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La Piel de Zapa Honoré de Balzac Obra reproducida sin responsabilidad editorial

La piel de Zapa¡sicos en Español...ligeramente pelados, reveló bastante á las claras un alma todavía inocente. Así, el viejecillo, encenagado sin duda, desde su mocedad en los

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La Piel de Zapa

Honoré de Balzac

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Advertencia de Luarna Ediciones

Este es un libro de dominio público en tantoque los derechos de autor, según la legislaciónespañola han caducado.

Luarna lo presenta aquí como un obsequio asus clientes, dejando claro que:

1) La edición no está supervisada pornuestro departamento editorial, de for-ma que no nos responsabilizamos de lafidelidad del contenido del mismo.

2) Luarna sólo ha adaptado la obra paraque pueda ser fácilmente visible en loshabituales readers de seis pulgadas.

3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

www.luarna.com

IEL TALISMÁN

Hacia fines del mes de octubre último,entró un joven en el Palacio Real, en el momen-to en que se abrían las casas de juego, conformea la ley que protege una pasión esencialmenteimponible. Sin titubear apenas, subió la escale-ra del garito señalado con el número 36.

-¡Caballero! ¿me hace usted el favor delsombrero? - requirió en voz seca y gruñona unviejecillo paliducho, acurrucado en la sombra,resguardado por una barricada, y que se levan-tó súbitamente, mostrando un rostro vaciadoen un tipo innoble.

Cuando entras en una casa de juego, laley comienza por despojarte de tu sombrero.¿Será ello una parábola evangélica y providen-cial? ¿Será más bien una manera de cerrar uncontrato infernal contigo, exigiéndote no sé quéprenda? ¿Será quizá para obligarte a guardaractitud respetuosa para con aquellos que van a

ganarte el dinero? ¿Será por ventura, que lapolicía, agazapada en todos los bajos fondossociales, tiene afán de averiguar el nombre detu sombrerero o el tuyo, si es que le has estam-pado en el forro? ¿Será, en fin, para tomar lamedida de tu cráneo y confeccionar una ins-tructiva estadística, relativa a la capacidad ce-rebral de los jugadores? En este punto, el silen-cio de la Administración es absoluto. Pero, sá-belo bien; apenas avances un paso hacia el tape-te verde, ya no te pertenece tu sombrero, comotampoco te perteneces tú mismo; tanto tú, comotu fortuna, tus prendas de vestuario, hasta tubastón, todo es del juego. A tu salida, el juegote demostrará, mediante un atroz epigrama enacción, que te ha dejado algo, devolviéndote tuindumentaria. No obstante, si en alguna oca-sión llevas sombrero nuevo, aprenderás, a tucosta, que conviene hacerse un traje de jugador.

El asombro manifestado por el joven alrecibir una ficha numerada a cambio de susombrero, cuyos bordes, por fortuna, estaban

ligeramente pelados, reveló bastante á las clarasun alma todavía inocente. Así, el viejecillo,encenagado sin duda, desde su mocedad en losardientes placeres de la vida del jugador, lelanzó una mirada de compasiva ternura, en loque un filósofo hubiera leído las miserias delhospital, la vagabundez del arruinado, los su-marios y procesos, los trabajos forzados a per-petuidad, las expatriaciones al Guazacoalco.Aquel hombre, cuya escuálida y exangüe fazdenotaba la deficiencia de alimentos, presenta-ba la pálida imagen del vicio reducida a su másmínima expresión. Sus arrugas delataban lashuellas de antiguas torturas, y debía jugarse susmenguados emolumentos el día mismo en quelos cobraba. Semejante a esos rocines en los queno producen mella los palos, no había nada quele inmutara; los sordos gemidos de los jugado-res que salían arruinados, sus mudas impreca-ciones, sus estúpidas miradas, no causaban enél la más ligera impresión. Era la encarnación

del juego. Si el joven hubiera contemplado altriste Cerbero, quizá se habría dicho:

-¡Ese hombre es una baraja ambulante! El desconocido desatendió el consejo

viviente instalado allí sin duda por la Provi-dencia como ha situado la repulsión a la puertade todos los lugares de vicio, y entró resuelta-mente en la sala, donde el sonido del oro ejercíadeslumbradora fascinación sobre los sentidos,en plena codicia. Era probable que aquel jovenfuese impulsado allí por la más lógica de todaslas elocuentes frases de J. J. Rousseau, que, a mijuicio, encierra este triste pensamiento «Sí, con-cibo que un hombre recurra al juego; pero sóloen el caso extremo de no ver más que su últimoescudo entre él y la muerte.»

Por la tarde, las casas de juego sólo tie-nen una poesía vulgar, pero de un efecto tanseguro como un drama sangriento. Las salasestán repletas de «mirones» y de jugadores, deancianos indigentes, que se arrastran por allípara entrar en calor, de fisonomías agitadas, de

orgías comenzadas en el vino y prestas a acabaren el Sena. Si la pasión abunda, el excesivo nú-mero de actores impide contemplar frente afrente al demonio del juego. La velada es unverdadero trozo de conjunto, en el que toda lacompañía canta, en el que cada instrumento dela orquesta modula su frase. Allí se ven nume-rosas personas respetables, que van en busca desolaz y lo pagan, como pagarían el placer delespectáculo o la satisfacción de un caprichogastronómico. ¿Pero alcanzaríais a comprendertodo el delirio y el vigor encerrados en el almade un hombre que espera con impaciencia laapertura de un tugurio? Entre el jugador de lamadrugada y el jugador de la tarde, existe ladiferencia que separa al marido indolente delamante embobado bajo los balcones de su bel-dad. Sólo durante la madrugada se muestran lapasión palpitante y la necesidad, en toda suhorrible desnudez. En aquel momento podríaisadmirar a un verdadero jugador, a un jugadorque no ha comido, dormido, vivido ni pensado

mientras ha sido flagelado por el látigo de sumartingala, mientras ha sufrido, asediado porla comezón de un golpe de «treinta y cuarenta».A aquella hora maldita, encontraríais ojos cuyacalma espanta, rostros que fascinan, miradasque remueven las cartas y las devoran. Así, lascasas de juego no son sublimes más que a laapertura de sus sesiones. Si España tiene suscorridas de toros, si Roma tuvo sus gladiado-res, París puede vanagloriarse de su PalacioReal, cuyas provocativas ruletas proporcionanel placer de ver correr la sangre a oleadas, sin eltemor de que resbalen los pies. Intentad lanzaruna mirada furtiva sobre aquella palestra, en-trad... ¡Qué desnudez! Los muros, cubiertos deun papel mugriento hasta la altura' de una per-sona, no ofrecen una sola imagen capaz de re-frigerar el alma. Ni siquiera se encuentra unclavo para facilitar el suicidio. El entarimadoestá carcomido y sucio. Una mesa oblonga ocu-pa el centro de la sala. La modestia de las sillasde paja agrupadas en torno de aquel tapete

gastado por el roce del oro, denuncia una cu-riosa indiferencia por el lujo, entre los hombresque van a sucumbir allí por el afán de la fortu-na y del fausto. Esta antítesis humana se descu-bre dondequiera que el alma reacciona podero-samente sobre sí misma. El galán desearía ver asu amada reposando sobre mullidos cojines deseda, envuelta en vaporosos tisúes orientales, yla mayor parte del tiempo la posee sobre uncamastro. El ambicioso se imagina en la cumbredel poder, sin dejar de rastrear por el fango delservilismo. El traficante vegeta en el fondo deun tenducho húmedo y malsano, levantandoun vasto palacio de donde su hijo, herederoprecoz, será arrojado por una licitación frater-nal. En fin, ¿existe algo más repulsivo que unacasa de placer? ¡Problema singular! En constan-te oposición consigo mismo, midiendo sus es-peranzas por sus males presentes y sus malespor un porvenir que no le pertenece, el hombreimprime a todos sus actos el carácter de la in-

consciencia y de la debilidad. Aquí abajo, nohay nada completo más que la desgracia.

Cuando el joven entró en el salón, habíaya en él varios jugadores. Tres ancianos calvosestaban sentados indolentemente alrededor deltapete verde: sus rostros marmóreos, impasi-bles, como los de los diplomáticos, revelabanalmas estragadas, corazones que hacía muchotiempo que se habían olvidado de palpitar, niaun arriesgando los bienes parafernales de unaesposa.

Un joven italiano, de negra cabellera ytez cetrina, acodado tranquilamente al extremode la mesa, parecía escuchar esos presentimien-tos secretos que gritan fatalmente al jugador: -¡Sí! -¡No! Aquella cabeza meridional respirabaoro y fuego. Siete u ocho mirones, en pie, ali-neados formando galería, aguardaban las esce-nas que les preparaban los vaivenes de la suer-te, las fisonomías de los actores, el movimientodel dinero y el de las raquetas. Aquellos des-ocupados se estacionaban allí, silenciosos, in-

móviles, atentos como el pueblo al cadalso,cuando el verdugo cercena una cabeza. Unhombre alto y flaco, raído de ropa, con una tar-jeta en una mano y un lapicero en la otra, mar-caba los pases del encarnado y del negro. Erauno de esos Tántalos modernos, que viven alborde de todos los goces de su siglo, uno deesos avaros sin tesoro, que atraviesan una pues-ta imaginaria; especie de loco razonable, que seconsolaba de sus miserias acariciando unaquimera, que actuaba, en fin, con el vicio y elpeligro como los recién ordenados con la Euca-ristía, cuando dicen misas blancas. Frente a labanca, un par de esos ladinos especuladores,expertos en lances de juego y semejantes a anti-guos forzados, a quienes ya no asustan las gale-ras, permanecían en acecho, para aventurar tresgolpes y llevarse inmediatamente la incierta ga-nancia de que vivían. Dos viejos criados se pa-seaban perezosamente con los brazos cruzados,mirando de vez en cuando al jardín, por detrás

de las vidrieras, como para mostrar a los tran-seúntes sus anchas faces, a guisa de enseña.

El «banquero» acababa de lanzar su in-expresiva mirada circular sobre los «puntos» yde pronunciar el monótono «¡Hagan juego!»,cuando el joven abrió la puerta. El silencio sehizo más profundo y las cabezas se volvieron alrecién llegado, por curiosidad. ¡Cosa inaudita!Los embotados viejos, los pétreos empleados,los «mirones» y hasta el fanático italiano, expe-rimentaron cierta impresión de espanto, al veral desconocido. ¿No se ha de ser bien desgra-ciado para obtener piedad, bien débil para ins-pirar simpatía, de bien siniestro aspecto paraestremecer las almas, en un lugar en que losdolores deben ser mudos, donde la miseria esalegre y la desesperación mesurada? Pues bien;de todo ello hubo en la sensación nueva queremovió aquellos corazones helados, en el mo-mento de entrar el joven. ¿Acaso no llorarontambién alguna vez los verdugos, ante las vír-

genes cuyas blondas cabezas debían ser sega-das a una señal de la Revolución?

A la primera ojeada, los jugadores leye-ron en el semblante del novicio algún horriblemisterio. Sus juveniles facciones estaban im-pregnadas de una gracia nebulosa; sus miradasdenunciaban esfuerzos fracasados, mil espe-ranzas defraudadas. La hosca - impasibilidaddel suicidio daba a aquella frente una palidezmate y enfermiza: una amarga sonrisa plegabaligeramente las comisuras de los labios, y lafisonomía expresaba una resignación, que im-presionaba desagradablemente. Algún secretogenio centelleaba en el fondo de aquellas pupi-las, veladas quizá por las fatigas del placer.¿Era que los estragos de una vida licenciosaempañaban el brillo de aquel noble rostro, enotro tiempo puro y rozagante, ahora degrada-do? Los médicos habrían atribuido indudable-mente a lesiones cardíacas o pulmonares el cír-culo amarillento que rodeaba los párpados y eltinte rojizo de las mejillas, en tanto que los poe-

tas hubieran pretendido reconocer en aquellossíntomas los estragos de la vigilia, las huellasde noches de estudio pasadas al resplandor deun quinqué. Pero era una pasión más mortalque la enfermedad, una enfermedad más im-placable que la fiebre del estudio, la que altera-ba aquel cerebro mozo, la que contraía aquellosmúsculos vivaces, la que hacía retorcer aquelcorazón, apenas desflorado por las orgías, elestudio y la enfermedad. Así como cuando lle-ga un célebre criminal al presidio, los penadosle acogen con respeto, así todos aquellos demo-nios humanos, duchos en torturas, saludaronun dolor insólito, una herida profunda quesondeaba su mirada, y reconocieron uno de suspríncipes en la majestad de su muda ironía, enla elegante miseria de sus ropas, El joven vestíaun frac de buen gusto, pero los bordes del cha-leco y de la corbata estaban concienzudamenteunidos, para que se le supusiera camisa. Lalimpieza de sus manos, pulidas como manos

femeninas, era bastante dudosa; en fin, ¡hacíados días que no llevaba guantes!

Si el banquero y los propios criados dela sala se estremecieron, fue porque aun se ob-servaban los rastros de una encantadora ino-cencia en aquellas formas gráciles y delicadas,en aquella blonda y rala cabellera, ensortijadanaturalmente. El sujeto en cuestión no contabamás de veinticinco años, y el vicio parecía seren él tan sólo un accidente. La lozanía de lajuventud seguía luchando con los estragos deuna impotente lascivia. Las tinieblas y la luz, lanada y la existencia combatían entre sí, produ-ciendo a la vez atracción y horror. El joven sepresentaba allí como un ángel sin aureola, ex-traviado en su camino. Así, todos aquellos pro-fesores eméritos de vicio y de infamia, semejan-tes a una repugnante Celestina, acometida porla piedad a la vista de una hermosa doncellaque se ofrece a la corrupción, estuvieron a pun-to de gritar al novato

-¡Vete!

El recién llegado marchó derecho a lamesa, se quedó en pie, tiró al azar sobre el tape-te una moneda de oro que tenía en la mano, yque fue. rodando, al negro; luego, a fuer decorazón esforzado, que abomina de trapacerasincertidumbres, lanzó al tallador una mirada,entre turbulenta y tranquila. El interés de aquelgolpe fue tal, que los viejos hicieron postura;pero el italiano, asaltado por una luminosa ideaque cruzó su mente, con el fanatismo de la pa-sión, apuntó su montón de oro en contra deljuego del desconocido. El banquero se olvidóde pronunciar esas frases que, a la larga, seconvierten en un murmullo ronco e inin-teligible

-¡Hagan juego!... ¿Está hecho?... ¡No vamás!

Al extender las cartas sobre la mesa, eltallador, indiferente siempre a la pérdida o a laganancia de los aficionados a aquellos sombríosplaceres, pareció mostrarse deseoso de que lasuerte favoreciese al advenedizo. A cada espec-

tador se le antojó ver un drama y la última es-cena de una noble vida en la suerte de aquellamoneda de oro; sus pupilas, clavadas en lasfatídicas cartulinas, chispeaban; pero, a pesarde la atención con que miraron alternativamen-te al joven y a las cartas, no pudieron sor-prender el menor síntoma de emoción en sufisonomía fría y resignada.

-Encarnado gana, color pierde - cantó elbanquero con solemnidad.

Una especie de sordo estertor salió del pechodel italiano, al ver caer, uno a uno, los billetesdoblados que le arrojó el pagador. En cuanto aljoven, no se dio cuenta de su ruina hasta elmomento en que se alargó la raqueta para re-coger su última moneda. El marfil produjo unruido seco al chocar con el metal, y la moneda,rápida como una flecha, fue a reunirse al mon-tón de oro apilado delante de la caja. El desco-nocido cerró los ojos dulcemente y sus labiosblanquearon; pero casi en el acto descorrió lospárpados, su boca recobró un rojo coralino, y

afectando el aire de un inglés para quien la vidacarece ya de misterios, desapareció sin mendi-gar consuelo con una de esas miradas desga-rradoras que los jugadores, en su desespera-ción, suelen lanzar con harta frecuencia a lagalería. ¡Cuántos acontecimientos se agolpan enel espacio de un segundo y qué de cosas en ungolpe de dados¡

-Debe ser su último cartucho - observósonriendo el raquetero, después de un instantede silencio, durante el cual retuvo la monedade oro entre el pulgar y el índice, para exhibirlaa la concurrencia.

-¡Ese tarambana es capaz de tirarse decabeza al río! - contestó uno de los asiduos,circulando una mirada en torno de la mesa, enla que todos se conocían.

-¡Bah! - exclamó uno de los libreadosservidores, aspirando una toma de rapé.

-¡Si hubiéramos imitado al señor! - dijouno de los viejos a sus colegas, señalando alitaliano.

Todos los presentes miraron al afortunadojugador, cuyas manos temblaban al contar losbilletes de Banco.

-En aquel momento -declaró el italiano-me pareció percibir una voz que murmuraba ami oído: ¡El juego hará entrar en razón a esedesesperado muchacho!

-¡Ese hombre no es jugador¡ -replicó elbanquero-; si lo fuese, hubiera distribuido sudinero en tres posturas, para contar con másprobabilidades.

El joven pasó por delante de la portería,sin reclamar su sombrero; pero el viejo mastín,después de observar el mal estado de aquelguiñapo, se lo entregó sin proferir palabra. Eljugador restituyó maquinalmente la contraseñay descendió las escaleras tarareando "Di tantipalpiti», en tono tan quedo, que apenas oiría élmismo las deliciosas notas.

Una vez bajo las arcadas del Palacio Re-al, siguió hasta la calle de San Honorato, tomóel camino de las Tullerías y atravesó el jardín,

con paso vacilante. Caminaba como por undespoblado, empujado por los transeúntes, aquienes no veía, sin escuchar a través de losclamores populares más que una sola voz; la dela muerte; perdido, en fin, en un ensimisma-miento semejante al que invadía, en otro tiem-po, a los acusados a quienes se conducía en unacarreta desde el Palacio a la Gréve, hacia el ca-dalso tinto en la sangre vertida desde 1793.

Existe algo de grande y de horrible en elsuicidio. Hay muchos cuyas caídas carecen depeligro, porque, como las de los niños, son des-de muy bajo para lastimarse; pero, cuando unhombre se estrella, debe venir de muy alto,haberse elevado hasta los cielos, haber vislum-brado algún paraíso inaccesible. Implacablesdeben ser los huracanes que le fuerzan a de-mandar la paz del alma al cañón de una pistola.¡Cuántos jóvenes talentos, confinados en unabuhardilla, se marchitan y perecen por falta deun amigo, por falta del consuelo de una mujer,en el seno de un millón de seres, en presencia

de una multitud harta de oro y que se aburre lAnte semejante idea, el suicidio adquiere pro-porciones gigantescas. Entre una muerte volun-taria y la fecunda esperanza cuya voz llamara aun joven a París, sólo Dios sabe el cúmulo deconcepciones encontradas, de poesías abando-nadas, de lamentos y de gritos ahogados, detentativas inútiles y de méritos abortados. Cadasuicidio es un sublime poema de melancolía.¿Dónde encontraréis, en el océano de las litera-turas, un libro flotante que pueda luchar engenio con esta gacetilla : «Ayer, a las cuatro,una muchacha se arrojó al Sena desde lo altodel Puente de las Artes.»?

Ante tal laconismo parisino, todo pali-dece; los dramas, las novelas, hasta la vieja por-tada: «Las lamentaciones del glorioso rey deKaérnavan, reducido a prisión por sus hijos»;último fragmento de un libro perdido, cuyasola lectura enternecía a Sterne, sin perjuicio deabandonar a su mujer y a sus hijos.

El desconocido fue asaltado por milpensamientos semejantes, que pasaban en jiro-nes por su alma, como desgarradas banderasondeantes en el fragor de una batalla. Si deposi-taba durante un momento el fardo de su inteli-gencia y de sus recuerdos, para detenerse antealgunas flores cuyas corolas balanceaba muelle-mente la brisa entre los macizos de verdura, sesentía bruscamente embargado por una con-vulsión de la vida, que respingaba todavía bajola abrumadora idea del suicidio, y elevaba losojos al cielo; pero los grises nubarrones. las bo-canadas de viento, cargadas de tristeza, la pe-sadez de la atmósfera, seguían aconsejándolemorir. Se encaminó hacia el puente Real, pen-sando en los últimos caprichos de sus predece-sores. Sonrió al recordar que lord Castlereaghsatisfizo la más humilde necesidad física antesde cortarse el cuello, y que el académico Augerfue a buscar su caja de rapé, aspirando el acrepolvillo al avanzar hacia la muerte. Analizandoestas extravagancias, hubo de interrogarse a sí

mismo, cuando al estrecharse contra el parape-to del puente, para dejar pasar a un mozo delmercado, rozó ligeramente con la manga elyeso de la pared y se sorprendió sacudiéndosecuidadosamente el polvo. Llegado al puntoculminante de la bóveda, miró al agua con airesiniestro.

-¡Mal tiempo para zambullirse! -le dijoriendo una vieja, envuelta en andrajos-. El Senaestá turbio y frío.

El contestó con una sonrisa llena de in-genuidad, que denotaba su delirante ardimien-to; pero se estremeció de pronto, al ver a lo le-jos, sobre el malecón de las Tullerías, la casetarematada por el cartelón, con el siguiente rótu-lo, en letras de un pie de altura: «Salvamentode náufragos». Se le apareció el buen Dacheux,armado de su filantropía, requiriendo y utili-zando aquellos bienhechores remos, que rom-pen la cabeza a los ahogados, cuando tienen ladesgracia de remontarse a la superficie: le vioexhortando a los curiosos, reclamando un mé-

dico, disponiendo las inhalaciones; leyó lospésames de los periodistas, escritos entre labroma de un festín y la sonrisa de una bailari-na; oyó el chocar de las monedas asignadas alos barqueros, por su cabeza, por el prefecto delSena. Muerto, valdría cincuenta francos, mien-tras que vivo no era sino un hombre de talentosin protectores, sin amigos, sin casa ni hogar,un verdadero cero social, inútil al Estado, quepara nada se preocupaba de él. Pareciéndole in.noble una muerte en pleno día, resolvió morirde noche, a fin de entregar un cadáver indesci-frable a aquella sociedad, que desconocía lagrandeza de su vida. Continuó, pues, su cami-no y se dirigió al muelle Voltaire, adoptando elandar indolente de un desocupado que deseamatar el tiempo. Al descender los peldaños queterminan la acera del puente, en el ángulo delmalecón, atrajeron sus miradas unos librotesextendidos sobre el parapeto. En poco estuvoque ajustase algunos. Sonrió, metió filosófica-mente las manos en los bolsillos, y ya se dispo-

nía a reanudar su interrumpida marcha, en laque se notaba cierto dejo de frío desdén, cuan-do quedó admirado al oír resonar unas mone-das en el fondo de su faltriquera, de un modoverdaderamente fantástico. Una sonrisa de es-peranza iluminó su rostro, deslizándose de suslabios a sus facciones y a su frente y haciendobrillar de alegría sus pupilas y sus sombríasmejillas. Aquel destello de felicidad se aseme-jaba a los chispazos que recorren los restos deun papel consumido ya por las llamas; y cupoal semblante la propia suerte de las negras ce-nizas, tornándose triste cuando el desconocido,después de retirar apresuradamente la mano desu bolsillo, vio tan sólo tres monedas de diezcéntimos.

-¡Signorino! ¡Per carita!... ¡Una limos-na para pan!

Un muchachuelo de rostro sucio y abo-tagado, mal cubierto de harapos, tendió la ma-no al personaje, para arrancarle sus últimosrecursos.

A dos pasos del saboyanito, un anciano ver-gonzante, de aspecto achacoso y miserable,envuelto en un mantón agujereado, le dijo enbronca voz velada

-¡Caballero! ¡Una voluntad, por el amorde Dios!...

-Pero, cuando el joven miró al anciano,éste calló y cesó en su súplica, reconociendoquizá en aquel fúnebre semblante la divisa deuna miseria más acerba que la suya.

-Per carita ! ¡Per carita ! El desconocido distribuyó su capital en-

tre el chicuelo y el anciano, abandonando laacera y cruzando a la parte edificada, por nopoder soportar la punzante vista del Sena.

-¡Dios se lo pague y se lo aumente¡ - di-jeron a la vez ambos mendigos.

Al llegar al escaparate de una estampe-ría, el moribundo tropezó con una joven quedescendía de un lujoso tren. Contempló confruición a la encantadora mujer, cuyo blancorostro iba encuadrado armónicamente en la

seda de un elegante sombrero, y quedó seduci-do por su esbelto talle, por la gracia de sus mo-vimientos. La falda, ligeramente levantada porel estribo, dejó al descubierto los delicados con-tornos de una bien moldeada pantorrilla, ence-rrada en una tersa media blanca. La joven entróen el establecimiento regateó y ajustó variosálbumes y colecciones de litografías y comprópor valor de algunas monedas de oro, que relu-cieron y tintinearon sobre el mostrador. Nues-tro personaje, aparentemente abstraído enexaminar los grabados expuestos en el apara-dor, cambió vivamente con la hermosa desco-nocida la más penetrante de las miradas quepueda lanzar un hombre, contra una de esasindiferentes ojeadas dirigidas al azar a los tran-seúntes. Era, por parte del hombre, un adiós alamor, a la mujer; pero esta última y poderosainterrogación no fue comprendida, no conmo-vió aquel corazón de mujer frívola, no la rubo-rizó, no la hizo bajar los ojos. ¿Qué significabaaquello para ella? Una admiración más, un de-

seo inspirado, que le sugeriría por la noche estagrata reflexión: « ¡La verdad es que hoy estababien! »

El joven se trasladó seguidamente de si-tio, sin volver siquiera la cabeza cuando la des-conocida ocupó de nuevo su carruaje. Los caba-llos arrancaron, y aquella postrera imagen dellujo y de la elegancia se eclipsó, como pronto seeclipsaría su vida. Avanzó melancólicamente alo largo de los almacenes, examinando sin graninterés las muestras de mercancías. Cuandoacabaron las tiendas, estudió el Louvre, el Insti-tuto, las torres de Nuestra Señora, las del Pala-cio, el puente de las Artes. Aquellos monu-mentos parecían tomar una fisonomía triste alreflejar los grisáceos matices del cielo, cuyosescasos claros prestaban un aire amenazador aParís, que semejante a una mujer bonita, estásometiendo a inexplicables caprichos de feal-dad y de belleza. Hasta la propia Naturalezaconspiraba para sumir al moribundo en un éx-tasis doloroso. Presa de aquel poder maléfico,

cuya acción disolvente encuentra un vehículoen el fluido que circula por nuestros nervios,sentía llegar insensiblemente su organismo alos fenómenos de la fluidez. Las borrascas deaquella agonía le imprimían un movimientosemejante al de las olas, y le hacían ver edificiosy hombres a través de una bruma, en la quetodo ondulaba. Trató de substraerse a las titula-ciones que producían en su alma las relacionesde la naturaleza física, y se dirigió a un almacénde antigüedades, con el propósito de dar pastoa sus sentidos, o de aguardar allí la noche, si-mulando el deseo de adquirir objetos de arte.Era, por decirlo así, reunir ánimos y pedir uncordial, como los condenados que desconfíande sus fuerzas al ir al patíbulo; pero la concien-cia de su próximo fin infundió, por un momen-to, en el joven la entereza de una duquesa condos amantes, y entró en la tienda del anticuariocon aire desenvuelto, dejando ver en sus labiosuna sonrisa fija, como la de un beodo. ¿Acasono estaba embriagado de la vida, o quizá de la

muerte? No tardó en recaer en sus vértigos, ycontinuó viendo las cosas bajo extraños coloreso animadas de un ligero movimiento, cuya cau-sa era, sin duda, una irregular circulación de susangre, tan pronto turbulenta, como una casca-da, tan pronto tranquila y blanda, como el aguatibia.

Solicitó simplemente visitar los almace-nes, para ver si encerraba alguna curiosidadque le conviniera. Un mocetón de cara fresca ymofletuda, cabellera roja, cubierto con una go-rra de nutria, encomendó la vigilancia del esta-blecimiento a una anciana lugareña, especie deCaliban femenino, ocupada en limpiar una es-tufa, cuyas maravillas eran debidas al genio deBernardo de Palissy. Luego, dijo al presuntoparroquiano, con aire indiferente:

-¡Verá usted, caballero!... Aquí abajo, enla tienda, sólo tenemos lo más corriente; pero, siquiere usted tomarse la molestia de subir alprimer piso, podré enseñarle magníficas mo-mias del Cairo, varias artísticas incrustaciones,

algunos ébanos tallados, «auténtico Renaci-miento», recientemente llegados y que son ver-daderas preciosidades.

En la horrible situación en que se halla-ba el desconocido, aquella charla de cicerone,aquellas frases neciamente mercantiles, fueronpara él como las ruines tacañerías con que cier-tos espíritus mezquinos asesinan a un hombrede genio. Llevando su cruz hasta el fin, parecióescuchar a su guía y le contestó con gestos ocon monosílabos; pero, insensiblemente, supoconquistar el derecho de permanecer silenciosoy pudo entregarse libremente a sus últimasmeditaciones, que fueron terribles, Era poeta, ysu alma encontró fortuitamente inmenso cam-po; debía ver, anticipadamente, los restos deveinte mundos.

A primera vista, los almacenes le ofre-cieron un cuadro confuso, en el que se amonto-naba lo divino y lo humano. Cocodrilos, boas,monos disecados, sonreían a los ventanales deiglesia, parecían querer morder los bustos, co-

rrer tras las lacas, trepar a las pendientes ara-ñas. Un jarrón de Sévres, en el que madameJacotot pintó a Napoleón, se hallaba junto a unaesfinge dedicada a Sesostris. El comienzo delmundo y los acontecimientos de la víspera seasociaban en grotesco maridaje. Un asador sehallaba colocado junto a un viril, un sable re-publicano sobre un mandoble de la Edad Me-dia. Madame Dubarry, pintada al pastel porLatour, con una estrella en la frente, desnuda yentre nubes, parecía contemplar concupiscen-temente un braserillo indio, como pretendiendoinvestigar la utilidad de las espirales que ser-penteaban hacia ella. Los instrumentos demuerte, puñales, pistolas curiosas, armas desecreto, arrojadas en revuelta confusión coninstrumentos de vida; soperas de porcelana,platos de Sajonia, tazas transparentes, proce-dentes de China, saleros antiguos, bombonerasfeudales. Un bajel de marfil bogaba a toda velasobre el caparazón de una inmóvil tortuga. Unamáquina neumática, dejaba tuerto al empera-

dor Augusto, majestuosamente impasible. Va-rios retratos de regidores franceses, de burgo-maestres holandeses, insensibles entonces comodurante su vida, se destacaban entre aquel caosde antigüedades, lanzándoles una mirada indi-ferente y fría. Todos los ámbitos de la tierraparecían haber aportado allí algún resto de suciencia, alguna muestra de su arte. Era una es-pecie de vertedero filosófico, en el que nadafaltaba; ni la pipa del salvaje, ni la pantuflaverde y oro del serrallo, ni el yatagán morisco,ni el ídolo tártaro. Allí se veía, desde la cantim-plora del soldado, hasta el cáliz del sacerdote,hasta las galas de un trono. Y aun todos aque-llos monstruosos residuos estaban sujetos a milaccidentes de luz, por lo estrambótico de losreflejos debidos a la confusión de matices, albrusco contraste de claros y obscuros. El oídoparecía percibir gritos continuados, la imagina-ción sorprender dramas incompletos, la pupilavislumbrar resplandores mal velados. Por aña-didura, un polvillo pertinaz tendía su manto

sobre aquellos objetos, cuyos múltiples ángulosy cuyas numerosas sinuosidades producían losmás pintorescos efectos.

El desconocido comparó a primera vistaaquellas tres salas abarrotadas de civilización,de cultos, de divinidades, de obras maestras, derealezas, de ruinas, de sensatez y de locura, aun espejo lleno de facetas, de las que cada cualrepresentara un mundo. Después de aquellaimpresión brumosa, intentó escoger donde dis-traerse; pero a fuerza de mirar, de pensar, desoñar, cayó bajo el imperio de una fiebre, debi-da tal vez al hambre que rugía en sus entrañas.La contemplación de tantas existencias

colectivas o individuales, contrastadas poraquellos testimonios supervivientes; acabó deofuscar los sentidos del joven; el deseo que leimpelió al almacén, estaba colmado: salió de larealidad, ascendió gradualmente a un mundoideal, llegó a los palacios encantados del Éxta-sis, donde se le apareció el Universo, por resi-duos y en trazos de fuego, como en otros tiem-

pos pasó flameando el porvenir ante los ojos deSan Juan en Pathmos.

Una multitud de imágenes doloridas,atractivas y pavorosas, opacas y diáfanas, re-motas y próximas, se elevó por masas, por mi-ríadas, por generaciones. Egipto, rígido, miste-rioso, se alzó de sus arenales representado poruna momia envuelta en negros vendajes; des-pués, fueron los Faraones, sepultando pueblospara construirse una tumba, y Moisés, y loshebreos, y el desierto. Vislumbró todo un mun-do antiguo y solemne. Fresca y apacible, unaestatua de mármol, asentada sobre una colum-na truncada y radiante de blancura, le habló delos ritos voluptuosos de Grecia y de jonia. ¡Ah!¿Quién no hubiera sonreído, como él, al ver,destacándose del fondo rojo a la morena donce-lla, danzando en el fino barro de un vaso etrus-co ante el dios Príapo, que la saludaba jubilo-samente? Frente por frente, una reina latinaacariciaba su quimera con amor. Allí respirabana sus anchas los caprichos de la Roma imperial,

revelando el baño, el lecho, el tocado de unaJulia indolente, soñadora, esperando a su Tíbu-lo. Armada con el poder de los talismanes ára-bes, la cabeza de Cicerón evocaba los recuerdosde Roma libre y le desarrollaba las páginas deTito Livio. El joven contempló «Senatus popu-lusque romanus" : el cónsul, los lictores, lastogas bordadas de púrpura, las contiendas delForo, el pueblo airado, desfilaron ante él, comolas vaporosas figuras de un sueño. Por fin, laRoma cristiana dominaba aquellas imágenes.Un lienzo abría los cielos, en los que aparecíanla Virgen María nimbada por áurea nube, en elseno de los ángeles, eclipsando el fulgor del sol,escuchando las quejas de los desventurados, alos que aquella Eva regenerada sonreía condulzura. Al reparar en un mosaico hecho conlas distintas lavas del Vesubio y del Etna, sualma saltó a la fogosa y bravía Italia; asistió alas orgías de los Borgia, corrió a los Abruzzos,aspiró los amores italianos, se apasionó por lablancura mate de los rostros y la avasalladora

negrura de los ojos. Tembló ante las aventurasnocturnas interrumpidas por la fría espada deun marido, al ver una daga de la Edad Media,cuya empuñadura estaba cincelada con la finu-ra de un encaje y cuyo moho tenía las aparien-cias de manchas de sangre. La India y sus reli-giones revivieron de un ídolo cubierto con elpuntiagudo casquete de facetas romboidales,adornado con campanillas y ataviado de seda yoro. Junto al figurón, una esterilla, preciosacomo la bayadera que había girado sobre ella,exhalaba todavía las aromas del sándalo. Unmonstruo chino, con sus ojos oblicuos, su bocatorcida, sus miembros torturados, traían alánimo los inventos de un pueblo que, harto dela monotonía de la belleza, encuentra inefableplacer en prodigar las fealdades. Un salero,salido de los talleres de Benvenuto Cellini, letransportó al seno del Renacimiento, al tiempoen que florecieron las artes y la licencia, en quelos soberanos se distraían con suplicio, en quelos concilios, echados en los brazos de las corte-

sanas, decretaban la castidad para los simplesclérigos. Vio las conquistas de Alejandro en uncamafeo, las matanzas de Pizarro en un arcabuzde mecha, las guerras religiosas, desenfrenadas,ardientes, crueles, en el fondo de un casco. Lue-go, surgieron las rientes imágenes de la caballe-ría, de una armadura de Milán, primorosamen-te damasquinada, bien acicalada y bajo cuyavisera brillaban aún las pupilas de un paladín.

Aquel océano de muebles, de inventos,de innovaciones, de obras, de ruinas, constituíapara él un poema sin fin. Formas, colores, pen-samientos; todo revivía allí; pero no se ofrecíanada completo al alma. El poeta debía terminarlos croquis del gran pintor que había compues-to aquella inmensa paleta, en la que se habíanarrojado profusamente y al desdén los innume-rables accidentes de la vida humana. Despuésde haberse adueñado del mundo, después dehaber contemplado países, edades, reinos, eljoven volvió a las existencias individuales. Sepersonificó de nuevo y se fijó en detalles, re-

chazando la vida de las nacionalidades, comodemasiado abrumadora para un hombre solo.

Allá dormía un niño de cera, salvadodel estudio de Ruysch, y aquella encantadoracriatura le recordó las alegrías de sus infantilesaños. Ante la ilusión causada por el virginalfaldellín de una doncella de Taiti, su ardienteimaginación le pintó la sencilla vida de la natu-raleza, la casta desnudez del verdadero pudor,las delicias de la pereza, tan inherente al hom-bre, todo un sino tranquilo, al borde de unarroyo límpido y rumoroso, bajo un plátanoque dispensara un sabroso maná, sin necesidadde cultivo. Pero, súbitamente, se convirtió encorsario y revistió la terrible poesía impresa enel papel de Lara, vivamente inspirado por losmatices nacarados de mil conchas, exaltado porla vista de algunas madréporas que trascendíanal várec, a las algas y a los huracanes atlánticos.Admirando más allá las delicadas miniaturas,los arabescos de azul y de oro que enriquecían

algún precioso códice, olvidaba los tumultosdel mar. Muellemente balanceado en

-una idea de paz, se desposaba nuevamentecon el estudio y con la ciencia, apetecía la pol-trona vida de los monjes, sin pena ni gloria, y setendía en el fondo de una celda, contemplandopor su ventana en ojiva las praderas, el arbola-do, los viñedos de su monasterio. Ante algunosTeniers, se endosaba la bordada casaca del fun-cionario o la mísera blusa del obrero; ansiabacalarse la pringosa gorrilla de los flamencos,embriagarse de cerveza, jugar a los naipes conellos, y sonreía a una rechoncha y garrida lu-gareña. Tiritaba, al contemplar un paisaje ne-vado de Mieris, o se batía mirando una batallade Salvador Rossa. Acariciaba un «tomahawk»americano y sentía el escalpelo de un cheroki,que le arrancaba la piel del cráneo. Maravilladoa la vista de una guzla, la confiaba a la mano deuna castellana, saboreando la melodiosa ro-manza y declarándola su amor, junto a unachimenea gótica, entre la penumbra del atarde-

cer, en la que se perdía una mirada de consen-timiento. Se aferraba a todas las alegrías, sesobrecogía por todos los dolores, se apropiabatodas las formas de existencia, esparciendo tangenerosamente su vida y sus sentimientos entrelos simulacros de aquella naturaleza plástica yvacía, que el ruido de pasos repercutía en sualma como el sonido lejano de otro mundo,como el rumor de París llega a las torres deNuestra Señora.

Al subir la escalera interior que condu-cía a las salas del primer piso, vio escudos voti-vos, panoplias, tabernáculos esculpidos, figurasde madera pendientes de los muros, deposita-das sobre cada escalón. Perseguido por las másextrañas formas, por maravillosas creacionesasentadas en los confines de la muerte y de lavida,. caminaba bajo los hechizos de un sueño.Dudando, en fin, de su existencia, estaba comoaquellos curiosos objetos, ni muerto del todo, nivivo en absoluto. Cuando entró en los nuevosalmacenes, comenzaba a palidecer el día; pero

la luz parecía innecesaria a las resplandecientesriquezas de oro y de plata allí amontonadas.Los más costosos caprichos de disipadoresmuertos bajo un miserable abuhardillado, des-pués de haber poseído varios millones, sehallaban en aquel vasto bazar de los locurashumanas. Una papelera, comprada a peso deoro y vendida por un pedazo de pan, yacía jun-to a una cerradura de secreto, cuyo coste hubie-ra bastado, en sus tiempos, al rescate de un rey.El genio humano aparecía en todas las pompasde su miseria, en toda la gloria de sus gigantes-cas pequeñeces. Una mesa de ébano, verdaderoídolo de artista, labrada con arreglo a los dibu-jos de Juan Goujon, cuya confección costaríaseguramente varios años de trabajo, se adquiriótal vez a precio de leña. Cofrecillos preciosos,muebles construidos por manos de hadas, esta-ban allí desdeñosamente hacinados.

-¡Aquí tienen ustedes encerrados millo-nes! - exclamó el joven, al llegar al saloncilloque terminaba una larga tirada de habitaciones,

doradas y molduradas por artífices de la pasa-da centuria.

-¡Ya lo creo ! -asintió el mofletudo de-pendiente-. ¡Millones a granel! Pero esto no esnada; ¡suba usted al tercer piso y verá cosabuena!

El desconocido siguió a su conductor,llegando a una cuarta galería, en la que desfila-ron sucesivamente ante sus fatigados ojos va-rios cuadros de Poussin, una soberbia estatuade Miguel Angel, algunos encantadores paisa-jes de Claudio Lorrain, un Gerardo Dow, seme-jante a una página de Sterne, lienzos de Rem-brandt, de Murillo, de Velázquez, sombreadosy matizados como un poema de lord Byron;además bajos relieves antiguos, cálices de ága-ta, ónices maravillosos... En fin, era tal el cúmu-lo de trabajos, de obras maestras acumuladas aporfía, que llegaban a producir hastío, a conci-tar odio contra las artes y a matar el entusias-mo. Llegó ante una Virgen de Rafael, pero yaestaba harto de Rafael. Un retrato de Correggio,

que demandaba una mirada, ni siquiera logróalcanzarla. Un inestimable jarrón de pórfidoantiguo, cuyas esculturas circulares representa-ban la más grotescamente licenciosa de todaslas obscenidades romanas, delicia de algunaCocina, obtuvo apenas una sonrisa. Se ahogabaentre los despojos de cincuenta siglos desvane-cidos, se sentía indispuesto bajo el peso de to-das aquellas ideas humanas, atacado alevosa-mente por el lujo y por las artes, oprimido bajoaquellas formas renacientes, que, semejantes amonstruos creados bajo sus plantas por un ge-nio maligno, le libraban un interminable com-bate.

¿Es que el alma, parecida en sus capri-chos a la química moderna, que condensa lacreación en un gas, no compone tósigos terri-bles, por la rápida concentración de sus goces,de sus energías o de sus ideas? ¿No perecenmuchos hombres bajo la fulminación de unácido moral, súbitamente esparcido por lo máshondo de su ser?

-¿Qué contiene esa caja? - preguntó alentrar en un amplio gabinete, último amonto-namiento de gloria, de esfuerzos humanos, deoriginalidades, de riquezas, entre las que señalócon el índice un gran armazón cerrado, cons-truido de caoba y suspendido de un clavo poruna cadena de plata.

-¡Ah! Tiene la llave el amo -contestó elmocetón con aire misterioso-. Si desea usted verel retrato, me aventuraré gustosamente a pre-venírselo.

-¡Aventurarse! -replicó el joven-. ¡Puesqué! ¿Acaso es algún personaje su principal?

-No lo sé - contestó el mancebo. Y ambos se miraron durante un momen-

to, dando mutuas muestras de asombro. Des-pués de interpretar el silencio del desconocidocomo un deseo, el dependiente le dejó solo enel gabinete.

¿No os habéis lanzado nunca a la in-mensidad del espacio y del tiempo, leyendo lasobras geológicas de Cuvier? ¿No os habéis cer-

nido, en alas de su genio, sobre el abismo sinlímite del pasado, como sostenidos por la manode un mago? Al descubrir de estrato en estrato,de capa en capa, bajo las canteras de Montmar-tre o en los esquistos del Ural, esos animales,cuyos restos fosilizados pertenecen a civiliza-ciones antediluvianas, se asusta el ánimo alconsiderar los millones de siglos, los millonesde pueblos que la frágil memoria humana, quela indestructible tradición divina han olvidado,y cuyas cenizas, acumuladas en la superficie denuestro globo, constituyen los dos palmos detierra que nos suministran el pan y las flores.¿No resulta Cuvier el poeta más grande de susiglo? Lord Byron ha reproducido, en palabras,algunas agitaciones morales; pero el inmortalnaturalista ha reconstituido mundos con hue-sos calcinados; ha reedificado ciudades sobredientes, cual nuevo Cadmo; ha repoblado mi-llares de selvas de todos los misterios de la zoo-logía, con unos cuantos fragmentos de hulla; haencontrado poblaciones gigantescas en el casco

de un mamut. Estas figuras se alzan, se agran-dan y pueblan regiones proporcionadas a suscolosales tamaños. Es un poeta matemático; essublime agregando un cero al siete. Despierta ala nada, sin pronunciar palabras artificialmentemágicas; escudriña en una partícula de yeso,descubre un vestigio y grita: ¡Mirad! Y a suevocación, los mármoles se animalizan, lamuerte se vivifica, el mundo se despliega. Des-pués de innumerables dinastías de seres gigan-tescos, después de razas de peces y de tribus demoluscos, llega por fin el género humano, pro-ducto degenerado de un tipo grandioso, que-brantado quizá por el Creador. Enardecidospor su mirada retrospectiva, esos hombresmezquinos, nacidos ayer, pueden franquear elcaos; en tonar un himno sin fin y configurarseel pasado del Universo en una especie de Apo-calipsis retrógrado. En presencia de esta ma-ravillosa resurrección, debida a la voz de unsolo hombre, la migaja cuyo usufructo nos estáconcedido en ese infinito sin nombre, común a

todas las esferas, al que llamamos Tiempo, eseminuto de vida. nos inspira piedad. Nos pre-guntamos, agobiados bajo tanto universo enruina, a qué conducen nuestras glorias, nues-tros odios, nuestros amores, y si para conver-tirnos en un punto intangible para el porvenirvale la pena conservar la vida. Desarraigadosdel presente, permanecemos muertos hasta queel ayuda de cámara entra para decirnos:

-La señora condesa ha contestado queesperaba al señor.

Las maravillas cuya vista acababa depresentar al joven toda la creación conocida,causaron en su alma el abatimiento que produ-ce en el filósofo la contemplación científica delas creaciones desconocidas. Anheló morir, másvivamente que nunca, y se desplomó sobre unasilla curul, dejando errar sus miradas a travésde las fantasmagorías de aquel panorama delpasado. Los cuadros se iluminaron, las cabezasde vírgenes le sonrieron y las estatuas parecie-ron animarse de una vida ficticia. A favor de la

sombra, y removidas por el delirio febril quefermentaba en su perturbado cerebro, aquellosobjetos se agitaron y se arremolinaron ante él.Cada figurón le lanzó su mueca: los párpadosde los personajes representados en los lienzosse entornaron sobre las pupilas, para propor-cionarles descanso. Cada una de aquellas for-mas, se estremeció, saltó, se separó de su sitio,gravemente, ligeramente, con finura o conbrusquedad, según sus costumbres, su caráctery su contextura. Aquello fue un sábado miste-rioso, digno de las fantasías vislumbradas porel doctor Fausto en el Brocken. Pero estos fe-nómenos de óptica, engendrados por la fatiga,por la tensión de las fuerzas oculares o por loscaprichos del crepúsculo, no podían espantar aldesconocido. Los terrores de la vida eran impo-tentes contra un alma familiarizada con los te-rrores de la muerte. Hasta favoreció con unaespecie de zumbona complicidad las extrava-gancias de aquel galvanismo moral, cuyos pro-digios se acoplaban a las últimas ideas que le

daban aún el sentimiento de la existencia. Elsilencio reinaba tan profundamente a su alre-dedor, que no tardó en caer en un apacible des-varío, cuyas impresiones, gradualmente som-brías, siguieron de matiz en matiz y como pormagia las lentas degradaciones de la luz. Unvivo destello, destacado del horizonte, lo en-volvió todo con un último reflejo rojizo luchan-do contra la noche. El joven levantó la cabeza, yvio un esqueleto, apenas iluminado, que movíadubitativamente su cráneo de izquierda a dere-cha, como diciéndole:

-¡Aun no te quieren los muertos! Y al pasarse la mano por la frente, para

ahuyentar el sueño,nuestro desconocido experimentó distinta-

mente una sensación de viento fresco produci-da por un aleteo que le rozó las mejillas,haciéndole estremecer; y como a la vez retem-blaran los vidrios con un sordo chasquido, pen-só que la fría caricia, propia de los misterios dela tumba, procedía de algún murciélago. Du-

rante un momento más, los vagos reflejos delocaso del sol le permitieron apreciar indistin-tamente los fantasmas que le rodeaban; des-pués, toda aquella naturaleza muerta quedóanulada en un mismo tinte sombrío. La noche,la hora de morir, había llegado súbitamente. Apartir de aquel instante, transcurrió cierto lapsode tiempo, durante el cual no se dio clara cuen-ta de las cosas terrenas, ya por hallarse absortoen profunda meditación, ya por ceder a la som-nolencia provocada por la fatiga y por la multi-tud de pensamientos que desgarraban su cora-zón.

De pronto creyó ser llamado por unavoz terrible, y se estremeció, como cuando enmedio de una tremenda pesadilla nos sentimosprecipitados de golpe a las profundidades deun abismo. Una deslumbradora claridad le hizocerrar los ojos. Acababa de surgir del seno delas tinieblas una esfera rojiza, cuyo centro esta-ba ocupado por un viejecillo que se manteníaen pie, enfocando hacia él la viva claridad de

una lámpara. Había llegado sigilosamente, sinhablar, ni moverse. Su aparición tuvo algo defantástico. El hombre más intrépido, sorpren-dido así en su sueño, habría temblado induda-blemente ante aquel personaje, que parecía sa-lido de un sarcófago próximo. El fulgor juvenilque animaba las pupilas inmóviles de aquellaespecie de fantasma, impidió a nuestro desco-nocido sospechar la existencia de un fenómenosobrenatural; sin embargo, en el rápido interva-lo que separó su vida somnambúlica de su vidareal, permaneció en la duda filosófica reco-mendada por Descartes, quedando sometido, asu pesar, a la influencia de esas inexplicablesalucinaciones, cuyos misterios condena nuestravanidad o trata en vano de analizar nuestraimpotente ciencia.

Figuraos un vejete desmirriado y enteco,vestido con un ropón de terciopelo negro, suje-to a la cintura, por un recio cordón de seda, ycubierto con un casquete, también de terciopelodel mismo color, bajo el cual escapaban los lar-

gos mechones de sus cabellos blancos, ajustan-do rígidamente su frente. La túnica envolvía elcuerpo como un vasto sudario, sin permitir verotra cosa que la cara enjuta y pálida. A no serpor el brazo descarnado, semejante a un palodel cual se hubiera colgado una tela, y que elanciano levantaba para proyectar sobre el joventoda la claridad de la lámpara, aquel rostrohabría parecido flotar en el espacio. Una barbagris, cortada en punta, daba al estrambóticopersonaje la apariencia de una de esas cabezasjudaicas que sirven de modelo a los artistaspara representar a Moisés. Los labios de aquelhombre eran tan descoloridos, tan delgados,que precisaba fijarse con gran atención paracolumbrar la línea trazada por la boca en ellívido rostro. Su ancha frente surcada de arru-gas, sus mejillas hundidas, el rigor implacabledo sus ojillos verdes, desprovistos de pestañasy de cejas, hubieran podido hacer creer al des-conocido que se había desprendido de su mar-co el «Pescador de oro», de Gerardo Dow. Una

sagacidad inquisitorial, revelada por las sinuo-sidades de las arrugas y por los pliegues circu-lares dibujados en sus sienes, denotaba un co-nocimiento profundo de las cosas de la vida.Hubiera sido imposible engañar a aquel hom-bre, que parecía poseer el don de sorprenderlos pensamientos en el fondo de los corazonesmás discretos. Las costumbres y la ciencia detodas las nacionalidades se resumían en aquellafisonomía glacial, de igual manera que se acu-mulaban los productos del mundo entero ensus polvorientos almacenes. En aquella faz, setransparentaba la estoica tranquilidad de undios que todo lo ve o la seguridad altiva delhombre que todo lo ha visto. Con dos expresio-nes diferentes y en un par de pinceladas, unpintor habría hecho de aquella cara una hermo-sa imagen del Padre Eterno o la máscara sarcás-tica de Mefistófeles, porque en ella corrían pa-rejas la suprema inteligencia de la frente y lamueca burlona de la boca. Al pulverizar todaslas penas humanas bajo un poder inmenso,

aquel hombre debió matar las alegrías terrenas.El moribundo joven se sobre. saltó, presintien-do que aquel viejo genio moraba en una esferaextraña al mundo. en la que vivía aislado, singoces, porque ya no tenía ilusión; sin dolor,porque ya no conocía placeres. El anciano con-tinuaba en pie, inmóvil, inconmovible, comouna estrella nimbada de luz. Sus verdosos ojos,impregnados de cierta maliciosa calma, parecí-an alumbrar al mundo moral como su lámparailuminaba el misterioso gabinete.

Tal fue el singular espectáculo que sor-prendió el joven en el instante de abrir los ojos,después de haberse mecido en ideas de muertey entre fantásticas visiones. Si permaneció co-mo aturdido, si se dejó dominar momentánea-mente por una candidez propia de un parvuli-llo, a quien se embauca con cuentos de hadas,hay que atribuir tal error al velo extendido so-bre su vida y sobre su entendimiento por susmeditaciones, a la excitación de sus crispadosnervios, al drama violento cuyas escenas aca-

baban de prodigarle las horribles delicias con-tenidas en una píldora de opio. La visión teníaefecto en París, en el muelle Voltaire, en plenosiglo décimonono, tiempo y lugar en que lamagia debía ser imposible. Vecino de la casa enque expiró el dios de la incredulidad francesa,discípulo de Gay-Lussac y de Arago, menos-preciador de los cubileteos de los poderosos, eldesconocido no obedecía, sin duda, sino a esasfascinaciones poéticas a las cuales nos presta-mos frecuentemente, como para huir de deses-perantes verdades, como para tentar el poderde Dios. Tembló, pues, ante aquella luz y anteaquel viejo, agitado por el inexplicable presen-timiento de algún extraño influjo-, pero la emo-ción era semejante a la que todos experimenta-ríamos ante un Napoleón o en presencia deotro grande hombre brillante de genio y cubier-to de gloria.

-¿Desea usted ver la imagen de Jesucris-to pintada por Rafael? - le preguntó cortésmen-

te el anciano, en voz cuya sonoridad clara ybreve tenía algo de metálica.

Y depositó la lámpara sobre el fuste deuna columna rota, de manera que la caja decaoba recibiese de lleno la luz.

A los sagrados nombres de Jesucristo yde Rafael, el joven no pudo reprimir un gestode curiosidad, esperado sin duda por el merca-der, que oprimió un resorte. El tablero de caobase deslizó rápidamente por una ranura y cayósin ruido, exponiendo el lienzo a la admiracióndel desconocido. Al contemplar la inmortalcreación, éste olvidó las fantasías del almacén,los desvaríos de su sueño; recobró su ser y es-tado, reconoció en el anciano un hombre decarne y hueso, completamente vivo, nada fan-tástico, y tornó a la realidad. La tierna solicitud,la dulce serenidad del divino rostro produjeronen él inmediata influencia. Cierto perfumeemanado de los cielos disipó las torturas infer-nales que le abrasaban la médula de los huesos.La cabeza del Salvador de los hombres se des-

tacaba de las tinieblas del fondo. Una aureolaluminosa fulguraba vivamente en torno de sucabellera; de su frente, de sus carnes, rebosabala convicción, cual penetrante efluvio. Los car-míneos labios acababan de pronunciar la pala-bra de vida, y el espectador buscaba el sagradoeco en los aires, demandaba al silencio las su-blimes parábolas, escuchaba la divina voz en elporvenir y la rememoraba en las enseñanzasdel pasado. El Evangelio se reflejaba en la tran-quila simplicidad de aquellos ojos adorables,refugio de las almas conturbadas. Toda la reli-gión católica se leía en una dulcísima y magní-fica sonrisa, que parecía expresar el precepto enque se resume «Amaos los unos a los otros.»Aquella pintura inspiraba una plegaria, reco-mendaba el perdón, ahogaba el egoísmo, des-pertaba todas las virtudes adormecidas. Parti-cipando del privilegio de los encantos de lamúsica, la obra de Rafael infundía imperiosa-mente el atractivo de los recuerdos y su triunfoera completo se olvidaba al pintor. El efecto de

la luz actuaba también sobre aquella maravilla;por momentos, parecía que la cabeza se movíaen lontananza, en el seno de una nube.

-Este lienzo está enterrado en oro - dijocon frialdad el mercader.

-¡Vaya! ¡Es preciso disponerse a morir! -exclamó el joven, como saliendo de un sueño,cuyo último pensamiento le llevaba hacia sufatal destino, haciéndole desistir, por insensi-bles deducciones, de una postrera esperanza ala cual se había aferrado.

-¡ Ah l ¡Razón tenía yo en desconfiar deti! - replicó el viejo, asiendo las dos manos deljoven y apretándole las muñecas como conunas tenazas.

El desconocido sonrió tristemente al ad-vertir la equivocación, y dijo en tono suave:

-¡No tema usted nada, señor mío l Setrata de mi vida y no de la suya.

Y después de mirar al viejo, que conti-nuaba receloso, agregó -¿Por qué no confesaruna inocente superchería? Esperando la noche,

para poder ahogarme sin escándalo, he entradoa contemplar sus tesoros ¿Quién no perdonaríaeste último gusto a un hombre de ciencia y poe-ta?

El suspicaz mercader examinó con mi-rada sagaz el melancólico rostro de su fingidoparroquiano mientras éste le hablaba. Tranqui-lizado prontamente por el acento de aquellavoz doliente, o leyendo quizás en aquellas des-coloridas facciones el siniestro hado que tantoimpresionó poco antes a los jugadores, le soltólas manos; pero su rostro de recelo, que revela-ba una experiencia por lo menos centenaria,extendió como al descuido el brazo hacia unaparador, como para apoyarse en él, y pregun-tó, cogiendo un verduguillo.

-¿Hace mucho tiempo que le dejaron ce-sante?

El desconocido no pudo menos de son-reír, contestando con un gesto negativo.

-¿Ha tenido usted algún altercado consu familia, o ha cometido algún acto deshonro-so?

-Si quisiera cometerlo, viviría. -¿Le han silbado en el circo o le han

obligado a componer bufonadas para pagar elentierro de su amante? ¿O es que padece ustedla fiebre del oro? ¿Quiere usted desterrar eltedio?' ¿Qué mal pensamiento, en fin, le impul-sa al suicidio?

-No busque usted el móvil de mi resolu-ción en los motivos vulgares a que obedecen lamayor parte de los suicidios. Para dispensarmede revelarle penalidades inauditas, difíciles detraducir en palabras, me limitaré a manifestarleque me encuentro en la más profunda, en lamás innoble, en la más horrenda de todas lasmiserias... y no quiero mendigar socorros niconsuelos.

Esta última frase fue pronunciada en untono cuya salvaje arrogancia desmentía las pa-labras anteriores.

-¡Je! ¡Je! - se concretó a replicar el viejodesde luego, con áspera vocecilla semejante alruido de una carraca.

Y después de una breve pausa, prosiguió di-ciendo

-Sin obligar a usted a implorar nada demí, sin avergonzarle, sin darle un céntimo fran-cés, un parat levantino, un tarino siciliano, unkreutzer alemán, un copeck ruso, un farthingescocés, un solo sextercio ni óbolo de la anti-güedad, ni un peso ni piastra de los actualestiempos, sin ofrecerle absolutamente nada enoro, plata, vellón, papel o billete, pretendohacerle más opulento, más poderoso y másconsiderado que un rey constitucional.

El joven creyó que su interlocutor cho-cheaba, y quedó perplejo, sin atreverse a repli-car.

-Vuelva la cara -dijo el industrial, to-mando con presteza la lámpara y dirigiendosus rayos al muro frontero al retrato-, y fíjese enesa «Piel de zapa».

El joven se levantó bruscamente, mos-trándose algo sorprendido al ver sobre la sillaque ocupaba un trozo de zapa, adosado a lapared, cuyas dimensiones no excederían de lasde una piel de zorro; pero, por un fenómenoinexplicable al pronto, aquella piel proyectabaen la profunda obscuridad que reinaba en elalmacén una porción de rayos luminosos, quele comunicaban el aspecto de un cometa enminiatura. El Incrédulo joven se acercó al su-puesto talismán, que debía preservarle de ladesgracia, mofándose mentalmente de su vir-tud; pero, impulsado por una curiosidad bienlegítima, se inclinó para examinar mi-nuciosamente la piel, no tardando en descubrirla causa naturalísima de aquellos resplandores.Los negros granillos de la zapa estaban tan es-meradamente pulidos y bruñidos, sus capri-chosas rayas se destacaban con tanta limpieza,que las asperezas del cuero oriental, semejantesa facetas de granate, constituían otros tantospequeños focos, que reflejaban vivamente la

luz. Demostró palpablemente la causa del fe-nómeno al anciano, quien, por toda respuesta,sonrió maliciosamente. Aquel aire de superio-ridad hizo sospechar al joven erudito que eravíctima, en aquel momento, de la charlataneríade su interlocutor; y no queriendo llevarse unnuevo enigma a la tumba, comenzó a dar vuel-tas entre sus manos a la piel, como chiquilloimpaciente por conocer los secretos de su nue-vo juguete.

- ¡Ah! -exclamó-, aquí hay señales de lamarca que los orientales conocen con el nombrede sello de Salomón.

-¿Luego la conocía usted? - inquirió elmercader, lanzando por las narices tres o cuatroresoplidos, mucho más significativos y elocuen-tes que lo hubieran sido las más enérgicas pala-bras.

-¿Pero hay en el mundo alguien tancándido que pueda prestar crédito a semejantepatraña? -replicó el joven, amoscado al obser-var aquella risita muda y sardónica-. ¿Ignora

usted que las supersticiones orientales han con-sagrado la forma mística y los falaces caracteresde ese emblema, que representa un poderíofabuloso? Tan necio sería tomando en seriosemejante sandez, como hablando de esfinges ode grifos, cuya existencia está en cierto modoadmitida, siquiera sea mitológicamente.

-Siendo, como es usted, orientalista -manifestó el anciano-, probablemente sabrá leeresta sentencia.

Y acercando la lámpara al talismán, queel joven tenía invertido, le mostró unos caracte-res grabados en el tejido celular de la maravi-llosa piel, como si los hubiera producido elanimal a que perteneció en otros tiempos.

-Confieso -declaró el desconocido- queno atino con el procedimiento que puedehaberse utilizado para grabar tan pro-fundamente estas letras en la piel de un onagro.

Y, volviéndose vivamente hacia las me-sas cargadas de curiosidades, pareció buscaralgo con la vista.

-¿Qué quiere usted? - le preguntó el vie-jo.

-Una herramienta para cortar la piel, afin de comprobar si las letras son impresas ograbadas.

El anciano alargó su verduguillo al des-conocido, que raspó la piel, en el sitio en quelas palabras estaban escritas; pero después dequitar una ligera capa de cuero, las letras re-aparecieron tan claras y tan idénticas a las es-tampadas en la superficie, como si no se hubie-ra quitado nada.

-La industria oriental posee secretos quele son peculiares - dijo el joven, fijándose dete-nidamente en la sentencia, con una especie deinquietud.

-Sí -contestó el anciano-, i Vale másachacárselo a los hombres que a Dios!

Las palabras cabalísticas estaban dis-puestas en la siguiente forma:

Lo cual significaba en español:

Si me posees, lo poseerás todo.

Pero tu vida me pertenecerá.Dios lo ha querido así.Desea, y se realizarán tus deseos.Pero acomoda tus aspiraciones a tu vida.Aquí está encerrada.A cada anhelo, menguaré como tus días.¿Me quieres? ¡Tómame!Dios te oirá.¡Así sea!

-Veo que lee usted de corrido el sánscri-to -dijo el anciano-. ¿Acaso ha viajado por Per-sia o por Bengala?

-No, señor - contestó el joven, palpandocon curiosidad la simbólica piel, bastante pare-cida a una lámina de metal, por su escasa flexi-bilidad.

El mercader volvió a dejar la lámparasobre la columna de donde la tomó, lanzandoal joven una mirada de glacial ironía, que pare-cía significar

-¡Ya no piensa en morir! -¿Es una broma o un verdadero miste-

rio? - preguntó el joven desconocido. El viejo balanceó la cabeza y contestó en

tono solemne -No puedo afirmarlo categóricamente.

He ofrecido el terrible poder que confiere esetalismán a hombres dotados de más energía dela que aparenta usted tener; y, a pesar dehaberse burlado de la problemática influenciaque debía ejercer sobre sus futuros destinos,ninguno ha querido arriesgarse a formalizar esecontrato tan fatalmente propuesto por no séqué poder oculto. Les alabo el gusto; yo he du-dado, me he abstenido y...

-¿Pero no ha probado usted siquiera? -interrumpió el joven.

-¡Probar! -exclamó el anciano-. Si estu-viera usted en lo alto de la columna de la plazade Vendôme, ¿probaría a lanzarse al espacio?¿Es posible detener el curso de la vida? ¿Halogrado alguien fraccionar la muerte? Antes de

entrar en este gabinete, había usted resueltosuicidarse; pero, de pronto, le preocupa un se-creto y le distrae de su propósito. ¡Criatura!¿Acaso no se le ofrecerá, diariamente, un enig-ma mucho más interesante que éste? ¡Escúche-me) Yo he conocido la corte licenciosa del Re-gente. Como ahora usted, estaba entonces en laindigencia; tenía que mendigar mi sustento; sinembargo, he llegado a la edad de ciento dosaños y me he convertido en millonario. La des-gracia me ha proporcionado la fortuna; la igno-rancia me ha instruído. Voy a revelar a usted,en pocas palabras, un gran misterio de la vidahumana. El hombre se consume a causa de dosactos instintivamente realizados, que agotan lasfuentes de su existencia. Dos verbos expresantodas las formas que toman estas dos causas demuerte : «Querer y Poder». Entre estos dostérminos y la acción humana, existe otra fórmu-la de la cual se apoderan los sabios y a la quéyo debo la suerte de mi longevidad. «Querer»nos abrasa y «Poder» nos destruye; pero «Sa-

ber» constituye a nuestro débil organismo enun perpetuo estado de calma. Así, el deseo, o elquerer, ha fenecido en mí, muerto por el pen-samiento; el movimiento, o el poder, se ha re-suelto por el funcionamiento natural de misórganos. En dos palabras : he situado mi vida,no en el corazón, que se quebranta, ni en lossentidos, que se embotan, sino en el cerebro,que no se desgasta y que sobrevive a todo.Ningún exceso ha menoscabado mi alma ni micuerpo, y eso que he visto el mundo entero. Misplantas han hollado las más altas montañas deAsia y América, he aprendido todos los idio-mas humanos, he vivido bajo todos los regíme-nes. He prestado dinero a un chino, aceptandocomo garantía el cuerpo de su padre; he dor-mido bajo la tienda de un árabe, fiado en supalabra; he firmado contratos en todas las capi-tales europeas, he dejado sin temor mi oro en lacabaña del salvaje: lo he conseguido todo, enfin, por haber sabido desdeñarlo todo. Mi únicaambición ha consistido en ver. Ver, ¿no es, aca-

so, saber? Y saber, ¿no es gozar instintivamen-te? ¿no es descubrir la substancia misma delhecho y apropiársela esencialmente? ¿Quéqueda de una posesión material? Una idea.juzgue, pues, cuán deliciosa ha de ser la vidadel hombre que, pudiendo grabar todas lasrealidades en su mente, transporta en su almalas fuentes de la dicha, extrayendo de ella milvoluptuosidades ideales, exentas de las manci-llas terrenas. La imaginación es la llave de to-dos los tesoros; procura las satisfacciones delavaro, sin proporcionar las preocupaciones. Poreso me he cernido sobre el mundo, en el quetodos mis placeres fueron siempre goces inte-lectuales. Mis excesos se han condensado en lacontemplación de mares, de pueblos, de selvas,de montañas. Lo he visto todo; pero tranquila-mente, sin cansancio. jamás he ambicionadonada, esperándolo todo. Me he paseado por elUniverso, como por el jardín de una viviendade mi propiedad. Lo que los demás califican depenas, amores, ambiciones, reveses, tristezas, se

convierte para mí en ideas, que , trueco en en-sueños; en vez de sentirlas, las expreso, las tra-duzco; en lugar de dejar que devoren mi vida,las dramatizo, las desarrollo, me distraigo comocon novelas que leyera mediante una visióninterior. Como nunca he desgastado mi orga-nismo, disfruto aún de perfecta salud; y comomi alma conserva todas las energías que no hedisipado, mi cabeza está mucho mejor surtidaque mis almacenes. ¡Aquí -prosiguió, dándose,una palmada en la frente-, aquí está el verdade-ro capital! Paso días deliciosos dirigiendo unamirada inteligente al pasado, evoco países ente-ros, parajes, vistas del Océano, figuras hermo-sas de la historia. Tengo un serrallo imaginario,en el que poseo a todas las mujeres que no heconocido. Con frecuencia, contemplo vuestrasguerras, vuestras revoluciones, y las juzgo. ¡Ah!¿cómo preferir febriles, fugaces admiracionespor unas carnes más o menos sonrosadas, máso menos mórbidas? ¿cómo preferir todos losdesastres de vuestras erradas voluntades a la

facultad sublime de llamar ante sí al Universo,al placer inmenso de moverse libremente, sinestar agarrotado por las ligaduras de! tiempo nipor !as trabas del espacio, al placer de abarcarlotodo, de verlo todo, de inclinarse sobre el bordedel mundo para interrogar a las otras esferas,para oír a Dios? Aquí -agregó en voz vibrante,mostrando la piel de zapa-, en este pedazo depiel, se encuentran reunidos el «poder» y el«querer». En él están resumidas vuestras ideassociales, vuestras desmedidas ambiciones,vuestras intemperancias, vuestras alegrías quematan, vuestros dolores que alargan la vida,porque quizá el mal no sea más que un violentoplacer. ¿Quién será capaz de determinar el pun-to en que !a voluptuosidad se convierte en mal,y el en que el mal continúa siendo voluptuosi-dad? ¿No acarician la vista los más vivos fulgo-res de! mundo ideal, al paso que siempre !ahieren las más suaves tinieblas del mundo físi-co? ¿No se deriva de saber !a palabra sabiduría?

¿Y en qué consiste la locura, sino en el excesode un querer o de un poder?

-¡Pues bien! ¡sí, quiero vivir con exceso! -exclamó el desconocido, apoderándose de !apie! de zapa,

-¡Cuidado, joven! - exclamó a su vez elanciano, con increíble vivacidad.

-Había consagrado mi existencia al es-tudio y a la meditación que ni siquiera me hanservido para subvenir a mis necesidades -replicó el desconocido-. ¡No quiero ser juguetede un sermón digno de Swedenborg, ni de eseamuleto oriental, ni de los caritativos esfuerzosque hace usted para retenerme en una socie-dad, en la que mi existencia se ha convertido enimposible. ¡Vamos a ver! -añadió, apretando eltalismán con mano convulsa y mirando al an-ciano-. ¡Quiero una comida regiamente esplén-dida, una bacanal digna del siglo en que, segúndicen, todo está perfeccionado! ¡que mis co-mensales sean jóvenes espirituales y sin prejui-cios, alegres hasta la locura! ¡que los vinos se

vayan sucediendo, cada vez más incisivos, másespumosos, con fuerza suficiente para que laembriaguez nos dure tres días! ¡que den realcea la fiesta las más fogosas hermosuras! ¡Quieroque la Licencia delirante, rugiente, nos arrastreen su carro tirado por cuatro corceles más alláde los confines del mundo, para volcarnos enplayas ignoradas! ¡que las almas asciendan alos cielos o se hundan en el fango, poco me im-porta! ¡Exijo, por tanto, a ese poder siniestro,que me refunda todos los goces en uno solo! ¡sí!¡necesito estrechar a los placeres del cielo y dela tierra en un postrer abrazo, para que me ma-ten,! ¡ansío, después de beber, antiguas pria-peas, canciones que despierten a los muertos,besos interminables, cuyo clamor pase sobreParís como el estallido de un incendio, desve-lando a los esposos, infundiéndoles un ardorirresistible que rejuvenezca a todos, ¡hasta a losseptuagenarios !

Una estridente carcajada del vejete re-sonó en los oídos del enloquecido joven como

un eco infernal, imponiéndose tan des-póticamente, que le hizo enmudecer.

-¿Cree usted -repuso el mercader que vaa abrirse de pronto el pavimento, para dar pasoa mesas suntuosamente ser. vidas y a comensa-les del otro mundo? ¡No, joven aturdido! ¡No!Ha firmado usted el pacto, y no hay más quehablar. Ahora, sus aspiraciones quedarán es-crupulosamente satisfechas, pero a costa de suvida. El círculo de sus días, representado poresa piel, se irá reduciendo en relación con lacantidad y calidad de sus deseos, desde el másmodesto al más exorbitante. El brahmín que meproporcionó ese talismán me indicó que existi-ría una concordancia misteriosa entre los desti-nos y los deseos de su poseedor. El primer de-seo de usted es vulgar; yo mismo podría reali-zarlo; pero lo dejo a cuenta de los acontecimien-tos de su vida futura. Después de todo, ¿noquería usted morir? ¡Pues bien! el suicidio que-da simplemente aplazado.

El desconocido, sorprendido y casi eno-jado de ser el blanco constante de las burlas deaquel anciano singular, cuya intención semifi-lantrópica le pareció claramente demostrada eneste último sarcasmo, contestó:

-Ya veré, señor mío, si cambia mi suertedurante el tiempo que invierta en cruzar la ca-lle. Pero si no se burla usted de la desgracia, ledeseo, para vengarme de tan fatal servicio, quese enamore perdidamente de una bailarina.Entonces comprenderá usted la satisfacción queproporciona una orgía, y prodigará quizá todaslas riquezas que tan filosóficamente ha ido eco-nomizando.

Y saliendo, sin oír un hondo suspirolanzado por el anciano, atravesó las salas y des-cendió la escalera de la casa, seguido por elmofletudo mocetón que trataba en vano dealumbrarle, pues corría con la ligereza de unladrón sorprendido en flagrante delito. Cegadopor una especie de delirio, ni siquiera se diocuenta de la increíble ductilidad de la piel de

zapa, que habiendo adquirido la flexibilidad deun guante, se arrolló entre sus crispados dedosy se deslizó en el bolsillo de su frac, donde laguardó casi maquinalmente.

Al precipitarse del almacén a la calle,tropezó con tres jóvenes que iban cogidos delbrazo.

-¡Animal! -¡Imbécil! Tales fueron las corteses interpelaciones

que cambiaron. -¡Calla! ¡si es Rafael! -¡Es verdad! te buscábamos. -¡Ah! ¿sois vosotros? Estas tres frases amistosas siguieron a

las injurias, tan pronto como la luz de un faroliluminó las caras del asombrado grupo.

-¡Chico! es preciso que vengas con noso-tros - dijo a Rafael el joven a quien estuvo apunto de derribar.

-¿De qué se trata?

-¡Vamos andando! ya te lo contaré por elcamino.

De grado o por fuerza, Rafael se vio ro-deado de sus amigos que, secuestrándole yagregándole al gozoso grupo, le arrastraron ha-cia el puente de las Artes.

-¡Amigo mío! -continuó el que habíatomado la palabra-, hace ya cerca de una sema-na que andamos buscándote. En tu respetablehotel de San Quintín, que, entre paréntesis,sigue ostentando una invariable muestra conletras alternativamente negras y rojas, como entiempo de Juan Jacobo Rousseau, la simpáticaLeonarda nos dijo que habías marchado alcampo. ¡Y eso que no tenemos traza de acree-dores, de gente de curia, ni de proveedores!Pero ¡ni por esas! Rastignac te había visto en losBufos la noche anterior, y todos hicimos cues-tión de amor propio averiguar si vivías enca-ramado en algún árbol de los Campos Elíseos,si pasabas la noche en una de esas filantrópicascasas, en las que, por diez céntimos, duermen

los pordioseros apoyados en una cuerda tiran-te, o si, más afortunado, habías establecido tuvivac en el tocador de alguna dama. No tehemos encontrado en ninguna parte; ni en losregistros de Santa Pelagia, ni en los de la Fuer-za. Hemos explorado concienzudamente losministerios, la Opera, las casas conventuales,cafés, bibliotecas, comisarías de policía, re-daccciones de periódicos, casas de comida, sa-loncillos de teatros, en una palabra, cuantoslugares buenos y malos existen en París. y yallorábamos la pérdida de un hombre dotado degenio suficiente para hacerse buscar lo mismoen la Corte que en las cárceles. Hasta nos pro-poníamos canonizarte, como a un héroe de ju-lio, y ¡palabra de honor! te echábamos de me-nos.

En aquel momento, Rafael cruzaba consus amigos el puente de las Artes, desde donde,sin prestarles atención, contempló el Sena, cu-yas mugientes aguas reflejaban las luces deParís. Sobre aquella corriente, en la que pocas

horas antes intentó precipitarse quedabancumplidas las predicciones del anciano; la horade su muerte se retrasaba ya fatalmente.

-¡Te añorábamos, verdaderamente! -continuó su amigo, sin abandonar el tema ini-ciado-. Se trata de una combinación, en la quete hemos incluido en tu calidad de hombre su-perior, es decir, de hombre que sabe sobrepo-nerse a todo. El escamoteo de la bolilla consti-tucional bajo el cubilete real, se hace hoy, amigomío, con más desfachatez que nunca. La infameMonarquía, derrocada por el heroísmo popular,con la que se podía reír y banquetear; pero laPatria es una cónyuge arisca y virtuosa, concuyas metódicas y mesuradas caricias hemosde conformarnos. Como sabes muy bien, elpoder se ha trasladado de las Tullerías a losperiódicos, de igual modo que el presupuestoha cambiado de distrito, pasando del Arrabalde San Germán a la Calzada de Antín. Pero hayalgo que tal vez ignoras. El gobierno, es decir,la aristocracia del dinero y del talento, que se

sirve actualmente 3e la patria, como antes elclero de la monarquía, ha experimentado lanecesidad de engañar al buen pueblo francéscon palabras nuevas e ideas rancias, ni más nimenos que los filósofos de todas 'as escuelas ylos poderosos de todos los tiempos. Trátase,por tanto, de inculcarnos una opinión regia-mente nacional, demostrándonos las enormesventajas de pagar mil doscientos millones ytreinta y tres céntimos a la patria, representadapor tales o cuales señores, en vez de satisfacermil ciento y nueve céntimos a un rey, que decía«yo», en lugar de decir «nosotros». En una pa-labra, acaba de fundarse un periódico, pertre-chado con doscientos o trescientos mil francosefectivos, con el objeto de hacer una oposiciónque calme a los descontentos, sin perjudicar algobierno nacional del rey democrático. Ahorabien; como a nosotros nos tiene tan sin cuidadola libertad como el despotismo, la religión co-mo la incredulidad; como, para nosotros, lapatria es una capital en la que las ideas se cam-

bian y se venden a tanto la línea, en la que to-dos los días hay suculentas comidas y numero-sos espectáculos, en la que hormiguean disolu-tas meretrices y no terminan las cenas hasta eldía siguiente, en la que los amores se alquilanpor horas como los «simones», París será siem-pre la más adorable de las patrias, la patria dela alegría, de la libertad, del genio, de las muje-res bonitas, de los hombres calaveras, del buenvino, y en la que jamás se dejará sentir la féruladel poder, por estar cerca de los que la empu-ñan... Nosotros, verdaderos sectarios de Mefis-tófeles, hemos emprendido la tarea de revocarel espíritu público, de caracterizar a los actores,de apuntalar la barraca gubernamental, de me-dicinar a los doctrinarios, de reconocer a losviejos republicanos, de pintar a dos colores alos bonapartistas y de avituallar al centro, contal que se nos permita reírnos para nuestro co-leto de reyes y de pueblos, tener por la nocheotra opinión que por la mañana, pasar alegre-mente la vida a la Panurga o a usanza oriental,

reclinados en mullidos almohadones. Te reser-vamos las riendas de ese imperio macarrónicoy burlesco, y aprovechamos la coyuntura parallevarte a la comida que da el fundador del su-sodicho periódico, un banquero retirado, queno sabiendo qué hacer de su dinero quierecambiarlo por talento. ¡Serás acogido como unhermano, te aclamaremos rey de los espírituslevantiscos que no se asustan de nada y cuyaperspicacia descubre los propósitos de Austria,Inglaterra o Rusia, antes que Rusia, Inglaterra oAustria los hayan concebido! ¡Sí! te instituire-mos soberano de esas autoridades intelectualesque proporcionan al mundo los Mirabeau, losTalleyrand, los Pitt, los Metternich, en una pa-labra, todos esos audaces Crispines que se jue-gan entre sí los destinos de un imperio, comolos hombres vulgares se juegan su doble decerveza al dominó. Te hemos presentado comoel más intrépido de cuantos compañeros hanabrazado estrechamente el libertinaje, ese ad-mirable monstruo con el que quieren luchar

todos los ánimos esforzados y hasta hemosafirmado que todavía no te ha vencido. Esperoque no desmentirás nuestros elogios. Taillefer,nuestro anfitrión, nos ha prometido rebasar lasmezquinas saturnales de nuestros pequeñosLúculos modernos. Es suficientemente rico pa-ra comunicar grandeza a las pequeñeces y gra-cia y distinción al vicio…Pero, ¿no me oyes,Rafael? - preguntó a éste el orador, interrum-piéndose.

-Sí - contestó el interpelado, menos ma-ravillado de la realización de sus deseos quesorprendido de la manera natural en que sedesarrollaban los acontecimientos; pues, aun-que le fuera imposible creer en una influenciamágica, admiraba los azares del destino huma-no.

-Has dicho que sí, como si estuvieraspensando en las musarañas - replicó uno de losamigos--

-¡Ah!-repuso Rafael, con un acento decandidez que hizo reír a aquellos escritores,

esperanza de la regenerada Francia -¡pensaba,mis buenos amigos, en que no estamos lejos deconvertirnos en unos consumados bribones!Hasta ahora, hemos blasonado de impiedad,entre dos vinos; hemos pasado la vida en esta-do de embriaguez; hemos valorado a los hom-bres y a las cosas en plena digestión. Vírgenesde hechos, éramos osados en la palabra; peroen estos momentos, marcados por el hierrocandente de la política, vamos a entrar en esepresidio suelto y a perder en él nuestras ilusio-nes. Cuando ya sólo se cree en el diablo, espermitido echar de menos el paraíso de la ni-ñez, el tiempo inocente en que sacábamos lalengua ante un buen sacerdote, para recibir enella el sagrado cuerpo de Nuestro Señor Jesu-cristo. Si hemos disfrutado tanto al cometernuestros primeros pecados, ha sido por. quesentíamos remordimientos para embellecerlos ydarles un sabor agridulce, mientras que aho-ra…

-¡Oh! -interrumpió el primer interlocu-tor-. Ahora nos queda…

-¿Qué? -preguntó uno de los otros. -¡El crimen!... -He ahí una palabra que tiene toda la

elevación de una horca y toda la profundidaddel Sena - replicó Rafael.

-No me has entendido. Me refiero a loscrímenes políticos. Desde esta mañana, tan sóloenvidio una existencia: la de los conspiradores.No sé si mañana durará este capricho; pero,esta 'noche, la vida incolora de nuestra civiliza-ción lisa como un riel de camino de hierro meproduce náuseas. Estoy enamorado apa-sionadamente de la derrota de Moscú, de lasemociones del «Corsario Rojo» y de la vida delos contrabandistas. Puesto que ya no hay car-tujos en Francia, quisiera por lo menos un Bo-tany-Bay, un asilo, una especie de enfermeríapara los pequeños lords Byron que, después dehaber estrujado la vida como una servilleta alterminar la comida, no tienen otros recursos

que incendiar su país, levantarse la tapa de lossesos, conspirar en favor de la República o abo-gar por la guerra…

-¡Mira, Emilio! -interrumpió con vehe-mencia el amigo más inmediato a Rafael-, teaseguro que, a no ser por la revolución de julio,hubiera vestido el hábito sacerdotal para irme avegetar en el fondo de una campiña; pero...

-¿Y hubieras leído el breviario todos losdías?

-Sí. -¡Valiente ridiculez! -¡Bien leemos los periódicos! -¡Vaya un periodista! Pero, cállate, por-

que marchamos entre un núcleo de suscripto-res… Quedamos, pues, en que el periodismo esla religión de las sociedades modernas y unaprueba patente de progreso.

-¿Cómo? -Los pontífices no vienen obligados a

creer, ni el pueblo tampoco...

Departiendo así, como pacíficos ciuda-danos que sabían el «De Viris Illustribus» des-de muchos años antes, llegaron a un hotel de lacalle Joubert.

Emilio era un periodista que había con-quistado más gloria, sin hacer nada, que la queotros cosechan a fuerza de éxitos. Osado en sucrítica, ocurrente y mordaz, poseía, todas lasbuenas cualidades que permitían sus defectos.Franco y burlón soltaba en su cara mil epigra-mas a un amigo, al que defendía luego, en suausencia, con denuedo y lealtad. Se mofaba detodo, hasta de su porvenir. Falto constantemen-te de dinero, apático en extremo, como todoslos hombres de cierta capacidad, lanzaba unlibro, en una frase, a las narices de los que nosabían escribir una frase en sus libros. Pródigoen promesas, jamás cumplidas, había hechoalmohada de su fortuna y de su gloria, a riesgode despertar viejo en un hospital. Al propiotiempo, amigo hasta el sacrificio, cínico desca-rado y sencillo como un niño, no trabajaba más

que impulsado por propio arranque o apre-miado por la necesidad.

-¡Ya siembran de flores nuestro camino!- dijo a Rafael, indicándole las macetas que em-balsamaban el ambiente y recreaban la vista.

-Me encantan los vestíbulos bien cal-deados y ricamente alfombrados -contestó Ra-fael-. Aquí me siento renacer.

-¡Y arriba nos espera una bacanal, amigoRafael! ¡Ah! - continuó diciendo por la escalera-, confío en que triunfaremos y pasaremos sobretodas esas cabezas.

Y señaló con ademán burlón a los co-mensales congregados en una vasta sala, res-plandeciente de oro y luz, donde fueron presu-rosamente acogidos, al entrar, por la juventudmás distinguida de París. Uno acababa de reve-lar su incipiente talento, emulando, con su pri-mer cuadro, las glorias de la pintura imperial.Otro había aventurado a !a publicación, !a vís-pera, un libro lleno de lozanía, impregnado deuna especie de desdén literario y que marcaba

nuevas orientaciones a la escuela moderna. Másallá, un escultor, cuyo rudo semblante acusabael vigor de su genio, conversaba con uno deesos guasones impenitentes, que, según loscasos, o no admiten superioridad en nada, o lareconocen en todo. Aquí, el más chispeante delos caricaturistas, de maliciosa mirada y risadiabólica, acechaba los epigramas, para tradu-cirlos a rasgos de lápiz. Acullá, un joven y atre-vido escritor, que destilaba mejor que nadie laquinta esencia de las ideas políticas, o conde-naba, como si tal cosa, el espíritu de un escritorfecundo, departía con un poeta, cuyas estrofashabrían anulado todas las obras de la época, sisu talento hubiera tenido la intensidad de suodio. Ambos procuraban no decir la verdad nimentir, dirigiéndose gratas lisonjas. Un músiconotable consolaba en "si bemol" y en voz zum-bona a cierto joven político, recientemente caí-do de la tribuna, sin producirse daño alguno.Noveles autores sin estilo se codeaban conotros sin ideas, y prosistas llenos de poesía con

poetas prosaicos. Al ver a aquellos seres in-completos, un pobre sansimoniano, bastantecándido para profesar de buena fe su doctrina,los acoplaba caritativamente, queriendo, sinduda, transformarlos en religiosos de su orden.Por último, se encontraban presentes dos o tresde esos eruditos destinados a suministrar ázoea la conversación, y varios saineteros dispues-tos a mezclar en ella esos fulgores efímeros,que, como los destellos del diamante, no dancalor ni luz. Algunas paradojas vivientes, rien-do para su capote, a fuer de gentes que amal-gaman sus admiraciones o sus desprecios ahombres y cosas, utilizaban esa política de do-ble filo para conspirar contra todos los siste-mas, sin tomar partido por ninguno. El críticoque no se asombra de nada, que tose en lo másculminante de una cavatina, que grita ¡bravo!antes que nadie, y contradice a los que antici-pan su parecer, figuraba también entre los re-unidos, procurando apropiarse las ocurrenciasde las personas ingeniosas. Entre aquellos co-

mensales, cinco tenían porvenir, unos cuantosdebían alcanzar alguna gloria vitalicia; los res-tantes, podían aplicarse, como todas las media-nías la famosa mentira de Luis XVIII: «Unión yolvido». El anfitrión mostraba la cavilosa ale-gría del hombre que gasta dos mil escudos. Devez en cuando, sus ojos se dirigían impacien-temente hacia la puerta del salón, como si lla-mase al comensal que se hacía esperar. No tar-dó en presentarse un sujeto rechonchete, quefue saludado con un lisonjero rumor : era elnotario que aquella mañana misma había auto-rizado la escritura de fundación del periódico.Un servidor, vestido de rigurosa etiqueta, abrióde par en par las puertas de un espacioso co-medor, en el que cada cual fue a ocupar su si-tio, sin cumplidos, en torno de una inmensamesa. Antes de abandonar los salones, Rafaellos abarcó de una última ojeada. Realmente, sudeseo se había realizado por completo, Las es-tancias estaban tapizadas de seda y oro; lujososcandelabros so-- portaban innumerables bujías,

que hacían resaltar los más insignificantes deta-lles de los artísticos frisos, el delicado cinceladode los bronces y los suntuosos colores del mobi-liario. Las flores raras de varias jardineras artís-ticamente confeccionadas con bambúes, espar-cían suaves aromas. Todo, hasta los cortinajes,respiraba una elegancia sin pretensiones; había,en suma. en aquel conjunta cierta gracia poéti-ca, cuyo prestigio debla influir en la imagina-ción de un hombre sin dinero.

-La verdad es -dijo suspirando- que cienmil libras de renta son un bonito comentariodel Catecismo y nos ayudan maravillosamentea poner la «moral en acciones». ¡Oh! ¡sí! mi vir-tud no se ha hecho para caminar a pie. Para mí,el vicio consiste en una buhardilla, un traje raí-do, un sombrero gris en invierno y las deudasal conserje. ¡Quiero vivir en el seno de este lujoun año, seis meses, lo que sea! Después, no meimporta morir. Por lo menos, habré consumido,conocido, devorado mil existencias.

-¡Oye, oye! -contestó Emilio-, me pareceque has confundido la berlina de un agente decambio con la felicidad. ¡Bien pronto te aburri-rías de la fortuna, si vieras que te arrebataba laprobabilidad de ser un hombre superior t Entrelas pobrezas de la riqueza y las riquezas de lapobreza, ¿ha titubeado alguna vez el artista?¿No necesitamos luchar constantemente? ¡Va-ya! ¡prepara tu estómago y fíjate! -añadió, indi-cando con un gesto heroico el majestuoso, eltres veces beatífico y tranquilizador aspecto queofrecía el comedor del bienaventurado capita-lista-. En realidad, ese hombre no se ha tomadoel trabajo de amasar su dinero sino para noso-tros. ¿Acaso no es una especie de esponja olvi-dada por los naturalistas en el orden de los po-líperos, y que se trata de exprimir con delicade-za, antes de dejar que los herederos le saquen eljugo? ¿No encuentras de buen gusto los bajosrelieves que adornan las paredes? ¿Y las ara-ñas? ¿y los cuadros? ¡Qué lujo tan bien enten-dido! Si hemos de creer a los envidiosos y a los

que se precian de ver los registros de la vida,ese hombre dio muerte, durante la Revolución,a un alemán, y a algunas personas más, entrelas que figuraban, según dicen, su mejor amigoy la madre de ese amigo. ¿Quién sospecharíaque ha podido albergarse el crimen bajo lascanas de ese venerable Taillefer? Su aspecto esel de un hombre sin tacha. Al ver el brillo de laplata, ¿no será para él una puñalada cada unode sus reflejos?... ¡Bah! ¡bah! ¡tanto valdríacreer en Mahoma ! Si el público tuviera razón,aquí hay treinta hombres de corazón y de talen-to, que se aprestarían a devorar las entrañas y abeberse la sangre de una familia. Y nosotrosdos, jóvenes, llenos de candor, de entusiasmo,¿habríamos de ser cómplices de tal desafuero?¡Ganas me dan de preguntar a nuestro capita-lista si es hombre honrado!

-¡Ahora no! -exclamó Rafael-; pero,cuando esté borracho perdido, habremos comi-do.

Los dos amigos se sentaron, riendo.Desde luego, y con una mirada más rápida quela palabra, cada comensal pagó su tributo deadmiración al suntuoso golpe de vista que ofre-cía una larga mesa, blanca como capa de nieverecién caída y sobre la cual se alineaban simé-tricamente los cubiertos, coronados por dora-dos panecillos. La cristalería reproducía loscolores del iris en sus reflejos estrellados, lasbujías cruzaban hasta el infinito sus luminososdestellos, los manjares, colocados bajo campa-nas de plata, aguzaban el apetito y la curiosi-dad. Se hablaba poco, limitándose a mirarse loscomensales próximos. Circuló el vino de Made-ra, y apareció el primer servicio en todo su es-plendor; habría hecho honor al difunto Camba-cérés y sido encomiado por Brillat-Savarin. Acontinuación, fueron servidos, con profusiónregia, los vinos blancos y tintos de Burdeos y deBorgoña.

La primera parte del festín podía com-pararse, por todos conceptos, a la exposición de

una tragedia clásica. El segundo acto resultó unpoco más locuaz. Cada comensal había bebidorazonablemente, cambiando indistintamente demarca, y al retirar los restos del magnífico pla-to, comenzaron a entablarse tempestuosas dis-cusiones; las frentes pálidas enrojecieron, algu-nas narices se tiñeron de púrpura; los rostros seencendieron y las pupilas chispearon. Duranteesta aurora de la embriaguez, la discusión norebasó los límites de la cortesía; pero las bro-mas, las ocurrencias, fueron brotando poco apoco de todas las bocas; luego asomó la calum-nia su cabecilla de serpiente, hablando en tonomeloso; entre los grupos algunos cazurros es-cuchaban atentamente, confiados en conservarsu serenidad. En resumen: el segundo plato,encontró los ánimos bastante caldeados. Cadacual comió hablando, habló comiendo, bebiósin cuidarse de la afluencia de líquidos, taleseran de transparentes y olorosos y tan con-tagioso resultaba el ejemplo. Taillefer tomó aempeño animar a sus invitados, haciéndoles

escanciar los terribles vinos del Ródano, el cáli-do Tokay, el rancio y espirituoso Rosellón.Desbocados, como caballos de coche-correo queparten de una parada de posta, aquellos hom-bres, aguijoneados por las burbujas del vino deChampaña, impacientemente aguardado, peroabundantemente vertido, dejando ya galoparsu imaginación por el vacío de esos razona-mientos que nadie escucha, emprendieron elrelato de historias sin auditorio, repitiendo cienveces interpelaciones que quedaban invaria-blemente sin respuesta. Únicamente la orgíadesplegó su potente voz, voz formada por cienclamores confusos que engrosaban, como los«crescendo» de Rossini. Después, llegaron losbrindis insidiosos, las fanfarronadas, los retos.Todos renunciaron a ensalzar su capacidadintelectual, para reivindicar la de los toneles,pipas y cubas. Parecía que cada cual tuvierados voces. Hubo un momento en que todos losseñores hablaron a la vez, entre las sonrisas de!os criados. Pero aquella baraúnda de frases, en

la que chocaban entre sí, a través de los gritos,las paradojas de dudosa claridad y las verdadesgrotescamente disfrazadas, con los juicios inter-locutorios, las decisiones soberanas y las sande-ces de todo género, como en lo recio de uncombate se cruzan !as granadas, las balas y !ametralla, hubiera interesado indudablemente amás de un filósofo, por la singularidad de lasideas, o sorprendido a cualquier político por loextravagante de los sistemas. Era un libro y uncuadro, todo en una pieza. Las filosofías, lasreligiones, las morales, tan diferentes de unalatitud a otra, los gobiernos, en una palabra,todas !as grandes manifestaciones de la inteli-gencia humana, cayeron bajo una guadaña tanlarga como la del tiempo, y quizá hubiera sidodifícil aclarar si la manejaba la Cordura ebria ola Embriaguez convertida en cuerda y clarivi-dente. Arrastrados por una especie de tempes-tad, aquellos cerebros parecían querer socavar,como las encrespadas olas socavan el acantila-do de la costa, todas las leyes entre las cuales

flotan las civilizaciones, satisfaciendo así, sinsaberlo, la voluntad de Dios, que deja en !a Na-turaleza el bien y el mal, reservando exclusi-vamente para sí el secreto de su lucha perpetua.La discusión, furiosa y burlesca, fue, en ciertomodo, un aquelarre de las inteligencias. Entrelas acerbas chuscadas dedicadas por aquelloshijos de la Revolución al nacimiento de un pe-riódico y las ocurrencias prodigadas por ale-gres bebedores al nacimiento de Gargantúa,mediaba todo el abismo que separa al siglo dé-cimonono del decimosexto. Este preparaba unadestrucción, riendo; aquél, reía entre las ruinas.

-¿Cómo se !lama ese joven, sentado alotro lado de usted? -preguntó el notario, desig-nando a Rafael-. Me parece haberle oído nom-brar Valentín.

-¿Qué significa eso de Valentín a secas? -contestó Emilio riendo-. ¡Rafael de Valentín, sino lo toma usted a mal! «¡Ostentamos un águilade oro en campo negro, coronada de plata, conpico y garras de gules y la hermosa divisa

«¡Non cecidit animus!» No somos incluseros,sino descendientes del emperador «Valente»,del tronco de !os «Valentinois», fundador de lasciudades de «Valencia», en España y en Fran-cia, heredero legítimo del imperio de Oriente.Si dejamos reinar a Mahmud en Constan-tinopla, es por pura condescendencia, y porfalta de dinero y de soldados.

Y Emilio trazó una corona en el aire, consu tenedor, sobre la cabeza de Rafael. El notarioreflexionó unos instantes y apuró su copa, exte-riorizando un gesto significativo, con el quepareció confesar la imposibilidad de relacionarcon su clientela las ciudades de Valencia y deConstantinopla, Mahmud, el emperador Valen-te y !a familia de los Valentinois.

-La destrucción de esos hormiguerosllamados Babilonia, Tiro, Cartago y Venecia,siempre aplastados bajo las plantas de un gi-gante que pasa, ¿no es, por ventura, un avisodado al hombre por una potestad burlona? -repuso Claudio Vignon, especie de esclavo

comprado para imitar a Bossuet a cincuentacéntimos línea.

-Y Moisés, Sila, Luis XI, Richelieu, Ro-bespierre y Napoleón, son quizá un mismohombre, que reaparece a través de las ci-vilizaciones, como un cometa en el firmamento- contestó un ballanquista.

-¿Para qué sondear los arcanos de laProvidencia? - observó el fabricante de baladas,Canalis.

-¡Adiós! ¡ya pareció la Providencia! -exclamó el crítico interrumpiéndole-. No co-nozco nada más elástico.

-Pero, señor mío, Luis XIV ha hecho pe-recer más hombres para construir los acueduc-tos de Maintenon, que la Convención para fijarequitativamente los impuestos, para unificar laley, nacionalizar a Francia y hacer que se distri-buyan con igualdad las herencias - arguyóMassol, un jovenzuelo hecho republicano, porcarecer de una partícula delante de su apellido.

-¡Caballerito! -!e replicó el pacífico pro-pietario Moreau de I'Oise-, supongo que notomará usted e! vino por sangre y dejará repo-sar nuestras cabezas sobre los respectivos hom-bros.

-¡Quién sabe! ¿Acaso los principios delorden social no merecen algunos sacrificios?

-¡Oye, Bixiou! -advirtió un joven a suvecino de mesa-. Ese titulado republicano su-pone que la cabeza de ese propietario sería unsacrificio.

-Los hombres y los acontecimientos nosignifican nada -declaró el republicano, conti-nuando la exposición de su teoría entre flatu-lentas expansiones-. En política y en filosofía,sólo existen fundamentos e ideas.

-¡Qué horror! ¿no se arrepentiría dehaber matado a sus amigos, por un quítameallá esas pajas?

-¡Alto, señor mío! El hombre que sienteremordimientos es e! verdadero malvado, por-que tiene alguna idea de !a virtud, mientras que

Pedro el Grande, el duque de Alba, eran siste-mas, y el corsario Mambard, una organiza-ción...

-¿Y no es libre la sociedad de prescindirde sus sistemas y de sus organizaciones? - pre-guntó Canalis.

-¡Ciertamente! - contestó el republicano. -¡Bah! esa estúpida república, tan calu-

rosamente patrocinada por usted, me producenáuseas: no podríamos trinchar tranquilamenteun capón, sin tropezar en él con la ley agraria.

-Tus máximas son excelentes, ¡mi pe-queño Bruto relleno de trufas!, pero te comparocon mi ayuda de cámara. El truhán está de talmodo poseído por la manía de la limpieza, quesi le dejara cepillar mis ropas a su gusto, iría encueros.

-¡Son ustedes unos majaderos! -replicóel ferviente republicano-. ¿Acaso pretendenustedes limpiar una nación con mondadientes 1A su juicio, la justicia es más peligrosa que losladrones.

-¡Hola! ¿qué es eso? - exclamó el aboga-do Desroches.

-¡Qué cargantes se ponen con su políti-ca! -repuso a su vez el notario Cardot-. ¡Echadla llave! No hay ciencia ni virtud que valga unagota de sangre. Si nos propusiéramos practicarla liquidación de la verdad, probablemente laencontraríamos en quiebra.

-Es indudable que nos hubiera costadomenos divertirnos en el mal que disputarnos enel bien. Por mi parte, daría todos los discursospronunciados en la tribuna, desde hace cuaren-ta años, por una trucha, por un cuento de Pe-rrault o un croquis de Charlet.

-¡Tiene usted razón!... Acérqueme losespárragos--.. Porque, bien mirado, la libertadengendra la anarquía, la anarquía conduce eldespotismo y el despotismo retrotrae a la liber-tad. Han perecido millones de seres, sin haberlogrado el triunfo definitivo de ningún ideal.¿No es ése el círculo vicioso, en cuyo torno gi-rará constantemente el mundo moral? Cuando

el hombre cree haber perfeccionado, no hahecho más que cambiar la situación de las co-sas.

-En ese caso -exclamó el sainetero Cur-sy-, ¡brindo por Carlos X, padre de la libertad!

-¿Y por qué no? -dijo Emilio-. Cuando eldespotismo está en las leyes, la libertad se al-berga en las costumbres y viceversa-.

-¡Brindemos, pues, por la imbecilidaddel poder, que nos da tanto poder sobre losimbéciles! - propuso el banquero.

-¡Amigo mío, cuando menos, Napoleónnos ha legado gloria! - afirmó un oficial de ma-rina, que jamás había salido de Brest.

-¡Gloria! ¡triste mercancía! Se paga caray no se conserva. No es, por ventura, el egoís-mo de los grandes hombres, como la felicidades el de los tontos?

-¡Qué feliz debe ser usted! -El inventor de las zanjas hubo de ser

necesariamente un hombre débil, porque lasociedad no aprovecha más que a las gentes

ruines. Situados en los dos extremos del mundomoral, el salvaje y el pensador aborrecenigualmente la propiedad.

-¡Magnífico! -exclamó Cardot-. ¡Si nohubiera propiedades, no se otorgarían escritu-ras!

-¡Esos guisantes son un manjar de dio-ses!

-Y al siguiente día encontraron al párrocomuerto en su lecho…

-¿Quién habla de muertos? ¡No os bro-meéis, porque tengo un tío…!

-¿A cuya pérdida se resignaría usted in-dudablemente?

-Eso no se pregunta. -¡Atención, señores! «¡Procedimiento

para matar a los tíos!» -¡Chist! ¡Oigamos! ¡oigamos! -Ante todo, supongamos un tío sanote y

rollizo, septuagenario por lo menos… Estos sonlos mejores tíos. Se le hace comer, con cualquierpretexto, un pastel de «foie gran»...

-Mi tío es alto, enjuto de carnes, avaro ysobrio. -Esos tíos son monstruos que abusan dela vida.

-Y se le anuncia durante la digestión -continuó el « matatíos »- la quiebra de su ban-quero.

-¿Y si resiste? -¡Se le suelta una chica guapa! -¿Y si dice que...? - insistió el otro,

haciendo un gesto negativo. -Entonces, eso no es un tío, porque los

tíos son esencialmente alegrillos. -La voz de la Malibran ha perdido dos

notas. -¿Qué ha de perder? -Le digo a usted que sí. -Sí y no. Es la historia eterna de todas

las disertaciones religiosas, políticas y literarias.¡El hombre es un funámbulo, que se arriesgaconstantemente al borde del precipicio!

-Si continuara escuchándole, me acredi-taría de tonto.

-Al contrario; si acaso, será por no escu-charme.

-La instrucción… ¡Valiente tontería!Heineffettermach hace ascender a más de milmillones el número de volúmenes impresos, yla vida de un hombre apenas alcanzará paraleer ciento cincuenta mil. Ahora, ¡explíquemeusted lo que significa la palabra «instrucción»!Para unos, consiste en saber cuatro vulgari-dades estúpidas, sin estar al tanto del movi-miento en ningún orden de la actividad huma-na. Otros, han utilizado sus conocimientos paraescamotear un testamento y conquistarse famade honrados, disfrutando de la estimación y delrespeto de los demás, como hubieran podidoser sorprendidos en flagrante delito de robocon reincidencia, con todas las agravantes delcódigo, yendo a morir aborrecidos y deshonra-dos, a un presidio.

-¿Se sostendrá Nathan? -Sus colaboradores tienen mucho talen-

to.

-¿Y Canalis? -De ése no hay que hablar: es un gran

hombre. -¡Estáis beodos! -La consecuencia inmediata de una

constitución es el aplanamiento de las inteli-gencias. Artes, ciencias, monumentos, todo lodevora un espantoso sentimiento de egoísmo,lepra de nuestra época. Vuestros trescientosburgueses, sentados en sus escaños, úni-camente pensarán en plantar chopos. El despo-tismo realiza grandes cosas, ilegalmente la li-bertad ni aun se toma el trabajo de realizar le-galmente las más insignificantes.

-Vuestra enseñanza mutua fabrica mo-nedas de carne humana -dijo un absolutista,interrumpiendo-. En un pueblo nivelado por lainstrucción, desaparecen las personalidades.

-Sin embargo, ¿no es el objeto de la so-ciedad proporcionar el bienestar a todos? - pre-guntó el sansimoniano.

-¡Si tuviera usted cincuenta mil libras derenta, ni siquiera se acordaría del pueblo! ¿Estáusted tan verdaderamente apasionado por lahumanidad? ¡Pues váyase a Madagascar! Allíencontrará un pueblo nuevecito que sansimo-nizar, clasificar y embotellar; pero aquí cadacual entra naturalmente en su alvéolo, comouna clavija en su agujero. Los porteros y losnecios son bestias que no se precisa que seanpromovidos a tales por un colegio de religiosos.¡Ja! ¡Ja!

-¡Es usted un carlista ! -¿Por qué negarlo? Me gusta el despo-

tismo, porque indica cierto desprecio a la razahumana. No aborrezco a los reyes. ¡Son tanamenos! ¿Le parece a usted poco elevarse a untrono, a treinta millones de leguas del sol?

-Pero resumamos este amplio conceptode la civilización -decía entretanto el sabio, quepara instrucción del distraído escultor habíaentablado una discusión acerca del comienzode las sociedades y de los pueblos autóctonos-.

En los orígenes de las naciones la fuerza fue, encierto modo, material, uniforme, grosera; luegoal aumentar las agregaciones, los gobiernosprocedieron a descomposiciones más o menoshábiles. del poder primitivo, Así, en los tiemposremotos la fuerza residía en la teocracia; e! sa-cerdote manejaba el acero y el incensario. Másadelante, hubo dos sacerdocios: el pontífice y elrey. Hoy. nuestra sociedad, último término dela civilización, ha distribuido el poder con arre-glo al número de combinaciones y hemos lle-gado a las fuerzas denominadas industria, cul-tura, capital, oratoria. Como el poder carece yade unidad, camina incesantemente hacia unadisolución social, para la que no existe otrovalladar que el interés; por consiguiente, no nosapoyamos en la religión ni en la fuerza mate-rial, sino en la inteligencia. Ahora bien; ¿podráreemplazar el libro al acero, la discusión alhecho? Ese es el problema.

-La inteligencia lo ha matado -replicó elcarlista-. La libertad absoluta conduce al suici-

dio a las naciones, que se hastían en el triunfo.como un inglés millonario.

-¿Qué nos dirá usted de nuevo? Hoy seridiculizan todos los poderes, y hasta es cosacorriente negar a Dios. Ya no existen creencias,y este siglo es como un sultán caduco. víctimade sus excesos. En fin, el celebrado lord Byron,en una suprema desesperación poética, ha can-tado las pasiones del crimen.

-¿No sabe usted -objetó Bianchon, com-pletamente beodoque una dosis de fósforo, demás o de menos, hace al hombre inteligente oidiota, valeroso o tímido, virtuoso o criminal?

-¿Es posible que se trate de tal modo a lavirtud? -exclamó Cursy-. ¿La virtud, tema detodas las producciones teatrales, desenlace detodos los dramas, base de toda justicia?

-¡Cállate, animal! -contestó Bixiou-. Tuvirtud es Aquiles sin talón.

-¡Bebamos! -¿Quieres apostar a que me bebo de un

trago una botella de Champaña?

-¡Qué rasgo de ingenio! - exclamóBixiou.

-¡Están borrachos como carreteros! - ob-servó un mozalbete, que daba de beber con-cienzudamente a su chaleco.

-¡Sí, señor! el gobierno de los tiemposactuales es el arte de hacer reinar a la opiniónpública.

-¿La opinión? ¡Si es la más viciosa detodas las rameras! A dar oídos a las predicacio-nes moralizadoras de los que os consagráis a lapolítica. habría que preferir vuestras leyes a laNaturaleza, la opinión a la conciencia. ¡Todo esverdad y todo es mentira! Si la sociedad nos haproporcionado el plumón de las almohadas, hacompensado el beneficio con la gota, así comoha ideado el procedimiento para atemperar a lajusticia y ha puesto los resfriados a continua-ción de los chales de cachemira.

-¡Monstruo! -exclamó Emilio, interrum-piendo al misántropo-, ¿cómo es posible quemurmures de la civilización, ante tantos y tan

deliciosos vinos y manjares? ¿Muerde las patasy hasta las doradas astas de ese corzo, pero nomuerdas a tu madre!

-¿Qué culpa tengo yo de que el catoli-cismo llegue a meter un millón de dioses en unsaco de harina, de que la República vengasiempre a parar en un Robespierre, de que larealeza se encuentre siempre entre el asesinatode Enrique IV v el proceso de Luis XVI, y deque el liberalismo se reduzca a La Fayette? .

-¿Le abrazó usted en julio? -No. -Entonces, calle usted, ¡escéptico! -Los escépticos son los hombres más

concienzudos. -¡Si no tienen conciencia! -¿Qué dice usted? Tienen lo menos dos. -¡Descontar el Cielo! Es el colmo del

mercantilismo. Las religiones antiguas se redu-cían a un afortunado desarrollo del placer físi-co; pero nosotros hemos desarrollado el alma yla esperanza. El progreso es evidente.

-¿Qué puede esperarse, amigos míos, deun siglo nutrido de política? -repuso Nathan-.¿Cuál ha sido la suerte del «Rey de Bohemia yde sus siete castillos», la más arrebatadora con-cepción... ?

-¡Hola! ¡hola! -gritó el crítico, de extremoa extremo de la mesa-. Esas son frases barajadasal azar en un sombrero, verdadera obra escritapara Charenton.

-¡Es usted un estúpido! -¡Y usted un canalla! -¡Vamos! ¡vamos¡ -¡Calma, señores! -Habrán de batirse. -¡Ca! -Mañana nos veremos. -Ahora mismo - contestó Nathan. -Decididamente, son ustedes dos bra-

vos. -¡Y usted otro! - replicó el provocador. -¡Ni siquiera pueden tenerse en pie!

-¿Cómo que no? - contestó el belicosoNathan, cabeceando, al levantarse, como unacometa sin contrapeso.

Y después de lanzar en derredor unamirada imbécil, cayó desplomado sobre suasiento, como extenuado por el esfuerzo, incli-nó la cabeza y permaneció mudo.

-¡Tendría gracia -dijo el crítico a su veci-no- que me batiera por una obra que no he leí-do ni visto siquiera!

-¡Emilio! ¡ten cuidado de tu indumenta-ria, porque tu vecino palidece! - advirtió Bixiou.

-¿Kant? ¡Un globo más, lanzado paraembaucar a los ton. tos! ¡El materialismo y elespiritualismo son dos vistosas raquetas, conlas que los charlatanes togados despiden elmismo volante! Qué más da que Dios esté entodo, según Spinosa, o que todo proceda deDios, según San Pablo?... ¡Imbéciles! ¿No esidéntico el movimiento para cerrar que paraabrir una puerta? ¿Ha salido el huevo de la

gallina o la gallina del huevo? En eso estribatodo.

-¡Inocente! -objetó el erudito-, el pro-blema que planteas, está ya resuelto por unhecho.

-¿Cuál? -El de que las cátedras no se han creado

para explicar filosofía, sino más bien la filosofíapara justificar las cátedras, ¡Cálate los lentes ylee el presupuesto!

-Ladrones ! -¡Imbéciles! -¡Tunantes! -¡Embusteros ! -¿En dónde, sino en París, encontraréis

un cambio tan vivo, tan rápido de ideas? - pre-guntó Bixiou, ahuecando la voz.

-¡Anda, Bixiou! ¡Represéntanos una far-sa clásica! ¡Una crítica burlesca!

-¿Queréis que os represente el siglo diezy nueve?

-¡Atención!

-¡Silencio! -¡Ponedle carátula! -¿Callarás alguna vez? -¡Tapadle la boca con vino! -¡Venga, Bixiou! El artista se abotonó hasta el cuello, se

calzó sus guantes amarillos y bizcó los ojos,empezando su relación; pero el ruido apagó suvoz, siendo imposible oír una sola palabra desu sátira.

Los postres aparecieron como por en-canto-- La mesa fue adornada con un gran cen-tro salido de los talleres de Thomire. Esbeltasfiguras, a las que un célebre artista había co-municado las formas convenidas en Europapara la belleza ideal, sostenían y llevaban ca-nastillas de fresas, de ananás, dátiles frescos,doradas uvas, rubios melocotones, naranjasllegadas de Setúbal en un vapor, granadas, fru-tas de la China; en una palabra, todas las sor-presas del lujo, los milagros de la repostería losmás apetitosos bocados, las más delicadas golo-

sinas. El brillo de la porcelana, ,s líneas res-plandecientes de los dorados, el tallado de lacristalería, realzaban los colores de aquelloscuadros gastronómicos. Grácil como las líqui-das franjas del Océano, flexible y ligera, la es-puma coronaba los paisajes del Poussin, repro-ducidos en Sévres. El territorio de un príncipealemán no hubiera bastado a sufragar aquellainsolente esplendidez. La plata, el nácar, el oro,el cristal, fueron prodigados nuevamente y bajonuevas formas; pero el abotagamiento de losojos y la fiebre locuaz de la embriaguez apenaspermitieron a los comensales adquirir una vagaintuición de aquel mágico espectáculo, dignode un cuento oriental. Los vinos de postre apor-taron sus aromas y sus ardores, deliciosos va-pores que engendran una especie de espejismointelectual y cuyos potentes lazos encadenanlos pies y apesantan las manos. Las pirámidesde frutas fueron saqueadas, las voces aumenta-ron y redobló el tumulto. Ya no hubo medio depercibir distintamente las palabras; las copas

volaron en añicos y los labios todos pro-rrumpieron en risotadas, ruidosas como cohe-tes. Cursy cogió una trompa y tocó llamada,que fue como una señal dada por el diablo. Ladelirante reunión aulló, silbó, cantó, gritó, ru-gió, gruñó. Habríase sonreído al ver aquellasgentes, joviales por temperamento, tornarsesombrías como los desenlaces de Crébillon, omeditabundas, como marinos en coche. Losdiscretos confiaban sus intimidades a curiososque no les escuchaban. Los melancólicos son-reían, como bailarinas al terminar sus piruetas.Claudio Vignon se contoneaba como un osoenjaulado. Los amigos íntimos disputaban. Lassemejanzas animales inscritas en los rostros hu-manos y tan curiosamente demostradas por losfisiólogos, reaparecían vagamente en los gestos,en las actitudes. Aquello era un libro abiertopara cualquier observador. El anfitrión, sin-tiéndose beodo, no se atrevía a levantarse; peroaprobaba las extravagancias de sus invitadoscon una mueca fija, tratando de conservar un

aire decoroso y hospitalario. Su ancha faz, rojay azul, casi amoratada, repulsiva, se asociaba almovimiento general por medio de esfuerzossemejantes a los cabeceos y bandazos de unbergantín.

-¿Los asesinó usted? - le preguntó Emi-lio.

-Dicen que la pena de muerte va a serabolida, en favor de los revolucionarios de julio- contestó Taillefer, enarcando las cejas con unaire mezcla de malicia y de estupidez.

-Pero, ¿no los suele usted ver en sueños?- inquirió Rafael.

-¡Hay prescripción! - dijo el asesino en-riquecido.

-¡Es claro! -exclamó Emilio, en tono sar-dónico-. Y luego, el marmolista grabará sobre lalosa de su tumba: « ¡Transeúntes, derramaduna lágrima a su memoria!» ¡Oh! -añadió--, ¡dequé buena gana daría cinco francos al matemá-tico que m demostrara por medio de una ecua-ción algebraica la existen " del infierno!

Y arrojó una moneda al aire, gritando: -¡Cara por Dios! -¡No me mire usted! -dijo Rafael, reco-

giendo la moneda ¿Quién sabe? ¡El azar es tanguasón!...

-¡¡Ah!! -repuso Emilio, con acento tris-temente burlón-, no veo dónde poner los piesentre la geometría del incrédulo y el « Paternoster » del papa. ¡Bah! ¡bebamos! « Trinc » es,a mi juicio, el oráculo de la divina botella y sir-ve de conclusión al Pantagruel.

-Al « Pater noster » debemos -contestóRafael- nuestras artes, nuestros monumentos,nuestras ciencias quizá y un beneficio muchomayor aún, nuestros modernos gobiernos, enlos cuales está maravillosamente representadauna sociedad vasta y fecunda por quinientasinteligencias, cuyas fuerzas opuestas entre sí seneutralizan, dejando todo poder a la «civiliza-ción», reina gigantesca que reemplaza al «Rey»,esa antigua y terrible figura, especie de falsodestino interpuesto por el hombre entre el cielo

y él. En presencia de tantas obras realizadas, elateísmo aparece como un esqueleto infecundo.¿Qué te parece?

-Pienso en las oleadas de sangre derra-madas por el catolicismo -replicó fríamenteEmilio-. El ha tomado nuestras venas y nues-tros corazones para hacer un remedio del dilu-vio. Pero, ¡no importa! Todo hombre sensatodebe marchar bajo la bandera de Cristo. El tansólo ha consagrado el triunfo del espíritu sobrela materia; él tan sólo nos ha revelado poética-mente el mundo intermedio que nos separa deDios.

-¿Lo crees así? -preguntó Rafael, lan-zando a su amigo una indefinible sonrisa deembriaguez-. ¡Pues bien! para no compro-metemos, pronunciemos el famoso brindis: « ¡Deo ignoto!»

Y vaciaron sus cálices de ciencia, de áci-do carbónico, de fragancias, de poesía y de in-credulidad.

-Si los señores gustan pasar al otro sa-lón, está servido' el café - dijo el maestresala.

En aquel momento, casi todos los co-mensales se revolcaban en el seno de esos lim-bos deliciosos en los que, apagadas las luces delespíritu, el cuerpo, desligado de su tirano, seabandona a los delirantes goces de la libertad.Unos, llegados al apogeo de la embriaguez,permanecían melancólicamente cavilosos, bus-cando afanosamente una idea que les atestigua-ra su propia existencia; otros, sumidos en elmarasmo producido por una laboriosa diges-tión, negaban el movimiento. Algunos intrépi-dos oradores seguían pronunciando vagas fra-ses, cuyo sentido no alcanzaban a comprenderellos mismos. Los estribillos se repetían comolos golpes de un aparato mecánico, que desen-vuelve su vida ficticia y sin alma. El silencio yel tumulto se acoplaban de modo extraño. Sinembargo, al oír la sonora voz del criado que, afalta de un amo, les anunciaba nuevos placeres,los congregados se levantaron, arrastrados,

sostenidos o llevados unos por otros. La turbaentera permaneció, durante un instante, inmó-vil y embelesada en el umbral de la puerta. Lasexcesivas delicias del festín palidecieron ante elseductor espectáculo que el anfitrión ofrecía almás voluptuoso de los sentidos de sus huéspe-des. Bajo las centelleantes bujías de dorada lu-cerna, en torno de una mesa cuajada de serviciode plata, surgió súbitamente un grupo de muje-res ante los atolondrados comensales, cuyaspupilas brillaron como otros tantos diamantes.Espléndidos eran los atavíos, pero mucho másespléndidas resultaban aquellas hermosurasdeslumbradoras, ante las cuales desaparecíantodas las maravillas de aquel palacio. Los apa-sionados ojos de aquellas jóvenes, tentadorascomo hadas, refulgían más que los torrentes deluz que hacían resplandecer los vivos maticesdel raso de los cortinajes, la blancura de losmármoles y los delicados contornos de losbronces. El corazón ardía en deseo al contem-plar los contrastes de sus vistosos adornos y de

sus actitudes y ademanes, todos distintos enatractivo y en carácter. Era un ramo de floressalpicado de rubíes, zafiros y corales; un cintu-rón de negros collares ciñendo níveos cuellos.Las vaporosas gasas, flotando como destellosde un faro, los caprichosos turbantes, las túni-cas modestamente provocativas…Aquel serra-llo encerraba seducciones para todos los ojos,voluptuosidades para todos los gustos. Lán-guidamente abandonada, una bailarina parecíadespojada de velos bajo los ondulantes plieguesde la cachemira. Aquí un tul diáfano, allá lostornasoles de la seda ocultaban o revelabanperfecciones misteriosas. Diminutos pies brin-daban amores, que reservaban las bocas frescasy sonrosadas. Tiernas y candorosas doncellas,vírgenes aparentes, cuyas hermosas cabellerasrespiraban religiosa inocencia, se ofrecían a lasmiradas como apariciones que un soplo podíadisipar. Beldades aristocráticas, de altivo mirar,pero indolentes, endebles, delgadas y graciosas,inclinaban la cabeza como si aún aspirasen a

regias protecciones. Una inglesa, una especie dealba y casta sombra, descendida de las nubesde Osián, semejaba un ángel de melancolía, unremordimiento huyendo del crimen. La parisi-na, cuya belleza, en con. junto, estriba en unagracia indescriptible, engreída de su elegancia yde su ingenio, armada de su omnipotente debi-lidad, flexible y dura, sirena sin corazón y sinsentimientos, pero que sabe crear artificiosa-mente los tesoros de la pasión, así como imitarlos acentos del alma, no faltaba en aquella peli-grosa asamblea, en la que figuraban asimismoitalianas tranquilas en apariencia y concienzu-das en su dicha, opulentas normandas de for-mas exuberantes, mujeres meridionales de ne-gros cabellos y rasgados ojos. Hubiéraseles to-mado por cortesanas versallescas convocadaspor Lebel, que hubieran tendido todos sus la-zos, de madrugada, llegando como una bandade esclavas orientales despiertas por la voz deltraficante, para partir al rayar la aurora. Per-manecían confusas, avergonzadas, y se agolpa-

ban, solícitas, en torno de la mesa, como abejasque zumban en el interior de una colmena.Aquella tímida cortedad, reproche y coqueteríaa la vez, era seducción calculada o pudor invo-luntario. Quizá cierto sentimiento, del que lamujer no se desprende nunca en absoluto, lesordenaba envolverse en el manto de la virtud,para dar más encanto y mayor incentivo a lasprodigalidades del vicio. Por ello, la conspira-ción urdida por el taimado Taifeller estuvo apunto de fracasar. Al pronto, aquellos hombresdesenfrenados se sintieron subyugados por elmajestuoso poder de que la mujer se halla in-vestida. Un murmullo de admiración resonócomo la más dulce de las melodías. El amor nohabía navegado de conserva con la embriaguez:en lugar de un huracán de pasiones, los comen-sales, sorprendidos en un momento de debili-dad, se abandonaron a las delicias de un éxtasisvoluptuoso, Los artistas, a la voz de la poesía,que constantemente predomina en ellos, estu-diaron con fruición los delicados matices que

distinguían entre sí a las selectas beldades. Re-animado por una idea, inspirada quizá por al-guna emanación de ácido carbónico desprendi-da del vino de Champaña-- un filósofo se en-terneció, al pensar en las desventuras que habí-an conducido a semejante lugar a aquellas mu-jeres, dignas probablemente, en otros tiempos,de los más puros homenajes, Indudablemente,todas ellas habían sido protagonistas de undrama sangriento. Casi todas llevaban consigoinfernales torturas, y arrastraban en pos hom-bres descreídos, promesas burladas, alegríasrescatadas por la miseria. Los comensales seacercaron a ellas cortésmente, entablándoseconversaciones tan diversas como los caracte-res. Formáronse grupos y la estancia tomó as-pecto de un salón honesto, en el que solteras ycasadas ofrecieran a los invitados, después dela comida, los auxilios que el café, los licores yel azúcar prestan a los gastrónomos que luchancon una digestión recalcitrante. Pero no tarda-ron en estallar las risas, creciendo el murmullo

y arreciando las voces. La orgía, domada du-rante un momento, amenazó a intervalos condespertarse. Las alternativas de silencio y deruido ofrecían cierta vaga semejanza con unasinfonía de Beethoven.

Sentados en un mullido diván, los dosamigos vieron llegar hacia ellos a una jovenalta, bien proporcionada, de soberbio porte yde fisonomía bastante regular, pero perspicaz,impetuosa y que impresionaba al alma con vi-gorosos contrastes. Su cabellera negra, lasciva-mente ondulada, parecía haber soportado yalos combates del amor, y caía en ligeras guede-jas sobre los anchos hombros, que ofrecían a lacontemplación atrayentes perspectivas. Largosbucles envolvían a medias un soberbio cuello,por el que se deslizaba la luz, de rato en rato,revelando la delicadeza de sus primorosos con-tornos. La piel, de un blanco mate, hacía resal-tar los tonos cálidos y animados de sus vivoscolores. Los ojos, provistos de largas pestañas,despedían atrevidas llamaradas, chispazos de

amor. La boca, roja, húmeda, entreabierta, pe-día besos.

Era de talle robusto, pero amorosamenteelástico: su seno y sus brazos ostentaban am-plio desarrollo como los de las hermosas figu-ras de Carraccio; sin embargo, parecía ligera,flexible, y su vigor delataba la agilidad de unapantera, como la varonil elegancia de sus for-mas prometía insaciables voluptuosidades.Aunque aquella muchacha debió ser risueña yretozona, su mirada y su sonrisa ponían pavoren la mente. Semejante a las profetisas agitadaspor un genio maléfico, admiraba más bien quegustaba. Todas las expresiones pasaban en tro-pel y como relámpagos por su inquieto rostro.Quizá hubiera entusiasmado a gentes estraga-das, pero un joven la hubiera temido. Era unaestatua colosal caída de lo alto de algún templogriego, sublime a distancia, pero tosca, miradade cerca. Con todo, su radiante belleza debíadespertar a los impotentes; su voz, encantar alos sordos; su mirada, reanimar vetustas osa-

mentas. Así, Emilio la comparó vagamente conuna tragedia de Shakespeare, especie de ara-besco admirable en que la alegría aúlla, el amortiene algo de salvaje, la gracia de la magia y elfuego de la dicha suceden a los sangrientostumultos de la cólera; monstruo que sabe mor-der y acariciar, reír como un demonio, llorarcomo los ángeles, improvisar en un solo abrazotodas las seducciones femeninas, excepto lossuspiros de la melancolía y las inefables modes-tias de una virgen; y luego, en un momento,rugir, desgarrarse las entrañas, aniquilar a supasión y a su amante; destrozarse, en fin, a símisma, como se destroza un pueblo amotina-do-- Ataviada con un vestido de terciopelo rojo,pisoteaba indolentemente varias flores des-prendidas ya de las cabezas de sus compañeras,mientras tendía desdeñosamente a los dos ami-gos una bandeja de plata.

Orgullosa de su belleza, y quizá de susvicios, mostraba un brazo blanco que se desta-caba vivamente sobre el terciopelo. Allí estaba

erguida como la reina del placer, como unaimagen de la alegría humana, de esa alegríaque disipa los tesoros acumulados por tres ge-neraciones, que ríe sobre cadáveres, se mofa delos antepasados, disuelve perlas y tronos, trans-forma a los jóvenes en ancianos, y muchas ve-ces a los ancianos en jóvenes; de esa alegríaúnicamente permitida a los colosos fatigadosdel poder, quebrantados de pensamiento o paralos cuales la guerra ha venido a ser como unjuguete.

-¿Cómo te llamas? - le preguntó Rafael. -Aquilina.

-¡Ah! -exclamó Emilio-, ¿procedes de «Venecia salvada »?

-Sí -contestó ella-. Así como los papasadoptan nombres nuevos al remontarse sobrelos demás hombres, yo he variado el mío alelevarme sobre todas las mujeres.

-¿Y tienes, como tu patrona, un noble yterrible conspirador que te ame y sepa morir

por ti? - preguntó con viveza Emilio, reanima-do por aquella apariencia de poesía.

-Le tuve -respondió la muchacha-; perola guillotina se declaró mi rival. Por eso llevosiempre algún trapajo rojo en mi indumentaria,para que mi alegría no se desborde.

-¡Oh! ¡si la dejan ustedes contar la histo-ria de los cuatro sargentos de la Rochela, pararato hay! ¡Cállate, pues, Aquilina! No todas lasmujeres tienen un amante a quien llorar, perotampoco tienen todas, como tú, la satisfacciónde haberle perdido en un cadalso. ¡Por mi par-te, preferiría saber que el mío reposaba en unafosa, en Clamart, que en el lecho de una rival!

Estas frases fueron pronunciadas en vozdulce y melodiosa, por la más inocente, máslinda y más gentil de cuantas criaturas hayanpodido salir de un huevo encantado, bajo elmágico poder de la varita de un hada. Habíallegado sigilosamente y mostraba un rostrodelicado, talle cenceño, ojos azules de sugestivamodestia, frente pura y lozana. Una náyade

ingenua escapada de su fuente, no es más tími-da, más blanca ni más candorosa que aquellamuchachuela, que representaba unos diez yseis años y parecía ignorar el mal y el amor,desconocer las tempestades de la vida y venirde una iglesia, donde hubiera implorado, pormediación de los ángeles, la merced de ser lla-mada prematuramente a los cielos.

Sólo en París se encuentran esas criatu-ras de rostro cándido, que ocultan la deprava-ción más profunda, los vicios más refinadosbajo una frente tan dulce, tan tierna como laflor de una margarita. Engañados a primeravista por las celestiales promesas escritas en lossuaves atractivos de aquella chicuela, Emilio yRafael aceptaron el café que les vertió en lastazas presentadas por Aquilina y comenzaron adirigirle preguntas. Ella acabó por transfigurar,a los ojos de los dos poetas, por una siniestraalegría, no sé qué faz de la vida humana, opo-niendo a la expresión ruda y apasionada de suimponente compañera el retrato de esa corrup-

ción fría, voluptuosamente cruel, bastanteaturdida para cometer un crimen y bastantefuerte para reírse de él; especie de demoniodescorazonado, que castiga a las almas genero-sas y leales a experimentar las emociones deque él está privado, que encuentra siempre unmohín amoroso que vender, lágrimas para elentierro' de su víctima, y júbilo por la noche,para leer su testamento. Un poeta hubiese ad-mirado a la hermosa Aquilina; el mundo enterodebía huir de la sugestiva Eufrasia: una era elalma del vicio; la otra era el vicio sin alma.

-Desearía saber -dijo Emilio a la lindacriatura- sí piensas alguna vez en el porvenir.

-¿En el porvenir? -contestó riendo la in-terpelada-. ¿Qué entiende usted por porvenir?¿A qué pensar en lo que aún no existe? Yo nomiro nunca ni atrás ni adelante. ¿Acaso no esmás que suficiente ocuparme del día en quevivo? Además, nuestro porvenir le conocemosde sobra; es el hospital.

-¿Y cómo, viendo el hospital en perspec-tiva, no procuras evitar ir a parar allí? - pregun-tó Rafael.

-¿Pues qué tiene de pavoroso el hospi-tal? -interrogó a su vez la terrible Aquilina-. Nosiendo madres ni esposas, ¿qué podremos ne-cesitar cuando la vejez debilite nuestros cuer-pos y arrugue nuestras frentes; cuando el tiem-po marchite nuestros encantos y seque la ale-gría en las miradas de nuestros amigos? Enton-ces, ya no ven ustedes en nosotras, de todasnuestras galas, de todos nuestros hechizos, másque la abyección primitiva, que avanzó fría,seca, descompuesta, produciendo chasquidossemejantes al de las hojas caídas. Los más pre-ciosos atavíos se nos convierten en andrajos; elámbar que aromatizaba el tocador, trasciende amuerte y presiente el esqueleto; y si por acasose encuentra un corazón en ese fango, todos leinsultan ustedes, sin permitirnos siquiera unrecuerdo-- Así pues, ya nos encontremos en esaépoca de la vida cuidando perros en un hotel

suntuoso, ya en un hospital, escogiendo guiña-pos, ¿dejará de ser idéntica nuestra existencia?Qué diferencia media entre ocultar nuestrascanas bajo un pañuelo a cuadros encarnados yazules o bajo encajes, barrer las calles con esco-bón o los peldaños de las Tullerías con colas deraso, sentarse ante doradas chimeneas o calen-tarse al rescoldo de un barreño de barro, asistiral espectáculo de la Gréve o a la representaciónde la Opera?

-Aquilina mía -declaró Eufrasia-, jamásestuviste tan atinada en tus desesperaciones.¡Sí! Los cachemires, las blondas los perfumes, eloro, la seda, el lujo, todo cuanto brilla y todocuanto agrada, sólo sienta bien a la juventud. Eltiempo es el único capaz de poner coto a nues-tras locuras, pero la dicha nos absuelve-- Ríanseustedes cuanto quieran de lo que digo -agregó,lanzando a los dos amigos una sonrisa veneno-sa-; pero, ¿verdad que tengo razón? Prefieromorir de placer que de enfermedad. No tengoni la manía de la perpetuidad ni gran respeto

por la especie humana, al ver cómo la trataDios. ¡Dadme millones, y me los comeré! Noquiero que sobre un céntimo para el añopróximo. Vivir para gustar y reinar: tal es elfallo que pronuncia cada latido de mi corazón.La sociedad está de acuerdo conmigo, prove-yendo incesantemente a mis disipaciones. ¿Porqué me proporciona todas las mañanas, la bon-dad divina, la renta necesaria para mis despil-farros nocturnos? ¿Por qué no construyen uste-des hospitales? Como no se nos ha colocadoentre el bien y el mal para escoger lo que nosmortifique o nos hastíe, sería una necedad nodivertirme.

-¿Y los demás? - interrogó Emilio. -¿Los demás? ¡Allá se las arreglen! Pre-

fiero reírme de sus sufrimientos a llorar losmíos. Desafío a cualquier hombre a que mecause la más ligera pena.

-¿Tanto has sufrido, para pensar así? -preguntó Rafael.

-Aquí donde me ve usted, he sido aban-donada por una herencia -contestó la mucha-cha, adoptando una postura que hizo resaltartodas sus seducciones-. ¡Y eso que me pasabadía y noche trabajando para que él comiera! Noquiero dejarme embaucar por sonrisas ni pro-mesas, y me propongo convertir mi vida en unaprolongada partida de placer.

-Pero, ¿es que la dicha no procede delalma? - exclamó Rafael.

-¿Y qué? -replicó Aquilina-. ¿Por ventu-ra es poco verse admirada, lisonjeada, triunfarde todas las mujeres, hasta de las más virtuo-sas, abrumándolas con nuestra hermosura ycon nuestro fausto? Además, vivimos más enun día que una buena burguesa en diez años, ycon eso está dicho todo.

-¿Pero no es odiosa una mujer sin vir-tud? - preguntón Emilio a Rafael.

Eufrasia les lanzó una mirada viperina ycontestó con inimitable acento de ironía

-¡La virtud! Eso queda para las feas ycontrahechas. ¿Qué sería, sin ella, de esas infeli-ces?

-¡Calla! ¡Calla! -exclamó Emilio-, nohables de lo que no sabes.

-¿No he de saberlo? -replicó Eufrasia-.Entregarse durante toda la vida a un ser odia-do, saber criar hijos que nos abandonen, yhaber de darles las gracias cuando desgarrennuestro corazón. Esas son las virtudes que exi-gen ustedes a la mujer; y aun para recompensarsu abnegación, acaban por imponerla sufri-mientos, tratando de seducirla, y si resiste lacomprometen. ¡Bonita vida! Vale más conservarla libertad, amar a quien se quiera y morir jó-venes.

-¿No temes que llegue un día, en el quepagues todos esos excesos?

-Si llegara, en lugar de haber mezcladomis alegrías con sinsabores, habría dividido mivida en dos partes : una juventud positivamen-

te gozosa, y una vejez incierta, durante la cuallo sufriré todo a gusto.

-Esta no ha querido de veras -arguyóAquilina, en tono sentencioso-, no ha corridonunca cien leguas para ir a devorar con fruiciónuna mirada y un desaire; no ha tenido su vidapendiente de un cabello ni ha intentado acuchi-llar a varios hombres, por salvar a su soberano,a su señor, a su dios. Para ella, el amor ha sidoun gallardo coronel.

-¡Oye! ¡Oye, la Rochela! -contestó Eufra-sia-, el amor es como el viento, que no sabemosde dónde viene. Además, si hubieras sido ver-daderamente amada por un bruto, tendríasaversión a las gentes de talento.

-El código nos prohíbe amar a los brutos- replicó la arrogante Aquilina, en tono irónico.

-Te creía más indulgente con los milita-res - dijo Eufrasia riendo.

-¡Qué felices sois, pudiendo abdicar asíde vuestra razón! - exclamó Rafael.

-¡Felices! -repitió Aquilina, con una son-risa de conmiseración, de espanto, lanzando alos dos amigos una iracunda mirada-. ¡Cómo seconoce que ignoran ustedes lo que significaverse obligada al placer, con un muerto en elcorazón!

La contemplación de los salones, enaquel momento, constituía una vista anticipadadel Pandemonio de Milton. Las azuladas llamasdel ponche coloreaban de un matiz infernal losrostros de los que aun podían beber. Insensatasdanzas, animadas por una energía salvaje, exci-taban risas y gritos, que estallaban como deto-naciones de un fuego de artificio. El tocador yun saloncillo contiguo, sembrados de muertos yde moribundos, ofrecían el aspecto de un cam-po de batalla. La atmósfera estaba caldeada devino, de placeres y de palabras. La embriaguez,el amor, el delirio, el olvido del mundo, se re-flejaban en las caras, en los corazones, aparecí-an estampados en las alfombras, expresadospor el desorden, y tendían ante todas las mira-

das tenues velos, que producían las más hala-gadoras ilusiones. Agitado en el aire, como enlos haces luminosos de un rayo de sol, flotabaun brillante polvillo, a través del cual se dibu-jaban las más caprichosas formas, las más gro-tescas luchas. Diseminadas por todas partes, lasenlazadas parejas se confundían con los blancosmármoles, obras maestras de la escultura, queadornaban las habitaciones.

Aunque los dos amigos conservasen to-davía una especie de lucidez engañosa en susideas y de agilidad en su organismo, un postrersacudimiento, simulacro imperfecto de la vida,les era imposible determinar lo que había dereal en las extrañas fantasías, en los cuadrossobrenaturales que desfilaban de continuo antesus fatigados ojos. El cielo asfixiante de nues-tros sueños, la suavidad ardiente que adquie-ren las imágenes en nuestras visiones, los másinusitados fenómenos letárgicos, les asaltarontan vivamente, que tomaron aquella baraúndapor las quimeras (le una pesadilla, en la que el

movimiento fuera silencioso y los gritos perdi-dos para el oído. En aquel momento, un criadode confianza logró, no sin trabajo, atraer a suseñor a la antesala, y le dijo en voz baja:

-¡Señor! Todos los vecinos están asoma-dos a los balcones, quejándose de este escánda-lo.

-Si les molesta el ruido, ¡que atrincherenlos huecos con paja! - exclamó Taillefer.

Rafael soltó una carcajada tan intempes-tiva y ruidosa, que su amigo le pidió la explica-ción de aquella brutal alegría.

-Difícilmente me comprenderías -contestó Rafael-. Ante todo, habría de confesar-te que me detuvisteis en el malecón Voltaire, enel momento preciso en que intentaba arrojarmeal Sena, lo cual provocaría el deseo, por tu par-te, de conocer los móviles de mi resolución.Pero si te agregara que, por un azar casi fabulo-so, acababan de resumirse a mis ojos las ruinasmás poéticas del mundo material, en una tra-ducción simbólica de la sabiduría humana,

mientras que ahora, los restos de todos los teso-ros intelectuales de que hemos echado mano enla mesa se han concentrado en estas dos muje-res, originales personificaciones de la locura, yque nuestra profunda indiferencia por hombresy cosas ha servido de transición a los cuadros,tan fuertemente matizados, de dos sistemas deexistencia tan diametralmente opuesto, ¿quéme dirías? Si no estuvieras a medios pelos, qui-zá vieras en ello un tratado de filosofía.

-Si no te apoyaras en esa hechiceraAquilina, cuyos ronquidos tienen cierta analo-gía con el bramido de una tempestad próxima adesencadenarse -replicó Emilio, entretenido asu vez en arrollar y desarrollar los cabellos deEufrasia, sin darse cuenta de la inocente ocupa-ción-, te avergonzarías de tu embriaguez v detu charla. Tus dos sistemas pueden compen-diarse en una sola frase y reducirse a una idea.La vida sencilla y mecánica conduce a una dis-creción rutinaria, ahogando nuestra inteligenciacon el trabajo, mientras que la vida pasaba en el

vació de las abstracciones o en el abismo delmundo moral, lleva una sabiduría loca. En unapalabra, matar los sentimientos para vivir vie-jos, o morir jóvenes, aceptando el martirio delas pasiones; a eso estamos condenados. Y aunasí, esta sentencia lucha con los temperamentosde que nos ha dotado el guasón a quien debe-mos el patrón de todas las criaturas.

-¡Majadero! -exclamó Rafael, interrum-piéndole-. Continúa compendiándote a ti mis-mo, en esa forma, y formarás volúmenes. Si yohubiera tenido la pretensión de formular pro-piamente esas dos ideas, te habría dicho que elhombre se corrompe por el ejercicio de la razóny se purifica por la ignorancia. ¡Eso es hacer elproceso de las sociedades! Pero, vivamos conlos prudentes o perezcamos con los locos, ¿de-jará de ser el mismo el resultado, más tarde omás temprano? Por eso, el gran abstractor yquintaesenciador, ha condensado ya estos dossistemas antes de ahora en estas dos palabras :«Carymari», «Carymara».

-Me haces dudar del poder de Dios,porque eres más necio que El poderoso -contestó Emilio-. Nuestro querido Rabelais haresuelto esta filosofía con una palabra más bre-ve que «Carymari, Carymara»; esta palabra esla de «quizá», de la que Montaigne sacó su«¿Qué sé yo?» Y aun estas últimas palabras dela ciencia moral, apenas son otra cosa que laexclamación de Pyrrhon al quedarse entre elbien y el mal, como el asno de Buridán entredos piensos. Pero dejemos aquí esta eterna dis-cusión, que hoy se reduce a «sí y no». ¿Quéexperimento pretendías realizar, arrojándote alSena? ¿Sentías envidia de la bomba hidráulicadel puente de Nuestra Señora?

-¡Ah! ¡Si conocieses mi vida! -¡Chico! ¡No te creía tan vulgar! -

exclamó Emilio-. La frasecilla está ya muy gas-tada. ¿No sabes que todos tenemos la. preten-sión de sufrir mucho más que los otros?

-¡Oh! - repuso Rafael.

-¡Me hacen gracia tus exclamaciones!¡Vamos a ver! ¿Padeces alguna enfermedad,corpórea o anímica, que te obligue todas lasmañanas, por una contracción de tus músculos,a adiestrar los caballos que han de descuartizar-te por la noche, como lo hiciera en otro tiempoDamiens? ¿Te has comido a tu perro, en crudoy sin sal, en tu mísera buhardilla? ¿Te pidenpan tus hijos? ¿Has vendido la cabellera de tuquerida para ir a jugar? ¿Has ido a pagar a undomicilio supuesto una letra de cambio falsa,girada contra un tío imaginario, con el temor dllegar demasiado tarde? ¡Habla, que ya te escu-cho! Si te arrojabas al agua por una mujer, porun protesto, o por hastío de la vida, ¡reniego deti! ¡Confiésamelo todo, pero sin mentir! No re-clamo de ti memorias históricas. Sobre todo, sétan breve como te lo permita tu embriaguez.Soy exigente como un lector, y estoy a punto dedormirme, como mujer que lee las vísperas ensu breviario.

-¡Qué tontería! -replicó Rafael-. ¿Decuándo acá no están los dolores en razón dire-cta de la sensibilidad? Cuando lleguemos algrado de ciencia que nos permita formar la his-toria natural de los corazones, denominarlos,clasificarlos en géneros, subgéneros y familias,en crustáceos, en fósiles, en saurios, en micros-cópicos…en ¿qué sé yo?, entonces se demostra-rá que los hay sensibles, delicados como flores,que deben quebrarse, como ellas al más ligeroroce, y que resistirían, sin conmoverse, ciertoscorazones pétreos.

-¡Por favor, ahórrame el prefacio! - su-plicó Emilio, entre risueño y compasivo, estre-chando la mano de Rafael.

IILA MUJER SIN CORAZON

Después de una breve pausa, Rafaelcomenzó, afectando indiferencia

-Realmente, no sé si debo achacar a losvapores del vino y del ponche la especie delucidez que me permite abarcar en este instantetoda mi vida como un solo cuadro, en el que lasfiguras, los colores, las sombras, los claros y lasmedias tintas están fielmente marcados. No measombraría este juego poético de mi imagina-ción si no estuviese acompañado de cierto des-dén hacia mis penas y mis alegrías pretéritas.Vista de lejos, mi vida aparece como circunscri-ta por un fenómeno moral. El prolongado ylento padecer que ha durado diez años, puedereproducirse hoy en unas cuantas frases, en lasque el dolor no será ya más que un pensamien-to y el placer una reflexión filosófica. juzgo, enlugar de sentir...

-Estás pesado, como si desarrollaras unaenmienda - interrumpió Emilio.

-Es posible --contestó Rafael, sin protes-tar-. Así, pues, para no abusar de tu atención, teharé gracia de los diez y siete primeros años demi vida. Hasta entonces, viví como tú, comootros mil, esa vida de colegio o de academia, enla que los pesares ficticios y las alegrías realeshacen las delicias de nuestro recuerdo; esa vida,a la que nuestro agotado estómago pide lasverduras del viernes, mientras no las hemosgustado nuevamente hermosa vida, cuyos tra-bajos nos parecen despreciables, y que, sin em-bargo, nos han enseñado a trabajar…

-¡Entra de lleno en el drama¡ - dijo Emi-lio, entre jovial y lastimero.

-Cuando salí del colegio -prosiguió Ra-fael, reclamando con un ademán el derecho acontinuar-, mi padre me sometió una severadisciplina y me aposentó en un cuarto contiguosu despacho. Me hacía acostar a las nueve de lanoche y levantar a las cinco de la mañana; que-

ría que cursase a conciencia mi carrera de Dere-cho. Además de ir a clase, practicaba en bufetede un letrado; pero las leyes del tiempo y delespacio se aplicaban tan rígidamente a mis idasy venidas y a mis trabajos, y mi padre me exi-gía, a la hora de la comida, tan rigurosa cuentade...

-¿Pero a mí qué me importa todo eso? -interrumpió Emilio.

-¡Llévete el diablo! -contestó Rafael-.¿Cómo has de hacerte cargo de mis sentimien-tos, si no te relato los hechos imperceptiblesque influyeron en mi alma, acostumbrándola altemor y dejándome largo tiempo en la prístinainocencia de la niñez? Así, hasta los veintiúnaños, he gemido bajo el yugo de un despotismotan frío como el de una regla monacal. Pararevelarte las tristezas de mi vida, quizá bastecon que te haga el diseño de mi padre: un señoralto y seco, de perfil afilado como la hoja de uncuchillo, tez pálida, parco en el hablar, tacañocomo una solterona y meticuloso como un jefe

de oficina. Su paternidad planeaba sobre misdiabluras y mis juveniles expansiones, aba-tiéndose y encerrándolas como bajo losa deplomo. Si pretendía exteriorizarle mi ternura,me recibía como a chiquillo que molesta. Letenía más miedo que a un antiguo dómine, yjamás pasé, para él, de los ocho años. Aun meparece verle. Embutido en su redingote colormarrón, dentro del que se mantenía derechocomo una vela, tenía el aspecto de un arencónsalado, envuelto en la cubierta rojiza de un fo-lleto. Sin embargo, yo quería a mi padre; en elfondo, era justo. Tal vez no puede aborrecersela severidad, cuando la justifican el carácterentero, la pureza de costumbres y cierta discre-ta bondad. Si mi padre no me dejó nunca a solni a sombra, si hasta la edad de veinte años nopuso diez francos a mi disposición, diez píca-ros, diez libertinos francos, tesoro inmenso,cuya posesión vanamente ambicionada durantetanto tiempo me hizo soñar inefables delicias,procuraba, por lo menos, proporcionarme al-

gunas distracciones. Después de prometermeuna diversión, meses enteros, me llevaba a losBufos, a un concierto, a un baile, donde yo es-peraba encontrar una querida. Para mí, unaquerida constituía la independencia; pero ver-gonzoso y tímido, ignorante del lenguaje de lossalones y sin conocer a nadie, salía siempre conel corazón tan intacto como henchido de de-seos. Y al otro día, embridado por mi padre,como un caballo de escuadrón, volvía al bufetedel abogado, a la Universidad, al Palacio deJusticia. Intentar desviarme de la ruta uniformetrazada por mi padre, habría sido exponerme asu cólera. Amenazado con embarcarme para lasAntillas, en calidad de grumete, a la primerafalta, me estremecía si, por casualidad, osabaaventurarme un par de horas en una partida deplacer. Figúrate la imaginación más' vagabun-da, el corazón más enamorado, el alma mástierna, el espíritu más poético, en presenciaconstante del hombre más quisquilloso, másatrabiliario, más frío del mundo; casa, en fin, a

una doncella con un esqueleto, y comprenderásla existencia cuyas curiosas escenas no puedoprescindir de referirte; proyectos de fuga, des-vanecidos a la vista de mi padre: desesperacio-nes calmadas por el sueño, deseos reprimidos,ideas melancólicas disipadas por la música.Ahuyentaba mis desventuras con melodías.Beethoven y Mozart fueron, con gran frecuen-cia, mis discretos confidentes. Hoy, me sonríoal recordar todos los prejuicios que perturba-ban - mi conciencia, en aquella época de ino-cencia y de virtud. Me habría creído arruinado,con sólo pisar los umbrales de una fonda; miimaginación me hacía considerar a un café co-mo un lugar de libertinaje, en el que los hom-bres mancillaban su honor y comprometían sufortuna; en cuanto a arriesgar dinero en el jue-go, hubiera precisado tenerlo. Aun cuandoprovoque tu sueño, quiero contarte una de lasmás terribles alegrías de mi vida, una de esasalegrías armadas de garras aceradas que sehunden en nuestro corazón, como el hierro

candente en el hombro de un galeote. El duquede Navarreins, primo de mi padre, dio un baile,al cual nos invitó. Pero, para que puedas hacer-te cargo exacto de mi posición, te diré que lle-vaba un frac raído, unos zapatos deformados,una corbata de cochero y unos guantes bastanteusados. Me instalé en un rincón, a fin de podertomar helados a mis anchas y contemplar carasbonitas. Mi padre me vio. Por motivos que ja-más he acertado a comprender, a tal punto medejó atónito aquel rasgo de confianza, me dio aguardar su bolsa y sus llaves. A diez pasos demí, jugaban unos cuantos hombres. Desdedonde yo estaba, se percibía el tintineo de lasmonedas de oro. Tenía entonces veinte años, yanhelaba pasar un día entero entregado a lospecadillos propios de mi edad. Era un libertina-je espiritual, cuyas analogías no había que bus-car, ni en los caprichos de la cortesana, ni en losensueños de la doncella-- Hacía un año que meimaginaba bien vestido, en carruaje, con unahermosa mujer a mi lado, dándome vida de

gran señor, comiendo en casa de Very, yendo alteatro por la noche, decidido a no volver a casade mi padre hasta el día siguiente, pero preve-nido contra sus furores de una aventura máscomplicada que «Las bodas de Fígaro» y de lacual no hubiera podido desenredarme. Yohabía calculado, para todo ello, un presupuestode cincuenta escudos. ¿No era esto una remi-niscencia de los sabrosos «novillos» escolares?Me retiré, pues, a un gabinetito, donde, a solas,con las pupilas empañadas y los dedos temblo-rosos, conté el dinero de mi padre: ¡cien escu-dos! Evo cados por esta suma, aparecieron a mivista, los goces de mi escapatoria, danzandocomo las brujas de Macbeth en torno de su cal-dera, pero incitantes, atractivos, deliciosos. Meconvertí en un pillo consumado. Prescindiendode los zumbidos de mis oídos y de los precipi-tados latidos de mi corazón, tomé dos monedasde veinte francos, que todavía me parece verahora: tenían borrosa la inscripción y estampa-do el cuño de Bonaparte. Después de guardar

nuevamente la bolsa, me acerqué a una mesade juego, oprimiendo nerviosamente las dosmonedas de oro en la húmeda palma de mimano y dando vueltas alrededor de los jugado-res, como gavilán sobre un gallinero. Presa -deangustias indescriptibles, lancé una rápida ypenetrante ojeada circular. Seguro de no servisto por nadie que me conociera, aposté a fa-vor de un hombrecillo rechoncho y jovial, sobrecuya cabeza acumulé más plegarias y votos delos que pueden hacerse en el mar durante trestormentas. Luego, con un instinto de per-versión o de maquiavelismo, sorprendente a miedad, me situé de plantón junto a una puerta,explorando a través de los salones, sin observarnada sospechoso. Mi alma y mis ojos revo-loteaban en torno del fatal tapete verde. Deaquella noche data la primera observación fisio-lógica, a la que debo esta especie de penetra-ción que me ha permitido sorprender algunosmisterios de nuestra doble naturaleza. Mehallaba de espalda a la mesa en que se disputa-

ba mi futura dicha, dicha quizá tanto más in-tensa, en cuanto que era criminal. Entre los ju-gadores y yo había una barrera humana, for-mada por cuatro o cinco hileras de comen-taristas; el murmullo de sus voces impedía dis-tinguir el sonido del oro, mezclado con losacordes de la orquesta. A pesar de todos estosobstáculos, por un privilegio concedido a laspasiones, que les otorga la facultad de anular elespacio y el tiempo, percibía con toda claridadlas palabras de ambos jugadores, conocí suspuntos, sabía cuál de los dos volvía el rey, co-mo si les viera las cartas; en resumen, a diezpasos de la mesa, me hacían palidecer las alter-nativas del juego. Mi padre pasó de pronto pordelante de mí, y entonces comprendí aquellafrase de la Escritura:

«El espíritu de Dios pasó ante su faz.»¡Había ganado! A través del torbellino de hom-bres que gravitaba en torno de los jugadores,corrí a la mesa, deslizándome con la suavidadde una anguila que se escapa por la malla rota

de una red. El júbilo hizo desaparecer la.dolorosa tensión de mis nervios. Estaba comoun reo, que al marchar hacia el cadalso tropiezacon el rey. Por un desdichado azar, un sujetocondecorado reclamó cuarenta francos que fal-taban. Todas las miradas se clavaron en mí conrecelo, produciéndome violentos escalofríos,que inundaron mi' frente de sudor. El robo a mipadre, había recibido la sanción adecuada. Peroel hombrecillo rechoncho declaró, en tono ver-daderamente angelical.

--Todos esos señores habían hecho pos-tura.

Y pagó los cuarenta francos. Yo levantéla cabeza y lancé miradas de triunfo a los juga-dores. Después de reintegrar el oro substraído,a la bolsa de mi padre, arriesgué la ganancia enfavor del correcto y honrado caballero, que si-guió ganando. Cuando mi vi dueño de cientosesenta francos, los anudé en mi pañuelo, demodo que no se cayeran ni sonaran durante elregreso al hogar paterno, y no jugué más.

-¿Qué hacías en la sala de juego? - mepreguntó mi padre, al subir al carruaje.

-Miraba cómo jugaban - contesté tem-blando.

-No habría tenido nada de particular -replicó mi padre que te hubieras visto com-prometido a exponer una puesta en alguna ju-gada. A los ojos de la sociedad, aparentas edadsuficiente para tener el derecho de cometer ton-terías. Así, pues, te disculparía, si hubierasechado mano de mi dinero…

No contesté nada. Una vez en casa, de-volví a mi padre sus llaves y su bolsillo. Al en-trar en su habitación, vació la bolsa sobre larepisa de la chimenea, contó el dinero se volvióhacia mí con gran afabilidad, y me dijo, interca-lando entre frase y frase pausas más o menoslargas y significativas

-Hijo mío, pronto cumplirás veinte años.Estoy contento de ti. Necesitas una asignación,siquiera sea para que aprendas a economizar, aconocer las cosas de la vida. Desde hoy, te daré

cien francos mensuales. Dispondrás de tu dine-ro como te plazca. Aquí tienes el primer trimes-tre de este año - añadió, acariciando una pila deoro, como para verificar la suma.

Confieso que estuve a punto de pos-trarme a sus plantas, de declararle que era unbribón, un infame…y lo que era peor, un em-bustero; pero la vergüenza me contuvo. Fui aabrazarle y me rechazó suavemente.

-Ahora, hijo mío -añadió-, ya eres unhombre. Lo que hago es una cosa natural y jus-ta, que no debes agradecerme. Si tengo algúnderecho a tu gratitud -siguió diciendo, en tonocariñoso, pero lleno de dignidad-, será tan sólopor haber preservado tu juventud de las ase-chanzas que amenazan a todos los muchachosaquí en París. En adelante, seremos dos amigos.Dentro de un año, serás doctor en Derecho,Aunque no sin algunos disgustos y sin ciertasprivaciones, has adquirido conocimientos sóli-dos y amor al trabajo, tan indispensables a loshombres llamados a manejar negocios. Apren-

de a conocerme, Rafael. No trato de hacer de tiun abogado, ni un notario, sino un hombre deEstado, que pueda ser la gloria de nuestra mo-desta casa, ¡Hasta mañana! - terminó, despi-diéndome con un gesto misterioso.

A partir de aquel día, mi padre me ini-ció francamente en sus proyectos. Yo era hijoúnico, y huérfano de madre hacía diez años. Enépoca anterior, mi padre, jefe de una casa seño-rial casi olvidada de Auvernia, poco lisonjeadocon labrar el terruño, espada al cinto, vino aParís a luchar con el diablo. Dotado de esa suti-leza que hace tan superiores a los hombres delMediodía de Francia, cuando va acompañadade energía, consiguió, con escaso apoyo, ocuparuna posición en el centro mismo del poder. LaRevolución dio al traste con su fortuna; pero,casado con una heredera de rancia nobleza, viollegado, con el Imperio, el momento de restituira nuestra familia su antiguo esplendor. La Res-tauración, que devolvió a mi madre bienes con-siderables, arruinó a mi padre. Habiendo com-

prado, en otro tiempo, varias tierras donadaspor el emperador a sus generales y situadas enpaís extranjero, cuestionaba desde hacía diezaños con liquidadores y diplomáticos, con tri-bunales prusianos y bávaros, para continuar enla discutida posesión de aquellas desdichadaspropiedades. Mi padre me lanzó en el laberintoinextricable de aquel vasto proceso, del quedependía nuestro porvenir: Podíamos ser con-denados a restituir las rentas percibidas, asícomo el valor de ciertas talas de bosques, efec-tuadas de 1814 a 1816; en ese caso, la haciendade mi madre apenas bastaría para salvar elhonor de nuestro apellido. Así, pues, el día enque mi padre pareció emanciparme relativa-mente, caí bajo el más odioso de los yugos--Hube de librar verdaderas campañas, trabajardía y noche, entrevistarme con estadistas, tratarde torcer su conciencia, intentar interesarles ennuestro asunto, seducir al personaje, a su espo-sa, a sus criados, a sus perros y ocultar mi pe-noso cometido bajo formas elegantes y frase

amena. Entonces comprendí todos los sinsa-bores, cuyas huellas ajaban el rostro de mi pa-dre. Durante cosa de un año, llevó aparente-mente la vida de un hombre de mundo; peroaquel ajetreo y mi solicitud por relacionarmecon parientes influyentes o con personas quepudieran sernos útiles, constituían una tareaímproba. Mis diversiones seguían siendo loslegajos y mis conversaciones alegatos-- Hastaentonces, había sido virtuoso por la imposibili-dad de dar rienda suelta a mis pasiones juve-niles; luego, temeroso de causar la ruina de mipadre, o la mía, por una negligencia, me con-vertí en mi propio déspota y no me atreví apermitirme un placer ni un dispendio. Cuandosomos jóvenes, cuando la falta de contacto conhombres y cosas conserva esa delicada flor desentimiento, esa lozanía de ideas, esa pureza deconciencia que nos impide transigir con el mal,sentimos vivamente nuestros deberes; el honorse impone a todo; somos francos y sin doblez.Así era yo entonces y quise justificar la confian-

za de mi padre. Poco antes, le hubiera hurtadocon fruición una mezquina cantidad; pero alayudarle a soportar el fardo de sus negocios, desu nombre, de su casa, le habría dado secreta-mente mis bienes y mis esperanzas, como lesacrificaba mis placeres, ¡y bien gustoso! Así,cuando el señor de Villèle exhumó, expresa-mente contra nosotros, un decreto imperial enmateria de prescripciones, que acarreó nuestraruina, cedí en venta mis propiedades, sin con-servar más que un islote sin valor, situado enmedio del Loira, en el cual se hallaba el sepul-cro de mi madre. Hoy, quizá no me faltaríanargumentos, subterfugios, disquisiciones filosó-ficas, filantrópicas y políticas, para dispensar-me de hacer lo que mi defensor calificó de«disparate»; pero a los veintiún años, lo repito,somos todo generosidad, todo vehemencia,todo amor. Las lágrimas que vi en los ojos demi padre fueron entonces para mí la más her-mosa de las fortunas, y el recuerdo de aquellaslágrimas me ha consolado muchas veces en la

miseria. Diez meses después de haber pagado asus acreedores, mi padre murió de pesadum-bre. Me adoraba y me había arruinado; estaidea le mató. A los veintidós años de mi edad yal finalizar el otoño de 1825, asistí, completa-mente solo, al entierro de mi amigo predilecto,de mi padre. Pocos jóvenes se han visto, comoyo, a solas con sus pensamientos, escoltando auna carroza mortuoria, perdidos en París, sinporvenir, sin fortuna. Los huérfanos recogidospor la caridad pública cuentan, al menos, con laprotección y el amparo oficiales y con el al-bergue de un hospicio. ¡Yo era un desheredado!A los tres meses, me fueron entregados judi-cialmente mil ciento doce francos, productoneto y líquido de la sucesión paterna-- Losacreedores me habían obligado a vender nues-tro mobiliario-- Acostumbrado desde mi niñeza dar gran valor a los objetos de lujo que me ro-deaban, no pude menos de manifestar ciertasorpresa a la vista del exiguo saldo.

-¡Oh! -me dijo el funcionario judicial-,¡todo era muy "rococó" !

¡Terrible palabra, que marchitaba misveneraciones infantiles y arrebataba mis prime-ras ilusiones, las más caras de todas! Mi fortunase resumía en un inventario, mi porvenir seencerraba en un taleguillo, que contenía milciento doce francos, y la sociedad se me presen-taba en la persona de un curial de baja estofa,que me hablaba con el sombrero calado. Unantiguo criado que me idolatraba, y a quien mimadre legó en su testamento cuatrocientosfrancos de renta vitalicia, el buen Jonatás, medijo, al abandonar la casa de la que tantas veceshabía salido alegremente, en carruaje, durantemi infancia:

-Economice usted todo lo posible, seño-rito Rafael!, »Y rompió a llorar el pobre hom-bre.

Tales son, mí querido Emilio, los acon-tecimientos que avasallaron mi destino, modifi-caron mi alma y me colocaron, siendo todavía

un muchacho, en la más resbaladiza de las si-tuaciones sociales -prosiguió diciendo Rafael,después de una ligera pausa-. Ciertos vínculosde familia, aunque débiles, me unían a variascasas, cuyo acceso me hubiera vedado el orgu-llo, si el desprecio y la indiferencia no mehubiesen cerrado ya sus puertas. Aunque em-parentado con personas muy influyentes ypródigas de su protección para los extraños, yocarecía de parientes y de protectores.. Incesan-temente retenida en sus expansiones, mi almase replegó en sí misma. Lleno de franqueza yde naturalidad, había de mostrarme frío y di-simulado. El despotismo de mi padre me habíaquitado toda confianza en mí; era tímido y tor-pe, no creía que mi voz pudiera ejercer el me-nor dominio, me aburría de mi mismo, me en-contraba repulsivo y antipático y me aver-gonzaba de mirar a nadie. A pesar de la vozinterior que debe sostener a los hombres detalento en sus luchas, y que me gritaba: ¡Áni-mo, adelante; a pesar de las súbitas revelacio-

nes de mi energía en la soledad; a pesar de laesperanza que me animaba, al comparar lasrecientes obras admiradas por el público conlas que bullían en mi cerebro, dudaba de mí,como un chiquillo. Era presa de una ambicióndesmedida, me creía destinado a grandes em-presas, y me sentía anonadado. Necesitabacompañía y carecía de amigos. Había de abrir-me un camino en el mundo, y permanecía in-móvil y solitario, menos temeroso que aver-gonzado. Durante el año en que fui lanzado pormi padre al torbellino de la alta sociedad, mepresenté a ella con un corazón intacto, con unalma fresca-- Como todos los niños grandes,aspiraba secretamente a plácidos amores-- En-tre los jóvenes de mi edad, encontré una cuadri-lla de fanfarrones, que marchaban con la cabezaerguida, diciendo sandeces, sentándose sintemblar junto a las mujeres que yo considerabamenos abordables, soltando impertinencias,mordiendo y chupando el puño de sus bas-tones, haciendo carocas, atribuyéndose la con-

quista de las más lindas muchachas, ufanándo-se de haber reclinado sus cabezas en todas lasalmohadas, afectando desdenes, conceptuandoa las más virtuosas, a las más recatadas, comopresas fáciles, prestas a rendirse ante una frase,ante un gesto audaz, ante la primera miradainsolente…Te declaro solemnemente y con todafranqueza, que me parecía empresa más senci-lla la conquista del - poder o de un gran re-nombre literario, que la de una mujer de altorango, joven, espiritual y graciosa. Comprendíque las perturbaciones de mi corazón, mis sen-timientos, mis convicciones, estaban en des-acuerdo con las máximas sociales. Poseía sufi-ciente audacia, pero sólo en el alma, no en laexpresión. Después, he aprendido que las mu-jeres no gustan de ser mendigadas; he vistomuchas a las que adoraba de lejos, a las queentregaba un corazón a toda prueba, un almaque desgarrar, una energía que no retrocederante sacrificios ni torturas, y que pertenecía anecios, que no me habrían servido ni para por-

teros. ¡Cuántas veces, callado, inmóvil, he ad-mirado a la mujer de mis ensueños, surgiendoen un baile! Consagrando, entonces, mental-mente mi existencia a caricias eternas expresabatodas mis esperanzas en una mirada, y le ofre-cía en mi éxtasis un amor juvenil, que rechaza-ba las falacias. En ciertos momentos, hubieradado mi vida por una sola noche. ¡Pues bien!No habiendo encontrado jamás almohada enque deslizar mis apasionadas frases, miradas enque reposaran las mías, corazón para mi cora-zón, he vivido en todos los tormentos de unaimpotente energía que se devoraba a sí misma,ya por falta de atrevimiento o de ocasiones, yapor inexperiencia. Tal vez he desesperado dehacerme comprender, o temido que se mecomprendiera demasiado. Y, sin embargo, teníauna tempestad dispuesta para cada miradacomplaciente que se me dirigiera. A pesar demi prontitud en apoderarme de aquella miradao de palabras afectuosas en apariencia, comotiernos estímulos, jamás he osado hablar ni ca-

llar a tiempo. A fuerza de sentimiento, mi con-versación resultaba insignificante y mi silenciodegeneraba en estupidez. Era, sin duda, ex-cesivamente cándido para una sociedad ficticiaque vive a la luz artificial, que expresa todossus pensamientos con frases convenidas o conpalabras dictadas por la moda. Además, nosabia hablar callándome-- ni callarme hablan-do. En fin, archivando en mi interior el fuegoque me abrasaba, teniendo un alma semejante alas que las mujeres anhelan encontrar, invadidopor esa exaltación de que tan ávidas se mues-tran, pose. yendo la energía de que se envane-cen los tontos, todas las mujeres me han tratadocon alevosa crueldad. Admiraba, por tanto,candorosamente a los héroes de corrillo, cuan-do celebraban sus triunfos, sin sospechar quepudieran mentir-- Tenía, sin duda, la fatalidadde desear un amor bajo palabra, de querer en-contrar constante y firme, en un corazón demujer frívola y ligera, ganosa de lujo, henchidade vanidad, esa pasión ilimitada, ese océano

que se agitaba procelosamente en mi corazón.¡Oh! ¡Sentirse nacido para amar, para colmar deventura a una mujer, y no dar con ninguna, nisiquiera una intrépida y noble Marcelina o unavieja marquesa! ¡Llevar la alforja llena de teso-ros, y no poder hallar una niña, una joven cu-riosa, para hacérselos admirar! ¡Cuántas vecesme ha impulsado al suicidio la desesperación!

-¡Trágico de veras te has venido esta no-che! - exclamó Emilio.

-¡Déjame condenar mi vida! -contestóRafael-. Si tu amistad no es suficientementesólida para escuchar mis elegías, si no puedesotorgarme la concesión de media hora de abu-rrimiento, ¡duerme! Pero entonces, no me pidascuenta de mi suicidio, que muge, se yergue, mellama y yo saludo. Para juzgar a un hombre, lomenos que precisa es estar en el secreto de supensamiento, de sus desventuras, de sus emo-ciones; no querer conocer de su vida más quelos acontecimientos materiales, es hacer la cro-nología, la historia de los tontos.

El tono de amargura en que pronuncióestas palabras impresionó tan vivamente a Emi-lio, que desde aquel momento, concentró todasu atención en su amigo, mirándole como ale-lado.

-Pero ahora -prosiguió el narrador-, elresplandor que colora esos accidentes les co-munica un nuevo aspecto. El orden de las co-sas, que antes consideraba yo como una desdi-cha, es posible que haya engendrado las buenasfacultades de que luego he tenido ocasión deenorgullecerme. La curiosidad filosófica, el ex-ceso de trabajo, la afición a la lectura, que hanocupado constantemente mi vida, desde laedad de siete años hasta mi entrada en el mun-do, ¿no me habrán dotado de esa facilidad, quetodos me atribuís, para expresar mis pensa-mientos y seguir avanzando por el vasto campode los conocimientos humanos? El abandono aque estuve condenado, el hábito de reprimirmis sentimientos y de vivir reconcentrado, ¿nome habrán investido de la facultad de compa-

rar, de meditar? Al no extraviarse, poniéndoseal servicio de las cóleras mundanas, que empe-queñecen al alma más privilegiada y la reducenal estado de guiñapo, ¿no se habrá concentradomi sensibilidad, para convertirse en órganoperfeccionado de una voluntad más elevadaque el querer de la pasión? Desconocido por lasmujeres, recuerdo haberlas observado con lasagacidad del amor desdeñado. Ahora, lo veo,la sinceridad de mi carácter ha debido desagra-dar; ¿es que las mujeres apetecen un poco dehipocresía? Siendo, como soy, alternativamentey en la misma hora, hombre y niño, fútil y pen-sador, exento de prejuicios y plagado de su-persticiones, femenino, a veces, como ellas, ¿nohabrán tomado mi sencillez por cinismo y lapropia pureza de mi pensamiento por libertina-je? Para ellas, la ciencia significaba fastidio, lalanguidez femenina debilidad. Esta desmedidamovilidad de imaginación, desdicha de los poe-tas, hacía sin duda que me juzgasen como unser incapaz de amor, sin constancia en las ideas,

sin energía. Idiota en mi silencio, quizá lasasustaba, al intentar agradarlas, y las mujeresme han condenado. He aceptado, entre lágri-mas y pesares, el fallo dictado por el mundo;pero este fallo ha producido su fruto. Quisevengarme de la sociedad, quise adueñarme delalma de todas las mujeres, sometiéndome susinteligencias, para ver todas las miradas fijas enmí, cuando me anunciara un criado desde lapuerta de un salón. Me instituí gran hombre.Desde mi infancia, me pasaba la mano por lafrente, diciendo, como Andrés Chenier :

« ¡Aquí hay algo! » Creía sentir en mí unaidea que expresar, un sistema que establecer,una ciencia que difundir. ¡Ah! ¡Mi querido Emi-lio! Hoy, que apenas cuento veintiséis años, queestoy seguro de morir desconocido, sin habersido jamás el amante de la mujer con cuya po-sesión he soñado, permíteme contarte mis locu-ras. ¿Acaso no hemos tomado todos, quién más,quién menos, nuestros deseos por realidades?No quisiera por amigo a un joven que en sus

delirios no se hubiera tejido coronas, construi-do algún pedestal, o apropiado complacientesqueridas. Yo he sido muchas veces general,emperador; he sido un Byron, y luego ¡nada!Después de haberme imaginado en la cúspidede las cosas humanas, me percataba de quetenía que trepar a todas las alturas, salvar todoslos obstáculos. Ese inmenso amor propio queborboteaba en mí, esa sublime creencia en undestino, que quizá llega a convertir en genio aun hombre, cuando no se deja arrancar el almapor los tirones de negocios, con la misma facili-dad que un carnero va dejando sus vellones enlas zarzas del camino, han sido precisamentelos que me han salvado. Quise cubrirme degloria y laborar silenciosamente, para la mujeramada por quien esperaba verme correspondi-do algún día. Todas las mujeres se resumían enuna sola, y ésa, creía encontrarla en la primeraque se ofrecía a mis miradas; pero, viendo unareina en cada una, todas debían, como las rein-as, que vienen obligadas a declararse a sus

amantes, salir al encuentro de mi dolorida, mí-sera y tímida personalidad. Tanta gratitud sealbergaba en mi corazón; además del amor,hacia la que se hubiese apiadado de mí, que lahabría adorado siempre. Más tarde, mis obser-vaciones me han enseñado crueles verdades.Como ves, amigo Emilio, me

exponía a vivir solo eternamente. Las muje-res están acostumbradas, por no sé qué inclina-ción del espíritu, a no ver en un hombre de ta-lento más que sus defectos, y en un necio másque sus buenas cualidades; sienten gran simpa-tía por las cualidades del tonto, que son unaperpetua lisonja de sus propios defectos, que elhombre de mérito no las proporciona gocessuficientes para compensar sus imperfecciones.El talento es una fiebre intermitente, de la queninguna mujer desea compartir la molestia;todas ellas aspiran a encontrar en sus amantesmotivos para satisfacer su vanidad. ¡Y es quesiguen amándose a sí mismas en nosotros! Unhombre pobre. altivo, artista, dotado de facul-

tad creadora, ¿no está armado de un ofensivoegoísmo? Existe en su derredor un torbellino deideas que lo arrolla todo, hasta a su amada, queha de seguirle en la vorágine, ¿Cómo ha decreer en el amor de semejante hombre, una mu-jer adulada? ¿Ha de ir a buscarle? Ese amanteno tiene tiempo de abandonarse, en torno de undiván, a esos tiernos coloquios tan estimadosde las mujeres y que dan el triunfo a las gentesfalsas e insensibles. Si les falta tiempo para sustareas, ¿cómo han de malgastarlo en chicolear yen emperifollarse? Presto a dar mi vida de gol-pe, no la hubiera envilecido en detalle. En re-sumen, existe en las combinaciones de un agen-te de cambio que negocia los valores de unamujer pálida y zalamera algo de mezquino quehorroriza al artista. El amor abstracto no basta aun hombre pobre y grande, que quiere todassus abnegaciones. Los seres insignificantes quepasan su vida probándose vestidos y converti-dos en perchas ambulantes de la moda, no soncapaces de sacrificios; pero los exigen, y ven en

el amor el placer de mandar, no el de obedecer.La verdadera esposa de corazón, en cuerpo yalma, se deja llevar allí donde va aquel enquien radica su vida, su fuerza, su gloria, sudicha. Los hombres superiores requieren muje-res orientales, cuyo único pensamiento sea elestudio de sus necesidades : para ellos, la des-gracia está en el desacuerdo de sus deseos conlos medios. ¡A mí, que me consideraba hombrede genio, me gustaban precisamente aquellaspresumidas! Alimentando ideas tan contrariasa las recibidas, teniendo la pretensión de esca-lar el cielo sin escala, poseyendo tesoros que notenían curso, armado de conocimientos exten-sos, que recargaban mi memoria y que aún nohabía clasificado ni me había asimilado, encon-trándome sin parientes, sin amigos, solo enmedio del más espantoso desierto, desiertourbanizado, desierto animado, pensador, vi-viente, en el que todo nos es, más que enemigo,indiferente, la resolución adoptada por mí fuemuy natural, aunque insensata; tenía en sí algo

de imposible, que me infundió ánimo. Fue amanera de un partido empeñado conmigomismo, en el que me jugaba la última carta. Heaquí mi plan. Los mil cien francos habían dealcanzarme para vivir tres años, plazo que meotorgué para dar a luz una obra en condicionesde llamar hacia mí la atención pública y deproporcionarme nombre o fortuna. Me regoci-jaba pensando que iba a vivir a pan y leche,como un anacoreta de la Tebaida, sumido en elmundo de los libros y de las ideas, en una esfe-ra inaccesible, en medio de este París tan tu-multuoso, centro de trabajo y de silencio, don-de, como las crisálidas, me labraba una tumba,para renacer brillante y glorioso. Me exponía amorir para vivir. Reduciendo la existencia a susverdaderas necesidades, a lo estrictamente ne-cesario, me pareció que trescientos sesenta ycinco francos anuales deberían bastar a mi po-breza. En efecto, la exigua cantidad ha cubiertomis atenciones, mientras he observado mi pro-pia disciplina claustral.

-¡Es imposible! - exclamó Emilio. -Pues así he vivido cerca de tres años -

contestó Rafael, con cierto orgullo-. ¡Contemos!Quince céntimos de pan, otros quince de embu-tidos y diez de leche, me impedían morir dehambre y mantenían mi espíritu en singularestado de lucidez. Como sabes, he observadolos maravillosos efectos producidos por la dietaen la imaginación. Mi hospedaje me costabaquince céntimos diarios y otros tantos el aceitepara el alumbrado. Yo mismo me arreglaba micuarto, y usaba camisas de franela, para que noexcediera el lavado de diez céntimos diarios.Utilizaba carbón mineral para la calefacción,cuyo coste, dividido entre los días del año, ja-más ha pasado de diez céntimos para cada uno.Tenía ropa blanca y exterior, así como calzado,para tres años, y no me vestía sino para concu-rrir a ciertos actos públicos y a las bibliotecas.Todos estos gastos reunidos ascendían a noven-ta céntimos, quedándome diez para imprevis-tos. Durante mi largo período de trabajo, no

recuerdo haber pasado el puente de las Artes,ni comprado agua; iba personalmente a buscar-la, todas las mañanas, a la fuente de la plaza deSan Miguel. ¡Con qué arrogancia he soportadomi escasez! El hombre que presiente un lisonje-ro porvenir, marcha por la senda de su miseriacomo un inocente conducido al suplicio; sinavergonzarse. No se me ha ocurrido prevenir-me contra una enfermedad. Como Aquilina, hemirado al hospital sin terror. No he dudado, niun momento, de mi buena salud. Además, elpobre no debe hacer cama sino para morir. Yomismo me cortaba los cabellos, hasta que unángel de amor o de bondad. Pero no quieroanticipar los acontecimientos. Sólo te diré, que,a falta de mujer amada, viví con un gran pen-samiento, con un sueño, con una mentira, en laque todos comenzamos a creer, quién más,quién menos. Hoy me río de mí, de aquel "yo",quizá santo y sublime, que ya no existe. La so-ciedad, el mundo, nuestras prácticas, nuestrascostumbres, vistos de cerca, me han revelado el

peligro de mis inocentes convencimientos y lasuperfluidad de mis fervientes trabajos. Estasimpedimentas estorban al ambicioso; el bagajedel que persigue la fortuna debe ser ligero. Elerror de los hombres de valía, consiste en mal-gastar sus años juveniles haciéndose dignos delfavor. Mientras las gentes sencillas atesoranenergía y ciencia, para llevar sin esfuerzo elpeso de un dominio que se les muestra esquivo,los intrigantes, ricos en palabras y desprovistosde ideas, van y vienen, sorprenden a los bobali-cones y ganan la confianza de los incautos. Losunos estudian, los otros marchan; los unos sonmodestos, los otros osados. El hombre de geniooculta su orgullo; el intrigante ostenta el suyo,y ha de prosperar, necesariamente. Los perso-najes tienen tal necesidad de creer en el méritoya sancionado, en el talento descocado, que elverdadero sabio incurre en puerilidad, al espe-rar las recompensas humanas. No aspiro, cier-tamente, a parafrasear los lugares comunes dela virtud, el Cantar de los Cantares, entonado

eternamente por los genios desconocidos: pre-tendo deducir lógicamente la razón de los fre-cuentes éxitos obtenidos por las medianías.¡Ah! el estudio es tan bondadosamente mater-nal, que quizá constituiría delito pedirle otrasrecompensas que las puras y dulces satisfaccio-nes de que nutre a sus hijos. Recuerdo las vecesque he empapado gozosamente el pan en laleche, sentado junto a mi ventana, aspirando labrisa y tendiendo la vista sobre un paisaje detejados pardos, grises o rojos, de pizarra o deteja, y cubiertos de musgos amarillentos o ver-des. Si en un principio me pareció monótona laperspectiva, no tardé en descubrir en ella sin-gulares bellezas. Tan pronto los luminosos des-tellos de una lámpara, pasando entre los entor-nados postigos, matizaban y animaban las ne-gruras del cuadro nocturno, como los pálidosresplandores de los faroles proyectaban, desdeabajo, reflejos amarillentos, a través de la nie-bla, acusando débilmente en las calles las ondu-laciones de aquellos tejados apiñados, océano

de olas inmóviles. En ocasiones, aparecían rarasfiguras en medio de aquel silencioso desierto.Ya se destacaba, entre las flores de un jardínaéreo, el perfil anguloso y corcovado de unavieja, regando plantas de capuchinas, ya en elcarcomido marco de una buhardilla la siluetade una muchacha, que, no creyendo ser obser-vada, recogía su abundosa cabellera, levantan-do los torneados y blancos brazos. Admirabaen los canalones algunas vegetaciones efímeras,pobres hierbas, que no tardarían en ser arras-tradas por un chubasco. Estudiaba los musgos,sus colores avivados por el rocío, y que se tor-naban, bajo los rayos del sol, en un aterciopela-do seco y obscuro, de caprichosos reflejos. Lospoéticos y fugaces efectos del día, las tristezasde la niebla, el silencio y las magias de la noche,los misterios de la aurora, las humaredas decada chimenea, todos los accidentes, en suma,de aquella singular naturaleza, familiares yapara mí, me servían de distracción.

"Me agradaba mi prisión, por ser volun-taria. Aquellas sábanas parisinas formadas portechumbres niveladas como una llanura, peroque cubrían poblados abismos, concordabancon mi alma y armonizaban con mis pensa-mientos. Es molesto encontrar bruscamente elmundo, cuando descendemos de las alturascelestes a que nos remontan las meditacionescientíficas. Entonces fue cuando comprendíperfectamente la desnudez de los monasterios.Cuando me resolví por completo a seguir minuevo plan de vida, busqué habitación en losbarrios más solitarios de París. Una noche, pasépor la calle de Cordeleros, de regreso a mi casa.En la esquina de la calle de Cluny, vi a una chi-cuela de unos catorce años, que jugaba al vo-lante con otra de su edad, distrayendo a losvecinos con sus risas y sus travesuras. Discurríael mes de septiembre, y el tiempo era espléndi-do y la noche calurosa-- Las mujeres, sentadasfrente a las puertas, platicaban como en díafestivo de localidad provinciana. Yo me fijé

ante todo en la chiquilla, cuya fisonomía era enextremo expresiva y cuyo cuerpo parecía mo-delado para un pintor. La escena resultaba sim-pática. Al inquirir la causa de aquella expan-sión pueblerina, en el centro de París, observéque la calle carecía de salida y debía ser de po-quísimo tránsito. Recordando la estancia de J. J.Rousseau, en aquel lugar, di con la posada deSan Quintín, cuyo ruin aspecto me hizo supo-ner que encontraría alojamiento económico, yme decidí a preguntar. Al entrar en un cuartode la planta baja, vi los clásicos candeleros delatón provistos de sus correspondientes bujías,metódicamente alineados encima de cada llave,y llamó mi atención la limpieza que reinaba enaquella dependencia, generalmente descuidadaen las demás fondas.

"La propietaria del establecimiento, mu-jer que frisaba en los cuarenta años, cuyas fac-ciones traslucían desventuras y cuyas pupilasparecían empañadas por el llanto, se levantó ysalió a mi encuentro. Yo le sometí humildemen-

te mi presupuesto de hospedaje, y ella, sin de-mostrar sorpresa, buscó una llave entre las de-más y me condujo al desván, donde me enseñóun cuarto con vistas a los tejados y a los patiosde las casas medianeras, cruzado por cuerdascargadas de ropa tendida. Nada más horribleque aquel buhardillón de paredes amarillentasy sucias, que olía a miseria y llamaba a su sabio.El techo descendía en declive regular y las dis-yuntas tejas dejaban ver el cielo. Había sitiopara una cama, una mesa y unas cuantas sillas,y bajo el ángulo agudo del techo podía acoplarmi piano. Por escasez de recursos para amue-blar aquella jaula, digna competidora de los«plomos" venecianos, la pobre mujer no pudoalquilarla nunca. Yo había exceptuado de laalmoneda de mis muebles los de mi uso perso-nal, lo cual facilitó el convenio con mi patrona,en cuya casa me instalé al día siguiente. Cercade tres años he vivido en aquel sepulcro aéreo,trabajando sin descanso, de día y de noche, contanto gusto, que el estudio llegó a parecerme la

mejor ocupación, la solución más venturosa dela vida humana. La calma y el silencio necesa-rios al sabio, tienen algo de dulce, de embria-gador, como el amor. El ejercicio del pensa-miento, la investigación de ideas, las tranquilascontemplaciones de la ciencia nos prodiganinefables delicias, indescriptibles como todo loque participa de la inteligencia, cuyos fenóme-nos son invisibles a nuestros sentidos, exterio-res. Por eso nos vemos precisados a explicar losmisterios del espíritu, mediante comparacionesmateriales. El placer de nadar en un lago deagua pura, entre rocas, arbustos y flores, solo yacariciado por una brisa tibia, dará a los igno-rados una remotísima idea de la satisfacciónexperimentada por mí, cuando mi alma se ba-ñaba en los esplendores de una misteriosa luz,cuando escuchaba las voces terribles y confusasde la inspiración, cuando las nubes derramabanen mi cerebro palpitante los raudales de unmanantial desconocido. Ver una idea que des-punta en el campo de las abstracciones huma-

nas, como el sol al amanecer, que va remontán-dose como el astro diurno, más aún, que crececomo un niño, llega a la pubertad, alcanza len-tamente la edad viril, es un goce superior a to-dos los demás goces terrenales, mejor dicho, esun placer divino. El estudio presta un caráctermágico a cuanto nos rodea.

"La mísera mesa en que yo escribía, laraída badana de la cartera, el piano, la cama, elsillón, todo el resto de mi reducido ajuar, meparecían animarse y convertirse para mí endóciles amigos, en cómplices silenciosos de miporvenir. í Cuántas veces les he comunicado mialma al mirarlos! En más de una ocasión, aldejar vagar mi vista sobre las alabeadas moldu-ras, he sorprendido nuevos desarrollos, unaprueba patente de mis hipótesis, o palabrasadecuadas para expresar pensamientos casiintraducibles. A fuerza de mirar los objetosagrupados en mi derredor, acabé por encontrara cada uno su fisonomía, su carácter; parecíanhablarme, y cuando el sol poniente enviaba,

por encima de los tejados y a través de mi an-gosta ventana, algún resplandor furtivo, se co-loreaban, palidecían, brillaban, se entristecían ose regocijaban, sorprendiéndome constante-mente con efectos nuevos. Estos menudos acci-dentes de la vida solitaria, que escapan a laspreocupaciones del mundo, son el consuelo delos reclusos. ¿Qué era yo, sino cautivo de unaidea, esclavo de un sistema, aunque sostenidopor la perspectiva de una vida gloriosa? A cadadificultad vencida, besaba las aterciopeladasmanos de la mujer de radiantes pupilas, distin-guida y opulenta, que había de acariciar algúndía mi cabeza, exclamando con ternura: ¡Cuán-to has sufrido, bien mío! Emprendí dos grandesobras. Una comedia debía conquistarme, enbreve plazo fama, fortuna y la entrada en elmundo, en el que quería reaparacer ejerciendolos derechos de regalía del hombre de genio.Todos visteis en aquella obra maestra, la prime-ra equivocación de un escolar recién salido delcolegio, una bobada infantil. Vuestras burlas

cortaron los vuelos a fecundas ilusiones, que yano han vuelto a renacer. Sólo tú, amigo Emilio,has embalsamado la profunda llaga que otrosabrieron en mi corazón. Sólo tú admiraste mi«Teoría de la voluntad», esa extensa obra, paracuya redacción hube de aprender idiomasorientales, anatomía y fisiología, y a la que con-sagré la mayor parte de mi tiempo; es obra que,a mi juicio completará los trabajos de Mesmer,de Lavater, de Gall y de Bichat, abriendo nuevorumbo a la ciencia humana. Ella encierra mijuventud, el sacrificio diario, la labor de gusanode seda, desconocida de todo el mundo y cuyaúnica recompensa está quizá en el propio traba-jo. Desde que tuve uso de razón hasta el día enque terminé mi producción, observé, aprendí,escribí, leí sin tregua, y mi vida fue como unprolongado castigo de estudiante desaplicado.Amante afeminado de la pereza oriental, ena-morado de mis sueños, sensual, he trabajadosiempre, resistiéndome a saborear los goces dela vida parisina. Gastrónomo, he sido sobrio;

aficionado a toda clase de expediciones, viajesterrestres y marítimos, ansioso de conocer tie-rras, deleitándome todavía las diabluras y reto-zos infantiles, he permanecido sentado constan-temente, con la pluma en la mano; locuaz, heido a escuchar en silencio a los profesores en lasconferencias públicas de la Biblioteca y del Mu-seo; he dormido sobre mi solitario camastro,como un monje de la orden de San Benito, y esoque la mujer era mi única quimera, ¡quimeraque acariciaba y que siempre huía de mí! Enfin, mi vida ha sido una cruel antítesis, unaperpetua mentira. ¡júzguese después a loshombres! A veces, mis inclinaciones naturalesse declaraban, como un incendio largo tiempolatente. Por una especie de espejismo, o de deli-rio febril, yo, desahuciado por todas las mujeresambicionadas, privado de todo y alojado en untabuco de artista, me veía rodeado de amanteshechiceras... Cruzaba las calles de París, indo-lentemente reclinado en los muelles almohado-nes de un soberbio tren; estaba corroído por los

vicios, hundido en el libertinaje, deseándolotodo, teniéndolo todo; en suma, ebrio en ayu-nas, como San Antonio en su tentación. Porfortuna, el sueño acababa por disipar esas vi-siones devoradoras. Al día siguiente, la cienciame llamaba sonriendo y yo acudía solícito a sullamamiento.

"Yo supongo que las mujeres calificadasde virtuosas deben experimentar frecuente-mente análogos arrebatos de locura, idénticosdeseos y pasiones que surgen en nosotros, apesar nuestro. Tales desvaríos, que no carecende atractivo, ¿no tienen cierta semejanza conesas pláticas de las noches invernales, durantelas que nos trasladamos mentalmente desdenuestro hogar a la China? Pero, ¿cómo queda lavirtud durante esos deliciosos viajes, en los quela imaginación ha franqueado todos los obstá-culos? Durante los diez primeros meses de mireclusión, llevé la vida pobre y solitaria que tehe descrito; todas las mañanas, sin que nadieme viera, iba, personalmente, a comprar mis

provisiones para el día; arreglaba mi habita-ción, siendo juntamente amo y criado y filoso-fando a lo Diógenes, con increíble arrogancia--Pero pasado dicho tiempo, durante el que mipatrona y su hija espiaron mis usos y costum-bres, examinaron mi persona y comprendieronmi miseria, quizá porque también fueran des-graciadas, se establecieron inevitables vínculosentre ellas y yo. Paulina, la encantadora criatu-ra cuyas gracias ingenuas e íntimas me habíanllevado allí, en cierto modo, me prestó diferen-tes servicios, que me fue imposible rehusar.Todos los infortunios son hermanos, tienen elmismo lenguaje, idéntica generosidad, la gene-rosidad de los que, no poseyendo nada, sonpródigos de sentimientos, pagan con su tiempoy con su persona. Insensiblemente, Paulina seadueñó de mí, se propuso servirme, y su madreno alegó la menor objeción. Hasta vi a la madrerepasando mi ropa, y ruborizándose al sor-prenderla en tan caritativa ocupación.

"Convertido, a mi pesar, en su protegi-do, acepté los servicios de ambas. Para com-prender este singular afecto, precisa conocer elafán del trabajo, la tiranía de las ideas y esarepugnancia instintiva que sienten hacia losdetalles de la vida material, los que viven parael estudio. ¿Cómo resistir a la delicada atencióncon que Paulina me llevaba sigilosamente mifrugal alimento, cuando se percataba de quehacía siete u ocho horas que no había comido?Con las gracias de la mujer y la ingenuidad dela infancia, me sonreía, indicándome con ungesto que no debía verla. Era Ariel deslizándo-se como un silfo bajo techo y proveyendo a misnecesidades. Una noche, Paulina me contó suhistoria, con emocionante ingenuidad. Su padrefue capitán de granaderos de a caballo, de laguardia imperial. En el paso del Beresina, cayóprisionero de los cosacos. Posteriormente,cuando Napoleón propuso su canje, las autori-dades rusas le hicieron buscar inútilmente enSiberia; al decir de otros prisioneros se había

evadido, con el propósito de marchar a las In-dias. Desde entonces, la señora Gaudin, mi pa-trona, no pudo obtener noticia alguna de sumarido; habían ocurrido los desastres de 1814 y1815, y sola, sin recursos ni auxilios, adoptó elpartido de instalar una hospedería, para man-tener a su hija. No había perdido la esperanzade reunirse de nuevo con su marido. Su mayorpesadumbre consistía en no poder educar es-meradamente a su Paulina, ahijada de la prin-cesa Borghése, para corresponder al brillanteporvenir prometido por su imperial protectora.Cuando la cónyuge del capitán de granaderosme confió el acerbo dolor que la torturaba, medijo con acento desgarrador:

« ¡Daría con gusto la cédula imperial queconcede a Gaudin el título de barón y el dere-cho a la dotación de Wistchnau, con tal de po-der educar a Paulina en San Dionisio I » Yoexperimenté un súbito estremecimiento, y parademostrar mi gratitud por los cuidados que meprodigaban aquellas dos mujeres, tuve la idea

de ofrecerme a completar la educación de Pau-lina.

"El candor con que ambas aceptaron miproposición, fue igual a la ingenuidad que ladictaba. Con ello, me proporcionaba dos horasde asueto. La chicuela estaba dotada de tanfelices disposiciones, aprendió con tal facilidad,que, al poco tiempo, tocaba el piano mejor queyo. Acostumbrándose a pensar a mi lado enalta voz, desplegada todo el donaire de un co-razón que se abre a la vida, como el cáliz deuna flor desenvuelta lentamente por el sol; meescuchaba con recogimiento y con placer, fijan-do en mí sus negros y aterciopelados ojos, queparecían sonreír; daba sus lecciones con acentosuave y mimoso. testimoniando una infantilalegría cuando me declaraba satisfecho. Su ma-dre, cada día más inquieta por tener que pre-servar de todo peligro a la muchacha, que ibadesarrollando, a medida que crecía, todas laspromesas hechas por las gracias de su infancia,veía con gusto que pasaba el día encerrada,

estudiando. Como no había más piano que elmío, aprovechaba mis ausencias para ejercitar-se. Cuando volvía, encontraba a Paulina en micuarto, vestida con todo recato; pero al menormovimiento, se revelaban bajo la burda tela sutalle flexible y sus encantos personales. A seme-janza de la protagonista del cuento de Piel deAsno, calzaban sus diminutos piececillos grose-ros zapatones. Pero aquellos tesoros de belleza,aquella juventud lozana y espléndida, fueroncomo perdidos para mí. Me había impuesto eldeber de considerar a Paulina como una her-mana, y me hubiera horrorizado burlar la con-fianza de su madre. Admiraba, pues, a la pre-ciosa chiquilla como un cuadro, como el retratode una amante difunta. Era mi obra, mi estatua,y, nuevo Pigmalión, quería transformar enmármol a una virgen viviente y rozagante, par-lante y sensible-- Me mostraba excesivamentesevero con ella; pero cuanto más la hacia sentirlos efectos de mi despotismo profesional, máscariñosa y sumisa se me presentaba. Si fui esti-

mulado en mi discreción y en mi continenciapor sentimientos nobles, no me faltaron tampo-co razones de fiscal. No comprendo la probidadeconómica sin la rectitud de la intención. Enga-ñar a una mujer o declararse en quiebra, fueronsiempre para mi la misma cosa. Amar a unamuchacha o dejarse amar por ella, constituyeun verdadero contrato, cuyas condiciones de-ben ser bien interpretadas. Somos dueños deabandonar a la mujer que se vende, pero no a ladoncella que se entrega, porque ignora la ex-tensión de su sacrificio-- Yo me hubiera casadocon Paulina, pero habría sido una locura ¿Noera tanto como entregar un alma inocente yamante a las más espantosas calamidades?

"Mi indigencia hablaba su lenguaje ego-ísta, y acababa siempre por interponer su férreamano entre aquella excelente criatura y yo.Además, lo confieso para vergüenza mía, noconcibo el amor miserable. Quizá sea ésta en míuna depravación, debida a esa dolencia huma-na que llamamos civilización; pero una mujer, a

poco desaliñada que sea, no ejerce ningunainfluencia sobre mis sentidos, aunque poseatantos atractivos como la bella Elena o la Gala-tea de Homero. ¡Si! ¡ viva el amor entre sedas ycachemires, rodeado de las maravillas del lujoque tan admirablemente le cuadran, porquequizá es otro lujo! En la expansión de mis de-seos, me gusta estrujar vistosos trajes, deshojarflores. sentar una mano devastadora sobre laelegante confección de un perfumado y artísti-co peinado. Unas pupilas ardientes, ocultas porun velo de encaje, que traspasan las miradas,como el fogonazo rasga la humareda de uncañonazo, me ofrece fantásticos alicientes. Miamor desea escalas de seda, asaltadas en el si-lencio de una noche de invierno. ¡Qué placer,llegar cubierto de nieve a una cámara ilumina-da por aromáticos pebeteros, tapizada de ricosdamascos, y encontrar en ella a una mujer que,a su vez, sacude los blancos copos, porque, ¿dequé otro modo calificar esos cortinajes de vo-luptuosas muselinas, a través de los cuales se

dibuja vagamente, como un ángel en su nube,la figura de la que se dispone a salir? Deseaigualmente una dicha temerosa, una seguridadaudaz. Por último, ansía ver de nuevo a esamisteriosa mujer, pero radiante, en medio delmundo, virtuosa, cercada de homenajes, vesti-da de blondas, cuajada de brillantes, impo-niendo su voluntad, ocupando un lugar tan ele-vado y tan respetable que nadie se atreva a re-querirla. ¡Y allí, entre su corte, lanzarme unamirada a hurtadillas, una mirada que desmien-ta los artificios, que me sacrifique el mundo ylos hombres! A decir verdad, he hallado ridícu-lo cien veces enamorarse de unos metros deblonda, de terciopelo, de finas batistas, de losartísticos esfuerzos de un peluquero, de lasbujías, de una carroza, de un título nobiliario,de los heráldicos blasones pintados en las vi-drieras o cincelados por un artífice, de todo, enfin, cuanto hay de ficticio y de menos femeninoen la mujer; me he burlado de mí mismo, me he

hecho reflexiones, pero completamente en va-no.

"Una mujer aristocrática, su delicadasonrisa, la distinción de sus modales y su respe-to a sí misma, me encantan; cuando pone unabarrera entre ella y el mundo, halaga en mí to-das las vanidades, que son la mitad del amor.Envidiada por todos, mi felicidad me parecemás sabrosa. No haciendo nada de lo que hacenlas demás mujeres, no andando, no viviendocomo ellas, envolviéndose en un manto que lasotras no pueden tener, respirando perfumespropios, mi amada me parece mucho más mía.Cuanto más se aleja de la tierra, hasta en lo queel amor tiene de terrenal, más se embellece amis ojos. Afortunadamente para mí, hace veinteaños que no hay reina en Francia; si no, ¡lahubiera amado! Para tener el porte de una prin-cesa, una mujer ha de ser rica. Ante mis nove-lescas fantasías, ¿qué era Paulina? ¿Podía pro-curarme esas noches que cuestan la vida, unamor que mata y pone en juego todas las facul-

tades humanas? No es frecuente morir por po-bres muchachas que se entregan. No he podidodesechar jamás esos sentimientos y esos ensue-ños de poeta. Había nacido para el amor impo-sible, y el azar ha querido colmar con excesomis deseos. ¡Cuántas veces he calzado de rasolos piececillos de Paulina, aprisionado su talle,esbelto como un álamo, en un vestido de gasa yechado sobre su seno un vaporoso tul, hacién-dola hollar las alfombras de su palacio y con-duciéndola a un elegante carruaje! Así, lahubiese adorado. La atribuía un orgullo de quecarecía, la despojaba de todas sus virtudes, desus gracias candorosas, de su delicioso carácter,de su sonrisa ingenua, para sumergirla en laEstigia de nuestros vicios y blindar su corazón,para contagiarla nuestras faltas, para convertir-la en caprichosa muñeca de nuestros salones,en un alfeñique que se acuesta al amanecer yrevive por la noche, a la aurora de las bujías.Paulina era todo sentimiento, todo lozanía; yola quería marchita y fría. En los últimos días de

mi locura, el recuerdo me ha mostrado a Pauli-na como nos pinta las escenas de nuestra infan-cia. Más de una vez me ha invadido el enterne-cimiento. pensando en momentos deliciosos; yase me representaba la hechicera chiquilla sen-tada junto a mi mesa, cosiendo apaciblemente,silenciosa, recogida y débilmente iluminadapor la luz que, descendiendo de mi ventanuca,producía ligeros visos argentados en su hermo-sa cabellera negra; ya ola su risa juvenil o elsonoro timbre de su voz, entonando las gracio-sas cantinelas que con tanta facilidad compo-nía.

"A menudo, la muchacha se exaltaba, alinterpretar un trozo musical, y en tales momen-tos su rostro adquiría un asombroso parecidocon la noble cabeza con que Carlos Dolci haquerido representar a Italia. Mi cruel memoriame reproducía la fisonomía de la chicuela, através de los excesos de mi existencia, como unremordimiento, como una imagen de la virtud.Pero dejemos a la pobre muchacha abandonada

a su suerte. Por desgraciada que sea, me cabráel consuelo de haberla puesto al abrigo de unaespantosa tormenta, evitando arrastrarla a miinfierno. Hasta el pasado invierno, mi vida fuela tranquila y estudiosa de que he procuradodarte sucinta idea. En los primeros días de di-ciembre de 1829, encontré a Rastignac, quien, apesar de lo miserable de mi indumentaria, secolgó de mi brazo y trató de inquirir mi situa-ción, con interés verdaderamente fraternal.Subyugado por su proceder, le referí breve-mente mi vida y mis esperanzas. El se echó areír, tildándose a la vez de hombre de genio yde majadero. Su acento gascón, su experienciamundana, la posición que se había labrado consu habilidad especial, influyeron en mí de unamanera irresistible-- Rastignac me supusomuerto en el hospital, ignorado como un necio,escoltó mi cadáver, dándole sepultura en lafosa común. Me habló de charlatanismo. Con laamenidad de sus ocurrencias, que le hace tansimpático, me mostró a todos los hombres de

genio como charlatanes. Me declaró que mefaltaba un sentido, que estaba condenado amuerte si permanecía aislado en la calle deCordeleros. A su juicio, debía frecuentar la so-ciedad, habituar a las gentes a que pronuncia-ran mi nombre, despojarme del humilde «se-ñor", tan impropio, en vida, de los grandeshombres.

—Los imbéciles -agregó- llaman a esto“intrigar”; los moralistas lo proscriben, califi-cándolo de «vida disipada"; pero prescindamosde los hombres y examinemos los resultados.Tú trabajas, ¿no es eso? ¡Pues jamás harás nada!Yo, que sirvo para todo y no aprovecho paranada, que soy perezoso como un cangrejo. lle-garé a donde quiera. Me prodigo, atropello atodos y me abro hueco; me alabo y se me cree;contraigo deudas y me las pagan. La disipa-ción, amigo mío, es un sistema político. La vidade un hombre dedicado a comerse su fortuna,suele convertirse con frecuencia en especula-ción; coloca sus capitales en amigos, en place-

res, en protectores, en relaciones. El comercian-te que arriesga un millón, no duerme, no bebe,no se divierte durante veinte años; empolla sudinero, lo hace trotar por toda Europa; se abu-rre, se da a todos los diablos habidos y porhaber; y luego viene una liquidación, como yolo he visto bastantes veces, que le deja sin cau-dal, sin nombre, sin amigos. En cambio, el disi-pador disfruta de la vida y de sus encantos. Sipor casualidad pierde sus capitales, tiene lasuerte de ser nombrado administrador de con-tribuciones, de hacer un buen matrimonio, deagregarse a un ministerio o a una embajada.Conserva los amigos y la reputación, y no lefalta nunca dinero. Conocedor de los resortesdel mundo, los maneja en provecho propio. ¡Oyo estoy loco, o éste es el procedimiento lógico!¿No es ésta la moraleja de la comedia que serepresenta diariamente en el mundo? Has ter-minado tu obra -repuso, después de una brevepausa-, tienes un talento inmenso. ¡Pues bien!¡Llegas a mi punto de partida! Ahora, es preci-

so que te labres tu éxito por ti mismo: es másseguro. Debes concurrir a las tertulias, dándotea conocer y conquistando propagandistas de tufama. Yo quiero ir a medias en tu gloria : seré eljoyero que haya engarzado los brillantes de tucorona. Para comenzar, ven a buscarme maña-na por la noche. Te presentaré en una casa a laque va todo París, nuestro París, el de los ele-gantes, de los millonarios, de las notabilidades,de los hombres, en fin, que tienen boca de orocomo Crisóstomo. Cuando esas gentes pa-trocinan un libro, el libro se pone de moda; y sien realidad es bueno, han dado una patente degenio, sin saberlo. Si te ingenias, chico, tú mis-mo harás la fortuna de tu teoría, comprendien-do mejor la teoría de la fortuna-- Mañana por lanoche conocerás a la hermosa condesa Fedora,la mujer de moda.

-No he oído hablar de ella. -¡Pues eres un cafre! -contestó Rastignac,

riendo-. ¡No conocer a Fedora ! Una mujer ca-sadera, que tiene cerca de ochenta mil libras de

renta; desdeñosa con todos o desdeñada porellos; una especie de enigma femenino; unaparisina medio rusa o una rusa medio parisina,una mujer en cuya casa se editan todas las pro-ducciones románticas que no ven la luz pública;la mujer más hermosa y más gentil de París.¡Chico, ni siquiera mereces el calificativo decafre; eres una especie intermedia entre el cafrey el animal!

Y, haciendo una pirueta, desapareció sinaguardar mi respuesta, no pudiendo admitirque un hombre razonable rehusara ser presen-tado a Fedora. ¿Cómo explicar la fascinación deun hombre? El de Fedora me persiguió comoun mal pensamiento, con el cual se trata detransigir. Una voz interior me decía « ¡ Irás acasa de Fedora ! » Y por más que intentaba re-belarme contra la voz y replicar que mentía,destruía mis razonamientos con sólo el nombre:Fedora. ¿Serían el nombre de aquella mujer y lamujer misma, el símbolo de todas mis aspira-ciones y la finalidad de mi vida? El nombre

evocaba las poesías artificiales del mundo,hacía brillar las fiestas del París elevado y losoropeles de la vanidad. La mujer se me apare-cía con todos los problemas pasionales que mehabían enloquecido. Quizá no fueran la mujerni su nombre, sino todos mis vicios, los. que seerguían en mi alma para tentarme de nuevo.Pero la condesa Fedora, rica y sin amante, resis-tiendo a las seducciones parisinas, ¿no era laencarnación de mis esperanzas, de mis visio-nes? Me creé una mujer, la bosquejé en mi men-te, la soñé… Aquella noche no dormí; me ima-giné ser su amante, vi desfilar ante mí, en pocashoras, una vida entera, vida de amor, sabo-reando sus fecundas, sus ardientes delicias. Alotro día, incapaz de soportar el suplicio deaguardar pacientemente hasta la noche, me fuia una biblioteca y pasé la jornada leyendo, co-locándome así en la imposibilidad de pensar nide medir el tiempo. Durante mi lectura, elnombre de Fedora resonaba dentro de mí comoun eco lejano, que no molesta, pero que se per-

cibe. Afortunadamente, aun conservaba un fracnegro y un chaleco blanco, bastante pasaderos.Además, me restaban de toda mi fortuna unostreinta francos, distribuidos entre los bolsillosde mis ropas y los cajones, para levantar entrelas monedas y mis caprichos la barrera espino-sa de una rebusca y los azares de una circun-navegación por mi cuarto. Terminado mi ata-vío, perseguí mi tesoro, a través de un océanode papel. Mi escasez de numerario te dará ideadel sacrificio que hube de imponerme paracomprar un par de guantes y alquilar un simón: se comieron el pan de todo un mes. ¡Ah! Nun-ca nos falta dinero para nuestros caprichos: sóloregateamos el precio de las cosas útiles o nece-sarias. Tiramos el oro indiferentemente con unabailarina, y escatimamos una moneda en elsalario de un obrero, cuya famélica familia es-pera el jornal para pagar sus atrasos. ¡Cuántoslucen un frac flamante y un diamante en el pu-ño del bastón, y comen un cubierto de un fran-co veinticinco céntimos! Nunca nos parecen

bastante caros los placeres de la vanidad. Ras-tignac, puntual a la cita, se sonrió de mi meta-morfosis y bromeó respecto a ella; pero en elcamino de casa de la condesa, me dio caritati-vos consejos acerca del modo de conducirmecon ella. Me la pintó avara, vana y desconfiada,pero avara con fausto, vana con sencillez y des-confiada con buena fe.

-Ya sabes mis compromisos -me dijo-, ylo mucho que perdería cambiando de amor. Heestudiado, por tanto, a Fedora desinteresada-mente, a sangre fría, y mis observaciones debenser justas. Al ocurrírseme presentarte a ella, hepensado en tu fortuna: así, pues, ten cuenta contus palabras, porque posee una memoria privi-legiada y una sagacidad capaz de desesperar aun diplomático: hasta adivinaría el momentoen que hablara ingenuamente. Aquí, entre no-sotros, creo que su casamiento no ha sido auto-rizado por el emperador, porque el embajadorruso se echó a reír, cuando le hablé del asunto,no la recibe en su casa y la saluda muy ligera-

mente cuando la encuentra en el Bosque. Sinembargo, es tertuliana de la señora de Sérizy, yasiste a las veladas de las de Nucingen y deRestand. En Francia goza de buena reputación,y la duquesa de Carigliano, la mariscala de más«campanillas» de toda la camarilla bonapartis-ta, suele veranear con ella en sus propiedades.Muchos jóvenes presumidos y encopetados, elhijo de un par de Francia, le han ofrecido unapellido a cambio de su fortuna; pero ella les hadesahuciado a todos, cortésmente. Es posibleque su sensibilidad no se desarrolle hasta eltítulo de conde. ¿No eres marqués? ¡Pues áni-mo con ella, si te gusta! ¡Esto se llama dar ins-trucciones!

Las últimas frases me hicieron suponerque Rastignac tenía gana de bromear y de picarmi curiosidad, de tal suerte, que mi pasión im-provisada había llegado al paroxismo cuandonos detuvimos ante un peristilo adornado deflores. Al ascender la amplia escalera alfombra-da, en la que observé todos los refinamientos

de la comodidad inglesa, sentí palpitar mi co-razón; me sonrojé; desmentí mi origen, missentimientos, mi altivez, para quedar converti-do en un atónito burgués. ¡Salía de un desván,después de tres años de penuria, sin saber aúnsobreponer a las bagatelas de la vida esos teso-ros adquiridos, esos inmensos caudales intelec-tuales, que nos enriquecen en un momento,cuando el poder cae en nuestras manos, sinabrumarnos, porque el estudio nos ha prepara-do anticipadamente para las luchas políticas!Desde la puerta, vi una mujer de unos veinti-dós años, de regular estatura, vestida de blan-co, rodeada por un círculo de hombres, tendi-da, más bien que sentada, en una otomana, ycon un abanico de plumas en la mano. Al verentrar a Rastignac, se levantó, salió a nuestroencuentro, sonrió graciosamente y me dirigió,en tono melodioso, un cumplido induda-blemente dispuesto de antemano. Nuestroamigo me había anunciado como hombre detalento, y su destreza, su énfasis gascón, me

proporcionaron una cordial acogida. Fui objetode atenciones especiales, que me confundieron;pero, afortunadamente, Rastignac había hechola apología de mi modestia. Allí encontré litera-tos, eruditos, ex ministros, pares de Francia. Laconversación prosiguió su curso, detenido du-rante un rato a mi llegada, y sintiendo la nece-sidad de mantener mi reputación, procuré tran-quilizarme. Luego, sin abusar de la palabra,cuando me fue concedida, traté de resumir lasdiscusiones en conceptos más o menos incisi-vos, profundos o ingeniosos. Produje cierta sen-sación. Por milésima vez en su vida, Rastignacfue profeta. Cuando hubo suficiente concurren-cia para que cada cual recobrara su libertad, miintroductor me dio el brazo y recorrimos losaposentos.

-No te entusiasmes demasiado con laprincesa -me aconsejó-, porque adivinaría elmotivo de tu visita.

Los salones estaban amueblados con ex-quisito gusto, pendiendo de las paredes cua-

dros de reconocido mérito. Cada estancia tenía,como en las más opulentas mansiones inglesas,su carácter particular, y la tapicería de seda, losadornos, la forma de los muebles, todos losdetalles decorativos, armonizaban res-pondiendo a una idea inicial. En un tocadorgótico, cuyas puertas estaban ocultas por corti-najes, las cenefas de las telas, el reloj, los dibu-jos de la alfombra, eran del mismo estilo: eltecho, con sus vigas labradas, ofrecía a la vistaoriginales y lindos artesonados; nada destruíael conjunto de la preciosa ornamentación, niaun las vidrieras, con las policromas pinturasde sus cristales. Quedé sorprendido al contem-plar un saloncillo a la moderna, en el que no séqué artista había agotado el arte de nuestrodecorado, tan ligero, tan fresco, tan suave, sinvistosidades, sobrio de dorados. Era amoroso yvago como una balada alemana, un verdaderonido fabricado para una pasión de 1827, y per-fumado por jardineras llenas de flores raras. Acontinuación vi un dorado saloncillo, en el que

revivía el gusto del siglo de Luis XIV, que,opuesto a nuestras pinturas actuales, producíaun extraño pero agradable contraste.

-Estarás bastante bien alojado -me dijoRastignac, dejando transparentar una sonrisaligeramente irónica-. ¿No te seduce todo esto? -añadió, sentándose.

De pronto se levantó, me tomó de lamano y me condujo al dormitorio, mostrándo-me, bajo un pabellón de muselina y de moaréblancos, un lecho voluptuoso, tenuemente ilu-minado, el verdadero lecho de una joven hadadesposada con un genio.

-¿Verdad -me preguntó bajando la voz-que hay un impudor, una insolencia y una co-quetería extremada, en dejarnos contemplareste trono del amor? ¡Eso de no entregarse anadie y permitir que venga aquí todo el mundoa dejar su tarjeta! Si fuera libre, quisiera ver aesa mujer sumisa y llorando a mi puerta.

-¿Pero estás tan seguro de su virtud?

-Los más audaces y hasta los más hábi-les galanteadores confiesan haber fracasado ensus pretensiones; la aman todavía y son susmás leales amigos. Esa mujer es un enigma vi-viente.

Estas palabras me produjeron una espe-cie de embriaguez mis celos temían ya el pasa-do. Tembloroso de gozo, volví presurosamenteal salón en que había dejado a la condesa, en-contrándola en el tocador gótico. Me detuvocon una sonrisa, me hizo sentar a su lado, meinterrogó acerca de mis trabajos y pareció inte-resarse vivamente por ellos, sobre todo cuandola expuse mi tesis, bromeando, en lugar deadoptar aires doctorales.

Se mostró sumamente regocijada al ma-nifestarle que la voluntad humana era unafuerza material, semejante al vapor; que, en elorden moral no había nada que resistiese a esapotencia, cuando un hombre se habituaba aconcentrarla, a utilizarla en la debida porción, adirigir constantemente sobre las almas la pro-

yección de esa masa fluida; que ese hombrepodía modificarlo todo a su arbitrio, en relacióna la Humanidad, hasta las leyes absolutas de laNaturaleza. Las objeciones de Fedora me reve-laron en ella cierta sutileza de ingenio; mecomplací en darle la razón, en ciertos momen-tos, para halagarla, y destruí sus razonamientosfemeninos con una frase, atrayendo su atenciónsobre un hecho diario en la vida, el sueño,hecho vulgar en apariencia, pero lleno en elfondo de problemas insolubles para el sabio, yexcitando así su curiosidad. Hubo un instanteen que la condesa permaneció en silencio, aldecirle que nuestras ideas eran seres organiza-dos, completos, que vivían en un mundo invi-sible y que influían sobre nuestros destinos,citando, en confirmación de mi aserto, los pen-samientos de Descartes, de Diderot, de Napo-león, que habían regido, y regían aún, todo unsiglo-- Tuve el honor de solazar a mujer tandescontentadiza, que se separó de mí invitán-dome a volver a verla: en estilo cortesano, me

abrió las puertas de par en par. Bien porque,siguiendo mi loable costumbre, tomase las fór-mulas de urbanidad por expresiones sinceras,bien porque Fedora vislumbrara en mí una ce-lebridad en embrión y quisiese aumentar sucolección de sabios, el caso fue que creí agra-darla. Evoqué todos mis conocimientos fisioló-gicos y mis estudios anteriores acerca de la mu-jer, para examinar minuciosamente, durante lavelada, los actos de

aquel ser especial. Oculto en el umbral de unbalcón, espié sus pensamientos, buscándolos ensu actitud, estudiando aquel ajetreo de dueñade casa que va y viene, se sienta y charla, llamaa un hombre, le interroga, se apoya, para escu-charle, en el quicio de una puerta. La observé,al andar, unos movimientos tan desenvueltos,una ondulación tan provocativa de su falda,una excitación tan poderosa al deseo, que meinfundieron vehementes dudas acerca de suvirtud. Si Fedora desconocía entonces el amor,debió ser excesivamente apasionada en otro

tiempo; porque descubría una estudiada volup-tuosidad hasta en la manera de colocarse antesu interlocutor. Se afirmaba con coquetería enel zócalo de madera, como mujer próxima acaer, pero también pronta a la huida, en el casode intimidarla una mirada demasiado insisten-te. Con los brazos cruzados indolentemente,pareciendo aspirar las palabras, fija la benévolamirada, exhalaba sentimiento. Sus labios, fres-cos y rojos, se destacaban sobre una tez de na-carada blancura. Sus cabellos castaños avalora-ban el matiz anaranjado de sus ojos surcados devenillas, como una piedra de Florencia, y cuyaexpresión parecía añadir delicadeza a sus pala-bras. Su busto, en fin, estaba dotado de los másatractivos encantos. Una rival, quizá hubieseacusado de dureza las pobladas cejas, que pa-recían juntarse, y censurado el vello im-perceptible que adornaba los contornos delrostro.

Yo vi la pasión impresa en todo. El amorestaba escrito en los párpados italianos de

aquella mujer, en sus hermosos hombros, dig-nos de la Venus de Milo, en sus facciones todas,en su labio inferior, un poco grueso y ligera-mente sombreado. Era más que una mujer; eraun mito. ¡Sí! Aquellas riquezas femeniles, elarmonioso conjunto de las líneas, las promesasque aquella exuberante constitución hacía alamor, estaban atemperadas por una reservaconstante, por una modestia extraordinaria,que contrastaban con lo exterior de su persona.Precisaba una observación tan sagaz como lamía para descubrir en aquella naturaleza el másleve indicio de voluptuosidad-- Más claro: exis-tían en Fedora dos mujeres, quizá separadaspor el busto; una de ellas era fría y únicamentela cabeza reflejaba la pasión: antes de fijar susojos en un hombre, preparaba la mirada, comosi ocurriese algo misterioso en su ser, que po-dría creerse una convulsión de sus brillantespupilas. En fin, o mi ciencia era imperfecta yaun me quedaban muchos secretos que descu-brir en el mundo moral, o la condesa poseía un

alma hermosa, cuyos sentimientos y emanacio-nes comunicaban a su fisonomía ese hechizoque nos subyuga y nos fascina, ascendientepuramente moral y tanto más poderoso cuantoque concuerda con las simpatías del deseo. Salíencantado, seducido por aquella mujer, em-briagado por su lujo, halagado en todo lo quemi corazón tenía de noble y de pervertido, debueno y de malo. Al sentirme tan conmovido,tan pletórico de vida, tan exaltado, creí darmecuenta del atractivo que llevaba allí a aquellosartistas, diplomáticos, políticos, agiotistas fo-rrados de hierro, como sus cajas; sin duda ibana buscar junto a ella la emoción delirante quehacía vibrar todas las fibras de mi ser, que agi-taba mi sangre hasta la más recóndita vena, quecrispaba todos mis nervios y repercutía en micerebro. No se había entregado a ninguno, porconservarlos a todos. Una mujer es coquetamientras no ama.

-Además -dije a Rastignac-, es posibleque haya sido casada contra su voluntad o

vendida a cualquier vejestorio, y el recuerdo desus primeras nupcias haya concitado en ella elodio hacia el amor.

Regresé a pie desde el arrabal de SanHonorato, donde vive Fedora. Entre su palacioy la calle de Cordeleros media casi todo París;el camino me pareció corto, a pesar de quehacía frío. ¡Emprender la conquista de Fedora,en invierno, en un invierno crudo, con treintafrancos escasos por todo capital y a tan enormedistancia! Sólo un joven pobre puede apreciarlo que cuesta una pasión en carruajes, en guan-tes, en ropa interior y exterior y en otros deta-lles. Si el amor platónico se prolonga, resultaruinoso. Realmente, hay Lauzuns de la Facul-tad de Derecho, a quienes les es imposible pre-tender a una dama instalada en un primer piso.¿Cómo había de competir yo, débil, enteco,modestamente vestido, pálido y averiado, co-mo artista en convalecencia de una obra, conmuchachos bien ataviados, apuestos, rozagan-

tes, ricos, bien provistos de carruajes y caba-llos?

-¡Bah! ¡Fedora o la muerte l -exclamé alvolver de un puente-. ¡Fedora es la fortuna!

El precioso tocador gótico y el salónLuis XIV pasaron nuevamente ante mis ojos, yvi otra vez a la condesa con su vestido blanco,sus amplias y airosas mangas, su seductor con-tinente y su busto tentador. Cuando llegué a mibuhardilla, desmantelada, fría, tan enmarañadacomo la peluca de un naturalista, aun me ase-diaban las imágenes del lujo de Fedora. Aquelcontraste era un mal consejero; así deben nacerlos crímenes. En aquel instante, maldije, tem-blando de ira, mi decorosa y honrada pobreza,mi fecunda buhardilla, en la que tantas ideashabían surgido. Pedí cuenta a Dios, al diablo, alestado social, a mi padre, al universo entero, demi sino, de mi desdicha: me acosté hambriento,mascullando risibles imprecaciones, pero fir-memente resuelto a enamorar a Fedora. Aquelcorazón de mujer era el billete de lotería que

contenía mi fortuna. Te haré gracia de mis pri-meras visitas a Fedora, para llegar cuanto antesal drama. Mientras procuraba dirigirme al almade aquella mujer, intenté ganar su espíritu,adueñarme de su vanidad. A fin de ser amadopositivamente, la expuse mil razones para quese amara a sí misma. Jamás la dejé en estado deindiferencia. Las mujeres desean emociones atoda costa y se las prodigué; habría provocadosu cólera, antes que verla indolente conmigo. Sial principio, animado de una voluntad firme ydel deseo de hacerme amar, adquirí algún as-cendiente sobre ella, no tardó en crecer mi pa-sión, cambiándose las tornas y convirtiéndomede dominador en dominado. No sé ciertamentelo que llamamos amor, en poesía o en lenguajevulgar; pero el sentimiento que se desarrolló depronto en mi doble naturaleza, no lo he vistodescrito ni pintado en ninguna parte; ni en lasfrases retóricas y estudiadas de Rousseau, cuyocuarto quizá estaba ocupado, ni en las frías con-

cepciones de nuestros dos siglos literarios, ni enlos cuadros italianos.

La vista del lago de Bienne, algunos mo-tivos de Rossini, la Concepción de Murillo,propiedad del mariscal Soult, las cartas de laLescombat, algunas frases esparcidas en lascolecciones de anécdotas, y sobre todo, las ple-garias de los extáticos y algunos pasajes denuestros romanceros, han sido los únicos capa-ces de transportarme a las divinas regiones demi primer amor. No hay nada en el lenguajehumano, ninguna traducción del pensamientorealizada por medio de colores, mármoles, pa-labras o sonidos, que reproduzca el nervio, laverdad la perfección, la rapidez del sentimientoanímico. ¡Quien dice arte, dice ficción! El amorpasa por infinitas transformaciones antes demezclarse definitivamente con nuestra existen-cia y de comunicarle para siempre su color dellama. El secreto de esa infusión imperceptibleescapa al análisis del artista. La verdadera pa-sión se expresa con exclamaciones, con suspiros

enojosos para un hombre frío. Es preciso amarsinceramente, para participar de los rugidos deLovelace leyendo «Clarisa Harlowe». El amores un sencillo manantial, que brota en su lechode hierbas, de flores, de arena; que convertidoen arroyo, en río, cambia de naturaleza y deaspecto a cada onda y desemboca en un incon-mensurable océano, en el que los espíritus in-completos ven la monotonía y las grandes al-mas se abisman en perpetuas contemplaciones.¿Cómo atreverse a describir esos matices, tran-sitorios del sentimiento, esas nonadas tan valio-sas, esas frases, cuyo acento agota los tesorosdel lenguaje, esas miradas, más fecundas quelos más inspirados poemas? En cada una deesas escenas místicas, que nos hacen prendarinsensiblemente de una mujer, se abre un abis-mo capaz de absorber todas las poesías huma-nas. ¿Cómo reproducir, por medio de glosas,las vivas y misteriosas agitaciones del alma,cuando nos faltan palabras para pintar los mis-terios visibles de la belleza? !Qué fascinaciones!

¡Cuántas veces he permanecido en éxtasis in-efable, dedicado a «contemplarla"! ¿Dichoso dequé? Lo ignoro-- En tales momentos, si su ros-tro estaba inundado de luz, se operaba en él nosé qué fenómeno que le hacía resplandecer. Elimperceptible vello que dora su piel delicada yfina, dibujaba suavemente sus contornos con lagracia que admiramos en las líneas lejanas delhorizonte, cuando se confunden con el sol. Pa-recía que sus fulgores la acariciaban, uniéndosea ella, o que de su radiante rostro emanaba unaluz más viva que la luz misma: luego se velabala dulce fisonomía, produciéndose en ella unaespecie de tornasol, que variaba sus expresio-nes, al cambiar las tintas. A veces, parecía dibu-jarse un pensamiento en su frente alabastrina;sus ojos bermejeaban, sus párpados vacilaban,sus facciones ondulaban, agitadas por una son-risa, el coral de sus labios se animaba, se des-plegaba, se replegaba; un extraño reflejo de suscabellos esparcía tonos obscuros sobre las tersassienes.

A cada accidente había hablado. Cadamatiz de belleza proporcionaba nuevo solaz amis ojos, revelaba encantos desconocidos a micorazón. En todas esas fases de su rostro, pre-tendía yo leer un sentimiento, una esperanza.Aquellos discursos mudos penetraban de almaa alma, como un sonido en el eco, prodigán-dome fugaces alegrías, que me dejaban profun-das impresiones. Su voz me causaba un delirio,que apenas acertaba a reprimir. A semejanza decierto príncipe de Lorena, hubiera podido so-portar un ascua en la palma de la mano, mien-tras acariciaran mi cabeza sus nerviosos dedos.No era ya una admiración, un deseo, sino unhechizo, una fatalidad. En ocasiones, ya devuelta en mi albergue, veía indistintamente aFedora en su casa y participaba vagamente desu vida. Si ella se sentía indispuesta, experi-mentaba yo análogo desasosiego y le pregunta-ba al día siguiente:

-¿Está usted mejor?

¡Cuántas veces se me ha aparecido en elsilencio de la noche, evocada por el poder demi éxtasis! Ya surgía súbitamente, .como deste-llo luminoso que brota, derrocando mi pluma,ahuyentando a la ciencia y al estudio que huíandesolados, y obligándome a admirarla en lamisma actitud provocativa en que la había vistopoco antes: ya salía yo mismo a su encuentro,en el mundo de las apariciones, saludándolacomo una esperanza y demandándola que mehiciera oír su voz argentina para despertarmellorando. Cierto día después de haberme pro-metido ir al teatro conmigo,, se negó capricho-samente a salir y me rogó que la dejara sola.Desesperado ante semejante contradicción, queme costaba un día de trabajo y, ¿por qué nodecirlo? mi último escudo, asistí a la represen-tación que tanto deseo mostró de ver. Apenasinstalado en mi localidad, recibí una descargaeléctrica en el corazón y oí una voz que me de-cía:

-¡Ahí está!

Al volverme, vi a la condesa en el fondode su platea, oculta en la penumbra. La miradano vaciló, mis ojos la encontraron desde luegocon pasmosa clarividencia, mi alma voló haciasu vida como un insecto vuela hacia su flor.¿Por qué fueron advertidos mis sentidos? Hayestremecimientos íntimos que pueden sorpren-der a las gentes superficiales, pero estos efectosde nuestra naturaleza interior, son tan sencilloscomo los fenómenos habituales de nuestra vi-sión exterior. Así, pues, no mostré asombro,sino enojo. Mis estudios acerca de nuestro do-minio moral, tan escasamente conocido, servíanal menos para descubrirme, en mi pasión, al-gunas pruebas palpables de mi tesis. Este ma-ridaje del erudito y del enamorado, de una ver-dadera idolatría y de un amor especulativo,tenía bastante de extraño. La ciencia gustabafrecuentemente de lo que desesperaba al aman-te, y, cuando creía triunfar, el amante arrojabagozoso lejos de sí a la ciencia. Fedora me vio yse puso seria: la molestaba. Al primer entreacto,

fui a visitarla. Estaba sola y me quedé. Aunquejamás habíamos hablado de amor, presentí unaexplicación-- Yo no le había revelado aún misecreto, y, sin embargo existía entre nosotrosuna especie de expectativa. Ella me confiabasus proyectos recreativos, y me preguntaba lavíspera con cierta inquietud amistosa, si vol-vería al día siguiente: me consultaba con la mi-rada, cuando decía una frase ingeniosa, como sicon ella se propusiera complacerme exclusiva-mente; si me disgustaba, se mostraba cariñosa;si se fingía enfadada, tenía, en cierto modo elderecho de interrogarla; si yo cometía una falta,dejaba que la suplicara insistentemente, antesde perdonarla. Estas querellas, a las quehabíamos cobrado afición estaban impregnadasde amor. ¡Eran tales la gracia y la coqueteríadesplegadas por ella y tanto el placer que a míme producían! En aquel momento, quedó abso-lutamente en suspenso nuestra intimidad, per-maneciendo ambos frente a frente, como dos

extraños. El aspecto de la condesa era glacial;yo recelaba una catástrofe.

-¡Acompáñeme usted! - me dijo, al ter-minar el acto.

El tiempo había cambiado súbi-tamente. Cuando salimos, caía una nevadamezclada con lluvia. El carruaje de Fedora nopudo llegar a la puerta del vestíbulo. Al veruna dama tan bien vestida, obligada a cruzar lacalle, un recadero extendió su paraguas sobrenuestras cabezas, reclamando el precio de suservicio al ocupar el vehículo-- Yo no tenía unsolo céntimo. Hubiera dado diez años de mivida por poseer unas monedas de cobre. Todaslas vanidades humanas fueron anuladas en mípor un dolor infernal.

-No llevo suelto - le dije con acritud,aparentando que la causa de mi dureza era lapasión contrariada.

¡Hablar en semejante tono yo, hermanode aquel hombre, que tan bien conocía la des-gracia! ¡yo, que en otro tiempo había dado sete-

cientos mil francos con tanta facilidad! El laca-yo apartó al recadero, y los caballos partieron altrote. En el camino de su casa, Fedora, distraídao afectando preocupación, respondió con des-deñosos monosílabos a mis preguntas. Acabépor guardar silencio. El rato fue horrible. Lle-gados a su casa, nos sentamos ante la chimenea.Cuando el criado se retiró, después de atizar elfuego, la condesa se volvió hacia mí con expre-sión indefinible y me dijo con cierta solemni-dad:

-Desde mi regreso a Francia, son varioslos jóvenes a quienes ha tentado mi fortuna. Herecibido declaraciones amorosas que hubieranpodido halagar mi orgullo, he dado con hom-bres cuyo afecto era tan sincero y tan profundo,que no habrían vacilado en darme su mano,aun cuando no hubieran encontrado en mí másque a la modesta muchacha de otro tiempo. Enresumen; sepa usted, señor Valentín, que se mehan ofrecido nuevas riquezas y títulos nuevos;pero cónstele también que jamás he vuelto a

ver a las personas que han tenido la mala inspi-ración de hablarme de amor. Si el afecto que leprofeso fuera ligero, no le haría una adverten-cia, en la que entra por más la amistad que elorgullo-- Una mujer se expone a recibir unaespecie de afrenta, cuando, suponiéndose ama-da, rechaza por anticipado un sentimientosiempre lisonjero. Conozco las escenas de Arsi-noé y de Araminta, y estoy familiarizada concuanto se me puede explicar en análogas cir-cunstancias; pero hoy espero que no me juzgarámal un hombre superior, por haberle mostradofrancamente mi alma.

Al decir esto, se expresaba con la tran-quilidad de un abogado, de un notario, queexponen a sus clientes las pruebas de un proce-so o las cláusulas de un contrato. El timbre cla-ro y seductor de su voz no acusaba la menoremoción; únicamente su fisonomía y su actitud,siempre nobles y correctas, me parecieron teneruna frialdad, una sequedad diplomáticas.Había meditado indudablemente sus palabras

y preparado el programa de la escena. ¡Ay!¡amigo mío! ¡cuando ciertas mujeres se compla-cen en desgarrarnos el corazón, cuando se hanprometido hundir en él un puñal y removerloen la herida, esas mujeres son adorables; amano quieren ser amadas! Día llegará en que nosrecompensarán de nuestros dolores, como Diosdebe, según dicen, remunerar nuestras buenasobras, y nos devolverán en placeres el céntuplodel mal cuya violencia saben apreciar. Al fin, sumaldad está llena de pasión. Pero, ¿no es unsuplicio atroz, el de ser torturado por una mu-jer, que nos mata con indiferencia? En aquelmomento, Fedora pisoteaba, sin saberlo, todasmis esperanzas, destrozaba mi vida y destruíami porvenir. con la fría indiferencia y la ino-cente crueldad de un niño que, por curiosidad,arranca las alas a una mariposa.

-Confío -añadió Fedora- en que másadelante reconocerá usted la solidez del afectoque brindo a mis amigos. Siempre me encontra-rá buena y leal para ellos. Sería capaz de sacri-

ficarles mi vida, pero me despreciaría usted sisoportase su amor sin corresponderle. No llegoa tanto. Es usted el único hombre a quien hedicho estas últimas palabras.

No supe qué contestar de momento, lo-grando a duras penas dominar el huracán quese desencadenaba en mi interior; pero no tardéen encerrar mis sensaciones en el fondo de mialma, y contesté sonriendo:

-Si declaro a usted que la amo, me ex-pulsará; si me acuso de indiferencia, me casti-gará. Los sacerdotes, los magistrados y las mu-jeres, no se despojan nunca por completo de sustúnicas. El silencio no prejuzga nada; permitausted, pues, señora, que me calle. Para habermedirigido tan fraternales advertencias, es precisoque haya usted temido perderme, y esta ideapodría satisfacer mi orgullo. Pero no personali-cemos-- Es usted quizá la única mujer conquien se puede discutir filosóficamente unaresolución tan contraria a las leyes de la natura-leza: en relación con los demás seres de su es-

pecie, es usted un fenómeno. Pues bien; in-daguemos juntos, de buena fe, la causa de estaanomalía psicológica. ¿Existe en usted, como enmuchas mujeres orgullosas de sí mismas, pren-dadas de sus perfecciones, un sentimiento derefinado egoísmo que rechaza con horror laidea de pertenecer a un hombre, de abdicar desu voluntad, para quedar sometida a una supe-rioridad convencional que la ofende? En esecaso, me parecería usted mil veces más adora-ble. ¿Es que ha sido usted maltratada por elamor, la primera vez que le sintió? ¿O quizáque el valor que debe usted conceder a la ele-gancia de su talle, a su delicioso busto, la hacetemer los estragos de la maternidad? ¿No seráéste uno de sus más poderosos motivos secre-tos para rehusar un verdadero cariño? ¿Acasotiene usted imperfecciones que la obliguen a servirtuosa por fuerza? ¡Cuidado! ¡ no-se enfadeusted! Discuto, estudio, estoy a mil leguas de lapasión. La Naturaleza, que hace ciegos de na-cimiento, puede muy bien crear mujeres sordas,

mudas y ciegas en amor. ¡Realmente, es ustedun ejemplar precioso para la observación médi-ca! ¡no sabe usted todo lo que vale! Por supues-to, su aversión a los hombres es muy legítima:estamos conformes en que todos son feos yantipáticos. ¡Sí! -añadí, sintiendo que mi cora-zón se oprimía-, tiene usted razón. ¡Debe des-preciarnos a todos, no existe hombre que seadigno de usted!

No te diré todos los sarcasmos de que lahice blanco, medio en serio, medio en broma.Pues bien; ni las más aceradas frases, ni las máspunzantes ironías consiguieron arrancarla unmovimiento ni un gesto de despecho. Me escu-chó conservando en sus labios, en sus ojos, suacostumbrada sonrisa; esa sonrisa que viene aser el invariable ropaje de que se reviste anteamigos, conocidos y extraños.

-Creo que no cabe mayor complacencia -replicó, aprovechando un instante en que yo lacontemplaba en silencio-, que la de permitir esaespecie de disección de anfiteatro anatómico.

Pero ya lo ve usted -continuó riendo-, en puntoa amistad, prescindo de necias susceptibilida-des. ¡Cuántas mujeres castigarían su imperti-nencia cerrándole las puertas de su casa!

-Está usted en el derecho de arrojarmede la suya, sin explicarme los motivos de suseveridad - objeté, sintiéndome dispuesto amatarla, si me hubiera despedido.

-¡Está usted loco! - exclamó ella, con sueterna sonrisa. "-¿Ha pensado usted alguna vezle pregunté- en los efectos de un amor violento?Se han dado varios casos de que un hombredesesperado asesine a su amada.

-Más vale morir que vivir desgraciada -contestó ella con frialdad-. A lo mejor, llega undía en que ese hombre tan apasionado abando-na a su mujer, de la noche a la mañana, deján-dola en la indigencia, después de haberse co-mido su fortuna.

Semejante cálculo me aturdió. Vi clara-mente un abismo entre aquella mujer y yo. Noera posible que nos comprendiéramos.

-¡Adiós! - le dije con sequedad. -¡Adiós! - me contestó, inclinando la ca-

beza en ademán amistoso-. Hasta mañana. La contemplé unos instantes, enviándo-

la, envuelto en la mirada, todo el amor a querenunciaba. Ella permaneció en pie, lan-zándome su sonrisa trivial, la detestable sonrisade estatua de mármol, que parecía expresar elamor, pero sin fuego. Ya comprenderás los do-lores que me asaltaron al volver a mi casa entrela lluvia y la nieve, caminando sobre el resbala-dizo pavimento de los muelles, durante unahora, después de haberlo perdido todo. ¡Oh!¡saber que ella no pensaba siquiera en mi penu-ria, que me creía bien acomodado y muelle-mente conducido en carruaje! ¡Cuántas ruinas ydecepciones! No se trataba ya de dinero, sinode todas las fortunas de mi alma. Marchaba alazar, discutiendo conmigo mismo las palabrasde aquel extraño diálogo y perdiéndome de talmodo en mis comentarios, que acabé por dudardel valor nominal de los vocablos y de las

ideas. Y seguía amando a aquella mujer de hie-lo, cuyo corazón deseaba ser conquistado acada momento, y que, borrando siempre laspromesas de la víspera, se presentaba al díasiguiente como nueva pretendida. Al doblar lospostigos del Instituto, me acometió un movi-miento febril. En aquel momento, me acordé deque estaba en ayunas. Para colmo de desdichas,la lluvia deformaba mi sombrero. ¿Cómo abor-dar, en lo sucesivo a una mujer elegante, y pre-sentarme en una reunión, sin un sombrero de-coroso? Merced a mis solícitos cuidados y mal-diciendo la estúpida y ridícula moda que noscondena a exhibir el forro de nuestros sombre-ros, teniéndolos constantemente en la mano,había logrado mantener el mío, hasta entoncesen un estado dudoso. Sin ser flamante, tampocoera un desecho, y podía pasar por el sombrerode un hombre aprovechado; pero su existenciaartificial llegaba a su último período; estabadeslucido, deteriorado, agotado, era un verda-dero guiñapo, digno representante de su due-

ño. Por falta de unas monedas, perdía mi in-dustriosa elegancia. ¡Cuántos sacrificios igno-rados tributé a Fedora, en el transcurso de tresmeses! Con frecuencia, consagraba el pan deuna semana para ir a verla un momento. Aban-donar mis trabajos y ayunar, no significabanada; pero cruzar las calles de París sin salpi-carse de lodo, correr para evitar la lluvia, llegara su casa tan acicalado como los fatuos que larodeaban ¡ah! eso, para un poeta enamorado ydistraído, era tarea plagada de dificultades. ¡Midicha, mi amor, dependían de una mota defango en mi único chaleco blanco! ¡Renunciar averla si me manchaba, si me mojaba! ¡No dis-poner de unos cuantos céntimos, para que unlimpiabotas charolara mi calzado! Mi pasiónaumentaba con todos estos pequeños supliciosdesconocidos, inmensos para un hombre ve-hemente. Los desventurados realizan sacrificiosde los cuales no les está permitido hablar a lasmujeres que viven en una esfera de lujo y deelegancia, porque éstas ven el mundo a través

de un prisma que tiñe de oro a hombres y co-sas. Optimistas por egoísmo, crueles por buentono, se eximen de reflexionar, en nombre desus goces, y se absuelven de su indiferenciapara con la desgracia, por los atractivos delplacer. Para ellas, un dinero nunca es un mi-llón, pero un millón les parece un dinero. Si elamor debe defender su causa por medio desacrificios, debe también cubrirlos delicada-mente con un velo, sepultarlos en el silencio;mas al prodigar su fortuna y su vida, al sa-crificarse, los hombres ricos aprovechan losprejuicios mundanos, que siempre dan ciertaresonancia a sus amorosos devaneos. Para ellos,el silencio habla y el velo es una gracia, mien-tras que mi extrema penuria me condenaba aespantosos sufrimientos, sin que me fuera per-mitido decir : ¡Amo! o ¡Muero! Pero, bien mira-do, ¿constituía esto sacrificio? ¿No estaba es-pléndidamente ,recompensado con el placerque experimentaba inmolándolo todo por ella?La condesa me había hecho atribuir extraordi-

naria importancia, agregar excesivos goces a losaccidentes más vulgares de mi vida. Poco es-crupuloso antes en cuestión de indumentaria,respetaba a la sazón mi frac como parte inte-grante de mi personalidad. Entre recibir unaherida o un desgarrón en mi frac, no habríavacilado.

Con esto debes hacerte cargo de mi si-tuación y comprender el turbión de ideas, elfrenesí creciente que me agitaba durante lamarcha, y que quizá la propia marcha excitaba.Sentía cierto júbilo infernal por encontrarme enel apogeo de mi desventura. Pretendía ver unpresagio de fortuna en esta postrera crisis; peroel mal encierra tesoros inagotables. La puertade mi domicilio estaba entornada-- A través delos calados en forma de corazón practicados enel postigo, vi una claridad que proyectaba en lacalle. Paulina y su madre conversaban, espe-rándome. Oí pronunciar mi nombre y escuché.

-Rafael -decía Paulina- vale mucho másque el estudiante del número siete- ¿Te has

fijado en el bonito rubio de sus cabellos? ¿Nohas notado algo en su voz, no sé qué, pero algoconmovedor? Además, aunque su aspecto esun poco altanero, ¡ es tan bueno, tiene unosmodales tan distinguidos! Realmente, es unbuen tipo. Estoy segura de que todas las muje-res deben chiflarse por él.

-Hablas como si también lo estuvieras tú- observó la señora Gaudin.

-¡Oh! le quiero como a un hermano -contestó la muchacha riendo-. Sería muy ingra-ta si no le profesara verdadero afecto. ¿A quién,sino a él, debo mis conocimientos de música, dedibujo, de gramática, en una palabra, todo loque sé? Tú no prestas atención a mis progresos,mamaíta; pero he adelantado tanto, que dentrode muy poco estaré en aptitud de dar leccionesy entonces podremos tener criada.

Me retiré cautelosamente, y después dehacer ruido, para denotar mi presencia, entréen la salita para tomar mi lámpara, que la mis-ma Paulina se apresuraba a encender. La pobre

niña acababa de derramar un bálsamo deliciosoen mis heridas. Aquel sincero elogio de mi per-sona, me infundió algún ánimo. Tenía necesi-dad de creer en mí mismo y de aportar un jui-cio imparcial respecto a la verdadera valía demis cualidades. Mis esperanzas, de tal modoreanimadas, se reflejaron, quizá, en las cosasque veía. Quizá también no había parado mien-tes en la escena que con tanta frecuencia veníanofreciendo a mis miradas las dos mujeres, en elcentro de la sala; pero en aquella ocasión, admi-ré en su realidad el más delicioso cuadro deesos interiores modestos tan ingenuamentereproducidos por los pintores flamencos. Lamadre, sentada junto al casi extinguido hogar,hacía calceta, dejando vagar por sus labios unaplácida sonrisa. Paulina pintaba países de aba-nico: sus colores, sus pinceles, extendidos sobreuna mesita, hablaban a los ojos con sus vistososcontrastes. Al encender mi lámpara, después deabandonar su tarea, la luz dio de lleno en sublanquísimo rostro : era preciso estar subyuga-

do por una pasión avasalladora, para no admi-rar aquellas manos transparentes y sonrosadas,su cabeza ideal y su virginal actitud. La noche yel silencio prestaban su encanto a la laboriosavelada, a aquel hogar tan tranquilo. Aquellostrabajos continuos y alegremente soportados,atestiguaban una religiosa resignación, llena desentimientos elevados. En aquel recinto, existíauna armonía indefinible entre personas y cosas.En casa de Fedora, el lujo era seco; despertabaen mí malos pensamientos, mientras que lahumildad y la placidez de aquel modestohogar, refrigeraban mi alma. Quizá me sentíahumillado en presencia del lujo de Fedora,mientras que junto a aquellas dos mujeres, en lapenumbra de aquella salita, donde la vida sim-plificada parecía refugiarse en las emocionesdel corazón, tal vez me reconciliaba conmigomismo, al encontrar modo de ejercer una pro-tección que el hombre se siente ansioso de dis-pensar. Al acercarme a Paulina, me lanzó una

mirada casi maternal y exclamó temblorosa ydejando presurosamente la lámpara.

-¡Dios mío! ¡qué pálido está usted! ¡Esclaro, viene calado! Mi madre secará sus ropas.

Y después de una breve pausa, añadió: -Precisamente, esta noche hemos hecho

crema y tenemos leche. Sé que a usted le gusta.¿Quiere probarla?

Y ágil como un gato, alcanzó un tazónde leche guardado en la alacena y me lo presen-tó tan vivamente, me lo acercó a los labios contal gentileza, que me hizo titubear.

-¿Me desairará usted? - preguntó en vozalterada.

Nuestras dos arrogancias se comprendí-an. Paulina parecía quejosa de su pobreza yreprocharme mi altivez. Me enternecí, y aunqueaquella leche quizá fuera su desayuno del díasiguiente, la acepté. La pobre muchacha procu-ró disimular su alegría, pero brillaba en susojos.

-¡Buena falta me hacía! -dije, dejándomecaer sobre una silla, mientras velaba el rostrode la chicuela una sombra de preocupación-.¿Recuerda usted, Paulina, aquel pasaje de Bos-suet, en el que nos pinta a Dios recompensandoun vaso de agua más generosamente que unavictoria?

-Sí -contestó, sin poder reprimir las pal-pitaciones de su seno, que se agitaba como unpajarillo en manos de un niño.

-Pues bien -añadí en voz vacilante- co-mo hemos de separarnos pronto, permítameusted testimoniarle mi reconocimiento por loscuidados y atenciones que me han dispensadousted y su madre.

-¡Oh! ¡no echemos cuentas! - replicó lamuchacha, ocultando su emoción bajo una son-risa que me hizo daño.

-Mi piano -proseguí, fingiendo no haberoído sus palabras- es uno de los mejores que haproducido la casa Erard; acéptelo usted. Admí-talo, sin escrúpulo, porque, realmente, no sería

posible llevármelo en el viaje que pienso em-prender.

Prevenidas quizá por el melancólicoacento de mis últimas palabras, las dos mujeresparecieron haberme comprendido, y me mira-ron con curiosidad mezclada de espanto. Elafecto que yo buscaba en las frías regiones delgran mundo, residía verdaderamente en la mo-desta casa, sin ostentación, pero efusivo y talvez duradero.

-No hay que tomar las cosas tan a pecho-me dijo la madre-. Quédese aquí. A estashoras, mi marido debe estar en camino -añadió-. Esta noche he leído el Evangelio de San Juan,mientras Paulina tenía pendiente de sus dedosnuestra llave atada a la Biblia, y la llave ha da-do vueltas. Esto es indicio de que Gaudin estábueno y prospera. Paulina ha repetido el expe-rimento para usted y para el joven del númerosiete; pero la llave no ha girado más que parausted. Seremos todos ricos, porque mi maridovolverá millonario. Le he visto en sueños en un

barco lleno de serpientes; por fortuna, el aguaestaba turbia, lo cual significa oro y piedraspreciosas de Ultramar.

Estas palabras amistosas y vacuas, se-mejantes a las vagas canciones con que unamadre amortigua los dolores de su hijo, medevolvieron en cierto modo la calma. El acentoy la mirada de la buena mujer exhalaban esadulce cordialidad que no disipa la pena, peroque la mitiga, la arrulla y la embota. Más pers-picaz que su madre, Paulina me examinaba coninquietud y sus inteligentes pupilas parecíanpenetrar en mi vida y en mi porvenir. Di gra-cias con una inclinación de cabeza a la madre ya la hija y me retiré presurosamente, temiendoconmoverme. Cuando me hallé a solas en micuarto, me acosté pensando en mi desventura.Mi fatal imaginación me trazó mil proyectos sinbase y me dictó resoluciones imposibles. Cuan-do un hombre escarba en las ruinas de su for-tuna, suele encontrar en ellas algunos recursos,pero yo estaba en la inopía. ¡Ay! ¡amigo mío!

culpamos demasiado fácilmente a la miseria yhay que ser indulgente para los efectos del másactivo de todos los disolventes sociales. Dondereina la miseria, no existen ni el pudor, ni elcrimen, ni la virtud, ni el espíritu. Yo carecíaentonces de ideas, de energías, como una mu-chacha postrada de hinojos ante un tigre. Unhombre sin pasión y sin dinero sigue siendodueño de su persona; pero un desdichado queama, ya no se pertenece y no puede matarse. Elamor nos produce una especie de propio culto;respetamos en nosotros otra vida, y entonces esla más horrible de las desgracias; la desgraciacon una esperanza, pero una esperanza tortu-radora. Me dormí, con la idea de ir a confiar aRastígnac, al día siguiente, la singular determi-nación de Fedora,

-¡Hola! -dijo aquél al verme entrar en sucasa a las nueve de la mañana-. Ya sé lo que tetrae. Debes haber sido despedido por Fedora.Algunas buenas almas, envidiosas de tu ascen-diente sobre la condesa, han propalado la noti-

cia de vuestra boda. ¡Dios sólo sabe las locurasque tus rivales te han achacado, y las calumniasde que has sido objeto!

-¡Así, todo se explica! – exclamé. Recordé todas mis impertinencias y en-

contré sublime a la condesa. Me consideré co-mo un infame, digno de mayor castigo, y sólovi en su indulgencia la paciente caridad delamor.

-¡Vamos con calma! -dijo el prudentegascón-. Fedora tiene la penetración natural delas mujeres profundamente egoístas, y te habrájuzgado quizá en el momento en que no veíasen ella más que su fortuna y su lujo; a pesar detu habilidad, habrá leído en tu alma. Es lo bas-tante disimulada para perdonar ningún disi-mulo. Creo haberte aventurado en un mal ca-mino. A pesa: de la sutileza de su ingenio y desu distinción, esa mujer me parece imperiosacomo todas aquellas para quienes el placer ra-dica tan sólo en la cabeza. Para ella, toda la feli-cidad estriba en el bienestar de la vida, en los

goces sociales: en ella, el sentimiento es un pa-pel. Te haría desgraciado y te convertiría en unlacayo favorito.

Rastignac hablaba a un sordo. Le inte-rrumpí, exponiéndole con aparente jovialidadmi situación financiera.

-Anoche -me contestó-, una racha con-traria me limpió de todo el dinero de que dis-ponía. A no ser por este vulgar infortunio, par-tiría gustosamente mi bolsa contigo. Pero vá-monos a almorzar a la fonda; puede que lasostras nos den un buen consejo.

Se vistió y mandó enganchar su tílburi,y cual si se tratara de dos millonarios, entramosen el café de París, con la impertinencia de esosaudaces especuladores que viven forjándosefortunas imaginarias, El endemoniado gascónme confundía con la desenvoltura de sus acti-tudes y con su imperturbable aplomo-- En elmomento de tomar el café, después de haberdado fin a un almuerzo exquisito y perfecta-mente combinado, Rastignac, que distribuía

saludos de cabeza a diestra y siniestra, dirigi-dos a una porción de jóvenes, tan recomenda-bles por sus gracias personales como por laelegancia de sus trajes, me dijo, al ver entrar auno de aquellos petimetres

-Ahí tienes a tu hombre. E hizo señas para que se acercase a un

señorito almibarado, que parecía buscar mesa asu gusto.

-Ese mozalbete -agregó Rastignac a mioído- ha sido condecorado por la publicaciónde diferentes obras, acerca de materias que des-conoce en absoluto; es químico, historiador,novelista, publicista; tiene cuartos, tercios ymitades en no sé cuántas producciones teatra-les, y es ignorante como un burro de reata. Noes un hombre, sino un nombre; una etiquetaconocida del público. Se guardará muy bien deescribir donde alguien le vea; pero es tan ladi-no, que seria capaz de burlar a todo un congre-so. En dos palabras: es un mestizo en moral: niprobo del todo, ni bribón en absoluto. Pero,

como se ha batido en diversas ocasiones, lasociedad no exige más y le califica de hombrede honor. ¿Qué tal, mi excelente y distinguidoamigo, cómo está Vuestra Inteligencia? - le pre-guntó Rastignac, en el momento en que el re-cién llegado se sentaba a la mesa contigua.

-Pasando -contestó el interpelado-,abrumado de trabajo. Tengo entre manos todoslos materiales necesarios para enjaretar unasmemorias históricas curiosísimas, y no sé aquién referirlas. Esto me preocupa, porque hayque darse prisa, para que las memorias nopierdan su oportunidad.

-¿Son memorias contemporáneas, anti-guas, relacionadas con la corte o de qué índole?

-Se trata del asunto del collar. -¡Qué providencial coincidencia! - me

dijo Rastignac, riendo. Y, volviéndose hacia el especulador,

continuó, designándome -El señor Valentín, uno de mis íntimos

amigos, a quien le presento como una de nues-

tras futuras notabilidades literarias. Es sobrinode una marquesa, muy bienquista en la corte, yhace dos años que trabaja en una historia realis-ta de la Revolución.

Y agregó, inclinándose al oído del sin-gular negociante

-Es hombre de talento, pero un inocen-tón, que redactará las memorias que usted des-ea, con el nombre de su tía, por cien escudostomo.

-¡Convenido! -contestó el otro, arreglán-dose la corbata-. ¡Camarero, vengan mis ostras!

-Perfectamente -replicó Rastignac-; perome abonará usted veinticinco luises de comi-sión y le pagará un tomo por adelantado.

-No; sólo le anticiparé cincuenta escu-dos, para contar con la rapidez en la confección.

Rastignac me repitió la conversaciónmercantil, en voz baja, y contestó, sin consul-tarme:

-Estamos conformes. ¿Cuándo podre-mos ir a verle para cerrar el trato?

-Vengan ustedes a comer aquí, mañanaa las siete.

Nos levantamos. Rastignac pagó lacuenta, se guardó la nota en el bolsillo y sali-mos. Yo estaba estupefacto de la ligereza, de ladespreocupación con que había vendido a mirespetable tía, la marquesa de Montbauron.

-Prefiero -le dije- embarcarme para elBrasil y enseñar allí el álgebra a los indios, y esoque no la sé, a mancillar el nombre de mi fami-lia.

Rastignac me interrumpió con una car-cajada.

-¡Qué imbécil eres! -me replicó-. Tomadesde luego los cincuenta escudos y escribe lasmemorias. Cuando las hayas terminado, te ne-garás a ponerlas a nombre de tu tía. La nobledama vilmente decapitada, sus tontillos, susconsideraciones, su hermosura, su distinción,sus chapines, bien valen más de seiscientosfrancos. Si el editor no accede entonces a tasar atu tía en lo que vale ya encontrará cualquier

viejo caballero de industria o alguna fangosacondesa, que se presten a autorizar las tales me-morias.

-¡Oh! -exclamé-, ¿por qué habré salidode mi honrada buhardilla? ¡La sociedad tieneconvencionalismos indecorosamente innobles!

-¡Vaya! ¡vaya! -contestó Rastignac-. ¡Dé-jate de poesías ! ¡El negocio es el negocio! ¡Eresun chiquillo! ¡Escúchame! Por lo que respecta alas memorias, el público las juzgará; en cuantoa mi tercería literaria, ¿no ha gastado ocho añosde su vida y pagado con crueles pruebas susrelaciones con libreros y editores? Compartien-do desigualmente con él el trabajo del libro, ¿noresulta la mejor, también, tu participación en eldinero? Veinticinco luises representan, para ti,una cantidad mucho mayor que mil francospara él. ¡Bien puedes escribir memorias históri-cas, incluso una obra monumental, cuando Di-derot hizo seis sermones por cien escudos!

-La verdad es que necesito dinero -lecontesté conmovido-, y debo agradecerte tu

buena intención. Con veinticinco luises serérico.

-¡Mucho más de lo que te figuras! -replicó Rastignac, riendo-. ¿No has adivinadoque si Finot me abona una comisión en estenegocio, será para ti? ¡Vamos al Bosque de Bo-lonia! Allí veremos a tu condesa, y te enseñaréla linda viudita con quien debo casarme; unaalsaciana muy simpática y algo metidita encarnes, que lee a Kant, Schiller, Juan Pablo yuna porción de libros hidráulicos. Tiene la ma-nía de preguntarme siempre mi opinión, y meveo precisado a dármelas de entendido en esassensiblerías alemanas, a fingir que conozco unmontón de baladas, drogas, todas, que me tieneprohibidas el médico. Aun no he logrado con-vertirla de su entusiasmo literario; se desbordaen llanto leyendo a Gothe, y he de llorar unpoco, por halagarla, porque tiene cincuenta millibras de renta, nada menos, y el pie más dimi-nuto y la mano más bonita de la tierra.

Vimos a la condesa, radiante, en un lu-joso tren. La coqueta nos saludó muy afectuo-samente, lanzándome una sonrisa que entoncesme pareció angelical y llena de amor. ¡Ah! enaquel momento era feliz; me creía amado; con-taba con dinero y con tesoros de pasión; nadade miseria. Ligero, alegre, satisfecho de todo,me pareció encantadora la novia de mi amigo.Los árboles, el aire, el cielo, la naturaleza ente-ra, parecían repetirme la sonrisa de Fedora. Alvolver de los Campos Elíseos, fuimos a ver alsombrerero y al sastre de Rastignac. El negociodel collar me permitió prescindir de mi modes-to pie de paz, para pasar a mi formidable pie deguerra. En adelante, podía competir en apostu-ra y en elegancia, sin temor alguno, con los jó-venes que se arremolinaban en torno de Fedo-ra. Regresé a mi casa; me encerré permanecien-do aparentemente tranquilo junto a la ventana,pero despidiéndome para siempre de aquellostejados, viviendo en el porvenir, dramatizandomi vida, descontando el amor y sus delicias.

¡Ah! ¡qué borrascosa puede ser una existenciaentre las cuatro paredes de una buhardilla! Elalma humana es un hada, que metamorfoseauna piedra en un brillante; al contacto de suvarita mágica, brotan palacios encantados, co-mo las flores silvestres a los eálidos efluvios delsol. Al mediar el día siguiente, Paulina golpeócon suavidad en mi puerta, presentándome, ¿aqué no lo aciertas?... ¡Una carta de Fedora! Lacondesa me rogaba que me reuniera con ella enel Luxemburgo, para ir juntos, desde allí, a verel Museo y el jardín Botánico.

-El mandadero que ha traído la carta,espera contestación - me dijo Paulina, despuésde un momento de silencio.

Garabateé rápidamente unas cuantas lí-neas de gratitud y tas encerré bajo un sobre,que entregué a Paulina. En seguida me vestí;pero en el momento en que terminaba mi aliñopersonal, satisfecho de sí mismo, me asaltaronlas siguientes ideas: ¿Irá Fedora en carruaje o apie? ¿Lloverá o hará buen tiempo? Y en cual-

quiera de los casos, ¿quién es capaz de contarcon las eventualidades de una mujer capricho-sa? No llevará dinero, y se le antojará dar cincofrancos al primer golfillo que le caiga en gracia.Yo estaba sin blanca, y no tendría dinero hastala noche. ¡Oh! ¡Cuán cara paga un poeta, enestas crisis de nuestra juventud, la potenciaintelectual de que se halla investido por el ré-gimen y el trabajo! En un instante, me asalta-ron, cual otros tantos dardos, mil pensamientossúbitos y dolorosos. Miré al cielo por el únicohueco de mi estancia, observando la inseguri-dad del tiempo. En caso de apuro, podía alqui-lar un coche para todo el día; pero, ¿no me es-tremecía constantemente, en medio de mi feli-cidad, la idea de no encontrar a Finot por lanoche? No me sentí con ánimo suficiente parasoportar semejante tortura, perturbadora de mialegría. A pesar de la certidumbre de no encon-trar nada, emprendí una minuciosa exploracióna través de mi cuarto, buscando escudos imagi-narios hasta en el fondo de mi jergón; lo escu-

driñé todo, llegando hasta sacudir unas botasdesechadas. Dominado por nerviosa fiebre,lanzaba hoscas miradas a los muebles, despuésde remover su interior. ¡Comprenderás el deli-rio que me animó, cuando al abrir por séptimavez el cajón de mi mesa de trabajo, que regis-traba con esa especie de indolencia en que nossume la desesperación, vi adosada a uno de lostableros laterales, solapadamente agazapada,pero limpia, brillante, reluciente como un luce-ro en todo su esplendor, una hermosa y bien-hechora moneda de cinco francos. ¡Sin pedirlecuenta, de su silencio ni de la crueldad de quese había hecho reo, permaneciendo escondidade tal suerte, la estreché como a un amigo fielen la desgracia, y la saludé con una exclama-ción que halló eco. Me volví bruscamente y vi aPaulina, pálida y desencajada.

-Creí que se había hecho usted daño -medijo en voz trémula-. El mandadero...

Y se interrumpió, como si se ahogara.

-Pero ya le ha pagado mi madre - aña-dió, huyendo alocada y retozona, como un ca-pricho.

¡Pobre niña! Le deseaba mi propia feli-cidad. En aquel momento, me parecía que mialma encerraba todo el placer de la tierra, yhubiera deseado restituir a los desgraciados laparte que suponía robarles. Como casi siemprese realizan los presentimientos adversos, lacondesa había despedido su carruaje. Por unode esos antojos que las mujeres bonitas suelenno saber explicarse, quería ir al Botánico por losbulevares y a pie.

-Es fácil que llueva - le advertí. Pero se dio el gusto de contradecirme.

Por casualidad, el tiempo se mantuvo en talestado, mientras recorrimos el Luxemburgo.Pero a la salida, un nubarrón, cuyo avance metenía ya inquieto, comenzó a descargar y mon-tamos en un alquilón. Al llegar a los bulevares,cesó la lluvia y se despejó el firmamento. Ya enel Museo, intenté despedir el vehículo; pero

Fedora me rogó que le retuviera. ¡Qué suplicio!Pero hablar con ella, comprimiendo un secretodelirio que sin duda se reflejaba en mi fisono-mía en una sonrisa inocente y contenida; errarpor el jardín Botánico, cruzando sus frondosasavenidas y sentir su brazo apoyado en el mío,tenía algo de fantástico, era un sueño en plenavigilia. Sin embargo, sus movimientos, tanto enmarcha como al detenerse, no tenían nada dedulce ni de amoroso, a pesar de su aparenteabandono. Cuando procuraba asociarme, encierto modo, a la acción de su vida, encontrabaen ella una íntima y secreta vivacidad, una es-pecie de represión, algo anormal y excéntrico.Las mujeres sin alma son poco blandas al exte-riorizar sus sentimientos. Así, no estábamosafines en la voluntad ni en el paso. No existenpalabras para expresar ese desacuerdo materialentre dos seres, porque aun no estamos ha-bituados a reconocer un pensamiento en elademán. Ese fenómeno de nuestra naturalezase siente instintivamente, no se expresa.

Rafael hizo una ligera pausa, y prosi-guió, como si respondiese a una objeción que sehubiera formulado a sí mismo

-Durante esos violentos paroxismos demi pasión, no he disecado mis sensaciones, ana-lizado mis placeres, ni computado los latidosde mi corazón, como un avaro examina y pesasus monedas de oro. ¡No! La experiencia de-rrama hoy su triste luz sobre los acontecimien-tos pasados, y el recuerdo trae a mi mente esasimágenes, como la bonanza arroja, uno poruno, a la playa, los restos de un naufragio.

-Podría usted hacerme un señalado fa-vor -me dijo la condesa, mirándome con aireconfuso-. Después de haberle confiado mi anti-patía al amor, me siento más libre para recla-marle un servicio, en nombre de la amistad.¿No sería mayor mérito en usted -añadió rien-do-, complacerme hoy?

Yo la contemplé con dolor. Como noexperimentaba sensación alguna junto a mi,estaba sugestiva, pero no afectuosa. Me parecía

representar un papel como actriz consumada.De pronto, su acento, una mirada, una palabra,despertaban mis esperanzas; pero si mi amor,reanimado, se reflejaba en mis ojos, afrontabasu fulgor sin que se alterase la claridad de lossuyos, que, a semejanza de los felinos, parecíanblindados por una capa metálica. En tales mo-mentos, la detestaba.

-Me sería muy útil -prosiguió, dando asu voz mimosas reflexiones- la protección delduque de Navarreins cerca de una personaomnipotente en Rusia, cuya intervención nece-sito para que se me haga justicia en un asuntoque concierne a la vez a mi fortuna y a m¡ esta-do social; el reconocimiento de mi matrimoniopor el emperador. ¿No es usted primo del du-que? Una carta suya sería decisiva.

-Estoy a su disposición -contesté-. Or-dene como guste.

-Es usted muy amable -replicó, estre-chándome la mano- Venga usted a comer con-

migo, y le enteraré de todo, como a un confe-sor.

Aquella mujer tan desconfiada. tan dis-creta, y a la que nadie había oído hablar unapalabra respeto a sus intereses, se resolvía,pues, a consultarme.

-¡Oh! -exclamé-, ¡cuánto me felicito aho-ra del silencio que me ha impuesto usted!

Pero yo hubiera deseado una pruebatodavía más ruda. En aquel momento, acogiógustosa la embriaguez de mis miradas v no seresistió a mi admiración. ¡Luego me amaba!Llegamos a su casa. Por fortuna, el fondo de mibolsillo me permitió pagar al cochero. Pasé de-liciosamente el día, solo con ella, en su casa. Erala primera vez que podía verla así. Hasta aqueldía, la sociedad, con su molesta cortesía y susceremoniosas etiquetas nos había separadoconstantemente, aun durante sus fastuososbanquetes; pero entonces, estaba en su casacomo si viviéramos bajo el mismo techo; la po-seía, por decirlo así. Mi errante imaginación

rompía las trabas, arreglaba a mi modo losacontecimientos de la vida y me sumía en lasdelicias de un amor afortunado. Suponiéndomesu marido, la admiraba ocupándose en menu-dos detalles, llenándome de contento verladespojarse de su chal y de su sombrero. Medejó solo un momento, y volvió después deatusar su peinado, arrebatadora. ¡Aquel primo-roso tocado había sido hecho para mí! Durantela comida, me prodigó sus atenciones y desple-gó sus infinitas gracias en mil cosas que pare-cen nonadas y que son, sin embargo, la mitadde la vida. Cuando ambos nos instalamos anteun chisporroteante fuego, sentados sobre sedas,rodeados de las apetecibles creaciones de unlujo oriental, cuando vi tan cerca de mí a aque-lla mujer, cuya notable belleza hacía palpitartantos corazones, a aquella mujer tan difícil deconquistar, hablándome, haciéndome objeto detodas sus coqueterías, mi voluptuosa felicidadcasi degeneró en sufrimiento. Por desgraciamía, me acordé del importante negocio que

debía ultimar, y quise acudir a la cita que se mehabía dado la víspera.

-¡Cómo! ¿Se va usted ya? - dijo, al vermelevantar para despedirme.

¡Me amaba! Así lo creí al menos, al oírlaformular su pregunta en tono acariciador. Porprolongar mi éxtasis, habría trocado gustosa-mente dos años de mi vida por cada una de lashoras que parecía dispuesta a otorgarme. Midicha aumentó, en proporción del dinero queperdía. Era ya media noche cuando nos sepa-ramos. Pero, al día siguiente, mi heroísmo mecostó no pocos remordimientos, pues temí elfracaso del asunto de las memorias, tan capitalpara mí. Corrí a casa de Rastignac, y ambos nosfuimos a sorprender, al saltar del lecho, al titu-lar de mis futuros trabajos. Finot me leyó unsencillo contrato, en el que no se hacía menciónde mi tía, y después de firmarlo, me entregócincuenta escudos. Almorzamos los tres juntos.Cuando hube pagado mi sombrero nuevo yliquidado mis deudas, me sobraron tan sólo

treinta francos; pero estaban allanadas, porunos días, todas las dificultades de la vida. Enopinión de Rastignac, podía disponer de teso-ros, adoptando francamente el «sistema inglés".Se obstinaba en que apelase al crédito y abrieraempréstitos, alegando que éstos sostendríanaquél. A su juicio, el porvenir era el más consi-derable y el más sólido de todos los capitalesdel mundo Hipotecando así mis deudas sobrefuturos contingentes, me hizo cliente de su sas-tre; un artista que disculpaba las «ligerezas dela juventud», y que se comprometió a dejarmetranquilo hasta que me casara. A partir deaquel día, rompí con la vida monástica y estu-diosa que había llevado durante tres años. Con-currí asiduamente a casa de Fedora, procu-rando aventajar en apariencia a los impertinen-tes y aduladores que la cortejaban. Creyéndo-me libre para siempre de la miseria, recobré miespiritualidad y eclipsé a mis rivales, pasandopor un muchacho lleno de seducciones, presti-gioso, irresistible. Entre tanto, las personas ex-

pertas decían, al referirse a mí. « ¡Un joven detanto talento, sólo debe albergar pasiones en lacabeza!" Ponderaban caritativamente mi espíri-tu a expensas de mi sensibilidad. «¡Qué feliz esno amando! -exclamaban-. Si amara, ¿cómosería posible que tuviera tan buen humor, tantainventiva?» ¡Y, sin embargo, resultaba bienneciamente enamorado, en presencia de Fedo-ra! A solas con ella, o no atinaba a proferir pa-labra, o, si hablaba, maldecía del amor; estabatristemente jovial, como cortesano que quiereocultar un cruel despecho. En fin, traté dehacerme indispensable a su vida, a su dicha, asu vanidad; diariamente junto a ella, era unesclavo, un juguete manejable a su antojo. Des-pués de perder así todo el día, trabajaba en micasa de noche, durmiendo solamente dos o treshoras, por la mañana. Pero no teniendo, comoRastignac, el hábito del sistema inglés, tardépoco en encontrarme sin un céntimo. Desdeentonces, amigo mío, petulante sin éxitos, ele-gante sin recursos, amante anónimo, recaí en

esta vida precaria, en esa fría y profunda des-ventura cuidadosamente oculta bajo las men-daces apariencias del lujo. Desde entonces volvía experimentar añejos sufrimientos, pero me-nos intensos: sin duda, me había familiarizadocon sus terribles crisis. Con frecuencia, las pas-tas y el te, tan parsimoniosamente servidos enlos salones, constituían mi único alimento. Enalgunas ocasiones, me sustentaban, durante unpar de días, las opíparas comidas de la condesa.Invertía mi tiempo, mis esfuerzos y mi cienciade observación, en penetrar algo más en el im-penetrable carácter de Fedora. Hasta entonces,la esperanza o la desesperación habían influidoen mis apreciaciones, haciéndome ver en ella,sucesivamente, la mujer más amante o la me-nos sensible; pero estas alternativas de alegría yde tristeza se me hicieron intolerables, y quisebuscar un desenlace a la horrible lucha, matan-do mi amor. A veces brillaban en mi alma si-niestros fulgores, haciéndome vislumbrar losabismos abiertos entre ambos. La condesa justi-

ficaba todos mis recelos; aun no había sorpren-dido una lágrima en sus ojos. En el teatro, unaescena enternecedora no la producía la menoremoción. Reservaba toda su sensibilidad para símisma, sin adivinar la desventura ni la felici-dad ajenas. En una palabra, ¡me había engaña-do! Dichoso de sacrificarme por ella, casi merebajé yendo a ver a mi pariente el duque deNavarreins, hombre egoísta, a quien sonrojabami pobreza y que había cometido demasiadasfaltas conmigo para no aborrecerme; me recibiócon esa ceremoniosa urbanidad que da a losademanes y a las palabras la apariencia de uninsulto. La inquietud de su mirada me movió acompasión; me avergoncé por él de su peque-ñez en medio de tanta grandeza, de su pobrezaen medio de tanto lujo. Me habló de las consi-derables pérdidas que le ocasionaba el tres porciento, y entonces le expuse el objeto de mi visi-ta. El cambio de actitud, que de glacial se fuetornando paulatinamente en afectuosa, me re-pugnó. ¡Pues bien, amigo mío! ¡Fue a casa de la

condesa y me suplantó! Fedora tuvo para élcondescendencias y agasajos inusitados; le se-dujo, trató sin mi intervención de aquel asuntomisterioso, del cual no supe una palabra;¡había sido para ella un medio!... Fingía noverme, mientras mi primo permanecía en sucasa, y en tales circunstancias, me recibía conmenos cordialidad, quizá, que el día en que lefui presentado. Una noche, me humilló ante elduque, con uno de esos gestos y una de esasmiradas que no es posible definir con palabras.Salí llorando, formando mil proyectos de ven-ganza, combinando espantosas violencias dehecho. Algunas veces, la acompañaba a los Bu-fos; allí, junto a ella, entregado por completo ami amor, la contemplaba, disfrutando de losencantos de la música y apurando en mi almael doble goce de amar y de advertir la estrechaconcordancia entre las frases del compositor ylos movimientos de mi corazón. Mi pasión flo-taba en el ambiente, en la escena; triunfaba entodas partes, excepto en el ánimo de mi adora-

da. Entonces, tomaba la mano de Fedora, estu-diaba sus facciones y sus ojos, solicitando unafusión de nuestros sentimientos, una de esassúbitas armonías que, despertadas por las no-tas, hace vibrar las almas al unísono; pero sumano permanecía insensible y sus pupilas ca-llaban. Cuando el fuego de mi corazón, emana-do de todo mi semblante, hería con demasiadafuerza el suyo, me lanzaba esa sonrisa rebusca-da, esa frase convencional que se reproduce enuna exposición pictórica, en los labios de todoslos retratos. Ni siquiera escuchaba la música.Las divinas páginas de Rossini, de Cimarosa,de Zingarelli, no la recordaban ningún senti-miento, no la traducían ninguna poesía de suvida: su alma estaba seca. Fedora se producíaen el teatro como un espectáculo en el espectá-culo. Sus gemelos vagaban incesantemente depalco en palco; inquieta, aunque tranquila, eravíctima de la moda; su palco, su sombrero, sucarruaje, su persona, lo representaba todo paraella. A veces se encuentran personas de apa-

riencia gigantesca, cuyo cuerpo de bronce al-berga un corazón tierno y delicado; pero ellaocultaba un corazón de bronce, bajo una ende-ble y gentil envoltura. Mi ciencia fatal rasgabanumerosos velos. Si el buen tono consiste enolvidarse de sí mismo por los demás, en dar asu acento y a sus actitudes una constante dul-zura, en complacer a las gentes dejándolas sa-tisfechas de sí propias, Fedora, a pesar de susagacidad, no había desechado todos los vesti-gios de su origen plebeyo; su olvido de sí mis-ma era falsía; sus modales, en lugar de ser in-génitos, revelaban un laborioso estudio; su cor-tesía, en fin, trascendía a servilismo. Y, sin em-bargo, sus melosas palabras eran para sus favo-ritos la expresión de la bondad, su pretenciosaexageración, noble entusiasmo. Sólo yo habíaestudiado sus muecas; había descubierto suinterior, despojándola de la tenue corteza exi-gida por la sociedad; yo era el único a quien nopodía embaucar con sus arterías, porque cono-cía a fondo su alma felina. Cuando un necio la

cumplimentaba, la ensalzaba, me avergonzabapor ella. ¡Pero continuaba amándola! ¡Esperabafundir los témpanos de su alma bajo las alas deun amor de poeta ! Si alguna vez lograba abrirsu corazón a las ternuras femeninas, si la ini-ciaba en la sublimidad de los sacrificios, la veíaperfecta, convertida en ángel. La amaba comohombre, como pretendiente, como artista,cuando habría precisado no amarla, para obte-nerla. Un ente ridículo cargado de fatuidad, uncalculador frío, quizá hubieran triunfado. Vanay artificiosa, habría oído indudablemente ellenguaje de la vanidad, se hubiera dejado en-redar en las redes de una intriga, la hubieradominado un hombre seco y glacial. Cuandome revelaba francamente su egoísmo, lacerabanmi alma los más agudos dolores. Miraba contristeza al porvenir, viéndola sola en la vida, sinsaber a quien tender la mano, sin encontrar unamirada amiga en que reposar la suya. Una no-che, tuve el valor de pintarle con vivos coloressu vejez aislada, vacía y triste. A la vista de la

espantosa venganza de la naturaleza engañada,profirió una frase atroz:

-Pienso ser siempre rica -me contestó-, ycon dinero, nada más fácil que crear en tornonuestro los sentimientos necesarios a nuestrobienestar.

Salí aterrado por la lógica de aquel lujo,de aquella mujer, de aquella sociedad, vitupe-rando mi estúpida idolatría. Así como yo noamaba a Paulina, pobre, ¿no asistía el mismoderecho a Fedora, rica, para rechazarme? Nues-tra conciencia es un juez infalible, cuando aunno hemos acallado sus dictados.

-Fedora -me gritaba una voz sofística-no ama ni desdeña a nadie; es libre, pero enotro tiempo se entregó por dinero. Amante oesposo, el conde ruso la ha poseído. No la falta-rá una tentación en su vida. ¡Espérala!

Aquella mujer, ni virtuosa ni perversa,vivía apartada de la humanidad, en una esferapropia, infierno o paraíso. Aquel misterio fe-menino, vestido de cachemires y de bordados,

ponía en juego en mi corazón todos los senti-mientos humanos: orgullo, ambición, amor,curiosidad. Un capricho de la moda, o ese afánde originalidad que a todos nos domina, dio enla manía de alabar a un teatrucho de ínfimacategoría. La condesa testimonió su deseo dever la cara enharinada de un actor que hacía lasdelicias de algunas personas de talento, y me-recí el honor de acompañarla al estreno de nosé qué mamarrachada. El palco apenas costabacinco francos, pero yo no poseía ni un marave-dí. Como aun estaba en la mitad del tomo delas memorias, no me atrevía a mendigar elauxilio de Finot, y Rastignac, mi providencia,estaba ausente. Aquella indisposición crónicamaleficiaba toda mi existencia. Una noche, alsalir de los Bufos, con una lluvia torrencial,hizo avanzar un carruaje, sin que yo pudierasubstraerme a su ostentosa oficiosidad; no ad-mitió ninguna de mis excusas, ni mi afición a lalluvia, ni mi deseo de ir a jugar. No adivinó mipenuria, ni en lo embarazoso de mi actitud, ni

en la afectada jovialidad de mis palabras. Misojos chispeaban, pero, ¿acaso comprendía ellauna mirada? La vida de los jóvenes está some-tida a singulares caprichos. En el camino, cadavuelta de las ruedas despertó ideas que meabrasaban el corazón. Traté de arrancar unatabla del fondo del vehículo, para deslizarme alarroyo; pero 'al tropezar con obstáculos inven-cibles, me eché a reír convulsivamente y per-manecí en una calma tétrica, embotado, comomalhechor expuesto a la vergüenza pública. Alas primeras palabras que balbuceé, al llegar ami casa, Paulina me interrumpió diciendo:

-Si no tiene usted dinero... ¡Ah! La música de Rossini no era nada,

comparada con aquellas palabras... Pero vol-vamos a lo de los funámbulos. Para poder lle-var al espectáculo a la condesa, se me ocurrióempeñar el cerco de oro que rodeaba el retratode mi madre. Aun cuando el Monte de Piedadhubiese aparecido siempre a mi imaginacióncomo una de las antesalas del presidio, valía

más llevar a él hasta la propia cama, aunquefuese a cuestas, que solicitar una limosna. ¡Hacetanto daño la mirada de un hombre a quien sepide dinero! Ciertos préstamos deshonran, co-mo ciertas negativas, pronunciadas por labiosamigos, arrebatan una ilusión postrera. Paulinatrabajaba; su madre se había acostado. Dirigíuna ojeada furtiva hacia el lecho, cuyas cortinasestaban ligeramente levantadas, y creí profun-damente dormida a la señora Gaudin, al ver enla penumbra su perfil sereno y amarillentohundido en la almohada.

-Usted tiene algún pesar - me dijo Pau-lina, depositando el pincel en el platillo.

-Hija mía, podría usted prestarme ungran servicio - con testé.

La muchacha me miró con tal expresiónde contento, que me estremecí.

-¿Si me amará? -pensé, agregando en al-ta voz-: ¡Paulina!

Y me senté a su lado, para estudiarlabien. Ella me adivinó, tan inquisidor era mi

acento, y bajó la vista. Yo la examiné, creyendopoder leer en su corazón como en el mío, tansencilla y tan pura era su fisonomía.

-¿Me ama usted? - le pregunté. -Un poco, pero todavía no me he apa-

sionado - contestó. No me amaba. Su acento burlón y su

gracioso mohín, denotaban tan sólo una reto-zona gratitud infantil. Entonces le confesé misapuros, rogándole que me ayudase.

-¡Cómo! -replicó-. ¿De modo que noquiere usted ir al Monte de Piedad y me envía amí?

Yo enrojecí, confundido por la lógica dela chiquilla. Ella tomó entonces mi mano, comosi hubiera querido compensar con una caricia lafranqueza de su observación.

-Iría con mucho gusto -agregó-, pero elpaseo es inútil. Esta mañana, encontré detrásdel piano dos monedas de cinco francos, que sedebieron deslizar sin que usted lo notara, y lashe dejado sobre la mesa.

-Pronto recibirá usted dinero, don Ra-fael - repuso la bondadosa madre, asomando lacabeza por la abertura de las cortinas-; entre-tanto, puedo prestarle algunos escudos.

-¡Ay, Paulina! -exclamé, estrechando lamano de la muchacha-, ¡quisiera ser rico!

-¿Para qué? - preguntó ella, con aire pi-caresco.

Su mano temblaba, respondiendo a cadalatido de mi corazón. La muchacha la retiróvivamente, y dijo, examinando la mía

-Se casará usted con una mujer rica, pe-ro que le dará muchos disgustos. ¡Sí! ¡Le mata-rá! ¡Estoy segura de ello

En su exclamación había una especie deasentimiento a las insensatas supersticiones desu madre.

-¡Es usted muy crédula, Paulina! - obje-té.

-¡Oh! Estoy convencida -insistió, con-templándome con terror-, de que la mujer aquien usted ame le matará.

Y tomando de nuevo su pincel, lo mojóen el color, reflejando una intensa emoción, yno volvió a mirarme. En aquel momento hubie-ra deseado crecer en quimeras. El hombre su-persticioso no puede ser del todo miserable.Una superstición es una esperanza. Retirado ami cuarto, vi efectivamente las dos relucientesmonedas, cuya existencia en aquel sitio, mepareció inexplicable. Entre la confusión deideas del primer sueño, traté de verificar misgastos, para justificar a mis ojos aquel hallazgoinesperado; pero me dormí, perdido en inútilescálculos. Al día siguiente, Paulina fue a verme,en el momento en que yo salía para comprar unpalco.

-Como quizá no le alcancen los diezfrancos -me dijo, ruborizándose, la simpática ycariñosa chicuela-, mi madre me ha encargadoque le ofrezca este dinero. ¡Tome usted!

Y arrojó tres escudos sobre la mesa, in-tentando escapar; pero yo la retuve. La admira-ción secó las lágrimas que afluían a mis ojos.

-¡Paulina, es usted un ángel! -murmuré-.Me conmueve mucho menos el préstamo, quela delicadeza del sentimiento con que me loofrece. Hace un instante, deseaba una mujeropulenta, elegante, noble; ahora, quisiera po-seer millones y encontrar una muchacha pobrecomo usted, pero rica de corazón, también co-mo usted, para renunciar a una pasión fatal queagotará mi existencia. ¡Quizá tenga usted ra-zón!

-¡Bueno! ¡Bueno! - replicó, emprendien-do veloz carrera y dando al viento los armonio-sos trinos de su sonoro canto de ruiseñor.

-¡ Dichosa ella, que aun no sabe lo quees amar 1 - exclamé para mí, pensando en lastorturas que venía sufriendo hada varios meses.

Los quince francos de Paulina vinieron apedir de boca. Fedora, temiendo las emocionesdel populacho de la sala, en la que debíamospermanecer algunas horas, lamentó carecer deun ramo. Fui a buscar las flores, entregándolecon ellas mi vida y mi fortuna. Experimenté

simultáneamente remordimiento y placer alobsequiarla con aquel ramo, cuyo precio mereveló todo lo que la galantería superficial, enuso en la sociedad, tiene de dispendiosa. Notardó en quejarse del penetrante aroma de unjazmín de Méjico, en sentir una intolerable re-pugnancia ante el aspecto de la sala y la durezade los taburetes, y en reprocharme haberla lle-vado allí. Aun estando a mi lado, se obstinó enmarcharse, y se fue. ¡Haberme impuesto tantosdesvelos, haber disipado dos meses de mi exis-tencia, para no agradarla! Jamás existió ángelmalo tan gentil ni tan insensible. En el camino,sentado junto a ella en una reducida berlina,respiraba su aliento, tocaba su guante perfu-mado, veía distintamente los tesoros de su be-lleza, percibía un vaho suave como el iris; todala mujer y nada de mujer. En aquel momento,un rayo de luz me permitió ver en las profun-didades de aquella vida misteriosa. Pensé depronto en el libro recientemente publicado porun poeta, una verdadera concepción de artista,

calcada en la estatua de Policleto. Me pareciócontemplar aquel monstruo, que era oficial,doma un fogoso corcel, ora doncella, arregla sutocado y desespera a sus amantes, y que, aman-te, desespera a una virgen dulce y modesta. Nopudiendo reducir de otro modo a Fedora, lerelaté la fantástica historia; pero no recelandonada respecto a su semejanza con aquella poe-sía quimérica, se distrajo de buena fe, como sedistrae un niño con un cuento de las «Mil y unanoches.

-Para resistir al amor de un hombre demi edad, al ardor comunicativo de ese hermosocontagio del alma, Fedora debe estar guardadapor algún misterio -me dije al volver a mi casa-.¿La devorará un cáncer, como a lady Delacour?Su vida es, sin duda, una vida artificial.

A este pensamiento, me invadió un es-calofrío. Luego, formé el proyecto más extrava-gante, a la vez que el más razonable de cuantospuedan ocurrírsele a un amante. Para examinara aquella mujer corporalmente como la había

estudiado intelectualmente, para conocerla porcompleto, resolví pasar una noche en su casa,en su cámara, sin que ella lo supiera. He aquícómo llevé a cabo esta empresa, que me devo-raba el alma, como un deseo de venganzamuerde el corazón de un monje corso. En losdías de recepción, era demasiado numerosa laconcurrencia en casa de Fedora, para que elportero pudiera establecer un cómputo exactoentre las entradas y salidas. Seguro de poderquedarme sin promover escándalo, aguardéimpaciente la próxima velada de la condesa. Alvestirme, puse en uno de los bolsillos de michaleco un cortaplumas inglés, a falta de puñal.Si me lo encontraban encima, aquel instrumen-to, de uso corriente para todo el que lee y escri-be, no tenía nada de sospechoso, y no sabiendohasta dónde me llevaría mi novelesca resolu-ción, quería ir armado. Cuando los salones co-menzaron a poblarse, fui al dormitorio, paraenterarme de todos los detalles, y encontré ce-rrados los postigos y las persianas, lo cual era

una primera circunstancia favorable. Como lacamarera podía entrar a correr los cortinajes,sujetos en los alzapaños, solté los cordones depasamanería. Era un verdadero riesgo anticiparaquellos preparativos; pero estaba decidido aarrostrar los peligros de mi situación, que habíacalculado ya fríamente.

Hacia media noche, me escondí en el huecode un balcón. Adoptadas mis precauciones,medido el espacio que me separaba de los cor-tinajes, logré familiarizarme con las dificultadesde mi posición, arreglándome para permanecerallí sin ser descubierto, a menos que me delata-ran cualquier movimiento nervioso, un golpede tos o un estornudo. Desde mi escondite, per-cibía vagamente el murmullo de los salones, lasrisas y las voces de los que conversaban. Aqueltumulto vaporoso, aquella sorda agitación, fue-ron disminuyendo gradualmente. Algunos in-vitados acudieron a recoger sus sombreros,depositados sobre la cómoda de la condesa, apoca distancia de mí. Cuando rozaban los cor-

tinajes, me estremecí pensando en las distrac-ciones, en los azares de aquellas pesquisas, rea-lizadas por gentes ansiosas de partir y que vandirectamente a su objeto, huroneando por todaspartes. Auguré bien de mi empresa al no sufrirpercance alguno. El último sombrero que que-daba lo recogió un viejo enamorado de Fedora,que, creyéndose sólo, miró al lecho y lanzó unhondo suspiro, seguido de una enérgica excla-mación.

"La condesa, a quien ya no rodeaban másque cinco o seis de sus íntimos, en el tocadorcontiguo al dormitorio, les propuso tomar allíel te. Las calumnias, para las cuales ha reserva-do la sociedad actual la poca fe que le queda, semezclaron entonces con los epigramas, las críti-cas ingeniosas y el ruido de tazas y de cuchari-llas. Rastignac, despiadado con mis rivales,producía extraordinaria hilaridad con sus mor-daces ocurrencias.

-Rastignac es un hombre con quien noconviene enemistarse - dijo la condesa, riendo.

-¡Me parece! -contestó ingenuamente elaludido-. Pero mis antipatías siempre han sidofundadas... lo mismo que mis simpatías -añadió-. Mis enemigos me sirven quizá tantocomo mis amigos. He realizado un estudio es-pecial del idioma moderno y de los artificiosnaturales de que se vale para atacarlo todo opara defenderlo todo. La elocuencia ministeriales un perfeccionamiento social. ¿Que uno denuestros amigos carece de talento? Se habla desu probidad, de su franqueza. ¿Que la obra deotro resulta pesada? Se la presenta como untrabajo concienzudo. Si el libro está mal escrito,se elogian las ideas. ¿Qué Fulano es un descreí-do, un inconstante, un tarambana? ¡Bah! Encambio, es un hombre seductor, original, diver-tidísimo. Pero, ¿se trata de un enemigo? ¡Ah!Entonces se le achacan todas las culpas, se in-vierten con él los términos del lenguaje, y semuestra tanta perspicacia en descubrir sus de-fectos, como habilidad se puso para hacer resal-tar las virtudes de los amigos. Esta aplicación

de las lentes a la observación moral, es el secre-to de nuestras conversaciones, y en ella estribatodo el arte de la cortesanía. No usar este pro-cedimiento equivale a querer combatir sin ar-mas con gentes forradas de hierro, como loscapitanes de mesnada. Yo lo uso, y aun abusode él en ocasiones. Así se me respeta, lo mismoque a mis amigos, porque, además, mi espadavale tanto como mi lengua.

Uno de los más fervientes admiradoresde Fedora, joven cuya impertinencia gozabafama, y que la utilizaba como uno de los me-dios para prosperar, recogió el guante tan des-deñosamente lanzado por Rastignac. Comenzóa hablar de mí, encomiando exageradamentemis talentos y mi persona. Rastignac se habíaolvidado de este género de maledicencia. Elsardónico elogio engañó a la condesa, que meinmoló sin piedad; para distraer a sus amigos,abusó de mis secretos, de mis pretensiones y demis esperanzas.

-Es un muchacho de porvenir -dijo Ras-tignac-. Es posible que llegue algún día en quese desquite cruelmente, porque sus aptitudesigualan, por lo menos, a su valor. Por eso creoque hacen mal los que le atacan, porque tienememoria...

-Y escribe memorias - replicó la conde-sa, a quien pareció desagradar el profundo si-lencio que siguió a las palabras de Rastignac.

-Memorias de condesa supuesta, señora-advirtió Rastignac-. Para escribirlas se necesitaotra clase de valor.

-Creo que lo tiene a toda prueba -contestó la condesa-. Me es fiel...

Tentado estuve de presentarme súbita-mente a la burlona reunión, como la sombra deBanquo en Macbeth. ¡Perdería una amante,pero me quedaría un amigo! Sin embargo, elamor me sugirió de pronto una de esas ruines ysutiles paradojas con que sabe adormecer todosnuestros dolores.

-Si Fedora me ama -pensé-, ¿No es lógi-co que disimule su afecto bajo una burla mali-ciosa? ¿Cuántas veces no ha desmentido el co-razón a los labios?

"Por fin, mi impertinente rival, que habíaquedado solo con la condesa, hizo ademán deretirarse.

-¿Se va usted tan pronto? -le preguntóella, en un tono mimoso que puso en conmo-ción todas mis fibras-. ¿No me concede ustedun momento más? ¿No tiene nada que decirme,ni se decide a sacrificarme alguno de sus place-res?

El amigo se marchó. -¡Ah! -exclamó la condesa bostezando-,

¡qué fastidiosos son todos! Y tirando con fuerza de un cordón, hizo

resonar en el interior el ruido de una campani-lla, y entró en su cámara, tarareando una frasedel « Pria che spunti ». Nadie había oído cantarnunca a la condesa, y su mutismo daba motivoa extrañas interpretaciones. Decíase que había

prometido a su primer amante, prendado desus talentos y celoso de ellos hasta más allá dela tumba, que no proporcionaría a nadie unplacer, que deseaba ser el único en gustar. As-piré aquellos sonidos, poniendo en tensión todami alma. De nota en nota, la voz fue acentuán-dose, Fedora pareció animarse, desplegandotodas las riquezas de su garganta, y la melodíaadquirió, en aquel instante, algo de divino. Lacondesa tenía en su órgano vocal una limpieza,un ajuste, no sé qué de armónico y de vibrante,que penetraba, conmovía y halagaba al cora-zón. Las mujeres inteligentes en música suelenser enamoradas: la que así cantaba, debía saberamar intensamente. La hermosura de su vozfue, pues, un misterio más en aquella mujer yatan misteriosa. La veía entonces a la mismadistancia que ahora a ti; parecía escucharse a símisma y experimentar un deleite que le fuerapeculiar; una especie de goce amoroso. Asíavanzó hasta la chimenea, entonando el motivoprincipal del rondó. Al terminarlo, su semblan-

te se demudó, sus facciones se descompusierony su rostro expresó el cansancio. Acababa dequitarse la máscara; actriz, había dado fin a supapel. Sin embargo, la especie de marchitez im-presa en su belleza por su trabajo de artista, opor la lasitud de la velada, no carecía de atrac-tivo.

-¡Hela tal como es! - me dije. La condesa, como para calentarse, apo-

yó un pie sobre la barra de bronce que corona-ba el guardachispas, se quitó los guantes y losbrazaletes y retiró del cuello, por encima de lacabeza, una cadena de oro, de cuyo extremopendía un medallón adornado de piedras pre-ciosas. Yo sentía un placer indecible al observaraquellos movimientos, llenos de la gracia exclu-siva de los felinos. cuando se asean al sol. Ellase miró al espejo, y dijo en voz alta, con visiblemalhumor:

-¡Qué poco vale mi cara esta noche! Micutis se aja con espantosa rapidez. Quizá meconviniese acostarme más temprano, renunciar

a esta vida disipada... Pero, ¿y Justina? ¿Se esta-rá burlando de mí?

Y llamó de nuevo. La camarera acudió aeste segundo requerimiento. ¿Dónde estabasituado su cuarto? Lo ignoro. Sólo sé que bajópor una escalera interior. Yo tenía curiosidadpor conocerla. Varias veces, mi fantástico nu-men poético se había imaginado a la invisiblesirvienta como una mocetona morena y garri-da.

-¿Ha llamado la señora? - preguntó alentrar.

-¡Dos veces! -contestó Fedora-. ¿Te vasvolviendo sorda?

-Estaba preparando la leche de almen-dras para la señora.

Justina se arrodilló, desató los lazos delos zapatos y descalzó a su ama, que indolen-temente reclinada sobre un sillón de muelles,junto a la chimenea, bostezaba, rascándose lacabeza. Sus movimientos eran absolutamentenaturales, sin el menor síntoma revelador de

los sufrimientos secretos ni de las pasiones queyo había supuesto.

-Jorge está enamorado -dijo-, tendré quedespedirle. Aun no ha arreglado las cortinas.¿En qué estará pensando? "Toda la sangre aflu-yó a mi corazón al oír estas palabras; pero no sehabló más de las cortinas.

-La vida es bien tonta -prosiguió la con-desa-. !Eh! ¡cuidado con arañarme, como ayer!¡Mira! -agregó, enseñando una sedosa pantorri-lla-, todavía conservo la señal de tus uñas.

Y metiendo los desnudos pies en unasbabuchas de terciopelo forradas de plumón decisne, desabrochó su vestido, mientras Justinatomaba un peine para alisarle los cabellos.

-Debería usted casarse, señora-, tenerhijos...

-¿Hijos? ¡Sería lo único que faltaría paraagotarme! ¿Marido? ¿Cuál es el hombre al quepudiera...? ¿Iba bien peinada esta noche?

-No mucho, señora. -¡Qué tonta eres!

-Nada sienta peor a la señora que el ca-bello demasiado crespo. Liso y en grandes bu-cles, va mucho mejor.

-¿De veras? -Sí, señora; los cabellos rizados y sueltos

sólo sientan bien a las rubias. -¡ Casarme! -repuso la condesa-.

¡No! ¡Imposible! El matrimonio es untráfico para el cual no he nacido.

¡Qué escena tan horrible para un aman-te! Aquella mujer sola, sin parientes, sin ami-gos, atea en amor. incrédula a todo sentimiento,y que por escasa que fuera en ella esa necesidadde expansión cordial, innata en todo ser huma-no, se veía reducida, para satisfacerla, a conver-sar con su camarera, a cambiar con una sirvien-ta frases insulsas y anodinas, me inspiró lásti-ma. Justina la desnudó. Yo la contemplé concuriosidad, en el momento de descorrer el úl-timo velo. Su talle virginal me deslumbró; altravés de la camisa y al resplandor de las bují-as, su cuerpo blanco y sonrosado fulguró como

una estatua de plata que brilla bajo su envoltu-ra de gasa. No existía en él ninguna imperfec-ción que pudiera hacerla temer las miradasfurtivas del amor. ¡Ay! Un cuerpo hermosotriunfará siempre de las resoluciones más beli-cosas. Fedora se sentó ante el fuego, muda ypensativa, mientras la camarera encendía lavela de la lámpara de alabastro suspendidafrente al lecho. Inmediatamente después, Justi-na fue a buscar un calentador, preparó la camay ayudó a su señora a acostarse; luego, pasandoun largo rato, invertido en minuciosos servi-cios, que acusaban la profunda veneración queFedora se profesaba a sí misma, se retiró la do-méstica. La condesa cambió de postura variasveces; estaba agitada, suspiraba; sus labios de-jaban escapar un leve ruido perceptible al oído,que indicaba sus movimientos de impaciencia:alargó la mano a la mesilla, tomó un frasquito,vertió en la leche, antes de beberla, unas cuan-tas gotas de un licor obscuro, y por último, lan-zó varios angustiosos suspiros y exclamó:

-¡Dios mío! Aquella exclamación, y más aún el acen-

to en que la pronunció, me partió el alma. In-sensiblemente, quedó inmóvil. Yo me asusté,pero a los pocos instantes percibí la respiraciónfuerte y acompasada de una persona dormida.Entonces aparté la crujiente seda de los cortina-jes, abandoné mi escondrijo y fui a situarme alos pies de su cama, contemplándola con inde-finible sentimiento. Su hermosura era peregri-na. Cubría la cabeza con el brazo, como un ni-ño; su tranquilo y lindo rostro, envuelto enblondas, expresaba una dulzura que me infla-mó. Presumiendo demasiado de mí mismo, nohabía comprendido mi suplicio; ¡estar tan cercay tan lejos de ella! Hube de soportar todas lastorturas que me había preparado. Aquel «¡Diosmío!» jirón de un pensamiento desconocido,que debía llevarme por toda luz, cambió repen-tinamente mis ideas respecto a Fedora. La ex-clamación, insignificante o profunda, insustan-cial o llena de realidades, podía interpretarse

igualmente como satisfacción o pesadumbre,como dolor corporal o moral. ¿Era imprecacióno súplica, previsión o recuerdo, pesar o temor?Aquella frase encerraba toda una vida, vida deindigencia o de riqueza; ¡hasta cabía en ella uncrimen! El enigma oculto en aquel hechicerosemblante de mujer, renacía. Fedora podía serexplicada de tantos modos, que resultaba inex-plicable. Los caprichos del aliento que pasabaentre sus dientes, ya débil, ya acentuado, graveo leve, formaban una especie de lenguaje, alque yo atribuía ideas y sentimientos. Soñabacon ella, esperaba iniciarme en sus secretos pe-netrando en su sueño, fluctuaba entre mil par-tidos opuestos, entre mil opiniones. Viendoaquel hermoso rostro, puro y sereno, me fueimposible negar un corazón a aquella mujer.

Resolví realizar una nueva tentativa. Sile refería mi existencia, mi amor, mis sacrificios,quizá podría despertar en ella la piedad, arran-car una lágrima de aquellos ojos, que no habíanllorado nunca. Cifrando estaba todas mis espe-

ranzas en esta última prueba, cuando el rumorcallejero me anunció el amanecer. Hubo unmomento, en el que me representé a Fedoradespertando en mis brazos. Podía colocarmecautelosamente a su lado, deslizarme entre lasropas y estrecharla. La idea me dominó con taltenacidad, que, para resistir a ella, salí corrien-do hacia el salón, sin adoptar precauciones paraevitar el ruido. Afortunadamente, di con unapuerta excusada, recayente a una escalerilla deservicio. Como lo presumí, la llave estaba en lacerradura; abrí la puerta con violencia, descen-dí resueltamente al zaguán y, sin reparar en servisto, me puse en el arroyo en tres saltos. Dosdías después, había de leer su autor una come-dia, en casa de la condesa, y fui a ella, con laintención de quedarme el último, para deduciruna pretensión algo singular. Quería rogarleque me otorgara la noche siguiente, consagrán-domela en absoluto y cerrando su puerta a losdemás. Cuando estuve a solas con ella, flaqueó

mi ánimo. Cada oscilación del péndulo me in-fundía espanto: eran las doce menos cuarto.

-Si me falta valor para exponerle mi de-seo -me dije-, me rompo el cráneo con el ángulode la chimenea.

Y me concedí tres minutos de plazo, quetranscurrieron con exceso sin que mi cabeza seestrellara contra el mármol. Mi corazón me pe-saba como una esponja empapada.

-Está usted sumamente amable - me dijoella.

-¡Ah, señora -contesté-, si pudiera ustedcomprenderme!

-¿Qué le pasa? Se pone usted pálido. -Señora, vacilo en solicitar una gracia de

usted. Ella me alentó, con un ademán, y me

atreví a pedir la cita. -Con mucho gusto -me contestó-; pero,

¿por qué no me habla usted ahora? -Para no engañarla; debo mostrar a us-

ted la extensión de su compromiso, y deseo que

pasemos la velada juntos, como si fuéramoshermanos. No tema usted; conozco sus antipa-tías; ha podido apreciarme lo bastante paraestar segura de que no he de exigir nada quepueda disgustarla. Además, los atrevidos noproceden así. Me ha testimoniado usted suamistad, es usted buena, en extremo indulgen-te. Pues bien; sepa que mañana pienso des-pedirme de usted. ¡No se retracte! - exclamé, alver que se disponía a replicar.

Y desaparecí. A eso de las ocho de unanoche de mayo último, me hallé a solas conFedora, en su tocador gótico. Ya no temblaba :estaba seguro de mi dicha. O mi amada mepertenecería, ,. o me refugiaría en los brazos dela muerte. Había condenado a mi cobardeamor. El hombre se fortalece cuando se confiesasu debilidad. La condesa, vestida con una batade cachemir azul, estaba reclinada en un diván,con los pies sobre un almohadón. Un gorrillooriental, adorno que los pintores atribuyen a losprimitivos hebreos, añadía cierto incitante y

extraño atractivo a sus seducciones. Su rostroaparecía impregnado de un encanto fugitivoque parecía demostrar que a cada momento nostransformamos en seres nuevos, únicos, sinninguna similitud con el «nosotros" del porve-nir ni con el «nosotros» del pasado. Declaro quejamás la vi tan deslumbradora.

-¿Sabe usted -me dijo riendo-, que ha pi-cado mi curiosidad?

-No la defraudaré --contesté con frial-dad, sentándome junto a ella y tomando una desus manos, que me abandonó-. Tiene usted unavoz preciosa.

-¡Si no me ha oído usted nunca! - excla-mó ella, sin poder reprimir un movimiento desorpresa.

-Ya le demostraré lo contrario, cuandollegue la ocasión. Así, pues, ¿constituye un mis-terio más su delicioso canto? ¡Tranquilícese, nome propongo penetrarlo !

Cerca de una hora permanecimos con-versando familiarmente. Y si bien adopté el

tono, el ademán y el gesto de un hombre aquien Fedora no debía rehusar nada, guardétambién todo el respeto de un amante. Proce-diendo así, obtuve la merced de besar su mano.Se quitó el guante con un mohín coquetón, y yoestaba en aquel momento tan voluptuosamenteabismado en la ilusión que pretendía impo-nerme, que mi alma se fundió y se dilató enaquel beso. Fedora se dejó halagar, acariciarcon increíble abandono. Pero no me acuses decortedad; si hubiera intentado excederme en miexpansión fraternal, habría sentido el zarpazode la gata. Permanecimos unos diez minutossumidos en profundo silencio. La admiraba,atribuyéndola mentidos encantos. En aquelmomento era mía, exclusivamente mía. Mehallaba en posesión de aquella hechicera criatu-ra, como era permitido poseerla intuitivamente;la envolvía en mi deseo, la tenía, la oprimía, medesposaba mentalmente con ella. Vencí enton-ces a" la condesa, por el poder de una fascina-ción magnética. ¡Cuántas veces he lamentado

no haberla sometido enteramente a mí! Pero enaquel momento no ambicionaba su cuerpo;anhelaba un alma, una vida. esa dicha ideal ycompleta, hermoso ensueño que se prolonga.poco.

-Señora -dije al fin, sintiendo llegada laúltima hora de embriaguez-, présteme atenciónunos instantes. Amo a usted lo sabe, por habér-selo repetido mil veces, y hubiera debido dar-me oídos. No queriendo deber su amor a ridí-culas fatuidades, ni a necias lisonjas o importu-nidades, no he sido comprendido. i Cuán. tossinsabores he padecido por usted, de los que,sin embargo es inocente! Pero no tardará enjuzgarme. Existen dos miserias, señora: la queanda por las calles descaradamente, en hara-pos, que imita, sin saberlo, a Diógenes, se ali-menta mal y reduce la vida a lo indispensable;miseria quizá más feliz que la opulencia, indife-rente cuando menos, que toma el mundo allídonde los poderosos no lo quieren ya; y la mi-seria del lujo, miseria altiva, que oculta la men-

dicidad bajo un título: arrogante, empenacha-da, esa miseria de frac y guante blanco va encarruaje y pierde fortunas, sin poseer un cénti-mo. La una es la miseria del pueblo; la otra, lade los vividores, reyes y gentes de talento; yono soy pueblo, rey, ni vividor; quizá no tengotalento; soy una excepción. Mi apellido me or-dena morir antes que mendigar. ¡Tranquilíceseusted, señora, por ahora soy rico, poseo cuantode material necesito -agregué, al ver que sufisonomía tomaba la fría expresión que se pintaen nuestras facciones, cuando nos vemos sor-prendidos por pedigüeños de buena sociedad-.¿Se acuerda usted de aquella noche en queprescindió de mi compañía, yendo sola al Gim-nasio creyendo que no me encontraría allí?

La condesa hizo un signo afirmativo conla cabeza.

-Pues gasté mi último dinero para ir averla. ¿Recuerda usted el paseo que dimos porel Jardín Botánico? Pues el carruaje me costó elresto de mi fortuna.

Le relaté mis sacrificios, le describí mivida, no como lo hago ahora, entre los vaporesdel vino, sino en la noble embriaguez del cora-zón. Mi pasión se desbordó en palabras ardien-tes, en rasgos sentimentales olvidados después,que ni el arte ni la memoria serían capaces dereproducir. No fue la narración sin calor de unafecto detestado, sino que mi amor, en la pleni-tud y en la ilusión de su esperanza. me inspiróesas frases que proyectan toda una vida, repi-tiendo los lamentos de un alma desgarrada. Miacento fue el de las postreras preces elevadaspor un moribundo en el campo de batalla. Fe-dora lloró. Yo guardé silencio. ¡Gran Dios! Suslágrimas eran el fruto de esa emoción pasajeraque se experimenta a cambio del precio de unalocalidad adquirida en la taquilla de un teatro;yo había alcanzado el éxito de un buen actor.

-Si lo hubiera sabido... - me dijo. -¡No termine usted! -interrumpí-. Aun

amo a usted lo bastante para matarla.

Ella hizo ademán de tirar del cordón dela campanilla. Yo me eché a reír.

-No llame usted -proseguí diciendo-. Ladejaré acabar apaciblemente su vida. Matarla,sería entender el odio equivocadamente. Notema ninguna violencia. He pasado una nocheentera a los pies de su cama, sin...

-¡ Caballero!... - exclamó, ruborizándose. Pero después de este primer arranque

concedido al pudor, propio de toda mujer, aunla más insensible, me lanzó una mirada despec-tiva y añadió:

-¡Se quedaría usted helado! -¿Supone usted acaso que tengo en tanta

estima su belleza? -repliqué, adivinando lospensamientos que la agitaban-. Su rostro espara mí la promesa de un alma que exceda enhermosura a sus encantos físicos. ¡Ah! ¡señora!¡Los hombres que no ven más que la compañe-ra en una mujer, pueden comprar todas las no-ches odaliscas dignas del serrallo y ser felices apoca costa ! Pero yo ambicionaba más, quería

vivir uniendo mi corazón al que a usted le falta.Ahora ya lo sé. Si hubiera usted de pertenecer aun hombre, le asesinaría... ¡Pero no! ¡le amaríausted, y quizá su muerte le causaría un pen-sar!... ¡Cuánto sufro!

-Si esta promesa puede consolarle -medijo ella, riendo-, aseguro a usted que no perte-neceré a nadie.

-¡Pues bien! --contesté interrumpiéndo-la-. ¡Eso es un insulto al mismo Dios, que nopuede quedar sin castigo! Día llegará en quetendida en un diván, sin poder soportar el rui-do ni la luz, condenada a vivir en una especiede tumba, sufrirá usted martirios inauditos.Cuando indague usted la causa de aquelloslentos y vengadores dolores, recuerde las des-venturas que tan profundamente ha esparcidoen su camino. Ha sembrado usted impreca-ciones y cosechará odios. Somos nuestros pro-pios jueces, los ejecutores de una justicia quereina en la tierra, imponiéndose a la de loshombres y sometiéndose a la de Dios.

-¡Caramba! -replicó ella riendo-, ¿tangrave es mi delito de no amarle? ¿Qué culpatengo yo? No, no le amo. Es usted hombre, ybasta. Encontrándome muy a gusto sola, ¿a quécambiar mi vida, egoísta si usted quiere, por lasgenialidades de un amo? El matrimonio es unsacramento, en virtud del cual no nos comuni-camos más que disgustos. Además, los hijos meencocoran. ¿No le previne lealmente mi carác-ter? ¿Por qué no se ha conformado con miamistad? Quisiera poder mitigar las penas quele he causado. En la imposibilidad de calcular!a cuantía de sus gastos, aprecio la extensión desus sacrificios; pero sólo el amor podría pagarsu abnegación, sus delicadezas, y yo le amo tanpoco, que esta escena me afecta desagradable-mente.

-También me hago yo cargo de mi ridi-culez; ¡perdóneme usted! -le dije con dulzura,sin poder contener mis lágrimas-. Amo a ustedlo bastante para oír con delicia las palabras que

ha pronunciado. ¡Oh! ¡quisiera poder sellar miamor con toda mi sangre l

-Todos los hombres nos dicen, peor omejor, esas frases clásicas -contestó ella riendo-.Pero debe ser muy difícil morir a nuestros pies,porque luego veo a esos muertos en todas par-tes. Son las doce; permítame usted que meacueste.

-Y dentro de un par de horas, exclamaráusted: «¡Dios mío!» - repliqué yo.

-¡Ah! ¡sí! Anteayer, en efecto, prorrumpíen esa exclamación, pensando en mi agente decambio, a quien me olvidé encargar que convir-tiera mis «cincos" en «treses" y en que aquel díabajaron los «treses".

Yo la contemplé, con las pupilas cente-lleantes de ira. ¡Ah! ¡comprendo que, en ciertasocasiones, un crimen debe ser todo un poema!Familiarizada sin duda con las más apasiona-das declaraciones, hada caso omiso de mis lá-grimas y de mis palabras.

-¿Se casaría usted con un par de Fran-cia? - le pregunté con frialdad.

-Es posible, siendo duque. Tomé mi sombrero, me levanté y la sa-

ludé con una inclinación. -Permítame usted que le acompañe has-

ta la puerta de mi aposento - me dijo, poniendouna punzante ironía en su expresión, en la acti-tud de su cabeza y en su acento.

-¡Señora!... -¡Caballero!... -Ya no volveré a verla. -Así lo espero - contestó ella, inclinando

la cabeza con impertinente ademán. -¿Quiere usted ser duquesa? -repuse,

animado por una especie de frenesí que su ges-to inflamó en mi corazón-. Siente usted ansia detítulos y de honores? ¡Pues bien! ¡deje usted tansólo que yo la ame, diga a mi pluma que noescriba, a mi voz que no resuene más que porusted; sea usted el principio secreto de mi vida,mi estrella! Y luego, no me acepte por esposo

más que ministro, par de Francia, duque... ¡Lle-garé a cuanto quiera usted que sea!

-No ha malgastado usted el tiempo en elbufete de su maestro -replicó ella sonriendo-.Sus alegatos no carecen de fogosidad.

-¡Tuyo es el presente -exclamé-; pero elporvenir es mío! Yo no pierdo más que unamujer, mientras que tú pierdes un nombre, unafamilia. ¡E! tiempo, saturado de mi venganza,será portador de tu fealdad y de una muertesolitaria, en tanto que a mí me conducirá ala gloria!

-¡Gracias por el sermón! - dijo, conte-niendo un bostezo y testimoniando con su acti-tud el deseo de no volver a verme. "Esta fraseme impuso silencio. Envolví a Fedora en unamirada de odio y salí precipitadamente. Habíaque olvidar a aquella mujer, curarme de milocura, reanudar mis solitarios estudios o mo-rir. En consecuencia, me impuse trabajos exor-bitantes, quise acabar mis obras. Durante quin-ce días, no salí de mi cuchitril, consumiendo las

noches en infructuosos escarceos. A pesar demi ánimo y de las inspiraciones de mi desespe-ración, trabajaba penosamente y con intermi-tencias. Había huído la musa. No podía des-echar el fantasma esplendoroso y burlón deFedora. Cada pensamiento mío incubaba otroenfermizo, cierto deseo terrible como un re-mordimiento. Imitaba a los anacoretas de Te-baida. Sin orar, como ellos, moraba en análogasoledad, socavando mi alma en lugar de soca-var !as peñas. En caso necesario habría ceñidomi cuerpo con un cinturón de aceradas púas,para domar e! dolor moral por el dolor físico.Una noche, Paulina entró en mi habitación.

-Se está usted matando -me dijo en vozsuplicante-. Debería salir, ir a reunirse con susamigos.

-¡Ay! ¡Paulina! -exclamé-. Acertó usteden su predicción. Fedora me mata. ¡Quiero mo-rir! ¡La vida es ya insoportable para mí!

-¿Acaso no existe más que una mujer enel mundo? -objetó la muchacha-. ¿Por qué aci-

barar una vida tan corta, obstinándose enamontonar pesares?

Miré con estupor a Paulina, que se retirósin que yo lo advirtiera. Había oído su voz, sincomprender el sentido de sus palabras. Prontome vi precisado a llevar el original de mis me-morias a mi contratista literario. Preocupadopor mi pasión, ignoraba cómo había podidovivir sin dinero; sólo sabía que los cua-trocientos cincuenta francos que restaban depico, bastarían para liquidar mis deudas. Al iren busca de mis emolumentos, tropecé con Ras-tignac, que me encontró transformado, enfla-quecido.

-¿Sales de algún hospital chico? - mepreguntó.

-Esa mujer me mata -le contesté-. Nopuedo despreciarla ni olvidarla.

-Vale más que la mates tú, y así no pen-sarás ya en ella - me aconsejó en tono jovial.

-Ya lo he reflexionado más de una vez -le repliqué-; pero si en alguna ocasión he cal-

mado mi alma con la idea de un delito de viola-ción o de asesinato, o de ambos reunidos, mesiento incapaz de cometerlo en realidad. Lacondesa es un monstruo admirable, que de-mandaría gracia, y no es Otelo todo el quequiere serlo.

-La condesa es una mujer como todaslas que no podemos lograr - arguyó Rastignac.

-¡Estoy loco l -exclamé-. Siento que !aansia invade por momentos mi cerebro. Misideas son manera de fantasmas- danzan antemí, sin que me sea posible aprehenderlas. Pre-fiero la muerte a esta vida; por eso busco es-crupulosamente el medio más apropiado deponer término a la lucha. Ya no se trata de !aFedora viviente, de la Fedora del arrabal de SanHonorato, sino de mi Fedora, de la que estáaquí -dije, llevándome la mano a la frente-.¿Qué te parece el opio?

-Hace padecer mucho - contestó Rastig-nac.

-¿Y la asfixia?

-¡Eso es muy plebeyo! -¿Y e! Sena? -Están muy sucias !as redes de la Mor-

gue. -¿Y un pistoletazo? -Si yerras el tiro, quedarás desfigurado.

¡Oyeme! -repuso Rastignac-. Yo, como todos losjóvenes, he pensado en e! suicidio. ¿Quién denosotros, o los treinta años, no ha estado a pun-to de matarse dos o tres veces? Pues bien; elmejor procedimiento, a mi juicio, es consumirla existencia en el placer. Entrégate a la disolu-ción, y tu pasión o tú pereceréis en ella. La in-temperancia, chico, es la reina de las muertes.¡Como que conduce a la apoplejía fulminante, yla apoplejía es un disparo que no falla! Las or-gías nos prodigan todos los goces físicos, vi-niendo a ser una especie de opio administradoen pequeñas dosis. La francachela, con sus ex-cesos, constituye un reto mortal al vino. ¿Y noes más agradable y delicado sumergirse en untonel de malvasía, como e! duque de Clarence,

que en las cenagosas aguas de! Sena? Las no-bles caídas bajo !a mesa del festín, ¿qué signifi-can sino una lenta y periódica asfixia? Si unapatrulla nos recoge en la vía pública y nos tien-de sobre los duros camastros de !a prevención,¿no disfrutamos allí, durante nuestra perma-nencia, las delicias de la Morgue, salvo la tume-facción, turgencia y coloración del vientre, ycon la ventaja del conocimiento de !a crisis?¡Desengáñate! ¡Este suicidio paulatino, difiereabsolutamente del fin de un tendero quebrado!Los negociantes han deshonrado al río, desdeque se arrojan al agua para enternecer a susacreedores. En tu lugar, procuraría morir condistinción. Si quieres crear un nuevo género demuerte, bregando así contra la vida, te secundo.Me aburro, estoy contrariado. La alsaciana cuyamano se me había prometido, tiene seis dedosen el pie izquierdo, y yo no puedo vivir conuna mujer que tiene seis dedos: se sabría, y mepondría en ridículo. Además, tan sólo poseediez y ocho mil francos de renta, es decir, que

su fortuna disminuye y sus dedos aumentan.¡Al diablo! Llevando una vida desordenada,quizá tropecemos casualmente con la felicidad.

Rastinac me arrastró. Su proyecto brin-daba con tentadoras seducciones, reavivabanumerosas esperanzas, tenía, en fin, un acen-tuado matiz poético, para no agradar a un poe-ta.

-¿Y el dinero? - le pregunté. -¿No cuentas con cuatrocientos cincuen-

ta francos? -Sí; pero debo al sastre y a la patrona. -¿Pero pagas al sastre? ¡Chico! ¡Nunca

serás nada, ni siquiera ministro ! -¿Y qué podemos hacer con veinte lui-

ses? -Ir a jugar. Yo me estremecí. -¡Calla! -repuso Rastignac, al observar

mis remilgos-.¿Intentas lanzarte a lo que yocalifico de « sistema disipacional », y te asustaun tapete verde?

-No es eso -le contesté-. Es que prometía mi padre, al morir, que jamás pondría los piesen una casa de juego. Y no sólo quiero cumpliresta promesa, tan sagrada para mí, sino quesiento un horror invencible al pasar por delantede un garito. Llévate mis cien escudos y ve so-lo. Mientras tú arriesgas nuestra fortuna, yo iréa poner en orden mis asuntos y volveré a espe-rarte a tu casa.

Ahí tienes, amigo mío, las causas de miperdición. Basta con que un joven dé con unamujer que no le ame, o que le ame con exceso,para quebrantar toda su existencia. La dichadevora nuestras energías, como la desgraciaextingue nuestras virtudes. De regreso en mialojamiento, contemplé largo rato la buhardillaen que había llevado la metódica y morigeradavida del hombre laborioso, una vida que quizáhubiera sido larga y honrosa, y que nunca de-bía abandonar por la vertiginosa y apasionadaque me arrastraba a un abismo. Paulina me sor-prendió en actitud melancólica.

-¿Qué tiene usted? - me preguntó. Yo me levanté pausadamente y conté la

cantidad que adeudaba a su madre, agregandoel importe de un semestre de alquiler.

La muchacha me miró fijamente, conuna especie de terror.

-Dejo a ustedes, Paulina. -Me lo figuraba - contestó ella. -A pesar de ello, hija mía, no renuncio a

volver por aquí. Resérvenme ustedes mi celdadurante medio año. Si no he vuelto hacia elquince de noviembre, será usted mi heredera.Este manuscrito sellado -continué, mostrándoleun legajo de papeles es el original de mi obramagna sobre «La Voluntad", que depositaráusted en la Real Biblioteca. Respecto a lo de-más, dispondrá de ello como guste.

Paulina me dirigió miradas que meacongojaban; estaba allí como una concienciaviviente.

-Se acabaron mis lecciones - dijo, seña-lándome el piano.

Yo no contesté. -¿Me escribirá usted? - preguntó. -¡Adiós, Paulina! - me limité a respon-

der. Y atrayéndola suavemente hacia mí,

acerqué a mis labios su frente virginal, puracomo la nieve que no ha tocado tierra, y estam-pé en ella un ósculo fraternal, un beso de an-ciano. Ella escapó presurosamente. No quisever a su madre. Coloqué mi llave en el sitioacostumbrado, y partí. Al desembocar de lacalle de Cluny, percibí tras de mí el paso preci-pitado de una mujer. Era Paulina.

-Había bordado este bolsillo para usted-me dijo-. Espero que lo aceptará.

A la luz del farol inmediato, creí ver unalágrima en los ojos de la muchacha y suspiré.Luego, como impulsados ambos por el mismopensamiento, nos separamos apresuradamente,como quien huye de la peste. La nueva vida dedisipación a que iba a consagrarme, aparecióante mi vista singularmente reflejada en el apo-

sento en que aguardé, con olímpica indife-rencia, el regreso de Rastignac. En el centro dela chimenea se destacaba un reloj rematado poruna Venus agazapada en su concha, que teníaentre sus brazos un cigarro a medio apurar.Diseminados por todas partes, se veían mue-bles elegantes, presentes del amor. Unas botasviejas reposaban sobre un voluptuoso diván. Elcómodo sillón de muelles en que me arrellané,lucía cicatrices, como un soldado veterano,ofrecía a las miradas sus brazos desgarrados, yostentaba, incrustada en el respaldo, la grasa delas pomadas, de los cosméticos y aceites quehabían perfumado las cabezas de todos losamigos. La opulencia y la miseria se acoplabancon la mayor naturalidad en la cama, en lasparedes, en todas partes. El visitante hubiérasecreído en un palacio napolitano, invadido porla chusma. Era la casa de un jugador o de uncalavera, cuyo boato es puramente personalque vive de sensaciones, sin preocuparse paranada de las incoherencias. Pero el cuadro no

carecía de poesía. La vida se mostraba con susoropeles y con sus harapos, brusca, incompleta,como lo es en realidad, pero animada, fantásti-ca, como en un alto, en el que el merodeador seha despachado a su gusto. Un tomo de Byron,al que faltaban varias hojas, se había utilizadopara pegar fuego a los hierbajos amontonadosen el hogar de aquel joven, que arriesgaba milfrancos a un envite y no tenía leña para calen-tarse, que paseaba en carruaje, sin poseer unacamisa presentable. Al día siguiente, una con-desa, una actriz o los azares de una partida, leproporcionaban un ajuar regio. Sobre la mesi-lla, rodaba la bujía sin palmatoria; de las pare-des pendían retratos femeninos desprovistos demarco, que debieron ser materia de pignora-ción. ¿Cómo había de renunciar un muchacho,ávido de emociones, por temperamento, a losatractivos de una vida tan rica en contrastes yque le deparaba los placeres de la guerra entiempo de paz? Ya estaba medio amodorrado

cuando Rastignac abrió la puerta de un violen-to puntapié, exclamando:

-¡Victoria! ¡Ya podemos morir a gusto! Y me mostró su sombrero lleno de oro,

que vació sobre la mesa. A su vista, comenza-mos a danzar en torno del mueble, como caní-bales a punto de devorar su presa, aullando,pataleando, brincando, asestándonos puñeta-zos capaces de matar a un rinoceronte y can-tando ante la perspectiva de todos los placeresdel mundo, contenidos para nosotros en aquelsombrero.

-¡Veintisiete mil francos! -dijo Rastignac,añadiendo algunos billetes de Banco al montónde oro-. A otros, les bastaría este dinero paravivir, ¿nos bastará a nosotros para morir? ¡Sí!¡Expiraremos en un baño de oro! ¡Hurra!

Y reanudamos nuestras cabriolas. Re-partimos el caudal como herederos, monedapor moneda, de mayor a menor, y rebosandode júbilo cada vez que repetíamos:

-Para ti. "-Para mí.

-Esta noche no se duerme -dispuso Ras-tignac-. ¡José! ¡Trae ponche!

Y lanzó unas monedas a su fiel domésti-co.

-Ya tienes tu parte -me dijo después-.Entiérrate, si puedes.

Al día siguiente, adquirí muebles, alqui-lé el piso en que me conociste, en la calle Tait-bout, y encargué al mejor tapicero que lo deco-rara. Tuve caballos. Me lancé en un torbellinode placeres, frívolos y reales a la vez. Jugaba,ganando y perdiendo alternativamente sumasenormes, pero en los bailes, entre amigos, nun-ca en las casas de juego, contra las cuales con-servaba mi santa y primitiva aversión. Insensi-blemente, fui haciéndome amigos, debiendo suafecto a querellas, o a esa confiada facilidad conque nos revelamos nuestros secretos, envile-ciéndonos de consuno. ¿Acaso hay algo queligue más que el vicio? Aventuré algunas com-posiciones literarias, que me valieron plácemes.Los grandes hombres de la literatura mercantil,

no viendo en mí un rival temible, me alabaron,menos indudablemente por mi mérito personalque por rebajar el de sus colegas. Me convertíen un «tronera", valiéndome de la expresiónpintoresca consagrada por vuestro léxico deorgía. Cifraba mi amor propio en achicar a losmás alegres camaradas con mi autoridad y misinventivas. Me presentaba siempre atildado yboyante. Pasaba por ingenioso. Nada revelabaen mí la espantosa existencia que hace de unhombre un embudo, un aparato destilador, uncaballo de lujo. Poco tardó en aparecérseme ellibertinaje en toda la majestad de su horror, y lacomprendí. Realmente, los hombres cuerdos yordenados que rotulan botellas para sus here-deros, apenas pueden concebir la teoría de tanholgada vida, ni su estado normal. ¿Cómo in-culcar su poesía en el ánimo de rústicos pro-vincianos, para quienes el opio y el té, tan pró-digos en delicias, no son aún más que dos me-dicamentos? En París mismo, en esta capital delpensamiento, ¿no existen sibaritas incompletos?

Incapaces de soportar el exceso de placer, ¿nose retiran fatigados de una orgía, a semejanzade lo que ocurre a esos pacíficos ciudadanosque después de haber oído una nueva ópera deRossini abominan de la música? No renunciana esa vida, imitando al hombre sobrio que seresiste a comer algún manjar delicado, porquese le indigestó la primera vez que lo probó. ¡Nocabe duda! El libertinaje es un arte, como lapoesía, que requiere almas esforzadas. Paraincautarse de los misterios, para saborear lasbellezas, el hombre debe, en cierto modo, pro-fundizar en su estudio. Como en todas las cien-cias, los comienzos son repulsivos, espinosos.Son inmensos los obstáculos que rodean a losplaceres del hombre, no en los goces de detalle,sino en los sistemas que erigen en hábito susmás raras sensaciones, las resumen, las fertili-zan, creándole una vida dramática en su vida,exigiendo una exorbitante, una pronta disipa-ción de sus fuerzas. La guerra, la política, lasartes, son corrupciones puestas tan lejos del

alcance humano, tan profundas como el liberti-naje, y todas son de difícil acceso. Pero tan lue-go como el hombre ha logrado asaltar esosgrandes misterios, ¿no se desarrolla en un nue-vo ambiente? Los generales, los ministros, losartistas, se inclinan todos, más o menos, a ladisolución, por la necesidad de oponer violen-tas distracciones a su existencia, tan marcada-mente fuera de la vida común. Bien mirado, laguerra es el libertinaje de la sangre, como lapolítica es el de los intereses. Todos los excesosson hermanos. Esas monstruosidades socialestienen el poder de los abismos; nos atraen, co-mo Santa Elena llamaba a Napoleón; producenvértigos, fascinan, y queremos ver el fondo, sinsaber por qué. Quizá exista en esos precipiciosla idea de lo infinito; quizás encierren extraor-dinarios halagos para el hombre; en todo caso,¿no le interesa por igual? Para contrastarlo conel paraíso de sus horas de labor, con las deliciasde la concepción, el artista, fatigado, pide, yacomo Dios el reposo del domingo, ya como el

diablo las voluptuosidades del infierno, a fin deoponer el trabajo de sus sentidos al trabajo desus facultades. A lord Byron no podía distraerleel gárrulo boston, encanto de cualquier modes-to rentista; poeta, propuso a Mahmud jugarseGrecia. En la guerra, ¿no se convierte el hombreen ángel exterminador, en una especie de ver-dugo, pero gigantesco? ¿No precisan extraordi-narios encantamientos para hacernos aceptaresos atroces dolores, enemigos de nuestra débilenvoltura, que rodean las pasiones como unvalladar espinoso? Si el fumador se revuelcaconvulsivamente, sufriendo una especie deagonía, después de abusar del tabaco, ¿no asis-te, en cambio, a deliciosas fiestas en regionesdesconocidas? ¿No se reanuda incesantementela guerra en Europa, sin tomarse el tiempo ne-cesario para enjugarse los pies, impregnados ensangre hasta el tobillo? ¿Será que el hombre enmasa tiene su embriaguez, como la naturalezatiene sus accesos de amor? Para el hombre enparticular, para el Mirabeau que vegeta bajo un

reinado apacible y sueña con tempestades, ellibertinaje lo comprende todo; es una perpetuacontienda, o, mejor dicho, un duelo con un po-der desconocido, con un monstruo. Al princi-pio, el monstruo causa pavor; hay que domi-narle, a costa de penalidades inauditas. ¿Lanaturaleza nos ha dotado de un estómago re-ducido y perezoso? ¡Pues se le doma, se le en-sancha, se le enseña a resistir el vino; se domes-tica a la embriaguez, se pasan las noches enclaro, se forma, en fin, un temperamento aprueba de bomba, y nos creamos a nosotrosmismos por segunda vez, como para competircon Dios! Cuando el hombre se ha metamorfo-seado así, cuando el neófito, ya veterano, haamoldado su cuerpo a los ataques y sus piernasa la resistencia, sin pertenecer aún al monstruo,pero sin saber quién domina, forcejean y rue-dan, ambos, ya vencedores, ya vencidos en unaesfera en la que todo es maravilloso donde seadormecen los dolores del alma, donde revivensolamente los fantasmas de ideas. Llega un

momento en el que se impone la terrible lucha.A semejanza de los fabulosos personajes, quesegún la leyenda vendían su alma al diablo,para obtener la facultad de hacer daño, el disi-pador trueca su muerte por todos los goces dela vida, pero abundantes, fecundos. En lugar dediscurrir mansa y pausada entre dos riberasmonótonas, en el fondo de un escritorio o deuna oficina, la existencia hierve y se precipitacomo un torrente. En resumen, el libertinajeviene a ser al cuerpo lo que son al alma los pla-ceres místicos. La embriaguez nos sume en de-lirios, cuyas fantasmagorías son tan curiosascomo pueden serlo las del éxtasis. Hay horasarrobadoras como ensueños de virgen, pláticasdeliciosas como amigos, frases que pintan unavida entera, alegrías francas y expansivas, via-jes sin cansancio, pomas desarrollados en pocasfrases. La brutal satisfacción de la bestia, encuyo fondo ha ido a buscar un alma la ciencia,va seguida de gratísimos sopores, que persi-guen, suspirando, los hombres hastiados de su

inteligencia. ¿Acaso no sienten la im-prescindible necesidad de un absoluto reposo,y no es el libertinaje una especie de impuestoque el genio paga al mal? Fíjate en todos losgrandes hombres: si no son sensuales, la natu-raleza los crea entecos. Un poder, celoso o bur-lón, les vicia el alma o el cuerpo, para neutrali-zar los esfuerzos de sus talentos. Durante lainfluencia del vino, los hombres y las cosascomparecen ante nosotros, vestidos con nues-tras libreas. Reyes de la Creación, la transfor-mamos a nuestro antojo. A través de ese delirioperpetuo, el juego vierte, a discreción, su plomofundido en nuestras venas. Un día nos dominael monstruo, y entonces, como a mí me sucedió,el despertar es rabioso y la impotencia se insta-la a nuestra cabecera. Guerreros veteranos, nosconsume una tisis; diplomáticos, un aneurismasuspende la muerte de un hilo en nuestro cora-zón; a mí, quizá será una pulmonía la que mediga: « ¡ Partamos!», como se lo dijo en otrotiempo a Rafael le Urbino, muerto por un exce-

so de amor. ¡He aquí cómo he vivido ! Llegabamuy pronto o muy tarde a la vida del mundo,sin duda mi fuerza hubiera sido peligrosa en él,de no haberla amortiguado así; ¿no se curó elUniverso de las violencias de Alejandro, graciasa la copa de Hércules, al final de una orgía? Ensuma, ciertos destinos truncados, necesitan elcielo o el infierno, la disipación o el asilo delmonte de San Bernardo. Hace un momento, nome sentí con ánimos para moralizar a estas doscriaturas -dijo, señalando a Eufrasia y Aquilina-. ¿No eran, acaso, mi historia personificada, unaimagen de mi vida? No podía acusarlas de na-da, porque se me aparecían como jueces. Enmedio de ese poema viviente, en el curso de esaenfermedad aturdidora, tuve dos crisis bienfértiles en acerbos dolores. Primeramente, a lospocos días de haberme arrojado a mi pira, co-mo Sardanápalo, encontré a Fedora bajo el pe-ristilo de los Bufos. Ambos esperábamos nues-tros carruajes.

-¡Calla! ¿Todavía vive usted?

Tal fue la interpretación que di a su son-risa, a las maliciosas y quedas palabras quepronunció al oído de su galán, relatándole sinduda mi historia y juzgando mi amor como unamor vulgar. Se jactaba de su falsa perspicacia.¡Oh! ¡Morir por ella, seguía adorándola, verlaen mis excesos, en mis embriagueces, en el le-cho de las cortesanas y sentirme blanco de susmofas! ¡No poder desgarrar mi pecho y extraerde él mi amor, para lanzarlo a sus plantas! Porúltimo, agoté fácilmente mi tesoro; pero tresaños de régimen me habían constituido el másrobusto de los organismos, y el día en que seme acabó el dinero, disfrutaba de una salud atoda prueba. Para continuar muriendo, firméletras de cambio a corto plazo y llegó la épocade su vencimiento. ¡Bien puede afirmarse quelas emocione fuertes no hacen mella en el cora-zón de un joven! Yo no estaba, ni remotamente,para envejecer : mi alma se conservaba fresca,vivaz, lozana. Mi primera deuda reanimó misvirtudes, que fueron desfilando pausadamente,

en actitud desolada. Supe transigir con ellas,como con esas ancianas tías que comienzan porrefunfuñar y acaban facilitándonos lágrimas ydinero. Más severa, mi imaginación me mostrómi nombre viajando de ciudad en ciudad, portodas las plazas de Europa. «Nuestro nombresomos nosotros mismos", ha dicho Eusebio Sal-verte. Después de miserrabundas caminatas,volvía a mi casa, de la que no había salido, paradespertarme a mí mismo con sobresalto. Tiem-po atrás, veía con indiferencia por las calles deParís a esos cobradores de Bancos, a esos re-mordimientos comerciales, uniformados de grisy luciendo en gorras y solapas las iniciales desus patronos a la sazón, les odiaba instintiva-mente. ¿No era posible que se me presentara lamañana menos pensada cualquiera de ellos,reclamando el abono de las once letras de cam-bio que había subscrito? ¡Mi firma valía tres milfrancos y no los valía mi propia personalidad !Los funcionarios judiciales, de rostro impasibleante las mayores desventuras, hasta en presen-

cia de la muerte, surgían a mi vista, como ver-dugos que anuncian a un reo la hora fatal. Susagentes tenían el derecho de detenerme, deanotar mi nombre, de mancillarle, de hacerleobjeto de sus chacotas. ¡Debía! ¿Y por acaso sepertenece quien debe? ¿No podían otros hom-bres pedirme cuenta de mi vida? ¿Por qué meobsequiaba con golosinas y refrescos? ¿Por quépaseaba, dormía. pensaba y me distraía sin pa-garles? En medio de una poesía, en la improvi-sación de una idea, almorzando alegrementecon mis amigos, podía ver entrar a un señorenfundado en un traje color marrón, con unsombrero raído en la manó. Y aquel individuo,quizá fuera mi letra de cambio, un espectro queaguara la fiesta, obligándome a levantarme dela mesa para hablarle, quien me arrebatara mialegría, mi querida, todo, hasta mi lecho. Elremordimiento es más tolerable : no nos condu-ce a la calle de Santa Pelagia, no nos zambulleen esa execrable sentina del vicio, impone lasanción de la falta, ennobleciendo. En el mo-

mento de la expiación, todo el mundo cree ennuestra inocencia, mientras que la sociedad noconcede una virtud al libertino sin dinero.Además, esas deudas ambulantes, con las quetropezamos de pies a boca a la vuelta de unaesquina; esas deudas, encarnadas en entes es-trafalarios vestidos de paño verde, con gafasazules o paraguas multicolores, que tienen elhorrible privilegio de decir: «El señor Valentines un tramposo. Ya le pesqué ¡Veremos la caraque me pone! » Es preciso saludar a nuestrosacreedores, y saludarles con afabilidad.«¿Cuándo me pagará usted?", preguntan. Y nosvemos en la necesidad de mentir, de acudir aotros, en súplica de dinero, de humillarnos a unnecio sentado ante su caja, de aguantar su mi-rada fría, mirada de sanguijuela, más odiosaque un bofetón, de soportar su moral metaliza-da y su crasa ignorancia. Una deuda es un pro-digio imaginativo que no comprenden. Hayarranques del alma, que arrastran, que subyu-gan a veces al prestatario; pero no hay nada

grande que subyugue, nada generoso que guíea los que viven por y para el dinero. Yo le teníahorror. La letra de cambio, en fin, puede meta-morfosearse en un anciano cargado de familia,guarnecido de virtudes. Quizá debiese a uncuadro viviente de Greuze, a un paralítico ro-deado de chicuelos, a la viuda de un soldado,que me tenderían sus manos suplicantes. Terri-bles acreedores, con los cuales es preciso llorar,y a los que, después de pagados, hay que soco-rrer todavía! La víspera del vencimiento, reposécon ese ficticio sosiego de los que duermenpendientes de su ejecución, de un duelo, y sedejan mecer por falaces esperanzas. Pero aldespertarme, cuando recobré mi sangre fría,cuando sentí aprisionada mi alma en la carterade un banquero, tirada sobre sus liquidacionesescritas en tinta roja, mis deudas brotaron detodas partes, cual plaga de langosta Veía lascifras estampadas en mi reloj de sobremesa, enbutacas, en mis muebles preferidos. Presa delas arpías de Chatelet, aquellos dóciles esclavos

materiales iban a ser botados por los corchetesy lanzados brutalmente a la pila pública. Eldespojo no respetaría ni mi persona, la campa-nilla de mi domicilio resonaba en mi corazón;sus sacudidas golpe bao en el sitio en que debeherirse a los reyes: en la caben Aquello era unmartirio, sin el cielo por recompensa. ¡Sí! Par unhombre generoso una deuda es el infierno conalguaciles con toda clase de curiales. Una deu-da sin saldar es la bajeza, u principio de truha-nería, y lo que es peor aún, la mentira : es laantesala del crimen y la senda del patíbulo. Misletras fuero protestadas, pero las pagué a lostres días, del modo que te diré Un especuladorme propuso que le vendiera la isla que poseí enel Loira y en la que estaba la tumba de mi ma-dre. Acepté. Al firmar la escritura en casa delnotario del adquirente, sen en el fondo de aquelobscuro estudio una frescura semejante a la deuna cueva. Me estremecí, al reconocer la mismafrialdad húmeda que noté al borde de la fosa enque yacía mi madre. Tomé la coincidencia co-

mo un funesto presagio. Me parecía oír la vozde mi madre y ver su sombra no sé qué poderhacía resonar vagamente mi propio nombré enmis oídos, en medio de un ruido de campanas.El importe de la isla me dejó un remanente dedos mil francos, después de liquidadas todasmis deudas. Realmente, hubiera podido volvera la tranquila existencia del estudio, regresar ami buhardilla, con la experiencia adquirida enel mundo y gozando ya de cierta reputación.Pero Fedora no había soltado su presa. Nosencontrábamos con bastante frecuencia. Yohacía que sus galanteadores zumbaran minombre en sus oídos, admirándose de mi talen-to, de mis éxitos, de mi boato, de mis caballos yde mis trenes. Ella permanecía fría e insensiblea todo, hasta a la horrible frase: «¡Se está ma-tando por usted! », dicha por Rastignac. Yoencargaba al mundo entero de mi venganza,pero no era feliz. Cuanto más ahondaba en elfango de la vida, más anhelaba las delicias deun amor correspondido, persiguiendo su fan-

tasma a través de las contingencias de mis disi-paciones, en el seno de las orgías. Por desgra-cia, resultaba engañado en mis hermosas ilu-siones, castigado por mis beneficios con la in-gratitud, recompensado por mis faltas conabundantes placeres. ¡Siniestra filosofía, peroexacta para el libertino ! Por fin, Fedora mehabía contagiado la lepra de su vanidad. Alsondear mi alma, la encontré gangrenada, po-drida. El demonio había clavado su espolón enmi frente. En adelante, me habría sido imposi-ble prescindir de los continuos sobresaltos deuna vida arriesgada a cada paso, de los execra-bles refinamientos de la riqueza. Aun sobrán-dome los millones, habría seguido jugando,habría mantenido la irregularidad de mis cos-tumbres. Evitaba quedarme a solas con mi con-ciencia; necesitaba cortesanas, falsas amistades,plétora de manjares y de vinos, para aturdirme.Los lazos que unen al hombre con la familia,estaban rotos a perpetuidad para mí. Galeotedel placer, debía cumplir mi destino de suicida.

Durante los últimos días de mi fortuna, cometíexcesos increíbles todas las noches; pero. cadamañana, la muerte me lanzaba de nuevo a lavida. Semejante a un rentista vitalicio, no meapuraba por nada; pero, al fin, me vi con unamoneda de veinte francos por todo capital. En-tonces me acordé de la suerte de Rastignac..,¡Pero, calla! - exclamó de pronto, pensando ensu talismán, que sacó del bolsillo.

Fuera porque, fatigado de las luchas deaquella larga jornada, te faltaran ya energíaspara gobernar su inteligencia, entre las oleadasde vino y de ponche, fuera porque, exasperadopor la imagen de su vida, le hubiera embriaga-do insensiblemente el torrente de sus palabras,Rafael se animó, se exaltó como un hombrecompletamente privado de razón.

-¡Al diablo la muerte! -gritó blandiendola piel-. ¡Ahora, quiero vivir! Soy rico, poseotodas las virtudes, no habrá nada que se meresista. ¿Quién no es bueno, cuando todo lopuede? ¡Oye! ¡Ambiciono doscientas mil libras

de renta y las tendré! Saludadme, puercos queos revolcáis en estas alfombras como sobre elcieno! Me pertenecéis. ¡Valiente propiedad! Soyrico, puedo compraros a todos, hasta al diputa-do que ronca en aquel extremo. ¡Hola! ¡Canallasde alto copete! ¡Bendecidme! ¡Soy pontífice!

Las exclamaciones de Rafael, apagadashasta entonces por el sordo rumor de los ron-quidos, llegaron en aquel momento a oídos delos durmientes. Casi todos ellos se incorpora-ron gritando, y al ver al interruptor mal afir-mado sobre sus piernas, maldijeron su estruen-dosa borrachera con un concierto de jura-mentos.

-¡Callad! -ordenó Rafael-. ¡Perros! ¡Avuestras casetas! Amigo Emilio, poseo tesoros:fumarás cigarros habanos.

-Ya te oigo -contestó el poeta-. “¡Fedorao la muerte!" ¡Sigue tu camino! Esa melindrosacondesa te ha engañado. Al fin y al cabo, todaslas mujeres son hijas de Eva. Tu historia notiene nada de dramática.

-¡Ahí ¿Con que te habías dormido tam-bién? ¡Trapalón!

-¡No! ¡Fedora o la muerte!» Ya estoy enello.

-¡Despiértate! - gritó Rafael, frotando aEmilio con la piel de zapa, como si quisieraproducir fluido eléctrico.

-¡Mil rayos! -exclamó Emilio, levantán-dose y agarrando a brazo partido con su amigo-. ¡Ten en cuenta que estás con mujerzuelas !

-¡Soy millonario! -No sé si serás millonario, pero, positi-

vamente, eres un curda. -¡Ebrio de poder! Puedo matarte. ¡Silen-

cio! ¡Soy Nerón. ¡Soy Nabucodonosor! -Repara, Rafael, en que estamos en mala

compañía: deberías guardar silencio, por dig-nidad.

-Mi vida ha sido un prolongado silencio.Ahora, voy a vengarme del mundo entero. Nome entretendré en disipar vil escudos, sino queimitaré, resumiré mi época consumiendo vida

humanas, inteligencias, almas. He ahí un lujonada mezquino semejante a la opulencia de lapeste. Lucharé con la fiebre amarilla, azul, ver-de, con los ejércitos, con los cadalsos. Puedoposee a Fedora. ¡Pero no! No quiero nada deFedora; es mi enferme-; dad y muero de ella.¡Quiero olvidar a Fedora!

-Si continúas gritando, te llevo al come-dor.

-¿Ves esta piel? Es el testamento de Sa-lomón. Tengo en mis manos a ese reyezuelogalopín. Soy dueño de Arabia, todavía Petrea.El Universo me pertenece. Tú eres mío, si quie-ro. ¡Ah! ¡Cuidado con mis caprichos! Puedocomprar todo tu periódico y convertirte en miamanuense; me escribirás versos y me rayarásel papel. Después de todo, es un oficio biensocorrido, porque no hay nada en qué pensar.

Al verle tan desatinado, Emilio se llevóa Rafael al comedor.

-Está bien -le dijo-, soy tu amanuense.Tú serás el redactor jefe de un periódico, ¡pero

calla, sé decente, siquiera por consideración amí! ¿Me aprecias?

-¿Que si te aprecio? ... Fumarás sober-bios habanos, a costa de esta piel.

-¡Siempre la piel, chico, la piel soberana!Excelente tópico para la curación de los callos.¿Tienes callos? ¡Te los quito!

-Jamás te he visto tan estúpido. -¿Estúpido yo? ¡Nada de eso! Esta piel

mengua, cada vez que tengo un deseo... es unaantífrasis. El brahmán, porque has de saber queanda un brahmán mezclado en el ajo, el brah-mán, digo, era un pillastre redomado, porquelos deseos deben alargar....

-Sí, convenido. Te digo que... -Tienes razón, estoy conforme contigo...

El deseo alarga... -Digo que la piel... -Perfectamente de acuerdo. -Veo que no me crees. Te conozco, mi

amigo, mientes.

-¿Cómo quieres que admita las divaga-ciones de tu embriaguez?

-Apostemos. Puedo demostrártelo; mi-damos la piel.

-¡Está visto que no se dormirá! - exclamóEmilio para sí, al ver huronear a Rafael por elcomedor.

Valentín, animado por una destreza desimio, gracias a esa singular lucidez cuyos fe-nómenos contrastan a veces en los beodos conlas obtusas visiones de la embriaguez, dio conuna escribanía y una servilleta, sin cesar derepetir

-¡Midamos la piel! ¡Midamos la piel! -¡Sea! -contestó Emilio-. ¡Midámosla! Los dos amigos extendieron la serville-

ta, colocando sobre ella la piel de zapa. Emilio,cuya mano parecía más firme que la de Rafael,trazó a pluma los contornos del talismán, mien-tras su compañero le decía

-He pedido doscientas mil libras de ren-ta, ¿no es verdad? Pues bien, cuando las tenga,observarás la disminución de la piel.

-Bueno, pero ahora duerme. ¿Quieresque te acomode en ese sofá? ¡Vamos a verla!¿Estás bien?

-¡Sí, cachorro de la prensa! Tú me dis-traerás, me espantarás las moscas. El amigo enla desgracia tiene derecho a serlo en la prospe-ridad. Descuida, que fumarás... ci... garros...haba... -¡Vaya' ¡Empolla tu oro, millonario'

-Y tú ¡empolla tus artículos! ¡Buenas no-ches! ...¡ Hombre!

Despídete de Nabucodonosor... ¡ Amor! ¡Bebamos! ... i Francia! ... ¡Gloria y rique-zas... muchas riquezas! ...

Al poco rato, los dos amigos unieron susronquidos a las músicas que resonaba en lossalones. ¡Concierto inútil! Las bujías se consu-mieron una a una, quebrando las arandelas decristal. La noche envolvió en crespones aquellaprolongada bacanal, en la que el relato de Ra-

fael vio a ser una orgía de palabras, de frasessin ideas y de ideas a las que frecuentementefaltaba la expresión.

Al mediodía siguiente se levantó lahermosa Aquilina, bostezando, rendida y conlas mejillas veteadas por el tinte del taburete deterciopelo pintado, en el que había tenido apo-yada la cabeza. Eufrasia, despierta, por el mo-vimiento de su compañera, se alzó rápidamen-te, lanzando un grito ronco; su lindo rostro, tanblanco, tan fresco la víspera, estaba lívido ymacilento, como el de una meretriz que ingresaen el hospital. Insensiblemente, los comensalesfueron desperezándose, prorrumpiendo ensiniestros gemidos y sintiendo entumecidosbrazos y piernas, doloridos los músculos, moli-dos los huesos. Un criado abrió las persianas ylas vidrieras de los balcones. La concurrencia sepuso en pie, llamada a la vida por los ardientesrayos del sol, que retozaban sobre las cabezasde los durmientes. Como los movimientos delsueño habían desmoronado el artístico edificio

de los peinados y ajado los trajes, las mujeresofrecían un repugnante espectáculo, a los ful-gores del día. Sus cabellos colgaban sin gracia,sus fisonomías habían variado de expresión,sus pupilas. antes tan relucientes, estaban em-pañadas por la lasitud. Los cutis biliosos, tanbrillantes a la luz artificial, horrorizaban; losrostros linfáticos, tan blancos, tan finos en esta-do de reposo, se habían vuelto verdes; los la-bios, antes provocativos y rojos, ahora secos ydescoloridos, llevaban impresos los vergonzo-sos estigmas de la embriaguez. Los hombresrenegaban de sus amantes nocturnas, al verlaslívidas, marchitas, como flores pisoteadas en elarroyo, después del paso de una procesión.Pero el aspecto de aquellos hombres desdeño-sos era todavía peor. Estremecía, contemplaraquellas caras humanas, ojerosas, con las pupi-las hundidas y fijas, abotagadas por el vino,embrutecidas por un sueño agitado, más fati-goso que reparador. Aquellos rostros des-compuestos, en los que aparecían al desnudo

los apetitos físicos, sin la poesía con que losadorna el alma, tenían algo de feroz y' de fría-mente bestial. Aquel despertar del vicio, sinropajes ni afeites; aquel esqueleto del mal des-arrapado, ostensible, escueto, privado de dossofismas del espíritu o de los atractivos del lujo,no pudo menos de asustar a aquellos intrépidosatletas, a pesar de hallarse avezados a la luchacon la licencia. Artistas y cortesanas guardaronsilencio, examinando con mirada hosca el' des-orden de la estancia, en la que todo había sidodevastado, asolado por el fuego de las pasio-nes.

De pronto resonó en la sala una carcaja-da satánica de Taillefer, que al oír el sordo es-tertor de sus invitados, intentó saludarles conuna mueca. Su rostro sudoroso y sanguinolentocernió sobre la infernal escena la imagen delcrimen sin remordimientos, de la «Posada roja".El cuadro fue completo. Era la vida cenagosa enel seno del lujo, una horrible mezcolanza de laspompas y de las miserias humanas, el despertar

de la crápula,. cuando ha exprimido con suvigorosa mano todo el zumo de la vida, para nodejar en su derredor más que innobles desper-dicios o mentiras en las que ya no cree. Hubié-rase imaginado la muerte, sonriendo en mediode una familia apestada. Nada de perfumes nide luces deslumbradoras; nada de alegría ni dedeseos; únicamente el asco, la aversión, con susolores nauseabundos y su punzante filosofía.

El sol, resplandeciente como la verdad,y el aire, puro como la virtud, contrastaban conaquella atmósfera caliginosa, cargada de mias-mas, ¡los miasmas de una orgía! A pesar de sushábitos de vicio, varias de aquellas jóvenespensaron en su despertar de otros tiempos,cuando, inocentes y castas, columbraban porsus ventanas campesinas, adornadas de madre-selvas y de rosas, un risueño paisaje amenizadopor los jubilosos trinos de la alondra, vaporo-samente iluminado por los destellos de la auro-ra y engalanado con perlas de rocío. Otras re-memoraban el almuerzo familiar, la mesa en

cuyo torno reían cándidamente los hijos y elpadre, en la que todo respiraba un encanto in-definible y los manjares eran tan sencillos comolos corazones. Un artista pensaba en la paz desu taller, en su casta estatua, en la gentil mode-lo que le esperaba. Un letrado, al recordar ellitigo de que dependía la suerte de una familia,pensaba en la importante transacción que re-clamaba su presencia. El erudito echaba de me-nos su despacho, al que le llamaba una intere-sante obra. Casi todos se quejaban de sí mis-mos. En aquel momento apareció Emilio, son-riente y fresco, como el mancebo más gallardode una tienda en boga.

-¡Valientes fachas tenéis! -exclamó-.¡Cualquiera os hace trabajar hoy! Puesto que yase ha perdido el día, propongo que almorcemosaquí.

Apenas formulada la proposición, Tai-llefer salió a comunicar las órdenes oportunas.Las mujeres se situaron lánguidamente ante losespejos, para reponer el desorden de sus toca-

dos. Todos sacudieron la pereza. Los más vicio-sos exhortaron a los más comedidos. Las corte-sanas se burlaron de los que aparentaban care-cer de energías para continuar el rudo holgorio.En un momento, aquellos espectros se anima-ron, formaron corrillos, charlaron y bromearon.Unos cuantos camareros hábiles y diligentes,dispusieron rápidamente la mesa y sus acceso-rios y sirvieron un opíparo almuerzo. Los co-mensales invadieron atropelladamente el co-medor, donde, si todo llevó el sello imborrablede los excesos de la víspera, hubo al menosvestigios de vida y de raciocinio, como en laspostreras convulsiones de un moribundo. A se-mejanza del Carnaval, en la noche del martes,la saturnal fue enterrada por máscaras fatiga-das de sus danzas, ebrias de embriaguez, y em-pañadas en tildar al placer de impotencia, porno confesarse la propia. En el momento en queel intrépido concurso abordaba la mesa del ca-pitalista, Cardot, que la noche anterior habíadesaparecido prudentemente, después de la

comida, para terminar su orgía en el hechoconyugal, asomó su cara oficiosa, por la quevagaba una plácida sonrisa. Parecía haber adi-vinado alguna herencia que saborear, que re-partir, que inventariar, que autorizar, una escri-tura de partición abundante en testimonios yfértil de honorarios, tan jugosa como e! tiernosolomillo en que acababa de hundir el anfitriónel filo de su cuchillo.

-¡Señores! ¡Vamos a almorzar ante nota-rio! - dijo Cursy.

-Llega usted a tiempo para marginar yrubricar todas estas piezas - agregó el banque-ro, señalando a los manjares.

-Aquí nadie piensa en hacer testamento,pero contratos de boda, ¡quien sabe! - repuso elerudito, que por primera vez, desde hacía unaño, había matrimoniado superiormente.

-¡Oh! ¡Oh! -¡Ah! ¡Ah! -¡Un momento, señores! -replicó el nota-

rio, ensordecido por un coro de epigramáticas

cuchufletas-. Vengo aquí para un asunto serio.Traigo seis millones a uno de ustedes.

Un profundo silencio siguió a estas pa-labras.

-Caballero -continuó el notario, diri-giéndose a Rafael, que en aquel momento seocupaba, sin cumplidos, en secarse los ojos conuna punta de la servilleta-, ¿no se apellidabaO'Flaharty su señora madre?

-Sí -contestó Rafael, casi maquinalmen-te-. Bárbara María.

-¿Tiene usted en su poder -preguntóCardot- los documentos justificativos de supersonalidad y el óbito de !a señora de Valen-tín?

-¡Ya lo creo! -¡Pues bien! Es usted el único y univer-

sa! heredero del mayor O'Flaharty, fallecido enagosto de 1828 en Calcuta.

-¡Es una fortuna «incalculable!" - excla-mó el crítico.

-Como el mayor había dispuesto en sutestamento de algunas sumas en favor de va-rios establecimientos públicos -continuó el no-tario-, el gobierno francés reclamó la liquida-ción a la Compañía de Indias. Así, pues, !aherencia existe actualmente en dinero contantey sonante. Hacía quince días que buscaba in-fructuosamente a los derecho-habientes de ladifunta señora Bárbara María O'Flaharty,cuando ayer, en la mesa...

En aquel momento, Rafael se levantósúbitamente, haciendo un movimiento brusco,como si acabara de recibir una herida. Hubouna especie de aclamación silenciosa. E! primersentimiento de los comensales fue dictado poruna envidia sorda, y todas las miradas se vol-vieron hacia é!, como otras tantas !lamas. Lue-go,

se inició un murmullo semejante al del pú-blico airado del patio de un teatro, rumor quefue acentuándose, y acabó por exteriorizarse enuna frase de cada concurrente, para dar la

bienvenida a la inmensa fortuna aportada porel notario. Reintegrado a la razón por la bruscaobediencia de la suerte, Rafael extendió apresu-radamente sobre la mesa !a servilleta en quehabía trazado, poco antes, !as líneas determi-nantes de! tamaño de la piel de zapa. Sin aten-der observaciones, superpuso el talismán, y sesintió violentamente acometido por un estre-mecimiento, a! observar un pequeño espacioentre el contorno marcado sobre el lienzo y elde la piel.

-¿Qué es eso? Qué !e pasa? -inquirió Tai-llefer-. Su fortuna está perfectamente asegura-da.

-¡Sosténle, Chatillán! -dijo Bixiou a Emi-lio-. Va a matarle la alegría.

Una densa palidez cubrió los músculosdel desencajado rostro del heredero; sus faccio-nes se contrajeron y sus pupilas quedaron fijas.¡Veía la muerte! Aquel espléndido banquerorodeado de ajadas cortesanas, de semblantesahítos, aquella agonía del placer, era una ima-

gen viviente de su vida. Rafael miró tres vecesal talismán, que se movía holgadamente entrelas implacables líneas impresas en la servilleta,queriendo dudar; pero un claro presentimientoaniquilaba su incredulidad. El mundo !e perte-necía; !o podía todo y ya no quería nada. Comoviajero en medio de! desierto, tenía un poco deagua para calmar la sed y había de medir suvida por e! número de sorbos. Se percataba delo caro que había de costarle cada deseo. Nopudiendo dudar de la pie! de zapa, observó surespiración, se sintió ya enfermo y se preguntó:

-¿Si estaré tísico? ¿Por qué no, cuandomi madre murió del pecho?

-¡Cómo se va usted a divertir, Rafael! -dijo Aquilina-. ¿Qué me regalará?

-¡Bebamos a la memoria de su tío, elmayor Martín O'Flaharty! -propuso un comen-sal-. ¡Era todo un hombre!

-Será par de Francia - profetizó un se-gundo.

-¡Bah! ¿Qué significa un par de Francia,después de la Revolución de Julio? - objetó e!crítico.

-¿Tendrás palco en los Bufos? - le pre-guntó un amigo. -Supongo que nos obsequiarása todos - expuso Bixiou.

-Un hombre como él, sabe hacer las co-sas en grande - contesté Emilio.

El ¡hurra! de aquella bulliciosa reuniónresonó en los oídos de Valentín, sin que acerta-se a explicarse el sentido de una sola de las fra-ses. Pensaba de una manera vaga en la existen-cia mecánica y sin aspiraciones de un campesi-no bretón cargado de hijos, labrando sus tie-rras, comiendo borona, bebiendo sidra a chorroen su «porrón", creyendo en la Virgen y en elrey, comulgando en Pascua florida, bailando eldomingo en una verde pradera y no compren-diendo el sermón de su «rector". El espectáculoque ofrecían en aquel momento a sus ojos aque-llos dorados artesonados, aquellas cortesanas,

aquel ágape y aquel lujo. le provocaban náu-seas.

-¿Quiere usted espárragos? - le gritó elbanquero.

-¡No quiero nada! -contestó Rafael envoz tonante.

-¡Bravo! -replicó Taillefer—-. Compren-de usted la fortuna, que es una patente de im-pertinencia. Es usted de los nuestros. ¡Señores,bebamos al poder del oro¡ El señor Valentin,seis veces millonario actualmente, acaba deascender al trono. Es rey, lo puede todo, estápor encima de todo, como sucede a todos losricos. En lo sucesivo “la igualdad ante la ley”,consignada al frente de la Constitución, será unmito para él. No estará sometido a las leyes,sino que las leyes se le someterán. Para los mi-llonarios, no existen tribunales ni sanciones.

-Sí -arguyó Rafael-, porque se las impo-nen ellos mismos.

-¡Otra preocupación! - opuso el banque-ro.

-¡Bebamos! - dijo Rafael, guardando eltalismán.

-¿Qué haces? -preguntó Emilio, impi-diéndolo-. ¡Señores! -agregó, dirigiéndose a loscongregados, sorprendidos de la actitud deRafael-, sepan ustedes que nuestro amigo Va-lentín, ¿qué digo? ¡el excelentísimo señor mar-qués de Valentín!, posee un secreto para hacerfortuna. Sus deseos se realizan en el instantemismo en que los formula. A menos de pasarpor un cualquiera, va a enriquecernos a todos.

-¡Ay! ¡Rafaelito, yo quiero un aderezo deperlas! - instó Eufrasia.

-Si es agradecido -manifestó Aquilina-,me regalará un par de carruajes con sus corres-pondientes troncos, ¡y que corran mucho!

-¡Pida usted para mí cien mil libras derenta!

-A mí me basta con unos vestidos de se-da.

-¡Pague usted mis deudas!

-¡Envía un torozón a mi tío, que se con-serva como una momia!

-¡Rafael! ¡Con diez mil libras de renta,estamos salvados!

-¡Vaya un modo de pedir! - exclamó elnotario.

-¡Bien podía curarme la gota! - imploróun dolorido.

- -¡O hacer bajar los títulos de la Deuda! -requirió el banquero.

Todas estas frases estallaron como elhaz de cohetes que pone término a un castillode fuegos de artificio. Los vehementes deseos,quizá tenían más de serio que de jocoso.

-Amigo mío -dijo Emilio-, yo me con-formo con doscientas mil libras de renta. ¡Nome niegues ese favor!

-Pero, Emilio ¿no sabes lo que cuesta? -replicó Rafael.

-¡Bonita excusa! -exclamó el poeta-. ¿Nomerecen un sacrificio los amigos?

-¡Casi me dan tentaciones de desearos lamuerte a todos! -contestó Valentín, envolvien-do a los comensales en una furibunda mirada.

-Los moribundos son crueles hasta labarbarie -declaró Emilio riendo-. ¡Ya eres rico! -añadió formalizándose-. ¡Pues bien! Antes dedos meses, estarás convertido en el más repug-nante de los egoístas. Ya eres un estúpido, queno sabes llevar una broma. ¡No te falta más quecreer en tu piel de zapa!

Rafael, temeroso de la irrisión de losconcurrentes, guardó silencio, bebió sin tino yse embriagó, para olvidar momentáneamentesu funesto poder.

IIILA AGONIA

En uno de los primeros días del mes dediciembre, un anciano septuagenario, arros-trando la lluvia, iba por la calle de Varennes,levantando la cabeza a la puerta de cada casa,en busca del domicilio del marqués Rafael deValentín, con la candidez de un niño y el aireabsorto de los filósofos. En aquella cara, encua-drada por largos y desgreñados cabellos grisesy reseca como un viejo pergamino que se re-tuerce en el fuego, se reflejaba la huella de unprofundo pesar, en pugna con un carácter des-pótico. Si un pintor hubiera tropezado con elsingular personaje, vestido de negro, flaco yhuesoso, de seguro le habría transcrito a su ál-bum, al llegar al taller, poniendo al pie del re-trato la siguiente inscripción: «Poeta clásico, enbusca de un consonante.» Después de cercio-rarse del número que se le había indicado,aquella palingenesia viviente de Rollin llamó

suavemente a la puerta de una soberbia man-sión.

-¿Está don Rafael? - preguntó el buenhombre a un suizo galoneado.

-El señor marqués no recibe a nadie -contestó el servidor, engullendo una enormesopa de pan, extraída de un hondo tazón decafé.

-Veo ahí su carruaje -observó el ancianodesconocido, señalando a un magnífico trenestacionado bajo la marquesina, que figurabaun pabellón de lona listada y que guarecía lospeldaños de la escalinata exterior-. Como sinduda se disponía a salir, esperaré.

-¡Ay, buen anciano! ¡Sería muy fácil quehubiera usted de esperar hasta mañana! -replicó el suizo-. Constantemente, hay un ca-rruaje enganchado para el señor. Pero ruego austed que salga, porque perdería una renta vi-talicia de seiscientos francos, si permitiera en-trar una vez siquiera, sin previa orden, a cual-quier persona extraña a la casa.

En aquel momento, salió del vestíbuloun hombre de elevada estatura y de avanzadaedad, cuyo uniforme se asemejaba al de

un ujier ministerial, y descendió precipita-damente algunos escalones, examinando alasombrado pretendiente.

-En último término, ahí tiene usted alseñor Jonatás -agregó el portero-. Hable con él.

Los dos ancianos, atraídos por mutuasimpatía o curiosidad, fueron a reunirse en elcentro del espacioso patio de honor, en unaespecie de plazoleta, entre cuyas losas crecía lahierba. Un silencio pavoroso reinaba en toda lacasa. Al ver a Jonatás, asaltaba el deseo de pe-netrar el misterio que se cernía sobre su sem-blante, y del que parecían saturados todos losámbitos de la tétrica morada. El primer cuidadode Rafael, al entrar en posesión de la cuantiosaherencia de su tío, fue averiguar el paradero delantiguo y fiel servidor, con cuyo afecto podíacontar. Jonatás lloró de alegría al verse nueva-mente cerca de su joven amo, de quien ya creyó

hacerse despedido para la eternidad; pero nadaigualó a la dicha de que el marqués le promo-viera al elevado cargo de mayordomo. El an-ciano Jonatás vino a ser un poder intermediocolocado entre Rafael y el resto del mundo.Ordenador supremo de la fortuna de su amo,ejecutor ciego de un pensamiento desconocido,era como un sexto sentido, a través del cualllegaban a Rafael las emociones de la vida.

-Señor mío -dijo el anciano desconocidoa Jonatás-, desearía hablar con don Rafael.

-¡Hablar con el señor marqués! -exclamóel mayordomo-. ¡Apenas me dirige la palabra amí, al marido de su nodriza! ...

-¡Ah! -interrumpió el anciano peticiona-rio-, tenemos cierto punto de contacto. Si suesposa le crió, yo también hice que le amaman-taran las Musas en su seno. ¡Es mi hechura, midiscípulo predilecto, « carus alumnus »! Yo heformado su cerebro, he cultivado su inteligen-cia, desarrollado su genio, ¡me atrevo a procla-marlo muy alto, en mi honor y en mi gloria!

¿No es, por ventura, uno de los hombres másnotables de nuestra época? Pues bien; yo hedirigido su educación durante varios años; leexpliqué dos cursos de latinidad y le enseñé laRetórica. Soy su maestro.

-Así, ¿es usted el señor Porriquet? -Servidor de usted. Pero, ¿es que...? -¡Chist! - siseó Jonatás a dos marmito-

nes, cuyas voces rompían el silencio claustralen que la casa estaba sepultada.

-¿Es que está enfermo el señor marqués?- acabó de preguntar el profesor.

-Dios sólo sabe lo que tiene mi amo -contestó Jonatás-. Con seguridad, no existen enParís dos casas como la nuestra... ésta es la úni-ca. El señor marqués adquirió este palacio, queperteneció antes a un duque y par, y gastó tres-cientos mil francos en amueblarlo. Como veusted, es una suma de alguna consideración,pero aquí, cada detalle es un prodigio. ¡Vaya!,dije para mí, al observar tal magnificencia, lomismo que en casa de su difunto abuelo: el jo-

ven marqués va a recibir en corte. ¡Sí, sí! ¡Todolo contrario! El señor no quiere ver a nadie.Hace una vida rarísima, ¿me entiende usted,señor Porriquet? una vida; invariable. Se levan-ta diariamente a la misma hora, y únicamenteyo, yo solo, puedo entrar en sus habitaciones.Abro a las siete, lo mismo en verano que eninvierno; ya es cosa convenida. Al entrar, ledigo: «Señor marqués, ya es hora de levantar-se.» Se levanta y se viste. Yo le preparo su bata,que es siempre de la misma forma y de igualtela. Yo me encargo de reemplazarla, cuando seva desluciendo, tan sólo para evitarle la moles-tia de pedir una nueva. ¡Ya ve usted qué capri-cho! Pero es natural, el muchacho tiene milfrancos diarios a su disposición y hace lo que leparece-- Además, es tanto el cariño que le pro-feso, que si me diera una bofetada en la mejilladerecha, pondría la izquierda. Aunque memandara cosas imposibles, las haría, ¿me en-tiende usted? Por supuesto, son tantas las me-nudencias que tengo a mi cargo, que nunca me

falta ocupación. Lee los periódicos, por ejem-plo: pues he de colocarlos todos los días en lamisma mesa y en el mismo sitio. Todos los díastambién, a la misma hora, he de afeitarle, ¡y nohay cuidado de que me tiemble el pulso! Elcocinero perdería mil escudos de pensión, quele tiene legada el señor marqués en su testa-mento, si el almuerzo no estuviera servido in-variablemente a las diez de la mañana y la co-mida a las cinco en punto de la tarde. La minu-ta está confeccionada para todo el año, día pordía. El señor marqués no necesita formular lamenor indicación: se le sirven las primicias detodos los frutos del mar y de la tierra. La listaestá extendida, y desde la mañana, sabe dememoria lo que ha de comer por la tarde. Parasentarse a la mesa, se viste a la misma hora, conidénticas prendas exteriores e interiores, pre-viamente depositadas por mí ¡fíjese usted! en elmismo sillón. Yo he de cuidarme de que tengasiempre la misma ropa; que se va estropeandouna levita, supongamos; pues la substituyo por

otra, sin decirle una palabra. Si el tiempo esbueno, entro y le digo: «Señor marqués, podríausted salir un rato"; y atiende o no atiende miobservación. Si se le ocurre dar un paseo, nonecesita ordenar que enganchen, porque siem-pre tiene dispuesto un carruaje a la puerta. Elcochero permanece invariablemente látigo enmano, como lo ha visto usted. Por la noche,después de comer, el señor va un día a la Ope-ra, otros a los Italia... ¡no! todavía no ha ido alos italianos, porque hasta ayer no he podidoproporcionarme un palco. Luego, se retira a lasonce en punto y se acuesta. Las restantes horasdel día, las invierte leyendo; no hace más queleer, ¡Vea usted! Una manía como cualquieraotra. Tengo la orden de darle cuenta de las va-riaciones introducidas en los catálogos de laslibrerías para comprar las obras nuevas en elmomento en que se ponen a la venta. Tengo laconsigna de entrar de hora en hora en sus habi-taciones, para alimentar la chimenea, para darun vistazo a todo, para procurar que no le falte

nada. Me ha entregado un librito de notas, paraque me !o aprenda de memoria, en el que apa-recen consignadas todas mis obligaciones; unverdadero catecismo. En verano, debo mante-ner una temperatura constantemente fresca yuniforme, por medio de hielo, y en todo tiem-po, inundar la casa de flores y renovarlas. ¡Quédiantre! Es rico; tiene mil francos diarios y pue-de satisfacer sus caprichos. ¡Bastante tiempo hacarecido de lo necesario, el pobre chico! Nomolesta a nadie, es bueno como el pan benditoy no se queja de nada; ¡eso sí! lo único que exi-ge, es el más absoluto silencio en la casa y en eljardín. En fin, mi amo no tiene que formular elmás mínimo deseo; todo marcha como sobreruedas y todos andan más derechos que unavela. Y así ha de ser; si no se sujeta a los cria-dos, no hay orden ni concierto. Yo le digo loque debe hacer, y me atiende. No puede ustedimaginarse el extremo a que ha llevado las co-sas. Sus habitaciones están en... ¿cómo se di-ce?... ¡ah! en crujía. Pues bien; abre, por ejem-

plo, la puerta de su dormitorio o la de su des-pacho, y !crac! todas las puertas se abren auto-máticamente, por medio de un mecanismo. Deeste modo, puede recorrer la casa, de un extre-mo a otro, sin encontrar una sola puerta cerra-da. Es un procedimiento de lo más cómodo yagradable, pero que ha costado un dineral. Porúltimo, señor Porriquet, me tiene advertido:«Cuidarás de mi, Jonatás, como de un niño enmantillas." En mantillas si, señor. ¡Así comosuena! Pensarás por mí, y proveerás a todas misnecesidades. Por tanto puede decirse que soy elamo, y él, casi, casi el criado. ¿El motivo? ¡Ah!Eso no lo sabe nadie más que Dios y él. ¡Es in-verosímil!

-Estará componiendo algún poema - di-jo el anciano profesor.

-Tal vez. ¿Un poema, dice usted? Ya escosa que debe sujetar mucho. Sin embargo, nolo creo. Me repite con mucha frecuencia quequiere vivir como una planta, vegetando. Sin irmás lejos, ayer, mientras se vestía, me dijo con-

templando un tulipán: « ¡Esa es mi vida! ¡Vege-to, mi buen Jonatás ! » Hay muchos que pre-tenden que es monomaníaco. ¡Es inverosímil!

-Todo eso me prueba -repuso el profesorcon gravedad verdaderamente magistral, queimprimió profundo respeto al antiguo servidor-que su señor se ocupa en algo grande. Está su-mido en hondas meditaciones. y no quiere quele distraigan las preocupaciones de la vida vul-gar. Cuando un hombre de genio está entre-gado de lleno a sus tareas intelectuales, se olvi-da de todo. En cierta ocasión, el célebre New-ton...

-¿Newton ha dicho usted? -interrumpióJonatás-. No le conozco.

-Fue un gran geómetra -contestó Porri-quet-. Pues, como iba diciendo, Newton se pasóveinticuatro horas seguidas apoyado de codosen una mesa, y cuando salió de su ensimisma-miento, al día siguiente, creyó estar aún en lavíspera como si hubiera dormido. ¡Ea! Voy a

ver a mi querido discípulo, quizá pueda serleútil.

-¡Un momento! -exclamó Jonatás-. Aun-que fuera usted el propio rey de Francia, ¡elantiguo, se entiende! no entraría, a menos queforzara las puertas y pasara sobre mi cuerpo.Pero corro a decirle que está usted aquí y apreguntarle, según costumbre: «¿Le permitirésubir?" El me contestará, como lo hace siempre,accediendo o negándose a ello, con un monosí-labo “sí” o “no”. Porque le advierto que lasfrases: «¿Desea usted?" «¿quiere usted?" y de-más análogas, están desterradas de la con-versación, en esta casa. Una vez se me escapóuna, y el señor me apostrofó, montando en có-lera: «¿Es que pretendes causarme la muerte?"

Jonatás dejó al antiguo profesor en elvestíbulo, haciéndole señas de que no avanza-ra; pero volvió en breve con una respuesta fa-vorable, y condujo al benemérito anciano a tra-vés de suntuosas habitaciones, cuyas puertasestaban abiertas de par en par. Porriquet vio

desde lejos a su discípulo, junto a una chime-nea. Envuelto en una bata a grandes cuadros.La postración de su cuerpo denotaba la extremamelancolía que parecía invadirle, y que se refle-jaba en su frente, en su rostro, pálido como unaflor marchita. Destacábase de su persona unaespecie de gracia afeminada y esas extravagan-cias propias de los enfermos ricos. Sus manos,semejantes a las de una mujer bonita, eran deuna blancura suave y delicada. Sus ya escasoscabellos blondos, se ensortijaban alrededor delas sienes, con rebuscada coquetería. Un gorrogriego, de cuyo centro pendía un borlón, dema-siado pesado para la ligereza de la tela deaquél, caía inclinado a uno de los lados de lacabeza. A sus pies, se veía un cuchillo de mala-quita con adornos de oro, del que se había ser-vido para cortar las hojas de un libro. Sobre susrodillas, descansaba la boquilla de ámbar deuna magnífica «huka» india, cuyos frescos per-fumes se olvidaba de aspirar. Pero la debilidadgeneral de su cuerpo contrastaba con la viveza

de sus ojos azules, en los que parecía haberseconcentrado toda la vida, y en los que brillabaun sentimiento extraordinario, que sorprendíaa primera vista. Aquella mirada era irresistible :unos podían leer en ella la desesperación; otrosadivinar un combate interior, tan terrible comoun remordimiento. Era la ojeada profunda delimpotente, que relega sus deseos al fondo delcorazón, o la del avaro, que, gozando mental-mente de todos los placeres que su dinero po-dría proporcionarle se abstiene de ellos para nomermar su tesoro. Era la mirada de Prometeoencadenado, de Napoleón caído, que al saberen el Elíseo, en 1815, la falta estratégica cometi-da por sus enemigos solicita el mando por vein-ticuatro horas, sin obtenerlo. Verdadera miradade conquistador y de réprobo, y mejor aún, lamirada que meses antes lanzó Rafael al Sena, oa su última moneda arriesgada en el juego. So-metía su voluntad, su inteligencia, al tosco cri-terio de un viejo lugareño, apenas civilizadopor cincuenta años de domesticidad. Casi go-

zoso de hallarse convertido en una especie deautómata, abdicaba la vida por vivir y despoja-ba a su alma de todas las poesías del deseo.Para luchar mejor con la cruel potestad cuyoreto había aceptado, se hizo casto a la manerade Orígenes, castrando su imaginación. Al díasiguiente en que, enriquecido repentinamentepor un testamento, vio menguar la piel de zapa,fue a casa de su notario. Allí, un médico bastan-te afamado, refirió seriamente a los postres dela comida, la forma en que se curó un suizoatacado al pulmón. Aquel hombre no pronun-ció una palabra durante diez años, y se sometióa no respirar más que seis veces por minuto eldenso ambiente de una vaquería, guardandoun régimen alimenticio sumamente ligero.

-¡Yo seré ese hombre! - exclamó para síRafael que quería vivir a toda costa.

Y, rodeado de lujo, se convirtió en unamáquina de vapor. Cuando el antiguo profesorcontempló al cadavérico joven, experimentó unsobresalto, todo le pareció artificial en aquel

cuerpo desmedrado y endeble. Al observar laansiosa mirada del marqués, su frente agobiadapor la preocupación, no pudo reconocer en él aldiscípulo de tez fresca y sonrosada, robusto yágil, cuyo recuerdo conservaba. Si el bondado-so clásico, crítico sagaz y conservador del buengusto, había leído a lord Byron, se imaginaríaver a Manfredo, creyendo encontrar a ChildeHarold.

-Buenos días, señor Porriquet -dijo Ra-fael, estrechando los helados dedos del ancianoentre su mano ardiente y sudorosa-. ¿Cómoestá usted?

-Yo bien -contestó el anciano, asustadopor el contacto de aquella mano febril-. ¿Y tú?

-¡Oh! Confío en ir tirando. -¿Supongo que estarás escribiendo algo

bueno? -No -contestó Rafael-. «Exigí monumen-

tum, señor Porriquet. He terminado una granpágina y he dado un adiós eterno a la ciencia.Ni siquiera sé dónde para el original.

-¡Su estilo será puro, les claro! Supongoque no habrás adoptado los barbarismos de esanueva escuela, que pretende asombrar al mun-do descubriendo a Ronsard.

-Mi obra es puramente fisiológica. -¡Pues no digas más! -repuso el profe-

sor-. En las ciencias, la gramática debe amol-darse a las exigencias del progreso. Sin embar-go, hijo mío, un estilo claro, armonioso, la len-gua de Massillon, de Buffon, del gran Racine,siempre va bien... Pero me olvidaba del objetode mi visita -añadió, interrumpiéndose-. Es unavisita interesada.

Recordando, ya tarde, la verbosa ele-gancia y las elocuentes perífrasis que por unlargo profesorado constituían hábito en sumaestro, Rafael casi se arrepintió de haberlerecibido; pero en el instante de asaltarle el de-seo de que se marchara, comprimió prontamen-te su secreto anhelo, al lanzar una furtiva ojea-da a la piel de zapa, suspendida ante él y ado-sada sobre una tela blanca, en la que aparecían

cuidadosamente marcados los fatídicos contor-nos de aquella, con una línea roja que la encua-draba con matemática exactitud. Desde la fatalorgía, Rafael ahogaba el más ligero de sus ca-prichos, para no producir alteración alguna enel terrible talismán. La piel de zapa era comoun tigre con el que había de vivir forzosamente,sin excitar su ferocidad. Escuchó, pues, pacien-temente, las ampulosas manifestaciones delviejo profesor. Porriquet invirtió una hora en elrelato de las persecuciones de que había sidoobjeto desde la revolución de Julio. El pobrehombre, que deseaba un gobierno enérgico yvigoroso, emitió el patriótico voto de que lostenderos permanecieran detrás de sus mostra-dores, los estadistas al frente de los asuntospúblicos, los abogados en el foro y los pares deFrancia en el Luxemburgo; pero uno de los mi-nistros populares del rey constitucional le ex-pulsó de su cátedra, acusándole de carlismo. Elanciano se encontraba sin destino, sin retiro ysin pan; y siendo la providencia de un sobrino

pobre, a quien pagaba la pensión en el semina-rio de San Sulpicio, iba a rogar a su antiguodiscípulo, menos por sí que por su hijo adopti-vo, que gestionara cerca del nuevo ministro, noya su reposición, sino el cargo de director decualquier colegio de provincia.

Rafael se sentía dominado por unasomnolencia invencible, cuando cesó de reso-nar en sus oídos la monótona voz del pobreseñor. Obligado por cortesía a mirar a los ojosinexpresivos y casi inmóviles de aquel anciano,tardo y pesado en su expresión, había quedadoatónito, magnetizado por una inexplicablefuerza de inercia.

-Pues bien, mi estimado señor Porriquet-contestó, sin darse cuenta exacta del contenidode la petición-, yo no puedo hacer nada en eso,absolutamente nada. Deseo vivamente que eléxito corone los suyos y...

Pero en el mismo instante, sin pararse aobservar el efecto producido en la marfileña yrugosa frente del anciano por aquellas palabras

triviales, impregnadas de apático egoísmo, Ra-fael se irguió como cervatillo espantado. Aca-baba de ver un pequeño espacio blanco entre elnegro borde de la piel y el trozo rojo, y lanzóun grito tan terrible, que el pobre profesor que-dó atónito.

-¡Salga usted de aquí, so animal! -exclamó-. Será usted nombrado profesor. ¿Noha podido pedirme una pensión vitalicia de milescudos, mejor que un deseo homicida? Su visi-ta no me habría costado nada. Hay cien mildestinos en Francia, mientras que yo sólo tengouna vida, y la vida de un hombre vale más quetodos los empleos del mundo... ¡Jonatás!

El mayordomo acudió. -¡Recréate en tu obra, grandísimo imbé-

cil! -le dijo su amo-. ¿Por qué me has propuestorecibir al señor? -añadió, señalando al petrifi-cado anciano-. ¿He puesto mi alma en tus ma-nos para que la desgarres? ¡En este momento,me arrebatas diez años de existencia! ¡Otra faltacomo ésta, y habrás de conducirme a la man-

sión en que mora mi padre! ¿No habría preferi-do poseer a Fedora, a comprometer mi vida porcomplacer a esta especie de esqueleto ambulan-te? Me sobraba dinero para socorrerle. Además,¿qué me importa que se mueran de hambretodos los Porriquet del mundo?

La cólera hizo palidecer a Rafael; sustrémulos labios destilaban una ligera espuma yla expresión de sus ojos era sanguinaria. Antesemejante aspecto, los dos ancianos se sintieronacometidos por un temblor convulso, como dosniños en presencia de una fiera. El joven se dejócaer sobre un sillón, A los pocos instantes, lareacción operada en su alma hizo brotar copio-sas lágrimas de sus centelleantes ojos.

-¿Dónde está mi vida? ¿Dónde mi ju-ventud? –exclamó-. ¡Nada de ideas bienhecho-ras! ¡Nada de amor! ¡Todo ha desaparecidopara siempre!

Y, volviéndose hacia el profesor, añadió,en tono afectuoso

-Ya está hecho el daño, mi queridomaestro. De buena gana le habría recompensa-do generosamente por sus cuidados; pero, almenos, mi desventura redundará en beneficiode una persona bondadosa y digna.

Había tanta ingenuidad en el acento quematizó estas palabras casi ininteligibles, que losdos ancianos prorrumpieron en llanto, como sellora al oír los conmovedores aires del terruño,cantados en idioma extranjero.

-Es un epiléptico - murmuró Porriquet. -Reconozco sus bondades, mi estimado

maestro -prosiguió afablemente Rafael-, y leruego que me perdone. La enfermedad es unaccidente; la inhumanidad sería un defecto...Déjeme usted ahora -añadió-. Mañana o pasa-do, esta misma tarde quizá, recibirá usted sucredencial porque la «resistencia" ha triunfadodel «movimiento. ¡Adiós!

El anciano se retiró, amedrentado y pre-sa de vivas inquietudes por la salud moral deValentín. Aquella escena tuvo para él algo de

sobrenatural. Dudaba de sí mismo y se interro-gaba, como si acabara de despertar de una pe-nosa pesadilla.

-¡Oye, Jonatás! -dijo el joven, dirigiéndo-se a su antiguo servidor-. Procura penetrartebien de la misión que te he confiado.

-Está bien, señor marqués. -Yo soy, por decirlo así, un hombre co-

locado fuera de la ley. -Está bien, señor marqués. -Todos los placeres mundanos revolo-

tean en torno de mi lecho de muerte, danzandoante mí como mujeres hermosas; si los llamo,muero. ¡Siempre la muerte! Tú debes ser unabarrera entre el mundo y yo.

-Está bien, señor marqués- repitió el an-ciano doméstico, enjugando las gotas de sudorque surcaban las arrugas de su frente-. Pero, sino quiere usted ver mujeres hermosas, ¿cómose las arreglará esta noche en los Italianos? Unafamilia inglesa que ha regresado a Londres, meha cedido el resto de su abono a uno de los me-

jores palcos. ¡Un palco soberbio, de verdaderapreferencia!

Sumido en profunda meditación, Rafaelni siquiera escuchó a su mayordomo.

¿Adónde va ese fastuoso carruaje, esaberlina tan sencilla en apariencia, pero en cuyasportezuelas se destaca el escudo de noble ylinajuda familia? Cuando la berlina pasa rápi-damente, las grisetas la admiran, envidiando suadorno y comodidad interior. Dos lacayos uni-formados se mantienen en pie a la trasera delaristocrático vehículo, y en el fondo, sobre lamuelle tapicería, descansa una cabeza ardiente,cuyos ojos rodean amoratados círculos; la cabe-za de Rafael, triste y pensativo. ¡Fatal imagende la riqueza! Cruza París como una exhala-ción, llega al peristilo del teatro Favart, se des-dobla el estribo, que sostienen los dos lacayos,contemplados por una envidiosa multitud.

-¿Qué habrá hecho éste, para ser tan ri-co? - pregunta un pobre estudiante de leyes,

que por falta de un escudo no podía oír los má-gicos acordes de Rossini.

Rafael avanzó lentamente a través de loscorredores, sin prometerse ningún goce deaquella diversión, tan apetecida en otro tiempo.Durante el primer entreacto de «Semíramis»,paseó por la sala de descanso, vagó por las ga-lerías, sin acordarse de su palco, en el cual nohabía entrado aún. Ya no existía en su corazónel sentimiento de la propiedad. Como todos losenfermos, únicamente pensaba en su dolencia.Apoyado, en la repisa de la chimenea, en cuyotorno pululaban jóvenes y viejos distinguidos,ex ministros y consejeros recientes, pares des-pojados de su dignidad, como consecuencia delas innovaciones introducidas por la revoluciónde Julio, una verdadera baraúnda, en fin, deespeculadores y de periodistas vio a pocos pa-sos una figura estrambótica y singular. Rafaelse adelantó hacia el estrafalario personaje, en-tornando insolentemente los ojos, a fin de con-templarle más de cerca.

-¡Qué tipo para un cuadro! - dijo para sí. Las cejas, el pelo, la perilla a lo Mazari-

no, que ostentaba va. nidosamente el descono-cido, estaban teñidos de negro; pero la tinturaaplicada sin duda a cabellos demasiado blan-cos, había producido un indeciso color avinado,cuyos matices cambiaban según la mayor omenor intensidad de los reflejos de las luces. Surostro reducido y achatado, cuyas arrugas di-simulaban espesas capas de afeite, expresabasimultáneamente astucia y zozobra. El retoquefaltaba en algunos puntos de la cara, haciendoresaltar más su decrepitud y su tez plomiza.Era imposible contener la risa al ver aquellacabeza de barbilla puntiaguda y frente promi-nente, bastante parecida a las de esos grotescosmonigotes de madera tallados en Alemania porlos pastores en sus ratos de ocio. Examinandoalternativamente al viejo Adonis y a Rafael, unobservador habría creído descubrir en el mar-qués la mirada de un joven, tras el disfraz de

un viejo, y en el desconocido, la mirada empa-ñada de un anciano, tras el disfraz de un joven.

Valentín trató de recordar en qué oca-sión había visto a aquel vejete seco, acicalado yarrogante como si derramara juventud. Su por-te no acusaba nada de apocamiento ni de afec-tación. Su correcto frac, cuidadosamente aboto-nado, envolvía la vetusta y recia armazón,dándole el aspecto de un viejo presumido, quesigue aún los vaivenes de la moda. Aquel mu-ñeco animado tenía todos los caracteres de unaaparición para Rafael, que le contempló comoun antiguo Rembrandt ahumado, pero recien-temente restaurado, barnizado y cambiado demarco. La comparación le hizo dar con el rastrode la verdad, en sus confusos recuerdos, y re-conocer en el viejo al anticuario, al causante desu desventura. En aquel momento, se dibujóuna sarcástica sonrisa en los marchitos labiosdel fantástico personaje, distendidos por unadentadura postiza. La risita evocó en la vivaimaginación de Rafael las sorprendentes seme-

janzas de aquel hombre con la cabeza imagina-ria que los pintores han asignado al Mefistófe-les de Goethe. Mil supersticiones invadieron elalma bien templada de Rafael, que se inclinó acreer en el poder del demonio, en todos los sor-tilegios tomados de las leyendas de la EdadMedia y puestas en obra por los poetas. Recha-zando con horror la suerte de Fausto, invocópresurosamente al Cielo, teniendo, como losmoribundos, una fe ferviente en Dios, en laVirgen María. Una radiante y diáfana claridadle permitió divisar el Cielo de Miguel Angel yde Sanzio de Urbino; nubes, un anciano deluenga barba blanca, cabezas aladas, una bellí-sima mujer, circundada por brillante aureola.Entonces comprendió, adoptó esas admirablescreaciones, cuyas fantasías, casi humanas, leexplicaban su aventura y le infundían aún al-guna esperanza.

Pero al recaer sus miradas sobre la salade descanso de los Italianos, en lugar de la Vir-gen vio a una linda muchacha, la detestable

Eufrasia, la bailarina de cuerpo flexible y ligero,que luciendo un traje llamativo, cubierta deperlas orientales, acudía impaciente a su impa-ciente viejo y acababa de presentarse audaz,desvergonzada, con las pupilas chispeantes, aaquel concurso envidioso y especulador, paratestimoniar la ilimitada riqueza del mercadercuyos tesoros derrochaba. Rafael recordó eldeseo zumbón que !e hizo aceptar e! fatal pre-sente del viejo, y saboreó todos los placeres dela venganza, a! contemplar la profunda humi-llación de aquella sabiduría sublime, cuya caídaparecía entonces imposible-- La fúnebre sonrisadel centenario iba dirigida a Eufrasia, que co-rrespondió a ella con una frase de amor. El laofreció su descarnado brazo, y dio dos o tresvueltas al salón, recogiendo con delicia las apa-sionadas miradas y los requiebros lanzados porlos concurrentes a su amante, sin observar lasrisas desdeñosas, sin oír las mordaces cuchufle-tas de que se le hacía objeto.

-¿De qué cementerio habrá desenterradoese cadáver, este monísimo vampiro? - pregun-tó al paso el más elegante de los románticos.

Eufrasia esbozó una sonrisa. El bromistaera un joven de cabellos blondos, ojos azules ybrillantes, esbelto y con largos mostachos, quellevaba un frac deteriorado y el sombrero echa-do sobre una ceja, y tenía trazas de resuelto ydicharachero.

-¡Cuántos ancianos! -dijo Rafael para sucoleto- coronan una vida de probidad, de traba-jo y de virtud, con una calaverada. Este tieneun pie en la sepultura y se le ha ocurrido ena-morarse.

Y añadió en alta voz, deteniendo al anti-cuario y lanzando una ojeada a su pareja:

-Por lo visto, señor mío, ha dado ustedYa al olvido las severas máximas de su filoso-fía.

-¡Ah! -contestó el mercader con voz cas-cada-, ahora soy dichoso como un joven. Había

errado el camino. Una hora de amor vale portoda una existencia.

En aquel momento sonó la campanadade aviso, y los espectadores abandonaron elsalón, dirigiéndose a ocupar sus respectivaslocalidades. El anciano y Rafael se separaron.AI entrar en su palco, el marqués vio a Fedoraen la platea frontera. Recién !legada, sin duda,la condesa echó atrás su abrigo, dejando al des-cubierto el cuello y haciendo esos leves movi-mientos con que las coquetas preparan la pos-tura que han de adoptar. Todas !as miradasconvergieron hacia ella. La acompañaba unjoven par de Francia a quien pidió los gemelosde que le había hecho depositario. De su gesto,de la manera de mirar al nuevo pretendiente,Rafael dedujo la tiranía a que su sucesor sehallaba sometido. Fascinado sin duda, como éllo estuvo en otro tiempo, burlado como é! yluchando idénticamente, con toda !a pujanza deun amor verdadero, contra los fríos cálculos deaquella mujer, el malaventurado joven debía

sufrir los tormentos a que Valentín había re-nunciado, por fortuna para él. Un júbilo in-descriptible animó la fisonomía de Fedora,cuando después de haber asestado sus gemelosa todos los palcos y examinado rápidamente lostocados, adquirió !a convicción de eclipsar consu atavío y con su belleza a las más lindas yelegantes parisinas; se echó a reír, para enseñarsu blanca dentadura; agitó su cabeza adornadade flores, para hacerse admirar, y su mirada fuepasando de palco en palco burlándose, ya deun gorrillo desmañadamente ajustado a la fren-te de una princesa rusa, ya de un sombrerodefectuoso que afeaba a la hija de un banquero.De pronto palideció, al tropezar con la miradafija de Rafael.. Su desdeñado amante la envol-vió en una insoportable ojeada de desprecio. Detodos sus adoradores desahuciados, Valentínera el único que desconocía su dominio, el úni-co que se hallaba a cubierto de sus seducciones.Un poder arrostrado impune mente, toca a suruina. Esta máxima permanece más profun-

damente grabada en el corazón de una mujerque en la cabeza de los reyes. Así, pues, Fedoravio en Rafael la muerte de sus prestigios y desu coquetería. Una frase pronunciada por él lanoche anterior en la Opera, se había hecho cé-lebre en los salones de París. El filo del aceradoepigrama, había inferido a la condesa una heri-da incurable. En Francia, se sabe cauterizar unallaga, pero no se conoce aún el remedio para eldaño que produce una frase. En el momento enque todas las mujeres miraban alternativamen-te al marqués y a la condesa, Fedora hubieraquerido sepultarle en las mazmorras de cual-quier Bastilla, porque, a pesar de su talentopara el disimulo, sus rivales se percataron de susufrimiento. Al fin, perdía el consuelo que larestaba. Las deliciosas palabras: ¡soy la máshermosa!, la eterna frase que calmaba todos losafanes de su vanidad, resultaba ya una mentira.

Al comenzar él segundo acto, se instalóuna mujer en el palco inmediato al de Rafael,vacío hasta entonces. Todo el patio prorrumpió

en un murmullo de admiración. Aquel mar decaras humanas agitó sus conscientes ondas, ytodos los ojos se fijaron en la recién llegada.Jóvenes y viejos promovieron tan prolongadorumor, que, mientras se levantaba el telón, losprofesores de la orquesta se volvieron hacia elpúblico, reclamando silencio; pero acabaronpor asociarse a la unánime demostración au-mentando el confuso alboroto. En todos lospalcos se entablaron animadas conversaciones.Las mujeres requirieron sus gemelos, y los vie-jos, sintiéndose remozados, limpiaron con lacabritilla de sus guantes los cristales de suslentes. El entusiasmo se fue atenuando gra-dualmente, la representación siguió su curso ytodo volvió a la normalidad. La selecta concu-rrencia, como avergonzada de haber cedido asu espontáneo impulso, recobró la frialdad aris-tocrática de su correcta distinción. Los ricosalardean de no asombrarse de nada, y han deapreciar a primera vista, en la más acabadaobra, un defecto que les dispense del sentimien-

to vulgar de la admiración. Sin embargo, varioshombres permanecieron inmóviles, sin oír lamúsica y como embobados, contemplando a lavecina de Rafael.

Valentín vio en un sillón circular,próximo al de Aquilina la innoble y congestio-nada faz de Taillefer, que le hizo una mueca deaprobación. Luego reparó en Emilio, que enpie, detrás de la orquesta, parecía indicarle quese fijara en la celestial criatura que tenía a sulado. Por último, Rastignac, sentado junto a unajoven, seguramente viuda, retorcía los guantesentre sus manos, como desesperado de su en-cadenamiento, que le impedía aproximarse a laincógnita divinidad. La vida de Rafael depen-día de un pacto consigo mismo, no quebranta-do hasta entonces; habíase prometido no mirarjamás atentamente a ninguna mujer, y paraprecaverse contra las tentaciones, llevaba unosgemelos, cuyas microscópicas lentes, artística-mente combinadas, destruían el conjunto ar-mónico de las más hermosas facciones, dándo-

les un aspecto repulsivo. Dominado aún por elterror que le acometió por la mañana, cuando alformular un voto dictado por la más elementalcortesía, menguó instantáneamente el talismán,Rafael adoptó la firme resolución de no volver-se a mirar a su vecina. Sentado de espalda en elángulo de su palco, ocultaba impertinentemen-te la mitad de la escena a la desconocida, afec-tando menospreciarla y hasta ignorar que habíadetrás una mujer bonita. Su vecina imitaba conexactitud la postura de Valentín: con el codoapoyado en el antepecho, y asomando apenasla cabeza, miraba fijamente al escenario, inmó-vil como modelo de pintor. Ambos jóvenes pa-recían dos novios reñidos, que están de monosy se vuelven la espalda, dispuestos a hacer laspaces a la primera palabra de amor. En algunosmomentos, las ligeras plumas o los cabellos dela desconocida rozaban la cabeza de Rafael,causándole una sensación voluptuosa contra laque luchaba animosamente; poco después, sin-tió el suave contacto de los encañonados enca-

jes que guarnecían el borde del vestido, y hastael crujir de los pliegues de la propia tela, estre-mecimiento lleno de inefables encantos; porúltimo, el imperceptible movimiento impresopor la respiración al seno, a la espalda, a lasropas de la gentil muchacha, comunicó a Rafaellos efluvios de aquella reposada existencia, co-mo una descarga eléctrica. El tul y las blondastransmitieron fielmente a sus estimulados ner-vios el delicioso calor del nítido y torneadobusto. Por un capricho de la naturaleza, aque-llos dos seres, desunidos por el buen tono, se-parados por los abismos de la muerte, res-piraron juntos y quizá pensaron uno en otro.Los penetrantes perfumes del áloe acabaron deembriagar a Rafael. Su imaginación, excitadapor un obstáculo, y a la que las trabas hacíanaún más fantásticas, le bosquejó con rapidezuna mujer de facciones de fuego. Se volvióbruscamente. La desconocida, enojada y moles-ta sin duda por aquel contacto con una personaextraña, hizo un movimiento semejante, y am-

bos rostros quedaron frente' a frente, animadospor idéntico pensamiento.

-¡Paulina! -¡Don Rafael! Los dos jóvenes se miraron un instante

en silencio, como petrificados. Rafael contem-pló a Paulina, en un tocado sencillo y de buengusto. A través de la gasa que cubría castamen-te su busto, una mirada experta podía vislum-brar una blancura de lirio y adivinar formasque hasta una mujer habría admirado. Mante-nía su modestia virginal, su celestial candor, sugraciosa actitud. La manga del vestido acusabael temblor que hacía palpitar el cuerpo, comopalpitaba el corazón.

-Vaya usted mañana -dijo a Rafael- a laposada de San Quintín, para recoger sus pape-les. Al mediodía estaré yo allí. Sea puntual.

Y, levantándose precipitadamente, des-apareció. Rafael estuvo a punto de seguir a lamuchacha; pero se quedó, temiendo com-prometerla. Luego miró a Fedora, encontrándo-

la fea, y no pudiendo comprender una sola fra-se de la música, ahogándose en la sala, oprimi-do el corazón, abandonó el teatro y regresó a sucasa.

-Jonatás -dijo a su antiguo criado, altiempo de acostarse-, dame media gota de láu-dano en un terrón de azúcar, y no me despier-tes mañana hasta las doce menos veinte.

Al saltar del lecho, al día siguiente, fijósu mirada en el talismán, con indefinible an-gustia.

-¡Quiero que me ame Paulina! - deman-dó.

La piel no hizo ningún movimiento,como si hubiera perdido su fuerza contráctil:sin duda, no podía satisfacer un deseo ya reali-zado.

-¡Ah! -exclamó Rafael, como si se hubie-ra descargado de una plancha de plomo, quepesara sobre sus hombros desde que poseyó eltalismán-. ¡mientes, no me obedeces! ¡Queda

roto el pacto! Estoy libre y viviré. Esto ha sidouna broma de mal género.

Pero al expresarse así, no se atrevía acreer en su propio pensamiento. Se vistió con lamodestia de pasados tiempos, y quiso ir a pie asu antiguo domicilio, tratando de transportarsementalmente a los dichosos días en que se en-tregaba sin riesgo a la furia de sus deseos, sinhaber apreciado todavía todos lo; goces huma-nos. Caminaba imaginándose, no ya a la Pauli-na de la posada de San Quintín, sino a la Pauli-na de la víspera, la perfecta mujer de su casa,tantas veces soñada, a la doncella espiritual,amante, artista, que comprende a los poetas porcomprender la poesía y vive en el seno del lujo;en una palabra, a Fedora dotada de un almasensible, o a Paulina condesa y dos veces mi-llonaria, como lo era Fedora. Al pisar el vetustoumbral, el carcomido batiente de aquella puer-ta, en la que tantas veces le habían asaltadoideas desesperadas, salió una viejecita de lasalita, preguntándole:

-¿Es usted, por ventura, don Rafael deValentín?

-El mismo, buena mujer - contestó el in-terpelado.

-Puesto que ya sabe usted su antiguocuarto -dijo la anciana-, puede subir solo. Allí leesperan.

-¿Continúa el establecimiento a cargo dela señora de Gaudin? - interrogó Rafael.

-¡Ca! no, señor. Actualmente, la señorade Gaudin es baronesa. Habita una preciosacasa propia, en la otra orilla del río. Volvió sumarido y trajo el dinero a espuertas; tanto, que,según dicen, podría comprar todo el barrio deSantiago, si quisiera. Me ha cedido gratis elnegocio y lo que tenía pagado por arrenda-miento. ¡Dios la bendiga! es una buena señora,que sigue siendo tan sencilla y tan llana comoantes.

Rafael subió presurosamente a subuhardilla, y al llegar a los últimos peldaños,oyó los acordes del piano. Entró, viendo a Pau-

lina, modestamente vestida con un traje de per-cal; pero la hechura del mismo, los guantes, elsombrero, la manteleta. negligentemente tira-dos sobre la cama, denotaban lo desahogado desu posición.

-¡Ah! ¿ya está usted aquí? - exclamóPaulina, volviendo la cabeza y levantándose, enun impulso de jubilosa ingenuidad. Rafael sefue hacia ella, ruboroso, avergonzado, feliz,contemplándola sin articular palabra.

-¿Por qué nos abandonó usted? -siguiópreguntando la muchacha, bajando los ojos ytiñéndose de carmín-. ¿Qué ha sido de usted?

-¡Ay, Paulina! ¡He sido y continúo sien-do muy desgraciado!

-¡Ya, ya! -dijo ella, enternecida-. Me lofiguré ayer, al verle tan elegante, rico en apa-riencia, pero... ¡dígame usted. don Rafael! ¿nohan variado las circunstancias?

Valentín no pudo contener algunas lá-grimas, que resbalaron por sus mejillas, y ex-clamó:

-¡Paulina!... estoy... No pudo terminar la frase. La pasión

brilló en sus ojos, y su corazón se desbordó enuna mirada.

-¡Oh! ¡me ama! ¡me ama¡ - exclamó a suvez Paulina. Rafael asintió con un signo de ca-beza, por sentirse imposibilitado de pronunciaruna palabra. Al observar aquel ademán, la mu-chacha le tomó la mano, la oprimió entre lassuyas y le `, dijo, mezclando la risa con los so-llozos

-¡Al fin, ricos y dichosos!... ¡Sí! tu Pauli-na es rica, por más que en este instante deberíavolver a su antigua pobreza. ¡Cuántas veces heprometido renunciar a todos los tesoros de latierra, con tal de poder pronunciar esa frase!¡Me ama! ... ¡ Ah, Rafael mío l Soy millonaria.Te gusta el lujo y estarás capacitado para satis-facer todos tus antojos; pero también debes re-servar algún afecto para mi corazón, que tantoamor encierra para ti... ¿No sabes que volvió mipadre y que soy la única heredera de una in-

mensa fortuna? Tanto él, como mi madre, res-petan en absoluto las decisiones de mi volun-tad. ¿Comprendes lo que quiero decirte?

Presa de una especie de delirio, Rafaelconservaba sus manos enlazadas a las de Pauli-na, y las besaba con tal ardor, tan ávidamente,que parecía víctima de una convulsión. Paulinase desprendió, colocó sus manos sobre loshombros del joven y le contempló con fijeza.Ambos se comprendieron y se unieron -; enestrecho abrazo, con ese santo y delicioso fer-vor, exento de ,' toda malicia, en el que se im-prime un solo beso, el primer beso, en el quequedan fundidas dos almas, posesionándosemutuamente.

-¡Ah!-exclamó Paulina, dejándose caersobre la silla-. ¡No quiero que volvamos a sepa-rarnos! ... ¿ Cómo juzgarás este atrevimientomío? - preguntó ruborizándose.

-¡Atrevimiento, Paulina de mi alma! ¡Notemas nada; eso es amor, amor verdadero, pro-fundo, eterno como el mío! ¿verdad que sí?

-¡Oh! ¡habla! ¡habla! -contestó ella-. ¡Hanpermanecido cerrados para mí tus labios du-rante tanto tiempo!

-¿Luego me amabas? -¿Y me lo preguntas? ¡Cuántas veces he

llorado aquí mismo, al arreglar tu cuarto, de-plorando tu miseria y la mía! ¡Hubiera vendidomi alma al diablo, por evitarte un disgusto!Ahora, bien mío, ¡porque eres mío, me pertene-cen ese cerebro tan inteligente y ese corazón tannoble!... ¡Sí! sobre todo tu corazón, que es ri-queza que no se agota... ¿Qué iba diciéndote? -prosiguió después de una pausa-. ¡Ah! ¡ya re-cuerdo! ¡Poseemos tres, cuatro, cinco millones,no sé cuantos! Si fuera pobre, tendría empeñoen llevar tu apellido, en llamarme tu esposa;pero en este momento, quisiera sacrificarte elmundo entero, quisiera ser tu sierva eterna-mente. ¡Mira, Rafael! ofreciéndote hoy cariño,mi fortuna, mi persona, no podría darte másque el día en que deposité allí -dijo señalandoal cajón de la mesa- cierta moneda de cinco

francos... ¡ Ay! ¡Cuánto daño me causó entoncestu alegría!

-¿Por qué eres rica? -repuso Rafael-,¿por qué no tienes vanidad? Siendo como eres,nada vale lo que yo pueda ofrecerte.

Y se retorció las manos de júbilo, de de-sesperación, de amor.

-Cuando te conviertas en la señora mar-quesa de Valentín -agregó-, ¡te conozco, almacelestial!, ese título y mi fortuna no valdrán...

-Ni uno solo de tus cabellos - interrum-pió Paulina.

-Yo también soy millonario -siguió di-ciendo Rafael-; pero, ¿qué significan ahora lasriquezas para nosotros? Únicamente puedohacer ofrenda de mi vida; ¡tómala!

-Me basta con tu amor, Rafael; tu amor,que vale más que todo el mundo. ¿Piensas enmí? Pues ya soy la más dichosa entre las dicho-sas.

-¿Nos oirán? - observó Rafael.

-¡Cá! no hay nadie - contestó la mucha-cha, haciendo un picaresco mohín.

-Entonces, ¡ven a mis brazos! - exclamóRafael, tendiéndoselos.

Paulina cayó en ellos, ciñendo con lossuyos el cuello de Rafael.

-Abrázame -le dijo- en pago de los sin-sabores que me has proporcionado para borrarla pena que tantas veces me han causado tusalegrías en compensación de las noches que hepasado en vela, pintando para que nada te fal-tara.

-¿Qué dices? -Puesto que somos ricos, puedo confe-

sártelo todo. ¡Inocente! ¡Cuán fácil es engañar alos hombres de talento! ¿Acaso podías tenerchalecos blancos y camisa limpia, dos veces porsemana, por tres francos mensuales? Bebíasdoble leche de la que pagabas. Yo proveía atodas tus necesidades, incluso las económicas...¿Me habías tomado por tonta? -preguntó en

tono de broma-. ¡Pues ya ves que me pasaba deastuta!

-Pero, ¿cómo te arreglabas? -Trabajaba hasta las dos de la madruga-

da -contestó la muchacha-, y del producto demi trabajo, entregaba la mitad a mi madre, re-servando la otra mitad para ti.

Ambos se miraron durante unos instan-tes, embelesados de júbilo y de amor.

-¡Ah! -exclamó Rafael-, ¡quién sabe si al-gún día pagaremos estos momentos de venturacon algún espantoso pesar¡

-¿Es que estás comprometido? -replicóPaulina-. ¡Ah! ¡no quiero cederte a ningunamujer!

-Soy libre, amor mío. -¿Libre? -repitió ella-. ¡Pues me pertene-

ces! Y se abalanzó de nuevo al cuello de Ra-

fael, contemplándole con devota unción. -Temo volverme loca -prosiguió, acari-

ciando la blonda cabellera de su amante-. ¡Qué

apuesto eres, y qué necia me resultó la tal con-desa Fedora! ¡Qué satisfacción experimentéayer, al verme aclamada por todos aquelloshombres! ¡De seguro no ha obtenido ella nuncaun triunfo semejante!... ¡Oye! al sentir anoche elcontacto de tu brazo, percibí una voz interiorque me gritaba: ¡Es él¡ Volví la cabeza y te vi.¡Créeme! Me retiré apresuradamente, porqueme acometió el deseo de abrazarte delante detodo el mundo.

-¡Qué feliz eres, pudiendo desahogar tualma! -exclamó Rafael-. Yo tengo el corazónangustiado. Quisiera llorar y no puedo... ¡Noretires tu mano! Creo que pasaría toda mi vidamirándote así, dichoso, contento...

-¡Sigue, sigue! ¡repíteme esas palabras! -¿Qué significan las palabras? -replicó

Valentín, dejando deslizar una cálida lágrimasobre la mano de su amada-. Más tarde, trataréde expresarte mi amor; en este momento, sólopuedo sentirlo...

-¡Sí! -afirmó Paulina-, estoy persuadidade que tu alma, tu voluntad, ese corazón, quetan bien conozco, me pertenecen por entero,como yo te pertenezco.

-¡Para siempre, mi bien amado! -contestó Rafael, con acento conmovido-. Serásmi esposa, mi ángel bueno. Tu presencia hadisipado constantemente mis pesares y refrige-rado mi alma; en este instante, tu angelical son-risa me ha purificado, por decirlo así. Creo co-menzar una nueva existencia. El cruel pasada ymis tristes locuras, me parecen terribles pesadi-llas alejadas para no volver. A tu lado, me sien-to redimido y aspiro el ambiente de la felici-dad... ¡Oh! ¡no te apartes de mí! - añadió, estre-chándola santamente contra su corazón palpi-tante.

-¡Venga la muerte cuando quiera! -exclamó Paulina extasiada-. ¡ya he vivido!

¡Dichoso aquel que comprenda tales alegrí-as, porque las habrá conocido!

-¡Oye, Rafael! -dijo Paulina, después deun prolongado silencio-, quisiera que, en ade-lante, no entrara nadie en esta querida buhardi-lla.

-Tienes razón -contestó Rafael-. Tapia-remos la puerta, pondremos una reja en la ven-tana y compraremos la casa.

-¡Eso es! - asintió ella. Y agregó, después de una breve pausa: -Pero nos hemos olvidado de buscar tus

originales. Ambos se echaron a reír candoro-samente.

-¡Bah! -exclamó Rafael-, me tienen sincuidado todas las investigaciones científicas.

-¡Ah, caballerito! ¿Y la gloria? -Para mí no hay más gloria que tú. -La verdad es que tu situación era poco

envidiable, cuando hacías estos garabatos -dijola muchacha, hojeando los papeles.

-¡Paulina mía!... -¡Sí, tuya! bien puedes afirmarlo. ¿Qué

quieres?

-¿Dónde vives ahora? -En la calle de San Lázaro. ¿Y tú? -En la de Varennes. -¡Qué alejados estaremos hasta que...! La muchacha cortó la frase, mirando a

su amigo con aire coquetón y malicioso. -Después de todo, es cuestión de quince

días, a lo sumo - contestó Rafael. -¿De veras? ¿Estaremos casados dentro

de quince días? -preguntó Paulina, brincandocomo una chiquilla-. Pero bien mirado -repuso-,soy una hija desnaturalizada: ni siquiera piensoen mi padre, en mi madre, ni en nada del mun-do. Aun no te he dicho que mi padre está en-fermo de alguna gravedad. Volvió de las Indiasmuy achacoso, y estuvo a punto de morir en elHavre, a cuyo puerto fuimos a recibirlo... ¡Diosmío! -exclamó, después de consultar su reloj-,son ya las tres, y he de despertarle a las cuatro.Soy el ama de la casa. Mi madre accede a todosmis caprichos y mi padre me adora; pero yo noquiero abusar de sus bondades; ¡sería una falta

censurable! Mi pobre padre fue quien se obsti-nó anoche en que fuese a los Italianos... Irás averle mañana, ¿verdad?

-¿Quiere dignarse aceptar mi brazo laseñora marquesa de Valentín? - preguntó Ra-fael.

-¡Ah! -repuso Paulina-, voy a llevarme lallave de este cuarto. ¿No es un palacio? ¿No esnuestro tesoro?

-¿Otro beso, Paulina? -Y mil -contestó ella-. ¡Dios mío! -añadió

mirando a Rafael-. ¿Será siempre así? Me pare-ce un sueño.

Los dos enamorados descendieron len-tamente la escalera.

Luego, muy juntitos, caminando a compás,sintiéndose invadidos por la misma dicha, arru-llándose como dos palomas, llegaron a la plazade la Sorbona donde aguardaba el coche de jPaulina.

-Quiero ir a tu casa -manifestó la mu-chacha-. Quiero ver tu dormitorio, tu despa-

cho, sentarme ante tu mesa de trabajo. Despuésde todo, la visita no constituirá una novedadpara mí -añadió ruborizándose-. ¡José! -ordenóal lacayo-, vamos a la calle de Varennes, antesde regresar a casa. Aun dispongo de tres cuar-tos de hora, puesto que he quedado en volver alas cuatro. Jorge avivará el paso de los caballos.

Y los dos amantes fueron conducidos,en pocos minutos, al suntuoso domicilio deValentin.

-¡Qué contenta estoy de haberlo exami-nado todo! -exclamó Paulina, estrujando la sedade las cortinas que adornaban el lecho del mar-qués-. Cuando me duerma, estaré aquí en es-píritu y me imaginaré tu querida cabeza repo-sando sobre esa almohada... ¡Dime Rafaell ¿note has aconsejado de nadie para amueblar tupalacio?

-De nadie. -¿De veras? ¿No habrá intervenido al-

guna mujer en...? -¡Paulina!

-¡Oh! es que los celos me mortificanhorriblemente. Tienes buen gusto. Mañana en-cargaré una cama semejante a la tuya. Rafael,ebrio de felicidad, atrajo hacia sí a Paulina.

-¡Adiós! espera mi padre - dijo ella. -Te acompañaré, porque quiero estar a

tu lado todo el tiempo posible. -¡Qué bueno eres! No me atrevía a pro-

ponértelo... -¿Acaso no eres mi vida? Sería enojoso consignar fielmente esas

pláticas amorosas, a las que sólo dan valor elacento, la mirada y algún gesto intraducible.Valentín acompañó a Paulina hasta su casa, yregresó a la suya con el corazón henchido decuanto placer es dado experimentar al hombreen este valle de lágrimas. Cuando se acomodóen su sillón, junto a la chimenea, pensando enla súbita y completa realización de todas susaspiraciones, cruzó por su mente una idea tor-turadora, como acerado puñal que traspasa unpecho, al observar que la piel de zapa se había

contraído ligeramente. Sin poderse contener,prorrumpió en el más tremendo de los jura-mentos, sin atenuarle con las jesuíticas reticen-cias de la abadesa famosa, recostó la cabeza enun sillón. y permaneció inmóvil con la miradafija en una pátera, que no veía.

-¡Gran Dios! -exclamó-, ¿qué has hechode todos mis proyectos? ¿qué, de todas misilusiones? ¡Pobre Paulina!

Y tomando un compás, midió lo queaquella mañana le había costado de existencia.

-¡No me resta vida para dos meses! -murmuró.

Un sudor glacial brotó de todos sus po-ros; pero reponiéndose bruscamente, obede-ciendo a un indescriptible arrebato de furor,asió la piel de zapa, diciendo

-¡Soy un majadero! Y saliendo a todo correr, cruzó los jardi-

nes y arrojó el talismán al fondo de un pozo,exclamando:

-¡Siga su curso la procesión! ¡Al infiernotodas estas necedades!

Desde aquel momento, Rafael, se entre-gó por completo a la dicha de amar, dejandolatir su corazón al unísono del de Paulina. Suboda, retrasada por dificultades que no hace alcaso relatar, se concertó para los primeros díasde marzo. Se habían puesto a prueba, no duda-ban de sí mismos, y como la ventura les habíarevelado toda la intensidad de su afecto, jamáshubo dos almas, dos caracteres, a los que lapasión hiciera coincidir tan perfectamente co-mo a los suyos. Al estudiarse, acreció su amor;ambos cobijaban idénticos sentimientos de de-licadeza y de recato; la misma voluptuosidad,la más dulce de las voluptuosidades, la de losángeles. No empañaba el horizonte de su dichala más ligera nubecilla. Los deseos de cada uno,eran ley suprema para el otro. Ricos ambos, sehallaban en aptitud de satisfacer todos sus ca-prichos, y, sin embargo, no los tenían. Un gustoexquisito, el sentimiento de lo bello, una ver-

dadera poesía animaba el alma de la esposa;desdeñando la ostentación y el boato, estimabaen más una sonrisa de su amigo que todas lasperlas de Ormuz, y la muselina o las floresconstituían sus más preciadas galas. Además,Paulina y Rafael huían del bullicio del mundo;¡era tan bella, tan fecunda para ellos la soledad!Los ociosos tenían ocasión de ver todas las no-ches, indefectiblemente, a la gentil parejita decontrabando, en los Italianos o en la Opera. Alprincipio, fueron tema de la maledicencia en lossalones; pero el torrente de acontecimientosque pasó por París, al poco tiempo hizo que seolvidara a los inofensivos amantes. Por otraparte, su matrimonio estaba convenido y publi-cado lo cual era una disculpa, en cierto modo,para los mojigatos, y por casualidad, sus cria-dos eran discretos; circunstancias todas queimpidieron que la malevolencia se cebara enellos y que su dicha se amargara.

Una mañana de fines de febrero, épocaen que la relativa benignidad del tiempo presa-

giaba las delicias primaverales, Paulina y Ra-fael se desayunaban juntos en un pequeño in-vernadero, especie de saloncillo repleto de flo-res, a nivel del piso del jardín. El tibio y pálidosol de la estación invernal, cuyos rayos se que-braban a través de los arbustos raros, mitigabaen aquel momento los rigores de la temperatu-ra. Los vigorosos contrastes de los diversosfollajes, los colores de los floridos macizos, lascaprichosas tonalidades de luz y de sombra,proporcionaban grato solaz a la vista. Cuandotodo París continuaba calentándose al melancó-lico fuego de los leños del hogar, los jóvenesprometidos reían bajo un dosel de camelias, delilas y de brezos. Sus gozosas cabezas asoma-ban por encima de los narcisos, de los lirios yde las rosas de Bengala. Sus pies hollaban unaesterilla africana, de variados matices, que cu-bría el pavimento de la espléndida y voluptuo-sa estufa. Las paredes, revestidas de cutí verde,no presentaban el menor vestigio de humedad.El mobiliario era de madera tosca en aparien-

cia, pero barnizado y esmeradamente limpio.Un gatito acurrucado sobre la mesa, atraído porel olor de la leche, se dejaba tiznar de café porPaulina, que retozaba con él, defendiendo lacrema que apenas le permitía olfatear, paraapurar su paciencia y prolongar la escaramuza.A cada contorsión del felino, soltaba la carcaja-da y prorrumpía en mil bobadas, para estorbara Rafael la lectura del periódico, que ya se lehabía caído de las manos diez veces. La matinalescena rebosaba una dicha indescriptible, comotodo lo que es natural y sincero. Rafael seguíafingiendo leer la hoja periodística, observandoa hurtadillas la pelotera del gato con Paulina,con su Paulina, envuelta en un largo peinadorque la velaba imperfectamente, su Paulina, conlos cabellos en desorden y enseñando un blancopiececillo surcado de azuladas venas y en-cerrado en una chinela de terciopelo negro.Hechicera en su desaliño, seductora como lasfantásticas creaciones de West-hall, parecía a lavez soltera y casada; quizá más soltera que ca-

sada, gozaba de una felicidad sin mezcla y sóloconocía los primeros deleites del amor.

Aprovechando un momento en que Ra-fael, absorto en su grata contemplación, habíaprescindido de la lectura, Paulina le arrebató elperiódico, lo estrujó, hizo una bola de papel yla lanzó al jardín, y el gato corrió tras de la polí-tica, que, como siempre continuaba rodando amás y mejor. Cuando Rafael, distraído por lainfantil escena, hizo ademán de echar mano a lahoja, que había desaparecido ya, resonaronfrancas y alegres risotadas, que se sucedieroncomo los gorjeos de un pajarillo.

-Tengo celos de tu periódico -dijo Pauli-na, secándose las lágrimas que su risa de chi-quilla hizo brotar de sus ojos-. ¿No es una felo-nía -repuso, tornándose de nuevo en mujer,repentinamente- que te dediques a leer mani-fiestos rusos, en mi presencia, y que prefieras laprosa del emperador Nicolás a mis palabras ymiradas de amor?

-No leía, ángel mío, te contemplaba.

En aquel momento, resonaron junto a laestufa las tardas pisadas del jardinero, cuyosforrados zapatones hacían crujir la arena delpaseo.

-Perdone el señor marqués si le inte-rrumpo, así como la señora -comenzó diciendo-; pero traigo una curiosidad nunca vista. Haceun instante, al sacar un cubo de agua del pozo,ha salido una rarísima planta marina. ¡Helaaquí! Debe ser impermeable, porque no estabamojada, ni siquiera húmeda, sino seca como unleño y nada pegajosa. Como el señor marquésentiende positivamente mucho más que unservidor, he pensado entregársela, por lo quepudiera interesarle.

Y el jardinero mostró a Rafael la inexo-rable piel de zapa, que apenas medía seis pul-gadas cuadradas de superficie.

-Gracias. Vanière -contestó Rafael-.Realmente, es un objeto muy curioso.

-¿Qué tienes, bien mío? ¡Palideces! - ex-clamó Paulina. -Retírate, Vaniére - dijo el mar-qués.

-Tu voz me asusta -prosiguió la joven-,está completamente alterada. ¿Qué tienes?¿Qué sientes? ¿Dónde te duele? ¡Te pones malo!¡Hay que avisar a un médico! ... ¡ Jonatás !¡Venga usted! ... ¡Pronto! ¡Pronto!

-Calla. Paulina -contestó Rafael, reco-brando su serenidad-. Vámonos de aquí. Debehaber por ahí cerca alguna flor, cuyo aroma memolesta; quizá sea esa verbena.

Paulina se abalanzó al inocente arbusto,lo asió por el tallo y lo arrojó al jardín.

-¡Bien mío! -exclamó, estrechando a Ra-fael en un abrazo tan fuerte como su amor, yacercándole con lánguida coquetería sus ber-mejos labios, solicitadores de besos-, al vertedesfallecer, comprendí que no te sobreviviría,Tu vida es mi vida, Rafael... ¡Verás! ¡pásame lamano por la espalda! Todavía siento «la muerte

chiquita»; estoy tiritando... Pero ¡tus labiosabrasan!... ¡tu mano está helada! ...

-¡Loquilla! - exclamó Rafael. -¿A qué viene esa lágrima? ¡Déjame se-

carla entre mis labios! -Me amas demasiado, Paulina. -Algo extraordinario te ocurre, Rafael.

No me engañes, porque no tardaré en descubrirtu secreto... ¡Dame eso! -agregó- tomando lapiel de zapa.

-¡Eres mi verdugo! - exclamó el joven,lanzando una mirada de horror al talismán.

-¡Qué cambio de voz! - exclamó a su vezPaulina, que dejó caer el fatal símbolo del des-tino.

-¿Me amas de veras? - preguntó él. -¿Qué si te amo? ¡Vaya una pregunta! -Pues bien; ¡déjame solo! ¡vete! La pobre niña se retiró. -¡Cómo! -exclamó Rafael, cuando estuvo

a solas-. ¿Es posible que en el siglo de las luces,en el que hemos averiguado que los diamantes

son cristales de carbono, en una época en la quetodo se explica, en la que los agentes policíacosdelatarían a un nuevo Mesías a los tribunales ysometerían sus milagros a la Academia deCiencias, en un tiempo en el que sólo creemosen los signos de los notarios, crea yo en unaespecie de «Mane, Thecel, Phares»? ¡No! ¡viveDios! ¿Cómo he de imaginar siquiera que el SerSupremo se complazca en atormentar a unapacífica criatura? Lo consultaré con los erudi-tos.

Poco después, se hallaba entre el Mer-cado de vino, inmenso depósito de toneles, y la«Salpétriére», vasto seminario de beodos, anteun pequeño lago en el que se solazaba una no-table colección de ánades, tanto por la rareza desus especies como por sus tornasolados mati-ces, semejantes a ventanales de catedral, quedestellaban a los rayos del sol. Allí estaban re-presentadas todas las clases de patos del orbe,graznando, chapuzándose, bullendo, formandouna especie de asamblea «patuna» congregada

contra su voluntad aunque, afortunadamente,sin constituciones ni principios políticos, y vi-viendo libres de cazadores a la vista de los na-turalistas, que los miraban por casualidad.

-Allí está el señor Lavrille - dijo unguarda a Rafael, al preguntarle por aquel pontí-fice máximo de la zoología.

El marqués vio a un hombrecillo pro-fundamente abismado en sabias meditacionesen presencia de los patos. Ni joven ni viejo, lafisonomía de! sabio era apacible y su aspectocomplaciente; pero imperaba en todo su seruna preocupación científica. Su peluca, rascadaincesantemente y fantásticamente levantada,dejaba al descubierto una línea de canas y acu-saba el furor de los descubrimientos, que, se-mejante a todas las pasiones, nos abstrae tanpoderosamente de las cosas de este mundo, quehasta perdemos la conciencia del «yo". Rafael,hombre culto y estudioso, admiró al naturalistaque consagraba sus desvelos a ensanchar losconocimientos humanos; pero una damisela se

habría reído sin duda de la solución de conti-nuidad existente entre el pantalón y el chalecorayado del investigador, por más que el inters-ticio apareciera castamente relleno por una ca-misa completamente arrugada a fuerza de subiry bajar, siguiendo sus observaciones zoogenési-cas.

Después de las cortesías de rúbrica, Ra-fael se creyó en el deber de dirigir al señor Lav-rille una frase corriente de cumplido, acerca desus patos.

-¡Oh! poseemos una verdadera riquezaen esta clase de animales -contestó el naturalis-ta-. Verdad es que este género, como no ignora-rá usted sin duda, es el más fecundo del ordende los palmípedos. Comenzando por el «cisne"y acabando por el «pato zinzin», comprendeciento treinta y siete variedades de individuosperfectamente determinados, con sus nombres,sus costumbres, su patria, su fisonomía y tandistintos entre sí como un blanco de un negro.Realmente, caballero, cuando comemos un pa-

to, casi nunca nos damos cuenta de la exten-sión...

El disertante se interrumpió, al ver unprecioso ejemplar que remontaba el talud delestanque.

-Ahí tiene usted -prosiguió- el cisne decorbatín, oriundo del Canadá, venido de tanremotas tierras para exhibirnos su plumajepardo y gris y su collarcito negro, ¡Mire ustedcómo se rasca!... Allí está el famoso ganso deplumón, o « eider », con el que se confeccionanlos edredones que cubren las camas de nuestrosaristócratas. ¡Qué preciosidad! ¿quién es capazde permanecer indiferente al contemplar elmatiz ligeramente rosado de su pechuga y supico verde?... Acabo de ser testigo de un cruza-miento, del que ya iba desesperando. El hime-neo se ha consumado con éxito, y espero conimpaciencia el resultado. Me lisonjeo de haberobtenido una ciento trigésima octava especie, ala que quizá se dé mi nombre... ¡Vea usted losrecién casados! -continuó, señalando a dos pa-

tos-. Uno de los cónyuges es el pato riente, «anas albifrons », el otro, el soberbio ánade sil-bador, « anas ruffina », de Buffon. He vaciladolargo tiempo entre el ánade silbador, el de en-trecejo blanco y el « anas clipeata »... ¡aquel queva por allí!, cuyas irisaciones son magníficas;pero el moño del primero me decidió. Única-mente nos falta en la colección el ánade de cas-quete negro. Mis compañeros pretenden, uná-nimemente, que es una simple variedad delpato cerceta, de pico encorvado, pero yo...

El naturalista hizo un gesto significati-vo, revelador a la par de la modestia y de lavanidad del sabio, vanidad llena de testarudezy modestia llena de suficiencia, y terminó lafrase:

-Yo soy de distinta opinión... Como veusted, caballero, aquí escasean las distraccio-nes. En estos momentos me trae muy atareadola monografía del género pato; pero estoy a susórdenes.

Mientras se dirigían a una linda casitade la calle de Buffon, Rafael sometió la piel dezapa al examen del profesor Lavrille.

-Conozco este producto -contestó elerudito, después de examinar el talismán conuna lupa-. Ha debido servir de forro a algunacaja. Pero la zapa está ya en desuso. Actual-mente, los guarnicioneros dan la preferencia ala lija. Esta, como usted sabrá, es la piel del “ra-ja sephen”, un pez del mar Rojo...

-Pero ésta, caballero, ya que tiene ustedla bondad de...

-Esta -repuso el sabio, interrumpiendo-es otra cosa. Entre la lija y la zapa, existe la di-ferencia del Océano a la tierra, del pez al cua-drúpedo. Pero la piel del pez es más dura quela del animal terrestre. Esto -añadió, designan-do el talismán- es, como usted no ignora, unode los productos más curiosos de la zoología.

-Sepamos - dijo Rafael. -Pues bien -contestó el naturalista, arre-

llanándose en su sillón-, esto es piel de asno.

-Ya lo sé - replicó el marqués. -Existe en Persia -prosiguió el zoólogo-

un asno sumamente raro, el onagro de los anti-guos, el «eguns asinus», el «kulan» de los tárta-ros. Pallas fue a estudiarlo, y lo dio a conocer ala ciencia, porque realmente, dicho animal pasódurante largo tiempo por ser un ser fantástico.Como usted sabe le menciona la Sagrada Escri-tura: Moisés prohibió encastarle con sus congé-neres. Pero el onagro se ha hecho más famosopor las prostituciones de que ha sido objeto, yde las cuales nos hablan a menudo los profetasbíblicos. Pallas, como seguramente sabrá usted,declara en sus «Act. Petrop», tomo II, que talesabusivas prácticas continúan observándosereligiosamente entre persas y nogayas, como unremedio soberano contra las enfermedades re-nales y la gota ciática. Nosotros, ignorantesparisinos, ni siquiera lo sospechábamos. En elMuseo no figura ningún ejemplar de onagro. Esun soberbio animal, lleno de misterios; sus pu-pilas están provistas de una especie de cubierta

protectora, a la que los orientales atribuyen elpoder de la fascinación; su pelaje es más vistosoy más fino que el de nuestros más hermososcaballos; está surcado por listas más o menosleonadas, y ofrece grandes semejanzas con el dela cabra; además, es suave y blando al tacto, suvista iguala en finura y precisión a la del hom-bre; algo más corpulento que nuestros más ta-lludos asnos, está dotado de un valor extraor-dinario si, por casualidad, se ve sorprendido, sedefiende, con notable superioridad, de los ani-males más feroces; en cuanto a la rapidez de sumarcha, sólo puede compararse con el vuelo delas aves; un onagro, ¡no lo dude usted!, reven-taría, a la carrera, a los mejores caballos árabeso persas. Según informes del padre del con-cienzudo doctor Niebuhr, de cuya reciente pér-dida, tan lamentada por todos, seguramenteestará usted enterado, el término medio delandar ordinario de esos admirables cuadrúpe-dos, es de siete mil pasos geométricos por hora.Al ver nuestros degenerados pollinos, no es

posible formarse idea de ese asno independien-te y arrogante-- Es de porte ligero, animado,airoso en su aspecto, ágil y esbelto. En una pa-labra, es el rey zoológico de Oriente. Las su-persticiones turcas y persas llegan a atribuirleun origen misterioso, mezclando el nombre deSalomón a los relatos que los narradores delTibet y de Tartaria divulgan acerca de las proe-zas de tan privilegiados animales. Por último,un onagro domesticado vale todo el oro quepesa; es casi un imposible capturarle en lasmontañas, porque trisca por los riscos como uncorzo y parece levantar el vuelo como un ave.La fábula de los caballos alados, nuestro Pega-so, tiene indudablemente su origen en aquellospaíses, donde se han presentado a los pastoresdiferentes ocasiones de ver a un onagro saltan-do de roca en roca. A los asnos de silla, obte-nidos en Persia por el cruce de una burra conun onagro domesticado, se les pinta de rojo,siguiendo una tradición inmemorial. A estacostumbre se debe quizá el proverbio: «Malo

como asno rojo". Es probable que en época enque la historia natural anduviese atrasada enFrancia, trajera algún explorador uno de esoscuriosos animales muy difíciles de amansar, yque tal circunstancia motivara el refrán : «Lapiel que usted me presenta, es de un onagro».Respecto al origen del nombre «chagrin», noexiste unanimidad de pareceres. Unos preten-den que «chagri» es una palabra turca; otros,suponen que «Chagri» es la ciudad en que esedespojo zoológico sufre una preparación quí-mica, bastante bien descrita por Pallas, y que leda ese grano especial que admiramos en ella;finalmente, mi colega Martellens me ha escritoparticipándome la existencia de un riachuelollamado «Chaagri».

-Caballero -dijo Rafael-, agradezco a us-ted los informes que acaba de suministrarme,cuya adquisición acreditaría de paciencia almás cachazudo de los benedictinos; pero debohacerle observar que este fragmento era primi-tivamente de un tamaño igual... al de esa carta

geográfica -y señaló a Lavrille un atlas abierto-,y que, en tres meses, ha ido mermando ostensi-blemente.

-¡Claro! -contestó el erudito-, se com-prende. Todos los despojos de seres de organi-zación primitiva están sujetos a deterioros fáci-les de concebir, y cuyos progresos dependen delas influencias atmosféricas. Los mismos meta-les se dilatan o se contraen de un modo percep-tible, porque los ingenieros han observado es-pacios de cierta consideración entre piedrasunidas por grapas o barrotes de hierro. La cien-cia es vasta y la vida humana muy corta; portanto, no hemos de tener la pretensión de cono-cer todos los fenómenos de la Naturaleza.

-Pero, perdone usted la pregunta quevoy a dirigirle -indicó Rafael algo confuso-.¿Tiene usted la certeza de que esta piel estásometida a las leyes ordinarias de la zoología yde que se puede alargar?

-¡Ya lo creo!... ¡Diantre! -exclamó Lavri-lle, tratando de estirar el talismán-. Lo mejor es

que se tome la molestia de ir a ver al señorPlanchette, el célebre profesor de mecánica; élencontrará positivamente, un medio de actuarsobre esta piel, ablandándola, dilatándola.

-¡Gracias, caballero! ¡me devuelve ustedla vida!

Rafael se despidió del sabio naturalistay corrió a casa de Planchette, dejando el buenLavrille en su despacho, atestado de botes y deplantas desecadas. Sacaba de aquella visita, sinsaberlo, toda la ciencia humana; ¡una nomen-clatura! Aquel buen hombre se asemejaba aSancho Panza, relatando a Don Quijote la histo-ria de las cabras; se distraía contando los ani-males y clasificándolos. Llegado al borde de latumba, apenas conocía una pequeña fracción delas inconmensurables cantidades del gran re-baño lanzado por Dios a través del océano delos mundos, con un objeto ignorado. Rafaelestafa satisfecho.

-¡Al fin sujeté a mi burro! - exclamó parasí.

Ya Sterne se anticipó a decir: ¡Cuidemosa nuestro asno, si queremos llegar a viejos! ¡Pe-ro el animal es tan antojadizo! Planchette era unhombre alto, flaco, verdadero poeta perdido enuna contemplación perpetua, atareado constan-temente en mira a un abismo sin fondo: «ElMovimiento". El vulgo tacha de locos a esosespíritus sublimes, individuos no comprendi-dos, que viven indiferentes en absoluto al lujo yal mundo, permaneciendo días enteros con uncigarro apagado entre los labios, o que se pre-sentan en un salón, sin acoplar exactamente losbotones con los ojales de su traje. A lo mejor,después de medir largo tiempo el vacío o deamontonar cálculos algebraicos, resolviendoecuaciones y despejando incógnitas, analizanalguna ley natural y descomponen el más sim-ples de los principios; y entonces, la multitudadmira una nueva máquina o cualquier artefac-to, cuya sencilla estructura nos asombra y nosconfunde. Y el modesto sabio sonríe, diciendo asus admiradores:

-Yo no he creado nada; absolutamentenada. El hombre no inventa una fuerza, la diri-ge, y la ciencia consiste en imitar a la Naturale-za.

Rafael sorprendió al mecánico, cuadra-do como un recluta. Planchette examinaba unabolita de ágata que rodaba por un cuadrantesolar, aguardando que se detuviera. El pacientevarón no estaba condecorado, ni pensionado,porque no sabía exagerar la importancia de suscálculos. Encerrado en su concha, a caza dedescubrimientos, no pensaba en la gloria, en elmundo ni en sí mismo, viviendo en la cienciapara la ciencia.

-¡Esto es inexplicable! - exclamó. Pero al notar la presencia de su visitan-

te, se dirigió a él, diciéndole -Servidor de usted. ¿Cómo sigue la fa-

milia? Pase a ver a mi esposa. -¡Así hubiera podido vivir yo! - pensó

Rafael, que sacó al matemático de su abstrac-

ción inquiriendo el medio de actuar sobre eltalismán, que le puso de manifiesto.

-Aun a riesgo de que se ría de mi credu-lidad -dijo el marqués, una vez formulada laconsulta-, no le ocultaré nada. Creo que estapiel posee una fuerza de resistencia que no haynada capaz de vencer.

-Caballero -contestó el sabio-, la genera-lidad de las gentes suele tener una idea bastan-te equivocada de los asuntos cien tíficos, pre-tendiendo de nosotros, poco más o menos, loque cierto petimetre pidió a Lalande, presen-tándole a unas damas, después de terminadoun eclipse: «Tenga usted la bondad de repetir elexperimento». ¿Qué es lo que usted se propo-ne? La Mecánica tiene por objeto aplicar lasleyes del movimiento o neutralizarlas. En cuan-to al movimiento en sí mismo, declaro a ustedhumildemente que somos impotentes para de-finirlo. Sentado esto, hemos observado algunosfenómenos constantes que regulan la acción delos sólidos y de los fluidos. Reproduciendo las

causas generadoras de estos fenómenos, pode-mos transportar los cuerpos, transmitirles unafuerza locomotriz en relación con determinadavelocidad, lanzarlos, dividirlos simplemente ohasta el infinito, bien quebrándolos, bien pulve-rizándolos; podemos, además, retorcerlos, im-primirles rotaciones, modificarlos, comprimir-los, dilatarlos, ensancharlos. Esta ciencia, caba-llero, se basa sobre un solo hecho. Vea ustedesta bolita. En este momento se encuentra sobreesta piedra Pues bien; ahora, véala usted allí.¿Qué nombre daremos a este acto, tan natural,físicamente, y tan extraordinario, moralmente?¿Movimiento, locomoción, cambio de lugar?¡Qué inmensa vanidad, oculta bajo las palabras!¿Acaso constituye solución un nombre? Y, sinembargo, en eso consiste toda la ciencia. Nues-tras máquinas utilizan o descomponen ese acto,ese hecho. Ese fenómeno tan sencillo, adaptadoa masas, es capaz de volar a París. Podemosaumentar la velocidad a expensas de la fuerza,y la' fuerza a expensas de la velocidad. ¿Y qué

son la fuerza y la velocidad? Nuestra ciencia esinsuficiente para decirlo, como lo es para crearun movimiento. Un movimiento, cualquieraque sea, significa un enorme poder, y el hom-bre no inventa poderes. El poder es uno, comoel movimiento es la esencia misma del poder,Todo es movimiento. El pensamiento es unmovimiento. La Naturaleza está fundada en elmovimiento. La muerte es un movimiento, cu-yos fines conocemos muy confusamente. SiDios es eterno, crea usted que se halla en perpe-tuo movimiento. Por eso es tan inexplicablecomo Él, profundo como Él, ilimitado, incom-prensible, intangible. ¿Hay alguien que algunavez haya tocado, comprendido, medido el mo-vimiento? Sentimos sus efectos, sin verlos. Po-demos hasta negarle, como negamos a Dios.¿Dónde existe? ¿Dónde deja de existir? ¿Dedónde emana? ¿Dónde está su principio?¿Dónde está su fin? Nos envuelve, nos acosa yse nos escapa. Es evidente como hecho, obscurocomo abstracción, efecto y causa a la par. Nece-

sita, como nosotros, espacio. Y, ¿qué es el espa-cio? Únicamente el movimiento nos le revela;sin el movimiento, se reduce a una palabra va-cía de sentido. Problema insoluble, semejante alvacío, semejante a la creación, al infinito, elmovimiento confunde la mente humana, y todocuanto está permitido concebir al hombre esque no le concebirá jamás. Entre cada uno delos puntos ocupados sucesivamente en el espa-cio por esta bolita, encuentra la razón humanaun abismo; el abismo en que cayó Pascal. Paraactuar sobre la substancia desconocida, debe-mos, ante todo, estudiar esa substancia; segúnsu naturaleza, o se quebrará al choque, o resis-tirá. Si se disgrega, y el propósito de usted noes despedazarla, no lograremos el fin que noshemos propuesto. ¿Desea usted comprimirla?Pues hay que transmitir un movimiento igual atodas las partes de la substancia con objeto dedisminuir uniformemente el intervalo que lassepara. ¿Desea usted ensancharla? Pues hemosde procurar imprimir a cada molécula una

fuerza excéntrica equivalente; porque, sin laobservancia estricta de esta ley, produciríamossoluciones de continuidad. Existen, caballero,modalidades infinitas, combinaciones in conta-bles, en el movimiento. ¿Cuál de ellas es la queprefiere?

-Lo que yo deseo -contestó Rafael, con-sumido ya por la impaciencia- es una presióncualquiera, suficientemente enérgica paraagrandar indefinidamente esta piel...

-Tratándose de una substancia finita -Interrumpió el matemático-, no sería posibledistenderla indefinidamente; pero la compren-sión multiplicará forzosamente las dimensionesde su superficie, a expensas del espesor. Seadelgazará hasta que falte la materia...

-Obtenga usted ese resultado -interrumpió a su vez, con viveza, Rafael-, y leharé millonario.

-Le robaría su dinero -contestó el profe-sor, con la flema de un holandés-. Voy a probara usted, en dos palabras, la existencia de una

máquina, bajo la cual, el propio Dios quedaríaaplastado como una mosca. Su potencia es tal,que un hombre, con toda su indumentaria,quedaría reducido al estado de un papel defumar.

-¡Valiente maquinita! -Vea usted un procedimiento que debe-

rían utilizar los chinos, en lugar de arrojar a sushijos al agua - continuó diciendo el sabio, sinmeditar en el respeto del hombre a su progenie.

Engolfado en su idea, Planchette tomóuna maceta vacía, agujereada en el fondo, y lacolocó sobre la loseta del gnomon; después, fuea buscar al jardín un puñado de tierra arcillosa.Rafael permaneció embobado, como chiquillo aquien su niñera relata un cuento maravilloso.Una vez depositada la tierra sobre la loseta, elexperimentador sacó del bolsillo una` navajita,cortó dos ramas de saúco y comenzó a vaciar-las, silbando durante la operación, sin preocu-parse de la presencia de Rafael.

-Ya tenemos los elementos de la máqui-na - dijo.

Y acodó uno de los tubos al fondo de lamaceta, trabándolo con la masa gredosa, demanera que el orificio de la rama de saúco co-rrespondiese al del recipiente. Hubiérase toma-do por una enorme pipa. Extendió sobre la pie-dra una capa de tierra en forma de pala, cogióla maceta por su parte más ancha y fijó la ramaen ¡a porción que figuraba el mango. Por últi-mo, echó otra pellada de greda en el extremodel tubo de saúco, plantó verticalmente la otrarama horadada practicando un nuevo ángulopara unirla a la rama horizontal, de manera queel aire, o cualquier fluido ambiente determina-do, pudiera circular por la improvisada má-quina, corriendo desde la embocadura del tubovertical, a través del canal intermedio, hasta lamaceta vacía.

-Este aparato - manifestó a Rafael, con laseriedad de un académico que pronuncia sudiscurso de entrada- es uno de los más precio-

sos títulos que hacen a Pascal acreedor de nues-tra admiración.

-No le comprendo. El sabio sonrió. Fuése a descolgar de un

árbol frutal una botellita que contenía un líqui-do para exterminar las hormigas, preparadopor su farmacéutico, la desfondó, convirtiéndo-la en embudo, y adaptó éste cuidadosamente alorificio de la rama hueca fijada verticalmenteen la arcilla, en oposición al gran depósito re-presentado por la maceta; luego, valiéndose deuna regadera; vertió la cantidad de agua nece-saria para conservar el nivel de' la misma en lamaceta y en la embocadura circular del tubo desaúco.

-Caballero -dijo el mecánico-, el agua si-gue considerándose, todavía como un cuerpoincomprensible; no olvide usted este principiofundamental. Sin embargo, se comprime, perotan ligeramente, que podemos estimar equiva-lente a cero su propiedad contráctil.

-Perfectamente.

-Pues bien; suponga usted esta superfi-cie mil veces mayor que la del orificio del con-ducto de saúco por el cual he vertido el líquido.Retiremos el embudo.

-Conforme. -Si por un medio cualquiera aumento el

volumen de esta masa, introduciendo mayorcantidad de agua por el orificio del tubo, elfluido, forzado a descender por él, ascenderá enel receptáculo representado por la maceta hastaque el líquido alcance igual nivel en uno que enotro...

-Eso es evidente - declaró Rafael. -Pero con la diferencia -prosiguió el sa-

bio- de que si la delgada columna de agua aña-dida por el tubito vertical representa en él unafuerza equivalente al peso de una libra, porejemplo, como su acción se transmitirá fielmen-te a la masa líquida y repercutirá en cada unode los puntos de la superficie que ofrece en lamaceta, nos encontraremos allí con mil co-lumnas de agua, que propendiendo todas a

elevarse, como si las empujara una fuerza iguala la que hace descender el líquido por el con-ducto vertical de saúco, producirán necesaria-mente aquí -afirmó Planchette, señalando aRafael el agujero de la maceta- una potencia milveces mayor que la introducida por allí.

Y el sabio indicó al marqués el tubo fija-do verticalmente en la greda.

-Eso es sencillísimo - dijo Rafael. Planchette sonrió. -En otros términos -continuó, con esa

tenacidad de lógica propia de los matemáticos-,para rechazar la irrupción del agua, precisaríadesarrollar en cada parte de la superficie másextensa, una fuerza igual a la que actúa en elconducto vertical; pero, teniendo presente quesi la columna líquida tiene un pie de altura, lasmil columnillas de la superficie mayor alcanza-rán una elevación muy escasa. Ahora -concluyóPlanchette, pegando un capirotazo a su artefac-to-, reemplacemos este grotesco aparatillo portubos metálicos de resistencia y dimensiones

adecuadas. Si cubre usted con una fuerte plan-cha metálica movible la superficie flúida en elgran recipiente, y opone a ella otra de resis-tencia y solidez a toda prueba; si, además, meconcede la facultad de ir agregando agua ince-santemente a la masa líquida, por el tubito ver-tical, el objeto, aprisionado entre los dos planossólidos, ha de ceder forzosamente a la enormeacción que le comprime con progresivo vigor.El medio de introducir agua por el tubo, cons-tantemente, es una fruslería en mecánica, asícomo la manera de transmitir la potencia de lamasa líquida a una platina. Basta con dos ém-bolos y unas válvulas. Comprenderá, usted, portanto, que apenas haya substancia que, coloca-da entre esas dos resistencias indefinidas, so-porte la presión sin dilatarse.

-¿De modo que el autor de las «Cartasprovinciales" ha sido quien ha inventado...?

-El mismo, sí, señor. La Mecánica no co-noce nada más sencillo ni más hermoso. Elprincipio contrario, la expansibilidad del agua,

ha creado la máquina de vapor. Pero el agua noes expansible sino hasta cierto grado, mientrasque su incomprensibilidad, que es una fuerzaen cierto modo negativa, ha de ser necesaria-mente infinita.

-Si se dilata esta piel -dijo el marqués-, leprometo erigir un magnífico monumento a BlasPascal, fundar un premio de cien mil francospara el más difícil problema de mecánica re-suelto cada quinquenio, dotar a dos generacio-nes de primas de usted y, por último, edificarun asilo destinado a los matemáticos locos opobres.

-Sería muy útil -contestó Planchette,añadiendo, con la calma del hombre que viveen una esfera puramente intelectual-. Caballero,mañana iremos a casa de Spieghalter. Ese dis-tinguido mecánico acaba de construir, conarreglo a mis planos, una máquina perfeccio-nada, con cuyo auxilio un niño podría dar ca-bida en su sombrero a mil haces de heno.

-Hasta mañana, pues.

-Hasta mañana. -Dígase lo que se quiera -salió diciendo

Rafael - la Mecánica es la más bonita de todaslas ciencias. La otra, con sus onagros, sus clasi-ficaciones, sus ánades, sus géneros y sus frascosrepletos de mamarrachos, es buena, a lo sumo,para marcar el tanteo en una partida de billar.

Al día siguiente, Rafael acudió gozosoen busca de Planchette, dirigiéndose juntos a lacalle de la Salud, nombre de buen agüero, en laque poseía su instalación Spieghalter. El jovense halló en un establecimiento inmenso, atesta-do de rojas y rugientes forjan. Aquello era unalluvia de fuego, un diluvio de clavos, un océanode émbolo:, de tornillos, de palancas, de trave-saños, de limas, de tuercas, un mar de metalfundido, de maderos, de válvulas y de acero enbarras. Se mascaban las limaduras. Había hie-rro en el caldeado ambiente, en las blusas de losobreros, se aspiraba el •, hedor del hierro, elmetal adquiría vida, se organizaba, se fluidi-ficaba, andaba, pensaba tomando todas las for-

mas, obedeciendo a todos los caprichos. Al tra-vés del resoplido de los fuelles, del crecientetintineo de los martillos, del silbido de los tor-nos, que hacían chirriar al hierro, Rafael llegó auna espaciosa estancia, limpia y - bien ventila-da, en la que pudo contemplar a su sabor laenorme prensa de que le habló Planchette, ad-mirando su sólida y perfecta trabazón.

-Si diera usted siete vueltas rápidas a es-ta manivela -dijo Spieghalter, mostrándole unvolante de hierro bruñido-, haría brotar de unalámina de acero millares de surtidores, que sele clavarían en las piernas como otras tantasagujas.

-¡Diablo! - exclamó Rafael. Planchette deslizó por sí mismo la piel

de zapa entre las dos platinas de la prensa so-berana, y poseído de la seguridad que dan lasconvicciones científicas, imprimió un rápidogiro al volante.

-¡A tierra, o moriremos todos! - gritóSpieghalter, en voz tonante, tirándose al suelopara dar ejemplo.

Un silbido espantoso resonó en los talle-res. El agua contenida en la máquina hizo ex-plotar las planchas de fundición, dando paso aun surtidor de inconmensurable potencia, queafortunadamente fue a desplomarse sobre unafragua desechada, derribándola, triturándola,retorciéndola, como una tromba arrolla unacasa y se la lleva.

-¡Calla! -repuso tranquilamente Plan-chette-, la piel permanece inalterable. ¡Patrón!ese hierro debía tener algún pelo, o habría unintersticio en e! tubo principal.

-¡Quia! ¡no, señor! Conozco los trabajosde mi fundición. Este caballero puede llevarsesu trebejo, que por fuerza está endemoniado.

El alemán tomó un martillo de forja, co-locó la piel sobre un yunque, y con toda lafuerza que da la cólera, descargó sobre el talis-

mán el más formidable mazazo que jamás atro-nara sus talleres.

-¡Como si no! - exclamó Planchette, pa-sando la mano por la rebelde zapa.

Los operarios acudieron. El contramaes-tre cogió la piel y la sumergió en las profundi-dades del hornillo de una fragua. Formadostodos en semicírculo, frente al hogar, esperaroncon impaciencia el funcionamiento de unenorme fuelle. Rafael, Spieghalter y el profesorPlanchette, ocuparon el centro del tiznado yatento grupo. Al contemplar aquellos ojos, cuyablancura resaltaba en las caras ennegrecidaspor el polvillo del hierro y del carbón, aquellasblusas obscuras y grasientas, aquellos velludospechos, Rafael se creyó transportado al mundonocturno y fantástico de las baladas alemanas.El contramaestre retiró la piel con unas tenazas,después de someterla, durante diez minutos ala acción del fuego.

-Démela usted - dijo Rafael.

El contramaestre la presentó en bromaal marqués, quien la volteó entre sus manos,fría y flexible. Los obreros huyeron des-pavoridos, prorrumpiendo en un grito dehorror, y Rafael quedó solo con Planchette en ladesierta nave del taller.

-¡No hay duda! -exclamó Rafael, en tonodesesperado-; todo esto tiene algo de diabólico.¡No existe poder humano capaz de alargar mivida un solo día!

-Caballero -declaró el matemático en ac-titud contrita-, he cometido un error. Hemosdebido someter esta rarísima piel a la acción deun laminador. ¿Dónde tendría yo la cabeza, alproponerle una presión?

-Fui yo quien la solicité - replicó Rafael. El sabio respiró, como reo absuelto por

el jurado. Sin embargo, intrigado por el extrañoproblema que le planteaba la tal piel, reflexionóun momento y dijo

-Es preciso tratar esta substancia desco-nocida por medio de reactives. Vamos a ver a

Jafet. Quizá la Química sea más afortunada quela Mecánica.

Valentín avivó el trote del caballo de sucarruaje, ansioso de encontrar en su laboratorioal famoso químico Jafet.

-¡Hola, chico! -dijo Planchette saludandoa Jafet, que, sentado en un sillón, contemplabaun precipitado-. ¿Cómo va esa Química?

-Dormida. No hay nada nuevo. Única-mente la Academia ha reconocido la existenciade la salicina. Pero ni la salicina, ni la aspergi-na, ni la vanquelina, ni la digitalina, puedenconsiderarse como verdaderos descubrimien-tos.

-Pero cuando menos -objetó Rafael-, enla imposibilidad de inventar productos, se limi-tan ustedes a inventar nombres.

-¡Tiene usted mucha razón, joven! -Vamos a ver si puedes descomponer-

nos esta substancia -dijo el profesor Planchetteal químico-. Si extraes de ella un principiocualquiera, le denomino por anticipado «diabo-

lina», porque, al pretender comprimirla, aca-bamos de hacer trizas una prensa hidráulica.

-¡Venga! ¡ Venga! -exclamó gozoso elquímico-. Quizá sea un nuevo cuerpo simple.

-No, señor -contestó Rafael-, es simple-mente un trozo de piel de asno.

-¡Caballero! - repuso con gravedad el cé-lebre químico.

-No lo tome usted a burla - replicó elmarqués, entregándole la piel de zapa.

El eminente Jafet aplicó a la piel las sensiblespapilas de su lengua, tan hábil en la degusta-ción de sales, ácidos, álcalis y gases, y dijo, des-pués de unas cuantas pruebas

-¡No sabe a nada! Vamos a rociarla conácido ftórico.

La piel, sometida a la acción de tal prin-cipio, tan rápido en descomponer los tejidosanimales, no experimentó la menor alteración.

-Esto no es zapa -declaró el químico-.Trataremos a este misterioso incógnito a estilode mineral, y le sentaremos las costuras me-

tiéndole en un crisol infusible, en el que, preci-samente, tengo potasa roja.

Jafet salió y volvió a los pocos instantes. -Caballero -consultó a Rafael-, permíta-

me usted cortar un trozo de esta substancia tanespecial; es un caso tan extraordinario...

-¡Un trozo! -exclamó Rafael-. ¡Ni siquie-ra la equivalencia de un cabello! Sin embargo,inténtelo usted - añadió con aire triste y zum-bón a la par.

El sabio melló una navaja de afeitar alpretender cortar la piel; luego, trató de romper-la por medio de una descarga eléctrica; segui-damente, la sometió a la acción de la pila vol-taica; pero todos los rayos de su ciencia se es-trellaron contra el terrible talismán. Eran lassiete de la tarde. Planchette, Jafet y Rafael, sinadvertir el transcurso del tiempo, aguardabanel resultado de un último y supremo experi-mento. La zapa salió incólume de un espantosochoque producido por una proporcionada can-tidad de cloruro de nitrógeno.

-¡Estoy perdido! -exclamó Rafael-, In-dudablemente, anda mezclada en esto la manode Dios. ¡Muero sin remisión!

Y salió, dejando a los dos sabios estupe-factos.

-Nos guardaremos bien de contar estaaventura en la Academia, porque nuestros co-legas se burlarían de nosotros - dijo Planchetteal químico después de un prolongado silencio,durante el cual permanecieron mirándose mu-tuamente, sin atreverse a comunicarse sus pen-samientos.

Ambos académicos se hallaban comocreyentes salidos de sus tumbas, que no en-cuentran la mansión celeste. ¿La ciencia? ¡Im-potente! ¿Los ácidos? ¡Agua clara! ¿La potasaroja? ¡Desacreditada! ¿La pila voltaica y la chis-pa eléctrica? ¡Un par de dominguillos!

-¡Una prensa hidráulica, deshecha comouna sopa! - siguió comentando Planchette.

-¡Creo en el diablo! - exclamó el insigneJafet, después de un breve silencio.

-¡Y yo en Dios! - contestó Planchette. Y ambos estaban en su papel. Para un

mecánico, el Universo es una máquina que re-quiere un obrero: para la química, esa laborinfernal que va descomponiéndolo todo, elMundo es un fluido dotado de movimiento.

-El hecho es innegable - repuso el quí-mico.

-¡Bah! -contestó el mecánico-, para con-solarnos, los señores doctrinarios han instituidoel nebuloso axioma : «Brutal como un hecho."

-¡El tal axioma sí que me parece hecho alo bruto!

Y, echándose a reír, ambos se fueron acomer juntos, como gentes que no ven más queun fenómeno en un milagro.

De regreso en su casa, Valentín se sintióinvadido por una ira reconcentrada; ya no creíaen nada, las ideas bullían en su cerebro, girabany vacilaban, como las de todo hombre antes unhecho imposible. Supuso desde luego cualquierdefecto desconocido en la máquina de Spieg-

halter; no le admiró la impotencia del fuego yde la ciencia; pero le causaba espanto la flexibi-lidad de la piel entre sus manos, y su rigidez alser sometida a los medios destructores puestosa disposición del hombre. Aquel hecho in-contestable le producía vértigos.

-¡Acabaré loco! -exclamó para sí-. Aun-que todavía estoy en ayunas, no tengo hambreni sed, pero siento en el pecho un fuego que meabrasa.

Y después de volver a su marco la pielde zapa y de trazar con tinta roja el contornoactual del talismán, se acomodó en un sillón.

-Son las ocho -dijo-. Se me ha pasado eldía en un soplo. Y descansando el codo en elbrazo del mueble, apoyó la cabeza en su manoizquierda y permaneció embebido en una deesas meditaciones, cuyo secreto se llevan a latumba los condenados a muerte.

-¡Pobre Paulina! -murmuró-. Hay abis-mos que no es capaz de franquear el amor, apesar de la fuerza de sus alas.

En aquel momento percibió distinta-mente un suspiro ahogado, reconociendo, poruno de esos tiernos privilegios de la pasión, elhálito de su Paulina.

-¡Esa es mi sentencia! -exclamó-. Si ellaestuviese aquí, desearía morir en sus brazos.

Una carcajada franca, regocijada, sono-ra, le hizo volver la cabeza hacia su lecho, vien-do a través de las diáfanas cortinas el rostro dePaulina, sonriente, como un niño satisfecho delbuen éxito de una travesura. Su hermosa cabe-llera caía en bucles sobre sus hombros. Parecíauna rosa de Bengala, entre un montón de rosasblancas.

-He sobornado a Jonatás -dijo-. ¿Acasono me pertenece este lecho, siendo tu mujerci-ta? ¡No me riñas, nene! Sólo quería dormir jun-to a ti, sorprenderte.

Y saltando de la cama, con la ligereza deun gato, se mostró radiante bajo la envoltura delas finas batistas y se sentó sobre las rodillas deRafael.

-¿De qué abismo hablabas, amor mío? -le preguntó, dejando asomar a su frente unasombra de preocupación.

-¡De la muerte! -¡No me atormentes! Hay ciertas ideas,

en las que nosotras, pobres mujeres, no pode-mos fijarnos, porque nos matan. ¿Es exceso decariño, o falta de valor? No lo sé. Y no es queme asuste la muerte -añadió riendo-. Morir con-tigo mañana mismo, unidos en un beso postre-ro, sería una dicha. Me parecería haber vividomás de cien años. ¿Qué importa el número dedías, si en una noche, en una huta, hemos ago-tado toda una vida de aventura y de amor?

-Tienes razón -contestó Rafael-. El Cielohabla por tu linda boca. ¡Déjame besarla y mu-ramos!

-¡Pues, a ello! - replicó Paulina riendo. Al penetrar la luz del nuevo día, aunque

amortiguada por las persianas y por los corti-najes, permitió ver los vivos colores de la al-fombra y del tapizado de seda de los muebles

del aposento en que descansaban los dos aman-tes. Un rayo de sol daba de lleno en el mullidoedredón, lanzado al suelo en los espasmosamorosos. El vestido de Paulina, suspendidoante la luna de un gran espejo volante, se refle-jaba en ella como una aparición misteriosa. Susdiminutos zapatos estaban tirados lejos dellecho. A las nueve, se posó un ruiseñor en labarandilla del balcón, y sus repetidos gorjeos yel ruido de sus alas, súbitamente desplegadas allevantar el vuelo, despertaron a Rafael.

-Para morir -dijo, terminando un pen-samiento comenzado en un sueño- es precisoque mi organismo, este mecanismo de carne yhueso animado por mi voluntad, y que hace demí un individuo de la especie humana, presen-te una lesión apreciable. Los médicos debenconocer los síntomas de la vitalidad atacada ypoder decirme si estoy sano o enfermo.

Y contempló a su compañera, que dor-mía rodeándole el cuello con el brazo, expre-sando así durante el sueño las tiernas soli-

citudes del amor. Graciosamente tendida comoun niño y con la cara vuelta hacia él, Paulinaparecía mirar aún, ofreciéndole una preciosaboca entreabierta por una respiración acompa-sada y tranquila. Sus dientecillos de porcelanarealzaban el carmín de sus labios, por los quevagaba una sonrisa. El arrebol de su tez era másvivo y su blancura, por decirlo así, más blancaen aquel momento que en las más amorosashoras del día. Su gentil abandono, tan lleno deconfianza, unía al encanto del amor los adora-bles atractivos de la infancia dormida. Las mu-jeres, hasta las más ingenuas, obedecen aúndurante el día a ciertos convencionalismos so-ciales, que encadenan las francas expansionesde su alma; pero el sueño parece reintegrarlas ala espontaneidad de vida que caracteriza laprimera edad. Paulina no se sonrojaba por na-da, como una de esas caras y celestiales criatu-ras, en las que la razón no ha imbuido todavíaafectación en los gestos ni doblez en la mirada.Su perfil se destacaba vivamente sobre la fina

batista de las almohadas, y los rizos de los am-plios encajes se mezclaban con los de sus cabe-llos en desorden, dándole cierto aire picaresco.Habíase dormido en el placer: sus largas pesta-ñas reposaban sobre las mejillas, como parapreservar su vista de un resplandor demasiadointenso o para contribuir a ese recogimiento delalma que trata de retener una voluptuosidadcompleta, pero pasajera. Su linda y sonrosadaorejilla, encuadrada por un mechón de cabellosy dibujada entre las blondas de Malinas, hubie-ra enloquecido de amor a un artista, a un pin-tor, a un decrépito, y quizá hubiera restituido eljuicio a un insensato.

¿Cabe goce mayor que contemplar dor-mida a la mujer amada, sonriendo en su sueño,tranquila bajo nuestra protección, amándonoshasta mientras reposa, en el momento en que lacriatura parece haber cesado de ser, y ofrecién-donos aún unos labios callados, que se agitanentre sueños hablando del último beso; ver auna mujer confiada, semidesnuda, pero envuel-

ta en su amor como en un manto y casta en elseno del desorden; admirar sus ropas esparci-das, un bajo de seda quitado la víspera paracomplacernos, un corsé desatado, que acusauna fe infinita? Ese corsé es todo un poema; lamujer cuya cintura ceñía ya no existe; nos per-tenece, la hemos hecho nuestra, constituye par-te integrante de nuestra personalidad; en losucesivo, al engañarla, nos ofendemos a noso-tros mismos.

Rafael contempló enternecido aquellaestancia saturada de amor, llena de recuerdos,donde la luz tomaba tintes voluptuosos, y vol-vió de nuevo sus ojos a aquella mujer de for-mas puras y juveniles, palpitante de pasióntodavía, y cuyos sentimientos, sobre todo, eranexclusivamente para él. Entonces, deseó conti-nuar viviendo. Cuando su mirada cayó sobrePaulina, la muchacha se despertó inmediata-mente, como si hubiera herido sus pupilas unrayo de sol.

-Buenos días, palomito mío -dijo riendo-. ¡Qué guapo estás, picarón!

Aquellas dos cabezas, impregnadas deuna gracia debida al amor, a la juventud, a lapenumbra y al silencio, formaban una de esasdivinas escenas cuya magia transitoria pertene-ce únicamente a los primeros días de la pasión,del propio modo que la inocencia y el candorson los atributos de la infancia. ¡Ay! Esas ale-grías primaverales del amor, como las risas denuestra niñez, huirán, y vivirán tan sólo ennuestro recuerdo para desesperarnos o paraderramar sobre nosotros algún bálsamo conso-lador, según los caprichos de nuestras íntimasmeditaciones.

-¿Por qué te has despertado? -preguntóRafael-. Me halagaba tanto contemplar tu sue-ño, que hasta lloraba.

-También he llorado yo esta noche, alcontemplarte en reposo, pero no de alegría -contestó Paulina-. ¡Oye, Rafael! Cuando duer-mes, tu respiración no es franca; hay en tu pe-

cho algo que resuena y que me da miedo. Du-rante tu sueño, tienes una tosecilla seca, seme-jante en absoluto a la de mi padre, que padeceuna tisis que le consume. He reconocido en tuspulmones algunos de los efectos extraños de lafatal dolencia. Además, estoy segura de quetienes fiebre; tu mano estaba húmeda y ardoro-sa. Sin embargo, tú eres joven -añadió temblan-do-, y aun podrías curarte, si por desgracia...¡Pero no! -exclamó cambiando de tono-, ¡no haytal desgracia! Esa enfermedad se contagia, se-gún dicen los médicos.

Y enlazó a Rafael con sus dos brazos,aspirando su aliento en uno de esos besos enque el alma sube a los labios.

-No deseo envejecer -dijo-. Muramos jó-venes los dos, y ascendamos al cielo entre guir-naldas de flores.

-Esos proyectos se hacen siempre, cuan-do disfrutamos de buena salud - objetó Rafael,introduciendo sus manos en la cabellera dePaulina.

Pero en aquel momento le acometió unhorrible acceso de tos, una de esas toses roncasy cavernosas que parecen salir de un ataúd, quehacen lividecer a los pacientes y los deja tré-mulos, inundados en sudor, después de excitarsu sistema nervioso, de quebrantar sus huesos,de fatigar su medula espinal y de entorpecer lanormal circulación de la sangre. Rafael, abati-do, pálido, se reclinó lentamente, postrado co-mo quien ha gastado toda su fuerza en un pos-trer esfuerzo. Paulina clavó en él sus pupilas,agrandadas por el miedo, y permaneció inmó-vil, pálida, silenciosa.

-No hagamos tonterías, ángel mío - dijo,tratando de ocultar a Rafael los horribles pre-sentimientos que la agitaban.

Y se tapó la cara con las manos, porquevio la repulsiva silueta de la «Muerte". La cabe-za de Rafael se había tornado lívida y hueca,como un cráneo arrancado de las profundida-des de un cementerio para servir de estudio.

Paulina recordó la exclamación escapada lavíspera a Rafael, y pensó:

-¡Sí! Hay abismos que el amor no puedefranquear, pero debe sepultarse en ellos.

Una mañana del mes de marzo, pocosdías después de la citada escena de desolación,Rafael se hallaba sentado en una butaca, rodea-do de cuatro médicos que le habían hecho colo-car a la luz, delante del balcón de su aposento,y le pulsaban alternativamente, le palpaban, leinterrogaban con aparente interés. El enfermoespiaba sus pensamientos interpretando susgestos y hasta el más leve entrecejo que fruncíasus frentes. Aquella consulta era su última es-peranza. Aquellos jueces supremos iban a pro-nunciar una sentencia de vida o de muerte--Para arrancar la última palabra a la cienciahumana, Valentín había convocado a los orácu-los de la medicina moderna. Gracias a su fortu-na y a su nombre, se habían congregado en supresencia los tres sistemas entre los cuales flo-tan los conocimientos humanos. Tres de los

doctores llevaban consigo toda la filosofía mé-dica, representando en ellos la lucha entablabaentre la espiritualidad, el análisis y cierto eclec-ticismo burlón. El cuarto médico era HoracioBianchon, hombre de gran porvenir y repletode ciencia, el más distinguido quizá por losmédicos noveles, sabio y modesto diputado dela juventud estudiosa que se apresta a recoger¡a herencia de los tesoros acumulados por espa-cio de cincuenta años por la Facultad de París,y llamado probablemente a levantar el monu-mento para el que los siglos precedentes hanaportado tantos y tan diversos materiales.Amigo del marqués y de Rastignac, se habíaencargado de la asistencia del primero pocosdías antes. y le ayudaba a responder a las pre-guntas de los tres profesores, a quienes indica-ba de vez en cuando, con una especie de insis-tencia, los diagnósticos reveladores, a su juicio,de una tisis pulmonar.

-Ha debido usted cometer muchos exce-sos, entregándose a una vida disipada, y, a la

vez, desarrollar un intenso trabajo mental - dijoa Rafael uno de los tres afamados doctores,cuya cabeza cuadrada, ancho rostro y vigorosacomplexión parecían denotar un genio superioral de sus dos antagonistas.

-He querido matarme haciendo una vi-da desordenada, después de pasar tres añosescribiendo una extensa obra, en la que quizá seocupen ustedes algún día - contestó Rafael.

El eminente facultativo movió la cabeza,en señal de satisfacción, como si dijera para sucapote:

-¡Estaba seguro de ello! El que así habló era el ilustre Brisset, el

jefe de los materialistas, el sucesor de los Caba-nis y de los Bichat, el médico de los espírituspositivistas, que ven en el hombre un ser finito,sujeto únicamente a las leyes de su propio or-ganismo. y cuyo estado normal o deletéreasanomalías se explican por causas evidentes.

A la respuesta del marqués, Brisset miróen silencio a uno de sus colegas de profesión;

un individuo de regular estatura, cuyo encen-dido rostro y ardientes pupilas parecían perte-necer a un sátiro de la antigüedad, y que, recos-tado en el quicio del balcón, contemplaba aten-tamente a Rafael, sin proferir palabra. Hombreexaltado y creyente, el doctor Caméristus, pa-ladín de los espiritualistas, poético defensor delas doctrinas abstractas de Juan Bautista vanHelmont, veía en la vida humana un principioelevado, secreto, un fenómeno inexplicable quese burla de los bisturíes, engaña a la cirugía,escapa a las fórmulas de la farmacopea, a loscálculos algebraicos, a las demostraciones de laanatomía, y se ríe de nuestros esfuerzos; unaespecie de llama intangible, invisible, sometidaa determinada ley divina, y que se mantienecon frecuencia en los cuerpos condenados portodos los pronósticos, como deserta de los or-ganismos más viables.

Una sardónica sonrisa, vagaba por loslabios del tercer galeno, el doctor Maugredie,hombre cultísimo, pero pirrónico y guasón, que

no creía más que en el escalpelo, concedía aBrisset la posibilidad de la muerte de una per-sona en plena salud, y reconocía con Caméris-tus la de que un hombre siga viviendo despuésde muerto. Encontraba algo bueno en todas lasteorías, sin adoptar ninguna, pretendiendo quelo mas acertado, en medicina, es prescindir desistemas y atenerse a las circunstancias especia-les de cada caso. Panurgo de la escuela, rey dela observación, aquel gran explorador, aquelgran burlón, el hombre de las tentativas deses-peradas, examinaba la pie! de zapa.

-Desearía ser testigo de la coincidenciaque existe entre la manifestación de sus deseosy la contracción de esta piel - indicó al marqués.

-¿Para qué? - objetó Brisset. -Es sobrenatural - opinó Caméristus. -¡Ah! ¿Están ustedes de acuerdo? - pre-

guntó Maugredie a sus colegas. -Esa contracción es sencillísima - mani-

festó Brisset. -Es sobrenatural - opinó Caméristus,

-En efecto -replicó Maugredie, afectandoun aire solemne y devolviendo a Rafael su pielde zapa-. El encogimiento del cuero es unhecho inexplicable, aunque natural, que, desdela creación del mundo, constituye la desespera-ción de la medicina y de las mujeres bonitas.

Observando detenidamente a los tresdoctores, Valentín no descubrió en ellos ningúninterés por sus padecimientos. Los tres, calla-dos a cada respuesta, le miraban indiferente-mente de pies a cabeza y le preguntaban sincompadecerle. Se traslucía la despreocupación,a través de su cortesía. Ya fuese por convicción,ya reflexivamente, sus palabras eran tan raras,tan indolentes, que hubo momentos en queRafael los creyó distraídos. Únicamente Brissetse limitaba a contestar con un «¡Bien! ¡bien!",cuando Bianchon demostraba la existencia detodos los más alarmantes síntomas. Caméristuspermanecía sumido en profunda meditación, yMaugredie parecía un autor cómico, estudian-do !os tipos para reproducirlos fielmente en la

escena. La fisonomía de Horacio denunciabauna honda pena, una compasión impregnadade tristeza. Había ejercido muy poco su profe-sión, para mostrarse insensible ante el dolor eimpasible junto a un lecho mortuorio; no sabíaextinguir las lágrimas provocadas por !a amis-tad, que empañan las pupilas, impidiendo alhombre ver claro y aprovechar, como el generalen jefe de un ejército, el momento propicio parala victoria, sin escuchar ayes y lamentos de losmoribundos. Después de pasar una mediahora, tomando en cierto modo la medida de laenfermedad y del enfermo, como un sastre to-ma la del frac a un joven que le encarga su trajede boda, se extendieron en varios lugares co-munes, hablando hasta de política, y por últi-mo, solicitaron la venia para trasladarse al des-pacho de Rafael, con objeto de cambiar sus im-presiones y redactar la sentencia.

-Señores -preguntó el marqués-, ¿mepermitirían ustedes asistir a la discusión?

Ante semejante pretensión, Brisset yMaugredie protestaron vivamente, y a pesar delas instancias de su enfermo, se negaron a deli-berar en su presencia. Rafael se sometió a lacostumbre.

Pensando que le sería fácil deslizarse aun corredor, desde donde oiría perfectamenteel debate técnico que iba a entablarse entre lostres profesores.

-Señores -dijo Brisset al entrar-, permí-tanme ustedes que me anticipe a emitir mi opi-nión. No trato de imponerla, ni de promovercontroversia. Desde luego, es clara, precisa, yresulta de una completa homogeneidad entreuno de mis enfermos y el paciente que hemossido llamados a reconocer. Además, me es-peran en el hospital que tengo a mi cargo. Laimportancia del caso que reclama mi presenciaen dicho benéfico establecimiento, me disculpa-rá de tomar la palabra en primer término. El«sujeto" que nos ocupa, está igualmente gasta-do por el trabajo mental... ¿Qué obra es la que

ha escrito, Horacio? - preguntó dirigiéndose almédico novel.

-Una teoría de la voluntad. -¡Cáscaras! El tema es vastísimo. Pues

bien; como decía, su decaimiento proviene tan-to de un exceso de labor imaginativa, como dedesarreglos en el régimen, del uso reiterado deestimulantes demasiado enérgicos. La acciónforzada del cuerpo y del cerebro ha viciado elfuncionamiento de todo el organismo. Es fácilreconocer, señores, en los síntomas de la cara ydel cuerpo, una tremenda irritación en el estó-mago, la neurosis del gran simpático, la vivasensibilidad del epigastrio, la reducción de loshipocondrios. Ya se habrán fijado ustedes en elvolumen y en las palpitaciones del hígado. Porúltimo, el señor Bianchon, que ha observadoconstantemente a su enfermo, nos ha manifes-tado que sus digestiones son difíciles, laborio-sas. Hablando con propiedad, ya no hay estó-mago: ha desaparecido el ser corpóreo. El inte-lecto está atrofiado, porque el individuo ya no

digiere. La alteración progresiva del epigastrio,centro de la vida, ha perturbado todo el siste-ma. De ahí las continuas y flagrantes irradia-ciones que han invadido el cerebro, introdu-ciendo el desorden en él, por el plexo nervioso,y produciendo como consecuencia una exage-rada excitación en dicho órgano. La monoma-nía es indudable. El enfermo está dominadopor una idea fija. Para él, esta piel de zapa secontrae realmente, aunque es probable quesiempre haya tenido el mismo tamaño que aho-ra; pero, contráigase o no, la tal zapa viene a serpara él la mosca en la nariz de cierto gran visir.Apliquemos prontamente unas sanguijuelas alepigastrio; calmemos la irritación de ese órga-no, base del funcionamiento de los demás; so-metamos al enfermo a un régimen, y la mono-manía cesará. Y no diré más al doctor Bianchon;él es quien debe determinar el conjunto y losdetalles del tratamiento. Quizás esté complica-do con algún otro este padecimiento: quizásexiste inflamación en las vías respiratorias; pero

creo que el tratamiento del aparato digestivo esmucho más importante, más necesario, másurgente que el de los pulmones. El estudio te-naz de materias abstractas y algunas pasionesviolentas han producido graves perturbacionesen ese mecanismo vital; pero aun es tiempo deenderezar los resortes, porque no hay ningunalesión incurable. Puede pues, salvarse fácilmen-te a su amigo - terminó diciendo a Bianchon.

-Nuestro entendido colega -contestóCaméristus- toma el efecto por la causa. Real-mente, existen en el enfermo las alteracionestan bien observadas por nuestro compañero;pero no es que el estómago haya ido estable-ciendo gradualmente esas irradiaciones en elorganismo y hacia el cerebro, semejantes a lasque forma la rotura de un cristal, sino que hasido preciso un golpe que produzca la rotura.¿Quién ha dado ese golpe? Eso es lo que hayque averiguar. ¿Hemos observado suficiente-mente al enfermo? ¿Conocemos todos los acci-dentes de su vida? Señores, el principio vital, el

“foco” de van Helmont, aparece lesionado enél; la vitalidad misma se encuentra atacada ensu esencia; el destello divino, la inteligenciatransitoria que viene a servir como de engrana-je a la máquina y que produce la voluntad, laciencia de la vida, ha cesado de regularizar losfenómenos cotidianos del mecanismo y las fun-ciones de cada órgano. De ahí provienen losdesórdenes tan bien apreciados por mi doctocolega. El movimiento no ha partido del epigas-trio al cerebro, sino del cerebro al epigastrio.¡No! -añadió, golpeándose con fuerza el pecho-,¡yo no me considero como un estómago ambu-lante! No todo estriba en eso. Por mi parte, nome sentiría con valor para afirmar que, tenien-do un buen epigastrio, lo demás importa unbledo. No es posible -prosiguió, más ensalma-do- someter a una misma causa física y a untratamiento uniforme las graves perturbacionesque sobrevienen en los diferentes individuos,más o menos seriamente atacados. Ningúnhombre se parece a otro. Todos tenemos órga-

nos especiales, diversamente afectados, nutri-dos de distinto modo, apropiados para llenarmisiones diferentes, para desarrollar temas ne-cesarios al cumplimiento de un orden de cosasque nos es desconocido. La porción del grantodo, que por una alta voluntad viene a operar,a mantener en nosotros el fenómeno de la ani-mación, se formula de una manera distinta encada hombre, constituyéndole en un ser finitoen apariencia pero que coexiste, por un punto,con una causa infinita. Por eso, debemos estu-diar cada sujeto separadamente, penetrarle,reconocer en qué consiste su vida, la potenciaque alcanza ésta. Desde la blandura de unaesponja empapada hasta la dureza de la piedrapómez, hay infinidad de gradaciones. Tal ocu-rre en el hombre. Entre la complexión fofa delos linfáticos y el vigor metálico de los múscu-los de ciertos individuos destinados a una pro-longada existencia, ¿cuántos errores no comete-rá el sistema único, implacable, de la curaciónpor el abatimiento, por la postración de las

energías humanas, que siempre se suponenexcitadas? Así, pues, en el caso presente, yoadoptaría un tratamiento puramente moral, unexamen bien a fondo del ser íntimo. Vamos abuscar la causa del mal en las entrañas del al-ma, y no en las entrañas del cuerpo. Un médicoes un ser inspirado, dotado de un genio espe-cial, a quien Dios concede la facultad de leer enla vitalidad, del propio modo que otorga alpoeta la de evocar la Naturaleza, al músico lade combinar los sonidos en un orden armónico,cuyo tipo quizá se halla en las alturas...

-¡Siempre su medicina absolutista, mo-nárquica y religiosa!-murmuró Brisset.

-Señores -repuso vivamente Maugredie,ahogando con presteza la frase de Brisset-, noperdamos de vista que el enfermo...

-¡He ahí los progresos y las conclusionesde la ciencia! -exclamó melancólicamente Ra-fael-. ¡Mi curación fluctúa entre un rosario yuna sarta de sanguijuelas, entre el bisturí deDupuytren y la oración del príncipe de Hohen-

lohe! Maugredie está ahí, dudando, en la líneaque separa el hecho de la palabra, la materiadel espíritu- La contradicción humana me per-sigue por todas partes; siempre el «carymari»«carymara» de Rabelais. ¿Estoy espiritualmenteenfermo? Pues ¡carymari! ¿Lo estoy cor-poralmente? ¡Carymara! ¿Viviré? Lo ignoran.Por lo menos, Planchete era más franco al de-cirme: No sé.

La voz de Maugredie llegó a oídos deRafael en aquel momento.

-El enfermo es monomaníaco -dijo-. Eneste punto estamos de acuerdo; pero poseedoscientas mil libras de renta, estos monoma-níacos son escasísimos, y cuando menos, lesdebemos un dictamen. En cuanto a saber si suepigastrio ha influido en el cerebro, o su cere-bro en el epigastrio, quizá tengamos ocasión decomprobarlo, después de muerto. Resumamos,pues. Su enfermedad es un hecho incontestable,como lo es la consecuencia de que requiere untratamiento cualquiera. ¡Dejémonos de doctri-

nas! Apliquémosle sanguijuelas para calmar lairritación intestinal y la neurosis, acerca de cu-ya existencia estamos conformes, y luego, en-viémosle a un balneario. De este modo, em-plearemos los dos sistemas. Si es tuberculoso,nos será difícil salvarle, así que...

Rafael se alejó presurosamente del co-rredor y volvió de nuevo a su sillón. Al pocorato, los cuatro médicos salieron del despacho.Horacio tomó la palabra, diciendo al marqués

-Mis distinguidos compañeros han re-conocido unánimemente la necesidad de unainmediata aplicación de sanguijuelas al estó-mago, y la urgencia de un tratamiento físico ymoral a la vez. Ante todo, un régimen dietético,a fin de calmar la irritación de su organismo.

Brisset hizo un signo de aprobación. -Después, un régimen higiénico, para

regularizar la parte moral. Por tanto, aconseja-mos a usted, también por unanimidad, quevaya a las aguas de Aix, en Saboya, o a las deMont Dore, en Auvernia, sí las prefiere. El aire

y el panorama de• Saboya son más agradablesque los del Cantal; pero esto queda a su elec-ción.

El doctor Caméristus dio muestras de asen-timiento con otro gesto.

-Como estos señores -prosiguió Bian-chon- han observado ligeras alteraciones en elaparato respiratorio, han coincidido respecto ala utilidad de mis prescripciones anteriores.Opinan que su curación es fácil, y dependerádel empleo, prudentemente alternado, de estosmedios... y...

-¡Comprendo que tu hija no recobre elhabla! -dijo Rafael, sonriendo y llevándose a sudespacho a Horacio, para abonarle el importede la inútil consulta.

-Son lógicos -le contestó el joven médi-co-. Caméristus siente, Brisset examina, Mau-gredie duda. ¿Acaso no tiene el hombre alma,cuerpo y raciocinio? Una de estas tres causasprimordiales actúa en nosotros con mayor omenor energía, ejerciendo su constante influjo

en la ciencia humana. Créeme, Rafael: nosotrosno curamos, ayudamos a curar. Entre la medi-cina de Brisset y la de Caméristus, continúaexistiendo la medicina expectante; pero, parapracticarla con éxito, sería preciso conocer alenfermo desde diez años antes. En el fondo dela medicina, como en todas las ciencias, haynegación. Procura, pues, vivir cuerdamente ytrata de emprender un viaje a Saboya : lo mejores y será siempre confiarse a la naturaleza.

Un mes después, a la vuelta del paseo yen una hermosa tarde de verano, se hallabancongregados, en los salones del casino, variosde los concurrentes al balneario de Aix. Sentadajunto a una ventana y vuelto de espalda a losreunidos, Rafael permaneció sólo durante largorato, sumido en uno de esos maquinales desva-ríos, en cuyo curso nacen, se encadenan y sedesvanecen nuestras ideas; sin revestir formas,pasando por nosotros como ligeras nubes, ape-nas coloreadas. En esos instantes, la tristeza es 1suave, la alegría vaporosa y el alma está casi

adormecida. Dejándose llevar de esa vida sen-sual, Valentín se bañaba en la tibia atmósferadel crepúsculo, saboreando el aire puro y per-fumado de las montañas, satisfecho de no sen-tir ningún dolor y de haber logrado reducir alsilencio a su amenazadora piel de zapa. En elmomento en que las rojas tintas del ocaso seextinguieron en las cimas, la temperatura re-frescó y Rafael abandonó su puesto, cerrando laventana.

-¡Caballero! -le increpó una dama deavanzada edad-. ¿Tendría usted la bondad deno cerrar la vidriera? ¡Nos estamos asfixiando!

Esta frase desgarró el tímpano de Ra-fael, con disonancias de singular acritud: fuecomo la expresión que deja escapar impru-dentemente un hombre, en cuya amistad qui-siéramos creer, y que destruye alguna gratailusión sentimental, descubriendo una sima deegoísmo. El marqués lanzó a la vetusta dama lamirada glacial de un diplomático impasible,

llamó a un criado, y le ordenó secamente, alpresentarse.

-¡Abra usted la ventana! El hecho produjo sorpresa insólita, que

se reflejó en las fisonomías de los circunstantes.Todos se pusieron a cuchichear, mirando alenfermo más o menos airadamente, como sihubiera cometido una grave impertinencia.Rafael, que no había desechado por completosu prístina timidez de adolescente, estuvo apunto de avergonzarse; pero sacudió su corte-dad, recobró su energía y se pidió cuenta a símismo de la extraña escena. Una rápida con-moción animó su cerebro. El pasado se le apa-reció en una visión distinta, en la que resaltaronlas causas del sentimiento que inspiraba, comose destacan las venas de un cadáver, en las quese inyecta una substancia colorante, en la con-veniente proporción. Se reconoció a sí mismoen aquel cuadro fugitivo; siguió en él su exis-tencia, día por día, pensamiento por pensa-miento viose, no sin sorpresa, sombrío y dis-

traído en el seno de aquella sociedad jovial,pensando desdeñar la más insignificante. con-versación, esquivando esas intimidades efíme-ras que se establecen rápidamente entre losbañistas, sin duda porque cuentan con no vol-verse a encontrar; sin cuidarse de los demás, ysemejante, en fin, a esas rocas tan insensibles alas caricias como al furor de las olas. Después,por un raro privilegio de intuición, leyó en to-das las almas. Al distinguir, a la luz de un can-delabro el cráneo amarillento, el perfil sardóni-co de un viejo, recordó haberle ganado su dine-ro, sin proponerle el desquite; más allá, vio auna linda mujer, cuyas insinuaciones y zalame-rías acogiera cor frialdad, Cada fisonomía lereprochaba un agravio inexplicable en aparien-cia; pero cuyo resquemor subsiste, por consti-tuir una ofensa al amor propio. Involuntaria-mente, había lastimado todas las pequeñas va-nidades que gravitaban en su derredor. Losinvitados a sus fiestas o aquellos a quienesofreciera sus caballos, estaban resentidos de su

boato; sorprendido de su ingratitud, les evitóaquella especie de humillación, y entonces, cre-yéndose despreciados, le acusaron de altanería.Sondeando así los corazones, logró descifrar losmás recónditos pensamientos, y se horrorizó dela sociedad, de sus formulismos y de sus ficcio-nes. Rico y superior en talento, era envidiado oaborrecido: su silencio frustraba la curiosidad,y su modestia era tomada por orgullo por aque-llas gentes mezquinas y superficiales. Adivinóla falta latente, irremisible, de que se habíahecho culpable para con ellas; rebasaba los li-mites de la jurisdicción de su mediocridad. Re-belde a su inquisitorial despotismo, acertó aprescindir de su trato; y para vengarse de aque-lla realeza clandestina, todos se coligaron ins-tintivamente, para hacerle sentir su poder, so-meterle a una imitación de ostracismo y ense-ñarle que también ellos podían pasar sin él.Compadecido al principio de aquel aspectosocial, no tardó en estremecerse, al pensar en eldócil poder que le descorría el velo carnoso

bajo el que se hallaba sepultada la naturalezamoral, y cerró los ojos, como no queriendo vernada más. De pronto, se tendió un espeso ysombrío cortinón ante aquella siniestra fantas-magoría palpable, y se encontró en el horribleaislamiento, reservado a las potestades y domi-naciones. En aquel momento, le acometió unviolento acceso de tos. Lejos de recoger unasola de esas frases indiferentes en apariencia,pero que simulan por lo menos una especie decortés compasión, entre personas bien educa-das reunidas por casualidad, llegó a sus oídosuna serie de interjecciones hostiles y de quejasmurmuradas en voz queda. La sociedad, nisiquiera se dignaba ya recatarse en su presen-cia, por considerar, sin duda, que había sidoadivinada por él.

-¡Esa enfermedad es contagiosa! -¡Bien podía prohibirle la entrada en el

salón, el presidente del Casino! -¡Es una grosería toser así, delante de

todo el mundo!

-¡Un hombre tan enfermo no debe con-currir a los balnearios!

-¡Acabaré por marcharme de aquí! Rafael se levantó para substraerse a la

maldición general, y dio unas vueltas por lasala. Buscando protección, se acercó a una jo-ven aislada, con la idea de dedicarle algunasfinezas; pero ella, al percatarse de su propósito,le volvió la espalda. Fingiendo mirar a los quebailaban. Rafael temió haber de apelar a su ta-lismán, durante la velada. falto de voluntad yde animo para entablar conversación, abando-nó la sala de fiestas y se refugió en la de billar,donde no fue acogido con mayor afecto. Nadiele saludó, nadie le dirigió la palabra, ni siquierauna mirada de benevolencia. Su espíritu, natu-ralmente meditabundo, le reveló, por una sus-ceptibilidad intuitiva, la causa general y racio-nal de la aversión que inspiraba. Aquel reduci-do núcleo social obedecía, sin saberlo quizás, ala ley suprema que rige al gran mundo, cuyaética implacable se desarrolló por completo a

los ojos de Rafael. Una ojeada retrospectiva lepresentó a Fedora como el tipo acabado de lasociedad. Tan poca simpatía encontraría en éstapara sus padecimientos, como en aquélla paralas miserias de su corazón. El mundo alegredestierra de su seno a los desdichados, como unhombre de salud vigorosa expulsa de su cuerpoun principio morbífico. El mundo abomina delos dolores y de los infortunios, los teme comoa la peste, y no titubea entre ellos y los vicios. Elvicio es un lujo. Por majestuosa que sea unadesgracia, la sociedad sabe empequeñecerla,ridiculizarla con un epigrama: traza caricaturaspara lanzar a la cabeza de los reyes caídos lasafrentas que supone haber recibido de ellos.Semejante a las jóvenes romanas del Circo, noperdona jamás al gladiador vencido; vive deoro y de burla. « ¡Mueran los débiles!» Tal es ellema de esa especie de orden ecuestre instituidaen todas las naciones del orbe, porque en todaspartes existen ricos, y esa sentencia está escritaen el fondo de los corazones moldeados por la

opulencia o nutridos por la aristocracia. ¿Sereúnen niños en un colegio? Pues esa imagenescorzada de la sociedad, pero imagen tantomás exacta en cuanto más ingenua y más fran-ca, ofrecerá siempre pobres ilotas, seres desti-nados al sufrimiento y al dolor, colocados ince-santemente entre el desprecio y la piedad. ElEvangelio les promete el cielo. ¿Se desciendemas en la escala de los seres organizados? Sientre las aves encerradas en un corral, hay al-guna enteca y enfermiza, las restantes la persi-guen a picotazos, la despluman y la torturan.Fiel a esta ley fundamental del egoísmo, elmundo prodiga sus rigores a las lacerías sufi-cientemente osadas para perturbar sus fiestas,para acibarar sus placeres. Quienquiera quepadezca física o moralmente, que carezca dedinero o de poder, es un paria. Que permanez-ca en su desierto; si traspasa sus limites, sóloencontrará por todas partes crudezas inverna-les frialdad en las miradas, en los ademanes, enlas palabras, en el corazón; y aun puede darse

por satisfecho si no recolecta el insulto allídonde debería brotar para él un consuelo. ¡Mo-ribundos! ¡Ancianos! ¡Quedaos solos en vues-tros fríos hogares! ¡Doncellas sin dote! ¡Helaosy abrasaos en vuestros solitarios desvanes! Si lasociedad tolera una desventura, es tan sólo pa-ra acomodarla a su capricho, para explotarla,aherrojarla y enfrenarla, para utilizarla comoun objeto de recreo. ! Atrabiliarias señoritas decompañía ! ¡Mantened la sonrisa en vuestrosrostros; soportad el histerismo de vuestra pre-tendida bienhechora; pasead sus perros, rivalesde sus falderos ingleses, distraedla, adivinadsus deseos y callad a todo! ¡Y tú, rey de los la-cayos sin librea, desvergonzado parásito, dejatu personalidad en casa; digiere como digieratu anfitrión, hazle coro en sus risas y en susllantos, regocíjate con sus chistosas ocurrencias,y si quieres denigrarle, aguarda su caída t Asíes como la sociedad honra la desgracia; la matao la ahuyenta; la envilece o la expurga.

Todas estas reflexiones invadieron sorda-mente el corazón de Rafael, con la prontitud deuna inspiración poética. Al mirar en torno su-yo, sintió ese frío siniestro que la sociedad des-tila para alejar las miserias, y que impresiona alalma con más viveza de la que hiela los cuerposel cierzo decembrino. Cruzó los brazos sobre elpecho, apoyó la espalda en la pared y cayó enuna profunda melancolía, pensando en la esca-sa dicha que la espantosa organización propor-ciona la mundo. ¿Qué significaba, en suma,todo aquello? Distracciones sin placer, alegríassin expansión, fiestas sin regocijo, delirio sinvoluptuosidad, leña y cenizas, en fin, en unhogar, sin un vestigio de llama. Al levantar lacabeza, se encontró solo, Habían huido los ju-gadores.

-¡Para hacerles adorar mi tos -murmuró-, me bastaría revelarles mi poder!

Y al formular su pensamiento, interpuso elmanto del desprecio entre su personalidad y elmundo.

Al día siguiente le visitó el médico delbalneario, mostrándose inquieto por su salud.Rafael no pudo contener un movimiento dealegría al oír las cariñosas frases de interés y deafecto. Encontró la fisonomía del doctor im-pregnada de dulzura y de bondad, le parecióque hasta los rizos de su cabellera respirabanfilantropía, y que todo su ser denotaba un ca-rácter apostólico, expresaba la caridad cristianay la abnegación del hombre que. celoso por susenfermos, se limitaba a jugar con ellos a losnaipes, lo bastante bien para ganarles su dine-ro.

-Señor marqués -dijo, después de unaextensa conferencia con Rafael-, tengo funda-das esperanzas de disipar su tristeza. Ahora,conozco suficientemente la constitución de us-ted, para afirmar que los médicos de París, cu-yos preclaros talentos son indiscutibles, se hanequivocado acerca de la naturaleza de su en-fermedad. De no sobrevenir accidente, señormarqués, puede - usted alcanzar más larga vida

que Matusalén. Sus pulmones son tan fuertescomo fuelles de fragua, y su estómago podríacompetir con el de un avestruz; pero, si viveusted en temperaturas elevadas, está expuestoa que le lleven muy pronto camino del cemen-terio. El señor marqués me comprenderá en dospalabras. La química ha demostrado que larespiración constituye en el hombre una verda-dera combustión, cuya mayor o menor inten-sidad depende de la abundancia o escasez deprincipios flogísticos acumulados por el orga-nismo especial a cada individuo. En el suyo,abunda el flogisto; está usted, si se me permitela expresión, superoxigenado, por efecto de sucomplexión ardiente, propia de los hombrespredestinados a la vehemencia en sus pasiones.Al respirar el aire vivo y puro que acelera lavida en los individuos de fibra blanca, fomentausted una combustión ya sobradamente activa.Así, pues, una de las condiciones de su exis-tencia es la atmósfera densa de los establos, delos valles. Sí; el ambiente vital del hombre de-

vorado por el genio, está en los fértiles pradosde Alemania, en Baden-Baden, en Toepliz. Si nosiente usted aversión a Inglaterra, sus horizon-tes brumosos calmarán su incandescencia; peronuestros balnearios, situados a mil pies sobre elnivel del Mediterráneo, no pueden menos deserle funestos. Tal es mi opinión -concluyó eldoctor, exteriorizando un gesto de modestia-,que formulo contra nuestros intereses, puestoque, de seguirla, tendremos el sentimiento devernos privados de su grata compañía.

A no ser por estas últimas palabras, Ra-fael habría quedado seducido por la fingidabondad del meloso galeno; pero era un obser-vador demasiado profundo para no adivinarpor el acento, por la actitud y por la mirada queacompañaron a la suave zumbona frase, la mi-sión de que indudablemente había encargado aaquel hombrecillo el cónclave de sus alegresenfermos. Aquellos ociosos de rubicunda tez,aquellas aburridas viejas, aquellos ingleses nó-madas, aquellas elegantes escapadas del do-

micilio conyugal y llevadas al balneario por susamantes, se proponían expulsar del estableci-miento a un pobre moribundo débil, enclenque,incapaz, aparentemente, de resistir a una perse-cución cotidiana. Rafael aceptó el combate,viendo un entretenimiento en aquella intriga.

-Pues que tanto lamentaría usted mimarcha -contestó al doctor-, procuraré armoni-zar su excelente consejo con mi permanencia enestos sitios. Mañana mismo dispondré la cons-trucción de una casa, en la que modificaremosel ambiente, con arreglo a sus instrucciones.

El médico, interpretando la sonrisaamargamente irónica que asomó a los labios deRafael, se limitó a saludarle, sin acertar con laréplica.

El lago del Bourget es una dilatada cor-tadura entre los acantilados de las montañas, enla que brilla, a setecientos u ochocientos piessobre el nivel del Mediterráneo, una superficiede un azul único en el mundo. Visto desde laaltura del Diente del Gato, el lago se asemeja a

una enorme turquesa perdida en el fondo. Lahermosa capa líquida tiene un contorno denueve leguas y, en ciertos sitios, cerca de qui-nientos pies de profundidad. Pasear en unabarca por el centro de aquella tranquila sábana,bajo un cielo sereno, sin oír otro ruido que el delos remos ni ver en el horizonte más que mon-tañas brumosas; admirar las deslumbrantesnieves de la Maurienne francesa; pasar sucesi-vamente de bloques de granito cubiertos por elaterciopelado de los helechos, o por arbustosenanos, a risueñas colinas; a un lado el desierto,al otro una opulenta naturaleza; un mendigoasistiendo a la comida de un potentado; estasarmonías y estas discordancias constituyen unespectáculo, en el que todo resulta grande otodo resulta pequeño. El aspecto de las mon-tañas cambia las condiciones de la óptica y dela perspectiva un abeto de cien pies parece unacaña; amplios valles, se ven estrechos comosenderos. Es un lago apropiado para una confi-dencia amorosa. Allí se piensa y se ama. No

existe lugar alguno de tan perfecto conciertoentre el agua, el cielo, las montañas y• el llano.Allí se encuentran bálsamos para todas las cri-sis de la vida. Es un paraje que guarda el secre-to de los dolores, los consuela, los atenúa e in-funde al amor cierta solemnidad, cierto reco-gimiento, que hacen la pasión más profunda,más pura. Allí se amplifica un beso. Pero, sobretodo, es el lago de los recuerdos; los favorececomunicándoles el matiz de sus ondas, espejoen que todo se refleja.

Rafael no soportaba su carga sino dis-frutando de aquel precioso paisaje; allí podíapermanecer indolente, soñador y sin deseos.Después de la visita del doctor, fue a pasearse ydesembarcó en la punta desierta de una lindacolina, sobre la cual está situada la aldea de SanInocencio. Desde aquella especie de promonto-rio, la vista abarca los montes de Bugey, al piede los cuales corre el Ródano y el fondo dellago; pero lo que complacía especialmente aRafael, era la contemplación, en la ribera opues-

ta, de la melancólica abadía de Haute-Combe,sepultura de los reyes de Cerdeña, posternadosante las montañas como peregrinos llegados altérmino de su viaje. Un rumor uniforme yacompasado de remos turbó el silencio deaquella soledad, prestándola una voz monóto-na, semejante a las salmodias de, los monjes.Asombrado de la presencia de paseantes enaquella parte del lago, solitaria de ordinario, elmarqués, sin salir de su abstracción, examinó alas personas que ocupaban la barca, recono-ciendo, a popa, a la vetusta dama que tan du-ramente le interpeló la víspera. Al pasar la em-barcación por delante de Rafael, únicamente lesaludó la señorita de compañía de la dama,infeliz sirvienta distinguida a quien le parecióver por primera vez. Transcurrido un rato,cuando ya se había olvidado de los paseantes,desaparecidos prontamente tras la eminencia,oyó cerca de sí el roce de un vestido y el ruidode unos pasos precipitados. Al volver la cabeza,vio a la señorita de compañía. Por su azorado

aspecto comprendió que deseaba hablarle yavanzó hacia ella.

Era mujer de unos treinta y seis años, al-ta y delgada, adusta y fría, como todas las sol-teronas, de mirada tímida, que no convenía yacon su porte Indeciso, sin soltura ni elasticidad.Vieja y joven a la par, revelaba, en cierta digni-dad de su actitud, la alta estimación que otor-gaba a sus tesoros y a sus perfecciones. Encuanto a lo demás, se observaban en ella losgestos discretos y monásticos de las mujereshabituadas a quererse a sí mismas, sin dudapara no prescindir de su sino amoroso.

-Caballero, su vida está en peligro: novaya usted al Casino - dijo a Rafael, retroce-diendo unos cuantos pasos, como si ya conside-rase comprometida su virtud.

-Señorita -contestó Valentín sonriendo-,hágame usted el obsequio de explicarse conmayor claridad, ya que se ha dignado venirhasta aquí...

-¡Ah! -replicó ella-, a no ser por el pode-roso motivo que me trae, no me habría arries-gado a incurrir en el desagrado de la señoracondesa, porque si llegase a saber que he pre-venido a usted...

-¿Y quién se lo ha de decir, señorita? -objetó Rafael.

-Es verdad -asintió la solterona, parpa-deando, al mirarle, como una lechuza expuestaa la luz del sol-; pero guárdese usted. Variosjóvenes que quieren echarle del balneario, sehan conjurado para provocarle y obligarle abatirse con ellos.

La voz cascada de la vetusta dama resonó enla lejanía.

-Señorita -dijo el marqués-, mi recono-cimiento...

Pero su protectora salió escapada, al oírla voz de su señora, cuyo desentonado eco re-percutía en las rocas,

-¡Pobre mujer! -pensó Rafael, sentándo-se al pie de un árbol-. Las miserias se entiendeny se auxilian siempre.

La ciencia por excelencia, es, sin dispu-ta, la del interrogante. La mayor parte de losdescubrimientos se deben al “¿Cómo?”, y lasabiduría, en la vida, estriba quizás en pregun-tarse a cada paso «¿Por qué?" Pero, en cambio,esta presciencia ficticia destruye nuestras ilu-siones, Así, Valentín, al tomar, sin premedi-tación filosófica, la buena acción de la solteronacomo tema de sus errabundos pensamientos, laencontró impregnada de hiel.

-Que se hubiera enamorado de mí unaseñorita dé compañía -dijo para sí-, no tendríanada de extraordinario. Al fin y al cabo, tengoveintisiete años, poseo un título y disfruto deuna renta de doscientas mil libras. Pero, ¿no esuna cosa extraña y anómala que su señora, másarisca que un gato, la haya traído embarcadapara que se aviste conmigo? Esas dos antigua-llas, que han venido a Saboya para dormir co-

mo marmotas y que preguntan si hace sol almediodía, ¿es posible que hoy se hayan levan-tado antes de las ocho y que hayan seguido micamino, por pura casualidad?

La solterona y su ingenuidad cuadrage-naria acabaron por aparecer a sus ojos comouna nueva transformación de aquella sociedadartificiosa y ruin, como un ardid mezquino, untorpe complot, una quisquilla de clérigo o demujer. ¿Sería una patraña lo del duelo, o setrataría únicamente de asustarle? Insolentes ymolestas como moscas, aquellas almas raquíti-cas lograron excitar su vanidad, despertar suorgullo, picar su curiosidad. No queriendo ver-se convertido en juguete suyo, ni pasar por co-barde, y distraído quizá por el pequeño dramaconcurrió aquella misma noche al Casino. Semantuvo en pie, acodado sobre el mármol de lachimenea, y permaneció tranquilo, entre laanimación del salón principal, procurando nodar ocasión al menor incidente, pero exami-nando las caras y retando a la concurrencia, en

cierto modo, con su circunspección. Como undogo seguro de su fuerza, aguardaba el ataqueen su puesto, sin ladrar inútilmente-- Poco an-tes de terminar la velada, dio una vuelta por lasala de juego, paseando desde la puerta de en-trada a la del billar y dirigiendo de vez encuando una ojeada a los jóvenes que jugabanuna partida. AI cabo de unos cuantos paseos,oyó pronunciar su nombre. Aunque los con-tendientes Hablaban en voz baja, Rafael com-prendió fácilmente que é¡ era el objeto de sudiscusión. y acabó por percibir al vuelo algunasfrases cambiadas en tono más alto.

-¿Tú? -¡Sí, yo! -Lo dudo. -¿Qué apostamos? -¡Oh! Acudirá. En el momento en que Valentín, movido

por la curiosidad de conocer el motivo de laapuesta, se detuvo para escuchar atentamentela conversación, salió del salón del billar uno de

los jóvenes, corpulento y fornido, de buen as-pecto, pero con esa mirada fija e impertinente,peculiar en las personas poseídas de su supe-rioridad física.

-Caballero -dijo con toda calma, enca-rándose con Rafael-, he aceptado el encargo dehacerle saber una cosa, que parece ignorar. Suscualidades personales desagradan aquí a todoel mundo, y especialmente a mí. Supongo austed lo bastante cortés para dejar de sacrificar-se por el bien general, y le suplico que no vuel-va más al Casino.

-Señor mío -contestó fríamente Rafael-,esa broma, usada ya en tiempos del Imperio envarias guarniciones, está reconocida hoy comodel peor gusto.

-No bromeo -replicó el provocador-. Selo repito; su permanencia en estos lugares re-sultaría sumamente dañosa para su salud; elcalor, las luces, el ambiente del salón, el excesode concurrencia, son perjudiciales a su enfer-medad.

-¿Dónde ha estudiado usted la carrerade medicina? - preguntó Rafael.

-Me gradué de licenciado en el tiro Le-page, de París, y me doctoré en la sala de Ceri-sier, el rey del florete - repuso el interpelado.

-Pues aun le falta una reválida -replicóValentín-. Estudie usted y apruebe las reglas deurbanidad, y será un perfecto caballero.

Los jóvenes compañeros del retador,sonrientes unos y silenciosos otros, salieron delbillar. Los restantes jugadores, percatados yadel diálogo, soltaron los naipes, para no perderdetalle de aquella querella, que halagaba suspasiones. Solo entre aquel concurso hostil, Ra-fael procuró conservar su sangre fría y no incu-rrir en la más ligera falta ; pero, como su anta-gonista se permitiera un sarcasmo, en el que ibaenvuelto el ultraje en una forma incisiva e in-geniosa, le contestó gravemente:

-Caballero, hoy ya no está permitidoabofetear a un hombre, pero no encuentro pa-labras para calificar su villana conducta.

-¡Basta! ¡Basta! -dijeron varios jóvenes,interponiéndose entre los dos contrincantes-.Mañana se darán ustedes explicaciones.

Rafael salió de la sala, pasando porofensor, después de aceptar una cita junto alcastillo de Bordeau, en una pequeña pradera endeclive, cerca de una carretera recientementeabierta y por la que el vencedor podía escapar aLyón. Forzosamente, o habría de guardar cama,o abandonar el balneario de Aix. La sociedadtriunfaba.

A las ocho de la mañana siguiente, eladversario de Rafael estaba en el punto desig-nado, en compañía de dos testigos y un médico.

-Hace un tiempo soberbio para batirse yel sitio no puede ser mejor -observó con satis-facción, mirando alternativamente, la bóvedaazul del firmamento, las aguas del lago y lasrocas, sin el menor recelo de contratiempo en ellance.

Luego, volviéndose hacia el médico, lepreguntó

-Si le alcanzo en el hombro, tendrá camapara un mes, ¿verdad, doctor?

-Lo menos -contestó el aludido-. Perodeje usted en paz a esa mimbrera; de lo contra-rio, se le cansará la mano y no podrá dominarel pulso, y quizá mate a su adversario, en vezde herirle.

En aquel instante se oyó el rodar de uncarruaje.

-¡Ya está aquí! - dijeron los testigos, queno tardaron en ver avanzar por el camino uncoche de viaje, tirado por cuatro caballos yguiado por dos postillones,

-¡Vaya una manera de presentarse! -exclamó el adversario del marqués-. Viene amorir en silla de posta.

En un duelo, como en el juego, los másinsignificantes incidentes influyen en la imagi-nación de los actores, vivísimamente interesa-dos en el éxito de un golpe. Así, el joven esperócon una especie de inquietud la llegada delvehículo, que permaneció estacionado al borde

del camino. El anciano Jonatás fue el primeroen saltar pesadamente a tierra, para ayudar adescender a Rafael; le sostuvo en sus débilesbrazos, desplegando cuidados tan solícitos co-mo los que un amante pudiera prodigar a suamada. Ambos se internaron en los senderosque separaban la amplia carretera del sitio ele-gido para el combate, tardando largo rato enreaparecer : caminaban lentamente.

Los cuatro espectadores de aquella sin-gular escena experimentaron una profundaemoción, al ver a Rafael apoyado en el brazo desu servidor; pálido y demacrado, marchabacomo un gotoso, con la cabeza baja y sin pro-nunciar palabra. Habríaseles tomado por dosancianos igualmente caducos, uno por la accióndel tiempo, y el otro por las cavilaciones; elprimero llevaba escrita la edad en sus canas; laedad del joven era indefinida.

-Caballero, estoy sin dormir - dijo Rafaela su adversario. Esta frase glacial y la terriblemirada que la acompañó sobresaltaron al ver-

dadero provocador, que comprendió la injusti-cia de su proceder y se avergonzó íntimamentede su conducta. Había en la actitud, en el tonode voz y en la expresión de Rafael, algo impo-nente y extraño. El marqués hizo una pausa ytodos imitaron su silencio. La zozobra y laatención llegaron al colino.

-Aun está usted a tiempo de darme unasatisfacción, por ligera que sea -prosiguió Ra-fael-; pero démela usted, porque en otro casomorirá. En este momento, continúa usted con-tando con su habilidad, sin retroceder ante laidea de un encuentro, en . el que supone tener asu favor todas las ventajas. Pues bien, caballero,quiero mostrarme generoso previniéndole misuperioridad. Poseo un poder terrible. Paraanular su destreza, velar sus miradas, hacertemblar sus manos y palpitar su corazón, hastapara matarle, me basta desearlo. No quisieraverme precisado a utilizar mi poder, porque mecostaría demasiado caro; no moriría usted solo.Pero si se niega usted a presentarme sus excu-

sas, su bala irá a parar a las aguas de esa casca-da, a pesar de su hábito de cometer asesinatos,y la mía se alojará en su corazón, sin que paraello necesite apuntar siquiera.

Un rumor confuso interrumpió a Rafael,quien, al pronunciar las anteriores palabras, noapartó de su adversario sus fulgurantes pupi-las, irguiéndose y mostrando un semblanteimpasible, semejante al de un loco peligroso.

-¡Hazle callar! -gritó el joven conten-diente a su padrino-; su voz me crispa los ner-vios.

-¡Cese usted en sus consideraciones, ca-ballero! -demandaron a una voz el médico y lostestigos-. Cuanto exponga, será inútil.

-Es que cumplo con un deber, señores -replicó Rafael-. ¿Tiene algunas disposicionesque tomar ese joven?

-¡Basta! ¡Basta! El marqués permaneció en pie, inmóvil,

sin perder un instante de vista a su adversario,que, dominado por un poder casi mágico, esta-

ba como un pájaro ante una serpiente. Constre-ñido a soportar aquella mirada homicida, pro-curaba esquivarla, sin atinar a conseguirlo.

-Dame agua, tengo sed - dijo a su testi-go.

-¿Tienes miedo? -Sí –contestó-. La mirada de ese hombre

es candente y me fascina. -¿Quieres darle una satisfacción? -Ya es tarde. Los dos adversarios fueron colocados a

quince pasos de distancia. Ambos tenían a sualcance un par de pistolas, y, con arreglo a lascondiciones estipuladas, debían hacer dos dis-paros a voluntad, previa una señal de los testi-gos.

-¿Qué haces, Carlos? -gritó el joven queservía de segundo testigo al contrincante deRafael-. ¡Estás introduciendo la bala antes quela pólvora¡

-¡Soy muerto! -murmuró el advertido-.Me habéis situado de cara al sol.

-¡Si le tiene usted a su espalda! - observóel marqués en tono grave y solemne, cargandosu pistola lentamente, sin inquietarse por laseñal, ya hecha, ni por el cuidado con que leenfocaba su adversario.

Aquella seguridad sobrenatural teníaalgo de pavoroso, que impresionó hasta a losdos postillones, atraídos al lugar de la contien-da por insana curiosidad. Jugando con su po-der o queriendo ponerlo a prueba, Rafaelhablaba con Jonatás, y le miraba en el momentode hacer fuego su enemigo. La bala de Carlosfue a romper la rama de un sauce, y rebotó alagua. Rafael disparó a su vez, al azar, hiriendoa su adversario en el corazón; y sin cuidarse dela caída del joven, buscó presurosamente la pielde zapa, con objeto de comprobar lo que le cos-taba una vida humana. El talismán había que-dado reducido al tamaño de una hojita de ro-ble.

-¿Qué hacéis ahí, mirando lo que nadaos importa? - increpó el marqués a los postillo-nes-. ¡En marcha!

Llegado aquella misma tarde a Francia,tomó inmediatamente el camino de Auvernia,dirigiéndose al balneario de Mont Dore. Duran-te el viaje, surgió en su mente una de esas ideassúbitas, que caen en nuestra alma como un rayode sol a través de densa niebla en un obscurovalle. ¡Tristes fulgores, experiencias impla-cables, que iluminan los hechos consumados,descorren el velo de nuestras faltas y nos dejansin perdón ante nosotros mismos! Pensó depronto en que la posesión del poder, por in-menso que éste pueda ser, no proporciona laciencia de utilizarle. El cetro es un juguete enmanos de un niño, una hacha en las de Riche-lieu, y en las de Napoleón una palanca quehace vacilar al mundo. El poder nos deja talcual somos y no engrandece más que a losgrandes. Rafael pudo hacerlo todo y no hizonada.

En el balneario de Mont Dore encontróaquella misma sociedad que se apartaba de él,con idéntico apresuramiento al que los anima-les ponen en huir del cadáver de uno de su es-pecie, después de olfatearlo a distancia. El odioera recíproco. Su reciente aventura le habíainspirado aversión profunda a la sociedad. Así,su primera precaución fue buscar un asilo sepa-rado, en las inmediaciones del establecimiento.Sentía instintivamente la necesidad de acercar-se a la naturaleza, de disfrutar emociones re-ales, de hacer esa vida vegetativa a la que tancomplacientemente nos abandonamos en plenocampo. Al día siguiente de su llegada, trepó, nosin trabajo, al pico de Sancy, recorrió los vallessuperiores, contempló parajes aéreos, lagosignorados, las rústicas cabañas de los montesDore, cuyos agrestes y salvajes atractivos co-mienzan a tentar a los pinceles de nuestros ar-tistas. A veces, se encuentran allí admirablespaisajes llenos de encanto y del lozanía, quecontrastan vigorosamente con el aspecto sinies-

tro de aquellas desoladas montañas. A una me-dia legua de la aldea, Rafael dio con un sitiocoquetón y alegre como un niño, en el que laNaturaleza parecía haberse esmerado en ocul-tar sus tesoros, y al ver aquel retiro pintoresco ysencillo, resolvió instalarse en él. La vida debíaser allí tranquila, espontánea, frugiforme comola de una planta.

Figuraos un como invertido, pero uncono de granito, de ancha base; una especie decubeta, cuyos bordes aparecían mealados porextrañas anfractuosidades; aquí, mesetas lisas,sin vegetación, compactas y azuladas, sobre lascuales resbalaban los rayos del sol como sobreun espejo; allá, peñas resquebrajadas, , surcadasde barrancos, en cuyos salientes oscilabanenormes masas de lava, cuya caída iban prepa-rando lentamente las aguas pluviales, y fre-cuentemente coronadas por algunos árbolesachaparrados, azotados por los vientos; dise-minados en todas direcciones, bosquecillos es-calonados de castaños, altos como cedros, o

grutas que abrían su boca lóbrega y profunda,palizada de ; zarzas y flores y guarnecida poruna faja de verdura. En el fondo de aquellacortadura, quizá cráter de un volcán en otrostiempos, se veía un estanque, cuyas cristalinasaguas tenían el brillo del diamante. Alrededorde la profunda cuenca, bordeada de granito, desauces, de espadañas, de fresnos y de mil plan-tas aromáticas, en flor a la sazón, se extendíauna pradera verdegueante como el césped deun parterre inglés, regada por las filtracionesdestiladas entre las hendiduras de las rocas yabonada por los residuos vegetales que lastormentas arrastraban incesantemente desdelas cimas al fondo. El estanque, festoneadoirregularmente, tendría la extensión aproxima-da de tres fanegas de tierra, y la pradera, si-guiendo los entrantes y salientes de la roca enel agua, mediría de una a dos fanegas de an-chura, en los diferentes sitios; en algunos, ape-nas quedaba espacio para el paso de las vacas.A cierta altura, cesaba la vegetación. El granito

afectaba en los aires las más raras formas, yadquiría esos tintes vaporosos que dan a lasmontañas elevadas vagas semejanzas con lasnubes. Aquellas rocas, desnudas y peladas,oponían al grato aspecto de la cañada las agres-tes y estériles imágenes de la desolación, el te-mor de posibles desmoronamientos y formastan caprichosas, que una de ellas ha sido de-nominada «El Capuchino", por su asombrosoparecido con un monje. En ocasiones, los pun-tiagudos picachos, las atrevidas moles, las ca-vernas aéreas, se iluminaban sucesivamente,siguiendo el curso del sol a los antojadizoscambios atmosféricos, tomando los matices deloro, tiñéndose de púrpura, tornándose de uncolor de rosa vivo, mate o gris. Aquellas mon-tañas ofrecían un espectáculo continuo y mu-dable, como los irisados reflejos del cuello delas palomas. A veces, entre dos conglomeradosde lava, que hubiéranse creído separados porun hachazo, penetraba un rayo de luz, a la au-rora o a la puesta del sol, hasta el fondo de

aquella riente canastilla, jugueteando en lasaguas del estanque, semejante a la dorada líneaque se filtra por la rendija del postigo y cruzauna habitación, cuidadosamente entornadapara la siesta. Cuando el sol caía a plomo sobreel antiguo cráter, lleno de agua por alguna re-volución antediluviana, los rocosos flancos secaldeaban, el extinguido volcán parecía reco-brar su actividad, y su rápido calor despertabalos gérmenes, fecundaba la vegetación, colo-reaba las flores y maduraba los frutos de aquelreducido y recóndito rincón de la tierra.

Al llegar Rafael, vio unas cuantas vacaspastando en la pradera, y después de avanzarunos pasos hacia el estanque, divisó, en el sitioen que el terreno alcanzaba su mayor anchura,una modesta casa de granito, cubierto de ma-dera. La techumbre de aquella especie de cho-za, en armonía con el paraje, estaba revestidade musgo, de hierba y de trepadoras, que de-nunciaban lo remoto de su origen. Una tenuehumareda, con la que ya estaban familiarizados

hasta los pájaros, se escapaba por la ruinosachimenea. A la puerta, se hallaba emplazado ungran banco entre dos madreselvas enormes,cuajadas de flores que embalsamaban el am-biente. Apenas se veían los muros, ocultos porlos pampanos de la parra y bajo las guirnaldasde rosas y de jazmines, que crecían librementey a la ventura. Los moradores, indiferentes a lascampestres galas, no se cuidaban de ellas, de-jando a la naturaleza su gracia virginal y reto-zona. Unas ropillas infantiles tendidas en ungrosellero se secaban al sol. Sobre la mesa deuna máquina de triturar cáñamo se acurrucabaun gato, y debajo, yacía un caldero de latón,recién fregado, entre un montón de mondadu-ras de patatas. Al otro lado de la casa, Rafael sefijó en una valla de espinos, cuyo indudableobjeto era impedir que las gallinas devastaranlos frutos y el huerto. Parecía que allí acababa elmundo. Aquella vivienda se asemejaba a esosnidos construidos por ciertas aves en el huecode una roca, llenos de arte, a la vez que de ne-

gligencia. Era una naturaleza sencilla y primiti-va, una verdadera rusticidad, pero poética,porque florecía a mil leguas de nuestras pulidaspoesías, no presentaba analogía con ningunaidea, no procedía sino de sí misma, verdaderotriunfo del azar. En el momento de la llegadade Rafael, el sol lanzaba sus rayos de derecha aizquierda, haciendo resplandecer los colores dela vegetación, poniendo de relieve o destacandoefectos de la luz, contrastes de la sombra, losfondos amarillentos o grisáceos de las rocas, losdiversos matices del follaje, los macizos azules,rojos o blancos de las flores, las plantas trepa-doras y sus campanillas, el tornasolado tercio-pelo de los musgos, los purpurinos racimos delos brezales, y, sobre todo, la transparente su-perficie líquida, en la que se reflejaban fielmen-te las cimas graníticas, los árboles, la casa y elcielo. En aquel delicioso cuadro todo relumbra-ba; desde la brillante mica hasta las rubias ma-zorcas envueltas en una suave penumbra. Todose ofrecía en conjunto armónico; la manchada

vaca de lustroso pelaje; las frágiles flores acuá-ticas, tendidas como una franja y pendientessobre el agua, en una hondonada en la quezumbaban insectos ataviados de azul o esme-ralda; las raíces de los árboles, especie de cabe-lleras arenosas que coronaban una informe fi-gura pétrea. Las tibias emanaciones de lasaguas, de las flores y de las grutas, que perfu-maban aquel solitario recinto, produjeron aRafael una sensación casi voluptuosa.

De pronto, los ladridos de dos perros in-terrumpieron el silencio que reinaba en aquellafloresta, olvidada tal vez en las listas del recau-dador de contribuciones. Las vacas volvieron lacabeza hacia la entrada de la cañada, mostran-do a Rafael sus húmedos hocicos y continuaronpastando, después de contemplarle estúpida-mente. Una cabra y su cabritillo, suspendidosde las rocas como por arte de encantamiento,treparon por los riscos, yendo a situarse a unameseta de granito inmediata a Rafael, pare-ciendo interrogarle. La algarabía de los perros

atrajo al exterior a un chiquillo gordinflón, quese quedó con la boca abierta, y tras él, a un an-ciano de venerable cabeza y regular estatura.Aquellos dos seres guardaban también perfectarelación con el paisaje, con el ambiente, con lasflores y con la casa. Aquella exuberante natu-raleza rebosaba salud, y la vejez y la infanciaresultaban hermosas en ella. En una palabra:existía en todos aquellos tipos vivientes unabandono primordial, una rutina de felicidad,que daba un mentís a nuestras ramploneríasfilosóficas y curaba al corazón del abotaga-miento de sus pasiones.

El viejo era uno de esos modelos predi-lectos de los varoniles pinceles de Schnetz. Derostro moreno, cuyas numerosas arrugas reve-laban aspereza a simple vista; nariz recta, pó-mulos salientes y veteados de rojo, como unahoja de vid agostada, y contornos angulosos,denotaba todos los caracteres de la energía,siquiera fuesen desapareciendo las energías;sus manos callosas, aunque ya no trabajasen,

conservaban un escaso vello blanco; su conti-nente de hombre verdaderamente libre, hacíapresentir que quizás en Italia se hubiera hechobandido, por amor a su preciosa libertad. Elmuchacho, verdadero montañés, tenía unosojos negros que podían mirar al sol sin parpa-dear, cutis atezado y cabellera castaña y des-greñada, era listo y resuelto, y espontáneo ensus movimientos, como un pájaro: mal vestido,dejaba ver una piel blanca y fresca a través delos desgarrones de sus ropas. Ambos permane-cieron quietos y silenciosos, sin apartarse unodel otro, movidos por el mismo sentimiento,ofreciendo en sus fisonomías la prueba de unaperfecta identidad en su vida igualmente ocio-sa. El anciano se había acomodado a los juegosdel niño y el niño al genio del anciano, por unaespecie de pacto entre dos debilidades, entreuna fuerza próxima a fenecer y una fuerzapróxima a desarrollarse.

Poco después apareció en el umbral dela puerta una mujer que frisaría en los treinta

años. Llevaba una rueca en la mano, y avanza-ba sin interrumpir su tarea. Fresca y coloradota,de aspecto franco y jovial, blanca dentadura,talle esbelto y abultado seno, su tipo, su indu-mentaria y su tonillo denunciaban su origenauvernés. Era la personificación completa delpaís, con sus costumbres laboriosas, su igno-rancia, su fisonomía, su cordialidad, sus carac-terísticas todas.

Saludó a Rafael y entraron en conversa-ción. Los perros se apaciguaron; el anciano sesentó en un banco al sol, y el chiquillo siguiótodos los pasos de su madre, silencioso, peroatento, examinando al forastero.

-¿No tienen ustedes miedo aquí? - pre-guntó Rafael.

-¿Miedo? ¿de qué? -contestó la mujer-.En atrancando la puerta, ¿quién ha de entrar?No, señor; no tememos absolutamente nada,Además -agregó, pasando al marqués a la prin-cipal habitación de la casa-, ¿qué podrían venira llevarse de aquí los ladrones?

Y enseñó a Rafael las paredes ennegre-cidas por el humo, que ostentaban por todoadorno unos ejemplares de esas estampas chi-llonas que representan la «Muerte del Crédito",la «Pasión de Jesucristo" y los «Granaderos dela Guardia Imperial», y luego, distribuidos porla estancia, una vieja cama de nogal, con colum-nas, una mesa desvencijada, varios taburetes, elarcón del pan, un trozo de tocino colgado deltecho, un tarro de sal, una sartén, y en el vasarde la chimenea varias piezas de loza. Al salirRafael vió entre las rocas a un hombre apoyadoen un azadón, mirando hacia la casa con mar-cada curiosidad.

-Es mi hombre -dijo la auvernesa, son-riendo con la sencillez propia de las campesi-nas-. Labra unas tierras allá arriba.

-Y ese anciano, ¿es padre de usted? -preguntó Rafael.

-Dispénsele, señor; es el abuelo de mimarido. Ahí donde le ve usted, tiene ciento dosaños. Sin embargo, no hace mucho que se fue a

pie, con nuestro pequeño, a Clermont. ¡Oh! hasido un hombre muy fuerte: ahora no hace másque comer, beber y dormir. Se entretiene conti-nuamente con el chicuelo, que a veces le hacetrepar por esos riscos, y le sigue como si talcosa.

Rafael se decidió en el acto a vivir encompañía del anciano y del niño, a respirar ensu ambiente, a comer su pan, a beber su agua, adormir como ellos, a infiltrar en sus venasaquella sangre sana. ¡Ilusiones de moribundo!Convertirse en una de las ostras adheridas aaquella roca, salvar su concha por unos díasmás, amodorrado a la muerte, fue para él elarquetipo de la moral individual, la verdaderafórmula de la existencia humana, el bello idealde la vida. Surgió en su mente un pensamientode profundo egoísmo, en el que quedó absorbi-do el Universo. Para él, había dejado de ser elUniverso; el Universo se había concentrado enél. Para los enfermos, el mundo comienza en la

cabecera y acaba en los pies de su lecho. Aquelpaisaje fue el lecho de Rafael.

¿Quién no ha espiado, siquiera una vezen su vida, los pasos y los movimientos de unahormiga, introduciendo pajitas por el res-piradero único de un caracol, estudiado loscaprichos de una señorita enclenque, admiradoel policromo veteado, semejante al rosetón deuna catedral gótica, que se destaca en el fondorojizo de las hojas de un roble joven? ¿Quién noha contemplado con delicia, durante largosratos, los efectos de la lluvia y del sol en el teja-do de una casa frontera, o examinado atenta-mente las gotas del rocío, los pétalos de las flo-res, los variados festones de sus cálices? ¿Quiénno se ha sumido en esos arrobamientos mate-riales, indolentes y detenidos, sin finalidad al-guna, pero que suelen sugerirnos una idea?¿Quién no ha llevado, en fin, la vida de la in-fancia, la vida holgazana, la vida del salvaje,descartando sus inconvenientes? Así vivió Ra-fael durante varios días, sin cuidados, sin de-

seos, experimentando una sensible mejoría, unbienestar extraordinario, que calmó sus inquie-tudes y mitigó sus sufrimientos. Trepaba porlas rocas, yendo a sentarse sobre un picacho,desde donde sus miradas abarcaban un exten-sísimo panorama. Allí permanecía días enteros,como una planta al sol, como una liebre en sucama, o bien, familiarizándose con los fe-nómenos de la vegetación, con las vicisitudesdel cielo, espiaba el progreso de todas susobras, en la tierra, en las aguas o en el aire. In-tentó asociarse al movimiento íntimo de aquellanaturaleza, identificarse en lo posible a su pasi-va obediencia para caer bajo la ley despótica yconservadora que rige las existencias Instin-tivas. No quería soportar la carga de sí mismo.A semejanza de los antiguos criminales, que,perseguidos por la justicia, lograban salvarsecobijándose a la sombra de un altar, trataba dedeslizarse en el santuario de la vida. Llegó aconvertirse en parte integrante de aquella am-plia y portentosa fructificación : se acostumbró

a las inclemencias del tiempo, habitó en todaslas cavernas de las rocas, aprendió los hábitos ycostumbres de todas las plantas; estudió el ré-gimen de las aguas, sus yacimientos; entró enrelación con los animales; se asoció, en fin, tanen absoluto a aquella tierra inanimada, que seapropió, en cierto modo, su alma y sorprendiósus secretos. Para él, los formas infinitas detodos los reinos eran desarrollos de una mismasubstancia, combinaciones de un mismo movi-miento, vasta respiración de un ser inmenso,que actuaba, crecía, andaba y pensaba, y con elcual quería crecer, andar, pensar y actuar.Había mezclado fantásticamente su vida a lavida de aquella roca, se había implantado enella. Merced a tal misterioso iluminismo, con-valecencia ficticia, semejante a esos bienhecho-res delirios otorgados por la Naturaleza, comootras tantas etapas en el dolor, Valentín gustólos placeres de una segunda infancia durantelos primeros instantes de su residencia entreaquel risueño paisaje. Allí fue desentrañando

nimiedades, emprendiendo mil cosas sin ulti-mar ninguna, olvidando al día siguiente losproyectos de la víspera, despreocupado porcompleto: fue dichoso, creyéndose salvado.

Una mañana se quedó casualmente en ellecho hasta el mediodía, sumido en ese amodo-rramiento mezcla de vigilia y de sueño, quepresta a las realidades las apariencias de la fan-tasía y a las quimeras el relieve de la existencia,cuando súbitamente, sin saber en un principiosi continuaba soñando, oyó por primera vez elparte de su salud comunicado por su patrona aJonatás, que, como todos los días, fue a pregun-tar por él. La auvernesa, creyendo sin duda queValentín dormía, no bajó el diapasón de su so-nora voz montañesa.

-No se encuentra mejor ni peor -dijo-.Ha seguido tosiendo toda la noche, que parecíaque se ahogaba. El pobre señor tose y escupe deun modo, que da lástima oírle. Mi hombre y yonos preguntamos muchas veces de dónde saca-rá las fuerzas para toser así. Parte el alma. ¡Qué

maldita enfermedad ha cogido! La verdad esque está muy malo. Todas las noches nos acos-tamos, temiendo encontrarle muerto a la ma-ñana siguiente. Está amarillo como la cera. ¡Po-brecillo! Todas las mañanas le observo, al le-vantarse, y está tan flaco y tan débil, que setambalea. ¡Hasta parece que huele mal¡ Pero élno hace caso y se consume corriendo por ahí,como si tuviera salud para guardar y vender.Yo no sé cómo tiene resistencia para no quejar-se. Bien mirado, sería preferible que acabara deuna vez, porque está padeciendo las penas dela Pasión. No es que se lo deseemos, ni está ennuestro interés, aunque si no nos diera lo quenos da le querríamos lo mismo, porque no es elinterés el que nos guía. ¡ Diga usted ! ¿ en quéconsistirá que únicamente los que viven en Pa-rís adquieren esas enfermedades tan perras?¿cómo se las arreglarán? ¡Pobre joven! ¡De se-guro que no durará mucho! Esa fiebre le vaminando atrozmente y acabará con él; pero nolo nota, ni se da cuenta de nada... ¡No llore us-

ted por eso, señor Jonatás! Después de todo,hay que conformarse pensando en que dejaráde sufrir. ¿Por qué no encarga usted una nove-na? Yo he visto curaciones maravillosas por lasnovenas, y de buena gana pagaríamos un ciriocon tal de salvar a un señorito tan cariñoso, tanbueno, ¡un cordero pascual!

La voz de Rafael era demasiado débil parahacerse oír, circunstancia que le obligó a sopor-tar aquella espantosa charla; pero la impacien-cia le arrojó del lecho, y se presentó en el um-bral de la puerta, apostrofando a Jonatás

-¡Viejo infame! ¿Te has propuesto con-vertirte en mi verdugo?

La aldeana echó a correr, creyéndose enpresencia de un espectro.

-¡Te prohíbo en absoluto -continuó di-ciendo Rafael- que inquieras nada referente ami salud!

-Está bien, señor marqués - contestó elantiguo servidor, enjugándose las lágrimas.

-Y en lo sucesivo, lo mejor que puedeshacer es no acercarte por aquí, sin que yo te lomande.

Jonatás se dispuso a obedecer; pero, an-tes de retirarse, lanzó al marqués una miradaleal y compasiva, en la que Rafael leyó su sen-tencia de muerte. Desalentado, haciéndose car-go en un instante de su verdadera situación,Valentín se sentó en el umbral de la puerta,cruzó los brazos sobre el pecho y bajó la cabeza.Jonatás, alarmado, se aproximó a su amo.

-Señor... -¡Vete! ¡vete de aquí¡ - gritó el enfermo. A la mañana siguiente, Rafael, después

de ascender por los vericuetos, se sentó en unaquebradura revestida de musgo, desde la cualse dominaba el angosto sendero que conducíadel balneario a su residencia. Al pie del pico,vio a Jonatás, conversando de nuevo tan la au-vernesa. Un malicioso instinto le hizo inter-pretar los movimientos de cabeza, los gestosdesesperados, la siniestra ingenuidad de aque-

lla mujer, y hasta el viento y el silencio le lleva-ron sus fatídicas palabras. Invadido por el es-panto, se refugió en las más altas cimas de lasmontañas, permaneciendo allí hasta el crepús-culo, sin haber podido desechar los pavorosospensamientos, tan desdichadamente despiertosen su alma por el cruel interés de que era obje-to. De pronto, se presentó la auvermesa ante él,como una sombra en la sombra crepuscular, ypor una extravagancia de poeta, creyó advertir,en su corpiño listado de blanco y negro, unavaga semejanza con las descarnadas costillas deun esqueleto.

-Señorito -le dijo la mujer-, se nota mu-cho relente y se va usted a calar como una sopa.Vuélvase a casa. Es poco sano respirar airehúmedo, y además, no ha tomado usted nadadesde esta. mañana.

-¡Ira de Dios! -exclamó él-. ¡Déjeme us-ted vivir a mi manera, mala bruja, o me largode aquí! ¿No le basta con cavarme la fosa todas

las mañanas, para venir a removerla por la no-che?

-¡La fosa, señor! ¡Cavarle la fosa! ¿Quéquiere decir eso? ¡Sano y fuerte quisiéramosverle, tantos años como a nuestro abuelito, y noen la fosa! Es muy pronto para pensar en morir.

-¡Basta! - replicó Rafael. -Apóyese en mi brazo, señorito. -No

quiero. El sentimiento que más difícilmente so-

porta el hombre es la piedad, sobre todo cuan-do la merece. El odio es un tónico, hace vivir,inspira la venganza; pero la piedad mata, acen-túa más nuestra debilidad. Es el engaño, el dis-fraz afectuoso de la enfermedad, el menospre-cio en la ternura o la ternura en la ofensa. Ra-fael encontró en el centenario una piedad triun-fante; en el niño una piedad curiosa, en la mu-jer una piedad importuna, en el marido unapiedad interesada; pero en cualquier forma enque se mostrara tal sentimiento, llevaba siem-pre aparejada la muerte. Un poeta lo traduce

todo en poema, terrible o regocijado, según lasimágenes que le impresionan: su alma exaltada,rechaza los matices suaves y recoge invaria-blemente los tonos vivos y marcados. Aquellapiedad produjo en el corazón de Rafael unhorrible poema de duelo y de melancolía. Nopensó, indudablemente, en la franqueza de lossentimientos naturales, al desear acercarse a laNaturaleza. Cuando se creía solo bajo un árbol,atacado por un tenaz acceso de tos, del quejamás triunfaba sin salir abatido de la penosacontienda, veía las pupilas brillantes y diáfanasdel chicuelo, puesto de centinela tras una mata,como un indio, acechándole con esa infantilcuriosidad, en la que hay tanto de mofa comode placer, y cierto interés mezclado de insensi-bilidad. El terrible: “¡Hermano, morir tene-mos!” de los trapenses, parecía escrito constan-temente en los ojos de los aldeanos con quienes'vivía Rafael, que no sabía si temer más sus in-genuas palabras que su silencio: todo le moles-taba de ellos.

Una mañana, vio a dos hombres vesti-dos de negro, que ron. daban a su alrededor,husmeándole y estudiándole a hurtadillas.Luego, fingiendo haber llegado allí por vía depaseo, le dirigieron varias preguntas triviales, alas que contestó lacónicamente. Reconoció enellos al médico y al capellán del establecimien-to, enviados sin duda por Jonatás, consultadospor sus patrones, o atraídos por el olor de unamuerte próxima. Entonces, vislumbró su pro-pio cortejo fúnebre, oyó el canto de los sacerdo-tes, contó las hachas, y ya no vio sino a travésde crespones las bellezas de aquella espléndidanaturaleza, en cuyo seno creyó haber encon-trado la vida. Todo lo que poco antes le presa-giaba una prolongada existencia, le vaticinabaen aquel instante un próximo fin. Al día si-guiente partió para París, colmado de melancó-licos y cordialmente compasivos votos, porparte de sus patrones.

Después de viajar toda la noche, se des-pertó en uno de los más risueños valles del

Borbonesado, cuyos accidentes y panoramasdesfilaban ante su vista, rápidamente arrebata-dos, como las vaporosas visiones de un sueño.La Naturaleza ostentaba sus galas con cruelcoquetería. Ya desarrollaba el Allier, en magní-fica perspectiva, su cinta líquida y brillante, yvarios caseríos, modestamente ocultos en elfondo de una garganta de amarillentas rocas,mostraban la torre de sus campanarios; ya sedescubrían súbitamente los molinos de unacañada, flanqueados por monótonos viñedos; yconstantemente, aparecían por doquier amenasquintas y mansiones señoriales, pueblecillosemplazados en las vertientes o carreteras bor-deadas de álamos majestuosos; el Loira, en fin,con sus hondas diamantadas, refulgió entre susáureas arenas. ¡Qué infinidad de seducciones!La Naturaleza agitada, vivaz como un niño,conteniendo apenas el amor y la savia del mesde junio, atraían fatalmente las apagadas mira-das del enfermo. Corrió las persianas del ca-rruaje y se echó a dormir. Al declinar la tarde,

pasado ya Cosne, le despertó una gran algazaray se encontró en plena fiesta de un pueblo. Laparada de postas estaba situada junto a la pla-za. Durante el tiempo invertido por los posti-llones en el relevo del tiro, presenció las danzasde aquella población regocijada, vio a las mu-chachas luciendo prendidos de - flores, bonitas,incitantes, a los mozos animados, los semblan-tes de los viejos embotados por el exceso demosto. Los muchachos en redaban, las viejascharlaban entre risotadas; todo estaba a tono, yel contento emanaba hasta de los trajes y de lasmesas de venta. La plaza y la iglesia ofrecíanaspecto de fiesta, y los tejados, las ventanas ylas puertas de las casas del lugar, parecían tam-bién endomingados. Como los moribundos, aquienes desasosiega el más leve ruido, Rafaelno pudo reprimir una siniestra interjección ni eldeseo de imponer silencio a la orquesta, de pa-ralizar aquel movimiento, de acallar el clamo-reo, de disipar aquella fiesta insolente. Subiómalhumorado a su carruaje y al mirar de nuevo

a la plaza, observó ahuyentada la alegría, endispersión a las aldeanas y vacíos los bancos.En el tablado de la orquesta, uno de los mur-guistas, ciego, seguía dando al viento las estri-dentes notas de su clarinete. Aquella música sindanzarines, aquel vejete de perfil adusto, des-arrapado, con los cabellos enmarañados yguarnecido bajo la copa de un tilo, eran comouna imagen fantástica del deseo de Rafael. Sehabía desencadenado uno de esos fuertes chu-bascos que descargan las tempestuosas nubesdel mes de junio, y que cesan tan bruscamentecomo comienzan. Era un fenómeno tan natural,que Rafael, se concretó a seguir con la vista losnubarrones que cruzaban el espacio, arrastra-dos por una racha de viento, sin ocurrírselesiquiera examinar su piel de zapa. Luego searrinconó en un ángulo del carruaje, que notardó en rodar sobre la carretera.

Al otro día estaba en su casa, en su habi-tación, junto a la chimenea, en la que habíahecho encender un abundante fuego. Sentía

frío. Jonatás le entregó unas cuantas cartas, dePaulina en su mayor parte. Rafael abrió la pri-mera, sin apresurarse, y la desdobló, como si setratara de una papeleta de apremio del fisco.Leyó las primeras líneas:

“Amadísimo Rafael: Tu partida tiene todaslas apariencias de una fuga. ¿Será posible quenadie pueda indicarme tu paradero? Pero, si nolo sé yo, ¿quién ha de saberlo? ...”

Sin entrar en más averiguaciones, tomódisplicentemente las cartas y las arrojó al hogar,contemplando con mirada empañada y som-bría las oscilaciones de la llama, que retorcía elpapel perfumado, le abarquillaba, le volteaba,le despedazaba.

Varios fragmentos cayeron sobre las ce-nizas, poniendo de manifiesto comienzos defrase, palabras sueltas, pensamientos incom-pletos, que Rafael tuvo la complacencia de sal-var de la quema, por maquinal entretenimiento.

“...Sentada a tu puerta... esperando... Capri-cho.., obedezco... Rivales... ¡yo, no! ... tu Pau-lina... ama... cansado de mí?... Si hubieras que-rido dejarme, no me habrías abandonado...Amor eterno... Morir...

Estas frases le produjeron una especiede remordimiento; cogió las tenazas y retiró delas llamas el resto chamuscado de una hoja, enla que le decía Paulina:

“... He murmurado, pero sin formular que-jas. Al alejarte de mí, te ha guiado seguramentela idea de aliviarme del peso de algunas penas.Quizá me mates algún día, pero eres demasia-do bueno para martirizarme. Pues bien; novuelvas a partir así. Soy capaz de afrontar losmayores suplicios, pero a tu lado. La pena queme impusieras, dejaría de ser tal pena: mi cora-zón encierra mucho más amor del que te hedemostrado. Puedo soportarlo todo, menosllorar lejos de ti y no saber lo que tu…”

Rafael depositó en la repisa de la chi-menea el chamuscado trozo de carta; pero,cambiando bruscamente de idea, lo lanzó alfuego. Aquel papel era un recuerdo demasiadovivo de su amor y de su desventurada existen-cia.

-Ve a buscar al señor Bianchon - ordenóa Jonatás. Horacio acudió al requerimiento,encontrando a Rafael acostado.

-Amigo Horacio -le preguntó éste-, ¿po-drías recetarme una mixtura con una ligeradosis de opio, para que me tenga conti-nuamente adormilado, sin que me perjudiqueel uso constante de esa pócima?

-Nada más fácil -contestó el joven doc-tor-; pero habrás de levantarte algunas horas,para comer.

-¡Algunas horas! -interrumpió Rafael-.No, no quiero levantarme más que una hora, alo sumo.

-¿Qué te propones? - preguntó Bian-chon.

-También se vive mientras se duerme -contestó el enfermo. El médico extendió suprescripción, y entretanto, Valentín hizo com-parecer a Jonatás advirtiéndole

-No dejes entrar a nadie, ni aun a la se-ñorita Paulina.

El antiguo servidor acompañó a Horaciohasta la escalera, interrogándole

-¿Hay algún remedio para él, señorBianchon?

-Lo mismo puede durar mucho, quemorir esta misma noche. Tiene iguales probabi-lidades de vida que de muerte. ¡No lo entiendo!-contestó el médico, insinuando un gesto deduda-. Es preciso distraerle.

-¡Distraerle! -exclamó el criado-. No leconoce usted, señor. El otro día mató a unhombre, sin decir oxte ni moxte. No hay nadaque le distraiga.

Rafael permaneció,- durante varios días,sumido en el abatimiento de su sueño ficticio.Merced al poderoso influjo que el opio ejerce

sobre los sentidos, aquel hombre de imagina-ción tan prodigiosamente activa se rebajó alnivel de esos animales que se pudren en el fon-do de las selvas, como un residuo vegetal, sindar un paso para capturar una presa fácil.Hacia las ocho de la noche, saltaba de a cama, ysin darse conciencia exacta de su personalidad,satisfacía el hambre y se acostaba de nuevo. Asídejaba transcurrir inútilmente las horas, sin quele aportasen más que confusas imágenes, apa-riencias, claroscuros sobre un fondo negro. Unanoche se despertó más tarde que de costumbre,y observó que no se le había servido su comida.Inmediatamente llamó a Jonatás.

-¡Puedes marcharte! -le dijo-. Te he le-gado una fortuna, con la cual podrás propor-cionarte una vejez dichosa; pero no quiero quejuegues con mi vida. ¿Cómo se entiende? ¡mise-rable! ¿No se te ha ocurrido que tengo hambre?¿Dónde está mi comida? ¡Contesta!

Jonatás esbozó una sonrisa de satisfac-ción, tomó una bujía, cuya luz vacilaba en la

profunda obscuridad de las amplísimas estan-cias del palacio, condujo a su señor, convertidoen máquina, a una vasta galería, y abrió brus-camente la puerta. Inundado de luz, Rafaelquedó deslumbrado al pronto y sorprendidodespués por un espectáculo inaudito. Eran susarañas cargadas de bujías, las flores más rarasde su invernáculo artísticamente dispuestas,una mesa resplandeciente de plata, de oro, denácar, de porcelanas; una comida regia,humeante y cuyos apetitosos manjares excita-ban las sensibles mucosas del paladar. Allí vioa sus amigos expresamente convocados, encompañía de engalanadas y hechiceras mujeres,con la garganta y los hombros desnudos, lascabelleras llenas de flores, las pupilas brillantes;bellezas diversas todas, provocativas bajo vo-luptuosos disfraces. Una, delineaba sus mórbi-das formas entre los pliegues de una faldillairlandesa; otra. lucía la lasciva basquiña anda-luza; ésta, medio desnuda, representando aDiana cazadora, y aquélla, modesta y atractiva

bajo el tocado de la señorita de la Valliére, esta-ban igualmente consagradas a Baco. En las mi-radas de todos los comensales brillaban la ale-gría, el amor, el placer. En el momento de apa-recer encuadrada en la puerta la cadavéricafigura de Rafael estalló una aclamación espon-tánea, unánime, rutilante como los destellos dela improvisada fiesta. Las voces, los perfumes,la claridad, aquellas mujeres de penetrantehermosura, impresionaron todos sus sentidos,despertaron su apetito. Una deliciosa música,oculta en un salón contiguo, ahogaba en untorrente de armonía aquel bullicio embriaga-dor, completando la extraña visión. Rafael sin-tió el contacto de una mano delicada y sedosaque oprimía la suya, una mano de mujer, cuyosbrazos ebúrneos y torneados se elevaban paraestrecharle, la mano de Aquilina. Se dio cuentade que aquel cuadro no era vago y fantástico,como las fugitivas imágenes de sus descolori-dos sueños. lanzó un grito siniestro, cerró vio-

lentamente la puerta y afrentó a su ancianoservidor, cruzándole la cara de un bofetón.

-¡Monstruo! -exclamó-. ¿Es que has ju-rado matarme?

Y palpitante por el peligro que acababade correr, sacó fuerzas de flaqueza para volvera su dormitorio, ingirió una fuerte dosis de nar-cótico y se acostó.

-¡Qué diantre! -repuso Jonatás incorpo-rándose-. ¡Bien me ordenó el señor Bianchonque le distrajera!

Era cerca de media noche. En aquel ins-tante, Rafael, por uno de esos caprichos fisioló-gicos, asombro y desesperación de las cienciasmédicas, aparecía radiante de belleza durantesu sueño. Un vivo sonrosado coloreaba suspálidas mejillas: su frente, límpida y serenacomo la de una doncella, revelaba el genio. Lavida florecía en aquel rostro tranquilo y repo-sado. Hubiérasele tomado por un chicuelo, dor-mido bajo el amparo de su madre. Su sueño erareparador; sus entreabiertos labios, matizados

de un suave carmín, daban paso a una respira-ción franca y acompasada; sonreía, transporta-do sin duda por un sueño a una vida mejor.¡Quizá se creía centenario, rodeado de nieteci-llos que le deseaban una prolongada existencia;quizá desde su banco rústico, sentado al solbajo el follaje, divisaba, como el profeta desdela montaña, la tierra prometida, en bienhechoralontananza!

-¡Al fin te encontré! Estas palabras, pronunciadas por una

voz argentina, disiparon las nebulosas siluetasde su sueño. Al resplandor de la lámpara, viosentada sobre su lecho a su Paulina; pero unaPaulina embellecida por la ausencia y por eldolor. Rafael quedó estupefacto al contemplaraquel rostro, níveo como los pétalos de una floracuática, y el complemento de sus cabellos ne-gros, que parecían más negros en la sombra.Las lágrimas habían trazado un surco brillanteen sus mejillas, y permanecían suspendidas enellas, prontas a caer al menor esfuerzo. Vestida

de blanco, con la cabeza inclinada y hollandoapenas el lecho, estaba allí como un ángel des-cendido de los cielos, como una aparición, quepodría desvanecer el más ligero soplo.

-¡Ya lo he olvidado todo, Rafael! -exclamó, en el momento

en que éste abría los ojos-, Sólo me quedanalientos para decirte: ¡Soy tuya! ¡Sí! ¡mi corazónes todo amor!... ¡Rafael mío 1... Pero tienes me-jor semblante que nunca, tus pupilas cente-llean... ¡Ahora caigo! Has ido sin mí en busca dela salud, porque me temías... ¡Pues bien...!

-¡Vete, vete! ¡Déjame! -pudo inte-rrumpir al fin Rafael, en voz sorda-. Vete, por-que si continúas aquí me muero... ¿Quieresverme morir?

-¡Morir! -repitió ella-. ¿Acaso es posibleque mueras separado de mí? ¡Morir en plenajuventud! ¡Morir cuando te amo!... ¡Morir! -añadió con acento profundo y gutural.

Y le asió las manos, en un acceso de fre-nesí.

-¡Están frías! -repuso-. ¿Será una ilusiónde mis sentidos? Rafael sacó de debajo de laalmohada el trozo de piel de zapa, frágil y di-minuto como una hoja de evónimo, y se lo mos-tró diciendo

-¡Paulina, bello encanto de mi vida, des-pidámonos!

-¿Despedirnos? - preguntó ella, sor-prendida.

-Sí. Este es un talismán que realiza misdeseos y representa mi vida. ¡Mira lo que meresta! Si continuamos contemplándonos mori-ré...

La joven creyó que Valentín se habíavuelto loco. Tomó el talismán y fue a buscar lalámpara. Alumbrada por la vacilante luz, quese proyectaba igualmente sobre Rafael y sobreel talismán, examinó con escrupuloso deteni-miento el rostro de su amante y la última partí-cula de la mágica piel. Al contemplarla Rafael,hermoseada por el terror y por el cariño, perdióel dominio sobre su voluntad; los recuerdos de

las tiernas escenas y de los goces delirantes desu pasión triunfaron en su alma, largo tiempoaletargada, y se avivaron en ella como un hogarmal apagado.

-¡Ven, Paulina! ¡ven! La joven prorrumpió en un grito desga-

rrador; sus pupilas se dilataron; sus cejas sedistendieron violentamente, enarcándose enuna expresión de inusitado dolor. Paulina leyóen los ojos de Rafael uno de esos deseos furio-sos, que en otro tiempo constituían la gloriapara ella; pero a medida que se acentuaba eldeseo, la piel se iba contrayendo, cosquilleandola palma de su mano. Sin reflexionar, huyó alsalón contiguo, cuya puerta cerró.

-¡Paulina! ¡Paulina! -gritó el moribundo,corriendo tras ella-. ¡Te amo, te adoro, te de-seo!... ¡Si no abres, caerá sobre ti mi maldición¡¡Quiero morir contigo!

Por un singular fenómeno de energía,en su postrer espasmo vital, derribó la puerta yvio a su adorada con el vestido desabrochado,

revolcándose sobre un sofá. Paulina había in-tentado ' inútilmente desgarrarse el seno, y pa-ra darse pronta muerte, trataba de estrangular-se con su chal.

-¡Muriendo yo, vivirá!... - pensaba, es-forzándose vanamente por apretar el nudo.

Sus cabellos estaban sueltos, sus hom-bros desnudos, sus ropas en desorden, y enaquella lucha con la muerte, sus ojos anegadosen llanto, su rostro arrebatado, las convulsionesde su desesperación, ofrecían a Rafael, ebrio deamor, mil atractivos que aumentaron su delirio.Con la ligereza de un ave de rapiña, se aba-lanzó a ella, rasgó el chal y pretendió tomarlaen sus brazos.

El moribundo buscó palabras para ex-presar el deseo que agotaba sus fuerzas, sin quesalieran de su pecho más que los roncos soni-dos del estertor; su respiración, cada vez másjadeante y profunda, parecía partir de sus en-trañas. Por fin, incapaz ya de articular sonidos,mordió a Paulina en el seno.

Jonatás acudió asustado, al oír gritos, ypretendió arrancar a la joven el cadáver, sobreel que se había acurrucado en un rincón.

-¿Qué busca usted aquí? -interrogó aldoméstico-. Me pertenece. ¡Yo soy quien le hamatado! ¿No lo había vaticinado ya?

EPILOGO

-¿Y qué fue de Paulina? -¡Ah! Paulina, os diré. ¿Habéis perma-

necido alguna vez, en apacible noche invernal,sentados frente al hogar doméstico, voluptuo-samente entregados a recordar vuestros amoreso vuestra juventud, contemplando las estríasproducidas por el fuego en un leño de encina?Aquí, la combustión dibuja en rojo el encasilla-do de un tablero de ajedrez; allá, produce laimpresión del terciopelo; azuladas lengüetas defuego, corren, saltan y juguetean sobre el can-dente fondo de la hoguera. Llega un pintor in-cógnito, que utiliza la llama; por un artificioespecial, traza en el seno de aquellos flameantesmatices violáceos o purpúreos una figura so-brenatural y de una delicadeza inaudita, fenó-meno fugaz que jamás reproducirá el azar; esurca mujer con la cabellera ondeante al viento,y de cuya silueta se desprende una pasión deli-ciosa. ¡Fuego en el fuego! Sonríe, expira, no la

volveréis a ver. ¡Adiós, flor de la llama! ¡Adiós,bosquejo incompleto, inesperado, muy antici-pado o muy tardío para brillar en todo su es-plendor!

-Pero, ¿y Paulina? -¿No lo habéis acertado? Empiezo de

nuevo. ¡Paso! ¡paso! Ya llega. ¡Ved la reina delas ilusiones, la mujer que pasa como un beso,la mujer fulgurante como un relámpago, res-plandor emanado, como él, del cielo, el ser in-creado, todo: espíritu, todo amor! Se ha reves-tido de una envoltura ígnea, o la llama se haanimado un momento en ella. Las líneas de susformas son de tal pureza, que acusan su proce-dencia celeste. ¿No la veis resplandecer comoun ángel? ¿No percibís en el aire su leve aleteo?Más ligera que el ave, se posa junto a vosotros yos fascina con su mirada; su dulce pero potentealiento atrae vuestros labios, por una fuerzamágica; os transporta, os parece perder tierra.Si pretendéis pasar una vez siquiera vuestramano acariciadora, fanatizada, por aquel cuer-

po níveo, palpar sus cabellos de oro, besar susojos chispeantes, os embriaga un vapor y oshechiza una música encantadora. Todos vues-tros nervios se estremecen, os sentís invadidospor el deseo, por el sufrimiento. ¡Oh dicha sinnombre! Habéis tocado los labios de aquellamujer; pero, de pronto, os despierta un doloragudo. ¡Ja! ¡ja! Os habéis golpeado la cabeza enun ángulo de vuestra cama, os habéis abrazadoa la obscura caoba, a los fríos dorados, a cual-quier adorno, a un amor de bronce.

-Pero, señor mío, ¿y Paulina? -¿Todavía no? Escuchad. Una espléndi-

da mañana, al partir de Tours un joven embar-cado en el Ville d'Angers, tenía en su mano lade una hermosa joven. Así unidos, ambos ad-miraron largo rato, sobre el ancho cauce delLoira, una forma blanca artificialmente surgidadel seno de la bruma como fruto de las aguas ydel sol, o como un capricho de las nubes y delaire. Sucesivamente ondina o sílfide, la vaporo-sa silueta revoloteaba en los aires, como frase

buscada en vano, que vaga por la memoria sindejarse secuestrar. Se paseaba entre las islas,agitando su cabeza a través de los elevadosálamos: luego, convertida en gigantesca, o hacíaresplandecer los mil pliegues de su túnica, ohacía brillar la aureola descrita por el sol enderredor de su rostro; se cernía sobre los case-ríos, sobre las colinas, pareciendo prohibir a laembarcación el paso ante el castillo de Ussé.Habríasela creído el fantasma de la Dama de lasBellas Primas, tratando de proteger a su paíscontra las invasiones modernas.

-Bien; así se concibe a Paulina. ¿Y Fedo-ra?

-¡Oh! a Fedora ya la encontraréis. Ayerestaba en los Bufos, esta noche irá a la Opera.Está en todas partes; es, si queréis, la Sociedad.

FIN