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LA LORETO Miguel Rodríguez-Díaz de Quintana Historiador Una bella escultura de mármol de Carrara la simboliza en la plazuela de las Ranas. En el monumento, la esbelta mujer levanta su brazo derecho para señalar respetuosamente el óvalo con la efigie de un sasfecho Ambrosio Hurtado de Mendoza. La dama representa a Loreto Marn Casllo. Pocos son los isleños que a estas alturas deben de conocer que un bur- del de Las Palmas puede alcanzar el récord de ser el decano de España, y acaso de Europa, pues no ha de exisr en el connente otra morada de citas que siga ofreciendo sus servicios ininterrumpidamente desde mediados del siglo XIX. Hoy lo regenta la quinta generación. En estos 160 años de densa misión consta que han pasado por los apo- sentos de la casa al menos dos reyes, numerosos ministros y almirantes y gran parte de la buena sociedad juvenil y madura de las pasadas genera- ciones. Incluso, llegó a visitar la morada el propio obispo Antonio Pildáin con ocasión de querer llevar personalmente los santos óleos al ocurrir el fallecimiento de una de sus moradoras. La Casa de la Loreto de Vegueta fue siempre un referente de calidad. Para familiarizarnos con la historia de este popular prosbulo tenemos que montarnos a los años de la terrible hambruna padecida en las islas orientales de Lanzarote y Fuerteventura. Los naturales de aquellas po- bladas peñas no tenían más remedio que emigrar a otras latudes para poder sustentarse y Gran Canaria, la erra más cercana a aquellas cos- tas, fue la receptora de gran parte de la desnutrida población. El barrio anguo de Vegueta fue práccamente invadido por los majoreros, gente humilde, sencilla y laboriosa que resultaba imprescindible para que se ocupara de las tareas que ofrecían las industrias artesanales de la isla, máxime cuando se acababa de salir de una mortal epidemia de cólera que había diezmado la población.

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LA LORETOMiguel Rodríguez-Díaz de QuintanaHistoriador

Una bella escultura de mármol de Carrara la simboliza en la plazuela de las Ranas. En el monumento, la esbelta mujer levanta su brazo derecho para señalar respetuosamente el óvalo con la efigie de un satisfecho Ambrosio Hurtado de Mendoza. La dama representa a Loreto Martín Castillo.

Pocos son los isleños que a estas alturas deben de conocer que un bur-del de Las Palmas puede alcanzar el récord de ser el decano de España, y acaso de Europa, pues no ha de existir en el continente otra morada de citas que siga ofreciendo sus servicios ininterrumpidamente desde mediados del siglo XIX. Hoy lo regenta la quinta generación.

En estos 160 años de densa misión consta que han pasado por los apo-sentos de la casa al menos dos reyes, numerosos ministros y almirantes y gran parte de la buena sociedad juvenil y madura de las pasadas genera-ciones. Incluso, llegó a visitar la morada el propio obispo Antonio Pildáin con ocasión de querer llevar personalmente los santos óleos al ocurrir el fallecimiento de una de sus moradoras. La Casa de la Loreto de Vegueta fue siempre un referente de calidad.

Para familiarizarnos con la historia de este popular prostíbulo tenemos que montarnos a los años de la terrible hambruna padecida en las islas orientales de Lanzarote y Fuerteventura. Los naturales de aquellas po-bladas peñas no tenían más remedio que emigrar a otras latitudes para poder sustentarse y Gran Canaria, la tierra más cercana a aquellas cos-tas, fue la receptora de gran parte de la desnutrida población. El barrio antiguo de Vegueta fue prácticamente invadido por los majoreros, gente humilde, sencilla y laboriosa que resultaba imprescindible para que se ocupara de las tareas que ofrecían las industrias artesanales de la isla, máxime cuando se acababa de salir de una mortal epidemia de cólera que había diezmado la población.

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Entre los emigrantes llegados de Fuerteventura figuró el matrimonio compuesto por José Martín y Dolores Castillo, que vino acompañado de su adolescente hija María Loreto. La familia se instala inicialmente en el llamado Callejón de los Majoreros, pero más adelante cambia de domicilio y se traslada a una modesta vivienda en los alrededores de la feligresía de Santo Domingo de Guzmán. Los moradores de la casa son gente pobre pero honrada, y viven con dignidad, con ese señorío natural que podía aún observarse entre las castas humildes insulares. En medio del sosiego del hogar desaparece el cabeza de familia, quedando la joven viuda y su unigénita con el único consuelo del cielo y de la tierra y, por patrimonio, sus frescas y robustas bellezas.

Para subsistir, madre e hija comienzan a recibir en la salita de su vivien-da y en la mayor discreción. La prudencia de la casa va a ser el aval de garantía del que poco a poco comienza a ser un prestigioso lupanar. Con los años el local se convierte en el más solicitado y visitado por la grey masculina nativa y forastera.

Para los jovenes canarios acomodados que seguían sus estudios en Ma-drid, Londres o Montpellier, a su regreso a la isla, bien por vacaciones o por haber concluido la carrera, la visita al burdel de Vegueta solía ser inexcusable. Entre la larga nómina de alumnos fieles a la cita era asiduo el joven estudiante de Derecho en Madrid Ambrosio Hurtado de Men-doza. Una vez que el letrado canario terminó la especialidad y decidió establecerse en la ciudad natal para ejercer la abogacía, celebró su in-troducción en el mundo de la judicatura “calzándose la toga y el birrete” en el garito de doña Lola. Su predilección, sin embargo, era su hija María Loreto, joven, bella y afectuosa. Ambrosio se fue encariñando de la mu-chacha, con tanto ímpetu, que sin darse cuenta se había enamorado has-ta el tuétano de aquel fruto prohibido. La probabilidad de un matrimonio era imposible, como imposible resultaba también apartar a la doncella del arraigado oficio familiar. El abogado tuvo que plantearse la cuestión de si la tomaba tal cual se manifestaba o la dejaba definitivamente. Pero la flecha de Cupido que tan hondamente tenía clavada le hizo tomar la decisión de resignarse y aceptar de por vida aquella amarga adversidad.

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Ambrosio Hurtado de Mendoza y Pérez-Galdós se distrajo de aquel amor imposible entreteniéndose de manera muy activa en la política local. Perteneció al partido de Femando de León y Castillo, y en 1903 fue elegi-do alcalde de Las Palmas, implantando una administración modelo en el Ayuntamiento. También formó parte como consejero del Cabildo Insular de Gran Canaria, siendo distinguido como Diputado a Cortes. Llegó a ejercer de fiscal sustituto de la Audiencia. Culto y educado, dirigió algún tiempo la Real Sociedad Económica de Amigos del País, desde cuya tribu-na desarrolló una importante labor. Tantas ocupaciones no le impedían a don Ambrosio acudir a diario al popular burdel. Cumplimentaba la visita al toque de oraciones y antes de la medianoche volvía a su domicilio de la calle Cano. En el tránsito de regreso, todos los ciudadanos que se tropezaba sabían que el edil venía del prostíbulo de Vegueta donde se estaba criando Antoñita, su presunta hija nacida en 1893. La niña, que es muy rubia, de facciones finas y de ojos de azul intenso, era el vivo retrato de doña Adriana Tate, la abuela norteamericana del alcalde.

Fue un secreto a voces que cuando Alfonso XIII llegó a Gran Canaria a finales de marzo de 1906, un día antes de lo previsto por las inclemen-cias del tiempo (iba a ir primero a la isla de La Palma), el alcalde lo lle-vó en horas de la noche y de incógnito a la casa de marras (apuntes de mi bisabuelo Fernando Inglott Navarrro, depositario de fondos del Ayuntamiento y vecino colindante de aquella casa). Al término de la in-esperada velada, el rey se despide depositando un beso en la frente de la muchacha que le había complacido y le regala una flor de tela que momentos antes había recogido en la calle mayor de Triana (testimonio de su descendienta). En agradecimiento al servicio prestado, el monarca distinguió al edil republicano grancanario concediéndole el prestigioso cargo real de gentilhombre de cámara de palacio, además, la Gran Cruz de Isabel la Católica y le dio una buena cantidad de dinero para que la distribuyese en los centros benéficos, unas distinciones que parece llega-ron a molestar al alcalde de Santa Cruz de Tenerife, capital entonces del Archipiélago, don Pedro Schwartz Matos, por no recibir análogas recom-pensas (solo recibió la gran cruz).

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A pesar de tan altas prebendas, Hurtado de Mendoza siguió paseando su frustración por los rincones de la vieja ciudad. A su muerte, ocurrida en octubre de 1922, sus amigos de tertulia encabezados por su secreta-rio particular, Eduardo Benítez Inglott, y secundados por Manuel Melián Schamann y Fermín Martínez Meléndez, acuerdan reunir fondos para encargar a Italia un monumento que recuerde la tragedia de este amor imposible. La escultura, cincelada en los talleres de las canteras de Ca-rrara por Alfredo Neri, ya la hemos descrito. Falta decir que en princi-pio el Ayuntamiento y Fray Lesco, comisario entonces de Bellas Artes, se oponían a la instalación de la figura, argumentando el primero la falta de trámites administrativos, mientras que el segundo alegaba perjuicios morales y lo “horroroso que le parecía el mortuorio diseño”, pero al to-mar las riendas de la alcaldía el valiente médico-cirujano don Federico León García (fundador de la Soledad, la primera clínica privada de la isla), no solo no hizo caso de los dictámenes burocráticos sino que contribuyó con 1.000 pesetas en la suscripción que circulaba para recoger fondos y, lógicamente, autorizó que se levantase aquel conmovedor recuerdo en el mismo lugar donde a diario transitaba arrastrando su pena el abogado difunto. Amén.

Sin fecha por error. En La Provincia, principios del año 2014.Las Palmas de Gran Canaria