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LA SERENATA Te quiero, te quiero, te quiero. Decímelo de nuevo. Te quiero, te quiero, te quiero. Abrazame, te abrazo, dame un beso, te beso, dame otro, pero así no, no me querés, sí que te quiero, no, no como yo te quiero. Y lo mismo todos los días, todas las horas, tomándole las manos, mirándolo arrobada con su cara de galleta. Hasta que él dijo no aguanto más, no quiero volver a verte, ¿me oíste? ¡NO-QUIERO-VOLVER-A-VERRR-TE! Él se encerró en su casa. Sí, encerrarse es la palabra, porque para colmo ella vive enfrente. Son dos chalets preciosos, uno blanco de tejas rojas –allí vive ella- y otro rojo de tejas blancas –allí vive él-, ubicados a la misma altura de la misma calle, frente a frente, complementándose, neutralizándose, novios desde chicos, desde los quince años de él y los trece de ella que salieron juntos, las manos entrelazadas y ella mirándolo arrobada con su cara de galletita. Y según fueron creciendo él llegó a los veinte y ella a los dieciocho. Como es sabido, a los veinte años de edad el varón atraviesa su etapa castrense obligatoria: ella no dejó de ir a visitarlo al cuartel a las horas en que las autoridades se lo permitían y a las horas en que no, ni dejó de esperarlo a la salida en los días de franco para absorber minuciosamente su tiempo libre, besándolo constantemente, paseando por la orilla del río, acostándose con él o visitando incontables parientes que ella tenía o inventaba. Así había creado una gran variedad de excusas, aunque más que excusas eran métodos precisos, irreprochables, para obligarlo a verla y obligarse a verlo para besarse, pasear, acostarse o visitar. Y llegamos al día de la frase definitoria, NO-QUIERO- VOLVER-A-VERRR-TE, del enclaustramiento en el chalet rojo de

La Serenata

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Cuento corto

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LA SERENATA CUENTO BREVE-

La serenata

Te quiero, te quiero, te quiero. Decmelo de nuevo. Te quiero, te quiero, te quiero. Abrazame, te abrazo, dame un beso, te beso, dame otro, pero as no, no me quers, s que te quiero, no, no como yo te quiero. Y lo mismo todos los das, todas las horas, tomndole las manos, mirndolo arrobada con su cara de galleta.

Hasta que l dijo no aguanto ms, no quiero volver a verte, me oste? NO-QUIERO-VOLVER-A-VERRR-TE!

l se encerr en su casa. S, encerrarse es la palabra, porque para colmo ella vive enfrente. Son dos chalets preciosos, uno blanco de tejas rojas all vive ella- y otro rojo de tejas blancas all vive l-, ubicados a la misma altura de la misma calle, frente a frente, complementndose, neutralizndose, novios desde chicos, desde los quince aos de l y los trece de ella que salieron juntos, las manos entrelazadas y ella mirndolo arrobada con su cara de galletita.

Y segn fueron creciendo l lleg a los veinte y ella a los dieciocho. Como es sabido, a los veinte aos de edad el varn atraviesa su etapa castrense obligatoria: ella no dej de ir a visitarlo al cuartel a las horas en que las autoridades se lo permitan y a las horas en que no, ni dej de esperarlo a la salida en los das de franco para absorber minuciosamente su tiempo libre, besndolo constantemente, paseando por la orilla del ro, acostndose con l o visitando incontables parientes que ella tena o inventaba. As haba creado una gran variedad de excusas, aunque ms que excusas eran mtodos precisos, irreprochables, para obligarlo a verla y obligarse a verlo para besarse, pasear, acostarse o visitar.

Y llegamos al da de la frase definitoria, NO-QUIERO-VOLVER-A-VERRR-TE, del enclaustramiento en el chalet rojo de tejas blancas. Un da triste, de un cielo bordado con nubes cargadas de oscuridad, un da que ms que un da es un presagio.

Durante las primeras horas, y cada diez minutos el dedo ndice de ella marca seis nmeros y el telfono suena en casa de l hola, quiero hablarte, me ests hablando, quiero verte, sal a la calle, no puedo, por qu?, no quiero y l cuelga, no quiere volver a verrr-me, piensa ella. Y las llamadas se repiten, a intervalos menores, cada tres minutos, luego cada dos, a cada minuto, l cuelga, el telfono suena, levanta el tubo, escucha y enseguida insulta y corta el telfono.

Hasta que de pronto el silencio.

Pasan cinco minutos, ms cinco que pasan despus, dan diez, se descompuso alguno de los dos: Ella o el aparato, piensa l. Se van sumando los minutos de silencio, al juntarse sesenta dan una hora. Se muri, se resign, me olvid, pobre, slo quera verme. Tres horas despus, l descubre que est agotado por el trajn telefnico, la crisis de la ruptura, cierto vago remordimiento, total que slo quera volver a verlo.

Durmiendo lo sorprende la noche. Una noche de luna a medio llenar.

Mientras duerme en el chalet rojo, suea con una vida liberada, lejos de ella, de su amor fagocitante. El canto elemental de una guitarra lo rescata de a poco hacia la vida consciente, lo ubica dulcemente en la modorra, lo prepara para la voz que tan clidamente engarza los versos de la serenata, all afuera, en la vereda, una voz femenina conquistando la noche.

l no puede creerlo. Una serenata. Slo para verlo. Por eso cesaron los llamados telefnicos. Tuvo la idea y la llev a cabo.

Por supuesto que re, una serenata para l, es lo ms gracioso que le sucedi en su vida, casi se siente capaz de reconciliarse, darle otra chance. Al fin de cuentas la quiere y si ella cambia, si se vuelve menos posesiva, si asume una actitud ms razonable.

Sale al balcn.

Al verla all abajo, cantando, reanuda la risa, no puede evitarla, le sale a borbotones. Como la sangre despus que el balazo lo voltea sobre el balcn.

Guillermo Orsi, El vagn de los locos