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La idea liberal y la reforma del Estado_Gaspar Ariño Ortiz

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Gaspar Ariño Ortiz 

La idea liberal y la reforma delEstado 

«Le peuple anglois pense étre libre, il se trompe fort; il nel'est que durant l'élection des membres du Parlement; sitótqu'ils sont élus il est esclave, il n'est ríen» (J. J. Rousseau,  Ducontrat social ou principes du droit publique). 

1. La locura liberal, un peligro a evitar 

Este artículo tiene por objeto ofrecer algunas reflexiones sobre la necesa-ria reforma del Estado, que debe presidir cualquier programa de acción liberal.Muchas veces en los últimos años se ha hecho la crítica, en los más diversoscontextos, de lo que podíamos llamar el fenómeno burocrático y los inconta- bles males que encierra; la solución que un liberal da a estos problemas essiempre la misma:  suprimirlo. Suprimir las intervenciones, suprimir la regu-lación, detener el protagonismo creciente del Estado, reducir el gasto público,quitar impuestos y otras medidas semejantes; en una palabra, dejar vivir a lasgentes y devolver la libertad a la iniciativa privada, porque ésta es la mejormanera de resolver los problemas sociales. Por supuesto que la mayoría de

nosotros coincidimos esencialmente en estos postulados, aunque seguramenteexisten bastantes diferencias respecto a los grados y formas en que es posibleconseguir tales objetivos. 

Por formación (¿o deformación?) profesional he pensado muchas vecesque esa solución de  suprimir, de eliminar, de acabar con la intervención delEstado en el orden económico, social o cultural es sencillamente un imposibleen la gran mayoría de los casos (aunque fuera deseable). En una sociedadcomo la nuestra, industrial y urbana, el Estado no tiene sustituto, al menosa corto plazo, porque, queramos o no, de él depende en gran parte el bienes-tar (malestar) de la población y la marcha de la sociedad. Hace un siglo lasociedad (esto es, las familias, las industrias, los comerciantes, los campesinos,los estudiantes) vivía su vida, aunque ésta fuese a veces zarrapastrosa y triste,al margen del Estado; pero hoy la sociedad no puede vivir sin el Estado.

Cuando éste se para, se para la sociedad. La experiencia española de los últi-  

Cuenta y Razón, n.° 6Primavera 1982 

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mos años, con todas las justificaciones que quieran encontrarse, es una pruebade ello. 

El ciudadano, hoy, es un ciudadano cautivo. La mayoría de sus necesida-des han tenido que ser organizadas y satisfechas colectivamente: vivienda,transporte, sanidad, abastecimientos, agua, gas, electricidad, medios de comu-nicación, enseñanza, suelo urbano y tantos otros son sectores sobre los que

descansa su misma existencia y en los que el Estado ha asumido desde haceaños el protagonismo. Por ello se ha hablado, con razón, de la extraordinariainferioridad social del hombre moderno (Forsthoff), del surgimiento de esenuevo modo de ser del Estado: el Estado de la «previsión existencial», elWelfare State, el Estado de los servicios públicos, o como se le quiera llamar.En definitiva, mayor control público, mayor regulación y un Estado de pres-taciones a través del cual se desea obtener una redistribución de los resultadosdel proceso económico. Se produce, como ha escrito Bell, «the shift frommarket to political decisions». 

Todo esto está, ciertamente, en las antípodas de nuestras preferencias.Pero está ahí, como lo demuestra esa aterradora cifra del déficit previsto paralas Administraciones Públicas en 1982, que alcanza nada menos que 800.000millones de pesetas (ésta es la prevista, la real se estima que supere el billónde pesetas). Esta realidad ha engendrado tal cantidad de intereses, de situa-ciones consolidadas, de hábitos de pensamiento e incluso de costumbres ciu-dadanas, que es iluso pensar que puede desaparecer de la noche a la mañana.  

Sí hay una cosa necesaria en el análisis de los problemas sociales, éstaes, para mí, el realismo. Uno de los grandes peligros del socialismo (que a la par constituye uno de sus atractivos) es su carácter utópico: la creencia deese «hombre nuevo» marxista (trabajador, honesto, generoso, disciplinado, bueno, eficiente) sobre el que montan  — consciente o inconscientemente —  su«nueva sociedad». Ello, naturalmente, es irreal y no hay más que asomarsea los países del Este para comprobarlo. Ahora bien, frente a la utopía socia-lista hay que evitar, por nuestra parte, lo que yo llamo la locura liberal, quesi no estamos vigilantes, aparece de vez en cuando en algunas formulaciones.

La locura de los que piensan que el Estado puede ser suprimido. Tengo para mí que es más realista y hacedero contar con él, aceptarlo(aunque sea como una realidad inevitable) y tratar de reformarlo, esto es, demejorarlo en sus procesos de decisión de modo que ejerza sus funciones dela mejor manera posible allí donde no puede dejar de estar. Todo ello sin perjuicio de que abandone aquellas áreas donde nunca debió entrar. 

2. La estructura del Estado y el falseamiento de las libertades 

Ocurre que, a diferencia de las incontables críticas y diatribas contra elEstado, que salen a diario de las plumas liberales, no existen apenas intentosde reconstrucción (de nueva construcción) de un «modelo de Estado» liberal.

Porque casi siempre a lo que con estas palabras se alude — 

 pienso ahora, por 

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ejemplo, en el precioso trabajo de Joaquín Garrigues —   no es a un nuevoEstado, sino a una nueva política, desde el Estado, claro está, pero sin que preocupe demasiado el aparato institucional que para ello se emplea. Pienso, por el contrario, que el aparato institucional no es algo neutral, sino decisivo.Dicho brevemente: un Estado liberal no puede alojarse en una Administra-ción napoleónica, y antes o después (más bien antes que después) morirá

asfixiado por ésta. Esta es, en cierto sentido, la experiencia histórica del últi-mo siglo y medio. 

¿Cómo debe ser un Estado interiormente  — en sus estructuras, en sus procedimientos, en su derecho —  para que se adecúe y sirva hoy a la idealiberal? Permítanme unas reflexiones en voz alta sobre este tema.  

Para empezar, lo primero es tomar conciencia de dónde estamos. 

2.1.  Primer falseamiento de la democracia y las libertades: el Parlamento domesticado 

Durante la década de los años sesenta se produjo en los medios intelec-tuales y universitarios del mundo occidental como un sentimiento de profun-do malestar frente a un tipo de sociedad y de Estado que, bajo formas dedemocracia, esclavizaba de hecho al individuo en cuanto tal, ignoraba en la práctica su libertad, su vida y su dignidad. Este era el sentimiento que impe-raba en muchos sectores de la sociedad, especialmente los jóvenes. La críticaera certera. El ciudadano, al que pomposamente se le llamaba «soberano»,en el orden constitucional, era de hecho considerado un simple «subdito» por la maquinaria implacable del Estado. Se le adula a la hora de conseguirsu voto en una elección y después se le ignora hasta la elección siguiente.Además, las elecciones se les antojaban a los jóvenes triviales y lejanas, mon-tadas sobre unas declaraciones vagas y solemnes que no tienen después reali-dad; en cambio, se les negaba voz y voto en asuntos que directamente afecta- ban a su trabajo, a sus intereses o a su entorno vital. Bajo la máscara de una

 presunta soberanía popular se ocultaba una real dominación a través de arca-nos procesos de decisión asumidos en exclusiva por la burocracia, la tecno-estructura o como se quiera llamar. La representación parlamentaria era un pobre consuelo, pues los parlamentos habían dejado de ser, bastantes añosha, la poderosa institución de dirección y control del Estado. 

He aquí la primera gran quiebra de la democracia en el moderno Estado:el Parlamento ha sido domesticado. El Parlamento es como el crisol de lademocracia. En el origen de la democracia constitucional moderna, la doctrinadel gobierno representativo tenía una visión muy simple: al Parlamento, quees la representación del pueblo, corresponde la elaboración de las leyes, laadopción de las grandes decisiones, de las grandes opciones que se planteana la comunidad; en él reside la soberanía, puesto que es la emanación de lacomunidad misma, integrada por sus representantes políticos libremente ele-

gidos; a éstos corresponde no sólo la aprobación de las leyes, sino también

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la fijación de las metas y objetivos de la comunidad política, formulados enun programa de actuación que el Gobierno debe presentar periódicamente

 para su aprobación. El Gobierno se concibe como un órgano subordina do, alque se encomienda fundamentalmente la «ejecución de la Ley» (y a travésde ella, de los planes y programas que el Parlamento le apruebe). Tendráexcepcionalmente la función de proveer a las necesidades públicas en ausencia

de ley o en materias que no se pueden prever (o proveer) por leyes (el poder — escribirá Locke —  de actuar de acuerdo con su discreción en la consecucióndel bien común, sin que exista una prescripción legal...). Pero esto es un

 poder excepcional, de prerrogativa, cuyo uso debe ser escaso. El Gobierno-Administración, en este modelo, era sólo el «poder ejecu-

tivo» y su función principal conseguir la pacífica convivencia entre los ciuda-danos, mantener el orden público, limitando lo menos posible la libertad.  

 No hace falta decir cuan lejos estamos de esa mecánica del poder queimaginaron los revolucionarios del siglo xvui. Desde hace ya bastantes años(Segunda Guerra Mundial) tal planteamiento ha entrado irremediablementeen crisis, y ello es debido a múltiples razones. En primer lugar, a medidaque los Estados han ido asumiendo la dirección y el protagonismo de la vidaeconómica y las tareas de asistencia vital, ha habido muchas materias quehan escapado a la iniciativa del Parlamento, porque en tales materias de polí-tica económico-social se exige un saber especializado del que normalmente los

 parlamentarios carecen. Estos carecen también en muchos casos de la infor-mación suficiente para llegar a decisiones racionales. Y aun cuando la tengan,

 por las características mismas de la institución (número de sus miembros, re-glas de actuación, carencia de servicios de apoyo, etc.), él Parlamento, en todoslos países, se ha mostrado absolutamente incapaz de asumir o dirigir las nue-vas tareas. 

Se han invertido así los papeles: el Gobierno ha pasado de ser el ejecutorde la política a ser el formulador de la misma, en campos cada vez más am-

 plios. Y las asambleas de representantes elegidos han tenido que, o bienotorgar amplias y constantes «delegaciones en blanco» a los gobiernos, o bien

limitarse a asentir sin más (o con leves alteraciones) a los planes y programasdel Gobierno. Esta realidad es universal. La asamblea legislativa más activa, flexible y

mejor dotada del mundo, que es el Congreso de los Estados Unidos, ha tenidoque hacer uso constante de tales delegaciones, que en muchos campos sonun cheque en blanco al Gobierno. Los  standares, directrices o límites de talesdelegaciones, que se exigieron inicialmente para que éstas no fueran anti-constitucionales, han llegado a ser tan vagas que quien es quizá el más ilustre

 profesor de Derecho Administrativo en aquel país, K. C. Davis, de la Univer -sidad de Chicago, ha podido decir recientemente: «La diferencia entre dele-gaciones con tan vagos  standards y delegaciones en blanco sobre una materiaes, más o menos, cero.» Lo que el Congreso hace es decirle a la Administra-ción: «Aquí hay un problema. Resuélvalo. Y en algunas ocasiones, incluso,

 puede decir: nosotros, el Congreso de los Estados Unidos, no sabemos cuáles

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son los problemas actuales o los que puedan venir. Descríbalos, identifíqueloscuando surjan y resuélvalos» *. Además, en lugar de ser una excepción, seconvirtió en técnica habitual de gobierno a partir de 1929. El traspaso del poder es evidente. ¡Y todo ello en un país en el que se afirmó durante mu-cho tiempo la delegación como algo anticonstitucional! 

2.2. Segundo falseamiento: la disciplina de partido yel elitismo democrático 

La segunda causa que ha venido a invertir los papeles constitucionales enlos países de régimen parlamentario (y aun en algunos de régimen presiden-cialista) es sencillamente la disciplina de partido. Permítaseme traer aquí eltestimonio reciente de dos distinguidos profesores, uno inglés y otro germano-norteamericano; el primero de ellos reconoce que aunque teóricamente estotal el control del Parlamento inglés sobre el ejecutivo, «en la práctica lascosas son completamente al contrario», pues dado el sistema electoral, «enel cual hay muy pocas posibilidades de obtener un escaño en el Parlamentosin el apoyo del partido, esto significa que para un diputado el hecho de reti-rar su apoyo al Gobierno (y al partido) es un suicidio político»; por lo que,en la realidad, sigue diciendo, «la legislación representa la voluntad del eje-cutivo más que la del legislativo»; «en asuntos económicos y financieros — concluye — , el sistema es virtualmente dictatorial» 2. El segundo testimonio,de Karl Loewenstein, dice así: «Cuando una mayoría disciplinada no correningún peligro de ser infiltrada o desbancada por la oposición, el legislativono es sino un instrumento más o menos dócil que ejecuta el programa guber-namental que se le dicta. Ya no hay iniciativas legislativas espectaculares.Todo lo que el gobierno tiene que hacer es preocuparse de que sus corderitos parlamentarios permanezcan en el redil, lo cual se consigue en Inglaterra pormedio de los látigos del partido (party whips), en Francia gracias a la auto-ridad de De Gaulle (el autor escribe en 1961) y el miedo a la oposición y en

la República Federal de Alemania por medio del compromiso con el eventualaliado en la coalición. El resultado es el mismo en todas partes; el Gobierno,solo, lleva a cabo la toma de decisiones y su ejecución legislativa y adminis-trativa, y la función de control del Parlamento se convierte también en ilu-soria» 3. 

Por una u otra vía, el resultado final es así de claro: en la determinaciónde la política nacional (planes y programas de actuación del Estado), unasélites político-burocráticas (gubernamentales o de partido) imponen sus dicta-dos al resto de los representantes elegidos por el pueblo. Y por supuesto, al pueblo mismo. Ello hará escribir a Hayek, en 1956, acerca de la existencia  

1 K. C. Davis, Administrative Law Test, West, 1972, pág. 27. 2 B. Schwartz y H. W. R. Wade,  Legal Control of Government , Oxford, 1972, págs. 13

y sigs. > 3 Karl Loewenstein, Teoría de la Constitución, trad. española, 2.a ed., 1976, pág. 475. 

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de un «nuevo despotismo ejercido si se quiere por una dedicada y honesta burocracia que sinceramente busca el bien del país, pero que no deja de serun gobierno arbitrario, libre de todo efectivo control parlamentario». 

Todo ello responde a una comprensión de la democracia completamenteelitista, en la que aquello de «gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo» no pasa de ser un pío deseo. Tal visión del sistema democrático (que

ha sido la imperante) se centra en un solo elemento: el proceso electoral y lacompetición de líderes en busca de los votos. La representación se magnificahasta hacer de ella una especie de apoderamiento en blanco. El ciudadanoqueda como enajenado en su iniciativa y en su capacidad de decisión, ensituación de permanente minoría de edad política hasta la próxima elección.Los partidos políticos  — o los sindicatos —   se configuran como los represen-tantes globales y exclusivos de los intereses del ciudadano (cuando digo par-tidos o sindicatos a lo que aludo realmente es a la dique dominadora de losmismos, pues tampoco  — en ese momento —   los partidos responden a un principio real de democracia interna; ni siquiera en nuestros días algunos sehan enterado). Tal situación, que es la real, ha sido pacíficamente admitida por el mundo occidental durante muchos años. Pero esta situación va termi-nando. Se equivoca quien piense que se puede seguir gobernando la comu-nidad política de esta forma. La crisis por la que atravesó el mundo intelec-tual y universitario de los años sesenta ha dado lugar a, entre otros frutos,uno a mi entender muy positivo: la pérdida de fe ingenua en la democracia parlamentaria al uso, la necesidad de abrir nuevas vías de representación aotros niveles y a la devolución del poder político, siempre que ello sea posi- ble, a sus titulares originarios: los ciudadanos. 

2.3. Tercer falseamiento de las libertades: la sacralización del Estado  

He dicho al comienzo que el Estado no tiene sustituto y que su carácterrector, supremo y soberano sobre la comunidad política en cuanto tal es único

e indiscutible, sometido, naturalmente, a la Constitución y al Derecho (nadie piensa volver ahora a un sistema señorial). Pero una cosa es eso y otra muydiferente convertirlo en un nuevo Demiurgo con poderes ilimitados sobrenuestras vidas. Vivimos en un mundo en el que se ha sacralizado al Estado.El Estado es el dispensador de la justicia, protector de la libertad, benefactory procurador de nuestra existencia. El grado y ámbito de nuestra dependenciahacia él es creciente4. 

Se presume que el Estado busca el bien común, que persigue en todomomento la consecución del interés público; que frente a la sociedad, inte-grada por un sistema de necesidades egoístas, se nos presenta como la reali- 

4 Recordemos aquí a Forsthoff y su distinción entre espacio vital dominado y espacio vitalefectivo, tan rica de consecuencias para la fijación del sistema de fines del Estado y la nuevainstrumentación jurídico-institucional que éste requiere. Véase, entre otros lugares, Sociedad In-dustrial y Administración Pública, Madrid, 1967. 

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zación de la idea moral. Todo este planteamiento hegeliano ha calado honda-mente en pensadores, políticos y juristas. En el Derecho, especialmente elDerecho Público, todas las regulaciones parten de la premisa esencial, segúnla cual el Estado (y en concreto la Administración, según se verá más ade-lante) es el titular del interés público, el definidor del mismo, el intérpreteauténtico de su contenido en cada situación y en cada momento.  

El Estado, en esa tarea de identificación y realización del interés público,se identifica básicamente con el Gobierno y la Administración (según vimosanteriormente), esto es, con un aparato jerárquicamente ordenado cuyosimpulsos descienden desde el Consejo de señores ministros y cada uno deellos hasta los titulares (políticos o burocráticos) de los órganos subordinados.Ahora bien, es un tanto optimista pensar que este aparato es «la realizaciónde la idea moral». El pretendido conocimiento iluminista de lo que sea elinterés público, la supuesta «encarnación» del mismo en políticos, adminis-tradores o burócratas es una ilusión que ha ido degradándose progresivamenteen la conciencia social y no puede subsistir. Con mayor o menor fundamento(casi siempre con bastante), las sociedades ilustradas de nuestros días descon-fían de sus gobernantes. Como ha demostrado Anthony Downs5, la burocraciano encarna el interés público, sino, ante todo, un sistema de intereses perso-nales; en segundo lugar, un sistema de intereses sectoriales del grupo u orga-nización a la que sirve o de la clase a que pertenece, y, finalmente, en lamedida en que ambos lo permiten, el aparato burocrático se mueve por unacierta idea, casi siempre vaga e imprecisa, de lo que puede ser el interés público. 

Todo ello no es, necesariamente, producto de los vicios o la corrupciónde los protagonistas, sino consecuencia del mercado político y de la crecienteconflictividad socioeconómica entre los grupos de una sociedad evolucionada(cuando unos ganan, otros pierden; lo que a uno se le da, a otros se les priva;toda elección tiene un coste de oportunidad: aquello a que se renuncia comoconsecuencia de la elección). En estas circunstancias, se hace cada vez másdifícil llegar a identificar qué sea ese inalcanzable «interés público», por la

sencilla razón de que no sólo hay «un público», sino «muchos públicos»,como los pragmatistas americanos (John De\vey, Paul Appleby, etc.) pusieronde manifiesto hace ya bastantes anos. Hoy esto es absolutamente obvio 6.Y, por tanto, se hace difícil aceptar como indiscutible esa presunción de titu-laridad en exclusiva del interés público a favor de la Administración, que deuna manera arcana y como iluminación divina nos puede decir a todos lo quemás nos conviene. 

5 Anthony Downs, Inside Bureaucracy, Rand Corporation, 1966. Las conclusiones de este estudio están hoy ampliamente aceptadas. En el mismo sentido, entre nosotros, Nieto, «La vocación del Derecho Administrativo de nuestro tiempo», en  RAP, núm. 76 (1976), págs. 12 y sigs. 

6 Y así ha sido reconocido también por los juristas. «The public interest  — escribió JusticeFrankfurter en una famosa decisión —  is a texture of múltiple strand.» Véanse los análisis deEmmette S. Redford, Ideal and Practice in Public Administration, University of Alabama Press,

1958, págs. 107 y sigs. 

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2.4. Y además, una Administración incapaz, caótica 

Para terminar el cuadro hay que decir dos palabras sobre el modelo deAdministración con el que nos encontramos. Responde fielmente a ese tipode Estado sacralizado que heredamos de Hegel, de Bismarck, de Napoleón.En la España actual, los esquemas y hábitos administrativos desde los que

arrancamos son los diseñados por este último: una Administración rígida-mente jerárquica, autoritaria, con afición al secreto y al misterio de sus razo-nes (los viejos arcana imperii); una Administración que ha estado  — y sigueestando —  excesivamente politizada, demasiado sumisa al mando político (alque se suma hoy el mando de partido), con muy estrechas vías de exigir res- ponsabilidad a autoridades y funcionarios; que tiene un sentido iluminista — y exclusivista —  de lo que sea el interés público; que se considera siempreen posesión de la verdad y que tiene, en definitiva, muy poco respeto al ciu-dadano al que dice servir. 

 Nuestra Administración no es, en su estructura básica, en sus procedi-mientos de actuación, en sus hábitos de trabajo, muy distinta a como erahace cien años. Algunos intentos de reforma profunda, como fueron el movi-miento «institucionalista» de principios de siglo o la reforma de la función pública, apenas intentada hace pocos años, fueron intentos frustrados. Sucapacidad analítica y de estudio no guarda proporción en absoluto con el incre-mento, en cantidad y dificultad, de los problemas que se le han venido enci-ma. La Administración española no es precisamente un modelo de «inteli-gencia creadora». Con una información pobre y con una notable falta de insti-tuciones de estudio y reflexión, se limita a abordar como puede los problemasdiarios y a ir a remolque de los acontecimientos. Los Gobiernos se enfrentancon problemas cada vez más difíciles y sus medios y procedimientos no estána la altura de tales exigencias. 

Con todo ello, lo que se quiere destacar es la inadecuación entre esta pre-tendida capacidad en exclusiva de determinar lo que es el interés público y latriste realidad de una Administración en la que hay que replantearse a fondo

el sistema de instituciones públicas que nos gobierna, anticuado, corrupto,lleno de malos hábitos y bastante inepto.  Todo ello no es tanto un problema personal como institucional. Las per-

sonas que integran los grandes cuerpos de nuestra Administración pública(y los que se engrandecen de día en día, como ocurre con el Cuerpo Técnicode la Administración Civil del Estado) son casi siempre muy capaces de llevara cabo su misión. Las jóvenes promociones de universitarios y miembros dela función pública han demostrado también ser muy capaces de reflexión ycrítica. Pero como he dicho otras veces, en la vida del Estado los vicios deun sistema son siempre superiores a la virtud de los hombres que lo practi-can. No bastan las aisladas iniciativas personales ni los numerosos casos deservidores públicos honestos y dedicados. 

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3. Posibles líneas para una reforma: ¿será ello posible?  

El autor de estas líneas es consciente de que algunas de las cosas que acontinuación dirá pueden ser vistas por el lector especializado, aun por el más benevolente, como algo irrealizable en este país nuestro. El grado de escepti-cismo hoy imperante en los medios político-administrativos es sólo equipa-

rable a la falta de confianza del ciudadano hacia esos mismos medios. Pero,en fin, en un rapto de optimismo por mi parte — y también de fe en la razón,que acaba siempre por imponerse — , he aquí algunas evidencias: 

1)  Se ha producido en la dinámica del poder un profundo cambio, quese manifiesta sobre todo en el desplazamiento de los poderes de decisióndesde las instancias representativas de los ciudadanos a los centros burocráticos del Gobierno-Administración. He aquí un nuevo challenge del Estadode nuestros días: sin ceder un ápice en las exigencias posibles de un control parlamentario del poder, el problema hay que abordarlo hoy allí donde realmente está: la representatividad, estructura y funcionamiento del Gobiernoy Administración.

2)  La actual localización del poder político-administrativo y las dificultades del control parlamentario no sólo llevan consigo un «nuevo despotismo», como hace ya muchos años llamó Lord Hewart a la nueva situación,sino que además supone  — dada la ineptitud de nuestra Administración y suinadecuación a las responsabilidades presentes —  un riesgo no pequeño parala presunta realización del interés público que aquélla tiene encomendado.Desde ambas perspectivas — democratización de la Administración y garantíade mejores decisiones —  se postula una más intensa, sistemática e institucionalizada participación ciudadana en las estructuras y procesos de decisiónde la Administración pública.

3)  Es claro para mí que el ciudadano no puede ver hoy limitada suintervención en la vida pública al ejercicio ritual del voto cada cierto númerode años para elegir de entre unas pocas personas (o listas) que se ofrecenun representante en el Parlamento; la existencia de instituciones representa

tivas al más alto nivel (parlamentario-presidencial) no es hoy suficiente paraasegurar la democracia; el ciudadano quiere ser escuchado no sólo en lasgrandes y solemnes ocasiones, sino también en la gestión política diaria, cuando el Gobierno-Administración adopta decisiones que personal y directamentele conciernen.

4)  Es preciso desarrollar nuevos procedimientos de representación, aotros niveles distintos del Parlamento y a través de otros cauces distintos alos partidos políticos. Estos no agotan la representación ciudadana en el proceso político. Junto a la representación ideológica existe hoy la necesidad dearticular la representación según los intereses afectados en los procesos dedecisión administrativas.

5)  Los procesos en los que esta representación deviene más necesaria noson aquellos en que la actuación de la Administración es pura actuación regla-

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da, vinculada a la norma, sino en aquellos en que la Administración actúa conamplios márgenes de discrecionalidad y determinación de una «política»(policy making), como ocurre en materia de educación, transportes, sanidad,vivienda, política de precios o tarifas, etc. Los sectores en que se hace nece-saria la participación son justamente aquellos en que el nuevo sistema defines del Estado Social ha generado un creciente  — y judicialmente impara-

 ble — 

  poder discrecional. En particular, resulta necesaria en todas aquellasacciones de prestación o favorecimiento en que la Administración actúa comodispensador de la riqueza pública (subvenciones, crédito oficial, concesionesdomaniales, política de suelo público, beneficios arancelarios y, en general, entodos aquellos campos en que la Administración, en forma pública o privada,dispone o gestiona la riqueza pública). 

6)  Esta participación no puede ser algo simbólico u ocasional, o fruto puramente del amiguismo y las relaciones personales, sino algo institucionalizado, estable y permanente. Para ello hay que proceder a la creación de losmecanismos necesarios de consulta y colaboración entre el Estado y los sectores y grupos organizados de la sociedad.

7)  Algunas de estas reformas institucionales básicas podrían ser lassiguientes (sin pretensión alguna de exhaustividad ni de tratamiento com pleto, se hace a continuación una enumeración y un ligero diseño de cadauna de ellas):

a)   Reforma del Parlamento. Las características estructurales y funcionales de las Asambleas Legislativas (número de sus miembros, forma de producirse las deliberaciones, sistema electoral y preparación de sus componentes,dotación de sus servicios, etc.) les hacen particularmente inidóneos para intervenir en la marcha de los asuntos de gobierno, especialmente de aquellosque tienen un contenido económico (que son, en una sociedad evolucionada,los más importantes). La pobreza de las deliberaciones que ofrece el Parlamento con ocasión de las leyes presupuestarias, de la discusión del Plan Energético Nacional o de los antiguos Planes de Desarrollo Económico, es verdaderamente llamativa. En la mayoría de los casos no hay ni siquiera un diálogo

racional, sino la simple repetición de slogans partidistas que no conducen anada. El Parlamento se encuentra subequipado en su diálogo con el Gobierno,y o se introducen en él reformas importantes, tanto en su estructura comoen sus procedimientos de actuación, o resultarán una farsa o una simple plataforma de acción política y de partido las discusiones en su seno sobreun gran número de cuestiones. El tema es viejo y está ampliamente estudiadoen cuanto a posibles medidas: creación de una Oficina Presidencial importante, constitución de comités parlamentarios especializados, dotación de ase-soramientos permanentes, técnicos y económicos, y otras medidas de esteorden. Resulta muy digna de estudio la experiencia de la CongressionalBudget Office (CBO) en los Estados Unidos.

 b)  Un Consejo Económico y Social, al que se refiere el artículo 131 de

la Constitución, foro de diálogo y concertación entre las fuerzas económicas

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y sociales. La naturaleza de este organismo es de asesoramiento y consulta,tanto al Gobierno como al Parlamento, debiendo estar dotado, por lo mismo,de una independencia clara respecto de las fuerzas políticas organizadas y re- presentadas en aquellas instancias. El CES debe integrar en su seno no a lasfuerzas políticas, sino a las fuerzas sociales e institucionales: las organizacionesempresariales y sindicales, las cámaras oficiales (agrarias, de comercio, urba-

nas o mineras), otras organizaciones profesionales (colegios) o económico-sectoriales (como las asociaciones de consumidores o de ahorradores-inverso-res) y quizá una representación de expertos, cualificados e independientes,designados por un tiempo fijo y con carácter irrevocable por los propiosconsejeros. 

c) Comisiones reguladoras independientes. El objetivo es asegurar unaracional, coherente, imparcial y certera regulación social y económica en lossectores en que, por variadas razones, aquélla subsista. Entre estos sectores pueden citarse algunos como los siguientes: banca, seguros, ciertas industriasy comercio de alimentación (panaderías, centrales lecheras, fábricas de harinasy otras), el transporte (tanto urbano como interurbano) en todas sus modali-dades (terrestre, marítimo y aéreo), los grandes suministros ciudadanos (agua,gas, electricidad), las distintas áreas y fuentes del sector energético (carbón, petróleo, gas, nuclear) en todas las fases del ciclo (exploración, transporte,refino, distribución y comercialización), las comunicaciones (teléfonos, radio-difusión, telégrafos, televisión) y otras muchas. 

Hasta ahora esta reglamentación de la actividad económica ha estado con-centrada en el Consejo de Ministros o en los ministros, y así debe seguirsiendo en todo aquello que constituye las grandes directrices, la programación,la orientación del sector, la dirección política del país. Pero hay otra serie deaspectos, cada día más importantes, que constituyen la ordinaria administra-ción de la actividad, de carácter técnico y económico, que exigen una autori-dad reguladora dotada al mismo tiempo de  preparación técnica, independencia

 política y legitimación democrática; una autoridad que tenga, además, conti-

nuidad al frente de esa tarea, pues la mayoría de las veces la ordenación oreestructuración de un sector, para ser eficaz, debe tener una duración muchomás amplia que la del Gobierno de turno. 

Pues bien, se trata de crear organismos de nuevo cuño, autónomos y hastacierto punto independientes de las fuerzas políticas de turno (y de sus inte-reses a corto plazo), que asuman la ordenación económico-administrativa deaquellos sectores económicos como los antes citados cuyas determinaciones(plan de inversiones, etc.) no pueden verse sometidas a continuos cambios deorientación. La autoridad política ordinaria (Consejo de Ministros, ministros)se encuentra muchas veces en una difícil situación para regular con aciertoestos campos. Me remito a lo que he escrito en otro lugar sobre ordenacióny control de precios, en donde propuse sustituir el modelo centralizado y po-lítico que tenemos (órgano de la Administración Central vinculado jerárquica-

mente al Gobierno, con poder para fijar discrecionalmente las regulaciones

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económicas en función de la política general del Gobierno) por un modelodescentralizado y técnico (junta, comisión o jurado independiente con poder para fijar las regulaciones, precios y tarifas en base a unos principios y fór-mulas previamente establecidas por el Parlamento o el Gobierno)7. 

d) Comisiones de estudio e información (Gobierno-sindicatos, Gobierno-

empresarios), La relación gobierno-fuerzas sociales se muestra hoy de absolutanecesidad. Pero en ella, especialmente en la relación con los empresarios, esmás que probable que surjan motivos de tensión y discrepancia, pues por lamisma naturaleza de las cosas una y otra parte contemplan los problemas conóptica diferente (en el fondo, con una ética diferente). Como ha señaladoE. Birdzell, el empresario tiene una óptica individualista, según la cual loshombres se mueven por su propio interés y hay que medir a cada uno porsus propios méritos, su esfuerzo, su aportación al proceso productivo y susresultados finales; todo ello medido según la regla de oro del mercado y lalibre competencia, que consagra, premiando o sancionando, las desigualdades.El Estado, en cambio, tiene una visión colectivista y trata de promover con-tinuamente un inalcanzable bien común en el que destaca en estos tiempos,como uno de sus principales ingredientes, la igualdad entre los ciudadanos;

y así, proliferan las medidas correctoras de las desigualdades y muchas de susdecisiones están justamente orientadas hacia este logro de unos mínimosiguales para todos. Para ello exige, de todos, sacrificio y abnegación, la cesiónen los propios intereses por el bien de la comunidad. 

Es previsible, pues, que surjan conflictos, pero sería táctica equivocadatanto por parte de los empresarios como de las organizaciones sindicales elmantenimiento de una sistemática oposición a las medidas del Gobierno. Setrata, por el contrario, de adoptar una postura de colaboración instituciona-lizada en el diseño y redacción de las regulaciones de la economía. Esta situa-ción o relación «ideal» ha sido algo universalmente proclamado en los últimosaños. Los franceses hablarán de una «economía concertada», los británicos desus «pactos social y económico»; los americanos, que son el pueblo másamante de la economía de mercado, han hablado de una relación básicamenteenemiga, pero en la que hay que llegar a la «coexistencia pacífica» (Weiden-baum) (los americanos prefieren tener al Gobierno más bien lejos y sin títulosde intervención en la vida interna de los ciudadanos o de las empresas).  

En definitiva, esta relación no será sino la consecuencia y el reflejo delsistema político-social de cada país en su conjunto. Pues bien: en España,donde los contactos entre unos y otros se vienen manteniendo desde siemprede forma irregular, basados en el «amiguismo» (o en relaciones menos con-fesables), es preciso institucionalizar tales relaciones de una manera oficialy pública tanto en cada sector o departamento ministerial como de unamanera global y en conjunto de los distintos sectores de la sociedad y elGobierno. 

7 Véase G. Ariño Ortiz,  El con trol de los precio s y la justa remunerac ión de la inversión,

ASEPA, Madrid, 1978. 

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e)  Un Estado autonómico con una Administración descentralizada. Novoy a referirme aquí a todo lo que para la Administración Pública y el Estado llevan consigo las autonomías político-administrativas consagradas en laConstitución. Me he referido a este tema ampliamente en mi colaboraciónal libro colectivo (dos volúmenes) publicado recientemente por Espasa Calpe bajo el título La España de las autonomías: pasado, presente y futuro. Sólo

añadiré aquí que ésta es, sin duda, una vía grata para los liberales y adecuadaa una mejor defensa de la libertad. Lo único que hace falta ahora es encontrar el justo medio, el equilibrio entre la necesaria unidad de acción y elrespeto a los ámbitos de libertad institucional reconocidos en la Constitucióny los Estatutos. Es éste un cambio importantísimo en la estructura y los há bitos de nuestro Estado, y resulta sorprendente ver cómo aun aquellos quese llaman a sí mismos autonomistas no acaban de aceptar las consecuenciasde ello y se resisten a soltar las riendas del poder tantos años detentadas.Recordemos aquí lo que solía decir Joaquín Garrigues: «En este tema, si unose decide a saltar, no puede arrepentirse cuando está en el aire. Algo de elloestá ocurriendo estos días.»

f)   Reforma del Banco de España. Asentamiento de la política monetariasobre la base de la independencia del banco emisor en su dirección y gestión respecto del poder político de turno; nuevo encuadramiento del Bancode España en sus relaciones con el Gobierno bajo la dependencia, ambos, delParlamento.

g)   Institucionalización independiente de la información económica. Reorganización de los órganos oficiales elaboradores de las estadísticas y la información económica, independizando aquéllos en su trabajo técnico, que debeser objetivo, imparcial y público de toda posible presión o manipulacióngubernamental; es preciso asegurar y organizar la información económica bajoun estatuto jurídico que asegure la autonomía y respeto a los órganos encargados de elaborarla.

Estas y otras transformaciones deben ser abordadas si queremos configu-rar un modelo de Estado que se adecúe y sirva a la idea liberal. No se ha que-rido aquí sino esbozar en cuatro rasgos algunas de ellas. No son todas niéstas están tratadas en profundidad. Pero, en definitiva, es éste un tema des-cuidado al que conviene prestar atención.  

G. A. O.* 

* 1936. Catedrático de Derecho Administrativo. Miembro del Club Liberal de Madrid.