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Cuento
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Habitación cerrada
Soy el tipo de hombre al que le gustan las historias sangrientas. No sé. Supongo que
afirmar algo así traer consecuencias serias. Quisiera entonces aclarar que las historias
rojas me gustan sólo en su composición estética, como materia narrativa, nada más.
Como una obra de arte que permanece dormida entre un collado de ideales éticos; o ahí,
quieta detrás de los angulosos estantes religiosos. Lista a entretenernos y divertirnos. A
dar cuenta de lo que en el fondo somos. No sé. Quiero decir que hay en los crímenes
algo majestuoso, afirmaciones contundentes de las realidades sociales y las
frustraciones humanas.
En los años cincuenta, el tío Hermes era dueño de una carnicería. Cada madrugada de
lunes a domingo, le cortaba el cuello a cuatro reces rollizas. Las despellejaba, separaba
la cabeza del tronco, les abría el vientre, les sacaba las tripas y las dejaba en unas tinajas
con agua sal y limón, luego separaba los cuadriles, les cortaba con un hacha de tres filos
las pezuñas y finalmente separaba el lomo de la espina. Así debía ser. El festín tenía
lugar en el patio posterior de nuestra casa. Yo oía el mugir feroz de las bestias y no
podía hacer nada. Me tapaba la cara con la almohada esperando no oír el tronar feroz de
los cascos contra el piso ni el berrear ahogado de las reses, pero el llanto final de un
animal que se sabe cerca de la muerte está hecho de nostalgias y tristezas, y yo para ese
entonces me había proporcionado las mías.
La almohada no me salvaba de adivinar las contorciones esforzadas de las bestias
ante el cuchillo del tío Hermes. Una a una las veía en mi mente. Advertía el grueso
cuchillo de cacha negra cortándoles las venas más gruesas y el chorro de sangre
mancharles el cuero. Luego las veía resbalarse sobre su propia sangre, partirse las ancas
por no poder apoyar el cuerpo vencido. Y adivinando eso, lloraba. Se me afligía el
corazón por pensar en mi sangre.
En esos años no había persona que no tuviera miedo. Los muertos se apilaban en los
potreros de las haciendas. Nadie estaba seguro. Un buen día alguien propagó el rumor
de que Hermes era liberal. Después de eso no volvió en las madrugadas para matar
ganado. Nos dejó solos a mi mamá y a mí. Yo la oía llorar en la habitación cerrada a
donde muchas veces los vi entrar. Lloraba como una bestia cuando ve morir a una de su
misma especie. Después de eso permanecí mucho tiempo solo, encerrado en la casa. Mi
madre volvía bien entrada la noche, cuando yo ya estaba en mi habitación. Ella nunca
entró para buscarme y nunca esperé que lo hiciera.
A lo lejos oía el mundo, pero la casa permanecía atrancada y nunca tuve el deseo fiero
de huir. Hermes y yo hablábamos muy poco. Yo sólo alistaba las tinas durante la noche
y a la mañana siguiente, después del barullo, ya no había nada. Él regresaba en las
tardes y dejaba las tinajas en la puerta trasera de frente al patio de tierra, para que yo las
lavara. No puedo decir en qué momento fue que los hilos de sangre seca me inquietaron.
Ese profundo olor a sangre y polvo hizo que mis días fueran buenos en ese entonces.
Meses después fue que sentí la ausencia de Hermes. Una tarde me dio por empuñar el
cuchillo de cacha negra. Él siempre había dicho que yo ya estaba grandecito para esas
cosas. Entonces necesité sus palabras. Me abalancé como un potranco encabritado sobre
la tierra y hundí el cuchillo por la parte más dura. Así se debía sentir rajar la carne de las
bestias. Me faltó el llanto, el mugir ahogado de la res, el último aire.