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ELISEO ALBERTO
LA ÓPERA DE LOS CUATRO GATOS
Novela
Ciudad México2006
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Para mi hermano Rapi.
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Dónde comienza el hombre,dímelo.
dónde termina,con la sombra debajo,
la sombra encima.
ELISEO DIEGO
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PERSONAJES
ANTHONY (1941-1956) Hijo del actor Julián Dalmau y la flautista Elizabeth Weigant.
ANTONIA Hija menor de Octavio y Elena.AUGUSTI VINYOLI Sastre catalán, refugiado en La Habana.
Experto en zurcidos invisibles.Protector de la niña Cecil.Mejor amigo de Josep Dalmau.Heredero de la sastrería El Dedal.
BONIFACIO BONILLA Taxista. Alias Boni.CATHERINE Bailarina exótica. Amante ocasional de
Honorato Rey y Teodoro Castellanos,entre otros. Nombre artístico: Nefertiti.CECIL Niña. Protegida de Augusti Vinyoli.DANILO ROJAS Hermano menor de Ezequiel. Empleado
de la tintorería Rialto. Joven rebelde y justiciero.
DELFÍN BARÓ Mecánico, aficionado al boxeo.Figurante del Teatro Finisterre. Sobrinode Zamorinni.
EL CONDE DE EROS Novelista y editor de sus propios libros.Dramaturgo principal del Finisterre.
Entre sus novelas, se destacan: Miraquién viene (1946), La doble moral de laseñorita Martínez (1947), Leche cortada(1949), La monja del batallón (1950),Entrepiernas (1951), Dolores (1952), Sinvergüenza (1953) Baja pasión y Otro viajea la luna (1954) La Perra y Tragaderas (1955) y La Probadora (1956), ésta última,como tantas otras, llevaba al escenariodel Teatro Finisterre con gran éxito de
público —no de crítica.ELIZABETH WIEGANT Flautista norteamericana.Madre de Anthony.Primera esposa de Julián Dalmau.
ELENA PEREIRA Ama de casa. Esposa de Octavio Tablada.Madre de Antonia, Francisca y Gabriela.
ERSNEST HEMINGWAY Novelista norteamericano. Premio Nobelde Literatura.
ERNESTO LECUONA Compositor y pianista cubano.Cliente de la tintorería Rialto.
EZEQUIEL ROJAS Barítono y tintorero. Actor del Finisterre.
Dueño de la tintorería Rialto.EULOGIO CORTÉS Reportero del Diario La Prensa.
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FLOR SERPA Pianista y profesora de canto.Media hermana de Octavio.
FRANCISCA Hija de Octavio y Elena.GABRIELA Hija de Octavio y Elena.GLADIS PARDO Vecina del internado de Luisa.
HONORATO REY Modelo. Actor estrella del Finisterre.Amante de muchas.
INGRID Secretaria particular del señor Arias.ISIDORO SALGADO Guitarrista. Padre de Boby La China. JOSEP DALMAU (1890-1949) Sastre.
Esposo de Marina. Padre de Julián.Dueño de la sastrería El Dedal.
JULIÁN DALMAU Actor cubano, radicado en Nueva York.Padre de Anthony. En Norteamérica, haintervenido en una docena de películas junto a actores COMO Marlon Brando, James Dean y Johnny Weissmuller. Tomó cursos de Actor Studio, bajo labatuta del maestro Lee Strasberg.
KARL-HEINZ ZWANZIGER Barítono alemán de paso por La Habana.KID DANGER Boxeador. Récord: 216 peleas ganadas, 0
derrotas y 0 empates y 7 anuladas.LY Mucama de la familia Lecuona.LUISA VALDÉS AMARO Actriz del Finisterre. Amor de muchos.MANUEL ARIAS Contador público y empresario teatral.
Director General del Teatro París.
MARINA SÁNCHEZ (1892-1930) Esposa de Josep.Madre de Julián Dalmau.MATILDE GARRIDO Madre de Boby La China. Ama de casa.
Aficionada a la guitarra. Prostituta.NAPOLEÓN JIMÉNEZ Capitán del mercante Ofelia .OCTAVIO TABLADA Abogado. Esposo de Elena Montiel.
Padre de Antonia, Francisca y Gabriela.Protector de Julián Dalmau.
PANCHITO Joven cantinero del bar El Porvenir.Dueño de la peluquería La Pekinesa.
PIETRO ZAMORINNI Mulato cubano. Tenor. Tío de Delfín Baró.Nombre artístico de Pedro Zamora.Dueño de La Traviata, taller mecánico.Como tenor, ha cantado en el TeatroColón de Buenos Aires y La Scala deMilán.Salvador Garmuño prepara un libro sobresu vida y obra, con prólogo del Conde .
PROFESOR CONTRERAS Maestro normalista y geógrafo.Velador nocturno del Teatro París
RAMONA GIL Soprano y ramera de fama nacional.
Primerísima actriz del Finisterre. Tutorade Luisa y Catherine.
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RICHARD S/A (1934-1956) Joven albañil, esposo deCatherine. Acribillado en una balacera.
ROBERTO LUIS SALGADO También llamado Boby la China. Estilista.Actor del Finisterre. Propietario De lapeluquería La Pekinesa.
TEODORO CASTELLANOS Dentista de la alta sociedad.Propietario del Teatro Finisterre.
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Cuando yo vine a este mundo,nadie me estaba esperando.
NICOLÁS GUILLÉN
EL MERCANTE Ofelia , de bandera panameña, cubrió la ruta
Nueva York-La Habana sin mayores contratiempos. Entre
otras mercancías, llevaba en sus bodegas unas mil
quinientas cajas de whisky Jack Daniels y doce Corvettes
convertibles, color mandarina —tan de moda en aquella
primavera de 1957. Dos de los seis camarotes de cubierta
estaban ocupados por el bostoniano Kid Danger, un boxeador
de siete pies de asperezas, ojos azules y rústicos modales, y
un actor cubano que después de veinticinco años de ausencia
regresaba a la isla con tres objetivos precisos: cumplirle una
promesa a su hijo Anthony, montar en el Teatro París la obra
Cuatro gatos encerrados (drama póstumo del escritor Howard
Owen) y ya con la conciencia tranquila, ahorcarse al término
de la función en medio de un vendaval de aplausos. Julián
Dalmau era un perfeccionista —tal vez por eso decidió ser su
propio verdugo. Quién lo haría mejor que él.
Kid Danger prometía una bolsa de ochenta dólares por
asalto a todo aquel que, luego de abonar una módica suma,
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le aguantara de pie la ametralladora de golpes que disparaba
por minuto. Los contratistas de Manhattan le habían
asegurado que La Habana llenaba los requisitos para
considerarla el mercado idóneo donde llenarse los bolsillos de
billetes: afición al box, turismo en alza y noches de cabaret,
tres anzuelos que Kid Danger no iba a dejar de morder. Ante
su primera gira internacional, renunció por un tiempo a la
bebida, dosificó el mujerío y triplicó la carga de los
entrenamientos. Mañana, tarde y noche correteaba de popa a
proa encapuchado bajo un albornoz de hule, sin dejar de
lanzar ganchos a diestra y a siniestra con la esperanza de
sacarle el aire al aire, su invisible rival. Los tripulantes del
Ofelia llegaron a aborrecerlo. Si al inicio del viaje su figura
había resultado un atractivo adicional, pues muchos
conocían de su fama, pronto se convirtió en una presencia
repelente. Cansaba mirarlo. Cansaba darle de comer. Cansa-ba que no se cansara.
Julián Dalmau se mantenía al margen del conflicto, sin
tomar partido por una u otra causa. Desde una silla de lona,
a la sombra de alguna pasarela, el actor hacía anotaciones en
su traducción al español del manuscrito de Owen. Nada
conseguía apartarlo de esa misión casi sagrada, ni siquieralas súbitas sacudidas de la marea. La única vez que se
concedió una tregua fue la tarde que uno de los cocineros
decidió enfrentar al antipático boxeador y el oficial Napoleón
Jiménez, capitán del Ofelia, le pidió que fuera el árbitro de la
pelea. Dalmau estuvo sobre el cuadrilátero los setenta
segundos que demoró Kid Danger en anestesiar al marinero
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con tres patadas de manos. En gesto de buena vecindad, el
bostoniano se negó a aceptar el premio previamente
convenido (triple ración de carbohidratos en cada comida) y
prometió borrar aquel combate de su récord de victorias sin
empates ni derrotas. Dalmau no intervino en los protocolos
de la capitulación y se concentró de nuevo en sus apuntes.
—Thank you, Man.
—Congratulations, Kid.
La paz lo distraía más que el oleaje. Cuando el mar
estaba en calma, unido en la distancia a un cielo igual de
inmóvil, Dalmau se acercaba al barandal seducido por la
grandiosidad del océano. Si a ese mismo mar que enloquece
cuando se deja revolcar por los ciclones no hay pescador que
le reproche su poder de destrucción, tampoco su posterior
mansedumbre, su candor o su coartada; si a ese mar, pensó
Dalmau, que convierte la roca en arena nadie le echa en carasu hambre de tierra ni su sed de minerales; si a ese mar de
resacas turbias jamás se le condena cuando secuestra a un
inocente en la playa, con un guante de espumas, y días
después del rapto lo deposita sobre los arrecifes entre botellas
y latones; si a ese mar se le guarda consideración y hasta
respeto cuando permite que naden trozos de Polo Norte comoballenas de hielo en la ruta de embrujados trasatlánticos; si a
ese mar, pensó Dalmau, que esconde en sus entrañas
naufragios y más naufragios no hay tribunal que lo sentencie
ni juez que le demande la devolución de los tesoros; si a ese
mar terrible nadie lo odia después de haber destruido
fondeaderos y barcazas; si a ese mar errático, brutal y
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caprichoso no se le niega un poco de clemencia, quizás a él,
pensó Dalmau, también le podrían conceder un minuto de
piedad cuando llegada su hora límite, la del nudo, alguien
tuviera que descolgarlo de la cuerda —silenciada la ovación
que celebró su muerte.
El tiempo estaba en su contra. Después de muchos años
dando vueltas por el mundo, Julián Dalmau volvía a La
Habana hecho una ruina. Hombre afable, de temperamento
flemático, había heredado de Josep Dalmau, su padre, el don
de la conversación y de su madre, Marina Sánchez, el de
saber escuchar, virtudes complementarias pero no tan
frecuentes como pudiera pensarse. Escondía su vanidad tras
el caparazón de la modestia, sin dejar por ello de ser
arrogante o humilde cuando debía asumir la crítica o el
elogio. La prensa lo destacaba entre los actores más tratables
del momento. En público podía comportarse con caballerosaseducción; ante una apetecible conquista, apelaba al imán de
su inteligencia para levantar la dama sin esfuerzo. “Guapo no
soy pero guapeo”, dijo al NYT . No le faltaban amigos ni
enemigos, aunque pocos de los primeros y ninguno de los
segundos conocían que en soledad, una vez apagadas las
marquesinas, Dalmau se rascaba el cuero cabelludo como siel cráneo fuese una panal de avispas y sentía escalofrío en las
tripas y se le despellejaban las manos. Dormía mal, torcido.
Se afeitaba bajo el chorro de la ducha, de espaldas al espejo.
No quería verse a los ojos porque las sanguíneas pupilas que
se clavaban en las suyas desde el cristal, le recordaban el
tartamudo pestañear de su hijo Anthony. Esa mirada
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intermitente, de oveja moribunda, lo venía atormentando en
cada pesadilla, como exigiéndole una disculpa tardía.
Durante el viaje, Dalmau esperaba que La Habana sería
apenas un telón de fondo en el tablado de la memoria, una
ciudad hueca, carente de otras referencias que no fuesen las
que él había elegido por voluntad cuando abandonó su casa,
en la barriada de La Víbora, y decidió probar fortuna en
Nueva York, sin duda el coliseo más propicio para alguien
que soñara con ser actor de teatro. Tenía veinte años. Sólo se
reservó tres recuerdos: el perfume a violetas que embrujaba
la tumba de Marina Sánchez, los doce maniquíes sin cabeza
que decoraban la sastrería El Dedal, en la Manzana de
Gómez, y el ventear de una mata de aguacate que crecía en el
patio del vecino y daba sombra en la ventana de su cuarto. A
estas alturas de la vida no le quedaba pariente alguno en la
isla, lo cual podía considerarse una ventaja pues dejaba sincultivo cualquier virus de nostalgia. Sin embargo, cuando el
Ofelia violó la boca de la bahía, dando inicio a las maniobras
de atraque, un empalagoso olor a frutas le zarandeó los
recuerdos. Nada se olvida ni se borra: el que busca,
encuentra , le gustaba decir al sastre Josep. Entre la espada
del miedo a esos hallazgos y la pared de una ciudad tan suyacomo ajena, Dalmau tuvo el presentimiento de que se
adentraba en un laberinto. Nadie lo estaba esperando. A Kid
Danger, sí.
—Good bye, Actor.
—Good bye, Kid.
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Una docena de admiradoras vitoreaba el nombre del
boxeador entre chillidos histéricos. Desde la escalerilla, a
mitad del descenso, Julián Dalmau contemplaba el
recibimiento no sin envidia: desnudo el torso, Kid Danger
permitía que las muchachas calibraran su musculatura y a
todas regalaba una sonrisa, un guiño de ojos o un beso, en
erótica correspondencia al nivel de excitación de cada una. La
más esbelta de ellas apenas alcanzaba a rozarle el nivel de las
tetillas. El representante habanero del boxeador respondía las
dudas de los periodistas, en improvisada rueda de prensa. A
espaldas del grupo, por la lengua de una rampa, comenzó el
desfile de los Corvettes descapotables. El capitán Napoleón
Jiménez supervisaba el desembarco. El sol del atardecer
rebotaba en las carrocerías, haciendo chispear luces
mandarinas. Los estibadores cargaban al hombro las cajas de
whisky Jack Daniels, en larga procesión de hormigas. JuliánDalmau bajó a tierra con dos maletas, bordeó el enjambre de
fanáticos y se sentó en un muro de cemento, a la espera de
que alguien viniese a rescatarlo —mas sólo llegó la noche, la
misma matrona de siempre.
—¡Taxi! —gritó. El taxi avanzaba a baja velocidad por la
Avenida del Puerto. Al chofer no lo detuvo la voz de Dalmausino la radiante hermosura de los Corvettes.
—Carrocería de magnesio, chasis tubular de acero,
frenos de tambor de aluminio y un motor V8 de no sé cuántos
de caballos de fuerza. Qué más se le puede pedir a una
carroza —dijo el taxista. En gracioso vaivén, el péndulo de su
mirada iba de los convertibles al rostro de nuevo pasajero,
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como si pimponeara del asombro a la admiración sin dar
créditos a ambos espejismos: —¡Hombre, no puede ser, usted
es Julián Dalmau, el gran Dalmau! Suba, caramba. Maritza
no va a creerme, qué bárbaro. ¿Dónde lo llevo? Mi taxi y yo
estamos a su entera disposición. Me llamo Bonifacio Bonilla
pero me dicen Boni.
—Al Teatro París, por favor —dijo Dalmau.
Boni estiró la mano hasta alcanzar el picaporte de la
puerta trasera, que se abrió con el elástico accionar de sus
dedos.
LA HABANA corría a cuarenta kilómetros por hora tras la
ventanilla del taxi. Los edificios pasaban de largo en
atropellado carrusel de imágenes. ¿Cuánto puede cambiar
una ciudad en un cuarto de siglo?, pensó Dalmau. Menos
que yo, se dijo. En tantos años sólo había regresado a lacapital de la isla en noviembre de 1949, apenas por diez días,
justo lo que necesitaba para asistir a los funerales de su
padre y rematar la casa de La Víbora y El Dedal, la sastrería
de los maniquíes hieráticos.
Dalmau llegó un lunes en vuelo procedente de Miami, a
bordo de un bimotor quebradizo que de milagro pudoaterrizar en medio de una repentina ventolera. A la tarde
había conseguido un cuarto con balcón a la calle en el hotel
más hemingweyano de La Habana, el Ambos Mundos, y no
anochecía aún cuando entró en el recinto del Centro Español,
donde velaban a Josep. Estaba expuesto de cuerpo entero en
un ataúd de roble, sin tapa; traía camisa de algodón y una
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corbata azul, los zapatos recién lustrados. Sus amigos sastres
le habían cortado un traje de estreno. “Juliancito, tu padre
eligió la tela y el modelo, para el viaje: lo confeccionamos en
El Dedal, entre varios”, le dijo el único de ellos que le dio un
abrazo al entrar en la capilla. Era un catalán sesentón, alto y
delgado como un ciprés, lo cual hacía más pequeña la niña
que colgaba de su mano. “Soy Augusti Vinyoli, el de los
zurcidos invisibles. ¿Te acuerdas de mí? Vinyoli, el mejor
amigo de Josep. Ella es Cecil: acaba de cumplir siete años.
Necesito hablar contigo. Dame un tiempecito, anda”.
Dalmau recordaba vagamente a Vinyoli. Por lógica de
vida, los hijos saben que tarde o temprano llegará el
momento de enterrar a los padres. Cualquier inversión de ese
orden se convierte en tragedia. Llegados a ese día, el cariño
de otros nos ampara. Vinyoli le dio abrigo. El dejo barcelonés
de su entonación al decir los cubanísimos diminutivos(Juliancito , tiempecito) cimbró a Dalmau desde el talón a la
cabeza y ya no quiso ni pudo zafarse de aquel abrazo. Hacía
diecisiete años que él no miraba cara a cara el rostro de su
padre: de no ser por el hilo que ataba sus labios en una
mueca rara, podría pensarse que dormía la siesta. Llevaba
una cinta métrica entre las manos, cruzadas al pecho, y susespejuelos bifocales en el bolsillo del saco. Un pañuelo de
seda ocultaba el orificio de la tráquea. Habían olvidado
cortarle los pelos de las orejas. El viento inclinaba la llama de
las velas. También las copas de los árboles cuando, a la
mañana siguiente, Vinyoli despedía el duelo de Josep sobre la
tumba de Marina. El viento sacudía su traje como un
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estandarte. La emoción le impidió leer de arriba abajo el
discurso escrito para ese momento; en los párrafos que
alcanzó a decir antes de quebrarse, evocó los últimos años de
su “hermano Josep” y resaltó su ejemplar capacidad de
sacrificio, su valentía al enfrentarse a las embestidas del
cáncer. “Asciende tranquilo, buen hombre: yo cumpliré lo
prometido. Recuerdos a Marina de mi parte”. Las nubes bajas
enlutaban la escena con el aviso de una tormenta. Cecil
perseguía una mariposa en el bosquecillo de pinos. De
pronto, al alejarse por una callejuela del camposanto,
Dalmau creyó oír una voz de soprano que cantaba un tango
de Carlos Gardel.
—No sabía que tangueaba tan bonito —dijo Boni y le
siguió la rima: — El día que me quieras, desde el azul del cielo,
las estrellas...
—¿Yo estaba cantando? —Tarareando, más bien. Y cuénteme, Dalmau, ¿conoció
a Kid Danger? Leí en La Tarde que pega duro. Tal vez lo rete.
Pagan por perder. Lo distraigo. Usted siga en lo suyo...
Dalmau siguió en lo suyo. Desde su cuarto del Ambos
Mundos, en la esquina de las calles Obispo y Mercaderes, se
dedicó a atender los trámites notariales, menos complicadosde lo que supuso porque Josep tuvo la precaución de dejar
las cosas en orden y por escrito: traspasó El Dedal a Vinyoli,
dejó a su hijo lo que se obtuviera con la venta de la casa
(tarea que encargó de antemano a una agencia especializada)
y heredó a beneficio de Anthony “las alcancías de mi cuenta
bancarias, para que haga uso de ese dinero cuando alcance
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la mayoría de edad y pueda comprender que su abuelo
paterno lo adoró aun sin conocerlo”. El testamento de Josep
le hizo recordar al actor que él también era padre.
La estancia en La Habana se aletargaba entre gestiones
rutinarias y la crudeza de los sucesivos frentes fríos que
atormentaban el occidente de la isla. El mal tiempo no cedía.
Augusti Vinyoli le dejó un par de recados en la carpeta del
hotel, pero Dalmau no respondió a su llamado. Quería estar
solo. Una noche, al entrar en su habitación, descubrió un
sobre bajo la puerta. Contenía una foto fechada seis meses
atrás: en la imagen, Vinyoli, la niña Cecil y dos desconocidos
posan junto a la cama sin respaldar donde descansa Josep,
risueño. Dalmau no le dio mucha importancia al obsequio, y
volvió a su ostracismo. Lector de Ernest Hemingway, elegía
para almorzar los restaurantes habaneros que el escritor
menciona en sus novelas, sin reparar en los precios del menúni en la sobreabundancia de grasa de las comidas. A la
noche, encargaba a su cuarto tres Coca Colas, una
hamburguesa y una ensalada de aguacate.
Un día antes de la fecha de su regreso, Dalmau visitó La
Víbora para finiquitar el negocio. Si el abogado y el
comprador de la vivienda hubieran sido puntuales, si a lahora prevista hubiesen firmado el traspaso de propiedad,
luego de aclarar civilizadamente algunos acápites dudosos, él
no habría tenido tiempo para recorrer la casa y descubrir que
cuando crecemos todo se empequeñece porque sólo la
inocencia aprecia la real medida de las cosas. La encontró
encogida, casi disgustada de seguir en el sitio de siempre. El
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portal, un polígono donde antes se podían desplazar cuatro
regimientos de soldaditos de plomo, se había constreñido a
un área apenas suficiente para dar cabida a dos sillones. De
extremo a extremo del pórtico, las arecas tendían un arco de
ramas secas —tan corto era el espacio entre columnas y tan
largo el abandono de las plantas. El comedor no se redujo
más porque se lo impedía el rectángulo de la mesa. Una
pátina de polvo sobre los muebles de la sala y los libreros del
pasillo hizo pensar a Dalmau que la casa llevaba meses
desocupada; si no, ¿por qué los escaparates sin ropa, la
desnudez de los colchones, el perfecto orden de la cocina, esa
concha de sarro bajo la gota que caía y caía segundo tras
segundo en el lavamanos del baño? Apretó la llave y la
zapatilla dejó de filtrar agua. Sobre la mesa del recibidor, se
apilaba la correspondencia atrasada. Dalmau la revisó a
golpe de vista y descubrió dos cartas suyas, entre recibos depagos pendientes. Si él acababa de enterrar a su padre,
¿dónde había pasado Josep la recta final de su vida? “La
lejanía nos hace extraños”, dijo entre dientes.
Dalmau entró en su cuarto. Sin prestar atención a los
detalles ni reparar en otras probables desproporciones, abrió
la ventana con la agitación de un asmático que necesitarespirar una tonelada de aire: los vecinos habían serruchado
el aguacate. Ante ese vacío, que para él resultaba prueba
concluyente de que no pertenecía a ninguna parte, de que en
La Víbora o en La Habana o en Nueva York no había ni un
árbol esperándolo, Dalmau redondeó el círculo de su
orfandad y mandó su cubanía al carajo.
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Del diablo son las cosas. A la llegada del abogado,
Dalmau no discutió los pendientes notariales e hizo un
garabato en la raya de firma. Tampoco probó la champaña
que el comprador y su esposa descorcharon para celebrar el
término de las negociaciones. No se llevó nada importante,
salvo una cajita de música de su madre y las once tijeras de
sastre que encontró envueltas en un trapo de terciopelo
verde. Algo le dijo que debía conservar esas reliquias,
herencia sentimental de las dos personas que más había
llorado en la vida —él, que nunca lloraba. Pensó entregar
aquellos amuletos a Anthony pero olvidó que era mal padre.
Cada promesa suya caía en saco roto. El tiempo fue pasando.
El alud del éxito se le vino encima. Una noche, muy borracho,
en Acapulco, regaló el cofre y las tijeras a la rubia vestuarista
que fue a entallarle el dril cien que quería ostentar en el
cumpleaños de Johnny Weissmuller. Todo en balde.Cuando el bimotor de pasajeros calentaba pistones para
echarse a patinar sobre la pista de despegue, Dalmau miró
por la ventanilla y alcanzó a ver que Vinyoli y Cecil llegaban
corriendo al mirador de la terraza, en el edificio principal del
aeropuerto. Lloviznaba. La esbelta figura del zurcidor se
alzaba entre el grupo de personas que habían ido a despedira los suyos. Todos decían adiós, menos él. Parecía molesto.
Un catalán enojado es un espectáculo tremendo. La niña
aleteaba los brazos, en graciosa ejercitación de vuelo. El
bimotor levantó el hocico y ascendió cielo arriba entre los
trompones del viento que estremecían el fuselaje.
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TODO EN BALDE. Así recorría Dalmau las calles de La Ha-
bana, a bordo del taxi de Boni, de remembranza en
remembranza, pero con el recuerdo de su hijo Anthony
recostado contra la nuca como una oveja muerta. Lo poco
que alcanzó a ver fue suficiente para comprobar la
coexistencia de dos Habanas extendidas a lo largo de la costa:
la de siempre, colonial, republicana, divertida, de criolla
hispanidad, y otra que buscaba altura arquitectónica en la
edificación de una docena de rascacielos medianos que
silueteaban el perfil de una metrópolis naciente, con vocación
cosmopolita. Desde la cubierta del Ofelia , a una milla náutica
del puerto, había tenido la oportunidad de apreciar ese
contorno fugaz, reverberante, que lejos de intrigarlo lo
confundía. De no ser por el faro de El Morro y el inequívoco
muro del malecón, donde las parejas de hoy seguían
besándose con el mismo impudor de las de ayer, hubierapensado que se acercaba a una ciudad desconocida,
iluminada por un incendio de luces a mitad del mar y de la
noche. Con el transcurrir de los días, Dalmau completaría el
rompecabezas urbano de una isla tradicional y moderna,
conservadora e impúdica, liberal y escrupulosa. Por lo pronto,
se aferró a otros sentidos ya que el de la vista le provocabaun calidoscopio de estampas desenganchadas. Aún le
quedaban muchos sustos por delante. Y lo sabía. Los sonidos
callejeros calaban hondo. Un bolero de Vicentico Valdés en la
vitrola del bar, el aullido de un frenazo, un diálogo de perros
entre dos perros, la tos de un fumador, el llanto de un niño,
los pregones del vendedor de limonada, una sirena de alarma
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y, en paralelo la audición con el olfato, ese hedor a frutas que
lo venía persiguiendo desde el muelle del puerto, ahora
enganchado a la serpentina pestilente que arrastraba un
camión de basura.
—¿Cuánto hace que no venía por la capital?
—Veinticinco años... menos diez días —dijo Dalmau.
—¿Veinticinco? Mire usted, la edad de Maritza. Los
cumple el mes que viene.
—¿Qué son esas sirenas, Boni?
—La policía. Andan como perros, con el colmillo afuera.
Los estudiantes acaban de asaltar Palacio Presidencial. En
Oriente hubo un desembarco. La política no es lo mío.
¿Extraña mucho La Habana? Yo soy de Santiago de Cuba y
extraño. Así es la vida.
Sí, Boni, la vida es así, pensó Dalmau: una extrañeza
perpetua. De tanto esquivar una evocación nostálgica de LaHabana, escudado tras su orgullo, acabó pensando en él y en
él. En Norteamérica había gastado su cuota de melancolía
entre coristas exóticas, a quienes contaba delirios de
grandeza mientras ellas se cambiaban las trusas de
lentejuelas tras los biombos de los camerinos. A ninguna le
interesaba oír las confesiones del actor pero fingíancomprensión como es debido. Así supieron olvidar que
Dalmau había pasado su infancia y juventud en un barrio
llamado La Víbora, razón delgada de su tristeza; se enteraron
del inútil dato de que era un actor insatisfecho que detestaba
su rostro picado de cráteres de viruela, apenas perceptibles
bajo los polvos del maquillaje, y que hubiera querido tener
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diez pulgadas más de estatura y veinte libras menos de peso
para aspirar al papel del Quijote y no al de Sancho, que
ciertamente le quedaba a la medida. Ellas recibían sus hono-
rarios y se iban.
—¿Quiénes se iban? —pregunto Boni.
—No me hagas caso.
—Qué cómico: yo también hablo solo.
Mientras Dalmau ganaba terreno en su carrera artística
(su talento nunca fue puesto en tela de juicio), esos reproches
fueron perdiendo consistencia y se creyó listo para sentar
cabeza. “Hijo, elige bien. Los Dalmau no podemos vivir solos.
Tu madre y yo nos casamos muy jóvenes y fuimos felices
hasta su última sonrisa. Quiero un nieto”, le escribió Josep
desde La Víbora: “Nada se olvida ni se borra: el que busca,
encuentra” . Dalmau desatendió los consejos de su padre. En
la Navidad de 1940 conoció a la flautista Elizabeth Wiegant yclaudicó ante su encanto, como rata de Hamelin. Ella lo
condujo por el brazo hasta una de las ciento cincuenta y siete
suites del hotel Waldorf Astoria, ansiosa por merecer el amor
de una celebridad. Diez meses después de la boda, nació
Anthony. El matrimonio duró tres años. Entre filmaciones,
festivales y giras teatrales, Dalmau demoró una década envolver a ver a su hijo, cuando quizás era demasiado tarde
para los dos.
—Debo confesar que a mí me gusta más el Finisterre
que el París —comentó Boni: —Divertido. Apuesto que el
Finisterre y el Shangai son los únicos teatros abiertos en la
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ciudad. Después del ataque a Palacio, las autoridades
aplicaron la censura. Cerraron las universidades...
—Sería una catástrofe. Deberíamos estrenar en tres
semanas. Hay cartas, papeles firmados.
Boni buscó a Dalmau en el espejo retrovisor.
—No confíe en los papelitos.
Dalmau sostuvo la afectuosa mirada.
—¿Cómo me reconociste? —dijo.
—Por las marcas de la viruela —respondió Boni.
Las marcas de la viruela. Amigo de Marlon Brando y Ja-
mes Dean, discípulo de Lee Strasberg, el cubano había
conseguido participar en doce filmes de relevancia. Quizás de
ahí nació su fama. Los productores de la industria del cine
tenían en cuenta su profesionalismo y disciplina, dos virtudes
de enorme valía pues la genialidad sin contrapesos puede ser
señal de malacrianza. Contar con Dalmau en la nómina deintérpretes era un privilegio, “un problema menos” para
cualquier director de cine. El cubano había comenzado a
descartar proyectos. Dos revistas de circulación internacional
le habían dedicados portadas a todo color, destello
publicitario una popularidad en ascenso. Grande fue su
asombro al enterarse de que en la sociedad habanera eraconsiderado una leyenda, si daba fe a lo que afirmaba el
señor Manuel Arias al cursarle la invitación de estrenar una
obra en el Teatro París, “la que usted elija, maestro Dalmau,
con los gastos pagos y una simbólica comisión por taquilla:
somos pobres, no lo oculto. Aquí lo admiramos por igual
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proletarios y burgueses. Perdone la rojilla emoción con que
escribo. La Habana lo espera con los brazos abiertos”.
—¿A qué huele, Boni?
—A pecado. Unas quince cuadras adelante queda el
barrio de las putas: cuando sudan, huele. Misión cumplida:
llegamos al París. Un día podré contarle a mis nietos de este
encuentro. Suerte.
—Saludos a Maritza.
—Ella no va a creerme, pero serán dados.
—¿Por qué no?
—¡Ay!, ni le cuento. Es una historia triste con cojones...
El taxi de Boni se alejó por la calle, como arrastrando
los pies de los neumáticos. “¿Quién será Maritza?”, pensó
Dalmau.
LA CALLE olía a kerosén. Boni no se equivocó: el París estaríacerrado hasta nuevo aviso, según se informaba en un
pasquín que alguien había pegado en el cristal de la taquilla.
Al pie del cartel, una consigna de barricadas se iba borrando
poco a poco: “Pan Y LiBRos”. Por la temblorosa caligrafía y el
abuso de mayúsculas, podía apreciarse la urgencia del
reclamo, seguramente escrito por un estudiante de pulso justo. Dalmau intentó espantar cualquiera señal de
pesimismo y se entretuvo en detallar el teatro. Una lectura de
la cartelera sugería el típico repertorio universitario que se
interesa por igual en obras clásicas y de vanguardia, desde
Casa de muñecas y La muerte de un viajante hasta Esperando
a Godot , un hito del teatro de la post-guerra estrenado tres
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años antes en Paris. Dadas las dimensiones del vestíbulo, era
de suponer un escenario estrecho, tal vez profundo, y una
platea de trescientas butacas sin palcos laterales. Justo lo
que buscaba: a fin de cuentas, sólo daría una función. Al
menos así lo imaginó Dalmau, deseoso como estaba de
pensar de una manera positiva. Comenzaba a inquietarse.
Le picaban las manos. De haberse cancelado el proyecto
o pospuesto la fecha del estreno, de seguro le habrían dicho.
Un telegrama demora segundos en cruzar de un punto a otro
del planeta. Los hombres de teatro saben que esos
contratiempos son frecuentes, a veces inevitables porque el
arranque de un montaje resulta el momento más frágil de la
producción. El mercante Ofelia había llegado a La Habana
con tres horas y media de retraso, lo cual explicaría e incluso
justificaría cualquier desencuentro. ¿Justificar qué? ¿La
descortesía? No. Nada. El señor Arias pudo preguntar en laCapitanía del Puerto sobre las estimaciones de llegada o
salida de los buques. Alguien tendría el dato, si no ¿cómo
dieron semejante recibimiento a Kid Danger? Allí estaba el
representante del boxeador, él lo vio, atendiendo las dudas de
los periodistas. A fuerza de ser justo, Dalmau no había
jugado muy limpio que se diga. Desde que le llegara lainvitación de viajar a La Habana para dirigir y protagonizar la
obra de su preferencia, sin otras restricciones que no fuesen
las monetarias, él se había puesto a trabajar en el drama del
difunto Owen sin reconocer conscientemente que estaba
preparando su funeral. Cuando la idea ganó en claridad,
hasta convertirse en una obsesión, se sintió un estafador.
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Había pactado una temporada de veinte funciones de Cuatro
gatos encerrados y, por supuesto, no dijo al señor Arias que
terminaría la misma noche del estreno. Entonces oyó ladrar
un perro.
Al otro lado de la ventanilla, en el cubículo del boletaje,
un velador daba de comer a su perro un hueso de ternera. El
viejo estaba a horcajadas sobre un taburete de cuero.
Hablaba solo, o quizás a la mascota. Dalmau arañó el cristal.
El velador alzó la vista. Había fuego en sus ojos, como si la
súbita aparición del forastero hubiera avivado las ascuas de
un malestar reciente.
—A ver, ¿y ahora qué pasó?
—Disculpe. Soy Julián Dalmau, actor.
—Viene por lo de la alfombra, ¿verdad? —dijo el viejo y
dio la espalda. Dalmau tuvo la impresión de que le hablaba
por la nuca. —No. Tengo cita con el señor Manuel Arias.
—Dígame, señor, piense: ¿qué coño gana mi perro con
cagar y mear la dichosa alfombra persa? ¿Tengo cara de
mentiroso?
“Dígame, señor, piense: ¿qué coño gana mi perro con
cagar y mear la dichosa alfombra persa? ¿Tengo cara dementiroso?” era la última frase que Julián Dalmau hubiera
pensado oír durante su estancia en La Habana.
—Las alfombras orientales son caras —dijo por decir.
—Algo me informó el señor Manuel Arias de que
perteneció a un maharajá persa, si mal no recuerdo. Persa o
sirio. De por ahí.
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—Hay alfombras que vuelan —dijo Dalmau.
—¡Cómo que vuelan!
—En Las mil y una noches , por ejemplo.
—Usted no sabe con quién está hablando.
—No se ofenda.
—Soy maestro normalista, geógrafo y radioaficionado.
Fui líder sindical. ¿Se está burlando de mí?
—De ninguna manera.
—Mire, mejor al grano: el señor Arias se fue del país
hace una semana. Salió pitando. La policía anda tras él. Días
antes del asalto a Palacio, los muchachos se reunieron en
este teatro y lo dejaron pintarrajeado. Yo dije: profesor
Contreras, profesor Contreras, cabila, nadie te ha dado vela
en este entierro.
—¿Profesor Contreras?
—El profesor Contreras soy yo. Eso sí: mi perro no seensució en la alfombra.
—¿Por qué habría de hacerlo?
—Jamás entra en la oficina del señor Arias.
—Seguro tiene un sitio para cagar.
—En el parque de aquí al lado. Su rinconcito.
—Como debe de ser. —¿Sabe quién es el único que gana con este enredo? Sí,
ese mismito: Evaristo Solís.
Dalmau disfrutaba de aquel diálogo sin sentido.
—¿Quién es Evaristo? Ahora sí no entiendo nada.
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—Evaristo, hombre, el velador anterior, el bizco. ¿No
cree? Siempre he sospechado que él inventó lo del mojón y la
meada para echarle la culpa a Lucas.
—¿Y quién es Lucas?
—Mi perro, señor, quién va a ser...
Lucas roía su hueso de ternera. El viejo masticaba las
uñas de su mano derecha. Dalmau comenzó a morderse la
cutícula del meñique izquierdo.
—Tengo tremendo berrinche —dijo Contreras.
Dalmau lanzó una última pregunta, antes de perderlo:
—¿Hay algún bar cerca?
—¿Un bar? —repitió el viejo en un bostezo y regresó al
taburete. —En la esquina a la derecha, tres cuadras adelante,
encuentra uno famoso. Allí se reúne un ejército de lúmpenes,
después de cada función. Pregúntele a cualquiera por El
Porvenir. De Damasco, sí, el Maharajá era de Siria.Dalmau cargó sus maletas y se encaminó hacia El
Porvenir.
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...soy un animal arcaico,inevitablemente condenado a la extinción.
JUAN CARLOS GARCÍA
DOCE VENTILADORES de techo movían el aire de El
Porvenir, antiguo estanco de tabaco convertido en bar que
aún olía a picadura cuando el sol pegaba en sus paredes. Un
trío cantaba un bolero. Los arpegios de las guitarras se
amalgamaban con la bulla. Gritería. Voces altisonantes. Jugadores de dominó, concentrados en la partida. Risotadas.
El calor era insoportable; el vaho, espeso. Las camisas de los
parroquianos sudaban almidones resinosos. Las aspas
giratorias no alcanzaban difuminar los cirros de nicotina que
nublaban el cielo del local. Dos muchachas aspiraban puros
de Vueltabajo en una mesa: sus pechos se inflaban bajo las
trasparentes blusas. Dados de cubilete: dos negritos, tres
gallegos, cuatro cundangos al tiro. La madera transpira a
medianoche los vapores acumulados durante el día; las
columnas de hormigón armado, por el contrario, a la mañana
destilan fríos de luna. “El infierno debe ser un horno muy
húmedo", pensó Dalmau mientras buscaba un sitio
disponible. Justo cuando los músicos terminaron su ronda,
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ocupó una banqueta de la barra, entre dos bebedores
solitarios.
El mulato de la derecha dormitaba sobre su antebrazo,
por lo que Dalmau no alcanzó a ver su cara en el espejo del
mostrador; no obstante, la combinación de un agrio tufillo a
bayas de enebro con la fragancia del ramo de gladiolos que
presionaba entre sus piernas, le hizo pensar que el susodicho
ahogaba en ginebra un suplicio de amores. Enfardado en una
gabardina negra, de cuello rígido, su figura recordaba la de
un gallinazo desplumado sobre el techo de un establo. El
vestuario, sumado a su afición por la olorosa bebida, le
concedían un toque extravagante. Los cubanos suelen
detestar la ginebra por su "sabor a perfume" y sólo llevan
gabardina cuando amenaza lluvia. De repente, sin ton ni son,
su mano derecha se desprendía del vaso y solfeaba en el aire
compases mudos; segundos después comenzaba a tararear,entre jabonaduras de saliva, algunos de los parlamentos que
escribiera el romano Arrigo Baito para el Otelo de Giussepe
Verdi, hasta que la mano izquierda rescataba a su gemela y
la hacía descender a la tabla.
El caballero de la izquierda saboreaba su mala suerte
con deleite de vampiro, a sorbos breves; aquella botella devino tinto debía durar hasta que cerraran el bar. Habanero
presentable, llevaba por atuendo un saco de excelente boto-
nadura, corbata de rombos morados y pantalón de casimir,
azul oscuro, con hilos plateados. Un anillo de oro encarecía
su dedo matrimonial. Dalmau reparó en el amuleto de
compromiso cuando el hombre se lo quitó con un jaloneo
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discreto y lo echó en la copa, para comprobar a trasluz cómo
se hundía por gravedad, en vinolento naufragio. "¡Por
Gabriela, Francisca y Antonia!", dijo y se apuró el vino. Con
ademán de joyero extrajo el anillo de su boca, ensartado
ahora en la punta de la lengua. "Salud, don Octavio",
respondió el cantinero. El muchacho lo atendía por su
nombre, apellido y profesión: “Abogado Tablada, lo veo esta
noche más triste que ayer”.
Dalmau se sentía a gusto entre aquellos dos perdedores
que no reclamaban atención y sabían soportar sus
respectivas cruces sin hacer alarde de cuánto les pesaban en
los riñones o en la conciencia. Se disponía a calcular la suma
y resta de sus desgracias, cuando el cantinero le dijo a
quemarropa:
—Soy Panchito, para servirte. ¿Qué quieres beber?
Dalmau se oyó decir: —El veneno más barato que tengas.
—¡Uy! Conozco bien esa sed, ¿verdad abogado? —.
Octavio hizo un gruñido de aceptación. Panchito buscó en el
anaquel una botella de etiqueta verde. —Seguro se trata de
un asunto de faldas, ¿no? Ron de Bahamas. Dos cucharadas
de este purgante y fuera catarro. Mira, ayer vino eldegenerado que me bajó a Dulce, mi novia. Bueno, mi ex-
novia...
—Pancho, ¿qué pasó con nuestras cervezas? —gritó una
muchacha desde el extremo de la barra.
—Ya voy, Luisita —dijo el cantinero y se disculpó ante
Dalmau—. Candela, la Luisita Valdés. El que está a su lado,
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es su bacán: Honorato Rey, la estrella de la compañía por lo
grandota que la tiene. Al flaquito le dicen Boby la China.
Peluquera. Tremendo ganso. Los tres actúan en el Finisterre,
con eso te lo digo todo. Les llevo sus cervezas y regreso a
contarte del tipo que me tumbó a Dulce. Nos dimos tremenda
entrada a trompones en el callejón de atrás. ¿Sabes quién
nos apartó? El Conde de Eros, el de la barbita, que esa noche
estaba aquí celebrando las cien primeras funciones de La
Probadora . Si no me hubiera sucedido a mí, te juro que no lo
creería.
Dalmau intentó concentrarse nuevamente en sus
problemas. Interrogantes no faltaban; respuestas, sí. ¿Cómo
pasar inadvertido en una ciudad donde cada compatriota se
sentía en la obligación de contar su drama personal, en
monólogos confianzudos? Imposible. ¿Quién sería Maritza?
¿Y Dulce? Sabe Dios. ¿Y ese tal Conde de Eros, el de labarbita? En Cuba, ¿no hay derecho a la intimidad? No: Cuba
es así. Fresca. Atrevida. Pobre Boni, buen muchacho, pero
triste a morir. ¿Por qué le cagaron la alfombra al Maharajá de
Damasco? Por venganza. ¿Lucas o Evaristo Solís? El profesor
Contreras, viejo líder sindical, no quiso involucrarse con los
muchachos de la asamblea estudiantil: debe padecer deúlceras. ¿Cuánto demoraría el señor Arias? Averigua. Se fue
sin decir ni jota. Paticas, ¿para qué las quiero? ¿Luisa Valdés,
Honorato Rey, Boby la China? ¿Actores? ¿Teatro Finisterre?
Pan y Libros, bonita consigna. “Mejor no regreses a contarme,
Panchito”, pensó Dalmau: él buscaba un patíbulo no un
confesionario. "Y de mí, ¿qué?", se preguntó en voz baja.
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—¿Me hablaba? —dijo Octavio.
—No. Sacaba cuentas —dijo Dalmau.
¿Qué hacer?... Dalmau no descartaba la idea de volver a
Nueva York y esperar por una nueva oportunidad para
montar Cuatro gatos encerrados . El mercante Ofelia
permanecería semanas en puerto. Si favor con favor se paga,
el capitán Napoleón Jiménez no iba a negarle un camarote
después de haberle cumplido en la fugaz pelea de Kid Danger
contra el cocinero. Pero, ¿quién lo esperaba en Nueva York?
¡Ni un árbol! Dos jueves antes de viajar a La Habana, tuvo la
precaución de actualizar su testamento. Al pasar revista de
sus afectos, comprendió que su andar sobre la tierra había
sido tan intrascendente que no tenía a quién heredar su
patrimonio. Lo hizo a favor de la flautista Elizabeth Wiegant,
la persona que con más derecho se alegraría de su muerte y
la única capaz de apreciar el simbolismo de la horca. No, nohabía vuelta atrás: se quedaba en Cuba. Por lo pronto, podía
alojarse en el hotel Ambos Mundos, donde tan corteses
fueron durante su viaje anterior. La chequera cubriría los
gastos de hospedaje y su Seguro de Vida, los de
enterramiento —pues planeaba suicidarse de modo que la
ejecución se entendiera como un accidente de trabajo.Después de conseguir hospedaje, necesitaba verificar el
estado de la tumba de los Dalmau-Sánchez y exhumar los
huesos de Josep y Marina para abrirle espacio a un nuevo
ataúd: el suyo. ¿Qué hacer?
—Le brindo de mi vino —dijo entonces don Octavio—.
Vino francés, cosecha de colección, anterior a la Segunda
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Guerra Mundial. Después, todo el vino de Europa me supo a
pólvora.
Octavio le tendió la mano.
—Disculpe, lo estaba mirando desde hace rato. ¿Usted
es Julián Dalmau?
—Lo que queda de él.
—No sabe cuánto lo admiro. Soy Octavio Tablada,
abogado. Y si no es una pregunta indiscreta, ¿qué hace en
este basurero?
—Acabo de naufragar —dijo Dalmau.
—¿Cómo es eso?
Dalmau contó uno a uno sus desencuentros, incluida la
fuga del empresario Manuel Arias.
—¿Manolito? Lo conozco. Yo me ocupo de que ese falso
bolchevique cumpla su palabra o si no le cobro lo que me
debe, de seguro mucho más de lo que le adeuda a usted. Meofrezco como su representante, sin compromisos. ¿Le
reservaron hotel? Dígame que no. Se hospedará en casa.
Dígame que sí. Tengo una mujer encantadora, tres hijas, seis
cuartos vacíos y un patio con ocho palmas reales, seis matas
de guayaba y una de aguacate, recién parida.
En ese momento, el borracho de la derecha resucitó deentre los muertos, reacomodó el cuello de la gabardina y se
escudó tras el ramo de gladiolos como si no quisiera ser
reconocido.
—Pancho, me voy por atrás. Te pago otro día, a mi
regreso —dijo. Los habituales del bar usaban la puerta
trasera como vía de escape.
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Octavio lo detuvo por el hombro:
—¿Cómo anda, don Zamorinni?
—En Buenos Aires, Octavio, en Buenos Aires.
—No demore, tenor. Se le extraña.
—Saludos a Flor.
Zamorinni se abrió paso entre los parroquianos que a
esa hora se daban de codazos en El Porvenir.
Luisita lo reconoció por su andar de pájaro.
—¡Qué milagro, mulato!
—Lo siento, Luisa. Estoy en Argentina. Vuelvo mañana.
—Papi, tienes que pasar por la peluquería a contarte la
pasa. Pareces un mendigo, mi amor —dijo la China.
—Tremenda borrachera, maestro —exclamó Honorato.
Zamorinni no era hombre que se avergonzase de sus
mentiras. Puesto de pie, por sana curiosidad, Dalmau
alcanzó a ver el momento en que el tenor abandonaba ElPorvenir por la salida del fondo. La punta de la gabardina se
trabó entre el marco, la puerta y el risoteo de los clientes que
presenciaban su más clara torpeza de la noche. Desde la
acera, Zamorinni jalaba la tela. Honorato acudió en su ayuda:
abrió la cerradura y el tenor acabó de nalgas en la calle,
sobre los adoquines. Sin embargo, segundos después, alpasar de perfil detrás del ventanal, el mulato agitaba el mazo
de gladiolos a manera de “adiós”, como si no le lastimaran las
burlas de sus camaradas de parranda. Y no por noble sino
por manso.
—Vamos a casa, Dalmau, a mi teatro —dijo Octavio.
—De dónde rayos salió ese loco —exclamó Dalmau.
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—Del hambre —dijo Panchito.
PIETRO ZAMORINNI era su nombre de tenor. Se llamaba
Pedro J. Zamora Pimentel, iba a cumplir cincuenta años y
vivía en una casa de madera y techo de tejas a dos aguas en
el barrio de Santos Suárez. La vivienda compartía un patio de
plátanos con un taller automotor, también de su propiedad:
La Traviata. De una mata de caimito colgaban dos panales de
abejas. En una de las esquinas del fondo, había un gallinero
abandonado. El sobrino de Zamorinni, el joven Delfín Baró, le
ayudaba a reparar las gomas ponchadas, siempre y cuando
pudiera levantarse del catre en las mañanas porque cada
función lo dejaba exhausto: era figurante del Finisterre, un
trabajo agotador. En el tocadiscos del taller se escuchaba a
cualquier hora la voz de Enrico Carusso o la de María Callas,
arias de Alexander Borodin o de Giacomo Puccini, alguna delas seis sinfonías altisonantes de Serguei Prokofiev, en
grabaciones gastadas de tanto rodar sobre el plato del RCA
Víctor. “La música de Mozart hará madurar los platanitos”,
dijo Zamorinni a su sobrino una tarde de marzo que
escuchaban Don Giovanni y el viento de la primera semana de
cuaresma sacudía el platanal.Zamorinni era un enamorado de la ópera sin desdorar
los boleros, del ballet antes que de la rumba y de la música
de cámara por encima de la folclórica. Tres veces a la semana
dejaba La Traviata a cargo de Delfín, se ponía su gabardina
negra ("mi uniforme de tenor") y tomaba clases de canto en
casa de Flor Serpa, pianista de habanera reputación y
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valenciana cordura que les montaba a sus alumnos arias de
ópera y trozos de zarzuelas madrileñas. Media hermana de
Octavio, la maestra hubiera merecido una estatua en plaza
pública pues gracias a su rigor pedagógico había consumado
el milagro de que sus “muchachos” prosperaran en una
carrera que dejaba cero margen para la mediocridad: “o
cantas o aquí no cantas”, amenazaba la pianista con blanda
rudeza.
El trío de discípulos al que pertenecía Zamorinni era sin
dudas el más pintoresco. El tintorero-barítono Ezequiel Rojas
poseía una voz envidiable aunque con graves problemas de
dicción. Su principal obstáculo radicaba en su incapacidad
para fingir la fonética del alemán, el francés o el italiano. Por
consejo de Flor, su repertorio se fue inclinando hacia el
cancionero nacional, un terreno donde contadísimos
vocalistas podían igualarle su sensibilidad a la hora deinterpretar a Eliseo Grenet o Ernesto Lecuona. “Por algo
suceden las cosas. La vida compensa tristezas con amor”, le
dijo la pianista el día que Ezequiel desistió de aprenderse
Tristán e Isolda , de Richard Wagner. Y así fue: su pasión por
la zarzuela María La O le regaló una sorpresa inesperada.
Ansioso por contar la historia de ese encuentro casual, que loviró al revés como guante de dama, el tintorero visitó a un
novelista apodado el Conde de Eros, amigo de su hermano
Danilo. Una corazonada le dijo que podía confiar en él. Llegó
a Regla al atardecer. El Conde paseaba por el muelle. Se
sentaron en un café.
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“Tres meses atrás, mientras revisaba en casa la
contabilidad de la tintorería, encontré un cheque firmado por
Ernesto Lecuona. El recibo temblaba en mis manos con la
calentura de una carta de amor”, dijo Ezequiel. Al lente de
una lupa, amplió la caligrafía como quien intenta descifrar un
papiro: sin duda, Ernesto Lecuona había estampado el
nombre de Ernesto Lecuona. La exageración óptica de la
realidad le ayudó a comparar y entender qué tan pequeño él
era ante la simple vocal de un genio. El amanecer lo sorpren-
dió en la mesa del comedor, donde enmarcaba el documento
bancario; luego habría de colgarlo en una pared del cuarto,
lejos de la ventana para que la luz no borrara la firma. A
partir de ese momento, hizo saber a su hermano Danilo,
empleado ocasional de la tintorería Rialto, que él “y nadie
más que yo” se ocuparía del ajuar del músico. Vivía pendiente
de las idas y venidas de Ly, la mucama china que laboraba encasa de los Lecuona. El barítono se estremecía de felicidad
cuando planchaba alguno de los esmoquin de concierto;
acariciaba las acolchonadas hombreras de los trajes, antes de
aplicarles el hierro caliente, y casi nunca tenía que rociar
gotas de agua para ablandar el paño “porque bastaba con las
de mis lagrimales”, comentó al Conde. Un viernes de lluvia,Lecuona se adelantó a la chinita por alguna razón que
Ezequiel no supo, y fue en persona por el traje que debía lucir
esa noche de gala. Durante tres minutos, el músico escuchó
cantar al tintorero un trozo de su zarzuela María La O . La voz
que brotaba a borbotones desde la trastienda ¿le encendería
de rubor la cara? Cuando perchero en mano, Ezequiel salió al
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mostrador para entregar el esmoquin aún humeante, seguro
de que Ly venía por el encargo, tuvo delante de sí a un
hombre con cara de niño, perfectamente peinado bajo una
redecilla de gomina. La chaqueta de cuero cubría sus brazos
hasta las articulaciones de las muñecas, demasiado frágiles
para soportar aquellas manos tan blancas que parecían de
cera, y le vio los dedos de falanges augustas y las uñas,
compactas y recortadas. Por un segundo las visualizó a
galope sobre el teclado de un piano tan colosal que abarcaba
el ancho de la calle, de esquina a esquina. “¡Ernesto
Lecuona!”, dijo Ezequiel en un susurro “que vació de adjetivos
mis pulmones”. Puesta en evidencia su capacidad de ternura,
el compositor fingió soplarse la nariz para romper el hechizo:
lloriqueaba. La naturaleza estaba en sintonía con la escena,
el cielo tormentoso y el local a oscuras, el diluvio y los
vapores de las calderas, “los relámpagos y el fogaje de micorazón, Conde, ambos palpitantes”. Sólo los unía esa percha
de caoba que pasaban de pulgar a meñique —y las miradas
de ambos que al fingir indiferencia, lejos de esquivarse, se
buscaban. “Qué lindo me cantas, tintorero: Dios te guarde”,
dijo Lecuona y, para ponerse a salvo, pues si el aguacero
arreciaba no tendría dónde esconder su excitación, abandonóla tienda sin darse cuenta de que había olvidado pagar el
servicio. “Anteayer regresó Ly con un cargamento de trajes
sucios, entre ellos aquel esmoquin de hombreras esponjosas.
A la noche, lo tendí sobre mi cama, apagué la luz y me acosté
a su lado sin atreverme a rozarle el puño, a pesar de que el
deseo me tentaba”. El Conde palmeó su mano: “¡Ay!,
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Ezequiel: eres un tierno. ¿Seguro no fue un sueño?”, dijo.
“Mejor así, ¿verdad? Total”, dijo el tintorero. “Saludos a
Danilo”. El Conde pagó la cuenta del café y lo acompañó a
cruzar la bahía, en viaje de ida y vuelta.
Otra discípula de Flor Serpa era la bayamesa Ramona
Gil, una soprano de buen busto que (a juicio del mulato
Zamorinni) hacía reír las rosas cuando entonaba los versos
del poeta veneciano Francesco María Piave, letrista principal
de Giussepe Verdi. Había descubierto sus cualidades vocales
en el entierro de su bebé, muerto a los dieciséis días de
nacido, cuando esa mañana de noviembre se sorprendió
abrazada a uno de los pinos del cementerio Colón y para
sacarse dolores del pecho comenzó a gorjear un tango de
Carlos Gardel ante el desconcierto de los dos padres posibles
de la criatura. El día que me quieras, desde el azul del cielo...
Mujer de navaja en el liguero, Ramona protegía suprivacidad bajo el candado de la pudicia. Sólo Ezequiel,
Zamorinni y el Conde estaban enterados de que vivía en un
apartamento de la calle Compostela, esquina Espada, a cien
metros de la Loma del Ángel. Zamorinni, además, conocía de
su adoración por los gatos y los domingos le dejaba al pie de
la puerta una bolsa de sardinas congeladas. Los inquilinosdel edificio la estimaban por su intachable conducta: "la del
cuarto piso" jamás dio motivo de queja ni desató escándalo
alguno, aunque a los vecinos de las plantas bajas les hubiera
gustado que participase de tarde en tarde en las fiestas del
barrio pues apreciaban su voz, que sólo podían oír cuando
ella cantaba desde la bañadera Oh sole mío..., del romano
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Eduardo Di Capua. La canción, que caía en cascada, les
endulzaba el desayuno.
En tres ocasiones, Ramona quiso abandonar la putería y
probar fortuna en otra parte, primero como falsa gitana que
leía el tarot en un circo llamado Cinco Estrellas, luego se hizo
pasar por enfermera en un asilo de ancianos y, por último,
apeló a sus conocimientos de corte y costura con la
esperanza de echar para adelante, pero a cada intento le llegó
el fracaso porque sus pesimistas predicciones incomodaron al
dueño de la carpa, y le horrorizaba ver la sangre en las
narices de los viejos decrépitos y como modista ni hablar,
como modista sencillamente se moría de hambre. Los ecos de
su mala fama habían llegado de rebote hasta su natal
provincia de Bayamo, en el oriente de la isla, así que también
se quedó sin retaguardia. Resignada a su destino, en octubre
de 1956 retornó cabizbaja al oficio de hacer hombres a loshombres, para satisfacción de los donjuanes que aún la
esperaban con las portañuelas abiertas. "El que nació para
tamal, del cielo le caen las hojas. Soy buena para andar
desnuda", dijo al Conde la mañana que él y Zamorinni la
acompañaron a visitar la tumba del bebé, al cumplirse siete
años de su muerte. “Pedro, no me compres más sardinas:ayer tuve que deshacerme de mis cinco gatos. Donde come
una, mi amor, no comen seis”. Ramona jamás llevó un
hombre a su casa, menos al dormitorio, aun si le gustaba.
Prefería atenderlos en hoteles neutrales o a domicilio para no
contaminar su espacio con recuerdos que podían acabar
siendo bochornosos. Por ningún motivo se empachaba de sus
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perversiones —sí de la potencia de su voz. “Don divino”, decía
Zamorinni.
Los duetos de Ramona y Ezequiel llegaron a alcanzar
registros conmovedores —como si apartados del libreto
original, confesaran los quebrantos de sus vidas y no las
anodinas existencias de un barbero de Sevilla o de la esclava
Aída, hija del Rey de Etiopía. No siempre pero a veces,
después de un dúo particularmente desolado, se abrazaban
en la terraza de la pianista, a doce metros sobre el nivel de la
calle Aramburu, y se quedaban calladitos, quietos, la mente
en blanco, porque en esos momentos de fragilidad extrema la
diva era para el tintorero, y él para ella, la única tabla de
consuelo.
Pietro Zamorinni los había convencido de que asistieran
a las clases de Flor Serpa aun cuando supiera que para
Ramona y Ezequiel resultaba un esfuerzo extraordinario puesambos pertenecían al elenco del Teatro Finisterre. La soprano
todavía actuaba de "puta fornicante" y, en funciones
privadas, se dejaba penetrar por Honorato Rey o por Delfín
Baró o por quien fuese, incluso por el esforzado Ezequiel, que
siempre le pedía perdón cuando la atravesaba con su
estándar pero resistente miembro. Gracias a su autoridad omagisterio, quizás también a la contundencia de sus carnes,
Ramona seguía asumiendo roles de altos rangos crediticios.
La élite de sus admiradores la consideraba una diosa: ni
siquiera en noches poco afortunadas (que las hubo, por
supuesto), sus fanáticos le negaron el aplauso. No era secreto
sino mérito que llegó al Finisterre siendo una adolescente y
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que en ese teatrucho había perdido no sólo a su hijo y su
reputación sino, además, los campesinos encantos de su
cuerpo —menos los de sus tetas, monumentales y firmes
como en la lejana noche de su debut.
Ezequiel Rojas era el candidato perfecto para interpretar
el personaje del Gallego y no había obra en que no se
enfrentara a Delfín o a Boby, figuras indispensables del teatro
bufo: el gallego bodeguero, el negrito bailarín y el chino de la
fonda. Siendo un hombre más bien apocado, su
transformación resultaba asombrosa: de repente, desistía de
su natural retraimiento y se dejaba encarnar por el gamberro
que escondía bajo la piel. Rara vez participaba en cuadros de
sexo en vivo —no tan frecuentes como la mala honra del
teatro sugería—, pero cuando debía suplir a algún camarada
enfermo, se lo tomaba en serio y lo hacía de manera
convincente. Los espectadores de las filas delanteras sequedaban estupefactos ante el realismo de la templada, que
solía prolongarse mucho más de lo previsto en los ensayos.
La dramaturgia del Conde se basaba fundamentalmente
en los argumentos de sus novelas, una literatura de
acrobacias filológicas siempre en el filo de una seudo-
pornografía sustentada a su vez en el vigor de la escritura ylos contrapuntos del vocabulario. Al subir a escena, la
representación física de la anécdota y la oralidad de lo
narrado despojaban al texto teatral de ese poder de
sugerencia que es intrínseco a la palabra leída, tan distinta a
la escuchada. Sin duda, el erotismo del Conde era el sello de
distinción del Finisterre pero no alcanzaba para garantizar en
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su totalidad las solicitudes de una cartelera que requería la
complacencia de un público participante, tampoco las
demandas de un mercado demasiado calenturiento para las
finezas de la lengua castellana. Con el objetivo de conservar
la clientela, dada la competencia de otros teatros menos
escrupulosos (por ejemplo, el turístico Shangai, en el barrio
chino, tan frecuentado por Marlon Brando), el dentista
Teodoro Castellano, accionista mayoritario del Finisterre,
tuvo a bien programar variedades de fornicación in situ , de
recia exclusividad y alto costo, en atención a una clase
media-alta de líbido exacerbado —que no era puritana, como
alguien supondría, y que ante un programa atractivo podía
llenar la platea de espectadores con cuello y corbata. Según
fuese los requerimientos del montaje, la tribu del Finisterre
podía oscilar entre diez y quince comediantes de ambos
sexos. Los fines de semana, cuando se programaban tresfunciones (mediodía, tarde y noche) se hacía imprescindible
contar con dos repartos pues las exigencias sexuales dejaban
sin elasticidad a los actores.
Flor Serpa nunca supo bien a bien de los oficios de sus
“muchachos” hasta la tarde que conoció a Julián Dalmau en
la fiesta que ella dio en honor de Pietro Zamorinni al regresode su gira por Buenos Aires. La pianista imponía por ley de
obligatorio cumplimiento la prohibición de hurgar ni un
milímetro en la intimidad de los alumnos —o en la suya, que
guardaba como alhaja en caja fuerte. Cada cual con su tema.
Allí se iba a vocalizar. A cantar. A olvidar. De haberse
enterado antes, seguramente los habría acurrucado en un
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abrazo que jamás sería de piedad sino más bien de
deslumbramiento. “Yo tampoco soy una santa”, dijo semanas
más tarde al Conde en el vestíbulo del Finisterre, luego de
que Ramona y Ezequiel le dedicasen el ensayo general de
Cuatro gatos encerrados , y la pianista entendiera lo que su
corazón desde hacía rato sospechaba: que al menos tres
personas en este mundo la querían.
—Incluyo a Zamorinni en el paquete —dijo.
—Y con justicia. A Dios lo que es de Dios, y a Pedrito lo
que es de Pedrito —dijo el Conde.
LOS GUSTOS y amistades de Pietro Zamorinni hacían de él
un mulato atípico, poco convencional e incluso sospechoso
ante los ojos de aquellos que preferían la regla de un prejuicio
a la excepción que lo confirma y al mismo tiempo lo invalida.
¿Un negro tenor? ¿Un mecánico operático? ¿El Réquiem de Johannes Brahms en una ponchera de Santos Suárez? La
Traviata, ¿un taller automotor? ¿Cómo ese mequetrefe de
pasas estiradas con peine caliente se atrevía a decir que
viajaba a Buenos Aires el próximo domingo, y en prueba de
su patraña mostraba un telegrama donde supuestamente lo
invitaban a cantar Otelo en el Teatro Colón, si el lunes se leveía ahogado en alcohol y a la pregunta de cómo anda, don
Zamorinni respondía que estaba en Argentina sin haber salido
nunca de la isla? Y para colmo, al regreso “de la gira
bonaerense” sus compinches lo recibían como si fuera el
Juan Manuel Fangio de los cantantes líricos. Puestos a
mistificar, nunca faltaba alguno que divulgara las apócrifas
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críticas de El Clarín o La Nación que el mulato hacía escribir
al Conde para, pegadas en un álbum de cartulinas amarillas,
darle legitimidad a sus cuentos de hadas. Tales infracciones
de las normas tuvieron una consecuencia ruin y otra
compasiva: la ruin, que muchos de los cuerdos que
presumían tener los pies sobre la tierra lo considerasen un
loco de remate y, la benevolente, que los locos de buena fe le
perdonaran su ingenuidad sin detenerse a pensar si eran
reales sus mentiras o falsas sus verdades. Gústele a quien le
guste y pésele a quien le pese, dormido sobre su antebrazo en
la barra de El Porvenir, Zamorinni cantaba Otelo a mano
alzada, rematando en silencio su quimérica tournée por
Buenos Aires. Lo demás era la realidad. Los hombres sin
imaginación jamás han aceptado los beneficios de la fantasía.
“Ver para creer”, afirman sin aventurarse a invertir los
términos de la ecuación: “creer para ver”. De eso se trata, dela ilusión como arte de fe, pero también de esperanza y, por
qué no, de caridad.
El Conde de Eros ha reflexionado sobre el asunto en su
novela Baja pasión (1954), que por algo dedicó a Pedro J.
Zamora Pimentel. "¿Acaso estás obligado a ser Don Quijote y,
a caballo, andar por las manchas del planeta, repartiendo justicia a dos manos?" , pregunta al recordar el episodio del
molino de viento, para líneas abajo responder que no, que na-
die puede exigirte imitar lo inimitable ni emular al iluminado
que confunde un cono de piedras con un gigante. “No. El
genio es irrepetible: por eso sufre. Pero, ¿y Sancho Panza?
¿Era bobo o se hacía el bobo? Ni lo uno ni lo otro. Ante el
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absurdo de aquel desigual combate, el gordito escudero, esa
pulga humana, despreciada en un lugar de La Mancha de cuyo
nombre no quiero acordarme, el torpe Sancho Panza decide
seguir a su ídolo, aun cuando sabe que el monstruo no era tal:
un molino no puede ser otra cosa que un molino, ¿o de qué
mundo hablamos? ¿Por qué no detuvo a Quijano, si estaba a
punto de desbarrancarse en el acantilado de la demencia
plena? Después de cuatro o cinco explicaciones delirantes, el
Conde se decide por una de elemental sapiencia. Nos dice:
Porque Quijano se había convertido en Quijote (simple,
¿verdad?) y seres como él necesitan seguidores leales. La
excepcionalidad de Panza, su casta y no su campechanía,
hace de él un fiel representante de ese hormiguero que
llamamos pueblo, masa. La defensa de la lealtad como
sentimiento esencial del hombre, es la enseñanza primera de
un pecador de la enjundia de don Miguel de Cervantes ySaavedra". Así las cosas, lo menos que los amigos podían
hacer por Pietro Zamorinni, en justa correspondencia a su
generosidad y por respeto a su fronterizo candor, era
agradecerle con aplausos la valentía de arriesgarse a triunfar
sin chance alguno en un mundo saturado de cuerdos,
sensatos... — ...y comemierdas como yo —dijo Octavio al terminar
de contarle a Dalmau las historias de sus amigos: —Bienve-
nido a casa.
—Es un palacio —comentó Dalmau.
La mansión de los Tablada tenía puntal alto y columnas
de granito. Aun de noche, los reguiletes de tres surtidores
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regaban los canteros de rosas. El jardín, iluminado por
faroles de pantallas metálicas, siempre parecía recién llovido
por el rocío. Dalmau embolsó un bocado de agua en la palma
de su mano y se refrescó la cara. Dos hileras de palmas
reales delimitaban la propiedad, que ocupaba media
manzana en la zona más pudiente del Vedado. Un manto de
musgo subía por las paredes exteriores hasta alcanzar el
techo, “de tejas verdes, portuguesas”, aclaró Octavio: “Mis
suegros son de Lisboa”. Cuatro balcones calaban el florido
edredón. Desde la terraza, se oía el lagrimear de las lámparas
de araña. En el interior de la vivienda, de estancias tan
amplias como salones de baile, una escalera de mármol
perfectamente trazada conducía a la segunda planta, treinta
y tres, treinta y cuatro, treinta y cinco escalones arriba —con-
tó Dalmau. La luz de la luna encendía un vitral que a su vez
se reflejaba en el piso, facilitando el ascenso. Soplaba elviento de la quinta semana de cuaresma.
—Dalmau, aquí tienes tu cuarto. Mañana conocerás a
Elena Pereira, la dueña de este palacio lusitano, y a nuestras
niñas: Gabriela, Francisca y Antonia, de nueve, siete y cuatro
años. ¿Tienes hijos?
En ese momento tronó la voz de Elena: —¿Ahora qué amigo se te murió? El mes pasado
enterraste a dos. Tú nada más dime hasta cuándo.
Elena estaba bajo el marco de la puerta, en pijama y
gorra de dormir.
—Elena, por favor, vengo con Julián Dalmau.
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El cuerpo de Octavio ocultaba a Dalmau, que había
comenzado a abrir sus maletas. En gesto pacificador, el actor
se puso en pie e hizo un saludo a Elena.
—Haberme avisado. Perdón la facha. ¡Dios! Qué
vergüenza... Siéntase como en su casa.
Octavio, dueño de la situación, pasó un brazo sobre los
hombros de su esposa y se despidió de Dalmau.
—Julián, te esperamos a desayunar. Cierro la puerta.
Descansa, que falta te hace —dijo.
Ya a solas, Dalmau buscó en la maleta la fotografía de
su hijo y la recostó contra el espejo de la cómoda, entre dos
frascos azules. Luego se tumbó sobre la cama con la ropa que
traía puesta —pero sin zapatos, cinturón ni calcetines. El
cansancio era tanto que esa vez, a diferencias de otras, no
pensó que Anthony lo miraba desde algún resquicio de la
noche. Dalmau durmió en paz, arrullado por un sonido queen la vigilia del entresueño lo aquietaba con la delicadeza de
una canción de cuna. Había olvidado que en plena oscuridad,
cuando la brisa sacude la fronda de un aguacate, las hojas
pegan unas contra otras y entonces suenan como
castañuelas de hojalata.
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...en estas soledades apartado,alguien, afín, pregunta por tu suerte.
THOMAS GRAY
EL CONDE de Eros agitaba la prueba de galera recién
impresa para acelerar cuanto antes el proceso de secado. Le
urgía leer aquel texto en voz alta y con entonación precisa,
ejercicio de oratoria que a la postre legitimaba la grandeza o
sencillez de la palabra, la hondura o liviandad de lo pensado.
La tinta estaba viscosa. El plomo se derretía en una cubeta
alta, enganchada al linotipo como frasco de suero en cama de
enfermo, y desde allí caía por gravedad a través de una red de
tubitos cobrizos hasta llenar el molde de cada línea y fundir
la frase, el párrafo, la página, el capítulo, la novela que
escribía directamente en el teclado, envuelto en un cúmulo de
gases tóxicos. Al entintar la galera con el rodillo, la perfección
de la escritura resultaba asombrosa: ni una falta de
ortografía, ni un error de concordancias, ni una coma
atravesada en el camino. El Conde había colocado su Minerva
de Pedal en la esquina más aireada de la sala, entre las
puertas de dos balcones —desde donde podía ver los tejados
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del pueblito de Regla y las chimeneas de las industrias
distantes. Zamorinni envolvía regalos en la mesa del
comedor.
—Lees, ¿si o no? —dijo el mulato.
—Espera, tiene que secarse —rebatió el Conde. Sus
manos actuaban por su cuenta, desobedientes. En un
descuido, la hoja entintada rozó su cara y le grabó media
capitular en la mejilla, mas una vocal en la sien y una jota
tan escurridiza que desde su labio inferior se fue chorreando
hasta estampar una mancha muy agria en su garganta.
Tosió, tosió, tosió tres veces antes botar un escupitajo de
saliva negra y verificar, con un chasquido, que sus cuerdas
vocales se encontraban tensas, afinadas, listas para iniciar la
lectura. "Habréis de conocer que estuve vivo/ por una sombra
que tendrá mi frente", dijo al limpiarse la boca con el delantal,
sin reconocer la autoría de Eugenio Florit, poeta amigo. Elnovelista no podía ocultar su excitación.
—Acaba de leer, me entró sueño —dijo Zamorinni.
El Conde se bebió un litro de leche a pico de botella.
—Antes, te tengo algunas preguntas. Por ejemplo,
¿cuántas funciones diste en Buenos Aires? Necesito datos,
Pedro, para no caer en contradicciones. Fechas, repertorio,figuras del reparto. A ver,¿quién dirigió la Orquesta
Sinfónica? ¿El maestro Jacobo Jaramillo, como siempre?
Colombiano, ¿no?
—Cuatro. Cuatro funciones, digo.
—Yo menciono de nuevo a la soprano Thelma Verbisnki
en el papel de Desdémona.
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—Es la que conozco. Tengo un disco de ella.
—Dime el nombre de un barítono para Yago.
—Ezequiel Rojas.
—¡Cómo que Ezequiel! Recapacita...
—Inventa uno. Total, Conde, nadie nos cree. Debo
ocuparme del platanal. Hay como diez racimos pintones.
—Así no se puede. No hagas más difícil las cosas. Tengo
el título pero necesitamos un encabezado de impacto.
—¿Qué te parece “en gran noche, el tenor Zamorinni nos
regaló una velada digna del precio de las entradas”?
—Ni muerto. Pedro, resulta lastimoso mencionar el
dinero en un comentario de arte.
—Puede ser. Ando turulato.
—No me digas que te preocupan tus plátanos.
—Delfín no da abastos con la ponchera. ¿Qué me
preguntaste? Ah, si: Jaramillo es de Medellín. —Mírame.
—Nada, boberías. ¿Qué hacía Octavio en El Porvenir a
esas horas? No lo vi llegar. Yo me caía de borracho.
—¿Qué hacía? Lo mismo que tú: matar el tiempo. Qué
importa el abogado Tablada. Todos te queremos.
—Octavio y Luisita y Honorato y Boby y la madre de lostomates. Media Habana. Y para colmo, ¡yo con un ramo de
gladiolos!
—¿Para quién, las flores?
—Sabes la respuesta: para Ramona. No bebo más
ginebra. Ésta es mi última gira. Se acabó. Bueno lo bueno
pero no lo demasiado. ¡Ay!, me duelen las nalgas. Qué
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trancazo me di. Esos adoquines son de hierro. Me voy a pelar
con Boby. No me estiraré la pasa: adiós, peine caliente. Me
pelo al rape. Me preocupan las abejas del patio. Debo arreglar
el gallinero.
—Arregla el gallinero. Pélate, ráscate las nalgas, quema
los panales, de acuerdo, viejo, pero no te rindas.
—¡Ay!, Conde: estoy desbaratado.
—Qué va a ser de nosotros si ninguno triunfa. ¿No en-
tiendes? Tampoco es tan difícil de entender.
—No sé, Conde, no sé. No me preguntes esas cosas.
—Mírame. Escúchame. Abre las entendederas. Tus
recitales son curativos. ¿Okei? Los necesitamos. Nos
alimentan.
—Los platanitos alimentan: el canto, es hambre.
—Aquí el filósofo soy yo.
—Estoy triste. Ayer me picó una abeja —dijo Zamorinni. —Te lo digo con el corazón: Pedro es a Quijano lo que
Pietro al Quijote. Déjanos ser tus Sanchos.
—Palabras, viejo, palabrería barata.
—De eso vivo, mulato.
—Y vives más recondenado que el carajo, como yo.
—No te soporto triste. —Me voy.
—Usted no se va a ningún lado. Escuche, tenor.
El Conde se apuntaló los espejuelos en la canal de la
nariz, afiló la punta de su barba y se dispuso a leer la nueva
crítica de Salvador Garduño, columnista oficial de El Clarín
de Buenos Aires, sin duda el personaje menos verosímil de
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los cientos que había creado en su carrera de narrador
sórdido, incluidos los siete astronautas de la novela Otro viaje
a la luna , su gran fracaso editorial. Pesimista, traqueteado
por la resaca de la ginebra, en el fondo o desde el fondo Pietro
Zamorinni moría de ganas por enterarse cómo le habría ido
en Argentina durante su temporada, aun cuando había
decidido que sería la última. Garduño, el doble periodístico
del Conde, siempre lo trataba con displicencia, así que no
temía una valoración negativa. Lo que le intrigaba era saber
el tamaño de su éxito. Luego de dos semanas de mentiras,
llegaba el momento de recibir aplausos por escrito. El titular
de la nota hacía presuponer una crítica sustanciosa: Rompe
Pietro Zamorinni una copa de bacará con un Do de pecho .
—¿Una? ¿Y por qué no tres? —dijo Zamorinni.
—Porque no.
—Dos, Conde... —Bueno, dos, con tal de que te animes.
El Conde defendía a capa y espada el postulado de que
la credibilidad (no la verdad en estado puro) era condición
indispensable del periodismo. Aún se arrepentía de haberse
visto tan débil cuando, un año antes y a propuesta del tenor,
hizo repicar las campanas de la Iglesia Metropolitana de laSantísima Trinidad, catedral de Buenos Aires, con un Re
Mayor que Zamorinni lanzó en pleno día desde el cruce de las
calles Rivadavia y San Martín. Aquel desacierto mereció las
burlas de los entendidos, entre ellos las de Eulogio Cortés,
cronista del diario La Tarde , y las de un barítono alemán, de
paso por La Habana, quien con prusiana superioridad invitó
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al dueño de La Traviata a que repitiera la hazaña ante el
campanario de Los Santos Pasionistas, congregación que lo
había traído desde Berlín para interpretar el Ave María de
Schubert en la boda de unos banqueros. "Un ario
desenmascara a Zamorinni: un mulato entre la espada y la
pared", fue la frase elegida por Eulogio Cortés para divulgar el
duelo en la sección de sociales de La Tarde .
—Entre la espada y la pared, ¡la espada! —dijo el Conde
en aquela ocasión: —Si te recuestas al muro, mulato, estás
liquidado: si hay que morir, que sea peleando.
El Conde anotaría en su libreta el nombre del barítono,
Karl-Heinz Zwanziger, decidido a ridiculizarlo en su próximo
libro. Tal vez le serviría para bautizar a algunos de los nazis
sin patrón que se escondían como cucarachas en las islas del
Caribe —tema de El día que la banda de música se fue a la
guerra , proyecto en turno. Incluso llegó a redactar unarranque de novela, muy a su estilo: “Karl-Heinz Zwanziger,
maquinista del submarino SR-13, se enamoró del primer negro
que vio en Jamaica: fue un flechazo en la tabla de su moral. Al
descubrirlo bajo un salto de agua, desnudo y crudo, supo que
el final del Tercer Reich no era una derrota, como él y los otros
seis sobrevivientes del SR-13 habían pensado horas atrás al presenciar desde la costa el hundimiento de la nave. Al menos
para él, representaba la ocasión de vivir un sueño por tantos
años dormido: el de ser Marlene Dietricht. Tenía las piernas
largas y lampiñas, como ella. Aquella isla de cocos parecía
igual de virgen que él. Primero debería desaparecer del mapa a
sus seis camaradas de infortunio para que luego no fueran por
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ahí con el cuento de su mariconería. Gracias a Dios, Karl-Heinz
Zwanziger había logrado rescatar del submarino un
lanzallamas francés”.
EL CONDE de Eros no era hacedor de pequeñeces. Encaraba
cada reto literario con rigor y sencillez, sin establecer
distingos volorativos entre uno y otro encargo. Escritor de
mano segura, ensamblaba los vocablos con meticulosidad y
nunca se permitía la travesura de un gerundio mal conjugado
o un adverbio perezoso o una preposición inexacta. Su
vocabulario resultaba infinito. Los motores de los verbos
aceleraban acciones trepidantes. Para él, el secreto de la
narrat