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LA INFLUENCIA EN CONTEXTO. LAS GESTACIONES IDEOLÓGICAS
INTERNACIONALES EN EL ESCENARIO COLOMBIANO (1920-1930)
Juan David Durán Silva1
INTRODUCCIÓN
La participación política en la primera mitad del siglo XX en Colombia, como en su
historia desde la independencia, siempre estuvo orientada por el accionar de los dos
partidos tradicionales, únicos posibles a la hora de llegar al poder público y característicos
por sus posicionamientos en la definición de guiar al país por el sendero de la modernidad
y la secularización, o de mantener el tradicionalismo y el pastoreo espiritual como forma
de gobierno. Disyuntiva en la cual giró el que-hacer político por tiempo considerable.
Sin embargo, ese escenario político se vio interrumpido por el desarrollo de nuevas ideas
plasmadas en la gran fuerza de participación dentro del escenario nacional por partidos y
movimientos políticos, sindicales y estudiantiles, cargados con un aire proveniente del
acontecer europeo como manifestaciones de desacuerdo ante el statu quo prolongado que
por ese entonces respiró el país y el contexto internacional.
Manifestaciones, por un lado, de corte socialista que fueron y serán, en gran medida,
recordadas en los anales de nuestra historia gracias a María Cano, a las organizaciones
obreras, al Partido Socialista Revolucionario (PSR) y la Confederación de Trabajadores
de Colombia (CTC). Fue un experimento en el cual Colombia expandió su tablero político
con el acceso de nuevas figuras nunca antes vistas dentro de una lucha bilateral por el
poder. Esta nueva corriente ideológica gestada previamente en 1917, y definida con peso
y cuerpo gracias a la revolución bolchevique, tuvo asiento dentro del pensamiento liberal
colombiano y por ende en su partido, a tal punto, que entre las seis categorías que nos
menciona Alfonso López Pumarejo de la diversidad liberal, encontramos su
reconocimiento y clasificación (Vallejo citado por Braun, 1987, p. 23). Un ejemplo de la
conectividad entre el comunismo y el partido liberal fue Gabriel Turbay,
político “enamorado […] de los ideales de la revolución rusa” (Braun, 2013) y que más
tarde daría salto fiel hacia el liberalismo. Por otro lado, durante la misma época, la
1 Universidad de San Buenaventura
consolidación del fascismo al interior del directorio conservador no sólo consiguió
protagonismo sino que fue para algunos la posible alternativa por transformar “el viejo
programa conservador [y] la oratoria política” (Pérez, 2000), prueba existente que al
partido de las costumbres, de lo consuetudinario, le requería la necesidad de una pronta
oxigenación. Esa posición ultraconservadora fue izada por los Leopardos, facción puesta
en marcha por un grupo de jóvenes cansados de la continuidad en el poder de grandes
magnates y figuras representativas del conservatismo e inspirados en las formas de
gobierno encabezadas por Mussolini y Hitler en Italia y Alemania respectivamente.
Con la inscripción del comunismo y del totalitarismo al ámbito político cotidiano, vistos
éstos como vertientes cada uno de los pensamientos imperantes de la política nacional, el
papel de la Iglesia en Colombia repercutió una vez más en las decisiones propias del poder
público. El asunto nacional y sus parámetros no pudieron ser ajenos a la opinión y
sugerencia de la directriz eclesiástica gracias a su enarbolado papel de cimiento en la
construcción y formación del Estado; Iglesia que fue eje de concertación, promoción y
motor propulsora del movimiento y rumbo estatal. Aquel profundo arraigo hacia lo
espiritual configuró la disputa política por mucho tiempo; un tema candente suscitador de
grandes conflictos que dividió el accionar político bajo el amparo de su intervención.
Las décadas de 1920, 1930 y 1940 asimismo, son temporalidades de suma relevancia
tomadas en cuenta por la finalización hegemónica del conservatismo y la transición del
poder al liberalismo durante los dieciséis años siguientes. Tiempos que permiten entender
la inscripción del acontecer público bajo la lógica de la “Convivencia” y la discusión y
debate entre “Nuevos” y “Centenaristas”, generaciones ambas en disposición a ejercer la
política de manera pacífica ajena a todo ejercicio de violencia directa. Los “Nuevos”,
aquellos políticos jóvenes ansiosos por darle cambio al rumbo de la nación, “creían
unánimemente que lograrían la primera transferencia política y duradera del poder en la
historia del país” (Braun, 2013, p. 23). “Nuevos” inscritos en ambas filas y bastiones de
los partidos; liberales como conservadores cansados de las guerras civiles, “cosas del
pasado” (Braun, 2013, p. 24). Tiempo de “Convivencia” que recibió las nuevas tendencias
y ramificaciones desprendidas de las ideologías imperantes, intermedio temporal en el
que la política tuvo su más rotundo éxito como disputa vislumbrada en la paz y engranada
con ideales posibilitadores para mantener de forma duradera un clima sosegado.
Ese notorio clima fue más perceptible en las campañas electorales, campañas las cuales
se libraron “tan apasionadamente como las guerras, […] menos costosas y menos
convulsivas” (Braun, 2013, p. 24) no obstante sin que el sentimiento partidista en la
mayoría poblacional no tuviese mayor afinidad por la ideología, sino por “el juego de la
vida y la supervivencia” (Ibíd., 2013, p. 24). Contiendas electorales determinantes a la
hora del ascenso al poder político de uno u otro partido tradicional vinculadas a la
constante posición e intervención del imaginario religioso y materializadas no sólo en
los discursos, sino de igual manera en la prensa como escenario y dispositivo fraguador
de lucha. El asunto religioso que por tantos años bordeó y moldeó la acción política
nacional aunque no violenta de manera física, si lo fue de forma indirecta por medio del
discurso. Atravesó la cultura del país con la acuciante condena del adversario, del otro, en
rededor a la moral teológica del catolicismo; un reconocimiento excluyente entre la
misma población incluso cuando se diferenciaba ésta más allá del color azul o rojo, con
el horario de asistencia a las reuniones eucarísticas y celebraciones sagradas.
MARCO TEÓRICO
El centro de esta investigación gira entorno a un hecho histórico. Un hecho característico
de la vida nacional circundando aspectos sociales, culturales y políticos. Con la
materialización de las ideologías del contexto acuñadas al interior del escenario
colombiano, la búsqueda por transformar un statu quo se hizo evidente. Manifestaciones
internacionales cuyo mensaje emitido fue el surgimiento y consolidación de
ideas diferentes a las ya asentadas por tanto tiempo como formas de hacer y dirigir la
política. La recepción del mensaje que expresó la primera mitad del siglo XX fue la
apertura al escenario político de los Estados y la heterogeneidad de las formas de
pensamiento plasmadas en los diversos sectores de la sociedad; sectores que buscaron
satisfacer sus intereses o darle solución a sus necesidades. Esto sin contar con la
determinación clerical de la Iglesia predominante en Colombia, su participación e
intervención a la hora de definir el cauce político, de orientar la cotidianidad poblacional
y sus componentes.
Es por ello que a partir del uso del macromolde hermenéutico se puede inferir lo
anteriormente expuesto. Como lo expresa Losada y Casas, desde la definición de lo que
significa hermenéutica, este macromolde “en cuanto tiende a centrar la atención en la
descripción de casos específicos, examinados en profundidad” (2008, p. 52) está
encaminado a interpretar lo sucedido. Es “llegar a una comprensión profunda de los
fenómenos” (Losada & Casas, 2008, p. 53) que ocurren en los contextos dados y así
“comprender el significado de las acciones desde el punto de vista” (Ibíd., 2008, p. 53)
para este caso, de quien lleva a cabo la investigación. En función de ir definiendo cada
vez más la temática, el macromolde aplicado ha dotado y ofrecido a la investigación
ciertos enfoques que van privilegiando el transcurso y ejercicio investigativo. Con el
enfoque histórico sociológico se puede argüir la proporción “entre política y sociedad”
(Losada & Casas, 2008, p. 147), como sus procesos, al punto de otorgar claridad a la
interpretación gracias a la examinación de hechos históricos donde la historia se considera
“como maestra de la vida, es decir, se cree que el análisis cuidadoso de los hechos vividos
por las diversas colectividades sociales a lo largo de su existencia permite descubrir la
razón de ser de sus respectivos triunfos y fracasos”(Ibíd., p. 151)
Dentro del macromolde hermenéutico y su enfoque histórico sociológico, puede inferirse
el poder pastoral planteado por Foucault como teoría que busca interpretar y comprender
la funcionalidad del Estado moderno a partir de la inserción de dinámicas de poder
establecida y originaria de instituciones cristianas en su ejercicio. El pastorado religioso
propio de las Iglesias protestantes y la Contrarreforma Católica a finales del siglo XV e
inicios del siglo XVI se dotó de “control [y] autoridad de la vida espiritual de los
individuos mucho más grande que en el pasado” (Foucault, 2006, p. 266), al punto de
guiar casi en su totalidad las formas de conducta de los hombres. Foucault resalta que esa
guía espiritual a manos de un pastor comienza a adquirir forma en el plano público en el
siglo XVI desde la asignación de tareas al gobernante similares a las del pastorado, en
cuanto es el encargado de dar dirección a esa conducta. Se entiende que en ese punto el
rey o gobernante, “quien gobierna al pueblo de una sola ciudad y una sola provincia, […]
lo hace con vistas al bien común” (Foucault, 2006, p. 271) y recibe la analogía de ser la
representación de Dios sobre la Tierra.
Ese bien común, finalidad a la hora de gobernar, aguarda un resultado en especial:
procurar que en función de dirigir una buena conducta y lograr en la comunidad el bien
totalizador, pueda así mismo procurarle a esa comunidad una “beatitud celestial”
(Foucault, 2006, p. 272) . El rey o gobernante es quien tiene la obligación en sus
decisiones de posibilitar la salvación de los individuos. Esto se traduce de igual forma en
la funcionalidad propia de un padre de familia con respecto a los suyos. Entonces, el rey,
cuyo rol es semejante al del pastor y padre de familia, está dotado de soberanía para
impartir un orden, en el caso, político desde una práctica religiosa.
El premio espiritual no está encadenado a la reproducción continua de satisfacer
necesidades materiales, basta con obrar bien para gozar de un lugar celestial. Esa
identificación del pastorado de las almas en el arte de gobernar estaba estipulada por “una
naturaleza poblada de prodigios, maravillas y signos” (Foucault, 2006, p. 274) carentes
de ratio y más aún, ratio gubernatoria.
Sin embargo, esta forma de gobierno torna su desaparición en los años 1580 a 1650. El
soberano o rey no debe limitarse “a prolongar en la Tierra una soberanía divina que en
cierto modo influye sobre el continuo de la naturaleza” (Foucault, 2006, p. 275). Él
obtiene una tarea específica, una tarea más allá de ejercer su soberanía, en la que ocuparse
de algo específico fundamenta la gobernabilidad y el proceso de gobernar sujeta a la ratio
status y su fundamentación: “el Estado es una firme dominación sobre los pueblos” en
donde la razón juega un papel fundamental. Ya no el mundo parte de esos signos y
prodigios sino que se constituye a partir de una práctica y funcionalidades específicas.
Ello puede aplicarse a la relación entre política y religión al caso colombiano en los años
30 del siglo XX. La iglesia, como actor orientador, pretende mantener esa pastoral en el
poder político que trasciende las necesidades y funciones del Estado moderno tratando de
otorgar a sus feligreses una garantía de goce celestial. Una evangelización como canal de
comunicación para formalizar en la sociedad una conducta determinada, la conducta
esperada. Con ello, la Iglesia no del todo logró desligarse de la política aun cuando la
bifurcación entre estos dos poderes (el religioso y político) se dio siglos atrás.
La acción de gobernar a través del pastorado difiere en su totalidad con la razón de
gobernar en la actualidad. El proceso de imbricación entre religión y política ya nada los
une. Aun así, la Iglesia y sus determinantes en la primera mitad del siglo XX no
comprendió esa ruptura. A Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César. Más ello
fue lejano de la realidad colombiana en la época en estudio: simplificar la política y su
ejercicio a partir del imaginario religioso mostró el difícil logro por separar del todo esa
dualidad prestablecida, lucha que mantuvo la Iglesia por continuar adyacente a la hora
del quehacer político y la resistencia de la sociedad por lograr comprender que esa
gobernabilidad no hace parte de su composición.
METODOLOGÍA DEL ESTUDIO
En esta investigación la metodología a plantear se define desde el inicio del método
cualitativo, método que resalta el “paradigma humanista” (Cárcamo, 2005) y su énfasis
hacia lo hermenéutico bajo “la interpretación de los fenómenos particulares que
acontecen en un contexto de tiempo y espacio definidos” (Ibíd., 2005). Esta relación
entre el macromolde hermenéutico y el método cualitativo orienta la información
recopilada hacia una flexibilidad: “hace de la investigación un proceso interactivo
continuo, marcado por el desarrollo de la [misma]” (Cárcamo, 2005). Para indagar sobre
un contexto pretérito, es necesario recurrir a fuentes primarias y secundarias. Fuentes
como artículos periodísticos, libros, artículos científicos, documentos oficiales, tesis,
documentales y videocintas son herramientas que permiten la construcción de esta
investigación y su desarrollo.
RESULTADOS
SOBRE LA CUESTIÓN ELECTORAL
La cuestión electoral fue espacio y temporalidad de articulación entre los partidos
políticos y la sociedad colombiana dentro de la primera mitad del siglo XX, abriendo las
puertas al vínculo entre ambos actores y la necesidad de izar en el poder alguna de las
banderas partidistas como garantía de la supervivencia sectaria en juego. “El partido que
obtenía la presidencia en Bogotá consolidaba la situación de sus seguidores en todo el
país, ya que para estos resultaba fácil reconocer el acceso al poder de su partido como el
momento de obtener el suyo propio” (Braun, 2013, p. 24-25). Una muestra de la
configuración política y su cultura por aquel entonces en relevancia del papel clientelar y
la expansión de sus redes por todo el escenario nacional. Articulación que dotó de fuerza
y vigor la centralización del poder político y la dependencia de las provincias en cuanto
al viento y curso que tomaba la capital.
La representatividad de la capital colombiana tuvo gran magnitud. Los partidos políticos
con residencia principal en la ciudad lograron resonar en la distancia provincial de la
nación, al punto que “incorporaban regiones enteras […] atrayendo a su seno a
colombianos de todas las condiciones” (Braun, 2013, p. 24), con la expectativa de obtener
de sus partidarios la fuerza y legitimidad para llegar al poder. Sin embargo, esa sociedad
en general necesitó alineación y cohesión entre ella y la política. En los reportes que
hicieron diplomáticos ingleses a su gobierno durante los inicios del siglo XX y expuestos
por Palacios (2002), se retrató la necesidad de la población por buscar una orientación y
guía de un factor exógeno, una preferencia hacia algo superior que la aconsejase de forma
competente para juzgar que convenía a sus intereses. Un orden público “constituido por
un ethos precapitalista” (Braun, 2013) basado en la moral y en la visualización de
personajes públicos como hombres que guiarían al pueblo, hombres capacitados para
organizar a la sociedad e impartir orden y estabilidad a los deberes que, dependiendo de
su status las clases sociales, debían acatar. Orientación moral social, desde luego, también
depositada en manos de la Iglesia vigilante y promotora; conductora y moldeadora
indirectamente en la discusión política a partir del posicionamiento doctrinal religioso en
los temas y agendas partidistas.
La segunda y tercera década
La historia de 1920 adjudicó la llegada de nuevas generaciones a la vida
política, generaciones jóvenes que “lo hicieron, esencialmente, a través del periodismo”
(Arias, 2013, p112). Identificados con el rótulo de “Nuevos” y ansiosos por invadir la
política con sus ideas y acciones, estos “Nuevos” fueron “liberales y conservadores que
se enorgullecían de su capacidad para discutir calmosa y racionalmente cuestiones en
torno a las cuales habían ido a la guerra las generaciones anteriores” (Braun, 2013, p. 29);
intelectuales en ascenso que fueron molestia para los “Centenaristas” por querer “saltarse
las etapas” (Arias, 2013, p. 115) precozmente. Sin importar la edad y la experiencia
política de quienes formaron parte de la actividad nacional en el poder y sus procesos, la
Iglesia logró inmiscuirse dentro de sus temas de discusión y debates para definir el cauce
político con su intervención.
El ámbito social nacional a comienzos del siglo XX estuvo enmarcado bajo unas lógicas
definitivas que afectaron todo el continente latinoamericano. La llegada tardía del
capitalismo a las esferas económicas de los países años anteriores segmentó con mayor
ímpetu la brecha social entre ricos y pobres en respuesta a la prioridad de aumentar la
producción, reducir los costos e insertar los mercados de la región a la economía global
naciente por medio del desarrollo industrial. Esa introducción económica involucró la
acentuación de la modernidad al territorio colombiano. Las nuevas gestas de producción
también estuvieron a la par con el liberalismo y su doctrina, algo que implicó una amenaza
directa para quienes no apoyaban las transformaciones que el mundo fraguó en su
momento; lo que aquella época demandó. Aunque la modernidad en América Latina fue
pausada, su llegada trajo consigo los movimientos sindicales e ideas comunistas, las
exigencias de trabajadores y la esperanza de hacer frente a la desigualdad. Ambos frentes
significaron un peligro inminente a la Iglesia y su estabilidad en Colombia que por mucho
tiempo logró homogenizar y mantener el control de las mayorías poblacionales; pocos
fueron disidentes al pensamiento doctrinal y religioso impartido. Ante esa “cuestión
social” (Arias, 2013, p. 157) la Iglesia y su doctrina fueron legibles “por el afán de la
Iglesia de contrarrestar los excesos del capitalismo y, sobre todo, el influjo del comunismo
en los sectores populares” (Ibíd., 2103, p. 164), momento que daría apertura a la
recristianización de la sociedad en favor de la actividad eclesiástica y su evangelización.
Es ahí donde surgió la necesidad de la Iglesia por continuar su incidencia de forma
indirecta en el manejo de los hilos del poder. La amenaza de la modernidad acuñaba
consigo el avance parcial del capitalismo y comunismo liados a su estrecho vínculo con
la secularización, la emancipación, la razón y la libertad amparadas en el
antropocentrismo, pregón del partido liberal, y contrarios a la doctrina religiosa, pues
“para los liberales no se trataba de promover la revolución social sino de ajustar las
instituciones a las exigencias, desencuentros y alteraciones que traía la modernidad”
(Palacios, 2002, p. 174). Por su parte, “la reacción católica […] en Colombia… [fue]
determinante en la movilización conservadora” (Pécaut, 2012, p. 296); fue lo que
constituyó la base del conservatismo confiriendo “su doble carácter, religioso y político”
(Ibíd., 2015, p.296), no sin antes advertir la participación de muchos liberales a los
llamados y deberes religiosos y manteniendo estrechas relaciones con la Iglesia cuando
ascendieron al poder.
El fracaso del comunismo colombiano en la época se dio gracias al profundo arraigo
católico en la sociedad; un golpe certero del clero con la evangelización y sus pregones
en contra de la “pedagogía sin Dios” (Perea, 2009) y las discrepancias entre éste y el
liberalismo, contrario al trato entre el conservatismo y el fascismo expuesto por “los
leopardos”. La Iglesia comprendió que ante esas adversidades modernizantes, estaba ante
el momento posible para hacerle barricada a las necesidades básicas materiales y
fundamentar una vez más en las clases populares y medias el rol espiritual como
composición vital de la sociedad. Según Arias (2013):
El episcopado fomentó numerosas instituciones populares, destinadas a aliviar la
vida material de los sectores más pobres, entre las que se destacaban cajas de
ahorros, círculos de obreros, cooperativas de agricultura, bibliotecas, escuelas de
artes y oficios, bancos agrícolas, etc. Al mismo tiempo, apoyaba la creación de
diversas asociaciones católicas, orientadas a velar por la “buena moral”.
Dentro de esas asociaciones católicas y movimientos frentes a la expansión de la
modernidad en el país, “Los leopardos” encontraron lugar legítimo para desarrollarse e
instaurarse un lugar en el escenario político. Con un vínculo filial entre lo político y lo
religioso, más una distribución del poder confusa y desdibujada sin una línea divisoria,
el proyecto fascista colombiano a cargo de “los leopardos” fue posible e importante y un
tanto llamativo y resonante con el empleo de la oratoria, su fisionomía, su composición
intelectual y una fuerte herencia tradicionalista y católica. Todo lo anterior, producto de
la necesidad por renovar las ideas conservadoras imperantes que originó crisis internas
del partido conservador en la época a un estilo único. Haber cobrado fuerza y aceptación
en la Iglesia dio paso a un posible freno del poder senil oligárquico que hacinaba y
asfixiaba al pensamiento conservador colombiano. La lucha que se dio entre Laureano
Gómez y estos jóvenes felinos representó “un caso extraño en los partidos colombianos”
(Agudelo, 2010), porque la fragmentación ideológica no generó “la sucesión de victorias
del Partido Liberal durante los treinta” (Ibíd., 2010). En otras palabras, una división
ideológica producto de las diferencias entre fascistas y civilistas conservadores que no
benefició al adversario político en ese entonces, al único oponente en el tablero político.
En 1928 la Iglesia católica viró significativamente afectando las elecciones presidenciales
que se realizarían en el año de 1930. La proclamación del nuevo arzobispo, Ismael
Perdomo, traía de por sí cambios significativos posibles al entendimiento y conectividad
entre la Iglesia y el partido Conservador. Distante a la imponente participación de su
antecesor Herrera Restrepo en las decisiones partidistas, el objetivo del arzobispo Ismael
Perdomo fue buscar “erradicar la política de la Iglesia”, pero sin poder lograrlo dado al
apoyo eclesiástico que se estipuló en 1926 con referencia al general Vásquez Cobo como
el candidato oficial conservador para 1930. Siguiendo las decisiones ya preestablecidas,
en 1929 el arzobispo tomó su decisión a favor del general Vásquez Cobo como se acordó.
“Algunos clérigos, influenciados por el pánico anticomunista que había propalado
Rengifo, consideraban a Vásquez el mejor candidato para detener la subversión” (Abel,
1987, p. 180). Sin embargo el partido conservador ya contaba con un nuevo candidato
para el venidero periodo presidencial, Guillermo Valencia, político payanés sugerido por
Miguel Abadía Méndez, entonces presidente electo de la nación. Esa doble candidatura
oficial entre Vásquez y Valencia produjo “un rompimiento entre el grupo mayoritario del
congreso y el Primado” (Abel, 1987, p. 180), motor de confusión y caos en los feligreses
políticos a la hora de acudir a las urnas y apertura de confrontaciones ambiguas entre
distintos sectores de la Iglesia. El conflicto entre el partido Conservador y la Iglesia
significó el ascenso al poder del partido liberal y el fin de una hegemonía conservadora
longeva. La disputa entre los representantes del poder político y el poder religioso en
1929 no sólo sobrellevó al fracaso político y la tensión, más bien fue muestra de la
desdibujada línea separadora entre lo terrenal y lo divino. Una muestra clara en que el
soporte y proyecto conservador necesitó de la evangelización y ayuda eclesiástica para
tener éxito. Esa confusión y conflicto entre los poderes dio muestra de una sociedad
supeditada a las recomendaciones religiosas frente a un campo ajeno, el arte de gobernar
político. Los liberales, beneficiados por la situación, usaron la prensa como medio para
desequilibrar aún más la separación religioso-política; “sacaban ventaja a los problemas
de la Iglesia y evitaban tomar iniciativas que pudieran unir ésta o el partido conservador.
De hecho, los liberales trataron de ahondar los problemas de la Iglesia” (Abel, 1987 p.
191).
Para cuando se resquebrajó la unión ya no inexpugnable entre la religión y el
conservatismo en 1929, los liberales sintieron los vientos de cambio a su favor y
decidieron prepararse para ganar en las urnas la presidencia. Habían estado fuera por más
de cuarenta años y sabían de la segura posibilidad para retornar al poder. Enrique Olaya
Herrera y su coalición denominada “Concentración Nacional” ganaron las elecciones de
1930 dando inicio a dieciséis años sin interrupciones de gobiernos liberales. “Teniendo
cuidado de no contrariar a la Iglesia […] Olaya creía que podía mantener buenas
relaciones […] si resistía las presiones liberales” (Abel, 1987, p. 182). Esa posición
conciliadora de Olaya para con la Iglesia demostró aun de manera fuerte el poder
eclesiástico en el ordenamiento político y la educación moral social, con un Nuncio
dispuesto a entablar buenas relaciones entre éste y el gobierno de turno. Continuidad de
lo que en 1929 se vislumbró: La iglesia, queriendo demostrarse ajena al poder político y
sus maniobras, tuvo incidencia en la política nacional gracias a los partidos, “y ella no lo
desprecio” (Uran, s.f).
Dentro de la década de 1930 la imperancia religiosa no tuvo modificación alguna. No
estar en el poder político el partido Conservador, no implicó su reducción participativa
en los asuntos nacionales diferentes al tema religioso. Con abstención para presentarse el
Partido Conservador a las elecciones de 1934, la continuidad del liberalismo recayó en
Alfonso López Pumarejo y su victoria. Este periodo contuvo una nueva reorganización
por parte de la Iglesia con la famosa “Acción Social Católica” y su dinámica para
contrarrestar el resurgimiento anticlerical, de la mano por tratar de revocar una reforma
al preámbulo constitucional dispuesta a declarar al estado colombiano como secular y
alejar a la nación del amparo divino. Todo ello engendró grandes debates y choques que
pusieron en el escenario la prolongada discusión religiosa en los asuntos políticos. El
arraigo católico en la sociedad condujo a ver en la modernidad expuesta por López como
una amenaza a los valores y principios dadores de forma a la moral colombiana; amenaza
propia para volver a estrechar lazos entre el partido Conservador y el Nuncio católico
donde el ultraconservatismo empezó a proliferar.
Algunos sectores de la Iglesia en conexión constante con las congregaciones hermanas
en España estuvieron al tanto de las noticias que acontecieron en Europa por la época.
Distantes del régimen nacional socialista alemán, parte de la Iglesia colombiana inclinó
su balanza en favor del fascismo italiano que “había logrado estrechar sus lazos
diplomáticos con la Santa Sede” (Ruiz, 2004, p. 94). El acuerdo exitoso entre el fascismo
italiano con Benito Mussolini a la cabeza y la Santa Sede al mando de Pio XI en 1929,
“los acuerdos de Letrán”, fueron ejemplo para la Iglesia colombiana de ver en el fascismo
y el corporativismo italianos “una garantía para perpetuar el poder y las prebendas de la
Iglesia en Colombia” (Ruiz, 2004, p. 95) y para mitigar esos daños colaterales que
infringió la cuestión social producto del capitalismo y el comunismo resonantes en la
década de los treinta. Esta forma de gobierno no contratacaba los principios eclesiásticos;
muy por el contrario, les mantenía y respetaba su ejercicio para la restauración del orden
social diseminado por los renuevos político-económicos en el país fruto de la modernidad.
Los brotes fascistas comenzaron a articularse en los territorios en 1935 con la tutela de la
defensa católica, caso de la fundación del “Centro de Acción Conservadora que
proclam(ó): “nosotros somos católicos, conservadores nacionalistas y reaccionarios”
(Pécaut, 2013, p. 295). La conceptualización del fascismo para el caso colombiano
anduvo por “el radicalismo de las clases medias y la revuelta contra la modernización”
(Agudelo, 2010), donde su posición estuvo en el soporte por lograr la creación de un
Estado nacionalista autoritario, con una disposición al uso de la violencia en “la
movilización de las masas y la militarización de las mismas” (Ibíd., 2010). Una primera
identificación ideológica distinta en comparación con el pensamiento conservador, de
forma superficial, lo cual produjo una alteración al orden del partido tradicional sin
afectar el cauce dentro del mismo. Para 1938 “aumentaron los sindicatos sindicales y las
cooperativas locales, las cruzadas a la Virgen, los grupos de devoción y cursos por
correspondencia” (Abel, 1987, p. 185); militancia religioso-conservadora propagada y
aumentada de manera considerable capaz de ser contrarrevolución para las aspiraciones
liberales del momento. La izquierda liberal hizo pronunciamientos ante ese despliegue
social católico catalogándolo como un “instrumento capitalista de explotación, arma de
la “Internacional Católica” y del “latifundismo fascista” (Ibíd., 1987, p. 185); continuos
enfrentamientos resonados con ímpetu incluso en los años de 1940- 1946. Discursos de
condena fundamentados por el imaginario religioso, “de un espíritu de partido único y
por entero distinto del espíritu del contrario” (Perea, 2009, p. 20).
Perea (2009) en su análisis frente a la época, hace seguimiento de las denuncias y sus
componentes ante la amenaza que representaba el adversario y su proyecto político.
Ataques discursivos por parte de los conservadores a los liberales representados en la
críticas condensadas bajo los rótulos de “comunismo”, “masonería” y “pedagogía sin
Dios” todas en identificación de la “destrucción de la catolicidad, fuente viva y tutelar de
la nacionalidad” (Perea, 2009, p. 32). Contrario a los conservadores, lo liberales
emplearon una serie de críticas plasmadas en la “crisis económica” y la “revolución
social” producto ambas del anacronismo conservador y sabotaje del mismo para no
permitir continuidad a los avances de la modernidad en Colombia alterando el orden y la
estabilidad social. Esa propagación violenta de manera cultural por medio del discurso y
la prensa profundizaron el eje religioso como punto cardinal sobre el cual debía reposar
la agenda nacional, una confrontación distintiva para entender bajo qué modalidades se
comprendía al otro, al contrario; los liberales, ateos y masones mientras que los
conservadores, devotos fieles. Esa caracterización ligó el incremento de la pasión
enarbolada por ver en cada uno de los partidos la solución perfecta en sí para las
cuestiones políticas. Una pasión que poco a poco fue avivando el “espíritu del partido[…]
que sirvió para inscribir a cada colombiano en el color de uno u otro partido político
(Perea, 2009, p. 20) mientras la Iglesia, una vez más, con su discurso y accionamiento,
no distó de participar en el escenario político, pues bien, las relaciones sociales
reprodujeron su legado y acudieron a su inherencia en la composición social.
CONCLUSIONES
¿Cómo influyó la iglesia católica en la configuración y desarrollo de estas ideas
(comunismo y totalitarismo) en la política colombiana? ¿Cuál fue su acción y reacción
ante estas ideas recién introducidas al país?
De acuerdo al análisis planteado, la composición religiosa fuertemente arraigada en la
sociedad civil colombiana durante las décadas veinte y treinta de la primera mitad del
siglo XX permitió una notoria y legítima influencia de la Iglesia para la configuración y
determinación política de la nación. Influencia que además de sugerir el cauce político
entre los dos partidos tradicionales y afianzada de manera constitutiva con el
conservatismo y su partido, se caracterizó por lograr darle freno a la llegada y los avances
de la modernidad. Modernidad que iba en contraposición a la concepción moral y
espiritual, donde la orientación y el orden partían de la razón y lógica anuladoras de los
temas sagrados y religiosos. El comunismo en Colombia no logró tener éxito por aquel
entonces gracias a la ardua tarea eclesiástica en fomentar todo tipo de organizaciones y
movimientos de acción social, en objetar todo posible brote de este tipo decretado como
daño y corrosión para el sistema y la sociedad; y que con el abstencionismo del partido
liberal ante su promoción y amparo, el proyecto comunista careció de participación
visible en el tablero político. En cambio, fue diatriba el comunismo para enarbolar la
condena al adversario Partido Liberal por parte de la mano de la ausencia de Dios.
El fascismo, empero, fue punto de equilibrio y forma de gobierno viable para la Iglesia
en cuanto daba reconocimiento y amplia maniobra al catolicismo, al punto de celebrar
tratados con la Santa Sede para garantizar la relación entre política y religión de forma
homogénea. Una posibilidad y opción ligada con lo que el conservatismo sellaba y
ofrecía. Aunque el fascismo dotaba de legitimidad y poder en los asuntos políticos a la
Iglesia como se estableció con el Concilio de Letrán, en Colombia ésta no necesitó ni
buscó al máximo su consolidación para tomarse el poder en diferencia al caso de Brasil;
ni armó a la sociedad como el caso de México, pues, la Iglesia, se hallaba en los cimientos
del Partido Conservador reconocido como un “partido doctrinario” (Gómez citado por
Perea, 2009, p. 65), ni de derecha ni de izquierda. Fundamento del fascismo, el
catolicismo institucionalizado en la Iglesia se sirvió de este extremo para mantenerse en
la sociedad; fascismo un tanto provechoso como el Partido Conservador para no
desligarse del manejo político determinante en la conducta y guía social.
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