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NOTAS Y DISCUSIONES
50 The Public and Its Problems, Nueva York,
Henry Holt, 1927, p. 216. La cursiva es mía. (Citado
por R. Bernstein en Philosophical Profiles, p. 270.)
" En Escuela y sociedad, por ejemplo, Oewey
relaciona muy bien la revolución industrial con la nece
sidad de una refurma educativa. Según él, en el pasado,cuando los bienes se producían artesanalmente o por
lo menos en los talleres artesanales de los vecindarios,
los niños podían observar procesos, primero bajo la
forma de juego e imitación, luego casi como un aprendizaje, en toda clase de actividades ji servicios sociales.
Por consiguiente, fuera de la escuela propiamente
dicha se contaba con otra escuela de la socialidad ji
del carácter ji por eso la escuela podía limitarse a ense
ñar las pocas habilidades que difícilmente podían
aprenderse de mudo espontáneo en el ambiente delos adultos o los coetáneos. Corno la revolución industria! ha eliminado esto, la escuela debía organizarse
de manera tal que ofreciera la variedad de experiencias
productivas y sociales que ya no se pueden recoger
fuera de ellas. Sobre estos problemas véase W. Fein
berg, <,TIa, Conflict Betwcen Intelligence and Cum
munity in Dcwey's Educational Philosophy» y "Pro
gressive Education and Social Planning»; C. Karier y
D. Hagan, «Schooling, Education and the Structure
of Social Reality» y R. Goodcnow, «Racial and Ethnic
Tolerancc in Jobn Dewey's Educational and Socia!
Thought. The Depression Ycars», todos ellos en los
volúmenes II y III de Iohn Dewey. Critica! Assessments.
,¡ «La prioridad de la democracia...", p. 52.
'3 Textos citados por Wright Milis en Sociologia
y pragmatismo, p. 462. Véase en detalle los textos que
cita Wright Milis en los que Dewey niega la presencia
de lazos comunitarios en las organizaciones mafiosas.
,. Ibid.• p. 459.
La piedad en Rousseau:de la pasión a la virtud
AURELlO ARTETADepartamento de Ética y Filosofía Política
Universidad del País Vasco
Una advertencia al lector: que no esperehallar aquí más de lo que dice el título.Así que le doy por introducido en el largoe intrincado tratamiento que la compasiónha merecido en la historia de las ideas.Dejaré también de lado, salvo de pasada,toda referencia a los vínculos que deberíanresaltarse entre la doctrina de Rousseauy otras concepciones de la piedad, seanla clásica de Aristóteles o las posterioresde Schopenhauer o Nietzsche. Incluso sinentrar en debate con sus varios intérpretes,he de contentarme con restablecer los hitosmayores de un pensamiento que en estepunto no siempre parece libre de ambigüedad.
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1, La morale du coeur
Aquella moral del corazón que invocabanlas ultrajadas heroínas de los relatos delmarqués de Sade en súplica de piedad, yque sólo suscitaba la burla de sus verdugos,es justamente la moral propuesta porRousseau. La misma que Julie, la heroínatriunfante de La nouvelle Heloise, proclamaseguir corno regla de conducta más segura 1. Se trata de una moral que descansaen la precedencia de los sentimientos y quehace de la piedad una de sus piedras angulares. Del todo opuesto a la doctrina deSade, para Rousscau la compasión es unafecto primario inscrito en la naturalezahumana y al que sólo las leyes o conven-
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ciones de Jos hombres -o sea, las formasdel amor propio nacidas de la civilización- pueden sofocar. «Los hombres sonmalos: una triste y continua experiencianos dispensa de probarlo; sin embargo, elhombre es bueno por naturaleza...» (DD,n. IX, p. 239). La causante de su depravación es la sociedad.
y es que, de igual modo que el hombrefísico precede al metafísico o moral, nuestra sensibilidad es anterior a nuestra inteligencia y hemos tenido sentimientos antesque ideas. También en el orden estrictamente moral la pugna entre la razón y elsentimiento se inclina a favor de este último: «síc'est la raison que fait l'homme, c'estle sentiment qui le conduit» (NH, 1II, 7).El preceptor de Emilio sólo infunde principios teóricos de conducta en su discípulotras haber procurado despertar en él lasemociones del hombre de la naturaleza.Al fin y al cabo, como diría el vicario saboyano, la conciencia se expresa en sentimientos, y no a través de juicios; o, pordecirlo de otro modo, los afectos naturalesson los que constituyen la conciencia misma, ese «sentimiento interior» que es parala acción un guía más fiable que los altosprincipios de la filosofía. Si las reglas morales están grabadas por la naturaleza cn elcorazón humano, la moralidad de nuestrosactos reside en el juicio inmediato que deellos nos formamos. En esta materia somosnuestros propios jueces y no hay otras normas que las que nos marcan nuestrasinclinaciones.
Pues bien, basta examinar estas inclinaciones para concluir que la bondadmoral está conforme con nuestra naturaleza. Quienes insisten en que todo nos esindiferente salvo nuestro interés, no sólozapan con él los fundamentos de la sociedad; más grave aún es su voluntad de ignorar lo que la voz de la conciencia nos indicasin ningún género de dudas. «¿Qué noses más dulce de hacer y deja en nosotrosuna impresión más agradable una vez
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hecho, un acto de beneficencia o un actode maldad?» (E, 388). No hay nación niépoca ni individuo, por degenerados quesean, que hayan llamado bueno a lo quees malo o que hayan preferido el crimena la virtud. Sólo el interés personal queciega a los malvados o la insinceridad deque adolecen algunos sabios -y entre ellosRousseau incluye a Montaigne- puedeconducirles a pretender lo contrario. «Hay,pues, en el fondo de las almas un principioinnato de justicia y virtud por el cual, apesar de nuestras propias máximas, juzgarnos nuestras acciones y las de los demáscomo buenas o malas» (ibid., 310). Y sital principio o sentimiento natural delhombre en relación consigo mismo se llama amor de sí, el que regula la relacióncon sus semejantes es la piedad.
2. Naturaleza de la pitié
Se sabe cómo caracteriza Rousseau estesentimiento al que también denomina virtud: es aquel «principio (...) que, habiéndosele dado al hombre para suavizar, endeterminadas circunstancias, la ferocidadde su amor propio o el deseo de conservarse antes de que naciera en él ese amortempla el ardor con que mira por su bienestar mediante una repugnancia innata aver sufrir a su semejante» (DD, 171). Lapifié se define, ante todo, en forma negativa. Primero, porque consiste en un rechazo del sufrimiento ajeno, esto es, porquedelata más su carácter de aversión que deatracción hacia su objeto. Después, porquese dirige con preferencia a la debilidadhumana, tal como se pone a prueba enlas enfermedades o en la vejez. Y de ahí,en fin, que la piedad resulte incapaz dealcanzar la sublimidad expresada en elmandamiento Haz a Jos demás lo que quisieras para tí y deba atenerse a la máximamás asequible de Procura tu bien con elmenor mal posible para tu prójimo.
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Pero aquella negatividad de la compasión se muestra, asimismo, en el hecho deque aparece como una instancia, cuya función primera y peculiar estriba en oponersea otros sentimientos tan primarios comoella misma. La piedad surge para suavizaro templar el amor de sí y el amor propio,pero con una diferencia esencial que nacede la distinta naturaleza de cada uno deestos principios. El amour de soi, que noes sino el deseo de la propia conservación,tiene en la piedad su principio moderador,pero siempre complementario; aunque seasusceptible de exceso, el amor de sí essiempre bueno (y tanto que hasta se confunde con el amor al Creador. E, 425) Yarraiga en la naturaleza humana originariaaJ igual que la piedad. Ésta, en cambio,ostenta un rango muy superior al de amourpropre, que es a la postre un sentimientogestado en la sociedad y artificialmentederivado del amor de sí; frente a ese amorpropio, que tiende a encerrar a cada individuo en él mismo y a elevarlo por encimade todos los demás -y que por ello esla raíz de todos los males que los hombresrecíprocamente nos infligimos-, la piedadhabrá de emplearse mucho más a fondo.«El amor de sí, que sólo nos afecta a nosotros, se contenta cuando nuestras verdaderas necesidades son satisfechas, pero elamor propio, que se compara, nunca estácontento y no podría estarlo, porque esesentimiento, al preferirnos a los demás,exige también que los demás nos prefierana sí mismos, lo cual es imposible. Así escomo las pasiones suaves y afectuosasnacen del amor de sí y como las pasionesrencorosas e irascibles nacen del amor propio» (E, 2R5). En resumen, amor de sí ypiedad -más que oponerse- se distinguen tan sólo por ser afectos de naturalezarespectivamente individual y social; piedady amor propio se enfrentan porque, siendoambos sentimientos relativos o referidosa los otros (y no a uno mismo), la unaresulta primera «según el orden de la natu-
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raleza» y el otro en el orden de la socicdad...
No son menos relevantes, con todo, loscaracteres manifiestamente positivos de lapitié. Su utilidad -«contribuye a la conservación mutua de toda la especies-e- estal que, sin ella en apoyo de la razón, loshombres serían monstruos y «hace yamucho tiempo que no existiría el génerohumano». Pero, más allá de sus benéficosefectos preventivos, la entraña virtuosa dela compasión se pone de relieve en sucarácter de radicalidad en la lista de sentimientos morales. A juicio de Rousseau,«de esta sola cualidad dimanan todas lasvirtudes sociales», que no serían en el fondo sino la piedad aplicada a objetos particulares. Aquel enunciado negativo de lapiedad ocultaba, por tanto, una naturalezaeminentemente positiva; esa repugnanciaa ver sufrir a su semejante deja paso a la«repugnancia que todo hombre experimenta en hacer el mal, y ésta por fin aldeseo de hacer el bien: «Pues desear quealguien no sufra, ¿no es lo mismo quedesear que sea fcliz?» Y se añadirá todavía,para resaltar su ventaja respecto de losdemás sentimientos o virtudes, su universalidad. Ni las costumbres más depravadaslogran extinguirla ni está ausente del corazón de los peores. «Finalmente, a pesarde uno mismo, tenemos compasión de losinfortunados; cuando somos testigos de sumal, sufrimos. Ni los más perversospodrían desprenderse por completo deesta propensión, a menudo los pone encontradicción consigo mismos» (E, 389).La piedad es universal por ser irresistible.
Pero todos estos rasgos proceden de -yse afianzan en- la nota más decisiva dela piedad: su naturalidad, es decir, suprerreflexividad. «Tal es el puro impulsode la naturaleza, anterior a toda reflexión.»Tan natural es la piedad, dirá el ginebrino,que hasta los animales en ocasiones laexperimentan. De tal manera precede enel hombre al uso de toda reflexión, que
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hubo de ser mucho más viva en el hombresalvaje que en el civilizado. Si es la razónla que engendra el amor propio y lareflexión la que lo fortifica, entonces lafilosofía fuerza al hombre a aislarse en símismo, y el filósofo, el hombre cultivadoen general, será el individuo menos piadoso. Y ello a tal punto que, en otro lugar,Rousseau casi se atreve provocativamentea asegurar «que el estado de reflexión esun estado contra natura y que el hombreque medita es un animal depravado» (DD,156).
3. La piedad, éconsagio afectivo?
De haberse detenido aquí la propia meditación de Rousseau, su doctrina acerca dela piedad hubiera quedado marcada poruna notable ambigüedad. Pues lo mismoque sustenta sus innegables propiedadescomo un sentimiento benéfico, radical yuniversal, a saber, su naturalidad, eso mismo lo rebaja también a la altura del animal.Cuanto más se acentúe su incompatibilidad (o su distancia) con la reflexión, tantomás se confina a la compasión en los límites del mero sentimiento, y de un sentimiento -por otra parte- tanto menosverdadero y firme cuando menos primitivo.Otorgar a la piedad la categoría de «virtudnatural» parece, pues, incurrir en una gruesa incoherencia. No es la dotación de estafacultad la que separa al hombre del animal; al contrario, la pitié se revela comoinstinto común a todos ellos. Lo probaríaesa involuntariedad que incita al piadoso,como se ha dicho, a compadecerse a pesarde sí mismo. Pero entonces este afectoinnato, más que una «disposición conveniente a unos seres tan débiles como nosotros», prueba ser ante todo un reflejo inmediato de nuestra propia debilidad.
De nada vale que, mediante una fintaimposible, Rousseau reniegue en el Emiliode la tesis de su Discurso sobre la des-
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igualdad.' a saber, que la piedad -por seruna cierta repugnancia- sea ella mismauna clase de sufrimiento. Afirmar, por elcontrario, que «para compadecer el malde otro hay que conocerlo, sin duda, perono hay que sentirlo» (E, LV, 307), resultaabsurdo. Si bastara el conocimiento de esadesgracia, la malicia merecería el nombrede compasión, y tanto el científico deldolor humano como el avezado torturadorpasarían por piadosos. Cierto es que «sólosufrimos cuando juzgamos que él sufre»,pero el solo juicio del dolor ajeno no implica el compadecerlo y tanto puede engendrar la pura indiferencia como la seviciamás refinada. La compasión es un ciertopesar; por tanto, no sólo un cierto saber,sino también un cierto sufrir.
Pero sólo se sufre en uno mismo, y carece de sentido sostener (como repetirá Schopenhauer) que «no es en nosotros, es enél donde sufrimos» (E, IV, 298). Es verdadque «mientras uno sufre, no se compadecemás que de sí mismo» (ibid; 307), si portal se entiende que un cierto estar librede pena resulta condición necesaria de lapiedad hacia la ajena. En modo algunopuede, empero, significar que haya queborrar del piadoso el propio pesar que leviene de imaginar el del otro. A fin dedilucidar ese movimiento de transporteimaginario que está a la base de la piedad,bastaría con decir que sufrimospor el dolordel otro, pero no -evidentemente- elmismo dolor que el otro. Claro que conocemos su dolor como suyo y no como nuestro, pero, para conocerlo así, necesitamosimaginar cuál sería el nuestro en caso deque nos afectara aquel mal u otro equivalente. Aquel error del ginebrino procedía seguramente de su voluntad de deshacer ese malentendido, por el cual se concibe la piedad como una especie de fusiónestricta entre su sujeto y su objeto, demodo que, para salvaguardar la diferenciaentre su agente y su paciente, hubo denegar el sufrimiento del uno y reservarlo
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en exclusiva al otro. Pero, al hacerlo así,al privarle de su componente de sufrimiento propio, la compasión queda en buenaparte desnaturalizada. Al fin y al cabo, ¿nose ha dicho que «es por no sufrir por loque no quiero que sufra ...»? (E, IV, 315,n.4).
Así las cosas, y mirada únicamente entanto que sentimiento (según una distinción que más tarde se verá), no puede sostenerse que nuestro pensador pasara poralto los riesgos que acechan a la piedad.Bien al contrario, el autor de La NouvelleHeloise nos previene contra ellos a cadapaso. Su potencia enternecedora, el excesode sensibilidad que despierta, logran desarmar a Julie de sus más firmes propósitos(1lI, 18,pp. 256-258)Yle obligan a confesarque «c'est lapitiéqui me perdis» (1,29, p. 59).Si uno es sabio (1, 11, p. 27), hay que desconfiar más bien de una pasión que, ensu pereza habitual, se contenta con contemplar el mal ajeno (V, 2, pp. 401-402)y, cuando es activa, incurre en la injusticiade atender a las desgracias próximas y olvidar las lejanas (JI, 21, p. 198)... &teJean-Jacques, que no pierde ocasión dedejar constancia una y otra vez en sus Confesiones de su natural piadoso 2, al finalde su vida reconoce de sí mismo: «Siempredemasiado afectado por objetos sensiblesy sobre todo por los que llevan signos deplacer o de pena, de benevolencia O deaversión, me dejo arrastrar por estas impresiones exteriores sin poder sustraerme nunca a ellas sino con la huida ...» (EPS, 9.°paseo; las cursivas son mías).
Lo que aquí se dice de la piedad russoniana vale también para esa simpatía quelos moralistas ingleses de su tiempo elevana sentimiento moral universal. Una y otraserían, en definitiva, muestras de la tendencia propia de la naturaleza humana(pero también animal) a una comunicacióninmediata de las pasiones, tal como ya fuedescrita por el poeta latino: «así como elrostro humano sonríe a quienes le sonríen,
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así también llora a la vista de los que lloran ...» 3. Pero, si éste fuera su mecanismodesencadenante, la piedad vendría a seruna emoción cuyo automatismo, espontaneidad e inmediatez ante su particular estímulo en nada le enaltecería respecto delas demás pasiones. Y, no siendo libre yvoluntaria, sino impremeditada y forzosa,mal se ve que pueda legítimamente elevarse a virtud. Habría que encuadrarla másbien entre los efectos de una blanda sensiblería, porque la compasión no sería másque un producto del contagio afectivo.
Exhibida sin más en su carácter naturale inmediato, éste es uno de los flancos másvulnerables que la piedad ofrece a la críticade quienes antes y después la han juzgadocomo un síntoma de debilidad. Para Séneca, así como «son ojos débiles los que lagrimean ante las lágrimas de otros», tanenfermedad es la compasión (misericordia)como la risa que provoca la risa ajena oel irreprimible bostezo suscitado por lavisión de otro bostezo cualquiera 4. Alasentar el sentimiento de simpatía comodeber, que entonces se convierte en humanitas, Kant distingue la humanidad quenace de la facultad o voluntad de comunicarse entre sí los sentimientos (humanitas practica) y aquella otra fundada «simplemente en la receptividad para el sentimiento común de alegría o de dolor (humanitas aestetica)». Y mientras la primeraes libre y procede de la razón práctica,la segunda «noes libre (communio sentiendiilliberalis] ypuede llamarse contagio (comoel del calor o las enfermedades contagiosas) o también afección compasiva (Mitleidenschaft]: porque se propaga de unmodo natural entre hombres que viven juntos» 5. Éste es también uno más de losnumerosos reproches que Nietzsche prodiga contra la piedad: «La compasión nose refiere a las máximas, sino a los afectos;es patológica. El dolor ajeno nos contagia,la compasión es un contagio» 6.
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Más en particular, el contagio a que sereduce la compasión tendría lugar a travésde ese mecanismo O propiedad de la naturaleza que es la imitación de los afectos.La piedad sería, entonces, un mero sen-'tirníento mimético. Imaginar que un sersemejante a nosotros experimenta algúnafecto provoca en nosotros, según Spinoza,un afecto similar. Esta imitación de losafectos, «cuando se refiere a la tristeza,se llama conmiseración» 7. Y si preguntamos todavía por la raíz última de tan peculiar mecanismo natural, de nuevo Nietzsche nos responde que esa imitación ha sidouna pauta adquirida a lo largo de mileniospor el animal humano a fin de conjurarsus propios temores. Siendo el hombre lacriatura más tímida de todas y percibiendoun peligro en cuanto le rodeaba, «imitabalos rasgos y la actitud que veía ante sí,y sacaba una conclusión sobre las intenciones buenas o malas que pudiera habertras aquellos rasgos y aquella actitud>, 8.
De aquel temeroso esfuerzo por reproducir en uno mismo los sentimientos de losdemás provienen -y sobreviven- ennosotros la simpatía y la piedad...
4. La piedad perfectible
Pero devolvamos la palabra a Rousseau,cuya completa doctrina de la piedad talvez permita anular estas objeciones. Seráel momento de referirse a esa cualidad queconstituye la diferencia específica del hombre respecto del animal: la facultad de perfeccionarse, «facultad que, con ayuda delas circunstancias, desarrolla sucesivamente todas las demás, y reside en nosotrostanto en la especie como en el individuo»(DD, 159; n. X, 246). Privado del instintoque rige a los bichos, el hombre suple esacarencia mediante su libertad, que no essino otro nombre de su ilimitada perfectibilidad. El ser humano es un agente libreporque es capaz de acceder o de resistir
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a las órdenes de la naturaleza y de alcanzarconciencia de ello; y en eso mismo radicasu carácter perfectible. Así que, en tantoque el animal -individual o específicamcntc-s-, por ser perfecto, es casi desdeun principio lo que será siempre, el hombre(por naturaleza inacabado, indeterminado) puede llegar a ser lo que elija. Queno nos confundan las palabras: esa facultadde querer, lo mismo le permite seguir laorientación marcada en su naturaleza quecontradecirla, tanto le capacita paraencumbrarse a las mayores cimas de larazón como le convierte en «el único queestá expuesto a volverse imbécil» o le induce a caer «más bajo que el animal mismo»(DD, 160). La perfectibilidad, en suma, esla que --con el tiempo- hace despertaren el hombre sus conocimientos y sus errores, sus vicios y sus virtudes.
0, lo que es igual, esta propiedad natural humana (en realidad, la estrictamentehumana) equivale a su capacidad dedesarrollar en múltiples sentidos las demáspropiedades del hombre. Con ella vienesin más a decirse que sus cualidades naturales son cualidades potenciales o que elhombre es un ser en potencia. Pero entonces resulta que el ejercicio de aquella perfectibilidad, esto es, la humanidad en acto,corresponde tan sólo al estado civil o socialdel hombre, y no a su estado de naturaleza.Lo que el ser humano virtualmente -osea, naturalmente- es sólo se plasma,para bien o para mal, en su historia, noen su origen; no se manifiesta en su aislamiento, sino en su sociedad. Rousseaucree haber mostrado que «la perfectibilidad. las virtudes sociales y demás facultades que el hombre natural había recibidoen potencia no podían nunca desarrollarsepor sí solas, que para ser necesitaban elconcurso fortuito de varias causas ajenasque podían no nacer jamás y sin las cualesel hombre habría permanecido eternamente en su condición primitiva...» (DD, 179).Y es que el hombre salvaje, en efecto, en
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poco se diferencia aún de los brutos. Igualque sus funciones son puramente animales,sus pasiones se mantienen en la misma simplicidad que su entendimiento y sus deseosno rebasan el nivel de sus meras necesidades físicas. Tendrá, por ejemplo, conciencia de dolor, pero no de la muerte,pues «el conocimiento de la muerte y susterrores [es] una de las primeras adquisiciones que hizo el hombre al apartarsede la condición animal» (DD, 161).
Como una de esas pasiones naturales,la piedad será asimismo una pasión perfectible. Ni está dada de una vez para siempre ni, por tanto, se agota en los modosque adopte en el hipotético estado de naturaleza. Al contrario, este sentimiento, cuyoabandono o cultivo puede históricamenteplasmarse en su desprecio o en su conversión en virtud, está más bien ausentede hecho entre los hombres primitivos.Éstos, diseminados por la superficie de latierra, sin idea dc fraternidad alguna quelos uniera, recíprocamente temerosos porignorantes, debían de ofrecer el aspectode animales feroces. «Las afecciones sociales sólo se desarrollan en nosotros pormedio de la inteligencia. La piedad, aunque natural al corazón humano, permanecería eternamente inactiva si la imaginación no la pusiera en movimiento. ¿Cómo nos dejamos conmover por la piedad?Trasladándonos fuera de nosotros mismos,identificándonos con el ser sufriente (...).ilmaginad cuántos conocimientos adquiridos supone esta transferencia! ¿Cómo imaginar males que desconozco? ¿Cómo sufriría viendo sufrir a otro si no sé que sufre,si ignoro lo que hay de común entre ély yo? El que jamás ha reflexionado no puede ser ni clemente, ni justo, ni piadoso,como tampoco puede ser malo y vengativo.El que nada imagina sólo se siente a símismo, está solo en medio del génerohumano» (OL, 92) 9.
Con relación a su doctrina precedente,Rousseau se impone aquí dos severas
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correcciones. De una parte, que el estadode reflexión sería un estado contra naturasólo si esta naturaleza humana fuera unaentidad terminada, pero del todo afín aella si la perfectibilidad resulta la nota másespecífica de aquella naturaleza. A menosque el reflexivo Jean-Jacques admitiese serpor ello mismo un degenerado, el hombreno es un animal depravado por el hechode meditar. Siendo naturalmente perfectibles, el individuo y la especie humanason, desde luego, depravables, pero también susceptibles de alcanzar la virtud. Yel ejercicio de la reflexión aparece comorequisito necesario, aunque no suficiente,de lo uno y de lo otro ... Pero, de otra parte,más claro aún resulta que la compasiónno brota como un afecto propio de las fasesprimitivas de la humanidad, donde sólo haydispersión de los individuos (y, con ella,inmensa pobreza de sus deseos y necesidades), sino más bien de su estadio civilizado, en el que el vínculo social (y eldesarrollo consiguiente de la pasiones) exige su mutua comparación. En tanto queproductos de este mecanismo asociativo,la reflexión -la imaginación- y la piedadse requieren la una a la otra. «La reflexiónnace de las ideas comparadas y es la pluralidad de las ideas la que neva a buscarsus conexiones. El que sólo ve un objetono tiene ninguna comparación que hacer»(ibid.). «Comparer c'est juger», dirá Rousseau. Faltos, pues, de término humano conel que medirse, ignorantes de cualquierotro y de sus males y del hombre en general, los primeros hombres son tan impotentes para la reflexión como para la piedad. Mientras ésta sólo trate de mitigarel celo de su propia autoconservación, apenas podrá ejercerse hasta que el individuono tenga ocasión de ponerse en el lugardel otro. A fin de cuentas, la misma instancia social comparativa que hace posibleel amor propio -la competencia, la vanidad- despierta también la piedad.
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De modo que atribuir un carácter natural a la piedad no implica considerar alhombre, como individuo o como especie,necesariamente y siempre piadoso. La «vejez u otros accidentes» pueden hacer perder a los individuos lo que su perfectibilidad les había permitido adquirir. Sidamos crédito al testimonio de un desenganado Rousseau, su propio talante compasivo se debilitó con el tiempo: más proclive al desprecio que alodio, nos cuentaque se habría compadecido de mejor gradode un perro sufriente que de aquellos hombres a quienes ya no lograba ver comosemejantes (EPS, 97-98, 161-162). Ensuma, la naturalidad de la compasión noclausura sus virtualidades de decrecer o,al contrario, de expandirse en múltiplesmodos.
Por ello mismo tampoco ese carácternatural denota que el hombre sea animalmente piadoso; o, mejor dicho, que al serhumano le baste conformarse con aquellapiedad de la que también el bruto seríacapaz. La compasión propiamente humana-puesto que es perfectible- no se agotaen aquella «repugnancia innata a ver sufrira su semejante», que será tan sólo su gradomás bajo e incipiente. La piedad que elhombre desarrollado debe conquistarsupera el mero contagio afectivo del quetal vez ciertos animales dan muestras. Yes que la prerreflexividad de la compasiónno equivale, ni mucho menos, a su irreflexividad, Lo que la naturaleza pone enel hombre antes de toda reflexión es tareahumana perfeccionarlo mediante lareflexión. Si ésta puede aislar al hombrey volver al filósofo insensible hada la desgracia ajena, ese mismo ejercicio intelectual puede también agudizar su sensibilidad. Rousseau, que no predica un imposible regreso de la Humanidad al estadode naturaleza, tampoco reclama una vueltaa la bruta piedad natural. Los sentimientoshumanos son ya, como humanos, afectossocializados y en alguna medida espiritua-
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lizados, filtrados tanto por la sociedadcomo por las ideas. Igual que el entendimiento del hombre debe mucho a laspasiones, éstas «recíprocamente le debenmucho a él (...) Y su progreso se debe anuestros conocimientos» (DD, 160).
No se piense, con todo, que Rousseauhaya olvidado ni por un momento cuál seael sustrato último del que emerge, comocualquier otra pasión, la piedad. «La fuente de nuestras pasiones, el origen y el principio de todas las demás, la única que nacecon el hombre y nunca le abandona mientras vive, es el amor de sí: pasión primitiva,innata, anterior a cualquier otra y de laque todas las demás no son en cierto modomás que modificaciones» (E, 283). He ahíla precedencia absoluta, la irrebasabilidadde un principio tan primario como que sinél la mera subsistencia sería imposible; ytan expansivo, que si mueve a que nos amemos para conservarnos, «por una consecuencia inmediata del mismo sentimiento,amamos lo que nos conserva". No es, pues,la pitié una instancia diferente y contrapuesta al amour de soi. como parecía desprenderse de su segundo Discurso. La piedad resulta más bien un modo particulardel amor de sí, el modo que éste adoptaen la relación con los otros a fin de nodesbocarse en inmoderado amor propio.
Pero este amor de sí es todo menos unapasión simple. Al contrario, «consta de dosprincipios, el ser inteligente y el ser sensible, cuyo bienestar no es el mismo» (ChB,540). Mientras el apetito de los sentidossólo busca el bien del cuerpo, el afán delalma -al que llamamos conciencia- seconfunde con el amor al orden. Ahorabien, como la conciencia sólo se desarrollay actúa con las luces del hombre, y éstasse encienden cuando los individuos empiezan a poner los ojos en sus semejantes,no hay verdadero amor de sí hasta tantono se afianzan las relaciones sociales. Sóloéstas (es decir, en un estadio avanzado dela evolución de la especie y del individuo)
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ponen, al tiempo que las condiciones dela aparición del amor propio, las condiciones del ejercido social del amor de sí.La piedad puede surgir cuando hay yoesrelativos los unos a los otros, esto es, cuando la inevitable comparación del individuocon sus congéneres le fuerza a interrogarsesobre el puesto que ocupa entre ellos (E,315 Y327): o, para decir lo mismo, tantopuede brotar del amor de sí como ser agostada por el amor propio. Siendo el amorde sí como tal «indiferente al bien y almal», cada una de sus complejidades sonotras tantas ocasiones de deslizarse haciael mal. Rousscau lo expresa en fórmulaprecisa: «Se quiere siempre el bien propio,pero no siempre se sabe dónde está esebien» (CS, JI, 3).
Afirmemos, pues, sin reparo alguno lanaturalidad de la compasión en la mismamedida en que afirmamos su connaturalidad con el insoslayable amor de sí:«Cuando la fuerza de un alma expansivame identifica con mi semejante y yo mesiento, por así decir, en él, es por no sufrirpor lo que no quiero que sufra; me interesoen él por amor de mí, y la razón del preceptoestá en la naturaleza misma, que me inspirael deseo de mi bienestar en cualquier lugaren que me sienta existir» (E, 315, n. 4).¿Acaso cabe mayor reconocimiento de lapresencia de ese deseo de bien para unoa la base de la piedad para con otros ...?Pero eso no basta para asegurar su debidaperfectibilidad. Pues, al igual que unareflexión permanente habrá de depurar eseamor de sí para impedir que degenere, sólouna constante vigilancia sobre la piedadnatural e inmediata podrá librarla de lastorpezas espontáneas en que como simplesentimiento tiende a incurrir. Contra lasiempre posible caída en el mero contagioafectivo, hay que aspirar a una piedad quesea prueba de fuerza y no de debilidad
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(a una ehumanlté sans faiblesse». E, 356),alcance un ámbito universal y se traduzcaen una beneficencia activa.
5. Pedagogía de la piedad
Para Rousseau ese sentimiento es perfectible en la humanidad entera a lo largode su historia, merced a causas hasta ahorafortuitas. En este punto, el mismo que desplegó los progresos de la desigualad entrelos hombres para mostrar cómo es posible«volver malo a un ser socializándolo); (DD,179),habría suscrito sin dudarlo la doctrinamás tardía de que los mecanismos cosíficadores del mercado inhiben todo afectode piedad en sus participantes 10. Pero también habría debido aceptar que las modernas sociedades democráticas, en tanto queanimadas primordialmente por la pasiónde la igualdad, fomentan como ningunaotra los sentimientos de piedad 11•••
Sea de ello lo que fuere, si el progresode nuestras pasiones debe mucho a nuestroentendimiento, a un esfuerzo racional sedebe asimismo el progreso de la piedaden el individuo. De ese empleo de la razóndepende, primero, que la piedad naturalahonde como sentimiento y, después (ysobre todo),que el mero sentimiento dejepaso a la virtud de la piedad. Aquellas circunstancias, aquel concurso fortuito decausas que favorecían la perfección de losrasgos diferenciales humanos, pueden procurarse de modo consciente. Buena partedel cuarto libro del Emilio está dedicada,en efecto, a trazar las líneas maestras deuna pedagogia de la piedad. El discípulo,que ha comenzado a salir de sí mismo ya entablar relación con los demás, empiezatambién a sentir las primeras pasionessociales: acaba de ingresar en el orden dela moralidad (E, 293, 315). Es el momentoescogido por su preceptor --esto es, porRousseau- para «poner orden y regla enlas pasiones nacientes» y «animar en él
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los primeros movimientos de la naturaleza» (E, 292 Y 303). Se adopta, pues, unmétodo que, además de seguir «el ordeny el progreso de nuestros sentimientos yde nuestros conocimientos», logre que loque en un principio aparecen como simplesinclinaciones naturales se conviertan en«inclinaciones cultivadas» {penchants cultivés. E, 304).
Pues bien, el punto de partida es la constatación de que la piedad viene a ser laprimera forma de la relación humana.Puesto que no nos une a los otros tantoel sentimiento de sus placeres como el desus pesares, si es la debilidad compartiday la común miseria lo que nos vincula, lacompasión seria el modo más originariode nuestra sociabilidad. «Así nace la piedad, primer sentimiento relativo que afectaal corazón humano según el orden de lanaturaleza» (E, 295-296). Ese sentimiento,sin embargo, permanece latente a falta deciertas condiciones que le azuzen a manifestarse y crecer. Y su requisito más inmediato, si es verdad que hay que comenzarpor estudiar al hombre para juzgar a loshombres, es el conocimento de la naturaleza humana (E, 322), ¿de dónde procede la eventual insensibilidad ante aquellamiseria de la que todos participamos comono sea de su ignorancia? (E, 303). Arrancadas sus variadas máscaras individuales,el estudio de lo más inseparable de la naturaleza humana, de lo que mejor expresaa la humanidad, nos depara una lecciónelemental: «Todos han nacido desnudosy pobres, todos sometidos a las miseriasde la vida (...), a los dolores de toda especie; finalmente, todos están condenados ala muerte. He ahí lo que es realmente elhombre; he ahí eso de que ningún mortalestá exento» (E, 296). Hay que conocera los hombres «tal como son», y no paraodiarlos, sino para compadecerlos. Éste es,«en mi opinión, el sentimiento mejorentendido que el hombre puede tenersobre su especie ...» (E, 317).
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Claro que no es la mera idea de unahumanidad doliente la capaz de excitar lacompasión, sino el conocimiento particularde los sufrimientos humanos lo que -precisarnente por padecerlos por igual- convierte a los hombres en nuestros semejantes y nos impulsa a compadecerlos. Mientras nos sean extraños, mientras la desgracia de su suerte no nos evoque lo probablede nuestra propia desgracia, la piedadnatural queda en suspenso. «Para volversesensible y compasivo es preciso que el niñosepa que hay seres semejantes a él, quesufren lo que él ha sufrido, que sientenlos dolores que él ha sentido y otros delos que debe tener idea porque tambiénpuede sentirlos» (E, 298 Y300). Sin exceso[porque no es bueno «pasearlo de enfermoen enfermo, de hospital en hospital» (E,310)], para no endurecerle, pero hay quemostrar al alumno el espectáculo de laspenalidades humanas. Sólo entonces sehace prácticamente posible ese movimiento que a uno le transporta fuera de sí mismo y le pone en el lugar del otro.
Pero es en este punto preciso dondela línea educativa de la piedad se bifurca.Aquí -aun con ciertas dificultades y sediría que a veces sin la conciencia expresade Rousseau- asoman dos caminos conducentes a otros tantos modos o gradosde compasión; la piedad como sentimientocultivado, el uno, y la piedad ya como virtud, el otro. Su diferencia no radica sóloen el distinto motor que las anima, sinoen el distinto alcance de los males que contempla, así como en el diverso discernimiento, cuantitativo y cualitativo, de losobjetos a los que se aplican. Si la emociónpiadosa brota de la comparación inmediatacon el otro, la virtud de la piedad requierela mediación de un profundo conocimientodel hombre. Mientras la primera se confunde con un contagio afectivo, la segundaencuentra en ese contagio su mayor obstáculo y se esfuerza en depurar al máximoa la compasión de la sensibilidad de la que
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surgió y que todavía la acompaña. En uncaso la piedad está aún teñida de amorpropio, en el otro es ya hija legítima delamor de sí. Tal es la clave de la respuestade Rousseau a quienes, por suponer a lapiedad producto de un instito natural, ladesdeñan. En suma, hay otra forma de piedad mucho más digna que la contagiosay mimética.
6. La piedadcomo sentimiento
El sentimiento de piedad, en efecto, se acomoda fácilmente a las máximas que a supropósito enumera nuestro autor. Dice laprimera que «no es propio del corazónhumano ponerse en el lugar de personasque son más felices que nosotros, sino sólode aquellas que son más de compadecer»(E, 298). Pero hay motivos para sospecharde una emoción tan cercana a la envidiay al resentimiento, de un afecto tan pobreque su protagonista sería capaz de compadecerse del mal de otro, pero en modoalguno de congratularse de su bien. En elreconocimiento de esa impotencia, la meracompasión sentimental viene a confesar supropio carácter miserable. Tampoco lasegunda máxima acerca de la piedad, segúnla cual nunca se compadecen en los demássino los males de los que no nos creemoslibres (E, 299), la eleva por encima de lasensibilidad. Pues una creencia infundadaen su bienestar presente, o en la improbabilidad de su desgracia futura, puededeslucir por completo el sentimiento delpiadoso. Sería de hecho una piedad errónea o contradictoria que, aderezada condosis variables de vanidad y superioridad,traería consigo el desprecio hacia el compadecido. Tal ocurre con la compasión dictada por el amor propio, ese afecto quenos lleva a compararnos y a encumbrarnossobre cualquier semejante. «Al considerarsu rango en la especie humana y verse tanfelizmente situado en ella, Emilio (...) se
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dirá: soy sensato y los hombres son locos.Compadeciéndolos los despreciará, felicitándolos se estimará más; y, sintiéndosemás afortunado que ellos, se creerá másdigno de serlo. He ahí el error más detemer por ser el más difícil de destruir...»(E,329).
¿Acaso no es este último un riesgo seguro que corre el piadoso, si resulta inevitableque su sentimiento se acompañe, ya queno del desprecio hacia su objeto, sí almenos de una conciencia satisfecha nadalejana de su propia sobreestimación? «Lapiedad es dulce, porque al ponernos enel lugar del que sufre sentimos el placer,sin embargo, de no sufrir como él» (E,296). Algunos 12 han visto en ello el papelirónico y hasta paradójico que en el pensamiento de Rousseau juega la piedad, unsentimiento que parece participar a untiempo de los rasgos del amor de sí y delamor propio. Pero la paradoja se desvanece en cuanto se consideran los caracteresde instantaneidad y provisionalidad (o sea,las notas contrarias a las que tendría sifuera un producto de la reflexión) quecomo sentimiento le corresponden. Resulta explicable entonces que, siendo el primer espectáculo que sorprende a Emilioun objeto de tristeza, el primer replieguesobre sí mismo venga con un sentimientode placer. .., pero nada sabemos de lossiguientes. Así como tampoco ha de extrañar que «disfrute» a la vez de la compasiónpara con los males ajenos y -con tal desuponerla sólo momentánea- de la Ielicidad presente que lo exime de ellos. Porlo mismo, en fin, ese «estado de fuerza»por el que la piedad nos permite dispensaral otro la parte sobrante de nuestra atención viene definida en términos sensibles;desde la razón que aún ha de imponerse,en cambio, aquel sentimiento es más bienprueba de una cierta debilidad.; Podríaconfirmarlo la última de las máximas, parala que la piedad del mal ajeno se midepor el sentimiento que atribuimos a quie-
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nes lo sufren (E, 301). Pues esa regla certifica que nuestra respuesta afectiva a ladesgracia del otro no depende tanto dela objetividad de su desdicha misma, sinodel albur de nuestro propio afecto haciaquien la padece y, así, del sentimiento queen la imaginación le prestemos como suyo.En último término, si el sentimiento ajenosólo nos es accesible a través del propioy de sus imprevistas variaciones, raro seríaque la compasión de ese mal fuera en verdad congruente con la naturaleza mismadel mal. Cuando sólo la sensibilidad estáen juego, lo más probable es una piedad meramente aproximada (y, por eso,inapropiada) a su objeto.
De ahí que este género de compasión,por el hecho de desencadenarse ante losmales más aparentes, sea entre los hombres el más temprano y común. Su dependencia respecto de las impresiones sensibles limita la extensión de los objetos cornpadecibles al «aparato de las operacionesdolorosas» y, sólo más tarde, a la idea dela muerte, pero le pasan desapercibidas laspenas morales y las aflicciones más sutiles(H, 303-304). De modo correspondiente,en la tipología de piadosos predomina eseindividuo para el que la amplitud del círculo al que alcanza su compasión es asimismomuy reducida: «esa sensibilidad se limitaráprimero a sus semejantes, y sus semejantesno serán para él desconocidos, sino aquellos con los que mantiene relaciones, aquellos que el hábito le ha hecho queridosy necesarios» (E, 313). A decir verdad, elrigor lógico obligaría a incluir como notade esta piedad más o menos próxima ala sensiblería la propensión a hacer distingos entre sus posibles destinatarios.Arrastrado por sus primeras impresiones,el piadoso sólo dedicaría su compasión aquien a sus ojos la merece, es decir, alpobre o al bueno, pero no al rico y al malvado. De hecho, más que piedad, «es grandísima crueldad hacía los hombres la piedad por los malvados» (E, 340). Pero aquí
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incurre nuestro autor en una incoherenciaque sólo se resuelve si se desplaza el análisis hacia la otra forma de piedad.
7. La virtud de lapiedad
Porque hay, a juicio de Rousseau, otraespecie de compasión que sc libra de lasservidumbres y limitaciones de la sensibilidad y asciende al grado de virtud. Éstees el estadio superior de su desarrollo enel individuo (yen la Humanidad), tal esla meta a que aspira una pedagogía de lapiedad. Y esa piedad que es ya virtud sólopuede conquistarse merced a la reflexión,mediante un ejercicio permanente de larazón asentado en el conocimiento de lanaturaleza humana y de los hombres singulares. La piedad es enternecimiento yreflexión, o, mejor aún, un enternecimientoque para ser realmente valioso debe nacerde la reflexión. «No es tanto lo que [elverdadero compasivo] ve como su vueltasobre lo que ha visto lo que determina eljuicio que sobre ello tiene; y la duraderaimpresión que recibe de un hecho le vienemenos del hecho mismo que del punto devista desde el que se le induce a recordarlo» (E, 310). Si sólo fuera ciega y espontánea reacción ante el mal contemplado,la compasión sería ciertamente un contagio en el orden de los sentimientos. Perosi admitimos con Rousseau que, tan prontocomo el hombre comienza a pensar «yano cesa» (E, 342), entonces no habrá emoción que se produzca al margen del pensamiento. Si «toda sabiduría humana enel uso de las pasiones» se resume en ordenar los afectos del alma según las verdaderas relaciones del hombre, entonces nohay pasión que merezca llamarse en puridad humana si no cae bajo el poder --como individuo o como especie- del hombre (E, 293). En definitiva, la sabiduríaacerca de los sentimientos consiste en queel hombre sea su señor, es decir, sea «dueño
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de dirigir su imaginación hada tal ° cualobjeto, o de darle tal o cual hábito» (lacursiva es mía). La piedad permanececomo pasión (o sea, como contagio) cuando su aparente sujeto no es tal, sino suobjeto. La piedad se convierte por fin envirtud cuando su sujeto la domina, cuandoes una pasión libre.
Desde esta especial exigencia, la compasión gana en cuanto a calidad y cantidadde los males susceptibles de desencadenarla y, con ello, en el número de seres humanos dignos de recibirla. Por guardar elparalelismo con los rasgos propios de sumodo anterior, la virtud de la piedad yano se limita a ponerse tan sólo en el lugardel sufriente... por aquello de que la identificación con el más venturoso sería causasegura de envidia. Esa piedad no puedeestar reñida con la simpatía o complacencia hacia la felicidad ajena. Ese piadosoes incluso capaz de apiadarse del que semuestra como feliz por lo que inevitablemente tiene de infeliz. «[Al rico o al grande] a veces se le ama en sus desgracias,pero mientras prospera no hay más amigoverdadero que aquel que no es víctima delas apariencias y que lo compadece, másque lo envidia, a pesar de su prosperidad»(E, 299). Y es que, por otra parte, no haymal del otro del que no podamos apiadarnos si sabemos que no hay mal del quenosotros mismos estemos libres. Cualquierpresunción de estar definitivamente alabrigo de las desgracias de la condiciónhumana sería ridícula, toda atribución desuperioridad del compasivo ante el desdichado está fuera de lugar. Ni siquieralos hombres más grandes se engañan sobresu estado, sino que su misma concienciales inclina a la compasión: «Cuanta más(superioridad] tienen, más saben todo loque les falta. Están menos envanecidos desu elevación sobre nosotros que humillados por el sentimiento de su miseria» (E,329-330).
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Por eso, a diferencia del sentimientoque se despierta ante los gritos de dolory las desgracias patentes, pero que apenasllega más allá, a la piedad virtuosa -menos común, más tardía-s- le afectan también las pesadumbres más íntimas ysoterradas (E, 304). Y, sobre todo, estegénero de piedad no hace acepción entresus objetos posibles; su tendencia irrefrenable es hacia la universalidad sin reservas.El piadoso por afección reducía su sentimiento al círculo siempre exiguo de susconocidos. «Sólo después de haber cultivado su carácter de mil maneras, despuésde muchas reflexiones sobre sus propios sentimientos y sobre lo que observe en los demás(la cursiva es mía), podrá llegar a generalizar sus nociones individuales bajo laidea abstracta de humanidad y unir a susafecciones particulares las que puedanidentificarle con su especie» (E, 313).
Ya no se trata de aquella piedad que,en tanto que dotados de una sensibilidadcomún, reclamaba Rousseau a los hombrespara los sufrimientos de los animales; ahora se les demanda una piedad más alta,que sólo puede dirigirse a los de su especiey a la especie humana como totalidad.Tampoco hablamos de aquel grado inferior de compasión que, por basarse tan sóloen el sentimiento inmediato, daba muestras de estar afectado de alguna debilidad.Estamos más bien en el paso del sentimiento a la virtud y ante el movimientode universalización que lo hace efectivo:«Extendamos el amor propio (léase aquí"amor de sí", pues ése es su sentido preciso, A. A.) a los demás seres, lo transformaremos en virtud, y no hay corazónhumano en el que esa virtud no tenga suraíz (...). Para impedir que la piedad degenere en debilidad es menester, pues, generalizarla y extenderla a todo el génerohumano. Entonces no nos entregamos aella sino cuando está de acuerdo con lajusticia, porque, de todas las virtudes, lajusticia es la que más concurre al bien
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común de los hombres. Por razón y poramor a nosotros mismos, hay que tenermás piedad de nuestra especie que denuestro prójimo» (E, 339-340). De ser así,la compasión por el prójimo debe subordinarse a la compasión por la humanidadentera; o, lo que es igual, esa virtud sóloprueba fehacientemente su virtus cuandoabarca a la especie, y no se limita (pordebilidad sensible) al individuo. La piedadllega hasta donde alcanza la justicia, y esvirtud sólo en tanto en cuanto concuerdacon ella.
A lo que sólo faltaría añadir, por último,que no hay virtud en la pitié mientras éstano sea activa, hasta que no culmine en laefectiva beneficencia. Si al sentimiento piadoso le basta con su mera autocomplacencia, en su grado de virtud la piedad dejade ser tan sólo compasiva y se entrega delleno a la acción. Si el efecto compasivose despierta por el espectáculo de la miseria(y ahí radica su esencial limitación), parala virtud de la piedad «c'est l'existente etnon la vue des malheureux qui la tourmente»; en tanto que el uno se satisface conignorar la desgracia ajena que no ve, laotra sólo descansa cuando sabe con certezaque no hay tal desgracia a su alcance (NH,V, 2, pp. 401-402). De ahí que esta piedadmás elevada nada tenga en común con «esapiedad estéril y cruel que se contenta concompadecer los males que puede curar»(E, 337-338). Ya su estrecho parentescocon la justicia le induce a investigar, cuando son asequibles a la intervención humana, tanto las causas de los males que descubre como los medios para remediarlos.Pero, más allá de la tierna emoción compasiva y hasta del afán de justicia, es eldeseo mismo de la felicidad ajena lo quemueve a la piedad cuando es virtud. Talle ocurre a Emilio, a quien «la imagen dela felicidad lo lisonjea y, cuando puedecontribuir a producirla, es un medio máspara compartirla». Ya se dijo antes: lo que
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comenzaba como una repugnancia ante elsufrimiento de un semejante acaba en eldeseo comprometido de su felicidad.
8. Piedady justicia
Así que habrá que discrepar de Rousseauen la exacta medida en que, en este punto,Rousseau discrepa consigo mismo. A primera vista, y según la anterior conclusión,el malvado está del todo excluido de losfavores de la piedad y compadecerse desus apuros sería un gesto de crueldad haciasus víctimas. En esa incongruencia caenlos que no distinguen entre quienes sufrenmales merecidos y quienes los sufren sinmerecerlos, esos piadosos complacientes einactivos que mantienen la convicción deque felicidad y desgracia se reparten a partes iguales entre pobres y ricos. ¿Cómono repudiar tan burdo sofisma? «Las penasdel rico no le vienen de su estado, sinosólo de él, que abusa de este estado. Aunque fuera más desventurado que el pobremismo, no hay que compadecerle, porquesus males son todos obra suya, y sólo deél depende ser feliz» (E, 302). Apiadarsede las tribulaciones del culpable, cualesquiera que sean, parece sin duda un agravio contra los inocentes que aquél hadañado.
Sí, mas ¿no se estará estrechando enexceso la noción de mal para hacerla denotar tan sólo los males de naturaleza social,los engendrados por las relaciones humanas? Según eso, ¿no se recorta así la universalidad peculiar del objeto de la piedadcomo virtud?; y, con ello, ¿acaso no se fuerza a la piedad a ser nada más -aunqueno sea poco- que una piedad política?La respuesta es desde luego afirmativa, atenor de textos sumamente clarificadores.«El hombre es el mismo en todos los estados (...). Ante quien piensa (la cursiva esmía), todas las distinciones sociales desaparecen» (E, 301). Por sangrantes que
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sean las desigualdades sociales que separan y enfrentan a los individuos, siempreserán menos dolorosas que los males emanados de la condición humana misma quelos une. Mientras aquéllas pueden almenos ser combatidas y en último términoresultan superables, la férrea necesidadcon que los últimos se imponen privan detoda esperanza a la empresa de erradicarlos. También los criminales, como sus víctimas, han de morir. La piedad social ypolítica se mueve todavía en una lógicade lo particular, delimita unas preferenciasy exclusiones para su ejercicio. La piedada secas, como virtud, sólo es tal por seruniversal: no cierra los ojos a los malessingulares, sino que percibe el mal encerrado tras la apariencia de los males singulares. De modo que esa compasión queciertos hombres no merecerían como malvados se la ofreceremos porque son hombres.
Pero, a fin de cuentas, también se ladebemos en su condición misma dc malvados. Si la piedad virtuosa alcanza, porun lado, su carácter universal al cubrir consu manto incluso al próspero (pues trassu momentánea felicidad percibe su últimay segura desventura), esa misma universalidad se manifiesta del otro lado cuandocomprende asimismo al perverso. Éstepaga sus males con su propio mal; un malque, por pertenecer a la clase menos visiblede las penas humanas, queda oculto a lamirada del amor propio y sólo resulta accesible a la verdadera piedad: «es nuestropropio interés el quc nos hace odiar a losmalvados; si no nos hicieran ningún mal,tendríamos para ellos más piedad queodio. El mal que nos hacen los malvadosnos hace olvidar el que se hacen a sí mismos (...). Sentimos la ofensa y no vemosel castigo; las ventajas son aparentes; lapena es interior...» (E, 328). La compasiónque suscitan las víctimas de sus fechorías,la indignación que alimenta el clamor dejusticia contra el autor de esos crímenes,
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en nada prohíben la exigencia de una última piedad para con el malvado.
i.y cuáles son ese castigo y esa penainterior que estos individuos, en aparienciamás libres de sufrimiento y más determinantes del sufrimiento ajeno, tambiénsufren y por los que demandan piedad?Ante todo, su servidumbre, si es cierto queésta es «el peor de los males». Tal es laidea que anima la conducta compasiva deEmilio, una vez que su piedad natural hasido depurada por la reflexión: «Compadece a esos miserables reyes, esclavos detodo lo que les obedece; compadece a esosfalsos sabios (...), a esos ricos necios (...),a esos voluptuosos de parada (...). Compadecería al enemigo que le hiciese mala él mismo, porque en sus maldades veríasu miseria. Se diría: imponiéndose la necesidad de hacerme daño, este hombre hahecho depender su suerte de la mía» (E,329).
Bien se ve, pese a ciertas tesis de tenoropuesto, que para Rousseau la piedad nicoincide con la justicia, ni es una formade justicia, sino una virtud diferente deella. En cierto sentido, la piedad es requisito imprescindible de la justicia: «Podrán[los hombres endurecidos] ser íntegros yjustos, nunca clementes, generosos ni compasivos. Digo que podrán ser justos si esque puede serlo un hombre cuando no esmisericordioso» (E, 304). En otro, la piedad trasciende con mucho a la justicia, siel delincuente ha de ser compadecido enlos males generales derivados de su condición humana y además en los propiosde su carácter perverso. Una justicia despiadada es por principio sospechosa, perola piedad, para ser tal, requiere ser injusta.
Dos protagonistas de La Nouvelle Helorse ejemplifican a la perfección la distanciaentre amhas virtudes. Mientras J ulie encarna la compasión, a su marido -Mr. DeWolmar- tan sólo le mueve la justicia:«Poco sensible al placer y al dolor, sólomuy débilmente experimento ese sentí-
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miento de interés y de humanidad que noslleva a apropiarnos de las afecciones deotro. Si me duele ver sufrir a las gentesde bien, la piedad no entra aquí para nada,pues no tengo ninguna en ver sufrir a losmalos. Mi único principio activo es el gustonatural por el orden...» (NH, IV, Xl,p. 368). Ese amourde l'ordre, que sólo mostraría compasión (como en Aristóteles)hacia los males sufridos por quienes nolos merecen, no rebasaría el plano de lajusticia.
Se atisban entonces dos grados en lavirtud de la piedad. De un lado, si ésta
es «la raíz de todas las virtudes sociales»,también 10 será de esa virtud social culminante que es la justicia; la compasiónconduce a la justicia, y queda subordinadaa ella, como su auxiliar necesario. Pero,de otro lado, la piedad lanza su miradamás allá de la justicia; si ésta viene a serla piedad hacia la especie, y puede porello desentenderse de las desgracias singulares o incluso llegar a causarlas, la piedad en su grado más sublime se vuelvede nuevo hacia los males de todos los individuos sin dejar ni uno.
NOTAS
I La Nouvelle Heloise (NH), París, Garnier-Flam
maríon, 1967, V, 2, p. 407. las demás obras de Rous
sean se citarán por estas siglas y ediciones: Discurso
sobre el origen y fundamento de la desigualdad entre
los hombres (DD), Contrato Social (eS). Carla a Chris
tophe de Beaumont (ChB), todas ellas en Escritos de
combate. Madrid, Alfaguara, 1979; Emilio (E), Madrid,
Alianza, 1990; Essaisurl'origine des langues (OL), París,
Gallimard, 1990; Ensoñaciones de Wl paseante solitario
(EPS), Madrid, Alianza, 2.' r., 1988.
, Confesiones, Madrid, Tebas, 1974 (París, Galli
rnard,2.vols.,1973). Entre otros lugares, véase caps. V.
216 (1, 275); VII, 321 (JI, 71); VIIl. 349 (H, 104); IX,
402 Yss, (JI, 1(5); IX, 413 (H, 179); IX, 435 (11,204);
IX, 446 nr, 212); IX, 458 rn, 232-233); X, 499 (I1,
281); XI, 536 (H, 324); XII, 600 (ll, 402); XII, 615(H,419).
.l Horacio.Arspoetica, pp. 101.102.
• Sobre la clemencia. Madrid, Tecnos, Il, 6, 4,
1988. CfL también n.4-5.
202
s Kant, Metafisica de las costumbres, Segunda parte, 34, Madrid, Tecnos, 1989, pp. 327·328.
• La voluntad de dominio, Il, núm. 368, en Obras
Completas, Madrid, M. Aguílar Editor, t. VIII, 1932,pp. 210-211.
, Ética, lIT, XXVII, pp. 208-209 (ed. cit.). Cfr.también IU, XXXI, p. 213; IU, XXXII, p. 215; IV,Apéndice, c. XUl, p. 342.
'Aurora, H, 142, en Obras Completas, ed, cit.,pp. 112-114.
, Véanse a este propósito los comentarios deJ. Starrobinskí en la nota 1 a este texto (pp. 239-241)Y de J. Derrida en su De la Grammatologie, París,Mínuít, 1967, cap. 3, pp. 244-272.
10 M. Weber, Economia y sociedad, México, FCE,4." reimp., 1979. p. 494. Cfr. K. Marx, Manuscritos,
Madrid, Alianza, 1969. p. 169.
11 A. de Tocqucville, La democracia en América,
vol.lI, 3." parte, cap. 1, Madrid, Alianza. 1980.
" K. Ansell-Pearson, Nietzsche contra Rousseau,Cambridge Uníversity Press, 1991, pp. 67-68.
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