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LA SOCIEDAD MENTAL
pablo fernández christlieb
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a la tía Aurora
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ÍNDICE
INTRODUCCIÓNUno piensa con la sociedad. La sociedad piensa con la realidad. La sociedad inventa la realidad con la que piensa: la realidad produce a la sociedad que la piensa. La realidad es la sociedad, y viceversa. Los pensamientos son formas.
1.- LA IDEA DE FORMADefinición de forma. El observador es parte inherente de la forma que observa. El contenido es forma. Las formas carecen de jerarquías o niveles. Si el contenido es forma, entonces el pensamiento es afecto. El observador o investigador se ubica en el límite de las formas. El mundo como forma se opone al mundo como discurso. El caso de la Teoría de la Gestalt. Las formas aparecen de repente.
2.- INAUGURACIÓN DE LA REALIDADLa sonrisa
2.1.- La IntensidadLa realidad aparece como una iluminación repentina. Su aparición carece de antecedentes o causas. Su aparición ocupa el mundo completo y absoluto. Aquí no existe sujeto ni objeto. La Conversión de William James. La Duración de Bergson. La Empatía y la Imitación. Las masas de multitudes.
2.2.- Lo ExtensoLo intenso es inestable; para estabilizarse debe extenderse: adquirir materialidad y magnitudes de lenguaje, objeto, tiempo y espacio. Hay más y menos forma. La realidad pierde intensidad y gana estabilidad. Mientras más se estabiliza, se hace más rígida y fragmentaria. La realidad es un continuo entre la intensidad pura y la rigidización completa. La intensidad se extiende en palabras, objetos, acontecimientos y situaciones. La forma de la masa es la forma de la sociedad
3.- EL LENGUAJEEl estilo.
3.1.- El Silencio LingüísticoEl silencio es aquel lenguaje que está antes o más allá de lo que puede decirse. El silencio es una sola palabra enorme y absoluta que no puede pronunciarse. El hablante y el habla están fundidos en una misma mole. Si el silencio dura, se convierte en poema.
3.2.- Lenguaje PoéticoEl lenguaje poético nombra el silencio. Es sobre todo musical. Es intraducible. Es ininterpretable. No se le dice a nadie: sólo se dice. El hablante y el habla están confundidos entre sí. El lenguaje coloquial es la celebración cotidiana del lenguaje poético. Si el lenguaje
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poético dura lo suficiente, se convierte en lenguaje especular. Las canciones son poemas coloquiales. La biblia en verso: Los ripios se salen del lenguaje.
3.3.- Lenguaje EspeculativoEl lenguaje especulativo nombra nombres. Se desdobla y habla de sí mismo. Es un lenguaje reflexivo. Averigua el sentido de lo que decimos. Utiliza conceptos y definiciones. El hablante y el habla son cómplices. Se le dice a alguien. Si al lenguaje especular se le deja durar, se vuelve lenguaje técnico.
3.4.- Lenguaje TécnicoEl lenguaje técnico se refiere a cosas. Se sale de la dimensión del lenguaje y entra a la dimensión de los objetos. Las palabras se vuelven cosas: herramientas o instrumentos. Emite órdenes sobre la realidad. El hablante y el habla son indiferentes uno al otro. El lenguaje técnico emplea el estilo literario del "puro contenido". Si se le deja durar se convierte en jerga tecnoide. Las Jergas: Las jergas pseudotécnicas son el abuso del lenguaje técnico: Ruido verbal: la palabrería pseudotécnica produce un silencio a la inversa, es decir, hecho de ruido.
4.- LOS OBJETOSAquella parte de la realidad que no tiene nombre.
4.1.- Los Objetos de Lejos, de Cerca y Desde DentroDe lejos: objetos con contornos definidos. Son discretos, con relieve, modulares, se descomponen, y no importan. De cerca: objetos con valor sentimental. Sus contornos se enturbian. Desde dentro: objetos que carecen de contornos: no hay percepción de ellos, sino sensación. Los objetos que carecen de contornos se llaman sentimientos.
4.2.- Sentimientos: Arte y Ciencia: MercancíasUn sentimiento es un estado del mundo. Los sentimientos son objetos ambientales, importantes y ciertos. Son objetos fluctuantes o intermitentes. La reiteración estabiliza la fluctuación. Los objetos de arte y ciencia son sentimientos estabilizados. Arte: un objeto considerado como un mundo; intenta convertirse en sentimiento, o difuminar sus contornos. Ciencia: el mundo considerado como un objeto; intenta convertirse en cosa, o definir sus contornos. La repetición de la reiteración rigidiza los objetos: el arte se convierte en mercancía y la ciencia deviene tecnología. Las mercancías no son objetos ciertos, sino verificables.
4.3.- El Secreto de las CosasEn la verificación aparecen las mediciones, pero no aparece el objeto. El objeto es lo que no está presente en los aparatos de medición. La realidad física nunca sucede. En última instancia, la realidad es psíquica porque contiene al observador.
5.- LOS RECUERDOS
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La historia es el pensamiento y el pensamiento es una historia.
5.1.- La Historia Historicidad: cantidad de tiempo que contienen los acontecimientos; tiempo: cantidad de sociedad acumulada por un objeto. Historia: narración del tiempo: cuento o relato. Toda narración está situada al final de una historia pero tiene que empezar por su principio. La rememoración consiste en situarse al principio de la historia. La rememoración va quitando vestigios, y llega al punto de partida de una historia cuando ya no puede retroceder más.
5.2.- La MemoriaLa memoria es el punto de partida de una sociedad o grupo. Es aquel acontecimiento antes del cual no ha pasado nada. La memoria no puede ser narrada porque carece de tiempo acumulado. Los Marcos de Halbwachs y los Esquemas de Bartlett. La memoria es una imagen estática, olfáctica, actual, fundacional y pneumática.
5.3.- La VelocidadLa memoria es de lentitud enorme, porque casi no cambia. Tiene una velocidad contemplativa. La remembranza consiste en ir añadiendo vicisitudes o sucesos a la memoria hasta llegar al final de la historia. A medida que se aumentan recuerdos, la velocidad de la memoria aumenta. Velocidad narracional de la historia: es aquélla velocidad de la vida a la cual se puede rememorar y remembrar: hundirse en los recuerdos: Es un modo de vida que permite la conversación, la lectura, la reflexión, y la narración de relatos e historias. La velocidad narracional es una velocidad decimonónica.
5.4.- El OlvidoCuando la sociedad rebasa la velocidad narracional, se produce el olvido. La rapidez se convierte en una entidad autónoma en el siglo XX, y ocupa todos los aspectos de la vida. Las cosas, los hechos, etc., se suceden unos a otros y pasan sin poder articularse en un acontecimiento, y por lo tanto no pueden ser articulados en una narración. La vida aparece como una sucesión de datos inconexos.
5.5.- La EdadSi el pasado se inventa, y el significado también, el tiempo puede escogerse: tener la edad de la biografía o la edad de la tradición.
6.- LOS MITOSAccidentes y milagros. Antehistoria: los mitos son la existencia de una historia anterior a la historia, de una sociedad anterior a la sociedad: un orden previo del mundo donde colocar el origen de la sociedad. Aprioris: el conocimiento necesita la presencia previa del espacio.
6.1.- Lugares DadosEl centro: punto de condensación de la realidad. Representa el infinito y el absoluto. El laberinto es la
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primera expansión del centro: contiene todas las direcciones, pero en desorden. Lo vertical y lo horizontal: son las líneas de uno mismo mirando el paisaje. Lo alerta y lo confiado. Lo alto y lo derecho: son las orientaciones positivas y rectas de la sociedad. El espacio es una entidad moral. Lo bajo y lo izquierdo: son las orientaciones negativas y torcidas de la sociedad. Lo dentro y lo fuera: lo familiar y conocido, lo desconocido y extraño. Marcan la pertenencia a una sociedad y el sentido de la vida. Los mitos no se narran: se habitan. Trayectos: Las tramas de la vida, tragedia, comedia y drama, son movimientos dentro del espacio mítico. Los números: los números no son cantidades, sino cualidades del orden mítico del espacio: el uno, el dos, el tres, el cuatro, más de cuatro.
6.3.- La Dislocación del EspacioLa cábala medieval banaliza los números. El invento de la perspectiva hace dibujable y mesurable al infinito y lo absoluto. El infinito es susceptible de formulación geométrica. El espacio deja de ser una cualidad y se convierte en una cantidad. El espacio se racionaliza. Espacio homogéneo: el espacio se convierte en un vacío por donde se desplazan objetos independientes. Las posiciones son puntos relativos. Los objetos y las gentes pierden su pertenencia al espacio.
6.3.- Retorno Eterno del Mito ElLas explicaciones cotidianas y científicas emplean un espacio mítico para comprenderse y darse a entender: las representaciones del universo y el átomo emplean una estructura mítica, al igual que la política o el urbanismo. Mito que no es vigente no es mito. La creatividad es un mito: el mito es el "antecedente aposteriori" de toda creación, es decir, de la inauguración de la realidad. La sociedad crea incluso lo que es anterior a ella.
7.- EL RITMO. EL JUEGO. LA FUNCIÓNLa aparición de la realidad es la forma de una ausencia que brilla.
7.1.- Una Realidad EnvolventePoesía, sentimientos, memoria y lugares dados tienen forma rítmica. Definición de lo rítmico. El mundo es un objeto envolvente. Lo uno y lo otro es uno. La Edad Media es un mundo rítmico. El Ritmo se cansa.
7.2.- Unas Realidades EnvueltasConceptos, arte y ciencia, historia y perspectiva tienen forma de juego. Caracterización del juego. Interacciones: relaciones simbólicas entre lo uno y lo otro. La relación sujeto-objeto es una relación entre sujetos. El siglo XVIII es un mundo lúdico.
7.3.- Una sociedad DisparatadaTecnicismos, mercancías, datos y espacio vacío tienen forma de función. Descripción de las funciones. Causas y efectos: relaciones mecánicas entre lo uno y lo otro. La
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relación sujeto-objeto es una relación distante e indiferente. El siglo XX es un mundo mecánico.
CONCLUSIÓNLa aplicación: la violencia aplicacionista. La elegancia: la protesta elegante. La transparencia: la forma transparente es la aspiración post-mecánica de pristinizar la realidad.
ÍNDICE DE NOMBRES
ÍNDICE DE TEMAS
REFERENCIAS
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INTRODUCCIÓN
Dios no puede morir; hay algo de eterno en él, y eso eterno es la sociedad
ÉMILE DURKHEIM
La sociedad que piensa y qué piensa la sociedad. Uno no piensa con el cerebro: también puede decirse que piensa con el lenguaje, los objetos, el tiempo y el espacio. La sociedad es quien piensa. El pensamiento es intelectual, colectivo, sentimental y material. La sociedad piensa a la realidad: la realidad es la sociedad; y viceversa. El conocimiento crea lo desconocido para conocerse a sí mismo. La modernidad dicotomiza a la sociedad y separa al conocimiento de la realidad. Esta separación abre un hueco de sinsentido en medio. Se intenta tapar el hueco con cantidades de cosas y paradójicamente el hueco se agranda. El concepto de Cultura sintetiza la dicotomía y elimina el hueco. La cultura hace cualidades con cantidades. La cultura piensa con formas.
Uno dice que piensa con el cerebro. No es mala idea. Aunque si uno
se pone muy atento, mirando fijamente un libro serio, poniéndose las
manos en los parietales, repitiendo alguna frase célebre y otras
actitudes inteligentes para comprobarse que sus pensamientos se
hacen en la cabeza, se dará cuenta de que sabe que piensa con el
cerebro solamente porque desde hace dos siglos los neurocientíficos
lo han propagandado insistentemente, y ya todo el mundo se lo cree,
y se lo reafirma cada vez que alguien dice que tiene la cabeza
hueca, que no sabe dónde tiene la cabeza, que tiene cabeza de
chorlito, cerebro de pájaro, con lo que se sustenta la frase de
Franz Joseph Gall de que "el cerebro es el órgano de la mente",
quien la propuso en una conferencia en 1796, con lo que fundó la
frenología, una teoría muy muy popular según la cual las
protuberancias e hinchazones en el cráneo de alguien indicaban que
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por ese lado estaba pensando fuerte, y como la investigó en una
cárcel, concluyó que los ladrones de carteras tenían inflamada la
coronilla debido a que ahí se alojaba el pensamiento de la
adquisitividad (Boring, 1950, pp. 73 ss.); a los que tenían
pensamientos amistosos se les inflamaban las sienes, porque es lo
que se tocan el uno al otro los que andan siempre juntos. Pero en
todo caso, es Paul Broca, un científico totalmente inteligente,
"generoso, benévolo, amable, adorado, noble" y "extraordinariamente
bien parecido y apuesto" (M. Beynon Ray, c. 1943, p. 58), a quien le
obsesionaba la pregunta de de dónde vienen los pensamientos porque
no los podía sentir producirse en ninguna parte, hasta que en 1861,
en un hospital de París, le trepana el cráneo a un vagabundo mudo de
nombre Tan y encuentra, efectivamente, el Área de Broca. Y de ahí a
la fecha, se dice con todo el corazón que se piensa con la cabeza,
aunque, a decir verdad, lo más que pueden decir las neurociencias es
cuándo alguien está pensando (Smith, 1970, p. 388), pero no qué. En
1807, Hegel ya se quejaba del cráneo: "el espíritu debe ser algo
distinto de ese hueso" (1807, p. 205).
Y en 1857, todavía Thomas de Quincey igual: "hay realmente pocos
motivos para considerar al cerebro como órgano del pensamiento"
(1857, p. 34). Cierto: No es tan evidente que uno piense con la
cabeza, y tampoco es tan inverosímil que lo haga con cualquier otra
cosa que se le ocurra; históricamente, se ha pensado con el riñón,
el hígado, los intestinos, el corazón, y también con el cerebro.
Aristóteles opinaba que se pensaba con la sangre, porque cuando uno
perdía sangre, perdía también la conciencia, y cuando se le
calentaba demasiado en la fiebre, el pensamiento se le estropeaba en
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puros delirios, Y efectivamente, el uso de la cabeza para pensar es
más reciente. Si bien a Trotsky, cuando murió asesinado en 1940 le
extirparon el cerebro para averiguar el secreto de su genio, en
cambio, en 1821, para averiguar el secreto del genio de Napoleón, le
extirparon otra parte, aunque se lo merecía desde antes. Parece que
el sitio del talento se localiza en diferentes lugares según la
historia. Y antes del siglo XVIII nadie pensaba con la cabeza.
"Cabeza", capitia en latín vulgar en vez de caput (Corominas, 1973),
aparece en castellano en el año 957, pero en el siglo XII, el Cid
Campeador todavía no pensaba con la cabeza, porque en ese poema
épico la cabeza sólo señalaba la parte superior del cuerpo; Alfonso
El Sabio, quien le puso ortografía al castellano y expandió el
idioma por toda la península española, en el siglo XIII, tampoco,
porque sólo se refiere a ella como el extremo o el principio de
algo. Y así sucesivamente, cabeza es el término que designa al
extremo superior o inicial de algo, generalmente de forma abultada,
como la cabeza del clavo o del ajo, la punta de una montaña, el
título de un capítulo, la primera sopa que se saca de la olla, o al
que agarran primero para usarlo de chivo expiatorio que se le dice
"cabeza de turco" (Alonso, 1947). Cuando se dice "cabeza de ganado"
no es porque las vacas piensen mucho, aunque siempre tengan actitud
reflexiva. Es solamente por extensión que empieza a significar
superior en el sentido del que manda, quien es el jefe, y como a
menudo los jefes opinan, ordenan y hasta piensan, por extensión de
esto es que la cabeza comienza a ser sinónimo de talento en el siglo
XVI, pero no porque tenga un cerebro adentro, sino porque el que la
trae es el que manda y eso lo hace parecer inteligente.
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Porque el caso es que si uno "dice" que piensa con la cabeza,
quizá podría decir mejor que piensa entonces con las palabras que
dice, y tal vez se confundió sólo porque la boca la tiene incrustada
en la cabeza: después de todo, el lenguaje es lo que generalmente
aparece como prueba del pensamiento o inteligencia de alguien, y de
hecho, Broca, lo que buscaba en el mudo aquél era verdaderamente el
asiento de las palabras, de dónde salen, cómo se metieron ahí, y lo
que encuentra precisamente es el área del lenguaje hablado, después
la del escrito y más tarde la de los idiomas, como si todos
tuviéramos en el cerebro una partecita reservada para el idioma
vasco, el mandarín, el sánscrito y el tzetzal, aunque es de
suponerse que para el esperanto no había reservación. Pero también
puede decirse que uno piensa con las manos, como lo hace notar
Wolfgang Kohler en sus investigaciones con su chimpancé Sultán en
las Islas Canarias, ya que todo pensamiento originario viene
precedido de una actividad manual, razón por la cual el homo sapiens
es conocido como homo faber, toda vez que puede utilizar la mano
mejor que un chimpancé; hay quien piensa con los pies como los
futbolistas, o con todo el cuerpo como las bailarinas, o con los
gestos como los actores, y en suma con todos los movimientos,
posiciones y desplazamientos que hace la gente a través de los
lugares y objetos de la vida cotidiana, en donde no se tiene que
sentar uno a pensar con la cabeza qué es lo que sigue después de
despertarse: sin más, se levanta, va por el café, toma el periódico
y se asoma por la ventana, que es lo que se denomina inteligencia
práctica y que en efecto, es muy práctica. O que piensa con los
ojos, porque cada vez que trata de comprobar que piensa con la
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cabeza lo que hace es ponerse a ver algo, y si cierra los ojos ve
imágenes también, y porque además la cultura es ancestralmente una
cultura visual, en donde los pensamientos tienen nombres oftálmicos,
como "hacer una observación", "tener ojo para los negocios" o "tener
un punto de vista", o si se quiere, piensa con las cosas que mira,
porque cuando se dice que un pensamiento es muy profundo, se lo dice
como si se estuviera viendo un pozo, aunque esto de "ver" es una
forma de decir, porque para el caso también se piensa con el oído,
el tacto y los demás contactos con el mundo que tenemos, como la
nariz, que es tradicionalmente con lo que piensan los detectives, al
igual que los metiches que andan "husmeando" todo; o con el gusto:
sabor y saber tienen la misma etimología: la sabiduría de la lengua.
Y finalmente, se piensa con los recuerdos, sobre todo los que ya los
tienen, como los viejos, que piensan con su biografía, sus
historias, con el flujo de los días y del calendario, que es, como
dice Kant (1787, p. 63), con lo que uno se da cuenta de sus propios
pensamientos, de su propia vida y desarrollo, en suma, con lo que se
da cuenta de sí mismo.
En el mismo 1796 de la frenología, se inventa la primera cajita
musical por obra de Antoine Favre, esto es, una pequeña máquina
inteligente que sabe tocar la flauta mágica de Mozart. Y pocos años
antes habían hecho furor los autómatas (Larousse, 1971), muñecos de
caucho y fierro que sabían hacer ciertas gracias, como una robot
pianista, que aparte de eso se volvió famosa debido a que el médico
de la Reina denunció que su cuerpo había sido meticulosamente
copiado del de María Antonieta, y cómo es que le había hecho el
inventor. Asimismo, durante todo el siglo XVIII se pone de moda la
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noción del "genio" (Gadamer, 1960, pp. 90 ss.), según la cual las
grandes creaciones artísticas o científicas son hazaña exclusiva de
algunos tipos excepcionales que a solas y sin ayuda pueden pensar
tales maravillas. Y a partir del siglo XIX empieza a cuajar el
talante individualista, que coloca al individuo como centro de todas
las capacidades, todos los merecimientos y todos los pensamientos.
No es entonces de extrañar que en esas circunstancias surja la idea
del cerebro de cada uno como aparato de pensar y resulte tan
agradable para todo mundo: las cabezas son cajitas pensantes de
propiedad individual. Ya en 1886, la Coca-Cola puede anunciarse como
"tónico para el cerebro" y venderse en las boticas. En efecto, uno
solo es el dueño de su cabeza y de sus pensamientos. Pero, en
cambio, si uno piensa con el lenguaje, los objetos circundantes, el
tiempo y el espacio, resulta que esas cosas son mayores que uno,
miden más que los 1300 cms3 de masa encefálica, no caben en la
cabeza y duran más que los setenta años que uno espera de vida. El
lenguaje, los objetos, el tiempo y el espacio son más bien del
tamaño y la edad de la sociedad completa, y por simple cuestión de
tallas, se hace difícil afirmar que uno piensa con ellos; es más
bien al contrario: son ellos los que piensan con uno; uno pertenece
a ese pensamiento. Ciertamente, quien piensa con el lenguaje, con
los objetos, con el tiempo y con el espacio es la sociedad. Por eso
es una sociedad mental: la sociedad es una entidad psíquica. Se
puede decir o bien que uno piensa con la sociedad en la que vive, o
bien que la sociedad nos usa para pensar. Y como sea, de lo que se
trata este texto es de averiguar qué piensa y cómo piensa la
sociedad.
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Y la sociedad no tiene cerebro. Ni pies ni cabeza. Tiene ciudades,
atardeceres, monumentos, casualidades, absurdos, bibliotecas,
manifiestos, dioses y vista al mar. Tiene un Durkheim, un Wundt, un
Simmel, una ciencia de la sociedad y a Octavio Paz. Y tiene
pensamientos. El hecho de que la sociedad tenga pensamientos no
significa ni por asomo que sea lógica, ni mucho menos racionalista;
la sociedad no es inteligente como una computadora ni como un
edificio inteligente ni como un oficinista eficiente, porque el
pensamiento, si bien puede tener ocurrencias técnicas, frías y
distantes, más frecuentemente es un acto afectivo, cálido y cercano
pero impreciso: se parece más a un asunto del corazón, porque
cuestiones como la fe, las creencias, los valores, los principios,
la moral, las ilusiones, las aspiraciones, las posiciones políticas,
las visiones del mundo, son formas del pensamiento de la sociedad y
ni quién diga que son lógicas. En efecto, "pensar" y "pensamiento",
son vocablos que llevan como cualidad principal, no la de ser
astuto, sino la de ser atento, de estar interesado en algo o en
alguien, como cuando alguien le dedica "un pensamiento" a otro en
una tarjetita de San Valentín, o lee la sección de "pensamientos"
que vienen en las revistas, que probablemente tomaron su título de
los Pensamientos de Pascal (c.1662), escritos en el siglo XVII, y
precisamente para oponerse al racionalismo cartesiano. Pensar es
atender. La pastura seca que se le da al ganado se llama "pienso", y
viene de pensar en el sentido de cuidar a alguien, por lo que derivó
en "dar de comer al animal" (Corominas, 1973). En castellano
arcaico, "cuidar" significaba "pensar" (Alatorre, 1979, p. 140).
Esta cualidad cuidadosa y solícita del pensamiento puede notarse en
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una frase recurrente en, al parecer, cualquier idioma: "sólo pienso
en ti, sólo pienso en ti", como en una canción de Víctor Manuel en
castellano. O de Carol King en inglés: "cuando te sientas desolado,
piensa en mí". O en francés de Françoise Hardy: "si el hastío de la
vida se te instala, piensa en mí, piensa en mí". O en catalán, de
Joan Manuel Serrat: "piensa en mí, pequeña, piensa en mí, cuando las
brujas te arañen en el alba". Parece, ciertamente, que pensar es un
término consolador, reconfortante, y que se tiene que decir dos
veces. "El pensamiento acompaña", dice Maffesoli. Más que una
sociedad mental, parece tratarse de una sociedad pensamental.
Comoquiera, da la impresión de que pensar no significa producir una
idea racional y técnicamente aplicable, sino sobre todo constituir
una imagen, que tiene una forma, y no una lógica: una imagen de
principio, inicial, como en el caso de las convicciones o de los
principios, que motive todo lo demás, que haga moverse al resto del
pensamiento. La racionalidad, incluso, no puede moverse sin un
motivo, una motivación, o dicho más tautológicamente, el pensamiento
no puede moverse sin una emoción, para empezar, porque emoción
significa moverse. Entonces, puede plantearse que la emocionalidad,
o afectividad, es el principio y es lo principal de todo
pensamiento, porque la imagen de donde parte le da su forma, fin,
estructura, orden, proporción y razón a la racionalidad y al resto
del pensamiento. La racionalidad es una forma de afectividad. El
sentimiento es una forma de pensamiento.
Todo el que piensa y siente, tiene que pensar y sentir algo, algo
que, por así decir, sea distinto o esté fuera del pensamiento y el
sentimiento. Si uno declara "yo pienso", se vale preguntarle
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"¿piensas qué?", y no se vale responder "pienso pensamientos",
aunque sea cierto; necesita decir algo más que no sea pensamientos:
"pienso cosas", por ejemplo, ya es algo. La "cosa" que piensa la
sociedad recibe el nombre genérico de "realidad". No obstante, hoy
en día, que el mundo es "muy realista", se supone que la realidad es
algo distinto y aparte de la sociedad, para lo cual se esgrime el
argumento de que la realidad es algo diferente de lo que pensamos
por el simple hecho de que no nos gusta (Hessen, 1925, p. 95),
porque si la realidad fuera lo que pensamos siempre nos gustaría;
por eso los políticos y los banqueros, al imponernos cosas que no
nos gustan, dicen que "hay que ser realistas". Y ciertamente, aunque
uno no lo quiera, los aviones se caen, la selección nacional pierde,
las tigres de Bengala se extinguen. Ser realista es que nos guste
que sucedan cosas que no nos gustan, o más bien, que les sucedan a
los demás, a los que les dicen idealistas. Es cierto que los aviones
se caen de facto, pero los aviones también se caen de palabra, o
sea, que si uno fuera hongo o cimiento de hormigón, ambos objetos
que no hablan, el hecho de que se hubiera desplomado el primer
Concord en el año dos mil no sería un hecho: no hay consternación al
respecto por parte de la comunidad de hongos; asimismo, si uno sabe
hablar, pero resulta que es habitante del siglo veintisiete o
venusino, la tragedia no ha de ser muy real. En efecto, la realidad
es lo que está entre el lenguaje, los objetos, el tiempo y el
espacio, y por lo tanto, no puede estar aparte o en otra parte que
la sociedad: la realidad es estrictamente la sociedad. Y viceversa:
la sociedad es la realidad.
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La realidad es solamente el otro nombre de la sociedad; lo que
pasa es que la sociedad, para desenvolverse, necesita inventarse
algo que parezca distinto y exterior a sí misma que pueda ir
conociendo, y a medida que lo conoce, lo fabrica, y en la medida que
lo conozca, se conoce a sí misma. Es como uno que para conocerse se
compra un espejo, pero ya frente al espejo, no sólo se conoce, sino
que también se peina, y entonces al mismo tiempo que se conoce se
construye una apariencia, que es, recursivamente, lo que va
conociendo. Con los espejos, uno se pone "afuera" para enterarse
quién es uno, pero mientras se entera, se va arreglando. Más
teóricamente (Mead, 1927), en el caso de uno, el espejo son los ojos
y las opiniones de los demás, pero siempre puede preguntarse quién
es uno, si uno, o el otro que está en el espejo, y la respuesta es
que ambos son seres recíprocos, como dice Gadamer, "lo uno es lo uno
de lo otro y lo otro es lo otro de lo uno" (1960, p. 558). Nadie
puede ser un viajero si no viaja, y entonces resulta que el viaje
hace viajeros al mismo tiempo que el viajero hace viajes. La
sociedad hace la realidad en el justo instante que la realidad hace
la sociedad. El yo-espejo, como lo llamaba Charles Cooley (1902), es
la sociedad-espejo, el espejo-realidad, la sociedad-realidad y
viceversa. La gente cuenta su vida, no para informarle a los demás,
sino para convencerse de que es alguien. La sociedad se hace de ir
conociendo la realidad, pero la realidad está hecha de ese
conocimiento. Este truco lo enseñaron los piratas: esconder un
tesoro, hacer un mapa, perder el mapa, deducir el mapa, encontrar un
tesoro. La sociedad descubre, crea o inventa ciudades, leyes,
hábitos, héroes, riqueza, gestos, catedrales, ciencia, etcétera,
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para percatarse al final de que todo eso es ella misma. Inventa lo
desconocido para ir a conocerlo y averiguar quién era el inventor.
En efecto, este truco de inventar lo otro para conocer lo uno es lo
que se denomina propiamente conocimiento; "el conocer es el corazón
mismo del ser", como dice Henri Delacroix (1934, p. 1). Por el
conocimiento se advierte que la sociedad es mental.
Contraparafraseando a Gall, la realidad es el órgano de
pensamiento de la sociedad. Puede decirse de un modo u otro, que la
sociedad discurre un lenguaje con el que irá pronunciando su propio
nombre, o que el lenguaje discurre a la sociedad para tener algo de
qué hablar: uno habla porque tiene algo que decir, o tiene algo que
decir porque habla. La realidad es real, pero solamente tan real
como la sociedad que la conoce. La sociedad fabrica las categorías
donde podrá ir metiendo a la naturaleza, o la naturaleza insinúa las
categorías mediante las cuales puede ser descubierta. No se sabe
quién es el conocimiento de quién. Es como quien va a un museo y
ante una pieza de arte abstracto siente casualmente que parece que
la obra tiene movimiento y profundidad, y resulta que el autor
trabajó enormidades para producir dicha casualidad, o como quien
encuentra su vocación cuando fue su vocación la que lo encontró a
él. La mirada inventa el color verde que inventa una mirada que lo
vea. Seriamente hablando, no puede saberse quién es el espejo de
quién: el que está dentro del espejo siempre podrá declarar que
quien está dentro del espejo es el otro. En las escondidillas que
juegan los niños, quién es el que se encuentra perdido: "encontrarse
perdido" es una buena manera de describir el asunto. El conocimiento
se encuentra perdido y se pierde encontrado.
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Y así, dadas las circunstancias, el propósito de este libro es
averiguar cómo la sociedad se concibe a sí misma, tomando en cuenta
la doble acepción de concepción, a saber, cómo la sociedad se
concibe, se gesta, se da a luz o se hace nacer a sí misma, y al
mismo tiempo, cómo la sociedad se concibe, se conceptualiza, se
comprende, se imagina, se siente y se percibe a sí misma. Uno es lo
otro a la vez.
El título que le da Niklas Luhmann a un libro suyo, "el
conocimiento de la sociedad" (1960), juega el mismo juego, donde
conocer a la sociedad es investigar qué conocimiento tiene la
sociedad. Este gusto por mostrar que lo uno lleva lo otro como parte
de sí mismo, que lo cercano contiene lo arcano, que lo conocido
contiene lo desconocido, que, como escribió Paul Virilio (1993, p.
160), "inventar el tren es inventar el descarrilamiento", es lo que
puede denominarse Dualidad, que significa que una cosa tiene
"cualidad de dos": cada vez que hay uno hay otro. Y parece que, para
hacer una cosa en la vida, siempre hay que hacer otra, y que
genuinamente no más pueden hacerse dos: escribir y pintar como
Sábato, escribir y beber como Onetti, teorizar átomos y subir
montañas como Heisenberg, vivir al día y ver el futbol los domingos,
ser Jekill y Hyde, actuar en Hollywood y correr automóviles como
Paul Newman o Steve McQueen, filosofar y hacer política como Marx,
Russell o Sartre. Quien no hace otra cosa no hace una. Freud era
coleccionista; y no es mala idea preguntarse qué era eso otro que
hacían Kant, Brancussi, Danton o Greta Garbo. La dualidad no es un
antagonismo, sino un continuo, y es mítica e inmemorial, rastreable
por dondequiera, desde el yin y el yang de los chinos hasta la tesis
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y la antítesis de Hegel o la frase de Mao Tse Tung, ésa de que "de
derrota en derrota llegaremos a la victoria". En los pares de la
dualidad cada uno es el oxígeno del otro: son como animales mutuos
en medioambientes recíprocos, y por eso se piensan atentamente entre
sí, con cuidado y solicitud.
Si la muerte viene dentro de la vida, puede ser a veces triste
pero no es un problema social porque no hay nada que hacer: el
problema social viene cuando se las quiere poner de enemigas. Y eso
hizo Descartes en el siglo XVII, con lo cual se puede acabar
verdaderamente la Edad Media y empezar la Era Moderna. Pero más bien
Descartes ha pagado el pato histórico, porque cuando el tenía cuatro
años, Jacob Bohéme, un zapatero de pueblo, y según Hegel, "el primer
filósofo alemán", ya había sentido la urgencia cultural de oponer y
enemistar ambas partes, y es que al parecer, el pensamiento
racionalista que está surgiendo en el Renacimiento no puede soportar
la tensión de la dualidad, ni su sutileza, el hecho de que algo sea
también otra cosa, la otredad intrínseca de la mismidad, que se
expresa claramente en el conflicto entre ciencia y religión, que le
dio a Galileo tantos disgustos. De hecho, la tragedia de la vida de
Pascal, que se murió de incertidumbre a los 39 años (Gusdorf, 1956),
fue que se le desgarró el pensamiento entre el cuerpo y el alma, sin
poder solucionarlo. René Descartes, quien se levantaba diario a las
doce del día, tuvo por las mismas fechas el mismo conflicto entre
espíritu y materia, pero para quitarse de problemas sin miramientos
lo resolvió de tajo cortando la dualidad a la mitad como lombriz y
dejando cada parte por su lado (1633, pp. 45 ss.), separada y
aislada, sin nada en común, y partiendo al mundo en res cogitans y
21
res extensa (Greene, 1964, p. 79), y le quedó tan bien su división
que ni él mismo la pudo volver a juntar, a pesar de que lo intentó
postulando el cunarium (Boring, 1950, p. 185), la glándula pineal
como punto de contacto. Quizá por venganza divina, su muerte fue
mucho peor que la de Pascal, ya que en 1650, a los 54 años, muere de
pulmonía debido a que la Reina Cristina de Suecia lo obliga a
levantarse a las cinco de la mañana para darle clases de filosofía.
"Lobotomía" significa cortar un lóbulo del cerebro; lo mismo,
aplicado a la dualidad, se le dice "dicotomía", "cortar en dos" por
obra de Descartes, y así el pensamiento de la sociedad queda
dividido en lo psíquico y lo físico, lo intangible y lo tangible. A
partir de ahí, el conocimiento y la realidad se vuelven mundos
separados que no pueden reunirse porque finalmente lo que se partió
en dos es el pensamiento que los piensa. La dicotomía es la
lobotomía de la dualidad. Y a partir de que se dicotomiza
oficialmente el mundo en espíritu y materia, ha venido sucediendo
una carrera de fragmentaciones -la sensación se separa de la
percepción, lo interior de lo exterior- cada vez más desbocada y
subdividida -la cantidad se separa de la cualidad, la estética de la
verdad-, de manera que a la fecha el pensamiento de la sociedad
resulta ser una entidad rota en dos -donde lo civil se separa de lo
íntimo, la ética del sentido del humor, las números de la
conversación- hasta conseguir una sociedad descuartizada -en la que
el trabajo se separa del gusto, lo tajante de lo difuso, la alegría
de la economía- que cada vez que una mitad es pensada, se vuelve a
descomponer en dos -la sensación se separa del sentimiento y de la
sensibilidad, el arte de la artesanía y de los artefactos- de manera
22
que la gente ya sólo puede pensar en trocitos, vivir en rebanadas,
razón por la cual se acomoda tan bien en las clasificaciones, las
especializaciones y las divisiones, que es la manera de ir
almacenando los fragmentos de la realidad -toda vez que uno queda
seccionado en 5 o 6 sentidos de la percepción, 8, 9 o 10 emociones
básicas, 50 mil ideas al día y recientemente, en 5 inteligencias
(Gardner, 1983). No es de extrañar que a la gente se la vea
últimamente medio inconexa y distraída. Esa frase que
cadacabezaesunmundo significa que el pensamiento de la sociedad
quedó hecho añicos.
Y si la gente estuviera contenta con sus estragos, vaya y pase,
pero parece que no, porque cada vez que algo se parte en dos -lo
racional y lo afectivo, lo abstracto y lo concreto- queda en medio
un hueco que no se puede rellenar porque no está hecho de ninguno de
los dos. Ese hueco es el que se le apareció a Blaise Pascal cuando
dijo que "el silencio de los espacios infinitos me horroriza",
porque se trata del vacío que queda entre la sociedad y el mundo,
entre el conocimiento y la realidad, y que es lo que la gente del
siglo XXI resiente como falta de sentido de la vida, pérdida del
significado. Por eso Pascal también dijo: "no puedo perdonar a
Descartes" (1662, p. 27). Es muy raro, porque el hueco duele de una
manera vacía. Lo que ha hecho sin querer la sociedad moderna es
fabricar y expandir ese hueco todo el tiempo, y todo el tiempo
tratar de llenarlo siempre con el resultado equivocado, como si
verdaderamente lo que estuviera produciendo el pensamiento, no son
ni siquiera las partes fragmentarias de la dicotomía, sino el hueco
que queda entre ellas. La sensación de la sociedad contemporánea es
23
que hay de todo, pero algo falta que parece no ser nada, y es que
hay vacaciones, medicinas, mascotas, aventura, subalternos, dinero,
vértigo, ropa para toda la familia, y cuentas que hacer para ver
para cuánto alcanza, y efectivamente, puede observarse un intento
cada vez más desvergonzado para ir adquiriendo todo lo que se pueda,
incluyendo amigos, títulos universitarios, cursos de personalidad y
belleza, nirvanas y éxtasis, para ver si así se rellena ese hueco
que se siente en ninguna parte, para percatarse quién sabe si con
horror o ya con cinismo que el hueco crece a medida que se le pone
algo, como la Nada de Michael Ende. En 1969, el físico John Wheeler
planteó la idea de los agujeros negros en el espacio: si a toda la
opinión pública se le hizo tan creíble, es porque ya los había
visualizado en alguna parte.
El vacío de la vida, la falta de sentido de la sociedad y de
significado de sus gentes no es algo fáctico ni imaginario, ni
verificable ni incorrecto, sino que es lo que queda y se acrecienta
entre dos modos del mundo que se hicieron repelentes entre sí y con
los cuales tienen que cargar todos los ciudadanos de la modernidad,
jalonados por un mundo oficialmente considerado como verdadero
teniendo mucho de falsificado, y por un mundo considerado como
fantasioso teniendo mucho de necesario. Es normal entonces que el
desencanto de la población se distribuya en una parte de crédulos
tecnófilos que dan su corazón a los gadgets de la electrónica, y en
otra parte de ingenuos esotéricos que se desviven buscando la
energía trascendental en los botaderos del mercado místico, ambas
partes partidarias de las soluciones fáciles de dejarse arrastrar
por un extremo de la dicotomía: almáticos y corpóreos llenando la
24
vida de vaciedad, y es que las ciencias aplicadas y la tecnología
son capaces de producir cualquier cosa excepto una: sentido; tampoco
andar de tibetano artificial debe ayudar gran cosa: ambos son modos
de la descultura. La cultura, en cambio, dirá que la ciencia tiene
su magia o que el arte tiene su técnica, así que finalmente también
hay una parte de la población ocupada por los dudosos, partidarios
más bien de las soluciones difíciles de aguantar los jaloneos de
ambos extremos, con resultados diversos. En todo caso, la sociedad
sigue viviendo la tragedia de Pascal, que es la misma que la del
Quijote y la Modernidad, tironeada todavía entre la información y la
sabiduría, lo universal y lo local, la fineza y la geometría
(Pascal, 1662, p. 15). En estas circunstancias se puede suponer
entonces que las soluciones políticas, administrativas,
filantrópicas, ecologistas, técnicas, lógicas, económicas o
caritativas, son buenas para darles las gracias, pero no pasan de
ser otras tantas fragmentaciones que siguen restándole sentido y
significado a la sociedad, y mientras sean los expertos, los
técnicos y los especialistas los que se pongan a decir como arreglar
las cosas, la dicotomía empeora, porque las soluciones se hacen con
el mismo pensamiento con que se hicieron los problemas.
Si la sociedad está hecha del pensamiento que la conoce, y no de
los héroes que la quieren salvar mientras la echan a perder, podría
sostenerse que el conocimiento en general, en vez de dedicarse a
buscar aplicaciones eficientes que sólo producen dinero para un
número minúsculo de triunfadores, tendría que intentar pensar de una
manera no fragmentaria, no partida en ciencias duras y ciencias
blandas, y puesto que obviamente las disciplinas del conocimiento no
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son instancias que estén por arriba de la sociedad ni por fuera de
la realidad, como les gusta creer a los burócratas académicos, sino
que son de por sí modos de pensamiento de la sociedad y maneras de
ser de la realidad, porque pensar es hacer, el sólo hecho de que se
intenten pensamientos no fragmentarios, hace que la realidad esté un
poco menos rota, que la sociedad tenga menos hastío, porque lo que
se piensa es real, aunque no se note y no salga en las noticias, y
aunque la única prueba de que eso genera algo de sentido es que
valga la pena ensayarlo. Aquí no se trata de salvar a la humanidad,
sino meramente de pertenecer a la realidad.
El término Cultura parecía tradicionalmente connotar bien la idea
de un pensamiento completo de una sociedad mental, antes de que a
los neoliberales del siglo XX se les ocurriera la feliz ecuación de
que si la mercancía es cultura, entonces la cultura se pude volver
mercancía, que hace decir a la pintora Barbara Kruger que "cuando
oigo la palabra cultura, saco mi chequera", y con toda razón, ya que
esta frase se imprimió en camisetas y se vendió muy bien en la
boutique de souvenirs culturales de los museos estadounidenses. En
fin, antes que la abarataran los comerciantes, la cultura designaba
la cualidad espiritual de lo material que está inserta en la
cualidad material de lo espiritual. La cultura es la inseparabilidad
de todo. La cultura es aquello dentro de lo cual vivimos, con lo
cual pensamos y sentimos, y que no aparece en ninguno de los
aparatos de medición o clasificación, incluidos entre ellos nuestros
propios sentidos de la percepción. La arquitectura, al ser
forzosamente habitable, es un buen ejemplo de esta definición, ya
que quien la ocupa no tiene por qué percibir su funcionalidad, sus
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distribuciones y su colorido, sus sombras, distancias y volúmenes,
sino que simplemente se siente cómodo o incómodo, en paz o
intranquilo, listo o aburrido, inteligente o tonto en medio de ella,
sin saber de dónde viene ni dónde está el estado de ánimo y de
pensamiento que lo ocupa a él; Luis Barragán, el arquitecto
universal de México, jamás pretendió construir una casa-habitación
con los materiales que iba poniendo sobre el terreno, sino que, como
él mismo declara, lo que pretendió con sus tablones, muros y
colores, fue construir una "alegría silenciosa y serena para ser
disfrutada en soledad".
La cultura hace cualidades con cantidades. Inculto es el que sólo
sabe medir y contar, como los que le ponen precio y costo al
conocimiento de las galerías y las universidades, aquél que
fragmenta la cualidad de la vida en cantidades, sean de dinero,
calorías, información, actividades o amistades influyentes. Culto ha
de ser el que no confunde la calidad de vida con la "cantidad de
vida", que prefiere vivir "mejor" que "más" y que por lo tanto sabe
que tener todas las comodidades resulta un poco incómodo. Culto es
aquél que está dentro del mundo; inculto, el que lleva la cuenta del
mundo en una libreta de contaduría. La cultura es aquello que
produzca sentido, que dé motivos y razones para la vida, y que
cierra la grieta abierta entre lo material y lo espiritual. La
cultura es la sociedad cuando no está separada de la realidad, es
cuando uno forma parte del mundo y, por lo tanto, no existe ruptura
entre los valores y los hechos, entre el sujeto y el objeto, entre
las cosas y las ideas, sino que existe una continuidad o gradación,
de manera que lo material es lo espiritual desde el otro lado, que
27
eso que se llama realidad física es una forma de ser de la sociedad
mental: lo opuesto no es algo extraño, sino otro modo de ser de uno
mismo.
Parece ser que aquello que no tiene nada en común, lo único que
tiene en común es que tiene forma, porque cualquier cosa que sea
algo, lo que sea, lo primero que tiene es alguna forma. Por eso
tenemos la tendencia a encontrarle a todo algún parecido, sean las
nubes o la pintura abstracta: ante un horror nocturno que se mueve y
sisea, uno se tranquiliza apenas le pone forma, "ah, es la cortina
con el aire"; la forma es la presencia del orden. Dios, cosa
desconocida si la hay, carente de contenido admisible, puede decirse
que existe porque tiene forma; el inconsciente, los sueños, las
entelequias, los fantasmas, la angustia o la felicidad, su única
existencia es que tienen alguna forma en la imaginación de quien las
piensa, y si pierden esa forma pierden su existencia por completo, y
se devuelven al caos y a la nada. Lo que tiene en común Dios o el
fantasma con un Volkswagen o con Mae West es que a pesar de que su
material, función o fotografiabilidad sean de lo más dispares, es
que tienen alguna forma, no importa cuál. Entonces puede decirse que
la forma es la sustancia de la realidad, lo común de la realidad.
Las palabras, las cosas, los lugares y los tiempos con que piensa la
sociedad constituyen un pensamiento común porque todos tienen forma:
tienen la forma de la sociedad. En efecto, la cultura piensa con
formas. La ciencia tiene forma, el dinero tiene alguna forma. Las
formas de los formatos y los formularios que hay que llenar en las
ventanillas tienen precisamente la forma de la burocracia. El
presente libro intentará averiguar cuáles son las formas de la
28
sociedad. Pensar con formas es probablemente el modo en que se puede
intentar un pensamiento no fragmentario, porque da la impresión de
que la noción de forma elimina los términos dicotómicos de mente Vs.
cuerpo o masculino Vs. femenino, y por ende elimina el problema o
hueco que se había instalado entre ellos. Le cura, si de algo sirve,
las heridas a Pascal. Y por lo demás, la idea de forma evita la
monserga de estar hablando en pares, esto y lo otro todo el tiempo,
porque lo otro siempre resulta ser una forma de esto, de la
siguiente manera, dos puntos, la racionalidad es una forma de
afectividad y la afectividad es una forma de racionalidad, lo
desconocido es una forma de lo conocido, lo empírico es una forma de
lo simbólico y la sociedad mental es una forma de realidad física.
La naturaleza es una forma de la cultura y así sucesivamente: lo que
no tiene forma es una forma de la forma: la cantidad es una cualidad
que va perdiendo forma y, de hecho, lo que se llamó "falta de
sentido" se refiere a una sociedad que se le desdibuja la forma.
Es curioso que por todas partes vaya apareciendo la idea de forma,
que es la idea de cualidad, incluso por donde no debía venir, que es
por el lado de las ciencias físicas y naturales. En 1917, D'Arcy
Wenthworth Thompson, un biólogo y matemático escocés, publico un
raro libro cuyo título es Sobre el Crecimiento y la Forma, donde
hablaba de las coliflores, porque en ellas, no importa si uno la
esté viendo completa, o nada más una parte, o sólo una partecita, la
forma sigue siendo la misma (Noël, 1994, p. 33), lo cual en 1975
recibe el nombre de Fractal (Talanquer, 1996, p. 25), aunque en
1904, Helge Von Koch, sueca, había ramificado una especie de
coliflor matemática que no se terminaba de partir nunca. De entonces
29
a la fecha se ha desarrollado una suerte de ciencia natural de las
formas, denominada genéricamente Morfología, que tiene por objeto el
estudio de las entidades globales, esto es, las cosas no tomadas en
sus componentes sino en sus totalidades, y que se dedica a
investigar la génesis, permanencia, transformación y desaparición de
las formas (Aranda Anzaldo, 1997, p. 109). Desde este punto de
vista, las burbujas de jabón son esféricas no por su composición
química, sino porque la esfera es el máximo de superficie que se
puede cubrir con el mínimo de material; las abejas hacen panales
impecablemente hexagonales no porque vengan con transportador
instintivo integrado, sino porque el hexágono es la forma que cabe
más veces en un espacio restringido, y que es lo mismo que les pasa
a los granos de arroz dentro de la cacerola, y a las columnas de
basalto, donde de paso se observa que la naturaleza tiene una
tendencia a producir ángulos de 120º sin ningún pretexto, que son
los que forman los hexágonos de los panales, los brotes de las
plantas, las escamas de las serpientes y cada vez que se juntan tres
burbujas de jabón en el lavamanos. También le gustan, y parece que
es literalmente por gusto, las espirales. Es como si, por razones
personales, la naturaleza pensara, y prefiriera, unas formas y no
otras. Y los átomos y las leyes de Newton no ayudan para nada.
D'Arcy Thompson, en un buen exceso, mostró un pez, que al variarle
proporcionalmente la forma, se convertía en otra especie y cambiaba
de código genético (Noël, 1994, p. 176). Comoquiera, la morfología
es una ciencia que da cuenta de una realidad que aparece sin que
existan las causas -como ya había avisado David Hume dos siglos
antes-, que no está hecha de componentes, que no puede ser
30
cuantificada, y que no puede ser reducida a realidades más
elementales. Las estrellas de cinco picos son una forma que no se
encuentra en sus células. Para la morfología, la realidad es algo
distinto y algo anterior que la suma de sus partes, razón por la
cual no puede descomponer para contabilizar, sino que tiene que
interpretar la idea y la sensibilidad de las formas, de modo que
tiene que ser una ciencia fenomenológica y hermenéutica (Aranda
Anzaldo, 1997, pp. 119 ss.). Es como si la naturaleza pensara, y lo
hiciera con formas. O sea, las formas son cosas mentales, o
psíquicas.
Estas teorías morfológicas han sido empleadas en biología,
embriología, evolución, paleontología y lingüística entre otras, y
actualmente, las teorías de fractales, catástrofes, caos y otras
(Aranda Anzaldo, 1997, p. 108), parecen tener cualidades de forma.
Sólo un morfólogo -Richard Owen- pudo inventar el término
"dinosaurio", porque quiere decir "lagarto terrible". Sin embargo,
por costumbre, los científicos filosofan por lo menos con un siglo
de retraso, y la frase de los morfólogos que proviene del lema de la
Teoría de la Gestalt (Guillaume, 1937, p. 17), ésa de que el todo es
anterior y distinto a la suma de sus partes, aparte de que ya la
había dicho Aristóteles, estaba ya presente en los psicólogos del
siglo XIX: la había usado Christian Von Ehrenfels en 1890, en un
artículo sobre las cualidades de la forma (Hothersall, 1984, p.
217). Durkheim también se sabía la frase, que se la había leído a su
maestro Charles Renouvier (Alpert, 1939, p. 31). John Stuart Mill se
refería al pensamiento como una "química mental" que consistía en la
emergencia de compuestos cuyas partes han desaparecido, y Wilhelm
31
Wundt, el presunto fundador de la psicología experimental, decía que
sí, que cada formación psíquica resultaba de algo más que la suma de
sus elementos, a lo que él denominaba "síntesis creadora" (Rossi,
1904, p. 301; Boring, 1950, p. 629), Leibniz (1714), enemigo jurado
de Newton el fabricante de tuercas universales, al hablar de sus
Mónadas sin componentes como la esencia básica de la realidad, y que
eran pura forma, formas puras, dice que éstas tienen una sustancia
mental. Charles Sanders Peirce, el fundador de, digamos, la
filosofía norteamericana (Murphy, 1980), personaje intelectual de la
mayor importancia en el siglo XX, opina igual, que el mundo es una
cosa mental (Feibleman, 1946, p. 410; Almeida Salles, 1994, pp. 226
ss.). George Berkeley lo había dicho en Irlanda en 1710 (Boring,
1950, p. 205). Pero lo que cabe resaltar es que para ninguno ni lo
mental ni lo psíquico está dentro de la conciencia de los
individuos, sino al revés, los individuos son los que están dentro
de lo mental. Concretamente, Hermann Lotze, en un libro de tres
volúmenes llamado Microcosmos, escrito por ahí de 1860, dice que las
mónadas son de naturaleza psicosocial, que la realidad, incluso la
física, es una entidad psicosocial (Baldwin, 1913, Vol. II, p. 68).
Pasquale Rossi, un psicólogo colectivo de principios del siglo XX,
de quien no hay que mencionar que es un petulante horrible de leer,
al estudiar a las multitudes como la sorprendente aparición de un
alma colectiva de carne y hueso, enuncia como su primera ley el
hecho de que la reunión de varias personas es distinta a la suma de
cada una de ellas (1904, p. 278).
Si cualquier forma tiene cualidad mental, entonces, eso que se
llama mente está presente en cualquier cosa que se le vea forma, en
32
una pintura y una cara. Y ciertamente, todo lo que tiene que ver con
formas es lo que se refiere a la vida de la cultura, esta mente
hecha y hacedora de materia y espíritu, y el presente libro intenta
relatar sus maneras de aparecer, sobrevivir y deshacerse. Pero no
debe pensarse que esto es lo que hacen las denominadas "ciencias de
la cultura". En los tiempos que corren, alegres pero tontos, las
ciencias de la cultura consisten en aplicar el método más inculto
posible a la cultura para desarmarla y encontrarle estadísticas e
informaciones, causas y utilidades, tuercas y resortes, que es
precisamente lo que salta descompuesto cada vez que se destruye una
forma. Cuando un niño rompe un reloj para ver qué tiene dentro, lo
único que no tiene dentro es un reloj. Para curarse en salud, lo más
recomendable no es hacer una ciencia de la cultura, sino entender
que la cultura es un conocimiento que incluye a las ciencias*.
____________________
* Para efectos de aparato crítico, a la sociedad mental se le puede otorgar el
sinónimo más académico de Psicología Colectiva, y en efecto, este trabajo puede
considerase como la exposición, en teoría, método, objeto e investigación, de una
psicología colectiva, según podría construirse ésta en la actualidad. La
psicología colectiva es aquella disciplina que concibe a la sociedad como una
entidad psíquica, como siendo un pensamiento completo, o, si se quiere, como si
fuera una persona del tamaño de todo el tiempo y el espacio de la cultura. Sus
nociones clásica de mente grupal, alma de los pueblos, conciencia colectiva,
espíritu público -y, añádasele, sociedad mental-, referían a esto. Ahora bien, si
se dice que la sociedad es como una persona, también debe decirse a la inversa,
que una persona es como una sociedad, como decía Novalis (en: Vital, 1995, p.
154), "una pequeña sociedad", y ciertamente, el hecho de que la sociedad sea una
entidad psíquica, implica su revés, que cada entidad psíquica es una sociedad, y
33
de este modo la psicología colectiva también considera que un individuo aislado,
un grupo, una ciudad, una emoción, un pieza de música, una casa o un evento
cualesquiera, siendo entidades psíquicas, tienen todos, la forma de una sociedad.
Hay una cierta fractalidad en la concepción: una sociedad está llena de sociedades
y dentro de éstas hay más sociedades. La ideas de Mead (1927), el "mejor" fundador
de la psicología social, de que una interacción entre dos es ya una sociedad, y
así entre tres, treinta o treinta mil, hace eco de esto. El caso es que la
psicología colectiva puede ocuparse de cualquier cosa, cualquiera, que sea
considerada en sí misma como una sociedad mental: una silla, un solitario en el
siglo XIX, la velocidad, el cerebro como órgano del pensamiento, y la sociedad.
No obstante serlo, el presente texto preferiría no ser tomado como el trabajo
particular de una disciplina, porque la psicología colectiva propugna por una
desdisciplinarización del conocimiento (Ibáñez-gracia, 1994), empezando porque
esta separación de teoría, método, objeto e investigación es insostenible, y
terminando porque hoy en día las ciencias van confundiéndose entre sí. Y que se
confundan cuanto quieran. Y es que, verdaderamente, el conocimiento, sea de
física, filosofía, artes, o ciencias sociales, no puede subordinarse a los frenos
y controles que le imponen desde fuera los trámites de las burocracias, los
controles de los funcionarios, las departamentalizaciones de las universidades o
las necesidades de la tecnocracia y demás mandatos de dudosa legitimidad, porque
siempre quieren algo que no dicen qué es, pero que evidentemente no es el
conocimiento: probablemente quieren -y mucho- el poder tan poca cosa que detentan.
El conocimiento no puede saber qué es lo que va a conocer, y por ende no se le
debe imponer de antemano: quien diga por dónde y hasta dónde debe conocer una
ciencia cualquiera, tiene que ser burócrata, sea de oficio o de vocación.
Así pues, este texto es de psicología colectiva, pero, por tradición, la
psicología colectiva tiene vocación de no serlo, de ser una desdisciplina, de modo
que podría hablarse de psicología colectiva y ciencias afines, pero como la
psicología colectiva podría ser asimismo la ciencia afín de otras, entonces parece
que el término que les corresponde es justamente ése, el de "ciencias afines",
afines a otras ciencias afines.
34
1.- LA IDEA DE FORMA
El mundo sólo se da una vez
ERWIN SCHRÖDINGER
La forma de ser de la sociedad. Definición de forma; una forma es una unidad que escapa a su descripción y atrapa a su observador. Enfrascamiento. Implicaciones de la definición: Las formas son inintencionales, no tienen ni obedecen intenciones; no hay observador ni participante de la forma, sino integrante: el integrante es uno mismo, y uno mismo es la sociedad; las formas son sólidas: la forma es una cualidad profunda y tensa: no es su mera apariencia; la forma es su material; la forma es sus componentes: color, tamaño, función o contexto; uno mismo es su forma; la forma es su contenido; la racionalidad tiene forma, el racionalismo tiene cáscara. Las formas son información desclasificada: no siguen el ordenamiento racionalista; objetos dispares tienen la misma forma; lo trivial y lo solemne son indistintos: se vale cualquier ejemplo. El problema de la sociedad es su pérdida de forma. La investigación de las formas; Georg Simmel: el extraño soy yo; el investigador de la forma se sitúa en su límite: el límite es estar en dos lugares y en ninguno; el investigador es siempre un ser un poco marginal. Las formas no hablan; forma versus discurso: el discurso es lingüístico, construido, relativo, interactivo, público, simbólico, triádico, distinto y expansivo; la forma es imágica, aparecida, absoluta, simple, colectiva, inmediata, monádica, indistinta y condensada. Susanne Langer: formas y sentimientos. La Teoría de la Gestalt: transponibilidad, isomorfismo, sinestesia, fisonomía moral, emergencia e insight.
La cultura, que quiere decir algo así como realidad-y-sociedad al
mismo tiempo, piensa con formas, y las formas, como la de las olas o
la de ser de alguien, tienen la cualidad de la unidad. Para darle
todas sus implicaciones a esto, puede hacerse la siguiente
definición: una forma es una cosa (objeto, entidad, etc.), física o
no física (verbal, situacional, etc.) que consiste en algo más o
distinto que sus descripciones o medidas, que se presenta o aparece
35
como una unidad independientemente de sus componentes, y que
contiene dentro al observador (uno mismo, la sociedad, etc.) o de la
cual uno (la sociedad) es coexistente.
Una novela, por ejemplo, es buena cuando tiene forma; quién sabe
cuál sea su forma, pero cuando es buena, el lector está "metido" en
ella, envuelto en su trama, revuelto en sus personajes, como si
viviera dentro de sus renglones, y no se puede zafar aunque se le
haga tarde o tenga cosas urgentes que hacer; no puede salirse, y no
se da cuenta de cómo pasan los párrafos ni los cuartos de hora. En
bonita metáfora, está uno "enfrascado", o sea, dentro del frasco de
la forma, y, como en el caso de la mermelada, uno adquiere la forma
del frasco. En cambio, cuando se empieza a aburrir, se desenfrasca,
y le da por ver en qué página va, cuánto le falta, le resaltan las
inconsistencias, que un párrafo no tiene que ver con el otro, que
tal personaje ni viene al caso, y entonces, la novela se va como
desamarrando y unas partes se despegan de las otras y finalmente la
novela pierde forma, que es cuando uno se cansa, se "sale", y se va
a otra parte, y opina que la novela es mala. Le sucede con
frecuencia a los best sellers, a las películas de Hollywood y a
muchos libros de teoría y crítica, que empiezan muy bien, animosos,
planteando situaciones creíbles y atractivas, y a la mitad se caen
porque el autor ya está cansado y ya no sabe cómo resolver la trama
y termina metiendo algún crimen, un héroe de más, o una receta. Hay
cosas que debieran acabarse a la mitad para que estuvieran enteras.
Michel Tournier escribe primero el final de sus libros porque es
mejor que terminen bien a que comiencen bien.
36
Mas sutiles que cualquier novela, son las "formas de ser" de las
personas. La forma de ser de alguien es algo reconocible, unitario e
intrigante, pero que no se puede decir qué es, porque no consiste en
nada concreto; es inasible, por lo que uno nunca puede describirla
sino solamente aportar ciertas vaguedades del tipo de "es que
siempre quiere hacer su santa voluntad" o "tiene elegancia", de las
que uno sólo puede dar uno que otro ejemplo que no convence a nadie:
uno no puede explicar porque alguien le es tan aborrecible o tan
encantador. Y es que, solamente se puede conoce la forma de ser de
alguien por la sensación que produce: es como si del prójimo uno
nada más tuviera su fantasma, que está aquí pero como flotando
alrededor, más respirable que visible, como aire, como clima,
vaporoso y envolvente. Los modos de vida, el ambiente de ciertas
situaciones, el espíritu de equipo, el signo de los tiempos, la
atmósfera de un lugar, son también formas de ser. De hecho, un
fantasma es la forma de ser de ciertas situaciones: a solas, en
penumbra, un ruido, un miedo, etc.
Pero cosas supuestamente más duras que un fantasma, que tienen
hasta precio, también tienen formas aéreas: tómese, aunque no
literalmente, una Coca-cola, ese icono del siglo XX, identificable
por el 95% de la población mundial, cosa que ni Jesucristo, y podrá
verse que su forma no radica ni en el líquido negro inventado por
John Pemberton en l886 para su farmacia en Atlanta, ni en la
botellita patentada el 16 de noviembre de 1915, ni en la lata ni en
su legendario logotipo blanco y rojo, porque también está, entre
otras cosas, en su sabor cosquilleante, como de metal pulido, y en
el cuento de la fórmula secreta 7X que incluyó cocaína hasta 1903 y
37
cafeína hasta la fecha, el cual, en ambos casos, siguen produciendo
cocacolainómanos; está asimismo en sus slogans como tome-Coca-cola,
la-pausa-que-refresca, la-chispa-de-la-vida, en sus cancioncitas de
amor y paz a la norteamericana como it's the real thing cantadas por
los Moody Blues o Aretha Franklin, y en otras canciones donde sale
una Coca-cola, como alguna de los Beatles, de Chava Flores o de
Mecano; está desde luego en ese Santa Claus verdaderamente light que
pintó Haddon Sundblom para la firma en los años treinta y que se
convirtió en la imagen oficial y standard de San Nicolás para todo
occidente y alrededores, como gordito infantiloide y simpaticón que
toma Coca-cola cuando hace frío en diciembre, y en otras pinturas de
Norman Rockwell y hasta en anuncios involuntarios como la foto del
Che Guevara tomando una Coca-cola en la ONU que publicó la revista
Life; y en fin, está en los conciertos de rock y en las olimpiadas
para que la juventud y la alegría y la salud y el planeta Tierra
empiecen a adoptar la forma de la Coca-cola, que permite hacer que
su definición sea impecable: Coca-cola-es-así.
Se puede advertir que las formas se hacen solas, es decir, son
cosas inintencionales, en el sentido de que no se pueden planear,
porque siempre sale otra cosa que lo que se planeó y nunca se sabe
qué es lo que va a salir. Lo que se encuentra tiende a ser diferente
de lo que se busca. Puede asegurarse que toda pintura no es lo que
el pintor tenía en mente, y lo que aparece en el cuadro no es lo que
quería expresar; por eso en el arte no se puede decir que el artista
"expresa" algo, porque a lo mejor quiere expresar una "maternidad" y
lo único que le sale es una "frustración". Por definición, lo que la
gente planea hacer con su propia vida, no corresponde a lo que
38
resulta después; a veces hasta puede salirle mejor. Pero la manera
más eficaz de desmoronar una ilusión es tratar de realizarla. No hay
por qué destruir los sueños haciéndolos realidad. Lo bonito de un
proyecto es el proyecto mismo y no su realización. Tal vez la
nostalgia de la infancia y juventud no es la nostalgia de una época
plena, sino de una en la que había ilusiones, sueños, proyectos, no
realizaciones. Y es que tener ilusiones es ya un hecho: la intención
en sí misma no es una intención, sino un hecho real, con forma. En
general, en las formas de ser de las gentes puede notarse claramente
la inintencionalidad, toda vez que uno no es lo que puede hacer,
sino lo que no puede no hacer. Uno mismo no es adrede, sino
inevitable: quien es lento, aunque se apure, lo hará con lentitud:
hacer las cosas rápido con lentitud es tal vez una definición de la
elegancia. En efecto, la cultura se hace sin querer, no es el plan
preconcebido de ninguna sociedad, de la misma manera que una
sociedad no es lo que quiere ser, sino lo que le resulta. Por estas
mismas razones, ni la historia, ni la cultura ni la sociedad tienden
a ninguna dirección, ni a la felicidad ni a cualquier otra: ya se
sabe qué es lo que pasa con las buenas intenciones, incluso con las
mejores, como diría Ingmar Bergman.
Su definición dice que una forma es una cosa que consiste en algo
distinto de sus especificaciones, que constituye una unidad
independiente de sus elementos, y que lleva dentro a su observador.
Al observador hay que tomarlo con pinzas: esa palabra "observador"
es muy cientificista, viene del siglo XIX y se refiere al individuo
circunspecto que estaba presente ante un fenómeno como quien ve
llover; en el siglo XX, a instancias de John Wheeler y debido a la
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extrañeza de fenómenos como los de la física cuántica, se le empieza
a denominar más bien "participante", pero, si verdaderamente es
coexistente con la forma, inherente a ella, el participante todavía
parece un invitado que llega de fuera, así que al siglo XXI le
tocaría tal vez llamarlo "integrante", y más aún, dejar de nombrarlo
del todo porque la existencia de una forma lo implica de principio.
O, en dado caso, ese integrante es uno, ya sea uno mismo o uno
cualquiera como el hijo del vecino, no importa quién, como cuando
"uno" lee una novela, uno tiene una forma de ser, uno toma Coca-
cola, y ése es el concepto que tiene Kant de la forma como condición
del conocimiento, y se refiere a aquello que la mente del conocedor
el aporta al objeto de conocimiento; es eso del cristalconquesemira,
pero vale también a la inversa, o sea, que el objeto conocido le
confiere forma a la mente del conocedor, como cuando uno entra a una
fiesta y entonces se pone alegre como fiesta. Cuando uno anda
preocupado por los achaques de la enfermedad, el pensamiento adopta
la forma del cuerpo, y percibe a las vísceras moviéndose por dentro:
los hipocondríacos son seres para los que el mundo entero tiene la
forma de su cuerpo, y por eso no pueden ver ni pensar otra cosa.
Egoístas y egocéntricos no son del todo distintos. Uno le da forma a
la forma y la forma le da forma a uno; por ello son una misma
entidad. Esta compenetración entre observador y objeto, de uno y la
forma, es rigurosamente lo psíquico, y lo que podría estudiar por
ejemplo la psicología. Pero uno no es uno solo, individual y
exclusivo, que nació por su cuenta y aprendió a hablar y a ver a
solas y a pensar lo que se le antoje, sino que uno comporta un
lenguaje que comparte, unos modos de percepción genéricos, un
40
espacio común y una tradición de ancestros, por lo cual cada vez que
alguien es uno, encarna a toda su sociedad, con sus lógica, moral,
sentido común, maneras de moverse y sus verdades: por decirlo así,
uno es el punto de vista de su sociedad, su mirada, y por esto, todo
lo psíquico es colectivo y la sociedad es mental.
Forma, en latín, se dice forma, y parece sintetizar las dos
palabras que se usaban en griego para decir forma: morphé-,
que servía para referirse a la forma física o aparente, como en
"morfología", y -eidos- con que se refería a la forma
espiritual o esencia, y que todavía aparece en palabras como
infantiloide, cotidianeidad o femineidad; Aristóteles (Ed. 1999, pp.
117, 119) se refería a este doble sentido cuando decía que "la forma
da el ser a las cosas" (forma dat esse rei. Tatarkiewics, 1976, p.
268; Maffesoli, 1985, p. 80; Aranda Anzaldo, 1997, p. 140). En
efecto, la forma es una cosa profunda, que viene desde dentro, como
una potencia, como un empuje (Noël, 1994, p. 123). Una nube no es
nada más nube por fuera, porque también está llena de nube por
dentro, y no se puede hablar de una nube que esté hueca; no se vale
decir que una pelota está vacía, porque por dentro está repleta de
aquello que la hace ser pelota por fuera, porque si dentro tuviera
baquelita o gasolina dejaría de ser pelota. La forma no es una
cáscara o disfraz, sino que abarca su interior: toda forma es de
fondo, lo que se aparece en su exterior le viene desde dentro, y por
mucho que se gaste o se desgaste, como la Venus de Milo, sigue
siendo esa forma, como una cuchara de plata que aunque se raspe
sigue siendo cuchara de plata: no saca el cobre, o como una tablilla
de chocolate que no basta que parezca chocolate, sino que también su
41
sabor y sus ingredientes deben ser de chocolate, o como la ira,
cuyos gestos enrojecidos vienen desde las vísceras, como fuerza
interior.
Cuando no hay eso, sino la pura cáscara y la mera apariencia, se
sabe que ahí no hay una forma, y es cuando se habla de palabras
huecas, de frases vacías, de promesas vanas, de chocolate corriente,
de chapa de plata, de hipocresía, de falsificación o de que algo
enseñó el cobre a la primera oportunidad. Lo superficial, lo
frívolo, lo banal, es aquella forma que no se mantiene en su
interior, como las personas que se aplican un curso rápido de buenos
modales o de altos principios como "ética en la empresa" o algo así,
pero que al primer obstáculo sacan aquello de lo que están
profundamente hechos y muestran que su forma genuina es la
pacotilla, según se ha visto reiteradas veces en las esferas del
poder y de la fama. La vanidad debe su nombre a su característica de
cáscara vacía: lo vano es aquella forma que no se sostiene por
dentro.
Una forma es la tensión entre fuerzas internas, como la forma de
una sonrisa, que si se contrae demasiado se vuelve puchero, y si se
expande más de la cuenta se convierte en carcajada; a la sonrisa,
hay que alentarla y refrenarla al mismo tiempo, porque una forma es
la tensión existente entre lo que la hace deshacerse y lo que se lo
impide. Es bonita esa descripción de alguien que está "a punto de
estallar" de rabia, que significa, literalmente, que si no "se
contiene", literalmente, no tardará en saltar un cachete por un lado
y una oreja por el otro. Por eso, básicamente, una forma no puede
ser de otra forma: hay una especie de necesidad; un coche requiere
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más o menos cuatro llantas (excepto un Morgan o un Meschersmith, que
los fueron de tres), un habitáculo para el chofer y un motor, y eso
le da su forma. La solidez es la necesariedad intrínseca de la
forma. La forma está hasta en lo más recóndito; eso quiere decir que
una forma es una entidad sólida. Lo sólido no es lo duro ni lo
pesado ni lo estático, sino aquello que tiene un "valor estable"
(Corominas, 1973), que se mantiene por detrás y por debajo de la
superficie y por encima y por delante de las apariencias, que es
como se usa cuando se habla de un matrimonio sólido o de una
educación sólida; cuando alguien es buena gente hasta el tuétano
significa que es buena gente hasta en los detalles en los que no se
podría ser: hasta para subirse al elevador o para odiar a un
enemigo. Esto es lo que se dice cuando se habla de "integridad", de
"ser de una pieza", de "entereza", sinónimos de solidez. La forma es
algo constante, íntegro, entero, que recorre todo el objeto, como el
chocolate macizo.
Por ser cosas sólidas, el material con que están hechas no se
distingue de la forma misma: el metal de por sí tiene forma de
metal, no importa si está puesto en lingote, cacerola o puente
colgante, y en cambio, algo no tiene forma de metal, aunque le
pongan su color y su actividad, si está hecho de plástico, como
sucede con las molduras de los coches. El mármol, aunque sea en
trozo, en Victoria de Samotracia o en lavamanos, sigue teniendo
forma de mármol; Julio Cortázar presenta una "manera sencillísima de
destruir una ciudad: se espera, escondido en el pasto, a que una
gran nube de la especie cúmulo se sitúe sobre la ciudad aborrecida.
Se dispara entonces la flecha petrificadora, la nube se convierte en
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mármol, y el resto no merece comentario" (1967, p. 7): eso no es una
nube sencillamente porque no se puede decir que la ciudad quedó
nublada; el material es su forma porque su forma es su material. Y
si la forma es una entidad psíquica, entonces los materiales también
lo son, y por eso puede decirse que alguien tiene el corazón de
piedra.
Si la forma es sólida, entonces, asimismo, las partes que la
constituyen se disuelven, porque se solidarizan con el todo y
derriten su identidad particular dentro de la forma misma y ya no
pueden separarse de ella. Un Ferrari es un automóvil
tradicionalmente rojo, pero, como dice Baudrillard, es de un "rojo
único, que no se encuentra en ninguna otra parte, sino que forma
unidad con las demás cualidades del automóvil; no es 'además' rojo"
(1968, p. 168); quítesele a la esmeralda su color verde, a Oxford su
color gris, y se verá que eran la forma misma. Como el color, el
tamaño también se borra al entrar dentro de la forma: la Estatua de
la Libertad de Auguste Bartholdi es monumental, pero, como dice otro
escultor, Eduardo Chillida, "lo monumental no tiene dimensiones", y
en efecto, esta estatua conserva su monumentalidad sin importar su
tamaño, ya que se encuentra a escala gigantesca en la Isla Ellis de
Nueva York, a escala mucho menor en el Puente Mirabeau sobre el Río
Sena, y en diferentes formatos minúsculos en el Museo de Artes y
Oficios de París, sin perder nunca su monumentalidad. Y es que,
ciertamente, la mirada no tiene tamaño: la mirada es un punto que
adopta la magnitud de la forma, y así, uno puede recorrer con los
ojos la maqueta de una ciudad, dar vuelta a sus esquinas y meterse
por sus callejones como si fuera un transeúnte, que es lo que hacen
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las niñas con las casitas de muñecas. La mirada siempre es del
tamaño de la forma.
La divisa de Louis Sullivan de que "la forma sigue a la función"
(Form Follows Function. Selle, 1973, p. 165) quiere decir que las
formas deben tener forma de lo que son, que no se vale disfrazarlas
de otra cosa, y se escribió para atacar especialmente a los
adornitos pegoteados sobre las cosas para que no se note lo que son,
como ponerle a las ventanas cortinas con brocados para que en vez de
ventanas parezcan vestidos de XV años, o como los garigoleos de las
patas de las mesas que no por eso hacen que la mesa se sostenga
mejor; en este sentido Adolf Loos escribió un artículo que se
intitulaba Ornamentación y Delito (1908): el delito de frivolidad o
deshonestidad de las formas. Pero, bien vista, la función de una
mesa rococó hecha en Chicago, Illinois, en 1970, no es la de
sostener platos o cuadernos, sino la de ser cursi, y entonces puede
verse que la función sigue a la forma, como sucede en las iglesias y
otras ambientaciones, e incluso en las maquinarias, porque si se les
hace estricta forma de maquinaria, de seguro funcionan: un tornillo
debe tener forma de tornillo, inexorablemente, de la misma manera
que un adorno debe tener forma de adorno y una cursilería de
cursilería. La forma es una función.
Y paradójicamente, una forma lleva dentro a su alrededor: su
fondo, su contexto, o su emplazamiento, y así, para que una persona
sea inteligente, debe estar colocada en una situación que la
intelija, que haga que sus desplantes sean inteligentes: todos los
ciudadanos son listos, en su ciudad, pero cuando se vuelven
turistas, o sea, cuando están colocados en otro lugar que no les
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corresponde, adquieren forma y fama oligofrénicas, porque traen la
boca abierta mirando para todos lados, no saben contestar lo que se
les pregunta y se visten sin ton ni son. Efectivamente, la gente que
está en su habitat, por ejemplo viajando en el metro o haciendo sus
diligencias, por ejemplo el mecánico en su taller, se comporta con
seguridad, preciosismo, incluso con belleza, y da la envidiable
impresión de tener dominio sobre las cosas y control de su vida:
muestra la seguridad exacta del maestro y se ve, podría decirse,
perfecto; pero si a esa misma gente se le trasplanta de contexto, y
se lo pone en una oficina, se vuelve desencajado, "fuera de lugar"
precisamente, espantoso, de la misma manera que el oficinista en el
taller mecánico viendo cómo arreglan su coche, tratando de parecer
que sirve para algo; es como si el fondo, en vez de incorporarlos,
los supurara. La figura y el fondo no son asuntos discernibles: toda
forma incluye su fondo y por lo tanto no puede prescindir de él: una
cacerola llena de mejillones es un platillo en un restaurante, pero
la misma cacerola llena de mejillones en la Galería Tate de Londres
es una obra de arte de Marcel Broodthaers, belga él, realizada en
1964, de modo que la forma verídica de ésta es el contexto en que se
encuentra. Lo que hace a una obra de arte es el museo que tiene
alrededor. Hay pinturas que, si uno les quita el marco, se vuelven
paredes que hay que resanar; se sabe del caso de un museo que tuvo
que advertir al público que una pared que estaba en reparación no
era una pintura abstracta.
La forma es su materia, sus componentes, y también su propio
contenido. Una película de "mucho contenido", de ésas que se dice
que traen "mensaje", podrán exponer muy pormenorizadamente los
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conflictos del alma o de la política, pero a veces resultan
terribles, porque lo único que debe contener una película, no es ni
una terapia ni un panfleto, sino una película, en sus escenas,
guión, fotografía, actuación, y eso en sí, sin avisos de por medio,
es todo lo demás, como las de Bergman o las de Ken Loach. Forma y
contenido son una misma cosa. La gente se enorgullece de su cara
bonita como si fuera mérito propio, como si uno la hubiera decidido
y pedido por anticipado, y es que ciertamente la apariencia personal
se experimenta como si fuera su ser más profundo; lo mismo sucede
con el dinero y otras posesiones, que aunque sean heredadas, la
gente las percibe como contenido interiores, porque en efecto, la
forma es el contenido. Y al revés, también sucede que hay gente
abiertamente desgraciada, con sentimientos de exclusión y pequeñez
por ser feos y defectuosos, como si ellos mismos por tontos hubieran
escogido ser así; esto le sucedía a Miguel Ángel. El caso es que
nadie se cree eso de que las apariencias no importan y de que la
belleza es interior; será injusto, pero la apariencia física es la
identidad personal porque la forma es el contenido. Incluso por
ricos y bonitos creen que ya son inteligentes y elegantes.
Forma y contenido son una misma cosa: trátese de extraerle el
contenido a la Novena Sinfonía de Beethoven y veremos qué sucede:
debe ser gracias a una trampa portentosa del pensamiento moderno que
se pueda hablar del contenido separado de su forma: quítesele la
forma a la Capilla Sixtina y a ver con qué se queda. Fue el
racionalismo cada vez más exacerbado el que dio con la estrambótica
idea de que la forma es un estorbo del contenido que hay que ir
suprimiendo hasta que quede contenido puro, y es que por contenido
47
se suele entender "racionalidad" en oposición a la emotividad
inconmensurable de las formas: según esto, si a uno le tararean la
novena sinfonía, le platican una película o le dicen cuánto mide la
capilla sixtina, es más racional que ir a verlas: se quiere entender
por racionalidad algo así como los fines sin necesidad de los
medios, como tener las ideas sin tener que pensarlas; creer que es
más racional enterarse del resultado sin ver el partido. Pero en
buen castellano sin trampas, la racionalidad consiste en encontrarle
un orden a la vida, dándole a los elementos disímiles una similitud,
convertirlos a una misma materia, dotarlos de coherencia, otorgarles
proporciones y, en suma, darle una forma al pensamiento y a la
realidad, en el entendido de que sólo y sólo si el mundo tiene forma
se vuelve importante, porque sólo teniendo forma es cuando incorpora
al observador, nos "enteramos" de él, esto es, nos hacemos "enteros"
con él, nos integramos, pertenecemos a él, y entonces el mundo tiene
sentido y vale la pena: la racionalidad es darle a las cosas razón
de ser. Esto fue lo que pretendió, desde el siglo XIII desde Roger
Bacon, la racionalidad científica, que alcanzó una buena cuota de
orden en el mundo. La peculiaridad de la racionalidad científica es
que busca las formas más sencillas, simétricas, equilibradas,
necesarias, correctibles, sin adornos gratuitos, como la fórmula de
la relatividad de Einstein, y también durables, baratas, reparables,
como el Volkswagen de Ferdinand Porsche (Dorfles, 1968, p. 106). Y
en ello radica su belleza: razón y proporción eran sinónimos.
Si la forma es una entidad básicamente afectiva debido a que uno
mismo está inmiscuido en ella, y no es descriptible, como lo muestra
el arte, entonces resulta que la racionalidad, al tener una forma,
48
también contiene una afectividad, que en el caso de la racionalidad
científica podría ser un sentimiento de reaseguro y confianza, que
es más o menos lo que prometía. De hecho, el problema de la
recionalidad científica sobreviene cuando pierde su forma y se queda
solamente con esa conducta hueca y endurecida que nada más fabrica
resultados y eficiencia sin razón de ser que hoy se denomina
racionalismo cientificista, debido a que se quiso llevar a la
racionalidad a niveles de tiranía, y al pretender deshacerse de las
formas del pensamiento, lo que quedó no fue un pensamiento "puro",
sino una forma disecada que ni siquiera piensa: de la forma se pasó
a la formulación y de ahí a la formalización: de la vida se pasó a
la anestesia y de ahí a la autopsia. El racionalismo cientificista,
muy usual entre los dizque científicos sociales, solamente sabe ver
la costra seca y hueca de las cosas, pero así y todo es hoy por hoy
una superficialidad de gran prestigio, una frivolidad de éxito.
Pero si la racionalidad es una forma, entonces toda forma tiene su
racionalidad, su razón de ser, su orden y su proporción, y si se
quiere, su sensatez y su inteligencia: la inteligencia como forma no
puede ser esa capacidad de puntear alto en un test de inteligencia
ni la de saber manipular palancas, cosas o personas, ni el hecho de
tener muchas neuronas haciendo sinapsis fastuosas. Implicaría más
bien algo más refinado, más elegante, algo así como, con los
recursos de que se disponen, aunque sean pocos, en dinero, neuronas,
educación, aptitudes y otras gracias, hacer los más que se pueda
para que el mundo resulte un lugar más vivible: hacer lo que se
pueda con lo que se tenga para embellecer la vida, la de uno y la de
los demás. La inteligencia sería un asunto de sensibilidad hacia el
49
mejor grado del orden. Y tontos, debe haber muchos de alto cociente
intelectual.
Una forma es una unidad dentro de la cual se encuentra uno. Lo que
no tiene forma no existe, pero las formas son un continuo, es decir,
que pueden tener más, o menos, forma, según su grado de intensidad y
de compenetración con el observador: una histeria colectiva tiene
mucha forma, tal vez demasiada, mientras que una burocracia
administrativa la tiene muy poca. Toda vez que todo lo que se mete
en la forma se disuelve, el material, el tema y otros accidentes
dejan de importar, y lo único que importa es la calidad: pueden
hacerse conversaciones mentecatas sobre la liberación de la
sociedad, que suenan huecas y forzadas, y conversaciones
emocionantes sobre los palillos de dientes, que suenan fluidas y
vitales. Las formas atraviesan, por así decir, no importa qué
acontecimientos y materiales, y lo que importa entonces es qué
formas. Los estados de interfase entre los sólido y lo líquido, el
colapso de la bolsa de valores (Aranda Anzaldo, 1997, p. 140), el
punto suspenso en el que un enfermo se cura o se muere, el momento
de inflexión entre el amor o el desamor, las crisis sociales y el
instante en que uno toma una decisión, tienen todos la misma forma.
La tienen también un tropezón y el pecado, los negocios y la guerra,
el frío y la indiferencia. Dentro de la forma del triángulo se
encuentran el aparato psíquico freudiano, las Pirámides de Egipto,
una relación amorosa digamos sobrepoblada, el equilibrio de poderes
de la democracia y la táctica de decírselo a juan para que lo
entienda pedro. La forma de la seriedad puede aparecer en una
preadolescente analizando a Bart Simpson, en un tendero atendiendo a
50
sus clientes, en un señor contando un chiste, y en cambio, la forma
de la ridiculez puede aparecer en unos intelectuales y artistas que
se dan premios nacionales los unos a los otros, en los discursos de
los funcionarios o en el que cree que su traje de Hugo Boss le
confiere don de mando: la ridiculez es la seriedad que pierde forma.
Las formas de la vida, del juego, de las pasiones, etc., son lo
más apegado y lo más palpable que se pueda tener de la sociedad y de
la realidad, porque son lo único que se da sin mediaciones y lo
único que nos incluye, porque no hay nada que aparezca como más real
que lo que se siente aunque no se mida, y por eso, la creación
profunda de la sociedad son sus formas, y todo lo que contengan
adquiere la realidad de la forma en que se encuentra, de modo que,
en rigor, el problema de esta sociedad no es la economía ni la falta
de educación ni la violencia, sino el hecho de que la forma general
de la sociedad se ha fragmentado, ahuecado y/o endurecido, de suerte
que cualquier cosa que se emprenda es fragmentaria, vacua y rígida,
y así, se pretenden resolver los problemas de educación, de
convivencia o de miseria de la misma forma en que se provocaron,
como cuando el Banco Mundial quiere resolver el endeudamiento de un
país haciéndole otro préstamo, como cuando la frustración que deja
el consumismo se pretende consolar yéndose de compras.
La forma de lo sagrado, que es tal vez la de un momento en que se
abre algo que no está aquí, o de religancia de uno con su comunidad,
como dice Maffesoli (1988, p. 112), aparece en una mesa de comedor,
en un grupo de gente esperando que pase la lluvia, en alguna página
de un libro, o en un estadio de futbol repleto, como prefería Camus.
La forma de la felicidad puede aparecer al fumarse un cigarro en
51
lugar prohibido. El alivio es quitarse un peso de encima, y da lo
mismo si el peso era una enfermedad, una culpa o una mochila.
Rosario Castellanos describe su tristeza de la siguiente manera: "no
lloro en la ocasión sublime ni frente a la catástrofe; lloro cuando
se quema el arroz o cuando pierdo el último recibo del impuesto
predial".
La puerilidad del racionalismo reside en que siempre quiere
parecer muy grave, relevante y altamente especializado, y por eso
sus adeptos siempre quieren hablar de cosas que ni le suceden a
nadie ni nadie sabe de qué están hablando, para que no se equivoquen
y para que se vea que ellos sí estudiaron. Por eso siempre escogen
ejemplos grandotes y sólo para expertos, en los que se adivina una
jerarquía donde manda el poder, el status, la ganancia, el tamaño,
las cantidades y otras cosas de gran reputación. En cambio, al
conocimiento de las formas le suelen tener sin cuidado las
jerarquías del racionalismo y se permite conjuntar ejemplos
dispares, porque aquí no hay que guardar la reputación, sino sólo
hay que guardar las formas, y las formas de la vida están tanto en
el acontecimiento como en la anécdota (Maffesoli, 1985, p. 86), en
lo superior y en lo inferior, en lo serio y en lo trivial, en lo
práctico y lo epistemológico, lo inmemorial y lo urgente, lo
material y lo mental, lo local y lo universal, la poesía y el
automovilismo, en el escándalo público y en la revuelta íntima, en
el arte del renacimiento y en las modas para este otoño, porque lo
que importa es la forma que atraviesa cualquier contenido.
Es por estas razones que Georg Simmel, a principios del siglo XX,
se atrevió el lujo desdeñoso de hacer, por ejemplo, una filosofía de
52
la coquetería (s.f., pp. 6l ss.), de cuando una mujer mira tantito y
sonríe y luego se voltea como si no hubiera hecho nada, o deja
entrever en una frase o en la ropa una especie incierta de doble
intención. Y es que, en efecto, la forma de la coquetería es la
conjunción, en un solo acto, de dar y no dar, de mostrar y ocultar,
de soltar y guardar, en donde, mediante ciertos gestos, tonos,
acercamientos, se realiza un ofrecimiento que consiste en su
negación pero cuya negación es en sí misma el ofrecimiento, asunto
sutil como se ve, y por ello el coqueteado se queda atrapado en un
hechizo que no entiende porque es una mezcla simultánea de tener y
no tener, de ganar y perder. Es, como dice Simmel, la oscilación del
sí y el no, el ritmo del quizás. La forma básica de la coquetería es
precisamente la misma que la de la unidad de la dualidad que está
presente en el fondo de la realidad y del conocimiento, y que parece
que en la coquetería se muestra en toda su intensidad pero también
en todo su refinamiento. La coquetería, que proviene del francés
coq, "gallo", se acaba en el momento en que se da su cumplimiento,
ya sea de dar o de no dar, es decir, cuando se acaba la indecisión,
ya sea porque uno de los dos involucrados lo toma en serio y se
anima y pide cuentas, o se asusta y se va, esto es, cuando se pide
que la coquetería tenga que tener un resultado. Y eso sí que no. Por
esto dice Simmel que la coquetería tiene la misma forma que el arte
y el juego, porque los tres sólo existen mientras la resolución está
en suspenso, debido a que ellos son una finalidad en sí mismos. La
coquetería es un arte, pero es un juego.
Simmel nació en Berlín en 1858; estudió filosofía, historia y
psicología en la universidad de esa ciudad, donde después dio clase
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de filosofía de la ciencia, ética, sociología y psicología social
durante treinta años, hasta 1914, cuando por fin le dan una plaza
permanente de profesor de psicología social en Estrasburgo, donde
murió en 1918. Junto con la coquetería, escribió textos sobre la
moda, la cultura femenina, los pobres, la nobleza, los aventureros,
y otros temas superficiales para profundizarlos, descascarándoles la
apariencia y encontrándoles la forma, por lo que Moscovici (1988, p.
288), dice que Simmel es "el Borges de la literatura sociológica".
Hay quien dice que es "el Freud de la sociología", y como sea, lo
que está haciendo es plantear que la cultura piensa con formas, y
que los variados objetos empíricos adquieren su realidad y sentido
cuando entran dentro de una forma que les da identidad, estructura y
significado (Levine, 1971, p. xxxii).
Sus clases eran un éxito, como las de Bergson en París, pero
mientras que a Bergson le dieron el Premio Nobel en 1927, a Simmel
lo bloquearon por todas partes, por ser judío, por pensar por cuenta
propia, por despreciar el estilo académico esclerotizado, por no
citar en sus textos a las vacas sagradas, por envidia, por celos,
por solitario, por hacer una "sociología de esteta", por no
organizar grupitos de discípulos aduladores, y por eso nunca le
dieron la plaza de profesor titular en Berlín, porque en el examen
le contestó feo a un sinodal que decía que el alma estaba en el
cerebro. Por extraño. Y escribió un artículo que se llama El Extraño
(1908): un extraño es aquél que se encuentra dentro de un lugar o en
un grupo pero que no pertenece de origen a él, de manera que, aunque
hable el mismo idioma, se sepa los mismos chistes, trabaje con los
demás y sea conocido por todos, hay algo en él que de repente lo
54
hace aparecer como un desconocido, como alguien que está adentro y
es cercano pero que al mismo tiempo como si se alejara y estuviera
afuera, y que por esta razón puede contemplar a la comunidad de otro
modo, y aprender cosas de ellos que nadie puede conocer, porque,
curiosamente, es al extraño a quien a veces se le cuentan los
secretos que no se dicen, como cuando uno le platica sus intimidades
al psicoanalista, al cantinero, al confesor o al compañero de viaje
que sabe que no volverá a ver jamás. Pero al extraño, en mitad de la
calidez y la acogida, de pronto le repunta algo de frío y distante
que lo desarraiga y lo aísla. Los inmigrantes, los viajeros, los
extranjeros, los que provienen de otra clase social, entre otros,
son estos extraños, aunque, como dice Simmel, todos somos los
extraños de todos, que se descubren incluso dentro de las relaciones
más íntimas, cuando, un instante después de haber creído que el otro
se compenetraba totalmente, que le pertenecía y era idéntico con
uno, de repente, hay un modo de desviar la mirada, de guardar
silencio, de interesarse por el cuadro colgado en la pared, o de
"sacar de su cartera un viejo itinerario de trenes", como dice
Leonard Cohen en La Canción del Extraño, que revela que hay algo en
el otro que nunca se puede saber, tocar, alcanzar, y que siempre
estará lejos por muy cerca que esté, porque hay recuerdos, golpes y
búsquedas donde nunca podrán coincidir.
El extraño es quien mejor puede conocer la forma de una sociedad,
porque tiene la doble cualidad de pertenecer a ella, de sentir lo
que se siente ser ella, y de no pertenecer, de poder analizarla como
si se tratar de un objeto aparte. En efecto, para investigar el
mundo de las formas, el investigador debe necesariamente encontrarse
55
al mismo tiempo dentro y fuera de la forma, porque quien solamente
está dentro de ella, como lo está un neoyorkino en Nueva York, un
adolorido en su dolor, solamente la puede vivir pero no reflexionar
o comprender, y porque quien solamente está fuera de ella, como lo
está un científico social que revisa sus reportes y sus
estadísticas, solamente la puede catalogar y graficar pero no
entender. Hay que pertenecer y no pertenecer. El lugar que está
dentro y fuera a la vez es aquél al que se le denomina límite o
frontera: quien está parado en el umbral de la puerta de un cuarto,
no se puede decir que está en el interior de la habitación, pero
tampoco se puede decir que está en el pasillo: está en ambos lados,
y también en ninguno, y es un buen lugar porque a uno le permite
irse o quedarse sin mayores preámbulos, y puede mirar todo lo que
está pasando dentro del cuarto sin que le esté sucediendo a él: está
como si no estuviera, o no está pero como si estuviera; los
entrenadores de los equipos deportivos están parados en el límite
del campo, mitad cancha mitad no, y el hecho de que los
responsabilizan de todo significa que son los que saben qué sucede.
Todo el mundo hace lo mismo: es notorio en los restaurantes, en
donde la gente, para investigar a los demás, tiende a ocupar las
mesas pegadas a las paredes y ventanas.
Toda pregunta se hace desde un límite. Quien es muy sociable o muy
militante o muy concientizado, paradójicamente no puede comprender
la sociedad. Hay que ser un tanto antisocial. Hay que ser testigo,
no protagonista; los testigos de un crimen se asustan pero no se
mueren. Se requiere un grado de marginalidad, porque, ciertamente,
estar en el margen es estar en el borde, como alguien que forma
56
parte pero no tanto. Hay que ser un tanto marginal, y en efecto,
Simmel pudo comprender su sociedad porque no se juntaba con los
demás académicos y porque no recibía privilegios ni premios: el
precio del reconocimiento y del éxito de los intelectuales,
académicos, compositores, artistas y demás trabajadores del
conocimiento es que se les quita del límite y se les invita a pasar
adentro del sistema del prestigio y las canonjías, y una vez estando
adentro, ya sólo se pueden divertir y enorgullecer, pero ya no
pueden conocer: cuando se les quita su marginalidad se les quita su
pensamiento; como diría Joaquín Sabina, cuando a un poeta le
empiezan a gustar los aeropuertos, su trabajo está finiquitado.
Situarse en el límite consiste en el método de asumir una mirada
marginal no importa dónde esté situado uno, porque, en efecto, cada
investigador u observador hace aproximadamente la forma que se le
antoja y se coloca donde quiera: uno puede ver un partido de futbol
y ha escogido eso como forma, pero uno puede ponerse a ver al
público de las tribunas y con eso le ha puesto a la realidad otra
forma; habrá quien se dedica a ver la estructura del estadio, quien
sólo mira los anuncios o quien no deja de ver sus propias
preocupaciones aunque lo hayan llevado al futbol para distraerse. Si
uno depende de la forma, las formas también dependen de uno. Por eso
el conocimiento tiene la forma de la realidad, y la realidad tiene
la forma del conocimiento. En general, a la realidad se la ha visto
como diferentes formas, unas más descompuestas que otras: se le
puede ver como si fuera toda biología, o toda economía, como si
fuera una máquina, o un hormiguero, como si fuera Disneylandia, como
si fuera un organismo, o una guerra santa. Los cientificistas han
57
visto a la realidad como si fuera "la realidad", y creen que el
conocimiento consiste en describirla con un lenguaje que también es
"real", el de los números y las mediciones; la ocurrencia es un poco
peregrina, pero entre ellos se dan ánimos. Durante el siglo XX, sin
embargo, apareció una forma de ver la realidad que consiste en verlo
todo como lenguaje y comunicación, ya sea conversación, texto, o
discurso, y que ha figurado como vanguardia en la filosofía, la
sociología, la psicología, la teología, la crítica de arte y
cualquier otra disciplina que se apunte: según esto, una pintura no
es una pintura sino un texto que hay que "leer", por lo cual Miró ha
de ser más bien retrasado ya que tuvo que pintar porque no supo cómo
escribirlo, y un sentimiento no es un sentimiento sino un acuerdo al
que llegan las personas respecto a lo que significa sentir. Este
enfoque es sumamente interesante porque desmoronó las pretensiones
de realidad real y total del cientificismo al mostrar que su
realidad era solamente lo que decían que era la realidad, porque lo
único que en verdad conocemos y poseemos son las palabras con que
nombramos todo lo demás: lo único real es el lenguaje.
Puesto que no siempre se puede admitir que un dolor de cabeza sean
meras palabras que se puede quitar con el hecho de decirlas
correctamente, o que la alegría sea solamente un discurso que uno se
sabe sobre la alegría, ni que la música o la muerte y en fin la
realidad sean sólo una cuestión lingüística, vale la pena contrastar
una realidad que está hecha de discurso (Cfr. Moscovici, 1984b;
Bruner, 1990, p. 56; Shotter, 1993, pp. 179-182; Gergen, 1994, pp.
72-79; Ibáñez-gracia, 1994, pp. 245-257) contra la realidad vista
como forma. Primero: Para el discurso, la realidad es obviamente
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lingüística; se hace de irla hablando o escribiendo, y consiste en
conversaciones, acuerdos, o retóricas. Para la forma, la realidad es
"imágica", de imágenes, hecha de materia infra-para-supra-
lingüística (Ricoeur, 1960, p. 22), como lo es un retrato, u el odio
o las percepciones. Segundo: Para el discurso la realidad es
construida, como un edificio, que se va armando pieza por pieza
paulatinamente: una pintura comienza con un trazo, luego otro, luego
un color, luego otro, y así hasta acabar. Para la forma, la realidad
es aparecida, como se aparecen los fantasmas y los espantos, todos
de golpe y completos, como las revoluciones y las ideas: en una
pintura se van haciendo trazos que no son la pintura, hasta que, en
cierto momento, aparece ya, y a veces no aparece. Tercero: En el
discurso, la realidad es relativa, esto es, que algo sólo es real
con respecto a algo más: la luz sólo es luz con respecto a la
obscuridad, y existe el amor solamente porque existe el odio y la
amistad. En las formas, la realidad es absoluta: "absoluto" quiere
decir "lo que no tiene relaciones" (Abbagnano, 1961), y por ende, es
real por sí misma, y ella es su propio significado; uno no se enoja
solamente con respecto a "estar contento", sino que uno se enoja y
punto. Cuarto: Para el discurso, la realidad es interactiva,
interactuada, interrelacional, o sea, que se hace entre el diálogo
de los participantes: unos platican con otros. Para la forma, la
realidad es simple: "simple" quiere decir "lo que no tiene
componentes" (Abbagnano, 1961), así que no se hace con la
intervención de varios factores: la sociedad no es una interacción,
sino una totalidad. Quinto: Para el discurso, la realidad es
pública, porque las relaciones se realizan con lenguaje comprensible
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para todos: no se puede ser "simpático" si sólo él es el que está de
acuerdo: todo lo existente debe ser públicamente reconocido porque
se basa en acuerdos. Para la forma, la realidad es colectiva: lo
contrario de lo público no es lo privado, porque eso nada más es
menos público, sino que es lo colectivo; puesto que cada forma ocupa
en su momento toda la realidad, y uno se encuentra dentro de ella,
entonces cualquier cosa, y uno mismo, consiste en toda la realidad y
toda la sociedad, además de que, después de todo, "uno" significa su
sociedad. Sexto: En el discurso, la realidad es simbólica, esto es,
la realidad tal cual nunca está presente, y en cambio en su lugar
siempre se presentan símbolos, como las palabras u otros signos, y
puesto que la realidad es relativa, el significado de unas palabras
siempre resultan ser otras palabras: la realidad es una cosa
mediada; no se presenta, sino que se representa: para conocer el
significado de un símbolo, hay que hacer traducciones. En la forma,
la realidad es inmediata, porque la forma ya es la realidad
directamente: un sueño es ese sueño, la tristeza es esa tristeza y
no cabe preguntarse qué significa porque ella es el significado;
como dice Gadamer (1960, p. 204), "lo representado está por sí mismo
en su imagen". Séptimo: Para el discurso, la realidad es triádica,
como enseñó Charles Sanders Peirce, en donde existe un sujeto que
habla, un objeto del que habla, y el punto de vista desde el cual se
dice algo sobre el objeto, es decir, el marco de interpretación que
establece la conexión entre el sujeto y el objeto, y que en general
es el lenguaje, las tradiciones y la sociedad. Para las formas, la
realidad es monádica, como enseñó Gottfried Wilhelm Leibniz, o sea,
que sujeto, objeto e interpretación no existen así, porque eso
60
implicaría que la forma tienen componentes y relaciones, y en
realidad va toda junta; por ejemplo, uno mismo, al estar concentrado
en su labor se convierte en esa labor y en lo que se necesita para
hacerla: el sujeto es forma de la forma del objeto; por eso se dijo
que teoría, objeto de estudio y método no son separables. Octavo:
Para el discurso, la realidad es distinta, porque, efectivamente, el
lenguaje es un sistema de distinciones, mediante el cual se separan
unas cosas de otras y se vuelven diferentes: la palabra amor sirve
para distinguirse del odio, así como de la pasión, de la amistad o
del cariño, al igual que odio se distingue del hastío o de la
indiferencia. Para la forma, la realidad es indistinta, porque todos
los componentes están disueltos en su interior, de modo que no se
pueden diferenciar los pensamientos de los sentimientos de los
valores de los instintos del medioambiente de todo lo demás. Y
noveno: En el discurso, la realidad se expande, porque se va
llenando de más y más elementos que se tienen que desplegar sobre el
tiempo y el espacio, toda vez que, mientras más se quiera decir,
toma más páginas y lleva más tiempo hacerlo: por ejemplo, platicar
un sueño es más largo que soñarlo; medido en unidades
psicoanalíticas, toma como cincuenta minutos. La realidad es
extensiva. En la forma, la realidad se condensa: los cincuenta
minutos de descripción se soñaron en diez segundos; de hecho, toda
forma es una realidad compactada, en donde todo está puesto en una
sola unidad que se presenta completa. La realidad es intensiva. Y
por último, el discurso es de sentido común, razón por la cual suena
verosímil y convincente, ya que el sentido común son las verdades
que aprendemos a decir para cuando nos pregunten, y en cambio, las
61
formas son precisamente el conocimiento que nunca aprenderemos a
decir.
Esta contrastación no tiene nada de veredicto, ya que mientras la
forma diría que el discurso es sólo una forma, a su vez el discurso
diría que la forma es sólo un discurso. Comoquiera, la idea de forma
como modo de ser del pensamiento la plantea en los años cuarenta una
filósofa norteamericana de ascendencia alemana de nombre completo
Susanne Katherina Knauth Langer, que nace en 1895 y muere en 1985
(Craig, 1998). Entretanto, discípula de Alfred Whitehead, el que
escribe junto con Bertrand Russell los Principia Mathematica,
iniciada dentro de la lógica discursiva del estilo de Russell y de
los primeros tiempos de Ludwig Wittgenstein, Susanne Langer lee sin
embargo la Filosofía de las Formas Simbólicas de Ernst Cassirer, en
la que habla de los mitos y esas cosas como formas del conocimiento,
que es donde ella encuentra lo que considera una Nueva Clave de la
Filosofía (194l), la cual desarrolla, y que no consiste en la
discursividad propia del lenguaje, tan de moda ya desde entonces,
sino en una "presentatividad" (1941, p. 116), típica de las formas.
Según la Langer, el discurso es un pensamiento que para pensar
tienen que transcurrir, discurrir, como si se desenrollara una tira,
como cuando se usa el término "rollo" cada vez que alguien empieza a
hablar, porque está hecho de símbolos lineales, separados,
secuenciales y sucesivos, de suerte que las palabras deben ir una
por una y una tras otra para poder hablar, ya que "no podemos hablar
con manojos simultáneos de nombres" (194l, p. 98); por sus
características, el discurso es un tipo de pensamiento apto para
conocer solamente las realidades que se pueden desmenuzar para
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ponerlas en una línea de piecesitas separadas y sucesivas y que son,
específicamente, las realidades del conocimiento científico, lógico
y racional, con el cual se pueden hacer muchas cosas, como medicinas
y misiles. Pero hay asimismo otras realidades cuya complejidad no
puede distribuirse en una fila para desfilar por turnos, sino que
tienen que aparecer todas juntas de una sola vez, de manera que
deben configurarse en un conocimiento de orden simultáneo, no
legible, sino sensible, no verbalizable sino afectivo, que es el de
las formas y los sentimientos que aparecen en las artes plásticas,
las música y la literatura, y en los mitos y los rituales en los que
se capta la rítmica de altibajos, vaivenes y claroscuros de fuerzas
interiores con que está hecha la tensión fundamental de la vida,
esto es, las formas contienen el conocimiento de lo que se siente la
vida, que es el conocimiento de principio del que deriva todo
conocimiento ulterior, toda racionalidad y realidad. En un retrato,
por ejemplo, las líneas y sombras que conforman la nariz, las
pupilas o las sienes no significan nada más que rayas y manchas si
se las pone solas en otra hoja, y sólo tienen validez en la medida
en que estén también presentes el resto de rasgos y colores en
conjunto, y además, se supone, un buen retrato debe mostrar la vida
del personaje retratado, sus ánimos y decaimientos, sus trabajos y
aspiraciones, y eso en absoluto puede decirse que se localice en
línea alguna, y por lo tanto lo que presenta el retrato no puede
describirse, sino sólo sentirse.
Por esto, Susanne Langer concluye que el sentimiento y la forma es
el conocimiento de fondo de la realidad, y del que consiste
básicamente la mente, o conciencia o psique, incluyendo la
63
racionalidad y el pensamiento discursivo. Aparte de otros cinco
libros de ocasión, no es de extrañar que su siguiente obra, expresa
continuación de la anterior, se intitule Sentimiento y Forma (1952),
para finalmente sumar una trilogía cuyo último título, publicado en
tres volúmenes, el último de los cuales es de 1985 (Craig, 1998), se
llame La Mente: Ensayo sobre el Sentimiento Humano (1967, 1972), y
en efecto, lo que hizo a lo largo de cuarenta años fue una teoría de
la mente, o una psicología. Lo curioso, o no tanto, es que, con la
excepción de Howard Gardner (1993), los psicólogos en general no
tengan ni idea de ella, tal vez porque es culta y escribe bien, dos
defectos que causan urticaria en la psicología cientificista. Pero
puede que no sea tan malo pasar inadvertida por la psicología
oficial, porque, esta disciplina, al parecer, como mesías al revés,
opina lo contrario de levántate-y-anda y todo lo que toca lo
paraliza y lo deja lisiado, como justamente le sucedió a la
psicología de la Gestalt.
Y ciertamente, la Gestalt es otra teoría fuerte de la forma que,
en paréntesis dedicado a los nacidos en la era esotérica, cabe
aclarar que no tiene nada que ver con la patraña pseudo-psi
inventada por un señor cuyo nombre no interesa para sacar dinero hoy
que todo mundo busca curaciones fáciles para el alma, y que como
todo buen estafador se plagió el nombre para vender una mercancía
llamada "terapia gestalt", marca registrada, de éxito rotundo, sin
haber siquiera leído ningún libro sobre la Teoría de la Gestalt
(Hothersall, 1984, p. 252). Eso no se vale, pero es la misma razón
por la cual hay un bodrio que se llama "jazz aerobics". Mejor hay
que cerrar el paréntesis. Gestalt, plural gestalten, es una palabra
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que venía del alemán antes de convertirse en sustantivo común culto
en cualquier idioma y significa "forma, y más ampliamente, manera y
aún esencia" (Boring, 1950, p. 610), esto es, aquello que es "otra
cosa o algo más que la suma de sus partes" (Guillaume, 1937, p. 17).
Edwin Boring dice que es una "psicología de los todos". La
psicología académica la redujo a una psicología de la percepción, la
redujo a tres responsables, Max Wertheimer, Wofgang Köhler y Kurt
Koffka; la redujo a un ejemplo es esos foquitos que parece que
caminan en los árboles de navidad denominado fenómeno phi, y la
redujo a una clase aburrida en algún temario introductorio. En
revancha, sus autores le quitaron el nombre de "psicología", porque
les quedaba chico.
Y la denominaron mejor "teoría", toda vez que es la realidad
completa la que es una forma, y la forma es una entidad mental. Kurt
Lewin, que era el psicólogo social de los gestaltistas, lo entendió
como que la sociedad es mental. En fin, aparte de unas leyes como la
de proximidad y semejanza, y una muy elegante que se llama "ley de
la buena forma", la Gestalt habla de transponibilidad, isomorfismo,
sinestesia y fisonomía moral de la realidad de las formas.
La transponibilidad es la cualidad por la cual, si a una forma se
le cambian todos los componentes, medidas, tamaños, pero manteniendo
su proporción o su estructura, la forma se conserva (Merleau Ponty,
1942, p. 76), como, por ejemplo, en los retratos estilizados de
Modigliani o de Giacommetti, que alargan todos los rasgos, el
cuerpo, la cabeza, la nariz, y el retrato sigue pareciéndose, que es
la misma razón por la cual uno reconoce su cara en una foto tamaño
pasaporte. En cambio, si sólo cambiara un rasgo y nada más,
65
alargarle la nariz por ejemplo, no importa de quién fuera el
retrato, siempre sería el de Pinocho.
El isomorfismo es la transponibilidad general de la vida, mediante
el cual uno puede dejar de ser de carne y hueso y volverse de papel
y tinta, como en los retratos, y todavía ser el mismo. La forma
puede mudar de material, sustancia, soporte, sustrato, y se conserva
(S. Langer, 1967, pp. 76, 182). Cuando uno llora en el cine, es que
la escena de la película es isomórfica con la tristeza propia, o sea
que, cambiándolo todo, mantiene no obstante su misma forma, que es
cuando uno dice que se identifica con el personaje, e incluso,
cuando uno ejecuta sus gestos tristes como llorar tras el pañuelo,
las vísceras, a su manera, se ponen tristes, ejecutando ciertos
gestos como constreñirse, y hasta la química del cuerpo se
entristece alterando la composición de los humores, que es lo que
los clásicos llamaban paralelismo psicofísico (James, 1890): cuando
uno está alegre en el alma, está endorfinado en las neuronas. La
Gestalt argumenta que hay una identidad de formas entre la mente y
la materia, lo animado y lo inánime, lo interior y lo exterior, y en
suma, que la realidad siempre es análoga.
La sinestesia es a su vez el isomorfismo existente entre los cinco
sentidos de la percepción, que a pesar de uno usar la lengua y
registrar comida y otro la piel y registrar textura, la forma que se
percibe es la misma, razón por la cual la salsa Tabasco "pica", que
es lo mismo que hace un alfiler, o como dice Gómez de la Serna, "el
agua mineral sabe a pie dormido". La realidad se encuentra
unificada: los colores suenan y tienen temperatura, los sonidos
tienen tacto y peso y tamaño, los olores se ven, y así
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sucesivamente. El lenguaje cotidiano nombra las sinestesias, y se
habla de colores chillones como si fueran niños malcriados o cálidos
como si fueran estufas, la música se "toca" como si fuera un objeto
sólido, y hasta tiene "volumen", el cual lo puede uno subir o bajar.
Un gastrónomo (Medina, 1988, p. 91) habla de "un vino limpio, sin
grandes aristas, pero nada pastoso". Paradójicamente, del olfato no
hay mucho ejemplos porque es el más sinestésico de todos y siempre
aparece como si fuera otro sentido, pero cuando alguien "tiene
olfato" para los negocios, es que los percibe sin saber cómo, que es
lo mismo a lo que se referían en los seminarios cuando se decía que
alguien tenía "olor de santidad". Los recuerdos se huelen. Las voces
se apagan, como si fueran luces, existen "ruidos sordos", y
Baudelaire resume: "dentro de una oscura y profunda unidad, los
perfumes, los colores y los sonidos se responden".
Puede decirse que es que se llama sexto sentido es la sinestesia.
Pero también hay paisajes indolentes, océanos amenazadores, cielos
tristes, es decir, cosas que es como si pensaran y sintieran. Un
químico hace esta descripción de un proceso de oxidación-reducción:
"a esta alta temperatura, el carbón es sumamente ávido de oxígeno y
se lo roba al óxido de fierro"; el carbón parece una persona, y no
muy buena gente por cierto. En efecto, los objetos pueden tener las
mismas formas que los sentimientos y pensamientos; a esto la Gestalt
le llamó percepción fisonómica o fisonomía moral (Guillaume, 1937,
pp. 183-187). "Fisiognomía", en el siglo XIX, quería decir que se
podía conocer el carácter y temperamento de una persona por sus
rasgos, y entonces, puesto que las cosas también tienen rasgos, así
los edificios, los árboles, los frascos de perfume, tienen asimismo
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carácter y temperamento. El ejemplo consagrado es el de un sauce
llorón. Si un día gris, lluvioso y con todas las gentes, los gatos y
las plantas agachados bajo el peso del clima, es un día triste, es
porque tiene la misma forma de alguien que no trae buen color, que
camina mirando al suelo, como si lloviera, y que las comisuras de la
boca, y las cejas y las manos, parece como si escurrieran; la
tristeza es una forma que empieza yendo para arriba pero que termina
yendo para abajo, que se levanta pero se escurre, y unos colores que
iban hacia el blanco pero que van de regreso hacia el negro. Son
este tipo de formas el que usan los artistas para configurar sus
obras. Puede que los científicos no, pero el resto de la gente
vivimos todavía en un mundo animado, donde los coches nos quieren
atropellar, los edificios se levantan, las noches nos asustan, las
puertas se nos cierran aunque siempre les podemos responder con una
patada. Hay lugares que se ven más amables que otros, hay
restaurantes alegres y templos lúgubres.
Y además, la Teoría de la Gestalt habla de insight y de
emergencia: ambas palabras significan que la forma, puesto que no es
una construcción, sino si acaso un monolito, aparece de repente y no
estaba ahí desde antes de ninguna manera: las formas son emergentes
en el sentido de que no hay nada en las piezas previas que prefigure
o contenga a esa forma, de manera que lo que surge o emerge en rigor
no tiene nada que ver con lo que le antecede (Guillaume, 1937, pp.
19, 97; Boring, 1950, p. 611), como cuando a uno se le ocurre una
solución: uno podría seguir piense y piense por los siglos de los
siglos y siempre estaría exactamente tan lejos o tan cerca de ella,
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porque en ningún momento hay garantía de que llegará la solución: no
hay nada en los componentes que asegure el todo.
Y cuando llega la solución, llega de pronto y como de ninguna
parte, es decir, viene por insight (Köhler, 1966, pp. 193 ss.), que
es el término que utilizó la Gestalt para referirse a la aparición
de las formas y la creación de realidades; se le intentó traducir
como introvisión o discernimiento, pero sigue siendo intraducible:
significa que en un momento dado y no previsto, los elementos
diferentes de una realidad, por ejemplo, de esa realidad que uno
llama problema, se acomodan ellos solos y sin aviso en un nuevo
orden que quién sabe de dónde salió, e instantáneamente aparece una
otra realidad, totalmente emergente, esa realidad que uno llama
solución. Y todo se ve más claro, más sencillo, más bonito. Esto
sucede al resolver un crucigrama, al fundar una ciudad, al
interpretar un sueño, o al bajar una penca de plátanos del techo,
que es la escena original en donde a Köhler se le ocurrió,
supongamos que por insight, la idea del insight, con la
circunstancia de que era un chimpancé, de nombre Sultán, quien
encontraba la solución del caso. Esta aparición de una forma está a
la base de todo lo que se denomina descubrimiento, conocimiento,
creación, fundación, invención: es la inauguración de la realidad*.
____________________
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*.- La Psicología Colectiva se ocupa de indagar las condiciones y cualidades de
génesis, generación, genealogía, regeneración y degeneración del sentido y el
significado generales de una sociedad, es decir, de aquello que la hace surgir,
desarrollarse y deshacerse, o, dicho de otra forma, de aquello que hace que valga
la pena la vida o, en otras palabras, aquellas fuerzas o potencias que mueven
desde el fondo a la sociedad hasta en sus más nimios detalles, desde las razones
del arreglo personal y las veleidades de la moda hasta los grandes movimientos
civiles o fenómenos religiosos, porque esto es lo que más genuinamente puede
calificarse de psíquico o de mental: la fe, las creencias, los valores, los
principios, las pasiones, las ilusiones, las tradiciones, los hábitos y las
representaciones pertenecen a este orden de lo psíquico, y constituyen en conjunto
el sentido que da significado a la sociedad, o, lo que es lo mismo, son el alma de
la sociedad, a la cual pertenecen y de la cual participan todos sus integrantes.
Como puede advertirse, este sentido es superior a cualquier índole de
racionalidad, y toda racionalidad queda subordinada a este sentido, porque en la
dimensión del significado no opera la lógica; no es lo que se demuestra ni lo que
se argumenta sino lo que se siente. La sociedad es por naturaleza una entidad
afectiva. Por ello, la psicología colectiva coloca como principio de comprensión
el orden de los afectos. Después de todo, la psicología colectiva se inauguró con
el estudio de las multitudes, fenómeno en el que sobresale esta dimensión. Según
esto, todas las cosas, situaciones y acontecimientos tienen una esencia afectiva,
aunque los ejemplos más distinguidos son las emociones, los sentimientos, los
estados de ánimo, etc. Ahora bien, cuando se intenta dilucidar la naturaleza de
los afectos, se concluye que consisten en una forma, esto es, que la forma es el
contenido de la afectividad y, a su vez, la cualidad fundamental de las formas es
su carácter unitario independientemente de sus características accesorias; esta
unicidad es la que hace que algo se presente como algo al conocimiento. No
casualmente, eso raro que se denomina unidad es igualmente los que se denomina
"belleza": es bello aquello que se presenta como una unidad de la mejor manera
posible, al grado de que el mismo observador cede su autonomía y se entrega y pasa
a formar parte de dicha unidad. Aunque no es estrictamente por razones de belleza,
sino de unidad, entonces la forma y lo afectivo son una instancia estética,
entendiéndose por "estético" el grado de unidad de la forma, o mejor dicho, el
grado de inclusión recíproca entre el sujeto y el objeto: a mayor unidad, mayor
estética y mayor afectividad, y a mayor disgregación del sujeto y el objeto, menor
estética, menor forma, menor significado, menor sentido, menor realidad, y menos
psique. Si la psicología colectiva tiene como criterio el grado de unidad de una
forma, entonces, por definición, se convierte en una ciencia estética de la
sociedad, en cuanto a su método y a su modo de ver la realidad, y por ello puede,
por ejemplo, criticar a la tecnocracia por su poca esteticidad, o sea, por la
desarticulación de la forma de la realidad.
De esta manera, la psicología colectiva no puede considerar a la sociedad como
un aparato compuesto de múltiples piezas que interactúan, como ciertamente lo hace
70
la psicología social (Cfr. Vgr. Moscovici, 1984a), ni tampoco como un sistema que
contiene elementos y produce subsistemas, como lo hace Luhmann (1990), sino que
tiene que verla como una forma panorámica sin reparar en sus protagonistas, obras,
eventos y demás piezas del engranaje social, aunque, cabe insistir que la
psicología colectiva se arroga el permiso de considerar a cualquier cosa, por
particular que sea, por el hecho de tener forma, como poseedora de las cualidades
de la sociedad, y por lo tanto, de proceder a investigarla como tal.
71
2.- LA INAUGURACIÓN DE LA REALIDAD
La riqueza constituye un implacable enemigo de la inteligencia
JOHN K. GALBRAITH
La sonrisa del pensamiento; la sonrisa es la señal de que algo nuevo ha aparecido. La aparición de una realidad es el acontecimiento más intenso de la vida. La inauguración de la realidad es un suceso caracterizado por su repentinidad, iluminación, completud, cualidad de primera vez, e inexistencia de sujeto y objeto. Es un evento muy inestable: para mantenerse debe extenderse, y adquirir magnitudes de lenguaje, objeto, tiempo, y espacio.
El ser humano es el animal que sonríe. Es el zoonriente. Las hienas
y los changos pueden burlarse o soltar carcajadas, pero no sonreír.
También hay eslabones perdidos. La sonrisa es una boca que alza el
vuelo, una cara que viene de la oscuridad. La razón por la cual los
otros animales no sonríen es porque siempre están atareados en su
biología y nunca les ha dado tiempo de asombrarse con el mundo. O
serios como alacranes o a risotadas como guajolotes, pero no
sonrientes. Bien vista, la sonrisa es el rostro justo que cae entre
el gesto del peligro y el gesto del descuido, entre el ansia y el
abandono: es la cara del alivio, cuando la vida pierde su pesadez y
se hace ligera, cuando uno sale de un problema, le da el primer
sorbo a su cerveza, encuentra una respuesta inusitada o acaba por
fin una tarea: cuando lo que no estaba ni se veía venir de pronto
llega. La sonrisa aparece en el instante intermedio entre que se
acaba-de-terminar el riesgo y empieza-a-comenzar la celebración.
Algo importante debe haber en el momento de la sonrisa para que se
haya quedado como marca de agua en la cara de la gente, y en efecto,
72
se debe a que ha sucedido lo imprevisto, lo improbable y lo
imposible, razón por la cual la sonrisa resulta siempre espontánea,
y por ende se trata de una sonrisa que no es para nadie, como si más
bien se sonriera sola y como para sí misma, y por eso se puede ver
gente en la calle que anda a solas y de improviso se le dibuja una
sonrisa por algo bueno que le vino a la cabeza, alguna de sus
maldades de la que se acuerda, y es que, en efecto, este tipo
genuino de sonrisa que es, por decirlo así, la primera sonrisa, no
brota como elemento de alguna comunicación, sino que es la señal
natural de que se ha aparecido de pronto algo que antes no estaba
ahí de ningún modo, es decir, que se ha hecho presente una realidad
que ocupa todo el cuerpo y el pensamiento y el mundo del sonriente,
y si las sonrisas no hacen ruido, es porque no deben interrumpir la
inauguración de esa realidad.
Eso pasa cuando alguien se topa con un descubrimiento, un
hallazgo, una creación, una invención, un conocimiento, chiquito o
grandote, y aunque por alguna razón nunca ha quedado documentado, es
cosa de imaginar la cara de Cristóbal Colón viendo tierra, la de
Américo Vespucio descubriéndola entre sus papeles, la de Arquímedes
en la tina cuando desplaza el agua con su cuerpo, la de los mexicas
mirando a un águila devorar una serpiente, la de los hebreos
vislumbrando las murallas de Jericó, la de Sherlock Holmes
encontrando una pista en el pretil del puente de Thor, la de un bebé
reconociéndose en el espejo, la de Dios cuando sin querer se le hizo
la luz. Y si los enamorados siempre traen esa cara, es porque
ciertamente se hallan en mitad de la fundación de una sociedad para
73
dos, de la inauguración de la ciudad de una recámara con cerradura y
baño.
2.1.- La Intensidad
La realidad aparece en la forma de creación, invención o descubrimiento: es el encuentro entre lo desconocido y el conocedor. Las teorías de la "creatividad" son pura ideología de la novedad comercial. La inauguración tiene la marca del pasmo. Repentinidad: llega de improviso y sin antecedentes. Iluminación: tiene el color o la forma de la luz. El fenómeno de Conversión de William James. Todo hallazgo comporta la cualidad de la primera vez y abarca el mundo completo. En el momento de la inauguración no existe sujeto ni objeto, sino solamente una realidad unitaria. La inauguración contiene la sensación de certeza, precisión, ubicuidad y actualidad. La Duración creatriz de Henri Bergson o la inmortalidad del cangrejo. La Empatía de Edith Stein y la Imitación de Gabriel Tarde. La Sinestesia Estática de la teoría de las masas de Pasquale Rossi. La intensidad es inestable.
La aparición de no importa qué realidad, la de un chiste o la de la
mecánica cuántica, es la forma más intensa, concentrada e
inolvidable de la vida, y de hecho trae dentro la fuerza para
mantener el resto de esa realidad; la Francia moderna todavía sigue
viviendo de las motivaciones de su revolución, los estadounidenses
todavía tienen aliento de cow-boy. Toda sociedad aparece así, pero
nunca se trata en rigor de un hecho comprobable, sino más bien
mítico, porque en sentido estricto en ese momento no existe nadie, y
mucho menos alguien que pueda tomar nota: la primera sonrisa del
bebé, que es el instante en que ingresa a la especie humana, no ha
sido vista por ninguna mamá o, como dice Bronowski con respecto a la
ciencia, "las cosas siempre ocurren cuando uno no está mirando"
(l979, p. 103), o Durkheim respecto a la sociedad, "las
74
instituciones humanas no comienzan en ninguna parte" (1912, p. 13),
o Santo Tomás de Aquino respecto a la Creación, "no tuvo un
principio en el tiempo, no obstante no puede decirse que no tuvo un
principio" (parafraseado por Tatarkiewics, 1976, p. 291).
La aparición de la realidad consiste en el hecho de que de buenas
a primeras, sin saber ni cómo ni dónde ni cuándo, se presenta un
orden contundente sin que uno hubiera hecho algo efectivo para
merecerlo, como cuando se da con la palabra que llena el crucigrama,
o la fórmula que acomoda la energía. La inauguración de la realidad,
la creación de lo que sea, puede concebirse como el punto en el cual
el observador y la cosa coinciden, como en un encuentro o en un
encontronazo; cuando uno choca con otro al volver la esquina, en ese
instante ese prójimo se hace real, y uno también, porque se acuerda
de sí mismo y de que no debe andar tan distraído, así que,
curiosamente, uno se conoce y se reconoce en esos eventos creadores
de la realidad que también lo crean a uno. Jesús Ibáñez dice que un
corpúsculo, o partícula, que es real, se produce por el efecto del
colapso de una onda, que es virtual, con una observación (1993, p.
16): el orden del mundo se inaugura en la colisión entre el caos y
el observador, y más románticamente, Novalis (Vital, 1995, p. 149),
dice que "el alma se encuentra en el punto en que se tocan el mundo
externo y el mundo interno". Y así se da el caso de que vivimos en
un universo que es capaz de producir a alguien que lo mire, y más le
vale, porque si no desaparece.
Efectivamente, así debe ser el punto de partida de la realidad y
de la sociedad y de cualquier cosa que se inventa, y no tiene caso
buscarle causas o componentes, porque si no no sería punto de
75
partida y además porque la realidad que se aparece no está
prefigurada ni contenida en ellos: los componentes no explican al
todo y por lo tanto el todo no tiene antecedentes (Alpert, 1939, p.
27): ni toda la biología, ni toda la química, la física y la
evolución y la astronomía explican la aparición de la conciencia.
Hay miles de gentes que reúnen todos los requisitos para "encontrar
la felicidad" o cuando menos escribir su diario y nada más no se les
da ni la una ni lo otro. Podría decirse sencillamente que existen
las creaciones, pero la creatividad no. Y a pesar de ello, cierta
estulticia malévola del racionalismo contemporáneo ha puesto de
moda, entre otros temas de "superación personal", la noción de
"creatividad" como habilidad para tener ideas geniales aunque uno
sea un pelmazo, en esa línea comercial de saque-al-superdotado-que-
todos-llevamos-dentro o haga-de-su-hijito-un-genio-creativo, con lo
cual se vende aire para inflar egos. Es curioso que mientras los
griegos no tenían ni el término ni el concepto para la creatividad,
ni les interesaba (Tatarkiewics, 1976, pp. 279-280), hoy cualquiera
que se ponga una corbata que no combina se considera "creativo". Lo
que parece que hay en el fondo de este creativismo es, por un lado,
una ideología de la novedad que consiste en producir más mercancías
sin importar cuán superfluas, incongruentes e innecesarias sean,
total, son muy creativas, para venderse como pan caliente por la
misma razón, y por el otro, instaurar la flojera mental como forma
del pensamiento, ya que, en efecto, el abandono de la sistematicidad
o la disciplina del pensamiento es lo que hoy en día se considera
como el gran talento y aptitud, debido a que en verdad ése es
precisamente el tipo de pensamiento que se necesita para comprar
76
esas mercancías tan novedosas. Todo esto se presenta, dentro de las
recetas para desarrollar la propia creatividad, como instrucciones
del tipo de rompa-esquemas, deje-vagar-su-mente, a-vangogh-lo-
llamaron-loco, mantenga-una-atención-flotante, libérese-de-los-
dogmas, mezcle-peras-con-manzanas, einstein-por-poco-y-reprueba-la-
preprimaria y los-genios-son-incomprendidos, después de lo cual
cualquier necio cree que el hecho de que nadie le haga caso es
garantía de su propia creatividad: no cualquiera que se corte la
oreja va a pintar mejor.
Sólo los lights quieren ser creativos, lo otros nada más quieren
que los dejen en paz. Manuela Romo (1997), en un muy buen libro al
respecto, concluye, más o menos, que la creatividad como capacidad
de crear se llama trabajo, mucho trabajo, 20,000 horas de trabajo
subcreativo, lleno de ganas, carencias, egoísmo, ocio, mucho ocio,
enojo, tenacidad y modestia, después de las cuales puede que
aparezca algo, y puede que no. Marcel Proust decía que un escritor
no debe interrumpir su trabajo nada más para ir a ayudar a un amigo
en desgracia. Gertrude Stein decía que escribir consiste en escribir
y escribir y escribir y escribir y escribir. Entonces diríase que la
verdadera creación sucedió antes, el día que se le ocurrió escribir,
el momento único e instantáneo en que a uno se le apareció la
vocación, y vislumbró una vida dedicada a una terquedad que lo tiene
trabajando siempre, donde puede que aparezca algo, y puede que no.
Kant, Wundt, Rodin, Flaubert, eran, ante todo, unos obsesos. Las
musas sólo llegan por la espalda.
Parece entonces que eso que se llama creatividad es una carencia
interminable, en cuya persecución se van dejando de lado obras como
77
si fueran peldaños. Ignace Meyerson dice que es una "incompletud" de
espíritu, de cuya completación inacabable van surgiendo las obras
(1948, p. 193). Si se tiene éxito, se acaba la carencia; si se acaba
la carencia, se acaba la creatividad, y entonces la creatividad
tendrá que consistir en buscar una carencia.
Según encuestas, el 17% de las ideas de los ejecutivos ocurren
camino a la oficina, y el 11% en la regadera, de manera que la única
recomendación para la creatividad es vivir lejos y bañarse diario.
El instante intenso en que la realidad hace "clic", que es cuando
todas las piezas del mundo se han acomodado en su lugar y, como dice
Cioran, surge el "ah" de las cosas, y se les prende un foquito en la
cabeza a los monitos de los comics, es precisamente el momento de
las emociones del asombro y el azoro, el pasmo y la sorpresa: este
pasmo es un instante estático, de inmovilidad perfecta del mundo,
que se puede advertir en los testigos de los crímenes, que todos
presenciaron la escena como en cámara lenta y nadie acertó a moverse
ni un milímetro, o como cuando se está cayendo un vaso, y va en el
aire con lentitud de gravedad lunar, y todos lo miran pero nadie se
mueve hasta que se estrella en el piso y entonces sí, todos corren
para tratar de detenerlo. Nadie diría que en estos casos hay una
sonrisa, pero, si bien se ve, el rictus del terror es lo que más se
parece a la sonrisa. Comoquiera, esta inauguración de la realidad
sucede en los individuos al descubrir su vocación, al tener una
ocurrencia o al localizar en el aparador los zapatos que buscaban.
Sucede a nivel grupal cuando en una ceremonia o ritual, llámese misa
o sobremesa, se hace presente la razón de ser de la ceremonia, que
reunifica al grupo. Sucede en algunos acontecimientos de la
78
sociedad, por la vía de una catástrofe o de algún triunfo nacional,
en que la sociedad se reconoce a sí misma en un símbolo, en su
gente, en su ciudad. Es decir, cuando la realidad obtiene sentido.
Sucede también en el bebé que dice su primera palabra y se le
inaugura la realidad en ella, sucede en el mismo modo en las
fundaciones de las ciudades, y vuelve a suceder todos los días cada
vez que alguien entiende un chiste, comprende un gesto, soluciona el
contratiempo del menú para hoy o se topa con una sonrisa, ajena o
propia. Este clic, pasmo, inauguración o sentido, tiene un número de
características evidentes, que se pueden mencionar a continuación.
En primer lugar, la repentinidad, que es el hecho de que la
creación cae de pronto como un relámpago a quienes la necesitaban
pero no la estaban esperando y da toda la impresión de que se hace
sola, y por eso se dice que las ideas "se ocurren", esto es, que uno
estaba ahí parado sin hacer nada y así sin más se le ocurrió la
idea, como pudo ocurrir un accidente o pudo ocurrir un aerolito. La
inauguración es meteórica. Por eso siempre es misteriosa y no le
sirven las recetas. A nadie se le puede llamar autor de esas
ocurrencias, si acaso, víctimas, y todas suelen describir el
acontecimiento con esta característica. Henri Poincaré, el
matemático que popularizó este género de descripciones cuando lo
invitaron a un congreso sobre creatividad, habla de cuando le
acaecieron las funciones fuchsianas -que quién sabe qué sean- en las
siguientes frases: "en el momento en que ponía el pie en el estribo
del tren me vino la idea, sin que nada me hubiera podido preparar
para ella"; "un día, paseándome por el tajamar, me asaltó la idea";
otro "día, atravesando la avenida, la solución se me presentó de
79
repente" (1908, pp. 242-243). A los cientificistas no les gusta esta
creación porque quieren causas, sabiendo que si encuentran causas
destrozan la creación, y esto si les gusta. Cassirer (1994, p. 61),
hablando de algo que aprendió Hellen Keller, dice que "este
descubrimiento se produce como un choque súbito". King Gillette,
como su nombre lo indica, relata la invención de su revolucionario
rastrillo de rasurar, en 1903, así: "una mañana, cuando me comencé a
afeitar, encontré mi navaja sin filo. Mientras estaba con mi navaja
en la mano, posando mi mirada sobre ella con la ligereza que un
pájaro se posa en el nido, nació la maquinita gillette" (Pinfold,
1999, pp. 117-118). Bertrand Russell, al no poder solucionar un
problema de lógica matemática, narra lo siguiente: "una tarde salí a
dar un paseo en bicicleta y, de pronto, comprendí que ya no amaba a
mi esposa" (citado por Bronowski, 1979, p. 89), o sea que solucionó
otro problema. Karl Gauss, matemático y niño genio, describe así:
"como tras un repentino resplandor de relámpago, el enigma apareció
resuelto" (citado por Jiménez Burillo, 1997, p. 69). El historiador
francés Jules Michelet relata que se le apareció el panorama
completo de su obra como una luz interior, una iluminación mística,
y "una brillante mañana de julio el trabajo fue concebido en su
mente 'como un relámpago" (S. Corcuera, 1997, p. 268). Como se ve,
estos creadores no son nada originales: siempre piensan en un
relámpago, y es que, en segundo lugar, está la característica de la
iluminación, porque, al menos en la cultura occidental y al menos
desde el primer día de la creación, todo lo nuevo aparece con el
color de la luz, resplandeciente; por eso se dice "dar a luz" y
"alumbrar", y Goethe, cuando se moría, sus últimas palabras fueron
80
"luz, más luz", como si la luz fuera la vida y la realidad. Y parece
que sí: los escolásticos del siglo XII opinaban que la forma y la
esencia de las cosas radicaba en su "esplendor" (splendor, claritas;
Tatarkiewics, 1976, p. 268), así que no es de extrañar que la
sonrisa también tenga la capacidad de brillar, porque a la gente
como que se le ilumina la cara. Se dice "arrojar luz" sobre un
asunto. Ponerle colores a un dibujo se le llama "iluminar". Se
entiende que la publicidad quiera hacernos creer que los fiascos de
la farándula son "estrellas" o "luminarias". Los períodos clásicos
de la modernidad reciben el apodo de "siglo de las luces". Ahora que
los términos "ilustración" e "iluminismo" que se emplean para
señalar el surgimiento de la racionalidad en las ciencias y las
artes en Francia en el siglo XVIII, en realidad provienen de que
París fue la primera ciudad en la que se pusieron faroles en cada
esquina, 7,000 linternas de bujía en 1766 (Roche, 1997, p. 135), y
eso de que es "la ciudad luz" también viene de ahí, y lo interesante
es notar cómo, para el pensamiento de la sociedad, la forma de las
lámparas y la forma del conocimiento es la misma. Anaïs Nin, más
apagada y menos turística, la llama "la ciudad gris-perla".
William James habla en Las Variedades de la Experiencia Religiosa
del fenómeno de Conversión, donde "los misterios de la vida se
iluminan" (1902, p. 298), que, al parecer, corresponde a una
inauguración de la realidad. El caso más sonado de conversión, por
seguir el guión al pie de la letra, es el de San Pablo de Tarso, un
infiel de lo peor en tiempos de romanos que yendo en el camino de
Damasco a perseguir cristianos, es derribado del caballo por una luz
divina que viene de lo alto y, tras un breve diálogo, que nadie oyó,
81
se convierte de inmediato en el discípulo más ferviente de Jesús, en
"el gran león de Dios", como lo llamó Taylor Caldwell, en especial
por su melena roja. En la conversión según James se da la
transformación drástica de una persona, que tiene la "sensación de
percibir verdades desconocidas hasta el momento", y donde "una
apariencia de novedad embellece cada objeto" (1902, pp. 198-199).
Pascal sufrió una conversión de este tipo el 23 de noviembre de
1654, que cayó en lunes (Gusdorf, 1956). Dentro de las biografías de
psicólogos, a Gustav Theodor Fechner, el fundador de la psicofísica,
ésa que mide las sensaciones dentro de un laboratorio, "el gran
Fechner", en palabras de Freud, le sucedió algo similar tras un
colapso físico y psíquico, y después de sanar, "Fechner fue un
filósofo y un psicólogo innovador" (Bonin, 1983, p. 111),
orientándose hacia temas del alma y la conciencia religiosa (Boring,
1950, p. 300), como si la conversión lo hubiera hecho abandonar la
psicofísica. Como puede advertirse, toda conversión es finalmente el
descubrimiento de una vocación y, a todas luces, el enamoramiento es
también un fenómeno de conversión: como dice James, "los súbitos y
explosivos modos en los cuales el amor cae por asalto sobre uno son
de todos conocidos" (1902, p. 163).
Sir Bertrand Russell se casó varias veces, sin rozar nunca el
record de siete de su conciudadana Elizabeth Taylor, pero, de ser
genuino, cada asalto del amor, como cada sonrisa y sorpresa,
solamente puede serlo por primera vez. En efecto, en tercer lugar,
la inauguración de la realidad, cada creación y descubrimiento,
tiene la cualidad de la experiencia insólita que solamente sucede
una vez y siempre sucede por vez primera, porque de otra manera se
82
le rebaja su intensidad: en rigor, no importa cuántas veces pase,
cada vez es la primera, como a los niños que todo lo que les sucede
es la primera vez que les acontece, a ellos, y según ellos, al mundo
entero; por eso se dice de los artistas como Picasso o de los
científicos como Einstein que viven toda su vida con el azoro de los
niños, siempre encandilados con hallazgos que no se habían visto
jamás. Todo chiste, que es la aparición de algo inédito, debe ser
nuevo, y aunque sea muy bueno, la segunda vez que se cuenta ya no
hace reír a nadie, y la tercera quita hasta el chiste de la primera;
un asombro que fuera el mismo que el de ayer no asombraría. Y es que
la intensidad de la inauguración reside en este carácter de radical
novedad que después ya pierde su chiste, como le va sucediendo a
todos las "novedades" que se van vendiendo en el mercado hasta que
uno queda hastiado de tanta novedad.
El hecho de que algo sea intenso significa que lo máximo se
condensa en lo mínimo, como un piquete de alfiler, donde toda la
fuerza está puesta en un puntito y por eso hace brincar, que es lo
que sucede en los chistes, donde todo un relato se resuelve en una
última frase muy corta, y por eso hace saltar la risa, así que puede
decirse que la intensidad carece de magnitudes de espacio, tiempo,
lenguaje y objeto, esto es, que no puede decirse cuánto mide una
sorpresa, cuánto dura un asombro, cuál es el nombre de la
fascinación: la creación no tiene medidas y, tal vez no tan
paradójicamente, en cuarto lugar, ocupa el mundo completo, porque,
efectivamente, para quien se encuentra con la maravilla de lo
totalmente nuevo, todo lo demás deja de existir y no tiene ojos ni
lugar ni tiempo para nada más, sino que está tan abstraído en el
83
objeto inaugurado que éste se convierte en el único y lo único en
este mundo; José Antonio Marina dice que se trata de "un objeto
gigante en un mundo desierto" (1993, p. 100), o como decía Ernesto
Cardenal en un poema: "cuando tú estás en Nueva York, en Nueva York
no hay nadie más; cuando tú no estás en Nueva York, en Nueva York no
hay nadie". Juan José Arreola, en un cuento, platica de un enamorado
abandonado quien, sellando todas las rendijas de su casa, coloca
dentro una migala, araña de veneno letal y fulminante, para que,
siquiera de cuando en cuando, pueda, al mover una sábana o abrir un
cajón, invadirse del terror absoluto que le ocupe el mundo entero y
así, aunque sea por un momento, pueda dejar de pensar en la que se
fué. Y en fin, el hecho de que se trate del mundo entero, hace que
toda inauguración sea por definición una instancia colectiva, porque
toda colectividad es precisamente eso: un mundo entero. Y en quinto
y último lugar, si la aparición de la realidad es un suceso que
verdaderamente carece de magnitudes, entonces ahí dentro no cabe
nada, ni nadie, ni siquiera uno mismo ni tan solo un objeto, como si
solamente cupiera la luz despoblada de la iluminación y el arrobo.
Dicho en claro, en el acontecimiento de la inauguración de la
realidad es inapropiado hablar de sujeto y de objeto, porque ninguno
existe: cuando se está absorto en un milagro de este tipo, lo
primero que a uno se le olvida es su nombre, no sabe ni cómo se
llama, ni se da cuenta de la sonrisa que trae, pero al mismo tiempo
no puede diferenciarse de lo que ha hallado: en ese momento el
creador es su creación y la creación es su creador. Los arrebatos
místicos son un buen caso de fusión de objeto y sujeto, en donde el
extasiado y su visión están totalmente indiferenciados, y uno podrá
84
gritarle a Santa Teresa de Ávila que se baje de ahí y no habrá
manera de que escuche; como dice Théodule Ribot (1904), los éxtasis
no son ni siquiera "monoideáticos", sino "aideáticos" (p. 171): los
arrebatos más terrenos, como la fascinación, que quiere decir
"hechizo", son como un éxtasis de este mundo, y en ambos aparece la
sonrisa embobada.
Lo que hay en ese momento, en vez de lenguaje, objeto, tiempo o
espacio, es otra cosa, a saber, certeza, precisión, ubicuidad y
actualidad absolutas y simples. Por ejemplo, si uno descubre su
vocación en un minuto dado de su vida, mientras dura tal minuto está
presente la sensación de que no se puede estar equivocado, aunque al
minuto que sigue ya no le parezca tan cierto; Poincaré hablaba "del
sentimiento de certeza absoluta que acompaña a la inspiración"
(1908, p. 245). Asimismo, está presente la evidencia de que eso no
puede ser de otra manera, sino que así está correcto, bien hecho,
aunque al minuto siguiente ya no esté tan bien y pueda ser de otra
manera. Cuenta Bergson que cuando Durkheim tenía como dieciocho años
y eran compañeros de escuela en la Normal Superior, si le decían que
sus ideas eran contrarias a los hechos, respondía: pues "los hechos
están equivocados" (Barlow, 1966, p. 19), y tenía toda la razón,
porque así es la precisa certeza de los descubrimientos, como bien
lo sabía Hermann Lotze en el siglo XIX, quien, en su psicología, se
dedicó a enfatizar este conocimiento cualitativo e intensivo; por
eso Boring dice que "Lotze prefirió la verdad a los hechos" (1950,
p. 294). Y de igual manera, como abarca el mundo entero, es ubicua,
en el sentido de que no hay lugar para nada más, y también es
siempre actual, aunque sólo dure un minuto, porque los
85
acontecimientos intensamente pasionales solamente existen y son
reales mientras están presentes, como puede advertirse en el hecho
de que uno solamente está asombrado mientras está asombrado, y no
antes ni después. Manuel Vicent, escritor de novelas y ensayos, dice
que en esos momentos de adquiere una "inmortalidad vertical".
A esta ubicua certeza precisa y actual en la cual estamos de vez
en vez tan metidos que ni cuenta nos damos pero que resulta ser lo
verdaderamente real que tenemos de la vida toda vez que el resto son
puros informes que se nos dan de ella, es lo que Bergson denominó
Duración: cuando uno está absorto, concentrado, olvidado y distraído
en lo que sea, tal vez en el ruido de la hierba al crecer como James
Dean en una película, y no se sabe el tiempo de los relojes ni nada
más, y cuando lo interrumpen preguntándole qué estaba haciendo se
sobresalta y contesta "nada", y de lo cual no queda ningún registro
que valga, en esos momentos uno sólo está percatando la fluencia de
la vida (Simmel, 1918, p. 362), sin más, desprovista de contenidos.
Aquí, el tiempo no viene ni pasa, sólo "dura", y uno está instalado
en su duración. La duración es pensar en la inmortalidad del
cangrejo, papar moscas, ser ciudadano de Babia. Henri Bergson era un
señor muy famoso y solitario que tuvo sobre su escritorio hasta su
muerte la fotografía de William james: James le envió una vez su
libro sobre la experiencia religiosa después de leer el de Bergson
sobre Las Dos Fuentes de la Moral y la Religión, y de ahí salió una
afinidad de almas que ambos cuidaron con delicadeza. Según Bergson,
la vida psíquica, o la realidad de verdad, no vive un tiempo lineal
y sucesivo, de ésos que se pueden seccionar en horas y minutos,
donde se pueden depositar cosas antes y después, y que se puede
86
medir como si fuera un camino, sino una especie de tiempo esférico
donde toda la vida con toda su diversidad está junta y mezclada en
ese momento, y al siguiente momento ya es otra esfera de tiempo que
la anterior, que vuelve a fundir y fusionar toda la diversidad,
incluyendo la esfera previa; por eso dice Bergson que la duración es
la compenetración de la multiplicidad (Viellard-Baron, 1991, p. 39),
y por eso mismo, cada momento de la vida psíquica es irrepetible y
siempre nuevo, como otra vez la inauguración de la realidad a cada
instante, y así, la "duración significa invención, creación de
formas" (Bergson, 1907, p. 23), y también el constante momento del
principio y también el primer dato a partir del cual se debe
construir toda psicología. La duración es la pura intensidad sin
magnitud (Bergson, 1888, p. 197). Es el tiempo de verdad. Y Kant
parece entenderlo así (1787, pp. 63-64). Hay otro psicólogo francés,
igual que Bergson, también Henri de nombre, de apellido Delacroix,
de filiación gestáltica (Merani, 1976), que tiene un libro que se
llama Las Grandes Formas de la Vida Mental (1934), en que dice que
"la conciencia es siempre una organización comenzante" (p. 4), es
decir, que cada vez que uno piensa, es otra vez toda la conciencia
empezando de nuevo, toda completita de principio a fin, recogiendo
todos los recuerdos y sabidurías y volviéndolos a iniciar en un
nuevo reacomodo, por lo que a cada pensamiento la conciencia es
nueva y es otra, como el río de Heráclito.
Esas esferas de tiempo en que sucede la inauguración de la
realidad no pueden ser conocidas con métodos y técnicas ni mediante
instructivo ni recetario, o sea que no pueden enseñarse en las
escuelas, aunque otorguen doctorados. Quizá por eso fueron
87
descatalogadas del aprendizaje institucional. Sólo el insight lo
entiende; sólo por intuición se puede. Y sí, según Bergson, la
intuición es el único modo de enterarse de las cosas: la Intuición
es el acto raro por el cual uno "se transporta al interior de un
objeto para coincidir" (Bergson, citado por Vieillard-Baron, 1991,
p. 106) con él y saber entonces qué piensa y qué se siente ser él, o
sea, convertirse en el objeto por un momento, y la señal de que lo
ha logrado es la sonrisa dibujada en la cara de alguien cuando
recibe una intuición, o como lo dice Bergson, la prueba de la verdad
es la alegría (citado por Barlow, p. 8), la única prueba que el
cientificismo nunca alcanza. Amado Nervo decía que "el signo más
evidente de que se ha encontrado la verdad es la paz interior", y es
cosa de notar que la paz interior siempre viene acompañada de una
suavísima sonrisa. Y efectivamente, la intuición es un acto de
simpatía para con el objeto, o si se quiere, de compasión, que
etimológicamente quieren decir lo mismo: sentir junto con el otro;
un simpático es alguien que trata de entendernos y finge que lo
logra al sonreírnos, como si le diera gusto todo lo que le contamos,
que es lo mismo que hace el compasivo en casos más tristes. Esta
coincidencia comprensiva de la realidad como teoría del conocimiento
ha recibido también el nombre sinónimo de Empatía, traducido del
alemán (einfühlung) y trabajado a principios del siglo XX por
Theodor Lipps con una explicación medio simplona (Cfr. Boring, 1950,
p. 477) en tanto una proyección de las ilusiones de las personas, y
además por Edith Stein, una filósofa judía alemana, convertida en
carmelita descalza, asesinada en Auschwitz y canonizada por el Papa
88
Juan Pablo II el 11 de octubre de 1998, por razones obvias y porque
este papa fue un canonizador al mayoreo.
La empatía es el hecho de adentrarse uno mismo en algo (G.
Echegoyén, 1998), o estar junto al otro mientras mira algo; en ambos
casos significa saber más o menos que se siente ser el otro, o lo
otro. Como dice Edith Stein, uno también contiene el aliento cuando
el trapecista va a saltar (1916, p. 40), y pone los músculos tensos
y hasta adopta el mismo gesto, como igual sucede entre los que viven
juntos, que ya entonan la voz y alzan las cejas con el mismo estilo.
Por ello a la palabra alemana también se la tradujo mejor como
"resemblanza estética" (Baldwin, 1913, p. 126n., Vol. II), que
implica que el observador de cualquier cosa, de un acróbata o de una
película o una pintura o un pastel, trata de comportarse como el
objeto para, por semejanza, coincidir con él, y así pone la cara
cubista cuando ve Las Señoritas de Avignon, o acerca la lengua al
paladar como si ya tuviera el turrón en la boca que se le hace agua
en consecuencia para saber el sabor del pastel y sentir su dulzura;
ciertamente, uno imita como puede a un pastel, trata de adquirir su
forma abstracta y así, por intuición y por simpatía, uno se
transporta a su interior: ésta es la forma del apetito, la creación
del antojo, y la Teoría de la Imitación, que tuvo su día a fines del
siglo XIX, y sus teóricos en las figuras de William Bagehot, Gabriel
Tarde Y James Mark Baldwin (Baldwin, 1897, p. 5; Caso, 1945, p.
113). Así, por el procedimiento de imitación se puede explicar el
adentramiento de uno en los objetos y la inauguración del
conocimiento de la realidad. La imitación no es un mero copiaje,
sino que implica adoptar las formas del objeto con la finalidad de
89
empezar a moverse en su flujo y con su ritmo, como si uno se dejara
llevar por la corriente de sus ademanes y gestos hasta llegar a
tener su forma misma y por lo tanto, convertirse por un momento en
ese objeto. Esto es lo que sucede precisamente con la música al
bailar: al principio uno no tiene ni ganas, pero sí, aunque sea a
regañadientes, uno se empieza a mover con la cadencia de la música,
siguiendo con los pies el compás que está en el sonido, rápido o
lento, largo o corto, hasta que llega el momento en que
efectivamente la música como que se mete dentro del cuerpo, o más
bien el cuerpo se mete dentro de la música, y uno se deja de mover
para dejarse llevar, y uno ya no está imitando, sino que ha pasado a
convertirse en esa música. Ahora lo difícil es parar de bailar.
Cuando uno oye un cuento triste, trata de poner cara triste para
sentir realmente la tristeza del cuento. Se puede ver, sobre todo en
infancias y adolescencias, a veces bastante tardías, cómo la gente
imita las formas de caminar de padres, maestros e ídolos, no para ir
a alguna parte, sino para sentirse como el otro; se ponen poses de
galán de película para convertirse en galán como de película hablada
en ingles. Y también, para explicar cómo está construido un puente
colgante, uno imita con los dedos el cableado tenso para creerse su
propia explicación y que se la crean los demás. Los ademanes son la
imitación del objeto descrito.
No obstante todo lo anterior, el ejemplo correcto para la
inauguración de la realidad con sus tonalidades de invención,
creación y descubrimiento, es el de los fenómenos de masas o
multitudes, tal como se documentan en la historia de los pueblos,
como en el éxodo o las cruzadas o la revolución francesa, y como se
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siguen dando hoy en día en mítines, protestas civiles contra
deslices gubernamentales, fanáticos del Manchester United celebrando
otra victoria, fans de los Beatles en los años sesenta, estudiantes
parisinos en revuelta callejera, sectas místicas que un día hacen
maletas para esperar al Arca de Noé y al otro se suicidan, e
histerias colectivas cuando llegan los marcianos o sobreviene un
terremoto, magnicidio, hambruna, erupción de volcán, quiebre
financiero o viene el papa a visitarlos. Las gentes se salen de sus
cabales, se ponen como locas y lo gozan indescriptiblemente. Lo que
pasa cuando adviene una multitud es que en un momento dado, por
angas o mangas, la gente se junta y estando allí se deja llevar por
el acercamiento y el contacto piel con piel, por las canciones y las
porras y otros grito, por la cadencia y el movimiento, como de olas
y marejadas que se genera entre todos, por el pretexto que los haya
juntado, por una especie de unísono generalizado que se autonomiza y
agarra vida propia al cual uno ya no puede resistirse ni tampoco
quiere, y en una de ésas, de repente, la muchedumbre entra en
trance, que quiere decir que las gentes se olvidan de sí mismas y le
regalan su voluntad a la vida propia de la multitud, y entonces, las
gentes cantan, bailan, pegan, rezan, alucinan, se arrullan, se
callan, lloran, esto es, hacen lo que haga la multitud y no lo que
harían cada una por su parte y a solas, y es que, verdaderamente, se
ponen "fuera de sí" mismas y se colocan dentro de la masa, por lo
que las idiosincrasias individuales, tales como las ideas propias,
la clase social, los modos de percepción, los sentimientos
personales, la educación, cara, estatura, ropa, etcétera, dejan de
contar y de existir para dar paso a una existencia inusitada: la de
91
la multitud. El ya mencionado Pasquale Rossi habla de una
"sinestesia colectiva por la cual las psiques individuales se
componen en una sola alma" (1904, p. 185). En efecto, como
definición, una multitud es la disolución de las personas
individuales en un único ánimo colectivo, que toma el mando y todo
lo abarca y se convierte en la realidad completa. Puede advertirse
que no importa el número de personas implicadas, porque de todas
maneras se van a disolver, así que una masa puede estar formada
igual por dosmil, doscientas, veinte o dos personas, porque la
masividad no es el número, sino la intensidad que disuelve al
número. En apariencia, una multitud no descubre ni inventa nada,
porque al parecer, solamente se junta y luego se separa, pero
entonces puede notarse en el fondo que su única posible realidad es
ella misma, esto es, la comunión de una comunidad, de suerte que una
masa es el estado naciente de una sociedad (Alberoni, 1977), no
importa de cuántos socios y no importa por cuánto tiempo, pero
siempre con la desproporcionada carga vital que ello requiere,
porque de esa carga es de lo que se va a sostener y conservar. La
multitud es la sociedad viéndose a sí misma aparecer. Es el origen y
la fundación de la realidad social, y eso nunca deja de ser un
milagro, de donde se entiende fácilmente el carácter sagrado que
siempre se le ha adjudicado a esta clase de acontecimientos. De
hecho, los rituales, que suelen armarse con música y cantos, danzas
y procesiones, con ropas, adornos, accesorios y aditamentos
propicios, en suma, que son acontecimientos de masas, son
invariablemente rituales de fundación, o refundación que es lo
mismo, de algún tipo de sociedad. Por ejemplo: las bodas, los
92
cumpleaños, las navidades, los aniversarios e incluso los funerales
y otras ceremonias tristes, que son estrictamente rituales de
refundación de la comunidad justo cuando más falta le hace, aunque
los mejores rituales de todos son los que se dan sin invitación ni
previo aviso, como los cantos y juegos que organizan los niños, los
momentos en que la música de un grupo "prende" en el auditorio, los
vecinos admirando la casa incendiándose de otro vecino, los
enamoramientos y algunos silencios colectivos memorables e
irrepetibles. En todos los casos, puede verse en las caras un inicio
apenitas delineado de sonrisa, la sonrisa a punto de la baba típica
del éxtasis. En el fondo de toda sonrisa genuina hay una fundación.
Así es, ciertamente, el origen de la sociedad, y todo el
desarrollo ulterior de la cultura parte de este punto, y sigue su
lógica. La sociedad mental comienza en un estado de masa. Rossi dice
que este estado es "estático" (1904, p. 173), o sea, que tiene un
tiempo y un lugar muy circunscritos, que se termina, como el lapso
de una fiesta o un concierto o una revolución, y que, para
prolongarse, debe desplegarse "dinámicamente". Esto indica que el
momento de inauguración de la realidad es un hecho muy intenso pero
muy inestable, porque no tiene nada fijo, ni un ancla ni un bastón,
de dónde detenerse, como la risa de un chiste, porque no puede durar
ni aunque le repitan el chiste, como la sorpresa de encontrarse a
alguien impensado, porque si se esconde y se vuelve a aparecer ya no
es tan impensado, de modo que la creación tiene que buscar medios
más duros y fijos en donde estabilizarse, y por eso cuando alguien
tiene una idea de ésas que le iluminan la cara, corre a escribirla,
93
dibujarla o ponerla en práctica, porque la idea, así solita y sin
ayuda va a desvanecerse y desaparecer tal como vino.
2.2.- Lo Extenso
La sonrisa se enrisueña; para estabilizarse, lo intenso debe convertirse en extenso aunque con ello pierda intensidad. Lo extenso es aquello que tiene magnitudes o medidas, y por lo tanto es material y físico: lo físico es la desintensificación de lo psíquico; lo psíquico es lo que no sigue las leyes de la física. Lo extenso pierde unidad, forma y psique. La Estética es el grado de unidad de una forma. La progresiva extensión implica el paulatino endurecimiento de la realidad y el distanciamiento del observador. La sociedad adquiere magnitudes de lenguaje, objeto, recuerdo y mito.
A lo mejor no es verdad que la sonrisa se hace con la boca: tal vez
es ahí simplemente donde va a terminar, donde queda capturada.
Probablemente la sonrisa está lo más momentáneamente posible en un
resplandor de los ojos, en el aliento que se contrae como para no
estorbar, en alguna claridad que se atraviesa por la piel y enciende
el color de los vestidos, cosa que todos notan pero nadie registra,
y en que por un instante el que sonríe pesa doscientos gramos menos
en promedio, dato imposible de verificar porque cuando llegan los
verificadores ya lo único que queda es una agradable marca en la
boca, como recuerdo de que acaba de pasar lo inaudito, sin
detenerse. La sonrisa embellece, pero no como cosmético sino como
relámpago. Se supone que es una lástima, tanto milagro y tan
inasible, y entonces, para que no termine, se elabora alguna
conducta supersticiosa, igual a aquélla de amarrarle a los árboles
los frutos que se le cayeron para ver si así no llega el invierno,
como hacían los pueblos germánicos con los árboles que después se
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volvieron árboles de navidad con sus esferas amarradas como
manzanas; así, de la misma manera, se amarra entonces a la cara el
último vestigio que consiste en la boca sonriente acompañada de
cierto gesto similar en las comisuras de los ojos y en las líneas de
las arrugas, que es cuando alguien es risueño, lo cual siempre se le
agradece: la risueñez embellece, pero no como relámpago sino como
cosmético. La risueñez sirve como memoria de una sonrisa, y hay
quien logra preservarse así, contento hasta la vejez debido a una
sonrisa que tuvo cuando las viruelas, y también sirve para hacer que
sean los demás a quienes se les ilumine la cara al descubrir a
alguien tan risueño, pero también sirve para tener listos los
resortes de la sonrisa el día en que se necesite, y no vaya a pasar
el milagro de largo.
En estas circunstancias, mientras que no puede decirse de qué está
hecha una sonrisa debido a que carece de toda magnitud, siendo pura
intensidad, a la risueñez en cambio se le hace lugar para que se
conserve en el tiempo, y ciertamente, uno puede andar risueño por
horas y horas, y asimismo, se le da tiempo para que cristalice en el
espacio, para que se delinee en la boca. Se le pone un nombre:
sonrisa, que aquí se tuvo que cambiar a risueñez, y se le coloca un
objeto, la boca, como bien puede advertirse en las happy faces que
puede dibujar cualquiera, como si fuera su logotipo.
Así con todo. Lo que es intenso, para seguir viviendo, sea bonito
o feo, debe adquirir las magnitudes que no tiene: concretamente
magnitudes de espacio, tiempo, objeto y lenguaje. El piquete de
alfiler, para no desaparecer, tiene que transformarse en un
dolorcito alrededor, de superficie más amplia, pero que ya no duele
95
tanto; cuando uno se soba de un golpe o piquete es como para
esparcir la agudeza del dolor por la piel, de modo que la misma
cantidad de dolor quede distribuida y se sienta menos. Lo intenso se
hace extenso. La NASA planta una bandera y deja cierto tiradero a la
redonda sobre la luna para que su acontecimiento mayúsculo de 1969,
aunque no tenga ya su ímpetu, siga presente. Por la misma razón, la
gente anota en su diario las emociones del día, Es decir, lo
intenso, para durar, debe extenderse, debe empezar a medir cualquier
magnitud, una longitud, un peso, unos minutos, unas palabras, pero
al hacerse extenso, necesariamente pierde intensidad. Los enamorados
guardan los boletos del cine y el ticket del estacionamiento de su
primera cita, para que la primera cita no se esfume y no se acabe, y
en efecto perdura en el boletito, aunque debe admitirse que no con
el mismo frenesí. Lo que se pierde en calidez se gana en
preservación; a las cosas para conservarlas hay que meterlas en el
refrigerador. Si una comunidad por ahí de repente se descubre o se
inventa a sí misma en tanto sociedad, lo primero o lo único que hace
es poner un monumento, un dolmen, una placa de bronce, un corazón
arañado en la pared, lo cual equivale a darle a la fundación de esa
sociedad un tamaño, una dureza, una descripción, para que se
mantenga.
La intensidad es lo más puramente psíquico o espiritual porque no
obstante ser real carece de materialidad toda vez que no hay nada en
ella que pueda registrarse con ningún aparato ni conforme a ningún
patrón: lo psíquico es materia sin material (M. Hernández, 2001). En
cambio, lo que ya tiene extensión empieza a ser físico porque
adquiere materialidad; la materialidad es la materia con magnitud.
96
Eso es lo que quiere decir "extenso" desde Aristóteles hasta la
fecha. Cuando uno dice que algo es muy extenso, lo que dice es que
tienen mucho material y va a medir mucho. La extensión es "el
carácter fundamental de los cuerpos físicos, cuando están dotados de
tres dimensiones en el espacio"; con Descartes se hizo más popular
el término, donde también la extensión es "la naturaleza de la
sustancia material". Bergson sigue opinando lo mismo aunque a él ya
no le hace tanta gracia, porque parece que en la extensión y en la
magnitud del material, la intensidad se desparrama por falta de
concentración y voluntad: "es la distensión del esfuerzo del yo",
dice (citados por Abbagnano, 1961). A esto, a la pérdida de
intensidad y ganancia de materialidad se le ha dado en llamar
realidad física, porque la física es la ciencia que mide las cosas.
Lo físico resulta ser aquí la desintensificación de la realidad,
si se quiere, una degradación, en el sentido de que se trata de lo
intenso en menor grado, una suerte de cuantificación de la cualidad,
porque obviamente ya puede medirse lo que no se podía medir,
contabilizar lo que no tenía números: un susto es inconmensurable, y
cuando se puede describir o medir, ya no asusta tanto, porque uno ya
está más entretenido midiéndolo que asustándose, y lo que es más,
puede poner sus mediciones sobre la mesa y guardarlas en el cajón e
irse a lavar los platos, lo cual no habría podido hacer cuando
estaba todo asustado, "presa del pánico". El susto dejo de ser un
asunto psíquico y se convirtió en un asunto físico, en cierto grado,
porque ya acepta ser tratado con reglas, termómetros, palabras,
índices de asustamiento y manos para guardarlo en el cajón. En
definición negativa, puede decirse que lo psíquico es aquello que no
97
sigue las reglas de la física y, congruentemente, las formas
resultan ser entidades psíquicas porque no siguen dichas reglas, y
de todas las formas, las formas intensísimas de la creación, el
descubrimiento y la invención, sea en amor, conocimiento, sociedad o
lo que sea, son las que menos la siguen, de manera que la realidad,
al extenderse y perder intensidad ganando magnitud, está, en
diferentes graduaciones, perdiendo forma, y desde luego, si se puede
decir así, perdiendo psique, aunque nada de esto es nunca
absolutamente, porque si lo fuera, dejaría de existir, porque sería
algo que existe para nadie, y eso no existe, porque es como un reloj
que da la hora en un mundo inhabitado: eso no es la hora. En fin, en
sentido estricto, las formas y lo psíquico son un continuo que tiene
gradación, esto es, que puede tener más o menos forma, más o menos
psique, ser más o menos intensos o extensos, y el criterio de esta
gradación es el grado de unidad entre uno y la cosa, entre sujeto y
objeto: si es mucho, hay mucha forma y es muy psíquico; si es poco,
hay poca forma y es más físico.
Se puede decir correctamente que es una cuestión de belleza,
porque, bien visto, lo que a uno le parece "bello" es aquello que
tiene mucha forma, y con lo cual uno se "identifica", tiende a
hacerse idéntico, o sea que tiene unidad al grado de que uno se hace
parte de ello y lo siente en carne propia, o, como dice Kant, al
grado de que uno está invitado a unirse íntimamente con el objeto
(Parret, 1988, p. 270). Por el contrario, lo que le parece horrible
es algo que es amorfo y deforme, que no muestra unidad entre sus
partes al grado de que a uno como que lo repele: uno se voltea para
otro lado para no verlo. En efecto, esta gradación que va de más a
98
menos unidad, de más a menos forma, de intenso a extenso y de
psíquico a físico es estrictamente una gradación estética. Aquí hay,
pues, una definición de Estética: la estética es el grado de unidad
que hay entre alguien y algo. Así es como se usa en arte y vida
cotidiana; por ejemplo, si uno está absorto, transportado, rendido
en una pintura de Remedios varo, es obvio que la verá bonita, y eso
no es otra cosa que el hecho de que uno está metido en ella, como
adecuadamente reza la famosa definición de belleza de George
Santayana: "es el placer experimentado como una cualidad del
objeto", aunque "placer" es una palabra engañosa: no se trata de un
sentimiento tan fácil. En fin, cuando esa experiencia pierde
intensidad, uno empieza a percibir las características físicas del
cuadro, cuánto mide, si es óleo sobre masonite, qué colores, quién
lo pintó y demás ficha técnica, y uno ya está desapegado, desunido,
francamente, de la pintura.
Y conforme se va haciendo más extensa cualquier realidad,
haciéndose más estable, consecuentemente se va endureciendo y
rigidizando, tal como es el típico tránsito de bebé recién nacido a
momia embalsamada, de invento a marca registrada, de juego a
deporte, de pan tierno a mendrugo, de teoría a doctrina, de método a
receta, esto es, que va teniendo más presencia en términos objetivos
pero ya no mucha en términos culturales, porque cuando algo se
endurece, digamos el pan, pierde eso de su forma que lo incluía a
uno, tal como la ternura, la suavidad, el calor, que son cosas que
también tiene uno como cuerpo o alma vivos, y adquiere más bien
propiedades de realidad física, y a uno ya no se le antoja, como si
se desidentificara del pan para verlo entonces como cosa distante,
99
separada y ajena que está ahí pero de lejos, sin nada que ver con
uno. Ésa es por ejemplo, la diferencia entre gastronomía y
nutrición, y en general, en la historia de la cultura puede
observarse este progresivo endurecimiento de la vida de la sociedad,
de aprehender el mundo como un fantasma según era el modo de
percepción de la Edad Media, de mirar al mundo como un organismo en
el siglo XVIII, a verlo como una máquina en el siglo XX: cada vez la
cosa tiene más piezas fijas y cada vez uno está más lejos de esa
cosa. Lo que se va dando en la cultura es paulatinamente una
creciente rigidización del mundo y un creciente distanciamiento de
uno con respecto al mundo: los fantasmas lo envuelven a uno, con los
organismos hay que entendérselas, y las máquinas pueden ser
manipuladas a control remoto. Este endurecimiento y distanciación
se advierten en el lenguaje, en los objetos, en los recuerdos y en
los mitos de la sociedad. Y en todo lo demás también.
Si en las multitudes se mostraba la fundación de una sociedad,
también en ellas puede observarse el anquilosamiento. La forma que
tienen las multitudes, sobre todo vistas desde los helicópteros,
como hacen los que las temen y las vigilan, es una imagen panorámica
de la intensidad y la extensión simultáneamente: vistas desde
arriba, se parecen mucho a una ciudad, a una rueda de carro, a una
cúpula, a un estadio, a un sistema planetario, al modelo atómico de
Rutherford o Bohr, y por lo tanto puede decirse que se parecen lo
suficiente a la realidad y su conocimiento: se crean en un punto,
central y original, que puede ser un incidente, un accidente, un
cantante, una pelota, un linchamiento, un meteorito como en la Meca
o alguien demasiado atractivo como en El Perfume de Patrick Suskind,
100
donde convergen todas las miradas, atenciones, pasos, ansias, y que
es su lugar más compacto, apretado, intenso y vivo, donde todos se
apachurran con tal de acercarse al centro, y así las cosas, a medida
que se está más lejos de ese núcleo, la gente se va también
separando más una de otra pero también va poniendo menos atención a
lo que sucede en él, y así sucesivamente, mientras más distancia
hay, más se dispersan las gentes y menos pertenecen a la multitud,
de suerte que en sus suburbios ya puede uno ver puros individuos
desperdigados que de vez en cuando echan una ojeada a lo que sucede
allá en el centro y mientras tanto platican de otras cosas y releen
su periódico: en esta orilla, la masa está más extendida pero con
muy poca intensidad. Eso mismo sucede con las reuniones de diez
personas, y también en las modas, las corrientes de pensamiento, los
intereses y las vocaciones, las penas, las actividades, las
relaciones interpersonales, las creencias y lo que sea. Esta
multitud es la forma de la cultura.
Y así, cuando la intensidad se extiende, la realidad se
desenvuelve y la sociedad se desarrolla, lo hace en las siguientes
cuatro formas básicas: la del espacio en que se constituyen los
mitos, la del tiempo en que se hacen los recuerdos, la de los
objetos en general, y la del lenguaje*.
____________________
101
*.- Según se dijo, la Psicología Colectiva surge como disciplina con el estudio y
teorización de las multitudes, aproximadamente entre los años 1890 y 1905,
aproximadamente en Francia e Italia, con los trabajos, entre otros, de Scipio
Sighele (1892), quien fija el término "psicología colectiva", Gustave Le Bon
(1895), que escribe el libro más conocido y exitoso sobre el tema, Gabriel Tarde
(1901) y Pasquale Rossi (1901, 1906), en los cuales, unos plagiando a los otros,
aparecen siempre las características básicas de las masas y de la visión de la
psicología colectiva, que consisten en: (a) lo que Le Bon denominó la ley de la
unidad mental de las muchedumbres, (b) una irruptibilidad o aparición y
desaparición abruptas, (c) una afectividad fundamental, según la cual las masas
piensan con imágenes. Puede advertirse, por sus características, que el
conocimiento de la psicología colectiva se basa en una epistemología de las
formas, porque en las multitudes se puede apreciar: (1º) la aparición del sentido
o significado primordiales , que consiste en el hecho de ser y pertenecer a una
sociedad; (2º) la forma global de la sociedad, que es aproximativamente la de un
punto central u original que se irradia, y que puede verse claramente en la
geografía e historia de las ciudades; (3º) la afectividad como único contenido de
la forma. Ahora bien, por razones que no viene a cuento mencionar, pero que tienen
que ver con el positivismo, el cientificismo y el mercantilismo derivado de la
aplicación tecnológica, la psicología colectiva se descompuso, hacia los años
veinte, en una "psicología social" que dejó de ver a las masas, a las sociedades y
hasta a los grupos, para entretenerse con los individuos, y la psicología
colectiva desapareció de la academia, aunque no de la cultura, que en realidad es
lo que importa. Así pues, la psicología colectiva en la actualidad es una
disciplina que pertenece a la cultura pero no a las universidades, y se mantiene
en su tradición sin instalarse en su nostalgia, es decir, conserva su
epistemología y su versión del conocimiento, con las que pretende comprender la
realidad. En esta perspectiva, el grueso de la sociedad -con sus ciudades, grupos,
obras e individuos- se debe entender como el desenvolvimiento natural de las
características originarias del estado de masa en que se inicia, esto es, como la
extensión de una intensidad, de manera que las formas normales que hay en el
lenguaje, los objetos, el tiempo y el espacio, por citar las principales,
comienzan genealógicamente como formas muy intensas e indistintas en donde el
hablante, el usuario, el transcurrente, el transeúnte de éstas está indisoluble y
afectivamente envuelto en ellas, y solamente poco a poco se va extendiendo y
separando de sus palabras y sus cosas. Es como si la historia de la cultura fuera
la constante desagregación y desintensificación de una masa o una creación de la
realidad. El resto del texto intentará relatar esta desintegración y
distanciamiento así como las formas que van apareciendo en el proceso.
102
3.- EL LENGUAJE
Una metáfora es mucho más inteligente que su autorGEORG C. LICHTENBERG
La versión callada del lenguaje; el estilo es una afortunada incorrección del lenguaje; el estilo involucra al que habla en lo que dice; el estilo es lo que no se dice de lo que se dice. El lenguaje comienza con un silencio: el silencio lingüístico es aquella parte del lenguaje que está más allá de las palabras. Si el silencio dura lo suficiente, se convierte en lenguaje poético o mimético. Si el lenguaje poético dura lo suficiente, se convierte en lenguaje especular o conceptual. Si el lenguaje conceptual dura lo suficiente, se convierte en lenguaje técnico o práctico. Si el lenguaje técnico dura lo suficiente se hace ruido verbal.
Nosotros hablamos rebien: quien se equivoca es la gramática, la
dicción, el diccionario y la Real Academia de la Lengua, porque
ellos son correctos, pero les falta estilo. El estilo es la
incorrectitud que "pule y da esplendor" a lo que se habla o escribe.
Nos saltamos unas palabras y cercenamos otras, siempre estamos
hablando de otra cosa que es precisamente lo que se denomina hacer
metáforas, titubeamos y nos trompicamos, nos quedamos sin nada que
decir y ni así cedemos la palabra y luegoluego hablamos lo doble
para compensarlo, bajamos la voz, salpicamos puntos y comas como
dios nos da a entender, que no es gran cosa, hacemos gestos y
ademanes que pueden ser hablados o escritos. Los puntos suspensivos
de un texto son un gesto puesto por escrito, de hecho un poco
sobreactuado; las comillas parecen levantar las cejas entre
incrédulas e irónicas. Y no importa de qué se esté hablando, como si
el tema fuera un mero gaje del oficio, y de todos modos la perorata
103
de alguien es tremendamente interesante, no por lo que dice, sino
por la forma en que lo dice, como si la forma fuera justamente lo
que se dice: piénsese en alguien que no sabe contar chistes y se
verá dónde está el chiste. Flaubert decía que "el estilo es la
sangre misma del pensamiento"; "dime cómo escribes y te diré qué
escribes", dice Cortázar en alguna parte (1950, p. 113),
refiriéndose a alguien que "escribía muy poco pero con muchísimas
palabras" (p. 108): la misma idea dicha en tres palabras no es la
misma idea que dicha en diez; pocas palabras hacen una realidad más
fuerte, muchas la hacen más graciosa. Decir ¡ven aquí! es algo
contundente y perentorio, pero decir ¿no quisieras acercarte un
poquitín? es menos amenazante y más negociable (Lakoff y Johnson,
1980, pp. 167 ss.). Nunca se dice lo mismo de otra manera.
Un lenguaje correctísimo y sin sobresaltos es letal -muerte por
aburrimiento-, como el que se oye en las oficinas de los abogados o
el que se lee en un informe de actividades de un director
cualquiera. Porque el estilo sí tiene sobresaltos que lo hacen
interesante, ya que el que habla, gracias a sus pausas,
impredecibilidades y retruécanos, queda como dentro de lo que dice,
implicado y comprometido con sus palabras, como pasando a formar
parte del lenguaje que pronuncia, y debido a esto, resulta que en el
lenguaje hay alguien, y por ende está vivo y siente y piensa, y eso
es exactamente lo que lo hace interesante y colectivo, es decir, que
el que lo oye también esta dentro de él. En cambio, un lenguaje sin
estilo está deshabitado, como si lo emitiera una guacamaya mecánica,
como la de las grabadoras que a veces contestan el teléfono, pero
ahí no hay nadie, ni pensamiento ni lenguaje, sino sólo computación.
104
Si así es lo interesante de hablar y oír, de leer y escribir,
parece entonces que lo interesante del lenguaje -el alma misma- no
radica en lo que se dice, porque a veces ni se sabe lo que se dice,
como en las ambigüedades inherentes e inexpurgables de toda palabra,
sino en lo que no se dice, en lo que queda no dicho, sino nada más
insinuado y convocado con las palabras. El estilo es lo que no se
dice de lo que se dice, como puede notarse en los tonos de voz, las
gesticulaciones, las pausas y otras cosas que no son propiamente
palabras, con las cuales se advierte que quedó algo pendiente por
ser dicho, en suspenso, mientras se decía algo, y que resulta que
era verdaderamente lo que se estaba esperando, lo que nos tenía tan
interesados, de manera que el estilo en el lenguaje no es
estrictamente un modo de decir algo, sino un modo de no decirlo, de
callar, como si se tratara de la invención de un silencio que se
hace con las palabras. Es el vapor que se desprende de las palabras
al hablarlas o escribirlas, como si el lenguaje no fuera nada más lo
que se dijo, sino sobre todo lo que se quedó por decir: "dice más de
lo que enuncia", asevera Johannes Pfeiffer (1936, p. 53); el
lenguaje, ante todo, va montado sobre un silencio (Ricoeur, 1976, p.
34; Gadamer, 1986, pp. 151, 174, 200), que lo circunda y lo
interviene, lo antecede y lo procede, del que huye y al que
persigue, no sólo incansablemente, sino gozosamente.
3.1.- El Silencio Lingüístico
El lenguaje mudo. El silencio es el lenguaje que está más allá de lo que puede decirse: es una masa lingüística de una sola pieza que no puede pronunciarse. No contiene palabras, sino una cadencia. En el silencio, sucede que el
105
hablante, el habla, el lenguaje y el mundo son una misma instancia indisoluble. Es el punto de contacto del lenguaje con lo que no es lenguaje (objetos, tiempo y espacio). Las teorías pictóricas o icónicas del origen del lenguaje son afines a este silencio. El silencio es la palabra en la punta de la lengua.
Digamos que el lenguaje es lo que se está leyendo y lo que se
necesita para entenderlo. Y este lenguaje comienza con un silencio.
Sería un poco tonto opinar que los niños de la primera infancia, un
minuto antes de decir su primera palabra, no tienen ninguna noción
del lenguaje, o que ya saben hablar pero no lo dicen: ni la una ni
la otra; parece más sensato suponer que ahí hay algo que ya es
lenguaje pero que todavía no está articulado en palabras, algo así
como un cierto compás mudo, como si ya estuviera la cadencia y la
medida de las palabras, pero todavía no anclara en palabras de
verdad. El balbuceo charlatán de estos niños de pocos meses, como
diría Howard Gardner (1983, p. 115), que semejan conversaciones, o
cuando alguien imita idiomas que no conoce, tienen las formas del
lenguaje, con excepción de las palabras. En un libro que se llama
Amor y Terror de las Palabras, J. M. Briceño Guerrero, un filólogo
venezolano, relata que de niño sus mejores conversaciones eran en
idiomas inventados: "astrapalún galabir decía un compañero y yo le
respondía de inmediato paslacatar" (1987, p. 16). Lo que hay aquí es
en rigor silencio, pero no es el silencio de las vacas o de las
piedras ni el de la noche, sino un silencio lingüístico, más claro,
con el que comienza el lenguaje y que ya es parte del lenguaje
mismo: un silencio que ya está hecho del material del lenguaje.
Es este silencio de cuando uno tiene la palabra en la punta de la
lengua, y efectivamente, sabe lo que quiere decir pero no sabe cómo
106
hacerlo, y mientras tanto, hace muecas, ademanes, y pronuncia
sílabas inconexas como si estuviera dibujando en el aire y
tarareando a capela lo que todavía no puede ser dicho. El
interlocutor no tiene la menor idea de lo que el presunto hablante
va a decir, pero puede darse cuenta de la emotividad con que busca
en el silencio la palabra. Es un silencio incendiado. En suma, el
lenguaje, sea el de los niños, el de un conversador en apuros, el
del zoon politikon -que significa aquél capaz de discurso-, o el del
homo sapiens, comienza con un silencio. Sobra decir, pero por si
acaso, que no se trata del silencio de quien ya está pensando,
porque es obvio que quien está pensando está simplemente hablando en
voz muy baja consigo mismo.
El silencio es la forma del lenguaje que está por el momento más
allá de lo que puede decirse, y no tiene la forma del mutismo, sino
la del suspenso de cuando algo tiene que ser dicho, de que eso de
ahí enfrente tiene que tener un nombre que debe ser pronunciado
necesariamente, pero que el nombre que debe ser pronunciado tarda en
aparecer: a los niños que todavía no han hablado se les adivina a
menudo que están trabajando en ello y por eso andan con sus caritas
contraídas, pero igual a cualquiera en el proceso de pensar o
escribir, que está moviéndose dentro de las armonías del silencio,
que ya está dentro de la forma del lenguaje aun cuando todavía no ha
dicho ni pío. Eso dice Gorostiza en Muerte sin Fin (1964): "oh
inteligencia, soledad en llamas, que escucha ya en la estepa de sus
tímpanos, retumbar el gemido del lenguaje. Y no lo emite". Este
suspenso es, por ejemplo, el lapso que se da entre una pregunta y
una respuesta: a cualquier que se le pregunta la hora por la calle,
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por un instante pone cara de turista, y casi, porque no sabe decir
lo que sí sabe.
Como decía T. S. Eliot en su Miércoles de Ceniza (1930), la
palabra que no está dicha ni escuchada de todos modos es palabra,
"la palabra sin palabra", "la palabra silente", y algo le debe haber
dolido a Eliot porque después de eso dice "oh pueblo mío, qué te he
hecho". Y tiene razón, porque, en efecto, el silencio es un momento
de ansiedad del lenguaje: es cuando existe la mayor necesidad de la
realidad de ser nombrada, y justo cuando no se puede, pero, al mismo
tiempo, es la razón permanente de ser del lenguaje; el silencio es
la vitalidad del lenguaje, su pila alcalina, aquello que lo mantiene
andando una vez que se articula en palabras, porque el lenguaje y
las palabras solamente están hechos para hablar de ese silencio: lo
que quieren o quisieran decir las palabras es lo que está callado, y
ciertamente, cuando existen palabras dichas que ya perdieron la
razón de ser del silencio, que ya están como desconectadas de él,
como son la palabrería de la publicidad o de los discursos
oficiales, estás palabras ya están bastante cadavéricas, y habría
que incinerarlas.
Este silencio es ya lenguaje, es la forma callada del lenguaje. Se
trata de un lenguaje en donde no se puede distinguir ninguna palabra
porque todavía están fundidas las unas con las otras, y no se pueden
desentrañar entre sí, de manera que todas las palabras suman un mero
titubeo trémulo e incompetente, que es lo mismo que se le oye a todo
aquél que empieza a hablar de improviso. Es como si todas las
palabras que todavía no existen estuvieran amasadas, compactadas en
una sola inmensa palabra del tamaño de todo el lenguaje, y que ya
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por eso mismo es absolutamente impronunciable, como si tamaña mole
se atorara en el embudo de la garganta. Para decir algo finalmente
habría que ir separando partículas de aquella mole lingüística
callada: la partícula "mamá", la partícula "leche", etc. : la
garganta es angosta, el punto de la pluma también, y por ahí el
lenguaje sólo puede pasar en forma de collar. Al mismo tiempo,
pareciera que esta masa lingüística silenciosa se encontrara
desparramada sobre el resto del mundo, confundida con el secreto de
las cosas, con la duración del tiempo y con la ubicuidad del espacio
que también andan flotando por ahí en el mismo estado de disolución,
y por lo cual, no es del todo correcto que el silencio del lenguaje
sea solamente acústico, porque cómo saber esto; posiblemente, como
supuso la Teoría de la Gestalt, también es visual y táctil, kinético
y olfativo, porque en rigor, el silencio vendría a ser el punto de
contacto del lenguaje con lo que no es lenguaje. El silencio es el
olor de la vida y a ver quién puede pronunciarlo. A lo mejor un
poeta.
3.2.- Lenguaje Poético
El nombre del silencio. El lenguaje poético nombra al silencio: dice lo que no puede decirse. Es un lenguaje difuminado cuyas palabras se entrañan unas con otras. No designa nada, sino que reproduce vocalmente los compases del silencio, y por eso es muy armónico. En el lenguaje poético, sucede que el hablante, el habla, el lenguaje y el mundo están involucrados entre sí, sin diferenciaciones claras. El lenguaje poético es símbolo de sí mismo, i.e. es su propio significado. No contiene claves de interpretación: es lo que dice. Es conciso: carece de conectores; habla menos de lo que dice. Es intraducible: dicho de otra forma es otra cosa. Es indivisible: cada poema es "la palabra": una sola. La palabra pertenece a su objeto y viceversa. Es necesario, no arbitrario. Crea la
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realidad que nombra: el objeto con nombre es distinto al mismo objeto sin nombre. No se le dice a nadie: sólo le habla al silencio. Es un lenguaje mimético. La poesía propiamente, y los lenguajes religioso, primitivo, infantil, y de comprensión, son poéticos. Las teorías interjectiva, onomatopéyica, metafórica y musical del origen del lenguaje son teorías poéticas. Las canciones son una familiarización del lenguaje poético, a medio camino entre la poesía y el lenguaje común y corriente. Los ripios o la biblia en verso. El lenguaje familiar propiamente es la celebración festiva del lenguaje poético.
Hay una teoría sui generis del origen del lenguaje, la teoría
Icónica o Pictórica, que defendió, por ejemplo, Sir Herbert Read
(1955, p. 16), según la cual "antes de la palabra fue la imagen", o
sea, que el lenguaje se inicia con un gesto gráfico, un ademán
pintado, como las pinturas rupestres de Lascaux o Altamira, o
también, como el lenguaje matemático (Abbagnano, 1961), que no se
leen, sino que hablan en silencio, y sólo posteriormente se
pronuncian. Es una teoría silenciosa.
Si el silencio dura lo suficiente, aparecen las palabras. El
primer lenguaje que aparece, reproduce, por la vía de las palabras,
las cualidades formales del silencio: sus acordes, cadencia, vaivén,
y es entonces una especie de resonancia o tintineo del silencio que
le antecede. El lenguaje no surge, al parecer, para la comunicación,
pero tampoco surge para nombrar muebles, herramientas, gobiernos,
plantas ni planetas, ya que nada de esto, sea lo que sea, puede ser
tocado con el lenguaje, porque no está hecho de lenguaje: el
lenguaje solamente puede tocar lo que pertenece a su dimensión, y
por ello, en verdad, lo que nombra el lenguaje son silencios, o sea,
algo que en sí mismo forma parte del lenguaje. Lo que hace el primer
lenguaje es darle forma vocal al silencio, y como dicho silencio no
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contiene ningún mensaje ni ninguna información, sino que es
únicamente una cadencia muda y atractiva, entonces, el lenguaje que
lo nombra no puede consistir en lo que dice sino en su velocidad,
consonancia, gravedad, etc. Es una mimesis del silencio: es un
lenguaje mimético. Los niños, con esa "hambre de nombres que aparece
a cierta edad", como dice Cassirer (1944, p. 199), se la pasan
preguntando palabras y enunciando cosas sin referencia por el simple
hecho de que suena bonito, esto es, a esas palabras es a lo que
suena el silencio en el que estuvieron suspendidas: por eso dicen
que los niños están locos, exactamente como si fueran poetas, esos
otros niños que ya de adultos no escarmientan y siguen tratando de
decir lo indecible y de escribir lo innombrable, como decía la nobel
sudafricana Nadine Gordimer; dialogando con eso obscuro, como dicen
múltiples poetas a la hora que los entrevistan. Asimismo, el
lenguaje religioso, como el que se usa en las misas blancas o
negras, al igual que los lenguajes llamados primitivos, por ser
justamente el primer lenguaje que aparece, también son
denominaciones del silencio. Por eso, el primer lenguaje es un
lenguaje poético, aquél cuyo mensaje es su forma y cuya forma es su
mensaje, o, puesto de otro modo, que lo único que dice es la manera
en que lo dice, o, como define a la poesía un poema de Haroldo de
Campos: "poesía, no tienes mensaje, tu contenido es tu forma, no
sabes contar ninguna historia, y por eso eres poesía".
Quizá la manera de notar que un lenguaje es poético es que sus
palabras no pueden ser sustituidas por otras, el orden en que están
dichas no puede alterarse, y en general es intraducible (Pfeiffer,
1936, p. 39), porque lo que dice radica estrictamente en la forma de
111
decirlo, y decirlo de otra manera es decir otra cosa: cuando lo que
alguien dice sólo podía ser dicho así y no existe otra manera de
decirlo. Ejemplo de lo anterior son ciertos argumentos de los niños
ya mayorcitos que usan para ganar sus debates, y son del tipo de
"cómo te llamas -come lagañas -cómelas tú porque me engañas".
estos argumentos son irrebatibles, y el perdedor lo reconoce y se
queda hundido en su derrota, porque no se basan en la lógica, sino
en la rima. Los adultos los siguen haciendo, porque también ganan
disputas con frases como "el que calla otorga", "di no a las drogas"
o "y sin embargo se mueve", que no son verdaderas porque digan algo,
sino por la forma en que suenan, y dichas de otra manera ya no
funcionan. Títulos legendarios como lo que el viento se llevó o por
quién doblan las campanas, siguen las reglas de versificación en
castellano. Palabras como Hosanna, Aleluya, Eureka, y la lista de
palabrotas que tiene cada idioma, que son palabras "fuertes", no por
lo que dicen, sino porque usan letras fuertes como la p, la t, la k,
son todas poéticas por musicales e intraducibles, y porque contienen
exactamente lo que dicen de suerte que eso nunca podrá ser dicho de
otra manera: usar sinónimos como "bellaco" o "malandrín" no espanta
a nadie. Dentro de los vicios más detestables, según encuestas de
sobremesa, están el de ser "hipócrita", pero la razón de fondo es la
belleza recia de las palabras esdrújulas: los mustios, como debe
ser, pasan inadvertidos en estas encuestas.
Este lenguaje es intraducible porque no se trata de palabras que
quieran decir algo, sino porque ese algo es ya de por sí la palabra:
un poema no dice cosas, sino que la cosa que dice es el poema mismo
(Gadamer, 1986, p. 77); un poema no es la descripción de una
112
realidad: es esa realidad. Si se le cambia una palabra, una coma o
lo que sea, se altera la cosa, es decir, deja de nombrar el silencio
que estaba nombrando, un silencio que es exacto. Por ello a un niño
no se le debe preguntar qué quiso decir en su cantaleta o
soliloquio. Se entiende entonces que el lenguaje poético no pueda
ser dividido en sus palabras, porque aquí las palabras no tienen
límites definidos, y se mezclan entre sí para formar, todas ellas
juntas e inseparables, eso que se conoce como "la palabra", como
cuando se dice "creo en tu palabra" o "ésta es la palabra de dios",
una especie de única conjunta palabra la cual, por lo demás, al no
ser substituible, es ininterpretable, porque es lo que es y ninguna
otra cosa. Por eso a un poeta nunca se le debe preguntar qué quiso
decir con su poema.
Si se observa la forma de un poema, que es conciso y carece en lo
posible de palabras que sirven para conectar, modular, especificar,
graduar, etc., esto es, carece de todas las palabritas que sirven
para ir aclarando lo que se dice, implica que el lenguaje poético no
contiene claves o códigos para su interpretación, cosa que,
ciertamente, ni el lenguaje infantil ni el febril ni el religioso la
tienen tampoco.
Por lo tanto, para entender un poema no se necesita un
diccionario, porque aquí, en el poema, las palabras se utilizan como
quieren, y si alguien, como Octavio Paz, dice "un sauce de cristal,
un chopo de agua", seguramente la definición de "chopo" no va a
servir de mucho, porque no está diciendo eso. El lenguaje poético es
un idioma nublado, indefinido, en donde cada palabra se traslapa con
las demás, porque lo que está diciendo en última instancia es el
113
lenguaje completo, el vocabulario total que se encontraba en el
silencio: cada palabra vale por todas o por cualquier otra y por eso
se pueden mover y colocar independientemente de la Real Academia.
José Antonio Marina dice que los niños creen que con una sola
palabra expresaron todo lo que piensan (1993, pp. 62-63). Podría
decirse que lo que describe el primer lenguaje que surge del
silencio es el estado de ánimo del mundo, o más bien, en el lenguaje
poético el mundo es un estado de ánimo.
Y en efecto, en este ambiente de bruma, o "aroma" (Greimas y
Fontanille, 1991, p. 21), el que habla todavía se encuentra inserto
en lo que dice y con lo dicho, como si no hubiera demarcaciones
claras entre el hablante, el lenguaje y el silencio que se llama
mundo: la corriente del lenguaje arrastra a quien lo habla, y con
eso, se participa de verdad en el ánimo de las cosas. A mucha gente
le gusta recitar en voz alta, porque, en su sentido más genuino, el
lenguaje poético es el que establece un contacto más estrecho con la
realidad lingualizada: toca más directamente lo que pronuncia, como
si no fuera uno, sino el mundo quien hablara, y entonces pudiera
decir por sí mismo lo que él es (Gadamer, 1986, p. 73): ahí, el
conocedor todavía se revuelve con lo cognoscible: logra decir lo que
se siente el silencio. En este sentido, la palabra "yo" y el nombre
propio son muy poéticos, y según se sabe, a la gente le encanta
decirlos, porque en ellos se siente sobresalientemente la realidad
que están llamando; cada vez que alguien dice "yo", se le acelera el
pulso; cuando oye su nombre se le ensancha el tórax, ya que esas
palabras son íntimamente su realidad.
114
Puede advertirse en los que recitan, cantaletean o rezan, que el
lenguaje poético no se le dice a nadie, sino a sí mismo: no es un
lenguaje de comunicación sino de nominación; es como si uno hablara
con las cosas que nombra, como sucede con los niños que preguntan el
nombre de las cosas nada más para decirselos a las cosas. De igual
manera, en la ducha siempre se canta en intransitivo: uno no le
canta a nadie, pero canta.
Y sin embargo, a fin de cuentas, el silencio sigue y seguirá
callado, y por lo tanto, el lenguaje poético no representa o
reproduce una realidad ya existente, sino que, por el hecho mismo de
haberla nombrado, crea, estrictamente, la realidad que nombra, que
es una nueva forma de la realidad, que no estaba ni antes ni en
ningún otro lugar: se trata de una realidad de la cual su nombre
forma parte, de una realidad que está hecha de su nombre: la
mandrágora no existe sin su nombre, porque sin él es otra cosa. Y
así, el nombre de algo se le vuelve necesario, como los niños que se
llaman Julián saben que tienen cara de Julián y por ende no se
podrían llamar de otra manera. De ningún modo el nombre es un pegote
impuesto al azar y por decir algo.
Así que solamente desde una posición exterior al lenguaje, como de
administrador de la lengua, es que se puede admitir que el lenguaje
sea arbitrario. o como dice el escritor Eusebio Rubalcaba, "ese
equívoco terrible en el que se funda la lingüística contemporánea,
el de la arbitrariedad de la lengua", porque, como dice Gadamer
(1960, p. 501), "uno busca la palabra adecuada, esto es, la palabra
que realmente pertenezca a la cosa, de manera que ésta adquiere así
la palabra". Kandinsky, el pintor, dice que "la palabra es un sonido
115
interno que surge del objeto al cual designa" (1910, p. 29); Borges
tiene razón, "en las letras de rosa está la rosa, y todo el Nilo en
la palabra Nilo".
La mayoría de las teorías del origen del lenguaje son poéticas, y
de paso son las más desprestigiadas, aunque eso, en nuestros tiempos
endurecidos, hay que tomarlo como un cumplido. Son poéticas porque
aducen que el lenguaje constituye el sonido interior del silencio de
la realidad, o sea, revela su objeto. Max Mueller, en 1861, les puso
nombres, a saber, primera: la teoría pooh-pooh o teoría de la
interjección, cuya traducción sería "teoría ay-ay", según la cual el
lenguaje proviene de las exclamaciones espontáneas en las que la voz
proviene de expresiones de espanto, alegría, etcétera, que son, como
dice Rousseau, "el grito de la naturaleza". Segunda: la teoría bow-
bow, o de la onomatopeya, aunque en castellano todo mundo le diría
"teoría pío-pío", que es nuestra onomatopeya favorita, que arguye
que las raíces del lenguaje son imitaciones de los sonidos de la
naturaleza. Y tercera: la teoría ding-dong, o teoría de la metáfora,
que no requiere traducción, y cuyo título proviene de la idea de que
hay una resonancia, o más bien, una analogía, de la naturaleza en el
lenguaje. Según estás teorías, habría una especie de ósmosis
ópticoaudioral por la cual lo que se ve y se oye se puede reproducir
en el habla, y así, por ejemplo, cuando hay urgencia, se habla
rápido, como indicando en la misma forma que hay que correrle; en el
enojo, se levanta la voz para que el que habla parezca más alto y
temible; si se habla de algo grande, la palabra también se hace
"graaande"; si se habla de algo cercano, se usan palabras con i,
116
como "aquí", en donde los labios se acercan el uno al otro, y así
sucesivamente (datos tomados de Abbagnano, 1961 y/o Danesi, 1995).
Según acota Gadamer, tanto Vico como el filósofo del lenguaje
Johann Gottfried Herder, opinaban que la poesía era el lenguaje
genuino y primigenio, y lo demás su triste destino, y tanto Herder
como el fundador de la lingüística Wilhelm Von Humboldt, opinaban
que no había que plantearse el origen del lenguaje, porque éste es
el que hace al ser humano y no el revés. Además, ninguna hipótesis
puede ser corroborada, pero como parece que este ocioso ejercicio es
tan agradable y se producían literalmente millares de artículos
sobre el tema, la Sociedad Lingüística de París decidió prohibir, en
1860, a sus afiliados, ocuparse del origen del lenguaje, y la
Sociedad Filológica de Londres, en 1911, hizo otro tanto (K.
Mandoki, 1994; M. Yaguello 1994, p. 141). Según parece, el filósofo
Otto Jaspersen no estaba afiliado, y si le atraía bastante el
asunto, así que en 1922 añade otro nombre: la teoría ya-he-ho, o
teoría de los cantos comunitarios, donde el lenguaje surge cantando
como modo de marcar el compás y seguir los ritos religiosos y las
tareas cotidianas, así que es sospechoso que el nombre de esta
teoría se parezca demasiado a la canción de los enanitos de Blanca
Nieves según Walt Disney, quienes, en efecto, cantaban mientras
trabajaban para acompañar el golpeteo de sus zapapicos y aligerar la
jornada.
Esta teoría del canto es lo único que explica por qué no es
ridículo lo ridículo que es cantar, ya que, visto en frío, tendría
que ser francamente exótico que alguien a solas en la regadera, y lo
que es peor, en público, deforme las palabras como si les inyectara
117
síndrome de Dawn, y en vez de decir amor diga amo-oor, y nadie se
escandalice, y todos tan tranquilos. Una de las etimologías más
antiguas de la palabra "balada", proviene de "balar" (Corominas,
1954-57), que es más o menos lo que hacen los borregos: "ba-aa". Y
la gente. Su primogenitud explica la inmarcesibilidad del canto, y
también la musicalidad intrínseca del lenguaje poético. Y entonces,
lo exótico es no cantar. Asimismo, se entiende el carácter sagrado y
fundacional de los cantos comunitarios en las iglesias, las
manifestaciones políticas, los estadios y los grupos de amigos en
las noches de luna. Von Humboldt tenía razón: "el ser humano es la
criatura que canta".
Por estas razones, las canciones pertenecen de entrada al lenguaje
poético, ya sean las canciones tradicionales, populares o
folklóricas que posee toda sociedad, o las canciones comerciales que
en la actualidad se han convertido en fetiche del consumismo
cultural, dentro de las cuales las que se cantan en castellano
tienen un rotundo éxito dados los 400 millones de parlantes de la
cuarta lengua más hablada del orbe. Los intelectuales, que las
tararean camino de su trabajo, en cuanto llegan allí se olvidan de
ellas, tal vez porque tienen que pensar en cosas más eficientes,
como las que levantan el status o aumentan el curriculum vitae,
excepto Gabriel Zaid, que se da cuenta de que -aparte de
mercadotecnia y sociología-, se trata de acontecimientos
lingüísticos pertenecientes a la dimensión poética; dice: "cuando
pensamos que a la gente no le interesa la poesía, pensamos en los
libros de poemas que no venden más que cientos de ejemplares. No en
los millones de aparatos de radio donde se escucha a todas horas
118
poesía (cantada)" (1999, p. 119). Podría pensarse que lo malo del
lenguaje poético es que sólo puede decirse una vez, porque el
silencio -Vgr. el "dolor", la "alegría"- que nombra pasa y se
desvanece. Y entonces, para decirlo otra vez, se canta, para lo cual
hay que añadirle una especie de musicalidad segunda que permita
reproducirlo y memorizarlo, y así puede ser vuelto a decir, por
razones no tanto de denominación del silencio, sino de diversión y
celebración de la existencia del lenguaje poético, como
entreteniéndolo y quedándose con él. Esta segunda musicalidad es en
principio la rima, consonante o asonante, y la métrica, que en
castellano consiste generalmente en hacer frases, o versos, de
siete, ocho u once sílabas, con acentuaciones determinadas: si es de
once, los acentos van en la cuarta y en la octava, o en la sexta
sílabas, como en "quiero morir cuando decline el día", o "en torno
de una mesa de cantina"; con esto, ya puede cantarse. También se les
puede adosar música y demás arreglos orquestales. Una canción es
aquel lenguaje que puede incorporarse al canto. Eventualmente puede
ser cantado en coro y aprendido por toda la comunidad. En suma, una
canción es la familiarización del lenguaje poético: su entrada a la
calle.
Así puesta, toda poesía que sigue los cánones de la métrica entra
dentro del territorio de las canciones, como los poemas de Ignacio
Manuel Altamirano, Guillermo Aguirre y Fierro, Antonio Machado,
Evaristo Carriego, Rubén Darío, León Felipe, Rafael Alberti, y de
hecho, a todos ellos, alguien les ha puesto alguna vez música, como
Joan Manuel Serrat con los de Miguel Hernández: "llegó con tres
heridas / la del amor / la de la muerte / la de la vida", que, como
119
se sabe, son los tres único temas de toda poesía. Puesto que se
trata de la familiarización del lenguaje poético, toda canción viene
de la poesía y va hacia el lenguaje común y corriente de todos los
días, de manera que pueden encontrarse canciones que están más cerca
de lo poético, como algunas de Luis Eduardo Auté, por ejemplo la más
exitosa comercialmente, que llegó a ser casi himno de una generación
de hispanoparlantes, de nombre Aleluya: "un acorde disonante / nueve
infiernos sin el Dante / unas flores en mi tumba / siempre nunca
nunca nunca", respecto de la cual, el propio cantautor opinaba que
cuando la escribió "no estaba claro qué quería decir", pero que
"ahora está claro que no quiere decir nada", y ciertamente, la falta
de un mensaje, el no querer decir nada, es característico de la
poesía; por eso Proust le hace decir a un personaje suyo que "el
mayor de los méritos de un verso es no significar absolutamente
nada" (1913, p. 93). Por el contrario, hay canciones que están más
cerca del lenguaje de todos los días, como las que escribe un
compositor español de nombre Rafael Pérez Botija, con una talentosa
mezcla de cursilería y buen humor: "faldas cortas / piernas largas /
maquillada para él / maniquí de porcelana / provocándole". Dados
ambos extremos, puede ser que en medio esté lo que sería plenamente
canción, ni pura poesía ni pura divulgación, sino aquel lenguaje
capaz de nombrar silencios con palabras de diario, para lo cual se
requiere una rima y una métrica tan bien hechas que ni siquiera se
note que hay ahí un trabajo de versificación, sino que parece que
están emitiendo enunciados casuales con toda naturalidad, y cuyo
mejor ejemplo en el año dosmil en castellano es Joaquín Sabina,
capaz de enumeraciones sorpresivas como sólo Borges, y que tanto
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puede imprimirse en libros como grabarse en discos, como una canción
que se refiere a "los pájaros de la ansiedad", "los grillos de la
depresión", y "los perros del amanecer", que ladran a la misma hora
en que "marca las cartas el tahúr / y rompe el músico su partitura /
y vuelve Nosferatu al ataúd / y pasa el camión de la basura".
Pero hay cosas cantadas que no son canción, sino cascajo, porque
el lenguaje es creación y no maquiladora de barrabasadas sobre
pedido para encumbrar cantantitos artificiales. Actualmente, la gran
mayoría de lo que pasa por la radio comercial y obtiene discos de
platino no es lenguaje, sino ripio. Los ripios, palabra que viene de
la albañilería y refiere al cascajo o escombro que se utiliza para
rellenar algún desnivel en el terreno, son aquellos versos o rimas
que se embuten a fuerzas con tal de terminar otra canción más para
vender, y se reconocen fácilmente porque invariablemente riman amor
con dolor, pasión con corazón, botellas con ellas, ellas con bellas,
bellas con estrellas, y cuyo ejemplo proverbial es el de un señor
muy devoto de nombre Juan Carulla, que se puso a escribir la Biblia
en verso, logrando bodrios como uno que dice "vivía Jacobo en
tiendas / y evitaba sencillo las contiendas", por lo cual recibió
dos cosas, una condecoración de la Santa sede, y la burla
regocijadísima de sus contemporáneos, que inmortalizaron la frase
"la biblia en verso" (Vega, 1952), para referirse a tonterías con
elevadas intenciones, a algún domingo siete como el de "te extraño /
como se extrañan / las noches sin estrellas / como se extrañan / las
mañanas bellas", cuyo autor no tiene caso delatar.
Y cuando algo se dice varias veces, aunque no sea cantado, se le
denomina "estribillo"; si se dice hasta el cansancio, se le denomina
121
"cantilena" o "cantaleta", y si ya es desesperante se emplea la
expresión interjectiva "¡ahquelacanción!". En efecto, el lenguaje
poético que se convierte en estribillo a fuerza de acompañarnos por
todas partes dado lo bonito que suena es lo que a la postre resulta
ser propiamente el lenguaje cotidiano u ordinario, un lenguaje que
se usa de diario y de fijo y que proviene de lo más musical de lo
poético, lleno de metáforas, sinécdoques, metonimias, catacresis y
otros tropos, pero ya sin la necesidad acuciante de nombrar silencio
alguno, sino con el sólo ánimo de decir las palabras por puro gozo,
porque hablar es sencillamente bueno. El lenguaje que aparece en la
poesía y reaparece en las canciones se convierte en el lenguaje
familiar propiamente dicho, que usa le gente para saludarse y
platicarse, sin intención de decir nada ni de decírselo a nadie, ni
mucho menos entablar comunicación ni establecer acuerdos, sino con
el único fin de pronunciarse, para celebrar el hecho de pertenecer
al lenguaje en general, porque la gente no habla porque tenga algo
que decir, sino que tiene algo que decir porque habla, que es lo que
hace que esta sociedad de todos los días sea tan parlanchina que,
como si siempre fuera día de fiesta, convoca a chismes y cotilleos
en las esquinas, tiendas, pasillos y autobuses, aprovechando no
importa qué pretexto para activarse, entre los cuales el más
tradicional consiste en hablar del clima, en especial el clima
político, al grado de que no se habla de política para cambiar la
sociedad, sino para hablar, que es lo que importa, y además, ahí
puede constatarse que las críticas y las quejas son mejor
dispositivo para el arranque del lenguaje familiar que las
felicitaciones y los encomios, y la razón es que una queja produce
122
siempre más lenguaje que una felicitación, y de lo que se trata es
de hablar, así que el lenguaje familiar no se ahorra, no regatea, no
se guarda ni mide sus palabras, hable y hable todo el tiempo, como
si fuera el idioma oficial de los pericos, y habla mucho, pero dice
lo mismo, porque, al ser poético, no es un lenguaje largo, sino
insistente, igual que las canciones, que vuelven y vuelven a
decirse, como si en ello radicara la alegría.
Si bien el lenguaje familiar, el que se emplea cuando no hay nada
que decir, que es casi siempre, es más fijo que el de los poemas,
por lo cual ya empieza a presentar una cierta convencionalidad, que
hace preguntar a la gente si así se dice algo o si está mal dicho,
es todavía, no obstante, lenguaje poético, y por ende, su
convencionalidad es mínima y despatarrada, de modo que se desarrolla
con laxitud, lleno de equivocaciones, muletillas, frases hechas,
ambigüedades, vaguedades, e interjecciones, manoteos, oraciones
inconclusas, señalamientos digitales y otras ostensividades,
adjetivos y adverbios, palabras cuyo significado se desconoce, o
sea, en breve, nada que aporte descripciones de la realidad, sino
palabras que sólo comportan la sensación de pertenencia al lenguaje,
y de hecho, gracias a todas estas intervenciones del azar, dentro
del lenguaje familiar se puede volver a detonar en cualquier momento
el lenguaje poético inicial, cuando de repente, entre tanto que se
dice, cae por ahí algún enunciado inesperadamente originario, que
pronuncia lo que nunca había podido ser dicho. Y también, en
diversos momentos de la familiaridad cotidiana, se forman callejones
sin salida por donde el parloteo ya no puede seguir, como cuando
alguien toca un tema delicado sin querer o alguien sale herido de
123
algún chiste, entonces aparecen silencios intensos que interrumpen
la celebración y que obligan a ser dichos de algún modo tarde o
temprano por alguien, para lo cual hay que evocar una canción o
invocar un poema. Tanto unas como otros sirven para rebautizar los
silencios que se le engendran a la gente a la hora del mal de
amores, de la soledad, de la plenitud o de la vida en general, y si
nada de lo que hay a la mano funciona, habrá que volver a crear el
lenguaje que nombre ese silencio trémulo.
3.3.- Lenguaje Especulativo
El nombre de los nombres. El lenguaje especulativo nombra al lenguaje mismo: es un lenguaje especular o reflexivo. Estabiliza, delimita y procesa al lenguaje por medio de conceptos y definiciones. El hablante, lo que dice, y el lenguaje son distinguibles pero comprometidos entre sí. Las palabras son el símbolo de otra palabra. El lenguaje especulativo contiene las claves de su propia interpretación: basta con saber el idioma. Es traducible: se puede decir con otras palabras. Su extensión es justa: no habla más ni menos de lo que dice. Está compuesto de muchas palabras pequeñas combinables entre sí. Es convencional pero no arbitrario. Se le dice a un interlocutor. El lenguaje conceptual, la teoría, la filosofía, los metalenguajes, etc., son ejemplos de lenguaje especular; el género literario del ensayo es su mejor ejemplo. Aquí pueden incluirse a las teorías convencionalistas del lenguaje.
El lenguaje poético era algo así como la palabra en carne viva, como
un raspón. Pero un raspón no puede pasársela ardiendo de por vida;
termina por dejar de arder aunque siga ahí. Y después le sale
costra. Así, el lenguaje sufre un proceso de endurecimiento
creciente que lo hace durar más pero decir menos, como quien se
aprende una canción que le gusta mucho y al cabo se la sabe mejor
pero ya no entiende la razón por la cual se la quería aprender.
124
Una vez que el lenguaje poético se familiariza, se vuelve como un
animal domesticado, que ya no maravilla, ya no asusta, y pasa a
formar parte de los enseres y las costumbres de la casa, con lo cual
gana en trato pero pierde en emoción, y puede que esté bien, porque
si, como dice William S. Burroughs, el lenguaje poético puede "hacer
que las cosas ocurran", que si se habla, por ejemplo, de la muerte,
la produce, y algo se muere, en cambio, cuando se familiariza, uno
ya puede decir "me muero de hambre" sin que verdaderamente haya que
irse preparando para el funeral. Cuando entra en la rutina, el
lenguaje familiar es un mero perrito faldero que no sirve para nada
pero no se va.
El lenguaje familiar, de tanto hablar, se agota, y sin embargo,
sigue estando ahí. Esto implica que en un momento dado existe una
buena cantidad de palabras establecidas y convencionalizadas que se
encuentran en estado libre, como desempleadas, ociosas y a entera
disposición de la sociedad para que haga con ellas lo que quiera. Y
así, si el lenguaje poético familiarizado dura lo suficiente, se
convierte en otra cosa. Con tantas palabras acumuladas y sin nada
que nombrar, el lenguaje comienza a emitirse como un eco y se
atiende y se responde como tal, es decir, el lenguaje comienza a
hablar de sí mismo consigo mismo: las palabras ya no pueden
referirse al silencio y por ende solamente pueden referirse a sí
mismas. Entonces sucede como si el lenguaje se desdoblara, produjera
un doble, a saber, el lenguaje éste que habla, y el lenguaje aquél
sobre el cual habla; este renglón que se lee en este momento está
haciendo justamente eso: son palabras que hablan sobre las palabras,
y es como si el lenguaje mismo hiciera las veces de silencio, como
125
si las palabras estuvieran calladas y hubiera que decir su nombre,
que es lo que pasa cuando uno se encuentra un vocablo que no conoce,
y entonces busca en el diccionario qué es lo que "quiere decir". El
eco es el espejo de la oreja: se refleja. Las palabras se señalan a
sí mismas, como en los espejos, y esto es precisamente lo que se
denomina reflexión, que es lo que produce un espejo, speculum en
latín, de modo que se trata de un lenguaje especular, especulativo,
que ya no nombra silencios como hacía el lenguaje poético, sino que
nombra nombres: le busca su nombre a las palabras, esto es, se
dedica a averiguar qué se quiso decir con tal frase, a qué se
refería cuando se dijo eso, por qué esto se dice así, etcétera, lo
cual, si bien se ve, es una actividad muy socorrida, y cada vez que
algo no queda claro en una conversación, la gente interpela: "¿qué
me estás queriendo decir?", y se defiende: "eso no es lo que yo
quería decir; yo estaba diciendo otra cosa", y asimismo usa
muletillas especulares como "en otras palabras", "por decirlo así",
"es decir". Antes sí se sabía lo que se quería decir pero no se
sabía cómo decirlo; ahora ya se sabe decir pero no se sabe qué
quiere decir. Cuando se habla así, que es muy seguido, la gente está
haciendo reflexión y usando lenguaje especulativo, y en verdad, está
filosofando, porque el trabajo de la filosofía consiste en hacer
esto; según Susanne Langer, la filosofía consiste en averiguar el
"sentido de lo que decimos" (1952, pp. 15, 18; Cfr. también Nicol,
1941, p. 99). Por eso acusan a los filósofos de "especulativos",
que, según Gadamer (1960, p. 558) significa sobre todo no ser
dogmático.
126
Si en el lenguaje poético uno está envuelto por lo que dice, con
el desdoble del lenguaje especulativo, el hablante adquiere cierta
corta distancia de sus palabras, la que hay entre un espejo y uno,
porque al hablar de ellas, ya las puede poner enfrente, y aunque
todavía pertenece a lo que pronuncia, ya no le ocurre todo lo que
dice: puede escudriñar la crueldad sin resentirla mucho. Esta
separación mínima y prudente entre el habla y lo dicho es la que
produce la ilusión de que la función fundamental del lenguaje es la
comunicación, de que el lenguaje es un "medio" para contactarnos con
los demás y establecer acuerdos y resolver conflictos -como si nos
entendiéramos tanto-, y que de paso el lenguaje parezca un modo de
describir la realidad, pero que él mismo no sea esa realidad, sino
sólo, como criticaba Richard Rorty, su espejo, pero creyendo que los
espejos no están en este mundo, sino enfrente. Pero los espejos
están dentro de la realidad, a pesar de su apariencia.
De cualquier manera, así como el lenguaje se desdobla y separa a
quien habla de lo que dice, asimismo, su reflexión va distinguiendo
y distanciando unas palabras de las otras, de manera que no ya
cualquier palabra refiera a la totalidad del mundo, sino que cada
una refiera a un aspecto particular del mismo, que es lo que
significa ir dándoles nombre a las palabras, lo cual se logra
mediante los conceptos y las definiciones. Un concepto determina
todo lo que puede incluir una palabra, o sea, todos los discursos,
frases, definiciones, sinónimos, etc., que se pueden agrupar,
organizar y clasificar como pertinentes a una categoría, por
ejemplo, lo que es válido y verosímil pensar respecto a las palabras
"democracia", "cronopio", "violencia", "Blefescu", "maquillaje",
127
"jitanjáfora", "psicología", "aleph", como entrando dentro del eco y
buscando el sonido interno del lenguaje, como sumiéndose en el fondo
del espejo para extraer de cada palabra su silencio. Casi debería
decirse que los conceptos tienen su poesía, y no está mal, según se
vio, que concepto y concepción provengan de concebir, de dar a luz,
cuyo concepto incluye el nacimiento, la comprensión, y los focos de
cien watts. Un concepto es una definición muy larga, y una
definición es un concepto muy corto. Las definiciones determinan,
por el contrario, todo lo que se puede excluir de una palabra,
marcando sus límites de tal manera que no puedan quedar dentro de
ella cosas que no le quepan, y la definición normal de luz, por
ejemplo, ya no deja entrar nacimientos ni comprensiones, sino
solamente ondas y partículas. "Puede ser considerada definición toda
restricción del uso de un término en un contexto determinado"
(Abbagnano, 1961). Así pues, se entiende que "definición" se refiera
a todo lo que está ya definido, finalizado, acabado, finiquitado y
terminado: por eso se dice que lo que es definitivo es terminante, y
por eso las palabras del diccionario son "términos", hasta-ahíes,
algo así como acabóses.
El lenguaje especulativo se mueve entre estas dos fuerzas: por un
lado, enriquecer cada palabra con muchas otras, y por el otro,
rigidizar cada una para que ya no se vuelva a mezclar con las demás.
Por esta negociación, se puede entender por qué el lenguaje
especulativo es mucho más largo que el lenguaje poético. Mientras
que el poema Tierra Baldía (o Yerma, 1922) de T. S. Eliot mide 433
líneas que ni siquiera llegan al final del renglón, para
"explicarlo", que quiere decir "desplegarlo", el autor remite, por
128
lo menos, entre otros, a La Rama Dorada de James George Frazer, que
medía por entonces 12 volúmenes, y luego (1922) fue reducido a un
mamotreto de 840 páginas de letra apretadísima. Es cierto, mientras
que un poema sobre la luz puede ser de media página, un tratado
sobre la luz puede llevarse quinientas -el de Leonardo es de 602-
llenas de multitud de palabritas breves y combinables con las que se
va especificando, matizando, ejemplificando, corrigiendo, lo que se
quiere decir para que quede claro, mientras que el poema no tiene
intención de aclarar ni de que se entienda: con que se entienda solo
le basta. Esto es lo que Philip Wegener (S. Langer, 1941, pp. 161-
167) llamó "mecanismo de enmendación", por el cual evoluciona el
lenguaje: de grandes conglomerados inseparables como los poemas, a
elementos pequeños y múltiples, como las preposiciones,
conjunciones, o pronombres. Del monolito al rompecabezas. "La"
palabra, así, en singular, se convierte en las palabras, así, en
plural. Por lo tanto, al revés del lenguaje poético, el lenguaje
especulativo contiene en sí mismo las claves de su propia
interpretación: trae dentro las instrucciones para entender lo que
se dice o se lee, basta saber el idioma.
A propósito, también hay una teoría del origen del lenguaje que
plantea que es una convención (Abbagnano, 1961) que se establece
entre los interlocutores, toda vez que lo único que se puede decir
de algo es su nombre, sin que haya correspondencia alguna entre éste
y lo nombrado, por lo que todos los nombres son correctos, a
condición de que sean entendidos por los hablantes, y que hoy en día
es la más prestigiosa y de la cual su más prestigiosa representante
129
es la idea de los juegos lingüísticos de Ludwig Wittgenstein (1953,
p. 65).
El lenguaje reflexivo tiene al mismo tiempo que, de una parte,
reconstruir la resonancia interior de las palabras y, de la otra,
darles la fijeza y estabilidad que las haga comprensibles y
comunicables; como en esto hay muchas recetas falsas y ninguna
receta segura, las única posibilidad es intentarlo: las hipótesis,
los modelos teóricos, la crítica, el pensamiento sistemático, los
metalenguajes, las reflexiones personales y grupales, las
interpretaciones, se den en ciencia, academia o vida cotidiana,
realizan este tipo de lenguaje. El género literario del ensayo,
iniciado por Michel de Montaigne en 1580 (1580-1588) con una larga
serie de estudios libres donde se mezcla la erudición escolástica
con los humores personales sobre temas como la soledad, la vanidad,
los cojos, la incomodidad de la grandeza o unos versos de Virgilio
(Nueda y Espinas, 1940-1969), que cuando se leen, no se discierne si
es ciencia o literatura, porque como dice Alfonso Reyes, es "el
centauro de las géneros". "El género entre los géneros", remata
Eusebio Rubalcaba (1997, p. 107). El ensayo puede, como querría
Theodor Adorno, "recobrar con los medios del concepto aquel momento
mimético que en verdad está profundamente conexionado con el amor"
(s.f.). Un ensayo es una perquisición sobre algún objeto de la
realidad, cualquiera, desde los datos inmediatos de la conciencia
hasta los tacones de los zapatos de mujer, en el que se invierten
hechos, investigaciones, estadísticas, etimologías, recortes de
periódico, experimentos, historias, frases oídas al pasar,
introspecciones y lo demás que haga falta, para procesarlos con los
130
recursos del lenguaje y presentar dicho objeto de una manera que no
es sólo correcta sino más novedosa, atrayente y profunda que el
objeto inicial, con lo cual, el ensayo le confiere al objeto de
estudio una cualidad que no tenía y que puede consistir en la manera
de decirlo. Por ello, a los poetas se les da más naturalmente ser
ensayistas que a los historiadores o a los novelistas: Amado Nervo,
Alfonso Reyes, Octavio Paz y Gabriel Zaid son eso. El objeto que
aparece en el ensayo no está hecho solamente de sus datos sino de la
forma del lenguaje que lo describe, porque la forma de su
descripción pasa a ser parte del objeto descrito, y por ende, ahora
se sabe algo más y algo mejor sobre ese objeto. El ensayo muestra,
frente a la novela, que la realidad es una mejor mentira, y frente
al reporte científico, que la fantasía es una mejor verdad. Cabe
avisar, empero, que "el ensayo es tan difícil que los escritores
mediocres no deberían ensayar: deberían limitarse al trabajo
académico" (Zaid, 1999, p. 20). Gustave Ichheiser, un malhadado,
sobresaliente e irreconocido psicólogo social, escribió una vez que
"los científicos sociales no deberían aspirar a ser tan
'científicos' y 'exactos' como los físicos y los matemáticos, sino
que deberían aceptar cálidamente que lo que hacen pertenece a la
dimensión desconocida que se abre entre la ciencia y la literatura"
(citado por Rudmin et al., p. 171): el ensayo es esa dimensión
desconocida; puede afirmarse que todo pensamiento sistemático,
teórico, serio, disciplinario, cuando de veras piensa, es
ensayístico. Y cuando de veras piensa, también siente. Ahora bien,
no se sabe qué tanto está permitido pensar en las instituciones
académicas actuales, pero parece que se trata de una actividad que
131
alguien debe hacer bajo su propio riesgo, porque eso no lo cubre el
seguro de daños.
Es curioso que cuando una definición no se entiende, se tenga que
explicar de vuelta en lenguaje familiar, y que cuando un concepto se
profundiza, reaparezcan giros del lenguaje poético. Es notorio que
en la lejanía y en la última instancia siga presente el silencio
básico del lenguaje. Por ello, Adorno (s.f.), al tratar de averiguar
el sentido de lo que decimos, se da cuenta de que la filosofía es
"el esfuerzo permanente e incluso desesperado de decir lo que no
puede propiamente decirse", que es exactamente lo que opinaban los
poetas de su trabajo: decir lo indecible.
3.4.- Lenguaje Técnico
La etiqueta de las cosas. En el lenguaje técnico, las palabras se salen del lenguaje y entran al mundo de la naturaleza. Es un lenguaje útil y práctico. Es un lenguaje unívoco; las palabras son fijas: el hablante, lo que dice y el lenguaje son distantes e indiferentes entre sí. Las palabras dejan de ser palabras y se vuelven objetos. No es un lenguaje interpretable, sino obedecible: emite órdenes; es instrumental o herramental. Es preciso; es arbitrario. Los lenguajes científico, práctico cotidiano, computacional, empresarial, etc., son lenguajes técnicos. Las teorías instrumentales del origen del lenguaje son afines al lenguaje técnico. Jergas: publicitación del lenguaje técnico: la jerga cientificista y otras jergas. El ruido verbal, el eco cínico y el próximo silencio.
Sin embargo, nadie debe andar filosofando a deshoras por la vida:
tarde o temprano habrá que ir a comprar mantequilla, cobrar un
cheque, decirle al de junto que no moleste o leer las instrucciones
de los sobrecitos de sopa para ver cómo se prepara. Dicho de otro
132
modo, si el lenguaje conceptual dura lo suficiente, se convierte en
lenguaje técnico, aquél que se usa para propósitos prácticos.
Al durar lo suficiente, va constituyéndose una especie de depósito
de palabras ya-terminadas, convenientemente definidas y acotadas,
que pueden conservarse estables y sin variaciones de concepto, al
punto de que pueden ser llevadas y traídas sin que se altere aquello
que querían decir. Son como el glosario de palabras que todos pueden
conocer pero que no está a discusión, que es lo que le pasa a cada
palabra que se pronuncia con mucha frecuencia para diversidad de
motivos sin que su significado esté a debate, como la libertad, la
democracia, la psicología o el "lenguaje". Da la impresión de que a
estas palabras les ha brotado una pátina como la de las cosas
mugrosas, un caparazón como el de los armadillos, una madeja de
alambre de púas como la de los erizos y puercoespines que las
mantiene resguardadas y protegidas de la intemperie y de las demás
palabras y por lo tanto no se mezclan con el resto del lenguaje. No
tienen nada de difusas, son más bien muy precisas y tajantes como
las aristas de los cubos. Los conceptos y las definiciones que han
sido producidos por la especulación teórica, se usan tanto y se
vuelven tan corrientes que llega un momento en que se pronuncian sin
pensarlos, como el sociólogo que dice y dice "sociología", dando por
hecho que se conoce su definición y concepto, pero que por el
momento, para no interrumpirse de lo que está diciendo, no los
menciona, porque está hablando de otra cosa como, por ejemplo,
cuántos libros de sociología hay en la biblioteca. Para comprar
mantequilla exitosamente en la tienda, hace falta no ponerse a
especular con el tendero sobre su noción y significado.
133
Una vez que las palabras adquieren esa fijeza que les da la
repetición constante, que ya no sirve para averiguar el sentido de
la mantequilla sino para comprarla en la tienda, ni el de la
sociología ni el de la democracia ni el de la paz, a las palabras
les acontece el extraño fenómeno de que dejan de usarse para
propósitos lingüísticos, que eran los de nombrar el silencio y
nombrar los nombres, y pueden empezar a utilizarse para asuntos
exteriores al lenguaje como comprar mantequilla, y obtener cosas,
fabricar artefactos, realizar actividades, producir comportamientos,
ejecutar funciones, o sea, hechos que no forman parte de la
dimensión del lenguaje, sino, específicamente, de la dimensión de
los objetos de la naturaleza, y es que, como dice Gadamer, "las
expresiones técnicas poseen un perfil especial que rehusa integrarse
a la verdadera vida del lenguaje" (1986, p. 73). Las palabras ya no
se usan para crear o recrear el lenguaje, sino para hacer que el
mundo físico y material obedezca. "Las palabras se convierten en
monedas", dice Pfeiffer (1936, p. 26). Ciertamente, las palabras
técnicas no nombran algo, sin dan órdenes, indicaciones,
instrucciones, señalizaciones, como solicitar un estado de cuenta en
el banco, estipular qué es lo que se tiene que hacer -como en los
manuales de operación-, describir los procedimientos que han de
llevarse a cabo -como en un programa de computadora, una fórmula de
álgebra, una receta de cocina, el método científico-, o plantear las
características que debe tener un objeto para que cumpla sus
funciones, tales como tener talla 36 en la ropa, 3/8 de pulgada en
un tornillo, o benzoato de sodio como conservador en una mermelada.
Todo esto puede prescindir del lenguaje y sustituirse con señales,
134
acciones, ostensividades, y con flechitas y otras rayas en el caso
de lo escrito. Así, los extranjeros pueden sobrevivir prácticamente,
indicando las cosas con el dedo, pero no lingüísticamente.
Según puede advertirse, el lenguaje técnico concibe al vocabulario
como una serie de piezas utilizables para diversos fines, esto es,
concibe a las palabras como si éstas no fueran lenguaje, sino,
estrictamente, como si fueran útiles, herramientas, que no sirven
para hablar sino para ejecutar operaciones variadas. por ello Sartre
puede decir que "los poetas son personas que se niegan a utilizar el
lenguaje". En el lenguaje técnico, las palabras se salen del
lenguaje y entran al territorio de la naturaleza.
Es precisamente la pretensión incongruente, propia del
racionalismo, de que todo lenguaje deba aspirar a ser lenguaje
técnico, la que ha hecho pensar que el lenguaje debe seguir las
reglas de la lógica, y de que lenguaje que no sea lógico es
primitivo y malhablado. El lenguaje técnico genuino ha de ser
ciertamente lógico, porque la lógica es inherente a la forma de los
dispositivos, las máquinas y las organizaciones, las jerarquías o
los organigramas, porque en todos ellos hay elementos que deben ir
antes o después, de mayor a menor, etc., para que el aparataje
funcione, sea una licuadora o la inteligencia de los ingenieros. La
lógica lingüística es la que cree que todo el lenguaje es un aparato
de inventariar la naturaleza, y que por lo tanto se debe comportar
según sus leyes, y cuando no lo hace, como sucede en la poesía o la
especulación, opina que el aparato está descompuesto, y que los que
hablan así también. La lógica lingüística es una física del
lenguaje, pero no una psíquica. Como dice Susanne Langer, "el
135
pensamiento puede ser lógico, pero la lógica no es el pensamiento"
(1967, p. 148).
Puesto que ya no se está tratando con lenguaje auténticamente, en
la forma del lenguaje técnico se advierte un descuido incontrito por
la gramática, el léxico y la sintaxis, o sea, un descuido
generalizado con respecto a lo que sí es apropiadamente lenguaje, y
así, siempre y cuando se capten las indicaciones necesarias, lo
demás es irrelevante, toda vea que no ser trata, como los conceptos
o los argumentos, de un lenguaje interpretable que requiere claves
de comprensión, sino que es meramente obedecible. A los perros se
les habla en lenguaje técnico. Sin embargo, la más importante
característica y diferencia con respecto a los lenguaje previos es
que aquí se da una separación y una distancia entre quien habla y lo
que dice: el hablante ya no pertenece a las palabras ni tampoco está
involucrado con ellas, sino que las palabras técnicas se vuelven
objetos que se pueden poner, como las pinzas o el lápiz, allá fuera
y lejanas del que las utiliza, y por eso no le importan gran cosa a
condición de que cumplan su cometido: son herramientas, no palabras.
Por esta misma razón de separación las palabras técnicas tampoco
están ligadas a lo que mencionan, a su referente, sino que fungen
como etiquetas que se pegan sobre dichos referentes, sin confundirse
con ellos. Para el lenguaje técnico, el referente es lo que
constituye lo "real", lo importante, mientras que el lenguaje es
solamente su etiqueta. Por eso es tan difícil encontrar un
tecnócrata que hable con estilo.
El lenguaje técnico se da en cualquier asunto que dure lo
suficiente, sea futbol, donde se habla técnicamente de fuera de
136
lugar y entrar con los tacos por delante; sea cocina, donde los
enunciados una-pizquita-de-sal y pimienta-al-gusto son cabalmente
terminología técnica, y sólo quien conoce la disciplina gastronómica
sabe bien qué cantidad es eso; sea política, con términos del tipo
de coalición o grupos de presión; sea arte, con vocabulario
compuesto de estridentismo y ultraísmo; sea doméstico, como decir
medio baño, sala de estar, puerta de servicio, cuarto de atrás. Las
teorías instrumentales del origen del lenguaje (Abbagnano, 1961),
según las cuales el lenguaje va determinando su significado por su
uso, por como va sirviendo, parten de que el lenguaje es
esencialmente técnico. Sin duda, el más técnico de los lenguajes
técnicos es el lenguaje científico, porque todas las ciencias, para
su propio desarrollo y comunicación, han debido construir una
terminología de vocablos usuales cuyo sentido se dé por sentado y
que se utiliza para seguir hablando, con tales palabras, de otros
temas de la ciencias, o para realizar aplicaciones diversas, o para
enterarse de lo que están trabajando los colegas: en física serán
términos como positrón, fotón, Plank, escuela de Copenhage; en
psicología serán cognición, sensopercepción, Piaget, Laboratorio de
Leipzig. Supuestamente, las revistas científicas se escriben en
lenguaje técnico. Supuestamente.
El lenguaje técnico cree que una cosa son las palabras y otra cosa
es la realidad, que palabra y referente son asuntos aparte. La
técnica no sabe que el lenguaje es real, y así, no obstante usar
palabras, considera que éstas no existen, que son más bien algo así
como protonúmeros aún incapaces de cuantificar la realidad, mientras
que lo existente real es únicamente aquello a lo que remiten; por
137
eso el lenguaje técnico sueña con no usar palabras sino números. Y
por eso, mientras tanto, hay un pavor científico a los adjetivos,
los adverbios y a veces hasta a los verbos, ya que se considera que
éstos no contienen nada, es decir, que son puramente palabras,
solamente lingüísticos, meras formas, y en cambio, hay un furor
científico por los sustantivos, porque éstos parecen más cosa de
veras, medible y tangible. Así, en el lenguaje técnico, científico,
práctico y útil, se da un especial interés por mostrar que no
interesa la forma en que queda dicho: es el intento de transmitir el
referente crudo. sin nada de forma, o dicho de otra manera, hay un
intento de falta de estilo.
El tecnicismo trata de escribir imposiblemente con un lenguaje sin
forma porque quisiera que apareciera en sus comunicaciones solamente
el referente, la cosa prima, despoblada de lenguaje, y por ende sin
que faltara nada por ser dicho, sin silencios alrededor, razón por
la cual escribe con ese modo tan inhóspito, mismo que le confiere la
ilusión eventualmente ingenua de que así está en control de la
realidad de los objetos, pero, obviamente, este modo de escribir más
bien inculto, este estilo sin estilo, se convierte específicamente
en su estilo propio, el género literario de las revistas científicas
que, después de todo, si únicamente va ser intercambiado entre
técnicos dado que en buena lid un verdadero tecnicismo sólo puede
ser entendido por sus usuarios, no pasa a mayores por mucho que se
vuelva en contra del lenguaje. Y puede defenderse su correctitud.
Pero el lenguaje técnico comporta dos amenazas que siempre se
cumplen: una es la tentación del control, y la otra es el miedo al
silencio, que ambas son los que puede llamarse "el prestigio de la
138
ciencia", y hacen que la gente se agarre del lenguaje técnico a la
primera provocación, y lo pervierta, como si lo hiciera comercial.
Por ejemplo, debido al éxito de las matemáticas en la astronomía, a
finales del siglo XVII se produjo un ataque de "matematismo"
(Giuculescu, 1985, p. 17), que consistía en ponerle lenguaje
matemático a todo, no sólo a la biología, sino a la política, la
ética y la filosofía. Esta epidemia numérica reapareció, como el
cólera, a finales del siglo XX. O sea, después del lenguaje técnico,
empieza a popularizarse un tipo de lenguaje cuya única pretensión es
la de carecer de forma, estar hecho a martillazos, para que parezca
muy técnico y muy especializado (Edelman, 1977, p. 98), para lo cual
ya ni siquiera le interesa referirse a algo.
Se trata de un lenguaje pseudotécnico, tecnoide: una pura
palabrería que es una jerga, palabra ésta cuya etimología no es la
misma que la de trapo, sarga o seda, sino de la voz onomatopéyica
garg, como en "atragantar" (Corominas, 1973). Si el lenguaje técnico
era una especie de etiqueta sobre las cosas, la jerga son las
etiquetas sueltas a lo loco, o como dice Susanne Langer, "es un
lenguaje más técnico que las ideas que expresa" (1967, p. 36).
Y en efecto, para el siglo XXI, el susodicho prestigio de la
técnica, la sobreproducción de tecnicismos, y la tecnología de la
información, obligan a la publicitación de jergas, que es una suerte
de vulgarización del lenguaje técnico, y que además cree que los
lenguajes poético y conceptual son también lenguajes técnicos. La
publicitación consiste en la posibilidad de la repetición de las
palabras sin que tengan nada que nombrar, en la obligación de hablar
sin nada que decir toda vez que existen bocas a las que les pagan
139
por abrirse en vano debido a que hay orejas que necesitan oír
cualquier cosa con tal de no quedarse en silencio. No se dice nada,
pero suena impresionante.
Evidentemente, la jerga más conspicua es la jerga cientificista,
que comienza su palabrería con pruebas-de-laboratorio-han-
demostrado, expertos-del-tecnológico-de-massachusets, para después
seguir con palabritas como feromona, asertividad, liposucción,
tonomuscular, genoma, neurona, nutriente y otras miles más que no
solamente usan los anunciantes de detergentes ni los consumidores de
supermercado, sino también los académicos al escribir sus artículos
toda vez que tienen el imperativo de publicar, no algo que hay que
escribir, sino algo que suene muy técnico para parecer científico
(Ibáñez-gracia, 1993), y cuya única prueba de cientificidad radica
bien a bien en que ni su propia madre se anima a pasar el trago
amargo de leerlo porque todavía no ha nacido madre tan abnegada, ya
que en realidad no se trata de textos para ser leídos, sino para ser
citados, que es la manera en que los académicos se recompensan los
unos a los otros: siempre sale algo de dinero de todo esto. Por
razones que provienen de aquí mismo, el idioma inglés tiende a
convertirse en una jerga en sí, en la jerga oficial del Planeta
Tierra, y todo lo que esté dicho así es automáticamente impactante,
como si quien lo dijera supiera verdades eternas; por eso la frase
just do it parece filosofía trascendental.
La jerga tecnoide consiste en el uso de términos especializados
para cuestiones anodinas, en vocablos profundos para asuntos
superficiales, en el empleo de enunciados dramáticos o heroicos para
referirse a acontecimientos banales. Existen frases como "promover
140
la cultura del cuidado del calzado". Se oyen normalmente en la vida
política, civil y laboral declaraciones verdaderamente épicas, como
"enfrentar nuevos retos", "aceptar el desafío", "continuar en la
lucha", "lanzarse a la aventura", y uno creería que se encuentra en
el Desfiladero de las Termópilas, pero no, nada más está en una
junta de gerentes de ventas. Para decorar sus frivolidades, el
oficinismo en boga hace uso de grandes palabritas miserables como
"un nuevo concepto", "gran auge", "mucha trascendencia", y por otros
lados, abundan enunciados como "estado represor", "gobierno
autoritario" o "guerra sucia" que suelen quedarle demasiado grandes
a ciertos desacuerdos políticos. Pero quizá la verborrea turística,
que es el mecanismo más sofisticado de la tontería universal, una
especie de premio cervantes en sentido contrario, es el que mejor ha
destazado el lenguaje con su inspiración elevada al rango de
captadora de divisas: hoteles de plástico y mal gusto que se llaman
"el mesón del molino" que en vez de cuartos tienen "villas y junior
suites", apto para "quienes disfrutan el placer de la aventura" que
consiste en sesiones de "rapeling, esnorkeling y parasailing" -
estricto castellano de Burgos- sobre "esta playa de blanca arena
acariciada por el caribe". Y así sucesivamente, "admire la
arquitectura de Tolsá" o "deja que los exóticos parajes cautiven tus
sentidos", son frases que solamente pueden ser dichas por un agente
de viajes. Con tal ejemplo, a cualquier terreno baldío de le puede
poner "rinconada del bosque", a cualquier restaurante que acepte
american express ponerle "la casona del trovador", y al más nuevo
edificio empresarial bautizarlo "torre siglum" porque el vate de la
141
empresa pensó que con poner la terminación "um" ya se vuelve latín
culto.
No cesa de hablar, y no obstante, ya no es lenguaje. Entonces es
más bien una especie de ruido verbal que a pesar de usar también
palabras se diferencia del lenguaje en que no produce ningún
silencio, nada que quede pendiente esperando a ser dicho, nada que
se pueda agregar y por lo tanto parece que no se produce para ser
escuchado sino nada más para tapar el silencio de manera que no
aparezca.
Pareciera que en el siglo XXI la sociedad no tiene nada más que
decir, pero al mismo tiempo, no existe tal cosa como el fin del
lenguaje porque aquello equivale al fin de la sociedad, y no existe
tal cosa. En efecto, el ruido verbal de la jerga expertoide produce,
a pesar de todo, algún eco, alguna especie de repetición reflexiva
de los sinsentidos que se acaban de pronunciar, que es cuando se
nota su absurdo. Es como la lucidez última que carga un borracho en
sus adentros. Cuando alguien habla de "un nuevo paradigma en la
metodología de atención focalizada en el cliente", por ejemplo, su
frasecita le retumba en la conciencia al acabar de decirla, y por
tantito que la atienda, cae en la cuenta de que ni siquiera sabe qué
quiere decir "paradigma", y además que no es nuevo. Es como si
hubiera un silencio que lo delatara, que le hiciera sentir su
falsedad y que, si fuera honesto, le daría vergüenza o risa
(Maffesoli, 1985, p. 143). El eco es el silencio que suena después
del ruido, y ahí se queda, como todo silencio, esperando a ser
dicho. Da la impresión de que eso es lo que está sucediendo con el
lenguaje actualmente. Actualmente, no obstante, se trata de un eco
142
cínico, una especie de burla que recae sobre todo lo que se dice con
ínfulas tecnicistas, según puede advertirse, por ejemplo, en la
misma publicidad que se burla de sus propias intenciones, y además
vende la burla: "hay dos cosas que una mujer no puede evitar: llorar
y comprar zapatos", "los adultos todavía quiere los mismos juguetes
que cuando eran niños; la única diferencia es el precio" Esta
resonanción cínica se observa asimismo en el cine, novela, por la
calle, en los negocios, y en rigor no contiene un lenguaje ni una
poesía, pero implica que en esta sociedad hay algo así como un
próximo silencio que se va gestando y que irá creciendo poco a poco
y que probablemente, en las partes más anónimas y sensibles de la
sociedad, en el lenguaje de los perdedores, de los adolescentes, de
los escritores desconocidos, y de los niños que están a punto de
decir su primera palabra, ya se empiece a balbucear*.
___________________ *.- Es claro que es el lenguaje especulativo o conceptual el que les corresponde a
las ciencias y disciplinas académicas, y de entre ellos, el ensayo es el género
literario que mejor se le ha acomodado a la Psicología Colectiva, sin duda porque
resulta isomorfo o análogo a la realidad que estudia: sus textos típicos, como los
ya mencionados de Le Bon o Rossi, y los de Wundt (1912), Blondel (1928) o
Halbwachs (1950), son ensayísticos, y de hecho, la primera crítica que le hizo el
cientificismo a la psicología colectiva dio al clavo, al descalificarla por usar
un lenguaje que "aunque no es preciso, se comprende" (Allport, 1923, p. 72:
inviértase la frase y se obtiene, por contra, la caracterización de la psicología
social positivista), que es justamente como ensaya un ensayo: "un poco de claridad
-afirma Maffesoli, 1985, p. 143- no es sinónimo de frivolidad y, después de todo,
acaso 'el ensayismo', que tiene carta de nobleza, sea adecuado para expresar las
143
dificultades de que está plagada la vida de la sociedad". El ensayo respeta y
aprovecha las ambigüedades inexorables del lenguaje y si, como dice Bronowski
(1979, p. 120), hay como siete tipos de ambigüedad, la psicología colectiva, en
vez de tratar inútilmente de eliminarlas, lo que hace es elegir las suyas, con lo
que se hace más cercana al lector, porque la psicología colectiva si quiere que la
lea alguien más que su mamá. En efecto, debido a que el objeto de la psicología
colectiva es el estudio de las formas de la sociedad, o la sociedad mental, objeto
verdaderamente ambiguo e impreciso, la manera más expedita de decir algo falso
respecto a él es declarar una cosa y sólo una, porque lo único seguro es que la
sociedad mental no es una cosa y sólo una, sino otras a la vez entreveradas y
contradictorias, de modo que la manera más veraz de aproximarse a ella es a través
de un lenguaje que permita las variadas lecturas propias de toda ambigüedad, donde
se toma en cuenta que su lectura es también una forma de esa realidad. En el
ensayo, lo que es verdadero no es la realidad, sino su lenguaje, y eso es mucho.
Esto nunca implica que se pueda decir cualquier cosa: solamente se puede decir lo
que sea comprensible y convincente, y eso es poco. En tiempos de Montaigne,
ensayar no era una experimentación a ver qué sale y todo se vale, sino que se
refería a la prueba de los alimentos por parte del ayuda de cámara del rey para
verificar que éstos no estuvieran envenenados (Arreola, 1959, p. 14). Y por
cierto, lo que hace la psicología colectiva es poner a prueba la solidez y
viabilidad de su versión de la realidad frente a cualquier tema, sea
epistemológico, cotidiano, abstracto, empírico, mientras más variado mejor prueba;
a veces sale bien y a veces no, pero ése es su trabajo. El ayuda de cámara a veces
se moría. Como puede colegirse, entonces, los objetos que estudia la psicología
colectiva no existen de suyo en la realidad, porque en rigor no los descubre, sino
los inventa, toda vez que el ensayo crea el objeto que describe, y lo que se
describe ensayísticamente no estaba de antemano presente, sino que al escribirlo,
es como si lo colocara ella misma en la realidad declarando mustiamente que ahí
había estado previamente, y es que en general, la psicología colectiva no analiza
la cultura, sino que hace cultura. Las Representaciones Colectivas no eran antes
reales sino hasta que llegó Durkheim (1898) y las mostró. Es como lo hace también
la literatura; por eso tal vez, en un momento dado, Octavio Paz habló de "la
psicología" como una de las "disciplinas literarias" (1956a, p. 15), y es de
llamar la atención que El Laberinto de la Soledad (Paz, 1956b), o Masa y Poder
(Canetti, 1960), que son muy psicocoletivos en el sentido de que explican la forma
de una sociedad, sean tenido por literatura sólo porque los escribieron sendos
premios Nobel; en cambio, La Era de las Multitudes, tema similar, de Moscovici
(1984), espléndido ensayista, es tenido como psicología colectiva: los tres
provienen de una misma tradición. La lista de ejemplos de ensayos de esta índole
es fácilmente multiplicable. Como diría Simmel (Levine, 1971, p. xv), la vida no
tiene forma sino hasta que hay un pensamiento que se la da, y así pues, la forma
del ensayo es el tipo de forma que la psicología colectiva asume que tiene la
realidad: ambigua pero comprensible, peculiar pero argumentable: si la psicología
144
colectiva le cambia la forma a su escritura, la realidad que estudia cambia de
naturaleza. Su escritura es una cualidad de su objeto. Un ensayo es una hipótesis
sobre la realidad (una hipótesis, como dice Abbagnano, es "un enunciado que puede
ser puesto a prueba sólo indirectamente", o como dice Mach, es "una explicación
provisoria que tiene por finalidad la de hacer comprender más fácilmente los
hechos, pero que escapa a la prueba de los hechos" -Abbagnano, 1961), pero como
dice Borges en La Muerte y la Brújula (1942): "usted replicará que la realidad no
tiene la menor obligación de ser interesante. Yo le replicaré que la realidad
puede prescindir de esa obligación, pero no las hipótesis". O sea, el trabajo de
la psicología colectiva es hacer el mundo interesante.
145
4.- LOS OBJETOS
Las cosas son el único sentido oculto de las cosas
FERNANDO PESSOA
Las sillas por ejemplo. Un objeto es aquella parte de la realidad que carece de lenguaje, y que ya estaba ahí con anterioridad. No es ciertos que los únicos reales sean los objetos físicos. "Físico" es aquello que aparece en los aparatos de medición.
Uno dice "silla", es decir, la llama por su nombre, y la silla no
hace caso: así son los objetos de la naturaleza en general,
incluidos los planetas, la taquicardia, el cemento Portland, la mala
conducta, las jacarandas en marzo, los zapatos, las piedras, el
hipotálamo, los desfiles, el Facel Vega en que murió Camus, los
virus, los cactus, el gesto del enfado, los hechos, el olor del
cloro, la luz de las ventanas de Veermer, el buen comportamiento, la
guerra, las leyes, los gatos, el Chanel Nº 5, el dolor moral, el
dolor molar, el Monte Ávila, los embotellamientos de tránsito o la
silla del dictador en donde se sentó el revolucionario Pancho Villa
nada más para que le tomaran una foto, y cada vez que alguien quiere
dar un ejemplo de objeto al pasar, escoge una silla, en primer
lugar, porque siempre hay una a la mano, y en segundo, porque es un
objeto superantiquísimo, instrumento de sedentarización, ya que ser
sedentario significa poder sentarse para por fin ponerse a hacer la
civilización. Antes que la rueda, más viejo que las cerraduras,
previo al trigo y al maíz, la silla es el primer acompañante de la
especie, el más humano de los enseres, y casi se diría, el primer
146
órgano del pensamiento, porque el pensamiento sólo empezó a
funcionar hasta que alguien estuvo sentado. El único mueble que
había en el asteroide del Principito. Residencia quiere decir
sentarse dos veces; presidente es el que se sienta primero; sede,
sillar, asentamiento, que se refieren a un predio, significan silla,
y por eso se entiende que los grandes artífices de terrenos y
emplazamientos, o sea, los urbanistas, arquitectos y diseñadores,
suelan fabricar alguna silla, como las varias de Le Corbusier, o más
aún las múltiples de madera o tubo de Marcel Breuer, precursor de
todo lo que se considere una silla práctica y moderna (Bayer,
Gropius e Ise Gropius, 1938), donde sobresale la Silla Wassily, en
honor, claro, de Kandinsky.
Un objeto es aquella parte de la realidad que no tiene nombre. La
definición es negativa, y no puede ser de otra manera, pero tal vez
eso implica la paradoja de que es necesaria la existencia del
lenguaje para que haya algo que no lo tenga, y en efecto, uno se da
cuenta de que hay algo que no puede nombrar debido a que hay cosas
que sí pudo, de modo que un objeto es lo que carece de lenguaje en
un mundo de lenguaje. Los objetos son una especie de secreto que
sólo se dice en silencio.
De la silla se puede decir que es una silla, pero su color, número
de patas, material o edad quedan fuera de su nombre, y entonces el
objeto es todo lo que es menos la palabra silla, y si se agrega que
es de madera, de pino, desflemada, laqueada, barata y maltratada, de
todos modos lo que queda, que es mucho, menos lo que se diga, que es
poco, sigue siendo el objeto, y, dígase lo que se diga, lo que no se
puede decir, lo que significa ser silla, eso es el objeto. Si la
147
naturaleza de la silla fuese realmente dicha, a la silla le pasaría
algo, se sentiría sorprendida in fraganti, se pondría nerviosa y a
la mejor se le quitaría lo silla, pero, hasta donde se sabe, no ha
sido el caso. Si la descripción de un dolor de cabeza pudiera agotar
el objeto, el dolor se quitaría, como, en efecto, a veces sucede con
los dolores del alma, que se alivian con palabras porque están
hechos de lenguaje. En fin, un objeto es lo que queda después de lo
dicho, y que ya estaba ahí desde antes. Se entiende que el polvo
estelar o el mar Mediterráneo ya estuvieran ahí desde antes de que
uno llegara, o incluso la ciudad de Jerusalem o la casa donde uno
nació, pero, en rigor, cuando uno se topa con una silla que no
esperaba en el pasillo a oscuras, uno debe admitir que la silla ya
estaba desde antes de que uno se tropezara. Por eso a los objetos
también se les llama cosas, porque cosa quiere decir "causa", algo
que está con anterioridad.
Pero como "cosa" es una palabra muy bonita que sirve para decir
muchas cosas, no hay que desperdiciarla en un solo asunto, así que
se les llama "objetos", porque objetan, porque ponen objeciones,
esto es, que se instalan contra uno y lo confrontan, le oponen
resistencia, sea para cruzar a través de ellos, para utilizarlos o
para comprenderlos. Todo objeto es un misterio. Y la materia es el
objeto por antonomasia. Sin embargo, sería bueno no confundirlos con
la realidad física, según se hace cuando se trata de ser "realista",
debido a que la física clásica, la anterior a la mecánica cuántica y
a la Teoría de la Relatividad, logró elaborar un modelo tan exitoso
de realidad que después le vendió la idea al sentido común de que la
realidad es tal cual física. Eso está bien para la física, pero no
148
para la psíquica, porque la física es una construcción que estipula
que el observador, o científico, debe ocupar un punto de vista
independiente y ajeno de lo que observa, y asimismo, que lo que
denomina "realidad" es únicamente la serie de datos que se indican
en los aparatos de medición, de manera que 20ºC no es una
temperatura, sino una marca en el termómetro, y entonces se entiende
por realidad física a la impresionante red de coincidencias entre
todos los instrumentos, y puede verse que los sentidos de la
percepción, la piel con la que se registra el clima, y los demás,
son estrictamente aparatos de registro de datos, y hay quien percibe
menos o más frío con el mismo clima: "nuestro cuerpo es nuestro
primer instrumento de medida", dice Poincaré (1912, p. 110). La
conclusión de esto es que los objetos de la naturaleza son
registrado por otros objetos, sea el termómetro o el tacto, así que
en la física no se da una relación sujeto-objeto, sino una relación
objeto-objeto, donde no debe haber nadie, mientras que en la
realidad psíquica, forzosamente, por definición, tiene que haber
alguien.
4.1.- Los Objetos de Lejos, de Cerca, y Desde Dentro
Los objetos lejanos son aquellos que están separados del observador y cuyos contornos son definidos: son objetos discretos, relevantes, modulares, componentes, intercambiables e inimportantes; los objetos que no importan no son ciertos, sino verificables. Los objetos cercanos son aquellos que tienen valor sentimental; sus contornos son ambivalentes: no se sabe dónde termina el objeto y dónde empieza uno mismo. Los objetos desde dentro son aquellos que carecen de contornos: uno mismo queda incluido en ellos; uno es parte del objeto y el objeto es parte de uno; al no tener límites, ocupan el mundo entero, y uno mismo es ese mundo entero.
149
Los objetos que se miran desde el punto de vista de la física, así
como de la percepción, y de la opinión aceptable de la gente, sean
sillas, libros, nubes, coladeras, cometas o motores, pueden
caracterizarse de la siguiente manera específica: son objetos que
tienen contornos definidos, tajantes, bien recortados. Es obvio:
véase una silla, y se puede marcar exactamente dónde termina la
silla y dónde empieza el aire, hasta cuándo es todavía silla y
cuándo ya es basura, y también lo que pesa y lo que mide, y cómo se
llama, porque incluso el nombre "silla" es un contorno que la
delimita.
Por lo tanto, todos los objetos de contornos definidos son objetos
discretos: la discreción no les viene de que sean prudentes o
recatados, sino del verbo "discernir" o "cerner", que es el acto de
separar o de distinguir, y que hace que una silla siga siendo
enteramente silla por sí misma independientemente de lo que le
suceda a la silla de junto o a cualquier otra cosa. Un libro, aunque
fuera el último sobre la tierra, seguiría siendo tan libro.
Son objetos relevantes, y otra vez, no en el sentido de que sean
espectaculares o extraordinarios, sino de que hacen relieve, esto
es, que las sillas no se camuflan de cortina como en los cuadros de
Remedios varo, ni se mimetizan con el mayordomo, sino que resaltan
del fondo o contexto y uno advierte una silla sobre la alfombra y
contra la pared. Ya sea por razones de color, textura, densidad o lo
que sea, una nube se distingue del cielo y una coladera del
pavimento.
150
Son objetos modulares, o engranables, lo cual quiere decir que
pueden operar como piezas de un mecanismo mayor, y así, las sillas
pueden embonar con las mesas para hacer un comedor, hecho éste que
no sucedió sino hasta el siglo XV (Roche, 1997, p. 190), o pueden
complementarse con un domador de leones, aunque por lo común, el
módulo natural de una silla es alguien que se sienta. Los muebles y
aparatos modulares serían típicos ejemplo, pero el sistema solar es
también un buen aparato modular.
Y por contra, son objetos que se descomponen, es decir, que se
descomponen en sus componentes, y así, la silla se puede descomponer
en patas, asiento y respaldo, y cuando algo se descompone, porque ya
no embona con el resto, se desmodula, y por lo común echa todo a
perder.
Y sobre todo, son objetos que no importan, porque, después de
todo, si alguien viene a decir que en el cuarto de junto hay una
silla, que el otro día un señor se sentó en una silla, que una vez
una silla se descompuso, uno le cree a la primera, porque para
empezar, uno no es silla, y para terminar, a uno qué le importa.
Esto implica un hecho notable, a saber, que la existencia o
inexistencia de un objeto es algo que no tiene que ver con uno y por
ende ni depende de uno ni uno puede hacer nada para que sean reales
o no reales, de modo que uno acepta como correctos los datos de los
indicadores que se le ofrecen sin mayor escándalo, porque, a fin de
cuentas, no interfieren en la vida propia y, además, después de
todo, si una silla se rompe o está ocupada, uno va y se sienta en
otra, porque tales objetos son intercambiables.
151
Por ello, se puede decir que estos objetos no son ciertos ni
falsos, sino que son exclusivamente verificables, esto es, que el
observador cree o admite los datos arrojados por los aparatos de
medición, sean el metro, la vista, la descripción o cualquier otro,
porque es la única prueba que puede haber de su existencia. Si un
ocioso quiere contar cuántos coches rojos pasan por minuto, no
necesita para nada que sea un número u otro número. Lo que no es
importante tampoco es verdadero, sino sólo verificable.
Evidentemente, también a las personas se las puede tratar como
objetos de esta clase, aunque, al parecer, a las personas no les
gusta que las traten como objetos, y por eso dicen "yo no soy cosa
para que me trates así". Comoquiera, estos objetos indiferentes con
contornos marcados, son objetos remotos, tanto porque su percepción
nítida requiere de tomar cierta distancia para poder percibir bien,
como porque el perceptor se comporta de manera distante,
indiferente. Pero si la silla resulta ser la mecedora de la abuelita
que vivía con nosotros y a quien dios tenga en su gloria, se hace
difícil vera como un objeto de lejos -a la silla-, porque cada vez
que se ve la mecedora vacía donde tomaba el sol la abuelita, la
vista de una se confunde con la visión de la otra, al grado de que
no se puede saber bien a bien dónde termina la silla y dónde
comienza la abuelita, de modo que los contornos del objeto ya no son
tan definidos, sino que empiezan como a reblandecerse, y a mezclarse
con otros objetos y a interferir con uno mismo. La silla se vuelve
un objeto cercano, y así, la mecedora de la abuelita ya no es igual
a las demás, porque ya sólo es intercambiable en la medida en que lo
es una abuelita. La silla presidencial, las sillas que están en los
152
museos de mobiliario, la Silla Azulgrana de Gerry Rietveld, y la
mecedora de la abuelita que resultó ser el modelo Nº 9 de la firma
J. & J. Kohn puesto a la venta en 1882, ya no son sillas
cualesquiera, y valen por algo más que por el hecho de sentarse, y
de hecho, a uno ni siquiera lo dejan sentarse en ellas, porque son
cosa que ya tienen su importancia. Esto es lo que le sucede a todas
las cosas de las que se dice que tienen valor sentimental, como el
suéter luido, viejo y raído que uno se pone para no salir de casa y
que uno no cambiaría por otro nuevo, como si el grueso de la mugre
fuese proporcional al grueso del cariño. O los retratos de familia.
O los utensilios, instrumentos y herramientas de trabajo, las
pinzas, la pluma, la tetera, que han servido tan bien que sería una
traición deshacerse de ellos. Como decía el Principito, uno se hace
responsable de aquello que ha domesticado. Gadamer (1983, p. 39)
denomina a estos objetos, "bienes de trato", opuestos a los bienes
de consumo. Esto del valor sentimental significa que el objeto es
parte de uno mismo y que hay algo de uno mismo en el objeto; no
existen separados y no se puede discernir tajantemente entre uno y
otro. El papel de las cartas de amor no es reciclable. Un objeto
típico de esta índole es la tierra, en tanto suelo patrio o lugar
donde se vivió toda la vida, al que la gente siente que pertenece y
que no podría abandonar so pena de nostalgia, porque, según se dice,
ahí tiene sus raíces, igual que los árboles, que no se van.
Entonces, no son objetos discretos, sino continuos, cuya realidad no
puede deslindarse de la de uno mismo. Las costumbres, los hábitos,
las tradiciones, son objetos de cerca que desaparecen si falta su
dueño, y que uno mismo deja de ser uno mismo si los pierde. Y
153
finalmente, todavía, una gran parte de las relaciones
interpersonales, de simpatía y antipatía, no pueden medirse ni
catalogarse como "conductas" ni "respuestas" emitidas por un
organismo, porque da la casualidad de que uno lo rozan de cerca y
está inmiscuido en ellas, y por eso a los científicos sociales y
conductuales no les sirve para nada su ciencia de objetos lejanos
cuando están con sus amigos o enemigos, que son objetos de cerca,
próximos, prójimos.
Y cuando uno está sentado, no ve la silla. Pues no: está dentro de
ella, hundido y repantigado, y puede hasta asegurar que no ve sillas
por ningún lado. En un lugar sin sillas, el objeto no ha
desaparecido, sino que está disuelto en el resto del mundo, lo cual
quiere decir que son sus contornos los que se esfuman, y por eso el
objeto se hace imperceptible, pero "lo silla" está presente en la
sensación de estar sentado, ya sea en la silla, ya sea muy bucólico
en la hierba, a lo pensador de rodin en una piedra, o en los
rebordes de la chimenea, sobre un cofre o en cualquier saliente de
la construcción que se ofreciera, como se hacía en la Edad Media
cuando en los hogares no había más que una sola silla ya ocupada por
el habitante de mayor rango (Roche, 1997, p. 190). Las sillas
concretas no están, por lo que lo silla en abstracto radica en los
músculos distendidos de las piernas, en el tronco desparramado del
cuerpo, en la atención dedicada a otras cosas que no sean sostenerse
o caminar, y en el gusto de presidir (Rheims, 1990, p. 1101) o de
mirar pasar la gente y la vida, como cuando uno se sienta en un
café. Entonces la silla está como en todas partes, en las vísceras
acomodadas, en las ideas, en la mirada, en lo que mira, como si
154
ocupara el mundo entero, porque el hecho de estar sentado hace que
el mundo adquiera otra forma. Por eso un aforismo de Lichtenberg
reza más o menos así: he notado claramente que tengo una opinión
sentado y otra de pie. Penélope pudo ser paciente porque es de ella
la frase proverbial "hay que esperar sentado".
En sentido estricto no puede hablarse de una silla ni de ninguna
cosa, sino más bien del mundo en el que uno queda sumido: aquí no
hay objetos de lejos, no hay objetos de cerca, sino objetos desde
dentro, y por lo tanto uno misma forma parte de ese objeto que se
disuelve con el resto de la vida porque no tiene límites. Cualquier
objeto cuyos contornos se desvanecen y está como flotando en el
ambiente, como lo hace la música ambiental del supermercado, lo
envuelve a uno y uno mismo adquiere las características del objeto,
de modo que uno se torna relajado con la musiquita relajada que lo
hace quedarse más tiempo en la tienda compre y compre. Esto ya lo
argumentaba la Teoría de la Gestalt: cuando no se puede localizar la
fuente del estímulo, se atribuye que la fuente es interna
(Guillaume, 1937, p. 190); el perceptor no percibe, sino siente: la
percepción se transforma en sensación. La sensación es la percepción
de objetos que carecen de contornos. La presión y la ansiedad de las
grandes ciudades es un objeto así, que no se ubica en ninguna parte
sino que en conjunto es el río de la vida fluyendo y uno
arrastrándose inmerso en él, sintiéndose por ende presionado y
ansioso.
De lo que se cuenta actualmente de la cultura celta, probablemente
lo atractivo y mágico que tiene, es esta visión de una realidad
disuelta, "donde se hunden mundos distintos, como la bruma entre el
155
mar y el aire" (Sharkey, 1975, p. 19). Cuando se deshacen los bordes
de las cosas, la gente pasa a formar parte de esa cosa y, en vez de
percibir, siente lo que se siente ser esa cosa. Esto lleva a la
siguiente conclusión: los objetos carentes de contornos se llaman
sentimientos, o sensaciones, tanto en el sentido de que no son
percepciones porque uno ni siquiera se percata del objeto, como en
el sentido de que, literalmente, el objeto le acontece a uno: es uno
mismo.
Si a cualquier objeto, hecho, acontecimiento, etc., se le cambian,
disfrazan o mueven los contornos, se confunde con uno mismo y se
convierte en sentimiento y en sensación. Los testigos de accidentes
o crímenes, estuvieron tan involucrados en el episodio, que
sintieron todo pero no vieron nada, y por eso, a la hora de las
pesquisas, no pueden decir qué fue lo que pasó. Ciertos directores
de cine son capaces de filmar esta realidad sin contornos en escenas
que lo ameritan: Kurosawa en Kagemusha o Ridley Scott en Gladiador
filman batallas en donde lo que se ve son trozos de brazos, cachos
de gritos, chorros de sangre, pedazos de caballo, brillos de espada
que cruzan la pantalla sin detenerse y que fotografían justamente lo
que se siente estar dentro de esa guerra. Pero cualquiera que haya
jugado algún deporte, lo que ve mientras juega es algo por el
estilo. En efecto, una realidad así está hecha de emociones y no de
cosas físicas o conductas medibles. Claude Monet, el pintor más
borroso de los impresionistas (Vaudoyer, 1956, p. 33) no podía
pintar sus catedrales y paisajes porque la luz se transformaba
minuto a minuto y los objetos se desdibujaban todo el tiempo
(Marina, 1993, pp. 167-168), enseñando sólo su belleza pero no sus
156
contornos, que es lo mismo que sucede en el sentimiento religioso
que se produce en las iglesias, donde, mediante el dorado de los
altares y los transluces de los vitrales, se dan brotes de luz por
todas partes que rompen o recubren las aristas de las cosas haciendo
el ambiente un tanto "irreal" y un tanto sagrado, truco que, por lo
demás, también aplican los bares y centros nocturnos con intenciones
no del todo diferentes. Los enamorados tiene experiencias semejantes
a las de los impresionistas, porque cuando tratan de recordar las
líneas cambiantes de la cara de quien los tienen encandilados, no
pueden por más que no puedan olvidarla, ya que la cara de la gente
en rigor se va transformando en cada gesto, en cada giro, en cada
ángulo, como si nunca regresara a ser la misma; "la cara querida es
trémula", dice Proust (1919, p. 87), y quien ansiosamente quiere
registrar cada rasgo para atesorarlo en la memoria, falla, y en
realidad no pesca ninguno, y por eso siempre le urge volver a verla.
4.2.- Sentimientos: Arte y Ciencia: Mercancías
Los objetos carentes de contornos se llaman sentimientos: son tan materiales como los objetos físicos, sólo que no pueden asirse ni localizarse de ningún modo; son objetos atmosféricos, importantes, y ciertos: constituyen la aprehensión más directa posible de la realidad, pero su certeza es inverificable. Cuando los sentimientos se repiten, se convierten en objetos de arte y ciencia, que son objetos dudosos; ciencia y arte son similares porque ambos buscan armonía: el arte es un objeto considerado como un mundo, y propende a borrar sus contornos y convertirse en sentimiento; la ciencia es el mundo considerado como un objeto, y propende a fijar sus contornos y a convertirse en otra cosa. Cuando arte y ciencia se repiten, se convierten en mercancía. Las mercancías son objetos que se producen en serie y que sólo tienen valor de cambio; la lógica profunda de la ciencia produce la tecnología y las mercancías; el arte y la
157
ciencia contemporáneas, y todo lo demás, no son ni arte ni ciencia sino mercancías.
Los sentimientos son objetos carentes de contornos. Y así, a la
inversa, si uno está alegre, se siente sano, ágil, despierto, joven,
y ve a los demás simpáticos, buenas gentes, y el clima es agradable,
y la calle está bonita, y el futuro soleado, esto es, la alegría,
como objeto, es exactamente del tamaño del mundo. Cuando uno se
siente desganado, trata de averiguar en qué consiste su desgano,
para luego arreglarlo, es decir, trata de localizarlo, acotarlo,
asirlo, pero lo que advierte es que está por todas partes, en el
espejo, en las noticias, en las nubes de la tarde. Por lo tanto: un
sentimiento es un estado del mundo.
Lo que hay que subrayar de los sentimientos es que son objetos
igualmente materiales, igualmente empíricos, igualmente reales,
igualmente objetivos que las sillas y las piedras y las conductas, y
que difieren, no es su realidad ni materialidad, sino en la
contundencia de sus contornos, de modo que, así vista, la realidad
no está partida en dos, sino que constituye un continuo cuyos
extremos son, en una punta, los contornos absolutamente definidos, y
en la otra, la ausencia absoluta de contornos, con la infinidad de
gradaciones que media entre ambas. La fuerza de gravedad, por
ejemplo, es un objeto que en el siglo XVI no tenía contornos,
carecía de descripción y de medición, y por ende aparecía como una
sensación, mientras que el átomo, después de haber sido una cosita
física y perceptible, empezó a perder sus contornos entre 1911 y
1927 (Miller, 1978), cuando dejó de seguir las reglas de la física
clásica.
158
Los sentimientos son objetos atmosféricos, vagarosos, como el
otoño o la neblina, o como el espíritu de los tiempos, el aire de
fiesta o el clima político, que uno los atraviesa o los respira, y
que tanto está uno dentro de ellos como ellos dentro de uno. Y
también, los sentimientos son objetos muy importantes porque, se
nota, es uno el que los sufre, se alegra y se le va la vida en
ellos: los objetos carentes de contornos son uno mismo y siquiera ya
por eso a uno mismo sí le importan. Y sobre todo, los sentimientos
son objetos enfáticamente ciertos, poseen la certeza máxima posible,
irrefutable e inapelable, porque, al ser lo mismo y estar hechos de
lo mismo que uno mismo, uno nunca puede estar más fácticamente cerca
de uno objeto que en este caso.
Los demás le pueden discutir a uno sobre cómo se llama lo que
siente, pero no sobre el hecho de que está sintiendo; a uno le
podrán decir que lo que siente no es cierto, pero no le pueden decir
que no es cierto que siente; uno puede no estar seguro de qué es lo
que siente, pero de lo que sí esta seguro es de que siente: De
ningún otro objeto de la realidad se puede tener esa certeza que de
los sentimientos. Por eso tan a menudo las realidades sentimentales,
como la confianza o el escepticismo, le funcionan a la gente como
verdades, con las variadas consecuencias prácticas que esto
comporta. La certeza de Descartes no radicaba en que pensaba, sino
en que se sentía pensando. Novalis dice que esa "sensación de
inmediata certidumbre es la visión de nuestra verdadera vida"
(Vital, 1995, p. 150). No sólo los sentimientos, sensaciones,
afectos, estados de ánimo, emociones, etc., sino además temas más
cognoscitivos, tales como la fe, los principios morales, los valores
159
o creencias, son decisiones culturales de certeza inquebrantable que
pertenecen al mundo de los objetos carentes de contornos. No podía
ser menos, porque en la presencia de los sentimientos, es cuando la
realidad de la naturaleza logra ser verdaderamente tocada, cuando no
hay ninguna línea divisoria entre uno y el objeto que impida su
compenetración, y uno entra dentro de la realidad y la realidad se
mete dentro de uno: como si uno tuviera el misterio de las cosas en
la palma de la mano. Einstein hablaba de una "percepción directa"
del mundo (Wilber, 1984, p. 214), o, como dice un psicólogo,
(Humphrey, 1992, p. 149), "el sujeto se percata de las sensaciones
en forma directa e inmediata".
Merleau-Ponty dice que esa certidumbre es "el asiento de la
verdad" (M. Montero, 1997, p. 64). Y no obstante, existe la tragedia
de ser una verdad que no se puede mostrar ni nadie puede aceptar,
porque no se pueden aceptar coartadas como "tu" verdad o "mi"
verdad. Como sea, en efecto, al contrario de los objetos físicos que
son verificables pero no ciertos, las sensaciones son objetos
ciertos pero no verificables: son una certeza inverificable, a la
que uno accede con cierta frecuencia, pero que nunca podrá
comunicar; en esto consiste lo que se podría llamar el secreto de
las cosas: un secreto que sólo se puede decir en silencio.
A lo mejor se podría decir que estar sentado es lo que se siente
ser silla, pero no se puede decir qué se siente estar sentado. Claro
que si uno se pone de pie desaparece todo esto, que es lo que
acontece cuando uno se sentó a descansar un rato sobre una bardita y
luego se levanta, o lo que acontecería en un período más bien mítico
como la alta Edad Media, cuando se puede afirmar que hubo gente que
160
jamás en su vida se sentó en una silla o taburete propiamente
dichos. Ahora bien, cuando un objeto se repite y se repite, se
estabiliza, y así terminará por formarse una silla en la que se
pueda sentir estar sentado y que además no desaparezca cuando uno se
pone de pie, cosa que debió suceder hacia finales de la baja Edad
Media, y que provocó, para el siglo XVI, "una verdadera furia
creativa en torno a la silla" (Roche, 1997, p. 190), que convocó a
las artes a construir no sólo asientos firmes sino posturas cómodas.
Entre la certeza y la verificabilidad está la incertidumbre, que
es la característica de los objetos cuyos contornos son difusos,
borrosos, permeables, osmóticos, como los de la mecedora de la
abuelita, y son, propiamente, los objetos de arte y ciencia,
queridos y bonitos para sus dueños, usuarios y espectadores, en
especial según se utilizaban dichos términos aún en el siglo XVII,
cuando no estaban separados (Racionero, 1986, p. 10), ni entre sí y
se podía hablar de la ciencia de la música o del arte de las
matemáticas, ni de arte con respecto a artesanía ni de la ciencia
con respecto a la técnica, así que habría el arte o ciencia de la
ebanistería y la ciencia o arte de la relojería. Los científicos de
esos tiempos, incluyendo a Galileo y a Descartes, estaban
interesados en la música porque, no obstante ser la más aérea de las
artes, era susceptible de tratamiento matemático (Berman, 1989, p.
229): "los movimientos celestiales no son más que una canción
continua" decía Kepler (citado por Koestler, 1980, p. 129). Mientras
que Kepler trabajaba con la música de las esferas, las partituras de
Bach eran como notaciones matemáticas: se diría que las matemáticas
son una música con contornos fijos y que la música es una matemática
161
con contornos desvanecidos (Racionero, 1986, p. 17). En esencia, no
hay distinción entre arte y ciencia, como no la hay entre "hacer" y
"saber", que son sus respectivas etimologías, como tampoco la hay
entre realidad y pensamiento. Ni entre artesanía y técnica. Galileo
fabricaba sus telescopios, Leonardo sus pigmentos, y a la fecha,
todo aquél que respeta su trabajo, cuida sus instrumentos y sus
materiales, por lo que pinceles, martillos, overoles, escritorios,
probetas, tablas de picar, frascos de tinta, mochila del colegio,
botas para caminar y cualquier adminículo implicado en el proceso de
arte y ciencia, son objetos de esta índole. Y finalmente, tampoco
vale la distinción entre teorías científicas y teorías legas, por lo
que este rubro incluye opiniones y cualquier otra versión e
hipótesis cotidiana con respecto al mundo. Añádanse arreglos
florales, gastronomía, modas y todo lo que se quiera que de verdad
se quiera. Las fragmentaciones del mundo son más bien materia de un
fraude mental y mercantil.
Los objetos de arteciencia son cosas que ya son perceptuales pero
que valen por sus cualidades sensibles, de las que uno se puede
distanciar físicamente pero no anímicamente. Son los objetos
cercanos a medio camino entre la sensación y la percepción, los de
valor sentimental; tal vez a esto era a lo que habría haber llamado
sensopercepción, perceptosensación: son objetos que son y al mismo
tiempo no son algo, que ya son una cosa concreta y no son
concretamente una cosa. Los impresionistas hallaron la técnica para
poner en pintura fija aquella luz que no estaba quieta: para hacer
perceptible una sensación, o al revés. Comoquiera, del arte se
entiende que sean objetos, pero la ciencia también se constituye en
162
objeto, porque una teoría científica, cuando es real, es una visión
del mundo: un mundo visible ocupado por cosas reales, porque el
mundo toma la forma de la teoría. En los términos de Serge Moscovici
(1984), un psicólogo social del conocimiento, la teoría se
"objetiva", se vuelve objeto, y una vez vuelta objeto, se nos
presenta frente a nosotros: uno puede ver neuróticos, traumados y
reprimidos entre sus amistades porque el mundo ha sido tocado por el
dedo de Freud (Moscovici, 1961); y además de ser objetos, son
queridos y cercanos, porque uno se confunde con sus teorías y
ciencias preferidas, porque Marx es su marxismo y viceversa, porque
entre la mirada y la cosa vista no hay demarcaciones precisas. Entre
uno y sus teorías no hay fronteras claras: un médico no se llama
juánperez sino doctorjuánperez.
Arte y ciencia, en tanto objetos, son similares en su origen, que
es el de la búsqueda de orden, armonía, elegancia y belleza. Otra
vez, se entiende en el arte, pero en la ciencia es notorio el uso de
estas palabras como criterio de correctitud de una teoría (B. Lovett
Cline, 1965, p. 87: Le Shan y Margeneau, 1982, p. 96; Racionero,
1986, p. 17). Werner Heisenberg, el físico cuántico famoso por su
Principio de Indeterminación, decía que "en las ciencias exactas, no
menos que en las artes, le belleza es la fuente más importante de
iluminación y claridad" (Wilber, 1984, p. 110). Arte y ciencia son
el mismo conocimiento de la misma realidad.
También al final serán similares, pero, como, mientras tanto,
entre la certidumbre y la comprobación está la duda, los objetos
dudosos de este tipo pueden optar por direcciones contrarias: los
objetos de arte son aquellos que eligen volver a convertirse en
163
sentimientos, mientras que los objetos de ciencia son aquellos que
prefieren transformarse en mercancía. Ahí está la diferencia.
El arte es un objeto considerado como un mundo. Quien lo hace o
quien lo mira, si quiere que eso de enfrente sea arte, ha de adoptar
la actitud de que no existe nada más que lo que mira, de suerte que
eso tienda a tomar el lugar de la realidad completa. Tal vez por
esto los objetos de arte son aislados en museos y galerías, y
también colocados sobre una base o dentro de un marco, como dando la
indicación de que lo de afuera no debe existir para el espectador, y
el espectador, si es que no va nada más a papar moscas -cosa válida,
por supuesto-, debe concentrarse en la obra y abstraerse de lo que
queda fuera; por eso se apagan las luces en los cines y los teatros,
para que el resto desaparezca y lo que hay ahí en la pantalla o el
escenario se convierta en el mundo completo. Para hacer o ver arte,
existe la regla de fingir que, o comportarse como si, el objeto
fuera uno mismo, o uno mismo fuera el objeto, de modo que el objeto
que aparezca en la obra de arte sea en rigor la vida entera. Que el
mundo completo sea la vida entera. La intención es pues, que uno se
meta dentro de la obra, y ya dentro, que la obra no tenga límites.
En efecto, en el arte se da la pretensión de borrar los contornos
del objeto en cuestión, tanto los de la pintura o escultura o
película, como los del autor o espectador, para que se conviertan en
sensaciones. Son objetos que pretenden dejar de ser una cosa
concreta. El arte es un objeto que quiere convertirse en
sentimiento. En las artes plásticas abstractas, ésas de las que se
oye decir que hasta uno lo puede hacer, y que a simple vista parecen
puras manchas sobre el lienzo, puede advertirse esta propensión,
164
toda vez que en ellas no se percibe ninguna cosa definida, ninguna
cara, casa, fruta ni paisaje, sino que es como si el objeto quisiera
revolverse con el resto del medio ambiente, con el aire del lugar y
la mirada del espectador. Por eso los contornos de la cosa son tan
desmoronados. Y es que no pretenden pintar una cara dulce, sino la
dulzura sin cara, el puro sentimiento, y por eso ya no pueden
anclarse a una representación. El arte abstracto, típicamente, es un
objeto que es algo y no es nada a la vez. Las esculturas abstractas
son muy ejemplares al respecto. Cuando Walter Patter dijo, en 1877,
que "todo arte aspira a la condición de música", a esto se refería,
a que el objeto se volviera como un éter sin límites dentro del cual
uno quedaba inmerso. Y estando dentro, con en el mundo, el objeto se
torna interminable, nunca acaba, que es a lo que se refería Paul
Valéry cuando dijo que una obra de arte "no se termina, sino que se
abandona".
Por el contrario, la ciencia es un mundo que es considerado como
un objeto, que es lo que hace justamente Gerardus Mercator en 1569,
cuando toma todo el mundo y lo puede poner en un planisferio sobre
su mesa de trabajo, y lo aplana y lo endereza a su gusto. Por eso
los científicos hablan de "objeto de estudio" aunque se trate de
todo el universo o de toda la materia. La razón por la cual en
ciencia un universo tiene que ser visto como un objeto es para poder
apreciarlo desde fuera, bien delimitado, toda vez que existe la
regla de procedimiento de que quien haga o lea ciencia debe
comportarse como, o fingir que, uno no existe, sino sólo el objeto.
Así que uno se queda afuera. Por ello, los objetos científicos sí se
terminan, tienen un acabado (M. Romo, 1977, p. 64). Quien hace uno
165
de éstos, sabe cuándo está terminado: cuando se obtiene el
resultado. Una vez resuelto el mapa del genoma humano, ya no hay
nada más que hacerle, ni modo de ponerle un gen más por puro gusto.
Y cuando ya no haya nada más que hacerle al genoma humano, lo que
sigue es reproducirlo o repetirlo de todas las maneras posibles, es
decir, buscarle sus aplicaciones, que tarde o temprano se volverán
medicinas y cirugías y así sucesivamente: esto es connatural al
desarrollo de la ciencia. La ciencia es un pensamiento que se
convierte en cosa. Se entiende, pues, que la dirección de la ciencia
sea opuesta a la del arte: la ciencia pretende que sus objetos sean
cosas concretas. Así, a fin de cuentas, por su vocación de dividir
el mundo en múltiples objetos independientes, el objeto de la
física, el objeto de la química, el objeto de la psicología, y cada
uno a su vez subdividido, y por la distancia estatuida entre uno
mismo y esos objetos, la ciencia no tiende a convertirse en estados
de ánimo como el arte, sino en cosas cada vez más particulares y
específicas y cada vez más tangibles y manipulables, sean vacunas,
trigo mejorado, uranio enriquecido, conductas adecuadas, o sillas al
por mayor, es decir, la ciencia tiene una tendencia natural hacia la
tecnología y por ende hacia la producción de objetos, ya no de
trato, sino de consumo.
Las sillas que se fabricaron durante el reinado de Luis XV fueron
idóneos ejemplos de los objetos de ciencia y arte: aparte de lo feas
que son, estaban hechas para ser sinceramente estimadas por sus
constructores y sus poseedores, toda vez que proporcionaban el largo
confort, la sostenida comodidad, firme y estimulante, que es
necesaria para entregarse y perderse en una conversación de toda la
166
tarde, actividad favorita del siglo XVIII, u otras actividades,
tales como trabajar en el taller o tocar un instrumento, ya que es
la fecha en que los modelos de sillas empiezan a adaptarse a las
particularidades de su actividad: silla de tornero, de lectura, etc.
(Rheims, 1990, pp. 1102-1103). Las sillas de autor del siglo XX, que
también representaban una solución equilibrada entre estética y
ergonomía, como la Silla Barcelona de Mies Van Der Rohe (Pearce,
1991), diseñada en 1929, son igualmente objetos de este tipo. O sea,
en suma, cuando una sensación, la del mundo sentado en plena
conversación, se repite y se reitera, se convierte en objeto de
ciencia y arte.
Sin embargo, las sillas Luis XV se siguieron produciendo, ya
abaratadas en material y usuario, durante doscientos años más;
asimismo, la Silla Bertoia, una maravilla del diseño industrial, fue
comercializada con mucho éxito por la firma Knoll International a
partir de 1952. Entonces, cuando un objeto de ciencia y arte, sea
teoría, obra, instrumento o utensilio, a su vez se repite y se
reitera, se convierte en mercancía. Las mercancías son objetos cuyos
contornos son fijos y definidos, y ya pueden ser percibidos de
lejos, y, como su nombre lo indica, son intercambiables con otras
mercancías. A mediados del siglo XIX, los hermanos Thonet, de Viena,
sobre todo Michael, construyeron unas sillas de baguetas de madera
esbeltas y curvadas, sencillas y prácticas, con asiento de mimbre
(Selle, 1973, p. 62), que, por lo mismo, pronto dejaron de ser una
pieza singular para producirse en serie, hasta alcanzar la venta de
cincuenta millones de unidades. Todavía hay algunas, del modelo Nº
14. Una mercancía es una cosa con características físicas que ya no
167
vale por sí misma sino que vale sólo por lo que mide, en especial
por lo que mide en dólares, y cualquier cosa que cumpla con las
medidas, esto es, que se venda al mismo precio, es equivalente.
Werner Sombart (1913) relata que alguien llevó el primer tulipán a
Holanda en 1554, y que, en 1630, surgió una curiosa fiebre de los
tulipanes, merced a la cual todos querían poseer tulipanes, que se
empezaron a comparar y vender desaforadamente, por lo cual los
precios se elevaron al grado de que un bulbo de cierta especie podía
costar literalmente una fortuna, y así, la gente empezó a vender
tierras y posesiones para comprar tulipanes y hacer negocio con
ellos. Los tulipanes dejaron de valer como tulipanes y empezaron a
valer como acciones económicas, y así es como una flor se convierte
en mercancía, y así es como surgen las casas de bolsa, que en este
caso se derrumbó estrepitosamente siete años después, dejando a
multimillonarios en la ruina, con dos florecitas en la mano en vez
de sus capitales (pp. 58-60). Cualquier cosa que se reproduce en
serie y se torna indiferente a sus cualidades intrínsecas, se
convierte en mercancía. La ciencia, por su mera lógica procedimental
que tiende a colocarles medidas, cantidades y contornos delimitados
a sus objetos, se vuelve tecnología, esto es, actividad
manufacturadora de mercancías, cuya medida final, según se está
viendo, es el dinero, de suerte que lo que verdaderamente se produce
en serie y que lo único que verdaderamente se produce es esta última
mercancía: el dinero. Si el dinero, bajo la apariencia, por ejemplo,
de poder, es un arte y un sentimiento, eso ya es otro asunto. La
ciencia está terminando por ser una mercancía que lo único que
produce son mercancías. Por esto, cualquier objeto mercantil es
168
soberanamente intercambiable por cualquier otro cuya medida a fin de
cuentas sea económica: a la marca Marlboro de la Philip Morris le da
lo mismo si lo que vende son cigarros, camisas de mezclilla o
monoplazas Fórmula 1, y también da lo mismo si lo que se subasta en
Sotheby's es unos girasoles de Van Gogh, el lápiz labial de Marilyn
Monroe, los papeles ocultistas de Issac Newton que compró Milton
Keynes o el vestido azul de Mónica Lewinsky. La familia Wilkinson,
de la Gran Bretaña, que tradicionalmente forjó las espadas de la
Corona, ahora vende hojas de afeitar. Los cosméticos Avon, que se
venden de puerta en puerta, son industria de un señor de nombre
Daniel McDonald, que vendía biblias de puerta en puerta, pero que en
1893 cambió de giro porque los perfumes dejaban más; en días de
mercado, da lo mismo anunciar cremas que la palabra de dios. Parece
que para el siglo XXI el papel de la tecnología consiste en buscar
qué otro objeto se puede convertir en mercancía: ya se ha logrado
con la salud y el sistema médico en general, incluyendo medicinas,
médicos, hospitales, urgencias, servicios y la misma muerte, que
están a la venta sólo para quien puede alcanzar el precio, y la
investigación científica y tecnológica que se lleva a cabo en el
ramo es porque se vende bien; nada que ver con Florence Nightingale
ni la Madre Teresa. En salud mental, la psicología pone a la venta
autoestimas y otras superaciones personales que incluyen terapias
para no comerse las uñas. En ambos casos, ya no hay pacientes, sino
clientes.
Se suele argüir que esta situación no es culpa de la ciencia y la
tecnología: no es su culpa, pero sí su lógica, que es intrínseca a
su propio raciocinio, porque está dentro de la ciencia misma el
169
hecho de que se trata de un pensamiento convertido en cosas. Si las
cosas en que se convirtió no eran las que querían, pues ya ni modo,
pero, como quiera, dado el éxito tecnológico, esa misma lógica es la
que está operando a la hora de convertir la religión en mercancía,
la buena figura en mercancía, la política en mercancía, la cultura
en mercancía, y claro, por qué no, los objetos de arte en mercancía:
es "lógico" que exista entonces un mercado de arte como si fuera
mercado de tulipanes, y que haya en él corredores de arte como si
fueran corredores de bolsa, y que los escritores, pintores y músicos
solamente aspiren a convertirse en libros, firmas y discos que se
reproducen en serie por diversos métodos y se pueden anunciar,
ofertar y demandar como cualquier otro bien de consumo. También hay
mercado de personalidades, donde las gentes se adquieren y se
desechan, se casan y se divorcian, se aman y se olvidan, se conocen
y se desconocen con el mismo tipo de relación que cualquier otra
mercancía, porque si se puede tirar una licuadora, cambiar una
religión, pagar una salud, olvidar una camisa o patear una silla, no
quedaría clara la razón por la cual no se pueda tirar, cambiar,
pagar, olvidar o patear una amistad, y meter en la calculadora los
datos del próximo prospecto.
4.3. El Secreto de las Cosas
La realidad física no sucede nunca: cuando la física entra dentro de la materia la materia física desaparece. Toda materia requiere de un observador. La materia es una realidad psíquica: es una realidad mental. El conocimiento de los objetos es el conocimiento del propio pensamiento.
170
Y además de trágico y curioso, es paradójico que mientras más
información se tenga de los objetos, menos conocimiento se tenga de
ese objeto, o sea: la realidad más dura, concreta y verificable, es
la menos real. En la física no existen los colores (Tomasini
Bassols, 1993, p. 186), sino solamente lo que se puede verificar de
ellos mediante los aparatos de registro y medición, de manera que lo
que se tiene es su longitud de onda, su ángulo de refracción, su
posición en el espectro, y su nombre. Pero la física no puede saber
qué es el azul, mientras que uno puede saber qué es el azul aunque
no se sepa ni su nombre (Wittgenstein, Ed. 1977, p. 144), porque
siente algo así como un frío que no le da frío sino introversión
(Humphrey, 1992, pp. 80, 66). Lo que se tiene del objeto desde la
posición de la física, de la percepción y del sentido común público,
es sus medidas en las cuatro dimensiones, su función, el nombre de
su color según nomenclatura establecida, su peso, dureza,
temperatura, resistencia, comportamiento, maleabilidad, densidad,
etcétera. Lo que no se tiene es el objeto. Lo que no se puede
obtener mediante ninguna medición ni verificación es lo que implica
ser ese objeto, su significado, por así decir: aquello que está
presente pero que no queda consignado en ningún medidor. Se puede
decir que se ignora todo menos lo que aparece en los aparatos de
registro, y es que la ciencia y la tecnología pueden producir todo
menos significado.
Cada vez que se pide la demostración de la existencia de un
objeto, se pueden enseñar sus contornos, utilización, clasificación,
descomposición, comparación, etcétera, pero el objeto es lo que no
se puede mostrar, así que, siendo francos, el objeto tal cual nunca
171
aparece ante los sentidos de la percepción de nadie, de manera que,
estrictamente hablando, la realidad física nunca sucede, porque, una
de dos: o siempre hay un observador que da fe, y entonces su
existencia la comparte con este observador, o solamente sucede
cuando no hay nadie, en cuyo caso es sinceramente difícil decir que
sucedió, porque, puede uno preguntarse, qué tiene el espejo cuando
nadie lo está viendo. El color azul, cuando es real no es físico, y
cuando es físico no es real: solamente azul cuando alguien lo mira,
y cuando nadie lo mira, solamente 450 milimicrones de onda.
Este tipo de argumentos, resumidos en que "la conciencia es
materia y la materia conciencia", ya se usaba desde los tiempos en
que Leibniz (Boring, 1950, p. 191) escribió su Monadología (1714), y
actualmente, no han sido desempolvados por místicos ni esotéricos,
sino por la "nueva física" (B. Lovett Cline, 1965), la de la
mecánica cuántica, merced a dos conclusiones. La primera es la de la
impenetrabilidad de la materia (Russell, Ed. 1975, pp. 559 ss.), que
se refiere a aquella idea lógica tradicional de que dos objetos no
pueden ocupar el mismo lugar en el espacio, pero que quiere decir
eventualmente que entonces, por lo tanto, la mirada del observador
no puede entrar dentro de la materia física, porque no puede ocupar
su lugar, y así, cuando lo logra, cuando entra, se encuentra con que
la materia ya no está: encuentra electrones, protones, neutrones,
neutrinos, quarks, pero estos objetitos ya no cumplen con los
requisitos de los objetos físicos, como si se desmaterializaran al
ser invadidos por la vista y resultaran hechos del material de la
mirada: ya no son físicos sino mentales, como había planteado
Leibniz (Fuentes Benot, 1957, p. 25). Y en efecto, la segunda
172
conclusión es entonces que el observador es parte del objeto que
observa, que es lo que se supone que está contenido en el Principio
de Indeterminación de Heisenberg, Nobel 1932, según el cual, cuando
se observa la posición de un electrón, la velocidad no puede ser
rastreada, y cuando se atiende a la velocidad, la posición se vuelve
ilocalizable, como si hubiera un pacto entre electrón y observador
de decidir cuál mitad de la realidad es la que existe: por eso el
observador se hace no sólo participante sino integrante de la
realidad. Y es que como dice el Nobel del año siguiente, Erwin
Schrödinger (Wilber, 1984, p. 126), "no hay el mundo que existe y el
que es percibido. El sujeto y el objeto son solamente uno". Es el
mismo mundo para la materia y para la mente.
La conclusión de estas conclusiones es que la naturaleza sólo es
física en lo que le sobra, en lo que rezuma, en sus excedentes, es
decir, en lo que excluye a uno mismo, y por lo tanto, no se puede
conocer, sino sólo verificar, y el resto del objeto resulta ser
psíquico en el sentido ya estipulado de la compenetración de uno
mismo con la cosa: psíquico es todo, menos lo que aparece en los
aparatos de medición.
Como se ve, cuando los nuevos físicos terminaron de ganar sus
premios Nobel, se dedicaron a filosofar, con cierta ingenuidad, es
verdad, ya que les daba por encontrar a Dios antes de tiempo, y por
eso a veces sus textos son catalogados como místicos para uso de
esotéricos, pero, en fin, aquella parte indeterminada de los objetos
e indeterminable por la física que constituye su naturaleza íntima,
que sólo puede ser alcanzada por la sensación y el sentimiento,
resulta, necesariamente, ser de naturaleza psíquica, por lo cual,
173
por ejemplo, Sir Arthur Eddington, quien proporcionó la primera
prueba empírica de la teoría de la Relatividad, asume que "toda
realidad es de naturaleza mental" (Wilber, 1984, p. 253), y postula,
en consecuencia, que el material de que están hechos todos los
objetos, incluyendo los objetos físicos, es el de una "materia
mental" (Wilber, 1984, pp. 259, 261).
La materia mental de que están hechos todos los objetos es la
cultura, porque, como dice Max Plank, no puede haber un orden a
menos de que intervenga la cualidad creadora de la mente, y como
decía Durkheim, no puede haber una mente que no sea la sociedad. Lo
que conocemos de la realidad es creación humana, decía Niels Bohr
(B. Lovett Cline, 1965, p. 278). Pero, a su vez, la sociedad y la
cultura es un objeto hecho de material mental: la naturaleza del
pensamiento es el pensamiento de la naturaleza. Por lo tanto, en
palabras de James Jeans, un físico y astrónomo que terminó siendo
filósofo de la ciencia, al que no le dieron el premio Nobel pero sí
el título de Sir, "la mente ha dejado de ser considerada como un
intruso en los dominios de la materia", y por ende, "el universo
está empezando a parecerse más a un gran pensamiento que a una gran
maquinaria" (Wilber, 1984, p. 196).
Por eso, conocer el universo es un pretexto para conocer el
pensamiento, que, según Tolstoi, es lo único que le interesa conocer
al ser humano. Y eso, aparentemente, es lo que está haciendo la
física teórica, porque lo que verdaderamente encuentra en los
objetos, en la naturaleza y en el universo, son las formas de su
propio pensamiento: lo que averigua la física es qué consiste y cómo
174
se comporta el pensamiento que piensa la materia: se busca lo otro
para encontrar lo uno.
Heisenberg cuenta un cuento (Wilber, 1984, p. 117): "Nos hemos
encontrado con una huella extraña, en las playas de lo desconocido.
Hemos inventado, una tras otra, las más profundas teorías tratando
de explicar su origen. Al fin, hemos podido determinar la criatura
que dejó la huella. ¡Já!: la huella es nuestra"*.
___________________*.- Hay algo de animismo en todo esto. Puede acusársele correctamente a la
Psicología Colectiva de "neoanimista". Por animismo se puede entender aquella
forma de conocimiento que consiste en dotar de vida a aquello que según la
biología no lo tiene -aunque lo que no tiene la biología es una definición de la
vida-, o que asume que los objetos piensan. Ahora bien, es "neo" porque no se
trata de ese animismo cándido que opina que un árbol está triste porque no tiene
nidos, que es el tipo de animismo que usa el ecologismo comercial y que, en
efecto, se ha explicado dentro de la psicología como un antropomorfismo que
proyecta las intenciones propias en las cosas ajenas; esta versión supone que
existe una realidad independiente y objetiva sobre la cual se proyecta la mente
subjetiva; por supuesto que el animismo de la psicología colectiva no tiene que
ver con esta versión. Para el conocimiento de la psicología colectiva, no es que
los objetos piensen independientemente de la sociedad, sino que, porque pertenecen
a la sociedad, forman parte de su pensamiento.
La posición epistemológica de la psicología colectiva le viene de origen
porque, en efecto, plantear que las masas, independientemente de sus componentes
individuales, piensan (concretamente: piensan con sentimientos), y por lo tanto,
están vivas, es una posición animista. Es exactamente lo mismo con respecto a la
sociedad, como lo hacen Durkheim y Wundt. No puede, al parecer, ser de otra manera
en psicología, porque una vez que se requiere de la conciencia o del significado
para que las cosas, no importa cuáles, tengan realidad, en ese momento ya quedan
adscritas a esa conciencia y a esa vida. No es de extrañar que Baldwin, psicólogo
social del tiempo de la Psicología de las Masas, tematice el asunto del animismo
en su Historia de la Psicología (1913, pp. 121-124), y cite en ella a William
175
McDougall, autor de un libro sobre el animismo en psicología, en 1911, quien más
tarde sería un extremo defensor de la tesis de la mente grupal. Junto con la masa
y la sociedad, lo estético y lo afectivo son categorías que piensan y sienten,
porque ahí hay algo del objeto que se siente en uno mismo, y el objeto se resiente
de uno mismo. Y finalmente, como también menciona Baldwin, antes de la existencia
oficial de la Teoría de la Gestalt, el concepto de forma es animista, porque una
forma contiene dentro el pensamiento de quien la percata, y por lo tanto, si es
real, necesariamente está viva. En suma, la psicología colectiva es animista
debido a que el conocedor de la realidad es integrante de esa realidad, o dicho de
otro modo, a que lo psíquico implica la reunión de sujeto y objeto en una misma
entidad. Si no hay este animismo, no hay psicología alguna, sino solamente las
ingenierías del comportamiento que tanto les gustan a los cientificistas que se
han encargado sesudamente de desencantar al mundo, como decía Max Weber.
Parece pues, que hoy en día, desde la psicología colectiva hasta la física
cuántica, hay una tesis animista de la realidad: es el reencatamiento del mundo,
como lo parafrasea Morris Berman (1981). No tiene nada de raro, porque el
pensamiento de la sociedad -no ya de las ciencias y disciplina- siempre ha sido
animista, no tanto en la connotación mágica del término, sino en el hecho de que
cotidianamente los objetos, las situaciones, las circunstancias, nunca aparecen
separados de la gente que los hace, los usa y los sobrelleva. El animismo es una
manera de ser del pensamiento, y por ende, una manera de ser de las cosas.
Ciertamente, los objetos, sean fabricados, descubiertos o alucinados, tienen
dentro la vida de la sociedad en la que aparecen, y por lo tanto, tienen dentro el
pensamiento de su sociedad: son una forma de su pensamiento y de su sentimiento;
justamente, es esto lo que los hace comprensibles. De hecho, en verdad, resulta un
poco lerdo que ciertas ciencias sociales, como la psicología social, supongan que
para saber algo de la sociedad tengan que ir a preguntarle a las personas, las
cuales, dicho sea de paso, no son muy confiables en sus respuestas y sí muy
fragmentarias, porque responden desde su corta vista y desde su corta vida,
cuando, en cambio, se puede interrogar a los objetos, los cuales, si la pregunta
es adecuada, no sabrían mentir. El pensamiento de los objetos es el pensamiento de
la sociedad. Ello avala como línea de trabajo una psicología colectiva de las
cosas, porque en efecto, si se toman las sillas, las ciudades, los cementerios o
lo que se quiera, y se describen como formas del pensamiento de la sociedad, puede
aseverarse que se obtiene un conocimiento más largo y hondo de la sociedad.
Tampoco es algo fuera de lo común: con otros motivos, la crítica de arte, la
teoría urbana, la arqueología o la historia cultural hacen esto, y les sale bien.
176
5.- LOS RECUERDOS
El armagnac no se toma, se huele
LEON LAFITTE
Cuando se pregunta un significado, se pide una historia: contar una historia es proponer un significado; el pensamiento es su historia y la Historia es el pensamiento de la sociedad. La historia es la narración que parte de una memoria y se desarrolla a una velocidad específica; cuando se rebasa esta velocidad, sobreviene el olvido.
Cuando alguien pregunta ¿por qué?, lo que está haciendo es pedir que
le cuenten una historia. Por eso a veces se evita la pregunta,
porque la respuesta es demasiado platicada: por qué la izquierda no
sabe organizarse, por qué ya no me quieres, por qué soy así, y
aunque le puedan salir a uno con respuestas más conceptuales o
lógicas, uno solamente se queda tranquilo con una historia, algo
nada diferente de los niños que se duermen con un cuento. Uno en
verdad está pidiendo el significado de algo importante para uno,
para lo cual nunca ha habido concepto que lo llene ni lógica que lo
cubra, y es que, si uno hace repaso de cada vez que ha tenido que
dar o pedir el significado de lo que sea, podrá darse cuenta de que
lo único que se acerca al significado de algo es su historia.
Umberto Eco, después de haber hecho semiótica y otros tratados
conceptuosos, tuvo que escribir El Nombre de la Rosa porque supo que
había algo que sólo podía ser contado, sin explicaciones. Y es que
cuando alguien solicita el porqué y el significado, en el fondo de
su pregunta lo que está pidiendo es que le muestren, así, vivito y
coleando, el pensamiento de una realidad determinada, y quien tiene
177
que responder se percata de que el pensamiento "sólo" es su
historia.
Esta historia es el pensamiento. Ni éste ni la mente ni la
conciencia son un producto terminado ni tampoco un aparato, y por
ello no se pueden sacar del proceso en el que vienen ni tampoco
desenchufar y tenerlos listos para cuando haga falta. Un pensamiento
se constituye pensando, moviéndose, y solamente existe cuando está
todo completo, desde que empezó hasta ese momento, y por eso, para
conocerlo, hay que relatarlo; aquí no vale que nada más se digan los
resultados, porque eso no es un pensamiento. "Todo conocimiento de
la mente es histórico", decía Collingwood (1946, p. 214), un
filósofo e historiador inglés. Si se le resta su historia, se acepta
el absurdo de un pensamiento que en algún momento no estuvo
pensando, o de que primero se hizo el pensamiento y ya después se
puso a pensar, y eso en rigor se podría decir hasta de un adoquín,
que es muy inteligente, nada más que hasta el momento todavía no ha
pensado nada. La marcha se muestra andando, si el pensamiento no
tiene historia, no tiene pensamiento.
Y viceversa, si la historia no lo es del pensamiento no es
historia, y por eso Collingwood también dijo que "la historia no
presupone la mente; es la vida misma de la mente" (1946, p. 217).
Las historias no platican los hechos que acaecieron, sino solamente
lo que viene al caso, y lo que viene al caso es aquello que es
significativo, aquello que fue importante para el protagonista: lo
que sintió, intentó, fracasó, quiso y pudo: "la historia es una
historia de las pasiones", dice Cassirer (1944, p. 280). Lo que se
platica es estrictamente el pensamiento de un acontecimiento, y que
178
es el pensamiento del cual el que lo sufrió, el que lo cuenta y el
que lo oye, siguen tomando parte, y pueden entender, sólo así, su
propio pensamiento. Cuando alguien cuenta su vida, es de esperarse
que no cuente los hechos, porque, para empezar, se tardaría toda su
vida otra vez, y para acabarla, tener que oír que y-entonces-voló-
una-mosca, y luego había-una-cacerola, y después también-otra
(mosca, no cacerola), que no tienen nada que ver pero innegablemente
son hechos, resultaría mortal, esperemos que para el que lo cuenta.
Sólo se acepta oír una historia cuando lo que se narra, sea
verídico, de hadas, película o chisme, es un acontecimiento mental.
Como decía Marc Bloch, en su discurso de ingreso al Colegio de
Francia que nunca pronunció (S. Corcuera, 1997, p. 179), "los hechos
históricos son, por esencia, hechos psicológicos" (Bloch, 1941, p.
148).
5.1.- La Historia
Todas las cosas tienen tiempo dentro, que es la cantidad de vicisitudes que les han acontecido: el tiempo se puede definir como la cantidad de sociedad que tiene un objeto dentro; la historia relata ese tiempo; la esencia de la historia no son los hechos pasados, sino su narración: la narratividad parece ser una forma inmanente del pensamiento que sirve para experimentar el tiempo. Sin embargo, para comenzar una narración hay que transladarse al primer momento: para recordar hay que "desrecordar"; rememorar es ir ignorando vestigios acontecidos hasta llegar al inicio de las cosas. El inicio de las cosas es la memoria.
Tal vez sea por este fondo común que los historiadores también se
han dado la vuelta hacia la idea de forma: el título que le coloca
Hayden White a un libro suyo es El Contenido de la Forma (1987), y
179
Peter Burke, Formas de la Historia Cultural (1997). Y así, porque
todo debe tener significado, todo tiene historia, aunque no nos la
sepamos, que le da sentido más profundo a lo que sea. Esta
historicidad de las cosas no es tanto el hecho simplón de que
transcurren en el tiempo, como que traen dentro el tiempo
transcurrido, y ese tiempo no es un tiempo pasado, sino un presente
dilatado, ancho, que es como si, mientras más historia tuviera algo,
mayor fuera su presente. Es la cantidad de tiempo que algo tiene
dentro. Las catedrales góticas tienen mucho. Entonces, el tiempo, es
un material de las cosas; así como tienen color, peso, función, así
también tienen tiempo. Las catedrales góticas son altas, calladas,
de piedra, y viejas. Y es por esta última cualidad por la única que
ya no se puede actualmente hacer catedrales góticas. Se les puede
poner todo, menos tiempo. Si se falsea el tiempo, como en efecto se
puede hacer, añadiéndole pátina mediante trucos técnológicos, su
historia ya es otra, la de los trucos tecnológicos y el prestigio de
las "antigüedades". Pero para poner tiempo hace falta tiempo.
El tiempo es la cantidad de actividades y movimientos que se van
superponiendo sobre una cosa o un lugar: el primer día de una
catedral gótica no pasa de algunas piedras ordenadas a ras de suelo,
pero al siguiente se ponen otras hileras y así sucesivamente, una
tras otra, hasta que, al cabo, queda alta y terminada. Llena de
adornos. El tiempo se deposita como en capas. Se puede calcular el
tiempo de abandono de una casa por el grueso de la capa de polvo
sobre el piano, que es justo lo que sucede en los sitios
arqueológicos, en los que el emplazamiento de una ciudad antigua se
ha ido recubriendo de otras construcciones, con tierra,
180
demoliciones, con la selva, con el amontonamiento del tiempo, y ahí,
para averiguar su historia, no hay que desandar ningún camino, sino
escarbar sin moverse de sitio. El tiempo, más que nada, es lo que se
nos viene encima. El tiempo parece tener una profundidad, porque los
acontecimientos se desarrollan sobre sí mismos, como en redondo o en
espiral, como también de desarrollan los zigurats, la Torre de Babel
o la Columna Trajana. Por eso uno se "hunde" en sus recuerdos, sin
moverse de lugar. A las catedrales góticas se les ha ido acumulando
no solamente piedras, sino desgastes, ceremonias, hollín,
modificaciones y turistas; las pobres, como Notre Dame, traen
impregnadas las luces de cincuenta millones de flashazos de cámara
Kodak, o sea, que tienen mucho tiempo, y para encontrar la catedral
original, hay que remover bastante, quitarle tanta tarjeta postal.
Las actividades y movimientos que las cosas traen dentro son los
trabajos, los cansancios, los talentos, las invenciones, las
equivocaciones, los cuidados y los imponderables naturales de la
sociedad que las produjo, por lo que, en suma, el tiempo es la
cantidad de sociedad que algo trae dentro.
Las historias son las que cuentan todo esto, pero, en verdad, una
historia no lo es porque registre lo que aconteció, sino porque lo
cuenta, porque a la gente desde siempre le gustan más los cuentos
que los registros, de modo que es conveniente entender a la historia
como un cuento, un relato o una narración, en el sentido de que la
Guerra de Troya es una historia, la Cenicienta es una historia,
Batman es una historia, un chiste de Pepito es una historia, un
reportaje sobre una huelga es una historia, un infundio sobre un
vecino es una historia, la Historia es una historia. Lo que tienen
181
en común es que se cuentan, así que parece que la esencia psíquica
de la historia radica en su estructura narrativa (Bruner, 1990, pp.
55 ss.; Gergen, 1991, pp. 147-149), en una secuenciación concatenada
que tiene un principio y se acerca a su culminación, como si fuera
ganando fuerza y expectativa conforme se desarrolla. Parece que esto
es lo básico.
Hay una especie de encantamiento inexorable en las narraciones, de
tentación por oírlas y contarlas, y se puede advertir que la gente,
en mitad de otras explicaciones, aunque ya esté cansada y aburrida,
si de pronto ve venir una parte narrada, sea un ejemplo, un caso, un
chiste, la gente se despabila y guarda el cansancio y el
aburrimiento para después de que pase el cuentecito, como si todo el
mundo encontrara algo de fundamental interés en las narraciones en
general, sin que parezca importar el contenido, lo verídicamente
dicho, sino la estructura narrativa. Cuando alguien avisa que va a
contar un chiste, todos atienden. Cualquier evento se convierte en
atractivo cuando se presenta como una narración: lo único que se
necesita para que suceda algo interesante es que alguien lo cuente.
Sartre decía que "para que el acontecimiento más trivial se
convierta en una aventura es necesario y suficiente que uno se ponga
a contarlo". "Las aventuras solamente le suceden a la gente que sabe
cómo contarlas", decía henry James (citado por M. Romo, 1997, p.
134). Un buen profesor debe ser un buen narrador; cualquier proyecto
educativo debe basarse en historias, hasta para las matemáticas.
Esta esencia narrativa de la historia ha desatado esperanzas,
desconsuelos y polémicas entre los historiadores (White, 1987, pp.
42 ss.), porque se les cuela el dilema de lo fáctico y lo ficticio,
182
de la ciencia y la literatura, pero como en una sociedad mental lo
fáctico y lo ficticio son igualmente reales, no resulta difícil
sacudirse el embrollo. Comoquiera, la atracción universal que
ejercen las narraciones muestra que el significado que se busca en
las historias no radica en el contenido de los hechos, sino en que
la narración misma tiene algo así como la forma de la vida, de modo
que al oír cuentos de hadas se entiende más la vida que al escuchar
reportes fidedignos. Es como si el que oye o cuenta un cuento
sintiera que el cuerpo y el alma se le tranquilizan al momento en
que se dejan llevar por el influjo del relato. Niños oyendo cuentos;
adultos, especialmente adultas, leyendo novelas; todos yendo al
cine; ancianos contando historias. Paul Ricoeur (citado por White,
1987, p. 180), dice que en la narración lo que se aprende es "la
experiencia humana de la temporalidad": la vida y la muerte. Y qué
más verdad puede alguien querer que saber que todo va adquiriendo
sentido a medida que se cuenta, sea chiste, chisme, o mentira.
Quizá por esto último se entienda por qué la narración, a pesar de
estar relatada con palabras, no es precisamente un acontecimiento
del lenguaje, sino del tiempo, y, como argumenta Gardner, tiene más
características visuales que sintácticas o semánticas (1983, p.
127). Parece cierto que para narrar no hay que escuchar, sino
vislumbrar: Michelet dijo que él "veía" la historia, y Bartlett
plantea que narrar y recordar tiene que ver con imágenes, no con
palabras (1932, pp. 214 ss.). Por esto, por ejemplo, los novelistas,
que son buenos narradores, no resultan buenos poetas; como Cortázar;
porque aunque ambos usen palabras, las palabras que usan no están
hechas del mismo material. Las mujeres son más históricas y menos
183
lingüísticas que los hombres: son menos conceptuales y más
narracionales; prefieren las novelas a los ensayos.
De cualquier modo, la narración tiene una tarea paradójica que
cumplir, porque cualquiera que esté apto para contar una historia,
se encuentra aproximadamente al final de la misma , después de que
ya pasó, y sin embargo, tiene que empezar por el principio. Se puede
notar que cuando a alguien le piden que platique lo que sucedió,
tiene que tomar una pausa o hacerse el distraído mientras aprovecha
para ordenar sus pensamientos, o sea, para acomodarlos a la inversa,
de manera que primero quede el principio y luego esté el final. El
narrador tiene que ir hacia donde empezó la historia, allá donde
comienzan las cosas, que es donde radica el significado de lo que
sucedió después: si no se encuentra el lugar de donde surgen las
narraciones, éstas carecen de sentido. Gadamer dice que "la
comprensión del significado es una especie de reconstrucción de lo
originario" (1960, p. 219). La sociedad contemporánea tiene alguna
debilidad por encontrar ese punto en la Edad Media o en la Grecia
clásica: ambas parecen principios del mundo; los norteamericanos,
que prefieren evitar las complicaciones, encuentran el principio del
mundo en el nacimiento de George Washington. En todo caso, el punto
de origen donde el resto de la sociedad va a empezar a suceder
resulta más importante que el desenlace, porque sin aquél ningún
acontecimiento posterior tiene razón de ser, y también porque todos
los errores y desvíos se arreglan porque todavía no existían. En el
comienzo de una historia está todo lo bueno y nada de lo malo. Y
bueno, uno tiene que llegar al había-una-vez, al en-un-lugar-de-la-
mancha o al "Rodin estaba solitario antes de su gloria", que es como
184
empieza Rilke, pero resulta que, cuando había una vez, entonces no
había otra ni nada más y no existe aún lo que va a suceder más
tarde, y el problema es que el narrador sí lo sabe, tiene presentes
todas las vicisitudes que no pueden estar presentes, y que por lo
tanto le hacen ruido a su narración, y que no sólo abruman y manchan
el panorama, sino que incluso tapan y ocultan el momento del inicio
de la historia, que es el punto de la memoria y la razón de ser de
la misma narración. Así que paradójicamente, para recordar una
historia, hay que borrar su historia, es decir, hay que ir quitando
los vestigios, adornos, capas, incidentes que se le han ido adosando
en el curso del tiempo al acontecimiento original (Halbwachs, 1925,
pp. 86-87). Es lo que hace el arqueólogo en el sitio, el historiador
en los archivos, los grupos cuando les da por la nostalgia y las
gentes cuando rascan en su infancia. Hay que "desrecordar", que es
ir ignorando una serie de recuerdos que no pueden haber sucedido en
el principio, y también es ir desarticulando cualquier viso de
narración, porque las narraciones solamente deben empezar por el
principio.
Desrecordar no es tanto desandar como precipitarse, ir hacia el
fondo, sacando tierra, descartando documentos, haciendo de lado
álbumes de fotos que no vienen al caso, que es como ir suprimiéndole
adornos a las cosas hasta que uno logre toparse con la cosa sin
adornos. Pero al hacer esto, sucede algo: cuando la gente se hunde
en sus recuerdos, poco a poco lo que va diciendo se hace más
deshilvanado, su plática se torna entrecortada, hace pausas más
largas, se queda quieta a ratos, como si fuera deteniendo el paso.
En la asociación libre practicada por Freud se nota esto. Milan
185
Kundera, en una novela que se llama La Lentitud (1995), describe a
un transeúnte que va tratando de acordarse de algo y paulatinamente
aminora el paso, hasta que se detiene en su camino por completo, que
es cuando encontró el recuerdo que estaba buscando,
"¿dóndevistoestaseñora?", por ejemplo. Cuando uno hace esto, es como
si fuera regresando al pasado, y es como si el pasado fuera más
lento que el presente, por el mero hecho de que está compuesto de
mucho menos elementos. "El grado de lentitud es directamente
proporcional a la intensidad de la memoria", dice Kundera en la
página 45. En los pueblos viejos, por donde se dice que "no ha
pasado el tiempo", que siguen viviendo en el pasado, la vida también
se mueve lentamente, y cuando uno transita por ellos, en
consecuencia, también empieza a moverse con menos prisa, a poder
sentarse toda la tarde a contemplar cómo no sucede nada: mientras
menos tiempo tenga algo, sus movimientos y actividades son más pocos
y la vida se hace más lenta. En las iglesias y en los museos, ambos
monumentos que resguardan el pasado, la gente, cuando entra, camina
como más despacio, habla menos, mira más, y se le quitan las
preocupaciones y las ideas del presente, porque en el recuerdo, uno
realmente entra en el pasado. "Recordar" quiere decir volver a
sentir otra vez con el corazón, lo cual no significa registrar un
hecho que ya pasó, sino que el pasado vuelve a ser tan presente como
antes, como si todavía se viviera entonces. Es por eso que, cuando
se ingresa a lugares viejos, como los pueblos antiguos, también los
pensamientos, los movimientos y las actividades, uno mismo en suma,
vuelve a adquirir las cualidades de ese momento, y la vida se
convierte en la de antes, y entonces uno vuelve a pensar con los
186
pensamientos de entonces, y a moverse con los movimientos de ese
lugar por donde no pasa el tiempo. Woddy Allen dice que hace sus
películas en blanco y negro porque así vuelve a sentir que ve
películas como cuando era niño.
5.2.- La Memoria
La memoria es aquel recuerdo antes del cual ya no hay ningún otro y da sentido y significado a todos los recuerdos posteriores. La memoria carece de palabras, de imágenes y de tiempo: es más bien una actitud pura. Maurice Halbwachs y los marcos sociales de la memoria; Frederic Bartlett y los esquemas de la memoria. La memoria, como momento intemporal, es: estática, inmóvil; olfáctica, etérea; actual, viva; fundacional, primigenia; pneumática, alentadora.
Hasta que llega un punto en que el recuerdo se detiene porque ya no
puede hundirse más; ha tocado fondo: éste es el lugar de la memoria,
y el principio del relato. La memoria carece de historia porque ella
es su punto de partida, y en ella el tiempo de la sociedad no fluye
porque ahí es donde se echa a andar. Y se sabe que éste es el
acontecimiento primario que se buscaba en los recuerdos, tanto
porque ya no existe un recuerdo previo, como porque no hace falta,
porque ya con éste el resto de la vida tiene significado y la
historia obtiene sentido. Uno lo reconoce porque se reconoce a sí
mismo en él (Halbwachs, 1925, p. 114). En efecto, hay un tinte de
plenitud en la memoria, en el origen de un grupo, en el primer
recuerdo de la infancia, en la primera impresión sobre una persona,
en la instalación de una ciudad, porque la memoria es, por así
decirlo, la sociedad completa, incluso perfecta, en su mínima
187
expresión, sin adornos ni incidentes, incluso sin imágenes ni
recuerdos, que permitirá entender los incidentes que se irán
añadiendo luego. La memoria es con lo que uno siempre cuenta, sobre
lo que uno descansa y se reanima. Mientras que la historia es el
relato del cambio, la memoria es lo que no cambia, y a lo que
siempre se puede recurrir para asegurarnos que seguimos siendo los
mismos a pesar de los avatares de nuestras historias: que no
cambiamos no obstante tanto cambio. Mientras que la historia marca
el paso del tiempo, la memoria sella el no paso del tiempo. Como lo
sabía Proust, la memoria es intemporal.
Es claro que si la sociedad es un pensamiento que piensa con todo
lo que haya en su sociedad, la memoria no puede ser un fenómeno
subjetivo, sino colectivo, y así, en cualquier ámbito de la
sociedad, se pueden encontrar los puntos en los que se detiene el
tiempo, donde la duración se queda. Está en unas ruinas por donde
uno camina como de puntillas a la expectativa de que de repente,
desde un rincón o bajo una piedra, la historia se levante y echa a
andar; claro que dentro de la categoría de ruinas hay que consignar
a las ruinas de los cajones donde cada uno abre buscando su memoria
en la forma de una foto amarillenta. Está en la traza de la ciudad,
que se mantiene ilesa y que uno puede seguir con los mismos pasos
que la primera generación: aunque cambie el edificio, las esquinas
perduran. Está en los rituales y las ceremonias públicos o privados
y civiles o religiosos que son como ruinas activadas o fósiles
vivientes, donde uno participa de la actividad social que tuvo lugar
el primer día. O está, por supuesto, en las tradiciones, esos modos
de vestirse, de gesticular, de servir la mesa y de tener confianza
188
cuya única razón para realizarlos es que así se han hecho siempre.
Razón suficiente. Asimismo, cuestiones de creencia, normas, sistemas
de interpretación, de percepción, principios morales y otras cosas
cuyo fondo se pierde en el tiempo, son cosas hechas de memoria.
Hay dos clásicos de la memoria de la sociedad mental: Frederic
Charles Bartlett, inglés, y Maurice Halbwachs, francés. Los libros
de ambos son maravillosos, e insuperados. Bartlett, que era un
psicólogo experimental biologicista de Cambridge, cayó en la cuenta,
contra su educación, de que la memoria no la hacía ni la evolución
ni los individuos, sino la sociedad. Halbwachs no tuvo que caer en
la cuenta de nada: era durkheimiano, de esos que ya saben que Dios
es la sociedad, pero a cambio tuvo que argumentar contra todo
sentido común que una facultad que se tenía de suyo como fenómeno
individual y subjetivo, pertenecía en realidad a la sociedad: de él
es el término "memoria colectiva", tan generalizado ya. Ambos
trabajaron el tema por los mismos años; el libro de Bartlett se
llama Remembering y lo publicó en 1932; los de Halbwachs, que son
tres, los publicó en 1925, 1941, y uno póstumo editado por su hija
en 1950 con el título, sí, claro, de La Memoria Colectiva. En los
dos casos, el tema del recuerdo se desespecializa, esto es, que no
es un estudio particular sino que se convierte en una teorización
general de la sociedad, en donde aparecen imágenes, lugares,
imaginación, creatividad, lenguaje, grupos, política, sentimientos,
objetos, impugnaciones al cientificismo, y también, la memoria. A la
memoria, tal como se la concibe aquí, Bartlett la denomina
"esquema", "esquema grupal" (1932, p. 299), "esquema social" (p.
264), en los siguientes términos: "me disgusta sobremanera el
189
término 'esquema'. Continuaré, no obstante, usando el término
'esquema" (1932, pp. 200-201): el esquema, de donde salen todos los
recuerdos y relatos que se hacen para contar una historia, no es un
hecho empírico, ni verídico, ni siquiera es una imagen, sino que es,
sobre todo, una "actitud", y una actitud es casi por completo "una
cuestión de sentimiento, o de afecto" (Bartlett, 1932, pp. 206-207),
así que lo que se narra como recuerdo no es otra cosa que una
historia construida con el fin de justificar dicha actitud. Bergson,
entre paréntesis, dice que el esquema "consiste en una espera de
imágenes" (Ed. 1957, p. 65); así es una actitud pura. Halbwachs la
denomina, predominantemente, y aproximadamente, "marcos sociales de
la memoria", en los términos de la siguiente frase: "no hay memoria
posible por fuera de los marcos de los cuales la sociedad se sirve
para fijar y encontrar sus recuerdos" (1925, p. 79), aunque a lo
largo de veinte años sus conceptos se iban deslizando de un lado a
otro, y de ser los marcos sólo ayudas o hitos del recuerdo, se
convierten más tarde en depositarios fehacientes de la memoria, en
especial los lugares, tales como plazas, esquinas, monumentos, que
son, directamente, la memoria de la sociedad, y que si desaparecen,
con ellos desaparece la memoria, y por lo tanto la sociedad a la que
pertenecían (1941). Bergson, entre otros paréntesis, opina que la
memoria es el punto donde el espíritu y la materia coinciden, y
entonces también parece llamarlo "simultaneidad" (1888, p. 121), que
es el punto en que el tiempo y el espacio se intersectan; por eso
puede permitirse decir que la realidad sólo existe en el recuerdo, y
que sólo percibimos el pasado (Ed. 1957, pp. 84-85).
190
En suma, la memoria es el momento más antiguo que se puede
recordar y el primer momento de toda narración. La memoria es el
único momento de toda historia que tiene la obligación de ser
inolvidable. Y por ello, a la memoria se le pueden poner cinco
adjetivos:
El primero: es estática. Si en los pueblos viejos pasan muy pocas
cosas y hay poco que escribir a casa, en la memoria, que es como la
ciudad de Pompeya, no pasa nada, y tal vez hay algo que describir,
pero que contar, nada: esto es lo que la hace permanente, segura y
confiable. Por ello Halbwachs sitúa el baluarte de la memoria en los
lugares intocados por la gente, y habla de una sociedad inmóvil,
porque son un acontecimiento de velocidad cero. Por eso, los
cementerios, esas ciudades talla chica, son típicamente
emplazamientos de la memoria, y todos sus letreros estilo jamás-te-
olvidaremos se refieren a ella. Y la razón de esa quietud perenne es
que la memoria es un momento casi vacío, sin adornos, con poquísimos
elementos, justo los esenciales, que incluso no llegan a juntar una
imagen hecha y derecha, y por ende no hay mayor cosa que pueda
moverse. Para que la memoria se mueva, habría que adosarle algunos
añadidos, pero eso ya es historia; no hay memoria detallada ni con
pelos y señales. Los sueños también parecen pertenecer a la
categoría de la memoria, porque son apenas como un jirón de imagen,
un barrunto de vida, pero los sueños que se sueñan, porque los que
se cuentan ya son construcciones que pertenecen a la narración. La
fijeza de las tradiciones y otras convenciones colectivas son
igualmente una muestra de la inmutabilidad de la memoria. Uno puede
verlo: las primeras impresiones de una cosa vista o de la infancia
191
son imágenes muy exiguas, como incompletas, que no se mueven para
nada. Proust lo dice bien, "esas imágenes irreales, fijas, las
mismas siempre" (1913, p. 384). Bartlett relata la primera impresión
de la matemática rusa Sonia Kovalevsky, que recordaba una pared en
obra que los albañiles habían recubierto con hojas de desperdicio
escritas con fórmulas y fórmulas para pintar encima, en una
guardería cuando pequeña: ella se recordaba "viéndolas por horas"
(Bartlett, 1932, p. 230), sin entender ni hacer nada, pero sobre
todo, indeleblemente. Lo más probable es que hayan sido minutos,
pero minutos muy estáticos. Podría definirse a la memoria como la
narración inmóvil.
El segundo: es olfáctica. Perdónese el "neoarcaísmo", que proviene
de olfactus, que es como se decía en latín (Corominas, 1973), pero
es que, además de ser el perceptor evolutivamente más primitivo, y
el que guarda los recuerdos más antiguos, es también el más
inatrapable de los perceptos: la imagen olfativa es la más difícil;
cuando antes se decía que alguien moría en "olor de santidad", se
refería a que daba la impresión de haber sido santo, pero que no se
podía precisar en qué residía la impresión; cuando en las cosas hay
un no-sé-qué, éste huele, como cuando algo "huele" a trampa. Jacques
Le Goff dice que la memoria es el no-sé-qué de la historia: digamos
que la memoria es a lo que huele el pasado. No en balde uno de los
textos más vendidos sobre historia mental es el que relata los
olores de París en el siglo XVIII (Corbin, 1982). Mientras que las
demás cosas que se perciben encarnan en algo concreto y notorio, el
olfato vuela. El jamón sabe, la mugre se ve, pero lo que huele es la
única fuente que, literalmente, "despide" su percepción, la deja ir,
192
"la manda a volar", y ésta se desprende y se convierte en parte del
aire; se parece más a la música que a las rocas, pero mientras que
la música se entiende, se intelige y hasta se transcribe, el olor es
límbico, esto es, no alcanza la conciencia sapiens. En efecto, la
memoria es un olor. Hay un perfume que se llama Clío: Clío es la
musa griega protectora de la memoria. Es para quedarse en la memoria
que ciertos rituales religiosos emplean el incienso, que es lo que
se preservará cuando el resto se haya desvanecido en la desmemoria.
La memoria tiene los rasgos del olfato. La memoria no se ve ni se
oye: se huele, y lo que parece tener de memorable el sentido del
gusto se debe a que en su mayor parte es olfativo (Morgan &
Gilliland, 1927, p. 118; McKeachie y Doyle, 1970, p. 138). La
memoria se aspira, como dice Bergson: "yo aspiro el olor de una rosa
y en seguida vienen a mi memoria recuerdos confusos de la infancia"
(1888, p. 155). Y Marcel Proust, profesional de los recuerdos,
pariente de Bergson, que buscaba la duración en la intemporalidad de
la memoria, no sólo recordaba magdalenas en el té, sino también "un
olor a barniz que en cierto modo absorbió y fijó aquella determinada
especie de pena que yo sentía todas las noches" (1913, pp. 33-34).
Sin duda, en materia de memoria hay que hacerle caso a Proust, quien
dice lo siguiente: "cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo,
cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos,
más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más
fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y
recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y
soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme
del recuerdo" (1913, p. 52). Y más leída que Proust, aunque menos
193
que Corín Tellado, Yolanda Vargas Dulché, autora de dramones
legendarios, titula su biografía como El Aroma del Recuerdo.
El tercero: es actual, tanto en el sentido inglés de que se hace
real como en el castellano de que se hace presente. La memoria no es
para nada una recapitulación de datos porque no es una actividad
cognoscitiva de recuperar alguna información almacenada. Cuando
aparece la memoria, uno se instala en ella y vuelve a pensar y
sentir y ser como en aquel momento. Por eso se puede ver que la
gente que rememora su infancia, al sentirla vuelve a poner cara de
niña. como si perdiera las arrugas que ha ganado con la edad, y
hasta las agallas que le han salido, porque también se le aniña la
voz y llegado el caso hace pucheros. Cuando uno se pone triste o
conflictuado, que es una circunstancia típica para ir en busca de la
memoria, tiende a adoptar posturas antiguas, y es que cuando
aparece, la memoria está más presente que el presente. Esto se nota
en las diversas ceremonias cuya función es reactualizar, hacer que
vuelva a suceder, el momento del principio, como los cumpleaños, las
navidades, la misa, los aniversarios y reuniones de viejos amigos,
que no pretenden juntarse en el presente de hoy, sino en el presente
de siempre, y por eso en todas estas ceremonias se llevan a cabo
puntualmente los mismos actos, los mismos chistes, los mismos roles,
de manera que los pensamientos y los sentimientos vuelvan a ser los
mismos. Las creencias, los principios morales o los valores, son
nítidamente pensamientos de la memoria, que están tan presentes y
actuales que ni siquiera se sospecha su antigüedad.
El cuarto: es fundacional, porque si es el punto de partida de la
historia, entonces es el primer día de la realidad: lo que guarda la
194
memoria es el momento de fundación de una sociedad cualquiera, sea
mayor como en los aniversarios de las ciudades o sea menor como en
los aniversarios de las parejas, o de uno mismo en tanto sociedad,
que es cuando celebra su cumpleaños, para lo cual se le hace creer
que el día en que él nació se fundó el mundo, "nacieron todas las
flores", cosa que no hay que tomar tan al pie de la letra. Y si el
comienzo de un acontecimiento es por definición algo emocionante e
inusitado, entonces la memoria, que es lo más antiguo posible,
contiene paradójicamente las dotes de lo nuevo. Ahora bien, si toda
memoria tiene características de fundación de la sociedad, puede uno
imaginarse que aquella forma sin imagen de una sociedad fundándose
debe ser la de la convergencia y la reunión, que es la que adoptan
los deportistas en team back, o cualquier grupo de gente que se
junta para confabular en un pasillo, para presenciar un incidente
callejero o la aparición de un águila sobre un nopal devorando a una
serpiente como les sucedió a los fundadores de Tenochtitlán. Los
monumentos de la memoria muestran frecuentemente la forma de un
grupo en plena comunión, como los monolitos de Stonenhenge o las
columnas de la Plaza de San Pedro, lugares consagrados de la
fundación de algo. Se trata de un recinto, esto es, de un perímetro
cerrado hacia el exterior y sólo abierto hacia su interior, como
descargándose sobre sí mismo: así es siempre un sitio de reunión:
plazas, foros, ágoras, que no son lugares de tránsito sino de
estancia, el lugar más interior de una ciudad, y el más lento
posible de una sociedad: llegando aquí, lo que queda es quedarse.
Una de las construcciones más sabias y amables de la cultura
occidental es la del peristilo romano, mejor conocido como patio,
195
adonde llega todo aquél que sale de sus habitaciones privadas, y no
puede hacer otra cosa que juntarse con los demás. Los patios son
puntos de memoria.
Y el quinto: es pneumática. Se recurre a la memoria porque el
momento de la fundación de una sociedad es aquél en el que ésta
tenía más ánimos y fuerzas que nunca, y así, cuando en momentos
posteriores de la historia, las fuerzas flaquean y los ánimos se
desinflan, el mejor lugar de donde sacarlos es de donde los hay, del
primer momento. En efecto, es sabido que son las sociedades en
crisis, en decadencia, las que más fervientemente recurren a su
pasado para reponerse y salir del bache. Esto es lo que quiere decir
"pneumático", que infla los ánimos; por eso así se llaman las
llantas de los coches. Pneuma es aliento: la memoria es típicamente
pneumática porque reconforta el presente de una sociedad y la
alienta para seguir siendo la misma sociedad que al principio. Por
eso se habla, en períodos conflictivos, muchas veces, en nombre de
los viejos tiempos, del día en que nos conocimos, del primer beso y
esas cosas, para darle ánimos a una sociedad alicaída que ya no
puede sostenerse con la fuerza del presente, y de hecho, al parecer,
ninguna sociedad puede; la sociedad que pierde su memoria se vuelve
oficina de trámites. Otra vez, el motivo de ceremonias, rituales,
aniversarios, monumentos, navidades, días de la liberación, de la
independencia, de la madre o de la secretaria, es reconfortar a las
sociedades, grupos y gentes frente a los desalientos propios del
paso del tiempo. En rigor, toda sociedad vive de memoria.
5.3.- La Velocidad
196
La velocidad de la memoria es nula y contemplativa; la velocidad contemplativa es aquélla que carece de perceptos y por lo tanto la percepción no se activa, sino que se aquieta. La historia requiere una acumulación de vicisitudes, detalles, adornos y pormenores que pueda narrar: su velocidad es narracional; la velocidad narracional es aquélla a la que se mueve una sociedad en la que hay tiempo para contar historias, y en la que hay tiempo para hundirse en los recuerdos y urdir historias. Una sociedad que se mueve a velocidad narracional es aquélla es la que las cosas se hacen a mano, a pie, y de día, con herramientas manuales.
Así que la memoria parece ser acontecimiento de una pieza, y como
todo lo que está "de una pieza", está como paralizado: nada se
mueve. Su velocidad es nula. Y esto quiere decir que la antigüedad
de los recuerdos se puede medir por su velocidad, que no se refiere
exactamente al desplazamiento de un objeto en el espacio, como haría
la física, sino al movimiento que requiere la mirada para abarcar un
paisaje o, dicho más feo, a la cantidad de información que tiene que
procesar la percepción para cubrir un objeto. Para cubrir el paisaje
que tiene ante sí un empleado de MacDonalds, atiborrado de clientes,
caja registradora, teclas, comanda, dinero, gente, cambio, papas,
cocacola, reloj, catsup y niño llorando, tiene que mover todos sus
receptores a una muy buena velocidad, descartando, eligiendo
estímulos y atendiéndolos apenas el tiempo suficiente para poder
lidiar con ellos, y jamás ponerse a ver qué tan bonito le salió el
nueve a su máquina registradora; en cambio, si lo que hay que
atender es "el paisaje más bello y triste del mundo" que dibuja
Saint Exupéry, el cual consta de dos rayas y una estrellita arriba,
uno no puede verlo como a un MacDonalds, porque acabaría de verlo en
medio segundo y se aburriría el resto del tiempo, sino que hay que
197
quedarse mirándolo de otra manera, tratando de atisbar en el blanco
de la página a ver si regresa el Principito. Ésta es la diferencia
entre la percepción y la contemplación: es la diferencia que hay
entre un grupo de turistas que visitan diecinueve ciudades en once
días, y el desempleado que todos los días toma su lugar en la misma
banca del parque. Cuando hay mucho, hay que verlo poco; cuando hay
poco hay que verlo mucho.
En efecto, el grado de velocidad de las cosas y los eventos tiene
relación directa con la cantidad de elementos presentes, y por eso,
la memoria, con tan poquísimos rasgos y tan tenues, tiene la menor
de todas, nula, cero, que es una velocidad contemplativa, donde casi
nada pasa, y que por ende, resulta imposible de narrarla
genuinamente. La memoria tiende a parecerse más bien a esos cuadros
de los museos de arte contemporáneo, en donde aparece el lienzo en
un mismo color, ocre por ejemplo, y sólo por ahí una textura, un
puntito, un raspón o una firma, y puede estar muy bonito o muy feo,
pero en todo caso no hay manera de platicarlo. Por lo común a la
gente no le gustan porque le da miedo que le estén tomando el pelo,
pero en la preferencia por los cuadros, digamos, de Remedios Varo,
en donde aparece alguien haciendo algo con muchos instrumentos, a la
gente se le nota la motivación narrativa, porque ahí sí que puede
decir que "estaba un señor que levantaba piedras con una flauta".
Si para rememorar había que ir desrecordando, quitando cosas,
restando episodios, apartando vestigios, suprimiendo circunstancias,
removiendo vicisitudes hasta encontrar la capa original de la
memoria, por el contrario, para remembrar, para empezar a relatar la
historia, que no es otra cosa que justificar una actitud pura, hay
198
que ir añadiendo piezas, sumando detalles, adosando adornos,
superponiendo elementos, no necesariamente de la manera ni en el
orden que sucedieron, porque a la mejor quedaría un parchadero de
hechos inconexo, poco congruente e insatisfactorio (White, 1987, p.
38), sino de tal modo que vayan hilando bien, y se pueda ir diciendo
"y entonces..., y luego..., y de pronto...", para lo cual hay que ir
inventando puentes, tapando huecos, atando cabos, modificando
asuntos que no encajan, es decir, que se vuelvan interesantes por el
único hecho de irse articulando y desplegando en una narración. Y es
que si bien la memoria se preserva, la historia, en cambio, se
construye. Los cuentos de hadas y las leyendas son sumos ejemplos de
historias reconstruidas tantas veces según las conveniencias del
caso que sus hechos positivos han quedado definitivamente borrados,
aunque muchas versiones de la historia patria o de los vencedores
son auténticos cuentos de hadas, como la leyenda llamada biografía
que cada quien cuenta de sí mismo. Le Bon dijo en alguna parte que
"el talento de los historiadores consiste en hacer verosímiles las
inverosimilitudes de la historia".
Agregándole vicisitudes, así es como se echa a andar la historia.
La diferencia entre memoria e historia reside en la velocidad de sus
acontecimientos. Al ir colocando adornos y detalles a la memoria, de
tener una velocidad muda y contemplativa, adquiere una velocidad
narracional y se convierte en historia. Una velocidad narracional es
aquélla a la que se puede contar una historia, que debe contener un
determinado número de personajes, escenas, incidentes,
proporcionalmente distribuidos a lo largo del relato, para que éste
pueda ser entendido y sea entretenido: demasiados sucesos o
199
demasiado pocos deshacen la historia, porque se hace o indigerible o
somnífera. Pero la velocidad narracional también es aquélla en la
que hay tiempo para contar una historia, y para oírla, y a la vez
aquella velocidad a la que se puede recordar, esto es, que hay
tiempo para hacer historia. Ello quiere decir que la velocidad
narracional es una velocidad de la vida, a la que se mueve la
cotidianeidad de una sociedad, y que tiene que ver con la cantidad
de cosas y hechos que hay dentro de esa sociedad.
No se pueden contar cuentos con prisa: los niños notan si lo único
que quiere uno es dormirlos cuanto antes, y es esa sola apuración la
que les da la ansiedad por la que no se duermen. Para contar una
cuento, y para oír una historia, no hay que estar bajo el imperio de
las urgencias ni tener mucho que hacer. Y de la misma manera, para
tener algo que contar, su vida como Canetti, la del Mediterráneo
como Braudel, que la hizo en la calma pesada de un campo de
concentración, o un chisme de lavadero, hay que tener tiempo
despreocupado para obtener los recuerdos, conseguir los pormenores y
urdir la trama de una narración verosímil y convincente. Esto es, se
hace necesario encontrarse en una situación, mala o buena, pero sin
urgencias perentorias y en suma con pocas actividades, de manera que
la velocidad general de la vida sea lo suficientemente movida para
tener intereses y ganas de buscar significados, y lo suficientemente
apacible para ponerse a hacerlo. A mayor número de actividades, hay
consecuentemente una aceleración de los giros de la atención del
pensamiento, sin poderse concentrar en ninguno, y por lo tanto, se
suscita una indisponibilidad de las gentes para demorarse con
historias, relatadas, construidas o escuchadas: no están para
200
cuentos. Concretamente, la velocidad narracional es la velocidad que
alcanza la sociedad cuando las cosas se hacen con las manos, a pie,
y de día, y en la que existen aparatos que efectivamente facilitan
las tareas pero no las aceleran inconmensurablemente, porque siguen
siendo no obstante instrumentos manuales, pedales y diurnos, que se
detienen cuando se cansa el cuerpo y cuando se acaba la luz. Toda la
manufactura como muebles, iglesias, pan o jubones, se pueden hacer
con técnicas y utensilios artesanales, tales como garlopas,
malacates, hornos o telares. E incluso algunos objetos
verdaderamente sofisticados, desde aquel relojito mecánico que en
1509 construyó Peter Henlein (Sombart, 1913, p. 377; Mumford, 1934,
p. 33), en Nuremberg, o los varios telescopios realizados en los
años 1608 y 1609 (Pascoe, 1974), hasta un exacto cronómetro del
siglo XVIII o el concreto reforzado producido por Joseph Monier en
Francia en 1849, fueron hechos, no sólo con precisión, sino también
con paciencia, de relojero. Las cosas hechas a mano, que es lo que
quiere decir manufactura, dan la oportunidad de que entretanto haya
historias de vecinos o de política que contar, o de que se vaya el
santo al cielo.
A pie, se camina a cinco kilómetros por hora, y en caballo, que
sería algo así como la herramienta de los pies, aunque se puede
galopar, se suele ir al paso, que no es mucho más aprisa. A 5 k.p.h.
uno no puede pretender tener prisa, ni tampoco tiene que ir muy
pendiente de los imprevistos del camino, así que tiene la obligación
de darse el lujo de perder el tiempo, esto es, de distraerse,
ensimismarse, imaginar tontería y media, acordarse de cosas y tener
ideas, y en suma, de ir armando mentalmente sus comentarios, chistes
201
y cuentos para cuando se encuentre con los demás, que es lo que
todavía sucede cuando alguien sale a dar un paseo para meditar o
para despejarse, como si, en efecto, la velocidad del paso fuera la
misma velocidad que la del pensamiento, porque a esta velocidad, lo
que se ve, se siente, se huele, se oye y se toca, también se pega,
es decir, puede ir procesándose sobre la marcha, como si el mundo y
el pensamiento se sincronizaran, mientras que, a velocidades mucho
menores o mayores, el pensamiento se duerme o se atasca. El
pensamiento está hecho para pensar a 5 kph; por eso Christophe
Studeny dice que es "el paso del alma" (1997, p. 17): la velocidad a
la que uno se puede subir a la nave lenta de la narración. Caminar
es el método para inventar historias, y todo pensamiento reflexivo
lo que hace es irse contando historias con los conceptos del
lenguaje o los acontecimientos de los alrededores. Y cuando se va a
pie, no se puede ir muy lejos, porque uno va despacio, porque se
cansa, y porque tiene que regresar, así que quien vive pedestremente
se organiza para moverse dentro de un radio de 500 pasos. En el
siglo XVIII, típicamente peatonal, la medida de longitud para
transporte era la legua, que equivalía a lo que se puede caminar en
una hora, y una hora equivalía a lo que se tardaba el reloj de la
torre en repicar sus campanas, 7500 pasos aproximadamente, porque
nadie usaba reloj, que es entre 4 y 5 kilómetros, razón por la cual
no todas las leguas ni en todas partes medían lo mismo: hay leguas
largas y cortas, según si en ese pueblo fueran más o menos
paticortos. Para trayectos más largos, la medida era la jornada, lo
que se puede caminar en un día, 8 leguas. Dado que a esas
velocidades no se llega lejos, los lugares, pueblos, villas y
202
ciudades no podían ser grandes. Una muy grande, París, que tenía un
perímetro de 26850 pasos (Studeny, 1997, p. 25), no pasaba de 6
kilómetros de diámetro; hoy en día su área conurbada es
interminable. Estos parámetros quieren decir que, cuando se camina
despacio, se va cerca, y ya que se va cerca, no hacen falta lugares
adonde ir, y como no hay lugares donde ir, uno no tiene que ir a
ninguna parte, y por eso puede andar despacio. Los trajines van con
calma. Y es cierto, el reloj de la torre de las iglesias (Mumford,
1934, p. 31), lo que medía en realidad era el tamaño del pueblo, que
terminaba ahí donde se dejaban de oír las campanas; cuando eso
sucedía, uno ya estaba de viaje.
Ni modo que el reloj mida el tiempo de trabajo, porque éste tiende
a ser simple: de sol a sol, lo que dure el día, y por eso, en el
siglo XVIII, los sueldos en invierno eran más bajos (Roche, 1997, p.
129), y también la temperatura, lo cual se presta a recluirse en
torno al fuego y hacer lo que de ello resulte, como Descartes, que
escribió sus Meditaciones junto a la estufa en un largo invierno
holandés en el que el ejército del que era soldado quedó varado.
Ciertamente, cuando la única luz verdaderamente práctica es la
natural, y la gente se tiene que adecuar a sus ciclos, el tiempo
nocturno, por un lado, se vuelve ocioso, es decir, narracional, toda
vez que se presta espontáneamente para esta actividad: cualquiera lo
sabe incluso actualmente; cuando se va la luz, la ciudad y la casa
se detienen, y después del error común de intentar prender la
televisión mientras regresa, y de asomarse a la ventana a ver qué no
se ve, no queda otra cosa que hablar con el de junto o consigo mismo
si no hay de otra, y curiosamente, estas conversaciones y
203
reflexiones dejan poco a poco de ser prácticas y utilitarias, y se
hacen un poco más profundas y filosofantes, como si la velocidad de
la penumbra, sólo diera para sumirse en el pensamiento. Y otra
curiosidad afín: de las pocas cosas que se puede hacer con luz de
vela es leer o escribir. Por otro lado, en el tiempo diurno, toda
vez que es limitado y que las cosas se hacen a mano y a pie, la
actividad cotidiana se tiene que hacer sin pausa y sin prisa, de
modo que no hay tiempo de sobra ni de falta para hacer y dejar de
hacer, sino ambos a la vez, dando entonces un flujo de vida en que
se mezclan, dentro de la misma actividad, la producción y el
cotilleo, la concentración y la distracción, el sacrificio y el gozo
de la vida, y dentro del trabajo están inmersas las amistades, las
rencillas, las ilusiones, las rendiciones, el humor y lo sagrado: la
vida en sí misma está articulada como si fuera una narración, igual
a la que las gentes cuentan mientras la viven.
Se hace poco, se va cerca, se vive despacio. Una velocidad
narracional constituye una sociedad en la que la vida solamente
alcanza para trabajar, comer y dormir, y mientras hace esto, produce
el pensamiento narrativo. Hasta dormida; los sueños son excelente
materia prima para las narraciones (Burke, 1997, p. 59); a medio
mundo, no más, le encanta contarlos al día siguiente, lo cual es
prueba de que a la gente le importa poco si las historias son
verídicas. Como sea, la narracionalidad es una velocidad de
profundización: es la tarea de ralentizar la realidad para, por pura
gravedad, sumirse en los pensamientos y hundirse en los recuerdos:
dejar que la tarde "corra" por todo el mundo menos por este cuarto,
como cuando un tal señor Lafitte, propietario de un dominio de
204
armagnac, que es un licor también francés del mismo rango que el
cognac, afirma que una copa debe beberse en tres horas, algo
bastante distinto de la ansiedad dipsómana de quien quiere olvidar
sus problemas en minuto y medio. "La cultura es una renuncia a las
soluciones veloces y rudimentarias" (Innerarity, 1995, p. 32). Con
dos copas da tiempo para dedicarse al "oficio de historiar", como lo
llama Don Luis González (1988, p. 43): 6 horas es el tiempo diario
que recomienda aislarse en su escritorio, en el archivo o la
biblioteca a quien quiera ser historiador, además de tener
distracciones tranquilas como salir a dar la vuelta, ir al cine, oír
música y tener la compañía de alguien que de vez en cuando lo saque
de las profundidades, y, citando a Ramón y Cajal, el biólogo premio
Nobel de 1906, recomienda, si no es mucho pedir, que de preferencia
se busque una esposa modesta y hacendosa, porque las frívolas,
sociables o intelectuales, tienden a ser muy aceleradas para la vida
sosegada del historiador.
Según puede advertirse, la sociedad se movió a una velocidad
narracional hasta principios del siglo XX, que es lo que Studeny
llamó "una cultura del paso" (1997, pp. 7-8); los grandes cuentos de
hadas como La Caperucita Roja o La Bella Durmiente, se recopilaron y
publicaron en el siglo XVI; los siglos XVII y XVIII constituyen el
auge de la novela (Burke, 1997, p. 20); en el siglo XIX es cuando
surge la historia ya con su hache mayúscula, es decir, ya como
disciplina académica, y es asimismo "la época clásica de la
narración histórica" (White, 1987, p. 36). También apareció la
psicología, y Hegel la definió como "la narración de las vicisitudes
que le acontecen al alma".
205
5.4.- El Olvido
La velocidad narracional se mantuvo hasta principios del siglo XX. El olvido consiste en moverse rápidamente; es una velocidad motorizada: surge con la fabricación de aparatos para hacer rápido las cosas, y se instala en la vida cotidiana con la producción masiva de automóviles, La rapidez obliga a que haya lugares adonde ir, no al revés; a que haya más actividades que hacer, no al revés. Cuando la sociedad se mueve rápidamente, el pensamiento no puede hundirse en sus recuerdos ni profundizar en nada: la rapidez es una velocidad superficial. Con la rapidez, los hechos no alcanzan a articularse en un acontecimiento, sino que son puros datos atomizados. Las noticias son el sustituto veloz de la historia y se olvidan a medida que se producen. Los datos no alcanzan a articularse en una narración. Una vida sin significado es aquélla que no puede ser narrada.
Hay sociedades que se alimentan de historia; uno mismo es una de
estas sociedad cuando cuenta sus aventuras. Y hay sociedades que
están hechas de memoria: por ejemplo, las comunidades estáticas
donde la vida es un ritual idéntico que se repite. Y cuando uno
mismo sólo hace los que se tiene que hacer sin saber por qué
hacerlo, como obsesivo compulsivo, es una de estas historias, es
alguien que aún no ha comenzado su historia, como en la sociedad
medieval: en el siglo XIII, los relojes de los monasterios
benedictinos, que eran de agua, clepsidras se llaman, servían para
medir la repetición de la eternidad siete veces al día, a la hora de
las oraciones; en invierno la eternidad se congelaba. O como en las
sociedades fundamentalistas, que a la fecha no han salido del día de
su fundación, que ya lleva siglos.
Pero también hay sociedades que se nutren de olvido. El olvido
consiste en moverse rápidamente. El transeúnte de Kundera que se
detuvo en el momento en que encontró el recuerdo que buscaba, y ya
206
se acordó dónde había visto a esa señora, y el recuerdo no era
bueno, ahora, para olvidarlo, lo que hace es apresurar el paso, como
para escapar de la memoria y para que no lo alcance el recuerdo: "el
grado de rapidez es directamente proporcional a la intensidad del
olvido" (Kundera, 1995, p. 45). El olvido es un exceso de velocidad.
En el transcurso del siglo XIX, el panorama de las ciudades
modernas empezó a llenarse de cosas, para empezar, de ruido, humo y
hollín (Sombart, 1913, pp. 182, 187), de edificios de hierro y
concreto, de hectáreas, de ajetreo y tráfico y, por si fuera poco,
de gente, que más que observar el panorama veía el menudeo de cosas
novedosas que aparecían en el mercado una tras otra, sin que la
fascinación pudieran detenerse en una cuando ya venía la siguiente;
para decirlo pronto, tuvieron que surgir, como una cosa más, los
grandes almacenes, como el Bon Marché o Printemps en París, o Sears
& Roebuck en Chicago, que eran edificaciones mitad bodega mitad
vitrina donde podían acumularse, exhibirse y comprarse todas las
novedades en materia de muebles de baño, vestidos de este otoño, las
primeras estufas de gas, regalos y adornos, y hasta novedades
comestibles como la margarina que había producido un químico francés
en 1863, o los chicles que fabricaba el señor Adams. Al mayoreo y al
menudeo, la sociedad decimonónica empieza a presentar un espectáculo
tan abigarrado de cosas que la percepción no puede procesar, es
decir, que no alcanza el tiempo para mirarlas, palparlas,
escucharlas, sino apenas, para sortearlas, para moverse en medio de
ellas, comprando las que se puedan y usándolas para que sirvan ya
que, por muy novedosas que sean, no pueden servir para contemplarlas
como si fueran bellezas, y como si mientras más cosas haya menos
207
tiempo hubiera para estar con ellas, y como si las cosas quitaran
tiempo. Por eso, en estos mismos años también se vendieron en el
mercado relojes portátiles y baratos que se fabricaban en Ginebra y
Estados Unidos, que permitían ir checando la hora y los minutos que
se les podía dedicar a las cosas y las actividades, y asimismo, ir
pergeñando cómo se podría hacer para que cupieran más actividades
dentro de los mismos; un siglo después se sospecharía que su
mecanismo debía traer una falla de origen, porque siempre había más
actividades que las que pudieran caber en un reloj, y que a la mejor
esa falla se llama especie humana, incapacitada para procesar con
rapidez, atascándose en la parálisis y el stress y echando a perder
todo. Y así, no obstante, entre otras novedades, como si fueran
accesorios de los relojes en su búsqueda de tiempo, empezaron a
inventarse aparatos para hacer las cosas rápidas, como la aspirina
en 1893, la máquina de coser Singer en 1851, los viajes organizados
por Thomas Cook, la sumadora Burroughs en 1888, el elevador Otis en
1854, el horno Siemens en 1870, la mermelada McCormick en 1889 o la
catsup Heinz en 1876 que se patentó en calidad de medicina:
pareciera que el mercado actual es una feria de lápidas vivientes,
la de Clemente Jacques, la de Mercedes Benz, la de Don Pedro Domecq.
Hasta el siglo XVIII, las únicas cosas que se movían rápido eran
los relámpagos, los caballos a veces y las urgencias tales como la
furia, la pasión o llamar al médico, y el siglo XIX solamente
trataba de fabricar más de estas cosas, aunque al parecer lo único
que empezaba a moverse más rápidamente era la imaginación, porque
estos inventos en realidad no eran de uso corriente, sino prototipos
ingeniosos y sorprendentes, pero en todo caso más bien lentos. Entre
208
éstos estaban ciertamente los motores, de gas, eléctricos y de
vapor, que se aplicaban todos a ferrocarriles, barcos y automóviles,
pero ninguno con la intención de moverse rápidamente, sino de
transportar carga: en 1804, la primera prueba de locomotora no fue
andar rápido, sino remolcar 10 toneladas de acero y 70 pasajeros a
lo largo de 16 kilómetros en 4 horas 5 minutos. La primera línea de
pasajeros de inauguro en Inglaterra en septiembre de 1825 e iba de
Stockton a Darlington, equipada con la locomotora de George
Stephenson, y sí, los ferrocarriles del XIX alcanzaron efectivamente
a acelerar bastante, pero su velocidad no es ni urbana ni cotidiana,
sino excepcional y foránea, una mera curiosidad, con el añadido de
que una vez que uno se subía al tren, disponía de una buena cantidad
de horas para no hacer nada, así que la vida sigue sin moverse
rápido, y de cualquier modo, hacia 1850, la velocidad promedio de
los trenes es de 40 kph, 8 leguas, mientras que la de las calles en
la ciudad es de 16 kph en tranvía, que es todavía una velocidad que
permite al pensamiento ir al paso de lo que percibe, como cuando uno
va corriendo, en carreta o en los patines que se pusieron de moda
allá por 1880. En 1924, Le Corbusier todavía informa que, digan lo
que digan, la velocidad citadina es de "16 kilómetros, señores"
(citado por Studeny, 1995, p. 279): ésta es aún una velocidad
gentil, acorde con los pies, los ojos y los pensamientos de la
gente, y es a la que van las bicicletas desde 1884, que es cuando se
vende la primera realmente práctica, con pedales y cadena y todo,
marca Rover, cara, rara y snob, aunque para 1900 ya era barata y
popular, y para 1920 multitudinaria e imprescindible, aunque, sin
proponérselo, pavimentó, literalmente, el camino de la aceleración
209
de la velocidad, porque, por un lado, se empezó a tender el
pavimento que John Macadam había ideado hacia 1810, y por otro,
provocó la invención de la llanta inflable, el neumático, que John
Dunlop le puso a la bicicleta de su hijo en 1889. Tampoco la primera
carrera de automóviles es de velocidad, sino de fiabilidad, a fines
del siglo XIX, y la media fue de 21 kph.
"Rápido" es un adjetivo correspondiente a ciertos objetos, incluso
a las locomotoras, es decir, es una cualidad inherente de las cosas,
que pocas lo tienen. La conclusión hasta aquí es que el siglo XIX no
se mueve rápidamente, pero ya empieza a pensar en ello, como lo
muestra el hecho de que entonces aparezca el sustantivo "rapidez",
que es una sustancia, esto es, algo que se despega de los caballos y
los relámpagos y puede andar por su parte, como siendo un objeto por
sí mismo y que entonces ya se puede manufacturar, desear y comprar
igual que uno podría comprar unos miralejos para la ópera. Sólo es a
partir de la aparición de la rapidez como objeto por derecho propio
que se empiezan a usar los motores para que puedan alcanzar a la
rapidez que va delante, y no para hacer algo más rápido, que en
rigor no había razón, sino para tener entre las manos el último
juguete, la rapidez. Y sí, un juguete, y bien pueril. Sombart (1913,
pp. 183-185) dice que el alelamiento ante la rapidez es un valor
propio de los niños, que todavía no están capacitados para la
sutileza y por ende sólo pueden tener admiraciones de grano grueso y
de bulto; a los niños se les quita con la edad, pero en los adultos
infantiles es crónico y terminal. Un periódico de la época lo expone
más didácticamente: "un ataque de snobismo que transforma en piloto
a cualquier imbécil" (citado por Studeny, 1995, p. 322). Y si no
210
tienen con qué ir rápido, entonces se encandilan consultando los
records de velocidad, que si la locomotora Crampton batió la marca
mundial a 144 kph, que si Malcolm Campbell en su Blue Bird rompió
todos los records de automovilismo en 1935 a 484 kph (Hill, 1939, p.
559); en ferrocarril, en 1840, el record era de 80 kph, en 1846 de
108, en 1853, 120, y en 1890, 144; en 1900, el de automóvil iba en
105; en el 2000, el de avión en 7 mach, 8000 kph. Y los niños
grandotes cada día más emocionados. Sombart dice a principios del
siglo XX que dentro de cien años los historiadores llamarán a la
época "la era del record", y parece que el Barón de Coubertin fue
muy oportuno en 1896 al organizar las Olimpiadas y ponerles como
lema el infantilísimo más-rápido-más-alto-más-fuerte, más-bobo no
podía ser.
Etimológicamente, rapidez significa "arrebato", y la rapidez
ciertamente arrebatadora, la que arrebata los recuerdos y corre a la
velocidad del olvido, es la que se logra con el motor, especialmente
de gasolina, que probó ser más explosivo. Es cierto que hubo
intentos de automóviles y motocicletas desde 1885, como los de
Gottlieb Daimler en Alemania (Pascoe, 1974), y que para 1900 los
coches ya podían subir una cuesta a 50 kph y bajarla a 100, pero
eran tan caros que no pasaban de ser ostentación de alta burguesía,
como lo prueba el hecho de que estos pocos automovilistas empezaran
a hacer sus exigencias contra los peatones, que deberían aprender a
manejarse a pie como ellos sabían conducir en automóvil, y por
ningún motivo cometer la desvergüenza de caminar con un libro en la
mano (Studeny, 1995, pp. 277-278); en revancha, en 1902, se funda
una Sociedad para la Protección de la Vida Humana contra los
211
Automóviles. Clara lucha de clases. Cuando la rapidez se hace
cotidiana se cuando la gente empieza a creer que necesita un coche,
y esto sucede aproximadamente en los años veinte, que es cuando se
venden los primeros de uso y precio popular, el Citroën en Francia,
el Ford en Estados Unidos. Y ahora sí, todos al volante, pudiendo
llegar rápido, hay que buscar a dónde ir, y entonces se empieza a
antojar necesario y perentorio ir a todos lados, no porque haya algo
que hacer ahí, sino porque se puede llegar, y si no hay lugares
allí, pues hay que construirlos. Los automóviles no surgen porque
haya adonde ir, sino que surge adonde ir porque hay automóviles, y a
medida que se hacen los lugares, la gente empieza a tener cada vez
más cosas que hacer, pasar a visitar, encargos que recoger, niños
que llevar, y por lo tanto hay que moverse más rápido, lo cual
justifica la necesidad de tener un coche, y así, teniéndolo, no se
pueden dejar de hacer cosas y visitar lugares, cada vez más, cada
vez a mayor velocidad. Orson Wells, en Nueva York, para llegar más
rápido, alquilaba una ambulancia para ir de la radio al teatro y
viceversa, gracias a que descubrió que la ley no especificaba que
uno debiera estar enfermo para viajar en ambulancia.
El primer reloj de cristal de cuarzo es de 1929 (García Segoviano,
2001, p. 35). Es a partir de los años treinta del siglo XX que la
rapidez se instala en la sociedad occidental como un objeto
autónomo, valioso por sí mismo, y el más codiciado de todos, y junto
con los coches, todos los adelantos industriales eran adelantos por
el hecho de que servían para hacer las cosas más rápido, y así
ahorrar tiempo, no para descansar, sino para tener más actividades
que hacer. Desde entonces ser "dinámico" es una virtud. Empezando
212
por la plancha, primer electrodoméstico, los demás hacen su
aparición en seguida, licuadoras, secadoras de pelo, rasuradoras,
ventiladores, estufas, hasta llegar a los hornos de microondas y
refrigeradores que son "inteligentes" porque avisan cuando se les
acabó la mantequilla; la comercialización del teléfono que permite
no tener que ir a tratar el asunto cara a cara y que permite
inventarse más asuntos que tratar por teléfono mientras se está
haciendo otra cosa; la aparición de los supermercados en los años
cincuenta, adonde, en franca alegoría automovilística, se entra con
un carrito de carga y se recorren las callejuelas llenas de latas y
cajas para después subirse al coche y seguir haciendo lo mismo. Y
así sucesivamente, los servicios en su coche de pollos y
hamburguesas en los años sesenta, las tarjetas de crédito en los
años setenta, Dinner's Club, que aceleran el gasto, las computadoras
en los años ochenta que hacen creer que el trabajo se hace más
rápido aunque en realidad sólo se hace más trabajo porque todavía no
se sabe de nadie que salga más temprano de la oficina por usar
computadora, los satélites de telecomunicación y las supercarreteras
de la información y la telefonía móvil en los años noventa, hasta
los años cero del siguiente siglo donde el gadget del momento es un
adminículo que contiene todos los anteriores y que cabe en la palma
de la mano del señor o señora que va en su coche. Así es la vida
contra reloj. Ya se trata de una rapidez de uso general, donde cada
vez más cosas ocupan menos tiempo, y estos aparatos, que no siempre
son tan rápidos como proclaman, porque entre leer las instrucciones
y toparse con el primer imprevisto en su funcionamiento la rapidez
se desvanece, lo que estrictamente aceleran es el pensamiento en su
213
conjunto, que se repleta de prisas y ansias y de la obligación de
tener muchas cosa por hacer aunque no haya nada que hacer. Y no debe
omitirse que el olvido es la velocidad de los triunfadores. En el
año 2000, un anuncio reza así: "YO vivo apurada, organizo eventos,
necesito vacaciones, tengo una IBM". La rapidez comporta la paradoja
de que permite ahorrar tiempo en ocupaciones que de otro modo no
tendría: uno debe ir hasta el otro lado de la ciudad solamente
porque se llega en quince minutos, pero si uno no llegara tan
rápido, y no fuera, tendría quince minutos libres, y gratis. Si no
tuviera su IBM ya estaría de vacaciones.
Con tantos lugares adonde ir, ya lo único que importa es el
destino, pero no el trayecto: ya sólo importa el fin pero no los
medios, y no se trata de justificar éstos, sino de eliminarlos, toda
vez que la interposición de un medio, de un trayecto, o de un
proceso para alcanzar un resultado, parece ser como una lentitud que
se alza entre uno y sus propósitos, porque si se tiene que transitar
por un camino, quiere decir que no se ha alcanzado toda la
velocidad, y que si se corriera más rápido, ya se estaría allá, ya
se tendría el resultado y no estaría apenas camino a él. Los medios
y los trayectos aparecen como si fueran un obstáculo, y en otras
palabras, diríase que el tiempo presente, el de estar haciendo algo,
se vuelve un defecto de la vida que no permite estar en el futuro
con ese algo ya hecho; estar aquí y ahora es un estorbo que impide
estar allá y después. No tiene por qué extrañar que deje de valer la
pena hacer las cosas bien, porque lo único que importa es
terminarlas cuanto antes mejor, sin detenerse en los modos, en el
gusto o en la elegancia con que se hicieron. Tiene razón Daniel
214
Innerarity, "la rapidez indica a menudo educación mínima" (1995, p.
32). Con que aprueben el control de calidad con eso basta. Eso es lo
que se conoce como "productividad" y cada quien lo aplica por igual
a tareas hechas, deberes cumplidos, libros, películas, amistades y
lugares, donde lo que vale es cuántos y no qué ni cómo ni por qué.
Tener muchos amigos hoy en día significa identificar muchas caras
con nombre con las cuales entretenerse en lo que llegan otras caras
que identificar. Toda vez que lo único que importa es el destino y
los resultados, las cosas que se hacen sólo valen porque se terminan
y los trayectos porque se dejan atrás, como si todo existiera
solamente para ser rebasado, y eso acaba por incluir a los destinos,
fines y resultados mismos, que sólo sirven para ser abandonados a su
vez por el próximo destino, que cuando se alcance se perderá. Si
todo esto produce angustia, es lo único digno que produce. Hay quien
dice que los que viajan mucho no lo hacen para ir a muchos lugares,
sino porque siempre odian en el que están. Para lo que están hechas
las cosas en el mundo de la rapidez es para ser olvidadas. Charles
Chaplin utiliza el cine sonoro por primera vez en 1940 para decir,
en el discurso del Gran Dictador: "hemos dominado la velocidad, pero
estamos encerrados".
Cuando alguien quiere olvidar el trago amargo de un mal amor, lo
más aconsejable es que se ponga a hacer muchas cosas, que visite a
sus tías, que se aficione al teatro, que trabaje turnos extras, que
vaya de compras, haga favores y zurza calcetines, esto es, que
replete la atención de tantos pormenores que no tenga un solo minuto
para sumirse en sus recuerdos, porque la rapidez es una velocidad de
tipo superficial, como la que usan los esquiadores en el agua, que
215
van tan rápido que sólo pasan por encimita de las cosas, rozando
muchas, pero sin profundizar en ninguna. La rapidez impide hundirse
en la memoria. La rapidez produce un pensamiento superficial, que
puede hablar, hacer y lograr mucho, pero nunca una idea de fondo. La
portentosa capacidad de la sociedad contemporánea para tanta
frivolidad es una muestra de que nunca se detiene a revisar sus
banalidades. Precisamente lo light, en novelas, cereales y visiones
del mundo no es la levedad que flota, sino la ligereza que no se
hunde, descapacitada para cualquier gravedad, y horripilantemente
autocomplaciente: de hecho a esta frivolidad la llaman "autoestima".
Halbwachs ya se había dado cuenta que en la incipiente rapidez que
le tocó vivir, "los pensamientos que llenan el tiempo son más
numerosos pero también más cortos: no pueden echar raíces profundas
en el espíritu" (1944, p. 117). Actualmente, el conocimiento,
también el de las universidades, está frivolizado, también es light,
con sus investigaciones obvias y numerosas y sus críticas
políticamente correctas. Y es que no da tiempo de pensar, y no tener
tiempo de pensar es de los más chic. Un académico tiene que producir
diez artículos al año, dar clases, sentarse en su escritorio,
presentar proyectos, hacer informes, buscar financiamientos, planear
sus vacaciones, solicitar apoyos, asistir a reuniones, establecer
contactos, pedir un préstamo, figurar en comités, ir al médico,
contestar su mail, estar al día y consumir cultura. Lo bueno es que
lo de sentarse en su escritorio ya sólo le toma un cuarto de hora.
La esposa hacendosa que tenía ya hizo sus maletas y fue olvidada.
Karel Kosik, el filósofo de lo concreto, también se queja: "la prisa
y la precipitación empuja a las personas y no les permite detenerse
216
ni demorarse, ni guardar admiración continua por las cosas que les
rodean" (1998, p. 68). El conocimiento se ha convertido en
producción de curriculum vitae.
Halbwachs decía que "aquéllos que multiplican sus ocupaciones y
distracciones, terminan por perder la noción del tiempo real, y
quizá por hacer desvanecerse la sustancia misma del tiempo, el cual,
partido en tantos trozos, ya no se puede extender ni dilatar, y
carece de consistencia" (1944, p. 115). Efectivamente, cuando los
hechos de la realidad se suceden tan rápido uno tras otro y sin
tener ni mínima relación uno con el que sigue, está ciertamente
disgregados, y así ya no son capaces de articularse en un
acontecimiento, sino que aparecen como una serie de instantes
aventados por casualidad, que además de no tener nada que ver entre
sí, nadie los reconoce como partes de su vida, y aparecen más bien
como eventos que sucedieron solos, sin ayuda de un protagonista,
como si fueran lluvia, y por lo tanto tampoco pueden ser articulados
en una narración. Con la implantación de la rapidez, la historia se
pulveriza en una sucesión de eventos anodinos: este tipo de historia
se llama noticiero, que consiste precisamente en la presentación de
sucesos hecha con atomizador, una ráfaga de datitos impactantes, de
preferencia espeluznantes, que tiene la doble ventaja de que uno se
puede informar de lo que pasa en el mundo e inmediatamente se puede
olvidar de lo que pasó. En la era de la rapidez, los acontecimientos
se convierten en fragmentos disparatados que se pueden recabar en la
forma de datos y exponer en orden cronológico, alfabético,
promediado, en tablas, o letanías, pero que no se pueden narrar,
porque la vida ya no acontece: sólo acaece. Esto mismo les pasa a
217
las gentes en sus vidas particulares, que tienen la agenda repleta
de quehaceres, pero al final del día no pueden decir qué hicieron
excepto una sarta de lugares, nombres y datos inconexos que suman lo
mismo que si no se hubieran levantado en la mañana. Y al final de
las décadas y otras edades, cuando hay que hacer recuento vital,
todo lo que puedan ir diciendo que hicieron tampoco alcanza para ser
una sola cosa, es decir, una vida, porque carece de unidad y no se
le ve forma, así que las miliuna celeridades vertiginosas que
hicieron sin parar no da para tener algo que contar, para construir
una historia propia, para articularse en una narración, y ni modo
que se ofrezcan a sí mismas una agenda como justificación. Por eso a
veces prefieren mejor "contar" lo que acumularon en el banco. Paul
Ricoeur dijo que una vida sin significado es aquélla que no puede
ser narrada.
5.5.- La Edad
Uno tiene la edad de sus recuerdos: 30 o 300 años, a escoger, sin aumentar arrugas.
Quien se mueve al día carece de memoria y tiene una historia de
veinte minutos: podrá comprobar mediante documentos que tiene
veintisiete o cincuentaisiete años, pero en la realidad donde se
encuentra solamente ha vivido los veinte minutos de que se acuerda:
lo demás es olvido que no le pertenece, porque, verdaderamente, uno
únicamente tiene la edad de sus recuerdos, ya que la diferencia que
hay entre una persona mayor y un niño pequeño radica en lo que
pueden contar de su vida: poder relatar muchos años o poquitos. Esta
218
diferencia es la misma que hay entre la biografía de un individuo y
la historia de una sociedad: el uno tiene la madurez de varias
décadas y la otra tiene el temple de varios siglos, pero ambos están
igualmente aquí y ahora sin distinción, porque toda edad es
presente, porque toda biografía y toda historia está presente, y lo
que las distingue es la profundidad de su presente. Parece ser que
la cantidad de vida que cada uno tiene es igual a la cantidad de
recuerdos que cada uno conserva.
Pero cada quien puede juntar los recuerdos que quiera para tener
la edad que se le antoje, porque si, bien visto, la memoria es una
entidad desfechada, y si uno fabrica sus recuerdos a partir de ella,
uno puede entonces adoptar la memoria y los recuerdos de la sociedad
y alcanzar así la edad de la historia. La vida de un individuo, por
ejemplo uno de ésos que no ven más allá de sus narices y por lo
tanto siempre hablan de sí mismos, tiene una expectativa de vida
como de setenta años porque sus recuerdos no llegarán más lejos:
coloca la memoria en un punto de la infancia y luego nos receta el
anecdotario de sus vivencias personales; para él, toda la historia
se reduce a su biografía. Pero uno puede hacer otra cosa: puede
tomar los recuerdos de su sociedad y hacerlos propios, conociendo su
historia, asumiendo sus tradiciones y moviéndose con sus costumbre,
y así, sin dejar de estar cabalmente en la actualidad, puede colocar
su propia memoria ahí donde está la de la sociedad, y por lo tanto,
crecer, tener la cantidad de vida que tiene su sociedad, y dejar de
tener tres o setenta años para empezar a tener tres o siete siglos,
sin que le aumenten las arrugas, y lo que tenga que contar será más
interesante porque es más colectivo, porque relatar su vida implica
219
narrar la vida de la sociedad a la que pertenece: puede ubicar sus
recuerdos en siglos diferentes, porque para él, su biografía es la
historia. Es una de las tantas recetas para vivir más años, pero con
ésta sí se puede fumar*.
____________________*.- La Psicología Colectiva es una historia mental de la sociedad. Historia y
psicología colectiva han figurado más de una vez como sinónimos, y razonablemente
constituyen una misma disciplina. Cuando el historiador, filósofo y profesor de
retórica Henri Berr, en 1900, publicó su revista Synthèse Historique, lo hizo "con
la finalidad de producir una psicología histórica o colectiva" (L. Moya, 1966, p.
66). Desde antes, historiadores básicos como Michelet ya se habían percatado de la
presencia de una psicología colectiva dentro de su disciplina (S. Corcuera, 1997,
p. 262). Y en todo caso, uno de los modelos de lo que podría ser una psicología
colectiva, concretamente, la Psicología de los Pueblos de Wundt, es una exposición
histórica del pensamiento de la sociedad, porque como él mismo dice, "la historia
de la mente es la fuente inmediata del conocimiento histórico", "la historia es
realmente el recuento de la vida mental" (1912, pp. 509, 522). En efecto, por
antonomasia, toda psicología colectiva es histórica, es Historia. Lo que opinen
los historiadores es asunto suyo, pero, comoquiera, hay un tipo de historia que
resulta ser psicología colectiva: quienes abiertamente lo declararon fueron las
sucesivas generaciones de la Escuela de los Annales, revista fundada en 1929, en
Francia; ahí se asume que la historia debe comprender las formas de pensamiento y
sentimiento de las sociedades, épocas y acontecimientos que estudia: primero
Lucien Febvre y Marc Bloch, luego Fernand Braudel (S. Corcuera, 1997, pp. 168-
201), y más tarde Jacques Le Goff; ahí se utiliza el término Historia de las
Mentalidades, acuñado por Braudel (S. Corcuera, 1997, p. 179). "Mentalidad" es una
palabra dicha en inglés en 1913 por el antropólogo Bronislaw Malinowski para
criticar la conciencia colectiva de Durkheim, y cuando, en efecto, lo transplanta
el también antropólogo Lucien Levy-Bruhl al francés, tiene influencia de las
"representaciones colectivas" de Durkheim (Burke, 1997, p. 221). Para Le Goff, su
usuario más asiduo, la "mentalidad" es un término, desperdiciado por la
psicología, que designa "la coloración afectiva del psiquismo", y que en francés -
y en español- posee fuertes "connotaciones afectivas" (Le Goff, 1974, p. 88). A
los historiadores de las mentalidades no les interesa tanto qué fue lo que sucedió
220
en un momento dado, sea una guerra o un tratado, sino cuáles eran las
percepciones, emociones, creencias, modos de trato, sueños, de la gente común de
la época, que es completamente semejante al objetivo de la psicología colectiva. Y
de hecho, la noción de historia de las mentalidades corresponde bastante bien a la
categoría de Memoria Colectiva, sin ninguna casualidad, porque Febvre y Bloch, que
pasaron la década de los veinte en la Universidad de Estrasburgo, ahí platicaban y
discutían "con el psicólogo social Charles Blondel cuyas ideas fueron importantes
para Febvre, y el sociólogo Maurice Halbwachs, cuyo estudio sobre la estructura
social de la memoria, publicado en 1925, produjo profunda impresión en Bloch"
(Burke, 1990, p. 224). Blondel, dicho de paso, es el autor de un libro primigenio
sobre psicología colectiva (1928). La memoria colectiva refiere a los modos de
pensar y sentir de las sociedades, localidades y grupos, modos éstos que se
mantienen como esencia de la identidad y pertenencia del grupo, y que no cambian o
cambian lentamente, a pesar de las transformaciones del resto de la sociedad; la
memoria colectiva puede aparecer como el último ejemplo no fragmentario de la
psicología colectiva en el siglo XX (Cfr. Halbwachs, 1944). Podría decirse que la
memoria colectiva es la historia que no cambia o cambia casi nada, que es como Le
Goff describe a las mentalidades: la mentalidad, como la memoria, "es lo que
cambia con mayor lentitud. Historia de las mentalidades, historia de la lentitud
de la historia" (Le Goff, 1974, p. 87). En ambos casos subyace la idea de la
"larga duración" de Braudel, que se refiere a aquellos acontecimientos de la
sociedad que son casi inconscientes porque tardan siglos en transcurrir con toda
parsimonia, y no son del orden político ni espectacular, sino del orden psíquico,
y cuyo cuerpo no son los individuos ni los grupos, sino la sociedad. Parece pues,
que si a la historia se la detiene en su paso, se vuelve psíquica, y si a la
psicología se la alarga en el tiempo, se vuelve colectiva. Así es la psicología
colectiva, y no se trata nada más de una moda francesa: Peter Burke señala con
asombro que en el siglo XVIII había una historia del pensamiento casi idéntica a
la historia de las mentalidades del siglo XX (1997, p. 30). Si se entiende a la
epistemología como gnoseología, como la forma del pensamiento, como filosofía del
conocimiento o como teoría de la sabiduría cotidiana, puede concluirse que la
tarea teórica de la psicología colectiva consiste en convertir a la epistemología
en una historia, y a la historia en una epistemología.
Más recientemente, la historia de las mentalidades, como disciplina, sufrió los
castigos de la minuciosidad metodológica propia de la historiografía académica
(tal vez no exenta de envidias competitivas ni siquiera intelectuales sino
meramente pecuniarias), y por eso, quizá, los historiadores acepten regalársela a
la psicología colectiva, donde, como decía Wundt, no importa el dato preciso ni la
fuente de primera mano, sino la verosimilitud psicológica del acontecimiento, que
es una veracidad narrativa. Al parecer, ya se está prefiriendo hablar, para no
correr riesgos, de una más amplia y genérica "historia cultural" (Burke, 1997;
Rioux y Sirinelli, 1997). Da lo mismo: Bruner (1990, p. 30) afirma que "la
psicología cultural es a menudo indistinguible de una historia cultural".
221
6.- LOS MITOS
Mi hermana dice que el espacio es Dios; no dejo de pensar en eso
DAVID HOCKNEY
Los mitos son la causa de los milagros y el plan de los accidentes. Un mito es un orden previo que la sociedad construye posteriormente para poder aparecer: es un pensamiento anterior sobre el cual puede aparecer el pensamiento. Los mitos son la geografía de un espacio heterogéneo y cualitativo, o habitado por lugares, orientaciones, trayectorias y tramas que piensan y sienten por sí mismos. El surgimiento de la perspectiva lineal en el Renacimiento vació este espacio mítico e hizo un espacio hueco.
Un accidente, y un milagro, por definición, no se pueden evitar, y,
por lo demás, son iguales: un milagro es un accidente al revés, y
viceversa. En ambos casos, hay algo que no puede suceder, y eso es
precisamente lo que sí sucede. Algo que no existía y que las
circunstancias no daban para producirlo, de pronto está ahí hecho
realidad. Las ideas que se cruzan por el pensamiento son así, las
revoluciones, los infartos y la comprensión de una obra de arte
también. Y la vida de uno mismo también, porque por más que le dé
vueltas para entender cómo eso que nació resultó ser específicamente
uno mismo, no es asunto fácil de responder, y de igual manera, la
existencia de la sociedad es un milagro, o un accidente, uno grande,
porque sale de la nada sin ninguna causa ni antecedente ni
explicación, y sin que tuviera necesidad de suceder. Los milagros
surgen como deus ex machina o quinta caballería, y eso es
gnoseológicamente intolerable, porque le quita toda intencionalidad
222
a la vida, y entonces, lo que más incomoda de los accidentes no es
que ocurran, sino que no se sepa de dónde vienen. A uno le interesa
menos haberse caído que saber cómo se tropezó, y por eso siempre se
producen ex post facto las explicaciones curiosas de que el
asesinato de Kennedy se entiende porque se parece al de Lincoln, de
que si el Titanic hubiera acelerado en vez de frenar habría evitado
el iceberg, de que quién sabe quien ya presentía que se iba a morir
porque una vez tenía los ojos como de despedida. Lo curioso más bien
es que las causas siempre aparecen después de los efectos: primero
cae la manzana y después se explica la gravedad. En efecto, no hay
nada en este momento que pueda evitar el lapsus linguae que uno
tendrá dentro de veinte minutos, pero eso sí, cuando el incidente
sobrevenga, entonces uno encontrará los antecedentes que quiera,
pero como siempre, las causas llegan después de las consecuencias,
sólo que se las coloca como si hubieran estado antes, para creernos
que todo está en su sitio. Los aprioris aparecen a posteriori. Sin
duda es un fenómeno interesante que cuando algo comienza, no
solamente construye su desarrollo y su porvenir, como en el caso de
la historia que siempre avanza, sino que construye asimismo sus
antecedentes y anterioridades, es decir, lo que supuestamente había
antes del comienzo, como poniendo todo a punto para que sucediera.
Los enamorados siempre se declaran entre ellos que ya se esperaban
desde antes de conocerse. En otras palabras, la realidad existente
no sólo hace su historia a partir de la memoria, sino que también
construye una especie de prememoria con todo y antehistoria, que es
algo así como un tipo de estructura social anterior a la sociedad
misma, con el objeto de reconocerla cuando aparezca: la antehistoria
223
es lo que sucedía antes de que sucediera nada, un conocimiento
previo al conocimiento gracias al cual se puede ordenar el
conocimiento, con el cual podrá darse cuenta de que ocurrió un
accidente o un milagro.
Se trata de un tiempo antes del tiempo, anterior al origen de la
memoria, y si la memoria ya de por sí es estática, lo que hay antes
de ella es todavía más, y por eso, en este caso, el tiempo solamente
puede adquirir características de lugar, dejar de ser historia para
convertirse en espacio, que es el método que sigue la policía para
averiguar cómo estuvo el crimen: precintan la escena, marcan con gis
las posiciones, que nadie toque nada, y en fin, paralizan el
paisaje, y con ello convierten la historia del crimen en una
geografía, en la que hasta hacen un mapa, que luego irán recorriendo
para ver si por ahí está escondido el culpable. Y bueno, así son los
aprioris de Kant. Los aprioris de Kant son las condiciones
necesarias para la formulación de cualquier conocimiento, porque
encontró, allá metido en Königsberg, que, si no existía una noción
de espacio sobre la cual las cosas se puedan poner unas al lado de
otras para relacionarse y diferenciarse, estas cosas no podrían
ingresar al conocimiento. Apel, otro filósofo alemán, dice que todo
conocimiento requiere un conocimiento previo (1973, pp. 209 ss.).
Cuando Kant habla del conocimiento subjetivo, dado que ahí no hay
espacio donde quepan cosas, convierte al espacio en tiempo, pero, en
todo caso, el espacio es un apriori (Kant, 1787, p. 60).
Reversivamente podría decirse que el espacio es un pensamiento que
se encuentra antes del tiempo, y por eso aparece como espacio: el
espacio es el pensamiento que está antes del pensamiento. Claro que
224
Kant llegó tarde, porque cuando nació en 1724, la realidad ya había
empezado sin él, así que no hay alternativa: los aprioris los
construyó aposteriori.
La historia anterior a la historia es lo que se conoce como mito,
y ciertamente, los mitos que uno conoce se refieren al tiempo cuando
los dioses habitaban la tierra, a Ícaro cayendo de tanto alcanzar el
sol, a la Atlántida sumergida, a la búsqueda del Santo Grial, a la
Caperucita internándose en el bosque, a un águila sobre un nopal
devorando una serpiente, de lo cual la gente seria desprende la
definición de que los mitos son cuentos para incautos. La
contestación es que ni son para incautos, ni es gente seria, ni son
cuentos, porque el mito en el fondo no es una historia que tenga que
ver con la temporalidad, sino un orden que tiene que ver con la
espacialidad. El mito no es un relato sino un mapa: el mapa de la
sociedad mental en el cual se localizan incluso los mitos. El Éxodo,
la fundación de Tenochtitlán, la Odisea, el viaje de los Argonautas
y la conquista del oeste son claramente mapas. Por esta razón de
anterioridad al tiempo, los mitos en general presentan un orden del
mundo (Kolakowski, 1972, p. 27) dentro del cual se puede colocar el
origen de la sociedad o de un acontecimiento: es un orden anterior a
todo en el que se ordena todo lo demás; el mito está antes del
principio y permite, como diría Kolakowski (1972, p. 48), explicar
lo condicionado por lo incondicionado. En efecto, gracias al mito,
cuando uno llegó, ya todo estaba en su lugar. Los grandes mitos,
Quetzalcoatl o Prometeo, suelen ser del origen de una sociedad, y de
la misma manera, las nociones de causa, probabilidad, destino o
dios, suelen ser a su vez la mitología de los accidentes y milagros
225
de la vida cotidiana. Pero también el pensamiento religioso,
político o científico tienen una estructura mítica interna, y por
eso los mismo mitos se repiten por todos lados y a todas horas, ya
que no hace falta que la sociedad se sepa algún mito, ya que, de
suyo, la sociedad piensa míticamente. La ciencia moderna argumenta
que ya superó la etapa del mito, pero eso es un mito.
Si a los mitos se les quita el cuento, que es la narración que se
les pone después, y también sus personajes y peripecias y
resultados, lo que queda es un orden, esto es, una serie de lugares,
posiciones, direcciones, que dejan de referirse a un solo caso y que
en cambio son aplicables a otros personajes y situaciones. Toda idea
y acontecimiento tiene su estructura mítica. Los mitos son los
comodines del pensamiento, porque sobre su orden se acomoda
cualquier cosa, y no podría ser de otra manera, toda vez que están
hechos con el mismo pensamiento con que están hechas las costumbres,
las ciencias, las innovaciones y las leyes. De Rougemont dice que el
mito resume todas las situaciones y muestra todas las relaciones
(1938, p. 19). Si a los mitos se les quita el cuento, lo que queda
es un espacio, no vacío ni nuevo, sino lleno de sociedad (Halbwachs,
1925, p. 97). Si a los mitos de Prometeo o Ícaro se les quita Ícaro
y Prometeo, lo que queda es una elevación o ascenso y un descenso o
caída, igual que los de Démeter o Perséfone, sólo que a la inversa,
y se le puede aplicar a cualquiera que suba o baje de puesto sepa o
no quién es Perséfone, y cuando son despedidos de su trabajo o de su
matrimonio, les sucede lo mismo que al Patito Feo, al Rey Lear, o a
Don Quijote, que es la salida de su lugar y su sociedad, y si aun
226
así conservan la esperanza, es porque en los mitos, como en todo
espacio, siempre hay camino de regreso.
En suma, la esencia de los mitos es que la cultura manifiesta un
orden anterior a la cultura para poderse desarrollar sobre él, Y en
otras palabras, es el orden que tiene el pensamiento, y merced al
cual, todo lo que vea, haga o piense, sea una ciudad, un proyecto de
vida, una teoría astronómica, tiene este mismo orden, que, ante
todo, es obvio, que consiste en un conocimiento que es tan evidente
que ni siquiera parece conocimiento, y por eso nadie lo nota: la
realidad es igual al pensamiento que la piensa, porque el
pensamiento también es real.
6.1.- Lugares dados
Los lugares tienen cualidades morales y orientaciones éticas. Lo vertical y lo horizontal: lo alto y lo bajo, lo racional y lo emocional; lo derecho y lo izquierdo: lo correcto y lo torcido. El centro: el infinito; el laberinto como alusión al centro. El límite: lo dentro y la pertenencia, lo fuera y la expulsión. Andanzas: tragedia, comedia, drama. Los números: el uno es una esfera, el dos es un continuo, el tres es una unidad, el cuatro es tresdosuno. El espacio mítico es heterogéneo, cualitativo y lleno. El pensamiento en general tiene estructura mítica.
El orden mítico de la realidad empieza con la presencia de lo
vertical y lo horizontal. Si alguien de casualidad tiene un lápiz en
la mano, puede dibujar en el margen una crucecita técnicamente
denominada coordenada cartesiana: al centro llámele centro, a la
línea de la derecha, derecha, a la de abajo, abajo, y así
sucesivamente, y verá que se trata de un mapa de obviedades. Esta
crucecita también quiere decir que el espacio de Descartes es
227
mítico. Lo horizontal es el paisaje plano del mundo, y lo vertical
es quien lo mira, o sea, uno mismo, y por eso el número uno, que es
uno mismo, de pie, es una rayita vertical en los sistemas arábigo y
romano, y también, por dicha razón presuntuosa, al plano vertical se
le considera el eje del mundo, axis mundi: un globo terráqueo que
tuviera su eje horizontal parecería mal hecho. Quien está en
posición vertical, como los guardias de la reina, se supone que está
atento, preparado; a estar de pie de le dice "estar parado" -antes
se decía "parado de pie"-, que significa estar preparado, dispuesto,
y, sintomáticamente, estar situado (Corominas, 1973); los soldados
se encuentran firmes, porque, como boy scouts, están "siempre
listos"; en España a los desempleados se les dice "parados" por su
disposición a trabajar. La imagen de la verticalidad, como los
obeliscos o los rascacielos, da a pensar en una situación de
despegue, y por eso, la Torre Eiffel en sus inicios era la imagen
del progreso. Puede notarse que, como dice Susanne Langer (1941, p.
204), "el mito no es una evasión sino una orientación moral". En
cambio, la posición horizontal de estar acostado, y dormido, es la
de la confianza y la tranquilidad. La horizontalidad de los paisajes
es lo que hace que la gente se relaje viéndolos; para que les dé
envidia a los que se tuvieron que quedar listos en su trabajo y no
pudieron ir de vacaciones, el noventa por ciento de las tarjetas
postales que se envían a los que no fueron presentan un encuadre
horizontal (el otro diez por ciento son postales del Empire State y
de la Torre Eiffel), y las cámaras están diseñadas para tomar las
fotos así; de hecho, los ojos son así: su disposición uno al lado
del otro indica que la vista no está hecha para ver arriba ni para
228
avanzar, sino para mirar el horizonte. La atractiva monumentalidad
pausada de los barcos y los aviones radica en su horizontalidad.
Este mundo vertical y pretensioso queda dulcificado por las
esculturas reclinadas de Henry Moore.
Ahora bien, cuando se superponen lo horizontal y lo vertical,
aparecen las cuatro (o seis) orientaciones (que suelen traslaparse):
arriba, derecha (delante); abajo, izquierda (detrás), a las que,
como dice Durkheim (1912, p. 16), se les han atribuido "valores
afectivos diferentes": las primeras son positivas, buenas, en la
cultura occidental; las segundas malas y negativas (Cirlot, 1984, p.
227), porque, según Cassirer, "lo que primariamente permite el mito,
no son caracteres objetivos, sino fisiognómicos", o emotivos (1944,
p. 119).
Lo alto, en la geografía mental, es el lugar de lo bueno, lo
consciente, lo razonable y lo poderoso: allá está el altísimo y
otras altezas que lo voltean a ver a uno desde arriba. Las virtudes
son altas. Arriba es la zona de los ángeles y los pájaros, y por eso
la gente todavía quiere ir al Cielo y lleva la frente en alto,
intenta pensamientos elevados, aspira a subir en la economía y en la
clase social, le gusta la idea de que piensa con la cabeza, y se
levanta los ánimos, levanta teorías, levanta castillos en el aire y
edificios como la Torre de Babel, las pirámides o los minarets, que
son arquitecturas hechas para llegar a Dios; actualmente más bien
levanta hoteles, pero por las mismas razones. Tiene altas
calificaciones, altos vuelos, altas recomendaciones y, como muestran
Lakoff y Johnson (1980, pp. 50 ss.), para hablar de la felicidad, el
status, la salud, la virtud o la inteligencia, se emplea la palabra
229
"arriba" (high). A la historia se la ve en la cultura occidental
como una escalera que sube, que es la del progreso o del "ascenso"
de la especie, y por lo mismo, cuando se trata de buscar recuerdos,
hay que bajar por ellos. Y por supuesto, el progreso es un mito
(Maffesoli, 1985, p. 106). En cambio, lo bajo, lugar de ratas y
demonios, es triste y enfermo, sumiso, vicioso y emocional (Lakoff y
Johnson, 1980, pp. 50 ss.). En la mitad baja del cuerpo radican los
instintos y las bajas pasiones y otras inmundicias. Cuando la gente
se porta mal o tiene mala suerte, "cae" en el olvido, en la
desgracia, en el pecado, en la tentación y demás bajezas, y también
va a parar a lugares bajos y subterráneos como los sótanos
(Bachelard, 1957, p. 49), los calabozos, los drenajes y el infierno.
A los pobres les dicen clases bajas para que parezca que la
injusticia forma parte del orden del universo. Asimismo, lo bajo es
la dirección de lo que está oculto, como el inconsciente, o lo que
no quiere ser mostrado, como un pasado vergonzoso, aunque allí,
también, se encuentran los tesoros, que es cuando a alguien se le
dice que "es bueno en el fondo", y que saque a "su verdadero yo", y
entonces sí, estas cosas, no se desentierran, sino que brotan como
manantial. Por esto, también lo bajo es el lugar de lo antiquísimo,
de lo inmemorial, de lo que forman parte, precisamente, los mitos:
los mitos son vistos como el conocimiento más escondido y soterrado
de la sociedad.
El equivalente de lo alto en el plano horizontal es lo derecho: en
política, quienes se creen que siempre tienen la verdad se
autodenominan la derecha, y se sienten dueños del "derecho", es
decir, de la prerrogativa de "guiar" o "dirigir", que es uno de los
230
significados etimológicos de la palabra (Corominas, 1973). Se
entiende que lo derecho, como la mano que está de ese lado, es lo
hábil, lo talentoso, lo fuerte, y en suma, lo "diestro", que es el
otro nombre de lo derecho: los amos de la destreza. Asimismo, ser o
estas derecho significa "directo", como una calle derecha o como la
línea más corta entre dos puntos, y por lo tanto es sinónimo de ser
recto, de la rectitud, y por extensión, de ser correcto, decir la
verdad, ser honesto; los buenos de la película en resumen. El que es
derecho, y va por la derecha, llegará lejos, porque es míticamente
la dirección por la que se avanza, y a la gente se le recomienda en
los libros de superación personal siempre mirar y seguir adelante.
En efecto, lo delante es una forma hermana de lo derecho, y ambos
son algo así como la versión laica de lo alto. En dibujos, teatro,
cine, elementales, cuando alguien entra a escena, va hacia adelante,
se le hace moverse hacia la derecha. Toda metáfora del camino y del
andar, a despecho del pobre Machado, del avanzar y no desistir, de
la constancia y la tenacidad, usan la orientación adelante, de
frente, hacia la derecha. Como se ve, la retórica de la derecha está
llena de consejos un poco empalagosos. De cualquier manera, el
lenguaje, que es lo que se supone que nos saca de la bestialidad y
nos lleva a la razón, corre típicamente hacia la derecha, y en el
exceso de la autocomplacencia, como dice Jonathan Swift de los
liliputenses y de "las damas inglesas" (1726, p. 62), cuando
escriben a mano, no sólo van hacia la derecha, sino que los
renglones se inclinan hacia arriba. Podrá notarse que la mitología
es un manual del sentido común, con sus virtudes y defectos. En fin,
lo que sale de escena, y lo que se retrasa, va hacia la izquierda.
231
Hay líneas derechas, pero no se ha oído hablar de una línea
izquierda, y es porque a éstas se las llama líneas chuecas, y
siempre resultan incorrectas, como el árbol que crece torcido.
Ciertamente, la palabra "izquierda", que proviene del vasco y del
céltico, significa "torcido", y fue adoptada en castellano (y
catalán, portugués, gascón y langue d'oc -Corominas, 1973), para
remplazar al vocablo natural que designaba esta dirección pero que
no debía ser pronunciado porque era un nombre maldito,
específicamente "siniestro", que es como debería decirse izquierdo:
de ahí que se tenga por cierto que la izquierda política ha de ser
siniestra en sus fines y chueca en sus procedimientos, por lo que la
derecha, tan gentil, se presta para enderezarla y enseñarle el
camino de la rectitud. Sería bueno saber, para variar, quién es el
brazo izquierdo y quién está sentado a la siniestra del padre; lo
más probable es que sea mujer. Mientras que la vía derecha avanza
hacia la racionalidad, la izquierda, que es el camino equivocado,
lleva hacia lo emocional y la sinrazón, esto es, hacia el pasado y
lo primitivo, de regreso a lo que ya había quedado atrás, como, por
ejemplo, la naturaleza de la cual surge el homo sapiens, el "hombre"
racional, lo cual da como resultado que la mujer es de izquierda. Lo
femenino se vuelve subversivo. Por esto, los adelantos del progreso
nunca deben voltear la cabeza, porque eso sólo lo hace la Mujer de
Lot, y ya ven lo que le pasó. Ciertamente, la naturaleza de los
objetos pertenece a lo salvaje del mundo que hay que domesticar, a
lo que había estado ahí desde siempre en estado bruto. Y
ciertamente, para entrecomillar, con estos temas, no hay comillas
que alcancen.
232
El cruce de los ejes hace automáticamente un centro, que es el
lugar más especial: es "el lugar sagrado por excelencia" (Eliade,
1955, p. 42), y no hay cultura que no lo tenga ni que lo ponga en
"otro" lugar. Es el punto donde comienza todo, como las ciudades,
pero también es el lugar que condensa y comprende todos los lugares
(Ledrut, 1990, p. 74), como si fuera la compactación del resto del
espacio en un punto; por eso en el centro de la ciudad siempre hay
de todo, por lo que también es punto de atracción y convergencia
(Eliade, 1955, p. 57), como un embudo. El centro es el corazón de
todas las cosas, así que, así como es el origen también es el lugar
del infinito y de lo absoluto, que los físicos, poéticos como
siempre, denominan "singularidad": el punto donde la curvatura del
espacio-tiempo no tiene fin (Hawking, 1988, p. 238). Este carácter
de infinito es quizá lo más curioso del centro, porque consiste en
el hecho de que el lugar más pequeño de la realidad es al que le
cabe más, le cabe todo, porque no es donde se encierra la realidad
sino donde se abre la posibilidad; Aristóteles dijo que "el infinito
no es aquello fuera de lo cual no hay nada, sino aquello fuera de lo
cual siempre hay algo" (citado por Zellini, 1980, p. 13). En todo
caso es sorprendente hasta qué punto este sitio inmemorial es
contemporáneo: centros los tenemos por todas partes, de mesa, de las
miradas, de discusión, y lo que hace compleja a la sociedad del
egoísmo es que cada quien se siente el centro del mundo. Toda cosa,
casa, plaza, tiene su centro, y todavía se pueden añadir las cúpulas
de las iglesias, los ápices de las pirámides, las dianas de los
blancos de tiro, las plazas de toros y las trazas de las canchas de
233
los deportes más divertidos, donde la pelota es un centro en
múltiples sentidos.
El primero y el último juguete de la cultura fue y será una
pelota, y su embeleso y su misterio irresuelto consiste en que es un
centro de atracción que puede estar no sólo en el centro, sino
también a la derecha y abajo, de ida y de vuelta, como si ocupara
todos los lugares pero nunca se supiera en cuál está, porque cuando
uno va por ella, resulta que rebota y salta para donde no se espera
y así se le ha escapado por milenios; "es capaz de dar sorpresas por
sí misma", dice Gadamer (1960, p. 149): todavía congrega multitudes
para ver quién puede alcanzarla. Tenerla en la mano es poseer el
centro. Y el infinito. Bien a bien, una pelota es un cursor dentro
de un laberinto invisible, y a la inversa, un laberinto es un centro
que se ha movido por todas partes. Quien se pierde en uno está como
pelota. Mitológicamente, el laberinto es un atisbo del centro, como
si hubiera crecido éste por un momento para mostrar que ahí está
todo en el mismo lugar, la izquierda y lo delante, el arriba y la
derecha, todos mezclados y confundidos en el mismo sitio. Los
laberintos, cuando no son solamente un trazo sobre planta, como el
de Chartres, son construcciones sobre un plano (Becker, 1992),
aunque hay versiones (Page e Ingpen, 1985, p. 81) de que el
Laberinto de Creta tenía subterráneos y dobles pisos, extendiéndose
no solamente a los lados sino hacia arriba y hacia abajo, como los
dibujos de Escher, laberintos perfectos porque ahí uno no sabe ni
dónde queda la fuerza de gravedad, o como el edificio que concibió
Borges para albergar la Biblioteca de Babel, que era un laberinto
infinito de letras acomodadas en un laberinto infinito de
234
habitaciones hexagonales, donde, seguramente, por puro azar
combinatorio, tarde o temprano iba a estar el Corán completito o
algún directorio telefónico de Quebec, y de donde Umberto Eco tomó
la idea para imaginar la biblioteca que describe en El Nombre de la
Rosa. Los laberintos son efectivamente el vislumbre medieval del
infinito en donde la izquierda puede quedar a la derecha, el abajo
estar adelante, y donde seguramente hay a su vez su centro, es
decir, que en alguna parte está la pelota, el Minotauro, el
conocimiento, la verdad y el absoluto, pero nadie sabe dónde; por
esto mismo, el cerebro, dadas su circunvoluciones, ha sido concebido
por diversas culturas como órgano del conocimiento, pero también,
exactamente por las mismas razones, en otras culturas, el intestino
es el que piensa: también es "el laberinto de las entrañas del
palacio de las vísceras" (Noël, 1994, p. 166).
La paradoja es que si uno encuentra el centro, entonces ya no sabe
dónde está la salida. No cabe duda, el conocimiento es peligroso.
Las ciudades medievales, tanto por motivos prácticos como por
consideraciones míticas, eran laberínticas. Esta crecida laberíntica
del centro hace algo más que atenuar el infinito, a saber, marca un
límite, como las murallas de las ciudades, dentro del cual dar
cabida al espacio propiamente, y fuera del cual no hay realidad, o
cosmos, como se le decía clásicamente. El límite establece lo que es
real con respecto a lo que no lo es: el interior con respecto al
exterior. Toda sociedad es interior. En la cultura, lo que está
dentro es lo que tiene orden, lo conocido y lo familiar, mientras
que lo que está afuera es lo extraño y lo desconocido. De aquí
pueden entenderse el interés no meramente funcional que tienen las
235
puertas, que conectan, como dice Jim Morrison que decía William
Blake, lo conocido con lo desconocido. En la Edad Media, dentro de
las ciudades está la gente, palabra que significa "nosotros" en
todos los idiomas, mientras que afuera habitan los "otros", porque
allá "es la región desconocida y temible de los demonios, de las
larvas, de los extranjeros: en una palabra, caos, muerte, noche"
(Eliade, 1955, p. 41). Todos los grupos, equipos, familias o sectas
se fincan sobre la distinción entre lo dentro y lo fuera, y de
hecho, la palabra "yo", el equipo de uno solo, designa la existencia
de un dentro con respecto a un fuera. Ahora bien, lo que proporciona
en primera y última instancias toda la estructura mítica es la
certeza de estar dentro, no importa dónde se esté, es decir,
proporciona básicamente el sentido de pertenencia, que es la
seguridad de que los percances de la existencia, los trabajos y los
cansancios, la prudencia y la decepción, y, finalmente, uno mismo,
tienen sentido, aunque no se acierte a saber cuál es, ya que,
tautológicamente, el sentido es el hecho mismo de la pertenencia al
sentido. Sin esta pertenencia, ninguna experiencia, posesión,
palabra, ética, alegría ni vida tienen razón de ser. Para pensar,
sentir, y ser, primero hay que pertenecer: ser pertinente. La
pertenencia a una sociedad debe ser previa a cualquier otro
significado, y en ello radica el carácter de anterioridad de la
estructura mítica: los mitos, como la pertenencia, deben estar antes
que la sociedad para que ésta empiece a suceder.
Pertenecer y/o estar dentro es empíricamente una ubicación en el
espacio, y por esta razón, el mito no es una metáfora ni una
demostración que alguien pueda tomar desde fuera. En los mitos hay
236
que estar dentro. Los mitos ni se ven ni se leen ni se oyen, sino
que se caminan, se habitan, se recorren y se ocupan, de suerte que
son más bien una categoría kinestésica, como lo es la arquitectura,
cuya apreciación común por los legos no es visual ni intelectual,
sino una manera de estar contento, cómodo, protegido en el lugar, y
cualquier arquitectura que logre esto es buena.
El medioevo usa espacio mítico. Ahí todavía no hay otro modo de
conocer ni de habitar la realidad, ahí todavía los que se quedan
fuera de las murallas se convierten en hombres-lobo, ahí todavía las
mujeres son seres malévolos regidos por la parte baja del cuerpo, y
se ve a Dios bajar por la linternilla de los templos. Ahí todavía el
caballero andante es real, y tiene su mito, que consiste en un
recorrido de salida del y entrada al interior, con las penurias y
glorias que esto conlleva. El caballero es alguien cercano al
centro, como Lancelot o Tristán, junto al rey, pero, para merecerlo,
debe salir fuera allende las murallas del orden, y arrostrar los
riesgos del caos, que lo pueden volver loco y perderlo, y, una vez
pasada la prueba, retornar, y dedicarse a vivir de la fama de sus
aventuras. La dialéctica dentro/fuera es legendaria (Cfr. D.
Regnier-Bohler, 1985, pp. 13 ss.), y se le puede aplicar a Cristóbal
Colón, a Marco Polo, a los santos eremitas que se iban a vencer la
tentación al desierto, o al Subcomandante Marcos, y a todo aquél que
sale un día de su pueblo y regresa hecho un triunfador. Y
ciertamente, sigue siendo el mismo periplo que el de las historias
de amor actuales, donde el enamorado debe pasar una prueba
(Alberoni, 1979, pp. 91 ss.), que es la oposición de los suegros, la
pobreza, etc., para luego poder alcanzar su amor; por eso en todas
237
las telenovelas los galanes hablan como si fueran caballeros
andantes. Toda historia de amor de final feliz sigue este recorrido,
y ahí debe terminar la comedia porque si no ese final feliz se
deriva en otro drama, que es lo que se llama entonces la tragedia de
la vida. Aristóteles dijo que "el mito es un tejido de asombros"
(Koestler, 1980, p. 122).
Hay una serie de trayectos que utilizan la orientación
dentro/fuera, y otros que usan la orientación alto/bajo y que
siempre transcurren de izquierda a derecha, que es como se mueve lo
que avanza. En efecto, el hecho de que un acontecimiento sea
comprensible e interesante se debe a que está construido en la forma
de un trayecto que puede dibujarse con vectores (Cfr. Gergen, 1994,
p. 248) que suben y que bajan según se desarrolle la trama, y que
son exactamente los mismos y por las mismas razones que aparecen en
las gráficas de estadísticas de ganancias de una compañía. Si uno
todavía tiene en la mano el lápiz de hacer rato, puede dibujar tres
flechitas, de preferencia quebradas, con altibajos, pero que una
termine yendo hacia abajo, la otra hacia arriba, y la restante se
queda más o menos a la altura que empezó: lo que acaba de dibujar es
una tragedia, una comedia y un drama en el más puro estilo griego.
La tragedia es una situación en la que, al protagonista, haga lo
que haga y decida lo que decida, de todos modos le va a ir muy mal,
cosa de preguntarle a Edipo, por lo cual el camino que se recorre
siempre es hacia abajo. A Hollywood no le gustan las tragedias,
porque se reflejan en su taquilla, pero en cambio es adepta a la
comedia, que es una situación , que empieza bien, normal, y de
pronto surge un imprevisto, ya sea que el protagonista se quede
238
pobre, le aparezca un rival, o que un amor a primera vista le
trastoque la calma, y entonces, el resto de la trama se dedica a
resolverlo hasta alcanzar por lo menos el estado inicial, o llegar
hasta la punta del final feliz, de suerte que todo es ir subiendo
después del contratiempo; por lo común la gente que cuenta su propia
vida suele trazar esta andanza, de suerte que para estas fechas
todos los hijos, nietos y menores del mundo ya han oído la moralina
de que "y con mucho esfuerzo he llegado a esta posición". Y el drama
es un intermedio entre tragedia y comedia, donde se alterna la
alegría y la tristeza, y la flechita sube y baja, baja y sube, hasta
que termina con la punta hacia arriba o hacia abajo, dependiendo de
de quién sea la versión, si de uno mismo o de las malas lenguas.
En fin, no importa qué se diga, haga o piense, de todos modos, por
debajo y por dentro de cualquier comprensión y conocimiento, se
encuentra un pensamiento que está antes del pensamiento, una
estructura que los trasciende y de la cual no pueden desembarazarse
so pena de deshacerse.
A la izquierda política se le denomina así porque tradicionalmente
se encontraba sentada en las curules de la izquierda en las
asambleas de la Revolución Francesa (Bobbio y Matteucci, 1976), y
ello implicaba que si cualquier miembro del otro lado se pasaba a la
izquierda, automáticamente su pensamiento se siniestraba, porque
quien pensaba no era él sino el lugar; el siglo XVIII ya no es la
Edad Media, pero el mito sigue siendo un pensamiento. Como sea, el
espacio no era algo distinto de las cosas que lo ocupaban, sino que
era una cualidad ínsita de los objetos, que igual que ser grandes o
azules, también eran arriba. En el adjetivo ser "derecho" o ser
239
"recto", todavía se aprecia que el lugar es una moral. Míticamente,
el espacio no es un telón de fondo o un hueco vacío sin propiedades
ni cualidades; por el contrario, es una forma del mundo y de las
cosas, y como todas las cosas, termina donde se acaba, así que fuera
de él no había espacio. Actualmente la palabra cosmos quiere decir
todo el universo, pero originalmente el cosmos era exclusivamente el
mundo humano, su orden, y se acababa donde terminaba la ciudad: lo
demás se llama caos, y tiene otras propiedades y cualidades sin
relación con el espacio. En el caos no hay centro ni izquierda ni
gente recta. Al espacio de índole cualitativa se le denomina
técnicamente "espacio heterogéneo" (Bergson, 188, p. 112; Halbwachs,
1925, p. 97), debido a que no es un vacío uniforme, sino "un
complejo de lugares", como dice Herbert Read (1955, p. 91), o sea,
es una diferente cualidad en cada una de sus partes; el lado
izquierdo está cargado de atributos que no posee el lado derecho.
Así, por ejemplo, la luz no es sólo un artículo brillante, sino que
también es una cosa alta (Read, 1955, p. 228) y central; la
obscuridad es un objeto bajo, lo malo es un asunto izquierdo. El
pensamiento es un espacio, y es heterogéneo. La ocupación de un
espacio heterogéneo significa que la estructura mítica se encuentra
empíricamente presente, o dicho al revés, que la realidad social no
es empírica sino mítica, y sus habitantes no sólo están localizados
geométricamente en el espacio como un sistema de coordenadas, sino
que estrictamente pertenecen a un orden que, como todo orden, es
mayor que ellos y por ende les confiere sentido a sus estancias,
pasos, haceres y quehaceres.
240
En este pensamiento del espacio heterogéneo, ni siquiera los
números pueden ser meramente una cantidad, ni una colocación dentro
de una serie, ni sirven para contar, sino que son igualmente cosas
por derecho propio con sus cualidades singulares (Bergson, 1888, pp.
100, ss.) que no están determinadas por su relación con los números
de junto. Si los genios de las lámparas y las botellas conceden tres
deseos no es porque sepan que existe un número dos y un cuatro, sino
porque todo deseo tiene la característica de ser tres, de la misma
manera que los cuatro puntos cardinales no implican que por poco y
eran cinco. Cada número es una cualidad heterogénea, como lo son ser
gris o ser simpático. Dentro del espacio mítico, un número es algo
que no tiene que ver con la numeración: todo número es uno, es "un"
número, aunque sea 17, y éste es irreductible, insumable e
irrestable. Es por ello que Zellini dice que primero existen los
números y sólo hasta después se contabilizan (1980, p. 190), y es
que el número no es una cantidad sino una armonía; "armonía"
( y "aritmética" () tienen la misma raíz (Zellini,
1980, p. 23). El número es directamente la encarnación del orden,
aquello que mantiene a raya el caos, y gracias al cual los límites
se preservan. Donde hay número, hay orden, armonía, proporción y
razón (Ledrut, 1990, p. 107).
Cuando los niños preguntan cuál-es-tu-número-preferido, están
considerándolos míticamente, al igual que los adultos que tienen su
número de la suerte. Siendo así, podrá suponerse que muchos números
tienen sus peculiaridades, como el 666 que, según el Libro de la
Revelación en la Biblia, es el número del diablo y de la bestia del
Apocalipsis, pero es evidente que hay números que ni siquiera
241
existen, que los números son un número limitado de objetos, ya que,
por ser heterogéneos y cualitativos, como con personalidad propia,
carecen de la seriación que sólo les daría sucesión pero no sentido.
En todo caso, eso del 666 es bueno para el miedo, pero es
francamente forzado y sacado de la manga, mientras que lo mítico y
lo simbólico, para serlo, debe surgir de sí mismo con naturalidad:
el mito está en las cosas, sin tener que ir a que lo revele un
libro. Por esto casi podría decirse que los números no son más de
cuatro, que son los cuadrantes que salen del espacio dividido por
una crucecita con un lápiz en el margen.
Y así, el número Uno es, como se dijo, uno mismo, y constituye la
unidad, y por ende se encuentra en el centro. ser "único", como
aseguran todos los individuos contemporáneos, significa ser una
unidad y estar en el centro (Cirlot, 1984). Y asimismo, en tanto
unidad, tiene forma redonda, que es la forma en que cualquier
entidad se concentra en sí misma y se llena de sí misma, como los
estadios o los círculos de amigos. Por esta circularidad de la
unidad es que Van Gogh dijo que "la vida es probablemente redonda",
frase que recopila Bachelard junto con otras al detectar este
carácter unitario de lo redondo: "le han dicho que la vida es
hermosa. No. la vida es redonda" (Joë Bousquet -citados por
Bachelard, 1957, p. 271). Si la estética era el grado de unidad de
las formas, se entiende que fue por razones estéticas que Van Gogh
dijo eso ("que todo sea redondo y no haya principio ni fin en la
forma, sino que haya un conjunto armonioso de vida", es lo que dijo
según José Antonio Marina -1993, p. 37), pero, más aún, fue por
razones de belleza que Galileo se empecinó en plantear órbitas
242
circulares para su sistema astronómico, a pesar de que ya sabía que
eran elípticas, como lo había mostrado Kepler, pero le parecían
horrorosas, porque atentaban contra "el orden perfecto", y como dice
Koyré, "Galileo no podía dejar de sentir que la elipse era un
círculo deformado" (1973, pp. 267-268). Es cierto, el uno es una
esfera; la Teoría de la Gestalt encuentra en la esfera la "mejor"
forma que se puede hacer con un mínimo de material, como las
burbujas de jabón; Rudolf Arnheim dice que los niños pequeños
dibujan circulitos para representar personas o animales no porque el
circulito les parezca gente, sino porque expresa unidad e identidad.
Plotino, fundador de una filosofía de "lo uno" en el siglo III, dice
algo similar, resaltando la característica de plenitud de lo
unitario: "cada cual existe en mayor plenitud no ya cuando es
múltiple o grande, sino cuando se pertenece a sí mismo" (citado por
Zellini, 1980, p. 85). "En todas las cosas parece existir como ley
un círculo", dice Tácito, un historiador romano. Y de Michelet,
Bachelard encuentra esta piecita perfecta, redonda: "el pájaro es
casi todo esférico", de la cual comenta que "no puede verse, ni
siquiera imaginarse, un grado más alto de unidad. Exceso de
concentración que constituye la fuerza personal del pájaro"
(Bachelard, 1957, p. 276).
El número Dos es un desfiguro: rompe la figura, y lo hace adrede.
Mientras el uno era en sí mismo un círculo, con tres puntos se hace
un triángulo y con cuatro un cuadrado, con dos no se hace nada, como
si dejara abiertas las puertas del espacio para que se desbordara
todo, y eso es lo que lo hace tan importante, porque en medio cabe
mucho. Entre dos extremos, entre el fracaso y el éxito, uno y otro,
243
los borroso y lo definido, el relajo y la rigidez, lo que se forma
es el continuo, y un continuo es por antonomasia ilimitado, y si no
cabe exactamente lo infinito, si cabe lo infinitesimal, que quiere
decir que dentro de lo más pequeño todavía cabe algo más y más
pequeño, porque siempre se le puede intercalar un grado, un matiz,
un subinciso, y hacer que cada uno de los dos extremos pertenezca,
en cierto grado, al opuesto, que toda mentira sea una gradación de
la verdad y toda alegría una modulación de la tristeza, que dos
posiciones en conflicto contengan hasta cierto punto el posición
contraria, de donde se puede entender que el pensamiento de la
sociedad tienda a irivenir, dualmente, porque la dualidad incluye
todas las posibilidades entre los dos límites. La dualidad es la
forma matizada del número dos. La presencia de dos polos ofrece una
apertura para que en medio se pueda poner todo lo que se quiera:
entre dos puntos de vista caben todos los puntos de vista menos dos.
La utilidad de este continuo incolmable puede apreciarse en el
recurso, muy dado en los títulos de los libros, de poner dos
palabras casi casi escogidas al azar del diccionario, los trabajos y
los días, el arco y la lira, el estudio y la rueca, y el resto del
libro se dedica a establecer la conexión entre ambas, entre el ser y
la nada, la hormiga y el sociobiólogo, el alma y las formas, cosa
que se multiplica en el caso de las enumeraciones, que es como
presentar muchos continuos al mismo tiempo para que a uno se le abra
enfrente algo así como toda la realidad, que es lo que hace Borges
cuando enlista treintaidos cosas que vio cuando vio el Aleph, que,
al parecer, ensayó exhaustivamente antes de darla por definitiva, y
si, evidentemente, no podía escribir el inventario de lo que había
244
en el universo, en cambio puede, entre unas cosas y otras, abrir una
fuente de continuos, y el lector no imagina lo que lee, sino lo que
queda en medio.
Y no obstante, por la misma razón, el dos también tiene la
peculiaridad inversa, que consiste en que el continuo se use sin
gradaciones, como cuando se da el dilema de todo o nada, ser o no
ser, o el salto del amor al odio tajante, polarizado, de uno contra
el otro, que es lo que se observa en los deportes, tenis o futbol, o
en las relaciones de competencia entre nuestros triunfadores
contemporáneos en donde cada uno tiene como fin hacer pedazos al
otro. Ello permite decir, que el dos es el número de las pasiones,
como el poder o el enamoramiento o el odio, debido a que, entre dos
posiciones o dos creencias se da una relación directa, sin mediación
simbólicas ni intermediarios, o sea, incivilizada, que pueden actuar
sin que nadie los vigile, o los juzgue, o los norme, es decir, sin
regla que rija, y por ello pueden abandonarse a la atracción total,
al rechazo total, sin tener que darse razones. La relación dual de
la "seducción" de Baudrillard (1981, p. 80), es un buenísimo
ejemplo: ahí se ve que no hay nadie más ni nada más entre los dos.
Entre dos se dan acuerdos o desacuerdos crudos, sin la mínima
cocción, por puro contubernio; por eso, a nadie que haya hecho un
hole in one se le cree si solamente tiene un testigo; por eso en los
conventos no hay celdas para dos, por eso las historias de amor son
auténticas locuras. Y por eso, cuando nada más hay dos poderes, la
iglesia y el rey, hacen destrozos con cualquier sociedad.
Por eso, se requiere un tercer estado, la sociedad civil, para que
cada uno sea testigo imparcial de las relaciones entre los otros
245
dos, que ya no se pueden corromper en contubernio porque los están
mirando. En efecto, el número de la civilidad es tres: entre dos se
da la fusión o la ruptura rápidamente, pero la durabilidad de la
relación sólo se logra con tres. Por eso las parejas tienen hijos.
Ni Dios pudo evitarlo, y se constituyó en Santísima Trinidad. El
tres es el instrumento contra la disolución: es la civilización de
la sociedad, y está representado por las normas y las reglas, de
modo que congloba las propiedades de la sociedad, y por eso, en los
cuentos de hadas (Arnheim, 1969, p. 223), donde se cubren las
variedades del mundo, los personajes son tres. Si se citan siete
personas a tomar café, y sólo llegan dos, no se considera que hubo
reunión, pero, en cambio, si sólo llegan tres, ya se puede sesionar.
Los acuerdos tomados entre dos nunca valen.
Y es que, como dice Paolo Zellini, "el tres es el retorno a la
unidad tras la ilimitación" (1980, p. 101): con eso ya se puede
hacer un triángulo -y pirámide-, esto es, es el primer número con el
que se hace propiamente espacio, una superficie donde quepa algo
dentro y quede lo demás fuera, y es el triángulo con lo que empieza
la geometría y que los pitagóricos consideraron la figura más
perfecta, toda vez que es el mínimo lugar que ya es espacio, y no
puede ser desagregado en sus ángulos. El carácter unitario y civil
del número tres es el que induce a Charles S. Peirce, el filósofo
pragmatista norteamericano que fundó la semiótica o ciencia de la
vida de los signos (c.1900), a concebir, con toda sensibilidad y
erudición, que la realidad simbólica siempre es triádica, de tres en
tres, donde toda relación de alguien con algo está mediada por una
interpretación, o representación, o sentido, pero en el entendido
246
inexcusable de que sigue siendo una unidad, de que, no obstante el
número, la triada no tiene tres componentes sino que es una unidad
indisoluble, que el tres es un uno.
Y el número Cuatro es, de alguna manera, la consolidación de lo
anterior: en rigor no añade nada, pero sí solidifica y estabiliza.
Se diría que constituye el número mínimo de las cosas antes de que
éstas se difuminen en el pentanúmero, en el multinúmero, el
sinnúmero, innúmero. Por eso hay tantas cosas que son cuatro,
estaciones, temperamentos, humores, cuadrantes y, no en balde, los
pitagóricos, a pesar de ser dueños del tres, reverenciaban al cuatro
como el número más acabado (Macías López, 1996). En efecto, el
cuadrado y el cubo son las formas más sólidas y estables, y lo que
podía empezar como círculo, por ejemplo las chozas mayas o los
igloos, o como triángulo, los tejados y las tiendas sioux, terminan
en cuatro, en "cuartos", habitaciones cúbicas que son más sencillas
de construir y de empalmar una con otra. El cuatro es un número
cómodo, y ahí termina la numeración, porque cuando se dice "más de
cuatro", ya quiere decir multitud sin mucha cualidad; en los mitos
aztecas, decir "las cuatrocientas estrellas es decir los astros
innumerables" (León Portilla, 1987).
6.2.- La Dislocación del Espacio
La Edad Media se desenvuelve en un espacio mítico. La cábala o los tres pies del gato. La perspectiva central, equivalente renacentista del laberinto: la encarnación concreta del infinito; de la intuición a la técnica. El espacio pierde sus lugares dados, y se convierte en un vacío homogéneo. Desarraigo e individualismo.
247
Hasta la Edad Media, la sociedad vivió exclusivamente dentro de un
espacio heterogéneo cualitativo, y por eso, una ciudad debía tener
murallas aunque no la atacara nadie, y el caso de la Santísima
Trinidad era realmente un misterio. Cosas como el zodiaco hay que
colocarlas en la Edad Media para que tengan alguna veracidad. Y tan
se cree entonces todo esto que incluso empieza a creerse demasiado,
y empieza a haber, no una realidad dada, sino una búsqueda morbosa
por cuestiones de lugares y números, y comienza a observarse
artificialidad e imitación, lo que implica la decadencia del mundo
mítico medieval, en donde los números se volvieron cábala. La Cábala
(qabbalá o qabbalah, que es "tradición" en hebreo) fue un sistema
filosófico que intentaba descubrir la naturaleza de Dios mediante
ciertas interpretaciones de la Biblia, y en su momento más
destacado, hacia el siglo XIII (Hispánica, 1991), devino un método
aritmético que consistía básicamente en la terquedad de encontrarle
tres pies al gato asignándoles a todas las letras números y acto
seguido pescar cualesquiera palabras y aplicarles sumas y restas
para que, en uno se esos cálculos, saliera el número de Dios, con lo
cual se descubriría su naturaleza, cosa que debe ser un poco hereje
pero que, comoquiera, rebasa por varios millones al número cuatro, y
hace del universo no una multiplicación sino una necedad, porque
decir que el número 99 es simbólico ya que nueve más nueve es
dieciocho y uno más ocho es nueve (Becker, 1992), es mucho decir. El
auge de la cábala es ya una especie de desubicación de la Edad
Media, que asiste a la gestación de un nuevo espacio, ya
desmitificado, amítico.
248
Algo menos necio, pero similar, ocurre en el Renacimiento tras el
impresionante descubrimiento de la perspectiva lineal en el dibujo,
la perspectiva artificialis (Damisch, 1987), que hoy en día ya es un
modo obvio de ver el mundo, pero que en sus inicios es como una
vaharada de más-allá que se presenta en la realidad, como un agujero
negro que se abriera por la calle. En 1425, Masaccio pintó en una
iglesia de Florencia un fresco en donde aparece un corredor
abovedado que, contra toda normalidad, parece hundirse dentro de la
pared, como si en vez de pared fuera túnel, como si al plano le
naciera dentro una tercera dimensión y también como si a la pared le
brotara por dentro más espacio que el que mide por fuera y, como
dice Arnheim (1982, p. 25), es como si el espacio horizontal
apareciera dentro de una pared, que es vertical. Si esto no es un
accidente, ha de ser un milagro. Hay quien dice que Brunelleschi, su
maestro, fue quien pintó la bóveda, y es probable, porque Masaccio
murió pronto y joven, y Brunelleschi siguió pintando perspectivas, y
aquella bóveda de cañón corrido pintada en Florencia, fue construida
en Mantua por Alberti en 1472 (Giedion, 1940, pp. 33 ss.). Mediante
la perspectiva se logra la representación de la profundidad en el
plano, de aquello que está atrás, al fondo, lejos, gracias al
insight de alinear las líneas paralelas del modelo como si éstas
convergieran en un solo punto marcado de antemano en la pintura, de
suerte que todo se va dibujando de tamaño cada vez menor hasta que
se pierda o se hunda en el punto, aunque las explicaciones han de
sobrar, porque cualquiera que tenga un lápiz puede dibujar cuando
menos un cubito en perspectiva en el margen de aquí junto, pero, en
fin, con esto, lo lejano aparece más pequeño y a altura diferente de
249
lo cercano, y además se puede hacer caber, en una hoja tamaño carta,
cantidades gigantescas de cosas, porque en la perspectiva es como si
lo más grande cupiera dentro de lo más pequeño o, puestos más
míticos y correctos, como si lo ilimitado cupiera dentro de lo
limitado, que es precisamente la novedad que trae la teoría de los
fractales. La perspectiva es, que ni qué, una maravilla, y como
todas las maravillas, se acaba temprano.
Al punto de convergencia de las líneas se le denominó "punto
céntrico" o "punto de fuga" (Martínez, 1985, p. 169), nombres ambos
adecuados, porque por ese punto era por donde se fugaba la realidad,
al grado de que a uno le daría por buscar del otro lado de la hoja a
ver adónde se había ido, y puesto que en este punto parece caber
toda la realidad que se fuga, constituye cabalmente el infinito que
contiene todo lo que ya no está en la pintura. Por ello, a Paolo
Ucello le cundían mareos de tánto adentrarse en el punto de fuga
(Martínez, 1985, p. 171). Ciertamente, la perspectiva es el
equivalente renacentista del laberinto medieval. Lo que hay que
resaltar es que con la invención de la perspectiva, resultó que el
infinito, el apeiron que le decían los griegos, podía ser dibujado,
visto, tocado, y por ende dejaba de ser extraterreno y se hacía
terrenal, físico, o sea, algo que formaba parte de una naturaleza
que podía ser explicitada y explicada (Zellini, 1980, p. 130). La
perspectiva causó furor en el Renacimiento, y todos los pintores se
dedicaron a pintar cuadros cuyo motivo era sólo un pretexto para
solazarse en perspectivar vertiginosamente, cada vez más complicada,
manierista y artificiosamente.
250
Así las cosas, la representación perspectival era cada vez menos
un asunto de intuición y cada vez más una cuestión de reglas y
fórmulas, toda vez que efectivamente se podía describir como una
serie de relaciones aritméticas y se podía efectuar a partir de
mediciones sin necesidad de talento. La cuadriculación del milagro.
La formulación sucesiva de las leyes de la perspectiva produce a la
postre la desmitificación del lugar y de la naturaleza en general,
ya que el espacio podía reducirse y reproducirse conforme a una
serie de pasos reglamentados. Al parecer esta legislación también
actúa en la separación entre la sociedad y la naturaleza porque ya
la representación de la naturaleza es algo susceptible de
intelectualización, porque la naturaleza deja de pertenecer a la
vida de la sociedad y empieza a ser un objeto discreto por su parte:
hasta el arte puede ser ciencia, hasta la inspiración puede ser
fórmula. En todo caso, la espacialidad deja de ser un conjunto de
cualidades y se convierte en una técnica: "después de Masaccio, la
perspectiva tendió a ser una técnica de la representación más que un
arte de la expresión" (Read, 1955, p. 146).
Con "la racionalización del espacio" (Zellini, 1980, p. 130) que
trajo consigo la perspectiva, el espacio dejó de ser una cualidad
inherente de las gentes y las cosas y se convirtió en algo que
carece de relación alguna con lo que contiene, y entonces es sólo un
hueco que media entre las cosas y que hace que las cosas sean
indiferentes entre sí sin ser parte de nada. A partir del
Renacimiento, el espacio es meramente el vacío constante y sin
cualidades donde pueden colocarse inopinadamente los demás objetos
sin prestarle ninguna atención. Ciertamente el espacio deja de ser
251
la entidad heterogénea y cualitativa de la Edad Media, y se vuelve
un espacio homogéneo, uniforme como la nada, carente de lugares y de
nombres, como una simple extensión multiusos que puede ser medida
independientemente de lo que haya en ella. Los lugares, los números
y los trayectos pierden sus propiedades inmemoriales y ahora son
solamente puntos que miden una abscisa y una ordenada: el tres deja
de existir para dar paso a eso que está entre el dos y el cuatro y
que por lo demás tampoco existen por sí mismos; la izquierda ya no
es la izquierda porque se vuelve relativa a desde dónde se vea y
cualquier semejanza con la izquierda política actual que cambia
según le conviene, ha de ser un accidente. Subir o bajar son sólo
desplazamientos de un cuerpo en el espacio.
El espacio heterogéneo era genuinamente el éter. Cuando el espacio
deja de tener estas cualidades, los objetos que lo pueblan pierden
su liga de pertenencia y se quedan como desprendidos y desapartados
del lugar sobre el que están, y sin nada que ver unos con otros
porque no hay éter que los comunique, sólo vacío, y lo que le suceda
a algún objeto no altera para nada la existencia del de junto. La
solidaridad mítica del mundo se disuelve. Y la gente, como cuerpo en
el espacio, deja de tener vínculo íntimo con el suelo que pisa, y se
siente como desasida y forastera en un mundo que fue reducido a un
conjunto de Xs y Ys y con el cual se relaciona mediante coordenadas
de esta índole, las cuales pueden ser conocidas, previstas y
controladas por los mismos individuos, de suerte que la gente ya
sólo ocupa terreno, pero ya no pertenece al mundo y ya no participa
del orden que le otorgaba sentido a todo. Dicho en lenguaje viejo,
ya no tiene raíces, anda por el suelo pero está desarraigada. Ocupa
252
pero no "radica". Entre la gente, las cosas y el mundo desaparece el
nexo de la pertenencia mutua y se inicia la era de las relaciones
mecánicas, de un "cuerpo", como dicen los físicos -y como en inglés
se le dice a un cadáver-, con respecto a otro. En este espacio, que
es un receptáculo negativo y nadificado, solamente tienen realidad
las cosas positivas, es decir, las únicas que pueden ver los
positivistas.
A como están las cosas hoy que vivimos en un espacio homogéneo, no
hay nadie que pueda creer que eso de la santísima trinidad sea un
misterio, pero tampoco hay nadie capaz de percibir el signo triádico
de Peirce como una unidad, porque no se concibe como real y
verdadero un espacio con algún tipo de consistencia mítica que lo
reúna, y así, a pesar de que Peirce se puso de moda (Cfr. Vgr. Eco y
Sebeok, 1983), su visión inexcusablemente mítica de la realidad es
interpretada como un problema de trigonometría. Los académicos le
buscan la hipotenusa al sentido de la vida. Y también, puesto que
los puntos de fuga producen los puntos de vista, cada uno particular
y relativo a una posición excluyente, la sociedad queda dislocada en
una larga serie de individuos que si no tienen un lugar en común
mucho menos otra cosa, y, por ende, cuya democracia no puede más que
consistir en una mayoría cuantitativa de votos, cuya más grande
virtud es que es de los males el menor. En fin, el espacio homogéneo
ya no es un espacio-centro ni un espacio-mito sino un espacio-hueco
y un espacio-nada, que es el adecuado para que en él se desarrollen
las relaciones mecánicas de los objetos positivos, personas,
animales o cosas.
253
6.3.- Retorno Eterno del Mito El
El Big Bang parece mito. El universo parece pensamiento. Perspectivas, laberintos, mónadas y fractales. Hoyos negros, océano primordial e inauguración de la realidad. Las teorías de la creatividad son un mito.
Debe ser un accidente, pero el caso es que la explicación válida del
origen del universo, proporcionada por el físico ruso Aleksandr
Fridman (o Friedmann), es la del big bang, del gran estallido, el
cual comienza con un punto central de radio cero que mide nada, pero
dentro del cual se encuentra contenido todo el universo en calidad
de caos, y que en un momento dado se expande a la redonda (Hawking,
1988, p. 73), y allende lo cual ya no hay universo, se parece más o
menos demasiado a los mandalas, a la traza de París, y a una célula
cuyo mejor ejemplo in vitro es un huevo estrellado, auténtico big
bang de cocina. Lo que inquieta no es que el caso sea tan extraño,
sino que sea tan obvio: que el universo sea tan parecido al
pensamiento; a unos pobladores primitivos se les ocurre danzar
alrededor del fuego y al universo se le ocurre estar hecho de la
misma forma. Debe ser el mismo accidente que hace que uno vea
espirales por todas partes, que se repiten en las galaxias como la
Vía Láctea, en los laberintos, en los caracoles, en los pétalos de
las margaritas y en el ADN (Noël, 1994, pp. 165-167), esto es, que
el mundo se repite desde lo más grande hasta lo más pequeño, y es
similar en el macrocosmos y en el microcosmos, justo como todos los
mitos que siempre han sostenido que lo que rige para lo inmenso vale
para lo mínimo, como si el universo no solamente se extendiera hacia
afuera sino que se expandiera hacia adentro, que es lo que plantea,
254
a fines del siglo XX, la teoría de los fractales propuesta por
Mandelbrot (Talanquer, 1996, p. 28), que habla de las estructuras
que, dentro de un perímetro, espacio, cuerpo, se repiten
interiormente una y otra vez infinitesimalmente, como si dentro de
un espacio limitado pudiera caber lo ilimitado, como si lo infinito
creciera dentro de lo finito, lo cual es verdaderamente arrebatador
y vertiginoso. Esta dimensión fractal de la realidad, que quiere
decir que hay cosas que no tienen una, dos o tres dimensiones, sino
que tienen, por ejemplo, dimensión y media, o que son más que una
superficie pero menos que un volumen, es lo que está presente desde
antes en los laberintos de la Edad Media, o su correspondiente
renacentista de la perspectiva, puesto que ambos hacen que lo
ilimitado se abra dentro de un espacio cerrado. El laberinto de la
Catedral de Chartres, terminada en 1225, tiene por fuera un
perímetro de 39 metros, y por dentro una longitud de 294; no se
pretende que el dato cause sensación turística sino que se note que
ese pensamiento ya existe. La perspectiva bien puede hacer abismos
dentro de una superficie, como se muestra en cualquier fotografía,
aunque el principio de la camera obscura data cuando menos de Roger
Bacon en el siglo XIII (Grijalbo, 1998), y cuando más del año 1000
(Pascoe, 1974), y, como sea, una pintura del siglo XV de la plaza de
Florencia (Damisch, 1987, pp. 127, 134) mide 175 metros de
profundidad virtual, y no sería desencajado aventurar que el
ciberespacio de las computadoras también es parte de este mito del
mundo que crece por dentro. Esto es lo que Leibniz concibió como una
Mónada, donde el universo se vuelve a contener una y otra vez en
cada parte menor; en cada escama de un pez en un estanque hay un
255
estanque de peces y así sucesivamente (1714, Prrfs. 67-68). En una
mota de polvo reaparece el mundo. Si alguien quiere mencionar el
Aleph de Borges en este momento, puede hacerlo.
Esto parece indicar que así no es el universo, sino que así es la
sociedad que lo imagina, que así es el pensamiento que lo piensa,
frase ésta que no cambia si se pronuncia al revés, que el
pensamiento, como parte de la realidad, tiene la forma de esa
realidad. En todos los casos, lo último que se ve es ese punto en
donde no termina la realidad, sino que se compacta absoluta e
infinitamente, pero donde sigue estando presente por completo, que
es lo que los astrónomos denominan big crunch, según lo cual, el
universo, como un corazón, una vez que se expande, después se
estruja, de manera que termina en ese punto infinito llamado
singularidad donde había comenzado y donde puede comenzar de nuevo
el tiempo. A este punto, Stephen Hawking lo llamó "agujero negro
primordial" en alusión al "océano primordial" que es el mito de
origen del cosmos más utilizado por todas las culturas de todas las
épocas (Perry, 1935), que se describe como una masa informe y
primigenia rodeada de tinieblas (Schifter, 1996, p. 13), en donde
está todo en estado de nada, y de donde surge el orden y el mundo y
la realidad. O sea, el centro de siempre. Parece ser que si a un
niño chico se le pide que explique su propio nacimiento, arma una
estructura de este tipo, como la del big bang, el Génesis y el
océano primordial (Rodríguez, 2000). Mito que no es vigente no es
mito. Da la impresión de que la buena ciencia no puede o no quiere
desembarazarse del pensamiento mítico, como si éste embelleciera el
conocimiento, y como si a la ciencia, en última instancia, no le
256
interesara su espacio homogéneo y vacío, muy funcional para pensar
lo técnico, lo práctico y lo útil, pero no para encontrar un
significado: como si a la ciencia le interesara más bien encontrar
la pertenencia al mundo que da sentido a la vida. El caso es que
Descartes, después de vaciar el espacio, lo primero que le puso fue
una cruz bastante mítica, y al punto de en medio lo llamó "el
origen".
Y sí, este punto central del espacio es lo primero y lo último que
se sabe decir del mundo, y por lo tanto, es el momento totalmente
intenso en que aparece, sin causas ni antecedentes, la realidad. Y
entonces, si los mitos eran una comprensión de lo que sucede antes
de que suceda, las teorías de la creatividad son un mito, que, en
efecto, no pueden decir en que consiste la creatividad, porque al
decirlo, la destruyen, y así, a cambio, lo que hacen es seguir a pie
juntillas las huellas del espacio mítico. Lo que se dice de los
creativos es lo que se dice de los caballeros andantes, y por eso,
nuestros académicos, que no son ni lo uno ni lo otro pero que se
saben el canon no por ser inteligentes sino porque es obvio y porque
el mito es un manual de sentido común, hablan de su trabajo como si
estuvieran en la búsqueda del santo grial: cualquier burócrata de la
ciencia se siente Indiana Jones. Comoquiera, lo que se dice del
proceso creativo sigue rutas míticas. En general se habla de mucho
trabajo, de ruptura con esquemas establecidos que después de Kuhn
los llaman paradigmas, de pasar penurias y tener fe, de dejar fluir
un pensamiento más primitivo, afectivo e intuitivo, de rebeldía y
subversión, de soledad e incomprensión, de salirse de los
convencionalismos sociales, y así por el estilo, lo cual es ni más
257
ni menos el clásico periplo de todo aquel que sale de un orden
familiar y estable para transitar por zonas desconocidas: cuando
regresa ya es "creativo", y cuando no, no hay ni quien se entere.
Ahora que está de moda la "creatividad" y la "autoasertividad", todo
el mundo se cuenta en el espejo aventuras neoliberales de este tipo.
Eso que Arthur Koestler llama "el período de incubación" de la
creación consiste en dejar que los problemas se vuelvan mitos para
que se solucionen, y se resuelven solos si uno lo ansía lo
suficiente. La creatividad sigue un "esquema arquetípico que se
refleja en el motivo de muerte y resurrección (o de 'retirada' y
'retorno') del la mitología" (Koestler, 1980, p. 72). Ciertamente,
en toda retórica de la creatividad, la terminología mítica que se
reproduce es la de fuera-dentro, alto-bajo, ida-vuelta: primero se
oyen las palabras tenacidad, obsesión, esfuerzo, sacrificio; después
viene el vocabulario de ascender, buscar, extraviar, romper,
levantarse, regresar, acompañado de riesgo, obstáculo, encrucijada,
peligro, reto, desafío, y ya luego, al final feliz de la comedia, se
receta el glosario de verdad, descubrimiento, eureka, creación.
Parece que los teóricos de la creatividad no son muy creativos*.
____________________*.- Canetti (1960, p. 23) habla de los estadios como productores de masas, toda
vez que se trata de una arquitectura que hace que la multitud le dé la espalda a
la ciudad y se vea a sí misma: se desprenda de la otra realidad y se descargue
sobre sí misma: un estadio es circular, tiene un límite y un centro, y
258
notoriamente tiene un abajo, que es el nivel de las pasiones, y por ser así, tiene
estrictamente la misma forma que las masas, por lo que no es de extrañar que
cuando la gente adopta esta forma, se convierte en multitud. Podría decirse a
partir de este dato de Psicología Colectiva que el espacio es poseedor de un alma
o mente que extiende a todo el que lo ocupa. Hay históricamente una connivencia
entre las masas y las plazas, pero, a niveles más sutiles, puede igual detectarse
que las ambientaciones de los lugares constituyen un pensamiento que se instila en
quien ande por ahí: los lugares pequeños o de iluminación tenue son más
"cariñosos" que los lugares largos o amplios; las bancas invitan a sentarse, los
corredores a moverse. Mientras que las masas son la encarnación más escandalosa de
la mente colectiva, el espacio es la encarnación más concreta, y más duradera,
como lo argumento Halbwachs (1941) en su psicología colectiva. El espacio, en sus
modalidades de urbanismo/arquitectura/decoración, o si se prefiere,
ciudad/casa/cuerpo, es la entidad cultural que todo lo incluye, y es contraparte
de la naturaleza de los objetos ya sea como receptáculo o intermediación, esto es,
como lo que contiene a todos los objetos incluyendo al observador, y asimismo como
lo que queda entre todos ellos, por donde también transcurre tanto el tiempo como
el lenguaje, sin que sea entonces tan casual que el tiempo sea una espacialización
de la vida o, como se dice, una cuarta dimensión del espacio, y que el lenguaje
esté tan invadido de terminología espacial -incluyendo la palabra "invadido"-,
según se puede advertir en el hecho de que la enorme mayoría de las metáforas lo
sean de lugares como se aprecia en el caso de los mitos narrados que son metáforas
de lugares dados, aunque también en frases como "te llevo dentro de mí", "el mes
que entra", "se metió en líos", "estoy en una encrucijada". En efecto, el
pensamiento es considerado como un espacio por el mismo pensamiento, y utiliza, y
se comporta con, los lugares míticos. El término que tiende a expresar más
generalmente este carácter psíquico del espacio es el de "situación", que
significa en efecto estar situado o estar en un sitio con todas las consecuencias
que esto implica, cuyo alcance se nota en enunciados como "estar en una situación
muy delicada" o "no se podía hacer otra cosa en esa situación". La noción de
situación es, por cierto, el espacio considerado como una sociedad mental. George
H. Mead, filósofo y psicosociólogo norteamericano del principios del siglo XX en
las Universidades de Michigan y Chicago, cuya obra partió de la premisa de que "la
sociedad es anterior al individuo" (1927. p. 54), eligió hacer su tesis de
doctorado (dirigida por Wilhelm Dilthey, aquel que propone a las Ciencias del
Espíritu frente y contra el positivismo decimonónico) sobre el espacio en relación
con la percepción (Farr, 1996, p. 23). Más indudablemente espacial es la
psicología topológica de Kurt Lewin, un psicólogo de la Gestalt, alemán, alumno de
Cassirer (Bonin, 1983), que al refugiarse en las universidades norteamericanas de
Cornell y Massachusetts, se dedica a hacer una psicología social basada en la idea
de la situación como un campo de fuerzas (1947) hecho de distancias, atracciones,
barreras, tensiones, que producen conjuntamente ambientes, atmósferas, de
simpatía, de animadversión, etc.
259
7.- EL RITMO. EL JUEGO. LA FUNCIÓN
Lo que me molesta es la pérdida de forma que percibo en la vida
ITALO CALVINO
La sociedad es una forma llena de formas. La forma de su inauguración es una ausencia que brilla. Aparte de las formas del lenguaje, los objetos, los recuerdos y los mitos, la sociedad también tiene las formas del ritmo, los juegos y las funciones. Los ritmos tienen la forma de una espiral envolvente; los juegos la forma de un organismo; las funciones la de una maquinaria.
Uno solamente puede enterarse de las tonterías que dice cuando ya
las dijo; por eso las imprudencias son inevitables y por eso hay
tanto arrepentimiento por la vida. Como dijo George Mead (1927, p.
202), uno puede conocerse a sí mismo nada más en tiempo pasado, pero
nunca en el instante en que uno ocurre: casi podría decirse que ese
momento está siempre ausente, que tiene uno lo dicho pero no el
momento en que lo dijo. Es como si el acto puntual en que ocurren
las cosas, en que surgen las ideas y aparecen las realidades,
siempre nos agarrara distraídos y siempre nos diéramos cuenta un
poquito después, cuando ya están ahí como si nada. Eso les pasa a
los expertos de niños que están atentos esperando a ver a qué horas
el bebé adquiere el lenguaje, y cuando van a checar si ya mero, se
enteran de que el niño ya lo tiene y no supieron cuándo, y nos pasa
a todos cuando esperamos a alguien que tiene que llegar por la
esquina, y aunque no apartemos la vista resulta que debe haber
habido un instante ciego porque cuando lo vemos ya dio la vuelta a
260
la esquina quién sabe en qué momento. De la misma manera, no resulta
posible aseverar en qué momento se fundan las ciudades, se originó
el lenguaje, surgieron los recuerdos, apareció el ser humano, brotó
la chispa de la revolución o uno entendió un chiste. O sea, que es
curioso que el momento más importante de cualquier cosa, el de su
aparición, es el que siempre falta, y está lleno de una especie de
ausencia. A nadie le fue posible asistir a la inauguración del
renacimiento ni a la presentación de la posmodernidad: cuando uno se
dio cuenta, ya estaban ahí desde hace rato.
La creación no tiene una estructura cognoscible: a que nadie puede
decir en qué momento se enamoró, o se desenamoró, y la razón es
porque todo este asunto de creación e inauguración de realidades y
de sociedades es un mito, y la verdad sólo se puede saber
míticamente, a saber, que hay un punto, llamado centro, océano
primordial, singularidad, caos, big bang, infinito o, como ya lo
había denominado Ptolomeo desde el siglo II, punto de fuga, al que
no le cabe nada pero que contiene todo, y así, uno no puede dar
cuenta de él por dos razones, la primera, porque no le cabe nada, ni
siquiera la mirada, y la segunda, porque contiene todo, hasta la
mirada, y ya sea por una razón o la otra, nunca hay ojos para verlo.
En efecto, la ausencia del momento de ocurrencia de la realidad se
debe, no a que esté vacío, sino a que tiene todo, demasiado todo, y
eso es demasiado, una realidad completa comprimida en un solo
instante, en un punto sin medida, absolutamente compacta, totalmente
intensa, que parece voltear la realidad al revés, es decir, no como
cuando ya está lista sino como cuando apenas estalla, y por eso
siempre se describe como un puro deslumbramiento, simple chispazo,
261
relámpago, iluminación, todo eso que de tanta luz enceguece, que no
se ve no por oscuro sino por lo contrario, porque la creación es un
agujero negro invertido, es decir, blanco.
Ciertamente, la forma que tiene la creación es la de una ausencia
que brilla, o sea, que brilla por su ausencia, como las hadas que
vivían en el norte de Inglaterra, porque "los humanos sólo pueden
ver a las hadas entre dos parpadeos de un ojo, de manera que sólo se
pueden tener vistazos fugaces" (Page e Ingpen, 1985, p. 73), o como
las ranas en un estanque, que se sabe que están allí por el ruido
que hacen cuando ya se fueron. A veces los gestos que uno espera de
alguien son como ranas en el estanque, como hadas en Inglaterra.
Pero lo que uno ve en su lugar es un resplandor muy concreto dentro
del cual no hay nada, sino que había, y donde curiosamente, lo que
no está es lo más importante, como cuando alguien brilla por su
ausencia en una fiesta, es el que más se nota, se nota muy bien la
silla donde no se sienta, la frase que no dice, la puerta por donde
no entró, como en un cuadro de Magritte, donde lo que está presente
es el recorte de la silueta que falta. A los que les roban su coche,
se quedan mirando atónitos y absortos la figura vacía que queda
estacionada en la calle, y alguien que pasé por ahí se preguntará
que está viendo ese señor que se rasca la cabeza si ahí no hay nada,
y exactamente, no es que no vea nada, sino que por el contrario, sí
ve precisamente "nada". Y así pintó Miguel Ángel a la creación en su
fresco de la Capilla Sixtina: la creación es ese tramito en vano que
queda entre el dedo de Dios y la mano de Adán.
Si una forma es una unidad que escapa a su descripción y atrapa a
su observador, entonces, sin duda, la inauguración es la primera
262
forma y la forma más intensa de la sociedad: lo que sólo existe como
de rayo, que siempre estuvo pero nunca está, que sólo está presente
como lo que falta: una ausencia que brilla, un resplandor baldío.
Otras formas menos enceguecedoras de la realidad, más mansas y
domesticables, son las siguientes:
El lenguaje, cuya forma es un continuo que va de la ambigüedad
poética a la precisión técnica.
Los objetos, cuya forma son contornos, desde etéreos como el ánimo
hasta cortantes como los bisturíes.
Los recuerdos, que tienen la forma de la velocidad, lentísima como
la de la memoria, rapidísima como la del olvido.
Los mitos, cuya forma es de lugar, lleno como un mundo mágico,
vacío como el espacio físico.
Llevamos cinco. La sexta forma serían todas las anteriores, y las
que sigan, juntas, esto es, la sociedad completa, que es una forma
hecha de formas, y donde cada forma es una sociedad en sí misma, Y
si su creación tenía la forma de un punto, la de la sociedad
terminada tiene la de un círculo, o más exactamente, una esfera, y
más empíricamente, un domo, que es como se representaba en las
cúpulas de las iglesias, y asimismo, para techar cualquier ciudad se
requiere un domo, como se pone sobre las maquetas, o como Kandor, la
ciudad en miniatura que tenía Superman embotellada en su Fortaleza
de la Soledad, para que se vea que el norte de Norteamérica ya es
capaz de producir mitología.
Claro que no debe suponerse que la sociedad es la suma o la
alternancia de tales formas, porque la verdad es que el lenguaje
también es un objeto, también es un recuerdo y también es un mito, y
263
así sucesivamente, de suerte que a la postre, en rigor, la realidad
que ocupamos es la que sucede entre el lenguaje, los objetos, los
recuerdos y los mitos, y lo que sucede ahí seguirá siendo tan
misterioso como antes de la presente explicación. Así vista, la
realidad, como aquello que sucede "entre", tiene otras tres formas,
siete, ocho y nueve: los ritmos, los juegos y las funciones, que
indebidamente pueden ordenarse en un esquema de doble entrada, como
éste:
INAUGURACIÓN RITMOS JUEGOS FUNCIONES
LENGUAJE poético especulativo técnico
OBJETOS sentimientos arteciencia mercancías
RECUERDOS memoria historia olvido
MITOS lugares perspectiva vacío
7.1.- Una realidad Envolvente
El lenguaje poético, los sentimientos y sensaciones, la memoria, y los lugares cualitativos, son rítmicos. Los ritmos tienen la forma de una tensión entre fuerzas que al resolverse genera otra tensión similar a la anterior, y así es como avanzan, primero en vaivén, después en ciclo y luego en espiral: los ritmos crecen, ganan momentum, se autoimpulsan , atraen al sujeto y el sujeto (uno mismo) se abandona a ellos: los ritmos son acontecimientos envolventes. El ritmo se cansa.
264
El instante de la creación de una cosa, de la inauguración de una
realidad, de la aparición de una sociedad, que surge como chispazo,
de tan pleno ausente, de tan luminoso en blanco, si se queda como
está, no dura, sino que desaparece; si se conserva en el estado que
tiene, exacto y quieto, se torna inexistente, y puede decirse que se
trató de una realidad que pasó sin existir. Debe haber habido
enamoramientos a primera vista que se quedaron tan exactos en esa
vez que no alcanzaron a ganar presencia, y así se fueron sin haber
sido; a lo mejor ciertos brotes súbitos que vienen de la memoria sin
que uno sepa ni qué es lo que recuerdan, sean recuerdos de esas
oportunidades perdidas. Y también sociedades que se esfumaron en la
mera forma de su fundación, descubrimientos que se velaron , como
fotos, al ser descubiertos, porque, en efecto, lo que aparece no
puede permanecer inerte, sin variación alguna, de modo que no dejan
de existir porque se vayan, sino porque persisten, por inercia. Es
lo que les pasa a los adornitos regalados que uno pone en la repisa,
que, aunque sean novedosos, de tanto estar ahí sin moverse ni hacer
ruido ni romperse ni ninguna otra gracia que delate su presencia, la
gente aunque los vea no los mira y así se llenan las casas de tanto
estorbo. Esto es lo que a veces se llama fatiga perceptual, que
consiste en que cualquier cosa que permanezca sin variaciones deja
de ser percibida, como un zumbido constante que termina por ya no
oírse, o como un bar con el ambiente recargado de tabaco que los
parroquianos no huelen para nada, y sólo quien entra de nuevo se
queja del olor a cigarro, aunque el olfato es lo que se cansa más
pronto, y en diez minutos ya es un parroquiano más. En otros lugares
se llama ceguera de taller, que consiste en que un desperfecto en
265
una fábrica o cocina, digamos, un cajón al que le falta la manija,
al principio se siente incómodo y uno promete ponerle una manija
cuanto antes, pero mientras tanto se empieza a acostumbrar a abrirlo
por una orilla y cerrarlo de un puntapié, y deja de notar que al
cajón de abajo le falta la manija, y puede que un día les dé por
remozar todo el local, pintando las paredes y hasta ponerle a la
puerta una perilla nueva que no necesita, sin que se den cuenta de
que al cajón le falta la manija, hasta que llega un nuevo aprendiz y
pregunta si no le pone la manija al cajón que le falta. Hay cegueras
del taller del cuerpo, que se llaman achaques: una jaqueca crónica,
unos cartílagos desaceitados, unos pulmones sin fuelle que de tanto
estar así la gente ya ni se da cuenta que los padece y vive creyendo
que se siente normal, y sólo lo nota cuando empeoran o cuando se
curan.
Un dolor que no punce y ceda cada tanto termina por no doler y
carece de realidad; las cosas, como las parejas y los acompañantes,
deben irse y volver en cierta dosis para que uno se dé cuenta de su
existencia. Las manijas de los cajones y los muertos deberían
aparecerse de vez en cuando para que uno note que faltan. En esta
realidad no se existe por tenacidad, sino por fluctuación e
intermitencia, como las luces intermitentes de los coches que están
y no están y luego sí para que uno las vea. Las alegrías y las
tristezas, si no se van y luego vuelven acaban por convertirse en
meros achaques del alma que dejan de ser alegría y tristeza. Este
estar y no estar recurrente es lo que avisa de la existencia de
algo.
266
Si ante el chispazo de la aparición súbita de una cosa, de una
idea, de un algo que ocupa momentáneamente el mundo entero, uno no
se distrae ni se decepciona ni se desespera, sino que aguarda, podrá
notar que consiste en una intermitencia. Cuando esta intermitencia
de punzar y ceder, resplandecer y apagarse, adquiere una
consistencia regular, se manifiesta propiamente como un ritmo. La
forma general de un ritmo es la de algo que se va pero que vuelve,
como los columpios y los dolores, que sube pero que baja, como la
marea o el humor, que se encoge pero se expande, como los corazones
y las ilusiones, que es nuestro pero que es ajeno, como la salud y
como el prójimo, que pesa pero se aligera, como el paso y como la
culpa, que irrumpe pero se retira y vuelve a irrumpir y así
sucesivamente, como la voz y las preocupaciones, y que además, como
si el ritmo fuera el pensamiento mismo de la realidad haciendo que
todo lo que abarca deba pensar de esa misma forma y con el mismo
vaivén, el ritmo contagia de su forma a todo lo que anda alrededor y
le impone su pauta, y así, el resto de las cosas, el paisaje, las
ideas, los músculos, los tiempos, las secreciones, y uno mismo
entran a formar parte del ritmo, se pierden dentro de él y se hacen
vaivén del ritmo. Las Teorías de la Imitación, como la de Bagehot o
Tarde, son teorías del ritmo (Caso, 1945, p. 114). Cuando la gente
se para a bailar en una boda, al principio más bien por amabilidad,
pero a medida que lo hace, la música, que es en sí misma un baile de
ondas de aire, empieza a instilarse en las piernas, a colarse bajo
la piel, a invadir las vísceras, a colonizar la ideas, hasta que
llega el momento en que la gente con todo y su vida y su pasado y su
futuro se disuelve dentro de la música , como si estuviera hecha de
267
música, y ya no es uno el que lleva el paso con conciencia y
aplicación, sino que es la música la que lo lleva a uno; uno ha
quedado envuelto por el ritmo y adentrado de lleno en su realidad.
Octavio Paz lo dice así: "cuando el ritmo se desplaza ante nosotros,
algo pasa con él: nosotros mismos" (1956b, p. 57). El ritmo es una
realidad envolvente (Guillaume, 1937, p. 95; Tatarkiewics, 1976, p.
271): todo lo que toca queda dentro y pasa a reunirse con su forma.
Y así sigue bailando mientras la música suene. El ritmo es, mientras
dura, el pensamiento del mundo, la única existencia de la sociedad,
y por lo tanto, es el único criterio, patrón y deseo de la vida, y
por lo tanto es de suyo una realidad atractiva, imantada,
encantadora, a la que no es posible sustraerse una vez que lo ha
tocado, cosa que siempre hace por la espalda, sin preguntar si uno
quiere o no pertenecer a él. No ha de ser ocioso preguntarse por qué
las mujeres bailan más que los hombres. En lo que consistían
originalmente los encantos, que significan literalmente estar dentro
del canto, los encantamientos, era en meter cualquier objeto de la
realidad dentro de un ritmo, para imprimirle sus pautas y sus
fuerzas. De hecho, cuando alguien es "encantador" es cuando lo
absorbe a uno dentro de su forma de ser. Las espadas encantadas,
como la Tizona, la Excalibur o la Durandarte, según dicen Michael
Page y Robert Ingpen en su Enciclopedia de las Cosas que Nunca
Existieron (1985, p. 163), se debían forjar en la fragua al compás
de ciertos martilleos rítmicos establecidos, para que la espada
obtuviera el ímpetu de ese ritmo y así sirviera para matar mejor.
El lenguaje poético, que es pura cadencia y nada de información,
es un lenguaje rítmico: las rimas son "ritmas". Los sentimientos que
268
nos arrebatan y hacen de nosotros lo que quieren, son objetos
rítmicos; Ribot (1904, p. 154) dice que "la excitación sentimental
es rítmica en sí misma". La memoria, que asalta y se embosca, es el
ritmo interno del recuerdo, y como dice Tarde (Caso, 1945, p. 114),
"la memoria es el ritmo psíquico". Y los lugares cargados de
propiedades duales y simétricas son el ritmo de los mitos con los
cuales vivimos. Susanne Langer opina (1957, p. 59) que lo rítmico es
la cualidad de lo que está vivo; Gadamer también lo dice (1977, p.
67), y la definición, como se ve, excede la noción biológica, y
abarca ciudades, palabras, pinturas y piedras: en suma, lo que está
vivo es la realidad a la que se pertenece. La sociedad es una
entidad viva, con todo y sus muros, parques, atardeceres,
constituciones, movimientos civiles, clases de natación, basura y
monumentos. Como decía Cassirer, la realidad es "la sociedad de la
vida" (1944, p. 129). Notoriamente, las tradiciones, los hábitos,
las costumbres, los quehaceres, las rutinas, la cotidianeidad, es el
ritmo de la vida de la sociedad, y uno está envuelto en todo eso,
dejándose llevar como en un baile, en el baile de la vida. Otros
ritmos muy didácticos son las olas del mar o los péndulos, y lo que
Eliade (1955, p. 39) denomina ritmos cósmicos, como el día y la
noche, el verano y el invierno, que muestran cómo el ritmo de la
realidad se impone al conocimiento, y que cualquier objeto, para
perdurar, genera espontáneamente su propia estructura cognoscible
(S. Langer, 1967, p. 158), y en suma, que los ritmos no son idea de
nadie, sino una propiedad de la realidad porque se hacen solos, como
lo dice Eusebio Rubalcaba, "la vida no anda preguntando cómo se hace
un ritmo", y que la primera forma de existencia cognoscible sean los
269
ritmos: algo primero se conoce como un ritmo y luego ya como otra
cosa; por eso son tan queridos, por su familiaridad, porque producen
la sensación necesaria de estar vivos y pertenecer a una sociedad, y
es por ello que cualquier cosa que se ponga en hilera, uno sí y uno
nó, una pieza - una pausa - una pieza, es automáticamente agradable
y estética, ya sea una hilera de fichas de dominó u otras
seriaciones, como los motivos ornamentales de grecas, volutas y
ondas que se hacen sobre frisos, celosías y papel tapiz. Todo lo que
existe, que es nuestro como sociedad, tiene un ritmo, y así, incluso
el azar entra dentro de las seriaciones, como la distribución
inmejorable en que caen las hojas de los árboles, que nadie podría
superar adrede, o la disposición de los agujeros en el queso
gruyere, que, bien vistos, tienen un orden ritmado de colocación, lo
cual permite que exista algo tan ilógico como la teoría de las
probabilidades, y que además funcione: cada tanto ha de caer el
número seis de los dados o estar el electrón en equis posición, que
hace que Karl Popper (1990) pueda imaginar "un mundo de
propensiones", que postula que el azar tiene ciertas preferencias
por ciertas probabilidades, que le guste más el seis que el cuatro.
Un ritmo no es una cosa que esté compuesta de dos partes, la que
va y la que viene, que se repiten iguales, como tic tac y tic tac,
porque puede que así sean los relojes pero no la vida de la
sociedad. En realidad, en la oscilación del ritmo lo que se retira
es más bien una preparación para lo que irrumpe, como si la resaca
del mar fuera una toma de impulso para la ola que vuelve a reventar,
como alguien que se balancea para saltar mejor, de suerte que,
entonces, cada fase del ritmo es una preparación para la que sigue y
270
así sucesivamente, y resulta por lo tanto que el final de lo que
sube es ya el comienzo de lo que baja, como el punto de inflexión en
que el péndulo cambia de dirección: cuando más parecía que iba
subiendo, en realidad es que ya estaba pensando en bajar, y en rigor
no son dos movimientos, sino una sola tensión (Susanne Langer, 1967,
p. 204), una tensión entre dos fuerzas cuya resolución se resuelve
en una nueva tensión. Cada evolución en la pista de baile o patinaje
es sobre todo el preparativo para la próxima evolución; por eso todo
ritmo tiene algo de espera, de estar a la expectativa por lo que
inminentemente va a venir. Cuando uno sigue en el radio una canción
que ya se sabe y que le gusta mucho, parece que está siempre más
pendiente de la frase que todavía no se dice pero que ya se va a
decir, como esperando a que el cantante la diga. De ello se colige
que los ritmos, que parecen empezar como una intermitencia y parecen
continuar como un vaivén, se convierten en un ciclo, un movimiento
circular, como de rueda o como de noria, o como el ritmo del mareo y
del alcohol, como el de la montaña rusa, o como justamente son los
ritmos de los días de la semana, de dormir y despertarse, de cumplir
años, que si al principio parecen puntos de llegada y puntos de
partida, a la postre cualquiera se da cuenta que cuando algo se
marcha en realidad es que ya está regresando, que partir es al mismo
tiempo empezar a llegar, que nacer es una manera de morirse, y que
lo mismo sucede con las revoluciones, crisis, golpes de estado,
innovaciones, etcétera, que a primera vista parecen excepciones,
pero que con tantito escepticismo que uno tenga, son retornos. Este
carácter cíclico de los ritmos, que se replican a sí mismos sin
repetirse, porque cada lunes es otra-vez-lunes pero no es el mismo,
271
hace que los ritmos sean la unidad sintética de todas sus
variaciones (Bayer, 1961, p. 350). Pero aquello que parece
consolidarse como un ciclo, todavía le falta convertirse en espiral,
ya que, en efecto, en cada vuelta en aparente redondo que va dando
el ciclo, el movimiento hecho no se pierde, sino que se guarda para
la próxima, y así, en cada recomienzo, el ritmo no empieza como
estaba antes, sino que va, por así decirlo, acumulando el impulso,
la fuerza, las ganas y el gusto de sus fases previas, como sucede en
los versos y en las rimas, que a medida que se van leyendo, el
lector como que va subiendo de tono, como si el poema se fuera
cargando de emoción a medida que se lee, porque cuando se lee una
palabra que rima, la consonancia de la anterior todavía resuena en
los oídos, y se suma a la que se está leyendo, y así, los ritmos
crecen, se desarrollan, transcurren, prosiguen, es decir, no son ya
un círculo que gira sobre su propio eje, sino uno que se desplaza,
como espiral, esto es, en redondo pero hacia adelante,
helicoidalmente, como el ADN y las escaleras de caracol, como las
hélices y las propelas, y entonces el ritmo avanza, tiene un
movimiento de rotación y otro de traslación, tiene un destino, una
dirección, un sentido, va hacia algún lado aunque hacia ninguna
meta. Como el ritmo del río de paraguas por la calle, que suben, se
hunden, se deslizan, se detienen, salpican, se van, y salta por ahí
cada tanto un paraguas amarillo entre tanto paraguas apagado por la
lluvia y por la tarde, y así, una y otra vez, interminablemente
ondulan. Y avanzan.
El ritmo tiene un impulso propio, suyo, proveniente de su mismo
movimiento que, en efecto, contraviene a la física, pero para eso es
272
la vida, para contravenir las leyes, y por ello, todo lo que entra
al ritmo, como la gente que se paraba a bailar en la boda, empieza a
sentirse ligera, sin toparse con resistencias ni debido al cansancio
ni debido a la torpeza o la gordura, y empieza a ser más fácil
bailar que dejar de hacerlo, y de hecho lo hace mejor (Le Shan y
Margeneau, 1982, p. 28) que en tiempos normales. En efecto, es el
ritmo el que se mueve, jala, empuja, carga, lleva, y por ende uno
nada más se deja llevar sin cansancio ni fastidio. Por estas
razones, los ejércitos, los manifestantes de oposición, las
procesiones religiosas, los corredores en los parques y demás gente
que hace peregrinaciones de variada índole, para que le sea leve y
fácil, se hace acompañar de marchas de tambor, de gritos y porras,
de cantos y rezos, o de audífonos con música para meterse en su
ritmo y que sea el ritmo el que marche y avance. Es lo mismo con
cualquier tarea: uno empieza con pereza, y no es para menos, pero si
tiene la voluntad que se requiere en estos trances, paulatinamente
logra incardinarse en el ritmo de la tarea, sea barrer la casa,
sacar cuadros estadísticos, atender a los clientes en la tienda de
abarrotes o trajinar por las calles repartiendo el correo, es decir,
logra acompasar los propios pensamientos, prisas y preocupaciones a
los deberes, tiempos y lógicas de la tarea, y entonces puede seguir
haciéndola sin que cueste trabajo, y llega un momento en que uno
nota que está contento haciendo eso que al empezar daba flojera. A
veces hay que poner el radio para ayudarse, cantar mientras labora
para encantarse, pero a veces el propio instrumento de labor tiene
su ritmo incorporado, como el ruido de la escoba, el rumor de los
motores, los-ejes-de-mi-carreta, el martilleo de los carpinteros, el
273
tamborileo de los dedos de la recepcionista. Uno de los atractivos
incorporados de las máquinas de escribir, Remington y Underwood, que
se perdió hacia la década de los noventa del siglo XX, era el
traqueteo de las teclas, la marcha de las letras que, junto con el
humo del cigarro, también perdido por esas fechas, ritmaba el flujo
del pensamiento al escribir, y por ello escritores como Ray
Bradbury, el de las Crónicas Marcianas, siguieron escribiendo en
ellas, en una Smith-Corona concretamente, a pesar de las
computadoras, las cuales, en cambio, tiene que agregar
artificialmente musiquita añadida, y no estaría mal que el programa
incluyera tableteo de máquina de escribir, a escoger entre Olivetti
o Royal. A los trenes, los relojes y las escaleras eléctricas les
pasó otro tanto. También a los zapatos.
En suma, los ritmos son una realidad envolvente y ambiental, y son
una forma temprana de la sociedad, con un alto grado de afectividad,
de unitariedad, y de estética. Wundt dice que "los ritmos son la
inteligencia de lo sensible" (Bayer, 1961, p. 353). Los movimientos
de masas son fenómenos típicamente rítmicos, que se encogen y se
expanden, como si palpitaran, que titilan, oscilan, se bambolean,
traquetean, en sus avances y retrocesos, con porras, pasos, gritos,
banderas que ondean, puños que se agitan, cargados de indignación,
de dignidad, de celebración o de lamento, que parece que en vez de
estar hechos de gente estuvieran hechos de olas, columpios,
péndulos, bailes y tambores. Canetti, cuando se refiere a las masas,
las simboliza sabiamente con puros objetos rítmicos: el mar, el
viento, el fuego, los ríos, a los que denomina cristales de masa
(1960, pp. 25 ss., 69 ss.). En tanto temprana también, podría
274
sostenerse que es la forma general que tenía la sociedad occidental
en la Alta Edad Media, una era sin lecturas ni caminos en la que la
realidad existe para sus no muchos y no muy satisfechos habitantes
como algo que no se distingue bien pero que se experimenta a flor de
piel, donde las cosas aún no están clasificadas ni categorizadas,
donde las palabras son lo mismo que las cosas, donde lo imaginario
no se separa de lo material ni lo vivo de lo mineral, ni lo vital de
lo letal, donde el cielo no se divide del mar ni de la bruma ni de
la tierra, y el mundo que los envuelve es un fluido flotante que
transcurre, como un río de tiempo. Y asimismo, la primera infancia
es la alta edad media de los niños, que por razones análogas a sus
colegas del siglo séptimo, se encuentran envueltos en un ritmo
ambiental sin divisiones precisas que no comprenden, por donde
corren las luces y las sombras, pasa lo suave y lo áspero, acaecen
los comportamientos raros de los mayores con todos sus estruendos
sobrecogedores y asombrosos, y también flota la leche tibia, los
sueños, el malestar de la gripa, todo ello mezclado en una especie
de ritmo cósmico, como parte del día y del mundo. Y si después de
esto se duermen tan plácidamente es porque, como dice María Zambrano
(1992, p. 89), la madre que los mece empareja el vaivén de sus
brazos y la canción de cuna con el ir y venir de las olas y le rumor
del mar, de manera que el niñito se acuna en el ritmo del planeta, y
al dormirse, se reintegra a él.
Pero, pese a todo, por razones inexplicables, pasado un cierto
tiempo, todo ritmo se agota, se cansa, y aunque se siga ejecutando
de idéntica manera, no obstante se siga bailando, corriendo,
trabajando igual que antes, la actividad ya no es envolvente, ni
275
fácil, como si el movimiento se hubiera ido sin volver, o como si
uno se hubiera salido del ritmo sin saber a qué horas ni saber por
qué, y entonces, en estas nuevas circunstancias, así como se dio
cuenta de que la aparición de una cosa se convierte en ritmo, así
también se da cuenta de que los ritmos se acaban, y entonces hay que
tomarlos a juego.
7.2.- Unas Realidades Envueltas
Cuando el ritmo se agota, revela que tenía reglas y se convierte en juego. Un juego es la construcción de una realidad entre participantes mediante reglas: es la fabricación artificial de la libertad mediante restricciones. El juego es el dispositivo más civilizado de la cultura. La democracia es un juego. Los conceptos, el arte y la ciencia, la historia, y la perspectiva, son un juego. Los juegos concilian lo poético y lo técnico, lo envolvente y lo disparatado, lo atmosférico y lo sistemático. Por ello, un juego aspira a volverse ritmo pero tiende a volverse máquina. Los juegos terminan.
Así es la vida: cuando uno sigue bailando, llega el momento
inexorable en que ya no es lo mismo, donde no uno, sino el ritmo, ya
se cansó, y da la impresión de que el baile se descompone, se
disgrega, que la música está por su parte, allá en las bocinas y por
el lado de la orquesta, y uno hace cierta conciencia de que está en
tal lugar y que el lugar tiene ventanas, que hay meseros y mesas y
otras gentes, que la pareja con la cual bailaba es realmente otra
persona, que lo ve a uno también igual, y de que uno mismo es
también alguien que se encuentra en la peculiar circunstancia de
bailar, y todos, meseros, ventanas y orquesta, envueltos en su
propia realidad, distinta de la propia. Y bueno, uno estaba tan bien
que querría seguir bailando, y para ello intenta hacer lo mismo que
276
estaba haciendo, un pasito para acá, dos pasitos para allá, que ya
no salen con tanta holgura, para ver si así se puede reincorporar al
ritmo, y puede que no pueda, pero ya se ha dado cuenta que los
ritmos tienen reglas, que hay que hacer tal y tal cosa si uno quiere
bailar, correr o ver el mar, y que los ritmos se convierten en un
juego.
Efectivamente, cuando los ritmos se agotan y se terminan, dejan de
ser un acontecimiento unitario y envolvente, es decir, empiezan a
mostrar que están hechos de componentes, y que éstos se separan unos
de otros, como si cada uno enseñara sus fronteras, que aunque fuera
una pareja de baile eran dos personas diferentes, y las cosas se
vuelven cada una por su cuenta, y cada una de éstas se presenta como
una realidad, ya no envolvente, sino envuelta, que ya puede ser
rodeada, vista desde fuera, aproximada, abarcada desde el exterior.
Cuando sucede esto, por ejemplo durante la Baja Edad Media y el
Renacimiento, la sociedad o uno mismo busca el ritmo como queriendo
reinstalarse en él, pero no lo encuentra, y lo único que encuentra
es la presencia de una regularidad, esto es, de una regla: una regla
es el procedimiento que hay que seguir para que las cosas, las
personas y las actividades que se hallan separadas puedan
relacionarse entre sí y establezcan un vínculo que les permita
moverse tan armónicamente que puedan concebirse como una unidad, sea
una actividad conjunta, un grupo, un equipo, una comunidad o una
sociedad, y que incluso puedan lograrlo. Los componentes que se
hallan disgregados pueden volver a congregarse si se hace posible
establecer cuál regularidad, qué detalle era el que se reiteraba y
mantenía todo junto. En el caso de mecerse en el columpio la clave
277
está en el vaivén, echarse para atrás y echarse para adelante; en
otros casos es más complejo, pero en todo caso ahora se trata,
contrariamente al ritmo, de un tipo de realidad en que los distintos
participantes, sean personas, cosas o actividades, son instancias
diferenciadas y por lo tanto ya no se disuelven o se confunden entre
sí, sino que establecen una relación que los va a unir a pesar de
mantenerlos separados, es decir, al contrario de una realidad
envolvente, la sociedad de objetos envueltos es una realidad
interactiva, relacional, de entidades separadas que se reúnen en una
misma situación, o campo de juego, diríase que con la intención de
invocar o provocar un ritmo que los disuelva, y que excepcionalmente
sucede. Comoquiera, las reglas son aquello que debe repetirse para
que algo no sea repetitivo, sino interesante, que es lo que se hace
con cualquier trabajo para el que se tiene vocación y talento, que
implica el cumplimiento continuo de un procedimiento, una respuesta,
una lógica, para que quien lo ejecuta encuentre que eso nunca se
torna aburrido. Es cosa de imaginarse a Joan Miró, que era muy
disciplinado, día tras día preparando lienzos, escogiendo colores,
ensayando pinturas, o como él decía, intentando mirar lo que hay en
el fondo profundo del azul y el rojo, para entender de lo que se
trata un juego. O dicho de otro modo, las reglas son las
limitaciones necesarias que debe tener la vida para moverse con
libertad. Ciertamente, la libertad no es la ausencia de reglas, sino
la participación en ellas. Por eso dice Baudrillard que lo que se
opone a la ley no es la libertad, sino la regla: "con la regla,
estamos libres de la ley" (1981, p. 130). Por libertad se puede
entender el hecho de que no existe otra cosa que hacer en este mundo
278
que la que se está haciendo, y que la única cosa que hacer que
exista sea precisamente la que se puede, se sabe, se quiere y se
debe hacer. El cáliz que no se quiere apartar. Esto se opone a la
noción más facilista, más adolescente, casi norteamericana, de
libertad como volar o estar libre de ataduras, es decir, ir a la
playa, o a la idea de poder elegir lo que uno quiere hacer, es
decir, ser millonario, porque, precisamente, elegir nunca significa
ganar algo, lo que se elige, sino siempre perder algo, lo que se
deja de elegir, que es más; de hecho, lo malo de tener que decidir
consiste en que ahí hay falta de libertad.
cuando ocurre la presencia de una regla que estipula las
limitaciones que se deben cumplir para que las gentes y otras cosas
que están separadas se puedan reunir como participantes de una misma
situación, entonces la realidad adquiere la forma de un juego.
Inicialmente, los juegos son situaciones que tienden a reproducir
ritmos mediante técnicas, pero que, al intentarlo, producen otra
realidad que no es ritmo ni técnica, sino la suya propia, el juego,
que es la que cotidianamente la gente civilizada confunde con la
realidad en general. La incivilizada confunde a la realidad con
maquinarias. El juego es una situación delimitada, restringida en
tiempo, espacio, palabras y objetos, que, mediante reglas
arbitrarias e inviolables, estipula y ordena el tipo de relación que
se ha de llevar a cabo entre jugadores, entre juguetes, y entre
jugadores y juguetes, para producir una realidad completa, es decir,
única y verídica, que vale y rige para esa sola situación y que por
lo tanto debe resultar inofensiva y nula, sin posibles consecuencias
ulteriores y exteriores. Como definición hay que admitir que quedó
279
demasiado formulada, poco lúdica, digamos, pero ésta es más o menos
la descripción de lo que se hace cada vez que se juega a la casita
con una Barbie, a ver quién le atina al basurero con un papel, a
disfrazarse de florecita en el festival de primavera o a correr
hasta llegar a la esquina, y también, en el mismo orden, a ser el
importante jefe en la oficina, a invertir en bienes raíces, a
vestirse de intelectual para ir a una presentación de libro o a
trepar hasta arriba en la escala social. La forma básica de todo
juego es la de la interacción entre participantes, esto es, dos o
más instancias que interactúan entre sí para producir una tercera
instancia, otra cosa, realidad o pensamiento que no es la suma ni el
promedio de las otras dos, y que es a la que se llama juego, y que
al final resulta que es al revés, que es el juego el que produjo a
sus participantes, que el juego es mayor que los jugadores y los
juguetes, los cuales son substituibles, de modo que el juego es una
entidad orgánica, es decir, constituida no de componentes o de
individuos, sino constituida de relaciones o interacciones. El juego
es el que piensa; los jugadores son los que siguen las reglas. Dos
actores de teatro que juegan su papel, construyen entrambos, una
obra distinta de ellos mismos, y es la obra la que les dicta sus
papeles, y cuando el juego marcha muy bien, que es de lo que se
trata, empieza a dar la impresión de que reproduce un ritmo, como si
en vez de interacción hubiera ya un baile, un solo flujo, y por eso,
un observador, por ejemplo, un señor de ésos que juegan a ser
científicos sociales, que contabilizan cosas y anotan sus
resultados, no puede distinguir entre un ritmo y un juego, porque
por lo demás tampoco puede distinguir entre un juego y una máquina,
280
toda vez que la diferencia sólo se ve desde dentro, no desde fuera,
y la diferencia que hay entre los juegos y los ritmos es que el
jugador siempre sabe que a fin de cuentas sólo se trata de un juego,
mientras que quien está dentro del ritmo, sí se confunde.
Por alguna razón antigua, cuando se habla de "el juego", así tal
cual, como cuando se dice que alguien "se tiró al juego" o "tiene el
vicio del juego" como quien se abandona a la mala vida, se refiere a
los juegos de azar, y entre ellos, a los de cartas, y entre ellos,
al poker, nunca al bridge o a la canasta. El poker es típicamente un
juego, pero es un buen ejemplo de cómo conforma una realidad por sí
mismo, que hace que la gente se olvide del reloj, de la familia y,
cuando se apuesta, hace que la realidad del juego sea mayor que la
del dinero. Como acota la Encyclopaedia Britannica, el poker resultó
"popular por sus superiores oportunidades de cálculo y psicología",
donde se puede ganar o perder no sólo por causa de la mano, sino por
un gesto que delate o un suspiro que engañe: de hecho, su nombre, de
origen germánico (pochen) significa "blofear" (to bluff), fingir,
aparentar, engañar. El poker proviene de un juego inglés que se
llamaba primero, así, en castellano, y que pasó a Francia donde se
llamó poque, y que en el siglo XVIII fue llevado a los Estados
Unidos donde cambió a poker y se universalizó, siendo el juego que
juegan todos los cowboys en los westerns, de John Wayne a Clint
Eastwood. A juzgar por bandos, prohibiciones, y retratos (Cfr. Ariés
y Duby, 1985, Vol. 6, Vgr. pp. 16, 36, 44, 167, 195), los juegos de
mesa, naipes, dados, fichas, así como el de ajedrez para adultos y
el de la Oca para niños, proliferaron alegremente durante el siglo
XVIII.
281
Pero la conversación también es un juego, también consagrado en el
siglo XVIII, el cual, si bien parece que se lleva a cabo sin ninguna
restricción, sin embargo esta regido por reglas que delimitan la
situación, y que son tanto más estrictas cuanto menos se conocen, y
que sólo se hacen visibles cuando alguien las infringe (Argyle y
Trouer, 1980, p. 45): "puesto que se transgredieron ciertas reglas,
éstas deben existir". En efecto, hay lugares especiales para la
conversación, que en el siglo XVIII eran los cafés y las tabernas
para los hombres, donde los temas debían ser de política y de
ciencia; las fuentes, el horno y el lavadero para las mujeres, donde
el tema eran los vecinos, y el tono era el rumor y el cuchicheo; las
tiendas, los patios y los callejones para todos por igual. En la
conversación, efectivamente, hay reglas de distancia entre
participantes (Hall, 1966, pp. 139 ss.), dos metros entre ellos si
se habla de política, sesenta centímetros si el tema es la vecina
del ocho, y hay reglas de turnos para hablar, que se marcan con el
intercambio de miradas (Argyle, 1967, pp. 78 ss.), que finalizan
cuando se repite lo que se estaba diciendo y se baja el tono de la
voz, y se toman, los turnos, repitiendo la última frase del
interlocutor para proseguirla, como tomando relevo, y así
sucesivamente. Y así sucesivamente, las conversaciones suelen tener
tres participantes como mínimo, durar alrededor de hora y media, la
gente estar vestida de diario, y por supuesto, no querer sacar de la
conversación otra cosa que una buena conversación. Porque, en
efecto, por regla básica, todo juego debe carecer de resultados, o
tener resultado nulo, en el sentido de que ganar o perder no sirve
para nada exterior al juego, donde el marcador, el objetivo o la
282
apuesta solamente son un pretexto para poder jugar, de modo que
cuando el juego acaba, los resultados se cancelan, y por eso todo el
mundo quiere volver a jugar: da y pide revancha.
El coqueteo del que hablaba Simmel, juego refinado como pocos,
apunta como regla fundamental para la construcción de tal realidad
el hecho de que no deba resolverse en nada, sino que siempre quede
suspensa entre ganar o perder, y que sólo sabe jugar la gente de
mucho temple, precisamente porque juega con fuego; otros menos
dotados de temperamento caen en el garlito de la resolución y
destruyen la frágil realidad del coqueteo: ganen o pierdan, siempre
pierden. La Reina Isabel I de Inglaterra, "dominada por la pasión
del aplazamiento", como dice su biógrafo Giles Lytton Strachey
(1928. p. 63), consolidó un imperio en el siglo XVI mediante la pura
coquetería, tanto nacional como internacional, mientras la Armada
Invencible se hundía por timorata. E Isabel, como buena coqueta,
murió virgen. A los 70 años. Para el siglo XVIII, la coquetería ya
era un juego popular, y ya sólo se hundían reputaciones, porvenires
y vidas de quienes no lo resistían y lo tomaban en serio, como
muestra Choderlos de Laclos, de nombre de pila Pierre-Ambroise-
François, en sus cartas de "hechos verídicos" publicadas en 1782 con
el título de Relaciones Peligrosas.
En efecto, el XVIII, como dice Johann Huizinga, es el siglo en que
el juego se instala como forma de la realidad (1938, p. 206), según
se puede advertir en todos los ámbitos, sean modas, modales o
gastronomía. E indudablemente, el juego más vasto que se jugó fue el
de la democracia. La democracia es conversación más coquetería, tal
vez tantito poker, que consiste en un gusto irrefrenable por el
283
diálogo y el debate, sobre asuntos de interés público como la ciudad
o el poder, con cabildeos, discursos, retóricas, en donde aparece
siempre la fuerza de la persuasión, la seducción y la intriga, y
cuyas reglas cristalizan en las libertades públicas, como la de
tránsito, seguridad, protección, conciencia, o de asociación,
concentración, prensa (Morange, 1979, pp. 58-124), o en la
declaración de los derechos universales del hombre y la mujer.
Y si los ritmos eran muy infantiles, los juegos tienden a ser de
espíritu joven. También provenientes de la Ilustración, la
conceptualización como forma del lenguaje, el arte y la ciencia como
objetos manufacturados, la historia en tanto narración de los
recuerdos, y la perspectiva como punto de vista variable sobre el
mundo, son estrictamente juegos, que tienen reglas convencionales y
compulsivas, que son obligatorias si se quiere jugar pero que se
pueden cambiar si el juego ya no es divertido, si se vuelve más
limitante que libertario, como al parecer, ha empezado a ser
últimamente. Es cierto que la perspectiva como forma de ver el mundo
es anterior, de los tiempos de Isabel I, pero además de que los
juegos tardaron tres siglos en consolidarse, su surgimiento previo
ayuda a la construcción de los juegos, toda vez que el hecho de que
el mundo se vea dependiendo de la perspectiva que se adopte, si uno
lo ve de abajo se ve todo grandote, si lo ve de arriba se ve
chiquito, permite que los participantes de una interacción, de un
juego, sean capaces de ponerse en el punto de vista del otro, como
dice Mead (1927, p. 184), de intercambiar papeles y roles, y por lo
tanto, de comprender la posición del otro, saber cómo piensa y
siente, y saber que los otros también piensan y sienten: la
284
perspectiva enseña cómo relacionarse con los demás, algo
evidentemente necesario para jugar, conversar y establecer la
democracia. Y en efecto, desde los niños mayores que ya son capaces
de jugar con sus amiguitos y por ende ya saben seguir reglas, el
mundo se presenta como un entramado de relaciones, donde la gente y
las cosas cumplen un papel con una posición prestablecida, en donde
ellos pueden intervenir a condición de hacerlo como es propio. De
ser una nebulosa, el mundo pasa a ser un teatro, "el gran teatro del
mundo", metáfora ésta que, como la democracia, reapareció en el
siglo XVIII (Sennett, 1974, p. 49).
Baudelaire dice que "la vida sólo tiene un encanto verdadero: el
encanto del juego". Pero es precario, porque el juego es un
acontecimiento paradójico, y tal vez en eso radica su sutileza y
sofisticación culturales. Por una parte, se trata de un sistema
estrictamente regulado, y quizá más estricto incluso porque es
convencional, que requiere de destrezas y habilidades técnicas que
solamente se alcanzan a través de la disciplina, la constancia, la
práctica, como lo hacía Flaubert, que corregía diez veces una página
y buscaba por semanas la palabra justa, aunque siempre, como todo
buen jugador, blofeando, fingiendo que se hace sin querer,
minimizando sus esfuerzos y desvelos como si fueran nimiedades:
Bernard Shaw decía que si bien finalmente era escritor, ello no
quería decir que no hubiera intentado ganarse la vida honradamente.
En suma, el juego es por una parte como un trabajo pero por la otra
como un descanso. Por esta otra parte, entrar en juego es fabricar
artificialmente la libertad, porque conforme se desenvuelve, el
juego tiende a hacerse rítmico, envolvente, fácil, bonito e
285
imparable, como si sucediera que las reglas y la disciplina se
derritieran al calor del juego, y ahí ya ni se notaran. Es cierto,
el juego parece ser mitad ritmo mitad técnica, mitad éter mitad
máquina, mitad poético mitad datístico, ya que conjunta la dureza y
la volatilidad, la estructura y la fluidez, la voluntad y la
espontaneidad, y por eso es razonable sin ser racionalista,
sistemático sin ser dogmático, sensible sin ser frenético. Es un
acto altamente técnico y frío y a la vez altamente rítmico y cálido.
Por eso es tan culto y civilizado. Dado lo anterior, puede
argumentarse que los juegos se ubican en una especie de frontera
entre los ritmos y las funciones, entre los sentimientos y las
mercancías, y entonces, este carácter de límite, de estar dentro y
fuera al mismo tiempo, de poder abandonarse y saber que uno se
abandona, de gozar y sufrir y estar no obstante a cubierto del gozo
y el sufrimiento, de inventar reglas y al mismo tiempo creérselas,
les permite a los juegos y a los jugadores percatarse de sí mismos,
que es lo que suele denominarse como reflexividad, estar inmerso en
el fragor del juego y sin embargo darse cuenta de que sólo es un
juego. Por todo esto, el juego es la forma de la realidad que hasta
cierto grado uno tiene en sus manos: mientras que los ritmos, como
el vértigo, se hacen solos y nos envuelven y nos arrebatan como
quieren, y mientras que las máquinas nos excluyen y nos utilizan
según sus fines, a un juego uno puede entrar por propia decisión, y
aunque lo que salga después ya no dependa de uno y sea lo
emocionante, uno siempre puede decir "ya no juego". El juego es la
sola forma de la realidad que dota de pensamiento a sus
participantes, que le otorga a uno conciencia, porque quien juega no
286
se deshace en las circunstancias ni se deshace de ellas. Jugar es lo
único que tenemos. Lo demás nos ignora, nos traga o nos vomita. Y
cabe insistir que la especulación teórica, el arte, la ciencia, la
historia, la narración, y la comprensión de la perspectiva del otro,
son, todas, juegos.
pero la forma del juego es precaria, y la paradoja puede irse por
el otro lado, es decir, en vez de convertirse en ritmo, puede
volverse una burocracia, un aparato lleno de disposiciones,
trámites, restricciones, premios, castigos, que dejan de divertir y
sólo aburren, y aburrirse es por antonomasia salirse de una forma.
En efecto, cuando por repetición, perversión o simple estupidez,
empieza a haber un exceso de reglas, porque a cada libertad que se
suscita se le coloca una regla para limitarla, hasta que llega a
haber tantas que se empieza a creer que la razón del juego no es
jugar sino tener reglas, entonces desaparece el ritmo y la libertad
y el juego y lo único que queda son las reglas, y se convierten en
leyes, leyes que supuestamente emanan de la naturaleza de la
realidad y que por lo tanto hay que acatar aunque no nos gusten. Las
reglas sin juego se llaman leyes. El exceso de reglas no produce
juegos, sino aparatos. Los juegos con leyes se llaman funciones.
7.3.- Una Sociedad Disparatada
Cuando hay reglas, y no hay juego, hay administración pero no democracia: hay funciones. Las reglas sin juego se convierten en leyes que deben cumplirse. Una función es la coincidencia de efectos de componentes dispersos e indiferentes para cumplir un objetivo ajeno. El lenguaje técnico, las mercancías, los datos, el movimiento físico, cumplen funciones. La sociedad se convierte en una máquina: las máquinas excluyen a los sujetos. La sociedad
287
es una máquina deshabitada que solamente puede producir un hueco de sentido en la realidad.
Por decirlo de alguna manera, el juego acaba cuando empieza el
deporte. Desde el siglo XIII, por lo menos, había un juego de
pelota, tanto en España como Francia y como en Inglaterra, que no se
llamaba juego de poma, pero, para inventar una palabra que al mismo
tiempo sea palma, de la mano o del pie, puño, cerrado o de una pala,
pomo, como el de las espadas, y raqueta, las primeras de las cuales
se hacían con pergamino de desperdicio de manuscritos, por lo cual
alguien afirmó haber jugado con las Décadas de Tito Livio, hoy en
día perdidas, y que en latín se decía racha, de donde viene lo de
mala o buena racha, pero que significaba muñeca o tobillo, porque
este juego se jugaba con todo esto, además de con guante o con
cesta, la palabra es, plausiblemente, "poma". En francés se dice jeu
de paume. Era auténticamente un juego, ya que se jugaba por
diversión momentánea, sin entrenamientos ni equipos permanentes, y
era espontáneo y despreocupado. Y sus reglas, estrictas y sagradas
como toda regla, eran variables, según dónde y con quién se jugara.
Se jugaba a solas, o entre dos, cuatro o seis, en la plaza, en los
patios, en las paredes, en los fosos de los castillos, en lugares
cerrados o a la intemperie, o en las naves de las iglesias que
hacían muy buenos frontones, en cancha larga o cancha corta, con
cancha dividida o sin dividir, con red o sin red, con obstáculos
tales como muebles o nichos en la pared, o sin obstáculos. Su
objetivo consistía en devolver la pelota, que se llamaba "estopa", o
en no devolverla, pero eso sí, en todos los casos los puntos se
contaban 15, 30, 45 y juego, misterio de misterios, cuestión tan
288
enigmática que en 1579 tuvo que aparecer un libro titulado
"declaración de dos dudas en la forma de contar en el juego de poma"
(Le Floc'hmoan, s.f., p. 69). Huelga decir que cada quien se vestía
como quería, platicaba mientras jugaba, apostaba, se divertía, muy
festivamente, y no existía la palabra deporte, sino "depuerto" y
"deportarse", que era rigurosa y etimológicamente divertirse.
Ya sea en este juego o en otros, como el calcio italiano del siglo
XVI, esta manera de jugar forma parte de la memoria de la sociedad,
y se puede ver todavía, ahí donde la memoria es más grande que el
progreso, en los barrios, a la salida de las escuelas, en los
corredores, en las horas muertas, en el verano de los niños y el
almuerzo de los albañiles, que se juega en pares, tercias, de veinte
contra veinte si el barrio es muy nutrido, y todos se ríen, se
enojan, apuestan el refresco, beben si ya están en edad, hablan y se
van a su casa cuando los mandan llamar. El juego no ha terminado.
La palabra "deporte" reapareció en el siglo XIX, ya no proveniente
del latín sino del inglés, sport, y en 1874, Walter Winfield, un
mayor del ejército británico que, como todo militar, no sabía jugar,
decide quitarle todas sus ambigüedades al juego de poma, y estipula
reglas rígidas: que sólo se juegue en cancha corta; la palabra
court, en inglés, viene de corta. Que se juegue con red en medio,
con raqueta, que se trate de que el otro no alcance la pelota, que
se cuente 15, 30, 40 y juego. Y que se llame sphairistike,
"esferística" en griego pues, que era uno de los tantos nombres del
juego de poma, además de "rebote", "saque" o "pala" (Viqueira Albán,
1987, p. 250). Y que se organice con seriedad, en torneos, el
primero de los cuales fue el de Wimbledon en 1877, donde ya aparece
289
con el nombre de lawn-tennis, modo de decirle en inglés al juego de
poma, y luego sólo tennis, que viene de la palabra francesa tenez
(Larousse, 1971), o sea, "tenga", "va", que es la voz de aviso que
se daba al servir en el juego de poma. El tenis ya es un juego
duramente legislado, donde aparecen, cosa inusitada, los árbitros,
que a la fecha son como diez jueces para dos contrincantes, amén de
sensores electrónicos y otros dispositivos de chequeo que incluyen
el uso de sustancias prohibidas como el café, y se emplean y obligan
los uniformes que tanto le gustaban al Barón de Coubertin, porque se
ven muy militares y "facilitan las actitudes viriles y el aire
marcial" (1913, p. 62). Y por supuesto, se organiza una asociación,
The All England Croquet Tennis Club. Siguen otros torneos
internacionales, como el Roland Garros francés o el Abierto de
Estados Unidos. En cincuenta años, el tenis se expande lo que el
juego de poma no había querido en ocho siglos. Por una parte,
coloniza y segrega a los demás juegos de raqueta reduciéndolos, ya
sea a juegos regionales, como la Pelota Vasca o el Trinquete, ya sea
a deportes de segunda, como tenis de mesa, squash, paddle tennis,
frontón, o el badmington, cuyo primer gallo fue un corcho de
champagne claveteado de plumas. Asimismo, se empieza a administrar
mediante federaciones nacionales e internacionales que hacen
torneos, clasifican jugadores, reúnen fondos, dan premios y tienen,
como tanto les gusta, su presidente, su vocal, su secretario y su
tesorero. Muy especialmente, se espectaculariza, es decir, se vuelve
pasatiempo rentable de lo que aparece como "sociedad de masas"
(Giner, 1979, p. 200), que no tiene nada que ver con las masas de la
sociedad, sino con la uniformización de los individuos aislados para
290
ser utilizados mercadotécnicamente manipulando sus alaridos y sus
bolsillos frente a las estrellas "fabricadas por el espectáculo"
(Huizinga, 1938, p. 233), donde se requiere ofrecer uno que otro
showman (Mumford, 1934, 328), enfant terrible, desde el primer
grosero simpático como el rumano Illie Nastase hasta el primer
antipático norteamericano como John McEnroe. Una estrella del
espectáculo es alguien que por definición se sale del juego, porque
el juego es para iguales aunque alguno juegue mejor, y las estrellas
no saben ser iguales. Actualmente, los niños ya no quieren jugar
tenis sino nada más ser famosos, y eso no se logra divirtiéndose,
sino embargándoles la infancia. Y por sobre todas las cosas, el
tenis se vende, desde la segunda década del siglo XX, en que grandes
tenistas como Fred Perry o René Lacoste comercializaron su nombre en
marcas de ropa, cosita de nada comparada con las campañas
publicitarias como Spalding, Nike o Wilson, que no sólo lograron
cambiar el reglamento del tenis para que cupiera en los horarios de
televisión de los patrocinadores, sino que le pueden pagar a una
tenista cuarenta millones de dólares por usar su ropa. Pero, como
dice Huizinga, "el auténtico juego rechaza toda propaganda" (1938,
p. 50). Por razones del negocio es que el deporte requiere la
tecnología de punta, no sólo en equipamiento, raquetas sucesivamente
de madera, aluminio, fibra, grafito y titanio, sino en la
construcción de atletas de alto rendimiento, cuya vida es invertida
como materia prima en el logro de lo que se llama la "ejecución
óptima", consistente en jugar como máquinas de hacer puntos en todos
los torneos donde se gana dinero y alcanzar servicios de 200 k. p.
h. El actual deportista de alto rendimiento es un aparato de
291
perseguir records y otros resultados, un aparato que, como suele ser
la tónica del estilo neoliberal, ya incorpora componentes "soft",
suaves, amables, como por ejemplo los componentes biológicos de las
computadoras, o usar ropa relajada y hablarse de tú en las oficinas
ejecutivas, o considerar los factores emocionales y motivacionales
con los deportistas, esto es, no solamente entrenamiento físico sino
"psicología del deporte" (Williams, 1991), pero el objetivo es el de
siempre: los papás inscriben a sus hijos en clínicas de tenis,
curioso nombre, para ver si así ganan dinero, como el padre de Venus
y Serena Williams, campeonas del año dosmil, a quien le fue
doblemente bien. El deporte se reconoce porque ya es una profesión,
por lo demás saturada de stress, de angustia ante el fracaso que
paraliza, de drogas para aumentar el rendimiento, toda vez que aquí,
"ganar no es lo más importante, es lo único", como dice Vince
Lombardi, el filósofo de los que beben Gatorade. Por eso el deporte
puede producir algo que jamás produciría el juego, a saber,
amarguras como la de Jennifer Capriati, número uno mundial a los 16
años, drogadicta encarcelada a los 17, o la amargura más tierna de
Gabriela Sabatini, la cosa más elegante que ha pisado las canchas de
tenis, quien a pesar de todo su juego, aprendido den el Buenos Aires
Lawn Tennis Club, en el último momento, siempre le faltaron las
ganas de ganar, como si en el punto por el juego, set y match,
prefiriera la derrota, y que un reportero, oportunamente
enternecido, llamó "el ángel triste del tenis". Y eso ya no es un
juego, porque nadie es infeliz por jugar, y que es lo que a veces
declaran algunos deportistas, que darían sus éxitos y sus triunfos
292
por volver a jugar como cuando no eran ni buenos ni ricos ni
famosos. A los 25 años, Jennifer Capriati volvió a jugar.
Se entiende, el tenis ya es una maquinaria deportiva y un aparato
económico que ocupa el tercer lugar en dinero después de la Fórmula
1 y el futbol. El deporte ya no es un juego, sino una función, esto
es, que ya no sirve para jugar, sino siempre para algo más: ganar
dinero, ser famoso, vender productos, impresionar incautos, acarrear
espectadores, verse saludable, cerrar negocios, entrar en un círculo
social o, como enumera Baudrillard a "la degradación funcional del
juego: el juego-terapia, el juego-aprendizaje, el juego-catarsis, el
juego-creatividad" (1981, p. 150). Cuando el juego-juego ya se
terminó, pero las reglas siguen rigiendo como si fuesen leyes
naturales aunque ya nadie se divierta, hay que obedecerlas, ya no
para jugar, sino par funcionar. Igual que el tenis, la sociedad
occidental empezó a convertirse en una función hacia finales del
siglo XIX que se sofisticó hacia finales del siglo XX: la democracia
se transformó en una gigantesca oficina administrativa repleta de
ventanillas, papeleo, trámites y, por supuesto, funcionarios, que
cobran sus sueldos por aburrir a los demás; a nadie nunca se le ha
pagado por jugar, aunque sea a la democracia. "Funcionario" es una
palabra que se ideó en 1855 y que significa, efectivamente, "el que
funciona", como si fuera llave de tuercas, y no cabe más que
preguntarse por qué los funcionarios se sienten los amos: la
respuesta da cuenta de la distorsión. La coquetería, a su vez, pasa
a formar parte de las "habilidades y competencias" con que se puede
contar como un recurso más en el mercado de personalidades, desde
los concursos de belleza, las portadas de las revistas de moda y la
293
publicidad de mercancías para el cuerpo como mercancía, hasta ser
parte sustancial del curriculum vitae que se utiliza en la
competencia laboral. Y como dice Serge Moscovici (1984b), una de las
cosas más importantes que perdió el siglo XX fue el arte de la
conversación, que se convirtió en una técnica para intercambiar
informaciones, ya que, como se sabe, la información es poder:
aquellos cabildeos intrigosos y emocionantes propios de la política
pasaron a ser un servicio ofrecido por compañías consultoras que se
autodenominan lobbying companies y que se encargan del negocio de
influir sobre diputados, senadores y otros congresistas.
Una función, en latín (functio-functionis) o castellano, es el
cumplimiento o ejecución de algo, así que cuando algo o alguien está
en función de otra cosa, como un entrenador en función de sus
resultados, es que está a su servicio, o sea, que no sirve para sí
mismo sino que siempre sirve para otra cosa, como lo hace un
instrumento o herramienta (Flusser, 1991, pp. 20-23). El lenguaje
técnico es funcional porque no sirve para enriquecer o embellecer el
lenguaje, sino para otra cosa, como por ejemplo, hacer política de
lobby. Las mercancías no tienen razón de ser porque sean queridas,
bonitas, ni siquiera prácticas, sino porque sirven para venderse
aunque no sirvan para nada. Y ciertamente, en el transcurso del
siglo XX, el arte se puso en función del mercado y se transformó en
mercancía: entre Sotheby's y Christie's pueden vender un cuadro de
Cezanne en 38 millones de dólares, elevar el preció de un Miró en un
millón más o bajar el de un Picasso a 24, "debido a las turbulencias
de los mercados internacionales", según explica un funcionario. La
fotografía del Che Guevara, de Alberto Korda, ya fue utilizada para
294
una campaña de Vodka Smirnoff. Y el Che era abstemio. Los artistas
de hoy ya no persiguen absolutos, pero Absolut sí persigue a los
artistas para que le hagan su publicidad de vodka. En el ámbito de
las ciencias es todavía y cada vez peor, porque las universidades ya
no auspician investigaciones que no estén financiadas por compañías,
las cuales no financian investigaciones si no sacan una utilidad:
utilidad no significa mejores medicinas o más alimentos, sino
"utilidades", de ésas que conocen los contadores y reportan las
empresas. En la obtención de utilidades, se hace lógico que los
riesgos se minimicen, esto es, que se elimine el elemento lúdico que
es consustancial a la ciencia, de modo que el aspecto libre, azaroso
y misterioso de su actividad, se sustituya por la seguridad del
método, que antes podía referirse al estilo de un pensamiento, pero
que ahora se refiere exclusivamente a los pasos que hay que
obedecer, no para jugar ni hacer ciencia, sino para obtener
resultados rentables para la industria médica, militar, turística,
publicitaria o editorial. Y si los juegos eran cosa juvenil, las
funciones parecen ser cosa senil. Las universidades ya no son una
comunidad de científicos, sino un buffet de funcionarios que se la
pasan llenando protocolos de investigación que tapan con el
antebrazo para que nadie les copie, que registran copyright para el
nombre de su ciencia. Las mismas universidades ya venden la
educación como producto, y los estudiantes ya exigen la garantía del
fabricante como si en vez de entrar a un aula hubieran entrado a una
tienda de refrigeradores, y es que la educación, el ser "culto", al
igual que la moda, los gestos, el automóvil o el cónyuge, son todas
piezas del status en el engranaje de la sociedad. Tal vez el gran
295
avance es que la máquina ya no es local sino global, que ya no es
mecánica sino mecatrónica, y que las revistas de espectáculos
científico-tecnológicos nos prometieron que en breve va a ser
biomecatrónica.
En las funciones, sus componentes, piezas o instrumento
efectivamente operan, rigen, actúan, intervienen, conexionan,
afectan, causan, pero no, de ningún modo, participan, interactúan o
se relacionan. Cuando el juego termina, la interacción de desbalaga
y los elementos que la constituían se disparatan, se decir, se
vuelven cosas, individuos, no sólo separados, sino distantes entre
sí, mentalmente aislados, cada uno sólo válido en su aislamiento,
que, ciertamente, pueden intervenirse unos a otros sin por eso
pertenecer a nada ni modificarse en lo más mínimo por virtud de tal
intervención: las tuercas seguirán siendo las mismas tuercas estén
pegadas a un tornillo, guardadas en el cajón o tiradas en la calle;
el funcionario, sea persona, animal o cosa, no mejora ni empeora ni
le pasa nada con la función que cumple, porque cumplir bien una
función significa no modificarse, ni mejorar ni empeorar, ya que eso
alteraría la función. Cada componente de una sociedad disparatada es
un componente solitario que hace lo que le toca con indiferencia
eficaz, pero que no está en lo mismo que los otros componentes, sino
por su parte, y por ende no se involucra. Esa idea individualista de
que uno es uno mismo y es quien es no importa dónde se encuentre ni
con quién esté, es exactamente la de una pieza de maquinaria, de
cosa ajena al resto de la vida. Por decirlo de otro modo, en la
sociedad funcional, nadie está en la misma sociedad, sino cada quien
en un mundo distinto de una sociedad fragmentada. Es que eso no es
296
un organismo, sino un mecanismo, algo que se "desorganiza" a medida
que se "compone", a medida que empieza a ser una máquina hecha de
fragmentos funcionales, es decir, de un hormiguero de piezas
yuxtapuestas o conectadas que operan por reacción, causa,
proximidad, gravedad y otras leyes físicas impuestas verticalmente
desde algún arcano sabelotodo, pero no son una regla acordada entre
participantes; cualquier aspirante a triunfador lo sabe: ahí están
las leyes del mercado, del poder, de la eficiencia, de la
competencia, del alpinismo social, que no están para ser
reflexionadas sino para ser acatadas.
Para cuando terminó el siglo XX, la sociedad ya era una imponente
máquina global, que como buena máquina, insume trabajo, recursos
materiales, cocientes intelectuales, ánimos, capital fijo y capital
variable, y que desecha, como buena máquina, bagazo, basura,
empaques no reciclables, monóxido de carbono y dos mil millones de
hambrientos esparcidos por el planeta. Y produce, como toda buena
máquina, produce. Produce más piezas que cumplen más funciones que
incrementan la máquina que no produce nada. Porque la maquinaria
societal no puede producir nada que sirva para otra cosa que no sea
ella misma: ni modo que haga cosas para los marcianos o para los
ángeles del más allá, así que lo único que puede producir son más
piezas, más insumos y más desechos, incluida la gente, que en este
aspecto no es muy diferente de los hidrocarburos ni de los
accesorios de Giorgio Armani. Por cierto, lo único que puede y debe
producir una sociedad es sentido, significado, razones para vivir, y
lo único que no puede producir una máquina es sentido. Los aparatos
297
pueden estar dentro de las razones para vivir, pero las razones para
vivir no pueden estar dentro de los aparatos.
Como se ha dicho, el sentido es el hecho de que uno es
perteneciente, participante, e integrante de algo, sea lo que sea, y
eso es, como se sabe, lo que también puede entenderse por estética.
Y la razón por la cual una máquina no puede producir sentido ni
estética, es porque dentro de las máquinas no hay nadie, como sí lo
hay dentro de los juegos o de los ritmos. En efecto, en una máquina,
uno mismo no esta ahí, aunque esté su intelecto, su horario, sus
manos y su observación, porque mientras que los ritmos sí, los
juegos sí, las máquinas nó requieren más que un mínimo de observador
para funcionar, que es lo que les pasa a los niños que les regalan
juguetes mecánicos, trenecitos eléctricos, muñecas que se cuidan
solas, que no necesitan del niño para funcionar, sino nada más para
que observe, y bien a bien, un observador no es uno mismo sino,
según se sabe, un instrumento de registro y de medición igual a los
termómetros, los calibradores y los taxímetros, es decir, que el
observador es una pieza más de la máquina, que mientras mejor
funciona es mientras uno mismo menos sea, porque eso de ser alguien
siempre interrumpe los buenos funcionamientos de los aparatos.
En la sociedad funcional, no es que la vida se haya vuelto
difícil, porque siempre lo ha sido, o triste, que a veces lo era,
sino que se ha vuelto fea, esto es, con un grado de estética
bajísimo, porque la gente tiene que seguir funcionando en un mundo
al que no se siente pertenecer, y que por lo tanto resulta un mundo
vacío en el que sólo pueden tener lugar acciones y reacciones,
causas y efectos, desplazamientos y posicionamientos, estímulos y
298
respuestas, que como mecanismo puede ser muy sofisticado pero como
pensamiento, como sociedad, como cultura y como realidad es
francamente pobre. Sin sentido ni significado ni razón de ser. Éste
es el hueco que parece no ser nada y que se siente como en ninguna
parte. Si el 10% de la población sufre depresión, de esto se trata.
Afortunadamente tenemos Prozac mejorado, la nueva piececita de la
maquinaria que todos esperábamos. La sociedad funcional es un hueco
lleno de piezas, que actualmente tienen a ser piezas informáticas,
como datos o impulsos. O en otras palabras, la sociedad funcional es
un tedio repleto de mercancías que se compran, se tiran y se vuelven
a comprar.
Resumiendo: la realidad que de pronto se apareció y nadie vio
cuándo lo hacía porque fue un momento luminoso y fugaz que brilló
por su ausencia, no desaparece, sino que se queda como una
ondulancia que sube y baja, punza y cede, y que al reiterarse crece
y se hace rítmica, atractiva, ligera y muy estética en donde uno
mismo está confundido, como en el caso de las masas de multitudes,
pero que se exhausta, se agota, y al desvanecerse deja como única
cosa sólida las reglas que lo sostenían y que eran como el esqueleto
del ritmo; con tales reglas se pueden construir los juegos en los
que uno participa y que presentan una estética menos intensa pero
más civilizada (Elias, 1977), cuyo mejor ejemplo son las relaciones
interpersonales, en especial la conversación, pero que también se
acaba, sobre todo debido a un exceso de reglas que se imponen como
si fueran leyes y que uno obedece para así cumplir una función en un
aparato del que no forma parte, al cual no pertenece y por lo cual
solamente se mantiene articulado de modo mecánico, que tiene una
299
forma casi deformada, más bien deforme, que evidentemente es muy
poco estética.
Vílem Flusser, un filósofo checo, judío y exiliado, dijo que "allí
donde el aparato se instala, no queda más que funcionar", y extrajo
la siguiente conclusión. "el aparato es el final de la historia, un
final previsto ya por todas las utopías" (1991, pp. 28, 29). Y es
cierto, pero, al parecer, la historia es más un espacio que un
tiempo, o sea, que no pasa, no se fuga, aunque tampoco se repite,
sino que, como un lugar, más bien se puede recorrer, desandar,
deambular, y por lo tanto, cualquier día de éstos la sociedad puede
ir al lugar en donde está la forma de los juegos, ésa que tienen los
conceptos, la ciencia, el arte y los puntos de vista de la
diversidad, o ir hasta la forma de los ritmos donde está la poesía,
los sentimientos, la memoria y los mitos, o llegar hasta la forma
inaugural de su fundación. Lo que, cuando menos, no puede, es seguir
por donde va*.
____________________*.- La Psicología Colectiva es un juego; este juego se trata de inventar cómo es
la realidad: la regla básica es que nadie se dé cuenta de que así no es la
realidad y de que eso es un invento; por lo tanto, el chiste y la delicadeza del
juego radica en construir una versión consistente y verosímil, para lo cual tiene
que ser congruente con otras versiones de la realidad. Al igual que la psicología
colectiva, todas las demás ciencias son igualmente juegos: no pueden ser otra
cosa; si, por ejemplo, la psicología no fuera un juego, sino un ritmo, se
convertiría en masaje, en performance o en capricho; y si fuera una función, se
volvería ortopedia conductual, aplicacionitis metodomaníaca con regulares
300
dividendos económicos. Pero no juego. Claro que hay una ciencia de los ritmos,
como lo sería una teoría de la danza o una psicología de las masas, y claro que
hay una ciencia de las funciones, como lo sería la física clásica, que tiene como
regla de juego considerar al universo como si fuera un mecanismo, aunque no lo
sea. Pero ambas son juegos. Y toda ciencia, si verdaderamente lo es, si su interés
es la generación de conocimiento y no la aplicación del método y la consecución
del financiamiento, debe saber que lo que hace es un juego, lo cual le implica
estar situada en ese lugar limítrofe que le permite estar dentro del juego con
toda seriedad y al mismo tiempo saber que sólo se trata de un juego. La física,
que por lo común sí sabe jugar, se ha dado cuenta durante el siglo XX que la
realidad física no sólo es mecánica, cumplidora de leyes, sino que también es
lúdica, seguidora de reglas, e incluso rítmica, como baile de probabilidades. Y
toda burocracia, aunque se autodesigne ciencia, no es un juego, sino un aparato,
cosa que le ha sucedido en general a los grupos de investigación de las
universidades, que se institucionalizaron en demasía y se convirtieron en empresas
encargadas de allegarse prestigios, dineros y poderes, que, después de todo, es lo
que quiere cualquier inculto que sólo alcanza para ser sensible a las cosas más
burdas de la vida.
La Psicología de las Masas, aquélla que describía las multitudes y que se
desarrolló sobre todo alrededor del año 1900, es una psicología de ritmos, una
teoría de los ritmos de la sociedad. La realidad que describe es una realidad
supraindividual, en la que no existe tal cosa como los individuos o las personas,
ya que éstos se disuelven en un todo armónico e integral, el cual se mueve, hace,
piensa y siente, no con ideas, sino con sentimientos e imágenes. Su realidad es
una realidad emocional, y el método, por así decirlo, para entenderla, fue el de
una descripción lírica, muy apasionada aunque no muy literaria.
Ahora bien, lo que dio en llamarse hacia el año 2000, de una manera vaga,
Psicología Social Crítica (Ibáñez-gracia e Íñiguez, 1997), que surgió a partir de
los años setenta del siglo XX, aunque dueña de una tradición larga (Blondel, 1928;
Sherif, 1936; Cantril, 1941; Asch, 1952), es una psicología social que ve la
realidad como siendo un juego, esto es, una realidad intersubjetiva en donde los
diversos participantes, sean personas, grupos, actos o discursos, construyen
conjuntamente una realidad simbólica, dentro de la cual viven y dentro de la cual
encuentran el significado de la vida y de la sociedad. Esta realidad lúdica es
conflictiva en el mejor sentido de la palabra, o sea, que se hace mediante la
conversación, el debate, la controversia, la oposición de puntos de vista. Y el
método, si se puede llamar así, que emplea la psicología social crítica para
comprender su realidad, es el de la interpretación, el de la narración del posible
sentido que la realidad tiene para sus participantes y para los psicólogos
sociales. Ejemplos de esta psicología social crítica pueden ser, entre otros, la
versión original de las Representaciones Sociales de Moscovici (1961, 1984b), la
Aproximación Etogénica de Rom Harré (1979), la Aproximación Retórica de Michael
Billig (1987), el Socioconstruccionismo de Kenneth Gergen (1994) o el
301
Socioconstruccionismo más atrevido y radical de Tomás Ibáñez-gracia. Es una
psicología social crítica en dos sentidos interesantes: uno, proviene de la crisis
de las ciencias sociales y de la psicología social a partir de 1968, y dos, le
gusta ser crítica, o sea, poner en crisis al conocimiento institucionalizado de la
sociedad y de las psicologías sociales académicas y estandarizadas, por lo que se
advierte claramente su carácter de juego en tanto ciencia y disciplina: la
psicología social crítica sabe jugar, y sabe que está jugando.
Y finalmente, hay una Psicología Social Comercial, que es la que predomina
entre los profesionistas y sus profesores que aprenden y enseñan a hacer
encuestas, sumar las respuestas y proponer aplicaciones empíricas que por lo común
siempre redundan en la salud del mercado. Data de los años veinte del siglo XX, y
se ha desarrollado casi exclusivamente en los Estados Unidos de Norteamérica,
desde donde se exporta a las más apartadas regiones del mundo y, como película de
Walt Disney, doblada a cualquier idioma. Para la psicología social comercial, la
realidad y la sociedad están compuestas de individuos aislados que mediante sus
acciones se afectan entre sí siguiendo las leyes causa-efecto o estímulo-
respuesta, y se investiga por la vía metódica de llevar a cabo mediciones
objetivas y cuantitativas, como debe hacerse dentro de una realidad física
clásica; recientemente, entrando a la moda soft del neoliberalismo, ha incluido la
investigación "cualitativa", que igual necesita la existencia de una realidad
positiva, objetiva y verificable: la misma gata pero revolcada. Ejemplo suficiente
de esta psicología social comercial debe ser el Manual, llamado Handbook en todas
partes, de psicología social, de Lindzey y Aronson, editado en 1985 (Cfr. Ibáñez-
gracia, 1990, pp. 147 ss.; Farr, 1996, pp. 160 ss.).
Y la psicología colectiva. La psicología colectiva es una psicología de formas:
del pensamiento como forma, o de las formas como un pensamiento que, antes de
haber empleado este término, tal vez uso otros como estructuras, corrientes o
estilos de pensamiento de la sociedad, como bien lo intentó sintetizar el término
de Mentalidades (Le Goff, 1974). Sus ejemplos torales serían las Representaciones
Colectivas de Durkheim (1898), la Psicología de los Pueblos de Wundt (1912), y la
segunda versión de la Memoria Colectiva de Halbwachs (1944), toda vez que la
primera (1925) pertenecería mejor a los antecedentes de la psicología social
crítica, sobre todo por su énfasis en el discurso como depositario de la memoria,
mientras que en la segunda versión la memoria va a depositarse a los objetos y los
lugares, esto es, es más una forma que un discurso de la sociedad. Por lo demás,
cualquier otro estudio que respire el mismo aire que los ejemplos mencionados,
como los trabajos de Le Goff, Baudrillard o de Gilles Lipovetsky, por citar
franceses, pueden ser considerados, con lo cual se ve que la psicología colectiva
es sobre todo una mirada, una forma de ver.
La realidad, para la psicología colectiva, es la cultura en general. Y ya se
sabe, la cultura piensa con formas. El método, si existe tal cosa, parece ser, más
que hermenéutico, analógico, porque busca formas, y una analogía es la presencia
de la misma forma en objetos que son dispares de "contenido". En tanto psicología
302
de formas, la psicología colectiva puede hacer una psicología de las funciones,
los juegos y los ritmos, así como del lenguaje, los objetos, los recuerdos y los
mitos, todos vistos como formas, y también, de la forma total de la sociedad. Por
lo tanto, la psicología colectiva resulta ser una especie de psicología social de
las otras psicologías sociales, ya que éstas no se le presentan como siendo
ciencias de la realidad, sino realidades de la cultura, es decir, mientras que, en
términos generales, una psicología social cree que lo que estudia es la realidad o
la sociedad, en rigor ella misma es una cosa de esa realidad y de esa sociedad, y
por ende, bien puede ser vista como un objeto por parte de la psicología
colectiva, lo cual la convierte, ipsofacto, a la psicología colectiva, en una
epistemología. Por ello se puede decir que las psicologías sociales no son una
serie de verdades descubiertas sobre la realidad, sino que son el juego de creerse
la realidad que inventan, lo cual está bien; el problema sólo surge cuando no se
cree que es un juego, sino "la verdad".
La psicología de las masas es ciertamente un juego que, por supuesto, nunca se
dio cuenta de que lo era, sino que se creía ciencia en el sentido cientificista
muy decimonónico de situarse por encima de la realidad. Sin embargo, esta
psicología se diluyó, hacia los años veinte, debido a que empezó a mimetizarse con
su objeto, esto es, a adoptar la forma de una pasión, de un ritmo y no ya de un
juego, ya que empezó a desplegar en sus textos la furibundez y espontaneísmo
propios de las mismas masas que estudiaba.
La psicología social crítica también es un juego, concretamente un juego que
habla sobre otros juegos, donde, por lo tanto, las reglas que rigen para sus
objetos también rigen para sí misma, ya que si, por ejemplo, la realidad es un
discurso que analizar (Íñiguez, 1997), este análisis a su vez es un discurso que
analizar, lo que hace de ella una psicología que piensa mucho sobre sí misma, lo
que la convierte en una disciplina muy epistemológica (Ibáñez-gracia, 1997, pp.
32), y también muy crítica de sí misma, que le permite descreer sanamente tanto de
la realidad como de su propia disciplina. El caso de Tomás Ibáñez es precisamente
éste. Sin embargo, como se sabe, los juegos, cuando duran más de lo que deben
durar, empiezan a acartonarse, a rigidizarse, a dogmatizarse, a
institucionalizarse, y en suma, a creer que su realidad es verdaderamente real, y
que su ciencia es productora de verdades duras en lugar de ser jugadora de juegos,
siempre blandos y suaves. Éste es el caso de las versiones degradadas de los
discípulos de la representación social, que asumen que su concepto es una cosa de
veras que anda por ahí en la realidad, como los conejos, y por lo tanto ya sólo se
dedican a discutir cuál es el mejor método para atraparlo, o el caso del
socioconstruccionismo que, una vez que tuvo éxito académico, intenta preservarlo y
sin querer va transformando sus reglas en leyes que hay que obedecer para ser
socioconstruccionista leal o, por lo demás, intenta idear aplicaciones de su
teoría a la realidad empírica, por la vía terapéutica por ejemplo, como parece
hacerlo Gergen (1994, pp. 288 ss.), lo que provoca que el pensamiento de la
303
psicología social crítica se descritique, y se haga funcional, y se haga
complaciente. El precio del éxito suele ser mayor que el precio del fracaso.
Y finalmente, habrá que conceder sin pruebas que la psicología social comercial
empezó también como un juego, por ejemplo, el de diseñar experimentos de
laboratorio como los que proponía Floyd Allport (Buceta, 1979, p. 59), o los que
hacía Leon Festinger (Deutsch y Krauss, s.f., p. 68; Doise et al., 1980, p. 263;
Paéz et al., 1992, p. 95). Sin embargo, si, como argumentaría la psicología
colectiva, el pensamiento y su realidad son una misma forma, entonces, esta
psicología social, al creer que la única realidad posible es positiva, física,
objetiva, cuantitativa y funcional, entonces ella misma se empieza a concebir como
una ciencia natural que por lo mismo dejó de hacer psicología para dedicarse a una
suerte de administración conductual, o sea, que se convierte desde el inicio en
una máquina metodológica solamente interesada en obtener resultados que pueden ser
ciertamente algún cambio de actitudes en algún individuo o grupo, pero que, a
falta de esto o junto con esto, sus resultados pueden ser asociaciones,
publicaciones y congresos donde se aplauden y se dan premios y nombramientos entre
ellos. Después de todo, las máquinas y los aparatos no están para comprender la
realidad sino para producir algo, de preferencia dinero y poder, que son los
únicos criterios que quedan cuando los juegos se extinguen. Festinger, al fin y al
cabo buen jugador, un día de 1979 cerró su laboratorio par siempre y se dedicó a
jugar ajedrez; cuatro años después escribió un libro, que ya no era de psicología
social, donde se pregunta por qué la psicología social nunca se ocupó de lo que sí
importaba: la estética y el juego (1983, p. x).
Comoquiera, las diferentes psicologías sociales no están afuera o arriba, sino
adentro de la cultura, y por eso pueden ser descritas como rasgos de esa cultura,
igual que lo son otros juegos como el parkassé, otros ritmos como la gimnasia u
otras máquinas como los teléfonos de bolsillo. Pero la psicología colectiva
tampoco se puede colocar por encima de esa cultura que la hizo ponerse a averiguar
qué es la cultura o la sociedad o la realidad o las formas. Se puede, si acaso,
poner solamente en los límites por medio de la reflexión o de la especulación,
porque la reflexión es aquel modo de pensamiento que permite situarse en el límite
del pensamiento para ver al pensamiento como si fuera algo distinto, como sucede
con un espejo, que le permite a uno situarse en el límite de sí mismo, y verse
desde afuera estando dentro; un límite es aquello que inventa eso otro de lo que
está hecho lo uno. La psicología colectiva, en tanto reflexión, consiste en
ponerse a pensar el pensamiento, o dicho de otro modo, consiste, junto con otras
disciplinas, en averiguar la cultura a partir de la cultura misma, usando el
pensamiento y las formas de pensar de esa cultura: la psicología colectiva trata
de ser algo así como la cultura que se piensa a sí misma, y, evidentemente, la
cultura también comprende otras teorías, disciplinas e ideas, lo cual hace que
esto que se ha llamado psicología colectiva sea una disciplina que se
desdisciplinariza sola. Por todo lo anterior, la psicología colectiva es ella
misma algo de cultura, ella misma es parte de su propio pensamiento y del mismo
304
proceso de pensar, de modo que poder llegar a decir qué es la psicología colectiva
es igual a tratar de decir qué es la sociedad.
305
CONCLUSIÓN
Quien no logra éxito es culpable frente a sus contemporáneos. Quien tiene éxito resulta culpable frente al futuro
FRANCESCO ALBERONI
La aplicación, la elegancia y la transparencia. La aplicación científica no soluciona los problemas de la sociedad, antes bien, los produce; toda aplicación es una intervención a ciegas dentro de lo desconocido: hacer quién sabe qué dentro de quién sabe dónde; es una violencia en la opacidad, y por lo tanto, por lo menos, carece de elegancia. La sociedad mental tiene un pensamiento esférico: la realidad es integral. La aplicación inyecta su forma fragmentaria (teoría vs. práctica, conocimiento vs. hechos, etc.) dentro de la realidad, y fragmenta a su vez a la realidad, creando un círculo vicioso. La aplicación es un acto; la elegancia es una actitud. La elegancia consiste en no perturbar la realidad con una presencia demasiado notoria y provocadora de consecuencias incognoscibles; la elegancia es siempre estilizada, esbelta, lenta discreta: para no agredir el curso de la realidad; es un protesta contra el aplicacionismo mecánico de la época funcional. La elegancia pretende ser transparente. La elegancia es un modo de ser; la transparencia es una forma de la sociedad. La transparencia emerge en el siglo XX: consiste en ir quitando todo lo que tapa o bloquea la presencia de lo sustancial de la realidad, o la presencia del pensamiento en su estado prístino; la transparencia es la forma que más se asemeja a la forma de la inauguración de la sociedad. La sociedad contemporánea se encuentra en sala de espera.
El reportero Oscar Enrique Ornelas, de la sección de cultura del
periódico El Financiero, México, describía a las señoritas bien,
encargadas de cultura -y espectáculos- en los periódicos light,
preguntándole a su entrevistado en turno, algún intelectual que
promovía su libro, "¿y? dígame usted ¿cómo podemos salvar al
306
mundo?"; se requiere ser muy bobo para dar una respuesta, pero como
las señoritas bien de los periódicos light tienen una candidez muy
agradable, de ésas que emboban, algunos embobados hasta respondían.
Y para salvar al mundo siempre se necesita más dinero, a veces
para armas, a veces para medicina y alimentos, a veces para
campañas, comisiones y programas de educación, información y
concientización, y a veces para fundaciones caritativas que reparten
regalitos a los niños pobres en Navidad. El caso es que siempre
consiste en aplicar las soluciones que uno tiene, como si las
soluciones existieran en el país de la teoría y los problemas en el
territorio de la práctica, y la aplicación consistiera en llevarlas
de un lado al otro, que la teoría se lleve a la práctica mediante la
aplicación, y santo remedio, nada más que el santo remedio nunca
acaba de llegar, y por eso por lo común se necesita más dinero para
más aplicación. Los que creen en el amor aplican canciones que dicen
cosas como todos-somos-hermanos y un-nuevo-amanecer. Se supone que
la aplicación del conocimiento sirve para mejorar el mundo, o
salvarlo como dicen las reporteras, aunque sea tantito, disminuyendo
las desgracias en un poquito por ciento, aunque a la larga toda
aplicación se conforma con arreglar desperfectos para que todo siga
como estaba, aunque lo curioso del mundo es que los desperfectos
nunca se corrigen, sólo aumentan, de suerte que siempre se requieren
más aplicaciones felices, y a fin de cuentas parece que el único
resultado que produce una aplicación es más aplicaciones, como les
sucede a los que se aplican una crema rejuvenecedora y lo único que
logran es que después necesiten más cremas para borrar las arrugas,
para hidratar el cutis, para reafirmar el tejido, para aclarar la
307
piel, para bloquear los rayos ultravioletas, y terminan igual de
viejos pero dueños de un arsenal de cremas aplicadas. Por eso Coco
Chanel decía que más elegante era llevar las arrugas con dignidad.
"Aplicar", que etimológicamente quiere decir doblar, algo así
como hacer que la realidad se doble con nuestras acciones, e incluso
doblegar, que la práctica se doblegue ante la teoría, que los hechos
se dobleguen ante nuestras soluciones, implica siempre dirigir una
fuerza hacia o contra algo que opone resistencia; se dice que se
aplica una fuerza, que se aplica un castigo, o que se aplica una
inyección, pero no se dice que se aplica un premio o que se aplica
una debilidad. Algo está sucediendo por la fuerza, con alguna
violencia y con cierta agresión. Y ciertamente, nunca se pide
permiso para hacerlo: para clavar un clavo se aplica un martillazo y
uno no puede preguntarle al clavo ni cómo le fue ni si quería que lo
sumieran, pero los clavos ni hablan ni contestan pero sí reciben
martillazos; en vez de martillazo y clavo una vez fue electroshock y
paciente psiquiátrico, y hoy es publicidad y consumidor: los niños
que compran refrescos, papas fritas, dulces y estampitas son una de
las víctimas más rentables de la mercadotecnia. Así más o menos
sucede cuando se aplican programas de ayuda al tercer mundo, a los
artistas o a los enfermos terminales. Y no se debe dudar de la buena
fe de los aplicadores, sólo de su inteligencia. Alguien les ha hecho
creer que son poseedores del único conocimiento verdadero y por lo
tanto ellos sí saben cómo es la realidad, y saben qué es lo que
necesita, y se lo aplican sin miramientos, pero la realidad resulta
ser mucho más grande, más compleja, más vieja y más profunda que la
pretensión novedosa de cambiarla mediante la aplicación de
308
conocimientos científicamente comprobados. Al aplicar, lo único
seguro es que no se hace lo que se cree que se está haciendo, por el
sólo hecho de que se está actuando sobre una realidad que por
definición es desconocida. Lo que se ejecuta es una violencia en la
opacidad. Un ciego en una cristalería podrá creer que lo que está
haciendo es música, pero a lo mejor está haciendo otra cosa. Allí
hay una soberbia sin prudencia, como la de un dios con dedos de
hipopótamo.
En el siglo XVIII, que es cuando se instituyó la idea de la
aplicación del conocimiento científico, la soberbia de asumir que la
realidad había de ser tal cual uno había decidido que fuera, y que a
la sazón se había decidido que era como una máquina, los animales,
perros y gatos, eran considerados como autómatas con mecanismos
iguales a los de un reloj, y entonces, se les podía abrir sin
anestesia y desollar vivos, porque sus gemidos y aullidos eran
solamente el chirrido de algún resortito que se zafaba al
destaparlos (Mueller, 1976, p. 209 n.; Berman, 1989, p. 69); después
de todo, a un reloj nunca se le ha anestesiado para destaparlo. Pero
el asunto no es muy elegante que digamos. En el siglo XIX, Andrew
Carnegie, el magnate del acero de Pittsburg y el hombre más rico del
mundo, aplicó el evolucionismo social de Herbert Spencer, ése de la
supremacía de los más aptos y la sana muerte de los ineptos en sus
fundidoras, desollando la vida de sus obreros, hombres y mujeres y
niños por igual, así que, próspero y orgulloso, invitó a Spencer
para que viera la exitosa aplicación de sus teorías, y éste,
aterrado, lo único que pudo decir fue lo siguiente: "seis meses aquí
justifican el suicidio". En el siglo XX, habiendo ya sociedades
309
protectoras de animales y sindicatos, todavía se actuó bajo la
decisión unilateral, violenta e imprudente de que unas causas
producen ciertos efectos y sólo ésos y de que unos efectos tienen
determinadas causas, como si la realidad fuera un juguetito de
apriete-un-botón-aquí-y-saltará-un-resortito-allá, pero, como ya
viene avisando la teoría del caos, lo que produce una causa no es un
efecto, sino algo genuinamente desconocido. Por eso Freud, prudente
que era, cuando una mamá le dijo "ay, doctor, no sé cómo educar a mi
hijo", le respondió "edúquelo como quiera, de todos modos lo va a
educar mal".
Puede aclararse que la aplicación en el ámbito de los martillos
y los clavos, de las ciencias físicas o duras, donde se toma como
regla de juego que la aplicación se realiza sobre objetos de la
naturaleza y que por ende no toca la sociedad, el asunto no pasa a
mayores, toda vez que la parte de realidad que se afecta es
superficial o trivial con respecto a la sociedad, pero que, en
cambio, en las ciencias sociales, toda aplicación sí comporta la
intromisión de fuerzas que no se controlan en el corazón de una
realidad que se desconoce. No es lo mismo aplicarse a producir una
computadora que aplicar la computación a la educación; es más
trivial tratar a un ecosistema como si fuera un organismo biológico
que tratar a una comunidad como si fuera un organismo biológico.
Además de que la física reciente se ha dado cuenta de que después de
todo la distancia entre el objeto y uno mismo no se mantiene tan
fácilmente, además a las ciencias sociales aplicacionistas les ha
dado por suponer que la sociedad es como si fuera un objeto de la
naturaleza, y actúan sobre ella en la política, la administración y
310
la economía, con lo cual se está ejerciendo la violentación más
cruda posible sobre la opacidad más desconocida de la realidad.
Una muestra más bien chistosa de que se están ejecutando fuerzas
sobre lo desconocido en la aplicación es que en general no
funcionan, ni para bien ni para mal, es decir que, en apariencia,
quien aplica sus "desconocimientos" sobre la realidad supone, tal
vez para sentirse importante, que está haciendo algo, y hay quien
cree que hasta algo trascendente, pero, al parecer, la realidad
sigue su marcha con sus mismos defectos y virtudes
independientemente de cuanta aplicación por todos los medios se
haga. En el caso superficial de las tecnologías de las ciencias
físicas es más claro: todos los avances técnicos modernos, desde la
locomotora de vapor hasta la clonación, pasando por misiles y naves
espaciales, por televisión y computadoras, no parecen hacer
verdadera mella en la sustancia de fondo de la sociedad. La sociedad
sigue esencialmente tan contenta o tan descontenta como en el siglo
XVII, con sus mismas ilusiones, miedos y alegrías. Es decir, toda la
aplicación tecnológica no ha logrado transformar la sociedad en lo
que tiene de esencial, en lo que es verdaderamente la sociedad.
Asuntos esencialmente sociales como la muerte, que siempre llega, el
amor, que a veces no, el desamor, la soledad, la confianza, la
ternura, siguen siendo los mismos, y puede incluso decirse que
culturas preaplicacionistas tenían un mejor consuelo ante la muerte
que un seguro de vida. Siempre podrá opinarse que ya hay vacunas,
cultivos, latas y transportes con los que se puede evitar la
enfermedad y el hambre, pero hasta donde se sabe, la gente se sigue
muriendo de eso a la manera tradicional. La quinta parte del planeta
311
muriéndose de hambre no ayuda mucho a la opinión, y el que haya
algunos grupos privilegiados de individuos saludables, rozagantes,
bien comidos y vestidos, menos. O mejor dicho de otro modo, parece
que contra lo único que nunca se aplica nada es contra el poder,
porque toda aplicación acrecienta el poder en contra de la sociedad.
Si esta cultura es civilizada, que en efecto lo es, no lo es por sus
aplicaciones tecnológicas.
Nada de esto es un argumento contra la actividad práctica,
contra hacer algo. Uno puede hacer lo que quiera, excepto dos cosas:
una, creer que está aplicando un conocimiento o una teoría a la
realidad, porque de la misma manera que dedicarse a leer, escribir,
hablar o contemplar es realizar una actividad, porque "pensar" es
"hacer", así también cualquier cosa como cortar una lechuga o
participar en un movimiento de resistencia clandestino es participar
del pensamiento, porque hacer es pensar. Y dos, la otra cosa que no
se puede hacer es creer que se está salvando al mundo, o tal vez
mejorándolo, siquiera un poquito, o cuando menos arreglando un
desperfecto, porque, cuando uno hace lo que sea, lo que le guste, en
realidad está haciendo algo mejor y más elegante: está perteneciendo
a su sociedad.
Pero el mayor resultado que alcanza el furor aplicacionista es
uno bastante paradójico, a saber: lo que produce la aplicación es
más aplicación, porque su intención intrínseca no consiste en
convertir su fuerza en práctica, sino solamente en producir esa
fuerza, en la generación de poder por el poder mismo, como animal
que sólo le interesa alimentarse y ser cada día más animal, y ya lo
demás, salud para todos, alimentos balanceados, educación general,
312
erradicación de las enfermedades, le son indiferentes. A la máquina
de vapor de James Watt se le pudo haber suprimido el ruidero que
hacía, pero no se hizo, porque con el ruido se hacía sentir su
poderío; Lewis Mumford (1934, pp. 290-301) da otros ejemplos de la
fuerza a la fuerza, que se pueden sintetizar en el que sigue: para
mover un bloque de 500 kilogramos, se necesita una fuerza de 345
sobre suelo disparejo; si se alisa el suelo, la fuerza necesaria
baja a 295; si se pone una plataforma sobre el suelo, baja a 275; si
se enjabona la plataforma, ya sólo hace falta una fuerza de 82 kilos
para moverlo; si se colocan rodillos, nada más 15, y si se pulen los
rodillos, la fuerza que se necesita para mover un bloque de 500
kilogramos es de solamente 10, y he aquí que lo que hace la
tecnología en vez de poner los rodillos es fabricar un armatoste que
aplique la fuerza bruta de los 500 kilogramos crudos, porque el
chiste es que se note la energía y el poder. Algo similar sucede al
construir automóviles de 150 caballos de fuerza para llevar a la
esquina a un señor que debería irse caminando. En vez de producir
casas más limpias, lo que se produce es más utensilios de limpieza.
En el Libro Tercero de Los Reyes, capítulo XIX, versículos 11 y 12,
Elías estaba aguardando a Dios, Y "hubo un viento fuerte que
desgarró la montaña y rompió las piedras. Pero el Señor no estaba en
ese viento. Hubo un terremoto, pero el Señor no estaba en el
terremoto. Hubo un fuego, pero el Señor no estaba en el fuego". O
sea, el Señor no estaba en la máquina de Watt, y en suma, el fin de
la tecnología y de la aplicación industrial, administrativa,
científico-natural o científico-social, no parece ser transformar la
realidad, sino acrecentarse a sí misma, hacer más grande su poder y
313
que con ello se reproduzca más tecnología y más ciencia que tenga
que ser aplicada en lo único que sabe aplicarse: en producir más
aplicaciones. Las nuevas generaciones de computadoras que vienen una
tras otra, parecen cumplir esto al pie de la letra; las nuevas
corrientes psicológicas que vienen una tras otra, no se quedan
atrás.
Y de cualquier manera, la realidad no es tan simplona como para
que se arregle con una aplicación, porque no tiene en esta punta un
emisor teórico y en la otra un receptor práctico que se conectan con
líneas de aplicación, ni tiene un departamento de causas y luego un
departamento de efectos que mediante el papeleo y el acarreo
correspondientes sean llevado de un lado al otro: ni la realidad es
una cosa lineal ni la sociedad es una mente cuadrada. A estas
alturas, por el contrario, en vista de los acontecimientos, puede
mejor decirse que la sociedad tiene un pensamiento esférico, que no
empieza por ningún lado y que termina por todas partes a la vez, y
donde los rasgos de la realidad, el pasado y el presente, el aquí y
el allá, el yo y el tú, las palabras y los objetos, la teoría y la
práctica, la cultura y la realidad, son todos la misma entidad
unitaria que no usa posiciones ni direcciones ni sucesiones sino
solamente intensidades, y donde uno no puede moverse con efectividad
porque no hay nada que efectuar.
La sociedad mental que se ha ensayado en el presente libro, y
que, según se dijo, tiene una inauguración que se extiende en la
forma de lenguaje, objetos, recuerdos y mitos, y que se desenvuelve
en fases rítmica, lúdica y funcional, y que finalmente resiente un
agotamiento cercano a su terminación, es en rigor una sociedad que
314
está sucediendo esféricamente, es decir, que está sucediendo todo el
tiempo toda completa y simultánea, a todos los niveles, ya sea en la
vida individual, en las situaciones diversas, y en la sociedad en
general, y que se vuelve a producir en cada forma y en cada
narración, y en este libro donde, para averiguar la realidad, no se
puede ver en qué pagina del libro vamos: siempre vamos en cualquier
página. La sociedad mental es una realidad esférica; lástima que no
haya libros redondos.
La razón por la cual el aplicacionismo comete sus desvaríos es
porque, dentro de la sociedad de pensamiento esférico, lo que entra
no son los contenidos o las órdenes expresas que se le dirigen, sino
que, lo que se introduce en la realidad cada vez que se envía una
aplicación, es la forma misma de la aplicación, esto es, se genera
en la realidad la forma de la separación entre teoría y práctica, la
forma de la fragmentación de la mente y la materia, de las palabras
y los hechos y las demás particiones dicotómicas que han venido
acumulándose desde tiempos de Descartes, porque, ciertamente, para
pretender aplicar un conocimiento, se necesita creer que la realidad
está efectivamente dividida en dos partes distintas, en un mundo,
por una parte, que es de verdad y fijo, y que es el real, al que les
gusta llamar la naturaleza, y por la otra parte en un conocimiento
que no pertenece a la realidad pero que sí es reflejo fijo del mundo
real al que les gusta llamar la ciencia. Cuando Issac Newton,
científico de la naturaleza, calculó con toda exactitud las medidas
del Arca de Noé (Burroughs, 1889, pp. 44-45), 515.62 pies de eslora,
es obvio que no estaba midiendo nada, pero lo que sí estaba haciendo
era empezar a vivir en un mundo hecho de medidas y cantidades.
315
Cuando esta forma de pensamiento crece en la realidad, lo que brota
no es un acto concreto, un hecho, sino que brota la forma de la
fragmentación con la que se pensará el mundo. Quien todo lo quiere
aplicar, no hace otra cosa que tener dividido el pensamiento, y cada
vez que piense va subdividiendo la realidad, lo que equivale a decir
que, por cada desperfecto que arregla, por cada partecita del mundo
que supone que compone, le inflige a la realidad una fragmentación
más, como si por cada cuestión que se soluciona se le deja incubado
un problema más profundo, y así, a la vuelta de tanta aplicación, la
realidad, por decirlo así, empieza a devolver la solicitud
multiplicada, a requerir cada vez más y más aplicaciones, de modo
que, para corregir el problema siguiente, ya no basta un pensamiento
fragmentado, sino la fragmentación subsiguiente del pensamiento
fragmentario, que es a lo que se le llama especializaciones, y así
sucesivamente, por lo cual las aplicaciones se parecen a los vicios,
aunque a los que entran en esta dinámica se les llama expertos. El
único problema de esta sociedad es que haya tantos expertos. Una
sociedad hecha de gente sería más amable y elegante.
El pensamiento es esférico; la sociedad es esférica; la realidad
es esférica, y aquí no es posible moverse con eficiencia: si acaso,
hay que moverse con elegancia para no romper lo que no se sabe cómo
está hecho, o sea, con un toque de escepticismo, de humildad y de
humor, tres cosas que le faltan a toda aplicación.
Ciertamente, los aplicados son seres muy dinámicos, notorios,
espectaculares, impactantes, que derrochan energía positiva, como si
alguien los hubiera nombrado ejecutivos de la humanidad, que ven la
316
vida como una serie de palancas y de comandos que hay que aplicar
con toda decisión. Lo que les falta es elegancia.
La elegancia es un modo de ser que abarca maneras de pensar, de
hablar, de comportarse, de mirar y de morir; en suma de vivir: un
modo de ser es una manera de vivir, y el de la elegancia es más o
menos reciente. Aparecería en el siglo XIX, en plena manía
industrial, brotando con el hollín de las fábricas que ennegrece las
ciudades y enlutece la riqueza, y que hace un poco discordante creer
que en eso radica la solución de la vida, y por eso toma distancia
de las promesas y estragos del orden maquinal de la sociedad,
aunque, a decir verdad, para ser elegante se necesita todo el exceso
de industria y mercadería de inventos y nuevos productos al alcance
de la mano, porque la elegancia va a consistir justamente en
desdeñarlo; por eso el siglo XVIII, ni los anteriores, pudieron ser
elegantes: no hay nada más contrario a la elegancia que cualquier
Luis, XVI, XV o XIV, o los muebles que dejaron. En cambio, el art
nouveau y el art deco de principios del siglo XX son ante todo
elegantes. La aplicación era un acto; la elegancia es una actitud,
de serenidad fastidiada, de superioridad con flojera, a la que le
parece una animalidad eso de luchar por tener posesiones con
ansiedad y optimismo; los optimistas y los entusiastas no pueden ser
elegantes, porque quieren todo, creen en todo y logran todo, es
decir, son muy aplicados, mientras que los elegantes, en vez de
aplicados, son más bien replegados. Pareciera que la elegancia tiene
algo de tristona, medio lánguida, pero es mas bien convaleciente,
como recuperándose del malestar maníaco del optimismo de orden y
progreso del siglo XIX. Mientras que los optimistas quieren alcanzar
317
el centro de atención, los elegantes quieren alcanzar el margen,
porque su problema es el de ponerse, no ya por encima del fracaso y
la escasez, que les tiene sin cuidado, sino por encima del éxito y
la abundancia. Diríase que los elegantes quieren sobreponerse al
triunfo, y por eso les gusta andar con cierto aire de resignación.
No pierden: sólo desganan. Esta es la actitud que preconizó la ropa
de Coco Chanel, junto con Jean Patou en los años de entreguerra del
siglo XX, que era una alta costura hecha de simpleza con ganas de
bajar al nivel de la calle, y a la que se le llamó "la indigencia
dorada" (Larousse, 1971, p. 5755).
La actitud de la elegancia no es la de quien recibe los premios,
sino la de quien los regala, y por eso, por un lado, tiene que hacer
como si todos fueran suyos, para lo cual, debe tener, no lo que ha
logrado, que eso tiene un límite, sino lo que ha escogido, para que
se note que lo que tiene no es lo que puede sino lo que quiere, y
por eso los elegantes no necesariamente traen cosas caras, sino nada
más muy bien escogidas, como lo hacía Jacqueline Kennedy cuando era
pobre, que podía vivir elegantemente con tres vestidos elegidos con
cuidado, con los que iba a los restaurantes de moda a saludar y ser
vista, y luego desaparecía sin comer porque no tenía para pagar: la
palabra elegancia proviene de elegir, y eso es lo que hay que hacer
aunque no haya opción. Cuando Kierkegaard dice que hay que elegirse
a sí mismo, presenta una solución elegante. Por el otro lado, la
elegancia no puede andar colgada de los premios y ostentaciones que
ella misma regala, así que no utiliza los ademanes y las alharacas,
los colores chillones y los aspavientos de los que van a recibir un
Oscar, de los que les gusta presumir lo que han ganado, sean
318
títulos, dinero, erudición o poder, y andan alardeando todo lo que
creen que se merecen. La cara del elegante no es la del que ha
logrado algo, sino la del que se ha cansado de tanto logro, y por
eso utiliza más bien las tonalidades del negro, el color que no se
ve y por lo tanto está más bien en la gama de los transparentes:
Simmel (1904) opina que el luto se viste de negro porque se quiere
salir, por solidaridad con el difunto, de la vida de los colores y
pasar inadvertido por un rato; por ello la elegancia tiende a
salirse de las modas, sea en ropa, en ideas o en gustos. Asimismo,
utiliza los ademanes de la discreción, el tono de voz de la
descripción, que es diferente al de la epopeya y la gesta heroica,
como si la elegancia quisiera hacer notar que no se nota, expresar
que no es muy expresiva, y por eso, el truco clave de la elegancia
es el gesto casual, como si se fuera así sin querer, como si nunca
se hubiera dado cuenta de que existiera tal cosa como la elegancia,
sino que ser así es lo normal. Para ser elegante hay que fingir que
no hay remedio, que es inevitable y que es desde siempre, con lo
cual la elegancia se construye su propia tradición, que no obstante
ser nueva, es "desde siempre", un modo duradero, una actitud
clásica, más larga que las modas a las cuales hay que dejar pasar
junto con el triunfo y otras vulgaridades. Los flojos, los
derrotados, los incrédulos, tienen siempre un toque de elegancia.
Pero es un gesto dificilísimo, razón por la cual el 90% de los que
pretenden volverse elegantes fallan y se equivocan, sobre todo
porque se aplican, se aplican a la tarea y se empeñan demasiado en
serlo, y cometen errores obvios como buscar su árbol genealógico,
aprender de vinos o practicar golf, pero sacan el cobre, porque la
319
elegancia no es un curriculum vitae sino una actitud, un modo de
mirar el mundo, y entonces, paradójicamente, para ser elegante hay
que empeñarse en no empeñarse, tarea sutil, refinada e inteligente
como pocas, y por eso decía Yves Saint Laurent que la elegancia no
estaba en las pasarelas, sino en las calles, en las maneras
espontáneas y desenfadadas de caminar, de cansarse, de amarrarse el
suéter en la cintura, de arrastrar los pies de la gente de diario, y
Christian Dior sabía que era tan difícil de alcanzarse que por eso
una mujer no podía ser elegante antes de los treinta años (Y.
Deslandres, 1976, p. 295), y un hombre antes de los cuarenta, ya que
requiere ese escepticismo que sólo da la sabiduría, o al revés, esa
sabiduría que sólo da el escepticismo. Por regla general, el gesto
de casualidad de la elegancia, de descuido milimétrico, consiste en
colocarle al conjunto un pequeño desorden que discuerde, como una
agujeta desamarrada, que no está así por error, sino por casualidad:
unos codos en la mesa, una palabra mal dicha, alguna frivolidad bien
calibrada son detalles que realzan la elegancia porque hacen que se
note el fastidio. Y también hay que colocarle un pequeño lujo,
alguna perfección minúscula, como un collar de perlas, un modal
antiguo, una frase muy erudita, que no aparecen ahí por ostentación,
sino por casualidad. La elegancia es un modo de ser, y por lo tanto,
no se trata de una cantidad, sino de una cualidad: no es una
posesión ni una expertez, sino una actitud ante la vida, una
política, y por ende, sobra decir que no tiene que ver ni con el
dinero ni con la dominación ni con las clases altas, que por lo
común tienen demasiados estorbos que les impiden ser elegantes. En
1935, una revista parisina preguntó a mujeres tanto pobres, medio
320
pobres, medio ricas como ricas y medio sobre su atuendo favorito, y
todas las respuestas fueron la misma: "un traje liso, negro, con un
collar de perlas" (Y. Deslandres, 1976, p. 178); interprétese como
quiera, pero no es asunto de dinero. En el año 2000, todavía Giorgio
Armani fabricaba ese mismísimo vestido, pero cualquiera se lo puede
confeccionar con una Singer: la elegancia se puede dar el lujo de no
traer dinero, cosa que no les está permitido a los nuevos ricos. La
dignidad, que es una estampa muy elegante, necesita especialmente
haber perdido todo. En los vagabundos, desempleados, estudiantes
expulsados, novios plantados y demás gente que ocupa los parques, se
puede advertir el gesto sutil de la elegancia. Y por razones de
totalidad integradora, de unidad vital, la elegancia parece ser un
atributo femenino (Cfr. Burke, 1997, p. 94). No es de extrañar a fin
de cuentas que la elegancia tenga una forma democrática, por dos
razones; la primera, porque, como pensaba Miterrand, es francamente
de mal gusto ser autoritario, acaparador de la palabra, centro de
atención, sabelotodo y mandamás: atenta contra el estilo; qué
elegancia puede tener el estar de acuerdo con un dictador orangután,
con un presidente norteamericano que quiere imponer la libertad de
los MacDonald's a todo el planeta. La segunda es porque la
elegancia, igual que la democracia, es una juego, que, como todo
juego, requiere de un trabajo arduo y una disciplina rigurosa, pero
que, como en todo juego, siempre se debe procurar que allí no se
note que hay trabajo ni disciplina, sino pura facilidad graciosa, y
como éste es precisamente el objetivo de la elegancia, el hacer
notar que no se nota, entonces puede decirse que, por regla general,
todo juego tiende a la elegancia. También el de la democracia. Y es
321
cierto. Por eso el aplicacionismo no puede ser un juego. La regla de
casualidad es contraria a la ley de causalidad.
Andar con cara de mártir o festejar a gritos es poco elegante,
precisamente porque los azotados y los exultantes le imponen al
resto de la sociedad, con autoritarismo que no pregunta sino que
inflige, su felicidad o su dolor, su manera de ser; los que están
demasiado contentos los viernes por la noche no dejan dormir a sus
vecinos, y les aplican a los demás su alegría aunque no quieran; los
que andan con sus lamentaciones a la menor provocación obligan a los
demás a poner cara de circunstancia. La falta de elegancia parecería
que consiste en imponerle a los demás sus gustos, sus pertenencias,
sus razones, su cociente intelectual, sus insistencias de salvar al
mundo, que equivalen a ponerse enfrente de los demás y taparles la
vista y taponearles sus pensamientos y cerrarles el paso, obligando
a los demás a ver, oír y responder lo que no les interesa. Quien
acapara una conversación no puede ser muy elegante, quien hace
sentir mal a los demás tampoco. Hay una regla de juego que, según el
país, se expresa como "dar cancha", "dar pelota" o "prestar la
bola", para que todos jueguen, y que es básica en el juego de la
elegancia. La elegancia es ante todo sutil, tenue, y por eso lo
elegante tiende a ser esbelto, estilizado, lento, vaporoso, como
para no estorbar el paisaje de nadie con sus aspavientos, como sólo
estando ahí para embellecer la situación, pero no para ocuparla,
como es esa vieja frase educativa de que "procura que lo que vayas a
decir sea mejor que el silencio". En efecto, el color de la
elegancia es transparente, como el de los perfumes, con el que se
pintan las cosas con el fin de no interrumpir, de no irrumpir, de no
322
partir plaza, sino de ser visto sin tapar la vista, de presentarse,
no como una novedad sino como una ventana, que nunca abruma, sino
solamente profundiza, intensifica y enriquece todos los
acontecimientos de la sociedad. Cortázar, el algún cuento (1983, p.
24) habla de un autorretrato en el que el pintor tuvo "le elegancia
de abstraerse", de borrarse y no aparecer. La elegancia es como el
pudor de la razón. La fama, por ejemplo, no puede ser elegante, como
bien lo supo Greta Garbo, que se convirtió en una figura
transparente al retirarse en la punta de su gloria, con lo que
ennobleció el show bussines. Juan Rulfo hizo lo mismo, y es el
personaje más amable de la literatura en castellano. Nada que ver
con las vedettes actuales del cine. O la literatura, nada que ver
con los escándalos de Camilo José Cela.
Recapitulando: la aplicación técnica como forma de mejorar la
realidad, todavía se asume como el procedimiento generalizado de la
sociedad contemporánea, pero ya ni siquiera sus aplicadores se lo
creen muy convencidos. A esta duda que se instila en el pensamiento
contemporáneo, se le puede denominar elegancia, y se trata de un
modo de ser que no puede aceptar los procedimiento ciegos de la
aplicación técnica, porque le resulta más honesto, esto es, más
elegante, un escepticismo transparente que una verdad a ciegas. Hay
suficientes indicadores, sutiles como corresponde, de la presencia
de la elegancia en la sociedad: el uso del lenguaje cotidiano, de la
claridad, de la sencillez y la ironía en la literatura, por ejemplo
la de Saramago, es un caso; otro es la generación de teorías, como
la del caos, donde "se trata de tomar lo distinto y lo plural para
dejarlo en su especificidad" (Rojas, 2002, p. 6), más
323
transdisciplinarias y menos poseedoras de la verdad absoluta, que
por un lado hacen permeables o transparentes las fronteras entre las
disciplinas, y por el otro permiten la opinión del lector al
respecto, y que aparecen tanto en las ciencias naturales y físicas
como en las ciencias sociales y humanas. En lo político y en lo
civil se puede constar la asunción de posturas menos impositivas,
más tolerantes y plurales, donde quepa más gente. La hipocresía
social del lenguaje políticamente correcto para referirse a las
razas, los géneros y los minusválidos, se debe a que ya a estas
alturas hay que parecer un poco más refinado de lo que se es. Se
diría que la elegancia es algo así como un movimiento de protesta,
de queja, o de burla, contra el espectacularismo y la imposición de
una manera a martillazos de arreglar las cosas. La elegancia es el
modo de hacer que los tecnócratas se sientan tontos.
Y en efecto, elegantes son las ventanas, al igual que los
invernaderos, los lentes, los telescopios y las probetas, porque
dejan ver sin estorbar, mejoran la vista en vez de taparla, porque
son transparentes. La pirámide de I. M. Pei, construida en 1989, que
no tapa al Museo del Louvre, es una solución elegante. El vidrio es
un invento de casi siempre, sorprendente sin duda, de dos mil años
antes de Cristo, incluso el transparente, porque las ventanas de
Pompeya ya lo tenían, y en 1300 después de Cristo ya se fabricaba
cristal sin color en Murano, cerca de Venecia. Pero debe ser por la
manera que entraba el sol en las primaveras del Renacimiento, que
los holandeses, a decir de Lewis Mumford (1934, pp. 144-148),
supieron mejor que nadie qué hacer con el vidrio: fue un holandés -
Zacharias Jansen- quien inventa el microscopio compuesto en 1590;
324
fue un holandés -Johann Lippesheim- quien inventa el telescopio en
1605, fueron los holandeses quienes hacen los ventanales más grandes
para sus casas, que son las más limpias del siglo XVII, porque con
tanta luz que entraba, el polvo y la mugre se notaban más, y es en
ese siglo que Jan Veermer retrata gente que siempre está junto a la
ventana (Schneider, 2000) y una vez pinta una fragilísima esfera de
cristal como símbolo de la razón (pp. 80-81). Y Mumford remata con
que el filósofo de la época de mayor visión, sin necesidad de nunca
haber viajado, Baruch Spinoza, era, no sólo holandés, sino pulidor
de lentes.
A los vidrios no se les puede limpiar sólo por un lado: hay que
hacerlo al derecho y al revés. Pero lo que parece curioso al
respecto del vidrio es que la cultura, desde siempre, solamente
había concebido la transparencia para ver a través de ella, para
mirar afuera sin sentir el frío, y así siguió, hasta el siglo XIX,
empleándolo para lámparas, matraces, termómetros y otros buenos
utensilios, es decir, viendo lo que está detrás de la transparencia,
como queriendo, si pudiera, hacerla invisible, pero sin fijarse en
la transparencia misma como un objeto, o sea, haciéndola visible.
Tal vez la cultura vislumbró esta transparencia per se en las joyas,
en el esmalte de los ojos de animales y personas, en el agua de las
fuentes y en la piel del mármol, como una especie de luz
materializada, pero parece que hubo que esperar hasta el siglo XX
para que apareciera la transparencia como un objeto interesante, no
por lo que está detrás, sino por lo que tiene dentro, para que el
cristal se viera como un agua de piedra. Y lo que tiene dentro es
nada, excepto algo: algo que no se ve a simple vista. Si uno se pone
325
a mirar un vidrio, no lo que está detrás, primero no ve nada, y ya
después poco a poco, a fuerza de contemplación, podrá advertir algo
de mugre o jabón, que la superficie no es tan plana como parecía,
que tiene matices de verde y de azul y de gris y de blanco y de
negro, y hasta cierta irisación recorriendo su interior, y mientras
más corriente más se ve el vidrio, porque trae hasta burbujas, pero
mientras más fino, más pulido, mejor templado, más difícil y bonito
es encontrarle algo. Parece entonces que la transparencia consiste
en quitarle a algo todo menos una cosita para que ésta sea lo único
que se vea. En lo que consistió, durante el siglo XX, la abstracción
del arte fue en irle restando caras y cuerpos y figuras, y luego le
quitaron contornos delineados y finalmente hasta colores a las
pinturas y volumen a las esculturas: lo que quedó al final fue
respectivamente un cuadro totalmente blanco y un cubo de pedestal
desocupado, y entonces, si uno amablemente no creía que le estaban
tomando el pelo, tenía que ponerse a mirar intensamente a ver si
veía algo, y así, en efecto, podía empezar a advertir que el blanco
tenía ciertas variaciones de textura y ciertas aclaraciones del
blanco dentro del blanco, llamadas albedos, y que el cubo ahí en el
suelo poseía algo de emocionante, algo así como un centro de
gravedad que quería salirse y no lo dejaban, y uno se iba del museo
sorprendido de que no le hubieran tomado el pelo y de haber
aprendido a ver algo que no estaba, y que, sin embargo, era más
fuerte que lo que sí estaba. Así que es cierta la consigna que
escribió Peter Behrens para el siglo XX: "menos es más".
A estas alturas de la producción en serie y de la acumulación de
cosas, es verdaderamente fácil poner y poner una alfombra sobre el
326
piso, un aparador sobre la alfombra, una televisión sobre el
aparador, un aparato de sonido sobre la televisión, prendida, un
teléfono sobre el aparato de sonido y poner un disco para oírlo
mientras llama a sus amigos, con el periódico enfrente, esto es, es
muy fácil tapar la vista, el tacto, los oídos con cosas y hacer un
mundo opaco: lo difícil es quitarlas. Requiere mucho más atención,
cuidado, voluntad y trabajo quitar cosas y quitar cosas, sin
perderse de nada. La transparencia consiste en el atento trabajo
cultural de ir quitando todos los adornos, detalles, rebabas,
satisfactores, accesorios y facilitadores, no para que falte algo,
sino para que la sustancia, la razón y la materia de todos ellos se
vaya concentrando en una sola instancia, más fuerte y más intensa
que todo lo demás. Es más fácil tener miles de distractores para
tener la vida llena, que no tener distracciones para tener la vida
plena. El alivio, por ejemplo, es una sensación transparente, ya que
se logra por la sustracción de elementos y no por adición, como
quitarse un peso de encima, como el alivio de viajar sin equipaje;
la sociedad será mejor cuando a las mercancías de consumo, se les
ponga, como a los cigarros o al alcohol, la leyenda de advertencia
que diga, "recuerde, lo que Ud. compre tendrá que cargarlo".
En ello consiste el trabajo de la transparencia, en quitar todo,
excepto algo, que no se sabe exactamente qué, para que aparezca la
forma de la cosa sin estorbos, la forma de fondo, la interior,
básica y última, donde no se ve nada, como en un cuarto vacío, pero
en el que uno sabe que hay algo ahí dentro, que se siente como
fuerza interior, concentrada y refrenada, como una especie de
tentación resistida, y en efecto, es muy fácil dejarse llevar por
327
las tentaciones de poner, de añadir, de extender, de acumular, y
cuando uno hace todo eso, se ve muy activo y aplicado: lo difícil es
resistir las tentaciones, y cuando uno hace lo difícil, parece que
no está haciendo nada, pero ahí hay que imaginarse la fuerza
contenida de la tentación guardada.
Hay un número de casos contemporáneos que pueden servir de
constatación de que la transparencia es un fenómeno presente en la
sociedad, como el gusto por las recetas caseras, los cantantes
unplugged, las novelas de amor sencillo y otros minimalismos;
asimismo, las actitudes de la paciencia, el respeto o la ternura,
que son aspiraciones sociales, son transparentes porque se trata de
actividades que parece que no lo son: son pasiones de contención. En
el ámbito académico, puede registrarse la revisitación de
disciplinas como la historia, la ética o la estética, cuya tarea,
diríase, es la de limpiar el pensamiento y aclarar la sociedad; y en
general, como trabajo intelectual, la transparencia radicaría en la
comprensión, la cual, como forma de pensamiento, no consiste en
ganar las discusiones, e incluso no consiste en decir nada, sino en
entender lo que dice el interlocutor, y ciertamente, las ciencias
que intentan comprender en lugar de explicar y mucho menos de
aplicar, tienen vocación de transparencia. Borges, el ciego,
percibía la transparencia, y le dictó a María Kodama un poema que
dice, "el que descubre con placer una etimología / el tipógrafo que
compone bien esta página, que tal vez no le gusta / el que justifica
o quiere justificar un mal que le han hecho / el que prefiere que
los otros tengan razón / esas personas, que se ignoran, están
328
salvando el mundo" (1989, p. 607). Él dice "Stevenson", pero se
podría decir "el que agradece que en la tierra haya" Borges.
Y quizá sobre todo haya ejemplos por la vía del error, donde hay
a quienes se les ve qué es lo que necesitan por lo que se equivocan,
que es el caso de todos los orientalismos, medievalismos,
angelololismos, naturismos, armonismos y demás vidainteriorismos
como los retornos mercadotécnicos y televisivos a las religiones que
de todos modos recuerdan la frase de André Malraux de que "el siglo
XXI será religioso o no será", que al parecer nunca dijo. Nada de
esto es transparente ni elegante, y si bastante retorcido y
consumista, pero denota una urgencia medio angustiada de la gente
por desembarazarse de lo que le estorba, razón por la cual se visten
de blanco y oyen música de paz forzada y entornan los ojos como
beatos a deshoras. Todos éstos son falsos transparentes que quieren
volverse verdaderos, y aunque no lo vayan a lograr, el caso es que
quieren.
Sin embargo, así como la elegancia se ejemplifica mejor con la
ropa y los gestos, o la aplicación con el activismo técnico, la
transparencia, a su vez, se ejemplifica mejor con la arquitectura.
La arquitectura, cuya etimología original significa "soy el primer
obrero que produzco y doy a luz", por ser arte y técnica, por ser
cosa práctica y cotidiana, por ser envolvente y ambiental, y
multisensorial, ya que se percibe con los ojos y con los pasos, ha
resultado ser el mejor signo de los tiempos, y hay ciertas obras que
necesitan inherentemente tener voluntad de transparencia, como los
museos, cuya construcción no debe estorbar en nada para que uno se
fije en lo que va a ver, que son las piezas que contiene, y también
329
las iglesias y las capillas, sobre todo entre semana, cuando no va
nadie, que están solamente llenas de espacio, altura y silencio,
donde a uno no le queda otra cosa que proceder al recogimiento, o
las ruinas, en las que verdaderamente no hay nada positivo y
presente que mirar, y por eso uno empieza a ver cosas ausentes como
el pasado de una sociedad, que es lo mismo, pero al revés, que
sucede en las cárceles de alta seguridad, donde el inquilino tiene
todo el tiempo que quiere para recogerse en sus propios
pensamientos, y donde la cosa ausente que se ve es más bien el
futuro; es un dato conocido que a estos condenados les da por
volverse místicos o pintores o escritores. El asteroide del
Principito también es así. En fin, todas éstas son edificaciones
transparentes, llenas únicamente de mucho tiempo y mucho espacio,
que inducen a que el habitante solamente vea lo que es esencial y
fundamental, y aunque se le ponga nombre de belleza, dios, el pasado
o el futuro, en todo caso lo que se ve ahí es, en estricto sentido,
el pensamiento, y no necesariamente el propio.
Desde más o menos principios del siglo XX, se aprecia en la
arquitectura, a veces más en la que es netamente artística y por lo
tanto bastante impráctica (Anatxu Zabalbeascoa y Rodríguez Marcos,
2000, pp. 134, 111), una pretensión minuciosa y pertinaz de
transparencia, que comienza con Adolf Loos, el que escribió que el
ornato era un delito, arquitecto austríaco, que desde 1900 le quitó
todos los adornos a sus obras (Pevsner, 1949, pp. 199-200),
adelantándose como en veinte años a, por ejemplo, la escuela alemana
de la Bauhaus (Bayer, Gropius, Ise Gropius, 1938), donde se
proyectaron edificios, muebles, escenografía, automóviles, textiles,
330
vestuario, billetes de banco, tipografía, que eliminaban todo lo que
estaba de más y que estorbaba el desempeño del objeto, así que se
suprimen curvas, molduras y recubrimientos; a las máquinas de
escribir les quitan las mayúsculas que sólo las hacen más
complicadas. Y aparecen las líneas rectas, los materiales
directamente aparentes como el concreto, los tubos y las varillas,
la luz a través de ventanales, logrando casas, mesas y juegos de té
de una extraña pureza, de una inalcanzable limpieza perceptual que
marca definitivamente al siglo XX, porque cualquier cosa que
actualmente no se vea como antigua es que tiene influencia de la
Bauhaus. Pero, en todo caso, donde, al parecer, logra instalarse la
transparencia como una forma de ser alternativa al ruidero opaco del
siglo XX, es en los edificios de cristal y las construcciones
descaradamente simples de la persona siempre reservada (Giedion,
1954, p. 17) de Ludwig Mies Van Der Rohe, únicamente preocupado por
la aparición de la forma pura, íntima, prístina, de las cosas: "la
forma intensa, más que extensa", como él mismo decía, profundamente
detallista, esto es, esmerado en limarlos y borrarlos, porque Dios
estaba en los detalles (Arantxu Zabalbeascoa y Rodríguez Marcos,
2000, p. 70), y ninguno de los dos debe verse, hasta lograr
construcciones lisas, sin fisuras ni rebabas ni tornillos ni juntas,
con precisión de nave espacial, como si estuviera hecha con una
tecnología sin piezas ni componentes, es decir, no maquinal ni
funcional, sino contemplativa, como está hecho, justamente, el
monolito de 1 X 3 X 9 que Arthur C. Clarke colocó en la órbita de
Júpiter en su Odisea en el Espacio (1968), o su antecesor, El
Centinela (1951), un tetraedro de cristal de tecnología infinita que
331
había colocado en la luna. Es curioso que tanto Clarke como Mies
decidan que lo que hay dentro de sus volúmenes de transparencia
negra, llámese monolito en el paleolítico inferior o Torre de
Seagram en Nueva York, ambos muy semejantes, sea algo así como un
pensamiento que tiene mucho de superior y un fuerte sentido de lo
sagrado. En efecto, la arquitectura transparente tiende a ser
conventual, sobria, honesta, de monumentalidad muda, porque no sólo
quita materiales, muebles, paredes y funciones, sino asimismo quita
actividades, preocupaciones, comodidades, palabras, sonidos,
compañías y entretenimientos, y lo único que queda dentro, es mucho
mucho espacio, mucho mucho tiempo. Juan O'Gorman, el arquitecto que
construyó el estudio de Diego Rivera y Frida Kahlo, al construir su
propia casa, no lejos de ahí, en 1928, en donde todos los materiales
e instalaciones eran aparentes, se propuso hacerla con el mínimo de
trabajo y de gastos de dinero; que hasta el dinero fuera un estorbo.
El versículo 12 del Libro Tercero de los Reyes termina así: "pasado
el fuego, hubo una brisa apacible y suave". El Señor estaba ahí. La
casa particular de Luis Barragán, quien era, según el mismo, un
arquitecto de soledades, levantada en 1947 en un barrio pobre y
popular de la Ciudad de México, que, de acuerdo con su actual
protector, "es una de las absolutas obras maestras de la
arquitectura del siglo XX", conmueve por su perfeccionada
austeridad, que induce las sensaciones más de un monasterio que del
hogar de una celebridad. Donde la comodidad está en paz. Y es que,
como dice Tadao Ando, premio Pritzker 1995 (el "nobel" de la
arquitectura), al igual que Barragán en 1980, "en un espacio sin
332
nada sólo caben las personas que son sinceras con sí mismas". ¿Qué
hay dentro de un cuarto vacío?: uno mismo.
En efecto, puede aseverarse que han ido apareciendo formas
transparentes en la realidad, donde todo el esfuerzo constructor se
dirige, no a erigir cosas, sino a extraerlas, con precisión de
carterista, para que quede puro espacio y sólo tiempo, y donde
entonces, la gente, la sociedad y la cultura, cuando busque qué es
lo que hay dentro, se enterará de que lo que hay dentro es su propio
pensamiento y nada más, un pensamiento en su estado más originario,
cuando no tiene ni siquiera materialidad. La transparencia lo que
tiene es resplandor: lo que hay dentro de la transparencia es el
propio pensamiento.
Y si un vestido tiene que ser negro, un lugar tiene que ser
blanco, porque, como dice Kandinsky, "el color blanco suena como un
silencio que de pronto puede comprenderse, es la nada primigenia, la
nada anterior al comienzo, al nacimiento. Quizá sea el sonido de la
tierra en los tiempos blancos de la era glacial" (1910, p. 74). Y es
correcto: un escenario limpio, callado, e inmóvil, único y central,
es, por decir así, la condición inicial para que algo ocurra, la
circunstancia adecuada para que algo aparezca, como si fuera el
escenario de la primera mañana del mundo, que es lo que parece que
está propuesto en la forma de la transparencia, a saber, configurar
las condiciones para que las ideas, los pensamientos, ocurran, para
que la realidad se aparezca de nuevo, para que la sociedad vuelva a
ocurrir. La transparencia tiene la intención de volver a encontrar
el purisma de la sociedad; lo curioso de esta pretensión purismática
de la cultura es que esa palabra no existe.
333
Y ciertamente, si las cosas se crean de la nada, la forma
transparente es una buena imitación de esa nada donde las cosas se
crean, y tal es su pretensión. Las salas de espera son así: ahí no
hay nada que ver ni que hacer, y después de hojear las revistas
atrasadas, los diplomas del doctor, el foco fundido del techo y el
manicure en proceso de la recepcionista, uno empieza a revisar sus
debilidades, sus quehaceres y sus ilusiones, es decir, termina por
verse a sí mismo, o sea, por observar al observador, y es evidente
que el observador es producto de la sala de espera. Las cárceles han
de ser como una sala de espera sin doctor. Hoy en día, lo más
transparente que tenemos es la espera*.
____________________*.- La Psicología Colectiva, como la ciencia-ficción -la de Clarke o la de Ray
Bradbury- no es una ciencia de hechos o de fenómenos ya consumados, y por lo tanto
tampoco tiene un objeto sobre el cual aplicarse, sobre todo porque la aplicación
en general es una actividad de arreglar desperfectos ya existentes para que todo
siga como siempre, y donde subyace un acuerdo con los principios de poder y de
desigualdad que rigen a la sociedad actual. Por el contrario, la psicología
colectiva es un proyecto de sociedad, que consiste en pensar las posibilidades de
una sociedad, si no más feliz -cosa que carece de verdadero significado-, sí más
acorde a la sustancia fundamental de la cultura, en donde uno mismo y el mundo se
pertenecen mutuamente, lo cual quiere decir, según las definiciones dadas en un
inicio, una sociedad más estética y con mayor sentido, que tenga sus desgracias,
pero donde sus desgracias valgan la pena.
Y si de repente se aparece la práctica, esto es, si en algún momento inminente
quien hace psicología colectiva tiene que trabajar para vivir y le ofrecen una
trabajo que necesita, sobre todo porque le pagan, no importa de qué, lo mejor es
aceptarlo, porque si sus estudios han consistido en pensar el pensamiento, lo más
seguro es que se haya vuelto inteligente, lo cual consiste en hacer lo que se
334
pueda con lo que se tenga, lo cual es de suyo embellecer la vida en la medida de
las posibilidades, y así, siendo inteligente podrá hacer lo que deba en el trabajo
que necesita, pero, porque es inteligente, sabrá que lo que está haciendo no es
aplicar la psicología colectiva, que es inaplicable, sino haciendo un trabajo, que
ojalá sea el que le guste.
335
ÍNDICE DE NOMBRES
Adams, Thomas
Adorno, Theodor Wiesengrund
Aguirre y Fierro, Guillermo
Alberoni, Francesco
Alberti, Rafael
Alberti, Leon Battista
Alfonso X, El Sabio
Allen, Woody
Allport, Floyd H.
Altamirano, Ignacio Manuel
Ando, Tadao
Apel, Karl-Otto
Aquino, Santo Tomás de
Aragon, Louis
Aristóteles
Arnheim, Rudolf
Arreola, Juan José
Auté, Luis Eduardo
Bach, Johan Sebastian
Bachelard, Gaston
Bacon, Roger
Bagehot, William
Baldwin, James Mark
Barragán, Luis
Bartholdi, Auguste
Bartlett, Frederic Ch.
Baudelaire, Charles
Baudrillard, Jean
Behrens, Peter
Bergman, Ingmar
Bergson, Henri
Berkeley, George
Berman, Morris
Berr, Henri
Billig, Michael
Blake, William
Bloch, Marc
Blondel, Charles
Bohéme, Jacob
Bohr, Niels
Borges, Jorge Luis
Boring, Edwin Garrigues
Bousquet, Joë
Bradbury, Ray Douglas
Braudel, Fernand
Breuer, Marcel
Briceño Guerrero, J. M.
Broca, Paul
Bronowski, Jacob
Broodthaers, Marcel
Brunelleschi, Filippo
Bruner, Jerome
Buonarroti, Miguel Ángel
Burke, Peter
Burroughs, William Seward
Burroughs, William Lee
Caldwell, Taylor
Campbell, Malcolm
Campos, Haroldo de
Camus, Albert
Canetti, Elias
Capriati, Jennifer
Cardenal, Ernesto
Carnegie, Andrew
Carriego, Evaristo
Carulla, Juan
Cassirer, Ernst
Castellanos, Rosario
Chanel, Coco (Gabrielle)
Chaplin, Charles
Che Guevara, Ernesto
Chillida, Eduardo
Choderlos de Laclos, Pierre A. F.
Cioran, Émile M.
Clarke, Arthur Charles
Cohen, Leonard
Collingwood, Robin George
Cook, Thomas
Cooley, Charles
Cortázar, Julio
336
Coubertin, Pierre de
Cristina, Reina de Suecia
Daimler, Gottlieb
Darío, Rubén
De Quincey, Thomas
Dean, James
Delacroix, Henri
Descartes, René
Dilthey, Wilhelm
Dior, Christian
Disney, Walt
Domecq, Pedro
Dunlop, John Boyd
Durkheim, Émile
Eco, Umberto
Eddington, Arthur
Eliot, Thomas Stearns
Ende, Michael
Escher, Maurits C.
Favre, Antoine
Febvre, Lucien
Fechner, Gustav Theodor
Festinger, Leon
Flaubert, Gustave
Flusser, Vilém
Franklin, Benjamin
Frazer, Sir James George
Freud, Sigmund
Fridman, Aleksandr Aleksandrovich
Gadamer, Hans-Georg
Galbraith, John Kenneth
Galileo Galilei
Gall, Franz Joseph
Garbo, Greta
Gardner, Howard
Gauss, Karl
Gergen, Kenneth J.
Giacometti, Alberto
Gillette, King Camp
Goethe, Johann Wolfgang
Gómez de la Serna, Ramón
González, Luis
Gordimer, Nadine
Gorostiza, José
Halbwachs, Maurice
Hardy, Françoise
Harré, Rom
Hawking, Stephen
Hegel, Georg Wilhelm Friedrich
Heinz, Henry John
Heisenberg, Werner
Henlein, Peter
Herder, Johann Gottfried
Hernández, Miguel
Hockney, David
Holmes, Sherlock
Huizinga, Johan
Hume, David
Ibáñez, Jesús
Ibáñez-gracia, Tomás
Ichheiser, Gustave
Ingpen, Robert
Innerarity, Daniel
Isabel I, de Inglaterra
James, William
James, Henry
Jansen, Zacharias
Jaspersen, Otto
Jeans, James
Jones, Indiana
Kahlo, Frida
Kandinsky, Wassily
Kant, Immanuel
Keller, Hellen
Kennedy, Jackeline
Kepler, Johannes
Keynes, Milton
Kierkegaard, Soren
King, Carol
Koch, Helge
Koestler, Arthur
Koffka, Kurt
Köhler, Wolfgang
Kolakowski, Leszek
Korda, Alberto (Díaz)
Kosik, Karel
337
Kovalevsky, Sonia
Koyré, Alexandre
Kruger, Barbara
Kuhn, Thomas
Kundera, Milan
Kurosawa, Akira
Lacoste, René
Lafitte, Leon
Langer, Susanne
Le Bon, Gustave
Le Corbusier(Charles-Edouard Jeanneret)
Le Goff, Jacques
Leibniz, Gottfried Wilhelm
León Felipe (Camino)
Levy-Bruhl, Lucien
Lewin, Kurt
Lichtenberg, Georg Christoph
Lipovetsky, Gilles
Lippersheim, Johann
Lipps, Theodor
Livio, Tito
Loach, Ken
Lombardi, Vince
Loos, Adolf
Lotze, Rudolf Hermann
Luhmann, Niklas
Macadam, John Loudon
Machado, Antonio
Maffesoli, Michel
Magritte, René
Malinowsky, Bronislaw
Malraux, André
Mandelbrot, Benoit
Marcos, El Subcomandante
Marina, José Antonio
Masaccio (Tommaso di Giovanni Guidi)
McCormick, Willoughby M.
McDonald, Daniel
McDougall, William
McQueen, Steve
Mead, George Herbert
Mercator, Gerhard Kremer
Merleau-Ponty, Maurice
Meyerson, Ignace
Michelet, Jules
Mies Van Der Rohe, Ludwig
Mill, John Stuart
Miró, Joan
Miterrand, François
Modigliani, Amadeo
Monet, Claude
Monier, Joseph
Montaigne, Michel de
Moore, Henry
Morrison, Jim
Moscovici, Serge
Mueller, Max
Nastase, Illie
Nervo, Amado
Newman, Paul
Newton, Issac
Nin, Anaïs
Novalis (Friedrich Hardenberg)
O'Gorman, Juan
Onetti, Juan Carlos
Ornelas, Oscar enrique
Otis, Elisha Graves
Owen, Richard
Page, Michael
Parret, Herman
Pascal, Blaise
Patou, Jean
Patter, Walter
Paz, Octavio
Pei, Ieoh Ming
Peirce, Charles Sanders
Pemberton, John
Pérez Botija, Rafael
Perry, Fred
Pessoa, Fernando
Pfeiffer, Johannes
Plank, Max
Plotino
Poincaré, Jules-Henri
Polo, Marco
Popper, Karl
338
Porsche, Ferdinand
Proust, Marcel
Ptolomeo, Claudio
Ramón y Cajal, Santiago
Read, Herbert
Renouvier, Charles
Reyes, Alfonso
Ribot, Théodule
Ricoeur, Paul
Rietveld, Gerry
Rilke, Rainer Maria
Rivera, Diego
Rockwell, Norman
Rodin, Auguste
Romo, Manuela
Rorty, Richard
Rossi, Pasquale
Rougemont, Denis de
Rousseau, Jean-Jacques
Rubalcaba, Eusebio
Rulfo, Juan
Russell, Bertrand
Sabatini, Gabriela
Sábato, Ernesto
Sabina, Joaquín
Saint Exupéry, Antoine de
Saint Laurent, Yves
Santayana, George (Ruiz de)
Saramago, José
Sartre, Jean Paul
Schrödinger, Erwin
Scott, Ridley
Serrat, Joan Manuel
Shaw, George Bernard
Siemens, Sir William
Sighele, Scipio
Simmel, George
Singer, Issac M.
Sombart, Werner
Spencer, Herbert
Spinoza, Baruch
Stein, Edith
Stein, Gertrude
Stephenson, George
Strachey, Giles L.
Studeny, Christophe
Sullivan, Louis
Sultán
Sundblom, Haddon
Superman
Suskind, Patrick
Swift, Jonathan
Tácito, Publio Cornelio
Tan
Tarde, Gabriel
Tarso, San Pablo de
Taylor, Elizabeth
Thompson, D'arcy W.
Thonet, Michael
Tolstoi, Leon
Trotsky, Leon
Ucello, Paolo
Valéry, Paul
Van Gogh, Vincent
Vargas Dulché, Yolanda
Varo, Remedios
Veermer de Delft, Jan
Vicent, Manuel
Vico, Giambattista
Víctor Manuel (Sanjosé)
Vinci, Leonardo da
Virilio, Paul
Von Ehrenfels, Christian
Von Humboldt, Wilhelm
Watt, James
Weber, Max
Wegener, Philip
Wells, Orson
Wertheimer, Max
Wheeler, John
White, Hayden
Whitehead, Alfred
Williams, Venus
Williams, Serena
Winfield, Walter C.
Wittgenstein, Ludwig
339
Wundt, Wilhelm
Yale, Linus
Zaid, Gabriel
Zambrano, María
Zellini, Paolo
340
ÍNDICE DE TEMAS
Abajo
Absoluta
Accidente
Achaques
Acontecimiento
Actitud
Actual
Afectividad
Alivio
Alto
Analogía
Animismo
Antehistoria
Aparecida
Apeirón
Aplicación
Aprioris
Arquitectura
Arriba
Arte
Asombro
Atento
Atmosférico
Ausencia
Autómatas
Automóvil
Avanza
Avión
Baile
Bajo
Belleza
Bicicleta
Big-bang
Big-crunch
Cábala
Caballero
Cabeza
Caminar
Canción
Caos
Casualidad
Causas
Centro
Cercano
Cerebro
Certeza
Ciclo
Ciencia
Círculo
Civilización
Coca-cola
Colectiva
Colores
Comedia
Completud
Componentes
Concepto
Confianza
Conocimiento
Contemplación
Contenido
Continuo
Contornos
Convencional
Conversación
Conversión
Coquetería
Creación
Creatividad
Creativismo
Crítica
Mentalidades
Epistemología
Cuántica
Cuatro
Cuentos
Cultura
Definición
Delante
Democracia
Dentro
Deporte
Derecha
Descompone
Desconocido
Desrecordar
Detrás
Dicotomía
Diestro
Dinero
Discreto
Discurso
Distante
Dos
Drama
Dualidad
Duración
Eco
Edad
Elegancia
Elegir
Emergencia
Empatía
Encantamientos
Endurecimiento
Ensayo
Enumeraciones
Envolvente
Envuelta
Esfera
Esférico
Espacio
Espadas
Especializaciones
Espectáculo
Especulativo
Espejo
Espera
Espiral
Esquema
341
Estática
Estética
Estilo
Estrellas
Expectativa
Expertos
Extensión
Exterior
Extraños
Familiar
Fatiga
Ferrocarril
Filosofía
Físico
Fisiognomía
Fisonomía
Fondo
Fractal
Fragmentación
Frivolidad
Fuera
Fuerza
Fuga
Función
Funcionario
Fundacional
Ganar
Genio
Gestalt
Heterogéneo
Historia
Historias
Historicidad
Holandés
Homogéneo
Horizontal
Hueco
Iluminación
Ilustración
Imágica
Imitación
Impenetrabilidad
Importante
Impulso
Incertidumbre
Indeterminación
Indiferente
Indistinta
Infancia
Infinito
Inimportante
Inintencionalidad
Inmediata
Insight
Instrumental
Inteligencia
Intensiva
Interacción
Interior
Interjectiva
Intermitencia
Intuición
Inventos
Isomorfismo
Izquierda
Jerga
Juego
Kinestésica
Laberinto
Lentitud
Leyes
Libertad
Limitaciones
Límite
Lógica
Lugares
Luz
Mapa
Maquinaria
Observador
Marco
Marginalidad
Masas
Matemáticas
Material
Medioevo
Memoria
Mentalidades
Mercancía
Metáfórica
Milagro
Modular
Monádica
Morfología
Motor
Música
Narración
Narracional
Nosotros
Otros
Noticiero
Números
Observador
Oculto
olfáctica
Olfato
Olor
Onomatopéyica
Opacidad
Órden
Órdenes
Orgánica
Otro
Pasiones
Patio
Pelota
Pensamiento
Percepción
Perder
Perspectiva
Pertenencia
Pictórica
Pneumática
Poder
Poesía
Poker
Poma
Práctica
Presentatividad
342
Probabilidades
Propensiones
Psicofísico
Psicología
Psique
Psíquico
Publicitación
Queja
Racionalidad
Racionalismo
Rapidez
Raqueta
Realidad
Realismo
Recinto
Record
Redondo
Reflexión
Reflexividad
Regla
Regularidad
Reiteración
Relevante
Relojes
Remembrar
Rememorar
Remoto
Rendimiento
Repentinidad
Repetición
Resultados
Ridiculez
Rima
Risueñez
Ritmo
Ropa
Ruido
Ruinas
Secreto
Semiótica
Sensación
Sentido
Sentimental
Sentimiento
Sillas
Simple
Simultaneidad
Sinestesia
Singularidad
Siniestro
Sinsentido
Sociedad
Sólido
Sonrisa
Teatro
Tecnología
Tenis
Tiempo
Torcido
Tradiciones
Tragedia
Transparencia
Transponibilidad
Tres
Tristeza
Tulipanes
Universidades
Uno
Utensilios
Útiles
Vacío
Vaivén
Velocidad
Verificable
Vertical
Vestigios
Vicisitudes
Vidrio
Violencia
Vocación
XVIII
XX
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