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NO MATAR La guerrilla del Che en Salta, 40 años después Testimonio de Héctor Jouvé* Parte 1: la guerrilla. Héctor Jouvé: A principios de los sesenta, luego de una serie de golpes, contragolpes, elecciones que se hacían y después se borraban, y de pensar que no se planteaba ninguna alternativa seria para los cambios revolucionarios en la Argentina, la revolución cubana nos movió el piso a todos. Fue como aire fresco, lejos de la cosa ritualizada al estilo soviet, lejos de la imagen de los soldados rusos marchando con cara seria. Fue otra cosa, la gente participaba con entusiasmo. Eso fue –creo– lo que más incidió en esos tiempos en nuestro país, tiempos en los que de alguna manera nos preparábamos para la guerra, influidos por el proceso internacional: Cuba, Argelia, Indochina, Mozambique, Angola… Ahora ¿qué llevó a cada uno a unirse a la guerrilla? No sé, a mí personalmente me impactaron mucho algunas cosas de la Segunda Guerra Mundial. No solamente la masacre espantosa, sino particularmente los campos de concentración, la matanza de judíos, y las bombas de Hiroshima y Nagasaki. En aquellos años resultaba increíble que en un minuto murieran más de doscientas mil personas. No se había hablado nunca de esa bomba, no se sabía que podía existir un artefacto tan infernal. Y por eso fue como un despertar violento, que atropellaba cualquier esquema que pudiera tener una persona en la cabeza. Por otro lado, yo venía de una familia unida –éramos 5 hermanos– y en mi casa por ahí no había zapatos pero siempre había libros. Y también había conocido a un viejo interesantísimo, yo lo llamo mi abuelo postizo porque me enseñó muchas cosas: que había llegado en un barco a los 16 años, solo, que en la época del peronismo venía a escuchar las informaciones de Radio Porteña a mi casa –transmitía los precios del mercado de Liniers– y debajo de los huevos que vendía llevaba “Nuestra Palabra”, el diario del Partido Comunista. Y bueno, él me adoptó de algún modo... yo no era antiperonista, para nada, tampoco era peronista... tiraba más bien para el anarquismo, leía a Bakunin, Kropotkin, porque la biblioteca del club del barrio tenía esos libros. De todas maneras en el golpe del ‘55, yo me definía como perocomunista... y me interesaba qué pasaba en Rusia, tenían un discurso que parecía el que uno quería… Y luego fue la militancia en el Movimiento por La Paz, la Juventud Comunista, y todo ese proceso que parecía abrumador –la revolución cubana, la liberación de Argelia, etc.–, como si realmente el mundo fuera para ese lado. Incluso miraba el mapa y me decía “pucha, voy a pintar de rojo los países que ya están”, y claro, la mancha roja se había extendido un montón. Bueno, eso me preparó a mí personalmente para ir… y luego la militancia en el PC, donde creo que lo que más me golpeaba era el esquematismo, la ausencia de discusión, parecía que la diferencia era un desacato a la autoridad. Y por otro lado, algunas cosas que salieron en “Nuestra Palabra” realmente lamentables: hablar de manifestaciones de masas en el Día de la Paz en Córdoba en aquellos años, ‘62, ‘63… cuando habíamos sido 5 los que estábamos en el acto… a mí me parecía una cosa que no tenía sentido. Tal vez porque pensaba que la política había que hacerla de cara a la gente, que no había que mentirle. ¿Cómo les vamos a mentir? Es lo mismo que torturar en nombre del socialismo, me parece ridículo. Pero bueno, todo eso nos llevó a algunos a comenzar a pensar en otra cosa. Y comenzamos a juntar dinero, a comprar armas y a planificar algunas cosas. La idea nuestra era rural y había un muchacho que tenía un Willy de la Segunda Guerra Mundial. Pensábamos que lo primero que había que hacer era ir a ver qué había en el norte, como el eslabón más débil del desarrollo social y económico del país. Así que empezamos a preparar el viaje, a preparar el Willy, y de pronto, aparece Ciro Bustos que nos pregunta si alguno iba a subir: era para mañana, para el día siguiente. Y nos contó que estaba todo preparado, que había armamentos, comunicaciones, gente entrenada, y que ellos estaban reclutando gente, que habían explorado la zona del norte argentino, un poco más al norte de adonde habíamos decidido ir nosotros. Y yo dije vamos, y el grupo se acopló… Y partimos en un tren de esos que iban al norte, lento, cargado de gente, y con todas las cosas que podían cargar arriba… Y llegamos a Orán, ahí tuvimos que esperar hasta el día siguiente para conseguir un colectivo que cruzaba la frontera, por un lugar que se llama Aguas Blancas. Esa noche pernoctamos en Bermejo y al día siguiente seguimos viaje en un camión. Había otros tres chicos que iban ya con sus atuendos de guerrilleros: pantalón con bolsillos grandes tipo ranger, borceguíes. Llegamos a Tarija. Ahí esperamos 3 o 4 días, hasta que una tarde apareció Hermes Peña, que era el jefe de escoltas del Che Guevara en Cuba, y Federico Méndez, un chaqueño que falleció hará unos 5 o 6 años… y con ellos salimos para una finca que quedaba a unos 60 u 80 kilómetros y ahí empezamos a entrenar. Entrenamos desde el 25 o 28 de agosto hasta el 21 de septiembre, que volvimos a entrar en Argentina. Debemos haber sido 9 compañeros, y fuimos subiendo hacia el lado de Orán. Ese primer tiempo, dentro de todo, las cosas andaban bien. Por ahí alguno se cansaba más que otro, pero nada más… en un momento nos quedamos sin agua porque pensábamos que el río estaba más cerca, y hubo un incidente con uno de los chicos que venían de Buenos Aires, que se empezó a poner mal, muy mal, no podía caminar. Al día siguiente fuimos a un lugar donde había un depósito de YPF, nos juntamos con unos paisanos, había gallinas, bananas –había una plantación de bananas– y ese día comimos arroz con gallina. Después cruzamos el río Pescado, que está en la provincia de Salta pero no lejos de Humahuaca. En ese lugar tomamos un obraje. Había algunas personas que estaban esperando que les dieran coca y alcohol para irse, porque no les pagaban un peso, y había una señora que estaba enferma, y la atendió uno de los muchachos de Buenos Aires, Pirincho, y bueno… les hablamos a la gente de lo que estábamos haciendo. Y de ahí salimos un poco más arriba, siempre para Orán. Iba a llegar más gente de Córdoba y había que esperarlos en la zona. Justo ese día se hace el juicio a Pupi (Adolfo Rotblat), un juicio en el que yo no participé. Cuando llegamos, Masetti,

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NO MATAR La guerrilla del Che en Salta, 40 años después Testimonio de Héctor Jouvé* Parte 1: la guerrilla. Héctor Jouvé: A principios de los sesenta, luego de una serie de golpes, contragolpes, elecciones que se hacían y después se borraban, y de pensar que no se planteaba ninguna alternativa seria para los cambios revolucionarios en la Argentina, la revolución cubana nos movió el piso a todos. Fue como aire fresco, lejos de la cosa ritualizada al estilo soviet, lejos de la imagen de los soldados rusos marchando con cara seria. Fue otra cosa, la gente participaba con entusiasmo. Eso fue –creo– lo que más incidió en esos tiempos en nuestro país, tiempos en los que de alguna manera nos preparábamos para la guerra, influidos por el proceso internacional: Cuba, Argelia, Indochina, Mozambique, Angola… Ahora ¿qué llevó a cada uno a unirse a la guerrilla? No sé, a mí personalmente me impactaron mucho algunas cosas de la Segunda Guerra Mundial. No solamente la masacre espantosa, sino particularmente los campos de concentración, la matanza de judíos, y las bombas de Hiroshima y Nagasaki. En aquellos años resultaba increíble que en un minuto murieran más de doscientas mil personas. No se había hablado nunca de esa bomba, no se sabía que podía existir un artefacto tan infernal. Y por eso fue como un despertar violento, que atropellaba cualquier esquema que pudiera tener una persona en la cabeza. Por otro lado, yo venía de una familia unida –éramos 5 hermanos– y en mi casa por ahí no había zapatos pero siempre había libros. Y también había conocido a un viejo interesantísimo, yo lo llamo mi abuelo postizo porque me enseñó muchas cosas: que había llegado en un barco a los 16 años, solo, que en la época del peronismo venía a escuchar las informaciones de Radio Porteña a mi casa –transmitía los precios del mercado de Liniers– y debajo de los huevos que vendía llevaba “Nuestra Palabra”, el diario del Partido Comunista. Y bueno, él me adoptó de algún modo... yo no era antiperonista, para nada, tampoco era peronista... tiraba más bien para el anarquismo, leía a Bakunin, Kropotkin, porque la biblioteca del club del barrio tenía esos libros. De todas maneras en el golpe del ‘55, yo me definía como perocomunista... y me interesaba qué pasaba en Rusia, tenían un discurso que parecía el que uno quería… Y luego fue la militancia en el Movimiento por La Paz, la Juventud Comunista, y todo ese proceso que parecía abrumador –la revolución cubana, la liberación de Argelia, etc.–, como si realmente el mundo fuera para ese lado. Incluso miraba el mapa y me decía “pucha, voy a pintar de rojo los países que ya están”, y claro, la mancha roja se había extendido un montón. Bueno, eso me preparó a mí personalmente para ir… y luego la militancia en el PC, donde creo que lo que más me golpeaba era el esquematismo, la ausencia de discusión, parecía que la diferencia era un desacato a la autoridad. Y por otro lado, algunas cosas que salieron en “Nuestra Palabra” realmente lamentables: hablar de manifestaciones de masas en el Día de la Paz en Córdoba en aquellos años, ‘62, ‘63… cuando habíamos sido 5 los que estábamos en el acto… a mí me parecía una cosa que no tenía sentido. Tal vez porque pensaba que la política había que hacerla de cara a la gente, que no había que mentirle. ¿Cómo les vamos a mentir? Es lo mismo que torturar en nombre del socialismo, me parece ridículo. Pero bueno, todo eso nos llevó a algunos a comenzar a pensar en otra cosa. Y comenzamos a juntar dinero, a comprar armas y a planificar algunas cosas. La idea nuestra era rural y había un muchacho que tenía un Willy de la Segunda Guerra Mundial. Pensábamos que lo primero que había que hacer era ir a ver qué había en el norte, como el eslabón más débil del desarrollo social y económico del país. Así que empezamos a preparar el viaje, a preparar el Willy, y de pronto, aparece Ciro Bustos que nos pregunta si alguno iba a subir: era para mañana, para el día siguiente. Y nos contó que estaba todo preparado, que había armamentos, comunicaciones, gente entrenada, y que ellos estaban reclutando gente, que habían explorado la zona del norte argentino, un poco más al norte de adonde habíamos decidido ir nosotros. Y yo dije vamos, y el grupo se acopló… Y partimos en un tren de esos que iban al norte, lento, cargado de gente, y con todas las cosas que podían cargar arriba… Y llegamos a Orán, ahí tuvimos que esperar hasta el día siguiente para conseguir un colectivo que cruzaba la frontera, por un lugar que se llama Aguas Blancas. Esa noche pernoctamos en Bermejo y al día siguiente seguimos viaje en un camión. Había otros tres chicos que iban ya con sus atuendos de guerrilleros: pantalón con bolsillos grandes tipo ranger, borceguíes. Llegamos a Tarija. Ahí esperamos 3 o 4 días, hasta que una tarde apareció Hermes Peña, que era el jefe de escoltas del Che Guevara en Cuba, y Federico Méndez, un chaqueño que falleció hará unos 5 o 6 años… y con ellos salimos para una finca que quedaba a unos 60 u 80 kilómetros y ahí empezamos a entrenar. Entrenamos desde el 25 o 28 de agosto hasta el 21 de septiembre, que volvimos a entrar en Argentina. Debemos haber sido 9 compañeros, y fuimos subiendo hacia el lado de Orán. Ese primer tiempo, dentro de todo, las cosas andaban bien. Por ahí alguno se cansaba más que otro, pero nada más… en un momento nos quedamos sin agua porque pensábamos que el río estaba más cerca, y hubo un incidente con uno de los chicos que venían de Buenos Aires, que se empezó a poner mal, muy mal, no podía caminar. Al día siguiente fuimos a un lugar donde había un depósito de YPF, nos juntamos con unos paisanos, había gallinas, bananas –había una plantación de bananas– y ese día comimos arroz con gallina. Después cruzamos el río Pescado, que está en la provincia de Salta pero no lejos de Humahuaca. En ese lugar tomamos un obraje. Había algunas personas que estaban esperando que les dieran coca y alcohol para irse, porque no les pagaban un peso, y había una señora que estaba enferma, y la atendió uno de los muchachos de Buenos Aires, Pirincho, y bueno… les hablamos a la gente de lo que estábamos haciendo. Y de ahí salimos un poco más arriba, siempre para Orán. Iba a llegar más gente de Córdoba y había que esperarlos en la zona. Justo ese día se hace el juicio a Pupi (Adolfo Rotblat), un juicio en el que yo no participé. Cuando llegamos, Masetti,

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que era el jefe, nos comunica que lo iban a fusilar. Yo le pregunto por qué. Y me dice cosas como que el Pupi no andaba, que en cualquier momento nos iba a traicionar, que andaba haciendo ruido con la olla, que andaba desquiciado. Yo pienso que estaba muy mal, que se había quebrado, pero no vi que representara un peligro. Me dice “bueno, entonces vas a ser vos el que le dé un tiro en la frente”. Yo les digo que no le voy a dar un tiro en la frente a nadie y mi hermano me dice que me calle la boca. Y la cosa quedó ahí… estaba mi hermano y estaba un muchacho que está en Cuba ahora, Canelo; así que… se hizo la ejecución. Yo no estaba porque salí con el grupo nuevo, que no sabía de esto, y los llevé a caminar por la sierra. Cuando llegué, las cosas ya habían pasado. Creo que algunas caras habían cambiado. De ahí seguimos, siempre hacia el norte, cruzando el río Santa María, hasta que vimos una casa, que era de un capataz del ingenio tabacal, de los Carro Costas, y de ahí llegamos a un pueblito que se llama Aguas Negras. Preguntamos quién era el intendente o encargado. Le contamos lo que veníamos haciendo y nos dió un poco de dinero para comprar semillas, que nos iban a hacer falta en el campamento. Esto debe haber sido a fines de octubre. Nos señaló que siguiendo un sendero llegaríamos a la casa de su cuñado. Ahí permitieron que nos quedáramos. Fumamos y todos se empezaron a acercar, así que convidábamos cigarrillos a todos, chiquitos, grandes, todos fumábamos… colgamos las hamacas, hicimos de comer y los invitamos. Escuchamos una nena que lloraba y lloraba, le preguntamos al padre qué le pasaba a la chica. El padre dice “y, la nena está pa’l hoyo”, ¿cómo pa’l hoyo? “y sí, ya enterramos dos”. Y nos cuenta: “la primera, la llevamos al médico porque lloraba igual, y se nos murió en el hospital porque esperamos mucho. La segunda se nos murió en el camino. Y a ésta ¿para qué la vamos a llevar si igual se va a morir?”. Como nosotros llevábamos algunos antibióticos y esas cosas, la atendimos. Al otro día estaba fenómena. Además le dijimos que no le podían dar locro, que la nena era muy chiquita. Como había una vaca, le dijimos que le dieran leche. “No –nos dicen– esa vaca es muy mala”. Así que luchamos con la vaca hasta que le sacamos un poco de leche. Les explicamos que haciendo eso todos los días iban a poder darle leche a la nena, y le dimos algunas indicaciones: que le dieran verdura pisada, etc. Y después seguimos viaje y nos fuimos al primer campamento estable que tuvimos, que duró dos meses y pico. En ese campamento se hizo el primer refugio para guardar armamentos, y sirvió también para base de exploraciones. Había tres pibes de Córdoba, jovencitos, que se sintieron mal. Se los acompañó hasta la ruta para que se fueran. A ese lugar fue donde llegó Pancho Aricó, porque formaba parte de un grupo de apoyo que funcionaba, me parece, como funcionó el grupo de apoyo en el gobierno de Alfonsín: no para estar en el orden de los fierros sino para decir políticamente algunas cosas. El primer número de “Pasado y Presente”, el artículo editorial está de algún modo dedicado al EGP. Evidentemente en ese artículo Pancho, evocando a Gramsci, habla de la Voluntad Revolucionaria. Una revolución no se hace sola, hace falta una voluntad para hacerla. Un poco justificando el voluntarismo de esto que era la idea foquista de la revolución. Discutieron bastante con Masetti, yo no participé de esas discusiones, pero supongo que acordaron algunas cosas. En ese campamento había a veces discusiones políticas... a mí me habían dado la responsabilidad sobre eso, era como el “comisario político”, y en cuanto al asunto de informaciones, en la finca de Bolivia habíamos aprendido Morse, a codificar mensajes. Así que yo me ocupaba de esas cosas. Pregunta: ¿Cuántos eran? HJ: Y, debemos haber sido alrededor de 20. Se iban, llegaban nuevos… después no quedaron tantos. No me acuerdo bien. También vinieron a ese campamento dos muchachos que eran bancarios, otros que habían sido delegados petroleros, gente que estuvo en el PC en el sur, en Caleta Olivia, y vinieron otros chicos jóvenes, entre ellos Álvarez, que también venía del PC, pero tenía una conducta tan extraña... él es quien trae de la mano a los dos policías que se incorporan al grupo en el momento de la caída del campamento. Habían llegado, creo, el día anterior. P: ¿Qué era exactamente lo que hacía Cuba? HJ: Bueno, todo el armamento, el apoyo financiero... más que de Cuba era un operativo del Che… el Che estaba interesado en que eso comenzara, que eso empezara a moverse, el Che mandó a la Argentina a la misma gente con la que quería estar luego en Bolivia, lo mandó a Hermes Peña, a Castellanos, que era su chofer, a Papi Martínez Tamayo. Y en ese campamento uno de los muchachos bancarios, que no sé cómo podía andar en la montaña, no tenía ninguna habilidad, creo que nunca había salido de la oficina, después se quebró… creo que a todos les hizo mal ese quebrarse. Ya se había ido Pirincho, también. A Pirincho lo habían mandado a pasar un cargamento de armas, desde Uruguay a Buenos Aires, y como los padres tenían un yate, agarró el yate y se fue para otro lado. Nunca más supe de él. Y bueno, también se hace un juicio contra él, el muchacho bancario (Bernardo Groswald). Ese juicio termina en un fusilamiento. Estuvimos todos cuando se lo fusiló. Realmente me pareció una cosa increíble. Yo creo que fue un crimen, porque estaba destruido, era como un paciente psiquiátrico. Creo que de algún modo somos todos responsables, porque todos estábamos en eso, en hacer la revolución. Al otro día, o a los dos días, salimos con los muchachos que eran del sur, eran unos tipazos, salimos para Santa Cruz de la Sierra, un pueblito que está sobre la montaña y al que se llega por caminitos que se han ido haciendo canales por el paso de la gente desde tiempos ancestrales, canales que ahora tienen una profundidad de unos dos metros. Y nos encontramos con un hombre que fue a buscarnos, le dije que le mandaba muchos saludos el

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Comandante, que quería saber cómo estaba, y nos trajo para comer una pata charqueada, entera, hasta la pezuña, y traían cosas para comer que se las llevamos de vuelta a los compañeros. Ya de vuelta esquivamos la casa de la nenita que habíamos curado porque vimos huellas. Yo estaba seguro de que el campamento estaba perdido, estaba seguro y se lo dije a Papi, y él me dijo que pensaba lo mismo, que teníamos que levantarlo lo antes posible. Y seguimos hacia abajo, en una disposición distinta, mirando para todos lados... y vimos las huellas, que estaban frescas, habrían sido del día anterior, huellas de alpargatas, y los gendarmes son los que andaban de alpargatas, y en lugar de ir para el campamento –el camino que hicieron ellos– fuimos para otro arroyo, y a medida que avanzábamos íbamos encontrando mensajes: que habían detenido a los paisanos, que después los habían largado, que Diego estaba herido, que habían metido dos canas y que estaban presos Del Hoyo, Frontini, Castellanos. Llegamos al campamento donde estaban los que habían sobrevivido, vimos a Diego herido, que estaban sin comida... lo que traíamos nosotros duró lo que dura un helado a la salida del colegio, como decía Castellanos. Ahí se produce el derrumbe, se hace una reunión para ver hacia dónde se iba, si hacia arriba, con el herido, o hacia la ciudad de Yuco que era la que íbamos a tomar el 18 de marzo, pero ya no para tomarla, sino para conseguir alimento. A mí me pareció que podíamos ir hacia arriba dejando algunos compañeros con Diego, y llegar a Pampichuelo, un pueblo en las nacientes del río Piedras. Ese río es el único río en el que no vi ningún pez... no había nada, y tampoco se veían animales de caza. Y empezamos a subir, hasta un lugar en el que nos separamos cuatro compañeros que empezamos a trepar la montaña, para pasar un desfiladero, y fuimos hacia la naciente del río. Ahí se nos perdieron unas tres pavas del monte que no pudimos cazar porque estábamos mal. Tenía tanta bronca Masetti que después vio un pajarito y le tiró y le sacó la cabeza. Ahí decidimos separarnos, me ordenó que baje y que después suba a buscarlo con otros compañeros, que él iba a seguir buscando comida. A todo esto ya habían muerto Marcos, César... y Diego estaba muy mal. Subimos por una grieta, y llegando casi a la punta Antonio Paul se cae, y yo no lo pude alcanzar. Cayó en caída libre... había lloviznado, estaba todo mojado. Alcancé a agarrar la correa de su mochila, pero se me escapó. No teníamos fuerzas, por el hambre terrible que pasábamos. Antonio cayó unos 30 metros y yo me caigo hacia otro lado, hacia una corriente de agua que me chupa, una playita que mirábamos desde arriba y le llamábamos “el lugar de la muerte” (yo le había dicho a Hermes, mirando desde arriba: mirá, tan bello, y sin embargo es el lugar de la muerte), y mi caída fue de esas historias rarísimas, que uno cuenta y le dicen qué estupidez... porque no me pasó nada prácticamente, no me ahogué, casi no me golpeé... no sé cuánto estuve abajo del agua. Pero realmente era un momento placentero, bien placentero, era una sensación de no peso, como que nada pesaba, ni el cuerpo, ni las piernas, ni los sentimientos, ni los pensamientos, nada, nada... era un estado de... no sé qué cosa parecida... como un estado de placer puro, un estado puro, sin sensación de tiempo, de espacio... y no tragué agua. Yo tengo la sensación de que respiraba, pero no estoy seguro, porque ¿cómo voy a respirar abajo del agua?, pero lo cierto es que aparecí bastante más abajo y me sacó de ese estado Alberto Castellanos... estaba cerca del campamento. Entonces vuelvo, y lo encuentro a Antonio moribundo, y él me dijo “bueno, de todas maneras, de acá o salimos ganando o salimos con los pies para adelante, así que... no te hagás problema, de todas maneras vamos a ganar”. Le faltaban vértebras, por lo menos la quinta vértebra no estaba… Antonio agonizó durante cuatro horas y yo, como ya no tenía morfina, le metí una caja de supositorios de Dolex. Estaba todo fracturado... tenía fracturas desde la base del cráneo hasta... bueno, en todo el cuerpo. Estuvo cuatro horas, con crisis convulsivas, y estu-vimos hablando hasta que murió. Luego me junto con Jorge y con Alberto, y Dieguito estaba muriéndose. Lo enterramos y la verdad que yo no estaba en condiciones de volver a subir la montaña, estaba muy mal, tenía un edema de hambre, se me había hecho un colapso en el intestino, perdí mucha masa muscular. P: ¿Cuánto tiempo había pasado desde que subieron al monte? HJ: Entramos en agosto y esto fue ya en abril. Mucho tiempo. Y sin comer fue desde que yo los contacto a ellos, que fue en los primeros días de marzo… y ya cuando vi la huella no comimos más. Ya llevábamos 30 días sin comer, y caminando sin parar; y ya no podíamos caminar. Entonces decidimos bajar a ver si encontrábamos a la otra gente... y en la bajada, después de tanto tiempo, aparece un bicho en el río y yo le pego en la columna, no sabíamos qué bicho era... lo arrastramos como pudimos, y lo cuereé con un cortaplumas de esos que tienen de todo, destornillador, tijerita... Era un paquidermo, tenía un cuero gruesísimo. Lo primero, las vísceras: comamos el hígado, los riñones... digo mientras improvisábamos una parrilla con palos. Y por fin comimos algo, pero lo mismo quedé mal, tenía los intestinos a la miseria… Cuando llegó Hermes, al tercer día, la carne no se podía comer porque se había podrido. Hermes traía un poco de yerba y preparó un mate cocido, que creo que fue la comida más gloriosa que comí en mi vida. La cuestión es que con Carlitos –que venía con Hermes– comenzamos a bajar para ir al campamento que yo no conocía, donde habían estado ellos antes, cuando fueron en el primer viaje. Y llegamos ahí y estaban saliendo ya los compañeros, creo que era el 12 de abril, y pensaban volver en 2 días. Y al segundo día de que habían salido, yo estaba casi sin poder moverme ya, estaba tirado al pie de un reborde del río, empiezo a escuchar voces que no me gustan, y me acerco a un cinturón en el que tenía dos granadas y en ese momento siento que me salpica barro en la cara y manoteo una de las granadas y recibo un patadón en las costillas... eran los gendarmes. Y me empezaron a golpear, me desmayaron. Era imposible que no me desmayara, si estaba hecho una piltrafa. Después hacen un simulacro de fusilamiento. Y al día siguiente nos llevan. Hay un gendarme que después fue guardiacárcel en Salta y que renuncia a la gendarmería por lo que vio esa noche en el campamento. Se impresionó mucho. Esa noche quedó de guardia y nos vio tan mal que nos tiró un par de cigarrillos. También nos trajo en una lata de duraznos una sopa de tomate, otra comida gloriosa... ¡qué rica! Estábamos desnudos, con una manta arriba.

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Al día siguiente salimos para Orán, ahí estuvimos varios días: desde el 14 o 15 de abril hasta el 20 de junio. Después nos trasladan a la cárcel de Tucumán.- ... La experiencia vivida por los hombres comandados por Masetti tal vez no sea comprendida cabalmente sin el conocimiento de las ideas que circulaban en la época entre los grupos revolucionarios, y particularmente, la propuesta guevarista. Para quienes estén interesados, sugerimos la lectura del capítulo 25 “Vertiente guerrillera” del libro Che: una vida revolucionaria, de Jon Lee Anderson, editado por Emecé, y Los orígenes perdidos de la guerrilla argentina, de Gabriel Roth, Editorial El Cielo por Asalto, sobre el Ejército Guerrillero del Pueblo, así como Ideología y Mito en el EGP, de Daniel Ávalos, Ediciones Naño, Salta. *Versión reducida de la entrevista videograbada por Abril Schmucler y Ciro del Barco en Agosto de 2004. Aparecida en revista La Intemperie Nros. 15 y 16 (octubre y noviembre de 2004).-

NO MATAR Carta enviada a La Intemperie por Oscar del Barco (diciembre de 2004). Señor Sergio Schmucler: Al leer la entrevista con Héctor Jouvé, cuya transcripción ustedes publican en los dos últimos números de La Intemperie, sentí algo que me conmovió, como si no hubiera transcurrido el tiempo, haciéndome tomar conciencia (muy tarde, es cierto) de la gravedad trágica de lo ocurrido durante la breve experiencia del movimiento que se autodenominó “ejército guerrillero del pueblo”. Al leer cómo Jouvé relata suscinta y claramente el asesinato de Adolfo Rotblat (al que llamaban Pupi) y de Bernardo Groswald, tuve la sensación de que habían matado a mi hijo y que quien lloraba preguntando por qué, cómo y dónde lo habían matado, era yo mismo. En ese momento me di cuenta clara de que yo, por haber apoyado las actividades de ese grupo, era tan responsable como los que lo habían asesinado. Pero no se trata sólo de asumirme como responsable en general sino de asumirme como responsable de un asesinato de dos seres humanos que tienen nombre y apellido: todo ese grupo y todos los que de alguna manera lo apoyamos, ya sea desde dentro o desde fuera, somos responsables del asesinato del Pupi y de Bernardo. Ningún justificativo nos vuelve inocentes. No hay “causas” ni “ideales” que sirvan para eximirnos de culpa. Se trata, por lo tanto, de asumir ese acto esencialmente irredimible, la responsabilidad inaudita de haber causado intencionalmente la muerte de un ser humano. Responsabilidad ante los seres queridos, responsabilidad ante los otros hombres, responsabilidad sin sentido y sin concepto ante lo que titubeantes podríamos llamar “absolutamente otro”. Más allá de todo y de todos, incluso hasta de un posible dios, hay el no matarás. Frente a una sociedad que asesina a millones de seres humanos mediante guerras, genocidios, hambrunas, enfermedades y toda clase de suplicios, en el fondo de cada uno se oye débil o imperioso el no matarás. Un mandato que no puede fundarse o explicarse, y que sin embargo está aquí, en mí y en todos, como presencia sin presencia, como fuerza sin fuerza, como ser sin ser. No un mandato que viene de afuera, desde otra parte, sino que constituye nuestra inconcebible e inaudita inmanencia. Este reconocimiento me lleva a plantear otras consecuencias que no son menos graves: a reconocer que todos los que de alguna manera sim-patizamos o participamos, directa o indirectamente, en el movimiento Montoneros, en el ERP, en la FAR o en cualquier otra organización armada, somos responsables de sus acciones. Repito, no existe ningún “ideal” que justifique la muerte de un hombre, ya sea del general Aramburu, de un militante o de un policía. El principio que funda toda comunidad es el no matarás. No matarás al hombre porque todo hombre es sagrado y cada hombre es todos los hombres. La maldad, como dice Levinas, consiste en excluirse de las consecuencias de los razonamientos, el decir una cosa y hacer otra, el apoyar la muerte de los hijos de los otros y levantar el no matarás cuando se trata de nuestros propios hijos. En este sentido podría reconsiderarse la llamada teoría de los “dos demonios”, si por “demonio” entendemos al que mata, al que tortura, al que hace sufrir intencionalmente. Si no existen “buenos” que sí pueden asesinar y “malos” que no pueden asesinar, ¿en qué se funda el presunto “derecho” a matar? ¿Qué diferencia hay entre Santucho, Firmenich, Quieto y Galimberti, por una parte, y Menéndez, Videla o Massera, por la otra? Si uno mata el otro también mata. Ésta es la lógica criminal de la violencia. Siempre los asesinos, tanto de un lado como del otro, se declaran justos, buenos y salvadores. Pero si no se debe matar y se mata, el que mata es un asesino, el que participa es un asesino, el que apoya aunque sólo sea con su simpatía, es un asesino. Y mientras no asumamos la responsabilidad de reconocer el crimen, el crimen sigue vigente. Más aún. Creo que parte del fracaso de los movimientos “revolucionarios” que produjeron cientos de millones de muertos en Rusia, Rumania, Yugoslavia, China, Corea, Cuba, etc., se debió principalmente al crimen. Los llamados revolucionarios se convirtieron en asesinos seriales, desde Lenin, Trotsky, Stalin y Mao, hasta Fidel Castro y Ernesto Guevara. No sé si es posible construir una nueva sociedad, pero sé que no es posible construirla sobre el crimen y los campos de exterminio. Por eso las “revoluciones” fracasaron y al ideal de una sociedad libre lo ahogaron en sangre. Es

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cierto que el capitalismo, como dijo Marx, desde su nacimiento chorrea sangre por todos los poros. Lo que ahora sabemos es que también al menos ese “comunismo” nació y se hundió chorreando sangre por todos sus poros. Al decir esto no pretendo justificar nada ni decir que todo es lo mismo. El asesinato, lo haga quien lo haga, es siempre lo mismo. Lo que no es lo mismo es la muerte ocasionada por la tortura, el dolor intencional, la sevicia. Estas son formas de maldad suprema e incomparable. Sé, por otra parte, que el principio de no matar, así como el de amar al prójimo, son principios imposibles. Sé que la historia es en gran parte historia de dolor y muerte. Pero también sé que sostener ese principio imposible es lo único posible. Sin él no podría existir la sociedad humana. Asumir lo imposible como posible es sostener lo absoluto de cada hombre, desde el primero al último. Aunque pueda sonar a extemporáneo corresponde hacer un acto de contrición y pedir perdón. El camino no es el de “tapar” como dice Juan Gelman, porque eso –agrega– “es un cáncer que late constantemente debajo de la memoria cívica e impide construir de modo sano”. Es cierto. Pero para comenzar él mismo (que padece el dolor insondable de tener un hijo muerto, el cual, debemos reconocerlo, también se preparaba para matar) tiene que abandonar su postura de poeta-mártir y asumir su responsabilidad como uno de los principales dirigentes de la dirección del movimiento armado Montoneros. Su responsabilidad fue directa en el asesinato de policías y militares, a veces de algunos familiares de los militares, e incluso de algunos militantes montoneros que fueron “condenados” a muerte. Debe confesar esos crímenes y pedir perdón por lo menos a la sociedad. No un perdón verbal sino el perdón real que implica la supresión de uno mismo. Es hora, como él dice, de que digamos la verdad. Pero no sólo la verdad de los otros sino ante todo la verdad “nuestra”. Según él pareciera que los únicos asesinos fueron los militares, y no el EGP, el ERP y los Montoneros. ¿Por qué se excluye y nos excluye, no se da cuenta de que así “tapa” la realidad? Gelman y yo fuimos partidarios del comunimo ruso, después del chino, después del cubano, y como tal callamos el exterminio de millones de seres humanos que murieron en los diversos gulags del mal llamado “socialismo real”. ¿No sabíamos? El no saber, el hecho de creer, de tener una presunta buena fe o buena conciencia, no es un argumento, o es un argumento bastardo. No sabíamos porque de alguna manera no queríamos saber. Los informes eran públicos. ¿O no existió Gide, Koestler, Víctor Serge e incluso Trotsky, entre tantos otros? Nosotros seguimos en el Partido Comunista hasta muchos años después que el Informe-Krutschev denunciara los “crímenes de Stalin”. Esto implica responsabilidades. También implica responsabilidad haber estado en la dirección de Montoneros (Gelman dirá, por supuesto que él no estuvo en la Dirección, que él era un simple militante, que se fue, que lo persiguieron, que lo intentaron matar, etc., lo cual, aun en el caso de que fuera cierto, no lo exime de su responsabilidad como dirigente e, incluso como simple miembro de la organización armada). Los otros mataban, pero los “nuestros“ también mataban. Hay que denunciar con todas nuestras fuerzas el terrorismo de Estado, pero sin callar nuestro propio terrorismo. Así de dolorosa es lo que Gelman llama la “verdad” y la “justicia”. Pero la verdad y la justicia deben ser para todos. Habrá quienes digan que mi razonamiento –pero este no es un razonamiento sino una contrición– es el mismo que el de la derecha, que el de los Neustadt y los Grondona. No creo que ese sea un argumento. Es otra manera de “tapar” lo que pasó. Muchas veces nos callamos para no decir lo mismo que el “imperialismo”. Ahora se trata, y es lo único en que coincido con Gelman, de la verdad, la diga quien la diga. Yo parto del principio del “no matar” y trato de sacar las conclusiones que ese principio implica. No puedo ponerme al margen y ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio, o a la inversa. Yo culpo a los militares y los acuso porque secuestraron, torturaron y mataron. Pero también los “nuestros” secuestraron y mataron. Menéndez es responsable de inmensos crímenes, no sólo por la cantidad sino por la forma monstruosa de sus crímenes. Pero Santucho, Firmenich, Gelman, Gorriarán Merlo y todos los militantes y yo mismo también lo somos. De otra manera, también nosotros somos responsables de lo que sucedió. Ésta es la base, dice Gelman, de la salvación. Yo también lo creo. Lo saludo.-

Oscar del Barco

NO MATAR Artículo en La Intemperie Nº 18 (marzo de 2005). No existen valores fuera de la Historia Por Carlos Keshishián Dos días después de la aparición de La Intemperie (conteniendo la carta de Oscar del Barco, en la que proclama el carácter sagrado del hombre a través de una axiología formal y ahistórica, pletórica de enunciados prescriptivos, abstractos y generales), Mariano Grondona en su programa dominical invitaba a la viuda del capitán Viola para que relatara con qué crueldad guerrilleros del ERP ultimaron a su esposo. Naturalmente

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olvidó preguntar qué hacía el capitán Viola en Tucumán y naturalmente no se olvidó de remarcar la existencia de dos demonios, utilizando sin eufemismos reiteradamente esa figura. El tratamiento del tema de la muerte, en el marco de la lucha entre concepciones antagónicas, no puede ignorar que cuando se enfrentan intereses irreconciliables, la lucha política es de alguna manera una guerra. Lo es hoy cuando a pesar del crecimiento de la explotación y la exclusión social, no abundan los signos de rebeldía organizada. Lo era mucho más en los años setenta cuando crecía en los pueblos la esperanza de una sociedad diferente, cuando las llamas del sudeste asiático alumbraban un camino de revolución y estimulaban a una generación de jóvenes y a pueblos enteros, que en Asia, África y América, concebían una sociedad en la que hallarían su definitiva manumisión social. Las diferentes experiencias no estuvieron exentas de errores, los que en muchos casos las condenaron al fracaso. En Argentina los grupos que asumieron posiciones combativas pecaron por voluntaristas y sectarios. El voluntarismo indujo a una percepción de la realidad no como ella era sino como querían que fuese y el sectarismo los condujo al aislamiento no sólo del resto de las militancias sino del pueblo mismo. Pero sus errores no habilitan a demonizarlos del modo que lo hace del Barco. Es por lo menos una inmoralidad política poner en la misma categoría a los asesinos al servicio del imperialismo y movilizados por los Estados opresores y a los miles de torturados, humillados y asesinados, que en el mundo sufrieron y sufren por su anhelo de un mundo mejor. Hoy es más evidente entonces que al enemigo no se lo combate con resistencias ghandianas ni con pasos tibios y dubitativos. La firmeza con que la revolución cubana se defiende de las permanentes acechanzas a la que es sometida, indica el camino. Aunque para evitar las tentaciones de emprender atajos históricos es preciso saber que la única forma de tomar el poder es construyéndolo con la solidez que le proporciona el protagonismo popular. Esa es la diferencia entre el terrorismo y la acción revolucionaria: la toma del poder supone la construcción de poder. En el número 11 de La Intemperie se publicó una entrevista al académico chileno Carlos Pérez Soto; en ella expone con claridad una visión dialéctica de la realidad, basada en una lógica en la que las relaciones son más reales que los términos relacionados. Bajo la denominación de “relaciones constituyentes” alude al antagonismo entre clases opresoras y oprimidas. La existencia de ambas surge de una relación que las constituyen: la relación de explotación. Por plantearse en términos antagónicos, la resolución de sus contradicciones no puede prescindir de la violencia: “...si la explotación es una relación constituyente, y lo constituido como universo social, lo está de manera antagónica, arribo a la conclusión: la única manera de salir de esa situación es una revolución.” Agrega luego: “Los marxistas revolucionarios lo que estamos proponiendo no es iniciar una guerra sencillamente porque ya estamos en guerra. Las clases dominantes llaman paz a los momentos en que van ganando la guerra. La paz de las clases dominantes es esa guerra que constituye la lucha de clases y la única salida a la lucha de clases es la revolución.” El enunciado “la violencia es siempre igual a la violencia”, visto desde la Lógica constituye una identidad formal pre y anti-dialéctica (A es igual a A); visto desde la Ética se inscribe en el más vulgar neokantismo, que antepone los valores abstractos a las leyes históricas. Pero no es mi intención ingresar en un debate filosófico sino señalar las imputaciones injustas y reaccionarias que conlleva el mensaje epistolar que nos ocupa. Expresiones como las usadas por del Barco me hacen recordar a Saramago que escribía: “Una de las lecciones políticas más instructivas, sería saber lo que piensan de sí mismos esos millares de individuos que en todo el mundo tuvieron algún día el retrato del Che Guevara a la cabecera de la cama o en la sala donde recibían a los amigos. Algunos dirían que la vida cambió, que Che Guevara, al perder su guerra, nos hizo perder la nuestra. Otros confesarían que se dejaron envolver por una moda del tiempo y sonreirían por haber creído. Los más honestos reconocerían que el corazón les duele, que sienten el movimiento perpetuo de un remordimiento, como si su verdadera vida hubiese suspendido el curso y ahora les preguntase, obsesivamente, adonde piensan ir sin ideales ni esperanza, sin una idea de futuro que dé algún sentido al presente.” Personalmente me siento identificado con los últimos, pero con la esperanza de un futuro menos sombrío, aun en el terreno empantanado de incertidumbres en el que nos movemos. Y agrego la convicción de que las condiciones objetivas, la crisis irremediable del sistema, se reflejarán más temprano que tarde en la conciencia de los pueblos.-

NO MATAR Carta enviada a La Intemperie por Alberto Parisí (marzo de 2005). El habitus del respeto por la vida Estimado Sr. Director: Le escribo en relación a la carta del lector aparecida en el número 17 de La Intemperie, escrita por el filósofo Oscar del Barco. Como usted mismo lo anticipa, sus palabras están destinadas a generar un amplio debate. Creo que no se equivoca. Le envío mi participación, mis primeras impresiones, al menos. Más allá del respeto personal e intelectual que tengo por Oscar del Barco, quiero expresar que su escrito me decepciona. Por la

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importancia del tema tratado y la trayectoria de quien lo ha abordado, uno estaba casi obligado a esperar reflexiones que abrieran el campo del debate y no lo cerraran de manera tan problemática. En primer término, la carta de Oscar oscurece peligrosamente la discusión sobre lo que en Argentina dio en llamarse “la teoría de los dos demonios”. Como se sabe esta expresión surgió durante el gobierno de Alfonsín, para simplificar de modo lamentable los hechos trágicos sucedidos desde 1976 hasta 1983. Según esta “teoría”, dos grupos políticos violentos se habrían enfrentado en su disputa por el poder político, llevando obviamente las de ganar aquél que disponía del aparato represivo estatal. La derecha argentina no se equivocó cuando le llamó “guerra sucia“: “guerra”, porque el enfrentamiento había sido entre dos ejércitos y “sucia“ por las condiciones específicas del contendiente que emergía y se escondía dentro de la sociedad misma (lo cual implicaba darle un tratamiento específico: la tortura sistemática de todo grupo sospechoso, desapariciones, agresión abierta a la propia sociedad, etc.). Como ha sido señalado, la cuestión de los “dos demonios” se cuela incluso en el informe de la CONADEP, el Nunca Más, que comienza con estas palabras: “Durante la década del ‘70 la Argentina fue convulsionada por un terror que provenía tanto desde la extrema derecha como de la extrema izquierda...”. Si Alfonsín promovió el juicio a los integrantes de las juntas que comandaron la dictadura fue porque entendía que uno de los dos contendientes había desvirtuado gravemente la función del Estado, convirtiéndolo –debido a sus usos y métodos– en una banda depredadora y volviéndose por ello mismo en uno de los dos “demonios” (el otro ya estaba dado por supuesto). Ahora bien, si del Barco piensa que “podría reconsiderarse la teoría de los dos demonios”, ¿en qué está pensando? ¿Ello supondría aceptar que efectivamente hubo una guerra, que peligraba el orden institucional o la integridad territorial de la Argentina? Responder a esto con claridad es esencial: si aceptamos la tesis de la “guerra sucia” y la teoría de los “dos demonios” tal como fueron enunciadas, parecieran no tener otro desenlace que la tragedia que envolvió a nuestro país; así se desprende de las enseñanzas de los militares franceses que actuaron en la guerra de Argelia y los “instructores” norteamericanos de la Escuela de Las Américas (ambos grupos maestros directos de los genocidas argentinos). Con su discurso creo que Oscar del Barco no aporta nada a un esclarecimiento de esta problemática, a no ser más oscuridad. Ahora bien, y esto es lo segundo que quiero señalar: pienso que en realidad no es éste el derrotero por el cual del Barco desea llevar su reflexión y expresar lo que más le importa. Es desde la consideración del otro “como absolutamente Otro” –cuestión que piensa a partir del filósofo lituano-francés Emmanuel Levinas, autor enraizado fuertemente en la tradición religiosa judía– que toda muerte que se produzca en un “escenario público” (político-social) es, por definición, un crimen. Un crimen que atenta contra un mandato divino: el no matarás. Para Levinas ello se funda en Dios, por lo que creo que Oscar no debería decir más allá de todo y de todos, incluso hasta de un posible dios, hay el “no matarás”. Pienso que debería escribir “Dios” así, con mayúscula, porque allí está el origen y la fuente de lo que enuncia. Estaría, además, en todo su derecho. Ahora bien, juzgar sobre la vida y la muerte de los seres humanos que vivimos e interactuamos en sociedades ancestralmente desiguales y conflictivas, sociedades que han evolucionado y se han edificado sobre la vida de millones de víctimas, posicionándose en la abstracta generalidad de un mandato religioso, conlleva el riesgo de un juicio fundamentalista, no ya sobre las revoluciones y el siglo XX, sino sobre toda la historia de los humanos. Obviamente no es el rechazo al no matarás lo que planteo en mi cuestionamiento, sino el modo como, retornando a las formas más clásicas del pensamiento metafísico-religioso, Oscar del Barco se instala en una suerte de mirada fundamentalista que le permitirá, por ejemplo, caracterizar a todos los dirigentes revolucionarios como “asesinos seriales”. ¿Qué ocurriría si con ese mismo patrón le pidiéramos que ponderara las gestas del cura Morelos en la independencia de México, de Túpac Amaru frente al terrorismo colonialista español, de San Martín y Bolívar respecto de la independencia sudamericana, etc.? ¿Fue un “asesino serial” Thomas Münzer cuando encabezó en el siglo XVI uno de los tantos cruentos levantamientos campesinos que deseaban un destino diferente al que por centurias postró a los siervos de la gleba? Al hablar de “fundamentalismo” no entro a juzgar subjetividades ni mucho menos hago de ello una imputación personal. Sería poco serio y poco honesto. Lo que sí trato de puntualizar es esa mirada sobre la realidad y lo que creo son los fundamentos de la misma. El filósofo argentino Enrique Dussel (profundo conocedor de la obra de Levinas) ha escrito acerca de sus notables falencias para entender la dramática trama de lo político real, empírico. De últimas, lo que Dussel plantea es que Levinas carece de mediaciones para comprender el mundo de lo político, al situarse sólo en la sustancia de un mandato ético originario. Creo que es esta falencia la que hace del fundamentalista un discurso de la culpa y la condena. No nos hace avanzar en la comprensión del drama de la muerte humana, específicamente de aquella ligada a los conflictos sociales y políticos. Sólo condena el crimen, porque imagina una historia ejemplar, donde los conflictos y la muerte no pueden tener lugar (y por lo tanto, no deben tenerlo); pero es incapaz de adentrarnos en las lógicas concretas de la historia humana, donde la vida y la muerte están dramáticamente anudadas. ¿Cómo desplazarse del talante fundamentalista, para no seguir repitiendo –en una suerte de tiempo sin fronteras– que “...el que mata es un asesino, el que participa es un asesino, el que apoya aunque sólo sea con su simpatía, es un asesino”? Pienso –aunque de modo muy provisorio– que desanudando lo que Oscar del Barco llama “la lógica criminal de la violencia”. Es decir, si dejamos de considerar la violencia como un hecho absoluto e inmutable. Si comprendemos que esa construcción humana llamada violencia no puede entenderse sino en los diferentes contextos de las infinitas historias que constituyen la historia humana. Que el lento avance moral humano ha sucedido cuando hombres y mujeres han comprendido y consensuado que la protección de la vida es

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socialmente un valor de gran estima. En otras palabras, cuando se ha aprehendido, interiorizado –en tiempos, medidas y contextos diferentes– el habitus del respeto por la vida (el cual es aún hoy, muy distinto en el mundo que vivimos). De últimas, el crecimiento moral no puede entenderse desligado del crecimiento político y social; mientras más la existencia humana se despliegue articulada por acuerdos sociales de mayor calidad, crecerá el aprecio por la vida. Pero en un proceso inverso al del discurso fundamentalista: no porque la historia deba adecuarse a un mandato ético primigenio (es decir, no de acuerdo a la vieja concepción teleológico-metafísica), sino a través de un lento y doloroso proceso de descubrimientos, construcción e interiorización de valores concretos que cada vez reconocemos como más esenciales para vivir humanamente. Lo saludo atentamente.-

Alberto Parisí

NO MATAR Artículo en La Intemperie Nº 18 (marzo de 2005). Sorpresas, intemperies y debate necesario Por Daniel Ávalos* 1.- Marzo del 2004. Sergio Schmucler reseña el documental “Los Rubios”. La hija de una pareja de desaparecidos inicia, cámara en mano, la búsqueda de los padres ausentes en el recuerdo de vecinos, militantes, escenarios. Una historia más de nuestra trágica historia. Pero el que reseña festeja una novedad: “la mirada desprejuiciada de una joven que no está dispuesta a rendirle homenaje a sus padres desaparecidos, ni a reivindicar (ni reclamar) a la generación a la que pertenecieron (...) El film representa una ruptura en el sentido que no está al servicio del revisionismo que enaltece los setenta sin mediar reflexión”. Sin conocer más que la reseña, ésta puso palabras a la percepción que poseo de mi trabajo de historiador. Un “no” testigo que intenta clarificarse y aportar a la clarificación de la rica, compleja, heroica, aventurera y trágica décadas de los ‘60 y ‘70. Tenía muy pocos años en marzo de 1976 y nula conciencia de lo que ocurría. Cuando la adolescencia, un poco la escuela y, sobre todo, cierta militancia política me acercaron al pasado próximo y macabro, me invadió el interés por esos tiempos y la intuición que tamaña crueldad podía explicarse, también, por la naturaleza humana y política de los que ya no estaban. El interés sólo se sistematizó hace unos años. Pero aun antes, ya percibía que la sociedad y la universidad contradecían, en ciertos casos, una máxima de todos nosotros: la última no siempre era la burbuja autista, por el contrario en esos ciertos casos se correspondía absolutamente con los sentires y las actitudes de la sociedad toda. No se podía hablar del demonio Videla sin recurrir a la figura demoníaca de Firmenich que englobaba a tantos otros. Pero como el todo sonaba a injusto y contradecía ciertas posturas estéticas del momento, empezamos a consumir la imagen del desaparecido como un ser que mientras miraba televisión desapareció… sin que nunca sepamos las razones que lo convirtieron en blanco de los grupos de tareas. Los muy demócratas maestros (profesores o simples ciudadanos) reivindicaban al desaparecido negándoles una parte importante de su identidad, de sus luchas, de sus elecciones, de sus apuestas. Rodolfo Walsh no era un oficial de inteligencia Montonero, era sólo el brillante intelectual que fue. No entendía a la muy demócrata, pero nunca casta, sociedad argentina y su necesidad de parcializar la mirada. No entendía el miedo al debate “siempre postergado, siempre temido” (Osvaldo Bayer) de ese período de nuestra historia. Tal vez por ello en nuestros libros abundan dictadores y dictaduras y escasean revolucionarios y revoluciones. Tal vez por ello esa obsesión por la muerte y la derrota de una generación más no con la vida de la misma. Mi hipótesis inicial consistía en que dicha situación era el fruto de una tarea intelectual militante contra el olvido y la impunidad. Lo sigo creyendo, pero sin dudas algo más debe haber. Por ello mi interés se dirigió a la historia de los hombres y mujeres que aterrorizaron a los jefes económicos y a los militares. Mi situación era y es la del ignorante que intenta comprender un período que para nosotros no está del todo esclarecido. Me refiero a un nosotros generacional, porque para muchos que nos anteceden las cosas parecen estar más claras bajo el argumento, inapelable, de la partida de nacimiento. Esa que nos informa que dichos años los encontraron con la edad suficiente para conocer la realidad de nuestro país. Es raro, muchos de ellos nos dicen que no sabían que la gente estaba desapareciendo. Tal vez por ello, aunque respetaba la condición de testigo y/o protagonista, me oponía en silencio al autoritarismo del “yo lo viví”. Después de leer la carta de Oscar del Barco creo que debo ser más audaz. Un intelectual brillante, involucrado en la discusión y los movimientos de esos años, declara que los testimonios de Héctor Jouvé sobre hechos acaecidos al interior del EGP (fusilamientos de guerrilleros por parte de sus compañeros) lo hicieron tomar conciencia de la tragedia que apoyó, en donde la muerte era un elemento de la ecuación. Y me pregunto cuánto influye este temor (que sin dudas trasciende a la persona del intelectual mencionado) y el éxito de la prédica alfonsinista de los dos demonios en el “debate postergado y temido”.

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Pero estos descubrimientos se dan hoy y no en los ‘80, tal vez porque el debate abierto amenaza con entrar. Los testimonios de Jouvé son un ejemplo, pero no el único. Se empiezan a reeditar trabajos que tienen ese objeto o aparecen otros con similares intenciones. Valga recordar los 3 tomos de Anguita y Caparrós sobre la militancia revolucionaria de los ‘60 y ‘70 en donde podemos leer no sólo por qué se estaba dispuesto a morir, sino también a matar. El marco ideológico, político, social y los escenarios vendrían bien, de una buena vez, conocerlos mejor para rescatar “experiencias y paradigmas que han dejado un legado imperecedero”. 2.- La frase corresponde a otro artículo: “Construir poder o sucumbir a la intemperie”. Adhiero a la intención. La apuesta no es menor en tanto supone trascender la, también legítima, curiosidad histórica. No es menor porque el postulado parte de algo muy distinto a la historización absoluta que entiende los conceptos y las afirmaciones de un período como válidas para el período que les dio origen. Rescatar experiencias y paradigmas supone no creer que los conceptos y afirmaciones sólo sean productos singulares de una ensalada irrepetible de hechos humanos. Esta convicción, creo, forma parte del artículo que polemiza con Rodeiro y su metáfora a la «intemperie». Nos alerta sobre los peligros de asumir ese espacio libre de dogmas y teorías como punto de llegada y no de partida. Nos alerta sobre rasgos anarco-liberales de Luis, lo cual deberíamos precisar. El anarquista francés Jean Grave escribió en 1896 “puesto que los años de nuestra vida están contados y la experiencia del pasado nos muestra que la humanidad pierde milenios en tales experiencias (se refiere al reformismo) nosotros queremos demoler para reconstruir según planes enteramente nuevos”. La impaciencia anarquista está muy lejos del Rodeiro que apuesta a los cambios culturales. Por el contrario, si nos acercamos al neoanarquismo francés de los ‘60 y sus reivindicaciones de “alternativas particulares de existencia” en contra del partido propietario de la teoría, tal vez el alerta tenga más sentido. Adhiero plenamente al rechazo de esos tipos de partidos, pero me preocupa que en nombre del antiautoritarismo desemboquemos en encuentros espontáneos, asambleísmo vulgar o divisiones absurdas ante cualquier pluralidad teórica que no suelen ser más que diferencias de opinión. Me preocupa que el estallido rápido reemplace a la organización, que no es incompatible con la más directa de las democracias. Pero los textos de Luis también me recuerdan otros conceptos, no precisamente anárquicos: el doble poder que defendiera Santucho en los ‘70. Luis Mattini lo definía como una disputa contra el poder burgués “palmo a palmo”. No en un sentido territorial sino político y de gobierno paralelo a partir del surgimiento de órganos sociales a nivel local. Claro que Santucho creía imposible la supervivencia de esos órganos sin la vanguardia revolucionaria, que con su fuerza militar los custodiara y les imponga conciencia revolucionaria. En este sentido creo que el reclamo de precisión del autor es válido. Fundamentalmente porque las experiencias que a Rodeiro entusiasman son reales y protagonizan las luchas del presente. Son los grupos que se organizan a partir de demandas concretas. Que al reclamo acompañan una gestión increíble. Los que empiezan a producir (insularmente, es cierto) nuevos tipos de relaciones sociales y valores olvidados por la cultura del capital. El Movimiento Territorial de Liberación gestiona créditos y construye su centro habitacional. Las mujeres ocupan puestos antes monopolizados por hombres. Legalizan a inmigrantes llamados ilegales. Discuten criterios de adjudicación de viviendas en donde se excluye el tema dinero. Consideran la lucha cotidiana (en la calle) no sólo una necesidad, sino también un deber ciudadano. Las experiencias son múltiples. Bien resume el sentido de muchas Ángel Lazo, vocero del Movimiento Campesino de Santiago del Estero (MOCASE), que declara que no es cuestión única la redistribución de la riqueza sino también de “quitarle espacio al capitalismo sin pedirle permiso” (La Intemperie Nº 8, pp. 6). Las precisiones de Luis ayudarán a todos. El artículo reclama también el cobijo de un proyecto político y solicita que desconfiemos de Hollaway (¿única fuente de Rodeiro?) y sus promesas de un paraíso que no precisa de la desagradable lucha por el poder. Sospecha de quien pregona que el sujeto revolucionario ya no es el proletariado sino la multitud, “un contrapoder indefinido”. Y yo desconfío de Hollaway por todo esto, pero no puedo dejar de preguntarme si el mesianismo obrero tiene vigencia y exclusividad, si nuestras incertidumbres no se relacionan con el hecho de que nuevos sujetos no terminan de mostrarse, si no es un reduccionismo ver en los excluidos a los viejos obreros por el hecho que muchos son ex trabajadores, sin observar que en la actualidad miles de excluidos nunca conocieron la condición de trabajador. Supongo, entonces, que la preocupación por el proyecto político proviene de la actitud de intelectuales y movimientos sociales que parecen no tener como prioridad la discusión sobre la política y el poder. Pero la política también es resistir y organizarse para sobrevivir a un orden que se empeña en negar esa posibilidad. También es elaborar una comprensión sobre las razones que explican la desesperada situación. Esas actividades se dan en muchas de las organizaciones que se declaran apolíticas y que ocupan un espacio público: la calle. Si estas actividades políticas primarias, si es que pretendemos calificarlas, no parecen empeñadas en la elaboración de un proyecto colectivo que trascienda y englobe a las organizaciones puede deberse a la falta de puentes que articulen las luchas de los muchos que se lanzan contra lo mismo y por algo parecido, aun cuando

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parecieran no saberlo. Esos puentes en donde los intelectuales deberían jugar un rol importante todavía no aparecen o están escasamente desarrollados. Por esto la propuesta de hegemonía gramsciana es seductora: la cultura que “ese grupo logra generalizar para otros segmentos sociales”. Esa dirección cultural, como diría Gramsci, es una tarea monumental y no excluye el tema del poder y del Estado, pero tampoco es sólo eso. No se trata solamente de dar a luz una voluntad colectiva capaz de crear un nuevo aparato estatal, sino la elaboración de una concepción nueva del mundo. Esa tarea no compete solamente a las vanguardias. Compete a todos los que apuestan a transformar la realidad. Gramsci lo planteó. La cuestión de la hegemonía no está reducida al partido sino a “todas las instituciones de la sociedad civil que tienen algún nexo con la elaboración y la difusión de cultura”. Tampoco compete sólo a las tradicionales concepciones, sino a las nuevas: las que organizadas a partir de demandas no tienen prejuicios de alianzas con las clases medias y reivindican autonomía y horizontalidad. Son concepciones con una lógica distinta a las viejas y de allí la importancia del lugar sin techo, el cielo descubierto. De allí la necesidad de cuadros políticos, sindicales, intelectuales que se vuelquen a la construcción colectiva y no a la catequización en masa. Héctor Jouvé, en una larga entrevista que le realicé en octubre del 2002 sobre la experiencia del EGP, me decía cuando hablábamos del presente que no se trata de esto o aquello, sino de esto y aquello para volver a pensarnos, para redefinir los caminos, los objetivos. Creo que tiene razón, aun cuando el método represente un inconveniente: ponernos de acuerdo. 3.- Pero mientras pienso en el hoy apelando al pasado, a nuestro pasado, vuelven al pensamiento las ideas y palabras de Oscar del Barco en su carta al director. Su desencanto y culpa con una experiencia y un período que no respetó el mandato NO MATARÁS trasciende a la crítica puntual y se convierte en una acusación de asesinos seriales a Lenin, Trostky, Stalin, Mao, Castro, Guevara que explicarían en parte el fracaso de los movimientos “revolucionarios” (entre comillas). La lógica del razonamiento (aunque Oscar del Barco niega que lo suyo sea un razonamiento) es extensiva al EGP, Montoneros, el ERP, Jouvé o Juan Gelman. Pero no en el sentido de que compartían concepciones, sino una moral distorsionada. Oscar del Barco disocia la moral de las concepciones porque la primera es inmanente, es decir está siempre presente aunque se complete en los sujetos. Por ello puede excluirla del proceso de construcción social. Tal vez por ello las concepciones que generaron y desarrollaron un determinado tipo de moral terminen mejor parada entre las causas de la derrota. Esas concepciones en donde el revolucionario esclarecido se siente facultado y lo facultan para decidir que es lo que está dentro o fuera de la revolución, sin que nos preguntemos los contextos y los hombres que generaron y mantuvieron esas concepciones. Pero lo dicho no invalida tratar los hechos del EGP que consternaron a quien apoyó la experiencia. No es la primera vez que se valoran esos fusilamientos desde el mandato divino e inmanente del no matarás. Gabriel Roth desarrolla estas explicaciones en su trabajo sobre el EGP. También se explicaron los mismos desde una postura instrumentalista: los males de la guerrilla (involución de los guerrilleros Pupi y Nardo) amenazaban el objetivo de la empresa guerrillera: la lucha por el poder. Roth lo explica apelando a las características conspirativas, cerradas, marginal de la guerrilla que aleja a sus miembros del debate obrero y las dirigencias abiertas, confinándolos al sectarismo y la intolerancia en donde el valor de las leyes disciplinarias tiene el poder de lo divino. Por mi parte, prefiero reducir, aquí, mi crítica a un elemento: la organización y las reglas del EGP se contradecían con el proyecto de sociedad que prometían. Comprender por qué el camino fue tan distinto a los objetivos, en el EGP y en otros grupos, es parte de la tarea pendiente, del debate postergado y temido. Sumemos a esto los descubrimientos tardíos de errores y la siempre vigente teoría de los dos demonios y tal vez concluyamos que el debate es urgente, por simple curiosidad, pero también para rescatar lo imperecedero. Aprovechar el momento, los testimonios, los análisis, los sentires es imprescindible. Para enterrar lo que no sirvió y lo que hoy no serviría, para resucitar ideas y también para inventar otras.-

* Daniel Ávalos vive en Salta, es historiador y dirigió la revista “Cultura y Política”.

NO MATAR Carta enviada a La Intemperie por Hernán Tejerina (marzo de 2005). Apretar el gatillo acarrea consecuencias distintas a las que trae aparejadas recibir las balas

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Sr. Director: A mi estremecimiento espiritual frente a los testimonios de Jouvé, sumo el estremecimiento intelectual por las consideraciones de Oscar del Barco. Si uno se detiene un instante, no demorará en concluir que ni Dios se atrevió a lo que del Barco en su carta a La Intemperie: cifrar la complejidad de lo real en el NO MATARÁS. Sin embargo, señor director, ni Dios cifra las Verdades que trascienden la trama humana ni Oscar del Barco es Dios. Por eso, veo en su postura menos un acto de contrición que un vulgar reduccionismo. Disiento con esa operación que consiste en restringir “la Verdad” a un precepto. Un precepto, aún uno tan sagrado como el no matarás, incurre en la “bastardía” si no se lo aprehende en la complejidad de las contingencias históricas. Por ello, frente a la postulación unívoca de mandatos, reivindico la confrontación, y validación, del precepto (no matarás) en el marco de los procesos históricos concretos (validez del no matarás durante, por ejemplo, la resistencia al nazismo). Entiendo que el precepto puede ser planteado como síntesis. Sin embargo, aún así, volvería a señalar mi disidencia y frente al no matarás, opondría el “vivirás” como fuente de toda inmanencia. Asumir el “vivirás” conlleva entender que el peor de los pecados no es la terrible violación del no matarás sino la negación sistemática, externa y enajenada de la realización humana. Este entendimiento implica una conciencia trágica. En mí, el estremecimiento ante el absurdo de las muertes relatadas por Jouvé no es menor que la conmoción frente a las múltiples situaciones en que la vida deviene en zonas de no-vida, en un mero acaecer biológico accionado por el motor de la alineación y la injusticia estructural. Cuando la vida se vacía de vida y las causas de ese vaciamiento están institucionalizadas, la violencia es menos una opción ética de índole individual que una situación social de causa-efecto. del Barco sostiene: “Ningún justificativo nos vuelve inocentes”. ¿Existe espacio para la inocencia “frente a una sociedad –cito su carta– que asesina a millones de seres humanos mediante guerras, genocidios, hambrunas, enfermedades y toda clase de suplicios”...? Desde la auto-conciencia de uno y de lo real, el “estado de inocencia” es una variante apenas solapada del onanismo y la auto-exculpación. En nuestra articulación gregaria, en la intrincada sociedad en la que nuestro Yo transcurre, casi nada de lo real es racional. Creo en la decisión consciente que implica la reversión –la subversión–, el intento supremo de conjugar lo real y lo racional. Y creo que en este intento, en esta pulsión, es más útil la razón que la inocencia. Esta postura no incurre en la maldad a la que alude del Barco, citando a Levinas, respecto al excluirse de las consecuencias de los razonamientos. El sostener que, quienes en los ‘70 optaron por la vía armada, apoyaban la muerte del Otro y esgrimían el no matarás frente al riesgo de la propia vida, agrega una nueva connotación a la teoría de los dos demonios. Si a partir del alfonsinismo un vasto sector de luchadores sociales se constituyó en una de las fuerzas demoníacas de la jerga oficial, desde del Barco, a la categoría de malvados que se auto-excluían de sus razonamientos, se le puede sumar la de imbéciles que ni siquiera discernían las consecuencias de los mismos. Sin embargo, sostengo que el acto violento no emana de lo abstracto sino de lo concreto. No lo justifica ningún alto o bajo idealismo, sino la crasa materialidad –y contingencia– desde la cual la Historia se corporiza en la carne y la trama de los hombres. Gandhi reformulado: “De la injusticia nace la violencia que engendra la violencia”. Toda no-violencia que surge –y no modifica– el actual estado enajenado de la vida sólo muda lo violento de un estado coercitivo concreto a uno simbólico. ¿Es esto una vindicación del homicidio, una apología de la violencia? No, es obvio que el “vivirás” no es dicotómico con el no matarás. Lo contiene edularmente. Pero lo trasciende, a menudo de modo fatal, y en su concreción acepta el riesgo que implica ejercer su voluntad de poder, de rebelión y de goce. ¿Un hombre es todos los hombres? A menudo, no. ¿Por qué esa necesidad, que no vacilo en calificar de totalitaria, de diluir la particularidad en la generalidad, de sanear la complejidad de los acontecimientos de barbarie remitiendo al universal “hombre”, “causa”, “patria”? Goebels no era Walter Benjamín. Eva Braun no era Ana Frank. El espacio del universal “hombre” que compartían era infinitamente menos importante que la singularidad de ideas y roles que los enfrentaban en el marco de su sociedad y su tiempo. Muchos mea culpa, en la Argentina y por estos días, citan a Aramburu como caso testigo. Abordemos esto en sus diversas aristas. Símbolo del golpe de estado del ‘55, responsable de la masacre por el bombardeo a Plaza de Mayo, impulsor, junto a Isaac Rojas, de la proscripción al mayor movimiento político del país, ideólogo del secuestro del cadáver de Eva Perón y de todas las metáforas que de esa profanación surgen. La impunidad de sus actos emana de la realidad que “él”, desde su posición de poder, configuró de modo determinante. (Una digresión: el “él” que acabo de nombrar no designa al individuo Pedro Eugenio Aramburu, católico, militar, padre amoroso –o no– de familia argentina, sino al Aramburu sujeto político y simbólico que reunía en sí a la suma de individualidades argentinas que, al reconocerse en su accionar político, lo convertían en emblema de poder. En esta dimensión de “lo Aramburu”, el individuo es “contribuyente voluntario” del emblema de poder y

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del usufructo que este acarrea. Así, la existencia y esencia de “lo Pedro Eugenio Aramburu” se ha desplazado de su sacralidad universal y humana a su particularísima función de poder). ¿Qué se hace en el marco de una sociedad donde lo real es un acto de fuerza, un movimiento cuya dinámica es la supresión y la manipulación arbitraria de las leyes y los derechos? ¿Se presenta en el juzgado de turno una demanda por mal desempeño en el ejercicio de sus funciones? No, se desautoriza a quien desde su ejercicio del poder hace de la vida una zona de no-vida. Ahora bien, no de esto se deriva automáticamente un “matarás” tan histérico como el NO MATARÁS de del Barco. Sí se deriva la reducción drástica de los espacios de diálogo y el arribo a esas instancias de confrontación que, con frecuencia, sólo se saldan con la imposición de una parte sobre la otra. Trágicamente, esta confrontación, en ocasiones, conlleva la muerte. Aramburu llevaba en sí la forma de su refutación. Repito que esto se emparenta menos con lo ético que con la lógica. Y repito, también, que esto es trágico. Consciente o alienado, el individuo Aramburu resigna lo sacro de su Ser, al volverlo un instrumento de opresión. Es ese acto, el de devenir sujeto y verbo de la opresión, el que de modo trágico, resiente el valor absoluto del no matarás. Aramburu no era todos los hombres. Aramburu no era Valle ni ninguno de los fusilados en los basureros de José León Suárez. En alguna instancia del Ser todos somos sagrados pero en alguna instancia el Ser deviene en función y el verdugo no es la víctima ni la violencia de los unos es igual a la de los otros. del Barco llama a esto “lógica criminal”. En algunos casos, compartiría la denominación. En otros no y usaría denominaciones como “lucha de clases”, “resistencia”, “revolución”, “movimientos independentistas” o “terrorismo” o “estupidez”. Indicaría, también, que cada denominación lleva implícito su juicio de valor... Apretar el gatillo acarrea consecuencias distintas a las que trae aparejadas recibir las balas que el gatillo disparó. Una obviedad en torno a los procesos históricos: que la refutación de Aramburu haya corrido a cargo de personajes de una mediocridad tan sin fisuras como la de Firmenich le añade a la naturaleza trágica de la vida, el elemento absurdo. Si antes no bastaba con el “no mata”, ahora la supresión del símbolo dictatorial tampoco alcanza. El absurdo potencia lo trágico. Ver un líder revolucionario en un viejo general bonapartista acciona motores que funcionan con sangre y son un buen ejemplo de que, en la complejidad socio-política, no es ninguna inocencia natural –¡cómo se parece esta noción a la del pecado original!– sino un ejercicio ético y agudo de la razón, el mejor antídoto contra enajenaciones como las relatadas por Jouvé. Y aún esto no es ninguna garantía. La violencia política da, no para una carta, sino para un tratado infinito. En cierto modo ese tratado se viene urdiendo desde que el hombre es hombre. Pero ya sea como panfleto, carta o tratado es de esperar que el tema sea abordado en sus insoslayables dificultades y, acaso, irresolución. El reduccionismo necesita, de un modo u otro, un supra-orden a donde remitir sus actos e ideas. Es interesante la confesión de del Barco respecto a su adhesión al PC ruso en un momento en el cual, lo lógico desde su matriz ideológica era esa adhesión y la consecuente auto-represión, frente a la evidencia de los crímenes con los que el estalinismo había consolidado su poder. del Barco ha mudado, obviamente, de significantes y significados ideológicos y políticos. La mudanza, sin embargo, no ha operado en la mecánica de su pensamiento. Continúa necesitando un marco, una zona sagrada a la cual remitirse, un Dios (aunque sea sin Dios), un orden total en el cual enmarcar sus ideas y sus enunciados. Si fue estalinista durante el estalinismo, es anti-estanilista ahora que el rechazo total de la experiencia soviética constituye la médula de los discursos dominantes. Si antes dijo (aunque sea un decir sin decir) “la implementación del comunismo tolera el precio del gulag”, ahora, manifiesta desaforado NO MATARÁS. Ayer y hoy, el reduccionismo es el instrumento para convalidar las ideologías dominantes de turno. En ese contexto la similitud de discursos entre del Barco, Neustadt o Grondona no es un argumento. Pero tampoco una mera coincidencia.-

Hernán Tejerina

NO MATAR Carta enviada a La Intemperie por Diego Tatián (abril de 2005). En una línea casi inadvertida de su carta publicada por La Intemperie del último diciembre, sobre el final, dice Oscar del Barco: “éste no es un razonamiento”. ¿Qué significa que no es un razonamiento? ¿Qué es, si no un razonamiento? Esta pregunta me parece central para saber ante qué estamos. Si de repente nos encontramos frente al mingitorio invertido y firmado en su base con el que en 1917 Marcel Duchamp dejó una de las marcas decisivas de la historia del arte, sería desacertado querer orinar en él, pues lo que ese objeto está diciendo es, precisamente, “esto no es un urinario”. Tengo la impresión de que la carta de Oscar del Barco es como un urinario invertido en el que, por desconcierto, sólo se ve un lugar donde orinar. “Éste no es un razonamiento”. A lo mejor, por eso mismo, se sustrae a las dinámicas más corrientes de la vida intelectual como el debate, la discusión y la crítica –que sin embargo, como es obvio por el último número de La

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Intemperie, ha tenido la virtud de promover–. Según creo se trata de un texto que se presta más bien a un diálogo –como Luis Rodeiro, también yo entiendo que es la manera mejor, si no única, de aproximarse a ciertas cosas que sólo dejan decirse por el balbuceo y la media voz–. Porque el pensamiento no admite ser reducido a la argumentación, ni a la comunicación, ni siquiera a la inteligencia, por eso mismo no siempre el debate es su mejor formato. En el sentido que confirma nuestra condición de hombres, el pensamiento no está exclusivamente reservado a los locuaces, ni a los inteligentes, ni a los expertos, ni a los intelectuales; pensar puede cualquiera. Propongo que prendamos un fuego para continuar la conversación en torno a él, como si se tratara de una escena arquetípica en la que un conjunto de seres humanos a la intemperie buscan desentrañar el sentido de las cosas y procuran construir una lucidez que ayude a enfrentar lo que consterna. Desde hace treinta años, una minoría decisiva de argentinos no ha dejado de repetir: “aparición con vida”. Hace tres años y medio, una mayoría de argentinos se pronunció en la expresión: “que se vayan todos”. El año pasado, el mismo en el que el Estado argentino reconoció por primera vez haber sido terrorista –y esta coincidencia, o más bien esta oportunidad, no es insignificante–, Oscar del Barco arroja en una revista de izquierda, como si fuera una piedra en un estanque demasiado tranquilo, la frase “no matarás”. No se trata de forzar aproximaciones ni, por eso mismo, de salvar distancias. Pero se impone una primera evidencia: “aparición con vida”, “que se vayan todos”, “no matarás”, no son razonamientos. Pero no por ello “reducen” (como erróneamente dice Hernán Tejerina en su por lo demás inteligente carta) sino más bien expresan lo imposible, lo inexpresable y lo inaccesible para el léxico científico-social, la fraseología periodística o los debates. Por eso mismo se trata de sintagmas que no resisten la literalidad; quien los somete a ella simplemente no los pone a foco. En su imposibilidad, en su puro estado contrafáctico, en su simplicidad, “aparición con vida” y “no matarás” a mi modo de ver dicen lo mismo; no sólo no son enunciaciones reductivas sino que logran presentar lo impresentable, designar la decantación de un dolor común que de ninguna manera puede decirse si no así. Más aún, “no matarás” denota exactamente el significado último de todo lo que, en su fragilidad, desde hace ya varios decenios es protegido por los organismos de los derechos humanos en la Argentina y en el mundo. Resulta curioso que el problema más importante planteado por la carta de Oscar del Barco, haya sido casi pasado por alto en los textos que le contestaron –me refiero al problema de la “responsabilidad”: abandonar la coartada de la Historia, asumir la primera persona y hablar en primera persona–. La discusión se concentró casi exclusivamente en el mandamiento de No Matar y su pertinencia o no. El núcleo –insisto: más allá de toda literalidad– al que apunta la expresión “no matarás”, tal vez no es aprehensible empíricamente ni políticamente, ni, en efecto, se verifica en lo real –aunque sin embargo quizás ilumina los hechos, la política y la realidad en la que interviene–. ¿Es por ello una posición “fundamentalista”, “mística” o “histérica”, como se repite con insistencia en algunas de las respuestas que obtuvo? ¿Ayuda en algo, en orden a la comprensión, esa adjudicación de términos? A mi modo de ver el interrogante correcto frente a esa carta es: ¿piensa o cierra? ¿Produce pensamiento –lo que no quiere decir acuerdo– o sólo tiene voluntad de efecto y expresa un interés privado? ¿Anula el deseo de igualdad y de libertad o es capaz de componerse positivamente con él? ¿Bloquea la comprensión o la enriquece agregándole una dimensión imprescindible de aquí en más? Entiendo que no se trata –ni es el sentido de la carta de Oscar– de condenar anacrónicamente a quienes en los años setenta se vieron envueltos en la lógica de la violencia o creyeron que la vía armada era la mejor, sino de contribuir para que el relato actual que seamos capaces de forjar sobre todo ello no sucumba a la mentira, la deshonestidad, la autocomplacencia, el (auto) engaño o la simple ingenuidad. No creo que el Che haya sido un “asesino serial” –sí me parece que en tanto manera de entender la política y la acción política el guevarismo ha tenido efectos desastrosos, aún no adecuadamente revisados por la izquierda–. Por muchas razones no comparto la “teoría de los dos demonios” –aunque tampoco la que presenta las cosas como si hubiera habido demonios de una parte y ángeles de la otra–. Habrá un momento, tal vez, en el que el urgente y necesario reclamo de justicia (o más bien de castigo, pues ¿qué podría significar hacer justicia?) ceda terreno a la posibilidad de pensar por fuera de esa urgencia. Probablemente lo único que puede producir ese momento liberador es, precisamente, el castigo. Y entonces, a lo mejor, seremos capaces de plantear interrogantes nuevos. ¿Es posible sustraerse a la guerra de las interpretaciones –que es potencialmente infinita– por más que como en cualquier guerra haya vencedores y vencidos? ¿Hay manera de salir de la guerra? De la respuesta a esta pregunta –que no es epistemológica, ni tampoco solamente teórica– depende la posibilidad de producir una comprensión más extensa y más intensa de las implicancias que reviste actuar con otros y contra otros –eso que llamamos política–. Tal vez ese tránsito ha comenzado, muy lentamente, a tener lugar. Si no me equivoco, la carta de Oscar del Barco –con independencia de si acordamos o no con ella– se orienta en esa dirección. Otras cuestiones, tal vez indecidibles en lo profundo, son convocadas aquí. ¿Es posible la transmisión en política? ¿Es posible la experiencia y una acumulación de la experiencia? ¿Afecta la voluntad de quienes repiten

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el anhelo de cambiar el mundo la palabra decantada y desencantada de los que la han malogrado –o la historia ha malogrado– y sólo disponen de su lucidez? Las respuestas no son obvias. Lo que se halla en juego es el problema del legado y su posibilidad. Ese legado, si es posible, deberá estar a la altura del deseo, la experiencia y la derrota de lo que tal vez haya sido la mayor y más extraordinaria voluntad de justicia vivida por la historia. Quizás la expresión “no matarás” sea el legado paradójico de ese tesoro perdido.-

Diego Tatián

NO MATAR Carta enviada a La Intemperie por Héctor Schmucler (mayo de 2005). Los relámpagos iluminan la noche Señor Director: Adjunto una carta que envié a algunos amigos hace poco tiempo. A la luz de la estimulante (e infrecuente) discusión abierta en la revista, me parece oportuno hacerla pública; le ruego, en consecuencia, le otorgue un lugar en La Intemperie. Como observará, en ella aludo a la carta de Oscar del Barco publicada en el número 17 y a otras dos que, por su carácter privado, no me permito citar extensamente. Aún así, espero que mi argumentación no resulte opaca. Queridos Oscar, Nicolás, Alejandro:* Los relámpagos iluminan la noche. Escribo la frase anterior, que sin duda he leído muchas veces en otros lugares, y me sorprende empezar con una descripción tan inmediata sobre lo que veo a través de mi ventana. Pero ahora la releo buscando las próximas palabras y creo reconocer los signos de otro mensaje. No me apresuro porque, efectivamente, es la noche, y los relámpagos en la noche, de este sábado 29 de enero. La tormenta me rodea mientras pienso en ustedes, mientras escribo esta carta que existe porque ustedes escribieron otras que he leído y me han inquietado. ¿Signos de otro mensaje? La noche, afuera, se fragmenta. Los relámpagos persisten y descubren rugosidades que la oscuridad antes suavizaba. Sé, sin embargo, que no intento describir el encanto de la naturaleza; sé que los relámpagos son metáforas. Imperiosas iluminaciones que admiten y concentran sentidos insospechados; la luz construye –o convoca– esos sentidos. El cielo y la tierra reconocen su distancia mientras mi mirada los unifica. Describo lo que creo ver, aunque también es cierto que al comienzo, apenas había anotado el vocativo con el que los llamaba a ustedes a leer, tuve la percepción de que la carta de Oscar del Barco enviada al director de La Intemperie había sido como un relámpago estallado no en medio de un cielo luminoso sino en un espacio donde transitaban nuestros espíritus y que mostraba preocupantes nubarrones. Allí están las cartas de ustedes a las que ahora se agrega la mía. Hablan del mundo pero no vacilan en exponer nuestras intimidades; un gesto que privilegia la amistad sobre cualquier diferencia en el tratamiento de las ideas. No es sólo la convicción compartida de que las biografías importan como documento de fidelidad al pensamiento, sino que la vida, nuestras precisas vidas, han cruzado con más intensidad la experiencia de existir que la búsqueda de ordenadas especulaciones. El “director” de La Intemperie, a quién Oscar dirige su carta, lleva mi apellido y Nicolás lo recuerda explícitamente, lo nombra como mi hijo, como el hermano de Pablo, desaparecido, seguramente asesinado hace 25 años. La de Oscar era una carta en La Intemperie, sin protección, sin reaseguro, en un acto similar al que había realizado enfrentándose cara a cara con el general Menéndez para increparlo por sus crímenes, para mostrarle su repudio a compartir con él un mismo espacio. Un relámpago desamparado en la intemperie: desnudez repetida, apertura multiplicada. El relámpago, fugaz y perfecto, como forma de verdad que sorprendía a Walter Benjamin: la vida, la muerte, la revelación amorosa y también la revelación divina, aparecen como relámpagos; una luminosidad imprevisible e irrefrenable. La oscuridad ha quedado quebrada y la noche, cuando regresa a su maciza oscuridad, sabe que ha sido herida. La memoria retendrá la luz y las consecuencias son incalculables. El escenario que se extiende más allá de la ventana se me impuso sin duda porque la idea de relámpago, la idea de que la carta de Oscar fue como un relámpago, me ronda desde que la conocí en una primera versión que su amistad me quiso confiar y que a mí me pareció oportuno compartir con Nicolás, Ricardo y Alejandro porque hace tiempo que los temas que recorren la carta salen y entran en nuestras conversaciones. A veces –lo veo ahora– quedaban agazapados, postergaban los nombres buscando el momento adecuado para que sean pronunciados. Sobre mi mesa están las copias de las cartas de Nicolás y Alejandro y las que Oscar les escribió luego de recibirlas. Sé que hay otras cartas derivadas de la publicación de la de Oscar, que casi no conozco. Las de ustedes, Nicolás y Alejandro, son las que me importan, las que me interrogan, las que me quitan el sueño llamándome a un estado de vigilia que ojalá sea de lucidez. Nada de lo que se dice me es nuevo; pero tienen una intensidad inusitada. Mi vida ha sido ya larga y en su transcurso más de una vez tuve la convicción de que había senderos que ya no quería transitar. A veces me pregunto por qué, además, no estuve en condiciones de arrepentirme. En ese caso, me digo, tal vez hubiera podido optar por caminos que no llevarán necesariamente a

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multiplicar las equivocaciones. A esta altura no puedo evitar cierto tono confesional y lo que escribo da cuenta, seguramente, de ese tipo de verdades que nos invade sin demostraciones previas y de las que resulta imposible renegar. Abrirse a los otros, a ustedes, incluye el pequeño escándalo de mostrar cicatrices, marcas que no tienen porque ser jubilosas ni invitar a la jactancia. En la carta a Alejandro, Oscar le sugiere que sus líneas tal vez sólo sean un eco de El grito de Munch. Me contagia el desgarro y la abrumadora claridad de las preguntas que se agolpan en ese grito cuya sorda estridencia es un llamado que clama por nuestra respuesta. Todo depende de nuestra voluntad de escucharlo. El Ulises de la gesta homérica señaló el camino más frecuentado por una humanidad que (la cita es lugar común entre nosotros) ha ido acumulando ruinas a sus espaldas desde un tiempo ilimitable aunque, para los que no nos hemos despojado del mito judaico, en el principio pueda reconocerse la marca de Caín cuyo acto asesino se repite sin tregua en la historia. El consejo de Circe a Ulises tiende a evitar cualquier respuesta a la voz verdadera de las Sirenas: o no escucharlas o tramar las condiciones para imposibilitar la respuesta. Ulises tapona los oídos de sus remeros y él mismo se hace amarrar a un mástil para evitar toda tentación. La sentencia bíblica que aconseja “tener oídos para oír”º no es muy distinta a la fábula de La Odisea. Tal vez la pobreza de nuestras vidas cuando sólo procuran escapar a la tragedia que inevitablemente nos envuelve, se sintetice en esta incapacidad de oír. Pero Ulises, antes de escuchar las indicaciones de Circe, ya había decidido seguir adelante. Hemos optado por no escuchar, por separar el arte del conocimiento, por no dejarnos arrastrar por las preguntas; hemos optado por creer que la política puede prescindir de una ética que trasciende el vivir calculante y que nos coloca en las huellas de lo absoluto, de lo infinitamente riesgoso. La fatiga tapona nuestros oídos y nos atamos a un vivir, a un decir que detestamos en el hablar pero que, como Ulises, ya tenemos resuelto no abandonar. Amigos míos, ¿qué no supimos escuchar en nuestras vidas? Estamos en el límite de descubrir que el no haber escuchado no nos hace inocentes y nos obliga a desechar el repetido ejercicio de apiadarnos de nosotros mismos o al revés: apiadarnos profundamente por la pérdida de nuestras vidas entretenidas en murmullos tranquilizantes, discursos armoniosos que nos impidieron ver. Cuando tantas veces nos hemos preguntado por el misterio que nos rodea y que con frecuencia se nos presenta como un peso insoportable y al mismo tiempo bienvenido; cuando el dolor abandona las estadísticas y nos atraviesa como puro dolor, cuando celebramos la palabra porque nos abre a lo inconmensurable, lo indecible, ¿de qué hablábamos? No puedo leer nada sino a través de mi vida. Sé que exagero al destacarlo porque puede resultar obvio, repetido: la memoria de la vida de cada uno, lo sepamos o no, está presente en cada acto. Visto así, y lejos de aceptar algún determinismo que cancele la idea de libertad, no puedo evitar preguntarme qué ha sido mi vida (¿“dónde está la vida que hemos perdido en vivir”?, interroga Eliot); a qué debo responder, es decir, de qué soy responsable, a qué me obligan –sí, me obligan– los poemas que he leído y repetido, los dolores que he padecido, los entusiasmos que me exaltaron, los amores que triunfaron sobre la nada y las esperanzas que no pudimos evitar que se murieran. Las cartas de ustedes hablan de mí tanto como ésta; me interrogan y son exigentes en una respuesta que va mucho más allá de cualquier argumentación. ¿Fue puro ruido lo que escribí hace 25 años, cuando quería entender la suerte de mi hijo desaparecido –entender, digo– y no sólo saber cómo fue, cuándo, dónde, quién, aunque me desesperaba por conocer todo esto, porque tal vez hubiera sido el comienzo de algún consuelo que nunca llegó? Ya entonces se abrió en mí, a través del relato de los que convivieron con la muerte en los centros clandestinos de reclusión y habían seguido vivos, un mundo de verdades más intensas que las clasificaciones estereotipadas, esas que nos permite juzgar sin riesgo y reposar como víctimas en las páginas de la historia. El orden de los héroes y cobardes, de leales y traidores, de víctimas y victimarios, de justos y réprobos, se diluía ante una realidad en la que existían culpables sin matices pero resultaba confuso hablar de inocencia, donde las responsabilidades compartidas no disminuían ni un ápice la criminalidad innombrable. En mi impotencia por salvar a mi hijo se me reveló el peso de una carga de la que hasta entonces no era consciente y supe de las responsabilidades de quienes me acompañaban así como de las infinitas maneras con que se intentaba eludirlas. Seamos claros: yo (no sólo yo por supuesto) había intentado que Pablo, mi hijo guerrillero, probablemente buen tirador y riguroso en los duros principios de la organización Montoneros, desertara de una guerra que a mí me parecía inútil y que él la sabía perdida. Su deserción era mi forma de salvarlo. En mi vida nunca había deseado algo con tanta vehemencia. Los que continuaban ofuscados en el color de la sangre y en la razón de la muerte preferían incorporarlo en el triste listado de los héroes sacrificados; Pablo optó por este camino. Por pensar de esta manera, por escribirlo para que la desesperación pudiera ayudar al entendimiento, algunos amigos y yo fuimos acusados, ya entonces, de habernos pasado al bando enemigo. Ahora las cartas están sobre la mesa y no comprendo que aquel momento pueda ser tocado por el olvido. En mi memoria aquella guerra llena de crueldades es la infame muerte de Pablo, para la cual no hay compensación posible; es el fracaso en mi intento de que desertara. Pienso en mis corresponsales de hace 25 años y me pregunto qué fibras tocaban mis escritos que los obligaba a taponar sus oídos para no oír argumentos que ahora resultan banales. ¿Qué cuerdas, ahora, ha puesto a vibrar la carta de Oscar que resultan mortificantes? ¿El correr de los años facilitará la aceptación de que el asesinato como tal es repudiable e incomprensible para quienes aspiran a un mundo en el que la vida humana sea irremplazable? ¿Es tan difícil comprender que condenar el asesinato porque ningún ser humano debería creerse con derecho a negar la vida de otro, no significa aceptar las ideas del otro y claudicar en la lucha por establecer otras condiciones de existencia? Estamos atravesados por todos los derrumbes de los que fuimos testigos. Vivimos con ellos y no a su margen. No existen, por lo tanto, excusas para los ocultamientos. Aunque la verdad, antes y ahora, sea un prejuicio, no tenemos otra posibilidad que correr en su búsqueda ignorando el cálculo instrumental que pretende reemplazarla. La verdad está cerca de

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la estéril felicidad del conocer, lejos de esa instrumentalidad que desde hace años hemos colocado en la mira principal de nuestra crítica. Así, amigos, fueron siempre nuestros encuentros: pensábamos la política desde la ética aunque el sistema (dentro del cual ahora reconocemos rostros familiares) se mofara de nuestra inadecuación con la época. La política siempre fue para nosotros una manera de pensar el mundo y por eso renegamos del saber como camino al poder. Habíamos puesto en cuestión, justamente, el poder, el sistema de dominación, porque veíamos que allí los hombres se volvían cosas. No sabíamos (y el no saberlo debería llamarnos al arrepentimiento) que trabajábamos para que todas las cosas (los hombres entre ellas) simplemente pasaran al servicio de otro poder. Hoy lo sabemos y podríamos pensar que hemos avanzado en la verdad. También que se acrecienta nuestra responsabilidad. ¿Cuándo, entonces, resulta conveniente o inconveniente expresar los pensamientos? Siempre hicimos nuestro el “pensar a contrapelo“ benjaminiano y afrontamos, casi orgullosamente, el malestar de lo inconveniente. Lo correcto políticamente evita el peligro del descalabro pero nos inunda de gris. Si todo está marcado por el cálculo (es sugerente la resonancia mercantil de la acumulación de fuerzas como principio rector de la política) cualquier idea de iluminación es irrisoria. El misterio no tiene cabida en la diagramación de lo conveniente. Pero sin el misterio, querido Nicolás, querido Alejandro, nuestras manos, por decir nuestras almas, quedarían vacías, no sabríamos qué hacer con ellas. Justamente Oscar comienza su carta con un relato que sólo entiendo en el espacio de la iluminación: otra manera de conocer lo ya conocido. Cuarenta años antes Oscar daba clases en un colegio de Bell Ville y allí, en la casa de un común amigo, conoció a Ciro Bustos, integrante de un grupo guerrillero inspirado por el Che y que se proponía instalar un foco insurreccional al norte del país. Ernesto Guevara pensaba en el mundo, en una especie de final batalla en la que el bien socialista derrotaría al mal capitalista aunque fuera al precio de un cataclismo nuclear. Orán, casi al límite entre Salta y Bolivia, sería uno de los puntos de arranque. Oscar y sus amigos de la revista “Pasado y presente” éramos convocados al comienzo de la historia. Mi memoria no se abre con facilidad a las evocaciones de esos días y me pongo en guardia contra la tentación de inventar recuerdos. Está Oscar, de regreso a Córdoba, contándonos su encuentro con Ciro Bustos; está después el propio Ciro, su fragmentario relato, mi escucha cargada de interés y escepticismo; está nuestro pasado reciente en el Partido Comunista de donde fuimos expulsados por publicar “Pasado y presente”; está nuestra admiración por Cuba, nuestra convicción de que la Revolución era posible y que los partidos comunistas prosoviéticos la frenaban con su reformismo. Está la casa de Oscar, donde se alojaba Ciro Bustos y una despedida en el aeropuerto (Ciro viajaba a Salta porque era inminente el comienzo de las acciones) donde tuve la sensación de que el avión que se perdía entre las nubes era portador de la Historia. Y poco más. Salvo que, por nuestra mediación, se habían incorporado al foco guerrillero un grupo de jóvenes de Córdoba. Luego la historia fue una burla. Un juego sin grandeza con la muerte, hueco e intrascendente. Ustedes conocen algunos detalles. La memoria colectiva argentina no se detiene en el Ejército Guerrillero del Pueblo que se empezó a desintegrar tras algunos meses de andar a los tumbos, dolorosa parodia de sí mismo, sin un solo enfrentamiento con las fuerzas que pretendía derrotar y con tres condenas a muerte a integrantes del propio grupo: una en Argelia y dos en el campamento salteño. A estos últimos se refiere Héctor Jouvé en la entrevista publicada por La Intemperie. El asesinato de Adolfo Rotblat por sus propios compañeros es el momento consternante que inspira la carta de Oscar; seguramente merecía una atención raigal en las cartas de Nicolás y Alejandro. El asesinato (¿de qué otro modo llamarlo?) del Pupi Rotblat impide hacer cálculos, sumas de datos positivos y negativos. Cualquier argumentación justificatoria asentada en principios de dignidad y justicia queda deshecha frente al crimen absurdo que sirve como instrumento de cohesión (¿en qué se diferencia del terror?) al grupo de hombres que sostienen la voluntad de llevar adelante esos principios. Casi un siglo antes lo había descrito Dostoievski en Los endemoniados: Rotblat es Shatov, asesinado por abstractas razones en la que la sangre hermana a los “revolucionarios”. Cuando “todo es posible”, incluida la decisión sobre la vida de los otros, la ignominia pierde el nombre, el desamparo es infinito porque la omnipotencia desplaza el amor que nos hace responsables de los otros. Kirilov, que en el drama dostoievskiano se suicida para demostrar la inexistencia de Dios y el poder soberano de los hombres, ofrece el razonar desnudo: “Todo hombre es su propio dios; yo soy dios y no hay más dios que yo”. Jouvé recuerda: “También se hace un juicio contra el muchacho bancario (Bernardo Gronwald). Ese juicio termina en un fusilamiento. Estuvimos todos cuando se lo fusiló. Realmente me pareció una cosa increíble. Yo creo que era un crimen, porque estaba destruido, era como un paciente psiquiátrico. Creo que de algún modo somos todos responsables, porque todos estábamos en eso, en hacer la revolución”. El peso de la muerte, de lo absurdo, de lo inmisericorde, del hundimiento en la nada, es el grito de Oscar desde un dolor inenarrable (¿quién, mis amigos, no ha sentido alguna vez que todo su cuerpo se transformaba en un dolor inenarrable?) que clama por ser escuchado, porque el grito contiene el silencio del asesinado, porque sus manos se han vuelto sospechosas de haber empuñado el arma que remató a quien podría haber sido su hijo. Sin embargo, queridos amigos, no es sólo el registro de las interminables muertes, aunque repugne hasta el martirio, lo que toca nuestras fibras. No es sólo la contemplación de nuestras vidas gastadas con generosidad en construir campos de muerte mientras proclamábamos (porque lo creíamos) que estábamos trabajando para que la vida fuera posible en todo su esplendor. No es sólo un fracaso lo que ahora reconocemos con mirada perpleja. Tanto como la contemplación de la muerte, me consterna nuestra responsabilidad por ella y permítanme la evidencia de señalar que esta responsabilidad nada tiene que ver con los encuadres jurídicos que legitiman una pena. Se trata, y no puedo dejar de repetirme, de una obligación de responder, de un sentirse responsable que sólo corresponde a cada uno, que ningún igual puede enjuiciar, que ningún castigo puede saldar. Hablo (y el eco de Levinas es evidente) de una responsabilidad primordial, previa a todo acto, que acompaña nuestra condición

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humana y que deriva de la fundante responsabilidad por el otro tanto como de la libertad que nos permite decidir y sin la cual la idea misma de lo humano se desvanece. Por condenable que sea, insisto, no es sólo la multiplicación de la muerte lo que empaña la acción revolucionaria; no es el costo en vidas lo que hace titubear la idea de revolución, en cuyo nombre se actúa, cuya búsqueda justifica todos los caminos y cuya presencia impregna de verdad los actos de quienes actúan en su nombre. Es duro el desafío para quienes sabemos que el ciclo de nuestras existencias ya puede presentir su final, pero si no nos atrevemos a poner en duda la idea de revolución el espíritu confundido de nuestra época terminará de morir en un extenso gemido. Y se entiende que no se trata solamente de los caminos a seguir para alcanzarla. La bienvenida discusión sobre la lucha armada corre el riesgo de llevar a la creencia (como ocurre en la ciencia) de que hay métodos independientes de los fines. Como en la ficción de Dostoievski, cuando la revolución ocupa el lugar de Dios, los hombres (que son quienes piensan la revolución) se encuentran habilitados a actuar como dioses, la “razón revolucionaria” se autojustifica, no hay otra libertad que la que se deriva del reconocimiento de la “necesidad” revolucionaria. Entiendo tu incomodidad, Nicolás, cuando no compartís el texto de Oscar porque abre una polémica “sobre una extensa generación de sobrevivientes de la lucha armada”. Pero ¿quiénes son –o somos– los sobrevivientes de la lucha armada? ¿Aquéllos que estaban en condiciones inmediatas de morir, como los pocos (es pequeñísimo el número si se lo compara con los que murieron) que salieron con vida de los centros clandestinos de detención? ¿Los que eludimos el riesgo de la muerte exiliándonos, es decir abandonando el campo de una batalla en la que decidimos dejar de participar porque ya no nos interesaba, porque se nos impuso el miedo o porque se nos hizo evidente un error que sólo viviendo podríamos redimir? ¿Los que permaneciendo en la Argentina pudieron sortear el riesgo a que los exponía el haber participado, directa o indirectamente, en las acciones que la dictadura buscaba suprimir? ¿O sobrevivientes somos todos porque todos estuvimos en peligro, los nacidos y los no nacidos, los de un bando y los del otro, todos los que sin saberlo plenamente llevamos la marca de una época de oprobio de la que yo no puedo despegarme porque las cicatrices me marcan y no quiero disimularlas aunque se hundan en mi propia responsabilidad por lo ocurrido? Estar vivo, creo interpretar a Oscar, obliga a hacernos responsables hasta por los muertos. Si alentáramos a reflexionar sobre todo esto desaparecería el riesgo de caer en los frívolos remedos que constituyen los “debates” periodísticos sobre lo que con tanta razón alerta Nicolás. Sólo arriesgando ser “inconvenientes” sortearemos el chantaje –de derecha y de izquierda– que quiere obligarnos a reconocer como realidad sólo el pragmatismo de los triunfadores. Vivimos en el irresuelto enigma del lenguaje por el cual la palabra “crimen”, utilizada por Shakespeare, nos coloca en el límite donde la claridad se separa de las sombras, y la misma palabra, en boca de algún conductor televisivo se vuelve desperdicio del que se alimenta la infamia humana. No es menor el tema, aunque no sea puntualmente el de esta carta. Pero si no es éste, si el sentido, la responsabilidad a que nos obligan las palabras deja de ser nuestro tema, ¿cómo podemos seguir hablando? ¿Cómo abandonar aquellos interrogantes si nosotros venimos de un largo, incesante repudio a la vacuidad del charlatanismo, si no hacemos otra cosa que espantarnos ante la insignificancia que crece en el mundo, si todavía creemos que la filosofía, el arte y el amor (todas presencias de Eros) no son meros adornos de nuestra impotencia ni sólo ocurrencias de precisas exposiciones académicas o de escritos que nos recortan un lugar (y a veces una paga) en las instituciones que enfrían el mundo? ¿Cómo marginarlas si sentimos que están en la raíz de nuestras angustias pero también en nuestros estallidos de felicidad? Ninguna ética que merezca ser considerada –lo hemos insinuado cien veces– desprecia el ámbito de lo cotidiano. Ninguna abstracción debería tolerar un actuar que contradiga lo que dictan nuestras teorías. Estamos obligados, atados a un contrato primordial, ligados –también en la vislumbre religiosa del término– a hacernos responsables de cada sí y de cada no que pronunciamos, porque sabemos que para cada sí hay un no disponible. Porque nos hemos escuchado afirmar en repetidos diálogos que la renuncia es nuestra última e inexpugnable garantía. Los abrazo, Toto.-

* [Nota del Compilador: se refiere a Oscar del Barco, Nicolás Casullo y Alejandro Kaufman.]

NO MATAR Artículo en Conjetural N° 42 de Jorge Jinkis (mayo de 2005). Una respuesta Por Jorge Jinkis

El camino verdadero pasa por una cuerda que no está tendida en lo alto sino sobre el suelo. Parece dispuesta más para hacer

tropezar que para que se la recorra. Franz Kafka

Puesta en situación La carta de Oscar del Barco, en su extrema singularidad, enuncia una moralidad que no se limita a la reconsideración de nuestro pasado reciente, y que en sus consideraciones retrospectivas sobre la violencia, compromete nuestra historia y nuestro porvenir.

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La hemos leído con cuidado, y hemos decidido no hacer un análisis del texto. Habiendo concluido con pesar que no podíamos extender el respeto que tenemos a su persona como para que alcance también a sus argumentos y razones (a sus ¿motivos?: los desconocemos), nos pareció más leal conceder libertad a las pasiones que permitan una discusión política. Así pues, nuestra respuesta no se deja organizar por la ley de la interpretación y se entrega a la jerarquía, un poco desordenada, de nuestras reacciones de lectura. Que esta discusión pueda tener lugar en una revista de psicoanálisis se volvería necesario explicarlo sólo para aquellos a quienes no les serviría ninguna explicación. Tan sólo digamos que nos importa menos que Freud y Lacan se cuenten entre las referencias del autor, como que parece proponer la práctica de una imposibilidad. ¿Pero es tan seguro? ¿Acaso practicar una imposibilidad puede confundirse con “asumir lo imposible como posible”? Cuando se sustituye la función del límite por nuestras limitaciones, la imposibilidad se superpone insidiosamente con la función discursiva de los ideales de ayer, esos mismos que el filósofo rechaza en la hora de su arrepentimiento tras reconocer su acción devastadora. ¿Y en qué se distingue del retorno a una vieja utopía? Hablar en yo es trivial e inevitable. Pero cuando la palabra se escribe es temible. “Yo” es una palabra que da vértigo y que fuera de la literatura, es capaz de volver vertiginosamente patética cualquier escritura. A veces tiene una función propia e interna al discurso que parece exigirla (el caso de Sartre podría ilustrarlo); otras veces, muchas, es el albergue espacioso de una personalidad voluminosa (y no se necesita que sea un psicoanalista el que deje de resistir su uso para alcanzar las cumbres de la impudicia, bastaría –empobrezcamos nuestros ejemplos, con un Sebrelli–). Pero no son estas las únicas circunstancias que pueden convocar a esa palabrita. La ocasión dramática elegida por del Barco, su decisión de transmitir la potencia afectiva de un acto de contrición, y hacer la confesión de ello –como lo quería el Concilio de Trento (De sacramento Poenitentiae, cap. I)–, y además hacer pública esa confesión, ¿qué otra palabra que ese “yo” para decir lo que dice? Entonces, si para responder a esa palabra usamos la primera del plural, no es porque seamos tantos, es un poco de pudor y es otro discurso.1

Hoy Estamos en un tiempo en el que las conciencias intelectuales2 han criado panza y parecen agobiadas. Ser correcto es menos un ideal que un deber, un valor vigente de diversas maneras en todas las clases sociales (que persisten, a pesar de las “multitudes”, “comunidades”, la “humanidad” o “el hombre”, recientemente renacido). Las izquierdas, aún verde esperanza, entre elecciones cuidan la naturaleza; los que trabajan pagan la coima legal a San Cayetano, los piqueteros no saben (¿no saben?) que organizan la fiesta de confraternidad con el gremio facho de los tacheros, el poder gay reivindica el derecho a formar familia, fortaleciendo a destiempo la institución religiosa del matrimonio; los artistas abandonan los atuendos bohemios por la informalidad pulcra y estudiada de los yuppies, habiendo sido aventajados por la iglesia en la invención de escándalos menudos. Los hombres... ¿qué cosa? ¿los hombres?... Y las mujeres se extenúan en la preservación de sus encantos. Nuestros jóvenes exponen sus cuerpos a los grandes riesgos de la pequeña delincuencia, a los subrogados mortales de las drogas caras, al atontamiento feliz de satisfacciones involuntarias. La vejez pudiente se siente autorizada a realizar los peores descubrimientos sobre sí misma, no sin complacencia; la otra, es abandonada a la intemperie. La cultura fusion, habrá que reconocerlo, descubre nuevas delicias en el sexo, en la comida, en la música y, a la vez, alienta el turismo que, cínico, se exhibe en las ruinas del tsunami o fotografía a los muertos de hambre de la Argentina. ¿Qué es esto? ¿Cómo llamarlo? ¿Es el lamento desolado de un moralismo que anuncia el fin del mundo? ¿Son las condiciones actuales de un renovado nihilismo que se avecina? ¿Los síntomas de un goce sin control de la especie humana? Seamos menos apocalípticos y digamos que se llama la Derrota. Se trata de las consecuencias, de una gravedad peligrosa, de una derrota. Y a una escala que concierne a Occidente. Desatendamos ahora que haya quien puede llamarlo “victoria”. En cualquier caso, es cierto, no es el fin del mundo. Pero aquí no se trata de decir que también hay muchas cosas bellas, que las hay, pero ¿a qué dolor querríamos consolar? Importa decir que se trata de una derrota (no éxito o fracaso), con sus particularidades en cada lugar, en cada tiempo. Desde siempre, en todas partes, pero cada vez según modos singulares que es imprescindible distinguir, la historia muestra que se ha impuesto un deseo poderoso, no la resignación cobarde, no la impotencia, no la debilidad, también todo eso, pero no, decimos el deseo (llamado a veces voluntad, otras pasión), el deseo de coexistir, el deseo de convivir con el asesinato de millones de personas llevado siempre a cabo con algún pretexto racional. Y también así, en nuestro país. ¿Es en este sentido extensivo que del Barco entiende que somos asesinos, culpables, desde aquél que empleó un arma, el que apoyó la idea hasta las mil y una formas del no-querer-saber? Si así fuera, tal vez, se podría situar en la enunciación el dolor de alma de un penitente, de uno que iluminado por la conversión, añora un tono bíblico para el lenguaje de su voz misionera. Vayamos más despacio y también más cerca del suelo. Descubrir la culpa

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Oscar del Barco es sincero, no podemos dudarlo. Tan sincero como inauténtico. Deja hablar a su corazón hasta el extremo de afirmar que sus argumentos no son argumentos. Se dirige a todos, a cualquiera, a sí mismo. Dice que no todo es lo mismo, pero dice que es lo mismo. Se dirige, especialmente, a sus hermanos de creencias pasadas y les dice: somos todos responsables, todos culpables, todos asesinos. En el discurso de del Barco, la derrota tiene otro nombre (es cierto que se lo damos nosotros): se llama Decepción. Es el nombre actual de la política abjurada, y que ahora prosigue aunque no reconocida como tal. Sí, hay una política del sentimiento, aunque se trate de una política que reniega de sí misma. El camino de la derecha lleva a la economía (es sólo la puerta de entrada); el de la izquierda goza o padece de esa economía. Y están los santos que se espiritualizan. Vienen marchando. La culpa de quien empuñó un arma sería la misma que la de quien simpatiza con las ideas que se armaron. Esta cadena de la culpa volvería a las organizaciones insurreccionales cómplices de los fabricantes transnacionales de armas. ¿Por qué no? del Barco no se priva, acusa y se acusa de sus simpatías, que se remontan a Lenin y Trotsky, pasan por su afiliación al partido comunista y habrían culminado en su apoyo al ERP o a sus ideas, a Castro, el Che, etc. (todos ellos, haciendo uso del lenguaje policial y cinematográfico estadounidense, catalogados como “asesinos seriales”, lo cual ya indica la ausencia de análisis político, aunque no de una política). Ahora bien, cualquiera que demuestra ser capaz de equivocarse tanto en sus creencias durante 50 años, ¿no evidencia más bien una capacidad de inocencia ilimitada? Hay que ser extraordinariamente inocente para equivocarse tanto. ¿Tan inocente para tan culpable? La simpatía, en efecto, existe. Una de sus virtudes consiste en la pretensión de anular la diferencia que desespera por soportar. La operación se realiza con frecuencia con la palabra “como”, “como si...”. Parece una comparación, pero cuando se realiza la fusión afectiva, los términos se derriten en un magma hirviente y húmedo. “Como si fuera mi hijo...”, dice del Barco. Y podemos respetarlo, ya mencionamos su sinceridad. También nosotros nos sentimos golpeados. Y cualquiera. “Como si fuera mi hijo…”, pero no lo es, no. ¿Importa la diferencia? ¿Podríamos descuidarla? En un sentido sí, para que prosiga posible el pensar... es decir, el principio del placer, o para “amar al prójimo como a uno mismo”, no sin antes habernos reconocido en él. ¿Habría otra manera? Claro que sí, ¡el sacrificio existe! No obstante, en este caso la diferencia importa pues del Barco se hace “responsable no en general”, sino “responsable del asesinato de dos seres humanos que tienen nombre y apellido”, aunque, es cierto, ya no podemos seguirlo, una “responsabilidad sin sentido y sin concepto...”. Apretar el gatillo. No es lo mismo la ejecución, como dice el dicho, a sangre fría, de un hombre (que siempre es hijo de otro hombre), que en caliente, apretado, hacerlo para salvar la vida del hijo. Frío, caliente, propio, ajeno. Cualidades que no agotan al sujeto, es cierto. Pero por una vez, la filosofía política podría ser menos platónica, un poco más socrática, y no ahondar el abismo que la separa de la política. Si del Barco sostiene, citando a Levinas, “la maldad consiste en excluirse de las consecuencias de los razonamientos”, esa filosofía política es precisamente mala porque se excluye de la consecuencia de su razonamiento cuando se excluye de la política (¡Ay, el filósofo que borró su dedicatoria a Husserl!). No se trata de singularizar la guerra hasta separarla (no tan sólo distinguirla) de cualquier otra interrupción de la paz; tampoco reducirla al filicidio. A veces es la continuación de la política, a veces está en lugar de la política. Pero ni la paz ni la guerra, por sí mismas, detienen la lucha. Una derrota puede hacerlo. (NO MATARÁS. Los imperativos universales abstractos, planteados en términos absolutos, conducen a paradojas conocidas.3 Quien no defendiera hasta la muerte, la propia, la del otro, la vida amenazada del hijo, ¿no sería un asesino precisamente por seguir ese precepto?). Pequeños y grandes demonios Nuestro autor afirma que toda comunidad está basada en ese mandato: NO MATARÁS, que no viene de afuera, que constituye nuestra propia inmanencia. Pero la descripción que hace lo niega, no sé si inadvertidamente. Reformula entonces la teoría de los dos demonios: están quienes se ubican en las cumbres de la maldad, y los otros, nosotros, los buenos que también somos malos, los malos “inocentes”, todos asesinos culpables del crimen mayor, el que desconoce el valor “sagrado” de la vida de todo hombre. Será entonces necesario concluir que del Barco nos está diciendo que el fundamento de la existencia de cualquier grupo, de cualquier comunidad, al revés de lo que cree o de lo que quiere, es un deseo asesino, un deseo de exclusión, por el que la identidad se logra mediante una operación segregativa. No pretendemos retomar el viejo debate sobre la naturaleza humana aunque, admitámoslo, también para nosotros resulta audible el no matarás. Delgado hilo que puede hacerse oír por cada uno, que cada uno puede o no ensordecerse ante los ecos retumbantes de ese trueno. En cualquier caso: no es fundamento de ninguna comunidad.

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Digamos, sí, que el llamado de del Barco, la denuncia, el reclamo, la invocación a pedir perdón,4 no un perdón verbal, un perdón verdadero, el perdón que llega a la “supresión de sí mismo”, es un acto suicida, es, en sus términos, un crimen, un asesinato del alma. Y este renovado deseo asesino, que se nos disculpe, está enredado eróticamente. Llega entonces el turno de nuestra propia sinceridad. Nos alegra que el mal no sea un principio absoluto, que esté enredado con diversas fuerzas dispares, lo cual hace posible establecer diferencias entre un crimen y otro, entre una muerte y otra, entre una guerra y otra. (A la subjetividad llamada individual, le resulta menos imprescindible la justificación ideológica de las maldades, no menos refinadas, a veces superfluas, gratuitas. No agreguemos la crueldad, la hostilidad, la agresividad, que también están pero desdibujan la presencia del mal. En términos de Lacan, el prójimo es la inminencia insoportable del goce. Es nuestra experiencia de todos los días.) Nos importa subrayar el momento “platónico” del filósofo. Después de la Gran Decepción, se retira de la ciudad y funda la escuela en sus puertas… Habla de la ciudad, pero ya no está en ella. Ha abandonado la crítica política (que debiera ser severísima) de las organizaciones armadas de izquierda y, por una transferencia de culpabilidad que frecuenta a nuestra historia, colectiviza la responsabilidad. El pobre, el triste y diseminado “por algo será”, obtuvo en su tiempo (y todavía) una respuesta improcedente por situarse en el mismo plano: las víctimas eran inocentes. De esta manera se desconoce que los torturaron, los mataron, los hicieron desaparecer, no por lo que no hacían sino por lo que hacían, o porque eran amigos de los que hacían o porque eran amigos de lo que hacían.5 La protesta de inocencia se vuelve cómplice: contribuye a borrar la identidad, personal, política –es la misma–, de las víctimas.6 Nos parece bien que del Barco quiera rechazar esa “inocencia”, pero no lo hace volviéndolas culpables. Entra por la puerta que distingue entre víctimas inocentes y culpables. Esta distinción es un triunfo enemigo, la misma lógica que gobierna la maniobra practicada por una “fuerza de seguridad”, un ejército invasor o por la política racista de un Estado terrorista: si el detenido delata a sus cómplices... terminarán todos en la cárcel; si el vendedor ambulante no da los nombres de los líderes, la aldea vietcong será napalmizada; si la resistencia no entrega sus armas, el gueto será masacrado. Se trata de una estrategia que parece restarle protagonismo a la política de aniquilación y coloca en primer plano, en lugar eficiente, el dilema ético de las víctimas: desde ese momento, las víctimas deciden y se vuelven responsables de la acción enemiga. En este sentido, del Barco es una víctima de esta política, y quien acepta la separación sin retorno entre ética y política,7 resulta agente involuntario de la misma. ¿Y el “resto”, como se dice, el resto de la sociedad? “No sabíamos –nos dice– porque no queríamos saber”, como si ahora supiéramos. Pero no, regresados del terror, luego de que fueron conmovidos todos nuestros lazos simbólicos con efectos que no hemos podido prever, que persisten y que todavía no queremos saber, ¿creemos saber porque se han divulgado públicamente los crímenes, porque tenemos acceso a la narración de las torturas, porque el integrante de una organización armada relata una ejecución? Es una información indispensable, pero no es saber. Incluso, puede ni siquiera ser “información”, palabra ávida de neutralidad, sino una artera reiteración minuciosa (¿morbo?) del espanto nacido en los años de terror, y que prosigue. ¿Qué es entonces saber? Lo ignoramos, pero debe incluir que podamos saber defendernos. Se trata precisamente de construir esa posibilidad (multiplicaríamos aquí nuestros signos de interrogación), aun contra el no-querer saber, construyendo las condiciones que permitan el reconocimiento de lo que nos pasó, de lo que hicimos y no hicimos, y que no puede excluir la experiencia singular diferenciada, los que resistieron, que no fueron todos, los que colaboraron, que no fueron todos, incluso admitiendo que quien estuvo secuestrado, torturado, desaparecido, no puede ser entendido. Y que quien no estuvo allí, no puede entender. No insistiremos en que la posibilidad de saber no puede ahorrarse la crítica política; tampoco en que la elección de la ética, como alternativa de la política, es un efecto de obediencia al terror. Hay términos en el discurso de del Barco, términos como “inenarrable”, “inefable”, “indecible”, “inconcebible”, “lo que no puede fundarse o explicarse”, lo “inaudito”, lo “absolutamente otro”, lo “imposible”, lo “sagrado”, la “desmesura”, que resultan indispensables para lo que parece su empresa: la construcción de una teología atea (como lo piensa para Witggenstein), o una teología quebrada (Ricoeur). Términos que derivan de filiaciones teóricas diversas –Bataille, Witggenstein, Hölderlin, Blanchot, Schelling, Levinas, Macedonio Fernández, y otras más lejanas–, términos que buscan los confines de un lenguaje, cerca de los márgenes del silencio y de la locura, pero que encuentran en las reformulaciones del autor, la áspera singularidad de su voz. La intemperie sin fin, El abandono de las palabras, Exceso y donación, no son sólo títulos de algunos libros;8 indican el rumbo sugerente de una vida seria, pero lejos, muy lejos de la cuerda pedreste de nuestro epígrafe. No nos parece que la “sabiduría” sea hoy una alternativa accesible. La verdad es también para nosotros un requerimiento inclaudicable. Pero que constituya la base, como lo manifiesta su deseo, de la salvación, no es una esperanza en la que podamos acompañarlo. Tampoco es la perdición. Es una oportunidad perdida.-

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Notas (1): Dejaremos que el “yo” se disuelva en nombre propio, y se nos permitirá su mención como nombre del discurso que discutimos, nombre de la palabra que la carta deja oír. (2): Término cuya arrogancia comprende una nota de ironía que incluye ante todo al que lo usa. (3): En otro texto, del Barco parece citar (y consentir) el Kant con Sade de Lacan. Cómo asentir con ese análisis y sostener los fundamentos filosóficos de esta carta, es para nosotros una intriga irresuelta. En cuanto a nuestro modo de entender, podemos atenernos al trabajo de E. Carbajal en Conjetural Nº 4. (4): El pedido de perdón es una figura heteróclita (a distancia, es preciso aclararlo, del valor que toma en del Barco), y estos últimos años se multiplica como recurso en la política internacional (cfr. el artículo de Ginzburg en este número, el pedido de perdón de Kirchner, el de Cristina Kirchner en Israel, o las innumerables disculpas por difundir falsa información de las cadenas internacionales de noticias). Muchos son hoy los filósofos que no guían, racionalizan la acción política en nombre de la ética. Ética del discurso, Ética de la comunicación, Ética de la responsabilidad, la ética según el gusto o, mejor dicho, menos ética y más religión. El ahora autodenominado “postmoderno” Paul Ricoeur, que pretende fundar una “supraética”, cita al rey Juan Carlos pidiendo perdón por la expulsión de los judíos de España (la España que hoy expulsa inmigrantes) y al canciller alemán Willy Brandt, hincándose de rodillas en Varsovia. Su interpretación es desopilante: se trataría nada menos que de la intervención del amor, del amor divino pues no hay otro, ante la necesidad de justicia. La “relación especular” que postula entre el no matarás y el amarás a tu prójimo como a ti mismo facilita que este crítico de Kant tenga también él su razón, una razón bien práctica que hace de la responsabilidad por un crimen, algo más que humano, un pecado ante Dios (Cfr. de Ricoeur, “No matarás, una obediencia amorosa”, en Pensar la Biblia, Lacocque y Ricoeur, Edit. Herder, Barcelona, 2001, pág.142-5). Esa postmodernidad no le impide seguir citando a Freud para hacerle decir lo que quiere, y extender el amor al prójimo hasta incluir a los animales, también ellos pobres criaturas de Dios. Podríamos recordar lo que Freud dice: “si debo amarlo (al extraño) con ese amor universal de que hablábamos, meramente porque también él es un ser de esta Tierra, como el insecto, como la lombriz, como la víbora, entonces me temo que le corresponderá un pequeño monto de amor, un monto que no puede ser tan grande como el que el juicio de la razón me autoriza a reservarme a mí mismo. ¿Por qué, pues, se rodea de tanta solemnidad un precepto cuyo cumplimiento no puede recomendarse como racional?” (Malestar en la cultura). (5): Para la matanza, cualquier matanza, se prepara a la sociedad construyendo el rasgo de exclusión que terminará justificándola. Sólo a modo de breve ejemplo podrían recordarse algunas afirmaciones del general Acdel Vilas, comandante del operativo “Independencia” en Tucumán, quien incluía entre las causas de la subversión, a “la cultura, que era verdaderamente motriz... si los militares permitíamos la proliferación de elementos disolventes -psicoanalistas, psiquiatras, freudianos, etc.- soliviantando las conciencias... estábamos perdidos... De ahí en más todo profesor o alumno que demostrase estar enrolado en la causa marxista fue considerado subversivo y, cual no podía ser de manera distinta, sobre él cayeron las sanciones militares de rigor”. Cfr. Memoria debida, de J.L. D’Andrea Mohr (Colihue, Bs. As., 1999), citado en Seis estudios sobre genocidio, de Daniel Feierstein (Eudeba, Bs. As., 2000), libro al que debo esclarecimientos que aprecio. (6): “Que la palabra ‘víctimas’ no vaya a evocar no sé qué humanismo llorón” (Sartre). (7): La necesidad de sostener al Otro por un principio que trascienda la experiencia, lo lleva a Levinas a la construcción del “Absoluto-Otro”. Es el nombre, que se quiere no religioso, de Dios. La ética desaloja a la política, para satisfacción de la paz, civil, blanca, cumbre de la tolerancia y el respeto por las diferencias. Que se nos entienda, no hacemos responsable a Levinas de las múltiples derivaciones laicas de este dispositivo abstracto, aunque no deja de tener una conexión histórica con el conservadorismo político de los progresistas de hoy (Apel, Habermas, Jonas y Cía.). Hay también quienes lo usan para huir de la política y se ven reconducidos al infierno de las cruzadas: cómo respetar al diferente cuya diferencia consiste precisamente en no respetar las diferencias. (8): No es la ocasión de un análisis de los textos de del Barco; sólo hemos conservado cerca, aunque nos hemos privado de citar, los publicados en la revista Nombres, N° 7 y 18, Córdoba, Argentina.

NO MATAR Carta de Ricardo Forster a Oscar del Barco y luego publicada en Confines Nº 17 (diciembre de 2005).

Buenos Aires, 4 de noviembre de 2005.* Querido Oscar: Son extrañas las vicisitudes del género epistolar y más extraños aún los arduos caminos que suelen tomar ciertas cartas que, como la tuya dirigida al director de La Intemperie, despertó diversas y encendidas reacciones, moviéndose, a partir de su publicación, como vos así lo querías, desde lo propiamente íntimo de la correspondencia hacia esa zona compleja que se denomina lo público. Quiero decir que desde un comienzo lo tuyo fue, por distintas razones, una clara intervención que cruzaba lo político, lo ético y lo emocional, que enfáticamente se deslizaba hacia un territorio en el que hay que saber escapar a la pura literalidad, como escribe en otra carta Diego Tatián, para dejarse interpelar por el fondo entre metafórico y enigmático de una palabra, la tuya, que se sumergía en lo abismal de un itinerario hacia la culpa y la responsabilidad, hacia la violencia y la muerte (el asesinato, como lo denominás más enfáticamente como para que a nadie le queden dudas de lo que intentabas poner en juego). Desde el momento que la leí, aunque ya conocía tu posición después de años de intensas conversaciones, no dejó de afectarme de distintos modos porque ya no se trataba de aquello que se guarda en la intimidad de la charla entre amigos, de aquello que se comparte sin que el complejo, muchas veces caprichoso y laberíntico efecto de lo público se interponga abriendo puertas inesperadas y suscitando fuertes y encontradas pasiones. Confieso, Oscar, que me impactó ese pasaje a lo visible, su tremenda exposición pública y hasta mediática, de aquello susurrado en un diálogo entre amigos que se quieren y que, después de largos encuentros acompañados por momentos inolvidables, fraternidades, vinos, caminatas, se pueden decir cosas fuertes, duras, sabiendo, por las complicidades intelectuales nacidas de lo sobreentendido, que las palabras y las ideas se deslizan, muchas veces, hacia fronteras equívocas, hacia mundos que requieren, de nosotros, una apertura y, sobre todo, el arte de caminar por la sutil línea de los acuerdos y las discrepancias. Si algo valoro, más allá de eso espontáneo e intransferible que hace a una amistad, es que, a lo largo de los años, hayamos podido transformar en conversaciones, como vos preferís decir, lo que otros llaman discusiones. Entre amigos, y recuerdo tus palabras insistentes, no se discute... se conversa. Y de eso se trató y se trata nuestra relación, la de los amigos que desde la época del encuentro de Vaquerías donde surgió el tema insoslayable de las Madres de Plaza de Mayo, en aquel tiempo próximo a la rememoración de los veinte años del golpe del ‘76, hasta las últimas teñidas en San Ambrosio con el Toto, con Nicolás, con Gustavo, con Matías, con Diego, con Alejandro, con Goyo, donde surgió,

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como una deuda no saldada entre nosotros, el espectro de los años sesenta y setenta, la sombra de la violencia, los claroscuros de la revolución y, junto a ello, la cuestión, que se ha vuelto crucial a partir de lo suscitado por tu carta-pública, del NO MATARÁS. Entre nosotros, y eligiendo distintas maneras, algunas privadas y otras no, nunca dejamos de dar vueltas, con insistencia, con apasionamiento a veces, con dolorosa inquietud otras, a todas estas cuestiones que atraviesan de lado a lado, como vos lo expresás enfáticamente en tu carta, nuestras biografías. Porque nunca dejamos, al menos eso me parece, de ponernos en juego, de interpelarnos en nuestras vidas, en nuestras travesías a veces próximas otras distantes, cuando el punto de la conversación se centraba en ese pasado que regresaba con sus propios e intransferibles reclamos, reclamos que, en cada uno, abría hacia algo personal, hacia vicisitudes entramadas con experiencias no siempre comunicables ni compartibles. Nosotros (y utilizo el plural para hablar del pequeño grupo que editamos desde hace diez años Confines), desde aquel primer encuentro en Vaquerías (encuentro memorable, fraterno, polémico) planteamos la necesidad indispensable de discutir las políticas de la memoria, de regresar críticamente a esa historia sustraída o mitificada, de no dejar de lado lo trágico, lo oscuro, lo terrible a la hora de interrogar, hoy, ahora, el pasado que nos atravesó. Recuerdo, todavía, el arduo debate alrededor de la figura de las Madres, especialmente de la impresión que en ustedes había suscitado una visita reciente de Hebe de Bonafini a Córdoba; de nuestras precauciones y nuestras diferencias alrededor de lo que efectivamente estaba ocurriendo con esa figura, de sus modos de reivindicar a sus hijos (allí está el número de Confines en el que buscamos pensar sin prejuicios la trama de la dictadura, de las madres y de los hijos, de la revolución y de la violencia). Había en mí, lo recuerdo, la necesidad de eludir la doble tentación de la efeméride y de la tachadura, de la mitificación heroica y del rechazo en masa articulado como respuesta de una época, la nuestra, que se veía y se creía mejor, más pensante, menos prejuiciosa que aquella otra que nos remitía a lo trágico, a la muerte, a los dogmatismos. Tal vez no podía, y sigo sin poder hacerlo, condenar en masa un tiempo entramado por la pasión de la transformación del mundo en el que se produjo una alquimia brutal entre la generosidad y la violencia, entre el sueño utópico y las formas más despiadadas de abrir, supuestamente, las puertas del futuro, entre la tradición de los oprimidos y la certeza alucinada de las vanguardias, entre los claroscuros de toda intervención política en el seno de eso que llamamos vida histórica y la cegadora ferocidad con la que algunos quisieron apresurar la consumación de los tiempos. En nuestras conversaciones siempre revoloteó el espectro de lo trágico de esa historia, de una historia que inclusive nos llevó, y todavía lo sigue haciendo, a discutir a fondo, sin complacencias, las huellas terribles dejadas por los ideales revolucionarios en su paso por la escena del mundo. En ninguno, sospecho, sobrevivía agazapada la lógica hegeliana de la astucia de la razón que todo lo justifica, que todo lo tolera en nombre del futuro, de la igualdad, de la fraternidad entre los seres humanos que, eso sí, necesita, antes, pasar por la inevitable carnicería de la historia. Cuando pensábamos en algunos textos benjaminianos, cuando hablábamos de los olvidados, e incluso cuando ustedes desde “Nombres” sacaron esos extraordinarios números sobre “El exterminio” y sobre “Los débiles”, lo hacíamos tratando de hacernos cargo de la densidad maldita, sí maldita, que se guardaba en las políticas de las izquierdas a lo largo del siglo veinte; tratando de no eludir esa pavorosa metamorfosis del sueño libertario en campo de concentración. Y eso incluía e incluye, por supuesto, que cada quien se haga cargo de su propia responsabilidad, de lo que hizo y de lo que dejó de hacer, de los nombres que invocó, de las excusas que esgrimió para justificar lo injustificable... Pero también, y ese era un eje conflictivo de nuestros diálogos (especialmente recuerdo uno en la casa del Toto, tal vez el último que tuvimos todos juntos bastante antes de que La Intemperie publicara el reportaje a Héctor Jouvé que tan profundamente te conmovió y que suscitó tu ya citada carta al director) insistía, y aquí hablo en primera persona, me hago cargo de lo que sostenía y de lo que sostengo, de que no era posible reducir, tan brutalmente, la densa y compleja historia de las rebeliones de los parias, de los pobres, de los humillados, de los excluidos a la lógica de la violencia criminal, del asesinato, para no usar esa expresión tuya de “asesinos seriales” que tanta controversia generó y, también, tantos equívocos, sin por eso renunciar al reconocimiento, que no deja de ser atroz, de la metamorfosis de los proyectos revolucionarios en máquinas criminales que emponzoñaron, tal vez por generaciones, cualquier apelación a esas mismas tradiciones que, primero, no se hagan cargo del mal que supieron desplegar en eso que algunos denominan, demasiado livianamente, historia. En el número de junio de 2004 de Confines escribí lo siguiente sobre los años setenta y, creo, que es oportuno citarlo para destacar que a tu pedido de que interviniésemos en la discusión suscitada por tu carta yo, aunque no solo, ya lo había iniciado, inspirado en parte por nuestras conversaciones, desde antes: “¿Cómo abordar ese tiempo mitificado por las más diversas y hasta disímiles posiciones? ¿Cómo sustraerse a la visión beatífica de una época interpretada desde el paradigma de una maravillosa utopía clausurada por un giro brutal de la historia? ¿Cómo sortear la tentación de la crítica impiadosa, aquélla que se sostiene en la negación ejemplificadora de un pasado que sólo pareció ser portador de monolitismo ideológico y fundamentalismo vanguardista? ¿Cómo se deja hablar a los que enmudecieron sin forzarlos a que digan lo que nosotros queremos escuchar? Muchas de las actitudes y concepciones actuales se aproximan peligrosamente a algunas de estas perspectivas. Los sesenta-setenta constituyen, ya lo señalé más arriba, el último estertor moderno, su punto de cierre y no su punto de fuga, como si en aquellos años se hubiera gastado todo el resto sin dejar prácticamente nada para los días por venir. Giro hacia otra sensibilidad muy poco dispuesta, mejor dicho nada dispuesta, a continuar por el surco trazado desde las gramáticas de la revolución y el compromiso social; gramáticas fundadas en escrituras

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provenientes del corazón de esa modernidad cuyo vértice lo constituyó la idea de redención, la convicción compartida por casi todos, aunque defendieran distintas concepciones filosófico-políticas, de la imperiosa necesidad de ajustar los discursos teóricos al ejercicio transformador de un mundo injusto. Tratar de acercarnos a esa época, auscultar sus latidos apagados, implica, entre otras cosas, ser capaces de volver a escuchar, aunque sea desde su eco lejano y ronco, esos sonidos que galvanizaron los sueños de más de una generación y de los que difícilmente ya seamos herederos. Quiero decir que no resulta fácil rescatar una visión del mundo que ya no nos pertenece, de la que nos hemos ausentado y cuya lejanía nos deja perplejos. Y no precisamente porque el mundo haya mejorado ni porque se hayan acallado los reclamos de justicia. En verdad deberíamos decir que hoy tenemos tantos o más motivos de indignación que hace treinta años. Sucede que ya no nos es sencillo sentir indignación, ya no nos brota con esa espontaneidad del ayer. Tal vez se haya refugiado, la indignación, en sofisticados mecanismos teóricos desprovistos de cualquier relación con el reclamo de una realidad partida y desolada. Nos hemos vuelto más sofisticados sin por eso comprender mejor lo que sucede, lo que nos sucede, el giro de un mundo alucinado que amenaza con dirigirse hacia un horizonte que nos resulta inimaginable. Aquí, en lo que escribo, descubro una diferencia notable con los setenta: nuestro pensar, el modo como interrogamos el suceder de las cosas está atravesado por los síntomas de una barbarie que en nosotros se ha vuelto constatación de un dato insoslayable: que el siglo que se cerró clausuró brutalmente la espera de una conciliación entre ideales emancipatorios y libertad. De un modo muy preciso que recién ahora alcanzamos a vislumbrar, los debates ideológicos de aquel tiempo crepuscular no pudieron hacerse cargo de la pesada carga que portaba el siglo veinte, no pudieron comprender la honda presencia de la barbarie política que impregnó no sólo las alternativas de las derechas fascistas sino que también alcanzó a los movimientos socialistas y se incorporó, aunque más disimuladamente, en los dispositivos democrático-liberales. Dicho de un modo más tajante: Auschwitz, Kolyma e Hiroshima constituyeron la presencia del mal impregnando prácticas y discursos, sueños y alucinaciones hasta clausurar la idea misma que asociaba lo político con la libertad, el ideal emancipatorio con la justicia. El humanismo quedó herido de muerte en los campos de batalla del siglo que acaba de cerrarse y que se desplazó sin mediaciones hacia una actualidad que se sigue mostrando heredera de lo peor que supuestamente dejamos a nuestras espaldas. En las prácticas político-ideológicas de la generación del setenta no se procesaron las herencias trágicas, no se interrogó sin complacencias por las fallas que atravesaron profundamente a las izquierdas. Apenas algunas pocas voces trataron, como si fueran anunciadores del fuego, detenerse en lo abismal de una modernidad que parecía querer realizar lo peor de sí misma (pienso en el Benjamin de Las tesis de filosofía de la historia, en esa obra anticipatoria que escribieron Adorno y Horkheimer durante la Segunda Guerra Mundial cuando la catástrofe se consumaba, en la extraordinaria crítica emanada de un pensador inclaudicable como fue Gunther Anders o, también, en el grupo de Socialismo o Barbarie –C. Castoriadis, K. Axelos, C. Lefort– que iniciaron la revisión profunda del legado socialista y marxista; entre nosotros tal vez H. A. Murena, sobre todo en sus últimos escritos, percibió el carácter trágico de la civilización tardomoderna, especialmente a través de sus fenómenos de racionalización y reducción técnica de hombres y mundo). Al no hacerse cargo de esas inéditas formas de violencia, al no poder revisar a fondo un legado emponzoñado, la izquierda careció de los elementos saneadores de una práctica que siguió por la senda de una reivindicación de la violencia que acabaría cegando a sus propios actores. En la Argentina de los setenta la chatura del debate político, el dominio de simplismos teóricos e ideológicos, constituyó un dato no menor a la hora de reproducir, en sus prácticas, aquello mismo que ya había invalidado, en otras geografías, la pertinencia de un ideal emancipatorio que parecía deslizarse no hacia las comarcas de la libertad si no a profundizar los desatinos de una historia monstruosa. Pero sería injusto reducir la generosidad de una generación, o al menos de algunos que la integraron, a la ceguera respecto a la barbarie del siglo veinte; sería incorrecto homologar, sin más, la entrega y el sacrificio de hombres y mujeres que se afanaban por volver realizables los sueños de igualdad ante las injusticias del mundo, al puro ejercicio de una violencia destructiva que también acabaría por devorarlos. Intento no caer en una suerte de visión homogeneizante en la que se vuelva imposible señalar las diferencias. Tal vez resulte más fácil reducir la complejidad de esa época a unos pocos rasgos igualadores, rasgos que terminan por identificar en un mismo registro a los asesinos de la Triple A con los militantes de la izquierda revolucionaria guerrillera y no guerrillera. La funcionalidad de la teoría de los dos demonios está allí para oscurecer la historia, para gratificar las buenas conciencias de quienes no se sienten responsables de un pasado que también los involucró. Que toda forma de violencia, incluso aquélla que se hace en nombre de lo justo, lleve necesariamente la marca del daño no significa, no puede significar, que debamos poner en una misma bolsa a sus distintos exponentes (...)”. Cuando intento pensar la gramática de la revolución, cuando busco comprender lo que movió a una generación a la entrega y el sacrificio, surge ante mí la figura trágica de Hiperión, ese héroe hölderliano que buscando desesperadamente la realización del ideal de la libertad, llevando a sus hombres a los campos de batalla griegos para que hicieran realidad los sueños redentores de un pueblo oprimido, terminó esparciendo sobre ese mismo campo de batalla las semillas de la destrucción y la muerte. Lo que Hiperión descubrió con el alma quebrada es que aquellos hombres que él había conducido hacia el combate por la libertad no habían hecho otra cosa que sacrificarla en su propio nombre volviéndola hija de una violencia inaudita. El horror de esa mutación del ideal en destrucción persiguió las noches de Hiperión que no había sabido escuchar las palabras de Diotima, palabras que le habían anticipado proféticamente el destino que le esperaba al ideal si se cruzaba con la violencia

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desatada por los hombres contra otros hombres. En el nombre de la libertad, eso nos transmite vívidamente Hölderlin, se acaban por enterrar en las tierras del mal los sueños de una humanidad hambrienta de un mundo mejor.1 Desde el terror jacobino, pasando por el terror rojo bolchevique hasta el genocidio perpetrado por Pol Pot y los suyos en Camboya, la violencia fue despojando al ideal libertario de su consistencia para colocarlo como un espectro insignificante, apenas como una frase vacía, el resto de una historia de resistencias contra la opresión que se clausuraba en el interior de estos dispositivos de violencia represiva desarrollados en nombre de la revolución. La generación del setenta apenas si se planteó esta terrible disyuntiva, apenas si alcanzó a discutir en su interior el tremendo costo ético del uso de la violencia; no pudo descubrir su condición trágica del mismo modo que no supo analizar los ejemplos de la historia, esas tristes manifestaciones de procesos revolucionarios que acabaron por devorar a sus propios hijos. La crítica del estalinismo, por dar un ejemplo, no fue más allá de la matriz fijada por Trotsky, no se preguntó de verdad por la responsabilidad del modelo bolchevique de toma del poder y de organización del partido como núcleo del reinado del terror y de una dictadura que terminó por ser la dictadura de un solo hombre sobre el conjunto de la sociedad devastando gran parte de la propia tradición revolucionaria rusa. Voces aisladas como la de Víctor Serge apenas si merecieron alguna atención marginal. El huevo de la serpiente estaba en la misma práctica de las izquierdas triunfantes, el caudal de violencia que encerraban acabaría por irradiar sobre un sistema social fundado en el terror policial. Los sesenta-setenta amenazaron con iniciar un genuino proceso de crítica, desde el interior de la misma izquierda, de ese pasado demasiado próximo, pero ese gesto quedó reducido a ciertas voces intelectuales que no alcanzaron a influir sobre las nuevas experiencias revolucionarias que se estaban gestando. Las guerrillas en América Latina sortearon esas interpretaciones demasiado arduas, eludieron por teoricistas las críticas del leninismo y se preocuparon por volverse aún más dogmáticas en su afirmación. La crítica de las armas reemplazó a la crítica de los libros. No puedo dejar de mencionar tu propia crítica del leninismo, una crítica anticipatoria, en una época en la que todavía no eran muchos los que, como vos, señalaban la tragedia que se guardaba en el interior de esa matriz fundamental de la izquierda del siglo veinte. El texto sigue pero creo que alcanza con estas líneas. La lectura de tu carta, Oscar, me hizo pensar si estaba acertado en lo que escribía, si era posible sustraer lo escrito a la experiencia concreta y terrible del asesinato, del ejercicio despiadado de la violencia en nombre de ideales reparadores; si era posible eludir el mandato bíblico que se encierra en el no matarás, pero no lo harás bajo ninguna condición y menos en nombre de la justicia y la dignidad humanas. Tu utilización de la primera persona era como un golpe a la mandíbula, una clara y terminante aceptación de lo que vos considerás tu responsabilidad y tu culpa y, a través de ese gesto doloroso, genuino, profundamente honesto, lanzabas una interpelación a todos aquéllos que de distintos modos habían sido parte de esa historia. Tal vez, y estoy escribiendo también en primera persona, no alcanzo a sentir lo que a vos te sacudió tan íntima e irreversiblemente; es probable que esto tenga que ver con distintos orígenes ideológico-políticos, con lo azaroso de las biografías, con haber transitado de distintos modos los caminos de eso que genéricamente llamamos izquierda y que, en el pasado, implicaba la idea y la práctica de la revolución. Tal vez, y ese sería un motivo genuino para reiniciar nuestras conversaciones fraternas, el cruce de lo político, lo teológico, lo ético, la iluminación mística, lo personal e intransferible de cada una de nuestras historias nos hagan debatir más intensamente alrededor de la significación, en nosotros, del NO MATARÁS. Siempre, desde que tengo la dicha de considerarme tu amigo, aprendí de vos, de tus preguntas inquietantes, de tus búsquedas que atravesaban mucho más que el lenguaje erudito de la filosofía para abrir el territorio de la vida, de sus misterios, de sus oquedades y de sus ruinas no siempre visibles. Tu carta, aunque me incomoda, me hace regresar a la imperiosa necesidad de la fraternidad, aquélla que no le exige al amigo que piense como uno sino que deja que lo indecible, lo no pronunciable, siga ocupando el centro de la conversación... la nuestra. Quizás te resulte extraño, pero jamás viví mi pasado político, mi opción por una sociedad más justa e igualitaria, mi antiguo izquierdismo, con pesadumbre, como una carga insoportable nacida de culpas irredimibles, ni me descubro, hoy, teniendo que dar cuenta de un estalinismo que, en lo personal, siempre me fue ajeno, odioso. Y eso no significa, Oscar, que deje de reconocer mi cuota de ceguera y de responsabilidad al no haber ejercido, en aquellos años que incendiaban la historia, una crítica directa, sin complicidades, hacia las prácticas dominantes en una ideología, la de la revolución social, que justificaba cada una de sus acciones de acuerdo a la sacralidad incontestable del fin prometido. Y sospecho que, a diferencia de lo que vos y Toto destacan como núcleo último y único de esa época, existían y existen matices, opacidades, zonas grises, responsabilidades diferentes. Que no deja de ser indispensable que me recuerde, en aquellos años que parecen tan lejanos y sin embargo siguen insistiendo tanto en cada uno de nosotros, festejando el asesinato de algún enemigo particularmente odioso, y que a través de ese recuerdo que no me enaltece, si no todo lo contrario, sea capaz de pensar otros horizontes, otras prácticas, otros deseos que, desde su núcleo más íntimo y decisivo, rechace la contaminación que esa violencia, muchas veces homicida, ejerció sobre nuestras biografías políticas. Esta carta se hizo demasiado larga y mi intención era simplemente dejar constancia de lo mucho que me conmovieron tus palabras, de lo trascendente que me resulta toda la discusión que se suscitó a partir de lo que considero un gesto imprescindible y, por qué no, valiente. Más allá de las discrepancias, por fuera de otros fragores y de otras polémicas, queda, para mí, lo esencial, la amistad.

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Un abrazo grande, Ricardo Forster.- NOTAS * Publicada en la revista Confines Nº 17, diciembre de 2005. 1 ¿Es posible, sin embargo, enterrar las tradiciones de rebeliones que sacudieron desde el fondo de la historia a los oprimidos por todos los poderes? ¿Fueron injustas, por violentas, las insurrecciones sin destino de Espartaco y los esclavos o las de Thomas Müntzer y los campesinos feudalizados? ¿Debemos condenar sin más, en nombre de una abstracción ahistórica, los legendarios alzamientos de Túpac Amaru y esos indios condenados de una vez y para siempre en nombre de la civilización triunfante? ¿Debemos borrar de un plumazo, siguiendo la actualidad políticamente correcta, las innumerables luchas contra la opresión y la injusticia que hicieron a las narrativas de los últimos siglos, desde la oscura Rusia de Pugachev a los movimientos de liberación anticoloniales? ¿Y las resistencias antifascistas con sus atentados y sus llamados a la rebelión? Reducir la violencia a una gramática del mal, tacharla sin más en nombre de una actualidad más civilizada constituye, en el mejor de los casos, una cruel ironía que, como ya lo destacó agudamente Castoriadis, esconde una trágica realidad histórica: sin las luchas de los oprimidos, sin sus violencias y derrotas, las formas de dominación serían aún infinitamente peores. Dicho esto, sigo perturbado por la tragedia de Hiperión. No resisto la tentación de citar un extraordinario fragmento que Carlo Levi escribió en Cristo se detuvo en Eboli que manifiesta con claridad e intensidad algo de lo que intenté decir más arriba: “Los gobiernos, la teocracia y los ejércitos son, por supuesto, más fuertes que los campesinos desparramados. Por eso los campesinos tienen que resignarse a ser dominados, pero no pueden sentir como si fueran suyos las glorias y los emprendimientos de una civilización que es radicalmente su enemiga. Las únicas guerras que tocan sus corazones son las que han peleado para defenderse ellos mismos contra esa civilización, contra la Historia y el Gobierno, la Teocracia y el Ejército. Éstas son las guerras que pelearon, bajo sus propias banderas negras, sin liderazgo ni entrenamiento militar y sin esperanzas, guerras destinadas a terminar mal, que seguro perderían, peleadas con fiereza y desesperación, incomprensibles para los historiadores... Pero el mito de los asaltantes sí que está cerca de su corazón y forma parte de sus vidas, es la única poesía en sus existencias, su épica oscura, desesperada. Hasta la apariencia de los campesinos hoy evoca la de los bandidos: son silenciosos, solitarios, ensimismados y con un gesto amargo en sus trajes y sombreros negros y en invierno sobretodos negros, armados siempre, que salen a los campos con escopeta y hacha. Son de almas amables y pacientes, siglos de resignación pesan sobre sus hombros, junto con un sentimiento de la vanidad de todas las cosas y del poder superior del destino. Pero cuando, después de soportar casi sin fin, se sienten sacudidos hasta lo más profundo de su ser y los mueve el instinto de autodefensa o justicia, su rebelión no reconoce límites ni medida. Es una rebelión inhumana, cuyo punto de partida y fin son idénticos: la muerte. La ferocidad con que pelean nace de la desesperación. Los asaltantes, sin razón y sin esperanza, se levantaron por la vida y la libertad de los campesinos contra las trampas del Estado. Por mala suerte fueron elementos inconscientes de la Historia, y la Historia, muy por fuera de su control, obraba contra ellos; estaban del lado equivocado y terminaron en la destrucción. Pero a través de los bandidos los campesinos se defienden contra la civilización hostil que nunca entienden pero los esclaviza siempre; instintivamente vieron a los bandidos como héroes. Su mundo campesino no tiene ni gobierno ni ejército; sus guerras son esporádicos levantamientos de rebelión, destinados a la represión. Todavía sobreviven, rindiendo los frutos de la tierra a los conquistadores, pero imponiéndoles sus medidas, sus divinidades terrenales y su lenguaje.” Citado por John D. Crossan, El nacimiento del cristianismo, Emecé, Buenos Aires, 2002, p. 195.

NO MATAR Artículo en El ojo mocho N° 20 de León Rozitchner (agosto de 2006) Primero hay que saber vivir Por León Rozitchner Del Vivirás materno al No matarás patriarcal

“Queridos hijitos, su papá poco sabe de ustedes y sufre por esto. Quiero ofrecer un destino

luminoso y alegre, pero no es todo y ustedes saben:

las sombras, las sombras

las sombras, las sombras

me molestan y no las puedo tolerar.

Hijitos míos, no hay que ponerse tristes por cada triste despedida:

todas lo son, es sabido, porque hay otra partida, otra cosa,

digamos, donde nada,

nada, queda resuelto”. Paco Urondo, “Hoy un juramento”.

Por fin una parte de la intelectualidad argentina pudo reunirse en la virtualidad de los textos que circulan por el aire, donde varias generaciones simultáneamente se dieron cita en sus respuestas, para plantear sobre todo el problema que atañe a los fundamentos donde converge ineludiblemente lo histórico, lo subjetivo y la reflexión crítica. Punto de partida éste, hasta ahora siempre eludido: el problema de la muerte que viene dada por la mano del hombre. Este planteo incluye el compromiso y la responsabilidad que se había eludido en la teoría –como si la propia experiencia vivida no la determinara–. Buen momento para demostrar que el sujeto es núcleo de verdad histórica: mostrar qué se necesita para contribuir a pensarla. La carta de del Barco conglomera la totalidad de los sentidos en lo que él denomina su “grito” donde lo teórico y lo apasionado, antes separados, por fin intentan

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integrarse. Enhorabuena. Más bien sería la ocasión para discutir uno a uno por separado cada texto, sobre temas y problemas antes silenciados, para descubrir al fin –cuando se los reúne en una sola mirada que los integra a todos– que estamos encontrando un punto de partida para pensarnos de nuevo. Pero, como no podía ser menos, cada uno lleva agua para su molino, sangre para su propio cuerpo, más bien para abonar (o para hacer que germine) la generosidad o la avaricia de su carne y de sus huesos, porque en última instancia de eso se trata: de la propia “salvación”, quiero decir de la propia coherencia defendida a ultranza. ¿Cómo partir entonces del NO MATARÁS que nos propone la carta, considerado como principio metafísico, sin remitirnos también al texto que encabeza la entrevista a Jouvé donde se describen las circunstancias históricas que dieron qué pensar a del Barco? Parecería que el texto de Jouvé, en la parábola que describe, luego de leer la carta es sólo un punto de partida pero no de llegada. Después de leerla, convendría volver a Jouvé para salvar distancias. Si se trata del no matarás, considerado como un principio inmanente ¿no convendría comenzar retomando la cita que abre la entrevista a Jouvé, para comprender la realidad que lo transgrede? ¿No conviene partir entonces primero del texto que conmovió a del Barco? La guerrilla y la muerte

Ciro Bustos le relata a Jon Lee Anderson el primer encuentro del grupo inicial del EGP con el Che Guevara: “Lo primero que nos dijo fue: “Bueno, aquí están; ustedes aceptaron unirse a esto y ahora tenemos que preparar todo, pero a partir de ahora consideren que están muertos. Aquí la única certeza es la muerte; tal vez algunos sobrevivan, pero consideren que a partir de ahora viven de prestado.” El Che expresaría así el “trauma de nacimiento” de la guerrilla argentina, modelo del hombre nuevo, análogo al que O. Rank describe en el origen de la vida individual como “trauma del nacimiento” del niño: la única certeza de ambos nacimientos, siendo como son de vida, sería sin embargo de muerte. No sé si esas fueron en verdad las palabras del Che. Pero es forzoso partir de ellas porque son las que los editores de la revista han utilizado para ponerlas al comienzo de la narración que Jouvé nos hace. En todo caso serían las más opuestas al imperioso NO MATARÁS que del Barco declara. ¿Quién puede desbaratar ese mandamiento si no es aquél que puede aceptar la muerte sobre sí mismo: aquél que está dispuesto a negarlo porque está también dispuesto a recibirla? ¿Estamos seguros de que el combatiente busca sólo la muerte, como si fuera Cristo, y no es el amor a la vida lo que lo mueve? ¿No será esa la mirada de los que miran siempre, sin riesgo, desde afuera? La cita tiene dos momentos. Primero el pacto entre compañeros que los llevó a estar juntos: “Bueno, aquí están: ustedes aceptaron unirse a esto y ahora tenemos que preparar todo”, y de pronto una advertencia que el jefe agrega como viniendo de su propia sabiduría: “pero a partir de ahora consideren que están muertos”. Más allá de que fueran ciertas esas palabras, y de que algunos concluyan entonces que un guerrillero en armas no tiene otra perspectiva que ser muerto ¿puede pensarse ese principio donde se afirma el valor irreductible y absoluto de la vida que Levinas lee en el rostro del otro, sin incluirlo en el carácter relativo a la historia que lo narra, sin agregarle algo que al mandamiento le falta? Las palabras que se le atribuyen a Ernesto Guevara implican una toma de partido clara: o privilegiar el valor de la vida del sujeto, que es uno de los extremos de todo planteo político, o aceptar su sacrificio en aras de la sociedad nueva, incluyendo la entrega de su vida, que es su extremo opuesto (pero siempre dentro de un proyecto de transformación política). Esto me lleva a pensar en la experiencia de ese tránsito de lo individual a lo colectivo que vivió un amigo entrañable en quien pienso al escribir esto, muerto en un enfrentamiento desigual, cuando al salir de la cárcel de Devoto esa noche en la que todas las ventanas ardían (presidencia de Cámpora) me confesó: “allí me di cuenta que la muerte individual no existe, que la vida verdadera es la de la sociedad, no la de uno mismo”. La experiencia colectiva guerrillera había subsumido el valor de su vida personal y le daba un nuevo sentido que se seguía apoyando en el valor de la vida. Estamos distantes y podemos pensarlo. En la cita que dan como suya el Che les advierte y al mismo tiempo es como si los desafiara con la misma desmesura que lo convirtió en héroe: casi no habrá sobrevivientes, ya están (estamos) muertos. No se trataba sólo de un riesgo grande: era la certidumbre anticipada de no escapar con vida. Es el horizonte que se les abre en el momento en que van a iniciar la lucha, cuando dan el gran paso. Este compromiso de la vida con la muerte que el Che habría expuesto también aparecerá, extendido, como exigencia ante cualquier deserción: el jefe, Masetti, determinará el destino de muertos-vivos en suspenso. Los fusilamientos que ordenará están contenidos como una conclusión que él cree lógica de esa premisa mortífera y realista: como el jefe es el que más osó, y quedó con vida, puede desde allí demandarles que ofrezcan la propia como él lo sigue haciendo con la suya. La ley y su cumplimiento coinciden primero en el mismo sujeto que la impone: autoridad y sometimiento son uno en él mismo. La ley de quien les propone una lucha que culminaría en la muerte tendría en el jefe su fundamento ético irrefutable: enuncia la ley pero también se somete a ella. Este “pero” en las palabras atribuidas al Che Guevara marcaría en los jóvenes combatientes de Taco Ralo el pasaje de la fantasía a la realidad: de la fantasía idealizada de la guerrilla vencedora en Sierra Maestra o en Santa

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Clara del Mar como fondo, y la cruda realidad de la que él mismo les advierte en nuestros desolados países una vez que abandona Cuba para terminar su vida como guerrillero heroico. El asesinato subsecuente de ambos compañeros ordenado por Masetti lo muestra: ellos ponían al descubierto en sus conductas y ponían en acto con su desborde la insoportable negación de la vida que se les imponía cuando adquieren la certidumbre de su fracaso. (También como dos extremos: uno, Pupi (Adolfo Rotblat), “quebrado” –quebrado quería decir que la identidad entre fantasía y cruda realidad se había roto– al dejar rastros para que los descubrieran y quizás así salvarse de la muerte al entregarse; el otro, empleado bancario (Bernardo Groswald), claramente excedido, caso “psiquiátrico”, enloquecido y aterrado). Y fueron juzgados con la férrea contundencia de Masetti quien, guiados por esa lógica, debía demostrar en los hechos, al ordenar los asesinatos, que era la suya la única ley vigente. Jouvé, al comienzo situado en el otro extremo, es el corazón sensible que afirma la posición contraria. Pero no se inscribe en el no matarás abstracto: sigue siendo guerrillero, no abandona la lucha. Al oponerse a Masetti quiere llevarlo a aceptar, ante esta situación inesperada, que la guerrilla no está reñida con la vida de los compañeros, que la muerte prometida para cada uno de ellos vendría sólo desde afuera, de las fuerzas enemigas, pero no de adentro de ellos mismos. Asumir la propia muerte es un riesgo que se refiere a la contundencia asesina del enemigo, no a la propia ejercida sobre los propios compañeros. Entonces Masetti, jefe implacable, ve el peligro y borrado todo límite quiere obligarlo a que sea él mismo entonces, por oponerse, quien ejecute a Rodolfo Rotblat, que renuncie a su juicio sensiblero y se sitúe en uno solo de los dos extremos: “bueno, entonces vas a ser vos el que le dé un tiro en la frente”. Sólo con esa advertencia se completa y unifica lo externo con lo interno, lo subjetivo con lo objetivo, en una sola ley común que abarca para Masetti los dos extremos de la vida guerrillera. El asesinato de los compañeros, que borra los límites entre amigos y enemigos, se ha convertido en símbolo de la obediencia debida y de la eficacia. Esas vidas suprimidas eran sin embargo el índice más cierto, en su defección, que anticipaba la verdad de la empresa alucinada en la que estaban sumergidos: anunciaba su fracaso. Y esto aún cuando hubieran triunfado. Allí, en esa tragedia desolada e inicua se encuentra al mismo tiempo expresada toda la tragedia del pensamiento y de la acción de esa izquierda sin sujeto. Sólo después de casi cuarenta años esa izquierda, que no pudo ni supo ni quiso escuchar a más nadie, con la carta de del Barco, recién ahora asume la dimensión trágica de su propia existencia actual presente en su pasado. La narración del fusilamiento escenifica, en una síntesis desgarradora, la tragedia de la violencia en la política de ese grupo de izquierda. Al ampliarse y ser tomada como símbolo de toda violencia política, al abarcar todo el escenario histórico, del Barco nos quiere dar una visión completa de la concepción de la violencia en los enfrentamientos sociales. La guerra, que no era más que el recurso a la violencia extrema como medio de la política, se transformó de medio en fin: en aniquilamiento sin tregua –pero también hacia sí mismos–. Esta concepción de la política y de la guerra –que Clausewitz expuso, y que tanto Marx y Engels como Lenin conocían– que movilizó a la guerrilla argentina, es una concepción estrictamente de derecha, ofensiva, pero ejecutada sin misericordia ahora en el seno de la izquierda. Esta reducción que homogeneiza a la violencia olvida que la violencia de los que se rebelan contra quienes los someten es una acción violenta contra la violencia instalada como sistema en las relaciones sociales: que es una contra-violencia cuya lógica y cualidad es radicalmente diferente a la otra: la de quienes primero la habían impuesto. Donde en una, la de quienes se defienden, domina y prevalece siempre el valor de la vida y de la población mayoritaria, mientras que en la otra concepción, la de quienes la ejercen para dominar socialmente, la vida individual y colectiva es desdeñada y utilizada para el objetivo primero de su ambición devastadora. Si en la guerrilla se tiene en cuenta las condiciones físicas de cada guerrillero, y el más lento en su movimiento determina la velocidad del grupo, ¿cómo la apreciación constante de la percepción que cada uno de los guerrilleros tiene de la realidad que enfrentan juntos no estaría presente para determinar en cada caso el “valor moral” (Clausewitz) que unifica al grupo y le confiere esa fuerza de cualidad diferente: percibir en cada combatiente su existencia personal intransferible? Esa cualidad diferente de la contra-violencia construye la “moral” del grupo. El pensamiento político, que debía haber reflexionado sobre las condiciones de su eficacia en la lucha colectiva, había sido suplantado por las consignas guerreras del triunfalismo armado. Las categorías de la guerra de derecha, que en nuestro país habían sido expandidas por el militar Perón en su libro sobre la guerra y en sus disertaciones gremiales y políticas a sindicalistas y obreros, limitaron el pensamiento de los intelectuales que debían pensarlas desde el peronismo y luego desde el foquismo o con la esperanza del pueblo en armas. Por eso Jouvé nos dice que “para casi todos la política (no la guerra) era algo del otro lado, era de burgueses”. Por eso lo colectivo que debía ser movilizado desaparece como verificador y creador del sentido de la propuesta política: en nuestro país al menos el pueblo los dejó solos en el enfrentamiento que la fantasía de la izquierda, apoyada en la estela de la que también llamaron revolución popular peronista, vivía como soporte colectivo de su lucha. La descripción de Jouvé marca claramente esta limitación que se sintetizaba y se extremaba en el colectivo guerrillero, que nos servirá para ponerla en relación con el grito de del Barco. Cuando Jouvé enfrenta la orden de su jefe, Masetti, y se opone a que maten a su compañero, y sólo se rinde ante la amenaza que lo obligaría a ser él mismo quien deba meterle un tiro en la frente, en esta descripción delata esa responsabilidad que, si bien los

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envolvió a todos ellos, fue diferente según la posición que asumieron frente al crimen. ¿Cuáles son las condiciones para que allí el no matarás pueda imponerse? Allí están expresadas las condiciones que en la realidad contundente pone de relieve su fracaso para salvarles la vida. Cuando el sadismo de Masetti quiere ordenarle a Jouvé que él mismo se convierta en asesino, sabe que ese es el desafío y el límite a la ley que Jouvé le plantea: el fusilamiento era un hecho miserable y convertiría en asesino aun al que se negaba a serlo. El asesino debe comenzar por crear un grupo de asesinos cómplices. La responsabilidad de Jouvé queda limitada por las condiciones reales e históricas de la situación que enfrenta: Jouvé no es culpable. Él formaba parte de los veinte muchachos que toleraron y ejecutaron el hecho, y cuyas caras, luego de obedecer la orden de Masetti, nos dice, “ya no fueron las mismas”. La responsabilidad de la muerte recae sobre el grupo que no enfrentó a su jefe. Jouvé quiso enfrentarlo y se quedó solo. Es la obediencia debida real de toda organización armada sometida al poder del Uno. Ese es el problema: no el acto de repetir ahora el sentimiento culpable en un actino-out que lo amplifica, sino de saber cómo el sentimiento del valor de la vida del otro, que estaba presente y era sentido en algunos de sus militantes, no tuvo eficacia en la política de los veinte guerrilleros. Algo debe pasar entonces en ese mismo sentimiento de respeto por la vida del otro que carece de eficacia para mantenerse como deseo a ultranza. Lo que expone ahora del Barco fue asumido y dicho por Jouvé: no necesitaba que allí donde él nos cuenta la tragedia otro deba amplificar el grito para darle trascendencia. Y que al mismo tiempo lo despoje de toda la densidad y la riqueza que la narración aporta para comprender el desvío de la violencia en la guerrilla –y en la política sin más–. De todo eso, en del Barco no queda nada. Porque Jouvé, al oponerse al asesinato de sus compañeros no condena toda violencia sino esa violencia. Por eso no concluye en el no matarás como mandamiento. ¿Qué le agrega en cambio del Barco? Lo que hace es universalizar la culpa apoyándose en la que ya Jouvé confiesa. Bis in idem, más de lo mismo. Jouvé no se golpea el pecho por la culpa que sí ha sentido y sobre todo sufrido en la máxima cercanía con el hecho: no nos pide que lo acompañemos en su sentimiento como las lloronas profesionales de los velorios antiguos. Querer reemplazarlo en su lugar de dolor –“sentí como si hubieran matado a mi hijo”, dice del Barco, siempre el “como si”– sin haber sufrido sus vicisitudes –horribles torturas, hambre extremo, hablar con su amigo durante cuatro largas horas mientras agonizaba destrozado en sus brazos, haberse opuesto a los fusilamientos frente a un Masetti que, por el poder de jefe que detentaba, amenaza con obligarle a hacerle hacer a Jouvé lo que éste denuncia como el hecho más horrible; haber estado presente cuando fusilaban al otro que había defendido; haber pasado largos años en la cárcel despreciado por los compañeros que lo marcaban como quebrado, haber sostenido dignamente como preso sus propios valores ante el Gral. Alzogaray que lo tenía cautivo y a su merced, y quería comprender en su conducta de joven esclarecido y culto a la de su propio hijo luego asesinado por sus pares– ese lugar ajeno nadie puede pretender ocuparlo y menos suplirlo con una escena imaginaria. Desde allí Jouvé nos confiesa más adelante, íntegro y sin estridencia: “No sabemos para dónde vamos”. Aquí, en ese relato de Jouvé, ya está todo lo que debía ser pensado: el problema del sacrificio de la vida, del camino armado que los dejaba solos, y por lo tanto el de la nueva concepción de la política que se descubría desde esa experiencia. El foco armado, por la estructura militar del mando, la sumisión al jefe y la aceptación de la muerte como necesaria –lo cual significa que no va lo uno sin lo otro–, el descubrimiento de la delación y la falta de apoyo de las masas peronistas, y el abandono de las masas obreras y por lo tanto la verificación de los límites de la política armada y de sus obstáculos. Cuando nos piden la vida y que nos demos por muertos, ya el otro desaparece como otro porque uno a desaparecido para sí mismo: no hay planteos metafísicos que los resuciten. Quedamos sometidos al posible delirio de la exaltación del jefe y a su fantasía cuando depositamos en sus manos nuestras vidas. Y por último Jouvé descubre, pero mucho más tarde, al término de esa experiencia, que sólo el pueblo en la calle puede echar abajo a los gobiernos, y que la izquierda rechaza hasta la espontaneidad creadora de las asambleas que no se ajustan a los discursos: que la izquierda los espanta. El único que en definitiva tuvo el apoyo popular fue Perón, por derecha, y no los partidos obreristas, por izquierda. El libro de Santucho le hubiera permitido a del Barco comprender qué significa la crítica sobre su propio pasado. Y la conclusión final que es la que habría que pensar juntos: “no sabemos para dónde vamos”. ¿Lo sabemos acaso, ahora, nosotros? ¿Su pregunta no sigue siendo la nuestra? Desandando el camino Pero si partiendo de este no saber hacia donde vamos del Barco quisiera darle una respuesta, toda una densidad de vida los separa: ese testimonio, en sordina, sobrio y pudoroso, inaugura una pregunta que su respuesta, quizás ya en estado de gracia, ignora y deja de lado. La reduce a una abstracción de la cual queda expulsado todo el contenido histórico, personal y social, que da sentido a la pregunta que Jouvé se hace. Ese es el desafío al que hay que ponerle palabras y conceptos. Por eso me sorprende este desplazamiento, tan significativo, desde Jouvé hasta del Barco que algunos han hecho: nos quedamos sólo con del Barco, que habló sin que nadie lo pidiera, como dejamos solo a Jouvé que nos narró su historia porque otros sí se lo pidieron.

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¿Estaremos haciendo lo mismo que hicieron sus veinte compañeros en el monte? Jouvé no acude a un ejemplo imaginario para sentir el horror directo. Asumió la experiencia después de vivirla hasta el extremo límite de su entrega, su valentía, su amor por la vida, su credulidad, su buena fe: su inocencia. Con quien intercambió con del Barco en el ‘73-‘74, sin que a éste, al parecer, se le filtrara la responsabilidad y la duda luego de escucharlo. De esos encuentros que Jouvé cita, del Barco no dice nada. Jouvé, dolorido y responsable, no se arrepiente de nada: sólo narra su experiencia y asume que le marcó la vida y al narrarla espera que su experiencia sirva de algo. Entonces aparece la carta de del Barco y nos lleva nuevamente ante un abismo diferente: metafísico y abstracto. del Barco transforma al afecto al que un “como si” le sirve de materia viva, convertido en abstracto, en el máximo de materialidad que un cuerpo siente, para anularlo como cuerpo histórico. Porque partiendo de lo absoluto el cuerpo sobra. Y quiere que nos conmovamos con su grito, como si en verdad hubiera llegado hasta el fondo del abismo y hubiera bebido hasta el fin su fina copa de heces. Como si se arrogara, una vez más, ser los que con sus ideas abren y cierran los caminos, primero los que llevan a un destino incierto al cuerpo depreciado en la guerrilla y luego a la salvación del alma en la post-metafísica, purificada de su pasado cuyo sentido total él mismo habría asumido. Lo que no se subraya es que del Barco fue un contemporáneo de lo que allí se narra. Si su modo de pensar la realidad no le permitió advertirles que iban al muere antes de que emprendieran la aventura, y si luego del hecho tremebundo también se calla cuando podría haber planteado sus dudas durante el desarrollo, es inaudito que más de cuarenta años después lance el grito que condena a todos. Como si formáramos parte de una generación de izquierda que, en los términos en que está planteada la tragedia, aparecería toda ella como convocada por la muerte y el desprecio por el otro. Más allá del mea culpa, ¿se tradujo esta responsabilidad en la formulación acaso de una nueva concepción política donde esa relación con la muerte, que es su fundamento, haya sido incorporada y propuesta a la experiencia argentina para que ninguna política de izquierda la ignorara y ya no pueda formularse una transformación social sin tenerla en cuenta? ¿Será que, como dijo alguien, ese problema no estaba planteado en los libros que entonces se leían y que sólo aparecieron más tarde, para la generación siguiente? Por cierto que si me ocupo tanto de del Barco es porque su grito, y quizás sus libros, se muestra como un signo importante en nuestra intelectualidad de izquierda. Para el pensamiento de la izquierda no hay salida porque no va a buscarla allí donde el fracaso los ha dejado en banda: a donde llega Jouvé luego de su derrotero. Porque la operación que del Barco realiza sobre sí mismo, y ofrece como modelo, interesa únicamente, y por eso lo hacemos, en la medida en que es retomada como una forma de eludir la realidad de su pasado en la intelectualidad de izquierda. Vuelve a la abstracción metafísica metamorfoseada en post-metafísica sin dejar de ser metafísica, negando el espesor de realidad nueva que el fracaso le pone ahora a su alcance. Los precipita otra vez en el abismo de la culpa y de la salvación individual del alma. Esta concepción de la guerrilla no fue la que comenzó con el Granma, ni tampoco coincide con la concepción de Fidel Castro: era muy otro su contexto histórico. No sólo porque fue la que triunfara ni porque fuera la primera. El debate que del Barco soslaya estuvo planteado en el campo de la filosofía y de la política de la izquierda desde ese entonces: desde los años sesenta. La única forma de resolver esta oposición era volver a despertar el valor irrenunciable del sujeto y convertirlo en un lugar activo: decir, por ejemplo, que el sujeto es núcleo de verdad histórica. Pero no sólo la subjetividad del jefe como único sujeto sino la subjetividad adormecida en la conciencia y el cuerpo de los militantes y de la gente del “pueblo”, fuera o no peronista. Que la lucha no era incompatible con la preservación de la vida. Que más aún: la requería para alcanzar algún grado de eficacia. ¿Pero quién podía escuchar estos planteos? Dijimos que la carta de del Barco es un signo. Y este silencio personal fue en este caso casi un santo y seña, una consigna de grupo, el de la izquierda pasada al peronismo montonero, pero tuvo un resultado que nos involucró a todos: sirvió para que no se entendiera nada de aquello que nos esperaba en ese futuro así abierto. Y al no ponerse en duda lo que se encubría –exponer a la luz del día los límites que una parte de los intelectuales argentinos había ocultado en su experiencia histórica– ya no fue posible criticar las falsas opciones políticas que desde allí se cerraban o se abrían, la metamorfosis sin razón rendida cuando se pasaba de un partido a otro, los saltos incomprensibles para ocultar el vacío que al hacerlo abrían. En otras palabras: desalentó la toma de conciencia más profunda sobre la realidad política. Porque si el dolor es tan hondo, hondo debería ser también el pensamiento. Cuando deciden ahora abrir –porque eran los dueños de un secreto– ese espacio de crisis que al fin descubren, y al mismo tiempo delimitan al prolongar ese ocultamiento –trágico pero nunca tan culpable como el crimen mismo– muestran lo que han silenciado durante más de veinte años. Cuando la verdad cae revelada por un grito

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como si fuera un rayo ilumina con su brillo sólo el espacio que con tanta intensidad alumbra. Pero su efecto deslumbrante paraliza: deja en la penumbra, obscurecidas, las posiciones intelectuales, teóricas, políticas y sobre todo personales que en sus tomas de posición respecto del pasado han prolongado hacia el presente. Porque ese es el otro extremo que el grito deslinda. ¿O acaso hay pensamiento impune, inocente, que no actúe también como causa activa y determinante en la vida de quienes, ya de otras generaciones, los han seguido en sus reflexiones, al menos desde la fecha de ese crimen que quedó oculto? La lechuza de Minerva argentina levantó su vuelo un atardecer muy tardío, luego de sobrevolar en círculo el campo de los desaparecidos: cuando todo ya había sido consumado. Eso es lo que debe ser pensado: qué consecuencias tiene la coherencia personal en la experiencia colectiva cuando un intelectual, que toma la palabra después que miles de atardeceres y miles de insomnios hubieran transcurrido en las extensas noches durante las cuales nuestra Minerva se quedó dormida, sin decir una palabra que alertara a los que, absortos y empavorecidos, amanecían cada mañana después de haber visto lo que vieron. Y así durante tantos años. Porque la reflexión filosófica debía levantar vuelo ese mismo atardecer en que Adolfo Rotblat y Bernardo Groswald, ambos judíos, habían sido asesinados por sus propios compañeros para reparar en el despertar del nuevo día la conciencia de lo que en el día anterior había sucedido. Para enseñarnos a comprender al menos, con el pensamiento, cuáles son los obstáculos, los desvíos, las trampas y los señuelos que los militantes deben vencer para alcanzar ese lugar subjetivo donde se asienta la eficacia personal y política. Esos vividos por Jouvé, y por los cuales se pregunta todavía. Las afinidades electivas Esa es la experiencia sobre la cual se sigue callando. El grito de del Barco inaugura la originalidad de ese descubrimiento, el de su desventura, sólo cuando él puede pensarlo, sin darse cuenta que ese problema le preexistía y estaba planteado respecto de esas mismas precisas circunstancias históricas, no metafísicas, desde mucho antes: que el hecho de que lo descubriera tan tardíamente sólo atañe a su sensibilidad, profunda y secreta, y a lo impensable en su propio pensamiento. Y entonces nos preguntamos: si tamaña exclusión de ese núcleo fundamental del pensamiento del cual algunos intelectuales recién ahora toman conciencia –el reconocimiento del rostro del otro como absolutamente otro, Levinas mediante– no estaba presente en lo que escribían, ¿no debería inquietarles qué valor de verdad tiene entonces lo que pensaron y escribieron luego, hasta el día del grito? Y nos damos cuenta que el mea culpa no atañe al patetismo de su dolor sino a algo que se sigue escamoteando como objeto de análisis: comprender las razones que llevaron a que lo excluyeran de su pensamiento y explicarse –aunque sea para sí mismo– los motivos que se tuvo para excluir durante tantos años esto que formaba parte de su compromiso teórico y político. Estas desventuras también forman parte de la experiencia filosófica. Mejor dicho: quizás la concepción filosófica del Dios sin Dios fue pensada para justificar esa dilatada pausa en que se pensó como si algo verdadero se pensara. Porque lo que debemos comprender es cómo se diluyen y se tornan semejantes y abstractas todas las cualidades y las personas en los hechos históricos: cómo en el rostro del otro se borraron las particularidades. Extraño y doloroso: es como si súbitamente con del Barco y sus amigos, y casi diríamos ciertos sectores de la clase intelectual que le son próximos, cercanos y distantes al mismo tiempo de nosotros, despertaran del letargo temático a los espectros que los perseguían y de pronto tomaran conciencia de lo que Ricardo Forster, una generación más distante, reconoce con un dejo de inocencia cuando confiesa que esa inquietud y ese malestar sólo circulaba en las conversaciones íntimas de íntimos amigos: “Confieso, Oscar, –le escribe Forster a del Barco– que me impactó ese pasaje a lo visible, su tremenda exposición pública y hasta mediática, de aquello susurrado en un diálogo entre amigos que se quieren (...) donde surgió, como una deuda no saldada entre nosotros, el espectro de los años sesenta y setenta, la sombra de la violencia, los claroscuros de la revolución y, junto a ello, la cuestión, que se ha vuelto crucial a partir de lo suscitado por tu carta-pública, del NO MATARÁS (id.). “Porque nunca dejamos, (...) de ponernos en juego (...) cuando el punto de la conversación se centraba en ese pasado que regresaba con sus propios e intransferibles reclamos, reclamos que, en cada uno, abría hacia algo personal (...) no siempre comunicables ni compartibles”. La verdad callada hacia el afuera circulaba sólo entre los amigos muy queridos. Que tanta distancia existía entre los amigos que se miraban a los ojos y el rostro del otro absoluto que los libros de filosofía describían. Lo cual muestra que esa exclusión en lo público sólo permitía –cuando aparecían en sus escritos para los otros– la complicidad acrítica, es decir la que ocultaba la “cuestión crucial” –“el espectro de los años sesenta y setenta”– que entre ellos se planteaba. Pero también la coherencia de sí mismos, al excluir de lo que debía ser pensado como núcleo fundamental que estaba en juego en nuestras historias: la permanencia en lo clandestino, restringido a lo privado, del pensamiento que se desplegaba hacia fuera excluyendo el asiento personal fundamental, originario, desde el cual se piensa el pensamiento.

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¿Tenían pudor, quizás, de mostrarse al desnudo, como todos sentimos? Para nosotros ese silencio significó darnos cuenta de las dificultades que encontramos para participar en afanes que nos debían ser comunes. Viviendo en este mismo mundo en realidad habitábamos otro mundo, separados por esa incomprensión fundamental que había decidido excluirse, y excluirnos por lo tanto, del estado público y del diálogo. ¿Cómo iban a considerar amigos a quienes no participaban de ese pacto de silencio público? Ni siquiera se trataba de un diálogo de sordos: era el pensamiento mismo, que sin embargo seguía hablando en nombre de la verdad, el que se había obscurecido cuando escribían. Muchos deben preguntarse entonces, aunque sea exagerado: ¿qué verdad podía expresar lo que escribían si ese núcleo primero que el grito recién denuncia permanecía obturado? ¿Habría entonces que volver a leer sus escritos y descifrarlos a partir del grito como nueva clave, encubierto en sus discursos lo que en verdad debía ser pensado por ese flujo denso de palabras, ideas y conceptos a los que algo fundamental les faltaba para que adquirieran ese sentido pleno que nuestra situación histórica hubiera esperado de ellos? Y de pronto estalla el grito y todo en su entorno se conmueve, apesumbrados por la culpa fatal de lo irremediable: entonces se produce la aletheia, la diosa de la verdad al fin queda desnuda y su resplandor los enceguece. Pero lo irremediable –insistimos– no fue únicamente la participación, grande o pequeña, vivida en los hechos del pasado. Lo fundamental es lo que se pensaba, a partir de ese momento que ya había pasado, o estaba pasando, respecto de esos asesinatos tan monstruosos que delataban hasta qué punto el “reconocimiento del otro como absoluto” había sido excluido no sólo de la experiencia de los guerrilleros perdidos en el monte sino del pensamiento de los intelectuales que habían estimulado o simpatizado con esa lucha, aun cuando no se participara de la misma corriente política o no se adhiriera a ninguna. Casi cuarenta largos e irrecuperables años –casi toda una vida– son los que se han perdido para poder pensar esta otra cosa que ahora piensan desde esa experiencia que se grabó tan hondo sin alcanzar la luminosidad de la conciencia. Pero en lo que verdaderamente importa, más allá del acto de contrición personal que les permite reparar sus vidas, consiste para nosotros en que esos hechos no asumidos quedaron congelados como núcleos duros, agujeros negros, en la conciencia colectiva. Determinaron ese pasado que para nosotros es este futuro –pasado pluscuamperfecto– que vivimos ahora. Una culpa diferente Por eso, repetimos, no es la participación en esos hechos lo que clama al cielo: primero, porque en verdad ni del Barco ni sus amigos asesinaron a nadie (y en estricto sentido, no son asesinos seriales). La responsabilidad entonces no está referida a ese hecho ya cumplido del pasado. La responsabilidad del intelectual, si bien puede ser mortal por sus efectos, no es mortífera porque piense: es diferente y no por eso menos responsable de esa otra cosa que es, precisamente, específicamente suya. “De otra manera, también nosotros somos responsables de lo que sucedió”, dice del Barco, pero no especifica en qué consiste esa otra manera. Es eso lo que venimos planteando: fueron responsables de “otra manera”, de manera intelectual, que es la manera de ser que se ha escogido para actuar jugando la coherencia entre las ideas y la vida. (Aquí también se juega la vida del otro, pero también nuestra propia vida puede correr riesgos). La responsabilidad intelectual se sitúa entonces en otro sitio y se distingue de quienes realmente asesinaron: es diferente y específica, y tiene otro campo de sentido para explicar el crimen cuya culpa se atribuyen. De eso se trata, y no la de atribuirse los asesinatos. Más aún: creo sinceramente que si del Barco hubiera estado en ese grupo no hubiera aceptado que esas muertes se ejecutaran. Nuestra discusión es otra y la responsabilidad distinta. Hablamos de la responsabilidad por lo que hicieron con sus pensamientos y que no coincidía quizás con sus afectos. Esa distancia es la específica de “esa otra manera” que caracteriza la coherencia de la actividad intelectual desde que el hombre se expresa con el pensamiento. Esa es la diferencia con el intelectual de derecha: éste sabe de antemano que hay –todo el pasado y el presente se los demuestra– coincidencia entre lo que sienten respecto del otro, y lo que piensan. No hay incoherencia. Eso –que cada minuto muera un niño de hambre, por ejemplo– a los hombres de derecha no les incomoda ni les hace perder el sueño: están subjetiva y objetivamente de acuerdo. Son coherentes: coincide lo que sienten con lo que piensan. Que en la izquierda haya asesinos les complace: justifican a los propios. Pero las culpas y las responsabilidades de los militantes que se jugaron la vida para cambiar las cosas, y donde muchos la perdieron, son diferentes cualitativamente, desde el punto de vista de su inscripción individual y colectiva, de los hechos monstruosos de algunos miembros, jefes sobre todo, del ERP o de los Montoneros. Porque también pienso en el valor que la vida tenía para Paco Urondo o para Diana Guerrero, y debo poner nombres para pensar en serio. No son conceptos: son figuras vivas. Cada uno de nosotros debe tener las suyas. Violencia y contra-violencia Cristo –viene al caso– distinguía dos violencias. Cuando pide que pongamos la otra mejilla claramente se refiere a la contra-violencia: no responder a la violencia recibida, y hasta ofrecerse una vez más como víctima. Pero también puede ser entendida como una astucia, como una respuesta postergada: pongo la otra mejilla mientras me tomo tiempo y me preparo para que no vuelva a sucederme; pero entonces no sería Cristo sino un mero cristiano. Más bien se refiere, en su ejemplo, a una violencia que no es de muerte: a lo sumo afecta

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a la dignidad herida –ahí me las den todas–. Pero el problema de la lucha política es agonista: acepto que me maten o me defiendo. Es aquí, en su acepción cristiana, donde la contra-violencia es suprimida: aceptemos el martirio, nos hacemos dignos de otro mundo. Lo absoluto desdeñó lo relativo. El problema es cómo volver del otro mundo a este mundo, de la Ciudad de Dios a la ciudad de Córdoba o de Buenos Aires. Lo que plantea del Barco se refiere a la estrategia ontológica entre esencias abstractas sobre fondo de la teología mística judeo-cristiana, la de Levinas para el caso. Deja de lado el origen de la violencia, y por lo tanto la diferencia entre la violencia y la contra-violencia, pero sobre todo la disimetría de las fuerzas enfrentadas en una situación extrema: quién aplica la violencia con vistas a someter al otro a su voluntad para explotarlo y tenerlo a su servicio, y hasta decretar su muerte, y los equipara con aquéllos que se defienden para que no los aniquilen. La violencia sería sólo una. Ese hecho, así aislado por la culpa antes soportada y hoy –ya viejos– insoportable, definiría entonces a todos los hechos políticos de la izquierda y expresaría la verdad de toda la historia de esos años. Esa crítica abstracta destruye el sentido de la contra-violencia, propia de todo enfrentamiento, para asimilarla a la violencia asesina. “Si uno mata el otro también mata. Ésta es la lógica criminal de la violencia”, escribe del Barco. Esa violencia asesina, fracasada en tanto se presentaba –y es igualada ahora– como contra-violencia revolucionaria, es mera violencia de derecha: privilegia la muerte sobre la vida. Pasar de la violencia de la derecha a la contra-violencia de izquierda en todos los campos sociales donde está en juego el dominio de la voluntad del hombre implica distinguir en los conceptos lo que en la realidad histórica está en juego. ¿Sólo es asesinato la violencia de muerte inmediata, a donde quedaría restringido el imperativo del NO MATARÁS, y no la violencia morosa que carcome día a día, hora a hora, la vida de los hombres y los aniquila? Nos da vergüenza tener que decir cosas tan obvias, pero la conciencia desgarrada de antes se ha convertido en conciencia indiferente ahora. Elevada la violencia a esencia metafísica, arrasa así con los límites de todo discernimiento vital: borró toda experiencia de la verdad que circula en los hechos históricos. No hay matices: desaparecen todas las particularidades. No hay sujetos contradictorios que tuvieran ellos mismos que callar: no hay recuperación para esta culpa que convierte a todos, próximos y distantes, en seres perdidos y asesinos. Así como todos nos igualamos con Hitler, Stalin, Videla, ¿nos tendremos que igualar con del Barco para sentirnos tan buenos, tan responsables y justos? ¿No hay acaso también violencia, y no sólo amor, en ese grito en el que algo importante sigue silenciado? ¿No hay algo obscurecido, “sombras, sombras, sombras, sombras”, confesaba Paco, en ese grito que, por venir de tan adentro, parecería poner en juego, en una apuesta absoluta, los dilemas no resueltos de su propio pasado que así quedan escondidos para nuestro entendimiento? Pero sigámoslo a del Barco en su propio campo. Su desafío se expresa en forma conceptual y condensada, pero para entendernos hay que abrir la trama: declinar la experiencia desde la cual hablamos. Porque para sentir el imperativo del abstracto NO MATARÁS quien así nos lo exige debe haber previamente vivido otra experiencia, situada en un estrato más profundo y propio, del máximo misterio en sí mismo de su surgimiento al mundo y a la vida. Sólo con lo más propio podemos animar el sentido y el concepto de la vida irreductible del absoluto otro, desde una mismidad primera sobre la cual se funda, aun para quienes no hemos podido habilitar el imperativo que la ética reclama. Si no ahondé hasta el extremo límite el sentido de lo excepcional y misterioso de mi propia vida, y no asumí desde allí la más profunda muerte que me espera, no podré nunca sentir qué es un semejante diferente, tan absoluto como –descubro– lo soy primero para mí mismo: creo que este es el lugar de la inmanencia más extrema y profunda que Levinas soslaya. Se trata de mi relatividad al mundo de la historia. Porque precisamente, puesto que mi existencia es un misterio que no tiene respuesta pero nos sigue interrogando, sólo desde allí se descubre lo relativo al mundo que me funda, y al que me remito para encontrarle un sentido a la pregunta. Y es desde allí donde recién entonces aparecerá el otro como otro tan absoluto pero –y esto es lo que le falta a del Barco– tan relativo al mundo como yo mismo. No son conceptos separables: son dos caras de lo mismo. Si el otro es sólo un absoluto-absoluto como yo mismo, el mundo histórico desaparece: perdemos lo que necesariamente ambos, para serlo, tenemos de relativos a la historia. Absolutos cerrados sobre sí mismo, a los que no les falta nada, nada más salvo declarar también a los otros como absolutos para considerar que todo el resto es relativo y sin sentido histórico. Porque la apertura al mundo, que se abre precisamente en el NO MATARÁS que la funda, que aparece cuando trato de comprender mi sentimiento de ser absoluto y lo descubro primero en el rostro del otro, para encontrar allí la respuesta al misterio de mi existencia, excluye una experiencia previa: que el otro semejante que encuentro primero afuera estaba desde mucho antes desplegando la contundencia de su existencia desde dentro de mí mismo. Por decirlo de otro modo: tengo para mí que Levinas y del Barco encuentran el rostro del otro demasiado tarde. Es el que me llevaría a descubrir entonces –en un mundo diferente al mundo de la racionalidad cristiana– al otro como un ser absoluto-relativo como lo soy desde allí para mí mismo. Lo que todos los hombres tienen de absolutos sólo aparece extrañamente cuando los descubro como relativos a una realidad mundana que debemos ahondar para que los otros rompan los límites en los que, por el terror, se han instalado. Absolutos-relativos todos, sin formar sin embargo la Totalidad que Levinas critica cuando la contrapone a lo Infinito.

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El círculo de lo absoluto-relativo Si el otro fuera sólo un absoluto como lo sería yo para mí mismo, ambos no seríamos más que monadas cerradas que deben romper su carcasa, pura clara estéril, sin mundo todavía: no seríamos el uno relativo al otro en lo más profundo de nuestra mismidad corpórea, y ambos relativos al mundo y a la historia al mismo tiempo en lo que tenemos de más íntimo, primero y humanos. Pero se nos dice: sólo puedo descubrirme a mí mismo como semejante al otro cuando descubro lo absoluto de mí mismo sólo en el rostro del otro como irreductiblemente otro. Lo que está primero, antes de toda experiencia en el mundo, es la voz que me habla desde adentro, pero esa voz ahora interna no tiene cuerpo humano que grite esas palabras: es lo Infinito quien las dice. Lograré descubrir mi semejanza con el otro, por lo tanto descubrirme también como otro, sólo cuando escuche como un mandato la epifanía inefable del no matarás. Pero al hacerlo dejo de lado mi ser relativo no solamente a la historia sino también relativo a la nuda vida y también a la dura materia que nos forma. Porque aún cuando el no matarás aparezca como un susurro o un arrullo interior, por más bajito que hable, este mandamiento recurre a las palabras de la lengua paterna que viene desde el mundo histórico para superponerse y sobreagregarse a otra lengua silenciada, la materna, un sentimiento enmudecido por el grito de Dios-Padre. Antes del no matarás paterno que del Barco escucha como si fuera la Palabra primera, existe otra palabra más densa y compleja, unida a lo sensible del cuerpo de la madre al que se encuentra unida, que se ha hecho carne porque primero hizo la nuestra, la que proclama sin furia y sin ruido el cálido “vivirás” de lo materno. Ésta es la determinación primera que aparece en el descubrimiento misterioso de mi propia existencia. Esto es lo in-audito que, como susurro, del Barco no oye, porque necesita del grito que primero la suplantó a ella –a la madre digo– desde afuera, y luego ocupa su lugar: después de desplazarla dentro de nosotros mismos. Entonces después oye y siente como si alguien le hablara desde adentro. Es el Dios indeciso del lugar que ahora ocupa: Dios sin Dios. Es el mismo Dios paternal que antes los judíos encontraban afuera y que ahora ocupa el lugar profano –profanado– de la madre. Su rostro invisible y amenazante, la voz del viejo y vociferante dios judío que ahora, como el dios cristiano, nos habla desde adentro, esa voz estalla y nos grita –otra vez el grito– en cada rostro que vemos animados por nuestro contenido amor, como si esa imagen vedada por el monoteísmo patriarcal reapareciera metamorfoseando, al salir de la obscuridad donde estaba reprimida, en cada nueva cara como investida cada una de ellas, de cara presente, por la divinidad paterna. El otro estaba dentro de él como un absoluto-relativo, carne con sentido desde el vamos, sin corte entre significante y significado, como está en todos, antes de que lo encontrara, como cree encontrarlo por primera vez, fuera de sí mismo. Ésta es la diferencia que separa un modo de pensar de otro modo. La experiencia del primer “otro” con el cual nacimos confundidos –por eso es difícil verlo como separado luego– ha desaparecido, creen, sin dejar marcas. Este sentir que viene sólo desde adentro muestra, creemos, el lugar más logrado, eficaz y más secreto de la trampa elaborada por el cristianismo: convertir en inmanentes, universales y esenciales sus principios teológicos, relativos a su pretensión católica, universal, y a la historia. En otras palabras: ese absoluto del no matarás que impone el 6º mandamiento judío desde afuera, como Dios manda, de trascendente que era para los judíos-judíos pasa a convertirse en inmanente, viene ahora desde adentro tanto para los judíos como para los cristianos, ahora todos ecuménicamente unidos. Como supone una experiencia anterior que la ontología de Levinas al cristianizarse encubre, aunque la descubra cuando mira –demasiado tarde– el rostro del otro. Pero es la primera impronta del imperativo “vivirás” materno el que aparece encubierto y carezca de palabras para decirse. Y oculta que el mandamiento del no matarás sea una consecuencia ni siquiera segunda sino sólo tercera dentro de una serie que tiene su primer comienzo en la experiencia del vivir materno, que es lo único inmanente histórico desde el vamos. Es cierto: esto sucede si no partimos del “il y a” que la metafísica de Levinas nos propone como su presupuesto fundante, y al mismo tiempo nos permite convertirnos de judíos en cristianos sin dejar de aceptar la racionalidad externa de los profetas. ¿Dónde está ese punto de Arquímedes que Levinas pide para separarse de la insublimable corporeidad que la mitología judía sostiene desde el Génesis? En el hecho de que Levinas no parte del cuerpo, como Jehová lo hacía, sino del más minúsculo átomo de carne, el más insensible e insignificante: la mera “sensación”, esa que un Merleau-Ponty había desplazado desde el biologismo ramplón para hacer prevalecer la “percepción” que su fenomenología funda en el cuerpo pleno y sexuado de la experiencia humana. Por eso Levinas reivindica la minúscula “sensación” sensible como primera, contra la “percepción” que desde la densidad acogedora del cuerpo de la madre se inaugura para todos los hombres desde el nacimiento, y que se convierte entonces en segunda. Para que el Infinito aparezca como absoluto y separado de la madre como cuerpo sensible necesita un lugar sensible originario carente de sentido y de forma humana: sin el rostro primero de la madre. El Infinito no parte primero de ese primer rostro amado, los ojos y los pechos que por los ojos y la boca inauguran nuestra entrada al mundo humano: allí, en lo materno, no existe es cierto la Infinitud que la salvación en Dios-Padre pide y nos promete si renunciamos a su cuerpo. Pero en su cobijo y afecto estaba el germen de toda ética que tome a la mater-ialidad como punto de partida. La madre abre a la vida pero también a la muerte: hay que dejarla de lado si queremos que lo Infinito predomine y nos salve. Si la madre enseña a morir al hijo en este mundo de vida finita, Dios padre en cambio nos introduce de golpe en la dimensión Infinita, sin los terrores que el filósofo siente: no nos incluye en la Totalidad sensible

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del pensamiento mundano, sino en una dimensión que le es anterior y más rica. Pobre madre cautiva, que nos cautiva y limita con su cuerpo: desde su lugar no hay posibilidad de descubrir al irreductible otro como lo hace el pensamiento paterno. El no matarás no es su mandamiento. Por eso en Levinas lo Infinito sólo necesita insertar su fría llama pensante en una sensación corporal insignificante y abstracta, sólo el soporte de una determinación divina, casi nada, sensación pura, algo mínimo, lo indispensable para afirmar su trascendencia absoluta en la materialidad humana. Parte del mandamiento racional y abstracto –abstraído que fue primero el cuerpo materno– del padre. Primero hay que saber vivir del Barco lanza su grito que su densa filosofía sostiene en el campo de la política histórica: parte del no matarás extraído de un patriarcalismo judaico transformista. Toma como comienzo lo que forma parte final de una serie que la Biblia describe. Primero está la vida, el “Vivirás” materno, que se apoya en que Eva “fue la madre de todo lo viviente” y con la que Adán soñó en el Edén bíblico. Luego aparece el imperioso “Matarás” que Abraham le atribuye al Dios judío y que se transformará sublimado en la circuncisión del hijo. Y recién después, pero mucho después, aparece en el Pentateuco la consigna nueva, el no matarás que Jehová grita desde lo alto de la montaña, entre truenos, centellas y trompetas, pero para que no se nos olvide lo escribe en la piedra. (Lo cual no impide que al descender del monte Moisés con los Levitas todos juntos maten, pese al no matarás del mandamiento, a los judíos que estaban adorando, fundida en puro y brillante oro, como leche dorada, a la Becerra de sus sueños). “¡Vivirás!”, “¡matarás!”, “¡no matarás!”: tal es la serie histórica narrada por la Biblia judía de la cual Levinas sólo toma la última consigna transformada en absoluta: en el no matarás es Jehová que nos sigue gritando, sólo que ahora –y en esto consiste la transformación cristianizante de Levinas– no lo hace desde lejos y en lo alto, en el monte, sino desde adentro de cada uno de nosotros. Lo mismo que hace el Dios-Padre cristiano por medio de su Hijo. Al tomar como punto de partida el imperativo de la ley, se pasa en silencio un lugar silenciado, la lengua materna, la única donde inmanencia y trascendencia coinciden: la madre engendradora que el patriarcalismo racionalista combate, convertido en Infinito abstracto. El primer asesinato que comete el Infinito, ese que comienza condenando todo crimen, es silenciado: el fundamento criminal que el no matarás oculta, y sobre el cual se funda, es haberle dado muerte a la madre como significante fundador de todo sentido, inicio quizás de una racionalidad nueva. Éste es el fundamento del silencio que nos sirve también para ocultar la tragedia de nuestro propio origen. Por eso pensamos que del Barco, como Levinas, parte de una abstracción que deja de lado el fundamento sentido e imaginario de lo que vivió antes y sobre cuyo fondo inconsciente ahora piensa, pese a todo lo que Levinas diga, con el Iluminismo de la razón occidental y cristiana de la metafísica post-metafísica. Porque no hubo nunca un Iluminismo judío que prolongara una racionalidad nueva desde el fondo de la mitología judía laicizada. Tuvieron que pedírsela prestada a los europeos cristianos, cuyo nuevo pensamiento no estaba sin embargo exento del odio mitológico a los judíos de la religión que sin embargo criticaban. Salvo alguno que, como Spinoza contrariando la razón cartesiana, los desafió a todos igualando a Dios con la Naturaleza. ¿Y qué hay también ya no sólo de la razón filosófica europea en la que nos iniciamos, sobre todo alemana, sino de la mitología cristiana de la cultura en medio de la cual advinimos a la vida en estos pagos, como sujetos marcados por ella –la cruz, la espada y el oro– desde la experiencia de nuestro nacimiento? ¿No dejó sus marcas en nuestras cabezas y en nuestros cuerpos? ¿Puede pensar desde cero, desde un “hay” sin casi nada, limpiado a seco? En ese distanciamiento ¿no encontramos nada más profundo y hondo, algo mucho más sensible como para que al final, caídos en la desolación insomne, encontremos en el origen de la vida, necesario para que vida hubiera, esas marcas maternas imborrables que vuelan a cobijarnos? ¿Y que desde este nuevo punto de partida al mismo tiempo nos permita pensarnos, y explicarnos de otro modo, la caída en la puta abyección de la culpa por lo que no hicimos? Volver a ver los rostros El problema consiste en poder ver ese Infinito en el irreductible otro, de ese rostro irreductiblemente asesino, en la cara de Videla, de Bush, de Hitler o de Menem. El monoteísmo abstracto sin rostro se encarnó, no sólo como antes en Cristo, hijo directo de Dios-Padre, sino también en la multitud de caras –y qué caras– a las que nos resistimos en atribuirles aquella infinitud cuya encarnación antes se nos vedó poner en un Dios también abstracto. Toda la crítica de Levinas al cristianismo consiste en acusarlo de haber retornado a las imágenes del paganismo. ¡Pero si María no es Diana de Efeso ni Afrodita! La Virgen es otra Cosa. Esa sería la única diferencia insoportable para su judaísmo: hasta el cuerpo de una virgen nunca hollada sería demasiado impuro para su Infinito. No es que los planteos de Levinas dejen de enfrentar a su manera el problema de la alienación, de la guerra, del amor filial y de la razón viril: en fin, de todo lo que a nosotros nos preocupa. Pero debemos tener en cuenta que Levinas también era invitado para exponer sus ideas en las universidades teológicas católicas, protestantes y judías. No a cualquiera. Y por qué este judío notable, que por algo se proclamaba griego, ha influido –y ahora entiendo por qué– en la Teología de la Liberación cristiana en América Latina. Violencia y contra-violencia

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Volvamos entonces a la violencia. Lo primero que se ha tenido que hacer para aislarla y convertir lo más terrible en lo más abstracto, hasta universalizarlo, fue ignorar la distinción entre violencia y contra-violencia que infectaba la política de izquierda. El no matarás como mandamiento abstracto se asienta, pero lo esconde, en una experiencia sensible y material primera: el “vivirás” originario, el misterio original de mi propia existencia en el cuenco germinal de lo materno. Al tomar como punto de partida sólo el “hay” algo sensible Levinas cree que llena el vacío del “no hay nada” insensible del espiritualismo cristiano: la nada originaria. Si no se revela la violencia fundadora que separó al “hay” (il y a) y al “no hay” (il n’y a pas) del cuerpo de la madre aniquilado, ¿cómo dar cuenta de la violencia social si se nos oculta la violencia originaria sobre la que se asientan las palabras de ese mismo Dios que condena la violencia? Por eso toda violencia, aunque sea para salvar la propia vida –que es lo que tenemos de materno– para del Barco es mortífera y condenable. Lo primero que se ha tenido que hacer para aislarlo y convertir lo más terrible en lo más abstracto, hasta universalizarlo, fue disolver la distinción entre violencia y contra-violencia que infectaba la política de izquierda de la cual formaban parte. Esto depende de tres concepciones equívocas que –nos parece– están presentes en la ideología de izquierda: 1) la de que todo combatiente tiene que asumir primero que cuando entra en la guerrilla debe desvalorizar su propia vida; 2) no haber diferenciado que en la contra-violencia la violencia ha cambiado de cualidad; que tampoco debe ser la misma violencia, sólo que ahora apuntaría en dirección opuesta; y 3) no reconocer que la disimetría de las fuerzas exige contar con un actividad colectiva mayoritaria de los rebeldes ante sometidos para imponerse, y sobre todo que la vida es lo que debe preservarse para lograr incluirlos en un proyecto digno. Mantener el valor de la vida como un presupuesto es el punto de partida de la eficacia ética en toda acción política. Si la muerte aparece no será porque la busquemos, ni en nosotros ni en los otros. No haber comprendido que la contra-violencia no es sólo la que recurre a las armas que aniquilan, que ésta tiene –cuando se la descubre desde la historia de las luchas y del pensamiento– una cualidad diferente y hasta contradictoria, por su esencia, de la otra. Para del Barco toda violencia siempre es violencia de aniquilamiento y de muerte. Sólo si se hubiera comprendido desde el vamos, es decir desde mucho antes, esto que ahora quiere inaugurar un sendero luminoso –y descubre al irreductible y absolutamente “otro” necesariamente presente también en la política– esa experiencia fundamental que la derecha teme hubiera permitido comprender la contra-violencia como una experiencia de vida y no de muerte. Hubiera permitido pensar, por ejemplo, que la vida suprimida fríamente, aun la de Aramburu, no podía ser utilizada como un triunfo simbólico revolucionario, aunque Aramburu fuera un enemigo. Y no por las razones que del Barco señala. Aramburu podría haber sido totalmente culpable: eso no autorizaba a asesinarlo. Primero –y eso es lo más importante– porque al hacerlo los defensores de la vida se convirtieron en asesinos. Y lo que es más monstruoso: convirtieron en el campo de la política popular a un hombre cobardemente aniquilado, a la muerte, en símbolo de un triunfo de la justicia y de la vida. Y convirtieron a todos sus simpatizantes en cómplices temerosos de este hecho cobarde y sanguinario. No porque no haya seres que no merecen la vida: veo rostros precisos, veo a Menem, deshecho humano ya difunto sentando en el paraíso de los Senadores. Pienso en Hitler. El valor de sus vidas es nulo: ellos mismos, en su mismidad más profunda, se han aniquilado. Pero lo que interesa no es la destrucción de sus vidas en tanto vidas propias. Lo importante es otra cosa: ¿qué vida de estos criminales podría pagar la destrucción y la muerte que produjeron? ¿La vida tiene equivalente? ¿Eichman saldó la vida aniquilada de millones muriendo en la horca? ¿Los israelíes fueron desde entonces más justos con la vida ajena? No se trata entonces de que toda vida se valide como vida absoluta: en este caso la que provocaron la muerte de miles o millones de otros muestra que, para ellos, al menos la de los otros sólo eran vidas relativas: únicamente la de ellos eran vidas absolutas. Si lo absoluto que consagra al sujeto como sujeto humano no es desde el comienzo relativo también a la historia, toda relación que los incluya en la historia luego los convertirá, desde la metafísica, despojados de Infinito, sometidos a lo puramente relativos: seres puro desperdicio. Solamente pienso que el hecho de que me vea empujado a darles muerte una vez vencidos me convierte a mí también en alguien que atravesó el espejo y me convierte, fuera de la lucha y del enfrentamiento en el que resisto, en destructor de una vida humana sin que sea necesario. Juzgarlos esclarece la conciencia de justicia entre los hombres; matarlos una vez vencidos obscurece el sentido de la nuestra. Es por aquél que se ve llevado a matar cuando la violencia que sufre lo empuja necesariamente a hacerlo, es entonces cuando pienso en esta conversión insoportable. Porque el problema no es solamente el “absolutamente otro” abstracto cuya vida suprimo: es primero la destrucción que produzco en mí mismo lo que me lleva a preservar la vida de todo hombre, aunque sea un miserable y un asesino –sólo una vez que inmovilicé su capacidad de producir la muerte, es decir permitir que la nuestra continúe, porque ningún asesino puede pagar con su vida el daño producido– salvo que eso suceda para impedir que siga sucediendo. No porque merezca la existencia, sino porque si llegara a truncar su vida emputezco la mía, y prolongo una equivalencia cristiana, que no existe, entre la vida y la muerte. Cuando se trata de haber asesinado a alguien ya no hay perdón que valga para nadie: el único que podría perdonarme ya no existe, porque yo mismo lo he suprimido. Ningún acto de contrición puede resucitarlo. ¿Me quedo más tranquilo? Pero darle muerte porque la justicia lo declara culpable cuando ya no es necesario destruir su actividad asesina, ese es el crimen serial que el asesino sigue produciendo en los que quedaron vivos al transformarlos también a ellos, con las mejores intenciones de justicia, en los supresores innecesarios de la

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vida. La cadena de la muerte no se interrumpe, y está en nosotros –no en ellos que viven de ella– interrumpirla cuando es posible. El problema de esta identificación e igualación que del Barco hace, cuando no distingue entre violencia ofensiva y violencia defensiva, nos llevaría a hacerle una pregunta que si roza el absurdo es porque la presunta inocencia de su planteo lo exige: ¿mataría al que trata de matarlo, o aceptaría perder su vida, que se regula por ese “principio” inmanente, para conservar la del otro que se complace y goza con darle muerte, y que, por no sentir ni oír el murmullo interior del imperativo que está en todos, no se guía por ese NO MATARÁS que del Barco escucha? Si es “como si” en cada asesinado viviera esa muerte cual la de un hijo, ¿dejaría de matar al que está por asesinarlo a uno o a otro cuando el “como si” de la fantasía desaparece y la realidad lo pone frente a la necesidad de defenderlo? del Barco nos diría que el principio, aún violado, sigue siendo el mismo: nos convertimos en culpables de un asesinato pese a nosotros mismos. La realidad nos obliga, implacable, pero la infracción al Infinito sigue existiendo. Esto quiere decir, contradictoriamente entonces, que es un mandamiento que contiene la contradicción dentro de sí mismo: un mandamiento que exige ser violado. Pensamos sin embargo que darle la muerte al otro que amenazaba con matarlo, lo que se llama legítima defensa, lo convertiría en un hombre que mató a otro, pero no lo convertiría en un asesino. ¿O acaso alguien preferiría ser asesinado para salvar un “principio” absoluto y metafísico? Y no digo que esto mismo no deje su huella en quien se ve obligado a realizarlo. El principio universal, así considerado, sólo nos ata a nosotros las manos. Por eso el no matarás es lo que los dominados y amenazados deben tener como principio, para evitar que la contra-violencia pueda amenazar la violencia de los que dan la muerte. Esto ya lo sabía Hobbes: el contrato que confiere el poder de imponer el no matarás –el Estado– debe firmarse porque los dominadores y asesinos en algún momento duermen, y los somnolientos esclavos pueden aprovecharse de ese reposo y darles muerte. Ésta es una distinción clara de la violencia y de la contra-violencia: una es ofensiva, la otra defensiva. El no matarás como mandamiento abstracto y sólo subjetivo –que no es concreto sólo porque escuche voces– viene del poder de los que matan, no de los que son pasados a cuchillo. A otra cosa Pero quizás esto también sea excesivo. Nuestra reflexión va dirigida a todas las consecuencias que quizás se hubieran evitado si la crítica y el análisis político no siguiera soslayando ahora lo que se había soslayado antes por negarse a dejarse penetrar por la experiencia traumática que vivieron: si hubieran permitido durante tantos y tan largos años que la reflexión filosófico-política abriera el espacio crítico de la violencia en la izquierda y, por qué no, en el más amplio espacio de la cultura ciudadana. Hubiera surgido quizás otra crítica. Hubiera dejado su paso a un único punto de convergencia en la izquierda: el lugar del otro, del sujeto humano, también en la política. Hubiéramos podido aceptar sin vergüenza la defensa del valor de la vida sin ser tildados de cobardes cuando el torrente político los llevaba, valientes es cierto, al borde del abismo. Hubiéramos podido, al comprender nuestras dificultades, nuestras sombras, comprender la de otros y ayudarles, pensando, a participar de ese campo político del que, ante actores, nos habíamos distanciado. Pero si la violencia es una sola, y es ésa de los dos adolescentes asesinados la que se da como ejemplo, son átomos de violencia los que se analizan, monadas de violencia donde culminaría toda violencia humana. Es como si de ese único hecho, donde pasó todo, y donde se resumiría y se conglomeraría toda la violencia humana, donde reverdecieron las categorías inhumanas de la derecha en los sujetos de la izquierda revolucionaria, eso no hubiera tenido consecuencias: como si después y sobre todo antes no hubiera pasado nada que nos tenía también a nosotros como actores. Como si tampoco ese hecho hubiera sido una consecuencia de la superficialidad con la que algunos intelectuales consideraban los acontecimientos de la política, ese descubrimiento que al final los anonada: cuando aparece el rostro del irreductiblemente otro ignorado en el pensamiento filosófico y político de la izquierda. Descubriendo la existencia colectiva de los otros se habían, en el fondo, olvidado de sí mismos. No porque pensamos que se suscribieron a favor de la muerte porque la desearan. Pienso que sobre eso sentimos en el fondo lo mismo. El problema es por qué ese sentimiento de repudio, que en algún lugar sentían, tuvo que rendirse: ése es el problema que se abre en la reflexión política. Porque si pensamos que todos, al menos en la izquierda y en la población sometida, sienten el valor de la vida compartida, entonces la función de intelectual es ponerle palabras donde ese sentimiento mantenido y por fin reconocido pueda desplegar en la vida cotidiana la verdadera eficacia de la lucha política. Más aún cuando suponemos la existencia en todos, aunque en sordina, de ese llamado imperativo a la vida. El problema que del Barco soslaya es la eficacia de la vida en la in-clemencia en la vida política que la derecha quiere imponernos. Allí reside la eficacia de ellos, pero no la nuestra. Es lamentable ver los efectos que ese tipo de ocultamiento ha tenido en la cualidad del pensamiento. Ese hecho está encuadrado en un antes y un después, y en ambos los intelectuales hubieran tenido algo que decir, quizás para que no sucediera. Este después quedó demasiado distanciado de ese antes. ¿Pero cómo hacerlo si el reconocimiento del otro como irreductiblemente otro, como rostro, no era aun una experiencia a la que el sujeto

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de izquierda hubiera accedido? ¿De qué clase de hombres estaba entonces construida la izquierda, aún la más culta y sensible? ¿Para descubrir el rostro del otro como otro era preciso acaso, como pensaba entristecido un poeta, haber leído todos los libros? Ser sobrevivientes Y entonces me detengo porque del Barco me lleva a pensar en otra cosa. Y pienso también que ahora lo comprendo, que sí, que es muy terrible decir lo que en verdad calla: que es muy difícil ser sobreviviente. Es difícil aceptar que eludimos la muerte cuando otros la sufrieron. O tuvimos la suerte de no estar presentes. Que nos fuimos, que nos exiliamos cuando otros se quedaron. Eso lo sentimos aún aquellos que no apoyamos la aventura guerrillera en nuestro país, porque nunca creímos en la visión alucinada de una fuerza posible que le diera el triunfo, ni fuimos peronistas de izquierda, pero vivimos con los fantasmas de nuestros compañeros a quienes amábamos y no pudimos disuadirlos para modificar su destino, porque todo estaba aún por jugarse. Y que ahora que están muertos nos dejaron una marca indeleble y una acusación callada que recorrió a toda una generación: la de no haber tenido quizás los huevos bien puestos, quiero decir el valor que ellos tuvieron. Que ningún “vacío” metafísico ni ninguna “falta” ni ningún “sin ser” ni ningún “sin fuerza” ni ningún “sin presencia” puede dejar de delatar el contorno preciso de sus miradas y de sus cuerpos plenos tan queridos vaciados de presencia, de ser y de fuerza por una muerte inmerecida. Reconozcamos entonces que no fuimos cobardes por estar ahora vivos. La cobardía a la que nos referimos puede ser sólo una, y se refiere a esa “otra responsabilidad” que era y es la nuestra, esa “otra manera” de ser culpables a la que se refirió del Barco. Reconozcamos entonces el valor de estar vivos, porque ni su triunfo posible ni su fracaso –esa siniestra frustración de la Derrota que nos endilgan a todos– dependía sólo de nosotros. Pero también queda por resolver otro grave problema: si ese principio del no matarás está en todos, ¿cómo es posible que tantos sean asesinos y tantos otros acepten ser asesinados o destruidos? Para pensar esta dificultad de la post-metafísica metafísica debo pasar a una comprensión de las estructuras de dominio humanas que alienan a las muchedumbres, las inmovilizan por medio del terror o de la inocencia, pero también a la izquierda revolucionaria. Entonces al análisis estructural de la comunidad humana le falta también otra propuesta política que sobre fondo del fracaso que se ha vivido, de eso que los peronistas de izquierda llaman “derrota”, plantee una solución que una a lo absoluto, que había pospuesto al sujeto considerado como meramente relativo –“soporte de una determinación”, proclamaba Althusser en ese entonces tan leído– y sólo lo vuelve a encontrar luego de la derrota como sujeto plenamente absoluto-absoluto, como metafísico –lugar paradojal de lo imposible-posible para el sujeto absoluto fracasado y aislado– y vuelve así de un extremo al otro: del sujeto relativo negado en las estructuras objetivas en la lucha alucinada al sujeto absoluto afirmado en la metafísica sin historia luego de la derrota. Volvamos a Jouvé Y la historia desaparece como análisis de los hechos que dan sentido a su grito. Si comenzamos considerando primero, como más importante, la entrevista a Jouvé y en ella vimos que hubo una determinación histórica de grupo donde el valor relativo de la vida desde una perspectiva revolucionaria objetivista prevaleció enfrentando dos mandamientos –el matarás contra el no matarás, Masetti contra Jouvé– ese hecho muestra –puesto que fue el detonante para el grito de del Barco– que allí en el seno del grupo, para usar las palabras de su propio planteo, lo imposible y lo posible estaban enfrentados. Y que si uno triunfó sobre el otro es porque en la izquierda el debate, la crítica a la teoría estructural de Althusser, o a la teoría de la guerra aplicada por Perón a la política, o a la concepción de los varios Viet-Nam sudamericanos en el Che, no formó parte del pensamiento crítico de la izquierda revolucionaria. No se hicieron cargo del debate sobre el sujeto político en la crítica política. Ni lo afectó a Masetti, que se guiaba, implacable, por las leyes objetivas de la guerra de derecha, ni lo afectó al grupo de los veinte adolescentes cuyas caras cambiaron luego de no haberse atrevido a sentir lo que Jouvé sentía. Porque los intelectuales que no se interrogan sobre el proceso histórico de su tragedia interna han dejado de cumplir con su tarea: ser ellos mismos el lugar humano contradictorio y sufriente donde se interrogan por las dificultades que como sujetos han encontrado para convertirse en núcleos donde también se elabora la verdad histórica. Esto es lo que le decimos en definitiva a del Barco: comprendemos su tragedia, de la que también participamos sin haberlo hecho como él lo hizo. Lo que no comprendemos es, luego de haber callado tantos años, que nos privara de lo más verdadero y valioso de su derrotero personal: poner de relieve para comprendernos las desventuras y las dificultades humanas, demasiado humanas, que hicieron necesario su silencio. Para que no se repitan en ese silencio que circula todavía –el silencio también circula, es portado por las que no hablan–. Y no se trata estrictamente aquí de psicología. ¿Qué nos pasó desde entonces?

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¿Qué pasó durante tantos años, luego de ese hecho trágico? Lo que así fue ocultado, las consecuencias de sus tomas de partido, de sus indecisiones, han determinado luego los temas que fueron abordados en aquellos campos de los cuales siguieron participando en primera fila, estableciendo la jerarquía de los problemas en debate: en la universidad, en los eventos culturales, las revistas, entrevistas, congresos, editoriales, diarios y disquetes, y hasta en la bibliografía de las cuales se nutrían sus alumnos –que alguna coherencia debían necesariamente tener con sus propios compromisos personales–. El lugar del sujeto como fundamento del sentido de la verdad fue ignorado, pese a que esa fuera la fuerza que el intelectual tenía como indelegablemente propia. ¿Qué queda de la filosofía si no piensa que el sujeto es núcleo de verdad histórica, sobre todo en el campo de una política que quiere reivindicar el fundamento más cierto de la democracia? Así, al abandonarla, se fueron abriendo y cerrando espacios en las generaciones posteriores, en las cuales se siguió prolongando y cultivando un campo limpio de malezas –quiero decir limpio de referencias y hasta de rozamiento con esos encubrimientos–. Sí, ya sé, es una desgracia envejecer fracasados y rumiando sin encontrar salida al espanto de lo que en algún momento del pasado se vivió para no dar luego la cara. El asesinato de los dos judíos argentinos fusilados por los “compañeros” es, en su horror, también un signo, un índice monstruoso que desde allí debe ser abierto para mostrar el desierto barrido por el silencio y la sequedad de las ideas que no querían que reverdecieran, como tampoco se abrieron y sólo se sacaron las mil flores prometidas en China. A los intelectuales pensantes y escritores, hayan apoyado o no los movimientos armados en la Argentina en sus diferentes vertientes, nadie los acusa de haberlo hecho o de haberse opuesto a esa experiencia. La experiencia política es determinante, por lo que ella aporta al problema de lo colectivo y de lo subjetivo, y que el intelectual, por definición de clase, de clase de hombre digo, no puede dejar de lado. Allí lo absoluto de nuestra propia existencia y lo relativo que somos a la historia se verifica. Círculo extraño y desconcertante, no destruye nunca el misterio de que haya alguien, un existente, que sea yo mismo. La política hasta ahora siempre ha buscado mantener el lugar de su poder colectivo, y su eficacia, borrando en cada sujeto la experiencia más íntima de su propia existencia. No exageremos entonces nuestra propia importancia, porque los hechos políticos les pasaron a ustedes por encima como a cualquiera de nosotros. Lo que sí debe ser comprendido, luego del horror desencadenado por el fracaso es, me parece, otra cosa, ésta sí ineludible y por la cual cabe entonces que lo sigamos preguntando ahora, porque sirvió para cerrar o abrir el espacio histórico con nuestro pensamiento. Lo que necesita explicación, para que se convierta esa experiencia pasada en una conquista histórico-filosófica, sería comprender quizás otra cosa: ¿por qué esa culpa tan sentida, asumida de profundis, que les hubiera llevado necesariamente a examinar las condiciones subjetivas y políticas, culturales en fin, de un hecho tan aberrante y siniestro, quedó silenciada, quizás estupefactos, pero sin pensar entonces en los otros: que esa angustia también debía estar presente en el cuerpo y registrada en la cabeza de militantes y lectores para los cuales escribían. Esta postergación del “otro” descolocado de nuestro propio horizonte es una determinación política en el pensamiento filosófico. Si se hubiera podido hablar de los que nos pasaba a todos, porque nos estaba pasando y nos sigue pasando, la culpa por una complicidad recién ahora confesada no se hubiera congelado como culpa individual y subjetiva: no se habría convertido en ese nido de víboras que carcomió implacable desde adentro. Se hubiera abierto un campo común de pensamiento para discernir, entre todos, los límites que la responsabilidad política planteaba en los hechos que vivíamos, y no sólo en los textos de filosofía. La hondura de la culpa tiene que ver también con el tiempo durante el cual, silenciada, se la maceró en cada uno. De haber asumido como responsabilidad social en su momento lo que luego se metamorfoseó sólo en culpa individual, hubiera permitido crear eso que ahora el pensamiento a la moda llama un acontecimiento, creador por lo tanto de un sentido nuevo que venciera el determinismo que nos había marcado. De haberse producido, esa experiencia personal asumida y expresada en el campo de las ideas hubiera permitido abrir el espacio de una claridad pensada que, compartida, también hubiera liberado de fantasmas a tanta gente que formó parte de esa experiencia histórica. El silencio contribuyó, en cambio, a congelarlos en la culpa, tanto más aguda cuando más próximo el terror militar amenazaba, culpa obscura pero nunca insomne que sólo pudo estallar, como estalló, en el grito de del Barco. Su intensidad desbordó el afecto contenido, es cierto, pero no transformó a la conciencia que siguió amurallada y extendió fuera de sí las coordenadas metafísicas y teológicas tras las cuales la culpa, ahora gritada, había permanecido. El sujeto absoluto no recuperó su ser relativo a la historia. Al comienzo y al término su densidad histórica sigue dejada de lado. Un enfrentamiento sin sangre, pero tan doloroso Ese ocultamiento de estos últimos veinte años significó que el pensamiento que pensaron desde entonces, ese pensamiento que pensara siempre sobre fondo de una obscuridad, de un vacío, de un dolor que de tan profundo y por eso mismo quizás no asumido, nuestra sociedad y las generaciones que nos sucedieron –incluyendo allí a nuestros propios hijos– no pudieran entender de qué se trataba, aunque sintieran que algo oscuro, indescifrable, les habían dejado atrás sus propios padres como herencia. Nuestros hijos salieron a caminar juntos aunque solitarios, aureolados también ellos del horror que heredaban, ese suelo estragado y cenagoso en el que debían chapalear como si nada de tenebroso los salpicara. Las ideas, cuando se hacen puras, es porque perdieron su

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alimento en la tierra, pero sabemos que era difícil hacerlo desde una tierra regada con sangre de amigos a quienes amábamos tanto. En ese camino que emprendían las generaciones nuevas se adensaban y fermentaban las miasmas de lo que encubríamos de nuestro propio pasado y que, conteniendo el propio pavor que debió rozarnos al menos al retorno, se les ofrecía a ellos en cambio como si fuera un camino al fin transitable y alisado por la democracia. Pero sobre todos ellos revoloteaban, y asedian aún, los fantasmas. No son los mismos fantasmas que nos acompañan a nosotros, que sabíamos de qué noche salían, porque los nuestros son espectros: llevan el rostro vívido de los muertos que conocimos vivos. Quizás por eso mismo los fantasmas sin origen, sin huellas de la herencia que los padres silenciaron, son más tenebrosos y pavorosos para ellos. Se les ocultó lo que ahora, luego de veinte y largos años de tenaz y empecinada tapadera, surge de pronto en un grito desgarrado el quejumbroso rastro de un camino ahora intransitable. Y adquiere por fin un rostro verdadero debajo del grito que lo ensombrece al delatarlo. Quizás si hubieran hecho posible que el corte entre democracia y dictadura no apareciera, como apareció, como un campo de paz nuevo que abría el espacio de la esquizofrenia en la sociedad argentina, luego de una violencia genocida cuya prolongación residía en el hecho de que el terror no había desaparecido en la paz política: sólo se había hecho invisible como nuestros propios espectros, como si una linterna sorda los proyectara sobre las nubes bajas en nuestro obscurecido cielo. Por no querer dar nombre y darles rostros y vida a los fantasmas que engendramos en los otros, dejábamos de mostrar los que el terror pasado prolongaba en la actualidad política, aunque siguieran trabajando silenciosos en nosotros. Pero para eso había que abrir el espacio de la memoria sensible en la escritura crítica, es cierto: había que volverle a dar vida a los muertos inmovilizados, sacralizados por la lucha y el heroísmo en nosotros mismos, pero ahora para discutir con ellos. No se trata de agredir ni atacar la memoria de quienes jugaron su vida –y a veces la de todos nosotros– y donde muchos de nuestros amigos la perdieron. No podían y quizás no querían saberlo. Sólo se trata de poder luego comprender por lo menos las categorías patriarcalistas y cristianas –insisto: sí, cristianas, míticas, no sólo fetiches cuyos contenidos ya disueltos habrían dejado su forma abstracta encarnada en las mercancías del capitalismo, sino que subsisten con su contenido como presupuestos previos y fundamentales del imperialismo– de la derecha que estaban determinando y orientando el sentido de la vida de tanta gente. Que esa culpa cuyo grito tardío resuena, enardecida y encubierta en la indiscriminación del contenido histórico y subjetivo que los asedia, pudiera haber abierto hace ya más de cuarenta años ese encuentro que habría hecho posible que la izquierda no se convirtiera en ese apelmazamiento de ideas revolucionarias que sufrieron en su momento la crítica inmisericorde de las armas (y la indiferencia de los pueblos) y que no se atrevió siquiera a reflexionar sobre sí misma, sobre su propio pasado una vez derrotada: que no se sometiera ni siquiera a las armas de la crítica que al menos les habían quedado en las manos a los intelectuales que sí la habían apoyado. Convengamos que ese pasado no se merecía sólo un grito tardío. Seamos coherentes: nosotros también tenemos armas que no nos atrevemos ahora a reconocerlas como armas: las de nuestro pensamiento que resumen nuestras vidas. Ésa es la “manera diferente” de una responsabilidad distinta. Estas armas pueden matar el alma y anular con el bisturí tajante de las ideas fijas el centro vital que anima con su afecto nuestro cuerpo. Pero las armas de la guerrilla fueron fundidas entre nosotros en el mismo horno sacrificial del peronismo cristiano que las había cincelado. El sacrificio de la vida formó parte de la retórica política calcada del imaginario mitológico que nos conformaba. ¿Evita montonera? ¡No me jodan! No formaba parte de una contra-violencia pensada y sentida de otro modo, sino que aparecía como la violencia misma: única y positiva. Había que beberla hasta las heces: sólo en el fondo, pero muy en el fondo, cuando ya no quedaba otro sorbo, aparecía todo lo hediondo. La violencia auspiciada por el Perón que los calificaba como su brazo armado no correspondía a la que podría ejercer un hombre de izquierda. Y allí reside, cuando no se la diferencia, el no reconocimiento del rostro del otro: no nos mirábamos en verdad ni siquiera el propio en el espejo. Pero ni siquiera eso: no quisieron leerse en “ese espejo tan temido” en el cual los invitábamos –ya hace más de veinte años– a que osáramos mirarnos: que no diéramos la cara vuelta. Esa cara del otro irreductiblemente Otro que ahora descubren con el judío Levinas es para nosotros, pese a lo que fue su dolorosa vida, sólo el rostro apalabrado de un texto de filosofía, el limbo que queda disponible una vez frustrados de la metafísica cristiana y sin rostro de Heidegger: el Ser de la verdad revelada, de cuya cruel expectativa ni el último Dios nos salvaría. Pero esos rostros por los cuales hace tiempo no nos preguntábamos, para todos nosotros tenían sin embargo nombres, cuerpos, ojos y apellidos. Ese rostro abstracto en el que nuevamente, en las palabras de la metafísica vuelven a disolverse la multitud de rostros vivos que nos fueron próximos, y algunos de los cuales lo siguen siendo, es un rostro mustio, es un rostro muerto: es un sucedáneo frío de los rostros vivos que nos estaban mirando, y quizás esperando, cuando volvimos de nuestros exilios –y que aún nos miran como si esperaran algo que sólo nosotros podríamos decirles–. De esos rostros también se trata, no sólo del de los desaparecidos: se trataba de los que nos observaban e interrogaban en silencio a nuestro regreso, de los que nos escuchaban luego en las aulas y en las conferencias, esos rostros y esos ojos que leían vuestros libros y que creían en vuestra palabra sabia: ¿dónde estaba el reconocimiento del otro fuera ya de la batalla armada si callaban lo más importante que debía ser dicho? Esos rostros nos siguen mirando todavía.

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Volver a imaginar los rostros y la mirada última de los primeros e inocentes montoneros, angelitos mustios del retablo revolucionario, fusilados sin misericordia por sus propios compañeros, es ya una invitación a que esa imagen del horror más oculto y pavoroso deje de encubrir y disolver el rostro, menos trágico es cierto, de tantos y tantos semejantes nuestros fracasados y atemorizados, aquéllos que en la estela de ese encubrimiento han quedado mudos en su lugar más sentido, ese donde se asienta el origen de nuestras palabras. Volver a darles el concepto de un Dios sin Dios como referencia a un Ser innombrable y vacío para explicar esa tragedia, creo que no alcanza. A no ser que se trate de un homenaje que la metafísica quiere rendirle a la virtud perdida.-

NO MATAR Artículo en Acontecimiento N° 31 de Martín Mosquera (otoño de 2006).* Reflexiones sobre violencia y política Por Martín Mosquera Hay que descifrar la guerra debajo de la paz: aquélla es la cifra misma de ésta. Así pues, estamos en guerra unos contra otros;

un frente de batalla atraviesa toda la sociedad, continua y permanentemente, y sitúa a cada uno en un campo o en el otro. No hay sujeto neutral. Siempre se es, forzosamente, el adversario de alguien.

Michel Foucault

I

En octubre y noviembre de 2004, la revista cordobesa La Intemperie publicó un testimonio en el que Héctor Jouvé, ex integrante del Ejército Guerrillero del Pueblo (EGP), relata las ejecuciones, a manera de medidas disciplinarias, que recayeron sobre miembros de la organización. En diciembre, el filósofo Oscar del Barco envió una carta a la revista en la que, como corolario de una autocrítica de su experiencia militante, se declara responsable de esas muertes por el hecho de haber apoyado al EGP e impugna toda forma de violencia política recuperando el mandato bíblico no matarás. Estas declaraciones inauguraron una intensa polémica (que incluso trascendió los círculos estrictamente intelectuales) de la cual este trabajo se siente partícipe. Intentaremos elaborar en el presente texto una concepción acerca del vínculo entre violencia y política, crítica respecto de las formulaciones de Oscar del Barco. Sin embargo, el recorrido polémico respecto de las elaboraciones de este autor no va a ser el de la confrontación abierta: preferimos trazar un camino paralelo desde el cual (re)pensar la cuestión de la violencia en clave emancipatoria y que nos va a conducir en su desarrollo a un terreno diferente desde el cual mirar la cuestión. Esta decisión responde a que queremos evitar lo que constituye el mecanismo habitual con que se ha abordado el tema de la violencia política desde el retorno de la democracia en nuestro país: la impugnación absoluta (desde el NUNCA MÁS alfonsinista hasta el NO MATARÁS de del Barco) o la reivindicación mecánica y genérica. Si bien queremos distanciarnos de las posiciones humanistas de del Barco intentando recuperar cierto “realismo político” (que se remonta a las mejores líneas de la tradición marxista y se extiende en las producciones contemporáneas de autores como Foucault) en tanto mirada de la organización social desde un escepticismo radical que reconoce el carácter constitutivamente violento de lo político, también queremos aportar a la actualización de la reflexión sobre esta cuestión que parece haberse agotado en las producciones de los setenta. Y este desfasaje cobra mayor relevancia si consideramos que, actualmente, los movimientos sociales y políticos están intentando recrear y actualizar la experiencia de la revolución sobre un nuevo terreno. El objetivo de las líneas que siguen es el de aportar a la renovación de la reflexión sobre la violencia política en el marco de las nuevas hipótesis teórico-prácticas sobre las que se concibe la política emancipatoria. II La tradición marxista durante el siglo pasado elaboró una concepción particularmente potente de entender el vínculo entre la violencia popular y la política revolucionaria. Por fuera de la tradición anarquista-terrorista y del pacifismo político, el marxismo clásico investigó la violencia inherente a la dominación de clase y proyectó, sobre esta base, la posibilidad de una violencia revolucionaria que pudiera enfrentar con éxito la violencia sistémica. El marxismo realizó una contribución esencial a la teoría social al ligar la emergencia de las formas políticas (el estado) y económicas (acumulación originaria del capital) y la conservación de éstas con el uso de la violencia por parte de las clases dominantes. Así, con el marxismo aprendimos que la violencia es constitutiva de lo político. La violencia es fundadora de la juricidad estatal: es porque hay un acto de violencia en el origen que la Ley es posible.1 Por esta razón Foucault propone la inversión de la célebre fórmula de Von Clausewitz para decir que ahora la política es la continuación de la guerra por otros medios. Foucault se ocupó de investigar lo que llama la inscripción jurídica de las relaciones de fuerza. El derecho, para el filósofo francés, no es una mera herramienta del poder: es la forma en la cual la violencia del poder (con la mediación de los dispositivos

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disciplinarios y, posteriormente, biopolíticos) se inscribe en la sociedad –“inclusive en los cuerpos”, dice Foucault– para hacerla tolerable y “legítima”. “La civilización está construida sobre un crimen cometido en común”, sostiene Freud. Nosotros agregaríamos que la sociedad también se constituye sobre el “olvido” colectivo de este crimen. Y este “olvido” constituye la condición de posibilidad para el establecimiento de la Ley: el cuerpo jurídico y el “contrato” social que le sucede a la violencia originaria sólo puede fundarse en la negación de este origen. Negación cristalizada en el estado moderno en tanto la burguesía no sólo logra disimular la violencia constitutiva de su orden social, sino que consigue hacer pasar la constitución de este orden como un acto de “individuos libres”. Así es que podemos decir que la violencia está intrínsecamente entretejida en la trama de las relaciones sociales, en esa microfísica cotidiana a la que se refiere Foucault.

III Para el marxismo este carácter constitutivamente violento de lo político resultaba en que la ruptura revolucionaria con el orden burgués iba a necesitar una violencia organizada por el proletariado contra las clases dominantes. Si bien, como dijimos, la violencia es un momento irreductible de toda política emancipatoria, consideramos que es necesario problematizar el modo en que el marxismo “realmente existente” organizó el recurso a la violencia, con el objeto de aportar a una teoría de la violencia a la altura de las luchas actuales. Sin pretensión de exhaustividad, señalaremos los elementos fundamentales de esta concepción que intentaremos problematizar en el presente texto. En principio, más allá de las diferencias entre las distintas corrientes que se reconocían en el marxismo (Lenin consideraba a la violencia insurreccional del pueblo en armas como la respuesta al ejército profesional del estado burgués; Mao proponía la “guerra popular y prolongada”; y el Che Guevara, “la guerra de guerrillas”, para tomar algunos ejemplos representativos), todas descansaban sobre el supuesto común de que la violencia se integraba a la estrategia revolucionaria en tanto lucha por el poder. La violencia revolucionaria era un momento necesario de la guerra de clases que debería llevar al proletariado a la conquista del estado. Esta consideración trazaba el rasgo esencial en la concepción marxista de la violencia: encerrarla en la dialéctica entre violencia constituyente y violencia conservadora, que era subsidiaria de la dialéctica más general entre poder constituyente y poder constituido. Así, durante el “período revolucionario” la violencia adquiría carácter constituyente para, pasada la destrucción del poder burgués y erigido el estado “proletario”, convertirse en violencia estatal, conservadora del derecho instituido, y reconducida hacia los intentos “contra-rrevolucionarios”. Se reducía, al mismo tiempo, la violencia a su dimensión instrumental. La violencia revolucionaria era un medio hacia un fin y se justificaba sobre el fondo de este objetivo. La validez y el criterio para el uso de la violencia no se desprenden de ella misma, sino de la legitimidad del objetivo al que apunta. Concepción teleológica que consideraba que los “crímenes” del presente se iban a justificar frente al tribunal de la Historia (así, por ejemplo, Merleau-Ponty en su Humanismo y Terror proporcionó una justificación del terror estalinista considerando que los crímenes “revolucionarios” se justificarían si su resultado último era la verdadera libertad).2 Esta concepción de la violencia política era solidaria de una forma de pensar la política revolucionaria que se centraba en la conquista del aparato estatal. De este modo, se subestimaron las relaciones autoritarias que la violencia organizada (ya sea en forma de “pueblo en armas”, “ejército revolucionario” o “guerrilla rural”) proyectaba sobre la subjetividad política emergente.3 Actualmente, los nuevos movimientos políticos y sociales intentan recrear la política emancipatoria sobre nuevas bases, intentando superar, justamente, el estatismo que caracterizó a la secuencia política anterior y esto exige pensar a la violencia política por fuera de la dialéctica entre poder constituyente y poder constituido. IV ¿Qué sucede con la cuestión de la violencia cuando ya no se la dispone en arreglo a la “toma del poder”? Actualmente, todo un grupo de activistas e intelectuales indica que la inflexión que define al uso de la violencia en los tiempos actuales es su carácter “defensivo”, su disposición de “retaguardia” al amparo de las nuevas formas de vida construidas. La violencia ya no asume una disposición “ofensiva” sino que se manifiesta como autodefensa, esto es, no se enmarca en la lucha por el poder político sino que procura defender las experiencias populares. Defendiendo esta posición, Paolo Virno dice:

“(...) el recurso a la fuerza debe ser concebido en relación a un orden positivo que se debe defender y salvaguardar. El éxodo del trabajo asalariado no es un gesto cóncavo, una resta algebraica. Huyendo, nos hemos obligado a construir relaciones sociales diferentes y nuevas formas de vida: hace falta mucho amor por el

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presente y mucha inventiva. Por lo tanto, el conflicto se entablará para preservar eso ‘nuevo’ que mientras tanto se instituyó. La violencia, si la hay, no se dirige hacia los ‘mañanas que cantan’, sino a prolongar algo que ya existe, aunque sea informalmente.”4 Esta tesis tiene la virtud de resignificar el uso de la violencia al ubicarla en la perspectiva de las estrategias populares contemporáneas (consideremos, por ejemplo, el ejército zapatista que tiene su razón de ser en la protección de las comunidades autónomas o, a otro nivel, los palos y las capuchas de los piqueteros en los cortes de ruta). Al mismo tiempo, invierte la temporalidad lineal y progresiva estableciendo que los actos se justifican en tiempo presente (y no en virtud de su inscripción en el despliegue de la Historia). Sin embargo, el punto endeble, reduccionista, de esta tesis es su concepción de la violencia ofensiva como necesariamente simétrica respecto de la violencia del poder. Para nosotros trazar la frontera que nos separe de la concepción tradicional sobre el par violencia “ofensiva/defensiva” implica una reducción del fenómeno, conservando su interpretación exclusivamente instrumental y no visualizando otras dimensiones que se manifiestan en el uso de la violencia en las experiencias políticas actuales.

V Combatir la “interpretación instrumental” y el vínculo que de ella se deriva entre violencia y derecho es la pretensión de Walter Benjamin en su texto “Para una crítica de la violencia”. Allí, el autor, mucho antes que las investigaciones contemporáneas de Michel Foucault o Toni Negri, distingue entre dos formas de violencia: la violencia conservadora del orden jurídico, estatal y la violencia “mítica”, fundadora de derecho. Identifica en los cimientos mismos del orden político, en la confección de la ley jurídica, una violencia presente desde el origen. Una violencia constituyente, creadora, fundacional, que ha sido olvidada, “reprimida”. Sin embargo, Benjamin reconoce, por fuera de la distinción entre estas dos formas de violencia relacionadas, una forma pura de la violencia, que no entra en relación con las anteriores en tanto no se vincula con el derecho: la violencia “divina” –revolucionaria– “que es el nombre a asignar a la suprema manifestación de pura violencia por parte del hombre”, una fuerza solamente destructiva que, siendo expresión de la emancipación de los oprimidos, no se deja instrumentalizar, se resiste a toda institucionalización. La inclusión de este tercer elemento (la violencia pura), irreductible a los anteriores, nos brinda un esquema que evita la dialéctica que define a la concepción tradicional. Como dijimos, en la estrategia revolucionaria clásica la violencia “mítica”, fundadora de derecho, se transformaba en violencia “de estado“, una vez tomado el poder (en lo que constituye el trayecto habitual desde el proceso revolucionario hacia el Terror termidoriano); la violencia “divina“, por el contrario, es una fuerza desestructurante que no tiene como corolario la institución de un nuevo poder. Esta concepción de la violencia pura es retomada, en la actualidad, por las investigaciones de Giorgio Agamben. Sobre esta concepción de violencia que no funda derecho sino que lo depone, el autor de Homo Sacer intenta fundar una nueva política que, al revés del marxismo tradicional, se ocupa de descomponer y desarticular, en lugar de buscar nuevas estructuraciones. Al estilo de Bartleby, el escribiente, del clásico cuento de Melville –que rechazaba el trabajo que se le ordenaba con un simple “preferiría no”– Agamben quiere fundar las perspectivas emancipatorias en la “potencia de no” (la capacidad de desarticulación del derecho vigente, de substracción del orden, sin establecer nuevas formas positivas de organización social). Pese a las virtudes de la obra de Agamben, la concepción de la violencia revolucionaria que intentamos elaborar en este texto se funda en cierta demarcación de esta interpretación de las tesis benjaminianas. El punto fundamental de desacuerdo con el trabajo de Agamben parte de la misma concepción de “desestructuración” con la que él trabaja. La descomposición de las instituciones vigentes (del capitalismo) tiene lugar, según creemos, en la misma operación en que se despliegan nuevas formas de sociabilidad. La destrucción abre paso a la creación. No se trata, para nosotros, de una tarea infinita de deconstrucción, sino de una tensión irreductible y permanente entre destrucción y creación (aquello que Nietzsche entendía como el “juego del mundo” heraclíteo). La deconstrucción misma supone, para ser tal, algún tipo de “constructivismo inmanente”.5 Para decirlo rápidamente, las resistencias contemporáneas no se agotan en la desestructuración de las formas sedimentadas del poder sino que se centran, fundamentalmente, en la producción de lazos comunitarios alternativos.6

Para nosotros, la diferencia con el marxismo tradicional no pasa por esta dicotomización entre estructuración y desestructuración, sino entre una concepción, tradicional, que considera que la actividad instituyente se detiene ante una nueva institución estatal de lo social (donde el elemento constructivo pasa a ser atribución del estado), frente a la concepción, que defendemos, de que las prácticas afirmativas de resistencia (de subjetivación) se despliegan a distancia del estado. Es esta concepción la que nos lleva a un nuevo terreno sobre el cual refundar una política en clave emancipatoria. De hecho, la concepción “desestructurante” defendida por Agamben

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conserva la imagen tradicional de la actividad instituyente, donde ésta se limita a destruir el orden existente pero amputada de su aspecto “constructivo” (que en el marxismo tradicional se lo arrogaba el estado). Para nosotros la actividad instituyente asume este momento “constructivo” (sólo así se puede realizar una verdadera destrucción del orden vigente y no un mero simulacro de desestructuración). Pero, de igual modo, debemos rastrear la positividad aún bajo su forma negativa (que además, opera como “puente” entre el momento destituyente y el momento creativo). En este sentido, la violencia “destructiva” despliega, ella misma, un aspecto constituyente de subjetividad radical. La desarticulación de las instituciones vigentes representa inmediatamente un proceso de subjetivación porque implica la destrucción de las relaciones sociales sobre las que se asientan y que nos constituyen en tanto sujetos. La violencia pura permite “desujetarnos” de las estructuras a partir de afirmar un momento de subjetividad radical: la violencia revolucionaria es ella misma un momento de libertad y de autoafirmación. Un planteo similar, pero todavía pensado según el esquema dialéctico, es el que elaboró Franz Fanon en Los condenados de la tierra.7 Este autor, reflexionando sobre la violencia en la lucha anti-colonial, consideraba a la violencia popular como la versión política última, dicho hegelianamente, del “trabajo de lo negativo”, de la auto-formación educativa del sujeto revolucionario. Para nosotros, este aspecto “auto-formativo” no está definido solamente por la negatividad, sino también por la auto-afirmación de las potencias desplegadas en el ejercicio mismo de la violencia. Esto afecta,también, la cuestión de la temporalidad sobre la cual la violencia revolucionaria se despliega. La violencia política ya no puede pretender justificarse sobre el fondo de una concepción teleológica de la historia (a la cual cierto marxismo todavía adscribía) que garantizaría el éxito de su uso. Tal como plantea Slavoj Zizek: “El único criterio posible (para el uso de la violencia) es completamente inherente: el de la utopía en acto. En una verdadera ruptura revolucionaria, el futuro utópico no está ni simplemente realizado por completo, presente, ni simplemente evocado como una promesa remota, que justifique la violencia presente; es más bien como si, en una suspensión única de la temporalidad, en el cortocircuito entre el presente y el futuro, pudiéramos –como por Gracia Divina– durante un lapso breve de tiempo, actuar como si el futuro utópico estuviera (no totalmente aquí, pero) ya a mano, justo allí para ser atrapado. La revolución no puede experimentarse como una privación presente que tenemos que soportar por la felicidad y la libertad de las generaciones futuras, sino como la urgencia actual sobre la cual esta felicidad y la libertad futuras ya han proyectado su sombra –allí, ya somos libres mientras luchamos por la libertad, ya somos felices al luchar por la felicidad–”.8 Esto es, no hay esperanza de “Fin de la Historia” que proyecte retrospectivamente una luz que resignifique los actos pasados. De este modo, no tenemos criterio inequívoco para distinguir de antemano entre un falso estallido violento y el “milagro” de la violencia revolucionaria (o, en términos de Badiou, entre un genuino acontecimiento y un simulacro que derive en el Terror). Sin embargo, esta contingencia radical del proceso histórico no justifica una renuncia al uso de la violencia política tal como se plantea en las “éticas” posmodernas de distinto tipo. Estas “renuncias” no son más que la contracara del historicismo. Parecen decir: “ahora que sabemos que nuestros actos no se inscriben en el despliegue necesario de la historia, ya no podemos hacer nada”. Para esta concepción, la política (con el riesgo que implica su carácter constitutivamente violento) no se justifica en tanto apuesta a ciegas. Un ejemplo visible, en nuestra historia reciente, de esta noción de violencia pura es la lucha callejera desplegada durante las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001. Como se ha dicho repetidamente, estos sucesos derrotaron la cultura que había instaurado la dictadura militar: la internalización del terror que reducía toda opción política a la dicotomía democracia-dictadura instalada por el Nunca Más. Los sucesos de diciembre de 2001 no significaron, solamente, la destrucción de un dispositivo social hegemónico sino, al mismo tiempo, del soporte subjetivo que operaba en los mismos actores de las movilizaciones. La transformación subjetiva, la liberación de aquel “yo” neoliberal que calaba en las conciencias y los cuerpos de los sujetos se realizaba a medida que las masas violaban la ley al irrumpir en el espacio público, a pesar (o, mejor dicho, en virtud) del decreto de estado de sitio. La violencia “pura” es la partera de esos “momentos excepcionales” en los que “todo parece posible”. VI La complicidad –con el ejercicio cotidiano de la violencia– es una condición de nuestra existencia social. Ya en autores como Spinoza o Nietzsche queda claro que la vida misma implica violencia y que cualquier pretensión de establecer imperativos universales (acerca de “lo bueno”, “lo justo” o “el mal”) no puede sino concluir en moralismos negadores de la vida. En este sentido, la “carta” de Oscar del Barco, como dijimos al principio, repite, según creemos, la operación tradicional con que el campo intelectual abordó la cuestión de la violencia política en la etapa post-dictadura (sobre todo durante los ‘80): la violencia política pareciera ser lo impensable, el límite último del pensamiento, aquello sobre lo cual sólo es posible el reproche inmediato y la descalificación. del Barco no hace más que recrear la figura del sabio que se aleja de la polis y establece en el “cielo de las ideas” los nuevos fundamentos morales de la acción.9 Fundamentos que, en tanto tales, son trascendentes a la experiencia

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histórico-social (o a la vida, sin más). Y en este mecanismo no podemos dejar de ver subyacente, como dice Jorge Jinkis en su respuesta a del Barco, la Derrota tramitada bajo el nombre de la Decepción. El fracaso de las experiencias revolucionarias del siglo pasado –que condujeron a nuevas formas de explotación, a nuevos crímenes– oprime el cerebro de los vivos hasta el nivel de la renuncia y la culpabilidad. Las “éticas” posmodernas de la apertura a la irreductibilidad absoluta del otro (respecto de las cuales las posiciones de Oscar del Barco adhieren en sus notas fundamentales) son deudoras de las peores tradiciones del pensamiento progresista ilustrado: la de un Sujeto absoluto que constituye normativas éticas válidas universalmente. Pero, en línea con Badiou, podríamos sostener que ya no hay Sujeto de la totalidad (ya sea en su versión de legislador universal o de “redentor de la humanidad”), sino sujeto de la situación. Así, la ética sólo puede evaluarse considerando su dimensión situacional, asumiendo el carácter radicalmente contingente del desarrollo histórico y, con él, de las convicciones y decisiones ético-políticas de los sujetos sociales. No tenemos ya un “final feliz” que nos espera en la postrimería de la historia y que garantice el éxito de nuestras apuestas actuales. Pero, justamente, por esta razón es necesaria la política emancipatoria. Para nosotros, el militante político es aquel que es capaz de enfrentar al horror del Gulag (esto es, el monstruo totalitario al que pueden conducir los sueños violentos de la razón) y, sin embargo, no renunciar a la emancipación, aún sabiendo que no va a encontrar ninguna garantía de éxito en la Historia, ni siquiera la seguridad de que su misma perspectiva de liberación no conduzca a nuevas formas de opresión y dominación.- NOTAS * La nota es una opinión del autor que no compromete al pensamiento del colectivo Grupo Acontecimiento, editores de la revista Acontecimiento. 1 Ver Eduardo Grüner, Las formas de la espada, Buenos Aires, Colihue, 1997. 2 Al respecto dice Kojève (que organizó la interpretación de Hegel que iba a influir decisivamente en toda una generación de pensadores franceses), “Cualquier acción, al ser negadora de lo dado como existente, es mala: un pecado. Pero el pecado puede ser perdonado. ¿Cómo?, por su éxito. El éxito absuelve el crimen, porque el éxito es una nueva realidad que existe. Pero ¿cómo juzgar el éxito? Para eso es necesario que la Historia esté terminada.” Alexander Kojève, Introducción a la lectura de Hegel, p. 95. 3 El “foquismo” (cuyas acciones dan lugar a esta polémica) es, de algún modo, la figura extrema de esta concepción. El sustituismo y la relación autoritaria entre la organización y la clase llegan aquí a su máxima expresión. 4 Paolo Virno, “De la violencia a la resistencia”, Revista Ñ, Clarín, 31/05/2003. 5 La categoría de “contructivismo inmanente” la tomamos de un texto de Franco Ingrasia, Pensamiento crítico y pensamiento constituyente. Figura en http://www.grupoacontecimiento.com.ar/debates/autonomia/pensamiento.pdf 6 Sobre este punto el cuento de Melville, Bartleby, el escribiente, es revelador. El permanente “preferiría no”, sin un correlato afirmativo, no lleva sino a la muerte por inanición. 7 Franz Fanon, Los condenados de la tierra, México, Fondo de Cultura Económica, 1972 8 Slavoj Zizek, A propósito de Lenin: Política y subjetividad en el capitalismo tardío, Buenos Aires, Atuel/Parusía, 2003, p. 90. 9 Hoederer, el personaje de Sartre en Las manos sucias, decía al respecto, en un pasaje que estremece por su violencia: “La pureza es una idea de fakires y de monjes. Ustedes, los intelectuales, anarquistas burgueses, sacan de ello el pretexto para no hacer nada, se ponen guantes. Yo tengo las manos sucias hasta los codos. Las he hundido en la mierda y en la sangre”. Jean-Paul Sartre, Las manos sucias, Buenos Aires, Losada, 2001.

NO MATAR Artículo en Lucha Armada N° 6 de Sergio Bufano (junio de 2006). Acerca de la reconciliación Por Sergio Bufano ¿Es posible una reconciliación con los autores del terrorismo de Estado? ¿Es posible fortalecer los lazos de amistad de la nación en su conjunto? Este texto responde al artículo de Héctor Leis publicado en el número anterior de esta revista. En un artículo publicado en el número anterior de Lucha Armada en la Argentina,1 Héctor Leis reflexionó sobre los límites de la política y la necesidad de reconciliación en la Argentina, a partir de la polémica desatada por Oscar del Barco en la excelente revista La Intemperie editada en Córdoba.2 La intención del presente artículo no es participar en aquel cambio de opiniones, suficientemente abordado por numerosos autores, sino recoger la propuesta de Leis y tratar de responder a sus argumentaciones. En primer lugar, el autor hace explícito su deseo de alcanzar una sociedad sin rencores, pacífica, donde las naturales diferencias se resuelvan en el marco de la democracia y de las instituciones. Éste es, sin duda, un anhelo compartido. ¿Qué mejor aspiración que un sistema político pluralista en donde los distintos grupos se expresen y participen libremente, respetando las reglas del juego por todos acordadas y evitando la violencia? En segundo término, Leis propone una reconciliación basada en el perdón. Una nación que no sabe perdonar, dice el autor, está condenada a vivir su pasado como irreversible. Pone como ejemplos a los países que han sufrido guerras civiles, entre ellos Estados Unidos en el siglo XIX o España en el siglo XX. Y se pregunta: “¿Por qué los argentinos no tenemos la inteligencia moral de esos pueblos, cultural y políticamente tan próximos de nosotros, por otra parte?”

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Más allá de la valoración que podamos tener acerca de la “inteligencia moral” de las sociedades mencionadas, creo que las dos proposiciones no sólo son imposibles de cumplir, sino que son producto de un frecuente fenómeno de “desencantamiento” que históricamente aparece luego de experiencias tan demoledoras como fueron los fracasos de las utopías del pasado. Este desencantamiento se acerca peligrosamente a una resignación que encuentra su justificación en la creencia de que, luego de las matanzas producidas en nombre del socialismo, la historia ha encontrado el sitio apropiado al que no conviene agitar en demasía. Todo intento de transformación, en consecuencia, nos acercará nuevamente a los fundamentalismos de antaño. Del texto de Leis puede extraerse la siguiente conclusión: tratemos de vivir con los valores que ofrece el presente, perdonemos a nuestros antiguos adversarios y vivamos hermanados en nuestra condición humana. Si la propuesta de comunismo universal fue una utopía devastadora y cruel, la de la armonía sin transformación, o mejor dicho, la de evitar la voluntad de transformación para mantener la armonía, es una propuesta inaceptable. El odio y el resentimiento al que se refiere Leis no sólo se producen por políticas fundamentalistas aferradas a los grandes relatos, sino también por la carencia de bienes tan elementales como salud, educación, vivienda, trabajo, que pueden resumirse en una sola: falta de igualdades básicas y de libertades individuales efectivas para las mayorías marginadas. Para “fortalecer los lazos de amistad de la nación en su conjunto”, como propone el autor, habría que poner en un pie de igualdad a todos los integrantes de esa nación. Los bienes que fortalecen el sentimiento de solidaridad y pertenencia social son aquéllos que garantizan una vida digna de ser vivida. No hay ni puede haber lazos de amistad mientras existan desigualdades abismales que, además, se han incrementado escandalosamente. Ése, junto con la violencia, es el “límite de la política” que el autor, más allá de su buena fe, no contempla en su trabajo. Las vanguardias revolucionarias convirtieron la propuesta de justicia para los desposeídos en justicia sumaria para quien no estuviera de acuerdo; pero esa experiencia no puede obligarnos a resignar las viejas ideas de libertad que todavía la democracia no ha satisfecho. Observando los fenómenos de la actualidad –dice Bodei– debemos preguntarnos qué sucederá con el patrimonio moral, con las reglas y las formas de vida que la tradición de la ética revolucionaria ha elaborado y defendido por casi dos siglos. ¿Están destinados a desaparecer sin dejar huella, trastornados por la caída de los regímenes que los sostenían? ¿Habrá una suerte de Termidor ético, de amnistía-amnesia de la memoria histórica [...]?3 Él mismo responde a su pregunta afirmando que no se trata de aceptar apresuradamente nuevos códigos éticos, ni de restaurar certezas perdidas, ni de renovar viejos mitos. Frente a las viejas creencias religiosas hay que evitar a las sirenas del buen sentido ideológico que cantan que lo mejor es ser enemigo de lo bueno y que vivimos en el único mundo posible. “Aristóteles –dice Leis– entiende la amistad (philia) como una relación que establece un vínculo afectivo positivo entre las personas a partir del reconocimiento mutuo de tener algo en común.” Y vincula este concepto con el imperativo bíblico del no matarás cometiendo el mismo equívoco que arrastró a los revolucionarios del siglo XX a crear en su imaginario una sociedad tan pura y celestial que contradecía a la naturaleza humana. Difícilmente exista una comunidad donde todos sus miembros se sientan hermanados, respeten los preceptos de la Biblia y se comporten en un clima de concordia y afabilidad si una parte sustancial de esa comunidad vive en el extremo de la miseria y la ignorancia. El “límite de la política” no se basa en el pronunciamiento de valores loables y sin duda compartidos, tales como la paz, la convivencia y el respeto por la ley, sino en el cumplimiento de un proyecto democrático inclusivo que otorgue a toda la sociedad los mismos derechos que hoy sólo garantiza a una minoría. Mientras esto no ocurra –y peor aún, mientras la brecha social continúe ampliándose– la philia aristotélica y las recomendaciones bíblicas serán meras expresiones de deseos. En síntesis, décadas atrás justificábamos en voz baja el llamado socialismo real; no nos conformemos ahora con una democracia real que ha convertido al mundo en un gran gulag. Y quien quiera entender esto como una incitación a la violencia se equivoca. Es una incitación a la transformación social y al abandono de la pereza intelectual que ha invadido a la izquierda.

La reconciliación y el pasado

Es en el marco de esa sociedad idealizada que Leis propone la reconciliación a partir del perdón. El tema de la reconciliación nacional, afirma, siempre estuvo ausente de la política argentina. Y refiere los enfrentamientos entre unitarios y federales, peronistas y antiperonistas. Habría que preguntarse, en primer término, en qué consiste una reconciliación nacional; porque a pesar de las dificultades y conflictos propios de un país que desde 1930 careció de una experiencia democrática duradera, ya lleva más de dos décadas con partidos políticos que transitan los andariveles institucionales sin peligro de aventuras que pongan en riesgo al sistema. Desde 1983 la

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sociedad ha demostrado su compromiso con la democracia cuando se produjeron intentos golpistas; y las instituciones, aún con deficiencias y debilidades no resueltas, funcionan. Además, el tema del perdón no ha sido ajeno a la vida política argentina. Los sucesivos gobiernos militares se perdonaron a sí mismos desde 1930 en adelante; y los gobiernos civiles que pudieron acceder al poder durante los interregnos siempre perdonaron a los usurpadores mediante olvidos o amnistías. Ni la represión a la sociedad, ni los bombardeos sobre la población civil, ni las proscripciones políticas, ni los vejámenes y torturas que ejercieron los militares fueron castigados jamás hasta que se realizó el histórico e inédito Juicio a las Juntas en la década del ochenta. La reconciliación, sin castigo, fue formulada por todos los gobiernos civiles, incluyendo al general Perón que a pesar de casi dos décadas de exilio y proscripción perdonó a sus antiguos enemigos y propuso mirar al futuro sin rencores. Sabemos que la reconstrucción del pasado no se realiza en un ámbito neutral; es una lucha entre diferentes interpretaciones de la historia, entre intereses contrapuestos y sectoriales que modelan el presente y también el futuro. Cuando los neonazis desconocen la matanza de judíos y los campos de concentración, no lo hacen para aliviar su conciencia sino para reformular una historia que se proyectará hacia el futuro. Cuando los defensores de la última dictadura argentina afirman que los desaparecidos están vivos paseando por Europa, no aspiran únicamente a salvar su imagen en el presente, sino también apuestan a incidir políticamente en el futuro. La disputa por la resignificación del pasado es saludable en tanto los participantes traten de acercarse a la verdad y no aspiren a la monopolización de la memoria y la construcción de una historia oficial, verdadera e inamovible. Es auspicioso que existan algunas voces que –enfrentadas entre sí en el pasado– hoy indaguen en la memoria reconociendo sus propias afrentas a los derechos humanos y escapando de los clichés de “buenos” y “malos”.

Esa es la labor que, desde las páginas de Lucha Armada en la Argentina, intenta quien escribe estas líneas: asumir los actos del pasado desde una conciencia crítica y desde una clara y definida posición de izquierda, dándole a este vapuleado término su más sencilla interpretación: estar siempre a favor de los pobres sin que esto signifique justificar a ciegas las acciones que en nombre de ellos han realizado las pretendidas vanguardias. Ese espíritu, sin embargo, no puede incorporar reconciliaciones ni perdones. Porque hacerlo implicaría aceptar que los autores del terrorismo de Estado, donde la violencia oficial llegó a límites jamás conocidos en la Argentina, han resuelto sus deudas con el pasado y con sus víctimas. Y eso todavía no ha ocurrido. ¿Cómo pedirle a las madres, a las abuelas y a los hijos de desaparecidos que perdonen a los autores de los crímenes si éstos todavía no dieron respuesta a los más elementales interrogantes que deben ser satisfechos? Primero. En qué sitio están los cuerpos de los miles de desaparecidos que todavía hoy deben ser buscados afanosamente en lugares recónditos, fosas comunes y cementerios de todo el país. Segundo. Por qué fueron secuestrados y cómo se les dio muerte. Tercero. Dónde están y cuáles son los nombres falsos de los aproximadamente 200 jóvenes que nacieron en cautiverio y que todavía viven engañados, ignorantes de su verdadera identidad. Mientras no se respondan estas preguntas no puede siquiera pensarse en perdones o reconciliaciones. Porque lo que no contempla la propuesta de Leis es que en la Argentina, el pasado no pasó. Está vigente en el presente y así seguirá por mucho tiempo. Sugerirles a las abuelas que perdonen a los secuestradores cuando todavía desconocen el paradero de sus hijos muertos y de sus nietos robados, significaría aceptar que esos chicos, hoy adultos, vivan engañados para siempre. Mientras ignoren en qué sitio se encuentran los cuerpos de sus hijas, las que dieron a luz a sus nietos, y mientras se mantenga oculta la identidad de éstos, no puede haber reconciliación alguna. Madres y niños continúan desaparecidos: los cuerpos de unos y las identidades de otros. Vale la pena reiterarlo: en la Argentina el pasado está presente y continuará así hasta que estas elementales cuestiones humanitarias no sean dilucidadas. Desde el punto de vista de la Justicia, porque los delitos siguen vigentes. Y desde el punto de vista humano, porque esa gente no tendrá perdón hasta que no reconozca sus crímenes y confiese dónde están unos y dónde están los otros. Esta situación se repetirá en el futuro, y por muchas décadas. Porque cuando por circunstancias azarosas alguien descubra, dentro de treinta o cuarenta años, que sus padres fueron asesinados y sus cuerpos ocultados; cuando descubra que quienes lo criaron fueron apropiadores ilegales que le negaron su verdadera identidad, el pasado estará allí, presente en el futuro. No es posible, entonces, estrechar la mano en signo de amistad a quien se obstina en ocultar cuerpos sin vida y vidas sin identidad.- NOTAS

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1 Ver Lucha Armada en la Argentina, Nº 5, febrero-marzo-abril, 2005, pág. 92. 2 Ver Remo Bodei, Libro de la memoria y de la esperanza, Buenos Aires, Losada, 1998. 3 Bodei, (1998) pág. 31.