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NOTAS Y DISCUSIONES 50 The Public and Its Problems, Nueva York, Henry Holt, 1927, p. 216. La cursiva es mía. (Citado por R. Bernstein en Philosophical Profiles, p. 270.) " En Escuela y sociedad, por ejemplo, Oewey relaciona muy bien la revolución industrial con la nece- sidad de una refurma educativa. Según él, en el pasado, cuando los bienes se producían artesanalmente o por lo menos en los talleres artesanales de los vecindarios, los niños podían observar procesos, primero bajo la forma de juego e imitación, luego casi como un apren- dizaje, en toda clase de actividades ji servicios sociales. Por consiguiente, fuera de la escuela propiamente dicha se contaba con otra escuela de la socialidad ji del carácter ji por eso la escuela podía limitarse a ense- ñar las pocas habilidades que difícilmente podían aprenderse de mudo espontáneo en el ambiente de los adultos o los coetáneos. Corno la revolución indus- tria! ha eliminado esto, la escuela debía organizarse de manera tal que ofreciera la variedad de experiencias productivas y sociales que ya no se pueden recoger fuera de ellas. Sobre estos problemas véase W. Fein- berg, <,TIa, Conflict Betwcen Intelligence and Cum- munity in Dcwey's Educational Philosophy» y "Pro- gressive Education and Social Planning»; C. Karier y D. Hagan, «Schooling, Education and the Structure of Social Reality» y R. Goodcnow, «Racial and Ethnic Tolerancc in Jobn Dewey's Educational and Socia! Thought. The Depression Ycars», todos ellos en los volúmenes II y III de Iohn Dewey. Critica! Assessments. «La prioridad de la democracia...", p. 52. '3 Textos citados por Wright Milis en Sociologia y pragmatismo, p. 462. Véase en detalle los textos que cita Wright Milis en los que Dewey niega la presencia de lazos comunitarios en las organizaciones mafiosas. ,. Ibid.• p. 459. La piedad en Rousseau: de la pasión a la virtud AURELlO ARTETA Departamento de Ética y Filosofía Política Universidad del País Vasco Una advertencia al lector: que no espere hallar aquí más de lo que dice el título. Así que le doy por introducido en el largo e intrincado tratamiento que la compasión ha merecido en la historia de las ideas. Dejaré también de lado, salvo de pasada, toda referencia a los vínculos que deberían resaltarse entre la doctrina de Rousseau y otras concepciones de la piedad, sean la clásica de Aristóteles o las posteriores de Schopenhauer o Nietzsche. Incluso sin entrar en debate con sus varios intérpretes, he de contentarme con restablecer los hitos mayores de un pensamiento que en este punto no siempre parece libre de ambi- güedad. ISEGORíN14 (1996} 1, La morale du coeur Aquella moral del corazón que invocaban las ultrajadas heroínas de los relatos del marqués de Sade en súplica de piedad, y que sólo suscitaba la burla de sus verdugos, es justamente la moral propuesta por Rousseau. La misma que Julie, la heroína triunfante de La nouvelle Heloise, proclama seguir corno regla de conducta más segu- ra 1. Se trata de una moral que descansa en la precedencia de los sentimientos y que hace de la piedad una de sus piedras angu- lares. Del todo opuesto a la doctrina de Sade, para Rousscau la compasión es un afecto primario inscrito en la naturaleza humana y al que sólo las leyes o conven- 187

La piedad en Rousseau: de la pasión a la virtud · 2020. 3. 15. · NOTAS Y DISCUSIONES 50 The Public and Its Problems, Nueva York, Henry Holt, 1927, p. 216. La cursiva es mía

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Page 1: La piedad en Rousseau: de la pasión a la virtud · 2020. 3. 15. · NOTAS Y DISCUSIONES 50 The Public and Its Problems, Nueva York, Henry Holt, 1927, p. 216. La cursiva es mía

NOTAS Y DISCUSIONES

50 The Public and Its Problems, Nueva York,

Henry Holt, 1927, p. 216. La cursiva es mía. (Citado

por R. Bernstein en Philosophical Profiles, p. 270.)

" En Escuela y sociedad, por ejemplo, Oewey

relaciona muy bien la revolución industrial con la nece­

sidad de una refurma educativa. Según él, en el pasado,cuando los bienes se producían artesanalmente o por

lo menos en los talleres artesanales de los vecindarios,

los niños podían observar procesos, primero bajo la

forma de juego e imitación, luego casi como un apren­dizaje, en toda clase de actividades ji servicios sociales.

Por consiguiente, fuera de la escuela propiamente

dicha se contaba con otra escuela de la socialidad ji

del carácter ji por eso la escuela podía limitarse a ense­

ñar las pocas habilidades que difícilmente podían

aprenderse de mudo espontáneo en el ambiente delos adultos o los coetáneos. Corno la revolución indus­tria! ha eliminado esto, la escuela debía organizarse

de manera tal que ofreciera la variedad de experiencias

productivas y sociales que ya no se pueden recoger

fuera de ellas. Sobre estos problemas véase W. Fein­

berg, <,TIa, Conflict Betwcen Intelligence and Cum­

munity in Dcwey's Educational Philosophy» y "Pro­

gressive Education and Social Planning»; C. Karier y

D. Hagan, «Schooling, Education and the Structure

of Social Reality» y R. Goodcnow, «Racial and Ethnic

Tolerancc in Jobn Dewey's Educational and Socia!

Thought. The Depression Ycars», todos ellos en los

volúmenes II y III de Iohn Dewey. Critica! Assessments.

,¡ «La prioridad de la democracia...", p. 52.

'3 Textos citados por Wright Milis en Sociologia

y pragmatismo, p. 462. Véase en detalle los textos que

cita Wright Milis en los que Dewey niega la presencia

de lazos comunitarios en las organizaciones mafiosas.

,. Ibid.• p. 459.

La piedad en Rousseau:de la pasión a la virtud

AURELlO ARTETADepartamento de Ética y Filosofía Política

Universidad del País Vasco

Una advertencia al lector: que no esperehallar aquí más de lo que dice el título.Así que le doy por introducido en el largoe intrincado tratamiento que la compasiónha merecido en la historia de las ideas.Dejaré también de lado, salvo de pasada,toda referencia a los vínculos que deberíanresaltarse entre la doctrina de Rousseauy otras concepciones de la piedad, seanla clásica de Aristóteles o las posterioresde Schopenhauer o Nietzsche. Incluso sinentrar en debate con sus varios intérpretes,he de contentarme con restablecer los hitosmayores de un pensamiento que en estepunto no siempre parece libre de ambi­güedad.

ISEGORíN14 (1996}

1, La morale du coeur

Aquella moral del corazón que invocabanlas ultrajadas heroínas de los relatos delmarqués de Sade en súplica de piedad, yque sólo suscitaba la burla de sus verdugos,es justamente la moral propuesta porRousseau. La misma que Julie, la heroínatriunfante de La nouvelle Heloise, proclamaseguir corno regla de conducta más segu­ra 1. Se trata de una moral que descansaen la precedencia de los sentimientos y quehace de la piedad una de sus piedras angu­lares. Del todo opuesto a la doctrina deSade, para Rousscau la compasión es unafecto primario inscrito en la naturalezahumana y al que sólo las leyes o conven-

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NOTAS Y DISCUSIONES

ciones de Jos hombres -o sea, las formasdel amor propio nacidas de la civiliza­ción- pueden sofocar. «Los hombres sonmalos: una triste y continua experiencianos dispensa de probarlo; sin embargo, elhombre es bueno por naturaleza...» (DD,n. IX, p. 239). La causante de su depra­vación es la sociedad.

y es que, de igual modo que el hombrefísico precede al metafísico o moral, nues­tra sensibilidad es anterior a nuestra inte­ligencia y hemos tenido sentimientos antesque ideas. También en el orden estricta­mente moral la pugna entre la razón y elsentimiento se inclina a favor de este últi­mo: «síc'est la raison que fait l'homme, c'estle sentiment qui le conduit» (NH, 1II, 7).El preceptor de Emilio sólo infunde prin­cipios teóricos de conducta en su discípulotras haber procurado despertar en él lasemociones del hombre de la naturaleza.Al fin y al cabo, como diría el vicario sabo­yano, la conciencia se expresa en senti­mientos, y no a través de juicios; o, pordecirlo de otro modo, los afectos naturalesson los que constituyen la conciencia mis­ma, ese «sentimiento interior» que es parala acción un guía más fiable que los altosprincipios de la filosofía. Si las reglas mora­les están grabadas por la naturaleza cn elcorazón humano, la moralidad de nuestrosactos reside en el juicio inmediato que deellos nos formamos. En esta materia somosnuestros propios jueces y no hay otras nor­mas que las que nos marcan nuestrasinclinaciones.

Pues bien, basta examinar estas incli­naciones para concluir que la bondadmoral está conforme con nuestra natura­leza. Quienes insisten en que todo nos esindiferente salvo nuestro interés, no sólozapan con él los fundamentos de la socie­dad; más grave aún es su voluntad de igno­rar lo que la voz de la conciencia nos indicasin ningún género de dudas. «¿Qué noses más dulce de hacer y deja en nosotrosuna impresión más agradable una vez

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hecho, un acto de beneficencia o un actode maldad?» (E, 388). No hay nación niépoca ni individuo, por degenerados quesean, que hayan llamado bueno a lo quees malo o que hayan preferido el crimena la virtud. Sólo el interés personal queciega a los malvados o la insinceridad deque adolecen algunos sabios -y entre ellosRousseau incluye a Montaigne- puedeconducirles a pretender lo contrario. «Hay,pues, en el fondo de las almas un principioinnato de justicia y virtud por el cual, apesar de nuestras propias máximas, juz­garnos nuestras acciones y las de los demáscomo buenas o malas» (ibid., 310). Y sital principio o sentimiento natural delhombre en relación consigo mismo se lla­ma amor de sí, el que regula la relacióncon sus semejantes es la piedad.

2. Naturaleza de la pitié

Se sabe cómo caracteriza Rousseau estesentimiento al que también denomina vir­tud: es aquel «principio (...) que, habién­dosele dado al hombre para suavizar, endeterminadas circunstancias, la ferocidadde su amor propio o el deseo de conser­varse antes de que naciera en él ese amortempla el ardor con que mira por su bien­estar mediante una repugnancia innata aver sufrir a su semejante» (DD, 171). Lapifié se define, ante todo, en forma nega­tiva. Primero, porque consiste en un recha­zo del sufrimiento ajeno, esto es, porquedelata más su carácter de aversión que deatracción hacia su objeto. Después, porquese dirige con preferencia a la debilidadhumana, tal como se pone a prueba enlas enfermedades o en la vejez. Y de ahí,en fin, que la piedad resulte incapaz dealcanzar la sublimidad expresada en elmandamiento Haz a Jos demás lo que qui­sieras para tí y deba atenerse a la máximamás asequible de Procura tu bien con elmenor mal posible para tu prójimo.

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Pero aquella negatividad de la compa­sión se muestra, asimismo, en el hecho deque aparece como una instancia, cuya fun­ción primera y peculiar estriba en oponersea otros sentimientos tan primarios comoella misma. La piedad surge para suavizaro templar el amor de sí y el amor propio,pero con una diferencia esencial que nacede la distinta naturaleza de cada uno deestos principios. El amour de soi, que noes sino el deseo de la propia conservación,tiene en la piedad su principio moderador,pero siempre complementario; aunque seasusceptible de exceso, el amor de sí essiempre bueno (y tanto que hasta se con­funde con el amor al Creador. E, 425) Yarraiga en la naturaleza humana originariaaJ igual que la piedad. Ésta, en cambio,ostenta un rango muy superior al de amourpropre, que es a la postre un sentimientogestado en la sociedad y artificialmentederivado del amor de sí; frente a ese amorpropio, que tiende a encerrar a cada indi­viduo en él mismo y a elevarlo por encimade todos los demás -y que por ello esla raíz de todos los males que los hombresrecíprocamente nos infligimos-, la piedadhabrá de emplearse mucho más a fondo.«El amor de sí, que sólo nos afecta a noso­tros, se contenta cuando nuestras verda­deras necesidades son satisfechas, pero elamor propio, que se compara, nunca estácontento y no podría estarlo, porque esesentimiento, al preferirnos a los demás,exige también que los demás nos prefierana sí mismos, lo cual es imposible. Así escomo las pasiones suaves y afectuosasnacen del amor de sí y como las pasionesrencorosas e irascibles nacen del amor pro­pio» (E, 2R5). En resumen, amor de sí ypiedad -más que oponerse- se distin­guen tan sólo por ser afectos de naturalezarespectivamente individual y social; piedady amor propio se enfrentan porque, siendoambos sentimientos relativos o referidosa los otros (y no a uno mismo), la unaresulta primera «según el orden de la natu-

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raleza» y el otro en el orden de la socic­dad...

No son menos relevantes, con todo, loscaracteres manifiestamente positivos de lapitié. Su utilidad -«contribuye a la con­servación mutua de toda la especies-e- estal que, sin ella en apoyo de la razón, loshombres serían monstruos y «hace yamucho tiempo que no existiría el génerohumano». Pero, más allá de sus benéficosefectos preventivos, la entraña virtuosa dela compasión se pone de relieve en sucarácter de radicalidad en la lista de sen­timientos morales. A juicio de Rousseau,«de esta sola cualidad dimanan todas lasvirtudes sociales», que no serían en el fon­do sino la piedad aplicada a objetos par­ticulares. Aquel enunciado negativo de lapiedad ocultaba, por tanto, una naturalezaeminentemente positiva; esa repugnanciaa ver sufrir a su semejante deja paso a la«repugnancia que todo hombre experi­menta en hacer el mal, y ésta por fin aldeseo de hacer el bien: «Pues desear quealguien no sufra, ¿no es lo mismo quedesear que sea fcliz?» Y se añadirá todavía,para resaltar su ventaja respecto de losdemás sentimientos o virtudes, su univer­salidad. Ni las costumbres más depravadaslogran extinguirla ni está ausente del cora­zón de los peores. «Finalmente, a pesarde uno mismo, tenemos compasión de losinfortunados; cuando somos testigos de sumal, sufrimos. Ni los más perversospodrían desprenderse por completo deesta propensión, a menudo los pone encontradicción consigo mismos» (E, 389).La piedad es universal por ser irresistible.

Pero todos estos rasgos proceden de -yse afianzan en- la nota más decisiva dela piedad: su naturalidad, es decir, suprerreflexividad. «Tal es el puro impulsode la naturaleza, anterior a toda reflexión.»Tan natural es la piedad, dirá el ginebrino,que hasta los animales en ocasiones laexperimentan. De tal manera precede enel hombre al uso de toda reflexión, que

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hubo de ser mucho más viva en el hombresalvaje que en el civilizado. Si es la razónla que engendra el amor propio y lareflexión la que lo fortifica, entonces lafilosofía fuerza al hombre a aislarse en símismo, y el filósofo, el hombre cultivadoen general, será el individuo menos pia­doso. Y ello a tal punto que, en otro lugar,Rousseau casi se atreve provocativamentea asegurar «que el estado de reflexión esun estado contra natura y que el hombreque medita es un animal depravado» (DD,156).

3. La piedad, éconsagio afectivo?

De haberse detenido aquí la propia medi­tación de Rousseau, su doctrina acerca dela piedad hubiera quedado marcada poruna notable ambigüedad. Pues lo mismoque sustenta sus innegables propiedadescomo un sentimiento benéfico, radical yuniversal, a saber, su naturalidad, eso mis­mo lo rebaja también a la altura del animal.Cuanto más se acentúe su incompatibili­dad (o su distancia) con la reflexión, tantomás se confina a la compasión en los lími­tes del mero sentimiento, y de un senti­miento -por otra parte- tanto menosverdadero y firme cuando menos primitivo.Otorgar a la piedad la categoría de «virtudnatural» parece, pues, incurrir en una grue­sa incoherencia. No es la dotación de estafacultad la que separa al hombre del ani­mal; al contrario, la pitié se revela comoinstinto común a todos ellos. Lo probaríaesa involuntariedad que incita al piadoso,como se ha dicho, a compadecerse a pesarde sí mismo. Pero entonces este afectoinnato, más que una «disposición conve­niente a unos seres tan débiles como noso­tros», prueba ser ante todo un reflejo inme­diato de nuestra propia debilidad.

De nada vale que, mediante una fintaimposible, Rousseau reniegue en el Emiliode la tesis de su Discurso sobre la des-

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igualdad.' a saber, que la piedad -por seruna cierta repugnancia- sea ella mismauna clase de sufrimiento. Afirmar, por elcontrario, que «para compadecer el malde otro hay que conocerlo, sin duda, perono hay que sentirlo» (E, LV, 307), resultaabsurdo. Si bastara el conocimiento de esadesgracia, la malicia merecería el nombrede compasión, y tanto el científico deldolor humano como el avezado torturadorpasarían por piadosos. Cierto es que «sólosufrimos cuando juzgamos que él sufre»,pero el solo juicio del dolor ajeno no impli­ca el compadecerlo y tanto puede engen­drar la pura indiferencia como la seviciamás refinada. La compasión es un ciertopesar; por tanto, no sólo un cierto saber,sino también un cierto sufrir.

Pero sólo se sufre en uno mismo, y care­ce de sentido sostener (como repetirá Scho­penhauer) que «no es en nosotros, es enél donde sufrimos» (E, IV, 298). Es verdadque «mientras uno sufre, no se compadecemás que de sí mismo» (ibid; 307), si portal se entiende que un cierto estar librede pena resulta condición necesaria de lapiedad hacia la ajena. En modo algunopuede, empero, significar que haya queborrar del piadoso el propio pesar que leviene de imaginar el del otro. A fin dedilucidar ese movimiento de transporteimaginario que está a la base de la piedad,bastaría con decir que sufrimospor el dolordel otro, pero no -evidentemente- elmismo dolor que el otro. Claro que cono­cemos su dolor como suyo y no como nues­tro, pero, para conocerlo así, necesitamosimaginar cuál sería el nuestro en caso deque nos afectara aquel mal u otro equi­valente. Aquel error del ginebrino proce­día seguramente de su voluntad de des­hacer ese malentendido, por el cual se con­cibe la piedad como una especie de fusiónestricta entre su sujeto y su objeto, demodo que, para salvaguardar la diferenciaentre su agente y su paciente, hubo denegar el sufrimiento del uno y reservarlo

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en exclusiva al otro. Pero, al hacerlo así,al privarle de su componente de sufrimien­to propio, la compasión queda en buenaparte desnaturalizada. Al fin y al cabo, ¿nose ha dicho que «es por no sufrir por loque no quiero que sufra ...»? (E, IV, 315,n.4).

Así las cosas, y mirada únicamente entanto que sentimiento (según una distin­ción que más tarde se verá), no puede sos­tenerse que nuestro pensador pasara poralto los riesgos que acechan a la piedad.Bien al contrario, el autor de La NouvelleHeloise nos previene contra ellos a cadapaso. Su potencia enternecedora, el excesode sensibilidad que despierta, logran desar­mar a Julie de sus más firmes propósitos(1lI, 18,pp. 256-258)Yle obligan a confesarque «c'est lapitiéqui me perdis» (1,29, p. 59).Si uno es sabio (1, 11, p. 27), hay que des­confiar más bien de una pasión que, ensu pereza habitual, se contenta con con­templar el mal ajeno (V, 2, pp. 401-402)y, cuando es activa, incurre en la injusticiade atender a las desgracias próximas y olvi­dar las lejanas (JI, 21, p. 198)... &teJean-Jacques, que no pierde ocasión dedejar constancia una y otra vez en sus Con­fesiones de su natural piadoso 2, al finalde su vida reconoce de sí mismo: «Siempredemasiado afectado por objetos sensiblesy sobre todo por los que llevan signos deplacer o de pena, de benevolencia O deaversión, me dejo arrastrar por estas impre­siones exteriores sin poder sustraerme nun­ca a ellas sino con la huida ...» (EPS, 9.°paseo; las cursivas son mías).

Lo que aquí se dice de la piedad rus­soniana vale también para esa simpatía quelos moralistas ingleses de su tiempo elevana sentimiento moral universal. Una y otraserían, en definitiva, muestras de la ten­dencia propia de la naturaleza humana(pero también animal) a una comunicacióninmediata de las pasiones, tal como ya fuedescrita por el poeta latino: «así como elrostro humano sonríe a quienes le sonríen,

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así también llora a la vista de los que llo­ran ...» 3. Pero, si éste fuera su mecanismodesencadenante, la piedad vendría a seruna emoción cuyo automatismo, esponta­neidad e inmediatez ante su particular estí­mulo en nada le enaltecería respecto delas demás pasiones. Y, no siendo libre yvoluntaria, sino impremeditada y forzosa,mal se ve que pueda legítimamente ele­varse a virtud. Habría que encuadrarla másbien entre los efectos de una blanda sen­siblería, porque la compasión no sería másque un producto del contagio afectivo.

Exhibida sin más en su carácter naturale inmediato, éste es uno de los flancos másvulnerables que la piedad ofrece a la críticade quienes antes y después la han juzgadocomo un síntoma de debilidad. Para Séne­ca, así como «son ojos débiles los que lagri­mean ante las lágrimas de otros», tanenfermedad es la compasión (misericordia)como la risa que provoca la risa ajena oel irreprimible bostezo suscitado por lavisión de otro bostezo cualquiera 4. Alasentar el sentimiento de simpatía comodeber, que entonces se convierte en huma­nitas, Kant distingue la humanidad quenace de la facultad o voluntad de comu­nicarse entre sí los sentimientos (huma­nitas practica) y aquella otra fundada «sim­plemente en la receptividad para el sen­timiento común de alegría o de dolor (hu­manitas aestetica)». Y mientras la primeraes libre y procede de la razón práctica,la segunda «noes libre (communio sentiendiilliberalis] ypuede llamarse contagio (comoel del calor o las enfermedades contagio­sas) o también afección compasiva (Mit­leidenschaft]: porque se propaga de unmodo natural entre hombres que viven jun­tos» 5. Éste es también uno más de losnumerosos reproches que Nietzsche pro­diga contra la piedad: «La compasión nose refiere a las máximas, sino a los afectos;es patológica. El dolor ajeno nos contagia,la compasión es un contagio» 6.

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Más en particular, el contagio a que sereduce la compasión tendría lugar a travésde ese mecanismo O propiedad de la natu­raleza que es la imitación de los afectos.La piedad sería, entonces, un mero sen-'tirníento mimético. Imaginar que un sersemejante a nosotros experimenta algúnafecto provoca en nosotros, según Spinoza,un afecto similar. Esta imitación de losafectos, «cuando se refiere a la tristeza,se llama conmiseración» 7. Y si pregunta­mos todavía por la raíz última de tan pecu­liar mecanismo natural, de nuevo Nietzs­che nos responde que esa imitación ha sidouna pauta adquirida a lo largo de mileniospor el animal humano a fin de conjurarsus propios temores. Siendo el hombre lacriatura más tímida de todas y percibiendoun peligro en cuanto le rodeaba, «imitabalos rasgos y la actitud que veía ante sí,y sacaba una conclusión sobre las inten­ciones buenas o malas que pudiera habertras aquellos rasgos y aquella actitud>, 8.

De aquel temeroso esfuerzo por reprodu­cir en uno mismo los sentimientos de losdemás provienen -y sobreviven- ennosotros la simpatía y la piedad...

4. La piedad perfectible

Pero devolvamos la palabra a Rousseau,cuya completa doctrina de la piedad talvez permita anular estas objeciones. Seráel momento de referirse a esa cualidad queconstituye la diferencia específica del hom­bre respecto del animal: la facultad de per­feccionarse, «facultad que, con ayuda delas circunstancias, desarrolla sucesivamen­te todas las demás, y reside en nosotrostanto en la especie como en el individuo»(DD, 159; n. X, 246). Privado del instintoque rige a los bichos, el hombre suple esacarencia mediante su libertad, que no essino otro nombre de su ilimitada perfec­tibilidad. El ser humano es un agente libreporque es capaz de acceder o de resistir

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a las órdenes de la naturaleza y de alcanzarconciencia de ello; y en eso mismo radicasu carácter perfectible. Así que, en tantoque el animal -individual o específica­mcntc-s-, por ser perfecto, es casi desdeun principio lo que será siempre, el hombre(por naturaleza inacabado, indetermina­do) puede llegar a ser lo que elija. Queno nos confundan las palabras: esa facultadde querer, lo mismo le permite seguir laorientación marcada en su naturaleza quecontradecirla, tanto le capacita paraencumbrarse a las mayores cimas de larazón como le convierte en «el único queestá expuesto a volverse imbécil» o le indu­ce a caer «más bajo que el animal mismo»(DD, 160). La perfectibilidad, en suma, esla que --con el tiempo- hace despertaren el hombre sus conocimientos y sus erro­res, sus vicios y sus virtudes.

0, lo que es igual, esta propiedad natu­ral humana (en realidad, la estrictamentehumana) equivale a su capacidad dedesarrollar en múltiples sentidos las demáspropiedades del hombre. Con ella vienesin más a decirse que sus cualidades natu­rales son cualidades potenciales o que elhombre es un ser en potencia. Pero enton­ces resulta que el ejercicio de aquella per­fectibilidad, esto es, la humanidad en acto,corresponde tan sólo al estado civil o socialdel hombre, y no a su estado de naturaleza.Lo que el ser humano virtualmente -osea, naturalmente- es sólo se plasma,para bien o para mal, en su historia, noen su origen; no se manifiesta en su ais­lamiento, sino en su sociedad. Rousseaucree haber mostrado que «la perfectibili­dad. las virtudes sociales y demás facul­tades que el hombre natural había recibidoen potencia no podían nunca desarrollarsepor sí solas, que para ser necesitaban elconcurso fortuito de varias causas ajenasque podían no nacer jamás y sin las cualesel hombre habría permanecido eternamen­te en su condición primitiva...» (DD, 179).Y es que el hombre salvaje, en efecto, en

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poco se diferencia aún de los brutos. Igualque sus funciones son puramente animales,sus pasiones se mantienen en la misma sim­plicidad que su entendimiento y sus deseosno rebasan el nivel de sus meras necesi­dades físicas. Tendrá, por ejemplo, con­ciencia de dolor, pero no de la muerte,pues «el conocimiento de la muerte y susterrores [es] una de las primeras adqui­siciones que hizo el hombre al apartarsede la condición animal» (DD, 161).

Como una de esas pasiones naturales,la piedad será asimismo una pasión per­fectible. Ni está dada de una vez para siem­pre ni, por tanto, se agota en los modosque adopte en el hipotético estado de natu­raleza. Al contrario, este sentimiento, cuyoabandono o cultivo puede históricamenteplasmarse en su desprecio o en su con­versión en virtud, está más bien ausentede hecho entre los hombres primitivos.Éstos, diseminados por la superficie de latierra, sin idea dc fraternidad alguna quelos uniera, recíprocamente temerosos porignorantes, debían de ofrecer el aspectode animales feroces. «Las afecciones socia­les sólo se desarrollan en nosotros pormedio de la inteligencia. La piedad, aun­que natural al corazón humano, perma­necería eternamente inactiva si la imagi­nación no la pusiera en movimiento. ¿Có­mo nos dejamos conmover por la piedad?Trasladándonos fuera de nosotros mismos,identificándonos con el ser sufriente (...).ilmaginad cuántos conocimientos adquiri­dos supone esta transferencia! ¿Cómo ima­ginar males que desconozco? ¿Cómo sufri­ría viendo sufrir a otro si no sé que sufre,si ignoro lo que hay de común entre ély yo? El que jamás ha reflexionado no pue­de ser ni clemente, ni justo, ni piadoso,como tampoco puede ser malo y vengativo.El que nada imagina sólo se siente a símismo, está solo en medio del génerohumano» (OL, 92) 9.

Con relación a su doctrina precedente,Rousseau se impone aquí dos severas

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correcciones. De una parte, que el estadode reflexión sería un estado contra naturasólo si esta naturaleza humana fuera unaentidad terminada, pero del todo afín aella si la perfectibilidad resulta la nota másespecífica de aquella naturaleza. A menosque el reflexivo Jean-Jacques admitiese serpor ello mismo un degenerado, el hombreno es un animal depravado por el hechode meditar. Siendo naturalmente perfec­tibles, el individuo y la especie humanason, desde luego, depravables, pero tam­bién susceptibles de alcanzar la virtud. Yel ejercicio de la reflexión aparece comorequisito necesario, aunque no suficiente,de lo uno y de lo otro ... Pero, de otra parte,más claro aún resulta que la compasiónno brota como un afecto propio de las fasesprimitivas de la humanidad, donde sólo haydispersión de los individuos (y, con ella,inmensa pobreza de sus deseos y necesi­dades), sino más bien de su estadio civi­lizado, en el que el vínculo social (y eldesarrollo consiguiente de la pasiones) exi­ge su mutua comparación. En tanto queproductos de este mecanismo asociativo,la reflexión -la imaginación- y la piedadse requieren la una a la otra. «La reflexiónnace de las ideas comparadas y es la plu­ralidad de las ideas la que neva a buscarsus conexiones. El que sólo ve un objetono tiene ninguna comparación que hacer»(ibid.). «Comparer c'est juger», dirá Rous­seau. Faltos, pues, de término humano conel que medirse, ignorantes de cualquierotro y de sus males y del hombre en gene­ral, los primeros hombres son tan impo­tentes para la reflexión como para la pie­dad. Mientras ésta sólo trate de mitigarel celo de su propia autoconservación, ape­nas podrá ejercerse hasta que el individuono tenga ocasión de ponerse en el lugardel otro. A fin de cuentas, la misma ins­tancia social comparativa que hace posibleel amor propio -la competencia, la vani­dad- despierta también la piedad.

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De modo que atribuir un carácter natu­ral a la piedad no implica considerar alhombre, como individuo o como especie,necesariamente y siempre piadoso. La «ve­jez u otros accidentes» pueden hacer per­der a los individuos lo que su perfectibi­lidad les había permitido adquirir. Sidamos crédito al testimonio de un desen­ganado Rousseau, su propio talante com­pasivo se debilitó con el tiempo: más pro­clive al desprecio que alodio, nos cuentaque se habría compadecido de mejor gradode un perro sufriente que de aquellos hom­bres a quienes ya no lograba ver comosemejantes (EPS, 97-98, 161-162). Ensuma, la naturalidad de la compasión noclausura sus virtualidades de decrecer o,al contrario, de expandirse en múltiplesmodos.

Por ello mismo tampoco ese carácternatural denota que el hombre sea animal­mente piadoso; o, mejor dicho, que al serhumano le baste conformarse con aquellapiedad de la que también el bruto seríacapaz. La compasión propiamente humana-puesto que es perfectible- no se agotaen aquella «repugnancia innata a ver sufrira su semejante», que será tan sólo su gradomás bajo e incipiente. La piedad que elhombre desarrollado debe conquistarsupera el mero contagio afectivo del quetal vez ciertos animales dan muestras. Yes que la prerreflexividad de la compasiónno equivale, ni mucho menos, a su irre­flexividad, Lo que la naturaleza pone enel hombre antes de toda reflexión es tareahumana perfeccionarlo mediante lareflexión. Si ésta puede aislar al hombrey volver al filósofo insensible hada la des­gracia ajena, ese mismo ejercicio intelec­tual puede también agudizar su sensibili­dad. Rousseau, que no predica un impo­sible regreso de la Humanidad al estadode naturaleza, tampoco reclama una vueltaa la bruta piedad natural. Los sentimientoshumanos son ya, como humanos, afectossocializados y en alguna medida espiritua-

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lizados, filtrados tanto por la sociedadcomo por las ideas. Igual que el enten­dimiento del hombre debe mucho a laspasiones, éstas «recíprocamente le debenmucho a él (...) Y su progreso se debe anuestros conocimientos» (DD, 160).

No se piense, con todo, que Rousseauhaya olvidado ni por un momento cuál seael sustrato último del que emerge, comocualquier otra pasión, la piedad. «La fuen­te de nuestras pasiones, el origen y el prin­cipio de todas las demás, la única que nacecon el hombre y nunca le abandona mien­tras vive, es el amor de sí: pasión primitiva,innata, anterior a cualquier otra y de laque todas las demás no son en cierto modomás que modificaciones» (E, 283). He ahíla precedencia absoluta, la irrebasabilidadde un principio tan primario como que sinél la mera subsistencia sería imposible; ytan expansivo, que si mueve a que nos ame­mos para conservarnos, «por una conse­cuencia inmediata del mismo sentimiento,amamos lo que nos conserva". No es, pues,la pitié una instancia diferente y contra­puesta al amour de soi. como parecía des­prenderse de su segundo Discurso. La pie­dad resulta más bien un modo particulardel amor de sí, el modo que éste adoptaen la relación con los otros a fin de nodesbocarse en inmoderado amor propio.

Pero este amor de sí es todo menos unapasión simple. Al contrario, «consta de dosprincipios, el ser inteligente y el ser sen­sible, cuyo bienestar no es el mismo» (ChB,540). Mientras el apetito de los sentidossólo busca el bien del cuerpo, el afán delalma -al que llamamos conciencia- seconfunde con el amor al orden. Ahorabien, como la conciencia sólo se desarrollay actúa con las luces del hombre, y éstasse encienden cuando los individuos empie­zan a poner los ojos en sus semejantes,no hay verdadero amor de sí hasta tantono se afianzan las relaciones sociales. Sóloéstas (es decir, en un estadio avanzado dela evolución de la especie y del individuo)

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ponen, al tiempo que las condiciones dela aparición del amor propio, las condi­ciones del ejercido social del amor de sí.La piedad puede surgir cuando hay yoesrelativos los unos a los otros, esto es, cuan­do la inevitable comparación del individuocon sus congéneres le fuerza a interrogarsesobre el puesto que ocupa entre ellos (E,315 Y327): o, para decir lo mismo, tantopuede brotar del amor de sí como ser agos­tada por el amor propio. Siendo el amorde sí como tal «indiferente al bien y almal», cada una de sus complejidades sonotras tantas ocasiones de deslizarse haciael mal. Rousscau lo expresa en fórmulaprecisa: «Se quiere siempre el bien propio,pero no siempre se sabe dónde está esebien» (CS, JI, 3).

Afirmemos, pues, sin reparo alguno lanaturalidad de la compasión en la mismamedida en que afirmamos su connatura­lidad con el insoslayable amor de sí:«Cuando la fuerza de un alma expansivame identifica con mi semejante y yo mesiento, por así decir, en él, es por no sufrirpor lo que no quiero que sufra; me interesoen él por amor de mí, y la razón del preceptoestá en la naturaleza misma, que me inspirael deseo de mi bienestar en cualquier lugaren que me sienta existir» (E, 315, n. 4).¿Acaso cabe mayor reconocimiento de lapresencia de ese deseo de bien para unoa la base de la piedad para con otros ...?Pero eso no basta para asegurar su debidaperfectibilidad. Pues, al igual que unareflexión permanente habrá de depurar eseamor de sí para impedir que degenere, sólouna constante vigilancia sobre la piedadnatural e inmediata podrá librarla de lastorpezas espontáneas en que como simplesentimiento tiende a incurrir. Contra lasiempre posible caída en el mero contagioafectivo, hay que aspirar a una piedad quesea prueba de fuerza y no de debilidad

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(a una ehumanlté sans faiblesse». E, 356),alcance un ámbito universal y se traduzcaen una beneficencia activa.

5. Pedagogía de la piedad

Para Rousseau ese sentimiento es perfec­tible en la humanidad entera a lo largode su historia, merced a causas hasta ahorafortuitas. En este punto, el mismo que des­plegó los progresos de la desigualad entrelos hombres para mostrar cómo es posible«volver malo a un ser socializándolo); (DD,179),habría suscrito sin dudarlo la doctrinamás tardía de que los mecanismos cosí­ficadores del mercado inhiben todo afectode piedad en sus participantes 10. Pero tam­bién habría debido aceptar que las moder­nas sociedades democráticas, en tanto queanimadas primordialmente por la pasiónde la igualdad, fomentan como ningunaotra los sentimientos de piedad 11•••

Sea de ello lo que fuere, si el progresode nuestras pasiones debe mucho a nuestroentendimiento, a un esfuerzo racional sedebe asimismo el progreso de la piedaden el individuo. De ese empleo de la razóndepende, primero, que la piedad naturalahonde como sentimiento y, después (ysobre todo),que el mero sentimiento dejepaso a la virtud de la piedad. Aquellas cir­cunstancias, aquel concurso fortuito decausas que favorecían la perfección de losrasgos diferenciales humanos, pueden pro­curarse de modo consciente. Buena partedel cuarto libro del Emilio está dedicada,en efecto, a trazar las líneas maestras deuna pedagogia de la piedad. El discípulo,que ha comenzado a salir de sí mismo ya entablar relación con los demás, empiezatambién a sentir las primeras pasionessociales: acaba de ingresar en el orden dela moralidad (E, 293, 315). Es el momentoescogido por su preceptor --esto es, porRousseau- para «poner orden y regla enlas pasiones nacientes» y «animar en él

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los primeros movimientos de la naturale­za» (E, 292 Y 303). Se adopta, pues, unmétodo que, además de seguir «el ordeny el progreso de nuestros sentimientos yde nuestros conocimientos», logre que loque en un principio aparecen como simplesinclinaciones naturales se conviertan en«inclinaciones cultivadas» {penchants cul­tivés. E, 304).

Pues bien, el punto de partida es la cons­tatación de que la piedad viene a ser laprimera forma de la relación humana.Puesto que no nos une a los otros tantoel sentimiento de sus placeres como el desus pesares, si es la debilidad compartiday la común miseria lo que nos vincula, lacompasión seria el modo más originariode nuestra sociabilidad. «Así nace la pie­dad, primer sentimiento relativo que afectaal corazón humano según el orden de lanaturaleza» (E, 295-296). Ese sentimiento,sin embargo, permanece latente a falta deciertas condiciones que le azuzen a mani­festarse y crecer. Y su requisito más inme­diato, si es verdad que hay que comenzarpor estudiar al hombre para juzgar a loshombres, es el conocimento de la natu­raleza humana (E, 322), ¿de dónde pro­cede la eventual insensibilidad ante aquellamiseria de la que todos participamos comono sea de su ignorancia? (E, 303). Arran­cadas sus variadas máscaras individuales,el estudio de lo más inseparable de la natu­raleza humana, de lo que mejor expresaa la humanidad, nos depara una lecciónelemental: «Todos han nacido desnudosy pobres, todos sometidos a las miseriasde la vida (...), a los dolores de toda espe­cie; finalmente, todos están condenados ala muerte. He ahí lo que es realmente elhombre; he ahí eso de que ningún mortalestá exento» (E, 296). Hay que conocera los hombres «tal como son», y no paraodiarlos, sino para compadecerlos. Éste es,«en mi opinión, el sentimiento mejorentendido que el hombre puede tenersobre su especie ...» (E, 317).

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Claro que no es la mera idea de unahumanidad doliente la capaz de excitar lacompasión, sino el conocimiento particularde los sufrimientos humanos lo que -pre­cisarnente por padecerlos por igual- con­vierte a los hombres en nuestros semejan­tes y nos impulsa a compadecerlos. Mien­tras nos sean extraños, mientras la desgra­cia de su suerte no nos evoque lo probablede nuestra propia desgracia, la piedadnatural queda en suspenso. «Para volversesensible y compasivo es preciso que el niñosepa que hay seres semejantes a él, quesufren lo que él ha sufrido, que sientenlos dolores que él ha sentido y otros delos que debe tener idea porque tambiénpuede sentirlos» (E, 298 Y300). Sin exceso[porque no es bueno «pasearlo de enfermoen enfermo, de hospital en hospital» (E,310)], para no endurecerle, pero hay quemostrar al alumno el espectáculo de laspenalidades humanas. Sólo entonces sehace prácticamente posible ese movimien­to que a uno le transporta fuera de sí mis­mo y le pone en el lugar del otro.

Pero es en este punto preciso dondela línea educativa de la piedad se bifurca.Aquí -aun con ciertas dificultades y sediría que a veces sin la conciencia expresade Rousseau- asoman dos caminos con­ducentes a otros tantos modos o gradosde compasión; la piedad como sentimientocultivado, el uno, y la piedad ya como vir­tud, el otro. Su diferencia no radica sóloen el distinto motor que las anima, sinoen el distinto alcance de los males que con­templa, así como en el diverso discerni­miento, cuantitativo y cualitativo, de losobjetos a los que se aplican. Si la emociónpiadosa brota de la comparación inmediatacon el otro, la virtud de la piedad requierela mediación de un profundo conocimientodel hombre. Mientras la primera se con­funde con un contagio afectivo, la segundaencuentra en ese contagio su mayor obs­táculo y se esfuerza en depurar al máximoa la compasión de la sensibilidad de la que

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surgió y que todavía la acompaña. En uncaso la piedad está aún teñida de amorpropio, en el otro es ya hija legítima delamor de sí. Tal es la clave de la respuestade Rousseau a quienes, por suponer a lapiedad producto de un instito natural, ladesdeñan. En suma, hay otra forma de pie­dad mucho más digna que la contagiosay mimética.

6. La piedadcomo sentimiento

El sentimiento de piedad, en efecto, se aco­moda fácilmente a las máximas que a supropósito enumera nuestro autor. Dice laprimera que «no es propio del corazónhumano ponerse en el lugar de personasque son más felices que nosotros, sino sólode aquellas que son más de compadecer»(E, 298). Pero hay motivos para sospecharde una emoción tan cercana a la envidiay al resentimiento, de un afecto tan pobreque su protagonista sería capaz de com­padecerse del mal de otro, pero en modoalguno de congratularse de su bien. En elreconocimiento de esa impotencia, la meracompasión sentimental viene a confesar supropio carácter miserable. Tampoco lasegunda máxima acerca de la piedad, segúnla cual nunca se compadecen en los demássino los males de los que no nos creemoslibres (E, 299), la eleva por encima de lasensibilidad. Pues una creencia infundadaen su bienestar presente, o en la impro­babilidad de su desgracia futura, puededeslucir por completo el sentimiento delpiadoso. Sería de hecho una piedad erró­nea o contradictoria que, aderezada condosis variables de vanidad y superioridad,traería consigo el desprecio hacia el com­padecido. Tal ocurre con la compasión dic­tada por el amor propio, ese afecto quenos lleva a compararnos y a encumbrarnossobre cualquier semejante. «Al considerarsu rango en la especie humana y verse tanfelizmente situado en ella, Emilio (...) se

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dirá: soy sensato y los hombres son locos.Compadeciéndolos los despreciará, felici­tándolos se estimará más; y, sintiéndosemás afortunado que ellos, se creerá másdigno de serlo. He ahí el error más detemer por ser el más difícil de destruir...»(E,329).

¿Acaso no es este último un riesgo segu­ro que corre el piadoso, si resulta inevitableque su sentimiento se acompañe, ya queno del desprecio hacia su objeto, sí almenos de una conciencia satisfecha nadalejana de su propia sobreestimación? «Lapiedad es dulce, porque al ponernos enel lugar del que sufre sentimos el placer,sin embargo, de no sufrir como él» (E,296). Algunos 12 han visto en ello el papelirónico y hasta paradójico que en el pen­samiento de Rousseau juega la piedad, unsentimiento que parece participar a untiempo de los rasgos del amor de sí y delamor propio. Pero la paradoja se desva­nece en cuanto se consideran los caracteresde instantaneidad y provisionalidad (o sea,las notas contrarias a las que tendría sifuera un producto de la reflexión) quecomo sentimiento le corresponden. Resul­ta explicable entonces que, siendo el pri­mer espectáculo que sorprende a Emilioun objeto de tristeza, el primer replieguesobre sí mismo venga con un sentimientode placer. .., pero nada sabemos de lossiguientes. Así como tampoco ha de extra­ñar que «disfrute» a la vez de la compasiónpara con los males ajenos y -con tal desuponerla sólo momentánea- de la Ieli­cidad presente que lo exime de ellos. Porlo mismo, en fin, ese «estado de fuerza»por el que la piedad nos permite dispensaral otro la parte sobrante de nuestra aten­ción viene definida en términos sensibles;desde la razón que aún ha de imponerse,en cambio, aquel sentimiento es más bienprueba de una cierta debilidad.; Podríaconfirmarlo la última de las máximas, parala que la piedad del mal ajeno se midepor el sentimiento que atribuimos a quie-

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nes lo sufren (E, 301). Pues esa regla cer­tifica que nuestra respuesta afectiva a ladesgracia del otro no depende tanto dela objetividad de su desdicha misma, sinodel albur de nuestro propio afecto haciaquien la padece y, así, del sentimiento queen la imaginación le prestemos como suyo.En último término, si el sentimiento ajenosólo nos es accesible a través del propioy de sus imprevistas variaciones, raro seríaque la compasión de ese mal fuera en ver­dad congruente con la naturaleza mismadel mal. Cuando sólo la sensibilidad estáen juego, lo más probable es una pie­dad meramente aproximada (y, por eso,inapropiada) a su objeto.

De ahí que este género de compasión,por el hecho de desencadenarse ante losmales más aparentes, sea entre los hom­bres el más temprano y común. Su depen­dencia respecto de las impresiones sensi­bles limita la extensión de los objetos corn­padecibles al «aparato de las operacionesdolorosas» y, sólo más tarde, a la idea dela muerte, pero le pasan desapercibidas laspenas morales y las aflicciones más sutiles(H, 303-304). De modo correspondiente,en la tipología de piadosos predomina eseindividuo para el que la amplitud del círcu­lo al que alcanza su compasión es asimismomuy reducida: «esa sensibilidad se limitaráprimero a sus semejantes, y sus semejantesno serán para él desconocidos, sino aque­llos con los que mantiene relaciones, aque­llos que el hábito le ha hecho queridosy necesarios» (E, 313). A decir verdad, elrigor lógico obligaría a incluir como notade esta piedad más o menos próxima ala sensiblería la propensión a hacer dis­tingos entre sus posibles destinatarios.Arrastrado por sus primeras impresiones,el piadoso sólo dedicaría su compasión aquien a sus ojos la merece, es decir, alpobre o al bueno, pero no al rico y al mal­vado. De hecho, más que piedad, «es gran­dísima crueldad hacía los hombres la pie­dad por los malvados» (E, 340). Pero aquí

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incurre nuestro autor en una incoherenciaque sólo se resuelve si se desplaza el aná­lisis hacia la otra forma de piedad.

7. La virtud de lapiedad

Porque hay, a juicio de Rousseau, otraespecie de compasión que sc libra de lasservidumbres y limitaciones de la sensibi­lidad y asciende al grado de virtud. Éstees el estadio superior de su desarrollo enel individuo (yen la Humanidad), tal esla meta a que aspira una pedagogía de lapiedad. Y esa piedad que es ya virtud sólopuede conquistarse merced a la reflexión,mediante un ejercicio permanente de larazón asentado en el conocimiento de lanaturaleza humana y de los hombres sin­gulares. La piedad es enternecimiento yreflexión, o, mejor aún, un enternecimientoque para ser realmente valioso debe nacerde la reflexión. «No es tanto lo que [elverdadero compasivo] ve como su vueltasobre lo que ha visto lo que determina eljuicio que sobre ello tiene; y la duraderaimpresión que recibe de un hecho le vienemenos del hecho mismo que del punto devista desde el que se le induce a recor­darlo» (E, 310). Si sólo fuera ciega y espon­tánea reacción ante el mal contemplado,la compasión sería ciertamente un conta­gio en el orden de los sentimientos. Perosi admitimos con Rousseau que, tan prontocomo el hombre comienza a pensar «yano cesa» (E, 342), entonces no habrá emo­ción que se produzca al margen del pen­samiento. Si «toda sabiduría humana enel uso de las pasiones» se resume en orde­nar los afectos del alma según las verda­deras relaciones del hombre, entonces nohay pasión que merezca llamarse en puri­dad humana si no cae bajo el poder --co­mo individuo o como especie- del hom­bre (E, 293). En definitiva, la sabiduríaacerca de los sentimientos consiste en queel hombre sea su señor, es decir, sea «dueño

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de dirigir su imaginación hada tal ° cualobjeto, o de darle tal o cual hábito» (lacursiva es mía). La piedad permanececomo pasión (o sea, como contagio) cuan­do su aparente sujeto no es tal, sino suobjeto. La piedad se convierte por fin envirtud cuando su sujeto la domina, cuandoes una pasión libre.

Desde esta especial exigencia, la com­pasión gana en cuanto a calidad y cantidadde los males susceptibles de desencadenar­la y, con ello, en el número de seres huma­nos dignos de recibirla. Por guardar elparalelismo con los rasgos propios de sumodo anterior, la virtud de la piedad yano se limita a ponerse tan sólo en el lugardel sufriente... por aquello de que la iden­tificación con el más venturoso sería causasegura de envidia. Esa piedad no puedeestar reñida con la simpatía o complacen­cia hacia la felicidad ajena. Ese piadosoes incluso capaz de apiadarse del que semuestra como feliz por lo que inevitable­mente tiene de infeliz. «[Al rico o al gran­de] a veces se le ama en sus desgracias,pero mientras prospera no hay más amigoverdadero que aquel que no es víctima delas apariencias y que lo compadece, másque lo envidia, a pesar de su prosperidad»(E, 299). Y es que, por otra parte, no haymal del otro del que no podamos apia­darnos si sabemos que no hay mal del quenosotros mismos estemos libres. Cualquierpresunción de estar definitivamente alabrigo de las desgracias de la condiciónhumana sería ridícula, toda atribución desuperioridad del compasivo ante el des­dichado está fuera de lugar. Ni siquieralos hombres más grandes se engañan sobresu estado, sino que su misma concienciales inclina a la compasión: «Cuanta más(superioridad] tienen, más saben todo loque les falta. Están menos envanecidos desu elevación sobre nosotros que humilla­dos por el sentimiento de su miseria» (E,329-330).

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Por eso, a diferencia del sentimientoque se despierta ante los gritos de dolory las desgracias patentes, pero que apenasllega más allá, a la piedad virtuosa -me­nos común, más tardía-s- le afectan tam­bién las pesadumbres más íntimas ysoterradas (E, 304). Y, sobre todo, estegénero de piedad no hace acepción entresus objetos posibles; su tendencia irrefre­nable es hacia la universalidad sin reservas.El piadoso por afección reducía su sen­timiento al círculo siempre exiguo de susconocidos. «Sólo después de haber culti­vado su carácter de mil maneras, despuésde muchas reflexiones sobre sus propios sen­timientos y sobre lo que observe en los demás(la cursiva es mía), podrá llegar a gene­ralizar sus nociones individuales bajo laidea abstracta de humanidad y unir a susafecciones particulares las que puedanidentificarle con su especie» (E, 313).

Ya no se trata de aquella piedad que,en tanto que dotados de una sensibilidadcomún, reclamaba Rousseau a los hombrespara los sufrimientos de los animales; aho­ra se les demanda una piedad más alta,que sólo puede dirigirse a los de su especiey a la especie humana como totalidad.Tampoco hablamos de aquel grado infe­rior de compasión que, por basarse tan sóloen el sentimiento inmediato, daba mues­tras de estar afectado de alguna debilidad.Estamos más bien en el paso del senti­miento a la virtud y ante el movimientode universalización que lo hace efectivo:«Extendamos el amor propio (léase aquí"amor de sí", pues ése es su sentido pre­ciso, A. A.) a los demás seres, lo trans­formaremos en virtud, y no hay corazónhumano en el que esa virtud no tenga suraíz (...). Para impedir que la piedad dege­nere en debilidad es menester, pues, gene­ralizarla y extenderla a todo el génerohumano. Entonces no nos entregamos aella sino cuando está de acuerdo con lajusticia, porque, de todas las virtudes, lajusticia es la que más concurre al bien

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común de los hombres. Por razón y poramor a nosotros mismos, hay que tenermás piedad de nuestra especie que denuestro prójimo» (E, 339-340). De ser así,la compasión por el prójimo debe subor­dinarse a la compasión por la humanidadentera; o, lo que es igual, esa virtud sóloprueba fehacientemente su virtus cuandoabarca a la especie, y no se limita (pordebilidad sensible) al individuo. La piedadllega hasta donde alcanza la justicia, y esvirtud sólo en tanto en cuanto concuerdacon ella.

A lo que sólo faltaría añadir, por último,que no hay virtud en la pitié mientras éstano sea activa, hasta que no culmine en laefectiva beneficencia. Si al sentimiento pia­doso le basta con su mera autocomplacen­cia, en su grado de virtud la piedad dejade ser tan sólo compasiva y se entrega delleno a la acción. Si el efecto compasivose despierta por el espectáculo de la miseria(y ahí radica su esencial limitación), parala virtud de la piedad «c'est l'existente etnon la vue des malheureux qui la tourmen­te»; en tanto que el uno se satisface conignorar la desgracia ajena que no ve, laotra sólo descansa cuando sabe con certezaque no hay tal desgracia a su alcance (NH,V, 2, pp. 401-402). De ahí que esta piedadmás elevada nada tenga en común con «esapiedad estéril y cruel que se contenta concompadecer los males que puede curar»(E, 337-338). Ya su estrecho parentescocon la justicia le induce a investigar, cuan­do son asequibles a la intervención huma­na, tanto las causas de los males que des­cubre como los medios para remediarlos.Pero, más allá de la tierna emoción com­pasiva y hasta del afán de justicia, es eldeseo mismo de la felicidad ajena lo quemueve a la piedad cuando es virtud. Talle ocurre a Emilio, a quien «la imagen dela felicidad lo lisonjea y, cuando puedecontribuir a producirla, es un medio máspara compartirla». Ya se dijo antes: lo que

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comenzaba como una repugnancia ante elsufrimiento de un semejante acaba en eldeseo comprometido de su felicidad.

8. Piedady justicia

Así que habrá que discrepar de Rousseauen la exacta medida en que, en este punto,Rousseau discrepa consigo mismo. A pri­mera vista, y según la anterior conclusión,el malvado está del todo excluido de losfavores de la piedad y compadecerse desus apuros sería un gesto de crueldad haciasus víctimas. En esa incongruencia caenlos que no distinguen entre quienes sufrenmales merecidos y quienes los sufren sinmerecerlos, esos piadosos complacientes einactivos que mantienen la convicción deque felicidad y desgracia se reparten a par­tes iguales entre pobres y ricos. ¿Cómono repudiar tan burdo sofisma? «Las penasdel rico no le vienen de su estado, sinosólo de él, que abusa de este estado. Aun­que fuera más desventurado que el pobremismo, no hay que compadecerle, porquesus males son todos obra suya, y sólo deél depende ser feliz» (E, 302). Apiadarsede las tribulaciones del culpable, cuales­quiera que sean, parece sin duda un agra­vio contra los inocentes que aquél hadañado.

Sí, mas ¿no se estará estrechando enexceso la noción de mal para hacerla deno­tar tan sólo los males de naturaleza social,los engendrados por las relaciones huma­nas? Según eso, ¿no se recorta así la uni­versalidad peculiar del objeto de la piedadcomo virtud?; y, con ello, ¿acaso no se fuer­za a la piedad a ser nada más -aunqueno sea poco- que una piedad política?La respuesta es desde luego afirmativa, atenor de textos sumamente clarificadores.«El hombre es el mismo en todos los esta­dos (...). Ante quien piensa (la cursiva esmía), todas las distinciones sociales des­aparecen» (E, 301). Por sangrantes que

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sean las desigualdades sociales que sepa­ran y enfrentan a los individuos, siempreserán menos dolorosas que los males ema­nados de la condición humana misma quelos une. Mientras aquéllas pueden almenos ser combatidas y en último términoresultan superables, la férrea necesidadcon que los últimos se imponen privan detoda esperanza a la empresa de erradicar­los. También los criminales, como sus víc­timas, han de morir. La piedad social ypolítica se mueve todavía en una lógicade lo particular, delimita unas preferenciasy exclusiones para su ejercicio. La piedada secas, como virtud, sólo es tal por seruniversal: no cierra los ojos a los malessingulares, sino que percibe el mal encerra­do tras la apariencia de los males singu­lares. De modo que esa compasión queciertos hombres no merecerían como mal­vados se la ofreceremos porque son hom­bres.

Pero, a fin de cuentas, también se ladebemos en su condición misma dc mal­vados. Si la piedad virtuosa alcanza, porun lado, su carácter universal al cubrir consu manto incluso al próspero (pues trassu momentánea felicidad percibe su últimay segura desventura), esa misma univer­salidad se manifiesta del otro lado cuandocomprende asimismo al perverso. Éstepaga sus males con su propio mal; un malque, por pertenecer a la clase menos visiblede las penas humanas, queda oculto a lamirada del amor propio y sólo resulta acce­sible a la verdadera piedad: «es nuestropropio interés el quc nos hace odiar a losmalvados; si no nos hicieran ningún mal,tendríamos para ellos más piedad queodio. El mal que nos hacen los malvadosnos hace olvidar el que se hacen a sí mis­mos (...). Sentimos la ofensa y no vemosel castigo; las ventajas son aparentes; lapena es interior...» (E, 328). La compasiónque suscitan las víctimas de sus fechorías,la indignación que alimenta el clamor dejusticia contra el autor de esos crímenes,

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en nada prohíben la exigencia de una últi­ma piedad para con el malvado.

i.y cuáles son ese castigo y esa penainterior que estos individuos, en aparienciamás libres de sufrimiento y más determi­nantes del sufrimiento ajeno, tambiénsufren y por los que demandan piedad?Ante todo, su servidumbre, si es cierto queésta es «el peor de los males». Tal es laidea que anima la conducta compasiva deEmilio, una vez que su piedad natural hasido depurada por la reflexión: «Compa­dece a esos miserables reyes, esclavos detodo lo que les obedece; compadece a esosfalsos sabios (...), a esos ricos necios (...),a esos voluptuosos de parada (...). Com­padecería al enemigo que le hiciese mala él mismo, porque en sus maldades veríasu miseria. Se diría: imponiéndose la nece­sidad de hacerme daño, este hombre hahecho depender su suerte de la mía» (E,329).

Bien se ve, pese a ciertas tesis de tenoropuesto, que para Rousseau la piedad nicoincide con la justicia, ni es una formade justicia, sino una virtud diferente deella. En cierto sentido, la piedad es requi­sito imprescindible de la justicia: «Podrán[los hombres endurecidos] ser íntegros yjustos, nunca clementes, generosos ni com­pasivos. Digo que podrán ser justos si esque puede serlo un hombre cuando no esmisericordioso» (E, 304). En otro, la pie­dad trasciende con mucho a la justicia, siel delincuente ha de ser compadecido enlos males generales derivados de su con­dición humana y además en los propiosde su carácter perverso. Una justicia des­piadada es por principio sospechosa, perola piedad, para ser tal, requiere ser injusta.

Dos protagonistas de La Nouvelle Helor­se ejemplifican a la perfección la distanciaentre amhas virtudes. Mientras J ulie encar­na la compasión, a su marido -Mr. DeWolmar- tan sólo le mueve la justicia:«Poco sensible al placer y al dolor, sólomuy débilmente experimento ese sentí-

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Page 16: La piedad en Rousseau: de la pasión a la virtud · 2020. 3. 15. · NOTAS Y DISCUSIONES 50 The Public and Its Problems, Nueva York, Henry Holt, 1927, p. 216. La cursiva es mía

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miento de interés y de humanidad que noslleva a apropiarnos de las afecciones deotro. Si me duele ver sufrir a las gentesde bien, la piedad no entra aquí para nada,pues no tengo ninguna en ver sufrir a losmalos. Mi único principio activo es el gustonatural por el orden...» (NH, IV, Xl,p. 368). Ese amourde l'ordre, que sólo mos­traría compasión (como en Aristóteles)hacia los males sufridos por quienes nolos merecen, no rebasaría el plano de lajusticia.

Se atisban entonces dos grados en lavirtud de la piedad. De un lado, si ésta

es «la raíz de todas las virtudes sociales»,también 10 será de esa virtud social cul­minante que es la justicia; la compasiónconduce a la justicia, y queda subordinadaa ella, como su auxiliar necesario. Pero,de otro lado, la piedad lanza su miradamás allá de la justicia; si ésta viene a serla piedad hacia la especie, y puede porello desentenderse de las desgracias sin­gulares o incluso llegar a causarlas, la pie­dad en su grado más sublime se vuelvede nuevo hacia los males de todos los indi­viduos sin dejar ni uno.

NOTAS

I La Nouvelle Heloise (NH), París, Garnier-Flam­

maríon, 1967, V, 2, p. 407. las demás obras de Rous­

sean se citarán por estas siglas y ediciones: Discurso

sobre el origen y fundamento de la desigualdad entre

los hombres (DD), Contrato Social (eS). Carla a Chris­

tophe de Beaumont (ChB), todas ellas en Escritos de

combate. Madrid, Alfaguara, 1979; Emilio (E), Madrid,

Alianza, 1990; Essaisurl'origine des langues (OL), París,

Gallimard, 1990; Ensoñaciones de Wl paseante solitario

(EPS), Madrid, Alianza, 2.' r., 1988.

, Confesiones, Madrid, Tebas, 1974 (París, Galli­

rnard,2.vols.,1973). Entre otros lugares, véase caps. V.

216 (1, 275); VII, 321 (JI, 71); VIIl. 349 (H, 104); IX,

402 Yss, (JI, 1(5); IX, 413 (H, 179); IX, 435 (11,204);

IX, 446 nr, 212); IX, 458 rn, 232-233); X, 499 (I1,

281); XI, 536 (H, 324); XII, 600 (ll, 402); XII, 615(H,419).

.l Horacio.Arspoetica, pp. 101.102.

• Sobre la clemencia. Madrid, Tecnos, Il, 6, 4,

1988. CfL también n.4-5.

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s Kant, Metafisica de las costumbres, Segunda par­te, 34, Madrid, Tecnos, 1989, pp. 327·328.

• La voluntad de dominio, Il, núm. 368, en Obras

Completas, Madrid, M. Aguílar Editor, t. VIII, 1932,pp. 210-211.

, Ética, lIT, XXVII, pp. 208-209 (ed. cit.). Cfr.también IU, XXXI, p. 213; IU, XXXII, p. 215; IV,Apéndice, c. XUl, p. 342.

'Aurora, H, 142, en Obras Completas, ed, cit.,pp. 112-114.

, Véanse a este propósito los comentarios deJ. Starrobinskí en la nota 1 a este texto (pp. 239-241)Y de J. Derrida en su De la Grammatologie, París,Mínuít, 1967, cap. 3, pp. 244-272.

10 M. Weber, Economia y sociedad, México, FCE,4." reimp., 1979. p. 494. Cfr. K. Marx, Manuscritos,

Madrid, Alianza, 1969. p. 169.

11 A. de Tocqucville, La democracia en América,

vol.lI, 3." parte, cap. 1, Madrid, Alianza. 1980.

" K. Ansell-Pearson, Nietzsche contra Rousseau,Cambridge Uníversity Press, 1991, pp. 67-68.

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