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 18 Domingo, 5 de julio de 2015 Historia y ficción pañuelo blanco de seda. Se dirigió al interior del casino; las gentes gritaban vivas y querían saludarlo, pero Gardel desapareció dentro del recinto. —Buenas tardes —me dice con el extraño acento gutural de los alemanes, el copiloto Hartmann Furst, con quien había conversado en otros vuelos. —¿Cómo están hoy las cosas? —le pregunto. —Muy molestos con el dueño de la Saco; ha publica- do un aviso en el periódico para humillarnos a Thom y a mí, por habernos quitado a Gardel. Recordé que durante el último mes las disputas habían sido bastante agresivas y que en Bogotá, el día que venía para Medellín, los dos pilotos se insultaron, y se prome- tieron venganzas que no logré comprender. Pensé que peleaban por nosotros los pasajeros, pero no estoy segu- ro. Gardel salió del cobertizo y levantó un vaso para salu- dar a los admiradores que continuaban lanzándole vivas. Tenía el sombrero puesto, apoyada la mano en el hombro de un amigo. Don Jorge Moreno se me acercó y dijo: —¡Qué envidia!, ah bueno ganarse la vida cantando por el mundo, rodeado de admiradoras y amigos, y vivir en una sola fiesta como ése. Vino Hartmann y nos invitó a subir al avión. Al salir del cobertizo había mucho viento. Subí a la nave y me senté en el puesto detrás del mando para ver las manio- bras de los pilotos. El asiento es de mimbre, no muy cómodo, pero “no transmite la vibración de los moto- res”, me explicó Hartmann una vez. Don Guillermo Escobar y don Jorge Moreno se sentaron frente a mí; un míster que no conozco subió con ellos; debe ser otro ale- mán, se están adueñando de todo. Vi por la ventana que el avión de Gardel también estaba listo para salir y alcan- cé a distinguir al jefe de tráfico colgado de la portezuela diciendo algo a gritos. Thom y Hartmann aceleran los motores y el avión hace tal estruendo que, parece, se va a desintegrar; yo no me preocupé, pues Hartmann me dijo que cada avión tiene decenas de miles de tornillos. La nave se mueve hacia la pista unos pocos metros y luego se detiene. Thom y Hartmann hablan en alemán, o mejor, gritan para poder oírse. Pensé que ese idioma es muy apropia- do para gritar. Mueven clavijas, botones y esperan. Don Guillermo está rezando en silencio, no quiere que se note E l 24 de junio de 1935 fue mi último día. Esa mañana tenía una cita con Fernando González en la Librería Dante, para recoger los  Ensayos de Montaigne, que habíamos pedido a la editorial Garnier Hermanos de París. Cuando llegué, Fernando estaba ojeando uno de los tomos. Al verme, y a modo de saludo, me leyó: “Nosotros no vamos, somos llevados como las cosas que flotan, dulce o violentamente, por aguas serenas o enloquecidas”. —Al fin llega a esta ciudad un poco de sabiduría — dijo, abrazando el libro contra el pecho y riendo con malicia. Reclamé mis ejemplares y salimos de la librería. Subimos por la carrera Palacé hacia el barrio Prado. Hablamos sobre la intención que tenían algunos comer- ciantes de convertirse en jueces, y de otras ocurrencias de los ricos de Medellín. Cuando llegamos a la altura del seminario nos despedimos; Fernando tenía que ir a ayu- nar, y yo a almorzar. Cruzó la calle con su cuerpo ágil, y me miró desde el otro lado, con esa mirada de pícaro y santo. Fue la última vez que lo vi. Almorcé temprano en casa de Paulina Velásqu ez; reco- gí las maletas, los encargos y mandamos a buscar un carro para que me llevara al aeródromo. Subí las maletas y tomamos la vía de La Playa, hacia el campo de avia- ción de Guayabal. Cuando estábamos llegando vi mucha gente, pregunté al chofer qué pasaba. —Es que Gardel va a hacer una escala en Medellín... él estuvo aquí hace tres días, y fue una sensación... El carro me dejó enfrente del casino de Scadta, pude ver que en el campo venía el avión con sus tres motores encen- didos carreteando. Bajé las maletas y entré en el cobertizo. Entregué el equipaje y me dirigí a la barra. Ofrecieron cer- veza negra alemana. Oí el ruido de otro avión que aterriza- ba; la gente comenzó a correr hacia la baranda que protege la pista, el avión se detuvo frente al casino de la Saco, que estaba a unos cien metros del nuestro. Se abrió la portezuela y comenzaron a bajar los pasa-  jeros. En la portezuela del av ión apareció Carlos Gard el. Se quitó el sombrero gris claro con cinta azul oscura y saludó al público que aplaudía; llevaba un traje negro, una corbata menta, y en el bolsillo de la chaqueta un La sonrisa trocada José Zuleta, el hijo del filósofo Estanislao Zuleta, escribió este cuento en recuerdo de su abuelo, Estanislao Zuleta Ferrer, que cumplió 80 años de muerto el pasado 24 de junio. Él murió en el mismo accidente que Carlos Gardel. Lo recordamos en estas páginas con este relato breve. Y presentamos, también, lo dicho por Fernando González en su diario al conocer la muerte del amigo.  I JOSÉ ZULETA ORTIZ que tiene miedo. El cabinero nos ofrece algodón para los oídos. El avión que conduce a Gardel llega a la cabecera de la pista y gira hacia la recta. Quiere pasar rasante sobre nosotros y hacernos dar un susto. Veo venir el avión volando a baja altura y confío en que pueda elevar- se. Thom y Hartmann miran paralizados y entonces el avión se incrusta en el nuestro. Envueltas en llamas, abrazadas por la furia de la competencia, las dos naves fueron una. Dentro de los estuches, crepitaban las guita- rras. Con el primer estruendo, salió de la caja donde se guardaban los perfumes y la gomina de Gardel un agra- dable olor a lavanda. Los sombreros de fieltro ingleses, con sus cintas de seda china, se encendieron; las cartas y los contratos que Gardel tenía en un portafolio de cuero verde, se encogieron sobre sí, y las letras perdieron su forma y su sentido antes de ser ceniza. La caja de discos y la copia de El día que me q uieras, que iban en la bode- ga con el equipaje, se convirtieron en serpentinas de fuego amarillas y azules. Su voz se apagó en las llamas, la pulcritud y la elegancia estaban calcinadas. Yo también morí esa tarde. Todo era confusión: nuestros cuerpos quedaron despa- rramados por la pista. Un doctor Montoya trató de hacer las necropsias pero nadie podía reconocernos, había humo de todos los colores; buscaron las argollas para saber quién era quién, pero el calor había fundido el oro; ahora éramos espectros de carbón. Buscaron entre los rostros carbonizados la sonrisa de Gardel y encontraron la mía. Comenzaron a tratarme de forma muy especial; la Paramount mandó una caja metálica. Empezó mi últi- mo peregrinaje; me llevaron por montes, ríos, valles y selvas hasta el puerto de Buenaventura, de allí en barco a Nueva York y luego a Buenos Aires en la Argentina. Ahora estoy aquí en el cementerio de la Chacarita. Me visitan miles de seres desconocidos. Estoy rodeado de placas y mármoles conmemorativos. Me llaman con cariño Morocho, Mudo, Zorzal. Entristece mortalmente saber que hace años, allá en Medellín, mi esposa Margarita le lleva flores, le reza, y le encomienda nues- tros hijos, a ese señor que, a decir de todos los que me visitan, cada día canta mejor I  Dedi cado a Ma rg ari ta V elá sque z, e spo sa d e Estan isl ao Zuleta Fer re r .

La sonrisa trocada 1

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Este contenido se publicó el 5 de julio de 2015 en la separata Generación, de El Colombiano. Su autor es José Zuleta Ortiz.

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  • 18 Domingo, 5 de julio de 2015

    Historia y ficcin

    pauelo blanco de seda. Se dirigi al interior del casino; las gentes gritaban vivas y queran saludarlo, pero Gardel desapareci dentro del recinto.

    Buenas tardes me dice con el extrao acento gutural de los alemanes, el copiloto Hartmann Furst, con quien haba conversado en otros vuelos.

    Cmo estn hoy las cosas? le pregunto. Muy molestos con el dueo de la Saco; ha publica-

    do un aviso en el peridico para humillarnos a Thom y a m, por habernos quitado a Gardel.

    Record que durante el ltimo mes las disputas haban sido bastante agresivas y que en Bogot, el da que vena para Medelln, los dos pilotos se insultaron, y se prome-tieron venganzas que no logr comprender. Pens que peleaban por nosotros los pasajeros, pero no estoy segu-ro. Gardel sali del cobertizo y levant un vaso para salu-dar a los admiradores que continuaban lanzndole vivas. Tena el sombrero puesto, apoyada la mano en el hombro de un amigo. Don Jorge Moreno se me acerc y dijo:

    Qu envidia!, ah bueno ganarse la vida cantando por el mundo, rodeado de admiradoras y amigos, y vivir en una sola fiesta como se.

    Vino Hartmann y nos invit a subir al avin. Al salir del cobertizo haba mucho viento. Sub a la nave y me sent en el puesto detrs del mando para ver las manio-bras de los pilotos. El asiento es de mimbre, no muy cmodo, pero no transmite la vibracin de los moto-res, me explic Hartmann una vez. Don Guillermo Escobar y don Jorge Moreno se sentaron frente a m; un mster que no conozco subi con ellos; debe ser otro ale-mn, se estn adueando de todo. Vi por la ventana que el avin de Gardel tambin estaba listo para salir y alcan-c a distinguir al jefe de trfico colgado de la portezuela diciendo algo a gritos.

    Thom y Hartmann aceleran los motores y el avin hace tal estruendo que, parece, se va a desintegrar; yo no me preocup, pues Hartmann me dijo que cada avin tiene decenas de miles de tornillos. La nave se mueve hacia la pista unos pocos metros y luego se detiene. Thom y Hartmann hablan en alemn, o mejor, gritan para poder orse. Pens que ese idioma es muy apropia-do para gritar. Mueven clavijas, botones y esperan. Don Guillermo est rezando en silencio, no quiere que se note

    El 24 de junio de 1935 fue mi ltimo da. Esa maana tena una cita con Fernando Gonzlez en la Librera Dante, para recoger los Ensayos de Montaigne, que habamos pedido a la editorial Garnier Hermanos de Pars.

    Cuando llegu, Fernando estaba ojeando uno de los tomos. Al verme, y a modo de saludo, me ley: Nosotros no vamos, somos llevados como las cosas que flotan, dulce o violentamente, por aguas serenas o enloquecidas.

    Al fin llega a esta ciudad un poco de sabidura dijo, abrazando el libro contra el pecho y riendo con malicia.

    Reclam mis ejemplares y salimos de la librera. Subimos por la carrera Palac hacia el barrio Prado. Hablamos sobre la intencin que tenan algunos comer-ciantes de convertirse en jueces, y de otras ocurrencias de los ricos de Medelln. Cuando llegamos a la altura del seminario nos despedimos; Fernando tena que ir a ayu-nar, y yo a almorzar. Cruz la calle con su cuerpo gil, y me mir desde el otro lado, con esa mirada de pcaro y santo. Fue la ltima vez que lo vi.

    Almorc temprano en casa de Paulina Velsquez; reco-g las maletas, los encargos y mandamos a buscar un carro para que me llevara al aerdromo. Sub las maletas y tomamos la va de La Playa, hacia el campo de avia-cin de Guayabal.

    Cuando estbamos llegando vi mucha gente, pregunt al chofer qu pasaba.

    Es que Gardel va a hacer una escala en Medelln... l estuvo aqu hace tres das, y fue una sensacin...

    El carro me dej enfrente del casino de Scadta, pude ver que en el campo vena el avin con sus tres motores encen-didos carreteando. Baj las maletas y entr en el cobertizo. Entregu el equipaje y me dirig a la barra. Ofrecieron cer-veza negra alemana. O el ruido de otro avin que aterriza-ba; la gente comenz a correr hacia la baranda que protege la pista, el avin se detuvo frente al casino de la Saco, que estaba a unos cien metros del nuestro.

    Se abri la portezuela y comenzaron a bajar los pasa-jeros. En la portezuela del avin apareci Carlos Gardel. Se quit el sombrero gris claro con cinta azul oscura y salud al pblico que aplauda; llevaba un traje negro, una corbata menta, y en el bolsillo de la chaqueta un

    La sonrisa trocadaJos Zuleta, el hijo del filsofo Estanislao Zuleta, escribi este cuento en recuerdo de su abuelo, Estanislao Zuleta Ferrer, que cumpli 80 aos de muerto el pasado 24 de junio. l muri en el mismo accidente

    que Carlos Gardel. Lo recordamos en estas pginas con este relato breve. Y presentamos, tambin, lo dicho

    por Fernando Gonzlez en su diario al conocer la muerte del amigo. I JOS ZULETA ORTIZ

    que tiene miedo. El cabinero nos ofrece algodn para los odos. El avin que conduce a Gardel llega a la cabecera de la pista y gira hacia la recta. Quiere pasar rasante sobre nosotros y hacernos dar un susto. Veo venir el avin volando a baja altura y confo en que pueda elevar-se. Thom y Hartmann miran paralizados y entonces el avin se incrusta en el nuestro. Envueltas en llamas, abrazadas por la furia de la competencia, las dos naves fueron una. Dentro de los estuches, crepitaban las guita-rras. Con el primer estruendo, sali de la caja donde se guardaban los perfumes y la gomina de Gardel un agra-dable olor a lavanda. Los sombreros de fieltro ingleses, con sus cintas de seda china, se encendieron; las cartas y los contratos que Gardel tena en un portafolio de cuero verde, se encogieron sobre s, y las letras perdieron su forma y su sentido antes de ser ceniza. La caja de discos y la copia de El da que me quieras, que iban en la bode-ga con el equipaje, se convirtieron en serpentinas de fuego amarillas y azules. Su voz se apag en las llamas, la pulcritud y la elegancia estaban calcinadas.

    Yo tambin mor esa tarde. Todo era confusin: nuestros cuerpos quedaron despa-

    rramados por la pista. Un doctor Montoya trat de hacer las necropsias pero nadie poda reconocernos, haba humo de todos los colores; buscaron las argollas para saber quin era quin, pero el calor haba fundido el oro; ahora ramos espectros de carbn. Buscaron entre los rostros carbonizados la sonrisa de Gardel y encontraron la ma. Comenzaron a tratarme de forma muy especial; la Paramount mand una caja metlica. Empez mi lti-mo peregrinaje; me llevaron por montes, ros, valles y selvas hasta el puerto de Buenaventura, de all en barco a Nueva York y luego a Buenos Aires en la Argentina.

    Ahora estoy aqu en el cementerio de la Chacarita. Me visitan miles de seres desconocidos. Estoy rodeado de placas y mrmoles conmemorativos. Me llaman con cario Morocho, Mudo, Zorzal. Entristece mortalmente saber que hace aos, all en Medelln, mi esposa Margarita le lleva flores, le reza, y le encomienda nues-tros hijos, a ese seor que, a decir de todos los que me visitan, cada da canta mejor I

    Dedicado a Margarita Velsquez, esposa de Estanislao Zuleta Ferrer.