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LA PERSONALIDAD MORAL. Autores: Puig Rovira, J. M. y Martín García, X. (1998). La educación moral. Barcelona, Edebé. Cap. 2 ¿Qué es la personalidad moral? ¿Qué componentes la constituyen?, ¿A qué nos referimos cuando hablamos de formar la personalidad moral? Éstas son algunas de las preguntas a las que vamos a responder en este capítulo. La educación se enfrenta inevitablemente con seres humanos completos; es decir, con personalidades en formación, pero con personalidades constituidas por una multiplicidad de capacidades y elementos que no podemos aislar, que suelen actuar conjuntamente y que difícilmente podemos priorizar unos sobre otros. La personalidad moral tiene una naturaleza sistémica en la que el resultado es más que la suma de las partes. En este capítulo, vamos a hablar de los componentes de la personalidad moral: 1. La Personalidad Moral: dimensiones 1.1. La conciencia moral: Qué entendemos por conciencia moral. Formación de la conciencia moral. Moral heterónoma y moral autónoma 1.2. El juicio moral: Descripción del juicio moral Desarrollo del juicio moral

La Personalidad Moral

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LA PERSONALIDAD MORAL.

Autores: Puig Rovira, J. M. y Martín García, X. (1998). La educación moral. Barcelona, Edebé. Cap. 2

¿Qué es la personalidad moral? ¿Qué componentes la constituyen?, ¿A qué nos referimos cuando hablamos de formar la personalidad moral? Éstas son algunas de las preguntas a las que vamos a responder en este capítulo. La educación se enfrenta inevitablemente con seres humanos completos; es decir, con personalidades en formación, pero con personalidades constituidas por una multiplicidad de capacidades y elementos que no podemos aislar, que suelen actuar conjuntamente y que difícilmente podemos priorizar unos sobre otros. La personalidad moral tiene una naturaleza sistémica en la que el resultado es más que la suma de las partes. En este capítulo, vamos a hablar de los componentes de la personalidad moral:

1. La Personalidad Moral: dimensiones 1.1. La conciencia moral:

Qué entendemos por conciencia moral.

Formación de la conciencia moral.

Moral heterónoma y moral autónoma 1.2. El juicio moral:

Descripción del juicio moral

Desarrollo del juicio moral

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1.3. La empatía y la perspectiva social:

Dos requisitos indispensables para la persona moral.

La empatía.

La toma de perspectiva social 1.4. Autoconocimiento y autoestima:

Dos factores clave en la personalidad moral

El autoconocimiento: proceso cognitivo

La autoestima: proceso valorativo

1.5. La autorregulación o el control de uno mismo:

¿Cómo se entiende la autorregulación?

Papel del individuo.

Niveles de desarrollo. Nivel 1. Regulación programada biológicamente. Nivel 2. Regulación programada socialmente. Nivel 3. Autorregulación de la conducta.

1.6. Sentimientos y emociones morales:

Su fuerza e incidencia.

Manifestaciones. 1.7. El mundo de los valores:

Naturaleza de los valores.

Relación con la personalidad moral. Los valores en cuanto criterios que permiten enjuiciar la realidad. Los valores como actitudes y predisposiciones personales que orientan la

conducta. Los valores como normas concretas de comportamiento.

Contenidos de valor. ¿Qué valores incorporar?

1.8. Hábitos y virtudes:

Su naturaleza y relación con la personalidad moral.

Contenidos de las virtudes. Prioridad.

1.9. Apertura al sentido.

Por qué y para qué de la existencia 1.1. Conciencia moral La conciencia es uno de los elementos constitutivos de la personalidad moral. Podemos decir que no hay personalidad moral sin una conciencia que la regule, legisle y oriente. Por esta razón, el desarrollo y la construcción de la conciencia moral serán finalidades prioritarias en la formación del sujeto moral.

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Qué entendemos por conciencia moral. Al hablar de conciencia nos estamos refiriendo a una capacidad psicológica de los individuos que les permite darse cuenta de la propia actividad, ya sea física o mental. Al usar esta capacidad, el sujeto tiene la posibilidad de «saber» acerca de todo aquello que conoce y de tomar conciencia de los actos que realiza. Hablamos de conciencia moral cuando el sujeto además de percatarse de sus puntos de vista y de sus comportamientos activa la capacidad de regularlos y de valorarlos. En este sentido, decimos que la conciencia moral nos pone en relación con nosotros mismos y nos hace responsables de nuestras acciones. Podemos considerarla como un juez interno que evalúa y sanciona la corrección o incorrección de la propia conducta. Las manifestaciones de la conciencia moral pueden descubrirse, aunque en forma embrionaria, en edades muy tempranas. Las reacciones de indignación ante acciones injustas de unos individuos hacia otros, el resentimiento de una persona frente a ciertas actitudes que los demás tienen hacia ella, o el sentimiento de culpa respecto a comportamientos consumados que el individuo considera incorrectos son algunas de las formas expresivas de la conciencia moral que se han detectado en niñas y niños muy pequeños. Podemos considerar que se trata de reacciones muy arraigadas en la naturaleza humana y previas a la adquisición de convenciones sociales o juicios morales más complejos. Con anterioridad a la aparición de dominios cognitivos más elaborados, el ser humano es capaz de «juzgar» acciones y conductas humanas. No nos referimos evidentemente a juicios defendidos mediante la argumentación racional, sino a manifestaciones más espontáneas, emotivas e intuitivas que expresan el rechazo o malestar ante determinadas acciones. Se trata sin duda de manifestaciones de la conciencia moral que sanciona aquello que considera reprobable. Formación de la conciencia moral: Si la conciencia moral tiene expresiones de carácter no cognitivo, es igualmente cierto que el desarrollo de la inteligencia guarda una estrechísima relación con la formación de la conciencia moral, y quizá de un modo todavía más evidente, con la formación de la conciencia moral autónoma. La autonomía es el resultado de un largo proceso de desarrollo y construcción personal. La autonomía está precedida por etapas de la conciencia moral claramente heterónomas; es decir, etapas en las que el sujeto utiliza criterios externos para juzgar, valorar y actuar. En estos casos, aunque puede hablarse de conciencia, se trata de una conciencia moral que sólo es capaz de proceder heterónomamente. Es lo que nos ocurre cuando no logramos actuar de acuerdo a nuestra propia voluntad ni tomar decisiones coherentes con motivos y razones internas. Por el contrario, nos referimos a la autonomía moral cuando el sujeto es capaz de orientarse moralmente atendiendo a su propia razón y cuando fundamenta las decisiones por sí mismo. Es el momento en el que el individuo consigue erigirse en juez y dueño de su propia conducta y, pese a los condicionamientos de diferente naturaleza a los que se ve expuesto, decide y actúa en función de criterios propios que considera válidos y correctos. El paso de una moralidad heterónoma a una moralidad autónoma se produce en función de factores diversos. Uno de los autores que mejor lo ha estudiado es J. Piaget.' Sus investigaciones empíricas con niños de seis a doce años han permitido entender mejor la evolución de una moralidad a otra y conocer los elementos que caracterizan cada una de ellas. El desarrollo moral, según Piaget, está determinado por el desarrollo cognitivo y por las interacciones sociales. Interacciones que el niño mantiene con los adultos y con sus semejantes, y a partir de las cuales adquiere las normas morales. Considera, sin embargo, que el razonamiento moral progresa de forma

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paralela al desarrollo cognitivo. Sin un progreso cognitivo no se darán las condiciones que permiten el paso de la moral heterónoma a la autónoma. Para explicar el paso de la conciencia moral heterónoma a la conciencia moral autónoma, así como para caracterizarlas, Piaget parte de la existencia de dos tipos fundamentales de interrelación social: las relaciones de presión y las relaciones de cooperación. Las primeras suelen darse en las relaciones que los niños mantienen con los adultos y favorecen la moral heterónoma, mientras que las segundas, las relaciones de cooperación, son las que acostumbra a establecer el niño con sus iguales y le permiten adquirir una moral autónoma. Moral heterónoma y moral autónoma: La moral heterónoma surge de la confluencia entre el estado de egocentrismo en que se encuentra el niño de edades tempranas y las relaciones de presión que suelen imponer los adultos. Tal relación se basa en el respeto unilateral, que acaba conduciendo al sentimiento de deber y obligación: a la desigualdad entre el adulto y el niño. Es un deber esencialmente heterónomo porque resulta de la coacción adulta sobre el niño. Las reglas son impuestas por los adultos mediante órdenes y prescripciones obligatorias, y los niños las aceptan únicamente por el sentimiento de afecto y de temor que experimentan hacia el adulto. Las sanciones son el medio más eficaz para imponer las reglas exteriores a la conciencia del sujeto. Además del tipo de relaciones que el niño mantiene con el adulto, la percepción egocéntrica de cuanto le rodea le lleva a confundir las perspectivas adultas con las suyas propias. Esta situación de indiferenciación facilita las relaciones de presión y coacción. Ya su vez este tipo de relaciones refuerza la aparición o consolidación de la moral heterónoma. Se trata, en definitiva, de un conjunto de causas que se refuerzan mutuamente. La moral autónoma surge gracias al juego conjunto que entablan la progresiva superación del egocentrismo y las relaciones de colaboración que el niño mantiene con sus iguales. El respeto mutuo y el sentimiento de bien y de responsabilidad conducen a la plena autonomía. Las reglas surgen de la elaboración cooperativa y del intercambio basado en el diálogo. Y, por otra parte, las reglas se obedecen, no por obligación o mandato, sino por convencimiento personal y respeto a los demás. Es en este momento cuando el individuo adquiere una comprensión real de las normas. El sentimiento de afecto y de temor a perder la buena consideración ante el grupo ayuda a consolidar la moral autónoma. Junto a ese tipo de relaciones, la capacidad para comprender el punto de vista ajeno y argumentar las propias opiniones es necesaria para evolucionar de una moral heterónoma a una moral autónoma. (Véase cuadro 2.1.) Desde una perspectiva piagetiana, la educación moral tiene como finalidad contribuir al desarrollo de la conciencia autónoma; es decir, facilitar el paso de la heteronomía a la autonomía. Los principales requisitos educativos para lograr tal desarrollo son una vida social entre iguales rica y variada, una cierta contención de las imposiciones que establecen los adultos y, finalmente, la posibilidad de vivir experiencias de autogobierno en el seno de la escuela. 1.2. Juicio moral La capacidad individual para reflexionar, argumentar y emitir juicios sobre la corrección o no de los comportamientos humanos ha sido para distintos filósofos y psicólogos la base y el elemento clave de la personalidad moral. Si bien nosotros consideramos que el sujeto moral se define además por otras dimensiones y, sobre todo, por la relación entre todas ellas, debemos reconocer la importancia de este elemento en una personalidad moral madura y completa.

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Descripción del juicio moral Cuando hablamos de juicio moral nos referimos a la facultad que permite a cada persona formarse opiniones razonadas sobre lo que debe ser y diferenciar argumentativamente lo que está bien de lo que está mal. Es en este sentido un juicio prescriptivo, un juicio que opina sobre la corrección y la bondad de los actos morales. Con frecuencia, aplicamos el juicio moral a situaciones controvertidas, a situaciones que nos plantean problemas morales de índole personal, interpersonal o social de difícil solución. Y decimos que son problemas difíciles de resolver porque la mera elección de un valor no es suficiente para zanjar el conflicto, ya que en él aparecen enfrentados valores que consideramos defendibles y, en principio, igualmente deseables. Las situaciones en que valores apreciados aparecen como incompatibles obligan al individuo a ejercitar el juicio reflexivo y racional, dándole así la oportunidad de desarrollar esta capacidad. Sin embargo, la validez y la rectitud de un juicio moral dependen en último término de criterios cuya correcta aplicación asegura la bondad del juicio. Criterios que se usan en la producción y justificación de los juicios morales y que se refieren a la forma que éstos adquieren. El imperativo categórico kantiano (“obra de tal manera que puedas desear que la máxima de tu acción se convierta en ley universal») y las distintas propuestas que de él se derivan -el role-taking universal de Mead, el modelo contractual de Rawls o la ética comunicativa de Habermas- son aportaciones centradas en la formulación de criterios útiles en la producción de juicios morales correctos. Todas ellas aducen una regla o un procedimiento ético que determina cómo se puede juzgar con imparcialidad un conflicto moral. Desarrollo del juicio moral Desde el ámbito de la psicología, y en concreto desde las teorías del desarrollo cognitivo, distintos autores han estudiado la evolución del juicio moral. Entre ellos hay unanimidad en considerar que es posible formular una serie de fases en el desarrollo del juicio moral, por las que pasa el individuo. Por otra parte, las fases superiores son, desde el punto de vista moral, mejores o más deseables que las anteriores. Entre los autores más relevantes cabe destacar a Dewey, Piaget y Kohlberg. En concreto es este último, Lawrence Kohlberg, quien ha elaborado con mayor precisión una teoría del desarrollo del juicio moral. La idea fundamental de la teoría de Kohlberg es que existe un desarrollo natural en el pensamiento moral que se sucede a través de seis estadios progresivos y consecutivos, con base formal de índole cognitiva e independientemente de la cultura. Son estadios irreversibles que forman una secuencia invariable en el desarrollo individual: la evolución es ascendente y siempre paso a paso hasta el estadio inmediatamente superior. El contenido de los estadios está íntimamente relacionado con la noción de justicia. Kohlberg agrupa los seis estadios de juicio moral en tres niveles básicos de razonamiento moral: los niveles preconvencional, convencional y postconvencional. Los estadios pertenecientes al mismo nivel tienen una forma de razonamiento similar, si bien entre ellos existen diferencias en cuanto al ámbito de validez de las razones.' - En el nivel preconvencional, todavía no se da en el sujeto una comprensión o apreciación de las reglas sociales establecidas. Las cuestiones morales son planteadas teniendo en cuenta únicamente los intereses de la persona afectada.

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- En el nivel convencional, el individuo emite juicios tomando como única referencia las reglas y las expectativas que el grupo social tiene sobre él. Los temas morales se plantean desde la perspectiva que da el sentirse miembro de una comunidad. - En el nivel postconvencional, el individuo entiende las reglas de la sociedad pero no queda limitado a ellas. El pensamiento se rige aquí por principios y no por reglas sociales. Éstas serán aceptadas en la medida que se fundamenten en principios y valores generales. Los temas morales se enfocan desde una perspectiva superior a la sociedad. A diferencia de los niveles de razonamiento moral, cada estadio de juicio moral implica básicamente dos aspectos: - Los modos generales de definir lo que es bueno. - El tipo de razones que se utilizan para defender la percepción de «lo bueno». Para Kohlberg, la educación moral va a consistir en conseguir el máximo desarrollo de las capacidades de juicio moral. Para lograrlo, pueden llevarse a cabo variados ejercicios escolares, como, por ejemplo, la discusión de dilemas morales, así como la participación en el gobierno de las comunidades escolares. Como en otros casos, pensamos que Kohlberg acierta, pero limitadamente. La educación moral supone el desarrollo del juicio moral, pero la construcción de la personalidad moral debe implicar el trabajo educativo con otros elementos de la inteligencia y la cultura moral. 1.3. Empatía y toma de perspectiva social Dos requisitos indispensables para la persona moral. Un sujeto incapaz de entender los argumentos, sentimientos y puntos de vista de los demás nunca lograría construir una experiencia realmente moral. No sería capaz de conseguirlo porque la moral requiere la capacidad de ver las controversias desde más de una perspectiva: desde el propio punto de vista y simultáneamente desde otras posiciones. Por otra parte, el comportamiento moral supone siempre interacción social, la cual resulta difícil o limitada si uno no es capaz de colocarse en la posición de los demás. Por todos estos motivos, la capacidad de ponerse en el lugar del otro es un requisito indispensable de la personalidad moral. Su limitación supone también un impedimento fundamental para lograr un correcto desarrollo de otras capacidades morales, como el juicio, la conciencia o el autoconocimiento. Con frecuencia, se usan indistintamente los términos «empatía» y «toma de perspectiva social» para expresar la facultad de entendimiento, comprensión o comunión afectiva con los demás. Sin embargo, a pesar de que ambos términos hacen referencia a la experiencia personal de reaccionar y hacer propia de alguna manera la vivencia del otro, entre ellos existen diferencias importantes. Vamos, pues, a considerar de forma separada la empatía y la toma de perspectiva social. La empatía. Por empatía entendemos la capacidad personal para compartir la emoción percibida en otro, sentir con otro. Se trata de una respuesta afectiva que el individuo produce cuando entra en contacto con la situación que vive otra persona. Las investigaciones llevadas a cabo con bebés y con distintas especies animales, parecen poner de manifiesto que las reacciones empáticas son innatas y que se manifiestan mucho antes de que los individuos puedan desarrollar las habilidades cognitivas necesarias para asumir

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una perspectiva social distinta de la propia. Sin embargo, y aun cuando se pueda considerar que los orígenes de la empatía están inscritos en el patrón biológico, ello no implica que no puedan alcanzarse niveles de desarrollo mucho más elevados que los que posee el individuo en el momento de su nacimiento. Si bien la empatía innata funciona o se activa rápidamente cuando se trata de empatizar con personas cercanas, conocidas, o con las que nos identificamos fácilmente, no ocurre lo mismo al tratarse de personas lejanas o que percibimos como muy diferentes de nosotros. Asimismo, tenemos mayor facilidad para empatizar con el malestar de alguien que está en una situación inmediata y conocida, que con el malestar que una persona experimenta en un lugar lejano y escasamente conocido, o que experimentará en el futuro. Pese a estas dificultades, no podemos renunciar a conseguir una capacidad empática más completa y global, que incluya no sólo lo que nos es familiar e inmediato, sino que también considere a las personas ausentes y las consecuencias futuras de una acción. Y ello porque si bien la empatía es fuente de acciones morales, a partir de los sentimientos de preocupación, compasión y afecto que genera, también es posible lo contrario. Una empatía insuficiente o sesgada puede ser la causa de juicios y acciones poco defendibles desde principios morales como la igualdad o la justicia. Empatizar únicamente con la persona que nos es más cercana en una situación conflictiva en la que hay que emitir un juicio o tomar una decisión, probablemente, no sea la opción más deseable. Se trata de una limitación y quizá de una injusticia para las personas que nos resultan más lejanas. Al igual que ocurre con otras dimensiones de la personalidad moral, como la conciencia moral autónoma, el juicio moral o la perspectiva social, también la empatía deberá trabajarse para conseguir unos niveles óptimos de desarrollo. Niveles que permitan a los sujetos empatizar no sólo con aquellas personas por las que se siente mayor simpatía o proximidad, sino también con aquellos que se perciben como radicalmente distintos. La toma de perspectiva social A diferencia de la empatía, la toma de perspectiva social o role-taking tiene un acento menos emotivo y afectivo. En efecto, las distintas propuestas existentes de etapas o niveles en la habilidad de situarse en la perspectiva social establecen una estrecha relación entre ella y el nivel cognitivo del individuo, porque consideran que el desarrollo cognitivo es una condición necesaria, aunque no suficiente, para el desarrollo social. Así, pues, la toma de perspectiva social se relaciona con la comprensión cognitiva de los sentimientos, razonamientos y motivaciones de otras personas. Distintos autores señalan tres dimensiones presentes en el desarrollo del role-taking: Una, la habilidad para comprender que los otros tienen también puntos de vista quizá distintos de los nuestros sobre los sucesos y ser capaz de anticipar lo que los demás pueden pensar o sentir. Dos, la habilidad para relacionar dos o más elementos simultáneamente. Tercera, la habilidad para relativizar el propio punto de vista cuando se tiene en cuenta el punto de vista de los demás.

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Estas dimensiones coinciden con las apreciaciones de Piaget a propósito de las limitaciones que la etapa egocéntrica tiene en el desarrollo del role-taking y la necesidad de iniciar un proceso de descentración para poder entender la realidad desde diferentes puntos de vista. Podemos decir que la toma de perspectiva social es uno de los constructos que inciden de manera más directa en el desarrollo del conocimiento social. Ello ha generado numerosos estudios e investigaciones destinados a poner de manifiesto los cambios que se producen en el desarrollo de la toma de perspectiva social. Destaca en este ámbito la aportación de Selman y su formulación de los cinco niveles de role-taking. Selman describe cómo la habilidad para situarse en la perspectiva de los otros se modifica y amplía a partir de que el sujeto va teniendo en cuenta de forma progresiva los diferentes puntos de vista y es capaz de producir anticipaciones de pensamientos y sentimientos ajenos. El desarrollo del role-taking, según lo describe Selman, progresa desde un primer momento en que el niño confunde su propia subjetividad con la del otro, hasta un nivel donde el sujeto entiende la relatividad de la perspectiva de una sociedad determinada, siendo capaz de superarla y adoptar nuevas perspectivas. 1.4. Autoconocimiento y autoestima Dos factores clave en la personalidad moral La influencia que tiene un autoconcepto positivo en el éxito personal y en la adaptación social del individuo, es una relación señalada con frecuencia creciente por parte de muchos especialistas de los ámbitos psicológico y educativo. Asimismo, el modo como nos reconocemos a nosotros mismos afecta de forma decisiva múltiples esferas de nuestra experiencia. En definitiva, autoconocimiento y autoestima son dos aspectos clave en la construcción del modo de ser de cada sujeto y, por extensión, en la formación de la personalidad moral. Un desarrollo correcto de ambos elementos permitirá al individuo ampliar los ámbitos de autonomía personal, asumir responsabilidades y compromisos deseados, y enfrentarse desde una actitud optimista y constructiva a las dificultades inevitables de la convivencia social. Por el contrario, un autoconocimiento insuficiente o una baja autoestima predisponen a la persona al fracaso en las relaciones consigo mismo y con los demás. Dando, pues, por establecida la importancia que tienen el autoconocimiento y la autoestima en la formación de la personalidad, vamos a explicar en qué consiste cada uno de estos dos conceptos. El autoconocimiento: proceso cognitivo Cuando hablamos de autoconocimiento, hacemos referencia a un proceso continuo y siempre inacabado de conocimiento de las distintas facetas de uno mismo. Se trata básicamente de conseguir una imagen correcta, adecuada y auténtica del «yo». En este intento por conocerse mejor podemos señalar, al menos, tres aspectos básicos: - En primer lugar, conocerse supone siempre tomar conciencia de uno mismo, reconocerse como ser diferenciado de los demás, con capacidad para obtener información sobre la propia persona y también para introducir modificaciones y cambios deseados. - En segundo lugar, conocerse implica también un proceso de clarificación de uno mismo a propósito de los distintos elementos que configuran la propia manera de pensar, sentir y actuar. Los deseos,

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motivaciones, sentimientos, valores, razones y pensamientos de cada persona no sólo afectan, sino que también definen su forma de ser. Su mejor conocimiento proporcionará una imagen de sí mismo más nítida y auténtica. - En tercer lugar, el autoconocimiento supone asumir y dar sentido a las experiencias del pasado, pero también proyectarlas hacia el futuro. Estos tres aspectos: conciencia de uno mismo, clarificación de uno mismo y de los propios valores e integración de la experiencia personal, se desarrollan simultáneamente y se complementan entre sí. El trabajo sobre cada uno de ellos supondrá una mejora en cualquiera de los otros dos. La autoestima: proceso valorativo Hasta aquí hemos visto en qué medida el autoconocimiento se refiere a un proceso cognitivo de descubrimiento de uno mismo y de formación de un autoconcepto cada vez mejor definido. Por el contrario, la autoestima tiene un carácter menos cognitivo y más actitudinal y valorativo. La autoestima se refiere a la actitud que uno mantiene consigo mismo, a la forma habitual en que pensamos, sentimos y nos comportamos con nosotros mismos. Es la disposición permanente con la que nos enfrentamos a nuestra propia persona. La autoestima conlleva una valoración del autoconcepto que el sujeto tiene de sí, una valoración de lo que en él hay de positivo y de negativo, de agradable y desagradable. Se trata básicamente de la experiencia de sentirse a gusto o a disgusto con el modo propio de ser. Si bien la autoestima hace referencia a las actitudes de admiración, respeto o desprecio con las que uno se trata a sí mismo, son distintos los elementos que conducen a que se adopte una u otra actitud. Branden, uno de los autores que más ha escrito sobre el tema, afirma que la autoestima es la suma de dos factores: 1. En primer lugar, la confianza en las propias posibilidades, el reconocimiento de la capacidad personal y el convencimiento de estar preparado para enfrentarse a los desafíos básicos de la vida. 2. Y, en segundo lugar, el respeto por uno mismo, el sentimiento de valía personal, el considerarse digno y merecedor de triunfo y de éxito. El percibirse como sujeto con derecho a la plena realización y a la felicidad. Asimismo, la formación de la autoestima, que nada tiene que ver con factores innatos sino que es fruto de las experiencias vividas, responde a la relación de coherencia o discrepancia entre la percepción que uno tiene de sí mismo y el ideal que le gustaría llegar a ser. Cuando ambos elementos se acercan, el individuo goza de una autoestima positiva. Por el contrario, si la persona percibe una elevada discrepancia entre ellos, su autoestima puede situarse en niveles muy bajos. La repercusión que el nivel de autoestima tiene en la formación de la personalidad moral autónoma es crucial. El sujeto con una autoestima positiva se acepta tal como es, y tolera y asume de forma realista sus defectos, sin adoptar una postura excesivamente crítica ni destructiva. El hecho de sentirse a gusto globalmente con sus aptitudes y con el conjunto de su persona, le permite introducir cambios en aquellos ámbitos que le impiden estar plenamente satisfecho. Por el contrario, cuando el individuo no confía en sí mismo, tiende a amargarse y abandona cualquier expectativa de triunfo. En ciertos casos, se limitará a encerrarse en sí mismo y a huir de los demás, a menudo por miedo a ser rechazado. En otros casos, adoptará una actitud más comunicativa pero basada en la ficción y el autoengaño: tratará de

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mostrar una personalidad o una manera de comportarse y de pensar que no le son propias. En cualquier caso, se estará negando la posibilidad de maduración personal. En este punto es oportuno citar también la concepción de la moral como «estar animado y con fuerza» para emprender tareas importantes. Es decir, la moral como algo opuesto a la desmoralización o al desengaño. Pero entendemos que no es posible mantener alta la moral sin lograr asimismo mantener elevado el nivel de autoestima personal. La moral como ánimo tiene mucho que ver con lo bien que uno se sienta consigo mismo. Si como hemos visto, el autoconocimiento y la autoestima tienen una relevancia tan significativa en la manera como las personas se enfrentan a su vida, resulta ocioso decir que su desarrollo debe ser tenido muy en cuenta en la formación de la personalidad moral. 1.5. La autorregulación o el control de uno mismo. La conducta ha sido considerada durante mucho tiempo como el único elemento, o al menos, el elemento clave de la personalidad moral. Ser moral suponía actuar de forma correcta. Por otra parte, en muchos casos, corrección equivalía a mantener una conducta acorde con criterios externos al individuo que socialmente se consideraban buenos, virtuosos o deseables. La autorregulación, en cuanto componente de la personalidad moral, se refiere a las dimensiones comportamentales del individuo, pero también, y sobre todo, se refiere a la autonomía personal para construir una forma de ser coherente con los principios, criterios e ideas que el sujeto defiende y valora. ¿Cómo se entiende la autorregulación? La autorregulación se entiende como la capacidad individual que permite a cada sujeto dirigir por sí mismo la propia conducta. En este sentido, está íntimamente vinculada al esfuerzo de autodirección y al trabajo que llevamos a cabo sobre nosotros mismos con el fin de conseguir una manera de ser y una manera de actuar lo más autónoma posible. Autonomía que nos permita no sucumbir ante las presiones externas y que nos garantizará un alto nivel de resistencia para combatir los condicionamientos sociales a los que continuamente estamos expuestos. La autorregulación como capacidad para autodirigirse supone un intenso proceso de relación consigo mismo que garantice su desarrollo. El sujeto debe convertirse en objeto de reflexión y en ámbito de intervención. Objeto de reflexión para poder definir aquellos criterios y objetivos que considere mejores para sí mismo (vemos aquí la estrecha relación con el autoconocimiento y la elaboración del autoconcepto). Y ámbito de intervención, para modificar su conducta, intentando regularla y orientada de acuerdo a los propios criterios morales. En cuanto que capacidad de autodirección, la autorregulación interviene en tres direcciones distintas y complementarias. 1 En primer lugar, autorregularse supone llevar a cabo conductas coherentes con los propios juicios morales; es decir, ejercer la voluntad de decidir en cada momento y en cada situación puntual qué conducta se desea realizar. 2. En segundo lugar, la autorregulación permite la adquisición de hábitos morales deseados, de disposiciones conductuales coherentes con los criterios morales de cada sujeto.

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3. Y, en tercer lugar, la autorregulación contribuye a construir la manera de ser propia de cada individuo. Papel del individuo. El protagonismo del sujeto en los procesos de autorregulación crece a medida que va consiguiendo niveles más elevados de autodirección. Cuando el sujeto se reconoce autor de sus decisiones (sin negar por ello las limitaciones y los condicionamientos que le rodean), descubre los efectos que sus acciones tienen sobre sí mismo, sobre los demás y sobre el contexto. Esta percepción y toma de conciencia de las consecuencias que se derivan de la propia conducta influye de forma directa en el sentimiento de responsabilidad. El sujeto logra sentirse responsable no sólo de sus acciones pasadas, sino también de las futuras. Es capaz de responsabilizarse anticipadamente de los comportamientos que puede asumir en el futuro. En consecuencia, el sentimiento de responsabilidad revierte en un mayor grado de reflexión previo a la toma de decisiones. Se hace necesario tomar conciencia de las metas y finalidades que cada uno pretende alcanzar para poder adoptar una conducta, unos hábitos o una manera de ser acorde con ellas. Niveles de desarrollo. Si bien podemos considerar la capacidad de autorregulación como universal, pues todos los seres humanos la poseemos, ello no implica que en todas las edades se tenga un dominio completo de todos sus recursos. De hecho, la autorregulación de la propia conducta es un aprendizaje lento y laborioso. Un aprendizaje en el que el individuo se va dotando de distintos mecanismos, recursos, disposiciones y habilidades que le permitirán construirse en la dirección que él considere correcta. A continuación vamos a señalar los principales niveles que pueden distinguirse en este proceso. Nivel 1. Regulación programada biológicamente. En este primer nivel, los objetivos están fijados de antemano por la naturaleza del ser humano. El individuo tiene una participación nula en la elección de las finalidades y se ve determinado por su propia configuración biológica. Los objetivos hacen referencia a funciones regulativas muy básicas, como la respiración, la sudoración o los reflejos primarios. Sin embargo, y a pesar del escaso protagonismo en la determinación de tales objetivos, el sujeto puede llevar a cabo controles de determinadas funciones fisiológicas (por ejemplo, el control de esfínteres), siempre y cuando sea consciente de los efectos que su conducta puede tener en el propio sistema. Nivel 2. Regulación programada socialmente. También en este segundo nivel los objetivos estarían predeterminados sin la participación directa del sujeto. En este caso es la sociedad quién decide qué objetivos deben alcanzarse. Son objetivos que se refieren básicamente a conductas y comportamientos sociales que el individuo debe hacer propios, como, por ejemplo, el buen rendimiento académico o la integración en el mercado laboral. Para ello, el sujeto debe llevar a cabo un proceso de autoobservación y autoevaluación que le permita obtener la información necesaria sobre el grado de consecución de los objetivos marcados socialmente. En este nivel también la sociedad ejerce un control y una regulación de la conducta individual.

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Nivel 3. Autorregulación de la conducta. A diferencia de los dos primeros niveles, en el tercer nivel es el individuo quien determina qué objetivos quiere conseguir. Ello implica haber desarrollado la capacidad para introducir modificaciones en los objetivos propuestos desde el exterior, así como la capacidad para diseñar formas de vida creativas y originales. Nos encontramos, pues, ante el nivel autónomo de autorregulación. El individuo, en función de los principios, criterios y valores que considera correctos, establece qué conductas desea realizar. Asimismo, está en disposición de decidir cuáles son los hábitos que quiere incorporar a su forma de actuar y de diseñar una manera de ser querida y deseada. La responsabilidad personal adquiere aquí un elevado nivel de desarrollo y lo que el individuo busca es alcanzar la máxima independencia del control. 1.6. Sentimientos y emociones morales. El apartado que aquí iniciamos vamos a dedicarlo a uno de los elementos que no sólo forma parte de la personalidad moral, sino que de alguna manera está siempre presente en las decisiones morales: se trata de las emociones y los sentimientos. Difícilmente podríamos explicar cualquiera de las capacidades morales sin acudir a los sentimientos y las emociones como fuente y fuerza primera. La intensidad con la que intervienen en el sujeto y el peso que ejercen en cualquier toma de decisiones ponen de manifiesto su importancia y la necesidad de atenderlos con el fin de crear personalidades morales completas y maduras. Su fuerza e incidencia. Pese a la importancia que tienen los sentimientos y las emociones en la personalidad, su papel en el ámbito de la educación moral ha sido frecuentemente ignorado o, en el mejor de los casos, relegado a un segundo plano. La insistencia en las capacidades de juicio moral y el peso que se ha dado a los factores cognitivos han impedido desarrollar a fondo el papel que los sentimientos y las emociones deben ocupar en la formación moral. Sin embargo, últimamente se están alzando distintas voces que intentan recuperar un lugar privilegiado para los elementos de carácter afectivo. Y ello por entender que éstos impregnan, condicionan y posibilitan capacidades como el juicio moral, la comprensión, la toma de perspectiva social o la autorregulación. Es así como frente a la ética de la justicia y de la imparcialidad, surgen posturas más acordes con la ética del cuidado de los demás, de la benevolencia y de la compasión. Se considera que sólo desde experiencias como la de sentirse afectado por los problemas ajenos o indignado por la injusticia, el individuo puede alcanzar importantes niveles de juicio moral y de comprensión. Manifestaciones. Como el ámbito de los sentimientos y las emociones morales es amplio y complejo, vamos a proponer un simple listado de momentos o espacios en los que aparecen distintas manifestaciones de las emociones morales. Emociones morales: - Indignación. - Empatía y compasión.

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- Responsabilidad y compromiso. - Autoestima. - Orgullo, vergüenza y culpa. La indignación moral. En cierto modo, podemos decir que la moral comienza con la indignación, es decir, con el agudo sentimiento de que en determinadas situaciones la integridad de una persona está siendo amenazada o dañada. La indignación moral detecta y nos alerta ante ciertos fenómenos en cuanto que son moralmente relevantes. La indignación se despierta al desvelar la injusticia. Por lo tanto, la indignación es el resultado de una suerte de sensorium moral que da relevancia a ciertos fenómenos humanos en la medida que atentan contra la dignidad de las personas. Quien no posee o tiene adormecido este detector moral tendrá graves problemas para actuar moralmente. La alarma que provoca la indignación se completa con la empatía y la compasión. Una y otra nos permiten:

Primero, ahondar en la comprensión de lo que les ocurre a los demás y, sobre todo, sentir personalmente qué deben estar viviendo. Ponerse en el lugar del otro, es con toda probabilidad una de las condiciones imprescindibles para tratar a los demás como personas. Y en gran medida, hacerlo supone sentir con ellos: sentir en la propia piel o como daño propio lo que les está ocurriendo.

En segundo lugar, cuando es posible empatizar, se desencadena el sentimiento de compasión o pena por el sufrimiento del otro. Sentirse mal por el dolor ajeno, suele ser el principio de la acción moral. Sin embargo, si la indignación y la empatía se transforman en compasión y en ella se consume la fuerza moral, no habremos logrado nada en absoluto. Muchas de las críticas que ha recibido la compasión señalan esta posibilidad: ser el término final de un proceso moral inútil. En cambio, otros autores tienden a destacar el lado positivo: la compasión como fuerza que conduce a la acción moral. Es en estos casos cuando la compasión recibe los mayores elogios y puede considerarse como un sentimiento moral esencial, como el principio de la responsabilidad y el compromiso.

Responsabilidad y compromiso apuntan a la implicación personal en la solución del dolor que la indignación, la empatía y la compasión han detectado. No hay nada tan desmoralizador como la quietud cuando se ha percibido la necesidad de actuar. Detectar el dolor exige participar, de la manera que en cada caso sea posible, pero participar en su resolución. Cuando la compasión no genera responsabilidad y compromiso, provoca desánimo, pasividad crónica y, al fin, acaba por adormecer la capacidad de sentir algún tipo de compasión por el dolor ajeno. Tan sólo cuando tomamos parte activa en la acción que deberá conducimos a restablecer las condiciones de dignidad de todas las personas, estamos realmente actualizando la responsabilidad y el compromiso: vivimos moralmente. Siguiendo el trayecto que van trazando las emociones y los sentimientos morales, cuando un sujeto se compromete en la solución de aquello que ha detectado como injusto, su autoestima queda reforzada. El individuo capaz de participar, desarrolla paralelamente sentimientos de estima hacia sí mismo: se ve a sí mismo como alguien digno de aprecio y reconocimiento. A su vez, una mayor autoestima refuerza el resto de las capacidades morales, de manera que el sujeto se convierte en alguien moralmente más perspicaz y más eficaz. En definitiva, en alguien moralmente mejor.

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Ampliando las consecuencias de la acción moral, es posible detectar tres grandes sentimientos morales:

1. El orgullo en tanto que satisfacción por lo que se ha realizado. 2. La vergüenza en tanto que malestar producido por la anticipación de las consecuencias de los

actos. 3. La culpa en tanto que dolor por la realización de actos que ahora desaprobamos.

Estos tres sentimientos se entrecruzan en infinidad de diseños personales que motivan e inhiben la conducta moral. Son, por lo tanto, factores de la personalidad moral que no podemos olvidar. Han sufrido enormes críticas debido a la unilateralidad y la exageración con que se han destacado y utilizado. No es posible basar la educación moral en la culpa o la vergüenza, pero tampoco es posible pensarla olvidando sentimientos que se producen, querámoslo o no. El reto es ver cómo podemos reconocerlos de manera que contribuyan a la construcción de la personalidad moral y no a su destrucción. Para acabar, repitamos que los sentimientos y las emociones desempeñan un papel fundamental en el comportamiento humano, tanto si reconocemos su papel como si lo ignoramos. Entendemos, pues, que la educación debe potenciar los sentimientos y ayudar al educando a conocerlos y expresarlos. 1.7. El mundo de los valores Naturaleza de los valores. Los valores son un componente esencial en la formación de la personalidad moral. Lo son porque confieren cierta unidad a la manera de sentir, pensar y actuar del sujeto. De hecho, la escala de valores que cada individuo, de manera consciente o inconsciente, defiende es uno de los factores más relevantes en la definición de la identidad moral. Sin embargo, y aunque está ampliamente reconocida la relación entre los valores y la personalidad moral, no se da el mismo grado de consenso al intentar precisar cuál es la naturaleza de los valores, las propiedades que los definen, su origen y sus posibilidades de existencia al margen del reconocimiento humano. Pese a las numerosas y fructíferas discusiones que se han producido al respecto, no podemos explicarlas aquí en detalle, sino tan sólo limitamos a exponer nuestro punto de vista. Los valores son, ante todo, propiedades de la realidad que percibimos en la relación que las personas establecemos con el medio natural y humano. En consecuencia, los valores no existen por sí mismos, ni son entidades reales independientes, pero tampoco son meras vivencias subjetivas y particulares. Los valores «valen» en la medida en que se encarnan y cristalizan en experiencias y realidades concretas. De alguna manera, necesitan de un soporte que los exprese y un destinatario que los decodifique. Si entendemos así los valores, deberemos relativizar la radicalidad con la que algunas posturas defienden la objetividad o subjetividad de los valores. Tanto las interpretaciones que insisten en concebir los valores como realidades que tienen una existencia anterior a cualquier intervención humana y que tan sólo nos cabe descubrirlos y reconocerlos, como las que consideran los valores como creaciones de los individuos que dependen en exclusiva de sus preferencias personales, ignoran el vínculo que se establece entre el sujeto que valora y el objeto valorado, así como la situación en que se da el proceso de valoración.

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A nuestro entender, es precisamente este vínculo el que permite entender la naturaleza relacional de los valores. Los valores surgen en la relación del ser humano con su medio natural y social. Relación con la personalidad moral. Hemos iniciado este apartado reconociendo la estrecha relación entre valores y personalidad moral. A continuación, vamos a mostrar de qué modo cristalizan los valores en la personalidad de cada sujeto. Y lo haremos teniendo en cuenta tres posibilidades: 1. Los valores en cuanto criterios que permiten enjuiciar la realidad. 2. Los valores como actitudes y predisposiciones personales que orientan la conducta. 3. Los valores como normas concretas de comportamiento. 1. Los valores en cuanto criterios que permiten enjuiciar la realidad. En primer lugar, los valores se convierten en criterios de juicio en la medida que el sujeto recurre a ellos para reconocer la rectitud bondad o corrección de los actos e ideas humanas. Son puntos de referencia que permiten posicionarse en relación con temas moralmente controvertidos y que aportan certidumbre en la determinación de lo correcto. Son criterios con un peso importante a la hora de juzgar la realidad y de argumentar posturas personales que se consideran dignas de ser defendidas. Sin embargo, esto no implica que deban entenderse como elementos de naturaleza puramente cognitiva. Su incorporación a la personalidad moral requiere que el sujeto los aprecie y se vincule a ellos afectivamente. 2. Los valores como actitudes y predisposiciones personales que orientan la conducta. En segundo lugar, los valores cristalizan también en actitudes que orientan la conducta del individuo y conforman su personalidad. El sujeto tiene una responsabilidad Importante en la selección, el aprendizaje y la adquisición de las predisposiciones que quiere hacer suyas. Son actitudes que valora y que deberán ser modeladas con el fin de poderlas controlar e incorporar a la propia manera de ser. Se trata de aspectos positivos que nos gustaría llegaran a incorporarse en nuestra personalidad. 3. Los valores como normas concretas de comportamiento. En tercer lugar, los valores permiten la formulación de normas de comportamiento. Las normas son por ello de naturaleza más circunstancial y relativa que los criterios de juicio y las actitudes, aunque tienen una fuerte incidencia en la formación de la personalidad moral. Cuando una norma se acepta, ya sea por tradición, por acuerdo o por ley, exige una notable obligatoriedad en su cumplimiento que va modelando el modo de ser. En este sentido, podemos considerarlas medios externos e internos de los valores que adquieren los individuos. Contenidos de valor. ¿Qué valores incorporar? Una vez formulada la naturaleza relacional de los valores y las formas en que éstos cristalizan en la personalidad moral, pasaremos a considerar los contenidos de valor. Es decir, qué valores concretos deben incorporarse en la personalidad moral. Intentar una formulación de este tipo resulta difícil, especialmente si se tiene en cuenta que los valores no sólo responden al ideal de justicia, sino también a

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los ideales de felicidad. En concreto, estos últimos son distintos para cada individuo y para cada colectividad y, por lo tanto, será a ellos a quienes corresponda decidir qué valores desean hacer suyos. Sin embargo, vamos a intentar hacer una propuesta de valores que podríamos considerar como guías de valor universalizables. Se trata de una propuesta de mínimos que podrá ampliarse en función de opciones de valor más personales, de carácter no necesariamente universal y que cada persona y cada comunidad deberán concretar en su contexto particular. Son valores referidos al ámbito público y al privado, relacionados con tres de los principales procedimientos de la inteligencia moral: el juicio moral, la comprensión y la autorregulación. A esta propuesta, cabría añadir los valores de autonomía y crítica, presentes en los distintos espacios. No obstante, y como resulta evidente, esta propuesta no agota todas las posibilidades de valor que definen la personalidad moral. Junto a los valores aquí señalados, cada individuo, en función de su propia biografía, de las experiencias que conforman su vida o de las circunstancias sociales e históricas que le tocan vivir, incorporará otras guías de valor que le permitan enjuiciar la realidad y orientar su conducta. Por último, queremos señalar la importancia que tienen las situaciones conflictivas en la selección de los valores. Veíamos al principio cómo los valores tienen mucho que ver con el vínculo que se establece entre el sujeto que valora, el objeto valorado y la situación donde tiene lugar el proceso de valoración. Partiendo de esta idea, es interesante destacar que los valores afloran especialmente en situaciones en las que aparecen conflictos. Son estas situaciones las que de manera especial nos obligan a establecer una jerarquía entre distintos valores, a priorizar cuáles valoramos por encima de los demás. Los valores que nos orientan en determinadas circunstancias, que nos sirven de guías de conducta, o que nos acercan a la solución de un conflicto determinado, son los que consideramos especialmente significativos. Ello permite entender por qué cada cultura o comunidad priman unos valores por encima de otros. Los conflictos sociales con los que se encuentra y ante los cuales debe responder, influyen poderosamente en la formulación y la adhesión a unos valores determinados. Es así cómo en situaciones en que se conculca el derecho a la vida, a la libertad o a la igualdad, estos valores son recuperados, expresados y defendidos con mayor radicalidad que en situaciones en las que no aparecen de forma conflictiva. En consecuencia, la misma personalidad moral toma una coloración u otra en función de estas exigencias de la realidad sociohistórica. 1.8. Hábitos y virtudes Su naturaleza y relación con la personalidad moral. La persona virtuosa ha sido por excelencia la persona moral: aquella persona preparada para la realización del bien. Este papel privilegiado de la virtud como elemento definitorio del ser moral, fue una idea ampliamente compartida desde la Antiguedad hasta la Ilustración. Luego, la virtud como nota más relevante de la moral vivió un lento declive. Sin embargo, en la actualidad, y a raíz de las críticas dirigidas al proyecto ilustrado, nos encontramos con posturas que intentan recuperar una moral de actitudes, una ética que priorice el contenido moral por encima del formalismo ético. Es decir, una ética atenta a las virtudes. Al margen de estas consideraciones y con independencia de si somos más favorables a una ética de principios o a una ética de actitudes, no se nos puede escapar la importancia que las virtudes tienen en la construcción de la personalidad moral. La adquisición de virtudes es un aspecto que no es posible olvidar en una formación completa del sujeto moral.

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Entendemos por virtudes las disposiciones individuales, estables y uniformes que conducen a los humanos a querer el bien, a comportarse de forma correcta y a actuar en una dirección valiosa desde el punto de vista moral. Tales disposiciones no son innatas, ni vienen establecidas de antemano por la naturaleza, sino que son fruto de una elección personal o de un proceso de transmisión social. Su adquisición, por tanto, depende de la educación y el entrenamiento moral. Cada persona puede practicar aquellas virtudes que ha elegido o le han legado, hasta conseguir convertirlas en hábitos morales, en tendencias y disposiciones hacia el bien. De hecho, son necesarias la estabilidad y la repetición de un tipo de comportamiento para poder hablar de virtud. La mera realización de un acto aislado, la aparición de una conducta moralmente valiosa pero esporádica no basta para considerar a un individuo como virtuoso. Si bien las virtudes son disposiciones y hábitos morales, ello no implica que se trate de hábitos rígidos y reducidos a pura mecánica conductual, a la repetición inconsciente e inflexible. Por el contrario, en las virtudes se da un importante grado de plasticidad y de apertura. Las virtudes se someten a la razón práctica, a la reflexión y se plasman siempre en contextos históricos y sociales determinados. Asimismo, y aun cuando el comportamiento sea el espacio donde de manera privilegiada se expresa la virtud, ésta no queda limitada a la conducta, sino que también se activa en reacciones afectivas y emocionales que no tienen un componente directamente comportamental. Aparecen y se manifiestan también en las respuestas afectivas que el sujeto experimenta ante hechos y relaciones. Podemos considerar por ello que, junto a la dimensión racional -la elección de la virtud - y la comportamental -la realización de la conducta correcta-, las virtudes tienen también una dimensión afectiva. Esta tendencia hacia el bien, esta predisposición a desear lo bueno y lo correcto que caracteriza a las virtudes, pone de manifiesto su vinculación con los valores. Las virtudes no pueden entenderse al margen de los valores porque son su apropiación. Los valores cristalizan en la personalidad moral en forma de virtudes, en la adquisición de capacidades o disposiciones para querer lo bueno y obrar de una manera valiosa. Es así como la virtud puede considerarse lo opuesto al vicio, en cuanto disposición a querer el mal. Junto a la idea de disposición que aquí hemos defendido, también debemos entender la virtud como fuerza, como fortaleza moral, como poder. Las virtudes son una fuerza que permite al sujeto hacer aquello que debe hacer y superar los obstáculos y dificultades que se interponen en la realización del bien. En este sentido, se asocia a la virtud la fuerza de voluntad para llevarla a cabo, para que tenga resonancia en las acciones y los comportamientos de los sujetos. Es importante insistir en este aspecto porque si las virtudes no poseyeran este poder o fuerza moral, quedarían reducidas a simples hábitos. La práctica de la virtud que se realiza de forma puramente mecánica y pierde su orientación hacia el bien deja de ser virtud para convertirse en un simple hábito. Como dice Aranguren: «La práctica de la virtud, vaciada de su sentido, no es ya virtud.» Contenidos de las virtudes. Prioridad. Hemos visto hasta ahora cómo las virtudes son disposiciones hacia el bien, disposiciones que apelan a valores, que suponen una decisión, una voluntad de acción y que se adquieren mediante la práctica o el entrenamiento. Si bien en tomo a estas ideas existe un importante grado de consenso y de unanimidad, no ocurre lo mismo al intentar establecer cuántas y cuáles son o deben ser las virtudes morales. El contenido de éstas –pero sobre todo la prioridad de unas sobre otras- varía en función del momento histórico y de las condiciones socioculturales. Cada contexto social se caracteriza por unas necesidades

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que favorecen la aparición de determinadas virtudes y frena o limita el desarrollo de otras. Ello, más que utilizarse como argumento a favor de la absoluta relatividad de las virtudes, debe ayudar a entender su plasticidad y flexibilidad. Sin embargo, debemos reconocer también cierto grado de universalización de las virtudes. Nos estamos refiriendo básicamente al contenido de aquellas virtudes que se derivan del uso correcto de las capacidades morales, del uso correcto de la inteligencia moral. Virtudes como la justicia, el dominio de uno mismo, la crítica, la sinceridad, el compromiso o la benevolencia tienen su origen en el óptimo desarrollo de las distintas capacidades de la inteligencia moral; es decir, están presentes en todos los humanos, aunque algunas formas de manifestarse admitan cierta variabilidad cultural. Estas virtudes de carácter más universal no agotan, evidentemente, el conjunto de disposiciones hacia el bien, el conjunto de hábitos morales que puede y debe adquirir la persona moral. A ellas se deberán añadir nuevas virtudes que el sujeto elegirá de forma autónoma en la medida que las reconozca como valiosas. En función de las necesidades de cada circunstancia concreta y, sobre todo, de cada contexto cultural, unas virtudes específicas se convertirán en más deseables que otras. Virtudes como la prudencia, la resignación o la obediencia, dieron paso a otras como el compañerismo, la ayuda mutua o el compromiso. Ello no significa que las «viejas» virtudes pierdan su razón de ser, sino que los conflictos por los que atraviesa una comunidad suponen un reclamo de determinadas virtudes y un declive de otras. Cuando estos conflictos se solucionan o transforman, en definitiva, cuando la situación de una sociedad varia, también se modifican las virtudes que habían ocupado un lugar prioritario. Serán los nuevos conflictos de valor los que determinen qué virtudes se hacen más urgentes y cuáles en aquel momento pueden pasar a un segundo lugar. Las virtudes como cualidades del modo de ser y comportarse de los humanos, se han entendido de múltiples modos: transmitidas por la tradición, brotando de modo natural de nosotros mismos o elegidas de manera autónoma. Pero en cualquiera de los casos, va a ser difícil olvidarlas en cuanto componente esencial de la personalidad moral humana y como una de las tareas básicas de la educación moral. 1.9. Apertura al sentido. El porqué y el para qué de la existencia Hasta el momento hemos definido la personalidad moral atendiendo fundamentalmente a sus capacidades psicológicas y a sus componentes sociológicos. Sin embargo, el individuo no queda reducido a estos niveles. El ser humano también se define por la capacidad para cuestionarse el por qué y el para qué de su existencia, así como por el intento de dar sentido a su vida. Se trata pues, de una dimensión fundamentalmente antropológica, una dimensión que, más que aportar nuevas capacidades o información al individuo, le permite trascender la inmediatez de la propia existencia, dotándola de sentido y de significado. Desde la filosofía, el arte, la ética o la religión, muchos autores se han referido a la preocupación del ser humano por encontrar el sentido de su existencia. Se ha intentado poner de manifiesto y explicar esta dimensión humana: la capacidad para cuestionarse el sentido de la propia vida. Vamos a ver algunos de los rasgos que podrían ayudar a entender en qué consiste esta dimensión personal. - En primer lugar, al hablar de la apertura al sentido, se hace referencia a un estado mental en que el sujeto se mantiene activo e interrogante. Es un estado en el que no cesa de preguntarse acerca de su

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vida, de su sentido, del significado de la existencia humana y del porqué y el para qué de la Vida. Se trata de momentos en los que el individuo tiene una renovada conciencia de sí mismo, provocada muchas veces por la sensación de una especie de límite final. El sujeto percibe que ha llegado al último borde del sentido que le puede ofrecer su existencia cotidiana y por eso se abre ante sí el abismo de lo infinito, de lo inseguro, de lo misterioso. De hecho, se trata de asumir un interrogante, de vivir abierto a una pregunta que difícilmente podrá encontrar una respuesta clara y definitiva. Plantearse la cuestión del sentido de la vida, es con frecuencia una necesidad, una urgencia que muchos hombres y mujeres experimentan cuando se apoderan de ellos preguntas del tipo: ¿qué hago con mi existencia?, ¿cuál es mi papel en el mundo?, ¿qué me espera de ahora en adelante?, ¿para qué sirve lo que hago? - Estar abierto a este tipo de interrogantes no sólo requiere un elevado nivel de conciencia de sí mismo, sino que también supone, en muchos casos, un estado espiritual en el que el sujeto experimenta una armónica fusión de su existencia con el mundo en su conjunto. Psicólogos como L. Kohlberg se han referido a ello como una experiencia de formar parte de la totalidad de la vida, asumiendo así una perspectiva cósmica más allá de la perspectiva universal humanística. Esta experiencia viene precedida por un estado de cierta desesperación en que el individuo capta con dureza el sin sentido y la finitud de su vida. Con distintas expresiones, otros autores también se han referido a este estado de desesperación. De hecho, es como si la sensación de felicidad que surge de la experiencia de comunión con el resto del cosmos, encerrase en sí misma el desasosiego de una vaga angustia, de una infinita nostalgia. Es la angustia ante la limitación de la existencia humana. Sin embargo, el sentido de la vida no es algo que pueda conocerse objetivamente o captar como un concepto. Se trata más de una llamada o de un reto que de una confirmación. Hay quien ha hablado del sentido de la vida como «horizonte que se presiente», como «intuición inconsciente», como una experiencia espontánea y una experiencia de fe. La búsqueda del sentido de la vida como búsqueda del horizonte absoluto. - Plantear de esta manera la apertura al sentido, nos permite insistir en que, convivir con la pregunta, no significa otra cosa que intentar contestarla continuamente; es decir, estar sin interrupción en contacto con esa búsqueda de sentido. No se trata, pues, de solucionar un problema, sino de convivir estrechamente con él. Al hablar de esta dimensión humana, por lo tanto, no nos estamos refiriendo a la capacidad del ser humano para dar respuesta a estas preguntas, sino sobre todo a su capacidad para planteárselas, para reconocer su ignorancia al respecto y la necesidad de hacer frente continuamente a esa realidad. Este proceso de hacer frente, es probablemente una de las experiencias existenciales más complejas, más oscuras y, al mismo tiempo, más importantes. Y lo es porque lleva implícito un profundo sentido de responsabilidad individual ante la vida y ante lo que cada sujeto puede aportar al mundo. Plantearse el por qué y el para qué, implica comprometerse con las respuestas que parcialmente, y siempre de forma provisional, se van encontrando en el camino. Pero, además, implica comprometerse con una visión esperanzada de la existencia humana, que no sucumbe al sinsentido, al absurdo y a la indiferencia. Precisamente es este sentimiento de responsabilidad el que autores como V. Havel señalan como uno de los elementos más importantes vinculados a la experiencia de la búsqueda de sentido. Las respuestas que las distintas culturas, ideologías, creencias e individuos dan a la pregunta sobre el sentido de la existencia humana, son múltiples y evidentemente muy distintas entre sí. La mayoría de

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ellas, sin embargo, comparte el proceso de búsqueda, la experiencia del misterio y los sentimientos de responsabilidad y esperanza. Probablemente sean éstos los factores que debamos potenciar y atender en el proceso de construcción de la personalidad moral, dejando que sea cada educando quien elija libremente hacia dónde quiere orientar su búsqueda y sus posibles respuestas. 2. La personalidad moral como resultado No entendemos la personalidad moral como un elemento más junto a los que acabamos de mencionar, sino como el resultado de la relación sistémica que traban en el decurso temporal los componentes que hasta aquí hemos analizado. Concebimos la personalidad como un sistema o red formada por múltiples componentes heterogéneos. Hasta aquí hemos analizado diversos elementos del sistema de la personalidad moral: la conciencia moral, el juicio moral, la empatía y la perspectiva social, el autoconocimiento y la autoestima, la autorregulación, las emociones morales, los valores y las virtudes, y la apertura al sentido. Se trata de componentes heterogéneos, pero mutuamente conectados formando un sistema o unidad que llamamos personalidad moral. Tal unidad es más que la suma de los componentes que la forman; no se pierde ninguna de las características originarias, sino que se crean o emergen nuevas cualidades gracias a la interrelación que traban entre ellos. Una primera tarea de la educación moral consistirá en poner a punto cada uno de los componentes y construir el sistema que forman todos ellos. Esta red de elementos que es la personalidad moral actúa conjuntamente ante cada situación o hecho relevante. La respuesta moral de un sujeto no se debe a ninguno de sus componentes en exclusiva, sino al resultado de la actuación conjunta de todos ellos. Pese a todo, las distintas experiencias morales activan de modo diferencial la red que forma la personalidad moral, de manera que en cada situación concreta quedan prioritariamente activados unos u otros elementos. Pero tal activación nunca produce una reacción segregada del componente activado prioritariamente. Se trata siempre de la activación que se inicia en alguno o algunos de los elementos del sistema de la personalidad, pero que arrastra inevitablemente a todos los demás produciendo una reacción sistémica total. Éste es el motivo por el que estudiar y prever el comportamiento moral es algo tan complejo y es también la causa que explica las insuficiencias que muestran las aproximaciones parciales a la moralidad. Por otra parte, la personalidad moral como sistema formado por componentes distintos va cuajando la identidad moral de cada sujeto; es decir, el recuerdo organizado, interpretado y valorado de la propia biografía moral. La trayectoria moral que traza la personalidad moral al enfrentarse a las experiencias que ofrece el medio social proporciona el material de la biografía moral. Pero se trata de un material que debe ser trabajado; un material que, de modo más o menos consciente y sistemático, el sujeto va interpretando y valorando hasta construir una opinión sobre la manera de ser moral de sí mismo. Esta imagen moral de uno mismo se transforma en expectativa que orienta el futuro moral de la persona, es decir, en fuerza moral. La óptima construcción de la personalidad moral y la biografía moral que elabora cada sujeto se convierten, más que en memoria sobre el pasado, en proyecto de futuro y en motivación para lIevarlo a cabo.