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servicio de documentación IGLESIA DE LA EXALTACIÓN NOVIEMBRE - DICIEMBRE 2016 Año XLIII 507 508 La Iglesia casa del consuelo La fidelidad hace crecer la libertad DE LA SANTA CRUZ

La Iglesia casa del consuelo La ˜delidad hace crecer la libertad · 2017. 12. 24. · la vida, es la presencia de Dios en el corazón. Porque su presencia en noso - tros es la fuente

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servicio de

documentación

IGLESIA DE LA EXALTACIÓN

NOVIEMBRE - DICIEMBRE 2016 Año XLIII

507508

La Iglesia casa del consueloLa �delidad hace crecer la libertad

DE LA SANTA CRUZ

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ÍNDICE

Viaje apostólico a GeorGia y azerbaiyán

2016-11-12-26 Santa Misa .............................................................................. 1.Homilía del Santo Padre Francisco.

2016-11-12-27 Encuentro con los sacerdotes y comunidades religiosas ........... 4.Discurso del Santo Padre Francisco.

2016-11-12-28 Santa Misa en la Iglesia de la Inmaculada ................................ 8.Homilía del Santo Padre Francisco.

AUDIENCIAS GENERALES ACERCA DE LA FAMILIA

2016-11-12-29 Capaces de acoger ............................................................... 11Audiencia general 7 de octubre de 2015.

2016-11-12-30 Una promesa inviolable de amor a los hijos ...................... 13.Audiencia general 14 de octubre de 2015.

2016-11-12-31 Por qué la fidelidad no quita la libertad ............................ 15.Audiencia general 21 de octubre de 2015.

2016-11-12-32 Alrededor de la mesa en familia ......................................... 17.Audiencia general 11 de noviembre de 2015.

AUDIENCIAS GENERALES JUBILEO DE LA MISERICORDIA

2016-11-12-33 Atravesar el umbral de la Misericordia .............................. 19.Audiencia general 18 de noviembre de 2015.

2016-11-12-34 Lo que a Dios más le gusta ................................................ 22Audiencia general 9 de diciembre de 2015.

2016-11-12-35 El signo del Jubileo ............................................................. 24.Audiencia general 16 de diciembre de 2015.

2016-11-12-36 Donde renace la esperanza ................................................. 26.Audiencia general 30 de diciembre de 2015.

2016-11-12-37 Quien da el primer paso ..................................................... 28.Audiencia general 13 de enero de 2016.

Publicación de la Iglesia de la Exaltación de la Santa Cruz

BOLETÍN INFORMATIVO-SERVICIO DE DOCUMENTACIÓNDirector: D. JOSÉ RIPOLL, Espoz y Mina, 1.8.. 50003 ZARAGOZATfno.: 976 393078.Depósito legal Z-758.-1.973. Nº Registro 2528.-25-4.3-1..CON LICENCIA ECLESIÁSTICAhttp://www.iglesia-santacruz.orgCorreo electrónico: [email protected]: Sistemas de impresión, S.L. Pol. Ind. “El Portazgo” naves 51.-52. Zaragoza

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Entre los muchos tesoros de este espléndido país destaca el gran valor que representan las mujeres. Ellas —escribía santa Teresa del Niño Jesús, cuya memoria celebramos hoy— «aman a Dios en número mucho mayor que los hombres» (Manuscritos autobiográficos, Manuscrito A, 66). Aquí en Georgia, hay muchas abuelas y madres que siguen conservando y transmitiendo la fe, sembrada en esta tierra por santa Nino, y llevan el agua fresca del consuelo de Dios a muchas situaciones de desierto y conflicto.

Esto nos ayuda a comprender la belle-za de lo que el Señor dice en la prime-ra lectura de hoy: «Como a un niño a quien su madre consuela, así os con-solaré yo» (Is 66,13). Como una madre toma sobre sí el peso y el cansancio de sus hijos, así quiere Dios cargar con nuestros pecados e inquietudes; él, que nos conoce y ama infinitamente,

es sensible a nuestra oración y sabe enjugar nuestras lágrimas. Cada vez que nos mira se conmueve y se enter-nece con un amor entrañable, porque, más allá del mal que podemos hacer, somos siempre sus hijos; desea tomar-nos en brazos, protegernos, librarnos de los peligros y del mal. Dejemos que resuenen en nuestro corazón las pala-bras que hoy nos dirige: «Como una madre consuela, así os consolaré yo».

El consuelo que necesitamos, en medio de las vicisitudes turbulentas de la vida, es la presencia de Dios en el corazón. Porque su presencia en noso-tros es la fuente del verdadero consue-lo, que permanece, que libera del mal, que trae la paz y acrecienta la alegría. Por lo tanto, si queremos ser consola-dos, tenemos que dejar que el Señor entre en nuestra vida. Y para que el Señor habite establemente en noso-tros, es necesario abrirle la puerta y no

1.

presentación

En este número del Servicio de Documentación presentamos diversas inter-venciones del Papa Francisco que han tenido lugar durante su viaje apostó-lico a Georgia y Azerbaiyán en octubre de 2016. También incluimos las últimas audiencias del año 2015 dedicadas a la familia y las dedicadas al Jubileo de la Misericordia que concluye el 20 de noviembre de 2016.

VIAJE APOSTÓLICO DEL SANTO PADRE FRANCISCO A GEORGIA Y AZERBAIYÁN

SANTA MISAHomilia del Santo Padre

Estadio M. Meskhi, Tiflis, 1 de octubre de 2016

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dejarlo fuera. Hay que tener siempre abiertas las puertas del consuelo porque Jesús quiere entrar por ahí: por el Evangelio leído cada día y llevado siempre con nosotros, la oración silen-ciosa y de adoración, la Confesión y la Eucaristía. A través de estas puertas el Señor entra y hace que las cosas ten-gan un sabor nuevo. Pero cuando la puerta del corazón se cierra, su luz no llega y se queda a oscuras. Entonces nos acostumbramos al pesimismo, a lo que no funciona bien, a las realidades que nunca cambiarán. Y terminamos por encerrarnos dentro de nosotros mismos en la tristeza, en los sótanos de la angustia, solos. Si, por el contra-rio, abrimos de par en par las puertas del consuelo, entrará la luz del Señor.

Pero Dios no nos consuela sólo en el corazón; por medio del profeta Isaías, añade: «En Jerusalén seréis consola-dos» (66,13). En Jerusalén, en la comunidad, es decir en la ciudad de Dios: cuando estamos unidos, cuando hay comunión entre nosotros obra el consuelo de Dios. En la Iglesia se encuentra consuelo, es la casa del consue-lo: aquí Dios desea consolar. Podemos preguntarnos: Yo, que estoy en la Igle-sia, ¿soy portador del consuelo de Dios? ¿Sé acoger al otro como hués-ped y consolar a quien veo cansado y desilusionado? El cristiano, incluso cuando padece aflicción y acoso, está siempre llamado a infundir esperanza a quien está resignado, a alentar a quien está desanimado, a llevar la luz de Jesús, el calor de su presencia y el alivio de su perdón. Muchos sufren, experimentan pruebas e injusticias,

viven preocupados. Es necesaria la unción del corazón, el consuelo del Señor que no elimina los problemas, pero da la fuerza del amor, que ayuda a llevar con paz el dolor. Recibir y llevar el consuelo de Dios: esta misión de la Iglesia es urgente. Queridos hermanos y her-manas, sintámonos llamados a esto; no a fosilizarnos en lo que no funcio-na a nuestro alrededor o a entristecer-nos cuando vemos algún desacuerdo entre nosotros. No está bien que nos acostumbremos a un «microclima» eclesial cerrado, es bueno que com-partamos horizontes de esperanza amplios y abiertos, viviendo el entu-siasmo humilde de abrir las puertas y salir de nosotros mismos.

Pero hay una condición fundamental para recibir el consuelo de Dios, y que hoy nos recuerda su Palabra: hacerse pequeños como niños (cf. Mt 18,3-4), ser «como un niño en brazos de su madre» (Sal 130,2). Para acoger el amor de Dios es necesaria esta peque-ñez del corazón: en efecto, sólo los pequeños pueden estar en brazos de su madre.

Quien se hace pequeño como un niño —nos dice Jesús— «es el más grande en el reino de los cielos» (Mt 18,4). La verdadera grandeza del hombre con-siste en hacerse pequeño ante Dios. Porque a Dios no se le conoce con elevados pensamientos y muchos estudios, sino con la pequeñez de un corazón humilde y confiado. Para ser grande ante el Altísimo no es necesa-rio acumular honores y prestigios, bienes y éxitos terrenales, sino vaciar-

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se de sí mismo. El niño es precisamen-te aquel que no tiene nada que dar y todo que recibir. Es frágil, depende del papá y de la mamá. Quien se hace pequeño como un niño se hace pobre de sí mismo, pero rico de Dios.

Los niños, que no tienen problemas para comprender a Dios, tienen mucho que enseñarnos: nos dicen que él realiza cosas grandes en quien no le ofrece resistencia, en quien es simple y sincero, sin dobleces. Nos lo muestra el Evangelio, donde se realizan gran-des maravillas con pequeñas cosas: con unos pocos panes y dos peces (cf. Mt 14,15-20), con un grano de mosta-za (cf. Mc 4,30-32), con un grano de trigo que cae en tierra y muere (cf. Jn 12,24), con un solo vaso de agua ofre-cido (cf. Mt 10,42), con dos pequeñas monedas de una viuda pobre (cf. Lc 21, 1-4), con la humildad de María, la esclava del Señor (cf. Lc 1,46-55).

He aquí la sorprendente grandeza de Dios, un Dios lleno de sorpresas y que ama las sorpresas: nunca perdamos el deseo y la confianza en las sorpresas de Dios. Nos hará bien recordar que somos, siempre y ante todo, hijos suyos: no dueños de la vida, sino hijos del Padre; no adultos autónomos y autosuficientes, sino niños que necesi-tan ser siempre llevados en brazos, recibir amor y perdón. Dichosa las comunidades cristianas que viven esta genuina sencillez evangélica. Pobres de recursos, pero ricas de Dios. Dicho-sos los pastores que no se apuntan a la lógica del éxito mundano, sino que siguen la ley del amor: la acogida, la

escucha y el servicio. Dichosa la Igle-sia que no cede a los criterios del fun-cionalismo y de la eficiencia organiza-tiva y no presta atención a su imagen. Pequeño y amado rebaño de Georgia, que tanto te dedicas a la caridad y a la formación, acoge el aliento que te infunde el Buen Pastor, confíate a Aquel que te lleva sobre sus hombros y te consuela.

Quisiera resumir estas ideas con algu-nas palabras de santa Teresa del Niño Jesús, a quien recordamos hoy. Ella nos señala su «pequeño camino» hacia Dios, «el abandono del niñito que se duerme sin miedo en brazos de su padre», porque «Jesús no pide grandes hazañas, sino únicamente abandono y gratitud» (Manuscritos autobiográficos, Manuscrito B, 1). Lamentablemente –como escribía entonces, y ocurre tam-bién hoy–, Dios encuentra «pocos corazones que se entreguen a él sin reservas, que comprendan toda la ter-nura de su amor infinito» (ibíd.). La joven santa y Doctora de la Iglesia, por el contrario, era experta en la «ciencia del Amor» (ibíd.), y nos ense-ña que «la caridad perfecta consiste en soportar los defectos de los demás, en no extrañarse de sus debilidades, en edificarse de los más pequeños actos de virtud que les veamos practicar»; nos recuerda también que «la caridad no debe quedarse encerrada en el fondo del corazón» (Manuscrito C, 12). Pidamos hoy, todos juntos, la gracia de un corazón sencillo, que cree y vive en la fuerza bondadosa del amor, pidamos vivir con la serena y total confianza en la misericordia de Dios.

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4.

Buenas tardes Gracias, querido hermano, gracias.

Ahora hablaré para todos, mezclando las diversas preguntas.

Cuando tú [el sacerdote que presentó el testimonio] has hablado, al final me ha venido a la mente —y él [Mons. Minas-sian] es testigo— un episodio ocurrido al final de la misa en Gyumri [en Armenia]. Terminada la misa, he invitado a subir al «papamóvil» a Su Excelencia y también al Obispo de la Iglesia Apostólica Armenia de la misma ciudad. Éramos tres obispos: el Obispo de Roma, el Obispo católico de Gyumri y el Obispo Armenio Apostólico. Los tres: es una bonita «macedonia». Hemos dado una vuelta y después nos bajamos. Y cuando yo iba a montar en el coche, una viejecita me hizo un signo para que me acercara. ¿Cuántos años tenía? ¿Ochenta? No era viejecita... Parecía tener más, ochenta o más... Yo sentí en el cora-zón el deseo de acercarme a saludarla, porque estaba detrás de las vallas. Era una mujer humilde, muy humilde. Me ha saludado con amor... Tenía un diente de oro, como se usaba en otros tiempos... Y me dijo: «Yo soy armenia, pero vivo en Georgia. Y he venido desde Georgia». Había viajado seis u ocho horas en auto-bús para estar con el Papa. Después, al día siguiente, cuando íbamos no sé dónde —dos horas o más— la encontré allí. La dije:

«Pero señora, ha venido desde Georgia... Tantas horas de viaje. Y después dos horas más, al día siguiente para encontrarme...» —«¡Eh, sí!. Es la fe», me dijo. Tú has hablado de ser firmes en la fe. Ser firmes en la fe es el testimonio que me ha dado esta mujer. Creía que Jesucristo, Hijo de Dios, ha dejado a Pedro en la tierra, y ella quería ver a Pedro.

Firmes en la fe significa capacidad de reci-bir de los otros la fe, conservarla y transmi-tirla. Tú has dicho, hablando de este ser firmes en la fe: «Mantener viva la memoria del pasado, la historia nacional, y tener la valentía de soñar un futuro luminoso». Firmes en la fe significa no olvidar lo que hemos aprendido, más aún, hacerlo crecer y darlo a nuestros hijos. Por eso en Craco-via he dado como misión especial a los jóvenes el hablar con los abuelos. Son los abuelos los que nos han transmitido la fe. Y vosotros, que trabajáis con los jóvenes, debéis enseñarles a escuchar a los abuelos, a hablar con ellos, para recibir el agua fresca de la fe, elaborarla en el presente, hacerla crecer —no esconderla en un cajón, no—, elaborarla, hacerla crecer y transmitirla a nuestro hijos.

El apóstol Pablo, hablando a su discípulo predilecto, Timoteo, le decía en la Segun-da Carta que conservara firme la fe que había recibido de su madre y de su abuela. Este es el camino que nosotros debemos

ENCUENTRO CON SACERDOTES, RELIGIOSOS, RELIGIOSAS, SEMINARISTAS

Y AGENTES DE PASTORALdiScurSo del Santo Padre

Iglesia de la Asunción, Tiflis, 1 de octubre de 2016

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seguir, y esto nos hará madurar mucho. Recibir la herencia, hacerla germinar y darla. Una fe sin las raíces de la madre y la abuela no crece. Y una fe que se me ha dado, y que yo no doy a los otros, a los más pequeños, a mis «hijos», tampoco crece.

Así pues, para resumir: para ser firmes en la fe hay que tener memoria del pasado, valentía en el presente y esperanza en el futu-ro. Esto por lo que se refiere al ser firmes en la fe. Y no olvidarse de aquella señora georgiana que fue capaz de ir en autobús —6 o 7 horas— a Armenia, a la ciudad de Gyumri, donde él [Mons. Minassian] es obispo, y al día siguiente ir a ver al Papa otra vez en Yerevan. No olvidar esa ima-gen. Es una mujer armenia, pero de Geor-gia. Y las mujeres georgianas tienen fama, una gran fama, de ser mujeres de fe, fuer-tes, que llevan adelante la Iglesia.

Y tú, Kote [seminarista], has dicho una vez a tu mamá: «Yo quiero hacer lo que hace ese señor [el sacerdote que celebra la misa]». Y al final de tu intervención has dicho: «Estoy orgulloso de ser católico y de hacerme sacerdote católico georgiano». Es todo un itinerario... No has dicho lo que dijo tu mamá... ¿Qué te dijo ante aquellas palabras tuyas: «Yo quiero hacer lo que hace ese señor» [responde: «Era pequeño, y mi mamá me dijo “está bien, haz lo que él hace”... pero era pequeño»]. Una vez más, la mamá, la mujer georgiana fuerte. Aquella mujer «perdía» un hijo, pero alababa a Dios. Lo ha acompañado en su camino. Y eso que la mamá de Kote perdía también la oportunidad de ser sue-gra... Esto es el comienzo de una vocación; ahí está siempre la madre, la abuela... Pero tú has dicho la palabra clave: memoria.

Conservar la memoria de la primera lla-mada. Custodiar aquel momento como tú guardas ese recuerdo: «Yo quiero hacer lo que hace ese señor». Porque esto no es una fábula que te ha venido a la cabeza: ha sido el Espíritu Santo quien te ha tocado. Y guardar esto en la memoria es custodiar la gracia del Espíritu Santo. Hablo a todos los sacerdotes y religiosas.  

Todos nosotros tenemos —o tendremos— momentos oscuros en nuestra vida. Tam-bién nosotros, los consagrados. Cuando parece que las cosas no marchan bien, cuando hay dificultades de convivencia en la comunidad, en la diócesis... En esos momentos, lo que se debe hacer es parar-se, hacer memoria. Memoria del momento en el que he sido tocado o tocada por el Espíritu Santo. Como él ha dicho, del momento en que dijo: «Mamá, yo quiero hacer lo que hace ese señor»: el momento en que el Espíritu Santo nos toca. La per-severancia en la vocación radica en la memoria de aquella caricia que el Señor nos ha hecho y con la que nos ha dicho: «Ven, vente conmigo». Esto es lo que yo os aconsejo a todos vosotros, consagrados: no os volváis atrás cuando hay dificultades. Y si queréis mirar atrás, que sea a la memoria de aquel momento. El único. Así la fe permanece firme, la vocación permanece firme. Con nuestras debilidades, con nuestros pecados; todos somos pecadores y todos tenemos necesidad de confesarnos, pero la misericordia y el amor de Jesús son más grandes que nuestros pecados.

Ahora quisiera hablar de dos cosas que habéis dicho... Pero [antes] dime: ¿Es tanto el frío que hace en Kazajistán en invierno? ¿Sí?... Sigue igualmente adelan-te.

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Y ahora, Irina. Hemos hablado con el sacerdote, con los religiosos, con los con-sagrados, de la fe firme. Pero ¿cómo es la fe en el matrimonio? El matrimonio es lo más bello que Dios ha creado. La Biblia nos dice que Dios ha creado el hombre y la mujer, los ha creado a su imagen (cf. Gn 1,27). Es decir, el hombre y la mujer que se hacen una sola carne son imagen de Dios. He comprendido, Irina, cuando explicabas las dificultades que tantas veces surgen en el matrimonio: las incompren-siones, las tentaciones... «¡Bah!, resolva-mos esto por la vía del divorcio, y así yo me busco a otro y él se busca a otra, y comenzamos de nuevo. Irina, ¿tú sabes quién paga los costes del divorcio? Dos personas, pagan. ¿Quién paga?

[Irina: los dos]

¿Los dos? Y otros más. Paga Dios, porque cuando se divide «una sola carne» se ensucia la imagen de Dios. Y pagan los niños, los hijos. Vosotros no sabéis, queridos hermanos y hermanas, no sabéis cuanto sufren los niños, los hijos pequeños, cuando ven las disputas y la separación de los padres. Se debe hacer de todo para salvar el matrimonio. Pero ¿es normal que se discuta en el matrimonio? Sí, es normal. Sucede. A veces «vuelan los platos». Pero si el amor es verdadero, entonces se hace enseguida la paz. Yo aconsejo a los esposos: discutid todo que queráis, pero no terminéis la jornada sin hacer las paces. ¿Sabéis por qué? Porque la «guerra fría» del día siguiente es peligrosísima. Cuántos matrimonios se salvan si tienen el valor al final del día, no de hacer un discurso, sino una caricia, y la paz está hecha. Pero es verdad que hay situaciones más complejas,

cuando el diablo se entromete y pone ante el hombre una mujer que le parece más bella que la suya, o cuando presenta a una mujer un hombre que le parece mejor que el suyo. Pedid ayuda inmediatamente. Cuando viene esta tentación, pedid ayuda enseguida.

Esto es lo que tú [Irina] decías sobre eso de ayudar a las parejas. Y, ¿cómo se ayuda a las parejas? Se ayudan con la acogida, la cercanía, el acompañamiento, el discerni-miento y la integración en el cuerpo de la Iglesia. Acoger, acompañar, discernir e integrar. En la comunidad católica se debe ayudar a salvar los matrimonios. Hay tres palabras: son palabras de oro en la vida del matrimonio. Yo preguntaría a una pareja: «¿Os queréis de verdad?». —«Sí», dirán. «Y, cuando alguno hace una cosa por el otro, ¿sabéis decir gracias?». «Y si uno de los dos hace una diablura, ¿sabéis pedir escusa?». «Y si queréis llevar a cabo un plan, como pasar un día en el campo o cualquier otra cosa, ¿sabéis pedir la opi-nión del otro?». Tres palabras: «¿Qué te parece? ¿Puedo?»; «gracias», «escusa». Si en la pareja se usan estas palabras: «Escusa, me he equivocado»; «¿Puedo hacer esto?»; «Gracias por la comida que me has prepa-rado». «¿Puedo?», «gracias», «perdona»: si se usan estas tres palabras, el matrimonio irá bien. Es una ayuda.

Tú, Irina, has mencionado un gran enemi-go de matrimonio hoy en día: la teoría del gender. Hoy hay una guerra mundial para destruir el matrimonio. Hoy existen colo-nizaciones ideológicas que destruyen, pero no con las armas, sino con las ideas. Por lo tanto, es preciso defenderse de las coloni-zaciones ideológicas.

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Ante los problemas, hay que hacer las paces lo antes posible, antes de que termi-ne la jornada, y no olvidar las tres pala-bras: permiso, gracias, perdóname.

Tú, Kakha, has hablado de una Iglesia abierta, que no se encierre en sí misma, que sea una Iglesia para todos, una Iglesia madre: la mamá es así. Hay dos mujeres que Jesús ha queridos para todos nosotros: su madre y su esposa. Ambas se asemejan. La madre es la madre de Jesús, y él nos la ha dejado como madre nuestra. La Iglesia es la esposa de Jesús, y también ella es nues-tra madre. Con la madre Iglesia y la madre María se puede ir adelante seguros. Y aquí encontramos una vez más a la mujer. Pare-ce que el Señor tiene una preferencia por llevar adelante la fe en las mujeres. María, la Santa Madre de Dios; la Iglesia, la Santa Esposa de Dios —aunque pecadora en nosotros, sus hijos— y la abuela y la mamá que nos han transmitido la fe.

Y será María, será la Iglesia, será la abuela, será la mamá quienes defenderán la fe. Vuestros antiguos monjes decían así, escú-chenlo con atención: «Cuando hay turbu-lencias espirituales, es preciso refugiarse bajo el manto de la Santa Madre de Dios». María es el modelo de la Iglesia, es el modelo de la mujer, sí, porque la Iglesia es mujer y María es mujer.

Ahora una última cosa... ¿Quién lo ha dicho? Precisamente Kote, otra vez más: el problema del ecumenismo. Nunca litigar. Dejemos que los teólogos estudien los temas abstractos de la teología. Pero, ¿qué debo hacer con un amigo, un vecino, una persona ortodoxa? Ser abierto, ser amigo. ¿Acaso me debo esforzar en convertirlo? Hay un pecado gordo contra el ecumenis-

mo: el proselitismo. Nunca se debe hacer proselitismo con los ortodoxos. Son her-manos y hermanas nuestros, discípulos de Jesucristo. Por circunstancias históricas muy complejas, hemos llegado a ser así. Ellos, como nosotros, creemos en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo; creemos en la Santa Madre de Dios. ¿Qué debo hacer? No condenar, no, no puedo. Amis-tad, caminar juntos, rezar unos por otros. Rezar y hacer obras de caridad juntos, cuando es posible. Esto es el ecumenismo. Pero nunca condenar un hermano o una hermana, nunca dejar de saludarla porque es ortodoxa.

Quisiera terminar todavía con el pobre Kote. «Santo Padre —decías al final—, estoy orgulloso de ser católico y de hacer-me sacerdote católico georgiano». A ti y a todos vosotros, católicos georgianos, os pido por favor que nos defendáis de la mundanidad. Jesús nos ha hablado con tanta energía contra la mundanidad; en el discurso de la Última Cena ha pedido al Padre: «Padre, defiéndelos [a los discípu-los] de la mundanidad. Defiéndelos del mundo». Pidamos esta gracia todos jun-tos: que el Señor nos libre de la mundani-dad; que nos haga hombres y mujeres de Iglesia, firmes en la fe que hemos recibido de la abuela y la mamá; firmes en la fe que está segura bajo la protección del manto de la Santa Madre de Dios.

Y, así como estamos, sin movernos, rece-mos a la Santa Madre de Dios el Ave María.

Ahora os impartiré la bendición. Y os pido, por favor, que recéis por mí

Rezad por mí.

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8.

La palabra de Dios nos presenta hoy dos aspectos esenciales de la vida cristiana: la fe y el servicio. A propósito de la fe, le hacen al Señor dos peticiones concretas.

La primera es del profeta Habacuc, que suplica a Dios para que inter-venga y restablezca la justicia y la paz, que los hombres han destruido con la violencia, las disputas y las contiendas: «¿Hasta cuándo, Señor —dice—, pediré auxilio sin que tú me escuches?» (Ha 1,2). Dios, en su respuesta, no interviene directa-mente, no resuelve la situación de modo brusco, no se hace presente con la fuerza. Al contrario, invita a esperar con paciencia, sin perder nunca la esperanza; sobre todo, subraya la importancia de la fe. Porque el hombre vivirá por su fe (cf. Ha 2,4). Así actúa Dios tam-bién con nosotros: no favorece nuestros deseos de cambiar el mundo y a los demás de manera inmediata y continuamente, sino que busca ante todo curar el cora-zón, mi corazón, tu corazón, el corazón de cada uno; Dios cambia el mundo cambiando nuestros corazones, y esto no puede hacerlo sin nosotros. El Señor quiere que le

abramos la puerta del corazón para poder entrar en nuestra vida. Esta apertura a él, esta confianza en él es precisamente lo que ha vencido al mundo: nuestra fe (cf. 1 Jn 5,4). Porque cuando Dios encuentra un corazón abierto y confiado, allí puede hacer sus maravillas.

Pero tener fe, una fe viva, no es fácil, y de ahí la segunda petición, esa que los Apóstoles dirigen al Señor en el Evangelio: «Auménta-nos la fe» (Lc 17,6). Es una hermo-sa súplica, una oración que tam-bién nosotros podríamos dirigir a Dios cada día. Pero la respuesta divina es sorprendente, y también en este caso da la vuelta a la peti-ción: «Si tuvierais fe...». Es él quien nos pide a nosotros que tengamos fe. Porque la fe, que es un don de Dios y hay que pedirla siempre, también requiere que nosotros la cultivemos. No es una fuerza mági-ca que baja del cielo, no es una «dote» que se recibe de una vez para siempre, ni tampoco un super-poder que sirve para resolver los problemas de la vida. Porque una fe concebida para satisfacer nuestras necesidades sería una fe egoísta, totalmente centrada en nosotros

SANTA MISA EN

LA IGLESIA DE LA INMACULADAHomilía del Santo Padre

Centro Salesiano, Bakú, 2 de octubre de 2016

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mismos. No hay que confundir la fe con el estar bien o sentirse bien, con el ser consolados para que ten-gamos un poco de paz en el cora-zón. La fe es un hilo de oro que nos une al Señor, la alegría pura de estar con él, de estar unidos a él; es un don que vale la vida entera, pero que fructifica si nosotros ponemos nuestra parte.

Y, ¿cuál es nuestra parte? Jesús nos hace comprender que es el servicio. En el Evangelio, en efecto, el Señor pone las palabras sobre el servicio después de las referidas al poder de la fe. Fe y servicio no se pueden separar, es más, están estrechamen-te unidas, enlazadas entre ellas. Para explicarme, quisiera usar una imagen que os es familiar, la de una bonita alfombra: vuestras alfom-bras son verdaderas obras de arte y provienen de una antiquísima tra-dición. También la vida cristiana de cada uno viene de lejos, y es un don que hemos recibido en la Igle-sia y que proviene del corazón de Dios, nuestro Padre, que desea hacer de cada uno de nosotros una obra maestra de la creación y de la historia. Cada alfombra, lo sabéis bien, se va tejiendo según la trama y la urdimbre; sólo gracias a esta estructura el conjunto resulta bien compuesto y armonioso. Así suce-de en la vida cristiana: hay que tejerla cada día pacientemente, entrelazando una trama y una urdimbre bien definidas: la trama de la fe y la urdimbre del servicio.

Cuando a la fe se enlaza el servicio, el corazón se mantiene abierto y joven, y se ensancha para hacer el bien. Entonces la fe, como dice Jesús en el Evangelio, se hace fuerte y realiza maravillas. Si avanza por este camino, entonces madura y se fortalece, a condición de que per-manezca siempre unida al servicio.

Pero, ¿qué es el servicio? Es posible pensar que consista sólo en ser fie-les a nuestros deberes o en hacer alguna obra buena. Pero para Jesús es mucho más. En el Evangelio de hoy, él nos pide, incluso con pala-bras muy fuertes, radicales, una disponibilidad total, una vida com-pletamente entregada, sin cálculos y sin ganancias. ¿Por qué Jesús es tan exigente? Porque él nos ha amado de ese modo, haciéndose nuestro siervo «hasta el extremo» (Jn 13,1), viniendo «para servir y dar su vida» (Mc 10,45). Y esto sucede aún hoy cada vez que cele-bramos la Eucaristía: el Señor se presenta entre nosotros y, por más que nosotros nos propongamos servirlo y amarlo, es siempre él quien nos precede, sirviéndonos y amándonos más de cuanto poda-mos imaginar y merecer. Nos da su misma vida. Y nos invita a imitarlo, diciéndonos: «El que quiera servir-me que me siga» (Jn 12,26).

Por tanto, no estamos llamados a servir sólo para tener una recom-pensa, sino para imitar a Dios, que se hizo siervo por amor nuestro. Y

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1.0

no estamos llamados a servir de vez en cuando, sino a vivir sirviendo. El servicio es un estilo de vida, más aún, resume en sí todo el estilo de vida cristiana: servir a Dios en la adoración y la oración; estar abier-tos y disponibles; amar concreta-mente al prójimo; trabajar con entusiasmo por el bien común.

También los creyentes sufren tenta-ciones que alejan del estilo de servi-cio y terminan por hacer la vida inservible. Donde no hay servicio, la vida es inservible. Aquí podemos destacar dos. Una es dejar que el corazón se vuelva tibio. Un corazón tibio se encierra en una vida pere-zosa y sofoca el fuego del amor. El que es tibio vive para satisfacer sus comodidades, que nunca son sufi-cientes, y de ese modo nunca está contento; poco a poco termina por conformarse con una vida medio-cre. El tibio reserva a Dios y a los demás algunos «porcentajes» de su tiempo y de su corazón, sin exage-rar nunca, sino más bien buscando siempre recortar. Así su vida pierde sabor: es como un té que era muy bueno, pero que al enfriarse ya no se puede beber. Estoy convencido de que vosotros, viendo los ejem-plos de quienes os han precedido en la fe, no dejaréis que vuestro corazón se vuelva tibio. Toda la Iglesia, que tiene una especial sim-patía por vosotros, os mira y os anima: sois un pequeño rebaño pero de gran valor a los ojos de Dios.

Hay una segunda tentación en la que se puede caer, no por ser pasi-vos, sino por ser «demasiado acti-vos»: es la de pensar como dueños, de trabajar sólo para ganar prestigio y llegar a ser alguien. Entonces, el servicio se convierte en un medio y no en un fin, porque el fin es ahora el prestigio, después vendrá el poder, el querer ser grandes. «Entre vosotros —nos recuerda Jesús a todos— no será así: el que quiera ser grande entre vosotros que sea vuestro servidor» (Mt 20,26). Así se edifica y se embellece la Iglesia. Retomo la imagen de la alfombra, aplicándola a vuestra hermosa comunidad: cada uno de vosotros es como un espléndido hilo de seda, pero sólo si los distintos hilos están bien entrelazados crean una bella composición; solos, no sirven. Permaneced siempre unidos, viviendo humildemente en caridad y alegría; el Señor, que crea la armonía en la diferencia, os custo-diará.

Que nos ayude la intercesión de la Virgen Inmaculada y de los santos, en particular santa Teresa de Calcu-ta, los frutos de cuya fe y servicio están entre vosotros. Acojamos algunas de sus espléndidas pala-bras, que resumen el mensaje de hoy: «El fruto de la fe es el amor; el fruto del amor es el servicio; y el fruto del servicio es la paz» (Cami-no de sencillez, Introducción).

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1.1.

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hace pocos días comenzó el Sínodo de los obispos sobre el tema «La voca-ción y la misión de la familia en la Iglesia y en el mundo contemporá-neo». La familia que camina por la vía del Señor es fundamental en el testi-monio del amor de Dios y merece por ello toda la dedicación de la que la Iglesia es capaz. El Sínodo está llama-do a interpretar, hoy, esta atención y este cuidado de la Iglesia. Acompañe-mos todo el itinerario sinodal sobre todo con nuestra oración y nuestra atención. Y en este período las cate-quesis serán reflexiones inspiradas por algunos aspectos de la relación —que bien podemos decir indisoluble— entre la Iglesia y la familia, con el horizonte abierto al bien de la entera comunidad humana. Una mirada aten-ta a la vida cotidiana de los hombres y mujeres de hoy muestra inmediata-mente la necesidad que hay por todos lados de una robusta inyección de espí-ritu familiar. De hecho, el estilo de las relaciones —civiles, económicas, jurí-dicas, profesionales, de ciudadanía— aparece muy racional, formal, organi-zado, pero también muy «deshidrata-do», árido, anónimo. A veces se vuelve

insoportable. Aún queriendo ser inclusivo en sus formas, en la realidad abandona a la soledad y al descarte un número cada vez mayor de personas.

Por esto, la familia abre para toda la sociedad una perspectiva mucho más humana: abre los ojos de los hijos sobre la vida —y no solo la mirada, sino también todos los demás senti-dos— representando una visión de la relación humana edificada sobre la libre alianza de amor. La familia intro-duce a la necesidad de las uniones de fidelidad, sinceridad, confianza, coo-peración, respeto; anima a proyectar un mundo habitable y a creer en las relaciones de confianza, también en condiciones difíciles; enseña a honrar la palabra dada, el respeto por las per-sonas, el compartir los límites perso-nales y de los demás. Y todos somos conscientes de lo insustituible de la preocupación familiar por los miem-bros más pequeños, más vulnerables, más heridos, e incluso los más desas-trosos en las conductas de su vida. En la sociedad, quien practica estas actitu-des, las ha asimilado del espíritu fami-liar, no de la competición y el deseo de autorrealización. Ahora bien, aún sabiendo todo esto, no se da a la fami-lia el peso debido —y reconocimiento,

AUDIENCIAS GENERALES

CAPACES DE ACOGERaudiencia General

Plaza de San Pedro, Miércoles 7 de octubre de 2015

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1.2

y apoyo— en la organización política y económica de la sociedad contem-poránea. Quisiera decir más: la familia no solo no tiene el reconocimiento adecuado, ¡sino que no genera más aprendizaje! A veces se podría decir que, con toda su ciencia y su técnica, la sociedad moderna no es capaz toda-vía de traducir estos conocimientos en formas mejores de convivencia civil. No solo la organización de la vida común se topa cada vez más con una burocracia del todo extraña a las unio-nes humanas fundamentales, sino, incluso, las costumbres sociales y polí-ticas muestran a menudo signos de degradación —agresividad, vulgari-dad, desprecio…—, que están por debajo del umbral de una educación familiar también mínima. En esta coyuntura, los extremos opuestos de este afeamiento de las relaciones —la obtusa tecnocracia y el «familismo» amoral— se conjugan y se alimentan recíprocamente. Esto es una paradoja. La Iglesia individua hoy, en este punto exacto, el sentido histórico de su misión sobre la familia y sobre el auténtico espíritu familiar: comenzando por una atenta revisión de vida, que se refiere a sí misma. Se podría decir que el «espíritu familiar» es una carta constitucional para la Iglesia: así el cristianismo debe apare-cer, y así debe ser. Está escrito en letras claras: «Vosotros que un tiempo estabais lejos —dice san Pablo— […] ya no sois extranjeros ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios» (Ef 2, 19).

La Iglesia es y debe ser la familia de Dios. Jesús, al llamar a Pedro para seguirlo, le dijo que le haría «pescador de hombres»; y por esto es necesario un nuevo tipo de redes. Podríamos decir que hoy las familias son una de las redes más importantes para la misión de Pedro y de la Iglesia. ¡Esta no es una red que hace prisioneros! Al contrario, libera de las malas aguas del abandono y la indiferencia, que aho-gan a muchos seres humanos en el mar de la soledad y de la indiferencia. Las familias saben bien qué es la dig-nidad de sentirse hijos y no esclavos, o extraños, o solo un número de docu-mento de identidad. Desde aquí, desde la familia, Jesús comienza de nuevo su paso entre los seres humanos para persuadirlos que Dios no les ha olvi-dado. De aquí, Pedro toma fuerzas para su ministerio. De aquí la Iglesia, obedeciendo a la palabra del Maestro, sale a pescar al lago, segura que, si esto sucede, la pesca será milagrosa.

Que el entusiasmo de los padres sino-dales, animados por el Espíritu Santo, pueda fomentar el impulso de una Iglesia que abandona las viejas redes y se pone a pescar confiando en la pala-bra de su Señor. ¡Recemos intensa-mente por esto! Cristo, por lo demás, prometió y nos tranquiliza: si incluso los malos padres no niegan el pan a los hijos hambrientos, ¡imaginémonos si Dios no dará el Espíritu a quienes —aun imperfectos como son— lo piden con apasionada insistencia (cf. Lc 11, 9-13)!

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1.3

Queridos hermanos y hermanas,

Hoy, como las previsiones del tiempo eran un poco inseguras y se esperaba la lluvia, esta audiencia se realiza contem-poráneamente en dos lugares: nosotros en la plaza y 700 enfermos en el aula Pablo VI que siguen la audiencia en las pantallas. Todos estamos unidos y los saludamos con un aplauso.

La palabra de Jesús es fuerte hoy: «¡Ay del mundo a causa de los escándalos!». Jesús es realista y dice: «es inevitable que sucedan los escándalos pero ¡ay del hombre que causa el escándalo!».

Yo quisiera, antes de iniciar la cateque-sis, en nombre de la Iglesia. pediros perdón por los escándalos que en estos últimos tiempos han ocurrido tanto en Roma como en el Vaticano, os pido perdón.

Hoy reflexionaremos sobre un tema muy importante: las promesas que hacemos a los niños.

No hablo de las promesas que hace-mos aquí o allá, durante el día, para ponerlos contentos o para hacer que se porten bien (quizá con algún truco inocente: te doy un caramelo y ese tipo de promesas…), para hacer que se esfuercen en el colegio o para disuadir-los de algún capricho.

Hablo de otras promesas, de las prome-sas más importantes, decisivas para lo que esperan de la vida, para su confian-za en los seres humanos, para su capaci-dad de concebir el nombre de Dios como una bendición. Son promesas que

nosotros les hacemos a ellos.

Nosotros adultos estamos listos para hablar de los niños como una promesa de la vida.

Todos decimos: los niños son una pro-mesa de la vida. Y también fácilmente nos conmovemos diciendo que los jóvenes sonnuestro futuro, es verdad.

Pero me pregunto, a veces, si somos también serios con su  futuro, ¡con el futuro de los niños, con el futuro de los jóvenes! Una pregunta que deberíamos hacernos más a menudo es esta: ¿Qué tan leales somos con las promesas que hacemos a los niños, trayéndolos a nuestro mundo? Nosotros los hacemos venir al mundo y esta es una promesa, ¿qué les prometemos?

Acogida y cuidado, cercanía y atención, confianza y esperanza, son también promesas de base, que se pueden resu-mir en una sola: amor. Nosotros pro-metemos amor, es decir, el amor que se expresa en la acogida, el cuidado, la cercanía, la atención, la confianza y la esperanza, pero la gran promesa es el amor. Este es el modo más adecuado para acoger a un ser humano que viene al mundo, y todos nosotros lo aprende-mos, incluso antes de ser conscientes.

A mí me gusta mucho cuando veo a los papás y mamás, cuando paso entre vosotros, que me traen a un niño, una niña pequeños, y pregunto: «¿Cuánto tiempo tiene?» — «Tres semanas, cua-tro semanas... pido que el Señor lo bendiga».

UNA PROMESA INVIOLABLE DE AMOR A LOS HIJOSaudiencia General

Miércoles 14 de octubre de 2015

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1.4.

Esto también se llama amor. El amor es la promesa que el hombre y la mujer hacen a cada hijo: desde que es conce-bido en el pensamiento.

Los niños vienen al mundo y esperan tener confirmación de esta promesa: lo esperan en modo total, confiado, inde-fenso.

Basta mirarlos: en todas las etnias, en todas las culturas, ¡en todas las condi-ciones de vida! Cuando sucede lo con-trario, los niños son heridos por un «escándalo», por un escándalo insopor-table, más grave, en cuanto no tienen los medios para descifrarlo. No pueden entender qué cosa sucede. Dios vigila esta promesa, desde el primer instante. ¿Recodáis qué dice Jesús? Los ángeles de los niños reflejan la mirada de Dios, y Dios no pierde nunca de vista a los niños (cf. Mt 18, 10). ¡Ay de aquellos que traicionan su confianza, ay! Su confiado abandono a nuestra promesa, que nos compromete desde el primer instante, nos juzga.

Y quisiera agregar otra cosa, con mucho respeto por todos, pero tam-bién con mucha franqueza. Su espon-tánea confianza en Dios nunca debería ser herida, sobre todo cuando eso ocurre con motivo de una cierta pre-sunción (más o menos inconsciente) de ocupar el lugar de Dios.

La tierna y misteriosa relación de Dios con el alma de los niños no debería ser nunca violada. Es una relación real que Dios quiere y Dios la cuida. El niño está listo desde el nacimiento para sen-tirse amado por Dios, está listo para esto. Apenas es capaz de sentirse que es amado por sí mismo, un hijo siente también que hay un Dios que ama a los niños.

Los niños, apenas nacidos, comienzan a recibir como don, junto a la comida y

los cuidados, la confirmación de las cualidades espirituales del amor. Los actos de amor pasan a través del don del nombre personal, el lenguaje com-partido, las intenciones de las miradas, las iluminaciones de las sonrisas. Aprenden así que la belleza del vínculo entre los seres humanos apunta a nues-tra alma, busca nuestra libertad, acepta la diversidad del otro, lo reconoce y lo respeta como interlocutor.

Un segundo milagro, una segunda pro-mesa: nosotros —papá y mamá— ¡nos donamos a ti, para que tú te dones a ti mismo! Y esto es amor, ¡que trae una chispa del de Dios! Y vosotros, papás y mamás, tenéis esta chispa de Dios que dais a los niños, vosotros sois instru-mento del amor de Dios y esto es bello, bello, bello.

Sólo si miramos a los niños con los ojos de Jesús, podemos verdaderamen-te entender en qué sentido, defendien-do a la familia, protegemos a la huma-nidad.

El punto de vista de los niños es el punto de vista del Hijo de Dios.

La Iglesia misma, en el Bautismo, a los niños les hace grandes promesas, con las que compromete a los padres y a la comunidad cristiana.

Que la santa Madre de Jesús —por medio de la cual el Hijo de Dios llegó a nosotros, amado y generado como un niño— haga a la Iglesia capaz de seguir el camino de su maternidad y su fe.

Y que san José —hombre justo, que lo acogió y protegió, honrando valiente-mente la bendición y la promesa de Dios— nos haga a todos capaces y dignos de hospedar a Jesús en cada niño que Dios manda a la tierra.

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1.5

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En la meditación pasada reflexiona-mos sobre las importantes promesas que los padres hacen a los niños, desde que ellos son pensados en el amor y concebidos en el vientre.

Podemos añadir que, mirando bien, la entera realidad familiar está fundada sobre la promesa —pensemos bien esto: la identidad familiar está fundada sobre la promesa—: se puede decir que la familia vive de la promesa de amor y fidelidad que el hombre y la mujer se hacen el uno al otro. Esta implica el compromiso de acoger y educar a los hijos; pero también se lleva a cabo en el cuidado de los padres ancianos, en proteger y cuidar a los miembros más débiles de la fami-lia, en la ayuda recíproca para desarro-llar las propias cualidades y aceptar los propios límites. Y la promesa conyu-gal se extiende para compartir las ale-grías y los sufrimientos de todos los padres, las madres, los niños, con generosa apertura en la humana con-vivencia y el bien común. Una familia que se encierra en sí misma es como una contradicción, una mortificación de la promesa que la hizo nacer y la hace vivir. No olvidéis nunca: la iden-tidad de la familia siempre es una promesa que se extiende y se extiende

a toda la familia y a toda la humani-dad.

En nuestros días, el honor de la fideli-dad a la promesa de la vida familiar aparece muy debilitado. Por un lado, porque un derecho mal entendido de buscar la propia satisfacción, a toda costa y en cualquier relación, es exalta-do como un principio no negociable de la libertad. Por otro, porque se confían exclusivamente a la limitación de la ley los vínculos de la vida de relación y del empeño por el bien común. Pero, en realidad, nadie quiere ser amado solo por sus propios bienes o por obligación. El amor, así como la amistad, deben su fuerza y su belleza a este hecho: que generan un vínculo sin quitar la libertad. El amor es libre, la promesa de la familia es libre, y esta es la belleza. Sin libertad no hay amis-tad, sin libertad no hay amor, sin liber-tad no hay matrimonio. Por lo tanto, libertad y fidelidad no se oponen, más bien se sostienen mutuamente, tanto en las relaciones interpersonales, como en las sociales. Efectivamente, pensemos en los daños que producen, en la civilización de la comunicación global, la inflación de promesas incumplidas, en varios campos, ¡y la indulgencia por la infidelidad a la pala-bra dada y a los compromisos asumi-dos!

POR QUÉ LA FIDELIDAD NO QUITA LA LIBERTADaudiencia General

Miércoles 21 de octubre de 2015

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1.6

Si, queridos hermanos y hermanas, la fidelidad es una promesa de compro-miso que se autocumple, creciendo en la libre obediencia a la palabra dada. La fidelidad es una confianza que real-mente se «quiere» compartir, y una esperanza que se «quiere» cultivar jun-tos. Y hablando de fidelidad me viene a la mente lo que nuestros ancianos, nuestros abuelos cuentan: «Ah, qué tiempos aquellos, cuando se hacía un acuerdo y un apretón de manos era suficiente», porque había fidelidad a las promesas. Y este, que es un hecho social, también está en el origen de la familia, en el apretón de manos de un hombre y una mujer para ir adelante juntos toda la vida.

La fidelidad a las promesas es ¡una verdadera obra de arte de humanidad! Si nos fijamos en su audaz belleza, nos asustamos, pero si despreciamos su valiente tenacidad, estamos perdidos. Ninguna relación de amor —ninguna amistad, ninguna forma de querer, ninguna felicidad del bien común— alcanza la altura de nuestro deseo y de nuestra esperanza, si no llega a habitar este milagro del alma. Y digo «mila-gro», porque la fuerza y la persuasión de la fidelidad, a pesar de todo, no terminan de encantarnos y sorpren-dernos.

El honor a la palabra dada, la fidelidad a la promesa, no se pueden comprar ni vender. No se pueden imponer con la fuerza, pero tampoco custodiar sin sacrificio. Ninguna otra escuela puede enseñar la verdad del amor, si la fami-lia no lo hace. Ninguna ley puede imponer la belleza y la herencia de

este tesoro de la dignidad humana, si el vínculo personal entre amor y gene-ración no la escribe la verdad del amor en nuestra carne.

Hermanos y hermanas, es necesario restituir el honor social a la fidelidad del amor: restituir el honor social a la fidelidad del amor. Es necesario sacar de la clandestinidad el milagro cotidia-no de millones de hombres y mujeres que regeneran su fundamento fami-liar, del que toda sociedad vive, sin ser capaz de garantizarlo de ninguna otra manera. No es casualidad que este principio de la fidelidad a la promesa del amor y de la generación está escri-to en la creación de Dios como una bendición perenne, a la cual está con-fiado el mundo.

Si san Pablo puede afirmar que en el vínculo familiar está misteriosamente revelada una verdad decisiva también para el vínculo del Señor y la Iglesia, quiere decir que la Iglesia misma encuentra aquí una bendición que debe cuidar y de la cual siempre apren-der, antes incluso de enseñarla y disci-plinarla. Nuestra fidelidad a la promesa está realmente siempre confiada a la gracia y a la misericordia de Dios. El amor por la familia humana, en las buenas y en las malas, ¡es un punto de honor para la Iglesia! Que Dios nos conceda estar a la altura de esta pro-mesa. Y rezamos también por los padres del Sínodo: que el Señor bendi-ga su trabajo, realizado con fidelidad creativa, en la confianza que Él antes que nadie, el Señor —Él el primero—, es fiel a sus promesas. Gracias.

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1.7

Queridos hermanos y hermanas,

Hoy reflexionaremos sobre una cuali-dad característica de la vida familiar que se aprende desde los primeros años de vida: la convivialidad, es decir, la actitud de compartir los bienes de la vida y ser felices de poderlo hacer. ¡Compartir y saber compartir es una virtud preciosa! Su símbolo, su «icono», es la familia reunida alrede-dor de la mesa doméstica. Compartir los alimentos —y por lo tanto, además de los alimentos, también los afectos, las historias, los acontecimientos…— es una experiencia fundamental. Cuando hay una fiesta, un cumplea-ños, un aniversario, nos reunimos alrededor de la mesa. En algunas cul-turas es habitual hacerlo también por el luto, para estar cerca de quien se encuentra en el dolor por la pérdida de un familiar.

La convivialidad es un termómetro seguro para medir la salud de las relacio-nes: si en la familia hay algo que no va bien, o alguna herida escondida, en la mesa se percibe inmediatamente. Una familia que no come casi nunca junta, o en cuya mesa no se habla sino que se ve la televisión, o el smartphone, es una fami-lia «poco familia». Cuando los hijos en la mesa están pegados al ordenador, al móvil, y no se escuchan entre ellos, esto no es familia, es una pensión.

El cristianismo tiene una especial vocación a la convivialidad, todos lo

saben. El Señor Jesús enseñaba de buena gana en la mesa, y algunas veces representaba el Reino de Dios como un banquete festivo. Jesús también escogió el lugar para juntarse a comer para entregar a sus discípulos su testa-mento espiritual —lo hizo durante la cena— concentrado en el gesto memorial de su sacrificio: entrega de su cuerpo y de su sangre como ali-mento y bebida de salvación, que nutren el amor verdadero y duradero.

En esta perspectiva, podemos decir que la familia es «de casa» en la misa, precisamente porque lleva a la Euca-ristía la propia experiencia de convi-vialidad y la abre a la gracia de una convivialidad universal, del amor de Dios por el mundo. Participando en la Eucaristía, la familia es purificada de la tentación de cerrarse en sí misma, fortalecida en el amor y en la fidelidad, y extiende los confines de su fraterni-dad según el corazón de Cristo.

En nuestro tiempo, marcado por tan-tas cerrazones y tantos muros, la con-vivialidad, generada por la familia y dilatada desde la Eucaristía, se con-vierte en una oportunidad crucial. La Eucaristía y las familias que se nutren de ella pueden vencer las cerrazones y construir puentes de acogida y cari-dad. Sí, la Eucaristía de una Iglesia de familias, capaces de restituir a la comu-nidad la levadura dinámica de la con-vivialidad y la hospitalidad recíproca, ¡es una escuela de inclusión humana

ALREDEDOR DE LA MESA EN FAMILIAaudiencia General

Miércoles 11 de noviembre de 2015

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1.8.

que no teme confrontaciones! No existen pequeños, huérfanos, débiles, indefensos, heridos y desilusionados, desesperados y abandonados, que la convivialidad eucarística de las fami-lias no pueda nutrir, dar de comer, proteger y hospedar.

La memoria de las virtudes familiares nos ayuda a entender. Nosotros mis-mos hemos conocido, y aún conoce-mos, los milagros que pueden suceder cuando una madre se preocupa, atien-de y cuida a los hijos de los demás, y no sólo los suyos. ¡Hasta ayer, bastaba una mamá para todos los niños del patio! Y además: sabemos bien la fuer-za que adquiere un pueblo cuyos padres están preparados para movili-zarse con el fin de proteger a los hijos de todos, porque consideran a los hijos un bien indiviso, que están feli-ces y orgullosos de proteger.

Hoy muchos contextos sociales ponen obstáculos a la convivialidad familiar. Es verdad, hoy no es fácil. Debemos encontrar el modo de recuperarla; en la mesa se habla, en la mesa se escu-cha. Nada de silencio, ese silencio que no es el silencio de las monjas de clau-sura, es el silencio del egoísmo donde cada uno se dedica a lo suyo, o la televisión o el ordenador… y no se habla. No, nada de silencio. Hay que recuperar esta convivialidad familiar, adaptándola a los tiempos. La convi-vialidad parece que se haya convertido en una cosa que se compra y se vende, pero así es otra cosa. Y la nutrición no es siempre el símbolo de un justo compartir de los bienes, capaz de lle-gar a quien no tiene ni pan ni afectos. En los países ricos se nos induce a

gastar en una nutrición excesiva, y luego se nos induce de nuevo para remediar el exceso. Y este «negocio» insensato desvía nuestra atención del hambre verdadera, del cuerpo y del alma. Cuando no hay convivialidad hay egoísmo, cada uno piensa en sí mismo. Sobre todo porque la publici-dad la ha reducido a una debilidad por las golosinas y a un deseo de dulces. Mientras tanto, muchos hermanos y hermanas se quedan fuera de la mesa. ¡Es un poco vergonzoso!

Miremos el misterio del banquete eucarístico. El Señor entrega su cuer-po y derrama su sangre por todos. De verdad no existe división que pueda resistir a este sacrificio de comunión; sólo la actitud de falsedad, de compli-cidad con el mal puede excluir de él. Cualquier otra distancia no puede resistir a la potencia indefensa de este pan partido y de este vino derramado, sacramento del único cuerpo del Señor. La alianza viva y vital de las familias cristianas, que precede, sostie-ne y abraza en el dinamismo de su hospitalidad las fatigas y las alegrías cotidianas, coopera con la gracia de la Eucaristía, que es capaz de crear comunión siempre nueva con su fuer-za que incluye y que salva.

La familia cristiana mostrará precisa-mente de este modo, la amplitud de su verdadero horizonte, que es el hori-zonte de la Iglesia Madre de todos los hombres, de todos los abandonados y de los excluidos, en todos los pueblos. Recemos para que esta convivialidad familiar pueda crecer y madurar en el tiempo de gracia del próximo Jubileo de la Misericordia.

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1.9

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Con esta reflexión hemos llegado a los umbrales del Jubileo, ya se acer-ca. Delante de nosotros se encuentra la puerta, pero no sólo la Puerta santa, sino la otra: la gran puerta de la Misericordia de Dios —y esa es una puerta hermosa—, que acoge nuestro arrepentimiento ofreciendo la gracia de su perdón. La puerta está generosamente abierta, pero es necesario un poco de coraje por nuestra parte para cruzar el umbral. Cada uno de nosotros tiene dentro de sí cosas que pesan. ¡Todos somos pecadores! Aprovechemos este momento que viene y crucemos el umbral de esta misericordia de Dios que nunca se cansa de perdonar, ¡nunca se cansa de esperarnos! Nos mira, está siempre a nuestro lado. ¡Ánimo! Entremos por esta puerta.

Del Sínodo de los obispos, que cele-bramos el pasado mes de octubre, todas las familias, y la Iglesia entera, han recibido un gran aliento para

encontrarse en el umbral de esta puerta. La Iglesia ha sido animada a abrir sus puertas, para salir con el Señor al encuentro de sus hijos y de sus hijas en camino, a veces indeci-sos, a veces perdidos, en estos tiem-pos difíciles. A las familias cristianas, especialmente, se las alentó a abrir la puerta al Señor que espera para entrar, trayendo su bendición y su amistad. Y si la puerta de la miseri-cordia de Dios está siempre abierta, también las puertas de nuestras igle-sias, comunidades, parroquias, insti-tuciones, de nuestras diócesis, deben estar abiertas, para que así todos podamos salir a llevar esta misericor-dia de Dios. El Jubileo se refiere a la gran puerta de la misericordia de Dios, pero también a las pequeñas puertas de nuestras iglesias abiertas para dejar entrar al Señor —o muchas veces dejar salir al Señor— prisionero de nuestras estructuras, nuestro egoísmo y de muchas cosas.

El Señor no fuerza jamás la puerta: Él también pide permiso para entrar. El Libro del Apocalipsis dice: «Mira,

AUDIENCIAS JUBILEO MISERICORDIA

ATRAVESAR EL UMBRAL DE LA MISERI-CORDIA

audiencia General

Miércoles 18 de noviembre de 2015

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estoy de pie a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (3, 20). ¡Imagi-nemos al Señor que toca a la puerta de nuestro corazón! Y en la última gran visión de este Libro del Apoca-lipsis, así se profetiza sobre la Ciu-dad de Dios: «Sus puertas no cerra-rán, pues allí no habrá noche», lo que significa para siempre, porque «allí no habrá noche» (21, 25). Exis-ten lugares en el mundo donde no se cierran las puertas con llave, todavía los hay. Pero existen muchos donde las puertas blindadas se han conver-tido en normales. No debemos ren-dirnos a la idea de tener que aplicar este sistema a toda nuestra vida, a la vida de la familia, de la ciudad, de la sociedad. Y mucho menos a la vida de la Iglesia. ¡Sería terrible! Una Igle-sia inhospitalaria, así como una familia cerrada en sí misma, mortifi-ca el Evangelio y aridece el mundo. ¡Nada de puertas blindadas en la Iglesia, nada! ¡Todo abierto!

La gestión simbólica de las «puertas» —de los umbrales, de los caminos, de las fronteras— se ha vuelto cru-cial. La puerta debe proteger, claro, pero no rechazar. La puerta no se debe forzar, al contrario, se pide per-miso, porque la hospitalidad resplan-dece en la libertad de la acogida, y se oscurece en la prepotencia de la invasión. La puerta se abre frecuen-temente, para ver si afuera hay

alguien que espera, y tal vez no tiene la valentía, o ni siquiera la fuerza de tocar. Cuántas personas han perdido la confianza, no tienen el coraje de llamar a la puerta de nuestro cora-zón cristiano, a las puertas de nues-tras iglesias... Y ellos están ahí, no tienen valor, hemos perdido su con-fianza: por favor, que esto no vuelva a suceder. La puerta dice muchas cosas de la casa, y también de la Igle-sia. La gestión de la puerta necesita un atento discernimiento y, al mismo tiempo, debe inspirar gran confian-za. Quisiera expresar una palabra de agradecimiento para todos los guar-dianes de las puertas: de nuestros edificios, de las instituciones cívicas, de las mismas iglesias. Muchas veces la sagacidad y la gentileza de la recepción son capaces de ofrecer una imagen de humanidad y de aco-gida de toda la casa, ya desde el ingreso. ¡Hay que aprender de estos hombres y mujeres, que son los guardianes de los lugares de encuen-tro y de acogida de la ciudad del hombre! A todos vosotros, guardia-nes de muchas puertas, sean éstas puertas de las casas o puertas de la iglesia, ¡muchas gracias! Y siempre con una sonrisa, mostrando siempre la hospitalidad de esa casa, de esa iglesia, para que la gente se sienta feliz y acogida en ese lugar.

En verdad, sabemos bien que noso-tros mismos somos los custodios y los servidores de la Puerta de Dios,

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y ¿cómo se llama la puerta de Dios? ¡Jesús! Él nos ilumina en todas las puertas de la vida, incluidas la de nuestro nacimiento y nuestra muer-te. Él mismo ha afirmado: «Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos» (Jn 10, 9). Jesús es la puerta que nos hace entrar y salir. ¡Porque el rebaño de Dios es un refugio, no una prisión! La casa de Dios es un refugio, no una prisión, y la puerta se llama Jesús. Y si la puerta está cerra-da, decimos: «¡Señor, abre la puer-ta!». Jesús es la puerta y nos hace entrar y salir. Son los ladrones, los que tratan de evitar la puerta: es curioso, los ladrones siempre tratan de entrar por otro lado, por la venta-na, por el tejado, pero evitan la puer-ta, porque tienen malas intenciones, y se meten en el rebaño para engañar a las ovejas y aprovecharse de ellas. Nosotros debemos pasar por la puerta y escuchar la voz de Jesús: si escuchamos su tono de voz, estamos seguros, estamos salvados. Podemos entrar sin temor y salir sin peligro. En este hermoso discurso de Jesús, se habla también del guardián, que tiene la tarea de abrir al buen Pastor (cf. Jn 10, 2). Si el guardián escucha la voz del Pastor, entonces abre, y hace entrar a todas las ovejas que el Pastor trae, todas, incluidas las per-didas en el bosque, que el buen Pas-tor ha ido a buscar. Las ovejas no las elige el guardián, no las elige el

secretario parroquial o la secretaria de la parroquia; las ovejas son todas invitadas, son elegidas por el buen Pastor. El guardián —también él— obedece a la voz del Pastor. Enton-ces, podemos decir que nosotros debemos ser como ese guardián. La Iglesia es la portera de la casa del Señor, no es la dueña de la casa del Señor.

La Sagrada Familia de Nazaret sabe bien qué cosa significa una puerta abierta o cerrada, para quien espera un hijo, para quien no tiene refugio, para quien huye del peligro. Que las familias cristianas hagan del umbral de sus casas un pequeño gran signo de la Puerta de la misericordia y de la acogida de Dios. Es precisamente así como deberá ser reconocida la Igle-sia, en cada rincón de la tierra: como la custodia de un Dios que llama, como la acogida de un Dios que no te cierra la puerta en la cara, con la excusa de que no eres de casa. Con este espíritu nos acercamos al Jubi-leo: estará la puerta santa, y ¡la puer-ta de la gran misericordia de Dios! También está la puerta de nuestro corazón para recibir todos el perdón de Dios y dar, a su vez, nuestro per-dón, acogiendo a todos los que lla-man a nuestra puerta.

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!Ayer he abierto aquí, en la basílica de San Pedro, la Puerta santa del Jubileo de la misericordia, después de haberla abierto en la catedral de Bangui, en Centroáfrica. Hoy quisiera reflexionar juntamente con vosotros acerca del significado de este Año santo, respon-diendo a la pregunta: ¿por qué un Jubileo de la Misericordia? ¿Qué significa esto?La Iglesia tiene necesidad de este momento extraordinario. No digo: es bueno para la Iglesia este momento extraordinario. Digo: la Iglesia necesi-ta este momento extraordinario. En nuestra época de profundos cambios, la Iglesia está llamada a ofrecer su contribución peculiar, haciendo visi-bles los signos de la presencia y de la cercanía de Dios. Y el Jubileo es un tiempo favorable para todos nosotros, para que contemplando la Divina Misericordia, que supera todo límite humano y resplandece sobre la oscuri-dad del pecado, lleguemos a ser testi-gos más convencidos y eficaces.Dirigir la mirada a Dios, Padre miseri-cordioso, y a los hermanos necesita-dos de misericordia, significa orientar la atención hacia el contenido esencial del Evangelio: Jesús, la Misericordia hecha carne, que hace visible a nuestros ojos el gran misterio del Amor trinitario de Dios. Celebrar un Jubileo de la Miseri-cordia equivale a poner de nuevo en el centro de nuestra vida personal y de nuestras comunidades lo específico de la fe cristiana, es decir Jesucristo, el

Dios misericordioso.Un Año santo, por lo tanto, para vivir la misericordia. Sí, queridos hermanos y hermanas, este Año santo se nos ofre-ce para experimentar en nuestra vida el toque dulce y suave del perdón de Dios, su presencia junto a nosotros y su cercanía sobre todo en los momen-tos de mayor necesidad.Este Jubileo, en definitiva, es un momento privilegiado para que la Iglesia aprenda a elegir únicamente «lo que a Dios más le gusta». Y, ¿qué es lo que «a Dios más le gusta»? Perdonar a sus hijos, tener misericordia con ellos, a fin de que ellos puedan a su vez per-donar a los hermanos, resplandecien-do como antorchas de la misericordia de Dios en el mundo. Esto es lo que a Dios más le gusta. San Ambrosio, en un libro de teología que había escrito sobre Adán, toma la historia de la creación del mundo y dice que Dios cada día, después de crear cada cosa —la luna, el sol o los animales— dice: «Y vio Dios que era bueno». Pero cuando hizo al hombre y a la mujer, la Biblia dice: «Vio que era muy bueno». San Ambrosio se pregunta: «¿Por qué dice “muy bueno”? ¿Por qué Dios está tan contento después de la creación del hombre y de la mujer?». Porque al final tenía alguien a quien perdonar. Es hermoso esto: la alegría de Dios es perdonar, la esencia de Dios es miseri-cordia. Por ello en este año debemos abrir el corazón, para que este amor, esta alegría de Dios nos colme a todos con esta misericordia. El Jubileo será un «tiempo favorable» para la Iglesia si aprendemos a elegir «lo que a Dios

LO QUE A DIOS MÁS LE GUSTAaudiencia General.

Miércoles 9 de diciembre de 2015

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más le gusta», sin ceder a la tentación de pensar que haya alguna otra cosa que sea más importante o prioritaria. Nada es más importante que elegir «lo que a Dios más le gusta», es decir su misericordia, su amor, su ternura, su abrazo, sus caricias.También la necesaria obra de renova-ción de las instituciones y de las estructuras de la Iglesia es un medio que debe llevarnos a tener una expe-riencia viva y vivificante de la miseri-cordia de Dios que, ella sola, puede garantizar a la Iglesia ser esa ciudad ubicada sobre un monte que no puede permanecer oculta (cf. Mt 5, 14). Res-plandece sólo una Iglesia misericor-diosa. Si olvidáramos, incluso por un momento, que la misericordia es «aquello que a Dios más le gusta», cada uno de nuestros esfuerzos sería en vano, porque nos convertiríamos en esclavos de nuestras instituciones y de nuestras estructuras, por más reno-vadas que puedan estar. Pero seremos siempre esclavos.«Sentir intensamente dentro de nosotros la alegría de haber sido encontrados por Jesús, que, como Buen Pastor, ha venido a buscarnos porque estábamos perdidos» (Homilía en las Primeras Vísperas del Domingo de la Divina Misericordia, 11 de abril de 2015): este es el objetivo de la Iglesia en este Año santo. Así reforzaremos en nosotros la certeza de que la mise-ricordia puede contribuir realmente en la edificación de un mundo más huma-no. Especialmente en nuestro tiempo, donde el perdón es un huésped raro en los ámbitos de la vida humana, la referencia a la misericordia se hace más urgente, y esto en todos los sitios: en la sociedad, en las instituciones, en el trabajo y también en la familia.

Cierto, alguien podría objetar: «Pero, padre, la Iglesia, en este Año, ¿no debería hacer algo más? Es justo con-templar la misericordia de Dios, pero hay muchas otras necesidades urgen-tes». Es verdad, hay mucho por hacer, y yo en primer lugar no me canso de recordarlo. Pero hay que tener en cuenta que, en la raíz del olvido de la misericordia, está siempre el amor pro-pio. En el mundo, esto toma la forma de la búsqueda exclusiva de los pro-pios intereses, de placeres y honores unidos al deseo de acumular riquezas, mientras que en la vida los cristianos se disfraza a menudo de hipocresía y de mundanidad. Todas estas cosas son contrarias a la misericordia. Los lemas del amor propio, que hacen que la misericordia sea algo extraño al mundo, son tantos y tan numerosos que con frecuencia ya no somos ni siquiera capaces de reconocerlos como límites y como pecado. He aquí porqué es necesario reconocer el hecho de ser pecadores, para reforzar en nosotros la certeza de la misericor-dia divina. «Señor, yo soy un pecador; Señor, yo soy una pecadora: ven con tu misericordia». Esta es una oración muy bonita. Es una oración fácil de recitar todos los días: «Señor, yo soy un pecador; Señor, yo soy una pecado-ra: ven con tu misericordia».Queridos hermanos y hermanas, deseo que en este Año Santo cada uno de nosotros experimente la misericor-dia de Dios, para ser testigos de «lo que a Él más le gusta». ¿Es cuestión de ingenuos creer que esto pueda cam-biar el mundo? Sí, humanamente hablando es de locos, pero «lo necio de Dios es más sabio que los hom-bres; y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres» (1 Cor 1, 25).

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Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días!

El domingo pasado se abrió la Puerta santa de la Catedral de Roma, la basí-lica de San Juan de Letrán, y se abrió una Puerta de la Misericordia en la cate-dral de cada diócesis del mundo, tam-bién en los santuarios y en las iglesias indicadas por los obispos. El Jubileo es en todo el mundo, no solamente en Roma. He deseado que este signo de la Puerta santa estuviera presente en cada Iglesia particular, para que el Jubileo de la Misericordia pueda ser una experiencia compartida por todas las personas. El Año Santo, de este modo, ha comenzado en toda la Igle-sia y se celebra tanto en Roma como en cada diócesis. También la primera Puerta santa se abrió en el corazón de África. Y Roma es el signo visible de la comunión universal. Que esta comunión eclesial sea cada vez más intensa, para que la Iglesia sea en el mundo el signo vivo del amor y la misericordia del Padre.

También la fecha del 8 de diciembre ha querido subrayar esta exigencia, vinculando, a 50 años de distancia, el inicio del Jubileo con la conclusión del Concilio Ecuménico Vaticano II. En efecto, el Concilio contempló y pre-sentó la Iglesia a la luz del misterio de la comunión. Extendida en todo el mundo y articulada en tantas Iglesias particulares es, sin embargo, siempre y sólo la única Iglesia de Jesucristo, la

que Él quiso y por la cual se entregó a sí mismo. La Iglesia «una» que vive de la comunión misma de Dios.

Este misterio de comunión, que hace de la Iglesia signo del amor del Padre, crece y madura en nuestro corazón, cuando el amor, que reconocemos en la Cruz de Cristo y en el cual nos sumergimos, nos hace amar del mismo modo que nosotros somos amados por Él. Se trata de un Amor sin fin, que tiene el rostro del perdón y la misericordia.

Pero la misericordia y el perdón no deben quedarse en palabras bonitas, sino realizarse en la vida cotidiana. Amar y perdonar son el signo concreto y visible que la fe ha transformado nuestro corazón y nos permite expresar en nosotros la vida misma de Dios. Amar y perdonar como Dios ama y perdona. Este es un programa de vida que no puede conocer interrupciones o excepciones, sino que nos empuja a ir siempre más allá sin cansarnos nunca, con la certeza de ser sostenidos por la presencia paterna de Dios. Este gran signo de la vida cristiana se transfor-ma después en muchos otros signos que son característicos del Jubileo. Pienso en quienes atravesarán una de las Puertas Santas, que en este Año son verdaderas Puertas de la Miseri-cordia. La Puerta indica a Jesús mismo que ha dicho: «Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar

EL SIGNO DEL JUBILEOaudiencia General

Miércoles 16 de diciembre de 2015

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y salir, y encontrará pastos» (Jn 10, 9). Atravesar la Puerta santa es el signo de nuestra confianza en el Señor Jesús que no ha venido para juzgar, sino para salvar (cf. Jn 12, 47). Estad atentos que no haya alguno más despierto, demasiado astuto que os diga que se tiene que pagar: ¡no! La salvación no se paga, la salvación no se compra. La Puerta es Jesús y ¡Jesús es gratis! Él mismo habla de quienes no dejan entrar como se debe, y simplemente dice que son ladrones y bandidos. De nuevo, estad atentos: la salvación es gratis. Atrave-sar la Puerta Santa es signo de una verdadera conversión de nuestro cora-zón. Cuando atravesemos esa Puerta es bueno recordar que debemos tener abierta también la puerta de nuestro corazón. Estoy delante de la Puerta Santa y pido: «Señor, ¡ayúdame a abrir la puerta de mi corazón!». No tendría mucha eficacia el Año Santo si la puerta de nuestro corazón no dejara pasar a Cristo que nos empuja a ir hacia los demás, para llevarlo a Él y su amor. Por lo tanto, igual que la Puerta santa permanece abierta, porque es el signo de la acogida que Dios mismo nos reserva, así también nuestra puer-ta, la del corazón, ha de estar siempre abierta para no excluir a ninguno. Ni siquiera al que o a la que me molesta: a ninguno.

Un signo importante del Jubileo es también la Confesión. Acercarse al Sacramento con el cual somos recon-ciliados con Dios equivale a tener experiencia directa de su misericordia. Es encontrar el Padre que perdona: Dios perdona todo. Dios nos com-

prende también en nuestras limitacio-nes, nos comprende también en nues-tras contradicciones. No solo, Él con su amor nos dice que cuando recono-cemos nuestros pecados nos es toda-vía más cercano y nos anima a mirar hacia adelante. Dice más: que cuando reconocemos nuestros pecados y pedimos perdón, hay fiesta en el cielo. Jesús hace fiesta: esta es su misericor-dia. No os desaniméis. Adelante, ¡ade-lante con esto!

Cuántas veces me han dicho: «Padre, no puedo perdonar al vecino, al com-pañero de trabajo, la vecina, la suegra, la cuñada». Todos hemos escuchado esto: «No puedo perdonar». Pero, ¿cómo se puede pedir a Dios que nos perdone, si después nosotros no somos capaces del perdón? Perdonar es algo grande y, sin embargo, no es fácil perdonar, porque nuestro cora-zón es pobre y con sus fuerzas no lo puede hacer. Pero si nos abrimos a acoger la misericordia de Dios para nosotros, a su vez somos capaces de perdón. Muchas veces he escuchado decir: «A esa persona yo no la podía ver: la odiaba. Pero un día me acerqué al Señor, le pedí perdón por mis peca-dos, y también perdoné a esa perso-na». Estas son cosas de todos los días, y tenemos cerca de nosotros esta posibilidad. Por lo tanto, ¡ánimo! Viva-mos el Jubileo iniciando con estos signos que llevan consigo una gran fuerza de amor. El Señor nos acompa-ñará para conducirnos a experimentar otros signos importantes para nuestra vida. ¡Ánimo y adelante!

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En estos días navideños nos encon-tramos delante al Niño Jesús. Estoy seguro que en nuestras casas muchas familias han hecho el pese-bre, llevando adelante esta hermo-sa tradición que se remonta a san Francisco de Asís y que mantiene en nuestros corazones vivo el mis-terio de Dios que se hace hombre.

La devoción al Niño Jesús es muy difundida. Muchos santos y santas la han cultivado en su oración coti-diana, y han deseado modelar la propia vida con aquella del Niño Jesús.

Pienso en particular a santa Teresi-ta de Lisieux, que como monja carmelita tomó el nombre de Tere-sa del Niño Jesús y del Santo Ros-tro. Ella —que es también doctora de la Iglesia— ha sabido vivir y dar testimonio de esa «infancia espiri-tual» que se asimila precisamente meditando, siguiendo la escuela de la Virgen María, la humildad de

Dios que por nosotros se ha hecho pequeño. Esto es un gran misterio, ¡Dios es humilde! Nosotros, que somos orgullosos, llenos de vani-dad, y nos creemos una gran cosa… ¡no somos nada! Él es gran-de, es humilde y se hace niño. ¡Esto es un verdadero misterio! Dios es humilde. ¡Esto es hermoso!

Hubo un tiempo en el cual, en la persona divina-humana de Cristo, Dios fue un niño, y esto debe tomar un significado peculiar para nuestra fe. Es verdad que su muer-te en la cruz y su resurrección son la máxima expresión de su amor redentor, pero no nos olvidemos que toda su vida terrena es revela-ción y enseñanza. En el período navideño recordemos su infancia.

Para crecer en la fe tendremos necesidad de contemplar con más frecuencia al Niño Jesús. Claro, no conocemos nada de este período de su vida. Las raras indicaciones que tenemos se refieren a la impo-sición del nombre después de ocho días de su nacimiento y a la presen-

DONDE RENACE LA ESPERANZA

MENSAJE NAVIDEÑOaudiencia General

Miércoles 30 de diciembre de 2015

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tación en el Templo (cf. Lc 2, 21-28), además de la visita de los Reyes Magos con la siguiente huida a Egipto (cf. Mt 2,1-23). Después hay un salto hasta los doce años, cuando con María y José, Jesús va en peregrinación a Jerusalén para la Pascua y en lugar de regresar con sus padres se detiene en el Templo para hablar con los doctores de la ley.

Como se ve, sabemos poco del Niño Jesús, pero podemos apren-der mucho sobre Él si miramos la vida de los niños.

Es una buena costumbre que los padres y abuelos tienen, aquella de mirar a los niños, lo que hacen.

Descubrimos, sobretodo que los niños quieren nuestra atención. Ellos tienen que estar en el centro, ¿por qué? ¿porque son orgullosos? ¡No! Porque necesitan sentirse pro-tegidos. Es necesario también que nosotros pongamos en el centro de nuestra vida a Jesús y sepamos que, aunque parezca paradójico, tene-mos la responsabilidad de prote-gerlo. Quiere estar en nuestros brazos, desea ser atendido y poder fijar su mirada en la nuestra. Ade-más, hacer sonreír al Niño Jesús para demostrarle nuestro amor y nuestra alegría porque Él está en medio de nosotros. Su sonrisa es el símbolo del amor que nos da la

certeza de que somos amados.

A los niños, además, les encanta jugar. Pero hacer jugar a un niño significa abandonar nuestra lógica para entrar en la suya. Si queremos que se divierta es necesario enten-der lo que a él e gusta y no ser egoístas y hacer que ellas hagan lo que nos gusta a nosotros. Es una enseñanza para nosotros.

Delante de Jesús estamos llamados a abandonar nuestra pretensión de autonomía —y este es el quid de la cuestión: nuestra pretensión de autonomía— , para acoger en cam-bio la verdadera forma de libertad que consiste en conocer a quien tenemos delante y servirlo.

Él es el Hijo de Dios que viene a salvarnos. Ha venido entre nosotros para mostrarnos el rostro del Padre rico de amor y misericordia.

Estrechemos, por lo tanto, entre nuestros brazos al Niño Jesús y pongamos a su servicio: Él es fuente de amor y serenidad.

Y será hermoso que hoy, cuando regresemos a casa, nos acerquemos al pesebre, besar al Niño Jesús, y decirle: «Jesús, yo quiero ser humil-de como tú, humilde como Dios», y pedirle esta gracia.

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy iniciamos las catequesis sobre la misericordia según la perspectiva bíblica, para aprender sobre la misericordia escuchando lo que Dios mismo nos enseña con su Palabra. Iniciamos por el Antiguo Testamento, que nos prepara y nos conduce a la revela-ción plena de Jesucristo, en quien se revela de forma plena la misericordia del Padre.

En las Sagradas Escrituras, se pre-senta al Señor como «Dios misericor-dioso». Este es su nombre, a través del cual Él nos revela, por así decir, su rostro y su corazón. Él mismo, como narra el Libro del Éxodo, revelándose a Moisés se autodefinió como: «Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad» (34, 6). También en otros textos volvemos a encontrar esta fórmula, con alguna variación, pero siempre la insistencia se coloca en la misericordia y en el amor de Dios que no se cansa nunca de perdonar (cf. Gn 4, 2; Gl 2, 13; Sal 86, 15; 103, 8; 145, 8; Ne 9, 17). Vea-mos juntos, una por una, estas pala-bras de la Sagrada Escritura que nos hablan de Dios.

El Señor es «misericordioso»: esta palabra evoca una actitud de ternura

como la de una madre con su hijo. De hecho, el término hebreo usado en la Biblia hace pensar en las vísceras o también en el vientre materno. Por eso, la imagen que sugiere es la de un Dios que se conmueve y se enternece por nosotros como una madre cuando toma en brazos a su niño, deseosa sólo de amar, proteger, ayudar, lista para donar todo, incluso a sí misma. Esa es la imagen que sugiere este término. Un amor, por lo tanto, que se puede definir en sentido bueno «visceral».

Después está escrito que el Señor es «compasivo» en el sentido que nos concede la gracia, tiene compasión y, en su grandeza, se inclina sobre quien es débil y pobre, siempre listo para acoger, comprender y perdonar. Es como el padre de la parábola del Evangelio de san Lucas (cf. Lc 15, 11-32): un padre que no se cierra en el resentimiento por el abandono del hijo menor, sino que al contrario continúa esperándolo —lo ha gene-rado— y después corre a su encuen-tro y lo abraza, no lo deja ni siquiera terminar su confesión —como si le cubriera la boca—, qué grande es el amor y la alegría por haberlo reen-contrado; y después va también a llamar al hijo mayor, que está indig-nado y no quiere hacer fiesta, el hijo

QUIEN DA EL PRIMER PASOaudiencia General

Miércoles 13 de enero de 2016

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que ha permanecido siempre en la casa, pero viviendo como un siervo más que como un hijo, y también sobre él el padre se inclina, lo invita a entrar, busca abrir su corazón al amor, para que ninguno quede excluso de la fiesta de la misericor-dia. ¡La misericordia es una fiesta!

De este Dios misericordioso se dice también que es «lento a la ira», literalmente, «largo en su respiración», es decir, con la respira-ción amplia de paciencia y de la capacidad de soportar. Dios sabe esperar, sus tiempos no son aquellos impacientes de los hombres; Él es como un sabio agricultor que sabe esperar, deja tiempo a la buena semilla para que crezca, a pesar de la cizaña (cf. Mt 13, 24-30).

Y por último, el Señor se proclama «rico en clemencia y lealtad». ¡Qué hermosa es esta definición de Dios! Aquí está todo. Porque Dios es grande y poderoso, pero esta grandeza y poder se despliegan en el amarnos, nosotros así pequeños, así incapaces. La palabra «clemencia», aquí utilizada, indica el afecto, la gra-cia, la bondad. No es un amor de telenovela... Es el amor que da el primer paso, que no depende de los méritos humanos sino de una inmensa gratuidad. Es la solicitud divina a la que nada puede detener, ni siquiera el pecado, porque sabe ir

más allá del pecado, vencer el mal y perdonarlo.

Una «lealtad» sin límites: he aquí la última palabra de la revelación de Dios a Moisés. La fidelidad de Dios nunca falla, porque el Señor es el guardián que, como dice el Salmo, no se duerme sino que vigila continuamente sobre nosotros para llevarnos a la vida:

«No permitirá que resbale tu pie, tu guardián no duerme; no duerme ni reposa el guardián de Israel. […] El Señor te guarda de todo mal, él guarda tu alma; el Señor guarda tu entradas y salidas ahora y por siempre» (121,3-4.7-8).

Este Dios misericordioso es fiel en su misericordia, y san Pablo dice algo bonito: si tú le eres infiel, Él permanecerá fiel porque no puede negarse a sí mismo. La fidelidad en la misericordia es el ser de Dios. Y por esto Dios es totalmente y siem-pre confiable. Una presencia sólida y estable. Esta es la certeza de nuestra fe. Entonces, en este Jubileo de la Misericordia, confiemos totalmente en Él, y experimentemos la alegría de ser amados por este «Dios com-pasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad».

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