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LA SOMBRA FUGITIVA DEL PAN DE MAÑANA O LAS LINEAS MAESTRAS DEL SIGLO ESPAÑOL Albeo Gil Novales E n 1871, en una Memoria titulada En- sayo sobre mento de Educación Popu- lar, Joaquín Costa acuñaba la ase que sirve de título a este artículo, cuan- do escribía «Hay en España muchos miles de ciudada- nos cuyo fin no es realizar el bien y ayudar a que los demás lo realicen igualmente, sino perseguir eternamente, tras de un trabajo duro, la sombra siempre gitiva del pan de mañana» (1). El trabajo duro, y esa sombra gitiva, eran para el joven Costa el único patrimonio de muchos españoles, casi se puede decir de todo el pueblo, es decir, de los ciudadanos que no rmaban parte de las clases directoras. En 1871 estaba Es- paña en momento revolucionario, y Costa toda- vía tenía esperanzas; muy pronto las perderá, y se convertirá en un acerbo crítico de la etapa subsiguiente, la de la Restauración. Su nombre nos servirá de banderín y divisa para tratar de entender qué había ocurrido en España durante el siglo XIX, hasta llegar a la situación que evi- dencia la ase citada (aunque naturalmente no vamos a atribuirle conceptos historiográficos ados con posterioridad (2). Además Costa es, biográficamente, un hombre de la Restauración, lo mismo que «Clarín», y por tanto en esta oca- sión su nombre resulta doblemente oportuno. Costa además -y ya acabo con él- intentó desde su tiempo trazar un puente hasta los orí- genes revolucionarios del siglo. Me refiero a la storia crítica de la Revolución española, libro de 1875, que quedó lamentablemente inédito. Su ejemplo justificará que nosotros nos lance- mos también, para celebrar a «Clarín», desde las postrimerías a los inicios del siglo XIX. El cual e precedido, sobre todo en el último tercio del XVIII, por la existencia de una Ilustra- ción nacional. Hoy ya es incontrovertible la existencia de una Ilustración española, admira- ble en puntos y nombres concretos; pero tam- 40 bién hemos adquirido conciencia de sus límites, de sus insuficiencias, que dicilmente le permi- tirían sostenerse en el pleno concepto, kantiano y bestermaniano de una Ilustración europea. El liberalismo español de comienzos del XIX pro- longará la Ilustración, acudiendo a rellenar aquellas esras correspondientes a las del pen- samiento europeo a las que no se había llegado bajo Carlos III o bajo Carlos IV; pero las debili- dades estructurales del liberalismo nacional marcarán un gran paralelismo con las de la Ilus- tración clásica (3). Parece que se dibuja ahora, después de la bo- ga de estos últimos años, cierta crítica al térmi- no y concepto mismo de Ilustración, incapaz de abarcar en su contenido toda la riqueza de un si- glo (4). Pero aunque estas críticas sean más o menos pertinentes -algunas no lo son- y aun- que se haya abusado del término, siempre sabe- mos todos lo que la Ilustración idealmente sig- nificaba: una gran empresa de liberación huma- na. Hasta qué punto la Historia española del si- glo XIX, la realidad vivida, es también una gran empresa de liberación humana, vamos a verlo o a tratar de verlo, a continuación. El siglo comienza con la guerra llamada de las Naranjas, es decir, con una Monarquía averiada, cuyo símbolo más externo era el ascenso de un generalísimo, y prosigue con las ambiciones de este mismo personaje, Godoy, que no sabe có- mo salir del enredo en que su política ha coloca- do a España, entre las encontradas pretensiones de Francia e Inglaterra. Primer resultado de esta política a remolque es la batalla de Tralgar, 1805, en la que desaparece lisa y llanamente la Marina española, y con ella la capacidad nacio- nal para seguir siendo un Imperio. Había moti- vos para endarse con Godoy, que empieza a ser un personaje universalmente odiado. La guerra de la Independencia es la culmina- ción de estos métodos de gobierno. La ocupa- ción ancesa de España produce una rara unani- midad nacional, en la que se ha visto con razón Hitos y mitos de «La Regenta»

LA SOMBRA FUGITIVA DEL PAN DE MAÑANA O LAS LINEAS …da se parece a la época ilustre de Carlos III. No ha pasado en vano la guerra de la Inde pendencia, a pesar de su carácter detractor

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LA SOMBRA FUGITIVA DEL PAN DE MAÑANA O LAS LINEAS MAESTRAS DEL SIGLO XIX ESPAÑOL Alberto Gil Novales

En 1871, en una Memoria titulada En­sayo sobre Fomento de Educación Popu­lar, Joaquín Costa acuñaba la frase que sirve de título a este artículo, cuan­

do escribía

«Hay en España muchos miles de ciudada­nos cuyo fin no es realizar el bien y ayudar a que los demás lo realicen igualmente, sino perseguir eternamente, tras de un trabajo duro, la sombra siempre fugitiva del pan de mañana» (1).

El trabajo duro, y esa sombra fugitiva, eran para el joven Costa el único patrimonio de muchos españoles, casi se puede decir de todo el pueblo, es decir, de los ciudadanos que no formaban parte de las clases directoras. En 1871 estaba Es­paña en momento revolucionario, y Costa toda­vía tenía esperanzas; muy pronto las perderá, y se convertirá en un acerbo crítico de la etapa subsiguiente, la de la Restauración. Su nombre nos servirá de banderín y divisa para tratar de entender qué había ocurrido en España durante el siglo XIX, hasta llegar a la situación que evi­dencia la frase citada (aunque naturalmente no vamos a atribuirle conceptos historiográficos forjados con posterioridad (2). Además Costa es, biográficamente, un hombre de la Restauración, lo mismo que «Clarín», y por tanto en esta oca­sión su nombre resulta doblemente oportuno.

Costa además -y ya acabo con él- intentó desde su tiempo trazar un puente hasta los orí­genes revolucionarios del siglo. Me refiero a la Historia crítica de la Revolución española, libro de 1875, que quedó lamentablemente inédito. Su ejemplo justificará que nosotros nos lance­mos también, para celebrar a «Clarín», desde las postrimerías a los inicios del siglo XIX.

El cual fue precedido, sobre todo en el último tercio del XVIII, por la existencia de una Ilustra­ción nacional. Hoy ya es incontrovertible la existencia de una Ilustración española, admira­ble en puntos y nombres concretos; pero tam-

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bién hemos adquirido conciencia de sus límites, de sus insuficiencias, que difícilmente le permi­tirían sostenerse en el pleno concepto, kantiano y bestermaniano de una Ilustración europea. El liberalismo español de comienzos del XIX pro­longará la Ilustración, acudiendo a rellenar aquellas esferas correspondientes a las del pen­samiento europeo a las que no se había llegado bajo Carlos III o bajo Carlos IV; pero las debili­dades estructurales del liberalismo nacional marcarán un gran paralelismo con las de la Ilus­tración clásica (3).

Parece que se dibuja ahora, después de la bo­ga de estos últimos años, cierta crítica al térmi­no y concepto mismo de Ilustración, incapaz de abarcar en su contenido toda la riqueza de un si­glo (4). Pero aunque estas críticas sean más o menos pertinentes -algunas no lo son- y aun­que se haya abusado del término, siempre sabe­mos todos lo que la Ilustración idealmente sig­nificaba: una gran empresa de liberación huma­na. Hasta qué punto la Historia española del si­glo XIX, la realidad vivida, es también una gran empresa de liberación humana, vamos a verlo o a tratar de verlo, a continuación.

El siglo comienza con la guerra llamada de las Naranjas, es decir, con una Monarquía averiada, cuyo símbolo más externo era el ascenso de un generalísimo, y prosigue con las ambiciones de este mismo personaje, Godoy, que no sabe có­mo salir del enredo en que su política ha coloca­do a España, entre las encontradas pretensiones de Francia e Inglaterra. Primer resultado de esta política a remolque es la batalla de Trafalgar, 1805, en la que desaparece lisa y llanamente la Marina española, y con ella la capacidad nacio­nal para seguir siendo un Imperio. Había moti­vos para enfadarse con Godoy, que empieza a ser un personaje universalmente odiado.

La guerra de la Independencia es la culmina­ción de estos métodos de gobierno. La ocupa­ción francesa de España produce una rara unani­midad nacional, en la que se ha visto con razón

Hitos y mitos de «La Regenta»

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la huella del esfuerzo creador de la nacionalidad que caracteriza al siglo XVIII. Las condiciones de la lucha van a marcar al país para toda la cen­turia, y aun más allá. Habiendo caído esta guerra en manos de un inmenso aparato de propagan­da, se ha hecho muy difícil a los historiadores ver claro en ella. Sólo muy laboriosamente va surgiendo la intelección. El pueblo luchó cierta­mente, aunque no podamos admitir un patrio­tismo total, de friso escultórico. Hubo en esta guerra enchufados, y pancistas, y traidores, y sin embargo todos, o casi todos, pretendieron des­pués cobrar su parte alícuota de heroísmo. Pero aún así, el pueblo luchó, la cosa es innegable, y

. creó las guerrillas y las Juntas, y en su seno sur­gieron las Cortes.

El pueblo luchó por odio al invasor, por de­fender lo suyo, sus costumbres, su tradición, su sentimiento herido de comunidad. Pero en estas aspiraciones, no obstante sus hazañas, se vio burlado, y el resultado de la guerra fue mayor miseria, y de ninguna manera ascenso a la liber­tad. España es mucho más pobre en 1815 que en 1808: ingleses, franceses y patriotas han destrui­do en los años de guerra gran parte de la riqueza material del país. Esto va a retrasar por lo menos hasta 1840 -en concurrencia con la subsiguiente guerra carlista- la recuperación económica del país. De manera que cuando gran parte de los capitalismos occidentales, jóvenes y agresivos, se constituyen, España se estanca, y América se pierde. Pero sería ilusorio creer que los efectos de la guerra y la pérdida de América son los úni­cos determinantes del retraso decimonónico de España. La realidad es que el siglo XVIII ha sido demasiado suntuario, y el superávit de la centu­ria no ha dado lugar a lo que los economistas llaman una acumulación primitiva. La vitalidad de nuestro XVIII se agosta coincidiendo con el fin del siglo, o los comienzos del siguiente. La crisis de 1808 es causa de los acontecimientos si­guientes, pero también efecto de lo anterior. Por eso la Ilustración española se refleja en el libera­lismo, que la va a prolongar.

Porque también políticamente el pueblo va a ser burlado, aun consiguiendo a veces cotas que parecen alcanzar valores de totalidad. En esto el siglo XIX será cada vez más ejemplar, desespe­radamente cargado de significación. Conviene ya desmitificar las Juntas, que desde el principio supusieron una violación de la voluntad popu­lar, finamente realizada, pues la suplantación se hacía tremolando esa misma voluntad. No im­porta que la suplantación se hiciese al servicio del Antiguo Régimen en 1808, al servicio de los intereses burgueses unos decenios después: el mecanismo es siempre el mismo, y siempre queda el pueblo turulato, viendo cómo le llevan y le traen, y le dan siempre las soluciones prefa­bricadas.

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A esta finalidad sirvió admirablemente duran­te la francesada la creación de mitos: la propia concesión de la guerra patriótica, ocasión para que la Iglesia y otras fuerzas reaccionarias se co­lasen en el ánimo nacional, inflexionándolo no ya sólo contra los invasores, sino contra la filo­sofía de la Revolución Francesa y contra la pro­pia Ilustración, francesa, europea y nacional. El mito monárquico, fernandino más exactamente, expresión en un principio de un partido cortesa­no y aristocrático, que acaba fundiéndose con la exaltación patriótica, en una auténtica 0fensiva intelectual, en la que participarán también los representantes de la burguesía, porque aparen­temente conviene a sus intereses tener sujeto al pueblo por un mito monárquico. El mito antina­poleónico, en fin, modalidad de lo anterior, va a crear la imagen del pueblo monolítico, conser­vador y reaccionario, porque así -se dice- es metafísicamente nuestra patria. Estos mitos sur­can todo el siglo XIX, y con mayor o menor ade­cuación a las realidades cambiantes los encon­tramos incluso a nuestro alrededor, en pleno y periclitante siglo XX (5).

Pero esta evolución no se hizo sin que la serie de grandes catástrofes nacionales llevase a cam­bios sustanciales en la gobernación del país. Carlos IV ha sido destronado, Godoy derribado en un sospechosísimo motín, y ya en plena gue­rra, mientras se mantiene el mito del príncipe cautivo y se llena de insultos y calumnias al sus­tituto intruso, hay que crear instrumentos prác­ticos de gobierno: las Juntas provinciales dan lu­gar a la Central, sustituida luego por las Regen­cias y por la convocatoria a Cortes. Frente a esta concatenación de realidades

i el general Cuesta

será el primero en pronunciarse, en nombre de su autoridad de Antiguo Régimen, introducien­do en la evolución política de la España contem­poránea la variante del poder militar, o como se dice ahora, fáctico (6).

Las desgracias nacionales, la angustia de la guerra, están en la base de la convocatoria de las Cortes de Cádiz, y por tanto de los grandes re­sultados legislativos que sorprendieron al mun­do: libertad de expresión -que en realidad pre­cede a las Cortes-, abolición de los señoríos, 1811, Constitución 1812, abolición de la Inquisi­ción, 1813. Una España nueva amanece con es­tas grandes medidas legislativas. Pero la libertad de expresión desaparecerá con la reacción de 1814, la abolición de los señoríos tampoco ten­drá curso en el régimen absoluto, ni de hecho en el liberal posterior, hasta que con el tiempo llegue a no significar nada, es decir, un inmenso fracaso histórico. También la Inquisición retor­nará, y la Constitución será abolida. Pero el me­ro hecho de que la Constitución haya sido una vez promulgada legitima las aspiraciones de fu­turo: los españoles de a pie, ayunos de doctrinas

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intelectuales, podían ver en la Constitución una promesa de igualdad impositiva, el fin de las cárceles y muertes arbitrarias y ese formidable artículo 2: «La Nación española es libre e in­dependiente, y no es ni podrá ser nunca patri­monio de ninguna persona ni familia», artículo que pasará las fronteras y se incorporará en el programa de los decembristas rusos -Cons­titución de Muraviev Apóstol- y en alguno de los proyectos revolucionarios de la América es­pañola.

Pero conviene no interpretar los deseos como realidades: a Fernando VII en 1814 le fue muy fácil acabar con la Constitución, simplemente porque franceses e ingleses no habían dejado que comenzase la vida política en muchísimas zonas del país, y porque una parte del ejército trasladará a España sus experiencias de lucha colonial, comenzando con Francisco Javier Elío, ex-gobernador militar de Montevideo y capitán general de Valencia, la vuelta de España al abso­lutismo. El poder inglés, militar y político, hará el resto, tema éste todavía no bien conocido. De manera que en 1814, con el país destruido, vuel­ve España al absolutismo, a la Inquisición, y al mal gobierno. Los mitos puestos en funciona­miento durante la guerra se aplican ahora, aun­que ya desustanciados en una dictadura que na­da se parece a la época ilustre de Carlos III.

No ha pasado en vano la guerra de la Inde­pendencia, a pesar de su carácter detractor. La inmensa movilización popular, la mesocratiza­ción del ejército a través de las guerrillas y de los nombramientos hechos por las Juntas, las pro­mesas constitucionales, todo ello obra en un sentido de vuelta a la experiencia gaditana, o por lo menos en un sentido de cambio. Una tras otra, todos los años hasta 1819-1820 se descubre una conspiración y se ajusticia a los responsa­bles. Al pueblo le abruman los derechos de puertas y similares -lo que luego se llamará consumos- y por ello su abolición consta ya en los programas proclamados por estas sublevacio­nes. Así se llega a la Revolución de 1820, conse­cuencia también de la Constitución de Cádiz y de la guerra de la Independencia.

No voy a repetir conceptos que ya he expues­to en otras ocasiones. Tan sólo diré que esta re­volución tiene un héroe: Riego, que impresiona a las masas por su desprendimiento total y alte­za de miras; que representa la puesta de largo de la Constitución, es decir, el comienzo auténtico de la vida política en todo el país, y que ante las promesas generosas de la Constitución sus pro­pios partidarios, y esto ya desde 1820, se van a dividir: unos quieren radicalmente excluir al pueblo de los beneficios políticos, y buscan bajo la letra de la Constitución la instauración de un régimen oligárquico, alianza de burgueses, bu­rócratas y nobles más o menos conscientes de

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su papel -entre ellos habrá individuos de gran clarividencia. A este sector pertenecen los mo­derados, los afrancesados, los anilleros, y la mayoría de los masones. Otros buscan la exten­sión teórica de la revolución liberal, aunque en la práctica revelarán una gran candidez y en la hora crítica una notable falta de decisión. A este segundo grupo pertenecen los exaltados, los co­muneros y esas masas urbanas que de forma im­precisa califican las fuentes de la época de «go­rros» y «gorros colorados».

El régimen liberal, conviene decirlo desde el principio, si supuso en lo legislativo una impor­tante continuación de la obra de Cádiz -con in­fluencia prácticamente sobre todo el siglo- fue incapaz de comprender la angustiosa situación del pueblo. Algunos hombres representativos comprendieron que el sistema liberal, como to­do régimen político, descansa sobre el pueblo al que se aplica, y que a este pueblo no es posible privarle del derecho más elemental a la supervi­vencia económica, pero la mayoría de los dipu­tados y todos los gobiernos del período no de­mostraron tener la misma clarividencia. Un di­putado aragonés, Juan Romero Alpuente, el más jacobino de nuestra historia, insistió en la necesidad de darle al pueblo Hacienda barata, pero no se le hizo caso o no se le entendió, y la consecuencia fue la caída del sistema, a manos de la Santa Alianza, ciertamente, pero sólo por­que el pueblo no se movilizó en defensa de un sistema que no le había aportado beneficios prácticos.

No obstante antes de llegar a este resultado, se habían dado importantes movimientos urba­nos de desobediencia cívica en 1821, movimien­tos que postulaban un liberalismo de alcance democrático -frente a los cuales asistimos a la temerosidad de las Cortes, incapaces de tomar el timón de la situación, y al abandono uno tras otro de las masas populares por sus mismos je­fes. Pero ya en esta época han aparecido las ban­das de feotas, tan parecidas a los sanfedisti italia­nos, indicadores de que España se encamina de­rechamente hacia la guerra civil.

Con el triunfo del absolutismo se vuelve a un régimen parecido al de 1814, pero acaso más sangriento, que va a durar hasta la muerte del rey, en 1833. Todo vuelve al régimen anterior a la reunión de las Cortes de Cádiz, con desagra­vios al Santísimo Sacramento y poder militar de hecho; pero Fernando VII, que aspira a afirmar su despotismo, se ve combatido desde la dere­cha del sistema por una agitación teocratizante e inquisitorial, que produce varias conjuraciones y sublevaciones, desde la Carolina de 1824 hasta los malcontents de 1827. Su continuación lógica, la guerra carlista, comenzará en 1833. Por su iz­quierda, Fernando VII se ve combatido por una serie continua de intentos a la desesperada de

Hitos y mitos de «La Regenta»

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volver a la libertad, alimentada por la resistencia interior y por las actividades de los emigrados. Todas ellas acaban en sangre, pero revelan la profunda división de los liberales, continuadora de la aparecida en 1820, que en alguno de sus representantes, por ejemplo en Francisco Espoz y Mina, anuncia la creación de un Estado oligár­quico de mano dura, con renuncia a los princi­pios revolucionarios (7).

Es interesante señalar la aparición de los vo­luntarios realistas, bandas de apaleadores que siembran el terror por todo el país al servicio del realismo, pero que rápidamente se encontrarán enfrentados al propio ejército regular, no obs­tante defender en teoría las mismas ideas (8). Pero también es importante señalar que la bur­guesía aprende a colaborar con el absolutis­mo, proyectando sus negocios en colaboración con él. .

En 1833, no obstante, al producirse la ruptura dinástica, la burguesía apoya al bando isabelino, pero en términos políticos de extremada mode­ración. La guerra civil, aparte el efecto secunda­rio de retrasar la recuperación económica, ali­menta en la España liberal el militarismo, es de­cir, poner la solución de los problemas en «un soldado y su campamento», pero por otro lado va a dar lugar a los intensos movimientos popu­lares -digna continuación de los de 1821- de 1835 y 1836, movimientos que al forzar la mano de María Cristina son responsables de la famosa desamortización de 1836, y en definitiva, según hoy se estima, de la toma del poder por la bur­guesía, que tiene su expresión jurídica en la Constitución de 1837 (9).

Esta Constitución, definida como un hecho de civilización frente al carlismo, fue posible por un pacto entre progresistas -nuevo nombre de los exaltados- y moderados, en el que aquellos se avinieron a aceptar las posiciones de estos, es decir que en comparación con la Constitución de 1812 la de 1837 fortaleció el ejecutivo y dis­minuyó los derechos populares. La burguesía asume el poder, pero en una disposición que no le iba a ganar las voluntades del pueblo, aparte de una gran dependencia técnica y científica res­pecto de los países más adelantados de Europa -los cuales muy pronto entrarán en España asaco (10). Creo importante señalar que el retrasoeconómico condiciona al político y viceversa.

El fracaso histórico de moderados y progresis­tas, que no han sabido dar cumplimiento a sus programas, o los han obviado como un trasto inútil, va a dar lugar en 1839 a la formulación de una nueva doctrina revolucionaria, que se ape­llidará demócrata (11). Para pintar la situación general de España bastará una referencia: cuan­do a finales de 1837 Ramón de la Sagra vuelve a España, ya que ha sido elegido diputado, en­cuentra un país en guerra civil, deshecho, mise-

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rable, y de siniestro porvenir, según él mismo escribe, y para remediarlo propondrá en los años siguientes la creación de asilos, cárceles, cajas de ahorro, etc. (12). Los jefes militares ejercen un poder despótico, como acaso no lo tuvieron jamás bajo el absolutismo: así una carta fechada en Barcelona el 30 de diciembre de 1837 habla de que «nuestra suerte continúa desgraciadísi­ma bajo el yugo del tirano que nos ha conquis­tado», es decir el capitán general Barón de Meer (13).

Cuando el triunfo de las armas constituciona­les va a terminar por fin la guerra carlista, corre prisa por salir al paso de toda veleidad democrá­tica, o como lo dirá Pedro Sabater conviene evi­tar «la soberanía de la muchedumbre», en una admonición antisocialista, aunque reconoce que la Constitución del 37 no establece «la soberanía del proletariado» (sic, en 1839) (14). Este Saba­ter va a ser muy importante en la inmediata con­trarrevolución de 1843.

La debilidad de la burguesía española explica acaso que no se atreva a acaudillar al pueblo pa­ra la realización de su propio programa, al que aspirará por vías indirectas, cautelosas y de pac­to con las fuerzas sociales, que representan el pasado, y esto porque al viejo miedo a la Revo­lución francesa y a la revolución de independen­cia de la América española se añade a partir de una fecha tempranísima, muy anterior a 1848, el miedo al socialismo (15). Pedro Sabater -lo he­mos visto- expresa esta idea en 1839, pero ya antes que él, hacia 1835, la hace suya el famoso Lorenzo Arrazola, ministro de la etapa postrera de María Cristina, quien acabará arropando su antisocialismo en la pía expresión de «moralizar al siglo» (16).

De haber existido una enérgica actitud pro­gresista, la Monarquía no se habría atrevido al paso siguiente, la promulgación de la famosa Ley de Ayuntamientos, que violaba en un punto esencial la Constitución de 1837, poniendo el control de los Ayuntamientos en manos del Eje­cutivo, directamente o a través de los goberna­dores políticos. Al no haber logrado ni María Cristina ni los moderados atraerse al general Es­partero, ídolo de las masas por haber terminado la guerra civil, la situación derivó rápidamente hacia una nueva revolución, la de Septiembre de 1840, que produjo la expulsión de María Cristi­na y su sustitución en la Jefatura del Estado por Espartero, Regente junto a la Reina niña Isabel II. Muchos españoles se juraron entonces que el espíritu de Septiembre era irrenunciable.

Pero aun antes del triunfo político de Esparte­ro, el partido que le había llevado al poder se ha­bía dividido en partidarios de la Regencia única y partidarios de la Regencia Trina, división sui­cida; y Espartero, una vez posesionado del car­go, no estuvo a la altura de las circunstancias,

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primero por su represión salvaje de la contrarre­volución de 1841, y segundo porque tenía miedo de sus propios partidarios, tenía miedo de la re­volución, lo que llevó a las insurrecciones de Barcelona y Valencia de 1842, con la represión consiguiente, y después al «alzamiento nacio­nal» de 1843.

Frente a los pretendidos abusos de poder de Espartero, el movimiento de 1843 había consis­tido en una alianza entre moderados y progresis­tas, en la que los primeros, con ayuda palaciega, burlaron las esperanzas de los segundos, y en la que el desarrollo desigual de España llevó a to­do el país a la terrible dictadura que simboliza el nombre de Narváez. Corrió la sangre en España, abundantemente vertida, pues los sublevados de 1841 y de 1843 no perdonaron a sus enemigos. El ejército fue limpiado de restos revoluciona­rios, mientras entraban en sus filas lo mismo que en las del funcionarado los carlistas proce­dentes del Convenio de Vergara -cosa ya pre­vista en su texto, lo mismo que ya había figura­do en las proclamas de Espoz y Mina, mientras los antiguos voluntarios realistas ingresaban en la policía secreta (17). Joaquín María López, ora­dor progresista, fue el instrumento idóneo para deshacer al Regente y al sistema progresista, y para justificarse a posteriori sentó la teoría de que todo gobierno revolucionario que llega en España al poder, se ve obligado a aplicar las ideas de los adversarios que le habían precedido en el disfrute del mismo (18).

Los intentos de revolución que se dieron en los años siguientes facilitaron, mediante su re­presión, la plena implantación del sistema. La Guardia Civil se creó en 1844, siguiendo ideas que ya habían aflorado, aunque no triunfado, en 1820. La burguesía, o las burguesías nacionales, alcanzaron un desarrollo raquítico, y con fre­cuencia sus hombres más representativos opta­ron por un capitalismo estéril -administración de los consumos, papel sellado, jugadas de Bol­sa, infeudación a los intereses extranjeros- y só­lo en mínima parte creador. Políticamente el de­sarrollo desigual produce también burguesías desiguales: la catalana, o la barcelonesa, se opo­ne desde 1835-1836 al progreso burgués del res­to de España. Lo suyo es pactar con la Monar­quía, y defenderse de la amenaza carlista, bien catalana por cierto.

Las consecuencias hacendísticas de las gue­rras de Independencia y carlista obligaron a una reforma, la llamada de Mon o de 1845, reforma que inevitablemente recayó sobre las masas po­pulares. Aunque desde el punto de vista técnico hoy se la elogie, ya que es la base del actual or­denamiento hacendístico español (19), fue la causa inmediata de la revolución gallega de 1846, que aunque más compleja se parece a las intentonas liberales del período 1814-1820. Re-

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volución que rápidamente pasa a la galería de mártires de la libertad, y que en seguida enlaza con las intentonas españolas de secundar la re­volución europea de 1848: Cataluña, Madrid, Sevilla, Huesca.

En toda España, en estos años críticos, se confunden las iniciativas políticas con los moti­nes del hambre, en Coruña y en Granada y so­bre todo en Sevilla -célebre motín del pan de 8 de mayo de 1847-. La persecución arrecia, la fi­delidad incluso en el ejército es escasa -sargen­tos de Ceuta y de Coruña- desertores de Valen­cia, agitación estudiantil también en Valencia, todo ello ya en 1848. Partidas carlistas aparecen por todas partes, con éxito incierto. Sólo la per­secución explica la llamada conjuración cario-re­publicana de Berga, en Cataluña, alianza de car­listas y republicanos frente al sangriento enemi­go común. Este, por lo demás, practica abun­dantemente la ley de fugas, y las peticiones de clemencia son vistas con el máximo desa­grado (20).

Este es el caldo de cultivo popular en que se basará la revolución de 1854, iniciada por una revuelta de privilegiados en tomo a las concesio­nes de ferrocarriles, pero saludada con alivio en cuanto pareció triunfar: «Once años de esclavi­tud, de persecuciones, de amargura y conflictos han desaparecido como el fugaz meteoro» ... , de­cía la Junta Popular de Pozoblanco. Una vez más Espartero no va a estar a la altura de las cir­cunstancias, y va a ser instrumento de las ambi­ciones reaccionarias de O'Donnell -pobre revo­lución española codirigida por el Regente de 1840 y el sublevado de 1841- y en definitiva de la Corte.

La Revolución de 1854, es sólo un intermedio en el dominio de los moderados, y por ello mis­mo anuncia la de 1868. Idealmente, en la inten­ción de sus protagonistas, enlaza con los mo­mentos revolucionarios anteriores, no sólo con la catástrofe de 1843, sino con el nombre de Rie­go y la revolución de 1820 (21). No entraré en la discusión sobre el Manifiesto de Manzanares y la revolución en provincias (22). Una vez cono­cida la evolución política del Bienio, es impor­tante subrayar cómo en estos años afloran nue­vas preocupaciones, nuevas actitudes. Es excesi­vo, como hacen algunas autoridades militares, calificar de republicanos a los sublevados. Se lla­ma así, por ejemplo, a Manuel Buceta y Villar, personaje que enlaza en su persona las revolu­ciones de 1846, 1854 y la futura de 1868, pero que yo no me atrevería a llamar republicano. Con sensibilidad para el momento que vivía el país, Buceta en su Bando de Cuenca del 10 de julio hacía desaparecer los anticipos, los consu­mos, el estanco de la sal y el del tabaco, y «tan­tos monopolios como aniquilan la riqueza públi­ca, sin más objeto que el engrandecimiento del

Hitos y mitos de «La Regenta>,

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pandillaje, el favoritismo y la inmoralidad» (23). La abolición de los consumos se generalizó en el año revolucionario, pero las Cortes los resta­blecieron ya en 1855 (24), por necesidades de la situación hacendística nacional, pero enajenán­dose de esta manera la base popular.

Aún así hubo una minoría republicana en es­tas Cortes, las primeras en las que se debatió el problema de la forma de Gobierno en España. Aparece un partido democrático -en realidad sus orígenes se remontan a 1849, pero ahora ce­lebra nuevos congresos; y aparece una gran sen­sibilidad por las asociaciones de la clase obrera y por la solución del pauperismo (25). Una de las medidas que preconizaban los demócratas popu­lares, como Antonio Ignacio Cervera, es la desa­mortización civil y eclesiástica, la cual, a iniciati­va de Pascual Madoz, se decretó en 1855. Pero aunque ya el propio Cervera había llamado la atención sobre las consecuencias negativas de la desamortización anterior, la de 1855, sumada a las anteriores, incrementó la miseria popular, siendo responsable en gran parte del terrible

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analfabetismo en que se sumió España a finales del siglo XIX. A comienzos del mismo siglo existía analfabetismo en España, como en todo el resto de Europa, pero era racional pensar que con el desarrollo de la enseñanza, quedaría prontamente erradicado. No sucedió así, sino que aumenta pavorosamente en la segunda mi­tad del siglo, consecuencia acaso imprevista de los efectos sociales del programa desamortiza­dor (26).

Y en 1856 de nuevo la represión, durísima, agravada además por la crisis de subsistencias (27). Sixto Cámara, que ya había publicado en 1849 La cuestión social, en abril de 1857 al frente de una Junta Nacional Revolucionaria procla­maba no querer «abandonar el pueblo a la fu­nesta dominación de los once años; a aquella dominación que por abajo difundía el terror y la miseria y por arriba se formulaba en escándalos y orgías» (28). Es posible que esta revolución forme parte de la Nueva Carbonaria, que desde Portugal dirigía Eladio Manuel Guerra, ingenui­dad que buscaba la liberación del pueblo y la re­generación de toda la humanidad, y cuya repre­sión produjo un centenar de fusilamientos y un millar de deportaciones. Todavía más impresio­nante fue la represión de las partidas republica­no-socialistas y anticonsumos surgidas en Anda­lucía en el verano de 1857.

La situación revolucionaria de 1854-56 había vuelto a poner en contacto a las dos ramas bor­bónicas, siendo el negociador por parte de Isa­bel II y de su esposo don Francisco de Asís el célebre Eugenio de Ochoa; conversaciones que habían llegado muy lejos, según los escritores carlistas, pero el triunfo de la contrarrevolución hizo que Isabel II se olvidase de las promesas hechas a su primo Carlos VI, o Montemolín (29). El fracaso diplomático produjo la intentona de San Carlos de la Rápita, en 1860.

Mientras tanto O'Donnell pudo organizar en 1859 su guerra de Africa, popular en España, por la ilusión de que ya habían terminado las gue­rras civiles, habíamos alcanzado respetabilidad burguesa y empezábamos una acción colonial, como si fuésemos Inglaterra o Francia. Esta ac­ción abre un corto período de aventuras neoim­periales, en Marruecos, México, Santo Domin­go y guerra del Pacífico (30). El general Prim une en su persona los dos escenarios, Africa y América.

Dos años después tuvo lugar la célebre revo­lución de Loja, encabezada por el albéitar Rafael Pérez del Alamo, muestra clásica de las agitacio­nes agrarias andaluzas, pero también en la in­tención de su jefe protesta contra la tiranía y la monarquía. Loja era la patria de Narváez, quien en lugar de favorecerla la había colmado de de­safueros (31). Se ha discutido el carácter socia­lista de esta revolución -socialismo indígena,

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según la definición de Díaz del Moral- (32) pe­ro lo cierto es que este carácter asustó a S�lus­tiano de Olózaga, quien en un célebre discurso del propio año 1861 veía socialismo en España por todas partes -hasta en la sopa de los con­ventos- arrepintiéndose públicamente por ello de haber participado en su juventud en la revo­lución liberal burguesa, y mostrando su solidari­dad con los intereses señoriales. Quien tal decía era jefe del partido progresista, que aún ocuparía puestos de confianza y responsabilidad en la próxima revolución de 1868 (33).

Esta situación no salvó al trono, que con su ciega política moderada o de la llamada Unión Liberal estorbaba cada día más. En 1863 se pro­duce el retraimiento de los progresistas (34) quienes de acuerdo con los demócratas forma� en 1864 un directorio y dos juntas (35). En estas agitaciones anda el general Juan Prim de histo­rial nada revolucionario, pero distanciado de la Corona a raíz de la expedición de México de 1861-1862 (36). Dos intentos revolucionarios el 6 de junio y el 4 de agosto de 1864, fracasar�n

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pero acaso mayor repercus10n tuvo la noche deSan Daniel, 10 abril 1865, en la que la Guardia Civil arremetió contra una manifestación de es­tudiantes, causando nueve muertos y más de cien heridos.

Nuevas sublevaciones en 1866, entre ellas la famosa de los sargentos del cuartel de San Gil en Madrid, sin éxito, pero con dura represión' una entrada por tierras de Huesca en 1867 1J mismo, y al fin en septiembre de 1868 la es¿ua­dra fondeada en Cádiz dio el grito de insurrec­ción, comenzando así la luego llamada Revolu­ción de 1868, en la que Isabel II perdió el trono.

Imposible describir en detalle los sucesos de esta revolución, objeto afortunadamente de nu­merosa bibliografía. Hay dos elementos funda­mentales en esta revolución: los militares, por una parte, encabezados por Prim, nada demó­cratas, que aunque se llenan la boca con las pa­labras del día, imponen la solución monárquica sin deliberación, sin consulta previa al electora: do, por defección de la Junta Revolucionaria de Madrid, aceptada a regañadientes por las demás. Y el pueblo, que quería otra cosa, pero no sabía cómo llevarla a efecto. El pueblo luchó denoda­damente, como en todo el siglo: fue él, como di­ce Méndez Bejarano, el que convirtió el pronun­ciamiento en revolución (37). En sus muy ricas A-[�morias Felipe Ducazcal pinta, con exaspera­c10n conservadora, lo que quería el pueblo:

«En la mente popular, la Revolución era su­primir las contribuciones, los impuestos los consumos, las quintas, el estanco de la �al y del tabaco y hasta la policía urbana la Guar­dia civil y la Cárcel: en una palabrl la aboli­ción de todo cuanto desde el prin'cipio del

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mundo viene molestando a los pobres. Así es que los conflictos eran diarios para sacar a la gente de su error» (38).

El error consistía en creer que la revolución se había hecho para mejorar la suerte del pueblo. Y como Prim impuso su criterio, tuvimos en 1869 la insurrección republicana -Málaga Valencia Aragón- ante la cual los generales d� la Glorio: sa Caballero de Rodas, Primo de Rivera y Sobre­monte, etc., supieron actuar como en los mejo­res tiempos de la reina depuesta. Es notable el programa del primero, burda imitación de Julio César: . volar, arrasar, destruir (39).

Lo curioso es que esto era compatible con la elaboración de la Constitución de 1869, la más generosa de España desde 1812. Políticamente con Prim asesinado, el reinado de don AmadeJ fue de corta duración, y vino la Primera Repú­blica en 1873, que teóricamente pudo haber re­suelto los problemas del país.

Sólo teóricamente, porque los problemas de España se habían complicado extraordinaria­mente. En 1868, el año de la Gloriosa comienza también la Primera Guerra separatista cubana. España va a pagar caro su lastre colonial. Guerra cu�ana, que la revolución española no supo so­luc10nar, a pesar de las esperanzas de Martí en su día, y a pesar de tener la española y la cubana la misma tradición. Así lo expresaba el general insurrecto Félix Figueredo, en 1869:

«Yo, educado en España, en la escuela de los Cámaras, Alarcón, Orgáz-Cuello, Rivero, Albai­da, etc., pensaba cuando vine a la Isla en la revo­lución» ( 40).

Nacimiento del anarquismo español con la visita de Fanelli en 1868, mil veces de�crita. Y comienzo de la segunda ( o tercera según el cómputo) guerra carlista. Las dos gu'erras, más el cantonalismo, producto de la impaciencia de las masas republicano-anarquistas, dieron al traste con la República, y con toda la experien­cia revolucionaria del Sexenio. Hombres de la talla moral de Francisco Pí y Margall y más toda­vía sus sucesores Salmerón y Castelar no supie­ron resolver revolucionariamente los problemas planteados, y con su política reconstruyeron el ejército, que había de acabar con ellos, pues co­mo le escribía el general López Domínguez a Castelar el ejército no puede tolerar el triunfo en la Cámara de los sitiados en Cartagena (41). Era lógico, pero destruía el sistema representati­vo, suprema aspiración de la Revolución de Sep­tiembre.

S<_>breviene así la Restauración, régimen pseu­do-liberal, menos brutal en la cúspide que las contrarrevoluciones anteriores, pero acaso igual a ellas en su base. El talento indudable de Cáno­vas organizó el país, con el concurso de Sagasta y muchos ex-septembrinos, en la forna de una

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colosal falsificación, un régimen representativo que el ejército pudiera respetar, en una palabra, lo que Joaquín Costa -ya volveremos a él- cali­ficó en 1901 de Oligarquía y caciquismo. El pue­blo una vez más quedó burlado. Fuera del siste­ma quedaron las estériles conspiraciones de Ruiz Zorrilla, estériles porque obedecían a la inercia del siglo XIX, pero se hacían sin contar con el pueblo. Pero al margen de la política, ruiz-zorrillista o de otra clase, el pueblo se mo­vía, en protesta contra la dureza de su vida, con­tra los símbolos de la propaganda oficial, contra las trabas que el régimen le ponía por todas par­tes. Asombra, en efecto, la cantidad y la intensi­dad de los motines y manifestaciones que tie­nen lugar en toda España durante los años de la Restauración (42). Nadie supo políticamente aprovechar esta fuerza, que pasará íntegra al si­glo XX, permitiendo al régimen la superación de la prueba del 98, fruto de la nueva guerra cu­bana que empieza en 1895 y quizá de una op­ción política: era preferible ser derrotados por una potencia extranjera que barridos por el pro­pio pueblo ( 43).

Pero la Restauración no se compone solamen­te de su aparato político. Está también la Institu­ción Libre de Enseñanza, fundada en 1876, fruto de la recepción de Krause en España, doctrina que va a permitir a la burguesía española tener una ideología, de que hasta entonces carecía, pues la anterior, la derivada de Víctor Cousin, que alguna vez fue revolucionaria, se había me­llado rápidamente identificándose con el partido moderado, o lo que es lo mismo, sirviendo de justificación a sus peores abusos. Y quedaban también unos cuantos hombres eminentes, krausistas la mayoría, procedentes los más de la etapa anterior, Gumersindo de Azcárate, por ejemplo, todavía hoy justamente admirado, del que a la hora de su muerte decía Ortega y Gasset: «Se nos va con Azcárate el último ejem­plar de una casta de hombres que creía en las cosas superiores y para los cuales toda hora llegaba con un deber y un escrúpulo en la al­forja» (44). Pero no debemos engañarnos: Az­cárate era una especie de coartada del siste­ma. Uno de los más agudos críticos de comien­zos del siglo XX, Santiago Valentí Camp, hoy desconocido, pero no por ello menos inteli­gente, escribiendo en 1911 situaba al ilustre Pre­sidente del Instituto de Reformas Sociales en­tre los que llama «los eternos teorizantes». Se­ñalaba que

«A pesar de sus ideas antidinásticas, el se­ñor Azcárate ocupa la Presidencia del Insti­tuto de Reformas Sociales a completa satis­facción del Gobierno, de los capitalistas y hasta de algunos leaders del socialismo que acaudilla Pablo Iglesias».

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Le faltaba a Azcárate energía, acometividad, pues según nuestro autor

«Como todos los hombres austeros proce­dentes del krausismo, el señor Azcárate no presta toda la atención que debiera a la si­tuación terrible y angustiosa de los que lu­chan en las ciudades y en las aldeas para ha­cer triunfar en este desdichado país las con­quistas de la democracia política y social».

Más profesor que hacedor, menos ariete que co­laborador del sistema, Azcárate ha transigido «con fórmulas de un convencionalismo falso y desmoralizador para la lucha entablada entre el régimen y los partidos de oposición».

Valentí Camp extiende su crítica hacia los prohombres del republicanismo, Azcárate, La­bra, Muro y otros hasta Sol y Ortega y Melquía­des Alvarez, de los que dice que «sienten un te­rror pánico por las muchedumbres. Su aversión hacia el mar de blusas es notoria» (45).

Comprueba también que hombres como Joa­quín Costa, Macías Picavea, Alfredo Calderón, José Nakens, Roberto Castrovido, Maeztu, etc., «no acertaron a transmitirle al pueblo la ansie­dad que les embargaba» para librarnos de una vez del «puñado de arribistas y oligarcas». De Costa tiene la más alta idea:

«La orientación sana, la que demandan los imperativos del honor nacional, ya fue indi­cada magistralmente por el solitario de Graus, interpretando el deseo del pueblo, constantemente desoído y burlado» ( 46).

Y esto a pesar de que con toda seguridad no co­nocía la carta de Costa a Giner, la carta de la ruptura de 14 de septiembre de 1897, posible­mente no enviada (47).

En otro de sus libros Santiago Valentí Camp, discípulo de Leopoldo Alas en la Universidad de Oviedo, escribe que con Unamuno y Ganivet

«Clarín fue el escritor que dedicó mayor su­ma de esfuerzos conscientes a renovar el ambiente intelectual de nuestro país».

Y después de alabarle como se debe comprueba la influencia krausista, que le hizo «cuando teo­rizaba un tanto obscuro y alambicado» ( 48).

El siglo XIX inevitablemente traspasaba todos sus problemas al XX. Símbolo de que para la clase dirigente aquí no había pasado nada fue que Sagasta, el hombre que perdió las colonias, volvió a formar gobierno en 1901, después de que Raimundo Fernández Villaverde hiciese la reforma de la Hacienda, para que las clases po­pulares pagasen los gastos de la guerra, contra cuya reforma no hubo una nueva revolución de 1846, pero sí la huelga de contribuyentes auspi-

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ciada por Costa y otros, que fracasó por muchas razones, una de ellas porque la pérdida de las colonias dio un respiro económico a España, con la repatriación de capitales, etc. Y así el si­glo XX, orgullosamente europeo, se olvidó del XIX, a p�s�r de que Altamira reclamó ��su conoc1m,iento (49). Ha�ta que 1936 \\��JIles desperto, nos desperto, a todos. ��

NOTAS

(1) Cit. por mí en «El problema de la educación popu­lar, según una Memoria inédita de Costa», Cuadernos His· panoamericanos, N.º 194, febrero 1966, p. 2.

(2) Sobre las concepciones históricas de Costa, cf. miart. «Joaquín Costa y la Historia nacional», en El legado de Costa, Zaragoza 1984, 69-86. Y para la Restauración, Jac­ques Maurice y Carlos Serrano: J. Costa: Crisis de la Res­tauración y populismo (1875-1911), M. 1977, y mi art. «Sin­gularidad de Costa en la crisis de la Restauración», Anales de la Fundación Joaquín Costa, N.0 1, M. 1984, 45-50.

(3) Cf. mis trabajos «Del Antiguo al Nuevo Régimen enEspaña: ensayo de interpretación», Spici/egio Moderno 10, Bolonia 1978, 26-41. Cf. también Paul Ilie: «Cultural Norma in the Spain of Soler (1729-1783)», en Peter B. Goldman (ed.): Ideas and Letters in Eighteenth-Century Spain, Modern Language Studies, XIV, 2, Spring 1984, 10-35. Y Theodore Besterman: Voltaire, 3: ed., Chicago 1976, 376.

(4) Cf. Lester G. Crocker: «The Englightenment: Pro­blems of interpretation» y John Lough: «Reflections on 'Enlightenment' and 'Lumiere', en L'Eta dei Lumi, Studi Storici su! Settecento Europeo in Onore di Franco Venturi, Nápoles 1985, I, 1-32 y 33-56 respectivamente.

(5) Remito a mis trabajos «El problema de la revoluciónen el liberalismo español (1808-1868)», Estudios de Historia Social, M., 22-23, julio-die. 1982, 7-22, y «La dualidad napo­leónica en España», en Les espagnols et Napoleón, Aix-en­Provence 1984, 7-23.

(6) Cf. mi art. «Revueltas y revoluciones en España(1766-1874)», Revista de História das Ideias, Coimbra (en prensa).

(7) Cf. mi art. «Repercusiones españolas de la revolu­ción de 1830», Anales de Literatura Española, Universidad de Alicante, N.º 2, 1983, 281-328.

(8) Falta un libro sobre estos voluntarios. Cf. J. M. Ti­ran: «L'armée espagnole et les volontaires royalistes en 1834», Extrait du Spectateur militaire, París 1834, importante estudio de sólo 44 pp.

(9) Remito a mis trabajos «El movimiento juntero de1835 en Andalucía», Cuadernos de Filología, Facultad de Fi­lología, Universidad de Valencia, III, 3, 1983, 85-118, y «El problema de la revolución en el liberalismo español», ya cit. en nota 5.

(10) Cf. Aux origines du retard économique de /'EspagneXVIe-XIXe siécles, Ouvrage collectif par Jean-Pierre Amal­ric, Bartolomé Bennassar, Albert Broder, Gérard Chastag­neret, Jean-Pierre Dedieu, Lucienne Domergue, Joseph Pé­rez, Emile Témine, París 1983, especialmente los trabajos de Broder y Chastagneret.

(11) Definida por José Ordax Avecilla. Cf. «El problemade la revolución», cit.

(12) Cf. Ramón de la Sagra: Voyage en Hol/ande et enBelgique, París 1839, I, 5-14.

(13) Cf. Causa contra D. Vicente Díez Canseco, en Co·lección de las causas más célebres, Parte española, M. 1863, VI, 5-96 (p. 6).

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(14) Cf. Pedro Sabater: Las dos escuelas políticas, M.1839, 21 y 10 respectivamente.

(15) Cf. mi trabajo «Contradicciones de la revoluciónburguesa en España», en La revolución burguesa en España, M. 1985.

(16) Cf. L(uis) C(ucalón): Historia científica, política yministerial del Excmo. Sr. D. Lorenzo Arrazola, M. 1850, 60 y 210-211. Aunque pudiera tratarse de ideas de 1850 adelanta­das por Cucalón hasta 1835.

(17) El mejor libro sobre la Regencia de Espartero siguesiendo el de Manuel Marliani: La Regencia de Espartero, M. 1870, a pesar de su incomprensión de las nuevas corrientes democráticas. Cf. también mi art. en n. 6, y Rafael M." Ba­ralt y Nemesio Fernández Cuesta: Historia de las Cortes de 1843 a 1848, M. 1849.

(18) Cf. Joaquín M." López: Exposición razonada de losprincipales sucesos políticos que tuvieron lugar en España du­rante el Ministerio de 9 de mayo de 1843, y después en el Go· bierno provisional, M. s.a.

(19) Cf. Fabián Estapé Rodríguez: La reforma tributariade 1845, M. 1971.

(20) Cf. art. cit. en n. 6.(21) Cf. mi trabajo «La fama de Riego», de próxima pu­

blicación. (22) Cf. C. G. Kiernan: The Revolution of 1854 in Spa­

nish History, Oxford 1966; José Ramón Urquijo y Goitia: La revolución de 1854 en Madrid, M. 1984; Marie-Claude Le­cuyer: «Los pronunciamientos de 1854», Estudios de Histo· ria Social, 18-19, julio-die. 1981; id. «La formación de las Juntas en la revolución de 1854» en id, 22-23, julio-die. 1982, 53-69.

(23) Cf. Servicio Histórico Militar, 2.", 4.", Leg. 198 yCristino Martos: La revolución de Julio en 1854, M. 1854, 196.

(24) Cf. Jesús Martín Niño: «1854: Una fecha en la his­toria del impuesto de consumos», Hacienda Pública Españo­la, 69, 1981, 219-228.

(25) Cf. Antonio Eiras Roe!: El partido demócrata espa·ñol (1849-1868), M. 1961. Antonio Ignacio Cervera: «Me­moria sobre el pauperismo», 1849, «Crédito hipotecario», 1849, y otros arts. del mismo en El amigo del pueblo, M. 1849-1850. Y del mismo La voluntad nacional. Como el pue­blo espera que lo interpreten las Cortes Constituyentes, M. 1854 y Solución práctica del problema social. Caja de cambio, M. 1855. Todos estos trabajos fueron reproducidos por An­tonio Elorza en Estudios de Historia Social, 10-11, julio-die. 1979, junto con otros, como p. ej. «Remedios del pauperis­mo», 1846, de Pedro Felipe Monlau.

(26) Cf. Francisco Simón Segura: «La desamortizaciónde 1855», Cuadernos Residencia, M. 1964, 65-67. Id. «La de• samortización de 1855 en la provincia de Ciudad Real», Ha· cienda Pública Española, 27, 1974, 87-114. Id., La desamorti· zación española del S. XIX, M. 1973. José M." Mora: «La de­samortización de Madoz en Asturias», Estudios de Historia Social, 18-19,julio-dic. 1981, 85-167. Para los efectos de las de­samortizaciones sobre el analfabetismo, cf. el art. de B. Ben­nassar en Aux origines du retard économique de l'Espagne, cit. en n. 10. Para la conciencia, cf. los arts. de Alvaro Flórez Es­trada en El Eco del Comercio, febrero y abril de 1836.

(27) Cf. Alberto Columbrí: Memorias de un presidiariopolítico, B. 1864. Francisco Rispa y Perpiñá: 50 años de cons­pirador, B. 1932, 18. Ramón Garrabou: «Un testimonio de la crisis de subsistencia de 1856-57: el expediente de la Di­rección General de Comercio», Agricultura y Sociedad, 14, enero-marzo 1980.

(28) Cf. Sixto Cámara: La cuestión social. Examen críticode la obra de M. Thiers titulada De la Propiedad, M. 1849, y La Junta nacional Revolucionaria al Pueblo, Zaragoza y abril de 1857, hoja suelta, sin pie de imp. (BN París Oc 1323).

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(29) Cf. Carlos Constante: San Carlos de la Rápita (o elconde de Montemolín), B. 1884, 35 y ss.

(30) Cf. Ramón Campuzano y González: Folleto sobre la oportunidad, conveniencia y necesidad de la guerra de A/rica, M. 1859, brillante texto de propaganda en el sentido que sedice en el texto. León Galindo y Vera: Intereses legítimos ypermanentes que en A/rica tiene España y deberes que la civi­lización le impone respecto a aquel país, Memoria premiadaen 1861 por la Academia de Ciencias Morales y Políticas,M. 1861. Evaristo Ventosa (Fernando Garrido): Españoles yMarroquíes. Historia de la guerra de A/rica, B. 1859-1860.Los títulos pudieran multiplicarse. Cf. también Marie-Clau­de Lecuyer y Carlos Serrano: La Guerre d'Afrique et ses Ré­percusions en Espagne, París 1976. Cf. Emeterio S. Santove­nia: «España y México en 1861-1862», Revista de Historia deAmérica, México, N.º 7, dic. 1939, 39-102. Id. Prim. El caudi­llo estadista, M. 1933. J. M. Miguel i Verges: El generalPrim, en España y en México, México 1949. Antonio de lasBarras y Prado: La Habana a mediados del siglo XIX, Memo­rias, M. 1926, 185-230. José Gabriel García: Compendio de laHistoria de Santo Domingo, Santo Domingo 1968, III, 176,359. Conde Casa Valencia: «La guerra de España con las re­públicas de Perú y de Chile en 1866», en Estudios históricos,M. 1895, 109-138. Museo Naval: Documentos relativos a lacampaña del Pacífico (1863-1867), M. 1966.

(31) Cf. Rafael Pérez del Alamo: Apuntes históricos so­bre dos revoluciones (Sevilla 1870, nueva ed. 1872), reprodu­cido por Antonio M.ª Calero con el título de Apuntes sobre dos revoluciones andaluzas, M. 1971.

(32) Cf. Juan Díaz del Moral: Historia de las agitacionescampesinas andaluzas-Córdoba (1928), M. 1973, 78.

(33) Cf. Salustiano de Olózaga: Discurso de 11 dic. 1861, enLa Iberia, Suplemento de 19 dic. 1861, y mi trabajo «Las contra­dicciones de la revolución burguesa en España», cit. en n. 15.

(34) Cf. Carlos Rubio: «Reverente carta que dirige a S.M.la Reina D." Isabel II», La Iberia, 12 dic. 1863.

(35) Cf. Rispa y Perpiñá, op. cit., 61.(36) Además de los títulos cit. en n. 30, cf. Rafael Olivar

Bertrand: Prim, M. 1975. (37) Mario Méndez Bejarano: Idealismo jurídico-políti­

co e historia interna de la Revolución de Septiembre de 1868 (1889), M. 1919, 28.

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(38) Cf. F. Ducazcal: Memorias, en Heraldo de Madrid,N.º 37, 4 dic. 1890.

(39) Cf. Romualdo Lafuente: Málaga y sus opresores; re­lato verídico de los últimos sucesos de Málaga, Orán 1869. Antonio Porredón Ros de Eroles: Reseña histórica de los acontecimientos de Málaga, Málaga 1869. Amalio Gi­meno y Cabañas: El partido republicano de Valencia ante la Historia, Valencia 1870. Impresiones y recuerdos, arts. pub. en el Diario de Cádiz, Cádiz 1895, 87. Alberto Gil Novales: La Revolución de 1868 en el Alto Aragón, Zarago­za 1980, 95-100.

(40) Cf. carta de Félix Figueredo, Campamento de La­jas, 16 mayo 1869, en Máximo Navidad y Pérez: Vindicación militar y política del Coronel don ... , M. s.a. (pero 1873), doc. n.0 22, p. 70.

(41) Cf. Rosa Monlleó Peris: «La I República: últimaetapa de una revolución fallida», Trienio n.º 5, mayo 1985, 83-114. General López Domínguez: carta a Castelar, ejérci­to de operaciones frente a Cartagena, 2 enero 1874, en id.:Cartagena, M. 1877, 171-2.

(42) Cf. mi art. «La conflictividad social bajo la Restau­ración» (1875-1917), Trienio, N.º 7 (en preparación).

(43) Cf. Carlos Serrano: Final del Imperio. España 1895-1898, M. 1984.

(44) Cf. José Ortega y Gasset: ·«Don Gumersindo deAzcárate ha muerto», El Sol, 15 dic. 1917, cit. por O. C. III, 1947, 11-12. Reproducido también, con el título de «Don Gumersindo de Azcárate ha muerto anoche» en Pablo de Azcárate: Gumersindo de Azcárate. Estudio biográfico docu­mental, M. 1969, 41-42.

(45) Cf. Santiago Valentí Camp: Vicisitudes y anhelosdel pueblo español, B. 1911, 137-143.

(46) lbid., 148-151.(47) Cf. G. J. G. Cheyne (ed.): El don de consejo. Episto­

lario de Joaquín Costa y Francisco Giner de los Ríos (1878-1910), Zaragoza 1983, 122-124.

(48) Cf. Santiago Valentí Camp: Ideólogos, teorizantes yvidentes, B. 1922, 113-126 (las citas en 116 y 122).

(49) Cf. Rafael Altamira: «Direcciones fundamentalesde la Historia de España en el siglo XIX» (1922), en Temas de Historia de España, I, 15 y ss., M. 1929.