesitadas. Ese canon se concreta en la asistencia a los emigrantes que pro-ceden de tierras de misiones y por motivos laborales o de estudios, llegan a regiones de antigua cristiandad. Las Conferencias Episcopales cumplen

16 Cf, c. 455., Comm. 15 (1983) 99.17 EcS III, 9.18 AG 22, desarrollado por EcS III.

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lo mandado en el precepto creando tanto instituciones de acción pastoral, como pueden ser parroquias o capellanías personales para inmigrantes de determinados grupos (cc. 518 y 568), o bien otras instituciones con un carácter más asistencial o social atendiendo a sus ocupaciones de trabajo o estudio (casas del mar, residencias universitarias especializadas, hogares para obreros, etc.). En este sentido, los organismos sociales y caritativos y las comisiones de asistencia establecidas por las Conferencias Episcopales, han de actuar en colaboración con otras instituciones eclesiásticas y civiles, especialmente las de carácter internacional.

La razón por la cual este encargo viene conferido a la Conferencia Episcopal y no a la diócesis singular, es porque dichas obras serán mucho más fáciles de poner en funcionamiento en el ámbito de toda una nación. Dicha tarea puede ser encargada a una especial comisión episcopal.

El Pontificio Consejo para la atención espiritual de emigrantes e itine-rantes19, es también una clara muestra de la solicitud de la Iglesia hacia los emigrantes, a los que el Código dedica una particular atención en los cánones 383§1 y 568.

Según lo previsto en Ad Gentes 29, también el Sínodo episcopal deberá tener en cuenta el tema de la evangelización en el mundo contemporáneo.

El último sector eclesial al que expresamente se refiere el Código como obligados especial y peculiarmente a cooperar en la tarea misional, son los institutos de vida consagrada (c. 783). Aparte de ser este canon una aplica-ción de lo que el 573 establece como carisma propio de dichos institutos y de su consagración, refleja una realidad histórica que permanece aún muy presente: la obra misionera de la Iglesia ha estado confiada durante siglos, de manera absolutamente prevalente, a los miembros de los institutos de vida consagrada. Su plena entrega y disponibilidad les otorgaba una agili-dad que les permitía acudir a las posiciones que podrían llamarse de van-guardia, algo que sigue ocurriendo hoy.

La ayuda exigida a estos institutos de cara a la acción misional de la Iglesia, han de hacerla sus miembros siguiendo la índole propia de los respectivos institutos. Algunos institutos de vida consagrada, y muchas so-ciedades de vida apostólica, tienen como fin propio las misiones. Incluso hay institutos religiosos que dependen de la Congregación para la evan-gelización de los pueblos como tales institutos; en los demás casos sólo dependen de ella los religiosos misioneros en cuanto misioneros, pero no en cuanto religiosos. Parece también evidente, aunque el canon no las men-cione expresamente, que entrarían aquí las sociedades de vida apostólica (cc. 731-746), no consagradas en sentido estricto, pero muchas de las cuales

19 PB 149-151.

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han nacido dedicadas expresamente a la obra misional, para lo cual, preci-samente, han elegido un estatuto jurídico más flexible que él de los religio-sos en orden a su inestimable aportación a la obra y al carisma misionero. No entendemos el porqué no se las incluye expresamente en el canon 783, como se hace en el siguiente, dedicado a los misioneros.

Hay órdenes e institutos cuya legislación nada regula sobre directa par-ticipación en la obra misionera. Otros incluyen el envío misionero como una de sus finalidades, si bien tal obligación no recae singularmente sobre cada uno de sus miembros. Algunos institutos o partes de ellos (algunas provincias de los institutos más antiguos: dominicos, agustinos…) se defi-nen como misioneras, siendo la misión ad gentes su característica y carisma determinante.

4. MISIONEROS Y CATEQUISTAS

La ayuda a las iglesias de misiones se concreta en el envío de misioneros. Ofrece el legislador un amplio concepto de misionero, en justa correspon-dencia con el deber misionero de toda la Iglesia20. Son fieles de todas las condiciones (clérigos, consagrados, laicos) que se ofrecen y son enviados por la autoridad eclesiástica a realizar la labor misional y la implantación de la Iglesia en ese territorio (c. 784). Este canon amplía el concepto anterior de misionero, muy unido al de religioso, incluyendo en él a los autóctonos, a los clérigos seculares, a los miembros de las sociedades de vida apostólica y aún a los laicos.

El misionero tiene un verdadero mandato, que comporta determinada responsabilidad y una cierta independencia de acción. Por eso, no se puede entender como tal a aquel que a título individual, aún teniendo una motiva-ción religiosa, va a trabajar a territorios de misión. La autoridad eclesiástica competente que envía a los misioneros puede ser variada, aunque las más habituales serán o bien la Santa Sede, a través de sus órganos administrati-vos, el Obispo diocesano y equiparados: prelado territorial, abad territorial, prefecto y vicario apostólicos y administrador apostólico constituidos de forma estable, y superiores mayores de los institutos de vida consagrada y sociedades de vida apostólica, tanto masculinos como femeninos.

También algunas diócesis envían parte de su clero a trabajar en la ta-rea misional, y hay asociaciones de fieles y movimientos que preparan

20 Cf, AG 36-41. El n. 41 ofrece una explicitación de las posibilidades abiertas a los fieles laicos

como misioneros.

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misioneros (incluso familias completas) para que puedan ser mandados, al menos por un tiempo, a tierras de misión. En este último supuesto, sobre todo sí están casados, han de recibir una equitativa retribución y estar pro-tegidos por un sistema de previsión, frente a diversas eventualidades21, con un estatuto similar a las cláusulas que establecería un contrato.

La preparación de dichos misioneros para realizar tareas tan importantes y a veces muy especializadas, requerirá ahondar en una formación humana integral, adecuada a la índole y condición de cada uno22. Dicha formación ha de incidir en los aspectos espirituales y morales, lo que comporta una in-dispensable vivencia de las virtudes teologales, y en los aspectos científicos y técnicos adecuados a su edad y capacidad23. Además, ha de formárseles para la inserción en el nuevo ambiente, tanto en el plano socio-cultural como eclesial24.

Habla el c. 785 del catequista de misiones, mucho más dedicado a esta tarea que el catequista que realiza su función dentro de la pastoral ordi-naria, y del que hablan los cánones 776 y 780. Son laicos de ambos sexos, seglares o religiosos, pero no pertenecientes al estado clerical, que median-te un cierto compromiso colaboran con la autoridad eclesiástica en tierras de misiones por un tiempo más o menos largo desempeñando una acción evangelizadora que conlleva la explicación de la doctrina, la organización de la vida litúrgica y de las obras de caridad25. Resulta evidente que el ca-non no se refiere al simple voluntario, que dedica gratuitamente un tiempo a estas actividades, sino al personal con dedicación plena o semiplena. Caerían, por tanto, los catequistas de misiones dentro de los cánones 231 y 1274§3 y 4 en cuanto a su preparación y retribución, su derecho a seguridad social y asistencia sanitaria. Con frecuencia serán candidatos para recibir ministerios estables conforme al c. 230. En todo caso podrán ejercitar los derechos reconocidos en el c. 229§2 y 3.

En virtud del mismo cargo, el catequista aparece como ministro extraor-dinario del bautismo (c. 861§2), o le pueden ser confiadas otras actuaciones, por ejemplo, ministro de la comunión eucarística (c. 910§2), testigo cualifi-cado para asistir a los matrimonios (c. 1112), ministro de algunos sacramen-tales (c. 1168), y otras funciones en acciones litúrgicas (c. 230§2 y 3), sin excluir, según los casos, la predicación (c. 766).

21 AA 22; c. 231§2.22 AA 29.23 AG 26 y cf, c. 231§1.24 Cf, AA 26; AG 30-31, 38. 25 EcS III, 18, 2º-3.

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Su actividad no es autónoma, ha de desenvolverse, según expresa el canon, bajo la dirección de un misionero responsable de su actividad, al que corresponderá comprobar sí ejercita convenientemente su función. El Decreto conciliar Ad Gentes parece conferir al catequista de misiones una verdadera misión canónica con su correspondiente rito litúrgico26.

Es importante y encomiable la preocupación que se muestra en el c. 785§2 por una adecuada formación de estos catequistas en escuelas de catequistas, que podrán ser diocesanas o institutos nacionales dedicados a esa tarea, o bajo la tutela de misioneros dónde no existan tales centros27, sin olvidar que junto a su instrucción, el canon pide que destaquen por su vida cristiana.

La labor de los catequistas misionales se ha proyectado con nuevos ma-tices en los animadores de las comunidades eclesiales de base, sobre todo en América latina.

5. METODOLOGÍA MISIONERA, CATECÚMENOS Y NEÓFITOS

Los cánones 787 a 789 dan unas pautas para la metodología misione-ra, tanto con los no creyentes, realizando una labor pre-evangelizadora (c. 787§1), como con los iniciados, un primer anuncio (c. 787§2); con los catecúmenos, un serio discernimiento (c. 788), y con los neófitos, una for-mación continuada que permita la profundización en la fe y la plena incor-poración a la comunidad (c. 789).

El c. 787 plantea un esbozo de la metodología de la evangelización que desea la Iglesia, acomodada a la mentalidad y la cultura de quienes no creen en Cristo. Habrá que tener en cuenta que esta actuación misionera es diferente de la acción ecuménica. Los sujetos de esta norma son los misioneros, responsables de la implantación de la Iglesia en ese contex-to. Plantea este canon el doble proceso: de preevangelización, eliminando obstáculos y suscitando interés en los no creyentes, y de evangelización, mediante un primer anuncio de Cristo. Este proceso viene resumido en tres temas: el diálogo misionero, la inculturación del Evangelio (§1) y el preca-tecumenado (§2).

Pablo VI, en la Encíclica Ecclesiam Suam, distingue por razón del des-tinatario tres clases de diálogo: con los cristianos separados, con los no cristianos y con los no creyentes; a cada uno de los cuales corresponde

26 N. 17. 27 Cf, CT 71.

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actualmente un Consejo pontificio en la Curia Romana. El profundo respeto constituye una de las características del diálogo con los que no creen en Cristo en territorios de misión del que se ocupa el 787§1. Han de aceptar los evangelizadores en este contexto las diferencias o, incluso, las contradiccio-nes, y respetar las decisiones que libremente tome cada uno, siguiendo el dictamen de su conciencia28.

A nivel regional y misional, las Conferencias Episcopales tienen asignado el tema de la inculturación29, además de las tareas que señala en Concilio30, aunque es esta una materia que requiere, ante todo, una disposición exis-tencial por cada misionero que le lleve a superar sus propios condiciona-mientos culturales e insertarse progresivamente, con inteligencia y respeto, en otros ambientes a veces muy distintos. La Iglesia propone, no impone nada, respetando la determinación libre de cada uno en la búsqueda de la verdad31.

Especial cuidado de instrucción habrán de tener los misioneros con los que vean en disposición de aceptar el bautismo. La etapa de precatecume-nado, así llamada en el c. 788§1, es a la que parecía referirse el c. 787§2. En esta primera acogida de esos candidatos al bautismo, la ocupación principal será la de dar una explicación del Evangelio adecuada a los candidatos, a fin de que madure una voluntad de seguir el camino cristiano y pedir libremente el bautismo. Una vez más se subraya la libertad para recibir el bautismo de la que se ha hablado en el c. 748, al igual que la sinceridad del acercamiento, para lo cual se habrán de valorar los motivos de la conver-sión, que ante todo han de ser religiosos. Todo el proceso de acercamiento a la Iglesia, precatecumenado y catecumenado, vendrá determinado, en gran parte, por el derecho litúrgico recogido en el Ordo para la iniciación cristiana de adultos (OICA), de 1 de enero de 197232.

Los catecúmenos son aquellos que solicitan expresamente ser incor-porados a la Iglesia. Mediante esa manifestación de su voluntad nace una relación jurídica que origina una serie de derechos y deberes entre el cate-cúmeno y la Iglesia.

En el c. 206 se consideran como catecúmenos a los que han manifestado su voluntad de pertenecer a la Iglesia. El ingreso al catecumenado también es estudiado en el c. 851, a la par que se apuntan en el 865 las exigencias a las que estarán sometidos los adultos candidatos a recibir el bautismo.

28 Cf, DH 2. y AG 11-13.29 Cf, RM 76.30 AG 31.31 RM 44 y 39.32 AAS 64 (1972) 252.

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LA FUNCIÓN DE ENSEÑAR EN EL DERECHO Y EN LA VIDA DE LA IGLESIA

Pero en el ámbito misional el c. 788§1 considera como catecúmenos a los que ya han realizado los primeros ritos litúrgicos previos al catecumenado. Por eso, parece distinguir el Código un catecumenado propio de los países de misión del de otros contextos y en este sentido el c. 788§1 denomina precatecúmenos a quienes desean recibir el bautismo, pero aún no han realizado dichos ceremonias litúrgicas que les introducen en la categoría de catecúmenos. A continuación vendría el paso a la condición de cate-cúmenos, mediante ceremonias litúrgicas y la inscripción en el registro de candidatos al bautismo33.

Hay que tener en cuenta, sin embargo, que los ritos del catecumenado no son imprescindibles, y que hay situaciones en las que se pueden supri-mir: en caso de imposibilidad, de peligro de muerte, y cuando así lo consi-dere conveniente el Obispo.

Hasta hace pocos años, el catecumenado era concebido como elemento casi exclusivo de las misiones ad gentes, pero a partir del Vaticano II se sitúa también el ámbito de la cura de almas de las iglesias ya constituidas34, de ahí que aparezca regulado también fuera del derecho misional, sobre todo en relación con el bautismo (Libro IV, parte I, título I). Pero, mientras en las igle-sias particulares es el Obispo diocesano quien debe instaurarlo, conforme a las disposiciones de su Conferencia Episcopal35, en las iglesias de misión, tal institución está contemplada en virtud del mismo derecho. El c. 788§2 descri-be admirablemente el proceso a seguir en el catecumenado en territorios de misiones, inspirado en el Decreto Ad Gentes 14. No será una mera formación doctrinal, sino una verdadera iniciación en la vida de fe, en la liturgia, en el ejercicio de las costumbres evangélicas y en el apostolado.

Sobre el conjunto de derechos y deberes de los catecúmenos, establece el Código que sean las Conferencias Episcopales las que regulen el catecu-menado y determinen su estatuto jurídico (c. 788§3).Se les confiere facultad para dar estatutos acerca de la organización del catecumenado y de las prestaciones que han de ser exigidas a los catecúmenos y las prerrogativas que se les reconocen. Tendrá una particular importancia en esta regulación, la adaptación que dichas Conferencias pueden introducir a partir de los ele-mentos que se encuentren en el uso de cada pueblo y que sean congruen-tes con los ritos cristianos, enlazando así con la inculturación propuesta en el canon anterior, que tiene en cuenta especialmente las costumbres y los usos culturales de los pueblos y de las Iglesias locales.

33 Cf, OICA, 17 y 68-72.34 Cf, SC 64, CD 14.35 OICA 66.

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Estos estatutos jurídicos no podrán obviar los deberes y derechos –el Código los considera como prerrogativas– que aparecen ya en la normativa universal vigente: El poder de recibir bendiciones, la equiparación a los bautizados en las exequias, y el reconocimiento del derecho a demandar en juicio como a otro no bautizado36.

En nuestros días hay que constatar que, a causa de la fuertes descristia-nización que padecen, muchas naciones de tradición católica necesitan una nueva evangelización, que requiere de los fieles que viven en esos países una decidida actividad misionera en los ámbitos que frecuentan.

A nivel individual el neofitado es la etapa conclusiva de todo este proce-so evangelizador al que nos estamos refiriendo. Lo establecido en el derecho común, especialmente en los cánones 851 y 865, se aplica en el 789 respecto a la enseñanza dirigida a los neófitos en territorio de misión. Por neófito se entiende el que en edad adulta se convirtió a la fe y recibió el bautismo en forma absoluta. A estas efectos, edad adulta, a tenor del c. 1478§3, serían los catorce años.

Estos nuevos cristianos son el resultado de la obra evangelizadora y de la plantatio Ecclesiae. Han de cultivar el espíritu ecuménico, apreciando a los bautizados no católicos como hermanos en la fe y procurando favorecer acciones ecuménicas por parte de toda la comunidad37. Los neófitos deben tener un seguimiento, tanto en la progresión de la fe como en las obliga-ciones que surgen del bautismo, para lo cual han de seguir una catequesis apropiada. Para ello será bueno insertarlos en una determinada comunidad, dónde sean ayudados a vivir la fe. Como para todo pastor de almas, para el misionero deben tener un lugar preferencial los recién bautizados, que han de ser por ellos gradualmente educados para que conozcan y vivan la vocación cristiana38.

36 Cf, cc. 1179, 1183 y 1476.37 Cf, AG 15.38 Cf, PO 60.

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CAPÍTULO 5

LA EDUCACIÓN CATÓLICA

El Código del 17 dedicaba a la escuela el título XXII de la parte IV del Libro III. La materia se trataba en doce cánones, justo después de los semi-narios. El CIC actual trata la materia con más amplitud, 29 cánones, pero sobre todo la reorganiza por completo, dividiendo el título en tres capítulos después de tres cánones introductorios.

Ha habido un cambio de perspectiva en el actual Código respecto del anterior, tomando como base la declaración conciliar Gravissimum educa-tionis1. Se pasa a través del documento conciliar de un concepto de edu-cación en el cual el hombre era considerado de modo abstracto y pasivo, a otro que pone en el centro de la educación a la persona humana, sujeto activo del proceso educativo. Pone de relieve el Concilio la importancia suma de la educación en la vida del hombre, su necesidad en el mundo de hoy y la importante misión que la Iglesia tiene en la educación total del hombre. Se invita al esfuerzo de todos de cara a que la educación, derecho fundamental de la persona, llegue a todos los hombres. Y en cuanto a la educación específicamente cristiana, no sólo ha de cifrarse en la formación humana, también en el desarrollo personal de la fe, de la oración y de la participación en el culto, el progreso del hombre nuevo en Cristo, y el afán comunitario y apostólico2.

1 Para analizar más específicamente la evolución de la materia del Código del 17 al Vaticano II

y del Concilio al Código actual, puede verse A. MONTAN, en L’educazione católica (cc. 793-821), in:

La funzione di insegnare della Chiesa, 66-76, Milano 1995.2 Cf, GE Proemio y 1-2.

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LA FUNCIÓN DE ENSEÑAR EN EL DERECHO Y EN LA VIDA DE LA IGLESIA

Ya el cambio de encabezamiento de la materia en ambos Códigos es sig-nificativo: de «Las escuelas», que son sólo un instrumento de la educación, se ha pasado a llamar «De la educación católica». Partiendo del derecho a la educación, trata el CIC 83 de las posiciones jurídicas de los distintos sujetos implicados en el proceso educativo (familia, sociedad civil e Iglesia) y de las principales, aunque no únicas, estructuras educativas vigentes en la actuali-dad: escuelas, que engloban todos los centros educativos preuniversitarios, y universidades católicas y eclesiásticas.

La educación es un tema de permanente actualidad, por lo que supone para el desarrollo de los pueblos y el fomento de las libertades individuales en el marco de una convivencia democrática y pacífica. Educar es trasmitir conocimientos, criterios de juicio y de comportamiento de manera adecua-da a la persona: ser racional, libre, social y trascendente, llamado a desarro-llar y usar sus propias facultades para buscar su felicidad y la de los demás. Con estas premisas se entiende que la educación entraña formación, y no es jamás mera información.

El legislador se ocupa en este título no de la enseñanza en abstracto, sino de la enseñanza católica, es decir, la que viene informada por la fe, la moral y la vida cristiana, tal y como lo enseña el magisterio de la Iglesia. En la perspectiva de la antropología cristiana, la educación considera la totalidad de la persona, integrando armónicamente todas sus dimensio-nes (biológica, psicológica, afectiva, intelectual, social, moral). La verdadera educación incluye tanto la trasmisión del saber intelectual y técnico, como comunicar un positivo modelo de comportamiento. La educación cristiana es la que propone al hombre una visión cristiana de la realidad, integrando en el saber la verdad revelada y las exigencias morales que comporta. Esta educación se puede llevar a cabo de muchas maneras y con distintos me-dios, lo importante es la sustancia. Para que una educación pueda conside-rarse católica es necesario no sólo que se trasmitan las verdades religiosas de acuerdo con la doctrina del magisterio, sino que se procure la formación integral de la persona humana en orden a su fin último (c. 795). Esto permi-te una visión más armónica y unitaria del proceso educativo.

La educación es católica dependiendo de sus contenidos y de la forma-ción proporcionada, con independencia de sí es impartida por estructuras educativas de la Iglesia o de si lo hacen los fieles a título personal, actua-ciones que en el ámbito de la educación podrán realizarse en instituciones vinculadas a las esferas estatales o a las privadas de la sociedad, o en insti-tuciones vinculadas a las esferas eclesiásticas. La educación católica interesa por diversos aspectos al derecho canónico: por quienes tienen el derecho y el deber de educar; también respecto a la organización de los medios me-diante los cuales se imparte la educación cristiana y más específicamente en cuanto a la enseñanza de la religión.

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LA EDUCACIÓN CATÓLICA

A la educación religiosa se une la física, la humana, la moral e intelec-tual, la cívica y hasta, entendida rectamente, la política, ya que el desarrollo armonioso del individuo es fundamental para la convivencia3.

1. PRINCIPIOS ORIENTADORES (CC. 793-795)

El título III se abre con tres cánones de carácter general, extraídos, fun-damentalmente, de la Constitución Gaudium et spes. Seguirán tres capítulos dedicados, respectivamente, a las escuelas, a las universidades católicas y a las universidades y facultades eclesiásticas, es decir, a los principales, aun-que no únicos, medios dirigidos a promover el proceso educativo.

El derecho y el deber de educar a los hijos competen, en primer lugar, por ley natural, a los padres o a quienes hagan sus veces. Aunque corres-ponde a la Iglesia el derecho y el deber de educar, tanto en los centros que de ella dependan, como en los demás centros (c. 794), la formación es responsabilidad primaria de los padres respecto a los hijos menores. Juan Pablo II calificó este papel de los padres como esencial por su conexión con la transmisión de la vida, original y primario, al no derivar de otros sujetos ni estar subordinado respecto a otras entidades, e insustituible e inalienable, puesto que no puede ser legítimamente usurpado ni delegado en otros4.

Se trata, en primer lugar, de educación en sentido general fundamen-tada en el derecho natural que, aunque no exclusivo ni excluyente, debe garantizarse frente a ilegítimas interferencias de otras personas e institucio-nes. Además, para los padres católicos este cometido incluye la educación cristiana de la prole, eligiendo aquel tipo de enseñanza que defienda mejor los valores cristianos como deber propio (cc. 226§2 y 1136) y como dere-cho de sus hijos (c. 217). Quien tiene el deber de determinar el modelo de enseñanza son los propios padres. A ellos corresponde también elegir los medios e instituciones que puedan contribuir a esa educación católica de los hijos (c. 793§1). Este derecho/deber, que desde la vocación al matrimo-nio cristiano es considerado por la Iglesia como un ministerio5, implica la obligación de no permitir que los hijos sean educados en una religión no católica, lo cual encuentra su respuesta penal en el c. 1366.

3 Cf, GS 1.4 Cf, FC 36.5 GS 48b y FC 38.

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LA FUNCIÓN DE ENSEÑAR EN EL DERECHO Y EN LA VIDA DE LA IGLESIA

Este reconocimiento a la libertad de enseñanza por parte de los padres para sus hijos, fundamentado en el primigenio derecho a la libertad religio-sa, lleva consigo el derecho a recibir una enseñanza acorde con las propias convicciones y el derecho de las confesiones religiosas a impartirla. Exige, así mismo, el respeto a las propias creencias en todas las actividades esco-lares, evitando cualquier discriminación por razón de religión, así como las actuaciones que puedan herir los sentimientos religiosos de los alumnos. La concreción fundamental de este derecho sería el poder elegir el tipo de educación religiosa y moral que los padres desean para sus hijos.

Este derecho merece la tutela y la promoción de los poderes públicos, toda vez que hace referencia a elementos esenciales de la formación inte-gral de la persona. Por eso su reconocimiento y el de sus múltiples con-creciones ha sido frecuentemente plasmado en el Derecho Internacional a través de diversos tratados. Así ha ocurrido en el Art. 26.3 de la Declaración universal de los derechos humanos de la ONU, de 1 de diciembre de 1948, o en el 13-3 del Pacto internacional de derechos económicos, sociales y culturales, aprobado por las Naciones Unidad el 16 de diciembre de 1966. De la misma fecha es el Pacto internacional de derechos civiles y políticos, cuyo Art. 18-4 declara la libertad de enseñanza en materia religiosa. En el mismo sentido cabe citar el Art. 5-b de la Convención relativa a la lucha contra la discriminación en la esfera de la enseñanza, adoptado en 1960 por la Conferencia general de la UNESCO y el Principio 7 de la declaración de los derechos del niño, de 20 de noviembre de 1989.

El derecho a la libertad de enseñanza se establece en el Art. 27 de la Constitución española. Dicho principio se ha desarrollado en relación con la asignatura de religión católica en el Acuerdo sobre enseñanza de 3 de enero de 1979 entre España y la Santa Sede, que prevé dicha enseñanza en los niveles primario y secundario (Art. II). En cambio, en el nivel universitario sólo está prevista la posibilidad de organizar cursos voluntarios de enseñanza (Art. V del Acuerdo), y el establecimiento de un servicio de asistencia religio-sa que tiene por finalidad promover y organizar, de acuerdo con el parecer de la autoridad competente, las prácticas religiosas de la comunidad universitaria y las actividades de orden formativo a favor de los alumnos.

En segundo lugar, y con carácter subsidiario, tiene responsabilidad en relación con la educación religiosa, la autoridad civil, por ser ella a quien compete ordenar cuanto se requiere para el bien común temporal. Con este objeto el Estado ejerce las competencias de organización y coordinación necesarias para que todos puedan ejercer su derecho a la educación y dará normas para organizar la educación, de manera que en el sistema educati-vo se imparta a todos la formación de acuerdo con los principios morales y religiosos de cada individuo y familia. Tanto la sociedad como el Estado deben reconocer y tutelar eficazmente la libertad de los padres de decidir

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el tipo de educación que desean para sus hijos, sobre todo en el campo religioso y moral (cc. 797 y 799). Así lo reconocen, como ya hemos dicho, los principales documentos internacionales de derechos humanos.

Por esta responsabilidad civil en cuanto a la educación y por ser el derecho a la educación anterior al que pueda tener el Estado en su regu-lación, el c. 793§2 subraya la dimensión social de la educación y exige a la sociedad civil las ayudas necesarias para procurar a los hijos una educación católica. Dicho derecho/deber excluiría tanto cualquier monopolio escolar como la negación de las ayudas necesaria a la educación religiosa alegando la separación Iglesia-Estado6. No se detiene a indicar dicho precepto los modos concretos en que se ha de materializar la ayuda que la sociedad civil debe prestar a las familias para que puedan cumplir este deber educativo; esta cuestión dependerá en buena parte del régimen jurídico de cada país. Pero a pesar de esta necesaria inconcreción, se fija aquí un principio de derecho natural cuya inobservancia dañaría un aspecto importante de la libertad religiosa, ya que si los fieles optan por instituciones confesionales, no deben pagar por duplicado los costes de la enseñanza, participando en el sostenimiento de la educación pública en cuanto ciudadanos y pagando por su cuenta la religiosa que han elegido.

Para que se de una efectiva libertad de enseñanza es necesario que los estados tutelen el derecho no sólo a crear centros docentes en los que se imparta la educación deseada para los propios hijos, sino también que esos centros docentes sean financiados con cargo a los fondos públicos en la mis-ma medida en que lo son los centros docentes de creación estatal, por lo que dicho principio no iría contra el pluralismo educativo, al contrario, lo poten-ciaría. El pluralismo para que sea verdaderamente tal debe tener presente la sensibilidad religiosa de los miembros de la sociedad y prever subsidios edu-cativos, como, por otra parte, financia económicamente otras peculiaridades que también tienen reflejo en el ámbito educativo: Etnia, tradición lingüística, etc. Y es un derecho que la autoridad civil, obligada a respetar y a concretar la libertad religiosa, debe reconocer a todas las confesiones religiosas, no solamente a la católica7. De otro modo, los padres se verían discriminados económicamente a la hora de elegir escuela para sus hijos. Declarar el de-recho y no dar los medios necesarios para poder ejercerlo sería una mera protección formal, no real.

6 Cf, GS 6a y FC 40-46.7 El derecho comunitario europeo normativizó enseguida, como ya lo hicieran otros textos

internacionales ya mencionados aquí, esta importante concreción de la libertad religiosa, cf,

Resolución sobre la libertad de enseñanza en la Comunidad europea, 14-3-1984; Parlamento

Europeo, Resolución n. A2-3/89, 12-4-1989, art. 16.

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En otro plano, también la Iglesia como tal tiene derecho y deber de educar, ya que es parte de su misión enseñar la vida cristiana a todas las gentes, derecho que ejercita por medio de los pastores de almas (c. 794). A la Iglesia le corresponde este derecho-deber en cuanto sociedad huma-na capaz de impartir educación8, y en cuanto que le ha sido confiada la misión de ayudar a los hombres para que puedan llegar a la plenitud de la vida cristiana9, tarea a la que no podrá renunciar, en correspondencia al deber/derecho de los fieles reconocido, entre otros, en el c. 229§1. Esta misión eclesial no sería subsidiaria en relación con la misión educadora de los padres, más bien independiente. Por otro lado, habrá que reconocer a lo largo de la historia la acreditada experiencia educadora de la Iglesia y de sus diversas instituciones, basada fundamentalmente en el derecho a la libertad religiosa10.

Dicha libertad exige, en formulación del c. 794§2, la posibilidad de ofre-cer a todos, y en primer lugar a los fieles, la educación católica, también promoviendo centros docentes de todo género y nivel (cc. 800§1 y 807), aunque habrá que advertir que la educación católica no pasa necesariamen-te por la escuela católica, ya que a través de otro tipo de centros educativos se puede impartir dicha educación. La estimulación a la conciencia de los pastores a la que alude el último párrafo del c. 794 en relación con este propósito educador, necesitará de una efectiva colaboración de toda la co-munidad eclesial.

Cuando en la Iglesia la jerarquía funda y dirige instituciones educativas, éstas, por depender directamente de ella, se podrán considerar como ofi-cialmente católicas. En esta situación están también las que dependen de una persona jurídica eclesiástica pública. Tanto a nivel elemental o medio de enseñanza (c. 803) como a nivel superior universitario (c. 808) existirán dos tipos de instituciones educativas que pueden llevar el nombre de ca-tólicas: Aquellas que son dirigidas por la autoridad de la Iglesia o por una persona jurídica eclesiástica pública y aquellas otras a las que se reconoce como católicas mediante documento escrito. Junto a éstas habrá otras que sin utilizar el apelativo de católicas tendrán una inspiración católica.

La educación para la Iglesia, va más allá de lo explícitamente religioso. Programático y didáctico en este sentido es el c. 795, fundamentado en la declaración Gravissimum Educationis 1, en el que se describe el tipo de educación deseado y buscado por la Iglesia. La formación integral de la persona, desenvolviendo armónicamente las propias dotes, es la meta, más

8 GS 3. 9 Cf, GE 3.10 Cf GE 3c.

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allá del éxito social, del prestigio o del éxito económico. La verdadera edu-cación irá dirigida a la formación holística de la persona, y tendrá como ho-rizonte la ordenación como fin último del individuo singular al bien común de la sociedad en la que vive. De este modo se quiere evitar que el fiel se escude en el propio egoísmo y se inserte responsable y constructivamente en la sociedad11.

Destacar que este precepto no menciona expresamente la educación católica, va más allá, ya que en la educación integral de la persona a la que se refiere el canon iría también integrada la católica. Reconoce, además, al educando no sólo el papel de mero receptor pasivo de la enseñanza, sino ante todo como sujeto activo al que debe ayudársele a desarrollar sus capa-cidades. En este sentido, la verdadera educación católica debe ofrecer a los niños y a los jóvenes, según el c. 695, las posibilidades de:

1º Desenvolver armónicamente las propias dotes personales, sean físi-cas, morales o intelectuales, teniendo en cuenta los progresos de la psicología, la pedagogía y la didáctica.

2º Adquirir un más perfecto sentido de la responsabilidad, de modo que puedan afrontar la vida con coraje y equilibrio.

3º Adquirir un recto sentido de la libertad, que permita reconocer y respetar los derechos y deberes de los demás.

4º Prepararse y participar activamente en la vida social, de modo que puedan insertarse en las diversas esferas de la convivencia humana y contribuir al incremento del bien común.

2. LAS ESCUELAS CATÓLICAS (CC. 796-806)

El capítulo I de este título III, dedicado a las escuelas, está estructurado en tres partes o temas: uno dedicada a las escuelas en general, cc. 796 a 799, otro a las específicamente católicas, cc. 800-803 y 806 y, por último, los cc. 804-805, que se ocupan de la enseñanza religiosa en cualesquiera escuelas, ya que por razón de la materia, es competencia de la autoridad de la Iglesia impartirla. Parece evidente que en este capítulo el término es-cuela, a diferencia del Código del 17, tiene un significado jurídico definido y preciso referido a la escuela elemental y a la media, es decir, a todos los niveles escolares pre-universitarios.

11 Cf, J. HORTA ESPINOZA, «Eccomi, manda me!», Roma 2011, 113.

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2.1. Las escuelas en general (cc. 796-799)

El tema escolar es muy importante. La escuela representa uno de los más importantes instrumentos para la educación y la formación que existen en la sociedad. El Código (c. 796) establece el deber de una colaboración estrecha entre cuantos pueden contribuir a fomentar la enseñanza escolar.

Aunque los padres tienen en la escuela una ayuda primordial para cum-plir con su deber de educar, ésta no constituye un sustitutivo de la educa-ción paterna. Por el hecho de confiar sus hijos a una escuela católica, los padres no quedan exonerados de darles una educación cristiana, dado el carácter subsidiario de la educación escolar respecto a la familiar. En este sentido, no sería legítima una actitud negligente de los padres, que supusie-ra una especie de delegación implícita de su función educativa en la insti-tución escolar. Por eso la normativa codicial en este ámbito escolar se inicia pidiendo la mutua colaboración entre la familia y la escuela, fundamental para el acierto y la eficacia de la obra educativa escolar, aunque la actividad escolar exija una preparación profesional específica.

La mutua relación y concordia de los padres-educadores redundará siempre en favor de la calidad de la formación de los más jóvenes (c. 696§2). Se destacan las asociaciones y reuniones con el fin de fomentar este tipo de actividades. En este sentido, los padres católicos deben cooperar con las asociaciones de padres de alumnos, con los consejos escolares y escuelas de padres. La colaboración eficaz entre familia y escuela es algo necesario, pero difícil. Por ello parece importante que los fieles se empeñen en dar vida a iniciativas en las que el proyecto educativo cristiano inspire armóni-camente a padres y profesores.

Los padres deben gozar no sólo de una libertad reconocida para elegir la escuela de sus hijos, sino también de una adecuada protección jurídica por parte de los estados, para que puedan hacer efectivo este derecho (c. 797)12. Es este canon una aplicación al ámbito escolar de lo que dispone el c. 793§2 sobre la ayuda que debe prestar la sociedad civil a la tarea educativa de los padres. Ya hemos visto que el principio de libertad para elegir escuela aquí proclamado tiene su reflejo en el Art. 27 de la Constitución española y en los Acuerdos internacionales que España, por la fuerza del Art. 96-1 de la Constitución, ha incorporado a su propio ordenamiento interno. Dicho de-recho lleva consigo, en primer lugar, el reconocimiento del derecho que tie-nen los ciudadanos y los grupos intermedios para fundar y dirigir escuelas con un proyecto educativo específico, y excluye como contrario al derecho

12 Cf, GE 6.

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natural, la pretensión de los poderes públicos de instaurar una situación de monopolio educativo.

Con un sentido realista, señala además el c. 797 que no basta la procla-mación del derecho, sino que además es necesario protegerlo con ayudas económicas, conforme a la justicia distributiva, lo cual exige que no sólo sean los económicamente privilegiados los que gocen de libertad para en-viar a sus hijos a las escuelas que deseen. La concreción de este derecho se podrá efectuar de modos diversos, la Iglesia no toma partido por ninguna solución técnica concreta (Conciertos, cheque escolar, desgravaciones fis-cales…), pero ha de suponer una ayuda efectiva que permita en la práctica elegir la escuela deseada sin que suponga un gravamen añadido para las familias.

Los mismos fieles han de hacer todo lo posible a fin de que la sociedad civil reconozca realmente este derecho mediante leyes justas y eficaces. Corresponderá a la libertad de cada fiel la determinación de los modos concretos de llevar esto a cabo, de modo que nadie esté necesariamente vinculado a ninguna opción técnica o política concreta.

El c. 1374 del Código anterior prohibía a los padres enviar a sus hijos a escuelas acatólicas, neutras o mixtas, salvo permiso del ordinario del lugar y con la adopción de las precauciones dispuestas por la Santa Sede; todo ello a fin de evitar el peligro de perversión. La normativa actual innova esta materia partiendo del deber de los padres de proveer a la educación católica de los hijos enviándolos a escuelas en las que se imparta una educación católica. Los padres encontrarán una ayuda para su respon-sabilidad educadora en las escuelas informadas del espíritu cristiano, y a ellas deberán enviar a sus hijos siempre que sea posible; en caso contrario deberán procurar que a sus hijos se les imparta educación católica fuera de la escuela (c. 798). Esta obligación es también de los pastores de almas, según el c. 794§2.

Se trata, no de escuelas católicas en el sentido estricto de la palabra (c. 803§3), sino de aquellas que impartan educación católica. Parece, por tanto, que este requisito no es exclusivo de las escuelas propiamente católi-cas en sentido estricto. Dichas escuelas referidas en el c. 798 cumplirían tal deber, según la doctrina más acreditada13, sí el estado o la dirección escolar prevén que la religión católica venga impartida en dicha escuela dentro de los planes de estudio, o simplemente permitiendo que los profesores católicos enseñen la religión a los niños dentro de su centro, sin agravio económico para éstos. Sería éste último el supuesto, en opinión de otros

13 Cf, A. G. URRU, o.c. 654 -5 y A. MONTAN, La Funzione di insegnare Della Chiesa, o.c., 81.

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autores14, dónde, a pesar de configurarse dichas escuelas como no católicas o pluralistas, se proporciona, de hecho, una educación católica merced a la activa presencia de padres y profesores católicos.

Pero no resulta claro en el magisterio de la Iglesia, sí sería suficiente la existencia de la asignatura de religión católica para cumplir los requisi-tos de una escuela que imparte una educación cristiana. Ateniéndonos a Gravissimun educationis 2 y 8, sobre el elemento característico de este tipo de escuelas, parece que no es suficiente el solo elemento de impartirse la clase de religión. La educación católica habrá de responder a un proyecto educativo global, que afecte también a otras disciplinas y actividades Aún así, no habrá que olvidar que la enseñanza religiosa constituye el momento más relevante de la instrucción cristiana en la escuela y, por tanto, su pre-sencia garantiza un mínimo de formación católica.

La exención respecto a dicha obligación de la que trata la última parte del canon, «si esto no es posible», quedará a la valoración de los propios padres, ya que el elenco de posibilidades no viene tasado. También el modo de proveer en estas situaciones puede ser variado y habrán de ser los progenitores, con ayuda de los pastores, quienes concreten la alternativa.

El Código prevé que se establezcan las adecuadas penas para los pa-dres que entregan a los hijos para ser educados en una religión acatólica (c. 1366). Una admonición de la entonces Sagrada Congregación del Santo Oficio, de 28 de julio de 1950, ordenaba no admitir a los sacramentos a los padres y a los niños cuya educación estuviera confiada a asociaciones im-pulsadas o dirigidas por comunistas, que tienen el fin de inculcar principios materialistas y anticristianos.

Promover una justa legislación en materia de enseñanza constituye, es-pecialmente para los católicos, un importante deber que forma parte y con-creta el uso de sus derechos ciudadanos, ejercidos de modo pleno.

Al igual que el 797, el c. 799 pide a los fieles que traduzcan, en la medida de sus posibilidades, en leyes civiles el derecho a la formación religiosa y moral dentro del ámbito escolar, exigiendo que el legislador de cada país lo haga posible. En España el Acuerdo de enseñanza con la Santa Sede regula implícitamente lo referente a la educación religiosa y moral en las escuelas, cumpliendo así lo que propone el c. 799.

Teniendo en cuenta la fuente conciliar de ese canon15, la intención de la norma parece ser, sobre todo, el hacer incluir en las escuelas gestionadas por la autoridad pública una educación moral y religiosa para los jóvenes,

14 Cf., D. CITO, Comentario exgético…, o.c., 233.15 GE 7.

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que responda a las convicciones de los padres y que de este modo no que-de relegada al plano puramente personal o familiar. Se trata, por lo demás, de algo previsto en numerosos documentos nacionales e internacionales, y que la Iglesia trata de proclamar teniendo en cuenta no sólo el bien de sus fieles, sino los derechos fundamentales de la persona humana16.

2.2. Las escuelas católicas (cc. 800-803 y 806)

La escuela, para ser realmente católica, deberá tener las siguientes características:

1º La instrucción y la educación deberán fundarse en los principios de la doctrina católica.

2º Los educadores se deberán distinguir por su recta doctrina y por su probidad de vida17.

3º Deberá crear un ambiente en la comunidad escolar animado por el espíritu de libertad y de caridad.

4º Ayudará a los adolescentes para que en el desarrollo de la propia persona crezcan según la nueva criatura que han sido hechos por el bautismo.

5º Ordenará toda la cultura humana según el mensaje de salvación, para que quede iluminado por la fe el conocimiento que los alum-nos van adquiriendo del mundo, de la vida y del hombre18.

La Iglesia proclama su derecho a fundar y dirigir escuelas de todo tipo (comunes, técnicas, profesionales, artísticas...), especialidad (educación es-pecial, disminuidos, superdotados…) o grado (preescolar, primarias, liceos o institutos, etc.) (c. 800§1). Dicho derecho de la Iglesia tiene como base el magisterio universal de la Iglesia19 y está también presente en la legislación internacional sobre la libertad religiosa20, aunque las posibilidades concretas de llevar a cabo tal derecho estarán condicionadas por el reconocimiento jurídico que la Iglesia reciba en los diferentes ordenamientos estatales.

No se trata sólo de proclamar un derecho, como hacía el antiguo c. 1375, sino de inculcar a los fieles que están llamados a sostener estas escuelas

16 GS 76.17 Cf, A. G. URRU, o.c., 656.18 Cf, GE, 8.19 GS 6 y 8 e indirectamente DH 4 y GE 8b.20 Un ejemplo lo encontramos en el Acuerdo de revisión del Concordato lateranense, de 18 de

febrero de 1984, art. 9, n. 1.

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en la medida de lo posible (c. 800§2)21, aunque sean las autoridades civiles las que primariamente han de subvenir a las necesidades de la enseñanza. Este parágrafo segundo del c. 800 utiliza la expresión «escuela católica»; sin embargo, con este término no se entienden sólo las escuelas católicas comprendidas en el concepto técnico del c. 803§1, sino que en armonía con los cánones 798 y 802, están incluidos todos los centros educativos que respondan a la realidad sustancial de la escuela católica, cualquiera que sea el estatuto jurídico, civil o canónico, que posean.

En sentido técnico escuelas católicas son aquellas dirigidas por la je-rarquía o por alguna persona jurídica pública eclesiástica, o que han sido reconocidas como católicas por la autoridad de la Iglesia en documento escrito (c. 803§1). Por tanto, una escuela será católica sí está dirigida por la autoridad eclesiástica correspondiente o por una persona jurídica pública eclesiástica o sí ha obtenido el reconocimiento como católica a través de un acto administrativo por parte del ordinario del lugar.

No basta para su reconocimiento oficial que de hecho una escuela sea católica, sino que es necesario que la titularidad recaiga en una persona jurídica eclesiástica pública o que haya habido un reconocimiento de tal condición dado por escrito por parte de la autoridad pertinente. Estas es-cuelas, por el hecho de estar oficialmente respaldadas por la Iglesia, actúan de algún modo en su nombre y, por tanto, están sometidas a ciertas normas canónicas y al control de la autoridad, a la que compete otorgar, negar o revocar a una escuela el título de católica (c. 803§3)22. No se reclama tanto un derecho de exclusividad, cuanto un deber de responsabilidad de la au-toridad eclesiástica competente, que garantice la verdad y oportunidad del título.

Según el c. 803§2 en dichas escuelas el contenido de la enseñanza ha de responder a dos exigencias: la fundamentación de la formación y la educa-ción «en los principios de la doctrina católica»23 y la selección del profesora-do atendiendo a la «recta doctrina e integridad de vida», de tal manera que los profesores no sólo la posean, sino que destaquen. Comparando el 803§2 con el 804§2, referido a los profesores de religión, no parece excluida la posibilidad de aceptar profesores no católicos para disciplinas que no sean las de religión. Esto se deduce de la diferente terminología que utilizan los dos cánones para referirse a las cualidades morales: «integridad de vida» y «testimonio de vida cristiana». En las universidades católicas expresamente

21 Cf, GE 9.22 Cf, AA 24.23 Véase una aplicación de estos criterios en el Acuerdo de la Conferencia Episcopal española,

de 1 de diciembre de 1984, BOCEE 2, 1985, 18, sobre exigencias de los centros escolares católicos.

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se recoge esta posibilidad, aunque los profesores no católicos han de estar «inspirados por principios propios de una vida auténticamente humana»24. También los posibles profesores no católicos de las escuelas católicas han de ser de conducta digna y respetuosos con el proyecto educativo del centro.

Todo esto no quiere decir que sea en las católicas en las únicas en las que se imparte una educación verdaderamente católica, pues puede haber otras que sin ser nominalmente ni oficialmente católicas ni estar, por tanto, vinculadas a la jerarquía, eduquen a sus alumnos de acuerdo con la religión católica.

Aparte de los centros educativos que puede establecer directamente la jerarquía, hay en la Iglesia instituciones –de vida consagrada o no– que se proponen como fin específico la educación católica y pueden fundar sus propias escuelas, con el consentimiento del Obispo diocesano (c. 801). El legislador anima a dichas instituciones a ser fieles a su misión educativa y a fomentar sus propios centros educativos. De esta forma la Iglesia, en ma-teria educativa, se inclina abiertamente por las instituciones confesionales dónde ello es posible.

El canon hace sólo alusión a los institutos religiosos, algo que no alcan-zamos a comprender, ya que otro tipo de institutos de vida consagrada y de sociedades de vida apostólica tienen también por misión muy relevante la educativa25. Creemos, que el consejo del canon acerca de sus escuelas propias, así como el consentimiento del Obispo para establecerlas en las diócesis, se puede extender también a ellos.

Este consentimiento del Obispo diocesano para que un instituto religio-so funde una escuela en su diócesis recogido en el c. 801, no se exigía en el Código anterior. Esta obligación tiene que ver directamente con las orien-taciones conciliares en materia de apostolado y la función de control del Obispo26 y con lo establecido en el c. 678, configurándose la acción educa-tiva católica como una acción pública de la Iglesia, de la cual el moderador es el Obispo de la diócesis27. Parece que el consentimiento del Obispo diocesano se requiere tanto para la fundación de una escuela propia como para el caso de que una escuela fundada por otra entidad pase a ser propia de un instituto religioso. Para considerarse una escuela como propia de un

24 Constitución apostólica Ex corde Ecclesiae, de 15 de Agosto de 1990: AAS 82 (1990) 1475-

1509, n. 22.25 En el Squema de 1982 se sustituyó la inclusión de institutos de vida consagrada, que aparecía

en el Squema de 1980, por el actual de institutos religiosos, sin aludir a motivo alguno para ello. 26 CD 35,4.27 MR 9.

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instituto, a efectos canónicos ha de mirarse sobre todo a quien corresponde la dirección y gestión, independientemente de la titularidad del patrimonio.

Partiendo del texto conciliar ya aludido, la relación jurídica entre la es-cuela dirigida por un instituto religioso y la autoridad diocesana, viene es-pecificada en el motu proprio de Pablo VI Eccesiae Sanctae, de 1966, dónde queda claro el derecho de los religiosos a la dirección de dichos centros educativos propios28, poniendo así de relieve la necesaria autonomía y ca-pacidad de gestión de los institutos religiosos a la hora de orientar y dirigir sus centros educativos propios.

El 802 es un canon programático dónde se inculca un principio subsi-diario a los Obispos: la necesidad de crear escuelas imbuidas de espíritu cristiano dónde no existan Este precepto, que no habla de escuelas católicas en sentido técnico, no se limita a las escuelas elementales, ya que su pará-grafo segundo incluye también las profesionales y técnicas u otras requeri-das por especiales necesidades. Esta parte segunda del canon, tomada de la Gravissimun educationis 9 y que estaba ausente del CIC 17, viene a referir-se a los centros educativos dedicados a los minusválidos físicos o psíquicos: deficientes, ciegos, sordomudos, etc., a través de las cuales, además de dar una respuesta educativa cristiana, se cumple una importante función social.

El c. 802 enmarca la función de los pastores respecto a las actividades educativas de los fieles en el principio de subsidiariedad, ya que les corres-ponde, en primer lugar, animar y favoreces las iniciativas de los fieles en este campo, y cuando esto no sea posible recae en los Obispos diocesanos el deber de ejercitar esta función de suplencia procurando que se funden tales escuelas. Y en cuanto a sus dos partes, la segunda, referida a las escue-las profesionales, técnicas o de otro tipo, no urge tanto su creación ni incide en su obligatoriedad como la primera, que se ocupa de las elementales, ya que la creación de aquellas resulta mucho más compleja.

A la autoridad de la Iglesia, Obispo diocesano, le corresponde dar nor-mas generales para todas las escuelas católicas en la diócesis, aún para las fundadas o dirigidas por miembros de institutos religiosos, así como el derecho de vigilarlas y visitarlas (c. 806§1). En relación con el c. 397, se re-conoce al Obispo el derecho de inspección y visita de las escuelas católicas establecidas en su territorio. Dicha potestad parece que llevaría incluidas la posible visita del Obispo, su intervención en la distribución de dichas escuelas en la Iglesia particular, la cooperación de dichas escuelas entre sí, y la coordinación de la pastoral para que se inserte dentro de la diocesana.

El canon reconoce la legítima autonomía de la que gozan los institutos religiosos que dirigen, gestionan o son los titulares de dichas escuelas. Tal

28 ES 39§1.

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mención creemos que deberá hacerse extensiva a cualquier gestor de es-cuela católica. Sin embargo pensamos también que la coordinación entre la potestad legislativa del Obispo diocesano y las posibles competencias de ella derivadas y la autonomía del régimen interno de estas escuelas, no será siempre fácil, pudiendo surgir conflictos en este sentido entre la citada autoridad diocesana y la dirección colegial, sobre todo sí ésta recae en un instituto de vida consagrada que intente ante todo preservar la autonomía y el carisma específico aplicado a la actividad educativa.

Por otro lado, bajo la vigilancia del Obispo, los moderadores de dichas escuelas deben cuidar que la calidad de la enseñanza en dichos centro sea, por lo menos, igual a la de las demás escuelas de la zona (c. 806§2), lo que no siempre será fácil de conseguir, al contar normalmente las escuelas pú-blicas con mayores subvenciones económicas públicas que las católicas. En este sentido, el ordinario del lugar ejercita un deber de vigilancia por razón de la implicación oficial de la Iglesia en la actividad educativa, circunscri-biéndose esta labor subsidiaria a las escuelas católicas en sentido estricto (c. 803). Tampoco es fácil precisar ni concretar el modo de intervención de la autoridad eclesiástica en caso de incumplimiento o negligencia en relación con esta obligación de calidad por parte de los moderadores de la escuela.

2.3. La asignatura de religión católica (cc. 804-805)

Una de las proyecciones de la libertad religiosa es el derecho indivi-dual a recibir la enseñanza religiosa acorde con las propias convicciones, y el derecho de las confesiones religiosas a impartirla. De muchas maneras cumple la Iglesia con ese derecho/deber de educar, y una de las más re-levantes es la enseñanza de la religión católica. Habrá que distinguir entre instituciones educativas de la Iglesia y la religión católica como materia, que puede también ser impartida en centros educativos, estatales o privados, no pertenecientes a la Iglesia.

La educación e instrucción religiosa depende de la autoridad ecle-siástica, aunque se trate de escuelas no católicas. Enseñar las verdades que forman parte del depósito de la fe es misión que el Señor ha en-comendado a su Iglesia. Por eso, la enseñanza de la religión católica, independientemente del medio o institución a través de las que se lleve a cabo, debe hacerse bajo la autoridad de la Iglesia, ya que la garantía de la autenticidad de esa enseñanza compete a la jerarquía eclesiástica, que posee el carisma del magisterio auténtico. Lo mismo sucede con los programas de educación e instrucción religiosa, radio o televisión, aunque se trate de instrumentos de comunicación social no dependientes de una

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persona jurídica eclesiástica. La Conferencia Episcopal puede dar normas generales y el Obispo diocesano concretarlas en su diócesis, organizando y vigilando a partir de ellas (c. 804§1). Guiados por sus pastores, los fieles tienen en este ámbito una concreta posibilidad de colaborar en la función de enseñar de la Iglesia.

Por tanto, las competencias sobre la enseñanza religiosa están confia-das, según el Código, a la Conferencia Episcopal y al Obispo diocesano. Dichas competencias se refieren tanto a la enseñanza en sí de la religión como a los contenidos (programas, textos, etc.). A la Conferencia toca dar normas generales y al Obispo concretarlas posteriormente y hacer que se cumplan.

En todas las escuelas, también las que permanecen bajo la libre iniciativa de los fieles y en las del Estado, el ordinario del lugar debe cuidar que la enseñanza de la religión se adecue a la doctrina católica, y que los profeso-res que imparten esta enseñaza sean ejemplares tanto por su coherencia de vida como por su preparación técnica (c. 804§2). Con ello implícitamente se está aludiendo al mandato, del que de manera explícita se habla en los cá-nones 812 y 818 para los profesores universitarios, aunque en este sentido la cualificación jurídico-canónica del profesor de religión católica no queda clara al no estar bien determinado si ejercen un auténtico oficio eclesiástico.

En términos generales es pues clara la dependencia en este ámbito de la autoridad eclesiástica, comenzando por la Conferencia Episcopal, de la que dimanará una normativa marco a nivel nacional, y, además, existe un amplio margen para que la legislación particular especifique en materia de enseñanza de religión católica la normativa concreta a tenor de las circuns-tancias eclesiales y del tipo de relación con el ordenamiento civil. Todo esto lleva consigo que los profesores de religión católica, los encargados de la asistencia religiosa, los programas y el material didáctico para la enseñanza de la religión católica estén sujetos al juicio de idoneidad de la autoridad competente, que puede negarlo legítimamente cuando resulten estar en contraste con la doctrina o la moral católica. Este régimen se extendería también a los programas religiosos difundidos a través de cualquier medio de comunicación social.

Compete al ordinario diocesano nombrar o aprobar a los profesores de religión. La aprobación se efectuará cuando se acepta la propuesta de otro, por ejemplo, en colegios dirigidos por religiosos. Con este fin se pueden establecer los requisitos de idoneidad y de coherencia de vida cristiana necesarios para enseñar religión, de modo que pueda ser revocado el nom-bramiento o la aprobación o exigir la remoción respecto de quien enseñe errores o exponga de forma incorrecta la doctrina católica o se comporte públicamente de un modo inmoral, llevando una vida discordante con la moral cristiana (c. 805).

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De estos cc. 804§2 y 805, parece deducirse el derecho claro de inspec-ción del Obispo diocesano en cuanto a la asignatura de religión católica29, incluso en escuelas no católicas, aunque en las que utilizan legítimamente el nombre de católicas y que dependen de un modo particular de la auto-ridad eclesiástica, ésta cuidará con especial esmero de la doctrina y forma-ción que en ellas se imparta. Y la legislación particular de un territorio o los eventuales acuerdos con la autoridad estatal, pueden determinar para estos profesores de religión un régimen jurídico muy similar al de un oficio eclesiástico.

En España, el artículo 27,3 de la Constitución fundamenta suficiente-mente la presencia de la enseñanza de la religión y moral. Este principio constitucional, que podía servir de base para una presencia institucionali-zada de la enseñanza religiosa en la escuela pública, obtuvo su más plena y casi completa garantía en lo que a la asignatura de religión católica se refiere en el Acuerdo del Estado español con la Santa Sede de 3 de enero de 1979, que en relación con la enseñanza religiosa deja en manos de la Iglesia su contenido (Art. VI), así como la designación de profesores, con-forme al apartado segundo del c. 804 y al canon siguiente. Dice el Art. III al respecto que «la enseñanza religiosa será impartida por las personas que para cada año escolar sean designadas por la autoridad académica entre aquellas que el Ordinario diocesano proponga para ejercer esta ense-ñanza. Con antelación suficiente el Ordinario diocesano comunicará los nombres de los profesores y personas que sean considerados competentes para dicha enseñanza. En los centros públicos de educación Preescolar y educación General Básica, la designación en la forma antes señalada re-caerá con preferencia en los profesores de Educación General Básica que así lo soliciten».

Pero aunque el estatuto de la asignatura de religión católica quede claro en el Estado español a partir de este Acuerdo, la dificultad de concretar el modo de impartirla, ha resultado problemática, al resultar muy difícil la equiparación con el resto de asignaturas. La optatividad, la alternativa a di-cha asignatura, el modo de calificación y sus repercusiones, son temas que a la hora de ser abordados han planteado problemas y quejas por parte de la Iglesia española, y que normalmente han estado directamente vinculados en cuanto a su concreción a la opción política que ocupara el gobierno de la nación30.

29 Cf, CD 35,4.30 Cf, I. IBÁN, L. PRIETO SANCHÍS y A. MOTILLA, Manual de Derecho Eclesiástico, Madrid 2004, 303 y ss. y A.

MARTÍNEZ BLANCO, «Enseñanza religiosa en el marco escolar: teoría y práctica», en J. Mª URTEAGA, o.c., 169-198.

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Al igual que lo ocurrido con toda la materia, el régimen de los profesores de religión y moral católica en España, ha estado sujeto a diversos vaivenes. La compatibilidad de lo contenido en el c. 805 y su desarrollo en el Artículo III del Acuerdo con la libertad religiosa proclamada en la Constitución es-pañola y en otras muchas, ha dado origen a no pocos conflictos, fundamen-talmente en vía judicial y sobre todo en relación con los casos de remoción o de no presentación de profesores, difícilmente conjugables en ocasiones con derechos laborales que recoge nuestro ordenamiento jurídico. Tras nu-merosos pronunciamientos jurisprudenciales y distintas normas unilaterales y convenios entre la Administración educativa y las confesiones religio-sas31, en la actualidad el régimen jurídico de estos docentes se recoge en la LOE –disposición adicional 3ª– y en el RD 696 2007, de 1 de junio, que lo desarrolla en este aspecto concreto. Dichos profesores deben cumplir con los requisitos de titulación establecidos por la LOE y por los acuerdos entre el Estado español y las diferentes confesiones. Para ser contratados, los profesores deben ser propuestos por las autoridades competentes de las confesiones religiosas y haber obtenido la declaración de idoneidad o equivalente de la confesión que les habilite para enseñar religión. La norma general es que la contratación sea por tiempo indefinido, salvo los casos de sustitución, lo que conculca el contenido del Art. III del Acuerdo. La determinación del contrato a tiempo completo o parcial, la determinará la administración según las necesidades de los centros.

En cuanto a los medios de comunicación, el Art. XIV del Acuerdo, ade-más de imponer el respeto a la religión católica en aquellos que son pro-pios del Estado, preceptúa que se establezcan acuerdos sobre esta materia con la Conferencia Episcopal española.

Por lo que respecta a los contenidos, el derecho canónico exige en el título dedicado a los instrumentos de comunicación social que los manuales de reli-gión o moral católica estén aprobados por la autoridad eclesiástica (c. 827§2).

El Derecho comparado ofrece soluciones muy diversas respecto a la im-partición de la asignatura «confesional» en la escuela. Además de España, en ciertos países la materia de religión católica impartida en los centros docen-tes es objeto de acuerdo entre Estado e Iglesia, con el fin de garantizar que quien libremente lo desee reciba educación católica en las escuelas públi-cas32. La praxis concreta, fundamentalmente en las escuelas no gestionadas

31 Cf, M. RODRÍGUEZ BLANCO, «El régimen jurídico de los profesores de religión en centros docentes

públicos», en Il diritto eclesiastico, 2001, 482-573; y J. FERRERO GALGUERA, Profesores de religión de la

enseñanza pública y Constitución Española, La Coruña 2004.32 Acuerdos similares al español han sido firmados por Bolivia, el 4 de diciembre de 1957,

Austria, 9 de Julio de 1962, Perú, 19 de Julio de 1980 o Italia, 18 de febrero de 1984.

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por instituciones eclesiásticas, varía de nación a nación dependiendo de dichos convenios entre la Iglesia y el Estado en lo referente a la educación religiosa católica33.

3. LAS UNIVERSIDADES DE LA IGLESIA (CC. 807-821)

Cuando en la Edad Media nacieron las universidades, cuyo origen estuvo en los estudios generales, éstas se denominaban así, sin ningún calificativo, estando prácticamente todas erigidas y dirigidas por instituciones eclesiásti-cas. En ellas se enseñaba e investigaba tanto las ciencias sagradas como las profanas: –Teología, Derecho Canónico, Medicina, Leyes…–, y siempre en el nivel más alto en el que podía trabajar el intelecto humano. La civiliza-ción occidental sería incomprensible sin esta aportación de la Iglesia.

En aquellas universidades el sentido cristiano afectaba a todas las ra-mas del saber, pero sin una pretensión de confesionalidad, que sólo surgió como consecuencia de la Reforma protestante. Más tarde, a partir del siglo XIX, como fruto de la secularización y el laicismo, se dividen las universida-des en laicas o del estado, y católicas o de la Iglesia. Las católicas recibían este nombre, no porque se especializaran en ámbitos del saber más relacio-nados con el mundo eclesiástico, sino en razón de su ideario.

La atención tradicionalmente prestada por la Iglesia a la institución uni-versitaria, se hace patente en estos cánones 807 a 821, aspirando a que «se haga pública, estable, y universal la presencia del pensamiento cristiano en todo esfuerzo encaminado a promover la cultura»34.

El Código de 1917 establecía que la competencia para erigir universida-des o facultades católicas estaba reservada a la Santa Sede (c. 1376), reserva que se extendía, además, al conferimiento de grados académicos y centros de estudio aprobados por la Sede Apostólica (c. 1377). Reconoce también la existencia de otras universidades públicas de orientación no católica y no erigidas por la Iglesia (c. 1379§2)

Dentro de las universidades erigidas, aprobadas o reconocidas por la autoridad de la Iglesia hay que distinguir las universidades católicas de las eclesiásticas. Dicha distinción vino introducida, de facto, por la Constitución Apostólica Deus scientiarum Dominus, de 24 de mayo de 193135, y con

33 Cf, A. G. URRU, o.c., 145.34 GE 10.35 AAS 23 (1931) 241-262.

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sus respectivas Ordinationes de 12 de junio de ese mismo año. A partir de esta legislación, universidades y facultades eclesiásticas son aquellas que se ocupan particularmente de la revelación cristiana y de aquellas disciplinas conexas. A estas universidades se les aplicarían las normas emanadas por Pío XI, mientras que a las católicas se les seguirían aplicando los cánones 1379 y 1380 del Código de 1917.

La declaración Gravissimum educationis del Concilio Vaticano II, dis-tingue entre universidades y facultades católicas (n. 10) y facultades de ciencias sagradas o facultades eclesiásticas (n. 11). El texto conciliar destaca la importancia de estos centros de estudios superiores, su peculiaridad y el deber que la Iglesia entera ha de tener por fomentarlas.

Se diferencian entre sí por razón de las disciplinas que en ellas se culti-van y por la finalidad que persiguen. Mientras las eclesiásticas se dedican a la investigación y enseñanza de las disciplinas sagradas y a otras con ellas conexas, las católicas se centran en la investigación y enseñanza de las dis-ciplinas seculares de acuerdo con la doctrina católica, viniendo marcadas, pues, por el carácter eclesial del centro y por el estilo de enseñanza.

La nueva disciplina en materia de universidades católicas, además de ve-nir recogidas en el Código, se recoge también en la Constitución Apostólica Ex corde Ecclesiae de 15 de agosto de 199036. Las universidades y facultades eclesiásticas vienen reguladas por los cánones correspondientes y por la Constitución Sapientia cristiana, de 15 de abril de 197937. En ambos casos los estudios y la estructuración universitaria dependerán también y en gran medida de lo establecido en los propios estatutos.

Con la división entre católicas y eclesiásticas se trataría de clarificar la relación de las ciencias sagradas con la fe y establecer un régimen jurídico propio de los centros de ciencias sagradas, que garantice la fidelidad al magisterio eclesiástico.

Los estudios en las universidades eclesiásticas se estructuran en tres fa-cultades fundamentales: Teología, Filosofía y Derecho Canónico, en torno a las cuales surgen múltiples institutos y especializaciones. Aunque no están dirigidas exclusivamente a los clérigos, dichas universidades contribuyen a su preparación ministerial, y el valor de sus grados académicos tiene una relevancia principalmente eclesiástica. Es evidente que dichos centros se encuentran muy especialmente ligados a la misión evangelizadora de la Iglesia. La universidad católica, en cambio, se dedica principalmente a los

36 Cf, C. PEÑA GARCÍA, «Las Universidades Católicas dentro del munus docendi de la Iglesia: su

regulación canónica», en Fundación universitaria San Pablo-Ceu, Actas del II Congreso Católicos y

vida pública: Educar para una nueva sociedad, vol. II, Madrid 2001, 141-155.37 AAS 71 (1979) 469-499.

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estudios profanos, si bien establece el c. 811 que debe haber en ella al me-nos un instituto o cátedra de Teología. Los destinatarios de esa enseñanza no son primordialmente los clérigos, y los grados académicos están pen-sados en función de la eficacia civil. Estos centros eclesiásticos pueden ser promovidos por la Santa Sede, la Conferencia Episcopal, una diócesis u otra persona pública. La incesante reflexión a la luz de la fe católica sobre el creciente tesoro del conocimiento humano, la fidelidad al mensaje cristiano y el servicio al Pueblo de Dios y a la familia humana desde una vocación trascendente que da significado a la vida, pueden resumir las principales características que estas instituciones católicas presentan y los objetivos fun-damentales que pretenden conseguir.

3.1. Universidades católicas (cc. 807-814)

El derecho de la Iglesia a erigir y dirigir universidades, recogido en el c. 807, encuentra su fundamento, según el mismo canon, en la función do-cente de la Iglesia y en el incremento de la cultura superior y la preparación más plena de la persona. No se podría conseguir plenamente el derecho a la libertad de enseñanza y educación si no se pudiera alcanzar hasta los grados superiores.

En este contexto, Iglesia con derecho a erigir y dirigir universidades sería, según la Constitución Ex corde ecclesiae, artículo 3, no sólo la Santa Sede, como ocurre respecto a las universidades eclesiásticas (c. 816), pue-den serlo también la Conferencia Episcopal u otra asamblea de la jerarquía católica (por ejemplo, una provincia eclesiástica) o el Obispo diocesano. Lo sería también un instituto religioso u otra persona jurídica pública, con el consentimiento del Obispo diocesano. También otra persona jurídica eclesiástica o un grupo de laicos, pero se considerará institucionalmente católica sólo con el consentimiento de la autoridad eclesiástica competente (c. 808), según las condiciones afirmadas por las partes y conforme a dere-cho38. Sin embargo, como puso de relieve algún autor recién publicada la Ex corde Ecclesiae39, en estos casos quedan puntos abiertos. En concreto, si un grupo de laicos quiere abrir una universidad católica ¿Qué papel juega en su aprobación el Obispo local, la Conferencia Episcopal o la Santa Sede? ¿Tendrán que tener una personalidad civil previa para pedir a la Iglesia su

38 Art. 3,3 ECE. Cf, Comm. 20 (1988), p. 144 y 232.39 G. RODRÍGUEZ-IZQUIERDO GAVALA, «La Constitución apostólica Ex Corde Ecclesiae», en J. Mª

URTEAGA (coor.), o.c., 215 y ss.

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reconocimiento como universidad católica, o podrían recibir un reconoci-miento como personas jurídicas en el plano eclesial, sin tenerlo en el civil?

De todos modos, parece que el c. 807 cuando habla de universidades católicas se refiere no sólo a las que lo son en sentido técnico, sino que englobaría también las iniciativas promovidas por los fieles y asociaciones en virtud de su corresponsabilidad con la misión de la Iglesia y antes e independientemente de ser reconocidas institucionalmente como católicas.

Ya aludimos a la Constitución Apostólica de Pío XI Deus scientiarum Dominus, de 24 de mayo de 1931, considerada como la base normativa que establece por primera vez en la historia de la Iglesia un sistema completo por lo que se refería a la enseñanza universitaria organizada por la misma Iglesia40. El reconocimiento civil de los títulos universitarios otorgados por dichas universidades de la Iglesia dependerá del sistema establecido por cada estado al respecto. En España dicho reconocimiento tuvo su primera regulación en el Acuerdo de 5 de abril de 1962, que establecía tres sistemas de acuerdo a los cuales podía adherirse la universidad. Según el primero, se exigía una plantilla de profesorado ocupada en gran parte por catedrá-ticos numerarios. De este modo los estudios gozaban de idénticos efectos que los cursados en las universidades estatales. Según el segundo sistema era necesaria una prueba conjunta al final de cada carrera, ante un tribunal mixto nombrado por el ministerio de educación. Y la última posibilidad de convalidación de títulos era la adscripción de dicha universidad a una estatal, dónde los alumnos deberían rendir todas las pruebas académicas de asignaturas, cursos y grados que con carácter general se establecieran en sus planes y reglamentos.

El Acuerdo sobre enseñanza y asuntos culturales entre España y la Santa Sede, de 3 de enero de 1979, en vigor actualmente en nuestro país, esta-blece en su artículo X que las universidades de la Iglesia se regirán por el sistema general regulador de las universidades privadas, y dicha legis-lación en España vino configurada por la Ley Orgánica sobre la Reforma Universitaria, de 25 de agosto de 1983. No obstante, el artículo XVII estable-ce que quedan asegurados los derechos adquiridos por las Universidades de la Iglesia establecidas en España en el momento de firmar el Acuerdo, de forma que pueden optar por acogerse al antiguo convenio del 62.

Igual que con las escuelas (c. 803§3), ninguna universidad o instituto puede llamarse católico sin el consentimiento de la autoridad eclesiásticas (c. 808), siempre que reúna los requisitos pedidos respecto a profesores y doctrina (c. 810) y se de por escrito (c. 300). Es este procedimiento para las universidades una aplicación particular de lo establecido en el c. 216.

40 La introducción de dicho documento sirve de excelente preámbulo al actual c. 807.

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Desde el punto de vista anterior, habría, pues, tres tipos de universidades católicas: a) las que tienen ideario católico, pero que si no son reconoci-das como católicas por la autoridad competente de la Iglesia habrán de utilizar otra denominación41; b) las que son reconocidas como tales por la autoridad, lo que les permite denominarse formalmente católicas. Aunque el esquema de 1980, siguiendo el criterio establecido en el CIC 17, c. 1376, decía que el título sólo lo podía dar la Santa Sede, se cambió la redacción final42, lo que resulta mucho menos clarificador y deja la duda acerca de dicha autoridad43; c) las que son erigidas canónicamente por la Santa Sede, una Conferencia Episcopal, un Obispo diocesano o cualquier persona ecle-siástica pública, que también utilizarán el apelativo de católicas44.

Las enclavadas en los dos últimos tipos quedan vinculadas a la Iglesia en virtud de un compromiso institucional asumido por sus responsables, o por el trámite de un vínculo formal constitutivo o estatutario45. Sin embargo, su conexión con la jerarquía de la Iglesia no excluye la autonomía necesaria para desarrollar su propia identidad y para realizar su propia misión46.

En el c. 809 el cuidado de planificar las universidades o facultades ca-tólicas se deja en manos de las Conferencias Episcopales. En el CIC 17, c. 1379§2, ese deber recaía sobre los ordinarios del lugar. La calidad cientí-fica que debe tener una universidad para poder realizar sus fines exige una disposición de medios y de personal cualificado que supera, normalmente, las posibilidades de una iglesia local y suele requerir, al menos, una coordi-nación a nivel nacional. Así fue advertido por el Concilio47. Incluso también a nivel internacional se precisa una oportuna colaboración entre las distin-tas instituciones universitarias48.

La investigación y la enseñanza de las distintas disciplinas de acuerdo con la doctrina católica, desde el respeto a la autonomía científica de cada centro, es la finalidad a la que se orientan las universidades y centros católi-cos universitarios según este c. 809. La universidad católica es decisiva para fomentar las relaciones fe-cultura, aparte de la importante función social que cumplen. Sin embargo, ni el Código ni la Ex Corde Ecclesiae hablan de los medios disponibles para este propósito. No siempre será posible a estos efectos contar con los recursos humanos y económicos suficientes para esta

41 Cf, ECE 13,1.42 Cf, Communicationes 15 (1983) 103, ad. 763.43 Cf, G. RODRÍGUEZ-IZQUIERDO, o.c., 215.44 Art. 3.3 ECE. 45 ECE, Art. 2-2.46 Cf, Id, 2-5.47 GE 10.48 Cf, GE 12 y ECE 1, 6 y 7.

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finalidad, de ahí que el canon precise «si es posible». Y la conveniencia de la que habla el c. 809 tendrá que ver con la existencia o no en el mismo territorio de otras universidades que cumplan la función que se pretende con las católicas, y en el mismo sentido puede entenderse también la «ade-cuada distribución».

Cada universidad católica tiene sus estatutos aprobados por la Santa Sede, lo que viene presupuesto en los cánones 312 y 808. La autoridad com-petente, según dichos estatutos, tiene el derecho y el deber de vigilar para que en los centros con este título se respeten los principios de la doctrina católica y los profesores lleven una vida recta o, de lo contrario, sean remo-vidos (c. 810). De aquí la importancia de que los estatutos sean formulados de modo claro y completo para así tutelar la autonomía de la universidad, su buen funcionamiento, su carácter de católica y para que protejan la es-tabilidad del profesorado.

En relación con los profesores (§1) se sientan dos requisitos imprescin-dibles: competencia científica y fidelidad a la doctrina cristiana. Por lo que se refiere a los requisitos de índole doctrinal o moral, existe una disciplina diferente según se trate de profesores católicos o pertenecientes a otras confesiones, como viene reflejado en la Ex corde Ecclesiae 4§2-4 y 22.

Para el caso de la falta de los requisitos doctrinales y morales del pro-fesor de una universidad católica, el c. 810§1 orienta hacia la búsqueda de mecanismos adecuados para que los requisitos religiosos y morales del profesor entren a formar parte del contrato de trabajo y sean, por ello, re-levantes también para el ordenamiento civil. Nada impide, según este pará-grafo, que los estatutos de la universidad prevean supuestos concretos –de tipo personal, familiar o social– que impidan el nombramiento o sean causa de remoción del cargo por su incompatibilidad con las obligaciones que lleva consigo la doctrina en una universidad católica. En estos casos, desde un punto de vista canónico, la autoridad académica correspondiente podrá interrumpir la relación laboral, lo que supone responsabilizar a la propia universidad del mantenimiento de su identidad católica, pero también es verdad que dicho control puede conllevar conflictos en vía laboral civil, ya que se trata de una problemática que de por sí excede el ámbito de una consideración jurídico-canónica.

Estas mismas previsiones y posibilidades son también de aplicación en las universidades eclesiásticas, en virtud del c. 818.

Si el c. 810§1 dejaba a los estatutos el cuidado de establecer procedi-mientos para que el profesorado de las universidades católicas se atuviese en su aptitud científico-pedagógica, en la rectitud de su doctrina, y en su integridad de vida a las orientaciones marcadas por la Iglesia, el c. 810§2 hace responsables a las Conferencias Episcopales y a los Obispos diocesa-nos, no a la Santa Sede a través de la Congregación correspondiente, de la

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vigilancia para que en dichos centros se observen fielmente los principios de la doctrina católica. El acto de vigilar no será propiamente un acto de jurisdicción, más bien una acción pastoral, ya que el Obispo no está auto-rizado a intervenir directamente en los asuntos internos de la universidad. En el marco de las directrices que con este fin emane la jerarquía, estos centros se rigen por sus estatutos, aprobados por la autoridad competente, y gozan de la correspondiente autonomía científica. Así lo establece el Art. 5 de la Ex corde Ecclesiae. El problema en este sentido puede radicar en la disparidad de los procedimientos que marque el estatuto de cada univer-sidad de cara a la observancia de los principios de la doctrina católica en cada universidad.

Aunque, como hemos dicho, las universidades católicas tienen como fin la enseñanza e investigación en las diversas ciencias, sobre todo profanas, el c. 811§1 establece que se erija en ellas un centro de estudios teológicos para favorecer un diálogo entre las diversas disciplinas que ponga de relieve la continuidad entre fe y razón49 y dónde se impartan enseñanzas teológicas a los estudiantes laicos. Aunque el canon no lo recoja expresamente50, este diálogo debe estar abierto a las universidades no católicas, en las que se debe procurar que también haya centros de ciencias sagradas.

En España el Art. V del Acuerdo con la Santa Sede sobre enseñanza y asuntos culturales, otorga a la Iglesia la posibilidad de organizar cur-sos voluntarios de enseñanza y otras actividades religiosas en los centros universitarios públicos, para lo cual la autoridad eclesiástica se pondrá de acuerdo en cuanto a su concreción con las autoridades de los centros. El Art. XII del mismo Acuerdo va más allá, y posibilita que las universidades del Estado, previo acuerdo con la autoridad competente de la Iglesia, esta-blezcan centros de estudios superiores de teología católica. Respecto a las disciplinas teológicas o propiamente religiosas, como puede ser también el derecho canónico, impartidas en universidades seculares y a los requi-sitos exigidos a los profesores que las imparten, nada más se explicita. En los acuerdos o convenios que se establezcan entre autoridad eclesiástica y civil a tales efectos, se indicarán las condiciones requeridas. En los ca-sos dónde tales acuerdos no tengan lugar, como puede ser en el caso de profesores de derecho canónico en universidades públicas, los requisitos académicos y doctrinales quedaran fuera de la competencia de la autori-dad eclesiástica.

49 Cf, GE 10 y ECE 19.50 Se habló, sin embargo, de la posibilidad de prever la existencia de dichos centros en las

universidades civiles mediante acuerdo con los Estados o con las propias universidades, pero no

llegó a plasmarse; cf, Communicationes 15 (1983) 104.

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No es suficiente que todas las disciplinas sean afrontadas a la luz del Evangelio para que una universidad sea católica. El acceso de los laicos a estos centros de enseñanza teológicos es consecuencia de lo establecido en el c. 229§2, acomodando las materias que se impartan a dichos laicos para que las comprendan desde su propia vocación.

También ha de procurar la autoridad eclesiástica competente que en las universidades católicas se den clases en las que se traten cuestiones teoló-gicas que estén en conexión con las materias propias de sus facultades (c. 811§2). Las circunstancias de cada centro y de cada materia condicionarán sustancialmente la concreción de dichas clases, aunque lo habitual será la oferta de cursos para estudiantes en los que éstos puedan advertir las impli-caciones doctrinales y éticas de las ciencias profanas a las que se dedican.

Igual que para los profesores de religión, para enseñar ciencias teológi-cas a nivel superior, además de los requisitos de idoneidad y competencia, se necesita una autorización especial de la autoridad eclesiástica competen-te, pues se trata de una participación pública en la misión de enseñar de la Iglesia, función que de por sí compete a la jerarquía o a quien ella autorice (c. 812). El Código del 17 no contenía ningún canon que se pueda corres-ponder con el actual. Esos profesores, según el c. 833§7, tienen también que emitir la profesión de fe y han de prestar también el juramento de fideli-dad51. La instrucción Donum veritais, de 1990, sobre la vocación eclesial del teólogo52, también establece este requisito en su número 22.

Parece que el mandato se requiere para todas las disciplinas que han de ser estudiadas y enseñadas a la luz de la fe en razón de que su transmisión está en relación intrínseca, más o menos directa, con la transmisión de la Palabra, y, por tanto, no se circunscribiría a la teología en sentido estricto53.

Se habla de mandato y no de misión canónica, como dice la Sapientia christiana 27, porque no se trata de una facultad que el teólogo no tenga, sino de testificar que en su enseñanza actúa en comunión y con el res-paldo y confianza de la jerarquía. Algún autor señala que la utilización de mandato en vez de misión pretende evitar el tono de confesionalidad en la enseñanza y garantizar la autonomía de la universidad54. De todos modos, la doctrina se encuentra dividida a la hora de apreciar las posibles diferen-cias entre mandato y misión canónica55.

51 CDF, Professio fidei et iusiurandum fidelitatis in suscupiendo officio nomine Ecclesiae

exercendo, en AAS 81 (1989) 104.52 AAS 82 (1990) 1550-1570.53 Sin embargo, hay opiniones discordantes al respecto, Cf, J. L. ILLANES, Teología y Facultades

de teología, Pamplona 1991, 340-341.54 Cf, J. HORTA ESPINOZA, o.c., 131.55 Ver al respecto D. CITO, Comentario exegético…, 287.

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LA EDUCACIÓN CATÓLICA

En su aspecto administrativo o disciplinar, el mandato es el acto por el cual la competente autoridad eclesiástica confiere formalmente y por escrito un encargo a un docente. En nuestro caso se trata del encargo de enseñar una disciplina teológica, significando así que enseña en nombre y para la utilidad de la Iglesia. El mandato subraya la dimensión eclesiológica de la función docente. Significa una pública testificación por parte de la autoridad eclesiástica sobre que la doctrina propuesta por el docente está en conformidad con el magisterio de la Iglesia y en particular con el del Romano Pontífice56.

Para recibir este mandato son hábiles también los laicos, según el c. 229§3. La razón de este mandato es que la garantía de la transmisión de la fe recae en la jerarquía de la Iglesia. Para enseñar ciencias sagradas en las universida-des católicas o eclesiásticas (c. 818) no basta con la preparación profesional y la moralidad de la vida del profesor, sino que se requiere además un acto administrativo de la autoridad eclesiástica por el que se confiere un encargo. La revocación de tal mandato vendría a indicar que el docente se ha apartado en su docencia o en sus escritos de la integridad de la fe católica, por lo que no puede como tal ejercer la función de enseñar.

En las universidades católicas necesitan los demás profesores que impar-ten otro tipo de materias no teológicas sólo la venia docendi, bien del Gran Canciller, bien de su delegado. Las que han sido autorizadas para llevar a cabo el nombre de católicas, además del requisito anterior, dependen de cara a este requisito de la autoridad eclesiástica a tenor de sus estatutos y del acto de aprobación como católicas. Las formalmente erigidas depende-rán del acto de erección y de los estatutos.

El capítulo dedicado a las universidades católicas acaba con dos cánones de naturaleza jurídico-pastoral: la pastoral universitaria y la aplicación de estas disposiciones también a los centros de estudios superiores católicos que no hayan llegado a alcanzar la categoría técnica de universidades. El c. 813 se dedica a la cura pastoral universitaria. Su fuente directa la encon-tramos en la Constitución Gaudium et spes 10. El ministerio pastoral es un elemento constitutivo de la universidad católica y una oportunidad para que los miembros de la comunidad universitaria integren fe y vida57.

En este ámbito se otorgan amplias facultades al Obispo diocesano. Hay que tener en cuenta que en el CIC 83, los Obispos tienen amplias facultades para erigir parroquias personales (c. 518), lo que en el anterior Código se reservaba a la Santa Sede (c. 216§4). Pueden también utilizar la fórmula de

56 Cf, D. SALACHAS, Il magistero e lèvangelizzacione dei popoli nei Codici latino e orientale,

Bolonia 2001, 226.57 ECE 38.

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LA FUNCIÓN DE ENSEÑAR EN EL DERECHO Y EN LA VIDA DE LA IGLESIA

la capellanía (c. 564), con sacerdotes destinados de modo estable a la asis-tencia espiritual de los estudiantes Y en este sentido, no hay que olvidarse del c. 792 respecto a la pastoral de los estudiantes procedentes de los países de misiones.

Aunque el título que analizamos esté destinado a las universidades ca-tólicas, el canon que comentamos se extiende también a las universidades no católicas. La formación exige un servicio de asistencia religiosa para los estudiantes, el cual no es exclusivo de las universidades católicas, a fin de que sacerdotes, religiosos y seglares, bien preparados y cuidadosamente elegidos, presten ayuda permanente espiritual e intelectual a la juventud universitaria.

El c. 813 sólo habla del Obispo diocesano como responsable de esta pastoral, seguramente teniendo en cuenta la solicitud pastoral general glo-balmente prevista en el c. 383 y la vigilancia y coordinación de todo el apostolado de la diócesis. Sin embargo, la organización de estas actividades y el nombramiento de las personas encargadas de llevarlas a cabo pueden confiarse a instituciones eclesiales que no necesariamente coincidan con la autoridad diocesana., bien porque esas mismas instituciones sean las pro-motoras del centro universitario, bien porque la autoridad académica haya estipulado acuerdos en virtud de los cuales una concreta institución eclesial se hace cargo de la asistencia espiritual de la universidad.

Centro de estudios superiores (Facultades, institutos, academias…), son los que sin llegar a constituir una universidades, se ocupan, a nivel supe-rior, de impartir disciplinas de estudios superiores o universitarios, lo que incluye también la investigación. A dichos centros se les aplica las mismas normas que a las universidades, según el c. 814. Este precepto manda atender más al contenido que al nombre. La delimitación exacta de lo que debe entenderse por universidad y estudios universitarios, varía de país a país; y bajo este nombre se comprende en este capítulo II del título III del Libro III del Código todo género de enseñanza superior. En este ámbito el legislador canónico utiliza una denominación general que evita lagunas o vacíos.

3.2. Universidades y Facultades Eclesiásticas (cc. 815-821)

Universidades y facultades eclesiásticas difieren de la universidad cató-lica en cuanto a su encuadramiento jurídico, a su finalidad y a la materia estudiada.

Aunque estos centros de investigación y enseñanza existen desde los pri-meros tiempos de la vida de la Iglesia, la figura técnico-jurídica de la universi-dad o facultad eclesiástica, sólo aparece delineada a partir de la Constitución

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LA EDUCACIÓN CATÓLICA

Sapientia Christiana, de 197958, que las dota de un régimen jurídico propio. Dicha normativa las define en su número 2 como «aquellas que, canónica-mente aprobadas o erigidas por la Sede Apostólica, se dedican y enseñan la doctrina sagrada y las ciencias relacionadas, gozando del derecho de conferir grados académicos por la autoridad de la Santa Sede».

A diferencia de la universidad católica que tiene como objetivo el ofre-cer una formación cultural cristianamente inspirada en las diversas ramas del saber humano, la finalidad de las universidades eclesiásticas consiste en: «Cultivar y promover, mediante la investigación científica, las propias disciplinas y, ante todo, ahondar cada vez más en el conocimiento de la revelación cristiana y de lo relacionado con ella, estudiar a fondo sistemá-ticamente las verdades que en ella se contienen, reflexionar a la luz de la Revelación sobre las cuestiones que plantea cada época, y presentarlas a los hombres contemporáneos de manera adecuada a las diversas culturas.

Dar una formación superior a los alumnos en las propias disciplinas según la doctrina católica, prepararlos convenientemente para el ejercicio de los diversos cargos y promover la formación continua y permanente de los ministros de la Iglesia.

Prestar su valiosa colaboración, según la propia índole y en estrecha co-munión con la jerarquía, a las Iglesias particulares y a la Iglesia universal en toda la labor de la evangelización»59.

Aunque sea anterior a 1983, la Sapientia Christiana no ha sido abolida por el Código actual, ya que es una ley especial del Sumo Pontífice que no entra en las enumeradas en el c. 6§1. Tal Constitución viene desarrollada por las normas aplicativas de la Congregación para la educación católica de 29 de abril de 197960. El Código del 83, basándose en dicha Constitución, establece en siete cánones la ley-marco aplicable a dichas instituciones.

Los estudios impartidos en lo seminarios se han sacado de esta par-te del Código, dónde los situó él de 1917, y han entrado a formar parte del estatuto clerical, CC. 232-264. Tomando como fuente fundamental el decreto conciliar Optatam totius, la formación que se imparte en estos se-minarios viene regida tanto por la legislación universal como por normas particulares de distinta índole emanadas de la Conferencia Episcopal o del Obispo diocesano. Aparte de los cánones citados, la legislación universal viene conformada por la Ratio Fundamentalis institutionis sacerdotalis, emanada por la Congregación para la educación católica y que desarrolla las normas codiciales. Su última actualización fue de 19 de marzo de 1985.

58 Ver nota 36 Capítulo 5.59 SCh 3.60 AAS 71 (1979) pp. 469-499.

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LA FUNCIÓN DE ENSEÑAR EN EL DERECHO Y EN LA VIDA DE LA IGLESIA

La legislación particular, que mandan establecer los cánones 242-243, está integrada por dos tipos de normas: el plan de formación sacerdotal para el ámbito de una nación, que establece la Conferencia Episcopal61, y el re-glamento de cada seminario aprobado por el Obispo, o los estatutos de un seminario interdiocesano aprobados por los Obispos interesados.

Sí la Iglesia tiene derecho de erigir universidades, (c. 807), con mayor razón reivindica el derecho de erigir universidades y facultades dirigidas a los estudios propiamente eclesiásticos, que se ocupan de manera particular de la revelación cristiana y de las disciplinas más estrictamente conectadas con la misión evangelizadora (Teología, Sagrada Escritura, derecho canóni-co, pastoral…). Están estos centros eclesiásticos directamente relacionados con la función evangelizadora de la Iglesia (c. 815) y dependen en todo y solamente de las autoridades eclesiásticas en cuanto a la naturaleza, confi-guración, duración, método, etc. de los estudios en ellos impartidos.

En estos centros, según se advierte en el c. 815, se emparentan investi-gación y docencia, lo que supone una novedad en la idea tradicional de las universidades eclesiásticas62. Si las católicas miraban hacia la inculturación, éstas miran a la racionalización de la fe. A la Santa Sede corresponde su suprema dirección y en la Curia romana dependen de la Congregación para los seminarios e instituciones de estudios, también llamada para la educa-ción católica. En este sentido, reflejan lo recogido en el Art. XI del Acuerdo sobre enseñanza y asuntos culturales entre España y la Santa Sede.

El apelativo «eclesiásticas» no quiere significar que sean propias o exclu-sivas de los clérigos, sino que estudian ciencias directamente relacionadas con la Iglesia, estando abiertas tanto a clérigos como a seglares63. Las fina-lidades de una facultad eclesiástica, que son específicamente universitarias, y el tipo de estudiantes que frecuentan, las distinguen de los seminarios o de otras entidades para la formación específica de los ministros sagrados o de los institutos de vida consagrada, sin perjuicio de que estos puedan estar vinculados con facultades eclesiásticas por lo que se refiere a la en-señanza de las disciplinas sagradas.

Sobre estos centros la Santa Sede se reserva amplias competencias dado que enseñar ciencias sagradas y conferir con validez grados y títulos en ellas, forma parte del ministerio jerárquico. Además, dichos centros desem-peñan un papel muy importante en la formación de los ministros sagrados, de los miembros de los institutos de vida consagrada y de los laicos, y su

61 La Conferencia Episcopal Española aprobó el 24 de abril de 1986 el nuevo plan de formación

para los seminarios mayores, BCEE, nn. 11-12, julio-diciembre 1986, 118-168. 62 Ver también GE 11.63 Cf, SCh 31 y 32.

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LA EDUCACIÓN CATÓLICA

labor tiene una gran importancia para la defensa de la fe. Por eso sólo en ellas se pueden otorgar grados académicos que tengan validez en la Iglesia.

A diferencia de las universidades católicas, cuya erección no quedaba expresamente reservada a la Santa Sede, el c. 816§1 pone en manos de la Santa Sede la erección, o al menos la aprobación, de las universidades ecle-siásticas, y le reserva su suprema dirección64.

El segundo parágrafo del c. 816, prescribe la obligación de la univer-sidad o facultad eclesiástica de tener sus propios estatutos y su propio plan de estudios, que deben ser aprobados por la Sede Apostólica65. Esta aprobación es sólo provisional, pudiendo obtener después de tres años la aprobación definitiva66. Dichos instrumentos normativos garantizarán la legítima autonomía de cada universidad. Parece evidente, como ocurre con el cambio de los estatutos de las asociaciones públicas de fieles a tenor del c. 314, que la modificación estatutaria o un cambio sustancial en el plan de estudios requieren una nueva aprobación de la Curia romana.

La intervención de la máxima autoridad de la Iglesia en dichas univer-sidades, «suprema dirección» a la que deben sujetarse las autoridades de cada centro, no supone en la mayoría de los casos una dirección inmediata, sino superior, correspondiendo a la alta autoridad de la Iglesia, al menos, la confirmación del rector o director, y la vigilancia sobre la rectitud doctrinal y probidad de vida de los profesores, y pedir que éstos sean removidos sí esa condición llega a faltar. En esta misma línea, la Congregación habrá de otorgar el nihil obstat a los profesores estables o cuando se les promueva a un orden académico superior67.

El gran canciller representa a la Santa Sede en estas universidades o fa-cultades, y es el prelado ordinario del que dependen, a no ser que se haya establecido otra cosa. En el caso de que no coincida el gran canciller con el ordinario del lugar, se establecerán normas –normalmente en los estatutos– para el cumplimiento concorde de sus misiones. Todos los que se dediquen a enseñanzas que afecten a la fe y la moral, deben recibir «mandato» del gran canciller, o de su delegado. Además, el gran canciller debe enviar cada tres años un informe de la situación del centro a la Santa Sede y el rector o director ha de enviar un informe estadístico68.

Compete, pues, a la Sede Apostólica, erigir o aprobar estos centros aunque sean promovidos por otras instituciones eclesiásticas (diócesis,

64 SCh, 5; PB 16.65 Cf, SCh 7 y normas aplicativas art. 89.66 Normas aplicativas, art. 91.67 SCh 18 y 27§2.68 Normas aplicativas 8,6º y 14,6º.

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Conferencias Episcopales, institutos de vida consagrada, asociaciones de fieles…). Sin este requisito ninguna universidad o facultad puede válida-mente dar títulos o conferir grados con efectos canónicos (c. 817)69.

Se habla de Sede Apostólica, sin determinar a que congregación con-creta competen esos cometidos. En la actualidad es la de seminarios e ins-titutos de estudios o para la educación católica70. No obstante la Sapientia Christiana 7 quiere que se deje una justa libertad para especificar en los estatutos las peculiaridades correspondientes a cada lugar.

Se puede afirmar que aprobación y erección suponen intervenciones progresivas de la máxima autoridad de la Iglesia de cara a conferir una consistencia institucional y académica más desarrollada a estos centros uni-versitarios. Sólo la intervención de la Santa Sede, mediante sucesivas apro-baciones y erecciones, origina la constitución de universidades y facultades eclesiásticas.

La aprobación es previa a la erección y presupone una iniciativa de promoción del centro. Puede ser el primer paso para que una institución universitaria eclesiástica obtenga la aprobación o bien constituir un sim-ple decretum laudis. Consiste, por tanto, en un dictamen favorable de lo que posteriormente y mediante la erección, se someterá a examen. En el decreto de aprobación vendrá indicado que títulos podrá conceder dicha institución. Muy frecuentemente, como consecuencia de la aprobación, se determinará proceder a la erección.

La erección supondrá un acto definitivo a través del cual no sólo se aprueban los estatutos, sino que a través de él se conferirá el título de universidad o facultad a la entidad que lo haya requerido. Se otorga me-diante un decreto de la Congregación para la educación católica, el cual en virtud de previa solicitud determina o modifica el estatuto del centro que se erige, con carácter definitivo o bien por un quinquenio y ad experi-mentum. Generalmente se determinan también los grados académicos que la nueva facultad o centro pueden conferir y se le reconocen los honores y privilegios que consuetudinariamente corresponden a un centro de esta naturaleza.

Lo habitual es que la erección eleve un centro ya existente –erigido previamente como instituto o sin erección, sólo aprobación– a la nueva categoría de universidad o facultad. La erección directa de una universidad eclesiástica es poco frecuente, ya que implica la erección simultánea de

69 La propia Sede Apostólica, sin embargo, establece excepciones puntuales a este principio,

como las facultades de Teología instituidas en universidades estatales alemanas, que pueden otorgar

grados académicos con efectos canónicos en la Iglesia.70 PB 112 y 116.

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LA EDUCACIÓN CATÓLICA

varias facultades. Las facultades eclesiásticas se suelen ir erigiendo una por una en un centro ya existente: una universidad, un seminario, un colegio. Cuando hay varias facultades en funcionamiento, se puede erigir la univer-sidad. En cualquier caso, habrá que estar a lo que determine el decreto de erección.

Como ya hemos indicado, la norma general (c. 817) es que sólo median-te una aprobación expresa de la Santa Sede, los grados conferidos en estas facultades pueden tener efectos canónicos. Es generalmente mediante la erección cuando se otorga a la universidad o facultad el derecho a conferir grados académicos. Con antelación ya se suele, generalmente a través de la aprobación, conferir algún grado. Los grados académicos que se confieren en una facultad eclesiástica son el bachillerato, la licenciatura y el doctorado, aunque pueden ser calificados de otro modo. Otro tipo de títulos, como el de «maestro», también pueden ser concedidos, así como otros grados me-nores, como el diploma, según lo previsto en el plan de estudios de cada facultad71. La normativa de la Iglesia establece que el valor canónico de es-tos grados académicos habilita para asumir los oficios eclesiásticos para los que se requiere ese grado; y esto vale particularmente para la enseñanza de las ciencias sagradas en las facultades, en los seminarios y en las escuelas equivalentes72. Pero para conseguir determinados efectos canónicos, algunos grados conferidos por estas facultades necesitan el reconocimiento explícito de la Congregación para la educación católica73. Por otra parte, y por con-veniencia práctica, los títulos académicos de las universidades y facultades eclesiásticas suelen venir reconocidos civilmente a través de los respectivos acuerdos entre la Iglesia y los estados correspondientes. En España esta po-sibilidad se plasma en el Art. XI del Acuerdo sobre enseñanza entre el estado español y la Santa Sede.

El ámbito de disciplina en que es posible conferir grados académicos con autoridad de la Santa Sede comprende fundamentalmente las tres fa-cultades tradicionales –Teología, Derecho Canónico74 y Filosofía75–, aunque

71 SCh 47§2.72 Normas aplicativas de la SCh, art. 7§1.73 Cf, SCh 9§§ 2-374 El Decreto Novo Codice de la Congregación para la Educación Católica, de 2 de septiembre de

2002, reformó notablemente los estudios de derecho canónico impartidos en facultades e institutos

de derecho canónico. La principal novedad consistió en que dichos estudios habrán de tener

una duración de 3 años o 6 semestres, precedidos de un primer ciclo de 2 años o 4 semestres de

formación filosófico-teológica, lo que comenzó a aplicarse a partir del curso académico 2003-2004.75 La última reforma de los estudios de filosofía eclesiástica se produjo a través del Decreto

de la Congregación para la educación católica de 28 de enero de 2001, en vigor a partir del curso

2012-2013. Afecta a facultades eclesiásticas de filosofía, así como al primer ciclo de las facultades

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comprende también otras quince facultades o institutos relacionados con las ciencias sagradas e indicados en la Sapientia Christiana 85.

A pesar de pertenecer la erección o aprobación a la Santa Sede, el Código establece en el c. 818 para las universidades eclesiásticas, a modo de reen-vío, la misma ordenación que en las universidades católicas en lo referente al nombramiento de profesores, a la vigilancia de parte de la Conferencia Episcopal y del Obispo diocesano, al mandato para la enseñanza de las disciplinas teológicas y a la asistencia pastoral de los estudiantes.

Las consideraciones sobre los requisitos de idoneidad de los profesores, tanto científico-pedagógicas como de conducta (c. 810), en las universida-des católicas son aplicables plenamente a las universidades eclesiásticas. Respecto al c. 812 parece cada vez mayor la identificación entre mandato y misión, aunque el Código, al contrario que la Sapientia Christiana 27§1, ya no utilice el término misión canónica. Sin embargo, la Congregación para la doctrina de la fe posteriormente identifica ambas realidades al tratar sobre la vocación eclesial del teólogo76. Respeto al c. 813 parece que la compe-tencia primaria de la pastoral universitaria corresponde al Gran Canciller. Sí éste no coincide con el ordinario del lugar, habrá que establecer normas para un ejercicio armónico de las respectivas funciones77.

En la mente de la Iglesia, la enseñanza de las ciencias sagradas tiene un doble rango: El descrito en los cc. 232-264, destinado específicamente a la formación de clérigos y a su preparación para los ministerios sagrados, y el superior o universitario del que trata el c. 819, orientado a una formación más exigente y especializada. A este rango más alto habrá que destinar a los jóvenes, clérigos y consagrados que destaquen por su carácter, virtud y talento, para hacer posible el cumplimiento del c. 253, que exige grados académicos a los profesores de los centros de formación clerical que deben ponerse al servicio de la diócesis, del instituto o de la Iglesia universal, o lo que exige el c. 1420§4 sobre vicarios judiciales, o el 378§1.5, sobre los can-didatos al episcopado. Los responsables fundamentales de esta promoción serán los Obispos diocesanos y los superiores competentes de los institutos de vida consagrada.

En relación con el nivel más cualificado de estudios que deben ofrecer estos centros universitarios eclesiásticos, está la exigencia de los requisitos de matriculación en ellos para conseguir los respectivos grados académicos,

eclesiásticas de teología y a los institutos y seminarios mayores afiliados. Se propone dotar de

mayor profundidad a los estudios filosófico eclesiásticos, ampliándolos a 3 años, y formar en esta

disciplina un cuerpo docente estable y adecuadamente cualificado.76 Instru. Donum veritais, n. 22.77 SCh, 12 y 13§1.

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que habrán de ser los títulos o diplomas conclusivos de los cursos de estu-dios medio-superiores requeridos para el ingreso en la universidad civil de la propia nación78.

Sin embargo, lo dicho anteriormente no significa que estas facultades es-tén reservadas solamente a clérigos o consagrados, sino que perfectamente pueden estudiar en ellas laicos de ambos sexos79, como viene reconocido también en el c. 229§§1 y 2. Lo que hace el c. 819, sin circunscribir un ám-bito que corresponda jurídicamente sólo a los clérigos y religiosos, es de-terminar de manera más específica las obligaciones que les afectan en esta materia dada su dedicación a la misión pública de la Iglesia.

La universidad eclesiástica no es una realidad cerrada en sí misma sino que se inserta en el mundo de la cultura universitaria, por lo que el c. 820 fija como ideal una amplia colaboración entre facultades y universidades, incluso no eclesiásticas, y señala como objetivo que ha de tratarse de con-seguir «el mejor progreso de las ciencias» y algunos de los medios que han de utilizarse: «congresos, programas de investigación coordinados y otros». El primer paso en este proceso será, según el canon, la colaboración entre las distintas facultades de la misma universidad, para llegar después a colaborar con otras instituciones universitarias, incluso no eclesiásticas.

Levanta, pues, el legislador acta de la necesidad, en muchos temas, de la investigación interdisciplinar e interuniversitaria, muy concorde con la mentalidad universitaria actual y muy alejada del aislamiento y del miedo al diálogo de las ciencias sagradas con las demás. Se pretende así «garantizar de forma institucional una presencia cristiana en el mundo universitario frente a los grandes problemas de la sociedad y de la cultura»80.

Para esta cooperación y coordinación es de utilidad la federación de uni-versidades católicas, instituida por Pío XII el 27 de julio de 1949. La Sapientia Christiana, en coherencia con la declaración conciliar Gravissimun educa-tionis nº 1281, en sus números 60 a 64 explica los términos de esta coope-ración, reafirmados, por lo demás, también en la Constitución Ex corde Ecclesiae 7, que habla de la colaboración entre universidades católicas y otras instituciones académicas.

La exhortación codicial se dirige a los moderadores, o sea, a las autori-dades académicas personales y colegiales, y profesores de dichos centros eclesiásticos, pero también otras instituciones eclesiásticas, fundamental-

78 SCh 32.79 Cf, GS, 62 y SCh 31.80 ECE 13.81 También de la GS nº 62 podemos derivar este principio.

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mente la Congregación para la educación católica, han de favorecer dicha colaboración.

Aparte del avance científico y pedagógico-docente, esta coordinación, también con las universidades civiles, puede constituir un elemento pastoral de gran importancia.

Diferentes de las universidades y facultades son los institutos superiores de ciencias religiosas en los que se enseña teología y otras ciencias de la cultura cristiana. Dichos institutos deben ser promovidos o aprobados por la Conferencia Episcopal o por el Obispo diocesano, según el ámbito que tengan. Los títulos que confieren pueden servir para enseñar religión en las escuelas, colegios e institutos (c. 821)82.

Como diversos autores indican, a pesar del desarrollo posterior de la normativa codicial a la que enseguida aludiremos, no acaba de estar clara la naturaleza de estas instituciones83. Se puede decir que no son asimila-dos a las universidades y facultades eclesiásticas, sino que son otra suerte de institutos de carácter peculiar, con un estatuto específico, aunque será deseable y casi necesario que dichos centros se afilien a universidades o facultades eclesiásticas que supervisen su funcionamiento y otorguen los títulos oficiales, asegurando así una mayor cualificación académica.

Pueden ser útiles, sobre todo, para los miembros de los institutos de vida consagrada, para los catequistas, laicos o quien quiera actualizar y conocer la cultura cristiana, para que, sin necesidad de efectuar sus estudios direc-tamente en universidades o facultades eclesiásticas, obtengan títulos que acrediten una solidez en su formación y les preparen para la realización de servicios y ministerios o para la enseñanza de la religión católica.

Desde el punto de vista de la reglamentación jurídica, la disposición del Código ha sido desarrollada por una normativa provisional de la Congregación para los seminarios y centros de estudios de 12 de mayo de 198784. La responsabilidad del funcionamiento y de la promoción de dichos institutos corresponde al Obispo diocesano, para todo lo que se refiere a la salvaguardia y promoción de la fe católica, la búsqueda y cualificación del cuerpo docente, y las cuestiones referentes al régimen económico del Instituto. A la Conferencia Episcopal compete la supervisión de los objeti-vos pastorales de los institutos y de su distribución territorial. Finalmente, a

82 La última reforma de estos centros fue una instrucción de la Congregación para la educación

católica de 28 de enero de 2008.83 AA.VV., Gil istituti di scienze religiose nella Chiesa, per uno statuto epistemologico, Bolonia

1991. 84 Protocolo nº 7617/1987.

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LA EDUCACIÓN CATÓLICA

la facultad teológica que lo patrocine le corresponde cuanto hace referencia al nivel académico del instituto85.

El Obispo dónde tiene su sede el instituto, tiene en él las funciones del gran canciller de una universidad eclesiástica86. Respecto a los profesores y alumnos, se siguen las normas de la Sapientia Christiana87.

A nivel académico, dichos centros deben disponer de un programa pro-pio de enseñanza, distribuidos en un currículo plurianual. Necesitan de un cuerpo docente científica y pedagógicamente preparado, de medios y orientaciones didácticas y de recursos económicos adecuados para mante-nerse. Sus estatutos, examinados y evaluados por la facultad teológica a la que esté afiliado, deben regular toda la vida del instituto. Los estudios rea-lizados durante un cuatrienio en un instituto de ciencias religiosas permiten obtener el grado académico de «master en ciencias religiosas» que otorga la facultad de teología que patrocina el centro88.

El derecho de todos los fieles a la formación católica (c. 217) inclu-ye la posibilidad de inscribirse –sí reúnen los requisitos previos– en las universidades y demás centros de estudios eclesiásticos, la de obtener los correspondientes grados y títulos (diplomas, licenciatura, doctorado), así como llegar a ser profesor de ciencias sagradas, con la misión o mandato de la autoridad eclesiástica. En estos fieles habrá que incluir a los laicos, que pueden no sólo obtener grados académicos, sino también dedicarse a la enseñanza y ocupar cualquier cargo de responsabilidad en igualdad de condición que cualquier otro fiel89.

Decir, por último, que la distinción establecida entre universidades cató-licas y eclesiásticas, no siempre resulta clara y definida, sobre todo, desde el momento en que alguna universidad, erigida como eclesiástica, es decir, ordenada a la investigación y enseñanza de las disciplinas sagradas, queda autorizada legítimamente para erigir facultades de estudios seculares. En es-tos casos, éstas últimas acaban a veces teniendo tanta o mayor importancia que las originarias eclesiásticas, sobre todo en lo que se refiere al número de alumnos y profesores.

85 N. 4 de dichas normas.86 Nn. 7-9.87 Nn. 18-23.88 Nn. 30-32.89 Cf, GS 62.

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CAPÍTULO 6

LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN. LOS LIBROS (CC. 822-832)

El uso de instrumentos de comunicación social posee una dimensión jurídica dentro de la Iglesia, conectada directamente con la función de con-servación de la Palabra de Dios dentro de la misma Iglesia, de ahí su inclu-sión dentro del Libro III.

El Vaticano II puso de relieve a través del Decreto Inter mirifica1 la im-portancia de los medios de comunicación en la tarea evangelizadora, a la vez que los peligros que dichos medios pueden suponer en la divulgación del pensamiento. De la comisión pontificia para la comunicación social, creada por Pablo VI el 14 de diciembre de 1965 a través del motu proprio Integrae Servandae2, emana la Instrucción Communio et Progressio3, sobre la aplicación del decreto conciliar. Desde entonces el Romano Pontífice en-vía anualmente un mensaje a la Iglesia con ocasión de la jornada mundial sobre los medios de comunicación social. Actualmente el órgano funda-mental de la Sede Apostólica en el ámbito de las relaciones Iglesia-medios de comunicación social, sucesor de la comisión aludida, es el Pontificio consejo para la comunicación social4, específico dicasterio para promover el uso cristiano de estos medios, que en el curso de los años ha emanado

1 AAS 56 (1964) 145-157.2 AAS 57 (1965) 952-955.3 AAS 63 (1971) 593-656.4 Constituido como Pontificio consejo desde el 1 de marzo de 1989, a partir de la Constitución

Pastor Bonus, arts. 169-170.

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diversos documentos y promovido diversas actividades, tratando de dar respuesta a los rápidos cambios que en este ámbito se van produciendo y procurando la adecuación de la tarea evangelizadora a ellos5.

El Código, que ya ha anticipado en el c. 761 su preocupación por no perder la ocasión de evangelización que ofrecen los medios de comunica-ción social y que ha subrayado en el c. 772§2 de manera indirecta la trascen-dencia de estos medios, les dedica ahora un título, el IV, dentro del Libro III.

El tema ha cambiado sustancialmente con respecto a la legislación an-terior. Por una parte, el CIC 83 ha ampliado el objeto del título paralelo del CIC 17, «de la previa censura de los libros y de su prohibición», que sólo se refería a los libros y demás escritos destinados a divulgarse públicamente. El CIC actual se refiere a los instrumentos de comunicación social en general, aunque en la práctica sigue centrándose fundamentalmente en la regula-ción del material escrito. Además, ya con fecha anterior a la promulgación del actual Código, había quedado abolido en Índice de libros prohibidos6, al igual que los cánones referidos a los libros prohibidos por el derecho y las penas contra lectores y editores7. Por tanto, la normativa concreta sobre reprobación de libros ha quedado fuera del Código, que se limita a señalar en el c. 823 el derecho de la jerarquía eclesiástica a reprobar los escritos que dañan la rectitud de la fe o las buenas costumbres.

El tema de la censura previa de los libros recibe su enfoque del decreto de la sagrada congregación para la doctrina de la fe Ecclesiae pastorum, sobre la vigilancia de los pastores de la Iglesia acerca de los libros, de 19 de marzo de 19758, que inspira casi todos los cánones de este título. Las normas actuales prescriben para determinados libros la censura previa (CC. 825 y ss.) y el 823 permite a la jerarquía eclesiástica exigir que se sometan a censura todos los escritos relativos a la fe y costumbres, pero esa exigencia se deja a su discrecionalidad.

Aparte de no usar el término «censura», la nueva disciplina se caracteriza sobre todo por prescribir obligatoriamente la licencia o aprobación sólo en relación con determinadas categorías de libros que poseen una espe-cial relevancia social, ya sea por razón de contenido (libros de la Sagrada Escritura, libros litúrgicos y de oraciones, escritos catequísticos, libros de texto para la enseñanza de materias conectadas con la fe y la moral), ya sea por razón de su canal de difusión (libros expuestos a la venta u ofrecidos

5 Un claro ejemplo sería el documento emanado por dicho Consejo La Iglesia e Internet, de

22 de febrero de 2002.6 Notificación de la SCDF, de 14 de junio de 1966; AAS 58 (1966) 445.7 Decreto interpretativo, 15 de noviembre 1966; AAS 58 (1966) 1186.8 AAS 67 (1975) 281-284.

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en lugares sagrados). En cambio, para las demás publicaciones con un particular relieve doctrinal o moral, la anterior obligación de la censura se convirtió en una recomendación de someterlas a la aprobación del ordina-rio del lugar, quedando, pues, confiado su control fundamentalmente a la responsabilidad moral de los mismos fieles.

Además de la censura previa, establece el nuevo Código el concepto de aprobación, que es necesario para los libros de la Sagrada Escritura y sus traducciones, para los libros litúrgicos, así como sus versiones, y finalmente para los libros de texto en todos sus grados de enseñanza, relativos a la Sagrada Escritura, teología, derecho canónico, historia eclesiástica y demás disciplinas religiosas o morales.

Por medio de la licencia, o sea, el nihil obstat y el consiguiente impri-matur, sólo se pretende garantizar que el escrito puede publicarse sin daño de la rectitud de la fe o de las buenas costumbres. La aprobación de libros garantiza una revisión de fondo del contenido; por ejemplo, no basta que un catecismo esté libre de errores, sino que no puede contener omisiones o deficiencias en aspectos de la ortodoxia.

Es evidente, por tanto, que en esta materia hay importantes avances respecto del tratamiento que daba el CIC 17: se disminuye drásticamente el tipo de libros que requiere censura y reconfirma la supresión del Índice de libros prohibidos, y, sobre todo, la nueva legislación no se muestra recelosa respecto a los medios de comunicación y anima a la responsabili-dad personal. Pero aún así, como ya dijimos anteriormente, consideramos que la normativa sobre revisión, control, aprobación o censura por parte de la autoridad eclesiástica sobre los medios, especialmente los libros, sigue teniendo primordial y, a nuestro parecer, excesiva importancia en este tratado9.

1. EL DERECHO DE LA IGLESIA A USAR DE LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN SOCIAL

La Iglesia tiene derecho a utilizar sus propios medios de propagar la fe. A su vez, todos los fieles, pastores y laicos, deben procurar, según sus posibilidades, que a través de los medios de comunicación, católicos o no (radio, televisión, prensa, cine, Internet), se difunda fielmente la doctrina y la moral católica (c. 822).

9 En los trabajos de elaboración se llegó a calificar esta perspectiva de insuficiente y negativa,

Comm. 15 (1983) 106, ad. 777-787, aunque finalmente apenas se modificó nada.

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Desde el punto de vista de la función de enseñar, los medios de co-municación constituyen un canal privilegiado de la predicación y de la catequesis, así como una vía importantísima de difusión del magisterio de la Iglesia y, más en particular, de las declaraciones públicas de la autoridad eclesiástica con ocasión de determinados acontecimientos (c. 761).

En esta perspectiva, el texto del canon 822§1, que exhorta a los pastores a utilizar los medios de comunicación social, se inspira en el decreto conci-liar Inter Mirifica 3, dónde se presenta la relación entre los instrumentos de comunicación social y la misión evangelizadora de la Iglesia y se fundamen-ta el uso de un derecho nativo y propio de la Iglesia tendente a predicar el anuncio de la salvación sirviéndose de estos medios: «A la Iglesia, pues, corresponde el derecho originario de usar y poseer toda clase de medios de este orden, en cuanto son necesarios o útiles para la educación cristiana y para toda su obra de salvación de las almas».

También el número 3 del Inter Mirífica es la base del párrafo segundo del c. 822, que solicita a los pastores la ayuda oportuna para que los laicos se impliquen y evangelicen en el campo de la comunicación social a fin de vivificarlo desde un espíritu humano y cristiano: «Corresponde a los sagra-dos pastores la tarea de instruir y gobernar a los fieles de modo que éstos, sirviéndose de dichos medios, atiendan a la perfección y salvación de si mismos y de toda la familia humana».10. Este importante papel de los fieles en este ámbito se puede comprender dentro de los derechos más generales reconocidos en el c. 216.

De igual modo, recuerda el legislador (c. 822§3) que todo fiel cristiano debe ser invitado a colaborar en esta misión, especialmente los que de al-guna manera participan en la organización o uso de estos medios. Habrá, pues, normas de carácter universal y otras de derecho particular que inten-tarán no sólo que esos medios no hagan daño a los fieles, sino que a través de ellos influyan en el mundo. Y en este sentido, dado que determinados espacios de medios de comunicación públicos y privados aparecen como vinculados oficialmente a la Iglesia, estamos de acuerdo con la opinión de que en su utilización se aplique una especial prudencia para evitar la im-presión de que la Iglesia en cuanto tal adopta posiciones determinadas en materias políticas, sociales, culturales, etc., siempre que se sitúen dentro del amplio campo de lo libremente opinable por los católicos11.

10 Una actualización de dicha tarea orientada a la utilización de Internet nos la ofrece Benedicto

XVI en su Mensaje con motivo de la 44 Jornada Mundial de los medios de comunicación social:

I sacerdoti siano animatori del Web, de 23 de enero de 2010.11 CF, J. ERRÁZURIZ, Comentario exegético…, 320.

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El actual consejo Pontificio de comunicaciones sociales es el órgano máximo de la Iglesia encargado de atender estas cuestiones. Tiene unas propias competencias que ejerce en estrecha unión con la Secretaría de Estado12. Dependiendo directamente de la Secretaría de Estado, existe la sala de prensa, que es órgano de comunicaciones oficiales de la Santa Sede. Organismos similares operan en los niveles diocesano, nacional y continental.

2. LA VIGILANCIA DE LA AUTORIDAD ECLESIÁSTICA COMPETENTE

Con la finalidad de preservar la integridad de las verdades de fe y cos-tumbres, en el c. 823§1 se enuncian dos funciones de la jerarquía de la Iglesia: la de ejercitar la censura previa sobre los escritos o sobre la utili-zación de los medios de comunicación social y la de reprobar, en su caso, escritos ya editados. En dicha tarea intervendrán tanto los Obispos como la Congregación para la doctrina de la fe.

Los pastores de la Iglesia tienen el deber de vigilar, cada uno en su ju-risdicción, para que el uso de los instrumentos de comunicación no cause daño a la formación de los fieles ni a la integridad de su fe. Los ordinarios, al estar más cerca de una realidad de por sí tan variable, podrán y deberán ayudar a su fieles con una normativa concreta.

El Código ha querido seguir ordenando algunos temas importantes en este terreno. A tal fin pueden los pastores, entre otras cosas:

— Señalar y condenar las publicaciones y escritos que sean contrarios a la doctrina o a la moral. Los fieles, por su parte, tienen el deber de no usar los medios de comunicación reprobados por la autoridad competente.

— Exigir que los fieles obtengan para sus escritos sobre materias de fe y costumbres, la aprobación del ordinario local antes de publicarlos.

Estas funciones de vigilancia sobre los escritos y otros medios de co-municación competen para toda la Iglesia a la autoridad suprema, y a los Obispos en relación con los fieles a ellos encomendados, ya individual-mente, ya reunidos en concilios particulares o Conferencias Episcopales (c. 823§2).

12 PB 169-170.

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La Congregación para la doctrina de la fe es el órgano fundamental de la autoridad suprema de la Iglesia de cara a dicha tarea, pues en nombre del Romano Pontífice ejerce estas funciones de control en cuestiones que sobrepasan la competencia episcopal y es el órgano al que se le efectúan las consultas más relevantes en materia doctrinal13. Y en cuanto a las com-petencias de los Obispos individual y colegialmente, aunque no aparece claro el campo de actuación de cada una de estas instancias, desde los cánones siguientes parece deducirse que será al ordinario del lugar a quien deberá acudirse habitualmente, salvo en casos especiales en los que se de una competencia especial a las Conferencias Episcopales (por ejemplo, c. 825). A los concilios particulares tocaría dar eventuales leyes sobre la materia, pero no ser cauce de revisión. Creemos que éste sería el criterio general tanto para la revisión previa como para la reprobación de escritos, en la que los órganos de la Conferencia Episcopal podrán orientar en este sentido al Obispo correspondiente, cuya responsabilidad en este ámbito es intransferible14.

Pero en la actual regulación eclesial la exigencia de una censura previa para todos los escritos que afecten a la fe y a las costumbres depende del derecho particular, al contrario que el CIC 17, que contenía un ca-pítulo sobre la censura de libros. Hoy, sin embargo, un ordinario o una Conferencia Episcopal pueden no exigirla. No obstante, los fieles pueden solicitarla espontáneamente, aún en el caso de que no sea obligatoria (c. 827), teniendo derecho a recibir respuesta cuando solicitan dicha apro-bación o licencia15.

Prácticamente se ha abolido el Índice de libros prohibidos contenido también en el CIC anterior. La prohibición de libros tiene actualmente un valor sólo moral. Toda la materia sobre censura de libros fue reordena-da por un decreto de la Sagrada Congregación para la doctrina de la fe, Ecclesiae Pastorum16, de 19 de marzo de 1975, que es la que ha marcado la regulación codicial.

13 Cf, PB 48-55.

14 Esta postura es la que mantenemos en R. CALLEJO DE PAZ, «Nota acerca de la competencia de

la autoridad eclesiástica en la censura y reprobación de escritos», en Estudios Eclesiásticos 87, 343,

Octubre-Diciembre 2012, 733-738.15 Instrucción de la CDF, «Sobre algunos aspectos relativos al uso de los instrumentos de

comunicación social en la promoción de la doctrina de la fe», de 30 de marzo de 1992, en Comm.

24 (1992) 18-27.16 Ver nota 8 capítulo 6.

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3. LA PUBLICACIÓN DE LIBROS Y EL ESTATUTO CANÓNICO DE OTROS ESCRITOS

La disciplina canónica en esta materia se reduce a los libros y a cua-lesquiera escritos destinados a divulgarse públicamente (c. 824§2). Se ex-cluyen, por ello, los escritos para uso privado o de circulación restringida, como pueden ser los apuntes de un profesor dirigidos exclusivamente a sus alumnos. Tampoco podrá ser aplicable esa revisión a las publicaciones diarias, que en todo caso habrán de hacerse a posteriori. Otras formas de difusión del mensaje cristiano que utilizan otro formato distinto del papel: CD, casetes, videos, material informático, etc. no son citadas en el canon. Sobre estos instrumentos parece que no existen normas al respecto, por lo que, a falta de derecho particular, entendemos que no es legítima dicha intervención.

Siguiendo el principio de territorialidad, el ordinario local del que habla el c. 824§1 es ahora el propio del autor (por incardinación o por residencia) o de la editorial, prescindiendo del lugar de la impresión. Entre cualquiera de los dos se podrá elegir. Cuando el libro o escrito sea de varios autores, parece que cualquiera de sus ordinarios será competente.

Necesitarían también licencia o aprobación tanto las nuevas edicio-nes como las traducciones (c. 829). Se ha de considerar nueva edición cuando el texto tenga cambios sustanciales con respecto al original; sí no fuera así habría que considerarla una reimpresión, para la que no se necesitaría aprobación ni licencia. Esta disposición vendría basada en la novedad que supone una nueva edición, que siempre puede variar respecto de la anterior, sea por errores o mala traducción, de ahí que se exija lo mismo que para la edición original. Dicho peligro parece no existir en el caso de la reimpresión o de la separata, que no constituyen una nueva edición.

En los casos en los que habiendo denegado la aprobación o licencia el primer ordinario competente, se quiera acudir a otro también competente para solicitar lo mismo, ha de aplicarse la norma general del c. 65§1, según la cual en tal caso debe hacerse constar la denegación anterior, y el segundo ordinario no deberá conceder lo que se pide sin haber oído antes al que lo negó17.

El c. 824 habla de licencia y aprobación. La licencia eclesiástica parece significar que la obra está inmune de errores de la fe católica y las costum-bres, mientras que la aprobación implica un juicio positivo, una aceptación de la obra por parte de la Iglesia o una declaración de conformidad con la

17 Ante divergencias doctrinales, la citada instrucción de la Congregación para la doctrina de la

fe, de 30 de marzo de 1992, ha refirmado este procedimiento., pp. 18-27; n. 11§2.

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doctrina auténtica de la Iglesia. En este sentido, la aprobación es un institu-to jurídico de control más vinculante, sea por la importancia de la materia sometida a control, sea por la autoridad competente que ha de aprobar, mientras que la licencia puede aparecer como una simple garantía jurídica y moral para el autor, el editor y el lector18. No obstante, a veces el Código latino parece emplear ambos términos como sí fueran sinónimos (por ejem-plo, CC. 827§4; 830§1).

Licencia o aprobación deben constar en el libro con el nombre del or-dinario, lugar y fecha.

Para algunas categorías particulares de libros, el Código va a exigir licen-cia o aprobación expresa por parte de la autoridad eclesiástica competente. Analizamos a continuación dicha normativa.

Las ediciones de libros de la Biblia, dada la difusión e importancia para todo el territorio, serán aprobadas por la Sede Apostólica o por la Conferencia Episcopal19. El órgano de la Sede Apostólica para conceder esta aprobación es la Congregación para la doctrina de la fe. Esto para las ediciones en lengua original y para las traducciones. Además, las edi-ciones vernáculas deben ir acompañadas de notas explicativas suficientes (c. 825§1). Respecto a los comentarios que excedan la función de notas aclaratorias, resulta competente el ordinario del lugar, según la regla del c. 824.

Sólo será obligatoria la licencia de la Conferencia Episcopal, ya no de la Sede Apostólica, cuando la traducción se haya hecho en colaboración con los hermanos separados. Dichas ediciones ecuménicas han de ir también acompañadas de las correspondientes notas aclaratorias (c. 825§2)20, que no tendrán por finalidad solamente aclaraciones técnicas, sino también cuestio-nes doctrinales, mostrando la interpretación católica de la Biblia.

La ordenación de toda la liturgia en la Iglesia, y fundamentalmente la edición de los libros litúrgicos, competen primeramente a la Santa Sede y, según las normas del derecho, al Obispo diocesano (c. 838§1). El carácter público de la liturgia y su importancia eclesial, justifican que su ordena-ción, en primer término, dependa de la autoridad suprema de la Iglesia. El

18 El Código oriental indica claramente la diferencia en el c. 661§1 y §2.19 En este ámbito, el Código ha modificado la competencia establecida por el Decreto Ecclesiae

Pastorum, de 19 de marzo de 1975, AAS 67 (1975) 281-4, que atribuía la aprobación al ordinario

del lugar.20 Normas especiales para este tipo de ediciones pueden verse en Guiding Principles for

interconfesional Cooperation in traslating the Bible, preparadas por el Secretariado para la unidad

de los cristianos, 1 de junio de 1968, traducción italiana en Enchiridium Vaticanum, Suplementum I,

Bolonia 1990, nn. 208-230.

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dicasterio competente es la Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos21.

La edición típica latina de los libros litúrgicos depende exclusivamente de la Sede Apostólica, pero sus versiones vernáculas, en cuanto a la tra-ducción y adaptaciones ordinarias, serán preparadas por la Conferencia Episcopal, con la revisión previa de la Santa Sede (c. 838§§ 3 y 2), lo que favorece la adaptación a la mentalidad de las Iglesias a las que va dirigida dicha versión22. La intervención de la Santa Sede en estas ediciones creemos que va dirigida fundamentalmente a que se cumplan las normas litúrgicas universales.

Al Obispo diocesano en su Iglesia, siguiendo siempre las ordenaciones litúrgicas de la Sede Apostólica y dentro de los límites de su competencia, le corresponde dar normas en materia litúrgica (c. 838§4)23.

El c. 826§1 remite enteramente a dicha normativa contenida en el 838 en lo relativo a la elaboración, aprobación y revisión de todos los libros litúr-gicos. Para las demás ediciones, totales o parciales, y para sus traducciones a la lengua vernácula, el ordinario del lugar debe certificar que concuerdan con el original aprobado (c. 826§2). El papel del ordinario en el caso de la reediciones es solamente dar fe de la conformidad de la nueva edición con la primera aprobada o típica, que, como hemos dicho, depende sólo de la Sede Apostólica.

Los libros de oraciones para uso público o privado de los files no se deben publicar sin licencia del ordinario local (c. 826§3). Se trataría de libros de oraciones no litúrgicas, como pueden ser novenarios o devocionarios, que aunque sean de uso público no puede entenderse que formen parte del culto público. Con esta intervención se pretende evitar desviaciones en la devoción popular. Esta misma licencia creemos que se extiende también, según el espíritu de este precepto, a los folletos y estampas que contengan oraciones, medios muy extendidos y usados por los fieles.

Los catecismos y demás escritos relacionados con la catequesis, así como sus traducciones, necesitan la aprobación del ordinario del lugar para ser editados (cc. 827§1 y 775§1). Naturalmente, como ya dijimos, el Obispo ha de seguir las prescripciones de la Sede Apostólica en el ámbito catequético, aunque no será necesario someter el catecismo diocesano a su aproba-ción. También dijimos que incluso existiendo un catecismo nacional apro-bado por la Santa Sede, puede establecer cada Obispo en su diócesis otros

21 PB 64.22 Cf, SC 37-40.23 Cf, CD 15.

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catecismos oficiales24. También parece deducirse del c. 827§1 que el Obispo puede aprobar oficialmente para su diócesis textos catequéticos que otros, incluso laicos, hayan hecho por propia iniciativa.

Los manuales y textos de enseñanza de religión en las escuelas, y los que se empleen como textos en la enseñanza a cualquier nivel, que versen sobre Sagrada Escritura, teología, derecho canónico, historia de la Iglesia u otras materias religiosas o morales, tiene que estar aprobados por la au-toridad eclesiástica competente (c. 827§2). Dada la amplitud del canon, ha de entenderse que comprende la enseñanza de dichas materias en todos los niveles educativos, desde las escuelas hasta las universidades, y que se refiere a todo tipo de instituciones educativas, también las públicas.

Dicha autoridad a la que se refiere el parágrafo, al no venir precisada, habrá de atenerse a los criterios del c. 824. Sin embargo, cuando se trata de textos destinados a la enseñanza de la religión en las escuelas públicas, conforme a acuerdos con la autoridad estatal, se suele dar competencia a la Conferencia Episcopal. Así ocurre en España en el Acuerdo sobre ense-ñanza y asuntos culturales entre el Estado y la Santa Sede en su artículo VI. La jerarquía católica a la que se refiere dicha norma como competente para proponer los libros de texto y material didáctico de la enseñanza de la religión católica, se concretó en la Conferencia Episcopal por medio de la comisión correspondiente en la XXXIII Asamblea plenaria de dicha Conferencia, de 1980.

Por su misma naturaleza, esta aprobación implicará no sólo un reconoci-miento de la ortodoxia, sino también un testimonio de que la publicación se adecua mínimamente al menos a su específica finalidad didáctica. De suyo esta aprobación no significa dotar al texto de carácter oficial. Contempla también el c. 827§2 la posibilidad de una aprobación a posteriori de textos ya publicados.

Los escritos que contengan algo que afecte de manera peculiar a la religión o a la integridad de las costumbres y los libros que tratan directa-mente sobre estas materias, aunque no vayan a ser utilizados como libros de texto, se recomienda que sean sometidos al juicio del ordinario del lugar (c. 827§3), aunque dicha licencia no dota a la obra de oficialidad. De todos modos, dicha recomendación ha de compaginarse con el c. 823§1, que posibilita al Obispo diocesano para solicitar la revisión de dichos escritos relacionados con la fe o costumbres25.

En las Iglesias y oratorios sólo se podrán vender, dar o exponer li-bros publicados con licencia o aprobación eclesiástica (c. 827§4). Así pues,

24 Ver nota 74 Capítulo 3.25 Cf, respuesta de la SCDF del 25.VI.1980; AAS 72 (1980) p. 756.

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aunque por razón de la materia el libro no esté sujeto a censura previa, puede ser solicitada por el autor para lograr tal finalidad. La razón de este control parece clara: por el hecho de ser expuestos, vendidos o regalados por una iglesia, dichos escritos deben ir revestidos de una garantía de orto-doxia ante los fieles. Esta disposición, aunque indirecta, suele resultar eficaz para estimular a los autores o editores a pedir el juicio de la autoridad ecle-siástica. Será la autoridad eclesiástica del lugar sagrado la que se ocupará de que esta norma se cumpla, aunque no coincida con el ordinario que ha de dar su aprobación o licencia de acuerdo con el c. 824.

Para publicar nuevamente colecciones de decretos o de actos publica-dos por una autoridad eclesiástica, Santa Sede u otra inferior (Conferencias Episcopales, Rota española, Obispo diocesano…) se requiere la previa li-cencia de la autoridad que las publicó por vez primera y se deben observar las condiciones que ella imponga, sean de carácter económico o sobre el modo de publicación (c. 828). No se trata propiamente de una vigilancia doctrinal, sino de una garantía de autenticidad y de integridad de los textos recopilados y, acaso, de los derechos de autor o de propiedad intelectual y de los derechos inherentes al permiso de su publicación desde el punto de vista económico26.

Los textos referidos en este c. 828 se entiende que forman colecciones, recopilaciones, no son documentos sueltos, y dichas colecciones han de estar vigentes, ser oficiales. No se trata de llevar a cabo ediciones críticas de textos antiguos o extraoficiales.

Además de todos estos controles, los religiosos deben obtener la licencia del superior mayor respecto de los escritos de los que sean autores y que se refieran a cuestiones de religión o de costumbres (c. 832). El canon se refiere sólo a los religiosos, no a los consagrados en general, aunque hay autores que dan por hecho que dicha norma obliga a todos los miembros de los institutos de vida consagrada27.

Quien sea ese superior lo especificarán las constituciones, que podrán determinar, por ejemplo, que sea competente únicamente el superior ge-neral, o que sean los superiores mayores de rango inferior quienes otor-guen dicha licencia. Recordar que a tenor del c. 823, también los ordinarios respectivos pueden exigir la censura previa cuando se trate de escritos

26 Un ejemplo son las normas de la Santa Sede para la protección del texto latino del Código

latino y del Código oriental; Cf, Secretaría de Estado, Normae Necessitas ipsa latino textu Codicis iuris

canonici tuendo eodemque alias in lengua convertendo, 1983, gen. 28, in L’Osservatore Romano

(29.1.1983), p. 1; Segreteria di Stato, norme Integritatis tutandae de latino textu Codicis canonum

ecclesiarum orientalium tuendo eodemque alias lenguas vertendo, 1990 ott. 25, in L’Osservatore

Romano (27.101.1990), p. 6.27 J. HORTA ESPINOZA, o.c., 157.

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LA FUNCIÓN DE ENSEÑAR EN EL DERECHO Y EN LA VIDA DE LA IGLESIA

referentes a fe y costumbres, aunque previamente se haya obtenido ya la de este superior religioso. Ambas licencias habrán de tener en cuenta el con-tenido doctrinal de los escritos, y prestar atención particular a la relevancia pública de los escritos de los religiosos28.

4. LOS CENSORES

Aunque ha modificado algunos aspectos respecto del CIC 17, el actual Código conserva la tradicional figura del censor, que institucionaliza una forma de colaboración de fieles cualificados en determinadas materias con la autoridad eclesiástica en el desempeño por parte de éstas de la misión jerárquica de vigilancia doctrinal.

El estatuto del censor viene recogido fundamentalmente en el c. 830. El c. 830§1 ofrece tres posibilidades en cuanto a estos expertos encargados de asesorar a los ordinarios del lugar en quienes recae el deber o la posibilidad de otorgar la licencia o aprobación. En primer lugar, queda siempre a salvo el derecho de cado ordinario de encomendar el juicio sobre los libros a personas que él mismo haya aprobado. Puede haber también un elenco de censores a escala supradiocesana, del que pueden valerse los Obispos. Y, en ultimo término, puede constituirse una comisión de censores, también a es-cala supradiocesana, aunque parece que no habría inconveniente de que se estableciera a nivel diocesano, en cuyo caso la función diocesana de vigilan-cia corresponde a un órgano colegial. Tal forma colegial puede ser especial-mente útil cuando se trate de publicaciones que tengan resonancia nacional. Pero aún es este caso, podrá el ordinario acudir posteriormente a un órgano concreto. Indica también este primer parágrafo del 830 que han de destacar dichos censores por su ciencia, recta doctrina y prudencia. En relación con la competencia científica, será oportuno que en las listas de censores estén representadas las diversas ciencias sagradas.

El 830§2 recuerda que el censor debe dejar de lado toda acepción de personas, e incluso su propia opinión, y fijarse solamente en la corres-pondencia del contenido con el magisterio eclesiástico en materia de fe y costumbres. En este sentido, cabe recordar que el censor habrá de tener en cuenta la jerarquía de verdades que determina la Iglesia, sin que por ello se

28 Así parece desprenderse de la Instrucción de la CDF «sobre algunos aspectos relativos al uso

de los instrumentos de comunicación social en la promoción de la doctrina de la fe», de 30.III.1992,

en Comm. 24 (1992) en su parte IV.

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LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN. LOS LIBROS (CC. 822-832)

otorgue al censor ningún papel de juez en cuanto a materias disputables. Tampoco es competencia del censor indicar la oportunidad o procedencia sobre la publicación del escrito.

El ordinario hará revisar la obra por el censor o censores quienes de-ben darle, por escrito, su parecer sobre la rectitud doctrinal de la obra. Del c. 830§3 se deriva que el dictamen recibido no es vinculantes para el ordina-rio. Simplemente en base a ese dictamen dicho ordinario, o la Conferencia Episcopal en su caso, concederá o no, según su prudente juicio, la licencia o aprobación, el llamado habitualmente imprimatur, para la publicación, aunque lo normal es que el informe del censor sea tenido en cuenta deci-sivamente de cara a la respuesta.

Si la decisión fuera negativa, acaba diciendo el canon, se deben comuni-car al autor los motivos de la denegación. Teniendo en cuenta que uno de lo derechos de los fieles «que se dedican a las ciencias sagradas es una justa libertad para investigar, así como manifestar prudentemente su opinión» (c. 218), la limitación de tal derecho debe ser motivada, dando la posibili-dad al autor de conocer el porqué, de modo que pueda modificar o matizar su pensamiento. En este caso cabe solicitar una nueva licencia o aproba-ción por parte de otro ordinario competente o plantear un recurso ante la Congregación para la doctrina de la fe29 a tenor de los cánones 1732-1739. En ambos supuestos, solicitud a otro ordinario o recurso a la Curia romana, se han de tener en cuenta los requisitos de los CC. 64 y 65, y las limitacio-nes que los mismos imponen. El plazo de tres meses previsto con carácter general por el c. 57 para que opere la presunción de respuesta negativa a efectos de proposición de un recurso en caso de silencio administrativo, podrá ser aplicado en este ámbito.

Parece que en rigor no puede negarse la licencia simplemente porque el contenido del libro no sea oportuno, mientras esté de acuerdo con el magisterio, aunque en este caso el ordinario podrá comunicar al autor la dificultad y dar la licencia bajo determinadas condiciones que eviten los posibles peligros de escándalo o confusión30.

Advierte también el c. 830§3, que se debe mencionar en el permiso que concede la licencia (pensamos que igualmente la aprobación) el nombre de quien la concede, la fecha y el lugar de la concesión. Una interpretación au-téntica del Pontificio consejo para la interpretación de los textos legislativos establece que dichos datos aparezcan también expresamente en los libros

29 Así lo establece la Instrucción citada en la nota anterior, n. 10§8; PB 51.30 Dicha licencia condicionada viene prevista por la Instrucción de la Congregación para la

doctrina de la fe citada en las notas anteriores, pp. 18-27, n. 8§4.

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que se editan31. No basta, por tanto, la concisa referencia de que se cuenta con las licencias. De esta manera se garantiza más claramente la función de orientación y garantía para el lector que el permiso eclesiástico constituye.

V. LA DISCIPLINA SOBRE OTROS INSTRUMENTOS DE COMUNICACIÓN SOCIAL

Los fieles no deben colaborar sin causa justa y razonable en periódicos, revistas u otras publicaciones o emisoras que suelen atacar la religión o la moral, permitiéndose, evidentemente, que colaboren en aquello que dentro de estos medios no se oponga al orden moral.

Se trataría de medios que regular, activa y abiertamente atacan a la Iglesia o a la moral cristiana, no de aquéllos otros que simplemente mues-tran alguna antipatía o discrepancia. Serán los fieles los que prudentemente decidan como actuar, valorando tanto el bien que pueda derivarse de la presencia de un católico en estas publicaciones como el posible escándalo que se prevea.

Se agrava la prohibición en el caso de clérigos y miembros de institutos religiosos, que necesitan para dicha colaboración, además de causa justa y razonable, la licencia del ordinario del lugar (c. 831§1). Como en otras ocasiones, la norma sólo se refiere a religiosos, aunque parece que la ratio legis del precepto lo haría extensible a todos los consagrados y miembros de sociedades de vida apostólica. El escándalo que podrían causar estos escritos resultaría mayor en el caso de clérigos y consagrados, de ahí ese mayor control. En estos casos el ordinario deberá evaluar la oportunidad de tal colaboración y en que condiciones deberá ser prestada.

El objeto de la licencia del c. 831 no es el contenido de lo que se vaya a publicar, sino la conducta del fiel, por lo que no presupone el nihil obstat del censor, sino que tiene su fundamento en el recelo ante el simple hecho de colaborar con los que suelen manifiestamente atacar la religión católica o las buenas costumbres, por lo que procede pedir licencia, aunque la co-laboración no tenga por objeto materia de fe y costumbres. Aunque sólo se habla de escritos, parece que la misma cautela se debiera tener con la intervención de los fieles en medios audiovisuales de comunicación de características similares.

Compete a las Conferencias Episcopales dar normas sobre las interven-ciones en radio o televisión de los clérigos y religiosos en las que se trate de cuestiones referentes a la doctrina católica o las costumbres (c. 831§2). Tiene

31 20. V.87: AAS 79 (1987) 1249.

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este apartado relación directa con el c. 772§2, que reserva a la Conferencia Episcopal la normativa acerca de los temas sobre doctrina cristiana de los que se hable en radio o televisión. La española ha dictado un Decreto ge-neral, ya mencionado en este trabajo, sobre la presencia de la Iglesia en los medios audiovisuales de comunicación social, aprobado el 1-XII-1984, revisado por la Santa Sede el 16-XI-1986 y promulgado el 1-XII-198632.

Esta regulación especial respecto a clérigos y religiosos se debe a que difícilmente se podrá diferenciar si su intervención en estos medios preten-de ser a título personal y sin comprometer a la Iglesia en cuanto tal, o si se hace ejercitando un ministerio público.

A nadie se le escapa que el cambio que se ha producido en este campo de los medios con la llegada de las nuevas tecnologías ha sido radical, y que ha supuesto un cambio cultural vertiginoso a la hora de plantear la comunicación. Para la Iglesia estos nuevos espacios digitales son ahora vi-tales para hacer llegar el anuncio evangélico a todas las gentes, en especial a las nuevas generaciones. Páginas Web, blogs o redes sociales entre otros, representan ya una base fundamental a la hora de presentar contenidos religiosos y de predicar la Palabra de Dios. Aparte de recomendaciones pastorales múltiples en torno a estos medios, no conocemos normativa pro-piamente tal en relación con el control del mensaje religioso que se trasmita a través de ellos.

32 Ver nota 37 Capítulo 3.

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A MODO DE CONCLUSIÓN

El tratado que hemos comentado cuya base se encuentra en el Libro III del CIC, representa, sin duda, un ejemplo claro de cambio legislativo y, sobre todo, de cambio en la perspectiva eclesiológica en cuanto a la regu-lación del CIC 17. Vienen ahora todos estos cánones impregnados de las propuestas conciliares en orden a mostrar a toda la Iglesia como comunidad que recibe de Cristo la misión de enseñar. Una vez definida la actividad de toda la Iglesia en la función docente, el CIC señala los distintos ministerios en la planificación, desarrollo y control de la acción enseñante de la misma. El mismo título ya otorga a toda la Iglesia, ordenados y laicos, jerarquía y fieles, esta importante función, aún cuando las responsabilidades de cada sector sean bien diferentes.

Sin embargo, y valorando muy positivamente la nueva fundamentación, pensamos que el equilibrio deseado entre la participación de todos los católicos en esta función y el oficio especial de la jerarquía y del ministerio ordenado, se inclina claramente hacia esta última. Percibimos en todo el Libro un marcado interés por manifestar el papel de control de la jerarquía en las distintas actividades docentes y relegar a un papel secundario y auxiliar a los laicos. Aún así, el carisma docente de toda la Iglesia que se manifiesta en el tratado puede ser la base para adjudicar mayores compe-tencias en esta esencial tarea a los fieles no ordenados, y en este sentido supone una base esencial a la hora de futuras articulaciones de este munus docendi.

La dimensión pastoral recorre todos los temas de los que trata el Libro, marcando decisivamente las verdades que la Iglesia presenta ad intra y

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ad extra de ella. El enseñar eclesial no pone solamente el acento en los contenidos, también en los métodos y vías para llegar a toda persona y alcanza tanto la dimensión sobrenatural como la humana en su sentido per-sonal y social. Sin embargo, en este empeño echamos de menos una mayor perspectiva dialógica, enlazando más con la sensibilidad del Vaticano II y posibilitando una mayor conexión con la sensibilidad actual que ve en el diálogo una fuente de enriquecimiento humano y cristiano.

Sin duda ésta, como todas las demás vertientes de la misión eclesial, necesita del derecho para su estructuración y concreción, pero hay también que decir que es esta una materia dónde el papel de teólogos: dogmáticos, eclesiólogos, pastoralistas… es más fundamental. Por eso se comprende que esta misión fundamental de la Iglesia no sea fácil de normativizar o de integrar en esquemas jurídicos que, en todo caso, estarán claramente subordinados a las verdades teológicas que pretenden articular. Y en esta dificultad para regular la materia incide el hecho de que los límites a la tarea docente de la Iglesia no serán fáciles de marcar, y así como anteriormente entraban en este tratado materias que se han excluido en el actual Código, el CIC 17 apenas recogía otras que ahora vienen mucho más explicitadas.

Los cinco títulos del Libro recogen materias que aunque conexas por la misión docente o evangelizadora de la Iglesia, sin duda se presentan como muy autónomas en cuanto a los contenidos y a la orientación que a cada una se le da. Los temas tratados son de naturaleza muy variada: Magisterio, predicación, catequesis, misiones, enseñanza, medios de comunicación. Y, además, la orientación resulta a veces diferente: desde el marcado carácter pastoral que se vislumbra en el derecho misional, al preponderante deseo de revisión y control que parece dominar el último título dedicado funda-mentalmente a libros y publicaciones. Sin duda tiene que ver también con el hecho de que en pocos preceptos se traten temas tan diversos, la necesi-dad de un desarrollo extracodicial en muchos de ellos.

Pero después de estas apreciaciones finales, marcadas claramente por un alto grado de subjetividad, sólo nos queda decir que el balance de este desarrollo canónico es claramente satisfactorio en el sentido de aportar una unidad y unos criterios firmes a la decisiva tarea docente de la Iglesia.

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ELENCO BIBLIOGRÁFICO

I. FUENTES

A. Legales

— ACUERDO SOBRE ENSEÑANZA y ASUNTOS CULTURALES ENTRE LA SANTA SEDE y EL ESTADO ESPAÑOL, de 3 de Enero de 1979.

— ACUERDOS EN MATERIA DE ENSEÑANZA ENTRE LA SANTA SEDE Y LOS ESTADOS DE Bolivia (4 de Diciembre de 1957), Austria (9 de Julio de 1962), Perú (19 de Julio de 1980) e Italia (18 de febrero de 1984).

— CÓDIGO DE DERECHO CANÓNICO DE 1917 (CIC 17).— CÓDIGO DE DERECHO CANÓNICO DE 1983 (CIC 83).— CÓDIGO DE CÁNONES DE LAS IGLESIAS ORIENTALES DE 1990.— CONSTITUCIÓN APOSTÓLICA Ex corde Ecclesiae, 15.VIII.1990: AAS 82

(1990) 1475-1509.— CONSTITUCIÓN APOSTÓLICA Sapientia cristiana, 15.IV.1979: AAS 71

(1979) 469-499.— CONSTITUCIÓN APOSTÓLICA Pastor Bonus, 28.VI.1988: AAS 80 (1988)

841-912.— DECLARACIÓN UNIVERSAL DE LOS DERECHOS HUMANOS DE 10 DE

DICIEMBRE DE 1948.— DECRETO DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, 29.XI.1986,

BOCEE 3 (1986) 115-117.— DECRETO «Novo Codice» por el que se renueva el orden de los estudios en

las Facultades de Derecho Canónico, 2.IX.2002: AAS 95 (2003) 281-285.

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LA FUNCIÓN DE ENSEÑAR EN EL DERECHO Y EN LA VIDA DE LA IGLESIA

— DECRETO sobre la reforma de los estudios eclesiásticos de Filosofía, 28.I.2011: AAS 103 (2011) 145-162.

— INSTRUCCIÓN «Con il Concilio», 28.VI.2008, sobre los Institutos Superiores de Ciencias Religiosas, EV 25, Bologna 2011, 1158-1127.

— NORMAS APLICATIVAS DE LA CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, 29.IV.1979: AAS 71 (1979) 469-499.

— NORMATIVA PROVISIONAL DE LA CONGREGACIÓN PARA LOS SEMINARIOS Y CENTROS DE ESTUDIOS SOBRE LOS INSTITUTOS SUPERIORES DE CIENCIAS RELIGIOSAS, 12.V.1987, Protocolo nº 7617/1987.

B. Doctrinales

SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teologica, Secunda Secundae

C. Magistrales

1. Magisterio pontificio

PÍO IX, Encíclica Nostis et nobiscum, 8.XII.1849. .—Encíclica Singulari quidem, 17.III.1856.PÍO XI, Constitución Apostólica Deus scientiarum Dominus, 24.V.1931: AAS

23 (1931) 241-262.PÍO XII, Instrucción Ecclesia Catholica, 2.XII.1949: AAS 41 (1949) 142-147.JUAN XXIII, Motu proprio Superno Dei nutu, 5.VI.1960: AAS 52 (1960) 433-437.PABLO VI, Pastorale munus, 30.XI.1963: AAS 56 (1964) 5-12. .—Encíclica Ecclesiam Suam, 6.VIII.1964: AAS 56 (1964) 609-659. .—Motu proprio Ecclesiae Sanctae, 6.VIII.1966: AAS 58 (1966) 757-787. .—Encíclica Humanae vitae, 25.VII.1968: AAS 60 (1968) 481-503. .—Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, 8.XII.1975: AAS 68

(1976) 5-76.JUAN PABLO II, Ecíclica Redemptor hominis, 4.III.1979: AAS 71 (1979) 257-324. .—Carta Catechesi tradendae, 16.X.1979: AAS 71 (1979) 1277-1340. .—Exhoratción Apostólica Familiaris consortio, 22.XI.1981: AAS 74

(1982) 81-191. .—Encíclica Redemptoris missio, 7.XII.1990: AAS 83 (1991) 249-320. .—Exhortación Apostólica Pastores dabo vobis, 25.III.1992: AAS 84 (1992)

657-804.

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ELENCO BIBLIOGRÁFICO

.—Constitución Apostólica Fidei Depositum, 11.10.1992 para la publica-ción del CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA: AAS 86 (1994) 113-118.

.—Carta Novo Incipiente a todos los sacerdotes de la Iglesia con ocasión del Jueves Santo de 1993 (8 de abril de 1993): AAS 85 (1993) 880-883.

.—Carta Ordinatio Sacerdotalis, 22.V.1994, Communicationes 26 (1994) 9-12.

.—Encíclica Evangelium vitae, 25.III.1995: AAS 87 (1995) 401-522. .—Carta Apostólica Ut unum sint, 25.V.1995: AAS 87 (1995) 921-982. .—Motu proprio Ad Tuendam Fidem, 18.V.1998: AAS 90 (1998) 457-461. .—Motu Proprio Apostolos suos, 21.V.1998: AAS 90 (1998) 641-658. .—Exhortación Apostólica Christifidelis laici, 30.XII.1998: AAS 90 (1998),

393-521.BENEDICTO XVI, Motu propio para la aprobación y publicación del Compendio

del Catecismo de la Iglesia Católica, de 28.VI.2005: AAS 97 (2005) 801.Mensaje «El sacerdote y la pastoral en el mundo digital: los nuevos me-

dios al servicio de la Palabra», para la XLIV Jornada Mundial de las Comunicaciones, de 23 de enero de 2010.

2. Curia romana

CONGREGACIÓN PARA EL CLERO, Directorio General para el minis-terio pastoral en relación con el turismo, 27.III.1969: AAS 61 (1969) 361-384.

.—Directorio General Catequístico, 11.IV.1971: AAS 64 (1972) 97-176. .—Respuesta de 20.V.1977: AAS 69 (1977) 427. .—Directorio General para la Catequesis, 25.VIII.1997, Cittá del Vaticano

1997.CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Notificación sobre la

abolición del Índice de libros prohibidos, 14.VI.1966: AAS 58 (1966) 445 y Decreto interpretativo, 15.XI.1966: AAS 58 (1966) 1186.

.—Professio fidei, 17.VII.1967: AAS 59 (1967) 1058. .—Mysterium Ecclesiae, Declaración sobre la doctrina católica acerca de

la Iglesia para defenderla de algunos errores actuales, 24.VI.1973: AAS 65 (1973) 396-408.

.—Decreto Ecclesiae pastorum, 19.III.1975: AAS 67 (1975) 281-284. .—Respuesta de 25.VI.1980: AAS 72 (1980) 756. .—Respuesta al Episcopado francés, 7.VII.1983: AAS 76 (1984) 45-52. .—Professio Fidei et Iusurandum fidelitatis in suscipiendo officio nomine

Ecclesiae exercendo, 9.I.1989, AAS 81 (1989) 104-106. .—Instrucción Donum veritatis, sobre la vocación eclesial del teólogo,

24.V.1990: AAS 82 (1990) 1550-1570.

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LA FUNCIÓN DE ENSEÑAR EN EL DERECHO Y EN LA VIDA DE LA IGLESIA

.—Instrucción «Sobre algunos aspectos relativos al uso de los instrumen-tos de comunicación social en la promoción de la doctrina de la fe», 30.III.1992, en Communicationes 24 (1992) 18-27.

.—Utruum doctrina, 28.X.1995, Communicationes 27 (1995) 212. .—Notas explicativas de la fórmula conclusiva de la Proffesio fidei,

29.VI.1998, AAS 90 (1998) 542-551.CONGREGACIÓN PARA EL CULTO DIVINO Y LA DISCIPLINA DE LOS

SACRAMENTOS, Instrucción Redemptionis Sacramentum, 25.III.2004, AAS 97 (2005) 337-352.

PONTIFICIA COMISIÓN PARA LA COMUNICACIÓN SOCIAL, Instrucción Communio et Progressio, 18.V.1971: AAS 63 (1971) 593-656.

PONTIFICIA COMISIÓN PARA LA PASTORAL DE LA EMIGRACIÓN Y DEL TURISMO, Iglesia y movilidad humana, 4.V.1978: AAS 70 (1978) 375-378.

PONTIFICIO CONSEJO PARA LA PROMOCIÓN DE LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS, Directorio para la aplicación y normas sobre el ecumenis-mo, 25.III.1993: AAS 85 (1993) 1039-1119.

PONTIFICIO CONSEJO PARA LOS INSTRUMENTOS DE COMUNICACIÓN SOCIAL, Instrucción Communio et Progressio, 21.V.1971: AAS 63 (1971) 593-656.

.—Aetatis novae, 20.II.1992: AAS 84 (1992) 447-468.PONTIFICIO CONSEJO PARA LOS TEXTOS LEGISLATIVOS, Interpretación

auténtica de 20.V.1987: AAS 79 (1987) 1249. .—Carta circular de 13 de marzo de 2006, Prot. N. 10279/2006.SAGRADA CONGREGACIÓN DE RELIGIOSOS, Rescripto Apostólico,

14.V.1926: AAS 19 (1927) 23-4.SAGRADA CONGREGACIÓN PARA LOS INSTITUTOS RELIGIOSOS Y

SECULARES y SAGRADA CONGREGACIÓN PARA LOS OBISPOS, norma Mutua relatiotionis, 14.V.1978: AAS 70 (1978) 473-506.

SAGRADA CONGREGACIÓN PARA EL CULTO DIVINO, Instrucción Actio Pastoralis, 15.V.1969: AAS 61 (1969) 806-811.

.—Ritual de iniciación cristiana de adultos, 6.I.1972: AAS 64 (1972) 252, Editio Typica, Typis polyglottis Vaticanis, 1992.

SAGRADA CONGREGACIÓN PARA LA DISCIPLINA DE LOS SACRAMENTOS, Instrucción Liturgicae instaurationes, 5.IX.1970: AAS 62 (1970) 692-704.

SAGRADA CONGREGACIÓN PARA LA EVANGELIZACIÓN DE LOS PUEBLOS, Instrucción Relationes in territorios 24.II.1969: AAS 61 (1969) 281-287.

.—Respuesta de 24.V.1973: AAS 65 (1973) 410. SAGRADA CONGREGACIÓN PARA LA PROPAGACIÓN DE LA FE, Instrucción

Quum huic, 8.XII.1929: AAS 22 (1930) 111-115.

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ELENCO BIBLIOGRÁFICO

SAGRADA CONGREGACIÓN PARA LOS SACRAMENTOS Y EL CULTO DIVINO, Instrucción Inaestimabile donum, 3.IV.1980: AAS 72 (1980) 331-343.

.—Directorio para la celebración dominical sin presbítero, 2.VI.1988, en «Notitiae» 24 (1988) 366-378.

SECRETARIADO PARA LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS, Directorio ecuménico «Ad totam Ecclesiam», 14.V.1967: AAS 59 (1967) 574-592 y 16.IV.1970: AAS 62 (1970) 705-724.

.—Guiding Principles for interconfesional Cooperation in traslating the Bible, de 1 de junio de 1968. Traducción italiana en Enchiridium Vaticanum, Suplementum I, Bolonia 1990, 208-230.

3. Vaticano II

Decreto Ad Gentes, 7.XII.1965: AAS 58 (1966) 947-990.Decreto Apostolicam actuositatem, 18.XI.1965: AAS 58 (1966) 837-864.Decreto Christus Dominus, 28.X.1965: AAS 58 (1966) 673-696.Constitución Dogmática Dei Verbum, 18.XI.1965: AAS 58 (1966) 817-835.Declaración Dignitatis humanae, 7.XII.1965: AAS 58 (1966) 929-946.Constitución Pastoral Gaudium et spes, 7.XII.1966: AAS 58 (1966) 1025-1115.Declaración Gravissimum educationis, 28.X.1965: AAS 58 (1966) 728-739.Decreto Inter mirifica, 4.XII.1963: AAS 56 (1964)145-157.Constitución Dogmática Lumen Gentium, 21.XI.1964: AAS 57 (1965) 5-75.Decreto Optatam totius, 28.X.1965: AAS 58 (1966) 713-727.Decreto Presbyterorum Ordinis, 7.XII.1965: AAS 58 (1966) 991-1024.Constitución Sacrosanctum Concilium, 4.XII.1963: AAS 56 (1964) 97-138.Decreto Unitatis Redintegratio, 21.XI.1964: AAS 57 (1965) 90-112.

4. Otras

CONCILIO VATICANO I. CONSTITUCIÓN DOGMÁTICA Pastor Aeternus so-bre la Iglesia de Cristo, DE 18.VII.1870.

COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, Magisterio y teología, 1975.CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA. Acuerdo sobre exigencias de los

centros escolares católicos, de 1 de diciembre de 1984, en BOCEE 2, 1985, 18.

.—COMISIÓN EPISCOPAL DE ENSEÑANZA Y CATEQUESIS. El catequis-ta y su formación, de 8 de septiembre de 1986, en Documentos colecti-vos del Episcopado español sobre formación religiosa y educación, tomo 2, Madrid 1986.

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LA FUNCIÓN DE ENSEÑAR EN EL DERECHO Y EN LA VIDA DE LA IGLESIA

SÍNODO DE LOS OBISPOS AL PUEBLO DE DIOS, Cum iam ad exitum, de 28.X.1977, EV 6/385.

II. AUTORES

AA.VV, Gil istituti di scienze religiose nella Chiesa, per uno statuto epistemo-logico, Bolonia 1991.

BERTONE, T., La catechesi nel Codice di diritto Canonico, en: L’annuncio cris-tiano nella societá contemporanea. Atti del XVIII Congresso canonistico. Reggio Calabria, setiembre 1986, Studi Giuridici XVI, Cittá del Vaticano 1987, 43-52.

BUENO SALINAS, S., «Preparación para los Sacramentos: Derecho común y ele-mentos de derecho particular», en J.Mª URTEAGA (ed.), La misión docente de la Iglesia, Salamanca 1992, 151-168.

CALLEJO DE PAZ, R., «El abandono notorio de la fe católica y el abandono de la Iglesia por acto formal en relación con la herejía, la apostasía y el cisma: la incoherente regulación matrimonial canónica de un tema con-flictivo. Sugerencias», en RODRÍGUEZ CHACÓN, R. y GUZMÁN PÉREZ, C, (coor.) Instituciones básicas, interaciones y zonas conflictivas de Derecho Canónico y Derecho Eclesiástico, Madrid 2009, 95-105.

.—«Una regulación confusa y sugerencias de «iure condendo». Anotaciones sobre los cánones 1071§1.4, 1086, 1117 y 1124», en Estudios Eclesiásticos 83 (2008) 605-630.

.—«Nota acerca de la competencia de la autoridad eclesiástica en la censura y reprobación de escritos», en Estudios Eclesiásticos 87 (2012) 733-738.

CITO, D., Comentario Exegético al Código de Derecho Canónico, Vol. III/1, 3ª ed., Pamplona 2002, 216-309.

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