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LA IMAGINACIÓN EN LA CIENCIA 1 . GERALD HOLTON. Me siento muy honrado por haber sido elegido para hablarles sobre el tema de la imaginación en la ciencia en el marco de este prestigioso Festival dei Due Mondi; las artes y las ciencias también son Dos Mundos, pero mantienen una relación de primos hermanos porque, aunque sus herramientas y productos son diferentes, el ingenio y la pasión que les caracteriza son similares. También hay una larga historia de estimulación recíproca, ya desde la época de Pitágoras, quien sostenía que tanto la música como los fenómenos de la naturaleza están gobernados por la relación entre los números enteros. Y como voy a tratar de demostrar aquí, los historiadores del arte nos han proporcionado enfoques clave en lo que se refiere a determinados problemas de la historia de la ciencia. No obstante, si deseamos analizar la imaginación de los científicos en pleno funcionamiento, tendrá que ser pillándoles por sorpresa. Por razones bastantes sólidas, los científicos modernos tratan de mantener sus conflictos personales al margen de los datos que publican y de sus libros de texto. Sobre ese punto, continua vigente el consejo que Louis Pasteur daba a sus alumnos y colegas: “Haced que vuestros resultados parezcan inevitables.” Así pues, es en los registros privados y en los cuadernos de laboratorio donde los historiadores de la ciencia pueden encontrar cualquier cosa que los propios científicos deseen ocultar. Aun cuando la lógica, las matemáticas y la experimentación constituyen guías constantes, no son suficientes en absoluto – si lo fueran, cualquier ordenador podría ocuparse de las mismas investigaciones sin ayuda. Si miramos por el agujero de la cerradura de la puerta del laboratorio, veremos que el científico también necesita muchas otras herramientas. Voy a citar ejemplos de tres de estas herramientas en el quehacer de la ciencia, tres compañeras estrechamente unidas en el progreso 1 Este artículo es una reproducción textual del documento de “imágenes y metáforas de la ciencia compilación de Lorena Preta, publicado por Alianza Editorial en 1992., lo estamos utilizando reconociendo plenamente su autoria y que se esta utilizando con fines exclusivamente educativos.

LA IMAGINACIÓN EN LA CIENCIA - files.informatica3.webnode.esfiles.informatica3.webnode.es/200000023-d4fccd5fa2/IMAGINACION.pdf · esquivo éter parecía una base necesaria para entender

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LA IMAGINACIÓN EN LA CIENCIA1. GERALD HOLTON.

Me siento muy honrado por haber sido elegido para hablarles sobre el tema de

la imaginación en la ciencia en el marco de este prestigioso Festival dei Due

Mondi; las artes y las ciencias también son Dos Mundos, pero mantienen una

relación de primos hermanos porque, aunque sus herramientas y productos

son diferentes, el ingenio y la pasión que les caracteriza son similares.

También hay una larga historia de estimulación recíproca, ya desde la época

de Pitágoras, quien sostenía que tanto la música como los fenómenos de la

naturaleza están gobernados por la relación entre los números enteros. Y como

voy a tratar de demostrar aquí, los historiadores del arte nos han proporcionado

enfoques clave en lo que se refiere a determinados problemas de la historia de

la ciencia.

No obstante, si deseamos analizar la imaginación de los científicos en pleno

funcionamiento, tendrá que ser pillándoles por sorpresa. Por razones bastantes

sólidas, los científicos modernos tratan de mantener sus conflictos personales

al margen de los datos que publican y de sus libros de texto. Sobre ese punto,

continua vigente el consejo que Louis Pasteur daba a sus alumnos y colegas:

“Haced que vuestros resultados parezcan inevitables.”

Así pues, es en los registros privados y en los cuadernos de laboratorio donde

los historiadores de la ciencia pueden encontrar cualquier cosa que los propios

científicos deseen ocultar. Aun cuando la lógica, las matemáticas y la

experimentación constituyen guías constantes, no son suficientes en absoluto –

si lo fueran, cualquier ordenador podría ocuparse de las mismas

investigaciones sin ayuda. Si miramos por el agujero de la cerradura de la

puerta del laboratorio, veremos que el científico también necesita muchas otras

herramientas. Voy a citar ejemplos de tres de estas herramientas en el

quehacer de la ciencia, tres compañeras estrechamente unidas en el progreso

1 Este artículo es una reproducción textual del documento de “imágenes y metáforas de la ciencia compilación de Lorena Preta, publicado por Alianza Editorial en 1992., lo estamos utilizando reconociendo plenamente su autoria y que se esta utilizando con fines exclusivamente educativos.

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de la ciencia moderna y que rara vez son debidamente reconocidas. Les voy a

hablar de la imaginación visual, la imaginación metafórica y la imaginación

temática. La mayor parte de mis ejemplos proceden de la física, pero se

podrían cosechar casos similares de las demás ramas del árbol de la ciencia.

Empezaremos por la imaginación visual, aunque sólo sea porque los primeros

pasos de la ciencia occidental transcurrieron a través de los ojos -a través de la

observación de los enigmáticos movimientos de los planetas, constantes

caminantes entre las estrellas fijas. Por eso no resulta sorprendente que a

menudo se rodearan de grandes sospechas aquellas entidades que podían

imaginarse pero permanecían ocultas a la visibilidad directa. Por ejemplo, el

esquivo éter parecía una base necesaria para entender la propagación de la

luz, constituida por ondas electromagnéticas transversales; pero, con el fin de

reproducir los movimientos supuestos dentro de ese éter, hubo que inventar

modelos mecánicos todavía más fantásticos --que dieron lugar a ejemplos de

modelos en movimiento en el éter -hasta que Heinrich Hertz decidió "echar el

alto", diciendo que las ecuaciones matemáticas que describen la luz son todas

las que podemos imaginar cuando examinamos el movimiento de las ondas

luminosas.

De modo similar, la antigua noción del átomo como entidad diminuta, indivisible

y discontinua resultaba cada vez más insuficiente a medida que iba siendo

necesario explicar nuevas propiedades de la materia eléctricas, químicas y de

otros tipos. Al comienzo de este siglo, algunos científicos corno, por ejemplo,

Ernst Mach, se lanzaron contra la idea misma del átomo, preguntando a todo el

mundo con gran sarcasmo:" ¿Alguien ha visto alguno?"

De hecho, no habría sido imposible conseguir algún tipo de física y química sin

postular la existencia de los átomos, pero habría sido mucho más complicado y

la ciencia hubiera sido menos bonita. Afortunadamente, los ojos acudieron en

nuestra ayuda. En 1912, el físico C. T. R. Wllson mostró estas fotografías

(Figura 1) en una reunión científica, y aquello zanjo la cuestión para la mayoría

de la gente. Había dirigido un haz de partículas alfa procedentes de una fuente

radioactiva hacia una “ cámara de niebla”, una pequeña caja de cristal llena de

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aire húmedo a baja temperatura. A lo largo del recorrido de las partículas alfa,

que por supuesto son invisibles, aparece una faja de niebla, una pequeña

nube. Eso es lo que revela los recorridos de las partículas alfa, algo así como

las estelas de vapor que dejan en el cielo los aviones en el paso.

figura 1

Aquello resultó bastante espectacular. Pero lo verdaderamente excitante

estaba en las discontinuidades, en los cambios repentinos de la dirección de

algunos recorridos (como el que se observa en el ángulo inferior izquierdo). La

partícula alfa parecía chocar con algo, y desviarse en otra dirección. En un

caso, el obstáculo con el que había chocado –a saber, el núcleo de una de las

moléculas de gas- había recibido el impulso suficiente como para dejar su

propio rastro diminuto de vapor mientras la partícula recorría una corta

distancia en otra dirección. Estas imágenes son sencillas, silenciosas y

apacibles; no hay evidencia de movimiento. En sí mismas, cada una de ellas

representa tan sólo un parsimonioso jeroglífico. Pero para una mente

debidamente preparada y conectada a un ojo alerta, presentaban un drama

abrumador: la primera evidencia irrefutable de la existencia de discontinuidad

atómica a un nivel bastante inferior al de la percepción directa. La dispersión de

haces de partículas se convirtió en el camino para "ver" acontecimientos

atómicos.

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La generación siguiente de herramientas para vislumbrar acontecimientos

subatómicos fue la cámara de burbujas. Las trayectorias se describían en un

medio líquido, y se hacían visibles en forma de filas de diminutas burbujas. La

figura 2 representa un ejemplo célebre. La fotografía tiene un aspecto algo

rudimentario, pero en este caso hay que ignorar las rayas y los garabatos y

concentrar la atención tan sólo en cinco líneas. Estas revelan que ha tenido

lugar un ciclo vital en esta pequeñísima etapa, como se observa en la figura 3:

un pión -partícula elemental cuya trayectoria está marcada con la letra π en la

ilustración que interpreta las observaciones sin más - entra en el campo visual

procedente de la parte inferior. Se encuentra con un confiado protón en la

cámara y de su interacción surgen dos partículas llamadas "extrañas" ( K0 y Λ0)

debido a que su periodo de supervivencia es inesperadamente largo tratándose

de partículas creadas: ¡nada menos que 10-10 segundos! Estas partículas, al

ser neutrales, no dejan ninguna huella, y finalmente también se descomponen.

El resultado de la descomposición de cada una de las partículas "extrañas" es

una partícula positiva y otra negativa, que producen en nuestro campo visual,

como si dijésemos, una tercera generación, en la que cada cual posee de

nuevo su propio período de vida característico.

figura 2

Notarán ustedes que el físico está utilizando aquí la retórica propia de un

conocido tipo de drama o relato popular, representado en el tiempo y en el

espacio, una historia de nacimiento, aventura y muerte. La fuerza de muchos

conceptos científicos de gran utilidad descansa, al menos en parte, sobre el

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hecho de que son meras proyecciones antropomórficas del mundo de los

asuntos humanos.

figura 3

Aquí tenemos otra fotografía de una cámara de burbujas, tomada en 1973.

Para entonces la cámara de burbujas ya se había convertido en un monstruo

de 12 metros cúbicos de propano líquido, apodado Gargamel en recuerdo de la

madre de Gargantúa. Entre los miles y miles de fotografías tomadas en el

CERN, donde pasaron por la cámara innumerables haces de invisibles

partículas neutrínicas creadas por un acelerador, uno de los detectores se fijo

en la configuración que muestra la figura 4, diferente de cualquier otro. Al

analizarla se descubrió que se trataba de algo que solemos denominar “suceso

dorado” , el reflejo de una rara pero reveladora, interacción.

Debemos aconsejar al ojo no especializado que ignore casi todo lo que

aparece en la fotografía y se centre, esta vez, en el tenue garabato de la

izquierda; es la firma típica de un electrón. La interpretación de este suceso

contribuyó definitivamente a confirmar la teoría de la unificación de las fuerzas

electromagnéticas y débiles, la llamada fuerza electrodébil. Por ese logro

compartieron un premio Nóbel los Norteamericanos Sheldon Glashow y Steven

Weinberg con un investigador de la Universidad de Trieste, llamado Abdus

Salam. Dentro de un momento volveré sobre esta fotografía para decirles como

la encajo la imaginación científica.

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figura 4

Pero, antes de esto, debemos retroceder hasta el nacimiento de la ciencia

moderna en el siglo XVII, para entender mejor la fuerza inmensa de la

imaginación icónica, es decir, de la capacidad para formar imágenes mentales

satisfactorias a partir de imágenes óptimamente esquivas y para convertir

vagas percepciones en sólidos conocimientos. Mi amigo el profesor Jerome

Bruner ha trabajado mucho sobre el aspecto psicológico de este proceso, y

cuando intervenga en este simposio la semana próxima quizá haga referencia

a ello. Hoy, mi ejemplo de este proceso de conversión desde la imaginaría

óptica hasta la mental se refiere a Galileo Galilei. Se trata de un caso estudiado

por el historiador del arte Samuel Edgerton, cuyo exhaustivo análisis voy a

esbozar aquí.

Ésta es la historia: en 1609, había dos hombres mirando hacia nuestra Luna a

través de un nuevo invento, el telescopio. El primero era el matemático,

cartógrafo y astrónomo Thomas Hariot que, desde Londres, operaba con un

telescopio de 6 aumentos desde finales de julio de 1609. El otro era Galileo,

entonces profesor de matemáticas en la Universidad de Padua; había

aprendido por su cuenta a pulir lentes y se había fabricado un telescopio de 20

aumentos, con el que observaba la Luna desde finales de otoño del mismo

año. Afortunadamente, tenemos datos de lo que cada uno de estos dos

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hombres pensaban que veían. Resulta instructivo comparar sus anotaciones

privadas, así corno conocer las razones de las grandes diferencias entre ellos.

figura 5

Ambos sabían que, al menos desde la época de Aristóteles, se consideraba a

la Luna corno una esfera perfectamente lisa y uniforme, símbolo del universo

incorruptible allende la Tierra. Además, en los cuadros posteriores a la Edad

Media, la Luna aparece como un signo de la Inmaculada Concepción de la

Virgen María; la figura 5 es un ejemplo (tomado de un cuadro de Murillo).

Desde luego, había dos problemas. Uno era que algunas áreas de la Luna real

evidentemente son más oscuras que otras, por lo que no podía ser totalmente

uniforme. Thomas Hariot se refirió a "esa extraña abundancia de manchas". El

segundo problema consistía en que si la Luna realmente era un espejo con

forma de esfera perfecta, en algún momento nos reflejaría la imagen del sol tan

sólo sobre una pequeña zona de su superficie, como un punto brillante sobre

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una gran bola oscura. Pero, como siempre, surgieron las teorías ad hoc

necesarias para hacer frente a esos problemas. Por ejemplo, hubo quien dijo

que la superficie de la Luna era translúcida y, como si fuera de alabastro,

devolvía la luz de una manera difusa, dejando entrever los diferentes

materiales interiores.

La primera observación de Hariot se ha conservado entre sus papeles (figura

6). Se trata de un tosco dibujo que muestra el limite de la iluminación, la línea

divisoria entre las zonas oscuras y la parte iluminada de la Luna. Pero lo más

importante es que evidentemente Hariot no sabe, y no comenta en absoluto,

porque se trata de una línea quebrada en lugar de la línea curva que seria de

esperar si la Luna fuera realmente una esfera perfecta. El ve, pero las teorías

de la época sobre la perfección de la Luna le dificultan la tarea de entender lo

que ve.

figura 6

Veamos ahora el caso de Galileo. A partir de finales de noviembre de 1609,

examina con atención la fantasmagórica Luna a través de su telescopio y

representa sus observaciones en forma de varios bellos dibujos a la sepia

(Figura 7). Es evidente que Galileo también ve las líneas quebradas

correspondientes al límite de la iluminación. Pero las interpreta enseguida

como irregularidades de la superficie, como montañas y cráteres, y utiliza la

técnica pictórica del claroscuro para manipular la luz y la oscuridad, recalcando

las protuberancias y las depresiones.

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Lo que ve Galileo aparece magníficamente descrito en su libro Siderius

Nuncius, publicado en 1610. La figura 8 muestra una de las ilustraciones de

este libro: exagera el paisaje Lunar a propósito. Galileo escribe allí que la

superficie de la Luna, en contra de la concepción filosófica de la época, “no es

lisa, uniforme y exactamente esférica..., sino irregular, tosca y llena de

cavidades y prominencias, similar a la faz de la Tierra, ataviada de cadenas

montañosas y valles profundos”. Galileo ve que no hay una diferencia

cualitativa entre la Tierra y la Luna. Incluso calcula a partir de las sombras

proyectadas por los picos, que las montañas deben tener 6.000 metros de

altura, ¡qué son mas altas que los Alpes de la Tierra! Su voz suena muy

tranquila: pero él sabe que la vieja concepción aristotélica del mundo se está

desmoronando bajo los efectos de esa voz.

figura 7

Las noticias de los sensacionales hallazgos de Galileo se extendieron

rápidamente por toda Europa y transformaron lo que la gente veía –he aquí un

ejemplo de cómo el significado transmitido por datos objetivos depende de los

supuestos de partida. El propio Thomas Hariot, después de leer el libro de

Galileo, volvió a situarse ante su telescopio en julio de 1610, un año después

de su primer intento, e hizo un dibujo de su nueva observación (Figura 9),

donde aparecen montañas y cráteres ensombrecidos -más todavía que en el

esbozo de Galileo. Una vez convertido a un nuevo modo de mirar, una vez

abandonados sus viejos supuestos de partida, Hariot empezó a ver algo

bastante diferente de la misma vieja Luna. Quiero recordar aquí ese magnífico

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pasaje de Ana Karenina en el que Ana, desesperadamente enamorada del

conde Vronsky, explica a una amiga que no puede amar a un hombre como su

esposo porque éste tiene unas orejas enormes. Su amiga replica, muy

sabiamente, que lo que ha cambiado no son las orejas del marido de Ana, sino

el corazón de ésta.

figura 8 y 9

Ahora debemos preguntarnos qué fue lo que, antes del cambio de actitud de

Hariot, hizo que Galileo y él miraran el mismo objeto con ojos tan diferentes.

Por supuesto, parte de la respuesta descansa sobre la mayor disposición de

Galileo a considerar un universo copernicano, en el que todos los planetas y

satélites pueden ser similares. Pero otra gran parte de la respuesta también

descansa sobre sus respectivas formaciones en materia de visualización, sobre

el modo en que habían aprendido a utilizar sus ojos como herramientas de la

imaginación. En la Inglaterra de 1609 en la que vivía Hariot, la cumbre del logro

artístico era la palabra, por ejemplo la de Shakespeare, que era más importante

que cualquier cosa en el ámbito de las artes visuales. De hecho, desde el punto

de vista visual, Inglaterra estaba bastante atrasada -casi podríamos decir que

en la Edad Media- con respecto al entendimiento de realizaciones en

perspectiva. Sin embargo, en la Italia de Galileo, la pintura del Renacimiento

había captado a los intelectuales en estado de alerta. Bajo el reinado de

Cosimo I de Florencia, Vasari había fundado la gran Academia de Diseño en

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1562, un centro de artes visuales y arquitectura a beneficio de todos, no

solamente de los profesionales. No es casualidad que cuando Galileo solicitó

su primer empleo a la edad de veinticinco años, fuera para cubrir el puesto de

profesor de matemáticas en esa Academia, para enseñar geometría y

perspectiva, y en 1613 llegó a ser elegido miembro de tan distinguida

Academia.

Así pues, es muy probable que Galileo, como todos los alumnos de la

Academia, hubiera estudiado el problema de las sombras que proyectan los

cuerpos sobre superficies diferentes. Los textos típicos y más que sobados que

se utilizaban en la Academia muestran cómo se traducen en luces y sombras

las protuberancias y depresiones de unas esferas reticuladas (figura 10). El

arte de la perspectiva y del claroscuro eran herramientas y habilidades que

Galileo había aprendido en su juventud y, en 1609, cuando reaparecieron ante

sus ojos los viejos problemas relacionados con la proyección de la sombra,

tuvo ocasión de hacer buen uso de dichas herramientas en un contexto tan

diferente como el del campo visual telescópico. Se podría decir que Galileo

consiguió entrever, a través de este tubo óptico todavía bastante pobre, que los

científicos de todo el mundo pronto empezarían a ver y a entender los

fenómenos característicos del sistema solar.

figura 10

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Este caso representa un ejemplo de esta mezcla poderosa a la hora de hacer

ciencia: la mezcla de datos rigurosos, de sólidos recursos matemáticos y

pragmáticos y de presupuestos teóricos, todos ellos trabajando juntos en el

teatro de la mente. Y en esta mezcla, ha menudo a resultado crucial la destreza

en el uso de la imaginación visual. En una célebre carta dirigida a Jacques

Hadamar, Einstein confesaba lo siguiente: “Las palabras o el lenguaje, ya sean

en su forma escrita u oral, no parecen jugar papel alguno en mi mecanismo de

pensamiento. Las entidades físicas que parecen actuar como elementos del

pensamiento son signos concretos e imágenes más o menos claras que

pueden producirse y combinarse deliberadamente”. Era como si, en su

actividad intelectual, Einstein jugara con las piezas de un rompecabezas. Y en

otra carta dirigida a Max Wetheimer, Einstein decía: “Muy rara vez pienso en

palabras... suelo hacer una especie de repaso, un repaso visual”.

Seguramente por eso, durante sus años de juventud en Berna, Einstein había

sido un excelente inspector de la Oficina de Patentes. Su trabajo consistía en

estudiar las descripciones, y sobre todo las ilustraciones, enviadas por los

inventores, y después reconstruir en su mente aquellas máquinas propuestas

para ver si realmente podían funcionar. Era una tarea fácil para él. Y además,

en el marco de su física, él podía visualizar sin esfuerzo ciertos procesos que

para otros eran excesivamente complejos.

Permítanme ponerles un sencillo ejemplo relacionado con esto. Si ustedes han

estudiado física y llegado hasta la introducción de la peculiar teoría de la

relatividad, sin duda alguna su libro de texto les pedirá que supongan que un

tren pasa a gran velocidad por delante del andén de una estación en un día de

tormenta. También tendrán que imaginar que hay un observador en el andén y

otro que viaja en la parte central del tren. Ahora caen del cielo dos centellas,

cada una de las cuales inciden sobre el tren en marcha; una incide en la parte

de delante y la otra en la de atrás. La pregunta importante es: ¿cómo verán

esto los dos observadores, el que está parado en el andén y el que viaja en el

tren a gran velocidad?.

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Ustedes recordarán que la respuesta era: si para el primer observador las dos

centellas parecen estrellarse a la vez, al otro (el que viaja hacia uno de los

objetos centelleantes y se aleja del otro), le parecerá que caen en momentos

distintos. Esto demuestra que la simultaneidad no es absoluta para todo el

mundo, sino que depende del estado de movimiento de cada cual. “Es

relativa”.

De la visualización de esta escena en sus pensamientos, de la realización

correcta de este "experimento mental", obtendrán ustedes gran cantidad de

física, y este ejemplo tan gráfico desde el punto de vista visual se deriva

directamente de los escritos del propio Einstein. (En su libro de 1917 sobre la

relatividad aparece un diagrama que presenta su esbozo característicamente

parsimonioso de la situación.) Todo esto era un juego de niños para él, aunque

no resultaba tan fácil para los demás, que tardaron mucho tiempo en aprender

a ver.

Actualmente quizá haya llegado a ser demasiado fácil. La imaginería de

Einstein se ha abierto camino incluso en el mundo del teatro. Si han visto

ustedes la ópera de Robert Wilson y Phillp Glass que lleva por título Einstein on

the Beach y cuya representación dura cinco horas, habrán tenido ocasión de

contemplar el retrato de ese tren; en la ópera se desliza muy lentamente por el

escenario durante dos largos actos, y por encima de él se mueve también muy

despacio algo parecido a esas centellas de que antes hablábamos. A Einstein

le habría dejado atónito este espectáculo, porque en su ejemplo todo dependía

de que el tren fuera a gran velocidad.

En cualquier caso, la imaginación visual de Einstein le proporcionó una ayuda

soberbia en múltiples ocasiones. Hace algún tiempo encontré en los Archivos

Einstein un manuscrito fechado en 1920 en el que el gran filósofo explicaba

cómo llegó a inventar la teoría general de la relatividad. La clave estuvo en

darse cuenta de que los efectos del movimiento acelerado y de la gravedad

pueden considerarse equivalentes. Como el propio Einstein describe en el

manuscrito: un día de 1907 “se me ocurrió la idea más afortunada de mi vida”,

a saber, que “el campo gravitatorio tan sólo tiene una existencia relativa.

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Porque si nos fijamos en un observador que cae ligeramente desde el tejado de

su casa, veremos que mientras cae no existe para él ningún campo

gravitatorio”. Por ejemplo, cualquier objeto que él mismo lance durante su caída

permanecerá cerca de él.

Este “experimento mental” científico visualizable y extraordinariamente simple

es la base del principio de equivalencia de la relatividad general. Debo añadir a

modo de inciso que me alegra enormemente el hecho de que Robert Wilson y

Philip Glass no conocieran la existencia del manuscrito de Einstein, porque de

lo contrario quizá hubieran colocado a alguien cayendo libremente desde el

tejado al escenario del teatro.

Durante los primeros decenios de este siglo, la imaginación icónica continuó

dando lugar a un triunfo científico tras otro. Por ejemplo, el átomo de Niels Bohr

de 1913 adoptó la imaginería del sistema solar copernicano. Al principio, desde

luego supuso un gran avance pero, a mediados del decenio de 1920 empezó a

resultar evidente lo peligroso que era considerar los procesos atómicos en

términos de una imaginería inicialmente inventada para acontecimientos a gran

escala, tales como el movimiento de los planetas.

Era necesario un nuevo método para imaginar fenómenos como la “rotación”

del electrón o para considerar la luz como onda y como partícula. Se habían

convertido en un obstáculo las intuiciones de fácil visualización, en oposición a

la abstracción conceptual. No hace falta saber mucho acerca del principio de

incertidumbre de Heisenberg para darse cuenta de que aquellas órbitas tan

precisamente trazadas de los modelos atómicos de Bohr en realidad no pueden

existir en la naturaleza. Esto llevó a Heisenberg, a partir de 1925, a proponer

una solución necesaria pero drástica, una solución que hasta hoy hace difícil

que los legos en la materia se sientan cómodos dentro de la física moderna.

Heisenberg eliminó por completo el uso de modelos representables del átomo.

Una frase típica de Heisenberg era: “El programa de la mecánica cuántica tiene

que liberarse antes que nada de esas descripciones intuitivas... La nueva

teoría, por encima de todo, debe abandonar por completo la visualizabilidad”.

O, como escribió Dirac en 1930: “La tradición clásica consideraba al mundo

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como una asociación de objetos observables... Sin embargo, desde hace

relativamente poco tiempo cada vez es más evidente que la naturaleza

funciona de acuerdo con un plan diferente. Sus leyes fundamentales no

gobiernan el mundo tal como aparece en nuestra imagen mental de un modo

directo, sino que controlan un sustrato del que no podemos formarnos una

imagen mental sin introducir irrelevancias”.

En la mayoría de las demás ciencias, la vieja imaginación icónica continúa

plenamente vigente. Pero los científicos cuánticos de hoy han logrado un nuevo

tipo de “visualizabilidad”, aunque en gran medida a través de constructos

matemáticos en lugar de físicos, a través de simetrías y de diagramas

abstractos. La figura 11 nos ofrece al menos una pista del modo en que el

nuevo método de pensamiento difiere del antiguo. En la parte superior se

encuentra representado el viejo método visceral que se empleaba para contar

lo que ocurre cuando dos electrones con la misma carga se aproximan entre

sí. Es una especie de instantánea situación en el espacio; ambos electrones

ejercen mutuamente fuerzas de repulsión que de algún modo atraviesan el

hueco existente entre ellos. Pero ahora se considera mucho más significativo

pensar que este fenómeno obedece a que las dos partículas intercambian un

fotón, una entidad que mediatiza la interacción. La parte inferior de la figura 11

representa este nuevo método de pensamiento, por medio de un tipo de

diagrama que debe su nombre a su inventor, Richard Feynman, y que aporta

una representación en el espacio-tiempo de la dispersión de los dos electrones.

figura 11

Algo similar se aplica a la desintegración beta del neutrón, que fue explicada

por primera vez por Enrico Fermí. La figura 12 está tomada de un libro editado

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recientemente por el profesor Paul Davies, The New Physics, quien sin duda

hablará de la nueva física en su exposición programada para mañana. Según

el viejo modo de representar la desintegración beta del neutrón (parte superior

de la figura 12), la interacción entre el neutrón original y el protón, electrón y

neutrino resultante, tiene lugar en un único punto espacio temporal A. En

contraste, como señala el profesor Davies, y tal como se representa en la parte

inferior de la figura 12: “De acuerdo con la contemplación de la desintegración

beta, la interacción entro las cuatro partículas se “despliega” en el espacio-

tiempo por medio del bosón W que intercambian. A energías bajas, las dos

descripciones dan las mismas predicciones, pero, cuando la energía es

elevada, los resultados son bastante diferentes”.

figura 12

A medida que han ido desvaneciéndose los modelos mentales simples, han

ocupado su lugar nuevos auxiliares diagramáticos al servicio de nuestros

procesos de pensamiento -nuevos diagramas en los que cada elemento

representa una expresión matemática necesaria para calcular fuerzas o

probabilidades de dispersión. La figura 13 constituye otro ejemplo. Como mi

colega Howard Georgi describe en un artículo: “La existencia de corrientes

neutras supone una verificación importante de la teoría moderna de la fuerza

electrodébil. Esto significa que pueden darse procesos débiles [es decir, raros,

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improbables] del tipo indicado, procesos en los que se intercambia un quanto

virtual eléctricamente neutral [Z°] entre un neutrino [ representado por la línea

curva de la izquierda] y un quark [ línea curva de la derecha], permaneciendo

invariables sus identidades [es decir, sus cargas]”.

figura 13

Y, como antes les prometí, esto nos acerca de nuevo al “suceso dorado” de

que hablábamos al principio. Porque lo que les acabo de leer es precisamente

la descripción de lo que ocurre en la fotografía que presenta la figura 4.

Nuestros "ojos desnudos" únicamente verían un garabato nada convincente,

pero el ojo de la mente, gracias a la versión "diagrama Feynman" del mismo

fenómeno, ve que un neutrino esparce un electrón sin modificar para nada las

cargas; así pues, existe una "corriente neutra"; Así pues (simplificando

demasiado quizá), si a alguien se le hubiera ocurrido todo esto antes que a

Glasgow, Weinberg o Salaam, ese alguien a lo mejor habría tenido que hacer

el equipaje y viajar a Suecia a recoger su premio Nóbel.

Examinemos ahora otra herramienta conceptual que algunos científicos utilizan

con gran maestría en la génesis de sus ideas. Se trata de la metáfora y de su

prima hermana, la analogía.

Esto quizá les sorprenda a ustedes. Después de todo, algunos filósofos opinan

que la imaginación metafórica no sirve para nada en el ámbito de la ciencia. El

Diccionario del pensamiento moderno dice de la metáfora y de la analogía que

"representan una forma de razonamiento particularmente propenso a la

extracción de conclusiones falsas a partir de premisas verdaderas". Se

considera a la metáfora como "la esencia de la poesía"; opera a través de la

ilusión, y desde luego la labor de los científicos es precisamente todo lo

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contrario. Así pues, podría parecer que la metáfora y la analogía son dos cosas

que los científicos deberían evitar con la máxima asiduidad.

Sin embargo, los científicos utilizan analogías continuamente; Thomas Young,

un físico del siglo XIX, representa un excelente ejemplo del castigo que puede

acarrear el hecho de hacerlo abiertamente. Este físico debe la mayor parte de

su fama a su defensa de la idea de que la luz es fundamentalmente un

fenómeno ondulatorio, en contra de los principios de la teoría cuasi corpuscular

que gozaba de tan amplia aceptación en su época. En una de sus primeras

publicaciones, Thomas Young escribe: "La luz es la propagación de un impulso

comunicado al éter por cuerpos luminosos". Recuerda a sus lectores que “ya

dijo Euler que los colores de la luz se debían a las diferentes frecuencias de las

vibraciones del éter luminoso". Pero si hasta entonces se trataba tan sólo de

una mera especulación, Young decía haberlo confirmado: la idea de que la luz

consiste en la propagación de un impulso enviado al éter "está sólidamente

confirmada..."; ¿mediante qué?, ¿Cómo? " A través de la analogía entre los

colores de una chapa delgada y los sonidos de una serie de cañones de

órgano" (dos fenómenos totalmente diferentes).

Incluso sin detenernos a estudiar los detalles de esta curiosa y, como el tiempo

ha demostrado, fructífera analogía entre la luz y el sonido -de esta

sorprendente extensión de la metáfora del movimiento ondulatorio de un campo

a otro, aparentemente sin relación -percibimos el considerable desafío que

supone esta transferencia de significado. De hecho, el valor que supone hacer

esta conexión, y lanzar la prueba experimental de la naturaleza ondulatorio de

la luz, no le pareció muy acertado ni siquiera a George Peacock, el editor de los

Collected Papers de Thomas Young, amigo incondicional del mismo, y hombre

de ciencia del Trinity College de Cambridge. Cuando Peacock publicó una

recopilación de escritos de Young en 1855, es decir, veintiséis años después

de que Young falleciera y mucho tiempo después de la consagración de la

teoría ondulatoria, Peacock continuaba sintiéndose obligado a evitar que el

lector cayera en algún terrible error sobre el tema que nos ocupa y, por ello,

añadió un asterisco tras la frase crucial de Young y redacto una severa nota de

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pie de página que tal vez sea única en la literatura: "Esta analogía es

caprichosa y absolutamente infundada. Nota del editor".

El caso de Thomas Young es un ejemplo de la función creativa, aunque

arriesgada, de la metáfora o de la analogía durante la fase inicial de la

imaginación científica. La utilización de la misma idea una y otra vez en

contextos bastante diferentes era parte del credo científico de Enrico Fermi.

Según él, cualquier fenómeno físico se podría entender en términos de una

analogía con una de entre más o menos dos situaciones físicas primarias,

primitivas. Por ejemplo, efectivamente dio un gran impulso a la moderna física

de las partículas elementales con un trabajo que publicó en 1934 sobre la

desintegración beta, en el que decía que cualquier teoría sobre la enigmática

emisión de partículas ligeras, como los electrones, a partir de un núcleo,

debería entenderse por analogía con la consolidada teoría de la emisión de los

quanta luminosos (fotones) a partir de la desintegración del átomo. Así fue

como eludió la trampa de tener que pensar que el electrón ya existía en el

núcleo antes de su emisión; después de todo, a nadie le había parecido

necesario pensar que el fotón ya estaba formado dentro del átomo antes de ser

irradiado.

Y de nuevo, poco después de escribir un trabajo sobre el efecto ejercido por los

electrones lentos al chocar con un átomo, Fermí únicamente era capaz de

entender el efecto de los neutrones lentos sobre el núcleo. Esto ocurría en

octubre de 1934, cuando él y su equipo, casi por mero accidente, descubrieron

la radiactividad artificial milagrosamente realzada de la plata, que resultó haber

sido provocada por la dispersión de neutrones, es decir, por su deceleración.

Las páginas del cuaderno de laboratorio que registran este descubrimiento son

bastante lacónicas y el trabajo resultante muy corto, pues no llega a dos

páginas. Sin embargo, se podría decir que su utilización de la analogía coloca a

Fermi sobre lo que resultó ser el primer paso necesario hacia el reactor

nuclear, y de ahí a la llamada era nuclear.

Y por fin llego a la tercera de las herramientas Imaginativas que algunos

científicos utilizan durante la fase inicial -se trata de lo que yo llamo

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imaginación temática. Es todavía más arriesgada que las que hemos analizado

hasta ahora: Me refiero a la práctica de dejar tranquilamente que los

presupuestos del científico actúen durante un tiempo como guía de su propia

investigación cuando todavía no hay pruebas suficientes de dichos

presupuestos, y en ocasiones Incluso frente a la evidencia aparentemente

contrapuesta. Esto viene a representar una suspensión deliberada de la

incredulidad, que es precisamente lo contrario de lo que se suele considerar la

actitud escéptica del científico.

De hecho, la expresión "suspensión deliberada de la incredulidad" procede de

un análisis de la poesía efectuado por Samuel Taylor Coleridge en su

Biographia Literaria. Según sus propias palabras, él se consideraba obligado a

imbuir sus escritos poéticos de “una apariencia de verdad suficiente para

originar esas sombras de la imaginación, esa suspensión deliberada y

momentánea de la incredulidad que constituye la fe poética”.

Sin embargo, lo más seguro es que esto no tenga nada que ver con la ciencia.

Según la opinión autorizada de un filósofo de la ciencia como Karl Popper, el

criterio de demarcación de todas las actividades verdaderamente científicas es

la suspensión de la creencia, no de la incredulidad. De acuerdo con Popper,

debemos someter nuestros constructos racionales a un régirnen curativo a

base de purgas hasta encontrar algún defecto funesto, incluso en la más

atesorada de nuestras inspiraciones concretas. Debemos esforzarnos en

falsearlas, es decir, en refutarlas y, por lo tanto, en repudiarlas.

Sin embargo, cuando nos detenemos a mirar por el aguiero de la cerradura de

la puerta del laboratorio, observamos que muchos de nuestros científicos no

prestan oídos a ese buen consejo. De hecho, en ocasiones dejan que su

trabajo crezca al máximo y madure a partir de una idea improbable que ellos

mismos se encargan de evitar que pueda ser destruida a manos de la férrea

racionalidad. Desde luego, al final, tras la superación de esta fase inicial y

privada, los resultados obtenidos con la técnica de la maduración y bajo la

dirección de la teoría de la maduración, deben someterse a la verificación

experimental. Con la naturaleza no se juega. El cementerio de la ciencia está

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lleno de víctimas de obstinadas creencias en ideas que no han demostrado ser

dignas ni del nombre. Pero debemos tener en cuenta el hecho curioso de que

hay espíritus geniales que pueden arriesgarse a perseverar durante largos

períodos sin contar con apoyo confirmativo alguno, y sobrevivir hasta el

momento de recoger sus premios. Después de analizar este tipo de

anotaciones personales, ahora sabemos que Newton, John Dalton y Mendel,

entre otros, se negaron a aceptar datos que fueran en contra de sus

presupuestos, y resultaron estar en lo cierto.

No obstante, la adopción de temáticas ardientemente sostenidas, y la

suspensión de la incredulidad en ellas, si bien resultan necesarias en algunos

casos y a menudo tienen mucho éxito, en último extremo pueden conducir a

terribles confusiones. Y para concluir mi exposición con un ejemplo de fracaso

después de haber hablado de tantos éxitos científicos, permítanme volver a

Galileo, y a un longevo misterio a cerca de uno de sus escasos, pero grandes,

errores.

Como todos sabemos, el clímax de la revolución científica para las ciencias

físicas del siglo XVII fueron los Principia de Isaac Newton, que combinaban los

imaginativos avances de Galileo Galilei con los de Johannes Kepler. Newton

decía que veía más allá que los demás porque se hallaba encaramado a

hombros de gigantes. Kepler desde la corte del loco y magnífico emperador

Rodolfo II de Praga y Galileo desde las brillantes Venecia y Florencia, eran dos

personalidades bien diferentes; pero también tenían muchas cosas en común,

sobre todo su apasionada devoción por la teoría copernicana del sistema

planetario. Ambos desafiaron los peligros que entrañaban sus heréticas

nociones, y Kepler, ocho anos mas joven que Galileo y extravagante admirador

del mismo, trató por todos los medios de captar su atención y apoyo moral.

Habría sido francamente lógico que Galileo hubiera mostrado la misma actitud

hacia Kepler, dado que las leyes de éste indicaban claramente la superioridad

del modo copernicano de imaginar el sistema del mundo. Pero, en contra de

toda expectativa razonable, Galileo guardó siempre las distancias con respecto

a Kepler, trató de desautorizarle todo lo que pudo y nunca aceptó sus leves del

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movimiento planetario. Y ese ha sido uno de los grandes enigmas de la historia

de la ciencia. ¿Por que Galileo evitó utilizar los hallazgos de Kepler como arma

arrojadiza contra los enemigos que no dejaban de asediarle? ¿Qué fue lo que

provocó este fallo de imaginación, uno de los poquísimos que presenta la

espléndida opera omnia de Galileo? Nunca intentó explicar su extraño rechazo,

e incluso este dato indica que debió haber una causa bien profunda. Como dijo

en una ocasión el historiador de la ciencia Giorgio de Santillana, las ideas de

Kepler "debieron poner en movimiento algún mecanismo de protección en la

mente de Galileo". ¿Qué era lo que quería proteger?.

Finalmente un historiador del arte, el magistral Erwin Panofsky, encontró la

explicación, una vez más de la manera más inesperada. Su brillante análisis

partía del hecho que he mencionado antes de que Galileo, como tantos

intelectuales italianos de su época, se consideraba a sí mismo, y con razón, no

sólo científico, sino también admirador y crítico de las artes. Más aun, para

Galileo constituía un criterio fundamental de sólido pensamiento científico

utilizar exclusivamente elementos de pensamiento que resultaran aceptables

desde el punto de vista estético. Y era precisamente desde este punto de vista

estético desde donde Galileo consideraba inaceptables, e incluso repulsivas,

las ideas de Kepler.

Permítanme extenderme un poco sobre la argumentación de Panofsky. Galileo,

hijo de un conocido músico y teórico de la música, creció en un ambiente más

humanista que científico. Todos sabemos, por ejemplo, que dedicó muchos

meses de paciente labor a comparar la obra de los poetas Ariosto y Tasso, con

el resultado de grandes alabanzas para el primero y ninguna compasión para el

segundo. Al margen de la literatura, Galileo también se lanzó alegremente a

controversias en el ámbito de las artes visuales. Por ejemplo, estuvo muy unido

a Lodovico Cardi, alias Cigoli, el pintor florentino más importante entre los

coetáneos de Galileo. De hecho, Cigoli incluso colaboró con su amigo en

algunas observaciones astronómicas; llamaba a Galileo su “maestro" en el arte

de la perspectiva y no dudo en proclamar su admiración hacia él cuando, en su

última obra, los frescos de Santa Maria Maggiore, represento la ascensión de la

virgen Maria sobre una Luna que era exactamente igual a la que Galileo había

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utilizado en una de sus ilustraciones de Siderius Nuncius, como ya vimos

anteriormente. (Figura 14 y 15).

En Junio de 1612, Cigoli pidió a Galileo que le ayudara a luchar contra los que

alegaban que la escultura era superior a la pintura. Por extraño que parezca,

en la carta resultante de Galileo sobre la superioridad de la pintura podemos

encontrar una clave de su rechazo frente a la astronomía kepleriana. Según

Galileo, el problema de la escultura es que resulta demasiado parecida a las

“cosas naturales”, a los objetos con los que comparte “la propiedad de la

tridimensionalidad”.

figura 14

El pintor parece merecer mayor crédito por su obra precisamente porque solo

dispone de dos dimensiones para crear la apariencia de tridimensionalidad.

Porque, continúa diciendo Galileo, “cuanto más lejos de la cosa que se

pretende imitar estén los medios para imitarla, más admirable será la

imitación". Y para recalcar más esta idea, añade que solemos admirar a un

músico cuando "nos hace sentir simpatía por un amante a base de representar

sus sufrimientos y pasiones en forma de canción", pero no cuando el músico se

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limita a transmitir lamentos y sollozos; y aún admiraríamos todavía más al

músico que no se sirviera de canción alguna, sino que únicamente utilizara

instrumentos musicales para actuar sobre nuestras emociones.

figura 15

La idea de Galileo es que debemos adherirnos al "purismo crítico", debemos

distinguir entre la representación y "su contenido". Se trata del mismo cuchillo

afilado que empleo Galíleo para separar cantidad y calidad, ciencia y religión.

Ponía objeciones a cualquier desdibujamiento de líneas fronterizas. Ésta es la

razón por la que a Galileo no le gustaron absolutamente nada las alegorías

fantásticas de Tasso (por ejemplo, en el poema Gerusalemme Líberata) y,

sobre todo, por la que Galileo, como Cigoli, también se opuso a las distorsiones

artísticas que a su juicio degradaban el medio de la pintura, como era el caso

de las "ilustraciones trucadas". Galileo se mostró especialmente mordaz con el

entonces muy admirado Giuseppe Arcimboldo, pintor de la corte de Rodolfo II

(lo que ponía las cosas todavía peor), cuya especialidad era la personificación

de conceptos o estaciones mediante disposiciones de utensilios o de frutos y

flores (la figura 16 representa el verano). Este estilo, hoy día denominado

manierismo, surgió como una tendencia "anticlásica" que, como Panofsky

señala, representaba la oposición "a los ideales de racionalidad..., simplicidad y

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equilibrio", y en cambio se inclinaba a favor de "cierto gusto por lo irracional, lo

fantástico, lo complejo y lo disonante".

Ahora bien, hay un elemento en particular que fue tan enfáticamente rechazado

por el arte del alto Renacimiento (que Galileo adoraba) como favorecido por el

manierismo (que Galileo aborrecía). Hablamos de la elipse. En pintura y

escultura fue introducida como elemento significativo por Correggio y Gian

Maria Falconetto, respectivamente; en arquitectura, Miguel Ángel jugueteó un

poco con la idea en un diseño que hizo para la tumba del papa Julio II, pero

tan sólo como elemento interior, totalmente invisible desde fuera. Tanto en el

terreno de la música como en el de la pintura o la poesía, para Galileo era un

deber sagrado luchar contra el manierismo, contra la complejidad innecesaria,

contra la distorsión y el desequilibrio.

Y ahora ya podemos preguntarnos, como Panofsky, "si, como sabemos, la

actitud científica de Galileo influyó sobre su juicio estético, ¿no podría ser que

su actitud estética hubiera influido sobre sus teorías científicas?”. Mas

concretamente, ¿no podría ser que “tanto en calidad de científico como de

critico de arte estuviera acatando las mismas tendencias rectoras?”.

Empezaremos viendo por que razón Galileo pensaba que Kepler estaba

totalmente equivocado. Al nivel más obvio, los escritos de Kepler, entre los que

citaremos Mysteriurn Cosmographicum y Harmonici Mundi, están tan plagados

de ideas y materias distintas que resulta difícil ver qué hay de valioso bajo toda

esa aparente fantasía. Las tres leyes del movimiento planetario de Kepler, sin

las que Newton nunca hubiera conseguido nada, están enterradas bajo

montañas de escombros de tal manera que incluso Newton tuvo dificultades

para reconocer su deuda hacia ellas.

Pero aparte del carácter indigerible del estilo de Kepler a la hora de escribir, su

estilo de pensar entronizaba de lleno al manierismo en el sistema solar a los

ojos de Galileo. Según éste, según Aristóteles, y también según Copernico,

todo movimiento celeste tenía que proceder en términos de la superposición de

círculos, por ejemplo, en un epiciclo circular llevado a un deferente circular. El

círculo y el movimiento uniforme a lo largo del círculo eran las marcas propias

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de la uniformidad, perfección y eternidad. Kepler en un principio también había

pensado de esta manera, pero luego se dejó llevar por los datos, y en contra de

sus mejores instintos, proclamó su primera ley: que los planetas se mueven

describiendo elipses alrededor del Sol. Así pues, no se hallaban en lo que

Galileo consideraba como movimiento “natural”, sino que variaban

continuamente su velocidad mientras se movían.

figura 16

Para Galileo, que seguía completamente hechizado por la circularidad, la elipse

era un círculo distorsionado -una forma indigna de los cuerpos celestes.

Aceptar semejante aberración era dar la victoria a los Correggios y Arcimboldos

de este mundo. Eso jamás. La primacía del círculo era para Galileo lo que yo

he llamado uno de esos presupuestos temáticos irresistibles sin los que su

imaginación científica no hubiera podido operar. Y no solamente en el cielo,

sino también en la Tierra. Como señala el propio Galileo: “Todos los

movimientos humanos o animales son circulares”. Correr, saltar, caminar, etc.,

son tan sólo movimientos secundarios que dependen de los primarios, de lo

que tiene lugar en las articulaciones; “el salto o la carrera son producto del

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juego de la pierna con la rodilla y del muslo con la cadera, que son

movimientos circulares”.

Al final, el encantamiento del círculo no logró socavar gravemente la

cosmología de Galileo. Pero sí tuvo consecuencias nocivas para su física,

porque le impidió darse cuenta de que el movimiento más natural es el

rectilíneo y no el circular. En lugar de eso, Galileo mantenía, como puede

comprobarse en el libro I del Dialogo, que la naturaleza permite el movimiento

en línea recta sólo de vez en cuando y con la única finalidad de restablecer el

orden. Una vez que el elemento en cuestión ocupa el lugar que le corresponde,

"tiene que permanecer inmóvil o, si se mueve, hacerlo sólo de modo circular".

Así pues, Galileo paso por alto la idea que constituye la mismísima base de la

mecánica moderna y que ahora conocemos como la primera ley de Newton, es

decir, que, en ausencia de fuerzas, todo cuerpo permanece en reposo o en

movimiento rectilíneo uniforme. Es verdaderamente irónico que el honor del

descubrimiento de este principio de inercia al final fuera a parar al ingles, a

quien ningún esfuerzo de imaginación podría haberle hecho considerarse a si

mismo admirador ni crítico de ninguna de las artes.

Hasta aquí hemos visto tres de las herramientas más importantes de la

imaginación científica en acción. Tal vez ello nos ayude a desembarazarnos de

esa noción tan común de la ciencia como proceso mecánico, casi irresistible,

de inducción a partir de “hechos” Incontestables. Los historiadores de la

ciencia y otros estudiosos de todas partes del mundo han tratado de reunir las

piezas de esta realidad más compleja y caótica, pero más realista e

interesante, para lo que no han dejado de adentrarse en cuestiones cada vez

más difíciles de resolver a lo largo de los cuatro últimos siglos.

Pero deseo terminar con una nota de atención. Al final, desde luego no

habremos “explicado” a Galileo ni a Fermi, corno tampoco a Mozart ni a Verdi.

Nunca llegaremos a resolver del todo el enigma de cómo determinados

científicos elegidos sientan las bases del estado venidero de la ciencia, de

cómo es posible que nuestras mentes descubran el orden de las cosas. Sobre

este punto, una vez más Albert Einstein tiene la última palabra: “Aquí estriba el

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sentido de la curiosidad, que crece de manera continua -precisamente a

medida que aumenta el desarrollo del propio conocimiento”.