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La Sultana Aurora
Mariela Arvelo
La Sultana Aurora
Mariela Arvelo
2017
La Sultana Aurora
Mariela Arvelo
Diseño gráfico: Gustavo A. Rodríguez
Hecho el depósito de ley
Primera edición (ebook): 2017
Depósito legal: LA2017000005
ISBN: 978-980-12-9310-1
© Mariela Arvelo
Todos los derechos reservados
A la memoria de mi hermano Alberto,
quien me enseñó el camino de los resplandores
Comentarios necesarios
sobre la obra
Esta novela se desarrolla en España, en la segunda mitad del
siglo X. La primera parte, donde se narra la infancia y juven-
tud de Aurora, la principal protagonista, es completamente
ficticia. No obstante, está centrada en el momento histórico
preciso y es fiel (en la medida de lo posible) a la descripción
del ambiente físico y humano y a las variadas manifestaciones
culturales (costumbres, tradiciones, supersticiones, rituales y
leyendas) de una pequeña aldea en el Norte cristiano.
El resto del libro, el cual se desarrolla en al-Andalus - la Es-
paña musulmana, cuya capital era Córdoba – contiene, por
supuesto, una gran parte de ficción. Sin embargo, está susten-
tado en una base histórica evidente. Cabe aquí destacar que
Aurora (“Subh”, en árabe), no era sultana, en el sentido estric-
to de la palabra, como lo fueron las esposas de los sultanes
turcos y de otros príncipes mahometanos. Fue el sabio arabis-
ta Reinhart Dozy, en su famosa obra sobre los musulmanes en
España, quien tradujo como “Sultana” el título honorífico de
Aurora, esposa preferida y a la vez madre del príncipe herede-
ro del Califa de Córdoba, al - Hakam II al – Mustansir.
Es importante señalar que este libro es la continuación de
"Azahara y El Califa", novela que la autora publicó en el año
2004 y cuyos protagonistas son el primer Califa de Córdoba,
‘Abd al-Rahman III y Azahara, su muy amada favorita.
Introducción
Diciembre del año 999
Hoy recuerdo mi historia. Son tantos los caminos que he
transitado, tantos los desengaños que he vivido, tan inmensa
la gloria, tan duras las caídas, que cuando ya he quedado sin
aliento, sola y perdida, agobiada de rabias y de miedos, me
dispongo a escribir.
Soy la Sultana Aurora. Mi vida ha comenzado varias veces y
varias veces ha finalizado. Dos de los hombres más podero-
sos de la Tierra, me marcaron el alma con sus sellos distin-
tos; amor y desamor que se vinieron juntos, hasta el centro
absoluto de mi fracaso.
Tal vez perdí los signos de la cordura. Persistí en la vengan-
za, en la ponzoña de la venganza que aún me duele. Hoy re-
cuerdo mi historia sin avergonzarme, sin arrepentirme. La
recuerdo y la escribo en el ahora, en el presente de los re-
cuerdos. La escribo día por día, desde el instante de mi infan-
cia, en la frescura de las montañas. La recuerdo y la escribo
cuando ya estoy muriendo, cuando ya nada existe, y me en-
cuentro en el límite del mundo, encerrada en la noche.
Primera Parte
La Región
de los Fríos Intensos
11
Las montañas
He separado mis montañas. Las mías son de rubíes y
esmeraldas y otras piedras preciosas que se quedan
prendidas en las cumbres. Las mías tienen los bosques
más espléndidos, por donde yo camino cuando comien-
zan a cantar los gallos. ¡Las otras son de los demás!
Nací bajo el amparo de la Santísima Virgen de los
Jacintos, en una villa aislada, de las que nacen bajo la
lluvia en las tardes de invierno, de las que nunca se han
quejado de su mala suerte, y siempre mueren de aban-
dono.
Mi historia empieza el año de los azulejos, en una
casa blanca de treinta escalones, vecina del castillo y del
monasterio. Mi historia empieza a abrirse como la flor
del río que se va lejos, que se pierde a lo lejos y jamás
regresa.
Las mañanas de sol me han amparado en este in-
vento mío de la vida, que conserva el perfume de las
encinas y los pinos, de los jazmines del verano y la tierra
mojada por la llovizna de la noche.
Mis padres son de los peñascos, de las lejuras
empinadas, nacidos en los riscos como los torrentes. Mis
12
padres conocieron los límites del cielo, cuando alzaron
los ojos hacia el firmamento y vieron el inicio de las es-
trellas.
He separado mis montañas. Las hice con mi voz
en el transcurso de los días felices. Las hice con palabras
de alegría, en las mañanas más iluminadas. Son las
montañas de ásperas pendientes, son las montañas de
elevadas cimas, por donde voy, entre los árboles, a que-
darme tranquila con mis pensamientos.
Los pastores ya vienen acercándose. Adivino sus
pasos en los linderos del crepúsculo. Adivino la risa de
los pastorcitos que vienen retozando junto a los mayores
y entonan cantos viejos, romances de otros tiempos, que
han aprendido de los abuelos. Adivino que llegan los
pastores; ya los oigo.
Oigo las flautas dulces sonando en la cañada,
acompañadas por el balido de las ovejas. Su sonido se
alarga hasta llegar a los sembrados y meterse en las ca-
sas de los labradores; su sonido se estira hasta los mon-
tes más azules.
13
Oigo los cantos del regreso, cuando los hombres
bajan de los fríos intensos, donde han permanecido des-
de un día impreciso. Los pastores regresan con el canto
de amor en la garganta. Cada uno se viene con la ilusión
por la mujer querida, la que le roba el pensamiento, la
que lo cuida lo comprende, y lo espera esta noche junto
a la lumbre.
Es canción del retorno, del reencuentro. La can-
ción del pastor que se cansó de andar en soledad y llega
presuroso, en la impaciencia del abrazo. Es la canción de
la esperanza que baja de los bosques.
Pero uno de los hombres canta al infortunio. No
llega al pueblo con los otros, sino que permanece en la
distancia, apartado y perdido y se avergüenza de su
desgracia. Me acerco a él en silencio, y escucho su can-
ción, que es un lamento melodioso. Me conmueven sus
versos desgarradores. La mujer de su vida lo ha enga-
ñado. El pastor canta y llora. El pastor canta al descon-
suelo que le han dejado, a la llama de fe que le han qui-
tado. Le canta al desencanto y al olvido.
Hoy ha llovido todo el día. Ha llovido en la sierra
toda la semana, el mes entero. La lluvia nos envuelve,
14
nos circunda, nos sumerge en su centro y nos domina.
Con la lluvia infinita que no cesa, el bosque se hace im-
penetrable.
Pero yo subo a la montaña, a los bosques de ha-
yas y de encinas, y me lleno de lluvia, de las verdades
de la lluvia, para escuchar las voces de las aguas. Es un
ritual secreto, un convenio de siglos que yo he cumplido
todos los años, desde que vago en estas soledades.
El paisaje nublado borra el firmamento. Los va-
lles siguen, bien extendidos en la tarde, y los montes de
piedra abruptamente caen a mis espaldas. Sigo un ca-
mino despejado, que va detrás del río por el desfiladero.
Algunos animales huyen despavoridos por miedo a los
relámpagos. Los más desprevenidos quedan hundidos
en el lodo.
Una docena de hombres – con las bragas estre-
chas y los mantones ensangrentados - bebe la sangre de
un caballo. Es el caballo de pelaje rojo, el mismo que
saltaba las barreras y estaba acostumbrado a los abis-
mos. Reconozco su piel que yo una vez acariciaba, y sus
dos ojos muertos que ya no me miran.
Las manos de los hombres todavía sostienen los
cuchillos-cortos y las espadas. No me han visto y prosi-
15
guen la antigua ceremonia de los primeros hijos de la
intemperie. La lluvia trae la sangre del caballo hasta la
planta de mis pies. Me inclino a recogerla y bebo yo
también el agua-sangre.
El viento trae las notas de un instrumento extra-
ño, que yo jamás había escuchado. Recuerdo las pala-
bras de un viejo de la aldea:
- En la estación de las tormentas, niña Aurora, la san-
gre del caballo es nuestra protección…
Regreso a casa con los ojos cubiertos de lágrimas.
Lloro por el caballo de pelaje rojo, y la lluvia se lleva mi
llanto quién sabe hacia dónde. Paso frente al castillo y
me quedo mirándolo, como tantas veces. ¡Jamás me can-
so de mirarlo!
¡El castillo, el castillo! En las almenas, los arque-
ros vigilan día y noche. Los centinelas van y vienen, an-
dando y desandando el camino de ronda, en toda la ex-
tensión de la muralla.
Las tropas enemigas de los “demonios-de-
turbante” pueden venir de cualquier parte, eso dicen,
pueden aparecer un minuto cualquiera, entre el amane-
16
cer y el filo oscuro de la medianoche. Mientras llegan, si
llegan, el castillo se impone en el centro del mundo. ¡El
castillo, el castillo! Una posesión mía incuestionable,
regalo de mi fuerza protectora.
Siempre he sabido que la existencia del castillo ha
sido indispensable para que yo persista en empinarme,
en mantenerme alerta como las águilas, en mantenerme
llena de ilusiones. Sus muros se levantan para llevar mis
ambiciones hasta el firmamento, para llevar mis peticio-
nes a la esfera más alta del firmamento, donde Dios ora
y calla.
Nuestras pequeñas casas y nuestros escondites se
han dejado caer a los pies del castillo. Se han echado a
los pies de los claveles del castillo, de la roca maciza que
lo sostiene. Los niños de la aldea nos dejamos caer a los
pies del castillo, como si fuéramos violetas rotas por el
viento.
Sigo el camino de las cabras y subo por la cuesta,
monte y peñasco arriba. Me detengo, como todos los
días, para ver el castillo desde la misma altura de mi
cabeza. Lo tengo justo frente a mí. Espío entonces. Escu-
driño minuciosamente con la mirada, apagando los ojos
para agudizarlos. Aparto con las manos varios rayos de
17
sol que me enceguecen. Los aparto y se van. Miro a mis
anchas.
En el transcurso de los años he aprendido a ob-
servar las diferencias; a distinguir los más mínimos
cambios que suelen operarse en el castillo. Conozco al
duque y la duquesa que habitan en la torre-fuerte. La
delgada duquesa se viste casi siempre con túnicas sin
mangas de colores intensos – fucsia, granate, azul añil –
ceñidas en el talle por cinturones largos que caen en fle-
cos; y cubre sus espaldas con mantones bordados, de los
mismos colores de sus vestidos. Y ya me lo he jurado:
¡Algún día tendré trajes tan lindos como ésos! Y porque
la duquesa está casada y pertenece a noble cuna, se cu-
bre la cabeza con tocados muy rígidos y engominados,
para que no se asome ni siquiera una hebra de su cabe-
llo. Yo pienso: ¡Qué incomodidad!, mientras toco mi pe-
lo que flota en el viento…
Conozco uno por uno a los sirvientes del castillo:
al cocinero de las salsas, que es gordo y calvo y mete sus
manazas en los calderos, y después se chupa los diez
dedos, para probar lo que cocina; al que se ocupa de los
manteles, que es flaco y encorvado; a los guardias ar-
mados, a los mozos de cuadra, al capellán de la capilla.
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Se movilizan alborotadamente, como hormiguitas del
hormiguero, por cocinas, establos, almacenes, y patios
de honor.
Desde lejos he visto dos niños - los pequeños du-
ques - en un jardín rodeado de buganvillas. Ella debe
tener la misma edad que yo y él es más pequeño. Me
hacen señales para que vaya a jugar con ellos, porque se
encuentran solos, sin amigos, encarcelados en el castillo.
Desde la misma altura los saludo y prometo que pronto
iré a encontrarlos. Y parece mentira: ¡Siento pena de
ellos! ¡No cambiaría por nada mi libertad!
Con mi visión de ave rapaz he penetrado en el
castillo por las ventanas que están abiertas. Y contemplo
la alcoba principal, la más amplia y lujosa de la torre-
fuerte: puedo ver varias sillas de marfil, dos veladores y
la gran cama encortinada, donde los duques duermen y
suspiran. Y me doy cuenta que los pisos han sido recu-
biertos con albahaca y menta, recogidas al borde de los
ríos. ¿Serán alfombras perfumadas? ¡Dios mío, qué ri-
queza!
Sigo el camino de las cabras; voy subiendo. Me
detengo un instante para descansar porque mi pensa-
miento me fatiga. Me fatigan las cosas que existen den-
19
tro del castillo y yo no tengo... ¡Alguna vez tendré una
cama encortinada! ¡Ya me lo he prometido!
Los sirvientes encienden el fuego al amanecer.
Todos empiezan a moverse como hormiguitas, mientras
el humo se levanta en siluetas livianas, hasta tocar las
nubes. Los arqueros vigilan noche y día sin descanso;
miran de un lado para otro sin hallar sosiego. ¡Están
alerta a la llegada de los moros! Ha llegado la hora del
cambio de guardia y van a descansar los que pasaron la
noche en vela.
Sigo el camino de las cabras; tras ellas voy su-
biendo porque soy la pastora de mi rebaño. Dejo atrás el
castillo y me olvido de él hasta mi hora de espionaje del
día siguiente. ¡Qué sería de mi vida sin el castillo! ¿Qué
novedad encontraré mañana?
Hoy logro ver al duque Gildeberto, el dueño del
castillo y de los campos aledaños. El distinguido caba-
llero luce una inmensa fíbula de plata, en forma de ser-
piente, que sujeta su manto en el hombro derecho. Y yo
la hago brillar, desde mi sitio de espionaje, con los rayos
de sol que aparto de mis ojos.
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Los tesoros espléndidos del duque Gildeberto son
conocidos a lo largo y lo ancho de todo el reino. Se co-
mentan leyendas acerca del origen de la gran riqueza.
Dicen que fue la Santa Cruz de la Victoria - tallada en la
madera de un cerezo - la que le trajo toda la fortuna. Se
comenta que él logró tallarla cuando era un niño de diez
años, que trabajó durante meses, o tal vez años, y que
vino cargando con la cruz, doblando sus espaldas, hasta
que la condujo al oratorio.
Los criados de confianza siguen los pasos del du-
que Gildeberto por aposentos y laberintos del castillo, y
están atentos a sus mandatos, a sus necesidades, a los
más mínimos deseos que deben complacerse de inme-
diato. Yo también, desde lejos, me voy con la mirada
tras el duque. Observo sus vaivenes, sus ocupaciones.
Está ahora reunido con los consejeros y escucho el eco
de sus órdenes. Observo los bordados de su manto y
veo la camisa de blanco hilo.
Ahora está reclinado en el sillón de mando;
atiende los asuntos del ducado y ordena redoblar la vi-
gilancia, porque el ejército del Califa de Córdoba no deja
tregua a los reinos cristianos.
21
El duque Gildeberto se encuentra inmóvil y pue-
do detallar tranquilamente sus hermosas facciones. Can-
tan cientos de pájaros a un mismo tiempo y él se sor-
prende del precioso canto. El servidor de copas sirve el
vino en un copón de oro. Gildeberto se pone de pie y
está mirándome por la ventana abierta. Recoge con su
vista mi rebaño de cabras que se ha dispersado. Lo reú-
ne de nuevo. Él levanta su copón de oro, para saludar-
me. Y yo levanto el sol de la montaña.
22
Del río hasta el vendaval
El río nace en la sierra de las gamuzas y los corzos. Nace
en las aguas de un pocito tranquilo y transparente, que
ni Dios toma en cuenta. Desde allá de lo alto se deja ve-
nir, como línea de plata que se ensancha, que se acre-
cienta con los chubascos, hasta que se hace poderoso. Y
luego baja, convertido en un caudal de furia, arrastran-
do los troncos y piedras que encuentra a su paso, hasta
que se desploma en nuestro valle. Aquí llega cansado,
sus aguas vuelven a ser mansas. Y se empoza en mis
manos, hasta que yo lo dejo seguir.
A lo largo del río se estira el pueblo de casitas
blancas, una al lado de otra, sin espacio entre ellas, sin
aire libre para separarlas. Las calles son sinuosas, y dan
vueltas y giros, serpenteando, con el rumbo que marca
la corriente. Escaleras de piedra, arcos, balcones, tejas
rojas, todo el pueblo se extiende a lo largo del río.
Pero mi casa no se encuentra en la aldea, sino que
se ha escondido, sin que a nadie le importe, monte y
peñasco arriba, en el bosque de hayas. Allá ha permane-
cido mi familia por tiempo indefinible. Mis padres, mis
hermanos, mis abuelos y tíos, ellos se quedan detenidos
23
en un lugar del campo. Pero yo me desplazo como el
río, sin detenerme nunca.
El río me aguarda esta mañana de azules inten-
sos. Yo me quito el vestido de aguadora y el río me reci-
be, en su liviano corazón. El agua es dulce, perfumada,
y tiene la frescura del día que comienza. Me divierto
mirando mi cuerpo desnudo en el reflejo de las aguas.
Mi figura se mueve sobre las ondas, y me dejo llevar con
la suave corriente que sigue, sin prisa, hacia un lugar
que desconozco.
Ha llegado la hora de regresar. Me pongo el traje
de aguadora, lleno de agua mi cántaro y recojo turque-
sas en la orilla del río. “Estas cinco turquesas, las pondré
en mi corona de princesa”, pienso. Y regreso a mi casa
ilusionada, con la cabeza llena de fantasía.
Es grande la aventura de una niña nacida entre
las cabras. Son grandes las sorpresas y largos los cami-
nos que se ven delante. El mundo se hace interminable
para abarcarlo en una sola vida. Interminables son sus
maravillas, signos y secretos, que estoy dispuesta a des-
cubrir.
24
Pero entre las paredes de la vivienda, la realidad
se queda sin encanto. Del lado acá de las aldabas y los
pesados paños, del lado acá de llaves y candados, el sol
no tiene acceso, y yo me quedo presa de las sombras.
Todo me espanta en la penumbra de este agobiante en-
cierro y me hace falta el aire para respirar. Estiro los dos
brazos y me voy caminando, como los ciegos, para no
tropezar con los escasos muebles de la vivienda. Mis
ojos nunca se acostumbran a la noche perenne que tengo
alrededor.
Las mínimas ventanas de mi casa, apenas si per-
miten la entrada de la luz, y en ese desconcierto de os-
curidades, todo tiene la forma de los espectros. Oigo
quejidos engañosos atrás de mis orejas. Escucho voces
aterradoras que mencionan mi nombre ¡Aurooora! ¡Au-
roooooora!… Monstruosos rostros me persiguen y sien-
to que me atrapan unas huesudas manos. Busco el refu-
gio de mi querida hermana Elvira, para que me consue-
le. Ella me abraza y ríe de mis temores.
- ¡No seas tonta, hermanita! No existe nada oculto en
nuestra casa… Somos buenos cristianos y por eso nos
cuidan Jesús, José y María…
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Ahora me siento en la alta banqueta de madera,
junto al fuego encendido, para ver como el humo invade
nuestra casa. A un lado mío, el caldero de hierro, sus-
pendido en el techo de la vivienda, adquiere dimensio-
nes colosales. Creo que se mece al mismo ritmo de mi
respiración, hasta que no respiro más y vuelvo al ciclo
de los espantos. Cierro los ojos y veo que el caldero está
repleto de condenados. En él pagan sus culpas los que
llegaron al infierno, los que ya están perdidos, quemán-
dose en las llamas del fuego eterno, los que me dijo el
Padre Nicodemo que se quedaron sin perdón de Dios.
- ¡Ave María Purísima! – grito asustada. Y como puedo
abro la puerta, para respirar.
No he tenido juguetes como otras niñas de la al-
dea, pero jamás me han hecho falta, porque yo juego con
mis cabras y animalitos que encuentro en el monte. Me
entretiene, además, jugar con moneditas de oro. ¡Tengo
fascinación por las monedas de oro! Y el tesorero del
monasterio me ve llegar con muestras de disgusto, por-
que le pido moneditas de oro, para jugar. (Yo conozco
secretos de dos personas del monasterio; unos secretos
26
que avergüenzan, y por eso prefieren mantenerme fue-
ra, lo más lejos posible…) El tesorero del monasterio se
dispone a informar a un alto funcionario:
- ¡Ha regresado Aurora! - le comenta, halándose las
barbas – Y me ha vuelto a pedir monedas de oro para
jugar…
El funcionario le responde airado:
- ¡La entremetida pastorcita es un estorbo exasperante!
¡Hay que mantener lejos a la niña Aurora! Ella es una
amenaza…
Pero siempre yo vuelvo. Es un afán de ir en as-
censo, de subir y subir casi arrastrándome, para llegar al
sitio que me rechaza. Y pido al tesorero, amablemente:
- Quiero monedas de oro, señor tesorero, para pagar
rescate por dos esclavas prisioneras en las alcobas del
monasterio…
Pero no me hace caso y me despide nuevamente,
con las palabras más ofensivas. Me repite que soy una
peste, que me echará los perros más feroces si insisto en
molestarlos. Pero a mí no me importa y vuelvo cada
tarde. ¡Quiero tener mis moneditas de oro y seguiré in-
sistiendo para conseguirlas!
27
El monasterio está en la parte más alta de la mon-
taña, en la región de los fríos intensos y la neblina más
encubridora. El monasterio está escondido atrás de al-
gunas sombras que nunca pude distinguir. ¿Quiénes
son? ¿Dónde van? Sombras y voces que se ocultan, que
caminan de prisa, que cruzan la vereda y aprovechan el
cielo de la noche, cuando ya los luceros se han apagado.
A veces me parece que el monasterio está lejos
del Cielo, porque el tesorero y el alto funcionario son
grandes pecadores. ¡Fingen mucha piedad, oran a gran-
des voces, se dan golpes de pecho y tienen dos mujeres
en sus alcobas! Le debo preguntar al Padre Nicodemo si
ellos están en pecado mortal y serán castigados a fuego
eterno, en las calderas del Infierno… ¡o en el caldero de
mi cocina!
¿Y será perdonado Gelesvinto? Él es otro episo-
dio extraño de mi infancia, un personaje como salido de
otro mundo, que aterroriza a todos los muchachos
cuando se pone a pegar gritos a los cuatro vientos. Pero
yo no le temo; al contrario, le tengo lástima y cariño. A
28
veces siento que en sus locuras incomprensibles existe
mucho de sabiduría y de verdad.
Tengo el presentimiento que voy a encontrarlo
dentro de poco, mientras subo la sierra de jaspe y corna-
linas; es un presentimiento con escalofríos, por eso sé
que voy a encontrarlo. Los caballos silvestres corretean
en la selva de la mañana y sacuden sus crines. Y en un
pequeño lago, blanco de neblina, se detiene la luz.
Encuentro a Gelesvinto en la región de los fríos
intensos. Él es un visionario atormentado, a veces medio
loco, a veces medio cuerdo, a veces medio brujo, que
predice el futuro, y se la pasa alucinado con las premo-
niciones que dice percibir.
Gelesvinto se viste con pieles de gatos salvajes y
tiene cortes profundos en las mejillas. Él mismo se pare-
ce a un gato salvaje, cuando de un salto trepa los árbo-
les, se sube hasta la copa de los árboles, y se lanza al
vacío como una fiera enloquecida.
No se preocupa de ocultarse, sino que se atravie-
sa en mi camino, ofuscado, gruñendo, dándose golpes
en las rodillas, halándose las barbas y el greñudo cabe-
llo, provocándome. Tiene un rebaño de negras ovejas –
feas y greñudas como su dueño- que también se atravie-
29
san para impedirme el paso. Estoy molesta; me detengo
y pregunto:
- ¿Qué pasa, Gelesvinto? ¿Qué me quieres decir, con
esos ademanes de loco furioso? ¿Por qué no dejas li-
bre mi camino? ¿Por qué no dejas que siga adelante?
¡Recoge pronto tu rebaño y déjame pasar!
- Yo te estaba esperando, niña Aurora, dice - mientras
tuerce los ojos y engurruña los dedos como un simio -
porque debo ofrecer un sacrificio y quiero que tú es-
cojas, entre mis ovejas, la más apropiada… Míralas
bien; no te equivoques. Tu selección es importante.
Me quedo a contemplar el despiadado sacrificio.
Ya no me causa asombro, porque lo he visto hacer cien-
tos de veces por estas soledades. Pero siempre me causa
un sentimiento de inmovilidad, de postración, que me
impide apartarme. Gelesvinto sostiene su puñal de
monte. Gelesvinto lo encaja con todas sus fuerzas. Ge-
lesvinto escudriña en las entrañas de la oveja, sin ex-
traerlas del cuerpo. Y palpa con ahínco las venas del
pecho, para orientar sus vaticinios. Suda copiosamente,
a pesar del frío intenso del paraje. Ha bebido la sangre
de la oveja, unta con sangre las cortaduras de las meji-
30
llas y su rostro demuestra un espantoso sufrimiento. Yo
estoy muriéndome de angustia y no puedo moverme.
- ¿Qué es lo que ves ahora? ¿Qué haces, Gelesvinto?
¿De cuál mundo perdido resucitaste? ¿Puedes ver el
futuro en las entrañas de tu oveja negra?
Gelesvinto se agota en el esfuerzo. Está extenua-
do, ido, tiembla todo su cuerpo, sus ojos se extravían y
me parece que va a caer. No escucha mis palabras, se
desentiende de mi presencia y se tapa los ojos con los
jirones de la piel de gato. Lo oigo sollozar; se agita con el
llanto y me quedo sentada junto a él, sin perturbarlo en
su aflicción.
Después, mucho después, me ofrece agua y bello-
tas y se lava la cara en el pequeño lago, blanco de nebli-
na. Es entonces cuando habla:
- Los días mejores se han perdido, niña, y vienen los
horrores inimaginables que no tienen nombre. Ya se
ha anunciado el Fin del Mundo, el que debe llegar
mil años después de la Pasión de Cristo. Y se aproxi-
ma el Gran Terror. Ya se ven las señales amenazado-
ras. ¡Míralas en las venas y en las entrañas de la ove-
ja! Tendremos hambre, guerra, plaga, enfermedades.
Y muerte, mucha muerte.… Los invasores se aproxi-
31
man y nuestros hijos serán devorados por hambrien-
tos dragones…
- ¿Qué locuras me dices, Gelesvinto? ¿De qué infierno
regresas?
- Yo no regreso del infierno, niña. Hacia allá me enca-
mino...
Se me ha hecho tarde y mi familia debe estar es-
perándome. Siempre que encuentro a Gelesvinto me
sucede lo mismo: quedo tan aturdida con sus palabras,
con su cara de loco, que no puedo moverme por un lar-
go rato. Ahora debo correr para llegar a casa antes de
que mi madre sirva la cena, y mi padre pronuncie las
oraciones de Acción de Gracias por la comida que va-
mos a recibir.
Nuestra familia es numerosa y casi no cabemos
en la casa, que ha ido achicándose, encogiéndose, con el
paso del tiempo. Ocho personas que dormimos juntas, o
casi juntas, en la pieza más amplia (que sigue siendo
muy pequeña, para meter en ella mis pensamientos, mis
contradicciones). Somos ocho vasallos del duque Gilde-
berto. Ocho vasallos del castillo.
32
Como todos los hombres de la villa, nuestro her-
mano mayor, Evangelista, trabaja sin sueldo los campos
del castillo y repara sin sueldo las murallas y torres del
castillo y muele miles de aceitunas en la almazara del
señor. Y como pago único, como favor inmenso que nos
ofrece, el duque nos protege en los tiempos de guerra.
El duque y sus soldados custodian nuestras
siembras y nuestros ganados ante las asechanzas de
pueblos enemigos; ante las asechanzas del rey moro,
que puede aparecer cualquier momento. Y desde arriba,
desde las torres del castillo, los arqueros vigilan el traba-
jo sin tregua de los aldeanos que deben laborar de sol a
sol. Los duques, desde arriba, nos controlan la vida.
Marian, Elvira y yo, junto con nuestra madre, nos
reunimos al pie del altar, para orarle a la Virgen Santí-
sima de los Jacintos. Si no oramos, tejemos hilos de al-
godón y hacemos nuestros rústicos vestidos que cada
vez parecen más deslucidos. ¡Qué feos son! ¡Más que
feos, horribles! ¡Yo quisiera tirarlos todos al pozo!
En otras ocasiones, mientras rezamos, nos dedi-
camos a curtir pieles, para forrar el manto de cada
miembro de la familia. Y seguimos rezando el Padre-
nuestro y el Avemaría, cuando hacemos oficios de viña-
33
doras, cultivamos las viñas, y fabricamos vino con el
sabroso jugo de las uvas. Yo cumplo otra misión muy
importante dentro de mi familia: como soy la menor de
las mujeres, cuido las cabras.
Mis hermanos menores, Santiago y Mateo, nacie-
ron juntos una misma tarde, uno detrás del otro, porque
son gemelos. A veces nos ayudan en las labores del pe-
queño huerto; otras veces se quedan dormidos por ho-
ras y horas y mi madre prefiere no despertarlos. Mis
hermanitos duermen como ángeles y dejan que la vida
siga el rumbo y los libere de la mala suerte y los libre del
hambre, mientras duermen.
Muy temprano comienzo mi labor en el campo y
paso parte de mi día pastoreando el rebaño. ¡Escapar del
encierro es lo que más deseo! Y me echo a correr, apenas
me despido de mis padres, en la pequeña puerta de la
casa.
Las cabras se dispersan en las orillas de los ba-
rrancos, y me apresuro a recogerlas. Hago equilibrio al
borde de las rocas, pero no tengo miedo de caer, porque
conozco como las cabras en cuál lugar se pisa en falso y
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dónde existen los peligros de la montaña. Ellas siguen
trepando, otras veces bajando, hasta alcanzar los brotes
tiernos que crecen más arriba, o más abajo… Y yo las
dejo en libertad un rato, dueñas de hacer lo que les plaz-
ca.
Me siento en un peñasco para arrancar un ramo
de alhelíes. Un treparriscos, de alas rojas y negras, se
detiene a mi lado y me quedo mirándolo, complaciendo
mis ojos con su belleza. Es el momento para descansar,
para dejar volar el pensamiento, para dejarlo ir, sobre
las alas del treparriscos, hacia la historia que transcurre
en lejanas comarcas, en el Sur… Mi abuelo siempre ha-
blaba de esa historia, llena de gloria y de grandeza, y yo
pasaba horas escuchándolo hablar.
Llega un cabrito solitario que no es de mi rebaño.
El cabrito no salta, camina despacio, arrastrando su
cuerpo y mira ensimismado el universo que lo agobia.
Lo acaricio y le hago muchas preguntas:
- ¿Quién eres tú, pequeño? ¿Por qué andas solo y des-
protegido? ¿Dónde están tus parientes?
El cabrito sube a mi regazo, se recoge en mi túni-
ca y se queda dormido. Yo duermo junto a él por un
instante, y sueño con lugares encantados… (¿Eran los de
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la historia que contaba mi abuelo?) Esos lugares, donde
se han concentrado todas las maravillas, ya me pertene-
cen. En mi sueño me cubro con mantones de seda, re-
camados en oro y mis siervos me anuncian que seré co-
ronada con la diadema de diamantes. Mi familia com-
pleta está conmigo, dentro del sueño, disfrutando de la
gran riqueza. Y mi querido abuelo me sonríe...
Ahora cae la tarde y el horizonte cambia de colo-
res. ¡Parece un volcán encendido! Ha llegado la hora de
conducir las cabras hasta el valle y le digo al cabrito que
se despierte, que se levante, que debemos irnos, que
cuidaré de él hasta que se cure de sus quebrantos, que
no debe afligirse porque se irá conmigo hasta mi casa y
allí podré cuidarlo y protegerlo.
- ¡Levántate, cabrito! ¡Debemos irnos porque la noche
oscura se nos viene encima!
Trato de levantarlo, pero el cabrito no se mueve.
Está acostado sobre mi túnica y no se mueve. ¡El cabrito
está muerto! El volcán de la tarde lo ha derrotado.
Me siento triste por la súbita muerte del cabrito.
¿Por qué vendría a buscarme para morir en mi regazo?
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¿Será alguna señal de mala suerte? ¿No será que la
Muerte está rondándome? Tendré que preguntarle al
loco Gelesvinto… Él sabe dar respuesta a todas mis pre-
guntas.
Hoy he pensado mucho en el abuelo, porque fue
él quien me enseñó a querer a cada uno de los seres sil-
vestres. Me enseñó a comprenderlos, a conocer sus sen-
timientos. Su recuerdo es muy grato y me entretengo en
el pensamiento de un ser inolvidable, muy importante
en nuestra familia.
Abuelo fue guerrero del monarca cristiano que
gobernaba en este reino. Conquistó el privilegio de ser-
vir al rey porque tenía en su establo un brioso caballo,
altivo y altanero; y ése era el requisito indispensable
para ser hombre de la guerra. ¡Un hombre sin caballo no
valía nada!
Por muchos años abuelo fue el Alférez Real, y
llevó muy en alto - en las batallas - el pendón y la espa-
da del soberano. Siempre se distinguió por su coraje a
toda prueba, por su manera temeraria de combatir al
enemigo, que le hicieron ganar los más altos honores.
Abuelo era alto y delgado y se vestía con ligeros
ropajes, aunque hubiera frío; y su melena negra, y su
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barba trigueña, lo hacían parecerse a Jesucristo. Así lo
conocí cuando yo era muy pequeña y me sentaba en sus
rodillas para charlar con él y escuchar sus fantásticos
relatos. Yo solía preguntarle por los cuentos de Poncio
Pilatos, el que se había lavado las manos en una tina de
agua, con indiferencia, en vez de defender la vida de mi
abuelo, que era inocente. Yo pasaba mis manos por su
melena negra y le preguntaba:
- ¿Verdad que tú eras inocente, abuelo? ¿Por qué te
hicieron cargar la cruz?
Mi abuelo se reía a carcajadas y respondía que yo
debía referirme a la Historia Sagrada con mayor respeto,
pues su barba trigueña no era la barba de Jesucristo. Al
fin de nuestra charla, comentaba:
- Somos simples mortales, hija mía, los más humildes
hijos de Dios…
Abuelo halló la muerte batallando, como él lo es-
peraba. Su cuerpo de guerrero fue traído hasta la puerta
de la casa, con los honores de su rango; y con honores lo
recibimos. Lo despojamos de su espada ancha, de su
arco y su lanza; lo despojamos de sus vestiduras. El du-
que Gildeberto asistió a las exequias.
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El cementerio estaba en una loma, cerca de la ca-
sa, y los arqueros del castillo lo llevaron en hombros,
mientras doblaban las campanas con dobles de difuntos
¡TAN! ¡TAN! ¡TAN! Yo sollozaba, detrás del féretro.
Después volvimos a la casa y guardamos sus armas co-
mo reliquias. Era una noche de luna llena.
El valle de El Calvario está poblado de mujeres
solas, vestidas de negro. Los maridos se van, los herma-
nos se van, y las mujeres permanecen en su sitio de
siempre, con la mirada fija en la distancia, aumentando
el dolor de nuestra tierra sin destino. ¿Adónde se ha-
brán ido? ¿Dónde los han llevado? ¿Quién responde por
ellos si los matan? ¿Quiénes tienen la culpa de nuestra
desgracia?
Ninguno sabe a ciencia cierta lo que sucede con
los que se alejan, los que se han ido sin despedirse, sin el
último adiós. Algunos hombres y muchachos regresan a
la aldea, pero no cuentan lo que han vivido. Regresan
alarmados, y se escucha su voz de puerta en puerta:
- ¡Los musulmanes nos acechan desde muy cerca! Se
encuentran protegidos por las fuerzas del mal, por el
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Demonio mismo, recién venido del Infierno, quien
cabalga adelante - con turbante y cuchillo- y degüella
a los niños de pecho y a los ancianos abandonados...
- ¡Es un valle de lágrimas! - se lamenta mi madre. Y yo
la contradigo:
- ¡No digas eso, madre! ¡Este es el valle de los ruiseño-
res! Vayamos hacia el campo... Mira los montes que
nos protegen. Mira la hierba como brilla… ¡Si parece
un tesoro de esmeraldas! Mira cómo se mecen las es-
pigas con la brisa que baja de la sierra. Mira las mari-
posas… ¡Son las más lindas que hemos visto! Ellas
quieren decirte que te tranquilices, que tengas espe-
ranza, que muy pronto veremos el nacimiento de las
margaritas…
Pero mi madre insiste en su tristeza:
- ¡Eres muy inocente, niña mía! ¡El valle de El Calvario
hace ya tiempo que enterró sus flores!
Vine a pasar algunos días a la cabaña de abuela
Teresa, del lado acá del río, y le pregunto: ¿Quién te en-
señó a leer, abuelita? ¿Por qué conoces tantos relatos
interesantes de personas famosas, de países y ciudades
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distantes, y los otros aldeanos no saben ni siquiera las
letras del alfabeto? Con su sonrisa encantadora, abuela
me responde:
- Ven, Aurora, y te cuento… Yo tuve en mi familia
unos parientes ilustrados que se ocuparon de edu-
carme, de mostrarme el camino del estudio, de acer-
carme a los libros, a sus historias y leyendas, a las
verdades que ellos guardan. Aprendí entonces a pen-
sar y a conocer la realidad del mundo…
- ¿Me enseñarás tú a mí?
- ¡Por supuesto que sí, Aurora! Voy a enseñarte lo que
enseñé a tu padre. Cuando era muy pequeño apren-
dió a leer y a escribir. ¡Era el único niño de los con-
tornos que sabía hacerlo! ¿Lo puedes creer? Y su ma-
yor anhelo era leer algunos libros de poesía que me
donaron mis parientes. Aprendía con rapidez y pron-
to comprendí que era poeta. Y sus primeros versos,
que escribió siendo niño, los hizo para mí…
Yo abrazo a mi abuelita y me quedo con ella. Me
encanta estar en su cabaña, porque es clara y alegre, lle-
na de matas y vasos de flores. Y además entran los rayos
del sol. ¡Me gustaría vivir aquí!
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Temprano en la mañana acompaño a mi abuela
Teresa hasta los claustros del monasterio. Abuela y yo
subimos hasta la granja del monasterio, hasta las ricas
tierras del monasterio, hasta el trono de plata donde el
Ministro Antón, con barba blanca y pectoral de oro, le
indica con detalles los manuscritos que debe copiar cada
mañana.
No es un hecho frecuente… ¡Más bien un hecho
insólito!... puesto que una mujer no puede profanar la
santidad del claustro, ni tener libre acceso a los tesoros
de los códices, ni a las Vidas de Santos - guardadas en
baúles y protegidas con candados - ni a las hazañas de
los mártires, ni a las Sagradas Escrituras.
Pero no existe nadie en el ducado que pueda su-
perar la perfección que tienen las letras de mi abuela.
¡Ella es la única que sabe hacer ese trabajo! Y por eso ella
sube al monasterio cada mañana, para atender a sus la-
bores de copista. Y cuando ella transcribe, con magnífi-
cos trazos, la sabiduría de los textos antiguos, yo estudio
mis lecciones cuidadosamente y aprendo de memoria
todo lo que leo.
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Si más tarde me canso y los ojos me duelen con el
esfuerzo, le pido al tesorero sus monedas de oro, úni-
camente para hacerlo rabiar. Y cuando me las da, juego
con ellas; después conservo dos, para el rescate, y arrojo
las demás dentro del pozo.
Mi padre fue un poeta cortesano, admirado y
querido en los pequeños caseríos de la comarca. Y como
raro obsequio que en veces hacía a un poeta privilegia-
do, elegido entre todos los otros, el monarca cristiano
honró su prestigio y lo armó Caballero.
Ese domingo de primavera, tres planetas inmen-
sos destellaron sobre la aldea de El Calvario, y ese ex-
traño suceso fue interpretado por los adivinos como
presagio de buena suerte. Únicamente Gelesvinto, vis-
tiendo sus pieles de gato salvaje, llegó pegando saltos y
gritos aterradores:
- ¡Es el fin! ¡Es el fin que se acerca! ¡Vayan a confesarse,
que el día final está llegando, y los encontrará llenos
de pecados!
Los muchachos lo echaron a palos del pueblo.
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- ¡Vete de aquí, loco Gelesvinto! ¡Tú eres un pájaro de
mal agüero!
Los aldeanos bebían vino en las tabernas, y las
muchachas bailaban en las angostas calles. Y mientras
esto sucedía, el joven aspirante a Caballero se bañaba en
el río. Pensaba con orgullo en su valiente padre y en esta
dignidad que ahora adquiría. Y con camisa blanca y tú-
nica escarlata, veló sus armas toda la noche.
La mañana siguiente, bajo la luz de unos relám-
pagos que nadie esperaba, se cumplieron los ritos nece-
sarios y el aspirante estuvo presto a recibir el golpe seco
del espaldarazo, y las palabras del compromiso:
- “¡Sé Caballero honrado, fiel a Dios y a tu Rey!”
La historia de esos días no se ha olvidado. Nin-
guno la ha olvidado, porque allí se iniciaron los sucesos
terribles que en vez de marcar luz, marcaron duelo; en
vez de marcar vida, presentaron los signos de la des-
trucción.
Los años han pasado pausadamente. ¡Demasiado
despacio para mis inquietudes! La salud de mi padre le
impide desplazarse hasta la fortaleza del monarca, pero
escribe los versos más luminosos de todo el reino. Nadie
puede olvidar la historia de esos días. Y el golpe seco
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del espaldarazo suele escucharse a la orilla del río, bajo
la luz de unos relámpagos que presagiaban el final del
tiempo.
Los años han pasado y yo he crecido. ¡Dios mío,
cuánto he crecido! El vendaval azota la montaña con
una fuerza inusitada, como si Dios hubiera decidido
barrernos de una vez de la faz de la Tierra, donde no
hacemos falta.
Mi padre no se altera; descansa junto al fuego es-
ta noche de otoño y lee en silencio. Yo fricciono sus
piernas y sus brazos con bálsamo de almendras para
que el río de sangre fluya mansamente, y le llegue el
calor al cuerpo dolorido.
- Debes dormir, Aurora – ordena él, mientras me toma
de las manos – Quiero quedarme solo, para acercar-
me al vendaval con todos los sentidos; para escuchar
su voz sonora… porque ella me recuerda la antigua
reciedumbre que yo tuve, y que me ha abandonado,
esta vez para siempre…
- Haré lo que tú quieras, padre. Traeré la manta para
cubrirte, antes que el vendaval llegue a la casa.
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El viento sopla con la mayor fiereza y algunos ár-
boles son arrancados, desenterrados de sus raíces más
profundas, y lanzados lejos. ¿Qué estará sucediendo?
me pregunto ¿Será el fin de la vida, de nuestras vidas?
¿Será un castigo por mis pecados? ¿Será el castigo mere-
cido por mi inconformidad, por mi deseo de escapar y
dejar la miseria en el olvido? Quito cerrojos y candados,
abro en silencio la pequeña puerta y me enfrento a los
vientos.
El vendaval casi me levanta, con deseos de aplas-
tarme y destruirme. Me abrazo firmemente a las ramas
de un árbol que ha caído cerca, y trato de aguantar la
plenitud de la borrasca.
¿Qué quieres de nosotros? – le pregunto al viento,
a todo grito- ¿Acaso hemos faltado a tus mandatos?
¿Acaso hemos huido cuando nos has llamado? ¿Acaso
no pagamos tu tributo? Mírame bien, perverso, no tengo
miedo y he salido a retarte. ¡No te atrevas a ser nuestro
verdugo!
Un nuevo soplo me sacude. Caen otros árboles.
Quizás mi casa también va caerse. El vendaval se ha me-
tido dentro.
46
Melancolía
En el otoño aumenta la melancolía. Tengo ya trece años
y el universo en que me encuentro no me parece con-
vincente. Ya no me satisfacen sus linderos, sus pequeñas
sorpresas. Quiero escaparme de esta villa aislada, olvi-
dada del Cielo y de las hadas bienhechoras. ¡Quiero vo-
lar pronto de aquí! ¿Podré subirme sobre mi canario?
Me gustaría poder huir, sin saber hacia dónde;
me gustaría marcar mi rumbo. Debe haber otro espacio
en otro suelo, a la medida de mis alegrías, a la medida
de mis pretensiones; debe existir un mundo nuevo, aún
desconocido, donde no exista la tristeza, donde el dolor
no esté presente y no me mate la melancolía.
Ya no me gusta estar en esta casa de treinta esca-
lones, vecina del castillo y del monasterio. Ya estoy can-
sada de mirarla por dentro. Quiero alejarme de El Cal-
vario, este valle poblado de mujeres mudas, cabizbajas,
vestidas de negro. Ya mi casa me hastía, se encoge cada
día y ya no encuentro el aire para respirar. Ya no sopor-
to sus pequeñas ventanas, desprovistas de luz. Ya no
soporto la penumbra, ni el frío de la piedra, ni el olor
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inconfundible de la pobreza, que me da vértigos y para-
liza la vibración del mundo.
Estoy enferma de melancolía. Me estremezco mi-
rando a mi querido padre, atormentado en el vacío, es-
cribiendo sus versos en el vacío, lejano y taciturno. Me
estremezco mirándolo, incapaz de moverse, incapaz de
alejarse de su vieja manta y el calor de la lumbre, inca-
paz de acordarse de sus momentos de mayor ventura.
Mi padre sigue enfermo, muy enfermo; él está herido de
melancolía.
La luna casi no me alumbra, el sol no resplande-
ce, las mariposas no tienen colores y las flores de octu-
bre mueren de nostalgia. La mañana tan triste me hace
llorar. Me alejo de la casa, vuelvo al campo y al monte.
Subo hasta la montaña que me vio nacer y conoció mis
días felices. Levanto mis dos brazos hacia el cielo; invo-
co a Dios y le pregunto:
- ¿Qué te hemos hecho, dime? ¡No te quedes callado!
¿Por qué nos sigues castigando tan severamente?
¿Por qué nos has dejado solos y perdidos?
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En el Día de los Muertos me acerco al cementerio,
para invitar a los fantasmas a una merienda que yo
misma he preparado para ellos. Llevo una cesta con
uvas y torta de manzanas, y voy a regalarla a mis ami-
gos del otro mundo. El camino está lleno de monte, de
maleza, de espinosos arbustos; es poco transitado, por-
que a los muertos los entierran y más nunca se acuerdan
de ellos. El camino de piedra se hace más estrecho a
medida que avanzo, y los árboles todos dejan de dar
flores. Y la tarde, esta tarde, se pone oscura de repente.
Los pocos niños del poblado se separan de mí,
despavoridos, cuando les digo que allá en el cementerio
hay un difunto que me llama, que me hace señas insis-
tentes, para que yo me acerque al borde de su tumba.
Me burlo de ellos:
- ¡No sean cobardes! ¡Vengan conmigo!
Me complace mirar sus rostros angustiados, blan-
cos de pánico. ¡Cobardones! y me voy sola, disfrutando
a mis anchas de mis travesuras, para volver al sitio de
las apariciones.
La entrada al cementerio es lo desconocido. Los
colores del cielo desaparecen y queda solamente el gris,
el medio-luto íngrimo. Pero yo sigo con mi cesta llena
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de golosinas, como si fuera a la verbena de los domin-
gos. A la intemperie no tengo miedo a nada; soy valien-
te. (Sólo le tengo miedo a los espantos que a veces apa-
recen en mi casa, que es estrecha y oscura…).
Yo sé que mis hermanos y los amigos de mis
hermanos, jamás se atreverían a traspasar el límite que
imponen los sepulcros. En cambio yo me siento cómoda
y tranquila. Me encuentro bien, a gusto, en el desorden
de los túmulos y de la tierra removida.
No hay por qué preocuparse; es sólo un juego,
una aventura, digo, como apostar a lo imposible, apos-
tar a las horas que no se detienen, al afán de la vida que
apenas comienza, a la certeza de la muerte y el Juicio
Final, antes que llegue la resurrección.
El cementerio me ha atraído siempre; me con-
mueven sus rosas marchitas; me conmueven sus cruces
entierradas, roídas y gastadas, de muertos que han que-
dado en el olvido.
Las voces de difuntos me han llamado, y vine a
acompañarlos, a merendar con ellos en su día, cuando
los árboles dejan de dar flores, y la tarde, esta tarde, se
pone oscura de repente.
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La villa de El Calvario es poco visitada. Es difícil
que alguien se aventure por esta tierra empobrecida,
donde no existe más que el hambre y la melancolía. Por
eso espero ansiosamente que vengan al poblado los
vendedores de baratijas, los toneleros, los armeros, eba-
nistas y tejedores. Porque traen a mi casa fantásticas his-
torias de las tierras lejanas, de las tierras de al-Andalus,
allá en el Sur, donde habitan los moros que hace tiempo
invadieron el suelo de España.
Hoy para mí es día de fiesta, porque a la aldea ha
llegado Rodrigo, el ebanista, con los muebles construi-
dos para la nueva casa de mi hermana Elvira. Ella se
casará este verano con un famoso cazador, Adolfo, “lo-
bo noble” - el Montero Mayor del duque Gildeberto -
quien se enamoró de ella en la Verbena de los Compro-
misos.
Los preparativos para la boda se adelantan rápi-
damente, con gran entusiasmo. Mi hermana teje y borda
primorosas telas, para su ajuar de desposada y yo la
ayudo en lo que puedo, aunque me siento un poco torpe
para hacer las puntadas con la debida precisión. Mi ma-
dre toma las medidas del delicado cuerpo de mi herma-
na y cose el traje de la novia, que será recamado con hi-
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los de seda. Es un traje sencillo, pero yo estoy segura
que mi preciosa hermana Elvira se verá como un ángel
del cielo.
Hoy nos visita el ebanista. Me olvido de las ca-
bras y el bordado, y a él dedico toda mi atención. Rodri-
go ha fabricado para mi hermana un par de formidables
arcones tallados. Me han impresionado por su belleza, y
los detallo cuidadosamente. El primero de ellos, tiene
escenas de amor y de alegría: destacan las siluetas de
una mujer y un hombre, unidos de la mano, acompaña-
dos de dos niños, en un jardín lleno de flores. Pero en el
otro arcón está tallado un bosque con altísimos árboles,
y una bestia escondida en ese bosque, y la fiera salvaje
que arremete, y un cazador herido a muerte...
Me retiro al instante y retrocedo consternada. Me
tapo el rostro con las manos. Un estremecimiento me
sacude, pero no entiendo sus razones. ¿Qué secreto
mensaje está escondido en el arcón del ebanista? ¿Cuál
sentencia profética se esconde en el arcón tallado? ¿Qué
posible amargura opacará la dicha de mi hermana? Poco
tiempo después lo descubrimos.
52
Esta noche Rodrigo, el ebanista, me cuenta sobre
el palacio del rey moro y sobre una ciudad hecha de
mármol azul y rosa, con tejas de oro y plata, que fue
arrancada del árbol de las maravillas, y plantada a los
pies de la Sierra de Córdoba. Es la ciudad de Medina
Azahara.
Detalle por detalle me enumera las joyas de las
alcobas y de los salones de recepción, me describe las
fuentes de cristal, las puertas de marfil, los tapices y se-
das nunca jamás imaginados. Cierro los ojos y dejo el
corazón en libertad. Las palabras me llevan hacia el res-
plandor…
Elefantes, jirafas y camellos, cebras, rinocerontes,
panteras y avestruces, desfilan por las calles de la capi-
tal, hacia el jardín zoológico del Príncipe, ante el asom-
bro de los transeúntes. Pájaros raros, refulgentes, con
plumas de ámbar, adornan los arbustos de las terrazas.
Pabellones de nácar, tapicería de armiño... Todo lo veo
con los ojos cerrados. ¡Y lo que veo ya me pertenece!
- ¡Todo eso será mío! – digo en voz alta, ante el asom-
bro de los presentes.
Pasan las horas, los minutos se alargan, y yo es-
cucho el relato embelesada; casi no respiro pues me en-
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cuentro sumida en un estado de fascinación, casi de éx-
tasis. El relato se extiende hacia los hombres y mujeres
que tienen la ventura de vivir y morir en la ciudad es-
plendorosa. Y el relato se va hacia el Califa omnipotente,
dueño y señor de Andalucía. Y hacia Azahara, la her-
mosa favorita, para quien la ciudad palatina fue cons-
truida. Rodrigo comenta:
- Una estatua de Azahara se halla sobre la entrada
principal de la maravillosa construcción…
La historia de sus vidas, la de su Guerra Santa, de
sus conquistas y de sus pasiones... Los musulmanes que
invadieron desde los desiertos. Los que formaron un
grandioso imperio. Allá abajo, en el Sur, donde parece
que se acaba el mundo.
No deseo que Rodrigo se quede callado y el eba-
nista me complace uniendo un relato con otro relato,
como en los cuentos orientales que me contaban mis
abuelos. La historia entera de la dinastía la robo para mí,
en una sola noche.
Ahora sí estoy soñando. La luna se ha elevado
hasta la Virgen de los Jacintos. Pájaros refulgentes, con
plumas de amatistas, han venido a mi casa para acom-
pañarme.
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La suerte me bendice en esta temporada y un co-
razón lleno de júbilo ocupa el puesto de la melancolía.
Poco después de la visita del ebanista, hemos visto lle-
gar a nuestra aldea a otro personaje inolvidable. Es Eva-
risto, un juglar ambulante, de los que van y vienen por
los senderos de la comarca y se ganan la vida recitando
los versos que “ salen solos”, sin esfuerzo - como salen
las aguas del manantial - e improvisan a diario su espec-
táculo.
Me ha regalado unos pendientes de oro y yo le
hago saber que soy aún muy joven para adornarme. Pe-
ro él insiste en que ha llegado la primavera, y que las
niñas y las flores deben andar de fiesta por los campos.
El juglar llega alborozado, cantando, alborotán-
donos a todos los que salimos a recibirlo, como los otros
años. Viene con la vihuela colgada del hombro, con el
sayo amarillo, las calzas azules y algunos libros bajo el
brazo. Llega contando sus aventuras y desventuras de
caminos; viene cansado de los caminos, de los ladrones
y los bandoleros que atacan sin piedad a los que pasan.
Viene cansado de la miseria que halla por los cerros, del
55
desamparo que circunda al mundo. Pero canta bonito y
nos alegra.
Ahora Evaristo se acerca a mi casa. Mi padre se
ha enterado de su llegada, se contenta por ello y lo invi-
ta a venir a visitarnos. Se le abre la pequeña puerta, se le
abren al juglar las cerraduras y candados y es recibido
con un vaso de vino, como huésped de honor. Es buen
amigo de mi padre, su mejor amigo. El juglar es el único
capaz de entender como el poeta se desgarra por dentro,
en el momento de iluminarse. El único que sabe del he-
chizo - en esa dimensión de las palabras - que se proyec-
ta hasta lo más sublime.
Llega la noche de un día memorable. Nos encon-
tramos fuera de la casa, en el pequeño patio de baldosas,
y bendecimos el clima agradable que el Señor nos ha
enviado, como homenaje al trovador. La gente de la vi-
lla ha venido a reunirse al frente del juglar. Toda nues-
tra familia está presente y, como muestra de su entu-
siasmo, papá ha sacado la garrafa de vino. El Montero
Mayor, el prometido de mi hermana Elvira, reparte vino
a los presentes. El hacedor de velas aprovecha la opor-
tunidad para vender su mercancía.
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- ¡Velas! ¡Para las damas y los señores! ¡Precio especial
esta noche de gala en nuestra villa de El Calvario!
Se encienden los candiles y los candelabros. El
juglar bebe aprisa el vaso de vino y afina su voz. Se en-
cienden de improviso todas las luciérnagas. El poema se
inicia y la noche se alumbra.
Adolfo, el Montero Mayor, conocido por todos
como “lobo noble”, es un experto en su trabajo. Recono-
ce el silbido de las serpientes, el serpenteo ondulante de
sus huellas, su astucia y sus traiciones, sus engañosos
escondites, su acecho que persiste y nunca cesa, sus es-
tocadas rápidas, certeras, que paralizan bruscamente al
desprevenido caminante, que lo aprisionan con el ve-
neno de sus colmillos, y lo dejan rendido, agonizante y
rígido, a merced de la muerte.
Adolfo entiende el movimiento de las hojas, de
cada una de las hojas (las amarillas, las verdes y las ro-
jas, las pardas, las moradas y las vino-tinto), cuando és-
tas son tocadas por algún animal. Se mueve con sigilo
entre los matorrales: tensas las fibras de sus músculos,
encendidos los ojos, oído alerta. No se le escapa el más
57
mínimo ruido circundante - imperceptible a los sentidos
de los otros hombres - y conoce las líneas transitables de
la espesura, sus secretos atajos, tan bien como conoce las
líneas que le surcan las palmas de las manos.
Su olfato prodigioso es superior al de los galgos,
y corre y salta igual a ellos, se eleva igual a ellos para
atrapar la presa herida. Me gusta contemplarlo, desde la
altura de los árboles, desde la copa de los árboles, donde
suelo subirme, cuando Adolfo se esconde, sin moverse,
sin respirar siquiera, y toma impulso y salta, atraviesa
los aires como un ave, y atrapa lo que busca.
Desde la copa de los árboles puedo observarlo
cuidadosamente, sin que él se entere que lo estoy mi-
rando. El cazador es alto y fuerte; su cuerpo fue mol-
deado por el viento que baja de la sierra; sus ojos son de
un verde incomprensible, un verde que no existe, hasta
el momento en que los miro.
Y cuando el cazador sale del monte triunfante y
complacido, con su trofeo de caza, todo el mundo silves-
tre se le viene adherido a las espaldas; todo el mundo
silvestre se le viene enredado en las hebras doradas del
cabello.
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El Cordero de Dios, el que quita los pecados del
mundo, está allí mismo cerca de mi casa, en el santo re-
cinto de la iglesia. Y por eso desciendo al perfume del
valle, para estar en la puerta del Cordero de Dios. He
venido a rezar por Adolfo, el Montero Mayor. Yo sé que
necesita de mis oraciones. ¡Algo me dice que está en pe-
ligro! Enciendo siete cirios por los siete pecados capita-
les, y entro al santuario con la cabeza baja y el corazón
contrito. Hoy es día de plegaria y de mi fe profunda.
Del techo de la iglesia pende la gran corona de un
antiguo monarca. Es la única joya digna de alabanza en
la aldea de El Calvario. La corona de hierro adornada
con perlas, la corona de ágatas e hilos de plata pende del
techo de la iglesia. Y me pregunto ¿Cómo llegó a El Cal-
vario la corona? ¿Qué rey vino a perderse por estas so-
ledades? ¿Quién irá a relatarme esta extraña historia?
Nada conmueve más que el tañido de la campa-
na, entre tanto silencio, a la hora temprana de los do-
mingos, para llamar a los cristianos a cumplir con los
ritos de Nuestro Señor. Vienen a misa los aldeanos y yo
subo a escondidas hasta el campanario, para así ensor-
decerme con el estampido de la campana, que se va,
59
desdoblándose, sobre los ríos de la sierra, hasta morir
arriba, y más allá de arriba, entre la nieve.
La iglesia huele a mirra, a resina quemada, a ár-
boles de incienso. La iglesia es una suma de promesas,
de palabras cortadas, de confesiones y melancolía. Es-
tamos convencidos de que ya va a venir el fin del mun-
do - con diablos a caballo, incendiándolo todo - y que la
historia de los días se está acabando.
La iglesia me entristece esta mañana. Sus pobres
muros, ya torcidos, se van a desplomar sobre mis hom-
bros. Estoy segura de ello, pues los veo tambalearse.
Toda la gente que está en la iglesia parece desplomarse
sobre mis hombros. Es una realidad inevitable que ha
quedado descrita dentro del “Libro de las Desgracias”.
Éstos y muchos males nos los recuerdan los peregrinos
que aquí se detienen todos los años, por la misma fecha,
cuando van en camino hacia la ermita de la Virgen.
Y el Cordero de Dios ¿dónde se ha ido? Ya no se
ocupa de nosotros. La iglesia está en el centro de un
pueblo de fantasmas.
60
Los peregrinos pasan ríos sin puentes, puentes
sin quebradas, y se vienen andando por senderos des-
truidos, llenos de peligros, donde se quedan los enfer-
mos sin fuerza, los más hambrientos, los más insatisfe-
chos, los más desesperados, los que se sientan a sembrar
sus huesos, escarbando la tierra con las propias uñas.
Nos unimos al grupo de peregrinos, cuando cru-
zan la villa de El Calvario; y seguimos con ellos, acom-
pasadamente, para purificarnos y redimirnos. Vamos
hacia la ermita de la Virgen Santísima de los Jacintos en
lenta caravana; ante su altar nos postraremos para pe-
dirle ayuda y misericordia. Es un grupo silente el que
camina. Estamos todos juntos, distanciados tan sólo por
los distintos pensamientos.
Nadie es capaz de pronunciar una palabra, ante
el temor de oír su propia conciencia. ¿Quién podría re-
sistirla? ¿Quién podría enfrentarla sin estremecerse? La
polvareda se levanta con las pisadas de los pies descal-
zos. La polvareda se mete en los ojos y nos cubre las ce-
jas y las pestañas. La vida está sujeta al polvo del ca-
mino.
Es un penoso y empinado ascenso, una dura
subida que no se termina, una larga jornada que falta
61
todavía por recorrer. Horas exactas, una a una, paso a
paso subiendo sin descanso, sin detenernos nunca. Paso
a paso descalzos, con las plantas heridas, los tobillos
heridos. Paso a paso en un mismo cansancio que se hace
insoportable. ¡Ya no puedo andar más!
Ahora cae la tarde sobre los techos de lejanas ba-
rracas. Tras la mole imponente de una roca, aparecen las
dos paredes ocres del hospicio. Nos habla un joven de
sombrero alado, que es el guía del grupo.
- ¡Alabado sea Dios que hemos llegado al generoso
Hospicio de los Peregrinos! Aquí descansaremos, mis
hermanos, hasta que nazca el nuevo día. Mañana
muy temprano, seguiremos camino hacia la ermita…
- ¡Larga vida dé Dios al peregrino! - saluda un monje
anciano ante el portón de campo.
- ¡Santa vida dé a vos! - le respondemos.
Los mayores conversan con el monje, le cuentan
sus penurias y le piden asilo y protección. Las mujeres
más viejas y los hombres más viejos, los más cargados
de pecados, aprovechan la presencia del monje para
confesarse en un improvisado confesionario. Y luego
quedan aliviados, satisfechos, puesto que sus ofensas y
62
mezquindades han sido perdonadas y lanzadas al vien-
to.
Los jóvenes corremos al ruinoso edificio sin dete-
nernos en la confesión. ¡Tenemos hambre y solamente
deseamos comer! Encontramos la mesa tendida. Los
manteles deshechos apenas cubren parte del rústico ta-
blón. Nos reciben con vino y con verduras porque no
hay nada más en la despensa. Las velas tiemblan ante el
infortunio. Después de la comida (que me ha dejado el
hambre intacta), vamos todos a orar, arrodillados en el
piso de tierra, frente a un santo de palo que no tiene
nombre. El monje anciano nos bendice, porque es la ho-
ra de dormir.
Ahora es noche cerrada, noche de ruidos y sensa-
ciones indefinibles. Todos los peregrinos estamos acos-
tados en el suelo, sobre esteras de esparto. No hay estre-
llas ni luna para alumbrar tantísima miseria. En un rin-
cón del cuarto parpadea apenas la luz opaca de un can-
dil. Ya todos se han dormido, roncan y se dan vueltas,
pero yo sigo alerta y vigilante. Ni siquiera el cansancio
puede lograr que yo cierre los ojos en un lugar tan es-
pantoso.
63
Varios murciélagos se desprenden del techo y re-
volotean por el aposento, donde estamos reunidas quin-
ce, veinte personas. Hay un hedor a orina rancia; hiede a
sudor. A lo lejos se escuchan gemidos lastimeros de una
mujer que ha matado a sus hijos… ¿O serán los lamen-
tos de las ánimas? ¿O serán los leprosos que están sa-
liendo de sus cuevas, pidiéndonos piedad?
Arañas y escorpiones se desplazan tranquilos en
su ambiente; en las grietas se asoman patas y tenazas.
Un insecto asqueroso quiere subir por mi costado. Me
incorporo de un salto. Grito de pavor. En un impulso
incontenible por huir muy lejos, derribo con mi cuerpo
las carcomidas puertas. Nadie se ha despertado. Nin-
guno puede detenerme, ya he escapado. Y me enfrento a
la noche.
Los leprosos se esconden, para que Dios no los
encuentre nunca, ni se avergüence de haberlos creado
con los deshechos sacados de las tumbas; ni se arrepien-
ta de haberlos traído hasta la villa de El Calvario, donde
nadie los quiere.
64
Hoy los he visto padecer. He tenido el valor para
asomarme, para acercarme hasta el límite último de sus
escondites. Están amontonados, unos sobre otros, en
una masa informe, y se protegen como pueden de la
maldad de los muchachos de la aldea, quienes les lan-
zan tizones prendidos, ollas de agua caliente y desper-
dicios. Son sombras del demonio, eso es lo que se dice,
la dimensión exacta de todos los horrores, que salen de
los huecos, igual que los cangrejos, con los calores del
verano.
Nadie sabe el camino que recorren durante todo
el año. Se quedan encerrados, enterrados durante todo
el año, y se mueven tan sólo por laberintos y por túne-
les, madrigueras estrechas, zanjas oscuras, tenebrosas,
donde jamás llega la luz.
Vienen no más, en el verano, con su carne a pe-
dazos. Vienen no más, mostrándome sus huesos, desen-
terrándose. Vienen no más y pasan. Pero son arrastra-
dos nuevamente. Son pisoteados, perseguidos sin mise-
ricordia por los perros salvajes, que los empujan a mor-
discos, hasta que entran de nuevo en las cavernas. Oigo
sus voces que parecen gruñidos de lobos; siento su
65
aliento pestilente, veo sus carnes partidas, agujereadas,
de cambiantes y horribles colores.
Pero no tengo miedo; no les tengo asco y me
aproximo más. Entro en la cueva. Siento pena de ellos,
de los malditos, los abandonados, los que nunca cono-
cen cariño. Me da pena saberlos tan odiados por todos,
tan humillados, tan despreciados, tan desprestigiados,
tan alejados de la vida humana. Entonces entro a visitar-
los, les entrego una cesta con frutas maduras, dulces y
panes, como la que le llevo a los difuntos, y me quedo
con ellos hasta que cae la tarde.
66
El anillo
El Padre Nicodemo anuncia la noticia que la familia ha
estado esperando durante varios días. Cuando estamos
reunidos en la iglesia, dice así:
- Hermanos míos, la fase de la luna es favorable para el
compromiso de los enamorados. El astro brilla a me-
dias, pues ha perdido una mitad exacta. Y su tono ro-
jizo es la señal que nos manda el Señor. ¡Aproveché-
mosla!
En efecto, la roja medialuna es la señal propicia-
toria, la bendita señal esperada, y en mi casa se aguarda
la llegada del novio. Mi hermana Elvira se ha adornado
el cabello con flores blancas, ríe de contento y canta las
canciones más bonitas que aprendió del juglar. Mi padre
sirve dos vasos de vino en copones redondos. Y mien-
tras tanto, en la cocina, mi madre y mi hermana Marian
aderezan un plato de cordero y quesos picantes. Se afa-
nan en poner todo en la mesa, pues ya es la hora esta-
blecida para el encuentro. Siento el galope del caballo.
- ¡Ha llegado mi novio! - grita Elvira.
Yo abro la puerta de par en par, cuando veo acer-
carse al Montero Mayor.
67
El ritual es sencillo, silencioso: tarda algunos mi-
nutos nada más. Se ilumina la escena con el firmamento.
El cazador nos muestra un anillo de hierro y se vuelve a
la luna rojiza para reverenciarla. Se inclina ante mi pa-
dre respetuosamente, toma la mano izquierda de mi
hermana Elvira y coloca el anillo en el dedo del centro.
Mi madre y mis hermanas sonríen complacidas. Elvira
está feliz y contempla el anillo que está sellando su
promesa. Yo todavía no entiendo el significado de esta
alianza. Mi padre abraza a su hija mayor, que muy
pronto será mujer casada. Entonces viene a hablar con-
migo:
- Recuerda siempre lo que has visto, Aurora. Quiero
que nunca olvides que la vena de amor apasionado,
la del amor sin límites, sigue un extraño recorrido
dentro del cuerpo…
- ¿Y cuál es ese recorrido?
- La vena del amor sigue un curso muy bien determi-
nado… ¡Va desde el dedo-medio hasta el corazón!
La mañana siguiente, después del compromiso de
mi hermana Elvira, mis hermanos gemelos y yo salimos
68
sigilosamente de nuestra vivienda, para observar de
cerca la partida de caza que había sido anunciada. Ya
casi amanece y el campo huele a nardos. Subo a una ma-
ta de cerezas y escojo las que tienen la piel más delgada.
Las frutas ácidas me dan nuevo vigor y me hacen sentir
dueña del mundo. Mis hermanos también comen cere-
zas.
- ¡Allá está el cazador! – susurra Santiago, el que nació
cinco minutos antes que su hermano, y por eso se
siente con más autoridad - No debemos movernos.
Nadie debe enterarse que estamos aquí.
- ¡Es verdad! Si nos ven, nos meteremos en problemas
– susurra Mateo, que siempre está de acuerdo con su
hermano “mayor”.
Desde lo alto del cerezo, observamos inmóviles.
El cazador acecha la presa con perros atraillados, mien-
tras la alegre comitiva - un grupo de elegantes parejas
que llevan rojas mantas y bonetes con plumas - desayu-
na en el bosque con perdices asadas y botellas de vino.
Siguen el rastro de un venado que ha sido divisa-
do por los labriegos de la montaña. El cazador avanza a
pie; nada se mueve; un par de perros lo acompañan.
Tras los mogotes, ven la cornamenta. Hay un tenso si-
69
lencio que lo envuelve todo. Ya la suerte está echada: el
soplador de cuernos da la señal para los galgos.
El venado ya ha sido acorralado. Busca mis ojos
en la hojarasca, pidiendo que lo salve. “¡Ven a salvarme,
niña Aurora!”, dice. Es un bello animal, joven y esbelto.
Yo nada puedo hacer, y se lo digo. “Yo nada puedo ha-
cer, ya te han vencido”. Nos decimos adiós.
El venado ya ha sido acorralado, está indefenso y
solo; retira su mirada del cerezo, para no verme más. Y
un encorvado amigo del duque Gildeberto, viejo y seco,
saca su arma para matarlo. Una punta de lanza lo deja
tendido. Un olor a mastranzo sube al cielo.
¡Ha llegado el gran día del matrimonio! Para la
boda de mi hermana Elvira, la iglesia huele a nardos,
como el campo. La novia está cubierta con un velo tejido
por mi madre, y el Montero Mayor lleva un chaleco de
terciopelo. Las largas cabelleras de los dos van extendi-
das sobre los hombros. Me complace mirarlos; los veo
bellos, felices, cuando juran quererse y respetarse ante el
altar de Nuestro Señor.
70
La ceremonia de la iglesia ha sido emocionante.
Hay un encanto nuevo, una frescura que fascina, a pesar
del calor del verano. En el altar está sentada la Santísima
Virgen de los Jacintos, quien siempre nos protege y nos
bendice. En el altar está Jesús. El Señor de las Penas ha
sido despojado de sus vestiduras, ha sido despojado de
su capa, como mi abuelo, y ahora me está mirando fija-
mente. Yo me siento a soñar, ante sus ojos.
El Padre Nicodemo oficia los rituales del casa-
miento con rigurosa severidad. La Palabra de Dios es
mandamiento y la debemos comprender para ganar la
salvación. Frente a la Arqueta de las Reliquias, atentos y
serenos, están arrodillados los dos novios. El sacerdote
ora en voz alta:
- Recibe, Oh, Señor, el don que te ofrecemos por la Sa-
grada Ley del Matrimonio, y, pues Tú fuiste su crea-
dor, sé también guía de los que se desposan...
Luego levanta la enorme Cruz de la Victoria, ta-
llada por el duque Gildeberto, y da la bendición a los
nuevos esposos. El hombre y la mujer ya se han unido,
en la región de los fríos intensos. Solamente la muerte
podrá separarlos. Y en ese pensamiento me detengo.
71
Hay una nube negra que me pasa al frente y me nubla
los ojos por un instante.
- Con estas arras y este anillo te desposo – se oye la voz
de Adolfo.
- Con mi cuerpo te honro - le responde Elvira.
La iglesia huele a nardos, como el campo. Los
viejos muros lucen remozados para la boda de mi her-
mana. Se ven más rectos, más erguidos, como si ya la
vida no les pesara tanto. No van a desplomarse sobre
mis hombros, pienso. Nada va nunca a desplomarse.
Un grupo de romeros, con bordón y esclavina,
llega a la iglesia cuando ya finaliza la ceremonia. Ellos
están de paso, en su ruta a la ermita de la Sagrada Vir-
gen de los Jacintos. Y entonan sus canciones sobre las
Nueve Órdenes de los Ángeles, que cubren y rodean las
esferas del Cielo. Cuando se alejan los romeros, el Padre
Nicodemo habla de amor sagrado, de las bondades del
Espíritu Santo y de las prácticas piadosas que se deben
cumplir dentro del nuevo hogar.
Salimos de la iglesia alborozados. Los niños y los
jóvenes vamos adelante y subimos al bosque de hayas, a
nuestra casa blanca de treinta escalones, vecina del casti-
llo y del monasterio. El banquete de bodas se encuentra
72
servido bajo la sombra de los árboles. Con un cuerno se
anuncia que todo está dispuesto y se aproximan los in-
vitados para ocupar sus puestos en la mesa. Mis herma-
nos gemelos lavan las manos de los invitados, con agua
fresca que han traído del río.
Todo transcurre en medio de la brisa. Mi familia
se encuentra feliz, con los amigos y parientes que han
venido de lejos a compartir la dicha de la fiesta. Hay
baile y juegos acrobáticos para realzar el acontecimiento,
y un grupo de juerguistas enmascarados, con sombreros
de picos e improvisados instrumentos, toca una serenata
a los recién casados.
Mi hermana Elvira, da las gracias a todos por su
presencia; agradece a sus padres y a sus hermanos, a
toda la familia. Se ve bella y radiante, rodeada de azaha-
res y otras menudas flores. Me parece mentira que se irá
para siempre de nuestro lado, de nuestra casa blanca.
Me parece mentira que ya no estará ella para abrazarme
cuando me asalten los espantos de huesudas manos que
se meten a veces en la cocina… Siento deseos de llorar.
Me quedo contemplándola un momento. Mi hermana
Elvira está sirviendo vino a su marido y el Montero Ma-
yor le abraza la cintura.
73
No sé lo que me pasa y prefiero alejarme. Un es-
tremecimiento, un desconcierto me hiela el corazón. Se
me va la mirada a los campos lejanos, al brillo de la tar-
de. Se me va la mirada a un lugar impreciso, donde está
la certeza de una desgracia.
La mañana siguiente, después del matrimonio de
mi hermana Elvira, desayunamos con torrijas de natas,
albondiguillas fritas y pan bañado en vino, como es cos-
tumbre de esta tierra nuestra, desde los tiempos sin
memoria. La animada reunión se ha prolongado toda la
noche, y todavía al amanecer, los invitados siguen con
su fiesta: cantan, comen y ríen, como que si el jolgorio
no terminara nunca. ¡Nadie se quiere retirar!
Cuando brilla en el cielo el lucero del alba, mi
hermana y el montero se alejan a un refugio, un coberti-
zo apropiado y discreto, escondido en el huerto de los
naranjos. El techo está cubierto de grandes hojas super-
puestas y entrelazadas, que calman el calor y dan fres-
cura. En el refugio pasan las horas, bajo los árboles.
Ahora regresan a la fiesta, a la vista de todos. Se
oyen aplausos y panderos; voces alegres los reciben. Los
74
dos esposos han llegado con el sol de verano iluminán-
doles la frente. Los invitados vuelven a saludarlos, a
desearles fortuna, a felicitarlos por su casamiento, como
si no se hubieran visto un rato antes.
Elvira está vestida con un discreto traje de mujer
casada y adorna su cabeza con una cofia de blanco lino.
Se ve muy linda, llena de sol. Se acercan a mis padres,
quienes esperan, complacidos, con los brazos abiertos.
El Montero Mayor les está hablando, y en su voz se re-
cogen los sonidos del bosque. Todo el bosque se queda
en las hebras doradas de su cabello, cuando le entrega
un cofre de madera a su esposa Elvira. Y mirando a mi
padre, dice así:
- A vuestra honrada hija, señor, he de ofrecerle la Do-
nación de la Mañana. Es un regalo por su castidad
que me ha entregado sin reservas, en la primera
unión del matrimonio. Es un regalo a su pureza, con
la que honra, señor, vuestro nombre y el mío.
Al fin llega la noche de otro día inolvidable. Des-
pués de dos jornadas de fiesta, cuando terminan las ce-
lebraciones de los esponsales y sujetamos en la frente de
75
mi hermana Elvira una diadema de mujer casada, la
acompañamos hasta la casa de su esposo el montero,
que está situada en una aldea distante, al otro lado de la
ribera. ¡Hay que hacer la mudanza de la novia!
Ella va cabalgando en un caballo de paso fino, y
se ha cubierto íntegra con un mantón de grueso paño. Se
despide del huerto y de la vieja casa de treinta escalo-
nes, donde pasó su infancia y su primera juventud; y
dice adiós a nuestros padres, que la bendicen y la abra-
zan al verla partir.
Los muchachos del pueblo, llenos de entusiasmo,
levantan las antorchas encendidas, para alumbrar el pa-
so, y las muchachas casaderas llevamos ramos de gar-
denias en la solemne procesión. Los amigos del novio,
con largas capas y vistosos bonetes de cuatro picos, es-
coltan a la esposa, y la obsequian con cestas de manda-
rinas y manzanas.
Detrás de nuestra hermana, sobre media docena
de bestias de carga, viene la mudanza, compuesta por
objetos grandes y pequeños que han de llevarse a la
nueva vivienda. Los de más relevancia son los arcones
de madera, tallados por Rodrigo, el ebanista. Dentro de
ellos se encuentran las pertenencias más apreciadas de
76
mi hermana: las túnicas más finas, los encajes, los vesti-
dos de hilo, adornados con flores de la primavera, las
zapatillas encarnadas, su grueso manto de terciopelo y
los perfumes.
Vienen después los otros muebles: la cama des-
armada, el altar de la Virgen, veladores, espejos.... Baú-
les con manteles, sábanas y fundas, cajones de madera
con la vajilla... Y sobre una carreta de cacharros viejos,
que mamá cedió a Elvira, el enorme caldero de hierro,
recién sacado de nuestra cocina, el que pendía del techo
de la penumbra, cuando yo era pequeña, y se mecía
pausadamente, al estar lleno de condenados.
Después de varias horas de camino, entre cantos
y juegos, llegamos a la casa del montero, donde mi her-
mana va a vivir de ahora en adelante. Me despido de
Elvira con un dolor intenso. ¡No quisiera alejarme de
ella! Nos abrazamos y nos echamos a llorar.
Había negros presagios. ¡Siempre los había! El fin
del mundo estaba cerca, con su cadena de desgracias. Ya
venía aproximándose y los cristianos de todo el mundo
debíamos prepararnos para rendir cuentas de cada ac-
77
ción y cada pensamiento de nuestra vida. Esto lo prego-
naban los profetas de encrespadas barbas y yo me halla-
ba aterrorizada. “No he hecho mal a nadie, me decía a
mí misma, pero si han de cobrarme los pensamientos,
iré al infierno, sin remedio…”
Faltaba poco para el fin del mundo y estábamos
al borde de los cataclismos. Las brujas y los brujos se
movían libremente por parajes prohibidos, y cocinaban
sopas venenosas en los alrededores de la aldea. En El
Calvario estábamos alertas, y nos reuníamos en el cam-
po, con las hogueras encendidas, y hacíamos rondas de
plegarias alrededor del fuego, para pedir ayuda a los
buenos espíritus.
A pesar de los malos augurios, mi hermana Elvira
y el Montero Mayor eran felices, y los recién casados se
sentían colmados de bendiciones. Sin embargo, una ma-
ñana al amanecer, mi hermana Elvira se estremeció de
pánico. Había estado soñando con el arcón tallado por el
ebanista, donde hay un bosque, y una bestia escondida
en ese bosque, y una fiera salvaje que arremete, y un
cazador herido a muerte.
Mi hermana había soñado que la escena tallada
sobre madera cobraba el soplo de la vida y se hacía
78
realidad. Elvira vio el peligro que acechaba a su esposo
el montero. Elvira lo previno:
- ¡Te pido que no vayas hoy de cacería! ¡Hoy, por favor
no vayas, porque estás en peligro y van a matarte!
- ¡Vamos Elvira! ¿Por qué tiemblas? Debo encontrar el
jabalí, que me ha encargado el duque Gildeberto! Ya
lo sabías, ¿recuerdas? Permanece tranquila y confia-
da. ¡Sabes que soy muy diestro cazando jabalíes! Re-
gresaré temprano, y tomaremos vino junto al fuego…
- ¡Al menos llévate el amuleto…!
Y eso hizo el cazador. Pero los amuletos no tienen
fuerza contra el influjo de los hechiceros, y esa fatídica
mañana el Montero Mayor fue sorprendido por la muer-
te.
El cazador no pudo defenderse del salvaje empu-
je del jabalí que se le vino encima con inclemente furia.
(La fiera le cobraba la matanza de varios miembros de
su familia, eso oí decir).
El jabalí enterró sus colmillos en el centro del pe-
cho del montero, se contentó después con arrancarle el
corazón para escupirlo luego, y mirarlo rodar por el ba-
rranco, entre las hojas secas.
79
El jabalí que ahora he conocido, esparcido en pe-
dazos y devorado por los buitres, ha cubierto de luto a
mi hermana Elvira. El jabalí que veo, estaba oculto en la
montaña, esperando el momento de la venganza, sin
comer ni beber por varios días, alimentado sólo de su
furia.
Han ya pasado varias semanas desde la muerte
del Montero Mayor. Elvira ha regresado a nuestra casa
vestida de negro. ¡No deja de llorar la pobrecita! Y yo
me esmero en complacerla, en consolarla, y la invito a ir
conmigo hacia los campos, a contemplar cientos de pája-
ros que siempre son una alegría. Pero Elvira se niega a
salir, y prefiere quedarse a solas con su duelo.
Mis amigos los pájaros viven en los manzanos y
cerezos que se cultivan en el huerto desde hace mucho
tiempo; desde que empecé a andar con los rebaños, y
subía con mis cabras, monte y peñasco arriba, para estar
a la altura del castillo. Los pájaros regresan; los escucho
cantar melodías bellísimas, y salgo a recibirlos todas las
tardes, a la hora que traen su serenata.
80
Ahora ha llegado un ave extraña, que yo nunca
había visto, que nunca había venido a visitarnos. Es un
pájaro blanco que sabe hablar; es un pájaro brujo, según
me han dicho los aldeanos. Él me habla de la próxima
huida, de mi próximo viaje a las tierras extrañas; del
próximo exterminio que nos espera. Le pregunto:
- ¿Qué me quieres decir, pájaro brujo? ¿De qué viaje
me hablas? ¿Por qué mencionas el exterminio si ya el
montero Adolfo pagó nuestras culpas? Él fue escogi-
do como cordero del sacrifico y entregó su sangre.
¿Acaso no lo viste entre las fauces del jabalí? ¿Es que
tendremos nuevas amarguras? - Y el pajarito brujo si-
gue hablando:
- La villa de El Calvario será demolida, el monasterio
será demolido, los sembradíos serán quemados y será
desprendida la gran campana del campanario.
Hoy los veo volar. Mis pájaros amigos están hu-
yendo de la montaña sin ni siquiera despedirse. Han
sentido un rumor en la distancia, un fuerte golpe de
tambores, unos gritos errantes, un tropel de caballos que
se avecina, y se han marchado sin decirme nada, dejan-
do mudo el cielo de mi casa. La serenata ya no vuelve,
81
ya no escucho los cantos, y se ha quedado solo el cielo
de mi casa.
Y el pequeño canario, el de los dulces trinos de
mis días felices, viene a decirme que no va a dejarme,
que no me abandona, que él no abandona la montaña,
que seguirá conmigo, que partirá conmigo, cuando me
lleven a la lejanía...
Ha pasado mi infancia. ¡Cuánto me duele recono-
cerlo! Pasó mi infancia sin darme cuenta. Ya la he deja-
do atrás, ya la he perdido; la he dejado allá arriba, en
mis montañas de esmeraldas, en los altos peñascos de
elevadas cimas, y en las lejuras empinadas por donde
bajan los torrentes. Ya no soy una niña. Ya he crecido.
Yo de pronto crecí, sin darme cuenta. Me desperté una
vez y ya había crecido. Una mañana me hice mujer, en-
tre la hora nona y la hora del Ángelus.
El día había empezado como de costumbre, sin
ningún signo relevante, pero el paso del sol cambió mi
suerte; en el paso de luna se manchó mi túnica y fui a
esconderme en las aguas del río.
82
Crecí bajando de los riscos, cuando traía mis ca-
bras hacia el valle. ¿O fue tal vez cuando yo me empe-
ñaba en llegar a la altura del castillo, o en llegar hasta el
claustro del monasterio? Crecí sin darme cuenta y no
pude abrocharme mi corpiño porque yo había crecido y
mi ropa de niña me quedaba corta, me quedaba peque-
ña, me molestaba.
- Ya no soy una niña – confesé a mi madre, avergonza-
da – Lavé mi túnica manchada en la orilla del río. Las
aguas se pintaron como si se llenaran de amapolas, y
la corriente se llevó con prisa todo lo que era mío: mi
infancia, mi inocencia, mis momentos de gracia y feli-
cidad.
- Sigues siendo mi niña aunque hayas crecido, Aurora.
Ven, acércate – dijo mi dulce madre.
Me levanté de prisa, corrí hacia ella, y comprendí
que la había alcanzado de tamaño, que éramos iguales;
que ya mi cuerpo era una copia exacta de su cuerpo, que
mi cintura era su cintura, y mi cuello su cuello, y mi pe-
cho su pecho, y mi boca su boca; que no había diferencia
en las caderas, ni en el cabello rubio, que mis ojos azules
eran sus mismos ojos, que mi fragancia era su fragancia.
Que mi madre era bella y que yo era bella.
83
El carretero
El carretero de El Calvario se llama Sibeliano. Él se viste
con calzas, subidas hasta las rodillas, la camisola blanca,
bajo una túnica de lino y una capucha carmesí, que lleva
levantada hasta las sienes, y que mantiene el rostro ocul-
to, escondido allá lejos, en la penumbra.
Sibeliano es arisco y taciturno. Pasa la noche ca-
minando solo, por la orilla ondulante que va marcando
el río. Y se le oye cantar, con su voz cálida y purísima,
antes que la mañana se levante. Su dulce voz se escucha,
lastimera, y llega hasta la hondura de los bosques.
Mi madre me ha contado que Sibeliano compone
versos de exquisita belleza, que sólo sus amigos han lo-
grado escuchar. También he oído decir que vive enamo-
rado de una aventurera llamada Sabiba - de piel morena
y ojos tornasolados - que conoció un domingo en la Villa
Mayor.
Todo el mundo comenta la vida disoluta de Sa-
biba, a quien apodan “Luna del Oriente”, cuya brillante
y negra cabellera se extiende como un manto sobre sus
espaldas, hasta llegar a los tobillos. Y el carretero se ha
empeñado en ella, como si fuera una flor de los campos.
84
Pero Sabiba jamás lo ha querido; le robó el corazón y
después lo dejó sumido en su pena.
La madrugada del domingo, de todos los domin-
gos, los campesinos de El Calvario traen de sus huertos
los pesados cajones llenos de frutas y verduras, hasta el
establo del carretero. Y se los ve venir desde lo lejos; es
una larga fila de hortelanos, con sus cargas a cuesta.
Como yo soy la única joven que sé escribir y cal-
cular las cuentas en toda la extensión de la comarca,
anoto cantidades y productos de cada uno de los cam-
pesinos: las coles, las sandías, las peras, las manzanas,
las uvas, los limones, lechugas, berenjenas… Tanto de
cada quien. Todo queda anotado, registrado cuidado-
samente en una larga lista que ocupa varios folios. Es
una larga lista de esperanzas que crece todos los do-
mingos.
Los hortelanos cargan los frutos en la vieja carre-
ta. Yo me uno a esta fiesta de colores, de sensaciones
frescas y aromas deliciosos, que abren el apetito, me dan
fuerza y colman todos mis sentidos. Hay gritos de entu-
siasmo en la despedida.
- ¡Que Dios te guíe y te acompañe, Sibeliano!
85
- ¡Y que la Virgen te permita vender los frutos de nues-
tra tierra!
Y vemos alejarse la carreta, hacia el mercado de la
Villa Mayor.
Pero regresan los negros presagios. Este domingo
ha sido triste. No he querido comer ni ir a la iglesia y me
acongojan turbios pensamientos. El cielo se ha nublado
íntegramente y pronto llega la oscuridad. Una enorme
corneja vuela graznando y su vuelo me hace estremecer:
la corneja es anuncio de mala suerte; siempre nos ha
traído desventura. ¿Qué podrá sucedernos esta vez? La
noche se ha aclarado, han despertado sus luceros; alum-
bran las estrellas del lado allá del río y vemos a lo lejos,
escuchamos más bien, la crujiente carreta de Sibeliano.
Corremos todos a recibirlo.
Pero ¡Ay, desgracia! El carretero vuelve casi des-
nudo, con los jirones del vestido llenos de sangre. Es un
muchacho todavía, y yo jamás lo había imaginado. Na-
da habla, permanece en silencio, sin decir ni siquiera
una palabra, pero contemplo por primera vez su bello
rostro y los enormes ojos amarillos, que siempre tuvo
ocultos. Me mira tan profundamente, tan amorosamen-
te, que yo me siento desfallecer.
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La mujer que lo ha criado toda la vida sale del es-
tablo a paso lento: es una anciana de cuerpo estrecho,
entumecido. Una vieja mujer de mirada perdida, que
sube a la carreta para ayudar a Sibeliano. Suben también
algunos hortelanos, en extremo exaltados:
- ¡Hay que ayudarlo! ¡Necesitamos agua fresca! ¡Tene-
mos que bajarlo de la carreta para saber qué le ha su-
cedido!
Yo traigo agua del pozo y lavo al carretero con un
lienzo limpio. Cuando termino de limpiarlo, lo levantan
en peso para llevarlo dentro del establo. Después, toda
la gente de El Calvario comenta los detalles de lo suce-
dido: la carga fue robada en una encrucijada; se llevaron
los frutos de los huertos, se llevaron completa la lista de
esperanzas. Y el carretero Sibeliano fue golpeado, salva-
jemente acuchillado, por bandoleros del camino...
Hace ya una semana desde el asalto de los bando-
leros, y el carretero Sibeliano se ha debilitado poco a
poco, instante por instante, y nada valen los cuidados
que le brindo para aliviarlo. No existe mejoría para sus
males; no podemos hallarla. El curandero le extiende en
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el cuerpo cataplasmas de barro arcilloso, y le reza en
voz alta sus oraciones incomprensibles, donde invoca el
espíritu de unos seres menudos, huecos e intangibles,
que logran penetrar en las heridas y absorben los humo-
res - sucios y malignos - lanzados con saña por el
enemigo...
Pero nada resulta, los intentos son vanos. La fie-
bre no ha cedido, ni siquiera con la infusión de hierbas
curativas, que llevamos a diario. La fiebre no quiere ce-
der, más bien va en aumento, y las hondas heridas se
resquebrajan, como surcos malditos, para abrirse de
nuevo, una y otra vez.
Todos en mi familia se han preocupado por el
triste percance del carretero. Mi madre a veces viene
conmigo a visitarlo y le coloca unas compresas sanado-
ras, que ella guarda con celo, para usarlas tan sólo en los
casos más graves.
- ¿Qué podremos hacer para aliviarlo? – le pregunto a
mi madre.
- No lo sé, hija mía. Tan sólo Dios es dueño de todos
los remedios…
Yo levanto la sábana y miro las heridas deteni-
damente. ¡Estoy horrorizada! Las aberturas de los cuchi-
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llos parecen bocas de dragones que quisieran tragarme.
He traído el incienso que llevo a los santos, he quemado
eucalipto junto a su lecho, para que los dragones se reti-
ren y nos dejen en paz.
- Yo moriré contigo, Sibeliano – le digo al oído, casi sin
entender mis propias palabras. Si tú decides irte, me
iré detrás de ti y volveré a estar a tu lado.
Han ya pasado nueve días, que se me han con-
vertido en nueve condenas. Un poco más de una sema-
na ha transcurrido desde el asalto de los bandoleros y
Sibeliano se debilita rápidamente. Casi no puede ha-
blarme ni escucharme; tiene un hilo de voz, un hilo de
mirada que en veces se le pierde en el vacío. Me mira
una vez más, me espera nada más con sus ojazos amari-
llos y se conduele de mi sufrimiento.
Ya nueve días han transcurrido, y las señas de
Dios, las que Él me daba cuando solíamos comprender-
nos, ya no se encuentran por ninguna parte.
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Con la anciana mujer que crió a Sibeliano no ten-
go ningún trato. En el poblado se comentan cosas terri-
bles, escabrosas historias sobre ella. Las chismosas co-
madres que no tienen oficio aseguran (al montón de cu-
riosos y charlatanes que se reúne junto a ellas) que la
mujer del cuento era esclava y nodriza de una noble fa-
milia, emparentada al duque Gildeberto. Y ella, como no
podía tener hijos propios, robó al pequeño Sibeliano
cuando era aún recién nacido. Y también aseguran que
mantuvo al pequeño secuestrado, escondido de todos,
durante muchos años; y que los padres verdaderos, una
pareja de alta alcurnia, terminaron muriendo de sufri-
miento. Y dicen las comadres que al final de la historia
la nodriza encontró el camino libre; y desde entonces se
hace pasar por la única madre del carretero. Y las coma-
dres, sin medir sus palabras, disfrutan en juzgarla de la
peor manera:
- Es una usurpadora.
- Una ladrona que se llevó al niño.
- Lo mantuvo escondido, para que nunca lo encontra-
ran.
- Debería estar encadenada, dentro del calabozo del
castillo.
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Yo desconozco el nombre de la anciana; no me
importa su nombre, y ella jamás me nombra, porque
tampoco le intereso. Pero me deja entrar a su vivienda,
que se halla atravesada en medio del establo. Ella me
deja hacer lo que me corresponde, y nunca veo sus ojos,
apagados y fríos, que huyen de mis ojos. Cuando la ne-
cesito, ella viene a ayudarme: trae ollas de agua hervida,
para lavar el cuerpo de Sibeliano y rasga tiras de lienzo
limpio, para vendar sus miembros rotos y sangrantes.
También me deja darle los “jugos milagrosos”, de sus-
tancias benditas y olorosas, que me enseñó a preparar
mi abuela, cuando de tarde en tarde volvíamos del mo-
nasterio.
La anciana y yo nos entendemos en silencio. Ja-
más hemos cruzado una palabra. Nos aceptamos en si-
lencio, nos comprendemos en silencio, sin hacernos da-
ño. Y el trance de la vida hacia la muerte, queda como
un secreto entre las dos.
- Todo lo puede Dios - murmura ella, para sus aden-
tros.
- Y yo pienso: Sigamos esperando.
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Hoy quiero arrodillarme, salir arrodillada por la
calle, pero no es posible. La confianza hacia Dios me la
han quitado sin misericordia. ¿En quién voy a creer, en
quién voy a confiar, si todas las promesas han ya sido
barridas por el viento, como si fueran mis pecados? La
vida no me alcanza para este día de tristeza, y voy a los
zarzales con los pies descalzos, para aliviar mi pesa-
dumbre. Por la tarde regreso, llena de cortaduras y ras-
guños. La sangre impura se quedó en el monte, prendi-
da en las espinas de los zarzales.
Regreso hasta su lecho. Él levanta las manos para
recibirme. Recibe mi caricia con los ojos cerrados, pero
sé que me escucha mejor que otras veces. Su palidez
asombra, su rostro, descarnado, ha ya adquirido el perfil
de los santos.
- ¿Duermes acaso?- le pregunto.
- Ya no quiero dormir – responde él - Sólo estaba so-
ñando cosas absurdas que se traen los sueños. Soñaba
con la vida que hoy empieza, contigo; y hoy termina,
sin ti.
- ¿Quieres contarme tus pesares, tus grandes temores?
Y en un supremo esfuerzo de resistencia, Sibe-
liano me entrega sus verdades últimas.
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- Quiero encontrarme, Aurora, con mis primeros pasos,
los primeros arrullos que me dieron mis padres, con
la cuna que tuve, con la madre primera que me man-
tuvo entre su seno. La vida nunca me ha querido,
nunca jamás me ha respetado, ¿sabes? Siempre he es-
tado en el centro de las mentiras. Todo ha sido una
farsa del teatrillo de pueblo donde yo he sido el pro-
tagonista; un engaño tras otro, una burla que empieza
y otra que termina. Quisiera ahora escaparme, huir a
los zarzales con los pies descalzos, para dejar allí mi
sangre impura, para aliviarme de mi pesadumbre, y
quedarme por siempre, como siempre, prendido en
sus espinas.
He cumplido quince años con la nieve de in-
vierno. Los heleros se mudan de las altas cimas, y vie-
nen a instalarse en mi corazón. ¡Sibeliano está muerto!
El carretero ya está muerto y me ha dejado el universo
seco, estéril, sin sentido. Su bello rostro, sus ardientes
ojos, su cuerpo transportado en antorchas de fuego, van
a ser pronto devorados por la inclemencia de la tierra,
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van a ser tierra y polvo, sin que nadie los salve, sin que
yo pueda rescatarlos para traerlos junto a mí.
Entonces me encamino hasta la ermita de la Vir-
gen, en doloroso ascenso, paso a paso subiendo, abrién-
dome camino sin detenerme nunca. Subo por una cuesta
y encuentro a una pareja de mendigos, hechos todos de
andrajos, que tiemblan de frío y hurgan en sus morrales
desesperadamente, para sacar los últimos mendrugos
que todavía les quedan. Pero nada consiguen; los dos
morrales han quedado vacíos y ellos no tienen fuerzas
para seguir. Los mendigos me miran, con sus rostros de
fieras vencidas; y hablan conmigo entre sollozos:
- Moriremos de hambre, niña Aurora – dicen - Ya na-
die quiere socorrernos; ya no se justifica que sigamos
vivos…
Entonces los consuelo, los abrigo y les ofrezco
panes y duraznos.
Paso junto al Hospicio de los Peregrinos, donde
viví experiencias estremecedoras, y sigo andando, silen-
ciosa. Las memorias regresan con las paredes ocres del
hospicio, que ya están derrumbándose, y con las puertas
carcomidas que rompí aquella noche en el salvaje im-
pulso de mi cuerpo. (Murciélagos, arañas y escorpiones
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vuelven a mi mente; corro y me escondo tras un árbol,
para olvidar sus alas y sus patas.)
Sigo avanzando en esta ruta de los penitentes y al
llegar al pequeño santuario, situado en el confín de la
provincia, descanso y me persigno. Después, cuando
vuelve el aliento a mi dolido corazón, prendo la Vela de
las Ánimas ante la Virgen de los Jacintos, y me preparo
para orar. Rezo el rosario de María Santísima; rezo con
fe cada Misterio Doloroso a la Madre Purísima, llena de
gracias, y me arrodillo ante la Cruz de su Divino Hijo:
- Señor mío Jesucristo, Dios y Hombre verdadero, Se-
ñor y Redentor mío, he venido a pedirte que Tú con-
cedas la resurrección para el amado carretero. He ve-
nido a implorarte que Sibeliano regrese a la vida, co-
mo Tú volviste, después que fuiste crucificado por tu
propia gente, tus hermanos. He venido a rogarte que
hagas el milagro, como lo hiciste tantas veces, cuando
viniste a redimirnos en este valle de lamentaciones.
¿Qué debo hacer para que oigas mis súplicas? ¿Qué
penitencia debo cumplir para que escuches? ¡Ven
hasta mí, Jesús; yo iré contigo! ¡Te mostraré el sepul-
cro donde él se encuentra! ¡Te mostraré el refugio
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donde el cuerpo sin vida del carretero yace esperán-
dote!
Pero vuelve el silencio, vuelve la soledad y la
amargura, y no llega el prodigio. No comprendí el sen-
tido de la desolación, hasta que no sentí su piel hecha de
muerte. Hasta que no sentí mi piel hecha de nada, que
ya a nadie interesa; mi inútil piel que ya no resplandece
ni perfuma el mundo.
Esta mañana última vine a visitarlo. Desde el día
del asalto de los bandoleros he venido al establo todos
los días, sin faltar ninguno. La anciana me recibe con
desgano e indiferencia, pero sigo adelante porque él me
está esperando; estoy segura de ello. Sibeliano me espe-
ra en su lecho de enfermo y no puedo tardar.
Los dos sabemos que viene el final, que ya su
cuerpo está acercándose al torbellino incomprensible de
la muerte, al incierto destino de los moribundos, al do-
lor sin medida. Los dos sabemos que se aleja, que sus
extremidades ya se han ido, que su pulso y su aliento
van a detenerse, a pararse por siempre, en cualquier
momento.
96
Pero él me espera. Sibeliano consigue la fuerza de
los siglos, el amor de los siglos, todo el impulso de los
siglos, para darme el abrazo de despedida. Nos decimos
adiós con la promesa del próximo reencuentro.
Sibeliano está muerto. Nieve de invierno soy ahora.
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¡Llegan los moros!
Desde la muerte de Sibeliano he quedado aturdida,
consternada, y mi vida perdió la significación que había
encontrado. Yo misma me sorprendo, y me pregunto,
¿Cómo es posible que él cambiara el sentido de mi exis-
tencia? ¿Cómo es posible que en tan poco tiempo el ca-
rretero lograra convertirse en el señor de mi esperanza?
¿Cómo es posible que yo me enamorara de un mori-
bundo?
Han pasado los meses, todos los días de un año.
Volvieron a rotar las estaciones y aparecieron flores del
verano. Los pájaros aquellos que se marcharon sin des-
pedirse no regresaron nunca, pero yo he recobrado mi
armonía, he regresado a mi ritmo de siempre, a mis an-
danzas de pastora, a mi callada melancolía.
¡Ahora suenan alarmas! De regiones vecinas llega
el aviso de que la guerra se aproxima, que un ejército de
musulmanes se acerca, que han comenzado sus corre-
rías de verano - las que suelen hacer todos los años - y
que esta vez atacan nuestro reino.
Se inicia un movimiento inusitado: Los hombres
del ducado son obligados a construir fosos y barricadas;
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los centinelas del castillo adelantan maniobras de defen-
sa y los soldados de la guardia refuerzan con barreras
los macizos portones. Ya es un hecho evidente su llega-
da. Se escuchan gritos y lamentaciones de los vecinos de
la aldea. La suerte ya está echada para nosotros.
Batallones de moros llegan juntos, a la caída de la
noche. Apagamos las lámparas de aceite, cuando senti-
mos el griterío y el galopar de los caballos.
- ¡Han llegado las tropas del Califa de Córdoba! – gri-
tan los centinelas del castillo.
- ¡Las tropas de al-Nasir, el grande, el poderoso! – gri-
tan los monjes del monasterio.
- Han llegado las tropas de ‘Abd al-Rahman III - dice
en calma mi madre. Y mientras tanto, mi padre escri-
be “¡Ha llegado el momento de la conciencia! ¡Ahora
esta tierra ha terminado!”
Los endiablados guerreros musulmanes entraron
a mi casa después de los incendios, después de las ceni-
zas. Entraron a mi casa, cuando ya habían quemado el
monasterio y los copistas del monasterio. Cuando ha-
bían arrancado hasta la última piedra del castillo, cuan-
99
do se habían llevado la gran campana del campanario,
la Cruz de la Victoria y la corona que pendía del techo;
cuando habían arrasado la montaña, cuando habían des-
truido los sembrados y cuando mis pequeñas cabras ya
habían sido lanzadas al vacío. Y mi canario… ¿moriría él
también?
Mis hermanos gemelos no se habían movido de
su sitio de guardia. Papá empuñó las armas del abuelo.
Y mi madre esperaba la entrada de los moros, silenciosa.
Cerró con llave los baúles y cofres donde estaban guar-
dados sus manteles, sus sábanas de novia, sus alhajas,
sus más caros recuerdos; cerró las pequeñas ventanas, se
sentó en la banqueta, a un lado de la lumbre, y se puso
el tocado más bello que tenía.
Pasaban los minutos. Mis hermanos, hermanas y
padres ya nos habíamos despedido. Fue un breve ins-
tante de sosiego, sin una lágrima. Un abrazo de adiós,
en el silencio de la tarde. Éramos fuertes y no teníamos
miedo.
Nos vestimos con calma, con los mejores trajes,
usados solamente en las solemnes ocasiones: sayas de
seda, túnicas bordadas... Yo me sentí orgullosa de mis
pendientes de oro, los que me dio una vez aquel juglar
100
de primavera que traía su vihuela colgada del hombro,
con el sayo amarillo, las calzas azules, y algunos libros
bajo el brazo.
Los musulmanes subieron la cuesta y encontra-
ron mi casa que se hallaba escondida, monte y peñasco
arriba, en el bosque de hayas. Entraron a mi casa des-
pués de los incendios, después de las cenizas. Buscaban
jóvenes cristianas para el harén de Córdoba. El capitán
se volvió a mí. ¡Ya era su cautiva!
(Después de tantos años, al final de mi vida, esta
historia que escribo me parece inventada, una fabula-
ción de mi delirio. ¿La viví yo realmente o es resultado
de mi fantasía? ¿Cómo la pude soportar? ¿Cómo sobre-
viví a los momentos tormentosos, a la dura derrota de
mi patria, a la vergüenza de no habernos podido defen-
der? ¿Cómo pude quedarme íngrima y sola en la tierra
de nadie, en los espacios que antes fueron míos y que se
habían borrado para siempre, como un puño de arena,
después que lo sacude el vendaval?
Nada permaneció sino mi sombra, entre un mon-
tón de muertos, dispersos y tendidos a los pies del casti-
101
llo. El espectáculo era aterrador y las aguas del río, en su
misericordia, se llevaban los cuerpos, para lavarlos, para
acogerlos en su liviano corazón y después entregarlos a
las olas de la mar distante.
Tenía dieciséis años cuando mataron a mi familia,
allí frente a mis ojos, en la aldea de El Calvario. Me se-
pararon de la casa donde guardé el secreto de mis pe-
queñas alegrías, y ya nunca volví a visitarla; nunca ja-
más volví a la villa lejana, que moría de abandono. Me
separaron del ramo de alhelíes y de los treparriscos que
vuelan en las cumbres; me separaron de Gelesvinto, al
que siempre encontraba en el lago pequeño, blanco de
neblina. Me separaron de las montañas de rubíes y es-
meraldas, las que yo había escogido para mí, las que
había separado desde el instante de mi nacimiento. Me
separaron de las turquesas que se encontraban en la ori-
lla del río, cuando yo me ponía el traje de aguadora.
¿Qué iba a ser de mí? Las mañanas de sol ya no
me protegían. Nada tenía el perfume de las encinas y los
pinos. Ningún cielo tenía las estrellas de antes. La pro-
tección de la Sagrada Virgen de los Jacintos, había ter-
minado)
102
Yo no he dejado de llorar en esta travesía. El
mundo que era mío se va perdiendo poco a poco, en
cada una de mis lágrimas. Todo lo veo a través de un
lente curvo, de un cristal opaco que desfigura los con-
tornos. El paisaje se nubla con mi llanto y dejo que éste
fluya libremente. Yo no lo quiero detener porque es mi
único consuelo, mi descanso.
Han ya pasado varios días (¿serán días o sema-
nas?) y hoy he logrado tranquilizarme. Es suficiente,
digo, no es posible llorar toda la vida, ni lamentarme
toda la vida, como si yo también hubiera muerto. La
brisa vespertina me refresca el rostro, me hace cosquillas
en los labios y me hace sonreír. Ahora contemplo el
hermoso horizonte de la travesía. Miro hacia todas par-
tes y quedo sorprendida de este nuevo universo que
empiezo a conocer.
Encuentro un niño en el camino; lo veo correr por
la campiña. Juega con su cometa de varios colores que
está ondulándose en el espacio. El niño corre, se va con
la brisa, desde un punto preciso del paisaje y se lanza a
recorrer el mundo.
103
- ¿Quieres jugar conmigo? – grita al verme – ¡Baja de tu
caballo y acompáñame! ¡Mira cómo se eleva mi come-
ta! ¡Cómo es más alto que los árboles! ¡Cómo llega a
las nubes y se queda arriba, hasta que baja para irnos
a casa!
Tengo envidia de él. De su capacidad para inven-
tar el cielo. Quiero ligarme al niño, a su cometa, atarde-
cerme yo también en esta extraña hora de los paisajes
desolados. Una tarde de encuentros, en la travesía. Es el
encuentro con el aire que pasa sin hablarme, sin enten-
der que en este encuentro se perfila la estrella de mi vi-
da; de la vida futura que ahora va a empezar.
Los batallones musulmanes me llevan prisionera.
Vamos bajando por la serranía. Soy la cautiva del prín-
cipe moro, que a partir de esta tarde me hace su esclava.
Ha llegado la hora de los recuerdos y es necesario
que los memorice, que los empiece a enumerar uno por
uno, como si fueran cuentas de un rosario. Quiero gra-
barlos encima de mi piel y dejar para siempre los tatua-
jes; quiero tallarlos en mis huesos, para que no se pier-
dan en la noche, ni se conviertan en olvido.
104
Ando con el recuerdo de una casita blanca de
treinta escalones, vecina del castillo y del monasterio,
que se hacía más pequeña con el paso del tiempo.
Ando con el recuerdo de una canción de cuna, de
un arrullo, y de un beso en la frente que me daba mi
madre.
Ando con el recuerdo de unos árboles, que me
vieron nacer. El recuerdo del bosque y su perfume, el
recuerdo del río que solía recibirme en su liviano cora-
zón.
Ando con el recuerdo de las constelaciones, que
iluminaban mis montañas cuando las noches eran más
eternas.
Ando con el recuerdo de mis hermanos, el gran-
de, los menores, con mi hermana Marian y con mi her-
mana Elvira, que un día vistió de luto, llena de tristeza.
Ando con el recuerdo de mis abuelos que me en-
señaron las lecciones más encantadoras.
Sigo con el recuerdo de los ojos azules de mi ma-
dre. Ella siempre empeñada en ayudarme a ver las ma-
ravillas, empeñada en mostrarme el tesoro que encie-
rran las pequeñas cosas, las campánulas blancas, las lu-
105
ciérnagas, las velas perfumadas, el pañuelo bordado, el
árbol que florece con la flor campesina.
Ando con el recuerdo de mis tardes, de mi fasci-
nación por el castillo, de mis andanzas de pastora, del
salto de mis cabras que jugaban felices al borde del ba-
rranco.
Y vivo con mi padre, en la luna de ayer, la del
camino.
A veces me pregunto por los muertos aquellos
que dejé olvidados en la aldea de El Calvario. Era la
gente de mi casa, mi querida familia, mis hermanos y
hermanas. Padre y madre reunidos, mirándose a los
ojos, cuando los batallones musulmanes rompieron las
paredes, y los gritos terribles atravesaron las paredes,
hasta clavárseme, como cuchillos afilados, en el corazón.
Los feroces soldados destrozaron lo que encon-
traron a su paso. Destrozaron los muebles, las arquetas,
el mesón de mi padre, sus libros de poemas, su garrafa
de vino. Destrozaron las puertas y ventanas con salvaje
furia. ¿Qué les habíamos hecho? ¿Por qué tanta vengan-
za desbordada? ¿Por qué tanta violencia, si ni siquiera
106
los conocíamos? ¿Quiénes eran los hombres tan crueles
e insensibles? ¿De dónde habían salido? ¿Qué querían
de nosotros? ¿Quién los había mandado a exterminar-
nos?
A veces me pregunto si aquellos muertos fueron
enterrados por un pastor errante, un peregrino o un via-
jero cansado y misericordioso que se apiadó de ellos y
cavó sus tumbas, y clavó alguna cruz sobre sus tumbas;
o si más bien quedaron para siempre, tirados en la tie-
rra, a merced de los buitres, como los vi esa tarde, la
última tarde.
No me dieron el tiempo necesario para acercarme
a ellos, para cerrar sus ojos, para juntar sus manos junto
al crucifijo, para cubrir sus rostros con un lienzo blanco,
para besarlos por última vez. ¡No me dieron el tiempo!
Polvo y viento nublaron la mirada cuando fui
arrebatada de mi casa; cuando me halaron los cabellos
porque no quería irme; cuando me arrebataron los re-
cuerdos y me llevaron a la fuerza, y me obligaron a se-
guir el paso de las ligeras cabalgaduras.
Yo fui la única sobreviviente de mi familia.
(Nuestro hermano mayor, Evangelista, estaba ausente…
¿Se salvaría él también?) Mis hermanos gemelos y mi
107
padre fueron asesinados al golpe de un tambor. Nada se
discutía, nada se hablaba, sino que el jefe moro levantó
la mano, como señal inapelable para que comenzara la
ejecución. Todo fue rápido y fugaz. Fue un instante de
duelo solamente; un lanzazo directo en el corazón, para
que se apagara la estrella de los hombres.
Mis hermanas murieron de tristeza, después que
presenciaron la matanza. Cayeron las dos juntas, en el
mismo momento, a los pies de mi padre. (Yo esperaba
mi turno ansiosamente; yo esperaba mi turno que se
tardaba demasiado y no llegaba nunca.)
A mi madre la hirieron a filo de espada. No escu-
ché un solo grito de sus labios, ni una llamada de pie-
dad que conmoviera a los verdugos, ni una sola queja,
ni un solo lamento. Murió erguida y hermosa, con toca-
do de reina y sus ojos azules en mis ojos.
Pregunté al jefe moro por qué tardaban en ma-
tarme, por qué insistían en demorar la muerte que esta-
ba anunciada desde hacía mucho tiempo, que era ya
presentida y necesaria. Pregunté al jefe moro de qué
manera me harían llegar hasta los límites del Cielo, o tal
vez del Infierno, donde estarían quemándose – en in-
mensos calderos sujetos con cadenas- los condenados al
108
fuego eterno. Nada me respondieron, ni me miraron, ni
se dignaron a explicarme lo que yo les pedía. (Tal vez no
comprendieron mi palabrería en lengua cristiana)… sino
que atravesaron las paredes, y me hicieron subir al caba-
llo.
A veces me pregunto, me pregunto, si los muer-
tos que guardo aquí conmigo, en el pecho conmigo, van
a quedarse para siempre o si algún día van a abando-
narme.
Los días han sido largos, interminables, desde
que fui arrancada de mi casa, de los despojos de mis
padres, de sus ojos perdidos. Días infelices, insoporta-
bles, tratando de entender lo que fue solamente un so-
plo de la vida que yo tuve. Una vida que fue y ha termi-
nado.
El tiempo de esta travesía ha sido suficiente para
hilvanar mi historia y empatar sus retazos. Es el tiempo
impreciso, que no pasa, días y días recordando, pregun-
tándome, sin encontrar razones que me convenzan y
puedan sosegarme.
109
Algunas veces pienso que ha sido mi culpa, que
yo cambié los signos del destino, su dirección prevista,
cuando empecé a añorar lejanos resplandores que escu-
chaba en los cuentos de aventureros. Tal vez cambié mi
suerte, cuando empecé a negar mi vida solitaria de
campesina y rechacé con rabia la pobreza y miseria de
mi casa, de mi existencia toda.
¿Será mía la culpa? ¿Es éste mi castigo? ¿Soy la
culpable acaso, de la matanza de mis padres y de mis
hermanos? ¿Soy la única culpable del exterminio que
predijo el pájaro brujo de plumaje blanco? Yo no quiero
aceptar esa sentencia. Me arrepiento de mi inconformi-
dad, pido perdón a Dios, pero ¿de qué me sirve? ¡Ya
todo está perdido! Ya no les puedo devolver la vida; ya
no los puedo hacer volver a mí.
Ahora descanso. Las lágrimas disuelven mi pen-
samiento, los recuerdos se esfuman y oigo una voz que
me habla:
- ¡Desengáñate Aurora, y acepta tu destino! Debes bo-
rrar lo que una vez viviste – dice en lengua romance
una amable mujer que viene con las tropas califales -
¡Nada puedes llevarte de lo que fueron tus primeros
años! Todo aquello es negado de ahora en adelante.
110
Todo aquello es prohibido. Conserva el alma limpia,
sin resentimiento, y déjame guiarte hasta la entrada
del Paraíso.
- ¿Dónde vamos? ¿Hacia dónde me llevan?
- Nos dirigimos hacia Córdoba. A la exquisita corte de
al-Nasir, el gran Califa ‘Abd al-Rahman III…
Segunda Parte
Resplandor de la Gloria
113
Córdoba
Después de un viaje agotador y lento; después de atra-
vesar el mundo entero, desde el Norte hasta el Sur, des-
de arriba hacia abajo; después de tantas vivencias reco-
gidas, hemos llegado al reino Omeya. Al fin voy a ente-
rarme si son verdades sus maravillas, su luz divina, su
perfume. ¡Al fin estoy aquí!
Estamos en el año 960, desde el día que nació Je-
sús de Nazaret: la mujer que viaja conmigo, llamada
Catalina, me ha explicado que así cuentan el tiempo los
cristianos del mundo ¡Y yo no lo sabía! La mujer va a mi
lado, está ligada a mí como mi sombra, y habla pausa-
damente sobre la nueva inmensidad que ahora me ro-
dea.
Una decena de doncellas ha viajado conmigo du-
rante toda la travesía. También son prisioneras como yo;
ellas también tienen historias y recuerdos que se queda-
ron en lejanas tierras; ellas también vieron morir a sus
familias y se quedaron íngrimas y solas, desamparadas
en la tierra de nadie.
En la Marca Mayor del territorio musulmán nos
hacen descender de las cabalgaduras, nos cambian los
114
rústicos vestidos por trajes limpios y bonitos; nos refres-
can el rostro, nos cubren con un velo, nos brindan agua
de granada para beber, y nos conducen de la mano al
Palanquín de las Cautivas.
La Marca Superior es una inmensa fortaleza; el
cuartel general de los ejércitos de la frontera, el punto de
partida de las expediciones militares que salen cada año
contra los cristianos, quienes están unidos en el Norte
para la reconquista de su tierra, y hacen valiente resis-
tencia a los invasores.
Los musulmanes hacen su Guerra Santa contra
nuestras iglesias y conventos, contra nuestras cosechas y
ganados, contra gente inocente, contra pueblos y aldeas
que mueren de abandono y que siguen por siempre
suspendidos, en la región de los fríos intensos.
- ¿Por qué la llaman Guerra Santa? - se preguntaba el
padre Nicodemo una y otra vez, y después añadía,
con sus ojos ancianos llenos de lágrimas: ¡Guerra de
la Tristeza la debían llamar!
Hay gran satisfacción en las tropas califales, por
este nuevo triunfo de su llamada “Guerra Santa contra
115
los Infieles”; por el botín logrado en el asalto, por los
cientos de esclavos que llevan a Córdoba. Hay alegría en
los jinetes - los mismos que mataron a mis padres -
quienes se apean de los caballos y se prosternan en el
suelo, cinco veces al día, para alabar y agradecer al Dios
Clemente y Misericordioso, llamado Allah.
Seguimos hacia el Sur en lenta caravana. Hace ya
varios días desde que penetramos en tierras de los mo-
ros y el mundo entero ha sido transformado: se han
desplazado las estrellas, los paisajes del cielo ya no son
los mismos, el alba y el crepúsculo me desconciertan,
porque son distintos, y ya no siento que me pertenecen.
Nada se me parece al bosque que era mío y que
perdí sin darme cuenta. Ni siquiera los árboles se me
parecen. Ni siquiera las flores, ni siquiera el color de las
enredaderas, ni el olor de los pinos, ni el canto de las
aves, nada se me parece a lo que dejé atrás. Y sin em-
bargo, la distante región de cumbres y de abismos está
clavada en mi memoria.
El Palanquín de las Cautivas avanza con las tro-
pas victoriosas, hacia la capital del califato. Han ya pa-
sado tres semanas. Cada semana un mundo nuevo, un
horizonte inesperado. Todo cambia en instantes, en la
116
naturaleza milagrosa que ahora me circunda. Cuando
yo cierro y abro los ojos, las regiones resecas, despobla-
das, han sido suplantadas por verdes sembradíos y ver-
geles, con labriegos que cantan bajo los sauces, en las
orillas de los arroyos.
La mujer que nos cuida, Catalina, tiene una edad
incierta entre los treinta y los cuarenta años. Es gruesa y
fuerte, de agradables facciones y una sonrisa bondado-
sa. Me gusta que esté cerca, pues su conversación me
tranquiliza. Ella me habla sin detenerse sobre los nuevos
días que se avecinan, sobre el palacio de oro, sobre la
vida que me espera en el harén del soberano, sobre lo
que ya tengo que entender... Escucho atenta a sus pala-
bras, las quiero retener una por una; no debo distraerme
en el recuerdo de otra realidad que ahora me ha dejado.
El viaje lento, interminable, aturde los sentidos.
La amable Catalina me entretiene y hasta me hace reír,
mientras relata historias de los campos de al-Andalus. Es
una narración amena, fascinante, que suaviza el cansan-
cio. Me cuenta anécdotas graciosas, pero también me
habla de la fatiga de los labradores para sacar el fruto de
las semillas; me cuenta los estragos de la sequía, que los
mata de sed algunos años. Habla de la tristeza que ella
117
ha conocido, de las zonas desérticas, de los vastos espa-
cios barridos por el viento...
Ahora le ruego que se calle, que deseo dormir sin
despertarme nunca, que tengo miedo del palacio de oro,
que deseo quedarme en estos olivares que ahora he des-
cubierto, en los molinos de agua y en la casita de los mo-
lineros. El corazón me pesa y no lo puedo sostener.
Quiero rezar, dormir. Le pido a la mujer que me deje
llorar.
No sé por cuanto tiempo he estado dormida.
Despierto más tranquila y relajada. Ahora vamos pa-
sando frente a un cortijo de elevados muros. Un alto
palomar está junto un balcón, cuajado de claveles de
varios colores. Varias palomas blancas vienen volando y
las veo acercarse; casi puedo tocarlas con mis dedos.
Todo es silencio ahora. Los recuerdos regresan
sobre las alas de las palomas: mis padres, mis hermanos,
¿por qué los he perdido? ¡Jamás podré vivir sin recor-
darlos!
Seguimos avanzando por la vía empedrada, a
una hora cualquiera de los pensamientos. Nadie habla.
Las muchachas cautivas no hablan entre ellas ni hablan
118
conmigo. Algunas han llorado todos los días; otras se
quedan mudas, esperando.
El sol ya se ha calmado, se ha refrescado en su
camino hacia el Oeste, y sus rayos son tibios, acariciado-
res. El ruido de soldados y caballos queda disuelto en la
grandeza de la tarde. El corazón, en vela, oye armonías
lejanas. Las higueras y olivos se desplazan hasta el hori-
zonte.
Han ya pasado tres semanas, y el llanto que me
traje de las montañas, todo el llanto, ha quedado regado
sobre las piedras.
Duermo y despierto, despierto y duermo en esta
travesía interminable, y ya no sé decir lo que es verdad
o sueño. Siento la voz de Catalina, mientras toca mi
hombro suavemente:
- Aurora, no te duermas, despierta, niña ¡Ya estamos
llegando! La Corduba romana se ha convertido en la
Qurtuba Omeya, y ella te espera para recibirte. Es la
medina de las siete puertas y centenares de mezqui-
tas. La ciudad de la gloria y los placeres. ¡Prepara
bien tu espíritu para conocerla!
119
La campiña de Córdoba es un vergel florido, que
huele a hierbabuena. El río Guadalquivir reunió las
huertas en su valle y recogió flores azules para sus ori-
llas. Las dalias y los lirios aparecieron esta mañana, y
me devuelven la ilusión que se me había quedado en las
lejuras empinadas donde estaban mis padres.
Algunas mariposas estrenan alas multicolores, y
vienen a mostrármelas para que yo las felicite; revolo-
tean al lado mío, presumiendo sus galas, hasta que yo
me fijo en ellas. Y cerca, en la enramada, los viñedos
ofrecen sus racimos para los niños del camino.
Seguimos avanzando por la antigua calzada, la
vía romana llamada Augusta. Nos detenemos solamente
a las horas marcadas para la oración de los soldados.
Hoy es un día especialmente luminoso: la luz
convoca a los viajeros y a los mercaderes, para que se
aventuren en una y otra dirección, por las líneas abiertas
de las encrucijadas. Un grupo de hortelanas, con cestas
de limones y naranjas, hace una pausa para descansar
en el campo de encinas.
¡Súbitamente, allí, la muralla de Córdoba! Los pá-
jaros amigos, los de manzanos y cerezos, los que habían
emigrado de la montaña antes de la matanza de mi fa-
120
milia, los que se fueron sin despedirse, dejando mudo el
cielo de mi casa, bajan del brillo de la tarde, de las nubes
más altas, para darme sus trinos de bienvenida. No
puedo saludarlos, porque al ser informada de que muy
pronto llegaremos, el corazón regresa a su alegría de
antes, a su osadía de siempre, y se va cabalgando, ade-
lantándose a la tropa a galope tendido, y me deja inde-
fensa, abandonada ante mi suerte. Córdoba resplandece
como flor de los campos.
Mi llegada este día a la ciudad de los placeres y
de la gloria, me nubla por instantes el entendimiento.
Empiezo a renacer en mi nueva existencia con la energía
de antes, con mi antiguo entusiasmo. Un astro inadver-
tido me quema los hombros, cuando rompo a pedazos
la túnica y los velos que me cubren entera, de los pies
hasta el rostro. Necesito mirar con todo el cuerpo, con
los ojos alertas de mi cuerpo: los ojos de los brazos, los
ojos de las piernas, los ojos de mi pecho y mis espaldas.
Tengo que estar presente, con mi piel descubierta, para
absorber a plenitud el espectáculo increíble que está an-
te mi vista. Necesito mirar, sentir, oler. Me alzo lo más
que puedo y tengo una visión de mi destino, antes que
mis raptores mahometanos me sometan con un latigazo.
121
Córdoba es ciertamente la residencia de las ma-
ravillas. Córdoba es el universo que ya había empezado
a imaginar. Yo tan acostumbrada a los atardeceres cal-
mos - al sol de la montaña que toma el tiempo justo, pa-
ra que yo contemple su bajada tranquila hacia el ocaso -
me encuentro ahora, cara a cara, con un astro encendido
que se roba el cielo, haciendo caso omiso de mis horas,
que se inician apenas en mi nueva aventura.
¡Y ya estamos aquí! Hay un ambiente bullicioso,
alegre; una agradable confusión de voces y sonidos que
van saliendo de cualquier lugar. Las cientos de personas
que van por las calles – moros, judíos y mozárabes, es-
clavos, beréberes, muladíes - tienen rasgos distintos,
pertenecen a razas distintas, religiones distintas; hablan
distintas lenguas, pero todos caminan de prisa, muy
aprisa, alborotadamente. Andan por todas partes, com-
partiendo su suerte por barrios y arrabales, callejones y
zocos, tratando de amoldarse al ritmo que les marca el
soberano de la luz.
La caravana de soldados y prisioneros entra a la
capital del califato a través de la Bab Rumiya, o Puerta de
Roma, también llamada Puerta de Toledo, y vamos
avanzando por la Calle Mayor hasta hacer nuestra en-
122
trada en el Palacio Real, apodado el Alcázar. Me han
cubierto de nuevo, del cabello a los pies, con un largo
vestido de encendidos colores y amplios velos, y me
dejo llevar con las otras cautivas seleccionadas para el
harén del rey. Nos escoltan ahora los guardias persona-
les del Príncipe al-Hakam, el Heredero.
Un soldado infeliz, el que me había azotado por
romper mis vestidos, es liquidado de un sablazo. Su ca-
beza sangrante es tirada a los perros, mientras el capitán
de nuestra escolta, me ofrece disculpas por la grave
ofensa.
Córdoba me recibe sin reservas, sin ocultarme
nada, sin esconder de mí sus secretos más íntimos, sus
veleidades. No fueron falsas las narraciones del ebanis-
ta, cuando llevó a mi casa los dos arcones de madera,
para mi hermana Elvira. No fueron falsas las historias
fantásticas que había escuchado de los viajeros y merca-
deres, cuando nos visitaban en la aldea perdida que mo-
ría de abandono, en la región de los fríos intensos.
Es verdad lo del canto que le nace a las fuentes.
¡Ya lo he comprobado! Es verdad lo de la algarabía in-
contenible y ensordecedora que vibra en cada calle y en
los zocos. Es verdad lo de la Gran Mezquita, concebida
123
y creada como los bosques de palmeras que dan frescu-
ra al Paraíso. Es verdad lo del color del cielo, cuando los
días todavía no terminan, porque prefieren eternizarse.
Es verdad lo del duende y el encanto.
Durante nuestro viaje desde la tierra de mis pa-
dres, la buena Catalina me contó historias y más histo-
rias sobre el mundo de al-Andalus, el que será ahora mi
mundo. Entre tantos relatos, destaca la leyenda del Al-
cázar. Esto es lo que me dijo:
Hace ya mucho tiempo, cuando en al-Andalus vi-
vían personas de otras costumbres y otras religiones,
había un viejo monarca que tenía su castillo en una selva
llena de margaritas. El noble anciano, quien dio la paz a
su pequeño reino, fue traicioneramente despojado de su
corona y de su trono. El rey lo perdió todo. Le arrebata-
ron sus tesoros, sus armas, sus caballos, y lo hicieron
salir a la intemperie una noche de invierno. Los malhe-
chores le hablaron groseramente:
- Puedes llevarte únicamente uno de tus bienes ¿Cuál
eliges?
- Quiero sólo el halcón - respondió él.
124
- ¡Sin falta has de tenerlo! Pero debes partir antes que
nazca el nuevo día, y nunca más podrás volver a esta
tierra que ya no es la tuya…
Desde esa noche desgraciada, el anciano monarca
vivió errante y perdido entre los matorrales. Nadie po-
día socorrerlo porque estaba prohibido; nadie podía alo-
jarlo en su vivienda ni ofrecerle una manta, por el man-
dato expreso de los usurpadores.
Se refugió con el halcón dentro de grutas y ca-
vernas que le dieron cobijo durante muchos meses, has-
ta que vio llegar la primavera. Y una mañana fresca,
cuando las madreselvas retoñaron y expandieron sus
ramas por el bosque, el viejo y el halcón se integraron al
mundo que había muerto en invierno y renacía con
ellos.
Salieron hacia el campo y el ave cazadora voló
para atrapar una perdiz. El halcón se alejaba, se perdía
en la espesura y el rey lo iba siguiendo por un espacio
nuevo, donde jamás había pisado.
- ¡Espérame!- gritaba el rey - ¡No te vayas volando con
tanta prisa! ¿No ves que soy muy viejo para poder co-
rrer?
125
El halcón esperó a su amo todo el tiempo que fue
necesario. Y fue entonces allí, en un paraje íngrimo - un
lugar escondido entre árboles inmensos y centenarios -
que el anciano monarca distinguió restos de un palacio
magnífico, hundido en las orillas del río Guadalquivir.
- ¿Qué es lo que veo? – se preguntó el anciano – Mis
viejos ojos se divierten en engañarme, en burlarse de
mí, y me hacen contemplar extrañas maravillas que
no existen…
El monarca avanzó, siguiendo el lento vuelo de
su amigo el halcón, que parecía guiarlo, y llegó hasta los
muros del edificio. Tocó la piedra enmohecida, palpó las
nobles ruinas y tuvo la certeza de encontrarse en el cen-
tro de una antiquísima y avanzada civilización.
El halcón siguió entonces las órdenes del rey, y
fue volando hasta la selva llena de margaritas. Voló de
un cielo hasta otro cielo, de horizonte a horizonte y se-
ñaló el camino a los antiguos súbditos del señor destro-
nado. Ellos siguieron al halcón, fueron detrás de él, to-
dos unidos y regocijados, porque seguían queriendo y
respetando a su rey verdadero.
El hermoso palacio, apodado después el Alcázar,
fue reconstruido y embellecido por hacendosos hombres
126
y mujeres del renacido reino. ¡Hasta los niños contri-
buían en las labores, contentos y felices! Y el anciano
monarca, restituido en su trono y amado por su pueblo,
pudo reinar en el Alcázar por muchos, muchos años,
hasta que entregó el alma a Quien se la había dado.
Alrededor de la mansión del rey, se construyeron
casas de dos pisos, calles estrechas y jardines, zocos y
tabernas, baños públicos. Y se hicieron albergues para
los peregrinos, y se abrieron caminos para los caminan-
tes que iban llegando. Se construyeron templos a un la-
do de las fuentes; y nacieron los parques y plazuelas,
con cientos de pájaros. Nacieron los geranios y las arbo-
ledas, nacieron los claveles amarillos. Nació el sol sus-
pendido en un azul purísimo. ¡Había nacido Córdoba!
La historia fascinante de la ciudad de los placeres
y de la gloria se encuentra resumida en las viejas mura-
llas del Alcázar. Y fue la compañera de mi largo viaje,
mi amiga Catalina, quien empezó a narrarme la aventu-
ra de los antiguos reyes.
- El anciano monarca y el halcón señalan el inicio – dijo
ella - Pero antes de ese inicio, había una historia más
127
lejana, emparentada con viejas leyendas de soldados
romanos que lucharon, de emperadores que una vez
vinieron y tal vez se ampararon en las húmedas gru-
tas de la región.
Después de otros monarcas poderosos, unos visi-
godos y otros mahometanos – convertidos en dueños de
la tierra de al-Andalus, en distintos momentos de la his-
toria - los califas Omeyas son los actuales huéspedes del
Palacio Real…
Oigo el relato de Catalina. Pienso que también yo,
Aurora la cautiva, me encuentro satisfecha en este espa-
cio fulgurante, que ya me ha dado la bienvenida con
gentileza, que me ha mostrado sus encantos y me ha
dado un recuento de su pasada gloria.
Avanzo ahora yo sola para acercarme a las mura-
llas que se ven imponentes y ennegrecidas. Son las
guardias perennes de los secretos y de los recuerdos. He
pedido a los oficiales del palacio algunos días de liber-
tad. Les he rogado, les he suplicado, y se me ha conce-
dido la petición, con infinitas limitaciones.
Se ha fijado la fecha, todavía distante, en que seré
llevada a la noble presencia del Príncipe al- Hakam, el
Heredero; hijo de ‘Abd al-Rahman III al-Nasir, el Califa
128
reinante. A partir de ese entonces ya no seré la dueña de
mi vida ni de mi pensamiento y estaré sometida a estric-
tas e inquebrantables restricciones.
Antes que llegue ese momento quiero mirar cómo
me plazca, lo que me plazca; quiero indagar, averiguar,
oír, caminar, conocer a la gente. Quiero ver con mis ojos
- sin que ninguno me lo impida - el universo que va a
rodearme.
Apenas ha empezado a oscurecer y ya se asoman
en el cielo un par de luceros de luz purísima; ellos
desean ser los primeros en saludarme y yo me siento
reconfortada con esta bienvenida celestial. Después de
la llegada al Palacio Real, somos llevadas al Pabellón de
las Elegidas: la mitad de una luna cristalina, en los jar-
dines del Alcázar. El jefe de la guardia nos entrega al
cuidado de tres eunucos sudaneses que deben custo-
diarnos esta primera noche. (¡Estoy impresionada!
¡Nunca en mi vida había tenido cerca a un hombre ne-
gro! Solamente sabía de su existencia por los relatos de
mis abuelos, pero jamás imaginé que su presencia fuera
129
tan imponente, ni que su piel brillara tanto, ni que sus
ojos fueran llamaradas.)
Mi amiga del camino, Catalina, la que hizo menos
dura la travesía con su paciencia y sus gratos relatos, ha
estado con nosotras hasta el momento de nuestra llega-
da al palacio. Entra ella también, pero poco después nos
dice adiós y se retira, junto a los capitanes del ejército y
a los mozos que llevan las cabalgaduras.
- Te dejo en el portal del Paraíso - dice al alejarse - Te
seguiré guiando, a una cierta distancia, para que no
desvíes el rumbo ni te entretengas en distracciones
vagas. Tú serás elegida del Príncipe Heredero, no va-
yas a dudarlo. Ya conozco su anhelo de belleza y sé
de sus deseos que no se sacian nunca. En las campa-
ñas de verano contra los infieles, todos los años, he
sabido escoger a las rubias cautivas que él favorece,
haciéndolas llevar hasta su alcoba; por eso estoy se-
gura de lo que hoy te anuncio. Deposita la fe en tu in-
teligencia y en tus ojos azules. Y jamás des un paso
sin las indicaciones de tus maestros. Un destino bri-
llante, sorprendente, se detiene esta noche ante tus
pies.
130
Escucho emocionada sus palabras y me despido
de ella con un abrazo lleno de cariño:
- ¡Gracias por ayudarme, Catalina! ¡Sin ti habría muer-
to en el camino!
Soy primera en entrar al Pabellón de las Elegidas.
Por alguna razón, me han favorecido desde el inicio.
Alguna propiedad tiene mi rostro, mi cabellera rubia y
mi apariencia entera, para que en el palacio de los Ome-
yas, se me empiecen a abrir las puertas llenas de joyas.
¡Alabado sea Dios que lo ha permitido!
Nos hemos desplazado sobre alfombras tan sua-
ves como el algodón, por anchos pasadizos y corredores
solitarios. Las diez cautivas caminamos descalzas, de-
jándonos llevar tranquilamente, hacia un mundo encan-
tado de pequeños tesoros.
No pienso en nada. No recuerdo nada. La algara-
bía del corazón derrota al pensamiento. Atravesamos el
jardín. Caminitos trazados entre los nidos de colibríes.
Las fuentes y los nardos se van cruzando por nuestro
sendero. Las campánulas blancas se mecen con el ritmo
de nuestras túnicas, y mi cuerpo se mueve entre los ra-
mos de claveles.
131
El Pabellón de las Elegidas es de cristal clarísimo.
Con la puerta cerrada puedo mirar en su interior. Nos
han hecho pasar. Como voy adelante, me posesiono de
lo que me gusta: los cojines bordados y los redondos
almohadones, paños de lana, colchas de seda, el brasero
de plata… Hay un jardín de espléndida belleza ante mis
ojos. Los más exóticos perfumes se encuentran juntos
para deleitarme. No sé otra cosa, no entiendo de más
nada y soy dueña del mundo.
Desde entonces comprendo que éste es mi des-
tino. Que he sido llamada para la grandeza. Que debo
olvidar, puesto que aquella historia mía, de la villa per-
dida en la montaña, la historia de mis días en la región
de los fríos intensos se encuentra lejos, demasiado lejos.
Los días siguientes y los meses siguientes, han si-
do de intensa actividad y preparación. El Pabellón de las
Elegidas es un ir y venir, un entrar y salir de los maes-
tros, en todos los aspectos del saber humano. Ellos se
ocupan de entregarnos su sabiduría; y lo hacen con pa-
ciencia, con verdadera dedicación. Nos la dan de beber
en cada sorbo de agua, nos la dan de comer en cada fru-
132
ta que se nos ofrece. Nos dan sabiduría de la mañana
hasta la noche, en las largas sesiones de entrenamiento,
las cuales se realizan detrás de claros cortinajes, porque
los profesores no pueden vernos, no pueden acercarse ni
contemplar el cuerpo de las cautivas. Nos saludan con
grandes genuflexiones y hacen lo mismo al despedirse.
Diez profesores para diez alumnas; así ha queda-
do establecido desde el comienzo, desde el día primero
de nuestra llegada. El éxito de ellas, de alguna de ellas,
el éxito de una de nosotras ante los ojos del soberano, es,
a la vez, el triunfo del maestro, es el orgullo del maestro,
su fama, su prestigio, su prosperidad.
Pasan meses y meses; las estaciones han pasado.
Ya no sé cuánto tiempo he seguido recluida en este pa-
bellón de los perfumes. Me encuentro esta vez sola, pues
las otras doncellas que vinieron conmigo han sido con-
ducidas al harén. Cuando ellas se marcharon, me sentí
complacida de disfrutar del mimo y el cuidado que sólo
a mí se me ofrecía. Son ya tantos los días, desde el ve-
rano hasta la primavera, que me siento la dueña del pe-
queño palacio de cristal.
He sido regalada con riquísimos trajes de livianas
telas. Y la piel de mi rostro y la piel de mi cuerpo – que
133
mostraban a gritos el maltrato del viento y del sol, en mi
lejana vida de campesina – son atendidas por esclavas
expertas, hasta que vuelven a ser blancas y suaves, co-
mo en los días de mi primera infancia.
Mi buena amiga Catalina viene a visitarme de vez
en cuando y hablo con ella con entera confianza. Le pre-
gunto:
- ¿Por qué motivo me han dejado sola, Catalina? Ya las
otras muchachas están en el harén y sólo yo sigo re-
cluida aquí… Ahora no tengo uno sino varios maes-
tros que vienen diariamente a darme clases… ¡Ya no
tengo descanso!
- ¡Es la mejor señal, querida niña! – me responde son-
riente, mientras escoge de una bandeja varias frutas y
dulces apetitosos - Eso quiere decir que te has desta-
cado sobre tus otras compañeras, no solamente por tu
belleza sino por tus virtudes e inteligencia. Y por eso
te dan una preparación muy especial, privilegiada,
digna de la futura favorita…
- Entonces debo tener paciencia - comento resignada.
134
Y continúa la interminable preparación… ¿Ter-
minará algún día, o llegaré a ponerme vieja en este
aprendizaje? Han designado ahora un nuevo grupo de
maestros, especialmente para mí. Refinados eunucos,
egresados de las escuelas del exquisito músico Zyriab -
quien vino de Bagdad en los tiempos remotos de ‘Abd
al-Rahman II - me enseñan los detalles de complicadas y
enrevesadas normas de etiqueta, para actuar con soltura
en los salones del Palacio. Me enseñan a peinarme y
adornar mi cabello de una manera sofisticada; me ense-
ñan a escoger el vestuario apropiado para cada estación:
me muestran que los blancos se usan en verano, los co-
lores variados en la primavera, y los ocres y pardos son
los indicados para otoño e invierno. Me enseñan a lucir
las diversas alhajas, a desprender los velos; me enseñan
a servir al soberano; me indican con detalles lo que yo
debo hacer para cuidarlo, complacerlo, brindarle placer.
Las reverencias, los movimientos de las manos, los ojos,
las caderas, deben ser practicados regularmente, hasta
que los realice con elegancia. Aprendo a administrar
cada sonrisa, cada expresión de gozo o sufrimiento;
aprendo a administrar palabras y silencios, para agradar
a mi señor.
135
Me han dado clases de gramática, de astronomía
e historia; me enseñan a tocar el laúd y a jugar ajedrez. Y
los maestros de canto, de danza y de poesía se encuen-
tran satisfechos con mi aprendizaje.
- Aurora es nuestra alumna más aventajada - comentan
ellos, frotándose las manos de complacencia - Tiene
una bella voz, suave y cristalina, tiene el don de la
gracia y logra declamar los poemas con hondo senti-
miento. Tendrá sitial de honor, y sabrá destacarse en-
tre las otras damas del harén de Córdoba...
Yo me siento halagada y complacida de sus pala-
bras. Y ahora, cuando el profesor de lengua árabe ha
dado por concluidas sus lecciones, me anuncian con
gran pompa, que seré presentada al Príncipe Heredero.
He pedido permiso para salir del Pabellón y los
jardines que lo rodean y me lo han concedido. ¡Alabado
sea Dios!
- ¿Adónde quieres ir? – me pregunta respetuosamente
el sudanés que hace la guardia.
- Deseo subir a la azotea… ¿Podría?
- Sí puedes. Pero yo debo acompañarte.
136
Estoy contenta. Hoy he subido por primera vez a
la azotea del Alcázar, y la mirada se me estira hasta
abarcarlo todo. Puedo mirar el río en toda su extensión:
los molinos, las barcas, los jóvenes paseando en la ribe-
ra. Las aguas amarillas del Guadalquivir están inmóvi-
les, en las horas finales de la tarde; la brisa que bajaba
del Monte de la Novia, el Yebel al- Arús, ha desviado su
rumbo, se ha extraviado, y el valle permanece calmo y
tranquilo. La vida se ha quedado detenida, como una
imagen perdurable, para que yo la grabe en la memoria.
Acompañada del negro sudanés, que no me deja
sola ni un minuto, yo también me detengo. Deseo ob-
servar pausadamente, respirar la luz viva del crepúsculo
que pinta con rosados una orilla del cielo. Entre el río y
el Alcázar se encuentra el muelle, apodado al-rasif, don-
de se exhiben los trofeos de guerra y las banderas de los
pueblos cristianos que son vencidos cada verano, en las
campañas militares. Reconozco los símbolos de mi tierra
lejana, de la villa olvidada que moría de abandono… Me
detengo un momento en los recuerdos, y dejo que se
vayan.
Un poco más allá de las banderas, están los restos
desfigurados de los ladrones, de los asesinos, de los
137
enemigos del reino Omeya. Se encuentran amarrados,
clavados en maderos. Esqueletos clavados, calaveras
clavadas, y mucha sangre seca al pie de los maderos.
Volteo la cabeza rápidamente: retiro la mirada de ese
espectáculo escalofriante.
Veo por vez primera el grandioso puente que fue
construido por los romanos, cuando esta Hispania era
una parte de su imperio. Nada me impide que me de-
tenga en detallarlo y que cuente sus arcos, y que cuente
la gente y los caballos y las recuas de mula que van pa-
sando de un lado al otro lado. A un extremo, sobre la
Bab al-Qantara, Puerta del Puente, levantada hacia el cie-
lo, está la estatua de una diosa. ¿Es tal vez una Virgen
peregrina que se vino a cuidarme y protegerme? Se pa-
rece a la Virgen Santísima de los Jacintos. Cierro los
ojos, voy con el pensamiento hasta la ermita de la mon-
taña y hago una invocación:
- ¡Virgen Santísima de los Jacintos, tú que cuidaste de
mi infancia, en la región de los fríos intensos, cuida
ahora de mí, de mi destino!
138
Ahora me arriesgo más, pues tengo demasiados
deseos de escaparme hacia la ciudad. ¡Unos deseos in-
contenibles! Ya no pido permiso, porque sé que lo van a
negar, sino que salgo por mi cuenta, como lo hacía en el
campo, al amanecer de un día jubiloso. He logrado es-
capar a escondidas, a hurtadillas, con la complicidad de
Catalina, y voy hacia la Puerta de los Especieros, el sitio
de reunión de las mujeres cordobesas. Tuve noticias, por
Catalina, de que quieren hablarme y prometí encontrar-
las esta mañana.
A esta hora temprana, se abren las grandes puer-
tas de los distintos barrios. El laberinto de las callejuelas
y los callejones me sorprende, me da su raro encanto.
Las calles giran de un lado para otro, van y se devuel-
ven, se ensanchan y se achican, en veces se hacen tan
angostas que casi no puedo pasar. Las flores se impa-
cientan por los rayos de sol que todavía no llegan: nece-
sitan que vengan, para encender sus distintos colores.
La claridad se viene abriendo paso, y llega presurosa al
agua de la fuente. Me gusta oír el agua cuando cae en el
cántaro de la muchacha que viene a llenarlo. Le doy los
buenos días, pero ella se aleja, sin responderme.
139
Me saluda una niña, tras la celosía de una venta-
na; apenas veo su sombra, su silueta, que se asoma y se
esconde rápidamente.
- ¡No te vayas! - le pido - ¡Asómate, pequeña, quiero
verte! Deseo hablar contigo y quiero que me digas
cómo te llamas y cuántos años tienes…
Pero la niña de la celosía no vuelve a aparecer.
Después hay voces de otros niños que se han metido en
alguna parte. Tampoco puedo verlos, pero los siento,
oigo sus pasos cuando corren. Los escucho muy cerca y
trato de encontrarlos; me escondo yo también. Ellos jue-
gan conmigo, ríen y gritan. Quedo asombrada cuando
me doy cuenta que conocen mi nombre.
- ¡Aurora, ojos de mar, regálanos tus aguas para nues-
tros barquitos de papel!
- ¿Quién les dijo mi nombre? – pregunto sin verlos.
¡Vengan, niños, acérquense! ¿Por qué me temen?
Pero ellos no aparecen por ninguna parte. ¡Vaya,
me digo, qué misterio! Sonrío a mis amiguitos invisibles
y sigo caminando.
Mucho antes de llegar al zoco, siento el bullicio y
la alegría del mercado de especias, y percibo un olor
único y fuerte, suma de todos los olores de condimentos
140
y de hierbas que están a la venta: el clavo, la pimienta, el
comino, la albahaca y el azafrán. El espectáculo me
atrae. Cierro los ojos, estiro los brazos y aspiro con delei-
te el aire saturado de hierbabuena.
Ahora he llegado al sitio convenido para la
reunión. Me acerco a las mujeres que conversan anima-
damente, aglomeradas junto a la gran Puerta al-‘attairin,
abierta en la muralla. Súbitamente hacen silencio. Visten
con largas túnicas de colores fuertes, ceñidas con cordo-
nes a la cintura. Con sus rostros velados y los cuerpos
cubiertos y el cabello cubierto sólo veo los ojos. (Este es
un mundo misterioso, donde de las mujeres quedan sólo
los ojos... Sólo los negros ojos. Diez, doce, quince pares
de ellos, fijos en mí.)
- ¡Salam alayk! - las saludo.
- ¡Alayk el salam! - me saludan.
- ¿Desean hablar conmigo, mis amigas?
Ahora se acercan ellas. Me rodean. He quedado
en el centro de un amplio círculo: giro mi cuerpo para
no dar la espalda a ninguna. Sería ofenderlas, pienso.
Una niña pequeña toca mi traje, mis sandalias, acaricia
mis dedos, uno a uno. Mientras tanto, una mujer de es-
pléndida elegancia, vestida en roja seda, se adelanta a
141
las otras; rompe el círculo y se me aproxima. Ella es una
adivina, es una profetisa de gran fama y prestigio, así
me cuentan. Levanta las dos manos lentamente, y des-
prende el velo que me cubre el rostro.
- ¡Serás la próxima Sultana! Sólo queríamos conocerte,
Aurora, ojos de mar.
Le cuento a Catalina sobre mi extraño encuentro
con las mujeres cordobesas y la adivina, junto a la Puer-
ta de los Especieros, y ella me explica lo que ya se co-
menta en la ciudad: que ha llegado del Norte una cauti-
va que será la Sultana…
Después me habla de un lugar fascinante, lleno
de sorpresas, que frecuentan con gusto los cordobeses
de todas las edades.
- ¿Cómo se llama? – le pregunto
- Es el Rastro. Allí podrás hallar las más diversas fanta-
sías, cualquier objeto extraño que reproduzca tu ima-
ginación, por absurdo que sea...
- ¿Qué es el Rastro? – pregunto de nuevo - ¿De qué
sitio encantado me estás hablando?
142
- Es un mercado al aire libre, es una feria de maravillas,
donde la gente vende lo que quiere, lo que ya no le
sirve: adornos en desuso, bastones, estatuillas, joye-
ros, ungüentarios, armas oxidadas, santos viejos, per-
fumes, joyas desgastadas, vasijas y cacharros que fue-
ron heredados de las abuelas…. ¿Quieres ir allá, Au-
rora?
- ¡Por supuesto que deseo ir!
Le pido a Catalina que me acompañe, que deseo
ir con ella a conocer el Rastro, que use su influencia con
la guardia, para que yo pueda salir. Ella tiene en Palacio
buenos contactos, gente amiga, y consigue el permiso
necesario para mi deseado paseo.
Y partimos entonces; mi corazón salta de emo-
ción. Por recomendación de Catalina, me cubro la cara
completamente, con un delgado velo. Estoy cubierta de
la cabeza hasta los pies. Tanto ropaje me incomoda; me
siento como monja del convento, pero es la única forma
que tengo para cumplir este deseo, y me quedo callada,
sin quejarme.
Cruzamos callejuelas ensortijadas que atraviesan
el Barrio de los Ladrilleros, hasta llegar al Barrio de los
Artesanos. Estamos ante el Rastro y Catalina se retira,
143
discretamente, para que yo me quede sola y disfrute a
mis anchas.
- Vendré a buscarte dentro de un rato para que
regresemos al Alcázar, me dice. Antes de irse, me reco-
mienda: ¡Sé muy discreta, niña! Nadie debe saber que
eres Aurora, la cautiva…
Yo me siento feliz. La población entera se encuen-
tra reunida en esta fiesta inimitable, donde todo es posi-
ble. Observo la locura reinante, el desorden de cosas que
me atraen, que parecen llamarme. Yo no sé lo que quie-
ro, hasta que no lo tengo ante mis ojos:
En el Rastro consigo lo que busco: una lámpara
antigua, de las que usaban los pastores, cuando perma-
necían en el silencio de la medianoche.
En el Rastro consigo lo que busco: un vestido
amarillo, con estrellas plateadas, para usarlo el domin-
go, cuando yo tenga que enfrentar la vida.
En el Rastro consigo los recuerdos queridos de mi
infancia: una aldaba de hierro, un tapete tejido, un pája-
ro amarillo, un candil encendido, y un juglar ciego, soli-
tario, que repite los versos de mi padre.
144
Duelo en el reino
Es una fría mañana de otoño. Una fecha de duelo en el
reino Omeya: 15 de octubre de 961 desde el día que na-
ció Jesús de Nazaret. Tercero de la Luna de Ramadán,
según la cuenta islámica. El cielo está nublado y el vien-
to huracanado levanta remolinos de polvo.
Hoy llegó la desgracia a la ciudad de Córdoba, la
peor de las desgracias, porque después de un reinado
magnífico, ha muerto al-Nasir, el Vencedor, el gran Cali-
fa ‘Abd al-Rahman III, protegido de Alá y Guía de los
Creyentes.
La capital del reino está conmocionada. Se escu-
chan gritos de dolor de hombres y mujeres, desconsola-
dos ante la pérdida de quien les dio fortuna y bienestar
durante el medio siglo de su mandato. Bajo los arcos de
la Gran Mezquita se reúnen los fieles, y desde el almi-
nar, el almuédano canta, acompasadamente, las escogi-
das Suras del Corán, las apropiadas para un momento
de tanto dolor.
Salgo de mi refugio, el Pabellón de las Elegidas, y
subo a la azotea del Alcázar. De mí nadie se ocupa y
puedo verlo todo según mi propia voluntad. La pobla-
145
ción entera ha salido a la calle, y se organiza en grupos,
para iniciar el largo recorrido a Medina Azahara, la ciu-
dad palatina donde se encuentra el féretro real. Mañana
volverán, en dolorosa procesión, acompañando al fúne-
bre cortejo.
Las hierbateras del mercado recogen sus mano-
jos, los comerciantes cierran sus puertas, y los barqueros
del Guadalquivir dejan sus barcas en el muelle, para
unirse a los grupos de duelo.
Aquí en Palacio existe un movimiento inusitado.
Los rostros son severos y ninguno se fija en mi presen-
cia; ninguno me mira, gracias a Dios. Los funcionarios
de las diversas dependencias de Cancillería, dictan a los
escribas y secretarios, algunos de los cuales tienen lá-
grimas en los ojos. Se redactan comunicados urgentes,
inaplazables, que deben ser enviados a las gobernacio-
nes del califato.
El mensaje es uno solo: “¡’Abd al-Rahman III ha
muerto!”
Después de los anuncios de la muerte del rey
‘Abd al-Rahman III, los cordobeses se desplazan hacia
146
Medina Azahara, la esplendente ciudad con tejas de oro
y plata, donde ahora descansa su cuerpo. Allí podrán
brindarle un último tributo de respeto y cariño. Desde la
azotea veo pasar a la gente, paso a paso; cientos y miles
de personas que se alejan, como avalancha humana, en
una sola marcha, una sola tristeza, en una dirección y un
mismo compromiso.
La ciudad ha quedado desierta. La ruidosa ciu-
dad de gloria y de placeres, ahora se ha vuelto la ciudad
del silencio. En el Alcázar de la capital no se escuchan
rumores ni voces. Todos se han marchado a Medina
Azahara, para rendir un homenaje póstumo al biena-
mado soberano. Ya todos han partido, pero en un raro
impulso, he preferido quedarme oculta, en la grandiosi-
dad de este Palacio, para volver el tiempo atrás, para
meterme en él, y presenciar historias que aquí se vivie-
ron.
No había podido entrar al Maylis al-Kamil, el Sa-
lón de Kamil, el más suntuoso del Alcázar, pues la seve-
ridad de los porteros me lo había impedido. ¡Está prohi-
bido el paso!, decían siempre. Pero hoy avanzo libre-
mente, sin que nadie intervenga, y abro la inmensa
puerta de ébano y marfil.
147
Un fogonazo indescriptible me enceguece la vista
y me lanza al pasado. Pierdo el sentido no sé por cuánto
tiempo. Al despertar me encuentro ante una multitud
de nobles príncipes, ataviados de blanco. Al fondo del
salón, sentado en el mihrab al-Maylis al-Kamil, reconozco
los rasgos del joven monarca de apenas veintiún años,
que es proclamado Emir de al-Andalus. Ya Catalina me
había descrito detalle por detalle de su fisonomía y me
detengo en contemplarlo mientras se realiza la ceremo-
nia.
Ahora vuelvo al presente. El salón está vacío de
nuevo… Es un día de duelo y todos se han marchado de
Córdoba.…
¡Qué grandioso prodigio! ¡Qué privilegio inespe-
rado he logrado obtener! ¡Ese joven monarca que acabo
de ver rodeado de príncipes, el día preciso de su entro-
nización, en este mismo Salón de Kamil, es el Califa
‘Abd al-Rahman III apodado al-Nasir; el anciano monar-
ca que hoy ha fallecido!
La muerte del Califa ‘Abd al-Rahman III, adelan-
ta los acontecimientos que ya estaban previstos y pro-
148
gramados con suficiente antelación. Poco después de las
exequias, el Príncipe Heredero, al-Hakam II al-Mustansir
bi-llah, “el que busca la ayuda victoriosa de Allah”, es
proclamado segundo califa de la dinastía Omeya en la
tierra de al-Andalus.
Ahora sí ha llegado el momento de movilizarme.
Es una orden y yo me dejo conducir dócilmente a Medi-
na Azahara, la ciudad del encanto, al pie del Monte de
la Novia, que ‘Abd al-Rahman III hizo construir para la
hermosa Azahara, su favorita.
Apenas hace algunas horas, desde las barandillas
de un balcón, vi a lo lejos el destello magnífico de la
ciudad con techos de oro. Fue tal vez esa luz, reflejada
después en los diamantes de Kamil, la que me hizo va-
gar por tiempos idos, hasta perderme en otras realida-
des que acontecieron hace cincuenta años.
Un grupo de jinetes me custodia y avanzamos sin
prisa por la estrecha vereda. Cruzamos puentes y arro-
yuelos. Nos detenemos para apartar un tronco atravesa-
do en el camino, y seguimos andando, con la mirada fija
en nuestros pensamientos. El camino a Medina Azahara
se me hace largo, interminable. Hay una brisa fría que
149
está bajando del Monte de la Novia y eleva mis vestidos.
La ansiedad va a tumbarme del caballo.
¡Hemos llegado ahora! Reconozco el lugar que
habían descrito los vendedores ambulantes, el ebanista,
los fabuladores, cuando nos visitaban en la lejana villa
de El Calvario. Sobre la puerta principal de la ciudad
amurallada, se levanta la estatua de Azahara. Sus ojos
me conmueven: es como si quisieran darme su tristeza.
Azahara está viva; eso es lo que me han dicho. ¡Cuánto
quisiera conocerla! Cuentan que desde ayer ha enloque-
cido de melancolía, que pronto va a partir hacia un lu-
gar incierto. ¡Cuánto quisiera conocerla!
En el Patio de Honor se han agrupado los visitan-
tes, la inmensa muchedumbre: los soldados, eunucos y
esclavos, los mercaderes, los albañiles y los pescadores,
los artesanos, los arquitectos, los artistas y los poetas…
Todo el pueblo reunido - venido de las regiones más
distantes del califato - para llorar al soberano muerto y
rendir homenaje al nuevo monarca.
En las altas murallas se hallan los centinelas, cu-
biertos de armaduras, y mil esclavos negros, de eleva-
150
dos turbantes, llevan al hombro sus hachas de hierro. Y
arriba, en la colina, se desplaza la guardia de los eslavo-
nes, con espadas desnudas en las manos.
Ahora me encuentro en el Salón de Recepciones,
donde he logrado penetrar, abriéndome paso sigilosa-
mente. Los asistentes han tomado asiento en las cubier-
tas galerías a un lado del salón. Logro ubicarme en un
lugar cercano, para observar la ceremonia. Los cadíes y
visires, llevando blancas túnicas en señal de duelo, ha-
cen un semicírculo a discreta distancia.
Los capitanes de la guardia, la familia real, los je-
fes eslavos del Palacio, los militares y altos funcionarios
del califato, fijan sus ojos en el trono, donde viene a sen-
tarse un caballero de noble presencia. Es al-Hakam II,
quien pronto va a escuchar el Juramento de Obediencia
que le ofrecen sus súbditos. Recibe el juramento sentado
en el sarir al-malik, y su mano levanta el alto jaizuran, el
cetro de bambú que distingue al Imán de los Creyentes
y lo separa de los otros mortales.
El ritual es sagrado. El ritual significa un com-
promiso de fidelidad que no se puede quebrantar; y se
debe cumplir íntegramente, en todos sus momentos, en
todos sus detalles, según las tradiciones más antiguas. El
151
ritual es severo; el juramento es repetido, con las mis-
mas palabras, por cada uno de los dignatarios.
La ceremonia es larga y me mantiene emociona-
da, maravillada. ¡Me hace estremecer de pies a cabeza!
Cuando me doy cuenta, ya todo ha concluido. ¡Y el Cali-
fa al- Hakam me ha mirado!
¡Yo, Aurora la cautiva, la campesina de otros
tiempos, me encuentro en Medina Azahara! Lo digo lo
repito, lo vuelvo a repetir y todavía no lo puedo creer.
¿Será verdad todo esto, o estarán mis sentidos desva-
riando? Yo, Aurora, la pastora de cabras de la montaña,
la pastorcita de una aldea pequeña, que moría de aban-
dono, estoy ahora en la ciudad-palacio más bella del
mundo… ¿Cómo va a ser posible? ¡No lo puedo creer!
Me han alojado en una alcoba que da a los jardi-
nes. Estoy completamente desorientada, aturdida ante
los últimos acontecimientos, y me asomo al balcón para
ver la caída del sol. Allá a lo lejos veo a una mujer: ¿No
es ella Azahara, la favorita más amada del monarca que
acaba de morir? ¡Sin duda es ella! Siento un impulso
incontenible de conocerla, de acercármele. Salgo en si-
152
lencio de la habitación y encuentro la salida a los jardi-
nes. La diviso a lo lejos y me voy acercando poco a poco.
Ella no se ha movido y logro aproximarme más y más.
Lubna, la profetisa que conocí en la Puerta de los
Especieros (con quien he mantenido una frecuente co-
municación), me ha hablado sobre ella en repetidas
oportunidades. Me ha dicho de su entrega absoluta al
monarca, quien fue su primero y único amor. Ahora veo
a Azahara y me digo, casi en voz alta
- ¡Mírala bien, Aurora! Allí está la infeliz, la que muere
de pena, la que no se conforma de haberlo perdido, la
que enloquece de melancolía...
Semioculta aparece y desaparece tras de la Puerta
de los Jardines. Viste un blanco albornoz que la cubre
completa y llega hasta los pies. El capuchón le tapa los
cabellos, pero su bello rostro, descubierto, parece que se
trajo todo el firmamento.
Azahara está como ausente, apoyada en la Puerta
de los Jardines. Su mirada se pierde en el lejano azul del
cielo. He logrado acercarme sin que ella me sienta. Estoy
próxima a ella, casi puedo tocarla, pero Azahara está
distante, pertenece a otro mundo, no me ve ni me escu-
cha. Sube las manos lentamente, para abarcar el sol en el
153
crepúsculo, y recita un poema de los beduinos. Me alejo
avergonzada de mi intromisión, de mi irrespeto.
Ahora ha entrado la noche. Desde el balcón abier-
to veo una figura que se mueve y se desplaza por las
sombras. Dos antorchas la alumbran. Los centinelas de
la ciudad le ofrecen sus respetos y la dejan pasar. Reco-
nozco, a lo lejos, el albornoz de blanco paño y el rostro
que conserva toda la tristeza.
Azahara se va para siempre. El monarca Al-Nasir
está muerto y Azahara se ausenta. Ya no tiene sentido
su permanencia en la ciudad esplendorosa que lleva su
nombre. Encamina sus pasos en dirección exacta hacia el
más nunca. Los guardias abren la gran puerta y la des-
piden con una reverencia. Ahora nada se escucha. La
gloria de Azahara ha terminado.
Con el pasar del tiempo, me he dado cuenta que
no estoy soñando ni he sido presa de alucinaciones. ¡Es-
toy viviendo la más fantástica de las realidades! Hemos
vuelto al Alcázar por algunos días, y ahora me han
anunciado mi cambio definitivo de residencia. Es decir,
debo mudar mis pertenencias del Alcázar; debo mudar
154
las pocas cosas que traje conmigo desde la aldea de El
Calvario: mis relicarios, las estampas de santos, el cruci-
fijo... Me han informado oficialmente que ahora perte-
nezco al harén de Medina Azahara, y que debo partir en
este mismo instante, sin hacer resistencia. Los hermosos
vestidos y alhajas, velos y mantones que me han regala-
do, serán sacados del Alcázar de Córdoba, este lugar tan
grato y acogedor, donde viví mis añoranzas y nuevas
sensaciones desde que fui tomada prisionera.
Tal vez no sea difícil que me acostumbre a los re-
gios espacios que ahora me esperan. La pequeña ciudad
de Medina Azahara es la suma completa de las perfec-
ciones, y la vida que empieza jamás me alcanzaría para
admirarla. Es una joya espléndida, un tesoro de gracias
y perfumes, hecho a la semejanza del tesoro de Dios.
Y sin embargo, no deseo alejarme. Córdoba me
complace, me ha fascinado siempre, desde la tarde que
yo vi sus viejas murallas desde el Palanquín de las Cau-
tivas. Es la ciudad de los placeres y de la gloria, hecha
toda de risas y de cantos, de contrastes insólitos, de las
maravillosas construcciones, de asombrosos colores que
todo lo envuelven.
155
No deseo alejarme de la ciudad de los prodigios
que me ha mostrado sus pasiones; me las ha entregado.
Me he enamorado de sus calles, repletas de claveles y
geranios. Me he enamorado de sus pequeñas plazas,
íntimas y frescas; de sus fuentes cantoras, sus callejones
sin salida, del arrullo del agua cuando cae en el cántaro.
Me he enamorado de los hombres del Rastro, de
las mujeres que conversan junto a la Puerta de los Espe-
cieros, del olor a albahaca y hierbabuena, de los niños
que hablan tras las ventanas y las celosías, los mismos
que se ríen y se esconden. Estoy enamorada del río
Guadalquivir y no quiero alejarme. Pero ya se ha orde-
nado mi partida, y debo obedecer.
Se cumplió cabalmente la orden de la mudanza y
salí del Alcázar con tristeza. Ya me encuentro instalada
en Medina Azahara, la ciudadela cortesana con techos
de oro y plata y columnas de mármol azul y rosa. Fue
muy difícil alejarme de Córdoba, y me causó pesar
abandonar los pequeños tesoros que tenía ocultos en los
jardines. Allá quedaron momentos muy queridos, inol-
vidables, que seguirán vagando como ánimas en pena,
156
sin encontrarme. Dejé poemas míos bien escondidos
bajo las piedras; dejé rosas azules, que sólo florecían en
mis rosales y dejé algunas aves, las que tenían sus nidos
en mis árboles, y venían a arrullarme al Pabellón de las
Elegidas.
Ahora comprendo un rasgo doloroso que me ha
identificado desde siempre: mi vida ha sido eso, aban-
donar lo que más quiero, para irme lejos.
Ahora me encuentro en Medina Azahara, y he
llegado a la hora del duelo más riguroso. He llegado a la
hora de la tristeza más profunda. Es un ambiente que
deprime, que renueva mis ganas de llorar, de pegar gri-
tos, mi sensación de estar en una tierra desolada. ¡Me
desespera estar aquí!
Estos primeros días, después que ‘Abd al-
Rahman III fue sepultado en el severo mausoleo del Al-
cázar de Córdoba, la pequeña ciudad de Medina Azaha-
ra ha sido toda llantos y desconsuelo. La servidumbre se
mueve en puntillas, casi sin tocar suelo, respetando el
espíritu del monarca recién fallecido. Su presencia está
viva entre nosotros y nos pide silencio.
Los suntuosos salones han sido cerrados para que
nadie entre a contemplarlos. Las alcobas reales, donde
157
al-Nasir tenía su refugio más íntimo, se han desocupado
íntegramente por silenciosas sombras. Y los ricos ropajes
y calzados, los tocados y joyas han ido regalados a las
casas de huérfanos.
En la mezquita de Medina Azahara se inician los
rituales que acompañan el prolongado duelo. Me estre-
mecen los cantos dolientes y lastimeros; las voces sollo-
zantes, quejumbrosas, que se repiten una y mil veces, se
alargan por el viento, hasta alcanzarme. Son muchas las
plegarias cantadas que se escuchan, como ésta, que es-
toy oyendo ahora:
“¡Hemos perdido a nuestro padre!
La espada del Islam,
Pavor de los soberbios,
Amparo de los menesterosos y desventurados.
¡Hemos perdido a nuestro padre!”
Estamos en el tiempo designado únicamente para
el recogimiento y la limosna. Y el nuevo soberano, aba-
tido en extremo, se ha recluido en sus habitaciones, sin
voluntad para salir de ellas. El Califa al-Hakam II al-
Mustansir, hombre reconocido por su gran piedad, me-
dita y reza en su oratorio y llora por la muerte del padre
amadísimo.
Pero los compromisos no se detienen en el reino
de al-Andalus. Los deberes del rey no se detienen, y po-
158
cos días después se normaliza el asombroso ritmo de la
ciudad.
Cientos de cortesanos vuelven a sus funciones
habituales y agilizan las órdenes del nuevo gobernante.
En la Cancillería se reciben las cartas credenciales de los
embajadores que han llegado de lejanos reinos y muy
pronto serán recibidos por al-Hakam II.
El taller de bordados, la fábrica de armas y de
monedas, el taller de marfiles, los cuarteles, mercados,
las fuentes y jardines de Medina Azahara regresan a la
vida, a su vigor de siempre, a su grandeza. ¡Alabado sea
Dios, porque el duelo oficial ha terminado!
¡He escuchado rumores alarmantes! Por los pasi-
llos y corredores se levantan falsos o ciertos testimonios
y se acrecientan los murmullos a medida que pasan las
horas. ¿Será verdad lo que se dice, o serán simplemente
afirmaciones malintencionadas? En el harén del Califa
al-Hakam, las mujeres y eunucos suelen comentar que el
sabio soberano - al igual que un sinnúmero de nobles de
su estirpe - tiene especial predilección por hermosos
159
mancebos que a veces lo acompañan en sus paseos por
la campiña.
Se cuentan con detalles sucesos escabrosos, acae-
cidos en una u otra almunia de recreo, cualquier maña-
na de verano, cuando el Califa, rodeado de sus jóvenes
invitados, busca la cercanía del elegido y lo conduce a
un discreto escondite...
Se murmura también que a consecuencia de ese
pasatiempo, que a nadie asombra demasiado por ser
una costumbre bastante frecuente de la época, ninguna
favorita del monarca ha concebido un sucesor.
- ¿Habrá quedado estéril? - se preguntan.
Ahora que el Príncipe al-Hakam ha sido procla-
mado Califa del reino, la inquietud y la angustia se han
dejado sentir en los salones del Palacio. Los viejos conse-
jeros, conservadores de las tradiciones de la realeza, se
frotan las manos nerviosamente y halan sus barbas con
disgusto, mientras comentan:
- ¡A los cuarenta y seis años no tiene todavía un here-
dero!
- ¡Es una situación en extremo alarmante! El problema
es muy grave, y se acrecienta cada día que pasa...
160
- ¿Quién cumplirá el destino que Alá nos tiene señala-
do? ¿Quién podrá continuar la gloria y el prestigio de
los reyes Omeyas, si el Califa al-Hakam II no engen-
dra un hijo, su verdadero sucesor?
- ¡Sería una catástrofe, y tal vez el final de la dinastía!
Ése es el preocupante comentario de los altos je-
rarcas y de los cortesanos, en las soleadas galerías del
Alcázar y Medina Azahara.
Y las mujeres del harén, cada una de ellas, trata
de embellecerse más y más, hasta llegar a ser irresistible.
Y todas buscan la mejor manera para lograr seducir al
Califa, para hacerlo encender en el deseo, y revivir el
fuego que hace los milagros.
161
Umm Wallad, la gran señora
Voy a ser presentada al Califa al-Hakam II, al-Mustansir,
y ya algunas esclavas encargadas de mi vestuario, han
seleccionado los lujosos vestidos que debo lucir esta no-
che. Al-Hakam II me ha mirado con insistencia una y
otra vez, y ha solicitado que yo le sea presentada. ¡Mi
corazón salta del pecho y no lo puedo sostener!
Tres doncellas me bañan con agua traída de los
manantiales, perfuman mis cabellos y los adornan con
menudas perlas. Los maestros de Córdoba han venido a
Medina Azahara especialmente, para que yo repase las
lecciones de canto y de poesía. Si no le agrado al rey,
estoy perdida. Tendré que conformarme siendo otra
concubina en el harén. Una más, nada más.
He mandado traer a Lubna, la adivina que conocí
en la Puerta de los Especieros. Quiero que ella consulte
los oráculos, que escuche la respuesta de los dioses.
Quiero que ella confirme la única verdad que tiene re-
servada mi destino.
- Lubna, no quiero que me engañes, amiga mía. ¡Por
favor dime la verdad!
162
- ¡Tú serás la Sultana! – me repite sin vacilaciones - Te
lo dije hace tiempo, cuando estabas apenas recién lle-
gada de las montañas, y levanté con mis dos manos el
velo que te cubría el rostro. ¿Lo recuerdas, verdad?
Avanza ahora tranquila hacia tu nuevo compromiso
¡Ve confiada!
El Palacio Real, el Kasar al-Jolafa donde habita el
Califa, se encuentra en la terraza superior de Medina
Azahara, al pie del Monte de la Novia. Soy conducida
hasta el recibo o albahú, salón privado del soberano. Sin
poder controlarlo, tiembla todo mi cuerpo y, para mi
sorpresa y desconcierto, dentro de la mente encuentro
un gran vacío. Olvido los consejos y advertencias que he
escuchado una y otra vez. ¿Qué me sucede?, pienso
asustada, cuando no puedo casi respirar.
Súbitamente se me escapan las enseñanzas de los
maestros; ya no recuerdo nada de lo que debo hacer, de
lo que debo hablar, de lo que debo recordar. Me estre-
mezco de pánico. Quiero huir, escapar, pero soy reteni-
da, suavemente empujada al interior del edificio.
El salón me recibe casi a oscuras. Nada veo, pero
aspiro el aroma de exquisitos perfumes. Avanzo un pa-
163
so y otro paso, con temor de caer. No quiero tropezar.
Respiro hondo para tratar de relajarme. Tengo que estar
erguida, como siempre. Debo hacer gala de la elegancia
que todos dicen que poseo. Pero me siento pesada y
torpe. Un velo se despende de mi cintura, y cuando tra-
to de recogerlo, piso en falso y caigo al pavimento.
Se encienden los candiles. Dos enormes esclavos,
con los torsos desnudos, prenden las antorchas. Des-
pués siguen inmóviles. No intentan ayudarme. El Califa
me mira:
- ¡Levántate, pequeña!
Sin ponerme todavía de pie, apoyando mis ma-
nos en las rojas baldosas, me detengo a mirarlo y respiro
tranquila, reconfortada. Su mirada lo dice, que va a que-
rerme mucho, que ya no debo temer nada. Que mi vida
es su vida, de ahora en adelante. Me levanto, doy unos
pasos hacia él y hago la reverencia que me enseñaron
los maestros. Me arrodillo a sus pies, para besar la orla
de su túnica, donde puedo leer, en caracteres árabes, el
nombre del Califa, bordado en hilos de oro.
- ¡Levántate! - repite - y siento la caricia de su mano en
mi pelo.
164
Estamos en silencio, sentados muy cerca, uno
frente al otro. Los esclavos parecen dos estatuas negrí-
simas. A una palmada del monarca, desaparecen atrás
del rojo cortinaje. Quedamos solos, en silencio. En la
semipenumbra que aún persiste, se me hace difícil deta-
llar sus rasgos. No es un hombre agraciado. Sus formas,
sus facciones son imperfectas, desorganizadas, en el
amable rostro. Existe un desbalance de líneas y espacios
que no consigo armonizar y que me causan desasosiego.
Extiende los brazos hasta tocarme la punta de los dedos,
y dice con ternura estas palabras:
- De hoy en adelante voy a llamarte “Subh”, pequeña
Aurora. Ésa es la traducción árabe de tu nombre cris-
tiano.
Desde que fui llevada a la presencia del Califa al-
Hakam al-Mustansir, he venido viviendo una zozobra,
una inquietud que me perturba y no consigo mitigar.
¿Por qué estos sentimientos? me pregunto. Debería estar
a gusto, satisfecha, pues mi actuación frente al califa fue
impecable. (Salvo el tropiezo del inicio, claro…). Creo
que si los maestros me hubieran visto desde un rincón
165
oculto, estarían orgullosos de su pupila, pues fui pru-
dente, discreta, respondí a las preguntas del soberano
con elegancia, y tengo la certeza de que empecé a robar
su corazón.
- Volveremos a vernos, pequeña Subh - dijo al despe-
dirnos.
Esas palabras habrían hecho feliz a cualquiera de
las muchachas del harén… ¿Entonces qué es lo que me
agobia? Es una incertidumbre, una nostalgia, que me
invade de nuevo íntegramente y que no puedo contro-
lar.
Es un deseo de regresar al campo, de recordar los
tiempos que viví con mis padres, en la región de los
fríos intensos. Entonces vuelvo allá con el recuerdo…
He recordado hoy aquel lugar por siempre ama-
do, donde vi la luz. Mi nacimiento debió tener algún
lucero impreso, apoyado en mi frente con insistencia,
porque tuve mi inicio en el monte más alto y la mañana
más iluminada de la España cristiana. Ese lucero era mi
madre.
Mi madre me enseñó versos escritos en las ora-
ciones, en las canciones de los ángeles, y yo creí enten-
der la belleza del mundo, cuando ella me hablaba. El
166
universo no importaba: Jesús, José y María se llevaban
entero mi corazón. Así, con ella, fueron pasando mis
primeros años.
Mi madre se vestía con túnicas de paño, y una
cinta dorada le adornaba la trenza del cabello. Me gus-
taba mirarla cuando dormía, pues era más hermosa que
la Sagrada Virgen de los Jacintos.
Vine de lejos, de la sierra de arriba, donde mi pa-
dre escribía sus poemas. Yo vine de la sierra de los vie-
jos árboles que me ampararon bajo su sombra. La de los
árboles de antes, cuando mi madre estaba entre las flo-
res.
Ya no me pertenezco. Siempre fui libre y ahora
tengo dueño. El dueño se apodera de mis movimientos
y de mis palabras. Mi vida entera depende de él. Vine
de lejos y tengo una historia, pero a nadie le importa lo
que fue mi pasado.
Esta primera temporada en los palacios de Medi-
na Azahara han sido favorables para que yo retome el
ritmo de mi vida y de mis esperanzas; para que yo me
meta dentro de mí misma y me quede conmigo hasta
167
entenderme, hasta entender por qué quiero partir,
cuando parece que lo tengo todo. Para que acepte las
renuncias que han de salvarme y debo pronto conocer.
Estoy residenciada en un lugar privilegiado, de
hermosura sin límites, y sin embargo sueño con los lar-
gos caminos que acostumbraba recorrer en mi perdida
infancia. Esto parece un desatino, un desvarío de mi
conciencia. Tal vez es el contraste de esta riqueza falsa
que no me pertenece, que no he ganado nunca con el
propio esfuerzo. Tal vez es el contraste con la riqueza
verdadera que tuve conmigo entre mis manos, y que
perdí sin darme cuenta: el brillo de esmeralda de mis
montañas, turquesas de mi río, y aquellos rojos de la
tarde, que parecían volcanes del crepúsculo.
Busco el pasado que todavía me hace falta. ¡Nece-
sito encontrarlo para quedar en paz! Y lo consigo al fin,
en los caminos. Regreso entonces a mi fortuna de antes,
a la fortuna auténtica que heredé de los dioses montañe-
ses que vagaban a solas, en los alrededores de la ermita.
Vuelvo a los días de los picaflores, cuando era
corto el horizonte y la nostalgia no existía. Eran días de
caminos y de los caminantes que no llegaban nunca.
Eran días de aventuras para los pastores y sus ovejas,
168
para las leñadoras que cortaban leña y encendían la
lumbre. Y eran días de los vientos, para las aves cantari-
nas que me traían serenatas y después escapaban hacia
el ocaso.
Eran días de canciones peregrinas, de los roman-
ces de labriegos, que entregaban sus sueños inútilmente,
buscando los amores que siempre fueron imposibles.
Eran días de los pastos perfumados, de capullos azules
y campánulas; de cascadas y lagos que habitaban tan
sólo en la región de los fríos intensos.
Eran días de caminos, mis caminos, y la nostalgia
no existía.
Los guardianes de turno y las doncellas de com-
pañía han respetado mi silencio: han permitido que me
quede sola; me han dejado dormir, me han dejado so-
ñar, me han dejado tranquila sin perturbarme ni inte-
rrumpirme. Ellos han comprendido que debo acostum-
brarme a mi cambio de vida, que necesito un tiempo
conveniente para poner en orden mi pensamiento. Pero
mi pensamiento no hace más nada que confundirme día
169
tras día, divaga sin sentido, con un ritmo incesante, del
presente al pasado, del pasado al presente.
Inevitablemente insisto en el recuerdo de lo que
fue mi vida. Había sido arrancada de una historia pe-
queña, que todavía era hermosa. Había sido arrancada
de mis cabras, en los abruptos escenarios de una monta-
ña, donde el frío y el viento me limpiaban el rostro. Ha-
bía sido arrancada de las canciones de los pastores que
ya jamás iban a volver.
Fui desterrada de los manzanos y cerezos; de los
poemas de mi padre, cuando era más eterna la madru-
gada; de las campanas de la iglesia, de mi casa de pie-
dra. Polvo y agua me enturbiaron los ojos, cuando fui
separada de mis posesiones.
Los recuerdos regresan como pobres fantasmas,
hasta que mi destino abre las puertas por donde puedo
vislumbrar la gloria. Recapacito. Seco las lágrimas y me
levanto.
- ¡Aquella vida ha terminado!- me repito en voz alta,
casi a gritos. ¡Mi familia está muerta y también mi pa-
sado! Ahora no hay retroceso que me sea posible. Ya
no existen motivos que me hagan renunciar a lo que
170
tengo conseguido. ¡Ya no hay espacio para los re-
cuerdos y no tienen cabida las emociones!
Un emisario real me solicita. Viene con prisa y no
disimula su íntimo entusiasmo. Habla conmigo y con
varias mujeres del harén ya entradas en años - las favo-
ritas de otros tiempos - que son las indicadas para dar-
me las más acertadas recomendaciones.
- ¡El Califa al-Hakam II te ha pedido esta noche! – me
anuncia el emisario solemnemente.
Quedo turbada, casi sin aliento, y me dejo vestir
por manos expertas que se ocupan de mí, de embelle-
cerme, como si yo fuera la princesa salida de un cuento.
Así me siento ahora, cuando camino hacia el Califa, ha-
cia su alcoba, su “rincón de los sueños”, en el Palacio
Real de Medina Azahara.
El Califa me llama; ha mandado a llamarme con
su emisario real y yo camino lentamente hasta donde
me espera. El Califa al-Hakam al-Mustansir, digno mo-
narca de la dinastía, me ha pedido esta noche…
171
He concentrado mis energías en un sólo propósi-
to: ¡Debo tener un hijo del Califa! Hoy debo concebirlo
con el influjo de la divina gracia y de mis ángeles pro-
tectores; hoy debo concebirlo para ser yo la victoriosa, la
bienamada, la que todo lo puede en el reino de al-
Andalus.
Hoy debo recurrir a las fuerzas primarias de la
fecundidad, a las diosas antiguas, portadoras de ánfo-
ras, para que la semilla encuentre tierra fértil, abonada,
y se logre el prodigio que todos esperan.
Hoy debo ser esa pequeña flor que se abre man-
samente a los rayos del sol. Debo invocar a los profetas
de encrespadas barbas que transitaban por la abadía y el
hospicio; debo tomar las hierbas aromáticas de magnífi-
cos dones y pronunciar las viejas oraciones y las invoca-
ciones que aprendí en tierras cristianas.
Hoy debo ser la luz omnipotente, que todo ilu-
mina. Debo ser vida entera, debe mi vientre dar la vida
para entregarla al mundo. Hoy debe bendecirme la Cruz
de la Victoria que le dio la fortuna al duque Gildeberto.
¡Hoy no puedo fallar!
El Califa al-Hakam II al-Mustansir busca heredero
para el trono de al-Andalus. Son cientos sus esposas y
172
busca el heredero en cada una de ellas. Pero ninguna ha
concebido. Ninguna puede adelantárseme… ¡Y seré yo
la vencedora!
¡No hay imposibles para Aurora, la rubia campe-
sina arrancada del bosque inaccesible! - repito una y mil
veces - No hay imposibles para Subh, la cautiva cantora
que soy yo misma. El Califa me espera; él me lo ha dicho
que me espera, que desea estar conmigo. Esta noche el
Califa me llama a la alcoba real, la beit al-menan de su
palacio.
Esta noche habré yo concebido. Seré tierra fecun-
da, lumbre nueva, diosa que florece. Seré simiente bue-
na, tierra perfumada. Seré agua de lluvia. Y seré para
siempre Luna que resplandece en este reino.
Soy la cautiva favorita del Califa al-Hakam II al-
Mustansir. Lo he conquistado sin mayores esfuerzos y el
corazón descansa por algunas horas. Todos se han ente-
rado de mi triunfo, y el rencor y el disgusto han cam-
biado el semblante de muchos rostros que antes pare-
cían amigables.
173
Las mujeres que forman el harén califal ¡más de
seis mil mujeres! se han enterado de la noticia y están
deseosas de conocerme. Unas me miran de arriba abajo
con envidia y recelo; las otras, las mayores - las que se
han puesto viejas en el mismo lugar de reclusión, y fue-
ron concubinas del difunto ‘Abd al-Rahman III - se acer-
can mansamente para ofrecerme sus adornos que ya
nunca usan. Yo no converso con ninguna; no acepto los
presentes y me retiro.
Me retiro a pensar en este laberinto indescifrable
donde estoy metida, y no logro orientarme para salir de
él. La extrema angustia me enferma seriamente; debo
quedarme en cama, y con la fiebre viene el delirio para
agravar aún más mi confusión…
Vi la luz de la vida en los reinos cristianos, los
enemigos de mi señor. Vi la luz de la vida en una aldea
enemiga, la tierra equivocada de mis antepasados. La
que era tierra de mis días felices, la del recuerdo que no
calla.
Pero viene el delirio en esta tarde de mis temores
y agotamiento. Ahora siento el ardor de mis mejillas y
mis brazos, el corazón pretende detenerse y el mundo
174
cambia en un sólo momento. Estoy cansada, débil, atur-
dida, la verdad de la vida se me ha escapado.
Duermo y despierto sin reconocerme. ¿Qué me
está sucediendo? ¿Qué le pasa a mis manos, que no re-
tienen lo que ambiciono? Amo el rumbo que sigue mi
destino, las puertas enjoyadas que me abre el destino,
amo la gloria que vislumbro. ¡Pero no amo al Califa!
Admiro su grandeza, su sabiduría. Desde que fui toma-
da prisionera, amo el destello de su nombre. Pero no
siento nada más por él. Lo respeto y lo estimo, pero no
lo amo.
¿Qué me está sucediendo? Siempre conmigo los
desvelos, el sueño que no llega. Siempre soñé con el
amor sublime como el de mis padres, como el de Elvira
y el Montero Mayor. Y aquel amor sin límites; aquel
amor en agonía de Sibeliano. Siempre soñé con el amor
de Sibeliano. Era el deseo vehemente de amar un hom-
bre desesperadamente desde el viento de otoño, hasta
las flores que perduran toda la vida.
Ahora vuelve el delirio. Reconozco mi suerte en
el delirio, como cuando veía los condenados del infierno
en el caldero de la cocina, allá en mi casa de la montaña.
Ha caído la noche en Medina Azahara. Se quedan solos
175
los rincones y regresan los signos del delirio que ya me
habían dejado descansar. Siempre me encuentro entre
los laberintos sin salida, entre los gritos míos que nin-
guno escucha.
Siempre resisto cuando el delirio de la fiebre
quiere aprovecharse, tomarme de imprevisto, castigar-
me, golpearme el rostro por mi cobardía, por mi incon-
secuencia conmigo misma.
- ¿No eras acaso tú - me dice al oído - la que buscaba
siempre la extravagancia de unos ojos insólitamente
luminosos y el encanto de un rostro moldeado por el
artífice de las maravillas? ¿No eras acaso, Aurora, la
que pedía la perfección y la armonía en cada átomo
del cuerpo? (El cuerpo del Montero, el verde incom-
prensible de sus ojos, su cabello dorado. ¿Lo recuer-
das?)
Es la verdad. Lo reconozco cuando me hallo des-
nuda, en el lecho de la alcoba real. Nada jamás me ha-
bría hecho imaginar que yo estaría atrapada, envuelta
toda en los brazos enormes, desproporcionados, ni aca-
riciando el rostro sin encanto, ni el desencanto de la piel
marchita, ni la tristeza que me cubre entera cuando él
me besa y me hace el amor.
176
Tuve que hacerme falsa como los impostores, una
mentira tras otra mentira. Pero la vida me ha empujado
deliberadamente y me encamina por el sendero único
que debo transitar.
Ahora sigo adelante, con la mirada fija en mis
primeras ambiciones, cuando espiaba el castillo y pro-
metí salir de la pobreza, y tener una cama encortinada y
mantones bordados en hilos de oro como los que llevaba
la duquesa.
Ahora el Califa es mi destino. ¡Alabado sea Dios,
que se ha apiadado de mi suerte! Alabado sea Dios que
ha marcado mi signo en el cielo de al-Andalus.
¡He concebido un hijo del Califa! ¡Sean bendeci-
das todas las deidades del universo! Ya no puedo du-
darlo ni un solo momento porque las evidencias se pre-
sentan claras, inequívocas. Los pechos se me inflaman
generosamente; se abren, se dilatan como frutas madu-
ras; la sonrisa se asoma a flor de labios, y la sangre ace-
lera sus ríos dentro de mí. ¡Qué sensación sublime viene
a complacerme cuando más lo deseo y lo necesito!
177
Hay una paz creciente que me invade entera, una
certeza de nuevas alegrías, un nido de palomas que ha
venido a abrigarse dentro de mi seno. Es una paz cre-
ciente, como el arrullo de mi madre; como el vuelo me-
nudo de los ángeles cuando yo los invoco.
Todo aconteció de una manera grata, inolvidable:
esa noche estrellada, iluminada por la medialuna, al-
Hakam me exigió que dijera mis versos más conmove-
dores. Después de la velada, bailé una danza de marca-
do erotismo que aprendí de Lubna, la profetisa. Más
tarde hicimos el amor. Él me entregó esa noche el vigor
más auténtico de su lejana juventud y yo quedé tranqui-
la, sin que mi pulso se acelerara, sin que se reventara
ninguna de mis venas, sin que estuviera muerta de
sed…
Y fue una noche inigualable, porque concebí el hi-
jo tan deseado. ¡Estoy segura de ello! Me quedé dormida
entre los brazos del Califa, sin querer despertarme ni
moverme, sin hacer el más mínimo esfuerzo, porque mi
cuerpo era ya esencia de una nueva vida.
¡He concebido un hijo del Califa y seré madre del
Príncipe Heredero! El sabor de mi saliva es dulce, el su-
178
dor dulce me recubre el cuerpo y se desliza suavemente
hasta cubrir los pies.
Nada me impide la mirada hacia el telón de fon-
do: las esferas más íntimas se han iluminado y no se
apagan nunca. Se han encendido las antorchas de rego-
cijo. Y puedo verlo allí, casi puedo tocarlo, el sol que
crece.
Se han confirmado mis sospechas: ¡Espero un hijo
del Califa! El tebib Ibn Jaldán – el médico privado de las
esposas reales - me ha examinado detenidamente du-
rante varios días. Me ha palpado en el vientre, el pecho,
las axilas. Ha detallado íntegramente las partes de mi
cuerpo y ha guardado en envases cristalinos las mues-
tras necesarias que debe analizar, para hallar el motivo
de mis quebrantos. Me pregunta:
- Señora mía, ¿puede explicarme detalladamente lo
que le sucede?
- Tengo mareos; me fatigo sin causa aparente… Y sien-
to repugnancia por algunas comidas, por algunos
perfumes, por algunas personas. Y deseo dormir y
dormir…
179
Pasan tres días y el médico regresa. El Califa al-
Hakam II al- Mustansir espera ansiosamente por el diag-
nóstico. Mis servidoras más cercanas, las criadas de con-
fianza, también han esperado hora tras hora, y se man-
tienen junto a mí, refrescando mi frente con agua fría del
manantial. Algunos allegados de la Casa Real hablan
entre ellos y muestran gestos de complacencia.
El momento ha llegado. El afamado médico de
cabecera ya tiene su respuesta, pero vacila, respira hon-
do, frota sus manos con nerviosismo y calla todavía
unos minutos. El insigne tebib no quiere apresurarse; no
puede equivocarse, porque su vida y su prestigio corre-
rían peligro si anunciara ante todos una noticia falsa o
incorrecta.
Al fin el hombre ríe, hace ante mí una larga reve-
rencia y dice, complacido:
- ¡Éste es un día de júbilo en al-Andalus! ¡Alabemos a
Alá, el Dios Clemente y Misericordioso, que ha oído
nuestras peticiones! ¡Dentro de siete meses, la Gran
Señora Subh, la nueva Umm Wallad, traerá a la luz del
mundo al Príncipe Heredero!
- ¡Felicidad y larga vida para la Umm Wallad! - gritan a
coro los sirvientes.
180
- ¡Felicidad y larga vida para la Umm Wallad! - se escu-
cha en todo el reino.
Ahora me lavan con sumo cuidado, como si mi
piel fuera frágil porcelana. Enjuagan mis cabellos con
esencia de rosas y untan en mis pechos bálsamo de miel.
- Te cuidaré todos los días, hasta el alumbramiento -
me susurra Dunna, una esclava negrísima, de cabe-
llos blancos y ojos bondadosos, quien ha servido en la
Familia Real desde su tierna juventud. Tu leche será
fresca y perfumada para el pequeño Príncipe de los
Omeyas. Yo cuidé de su padre, el ilustre al-Hakam,
desde el preciso día de su nacimiento, y Alá me ha
dado el privilegio de cuidar del pequeño que va a na-
cer.
Me encuentro reclinada sobre blandos cojines y
estoy envuelta en una manta de terciopelo. Tiemblo de
frío y mis criadas encienden fuego del brasero; le aña-
den luego incienso y unos perfumes embriagadores que
me hacen divagar por espacios floridos y encantados.
Aguardo a mi señor al-Hakam II, quien se en-
cuentra impaciente en el salón vecino. Le han avisado
181
que ya puede pasar, pues su esposa lo espera regocijada.
Comprendo que he triunfado, que soy la vencedora;
cierro los ojos y puedo vislumbrar el porvenir glorioso.
Tendré todos los campos y todo el horizonte. El imperio
de al- Andalus se rendirá a mis antojos.
El Califa entra ahora. Una profunda dicha se re-
fleja en su rostro sereno y envejecido. Me toma de las
manos y pone en cada dedo una sortija de espléndida
belleza.
- ¡Que Alá te favorezca, Sultana Subh, mi bienamada!
¡Y favorezca al Príncipe Heredero que has de darme,
y pronto va a llenarnos de orgullo y alegría! ¡Nuestro
Príncipe Omeya será querido y respetado por su
pueblo y por todos los hombres de la Tierra!
- ¡Así será, señor! – respondo convencida.
Ahora veo las joyas que resplandecen en mis ma-
nos. (¿Son realmente mis manos o sigo soñando?) Dia-
mantes y rubíes, zafiros y esmeraldas. Sonrío agradecida
a mi señor. Sonrío agradecida a la diosa Fortuna porque
ya soy la Umm Wallad, Gran Señora de al-Andalus. Tengo
en mis manos los tesoros que siempre he anhelado, y el
Califa al-Hakam II al-Mustansir se encuentra rendido a
mis pies.
Tercera Parte
De Pastora de Cabras
a Sultana
185
El pequeño príncipe
Es 21 de marzo del 962, desde el día que nació Jesús de
Nazaret. Hoy es el primer día de sol radiante y amane-
cieron cantando los ruiseñores. Ellos me sorprendieron
gratamente, porque también cantaron toda la noche so-
bre las ramas del granado, vecino a mi ventana. Desde
que fue anunciado mi embarazo por lejanos confines y
fronteras, los ruiseñores de Andalucía cantan de noche y
día y me entregan sus trinos maravillosos. Después de
un frío invierno - durante el cual se había perdido y ale-
jado el canto - ha regresado la alegría a los jardines de
Medina Azahara.
Me he sentido feliz y satisfecha. En esta fresca
madrugada me reconcilio con la vida, con mis viejos
pecados. Me levanto en puntillas, cuando la luz de la
mañana no ha terminado de encenderse, y me apresuro
a salir del Palacio Real para ver la llegada de la Prima-
vera, que ya ha sido anunciada por los cantores de An-
dalucía.
- Ya se aproxima la diosa Primavera – dicen ellos – Al-
gunos caminantes cuentan que la han visto en las
praderas de otras regiones, y que ya viene hacia noso-
186
tros. ¡Vamos a recibirla con las danzas festivas y las
canciones de buena esperanza!
- ¿Puedo ir con ustedes? – pregunto.
- ¡Estamos felices de tu compañía, Gran Señora!
Estoy ansiosa. Me uno al grupo de los cantores:
muchachos y muchachas adolescentes, que saltan, co-
rren y cantan al mismo tiempo por el sendero. Entonces
la vemos venir, resplandeciente. La diosa Primavera
deja detrás de ella un camino de campos florecidos, de
mandarinas y naranjas. Tiene un largo vestido de cintas
amarillas y una corona de girasoles.
Me inclino suavemente para saludarla, para mos-
trar mi dicha de tenerla cerca. Ella toca mi vientre y son-
ríe a mi hijo que va a nacer. Ahora somos amigas; me
toma de la mano y caminamos juntas. El primer día de
sol radiante ha regresado la alegría.
Tengo deseos de volar, de correr por los prados
con los brazos abiertos. ¡Tengo deseos de cantar todo el
día! Afortunadamente, después del tercer mes, no he
tenido molestias en mi embarazo y mi salud y estado de
187
ánimo son excelentes. El Califa se siente feliz de verme
tan ilusionada.
Eso sí, me he vuelto caprichosa y tengo antojos
extravagantes todas las semanas. Ahora tengo el capri-
cho de pasar algunos días en Córdoba, la vecina y gran-
diosa capital Quiero hallarme otra vez en la ciudad de
los placeres y de la gloria, donde viví momentos inolvi-
dables. Deseo sentirme cerca de su gente y de su Gran
Mezquita, deseo pasear por los olivares y los campos de
encinas, quiero acercarme a las casitas de los molineros
que observé una vez, esa tarde lejana, cuando venía de
mis montañas en el Palanquín de las Cautivas. Deseo
pasar algunos días en Córdoba y mi señor y dueño me
ha concedido su autorización.
- Nada quiero negarte – responde el Califa con la más
afectuosa de sus sonrisas – Te complaceré siempre,
amada Subh, hasta el fin de mis días. Siempre estaré
dispuesto a cumplir tus deseos y caprichos. No olvi-
des mis promesas, que serán tu seguro refugio.
Agradezco cada una de sus palabras y estoy re-
gocijada, llena de orgullo. En todo el reino se comenta la
pasión sin límites que al-Hakam II siente por mí, y ésta
188
es una verdad maravillosa que yo compruebo cada día
que pasa.
Mis cuidadoras y asistentes lo organizan todo –
cestas, baúles y pebeteros - para nuestro traslado hasta
el Alcázar de la capital. Las precauciones son tomadas,
una a una, para que yo no corra ningún riesgo. Se le or-
dena a mi médico privado, el doctor Ibn Jaldán, que
también forme parte de la comitiva y esté dispuesto pa-
ra atenderme, con los recursos médicos disponibles, an-
te cualquier eventualidad.
La diosa Primavera ha venido conmigo. Ella apa-
rece y desaparece año tras año, y recorre a su tiempo los
vergeles del mundo, renovando los campos. La diosa
Primavera se adelanta conmigo para dejar perfumes en
el camino. Y me despido de Medina Azahara.
La travesía es alegre. Partimos jubilosas, con velo
y palanquín, para guardarnos de los rayos del sol y las
miradas indiscretas. Algunas muchachas del harén, que
han sido destinadas a mi servicio, cantan canciones de
especial belleza. Yo canto la canción de los pastores.
189
Hemos pasado en Córdoba unas felices vacacio-
nes de casi treinta días, pero ha llegado el tiempo de
regresar, pues mi embarazo está avanzado y el médico
de cámara considera imprudente que permanezca lejos
de Medina Azahara, donde está todo preparado para mi
alumbramiento. Mi hijo se prepara para nacer y regre-
samos a la ciudad esplendorosa, donde me espera mi
señor y esposo, el Califa al-Hakam II al-Mustansir. Él me
recibe con grandes muestras de satisfacción:
- ¡Cuánto anhelaba tu regreso, mi pequeña Subh! Me-
dina Azahara es un lugar vacío sin tu presencia...
Pasan algunos días y tengo un sobresalto inespe-
rado. ¿Qué sucede? Que mi hijo se prepara para nacer.
¡Ya lo ha decidido! Y lo siento de pronto, acunado en el
fondo más hondo de mi vientre, presionando hacia aba-
jo, más abajo... Hoy me lo hace saber, que las promesas
se han cumplido, que el momento ha llegado, cuando
las plantas de sus pies, pequeñas e intranquilas, hacen
los movimientos de las mariposas, y me golpean con
insistencia.
Mi semblante se ha hecho impredecible: las fac-
ciones me cambian por instantes; casi no me conozco
ante el espejo. Mis caderas se juntan, para oprimirme, y
190
luego se dilatan bruscamente, para abrir el camino que
debe quedar libre y despejado, sin ningún obstáculo.
Hay una fuerza protectora que me obliga a callar, a
quedarme tranquila, a buscar el silencio y el sosiego. Los
honores de mis doncellas parecen estorbarme; no los
necesito ni quiero recibirlos. Sólo deseo la soledad, en
esta permanencia indivisible con mi hijo.
Regreso ahora al Palacio del Príncipe, el pequeño
palacio donde resido. (Fue uno de los regalos que me
hizo mi señor, al enterarse que le daría un heredero). Ya
no deseo comer ni beber. Ya me molestan los vestidos,
las gasas, los mantones. Las sedas caen al suelo, cuando
decido desprenderme de ellas. Estoy ahora completa-
mente sola y el Califa se acerca. Me opongo a los man-
datos de mi soberano, cuando me trata de insinuar que
debo cubrirme. No acepto a nadie que me diga lo que
debo hacer y le pido el favor de alejarse y de hacer reti-
rar toda la guardia que me custodia en los alrededores
de mi palacio.
- No quiero a nadie cerca de mí… ¿Podrías dejarme
sola, mi señor? Te lo ruego…
191
Estoy desnuda y eso me hace sentir un singular
deleite. Toco mi vientre henchido, madurado, lo sosten-
go, lo abarco, lo acaricio.
- ¡Ten paciencia, hijo mío! Pronto estarás entre mis bra-
zos. Pronto estaremos juntos, corriendo de la mano
por las praderas que hoy florecen.
En el Jardín del Príncipe hay una alberca de
aguas cristalinas y camino hacia ella. Voy caminando
hacia la vez primera, al secreto primero de la vida, el
inicio de todo. Voy hacia el agua. Mi esposo, el ilustre
Califa al-Mustansir, me observa desde lejos. Le he roga-
do que no llame a mi médico pues no lo necesito, y él
me complace. Camina a grandes pasos por las cubiertas
galerías y puedo oírlo sollozar. Nada puede pedirme,
nada va a obligarme. Yo quiero que mi hijo nazca ahora,
en la humedad de la mañana.
El agua cristalina me recibe en su liviano corazón.
Es lo más puro, pienso, es lo más humano. Cierro los
ojos y me niego a pensar. Sólo quiero sentir las nuevas
sensaciones que están abriéndose conmigo, como flor de
los campos. Quiero posesionarme de cada una de ellas
para nunca olvidarlas. Percibo entonces la bondad de las
192
aguas, su complacencia, su perfume, su maternal ternu-
ra, su caricia.
La vieja esclava Dunna, quien me ha cuidado con
especial cariño durante todos estos meses, está en el
agua junto conmigo, cuando llega el momento. Yo canto
con las voces de las antiguas vírgenes. Dunna canta can-
ciones de su tierra africana. Es la mañana de la gloria. El
instante ha llegado…
¡Al ilustre Califa al-Hakam II al-Mustansir bi-llah,
Guía y Defensor de todos los Creyentes, hoy le ha naci-
do el Príncipe Heredero!
Ahora estoy descansando en mi dormitorio, y mi
hijo está conmigo. Lo veo dormido plácidamente; siento
que yo he nacido junto con él y expreso con palabras lo
que me pasa por la mente. Estoy segura de que va a
comprenderme:
- Has llegado a mi historia para salvarme, pequeño
mío, para sembrarme en un lugar estable, para lle-
narme de ilusiones, de fantásticos sueños que no ha-
bía soñado.
193
Empecemos a ser, pequeño mío. Esta mañana
hemos nacido tú y yo en la frescura de la alberca.
Aprendamos los dos a defendernos. Caminemos los dos
por el mismo sendero; caminemos los dos al mismo rit-
mo, al mismo paso.
Empecemos a ser, pequeño mío, empecemos a ser
en la avenida de las buganvillas, bajo la sombra del li-
monero que va a entregarnos sus retoños.
Empecemos a ser. Conozcamos el mundo que
hoy comienza únicamente para nosotros dos. Marche-
mos de la mano, caminemos. Conozcamos el mundo de
una sola mirada.
Empecemos a ser en una unión de pensamientos,
donde los dos entremos a los bosques mágicos, donde
aparecen las gacelas de oro.
Empecemos a ser. La estrella de tu vida se ha en-
cendido y yo luzco un diamante de la noche.
Empecemos a ser, pequeño mío. Yo te canto la
historia de los primeros hijos y tú duermes y callas.
Mi hijo está despierto, me sonríe, y mueve sus
manitos y sus pies. Nació hace cinco días y su presencia
194
encantadora ha iluminado mi palacio. Las siete hadas
madrinas vienen a conocerlo esta mañana, y le han traí-
do de regalo valiosísimos dones, que harán su vida ven-
turosa:
- Yo le traje el talento.
- Yo la sabiduría.
- Yo le traje belleza.
- Yo bondad.
- Gallardía.
- Yo le traje el amor.
- Y yo la paz…
Pero una de las hadas, la octava de ellas (que era
más bien una bruja perversa), quedó molesta y resentida
porque olvidé avisarle el nacimiento. Y ella llegó des-
pués, como una oscura sombra, para anunciar malos
augurios:
- Serán felices sus primeros años y estarán colmados de
amor y riqueza. Pero después de la circuncisión, ven-
drán los emisarios de la Muerte, para llevárselo.
195
Quedo alarmada, impresionada, con las palabras
que acabo de escuchar. Lo comento con Dunna, mi bue-
na esclava, y ella me aconseja no preocuparme:
- ¡No le hagas caso, mi Sultana! No te debes alterar por
nada, para que no se agrie la leche que toma el Prín-
cipe…
También afirma Dunna que el extracto purísimo
de las rosas blancas purifica la leche de la madre. Dunna
conoce mejor que nadie los secretos de curaciones mila-
grosas, y domina la ciencia de las raíces, flores y hojas
de cada una de las plantas. Y por eso mi esposo el Califa
al-Hakam, quien ha confiado siempre en la ancestral
sabiduría de su esclava, ha ordenado a los súbditos que
cien docenas de rosas blancas sean llevadas a diario a
Medina Azahara, para que yo tome el extracto de sus
pétalos.
Se transmite la orden que pronto se conoce en to-
do el reino. Y se riega la voz de Norte a Sur, por los lin-
deros del califato:
- ¡La Umm Wallad, Gran Señora, debe tomar extracto de
las rosas blancas!
- ¡Será para la leche del pequeño Príncipe!
196
Y empiezan a llegar las rosas blancas. Al-Hakam
gratifica con monedas de oro a los floricultores y jardi-
neros que traen hasta el Palacio las rosas más fragantes,
recién cortadas de los rosales. Desde lejos se siente el
perfume que viene, el perfume que crece, el perfume
que invade los valles, que sube y baja las colinas, hasta
llegar a Medina Azahara.
La doncella de cámara trae la primera copa al
amanecer. Un aroma exquisito envuelve todo el aposen-
to y me incita a moverme, a saltar de la cama. Mi hijo
recién nacido no se ha despertado y sonríe a sus sueños.
Lo contemplo un momento y me llega el recuerdo de
otras alegrías. Sus rasgos son iguales a los de mis her-
manos Santiago y Mateo, y también se parecen a los pe-
queños ángeles que rodeaban la Virgen, en la lejana
iglesia de El Calvario.
Pienso en el Padre Nicodemo (Sus despojos que-
daron esparcidos junto a la puerta de la iglesia. Sentí
horror al mirarlos, aquel día fatídico cuando mis padres
fueron masacrados).
197
El Padre Nicodemo oficiaba el bautismo ante la
pila bautismal de su pequeña iglesia, casi en ruinas.
Ahora mi rica alcoba es el baptisterio. Mi hijo duerme
tranquilo y no lo quiero despertar.
Hundo mis dedos en la copa de elixir purísimo,
me inclino ante la cuna y humedezco la frente del pe-
queño Príncipe. Le hago la Señal de la Cruz y entonces
pronuncio las palabras que nadie en esta tierra debe
adivinar:
- Yo te bautizo, niño mío, en el nombre del Padre y del
Hijo y del Espíritu Santo.
Han ya pasado los primeros días desde mi alum-
bramiento, y después de una gran alegría, me embarga
de nuevo la congoja. Me embarga nuevamente esta
aflicción de ánimo que me acorrala, que se muestra a
mis ojos como ausencia perenne; una ausencia que due-
le y hace daño. ¿Será que mi mente se ha debilitado?
¿Terminaré siendo una loca, como Gelesvinto? Ahora
deliro, sucumbo ante mi suerte, cuando aparecen los
espejismos.
198
No pensaba que esto sucedería de nuevo. Ya su-
ponía que me había liberado de aquellos años de mi ni-
ñez y mi primera adolescencia. Pero vuelvo a la vida
que perdí, y se me ha transformado en espejismo. El
pasado regresa con las mañanas de la primavera; el pa-
sado se planta frente a mí, y hoy me encuentro otra vez
con la ilusión de mis montañas.
Vuelvo otra vez a mis recuerdos, que son espe-
jismos. Vuelvo a encontrarme con mis padres, vuelvo a
mirarlos en la lejanía, en esa casa blanca de treinta esca-
lones, vecina del castillo y del monasterio. El castillo
renace como espejismo y no me puedo desprender de él.
El castillo, el castillo, en la región de los fríos intensos y
la neblina más encubridora.
Amanece lloviendo intensamente; gotas inmensas
y pesadas perforan el terreno en su caída. Hasta la me-
dianoche los truenos retumbaron y los relámpagos cru-
zaron un cielo muy distante. Hoy la lluvia está aquí.
Muy temprano ha llegado al Monte de la Novia, y baja
hasta las flores de Medina Azahara, que tratan de librar-
se de la tempestad.
La tormenta ha pasado y el espejismo se ha eclip-
sado de una vez por todas, para siempre. Eso es lo que
199
yo espero. Ya no quiero que vuelva a perturbarme; no
quiero que regrese. Froto mis ojos ásperamente, para
que no reciban más espejismos y después los enjuago
con agua de lluvia.
Luego regreso al sitio que me corresponde; regre-
so al hijo que descansa y me mira. Respiro aliviada y le
pido a la Virgen de los Jacintos que me llene de paz.
Cubro a mi niño con una frazada, lo acuno entre mis
brazos, lo acaricio y le canto, suavemente, las canciones
de amor de los pastores.
Siete días han pasado. Siete días ha cumplido mi
hijo recién nacido. Es hermoso, risueño; con los ojos azu-
les como los míos, y mirada tranquila como la de su pa-
dre. Hoy cumple siete días y ya los dos hemos vivido
siete historias distintas, encantadoras y felices. Los dos
nos conocemos, nos comprendemos, entendemos el pe-
so de nuestro destino.
La vieja esclava Dunna, su niñera, la criada desti-
nada para cuidarlo, lo baña ahora con agua de hierbas
que tenemos dispuesta en el aguamanil. El príncipe son-
ríe al arrullo del agua y beso sus mejillas. Cuando lo
200
visto con la cofia de perlas y la pequeña túnica escarlata,
un mensajero anuncia que el Califa al-Hakam está espe-
rando al príncipe, su hijo, porque ya va a iniciarse la
“Ceremonia de Implantar el Nombre.”
De prisa hemos salido del palacio y tomamos el
rumbo del angosto paseo pavimentado, bordeado de
acequias. Cruzamos los jardines y bajamos por las terra-
zas escalonadas hasta la mezquita de Medina Azahara:
el único edificio que está orientado hacia La Meca, Ciu-
dad Sagrada de los musulmanes, donde- según me han
explicado mis maestros - se halla la tumba del Profeta
Mahoma.
Dunna, quien tuvo el privilegio de mirar con sus
propios ojos la construcción de esta ciudad esplendoro-
sa, me cuenta los detalles relacionados con la mezquita.
Ella me dice que - aunque parezca mentira o fantasía - el
magnífico templo fue construido en cuarenta y cinco
días… ¿Puedes creerlo, Sultana? - y continúa diciendo:
- El Califa al-Nasir ¡Que Alá guarde su alma! tenía
premura por ver concluida la importante obra; por
eso empleó mil hombres - entre albañiles, carpinteros
y enladrilladores- para que trabajaran diariamente,
de sol a sol. Recuerdo claramente que la primera jotba
201
o predicación fue un día de inmenso júbilo para los
cortesanos…
El Califa ha llegado primero que nosotros. Nos
recibe impaciente, y toma al niño entre sus brazos. Nos
dirigimos hacia un patio muy amplio, pavimentado en
mármol color almagre, y nos purificamos piadosamente,
lavándonos el rostro en la sagrada Fuente de las Ablu-
ciones. Luego entramos al templo de cinco largas naves,
separadas entre ellas por columnas alternas de mármol
rosado y azul celeste. ¡Dios mío, cuánta hermosura y
delicadeza! ¡Cuánta armonía de formas, cuánta gracia!
Me desconcentro por un instante, sólo quiero admirar la
perfección de líneas y la riqueza que ahora me rodea…
Un momento más tarde, se inicia el canto de la li-
turgia, se inician las plegarias sacramentales, y empie-
zan las lecturas del Corán, libro inspirado en las sagra-
das enseñanzas del Islam. Hay un grave silencio de los
presentes, cuando se lleva a cabo el principal ofreci-
miento de la tarde: el Príncipe Heredero es ofrecido a
Alá, para que lo proteja de las iniquidades y lo encami-
ne por una vida sin rencores.
202
Desde el alto almimbar el predicador habla:
- En el Nombre de Alá, Clemente y Misericordioso re-
cibimos al Príncipe Heredero, el primogénito del Ca-
lifa al-Hakam II al-Mustansir bi-llah y la Princesa
Subh, la Gran Señora… Siguiendo la costumbre cen-
tenaria de la dinastía Omeya, llamaremos al niño
‘Abd al-Rahman, como su ilustre abuelo ‘Abd al-
Rahman III al- Nasir ¡Que Alá lo recompense y lo ha-
ya perdonado!
Después de varias horas de plegarias y recogi-
miento, la ceremonia ha llegado a su fin. Con infinito
orgullo, el Califa contempla a su Heredero.
- ¡Que Alá te guarde, niño mío, pequeño ‘Abd al-
Rahman! ¡Que te dé larga vida y que te enseñe a ser
un gobernante recto y justo, como lo fue tu abuelo!
También como tu padre ¡que tanto te ama! trata de
serlo…
- ¡Que Alá te guarde, Príncipe ‘Abd al-Rahman! – repi-
ten los presentes.
El Califa al-Hakam, mi ilustre esposo, me colma
de regalos. Todos los días y las noches, desde que nació
203
el Príncipe Heredero, hace ya algunos meses, llena de
obsequios mis salones privados, mis alcobas más ínti-
mas, mis secretos refugios. Se acercan a mis puertas
grupos de eunucos rubios y morenos. Se acercan uno a
uno, cargando arcones de oro, perlas y corales, tapices,
joyeros, ungüentarios y pebeteros de quemar perfu-
mes…
Mis esclavas más jóvenes - las que duermen con-
migo, echadas a mis pies - lo organizan todo como les
ordeno y ya no encuentro espacio para ubicar los regios
presentes.
Es una tarde especialmente luminosa y en ese ins-
tante de la luz más nítida, mi hijo de pocos meses se
sienta solo por primera vez y balbuce sus primeras pa-
labras. Lo celebro con risas, con palmadas, y me acuesto
en el suelo, sobre suaves alfombras, para jugar con él.
Cuando cae la tarde y el sol se viene abajo, el Ca-
lifa me busca, ansiosamente, para brindarme compañía.
- Deseaba estar contigo… Me hace falta mirarte – dice
con cierta timidez, como si se excusara por venir a
una hora tan poco usual.
Él ha venido a visitarme en esta residencia cálida
y magnífica, conocida por todos como “El Jardín del
204
Príncipe”, donde resido con mi hijo. Hoy me ha entre-
gado un bote de marfil - con diseños tallados que for-
man pavos reales y mariposas - para que guarde mis
alhajas. Y también me ha traído un collar de zafiros y
dos aros de plata, que deben ser atados a mis tobillos,
cuando vaya a cantarle como esclava cantora. Me lleno
de placer y le pregunto:
- ¿Por qué tantos regalos, mi señor? ¿Por qué tanta in-
sistencia en complacerme, en halagarme, en conquis-
tar mi corazón?
- Es que guardo por ti una pasión tardía, amada Subh;
un deseo de vivir los imposibles que no experimenté
en la juventud; un anhelo constante de tenerte, que
jamás se apaga...
205
En Medinat al-Zahra
De tus ojos y los míos, en la triste despedida
de lágrimas los raudales inundaban tus mejillas…
al-Hakam II al- Mustansir
Mi señor el Califa al-Mustansir me cuenta historias de su
reino. Está iniciando apenas su mandato, pero ya tiene
la sabiduría que le han dado los libros, los desvelos, las
meditaciones. Y tiene la experiencia de haber acompa-
ñado durante muchos años, en el oficio de gobernar, a
su difunto padre, el gran ‘Abd al-Rahman III. Y con él
aprendió a ser humilde y sabio.
Mi señor el Califa me cuenta historias de su reino
y yo me hundo en el silencio, para aprender lo que debo
aprender. No pierdo una palabra, ni un solo susurro.
Me interesa saber cómo se atan los hilos en este inmenso
imperio que es al-Andalus. Me interesa ser diestra en el
arte de tejer los hilos. Por eso me hundo en el silencio,
mientras al-Mustansir me explica que los reinos cristia-
nos en el Norte – los mismos que atesoran mis recuerdos
- se han unido en una fuerte y poderosa alianza, para
crear desconcierto entre los musulmanes de las fronte-
ras, y hostilizar a Córdoba, que es la cabeza del califato.
206
Tomándome las manos, me hace partícipe de sus
preocupaciones como hombre de Estado, y de una firme
resolución que se ha tomado en su Consejo de Minis-
tros:
- Como tú bien lo sabes, soy un hombre de paz, queri-
da Subh, pero al inicio de mi mandato, debo vencer a
los infieles que crean disturbios. Es necesario some-
terlos inmediatamente, para llegar con ellos a acuer-
dos justos y decorosos… Sólo así lograremos que
nuestra causa pacifista sea definitiva y no haya retro-
ceso. Por eso haremos la Guerra Santa, llevando en al-
to nuestros estandartes. ¡No hay tiempo que perder!
Marcharé al frente de mis tropas cuando levante el
sol de la mañana.
- ¿Marcharás a la guerra, señor? – pregunto confundi-
da.
- Escucharás el golpe de tambores que anuncien la sa-
lida de los soldados. Escucharás mi adiós cuando le-
vante el sol de la mañana.
Le digo a mi señor que lo comprendo, que tiene
razón en cada una de sus palabras, que su hijo ‘Abd al-
Rahman, nuestro pequeño Príncipe, se quedará conmi-
go, esperando la hora de su regreso.
207
Hablo pausadamente, trato de aparentar tranqui-
lidad, pero tengo deseos incontenibles de llorar. Al-
Hakam y mi hijo son mi familia, mi única familia. Lo
demás lo perdí, aquella vez lejana, cuando llegaron los
batallones para aniquilarnos, en la región de los fríos
intensos.
Ahora el Califa se va a la guerra, a la matanza de
la guerra, y vuelvo a estar desamparada. Me siento vul-
nerable, frágil, indefensa, incapaz de valerme por mis
propios medios.
Hablo en voz baja, cuando le digo que vaya tran-
quilo, que vaya pronto contra el enemigo, que Alá va a
protegerlo. Pero mi corazón se siente hondamente aba-
tido. Mi corazón golpea en mi garganta, aprieta la gar-
ganta con tal fuerza que un torrente de lágrimas baja
por mis mejillas, sin que las pueda detener.
El Califa me mira, consternado; está tan asom-
brado como yo por mi reacción inesperada. Nada dice y
se aleja. ¿Llora él también? Cuando llega la noche, él me
hace entrega de su poema de la despedida, que dice así:
“De tus ojos y los míos, en la triste despedida
De lágrimas los raudales, inundaban tus mejillas.
Líquidas perlas llorabas, rojos zafires vertías,
Juntos en tu lindo cuello, precioso collar hacían.
Extrañó amor al partir, cómo no perdí la vida;
208
Mi corazón se arrancaba, el alma salir quería;
Ojos en llanto anegados, aquellas lágrimas mías.
Si del corazón salieron, en su propia sangre tintas,
Este corazón de fuego, ¿cómo no se deshacía?
Loco de amor preguntaba ¿Dónde estás, bien de mi vida?
Y estaba en mi corazón, y con su encanto vivía…”
Ayer muy temprano, apenas empezaron a cantar
los gallos, se marcharon los batallones. Y mi esposo el
Califa se fue a la guerra. Pasé el día con mi hijo y no me
quise separar de él ni un solo momento. Me sentía an-
gustiada, llena de temores. No me alejé del Palacio del
Príncipe y le rogué a todos los dioses que al-Hakam re-
gresara sano y salvo.
Hoy el día amaneció radiante. Mis temores de
ayer pasaron pronto y abro los ojos esperanzada. Hoy
quiero hacer algo diferente; algo que he deseado desde
hace tiempo y todavía no he logrado realizar.
Hoy quiero visitar la ciudad de Medina Azahara,
hecha de mármol azul y rosa. Antes fue de Azahara, la
favorita del difunto Califa al-Nasir; ahora me pertenece.
Ya me lo ha confirmado mi señor al- Hakam II al-
Mustansir. Ya me la ha regalado; ya me ha dicho que es
mía y hoy quiero visitarla íntegramente, desde la Bab
209
Yebel, Puerta del Monte, en lo más alto de la colina, has-
ta la Bab al-Cubba, o Puerta de las Bóvedas, en el extremo
Sur.
Hoy quiero ver las cuatro mil columnas hechas
con mármol de distintos colores, los mosaicos dorados
de las cúpulas, los blancos palacios. Quiero pasear, an-
dar, sin detenerme. Soy la Sultana de este reino y ya de-
bo empezar a conocer los sitios y las gentes donde voy a
mostrar mi poderío.
Aprovecho la ausencia de mi señor, quien se en-
cuentra en la guerra, el primero en las filas de sus bata-
llones contra los rum del Norte - los cristianos infieles
que se han sublevado - y me voy sola, sin protección
alguna, para enfrentarme a gusto con mis descubrimien-
tos.
- Va a salir sola la Umm Wallad? – me pregunta alar-
mado el guardián de mi puerta.
- Regresaré pronto, no te inquietes. Deseo dar una
vuelta por Medina Azahara…
Inicio el recorrido en el Kasar al-Jolafa, Palacio del
Califa o Palacio Real - casi apoyado en la Muralla Norte
- con grandes ventanales que dominan el valle y la cam-
piña, y que también dominan el escenario de Andalucía,
210
hasta el Yebel Xolair, o Sierra de las Nieves. Es en este
palacio con arcos de ébano y marfil donde tuve mi pri-
mer encuentro con el Califa, cuando él mandó a lla-
marme porque me había mirado repetidas veces y que-
ría conocerme. Fue aquella misma noche de mis angus-
tias infinitas, de mi creciente pánico, cuando se des-
prendió uno de mis velos, pisé en falso y caí al pavimen-
to. Recuerdo los detalles de aquella escena tragi-cómica
y me río de mí misma… ¡Fue un verdadero chasco! ¡Yo
tirada en el suelo y el Califa mirándome!
Visito las elegantes dependencias de los ministros
y los secretarios, los escribanos y los jueces, los intérpre-
tes, los funcionarios todos del Palacio. Visito el barrio de
los cortesanos, con cuatrocientas casas bien alineadas,
donde residen las familias de artistas y poetas, científi-
cos y sabios. Algunos niños me han reconocido, y vie-
nen tras de mí, alborozados.
- ¡Te pisamos las huellas, Sultana Aurora! Deseamos ir
contigo, para acompañarte en tu paseo. ¿Nos permi-
tes seguirte y repasar las huellas de tus sandalias?
- Por supuesto que sí… ¡Vengan conmigo! - los invito.
Después, voy caminando por la Avenida de los
Cipreses (los niños me acompañan, a una cierta distan-
211
cia) y llego hasta la Fuente del Elefante. Recojo flores
para los niños y me acerco a admirar las rosas trepado-
ras, pequeñas y olorosas, que escalan por el muro, hacen
un arco sonrosado, y cubren el estanque.
Dentro del bosque de laureles me saludan her-
mosos pájaros autómatas, construidos de metales pre-
ciosos y plumajes de plata. ¡Qué increíble! Ellos mueven
las alas, giran graciosamente la cabeza y cantan sinfo-
nías melodiosas, por medio de asombrosos mecanismos.
Después me miran fijamente, con las brillantes amatistas
que forman sus ojos. Paso un rato escuchándolos, mi-
rándolos; todo me asombra y me sorprende en el mági-
co entorno de los jardines.
- ¿Te gustan estos pájaros? – me pregunta una niña de
largas trenzas que se me acerca.
- ¡Me gustan mucho! –le respondo - Traeré al pequeño
Príncipe para que juegue aquí contigo y con los pája-
ros encantados.
Recorro uno por uno los kiblíes, los salones mag-
níficos del trono y de las recepciones oficiales que miran
hacia el Sur: los de tejas y mosaicos de oro, los de puer-
tas de plata, los de pilas bellísimas de mármol verde,
traídas en navíos desde lejanos reinos; los de animales
212
formidables de oro bermejo, los de perlas tan grandes
como el huevo de una paloma.
Uno tras otro, visito los kiblíes, imaginados sola-
mente en mis anhelos más prometedores. El aliento pro-
cura detenerse; el corazón se calla; la mirada se aturde
sin poder abarcar los resplandores. ¡Y en el centro del
cielo, donde se forman las palabras, no existen las metá-
foras, no existen los ejemplos, para explicar las maravi-
llas que estoy viendo, en los salones de Medina Azaha-
ra!
Regreso a la explanada, la Sátih al- Mumárrad o
gran terraza reluciente, y veo reflejados dos pabellones,
separados tan sólo por una alberca: la Casa Real y el Pa-
lacio de Mármol, desde donde contemplo la medina, en
toda su extensión. Estoy sobrecogida ante tanta belleza.
Y me pregunto ¿Cómo pudo lograrse semejante prodi-
gio? ¿Cuáles fueron los dioses arquitectos, los dioses
artesanos, los dioses marmolistas, los dioses talladores
que estuvieron presentes, labrando con sus manos?
¿Cuáles fueron los dioses orfebres, los dioses ebanistas,
los dioses ceramistas, los dioses albañiles, los dioses jar-
dineros, que construyeron esta joya preciosa?
213
La tarde es perfumada, y el viento de la sierra,
que siento a mis espaldas, me levanta los velos y el cabe-
llo. Respiro hondo, abro los brazos, resplandezco, y me
complazco de mi fortuna. El pabellón de mármol está
rodeado por acequias color almagre y delgados cami-
nos, que se retiran de mi vista y se van lejos. Siento el
rumor del agua, cuando corre. Las acequias se juntan y
se desprenden en cascada, salpicándome, para regar los
huertos.
La larga tarde de verano ahora se termina, y está
dándole paso a las estrellas. Me he demorado demasia-
do en el paseo y ya debo volver al Palacio del Príncipe.
Regreso a casa sin desviarme, sin perderme en el goce
de la belleza, que a esta hora vespertina se hace más in-
tensa. Digo adiós a los niños, quienes de lejos me han
acompañado.
- ¡Volveremos a vernos! – les grito complacida
- ¡Adiós, Sultana!
Tengo prisa en llegar y me alejo corriendo. Llego
hasta el bosque de laureles. Un pájaro de plata se ha
caído del árbol y se le han desprendido las amatistas de
sus ojos. Lo levanto en las manos, lo arreglo, lo acaricio,
214
y se lo llevo a mi pequeño ‘Abd al-Rahman para que
juegue.
Duermo tranquila junto a mi hijo y sueño con los
ángeles. Me despierto contenta, dispuesta a continuar
mi paseo por Medina Azahara. Hay todavía muchos
lugares que no he visitado y debo aprovechar que mi
esposo el Califa no ha regresado de la guerra. ¡Después
que él venga, todo será mucho más difícil! Me levanto
temprano, salgo de la casa y bajo por las rampas a caba-
llo. Esta vez voy vestida de aldeana, para que nadie me
reconozca. (He suplicado a mis guardias privados que
me dejen salir a caballo; que no tardaré en regresar. Les
obsequio algunas monedas de oro y mi problema queda
resuelto).
Bajo hasta la segunda terraza escalonada; me
acerco a la mezquita, pero no entro en ella. Ya conocí el
hermoso templo la tarde que trajimos a nuestro hijo el
Príncipe, cuando se llevó a cabo la “Ceremonia de Im-
poner el Nombre”. Paso frente a la Casa de la Limosna,
y entrego mis collares y mis anillos a los peregrinos.
215
A un lado del camino, el agua de la acequia riega
los vergeles. Las fuentes tienen surtidores con formas de
animales y me detengo a contemplarlos: tigres, leones y
toros con las bocas desmesuradamente abiertas. Me re-
fresco con agua de la fuente y varias niñas se me acer-
can, para ofrecerme dulces de avellanas, bañados con
miel.
Voy ahora hacia el zoco y las viviendas de los
comerciantes. El mercado me atrae; hay un desorden
grato de gentes y cosas; un bullicio creciente que me
alegra, que me entra por los ojos y se me queda dentro,
hasta hacerme reír de complacencia. Desmonto del caba-
llo y me uno a las mujeres que venden y compran, a los
muchachos callejeros que anuncian a gritos su mercan-
cía, a las hilanderas, a las bordadoras y las tejedoras que
muestran con orgullo sus bellos trabajos. Hay un olor a
frutas frescas, a especias aromáticas, a hierbabuena y
mejorana que me hacen recordar mis primeros paseos
por la ciudad de Córdoba, cuando fui a conversar con
las mujeres que me esperaban junto a la Puerta de los
Especieros.
- ¡Salam alayk! - las saludo.
- ¡Alayk el salam! - me saludan.
216
Me consigo en el medio de un universo sorpren-
dente, divertido. Un mono vestido y amaestrado me
saluda con una reverencia y me hace reír a carcajadas.
Un perfumista de turbante perfuma a los presentes y
cobra unas monedas por sus servicios. Paso a su lado.
Me siento a conversar con un grupo de bonitas jóvenes,
de piel morena, y ellas me muestran sus brillantes teso-
ros de baratijas para que se los compre. Yo les compro
ramas de canela y varios amuletos de azabache, que nos
protegen de los maleficios.
Sigo bajando hasta llegar al llano, en la parte más
baja de la medina, donde se encuentran los cuarteles de
infantería y los cuarteles de caballería, y el famoso par-
que zoológico, con enormes jaulas, donde viven y mo-
ran las aves más espléndidas, los animales más exóticos,
traídos de las sabanas, los desiertos, las montañas y sel-
vas del mundo entero.
Allí me quiero detener, a ver con calma los ani-
males que nunca había visto y hacerme amiga de ellos…
Tal vez pueda llevar un cachorrito para que juegue con
mi niño… Pero soy sorprendida por los guardias arma-
dos que me detienen bruscamente. ¡Ninguna mujer
puede jamás aproximarse a las instalaciones de doce mil
217
soldados que forman el yund, o ejército privado del mo-
narca!
- ¿Estás loca, mujer? ¿Quién eres y qué haces aquí?
¿Eres acaso una ramera más audaz que las otras?
Estoy a punto de ser golpeada, sacrificada en un
instante. Comprendo mi imprudencia, mi desatino y me
descubro prontamente el rostro, para salvarme de la
muerte segura.
- ¡Soy la Sultana Aurora, Gran Señora de Córdoba,
madre del Príncipe Heredero! ¡Necesito una escolta
para volver a mi palacio!
Los hombres están desconcertados, me miran y se
miran entre ellos… Sólo uno se atreve a hablar, a balbu-
cear más bien:
- Te… pedimos perdón, Umm Wallad… no sabíamos…
Los guardias se arrodillan ante mí, tiemblan de
miedo y gimen como niños pequeños. Recogen sus pa-
labras, sus insultos, y besan mis sandalias. Y regreso a
mi portal de oro, con mi vestido rústico de aldeana, cus-
todiada por siete guerreros.
218
Tiempo de paz
Después de una ausencia de varias semanas, el Califa al-
Hakam al-Mustansir bi-llah regresa victorioso de sus ex-
pediciones hacia el Norte. Yo salgo a recibirlo con un
ramillete de flores silvestres. Estoy feliz, emocionada de
verlo de nuevo. Había orado por él todas las noches, y
se lo digo:
- ¡Alabado sea Dios, que te ha devuelto!
- ¡Alabado sea Alá, por tu belleza!
- Tu hijo y yo te aguardábamos.
- He regresado, amada Subh. Siempre estaré contigo y
con el joven príncipe.
Mi señor me relata la fuerza prodigiosa que
acompañó a sus batallones cuando entraron en tierra de
cristianos infieles, y cómo los vencieron en feroz batalla,
ante los muros de San Esteban. Yo lo había escuchado,
antes de la partida, cuando exhortaba a sus guerreros,
con palabras valientes, conmovedoras, y ellos se con-
vencían de la verdad, del triunfo y el honor que estaban
prontos a conseguir:
- ¡Soldados que me escuchan, defensores de al-Andalus
- la tierra que el Profeta nos había prometido - es el
219
deber sagrado de los musulmanes ir al Chihad, la
Guerra Santa contra los infieles, contra los enemigos
de nuestra ley islámica!. ¡Partamos decididos a ven-
cer! ¡Solamente la muerte podría disculparnos de la
derrota! ¡Volvamos victoriosos!
Y victoriosos han regresado, ondeando sus glo-
riosas banderas blancas que es el color de la Casa Real.
La caravana de cautivos me estremece. Me trae recuer-
dos tristes de mí misma, me trae las añoranzas de mis
días primeros, cuando llegué a Córdoba como una pri-
sionera.
Sobre el abierto palanquín, hay tres jóvenes ru-
bias que me miran. Son las flores caídas del verano. Con
sus ojos en llanto me llaman, me persiguen, estiran su
mirada, para pedirme misericordia. Hay una luna ves-
pertina que se eleva por sobre el Monte de la Novia y las
cautivas se extravían entre la muchedumbre. La carava-
na sigue, silenciosa, el palanquín se aleja, y las mucha-
chas pasan, hacia el olvido.
Después de la victoria y de acuerdos honrosos,
suscritos por los reyes cristianos y por al- Hakam, llega
220
la era de la tranquilidad que todos anhelábamos. Los
escritores se entusiasman y escriben en sus crónicas:
“El Califa convirtió espadas y lanzas en azadones y rejas de
arado, y a los inquietos guerreros en labradores pacíficos”
El Califa de al-Andalus se ha quitado su aljuba
bordada y la espada incrustada con piedras preciosas en
la empuñadura. El Califa ha guardado sus armas en la
armería de Córdoba, y los soldados del grandioso ejérci-
to han seguido su ejemplo. Los jinetes guardaron arcos y
lanzas, y sus escudos de piel de ante - las adargas - que
son impenetrables a los flechazos enemigos. Los infantes
guardaron las mazas y picas, dagas y puñales y no los
vuelven a tomar. Se han quitado de encima los pesados
cascos sicilianos, los cinturones dorados, las cotas de
malla, los corseletes y los petos, y ahora retornan a sus
hogares aliviados y honrados, para encontrarse con una
nueva realidad que les ha sido prometida.
El Califa reposa en su lecho. Se le ve tranquilo, sa-
tisfecho, y me indica que me siente a su lado para con-
tarme los motivos de su complacencia.
- ¡La paz y la tranquilidad han llegado por fin a nues-
tro imperio, pequeña Subh! ¡Las tropas califales han
triunfado! Los monarcas cristianos firmaron una tre-
221
gua que nunca será rota, y están comprometidos a
cumplir los mandatos del acuerdo de paz. Viviremos
confiados, en este nuevo paraíso, dispuestos a entre-
garnos a nuestro amado pueblo que tendrá, antes que
nada, una esmerada educación… Haremos más cole-
gios, mezquitas y universidades en todos los sectores,
para que no quede ni un solo andaluz sin la instruc-
ción que necesita…
- ¡Haces muy bien, señor! – me atrevo a interrumpirlo -
Puedes contar conmigo… ¡Te ayudaré en lo que creas
conveniente! Tanto mis padres como mis abuelos
eran personas instruidas, y ellos decían que solamen-
te el conocimiento y la sabiduría logran dar libertad
al ser humano…
Él se queda mirándome, acaricia mi rostro y me
comenta algunas cosas de suma importancia para mí,
que me llenan de orgullo y emoción:
- En nuestras largas conversaciones, Princesa Subh, me
he sorprendido gratamente de tu fidelidad por nues-
tra causa, de tu intuición certera, de tu capacidad pa-
ra entender las cosas más sutiles, de tu buen tino, de
tu acierto y destreza, de tu interés por aprender… Y
por eso, pequeña, de ahora en adelante, serás mi co-
222
laboradora más cercana para ciertos asuntos de go-
bierno que necesitan la delicada mano de una mu-
jer…
Siento una dicha indescriptible que me paraliza
por un momento y que me deja muda e inmóvil. Esas
palabras de mi esposo el Califa, me abren las puertas
más privilegiadas, por donde nunca he podido pasar. Le
respondo con calma, tratando de ocultar mi secreto al-
borozo.
- Con gusto acepto serte útil, mi señor. Trataré de ser-
virte y ayudarte en lo que creas conveniente. Siempre
estaré a tu mandato.
De inmediato florece una conciencia nueva, mila-
grosa, en el extenso reino de Andalucía: una nueva ma-
nera de entender el mundo, una nueva alegría por des-
cubrirlo todo, un nuevo empeño en el estudio y el traba-
jo. Los feroces soldados se han vuelto ahora agricultores
y han cambiado sus armas por implementos de labrar la
tierra.
El Califa, en persona, asume compromisos de ex-
traordinarias dimensiones. El primero de ellos es la am-
pliación del imponente templo, la Mezquita Mayor, que
se inició siglos atrás, en los lejanos tiempos del Príncipe
223
Inmigrado, quien salió huyendo de su Siria natal - des-
pués del exterminio de su familia - y fue el primer Emir
Omeya en las tierras de al-Andalus.
Pero también se inicia la construcción de obras
civiles indispensables, para brindar salud y bienestar al
pueblo. Se inician puentes y caminos, acueductos y
fuentes y renombradas academias y universidades, que
se han hecho famosas en el mundo. Las casas de los no-
bles también se han llenado de libros, de bibliotecas, de
objetos de arte, siguiendo el gran ejemplo del soberano.
Todos estudian, quieren aprender, con un furor
inusitado. Se favorece a los artistas, a los poetas e inte-
lectuales; se favorece a los científicos, a los matemáticos,
a los filósofos, a químicos y físicos que vienen a estudiar
entre nosotros. Córdoba se convierte en una inmensa
academia, donde los sabios de todo el mundo vienen a
reunirse; nos enriquecen con su sabiduría, y la dejan
sembrada para nuestros hijos, a la sombra benigna de
los árboles.
Mientras tanto, yo estudio y trabajo. Le sirvo a mi
señor el Califa con el mayor esmero y dedicación. Cum-
plo a cabalidad sus instrucciones, leo su pensamiento,
adivino el mensaje de su mirada, interpreto sus gestos,
224
acato cada orden y colaboro intensamente en las senci-
llas labores de gobierno que me encomienda. En este
tiempo de tranquilidad, aprendo y callo.
A mi dueño y esposo el Califa al-Hakam al- Mus-
tansir le gusta algunas veces que me ponga ropa de mu-
chacho, como hacen las esclavas de Bagdad para atender
a sus señores.
- ¡Deseo contemplarte con ropas de efebo, para avivar
mi fantasía! …¡Vístete ahora como los jóvenes cope-
ros que sirven agua de granada!
Así solía pedírmelo, en varias ocasiones que fui a
visitarlo cuando era su cautiva, después de nuestro pri-
mer encuentro en el Palacio Real. Y ahora todavía,
cuando ya soy la madre del Príncipe Heredero, suelo
vestirme de muchacho para complacerlo. Entonces al-
Hakam se divierte y juega conmigo. Me regala guirnal-
das y brazaletes y me llama “Chafar”, que es nombre de
varón.
Y con el traje de Chafar entre las manos, surge an-
te mí la idea de disfrazarme de cualquier persona… ¡Ha
de ser divertido!- digo y sonrío para mis adentros -
225
¡Cuántas cosas fantásticas podré hacer y vivir, represen-
tando distintos personajes de la vida real, sin que nadie
se entere que soy la Sultana!… Será una nueva posibili-
dad de colaborar con mi señor. Será también como pasar
algunas horas de mi vida haciendo obras de teatro…
Y decido vestirme como Chafar para escaparme
hacia los barrios de Medina Azahara. Recojo mis cabe-
llos bajo un gracioso bonete de fieltro, lavo mi rostro
para quitar los restos de maquillaje, me pongo largas
calzas y chaleco, y me voy alejando de mi residencia con
premura, sin que la guardia negra me reconozca ni me
prohíba el paso.
- Éste es un pícaro mozuelo que sirve a la Umm Wallad
– dicen los guardias, despreocupados
- y me dejan pasar.
Cuando ya me he alejado lo suficiente, sin infun-
dir sospechas, echo a correr alborozadamente, para ini-
ciar un plan que me he trazado y que empezó a crecer
hace algún tiempo, cuando me puse el vestido de aldea-
na para pasear por la medina. Me río yo misma de mi
picardía, y sigo adelante.
Dejo atrás los palacios, los kiblíes o salones de re-
cepción y las residencias de los cortesanos. Bajo las gra-
226
das de las grandes terrazas, atravieso los parques y jar-
dines, sigo corriendo, descendiendo y llego al barrio de
los comerciantes. Entonces entro en la gran tienda del
ropavejero - tan viejo y arrugado como su mercancía -
quien me recibe complacido por mi visita.
- ¿Cómo te llamas, hijo? – me pregunta.
- Soy Chafar, y trabajo para una gran condesa, quien
me mandó a comprar ropas diversas, para sus obras
de caridad.
Entonces tomo asiento, me sosiego, aquieto el
ánimo un momento y me deleito plenamente en el am-
biente que me circunda. Cientos de túnicas y trajes, ca-
misolas y bragas, capotes y faldones, ropas absurdas,
inimaginable, cuelgan del techo, las paredes, las grietas,
los rincones del oscuro recinto; o se hallan extendidas,
esparcidas desordenadamente, sobre grandes mesones y
repisas. Miles de cosas más, de las menos valiosas, están
tiradas y revueltas en el suelo, sobre rotas mochilas y
esteras de esparto.
- Compraré todo - pienso – Compraré prendas
para todos los usos y me iré donde quiera como desco-
nocida, disfrazada, cada vez que yo deba ocultar mi
identidad. Así ningún cronista va a reconocerme, nin-
227
gún historiador va a delatarme en sus escritos, ni sabrá
nunca de mis estrategias, que van encaminadas, desde
ahora, hacia la cima de la gloria.
Voy apartando lo que quiero y no quiero, lo que
me gusta y no me gusta. Me sumerjo en un mundo de
texturas y las voy disfrutando a plenitud. El tacto de las
telas me produce en los dedos, en el pulpejo de los de-
dos, en las manos y brazos, en todo el cuerpo, un extra-
ño deleite que no sé definir. Quiero tocarlo todo, olerlo,
aprisionarlo: los blusones de seda, las túnicas de lino, las
capuchas de lana, los pañuelos de gasa, las mantas de
algodón, todo me agrada.
El desdentado ropavejero me observa con disgus-
to. ¡Ha ya perdido la paciencia! He demorado demasia-
do, tocando, alzando y revolviendo todas las ropas, y
todavía no he decidido comprar nada. Me mira ansio-
samente, groseramente, y después me pregunta de mala
gana:
- Mira, pilluelo, ¿qué vas a comprar? Debes decidirte
de una vez, porque no puedes manosear lo que te
plazca como si fuera tuyo. Vas a ensuciar la mercan-
cía. Debes pagar primero. ¡Después que pagues, to-
cas!
228
Me causa risa el desdentado ropavejero. Creo que
tiene razón en lo que dice. Pero a la vez siento deseos de
abofetearlo por insolente, de gritarle en la cara que soy
la Sultana y que puedo mandar a azotarlo en este instan-
te, si me provoca. Pero debo fingir con humildad.
- ¡Señor ropavejero, disculpe usted a este pobre sir-
viente! Mas no debe alterarse; yo compraré para la
condesa mi señora todas las prendas que ella me ha
encargado.
Y así lo hago. Compro un pesado chaquetón, he-
cho de piel de oveja, de los que usan los campesinos
cuando viene el invierno; compro un manto encarnado,
que me cubre los hombros y llega a la cintura; compro
una amplia manta para cubrirme entera, de la cabeza
hasta los pies; compro dos albornoces, con hilos dora-
dos; compro una capa negra, para la última noche de mi
vida; compro calzones anchos, zaragüelles, que debo
sujetar a la cintura con cordones; compro unas botas
rústicas de campesina, de las llamadas almadreñas;
compro bandas de tela, para envolver las piernas; com-
pro una toca de brocado, un sombrero de paja, un alto
gorro de terciopelo, un casquete de seda, un bonete de
cuero, un turbante de lana, sayas, chalecos, alpargatas, y
229
varias prendas extravagantes que no comprendo para
qué se usan.
Le pago al hombre con moneda de oro y el viejo
se deshace en reverencias. Sonríe servilmente. Le indico
que la condesa, mi señora, espera por las ropas y que
debe llevarlas de inmediato a una casa de Córdoba. Le
doy la dirección - junto a la Puerta de los Especieros -
donde habita mi amiga Lubna, la profetisa, quien ya
está enterada de mi travesura.
Vuelvo a mi residencia, en el Jardín del Príncipe.
Me siento a gusto, satisfecha, y sonrío feliz, al pensar en
mi nueva aventura, que tendrá múltiples facetas: algu-
nas muy severas y otras divertidas. Mi pequeño hijo
duerme y lo despierto para besarlo.
Estamos en el año 964 desde el día que nació Je-
sús de Nazaret. Tengo veinte años y he seguido estu-
diando, preparándome, porque quiero elevarme hasta la
altura de las constelaciones. El Califa desea que yo com-
plete mi educación, y suele decirme:
230
- Eres aún muy joven, pequeña Subh. Es necesario que
siguas estudiando, que deposites en los libros tu vo-
luntad y que busques en ellos tu salvación...
Los profesores de antes - los que me daban clases
tras cortinas translúcidas, cuando yo me encontraba
dentro del Pabellón de las Elegidas - han sido reempla-
zados por dos mujeres admirables, las célebres poetisas
Alaíxa y Redjira, egresadas de escuelas orientales, quie-
nes me instruyen en avanzados conocimientos de gra-
mática y literatura. Estoy feliz y complacida y agradezco
la gracia a mi esposo y señor. Toda la vida he escrito
poesía y se lo digo a mis nuevas maestras:
- Siempre he escrito poemas, desde que era una niña
pastora, en la región de los fríos intensos... Solamente
mi padre llegó a leerlos.
Ellas quieren leerlos también, y se los muestro
con cierto pudor. Las profesoras han leído mis textos,
los han analizado y me confortan con sus halagadoras
consideraciones:
- ¡Tus montañas te hicieron poetisa, Sultana Subh!- di-
cen ellas, sonrientes.
Me alegro al escucharlo y el Califa al Hakam se
ha llenado de regocijo. Él, en persona intercambia opi-
231
niones con mis tutoras, trae nuevos libros que debo leer
y controla el avance del aprendizaje.
- Tu inteligencia debe ser moldeada con celo – afirma
el Califa – Por eso hay que pulirla, como a las piedras
de mayor valor. Debes dedicarte a escribir tus poe-
mas con rigor y constancia. La poesía es una joya del
espíritu que satisface a Alá, el Dios Clemente y Mise-
ricordioso.
Estudio y aprendo todo lo que puedo, y leo los li-
bros que me señalan mis maestras. Redjira, la apacible,
me enseña a valorar la medida y el ritmo de la poesía
clásica. Leemos textos encantadores, de los poetas ará-
bigo-andaluces; después cantamos juntas, unidas de las
manos, las estrofas que nacen en las leyendas. Cuando
cae la tarde, y ya se acerca la hora de la nostalgia, le en-
seño a recitar los versos de mi padre que yo he logrado
traducir.
Aprendo de Alaíxa a copiar manuscritos con una
hermosa caligrafía de finísimos trazos. Le cuento que mi
abuela copiaba manuscritos en un oscuro monasterio
que se hallaba perdido, suspendido, en la región de los
fríos intensos y la neblina más encubridora. Alaíxa y
Redjira son mis amigas, y las tres nos sentamos a traba-
232
jar frente a los rollos de papiro y el tintero de cobre, so-
bre verdes almohadas, verdes tapices, verdes cojines…
todo es verde, como el color de la nobleza y la sabiduría.
En escasas semanas he copiado el Corán, libro sa-
grado, y lo doy en ofrenda a mi esposo el Califa, el pia-
doso señor y soberano, quien ahora se encuentra rezan-
do en su oratorio. El Califa al-Hakam se siente halagado,
conmovido, y me agradece el gesto con un bello presen-
te: una exquisita arqueta de marfil que ha mandado a
tallar especialmente para mí, en los talleres de Medina
Azahara. En la leyenda puede leerse:
“Bendiga Dios al Imán, siervo de Alá, al-Hakam, emir de los
creyentes. Esto lo mandó a hacer para la señora madre del
príncipe ‘Abd al-Rahman, por manos del maestro al- Sagi”
Beso las manos del Califa y le doy las gracias. Me
alegro de mi suerte, me deleito y agradezco a la Virgen
Santísima de los Jacintos, porque he comprendido que
aún me protege.
Alaíxa y Redjira son mis maestras, son mis ami-
gas, y me elevo con ellas hasta la altura de las constela-
ciones.
233
El desdichado Hisham
Me he sentido muy mal últimamente. Todo me molesta.
Olores y sabores me repugnan. Me desagrada el univer-
so y quisiera cambiarlo, ponerlo al revés. El cuerpo no
retiene ningún alimento y estoy debilitada, compungi-
da. Tengo calor a cada instante, se me queman las sienes
y las mejillas, pero el frío en los huesos me hace buscar
refugio de la lumbre.
No consigo sosiego ni puedo dormir. Y tampoco
consigo entenderme; me enojo sin motivo con mis cria-
das, me impaciento, me hastío de mí misma y de la ser-
vidumbre que me rodea. No me provoca leer ni estudiar
ni escribir mis poemas. Me he convertido en un ser iras-
cible, desagradable. Ya no controlo las emociones y me
afligen las ganas de llorar.
He mandado a llamar a mi amiga Redjira, la apa-
cible poetisa. Ella me cuenta historias de los dioses anti-
guos que una vez se vinieron desde Arabia hasta el sue-
lo de al-Andalus, y que andan por allí - entre los arrebo-
les del horizonte - sin que nos demos cuenta.
- Las Gacelas Doradas cruzan por la distancia, y apare-
cen en veces en el cielo, tras un manto de flores…
234
Cuando las veas venir - ¡Oh gran Sultana! - junta las
manos y cierra los ojos. Concéntrate en el sueño que
más anhelas, para que ellas te favorezcan.
Pero ni los relatos mitológicos ni las canciones de
Redjira logran aliviarme. Mi ánimo se ha alterado; me
siento tensa e irritada; ya me desconozco. ¡Mi carácter se
ha hecho insoportable! Tengo rabia de mí. Le suplico a
Redjira que se retire, que se vaya lejos, que ya no quiero
verla, que me deje tranquila con mi pesadumbre.
Hay un mareo permanente, un rechazo a mí
misma y a lo que me rodea; una inconformidad que no
comprendo, un deseo de gritar que estoy desconsolada,
una añoranza que no me da tregua y me mantiene reco-
gida en mi cama, ensimismada, alejada del mundo.
El médico de cámara, el tebib Ibn Jaldán, viene a
visitarme por orden expresa del Califa. Hace genufle-
xiones, levanta y baja la cabeza incesantemente, pidien-
do mi permiso para examinarme. Le ruego que se apure,
que no se demore, que se dé prisa, que un vahído me
lleva, que casi no distingo su silueta, que la vista ha em-
pezado a fallarme, que todo da vueltas y el corazón está
cediendo ante mi angustia.
235
El doctor Ibn Jaldán no se ha alarmado. Después
de examinarme cuidadosamente hace algunas pregun-
tas que yo respondo a media voz. Varios días más tarde
resuenan los tambores, resuenan las canciones de ale-
gría, y se anuncia a los súbditos del reino que nacerá
muy pronto un nuevo príncipe para la dinastía de los
Omeyas. La fausta noticia es recibida con beneplácito en
todos los rincones de Andalucía. Se inician fiestas y jol-
gorios, cuando se leen los bandos:
- ¡La corte del Califa al-Hakam II al- Mustansir anuncia
oficialmente a su amado pueblo que Subh, la Gran
Princesa y Sultana de Córdoba nos dará un nuevo
Príncipe! ¡Alabado sea Alá y Mahoma, su digno Pro-
feta!
La noticia me ha perturbado notablemente. Un
segundo embarazo no estaba contemplado y me ha to-
mado de sorpresa. Un segundo embarazo no era desea-
do ni necesario. Ahora no quiero quedarme sola, me
hace daño el vacío, me hace daño pensar. He mandado a
llamar a mi amiga Redjira y le pido que venga a visi-
tarme nuevamente, que me disculpe mi descortesía, que
no se aleje más y que miremos juntas hacia el cielo, hacia
la tarde que termina.
236
Las dos estamos en silencio, frente a la ventana
de mi dormitorio. Entonces aparecen las Gacelas Dora-
das. Las veo cruzar por el azul celeste, tras un manto de
flores. Junto las manos bajo el pecho y cierro los ojos;
pero no logro concentrarme en el sueño que anhelo. Las
Gacelas Doradas han pasado sobre los arreboles del ho-
rizonte. Han venido hacia mí para favorecerme y conso-
larme, pero ya se han marchado y yo las he perdido.
Después de meses de congoja, de sentirme con
frío hasta en los días de verano, de sentirme insegura,
de encontrarme en un vértigo que no se detenía, que no
se terminaba a ninguna hora del día y de la noche, ha
nacido mi segundo hijo, el Príncipe Abu-l Walid
Hisham.
Pero todo es distinto a la dicha que tuve la prime-
ra vez. Mi estado de salud, debilitado, me ha impedido
encargarme de la crianza del niño; mi leche se ha secado
rápidamente y ya no puedo alimentar al Príncipe. De
nada me ha valido tomar extracto de rosas blancas ni
hierbas arrancadas en el paso de luna; mi leche se ha
secado, se ha vuelto amarga, y he debido confiar en los
237
cuidados de una nodriza. Es Fátima, la protectora de mi
sueño, quien amamanta al niño en la Alcoba de Nácar,
situada al lado de la mía. Afortunadamente, los mimos
y cuidados de mis doncellas han surtido su efecto bene-
factor y poco a poco me he recuperado del abatimiento.
Ha regresado el brillo a la mirada y comprendo que ha
regresado el sol.
El Califa al-Hakam - el sabio soberano entrado en
años, enamorado desesperadamente de la princesa ma-
dre de sus dos hijos - no disimula el entusiasmo, la feli-
cidad plena, y hoy ha venido a visitarme a mis habita-
ciones. Me entrega una diadema de esmeraldas, me la
ata en la frente con hilos dorados, y dice así:
- Tú, Gran Señora, la fecunda Umm Wallad de mi reino,
recibirás los generosos dones que he decidido desig-
narte a partir de este día: además de las arcas de oro
que ya te pertenecen, pasarán a tu nombre castillos,
almunias, viñedos y aldeas, fincas y cortijos que están
dispersos en nuestro territorio… También tus hijos,
nuestros hijos, los Príncipes Omeyas que me has da-
do para que se eternice nuestra gloria, serán gratifi-
cados desde ahora con grandiosos tesoros.
238
¡Renazco entre los muertos! ¿Será verdad lo que
estoy escuchando? Sin saber cómo ni con cuáles méritos
he conquistado la mayor fortuna imaginable. He con-
quistado la riqueza y la buenaventura y esta vez será
para siempre. Me deleito en el eco de las palabras que
acabo de escuchar de mi señor. Las repito en silencio,
una por una, y vuelvo a renacer una vez más, entre los
resplandores de mis días felices.
La noticia del segundo príncipe que acaba de na-
cer, se ha conocido pronto en todas las veredas del cali-
fato. Ha recorrido valles y colinas, jardines y huertos,
caseríos y granjas; ha atravesado ríos y puentes de las
regiones más apartadas e inalcanzables. Y la gente co-
menta, alborozada:
- ¡La Gran Señora Subh, la Sultana de Córdoba, ha
traído a nosotros un nuevo Príncipe!
- ¡Pronto estará jugando con el pequeño ‘Abd al-
Rahman, el Príncipe Heredero!
- ¿Cómo habrá de llamarse?
- Es el Príncipe Abu-l Walid Hisham.
- ¡Qué Alá lo favorezca!
239
- ¡Que Alá proteja a los dos Príncipes Omeyas!
- ¡Y que Alá favorezca a la Sultana!
En las mezquitas de todo el reino se ofrecen ora-
ciones por la salud y bienestar del noble infante recién
nacido. En el bosque encantado de la Gran Mezquita, el
piadoso Califa, el tolerante, se inclina y se prosterna, y
reza al Dios Clemente por la suerte y la dicha del se-
gundo heredero que ha dado a luz su esposa.
En las plazuelas de la capital, legiones de perso-
nas se amontonan, con las manos levantadas y abiertas,
junto a los servidores del Califa, para alcanzar las mo-
nedas de oro que se están repartiendo.
- Deseo un dinar, altísimo señor, para comprar vesti-
dos a mis hijos.
- Deseo un dinar, altísimo señor, para arreglar mi mo-
lino y mi casa.
- Deseo un dinar, altísimo señor, para un manto de
lana que me hace falta.
- ¡Es necesario tener calma! – grita exaltado un oficial
de caballería, mientras trata de poner orden a la mu-
chedumbre - ¡Tranquilos, por favor! Hay talegas de
oro suficientes; cientos de sacos de dinero para repar-
tir el día de hoy. El Califa de al-Andalus, el generoso
240
soberano, desea compartir su alegría con el amado
pueblo que le ha dado su apoyo y su fidelidad...
Se han decretado varios días de asueto. En la ciu-
dad de Córdoba y en las villas, aldeas, y comarcas leja-
nas, se realizan festejos interminables, que duran toda
una semana. La música se escucha en todas partes, sue-
nan las flautas y laúdes, los panderos y los tamboriles,
bailan las bailarinas de ceñidos trajes y los trasnochado-
res y borrachos invaden las tabernas.
Y mientras tanto, en un salón secreto y escogido,
dispuesto para fines determinados, se efectúa el cóncla-
ve de afamados astrólogos, quienes procuran descifrar
el futuro del segundo heredero de la dinastía. Son ellos
los que saben la influencia de la luna, planetas y estre-
llas, y sus repercusiones en la vida y la muerte de todos
los mortales. Ellos saben la influencia de Neptuno y de
Venus, de Mercurio y de Júpiter y de todos los cuerpos
celestes. Los grandes sabios realizan sus cálculos, sus
adivinaciones, con gran severidad y precisión.
Los astrólogos han hablado conmigo, con el Cali-
fa y con mi médico privado, a fin de conocer cada deta-
lle y cada signo relacionado con el advenimiento del
nuevo Príncipe. La fecha y hora exactas, minutos y se-
241
gundos, la fase de la luna, el estado del tiempo, la lluvia
o la llovizna, el resplandor y el viento, el alba o el ocaso,
sol o sombra en el momento del alumbramiento… ¡Todo
cuenta!
Cuando lo consideran conveniente, cuando ya los
pronósticos se han determinado con un consenso gene-
ral, cuando ya los estudios han concluido, los insignes
maestros anuncian sus augurios sobre el nuevo Prínci-
pe. El Califa está ansioso por escuchar respuestas a to-
das sus preguntas. El desafío es tremendo. Los sabios
orientales que estudian las estrellas se encuentran abis-
mados de las predicciones. Son terribles, nefastas, y las
deben decir al soberano, sin ocultarle la verdad.
Un solo sabio toma la palabra, a nombre de todos
los otros. Los maestros se encuentran de pie ante el mo-
narca, con la cabeza baja… El astrólogo habla sin
preámbulo, con la mirada fija en un punto distante:
- Hisham será un muchacho desdichado. Su vida está
marcada con la oscuridad, el encierro y la infamia. El
Príncipe tendrá un destino nefasto. Su historia no
comienza ni termina. ¡En el espacio designado para
su presencia, únicamente está el vacío!
242
Mi señor el Califa me relata, con gran preocupa-
ción, las predicciones de los astrólogos. Yo trato de cal-
marlo en su angustia, le sirvo un té de hierbas relajantes
y le comento, con la mayor sinceridad, que muchas ve-
ces esas predicciones astrológicas no se cumplen.
- Tengamos fe, mi señor, en que esta vez no se van a
cumplir. Y nuestros hijos, el mayor y el menor, serán
príncipes llenos de gloria y de alegría …
(Ahora, después de tantos años, al final de mi vi-
da, no hago más que decirme: “¡Qué equivocada estaba
yo, Dios mío!”)
El Califa se encuentra tranquilo. Ha olvidado las
negras predicciones de los astrólogos y se encuentra
optimista, de buen humor. Aprovecho el momento para
solicitarle su permiso de estar algunos días en el harén,
en compañía de los dos niños. Y como nunca me niega
nada, no me lo ha negado.
En el harén hemos pasado días inolvidables. El
Príncipe Heredero ‘Abd al-Rahman se divierte jugando
con compañeros de su misma edad, y el principito
Hisham, el más mimado de los niños de al-Andalus, pasa
243
de brazo en brazo, entre arrullos y cantos de las nodri-
zas.
- ¡La Umm Wallad ha llegado al harén, con sus hijos los
príncipes! ¡Debemos recibirlos con los honores que
ellos merecen!
Ése es el anuncio que hace a las mujeres el eunu-
co Rachá, apodado Esperanza, Jefe de Guardia del ve-
dado lugar. Él es también el jefe de los esclavos del pa-
lacio: los relegados, los afeminados que jamás han teni-
do descendencia; los que se adornan con lazos y argollas
los días de fiesta, como las mujerzuelas de los burdeles.
Y las mujeres del harén, las concubinas del Califa
al-Hakam, reconocen mi rango de Gran Señora y tratan
de agradarme y complacerme, compartiendo conmigo
sus lujosísimas pertenencias, sus preciosas alhajas, pebe-
teros de plata, estuches de cosméticos y exquisitos per-
fumes que el Califa y señor les ha entregado.
- Te quiero regalar mis ricas telas aterciopeladas – me
dice la joven Jatima, llamada Perla entre sus amigas.
Ella sabe labrar preciosos arabescos sobre los altos
zócalos de las paredes: sutiles ramas entrelazadas que
se retuercen y se entrecruzan, formando hojas y flores
244
- el Árbol de la Vida, como los llama ella- y me con-
duce de la mano, para mostrarme sus tesoros.
Más tarde merendamos pasteles de membrillo,
tomamos agua de azahar y conversamos animadamente
sobre el frondoso Árbol de la Vida que Jatima hace cre-
cer con su hermoso diseño. Y también comentamos so-
bre los últimos rayos de sol que hacen su entrada por la
celosía y alteran, cada instante, las luces y las sombras.
En estos aposentos refinados y cómodos nada ha-
ce falta, nada sobra; todo es perfecto y fluye en forma
natural, como corriente de agua que se desliza. Legiones
de muchachas blancas y negras – compradas y traídas
del mercado de esclavas - están aquí para atendernos el
día entero: nos friccionan el cuerpo con suaves aceites,
nos bañan, nos depilan, nos tiñen el cabello, nos untan
cremas embellecedoras, nos maquillan, nos visten y
arreglan primorosamente, como si todas fuéramos
reinas felices de otras historias. Aquí el tiempo no pasa,
aquí el tiempo no fluye, sino que se detiene, se termina.
He venido a quedarme algunos días en el harén y
estoy encantada de estar aquí. ¡No quisiera marcharme!
Algunos días de reclusión son necesarios y relajantes
para mis niños y para mí. Y me permiten acercarme - me
245
permiten entrar por vez primera - en los secretos círcu-
los que parecían impenetrables. Porque estoy convenci-
da que en el harén se tejen las figuras completas del teji-
do, los arabescos del tejido: aquí se le da forma a las in-
trigas, se planifican las componendas, se ajustan los so-
bornos, se hacen y deshacen los compromisos, se casti-
gan las faltas y las traiciones, se justifican las sentencias,
se siembran las sospechas, se afinan las venganzas…
Ahora se me acercan las tres rubias cautivas que
vi pasar aquella tarde, hace ya varios años, cuando el
Califa al-Mustansir regresó victorioso de la guerra obli-
gada contra los infieles. Ellas hablan la lengua romance,
mi propia lengua; se sientan a mi lado sobre cojines y
tapices, y me hacen saber que son hermanas, las tres
únicas hijas que tenían sus ancianos padres. Luego me
cuentan los pormenores de sus vidas de antes, los acon-
tecimientos primordiales que marcaron sus años felices,
los que marcaron sus querencias y perdidos amores en
los reinos cristianos. Y me dicen sus nombres, que fue-
ron inventados en el jardín espléndido de algún viejo
castillo: ellas se llaman Dalia, Violeta y Azucena. Son las
tres flores caídas del verano, las que se me extraviaron
en la muchedumbre y yo miré pasar hacia el olvido.
246
El intendente
Mi señor el Califa me ha escuchado con sumo interés y
atención. Y como siempre, el rey enamorado que todo
me ofrece, ha complacido mis deseos. Le he explicado
que nuestro hijo mayor, el Príncipe Heredero ‘Abd al-
Rahman es muy pequeño todavía, que tendrán que pa-
sar una decena de años, cuando menos, para que pueda
administrar sus bienes, sus infinitas propiedades, y es
necesario conseguir - entre los funcionarios de Palacio -
un Intendente honrado y listo, culto, bien educado, pre-
parado y dispuesto a vigilar sus intereses y cuidar de su
hacienda. Mi señor el Califa toma mis manos y respon-
de:
- ¡Serás complacida, Princesa Subh! Me satisface tu
buen juicio y el celo que muestras por tu primogénito,
el que un día venidero - tal vez no muy distante - será
reconocido como Señor de al-Andalus, Guía y Protec-
tor de todos los Creyentes.
Y de inmediato agiliza las órdenes, entre sus visi-
res, para buscar y encontrar pronto un Intendente que
administre con juicio los bienes y fortuna de los dos
247
Príncipes Omeyas y de la Gran Señora, la Sultana de
Córdoba.
Algunos días después, el hachib al-Mushafi, Pri-
mer Ministro del gobierno, me solicita una audiencia,
para que yo conozca al funcionario que he solicitado.
Guardando la distancia que exige el protocolo, se dirige
a mí respetuosamente:
- Es necesaria su aprobación, Umm Wallad, antes de
hacer el formal nombramiento.
- ¿Quién es él? – le pregunto.
- Un joven y brillante desconocido, del buen linaje ára-
be correspondiente a los Amiríes, quienes vinieron a
las tierras de al-Andalus con los primeros grupos in-
vasores… El candidato que le presento, Gran Señora,
tiene una limpia trayectoria personal y llegó hace al-
gún tiempo de Algeciras, la Yacirat al-Jadra o Isla Ver-
de, para estudiar literatura y leyes, teología e historia,
en las famosas aulas cordobesas.
- ¿Cuál es su nombre?
- Muhammad ibn Abi’ Amir.
- Está bien, al-Mushafi. Puede hacerlo pasar a mi pre-
sencia.
248
Ha llegado el momento del encuentro con mi
próximo empleado. (Jamás hubiera imaginado que ese
hombre encantador que estaba a punto de conocer, sería
años más tarde el famoso e invencible Almanzor, quien
fue a la vez mi amor y mi verdugo…)
Espero con mis hijos en el Jardín del Príncipe y lo
veo llegar. Es alto, fuerte, bien formado, y la expresión
del rostro demuestra su nobleza y altivez. Está vestido
con sencillez y pulcritud: trae una corta manta y un dis-
creto tocado en forma de turbante. Se adelanta hacia mí
como si ya me conociera, como si el recorrido entre los
dos lo hubiera hecho muchas veces, como si aquellos
pasos ya hubieran resonado en vidas anteriores. Hace
una refinada reverencia y luego dice, sin quitarme los
ojos de encima:
- Estoy a su disposición, Sultana Aurora.
Desde el primer momento su mirada logra per-
turbarme y me quita en instantes la calma y el sosiego.
¿Qué es lo que tienen esos ojos? Súbitamente se estre-
mece mi cuerpo y debo reclinarme en los cojines. Me
recupero rápidamente y respiro hondo para hablarle
con pretendida naturalidad. Le explico a grandes rasgos
249
el motivo central de la entrevista y le pido que me hable
de él, de su preparación, de su experiencia…
Abi ’Amir habla con discreción, donaire y elegan-
cia. Escucho sus palabras pero no las escucho. Sólo sé
que termina diciéndome que me ofrece su vida, todo lo
que tiene, para cumplir mis órdenes y complacerme.
Abi ‘Amir sonríe a los pequeños príncipes que es-
tán a mi lado. Les dice algo gracioso que los hace reír y
les regala camellitos de ámbar con ojos de jacintos. Mis
hijos se contentan por el nuevo amigo y se alejan con él
hacia el bosque de pinos, donde las aguas de la sierra
caen en torrentes.
Los veo alejarse. Yo todavía no logro serenarme
ni restablecerme del impacto de luz que despiden sus
ojos. Mi pulso está alterado; mi espíritu se altera y no
encuentro los signos del entendimiento. ¿Qué me ha
sucedido? Por Dios ¿qué me sucede?
¡Nunca conocí un hombre tan apuesto en toda mi
vida! Nunca conocí un hombre tan gallardo, de una pre-
sencia tan arrolladora. Es un espejo luminoso donde
aparece mi reflejo. Debe ser el designio de algún hado
benévolo; una señal, presumo: ¿Por qué me veo en él?
¿A qué se debe su magnetismo?
250
Retomo el pensamiento que se había desviado
hacia parajes milagrosos, insospechados. Me pongo de
pie cuando ya he tomado la decisión definitiva. Mis pa-
labras son claras y precisas; no tengo dudas al pronun-
ciarlas ante al-Mushafi, el Primer Ministro que espera
mi respuesta:
- ¡El Intendente Muhammad Abi’ Amir es bienvenido a
mi palacio!
Ha sucedido lo que yo presentía desde hace mu-
cho tiempo; lo que tenía que suceder algún momento de
mi vida: ¡Me he vuelto a enamorar! Desde mi pasión
loca por Sibeliano - amor adolescente y desgraciado - mi
corazón había estado vacío, una copa vacía, cuenco va-
cío sin agua del arroyo.
Ahora lo he conocido; he conocido a Muhammad
y el hechizo de amor ha cambiado el sentido de mi pen-
samiento y el ritmo inalterable de mi conciencia. Ahora
él está aquí, transformando mi historia con la insistencia
de un hechizo…
Sus ojos siguen fijos dentro de mí, como luceros
de la medianoche; su mirada se alarga hacia la claridad
251
del nuevo día. Y en mi soleada alcoba y en mis peque-
ñas huellas, ha llegado su nombre para cubrirlo todo. A
partir de ese encuentro, a partir de este instante.
No pueden engañarme mis instintos, mis pala-
bras de fe, mis esperanzas, las promesas de un Dios que
al fin he conquistado. No pueden engañarme mis senti-
dos, ni esta atracción que me subyuga, ni este deseo de
tenerlo conmigo hasta el último adiós del universo.
Me desvanezco en el recuerdo de las primeras
sensaciones cuando lo vi llegar. Las ilusiones se me ex-
tienden como si fueran surcos de la tierra. El amor apa-
rece con renovada incertidumbre, como en los días de
Sibeliano, cuando su aliento quedó ausente, cuando ya
se moría, cuando tuve mi muerte antes de su muerte, en
la región de los fríos intensos.
El hechizo ha llegado con los luceros de la me-
dianoche. Nunca conocí un hombre tan hermoso; es un
espejo luminoso donde veo mi reflejo. El hechizo de
amor llega de nuevo para bendecirme.
Mi corazón está de fiesta por la ilusión secreta
que me colma entera; que me hace ver la vida color de
252
duraznos maduros. Siento que he rejuvenecido y mis
doncellas dicen que cada día estoy más hermosa. ¡Así
me siento! ¡Es el amor el que me ha embellecido!
Muhammad ya trabaja en Medina Azahara. Sus oficinas
están muy cerca del Palacio del Príncipe y lo veo casi a
diario. Él no pierde oportunidad para acercárseme con
cualquier pretexto y me encanta escuchar su voz encan-
tadora… Por eso hay una fiesta en mi corazón.
Mis niños han crecido rápidamente. ¡Me da gusto
mirarlos! Parece que unos traviesos duendecillos, de
puntiagudos escarpines, entran a escondidas y los esti-
ran cada noche: les estiran el tronco, los brazos y las
piernas, y al día siguiente ya están más altos y fornidos.
Me da gusto mirarlos, sanos y felices. Me complace ob-
servarlos cuando duermen, cuando comen y hablan,
cuando cantan y ríen. Es un deleite verlos. ¿Qué más
puedo pedir? Son gentiles, alegres y despiertos y agra-
dezco a los Cielos cada día, por habérmelos dado.
Mis dos pequeños príncipes ‘Abd al-Rahman e
Hisham juegan esta mañana en el soleado Parque de los
Granados. Juegan con caballitos de madera y sus adar-
gas, arcos y flechas de juguete, hechos en los talleres de
carpintería especialmente para ellos. Yo los miro jugar a
253
los soldados y ‘Abd al-Rahman, que ya tiene seis años,
simula que es un general.
- ¿Puedo jugar? – pregunto.
- ¡Sí, madre, ven! - gritan los dos.
‘Abd al-Rahman asume que es mi enemigo en la
contienda y dispara una flecha certera, que me atraviesa
el corazón. Yo quiero hacer teatro de alta calidad: grito,
me estremezco, y caigo inmóvil y tendida, con los bra-
zos abiertos y los ojos cerrados.
Hay un grave silencio. Sigo inmóvil, casi no res-
piro y mis hijos se acercan, se arrodillan. Están preocu-
pados, Hisham ya va a llorar. ‘Abd al-Rahman me ha-
bla:
- ¡Madre, levántate! ¡Mi flecha te ha matado de menti-
ra!
Río de buena gana, me levanto de un salto y me
incorporo al juego. Hago malabarismos con las armas de
guerra, y en un rápido paso de flechazos, simulo que
ahora yo soy la vencedora. ‘Abd al-Rahman cae herido.
Sangra copiosamente…
- Estoy herido, madre. ¡Tú me has matado de verdad!
254
Hace ya varios días que no veo a Muhammad.
Ante su incuestionable rapidez y eficacia, le han sido
asignadas otras obligaciones y cargos en Palacio, cada
vez de mayor importancia: y él me ha solicitado autori-
zación para alejarse por un corto tiempo. Me acongoja
su ausencia, pues me he acostumbrado a su anhelada
compañía…
Mi gran consuelo son mis hijos y formamos un
trío inseparable. Hoy hace calor en Medina Azahara. Un
calor pegajoso y húmedo, que fastidia y molesta. Mis
dos niños y yo hemos sudado a mares todo el día. En-
tonces nos vestimos con ropas ligeras y decidimos salir
del palacio, para hallar la frescura de los árboles.
Es una tarde de verano y visitamos los jardines.
Nos dirigimos al acuario para mirar la multitud de pe-
ces y animales acuáticos, de extrañas formas y colores,
que se hallan distribuidos en dos grandes estanques pa-
ralelos. Mis niños lanzan al agua pedacitos de pan, y
gozan contemplando como los peces vienen de inmedia-
to, ondulando sus cuerpos bajo el agua, a comer su me-
rienda. Cuando se cansa de mirar los peces, ‘Abd al-
Rahman propone una brillante idea:
- ¿Por qué no visitamos el Pabellón Flotante?
255
- ¡Sí, vamos! – grita alborozado el pequeño Hisham
Entonces caminamos por las abiertas avenidas
que nos conducen al elevado pabellón, nuestro fresco
refugio; el que nos deja ver la lejanía y tiene cuatro ven-
tanales hacia los cuatro vientos. La fuerte brisa circula
libremente y nos refresca el rostro, el cuerpo entero.
¡Qué sensación maravillosa! ¡Qué delicioso alivio!
Nos hallamos rodeados por una amplia alberca, y
hacia donde miramos vemos tan sólo el agua azul. Los
príncipes se alegran, se alborotan, e inventan el juego de
los marineros. Los príncipes me dicen que vamos nave-
gando en alta mar, que nuestra nave musulmana alcan-
zará muy pronto los barcos enemigos de piratas vikin-
gos, los cuales vienen acercándose, aproximándose peli-
grosamente a las costas de al-Andalus, para invadirnos.
Dicen también que ‘Abd al-Rahman es un famoso capi-
tán de la marina califal, y su hermanito Hisham es un
valiente marinero.
- ¿Y qué será mamá? – pregunta el pequeñito.
- Ella es una sirena; mírala allí, sobre las rocas… ¿no la
oyes cantar?
256
Sin darnos cuenta se ha hecho tarde; dentro de
poco comenzará a oscurecer y llega la hora de despedir-
nos del Pabellón Flotante. Los niños se rebelan pues no
quieren marcharse; ellos desean seguir navegando, y
deben derrotar a las naves piratas; así me argumentan…
pero yo les prometo que regresaremos al día siguiente,
que los vikingos no se habrán marchado con sus negras
naves, y como son piratas muy valientes, sabrán espe-
rarnos…
De regreso a la casa, hemos vuelto a pasar junto
al Parque de los Granados. El camino se cierra junto a la
Fuente de los Ciervos, rodeada de altísimas palmeras
traídas de Arabia. Desde la boca abierta de cada ciervo,
brota un chorro de agua que cae en cascada sobre el po-
zo. Los niños se adelantan corriendo, y yo les grito:
- ¡Esperen, mis pequeños! ¡No se alejen solos! ¿Adónde
van con tanta prisa?
Pero ellos siguen, divertidos, sin detenerse. Lle-
gan a la fuente, se montan en dos de los ciervos, les di-
cen ¡Corre, corre!, y les dan cariñosas palmadas sobre el
lomo, como si fueran sus caballitos de madera.
- ¡Tengan cuidado! – grito - ¡Pueden caer! ¡Pueden res-
balar y golpearse la frente!
257
Pero ya es tarde. Los dos pequeños príncipes han
caído en la fuente, y cuando trato de sacarlos… ¡caigo
yo también! Hay un grato alborozo de los niños cuando
gritan:
- ¡Nuestra madre cayó en la fuente!
Hay risas nuestras y risas de las ayas que vienen
a sacarnos y a traernos toallas, frazadas y ropa seca. Pe-
ro hemos decidido quedarnos en la fuente un rato más.
¡Al fin hallamos la grata frescura que estábamos
buscando durante todo el día!; esta grata frescura que
suaviza la piel y nos deleita. Nos quedamos callados,
sumergidos en el agua clara. Es una deliciosa sensación,
cuando la mente está apagada, descansando, y solamen-
te los sentidos cobran vida.
Y allí permanecemos, con la luna de julio ilumi-
nándonos, hasta que las estrellas del verano se meten
con nosotros en las aguas.
258
Malos augurios que se cumplen
Nuestro hijo mayor, el Príncipe Heredero ‘Abd al-
Rahman, acaba de cumplir siete años y su circuncisión
es celebrada con regocijo y fiestas en todo el califato. Las
muchachas más jóvenes cantan de júbilo, y regalan al
príncipe con jirafitas de barro vidriado y toritos de arci-
lla, que aprendieron a hacer en los talleres de la medina,
y son juguetes apreciados por los niños. Yo he termina-
do para él un almaizar de seda, con arabescos en hilos
de oro - que me enseñó a bordar la joven Jatima, mi
amiga del harén - para que en este día inolvidable se
presente ante todos con el tocado de los príncipes.
Las mujeres más viejas, las que ven más allá de
las miradas, las que escudriñan en lo que va a sucederle
a cada quien, están sentadas sin hablar, rígidas en el pi-
so, sobre redondos almohadones. En los últimos días no
han querido comer ni beber; ellas tejen y lloran, sin ha-
cer comentarios; tejen y lloran sin lograr consuelo.
También yo he llorado, he tenido deseos de ge-
mir, de gritar, de escapar a los montes y perderme, de
buscar el amparo de la Sagrada Virgen de los Jacintos…
259
Y los motivos de mi angustia, desconocidos y desgra-
ciados, aún no los entiendo.
En Medina Azahara se han reunido otros niños
varones de siete años, compañeros de estudios y juegos
de ‘Abd al-Rahman, quienes habitan en nuestra misma
ciudadela. Ellos son hijos de nobles cortesanos, y como
es costumbre en estos casos, todos serán circuncidados
el mismo día, en una misma ceremonia, con los mismos
doctores, con el mismo cuchillo, con el mismo dolor, al
mismo tiempo.
En la mezquita se finalizan los preparativos re-
glamentarios para la larga ceremonia que inicia formal-
mente la vida religiosa de todo joven musulmán. Y se
ofrecen a Alá las oraciones propiciatorias para el ritual
sagrado de los muchachos escogidos, quienes ya buscan
el refugio cerca de Dios. Los padres de los niños, sus
tutores y hermanos varones, están presentes a la hora
del martirio, que ha de ser grato al generoso Alá, el Dios
Clemente y Misericordioso.
Eminentes doctores y enfermeros lavan los niños,
los purifican con cánticos sagrados, tomados de las Su-
ras del Corán; luego los cortan con hojas afiladas y los
dejan en paz. Los muchachos soportan con valentía el
260
doloroso sacramento. Están serios, serenos, inmóviles.
Ni siquiera una queja se escucha; ni un solo lamento, ni
siquiera una lágrima ha resbalado por las mejillas.
Las madres de los niños permanecemos lejos. De-
bemos mantenernos retiradas, con nuestros largos velos
cubriéndonos el rostro, el cuerpo, los cabellos. Y no po-
demos acercarnos sino cuando los hombres se retiran,
cuando los niños quedan solos, cuando la sangre se de-
tiene y la herida no duele.
Sobre la Gran Terraza Reluciente, en adornadas
mesas, se sirve el suntuoso banquete, que ha sido prepa-
rado por cocineros experimentados, conocedores de los
manjares permitidos en tan solemne celebración. El i’dar,
regio banquete de circuncisión, ha sido presidido por el
Califa al-Hakam II al-Mustansir, padre del Príncipe He-
redero y anfitrión del festejo.
Como sucede siempre, sólo los hombres son invi-
tados: los padres de los niños circuncidados, los sacer-
dotes, los juristas, los sabios y visires. Los mejores poe-
tas de la corte afinan sus voces, sacan sus pergaminos y
declaman poemas de alabanza en homenaje al Herede-
ro. El Intendente Muhammad Abi’Amir, mi amado
Muhammad, también está presente.
261
Luego se sirven manjares exquisitos: hojaldre re-
lleno con carne de pichón, pasteles de queso perfuma-
dos con agua de rosas, tortas de mantequilla y pasta de
almendras, turrones, dulces de avellana…
Y mientras se disfruta del banquete y las esclavas
más bonitas cantan y tocan el laúd, mi hijo de siete años
se presenta ante sus invitados serio y sereno, luciendo
en su cabeza el almaizar con hilos de oro, que es el toca-
do de los príncipes.
Pocos días después de la gran ceremonia de cir-
cuncisión, nuestro hijo mayor se sintió quebrantado. Yo
lo veía pálido, débil, y de un día para otro no tuvo más
deseos de jugar conmigo ni con sus amigos, ni de salir a
los jardines… poco a poco su sonrisa se fue apagando.
Se lo comenté a mi esposo y señor, el Califa:
- Algo extraño sucede con nuestro hijo ‘Abd al-
Rahman, mi señor. No le apetece comer nada; se que-
ja de dolores en las piernas y está tan débil que hasta
le cuesta caminar…
De inmediato el Califa se pone la mano en el pe-
cho, como si algún terrible presentimiento lo asaltara. Y
262
manda a llamar a los mejores médicos. Cuando los doc-
tores están reunidos, él les habla en voz pausada y baja,
casi imperceptible:
- Les ordeno señores… les suplico más bien… curar a
‘Abd al-Rahman. Él es mi hijo amado, el Príncipe He-
redero…
Los doctores examinan al niño. Están desconcer-
tados, se miran entre ellos. Prueban con un medicamen-
to y otro medicamento pero no aciertan con ninguno.
Yerbas y cataplasmas no surten efecto, ni los jarabes es-
peciales que preparan a diario. Se acercan nuevos médi-
cos con nuevos tratamientos, pero mi niño no resiste y
ya no quiere abrir la boca para tomar amargos tónicos.
- Padre, madre, quisiera estar tranquilo… No más mé-
dicos ni medicinas, por favor…
‘Abd al-Rahman pierde peso rápidamente; lo le-
vanto en mis brazos y su cuerpo parece de plumas. Me
pide que lo acueste. Ya no se quiere levantar del lecho.
Mi señor el Califa pasa las noches y los días junto a él, y
yo no me retiro de su lado. Nuestros ojos se mantienen
fijos en su sombreado rostro que apenas nos sonríe.
Nuestras lágrimas caen sobre su almohada.
263
El Califa al-Hakam llora conmigo, en esta hora
desesperada. Hemos llorado a la intemperie, como los
tristes mendicantes que levantan sus brazos frente a la
Casa de la Limosna. Hemos llorado todas las penas de
nuestra vida, de nuestra pobre vida, desde que com-
prendimos la pesadumbre y la desgracia.
El reino entero está desconsolado; se ha termina-
do la alegría que existía una vez. ¡Nuestro Príncipe ha
muerto! Han sahumado su cuerpo con perfumes y lo
hemos enterrado en un lecho de flores.
Se han terminado las esperanzas que yo tenía.
Viene y pasa la lluvia, la tormenta. Viene y pasa el in-
vierno y me he encerrado en este luto que no tiene final,
que no tiene consuelo. Ya no quiero moverme del Jardín
del Príncipe y solamente aquí logro aliviarme de mi
propia muerte. Tan sólo en los recuerdos de mi niño
guardo la luz que se ha extinguido y que jamás vuelve a
brillar.
Pasan días y meses y yo sigo cargando con el
mismo dolor. Hasta que un día, sin darme cuenta, apa-
rece el primer rayo de sol en mi ventana.
Rodeado de las flores más perfumadas del uni-
verso, mi pequeño palacio, fresco y claro, tiene el encan-
264
to inconfundible de los primeros días del verano. El Ca-
lifa al-Hakam al-Mustansir, me lo ofreció como regalo,
cuando nació su primogénito. En esos pabellones de oro
puro, creció el hijo del rey, el heredero de la dinastía.
Pero su rica cuna fue cosa vana que nada valía, contra el
designio de la muerte. He recordado las palabras de
aquella hada perversa, aquella bruja mala que dictó su
sentencia como una maldición. Jamás creí en sus augu-
rios, pero fueron verdades devastadoras.
Pasa de prisa una temporada y otra temporada;
cambian las estaciones. Llega la diosa Primavera y deja
tras de ella los campos florecidos. Regresa a consolarme,
a socorrerme, y se queda conmigo hasta que empiezo a
recobrar la vida. Ella logra el prodigio, ella logra ali-
viarme y reverdece la esperanza que me había abando-
nado. Vuelve la luz que se había extinguido y empiezo a
renacer, como la diosa Primavera, con vestido de cintas
y una corona de girasoles.
El tiempo pasa vertiginosamente, como si diera
saltos para avanzar más rápido, sin hacer caso a las pau-
tas que marca el calendario. Y mi hijo ‘Abd al-Rahman –
265
el dulce capitán de nuestra nave musulmana, mi general
valiente de los días felices- hace dos años que no está
conmigo.
Desde la muerte de su hermano mayor – ¡que
Dios lo haya bendecido! - mi pequeño hijo Hisham, el de
rubios cabellos, es nuevo Príncipe Heredero de la dinas-
tía Omeya en el reino de al-Andalus.
Ha cumplido siete años y por eso comienza la
educación reglamentaria; su estudio riguroso del Corán,
el Libro Sagrado; su acercamiento a las normas islámi-
cas, su camino a la luz del conocimiento.
Y los maestros más exigentes que lo acompañan
todos los días - como el gramático al-Zubaydi y el céle-
bre al-Qutiyya - se quedan asombrados de su inteligen-
cia, de su interés por aprender, de su capacidad para
entenderlo todo, como su sabio padre al-Mustansir, el
más ilustre de los reyes; y como el noble abuelo ‘Abd al-
Rahman III, apodado al-Nasir.
El Intendente Muhammad – de quien estuve se-
parada durante el tiempo de mi duelo - dirige y guía la
educación del Príncipe. Los más insignes profesores
vienen de todas partes, del Oriente y del Norte, a darle
las lecciones en la ciudad-palacio de Medina Azahara.
266
Aquí el Califa ha organizado, como salones de
sabiduría, unos espacios acogedores con grandes venta-
nales que siempre están abiertos hacia los jardines. Y mi
pequeño Hisham comparte a gusto sus libros y jardines
con otros niños, sus compañeros de aula, hijos y nietos
de los visires.
El primer día de clases, el Califa al-Hakam llega
al “Salón de la Sabiduría” (como le gusta llamar al aula).
Entra en silencio para no interrumpir, y contempla a su
amado hijo Hisham, que está escribiendo con gran pre-
cisión, sobre tabletas de madera, el dictado que hace el
profesor. Al-Hakam se llena de orgullo al ver su herede-
ro atento a las palabras del maestro, y ha sido tanta su
complacencia que manda a entregar magníficos regalos
a cada uno de los profesores y a los alumnos de Medina
Azahara.
Esta mañana está muy fría. Un viento helado baja
de la sierra y el cielo gris lo envuelve todo. Hisham mira
el jardín y lo que ve lo hace gritar de angustia. Su estor-
nino, su ave preferida, su ave prodigiosa que habla y
canta, cae de una rama y es atacada por una gran tortu-
ga. Hisham pierde en instantes la compostura, pide dis-
culpas al maestro al- Zubaydi y se aleja corriendo.
267
- ¡Disculpe usted, señor, pero debo salvar a mi estor-
nino!
Y así lo hace. Rescata a tiempo a su ave preferida
y regresa al salón…
- ¡El estornino fue salvado por el Príncipe Hisham! -
celebra su maestro.
- ¡El estornino fue salvado por el Príncipe! – celebran
en la corte.
Pero su acción ha sido interpretada de otra mane-
ra por dos mujeres encorvadas, con facciones deformes,
que atraviesan las puertas del palacio, pidiendo hablar
conmigo…
- ¡Aurora! ¡Aurora! ¡Hemos venido a hablar contigo! –
grita una
- ¡Es la misma tortuga! ¡Es la tortuga macho Saq! – grita
la otra.
Salgo alarmada para enterarme de lo que suce-
de…
- Escucha bien, Sultana Aurora – me susurra al oído la
mujer más horrenda – Esa tortuga Saq está maldita,
llena de oscuros maleficios. Y su nefasta influencia
será fatal para el muchacho que hoy la ha humillado.
268
La historia de este Príncipe estará llena de infortu-
nio… ¡Su vida entera será tenebrosa!
Hay una alarma general. El Califa se entera de lo
sucedido y da las órdenes precisas de lo que debe hacer-
se. Hay un grito de espanto a lo largo y lo ancho de la
ciudad esplendorosa que hoy se ha oscurecido. La tor-
tuga que atacó al estornino es prontamente aplastada,
desgarrada a pedazos por los perros salvajes que salen
del bosque.
Y las mujeres encorvadas con caras deformes, las
portadoras de malos augurios, son perseguidas por los
sayones, atormentadas por los verdugos y después se-
pultadas en las prisiones subterráneas de la capital, que
son como antesalas del infierno.
269
Renacer del hechizo
Renace en mí el hechizo que estaba adormecido con la
tristeza. Y ha renacido con mayor fuerza e intensidad.
Muhammad otra vez se apodera de todo mi espacio, de
todos los linderos disponibles de la existencia. Nos he-
mos visto algunas veces; con discreción hemos hablado
acerca de lo que nos pasa, lo que los dos sentimos, lo
que los dos estamos padeciendo en este hechizo del
amor.
Aquí en al-Andalus ha comenzado un año nuevo;
nueva ilusión que nos llena de gozo y deseos de vivir.
Los poetas regresan por los caminos de Andalucía y la
luna de enero los alumbra. Ha comenzado una nueva
aventura para los campos, una nueva fragancia de la fría
brisa, un resplandor que nos envuelve. La vida se re-
nueva con las pequeñas joyas del invierno, cantan las
tejedoras junto al fuego, y en las ciudades de todo el
reino se prepara la Fiesta de Nayruz.
Es el día afortunado para los casamientos. En las
plazuelas y arrabales de la capital se celebran bodas
vespertinas, numerosas parejas que se casan en el mis-
270
mo lugar. Y los enamorados que ya se han unido huyen
felices, sin temores, hacia el refugio que les da la noche.
El día es propicio para los afectos familiares. Las
muchachas del pueblo - las que no han conocido marido
- hacen pasteles para sus padres y sus hermanos, y cons-
truyen “ciudades de pasta” con flor de harina y azafrán.
Es el día propicio para los regalos: los hortelanos rega-
lan frutos de sus huertos, y los señores de la corte, com-
prometidos con muchas mujeres al mismo tiempo, com-
pran botellas de perfumes para halagar a sus esposas y
concubinas.
Me gusta unirme a la alegría de la fiesta, cuando
los niños piden los juguetes que hemos traído para ellos.
Y me agrada mirar las caritas risueñas, las sonrisas que
adornan el mundo, cuando reciben los pequeños leones,
los toritos de barro, los elefantes decorados con rayas y
flores.
- ¡Sultana Aurora, para mí la jirafa pintada de blanco! –
dice a mi lado una niña judía.
- ¡Sultana Aurora, para mí el caballito con estrellas! –
grita de lejos un niño mozárabe.
- ¡Para mí el elefante de rayas azules! – dice un mucha-
cho musulmán.
271
Pero la Fiesta de Nayruz no ha terminado todavía.
No termina en la niña judía, ni en el niño mozárabe, ni
en el muchacho musulmán, los cuales se reúnen en la
misma plaza, se respetan y entienden, y suelen jugar
juntos, contentos y felices, sin preocuparse por las dife-
rencias que podrían separarlos.
La Fiesta de Nayruz sigue en mi historia; sigue en
la historia del hechizo, que fue de amor en los primeros
tiempos, y al final tuvo un signo de temor y de odio…
El Intendente Muhammad, quien ha construido
una fortuna considerable por sus variados cargos, muy
importantes y lucrativos, no pierde la ocasión para ha-
lagarme y mantenerme complacida. En esta fiesta de
Nayruz quiere ofrecerme un regalo inusual y magnífico:
En el taller de los plateros mandó a cincelar un pequeño
palacio de plata maciza, y lo hace traer en procesión por
las pobladas calles de la capital, para que todos puedan
disfrutar de joya tan espléndida.
Muhammad hace su entrada al Alcázar de Cór-
doba con su regalo sorprendente, que despierta sorpresa
y exclamaciones de admiración.
- ¡Qué exquisito presente para la Gran Señora!
272
Yo lo veo llegar y lo espero. El corazón resuena
de alegría y el pulso se acelera como sucede siempre que
lo tengo cerca. Un par de esclavos sudaneses colocan
ante mí esta joya preciosa que resplandece al sol de la
tarde. Y Muhammad se acerca, con las mismas pisadas
de la vez primera, con la misma arrogancia, con la mis-
ma insistencia en la mirada, la misma gallardía. Hace la
reverencia necesaria. Mi sangre se concentra en las meji-
llas cuando lo escucho hablar:
- El Palacio de Plata es para ti, Sultana. Es tan sólo una
muestra de mi afecto y consideración.
- Agradezco el presente, Muhammad Abi’Amir. Acep-
to recibirlo, y lo tendré conmigo entre mis más pre-
ciadas pertenencias…
Esto es lo que dijimos ante la gente que nos ro-
deaba. Esto es lo que escucharon los presentes; pero no
fue lo que dijimos. Nuestras voces decían otras palabras
que ya los dos habíamos entendido, que ya los dos ha-
bíamos pronunciado; las palabras auténticas que se ini-
ciaron en el Jardín del Príncipe, cuando nos vimos por
primera vez.
Ahora la suerte ya está echada. El destino se ha
abierto para nosotros en un acuerdo de querernos, en un
273
acuerdo de entregarnos, en un acuerdo temerario de
abandonarnos al hechizo.
Mi corazón le pertenece íntegramente a Muham-
mad, mi amado Muhammad, pero mi vida es una pro-
piedad del Califa al-Hakam II al-Mustansir, mi esposo y
señor. De él debo ocuparme con la debida dedicación
que él me demanda, debo ayudarlo todas las veces que
me necesita, cuando requiere de mi presencia, cuando
solicita mis opiniones y puntos de vista. Y lo hago con
placer, con verdadera devoción, pues siento por mi es-
poso un gran cariño y agradecimiento, y admiro - como
nada en el mundo – su sabiduría y sus nobles virtudes,
que son reconocidas dentro y fuera de nuestras fronte-
ras.
El Califa se encuentra a gusto entre los libros; ha-
bita entre ellos, se desplaza entre ellos con soltura y re-
conoce todos sus secretos. Tiene una colección de
400.000 volúmenes que ya no caben en ninguna parte,
que se acumulan en veinte salas del Alcázar y se dejan
venir – como aguas crecidas - por los pasillos y los co-
rredores.
274
Y lo más asombroso es que ha leído todos los li-
bros. Al menos es lo que aseguran sus asistentes de ma-
yor confianza, los cuales lo conocen desde su juventud.
Relatan que el Califa los ha estudiado todos, que los ha
analizado, que los ha traducido; y que los ha marcado
con su puño y letra, uno a uno, página por página… Tal
vez se trata de una exageración, pero es lo que se dice
dentro de las murallas…
Lo que sí es cierto, porque me consta, es que na-
die jamás podría imaginar un soberano más culto y ge-
neroso, más amante del arte y la poesía, la música y la
ciencia. Es el “Monarca de los Libros” (así se le conoce),
aficionado como nadie a las ediciones originales y ex-
traordinarias; y por eso mantiene un grupo de oficiales
en los rincones más apartados del mundo conocido, los
cuales buscan libros raros para los anaqueles de su bi-
blioteca.
Entre los libros del Califa hay ejemplares grandes
y pesados que parecen lujosos objetos de arte. Me gusta
detallarlos por su especial belleza: Algunos tienen tapas
de cuero repujado o madera labrada; otros son decora-
dos con chapas de plata o placas de marfil… Después
que llegan a la biblioteca, los expertos copistas, los tra-
275
ductores y encuadernadores, reproducen las obras que
serán discutidas por el Califa junto a los eruditos de su
corte.
Mi señor el Califa al-Hakam al-Mustansir es el
más religioso de los monarcas musulmanes que ha vivi-
do en al-Andalus. Su devoción es absolutamente auténti-
ca, y me conmueve y hasta me hace llorar su fe profun-
da. Ayuna, da limosna, hace penitencia, y proclama los
Suras del Libro Sagrado que sabe de memoria. En su
oratorio he pasado con él días enteros. En su oratorio
hemos pedido inspiración a Dios. En su oratorio me se-
paro de la verdad del tiempo, y divago, me pierdo,
mientras mi alma se aleja por dimensiones insospecha-
das.
Al-Hakam es severo en sus principios y hace
cumplir las leyes islámicas rigurosamente. Tanto es así
que llegó a concebir el famoso proyecto de prohibir el
consumo de vino en al-Andalus, y de hacer arrancar to-
dos los viñedos de su reino. Me explica sus razones:
- No olvides nunca, mi pequeña, que el vino justifica la
villanía dentro del hombre. El vino la consigue adon-
de quiera que se encuentre, aunque esté muy oculta,
y la lanza a los ojos de los que pasan, hasta dejarlos
276
ciegos. El vino hace que el hombre se convierta en
bestia. ¡El vino no perdona!
Le replico:
- No puedes decir eso, mi señor. ¡No siempre es así! Mi
padre era un poeta de noble corazón. Su garrafa de
vino y su mesón de roble eran los compañeros de sus
noches, cuando escribía poemas, en la región de los
fríos intensos…
El Califa no me contradice; nunca lo ha hecho.
Han ya pasado catorce años desde la vez primera; desde
que fui llevada a su presencia en el Palacio Real y se bo-
rraron de mi mente las enseñanzas de los maestros. Era
inexperta todavía, y me sentí indefensa en la penum-
bra… Han ya pasado catorce años… ¡Y todavía me lla-
ma “mi pequeña”!
Ahora todo es distinto. Yo controlo el momento,
todos los momentos. Tengo el dominio de su voluntad y
ya he aprendido a dominar ciertas esferas importantes
de la ciudad palacio. Mi poder crece a paso agigantado
con el apoyo de Al-Hakam, quien no ha dejado de favo-
recerme y enseñarme.
El Califa se doblega por mí, sería capaz de hin-
carse de rodillas, sería capaz de cortarse las barbas, si se
277
lo pidiese. Y se somete a mis caprichos sin jamás opo-
nerse, y me confiesa a diario que me ama, que jamás va
alejarse de mí. Y yo no dejo de preguntarme: ¿Cómo es
posible que me quiera tanto, si yo no lo merezco?
En un malvado e incomprensible goce ( me aver-
güenzo al decirlo), me he deleitado en humillarlo, en
rechazarlo, en ofenderlo. A veces me complace verlo
intranquilo, disculpándose, por una nimiedad que le
reclamo. En veces me envilezco de tal forma que lo
vuelvo migajas entre mis dedos.
Pero el Califa acepta, cede ante mi inclemencia,
cede ante mis imprevistas perversidades sin jamás alte-
rarse. Tal vez sospecha mi relación con Muhammad; tal
vez tiene evidencias demasiado palpables... Pero el Cali-
fa es un hombre indulgente; el Califa perdona, me per-
dona. El Califa comprende que es un anciano enfermo,
que es un hombre acabado, que no me satisfacen sus
caricias, que me disgustan sus exigencias apremiantes,
sus confesiones apasionadas; que yo soy joven, bella;
que prefiero ser libre y emprender el vuelo.
278
Muhammad Abi’ Amir se marchó hace varias
semanas de Córdoba, en una delicada misión de go-
bierno. Se fue al Norte de África como Cadí supremo de
Mauritania, por instrucciones del Califa al-Hakam II al-
Mustansir, quien reconoce públicamente la destreza y
talento, habilidad y sentido común de uno de sus em-
pleados de mayor confianza. Y mientras tanto, yo lan-
guidezco de nostalgia. ¿Cuándo regresará?
Hace ya seis semanas desde su partida, de su au-
sencia absoluta que en veces me golpea como un latiga-
zo. Hace ya seis semanas que no podemos vernos, ni
hablarnos, ni escucharnos, ni encender juntos la luz que
corresponde a cada estrella. Hace ya seis semanas que
camino en silencio, hacia el lugar privilegiado donde
nos encontramos por última vez.
Hoy me he sentido especialmente triste. Los mir-
tos y narcisos, las azucenas y los pensamientos, los alhe-
líes amarillos ya no parecen tener vida ni decirme nada,
ya no parecen embellecer el mundo. Ya ni siquiera me
complacen con el encanto de sus colores. Se marchitan
de prisa entre mis dedos.
Pero sucede algo maravilloso: desde el gran mi-
rador de mi palacio veo llegar una paloma y quiero
279
aventurarme hacia el vacío para tocarla. ¡Es la paloma
mensajera que Muhammad me envía, con un papel ata-
do entre las plumas!
La veo llegar con su vuelo pausado; se detiene
primero sobre el muro de piedras, después vuela despa-
cio hasta una rama de granado, y se queda mirándome,
reconociendo que soy Aurora, destinataria de su carta.
La llamo:
- ¡Ven hacia mí! ¡Acércate paloma! Por favor no demo-
res en darme el mensaje. ¡Entrégamelo ahora!
Ella escucha mi ruego, abre sus alas, alza vuelo y
se viene a posar en el alféizar de mi ventana. Aquí yo la
recibo para hacerle demasiadas preguntas:
- ¿Estás cansada de volar, paloma mensajera? Dime
cómo te llamas. ¿Tienes hambre y sed? ¿Desde dónde
viniste? ¿Cuánto tiempo volaste? ¿Dónde lo hallaste a
él? ¿En cuál lugar perdido lo dejaste?
Yo le doy de beber y la paloma come de mi mano
semillas escogidas y migas de pan. Entonces ella habla,
con el mismo lenguaje de los seres humanos:
- Me llaman Akramá, la única paloma mensajera que
fue amaestrada entre las nubes, por siete Ángeles de
Viento. Ellos habitan las alturas del Segundo Cielo, y
280
desde allá he venido para servir a los amantes que
envían conmigo sus mensajes…
Ahora leo la carta. Me conmuevo al leerla, se me
salen las lágrimas. Muhammad me confiesa que me ha
extrañado, me busca, quiere verme, dice que pronto va a
volver. Quiere que huyamos juntos a los lugares fulgu-
rantes donde nadie ha llegado; que nos encaminemos
hacia los Ángeles de Viento, donde vuela Akramá, la pa-
loma.
Todo cambia de nuevo y el día se hace luminoso.
Los mirtos y narcisos me complacen. Los alhelíes amari-
llos embellecen el mundo y han recobrado sus colores.
Las azucenas y los pensamientos vuelven a la alegría
que les da la vida.
Ahora Akramá lleva mi carta, mi respuesta, atada
entre sus plumas. La lleva a Muhammad. Se despide de
mí y después alza el vuelo, se levanta, a las regiones
africanas donde mi amor se encuentra.
Cuando la veo alejarse, recuerdo las palabras del
poeta Ibn Hazn:
“Mira pues: las cartas van en las plumas de un ave"
281
Las visiones y muerte del califa
Mi señor el Califa al-Hakam II al-Mustansir se ha debili-
tado últimamente y yo me ocupo de atenderlo, de con-
solarlo, de no dejarlo solo ni un momento. Sus noches y
sus días se han convertido en aterradoras experiencias
de pesadillas y de apariciones que lo mantienen alterado
en extremo, e imposibilitado de presentarse ante su
pueblo.
- ¿Qué he de hacer? - me pregunta - Me buscan, me
persiguen, me acosan enemigos que vienen a caballo
de un infierno arenoso, de un desierto que existe más
allá del mar. Tienen mantos oscuros y destruyen mi
casa, mis tesoros; y todo lo fraccionan, lo fragmentan
en pedazos pequeños y lo vuelven migajas que se di-
luyen hasta acabarse. ¿Cómo habré de librarme de
sus caras monstruosas?... Me acechan los espíritus
con largas trompas, rabos y pezuñas… en veces tie-
nen forma de vagabundos y de criminales, que miran
con dos rostros, desde todos los ángulos, y los siento
respirar junto a mí, detrás del cuello y la cabeza, con
aliento de fieras...
282
Por todo el reino se ha difundido la noticia. Los
correos llevan la infausta nueva a cada una de las pro-
vincias. Y en las mezquitas se ofrecen plegarias y sacrifi-
cios para la curación del soberano enfermo, cuyo sem-
blante demacrado demuestra horror y sufrimiento.
- ¡El Califa al-Hakam es perseguido por los espíritus
impuros! - grita el almuédano desde el alminar - ¡Ve-
nid, hermanos del Islam! ¡Venid a orar por el Imán de
todos los creyentes que ha caído en desgracia! ¡No lo
dejemos solo, pues él nos necesita!
Me he vestido de gris, como una vendedora de
amuletos, y voy hacia los bosques, hacia arriba, hacia la
tierra húmeda, tras la morada del carnero, donde se es-
conden los clarividentes, los que interpretan los presa-
gios y los que pueden descifrar los sueños, en los reco-
dos de las cavernas.
Sigo la huella de los lobos, siento el aullido de los
lobos, atravieso la sombra escalofriante y encuentro a
Shiqq, el más famoso clarividente, quien tiene un solo
ojo, un brazo y una pierna. Y en Córdoba se afirma que
está partido en dos, y le queda tan sólo media alma.
Le cuento al hombre lo que acontece en el Palacio
del Califa. Le cuento las visiones y apariciones que mor-
283
tifican al soberano. Le cuento lo de sus sueños aterrado-
res, que cada vez se hacen más frecuentes. Le pregunto
angustiada:
- ¿Qué podemos hacer para ayudarlo? ¿Dime qué sig-
nifican esos sueños que ya lo tienen trastornado, fue-
ra de sí?
Shiqq me contesta. Brotan las voces de su boca
sin dientes. Casi no se le entienden las palabras que sa-
len, una a una, con asombrosa lentitud:
- El ..Califa.. presiente.. que.. su.. muerte.. se.. acerca..
y.. tiene.. altos.. poderes.. para.. entender.. lo.. que..
vendrá.. después... El.. imperio.. de.. al-Andalus.. será..
pronto.. arrasado.. por.. pueblos.. violentos.. que..
vienen.. de.. lejos,..de.. los.. arenales... El.. imperio..
de.. al-Andalus.. será..aniquilado,.. su.. territorio.. se-
rá.. fragmentado.. en.. minúsculos.. reinos… Ya.. na-
da.. puede.. hacerse.. para.. impedir.. lo.. que.. está..
escrito.. y.. solamente.. mi.. ojo.. solitario.. está.. en..
capacidad.. de.. descifrar…
Vuelvo afligida, apesadumbrada, y desando el
camino recorrido. Arrastrando mis pasos atravieso la
284
sombra escalofriante, tras la morada del carnero. Dejo
atrás las pisadas de los lobos, dejo atrás sus aullidos, y
queda tras de mí el clarividente, que está partido en dos
mitades, y tiene solamente media alma para compade-
cerme.
El Califa me aguarda, me necesita y yo regreso a
socorrerlo. Las espantosas apariciones han regresado
para agruparse en los rincones, para quedarse y exten-
derse como negras lagunas. Y sobreviven a mis amule-
tos que ahora son inservibles. Sobreviven y siguen entre
nosotros, como verdugos que no perdonan.
Conocí los detalles de la profecía el día del naci-
miento de mi primer hijo, el amado y perdido ‘Abd al-
Rahman. Fue Lubna, la adivina que conocí en la Puerta
de los Especieros, quien me contó la historia verdadera,
que todos conocían en la ciudad, desde hacía mucho
tiempo. La elegante mujer llegó a mi palacio en el Jardín
del Príncipe. Se quitó el rojo velo que le cubría el rostro
y me habló así:
- Está cercano el día - ¡Oh, gran Sultana! - en que el
poder de los Omeyas llegará a su final. En un lugar
285
vecino, al Oriente de Córdoba, aguas arriba de la ciu-
dad de los placeres y de la gloria, a la orilla del río,
pronto se elevarán los muros de un alcázar, que será
residencia del nuevo dueño de Andalucía. El impo-
nente Alcázar de los reyes de Córdoba será olvidado
en poco tiempo. Será quemado, destruido, y hasta sus
huellas quedarán borradas. Y Medina Azahara, la
ciudad de las flores, será ceniza y destrucción.
Después de varios años, cuando la vida de mi se-
ñor al-Hakam II está finalizando y nuestro Príncipe He-
redero es apenas un niño, hablo al Califa sobre el alcan-
ce de la profecía. Me escucha atentamente, sin inte-
rrumpirme, y decide fundar una ciudad Omeya en el
mismo paraje accidentado, aguas arriba de la ciudad, a
la orilla del río.
- ... De la forma y manera que he decidido, la profecía
fatídica no surtirá efecto y quedará anulada su fuerza
destructiva… Esta nueva ciudad será llamada “Medi-
nat al-Subh”, y voy a regalártela para que pronto vi-
vas en ella.
(¡Ironías de la vida! Muhammad Abi’ Amir es en-
cargado del proyecto que nunca llega a realizarse… El
286
deseo del Califa jamás será cumplido, y la certeza de la
destrucción se convierte en la única verdad.)
Llego antes que el Califa a la Casa de Mármol del
Alcázar de Córdoba. Mi señor al-Hakam II al-Mustansir
bi-llah - quien necesita cuidados especiales para aliviar
sus graves dolencias - será traído dentro de pocos días
por orden de sus médicos, y aquí será albergado.
Por ser la Umm Wallad, madre del Príncipe Here-
dero, me corresponde venir a Córdoba (adonde no ve-
nía, desde la fiesta de Nayruz) para ordenarlo y dispo-
nerlo todo, antes de su llegada. Veinte de mis doncellas
me han acompañado desde Medina Azahara. Sobre
veinte camellos se trasporta el valioso equipaje y provi-
siones necesarias. No sabemos aún cuanto tiempo esta-
remos aquí: todo depende de la salud del soberano. Mas
los doctores privados del Califa no están optimistas; la
grave enfermedad que lo ha afectado puede repetirse y
es necesario someterlo a un tratamiento más severo.
¿Qué podrá suceder si el Califa fallece? No quiero ima-
ginarlo. El trayecto lo he hecho callada, pensativa.
287
Cuando llegamos a la Casa de Mármol le pido a
mis empleadas que se retiren y ellas obedecen. Los ne-
gros sudaneses dejan las arcas y baúles sobre las alfom-
bras, y después se alejan, silenciosos. Me encuentro sola;
no hay en el mundo nadie más. Súbitamente huyen los
malos pensamientos y me encuentro otra vez en el trono
del mundo. Desato mi calzado, desprendo el velo que
me cubre, desprendo el manto, las alhajas. Abro los bra-
zos y respiro, hasta que llega a mis entrañas el perfume
exquisito del diamante más puro.
Quiero para el Califa esta preciosa alcoba, la más
tibia, con su ventana abierta al sol de media tarde. Me
deleito en el goce de los colores. Mármol color violeta
las paredes; nácar y madreperla en el artesonado. Un
diván recamado espera al rey enfermo. Observo los de-
talles de una belleza inigualable que se me hace difícil
describir. Toco las joyas, una a una. Me acuesto en el
diván con reflejos dorados, y me quedo dormida.
Tenemos varios días en el Alcázar. El Califa ha
sido transportado desde Medina Azahara con sumo
cuidado y lo veo agotado, casi desvanecido. Hablo con
288
los doctores, les hago preguntas, y ellos no me regalan
ninguna esperanza.
Mis nervios están tensos, tengo deseos de llorar y
necesito relajarme, encontrar alivio. Decido salir a cami-
nar en los jardines por donde tantas veces anduve una
vez. Cruzo por un camino diferente y llego a una expla-
nada desconocida. Se oye un rumor extraño. Me apro-
ximo al rumor. ¿Son voces? ¿Gritos? ¿De dónde vienen?
Oigo los desgarrados alaridos que se acrecientan poco a
poco, a medida que avanzo. Me guío por los lamentos y
me acerco a la prisión subterránea… ¡Y en un instante
entiendo el sufrimiento más horrible que alguien se
puede imaginar!
Ahora oigo los quejidos de los condenados a ca-
dena perpetua. Es un rugido sordo que duele en las ro-
dillas, que se clava en los huesos y que aprisiona la
planta de mis pies. Un ronquido que viene del fondo de
la tierra, de lo hondo, de un oscuro orificio que sigue
bajando, y tiene su única abertura, negra y tenebrosa,
junto a los muros del Alcázar.
¿Qué es lo que oigo ahora? Parece que me llaman,
que algunas voces subterráneas, huecas y escalofriantes
289
estremecen mi nombre, despedazan mi nombre con sus
alaridos.
- ¡Aurora Aurora, no nos desampares! ¡Ten compasión
de los que estamos enterrados antes de estar muertos!
¡Ordena pronto que nos maten, que nos acribillen a
puñaladas, que nos ofrezcan la paz del sepulcro!
Tiemblo de horror al escucharlos y echo a correr.
- ¿Son hombres? ¿Son mujeres? - pregunto a los guar-
dianes de la prisión horrible - ¿Son monstruos? ¿Son
demonios? ¿Son bestias atrapadas?
- Son jirones humanos que han cometido los delitos
más abominables, las venganzas más aterradoras, las
atrocidades más indescriptibles. Por eso la condena.
Por eso se les niega el privilegio de la muerte, la bon-
dad de la muerte. Deben quedarse allí, hundidos en
lo oscuro, como los escorpiones; pudriéndose en la
vida, como los leprosos; arrastrando su paso, como
las serpientes.
- ¿Pero quiénes son ellos? ¿Desde dónde han venido?
¿Cuándo fueron juzgados?
- Son tan sólo unos seres malditos que perdieron el
nombre, que entraron al infierno, a las hogueras del
infierno, y ya perdieron toda la esperanza.
290
Estos últimos días han sido grises y sombríos; la
tristeza se viene con las tardes de otoño, que se presen-
tan frías y lluviosas. Yo no me he separado de mi señor
y esposo el Califa al-Hakam, y me ocupo personalmente
de atenderlo en sus días finales. Han sido meses de ago-
nía, de zozobra, de un debilitamiento progresivo que ha
llegado a su último límite. Los médicos tratantes se dan
por vencidos y prefieren dejarlo tranquilo, para que
muera en paz.
Ya percibo el aliento inesperado que lo invade
todo; ya percibo el acecho de la Muerte que se aproxima
inexorablemente. La percibo en el aire, en el vaho que
deja cuando avanza. Paso a paso la siento acercarse y no
quiero que llegue a la alcoba del rey. Me interpongo an-
te ella, hago resistencia, trato de contrariarla, de alejarla
y hacerla retroceder, pero la Muerte es dura, inconmo-
vible, y logra abrirse paso.
Es primero de octubre del año 976 desde el día
que nació Jesús de Nazaret. Un meteoro penetra en la
atmósfera y aparece en el cielo de al-Andalus. Lo atravie-
291
sa a lo largo, de horizonte a horizonte y después gira, se
devuelve, y viene a detenerse sobre el Alcázar de la ca-
pital.
Del cuerpo luminoso bajan las Huríes, ninfas del
Paraíso, con alas escarlata y largas cabelleras negro-
azabache, amarradas con cintas de satén. Ellas son Án-
geles del Quinto Cielo, y vienen a llevarse el alma del
Califa.
Al-Hakam, el piadoso, ha comprendido que el
meteoro se acerca, que las horas de luz están contadas,
que es necesario su encuentro definitivo con el Señor
Clemente y Misericordioso que lo está esperando. Repi-
te entonces de memoria la promesa divina, un Sura in-
dicado y escogido del Libro Sagrado. Y ora así:
“Cuando el cielo se hienda, cuando haya obedecido al Señor
y se encargue de ejecutar sus órdenes, cuando la tierra sea
extendida, cuando haya rechazado de su seno todo lo que
llevaba y quede desierta, cuando haya obedecido al Señor y
se encargue de ejecutar sus órdenes, entonces, oh tú, hombre,
tú que deseabas ver a tu Señor, lo verás.”
Ante la extrema gravedad del soberano, los mé-
dicos me piden retirarme del dormitorio. Pero yo quiero
estar con él en sus horas finales, y decido vestirme como
Chafar, mozo de cámara, servidor de la corte, y nadie
292
puede reconocerme, ni desconfiar de mi presencia. Las
blancas flores de magnolia están esparcidas sobre el le-
cho, los pebeteros están encendidos y los aromas sana-
dores invaden todo el aposento.
Hago quemar hojas de eucalipto y aparto las cor-
tinas, para que entren las estrellas por la ventana. El Ca-
lifa me reconoce. ¡Tan sólo él me ha reconocido! Sonríe
amorosamente, mientras susurra “mi pequeña Subh” y
solicita un bálsamo para su frente dolorida.
Al lado de al-Hakam se encuentran los eunucos
principales, los eslavos que gozan de su mayor intimi-
dad: Faiq, Maestre de Tapices y Chawdar, el Gran Hal-
conero. Y más allá, tras de la puerta de ébano y marfil,
está el Cuerpo de Guardia que espía y vigila - con oídos
finos y ojos muy abiertos - la gravedad del soberano.
Esperan la noticia que va a producirse en cualquier
momento; esperan la primicia para correr a difundirla. Y
mientras tanto espían y vigilan. Los doctores entran y
salen sin hacer nada, y al final no regresan…
El tiempo de la vida se ha cumplido con exacti-
tud. El Califa ha dejado de orar y se queda callado para
siempre, sometido al silencio que nunca termina. El Ca-
293
lifa está muerto y yo cierro sus ojos. Los eunucos Faiq y
Chawdar se abrazan y lloran. Yo me deslizo y salgo.
Y mientras tanto, las ninfas que han venido del
Paraíso, las Huríes de alas escarlata y cabello trenzado
con cintas, acompañan el alma de mi esposo, el Califa al-
Hakam II al-Mustansir bi-llah, hasta el encuentro prome-
tido con el Creador del mundo.
Me parece mentira que hayan pasado tantas cosas
en tan poco tiempo; apenas pocas horas. El Califa al-
Hakam II al-Mustansir acaba de morir y ya el lecho mor-
tuorio, donde todavía yace su cuerpo, ha sido profanado
con el asesinato de su hermano, el joven Príncipe al-
Mugira.
Las decisiones se han tomado apresuradamente;
se han escapado de mis manos los hilos de la trama que
solamente yo debía tejer. Meses atrás había aceptado
ciertas condiciones que me convenían y eran necesarias,
y junto a Muhammad ibn Abi’Amir– mi aliado y com-
pañero - había planificado la elección del legítimo Prín-
cipe Heredero, mi hijo Hisham.
294
Por otra parte, el poderoso General Galib (quien
tenía autoridad absoluta sobre las tropas de la frontera)
y los eunucos privilegiados Faiq y Chawdar favorecían
al Príncipe al-Mugira - último hijo de ‘Abd al-Rahman
III al-Nasir – quien vivía pacíficamente en un palacio de
campo, retirado del mundo político. Había intereses de
ambos bandos y la batalla se hizo feroz.
Pero en quince años de poder yo había aprendido
lo suficiente. Era la artista del soborno, y destiné enor-
mes sumas de mi tesoro personal, para atraer a nuestra
causa las familias más influyentes del califato: los ricos
dignatarios de las tres religiones, judíos, cristianos y
musulmanes, los que en barrios distintos, en iglesias
distintas y en diferentes actividades, representaban el
núcleo decisivo de la sociedad. Y todos ellos poseían
enormes intereses en el gobierno.
Las conversaciones casi no fueron necesarias,
porque mis sacos de dinares de oro eran más efectivos
que las palabras. Yo les enviaba mensajeros para expo-
ner mis conveniencias a cambio de las suyas. El trabajo
era limpio: se cambiaban arreglos por arreglos, bonda-
des por bondades.
295
Nos dimos cuenta que habíamos triunfado.
Muhammad y yo habíamos triunfado y celebramos
nuestro triunfo una tarde de invierno. Se nos hizo muy
fácil convencer al Califa - debilitado hasta el extremo
por sus graves dolencias - de proclamar a Hisham como
Heredero, aún antes de su muerte.
Todo había sucedido como estaba dispuesto por
nosotros. Y para asegurar el trono Omeya y complacer
mis sugerencias y deseos, el Califa ordenó que la corte
de al-Andalus le hiciese el Juramento de Fidelidad al ni-
ño Hisham, como Heredero próximo de la Corona.
La ceremonia se celebró el cinco de febrero de es-
te mismo año, cuando el frío del invierno atravesaba las
gruesas murallas y se metía en el Alcázar sin pedir per-
miso. Hisham había cumplido once años y se hallaba en
el centro de un torbellino de insospechada turbulencia.
Ahora, después de meses de aflicción, el gran Ca-
lifa ha muerto. Yo estaba junto a él en el instante último
y le cerré los ojos. Mas las intrigas de Palacio torcieron el
rumbo que él había indicado, que él había ordenado con
su alto sentido de la justicia. Faiq y Chawdar, los dos
eunucos preferidos, los que lloraron desconsoladamente
por su muerte, quisieron traicionarnos entregándole el
296
trono al Príncipe al-Mugira, con el pretexto de que
Hisham era aún muy pequeño e inexperto.
El complot fue pronto descubierto y el inocente
Príncipe, hijo de ‘Abd al-Rahman III al- Nasir, fue bru-
talmente asesinado frente a sus esposas, por órdenes
expresas del Ministro al-Mushafi . Sin que valieran sus
palabras de que jamás había aspirado al trono, el joven
Príncipe al-Mugira, una víctima más de las intrigas, pe-
reció estrangulado en su casa de campo.
Me parece mentira que hayan pasado tantas cosas
en tan corto tiempo. El Califa al-Hakam II al-Mustansir
acaba de morir y ya el recuerdo suyo, el que me queda,
ha sido profanado.
297
El califa niño
La columna de luz sube hasta el cielo e invade el firma-
mento. ¡El gran día ha llegado! Mis ambiciones están
recompensadas, mi vanidad favorecida. Ya soy oficial-
mente la Sayyida al-kubra, Gran Sultana de al-Andalus,
Madre del Soberano.
El día glorioso ha llegado. Y leo a mi hijo la carta-
testamento que le escribió su ilustre padre, poco antes
de morir:
“Amado hijo Hisham, no hagas la guerra sin necesidad. Man-
tén la paz por tu bienestar y el de tu pueblo. Nunca saques tu
espada, salvo contra los que cometen injusticias. ¿Qué placer
hay en invadir y en destruir naciones y en llevar el pillaje y la
destrucción hasta los confines de la tierra? No te dejes des-
lumbrar por la vanidad: que tu justicia sea siempre como un
lago en calma...”
Mi hijo se conmueve y llora por su padre dentro
del oratorio. Allí desea permanecer por varias horas y
no me atrevo a perturbarlo. Los funcionarios de Palacio
cruzan las estancias, se acercan y se alejan; se desplazan
para cumplir mis órdenes. Nadie nombra la muerte del
Príncipe al-Mugira, pero en todos los rostros hay un se-
creto oculto, una mentira oculta, una verdad infame y
298
vergonzosa que todos conocen y ninguno se atreve a
mencionar.
Hace días que no duermo; me mantengo en vela,
me levanto, camino, enciendo los candiles, me desespe-
ra esta ansiedad incontenible. No es posible dormir
cuando se ha puesto todo en juego, cuando se apuesta
con la vida, cuando se puede deshacer la gloria si das un
paso en falso.
Fátima, la nodriza que lo vio crecer, la que lo
amamantaba en la Alcoba de Nácar y era guardiana de
mi sueño, viste a mi hijo con el regio aljalá, el traje de
honor, hecho con filamentos de madreperla que produ-
cen destellos dorados. Y sobre su cabeza le coloca el tur-
bante imaná, con un rubí sobre la frente.
- ¿Es necesario todo esto, madre? – me pregunta el ni-
ño con angustia – Esta ropa es pesada, molesta, me
incomoda. ¿Es necesario todo esto? ¿No podría vestir
como los otros niños de mi edad? Los que estudian
conmigo en el salón de grandes ventanales, o los que
veo correr por las plazas y el campo… ¿No me puedo
vestir como ellos?
- ¡Eres el rey y tú lo sabes! – respondo con firmeza –
No te puedes vestir como un muchacho campesino.
299
¡Adelante! ¡Camina, hijo mío! No debes llegar tarde;
tus súbditos te esperan en el Salón del Trono. ¡Lleva
la frente erguida, como tu ilustre padre!
En el silencio del Salón del Trono pueden oírse
claramente los latidos de muchos corazones. Algunos
labios están tensos, apretados, al igual que los puños.
Aliento contenido, rabia oculta, cómplices señas de los
conspiradores derrotados; esto se siente en el ambiente,
que por momentos se hace irrespirable. Murmullos y
susurros casi imperceptibles… Pero deben callar, fingir
y prometer. El momento ha llegado.
En una ceremonia de gran solemnidad, rodeado
de la corte vestida de gala, mi hijo de once años ha sido
entronizado en el palacio como Tercer Califa del reino
de al-Andalus. Su nombre es “Hisham II” y se le ha dado
el título honorífico de al-Mu’ayyad bi- llah, “el que recibe
el apoyo de Alá”.
- ¡Eres la madre del Califa, Gran Sultana! - me susurra
complacido Muhammad Abi’ Amir, volteando su ca-
beza hacia la mía.
- ¡Larga vida dé Alá a Hisham II!
300
- ¡Larga vida dé Alá a la Princesa Subh, Sayyida al-
kubra! – gritan a coro algunos cortesanos.
Y me dejan pasar cuando yo avanzo, a un lado
del Califa Niño, hacia mis nuevos compromisos.
Tal vez mi historia no coincida con la de los cro-
nistas y los historiadores, con los que van y vienen olfa-
teando, inquiriendo, importunando mis intimidades,
anotándolo todo, escribiendo tan sólo lo que les convie-
ne. Pero son ellos los equivocados, los imprecisos y con-
fundidos, los que nada comprenden de mi vida. ¡Tan
sólo yo conozco mi verdad!
Ellos jamás me vieron cuando yo atravesaba las
alcobas reales, los pasadizos, los salones dorados, cada
vez que mi esposo el Califa me llamaba, solicitando mi
opinión y criterio sobre un tema cualquiera, pues le gus-
taba consultarme cuando sus asesores ya se habían mar-
chado.
Ellos jamás sintieron mis pisadas en la noche,
cuando yo acompañaba a mi señor hasta su biblioteca,
para aprender de su experiencia, para oír sus consejos y
grabármelos al pie de la letra.
301
Ellos jamás me vieron, cuando yo me vestía de
echadora de cartas, de adivina, y caminaba entre la mu-
chedumbre, y me metía en los albergues y posadas, para
escuchar las quejas de los provincianos. Allí me entera-
ba de sus dolencias y necesidades y las contaba después
al Califa, quien de inmediato ordenaba ayudarlos.
Ellos jamás supieron de mis voces de mando, de
las sentencias y proclamas que de mí salieron. Ellos ja-
más me descubrieron, cuando yo iba vestida de mucha-
cho y servía las copas en los banquetes de los embajado-
res. Allí oía atentamente, para luego informar a mi señor
sobre cualquier intento de sublevación. O cuando me
ponía ropa de labriega, y corría descalza por los montes,
con las lecheras y las aguadoras para escucharlas y ha-
blar con ellas; o cuando era una dama de la corte; o
cuando me envolvía con siete velos de esclava-bailarina,
y movía mis caderas y hacía sonar las campanillas de
mis tobillos, para así complacer a mi señor.
Por eso, tan sólo yo tengo el dominio de mis ac-
tuaciones en la escena del teatro. Sólo yo resplandezco,
cuando la luna llega a mi camino; cuando la luna se de-
tiene sobre mi camino y viene a iluminarme.
302
¡De un día para otro todo ha cambiado! Ahora yo
tengo que enfrentar la vida, y por eso he estrenado el
vestido amarillo con estrellas de plata que compré en el
Rastro aquella tarde, hace ya quince años. Todavía me
sirve; mi silueta es la misma y soy esbelta como antes,
cuando vine cautiva de la región de los fríos intensos. El
traje ya está viejo, pero lo estoy usando por primera vez.
¡Ahora yo tengo que enfrentar la vida!
En ocasiones vuelvo a recordarlo. Era mi esposo
el Califa al Hakam II al-Mustansir. Hoy vuelvo a recor-
dar el amor sin medida que sabía ofrecerme, la pasión
infinita que me daba a diario. En ocasiones vuelve a es-
tar presente su dignidad y su benevolencia. La manera
serena de enfrentar la gloria; la tranquila manera de en-
frentar su viaje hacia la eternidad.
Eso era él; cordura y comprensión; solemnidad
de su palabra. Un rey que había nacido para proteger-
me; para ampararme de mí misma, de mis contradiccio-
nes y equivocaciones. Un rey que había nacido para
amarme y entregarme el mundo. Y no lo supe valorar;
nunca medí la dimensión exacta de su cariño; jamás hice
el esfuerzo de quererlo; fui mezquina, egoísta. ¡Y ahora
tengo miedo!
303
Me siento acobardada; no sé hacia dónde diri-
girme. Ahora tengo miedo. Al-Hakam está muerto y no
puede ayudarme. Con su muerte ha concluido otra de
mis vidas; se ha cerrado otro ciclo. Era mi fortaleza, mi
refugio, mi palabra de fe, mi compañero.
Ahora me hace falta. Hoy lo recuerdo cuando lo
he perdido, cuando ya se ha alejado y me ha dejado
huérfana, llena de dudas. ¿Qué voy a hacer sin él? Hay
tanta gente falsa que me sigue y me odia. Tanta intriga.
Tanta gente pendiente de tenderme una trampa ¡Ahora
yo tengo miedo de enfrentar la vida!
Hoy lo recuerdo cuando veo sus libros, cuando
leo sus apuntes, cartas y poemas, cuando resuenan sua-
vemente sus sabias palabras. Hoy lo recuerdo cuando
tengo miedo. Hoy tengo miedo de enfrentar la vida, y
al-Hakam ya no sigue conmigo a mi lado. Era mi apoyo,
mi equilibrio. Vivo cada momento de esta angustia co-
mo la noche de la despedida.
Cuarta Parte
Vanas Ilusiones
307
Ya no se justifica la distancia
¡He renacido una vez más! ¡No sé ya cuántas veces he
sentido la misma sensación, antes de desplomarme! He
empezado a vivir con una intensidad arrolladora, un
soplo inusitado de energía que me tiene abismada, sor-
prendida. ¿Qué me está sucediendo? He comenzado a
descubrir la vida con ilusiones maravillosas, tentaciones
prohibidas y nueva fortaleza para mirar hacia delante.
Trato de organizar las nuevas fases de mi rena-
cimiento, los nuevos compromisos en esta etapa que se
inicia: un libro que se abre, que está empezando a abrir-
se, con historias y páginas aún desconocidas. Trato de
organizar las nuevas prioridades, de ubicarlas en series,
de mayor a menor. Y en el primer lugar se encuentra
Muhammad, mi amado Muhammad, quien ya está jun-
to a mí, sin el menor impedimento.
Es necesaria nuestra cercanía. ¡Ya no se justifica la
distancia! Mi hijo Hisham II es soberano de Andalucía, y
el ilustre Califa al-Mustansir ¡qué Alá lo haya bendecido!
ha dejado la Tierra y está en el Paraíso, su Paraíso mere-
cido, junto a los Ángeles del Quinto Cielo. Ha comple-
tado el tiempo que le fue asignado y se encuentra insta-
308
lado en los Jardines del Edén, el huerto delicioso. Está
adornado con brazaletes de oro bruñido. Bajo sus pies
corren las aguas.
Ahora es el tiempo de Muhammad ibn Abi’
Amir. Ahora es mi tiempo. Pero los dos sabemos que
estamos en el centro de las habladurías y la maledicen-
cia. Se cuentan chismes escandalosos sobre nosotros. Por
toda Córdoba se escucha, se dice a medias, se insinúa, se
hace entender con miradas fugaces y maliciosas, que la
Princesa Madre es demasiado complaciente con el astu-
to magistrado, calígrafo y letrado, que ha venido esca-
lando, trepando posiciones; que ha venido ascendiendo
vertiginosamente en importantes cargos oficiales, por
generosidad de sus favores…
Han llegado a inventar que espero un hijo suyo,
que somos amantes desde hace mucho tiempo. Ya se
comenta de mis correrías y de nuestros encuentros en
lugares secretos. Ya se confirma la verdad que no se-
guimos ocultando.
Pero no soy la única que se ha rendido ante su
encanto. Muhammad acapara todos los suspiros, y son
muchas las jóvenes que mueren en las calles – quedan
tendidas en las calles con los ojos abiertos, llenos de lá-
309
grimas - cuando lo ven pasar. Y las esclavas más indeco-
rosas, las que todo lo entregan sin ninguna vergüenza,
vuelven enloquecidas al harén, presas de amor desespe-
rado, después de compartir algunos ratos de su intimi-
dad.
También los sabios y guerreros, los trujamanes,
los visires, los alfaquíes y gobernadores, todos los hom-
bres del imperio - los que marcan la pauta de la hombría
a toda prueba - inclinan la cabeza ante su presencia per-
turbadora. Inclinan la mirada, tensos, confundidos, por-
que nunca se atreven a enfrentar sus ojos.
Muhammad favorece a las mujeres de la corte;
nos halaga con joyas, nos complace con bellos poemas,
conoce como nadie los poderes secretos de la seducción.
Y el Califa al-Hakam, el ponderado, desconcertado él
también ante el extraño embrujo, exclamó una vez:
“¿Por qué hábiles manejos se atrae este muchacho a todas
mis mujeres, y se hace dueño de su corazón? Aunque se ven
rodeadas de todos los lujos del mundo no aprecian más rega-
los que los que proceden de él, ni gustan de otras cosas que
las que él les trae. ¿Hay que pensar de él que es un sabio má-
gico o un servidor admirablemente diestro?”
Muhammad es el centro de mi vida nueva. Es el
espejo luminoso donde veo mi reflejo. Esa fue la señal
310
que percibí cuando nos conocimos, en el Jardín del Prín-
cipe, y regaló a mis hijos camellitos de ámbar con ojos
de jacintos.
Ha venido a buscarme, a encontrarme de nuevo,
a dejarme el hechizo de su cercanía. Este día de otoño es
el propicio para que se unan nuestras manos. Las trom-
petas de Dios se hacen escuchar porque celebran nues-
tro encuentro definitivo. ¡Ya no se justifica la distancia!
Es el inicio de una etapa trascendental; sin duda
alguna la de mayor relieve de mi vida. ¡Hoy he empe-
zado a gobernar a nombre de mi hijo Hisham II!
Y esta aventura de enormes proporciones y res-
ponsabilidad me renueva por dentro, me devuelve la
fuerza de los días mejores, y vuelvo a contemplar la cla-
ridad. Me hace regresar a los primeros años de mi infan-
cia, cuando yo dominaba las constelaciones que se que-
daban sobre mis montañas, en la región de los fríos in-
tensos; y las hacía cambiar de lugar, emigrar a otro cielo,
el mismo instante que yo lo ordenaba. Ahora soy pode-
rosa nuevamente; soy la Reina Regente, la mujer más
temida y envidiada del califato.
311
He comenzado a gobernar con los atributos que
me dan las leyes; a saborear el goce de tenerlo todo, de
alcanzarlo todo, de perderme en deseos insospechados
que pronto se hacen realidad. He comenzado a saborear
mi omnipotencia, mi ilimitado poderío. Y Muhammad
está conmigo, sin abandonarme. Yo me aferro de él
cuando le ordeno:
- ¡No quiero que te apartes! Debes estar presente, al
mismo alcance de mi mano, para que compartamos el
amor y la suerte…
Muhammad es astuto; siempre lo he sabido. Es
gentil y prudente; es obediente ante mis órdenes; y sin
embargo juega calladamente su doble juego de barajas,
que todavía no logro comprender. Somos ahora insepa-
rables, complementamos nuestras ambiciones, nuestras
pretensiones, que van al mismo ritmo, sin jamás dete-
nerse.
Los dos hemos cumplido un mismo ciclo, hemos
planificado los pasos a seguir, las conveniencias, las es-
trategias más arriesgadas. Nos hemos encontrado, nos
hemos entendido y nos hemos amado en una dimensión
de amplias extensiones.
312
Hay un entendimiento que se va estableciendo al
paso del crepúsculo, a base de silencios, de miradas pro-
fundas, de palabras no dichas, de caricias. Hay un en-
tendimiento entre nosotros dos que sobrepasa los espa-
cios, los límites del mundo.
Estos primeros días, después de la entronización
de mi hijo el Califa, han adquirido un ritmo intensamen-
te acelerado. Tal parece que el sol - ese astro encendido
que se roba el cielo, haciendo caso omiso de mis horas –
apura el paso más que nunca y nos hace correr.
Las decisiones fundamentales son tomadas en el
Salón de los Visires; no perdemos tiempo. Y para dar
formal inicio al nuevo gobierno, hemos dado la orden
de programar, con gran despliegue de todas las tropas,
un grandioso desfile militar.
En el desfile damos a conocer a Hisham II - el pe-
queño Califa de apenas once años - ante miles de súbdi-
tos, que están ansiosos por reverenciarlo. Los preparati-
vos se realizan con el mayor esmero. El suelo de las ca-
lles es recubierto con alfombras, y grandes parasoles
amarillos hacen un arco de frescura sobre las calles. Y la
313
famosa guardia negra, infantes y jinetes ricamente equi-
pados, con atuendos de gala, avanzan libremente - como
negras panteras portadoras de sables - para escoltar al
Niño Rey.
Sus asistentes personales visten a Hisham con los
regios brocados carmesíes bordados en Oriente y luego
montan su delgado cuerpo sobre un alazán de paso cor-
to, enjaezado con caparazón de oro. Pero mi hijo es dé-
bil, tímido, enfermizo, su blanca piel es casi transparen-
te; su palidez angustia a los doctores que lo han cuidado
desde el nacimiento; le hace daño la luz, le sobresaltan
los resplandores, le molesta en los ojos la claridad del
sol, el fulgor de sus rayos. Está angustiado y tiembla
cuando me habla. Me toma de la mano y dice, en tono
suplicante:
- ¡Madre, no quiero ir! Me siento temeroso, estoy en-
fermo… no me gusta enfrentarme a personas extra-
ñas… ¡Permíteme quedarme en mis habitaciones!
Le prometo que voy a acompañarlo, que no hay
motivos para temer nada, que debe acostumbrarse a sus
nuevos deberes y obligaciones. Y él avanza asustado,
pasmado de asombro, presidiendo los batallones de sol-
dados.
314
La gente se amontona a lo largo de las callejuelas,
para verlo pasar. Los perfumistas riegan perfumes; las
doncellas descalzas riegan flores. Yo me disfrazo de va-
rón, con los finos atuendos que usan los pajes del Califa,
y me voy a caballo junto a mi hijo. Muhammad va a mi
lado.
Los cordobeses, exaltados, gritan de alborozo;
cantan consignas consagratorias en homenaje al joven
gobernante. Y desde el alminar de la Gran Mezquita, el
almuédano llama a la oración, a los ruegos fecundos que
deben ofrecerse al Todopoderoso, por el pequeño sobe-
rano que hoy saluda a su pueblo.
- ¡Larga vida dé Alá a Hisham II, tercer Califa de An-
dalucía! ¡Que Alá lo cubra con su manto! ¡Que lo se-
pare de los infieles! ¡Que le conserve su rostro limpio,
libre de pecado!
La multitud está desenfrenada y se aproxima más
de lo conveniente. Hay una algarabía, cantos y plega-
rias; se solicitan los favores del joven monarca. Algunas
manos tratan de alcanzarnos, de asirnos, de tocarnos.
Un sujeto deforme se abalanza hacia Hisham y cae junto
al caballo:
- ¡Ayúdame Señor! ¡Ten misericordia!
315
La guardia negra actúa rápidamente: con un gol-
pe certero, el soldado desplaza al infeliz. Hisham se ha
sorprendido con el incidente. Se paraliza de terror. Tie-
ne los ojos húmedos de llanto y Muhammad sugiere que
debemos regresar de inmediato al Alcázar.
La jornada de hoy ha sido agotadora. Hisham II
corre a refugiarse dentro del oratorio de su padre y se
queda encerrado, en largas horas de plegarias. Cuando
cae la noche, lo encuentro prosternado, con la frente en
el suelo, sobre la almozala, el tapiz de rezo. Entre sollo-
zos, le suplica a Alá, el Dios Clemente que alumbró al
Profeta:
- ¡Ayúdame Señor! ¡Ten misericordia!
316
El amor y la guerra
¡Ironías de la vida! Los reinados cristianos han querido
tendernos una emboscada. Aprovechan la muerte de mi
esposo al-Hakam II y el advenimiento de mi hijo, el Ca-
lifa Niño, para lanzarse sobre las fronteras y traer el
caos. Los reinados cristianos (leoneses, castellanos y
vascones), se han movilizado contra nosotros – ¡ironías
de la vida! - y ahora me toca hacer la guerra contra mi
propia gente, contra los habitantes de mi serranía, los
que vivían conmigo allá en lo alto, en la región de los
fríos intensos. ¿Quién iba a imaginar que eso podría su-
ceder? Me hago la Señal de la Cruz con el recuerdo de
mis padres, de mis hermanos y de mis abuelos, y les
pido perdón.
Ahora mis intereses son distintos. La vida se ha
encargado de cambiarlo todo, de disponerlo todo equi-
vocadamente, como si en el momento de mi nacimiento
se hubieran encontrado los más adversos dioses, los más
incompatibles, los más irreflexivos e irreconciliables,
para llenarme de contradicciones y hacerme de pedazos
fragmentados.
317
Ahora mis intereses están sembrados en al-
Andalus, la tierra prometida, la que me regaló mi ilustre
esposo al-Mustansir, para llenarla de maravillas. Pero en
el Alto Mando Militar, los generales encargados de su
defensa no reaccionan, están aturdidos; nadie reacciona
en el Salón de los Visires.
El hachib al-Mushafi, nuestro Primer Ministro,
toma la decisión de quedarse tranquilo, de no ordenar
acciones precipitadas, de no hacer nada por ahora y es-
perar… Para seguir las enseñanzas y el ejemplo del Cali-
fa muerto ¡Que Alá lo haya perdonado!
- Él era un pacifista – dice convencido – el que amaba
la paz como bondad suprema, el que la proponía, el
que la propiciaba, el que la practicaba, y supo admi-
nistrarla día tras día, en los gloriosos años de su
reinado. ¿Con qué derecho vamos a contrariar sus sa-
grados principios?
Pero todo ha cambiado bruscamente. Ya no es el
sabio al-Mustansir, mi ilustre esposo, el que rige el des-
tino del califato. Es nuestro hijo Hisham II al- Mu’ayyad
bi- llah, y eso quiere decir que soy yo misma, la Sultana
Aurora, porque vengo a ocuparme de sus intereses, a
proteger su trono de los advenedizos y los impostores.
318
Ahora yo gobierno en nombre del Califa. Planifi-
co en su nombre y ejecuto en su nombre las variadas
acciones de gobierno. Ejecuto en su nombre las acciones
piadosas que nos conducen por el buen sendero. Y eje-
cuto en mi nombre las acciones violentas, las que sean
necesarias, que van a conducirnos a la próxima guerra.
Ahora es otro hombre el que empieza a imponer-
se, a levantar su vuelo como el águila, como rayo de luz.
Yo necesito que se imponga, que señale el camino, mi
camino. Muhammad Abi’Amir ha recibido el título de
Visir y es el adjunto del Primer Ministro. Le desagrada
la incertidumbre de al-Mushafi, la mansedumbre, la fal-
ta de acción. Entonces se levanta de su asiento, para to-
mar la iniciativa que nadie ha tomado. Y se enciende su
voz cuando pronuncia estas palabras que nos dejan a
todos paralizados:
- ¡Si la Sultana Aurora, en nombre de su hijo el Califa
Hisham II, me favorece con su consentimiento, haré
la Guerra Santa contra los infieles! ¡Haré la Guerra
Santa contra los cristianos que han renegado de nues-
tra fe; y no les daré tregua, mientras el sol me alum-
bre! Año tras año iré a combatirlos a su propio suelo,
en primavera y en verano… Quemaré sus sembrados,
319
talaré sus árboles, arrasaré sus pueblos, tumbaré sus
castillos, robaré sus doncellas, hasta acabar con ellos.
No importa que me llamen hijo del demonio, mensa-
jero del diablo. ¡Acabaré con ellos!
Las terribles palabras del Visir causan impacto en
todos los presentes. Me aterrorizan y me estremecen,
pues jamás escuché hablar así, con tal vehemencia y de-
cisión. No consigo abarcar el asombroso alcance de su
propuesta, pero él promete que peleará por el prestigio
del califato en las fronteras más lejanas; que será el de-
fensor de Hisham II, será mi defensor, si le entrego los
medios para equipar su ejército y alistar la grandiosa
campaña. Cuando estamos a solas, disipa mis temores:
- ¡Debes estar confiada, Sultana Aurora! Haré la Gue-
rra Santa contra los enemigos del Islam, los enemigos
del joven Califa, quienes muy pronto serán aniquila-
dos, pisoteados y vueltos polvo, bajo los cascos de
mis caballos. Haré la Guerra Santa, contra los que se
oponen a tu Regencia, a tu poderío y al expreso de-
signio de Alá, el Sublime Señor de los Siete Cielos.
320
Un Consejo de Guerra es convocado de inmedia-
to. Después de largas deliberaciones, y de escuchar va-
riadas opiniones, algunas adversas y otras favorables,
decidimos aceptar el reto, el desafío de la primera expe-
dición de finales de invierno, al mando del Visir
Muhammad ibn Abi’Amir, quien ya ha sido nombrado
General del Ejército.
Nadie cuestiona mis palabras, mi decisión final,
porque he hablado a nombre de mi hijo el Califa. Y con
la firma del Califa se abren las Arcas del Estado para
poder organizar, con la magnificencia necesaria, nuestra
primera campaña militar.
Estamos en el año 977 desde el día que nació Je-
sús de Nazaret. Muhammad me ha citado pues necesita
verme, dice. Nos encontramos esta noche para amarnos,
para despedimos. Nos decimos adiós porque el Visir se
va a la guerra. Se me acorta la vida con ese pensamiento
y se me alarga la nostalgia.
Pasan casi dos meses. Han ya pasado 53 días
desde su partida y he contado las horas, los minutos,
uno por uno. Muhammad está ausente, pero sigue con-
321
migo. Y mientras tanto, desde mi palacio, yo controlo
cada movimiento, como lo he hecho siempre. Nada se
paraliza; todos los planes fluyen, se realizan, en este
reino de los días gloriosos.
Ahora me encuentro llena de júbilo porque lo veo
llegar a la cabeza de sus batallones. Regresa victorioso,
alzado en su caballo, después de su primera campaña
militar. Regresa victorioso del castillo de al- Hamma, en
la Sierra de Gredos. Trae gran botín y centenares de pri-
sioneros. Muhammad está aquí; ha regresado victorioso,
lleno de gloria y de prestigio. Y regresa a buscarme y a
quererme, a dejarme rendida entre sus brazos.
Siguen los tiempos de labranza y de buenas cose-
chas. Siguen los tiempos de alegría entre una expedición
y otra expedición, entre una aceifa y otra aceifa, victoria
tras victoria, año tras año. Nuestro reino prospera en
todos los sentidos; el pueblo está feliz y esperanzado
con el rumbo que toman los acontecimientos, en benefi-
cio de las clases más pobres y desprotegidas.
Muhammad resuelve rápidamente los problemas
de los cordobeses y gana su confianza y su respeto. Tie-
322
ne la habilidad de no perder la compostura aún en las
situaciones más adversas y no olvida jamás su gallardía,
simpatía y elegancia.
Y me vuelve a llegar la tentación de estar con él,
de estrenarme otra vez entre sus brazos, de estrenarlo en
los míos, de entregarme a sus besos, bajo la estrella de la
noche.
Muhammad me ha invitado varias veces a esca-
parme con él a los viñedos de la Rusafa, alejados de
Córdoba, donde hizo construir una suntuosa residencia
de recreo para nosotros dos. Es el palacio de la alegría y
“la pradera de los amores”, como él la llama. Hemos
pasado allí clarísimas mañanas, con nubes escarchadas
como madreperlas, y noches encantadas diseñadas por
Dios para el amor y las caricias.
A Muhammad le gusta complacerme en todos
mis deseos; él adivina el ritmo de mis pensamientos, de
mis fríos y temores, y neutraliza los malos presagios con
las rosas más bellas que hace crecer en los jardines.
Algunos cisnes nacarados nadan en la alberca, y
diez nenúfares de plata – que él hizo cincelar en el taller
323
de los plateros, para halagarme – ondean ahora sobre las
aguas. Todo parece de mentira, todo parece un cuadro
imaginado: el mirador sobre la fuente, las flores que re-
nacen con el invierno, las colinas azules, las gacelas que
pasan, los jazmines que nunca se marchitan.
Hoy lo acompaño por las veredas de la Rusafa,
cuando el mundo se nubla arriba de los árboles, cuando
el trueno retumba en las lejuras, cuando los grises más
intensos cubren el espacio, anunciando la lluvia. Apare-
cen rosales junto al aljibe y caen del cielo las primeras
gotas, que son muy finas y pequeñas.
Entonces Muhammad me toma de la mano y
mientras caminamos, repite parte de un poema de al-
Batalyawsi:
“¡Tierra de almizcle, cielo de ámbar, nubes de nadd,
y fina lluvia de agua de rosas!”
Vamos andando, empujados tan sólo por el vien-
to-de-agua. Sentimos la premura de los pájaros que
nunca antes habíamos visto, y nos dejamos ir, como las
aves, hacia la lluvia que nos envuelve.
324
Llega el amanecer de junio 24, y vienen a mi men-
te los gratos recuerdos. Tal día como hoy, durante todos
los años de mi infancia, asistía con mis padres y herma-
nos a la fiesta de San Juan Bautista, en la capilla de la
aldea. Y escuchaba las prédicas del Padre Nicodemo,
cuando nos explicaba que San Juan había sido el mayor
de todos los profetas, quien introdujo a Jesucristo al mi-
nisterio de la Redención.
- Esto lo hizo al bautizarlo - nos decía – y es el único
santo al que le celebramos el nacimiento… Luego nos
relataba, con lujo de detalles, la emocionante historia
de Zacarías y Santa Isabel, los venerables padres de
San Juan. Y después de la prédica (que todos los años
era la misma), yo confesaba mis pecados en el confe-
sionario, hacía la penitencia que se me imponía y co-
mulgaba con la Hostia Sagrada, en la región de los
fríos intensos. Volvíamos a casa en el bosque de ha-
yas, donde desayunábamos con buñuelos bañados
con miel, queso de cabra y torta de natas… ¡Y así
terminaba la celebración!
Aquí en al-Andalus, todo es distinto. Entre los
musulmanes de nuestra tierra prometida celebran una
fiesta carnavalesca, divertida, a la cual nos hemos afi-
325
cionado. Es la Fiesta de Ansara, la de los campos floreci-
dos, con la cual hace entrada la estación de verano.
Hoy asisto a la celebración con Muhammad y con
mi hijo y soberano Hisham II, el cual se siente jubiloso
por este grato acontecimiento que nos saca de Córdoba
y nos conduce a las praderas, a las campiñas olorosas y
los sembradíos.
Nos ponemos disfraces y máscaras, e indumenta-
rias estrafalarias, como los otros habitantes de la ciudad
de los placeres. Y hemos salido a divertirnos, libres y
felices, sin ataduras ni guardianes, sin que nadie se ente-
re que somos nosotros.
Yo me cubro con pañuelos rojos, largos y sensua-
les; me visto de odalisca, y soy muy aplaudida entre la
soldadesca, porque realizo juegos malabares con sables
de guerreros y dos puñales afilados. Mi pequeño Califa
quiere ponerse un jubón amarillo y un alto cucurucho
de capirote… y se disfraza de bufón. Muhammad va
vestido de pescador y una careta le cubre el rostro com-
pletamente. ¡Ni siquiera mi hijo lo reconoce!
Es junio 24. La fiesta de los huertos ha empezado
justo en la orilla de los manantiales. Es el momento de
segar las mieses, el tiempo de la trilla, de los cantos de
326
amor. Las aldeanas y aldeanos buscan las frutas más
apetecibles para ofrecerlas a sus amigos, y los pájaros
mansos, los que nunca han sufrido un desengaño, son
confiados, tranquilos, y vienen a posarse sobre nuestros
hombros.
Somos los campesinos de Andalucía, y Dios nos
acompaña. Vamos andando en una romería que nos lle-
na de gozo, de buenos deseos. Estamos en la fiesta de las
cosechas, de los cereales madurados; y los juglares más
sensibles y expertos dedican sus estrofas a la tierra fe-
cunda, que nos brinda sus dones y tesoros.
En la noche se encienden las hogueras más altas,
más allá de los campos de los olivos. Y hacia allí cami-
namos junto a la alegre tropa de romeros que avanza y
danza al mismo tiempo. Un puñado de músicos, con
disfraces de lobos y de faunos silvestres, toca tambores
y caramillos. Hisham y yo bailamos, junto a los otros
celebrantes, siguiendo el ritmo de la flautilla. Muham-
mad nos aplaude, divertido.
En el camino nos detenemos. Hay una pausa ne-
cesaria para probar las golosinas acostumbradas y los
manjares especiales que deben saborearse en este día:
quesadillas bañadas con miel silvestre: las almojábanas,
327
y deliciosos dulces llamados isfaníes, los mismos que
vinieron desde Oriente con las primeras caravanas y las
antiguas tradiciones.
Hay intercambio de sencillos regalos entre los
que festejan. Es día de los ofrecimientos, de los deseos
cumplidos, de los pesares olvidados. Nadie debe quejar-
se, ni sentirse triste. Se oye una alegre algarabía, se
abren botellas y garrafas, y el vino añejo llega de impro-
viso, como huésped de honor. Hisham y yo nos senti-
mos felices de estar solos y juntos entre la multitud de
enmascarados que se divierte sanamente. Muhammad
se mantiene a una cierta distancia. Hisham me entrega
un ramo de violetas, como presente, y yo le doy un ani-
llo de plata. Después seguimos caminando.
En la explanada de las hogueras se hallan los
grupos de bailarinas de al-kurray, una “danza-batalla”
que apasiona a los dioses de la guerra. Las alegres mu-
chachas – cientos de ellas - se atan caballos de madera a
los amplios faldones que están abiertos por delante, y
simulan con ellos escenas de jinetes, escenas de comba-
tes, de triunfos y derrotas, al ritmo del qadib, el instru-
mento de los trotes, que marca el paso de los caballos.
328
Hisham se ha emocionado con la “danza- batalla”
del grupo de muchachas. Grita y aplaude, da saltos de
contento; todo le gusta. Nadie lo ha molestado ni ofen-
dido; nadie le está indicando lo que se puede y no se
puede hacer. En sus ojos azules, que apenas entreveo
tras la careta, reconozco los ojos de mis hermanos, los
ojos de mi madre; reconozco el color de mi lejano cielo.
Me complace mirarlo tan alegre, pues hace años
que no lo veía así. Me conmueve mirarlo; comprendo
que es apenas un niñito sin padre; un pequeño perdido
e indefenso. Una extraña inquietud me sobresalta. ¿Qué
es lo que me sucede? ¿A qué le tengo miedo? Siento ter-
nura por mi hijo; siento alegría y tristeza. Lo abrazo con
cariño y le beso la frente. Hisham me toma de la mano,
me sonríe y dice así:
- ¡Yo deseo, madre mía, que nos vayamos juntos a una
fiesta de Ansara que nunca termine, con un grupo de
gente como ésta… que no nos conoce!
Han ya pasado varios días desde la inolvidable
fiesta de Ansara, donde mi hijo y yo nos divertimos co-
mo nunca. Pero hoy me siento intranquila, temerosa;
329
tengo oprimido el corazón. Espero con angustia el paso
de las horas y en la medida que oscurece se acrecienta
mi malestar.
¿Será correcto lo que voy a hacer? ¿Por qué moti-
vo me acongoja tanto la decisión que hemos tomado
Muhammad y yo? No lo sé responder porque mi vida
ha sido siempre una cadena de indecisiones, de impreci-
siones, de sentirme poderosa y débil al mismo tiempo…
Y ya no está conmigo mi señor el Califa al-Hakam,
quien sabía darme la seguridad que me hacía falta.
Quisiera escapar sola con mi hijo y quedarme con
él, escondida de todos, para salvarlo de algo que no sé
qué es… Pero ya nada puede hacerse. Hace ya mucho
tiempo que mi suerte y su suerte están echadas... Y ya
no soy la dueña de mi voluntad.
La noche más oscura nos conviene para llevar a
cabo las acciones que Muhammad y yo hemos planifi-
cado. Ya comprobamos que la noche oscura es la indi-
cada para las confidencias más secretas que no aceptan
la luz de los candiles. La noche más oscura nos conviene
para llevar a cabo lo que ha quedado establecido entre
los dos, y pronto va a cumplirse.
330
La habíamos esperado toda la semana, y al fin
llegó la noche tenebrosa. Es la noche propicia, la que
borró de un trazo luna y estrellas, la que acabó con las
luciérnagas y otros insectos luminosos, la que apagó
candiles y candelabros, la que apagó la llama de la lum-
bre, la que ha sido creada especialmente para nuestra
fuga.
El mínimo equipaje que vamos a llevarnos fue
preparado con anticipación: un baúl con la ropa de mi
hijo Hisham y una pequeña arqueta que contiene sus
libros de oración, sus talismanes, amuletos y otras va-
riadas pertenencias. Tan sólo eso y nada más.
Partimos en silencio, en el cobijo de la noche,
porque ninguno de los guardias debe estar presente,
nadie debe escucharnos en las privadas dependencias.
Los cordobeses no pueden vernos ni sospechar lo que
estamos haciendo. Nadie debe enterarse de nuestros
movimientos, pues sería inconveniente dar explicacio-
nes. Afortunadamente todos duermen.
Emprendemos la fuga hacia Medina Azahara, la
ciudad de pilares azul y rosa. Llevamos con nosotros a
Hisham II, el pequeño Califa. Lo estamos trasladando,
sigilosamente, desde el Alcázar de la capital (donde he-
331
mos vivido desde la muerte de su padre), y allá lo deja-
remos algún tiempo.
Hace varias semanas, Muhammad Abi’Amir se
sentó junto a mí para analizar varias razones contun-
dentes sobre una decisión que debía ser tomada. Una
por una me las fue explicando, pero sus argumentos no
me dejaban satisfecha; me parecían crueles, innecesa-
rios. Y sin embargo sus palabras, el tono de su voz, la
luz divina de sus ojos, sus manos en mi cuerpo… me
embelesaron por arte de magia y logró convencerme.
Ahora estoy de acuerdo con su razonamiento.
Ahora lo entiendo; no quiero dudarlo; nunca quiero du-
dar de su palabra. Lo que vamos a hacer es lo correcto.
Muhammad me asegura que llevar a mi hijo a Medina
Azahara es lo más conveniente para el pequeño sobe-
rano. Y esto es lo que me dice:
- Hisham II, nuestro legítimo monarca - el que recibe el
apoyo de Alá - es todavía muy joven para que se in-
volucre en los serios asuntos de Estado. El manejo de
al-Andalus no es cosa de niños; no es un juego al al-
cance de un muchacho que todavía no sabe de com-
promisos, que nada entiende de sus deberes, que no
ha salido de su infancia… Dejemos que él estudie con
332
sus maestros, que se prepare para el futuro próximo y
dedique sus horas a la oración. Y mientras tanto, Sul-
tana Aurora, tú llevarás las riendas del gobierno. Y yo
estaré a tu lado, acompañándote.
Nos vestimos de negro, como se viste la noche
oscura, silenciamos el paso de los camellos, silenciamos
el paso de los caballos, silenciamos el viento que baja de
la sierra. Los sirvientes más fieles, los baquianos más
diestros nos escoltan y guían por el largo camino, que se
hace más distante e impenetrable, por las espesas som-
bras que nos circundan.
Pero Hisham se sorprende por la salida intempes-
tiva, en mitad de la noche. Frota sus ojos, todavía ador-
mitado y me pregunta:
- ¿Adónde vamos a estas horas, madre? ¿Por qué este
viaje no lo hacemos a la luz del día, como las otras
veces? ¿Por qué tanto misterio? ¿Por qué tanto silen-
cio? ¿Por qué salimos en la noche oscura?
Yo no me atrevo a responderle.
333
Dejamos a mi hijo, el Califa Niño, en la ciudad
palacio de Medina Azahara. Se quedaron con él sus cui-
dadoras y mozos de cámara.
- ¿Por qué me dejas, madre? – preguntó mi pequeño.
Y yo sentí un dolor profundo al decirle adiós, pa-
ra volver a Córdoba con Muhammad. Volvimos en si-
lencio; yo, abatida; Muhammad complacido. Mis lágri-
mas corrían en el camino de regreso, y las dejé correr en
libertad, hasta empapar el velo que me cubría el rostro.
Al llegar al Alcázar, corrí a encerrarme en el oratorio
que fue de mi esposo. Y allí, rezándole al Dios Clemente
Alá y a la Virgen Santísima de los Jacintos, vi llegar la
mañana.
Cada día que pasa, Muhammad Abi’Amir consi-
gue nuevos triunfos, logra nuevos poderes; escala posi-
ciones a una velocidad vertiginosa; se me pierde de vis-
ta, no lo alcanzo. ¡Él no desea que lo alcance! Es verdad
lo que murmura el pueblo, lo que dicen a voces casi en
mi cara los funcionarios de Palacio:
- … La Gran Señora, la Sultana Aurora lo apoya dema-
siado porque muere por él…
334
Comprendo que es verdad. Pero yo trato de justi-
ficarme conmigo misma. Me digo y me repito que siem-
pre lo he ayudado porque lo amo infinitamente, porque
él es digno de mis favores, porque es alerta y listo, sabe
cuidar mis intereses y los de mi hijo y jamás ha incum-
plido alguna de mis órdenes.
Muhammad tiene amigos que lo aprecian, lo ve-
neran y le deben la vida; pero también tiene enemigos
que lo odian a muerte y lo llaman “jorobado maldito”
(Yo jamás he entendido el por qué de ese apodo insul-
tante, ya que él es distinguido, de presencia adorable; el
hombre más apuesto que haya visto jamás…) Pero el
Ministro Muhammad es implacable con sus enemigos y
no descansa hasta despedazarlos y deshacerlos. Éste es
un ejemplo:
Un afamado poeta de la corte ha desafiado a
Muhammad hasta los límites de lo permisible. Intriga
contra él y lo reta con burla en diferentes escenarios. Lo
ha ofendido mil veces con sus sátiras y lo humilla con
versos descarados e imperdonables. Muhammad finge
que lo ignora, que no lo toma en cuenta. Sin embargo
me dice: “No voy a perdonarlo, pero el momento de mi
335
venganza no ha llegado aún… Aguardaré tranquila-
mente hasta que pise en falso. ¡Verás lo que le espera!”.
No ha llegado el momento seleccionado por
Muhammad, quien es ahora el poderoso hachib, Primer
Ministro. No se presentan las represalias ni ha empeza-
do el castigo del verdugo. El poeta confía en la buena
suerte que ha tenido hasta ahora, y se arriesga temera-
riamente, uniéndose a un grupo de conspiradores que
intriga dentro del Palacio. Pero los hombres son pronto
capturados y hechos prisioneros.
- Fracasó la conjura – me informa Muhammad - y los
instigadores comprometidos fueron condenados y
crucificados, ante los muros del Alcázar.
Fueron ajusticiados los conspiradores. Murieron
todos, menos uno, porque el Ministro Muhammad no
logra olvidar las pasadas afrentas. ¡Muhammad nunca
olvida y jamás perdona! Y por eso ha escogido para el
poeta enemigo un castigo distinto, más espantoso que la
muerte, mucho más despiadado.
Se lee la orden implacable. Los capitanes de la
guardia leen el bando a viva voz en todas las barriadas,
plazoletas, zocos y tabernas:
336
- ¡Por orden del Ministro Muhammad Abi’Amir, con
autorización del Califa Hisham II, queda prohibido so
pena de muerte - desde el momento que se lee este
edicto - dirigir la palabra a Harun al-Ramadí, un poe-
ta canalla, traidor al Soberano y a la dinastía. Nadie,
nunca jamás podrá decirle una palabra, ni atenderle,
ni oírle. Nadie, nunca jamás podrá mirarle el rostro,
ni aceptar su mirada; nadie, nunca jamás podrá darle
su mano. Nadie nunca jamás podrá sonreírle. Y nadie
nunca podrá acompañarlo, ni siquiera en el viaje ha-
cia la tumba!
La gente se congrega, se agrupa en las esquinas,
asombrada ante la nueva forma de castigo que acaba de
instituirse; pero nadie se atreve a preguntar, a protestar,
a discutir… El pueblo se dispone a obedecer la orden
con los ojos cerrados.
Han pasado los años. Hoy lo he visto vagando,
hecho una ruina humana. Harun al- Ramadí se desplaza
como fantasma, entre la gente que no lo mira, que no le
habla, que no puede sentirlo cerca ni escuchar sus súpli-
cas. Todos lo ignoran cuando él pasa; todos voltean para
no verlo; todos le dan la espalda. Ya lo nombran “el
muerto”, el que nunca ha nacido.
337
Y Harun al- Ramadí camina sin un rumbo, se
desplaza en silencio hacia su propia sombra, hacia su
nada, sin alcanzarla nunca.
338
Almanzor, el victorioso
Ahora más que nunca, desde que mi hijo Hisham II se
encuentra aislado, Muhammad Abi’Amir, mi amado
Muhammad, sigue creciendo en importancia dentro del
califato. Parece inconcebible la cantidad de actividades
que realiza simultáneamente, y todas ellas con gran
acierto. Vigila, dicta órdenes, organiza, controla el reino
a su manera y se gana el afecto del pueblo y los solda-
dos. Yo me asombro de verlo y no me canso de admirar-
lo. Pero recientemente, sin proponérmelo, he llegado a
encontrar los lugares secretos, tal vez oscuros de su co-
razón.
Muhammad no permite que alguien le haga
sombra. Y por eso elimina como basura, desplaza y lan-
za lejos todos los obstáculos. Los hombres que se atra-
viesan en su camino, jóvenes o ancianos, amigos o
enemigos, son quitados del medio de cualquier manera:
cárcel, martirio o envenenamiento.
Jamás le ha preocupado el nombre del traidor o
del intruso que ha osado entrar en sus dominios; nin-
guno se ha salvado de su ira; ni siquiera los miembros
de su familia pueden librarse de su venganza y su in-
339
clemencia. Nunca han valido los escrúpulos; nada lo
frena ni lo detiene. Lo único que vale es su avaricia; lo
único que vale es su ambición sin límites, solamente
igualada a mi propia ambición.
Su poder crece cada día; su fortaleza se duplica
cada hora, con el paso del sol. Me asombra ver sus mo-
vimientos: es rápido e incansable; es un mago que todo
lo puede sin fatigarse. Se encuentra en varias partes al
mismo tiempo, se multiplica, vuela; cumple tareas im-
portantísimas, de diversa índole, y todo lo realiza con
gallardía y elegancia. Domina los ejércitos, y ha formado
sus propios batallones de beréberes africanos - de ros-
tros oscuros y negros turbantes - los cuales no obedecen
a ningún otro jefe sino al Ministro Muhammad. Y el as-
tuto Ministro los ha equipado con magníficas armas y
lujosos trajes, les paga con monedas de oro, y les entrega
briosos caballos de pura raza, para las irrupciones con-
tra los cristianos.
Como todas las veces, año tras año, el hachib
Muhammad Abi’Amir y sus soldados regresan victorio-
sos de la Guerra Santa. Han asolado los poblados de los
enemigos; han incendiado las cosechas y las iglesias y
finalizan sus correrías de verano. Y como siempre, el
340
hachib Muhammad regresa alzado en su caballo, a la
cabeza de los ejércitos, pues nunca ha conocido la derro-
ta.
Esta vez vuelve a Córdoba con centenares de cau-
tivos que vienen tristes, cabizbajos, y conservan la pena
en las honduras de los ojos. Esta vez vuelve a Córdoba
con gran botín de guerra, ricos tesoros que serán repar-
tidos entre las filas de soldados, limosneros y huérfanos
y entre las miles de doncellas desamparadas. Todos lo
esperan agradecidos.
Los cordobeses lo reciben con gritos de alabanza,
con entusiasmo desbordado. Y yo también, entre ellos,
lo veo venir, con su cota de mallas y su lanza de oro. Yo
también, entre ellos, lo saludo, lo amo como nunca, con
mi rostro velado y el largo manto que me envuelve el
cuerpo.
Las calles principales se han atestado de personas
de diferentes oficios y profesiones: se han atestado de
comediantes, de vendedores, de cuentistas, de fabulado-
res, de bufones y enanos, de viajeros errantes, de ladri-
lleros, de pescadores…Y saludan a gritos al gran Minis-
tro Muhammad, el que les ha devuelto la prosperidad y
la grandeza:
341
- ¡Ha regresado el victorioso!
- ¡El que nos trae esclavos para hacer las faenas de los
campos!
- ¡El que nos colma de riquezas!
- ¡El que nos da alimento y bienestar sin límites!
- ¡El que nos ha hecho grata la vida!
- ¡El que nos ha librado de los ladrones y asesinos!
- ¡Que Alá conduzca a Muhammad Abi’Amir, el Victo-
rioso!
- ¡Al-Mansur! ¡al-Mansur! ¡El Victorioso!
- ¡Almanzor! ¡Almanzor!
Él se llena de orgullo y saluda a su pueblo como
lo hacen los reyes, desde arriba, desde el alto caballo
que ahora resplandece. Resplandece el jinete como rayo
de luz. Se ve soberbio, inigualable.
A partir de ese instante, un calificativo lo acom-
paña siempre en sus campañas militares y en las labores
de gobierno. Atributo de honor con el que debe ser
nombrado: el mismo que le ha dado el pueblo agradeci-
do como homenaje al héroe: al-Mansur, Almanzor, el
Victorioso.
A partir de este instante el laqab o sobrenombre
de “al-Mansur” debe ser pronunciado todos los viernes,
342
días de oración, desde los almimbares de las mezquitas
de todo el reino, después del nombre del Califa. A partir
de este instante se hace rodear de lujos impensables,
exige el besamanos de sus visires, y pide que lo traten
con los honores de la realeza.
A partir de este instante comienzo a ser más pre-
cavida, más cuidadosa, avisada y sagaz. Almanzor me
ha dejado aturdida, consternada, y debo retomar las
riendas del control que estoy perdiendo rápidamente.
Esta vez Almanzor se ha sobrepasado; ha violado los
límites permitidos, los que estaban previstos en nuestros
convenios más formales:
“Nunca el Ministro Muhammad puede imponerse sobre el
Califa Hisham II y la Reina Regente”.
Así dice la norma. Así dice la ley que debe toda-
vía ser respetada. Entonces, me pregunto ¿Qué es lo que
se propone? ¿Dónde quiere llegar? ¿Por qué no me con-
sulta las decisiones importantes, las que debemos tomar
juntos, para fijar las pautas del gobierno? ¿Por qué ese
afán de seguir solo? ¿Por qué me ha puesto a un lado?
¿Por qué yo lo permito? ¿Es que quiere implantar la ti-
ranía y desplazar al rey?
343
A partir de este instante comienzo a desconfiar de
mi aliado Almanzor. ¿Es realmente mi aliado? He co-
menzado a sentirme intranquila ante las evidencias que
lo acusan. He comenzado a desengañarme, a quitarme
la venda, para poder mirar a plena luz lo que los otros
ven, y yo me niego a percibir. Lo hago llamar urgente-
mente, para pedirle explicaciones, y él se me acerca, con
sus ojos clavados en mis ojos. Hace una refinada reve-
rencia, como la vez primera, en el Jardín del Príncipe:
- ¡Estoy a su disposición, Sultana Aurora!
Con el mayor encanto y naturalidad responde a
mis preguntas, una por una, y poco a poco va tranquili-
zándome. Viene a explicarme, a convencerme con ar-
gumentos válidos, irrefutables… ¡Y yo no puedo ir con-
tra él…y mucho menos desconfiar de su fidelidad!
A partir de este instante, sin querer comprender-
lo, he comenzado a destruir a mi hijo y a destruirme yo
misma; a disculpar lo inaceptable, a sentirme atrapada
entre los arabescos, entre ramas y hojas entrelazadas,
que yo misma bordé alguna vez.
344
Han ya pasado varios años desde la muerte del
Califa al-Hakam II al Mustansir - ¡qué Alá conserve su
alma para siempre! - y hoy Almanzor, que fue su prote-
gido de confianza, comete un atropello contra uno de
los logros más destacados del Soberano: el Ministro y
sus hombres penetran intempestivamente, de la manera
más vandálica, en lo que fuera un refugio de sabios,
consagrado al estudio y al conocimiento.
¿Qué lo habrá motivado a invadir y asaltar las
dependencias de esta grandiosa biblioteca, donde viven
y mueren nuestros eruditos? Almanzor no da un paso
sin haberlo pensado, calculado, milímetro a milímetro.
Él jamás pisa en falso como lo hacemos todos los demás.
Desde que he transitado por sus caminos, desde
que me he acercado a su alma insondable - ¡hace ya tan-
to tiempo!- viene siguiendo un plan que ha elaborado
cuidadosamente, que comenzó a fraguar en sus lejanos
tiempos de estudiante, y que se cuida de cumplir año
tras año, con asombrosa precisión. Y por eso comprendo
que el único interés que lo ha movido en esta acción in-
fame, es halagar a los doctores de la ley; es congraciarse
con los alfaquíes más intransigentes, los cuales han du-
345
dado de él, y cuestionan su falta de fe, su desacato a las
sagradas enseñanzas del Profeta Mahoma.
Debe ahora impresionarlos con su “piedad-a to-
da-prueba”; esa misma piedad que ha sido puesta en
duda y comentada, bajo los arcos de la Gran Mezquita.
¡Pero ya te conozco, amigo mío, amado Muhammad,
ahora te observo con mayor cuidado, y sé lo bien que
finges!
Yo me encuentro en el centro del grupo de katibas,
las calígrafas más diestras del califato. Como me he
puesto mi alizar, el velo largo, al igual que las otras, na-
die me reconoce en los pasillos de la biblioteca, donde
todos trabajan en silencio. Y me dedico a transcribir el
fascinante “Libro de las Canciones”, mi obra predilecta,
donde se halla reunida la música y la gracia de la Anti-
gua Arabia. De pronto, allí, un vocerío inusitado.
- ¿Qué sucede?
Un estruendo inusual rompe el encanto de mis
páginas. Me sobresalto con el desorden, con el tumulto,
con las voces y pasos del tropel. Guardo cálamo y tinta y
me deslizo entre los cortinajes sin que me vean. Escucho
346
las palabras. El hachib Almanzor viene delante y da una
orden tajante al director del centro:
- ¡Deseo ver el catálogo de las obras!
Mi señor Almanzor Muhammad Abi’Amir tal vez
no está enterado, pero lo que me pide es imposible, pues
el catálogo que solicita está clasificado en cuarenta cua-
dernos, cada uno de ellos con cincuenta folios…
- ¡Hazlos traer de inmediato!
El Ministro y su grupo de jueces hacen la selec-
ción, materia por materia, cuaderno por cuaderno, folio
por folio, y dictan la condena contra miles de libros.
Han sido sentenciados los ejemplares dedicados a las
ciencias llamadas profanas como la lógica, la filosofía y
la astrología, que son (según los jueces más conservado-
res), “ciencias ilícitas, prohibidas, y sospechosas de here-
jía”. Y han sido condenados millares de volúmenes de
materias diversas, algunos de los cuales yo había ayu-
dado a transcribir.
Hay una alarma general; se paralizan las activi-
dades en el Alcázar, se escuchan gritos de protesta, y
voces angustiadas gritan a coro su indignación:
- ¡El todopoderoso Almanzor Muhammad Abi’Amir,
ha ordenado la quema de libros de la biblioteca!
347
- ¡Es una acción salvaje y vergonzosa! ¡Se ofende la
memoria del creador de este centro, el sabio Soberano
al-Hakam II, al-Mustansir!
Los traductores, correctores, copistas, ilustrado-
res, encuadernadores, todo el equipo de la biblioteca
está consternado. Algunos se rebelan e intentan impedir
el paso a las decenas de funcionarios que llegan impasi-
bles a las estanterías, con la lista de títulos en la mano, y
se llevan las obras que ya han sido prohibidas por la ley
de Almanzor.
Un viejo intérprete, de procedencia indetermina-
da, es golpeado y vejado por un soldado de la guardia,
porque el hombre defiende - con los brazos abiertos, y
su pecho desnudo - los libros que el Califa al- Hakam
había dejado bajo su custodia.
- ¡He trabajado en ellos toda la vida y no voy a entre-
garlos a las llamas! ¡Prefiero que me maten, que me
saquen los ojos, que me quemen los dedos con tizo-
nes prendidos, que me corten la lengua antes de pre-
senciarlo!
También nosotras, las mujeres calígrafas, defen-
demos con brío nuestros espacios, y ponemos a salvo los
más valiosos manuscritos, para que no los toque la bar-
348
barie. Los escondemos bajo nuestros mantos, bajo nues-
tros velos, los apretamos al corazón.
Van pasando las horas de este día fatídico. Los li-
bros son sacados del recinto por una caravana de negros
esclavos que llevan en los hombros el cargamento de
pesadas cajas. Dos jóvenes katibas clavan las uñas en sus
mejillas en señal de duelo. La poetisa Alaíxa rasga sus
velos, sus vestidos. Y yo me echo a llorar desconsola-
damente.
Después, un par de brujos encapuchados hacen la
hoguera de colosales dimensiones. Los dignatarios y
alfaquíes están presentes y rodean con un círculo el in-
fierno asfixiante. El Ministro Almanzor hace una reve-
rencia ante los defensores de la ley sagrada y lanza al
fuego los primeros libros… ¡No lo puedo creer!
Hay unas expresiones de regocijo que me estre-
mecen, me dan vértigo. ¿Cómo es posible? me pregunto.
¿Cómo es posible tanto fanatismo, tanta intransigencia e
intolerancia, tanta brutalidad? ¿Cómo es posible que
Almanzor Abi’Amir se haya prestado para tamaña vi-
llanería?
349
Los alfaquíes están satisfechos y se retiran dando
muestras de complacencia, mientras que los esclavos
cumplen con prontitud su execrable misión.
Lo que viene después es la locura más inconcebi-
ble. Las sabias secretarias del Califa al-Hakam II – las
que copiaban sus mensajes, discursos, proclamas y
poemas - gimen a mis espaldas y se cubren el rostro con
el manto. Cientos, miles de libros son lanzados al fuego
y comienza a elevarse una columna de humo que ence-
guece, que inmoviliza las extremidades, que seca la gar-
ganta, que detiene el aliento y hace toser. Caen al fuego
centenares de preciosas obras, auténticos hallazgos cien-
tíficos y literarios traídos de Bizancio, Damasco, Bag-
dad, Mesopotamia. Queda sólo ceniza. Yo tiemblo de
disgusto e indignación.
Pero él viene a buscarme esa misma noche. Al-
manzor viene a requerirme en mis momentos de amar-
gura, de anhelar consuelo. Y acepto sus caricias, el brillo
de sus ojos. Acepto la barbarie que he mirado porque ha
logrado convencerme una vez más que somos aliados
inseparables, que hemos ganado el voto de los alfaquíes,
que era necesario obtener ese apoyo, que yo debo con-
fiar en sus promesas, en su pasión sin límites…
350
Siguen los días de incendio, de candela. La ho-
guera arde, el humo se levanta en frágiles columnas. Se
retiran los brujos encapuchados y se espantan los cuer-
vos de malos agüeros.
(Y mientras tanto mi hijo Hisham II, el Califa de
al-Andalus, de nada se ha enterado; nada ha escuchado
ni sentido. Nadie le informa sobre la quema de los libros
de su padre).
El fuego se ha extendido. Crepitan en las llamas
páginas exaltadas, irrepetibles, palabras estampadas con
letras de oro. Yo me muerdo los labios hasta hacerlos
sangrar, me siento hecha cenizas. Se consumen los li-
bros, todos los libros, y papelillos negros borran el cielo.
La quema de los libros me ha dejado turbada y
abatida, y el corazón no sale de su aflicción. ¡Otra parte
de mí que ya se ha muerto! Y decido emprender una
nueva aventura, hacer algo distinto por un corto tiempo,
para lograr reconfortarme.
Hoy me voy a la guerra, la aceifa de verano, con
el temido ejército de moros combatientes - los terribles
soldados de Almanzor - quienes se han empeñado en
351
acabar con los reinos cristianos atrincherados en el Nor-
te.
Uno por uno van devastando los reinos cristia-
nos; asalto por asalto, incendio por incendio, victoria
por victoria. 40.000 jinetes cabalgando, 40.000 infantes y
130 atabaleros que aterrorizan a los pueblos infieles con
sus gritos de muerte y golpes de tambor.
Me voy hacia la guerra con las otras mujeres que
acompañan las tropas califales durante la campaña del
estío. Vamos cómodamente montadas en jamugas, con
el rostro cubierto por un largo velo. La travesía es ame-
na, divertida, entre tantas muchachas alborotadas que
gritan y hacen chanzas con los guerreros.
Voy disfrazada, perfectamente disfrazada y me
cuesta trabajo reconocerme. Me gusta disfrazarme con
mi túnica corta de arrabalera y mis alhajas de baratija
que me cubren el cuello, los brazos y las piernas. Ocupo
mi lugar como una esclava de Almanzor, escondida en-
tre tantas, con mi rostro velado, disfrazado, para poder
tenerlo cerca, para amarlo de cerca, sin que nadie sospe-
che mi identidad de Sultana Aurora. Junto a nosotras
cabalgan los poetas, los cuales interpretan sus poemas
352
épicos sobre los dioses de la guerra, para animar a los
soldados. Varios días de camino y al fin nos detenemos.
Ahora empieza el asalto. Ha empezado el asedio
de los castillos; empieza la avalancha destructiva, que
comienza y termina al mismo tiempo, porque los bata-
llones musulmanes son rápidos, precisos, y en pocas
horas logran la victoria.
Yo me quedo esperándolo, estirando la vista ha-
cia la tarde, pidiendo al Cielo que regrese; y contemplo
a lo lejos la polvareda que levantan miles de caballos,
cuando se acercan los guerreros hacia las tiendas de
campaña de nuestro inmenso campamento. Se acercan
los soldados para el descanso de la noche.
Almanzor regresa sudoroso, exhausto, agobiado
de sed y de fatiga. Su manta, su turbante, su cuerpo en-
tero se han llenado de polvo y tierra seca. Yo le acerco
mi cántaro de agua, pero no lo recibe, lo rechaza, porque
debe cumplir con un ritual sagrado, inalterable, que él
mismo ha diseñado desde hace tiempo, desde que co-
menzó a librar su Guerra Santa. Me pide que me quede,
que espere rezagada, que no me retire. Y puedo presen-
ciar, detalle por detalle, todo lo que acontece bajo la car-
pa…
353
A una palmada suya, dos criados se le acercan. El
primero de ellos porta una arqueta de rústica madera; el
otro tiene entre sus manos un pañuelo de lino, guardado
especialmente para la ceremonia que debe cumplirse día
tras día, meticulosamente, después de las batallas de la
Guerra Santa contra los enemigos del Islam.
Los criados se le acercan y lo desvisten lentamen-
te; empiezan a quitarle la pátina de polvo, como una
pátina de cobre que ha quedado en el rostro, las manos,
los vestidos. Y sacuden el polvo, cuidadosamente, den-
tro de la arqueta. Cuando ya han terminado, cuando
cierran la arqueta y los dos hombres se retiran, Alman-
zor se refresca con agua de mi cántaro. Se reclina en al-
mohadas, en tapices tejidos, y me deja quererlo, darle la
vida entera. Le humedezco la frente, los cabellos, y des-
pués le pregunto, con voz fingida e irreconocible; mi
voz y rostro ocultos tras el velo:
- ¿Por qué lo haces, Almanzor? ¿Qué significa este ex-
traño ritual que has inventado y se hace incompren-
sible ante mis ojos?
- Voy a decírtelo, mujer… El polvo de mi guerra contra
los infieles debe ser recogido; ni una partícula de esa
reliquia puede perderse con el viento, ya que con este
354
polvo han de cubrirme, cuando haya muerto, antes
de encaminarme con los ángeles hacia la gloria de los
Siete Cielos. ¿Sabías acaso tú, mujer, que Alá nos tie-
ne prometidas habitaciones maravillosas en los Jardi-
nes del Edén? ¿Sabías que ha preparado para noso-
tros jardines encantados, regados por corrientes de
agua purísima, arroyos de leche cuyo gusto no se al-
tera nunca, arroyos de vino y arroyos de miel? Pero
también nos amenaza con el fuego que nunca se apa-
ga si no cumplimos sus mandatos y sus advertencias.
Y Alá nos ha anunciado, por la voz del Profeta, que si
se cubre nuestra sepultura con polvo recogido de la
Guerra Santa, Él nos preservará de los martirios que
no terminan...
El sol declina ahora; ya se oculta su esfera tras la
colina y queda rojo el horizonte. Almanzor da la orden
con una mirada y debo deslizarme hacia la sombra, por-
que llega la hora de la plegaria. Lo veo un momento to-
davía; se ve más alto, bello e inaccesible.
Ha girado su rostro en dirección al oratorio de La
Meca. Ha caído de bruces, se ha prosternado. Y comien-
za a leer en alta voz el Sura de El Sol, en el Libro Sagra-
355
do que lo acompaña en sus campañas y ha copiado ínte-
gro con su puño y letra:
“Juro por el Sol y su claridad, por la Luna, cuando le sigue
de cerca, por el día, cuando lo deja ver en todo su brillo,
por la noche, cuando lo vela, por el cielo y por el que lo ha
edificado, por la tierra y por el que la ha extendido como un
tapiz…”
Llega y pasa la noche. Espero su llegada al día si-
guiente, para quererlo y dejar que me quiera. Espero su
llegada el día siguiente, y el que viene después del día
siguiente, y todos los crepúsculos que nos da el verano.
Nos cambiamos de sitio, cambia de espacio el
campamento, viajamos, cabalgamos, pero la guerra no
perdona, la guerra continúa, la guerra crece con la pol-
vareda, y llegan los jinetes blandiendo las espadas de la
victoria.
Almanzor no recibe el agua de mi cántaro; Al-
manzor no quiere recibirme ni estrecharme, hasta que le
sacuden en la arqueta el polvo de su guerra; hasta que
sus esclavos recogen el tesoro de la polvareda: el polvo
y tierra seca que va a cubrir su sepultura.
356
Medinat Al-Zahira, la ciudad brillante
Almanzor se ha ido apoderando de todo lo mío, de todo
el poder que me pertenece por mandato legítimo, y que
le pertenece a mi hijo el Califa Hisham II. No he com-
prendido nunca sus maniobras; todo lo hace tan perfec-
tamente, con una habilidad tan sorprendente, que cuan-
do me doy cuenta, me ha desplazado una vez más. Pero
tiene el cuidado de no herirme, de nunca ofenderme, al
contrario, me colma de atenciones y bellas palabras…
En las pausas que dejan sus expediciones contra
los cristianos, Almanzor ha mandado a construir una
nueva ciudad al Oeste de Córdoba, en la orilla del río
Guadalquivir. Es Medinat al-Zahira, “La Ciudad Brillan-
te”, también llamada “Ciudad Florecida”, apenas a un
kilómetro de la muralla, aguas arriba de la capital.
Está situada en el lugar exacto de la profecía. Ese
lugar predestinado desde los tiempos sin memoria, co-
mo futuro asiento de un soberano, el último de todos,
antes de la caída del reino Omeya. Ese lugar preciso ha-
bía sido anunciado por antiguos astrólogos que observa-
ron inesperadas conjunciones de los planetas, y por los
adivinos que hacían sus predicciones mirando el vuelo
357
de las aves. También por brujos y hechiceros que solían
explorar el corazón de algunos animales, para enterarse
de las catástrofes que estaban por venir. Es el mismo
lugar que nos llenó de incertidumbre, aquella noche de
desvelo, cuando mi ilustre esposo el Califa al-Hakam II
al-Mustansir, se despedía de mí, porque ya se alejaba en
su viaje sagrado hacia el Paraíso, junto a los Ángeles del
Quinto Cielo.
(Debo decir una vez más: ¡Cuánta ironía hay en
mi destino! Porque se trata del mismo emplazamiento
donde al-Hakam II tenía el proyecto de construir mi
ciudad, la Medinat al- Subh, para que yo viviera en ella, y
así neutralizar los malos presagios).
La ciudad resplandece desde lejos, como si hubie-
ra sido recamada con lentejuelas de hematites, y he es-
cuchado decir que en las noches más claras es frecuen-
tada por seres alados y transparentes. Un suntuoso pa-
lacio se eleva sobre las ricas dependencias: es el palacio
del Ministro Almanzor, hecho con piedras luminosas y
metales exóticos venidos de muy lejos, que ninguno ha-
bía visto en las tierras de al-Andalus.
Todas las puertas del palacio abren directamente
a los jardines, que ya están sembrados de árboles y flo-
358
res. Serpentean los arroyos, y me quedo descalza, para
seguir con ellos por el sendero de agua fresca y hume-
decer mis pies. Una alberca de aguas perfumadas se ex-
tiende en la explanada, en todo el centro del palacio. Y
en medio de la alberca, salida de los sueños más prome-
tedores, se levanta una cúpula inmensa, de cristal puli-
do, de vitrales. Cientos de surtidores rodean la cúpula.
Los chorros de agua suben y se elevan sobre ella, hasta
cubrirla entera - ¡Visión maravillosa que contemplo! - y
descienden después, por las paredes de cristal, por la
vidriera de colores, como baño de luz.
Ya se acerca la noche y se van encendiendo los
candiles. El quiosco de cristal me trae el recuerdo del
Pabellón de las Elegidas, en el jardín del Alcázar de
Córdoba, donde viví mis nuevas experiencias como cau-
tiva. Siento que el quiosco de cristal no me pertenece,
pero me hace feliz estar dentro de él.
Estamos en el 981 desde el día que nació Jesús de
Nazaret. La ciudad al- Zahira ya está terminada; los jar-
dineros, orfebres y decoradores dan sus toques finales.
Los jardines han sido iluminados con velas aromáticas y
entre los bosques de naranjos hay banderolas de colores.
La ciudad está lista, resplandece, y se organiza una sun-
359
tuosa fiesta para inaugurarla. Desde las villas y castillos
de todo el reino llegan regios cortejos de invitados. El
banquete se sirve en las terrazas y cien coperos adoles-
centes sirven el vino.
Pero no me presento como Sultana, madre del
Califa. En circunstancias determinadas, como la de aho-
ra, es conveniente mantener oculta mi identidad. ¡He
podido aprender tantas verdades y escuchar tantas con-
fidencias con el rostro velado! Y hoy quiero oír lo que de
mí se habla en todo el reino… Por eso decido disfrazar-
me una vez más. ¡El teatro continúa!
Yo me adorno el cabello con joyas preciosas y en-
tro a la fiesta como invitada de postín, como la dama de
la alegría, como qayna, una esclava cantora que fue en-
trenada especialmente, para las regias ocasiones como la
de esta noche. Y atrás de las acítaras – las cortinas trans-
lúcidas que se mueven al ritmo de la brisa – canto y reci-
to las poesías del “Libro de los Huertos.”
Horas más tarde, cuando se van los invitados y la
Ciudad Brillante se queda sola, cuando la fiesta se ter-
mina, cuando la noche se hace madrugada y se incendia
el afecto de los amantes, me voy con Almanzor hacia la
cúpula de cristal purísimo, hacia las aguas que descien-
360
den por sus paredes, que son vidrieras de colores. Y
quedamos allí, desprevenidos; y podemos amarnos es-
condidos de todos, bajo las luces del firmamento.
La fiesta inaugural de Medinat al-Zahira, la Ciu-
dad Brillante, marcó el inicio del distanciamiento. A par-
tir de esa noche, de esa madrugada maravillosa, Alman-
zor no es el mismo conmigo y siento que no soy la mis-
ma con él. Nos hemos alejado. Hay un distanciamiento
más que evidente, y me resisto a entender los motivos.
Yo regreso a la duda, que ha sido la constante de
mi vida. ¿Qué me está sucediendo? ¿Cuáles son las pa-
labras que me engañan? ¿Cuáles los compromisos in-
confesados? Almanzor se me aparta, se separa de mí
irremediablemente. Es el principio del distanciamiento,
principio de la pena que no tiene final.
En este cambio de residencia hay un nuevo pre-
texto, un nuevo mecanismo de tortura que él ha ideado
no sé muy bien con cuáles propósitos. Ahora que se ha
mudado la sede del gobierno a Medinat al-Zahira, Al-
manzor ha quedado en el centro del mundo. El destino
de al-Andalus es manejado ahora desde al-Zahira. ¡No se
361
me toma en cuenta ni se consultan mis opiniones! Las
decisiones son tomadas en Medinat al-Zahira y hacia allí
se dirigen los cortejos reales, los visitantes de lejanas
tierras, los embajadores.
Desde los campos y cuarteles de al-Zahira se pla-
nifican las expediciones; en sus talleres se fabrican las
armas, en sus caballerizas se adiestran los caballos. Se
han construido mercados cerca de la fastuosa Ciudad
Brillante; y para estar cerca de ella se han mudado los
mercaderes, los hacedores de tinajas, los adivinadores.
Todo fluye hacia allá, hacia el dueño de todo, hacia Al-
manzor, el Victorioso.
Y mientras tanto, el Alcázar de Córdoba queda
íngrimo y solo, y mi hijo el Califa es el más olvidado, el
más desventurado de los mancebos andaluces. Es ya un
adolescente, un rey adolescente y ha quedado escondi-
do, rezagado, en los tristes salones del Palacio.
Almanzor planifica una nueva estrategia, cruel y
absurda, y trata de explicármela como si fuera algo ra-
zonable. Pero no quiero oírla y mucho menos entender-
la. ¿Cómo puede pedirme ese despropósito? ¿Cómo pre-
tende que yo lo acepte y lo autorice? Sugiere que debe-
mos alejar lo más posible a mi hijo el Califa Hisham II;
362
que es mejor separarlo de sus preceptores, tan sólo por
un tiempo, dice… Me habla así:
- Nuestro joven Califa es débil y enfermizo; tú lo sabes
mejor que nadie, Sultana Aurora. Nada bueno pode-
mos esperar de sus confusiones. Su mente se entre-
tiene, se diluye entre afanes disparatados; ha conse-
guido nuevas motivaciones que no son los libros. Su
salud empeora día a día; su inteligencia se resiente…
Trato de interrumpirlo, de mandarlo a callar, pe-
ro no me deja y sigue hablando.
- … No le obliguemos a llevar cargas innecesarias, de-
masiado pesadas para sus hombros, mi Sultana. El
Califa necesita descanso, aliviarse del yugo de los es-
tudios que ya no le interesan. ¡Dejémoslo tranquilo!
Que disfrute su ocio entre las flores de Medina
Azahara, en compañía de las bellas esclavas, dulces y
complacientes, que harán su vida placentera...
Yo no puedo creer lo que estoy escuchando. ¿Está
loco Almanzor? ¿Quién ha creído él que es, para hablar
de mi hijo el Califa de esa manera tan despectiva? Es
verdad que mi hijo tiene gustos extraños, un poco ex-
céntricos tal vez, pero es el Califa y como tal debe ser
respetado.
363
No salgo de mi asombro, pues al darme cuenta,
ya me encuentro ante un hecho cumplido. Sin importar-
le mi decisión, ni la opinión de Hisham II el Soberano,
sus profesores han sido despedidos sin previo aviso. Los
instructores se han marchado y el rey adolescente queda
indefenso, a la deriva. Yo reclamo, protesto y le hago
mil preguntas:
- ¿Por qué has tomado atribuciones que no te corres-
ponden, Almanzor? ¿Con cuál derecho alejaste al Ca-
lifa de sus maestros? ¿Cómo llegará a ser buen go-
bernante, igual que sus ilustres antecesores, si no ele-
va su espíritu con el conocimiento? ¿Por qué preten-
des aislarlo de todos? ¿Por qué lo quieres esconder y
enterrar en vida, si su reinado apenas empieza?
Almanzor me contesta con palabras suaves, res-
petuosas, las palabras hermosas que pronunciaba siem-
pre durante el tiempo de nuestra cercanía. ¡Pero esta vez
no logra convencerme! Al fin he comprendido su doble
juego de barajas, sus fichas negras, sus cartas escondidas
bajo el manto, y tomo fuerzas para defenderme.
¿Pero es que acaso tengo suficientes fuerzas? ¿Al-
guna vez las he tenido? Me doy cuenta que todo es inú-
til, porque Almanzor me pone a un lado, como trasto
364
inservible, y sube solo los peldaños que han de llevarlo
hasta la cumbre. Ahora ha ordenado la construcción de
un muro inmenso, con doble foso, alrededor del Alcázar
Real. El Palacio será prisión de oro para el joven Califa.
¿Qué le sucede a mi coraje y a mi voluntad? Sin
duda alguna que una vez los tuve y fui muy admirada
por mi esposo el Califa y por los dignatarios del califato.
¿Qué me sucede ahora? Los hilos del tejido se parten en
pedazos; los hilos del destino se me enredan como telas
de arañas, y ya no sé desenredarlos.
Mis colaboradores me lo dicen tímidamente, con
palabras ambiguas, tomando precauciones en cada pau-
sa de su conversación: Que el hachib Almanzor es un ser
prepotente, soberbio, autoritario, que ya no necesita el
apoyo de nadie, que nadie le hace falta, que la Sultana
ya no le hace falta… Yo no deseo creerlo, pero debo
creerlo. ¡Él ni siquiera trata de negarlo! Y no permitiré
su gran infamia. Nuestros proyectos de grandeza los
hicimos juntos, y no voy a aceptar una estocada traicio-
nera.
Los acontecimientos se desarrollan a una veloci-
dad arrolladora. Es el distanciamiento de Almanzor,
Primer Ministro, con mi hijo el Califa Hisham II. Las
365
relaciones se han cortado súbitamente, de un solo tajo.
Ya no hay lazos pendientes ni línea que los una. El Mi-
nistro pretende asumir por sí solo la dirección de al-
Andalus; pretende disponer, hacer, organizar, sin some-
ter sus decisiones al Soberano. Y pretende olvidarse de
mis atribuciones como Reina Regente de Córdoba, la
Malika Qurtuba, hasta que Hisham II sea mayor de edad.
Pero de nuevo llega su cariño y mi pasión enfer-
ma, devastadora, que no me deja rechazarlo. El tirano
Almanzor ha regresado para seducirme, para debilitar-
me con su magia. Me confunde de nuevo con argumen-
tos irrebatibles, reflexiones que parecen sinceras, sonrisa
franca. Me pide que lo escuche, que debo comprenderlo,
confiar en él una vez más, que sus acciones son justifi-
cadas, necesarias para nuestros propósitos.
Y manda a redactar la gran proclama que debe
ser leída en todas las mezquitas del califato:
- ¡Nuestro Señor Califa Hisham II, el que recibe el apo-
yo de Alá, ha decidido consagrarse íntegramente al
ejercicio de la piedad. Por lo tanto delega en su Pri-
mer Ministro, Almanzor Muhammad Abi’Amir, la
dirección de su gobierno y la gestión de los negocios
públicos!
366
De nuevo estoy anonadada. Estupefacta. ¡Ya esto
es demasiado! Cuando regreso del hechizo me encuen-
tro en medio de una turbulencia, un huracán que me
levanta en vilo y me lanza a lugares irreconocibles.
Quiero hablarle, pedirle explicación por este asalto, por
este salto abierto hacia el vacío.
Pero Almanzor huye de mí, ahora para siempre.
Se escapa impunemente, resbala entre mis dedos, cuan-
do pretendo asirlo. Inventa nuevos viajes, nuevas lu-
chas, nuevas tareas y compromisos, que le impiden ve-
nir a mi lado.
Es la ruptura que ha llegado. El inicio del odio. El
anuncio de guerra que no tiene final.
Quinta Parte
La Capa Negra
369
Voces de la amargura
Han pasado los años, Almanzor, desde que iba contigo
hasta tu Guerra Santa con mi vestido de arrabalera, y
refrescaba tus cabellos con agua de mi cántaro; desde
que íbamos juntos a los viñedos de la Rusafa y me dabas
las rosas más espléndidas, que hacías crecer en tus jar-
dines; desde que nos amábamos dentro del quiosco de
cristal, y nos quedábamos desprevenidos, bajo las luces
del firmamento.
Han pasado los años, ¿doce o quince tal vez? y
hoy necesito que te quedes conmigo, que me escuches,
que te detengas en la puerta y hagas una pausa, antes de
marcharte.
Yo lo di todo en el afán de retenerte, en el afán de
estar contigo y morir a tu lado. ¿Lo recuerdas? ¿Recuer-
das la pasión que yo te daba?
Mi infortunado hijo, el Príncipe Heredero que
después fue el Califa Hisham II, lo entregué una maña-
na a la jauría de lobos, únicamente para tenerte compla-
cido. Lo entregué a tu ambición desenfrenada, lo entre-
gué a tus caprichos que nunca terminan. Y te ayudé a
destruirlo; lo destruí yo también sin darme cuenta. Me
370
quedé indiferente ante su desventura. Muda estuve ob-
servando su fracaso, su destino inservible que todavía
me llena de remordimiento.
- Madre - solía decirme - déjame ser yo mismo, al me-
nos una vez. Permíteme que opine, que le dé forma a
mi destino, al menos una vez. Permíteme que piense,
que ordene mis ideas, que las deje crecer y hacerse
grandes, como quería mi padre, el Califa al-Hakam II
al-Mustansir. Déjame ser yo mismo para ordenar mi
mundo, para ordenar mi nombre, para marcarle el
rumbo que siguen los reyes, para marcarle sus cami-
nos y definir los límites que aún me corresponden…
Pero tú habías prohibido nuestro encuentro. El
joven soberano sucumbía de abandono y yo debía dejar-
lo en su corte de sombras, en su corte de espectros que
lo tenían acorralado. Habías dado las órdenes precisas, y
ellas debían ser cumplidas, como todas tus órdenes, so
pena de cárcel o de latigazos. Y así la Gran Señora, la
Sayyida al-kubra no pudo acompañar al desdichado
Hisham, ni siquiera esa vez, cuando estuvo postrado,
obsesionado y solo, delirando de fiebre, con la peste ma-
ligna que lo mantuvo al borde de la muerte.
371
Jamás tuviste compasión de él; siempre lo desde-
ñaste, lo tuviste a menos, lo despreciaste por su debili-
dad, por su fragilidad y por la palidez de su semblante.
Tratabas de ocultar el marcado desdén, pero yo ya sabía
leer tus ojos. Jamás tuviste compasión de él; lo aborrecis-
te siempre, te aprovechaste de su inmadurez, de su fla-
queza, y después lo encerraste, lo dejaste encerrado en
el jardín de flores de Medina Azahara, para que sucum-
biera en la intemperie. Yo me di cuenta de tu crueldad y
de mi estupidez, cuando ya era demasiado tarde.
Ya lo habías decidido, ya lo habías ordenado. Yo
podía visitar a mi hijo cuando te parecía conveniente,
cuando tenías un poco de piedad, cuando mis ruegos te
conmovían y autorizabas la visita. Pero tan sólo custo-
diada por tus guardianes de entera confianza, los ver-
dugos, y decenas de espías que te eran fieles. Tal mo-
mento, a tal hora… y todo lo demás era prohibido.
Entregué la mitad de mi vida con el fin de tenerte
y estar contigo. ¡Por mi insensato amor, por temor a tu
olvido lo he perdido todo!
La adivina vestida de rojo, la profetisa cordobesa,
la elegante mujer que conocí una vez allá en la Puerta de
los Especieros, me lo había anunciado; lo había profeti-
372
zado con sus altos poderes y me lo dijo sin reservas,
cuando murió mi ilustre esposo: Que me utilizarías para
satisfacer tu vanidad y orgullo, me jurarías amor eterno
y después me dejarías a un lado, me pasarías a un lado
sin voltear a mirarme, sin reconocerme; que serían des-
tructivos tus halagos, los cisnes nacarados y los nenúfa-
res de plata; que serían destructivos tus regalos y ofren-
das, tu promesa de amarme, el palacio encantado que
hiciste cincelar para hacerme feliz. Que las campanas
que escuchábamos seguirían doblando, redoblando,
como presagio de la desgracia.
Después de varios días de vanos intentos, hoy ob-
tuve el permiso de visitar a Hisham. Cada vez se me
hace más difícil verlo y tengo que cumplir más requisi-
tos para entrar al salón donde lo tienen custodiado los
guardias de Almanzor. Me dan un corto tiempo para la
visita y entro de prisa, con deseos de abrazarlo, de con-
versar con él.
Encuentro cabizbajo a mi hijo prisionero. Me sa-
luda apenas. Luego me da una carta, sin hablarme, y se
retira rápidamente.
373
¡Hisham! ¡Hisham! – le grito - pero ya no está.
Me quedo sola, desconcertada, con los guardias
mirándome… ¿burlándose tal vez? Salgo de los salones,
respiro hondo para tomar un poco de aire puro, pues
me siento asfixiada. Camino un poco para tranquilizar-
me… Entonces leo la carta:
Para mi Madre, la Sultana Aurora:
La vida es un suceso, madre mía, que empieza y no termina ni
siquiera en la muerte.
Te levantas y callas porque no tienes nada entre las manos;
todo te lo han robado y no puedes hablar, no puedes exigir
que te lo devuelvan.
Amanece temprano cuando te amordazan, cuando tienes con-
tados los minutos de otro día inservible, que no cuenta, que
no pasa en el tiempo, sino que se conforma con el ir y venir
de los fantasmas.
Amanece temprano cuando no has dormido, cuando no has
comprendido cómo son los sueños. Amanece temprano cuan-
do las horas de silencio te atormentan y tienes que taparte los
oídos. Cuando deseas volver al día primero, el día de correr
como los otros niños, el día de jugar a los soldados con tu
hermano mayor.
Pero te encuentras atado de manos, indefenso, encadenado a
un caballo de palo que nunca ha crecido; encadenado a una
silla de oro, que ni siquiera te sostiene ni ha sido diseñada
para ti.
374
La vida es un suceso, madre mía, que lastima los huesos, los
parte, los fragmenta y los lanza al vacío hasta que caen en el
barranco.
Amanece temprano cuando no has conocido el resplandor del
cielo, porque eras aún muy niño cuando te arrebataron las
estrellas, cuando te arrebataron hasta el más mínimo de los
luceros, y te dejaron el universo hueco, tenebroso.
En cada hora nace la mentira, la novedad de no hacer nada,
la vuelta al mismo sitio de los infelices que se sientan y espe-
ran.
Amanece temprano, madre mía, cuando te amordazan y la
verdad de las palabras se te seca, se marchita en la boca, se
concentra en el alma y se vuelve veneno…
Tu hijo
Abu-l Walid Hisham
He releído la carta de Hisham no sé cuántas ve-
ces. Y no sé cuántas veces he llorado leyéndola. Yo nece-
sito hablarle, pero mi hijo no me escucha. Ahora no
quiere verme ni recibirme, en esta hora de profundo
resentimiento. Y sin embargo debo contarle mis afliccio-
nes, sincerarme con él, descubrirle el cansancio que lle-
vo dentro, la frustración que me consume como llama
encendida que jamás se apaga.
¿Qué tanto vales tú, querido hijo, que ya eres un
hombre y ni siquiera existes? Que ni siquiera estás pre-
375
sente para defenderte, para callar las voces que te irres-
petan y te ofenden. Que ni siquiera existes para mostrar
que estás aquí.
¿Qué tanto vales tú, querido hijo, que te compor-
tas como una marioneta y dejas que te muevan, que te
manejen, que halen las cuerdas que te sujetan, para que
saludes, para que te inclines, para que muevas la cabeza
de arriba abajo, en señal de SÍ y de un lado a otro lado,
en señal de NO; para que te deshagas en movimientos
divertidos, ridículos y después caigas en la tierra, des-
pedazado? ¿Qué tanto vales tú?
¡Pobre hijo mío! Pobre hijo de trapo, pobre sal-
timbanqui, que se monta en los bancos, vestido de mu-
jer, y hace reír a las esclavas. Pobre hijo mío, que no so-
porta el brillo de los candelabros, la débil llama de los
candelabros, sin caer al suelo desvanecido.
Pero es el Califa. Mi hijo olvidado es el Califa de
este reino. Él es el Soberano, el señor absoluto que todo
lo puede. ¡Pero no puede nada el infeliz! Y Almanzor lo
acorrala, lo persigue de cerca, lo tiene arrinconado con-
tra las grietas del palacio. Lo levanta y lo lleva a su ente-
ro capricho, como veleta que gira con el viento.
376
Ahora lo encarcela en la cárcel sin rejas del Alcá-
zar. En las rejas de oro sin candados. Con murallas altí-
simas. Con centinelas que no dejan saltar por las mura-
llas. Que no lo dejan asomarse al mundo. Que vigilan,
vigilan.
Los caminos de al-Andalus parece que regresan al
lugar de origen. Giran en círculo, se enrollan, se devuel-
ven a veces; se abren paso en la hierba bajo mis pisadas,
para al fin encontrarse en el centro que ocupa el tirano
Almanzor. ¡Siempre él, en el centro!
Yo debería buscar una palabra para defenderlo.
En nombre de los años que vivimos juntos; en nombre
de la vida que juramos, del amor que estrenamos y que
hicimos viejo. Yo debería encontrar una palabra, pero no
la consigo porque no existe, porque no se ha inventado.
Ahora conozco la amargura y el peso de los años ha
empezado a doblarme, a dominarme.
He ya perdido las facultades que una vez tenía,
las que me hacían invencible (o al menos yo creía que
era invencible). He cortado en pedazos el don precioso
377
de la inteligencia, y estoy sin fuerzas, ensordecida y cie-
ga, sin esperanza de redención.
Siempre él, en el centro. Almanzor me somete,
me humilla, me encadena, me vuelve polvo entre sus
manos, y me quedo callada, consternada, ante su fuego
destructivo. He comenzado a conocer el odio, a sentir
sus nacientes tenazas, y sin embargo no deseo alejarme
de Almanzor. Y prefiero quedarme con los ojos cerra-
dos, para seguir en este engaño que es mi castigo.
Sigue él en el centro. Almanzor determina el rit-
mo de mis horas, como si fuera el sol naciente. Él dosifi-
ca el aire que debo respirar… Pero Dios mío, ¿qué es lo
que estoy diciendo? ¿Hasta dónde ha llegado mi insen-
satez? ¿Acaso sigo amándolo? ¿No me he jurado que lo
detesto? Únicamente sé que él sostiene mi cuerpo, lo
rescata, para que no me caiga al precipicio.
Reniego en esta hora de mis obligaciones, de mis
sagrados compromisos, de mis ansias de bien. Reniego
de mi hijo, que no ha importado nunca. Mi desgraciado
hijo Califa que no merece al padre ni al abuelo al-Nasir.
Ni vale las promesas que le he dado. Ni vale mi amar-
gura. Y ni siquiera vale esta miseria de mi vida.
378
Hisham ha estado enfermo, muy enfermo y él
médico de cámara le sugiere a Almanzor que yo le debo
hacer compañía para atenderlo personalmente. Entonces
se autoriza mi traslado al lado de mi hijo, que ahora se
encuentra en Medina Azahara. Mi llegada no lo con-
mueve; sin embargo en las noches lo veo sonreír. En el
día él divaga, entretenido con sus fetiches y sus extrañas
aficiones. Pero ya ha mejorado de sus dolencias, gracias
a Dios.
En esos días se presenta una nueva desgracia.
¡Las langostas! Los gritos de hombres y mujeres pueden
oírse desde lejos; vienen bajando por la serranía, como el
agua de lluvia, y su eco se extiende sobre el valle. Los
campesinos andaluces gritan alarmados y se apresuran
como pueden, a proteger sus huertos y viñedos que es-
tán en peligro. Se organizan en grupos, se distribuyen
las rápidas acciones de defensa, y se preparan a ganar la
batalla contra los enemigos invasores, los enemigos de
ojos prominentes y alas membranosas que se aproxi-
man, como nubes malignas, a nuestra tierra prometida.
En esta hora pavorosa, recuerdo mi perdido Saltamon-
tes de Oro, el talismán que me hace falta…
379
Llegó la plaga de langostas y estoy tan alarmada
como los otros. Llega de pronto, como un mal pensa-
miento que cruza la mente, como un anuncio de los ca-
taclismos que se avecinan, como señal del hundimiento
que va a producirse en el reino de al-Andalus. Llega la
plaga y le aviso a mi hijo que debe prepararse, que debe
estar en paz consigo mismo porque nuestra historia se
desmorona. Corro a buscarlo a su dormitorio. Lo en-
cuentro leyendo “El Libro de las Predicciones”, una de
sus lecturas favoritas. Muy consternada le pregunto:
- Hisham, ¿has visto las langostas? ¿Te has asomado al
mirador para ver cómo todo lo invaden en instantes?
Se nos vienen encima como mantos oscuros, atrave-
sando sembradíos, devorando hasta la última hoja de
nuestras cosechas…
- Sí, madre, las he visto – responde con calma - Las
langostas devoran el resto de mi estima, pero no te-
mas. Ninguna plaga podrá aniquilarnos, porque
guardo en mi cofre los Cuernos Milagrosos del Cor-
dero de Isaac, y maderos sacados del Arca de Noé…
Estas reliquias nos protegen contra el asedio de los
insectos. Son talismanes de salvación. Ellos tienen vir-
tudes portentosas, capaces de anular los poderes ma-
380
lignos. Iremos a rezar al aire libre y nos enfrentare-
mos a las langostas, pero estaremos protegidos…
- ¡Es inútil, Hisham! De nada sirven las oraciones al
aire libre ni los cantos rituales de los labradores. So-
lamente servía el Saltamontes de Oro que me entregó
tu padre, el Califa al-Hakam II al-Mustansir. Solamen-
te él protege de la invasión de insectos, de arañas, de
alimañas, de hormigas y escorpiones. Solamente él
protege contra las maldiciones que quieren echarnos.
Pero mi Saltamontes ha caído en la noche, en las pro-
fundidades de la noche, en lo hondo del tiempo. ¡Ya
no tenemos protección!
- No te entristezcas, madre – me consuela Hisham - El
cataclismo no ha llegado a nosotros. ¿Puedes verme?
¡Ven! ¡Acércate y tócame! Mírame, soy yo mismo, tu
hijo Hisham, el Califa de Córdoba. ¡No te aflijas! To-
davía estamos vivos; permanecemos vivos en un
mundo de muertos. ¿O es que los muertos somos no-
sotros? Las langostas devoran el resto de mi sombra,
madre, pero no temas.
381
Ha pasado la plaga de la langosta y mi hijo
Hisham todavía me consuela… ¡Aún estamos vivos!
Pero existe otra carga que me agobia más que la muerte,
y he debido llevar por mi sendero durante mucho tiem-
po. Es la condena que no me da tregua, que sobrepasa
todos los pesares, que camina a la inversa de la buena
suerte, a la mano derecha del desconsuelo, para alzar las
banderas de mi derrota.
Durante todos estos años he batallado sin descan-
so. He debido aceptar inconcebibles condiciones, que
presumiblemente eran necesarias, que eran parte del
trato, del juego de seguirnos y apoyarnos. He debido
aceptar los matrimonios de Almanzor sin siquiera una
muestra de abatimiento, sin que se hiciera perceptible
mi deseo de perderme por los montes, junto a las fieras
más salvajes, para gritar mi desesperación.
Me convertí al Islam por razones precisas de la
conveniencia, por circunstancias que me fueron impues-
tas, que barajaron mi destino sin yo decidirlo, que cam-
biaron mi vida sin anunciármelo.
Pero nací en tierras cristianas, bajo el amparo de
la Virgen Santísima de los Jacintos, en la región de los
fríos intensos. Conocí el matrimonio de mis padres, el
382
de mis abuelos, el de mi hermana Elvira, quien vino a
desposarse con un famoso cazador, el Montero Mayor
del duque Gildeberto. Una mujer y un hombre, una pa-
reja de desposados, ése es el mandamiento de la ley de
Cristo, el mandamiento que aprendí de niña, allá en la
iglesia de El Calvario, cuando yo pastoreaba los rebaños
de cabras, y subía mis montañas para estar a la altura
del castillo.
De alguna forma me rebelo y opongo resistencia.
Por no arriesgar mi poderío he debido aceptar las situa-
ciones más adversas y humillantes. He debido fingir que
sí estoy preparada para esta forma de entender el mun-
do, donde Almanzor se eleva hasta las latitudes de los
astros, y yo no puedo levantar el vuelo.
Han sido muchas mis cavilaciones, mis desvelos,
y he llegado a entender mi desafío. Sus favoritas, sus
esposas y esclavas, han sido parte de nuestro convenio,
de nuestra lucha por sobrevivir en el poder, de la avari-
cia que compartimos y nos unió por tanto tiempo.
Su estrategia de lucha estaba definida desde el
principio. Por eso actuaba fríamente, calculando y mi-
diendo cada movimiento y no perdía la meta de sus as-
piraciones. La situación política se complicaba y las pre-
383
siones se hacían sentir. Ahora necesitaba de un valioso
aliado para quitar del medio todos los obstáculos. El
nombre de este hombre era Galib, el Comandante de
Medinaceli, quien poseía el título de Doble Visir y tenía
autoridad sobre las tropas de la frontera.
Almanzor avanzaba, planificaba sus zarpazos y
sus maquinaciones metro a metro, centímetro a centíme-
tro, y decidió casarse con Asma, una flor de verano, hija
de Galib, para afianzar su posición de mando. La jugada
había sido maestra. Dos hombres poderosos, yerno y
suegro, pertenecían ahora al mismo bando.
¿Quién era yo en ese momento? Hace ya tanto
tiempo que la memoria se hunde en la neblina… Era
Reina Regente, madre del Califa, la Sayyida al kubra,
Gran Señora. Yo manejaba el reino sabiamente; tenía el
control de todas las acciones y pisadas. Yo gobernaba al-
Andalus desde el harén, y desde mi despacho en el Jar-
dín del Príncipe. Mi palabra era decisiva. Yo daba órde-
nes a los visires, dominaba el mundo.
Pero Almanzor se movía con mayor astucia; era
más listo. Su misión en la vida era ascender hasta la es-
fera de los dioses, sin importar la vía de conseguirlo.
Entonces echó a un lado los escrúpulos. (¿Los tuvo al-
384
guna vez?) Y quitó del camino a aquellos que le hacían
resistencia. Yo fui otra de sus víctimas. Me había des-
plazado.
Yo estaba todavía llena de gracias y empeñaba mi
suerte por su suerte. Me empeñaba en amarlo por sobre
todos los peligros, sin importarme mi prestigio ni el
rumbo incierto de mis pasos. En nuestras horas de ar-
monía, solía decirme:
- Tienes mi amor y mi respeto, Sultana Aurora. Y no
deseo que dudes de mí, aunque veas y escuches lo
que no comprendes...
Después vinieron otros esponsales. Abda, prince-
sa cristiana hija del rey “Abarca”, de Pamplona, se con-
virtió en su esposa cuando ya nos habíamos alejado,
cuando me consumía de abandono y mi vida se abría
hacia la tentación de la venganza. La novia era vascona
como yo, de la región de los fríos intensos. Sus cabellos
parecían mis cabellos, y sus ojos mis ojos.
Los años pasan, pesan, y me encuentro cansada,
llena de rencores. Hace tiempo escapó la lozanía, la ma-
ñana de luz que me duró por tanto tiempo. Rechazo las
385
historias de mi vida, las que viví en sus brazos, y apren-
do a sacudirme el polvo de la guerra.
Ahora es Tarasia, la Princesa de León, quien
amanece junto a él. Vino al harén de Córdoba enviada
por su padre, Bermudo II. Fue concubina de Almanzor
por algún tiempo; después se desposaron. La Princesa
me ha reconocido y sonríe amablemente. ¿Siente tal vez
pena de mí? La historia se repite, esta vez a la inversa.
¡Ahora soy yo la desgraciada! Mis recuerdos regresan
hasta Azahara, la favorita de al-Nasir, cuando la vi una
tarde, junto a la Puerta de los Jardines. Mis recuerdos
regresan a su blanco albornoz, a su silueta vaga, al ros-
tro que traía toda la tristeza…
He sido desplazada, relegada, puesta en el sitio
de los limosneros. Han sido demasiadas las traiciones,
las iniquidades. Pero no me retiro de la contienda. El
tirano Almanzor ha sido mi maestro. He aprendido de
él a ser tenaz, a seguir adelante, a proseguir la lucha en-
carnizada, a combatir con todos los ardides, con todos
los venenos, hasta ver muerto al enemigo.
El enemigo es él. ¡No va a vencerme!
386
Es necesario que lo entienda; que lo perciba con
los cinco sentidos. Tengo que repetirlo en alta voz para
escucharlo, para que las palabras entren por mis venas,
perforen mis entrañas y pueda convencerme de una
verdad que no he querido nunca reconocer. Es necesario
que lo acepte irremediablemente, sin que otra vez se
nuble mi conciencia, sin que persista con mi engaño,
tratando de encontrar razones que no existen, bondades
que no existen; sin que siga esperando por el milagro
que no llega nunca… ¿Cuál es esa verdad?
Mi hijo Hisham II es la burla más triste de la His-
toria. Tiene ya treinta años y es el Califa de los titirite-
ros, el Califa de nada; el que va a divertirse por las calles
de Córdoba vestido de mujer, pintarrajeado como las
prostitutas. ¡Ése es mi hijo!
Él es el ignorado, el que nada ha valido, el que a
nadie le importa, el que a nadie hace falta. No alcanza
una palmada de lo que fue su ilustre padre, ni los ante-
cesores de su estirpe. No alcanza a mis anhelos, tampo-
co a mis desvelos. Mi hijo no me alcanza.
Mi hijo Hisham II es el ignorado, el endeble, el
huidizo, el afeminado, el que ha tenido una vida infe-
cunda y nunca ha cosechado un verdadero sueño. (Por-
387
que los sueños se cosechan como los duraznos, hijo mío,
¿lo sabías?).
Mi hijo Hisham II se ha llenado de vicios, de sór-
didas costumbres, propias de rufianes de los bajos fon-
dos. Ha llenado su vida de lujuria, de inmoralidades,
suciedades, que lo han llevado al lodo de la vergüenza.
Nada tiene la imagen de lo que debe ser en esta
ruina humana. Nada se identifica con su rango ilustre,
sino con los designios de la mediocridad. Hisham II es
eso. Únicamente mi desilusión, el costo de mi culpa. Mi
remordimiento. La rabia que tortura y la venganza que
no llega. La destrucción de mi universo.
388
Las botijas de oro
Últimamente me he sentido enferma. Mi cuerpo está
resquebrajado, hendido, como un árbol caído, partido a
hachazos por el leñador. Los dolores aumentan, pegan
de frente con todas sus fuerzas, y luego se retiran para
dejarme en libertad.
Cuando parece que todo está perdido y que voy a
morir, hago un esfuerzo y me levanto. La enfermedad
no va a aniquilarme. ¡Nada va a aniquilarme!
El mal que ya se ha ido, despeja por instantes mi
inteligencia y me muestra el camino que debo seguir
para acabar con mi enemigo. “¡No depongas las armas
de tu lucha!”: Ésas eran palabras de Almanzor. Me las
había enseñado y repetido muchas veces, cuando te-
níamos dificultades que había que afrentar. Necesito de
nuevo seguir su consejo, pero esta vez en contra de su
tiranía. ¡Ha renacido mi voluntad, y ésta no puede ser
quebrada tan fácilmente!
Mi hijo Hisham II nunca ha sabido defenderse y
debo rescatarlo de la injusta opresión que lo mantiene
inerte, mudo, sin posibilidad de rebelarse. Tal vez no
sea demasiado tarde y todavía estemos a tiempo de re-
389
encontrar lo que perdimos… El Ministro Almanzor es
responsable de nuestro derrumbe; somos sus grandes
víctimas. Pero no logra doblegarme, no caeré de rodillas
ante sus pies. ¡Al final seré yo la vencedora!
El momento es propicio. Mis allegados se me
acercan. Están conmigo en este intento por recobrar el
trono del Califa, que Almanzor ha usurpado de una
manera ilícita, desvergonzada. Hablamos en voz baja.
Hay parte del ejército fiel a la dinastía de los Omeyas; y
el séquito de Hisham y los sirvientes palatinos, y mu-
chos personajes de la nobleza - hombres de ley y estudio
- están de acuerdo con nuestra causa. Tan sólo esperan
las señales que serán transmitidas desde el Alcázar. El
momento es ahora; no hay demora posible. Un acertado
golpe de Estado acabará con el usurpador, y lo lanzará
al fondo del barranco, donde los buitres van a picotear-
lo, a desangrarlo, a sacarle los ojos. Mis consejeros se me
acercan:
- Necesitamos monedas de oro para nuestros aliados
africanos, quienes vendrán a socorrernos, con el bra-
vo Virrey de Mauritania Zirí ibn-Atia a la cabeza de
sus batallones. Esta esperada rebelión derrocará al ti-
390
rano. Necesitamos grandes cantidades de monedas
de oro para la propaganda y el soborno...
- ¿Cuánta es la suma requerida?
- Ochenta mil dinares del tesoro.
- Pero el Gobernador de la ciudad, revisa diariamente
lo que entra y sale del Alcázar… ¿Cómo lo lograre-
mos?
- Yo me encargo – les digo
Entonces esa noche, con la ayuda de diez de mis
esclavas de mayor confianza, saco las miles de monedas
de las Arcas Reales y vamos repartiéndolas, equitativa-
mente, dentro de cien botijas de barro, que llenamos de
oro hasta la mitad. Completamos después las botijas con
una gruesa capa de miel de abejas, o con jalea de mem-
brillo, ciruela, durazno y mora, que han sido preparadas
por nuestros leales cocineros.
El dinero queda escondido, bien escondido.
¿Quién podría descubrirlo? Las cien botijas de oro son
marcadas como “Miel de abejas” “Jalea de durazno”
“Jalea de mora” y “Confitura de Frutas”. Las cien botijas
cruzan los portones de la muralla sobre carros de mula,
sin despertar sospechas. Cuando veo alejarse las carre-
tas con el valioso cargamento, respiro tranquila.
391
- ¡Alabado sea Dios! – exclamo en voz alta - ¡La parte
más difícil está lograda! ¡Nuestros planes no pueden
fallar!
Y regreso confiada hasta mi dormitorio. Necesito
dormir, descansar, apaciguar mi angustia y nerviosis-
mo. Todavía estoy débil, dolorida. (Los hachazos regre-
san, de vez en cuando y me dejan hendida, resquebraja-
da, como un árbol caído….)
Debo estar fuerte y preparada para los días que
se avecinan: la guerra encarnizada contra mi enemigo,
está comenzando.
Pero los hechos acontecen de manera distinta a lo
que habíamos planeado. Los hados han actuado en con-
tra nuestra, y oscuras fuerzas del destino tuercen mi
rumbo. Circunstancias adversas se presentan, una a una,
y nuestros planes de venganza contra la injusticia, son
descubiertos por los espías de Almanzor.
Es todavía de madrugada cuando escucho el tro-
pel de los caballos. Y lo veo venir, airado y altanero. Se
ha desplazado desde Medinat al-Zahira hasta el Alcázar,
392
al frente de un puñado de soldados, para pedirme expli-
caciones por lo que él considera una traición.
- ¿Una traición me dices, insensato? ¿Me acusas de
ofenderte, traicionarte, cuando mi hijo el Califa y yo,
que soy la Reina Madre, hemos sido tratados como
imbéciles, ridículos fantoches, un par de monigotes
en tus manos? ¿Todavía me reclamas, impostor?
Visto una bata de finos encajes, y recostada en
almohadones enfrento su mirada, que quiere fulminar-
me. Y le dejo saber que lo aborrezco, que el amor que le
tuve se ha transformado en un odio implacable, que he
conspirado contra él, que deseo liberarme de su tiranía,
que anhelo su desgracia, su perdición definitiva. Y ter-
mino diciéndole:
- ¡Déjame en paz ahora! Regresa a tu inclemencia, a tus
maquinaciones, a tu ambición de siempre, al poder
mal habido... ¡Regresa a tu violencia, mensajero del
Diablo!
Almanzor no replica y siento el fogonazo de su
mirada enfurecida. Aprieta los puños, da la espalda y
vuelve de inmediato a Medinat al- Zahira, la Ciudad Bri-
llante. Allí convoca a los visires y jefes de gobierno y les
informa que las mujeres del Alcázar sacaron miles de
393
dinares de las Arcas Reales; y que el Califa Hisham II no
se ha enterado de lo sucedido, porque se halla sumido
en sus plegarias y sus supersticiones delirantes…
Los dignatarios me condenan, y de inmediato or-
denan que el tesoro de al-Andalus sea trasladado a Medi-
nat al-Zahira, bajo custodia de Almanzor.
Ahora sí, lo confieso, ya todo está perdido. Se
acabaron mis fuerzas. Ya no resisto más, ya me he ren-
dido. El tesoro real es entregado al nuevo dueño.
Almanzor se ha movido con rapidez. Es ágil co-
mo un lince, y en un instante planifica sus tretas y arti-
mañas, sus picardías de tahúr. Sin que yo me enterara
de su jugada definitiva contra la dinastía de los Omeyas,
el dictador de al Andalus solicita una audiencia secreta
con mi hijo el Califa. Éste lo recibe tímidamente, en los
jardines de Medina Azahara; y, como era de esperarse,
se deja envolver en sus palabras convincentes y sus ge-
niales componendas.
El Rey y su Ministro se reconcilian y se ponen de
acuerdo sobre los pasos a seguir. Una vez más Hisham
394
ha sucumbido ante la voz de mando de su Primer Mi-
nistro y ha caído en la trampa.
De inmediato, cumpliendo órdenes tajantes del
Ministro, que han sido disfrazadas de sabios consejos,
Hisham proclama y ratifica - con su firma y el sello real -
la autoridad suprema de Almanzor en el gobierno del
califato. Hisham se escurre, cabizbajo; se declara un
inepto incompetente, incapaz de vivir un segundo de
gloria.
Estamos en el año 997 de la era cristiana y tengo
53 años. Aunque es el día de oración y de las obras bue-
nas, mi pedazo de cielo se hace tenebroso. He recibido la
condena, la estocada final en mi costado; he quedado
humillada, derrumbada, hecha polvo y ceniza. Mi ira no
tiene fin. No tiene fin mi odio. Almanzor, el maldito, me
ha vencido, me ha despojado de mi vida entera.
Todo culmina hoy. Todo culmina con un desfile
indigno, con un desfile tragi-cómico, durante el cual el
pueblo cordobés puede mirar a su Bufón-Califa que
nunca ha servido para nada; puede mirarlo cara a cara,
al descubierto. Puede mirar su rostro opaco, que da lás-
395
tima; su rostro de borracho que da lástima; su cuerpo
adormecido que se estremece y se tambalea sobre la silla
del caballo. El pueblo cordobés puede mirar la piel de
cera del Califa, su piel reseca, mustia, que parece la piel
de un moribundo.
Hisham II -Mu’ayyad bi- llah es presentado ante su
pueblo con regias vestimentas y las insignias califales.
Me causa pena su tragedia; me da pena mirar su figura
marchita y prematuramente envejecida. El Ministro Al-
manzor cabalga al lado suyo; va erguido como siempre,
alzado en su caballo, victorioso, lleno de gloria y de
prestigio. Los dos hombres ingresan en la Gran Mezqui-
ta, donde se prosternan y hacen oración. Y después par-
ten hacia Medinat al-Zahira, la Ciudad Brillante, donde
han de confirmarse – con las firmas de ambos y los se-
llos reales - las funciones de Hisham II como Califa-de-
Mentira, y el dominio perpetuo de Almanzor, el Tirano.
También yo voy en el desfile. La gente se amon-
tona en las esquinas para verme pasar y señalarme con
los dedos. “¡Es ella! - dicen - la Sultana de Córdoba...”
La gente se amontona para mirarme, para compadecer-
me y reírse de mí. También yo voy en el cortejo, que es
el cortejo de mi muerte.
396
Tal vez un día cercano, en una corta comitiva luc-
tuosa, irán llorando las plañideras. Tal vez un día cer-
cano, junto a mis despojos, Almanzor caminará descalzo
y rezará devotamente las oraciones fúnebres. Tal vez
dará ante mi tumba una magnífica limosna para los cie-
gos y los desamparados. Simulará que tiene una gran
aflicción ¡Será una nueva burla a mi recuerdo!
También yo he desfilado durante el viernes de la
tristeza, junto con todo el pueblo de Córdoba. No me
verán más nunca, lo prometo. También yo he desfilado
en el regio cortejo; pero esta vez vestida de mí misma,
con el cuerpo cansado, doblegado, y mis harapos de li-
mosnera.
397
Golpes de viento
Ahora me siento derrotada. Estoy enferma, demasiado
enferma, y ya comprendo que mi final está cercano.
Desde el día desgraciado del cortejo, cuando me despedí
de la ciudad de los placeres y de la gloria y vestí mis
harapos de limosnera, he padecido varios desmayos y
cada vez me cuesta más esfuerzo restablecerme.
Mi enfermedad no tiene causa ni tiene nombre y
la he llamado “golpes de viento”, y así la llaman los
doctores que vienen a verme casi todos los días.
Los repetidos golpes de viento han hecho estra-
gos en mis huesos y me cuesta trabajo ponerme de pie.
Es un golpe violento que se queda clavado en la cintura,
que martiriza la cintura, que ataca las rodillas y las es-
paldas. El zumbido de los oídos me atormenta. El parlo-
teo en los oídos me debilita, cuando pretendo conciliar
el sueño y tener un momento de paz. Los calambres me
paralizan por instantes. La fiebre sigue persiguiéndome
y me encierra en su círculo de fantasmas y alucinacio-
nes.
Ya no llevo el recuento de los hechos. Tardes y
noches son la misma cosa en esta turbulencia que me
398
circunda. Los doctores vienen y se alejan. (Yo todavía
soy la Sultana, y alguien se tiene que apiadar de mí…).
Hablan a media voz y he escuchado decir, como en su-
surros, que no pueden salvarme. Las pesadillas se hacen
cada vez más frecuentes y aterradoras.
La vida se me viene en los golpes de viento, que
me nublan los ojos y me agudizan la memoria. Los re-
cuerdos vienen en bandadas, como ánimas en pena en
busca de consuelo. Yo busco alivio a la amargura.
Tengo pocos momentos de lucidez; ya no percibo
los colores, se me confunden los sonidos, ya no distingo
las distancias. Los recuerdos se vienen galopando, atro-
pellándome, tratando de imponerse unos sobre otros
para tener mi preferencia. La vida entera se me cae im-
petuosa como los torrentes; la vida entera viene y pasa
como golpes de viento que levantan la arena.
La fiebre llega esta mañana y no se aleja más. Ha
venido a quedarse, a instalarse conmigo en el dormito-
rio, para brindarme compañía. Los doctores se acercan y
se alejan sin hacer nada, sin comprender nada. Cuchi-
chean entre ellos; cambian la posición de mis almoha-
das, untan mi frente con ungüentos y pegan el oído a mi
399
corazón. Si no estuviera tan enferma me reiría en sus
caras… ¡Piensan que esas sandeces van a curarme!
De nuevo me hallo sola. Mi piel está encendida
como si echara llamaradas. Los labios me arden; me ar-
den las mejillas y los párpados. Arden los hilos del en-
tendimiento, y me voy arrastrando como puedo hacia el
cántaro de agua.
Unas siluetas silenciosas, vagas e imprecisas se
me acercan. Los reconozco; son ellos, los recibo con un
resto de llanto. Mis padres, mis hermanos, los seres más
queridos, han venido a cuidarme en esta hora última de
mi padecimiento. Veo sus rostros lejanos, veo sus ojos
perdidos como la tarde de su muerte, en la región de los
fríos intensos. Están sentados junto a mí, rodean mi ca-
ma, me sonríen y susurran algunas palabras que no con-
sigo definir. Mi madre me consuela, me acaricia, mitiga
un poco la tristeza.
Cuando desaparece mi familia, veo llegar a Al-
manzor. También él ha venido a consolarme en mi de-
solación. ¿Es verdad que lo veo? Froto mis ojos para cer-
ciorarme. Trato de incorporarme para recibirlo. ¿Es ésa
su figura, allí junto a la puerta? ¿Es ése su reflejo junto a
400
mi reflejo? Pero todo se pierde en un instante: su silueta
se esfuma, se diluye en el tiempo, me abandona.
Vuelve el golpe de viento. Ráfagas que regresan
con mayor bravura como el día lejano del vendaval que
se metió en mi casa de treinta escalones. Almanzor me
abandona. Vuelve el amor y el odio que he sentido por
él; todo el amor y el odio al mismo tiempo. Quedan po-
cos momentos de lucidez y debo aprovecharlos. No
quiero renegar de los recuerdos, de la miseria y gloria
de mi vida. Y regreso a los días de nuestro encuentro, a
mi alegría y mi incertidumbre, a mi pasión desesperada.
Regreso a las verdades en distintos momentos de nues-
tra historia, a las horas primeras de desconcierto, a las
primeras desilusiones, cuando escribí las cartas que
nunca quise darle, y hoy dejo resguardadas en mi pe-
queña arqueta de marfil. ¿Vendrá él a buscarlas? ¿Podrá
leerlas alguna vez? Hoy las quisiera recordar, una por
una…
Sigue a mi lado, Muhammad. No me nombres las horas de tu
pobreza, de tu desarraigo, porque ellas pertenecen a leyendas
muertas que no retornan. No me expliques tus sueños de
grandeza, cuando llegaste a la ciudad de los placeres, al im-
perio creciente de los reyes Omeyas, y juraste ser dueño de su
poderío.
401
- Escriban mis palabras, una a una - habías profetizado a tus
amigos - Seré el Señor de al-Andalus, el que todo lo puede y
lo domina.
No me indiques jamás tus desmedidas ambiciones, tu afán de
cabalgar por la cima del mundo, porque ya las conozco, las
veo crecer todos los días, con cada uno de tus pasos.
Sigo el impulso de los ángeles, cuando pretenden abarcar el
cielo, cuando quiero alcanzarte, pero no me dejas. Recuerdo
las montañas cuando me duele la tristeza. El azul de nostalgia
es el color de Dios.
Pero sigue a mi lado, Muhammad, y no te vayas nunca. Si me
conduces hasta la entrada del ocaso, tomaré el sol para ofre-
cértelo.
La luz de la mañana se recoge en la primera margarita. Se
concentra aquí mismo, en el rincón del limonero, el azahar
del limonero, su perfume. La luz de la mañana se recoge en el
rocío que nos circunda, que nos llena la vida de milagros.
Hoy yo podría entregarte el universo. ¡Es tanta el alma que te
debo! ¡Es tanto el cielo que me has dado! Si tocaras mis de-
dos … ¿lo imaginas? Mi mano entre tu mano. El mundo ente-
ro vibraría. Los volcanes serían luces de aliento para noso-
tros dos.
Nada tuve de ti hasta este día. Regresaste a buscarme, y com-
prendimos.
He soñado contigo, Muhammad. He soñado que vienes por
los senderos que los dos hicimos, entre los arreboles y las
mañanas del otoño. He soñado tu risa. La alegría de tus ojos
que otra vez me miraban, desde el comienzo.
He soñado contigo. Con la caricia de tu mano, el roce de tu
mano, la aventura magnífica de tu mano en mi hombro.
402
Era un juego de encuentros, de ausencias y presencias, de
sutiles hallazgos. En los jardines de la medina, en el bosque
escondido, en el agua que baja de la sierra.
He soñado contigo, Muhammad. Y me despierto desamparada
Todo es inútil, ya lo he comprobado. ¡Ya no es posible que te
quiera más! Ya no vale la pena que inventemos, que yo inven-
te una historia de migajas que una vez entregamos a los men-
digos. No es ya posible Muhammad. Y todavía te necesito.
Siento deseos de estar en un momento eterno de tu escondite
donde aprendí a encontrarte. ¿Vienes tal vez a verme? ¿Has
escuchado la respuesta de tus rencores?
He venido a cobrarte las cuotas del cariño. Son varios los
inviernos que han pasado.
Los años del amor, aún me los debes.
Se quedan las historias en el día primero, cuando viniste al
centro de mi vida.
Eran las vísperas de mis alegrías, las vísperas de hallarnos.
Tus ojos me enseñaron las nuevas dimensiones del infinito. Tu
palabra fue símbolo de mi renacimiento. Renací en esos res-
plandores. Y se quedaron las historias de los días primeros,
cuando viniste.
Te respiro, te siento, te consigo en instantes no repetidos, en
los rincones que conoces, en las ventanas que te dan la luz.
Te respiro, te siento, en la avenida de las margaritas, en la
mañana de verano que recién amanece, y que marca las ho-
ras sin regreso.
Viene otra vez la incertidumbre, la desazón prendida de la
incertidumbre, la nostalgia de días donde podíamos acercar-
nos. Fue allí, tal vez, el encuentro secreto de los labios, el
comienzo absoluto de la vida. O fue antes aún de que tú te
403
alistaras en la legión de servidores del Alcázar, y eras tan
sólo un escribano, recién llegado de los arrecifes.
Nada jamás me hacía presentir el rumbo que llevaban nues-
tros pasos. Yo levantaba mis dos manos para favorecerte y
quise señalarte como guardián y preceptor de mi pequeño
hijo. Pero el Príncipe Niño no habría de durarme sino el vue-
lo pausado de la mariposa, que detuvo su vida en la primera
flor del campo.
Se le acabó la vida al Príncipe, cuando apenas tenías la mi-
tad de mi nombre.
Ya no se entienden las mañanas si no estás conmigo. El uni-
verso no amanece: se queda suspendido en intento de luz. Las
horas mías se quedan detenidas en el instante último de nues-
tra despedida y las blancas estrellas desaparecen del firma-
mento.
¿Qué me queda de ti? Nada más los reproches. Nuestra aven-
tura de silencio se vio una vez iluminada con la voz pura del
corazón. Ese lenguaje del amor lo comprendíamos. Ese len-
guaje del amor lo inventamos los dos, entre los dos silencios.
¿Qué me queda de ti? Una mirada tuya, noche de plata. Una
tristeza mía que se va al vacío.
No es posible, Almanzor; la ilusión no me sirve. Para nada
me quedo ilusionada con tu regreso, porque no vuelves. Para
las ilusiones no me sirves. No quiero estar presente cuando
comience el desengaño, cuando me digas que nada queda de
aquel día, que la ilusión fue pasajera, que los años pasados
fueron pasajeros. Que la verdad es el olvido.
Ni siquiera me queda el desconsuelo de la mentira, porque
nunca mentiste. Ni siquiera mentiste cuando murió el Califa.
No me mentiste bajo la luna. Fui solamente yo, quien quiso
aprisionar una verdad que no existía, que no había existido.
Nunca me lo dijiste, pero yo imaginaba, veía maravillas.
404
Yo tomé de tus ojos unos fuegos primeros, unos instantes de
domingo, unas lunas de antes, que me iluminaron. Y quise ser
intérprete de los rayos que pasan, de ilusiones que pasan, sin
que nos demos cuenta.
Nunca será posible. Las ilusiones no serán posibles.
Almanzor ya no viene hasta mi soledad que nada cuenta.
Voy a creer en ti hasta que te me hundas en la muerte. Hasta
que yo esté hundida dentro de la muerte, creo en ti. La tarde
dice que no vuelves. Mala sombra me cubre, en esta hora del
desengaño. La eternidad no importa, si no estoy contigo.
Ya escogiste a mi hijo para la condena. Escogiste su nombre
para hacerlo llegar hasta el martirio. Eres tú el responsable,
no vayas a negarlo.
Recae en ti la culpa del hijo que he traído hasta el altar de los
sacrificios.
Creo en ti una y otra vez, porque me has convencido, me si-
gues convenciendo.
Creo en ti, Almanzor, mas no tengo derecho de creerme.
Si nos quedamos en la primera hora de la tarde, las amapolas
no mueren nunca. Si inventamos el día, cuando el sol se ha
escondido, el mundo no anochece, sino que sigue claro en luz
de vida. Si vamos caminando con esperanza de mediodía, no
se nublan los campos, sino que reverdecen en la flor del ve-
rano.
Nada puedo ofrecerte sino mi pasado, la lozanía que tuve, el
encanto que fueron mis días mejores, la distancia en el tiem-
po, el divino tesoro.
Tú no quieres venir, ya no regreses. Ya no quiero que vuelvas,
Almanzor. Ya se me acaba el corazón con lo que te he queri-
405
do. Ya no te encuentro ni te busco, porque nunca te he halla-
do. ¡Ya no vale la pena que te quiera más!
¿Qué me queda de ti?
Un poema de amor que me escribiste, y una luna que pasa,
que me deja.
Si la historia siguiera, tal vez entenderíamos. Pero se rompe
todo y no se dice nada. La sonrisa de ayer, la de hace años,
queda marchita para que todo se destruya.
Es necesario que te vayas; no importa si me quedo. La verdad
del adiós está presente en esta despedida sin regreso, que ya
se ha hecho necesaria.
Sigues huyendo y ya no te detienes, Almanzor. Ni siquiera
consigo los primeros pasos que anduvimos juntos. Pero nunca
te has ido, y soy yo ahora quien rechaza los besos que tuve de
ti. Nada vuelve a lo mismo. Todo se nos diluye. Se esfuma la
palabra.
¡Quédate, no te vayas! Ya sé que fui un momento en el ascen-
so de tu vida, en el ascenso de tu poderío. Que los árboles
viejos del Guadalquivir fueron testigos de aquellos juramen-
tos que se perdieron en las aguas.
Te libero, Almanzor. Te libero del cielo que ya no se extiende,
del cielo mío que jamás se extiende, porque llegó a un azul
inusitado, a las estrellas más auténticas, llegó hasta el centro
de todos los soles, y se apaga, se apaga...
De nada sirve que te olvide, porque nunca te olvido. De nada
sirve esta tristeza, que no tiene descanso, que no tiene un mi-
nuto de silencio. De nada sirve el desconsuelo, eternamente el
desconsuelo, y el grito que se pierde en la distancia y el va-
cío.
406
Ahora quieres venir, cuando ya no te espero. Cuando no sue-
nan las palabras de los días felices, ni se mecen las flores del
verano. Ahora quieres venir, cuando el regreso es una letra
muerta, sin sentido, que nada dice, nada quiere decir y nada
entiende.
Vienes ahora a mí, cuando ya es tarde, cuando ya no te espe-
ro ni te necesito, cuando el cielo está claro sin tu nombre,
cuando tu ausencia ya no duele. Cuando ya no es posible tu
regreso. Tu regreso a mi sombra, que alguna vez iluminaste.
Almanzor, no te culpo, mi vida no se entiende. Ella sigue va-
gando por los rincones de la desventura, por los rincones de
la incertidumbre que tú hiciste trazar.
Fui la esposa primera, la más reverenciada, Umm Wallad del
Califa, la Sultana del reino; la bienamada y poderosa, la
dueña de todo. Tuve mi primer hijo - una perla de oro que
acuné en mis brazos - pero la muerte lo empujó al abismo,
cuando el niño corría para alcanzarme. Fue un Príncipe ri-
sueño que pasó al olvido, que se quedó en ninguna parte, sin
detenerse en la memoria, sin gloria, sin abrigo, sin años, sin
pasado.
Entonces vino Hisham, el pobre hijo perdido, el pobre hijo
burlado, el Califa de nadie, el engaño, el caído, un pobre dia-
blo que quedó escondido atrás de las cortinas del Palacio.
Ésos fueron mis hijos, hoy te los presento. Y ésta es la suma
exacta de mi vida. El resumen completo de mi vida que ya
nada espera, que ya cumplió su ciclo último – estremecido
por la pesadumbre - y hoy se me termina.
Pasan las horas y se van volando, mientras releo
y guardo las cartas que una vez escribí para Almanzor.
407
Vuelan y pasan las palomas, desconcertadas, como si
Dios no las encaminara, como si Dios no les marcara el
rumbo, como si el día no me alcanzara para cubrirme de
remordimiento, como si en este desamparo se refugiara
la tiniebla.
Hoy me encuentro encerrada. No quiero abrir
una ventana que me muestre lo que fui una vez. Prefiero
esta penumbra, esta estación de ausencia, esta calma
que asfixia, este silencio. La luz y la penumbra pesan lo
mismo, en este encierro de mi corazón.
El olvido me ha dicho que me aleje, que ya me
han dejado, que la puerta de triunfo que una vez me
abrieron, ha sido clausurada, demolida. Que la historia
que hice se ha borrado del mundo.
Y sin embargo espero. No debo entregarme. Exis-
ten todavía unos antiguos cielos. Existen todavía los
azules intensos que enamoraron al Califa al-Hakam II al-
Mustansir. Almanzor sucumbía ante mi belleza. ¿Será
que todavía puedo hacerlo venir? ¡Qué ilusa sigo sien-
do!
Hoy me encuentro encerrada. He venido a hos-
pedarme junto a la Puerta de los Especieros, donde na-
die se acuerda de mí. Lubna, mi amiga profetiza, se ha
408
marchado de Córdoba y ha permitido que yo utilice su
vivienda. Aquí he permanecido, íngrima y sola, en esta
larga espera. Aquí me he refugiado para escribir mis
notas y describir las horas de mi partida.
Nada en el mundo se parece a mi desesperanza.
He sido pisoteada por esclavos endebles, que hace poco
besaban mis sandalias. He sido maltratada por los más
grises funcionarios de Palacio que hasta hace poco se
tiraban al piso al verme pasar.
Ahora me he aventurado en la condena, e inicio
el ciclo de la lejanía. Estoy recluida en una larga espera,
que no tiene final.
Esta trágica vida que se va y no vuelve, que se
aleja y se queda no sé dónde. Se me pierde, se pierde en
un sinfín de voces, de sonidos vacíos, de sensaciones
que ya están quemadas, vueltas polvo, basura.
La vida se me va sin entenderla, sin haberla en-
tendido, sin haberla aprehendido, sin haberla escuchado
cuando me habló una vez. La vida se me va sin haber
comenzado a descifrarla, a entender sus enigmas, sus
motivaciones; sin haber aprendido a mirar su misterio
409
insondable, sus absurdos inmensos, sus ambigüeda-
des… ¡El gran amor me desterró al olvido, mientras que
el desamor me ofreció el mundo!
Esta trágica vida que se va y no vuelve se ha de-
tenido en el camino, por donde van pasando mis can-
ciones, las mañanas tranquilas, los momentos felices; y
después pasan los engaños, las filas de traiciones, las
injusticias y atropellos, los deseos de venganza.
Esta trágica vida que se va y no vuelve se ha de-
tenido para mirar pasar las barcas en el río. Y ellas me
van mostrando las secuencias exactas de mi vida, de
toda mi vida, desde que pastoreaba mis rebaños en la
región de los fríos intensos, hasta el cortejo de mi muer-
te. Mi vida entera está pasando sobre las barcas; pasan
despacio las imágenes, nítidas y precisas, mientras yo
las retengo y las escribo.
Ha llegado el ocaso. El sol ya se ha escondido, en
esta tarde última, y apenas tengo tiempo de cerrar mi
historia.
Me he quedado vacía en estas horas de fracaso.
La juventud ya tiene que marcharse, se ha escapado ha-
ce tiempo. Se fue de mí sin que me diera cuenta, sin que
guardara sus destellos en un cofre encantado, sin que
410
me diera nada como muestra de que vivió conmigo.
Nada queda de ella, nada guardo, sino un aliento de
melancolía. ¿Deseas que ella perdure, al menos en la
hora de tu mayor miseria? ¡Y para qué la quieres, cuan-
do ya te quitaron la luna de oro! Vale más que conser-
ves, apretado en tu pecho, el signo del ocaso.
La ruina está por todas partes al final del milenio,
desde que vino al mundo Jesús de Nazaret. Es el fin de
los tiempos, según anuncian brujos y videntes, mientras
trituran oscuras hierbas, recién sacadas de los zanjones.
Este mundo inclemente que me dio la vida, bien
pronto va a quitármela. Es un mundo a pedazos, des-
membrado, donde todo ha perdido su primera parte, su
esencia íntima y primaria; donde nada perdura, más que
el agobio. Es un mundo a pedazos, lleno de rendijas ne-
gras y profundas, donde no caben más que las mentiras
y el desengaño.
La ruina está por todas partes. Ya no quedan ca-
minos ni caminantes, los huertos se secaron y se volvie-
ron matorrales, se acabaron los bosques, se acabaron los
árboles, y cayeron al suelo las estrellas. Ya no consigo
411
espacio para moverme; no consigo un madero para suje-
tarme; el piso de la casa se me cae, y regreso al momento
de la nada.
Debería derrocarme de la cumbre. Debería des-
peñarme hacia el barranco. Debería comenzar la cuenta
regresiva de las horas restantes. Debería convencerme
que las pisadas de la Muerte ya están resonando y se
aproximan a mi puerta. Debería revolcarme en tinta ne-
gra y perderme en la noche.
Tan sólo mis palabras pueden salvarme y redi-
mirme. Ellas están guardadas en los lugares míos, en los
mundos secretos y olvidados, cerca del arroyo. Ellas
perduran en las pequeñas cosas que compré en el Ras-
tro, en la lámpara antigua, el pájaro escarlata y en los
poemas de mi padre.
Ahí dejo mis palabras. Ellas se quedan recogidas
en las vasijas y alcarrazas, en la jarra de agua, en el cán-
taro último que llené en la fuente. Mis palabras se aíslan
de los hombres y se quedan guardadas, escondidas, has-
ta que alguno venga a rescatarlas.
412
Huyo de mí. Ya no encamino mis pisadas a nin-
guna parte y dejo que se vayan, que se pierdan, que va-
guen por los montes y viejos senderos. Mi corazón re-
chaza el aire que respira y lo devuelve al universo. Nada
quiero llevarme; nada me pertenece, nada tengo. Nada
pretendo, nada busco. Ya no quiero encontrarme ni en-
tenderme. No quiero hurgar en el pasado. La desventu-
ra me acorrala y huyo hacia el tiempo desconocido.
Mi hijo Hisham II me ha abandonado; ya ni si-
quiera pregunta por mí. En su vida y mi vida hubo un
negro designio que nos llevó a perdernos en la noche
oscura. El mundo se termina como una mancha de car-
bón, que no vale la pena recordar.
Mi hijo está perdido. Su historia es un puñado de
cosas pequeñas e insignificantes que todos rechazan. Mi
hijo es un recuerdo que causa dolor. Se me quedó en
puras esperanzas. Los sueños de grandeza que tuve pa-
ra él se quedaron hundidos en la mancha oscura.
Almanzor también me ha dejado. Hace ya tiempo
que no sé de él. Él cabalga seguro por sus caminos victo-
riosos. Ya no me necesita y me ha dejado. Ha logrado
encumbrarse; recibe todos los honores y se hace llamar
malik karim, el noble rey. Almanzor me ha dejado cuan-
413
do mi tiempo se termina, cuando el último sol ya se ha
ocultado. Ahora yo debo marchar sola, ahora debo par-
tir hacia no sé cuál cielo. Las promesas de Dios tampoco
cuentan.
Me retiro de luto, como los espectros. La capa ne-
gra me recubre el cuerpo y llega hasta la punta de los
pies. Avanzo en la penumbra, nadie puede verme. El
cabello se agita, se agiganta, en los perfiles de mi som-
bra.
Me amparo en la tiniebla de la medianoche; me
amparo en el silencio que avanza conmigo. Me sumerjo
en la noche que no tiene alborada. Y desaparezco.
Apéndices
417
Cronología
(Para la elaboración de la siguiente cronología, nos hemos
guiado por fuentes autorizadas, principalmente por la Historia
de los Musulmanes en España, de Reinhart Dozy y La Histo-
ria de España de Ramón Menéndez Pidal; Tomo IV, España
Musulmana, por E. Lévi- Provençal).
622 Acosado por persecuciones, el Profeta Mahoma aban-
dona la Meca, su ciudad natal, y se exilia en Yatrib
(posteriormente llamada Medina.) Esta emigración – la
Hégira – marca el inicio de la era musulmana.
661 Se funda la dinastía Omeya, en Damasco.
710 Primer desembarco musulmán en España. Los árabes
llaman al-Andalus, a la España musulmana.
750 Marwan II, último califa de la dinastía Omeya en
Oriente, es derrotado y muerto por Abu-l’-Abbas,
quien se convierte en el primer califa de la triunfante
dinastía Abbasí. Se inicia una cacería contra los prín-
cipes marwaníes, y todos los parientes de Marwan II
son ejecutados. Sólo dos príncipes Omeyas se salvan
de la masacre. Uno de ellos es ‘Abd al-Rahman, quien
restaura la dinastía Omeya en España.
755 Después de vivir una larga aventura de cinco años,
‘Abd al-Rahman llega a la tierra de al-Andalus.
756 ‘Abd al-Rahman I, llamado “el Inmigrado”, es pro-
clamado Emir.
792 Nace en Toledo ‘Abd al-Rahman II. Durante su reina-
do, llega a Córdoba el famoso músico y cantante
Ziryab, quien introduce en la corte el esplendor de
Oriente.
418
891 Nacimiento de ‘Abd al-Rahman III. Su madre es una
cautiva franca o vascona.
912 A los 21 años de edad, ‘Abd al-Rahman III, apodado
al-Nasir, sube al trono, como primer califa.
915 20 de enero. Nace el sucesor al trono, el príncipe
Abu-l-Asi al Hakam, hijo del califa al-Nasir.
936 Se inicia la construcción de la ciudad palatina Medinat
al-Zahra, “la ciudad de Azahara”, a cinco kilómetros
Córdoba, la capital del califato. Es dedicada por el ca-
lifa ‘Abd al-Rahman III a su favorita Azahara, cuya
estatua se encuentra sobre la puerta principal de la ciu-
dad-palacio. Pocos años después, el califa y su corte se
trasladan a la nueva y suntuosa ciudad. Medina Azaha-
ra es uno de los escenarios principales para las novelas
de Mariela Arvelo "Azahara y el Califa" y "la Sultana
Aurora".
940 Nace Muhammad Ibn Abi’ Amir, el futuro Alman-
zor. Oriundo de Algeciras, pertenece a una familia
árabe de buen linaje. Posee sólidos conocimientos ju-
rídicos y literarios y viaja a Córdoba para continuar
sus estudios. La mayor ambición de este talentoso,
perspicaz y calculador joven es conquistar un puesto
de honor en el Estado califal, hasta llegar a ser su due-
ño y señor. Algunos cronistas lo aluden como “un
hombre muy guapo, alto y bien formado.” Se habla de
la belleza del rostro de Almanzor y de la pasión que
despierta en las cordobesas.
961 El 15 de octubre muere el califa ‘Abd al-Rahman
III.
961 Sucede a ‘Abd al-Rahman III su hijo de cuarenta y
seis años al –Hakam II, segundo califa de al-Andalus.
Su reinado, de apenas quince años, es uno de los más
pacíficos y fecundos de la dinastía hispano-omeya. Al-
419
Hakam II, quien llega al califato con el título honorífi-
co de al-Mustansir bi-llah “el que busca la ayuda vic-
toriosa de Alá”, es un hombre de gran religiosidad y
cultura, un sabio magnánimo, amante y defensor de las
artes y las letras. El mismo año de su entronización,
ordena iniciar la ampliación de la Mezquita Mayor. Fí-
sicamente es poco agraciado; así lo describen los cro-
nistas: “este rubio rojizo, de grandes ojos negros, na-
riz aguileña, voz fuerte, piernas cortas y fornido cuer-
po, tenía, además, los antebrazos demasiado largos y
un perceptible prognatismo…” Cuando al-Hakam
sube al trono no tiene hijos y esta situación causa in-
quietud en la corte, puesto que la dinastía siempre ha
tenido un sucesor por línea directa.
962 Para alegría de todo el reino y principalmente del cali-
fa, una de sus concubinas, llamada Subh (“Aurora”,
en español), le da el hijo primogénito. El niño toma el
nombre de ‘Abd al-Rahman, como su abuelo al-Nasir.
Muere a los pocos años.
963 A pesar de ser un monarca amante de la paz, al-
Hakam se ve obligado a atacar una coalición de los
reinos cristianos, hostiles al califato de Córdoba. El
verano de ese año, se pone en persona al frente de la
expedición.
965 La favorita Subh -Aurora, le da otro hijo al califa.
Es el príncipe Abu-l-Walid Hisham. Aurora es una
joven cautiva, originaria de Vasconia, seguramente
llevada a Córdoba por los ejércitos califales, los cuales
- en sus permanentes excursiones de exterminio a los
reinos cristianos del Norte – traen como parte del bo-
tín, hermosas muchachas rubias para el harén del cali-
fa. (Los príncipes omeyas tienen predilección por las
mujeres de piel muy blanca y ojos azules). Aurora si-
gue una moda oriental y a veces se viste como un jo-
ven adolescente, por eso el califa suele llamarla Cha-
420
far, que es nombre de varón. Ahora Aurora es la umm
walad o “gran señora”, madre del Príncipe Heredero, y
poco a poco se convierte en la mujer más mimada, en-
vidiada e influyente del reino.
966 El califa, dichoso con su paternidad, dota a Aurora y a
sus dos hijos de grandes tesoros y propiedades. Aurora
solicita la colaboración de un intendente, para que ad-
ministre dichos bienes y le rinda cuentas directamente
a ella. Varios candidatos le son presentados y el favo-
recido es Muhammad Ibn Abi Amir, de 26 años, quien
pronto empieza a recibir el sueldo correspondiente. R.
Dozy nos dice “… la elección de este intendente de-
pendía, sobre todo, de la sultana Aurora, vascongada
de nacimiento, que tenía gran imperio en el ánimo de
su esposo.” Dozy también nos habla de la “influencia
casi ilimitada de Aurora en el ánimo de su esposo.”
Rápidamente, Ibn Abi Amir escala posiciones y en el
año 970, a la muerte del príncipe de ocho años ‘Abd
al-Rahman, se encarga oficialmente de la administra-
ción de los bienes de Hisham, el nuevo príncipe here-
dero. Este rápido ascenso del intendente, que ya ha
acumulado numerosos cargos de importancia y una
considerable fortuna, se deben, en gran parte, a la pro-
tección que le da Aurora, quien se dice que es su
amante; si no en este momento, sin duda después de la
muerte del califa, cuando ya sus relaciones sentimenta-
les se hacen evidentes.
966 Uno de los pocos incidentes que crean alarma en estos
tranquilos años, es una tentativa de desembarco de los
piratas Machus, daneses paganos que se acercan en 28
barcos. Pero las costas de al-Andalus están bien defen-
didas y los piratas no logran desembarcar.
972 Ibn Abi Amir se hace construir una suntuosa residen-
cia en la Rusafa.
421
973 Misión de Servicio de Muhammad Ibn Abi’ Amir a
Marruecos, con el título de Cadí.
975 El califa al-Hakam II, cuya salud se deteriora notable-
mente tras un ataque de hemiplejía, sufre de horribles
visiones y pesadillas.
976 Enfermo, debilitado y deseoso de asegurar la sucesión
de su hijo de once años, al-Hakam II ordena que se le
preste el juramento de fidelidad como su legítimo he-
redero. La ceremonia de juramentación se celebra el 5
de febrero. Ocho meses más tarde, el 1º de octubre,
muere el califa al-Hakam II, a los sesenta y un años
de edad. La mañana siguiente, el niño Hisham II, es
entronizado en el palacio de Córdoba como tercer
califa andaluz. Su tío, el inocente príncipe al-Mugira,
hermano joven de su padre, es asesinado por intrigas
políticas. Una semana después de la entronización, se
organiza un desfile militar, para mostrar al joven mo-
narca a caballo, ante los súbditos cordobeses. Ibn Abi’
Amir recibe el título de visir; Uthman al-Mushafí es
nombrado hachib o primer ministro, y Aurora es lla-
mada al-sayyida al-kubra, “gran princesa” (“Sultana”,
según Dozy).
976 A raíz de la muerte del califa y la subida al trono del
rey niño, los reinos cristianos del Norte comienzan a
hostigar a los musulmanes y hacen algunas amenaza-
doras incursiones. La princesa Aurora se preocupa por
el trono de su hijo, pero Ibn Abi’ Amir, su protegido y
amante, le promete devolver la calma en las fronteras,
si cuenta con los medios necesarios para la expedición.
Por orden de Aurora se abren las arcas reales y se or-
ganiza una gran campaña que se inicia en febrero del
año siguiente. Después de casi dos meses, el nuevo
general Ibn Abi’ Amir regresa triunfante a Córdoba.
977 Ibn Abi’ Amir inicia una brillante carrera militar con-
tra los reinos cristianos y año tras año lleva la victoria,
422
botín y cautivos a los musulmanes andaluces. Por otra
parte, en los diversos cargos que ostenta, hasta llegar a
hachib o primer ministro, desarrolla una increíble acti-
vidad en beneficio de los cordobeses, quienes sienten
por él admiración y agradecimiento. Desde el punto de
vista personal - y siempre apoyado por la princesa Au-
rora, a quien tiene absolutamente subyugada - Ibn Abi’
Amir da rienda suelta a sus ambiciones, elimina todos
los obstáculos, liquida a los personajes que le estorban
y deja libre el camino hacia la dictadura.
978 El primer día del año, Ibn Abi’ Amir se casa por con-
veniencia con Asma, hija del afamado general Galib,
quien tiene el puesto de mando en Medinacelli y ha re-
cibido del califa al-Hakam II el título militar de “po-
seedor de las dos espadas”. Aurora “que aparentemen-
te no era celosa”, invita a Galib a venir a Córdoba con
su hija; el matrimonio es celebrado con gran pompa.
Posteriormente, Almanzor contrae nupcias con la prin-
cesa cristiana ‘Abda, hija del rey de Pamplona Sancho
Garcés II; En el 993 se casa con la princesa Tarasia,
hija del rey de León. Bermudo II. El califa Hisham II,
un joven rubio de ojos azules, es, en este momento, un
adolescente listo y entendido, y sus maestros lo consi-
deran inteligente. Sin embargo, el joven monarca es el
mayor estorbo para el poderoso Ibn Abi’ Amir, quien
convence a la princesa madre de que lo mejor para su
hijo es mantenerlo alejado de los problemas de Estado
- para lo cual no tiene edad ni preparación - y dejarlo
recluido en el Alcázar, dedicado al descanso y a la vi-
da fácil. El hachib, con el tácito consentimiento de Au-
rora, permite el paulatino atontamiento del muchacho
y la anulación de sus facultades. La sultana Aurora se
da cuenta demasiado tarde de la cruel maniobra que
Ibn Abi’ Amir ha hecho contra su hijo. Desde ese
momento sus relaciones comienzan a enfriarse.
423
979 Para dar muestras de su fe (que había sido cuestiona-
da) y para congraciarse con los alfaquíes de Córdoba,
Ibn Abi’ Amir ordena que sean arrojados al fuego cen-
tenares de libros de la grandiosa biblioteca de al
Hakam II, por ser considerados contrarios a la ley is-
lámica. Mientras tanto, en la corte se murmura sobre la
conducta irregular de la princesa Aurora, y se comenta
que está embarazada de su protegido y amante. En este
año, Ibn Abi’ Amir inicia la construcción de al- Madi-
nat al-Zahira, “la Ciudad Brillante”, que será la nueva
ciudad administrativa. Para su construcción, el hachib
elige el sitio de una vieja predicción, señalada como
asiento del nuevo soberano de al-Andalus. Se constru-
ye un regio palacio fortificado, además de casas, ofici-
nas, cuarteles, almacenes, caballerizas etc. A partir de
entonces, el Alcázar de Córdoba y Medinat al-Zahra
pierden toda importancia y las decisiones de Estado se
toman en al-Zahira. Para aislar más al califa, el primer
ministro hace público el anuncio de que Hisham II
desea dedicarse a la vida de piedad y oración. Como si
fuera poco, manda a construir una gran muralla con
doble foso, alrededor del Alcázar de Córdoba. Nadie,
ni siquiera su madre, puede visitar al monarca sin pre-
via autorización.
980 Ibn Abi Amir se instala en al-Madinat al-Zahira. Em-
pieza una nueva etapa en su carrera pues asume la di-
rección completa del Estado y se rompen las relacio-
nes normales entre Hisham II y su primer ministro.
Comienza el “reinado” de veinte años del dictador
Muhammad Ibn Abi’ Amir, campeón de la Guerra
Santa contra la España cristiana. Son veinte años du-
rante los cuales al-Andalus goza de gran tranquilidad,
seguridad, justicia y prosperidad. El hachib adopta en-
tonces un sobrenombre honorífico: al-Mansur bi-llah,
Almanzor, “el victorioso por Alá”.
424
996 Por iniciativa de la Sultana Aurora, madre del “monar-
ca fantasma” que ya tiene treinta años y lleva una vida
muelle y afeminada, hay una tímida tentativa por reco-
brar el reinado de Hisham II. Aurora no se da por ven-
cida, “tiene voluntad de hierro” y de antigua amante
de Almanzor se ha convertido en su peor enemiga.
Junto a sus aliados, planifica un golpe de Estado, para
destituir al usurpador y restablecer la autoridad del le-
gítimo rey. Se necesita mucho dinero para llevar a ca-
bo el proyecto, por eso Aurora y sus colaboradores sa-
can de las arcas del Alcázar grandes cantidades de
monedas de oro. Éstas son metidas en vasijas de barro,
que se completan luego con miel o confitura de frutas.
Pero son descubiertos por la policía secreta de Alman-
zor, y el plan se viene abajo. Aurora se da por vencida.
996 Almanzor organiza un gran cortejo para pasear al infe-
liz califa Hisham II ante los ojos de los cordobeses, la
mayoría de los cuales jamás lo había visto. Lo hace
desfilar a su lado, con cetro y turbante, por las princi-
pales calles de la capital. Hisham II delega todo su po-
der en Almanzor.
999 Quincuagésima campaña de Almanzor contra la Espa-
ña cristiana. En todas ha salido victorioso. Aumentan
sus muestras de religiosidad y guarda en una caja es-
pecial el polvo que queda en su ropa, después de las
batallas de la guerra santa. Ordena que después de su
muerte, cubran su sepultura con este polvo, para ase-
gurar su entrada al Paraíso.
999 11 de diciembre. Muere la Sultana Aurora, al-
sayyida al-kubra. Se afirma que Almanzor asistió a sus
funerales, caminó descalzo y dio muestras de gran pe-
sar.
1002 10 de agosto. Muere Almanzor en Medinaceli, al
regreso de una campaña militar.
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1008 Muere al-Muzaffar, hijo y sucesor de Almanzor.
1009 Estalla una violenta revolución - la fitna - que pone fin
al Califato Omeya de Córdoba. Al-Andalus es dividido
en pequeños reinos.
1010 Los beréberes saquean e incendian la ciudad palatina
de Medinat al- Zahra. También Medinat al-Zahira es
saqueada y quemada. Esta última ciudad desaparece
por completo, sin dejar rastros.
1013 Algunas fuentes afirman que este año fue asesinado
Hisham II, después de un segundo “reinado” de tres
años. Parece que sus últimos meses vivió miserable-
mente en Almería, como jornalero o aguador. E. Lévi
– Provençal dice al respecto: “Lo cierto es que la ca-
rrera soberana del tercer califa andaluz terminó lo
mismo que había transcurrido desde el día, ya lejano,
de su ascensión al trono: en las más gris y absoluta
mediocridad…”
1232 Granada se convierte en la capital del emirato Nazrí, el
último reino musulmán de la península Ibérica.
1492 2 de enero: Tras la rendición de la ciudad de Granada,
el último rey moro, Boabdil, la abandona junto a su
familia.
1492 6 de enero: Los Reyes Católicos hacen su entrada
triunfal en Granada. La población musulmana debe es-
capar al África. Termina la dominación árabe en Espa-
ña.
Ilustraciones
Nota: Todas las ilustraciones de este libro, excepto el Plano
esquemático de Medina Azahara, se tomaron de la Wikipedia
en español (https://es.wikipedia.org) bajo la figura de licencia
libre.
Mapa de la Península Ibérica alrededor del año 1.000
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Arte de Medina Azahara
Cierva de bronce,
Surtidor
Bote de marfil, fabricado
en 964 (perteneció a Subh)
Aguamanil zoomorfo
Página del Corán
“Al-andalus” en grafía árabe
Medina Azahara,
vivienda de la alberca
Indice
Comentarios necesarios sobre la obra ...................................................... 6
Introducción ............................................................................................... 8
La Región de los Fríos Intensos
Las montañas ....................................................................................... 11
Del río hasta el vendaval ...................................................................... 22
Melancolía ........................................................................................... 46
El anillo ................................................................................................ 66
El carretero .......................................................................................... 83
¡Llegan los moros! ............................................................................... 97
Resplandor de la Gloria
Córdoba ............................................................................................. 113
Duelo en el reino ................................................................................ 144
Umm Wallad, la gran señora ............................................................. 161
De Pastora de Cabras a Sultana
El pequeño príncipe............................................................................ 185
En Medinat al-Zahra .......................................................................... 205
Tiempo de paz .................................................................................... 218
El desdichado Hisham ........................................................................ 233
El intendente ...................................................................................... 246
Malos augurios que se cumplen ........................................................ 258
Renacer del hechizo ........................................................................... 269
Las visiones y muerte del califa .......................................................... 281
El califa niño ....................................................................................... 297
Vanas Ilusiones
Ya no se justifica la distancia ............................................................. 307
El amor y la guerra............................................................................. 316
Almanzor, el victorioso ...................................................................... 338
Medinat Al-Zahira, la ciudad brillante ............................................... 356
La Capa Negra
Voces de la amargura ........................................................................ 369
Las botijas de oro ............................................................................... 388
Golpes de viento ................................................................................ 397
Apéndices
Cronología.......................................................................................... 417
Ilustraciones ....................................................................................... 427
Indice ...................................................................................................... 433
La autora
Mariela Arvelo nació en
Caracas y es Licenciada
en Letras por la Universi-
dad Central de Venezue-
la. Su obra literaria com-
prende los siguientes títu-
los: Vitrales, relatos
(Mención de Honor Pre-
mio Municipal de Litera-
tura 1976); El Trueno fue
una de mis Tumbas, no-
vela, 1979; Akaida, una
novela en torno a los
waraos (Mención de Ho-
nor, Premio Municipal de
Literatura 1981); Orasi-
mi, novela sobre los Ya-
nomami (Premio Munici-
pal de Literatura 1982);
Irena 1987, sobre los
Barí. Con esta novela
cerró su trilogía indígena. M.A. es “Honorary Fellow in Wri-
ting” por la Universidad de Iowa, USA y su obra ha sido estu-
diada en diferentes instituciones de Venezuela y España.
En 2004, la autora publicó la novela Azahara y El Califa, la cual
se desarrolla en la España musulmana del siglo X. La Sultana
Aurora prolonga la misma temática y la proyecta hacia el futuro.
En 2016 se publicó el libro de M.A. El Caballero Andante y La
Pluma de Oro, sobre el periodista y político venezolano, Rafael
Arévalo González.
Actualmente (2017), la escritora trabaja en un libro de memorias
sobre su padre, el poeta Alberto Arvelo Torrealba.
La escritora en Granada, España