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La Sultana Aurora Mariela Arvelo

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La Sultana Aurora

Mariela Arvelo

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La Sultana Aurora

Mariela Arvelo

2017

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La Sultana Aurora

Mariela Arvelo

Diseño gráfico: Gustavo A. Rodríguez

Hecho el depósito de ley

Primera edición (ebook): 2017

Depósito legal: LA2017000005

ISBN: 978-980-12-9310-1

© Mariela Arvelo

Todos los derechos reservados

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A la memoria de mi hermano Alberto,

quien me enseñó el camino de los resplandores

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Comentarios necesarios

sobre la obra

Esta novela se desarrolla en España, en la segunda mitad del

siglo X. La primera parte, donde se narra la infancia y juven-

tud de Aurora, la principal protagonista, es completamente

ficticia. No obstante, está centrada en el momento histórico

preciso y es fiel (en la medida de lo posible) a la descripción

del ambiente físico y humano y a las variadas manifestaciones

culturales (costumbres, tradiciones, supersticiones, rituales y

leyendas) de una pequeña aldea en el Norte cristiano.

El resto del libro, el cual se desarrolla en al-Andalus - la Es-

paña musulmana, cuya capital era Córdoba – contiene, por

supuesto, una gran parte de ficción. Sin embargo, está susten-

tado en una base histórica evidente. Cabe aquí destacar que

Aurora (“Subh”, en árabe), no era sultana, en el sentido estric-

to de la palabra, como lo fueron las esposas de los sultanes

turcos y de otros príncipes mahometanos. Fue el sabio arabis-

ta Reinhart Dozy, en su famosa obra sobre los musulmanes en

España, quien tradujo como “Sultana” el título honorífico de

Aurora, esposa preferida y a la vez madre del príncipe herede-

ro del Califa de Córdoba, al - Hakam II al – Mustansir.

Es importante señalar que este libro es la continuación de

"Azahara y El Califa", novela que la autora publicó en el año

2004 y cuyos protagonistas son el primer Califa de Córdoba,

‘Abd al-Rahman III y Azahara, su muy amada favorita.

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Introducción

Diciembre del año 999

Hoy recuerdo mi historia. Son tantos los caminos que he

transitado, tantos los desengaños que he vivido, tan inmensa

la gloria, tan duras las caídas, que cuando ya he quedado sin

aliento, sola y perdida, agobiada de rabias y de miedos, me

dispongo a escribir.

Soy la Sultana Aurora. Mi vida ha comenzado varias veces y

varias veces ha finalizado. Dos de los hombres más podero-

sos de la Tierra, me marcaron el alma con sus sellos distin-

tos; amor y desamor que se vinieron juntos, hasta el centro

absoluto de mi fracaso.

Tal vez perdí los signos de la cordura. Persistí en la vengan-

za, en la ponzoña de la venganza que aún me duele. Hoy re-

cuerdo mi historia sin avergonzarme, sin arrepentirme. La

recuerdo y la escribo en el ahora, en el presente de los re-

cuerdos. La escribo día por día, desde el instante de mi infan-

cia, en la frescura de las montañas. La recuerdo y la escribo

cuando ya estoy muriendo, cuando ya nada existe, y me en-

cuentro en el límite del mundo, encerrada en la noche.

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Primera Parte

La Región

de los Fríos Intensos

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Las montañas

He separado mis montañas. Las mías son de rubíes y

esmeraldas y otras piedras preciosas que se quedan

prendidas en las cumbres. Las mías tienen los bosques

más espléndidos, por donde yo camino cuando comien-

zan a cantar los gallos. ¡Las otras son de los demás!

Nací bajo el amparo de la Santísima Virgen de los

Jacintos, en una villa aislada, de las que nacen bajo la

lluvia en las tardes de invierno, de las que nunca se han

quejado de su mala suerte, y siempre mueren de aban-

dono.

Mi historia empieza el año de los azulejos, en una

casa blanca de treinta escalones, vecina del castillo y del

monasterio. Mi historia empieza a abrirse como la flor

del río que se va lejos, que se pierde a lo lejos y jamás

regresa.

Las mañanas de sol me han amparado en este in-

vento mío de la vida, que conserva el perfume de las

encinas y los pinos, de los jazmines del verano y la tierra

mojada por la llovizna de la noche.

Mis padres son de los peñascos, de las lejuras

empinadas, nacidos en los riscos como los torrentes. Mis

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padres conocieron los límites del cielo, cuando alzaron

los ojos hacia el firmamento y vieron el inicio de las es-

trellas.

He separado mis montañas. Las hice con mi voz

en el transcurso de los días felices. Las hice con palabras

de alegría, en las mañanas más iluminadas. Son las

montañas de ásperas pendientes, son las montañas de

elevadas cimas, por donde voy, entre los árboles, a que-

darme tranquila con mis pensamientos.

Los pastores ya vienen acercándose. Adivino sus

pasos en los linderos del crepúsculo. Adivino la risa de

los pastorcitos que vienen retozando junto a los mayores

y entonan cantos viejos, romances de otros tiempos, que

han aprendido de los abuelos. Adivino que llegan los

pastores; ya los oigo.

Oigo las flautas dulces sonando en la cañada,

acompañadas por el balido de las ovejas. Su sonido se

alarga hasta llegar a los sembrados y meterse en las ca-

sas de los labradores; su sonido se estira hasta los mon-

tes más azules.

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Oigo los cantos del regreso, cuando los hombres

bajan de los fríos intensos, donde han permanecido des-

de un día impreciso. Los pastores regresan con el canto

de amor en la garganta. Cada uno se viene con la ilusión

por la mujer querida, la que le roba el pensamiento, la

que lo cuida lo comprende, y lo espera esta noche junto

a la lumbre.

Es canción del retorno, del reencuentro. La can-

ción del pastor que se cansó de andar en soledad y llega

presuroso, en la impaciencia del abrazo. Es la canción de

la esperanza que baja de los bosques.

Pero uno de los hombres canta al infortunio. No

llega al pueblo con los otros, sino que permanece en la

distancia, apartado y perdido y se avergüenza de su

desgracia. Me acerco a él en silencio, y escucho su can-

ción, que es un lamento melodioso. Me conmueven sus

versos desgarradores. La mujer de su vida lo ha enga-

ñado. El pastor canta y llora. El pastor canta al descon-

suelo que le han dejado, a la llama de fe que le han qui-

tado. Le canta al desencanto y al olvido.

Hoy ha llovido todo el día. Ha llovido en la sierra

toda la semana, el mes entero. La lluvia nos envuelve,

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nos circunda, nos sumerge en su centro y nos domina.

Con la lluvia infinita que no cesa, el bosque se hace im-

penetrable.

Pero yo subo a la montaña, a los bosques de ha-

yas y de encinas, y me lleno de lluvia, de las verdades

de la lluvia, para escuchar las voces de las aguas. Es un

ritual secreto, un convenio de siglos que yo he cumplido

todos los años, desde que vago en estas soledades.

El paisaje nublado borra el firmamento. Los va-

lles siguen, bien extendidos en la tarde, y los montes de

piedra abruptamente caen a mis espaldas. Sigo un ca-

mino despejado, que va detrás del río por el desfiladero.

Algunos animales huyen despavoridos por miedo a los

relámpagos. Los más desprevenidos quedan hundidos

en el lodo.

Una docena de hombres – con las bragas estre-

chas y los mantones ensangrentados - bebe la sangre de

un caballo. Es el caballo de pelaje rojo, el mismo que

saltaba las barreras y estaba acostumbrado a los abis-

mos. Reconozco su piel que yo una vez acariciaba, y sus

dos ojos muertos que ya no me miran.

Las manos de los hombres todavía sostienen los

cuchillos-cortos y las espadas. No me han visto y prosi-

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guen la antigua ceremonia de los primeros hijos de la

intemperie. La lluvia trae la sangre del caballo hasta la

planta de mis pies. Me inclino a recogerla y bebo yo

también el agua-sangre.

El viento trae las notas de un instrumento extra-

ño, que yo jamás había escuchado. Recuerdo las pala-

bras de un viejo de la aldea:

- En la estación de las tormentas, niña Aurora, la san-

gre del caballo es nuestra protección…

Regreso a casa con los ojos cubiertos de lágrimas.

Lloro por el caballo de pelaje rojo, y la lluvia se lleva mi

llanto quién sabe hacia dónde. Paso frente al castillo y

me quedo mirándolo, como tantas veces. ¡Jamás me can-

so de mirarlo!

¡El castillo, el castillo! En las almenas, los arque-

ros vigilan día y noche. Los centinelas van y vienen, an-

dando y desandando el camino de ronda, en toda la ex-

tensión de la muralla.

Las tropas enemigas de los “demonios-de-

turbante” pueden venir de cualquier parte, eso dicen,

pueden aparecer un minuto cualquiera, entre el amane-

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cer y el filo oscuro de la medianoche. Mientras llegan, si

llegan, el castillo se impone en el centro del mundo. ¡El

castillo, el castillo! Una posesión mía incuestionable,

regalo de mi fuerza protectora.

Siempre he sabido que la existencia del castillo ha

sido indispensable para que yo persista en empinarme,

en mantenerme alerta como las águilas, en mantenerme

llena de ilusiones. Sus muros se levantan para llevar mis

ambiciones hasta el firmamento, para llevar mis peticio-

nes a la esfera más alta del firmamento, donde Dios ora

y calla.

Nuestras pequeñas casas y nuestros escondites se

han dejado caer a los pies del castillo. Se han echado a

los pies de los claveles del castillo, de la roca maciza que

lo sostiene. Los niños de la aldea nos dejamos caer a los

pies del castillo, como si fuéramos violetas rotas por el

viento.

Sigo el camino de las cabras y subo por la cuesta,

monte y peñasco arriba. Me detengo, como todos los

días, para ver el castillo desde la misma altura de mi

cabeza. Lo tengo justo frente a mí. Espío entonces. Escu-

driño minuciosamente con la mirada, apagando los ojos

para agudizarlos. Aparto con las manos varios rayos de

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sol que me enceguecen. Los aparto y se van. Miro a mis

anchas.

En el transcurso de los años he aprendido a ob-

servar las diferencias; a distinguir los más mínimos

cambios que suelen operarse en el castillo. Conozco al

duque y la duquesa que habitan en la torre-fuerte. La

delgada duquesa se viste casi siempre con túnicas sin

mangas de colores intensos – fucsia, granate, azul añil –

ceñidas en el talle por cinturones largos que caen en fle-

cos; y cubre sus espaldas con mantones bordados, de los

mismos colores de sus vestidos. Y ya me lo he jurado:

¡Algún día tendré trajes tan lindos como ésos! Y porque

la duquesa está casada y pertenece a noble cuna, se cu-

bre la cabeza con tocados muy rígidos y engominados,

para que no se asome ni siquiera una hebra de su cabe-

llo. Yo pienso: ¡Qué incomodidad!, mientras toco mi pe-

lo que flota en el viento…

Conozco uno por uno a los sirvientes del castillo:

al cocinero de las salsas, que es gordo y calvo y mete sus

manazas en los calderos, y después se chupa los diez

dedos, para probar lo que cocina; al que se ocupa de los

manteles, que es flaco y encorvado; a los guardias ar-

mados, a los mozos de cuadra, al capellán de la capilla.

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Se movilizan alborotadamente, como hormiguitas del

hormiguero, por cocinas, establos, almacenes, y patios

de honor.

Desde lejos he visto dos niños - los pequeños du-

ques - en un jardín rodeado de buganvillas. Ella debe

tener la misma edad que yo y él es más pequeño. Me

hacen señales para que vaya a jugar con ellos, porque se

encuentran solos, sin amigos, encarcelados en el castillo.

Desde la misma altura los saludo y prometo que pronto

iré a encontrarlos. Y parece mentira: ¡Siento pena de

ellos! ¡No cambiaría por nada mi libertad!

Con mi visión de ave rapaz he penetrado en el

castillo por las ventanas que están abiertas. Y contemplo

la alcoba principal, la más amplia y lujosa de la torre-

fuerte: puedo ver varias sillas de marfil, dos veladores y

la gran cama encortinada, donde los duques duermen y

suspiran. Y me doy cuenta que los pisos han sido recu-

biertos con albahaca y menta, recogidas al borde de los

ríos. ¿Serán alfombras perfumadas? ¡Dios mío, qué ri-

queza!

Sigo el camino de las cabras; voy subiendo. Me

detengo un instante para descansar porque mi pensa-

miento me fatiga. Me fatigan las cosas que existen den-

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tro del castillo y yo no tengo... ¡Alguna vez tendré una

cama encortinada! ¡Ya me lo he prometido!

Los sirvientes encienden el fuego al amanecer.

Todos empiezan a moverse como hormiguitas, mientras

el humo se levanta en siluetas livianas, hasta tocar las

nubes. Los arqueros vigilan noche y día sin descanso;

miran de un lado para otro sin hallar sosiego. ¡Están

alerta a la llegada de los moros! Ha llegado la hora del

cambio de guardia y van a descansar los que pasaron la

noche en vela.

Sigo el camino de las cabras; tras ellas voy su-

biendo porque soy la pastora de mi rebaño. Dejo atrás el

castillo y me olvido de él hasta mi hora de espionaje del

día siguiente. ¡Qué sería de mi vida sin el castillo! ¿Qué

novedad encontraré mañana?

Hoy logro ver al duque Gildeberto, el dueño del

castillo y de los campos aledaños. El distinguido caba-

llero luce una inmensa fíbula de plata, en forma de ser-

piente, que sujeta su manto en el hombro derecho. Y yo

la hago brillar, desde mi sitio de espionaje, con los rayos

de sol que aparto de mis ojos.

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Los tesoros espléndidos del duque Gildeberto son

conocidos a lo largo y lo ancho de todo el reino. Se co-

mentan leyendas acerca del origen de la gran riqueza.

Dicen que fue la Santa Cruz de la Victoria - tallada en la

madera de un cerezo - la que le trajo toda la fortuna. Se

comenta que él logró tallarla cuando era un niño de diez

años, que trabajó durante meses, o tal vez años, y que

vino cargando con la cruz, doblando sus espaldas, hasta

que la condujo al oratorio.

Los criados de confianza siguen los pasos del du-

que Gildeberto por aposentos y laberintos del castillo, y

están atentos a sus mandatos, a sus necesidades, a los

más mínimos deseos que deben complacerse de inme-

diato. Yo también, desde lejos, me voy con la mirada

tras el duque. Observo sus vaivenes, sus ocupaciones.

Está ahora reunido con los consejeros y escucho el eco

de sus órdenes. Observo los bordados de su manto y

veo la camisa de blanco hilo.

Ahora está reclinado en el sillón de mando;

atiende los asuntos del ducado y ordena redoblar la vi-

gilancia, porque el ejército del Califa de Córdoba no deja

tregua a los reinos cristianos.

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El duque Gildeberto se encuentra inmóvil y pue-

do detallar tranquilamente sus hermosas facciones. Can-

tan cientos de pájaros a un mismo tiempo y él se sor-

prende del precioso canto. El servidor de copas sirve el

vino en un copón de oro. Gildeberto se pone de pie y

está mirándome por la ventana abierta. Recoge con su

vista mi rebaño de cabras que se ha dispersado. Lo reú-

ne de nuevo. Él levanta su copón de oro, para saludar-

me. Y yo levanto el sol de la montaña.

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Del río hasta el vendaval

El río nace en la sierra de las gamuzas y los corzos. Nace

en las aguas de un pocito tranquilo y transparente, que

ni Dios toma en cuenta. Desde allá de lo alto se deja ve-

nir, como línea de plata que se ensancha, que se acre-

cienta con los chubascos, hasta que se hace poderoso. Y

luego baja, convertido en un caudal de furia, arrastran-

do los troncos y piedras que encuentra a su paso, hasta

que se desploma en nuestro valle. Aquí llega cansado,

sus aguas vuelven a ser mansas. Y se empoza en mis

manos, hasta que yo lo dejo seguir.

A lo largo del río se estira el pueblo de casitas

blancas, una al lado de otra, sin espacio entre ellas, sin

aire libre para separarlas. Las calles son sinuosas, y dan

vueltas y giros, serpenteando, con el rumbo que marca

la corriente. Escaleras de piedra, arcos, balcones, tejas

rojas, todo el pueblo se extiende a lo largo del río.

Pero mi casa no se encuentra en la aldea, sino que

se ha escondido, sin que a nadie le importe, monte y

peñasco arriba, en el bosque de hayas. Allá ha permane-

cido mi familia por tiempo indefinible. Mis padres, mis

hermanos, mis abuelos y tíos, ellos se quedan detenidos

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en un lugar del campo. Pero yo me desplazo como el

río, sin detenerme nunca.

El río me aguarda esta mañana de azules inten-

sos. Yo me quito el vestido de aguadora y el río me reci-

be, en su liviano corazón. El agua es dulce, perfumada,

y tiene la frescura del día que comienza. Me divierto

mirando mi cuerpo desnudo en el reflejo de las aguas.

Mi figura se mueve sobre las ondas, y me dejo llevar con

la suave corriente que sigue, sin prisa, hacia un lugar

que desconozco.

Ha llegado la hora de regresar. Me pongo el traje

de aguadora, lleno de agua mi cántaro y recojo turque-

sas en la orilla del río. “Estas cinco turquesas, las pondré

en mi corona de princesa”, pienso. Y regreso a mi casa

ilusionada, con la cabeza llena de fantasía.

Es grande la aventura de una niña nacida entre

las cabras. Son grandes las sorpresas y largos los cami-

nos que se ven delante. El mundo se hace interminable

para abarcarlo en una sola vida. Interminables son sus

maravillas, signos y secretos, que estoy dispuesta a des-

cubrir.

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Pero entre las paredes de la vivienda, la realidad

se queda sin encanto. Del lado acá de las aldabas y los

pesados paños, del lado acá de llaves y candados, el sol

no tiene acceso, y yo me quedo presa de las sombras.

Todo me espanta en la penumbra de este agobiante en-

cierro y me hace falta el aire para respirar. Estiro los dos

brazos y me voy caminando, como los ciegos, para no

tropezar con los escasos muebles de la vivienda. Mis

ojos nunca se acostumbran a la noche perenne que tengo

alrededor.

Las mínimas ventanas de mi casa, apenas si per-

miten la entrada de la luz, y en ese desconcierto de os-

curidades, todo tiene la forma de los espectros. Oigo

quejidos engañosos atrás de mis orejas. Escucho voces

aterradoras que mencionan mi nombre ¡Aurooora! ¡Au-

roooooora!… Monstruosos rostros me persiguen y sien-

to que me atrapan unas huesudas manos. Busco el refu-

gio de mi querida hermana Elvira, para que me consue-

le. Ella me abraza y ríe de mis temores.

- ¡No seas tonta, hermanita! No existe nada oculto en

nuestra casa… Somos buenos cristianos y por eso nos

cuidan Jesús, José y María…

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Ahora me siento en la alta banqueta de madera,

junto al fuego encendido, para ver como el humo invade

nuestra casa. A un lado mío, el caldero de hierro, sus-

pendido en el techo de la vivienda, adquiere dimensio-

nes colosales. Creo que se mece al mismo ritmo de mi

respiración, hasta que no respiro más y vuelvo al ciclo

de los espantos. Cierro los ojos y veo que el caldero está

repleto de condenados. En él pagan sus culpas los que

llegaron al infierno, los que ya están perdidos, quemán-

dose en las llamas del fuego eterno, los que me dijo el

Padre Nicodemo que se quedaron sin perdón de Dios.

- ¡Ave María Purísima! – grito asustada. Y como puedo

abro la puerta, para respirar.

No he tenido juguetes como otras niñas de la al-

dea, pero jamás me han hecho falta, porque yo juego con

mis cabras y animalitos que encuentro en el monte. Me

entretiene, además, jugar con moneditas de oro. ¡Tengo

fascinación por las monedas de oro! Y el tesorero del

monasterio me ve llegar con muestras de disgusto, por-

que le pido moneditas de oro, para jugar. (Yo conozco

secretos de dos personas del monasterio; unos secretos

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que avergüenzan, y por eso prefieren mantenerme fue-

ra, lo más lejos posible…) El tesorero del monasterio se

dispone a informar a un alto funcionario:

- ¡Ha regresado Aurora! - le comenta, halándose las

barbas – Y me ha vuelto a pedir monedas de oro para

jugar…

El funcionario le responde airado:

- ¡La entremetida pastorcita es un estorbo exasperante!

¡Hay que mantener lejos a la niña Aurora! Ella es una

amenaza…

Pero siempre yo vuelvo. Es un afán de ir en as-

censo, de subir y subir casi arrastrándome, para llegar al

sitio que me rechaza. Y pido al tesorero, amablemente:

- Quiero monedas de oro, señor tesorero, para pagar

rescate por dos esclavas prisioneras en las alcobas del

monasterio…

Pero no me hace caso y me despide nuevamente,

con las palabras más ofensivas. Me repite que soy una

peste, que me echará los perros más feroces si insisto en

molestarlos. Pero a mí no me importa y vuelvo cada

tarde. ¡Quiero tener mis moneditas de oro y seguiré in-

sistiendo para conseguirlas!

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El monasterio está en la parte más alta de la mon-

taña, en la región de los fríos intensos y la neblina más

encubridora. El monasterio está escondido atrás de al-

gunas sombras que nunca pude distinguir. ¿Quiénes

son? ¿Dónde van? Sombras y voces que se ocultan, que

caminan de prisa, que cruzan la vereda y aprovechan el

cielo de la noche, cuando ya los luceros se han apagado.

A veces me parece que el monasterio está lejos

del Cielo, porque el tesorero y el alto funcionario son

grandes pecadores. ¡Fingen mucha piedad, oran a gran-

des voces, se dan golpes de pecho y tienen dos mujeres

en sus alcobas! Le debo preguntar al Padre Nicodemo si

ellos están en pecado mortal y serán castigados a fuego

eterno, en las calderas del Infierno… ¡o en el caldero de

mi cocina!

¿Y será perdonado Gelesvinto? Él es otro episo-

dio extraño de mi infancia, un personaje como salido de

otro mundo, que aterroriza a todos los muchachos

cuando se pone a pegar gritos a los cuatro vientos. Pero

yo no le temo; al contrario, le tengo lástima y cariño. A

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veces siento que en sus locuras incomprensibles existe

mucho de sabiduría y de verdad.

Tengo el presentimiento que voy a encontrarlo

dentro de poco, mientras subo la sierra de jaspe y corna-

linas; es un presentimiento con escalofríos, por eso sé

que voy a encontrarlo. Los caballos silvestres corretean

en la selva de la mañana y sacuden sus crines. Y en un

pequeño lago, blanco de neblina, se detiene la luz.

Encuentro a Gelesvinto en la región de los fríos

intensos. Él es un visionario atormentado, a veces medio

loco, a veces medio cuerdo, a veces medio brujo, que

predice el futuro, y se la pasa alucinado con las premo-

niciones que dice percibir.

Gelesvinto se viste con pieles de gatos salvajes y

tiene cortes profundos en las mejillas. Él mismo se pare-

ce a un gato salvaje, cuando de un salto trepa los árbo-

les, se sube hasta la copa de los árboles, y se lanza al

vacío como una fiera enloquecida.

No se preocupa de ocultarse, sino que se atravie-

sa en mi camino, ofuscado, gruñendo, dándose golpes

en las rodillas, halándose las barbas y el greñudo cabe-

llo, provocándome. Tiene un rebaño de negras ovejas –

feas y greñudas como su dueño- que también se atravie-

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san para impedirme el paso. Estoy molesta; me detengo

y pregunto:

- ¿Qué pasa, Gelesvinto? ¿Qué me quieres decir, con

esos ademanes de loco furioso? ¿Por qué no dejas li-

bre mi camino? ¿Por qué no dejas que siga adelante?

¡Recoge pronto tu rebaño y déjame pasar!

- Yo te estaba esperando, niña Aurora, dice - mientras

tuerce los ojos y engurruña los dedos como un simio -

porque debo ofrecer un sacrificio y quiero que tú es-

cojas, entre mis ovejas, la más apropiada… Míralas

bien; no te equivoques. Tu selección es importante.

Me quedo a contemplar el despiadado sacrificio.

Ya no me causa asombro, porque lo he visto hacer cien-

tos de veces por estas soledades. Pero siempre me causa

un sentimiento de inmovilidad, de postración, que me

impide apartarme. Gelesvinto sostiene su puñal de

monte. Gelesvinto lo encaja con todas sus fuerzas. Ge-

lesvinto escudriña en las entrañas de la oveja, sin ex-

traerlas del cuerpo. Y palpa con ahínco las venas del

pecho, para orientar sus vaticinios. Suda copiosamente,

a pesar del frío intenso del paraje. Ha bebido la sangre

de la oveja, unta con sangre las cortaduras de las meji-

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llas y su rostro demuestra un espantoso sufrimiento. Yo

estoy muriéndome de angustia y no puedo moverme.

- ¿Qué es lo que ves ahora? ¿Qué haces, Gelesvinto?

¿De cuál mundo perdido resucitaste? ¿Puedes ver el

futuro en las entrañas de tu oveja negra?

Gelesvinto se agota en el esfuerzo. Está extenua-

do, ido, tiembla todo su cuerpo, sus ojos se extravían y

me parece que va a caer. No escucha mis palabras, se

desentiende de mi presencia y se tapa los ojos con los

jirones de la piel de gato. Lo oigo sollozar; se agita con el

llanto y me quedo sentada junto a él, sin perturbarlo en

su aflicción.

Después, mucho después, me ofrece agua y bello-

tas y se lava la cara en el pequeño lago, blanco de nebli-

na. Es entonces cuando habla:

- Los días mejores se han perdido, niña, y vienen los

horrores inimaginables que no tienen nombre. Ya se

ha anunciado el Fin del Mundo, el que debe llegar

mil años después de la Pasión de Cristo. Y se aproxi-

ma el Gran Terror. Ya se ven las señales amenazado-

ras. ¡Míralas en las venas y en las entrañas de la ove-

ja! Tendremos hambre, guerra, plaga, enfermedades.

Y muerte, mucha muerte.… Los invasores se aproxi-

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man y nuestros hijos serán devorados por hambrien-

tos dragones…

- ¿Qué locuras me dices, Gelesvinto? ¿De qué infierno

regresas?

- Yo no regreso del infierno, niña. Hacia allá me enca-

mino...

Se me ha hecho tarde y mi familia debe estar es-

perándome. Siempre que encuentro a Gelesvinto me

sucede lo mismo: quedo tan aturdida con sus palabras,

con su cara de loco, que no puedo moverme por un lar-

go rato. Ahora debo correr para llegar a casa antes de

que mi madre sirva la cena, y mi padre pronuncie las

oraciones de Acción de Gracias por la comida que va-

mos a recibir.

Nuestra familia es numerosa y casi no cabemos

en la casa, que ha ido achicándose, encogiéndose, con el

paso del tiempo. Ocho personas que dormimos juntas, o

casi juntas, en la pieza más amplia (que sigue siendo

muy pequeña, para meter en ella mis pensamientos, mis

contradicciones). Somos ocho vasallos del duque Gilde-

berto. Ocho vasallos del castillo.

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Como todos los hombres de la villa, nuestro her-

mano mayor, Evangelista, trabaja sin sueldo los campos

del castillo y repara sin sueldo las murallas y torres del

castillo y muele miles de aceitunas en la almazara del

señor. Y como pago único, como favor inmenso que nos

ofrece, el duque nos protege en los tiempos de guerra.

El duque y sus soldados custodian nuestras

siembras y nuestros ganados ante las asechanzas de

pueblos enemigos; ante las asechanzas del rey moro,

que puede aparecer cualquier momento. Y desde arriba,

desde las torres del castillo, los arqueros vigilan el traba-

jo sin tregua de los aldeanos que deben laborar de sol a

sol. Los duques, desde arriba, nos controlan la vida.

Marian, Elvira y yo, junto con nuestra madre, nos

reunimos al pie del altar, para orarle a la Virgen Santí-

sima de los Jacintos. Si no oramos, tejemos hilos de al-

godón y hacemos nuestros rústicos vestidos que cada

vez parecen más deslucidos. ¡Qué feos son! ¡Más que

feos, horribles! ¡Yo quisiera tirarlos todos al pozo!

En otras ocasiones, mientras rezamos, nos dedi-

camos a curtir pieles, para forrar el manto de cada

miembro de la familia. Y seguimos rezando el Padre-

nuestro y el Avemaría, cuando hacemos oficios de viña-

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doras, cultivamos las viñas, y fabricamos vino con el

sabroso jugo de las uvas. Yo cumplo otra misión muy

importante dentro de mi familia: como soy la menor de

las mujeres, cuido las cabras.

Mis hermanos menores, Santiago y Mateo, nacie-

ron juntos una misma tarde, uno detrás del otro, porque

son gemelos. A veces nos ayudan en las labores del pe-

queño huerto; otras veces se quedan dormidos por ho-

ras y horas y mi madre prefiere no despertarlos. Mis

hermanitos duermen como ángeles y dejan que la vida

siga el rumbo y los libere de la mala suerte y los libre del

hambre, mientras duermen.

Muy temprano comienzo mi labor en el campo y

paso parte de mi día pastoreando el rebaño. ¡Escapar del

encierro es lo que más deseo! Y me echo a correr, apenas

me despido de mis padres, en la pequeña puerta de la

casa.

Las cabras se dispersan en las orillas de los ba-

rrancos, y me apresuro a recogerlas. Hago equilibrio al

borde de las rocas, pero no tengo miedo de caer, porque

conozco como las cabras en cuál lugar se pisa en falso y

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dónde existen los peligros de la montaña. Ellas siguen

trepando, otras veces bajando, hasta alcanzar los brotes

tiernos que crecen más arriba, o más abajo… Y yo las

dejo en libertad un rato, dueñas de hacer lo que les plaz-

ca.

Me siento en un peñasco para arrancar un ramo

de alhelíes. Un treparriscos, de alas rojas y negras, se

detiene a mi lado y me quedo mirándolo, complaciendo

mis ojos con su belleza. Es el momento para descansar,

para dejar volar el pensamiento, para dejarlo ir, sobre

las alas del treparriscos, hacia la historia que transcurre

en lejanas comarcas, en el Sur… Mi abuelo siempre ha-

blaba de esa historia, llena de gloria y de grandeza, y yo

pasaba horas escuchándolo hablar.

Llega un cabrito solitario que no es de mi rebaño.

El cabrito no salta, camina despacio, arrastrando su

cuerpo y mira ensimismado el universo que lo agobia.

Lo acaricio y le hago muchas preguntas:

- ¿Quién eres tú, pequeño? ¿Por qué andas solo y des-

protegido? ¿Dónde están tus parientes?

El cabrito sube a mi regazo, se recoge en mi túni-

ca y se queda dormido. Yo duermo junto a él por un

instante, y sueño con lugares encantados… (¿Eran los de

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la historia que contaba mi abuelo?) Esos lugares, donde

se han concentrado todas las maravillas, ya me pertene-

cen. En mi sueño me cubro con mantones de seda, re-

camados en oro y mis siervos me anuncian que seré co-

ronada con la diadema de diamantes. Mi familia com-

pleta está conmigo, dentro del sueño, disfrutando de la

gran riqueza. Y mi querido abuelo me sonríe...

Ahora cae la tarde y el horizonte cambia de colo-

res. ¡Parece un volcán encendido! Ha llegado la hora de

conducir las cabras hasta el valle y le digo al cabrito que

se despierte, que se levante, que debemos irnos, que

cuidaré de él hasta que se cure de sus quebrantos, que

no debe afligirse porque se irá conmigo hasta mi casa y

allí podré cuidarlo y protegerlo.

- ¡Levántate, cabrito! ¡Debemos irnos porque la noche

oscura se nos viene encima!

Trato de levantarlo, pero el cabrito no se mueve.

Está acostado sobre mi túnica y no se mueve. ¡El cabrito

está muerto! El volcán de la tarde lo ha derrotado.

Me siento triste por la súbita muerte del cabrito.

¿Por qué vendría a buscarme para morir en mi regazo?

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¿Será alguna señal de mala suerte? ¿No será que la

Muerte está rondándome? Tendré que preguntarle al

loco Gelesvinto… Él sabe dar respuesta a todas mis pre-

guntas.

Hoy he pensado mucho en el abuelo, porque fue

él quien me enseñó a querer a cada uno de los seres sil-

vestres. Me enseñó a comprenderlos, a conocer sus sen-

timientos. Su recuerdo es muy grato y me entretengo en

el pensamiento de un ser inolvidable, muy importante

en nuestra familia.

Abuelo fue guerrero del monarca cristiano que

gobernaba en este reino. Conquistó el privilegio de ser-

vir al rey porque tenía en su establo un brioso caballo,

altivo y altanero; y ése era el requisito indispensable

para ser hombre de la guerra. ¡Un hombre sin caballo no

valía nada!

Por muchos años abuelo fue el Alférez Real, y

llevó muy en alto - en las batallas - el pendón y la espa-

da del soberano. Siempre se distinguió por su coraje a

toda prueba, por su manera temeraria de combatir al

enemigo, que le hicieron ganar los más altos honores.

Abuelo era alto y delgado y se vestía con ligeros

ropajes, aunque hubiera frío; y su melena negra, y su

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barba trigueña, lo hacían parecerse a Jesucristo. Así lo

conocí cuando yo era muy pequeña y me sentaba en sus

rodillas para charlar con él y escuchar sus fantásticos

relatos. Yo solía preguntarle por los cuentos de Poncio

Pilatos, el que se había lavado las manos en una tina de

agua, con indiferencia, en vez de defender la vida de mi

abuelo, que era inocente. Yo pasaba mis manos por su

melena negra y le preguntaba:

- ¿Verdad que tú eras inocente, abuelo? ¿Por qué te

hicieron cargar la cruz?

Mi abuelo se reía a carcajadas y respondía que yo

debía referirme a la Historia Sagrada con mayor respeto,

pues su barba trigueña no era la barba de Jesucristo. Al

fin de nuestra charla, comentaba:

- Somos simples mortales, hija mía, los más humildes

hijos de Dios…

Abuelo halló la muerte batallando, como él lo es-

peraba. Su cuerpo de guerrero fue traído hasta la puerta

de la casa, con los honores de su rango; y con honores lo

recibimos. Lo despojamos de su espada ancha, de su

arco y su lanza; lo despojamos de sus vestiduras. El du-

que Gildeberto asistió a las exequias.

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El cementerio estaba en una loma, cerca de la ca-

sa, y los arqueros del castillo lo llevaron en hombros,

mientras doblaban las campanas con dobles de difuntos

¡TAN! ¡TAN! ¡TAN! Yo sollozaba, detrás del féretro.

Después volvimos a la casa y guardamos sus armas co-

mo reliquias. Era una noche de luna llena.

El valle de El Calvario está poblado de mujeres

solas, vestidas de negro. Los maridos se van, los herma-

nos se van, y las mujeres permanecen en su sitio de

siempre, con la mirada fija en la distancia, aumentando

el dolor de nuestra tierra sin destino. ¿Adónde se ha-

brán ido? ¿Dónde los han llevado? ¿Quién responde por

ellos si los matan? ¿Quiénes tienen la culpa de nuestra

desgracia?

Ninguno sabe a ciencia cierta lo que sucede con

los que se alejan, los que se han ido sin despedirse, sin el

último adiós. Algunos hombres y muchachos regresan a

la aldea, pero no cuentan lo que han vivido. Regresan

alarmados, y se escucha su voz de puerta en puerta:

- ¡Los musulmanes nos acechan desde muy cerca! Se

encuentran protegidos por las fuerzas del mal, por el

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Demonio mismo, recién venido del Infierno, quien

cabalga adelante - con turbante y cuchillo- y degüella

a los niños de pecho y a los ancianos abandonados...

- ¡Es un valle de lágrimas! - se lamenta mi madre. Y yo

la contradigo:

- ¡No digas eso, madre! ¡Este es el valle de los ruiseño-

res! Vayamos hacia el campo... Mira los montes que

nos protegen. Mira la hierba como brilla… ¡Si parece

un tesoro de esmeraldas! Mira cómo se mecen las es-

pigas con la brisa que baja de la sierra. Mira las mari-

posas… ¡Son las más lindas que hemos visto! Ellas

quieren decirte que te tranquilices, que tengas espe-

ranza, que muy pronto veremos el nacimiento de las

margaritas…

Pero mi madre insiste en su tristeza:

- ¡Eres muy inocente, niña mía! ¡El valle de El Calvario

hace ya tiempo que enterró sus flores!

Vine a pasar algunos días a la cabaña de abuela

Teresa, del lado acá del río, y le pregunto: ¿Quién te en-

señó a leer, abuelita? ¿Por qué conoces tantos relatos

interesantes de personas famosas, de países y ciudades

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distantes, y los otros aldeanos no saben ni siquiera las

letras del alfabeto? Con su sonrisa encantadora, abuela

me responde:

- Ven, Aurora, y te cuento… Yo tuve en mi familia

unos parientes ilustrados que se ocuparon de edu-

carme, de mostrarme el camino del estudio, de acer-

carme a los libros, a sus historias y leyendas, a las

verdades que ellos guardan. Aprendí entonces a pen-

sar y a conocer la realidad del mundo…

- ¿Me enseñarás tú a mí?

- ¡Por supuesto que sí, Aurora! Voy a enseñarte lo que

enseñé a tu padre. Cuando era muy pequeño apren-

dió a leer y a escribir. ¡Era el único niño de los con-

tornos que sabía hacerlo! ¿Lo puedes creer? Y su ma-

yor anhelo era leer algunos libros de poesía que me

donaron mis parientes. Aprendía con rapidez y pron-

to comprendí que era poeta. Y sus primeros versos,

que escribió siendo niño, los hizo para mí…

Yo abrazo a mi abuelita y me quedo con ella. Me

encanta estar en su cabaña, porque es clara y alegre, lle-

na de matas y vasos de flores. Y además entran los rayos

del sol. ¡Me gustaría vivir aquí!

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Temprano en la mañana acompaño a mi abuela

Teresa hasta los claustros del monasterio. Abuela y yo

subimos hasta la granja del monasterio, hasta las ricas

tierras del monasterio, hasta el trono de plata donde el

Ministro Antón, con barba blanca y pectoral de oro, le

indica con detalles los manuscritos que debe copiar cada

mañana.

No es un hecho frecuente… ¡Más bien un hecho

insólito!... puesto que una mujer no puede profanar la

santidad del claustro, ni tener libre acceso a los tesoros

de los códices, ni a las Vidas de Santos - guardadas en

baúles y protegidas con candados - ni a las hazañas de

los mártires, ni a las Sagradas Escrituras.

Pero no existe nadie en el ducado que pueda su-

perar la perfección que tienen las letras de mi abuela.

¡Ella es la única que sabe hacer ese trabajo! Y por eso ella

sube al monasterio cada mañana, para atender a sus la-

bores de copista. Y cuando ella transcribe, con magnífi-

cos trazos, la sabiduría de los textos antiguos, yo estudio

mis lecciones cuidadosamente y aprendo de memoria

todo lo que leo.

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Si más tarde me canso y los ojos me duelen con el

esfuerzo, le pido al tesorero sus monedas de oro, úni-

camente para hacerlo rabiar. Y cuando me las da, juego

con ellas; después conservo dos, para el rescate, y arrojo

las demás dentro del pozo.

Mi padre fue un poeta cortesano, admirado y

querido en los pequeños caseríos de la comarca. Y como

raro obsequio que en veces hacía a un poeta privilegia-

do, elegido entre todos los otros, el monarca cristiano

honró su prestigio y lo armó Caballero.

Ese domingo de primavera, tres planetas inmen-

sos destellaron sobre la aldea de El Calvario, y ese ex-

traño suceso fue interpretado por los adivinos como

presagio de buena suerte. Únicamente Gelesvinto, vis-

tiendo sus pieles de gato salvaje, llegó pegando saltos y

gritos aterradores:

- ¡Es el fin! ¡Es el fin que se acerca! ¡Vayan a confesarse,

que el día final está llegando, y los encontrará llenos

de pecados!

Los muchachos lo echaron a palos del pueblo.

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- ¡Vete de aquí, loco Gelesvinto! ¡Tú eres un pájaro de

mal agüero!

Los aldeanos bebían vino en las tabernas, y las

muchachas bailaban en las angostas calles. Y mientras

esto sucedía, el joven aspirante a Caballero se bañaba en

el río. Pensaba con orgullo en su valiente padre y en esta

dignidad que ahora adquiría. Y con camisa blanca y tú-

nica escarlata, veló sus armas toda la noche.

La mañana siguiente, bajo la luz de unos relám-

pagos que nadie esperaba, se cumplieron los ritos nece-

sarios y el aspirante estuvo presto a recibir el golpe seco

del espaldarazo, y las palabras del compromiso:

- “¡Sé Caballero honrado, fiel a Dios y a tu Rey!”

La historia de esos días no se ha olvidado. Nin-

guno la ha olvidado, porque allí se iniciaron los sucesos

terribles que en vez de marcar luz, marcaron duelo; en

vez de marcar vida, presentaron los signos de la des-

trucción.

Los años han pasado pausadamente. ¡Demasiado

despacio para mis inquietudes! La salud de mi padre le

impide desplazarse hasta la fortaleza del monarca, pero

escribe los versos más luminosos de todo el reino. Nadie

puede olvidar la historia de esos días. Y el golpe seco

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del espaldarazo suele escucharse a la orilla del río, bajo

la luz de unos relámpagos que presagiaban el final del

tiempo.

Los años han pasado y yo he crecido. ¡Dios mío,

cuánto he crecido! El vendaval azota la montaña con

una fuerza inusitada, como si Dios hubiera decidido

barrernos de una vez de la faz de la Tierra, donde no

hacemos falta.

Mi padre no se altera; descansa junto al fuego es-

ta noche de otoño y lee en silencio. Yo fricciono sus

piernas y sus brazos con bálsamo de almendras para

que el río de sangre fluya mansamente, y le llegue el

calor al cuerpo dolorido.

- Debes dormir, Aurora – ordena él, mientras me toma

de las manos – Quiero quedarme solo, para acercar-

me al vendaval con todos los sentidos; para escuchar

su voz sonora… porque ella me recuerda la antigua

reciedumbre que yo tuve, y que me ha abandonado,

esta vez para siempre…

- Haré lo que tú quieras, padre. Traeré la manta para

cubrirte, antes que el vendaval llegue a la casa.

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El viento sopla con la mayor fiereza y algunos ár-

boles son arrancados, desenterrados de sus raíces más

profundas, y lanzados lejos. ¿Qué estará sucediendo?

me pregunto ¿Será el fin de la vida, de nuestras vidas?

¿Será un castigo por mis pecados? ¿Será el castigo mere-

cido por mi inconformidad, por mi deseo de escapar y

dejar la miseria en el olvido? Quito cerrojos y candados,

abro en silencio la pequeña puerta y me enfrento a los

vientos.

El vendaval casi me levanta, con deseos de aplas-

tarme y destruirme. Me abrazo firmemente a las ramas

de un árbol que ha caído cerca, y trato de aguantar la

plenitud de la borrasca.

¿Qué quieres de nosotros? – le pregunto al viento,

a todo grito- ¿Acaso hemos faltado a tus mandatos?

¿Acaso hemos huido cuando nos has llamado? ¿Acaso

no pagamos tu tributo? Mírame bien, perverso, no tengo

miedo y he salido a retarte. ¡No te atrevas a ser nuestro

verdugo!

Un nuevo soplo me sacude. Caen otros árboles.

Quizás mi casa también va caerse. El vendaval se ha me-

tido dentro.

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Melancolía

En el otoño aumenta la melancolía. Tengo ya trece años

y el universo en que me encuentro no me parece con-

vincente. Ya no me satisfacen sus linderos, sus pequeñas

sorpresas. Quiero escaparme de esta villa aislada, olvi-

dada del Cielo y de las hadas bienhechoras. ¡Quiero vo-

lar pronto de aquí! ¿Podré subirme sobre mi canario?

Me gustaría poder huir, sin saber hacia dónde;

me gustaría marcar mi rumbo. Debe haber otro espacio

en otro suelo, a la medida de mis alegrías, a la medida

de mis pretensiones; debe existir un mundo nuevo, aún

desconocido, donde no exista la tristeza, donde el dolor

no esté presente y no me mate la melancolía.

Ya no me gusta estar en esta casa de treinta esca-

lones, vecina del castillo y del monasterio. Ya estoy can-

sada de mirarla por dentro. Quiero alejarme de El Cal-

vario, este valle poblado de mujeres mudas, cabizbajas,

vestidas de negro. Ya mi casa me hastía, se encoge cada

día y ya no encuentro el aire para respirar. Ya no sopor-

to sus pequeñas ventanas, desprovistas de luz. Ya no

soporto la penumbra, ni el frío de la piedra, ni el olor

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inconfundible de la pobreza, que me da vértigos y para-

liza la vibración del mundo.

Estoy enferma de melancolía. Me estremezco mi-

rando a mi querido padre, atormentado en el vacío, es-

cribiendo sus versos en el vacío, lejano y taciturno. Me

estremezco mirándolo, incapaz de moverse, incapaz de

alejarse de su vieja manta y el calor de la lumbre, inca-

paz de acordarse de sus momentos de mayor ventura.

Mi padre sigue enfermo, muy enfermo; él está herido de

melancolía.

La luna casi no me alumbra, el sol no resplande-

ce, las mariposas no tienen colores y las flores de octu-

bre mueren de nostalgia. La mañana tan triste me hace

llorar. Me alejo de la casa, vuelvo al campo y al monte.

Subo hasta la montaña que me vio nacer y conoció mis

días felices. Levanto mis dos brazos hacia el cielo; invo-

co a Dios y le pregunto:

- ¿Qué te hemos hecho, dime? ¡No te quedes callado!

¿Por qué nos sigues castigando tan severamente?

¿Por qué nos has dejado solos y perdidos?

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En el Día de los Muertos me acerco al cementerio,

para invitar a los fantasmas a una merienda que yo

misma he preparado para ellos. Llevo una cesta con

uvas y torta de manzanas, y voy a regalarla a mis ami-

gos del otro mundo. El camino está lleno de monte, de

maleza, de espinosos arbustos; es poco transitado, por-

que a los muertos los entierran y más nunca se acuerdan

de ellos. El camino de piedra se hace más estrecho a

medida que avanzo, y los árboles todos dejan de dar

flores. Y la tarde, esta tarde, se pone oscura de repente.

Los pocos niños del poblado se separan de mí,

despavoridos, cuando les digo que allá en el cementerio

hay un difunto que me llama, que me hace señas insis-

tentes, para que yo me acerque al borde de su tumba.

Me burlo de ellos:

- ¡No sean cobardes! ¡Vengan conmigo!

Me complace mirar sus rostros angustiados, blan-

cos de pánico. ¡Cobardones! y me voy sola, disfrutando

a mis anchas de mis travesuras, para volver al sitio de

las apariciones.

La entrada al cementerio es lo desconocido. Los

colores del cielo desaparecen y queda solamente el gris,

el medio-luto íngrimo. Pero yo sigo con mi cesta llena

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de golosinas, como si fuera a la verbena de los domin-

gos. A la intemperie no tengo miedo a nada; soy valien-

te. (Sólo le tengo miedo a los espantos que a veces apa-

recen en mi casa, que es estrecha y oscura…).

Yo sé que mis hermanos y los amigos de mis

hermanos, jamás se atreverían a traspasar el límite que

imponen los sepulcros. En cambio yo me siento cómoda

y tranquila. Me encuentro bien, a gusto, en el desorden

de los túmulos y de la tierra removida.

No hay por qué preocuparse; es sólo un juego,

una aventura, digo, como apostar a lo imposible, apos-

tar a las horas que no se detienen, al afán de la vida que

apenas comienza, a la certeza de la muerte y el Juicio

Final, antes que llegue la resurrección.

El cementerio me ha atraído siempre; me con-

mueven sus rosas marchitas; me conmueven sus cruces

entierradas, roídas y gastadas, de muertos que han que-

dado en el olvido.

Las voces de difuntos me han llamado, y vine a

acompañarlos, a merendar con ellos en su día, cuando

los árboles dejan de dar flores, y la tarde, esta tarde, se

pone oscura de repente.

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La villa de El Calvario es poco visitada. Es difícil

que alguien se aventure por esta tierra empobrecida,

donde no existe más que el hambre y la melancolía. Por

eso espero ansiosamente que vengan al poblado los

vendedores de baratijas, los toneleros, los armeros, eba-

nistas y tejedores. Porque traen a mi casa fantásticas his-

torias de las tierras lejanas, de las tierras de al-Andalus,

allá en el Sur, donde habitan los moros que hace tiempo

invadieron el suelo de España.

Hoy para mí es día de fiesta, porque a la aldea ha

llegado Rodrigo, el ebanista, con los muebles construi-

dos para la nueva casa de mi hermana Elvira. Ella se

casará este verano con un famoso cazador, Adolfo, “lo-

bo noble” - el Montero Mayor del duque Gildeberto -

quien se enamoró de ella en la Verbena de los Compro-

misos.

Los preparativos para la boda se adelantan rápi-

damente, con gran entusiasmo. Mi hermana teje y borda

primorosas telas, para su ajuar de desposada y yo la

ayudo en lo que puedo, aunque me siento un poco torpe

para hacer las puntadas con la debida precisión. Mi ma-

dre toma las medidas del delicado cuerpo de mi herma-

na y cose el traje de la novia, que será recamado con hi-

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los de seda. Es un traje sencillo, pero yo estoy segura

que mi preciosa hermana Elvira se verá como un ángel

del cielo.

Hoy nos visita el ebanista. Me olvido de las ca-

bras y el bordado, y a él dedico toda mi atención. Rodri-

go ha fabricado para mi hermana un par de formidables

arcones tallados. Me han impresionado por su belleza, y

los detallo cuidadosamente. El primero de ellos, tiene

escenas de amor y de alegría: destacan las siluetas de

una mujer y un hombre, unidos de la mano, acompaña-

dos de dos niños, en un jardín lleno de flores. Pero en el

otro arcón está tallado un bosque con altísimos árboles,

y una bestia escondida en ese bosque, y la fiera salvaje

que arremete, y un cazador herido a muerte...

Me retiro al instante y retrocedo consternada. Me

tapo el rostro con las manos. Un estremecimiento me

sacude, pero no entiendo sus razones. ¿Qué secreto

mensaje está escondido en el arcón del ebanista? ¿Cuál

sentencia profética se esconde en el arcón tallado? ¿Qué

posible amargura opacará la dicha de mi hermana? Poco

tiempo después lo descubrimos.

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Esta noche Rodrigo, el ebanista, me cuenta sobre

el palacio del rey moro y sobre una ciudad hecha de

mármol azul y rosa, con tejas de oro y plata, que fue

arrancada del árbol de las maravillas, y plantada a los

pies de la Sierra de Córdoba. Es la ciudad de Medina

Azahara.

Detalle por detalle me enumera las joyas de las

alcobas y de los salones de recepción, me describe las

fuentes de cristal, las puertas de marfil, los tapices y se-

das nunca jamás imaginados. Cierro los ojos y dejo el

corazón en libertad. Las palabras me llevan hacia el res-

plandor…

Elefantes, jirafas y camellos, cebras, rinocerontes,

panteras y avestruces, desfilan por las calles de la capi-

tal, hacia el jardín zoológico del Príncipe, ante el asom-

bro de los transeúntes. Pájaros raros, refulgentes, con

plumas de ámbar, adornan los arbustos de las terrazas.

Pabellones de nácar, tapicería de armiño... Todo lo veo

con los ojos cerrados. ¡Y lo que veo ya me pertenece!

- ¡Todo eso será mío! – digo en voz alta, ante el asom-

bro de los presentes.

Pasan las horas, los minutos se alargan, y yo es-

cucho el relato embelesada; casi no respiro pues me en-

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cuentro sumida en un estado de fascinación, casi de éx-

tasis. El relato se extiende hacia los hombres y mujeres

que tienen la ventura de vivir y morir en la ciudad es-

plendorosa. Y el relato se va hacia el Califa omnipotente,

dueño y señor de Andalucía. Y hacia Azahara, la her-

mosa favorita, para quien la ciudad palatina fue cons-

truida. Rodrigo comenta:

- Una estatua de Azahara se halla sobre la entrada

principal de la maravillosa construcción…

La historia de sus vidas, la de su Guerra Santa, de

sus conquistas y de sus pasiones... Los musulmanes que

invadieron desde los desiertos. Los que formaron un

grandioso imperio. Allá abajo, en el Sur, donde parece

que se acaba el mundo.

No deseo que Rodrigo se quede callado y el eba-

nista me complace uniendo un relato con otro relato,

como en los cuentos orientales que me contaban mis

abuelos. La historia entera de la dinastía la robo para mí,

en una sola noche.

Ahora sí estoy soñando. La luna se ha elevado

hasta la Virgen de los Jacintos. Pájaros refulgentes, con

plumas de amatistas, han venido a mi casa para acom-

pañarme.

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La suerte me bendice en esta temporada y un co-

razón lleno de júbilo ocupa el puesto de la melancolía.

Poco después de la visita del ebanista, hemos visto lle-

gar a nuestra aldea a otro personaje inolvidable. Es Eva-

risto, un juglar ambulante, de los que van y vienen por

los senderos de la comarca y se ganan la vida recitando

los versos que “ salen solos”, sin esfuerzo - como salen

las aguas del manantial - e improvisan a diario su espec-

táculo.

Me ha regalado unos pendientes de oro y yo le

hago saber que soy aún muy joven para adornarme. Pe-

ro él insiste en que ha llegado la primavera, y que las

niñas y las flores deben andar de fiesta por los campos.

El juglar llega alborozado, cantando, alborotán-

donos a todos los que salimos a recibirlo, como los otros

años. Viene con la vihuela colgada del hombro, con el

sayo amarillo, las calzas azules y algunos libros bajo el

brazo. Llega contando sus aventuras y desventuras de

caminos; viene cansado de los caminos, de los ladrones

y los bandoleros que atacan sin piedad a los que pasan.

Viene cansado de la miseria que halla por los cerros, del

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desamparo que circunda al mundo. Pero canta bonito y

nos alegra.

Ahora Evaristo se acerca a mi casa. Mi padre se

ha enterado de su llegada, se contenta por ello y lo invi-

ta a venir a visitarnos. Se le abre la pequeña puerta, se le

abren al juglar las cerraduras y candados y es recibido

con un vaso de vino, como huésped de honor. Es buen

amigo de mi padre, su mejor amigo. El juglar es el único

capaz de entender como el poeta se desgarra por dentro,

en el momento de iluminarse. El único que sabe del he-

chizo - en esa dimensión de las palabras - que se proyec-

ta hasta lo más sublime.

Llega la noche de un día memorable. Nos encon-

tramos fuera de la casa, en el pequeño patio de baldosas,

y bendecimos el clima agradable que el Señor nos ha

enviado, como homenaje al trovador. La gente de la vi-

lla ha venido a reunirse al frente del juglar. Toda nues-

tra familia está presente y, como muestra de su entu-

siasmo, papá ha sacado la garrafa de vino. El Montero

Mayor, el prometido de mi hermana Elvira, reparte vino

a los presentes. El hacedor de velas aprovecha la opor-

tunidad para vender su mercancía.

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- ¡Velas! ¡Para las damas y los señores! ¡Precio especial

esta noche de gala en nuestra villa de El Calvario!

Se encienden los candiles y los candelabros. El

juglar bebe aprisa el vaso de vino y afina su voz. Se en-

cienden de improviso todas las luciérnagas. El poema se

inicia y la noche se alumbra.

Adolfo, el Montero Mayor, conocido por todos

como “lobo noble”, es un experto en su trabajo. Recono-

ce el silbido de las serpientes, el serpenteo ondulante de

sus huellas, su astucia y sus traiciones, sus engañosos

escondites, su acecho que persiste y nunca cesa, sus es-

tocadas rápidas, certeras, que paralizan bruscamente al

desprevenido caminante, que lo aprisionan con el ve-

neno de sus colmillos, y lo dejan rendido, agonizante y

rígido, a merced de la muerte.

Adolfo entiende el movimiento de las hojas, de

cada una de las hojas (las amarillas, las verdes y las ro-

jas, las pardas, las moradas y las vino-tinto), cuando és-

tas son tocadas por algún animal. Se mueve con sigilo

entre los matorrales: tensas las fibras de sus músculos,

encendidos los ojos, oído alerta. No se le escapa el más

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mínimo ruido circundante - imperceptible a los sentidos

de los otros hombres - y conoce las líneas transitables de

la espesura, sus secretos atajos, tan bien como conoce las

líneas que le surcan las palmas de las manos.

Su olfato prodigioso es superior al de los galgos,

y corre y salta igual a ellos, se eleva igual a ellos para

atrapar la presa herida. Me gusta contemplarlo, desde la

altura de los árboles, desde la copa de los árboles, donde

suelo subirme, cuando Adolfo se esconde, sin moverse,

sin respirar siquiera, y toma impulso y salta, atraviesa

los aires como un ave, y atrapa lo que busca.

Desde la copa de los árboles puedo observarlo

cuidadosamente, sin que él se entere que lo estoy mi-

rando. El cazador es alto y fuerte; su cuerpo fue mol-

deado por el viento que baja de la sierra; sus ojos son de

un verde incomprensible, un verde que no existe, hasta

el momento en que los miro.

Y cuando el cazador sale del monte triunfante y

complacido, con su trofeo de caza, todo el mundo silves-

tre se le viene adherido a las espaldas; todo el mundo

silvestre se le viene enredado en las hebras doradas del

cabello.

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El Cordero de Dios, el que quita los pecados del

mundo, está allí mismo cerca de mi casa, en el santo re-

cinto de la iglesia. Y por eso desciendo al perfume del

valle, para estar en la puerta del Cordero de Dios. He

venido a rezar por Adolfo, el Montero Mayor. Yo sé que

necesita de mis oraciones. ¡Algo me dice que está en pe-

ligro! Enciendo siete cirios por los siete pecados capita-

les, y entro al santuario con la cabeza baja y el corazón

contrito. Hoy es día de plegaria y de mi fe profunda.

Del techo de la iglesia pende la gran corona de un

antiguo monarca. Es la única joya digna de alabanza en

la aldea de El Calvario. La corona de hierro adornada

con perlas, la corona de ágatas e hilos de plata pende del

techo de la iglesia. Y me pregunto ¿Cómo llegó a El Cal-

vario la corona? ¿Qué rey vino a perderse por estas so-

ledades? ¿Quién irá a relatarme esta extraña historia?

Nada conmueve más que el tañido de la campa-

na, entre tanto silencio, a la hora temprana de los do-

mingos, para llamar a los cristianos a cumplir con los

ritos de Nuestro Señor. Vienen a misa los aldeanos y yo

subo a escondidas hasta el campanario, para así ensor-

decerme con el estampido de la campana, que se va,

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desdoblándose, sobre los ríos de la sierra, hasta morir

arriba, y más allá de arriba, entre la nieve.

La iglesia huele a mirra, a resina quemada, a ár-

boles de incienso. La iglesia es una suma de promesas,

de palabras cortadas, de confesiones y melancolía. Es-

tamos convencidos de que ya va a venir el fin del mun-

do - con diablos a caballo, incendiándolo todo - y que la

historia de los días se está acabando.

La iglesia me entristece esta mañana. Sus pobres

muros, ya torcidos, se van a desplomar sobre mis hom-

bros. Estoy segura de ello, pues los veo tambalearse.

Toda la gente que está en la iglesia parece desplomarse

sobre mis hombros. Es una realidad inevitable que ha

quedado descrita dentro del “Libro de las Desgracias”.

Éstos y muchos males nos los recuerdan los peregrinos

que aquí se detienen todos los años, por la misma fecha,

cuando van en camino hacia la ermita de la Virgen.

Y el Cordero de Dios ¿dónde se ha ido? Ya no se

ocupa de nosotros. La iglesia está en el centro de un

pueblo de fantasmas.

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Los peregrinos pasan ríos sin puentes, puentes

sin quebradas, y se vienen andando por senderos des-

truidos, llenos de peligros, donde se quedan los enfer-

mos sin fuerza, los más hambrientos, los más insatisfe-

chos, los más desesperados, los que se sientan a sembrar

sus huesos, escarbando la tierra con las propias uñas.

Nos unimos al grupo de peregrinos, cuando cru-

zan la villa de El Calvario; y seguimos con ellos, acom-

pasadamente, para purificarnos y redimirnos. Vamos

hacia la ermita de la Virgen Santísima de los Jacintos en

lenta caravana; ante su altar nos postraremos para pe-

dirle ayuda y misericordia. Es un grupo silente el que

camina. Estamos todos juntos, distanciados tan sólo por

los distintos pensamientos.

Nadie es capaz de pronunciar una palabra, ante

el temor de oír su propia conciencia. ¿Quién podría re-

sistirla? ¿Quién podría enfrentarla sin estremecerse? La

polvareda se levanta con las pisadas de los pies descal-

zos. La polvareda se mete en los ojos y nos cubre las ce-

jas y las pestañas. La vida está sujeta al polvo del ca-

mino.

Es un penoso y empinado ascenso, una dura

subida que no se termina, una larga jornada que falta

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todavía por recorrer. Horas exactas, una a una, paso a

paso subiendo sin descanso, sin detenernos nunca. Paso

a paso descalzos, con las plantas heridas, los tobillos

heridos. Paso a paso en un mismo cansancio que se hace

insoportable. ¡Ya no puedo andar más!

Ahora cae la tarde sobre los techos de lejanas ba-

rracas. Tras la mole imponente de una roca, aparecen las

dos paredes ocres del hospicio. Nos habla un joven de

sombrero alado, que es el guía del grupo.

- ¡Alabado sea Dios que hemos llegado al generoso

Hospicio de los Peregrinos! Aquí descansaremos, mis

hermanos, hasta que nazca el nuevo día. Mañana

muy temprano, seguiremos camino hacia la ermita…

- ¡Larga vida dé Dios al peregrino! - saluda un monje

anciano ante el portón de campo.

- ¡Santa vida dé a vos! - le respondemos.

Los mayores conversan con el monje, le cuentan

sus penurias y le piden asilo y protección. Las mujeres

más viejas y los hombres más viejos, los más cargados

de pecados, aprovechan la presencia del monje para

confesarse en un improvisado confesionario. Y luego

quedan aliviados, satisfechos, puesto que sus ofensas y

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mezquindades han sido perdonadas y lanzadas al vien-

to.

Los jóvenes corremos al ruinoso edificio sin dete-

nernos en la confesión. ¡Tenemos hambre y solamente

deseamos comer! Encontramos la mesa tendida. Los

manteles deshechos apenas cubren parte del rústico ta-

blón. Nos reciben con vino y con verduras porque no

hay nada más en la despensa. Las velas tiemblan ante el

infortunio. Después de la comida (que me ha dejado el

hambre intacta), vamos todos a orar, arrodillados en el

piso de tierra, frente a un santo de palo que no tiene

nombre. El monje anciano nos bendice, porque es la ho-

ra de dormir.

Ahora es noche cerrada, noche de ruidos y sensa-

ciones indefinibles. Todos los peregrinos estamos acos-

tados en el suelo, sobre esteras de esparto. No hay estre-

llas ni luna para alumbrar tantísima miseria. En un rin-

cón del cuarto parpadea apenas la luz opaca de un can-

dil. Ya todos se han dormido, roncan y se dan vueltas,

pero yo sigo alerta y vigilante. Ni siquiera el cansancio

puede lograr que yo cierre los ojos en un lugar tan es-

pantoso.

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Varios murciélagos se desprenden del techo y re-

volotean por el aposento, donde estamos reunidas quin-

ce, veinte personas. Hay un hedor a orina rancia; hiede a

sudor. A lo lejos se escuchan gemidos lastimeros de una

mujer que ha matado a sus hijos… ¿O serán los lamen-

tos de las ánimas? ¿O serán los leprosos que están sa-

liendo de sus cuevas, pidiéndonos piedad?

Arañas y escorpiones se desplazan tranquilos en

su ambiente; en las grietas se asoman patas y tenazas.

Un insecto asqueroso quiere subir por mi costado. Me

incorporo de un salto. Grito de pavor. En un impulso

incontenible por huir muy lejos, derribo con mi cuerpo

las carcomidas puertas. Nadie se ha despertado. Nin-

guno puede detenerme, ya he escapado. Y me enfrento a

la noche.

Los leprosos se esconden, para que Dios no los

encuentre nunca, ni se avergüence de haberlos creado

con los deshechos sacados de las tumbas; ni se arrepien-

ta de haberlos traído hasta la villa de El Calvario, donde

nadie los quiere.

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Hoy los he visto padecer. He tenido el valor para

asomarme, para acercarme hasta el límite último de sus

escondites. Están amontonados, unos sobre otros, en

una masa informe, y se protegen como pueden de la

maldad de los muchachos de la aldea, quienes les lan-

zan tizones prendidos, ollas de agua caliente y desper-

dicios. Son sombras del demonio, eso es lo que se dice,

la dimensión exacta de todos los horrores, que salen de

los huecos, igual que los cangrejos, con los calores del

verano.

Nadie sabe el camino que recorren durante todo

el año. Se quedan encerrados, enterrados durante todo

el año, y se mueven tan sólo por laberintos y por túne-

les, madrigueras estrechas, zanjas oscuras, tenebrosas,

donde jamás llega la luz.

Vienen no más, en el verano, con su carne a pe-

dazos. Vienen no más, mostrándome sus huesos, desen-

terrándose. Vienen no más y pasan. Pero son arrastra-

dos nuevamente. Son pisoteados, perseguidos sin mise-

ricordia por los perros salvajes, que los empujan a mor-

discos, hasta que entran de nuevo en las cavernas. Oigo

sus voces que parecen gruñidos de lobos; siento su

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aliento pestilente, veo sus carnes partidas, agujereadas,

de cambiantes y horribles colores.

Pero no tengo miedo; no les tengo asco y me

aproximo más. Entro en la cueva. Siento pena de ellos,

de los malditos, los abandonados, los que nunca cono-

cen cariño. Me da pena saberlos tan odiados por todos,

tan humillados, tan despreciados, tan desprestigiados,

tan alejados de la vida humana. Entonces entro a visitar-

los, les entrego una cesta con frutas maduras, dulces y

panes, como la que le llevo a los difuntos, y me quedo

con ellos hasta que cae la tarde.

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El anillo

El Padre Nicodemo anuncia la noticia que la familia ha

estado esperando durante varios días. Cuando estamos

reunidos en la iglesia, dice así:

- Hermanos míos, la fase de la luna es favorable para el

compromiso de los enamorados. El astro brilla a me-

dias, pues ha perdido una mitad exacta. Y su tono ro-

jizo es la señal que nos manda el Señor. ¡Aproveché-

mosla!

En efecto, la roja medialuna es la señal propicia-

toria, la bendita señal esperada, y en mi casa se aguarda

la llegada del novio. Mi hermana Elvira se ha adornado

el cabello con flores blancas, ríe de contento y canta las

canciones más bonitas que aprendió del juglar. Mi padre

sirve dos vasos de vino en copones redondos. Y mien-

tras tanto, en la cocina, mi madre y mi hermana Marian

aderezan un plato de cordero y quesos picantes. Se afa-

nan en poner todo en la mesa, pues ya es la hora esta-

blecida para el encuentro. Siento el galope del caballo.

- ¡Ha llegado mi novio! - grita Elvira.

Yo abro la puerta de par en par, cuando veo acer-

carse al Montero Mayor.

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El ritual es sencillo, silencioso: tarda algunos mi-

nutos nada más. Se ilumina la escena con el firmamento.

El cazador nos muestra un anillo de hierro y se vuelve a

la luna rojiza para reverenciarla. Se inclina ante mi pa-

dre respetuosamente, toma la mano izquierda de mi

hermana Elvira y coloca el anillo en el dedo del centro.

Mi madre y mis hermanas sonríen complacidas. Elvira

está feliz y contempla el anillo que está sellando su

promesa. Yo todavía no entiendo el significado de esta

alianza. Mi padre abraza a su hija mayor, que muy

pronto será mujer casada. Entonces viene a hablar con-

migo:

- Recuerda siempre lo que has visto, Aurora. Quiero

que nunca olvides que la vena de amor apasionado,

la del amor sin límites, sigue un extraño recorrido

dentro del cuerpo…

- ¿Y cuál es ese recorrido?

- La vena del amor sigue un curso muy bien determi-

nado… ¡Va desde el dedo-medio hasta el corazón!

La mañana siguiente, después del compromiso de

mi hermana Elvira, mis hermanos gemelos y yo salimos

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sigilosamente de nuestra vivienda, para observar de

cerca la partida de caza que había sido anunciada. Ya

casi amanece y el campo huele a nardos. Subo a una ma-

ta de cerezas y escojo las que tienen la piel más delgada.

Las frutas ácidas me dan nuevo vigor y me hacen sentir

dueña del mundo. Mis hermanos también comen cere-

zas.

- ¡Allá está el cazador! – susurra Santiago, el que nació

cinco minutos antes que su hermano, y por eso se

siente con más autoridad - No debemos movernos.

Nadie debe enterarse que estamos aquí.

- ¡Es verdad! Si nos ven, nos meteremos en problemas

– susurra Mateo, que siempre está de acuerdo con su

hermano “mayor”.

Desde lo alto del cerezo, observamos inmóviles.

El cazador acecha la presa con perros atraillados, mien-

tras la alegre comitiva - un grupo de elegantes parejas

que llevan rojas mantas y bonetes con plumas - desayu-

na en el bosque con perdices asadas y botellas de vino.

Siguen el rastro de un venado que ha sido divisa-

do por los labriegos de la montaña. El cazador avanza a

pie; nada se mueve; un par de perros lo acompañan.

Tras los mogotes, ven la cornamenta. Hay un tenso si-

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lencio que lo envuelve todo. Ya la suerte está echada: el

soplador de cuernos da la señal para los galgos.

El venado ya ha sido acorralado. Busca mis ojos

en la hojarasca, pidiendo que lo salve. “¡Ven a salvarme,

niña Aurora!”, dice. Es un bello animal, joven y esbelto.

Yo nada puedo hacer, y se lo digo. “Yo nada puedo ha-

cer, ya te han vencido”. Nos decimos adiós.

El venado ya ha sido acorralado, está indefenso y

solo; retira su mirada del cerezo, para no verme más. Y

un encorvado amigo del duque Gildeberto, viejo y seco,

saca su arma para matarlo. Una punta de lanza lo deja

tendido. Un olor a mastranzo sube al cielo.

¡Ha llegado el gran día del matrimonio! Para la

boda de mi hermana Elvira, la iglesia huele a nardos,

como el campo. La novia está cubierta con un velo tejido

por mi madre, y el Montero Mayor lleva un chaleco de

terciopelo. Las largas cabelleras de los dos van extendi-

das sobre los hombros. Me complace mirarlos; los veo

bellos, felices, cuando juran quererse y respetarse ante el

altar de Nuestro Señor.

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La ceremonia de la iglesia ha sido emocionante.

Hay un encanto nuevo, una frescura que fascina, a pesar

del calor del verano. En el altar está sentada la Santísima

Virgen de los Jacintos, quien siempre nos protege y nos

bendice. En el altar está Jesús. El Señor de las Penas ha

sido despojado de sus vestiduras, ha sido despojado de

su capa, como mi abuelo, y ahora me está mirando fija-

mente. Yo me siento a soñar, ante sus ojos.

El Padre Nicodemo oficia los rituales del casa-

miento con rigurosa severidad. La Palabra de Dios es

mandamiento y la debemos comprender para ganar la

salvación. Frente a la Arqueta de las Reliquias, atentos y

serenos, están arrodillados los dos novios. El sacerdote

ora en voz alta:

- Recibe, Oh, Señor, el don que te ofrecemos por la Sa-

grada Ley del Matrimonio, y, pues Tú fuiste su crea-

dor, sé también guía de los que se desposan...

Luego levanta la enorme Cruz de la Victoria, ta-

llada por el duque Gildeberto, y da la bendición a los

nuevos esposos. El hombre y la mujer ya se han unido,

en la región de los fríos intensos. Solamente la muerte

podrá separarlos. Y en ese pensamiento me detengo.

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Hay una nube negra que me pasa al frente y me nubla

los ojos por un instante.

- Con estas arras y este anillo te desposo – se oye la voz

de Adolfo.

- Con mi cuerpo te honro - le responde Elvira.

La iglesia huele a nardos, como el campo. Los

viejos muros lucen remozados para la boda de mi her-

mana. Se ven más rectos, más erguidos, como si ya la

vida no les pesara tanto. No van a desplomarse sobre

mis hombros, pienso. Nada va nunca a desplomarse.

Un grupo de romeros, con bordón y esclavina,

llega a la iglesia cuando ya finaliza la ceremonia. Ellos

están de paso, en su ruta a la ermita de la Sagrada Vir-

gen de los Jacintos. Y entonan sus canciones sobre las

Nueve Órdenes de los Ángeles, que cubren y rodean las

esferas del Cielo. Cuando se alejan los romeros, el Padre

Nicodemo habla de amor sagrado, de las bondades del

Espíritu Santo y de las prácticas piadosas que se deben

cumplir dentro del nuevo hogar.

Salimos de la iglesia alborozados. Los niños y los

jóvenes vamos adelante y subimos al bosque de hayas, a

nuestra casa blanca de treinta escalones, vecina del casti-

llo y del monasterio. El banquete de bodas se encuentra

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servido bajo la sombra de los árboles. Con un cuerno se

anuncia que todo está dispuesto y se aproximan los in-

vitados para ocupar sus puestos en la mesa. Mis herma-

nos gemelos lavan las manos de los invitados, con agua

fresca que han traído del río.

Todo transcurre en medio de la brisa. Mi familia

se encuentra feliz, con los amigos y parientes que han

venido de lejos a compartir la dicha de la fiesta. Hay

baile y juegos acrobáticos para realzar el acontecimiento,

y un grupo de juerguistas enmascarados, con sombreros

de picos e improvisados instrumentos, toca una serenata

a los recién casados.

Mi hermana Elvira, da las gracias a todos por su

presencia; agradece a sus padres y a sus hermanos, a

toda la familia. Se ve bella y radiante, rodeada de azaha-

res y otras menudas flores. Me parece mentira que se irá

para siempre de nuestro lado, de nuestra casa blanca.

Me parece mentira que ya no estará ella para abrazarme

cuando me asalten los espantos de huesudas manos que

se meten a veces en la cocina… Siento deseos de llorar.

Me quedo contemplándola un momento. Mi hermana

Elvira está sirviendo vino a su marido y el Montero Ma-

yor le abraza la cintura.

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No sé lo que me pasa y prefiero alejarme. Un es-

tremecimiento, un desconcierto me hiela el corazón. Se

me va la mirada a los campos lejanos, al brillo de la tar-

de. Se me va la mirada a un lugar impreciso, donde está

la certeza de una desgracia.

La mañana siguiente, después del matrimonio de

mi hermana Elvira, desayunamos con torrijas de natas,

albondiguillas fritas y pan bañado en vino, como es cos-

tumbre de esta tierra nuestra, desde los tiempos sin

memoria. La animada reunión se ha prolongado toda la

noche, y todavía al amanecer, los invitados siguen con

su fiesta: cantan, comen y ríen, como que si el jolgorio

no terminara nunca. ¡Nadie se quiere retirar!

Cuando brilla en el cielo el lucero del alba, mi

hermana y el montero se alejan a un refugio, un coberti-

zo apropiado y discreto, escondido en el huerto de los

naranjos. El techo está cubierto de grandes hojas super-

puestas y entrelazadas, que calman el calor y dan fres-

cura. En el refugio pasan las horas, bajo los árboles.

Ahora regresan a la fiesta, a la vista de todos. Se

oyen aplausos y panderos; voces alegres los reciben. Los

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dos esposos han llegado con el sol de verano iluminán-

doles la frente. Los invitados vuelven a saludarlos, a

desearles fortuna, a felicitarlos por su casamiento, como

si no se hubieran visto un rato antes.

Elvira está vestida con un discreto traje de mujer

casada y adorna su cabeza con una cofia de blanco lino.

Se ve muy linda, llena de sol. Se acercan a mis padres,

quienes esperan, complacidos, con los brazos abiertos.

El Montero Mayor les está hablando, y en su voz se re-

cogen los sonidos del bosque. Todo el bosque se queda

en las hebras doradas de su cabello, cuando le entrega

un cofre de madera a su esposa Elvira. Y mirando a mi

padre, dice así:

- A vuestra honrada hija, señor, he de ofrecerle la Do-

nación de la Mañana. Es un regalo por su castidad

que me ha entregado sin reservas, en la primera

unión del matrimonio. Es un regalo a su pureza, con

la que honra, señor, vuestro nombre y el mío.

Al fin llega la noche de otro día inolvidable. Des-

pués de dos jornadas de fiesta, cuando terminan las ce-

lebraciones de los esponsales y sujetamos en la frente de

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mi hermana Elvira una diadema de mujer casada, la

acompañamos hasta la casa de su esposo el montero,

que está situada en una aldea distante, al otro lado de la

ribera. ¡Hay que hacer la mudanza de la novia!

Ella va cabalgando en un caballo de paso fino, y

se ha cubierto íntegra con un mantón de grueso paño. Se

despide del huerto y de la vieja casa de treinta escalo-

nes, donde pasó su infancia y su primera juventud; y

dice adiós a nuestros padres, que la bendicen y la abra-

zan al verla partir.

Los muchachos del pueblo, llenos de entusiasmo,

levantan las antorchas encendidas, para alumbrar el pa-

so, y las muchachas casaderas llevamos ramos de gar-

denias en la solemne procesión. Los amigos del novio,

con largas capas y vistosos bonetes de cuatro picos, es-

coltan a la esposa, y la obsequian con cestas de manda-

rinas y manzanas.

Detrás de nuestra hermana, sobre media docena

de bestias de carga, viene la mudanza, compuesta por

objetos grandes y pequeños que han de llevarse a la

nueva vivienda. Los de más relevancia son los arcones

de madera, tallados por Rodrigo, el ebanista. Dentro de

ellos se encuentran las pertenencias más apreciadas de

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mi hermana: las túnicas más finas, los encajes, los vesti-

dos de hilo, adornados con flores de la primavera, las

zapatillas encarnadas, su grueso manto de terciopelo y

los perfumes.

Vienen después los otros muebles: la cama des-

armada, el altar de la Virgen, veladores, espejos.... Baú-

les con manteles, sábanas y fundas, cajones de madera

con la vajilla... Y sobre una carreta de cacharros viejos,

que mamá cedió a Elvira, el enorme caldero de hierro,

recién sacado de nuestra cocina, el que pendía del techo

de la penumbra, cuando yo era pequeña, y se mecía

pausadamente, al estar lleno de condenados.

Después de varias horas de camino, entre cantos

y juegos, llegamos a la casa del montero, donde mi her-

mana va a vivir de ahora en adelante. Me despido de

Elvira con un dolor intenso. ¡No quisiera alejarme de

ella! Nos abrazamos y nos echamos a llorar.

Había negros presagios. ¡Siempre los había! El fin

del mundo estaba cerca, con su cadena de desgracias. Ya

venía aproximándose y los cristianos de todo el mundo

debíamos prepararnos para rendir cuentas de cada ac-

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ción y cada pensamiento de nuestra vida. Esto lo prego-

naban los profetas de encrespadas barbas y yo me halla-

ba aterrorizada. “No he hecho mal a nadie, me decía a

mí misma, pero si han de cobrarme los pensamientos,

iré al infierno, sin remedio…”

Faltaba poco para el fin del mundo y estábamos

al borde de los cataclismos. Las brujas y los brujos se

movían libremente por parajes prohibidos, y cocinaban

sopas venenosas en los alrededores de la aldea. En El

Calvario estábamos alertas, y nos reuníamos en el cam-

po, con las hogueras encendidas, y hacíamos rondas de

plegarias alrededor del fuego, para pedir ayuda a los

buenos espíritus.

A pesar de los malos augurios, mi hermana Elvira

y el Montero Mayor eran felices, y los recién casados se

sentían colmados de bendiciones. Sin embargo, una ma-

ñana al amanecer, mi hermana Elvira se estremeció de

pánico. Había estado soñando con el arcón tallado por el

ebanista, donde hay un bosque, y una bestia escondida

en ese bosque, y una fiera salvaje que arremete, y un

cazador herido a muerte.

Mi hermana había soñado que la escena tallada

sobre madera cobraba el soplo de la vida y se hacía

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realidad. Elvira vio el peligro que acechaba a su esposo

el montero. Elvira lo previno:

- ¡Te pido que no vayas hoy de cacería! ¡Hoy, por favor

no vayas, porque estás en peligro y van a matarte!

- ¡Vamos Elvira! ¿Por qué tiemblas? Debo encontrar el

jabalí, que me ha encargado el duque Gildeberto! Ya

lo sabías, ¿recuerdas? Permanece tranquila y confia-

da. ¡Sabes que soy muy diestro cazando jabalíes! Re-

gresaré temprano, y tomaremos vino junto al fuego…

- ¡Al menos llévate el amuleto…!

Y eso hizo el cazador. Pero los amuletos no tienen

fuerza contra el influjo de los hechiceros, y esa fatídica

mañana el Montero Mayor fue sorprendido por la muer-

te.

El cazador no pudo defenderse del salvaje empu-

je del jabalí que se le vino encima con inclemente furia.

(La fiera le cobraba la matanza de varios miembros de

su familia, eso oí decir).

El jabalí enterró sus colmillos en el centro del pe-

cho del montero, se contentó después con arrancarle el

corazón para escupirlo luego, y mirarlo rodar por el ba-

rranco, entre las hojas secas.

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El jabalí que ahora he conocido, esparcido en pe-

dazos y devorado por los buitres, ha cubierto de luto a

mi hermana Elvira. El jabalí que veo, estaba oculto en la

montaña, esperando el momento de la venganza, sin

comer ni beber por varios días, alimentado sólo de su

furia.

Han ya pasado varias semanas desde la muerte

del Montero Mayor. Elvira ha regresado a nuestra casa

vestida de negro. ¡No deja de llorar la pobrecita! Y yo

me esmero en complacerla, en consolarla, y la invito a ir

conmigo hacia los campos, a contemplar cientos de pája-

ros que siempre son una alegría. Pero Elvira se niega a

salir, y prefiere quedarse a solas con su duelo.

Mis amigos los pájaros viven en los manzanos y

cerezos que se cultivan en el huerto desde hace mucho

tiempo; desde que empecé a andar con los rebaños, y

subía con mis cabras, monte y peñasco arriba, para estar

a la altura del castillo. Los pájaros regresan; los escucho

cantar melodías bellísimas, y salgo a recibirlos todas las

tardes, a la hora que traen su serenata.

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Ahora ha llegado un ave extraña, que yo nunca

había visto, que nunca había venido a visitarnos. Es un

pájaro blanco que sabe hablar; es un pájaro brujo, según

me han dicho los aldeanos. Él me habla de la próxima

huida, de mi próximo viaje a las tierras extrañas; del

próximo exterminio que nos espera. Le pregunto:

- ¿Qué me quieres decir, pájaro brujo? ¿De qué viaje

me hablas? ¿Por qué mencionas el exterminio si ya el

montero Adolfo pagó nuestras culpas? Él fue escogi-

do como cordero del sacrifico y entregó su sangre.

¿Acaso no lo viste entre las fauces del jabalí? ¿Es que

tendremos nuevas amarguras? - Y el pajarito brujo si-

gue hablando:

- La villa de El Calvario será demolida, el monasterio

será demolido, los sembradíos serán quemados y será

desprendida la gran campana del campanario.

Hoy los veo volar. Mis pájaros amigos están hu-

yendo de la montaña sin ni siquiera despedirse. Han

sentido un rumor en la distancia, un fuerte golpe de

tambores, unos gritos errantes, un tropel de caballos que

se avecina, y se han marchado sin decirme nada, dejan-

do mudo el cielo de mi casa. La serenata ya no vuelve,

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ya no escucho los cantos, y se ha quedado solo el cielo

de mi casa.

Y el pequeño canario, el de los dulces trinos de

mis días felices, viene a decirme que no va a dejarme,

que no me abandona, que él no abandona la montaña,

que seguirá conmigo, que partirá conmigo, cuando me

lleven a la lejanía...

Ha pasado mi infancia. ¡Cuánto me duele recono-

cerlo! Pasó mi infancia sin darme cuenta. Ya la he deja-

do atrás, ya la he perdido; la he dejado allá arriba, en

mis montañas de esmeraldas, en los altos peñascos de

elevadas cimas, y en las lejuras empinadas por donde

bajan los torrentes. Ya no soy una niña. Ya he crecido.

Yo de pronto crecí, sin darme cuenta. Me desperté una

vez y ya había crecido. Una mañana me hice mujer, en-

tre la hora nona y la hora del Ángelus.

El día había empezado como de costumbre, sin

ningún signo relevante, pero el paso del sol cambió mi

suerte; en el paso de luna se manchó mi túnica y fui a

esconderme en las aguas del río.

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Crecí bajando de los riscos, cuando traía mis ca-

bras hacia el valle. ¿O fue tal vez cuando yo me empe-

ñaba en llegar a la altura del castillo, o en llegar hasta el

claustro del monasterio? Crecí sin darme cuenta y no

pude abrocharme mi corpiño porque yo había crecido y

mi ropa de niña me quedaba corta, me quedaba peque-

ña, me molestaba.

- Ya no soy una niña – confesé a mi madre, avergonza-

da – Lavé mi túnica manchada en la orilla del río. Las

aguas se pintaron como si se llenaran de amapolas, y

la corriente se llevó con prisa todo lo que era mío: mi

infancia, mi inocencia, mis momentos de gracia y feli-

cidad.

- Sigues siendo mi niña aunque hayas crecido, Aurora.

Ven, acércate – dijo mi dulce madre.

Me levanté de prisa, corrí hacia ella, y comprendí

que la había alcanzado de tamaño, que éramos iguales;

que ya mi cuerpo era una copia exacta de su cuerpo, que

mi cintura era su cintura, y mi cuello su cuello, y mi pe-

cho su pecho, y mi boca su boca; que no había diferencia

en las caderas, ni en el cabello rubio, que mis ojos azules

eran sus mismos ojos, que mi fragancia era su fragancia.

Que mi madre era bella y que yo era bella.

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El carretero

El carretero de El Calvario se llama Sibeliano. Él se viste

con calzas, subidas hasta las rodillas, la camisola blanca,

bajo una túnica de lino y una capucha carmesí, que lleva

levantada hasta las sienes, y que mantiene el rostro ocul-

to, escondido allá lejos, en la penumbra.

Sibeliano es arisco y taciturno. Pasa la noche ca-

minando solo, por la orilla ondulante que va marcando

el río. Y se le oye cantar, con su voz cálida y purísima,

antes que la mañana se levante. Su dulce voz se escucha,

lastimera, y llega hasta la hondura de los bosques.

Mi madre me ha contado que Sibeliano compone

versos de exquisita belleza, que sólo sus amigos han lo-

grado escuchar. También he oído decir que vive enamo-

rado de una aventurera llamada Sabiba - de piel morena

y ojos tornasolados - que conoció un domingo en la Villa

Mayor.

Todo el mundo comenta la vida disoluta de Sa-

biba, a quien apodan “Luna del Oriente”, cuya brillante

y negra cabellera se extiende como un manto sobre sus

espaldas, hasta llegar a los tobillos. Y el carretero se ha

empeñado en ella, como si fuera una flor de los campos.

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Pero Sabiba jamás lo ha querido; le robó el corazón y

después lo dejó sumido en su pena.

La madrugada del domingo, de todos los domin-

gos, los campesinos de El Calvario traen de sus huertos

los pesados cajones llenos de frutas y verduras, hasta el

establo del carretero. Y se los ve venir desde lo lejos; es

una larga fila de hortelanos, con sus cargas a cuesta.

Como yo soy la única joven que sé escribir y cal-

cular las cuentas en toda la extensión de la comarca,

anoto cantidades y productos de cada uno de los cam-

pesinos: las coles, las sandías, las peras, las manzanas,

las uvas, los limones, lechugas, berenjenas… Tanto de

cada quien. Todo queda anotado, registrado cuidado-

samente en una larga lista que ocupa varios folios. Es

una larga lista de esperanzas que crece todos los do-

mingos.

Los hortelanos cargan los frutos en la vieja carre-

ta. Yo me uno a esta fiesta de colores, de sensaciones

frescas y aromas deliciosos, que abren el apetito, me dan

fuerza y colman todos mis sentidos. Hay gritos de entu-

siasmo en la despedida.

- ¡Que Dios te guíe y te acompañe, Sibeliano!

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- ¡Y que la Virgen te permita vender los frutos de nues-

tra tierra!

Y vemos alejarse la carreta, hacia el mercado de la

Villa Mayor.

Pero regresan los negros presagios. Este domingo

ha sido triste. No he querido comer ni ir a la iglesia y me

acongojan turbios pensamientos. El cielo se ha nublado

íntegramente y pronto llega la oscuridad. Una enorme

corneja vuela graznando y su vuelo me hace estremecer:

la corneja es anuncio de mala suerte; siempre nos ha

traído desventura. ¿Qué podrá sucedernos esta vez? La

noche se ha aclarado, han despertado sus luceros; alum-

bran las estrellas del lado allá del río y vemos a lo lejos,

escuchamos más bien, la crujiente carreta de Sibeliano.

Corremos todos a recibirlo.

Pero ¡Ay, desgracia! El carretero vuelve casi des-

nudo, con los jirones del vestido llenos de sangre. Es un

muchacho todavía, y yo jamás lo había imaginado. Na-

da habla, permanece en silencio, sin decir ni siquiera

una palabra, pero contemplo por primera vez su bello

rostro y los enormes ojos amarillos, que siempre tuvo

ocultos. Me mira tan profundamente, tan amorosamen-

te, que yo me siento desfallecer.

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La mujer que lo ha criado toda la vida sale del es-

tablo a paso lento: es una anciana de cuerpo estrecho,

entumecido. Una vieja mujer de mirada perdida, que

sube a la carreta para ayudar a Sibeliano. Suben también

algunos hortelanos, en extremo exaltados:

- ¡Hay que ayudarlo! ¡Necesitamos agua fresca! ¡Tene-

mos que bajarlo de la carreta para saber qué le ha su-

cedido!

Yo traigo agua del pozo y lavo al carretero con un

lienzo limpio. Cuando termino de limpiarlo, lo levantan

en peso para llevarlo dentro del establo. Después, toda

la gente de El Calvario comenta los detalles de lo suce-

dido: la carga fue robada en una encrucijada; se llevaron

los frutos de los huertos, se llevaron completa la lista de

esperanzas. Y el carretero Sibeliano fue golpeado, salva-

jemente acuchillado, por bandoleros del camino...

Hace ya una semana desde el asalto de los bando-

leros, y el carretero Sibeliano se ha debilitado poco a

poco, instante por instante, y nada valen los cuidados

que le brindo para aliviarlo. No existe mejoría para sus

males; no podemos hallarla. El curandero le extiende en

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el cuerpo cataplasmas de barro arcilloso, y le reza en

voz alta sus oraciones incomprensibles, donde invoca el

espíritu de unos seres menudos, huecos e intangibles,

que logran penetrar en las heridas y absorben los humo-

res - sucios y malignos - lanzados con saña por el

enemigo...

Pero nada resulta, los intentos son vanos. La fie-

bre no ha cedido, ni siquiera con la infusión de hierbas

curativas, que llevamos a diario. La fiebre no quiere ce-

der, más bien va en aumento, y las hondas heridas se

resquebrajan, como surcos malditos, para abrirse de

nuevo, una y otra vez.

Todos en mi familia se han preocupado por el

triste percance del carretero. Mi madre a veces viene

conmigo a visitarlo y le coloca unas compresas sanado-

ras, que ella guarda con celo, para usarlas tan sólo en los

casos más graves.

- ¿Qué podremos hacer para aliviarlo? – le pregunto a

mi madre.

- No lo sé, hija mía. Tan sólo Dios es dueño de todos

los remedios…

Yo levanto la sábana y miro las heridas deteni-

damente. ¡Estoy horrorizada! Las aberturas de los cuchi-

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llos parecen bocas de dragones que quisieran tragarme.

He traído el incienso que llevo a los santos, he quemado

eucalipto junto a su lecho, para que los dragones se reti-

ren y nos dejen en paz.

- Yo moriré contigo, Sibeliano – le digo al oído, casi sin

entender mis propias palabras. Si tú decides irte, me

iré detrás de ti y volveré a estar a tu lado.

Han ya pasado nueve días, que se me han con-

vertido en nueve condenas. Un poco más de una sema-

na ha transcurrido desde el asalto de los bandoleros y

Sibeliano se debilita rápidamente. Casi no puede ha-

blarme ni escucharme; tiene un hilo de voz, un hilo de

mirada que en veces se le pierde en el vacío. Me mira

una vez más, me espera nada más con sus ojazos amari-

llos y se conduele de mi sufrimiento.

Ya nueve días han transcurrido, y las señas de

Dios, las que Él me daba cuando solíamos comprender-

nos, ya no se encuentran por ninguna parte.

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Con la anciana mujer que crió a Sibeliano no ten-

go ningún trato. En el poblado se comentan cosas terri-

bles, escabrosas historias sobre ella. Las chismosas co-

madres que no tienen oficio aseguran (al montón de cu-

riosos y charlatanes que se reúne junto a ellas) que la

mujer del cuento era esclava y nodriza de una noble fa-

milia, emparentada al duque Gildeberto. Y ella, como no

podía tener hijos propios, robó al pequeño Sibeliano

cuando era aún recién nacido. Y también aseguran que

mantuvo al pequeño secuestrado, escondido de todos,

durante muchos años; y que los padres verdaderos, una

pareja de alta alcurnia, terminaron muriendo de sufri-

miento. Y dicen las comadres que al final de la historia

la nodriza encontró el camino libre; y desde entonces se

hace pasar por la única madre del carretero. Y las coma-

dres, sin medir sus palabras, disfrutan en juzgarla de la

peor manera:

- Es una usurpadora.

- Una ladrona que se llevó al niño.

- Lo mantuvo escondido, para que nunca lo encontra-

ran.

- Debería estar encadenada, dentro del calabozo del

castillo.

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Yo desconozco el nombre de la anciana; no me

importa su nombre, y ella jamás me nombra, porque

tampoco le intereso. Pero me deja entrar a su vivienda,

que se halla atravesada en medio del establo. Ella me

deja hacer lo que me corresponde, y nunca veo sus ojos,

apagados y fríos, que huyen de mis ojos. Cuando la ne-

cesito, ella viene a ayudarme: trae ollas de agua hervida,

para lavar el cuerpo de Sibeliano y rasga tiras de lienzo

limpio, para vendar sus miembros rotos y sangrantes.

También me deja darle los “jugos milagrosos”, de sus-

tancias benditas y olorosas, que me enseñó a preparar

mi abuela, cuando de tarde en tarde volvíamos del mo-

nasterio.

La anciana y yo nos entendemos en silencio. Ja-

más hemos cruzado una palabra. Nos aceptamos en si-

lencio, nos comprendemos en silencio, sin hacernos da-

ño. Y el trance de la vida hacia la muerte, queda como

un secreto entre las dos.

- Todo lo puede Dios - murmura ella, para sus aden-

tros.

- Y yo pienso: Sigamos esperando.

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Hoy quiero arrodillarme, salir arrodillada por la

calle, pero no es posible. La confianza hacia Dios me la

han quitado sin misericordia. ¿En quién voy a creer, en

quién voy a confiar, si todas las promesas han ya sido

barridas por el viento, como si fueran mis pecados? La

vida no me alcanza para este día de tristeza, y voy a los

zarzales con los pies descalzos, para aliviar mi pesa-

dumbre. Por la tarde regreso, llena de cortaduras y ras-

guños. La sangre impura se quedó en el monte, prendi-

da en las espinas de los zarzales.

Regreso hasta su lecho. Él levanta las manos para

recibirme. Recibe mi caricia con los ojos cerrados, pero

sé que me escucha mejor que otras veces. Su palidez

asombra, su rostro, descarnado, ha ya adquirido el perfil

de los santos.

- ¿Duermes acaso?- le pregunto.

- Ya no quiero dormir – responde él - Sólo estaba so-

ñando cosas absurdas que se traen los sueños. Soñaba

con la vida que hoy empieza, contigo; y hoy termina,

sin ti.

- ¿Quieres contarme tus pesares, tus grandes temores?

Y en un supremo esfuerzo de resistencia, Sibe-

liano me entrega sus verdades últimas.

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- Quiero encontrarme, Aurora, con mis primeros pasos,

los primeros arrullos que me dieron mis padres, con

la cuna que tuve, con la madre primera que me man-

tuvo entre su seno. La vida nunca me ha querido,

nunca jamás me ha respetado, ¿sabes? Siempre he es-

tado en el centro de las mentiras. Todo ha sido una

farsa del teatrillo de pueblo donde yo he sido el pro-

tagonista; un engaño tras otro, una burla que empieza

y otra que termina. Quisiera ahora escaparme, huir a

los zarzales con los pies descalzos, para dejar allí mi

sangre impura, para aliviarme de mi pesadumbre, y

quedarme por siempre, como siempre, prendido en

sus espinas.

He cumplido quince años con la nieve de in-

vierno. Los heleros se mudan de las altas cimas, y vie-

nen a instalarse en mi corazón. ¡Sibeliano está muerto!

El carretero ya está muerto y me ha dejado el universo

seco, estéril, sin sentido. Su bello rostro, sus ardientes

ojos, su cuerpo transportado en antorchas de fuego, van

a ser pronto devorados por la inclemencia de la tierra,

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van a ser tierra y polvo, sin que nadie los salve, sin que

yo pueda rescatarlos para traerlos junto a mí.

Entonces me encamino hasta la ermita de la Vir-

gen, en doloroso ascenso, paso a paso subiendo, abrién-

dome camino sin detenerme nunca. Subo por una cuesta

y encuentro a una pareja de mendigos, hechos todos de

andrajos, que tiemblan de frío y hurgan en sus morrales

desesperadamente, para sacar los últimos mendrugos

que todavía les quedan. Pero nada consiguen; los dos

morrales han quedado vacíos y ellos no tienen fuerzas

para seguir. Los mendigos me miran, con sus rostros de

fieras vencidas; y hablan conmigo entre sollozos:

- Moriremos de hambre, niña Aurora – dicen - Ya na-

die quiere socorrernos; ya no se justifica que sigamos

vivos…

Entonces los consuelo, los abrigo y les ofrezco

panes y duraznos.

Paso junto al Hospicio de los Peregrinos, donde

viví experiencias estremecedoras, y sigo andando, silen-

ciosa. Las memorias regresan con las paredes ocres del

hospicio, que ya están derrumbándose, y con las puertas

carcomidas que rompí aquella noche en el salvaje im-

pulso de mi cuerpo. (Murciélagos, arañas y escorpiones

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vuelven a mi mente; corro y me escondo tras un árbol,

para olvidar sus alas y sus patas.)

Sigo avanzando en esta ruta de los penitentes y al

llegar al pequeño santuario, situado en el confín de la

provincia, descanso y me persigno. Después, cuando

vuelve el aliento a mi dolido corazón, prendo la Vela de

las Ánimas ante la Virgen de los Jacintos, y me preparo

para orar. Rezo el rosario de María Santísima; rezo con

fe cada Misterio Doloroso a la Madre Purísima, llena de

gracias, y me arrodillo ante la Cruz de su Divino Hijo:

- Señor mío Jesucristo, Dios y Hombre verdadero, Se-

ñor y Redentor mío, he venido a pedirte que Tú con-

cedas la resurrección para el amado carretero. He ve-

nido a implorarte que Sibeliano regrese a la vida, co-

mo Tú volviste, después que fuiste crucificado por tu

propia gente, tus hermanos. He venido a rogarte que

hagas el milagro, como lo hiciste tantas veces, cuando

viniste a redimirnos en este valle de lamentaciones.

¿Qué debo hacer para que oigas mis súplicas? ¿Qué

penitencia debo cumplir para que escuches? ¡Ven

hasta mí, Jesús; yo iré contigo! ¡Te mostraré el sepul-

cro donde él se encuentra! ¡Te mostraré el refugio

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donde el cuerpo sin vida del carretero yace esperán-

dote!

Pero vuelve el silencio, vuelve la soledad y la

amargura, y no llega el prodigio. No comprendí el sen-

tido de la desolación, hasta que no sentí su piel hecha de

muerte. Hasta que no sentí mi piel hecha de nada, que

ya a nadie interesa; mi inútil piel que ya no resplandece

ni perfuma el mundo.

Esta mañana última vine a visitarlo. Desde el día

del asalto de los bandoleros he venido al establo todos

los días, sin faltar ninguno. La anciana me recibe con

desgano e indiferencia, pero sigo adelante porque él me

está esperando; estoy segura de ello. Sibeliano me espe-

ra en su lecho de enfermo y no puedo tardar.

Los dos sabemos que viene el final, que ya su

cuerpo está acercándose al torbellino incomprensible de

la muerte, al incierto destino de los moribundos, al do-

lor sin medida. Los dos sabemos que se aleja, que sus

extremidades ya se han ido, que su pulso y su aliento

van a detenerse, a pararse por siempre, en cualquier

momento.

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Pero él me espera. Sibeliano consigue la fuerza de

los siglos, el amor de los siglos, todo el impulso de los

siglos, para darme el abrazo de despedida. Nos decimos

adiós con la promesa del próximo reencuentro.

Sibeliano está muerto. Nieve de invierno soy ahora.

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¡Llegan los moros!

Desde la muerte de Sibeliano he quedado aturdida,

consternada, y mi vida perdió la significación que había

encontrado. Yo misma me sorprendo, y me pregunto,

¿Cómo es posible que él cambiara el sentido de mi exis-

tencia? ¿Cómo es posible que en tan poco tiempo el ca-

rretero lograra convertirse en el señor de mi esperanza?

¿Cómo es posible que yo me enamorara de un mori-

bundo?

Han pasado los meses, todos los días de un año.

Volvieron a rotar las estaciones y aparecieron flores del

verano. Los pájaros aquellos que se marcharon sin des-

pedirse no regresaron nunca, pero yo he recobrado mi

armonía, he regresado a mi ritmo de siempre, a mis an-

danzas de pastora, a mi callada melancolía.

¡Ahora suenan alarmas! De regiones vecinas llega

el aviso de que la guerra se aproxima, que un ejército de

musulmanes se acerca, que han comenzado sus corre-

rías de verano - las que suelen hacer todos los años - y

que esta vez atacan nuestro reino.

Se inicia un movimiento inusitado: Los hombres

del ducado son obligados a construir fosos y barricadas;

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los centinelas del castillo adelantan maniobras de defen-

sa y los soldados de la guardia refuerzan con barreras

los macizos portones. Ya es un hecho evidente su llega-

da. Se escuchan gritos y lamentaciones de los vecinos de

la aldea. La suerte ya está echada para nosotros.

Batallones de moros llegan juntos, a la caída de la

noche. Apagamos las lámparas de aceite, cuando senti-

mos el griterío y el galopar de los caballos.

- ¡Han llegado las tropas del Califa de Córdoba! – gri-

tan los centinelas del castillo.

- ¡Las tropas de al-Nasir, el grande, el poderoso! – gri-

tan los monjes del monasterio.

- Han llegado las tropas de ‘Abd al-Rahman III - dice

en calma mi madre. Y mientras tanto, mi padre escri-

be “¡Ha llegado el momento de la conciencia! ¡Ahora

esta tierra ha terminado!”

Los endiablados guerreros musulmanes entraron

a mi casa después de los incendios, después de las ceni-

zas. Entraron a mi casa, cuando ya habían quemado el

monasterio y los copistas del monasterio. Cuando ha-

bían arrancado hasta la última piedra del castillo, cuan-

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do se habían llevado la gran campana del campanario,

la Cruz de la Victoria y la corona que pendía del techo;

cuando habían arrasado la montaña, cuando habían des-

truido los sembrados y cuando mis pequeñas cabras ya

habían sido lanzadas al vacío. Y mi canario… ¿moriría él

también?

Mis hermanos gemelos no se habían movido de

su sitio de guardia. Papá empuñó las armas del abuelo.

Y mi madre esperaba la entrada de los moros, silenciosa.

Cerró con llave los baúles y cofres donde estaban guar-

dados sus manteles, sus sábanas de novia, sus alhajas,

sus más caros recuerdos; cerró las pequeñas ventanas, se

sentó en la banqueta, a un lado de la lumbre, y se puso

el tocado más bello que tenía.

Pasaban los minutos. Mis hermanos, hermanas y

padres ya nos habíamos despedido. Fue un breve ins-

tante de sosiego, sin una lágrima. Un abrazo de adiós,

en el silencio de la tarde. Éramos fuertes y no teníamos

miedo.

Nos vestimos con calma, con los mejores trajes,

usados solamente en las solemnes ocasiones: sayas de

seda, túnicas bordadas... Yo me sentí orgullosa de mis

pendientes de oro, los que me dio una vez aquel juglar

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de primavera que traía su vihuela colgada del hombro,

con el sayo amarillo, las calzas azules, y algunos libros

bajo el brazo.

Los musulmanes subieron la cuesta y encontra-

ron mi casa que se hallaba escondida, monte y peñasco

arriba, en el bosque de hayas. Entraron a mi casa des-

pués de los incendios, después de las cenizas. Buscaban

jóvenes cristianas para el harén de Córdoba. El capitán

se volvió a mí. ¡Ya era su cautiva!

(Después de tantos años, al final de mi vida, esta

historia que escribo me parece inventada, una fabula-

ción de mi delirio. ¿La viví yo realmente o es resultado

de mi fantasía? ¿Cómo la pude soportar? ¿Cómo sobre-

viví a los momentos tormentosos, a la dura derrota de

mi patria, a la vergüenza de no habernos podido defen-

der? ¿Cómo pude quedarme íngrima y sola en la tierra

de nadie, en los espacios que antes fueron míos y que se

habían borrado para siempre, como un puño de arena,

después que lo sacude el vendaval?

Nada permaneció sino mi sombra, entre un mon-

tón de muertos, dispersos y tendidos a los pies del casti-

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llo. El espectáculo era aterrador y las aguas del río, en su

misericordia, se llevaban los cuerpos, para lavarlos, para

acogerlos en su liviano corazón y después entregarlos a

las olas de la mar distante.

Tenía dieciséis años cuando mataron a mi familia,

allí frente a mis ojos, en la aldea de El Calvario. Me se-

pararon de la casa donde guardé el secreto de mis pe-

queñas alegrías, y ya nunca volví a visitarla; nunca ja-

más volví a la villa lejana, que moría de abandono. Me

separaron del ramo de alhelíes y de los treparriscos que

vuelan en las cumbres; me separaron de Gelesvinto, al

que siempre encontraba en el lago pequeño, blanco de

neblina. Me separaron de las montañas de rubíes y es-

meraldas, las que yo había escogido para mí, las que

había separado desde el instante de mi nacimiento. Me

separaron de las turquesas que se encontraban en la ori-

lla del río, cuando yo me ponía el traje de aguadora.

¿Qué iba a ser de mí? Las mañanas de sol ya no

me protegían. Nada tenía el perfume de las encinas y los

pinos. Ningún cielo tenía las estrellas de antes. La pro-

tección de la Sagrada Virgen de los Jacintos, había ter-

minado)

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Yo no he dejado de llorar en esta travesía. El

mundo que era mío se va perdiendo poco a poco, en

cada una de mis lágrimas. Todo lo veo a través de un

lente curvo, de un cristal opaco que desfigura los con-

tornos. El paisaje se nubla con mi llanto y dejo que éste

fluya libremente. Yo no lo quiero detener porque es mi

único consuelo, mi descanso.

Han ya pasado varios días (¿serán días o sema-

nas?) y hoy he logrado tranquilizarme. Es suficiente,

digo, no es posible llorar toda la vida, ni lamentarme

toda la vida, como si yo también hubiera muerto. La

brisa vespertina me refresca el rostro, me hace cosquillas

en los labios y me hace sonreír. Ahora contemplo el

hermoso horizonte de la travesía. Miro hacia todas par-

tes y quedo sorprendida de este nuevo universo que

empiezo a conocer.

Encuentro un niño en el camino; lo veo correr por

la campiña. Juega con su cometa de varios colores que

está ondulándose en el espacio. El niño corre, se va con

la brisa, desde un punto preciso del paisaje y se lanza a

recorrer el mundo.

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- ¿Quieres jugar conmigo? – grita al verme – ¡Baja de tu

caballo y acompáñame! ¡Mira cómo se eleva mi come-

ta! ¡Cómo es más alto que los árboles! ¡Cómo llega a

las nubes y se queda arriba, hasta que baja para irnos

a casa!

Tengo envidia de él. De su capacidad para inven-

tar el cielo. Quiero ligarme al niño, a su cometa, atarde-

cerme yo también en esta extraña hora de los paisajes

desolados. Una tarde de encuentros, en la travesía. Es el

encuentro con el aire que pasa sin hablarme, sin enten-

der que en este encuentro se perfila la estrella de mi vi-

da; de la vida futura que ahora va a empezar.

Los batallones musulmanes me llevan prisionera.

Vamos bajando por la serranía. Soy la cautiva del prín-

cipe moro, que a partir de esta tarde me hace su esclava.

Ha llegado la hora de los recuerdos y es necesario

que los memorice, que los empiece a enumerar uno por

uno, como si fueran cuentas de un rosario. Quiero gra-

barlos encima de mi piel y dejar para siempre los tatua-

jes; quiero tallarlos en mis huesos, para que no se pier-

dan en la noche, ni se conviertan en olvido.

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Ando con el recuerdo de una casita blanca de

treinta escalones, vecina del castillo y del monasterio,

que se hacía más pequeña con el paso del tiempo.

Ando con el recuerdo de una canción de cuna, de

un arrullo, y de un beso en la frente que me daba mi

madre.

Ando con el recuerdo de unos árboles, que me

vieron nacer. El recuerdo del bosque y su perfume, el

recuerdo del río que solía recibirme en su liviano cora-

zón.

Ando con el recuerdo de las constelaciones, que

iluminaban mis montañas cuando las noches eran más

eternas.

Ando con el recuerdo de mis hermanos, el gran-

de, los menores, con mi hermana Marian y con mi her-

mana Elvira, que un día vistió de luto, llena de tristeza.

Ando con el recuerdo de mis abuelos que me en-

señaron las lecciones más encantadoras.

Sigo con el recuerdo de los ojos azules de mi ma-

dre. Ella siempre empeñada en ayudarme a ver las ma-

ravillas, empeñada en mostrarme el tesoro que encie-

rran las pequeñas cosas, las campánulas blancas, las lu-

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ciérnagas, las velas perfumadas, el pañuelo bordado, el

árbol que florece con la flor campesina.

Ando con el recuerdo de mis tardes, de mi fasci-

nación por el castillo, de mis andanzas de pastora, del

salto de mis cabras que jugaban felices al borde del ba-

rranco.

Y vivo con mi padre, en la luna de ayer, la del

camino.

A veces me pregunto por los muertos aquellos

que dejé olvidados en la aldea de El Calvario. Era la

gente de mi casa, mi querida familia, mis hermanos y

hermanas. Padre y madre reunidos, mirándose a los

ojos, cuando los batallones musulmanes rompieron las

paredes, y los gritos terribles atravesaron las paredes,

hasta clavárseme, como cuchillos afilados, en el corazón.

Los feroces soldados destrozaron lo que encon-

traron a su paso. Destrozaron los muebles, las arquetas,

el mesón de mi padre, sus libros de poemas, su garrafa

de vino. Destrozaron las puertas y ventanas con salvaje

furia. ¿Qué les habíamos hecho? ¿Por qué tanta vengan-

za desbordada? ¿Por qué tanta violencia, si ni siquiera

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los conocíamos? ¿Quiénes eran los hombres tan crueles

e insensibles? ¿De dónde habían salido? ¿Qué querían

de nosotros? ¿Quién los había mandado a exterminar-

nos?

A veces me pregunto si aquellos muertos fueron

enterrados por un pastor errante, un peregrino o un via-

jero cansado y misericordioso que se apiadó de ellos y

cavó sus tumbas, y clavó alguna cruz sobre sus tumbas;

o si más bien quedaron para siempre, tirados en la tie-

rra, a merced de los buitres, como los vi esa tarde, la

última tarde.

No me dieron el tiempo necesario para acercarme

a ellos, para cerrar sus ojos, para juntar sus manos junto

al crucifijo, para cubrir sus rostros con un lienzo blanco,

para besarlos por última vez. ¡No me dieron el tiempo!

Polvo y viento nublaron la mirada cuando fui

arrebatada de mi casa; cuando me halaron los cabellos

porque no quería irme; cuando me arrebataron los re-

cuerdos y me llevaron a la fuerza, y me obligaron a se-

guir el paso de las ligeras cabalgaduras.

Yo fui la única sobreviviente de mi familia.

(Nuestro hermano mayor, Evangelista, estaba ausente…

¿Se salvaría él también?) Mis hermanos gemelos y mi

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padre fueron asesinados al golpe de un tambor. Nada se

discutía, nada se hablaba, sino que el jefe moro levantó

la mano, como señal inapelable para que comenzara la

ejecución. Todo fue rápido y fugaz. Fue un instante de

duelo solamente; un lanzazo directo en el corazón, para

que se apagara la estrella de los hombres.

Mis hermanas murieron de tristeza, después que

presenciaron la matanza. Cayeron las dos juntas, en el

mismo momento, a los pies de mi padre. (Yo esperaba

mi turno ansiosamente; yo esperaba mi turno que se

tardaba demasiado y no llegaba nunca.)

A mi madre la hirieron a filo de espada. No escu-

ché un solo grito de sus labios, ni una llamada de pie-

dad que conmoviera a los verdugos, ni una sola queja,

ni un solo lamento. Murió erguida y hermosa, con toca-

do de reina y sus ojos azules en mis ojos.

Pregunté al jefe moro por qué tardaban en ma-

tarme, por qué insistían en demorar la muerte que esta-

ba anunciada desde hacía mucho tiempo, que era ya

presentida y necesaria. Pregunté al jefe moro de qué

manera me harían llegar hasta los límites del Cielo, o tal

vez del Infierno, donde estarían quemándose – en in-

mensos calderos sujetos con cadenas- los condenados al

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fuego eterno. Nada me respondieron, ni me miraron, ni

se dignaron a explicarme lo que yo les pedía. (Tal vez no

comprendieron mi palabrería en lengua cristiana)… sino

que atravesaron las paredes, y me hicieron subir al caba-

llo.

A veces me pregunto, me pregunto, si los muer-

tos que guardo aquí conmigo, en el pecho conmigo, van

a quedarse para siempre o si algún día van a abando-

narme.

Los días han sido largos, interminables, desde

que fui arrancada de mi casa, de los despojos de mis

padres, de sus ojos perdidos. Días infelices, insoporta-

bles, tratando de entender lo que fue solamente un so-

plo de la vida que yo tuve. Una vida que fue y ha termi-

nado.

El tiempo de esta travesía ha sido suficiente para

hilvanar mi historia y empatar sus retazos. Es el tiempo

impreciso, que no pasa, días y días recordando, pregun-

tándome, sin encontrar razones que me convenzan y

puedan sosegarme.

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Algunas veces pienso que ha sido mi culpa, que

yo cambié los signos del destino, su dirección prevista,

cuando empecé a añorar lejanos resplandores que escu-

chaba en los cuentos de aventureros. Tal vez cambié mi

suerte, cuando empecé a negar mi vida solitaria de

campesina y rechacé con rabia la pobreza y miseria de

mi casa, de mi existencia toda.

¿Será mía la culpa? ¿Es éste mi castigo? ¿Soy la

culpable acaso, de la matanza de mis padres y de mis

hermanos? ¿Soy la única culpable del exterminio que

predijo el pájaro brujo de plumaje blanco? Yo no quiero

aceptar esa sentencia. Me arrepiento de mi inconformi-

dad, pido perdón a Dios, pero ¿de qué me sirve? ¡Ya

todo está perdido! Ya no les puedo devolver la vida; ya

no los puedo hacer volver a mí.

Ahora descanso. Las lágrimas disuelven mi pen-

samiento, los recuerdos se esfuman y oigo una voz que

me habla:

- ¡Desengáñate Aurora, y acepta tu destino! Debes bo-

rrar lo que una vez viviste – dice en lengua romance

una amable mujer que viene con las tropas califales -

¡Nada puedes llevarte de lo que fueron tus primeros

años! Todo aquello es negado de ahora en adelante.

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Todo aquello es prohibido. Conserva el alma limpia,

sin resentimiento, y déjame guiarte hasta la entrada

del Paraíso.

- ¿Dónde vamos? ¿Hacia dónde me llevan?

- Nos dirigimos hacia Córdoba. A la exquisita corte de

al-Nasir, el gran Califa ‘Abd al-Rahman III…

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Segunda Parte

Resplandor de la Gloria

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Córdoba

Después de un viaje agotador y lento; después de atra-

vesar el mundo entero, desde el Norte hasta el Sur, des-

de arriba hacia abajo; después de tantas vivencias reco-

gidas, hemos llegado al reino Omeya. Al fin voy a ente-

rarme si son verdades sus maravillas, su luz divina, su

perfume. ¡Al fin estoy aquí!

Estamos en el año 960, desde el día que nació Je-

sús de Nazaret: la mujer que viaja conmigo, llamada

Catalina, me ha explicado que así cuentan el tiempo los

cristianos del mundo ¡Y yo no lo sabía! La mujer va a mi

lado, está ligada a mí como mi sombra, y habla pausa-

damente sobre la nueva inmensidad que ahora me ro-

dea.

Una decena de doncellas ha viajado conmigo du-

rante toda la travesía. También son prisioneras como yo;

ellas también tienen historias y recuerdos que se queda-

ron en lejanas tierras; ellas también vieron morir a sus

familias y se quedaron íngrimas y solas, desamparadas

en la tierra de nadie.

En la Marca Mayor del territorio musulmán nos

hacen descender de las cabalgaduras, nos cambian los

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rústicos vestidos por trajes limpios y bonitos; nos refres-

can el rostro, nos cubren con un velo, nos brindan agua

de granada para beber, y nos conducen de la mano al

Palanquín de las Cautivas.

La Marca Superior es una inmensa fortaleza; el

cuartel general de los ejércitos de la frontera, el punto de

partida de las expediciones militares que salen cada año

contra los cristianos, quienes están unidos en el Norte

para la reconquista de su tierra, y hacen valiente resis-

tencia a los invasores.

Los musulmanes hacen su Guerra Santa contra

nuestras iglesias y conventos, contra nuestras cosechas y

ganados, contra gente inocente, contra pueblos y aldeas

que mueren de abandono y que siguen por siempre

suspendidos, en la región de los fríos intensos.

- ¿Por qué la llaman Guerra Santa? - se preguntaba el

padre Nicodemo una y otra vez, y después añadía,

con sus ojos ancianos llenos de lágrimas: ¡Guerra de

la Tristeza la debían llamar!

Hay gran satisfacción en las tropas califales, por

este nuevo triunfo de su llamada “Guerra Santa contra

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los Infieles”; por el botín logrado en el asalto, por los

cientos de esclavos que llevan a Córdoba. Hay alegría en

los jinetes - los mismos que mataron a mis padres -

quienes se apean de los caballos y se prosternan en el

suelo, cinco veces al día, para alabar y agradecer al Dios

Clemente y Misericordioso, llamado Allah.

Seguimos hacia el Sur en lenta caravana. Hace ya

varios días desde que penetramos en tierras de los mo-

ros y el mundo entero ha sido transformado: se han

desplazado las estrellas, los paisajes del cielo ya no son

los mismos, el alba y el crepúsculo me desconciertan,

porque son distintos, y ya no siento que me pertenecen.

Nada se me parece al bosque que era mío y que

perdí sin darme cuenta. Ni siquiera los árboles se me

parecen. Ni siquiera las flores, ni siquiera el color de las

enredaderas, ni el olor de los pinos, ni el canto de las

aves, nada se me parece a lo que dejé atrás. Y sin em-

bargo, la distante región de cumbres y de abismos está

clavada en mi memoria.

El Palanquín de las Cautivas avanza con las tro-

pas victoriosas, hacia la capital del califato. Han ya pa-

sado tres semanas. Cada semana un mundo nuevo, un

horizonte inesperado. Todo cambia en instantes, en la

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naturaleza milagrosa que ahora me circunda. Cuando

yo cierro y abro los ojos, las regiones resecas, despobla-

das, han sido suplantadas por verdes sembradíos y ver-

geles, con labriegos que cantan bajo los sauces, en las

orillas de los arroyos.

La mujer que nos cuida, Catalina, tiene una edad

incierta entre los treinta y los cuarenta años. Es gruesa y

fuerte, de agradables facciones y una sonrisa bondado-

sa. Me gusta que esté cerca, pues su conversación me

tranquiliza. Ella me habla sin detenerse sobre los nuevos

días que se avecinan, sobre el palacio de oro, sobre la

vida que me espera en el harén del soberano, sobre lo

que ya tengo que entender... Escucho atenta a sus pala-

bras, las quiero retener una por una; no debo distraerme

en el recuerdo de otra realidad que ahora me ha dejado.

El viaje lento, interminable, aturde los sentidos.

La amable Catalina me entretiene y hasta me hace reír,

mientras relata historias de los campos de al-Andalus. Es

una narración amena, fascinante, que suaviza el cansan-

cio. Me cuenta anécdotas graciosas, pero también me

habla de la fatiga de los labradores para sacar el fruto de

las semillas; me cuenta los estragos de la sequía, que los

mata de sed algunos años. Habla de la tristeza que ella

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ha conocido, de las zonas desérticas, de los vastos espa-

cios barridos por el viento...

Ahora le ruego que se calle, que deseo dormir sin

despertarme nunca, que tengo miedo del palacio de oro,

que deseo quedarme en estos olivares que ahora he des-

cubierto, en los molinos de agua y en la casita de los mo-

lineros. El corazón me pesa y no lo puedo sostener.

Quiero rezar, dormir. Le pido a la mujer que me deje

llorar.

No sé por cuanto tiempo he estado dormida.

Despierto más tranquila y relajada. Ahora vamos pa-

sando frente a un cortijo de elevados muros. Un alto

palomar está junto un balcón, cuajado de claveles de

varios colores. Varias palomas blancas vienen volando y

las veo acercarse; casi puedo tocarlas con mis dedos.

Todo es silencio ahora. Los recuerdos regresan

sobre las alas de las palomas: mis padres, mis hermanos,

¿por qué los he perdido? ¡Jamás podré vivir sin recor-

darlos!

Seguimos avanzando por la vía empedrada, a

una hora cualquiera de los pensamientos. Nadie habla.

Las muchachas cautivas no hablan entre ellas ni hablan

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conmigo. Algunas han llorado todos los días; otras se

quedan mudas, esperando.

El sol ya se ha calmado, se ha refrescado en su

camino hacia el Oeste, y sus rayos son tibios, acariciado-

res. El ruido de soldados y caballos queda disuelto en la

grandeza de la tarde. El corazón, en vela, oye armonías

lejanas. Las higueras y olivos se desplazan hasta el hori-

zonte.

Han ya pasado tres semanas, y el llanto que me

traje de las montañas, todo el llanto, ha quedado regado

sobre las piedras.

Duermo y despierto, despierto y duermo en esta

travesía interminable, y ya no sé decir lo que es verdad

o sueño. Siento la voz de Catalina, mientras toca mi

hombro suavemente:

- Aurora, no te duermas, despierta, niña ¡Ya estamos

llegando! La Corduba romana se ha convertido en la

Qurtuba Omeya, y ella te espera para recibirte. Es la

medina de las siete puertas y centenares de mezqui-

tas. La ciudad de la gloria y los placeres. ¡Prepara

bien tu espíritu para conocerla!

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La campiña de Córdoba es un vergel florido, que

huele a hierbabuena. El río Guadalquivir reunió las

huertas en su valle y recogió flores azules para sus ori-

llas. Las dalias y los lirios aparecieron esta mañana, y

me devuelven la ilusión que se me había quedado en las

lejuras empinadas donde estaban mis padres.

Algunas mariposas estrenan alas multicolores, y

vienen a mostrármelas para que yo las felicite; revolo-

tean al lado mío, presumiendo sus galas, hasta que yo

me fijo en ellas. Y cerca, en la enramada, los viñedos

ofrecen sus racimos para los niños del camino.

Seguimos avanzando por la antigua calzada, la

vía romana llamada Augusta. Nos detenemos solamente

a las horas marcadas para la oración de los soldados.

Hoy es un día especialmente luminoso: la luz

convoca a los viajeros y a los mercaderes, para que se

aventuren en una y otra dirección, por las líneas abiertas

de las encrucijadas. Un grupo de hortelanas, con cestas

de limones y naranjas, hace una pausa para descansar

en el campo de encinas.

¡Súbitamente, allí, la muralla de Córdoba! Los pá-

jaros amigos, los de manzanos y cerezos, los que habían

emigrado de la montaña antes de la matanza de mi fa-

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milia, los que se fueron sin despedirse, dejando mudo el

cielo de mi casa, bajan del brillo de la tarde, de las nubes

más altas, para darme sus trinos de bienvenida. No

puedo saludarlos, porque al ser informada de que muy

pronto llegaremos, el corazón regresa a su alegría de

antes, a su osadía de siempre, y se va cabalgando, ade-

lantándose a la tropa a galope tendido, y me deja inde-

fensa, abandonada ante mi suerte. Córdoba resplandece

como flor de los campos.

Mi llegada este día a la ciudad de los placeres y

de la gloria, me nubla por instantes el entendimiento.

Empiezo a renacer en mi nueva existencia con la energía

de antes, con mi antiguo entusiasmo. Un astro inadver-

tido me quema los hombros, cuando rompo a pedazos

la túnica y los velos que me cubren entera, de los pies

hasta el rostro. Necesito mirar con todo el cuerpo, con

los ojos alertas de mi cuerpo: los ojos de los brazos, los

ojos de las piernas, los ojos de mi pecho y mis espaldas.

Tengo que estar presente, con mi piel descubierta, para

absorber a plenitud el espectáculo increíble que está an-

te mi vista. Necesito mirar, sentir, oler. Me alzo lo más

que puedo y tengo una visión de mi destino, antes que

mis raptores mahometanos me sometan con un latigazo.

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Córdoba es ciertamente la residencia de las ma-

ravillas. Córdoba es el universo que ya había empezado

a imaginar. Yo tan acostumbrada a los atardeceres cal-

mos - al sol de la montaña que toma el tiempo justo, pa-

ra que yo contemple su bajada tranquila hacia el ocaso -

me encuentro ahora, cara a cara, con un astro encendido

que se roba el cielo, haciendo caso omiso de mis horas,

que se inician apenas en mi nueva aventura.

¡Y ya estamos aquí! Hay un ambiente bullicioso,

alegre; una agradable confusión de voces y sonidos que

van saliendo de cualquier lugar. Las cientos de personas

que van por las calles – moros, judíos y mozárabes, es-

clavos, beréberes, muladíes - tienen rasgos distintos,

pertenecen a razas distintas, religiones distintas; hablan

distintas lenguas, pero todos caminan de prisa, muy

aprisa, alborotadamente. Andan por todas partes, com-

partiendo su suerte por barrios y arrabales, callejones y

zocos, tratando de amoldarse al ritmo que les marca el

soberano de la luz.

La caravana de soldados y prisioneros entra a la

capital del califato a través de la Bab Rumiya, o Puerta de

Roma, también llamada Puerta de Toledo, y vamos

avanzando por la Calle Mayor hasta hacer nuestra en-

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trada en el Palacio Real, apodado el Alcázar. Me han

cubierto de nuevo, del cabello a los pies, con un largo

vestido de encendidos colores y amplios velos, y me

dejo llevar con las otras cautivas seleccionadas para el

harén del rey. Nos escoltan ahora los guardias persona-

les del Príncipe al-Hakam, el Heredero.

Un soldado infeliz, el que me había azotado por

romper mis vestidos, es liquidado de un sablazo. Su ca-

beza sangrante es tirada a los perros, mientras el capitán

de nuestra escolta, me ofrece disculpas por la grave

ofensa.

Córdoba me recibe sin reservas, sin ocultarme

nada, sin esconder de mí sus secretos más íntimos, sus

veleidades. No fueron falsas las narraciones del ebanis-

ta, cuando llevó a mi casa los dos arcones de madera,

para mi hermana Elvira. No fueron falsas las historias

fantásticas que había escuchado de los viajeros y merca-

deres, cuando nos visitaban en la aldea perdida que mo-

ría de abandono, en la región de los fríos intensos.

Es verdad lo del canto que le nace a las fuentes.

¡Ya lo he comprobado! Es verdad lo de la algarabía in-

contenible y ensordecedora que vibra en cada calle y en

los zocos. Es verdad lo de la Gran Mezquita, concebida

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y creada como los bosques de palmeras que dan frescu-

ra al Paraíso. Es verdad lo del color del cielo, cuando los

días todavía no terminan, porque prefieren eternizarse.

Es verdad lo del duende y el encanto.

Durante nuestro viaje desde la tierra de mis pa-

dres, la buena Catalina me contó historias y más histo-

rias sobre el mundo de al-Andalus, el que será ahora mi

mundo. Entre tantos relatos, destaca la leyenda del Al-

cázar. Esto es lo que me dijo:

Hace ya mucho tiempo, cuando en al-Andalus vi-

vían personas de otras costumbres y otras religiones,

había un viejo monarca que tenía su castillo en una selva

llena de margaritas. El noble anciano, quien dio la paz a

su pequeño reino, fue traicioneramente despojado de su

corona y de su trono. El rey lo perdió todo. Le arrebata-

ron sus tesoros, sus armas, sus caballos, y lo hicieron

salir a la intemperie una noche de invierno. Los malhe-

chores le hablaron groseramente:

- Puedes llevarte únicamente uno de tus bienes ¿Cuál

eliges?

- Quiero sólo el halcón - respondió él.

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- ¡Sin falta has de tenerlo! Pero debes partir antes que

nazca el nuevo día, y nunca más podrás volver a esta

tierra que ya no es la tuya…

Desde esa noche desgraciada, el anciano monarca

vivió errante y perdido entre los matorrales. Nadie po-

día socorrerlo porque estaba prohibido; nadie podía alo-

jarlo en su vivienda ni ofrecerle una manta, por el man-

dato expreso de los usurpadores.

Se refugió con el halcón dentro de grutas y ca-

vernas que le dieron cobijo durante muchos meses, has-

ta que vio llegar la primavera. Y una mañana fresca,

cuando las madreselvas retoñaron y expandieron sus

ramas por el bosque, el viejo y el halcón se integraron al

mundo que había muerto en invierno y renacía con

ellos.

Salieron hacia el campo y el ave cazadora voló

para atrapar una perdiz. El halcón se alejaba, se perdía

en la espesura y el rey lo iba siguiendo por un espacio

nuevo, donde jamás había pisado.

- ¡Espérame!- gritaba el rey - ¡No te vayas volando con

tanta prisa! ¿No ves que soy muy viejo para poder co-

rrer?

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El halcón esperó a su amo todo el tiempo que fue

necesario. Y fue entonces allí, en un paraje íngrimo - un

lugar escondido entre árboles inmensos y centenarios -

que el anciano monarca distinguió restos de un palacio

magnífico, hundido en las orillas del río Guadalquivir.

- ¿Qué es lo que veo? – se preguntó el anciano – Mis

viejos ojos se divierten en engañarme, en burlarse de

mí, y me hacen contemplar extrañas maravillas que

no existen…

El monarca avanzó, siguiendo el lento vuelo de

su amigo el halcón, que parecía guiarlo, y llegó hasta los

muros del edificio. Tocó la piedra enmohecida, palpó las

nobles ruinas y tuvo la certeza de encontrarse en el cen-

tro de una antiquísima y avanzada civilización.

El halcón siguió entonces las órdenes del rey, y

fue volando hasta la selva llena de margaritas. Voló de

un cielo hasta otro cielo, de horizonte a horizonte y se-

ñaló el camino a los antiguos súbditos del señor destro-

nado. Ellos siguieron al halcón, fueron detrás de él, to-

dos unidos y regocijados, porque seguían queriendo y

respetando a su rey verdadero.

El hermoso palacio, apodado después el Alcázar,

fue reconstruido y embellecido por hacendosos hombres

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y mujeres del renacido reino. ¡Hasta los niños contri-

buían en las labores, contentos y felices! Y el anciano

monarca, restituido en su trono y amado por su pueblo,

pudo reinar en el Alcázar por muchos, muchos años,

hasta que entregó el alma a Quien se la había dado.

Alrededor de la mansión del rey, se construyeron

casas de dos pisos, calles estrechas y jardines, zocos y

tabernas, baños públicos. Y se hicieron albergues para

los peregrinos, y se abrieron caminos para los caminan-

tes que iban llegando. Se construyeron templos a un la-

do de las fuentes; y nacieron los parques y plazuelas,

con cientos de pájaros. Nacieron los geranios y las arbo-

ledas, nacieron los claveles amarillos. Nació el sol sus-

pendido en un azul purísimo. ¡Había nacido Córdoba!

La historia fascinante de la ciudad de los placeres

y de la gloria se encuentra resumida en las viejas mura-

llas del Alcázar. Y fue la compañera de mi largo viaje,

mi amiga Catalina, quien empezó a narrarme la aventu-

ra de los antiguos reyes.

- El anciano monarca y el halcón señalan el inicio – dijo

ella - Pero antes de ese inicio, había una historia más

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lejana, emparentada con viejas leyendas de soldados

romanos que lucharon, de emperadores que una vez

vinieron y tal vez se ampararon en las húmedas gru-

tas de la región.

Después de otros monarcas poderosos, unos visi-

godos y otros mahometanos – convertidos en dueños de

la tierra de al-Andalus, en distintos momentos de la his-

toria - los califas Omeyas son los actuales huéspedes del

Palacio Real…

Oigo el relato de Catalina. Pienso que también yo,

Aurora la cautiva, me encuentro satisfecha en este espa-

cio fulgurante, que ya me ha dado la bienvenida con

gentileza, que me ha mostrado sus encantos y me ha

dado un recuento de su pasada gloria.

Avanzo ahora yo sola para acercarme a las mura-

llas que se ven imponentes y ennegrecidas. Son las

guardias perennes de los secretos y de los recuerdos. He

pedido a los oficiales del palacio algunos días de liber-

tad. Les he rogado, les he suplicado, y se me ha conce-

dido la petición, con infinitas limitaciones.

Se ha fijado la fecha, todavía distante, en que seré

llevada a la noble presencia del Príncipe al- Hakam, el

Heredero; hijo de ‘Abd al-Rahman III al-Nasir, el Califa

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reinante. A partir de ese entonces ya no seré la dueña de

mi vida ni de mi pensamiento y estaré sometida a estric-

tas e inquebrantables restricciones.

Antes que llegue ese momento quiero mirar cómo

me plazca, lo que me plazca; quiero indagar, averiguar,

oír, caminar, conocer a la gente. Quiero ver con mis ojos

- sin que ninguno me lo impida - el universo que va a

rodearme.

Apenas ha empezado a oscurecer y ya se asoman

en el cielo un par de luceros de luz purísima; ellos

desean ser los primeros en saludarme y yo me siento

reconfortada con esta bienvenida celestial. Después de

la llegada al Palacio Real, somos llevadas al Pabellón de

las Elegidas: la mitad de una luna cristalina, en los jar-

dines del Alcázar. El jefe de la guardia nos entrega al

cuidado de tres eunucos sudaneses que deben custo-

diarnos esta primera noche. (¡Estoy impresionada!

¡Nunca en mi vida había tenido cerca a un hombre ne-

gro! Solamente sabía de su existencia por los relatos de

mis abuelos, pero jamás imaginé que su presencia fuera

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tan imponente, ni que su piel brillara tanto, ni que sus

ojos fueran llamaradas.)

Mi amiga del camino, Catalina, la que hizo menos

dura la travesía con su paciencia y sus gratos relatos, ha

estado con nosotras hasta el momento de nuestra llega-

da al palacio. Entra ella también, pero poco después nos

dice adiós y se retira, junto a los capitanes del ejército y

a los mozos que llevan las cabalgaduras.

- Te dejo en el portal del Paraíso - dice al alejarse - Te

seguiré guiando, a una cierta distancia, para que no

desvíes el rumbo ni te entretengas en distracciones

vagas. Tú serás elegida del Príncipe Heredero, no va-

yas a dudarlo. Ya conozco su anhelo de belleza y sé

de sus deseos que no se sacian nunca. En las campa-

ñas de verano contra los infieles, todos los años, he

sabido escoger a las rubias cautivas que él favorece,

haciéndolas llevar hasta su alcoba; por eso estoy se-

gura de lo que hoy te anuncio. Deposita la fe en tu in-

teligencia y en tus ojos azules. Y jamás des un paso

sin las indicaciones de tus maestros. Un destino bri-

llante, sorprendente, se detiene esta noche ante tus

pies.

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Escucho emocionada sus palabras y me despido

de ella con un abrazo lleno de cariño:

- ¡Gracias por ayudarme, Catalina! ¡Sin ti habría muer-

to en el camino!

Soy primera en entrar al Pabellón de las Elegidas.

Por alguna razón, me han favorecido desde el inicio.

Alguna propiedad tiene mi rostro, mi cabellera rubia y

mi apariencia entera, para que en el palacio de los Ome-

yas, se me empiecen a abrir las puertas llenas de joyas.

¡Alabado sea Dios que lo ha permitido!

Nos hemos desplazado sobre alfombras tan sua-

ves como el algodón, por anchos pasadizos y corredores

solitarios. Las diez cautivas caminamos descalzas, de-

jándonos llevar tranquilamente, hacia un mundo encan-

tado de pequeños tesoros.

No pienso en nada. No recuerdo nada. La algara-

bía del corazón derrota al pensamiento. Atravesamos el

jardín. Caminitos trazados entre los nidos de colibríes.

Las fuentes y los nardos se van cruzando por nuestro

sendero. Las campánulas blancas se mecen con el ritmo

de nuestras túnicas, y mi cuerpo se mueve entre los ra-

mos de claveles.

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El Pabellón de las Elegidas es de cristal clarísimo.

Con la puerta cerrada puedo mirar en su interior. Nos

han hecho pasar. Como voy adelante, me posesiono de

lo que me gusta: los cojines bordados y los redondos

almohadones, paños de lana, colchas de seda, el brasero

de plata… Hay un jardín de espléndida belleza ante mis

ojos. Los más exóticos perfumes se encuentran juntos

para deleitarme. No sé otra cosa, no entiendo de más

nada y soy dueña del mundo.

Desde entonces comprendo que éste es mi des-

tino. Que he sido llamada para la grandeza. Que debo

olvidar, puesto que aquella historia mía, de la villa per-

dida en la montaña, la historia de mis días en la región

de los fríos intensos se encuentra lejos, demasiado lejos.

Los días siguientes y los meses siguientes, han si-

do de intensa actividad y preparación. El Pabellón de las

Elegidas es un ir y venir, un entrar y salir de los maes-

tros, en todos los aspectos del saber humano. Ellos se

ocupan de entregarnos su sabiduría; y lo hacen con pa-

ciencia, con verdadera dedicación. Nos la dan de beber

en cada sorbo de agua, nos la dan de comer en cada fru-

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ta que se nos ofrece. Nos dan sabiduría de la mañana

hasta la noche, en las largas sesiones de entrenamiento,

las cuales se realizan detrás de claros cortinajes, porque

los profesores no pueden vernos, no pueden acercarse ni

contemplar el cuerpo de las cautivas. Nos saludan con

grandes genuflexiones y hacen lo mismo al despedirse.

Diez profesores para diez alumnas; así ha queda-

do establecido desde el comienzo, desde el día primero

de nuestra llegada. El éxito de ellas, de alguna de ellas,

el éxito de una de nosotras ante los ojos del soberano, es,

a la vez, el triunfo del maestro, es el orgullo del maestro,

su fama, su prestigio, su prosperidad.

Pasan meses y meses; las estaciones han pasado.

Ya no sé cuánto tiempo he seguido recluida en este pa-

bellón de los perfumes. Me encuentro esta vez sola, pues

las otras doncellas que vinieron conmigo han sido con-

ducidas al harén. Cuando ellas se marcharon, me sentí

complacida de disfrutar del mimo y el cuidado que sólo

a mí se me ofrecía. Son ya tantos los días, desde el ve-

rano hasta la primavera, que me siento la dueña del pe-

queño palacio de cristal.

He sido regalada con riquísimos trajes de livianas

telas. Y la piel de mi rostro y la piel de mi cuerpo – que

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mostraban a gritos el maltrato del viento y del sol, en mi

lejana vida de campesina – son atendidas por esclavas

expertas, hasta que vuelven a ser blancas y suaves, co-

mo en los días de mi primera infancia.

Mi buena amiga Catalina viene a visitarme de vez

en cuando y hablo con ella con entera confianza. Le pre-

gunto:

- ¿Por qué motivo me han dejado sola, Catalina? Ya las

otras muchachas están en el harén y sólo yo sigo re-

cluida aquí… Ahora no tengo uno sino varios maes-

tros que vienen diariamente a darme clases… ¡Ya no

tengo descanso!

- ¡Es la mejor señal, querida niña! – me responde son-

riente, mientras escoge de una bandeja varias frutas y

dulces apetitosos - Eso quiere decir que te has desta-

cado sobre tus otras compañeras, no solamente por tu

belleza sino por tus virtudes e inteligencia. Y por eso

te dan una preparación muy especial, privilegiada,

digna de la futura favorita…

- Entonces debo tener paciencia - comento resignada.

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Y continúa la interminable preparación… ¿Ter-

minará algún día, o llegaré a ponerme vieja en este

aprendizaje? Han designado ahora un nuevo grupo de

maestros, especialmente para mí. Refinados eunucos,

egresados de las escuelas del exquisito músico Zyriab -

quien vino de Bagdad en los tiempos remotos de ‘Abd

al-Rahman II - me enseñan los detalles de complicadas y

enrevesadas normas de etiqueta, para actuar con soltura

en los salones del Palacio. Me enseñan a peinarme y

adornar mi cabello de una manera sofisticada; me ense-

ñan a escoger el vestuario apropiado para cada estación:

me muestran que los blancos se usan en verano, los co-

lores variados en la primavera, y los ocres y pardos son

los indicados para otoño e invierno. Me enseñan a lucir

las diversas alhajas, a desprender los velos; me enseñan

a servir al soberano; me indican con detalles lo que yo

debo hacer para cuidarlo, complacerlo, brindarle placer.

Las reverencias, los movimientos de las manos, los ojos,

las caderas, deben ser practicados regularmente, hasta

que los realice con elegancia. Aprendo a administrar

cada sonrisa, cada expresión de gozo o sufrimiento;

aprendo a administrar palabras y silencios, para agradar

a mi señor.

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Me han dado clases de gramática, de astronomía

e historia; me enseñan a tocar el laúd y a jugar ajedrez. Y

los maestros de canto, de danza y de poesía se encuen-

tran satisfechos con mi aprendizaje.

- Aurora es nuestra alumna más aventajada - comentan

ellos, frotándose las manos de complacencia - Tiene

una bella voz, suave y cristalina, tiene el don de la

gracia y logra declamar los poemas con hondo senti-

miento. Tendrá sitial de honor, y sabrá destacarse en-

tre las otras damas del harén de Córdoba...

Yo me siento halagada y complacida de sus pala-

bras. Y ahora, cuando el profesor de lengua árabe ha

dado por concluidas sus lecciones, me anuncian con

gran pompa, que seré presentada al Príncipe Heredero.

He pedido permiso para salir del Pabellón y los

jardines que lo rodean y me lo han concedido. ¡Alabado

sea Dios!

- ¿Adónde quieres ir? – me pregunta respetuosamente

el sudanés que hace la guardia.

- Deseo subir a la azotea… ¿Podría?

- Sí puedes. Pero yo debo acompañarte.

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Estoy contenta. Hoy he subido por primera vez a

la azotea del Alcázar, y la mirada se me estira hasta

abarcarlo todo. Puedo mirar el río en toda su extensión:

los molinos, las barcas, los jóvenes paseando en la ribe-

ra. Las aguas amarillas del Guadalquivir están inmóvi-

les, en las horas finales de la tarde; la brisa que bajaba

del Monte de la Novia, el Yebel al- Arús, ha desviado su

rumbo, se ha extraviado, y el valle permanece calmo y

tranquilo. La vida se ha quedado detenida, como una

imagen perdurable, para que yo la grabe en la memoria.

Acompañada del negro sudanés, que no me deja

sola ni un minuto, yo también me detengo. Deseo ob-

servar pausadamente, respirar la luz viva del crepúsculo

que pinta con rosados una orilla del cielo. Entre el río y

el Alcázar se encuentra el muelle, apodado al-rasif, don-

de se exhiben los trofeos de guerra y las banderas de los

pueblos cristianos que son vencidos cada verano, en las

campañas militares. Reconozco los símbolos de mi tierra

lejana, de la villa olvidada que moría de abandono… Me

detengo un momento en los recuerdos, y dejo que se

vayan.

Un poco más allá de las banderas, están los restos

desfigurados de los ladrones, de los asesinos, de los

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enemigos del reino Omeya. Se encuentran amarrados,

clavados en maderos. Esqueletos clavados, calaveras

clavadas, y mucha sangre seca al pie de los maderos.

Volteo la cabeza rápidamente: retiro la mirada de ese

espectáculo escalofriante.

Veo por vez primera el grandioso puente que fue

construido por los romanos, cuando esta Hispania era

una parte de su imperio. Nada me impide que me de-

tenga en detallarlo y que cuente sus arcos, y que cuente

la gente y los caballos y las recuas de mula que van pa-

sando de un lado al otro lado. A un extremo, sobre la

Bab al-Qantara, Puerta del Puente, levantada hacia el cie-

lo, está la estatua de una diosa. ¿Es tal vez una Virgen

peregrina que se vino a cuidarme y protegerme? Se pa-

rece a la Virgen Santísima de los Jacintos. Cierro los

ojos, voy con el pensamiento hasta la ermita de la mon-

taña y hago una invocación:

- ¡Virgen Santísima de los Jacintos, tú que cuidaste de

mi infancia, en la región de los fríos intensos, cuida

ahora de mí, de mi destino!

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Ahora me arriesgo más, pues tengo demasiados

deseos de escaparme hacia la ciudad. ¡Unos deseos in-

contenibles! Ya no pido permiso, porque sé que lo van a

negar, sino que salgo por mi cuenta, como lo hacía en el

campo, al amanecer de un día jubiloso. He logrado es-

capar a escondidas, a hurtadillas, con la complicidad de

Catalina, y voy hacia la Puerta de los Especieros, el sitio

de reunión de las mujeres cordobesas. Tuve noticias, por

Catalina, de que quieren hablarme y prometí encontrar-

las esta mañana.

A esta hora temprana, se abren las grandes puer-

tas de los distintos barrios. El laberinto de las callejuelas

y los callejones me sorprende, me da su raro encanto.

Las calles giran de un lado para otro, van y se devuel-

ven, se ensanchan y se achican, en veces se hacen tan

angostas que casi no puedo pasar. Las flores se impa-

cientan por los rayos de sol que todavía no llegan: nece-

sitan que vengan, para encender sus distintos colores.

La claridad se viene abriendo paso, y llega presurosa al

agua de la fuente. Me gusta oír el agua cuando cae en el

cántaro de la muchacha que viene a llenarlo. Le doy los

buenos días, pero ella se aleja, sin responderme.

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Me saluda una niña, tras la celosía de una venta-

na; apenas veo su sombra, su silueta, que se asoma y se

esconde rápidamente.

- ¡No te vayas! - le pido - ¡Asómate, pequeña, quiero

verte! Deseo hablar contigo y quiero que me digas

cómo te llamas y cuántos años tienes…

Pero la niña de la celosía no vuelve a aparecer.

Después hay voces de otros niños que se han metido en

alguna parte. Tampoco puedo verlos, pero los siento,

oigo sus pasos cuando corren. Los escucho muy cerca y

trato de encontrarlos; me escondo yo también. Ellos jue-

gan conmigo, ríen y gritan. Quedo asombrada cuando

me doy cuenta que conocen mi nombre.

- ¡Aurora, ojos de mar, regálanos tus aguas para nues-

tros barquitos de papel!

- ¿Quién les dijo mi nombre? – pregunto sin verlos.

¡Vengan, niños, acérquense! ¿Por qué me temen?

Pero ellos no aparecen por ninguna parte. ¡Vaya,

me digo, qué misterio! Sonrío a mis amiguitos invisibles

y sigo caminando.

Mucho antes de llegar al zoco, siento el bullicio y

la alegría del mercado de especias, y percibo un olor

único y fuerte, suma de todos los olores de condimentos

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y de hierbas que están a la venta: el clavo, la pimienta, el

comino, la albahaca y el azafrán. El espectáculo me

atrae. Cierro los ojos, estiro los brazos y aspiro con delei-

te el aire saturado de hierbabuena.

Ahora he llegado al sitio convenido para la

reunión. Me acerco a las mujeres que conversan anima-

damente, aglomeradas junto a la gran Puerta al-‘attairin,

abierta en la muralla. Súbitamente hacen silencio. Visten

con largas túnicas de colores fuertes, ceñidas con cordo-

nes a la cintura. Con sus rostros velados y los cuerpos

cubiertos y el cabello cubierto sólo veo los ojos. (Este es

un mundo misterioso, donde de las mujeres quedan sólo

los ojos... Sólo los negros ojos. Diez, doce, quince pares

de ellos, fijos en mí.)

- ¡Salam alayk! - las saludo.

- ¡Alayk el salam! - me saludan.

- ¿Desean hablar conmigo, mis amigas?

Ahora se acercan ellas. Me rodean. He quedado

en el centro de un amplio círculo: giro mi cuerpo para

no dar la espalda a ninguna. Sería ofenderlas, pienso.

Una niña pequeña toca mi traje, mis sandalias, acaricia

mis dedos, uno a uno. Mientras tanto, una mujer de es-

pléndida elegancia, vestida en roja seda, se adelanta a

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las otras; rompe el círculo y se me aproxima. Ella es una

adivina, es una profetisa de gran fama y prestigio, así

me cuentan. Levanta las dos manos lentamente, y des-

prende el velo que me cubre el rostro.

- ¡Serás la próxima Sultana! Sólo queríamos conocerte,

Aurora, ojos de mar.

Le cuento a Catalina sobre mi extraño encuentro

con las mujeres cordobesas y la adivina, junto a la Puer-

ta de los Especieros, y ella me explica lo que ya se co-

menta en la ciudad: que ha llegado del Norte una cauti-

va que será la Sultana…

Después me habla de un lugar fascinante, lleno

de sorpresas, que frecuentan con gusto los cordobeses

de todas las edades.

- ¿Cómo se llama? – le pregunto

- Es el Rastro. Allí podrás hallar las más diversas fanta-

sías, cualquier objeto extraño que reproduzca tu ima-

ginación, por absurdo que sea...

- ¿Qué es el Rastro? – pregunto de nuevo - ¿De qué

sitio encantado me estás hablando?

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- Es un mercado al aire libre, es una feria de maravillas,

donde la gente vende lo que quiere, lo que ya no le

sirve: adornos en desuso, bastones, estatuillas, joye-

ros, ungüentarios, armas oxidadas, santos viejos, per-

fumes, joyas desgastadas, vasijas y cacharros que fue-

ron heredados de las abuelas…. ¿Quieres ir allá, Au-

rora?

- ¡Por supuesto que deseo ir!

Le pido a Catalina que me acompañe, que deseo

ir con ella a conocer el Rastro, que use su influencia con

la guardia, para que yo pueda salir. Ella tiene en Palacio

buenos contactos, gente amiga, y consigue el permiso

necesario para mi deseado paseo.

Y partimos entonces; mi corazón salta de emo-

ción. Por recomendación de Catalina, me cubro la cara

completamente, con un delgado velo. Estoy cubierta de

la cabeza hasta los pies. Tanto ropaje me incomoda; me

siento como monja del convento, pero es la única forma

que tengo para cumplir este deseo, y me quedo callada,

sin quejarme.

Cruzamos callejuelas ensortijadas que atraviesan

el Barrio de los Ladrilleros, hasta llegar al Barrio de los

Artesanos. Estamos ante el Rastro y Catalina se retira,

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discretamente, para que yo me quede sola y disfrute a

mis anchas.

- Vendré a buscarte dentro de un rato para que

regresemos al Alcázar, me dice. Antes de irse, me reco-

mienda: ¡Sé muy discreta, niña! Nadie debe saber que

eres Aurora, la cautiva…

Yo me siento feliz. La población entera se encuen-

tra reunida en esta fiesta inimitable, donde todo es posi-

ble. Observo la locura reinante, el desorden de cosas que

me atraen, que parecen llamarme. Yo no sé lo que quie-

ro, hasta que no lo tengo ante mis ojos:

En el Rastro consigo lo que busco: una lámpara

antigua, de las que usaban los pastores, cuando perma-

necían en el silencio de la medianoche.

En el Rastro consigo lo que busco: un vestido

amarillo, con estrellas plateadas, para usarlo el domin-

go, cuando yo tenga que enfrentar la vida.

En el Rastro consigo los recuerdos queridos de mi

infancia: una aldaba de hierro, un tapete tejido, un pája-

ro amarillo, un candil encendido, y un juglar ciego, soli-

tario, que repite los versos de mi padre.

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Duelo en el reino

Es una fría mañana de otoño. Una fecha de duelo en el

reino Omeya: 15 de octubre de 961 desde el día que na-

ció Jesús de Nazaret. Tercero de la Luna de Ramadán,

según la cuenta islámica. El cielo está nublado y el vien-

to huracanado levanta remolinos de polvo.

Hoy llegó la desgracia a la ciudad de Córdoba, la

peor de las desgracias, porque después de un reinado

magnífico, ha muerto al-Nasir, el Vencedor, el gran Cali-

fa ‘Abd al-Rahman III, protegido de Alá y Guía de los

Creyentes.

La capital del reino está conmocionada. Se escu-

chan gritos de dolor de hombres y mujeres, desconsola-

dos ante la pérdida de quien les dio fortuna y bienestar

durante el medio siglo de su mandato. Bajo los arcos de

la Gran Mezquita se reúnen los fieles, y desde el almi-

nar, el almuédano canta, acompasadamente, las escogi-

das Suras del Corán, las apropiadas para un momento

de tanto dolor.

Salgo de mi refugio, el Pabellón de las Elegidas, y

subo a la azotea del Alcázar. De mí nadie se ocupa y

puedo verlo todo según mi propia voluntad. La pobla-

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ción entera ha salido a la calle, y se organiza en grupos,

para iniciar el largo recorrido a Medina Azahara, la ciu-

dad palatina donde se encuentra el féretro real. Mañana

volverán, en dolorosa procesión, acompañando al fúne-

bre cortejo.

Las hierbateras del mercado recogen sus mano-

jos, los comerciantes cierran sus puertas, y los barqueros

del Guadalquivir dejan sus barcas en el muelle, para

unirse a los grupos de duelo.

Aquí en Palacio existe un movimiento inusitado.

Los rostros son severos y ninguno se fija en mi presen-

cia; ninguno me mira, gracias a Dios. Los funcionarios

de las diversas dependencias de Cancillería, dictan a los

escribas y secretarios, algunos de los cuales tienen lá-

grimas en los ojos. Se redactan comunicados urgentes,

inaplazables, que deben ser enviados a las gobernacio-

nes del califato.

El mensaje es uno solo: “¡’Abd al-Rahman III ha

muerto!”

Después de los anuncios de la muerte del rey

‘Abd al-Rahman III, los cordobeses se desplazan hacia

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Medina Azahara, la esplendente ciudad con tejas de oro

y plata, donde ahora descansa su cuerpo. Allí podrán

brindarle un último tributo de respeto y cariño. Desde la

azotea veo pasar a la gente, paso a paso; cientos y miles

de personas que se alejan, como avalancha humana, en

una sola marcha, una sola tristeza, en una dirección y un

mismo compromiso.

La ciudad ha quedado desierta. La ruidosa ciu-

dad de gloria y de placeres, ahora se ha vuelto la ciudad

del silencio. En el Alcázar de la capital no se escuchan

rumores ni voces. Todos se han marchado a Medina

Azahara, para rendir un homenaje póstumo al biena-

mado soberano. Ya todos han partido, pero en un raro

impulso, he preferido quedarme oculta, en la grandiosi-

dad de este Palacio, para volver el tiempo atrás, para

meterme en él, y presenciar historias que aquí se vivie-

ron.

No había podido entrar al Maylis al-Kamil, el Sa-

lón de Kamil, el más suntuoso del Alcázar, pues la seve-

ridad de los porteros me lo había impedido. ¡Está prohi-

bido el paso!, decían siempre. Pero hoy avanzo libre-

mente, sin que nadie intervenga, y abro la inmensa

puerta de ébano y marfil.

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Un fogonazo indescriptible me enceguece la vista

y me lanza al pasado. Pierdo el sentido no sé por cuánto

tiempo. Al despertar me encuentro ante una multitud

de nobles príncipes, ataviados de blanco. Al fondo del

salón, sentado en el mihrab al-Maylis al-Kamil, reconozco

los rasgos del joven monarca de apenas veintiún años,

que es proclamado Emir de al-Andalus. Ya Catalina me

había descrito detalle por detalle de su fisonomía y me

detengo en contemplarlo mientras se realiza la ceremo-

nia.

Ahora vuelvo al presente. El salón está vacío de

nuevo… Es un día de duelo y todos se han marchado de

Córdoba.…

¡Qué grandioso prodigio! ¡Qué privilegio inespe-

rado he logrado obtener! ¡Ese joven monarca que acabo

de ver rodeado de príncipes, el día preciso de su entro-

nización, en este mismo Salón de Kamil, es el Califa

‘Abd al-Rahman III apodado al-Nasir; el anciano monar-

ca que hoy ha fallecido!

La muerte del Califa ‘Abd al-Rahman III, adelan-

ta los acontecimientos que ya estaban previstos y pro-

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gramados con suficiente antelación. Poco después de las

exequias, el Príncipe Heredero, al-Hakam II al-Mustansir

bi-llah, “el que busca la ayuda victoriosa de Allah”, es

proclamado segundo califa de la dinastía Omeya en la

tierra de al-Andalus.

Ahora sí ha llegado el momento de movilizarme.

Es una orden y yo me dejo conducir dócilmente a Medi-

na Azahara, la ciudad del encanto, al pie del Monte de

la Novia, que ‘Abd al-Rahman III hizo construir para la

hermosa Azahara, su favorita.

Apenas hace algunas horas, desde las barandillas

de un balcón, vi a lo lejos el destello magnífico de la

ciudad con techos de oro. Fue tal vez esa luz, reflejada

después en los diamantes de Kamil, la que me hizo va-

gar por tiempos idos, hasta perderme en otras realida-

des que acontecieron hace cincuenta años.

Un grupo de jinetes me custodia y avanzamos sin

prisa por la estrecha vereda. Cruzamos puentes y arro-

yuelos. Nos detenemos para apartar un tronco atravesa-

do en el camino, y seguimos andando, con la mirada fija

en nuestros pensamientos. El camino a Medina Azahara

se me hace largo, interminable. Hay una brisa fría que

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está bajando del Monte de la Novia y eleva mis vestidos.

La ansiedad va a tumbarme del caballo.

¡Hemos llegado ahora! Reconozco el lugar que

habían descrito los vendedores ambulantes, el ebanista,

los fabuladores, cuando nos visitaban en la lejana villa

de El Calvario. Sobre la puerta principal de la ciudad

amurallada, se levanta la estatua de Azahara. Sus ojos

me conmueven: es como si quisieran darme su tristeza.

Azahara está viva; eso es lo que me han dicho. ¡Cuánto

quisiera conocerla! Cuentan que desde ayer ha enloque-

cido de melancolía, que pronto va a partir hacia un lu-

gar incierto. ¡Cuánto quisiera conocerla!

En el Patio de Honor se han agrupado los visitan-

tes, la inmensa muchedumbre: los soldados, eunucos y

esclavos, los mercaderes, los albañiles y los pescadores,

los artesanos, los arquitectos, los artistas y los poetas…

Todo el pueblo reunido - venido de las regiones más

distantes del califato - para llorar al soberano muerto y

rendir homenaje al nuevo monarca.

En las altas murallas se hallan los centinelas, cu-

biertos de armaduras, y mil esclavos negros, de eleva-

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dos turbantes, llevan al hombro sus hachas de hierro. Y

arriba, en la colina, se desplaza la guardia de los eslavo-

nes, con espadas desnudas en las manos.

Ahora me encuentro en el Salón de Recepciones,

donde he logrado penetrar, abriéndome paso sigilosa-

mente. Los asistentes han tomado asiento en las cubier-

tas galerías a un lado del salón. Logro ubicarme en un

lugar cercano, para observar la ceremonia. Los cadíes y

visires, llevando blancas túnicas en señal de duelo, ha-

cen un semicírculo a discreta distancia.

Los capitanes de la guardia, la familia real, los je-

fes eslavos del Palacio, los militares y altos funcionarios

del califato, fijan sus ojos en el trono, donde viene a sen-

tarse un caballero de noble presencia. Es al-Hakam II,

quien pronto va a escuchar el Juramento de Obediencia

que le ofrecen sus súbditos. Recibe el juramento sentado

en el sarir al-malik, y su mano levanta el alto jaizuran, el

cetro de bambú que distingue al Imán de los Creyentes

y lo separa de los otros mortales.

El ritual es sagrado. El ritual significa un com-

promiso de fidelidad que no se puede quebrantar; y se

debe cumplir íntegramente, en todos sus momentos, en

todos sus detalles, según las tradiciones más antiguas. El

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ritual es severo; el juramento es repetido, con las mis-

mas palabras, por cada uno de los dignatarios.

La ceremonia es larga y me mantiene emociona-

da, maravillada. ¡Me hace estremecer de pies a cabeza!

Cuando me doy cuenta, ya todo ha concluido. ¡Y el Cali-

fa al- Hakam me ha mirado!

¡Yo, Aurora la cautiva, la campesina de otros

tiempos, me encuentro en Medina Azahara! Lo digo lo

repito, lo vuelvo a repetir y todavía no lo puedo creer.

¿Será verdad todo esto, o estarán mis sentidos desva-

riando? Yo, Aurora, la pastora de cabras de la montaña,

la pastorcita de una aldea pequeña, que moría de aban-

dono, estoy ahora en la ciudad-palacio más bella del

mundo… ¿Cómo va a ser posible? ¡No lo puedo creer!

Me han alojado en una alcoba que da a los jardi-

nes. Estoy completamente desorientada, aturdida ante

los últimos acontecimientos, y me asomo al balcón para

ver la caída del sol. Allá a lo lejos veo a una mujer: ¿No

es ella Azahara, la favorita más amada del monarca que

acaba de morir? ¡Sin duda es ella! Siento un impulso

incontenible de conocerla, de acercármele. Salgo en si-

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lencio de la habitación y encuentro la salida a los jardi-

nes. La diviso a lo lejos y me voy acercando poco a poco.

Ella no se ha movido y logro aproximarme más y más.

Lubna, la profetisa que conocí en la Puerta de los

Especieros (con quien he mantenido una frecuente co-

municación), me ha hablado sobre ella en repetidas

oportunidades. Me ha dicho de su entrega absoluta al

monarca, quien fue su primero y único amor. Ahora veo

a Azahara y me digo, casi en voz alta

- ¡Mírala bien, Aurora! Allí está la infeliz, la que muere

de pena, la que no se conforma de haberlo perdido, la

que enloquece de melancolía...

Semioculta aparece y desaparece tras de la Puerta

de los Jardines. Viste un blanco albornoz que la cubre

completa y llega hasta los pies. El capuchón le tapa los

cabellos, pero su bello rostro, descubierto, parece que se

trajo todo el firmamento.

Azahara está como ausente, apoyada en la Puerta

de los Jardines. Su mirada se pierde en el lejano azul del

cielo. He logrado acercarme sin que ella me sienta. Estoy

próxima a ella, casi puedo tocarla, pero Azahara está

distante, pertenece a otro mundo, no me ve ni me escu-

cha. Sube las manos lentamente, para abarcar el sol en el

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crepúsculo, y recita un poema de los beduinos. Me alejo

avergonzada de mi intromisión, de mi irrespeto.

Ahora ha entrado la noche. Desde el balcón abier-

to veo una figura que se mueve y se desplaza por las

sombras. Dos antorchas la alumbran. Los centinelas de

la ciudad le ofrecen sus respetos y la dejan pasar. Reco-

nozco, a lo lejos, el albornoz de blanco paño y el rostro

que conserva toda la tristeza.

Azahara se va para siempre. El monarca Al-Nasir

está muerto y Azahara se ausenta. Ya no tiene sentido

su permanencia en la ciudad esplendorosa que lleva su

nombre. Encamina sus pasos en dirección exacta hacia el

más nunca. Los guardias abren la gran puerta y la des-

piden con una reverencia. Ahora nada se escucha. La

gloria de Azahara ha terminado.

Con el pasar del tiempo, me he dado cuenta que

no estoy soñando ni he sido presa de alucinaciones. ¡Es-

toy viviendo la más fantástica de las realidades! Hemos

vuelto al Alcázar por algunos días, y ahora me han

anunciado mi cambio definitivo de residencia. Es decir,

debo mudar mis pertenencias del Alcázar; debo mudar

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las pocas cosas que traje conmigo desde la aldea de El

Calvario: mis relicarios, las estampas de santos, el cruci-

fijo... Me han informado oficialmente que ahora perte-

nezco al harén de Medina Azahara, y que debo partir en

este mismo instante, sin hacer resistencia. Los hermosos

vestidos y alhajas, velos y mantones que me han regala-

do, serán sacados del Alcázar de Córdoba, este lugar tan

grato y acogedor, donde viví mis añoranzas y nuevas

sensaciones desde que fui tomada prisionera.

Tal vez no sea difícil que me acostumbre a los re-

gios espacios que ahora me esperan. La pequeña ciudad

de Medina Azahara es la suma completa de las perfec-

ciones, y la vida que empieza jamás me alcanzaría para

admirarla. Es una joya espléndida, un tesoro de gracias

y perfumes, hecho a la semejanza del tesoro de Dios.

Y sin embargo, no deseo alejarme. Córdoba me

complace, me ha fascinado siempre, desde la tarde que

yo vi sus viejas murallas desde el Palanquín de las Cau-

tivas. Es la ciudad de los placeres y de la gloria, hecha

toda de risas y de cantos, de contrastes insólitos, de las

maravillosas construcciones, de asombrosos colores que

todo lo envuelven.

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No deseo alejarme de la ciudad de los prodigios

que me ha mostrado sus pasiones; me las ha entregado.

Me he enamorado de sus calles, repletas de claveles y

geranios. Me he enamorado de sus pequeñas plazas,

íntimas y frescas; de sus fuentes cantoras, sus callejones

sin salida, del arrullo del agua cuando cae en el cántaro.

Me he enamorado de los hombres del Rastro, de

las mujeres que conversan junto a la Puerta de los Espe-

cieros, del olor a albahaca y hierbabuena, de los niños

que hablan tras las ventanas y las celosías, los mismos

que se ríen y se esconden. Estoy enamorada del río

Guadalquivir y no quiero alejarme. Pero ya se ha orde-

nado mi partida, y debo obedecer.

Se cumplió cabalmente la orden de la mudanza y

salí del Alcázar con tristeza. Ya me encuentro instalada

en Medina Azahara, la ciudadela cortesana con techos

de oro y plata y columnas de mármol azul y rosa. Fue

muy difícil alejarme de Córdoba, y me causó pesar

abandonar los pequeños tesoros que tenía ocultos en los

jardines. Allá quedaron momentos muy queridos, inol-

vidables, que seguirán vagando como ánimas en pena,

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sin encontrarme. Dejé poemas míos bien escondidos

bajo las piedras; dejé rosas azules, que sólo florecían en

mis rosales y dejé algunas aves, las que tenían sus nidos

en mis árboles, y venían a arrullarme al Pabellón de las

Elegidas.

Ahora comprendo un rasgo doloroso que me ha

identificado desde siempre: mi vida ha sido eso, aban-

donar lo que más quiero, para irme lejos.

Ahora me encuentro en Medina Azahara, y he

llegado a la hora del duelo más riguroso. He llegado a la

hora de la tristeza más profunda. Es un ambiente que

deprime, que renueva mis ganas de llorar, de pegar gri-

tos, mi sensación de estar en una tierra desolada. ¡Me

desespera estar aquí!

Estos primeros días, después que ‘Abd al-

Rahman III fue sepultado en el severo mausoleo del Al-

cázar de Córdoba, la pequeña ciudad de Medina Azaha-

ra ha sido toda llantos y desconsuelo. La servidumbre se

mueve en puntillas, casi sin tocar suelo, respetando el

espíritu del monarca recién fallecido. Su presencia está

viva entre nosotros y nos pide silencio.

Los suntuosos salones han sido cerrados para que

nadie entre a contemplarlos. Las alcobas reales, donde

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al-Nasir tenía su refugio más íntimo, se han desocupado

íntegramente por silenciosas sombras. Y los ricos ropajes

y calzados, los tocados y joyas han ido regalados a las

casas de huérfanos.

En la mezquita de Medina Azahara se inician los

rituales que acompañan el prolongado duelo. Me estre-

mecen los cantos dolientes y lastimeros; las voces sollo-

zantes, quejumbrosas, que se repiten una y mil veces, se

alargan por el viento, hasta alcanzarme. Son muchas las

plegarias cantadas que se escuchan, como ésta, que es-

toy oyendo ahora:

“¡Hemos perdido a nuestro padre!

La espada del Islam,

Pavor de los soberbios,

Amparo de los menesterosos y desventurados.

¡Hemos perdido a nuestro padre!”

Estamos en el tiempo designado únicamente para

el recogimiento y la limosna. Y el nuevo soberano, aba-

tido en extremo, se ha recluido en sus habitaciones, sin

voluntad para salir de ellas. El Califa al-Hakam II al-

Mustansir, hombre reconocido por su gran piedad, me-

dita y reza en su oratorio y llora por la muerte del padre

amadísimo.

Pero los compromisos no se detienen en el reino

de al-Andalus. Los deberes del rey no se detienen, y po-

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cos días después se normaliza el asombroso ritmo de la

ciudad.

Cientos de cortesanos vuelven a sus funciones

habituales y agilizan las órdenes del nuevo gobernante.

En la Cancillería se reciben las cartas credenciales de los

embajadores que han llegado de lejanos reinos y muy

pronto serán recibidos por al-Hakam II.

El taller de bordados, la fábrica de armas y de

monedas, el taller de marfiles, los cuarteles, mercados,

las fuentes y jardines de Medina Azahara regresan a la

vida, a su vigor de siempre, a su grandeza. ¡Alabado sea

Dios, porque el duelo oficial ha terminado!

¡He escuchado rumores alarmantes! Por los pasi-

llos y corredores se levantan falsos o ciertos testimonios

y se acrecientan los murmullos a medida que pasan las

horas. ¿Será verdad lo que se dice, o serán simplemente

afirmaciones malintencionadas? En el harén del Califa

al-Hakam, las mujeres y eunucos suelen comentar que el

sabio soberano - al igual que un sinnúmero de nobles de

su estirpe - tiene especial predilección por hermosos

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mancebos que a veces lo acompañan en sus paseos por

la campiña.

Se cuentan con detalles sucesos escabrosos, acae-

cidos en una u otra almunia de recreo, cualquier maña-

na de verano, cuando el Califa, rodeado de sus jóvenes

invitados, busca la cercanía del elegido y lo conduce a

un discreto escondite...

Se murmura también que a consecuencia de ese

pasatiempo, que a nadie asombra demasiado por ser

una costumbre bastante frecuente de la época, ninguna

favorita del monarca ha concebido un sucesor.

- ¿Habrá quedado estéril? - se preguntan.

Ahora que el Príncipe al-Hakam ha sido procla-

mado Califa del reino, la inquietud y la angustia se han

dejado sentir en los salones del Palacio. Los viejos conse-

jeros, conservadores de las tradiciones de la realeza, se

frotan las manos nerviosamente y halan sus barbas con

disgusto, mientras comentan:

- ¡A los cuarenta y seis años no tiene todavía un here-

dero!

- ¡Es una situación en extremo alarmante! El problema

es muy grave, y se acrecienta cada día que pasa...

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- ¿Quién cumplirá el destino que Alá nos tiene señala-

do? ¿Quién podrá continuar la gloria y el prestigio de

los reyes Omeyas, si el Califa al-Hakam II no engen-

dra un hijo, su verdadero sucesor?

- ¡Sería una catástrofe, y tal vez el final de la dinastía!

Ése es el preocupante comentario de los altos je-

rarcas y de los cortesanos, en las soleadas galerías del

Alcázar y Medina Azahara.

Y las mujeres del harén, cada una de ellas, trata

de embellecerse más y más, hasta llegar a ser irresistible.

Y todas buscan la mejor manera para lograr seducir al

Califa, para hacerlo encender en el deseo, y revivir el

fuego que hace los milagros.

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Umm Wallad, la gran señora

Voy a ser presentada al Califa al-Hakam II, al-Mustansir,

y ya algunas esclavas encargadas de mi vestuario, han

seleccionado los lujosos vestidos que debo lucir esta no-

che. Al-Hakam II me ha mirado con insistencia una y

otra vez, y ha solicitado que yo le sea presentada. ¡Mi

corazón salta del pecho y no lo puedo sostener!

Tres doncellas me bañan con agua traída de los

manantiales, perfuman mis cabellos y los adornan con

menudas perlas. Los maestros de Córdoba han venido a

Medina Azahara especialmente, para que yo repase las

lecciones de canto y de poesía. Si no le agrado al rey,

estoy perdida. Tendré que conformarme siendo otra

concubina en el harén. Una más, nada más.

He mandado traer a Lubna, la adivina que conocí

en la Puerta de los Especieros. Quiero que ella consulte

los oráculos, que escuche la respuesta de los dioses.

Quiero que ella confirme la única verdad que tiene re-

servada mi destino.

- Lubna, no quiero que me engañes, amiga mía. ¡Por

favor dime la verdad!

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- ¡Tú serás la Sultana! – me repite sin vacilaciones - Te

lo dije hace tiempo, cuando estabas apenas recién lle-

gada de las montañas, y levanté con mis dos manos el

velo que te cubría el rostro. ¿Lo recuerdas, verdad?

Avanza ahora tranquila hacia tu nuevo compromiso

¡Ve confiada!

El Palacio Real, el Kasar al-Jolafa donde habita el

Califa, se encuentra en la terraza superior de Medina

Azahara, al pie del Monte de la Novia. Soy conducida

hasta el recibo o albahú, salón privado del soberano. Sin

poder controlarlo, tiembla todo mi cuerpo y, para mi

sorpresa y desconcierto, dentro de la mente encuentro

un gran vacío. Olvido los consejos y advertencias que he

escuchado una y otra vez. ¿Qué me sucede?, pienso

asustada, cuando no puedo casi respirar.

Súbitamente se me escapan las enseñanzas de los

maestros; ya no recuerdo nada de lo que debo hacer, de

lo que debo hablar, de lo que debo recordar. Me estre-

mezco de pánico. Quiero huir, escapar, pero soy reteni-

da, suavemente empujada al interior del edificio.

El salón me recibe casi a oscuras. Nada veo, pero

aspiro el aroma de exquisitos perfumes. Avanzo un pa-

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so y otro paso, con temor de caer. No quiero tropezar.

Respiro hondo para tratar de relajarme. Tengo que estar

erguida, como siempre. Debo hacer gala de la elegancia

que todos dicen que poseo. Pero me siento pesada y

torpe. Un velo se despende de mi cintura, y cuando tra-

to de recogerlo, piso en falso y caigo al pavimento.

Se encienden los candiles. Dos enormes esclavos,

con los torsos desnudos, prenden las antorchas. Des-

pués siguen inmóviles. No intentan ayudarme. El Califa

me mira:

- ¡Levántate, pequeña!

Sin ponerme todavía de pie, apoyando mis ma-

nos en las rojas baldosas, me detengo a mirarlo y respiro

tranquila, reconfortada. Su mirada lo dice, que va a que-

rerme mucho, que ya no debo temer nada. Que mi vida

es su vida, de ahora en adelante. Me levanto, doy unos

pasos hacia él y hago la reverencia que me enseñaron

los maestros. Me arrodillo a sus pies, para besar la orla

de su túnica, donde puedo leer, en caracteres árabes, el

nombre del Califa, bordado en hilos de oro.

- ¡Levántate! - repite - y siento la caricia de su mano en

mi pelo.

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Estamos en silencio, sentados muy cerca, uno

frente al otro. Los esclavos parecen dos estatuas negrí-

simas. A una palmada del monarca, desaparecen atrás

del rojo cortinaje. Quedamos solos, en silencio. En la

semipenumbra que aún persiste, se me hace difícil deta-

llar sus rasgos. No es un hombre agraciado. Sus formas,

sus facciones son imperfectas, desorganizadas, en el

amable rostro. Existe un desbalance de líneas y espacios

que no consigo armonizar y que me causan desasosiego.

Extiende los brazos hasta tocarme la punta de los dedos,

y dice con ternura estas palabras:

- De hoy en adelante voy a llamarte “Subh”, pequeña

Aurora. Ésa es la traducción árabe de tu nombre cris-

tiano.

Desde que fui llevada a la presencia del Califa al-

Hakam al-Mustansir, he venido viviendo una zozobra,

una inquietud que me perturba y no consigo mitigar.

¿Por qué estos sentimientos? me pregunto. Debería estar

a gusto, satisfecha, pues mi actuación frente al califa fue

impecable. (Salvo el tropiezo del inicio, claro…). Creo

que si los maestros me hubieran visto desde un rincón

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oculto, estarían orgullosos de su pupila, pues fui pru-

dente, discreta, respondí a las preguntas del soberano

con elegancia, y tengo la certeza de que empecé a robar

su corazón.

- Volveremos a vernos, pequeña Subh - dijo al despe-

dirnos.

Esas palabras habrían hecho feliz a cualquiera de

las muchachas del harén… ¿Entonces qué es lo que me

agobia? Es una incertidumbre, una nostalgia, que me

invade de nuevo íntegramente y que no puedo contro-

lar.

Es un deseo de regresar al campo, de recordar los

tiempos que viví con mis padres, en la región de los

fríos intensos. Entonces vuelvo allá con el recuerdo…

He recordado hoy aquel lugar por siempre ama-

do, donde vi la luz. Mi nacimiento debió tener algún

lucero impreso, apoyado en mi frente con insistencia,

porque tuve mi inicio en el monte más alto y la mañana

más iluminada de la España cristiana. Ese lucero era mi

madre.

Mi madre me enseñó versos escritos en las ora-

ciones, en las canciones de los ángeles, y yo creí enten-

der la belleza del mundo, cuando ella me hablaba. El

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universo no importaba: Jesús, José y María se llevaban

entero mi corazón. Así, con ella, fueron pasando mis

primeros años.

Mi madre se vestía con túnicas de paño, y una

cinta dorada le adornaba la trenza del cabello. Me gus-

taba mirarla cuando dormía, pues era más hermosa que

la Sagrada Virgen de los Jacintos.

Vine de lejos, de la sierra de arriba, donde mi pa-

dre escribía sus poemas. Yo vine de la sierra de los vie-

jos árboles que me ampararon bajo su sombra. La de los

árboles de antes, cuando mi madre estaba entre las flo-

res.

Ya no me pertenezco. Siempre fui libre y ahora

tengo dueño. El dueño se apodera de mis movimientos

y de mis palabras. Mi vida entera depende de él. Vine

de lejos y tengo una historia, pero a nadie le importa lo

que fue mi pasado.

Esta primera temporada en los palacios de Medi-

na Azahara han sido favorables para que yo retome el

ritmo de mi vida y de mis esperanzas; para que yo me

meta dentro de mí misma y me quede conmigo hasta

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entenderme, hasta entender por qué quiero partir,

cuando parece que lo tengo todo. Para que acepte las

renuncias que han de salvarme y debo pronto conocer.

Estoy residenciada en un lugar privilegiado, de

hermosura sin límites, y sin embargo sueño con los lar-

gos caminos que acostumbraba recorrer en mi perdida

infancia. Esto parece un desatino, un desvarío de mi

conciencia. Tal vez es el contraste de esta riqueza falsa

que no me pertenece, que no he ganado nunca con el

propio esfuerzo. Tal vez es el contraste con la riqueza

verdadera que tuve conmigo entre mis manos, y que

perdí sin darme cuenta: el brillo de esmeralda de mis

montañas, turquesas de mi río, y aquellos rojos de la

tarde, que parecían volcanes del crepúsculo.

Busco el pasado que todavía me hace falta. ¡Nece-

sito encontrarlo para quedar en paz! Y lo consigo al fin,

en los caminos. Regreso entonces a mi fortuna de antes,

a la fortuna auténtica que heredé de los dioses montañe-

ses que vagaban a solas, en los alrededores de la ermita.

Vuelvo a los días de los picaflores, cuando era

corto el horizonte y la nostalgia no existía. Eran días de

caminos y de los caminantes que no llegaban nunca.

Eran días de aventuras para los pastores y sus ovejas,

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para las leñadoras que cortaban leña y encendían la

lumbre. Y eran días de los vientos, para las aves cantari-

nas que me traían serenatas y después escapaban hacia

el ocaso.

Eran días de canciones peregrinas, de los roman-

ces de labriegos, que entregaban sus sueños inútilmente,

buscando los amores que siempre fueron imposibles.

Eran días de los pastos perfumados, de capullos azules

y campánulas; de cascadas y lagos que habitaban tan

sólo en la región de los fríos intensos.

Eran días de caminos, mis caminos, y la nostalgia

no existía.

Los guardianes de turno y las doncellas de com-

pañía han respetado mi silencio: han permitido que me

quede sola; me han dejado dormir, me han dejado so-

ñar, me han dejado tranquila sin perturbarme ni inte-

rrumpirme. Ellos han comprendido que debo acostum-

brarme a mi cambio de vida, que necesito un tiempo

conveniente para poner en orden mi pensamiento. Pero

mi pensamiento no hace más nada que confundirme día

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tras día, divaga sin sentido, con un ritmo incesante, del

presente al pasado, del pasado al presente.

Inevitablemente insisto en el recuerdo de lo que

fue mi vida. Había sido arrancada de una historia pe-

queña, que todavía era hermosa. Había sido arrancada

de mis cabras, en los abruptos escenarios de una monta-

ña, donde el frío y el viento me limpiaban el rostro. Ha-

bía sido arrancada de las canciones de los pastores que

ya jamás iban a volver.

Fui desterrada de los manzanos y cerezos; de los

poemas de mi padre, cuando era más eterna la madru-

gada; de las campanas de la iglesia, de mi casa de pie-

dra. Polvo y agua me enturbiaron los ojos, cuando fui

separada de mis posesiones.

Los recuerdos regresan como pobres fantasmas,

hasta que mi destino abre las puertas por donde puedo

vislumbrar la gloria. Recapacito. Seco las lágrimas y me

levanto.

- ¡Aquella vida ha terminado!- me repito en voz alta,

casi a gritos. ¡Mi familia está muerta y también mi pa-

sado! Ahora no hay retroceso que me sea posible. Ya

no existen motivos que me hagan renunciar a lo que

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tengo conseguido. ¡Ya no hay espacio para los re-

cuerdos y no tienen cabida las emociones!

Un emisario real me solicita. Viene con prisa y no

disimula su íntimo entusiasmo. Habla conmigo y con

varias mujeres del harén ya entradas en años - las favo-

ritas de otros tiempos - que son las indicadas para dar-

me las más acertadas recomendaciones.

- ¡El Califa al-Hakam II te ha pedido esta noche! – me

anuncia el emisario solemnemente.

Quedo turbada, casi sin aliento, y me dejo vestir

por manos expertas que se ocupan de mí, de embelle-

cerme, como si yo fuera la princesa salida de un cuento.

Así me siento ahora, cuando camino hacia el Califa, ha-

cia su alcoba, su “rincón de los sueños”, en el Palacio

Real de Medina Azahara.

El Califa me llama; ha mandado a llamarme con

su emisario real y yo camino lentamente hasta donde

me espera. El Califa al-Hakam al-Mustansir, digno mo-

narca de la dinastía, me ha pedido esta noche…

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He concentrado mis energías en un sólo propósi-

to: ¡Debo tener un hijo del Califa! Hoy debo concebirlo

con el influjo de la divina gracia y de mis ángeles pro-

tectores; hoy debo concebirlo para ser yo la victoriosa, la

bienamada, la que todo lo puede en el reino de al-

Andalus.

Hoy debo recurrir a las fuerzas primarias de la

fecundidad, a las diosas antiguas, portadoras de ánfo-

ras, para que la semilla encuentre tierra fértil, abonada,

y se logre el prodigio que todos esperan.

Hoy debo ser esa pequeña flor que se abre man-

samente a los rayos del sol. Debo invocar a los profetas

de encrespadas barbas que transitaban por la abadía y el

hospicio; debo tomar las hierbas aromáticas de magnífi-

cos dones y pronunciar las viejas oraciones y las invoca-

ciones que aprendí en tierras cristianas.

Hoy debo ser la luz omnipotente, que todo ilu-

mina. Debo ser vida entera, debe mi vientre dar la vida

para entregarla al mundo. Hoy debe bendecirme la Cruz

de la Victoria que le dio la fortuna al duque Gildeberto.

¡Hoy no puedo fallar!

El Califa al-Hakam II al-Mustansir busca heredero

para el trono de al-Andalus. Son cientos sus esposas y

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busca el heredero en cada una de ellas. Pero ninguna ha

concebido. Ninguna puede adelantárseme… ¡Y seré yo

la vencedora!

¡No hay imposibles para Aurora, la rubia campe-

sina arrancada del bosque inaccesible! - repito una y mil

veces - No hay imposibles para Subh, la cautiva cantora

que soy yo misma. El Califa me espera; él me lo ha dicho

que me espera, que desea estar conmigo. Esta noche el

Califa me llama a la alcoba real, la beit al-menan de su

palacio.

Esta noche habré yo concebido. Seré tierra fecun-

da, lumbre nueva, diosa que florece. Seré simiente bue-

na, tierra perfumada. Seré agua de lluvia. Y seré para

siempre Luna que resplandece en este reino.

Soy la cautiva favorita del Califa al-Hakam II al-

Mustansir. Lo he conquistado sin mayores esfuerzos y el

corazón descansa por algunas horas. Todos se han ente-

rado de mi triunfo, y el rencor y el disgusto han cam-

biado el semblante de muchos rostros que antes pare-

cían amigables.

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Las mujeres que forman el harén califal ¡más de

seis mil mujeres! se han enterado de la noticia y están

deseosas de conocerme. Unas me miran de arriba abajo

con envidia y recelo; las otras, las mayores - las que se

han puesto viejas en el mismo lugar de reclusión, y fue-

ron concubinas del difunto ‘Abd al-Rahman III - se acer-

can mansamente para ofrecerme sus adornos que ya

nunca usan. Yo no converso con ninguna; no acepto los

presentes y me retiro.

Me retiro a pensar en este laberinto indescifrable

donde estoy metida, y no logro orientarme para salir de

él. La extrema angustia me enferma seriamente; debo

quedarme en cama, y con la fiebre viene el delirio para

agravar aún más mi confusión…

Vi la luz de la vida en los reinos cristianos, los

enemigos de mi señor. Vi la luz de la vida en una aldea

enemiga, la tierra equivocada de mis antepasados. La

que era tierra de mis días felices, la del recuerdo que no

calla.

Pero viene el delirio en esta tarde de mis temores

y agotamiento. Ahora siento el ardor de mis mejillas y

mis brazos, el corazón pretende detenerse y el mundo

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cambia en un sólo momento. Estoy cansada, débil, atur-

dida, la verdad de la vida se me ha escapado.

Duermo y despierto sin reconocerme. ¿Qué me

está sucediendo? ¿Qué le pasa a mis manos, que no re-

tienen lo que ambiciono? Amo el rumbo que sigue mi

destino, las puertas enjoyadas que me abre el destino,

amo la gloria que vislumbro. ¡Pero no amo al Califa!

Admiro su grandeza, su sabiduría. Desde que fui toma-

da prisionera, amo el destello de su nombre. Pero no

siento nada más por él. Lo respeto y lo estimo, pero no

lo amo.

¿Qué me está sucediendo? Siempre conmigo los

desvelos, el sueño que no llega. Siempre soñé con el

amor sublime como el de mis padres, como el de Elvira

y el Montero Mayor. Y aquel amor sin límites; aquel

amor en agonía de Sibeliano. Siempre soñé con el amor

de Sibeliano. Era el deseo vehemente de amar un hom-

bre desesperadamente desde el viento de otoño, hasta

las flores que perduran toda la vida.

Ahora vuelve el delirio. Reconozco mi suerte en

el delirio, como cuando veía los condenados del infierno

en el caldero de la cocina, allá en mi casa de la montaña.

Ha caído la noche en Medina Azahara. Se quedan solos

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los rincones y regresan los signos del delirio que ya me

habían dejado descansar. Siempre me encuentro entre

los laberintos sin salida, entre los gritos míos que nin-

guno escucha.

Siempre resisto cuando el delirio de la fiebre

quiere aprovecharse, tomarme de imprevisto, castigar-

me, golpearme el rostro por mi cobardía, por mi incon-

secuencia conmigo misma.

- ¿No eras acaso tú - me dice al oído - la que buscaba

siempre la extravagancia de unos ojos insólitamente

luminosos y el encanto de un rostro moldeado por el

artífice de las maravillas? ¿No eras acaso, Aurora, la

que pedía la perfección y la armonía en cada átomo

del cuerpo? (El cuerpo del Montero, el verde incom-

prensible de sus ojos, su cabello dorado. ¿Lo recuer-

das?)

Es la verdad. Lo reconozco cuando me hallo des-

nuda, en el lecho de la alcoba real. Nada jamás me ha-

bría hecho imaginar que yo estaría atrapada, envuelta

toda en los brazos enormes, desproporcionados, ni aca-

riciando el rostro sin encanto, ni el desencanto de la piel

marchita, ni la tristeza que me cubre entera cuando él

me besa y me hace el amor.

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Tuve que hacerme falsa como los impostores, una

mentira tras otra mentira. Pero la vida me ha empujado

deliberadamente y me encamina por el sendero único

que debo transitar.

Ahora sigo adelante, con la mirada fija en mis

primeras ambiciones, cuando espiaba el castillo y pro-

metí salir de la pobreza, y tener una cama encortinada y

mantones bordados en hilos de oro como los que llevaba

la duquesa.

Ahora el Califa es mi destino. ¡Alabado sea Dios,

que se ha apiadado de mi suerte! Alabado sea Dios que

ha marcado mi signo en el cielo de al-Andalus.

¡He concebido un hijo del Califa! ¡Sean bendeci-

das todas las deidades del universo! Ya no puedo du-

darlo ni un solo momento porque las evidencias se pre-

sentan claras, inequívocas. Los pechos se me inflaman

generosamente; se abren, se dilatan como frutas madu-

ras; la sonrisa se asoma a flor de labios, y la sangre ace-

lera sus ríos dentro de mí. ¡Qué sensación sublime viene

a complacerme cuando más lo deseo y lo necesito!

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Hay una paz creciente que me invade entera, una

certeza de nuevas alegrías, un nido de palomas que ha

venido a abrigarse dentro de mi seno. Es una paz cre-

ciente, como el arrullo de mi madre; como el vuelo me-

nudo de los ángeles cuando yo los invoco.

Todo aconteció de una manera grata, inolvidable:

esa noche estrellada, iluminada por la medialuna, al-

Hakam me exigió que dijera mis versos más conmove-

dores. Después de la velada, bailé una danza de marca-

do erotismo que aprendí de Lubna, la profetisa. Más

tarde hicimos el amor. Él me entregó esa noche el vigor

más auténtico de su lejana juventud y yo quedé tranqui-

la, sin que mi pulso se acelerara, sin que se reventara

ninguna de mis venas, sin que estuviera muerta de

sed…

Y fue una noche inigualable, porque concebí el hi-

jo tan deseado. ¡Estoy segura de ello! Me quedé dormida

entre los brazos del Califa, sin querer despertarme ni

moverme, sin hacer el más mínimo esfuerzo, porque mi

cuerpo era ya esencia de una nueva vida.

¡He concebido un hijo del Califa y seré madre del

Príncipe Heredero! El sabor de mi saliva es dulce, el su-

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dor dulce me recubre el cuerpo y se desliza suavemente

hasta cubrir los pies.

Nada me impide la mirada hacia el telón de fon-

do: las esferas más íntimas se han iluminado y no se

apagan nunca. Se han encendido las antorchas de rego-

cijo. Y puedo verlo allí, casi puedo tocarlo, el sol que

crece.

Se han confirmado mis sospechas: ¡Espero un hijo

del Califa! El tebib Ibn Jaldán – el médico privado de las

esposas reales - me ha examinado detenidamente du-

rante varios días. Me ha palpado en el vientre, el pecho,

las axilas. Ha detallado íntegramente las partes de mi

cuerpo y ha guardado en envases cristalinos las mues-

tras necesarias que debe analizar, para hallar el motivo

de mis quebrantos. Me pregunta:

- Señora mía, ¿puede explicarme detalladamente lo

que le sucede?

- Tengo mareos; me fatigo sin causa aparente… Y sien-

to repugnancia por algunas comidas, por algunos

perfumes, por algunas personas. Y deseo dormir y

dormir…

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Pasan tres días y el médico regresa. El Califa al-

Hakam II al- Mustansir espera ansiosamente por el diag-

nóstico. Mis servidoras más cercanas, las criadas de con-

fianza, también han esperado hora tras hora, y se man-

tienen junto a mí, refrescando mi frente con agua fría del

manantial. Algunos allegados de la Casa Real hablan

entre ellos y muestran gestos de complacencia.

El momento ha llegado. El afamado médico de

cabecera ya tiene su respuesta, pero vacila, respira hon-

do, frota sus manos con nerviosismo y calla todavía

unos minutos. El insigne tebib no quiere apresurarse; no

puede equivocarse, porque su vida y su prestigio corre-

rían peligro si anunciara ante todos una noticia falsa o

incorrecta.

Al fin el hombre ríe, hace ante mí una larga reve-

rencia y dice, complacido:

- ¡Éste es un día de júbilo en al-Andalus! ¡Alabemos a

Alá, el Dios Clemente y Misericordioso, que ha oído

nuestras peticiones! ¡Dentro de siete meses, la Gran

Señora Subh, la nueva Umm Wallad, traerá a la luz del

mundo al Príncipe Heredero!

- ¡Felicidad y larga vida para la Umm Wallad! - gritan a

coro los sirvientes.

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- ¡Felicidad y larga vida para la Umm Wallad! - se escu-

cha en todo el reino.

Ahora me lavan con sumo cuidado, como si mi

piel fuera frágil porcelana. Enjuagan mis cabellos con

esencia de rosas y untan en mis pechos bálsamo de miel.

- Te cuidaré todos los días, hasta el alumbramiento -

me susurra Dunna, una esclava negrísima, de cabe-

llos blancos y ojos bondadosos, quien ha servido en la

Familia Real desde su tierna juventud. Tu leche será

fresca y perfumada para el pequeño Príncipe de los

Omeyas. Yo cuidé de su padre, el ilustre al-Hakam,

desde el preciso día de su nacimiento, y Alá me ha

dado el privilegio de cuidar del pequeño que va a na-

cer.

Me encuentro reclinada sobre blandos cojines y

estoy envuelta en una manta de terciopelo. Tiemblo de

frío y mis criadas encienden fuego del brasero; le aña-

den luego incienso y unos perfumes embriagadores que

me hacen divagar por espacios floridos y encantados.

Aguardo a mi señor al-Hakam II, quien se en-

cuentra impaciente en el salón vecino. Le han avisado

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que ya puede pasar, pues su esposa lo espera regocijada.

Comprendo que he triunfado, que soy la vencedora;

cierro los ojos y puedo vislumbrar el porvenir glorioso.

Tendré todos los campos y todo el horizonte. El imperio

de al- Andalus se rendirá a mis antojos.

El Califa entra ahora. Una profunda dicha se re-

fleja en su rostro sereno y envejecido. Me toma de las

manos y pone en cada dedo una sortija de espléndida

belleza.

- ¡Que Alá te favorezca, Sultana Subh, mi bienamada!

¡Y favorezca al Príncipe Heredero que has de darme,

y pronto va a llenarnos de orgullo y alegría! ¡Nuestro

Príncipe Omeya será querido y respetado por su

pueblo y por todos los hombres de la Tierra!

- ¡Así será, señor! – respondo convencida.

Ahora veo las joyas que resplandecen en mis ma-

nos. (¿Son realmente mis manos o sigo soñando?) Dia-

mantes y rubíes, zafiros y esmeraldas. Sonrío agradecida

a mi señor. Sonrío agradecida a la diosa Fortuna porque

ya soy la Umm Wallad, Gran Señora de al-Andalus. Tengo

en mis manos los tesoros que siempre he anhelado, y el

Califa al-Hakam II al-Mustansir se encuentra rendido a

mis pies.

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Tercera Parte

De Pastora de Cabras

a Sultana

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El pequeño príncipe

Es 21 de marzo del 962, desde el día que nació Jesús de

Nazaret. Hoy es el primer día de sol radiante y amane-

cieron cantando los ruiseñores. Ellos me sorprendieron

gratamente, porque también cantaron toda la noche so-

bre las ramas del granado, vecino a mi ventana. Desde

que fue anunciado mi embarazo por lejanos confines y

fronteras, los ruiseñores de Andalucía cantan de noche y

día y me entregan sus trinos maravillosos. Después de

un frío invierno - durante el cual se había perdido y ale-

jado el canto - ha regresado la alegría a los jardines de

Medina Azahara.

Me he sentido feliz y satisfecha. En esta fresca

madrugada me reconcilio con la vida, con mis viejos

pecados. Me levanto en puntillas, cuando la luz de la

mañana no ha terminado de encenderse, y me apresuro

a salir del Palacio Real para ver la llegada de la Prima-

vera, que ya ha sido anunciada por los cantores de An-

dalucía.

- Ya se aproxima la diosa Primavera – dicen ellos – Al-

gunos caminantes cuentan que la han visto en las

praderas de otras regiones, y que ya viene hacia noso-

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tros. ¡Vamos a recibirla con las danzas festivas y las

canciones de buena esperanza!

- ¿Puedo ir con ustedes? – pregunto.

- ¡Estamos felices de tu compañía, Gran Señora!

Estoy ansiosa. Me uno al grupo de los cantores:

muchachos y muchachas adolescentes, que saltan, co-

rren y cantan al mismo tiempo por el sendero. Entonces

la vemos venir, resplandeciente. La diosa Primavera

deja detrás de ella un camino de campos florecidos, de

mandarinas y naranjas. Tiene un largo vestido de cintas

amarillas y una corona de girasoles.

Me inclino suavemente para saludarla, para mos-

trar mi dicha de tenerla cerca. Ella toca mi vientre y son-

ríe a mi hijo que va a nacer. Ahora somos amigas; me

toma de la mano y caminamos juntas. El primer día de

sol radiante ha regresado la alegría.

Tengo deseos de volar, de correr por los prados

con los brazos abiertos. ¡Tengo deseos de cantar todo el

día! Afortunadamente, después del tercer mes, no he

tenido molestias en mi embarazo y mi salud y estado de

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ánimo son excelentes. El Califa se siente feliz de verme

tan ilusionada.

Eso sí, me he vuelto caprichosa y tengo antojos

extravagantes todas las semanas. Ahora tengo el capri-

cho de pasar algunos días en Córdoba, la vecina y gran-

diosa capital Quiero hallarme otra vez en la ciudad de

los placeres y de la gloria, donde viví momentos inolvi-

dables. Deseo sentirme cerca de su gente y de su Gran

Mezquita, deseo pasear por los olivares y los campos de

encinas, quiero acercarme a las casitas de los molineros

que observé una vez, esa tarde lejana, cuando venía de

mis montañas en el Palanquín de las Cautivas. Deseo

pasar algunos días en Córdoba y mi señor y dueño me

ha concedido su autorización.

- Nada quiero negarte – responde el Califa con la más

afectuosa de sus sonrisas – Te complaceré siempre,

amada Subh, hasta el fin de mis días. Siempre estaré

dispuesto a cumplir tus deseos y caprichos. No olvi-

des mis promesas, que serán tu seguro refugio.

Agradezco cada una de sus palabras y estoy re-

gocijada, llena de orgullo. En todo el reino se comenta la

pasión sin límites que al-Hakam II siente por mí, y ésta

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es una verdad maravillosa que yo compruebo cada día

que pasa.

Mis cuidadoras y asistentes lo organizan todo –

cestas, baúles y pebeteros - para nuestro traslado hasta

el Alcázar de la capital. Las precauciones son tomadas,

una a una, para que yo no corra ningún riesgo. Se le or-

dena a mi médico privado, el doctor Ibn Jaldán, que

también forme parte de la comitiva y esté dispuesto pa-

ra atenderme, con los recursos médicos disponibles, an-

te cualquier eventualidad.

La diosa Primavera ha venido conmigo. Ella apa-

rece y desaparece año tras año, y recorre a su tiempo los

vergeles del mundo, renovando los campos. La diosa

Primavera se adelanta conmigo para dejar perfumes en

el camino. Y me despido de Medina Azahara.

La travesía es alegre. Partimos jubilosas, con velo

y palanquín, para guardarnos de los rayos del sol y las

miradas indiscretas. Algunas muchachas del harén, que

han sido destinadas a mi servicio, cantan canciones de

especial belleza. Yo canto la canción de los pastores.

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Hemos pasado en Córdoba unas felices vacacio-

nes de casi treinta días, pero ha llegado el tiempo de

regresar, pues mi embarazo está avanzado y el médico

de cámara considera imprudente que permanezca lejos

de Medina Azahara, donde está todo preparado para mi

alumbramiento. Mi hijo se prepara para nacer y regre-

samos a la ciudad esplendorosa, donde me espera mi

señor y esposo, el Califa al-Hakam II al-Mustansir. Él me

recibe con grandes muestras de satisfacción:

- ¡Cuánto anhelaba tu regreso, mi pequeña Subh! Me-

dina Azahara es un lugar vacío sin tu presencia...

Pasan algunos días y tengo un sobresalto inespe-

rado. ¿Qué sucede? Que mi hijo se prepara para nacer.

¡Ya lo ha decidido! Y lo siento de pronto, acunado en el

fondo más hondo de mi vientre, presionando hacia aba-

jo, más abajo... Hoy me lo hace saber, que las promesas

se han cumplido, que el momento ha llegado, cuando

las plantas de sus pies, pequeñas e intranquilas, hacen

los movimientos de las mariposas, y me golpean con

insistencia.

Mi semblante se ha hecho impredecible: las fac-

ciones me cambian por instantes; casi no me conozco

ante el espejo. Mis caderas se juntan, para oprimirme, y

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luego se dilatan bruscamente, para abrir el camino que

debe quedar libre y despejado, sin ningún obstáculo.

Hay una fuerza protectora que me obliga a callar, a

quedarme tranquila, a buscar el silencio y el sosiego. Los

honores de mis doncellas parecen estorbarme; no los

necesito ni quiero recibirlos. Sólo deseo la soledad, en

esta permanencia indivisible con mi hijo.

Regreso ahora al Palacio del Príncipe, el pequeño

palacio donde resido. (Fue uno de los regalos que me

hizo mi señor, al enterarse que le daría un heredero). Ya

no deseo comer ni beber. Ya me molestan los vestidos,

las gasas, los mantones. Las sedas caen al suelo, cuando

decido desprenderme de ellas. Estoy ahora completa-

mente sola y el Califa se acerca. Me opongo a los man-

datos de mi soberano, cuando me trata de insinuar que

debo cubrirme. No acepto a nadie que me diga lo que

debo hacer y le pido el favor de alejarse y de hacer reti-

rar toda la guardia que me custodia en los alrededores

de mi palacio.

- No quiero a nadie cerca de mí… ¿Podrías dejarme

sola, mi señor? Te lo ruego…

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Estoy desnuda y eso me hace sentir un singular

deleite. Toco mi vientre henchido, madurado, lo sosten-

go, lo abarco, lo acaricio.

- ¡Ten paciencia, hijo mío! Pronto estarás entre mis bra-

zos. Pronto estaremos juntos, corriendo de la mano

por las praderas que hoy florecen.

En el Jardín del Príncipe hay una alberca de

aguas cristalinas y camino hacia ella. Voy caminando

hacia la vez primera, al secreto primero de la vida, el

inicio de todo. Voy hacia el agua. Mi esposo, el ilustre

Califa al-Mustansir, me observa desde lejos. Le he roga-

do que no llame a mi médico pues no lo necesito, y él

me complace. Camina a grandes pasos por las cubiertas

galerías y puedo oírlo sollozar. Nada puede pedirme,

nada va a obligarme. Yo quiero que mi hijo nazca ahora,

en la humedad de la mañana.

El agua cristalina me recibe en su liviano corazón.

Es lo más puro, pienso, es lo más humano. Cierro los

ojos y me niego a pensar. Sólo quiero sentir las nuevas

sensaciones que están abriéndose conmigo, como flor de

los campos. Quiero posesionarme de cada una de ellas

para nunca olvidarlas. Percibo entonces la bondad de las

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aguas, su complacencia, su perfume, su maternal ternu-

ra, su caricia.

La vieja esclava Dunna, quien me ha cuidado con

especial cariño durante todos estos meses, está en el

agua junto conmigo, cuando llega el momento. Yo canto

con las voces de las antiguas vírgenes. Dunna canta can-

ciones de su tierra africana. Es la mañana de la gloria. El

instante ha llegado…

¡Al ilustre Califa al-Hakam II al-Mustansir bi-llah,

Guía y Defensor de todos los Creyentes, hoy le ha naci-

do el Príncipe Heredero!

Ahora estoy descansando en mi dormitorio, y mi

hijo está conmigo. Lo veo dormido plácidamente; siento

que yo he nacido junto con él y expreso con palabras lo

que me pasa por la mente. Estoy segura de que va a

comprenderme:

- Has llegado a mi historia para salvarme, pequeño

mío, para sembrarme en un lugar estable, para lle-

narme de ilusiones, de fantásticos sueños que no ha-

bía soñado.

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Empecemos a ser, pequeño mío. Esta mañana

hemos nacido tú y yo en la frescura de la alberca.

Aprendamos los dos a defendernos. Caminemos los dos

por el mismo sendero; caminemos los dos al mismo rit-

mo, al mismo paso.

Empecemos a ser, pequeño mío, empecemos a ser

en la avenida de las buganvillas, bajo la sombra del li-

monero que va a entregarnos sus retoños.

Empecemos a ser. Conozcamos el mundo que

hoy comienza únicamente para nosotros dos. Marche-

mos de la mano, caminemos. Conozcamos el mundo de

una sola mirada.

Empecemos a ser en una unión de pensamientos,

donde los dos entremos a los bosques mágicos, donde

aparecen las gacelas de oro.

Empecemos a ser. La estrella de tu vida se ha en-

cendido y yo luzco un diamante de la noche.

Empecemos a ser, pequeño mío. Yo te canto la

historia de los primeros hijos y tú duermes y callas.

Mi hijo está despierto, me sonríe, y mueve sus

manitos y sus pies. Nació hace cinco días y su presencia

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encantadora ha iluminado mi palacio. Las siete hadas

madrinas vienen a conocerlo esta mañana, y le han traí-

do de regalo valiosísimos dones, que harán su vida ven-

turosa:

- Yo le traje el talento.

- Yo la sabiduría.

- Yo le traje belleza.

- Yo bondad.

- Gallardía.

- Yo le traje el amor.

- Y yo la paz…

Pero una de las hadas, la octava de ellas (que era

más bien una bruja perversa), quedó molesta y resentida

porque olvidé avisarle el nacimiento. Y ella llegó des-

pués, como una oscura sombra, para anunciar malos

augurios:

- Serán felices sus primeros años y estarán colmados de

amor y riqueza. Pero después de la circuncisión, ven-

drán los emisarios de la Muerte, para llevárselo.

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Quedo alarmada, impresionada, con las palabras

que acabo de escuchar. Lo comento con Dunna, mi bue-

na esclava, y ella me aconseja no preocuparme:

- ¡No le hagas caso, mi Sultana! No te debes alterar por

nada, para que no se agrie la leche que toma el Prín-

cipe…

También afirma Dunna que el extracto purísimo

de las rosas blancas purifica la leche de la madre. Dunna

conoce mejor que nadie los secretos de curaciones mila-

grosas, y domina la ciencia de las raíces, flores y hojas

de cada una de las plantas. Y por eso mi esposo el Califa

al-Hakam, quien ha confiado siempre en la ancestral

sabiduría de su esclava, ha ordenado a los súbditos que

cien docenas de rosas blancas sean llevadas a diario a

Medina Azahara, para que yo tome el extracto de sus

pétalos.

Se transmite la orden que pronto se conoce en to-

do el reino. Y se riega la voz de Norte a Sur, por los lin-

deros del califato:

- ¡La Umm Wallad, Gran Señora, debe tomar extracto de

las rosas blancas!

- ¡Será para la leche del pequeño Príncipe!

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Y empiezan a llegar las rosas blancas. Al-Hakam

gratifica con monedas de oro a los floricultores y jardi-

neros que traen hasta el Palacio las rosas más fragantes,

recién cortadas de los rosales. Desde lejos se siente el

perfume que viene, el perfume que crece, el perfume

que invade los valles, que sube y baja las colinas, hasta

llegar a Medina Azahara.

La doncella de cámara trae la primera copa al

amanecer. Un aroma exquisito envuelve todo el aposen-

to y me incita a moverme, a saltar de la cama. Mi hijo

recién nacido no se ha despertado y sonríe a sus sueños.

Lo contemplo un momento y me llega el recuerdo de

otras alegrías. Sus rasgos son iguales a los de mis her-

manos Santiago y Mateo, y también se parecen a los pe-

queños ángeles que rodeaban la Virgen, en la lejana

iglesia de El Calvario.

Pienso en el Padre Nicodemo (Sus despojos que-

daron esparcidos junto a la puerta de la iglesia. Sentí

horror al mirarlos, aquel día fatídico cuando mis padres

fueron masacrados).

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El Padre Nicodemo oficiaba el bautismo ante la

pila bautismal de su pequeña iglesia, casi en ruinas.

Ahora mi rica alcoba es el baptisterio. Mi hijo duerme

tranquilo y no lo quiero despertar.

Hundo mis dedos en la copa de elixir purísimo,

me inclino ante la cuna y humedezco la frente del pe-

queño Príncipe. Le hago la Señal de la Cruz y entonces

pronuncio las palabras que nadie en esta tierra debe

adivinar:

- Yo te bautizo, niño mío, en el nombre del Padre y del

Hijo y del Espíritu Santo.

Han ya pasado los primeros días desde mi alum-

bramiento, y después de una gran alegría, me embarga

de nuevo la congoja. Me embarga nuevamente esta

aflicción de ánimo que me acorrala, que se muestra a

mis ojos como ausencia perenne; una ausencia que due-

le y hace daño. ¿Será que mi mente se ha debilitado?

¿Terminaré siendo una loca, como Gelesvinto? Ahora

deliro, sucumbo ante mi suerte, cuando aparecen los

espejismos.

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No pensaba que esto sucedería de nuevo. Ya su-

ponía que me había liberado de aquellos años de mi ni-

ñez y mi primera adolescencia. Pero vuelvo a la vida

que perdí, y se me ha transformado en espejismo. El

pasado regresa con las mañanas de la primavera; el pa-

sado se planta frente a mí, y hoy me encuentro otra vez

con la ilusión de mis montañas.

Vuelvo otra vez a mis recuerdos, que son espe-

jismos. Vuelvo a encontrarme con mis padres, vuelvo a

mirarlos en la lejanía, en esa casa blanca de treinta esca-

lones, vecina del castillo y del monasterio. El castillo

renace como espejismo y no me puedo desprender de él.

El castillo, el castillo, en la región de los fríos intensos y

la neblina más encubridora.

Amanece lloviendo intensamente; gotas inmensas

y pesadas perforan el terreno en su caída. Hasta la me-

dianoche los truenos retumbaron y los relámpagos cru-

zaron un cielo muy distante. Hoy la lluvia está aquí.

Muy temprano ha llegado al Monte de la Novia, y baja

hasta las flores de Medina Azahara, que tratan de librar-

se de la tempestad.

La tormenta ha pasado y el espejismo se ha eclip-

sado de una vez por todas, para siempre. Eso es lo que

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yo espero. Ya no quiero que vuelva a perturbarme; no

quiero que regrese. Froto mis ojos ásperamente, para

que no reciban más espejismos y después los enjuago

con agua de lluvia.

Luego regreso al sitio que me corresponde; regre-

so al hijo que descansa y me mira. Respiro aliviada y le

pido a la Virgen de los Jacintos que me llene de paz.

Cubro a mi niño con una frazada, lo acuno entre mis

brazos, lo acaricio y le canto, suavemente, las canciones

de amor de los pastores.

Siete días han pasado. Siete días ha cumplido mi

hijo recién nacido. Es hermoso, risueño; con los ojos azu-

les como los míos, y mirada tranquila como la de su pa-

dre. Hoy cumple siete días y ya los dos hemos vivido

siete historias distintas, encantadoras y felices. Los dos

nos conocemos, nos comprendemos, entendemos el pe-

so de nuestro destino.

La vieja esclava Dunna, su niñera, la criada desti-

nada para cuidarlo, lo baña ahora con agua de hierbas

que tenemos dispuesta en el aguamanil. El príncipe son-

ríe al arrullo del agua y beso sus mejillas. Cuando lo

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visto con la cofia de perlas y la pequeña túnica escarlata,

un mensajero anuncia que el Califa al-Hakam está espe-

rando al príncipe, su hijo, porque ya va a iniciarse la

“Ceremonia de Implantar el Nombre.”

De prisa hemos salido del palacio y tomamos el

rumbo del angosto paseo pavimentado, bordeado de

acequias. Cruzamos los jardines y bajamos por las terra-

zas escalonadas hasta la mezquita de Medina Azahara:

el único edificio que está orientado hacia La Meca, Ciu-

dad Sagrada de los musulmanes, donde- según me han

explicado mis maestros - se halla la tumba del Profeta

Mahoma.

Dunna, quien tuvo el privilegio de mirar con sus

propios ojos la construcción de esta ciudad esplendoro-

sa, me cuenta los detalles relacionados con la mezquita.

Ella me dice que - aunque parezca mentira o fantasía - el

magnífico templo fue construido en cuarenta y cinco

días… ¿Puedes creerlo, Sultana? - y continúa diciendo:

- El Califa al-Nasir ¡Que Alá guarde su alma! tenía

premura por ver concluida la importante obra; por

eso empleó mil hombres - entre albañiles, carpinteros

y enladrilladores- para que trabajaran diariamente,

de sol a sol. Recuerdo claramente que la primera jotba

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o predicación fue un día de inmenso júbilo para los

cortesanos…

El Califa ha llegado primero que nosotros. Nos

recibe impaciente, y toma al niño entre sus brazos. Nos

dirigimos hacia un patio muy amplio, pavimentado en

mármol color almagre, y nos purificamos piadosamente,

lavándonos el rostro en la sagrada Fuente de las Ablu-

ciones. Luego entramos al templo de cinco largas naves,

separadas entre ellas por columnas alternas de mármol

rosado y azul celeste. ¡Dios mío, cuánta hermosura y

delicadeza! ¡Cuánta armonía de formas, cuánta gracia!

Me desconcentro por un instante, sólo quiero admirar la

perfección de líneas y la riqueza que ahora me rodea…

Un momento más tarde, se inicia el canto de la li-

turgia, se inician las plegarias sacramentales, y empie-

zan las lecturas del Corán, libro inspirado en las sagra-

das enseñanzas del Islam. Hay un grave silencio de los

presentes, cuando se lleva a cabo el principal ofreci-

miento de la tarde: el Príncipe Heredero es ofrecido a

Alá, para que lo proteja de las iniquidades y lo encami-

ne por una vida sin rencores.

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Desde el alto almimbar el predicador habla:

- En el Nombre de Alá, Clemente y Misericordioso re-

cibimos al Príncipe Heredero, el primogénito del Ca-

lifa al-Hakam II al-Mustansir bi-llah y la Princesa

Subh, la Gran Señora… Siguiendo la costumbre cen-

tenaria de la dinastía Omeya, llamaremos al niño

‘Abd al-Rahman, como su ilustre abuelo ‘Abd al-

Rahman III al- Nasir ¡Que Alá lo recompense y lo ha-

ya perdonado!

Después de varias horas de plegarias y recogi-

miento, la ceremonia ha llegado a su fin. Con infinito

orgullo, el Califa contempla a su Heredero.

- ¡Que Alá te guarde, niño mío, pequeño ‘Abd al-

Rahman! ¡Que te dé larga vida y que te enseñe a ser

un gobernante recto y justo, como lo fue tu abuelo!

También como tu padre ¡que tanto te ama! trata de

serlo…

- ¡Que Alá te guarde, Príncipe ‘Abd al-Rahman! – repi-

ten los presentes.

El Califa al-Hakam, mi ilustre esposo, me colma

de regalos. Todos los días y las noches, desde que nació

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el Príncipe Heredero, hace ya algunos meses, llena de

obsequios mis salones privados, mis alcobas más ínti-

mas, mis secretos refugios. Se acercan a mis puertas

grupos de eunucos rubios y morenos. Se acercan uno a

uno, cargando arcones de oro, perlas y corales, tapices,

joyeros, ungüentarios y pebeteros de quemar perfu-

mes…

Mis esclavas más jóvenes - las que duermen con-

migo, echadas a mis pies - lo organizan todo como les

ordeno y ya no encuentro espacio para ubicar los regios

presentes.

Es una tarde especialmente luminosa y en ese ins-

tante de la luz más nítida, mi hijo de pocos meses se

sienta solo por primera vez y balbuce sus primeras pa-

labras. Lo celebro con risas, con palmadas, y me acuesto

en el suelo, sobre suaves alfombras, para jugar con él.

Cuando cae la tarde y el sol se viene abajo, el Ca-

lifa me busca, ansiosamente, para brindarme compañía.

- Deseaba estar contigo… Me hace falta mirarte – dice

con cierta timidez, como si se excusara por venir a

una hora tan poco usual.

Él ha venido a visitarme en esta residencia cálida

y magnífica, conocida por todos como “El Jardín del

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Príncipe”, donde resido con mi hijo. Hoy me ha entre-

gado un bote de marfil - con diseños tallados que for-

man pavos reales y mariposas - para que guarde mis

alhajas. Y también me ha traído un collar de zafiros y

dos aros de plata, que deben ser atados a mis tobillos,

cuando vaya a cantarle como esclava cantora. Me lleno

de placer y le pregunto:

- ¿Por qué tantos regalos, mi señor? ¿Por qué tanta in-

sistencia en complacerme, en halagarme, en conquis-

tar mi corazón?

- Es que guardo por ti una pasión tardía, amada Subh;

un deseo de vivir los imposibles que no experimenté

en la juventud; un anhelo constante de tenerte, que

jamás se apaga...

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En Medinat al-Zahra

De tus ojos y los míos, en la triste despedida

de lágrimas los raudales inundaban tus mejillas…

al-Hakam II al- Mustansir

Mi señor el Califa al-Mustansir me cuenta historias de su

reino. Está iniciando apenas su mandato, pero ya tiene

la sabiduría que le han dado los libros, los desvelos, las

meditaciones. Y tiene la experiencia de haber acompa-

ñado durante muchos años, en el oficio de gobernar, a

su difunto padre, el gran ‘Abd al-Rahman III. Y con él

aprendió a ser humilde y sabio.

Mi señor el Califa me cuenta historias de su reino

y yo me hundo en el silencio, para aprender lo que debo

aprender. No pierdo una palabra, ni un solo susurro.

Me interesa saber cómo se atan los hilos en este inmenso

imperio que es al-Andalus. Me interesa ser diestra en el

arte de tejer los hilos. Por eso me hundo en el silencio,

mientras al-Mustansir me explica que los reinos cristia-

nos en el Norte – los mismos que atesoran mis recuerdos

- se han unido en una fuerte y poderosa alianza, para

crear desconcierto entre los musulmanes de las fronte-

ras, y hostilizar a Córdoba, que es la cabeza del califato.

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Tomándome las manos, me hace partícipe de sus

preocupaciones como hombre de Estado, y de una firme

resolución que se ha tomado en su Consejo de Minis-

tros:

- Como tú bien lo sabes, soy un hombre de paz, queri-

da Subh, pero al inicio de mi mandato, debo vencer a

los infieles que crean disturbios. Es necesario some-

terlos inmediatamente, para llegar con ellos a acuer-

dos justos y decorosos… Sólo así lograremos que

nuestra causa pacifista sea definitiva y no haya retro-

ceso. Por eso haremos la Guerra Santa, llevando en al-

to nuestros estandartes. ¡No hay tiempo que perder!

Marcharé al frente de mis tropas cuando levante el

sol de la mañana.

- ¿Marcharás a la guerra, señor? – pregunto confundi-

da.

- Escucharás el golpe de tambores que anuncien la sa-

lida de los soldados. Escucharás mi adiós cuando le-

vante el sol de la mañana.

Le digo a mi señor que lo comprendo, que tiene

razón en cada una de sus palabras, que su hijo ‘Abd al-

Rahman, nuestro pequeño Príncipe, se quedará conmi-

go, esperando la hora de su regreso.

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Hablo pausadamente, trato de aparentar tranqui-

lidad, pero tengo deseos incontenibles de llorar. Al-

Hakam y mi hijo son mi familia, mi única familia. Lo

demás lo perdí, aquella vez lejana, cuando llegaron los

batallones para aniquilarnos, en la región de los fríos

intensos.

Ahora el Califa se va a la guerra, a la matanza de

la guerra, y vuelvo a estar desamparada. Me siento vul-

nerable, frágil, indefensa, incapaz de valerme por mis

propios medios.

Hablo en voz baja, cuando le digo que vaya tran-

quilo, que vaya pronto contra el enemigo, que Alá va a

protegerlo. Pero mi corazón se siente hondamente aba-

tido. Mi corazón golpea en mi garganta, aprieta la gar-

ganta con tal fuerza que un torrente de lágrimas baja

por mis mejillas, sin que las pueda detener.

El Califa me mira, consternado; está tan asom-

brado como yo por mi reacción inesperada. Nada dice y

se aleja. ¿Llora él también? Cuando llega la noche, él me

hace entrega de su poema de la despedida, que dice así:

“De tus ojos y los míos, en la triste despedida

De lágrimas los raudales, inundaban tus mejillas.

Líquidas perlas llorabas, rojos zafires vertías,

Juntos en tu lindo cuello, precioso collar hacían.

Extrañó amor al partir, cómo no perdí la vida;

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Mi corazón se arrancaba, el alma salir quería;

Ojos en llanto anegados, aquellas lágrimas mías.

Si del corazón salieron, en su propia sangre tintas,

Este corazón de fuego, ¿cómo no se deshacía?

Loco de amor preguntaba ¿Dónde estás, bien de mi vida?

Y estaba en mi corazón, y con su encanto vivía…”

Ayer muy temprano, apenas empezaron a cantar

los gallos, se marcharon los batallones. Y mi esposo el

Califa se fue a la guerra. Pasé el día con mi hijo y no me

quise separar de él ni un solo momento. Me sentía an-

gustiada, llena de temores. No me alejé del Palacio del

Príncipe y le rogué a todos los dioses que al-Hakam re-

gresara sano y salvo.

Hoy el día amaneció radiante. Mis temores de

ayer pasaron pronto y abro los ojos esperanzada. Hoy

quiero hacer algo diferente; algo que he deseado desde

hace tiempo y todavía no he logrado realizar.

Hoy quiero visitar la ciudad de Medina Azahara,

hecha de mármol azul y rosa. Antes fue de Azahara, la

favorita del difunto Califa al-Nasir; ahora me pertenece.

Ya me lo ha confirmado mi señor al- Hakam II al-

Mustansir. Ya me la ha regalado; ya me ha dicho que es

mía y hoy quiero visitarla íntegramente, desde la Bab

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Yebel, Puerta del Monte, en lo más alto de la colina, has-

ta la Bab al-Cubba, o Puerta de las Bóvedas, en el extremo

Sur.

Hoy quiero ver las cuatro mil columnas hechas

con mármol de distintos colores, los mosaicos dorados

de las cúpulas, los blancos palacios. Quiero pasear, an-

dar, sin detenerme. Soy la Sultana de este reino y ya de-

bo empezar a conocer los sitios y las gentes donde voy a

mostrar mi poderío.

Aprovecho la ausencia de mi señor, quien se en-

cuentra en la guerra, el primero en las filas de sus bata-

llones contra los rum del Norte - los cristianos infieles

que se han sublevado - y me voy sola, sin protección

alguna, para enfrentarme a gusto con mis descubrimien-

tos.

- Va a salir sola la Umm Wallad? – me pregunta alar-

mado el guardián de mi puerta.

- Regresaré pronto, no te inquietes. Deseo dar una

vuelta por Medina Azahara…

Inicio el recorrido en el Kasar al-Jolafa, Palacio del

Califa o Palacio Real - casi apoyado en la Muralla Norte

- con grandes ventanales que dominan el valle y la cam-

piña, y que también dominan el escenario de Andalucía,

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hasta el Yebel Xolair, o Sierra de las Nieves. Es en este

palacio con arcos de ébano y marfil donde tuve mi pri-

mer encuentro con el Califa, cuando él mandó a lla-

marme porque me había mirado repetidas veces y que-

ría conocerme. Fue aquella misma noche de mis angus-

tias infinitas, de mi creciente pánico, cuando se des-

prendió uno de mis velos, pisé en falso y caí al pavimen-

to. Recuerdo los detalles de aquella escena tragi-cómica

y me río de mí misma… ¡Fue un verdadero chasco! ¡Yo

tirada en el suelo y el Califa mirándome!

Visito las elegantes dependencias de los ministros

y los secretarios, los escribanos y los jueces, los intérpre-

tes, los funcionarios todos del Palacio. Visito el barrio de

los cortesanos, con cuatrocientas casas bien alineadas,

donde residen las familias de artistas y poetas, científi-

cos y sabios. Algunos niños me han reconocido, y vie-

nen tras de mí, alborozados.

- ¡Te pisamos las huellas, Sultana Aurora! Deseamos ir

contigo, para acompañarte en tu paseo. ¿Nos permi-

tes seguirte y repasar las huellas de tus sandalias?

- Por supuesto que sí… ¡Vengan conmigo! - los invito.

Después, voy caminando por la Avenida de los

Cipreses (los niños me acompañan, a una cierta distan-

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cia) y llego hasta la Fuente del Elefante. Recojo flores

para los niños y me acerco a admirar las rosas trepado-

ras, pequeñas y olorosas, que escalan por el muro, hacen

un arco sonrosado, y cubren el estanque.

Dentro del bosque de laureles me saludan her-

mosos pájaros autómatas, construidos de metales pre-

ciosos y plumajes de plata. ¡Qué increíble! Ellos mueven

las alas, giran graciosamente la cabeza y cantan sinfo-

nías melodiosas, por medio de asombrosos mecanismos.

Después me miran fijamente, con las brillantes amatistas

que forman sus ojos. Paso un rato escuchándolos, mi-

rándolos; todo me asombra y me sorprende en el mági-

co entorno de los jardines.

- ¿Te gustan estos pájaros? – me pregunta una niña de

largas trenzas que se me acerca.

- ¡Me gustan mucho! –le respondo - Traeré al pequeño

Príncipe para que juegue aquí contigo y con los pája-

ros encantados.

Recorro uno por uno los kiblíes, los salones mag-

níficos del trono y de las recepciones oficiales que miran

hacia el Sur: los de tejas y mosaicos de oro, los de puer-

tas de plata, los de pilas bellísimas de mármol verde,

traídas en navíos desde lejanos reinos; los de animales

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formidables de oro bermejo, los de perlas tan grandes

como el huevo de una paloma.

Uno tras otro, visito los kiblíes, imaginados sola-

mente en mis anhelos más prometedores. El aliento pro-

cura detenerse; el corazón se calla; la mirada se aturde

sin poder abarcar los resplandores. ¡Y en el centro del

cielo, donde se forman las palabras, no existen las metá-

foras, no existen los ejemplos, para explicar las maravi-

llas que estoy viendo, en los salones de Medina Azaha-

ra!

Regreso a la explanada, la Sátih al- Mumárrad o

gran terraza reluciente, y veo reflejados dos pabellones,

separados tan sólo por una alberca: la Casa Real y el Pa-

lacio de Mármol, desde donde contemplo la medina, en

toda su extensión. Estoy sobrecogida ante tanta belleza.

Y me pregunto ¿Cómo pudo lograrse semejante prodi-

gio? ¿Cuáles fueron los dioses arquitectos, los dioses

artesanos, los dioses marmolistas, los dioses talladores

que estuvieron presentes, labrando con sus manos?

¿Cuáles fueron los dioses orfebres, los dioses ebanistas,

los dioses ceramistas, los dioses albañiles, los dioses jar-

dineros, que construyeron esta joya preciosa?

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La tarde es perfumada, y el viento de la sierra,

que siento a mis espaldas, me levanta los velos y el cabe-

llo. Respiro hondo, abro los brazos, resplandezco, y me

complazco de mi fortuna. El pabellón de mármol está

rodeado por acequias color almagre y delgados cami-

nos, que se retiran de mi vista y se van lejos. Siento el

rumor del agua, cuando corre. Las acequias se juntan y

se desprenden en cascada, salpicándome, para regar los

huertos.

La larga tarde de verano ahora se termina, y está

dándole paso a las estrellas. Me he demorado demasia-

do en el paseo y ya debo volver al Palacio del Príncipe.

Regreso a casa sin desviarme, sin perderme en el goce

de la belleza, que a esta hora vespertina se hace más in-

tensa. Digo adiós a los niños, quienes de lejos me han

acompañado.

- ¡Volveremos a vernos! – les grito complacida

- ¡Adiós, Sultana!

Tengo prisa en llegar y me alejo corriendo. Llego

hasta el bosque de laureles. Un pájaro de plata se ha

caído del árbol y se le han desprendido las amatistas de

sus ojos. Lo levanto en las manos, lo arreglo, lo acaricio,

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y se lo llevo a mi pequeño ‘Abd al-Rahman para que

juegue.

Duermo tranquila junto a mi hijo y sueño con los

ángeles. Me despierto contenta, dispuesta a continuar

mi paseo por Medina Azahara. Hay todavía muchos

lugares que no he visitado y debo aprovechar que mi

esposo el Califa no ha regresado de la guerra. ¡Después

que él venga, todo será mucho más difícil! Me levanto

temprano, salgo de la casa y bajo por las rampas a caba-

llo. Esta vez voy vestida de aldeana, para que nadie me

reconozca. (He suplicado a mis guardias privados que

me dejen salir a caballo; que no tardaré en regresar. Les

obsequio algunas monedas de oro y mi problema queda

resuelto).

Bajo hasta la segunda terraza escalonada; me

acerco a la mezquita, pero no entro en ella. Ya conocí el

hermoso templo la tarde que trajimos a nuestro hijo el

Príncipe, cuando se llevó a cabo la “Ceremonia de Im-

poner el Nombre”. Paso frente a la Casa de la Limosna,

y entrego mis collares y mis anillos a los peregrinos.

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A un lado del camino, el agua de la acequia riega

los vergeles. Las fuentes tienen surtidores con formas de

animales y me detengo a contemplarlos: tigres, leones y

toros con las bocas desmesuradamente abiertas. Me re-

fresco con agua de la fuente y varias niñas se me acer-

can, para ofrecerme dulces de avellanas, bañados con

miel.

Voy ahora hacia el zoco y las viviendas de los

comerciantes. El mercado me atrae; hay un desorden

grato de gentes y cosas; un bullicio creciente que me

alegra, que me entra por los ojos y se me queda dentro,

hasta hacerme reír de complacencia. Desmonto del caba-

llo y me uno a las mujeres que venden y compran, a los

muchachos callejeros que anuncian a gritos su mercan-

cía, a las hilanderas, a las bordadoras y las tejedoras que

muestran con orgullo sus bellos trabajos. Hay un olor a

frutas frescas, a especias aromáticas, a hierbabuena y

mejorana que me hacen recordar mis primeros paseos

por la ciudad de Córdoba, cuando fui a conversar con

las mujeres que me esperaban junto a la Puerta de los

Especieros.

- ¡Salam alayk! - las saludo.

- ¡Alayk el salam! - me saludan.

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Me consigo en el medio de un universo sorpren-

dente, divertido. Un mono vestido y amaestrado me

saluda con una reverencia y me hace reír a carcajadas.

Un perfumista de turbante perfuma a los presentes y

cobra unas monedas por sus servicios. Paso a su lado.

Me siento a conversar con un grupo de bonitas jóvenes,

de piel morena, y ellas me muestran sus brillantes teso-

ros de baratijas para que se los compre. Yo les compro

ramas de canela y varios amuletos de azabache, que nos

protegen de los maleficios.

Sigo bajando hasta llegar al llano, en la parte más

baja de la medina, donde se encuentran los cuarteles de

infantería y los cuarteles de caballería, y el famoso par-

que zoológico, con enormes jaulas, donde viven y mo-

ran las aves más espléndidas, los animales más exóticos,

traídos de las sabanas, los desiertos, las montañas y sel-

vas del mundo entero.

Allí me quiero detener, a ver con calma los ani-

males que nunca había visto y hacerme amiga de ellos…

Tal vez pueda llevar un cachorrito para que juegue con

mi niño… Pero soy sorprendida por los guardias arma-

dos que me detienen bruscamente. ¡Ninguna mujer

puede jamás aproximarse a las instalaciones de doce mil

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soldados que forman el yund, o ejército privado del mo-

narca!

- ¿Estás loca, mujer? ¿Quién eres y qué haces aquí?

¿Eres acaso una ramera más audaz que las otras?

Estoy a punto de ser golpeada, sacrificada en un

instante. Comprendo mi imprudencia, mi desatino y me

descubro prontamente el rostro, para salvarme de la

muerte segura.

- ¡Soy la Sultana Aurora, Gran Señora de Córdoba,

madre del Príncipe Heredero! ¡Necesito una escolta

para volver a mi palacio!

Los hombres están desconcertados, me miran y se

miran entre ellos… Sólo uno se atreve a hablar, a balbu-

cear más bien:

- Te… pedimos perdón, Umm Wallad… no sabíamos…

Los guardias se arrodillan ante mí, tiemblan de

miedo y gimen como niños pequeños. Recogen sus pa-

labras, sus insultos, y besan mis sandalias. Y regreso a

mi portal de oro, con mi vestido rústico de aldeana, cus-

todiada por siete guerreros.

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Tiempo de paz

Después de una ausencia de varias semanas, el Califa al-

Hakam al-Mustansir bi-llah regresa victorioso de sus ex-

pediciones hacia el Norte. Yo salgo a recibirlo con un

ramillete de flores silvestres. Estoy feliz, emocionada de

verlo de nuevo. Había orado por él todas las noches, y

se lo digo:

- ¡Alabado sea Dios, que te ha devuelto!

- ¡Alabado sea Alá, por tu belleza!

- Tu hijo y yo te aguardábamos.

- He regresado, amada Subh. Siempre estaré contigo y

con el joven príncipe.

Mi señor me relata la fuerza prodigiosa que

acompañó a sus batallones cuando entraron en tierra de

cristianos infieles, y cómo los vencieron en feroz batalla,

ante los muros de San Esteban. Yo lo había escuchado,

antes de la partida, cuando exhortaba a sus guerreros,

con palabras valientes, conmovedoras, y ellos se con-

vencían de la verdad, del triunfo y el honor que estaban

prontos a conseguir:

- ¡Soldados que me escuchan, defensores de al-Andalus

- la tierra que el Profeta nos había prometido - es el

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deber sagrado de los musulmanes ir al Chihad, la

Guerra Santa contra los infieles, contra los enemigos

de nuestra ley islámica!. ¡Partamos decididos a ven-

cer! ¡Solamente la muerte podría disculparnos de la

derrota! ¡Volvamos victoriosos!

Y victoriosos han regresado, ondeando sus glo-

riosas banderas blancas que es el color de la Casa Real.

La caravana de cautivos me estremece. Me trae recuer-

dos tristes de mí misma, me trae las añoranzas de mis

días primeros, cuando llegué a Córdoba como una pri-

sionera.

Sobre el abierto palanquín, hay tres jóvenes ru-

bias que me miran. Son las flores caídas del verano. Con

sus ojos en llanto me llaman, me persiguen, estiran su

mirada, para pedirme misericordia. Hay una luna ves-

pertina que se eleva por sobre el Monte de la Novia y las

cautivas se extravían entre la muchedumbre. La carava-

na sigue, silenciosa, el palanquín se aleja, y las mucha-

chas pasan, hacia el olvido.

Después de la victoria y de acuerdos honrosos,

suscritos por los reyes cristianos y por al- Hakam, llega

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la era de la tranquilidad que todos anhelábamos. Los

escritores se entusiasman y escriben en sus crónicas:

“El Califa convirtió espadas y lanzas en azadones y rejas de

arado, y a los inquietos guerreros en labradores pacíficos”

El Califa de al-Andalus se ha quitado su aljuba

bordada y la espada incrustada con piedras preciosas en

la empuñadura. El Califa ha guardado sus armas en la

armería de Córdoba, y los soldados del grandioso ejérci-

to han seguido su ejemplo. Los jinetes guardaron arcos y

lanzas, y sus escudos de piel de ante - las adargas - que

son impenetrables a los flechazos enemigos. Los infantes

guardaron las mazas y picas, dagas y puñales y no los

vuelven a tomar. Se han quitado de encima los pesados

cascos sicilianos, los cinturones dorados, las cotas de

malla, los corseletes y los petos, y ahora retornan a sus

hogares aliviados y honrados, para encontrarse con una

nueva realidad que les ha sido prometida.

El Califa reposa en su lecho. Se le ve tranquilo, sa-

tisfecho, y me indica que me siente a su lado para con-

tarme los motivos de su complacencia.

- ¡La paz y la tranquilidad han llegado por fin a nues-

tro imperio, pequeña Subh! ¡Las tropas califales han

triunfado! Los monarcas cristianos firmaron una tre-

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gua que nunca será rota, y están comprometidos a

cumplir los mandatos del acuerdo de paz. Viviremos

confiados, en este nuevo paraíso, dispuestos a entre-

garnos a nuestro amado pueblo que tendrá, antes que

nada, una esmerada educación… Haremos más cole-

gios, mezquitas y universidades en todos los sectores,

para que no quede ni un solo andaluz sin la instruc-

ción que necesita…

- ¡Haces muy bien, señor! – me atrevo a interrumpirlo -

Puedes contar conmigo… ¡Te ayudaré en lo que creas

conveniente! Tanto mis padres como mis abuelos

eran personas instruidas, y ellos decían que solamen-

te el conocimiento y la sabiduría logran dar libertad

al ser humano…

Él se queda mirándome, acaricia mi rostro y me

comenta algunas cosas de suma importancia para mí,

que me llenan de orgullo y emoción:

- En nuestras largas conversaciones, Princesa Subh, me

he sorprendido gratamente de tu fidelidad por nues-

tra causa, de tu intuición certera, de tu capacidad pa-

ra entender las cosas más sutiles, de tu buen tino, de

tu acierto y destreza, de tu interés por aprender… Y

por eso, pequeña, de ahora en adelante, serás mi co-

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laboradora más cercana para ciertos asuntos de go-

bierno que necesitan la delicada mano de una mu-

jer…

Siento una dicha indescriptible que me paraliza

por un momento y que me deja muda e inmóvil. Esas

palabras de mi esposo el Califa, me abren las puertas

más privilegiadas, por donde nunca he podido pasar. Le

respondo con calma, tratando de ocultar mi secreto al-

borozo.

- Con gusto acepto serte útil, mi señor. Trataré de ser-

virte y ayudarte en lo que creas conveniente. Siempre

estaré a tu mandato.

De inmediato florece una conciencia nueva, mila-

grosa, en el extenso reino de Andalucía: una nueva ma-

nera de entender el mundo, una nueva alegría por des-

cubrirlo todo, un nuevo empeño en el estudio y el traba-

jo. Los feroces soldados se han vuelto ahora agricultores

y han cambiado sus armas por implementos de labrar la

tierra.

El Califa, en persona, asume compromisos de ex-

traordinarias dimensiones. El primero de ellos es la am-

pliación del imponente templo, la Mezquita Mayor, que

se inició siglos atrás, en los lejanos tiempos del Príncipe

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Inmigrado, quien salió huyendo de su Siria natal - des-

pués del exterminio de su familia - y fue el primer Emir

Omeya en las tierras de al-Andalus.

Pero también se inicia la construcción de obras

civiles indispensables, para brindar salud y bienestar al

pueblo. Se inician puentes y caminos, acueductos y

fuentes y renombradas academias y universidades, que

se han hecho famosas en el mundo. Las casas de los no-

bles también se han llenado de libros, de bibliotecas, de

objetos de arte, siguiendo el gran ejemplo del soberano.

Todos estudian, quieren aprender, con un furor

inusitado. Se favorece a los artistas, a los poetas e inte-

lectuales; se favorece a los científicos, a los matemáticos,

a los filósofos, a químicos y físicos que vienen a estudiar

entre nosotros. Córdoba se convierte en una inmensa

academia, donde los sabios de todo el mundo vienen a

reunirse; nos enriquecen con su sabiduría, y la dejan

sembrada para nuestros hijos, a la sombra benigna de

los árboles.

Mientras tanto, yo estudio y trabajo. Le sirvo a mi

señor el Califa con el mayor esmero y dedicación. Cum-

plo a cabalidad sus instrucciones, leo su pensamiento,

adivino el mensaje de su mirada, interpreto sus gestos,

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acato cada orden y colaboro intensamente en las senci-

llas labores de gobierno que me encomienda. En este

tiempo de tranquilidad, aprendo y callo.

A mi dueño y esposo el Califa al-Hakam al- Mus-

tansir le gusta algunas veces que me ponga ropa de mu-

chacho, como hacen las esclavas de Bagdad para atender

a sus señores.

- ¡Deseo contemplarte con ropas de efebo, para avivar

mi fantasía! …¡Vístete ahora como los jóvenes cope-

ros que sirven agua de granada!

Así solía pedírmelo, en varias ocasiones que fui a

visitarlo cuando era su cautiva, después de nuestro pri-

mer encuentro en el Palacio Real. Y ahora todavía,

cuando ya soy la madre del Príncipe Heredero, suelo

vestirme de muchacho para complacerlo. Entonces al-

Hakam se divierte y juega conmigo. Me regala guirnal-

das y brazaletes y me llama “Chafar”, que es nombre de

varón.

Y con el traje de Chafar entre las manos, surge an-

te mí la idea de disfrazarme de cualquier persona… ¡Ha

de ser divertido!- digo y sonrío para mis adentros -

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¡Cuántas cosas fantásticas podré hacer y vivir, represen-

tando distintos personajes de la vida real, sin que nadie

se entere que soy la Sultana!… Será una nueva posibili-

dad de colaborar con mi señor. Será también como pasar

algunas horas de mi vida haciendo obras de teatro…

Y decido vestirme como Chafar para escaparme

hacia los barrios de Medina Azahara. Recojo mis cabe-

llos bajo un gracioso bonete de fieltro, lavo mi rostro

para quitar los restos de maquillaje, me pongo largas

calzas y chaleco, y me voy alejando de mi residencia con

premura, sin que la guardia negra me reconozca ni me

prohíba el paso.

- Éste es un pícaro mozuelo que sirve a la Umm Wallad

– dicen los guardias, despreocupados

- y me dejan pasar.

Cuando ya me he alejado lo suficiente, sin infun-

dir sospechas, echo a correr alborozadamente, para ini-

ciar un plan que me he trazado y que empezó a crecer

hace algún tiempo, cuando me puse el vestido de aldea-

na para pasear por la medina. Me río yo misma de mi

picardía, y sigo adelante.

Dejo atrás los palacios, los kiblíes o salones de re-

cepción y las residencias de los cortesanos. Bajo las gra-

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das de las grandes terrazas, atravieso los parques y jar-

dines, sigo corriendo, descendiendo y llego al barrio de

los comerciantes. Entonces entro en la gran tienda del

ropavejero - tan viejo y arrugado como su mercancía -

quien me recibe complacido por mi visita.

- ¿Cómo te llamas, hijo? – me pregunta.

- Soy Chafar, y trabajo para una gran condesa, quien

me mandó a comprar ropas diversas, para sus obras

de caridad.

Entonces tomo asiento, me sosiego, aquieto el

ánimo un momento y me deleito plenamente en el am-

biente que me circunda. Cientos de túnicas y trajes, ca-

misolas y bragas, capotes y faldones, ropas absurdas,

inimaginable, cuelgan del techo, las paredes, las grietas,

los rincones del oscuro recinto; o se hallan extendidas,

esparcidas desordenadamente, sobre grandes mesones y

repisas. Miles de cosas más, de las menos valiosas, están

tiradas y revueltas en el suelo, sobre rotas mochilas y

esteras de esparto.

- Compraré todo - pienso – Compraré prendas

para todos los usos y me iré donde quiera como desco-

nocida, disfrazada, cada vez que yo deba ocultar mi

identidad. Así ningún cronista va a reconocerme, nin-

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gún historiador va a delatarme en sus escritos, ni sabrá

nunca de mis estrategias, que van encaminadas, desde

ahora, hacia la cima de la gloria.

Voy apartando lo que quiero y no quiero, lo que

me gusta y no me gusta. Me sumerjo en un mundo de

texturas y las voy disfrutando a plenitud. El tacto de las

telas me produce en los dedos, en el pulpejo de los de-

dos, en las manos y brazos, en todo el cuerpo, un extra-

ño deleite que no sé definir. Quiero tocarlo todo, olerlo,

aprisionarlo: los blusones de seda, las túnicas de lino, las

capuchas de lana, los pañuelos de gasa, las mantas de

algodón, todo me agrada.

El desdentado ropavejero me observa con disgus-

to. ¡Ha ya perdido la paciencia! He demorado demasia-

do, tocando, alzando y revolviendo todas las ropas, y

todavía no he decidido comprar nada. Me mira ansio-

samente, groseramente, y después me pregunta de mala

gana:

- Mira, pilluelo, ¿qué vas a comprar? Debes decidirte

de una vez, porque no puedes manosear lo que te

plazca como si fuera tuyo. Vas a ensuciar la mercan-

cía. Debes pagar primero. ¡Después que pagues, to-

cas!

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Me causa risa el desdentado ropavejero. Creo que

tiene razón en lo que dice. Pero a la vez siento deseos de

abofetearlo por insolente, de gritarle en la cara que soy

la Sultana y que puedo mandar a azotarlo en este instan-

te, si me provoca. Pero debo fingir con humildad.

- ¡Señor ropavejero, disculpe usted a este pobre sir-

viente! Mas no debe alterarse; yo compraré para la

condesa mi señora todas las prendas que ella me ha

encargado.

Y así lo hago. Compro un pesado chaquetón, he-

cho de piel de oveja, de los que usan los campesinos

cuando viene el invierno; compro un manto encarnado,

que me cubre los hombros y llega a la cintura; compro

una amplia manta para cubrirme entera, de la cabeza

hasta los pies; compro dos albornoces, con hilos dora-

dos; compro una capa negra, para la última noche de mi

vida; compro calzones anchos, zaragüelles, que debo

sujetar a la cintura con cordones; compro unas botas

rústicas de campesina, de las llamadas almadreñas;

compro bandas de tela, para envolver las piernas; com-

pro una toca de brocado, un sombrero de paja, un alto

gorro de terciopelo, un casquete de seda, un bonete de

cuero, un turbante de lana, sayas, chalecos, alpargatas, y

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varias prendas extravagantes que no comprendo para

qué se usan.

Le pago al hombre con moneda de oro y el viejo

se deshace en reverencias. Sonríe servilmente. Le indico

que la condesa, mi señora, espera por las ropas y que

debe llevarlas de inmediato a una casa de Córdoba. Le

doy la dirección - junto a la Puerta de los Especieros -

donde habita mi amiga Lubna, la profetisa, quien ya

está enterada de mi travesura.

Vuelvo a mi residencia, en el Jardín del Príncipe.

Me siento a gusto, satisfecha, y sonrío feliz, al pensar en

mi nueva aventura, que tendrá múltiples facetas: algu-

nas muy severas y otras divertidas. Mi pequeño hijo

duerme y lo despierto para besarlo.

Estamos en el año 964 desde el día que nació Je-

sús de Nazaret. Tengo veinte años y he seguido estu-

diando, preparándome, porque quiero elevarme hasta la

altura de las constelaciones. El Califa desea que yo com-

plete mi educación, y suele decirme:

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- Eres aún muy joven, pequeña Subh. Es necesario que

siguas estudiando, que deposites en los libros tu vo-

luntad y que busques en ellos tu salvación...

Los profesores de antes - los que me daban clases

tras cortinas translúcidas, cuando yo me encontraba

dentro del Pabellón de las Elegidas - han sido reempla-

zados por dos mujeres admirables, las célebres poetisas

Alaíxa y Redjira, egresadas de escuelas orientales, quie-

nes me instruyen en avanzados conocimientos de gra-

mática y literatura. Estoy feliz y complacida y agradezco

la gracia a mi esposo y señor. Toda la vida he escrito

poesía y se lo digo a mis nuevas maestras:

- Siempre he escrito poemas, desde que era una niña

pastora, en la región de los fríos intensos... Solamente

mi padre llegó a leerlos.

Ellas quieren leerlos también, y se los muestro

con cierto pudor. Las profesoras han leído mis textos,

los han analizado y me confortan con sus halagadoras

consideraciones:

- ¡Tus montañas te hicieron poetisa, Sultana Subh!- di-

cen ellas, sonrientes.

Me alegro al escucharlo y el Califa al Hakam se

ha llenado de regocijo. Él, en persona intercambia opi-

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niones con mis tutoras, trae nuevos libros que debo leer

y controla el avance del aprendizaje.

- Tu inteligencia debe ser moldeada con celo – afirma

el Califa – Por eso hay que pulirla, como a las piedras

de mayor valor. Debes dedicarte a escribir tus poe-

mas con rigor y constancia. La poesía es una joya del

espíritu que satisface a Alá, el Dios Clemente y Mise-

ricordioso.

Estudio y aprendo todo lo que puedo, y leo los li-

bros que me señalan mis maestras. Redjira, la apacible,

me enseña a valorar la medida y el ritmo de la poesía

clásica. Leemos textos encantadores, de los poetas ará-

bigo-andaluces; después cantamos juntas, unidas de las

manos, las estrofas que nacen en las leyendas. Cuando

cae la tarde, y ya se acerca la hora de la nostalgia, le en-

seño a recitar los versos de mi padre que yo he logrado

traducir.

Aprendo de Alaíxa a copiar manuscritos con una

hermosa caligrafía de finísimos trazos. Le cuento que mi

abuela copiaba manuscritos en un oscuro monasterio

que se hallaba perdido, suspendido, en la región de los

fríos intensos y la neblina más encubridora. Alaíxa y

Redjira son mis amigas, y las tres nos sentamos a traba-

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jar frente a los rollos de papiro y el tintero de cobre, so-

bre verdes almohadas, verdes tapices, verdes cojines…

todo es verde, como el color de la nobleza y la sabiduría.

En escasas semanas he copiado el Corán, libro sa-

grado, y lo doy en ofrenda a mi esposo el Califa, el pia-

doso señor y soberano, quien ahora se encuentra rezan-

do en su oratorio. El Califa al-Hakam se siente halagado,

conmovido, y me agradece el gesto con un bello presen-

te: una exquisita arqueta de marfil que ha mandado a

tallar especialmente para mí, en los talleres de Medina

Azahara. En la leyenda puede leerse:

“Bendiga Dios al Imán, siervo de Alá, al-Hakam, emir de los

creyentes. Esto lo mandó a hacer para la señora madre del

príncipe ‘Abd al-Rahman, por manos del maestro al- Sagi”

Beso las manos del Califa y le doy las gracias. Me

alegro de mi suerte, me deleito y agradezco a la Virgen

Santísima de los Jacintos, porque he comprendido que

aún me protege.

Alaíxa y Redjira son mis maestras, son mis ami-

gas, y me elevo con ellas hasta la altura de las constela-

ciones.

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El desdichado Hisham

Me he sentido muy mal últimamente. Todo me molesta.

Olores y sabores me repugnan. Me desagrada el univer-

so y quisiera cambiarlo, ponerlo al revés. El cuerpo no

retiene ningún alimento y estoy debilitada, compungi-

da. Tengo calor a cada instante, se me queman las sienes

y las mejillas, pero el frío en los huesos me hace buscar

refugio de la lumbre.

No consigo sosiego ni puedo dormir. Y tampoco

consigo entenderme; me enojo sin motivo con mis cria-

das, me impaciento, me hastío de mí misma y de la ser-

vidumbre que me rodea. No me provoca leer ni estudiar

ni escribir mis poemas. Me he convertido en un ser iras-

cible, desagradable. Ya no controlo las emociones y me

afligen las ganas de llorar.

He mandado a llamar a mi amiga Redjira, la apa-

cible poetisa. Ella me cuenta historias de los dioses anti-

guos que una vez se vinieron desde Arabia hasta el sue-

lo de al-Andalus, y que andan por allí - entre los arrebo-

les del horizonte - sin que nos demos cuenta.

- Las Gacelas Doradas cruzan por la distancia, y apare-

cen en veces en el cielo, tras un manto de flores…

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Cuando las veas venir - ¡Oh gran Sultana! - junta las

manos y cierra los ojos. Concéntrate en el sueño que

más anhelas, para que ellas te favorezcan.

Pero ni los relatos mitológicos ni las canciones de

Redjira logran aliviarme. Mi ánimo se ha alterado; me

siento tensa e irritada; ya me desconozco. ¡Mi carácter se

ha hecho insoportable! Tengo rabia de mí. Le suplico a

Redjira que se retire, que se vaya lejos, que ya no quiero

verla, que me deje tranquila con mi pesadumbre.

Hay un mareo permanente, un rechazo a mí

misma y a lo que me rodea; una inconformidad que no

comprendo, un deseo de gritar que estoy desconsolada,

una añoranza que no me da tregua y me mantiene reco-

gida en mi cama, ensimismada, alejada del mundo.

El médico de cámara, el tebib Ibn Jaldán, viene a

visitarme por orden expresa del Califa. Hace genufle-

xiones, levanta y baja la cabeza incesantemente, pidien-

do mi permiso para examinarme. Le ruego que se apure,

que no se demore, que se dé prisa, que un vahído me

lleva, que casi no distingo su silueta, que la vista ha em-

pezado a fallarme, que todo da vueltas y el corazón está

cediendo ante mi angustia.

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El doctor Ibn Jaldán no se ha alarmado. Después

de examinarme cuidadosamente hace algunas pregun-

tas que yo respondo a media voz. Varios días más tarde

resuenan los tambores, resuenan las canciones de ale-

gría, y se anuncia a los súbditos del reino que nacerá

muy pronto un nuevo príncipe para la dinastía de los

Omeyas. La fausta noticia es recibida con beneplácito en

todos los rincones de Andalucía. Se inician fiestas y jol-

gorios, cuando se leen los bandos:

- ¡La corte del Califa al-Hakam II al- Mustansir anuncia

oficialmente a su amado pueblo que Subh, la Gran

Princesa y Sultana de Córdoba nos dará un nuevo

Príncipe! ¡Alabado sea Alá y Mahoma, su digno Pro-

feta!

La noticia me ha perturbado notablemente. Un

segundo embarazo no estaba contemplado y me ha to-

mado de sorpresa. Un segundo embarazo no era desea-

do ni necesario. Ahora no quiero quedarme sola, me

hace daño el vacío, me hace daño pensar. He mandado a

llamar a mi amiga Redjira y le pido que venga a visi-

tarme nuevamente, que me disculpe mi descortesía, que

no se aleje más y que miremos juntas hacia el cielo, hacia

la tarde que termina.

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Las dos estamos en silencio, frente a la ventana

de mi dormitorio. Entonces aparecen las Gacelas Dora-

das. Las veo cruzar por el azul celeste, tras un manto de

flores. Junto las manos bajo el pecho y cierro los ojos;

pero no logro concentrarme en el sueño que anhelo. Las

Gacelas Doradas han pasado sobre los arreboles del ho-

rizonte. Han venido hacia mí para favorecerme y conso-

larme, pero ya se han marchado y yo las he perdido.

Después de meses de congoja, de sentirme con

frío hasta en los días de verano, de sentirme insegura,

de encontrarme en un vértigo que no se detenía, que no

se terminaba a ninguna hora del día y de la noche, ha

nacido mi segundo hijo, el Príncipe Abu-l Walid

Hisham.

Pero todo es distinto a la dicha que tuve la prime-

ra vez. Mi estado de salud, debilitado, me ha impedido

encargarme de la crianza del niño; mi leche se ha secado

rápidamente y ya no puedo alimentar al Príncipe. De

nada me ha valido tomar extracto de rosas blancas ni

hierbas arrancadas en el paso de luna; mi leche se ha

secado, se ha vuelto amarga, y he debido confiar en los

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cuidados de una nodriza. Es Fátima, la protectora de mi

sueño, quien amamanta al niño en la Alcoba de Nácar,

situada al lado de la mía. Afortunadamente, los mimos

y cuidados de mis doncellas han surtido su efecto bene-

factor y poco a poco me he recuperado del abatimiento.

Ha regresado el brillo a la mirada y comprendo que ha

regresado el sol.

El Califa al-Hakam - el sabio soberano entrado en

años, enamorado desesperadamente de la princesa ma-

dre de sus dos hijos - no disimula el entusiasmo, la feli-

cidad plena, y hoy ha venido a visitarme a mis habita-

ciones. Me entrega una diadema de esmeraldas, me la

ata en la frente con hilos dorados, y dice así:

- Tú, Gran Señora, la fecunda Umm Wallad de mi reino,

recibirás los generosos dones que he decidido desig-

narte a partir de este día: además de las arcas de oro

que ya te pertenecen, pasarán a tu nombre castillos,

almunias, viñedos y aldeas, fincas y cortijos que están

dispersos en nuestro territorio… También tus hijos,

nuestros hijos, los Príncipes Omeyas que me has da-

do para que se eternice nuestra gloria, serán gratifi-

cados desde ahora con grandiosos tesoros.

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¡Renazco entre los muertos! ¿Será verdad lo que

estoy escuchando? Sin saber cómo ni con cuáles méritos

he conquistado la mayor fortuna imaginable. He con-

quistado la riqueza y la buenaventura y esta vez será

para siempre. Me deleito en el eco de las palabras que

acabo de escuchar de mi señor. Las repito en silencio,

una por una, y vuelvo a renacer una vez más, entre los

resplandores de mis días felices.

La noticia del segundo príncipe que acaba de na-

cer, se ha conocido pronto en todas las veredas del cali-

fato. Ha recorrido valles y colinas, jardines y huertos,

caseríos y granjas; ha atravesado ríos y puentes de las

regiones más apartadas e inalcanzables. Y la gente co-

menta, alborozada:

- ¡La Gran Señora Subh, la Sultana de Córdoba, ha

traído a nosotros un nuevo Príncipe!

- ¡Pronto estará jugando con el pequeño ‘Abd al-

Rahman, el Príncipe Heredero!

- ¿Cómo habrá de llamarse?

- Es el Príncipe Abu-l Walid Hisham.

- ¡Qué Alá lo favorezca!

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- ¡Que Alá proteja a los dos Príncipes Omeyas!

- ¡Y que Alá favorezca a la Sultana!

En las mezquitas de todo el reino se ofrecen ora-

ciones por la salud y bienestar del noble infante recién

nacido. En el bosque encantado de la Gran Mezquita, el

piadoso Califa, el tolerante, se inclina y se prosterna, y

reza al Dios Clemente por la suerte y la dicha del se-

gundo heredero que ha dado a luz su esposa.

En las plazuelas de la capital, legiones de perso-

nas se amontonan, con las manos levantadas y abiertas,

junto a los servidores del Califa, para alcanzar las mo-

nedas de oro que se están repartiendo.

- Deseo un dinar, altísimo señor, para comprar vesti-

dos a mis hijos.

- Deseo un dinar, altísimo señor, para arreglar mi mo-

lino y mi casa.

- Deseo un dinar, altísimo señor, para un manto de

lana que me hace falta.

- ¡Es necesario tener calma! – grita exaltado un oficial

de caballería, mientras trata de poner orden a la mu-

chedumbre - ¡Tranquilos, por favor! Hay talegas de

oro suficientes; cientos de sacos de dinero para repar-

tir el día de hoy. El Califa de al-Andalus, el generoso

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soberano, desea compartir su alegría con el amado

pueblo que le ha dado su apoyo y su fidelidad...

Se han decretado varios días de asueto. En la ciu-

dad de Córdoba y en las villas, aldeas, y comarcas leja-

nas, se realizan festejos interminables, que duran toda

una semana. La música se escucha en todas partes, sue-

nan las flautas y laúdes, los panderos y los tamboriles,

bailan las bailarinas de ceñidos trajes y los trasnochado-

res y borrachos invaden las tabernas.

Y mientras tanto, en un salón secreto y escogido,

dispuesto para fines determinados, se efectúa el cóncla-

ve de afamados astrólogos, quienes procuran descifrar

el futuro del segundo heredero de la dinastía. Son ellos

los que saben la influencia de la luna, planetas y estre-

llas, y sus repercusiones en la vida y la muerte de todos

los mortales. Ellos saben la influencia de Neptuno y de

Venus, de Mercurio y de Júpiter y de todos los cuerpos

celestes. Los grandes sabios realizan sus cálculos, sus

adivinaciones, con gran severidad y precisión.

Los astrólogos han hablado conmigo, con el Cali-

fa y con mi médico privado, a fin de conocer cada deta-

lle y cada signo relacionado con el advenimiento del

nuevo Príncipe. La fecha y hora exactas, minutos y se-

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gundos, la fase de la luna, el estado del tiempo, la lluvia

o la llovizna, el resplandor y el viento, el alba o el ocaso,

sol o sombra en el momento del alumbramiento… ¡Todo

cuenta!

Cuando lo consideran conveniente, cuando ya los

pronósticos se han determinado con un consenso gene-

ral, cuando ya los estudios han concluido, los insignes

maestros anuncian sus augurios sobre el nuevo Prínci-

pe. El Califa está ansioso por escuchar respuestas a to-

das sus preguntas. El desafío es tremendo. Los sabios

orientales que estudian las estrellas se encuentran abis-

mados de las predicciones. Son terribles, nefastas, y las

deben decir al soberano, sin ocultarle la verdad.

Un solo sabio toma la palabra, a nombre de todos

los otros. Los maestros se encuentran de pie ante el mo-

narca, con la cabeza baja… El astrólogo habla sin

preámbulo, con la mirada fija en un punto distante:

- Hisham será un muchacho desdichado. Su vida está

marcada con la oscuridad, el encierro y la infamia. El

Príncipe tendrá un destino nefasto. Su historia no

comienza ni termina. ¡En el espacio designado para

su presencia, únicamente está el vacío!

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Mi señor el Califa me relata, con gran preocupa-

ción, las predicciones de los astrólogos. Yo trato de cal-

marlo en su angustia, le sirvo un té de hierbas relajantes

y le comento, con la mayor sinceridad, que muchas ve-

ces esas predicciones astrológicas no se cumplen.

- Tengamos fe, mi señor, en que esta vez no se van a

cumplir. Y nuestros hijos, el mayor y el menor, serán

príncipes llenos de gloria y de alegría …

(Ahora, después de tantos años, al final de mi vi-

da, no hago más que decirme: “¡Qué equivocada estaba

yo, Dios mío!”)

El Califa se encuentra tranquilo. Ha olvidado las

negras predicciones de los astrólogos y se encuentra

optimista, de buen humor. Aprovecho el momento para

solicitarle su permiso de estar algunos días en el harén,

en compañía de los dos niños. Y como nunca me niega

nada, no me lo ha negado.

En el harén hemos pasado días inolvidables. El

Príncipe Heredero ‘Abd al-Rahman se divierte jugando

con compañeros de su misma edad, y el principito

Hisham, el más mimado de los niños de al-Andalus, pasa

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de brazo en brazo, entre arrullos y cantos de las nodri-

zas.

- ¡La Umm Wallad ha llegado al harén, con sus hijos los

príncipes! ¡Debemos recibirlos con los honores que

ellos merecen!

Ése es el anuncio que hace a las mujeres el eunu-

co Rachá, apodado Esperanza, Jefe de Guardia del ve-

dado lugar. Él es también el jefe de los esclavos del pa-

lacio: los relegados, los afeminados que jamás han teni-

do descendencia; los que se adornan con lazos y argollas

los días de fiesta, como las mujerzuelas de los burdeles.

Y las mujeres del harén, las concubinas del Califa

al-Hakam, reconocen mi rango de Gran Señora y tratan

de agradarme y complacerme, compartiendo conmigo

sus lujosísimas pertenencias, sus preciosas alhajas, pebe-

teros de plata, estuches de cosméticos y exquisitos per-

fumes que el Califa y señor les ha entregado.

- Te quiero regalar mis ricas telas aterciopeladas – me

dice la joven Jatima, llamada Perla entre sus amigas.

Ella sabe labrar preciosos arabescos sobre los altos

zócalos de las paredes: sutiles ramas entrelazadas que

se retuercen y se entrecruzan, formando hojas y flores

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- el Árbol de la Vida, como los llama ella- y me con-

duce de la mano, para mostrarme sus tesoros.

Más tarde merendamos pasteles de membrillo,

tomamos agua de azahar y conversamos animadamente

sobre el frondoso Árbol de la Vida que Jatima hace cre-

cer con su hermoso diseño. Y también comentamos so-

bre los últimos rayos de sol que hacen su entrada por la

celosía y alteran, cada instante, las luces y las sombras.

En estos aposentos refinados y cómodos nada ha-

ce falta, nada sobra; todo es perfecto y fluye en forma

natural, como corriente de agua que se desliza. Legiones

de muchachas blancas y negras – compradas y traídas

del mercado de esclavas - están aquí para atendernos el

día entero: nos friccionan el cuerpo con suaves aceites,

nos bañan, nos depilan, nos tiñen el cabello, nos untan

cremas embellecedoras, nos maquillan, nos visten y

arreglan primorosamente, como si todas fuéramos

reinas felices de otras historias. Aquí el tiempo no pasa,

aquí el tiempo no fluye, sino que se detiene, se termina.

He venido a quedarme algunos días en el harén y

estoy encantada de estar aquí. ¡No quisiera marcharme!

Algunos días de reclusión son necesarios y relajantes

para mis niños y para mí. Y me permiten acercarme - me

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permiten entrar por vez primera - en los secretos círcu-

los que parecían impenetrables. Porque estoy convenci-

da que en el harén se tejen las figuras completas del teji-

do, los arabescos del tejido: aquí se le da forma a las in-

trigas, se planifican las componendas, se ajustan los so-

bornos, se hacen y deshacen los compromisos, se casti-

gan las faltas y las traiciones, se justifican las sentencias,

se siembran las sospechas, se afinan las venganzas…

Ahora se me acercan las tres rubias cautivas que

vi pasar aquella tarde, hace ya varios años, cuando el

Califa al-Mustansir regresó victorioso de la guerra obli-

gada contra los infieles. Ellas hablan la lengua romance,

mi propia lengua; se sientan a mi lado sobre cojines y

tapices, y me hacen saber que son hermanas, las tres

únicas hijas que tenían sus ancianos padres. Luego me

cuentan los pormenores de sus vidas de antes, los acon-

tecimientos primordiales que marcaron sus años felices,

los que marcaron sus querencias y perdidos amores en

los reinos cristianos. Y me dicen sus nombres, que fue-

ron inventados en el jardín espléndido de algún viejo

castillo: ellas se llaman Dalia, Violeta y Azucena. Son las

tres flores caídas del verano, las que se me extraviaron

en la muchedumbre y yo miré pasar hacia el olvido.

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El intendente

Mi señor el Califa me ha escuchado con sumo interés y

atención. Y como siempre, el rey enamorado que todo

me ofrece, ha complacido mis deseos. Le he explicado

que nuestro hijo mayor, el Príncipe Heredero ‘Abd al-

Rahman es muy pequeño todavía, que tendrán que pa-

sar una decena de años, cuando menos, para que pueda

administrar sus bienes, sus infinitas propiedades, y es

necesario conseguir - entre los funcionarios de Palacio -

un Intendente honrado y listo, culto, bien educado, pre-

parado y dispuesto a vigilar sus intereses y cuidar de su

hacienda. Mi señor el Califa toma mis manos y respon-

de:

- ¡Serás complacida, Princesa Subh! Me satisface tu

buen juicio y el celo que muestras por tu primogénito,

el que un día venidero - tal vez no muy distante - será

reconocido como Señor de al-Andalus, Guía y Protec-

tor de todos los Creyentes.

Y de inmediato agiliza las órdenes, entre sus visi-

res, para buscar y encontrar pronto un Intendente que

administre con juicio los bienes y fortuna de los dos

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Príncipes Omeyas y de la Gran Señora, la Sultana de

Córdoba.

Algunos días después, el hachib al-Mushafi, Pri-

mer Ministro del gobierno, me solicita una audiencia,

para que yo conozca al funcionario que he solicitado.

Guardando la distancia que exige el protocolo, se dirige

a mí respetuosamente:

- Es necesaria su aprobación, Umm Wallad, antes de

hacer el formal nombramiento.

- ¿Quién es él? – le pregunto.

- Un joven y brillante desconocido, del buen linaje ára-

be correspondiente a los Amiríes, quienes vinieron a

las tierras de al-Andalus con los primeros grupos in-

vasores… El candidato que le presento, Gran Señora,

tiene una limpia trayectoria personal y llegó hace al-

gún tiempo de Algeciras, la Yacirat al-Jadra o Isla Ver-

de, para estudiar literatura y leyes, teología e historia,

en las famosas aulas cordobesas.

- ¿Cuál es su nombre?

- Muhammad ibn Abi’ Amir.

- Está bien, al-Mushafi. Puede hacerlo pasar a mi pre-

sencia.

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Ha llegado el momento del encuentro con mi

próximo empleado. (Jamás hubiera imaginado que ese

hombre encantador que estaba a punto de conocer, sería

años más tarde el famoso e invencible Almanzor, quien

fue a la vez mi amor y mi verdugo…)

Espero con mis hijos en el Jardín del Príncipe y lo

veo llegar. Es alto, fuerte, bien formado, y la expresión

del rostro demuestra su nobleza y altivez. Está vestido

con sencillez y pulcritud: trae una corta manta y un dis-

creto tocado en forma de turbante. Se adelanta hacia mí

como si ya me conociera, como si el recorrido entre los

dos lo hubiera hecho muchas veces, como si aquellos

pasos ya hubieran resonado en vidas anteriores. Hace

una refinada reverencia y luego dice, sin quitarme los

ojos de encima:

- Estoy a su disposición, Sultana Aurora.

Desde el primer momento su mirada logra per-

turbarme y me quita en instantes la calma y el sosiego.

¿Qué es lo que tienen esos ojos? Súbitamente se estre-

mece mi cuerpo y debo reclinarme en los cojines. Me

recupero rápidamente y respiro hondo para hablarle

con pretendida naturalidad. Le explico a grandes rasgos

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el motivo central de la entrevista y le pido que me hable

de él, de su preparación, de su experiencia…

Abi ’Amir habla con discreción, donaire y elegan-

cia. Escucho sus palabras pero no las escucho. Sólo sé

que termina diciéndome que me ofrece su vida, todo lo

que tiene, para cumplir mis órdenes y complacerme.

Abi ‘Amir sonríe a los pequeños príncipes que es-

tán a mi lado. Les dice algo gracioso que los hace reír y

les regala camellitos de ámbar con ojos de jacintos. Mis

hijos se contentan por el nuevo amigo y se alejan con él

hacia el bosque de pinos, donde las aguas de la sierra

caen en torrentes.

Los veo alejarse. Yo todavía no logro serenarme

ni restablecerme del impacto de luz que despiden sus

ojos. Mi pulso está alterado; mi espíritu se altera y no

encuentro los signos del entendimiento. ¿Qué me ha

sucedido? Por Dios ¿qué me sucede?

¡Nunca conocí un hombre tan apuesto en toda mi

vida! Nunca conocí un hombre tan gallardo, de una pre-

sencia tan arrolladora. Es un espejo luminoso donde

aparece mi reflejo. Debe ser el designio de algún hado

benévolo; una señal, presumo: ¿Por qué me veo en él?

¿A qué se debe su magnetismo?

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Retomo el pensamiento que se había desviado

hacia parajes milagrosos, insospechados. Me pongo de

pie cuando ya he tomado la decisión definitiva. Mis pa-

labras son claras y precisas; no tengo dudas al pronun-

ciarlas ante al-Mushafi, el Primer Ministro que espera

mi respuesta:

- ¡El Intendente Muhammad Abi’ Amir es bienvenido a

mi palacio!

Ha sucedido lo que yo presentía desde hace mu-

cho tiempo; lo que tenía que suceder algún momento de

mi vida: ¡Me he vuelto a enamorar! Desde mi pasión

loca por Sibeliano - amor adolescente y desgraciado - mi

corazón había estado vacío, una copa vacía, cuenco va-

cío sin agua del arroyo.

Ahora lo he conocido; he conocido a Muhammad

y el hechizo de amor ha cambiado el sentido de mi pen-

samiento y el ritmo inalterable de mi conciencia. Ahora

él está aquí, transformando mi historia con la insistencia

de un hechizo…

Sus ojos siguen fijos dentro de mí, como luceros

de la medianoche; su mirada se alarga hacia la claridad

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del nuevo día. Y en mi soleada alcoba y en mis peque-

ñas huellas, ha llegado su nombre para cubrirlo todo. A

partir de ese encuentro, a partir de este instante.

No pueden engañarme mis instintos, mis pala-

bras de fe, mis esperanzas, las promesas de un Dios que

al fin he conquistado. No pueden engañarme mis senti-

dos, ni esta atracción que me subyuga, ni este deseo de

tenerlo conmigo hasta el último adiós del universo.

Me desvanezco en el recuerdo de las primeras

sensaciones cuando lo vi llegar. Las ilusiones se me ex-

tienden como si fueran surcos de la tierra. El amor apa-

rece con renovada incertidumbre, como en los días de

Sibeliano, cuando su aliento quedó ausente, cuando ya

se moría, cuando tuve mi muerte antes de su muerte, en

la región de los fríos intensos.

El hechizo ha llegado con los luceros de la me-

dianoche. Nunca conocí un hombre tan hermoso; es un

espejo luminoso donde veo mi reflejo. El hechizo de

amor llega de nuevo para bendecirme.

Mi corazón está de fiesta por la ilusión secreta

que me colma entera; que me hace ver la vida color de

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duraznos maduros. Siento que he rejuvenecido y mis

doncellas dicen que cada día estoy más hermosa. ¡Así

me siento! ¡Es el amor el que me ha embellecido!

Muhammad ya trabaja en Medina Azahara. Sus oficinas

están muy cerca del Palacio del Príncipe y lo veo casi a

diario. Él no pierde oportunidad para acercárseme con

cualquier pretexto y me encanta escuchar su voz encan-

tadora… Por eso hay una fiesta en mi corazón.

Mis niños han crecido rápidamente. ¡Me da gusto

mirarlos! Parece que unos traviesos duendecillos, de

puntiagudos escarpines, entran a escondidas y los esti-

ran cada noche: les estiran el tronco, los brazos y las

piernas, y al día siguiente ya están más altos y fornidos.

Me da gusto mirarlos, sanos y felices. Me complace ob-

servarlos cuando duermen, cuando comen y hablan,

cuando cantan y ríen. Es un deleite verlos. ¿Qué más

puedo pedir? Son gentiles, alegres y despiertos y agra-

dezco a los Cielos cada día, por habérmelos dado.

Mis dos pequeños príncipes ‘Abd al-Rahman e

Hisham juegan esta mañana en el soleado Parque de los

Granados. Juegan con caballitos de madera y sus adar-

gas, arcos y flechas de juguete, hechos en los talleres de

carpintería especialmente para ellos. Yo los miro jugar a

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los soldados y ‘Abd al-Rahman, que ya tiene seis años,

simula que es un general.

- ¿Puedo jugar? – pregunto.

- ¡Sí, madre, ven! - gritan los dos.

‘Abd al-Rahman asume que es mi enemigo en la

contienda y dispara una flecha certera, que me atraviesa

el corazón. Yo quiero hacer teatro de alta calidad: grito,

me estremezco, y caigo inmóvil y tendida, con los bra-

zos abiertos y los ojos cerrados.

Hay un grave silencio. Sigo inmóvil, casi no res-

piro y mis hijos se acercan, se arrodillan. Están preocu-

pados, Hisham ya va a llorar. ‘Abd al-Rahman me ha-

bla:

- ¡Madre, levántate! ¡Mi flecha te ha matado de menti-

ra!

Río de buena gana, me levanto de un salto y me

incorporo al juego. Hago malabarismos con las armas de

guerra, y en un rápido paso de flechazos, simulo que

ahora yo soy la vencedora. ‘Abd al-Rahman cae herido.

Sangra copiosamente…

- Estoy herido, madre. ¡Tú me has matado de verdad!

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Hace ya varios días que no veo a Muhammad.

Ante su incuestionable rapidez y eficacia, le han sido

asignadas otras obligaciones y cargos en Palacio, cada

vez de mayor importancia: y él me ha solicitado autori-

zación para alejarse por un corto tiempo. Me acongoja

su ausencia, pues me he acostumbrado a su anhelada

compañía…

Mi gran consuelo son mis hijos y formamos un

trío inseparable. Hoy hace calor en Medina Azahara. Un

calor pegajoso y húmedo, que fastidia y molesta. Mis

dos niños y yo hemos sudado a mares todo el día. En-

tonces nos vestimos con ropas ligeras y decidimos salir

del palacio, para hallar la frescura de los árboles.

Es una tarde de verano y visitamos los jardines.

Nos dirigimos al acuario para mirar la multitud de pe-

ces y animales acuáticos, de extrañas formas y colores,

que se hallan distribuidos en dos grandes estanques pa-

ralelos. Mis niños lanzan al agua pedacitos de pan, y

gozan contemplando como los peces vienen de inmedia-

to, ondulando sus cuerpos bajo el agua, a comer su me-

rienda. Cuando se cansa de mirar los peces, ‘Abd al-

Rahman propone una brillante idea:

- ¿Por qué no visitamos el Pabellón Flotante?

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- ¡Sí, vamos! – grita alborozado el pequeño Hisham

Entonces caminamos por las abiertas avenidas

que nos conducen al elevado pabellón, nuestro fresco

refugio; el que nos deja ver la lejanía y tiene cuatro ven-

tanales hacia los cuatro vientos. La fuerte brisa circula

libremente y nos refresca el rostro, el cuerpo entero.

¡Qué sensación maravillosa! ¡Qué delicioso alivio!

Nos hallamos rodeados por una amplia alberca, y

hacia donde miramos vemos tan sólo el agua azul. Los

príncipes se alegran, se alborotan, e inventan el juego de

los marineros. Los príncipes me dicen que vamos nave-

gando en alta mar, que nuestra nave musulmana alcan-

zará muy pronto los barcos enemigos de piratas vikin-

gos, los cuales vienen acercándose, aproximándose peli-

grosamente a las costas de al-Andalus, para invadirnos.

Dicen también que ‘Abd al-Rahman es un famoso capi-

tán de la marina califal, y su hermanito Hisham es un

valiente marinero.

- ¿Y qué será mamá? – pregunta el pequeñito.

- Ella es una sirena; mírala allí, sobre las rocas… ¿no la

oyes cantar?

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Sin darnos cuenta se ha hecho tarde; dentro de

poco comenzará a oscurecer y llega la hora de despedir-

nos del Pabellón Flotante. Los niños se rebelan pues no

quieren marcharse; ellos desean seguir navegando, y

deben derrotar a las naves piratas; así me argumentan…

pero yo les prometo que regresaremos al día siguiente,

que los vikingos no se habrán marchado con sus negras

naves, y como son piratas muy valientes, sabrán espe-

rarnos…

De regreso a la casa, hemos vuelto a pasar junto

al Parque de los Granados. El camino se cierra junto a la

Fuente de los Ciervos, rodeada de altísimas palmeras

traídas de Arabia. Desde la boca abierta de cada ciervo,

brota un chorro de agua que cae en cascada sobre el po-

zo. Los niños se adelantan corriendo, y yo les grito:

- ¡Esperen, mis pequeños! ¡No se alejen solos! ¿Adónde

van con tanta prisa?

Pero ellos siguen, divertidos, sin detenerse. Lle-

gan a la fuente, se montan en dos de los ciervos, les di-

cen ¡Corre, corre!, y les dan cariñosas palmadas sobre el

lomo, como si fueran sus caballitos de madera.

- ¡Tengan cuidado! – grito - ¡Pueden caer! ¡Pueden res-

balar y golpearse la frente!

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Pero ya es tarde. Los dos pequeños príncipes han

caído en la fuente, y cuando trato de sacarlos… ¡caigo

yo también! Hay un grato alborozo de los niños cuando

gritan:

- ¡Nuestra madre cayó en la fuente!

Hay risas nuestras y risas de las ayas que vienen

a sacarnos y a traernos toallas, frazadas y ropa seca. Pe-

ro hemos decidido quedarnos en la fuente un rato más.

¡Al fin hallamos la grata frescura que estábamos

buscando durante todo el día!; esta grata frescura que

suaviza la piel y nos deleita. Nos quedamos callados,

sumergidos en el agua clara. Es una deliciosa sensación,

cuando la mente está apagada, descansando, y solamen-

te los sentidos cobran vida.

Y allí permanecemos, con la luna de julio ilumi-

nándonos, hasta que las estrellas del verano se meten

con nosotros en las aguas.

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Malos augurios que se cumplen

Nuestro hijo mayor, el Príncipe Heredero ‘Abd al-

Rahman, acaba de cumplir siete años y su circuncisión

es celebrada con regocijo y fiestas en todo el califato. Las

muchachas más jóvenes cantan de júbilo, y regalan al

príncipe con jirafitas de barro vidriado y toritos de arci-

lla, que aprendieron a hacer en los talleres de la medina,

y son juguetes apreciados por los niños. Yo he termina-

do para él un almaizar de seda, con arabescos en hilos

de oro - que me enseñó a bordar la joven Jatima, mi

amiga del harén - para que en este día inolvidable se

presente ante todos con el tocado de los príncipes.

Las mujeres más viejas, las que ven más allá de

las miradas, las que escudriñan en lo que va a sucederle

a cada quien, están sentadas sin hablar, rígidas en el pi-

so, sobre redondos almohadones. En los últimos días no

han querido comer ni beber; ellas tejen y lloran, sin ha-

cer comentarios; tejen y lloran sin lograr consuelo.

También yo he llorado, he tenido deseos de ge-

mir, de gritar, de escapar a los montes y perderme, de

buscar el amparo de la Sagrada Virgen de los Jacintos…

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Y los motivos de mi angustia, desconocidos y desgra-

ciados, aún no los entiendo.

En Medina Azahara se han reunido otros niños

varones de siete años, compañeros de estudios y juegos

de ‘Abd al-Rahman, quienes habitan en nuestra misma

ciudadela. Ellos son hijos de nobles cortesanos, y como

es costumbre en estos casos, todos serán circuncidados

el mismo día, en una misma ceremonia, con los mismos

doctores, con el mismo cuchillo, con el mismo dolor, al

mismo tiempo.

En la mezquita se finalizan los preparativos re-

glamentarios para la larga ceremonia que inicia formal-

mente la vida religiosa de todo joven musulmán. Y se

ofrecen a Alá las oraciones propiciatorias para el ritual

sagrado de los muchachos escogidos, quienes ya buscan

el refugio cerca de Dios. Los padres de los niños, sus

tutores y hermanos varones, están presentes a la hora

del martirio, que ha de ser grato al generoso Alá, el Dios

Clemente y Misericordioso.

Eminentes doctores y enfermeros lavan los niños,

los purifican con cánticos sagrados, tomados de las Su-

ras del Corán; luego los cortan con hojas afiladas y los

dejan en paz. Los muchachos soportan con valentía el

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doloroso sacramento. Están serios, serenos, inmóviles.

Ni siquiera una queja se escucha; ni un solo lamento, ni

siquiera una lágrima ha resbalado por las mejillas.

Las madres de los niños permanecemos lejos. De-

bemos mantenernos retiradas, con nuestros largos velos

cubriéndonos el rostro, el cuerpo, los cabellos. Y no po-

demos acercarnos sino cuando los hombres se retiran,

cuando los niños quedan solos, cuando la sangre se de-

tiene y la herida no duele.

Sobre la Gran Terraza Reluciente, en adornadas

mesas, se sirve el suntuoso banquete, que ha sido prepa-

rado por cocineros experimentados, conocedores de los

manjares permitidos en tan solemne celebración. El i’dar,

regio banquete de circuncisión, ha sido presidido por el

Califa al-Hakam II al-Mustansir, padre del Príncipe He-

redero y anfitrión del festejo.

Como sucede siempre, sólo los hombres son invi-

tados: los padres de los niños circuncidados, los sacer-

dotes, los juristas, los sabios y visires. Los mejores poe-

tas de la corte afinan sus voces, sacan sus pergaminos y

declaman poemas de alabanza en homenaje al Herede-

ro. El Intendente Muhammad Abi’Amir, mi amado

Muhammad, también está presente.

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Luego se sirven manjares exquisitos: hojaldre re-

lleno con carne de pichón, pasteles de queso perfuma-

dos con agua de rosas, tortas de mantequilla y pasta de

almendras, turrones, dulces de avellana…

Y mientras se disfruta del banquete y las esclavas

más bonitas cantan y tocan el laúd, mi hijo de siete años

se presenta ante sus invitados serio y sereno, luciendo

en su cabeza el almaizar con hilos de oro, que es el toca-

do de los príncipes.

Pocos días después de la gran ceremonia de cir-

cuncisión, nuestro hijo mayor se sintió quebrantado. Yo

lo veía pálido, débil, y de un día para otro no tuvo más

deseos de jugar conmigo ni con sus amigos, ni de salir a

los jardines… poco a poco su sonrisa se fue apagando.

Se lo comenté a mi esposo y señor, el Califa:

- Algo extraño sucede con nuestro hijo ‘Abd al-

Rahman, mi señor. No le apetece comer nada; se que-

ja de dolores en las piernas y está tan débil que hasta

le cuesta caminar…

De inmediato el Califa se pone la mano en el pe-

cho, como si algún terrible presentimiento lo asaltara. Y

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manda a llamar a los mejores médicos. Cuando los doc-

tores están reunidos, él les habla en voz pausada y baja,

casi imperceptible:

- Les ordeno señores… les suplico más bien… curar a

‘Abd al-Rahman. Él es mi hijo amado, el Príncipe He-

redero…

Los doctores examinan al niño. Están desconcer-

tados, se miran entre ellos. Prueban con un medicamen-

to y otro medicamento pero no aciertan con ninguno.

Yerbas y cataplasmas no surten efecto, ni los jarabes es-

peciales que preparan a diario. Se acercan nuevos médi-

cos con nuevos tratamientos, pero mi niño no resiste y

ya no quiere abrir la boca para tomar amargos tónicos.

- Padre, madre, quisiera estar tranquilo… No más mé-

dicos ni medicinas, por favor…

‘Abd al-Rahman pierde peso rápidamente; lo le-

vanto en mis brazos y su cuerpo parece de plumas. Me

pide que lo acueste. Ya no se quiere levantar del lecho.

Mi señor el Califa pasa las noches y los días junto a él, y

yo no me retiro de su lado. Nuestros ojos se mantienen

fijos en su sombreado rostro que apenas nos sonríe.

Nuestras lágrimas caen sobre su almohada.

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El Califa al-Hakam llora conmigo, en esta hora

desesperada. Hemos llorado a la intemperie, como los

tristes mendicantes que levantan sus brazos frente a la

Casa de la Limosna. Hemos llorado todas las penas de

nuestra vida, de nuestra pobre vida, desde que com-

prendimos la pesadumbre y la desgracia.

El reino entero está desconsolado; se ha termina-

do la alegría que existía una vez. ¡Nuestro Príncipe ha

muerto! Han sahumado su cuerpo con perfumes y lo

hemos enterrado en un lecho de flores.

Se han terminado las esperanzas que yo tenía.

Viene y pasa la lluvia, la tormenta. Viene y pasa el in-

vierno y me he encerrado en este luto que no tiene final,

que no tiene consuelo. Ya no quiero moverme del Jardín

del Príncipe y solamente aquí logro aliviarme de mi

propia muerte. Tan sólo en los recuerdos de mi niño

guardo la luz que se ha extinguido y que jamás vuelve a

brillar.

Pasan días y meses y yo sigo cargando con el

mismo dolor. Hasta que un día, sin darme cuenta, apa-

rece el primer rayo de sol en mi ventana.

Rodeado de las flores más perfumadas del uni-

verso, mi pequeño palacio, fresco y claro, tiene el encan-

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to inconfundible de los primeros días del verano. El Ca-

lifa al-Hakam al-Mustansir, me lo ofreció como regalo,

cuando nació su primogénito. En esos pabellones de oro

puro, creció el hijo del rey, el heredero de la dinastía.

Pero su rica cuna fue cosa vana que nada valía, contra el

designio de la muerte. He recordado las palabras de

aquella hada perversa, aquella bruja mala que dictó su

sentencia como una maldición. Jamás creí en sus augu-

rios, pero fueron verdades devastadoras.

Pasa de prisa una temporada y otra temporada;

cambian las estaciones. Llega la diosa Primavera y deja

tras de ella los campos florecidos. Regresa a consolarme,

a socorrerme, y se queda conmigo hasta que empiezo a

recobrar la vida. Ella logra el prodigio, ella logra ali-

viarme y reverdece la esperanza que me había abando-

nado. Vuelve la luz que se había extinguido y empiezo a

renacer, como la diosa Primavera, con vestido de cintas

y una corona de girasoles.

El tiempo pasa vertiginosamente, como si diera

saltos para avanzar más rápido, sin hacer caso a las pau-

tas que marca el calendario. Y mi hijo ‘Abd al-Rahman –

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el dulce capitán de nuestra nave musulmana, mi general

valiente de los días felices- hace dos años que no está

conmigo.

Desde la muerte de su hermano mayor – ¡que

Dios lo haya bendecido! - mi pequeño hijo Hisham, el de

rubios cabellos, es nuevo Príncipe Heredero de la dinas-

tía Omeya en el reino de al-Andalus.

Ha cumplido siete años y por eso comienza la

educación reglamentaria; su estudio riguroso del Corán,

el Libro Sagrado; su acercamiento a las normas islámi-

cas, su camino a la luz del conocimiento.

Y los maestros más exigentes que lo acompañan

todos los días - como el gramático al-Zubaydi y el céle-

bre al-Qutiyya - se quedan asombrados de su inteligen-

cia, de su interés por aprender, de su capacidad para

entenderlo todo, como su sabio padre al-Mustansir, el

más ilustre de los reyes; y como el noble abuelo ‘Abd al-

Rahman III, apodado al-Nasir.

El Intendente Muhammad – de quien estuve se-

parada durante el tiempo de mi duelo - dirige y guía la

educación del Príncipe. Los más insignes profesores

vienen de todas partes, del Oriente y del Norte, a darle

las lecciones en la ciudad-palacio de Medina Azahara.

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Aquí el Califa ha organizado, como salones de

sabiduría, unos espacios acogedores con grandes venta-

nales que siempre están abiertos hacia los jardines. Y mi

pequeño Hisham comparte a gusto sus libros y jardines

con otros niños, sus compañeros de aula, hijos y nietos

de los visires.

El primer día de clases, el Califa al-Hakam llega

al “Salón de la Sabiduría” (como le gusta llamar al aula).

Entra en silencio para no interrumpir, y contempla a su

amado hijo Hisham, que está escribiendo con gran pre-

cisión, sobre tabletas de madera, el dictado que hace el

profesor. Al-Hakam se llena de orgullo al ver su herede-

ro atento a las palabras del maestro, y ha sido tanta su

complacencia que manda a entregar magníficos regalos

a cada uno de los profesores y a los alumnos de Medina

Azahara.

Esta mañana está muy fría. Un viento helado baja

de la sierra y el cielo gris lo envuelve todo. Hisham mira

el jardín y lo que ve lo hace gritar de angustia. Su estor-

nino, su ave preferida, su ave prodigiosa que habla y

canta, cae de una rama y es atacada por una gran tortu-

ga. Hisham pierde en instantes la compostura, pide dis-

culpas al maestro al- Zubaydi y se aleja corriendo.

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- ¡Disculpe usted, señor, pero debo salvar a mi estor-

nino!

Y así lo hace. Rescata a tiempo a su ave preferida

y regresa al salón…

- ¡El estornino fue salvado por el Príncipe Hisham! -

celebra su maestro.

- ¡El estornino fue salvado por el Príncipe! – celebran

en la corte.

Pero su acción ha sido interpretada de otra mane-

ra por dos mujeres encorvadas, con facciones deformes,

que atraviesan las puertas del palacio, pidiendo hablar

conmigo…

- ¡Aurora! ¡Aurora! ¡Hemos venido a hablar contigo! –

grita una

- ¡Es la misma tortuga! ¡Es la tortuga macho Saq! – grita

la otra.

Salgo alarmada para enterarme de lo que suce-

de…

- Escucha bien, Sultana Aurora – me susurra al oído la

mujer más horrenda – Esa tortuga Saq está maldita,

llena de oscuros maleficios. Y su nefasta influencia

será fatal para el muchacho que hoy la ha humillado.

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La historia de este Príncipe estará llena de infortu-

nio… ¡Su vida entera será tenebrosa!

Hay una alarma general. El Califa se entera de lo

sucedido y da las órdenes precisas de lo que debe hacer-

se. Hay un grito de espanto a lo largo y lo ancho de la

ciudad esplendorosa que hoy se ha oscurecido. La tor-

tuga que atacó al estornino es prontamente aplastada,

desgarrada a pedazos por los perros salvajes que salen

del bosque.

Y las mujeres encorvadas con caras deformes, las

portadoras de malos augurios, son perseguidas por los

sayones, atormentadas por los verdugos y después se-

pultadas en las prisiones subterráneas de la capital, que

son como antesalas del infierno.

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Renacer del hechizo

Renace en mí el hechizo que estaba adormecido con la

tristeza. Y ha renacido con mayor fuerza e intensidad.

Muhammad otra vez se apodera de todo mi espacio, de

todos los linderos disponibles de la existencia. Nos he-

mos visto algunas veces; con discreción hemos hablado

acerca de lo que nos pasa, lo que los dos sentimos, lo

que los dos estamos padeciendo en este hechizo del

amor.

Aquí en al-Andalus ha comenzado un año nuevo;

nueva ilusión que nos llena de gozo y deseos de vivir.

Los poetas regresan por los caminos de Andalucía y la

luna de enero los alumbra. Ha comenzado una nueva

aventura para los campos, una nueva fragancia de la fría

brisa, un resplandor que nos envuelve. La vida se re-

nueva con las pequeñas joyas del invierno, cantan las

tejedoras junto al fuego, y en las ciudades de todo el

reino se prepara la Fiesta de Nayruz.

Es el día afortunado para los casamientos. En las

plazuelas y arrabales de la capital se celebran bodas

vespertinas, numerosas parejas que se casan en el mis-

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mo lugar. Y los enamorados que ya se han unido huyen

felices, sin temores, hacia el refugio que les da la noche.

El día es propicio para los afectos familiares. Las

muchachas del pueblo - las que no han conocido marido

- hacen pasteles para sus padres y sus hermanos, y cons-

truyen “ciudades de pasta” con flor de harina y azafrán.

Es el día propicio para los regalos: los hortelanos rega-

lan frutos de sus huertos, y los señores de la corte, com-

prometidos con muchas mujeres al mismo tiempo, com-

pran botellas de perfumes para halagar a sus esposas y

concubinas.

Me gusta unirme a la alegría de la fiesta, cuando

los niños piden los juguetes que hemos traído para ellos.

Y me agrada mirar las caritas risueñas, las sonrisas que

adornan el mundo, cuando reciben los pequeños leones,

los toritos de barro, los elefantes decorados con rayas y

flores.

- ¡Sultana Aurora, para mí la jirafa pintada de blanco! –

dice a mi lado una niña judía.

- ¡Sultana Aurora, para mí el caballito con estrellas! –

grita de lejos un niño mozárabe.

- ¡Para mí el elefante de rayas azules! – dice un mucha-

cho musulmán.

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Pero la Fiesta de Nayruz no ha terminado todavía.

No termina en la niña judía, ni en el niño mozárabe, ni

en el muchacho musulmán, los cuales se reúnen en la

misma plaza, se respetan y entienden, y suelen jugar

juntos, contentos y felices, sin preocuparse por las dife-

rencias que podrían separarlos.

La Fiesta de Nayruz sigue en mi historia; sigue en

la historia del hechizo, que fue de amor en los primeros

tiempos, y al final tuvo un signo de temor y de odio…

El Intendente Muhammad, quien ha construido

una fortuna considerable por sus variados cargos, muy

importantes y lucrativos, no pierde la ocasión para ha-

lagarme y mantenerme complacida. En esta fiesta de

Nayruz quiere ofrecerme un regalo inusual y magnífico:

En el taller de los plateros mandó a cincelar un pequeño

palacio de plata maciza, y lo hace traer en procesión por

las pobladas calles de la capital, para que todos puedan

disfrutar de joya tan espléndida.

Muhammad hace su entrada al Alcázar de Cór-

doba con su regalo sorprendente, que despierta sorpresa

y exclamaciones de admiración.

- ¡Qué exquisito presente para la Gran Señora!

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Yo lo veo llegar y lo espero. El corazón resuena

de alegría y el pulso se acelera como sucede siempre que

lo tengo cerca. Un par de esclavos sudaneses colocan

ante mí esta joya preciosa que resplandece al sol de la

tarde. Y Muhammad se acerca, con las mismas pisadas

de la vez primera, con la misma arrogancia, con la mis-

ma insistencia en la mirada, la misma gallardía. Hace la

reverencia necesaria. Mi sangre se concentra en las meji-

llas cuando lo escucho hablar:

- El Palacio de Plata es para ti, Sultana. Es tan sólo una

muestra de mi afecto y consideración.

- Agradezco el presente, Muhammad Abi’Amir. Acep-

to recibirlo, y lo tendré conmigo entre mis más pre-

ciadas pertenencias…

Esto es lo que dijimos ante la gente que nos ro-

deaba. Esto es lo que escucharon los presentes; pero no

fue lo que dijimos. Nuestras voces decían otras palabras

que ya los dos habíamos entendido, que ya los dos ha-

bíamos pronunciado; las palabras auténticas que se ini-

ciaron en el Jardín del Príncipe, cuando nos vimos por

primera vez.

Ahora la suerte ya está echada. El destino se ha

abierto para nosotros en un acuerdo de querernos, en un

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acuerdo de entregarnos, en un acuerdo temerario de

abandonarnos al hechizo.

Mi corazón le pertenece íntegramente a Muham-

mad, mi amado Muhammad, pero mi vida es una pro-

piedad del Califa al-Hakam II al-Mustansir, mi esposo y

señor. De él debo ocuparme con la debida dedicación

que él me demanda, debo ayudarlo todas las veces que

me necesita, cuando requiere de mi presencia, cuando

solicita mis opiniones y puntos de vista. Y lo hago con

placer, con verdadera devoción, pues siento por mi es-

poso un gran cariño y agradecimiento, y admiro - como

nada en el mundo – su sabiduría y sus nobles virtudes,

que son reconocidas dentro y fuera de nuestras fronte-

ras.

El Califa se encuentra a gusto entre los libros; ha-

bita entre ellos, se desplaza entre ellos con soltura y re-

conoce todos sus secretos. Tiene una colección de

400.000 volúmenes que ya no caben en ninguna parte,

que se acumulan en veinte salas del Alcázar y se dejan

venir – como aguas crecidas - por los pasillos y los co-

rredores.

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Y lo más asombroso es que ha leído todos los li-

bros. Al menos es lo que aseguran sus asistentes de ma-

yor confianza, los cuales lo conocen desde su juventud.

Relatan que el Califa los ha estudiado todos, que los ha

analizado, que los ha traducido; y que los ha marcado

con su puño y letra, uno a uno, página por página… Tal

vez se trata de una exageración, pero es lo que se dice

dentro de las murallas…

Lo que sí es cierto, porque me consta, es que na-

die jamás podría imaginar un soberano más culto y ge-

neroso, más amante del arte y la poesía, la música y la

ciencia. Es el “Monarca de los Libros” (así se le conoce),

aficionado como nadie a las ediciones originales y ex-

traordinarias; y por eso mantiene un grupo de oficiales

en los rincones más apartados del mundo conocido, los

cuales buscan libros raros para los anaqueles de su bi-

blioteca.

Entre los libros del Califa hay ejemplares grandes

y pesados que parecen lujosos objetos de arte. Me gusta

detallarlos por su especial belleza: Algunos tienen tapas

de cuero repujado o madera labrada; otros son decora-

dos con chapas de plata o placas de marfil… Después

que llegan a la biblioteca, los expertos copistas, los tra-

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ductores y encuadernadores, reproducen las obras que

serán discutidas por el Califa junto a los eruditos de su

corte.

Mi señor el Califa al-Hakam al-Mustansir es el

más religioso de los monarcas musulmanes que ha vivi-

do en al-Andalus. Su devoción es absolutamente auténti-

ca, y me conmueve y hasta me hace llorar su fe profun-

da. Ayuna, da limosna, hace penitencia, y proclama los

Suras del Libro Sagrado que sabe de memoria. En su

oratorio he pasado con él días enteros. En su oratorio

hemos pedido inspiración a Dios. En su oratorio me se-

paro de la verdad del tiempo, y divago, me pierdo,

mientras mi alma se aleja por dimensiones insospecha-

das.

Al-Hakam es severo en sus principios y hace

cumplir las leyes islámicas rigurosamente. Tanto es así

que llegó a concebir el famoso proyecto de prohibir el

consumo de vino en al-Andalus, y de hacer arrancar to-

dos los viñedos de su reino. Me explica sus razones:

- No olvides nunca, mi pequeña, que el vino justifica la

villanía dentro del hombre. El vino la consigue adon-

de quiera que se encuentre, aunque esté muy oculta,

y la lanza a los ojos de los que pasan, hasta dejarlos

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ciegos. El vino hace que el hombre se convierta en

bestia. ¡El vino no perdona!

Le replico:

- No puedes decir eso, mi señor. ¡No siempre es así! Mi

padre era un poeta de noble corazón. Su garrafa de

vino y su mesón de roble eran los compañeros de sus

noches, cuando escribía poemas, en la región de los

fríos intensos…

El Califa no me contradice; nunca lo ha hecho.

Han ya pasado catorce años desde la vez primera; desde

que fui llevada a su presencia en el Palacio Real y se bo-

rraron de mi mente las enseñanzas de los maestros. Era

inexperta todavía, y me sentí indefensa en la penum-

bra… Han ya pasado catorce años… ¡Y todavía me lla-

ma “mi pequeña”!

Ahora todo es distinto. Yo controlo el momento,

todos los momentos. Tengo el dominio de su voluntad y

ya he aprendido a dominar ciertas esferas importantes

de la ciudad palacio. Mi poder crece a paso agigantado

con el apoyo de Al-Hakam, quien no ha dejado de favo-

recerme y enseñarme.

El Califa se doblega por mí, sería capaz de hin-

carse de rodillas, sería capaz de cortarse las barbas, si se

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lo pidiese. Y se somete a mis caprichos sin jamás opo-

nerse, y me confiesa a diario que me ama, que jamás va

alejarse de mí. Y yo no dejo de preguntarme: ¿Cómo es

posible que me quiera tanto, si yo no lo merezco?

En un malvado e incomprensible goce ( me aver-

güenzo al decirlo), me he deleitado en humillarlo, en

rechazarlo, en ofenderlo. A veces me complace verlo

intranquilo, disculpándose, por una nimiedad que le

reclamo. En veces me envilezco de tal forma que lo

vuelvo migajas entre mis dedos.

Pero el Califa acepta, cede ante mi inclemencia,

cede ante mis imprevistas perversidades sin jamás alte-

rarse. Tal vez sospecha mi relación con Muhammad; tal

vez tiene evidencias demasiado palpables... Pero el Cali-

fa es un hombre indulgente; el Califa perdona, me per-

dona. El Califa comprende que es un anciano enfermo,

que es un hombre acabado, que no me satisfacen sus

caricias, que me disgustan sus exigencias apremiantes,

sus confesiones apasionadas; que yo soy joven, bella;

que prefiero ser libre y emprender el vuelo.

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Muhammad Abi’ Amir se marchó hace varias

semanas de Córdoba, en una delicada misión de go-

bierno. Se fue al Norte de África como Cadí supremo de

Mauritania, por instrucciones del Califa al-Hakam II al-

Mustansir, quien reconoce públicamente la destreza y

talento, habilidad y sentido común de uno de sus em-

pleados de mayor confianza. Y mientras tanto, yo lan-

guidezco de nostalgia. ¿Cuándo regresará?

Hace ya seis semanas desde su partida, de su au-

sencia absoluta que en veces me golpea como un latiga-

zo. Hace ya seis semanas que no podemos vernos, ni

hablarnos, ni escucharnos, ni encender juntos la luz que

corresponde a cada estrella. Hace ya seis semanas que

camino en silencio, hacia el lugar privilegiado donde

nos encontramos por última vez.

Hoy me he sentido especialmente triste. Los mir-

tos y narcisos, las azucenas y los pensamientos, los alhe-

líes amarillos ya no parecen tener vida ni decirme nada,

ya no parecen embellecer el mundo. Ya ni siquiera me

complacen con el encanto de sus colores. Se marchitan

de prisa entre mis dedos.

Pero sucede algo maravilloso: desde el gran mi-

rador de mi palacio veo llegar una paloma y quiero

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aventurarme hacia el vacío para tocarla. ¡Es la paloma

mensajera que Muhammad me envía, con un papel ata-

do entre las plumas!

La veo llegar con su vuelo pausado; se detiene

primero sobre el muro de piedras, después vuela despa-

cio hasta una rama de granado, y se queda mirándome,

reconociendo que soy Aurora, destinataria de su carta.

La llamo:

- ¡Ven hacia mí! ¡Acércate paloma! Por favor no demo-

res en darme el mensaje. ¡Entrégamelo ahora!

Ella escucha mi ruego, abre sus alas, alza vuelo y

se viene a posar en el alféizar de mi ventana. Aquí yo la

recibo para hacerle demasiadas preguntas:

- ¿Estás cansada de volar, paloma mensajera? Dime

cómo te llamas. ¿Tienes hambre y sed? ¿Desde dónde

viniste? ¿Cuánto tiempo volaste? ¿Dónde lo hallaste a

él? ¿En cuál lugar perdido lo dejaste?

Yo le doy de beber y la paloma come de mi mano

semillas escogidas y migas de pan. Entonces ella habla,

con el mismo lenguaje de los seres humanos:

- Me llaman Akramá, la única paloma mensajera que

fue amaestrada entre las nubes, por siete Ángeles de

Viento. Ellos habitan las alturas del Segundo Cielo, y

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desde allá he venido para servir a los amantes que

envían conmigo sus mensajes…

Ahora leo la carta. Me conmuevo al leerla, se me

salen las lágrimas. Muhammad me confiesa que me ha

extrañado, me busca, quiere verme, dice que pronto va a

volver. Quiere que huyamos juntos a los lugares fulgu-

rantes donde nadie ha llegado; que nos encaminemos

hacia los Ángeles de Viento, donde vuela Akramá, la pa-

loma.

Todo cambia de nuevo y el día se hace luminoso.

Los mirtos y narcisos me complacen. Los alhelíes amari-

llos embellecen el mundo y han recobrado sus colores.

Las azucenas y los pensamientos vuelven a la alegría

que les da la vida.

Ahora Akramá lleva mi carta, mi respuesta, atada

entre sus plumas. La lleva a Muhammad. Se despide de

mí y después alza el vuelo, se levanta, a las regiones

africanas donde mi amor se encuentra.

Cuando la veo alejarse, recuerdo las palabras del

poeta Ibn Hazn:

“Mira pues: las cartas van en las plumas de un ave"

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Las visiones y muerte del califa

Mi señor el Califa al-Hakam II al-Mustansir se ha debili-

tado últimamente y yo me ocupo de atenderlo, de con-

solarlo, de no dejarlo solo ni un momento. Sus noches y

sus días se han convertido en aterradoras experiencias

de pesadillas y de apariciones que lo mantienen alterado

en extremo, e imposibilitado de presentarse ante su

pueblo.

- ¿Qué he de hacer? - me pregunta - Me buscan, me

persiguen, me acosan enemigos que vienen a caballo

de un infierno arenoso, de un desierto que existe más

allá del mar. Tienen mantos oscuros y destruyen mi

casa, mis tesoros; y todo lo fraccionan, lo fragmentan

en pedazos pequeños y lo vuelven migajas que se di-

luyen hasta acabarse. ¿Cómo habré de librarme de

sus caras monstruosas?... Me acechan los espíritus

con largas trompas, rabos y pezuñas… en veces tie-

nen forma de vagabundos y de criminales, que miran

con dos rostros, desde todos los ángulos, y los siento

respirar junto a mí, detrás del cuello y la cabeza, con

aliento de fieras...

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Por todo el reino se ha difundido la noticia. Los

correos llevan la infausta nueva a cada una de las pro-

vincias. Y en las mezquitas se ofrecen plegarias y sacrifi-

cios para la curación del soberano enfermo, cuyo sem-

blante demacrado demuestra horror y sufrimiento.

- ¡El Califa al-Hakam es perseguido por los espíritus

impuros! - grita el almuédano desde el alminar - ¡Ve-

nid, hermanos del Islam! ¡Venid a orar por el Imán de

todos los creyentes que ha caído en desgracia! ¡No lo

dejemos solo, pues él nos necesita!

Me he vestido de gris, como una vendedora de

amuletos, y voy hacia los bosques, hacia arriba, hacia la

tierra húmeda, tras la morada del carnero, donde se es-

conden los clarividentes, los que interpretan los presa-

gios y los que pueden descifrar los sueños, en los reco-

dos de las cavernas.

Sigo la huella de los lobos, siento el aullido de los

lobos, atravieso la sombra escalofriante y encuentro a

Shiqq, el más famoso clarividente, quien tiene un solo

ojo, un brazo y una pierna. Y en Córdoba se afirma que

está partido en dos, y le queda tan sólo media alma.

Le cuento al hombre lo que acontece en el Palacio

del Califa. Le cuento las visiones y apariciones que mor-

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tifican al soberano. Le cuento lo de sus sueños aterrado-

res, que cada vez se hacen más frecuentes. Le pregunto

angustiada:

- ¿Qué podemos hacer para ayudarlo? ¿Dime qué sig-

nifican esos sueños que ya lo tienen trastornado, fue-

ra de sí?

Shiqq me contesta. Brotan las voces de su boca

sin dientes. Casi no se le entienden las palabras que sa-

len, una a una, con asombrosa lentitud:

- El ..Califa.. presiente.. que.. su.. muerte.. se.. acerca..

y.. tiene.. altos.. poderes.. para.. entender.. lo.. que..

vendrá.. después... El.. imperio.. de.. al-Andalus.. será..

pronto.. arrasado.. por.. pueblos.. violentos.. que..

vienen.. de.. lejos,..de.. los.. arenales... El.. imperio..

de.. al-Andalus.. será..aniquilado,.. su.. territorio.. se-

rá.. fragmentado.. en.. minúsculos.. reinos… Ya.. na-

da.. puede.. hacerse.. para.. impedir.. lo.. que.. está..

escrito.. y.. solamente.. mi.. ojo.. solitario.. está.. en..

capacidad.. de.. descifrar…

Vuelvo afligida, apesadumbrada, y desando el

camino recorrido. Arrastrando mis pasos atravieso la

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sombra escalofriante, tras la morada del carnero. Dejo

atrás las pisadas de los lobos, dejo atrás sus aullidos, y

queda tras de mí el clarividente, que está partido en dos

mitades, y tiene solamente media alma para compade-

cerme.

El Califa me aguarda, me necesita y yo regreso a

socorrerlo. Las espantosas apariciones han regresado

para agruparse en los rincones, para quedarse y exten-

derse como negras lagunas. Y sobreviven a mis amule-

tos que ahora son inservibles. Sobreviven y siguen entre

nosotros, como verdugos que no perdonan.

Conocí los detalles de la profecía el día del naci-

miento de mi primer hijo, el amado y perdido ‘Abd al-

Rahman. Fue Lubna, la adivina que conocí en la Puerta

de los Especieros, quien me contó la historia verdadera,

que todos conocían en la ciudad, desde hacía mucho

tiempo. La elegante mujer llegó a mi palacio en el Jardín

del Príncipe. Se quitó el rojo velo que le cubría el rostro

y me habló así:

- Está cercano el día - ¡Oh, gran Sultana! - en que el

poder de los Omeyas llegará a su final. En un lugar

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vecino, al Oriente de Córdoba, aguas arriba de la ciu-

dad de los placeres y de la gloria, a la orilla del río,

pronto se elevarán los muros de un alcázar, que será

residencia del nuevo dueño de Andalucía. El impo-

nente Alcázar de los reyes de Córdoba será olvidado

en poco tiempo. Será quemado, destruido, y hasta sus

huellas quedarán borradas. Y Medina Azahara, la

ciudad de las flores, será ceniza y destrucción.

Después de varios años, cuando la vida de mi se-

ñor al-Hakam II está finalizando y nuestro Príncipe He-

redero es apenas un niño, hablo al Califa sobre el alcan-

ce de la profecía. Me escucha atentamente, sin inte-

rrumpirme, y decide fundar una ciudad Omeya en el

mismo paraje accidentado, aguas arriba de la ciudad, a

la orilla del río.

- ... De la forma y manera que he decidido, la profecía

fatídica no surtirá efecto y quedará anulada su fuerza

destructiva… Esta nueva ciudad será llamada “Medi-

nat al-Subh”, y voy a regalártela para que pronto vi-

vas en ella.

(¡Ironías de la vida! Muhammad Abi’ Amir es en-

cargado del proyecto que nunca llega a realizarse… El

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deseo del Califa jamás será cumplido, y la certeza de la

destrucción se convierte en la única verdad.)

Llego antes que el Califa a la Casa de Mármol del

Alcázar de Córdoba. Mi señor al-Hakam II al-Mustansir

bi-llah - quien necesita cuidados especiales para aliviar

sus graves dolencias - será traído dentro de pocos días

por orden de sus médicos, y aquí será albergado.

Por ser la Umm Wallad, madre del Príncipe Here-

dero, me corresponde venir a Córdoba (adonde no ve-

nía, desde la fiesta de Nayruz) para ordenarlo y dispo-

nerlo todo, antes de su llegada. Veinte de mis doncellas

me han acompañado desde Medina Azahara. Sobre

veinte camellos se trasporta el valioso equipaje y provi-

siones necesarias. No sabemos aún cuanto tiempo esta-

remos aquí: todo depende de la salud del soberano. Mas

los doctores privados del Califa no están optimistas; la

grave enfermedad que lo ha afectado puede repetirse y

es necesario someterlo a un tratamiento más severo.

¿Qué podrá suceder si el Califa fallece? No quiero ima-

ginarlo. El trayecto lo he hecho callada, pensativa.

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Cuando llegamos a la Casa de Mármol le pido a

mis empleadas que se retiren y ellas obedecen. Los ne-

gros sudaneses dejan las arcas y baúles sobre las alfom-

bras, y después se alejan, silenciosos. Me encuentro sola;

no hay en el mundo nadie más. Súbitamente huyen los

malos pensamientos y me encuentro otra vez en el trono

del mundo. Desato mi calzado, desprendo el velo que

me cubre, desprendo el manto, las alhajas. Abro los bra-

zos y respiro, hasta que llega a mis entrañas el perfume

exquisito del diamante más puro.

Quiero para el Califa esta preciosa alcoba, la más

tibia, con su ventana abierta al sol de media tarde. Me

deleito en el goce de los colores. Mármol color violeta

las paredes; nácar y madreperla en el artesonado. Un

diván recamado espera al rey enfermo. Observo los de-

talles de una belleza inigualable que se me hace difícil

describir. Toco las joyas, una a una. Me acuesto en el

diván con reflejos dorados, y me quedo dormida.

Tenemos varios días en el Alcázar. El Califa ha

sido transportado desde Medina Azahara con sumo

cuidado y lo veo agotado, casi desvanecido. Hablo con

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los doctores, les hago preguntas, y ellos no me regalan

ninguna esperanza.

Mis nervios están tensos, tengo deseos de llorar y

necesito relajarme, encontrar alivio. Decido salir a cami-

nar en los jardines por donde tantas veces anduve una

vez. Cruzo por un camino diferente y llego a una expla-

nada desconocida. Se oye un rumor extraño. Me apro-

ximo al rumor. ¿Son voces? ¿Gritos? ¿De dónde vienen?

Oigo los desgarrados alaridos que se acrecientan poco a

poco, a medida que avanzo. Me guío por los lamentos y

me acerco a la prisión subterránea… ¡Y en un instante

entiendo el sufrimiento más horrible que alguien se

puede imaginar!

Ahora oigo los quejidos de los condenados a ca-

dena perpetua. Es un rugido sordo que duele en las ro-

dillas, que se clava en los huesos y que aprisiona la

planta de mis pies. Un ronquido que viene del fondo de

la tierra, de lo hondo, de un oscuro orificio que sigue

bajando, y tiene su única abertura, negra y tenebrosa,

junto a los muros del Alcázar.

¿Qué es lo que oigo ahora? Parece que me llaman,

que algunas voces subterráneas, huecas y escalofriantes

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estremecen mi nombre, despedazan mi nombre con sus

alaridos.

- ¡Aurora Aurora, no nos desampares! ¡Ten compasión

de los que estamos enterrados antes de estar muertos!

¡Ordena pronto que nos maten, que nos acribillen a

puñaladas, que nos ofrezcan la paz del sepulcro!

Tiemblo de horror al escucharlos y echo a correr.

- ¿Son hombres? ¿Son mujeres? - pregunto a los guar-

dianes de la prisión horrible - ¿Son monstruos? ¿Son

demonios? ¿Son bestias atrapadas?

- Son jirones humanos que han cometido los delitos

más abominables, las venganzas más aterradoras, las

atrocidades más indescriptibles. Por eso la condena.

Por eso se les niega el privilegio de la muerte, la bon-

dad de la muerte. Deben quedarse allí, hundidos en

lo oscuro, como los escorpiones; pudriéndose en la

vida, como los leprosos; arrastrando su paso, como

las serpientes.

- ¿Pero quiénes son ellos? ¿Desde dónde han venido?

¿Cuándo fueron juzgados?

- Son tan sólo unos seres malditos que perdieron el

nombre, que entraron al infierno, a las hogueras del

infierno, y ya perdieron toda la esperanza.

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Estos últimos días han sido grises y sombríos; la

tristeza se viene con las tardes de otoño, que se presen-

tan frías y lluviosas. Yo no me he separado de mi señor

y esposo el Califa al-Hakam, y me ocupo personalmente

de atenderlo en sus días finales. Han sido meses de ago-

nía, de zozobra, de un debilitamiento progresivo que ha

llegado a su último límite. Los médicos tratantes se dan

por vencidos y prefieren dejarlo tranquilo, para que

muera en paz.

Ya percibo el aliento inesperado que lo invade

todo; ya percibo el acecho de la Muerte que se aproxima

inexorablemente. La percibo en el aire, en el vaho que

deja cuando avanza. Paso a paso la siento acercarse y no

quiero que llegue a la alcoba del rey. Me interpongo an-

te ella, hago resistencia, trato de contrariarla, de alejarla

y hacerla retroceder, pero la Muerte es dura, inconmo-

vible, y logra abrirse paso.

Es primero de octubre del año 976 desde el día

que nació Jesús de Nazaret. Un meteoro penetra en la

atmósfera y aparece en el cielo de al-Andalus. Lo atravie-

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sa a lo largo, de horizonte a horizonte y después gira, se

devuelve, y viene a detenerse sobre el Alcázar de la ca-

pital.

Del cuerpo luminoso bajan las Huríes, ninfas del

Paraíso, con alas escarlata y largas cabelleras negro-

azabache, amarradas con cintas de satén. Ellas son Án-

geles del Quinto Cielo, y vienen a llevarse el alma del

Califa.

Al-Hakam, el piadoso, ha comprendido que el

meteoro se acerca, que las horas de luz están contadas,

que es necesario su encuentro definitivo con el Señor

Clemente y Misericordioso que lo está esperando. Repi-

te entonces de memoria la promesa divina, un Sura in-

dicado y escogido del Libro Sagrado. Y ora así:

“Cuando el cielo se hienda, cuando haya obedecido al Señor

y se encargue de ejecutar sus órdenes, cuando la tierra sea

extendida, cuando haya rechazado de su seno todo lo que

llevaba y quede desierta, cuando haya obedecido al Señor y

se encargue de ejecutar sus órdenes, entonces, oh tú, hombre,

tú que deseabas ver a tu Señor, lo verás.”

Ante la extrema gravedad del soberano, los mé-

dicos me piden retirarme del dormitorio. Pero yo quiero

estar con él en sus horas finales, y decido vestirme como

Chafar, mozo de cámara, servidor de la corte, y nadie

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puede reconocerme, ni desconfiar de mi presencia. Las

blancas flores de magnolia están esparcidas sobre el le-

cho, los pebeteros están encendidos y los aromas sana-

dores invaden todo el aposento.

Hago quemar hojas de eucalipto y aparto las cor-

tinas, para que entren las estrellas por la ventana. El Ca-

lifa me reconoce. ¡Tan sólo él me ha reconocido! Sonríe

amorosamente, mientras susurra “mi pequeña Subh” y

solicita un bálsamo para su frente dolorida.

Al lado de al-Hakam se encuentran los eunucos

principales, los eslavos que gozan de su mayor intimi-

dad: Faiq, Maestre de Tapices y Chawdar, el Gran Hal-

conero. Y más allá, tras de la puerta de ébano y marfil,

está el Cuerpo de Guardia que espía y vigila - con oídos

finos y ojos muy abiertos - la gravedad del soberano.

Esperan la noticia que va a producirse en cualquier

momento; esperan la primicia para correr a difundirla. Y

mientras tanto espían y vigilan. Los doctores entran y

salen sin hacer nada, y al final no regresan…

El tiempo de la vida se ha cumplido con exacti-

tud. El Califa ha dejado de orar y se queda callado para

siempre, sometido al silencio que nunca termina. El Ca-

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lifa está muerto y yo cierro sus ojos. Los eunucos Faiq y

Chawdar se abrazan y lloran. Yo me deslizo y salgo.

Y mientras tanto, las ninfas que han venido del

Paraíso, las Huríes de alas escarlata y cabello trenzado

con cintas, acompañan el alma de mi esposo, el Califa al-

Hakam II al-Mustansir bi-llah, hasta el encuentro prome-

tido con el Creador del mundo.

Me parece mentira que hayan pasado tantas cosas

en tan poco tiempo; apenas pocas horas. El Califa al-

Hakam II al-Mustansir acaba de morir y ya el lecho mor-

tuorio, donde todavía yace su cuerpo, ha sido profanado

con el asesinato de su hermano, el joven Príncipe al-

Mugira.

Las decisiones se han tomado apresuradamente;

se han escapado de mis manos los hilos de la trama que

solamente yo debía tejer. Meses atrás había aceptado

ciertas condiciones que me convenían y eran necesarias,

y junto a Muhammad ibn Abi’Amir– mi aliado y com-

pañero - había planificado la elección del legítimo Prín-

cipe Heredero, mi hijo Hisham.

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Por otra parte, el poderoso General Galib (quien

tenía autoridad absoluta sobre las tropas de la frontera)

y los eunucos privilegiados Faiq y Chawdar favorecían

al Príncipe al-Mugira - último hijo de ‘Abd al-Rahman

III al-Nasir – quien vivía pacíficamente en un palacio de

campo, retirado del mundo político. Había intereses de

ambos bandos y la batalla se hizo feroz.

Pero en quince años de poder yo había aprendido

lo suficiente. Era la artista del soborno, y destiné enor-

mes sumas de mi tesoro personal, para atraer a nuestra

causa las familias más influyentes del califato: los ricos

dignatarios de las tres religiones, judíos, cristianos y

musulmanes, los que en barrios distintos, en iglesias

distintas y en diferentes actividades, representaban el

núcleo decisivo de la sociedad. Y todos ellos poseían

enormes intereses en el gobierno.

Las conversaciones casi no fueron necesarias,

porque mis sacos de dinares de oro eran más efectivos

que las palabras. Yo les enviaba mensajeros para expo-

ner mis conveniencias a cambio de las suyas. El trabajo

era limpio: se cambiaban arreglos por arreglos, bonda-

des por bondades.

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Nos dimos cuenta que habíamos triunfado.

Muhammad y yo habíamos triunfado y celebramos

nuestro triunfo una tarde de invierno. Se nos hizo muy

fácil convencer al Califa - debilitado hasta el extremo

por sus graves dolencias - de proclamar a Hisham como

Heredero, aún antes de su muerte.

Todo había sucedido como estaba dispuesto por

nosotros. Y para asegurar el trono Omeya y complacer

mis sugerencias y deseos, el Califa ordenó que la corte

de al-Andalus le hiciese el Juramento de Fidelidad al ni-

ño Hisham, como Heredero próximo de la Corona.

La ceremonia se celebró el cinco de febrero de es-

te mismo año, cuando el frío del invierno atravesaba las

gruesas murallas y se metía en el Alcázar sin pedir per-

miso. Hisham había cumplido once años y se hallaba en

el centro de un torbellino de insospechada turbulencia.

Ahora, después de meses de aflicción, el gran Ca-

lifa ha muerto. Yo estaba junto a él en el instante último

y le cerré los ojos. Mas las intrigas de Palacio torcieron el

rumbo que él había indicado, que él había ordenado con

su alto sentido de la justicia. Faiq y Chawdar, los dos

eunucos preferidos, los que lloraron desconsoladamente

por su muerte, quisieron traicionarnos entregándole el

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trono al Príncipe al-Mugira, con el pretexto de que

Hisham era aún muy pequeño e inexperto.

El complot fue pronto descubierto y el inocente

Príncipe, hijo de ‘Abd al-Rahman III al- Nasir, fue bru-

talmente asesinado frente a sus esposas, por órdenes

expresas del Ministro al-Mushafi . Sin que valieran sus

palabras de que jamás había aspirado al trono, el joven

Príncipe al-Mugira, una víctima más de las intrigas, pe-

reció estrangulado en su casa de campo.

Me parece mentira que hayan pasado tantas cosas

en tan corto tiempo. El Califa al-Hakam II al-Mustansir

acaba de morir y ya el recuerdo suyo, el que me queda,

ha sido profanado.

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El califa niño

La columna de luz sube hasta el cielo e invade el firma-

mento. ¡El gran día ha llegado! Mis ambiciones están

recompensadas, mi vanidad favorecida. Ya soy oficial-

mente la Sayyida al-kubra, Gran Sultana de al-Andalus,

Madre del Soberano.

El día glorioso ha llegado. Y leo a mi hijo la carta-

testamento que le escribió su ilustre padre, poco antes

de morir:

“Amado hijo Hisham, no hagas la guerra sin necesidad. Man-

tén la paz por tu bienestar y el de tu pueblo. Nunca saques tu

espada, salvo contra los que cometen injusticias. ¿Qué placer

hay en invadir y en destruir naciones y en llevar el pillaje y la

destrucción hasta los confines de la tierra? No te dejes des-

lumbrar por la vanidad: que tu justicia sea siempre como un

lago en calma...”

Mi hijo se conmueve y llora por su padre dentro

del oratorio. Allí desea permanecer por varias horas y

no me atrevo a perturbarlo. Los funcionarios de Palacio

cruzan las estancias, se acercan y se alejan; se desplazan

para cumplir mis órdenes. Nadie nombra la muerte del

Príncipe al-Mugira, pero en todos los rostros hay un se-

creto oculto, una mentira oculta, una verdad infame y

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vergonzosa que todos conocen y ninguno se atreve a

mencionar.

Hace días que no duermo; me mantengo en vela,

me levanto, camino, enciendo los candiles, me desespe-

ra esta ansiedad incontenible. No es posible dormir

cuando se ha puesto todo en juego, cuando se apuesta

con la vida, cuando se puede deshacer la gloria si das un

paso en falso.

Fátima, la nodriza que lo vio crecer, la que lo

amamantaba en la Alcoba de Nácar y era guardiana de

mi sueño, viste a mi hijo con el regio aljalá, el traje de

honor, hecho con filamentos de madreperla que produ-

cen destellos dorados. Y sobre su cabeza le coloca el tur-

bante imaná, con un rubí sobre la frente.

- ¿Es necesario todo esto, madre? – me pregunta el ni-

ño con angustia – Esta ropa es pesada, molesta, me

incomoda. ¿Es necesario todo esto? ¿No podría vestir

como los otros niños de mi edad? Los que estudian

conmigo en el salón de grandes ventanales, o los que

veo correr por las plazas y el campo… ¿No me puedo

vestir como ellos?

- ¡Eres el rey y tú lo sabes! – respondo con firmeza –

No te puedes vestir como un muchacho campesino.

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¡Adelante! ¡Camina, hijo mío! No debes llegar tarde;

tus súbditos te esperan en el Salón del Trono. ¡Lleva

la frente erguida, como tu ilustre padre!

En el silencio del Salón del Trono pueden oírse

claramente los latidos de muchos corazones. Algunos

labios están tensos, apretados, al igual que los puños.

Aliento contenido, rabia oculta, cómplices señas de los

conspiradores derrotados; esto se siente en el ambiente,

que por momentos se hace irrespirable. Murmullos y

susurros casi imperceptibles… Pero deben callar, fingir

y prometer. El momento ha llegado.

En una ceremonia de gran solemnidad, rodeado

de la corte vestida de gala, mi hijo de once años ha sido

entronizado en el palacio como Tercer Califa del reino

de al-Andalus. Su nombre es “Hisham II” y se le ha dado

el título honorífico de al-Mu’ayyad bi- llah, “el que recibe

el apoyo de Alá”.

- ¡Eres la madre del Califa, Gran Sultana! - me susurra

complacido Muhammad Abi’ Amir, volteando su ca-

beza hacia la mía.

- ¡Larga vida dé Alá a Hisham II!

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- ¡Larga vida dé Alá a la Princesa Subh, Sayyida al-

kubra! – gritan a coro algunos cortesanos.

Y me dejan pasar cuando yo avanzo, a un lado

del Califa Niño, hacia mis nuevos compromisos.

Tal vez mi historia no coincida con la de los cro-

nistas y los historiadores, con los que van y vienen olfa-

teando, inquiriendo, importunando mis intimidades,

anotándolo todo, escribiendo tan sólo lo que les convie-

ne. Pero son ellos los equivocados, los imprecisos y con-

fundidos, los que nada comprenden de mi vida. ¡Tan

sólo yo conozco mi verdad!

Ellos jamás me vieron cuando yo atravesaba las

alcobas reales, los pasadizos, los salones dorados, cada

vez que mi esposo el Califa me llamaba, solicitando mi

opinión y criterio sobre un tema cualquiera, pues le gus-

taba consultarme cuando sus asesores ya se habían mar-

chado.

Ellos jamás sintieron mis pisadas en la noche,

cuando yo acompañaba a mi señor hasta su biblioteca,

para aprender de su experiencia, para oír sus consejos y

grabármelos al pie de la letra.

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Ellos jamás me vieron, cuando yo me vestía de

echadora de cartas, de adivina, y caminaba entre la mu-

chedumbre, y me metía en los albergues y posadas, para

escuchar las quejas de los provincianos. Allí me entera-

ba de sus dolencias y necesidades y las contaba después

al Califa, quien de inmediato ordenaba ayudarlos.

Ellos jamás supieron de mis voces de mando, de

las sentencias y proclamas que de mí salieron. Ellos ja-

más me descubrieron, cuando yo iba vestida de mucha-

cho y servía las copas en los banquetes de los embajado-

res. Allí oía atentamente, para luego informar a mi señor

sobre cualquier intento de sublevación. O cuando me

ponía ropa de labriega, y corría descalza por los montes,

con las lecheras y las aguadoras para escucharlas y ha-

blar con ellas; o cuando era una dama de la corte; o

cuando me envolvía con siete velos de esclava-bailarina,

y movía mis caderas y hacía sonar las campanillas de

mis tobillos, para así complacer a mi señor.

Por eso, tan sólo yo tengo el dominio de mis ac-

tuaciones en la escena del teatro. Sólo yo resplandezco,

cuando la luna llega a mi camino; cuando la luna se de-

tiene sobre mi camino y viene a iluminarme.

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¡De un día para otro todo ha cambiado! Ahora yo

tengo que enfrentar la vida, y por eso he estrenado el

vestido amarillo con estrellas de plata que compré en el

Rastro aquella tarde, hace ya quince años. Todavía me

sirve; mi silueta es la misma y soy esbelta como antes,

cuando vine cautiva de la región de los fríos intensos. El

traje ya está viejo, pero lo estoy usando por primera vez.

¡Ahora yo tengo que enfrentar la vida!

En ocasiones vuelvo a recordarlo. Era mi esposo

el Califa al Hakam II al-Mustansir. Hoy vuelvo a recor-

dar el amor sin medida que sabía ofrecerme, la pasión

infinita que me daba a diario. En ocasiones vuelve a es-

tar presente su dignidad y su benevolencia. La manera

serena de enfrentar la gloria; la tranquila manera de en-

frentar su viaje hacia la eternidad.

Eso era él; cordura y comprensión; solemnidad

de su palabra. Un rey que había nacido para proteger-

me; para ampararme de mí misma, de mis contradiccio-

nes y equivocaciones. Un rey que había nacido para

amarme y entregarme el mundo. Y no lo supe valorar;

nunca medí la dimensión exacta de su cariño; jamás hice

el esfuerzo de quererlo; fui mezquina, egoísta. ¡Y ahora

tengo miedo!

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Me siento acobardada; no sé hacia dónde diri-

girme. Ahora tengo miedo. Al-Hakam está muerto y no

puede ayudarme. Con su muerte ha concluido otra de

mis vidas; se ha cerrado otro ciclo. Era mi fortaleza, mi

refugio, mi palabra de fe, mi compañero.

Ahora me hace falta. Hoy lo recuerdo cuando lo

he perdido, cuando ya se ha alejado y me ha dejado

huérfana, llena de dudas. ¿Qué voy a hacer sin él? Hay

tanta gente falsa que me sigue y me odia. Tanta intriga.

Tanta gente pendiente de tenderme una trampa ¡Ahora

yo tengo miedo de enfrentar la vida!

Hoy lo recuerdo cuando veo sus libros, cuando

leo sus apuntes, cartas y poemas, cuando resuenan sua-

vemente sus sabias palabras. Hoy lo recuerdo cuando

tengo miedo. Hoy tengo miedo de enfrentar la vida, y

al-Hakam ya no sigue conmigo a mi lado. Era mi apoyo,

mi equilibrio. Vivo cada momento de esta angustia co-

mo la noche de la despedida.

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Cuarta Parte

Vanas Ilusiones

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Ya no se justifica la distancia

¡He renacido una vez más! ¡No sé ya cuántas veces he

sentido la misma sensación, antes de desplomarme! He

empezado a vivir con una intensidad arrolladora, un

soplo inusitado de energía que me tiene abismada, sor-

prendida. ¿Qué me está sucediendo? He comenzado a

descubrir la vida con ilusiones maravillosas, tentaciones

prohibidas y nueva fortaleza para mirar hacia delante.

Trato de organizar las nuevas fases de mi rena-

cimiento, los nuevos compromisos en esta etapa que se

inicia: un libro que se abre, que está empezando a abrir-

se, con historias y páginas aún desconocidas. Trato de

organizar las nuevas prioridades, de ubicarlas en series,

de mayor a menor. Y en el primer lugar se encuentra

Muhammad, mi amado Muhammad, quien ya está jun-

to a mí, sin el menor impedimento.

Es necesaria nuestra cercanía. ¡Ya no se justifica la

distancia! Mi hijo Hisham II es soberano de Andalucía, y

el ilustre Califa al-Mustansir ¡qué Alá lo haya bendecido!

ha dejado la Tierra y está en el Paraíso, su Paraíso mere-

cido, junto a los Ángeles del Quinto Cielo. Ha comple-

tado el tiempo que le fue asignado y se encuentra insta-

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lado en los Jardines del Edén, el huerto delicioso. Está

adornado con brazaletes de oro bruñido. Bajo sus pies

corren las aguas.

Ahora es el tiempo de Muhammad ibn Abi’

Amir. Ahora es mi tiempo. Pero los dos sabemos que

estamos en el centro de las habladurías y la maledicen-

cia. Se cuentan chismes escandalosos sobre nosotros. Por

toda Córdoba se escucha, se dice a medias, se insinúa, se

hace entender con miradas fugaces y maliciosas, que la

Princesa Madre es demasiado complaciente con el astu-

to magistrado, calígrafo y letrado, que ha venido esca-

lando, trepando posiciones; que ha venido ascendiendo

vertiginosamente en importantes cargos oficiales, por

generosidad de sus favores…

Han llegado a inventar que espero un hijo suyo,

que somos amantes desde hace mucho tiempo. Ya se

comenta de mis correrías y de nuestros encuentros en

lugares secretos. Ya se confirma la verdad que no se-

guimos ocultando.

Pero no soy la única que se ha rendido ante su

encanto. Muhammad acapara todos los suspiros, y son

muchas las jóvenes que mueren en las calles – quedan

tendidas en las calles con los ojos abiertos, llenos de lá-

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grimas - cuando lo ven pasar. Y las esclavas más indeco-

rosas, las que todo lo entregan sin ninguna vergüenza,

vuelven enloquecidas al harén, presas de amor desespe-

rado, después de compartir algunos ratos de su intimi-

dad.

También los sabios y guerreros, los trujamanes,

los visires, los alfaquíes y gobernadores, todos los hom-

bres del imperio - los que marcan la pauta de la hombría

a toda prueba - inclinan la cabeza ante su presencia per-

turbadora. Inclinan la mirada, tensos, confundidos, por-

que nunca se atreven a enfrentar sus ojos.

Muhammad favorece a las mujeres de la corte;

nos halaga con joyas, nos complace con bellos poemas,

conoce como nadie los poderes secretos de la seducción.

Y el Califa al-Hakam, el ponderado, desconcertado él

también ante el extraño embrujo, exclamó una vez:

“¿Por qué hábiles manejos se atrae este muchacho a todas

mis mujeres, y se hace dueño de su corazón? Aunque se ven

rodeadas de todos los lujos del mundo no aprecian más rega-

los que los que proceden de él, ni gustan de otras cosas que

las que él les trae. ¿Hay que pensar de él que es un sabio má-

gico o un servidor admirablemente diestro?”

Muhammad es el centro de mi vida nueva. Es el

espejo luminoso donde veo mi reflejo. Esa fue la señal

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que percibí cuando nos conocimos, en el Jardín del Prín-

cipe, y regaló a mis hijos camellitos de ámbar con ojos

de jacintos.

Ha venido a buscarme, a encontrarme de nuevo,

a dejarme el hechizo de su cercanía. Este día de otoño es

el propicio para que se unan nuestras manos. Las trom-

petas de Dios se hacen escuchar porque celebran nues-

tro encuentro definitivo. ¡Ya no se justifica la distancia!

Es el inicio de una etapa trascendental; sin duda

alguna la de mayor relieve de mi vida. ¡Hoy he empe-

zado a gobernar a nombre de mi hijo Hisham II!

Y esta aventura de enormes proporciones y res-

ponsabilidad me renueva por dentro, me devuelve la

fuerza de los días mejores, y vuelvo a contemplar la cla-

ridad. Me hace regresar a los primeros años de mi infan-

cia, cuando yo dominaba las constelaciones que se que-

daban sobre mis montañas, en la región de los fríos in-

tensos; y las hacía cambiar de lugar, emigrar a otro cielo,

el mismo instante que yo lo ordenaba. Ahora soy pode-

rosa nuevamente; soy la Reina Regente, la mujer más

temida y envidiada del califato.

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He comenzado a gobernar con los atributos que

me dan las leyes; a saborear el goce de tenerlo todo, de

alcanzarlo todo, de perderme en deseos insospechados

que pronto se hacen realidad. He comenzado a saborear

mi omnipotencia, mi ilimitado poderío. Y Muhammad

está conmigo, sin abandonarme. Yo me aferro de él

cuando le ordeno:

- ¡No quiero que te apartes! Debes estar presente, al

mismo alcance de mi mano, para que compartamos el

amor y la suerte…

Muhammad es astuto; siempre lo he sabido. Es

gentil y prudente; es obediente ante mis órdenes; y sin

embargo juega calladamente su doble juego de barajas,

que todavía no logro comprender. Somos ahora insepa-

rables, complementamos nuestras ambiciones, nuestras

pretensiones, que van al mismo ritmo, sin jamás dete-

nerse.

Los dos hemos cumplido un mismo ciclo, hemos

planificado los pasos a seguir, las conveniencias, las es-

trategias más arriesgadas. Nos hemos encontrado, nos

hemos entendido y nos hemos amado en una dimensión

de amplias extensiones.

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Hay un entendimiento que se va estableciendo al

paso del crepúsculo, a base de silencios, de miradas pro-

fundas, de palabras no dichas, de caricias. Hay un en-

tendimiento entre nosotros dos que sobrepasa los espa-

cios, los límites del mundo.

Estos primeros días, después de la entronización

de mi hijo el Califa, han adquirido un ritmo intensamen-

te acelerado. Tal parece que el sol - ese astro encendido

que se roba el cielo, haciendo caso omiso de mis horas –

apura el paso más que nunca y nos hace correr.

Las decisiones fundamentales son tomadas en el

Salón de los Visires; no perdemos tiempo. Y para dar

formal inicio al nuevo gobierno, hemos dado la orden

de programar, con gran despliegue de todas las tropas,

un grandioso desfile militar.

En el desfile damos a conocer a Hisham II - el pe-

queño Califa de apenas once años - ante miles de súbdi-

tos, que están ansiosos por reverenciarlo. Los preparati-

vos se realizan con el mayor esmero. El suelo de las ca-

lles es recubierto con alfombras, y grandes parasoles

amarillos hacen un arco de frescura sobre las calles. Y la

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famosa guardia negra, infantes y jinetes ricamente equi-

pados, con atuendos de gala, avanzan libremente - como

negras panteras portadoras de sables - para escoltar al

Niño Rey.

Sus asistentes personales visten a Hisham con los

regios brocados carmesíes bordados en Oriente y luego

montan su delgado cuerpo sobre un alazán de paso cor-

to, enjaezado con caparazón de oro. Pero mi hijo es dé-

bil, tímido, enfermizo, su blanca piel es casi transparen-

te; su palidez angustia a los doctores que lo han cuidado

desde el nacimiento; le hace daño la luz, le sobresaltan

los resplandores, le molesta en los ojos la claridad del

sol, el fulgor de sus rayos. Está angustiado y tiembla

cuando me habla. Me toma de la mano y dice, en tono

suplicante:

- ¡Madre, no quiero ir! Me siento temeroso, estoy en-

fermo… no me gusta enfrentarme a personas extra-

ñas… ¡Permíteme quedarme en mis habitaciones!

Le prometo que voy a acompañarlo, que no hay

motivos para temer nada, que debe acostumbrarse a sus

nuevos deberes y obligaciones. Y él avanza asustado,

pasmado de asombro, presidiendo los batallones de sol-

dados.

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La gente se amontona a lo largo de las callejuelas,

para verlo pasar. Los perfumistas riegan perfumes; las

doncellas descalzas riegan flores. Yo me disfrazo de va-

rón, con los finos atuendos que usan los pajes del Califa,

y me voy a caballo junto a mi hijo. Muhammad va a mi

lado.

Los cordobeses, exaltados, gritan de alborozo;

cantan consignas consagratorias en homenaje al joven

gobernante. Y desde el alminar de la Gran Mezquita, el

almuédano llama a la oración, a los ruegos fecundos que

deben ofrecerse al Todopoderoso, por el pequeño sobe-

rano que hoy saluda a su pueblo.

- ¡Larga vida dé Alá a Hisham II, tercer Califa de An-

dalucía! ¡Que Alá lo cubra con su manto! ¡Que lo se-

pare de los infieles! ¡Que le conserve su rostro limpio,

libre de pecado!

La multitud está desenfrenada y se aproxima más

de lo conveniente. Hay una algarabía, cantos y plega-

rias; se solicitan los favores del joven monarca. Algunas

manos tratan de alcanzarnos, de asirnos, de tocarnos.

Un sujeto deforme se abalanza hacia Hisham y cae junto

al caballo:

- ¡Ayúdame Señor! ¡Ten misericordia!

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La guardia negra actúa rápidamente: con un gol-

pe certero, el soldado desplaza al infeliz. Hisham se ha

sorprendido con el incidente. Se paraliza de terror. Tie-

ne los ojos húmedos de llanto y Muhammad sugiere que

debemos regresar de inmediato al Alcázar.

La jornada de hoy ha sido agotadora. Hisham II

corre a refugiarse dentro del oratorio de su padre y se

queda encerrado, en largas horas de plegarias. Cuando

cae la noche, lo encuentro prosternado, con la frente en

el suelo, sobre la almozala, el tapiz de rezo. Entre sollo-

zos, le suplica a Alá, el Dios Clemente que alumbró al

Profeta:

- ¡Ayúdame Señor! ¡Ten misericordia!

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El amor y la guerra

¡Ironías de la vida! Los reinados cristianos han querido

tendernos una emboscada. Aprovechan la muerte de mi

esposo al-Hakam II y el advenimiento de mi hijo, el Ca-

lifa Niño, para lanzarse sobre las fronteras y traer el

caos. Los reinados cristianos (leoneses, castellanos y

vascones), se han movilizado contra nosotros – ¡ironías

de la vida! - y ahora me toca hacer la guerra contra mi

propia gente, contra los habitantes de mi serranía, los

que vivían conmigo allá en lo alto, en la región de los

fríos intensos. ¿Quién iba a imaginar que eso podría su-

ceder? Me hago la Señal de la Cruz con el recuerdo de

mis padres, de mis hermanos y de mis abuelos, y les

pido perdón.

Ahora mis intereses son distintos. La vida se ha

encargado de cambiarlo todo, de disponerlo todo equi-

vocadamente, como si en el momento de mi nacimiento

se hubieran encontrado los más adversos dioses, los más

incompatibles, los más irreflexivos e irreconciliables,

para llenarme de contradicciones y hacerme de pedazos

fragmentados.

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Ahora mis intereses están sembrados en al-

Andalus, la tierra prometida, la que me regaló mi ilustre

esposo al-Mustansir, para llenarla de maravillas. Pero en

el Alto Mando Militar, los generales encargados de su

defensa no reaccionan, están aturdidos; nadie reacciona

en el Salón de los Visires.

El hachib al-Mushafi, nuestro Primer Ministro,

toma la decisión de quedarse tranquilo, de no ordenar

acciones precipitadas, de no hacer nada por ahora y es-

perar… Para seguir las enseñanzas y el ejemplo del Cali-

fa muerto ¡Que Alá lo haya perdonado!

- Él era un pacifista – dice convencido – el que amaba

la paz como bondad suprema, el que la proponía, el

que la propiciaba, el que la practicaba, y supo admi-

nistrarla día tras día, en los gloriosos años de su

reinado. ¿Con qué derecho vamos a contrariar sus sa-

grados principios?

Pero todo ha cambiado bruscamente. Ya no es el

sabio al-Mustansir, mi ilustre esposo, el que rige el des-

tino del califato. Es nuestro hijo Hisham II al- Mu’ayyad

bi- llah, y eso quiere decir que soy yo misma, la Sultana

Aurora, porque vengo a ocuparme de sus intereses, a

proteger su trono de los advenedizos y los impostores.

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Ahora yo gobierno en nombre del Califa. Planifi-

co en su nombre y ejecuto en su nombre las variadas

acciones de gobierno. Ejecuto en su nombre las acciones

piadosas que nos conducen por el buen sendero. Y eje-

cuto en mi nombre las acciones violentas, las que sean

necesarias, que van a conducirnos a la próxima guerra.

Ahora es otro hombre el que empieza a imponer-

se, a levantar su vuelo como el águila, como rayo de luz.

Yo necesito que se imponga, que señale el camino, mi

camino. Muhammad Abi’Amir ha recibido el título de

Visir y es el adjunto del Primer Ministro. Le desagrada

la incertidumbre de al-Mushafi, la mansedumbre, la fal-

ta de acción. Entonces se levanta de su asiento, para to-

mar la iniciativa que nadie ha tomado. Y se enciende su

voz cuando pronuncia estas palabras que nos dejan a

todos paralizados:

- ¡Si la Sultana Aurora, en nombre de su hijo el Califa

Hisham II, me favorece con su consentimiento, haré

la Guerra Santa contra los infieles! ¡Haré la Guerra

Santa contra los cristianos que han renegado de nues-

tra fe; y no les daré tregua, mientras el sol me alum-

bre! Año tras año iré a combatirlos a su propio suelo,

en primavera y en verano… Quemaré sus sembrados,

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talaré sus árboles, arrasaré sus pueblos, tumbaré sus

castillos, robaré sus doncellas, hasta acabar con ellos.

No importa que me llamen hijo del demonio, mensa-

jero del diablo. ¡Acabaré con ellos!

Las terribles palabras del Visir causan impacto en

todos los presentes. Me aterrorizan y me estremecen,

pues jamás escuché hablar así, con tal vehemencia y de-

cisión. No consigo abarcar el asombroso alcance de su

propuesta, pero él promete que peleará por el prestigio

del califato en las fronteras más lejanas; que será el de-

fensor de Hisham II, será mi defensor, si le entrego los

medios para equipar su ejército y alistar la grandiosa

campaña. Cuando estamos a solas, disipa mis temores:

- ¡Debes estar confiada, Sultana Aurora! Haré la Gue-

rra Santa contra los enemigos del Islam, los enemigos

del joven Califa, quienes muy pronto serán aniquila-

dos, pisoteados y vueltos polvo, bajo los cascos de

mis caballos. Haré la Guerra Santa, contra los que se

oponen a tu Regencia, a tu poderío y al expreso de-

signio de Alá, el Sublime Señor de los Siete Cielos.

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Un Consejo de Guerra es convocado de inmedia-

to. Después de largas deliberaciones, y de escuchar va-

riadas opiniones, algunas adversas y otras favorables,

decidimos aceptar el reto, el desafío de la primera expe-

dición de finales de invierno, al mando del Visir

Muhammad ibn Abi’Amir, quien ya ha sido nombrado

General del Ejército.

Nadie cuestiona mis palabras, mi decisión final,

porque he hablado a nombre de mi hijo el Califa. Y con

la firma del Califa se abren las Arcas del Estado para

poder organizar, con la magnificencia necesaria, nuestra

primera campaña militar.

Estamos en el año 977 desde el día que nació Je-

sús de Nazaret. Muhammad me ha citado pues necesita

verme, dice. Nos encontramos esta noche para amarnos,

para despedimos. Nos decimos adiós porque el Visir se

va a la guerra. Se me acorta la vida con ese pensamiento

y se me alarga la nostalgia.

Pasan casi dos meses. Han ya pasado 53 días

desde su partida y he contado las horas, los minutos,

uno por uno. Muhammad está ausente, pero sigue con-

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migo. Y mientras tanto, desde mi palacio, yo controlo

cada movimiento, como lo he hecho siempre. Nada se

paraliza; todos los planes fluyen, se realizan, en este

reino de los días gloriosos.

Ahora me encuentro llena de júbilo porque lo veo

llegar a la cabeza de sus batallones. Regresa victorioso,

alzado en su caballo, después de su primera campaña

militar. Regresa victorioso del castillo de al- Hamma, en

la Sierra de Gredos. Trae gran botín y centenares de pri-

sioneros. Muhammad está aquí; ha regresado victorioso,

lleno de gloria y de prestigio. Y regresa a buscarme y a

quererme, a dejarme rendida entre sus brazos.

Siguen los tiempos de labranza y de buenas cose-

chas. Siguen los tiempos de alegría entre una expedición

y otra expedición, entre una aceifa y otra aceifa, victoria

tras victoria, año tras año. Nuestro reino prospera en

todos los sentidos; el pueblo está feliz y esperanzado

con el rumbo que toman los acontecimientos, en benefi-

cio de las clases más pobres y desprotegidas.

Muhammad resuelve rápidamente los problemas

de los cordobeses y gana su confianza y su respeto. Tie-

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ne la habilidad de no perder la compostura aún en las

situaciones más adversas y no olvida jamás su gallardía,

simpatía y elegancia.

Y me vuelve a llegar la tentación de estar con él,

de estrenarme otra vez entre sus brazos, de estrenarlo en

los míos, de entregarme a sus besos, bajo la estrella de la

noche.

Muhammad me ha invitado varias veces a esca-

parme con él a los viñedos de la Rusafa, alejados de

Córdoba, donde hizo construir una suntuosa residencia

de recreo para nosotros dos. Es el palacio de la alegría y

“la pradera de los amores”, como él la llama. Hemos

pasado allí clarísimas mañanas, con nubes escarchadas

como madreperlas, y noches encantadas diseñadas por

Dios para el amor y las caricias.

A Muhammad le gusta complacerme en todos

mis deseos; él adivina el ritmo de mis pensamientos, de

mis fríos y temores, y neutraliza los malos presagios con

las rosas más bellas que hace crecer en los jardines.

Algunos cisnes nacarados nadan en la alberca, y

diez nenúfares de plata – que él hizo cincelar en el taller

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de los plateros, para halagarme – ondean ahora sobre las

aguas. Todo parece de mentira, todo parece un cuadro

imaginado: el mirador sobre la fuente, las flores que re-

nacen con el invierno, las colinas azules, las gacelas que

pasan, los jazmines que nunca se marchitan.

Hoy lo acompaño por las veredas de la Rusafa,

cuando el mundo se nubla arriba de los árboles, cuando

el trueno retumba en las lejuras, cuando los grises más

intensos cubren el espacio, anunciando la lluvia. Apare-

cen rosales junto al aljibe y caen del cielo las primeras

gotas, que son muy finas y pequeñas.

Entonces Muhammad me toma de la mano y

mientras caminamos, repite parte de un poema de al-

Batalyawsi:

“¡Tierra de almizcle, cielo de ámbar, nubes de nadd,

y fina lluvia de agua de rosas!”

Vamos andando, empujados tan sólo por el vien-

to-de-agua. Sentimos la premura de los pájaros que

nunca antes habíamos visto, y nos dejamos ir, como las

aves, hacia la lluvia que nos envuelve.

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Llega el amanecer de junio 24, y vienen a mi men-

te los gratos recuerdos. Tal día como hoy, durante todos

los años de mi infancia, asistía con mis padres y herma-

nos a la fiesta de San Juan Bautista, en la capilla de la

aldea. Y escuchaba las prédicas del Padre Nicodemo,

cuando nos explicaba que San Juan había sido el mayor

de todos los profetas, quien introdujo a Jesucristo al mi-

nisterio de la Redención.

- Esto lo hizo al bautizarlo - nos decía – y es el único

santo al que le celebramos el nacimiento… Luego nos

relataba, con lujo de detalles, la emocionante historia

de Zacarías y Santa Isabel, los venerables padres de

San Juan. Y después de la prédica (que todos los años

era la misma), yo confesaba mis pecados en el confe-

sionario, hacía la penitencia que se me imponía y co-

mulgaba con la Hostia Sagrada, en la región de los

fríos intensos. Volvíamos a casa en el bosque de ha-

yas, donde desayunábamos con buñuelos bañados

con miel, queso de cabra y torta de natas… ¡Y así

terminaba la celebración!

Aquí en al-Andalus, todo es distinto. Entre los

musulmanes de nuestra tierra prometida celebran una

fiesta carnavalesca, divertida, a la cual nos hemos afi-

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cionado. Es la Fiesta de Ansara, la de los campos floreci-

dos, con la cual hace entrada la estación de verano.

Hoy asisto a la celebración con Muhammad y con

mi hijo y soberano Hisham II, el cual se siente jubiloso

por este grato acontecimiento que nos saca de Córdoba

y nos conduce a las praderas, a las campiñas olorosas y

los sembradíos.

Nos ponemos disfraces y máscaras, e indumenta-

rias estrafalarias, como los otros habitantes de la ciudad

de los placeres. Y hemos salido a divertirnos, libres y

felices, sin ataduras ni guardianes, sin que nadie se ente-

re que somos nosotros.

Yo me cubro con pañuelos rojos, largos y sensua-

les; me visto de odalisca, y soy muy aplaudida entre la

soldadesca, porque realizo juegos malabares con sables

de guerreros y dos puñales afilados. Mi pequeño Califa

quiere ponerse un jubón amarillo y un alto cucurucho

de capirote… y se disfraza de bufón. Muhammad va

vestido de pescador y una careta le cubre el rostro com-

pletamente. ¡Ni siquiera mi hijo lo reconoce!

Es junio 24. La fiesta de los huertos ha empezado

justo en la orilla de los manantiales. Es el momento de

segar las mieses, el tiempo de la trilla, de los cantos de

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amor. Las aldeanas y aldeanos buscan las frutas más

apetecibles para ofrecerlas a sus amigos, y los pájaros

mansos, los que nunca han sufrido un desengaño, son

confiados, tranquilos, y vienen a posarse sobre nuestros

hombros.

Somos los campesinos de Andalucía, y Dios nos

acompaña. Vamos andando en una romería que nos lle-

na de gozo, de buenos deseos. Estamos en la fiesta de las

cosechas, de los cereales madurados; y los juglares más

sensibles y expertos dedican sus estrofas a la tierra fe-

cunda, que nos brinda sus dones y tesoros.

En la noche se encienden las hogueras más altas,

más allá de los campos de los olivos. Y hacia allí cami-

namos junto a la alegre tropa de romeros que avanza y

danza al mismo tiempo. Un puñado de músicos, con

disfraces de lobos y de faunos silvestres, toca tambores

y caramillos. Hisham y yo bailamos, junto a los otros

celebrantes, siguiendo el ritmo de la flautilla. Muham-

mad nos aplaude, divertido.

En el camino nos detenemos. Hay una pausa ne-

cesaria para probar las golosinas acostumbradas y los

manjares especiales que deben saborearse en este día:

quesadillas bañadas con miel silvestre: las almojábanas,

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y deliciosos dulces llamados isfaníes, los mismos que

vinieron desde Oriente con las primeras caravanas y las

antiguas tradiciones.

Hay intercambio de sencillos regalos entre los

que festejan. Es día de los ofrecimientos, de los deseos

cumplidos, de los pesares olvidados. Nadie debe quejar-

se, ni sentirse triste. Se oye una alegre algarabía, se

abren botellas y garrafas, y el vino añejo llega de impro-

viso, como huésped de honor. Hisham y yo nos senti-

mos felices de estar solos y juntos entre la multitud de

enmascarados que se divierte sanamente. Muhammad

se mantiene a una cierta distancia. Hisham me entrega

un ramo de violetas, como presente, y yo le doy un ani-

llo de plata. Después seguimos caminando.

En la explanada de las hogueras se hallan los

grupos de bailarinas de al-kurray, una “danza-batalla”

que apasiona a los dioses de la guerra. Las alegres mu-

chachas – cientos de ellas - se atan caballos de madera a

los amplios faldones que están abiertos por delante, y

simulan con ellos escenas de jinetes, escenas de comba-

tes, de triunfos y derrotas, al ritmo del qadib, el instru-

mento de los trotes, que marca el paso de los caballos.

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Hisham se ha emocionado con la “danza- batalla”

del grupo de muchachas. Grita y aplaude, da saltos de

contento; todo le gusta. Nadie lo ha molestado ni ofen-

dido; nadie le está indicando lo que se puede y no se

puede hacer. En sus ojos azules, que apenas entreveo

tras la careta, reconozco los ojos de mis hermanos, los

ojos de mi madre; reconozco el color de mi lejano cielo.

Me complace mirarlo tan alegre, pues hace años

que no lo veía así. Me conmueve mirarlo; comprendo

que es apenas un niñito sin padre; un pequeño perdido

e indefenso. Una extraña inquietud me sobresalta. ¿Qué

es lo que me sucede? ¿A qué le tengo miedo? Siento ter-

nura por mi hijo; siento alegría y tristeza. Lo abrazo con

cariño y le beso la frente. Hisham me toma de la mano,

me sonríe y dice así:

- ¡Yo deseo, madre mía, que nos vayamos juntos a una

fiesta de Ansara que nunca termine, con un grupo de

gente como ésta… que no nos conoce!

Han ya pasado varios días desde la inolvidable

fiesta de Ansara, donde mi hijo y yo nos divertimos co-

mo nunca. Pero hoy me siento intranquila, temerosa;

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tengo oprimido el corazón. Espero con angustia el paso

de las horas y en la medida que oscurece se acrecienta

mi malestar.

¿Será correcto lo que voy a hacer? ¿Por qué moti-

vo me acongoja tanto la decisión que hemos tomado

Muhammad y yo? No lo sé responder porque mi vida

ha sido siempre una cadena de indecisiones, de impreci-

siones, de sentirme poderosa y débil al mismo tiempo…

Y ya no está conmigo mi señor el Califa al-Hakam,

quien sabía darme la seguridad que me hacía falta.

Quisiera escapar sola con mi hijo y quedarme con

él, escondida de todos, para salvarlo de algo que no sé

qué es… Pero ya nada puede hacerse. Hace ya mucho

tiempo que mi suerte y su suerte están echadas... Y ya

no soy la dueña de mi voluntad.

La noche más oscura nos conviene para llevar a

cabo las acciones que Muhammad y yo hemos planifi-

cado. Ya comprobamos que la noche oscura es la indi-

cada para las confidencias más secretas que no aceptan

la luz de los candiles. La noche más oscura nos conviene

para llevar a cabo lo que ha quedado establecido entre

los dos, y pronto va a cumplirse.

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La habíamos esperado toda la semana, y al fin

llegó la noche tenebrosa. Es la noche propicia, la que

borró de un trazo luna y estrellas, la que acabó con las

luciérnagas y otros insectos luminosos, la que apagó

candiles y candelabros, la que apagó la llama de la lum-

bre, la que ha sido creada especialmente para nuestra

fuga.

El mínimo equipaje que vamos a llevarnos fue

preparado con anticipación: un baúl con la ropa de mi

hijo Hisham y una pequeña arqueta que contiene sus

libros de oración, sus talismanes, amuletos y otras va-

riadas pertenencias. Tan sólo eso y nada más.

Partimos en silencio, en el cobijo de la noche,

porque ninguno de los guardias debe estar presente,

nadie debe escucharnos en las privadas dependencias.

Los cordobeses no pueden vernos ni sospechar lo que

estamos haciendo. Nadie debe enterarse de nuestros

movimientos, pues sería inconveniente dar explicacio-

nes. Afortunadamente todos duermen.

Emprendemos la fuga hacia Medina Azahara, la

ciudad de pilares azul y rosa. Llevamos con nosotros a

Hisham II, el pequeño Califa. Lo estamos trasladando,

sigilosamente, desde el Alcázar de la capital (donde he-

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mos vivido desde la muerte de su padre), y allá lo deja-

remos algún tiempo.

Hace varias semanas, Muhammad Abi’Amir se

sentó junto a mí para analizar varias razones contun-

dentes sobre una decisión que debía ser tomada. Una

por una me las fue explicando, pero sus argumentos no

me dejaban satisfecha; me parecían crueles, innecesa-

rios. Y sin embargo sus palabras, el tono de su voz, la

luz divina de sus ojos, sus manos en mi cuerpo… me

embelesaron por arte de magia y logró convencerme.

Ahora estoy de acuerdo con su razonamiento.

Ahora lo entiendo; no quiero dudarlo; nunca quiero du-

dar de su palabra. Lo que vamos a hacer es lo correcto.

Muhammad me asegura que llevar a mi hijo a Medina

Azahara es lo más conveniente para el pequeño sobe-

rano. Y esto es lo que me dice:

- Hisham II, nuestro legítimo monarca - el que recibe el

apoyo de Alá - es todavía muy joven para que se in-

volucre en los serios asuntos de Estado. El manejo de

al-Andalus no es cosa de niños; no es un juego al al-

cance de un muchacho que todavía no sabe de com-

promisos, que nada entiende de sus deberes, que no

ha salido de su infancia… Dejemos que él estudie con

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sus maestros, que se prepare para el futuro próximo y

dedique sus horas a la oración. Y mientras tanto, Sul-

tana Aurora, tú llevarás las riendas del gobierno. Y yo

estaré a tu lado, acompañándote.

Nos vestimos de negro, como se viste la noche

oscura, silenciamos el paso de los camellos, silenciamos

el paso de los caballos, silenciamos el viento que baja de

la sierra. Los sirvientes más fieles, los baquianos más

diestros nos escoltan y guían por el largo camino, que se

hace más distante e impenetrable, por las espesas som-

bras que nos circundan.

Pero Hisham se sorprende por la salida intempes-

tiva, en mitad de la noche. Frota sus ojos, todavía ador-

mitado y me pregunta:

- ¿Adónde vamos a estas horas, madre? ¿Por qué este

viaje no lo hacemos a la luz del día, como las otras

veces? ¿Por qué tanto misterio? ¿Por qué tanto silen-

cio? ¿Por qué salimos en la noche oscura?

Yo no me atrevo a responderle.

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Dejamos a mi hijo, el Califa Niño, en la ciudad

palacio de Medina Azahara. Se quedaron con él sus cui-

dadoras y mozos de cámara.

- ¿Por qué me dejas, madre? – preguntó mi pequeño.

Y yo sentí un dolor profundo al decirle adiós, pa-

ra volver a Córdoba con Muhammad. Volvimos en si-

lencio; yo, abatida; Muhammad complacido. Mis lágri-

mas corrían en el camino de regreso, y las dejé correr en

libertad, hasta empapar el velo que me cubría el rostro.

Al llegar al Alcázar, corrí a encerrarme en el oratorio

que fue de mi esposo. Y allí, rezándole al Dios Clemente

Alá y a la Virgen Santísima de los Jacintos, vi llegar la

mañana.

Cada día que pasa, Muhammad Abi’Amir consi-

gue nuevos triunfos, logra nuevos poderes; escala posi-

ciones a una velocidad vertiginosa; se me pierde de vis-

ta, no lo alcanzo. ¡Él no desea que lo alcance! Es verdad

lo que murmura el pueblo, lo que dicen a voces casi en

mi cara los funcionarios de Palacio:

- … La Gran Señora, la Sultana Aurora lo apoya dema-

siado porque muere por él…

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Comprendo que es verdad. Pero yo trato de justi-

ficarme conmigo misma. Me digo y me repito que siem-

pre lo he ayudado porque lo amo infinitamente, porque

él es digno de mis favores, porque es alerta y listo, sabe

cuidar mis intereses y los de mi hijo y jamás ha incum-

plido alguna de mis órdenes.

Muhammad tiene amigos que lo aprecian, lo ve-

neran y le deben la vida; pero también tiene enemigos

que lo odian a muerte y lo llaman “jorobado maldito”

(Yo jamás he entendido el por qué de ese apodo insul-

tante, ya que él es distinguido, de presencia adorable; el

hombre más apuesto que haya visto jamás…) Pero el

Ministro Muhammad es implacable con sus enemigos y

no descansa hasta despedazarlos y deshacerlos. Éste es

un ejemplo:

Un afamado poeta de la corte ha desafiado a

Muhammad hasta los límites de lo permisible. Intriga

contra él y lo reta con burla en diferentes escenarios. Lo

ha ofendido mil veces con sus sátiras y lo humilla con

versos descarados e imperdonables. Muhammad finge

que lo ignora, que no lo toma en cuenta. Sin embargo

me dice: “No voy a perdonarlo, pero el momento de mi

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venganza no ha llegado aún… Aguardaré tranquila-

mente hasta que pise en falso. ¡Verás lo que le espera!”.

No ha llegado el momento seleccionado por

Muhammad, quien es ahora el poderoso hachib, Primer

Ministro. No se presentan las represalias ni ha empeza-

do el castigo del verdugo. El poeta confía en la buena

suerte que ha tenido hasta ahora, y se arriesga temera-

riamente, uniéndose a un grupo de conspiradores que

intriga dentro del Palacio. Pero los hombres son pronto

capturados y hechos prisioneros.

- Fracasó la conjura – me informa Muhammad - y los

instigadores comprometidos fueron condenados y

crucificados, ante los muros del Alcázar.

Fueron ajusticiados los conspiradores. Murieron

todos, menos uno, porque el Ministro Muhammad no

logra olvidar las pasadas afrentas. ¡Muhammad nunca

olvida y jamás perdona! Y por eso ha escogido para el

poeta enemigo un castigo distinto, más espantoso que la

muerte, mucho más despiadado.

Se lee la orden implacable. Los capitanes de la

guardia leen el bando a viva voz en todas las barriadas,

plazoletas, zocos y tabernas:

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- ¡Por orden del Ministro Muhammad Abi’Amir, con

autorización del Califa Hisham II, queda prohibido so

pena de muerte - desde el momento que se lee este

edicto - dirigir la palabra a Harun al-Ramadí, un poe-

ta canalla, traidor al Soberano y a la dinastía. Nadie,

nunca jamás podrá decirle una palabra, ni atenderle,

ni oírle. Nadie, nunca jamás podrá mirarle el rostro,

ni aceptar su mirada; nadie, nunca jamás podrá darle

su mano. Nadie nunca jamás podrá sonreírle. Y nadie

nunca podrá acompañarlo, ni siquiera en el viaje ha-

cia la tumba!

La gente se congrega, se agrupa en las esquinas,

asombrada ante la nueva forma de castigo que acaba de

instituirse; pero nadie se atreve a preguntar, a protestar,

a discutir… El pueblo se dispone a obedecer la orden

con los ojos cerrados.

Han pasado los años. Hoy lo he visto vagando,

hecho una ruina humana. Harun al- Ramadí se desplaza

como fantasma, entre la gente que no lo mira, que no le

habla, que no puede sentirlo cerca ni escuchar sus súpli-

cas. Todos lo ignoran cuando él pasa; todos voltean para

no verlo; todos le dan la espalda. Ya lo nombran “el

muerto”, el que nunca ha nacido.

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Y Harun al- Ramadí camina sin un rumbo, se

desplaza en silencio hacia su propia sombra, hacia su

nada, sin alcanzarla nunca.

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Almanzor, el victorioso

Ahora más que nunca, desde que mi hijo Hisham II se

encuentra aislado, Muhammad Abi’Amir, mi amado

Muhammad, sigue creciendo en importancia dentro del

califato. Parece inconcebible la cantidad de actividades

que realiza simultáneamente, y todas ellas con gran

acierto. Vigila, dicta órdenes, organiza, controla el reino

a su manera y se gana el afecto del pueblo y los solda-

dos. Yo me asombro de verlo y no me canso de admirar-

lo. Pero recientemente, sin proponérmelo, he llegado a

encontrar los lugares secretos, tal vez oscuros de su co-

razón.

Muhammad no permite que alguien le haga

sombra. Y por eso elimina como basura, desplaza y lan-

za lejos todos los obstáculos. Los hombres que se atra-

viesan en su camino, jóvenes o ancianos, amigos o

enemigos, son quitados del medio de cualquier manera:

cárcel, martirio o envenenamiento.

Jamás le ha preocupado el nombre del traidor o

del intruso que ha osado entrar en sus dominios; nin-

guno se ha salvado de su ira; ni siquiera los miembros

de su familia pueden librarse de su venganza y su in-

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clemencia. Nunca han valido los escrúpulos; nada lo

frena ni lo detiene. Lo único que vale es su avaricia; lo

único que vale es su ambición sin límites, solamente

igualada a mi propia ambición.

Su poder crece cada día; su fortaleza se duplica

cada hora, con el paso del sol. Me asombra ver sus mo-

vimientos: es rápido e incansable; es un mago que todo

lo puede sin fatigarse. Se encuentra en varias partes al

mismo tiempo, se multiplica, vuela; cumple tareas im-

portantísimas, de diversa índole, y todo lo realiza con

gallardía y elegancia. Domina los ejércitos, y ha formado

sus propios batallones de beréberes africanos - de ros-

tros oscuros y negros turbantes - los cuales no obedecen

a ningún otro jefe sino al Ministro Muhammad. Y el as-

tuto Ministro los ha equipado con magníficas armas y

lujosos trajes, les paga con monedas de oro, y les entrega

briosos caballos de pura raza, para las irrupciones con-

tra los cristianos.

Como todas las veces, año tras año, el hachib

Muhammad Abi’Amir y sus soldados regresan victorio-

sos de la Guerra Santa. Han asolado los poblados de los

enemigos; han incendiado las cosechas y las iglesias y

finalizan sus correrías de verano. Y como siempre, el

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hachib Muhammad regresa alzado en su caballo, a la

cabeza de los ejércitos, pues nunca ha conocido la derro-

ta.

Esta vez vuelve a Córdoba con centenares de cau-

tivos que vienen tristes, cabizbajos, y conservan la pena

en las honduras de los ojos. Esta vez vuelve a Córdoba

con gran botín de guerra, ricos tesoros que serán repar-

tidos entre las filas de soldados, limosneros y huérfanos

y entre las miles de doncellas desamparadas. Todos lo

esperan agradecidos.

Los cordobeses lo reciben con gritos de alabanza,

con entusiasmo desbordado. Y yo también, entre ellos,

lo veo venir, con su cota de mallas y su lanza de oro. Yo

también, entre ellos, lo saludo, lo amo como nunca, con

mi rostro velado y el largo manto que me envuelve el

cuerpo.

Las calles principales se han atestado de personas

de diferentes oficios y profesiones: se han atestado de

comediantes, de vendedores, de cuentistas, de fabulado-

res, de bufones y enanos, de viajeros errantes, de ladri-

lleros, de pescadores…Y saludan a gritos al gran Minis-

tro Muhammad, el que les ha devuelto la prosperidad y

la grandeza:

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- ¡Ha regresado el victorioso!

- ¡El que nos trae esclavos para hacer las faenas de los

campos!

- ¡El que nos colma de riquezas!

- ¡El que nos da alimento y bienestar sin límites!

- ¡El que nos ha hecho grata la vida!

- ¡El que nos ha librado de los ladrones y asesinos!

- ¡Que Alá conduzca a Muhammad Abi’Amir, el Victo-

rioso!

- ¡Al-Mansur! ¡al-Mansur! ¡El Victorioso!

- ¡Almanzor! ¡Almanzor!

Él se llena de orgullo y saluda a su pueblo como

lo hacen los reyes, desde arriba, desde el alto caballo

que ahora resplandece. Resplandece el jinete como rayo

de luz. Se ve soberbio, inigualable.

A partir de ese instante, un calificativo lo acom-

paña siempre en sus campañas militares y en las labores

de gobierno. Atributo de honor con el que debe ser

nombrado: el mismo que le ha dado el pueblo agradeci-

do como homenaje al héroe: al-Mansur, Almanzor, el

Victorioso.

A partir de este instante el laqab o sobrenombre

de “al-Mansur” debe ser pronunciado todos los viernes,

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días de oración, desde los almimbares de las mezquitas

de todo el reino, después del nombre del Califa. A partir

de este instante se hace rodear de lujos impensables,

exige el besamanos de sus visires, y pide que lo traten

con los honores de la realeza.

A partir de este instante comienzo a ser más pre-

cavida, más cuidadosa, avisada y sagaz. Almanzor me

ha dejado aturdida, consternada, y debo retomar las

riendas del control que estoy perdiendo rápidamente.

Esta vez Almanzor se ha sobrepasado; ha violado los

límites permitidos, los que estaban previstos en nuestros

convenios más formales:

“Nunca el Ministro Muhammad puede imponerse sobre el

Califa Hisham II y la Reina Regente”.

Así dice la norma. Así dice la ley que debe toda-

vía ser respetada. Entonces, me pregunto ¿Qué es lo que

se propone? ¿Dónde quiere llegar? ¿Por qué no me con-

sulta las decisiones importantes, las que debemos tomar

juntos, para fijar las pautas del gobierno? ¿Por qué ese

afán de seguir solo? ¿Por qué me ha puesto a un lado?

¿Por qué yo lo permito? ¿Es que quiere implantar la ti-

ranía y desplazar al rey?

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A partir de este instante comienzo a desconfiar de

mi aliado Almanzor. ¿Es realmente mi aliado? He co-

menzado a sentirme intranquila ante las evidencias que

lo acusan. He comenzado a desengañarme, a quitarme

la venda, para poder mirar a plena luz lo que los otros

ven, y yo me niego a percibir. Lo hago llamar urgente-

mente, para pedirle explicaciones, y él se me acerca, con

sus ojos clavados en mis ojos. Hace una refinada reve-

rencia, como la vez primera, en el Jardín del Príncipe:

- ¡Estoy a su disposición, Sultana Aurora!

Con el mayor encanto y naturalidad responde a

mis preguntas, una por una, y poco a poco va tranquili-

zándome. Viene a explicarme, a convencerme con ar-

gumentos válidos, irrefutables… ¡Y yo no puedo ir con-

tra él…y mucho menos desconfiar de su fidelidad!

A partir de este instante, sin querer comprender-

lo, he comenzado a destruir a mi hijo y a destruirme yo

misma; a disculpar lo inaceptable, a sentirme atrapada

entre los arabescos, entre ramas y hojas entrelazadas,

que yo misma bordé alguna vez.

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Han ya pasado varios años desde la muerte del

Califa al-Hakam II al Mustansir - ¡qué Alá conserve su

alma para siempre! - y hoy Almanzor, que fue su prote-

gido de confianza, comete un atropello contra uno de

los logros más destacados del Soberano: el Ministro y

sus hombres penetran intempestivamente, de la manera

más vandálica, en lo que fuera un refugio de sabios,

consagrado al estudio y al conocimiento.

¿Qué lo habrá motivado a invadir y asaltar las

dependencias de esta grandiosa biblioteca, donde viven

y mueren nuestros eruditos? Almanzor no da un paso

sin haberlo pensado, calculado, milímetro a milímetro.

Él jamás pisa en falso como lo hacemos todos los demás.

Desde que he transitado por sus caminos, desde

que me he acercado a su alma insondable - ¡hace ya tan-

to tiempo!- viene siguiendo un plan que ha elaborado

cuidadosamente, que comenzó a fraguar en sus lejanos

tiempos de estudiante, y que se cuida de cumplir año

tras año, con asombrosa precisión. Y por eso comprendo

que el único interés que lo ha movido en esta acción in-

fame, es halagar a los doctores de la ley; es congraciarse

con los alfaquíes más intransigentes, los cuales han du-

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dado de él, y cuestionan su falta de fe, su desacato a las

sagradas enseñanzas del Profeta Mahoma.

Debe ahora impresionarlos con su “piedad-a to-

da-prueba”; esa misma piedad que ha sido puesta en

duda y comentada, bajo los arcos de la Gran Mezquita.

¡Pero ya te conozco, amigo mío, amado Muhammad,

ahora te observo con mayor cuidado, y sé lo bien que

finges!

Yo me encuentro en el centro del grupo de katibas,

las calígrafas más diestras del califato. Como me he

puesto mi alizar, el velo largo, al igual que las otras, na-

die me reconoce en los pasillos de la biblioteca, donde

todos trabajan en silencio. Y me dedico a transcribir el

fascinante “Libro de las Canciones”, mi obra predilecta,

donde se halla reunida la música y la gracia de la Anti-

gua Arabia. De pronto, allí, un vocerío inusitado.

- ¿Qué sucede?

Un estruendo inusual rompe el encanto de mis

páginas. Me sobresalto con el desorden, con el tumulto,

con las voces y pasos del tropel. Guardo cálamo y tinta y

me deslizo entre los cortinajes sin que me vean. Escucho

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las palabras. El hachib Almanzor viene delante y da una

orden tajante al director del centro:

- ¡Deseo ver el catálogo de las obras!

Mi señor Almanzor Muhammad Abi’Amir tal vez

no está enterado, pero lo que me pide es imposible, pues

el catálogo que solicita está clasificado en cuarenta cua-

dernos, cada uno de ellos con cincuenta folios…

- ¡Hazlos traer de inmediato!

El Ministro y su grupo de jueces hacen la selec-

ción, materia por materia, cuaderno por cuaderno, folio

por folio, y dictan la condena contra miles de libros.

Han sido sentenciados los ejemplares dedicados a las

ciencias llamadas profanas como la lógica, la filosofía y

la astrología, que son (según los jueces más conservado-

res), “ciencias ilícitas, prohibidas, y sospechosas de here-

jía”. Y han sido condenados millares de volúmenes de

materias diversas, algunos de los cuales yo había ayu-

dado a transcribir.

Hay una alarma general; se paralizan las activi-

dades en el Alcázar, se escuchan gritos de protesta, y

voces angustiadas gritan a coro su indignación:

- ¡El todopoderoso Almanzor Muhammad Abi’Amir,

ha ordenado la quema de libros de la biblioteca!

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- ¡Es una acción salvaje y vergonzosa! ¡Se ofende la

memoria del creador de este centro, el sabio Soberano

al-Hakam II, al-Mustansir!

Los traductores, correctores, copistas, ilustrado-

res, encuadernadores, todo el equipo de la biblioteca

está consternado. Algunos se rebelan e intentan impedir

el paso a las decenas de funcionarios que llegan impasi-

bles a las estanterías, con la lista de títulos en la mano, y

se llevan las obras que ya han sido prohibidas por la ley

de Almanzor.

Un viejo intérprete, de procedencia indetermina-

da, es golpeado y vejado por un soldado de la guardia,

porque el hombre defiende - con los brazos abiertos, y

su pecho desnudo - los libros que el Califa al- Hakam

había dejado bajo su custodia.

- ¡He trabajado en ellos toda la vida y no voy a entre-

garlos a las llamas! ¡Prefiero que me maten, que me

saquen los ojos, que me quemen los dedos con tizo-

nes prendidos, que me corten la lengua antes de pre-

senciarlo!

También nosotras, las mujeres calígrafas, defen-

demos con brío nuestros espacios, y ponemos a salvo los

más valiosos manuscritos, para que no los toque la bar-

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barie. Los escondemos bajo nuestros mantos, bajo nues-

tros velos, los apretamos al corazón.

Van pasando las horas de este día fatídico. Los li-

bros son sacados del recinto por una caravana de negros

esclavos que llevan en los hombros el cargamento de

pesadas cajas. Dos jóvenes katibas clavan las uñas en sus

mejillas en señal de duelo. La poetisa Alaíxa rasga sus

velos, sus vestidos. Y yo me echo a llorar desconsola-

damente.

Después, un par de brujos encapuchados hacen la

hoguera de colosales dimensiones. Los dignatarios y

alfaquíes están presentes y rodean con un círculo el in-

fierno asfixiante. El Ministro Almanzor hace una reve-

rencia ante los defensores de la ley sagrada y lanza al

fuego los primeros libros… ¡No lo puedo creer!

Hay unas expresiones de regocijo que me estre-

mecen, me dan vértigo. ¿Cómo es posible? me pregunto.

¿Cómo es posible tanto fanatismo, tanta intransigencia e

intolerancia, tanta brutalidad? ¿Cómo es posible que

Almanzor Abi’Amir se haya prestado para tamaña vi-

llanería?

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Los alfaquíes están satisfechos y se retiran dando

muestras de complacencia, mientras que los esclavos

cumplen con prontitud su execrable misión.

Lo que viene después es la locura más inconcebi-

ble. Las sabias secretarias del Califa al-Hakam II – las

que copiaban sus mensajes, discursos, proclamas y

poemas - gimen a mis espaldas y se cubren el rostro con

el manto. Cientos, miles de libros son lanzados al fuego

y comienza a elevarse una columna de humo que ence-

guece, que inmoviliza las extremidades, que seca la gar-

ganta, que detiene el aliento y hace toser. Caen al fuego

centenares de preciosas obras, auténticos hallazgos cien-

tíficos y literarios traídos de Bizancio, Damasco, Bag-

dad, Mesopotamia. Queda sólo ceniza. Yo tiemblo de

disgusto e indignación.

Pero él viene a buscarme esa misma noche. Al-

manzor viene a requerirme en mis momentos de amar-

gura, de anhelar consuelo. Y acepto sus caricias, el brillo

de sus ojos. Acepto la barbarie que he mirado porque ha

logrado convencerme una vez más que somos aliados

inseparables, que hemos ganado el voto de los alfaquíes,

que era necesario obtener ese apoyo, que yo debo con-

fiar en sus promesas, en su pasión sin límites…

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Siguen los días de incendio, de candela. La ho-

guera arde, el humo se levanta en frágiles columnas. Se

retiran los brujos encapuchados y se espantan los cuer-

vos de malos agüeros.

(Y mientras tanto mi hijo Hisham II, el Califa de

al-Andalus, de nada se ha enterado; nada ha escuchado

ni sentido. Nadie le informa sobre la quema de los libros

de su padre).

El fuego se ha extendido. Crepitan en las llamas

páginas exaltadas, irrepetibles, palabras estampadas con

letras de oro. Yo me muerdo los labios hasta hacerlos

sangrar, me siento hecha cenizas. Se consumen los li-

bros, todos los libros, y papelillos negros borran el cielo.

La quema de los libros me ha dejado turbada y

abatida, y el corazón no sale de su aflicción. ¡Otra parte

de mí que ya se ha muerto! Y decido emprender una

nueva aventura, hacer algo distinto por un corto tiempo,

para lograr reconfortarme.

Hoy me voy a la guerra, la aceifa de verano, con

el temido ejército de moros combatientes - los terribles

soldados de Almanzor - quienes se han empeñado en

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acabar con los reinos cristianos atrincherados en el Nor-

te.

Uno por uno van devastando los reinos cristia-

nos; asalto por asalto, incendio por incendio, victoria

por victoria. 40.000 jinetes cabalgando, 40.000 infantes y

130 atabaleros que aterrorizan a los pueblos infieles con

sus gritos de muerte y golpes de tambor.

Me voy hacia la guerra con las otras mujeres que

acompañan las tropas califales durante la campaña del

estío. Vamos cómodamente montadas en jamugas, con

el rostro cubierto por un largo velo. La travesía es ame-

na, divertida, entre tantas muchachas alborotadas que

gritan y hacen chanzas con los guerreros.

Voy disfrazada, perfectamente disfrazada y me

cuesta trabajo reconocerme. Me gusta disfrazarme con

mi túnica corta de arrabalera y mis alhajas de baratija

que me cubren el cuello, los brazos y las piernas. Ocupo

mi lugar como una esclava de Almanzor, escondida en-

tre tantas, con mi rostro velado, disfrazado, para poder

tenerlo cerca, para amarlo de cerca, sin que nadie sospe-

che mi identidad de Sultana Aurora. Junto a nosotras

cabalgan los poetas, los cuales interpretan sus poemas

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épicos sobre los dioses de la guerra, para animar a los

soldados. Varios días de camino y al fin nos detenemos.

Ahora empieza el asalto. Ha empezado el asedio

de los castillos; empieza la avalancha destructiva, que

comienza y termina al mismo tiempo, porque los bata-

llones musulmanes son rápidos, precisos, y en pocas

horas logran la victoria.

Yo me quedo esperándolo, estirando la vista ha-

cia la tarde, pidiendo al Cielo que regrese; y contemplo

a lo lejos la polvareda que levantan miles de caballos,

cuando se acercan los guerreros hacia las tiendas de

campaña de nuestro inmenso campamento. Se acercan

los soldados para el descanso de la noche.

Almanzor regresa sudoroso, exhausto, agobiado

de sed y de fatiga. Su manta, su turbante, su cuerpo en-

tero se han llenado de polvo y tierra seca. Yo le acerco

mi cántaro de agua, pero no lo recibe, lo rechaza, porque

debe cumplir con un ritual sagrado, inalterable, que él

mismo ha diseñado desde hace tiempo, desde que co-

menzó a librar su Guerra Santa. Me pide que me quede,

que espere rezagada, que no me retire. Y puedo presen-

ciar, detalle por detalle, todo lo que acontece bajo la car-

pa…

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A una palmada suya, dos criados se le acercan. El

primero de ellos porta una arqueta de rústica madera; el

otro tiene entre sus manos un pañuelo de lino, guardado

especialmente para la ceremonia que debe cumplirse día

tras día, meticulosamente, después de las batallas de la

Guerra Santa contra los enemigos del Islam.

Los criados se le acercan y lo desvisten lentamen-

te; empiezan a quitarle la pátina de polvo, como una

pátina de cobre que ha quedado en el rostro, las manos,

los vestidos. Y sacuden el polvo, cuidadosamente, den-

tro de la arqueta. Cuando ya han terminado, cuando

cierran la arqueta y los dos hombres se retiran, Alman-

zor se refresca con agua de mi cántaro. Se reclina en al-

mohadas, en tapices tejidos, y me deja quererlo, darle la

vida entera. Le humedezco la frente, los cabellos, y des-

pués le pregunto, con voz fingida e irreconocible; mi

voz y rostro ocultos tras el velo:

- ¿Por qué lo haces, Almanzor? ¿Qué significa este ex-

traño ritual que has inventado y se hace incompren-

sible ante mis ojos?

- Voy a decírtelo, mujer… El polvo de mi guerra contra

los infieles debe ser recogido; ni una partícula de esa

reliquia puede perderse con el viento, ya que con este

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polvo han de cubrirme, cuando haya muerto, antes

de encaminarme con los ángeles hacia la gloria de los

Siete Cielos. ¿Sabías acaso tú, mujer, que Alá nos tie-

ne prometidas habitaciones maravillosas en los Jardi-

nes del Edén? ¿Sabías que ha preparado para noso-

tros jardines encantados, regados por corrientes de

agua purísima, arroyos de leche cuyo gusto no se al-

tera nunca, arroyos de vino y arroyos de miel? Pero

también nos amenaza con el fuego que nunca se apa-

ga si no cumplimos sus mandatos y sus advertencias.

Y Alá nos ha anunciado, por la voz del Profeta, que si

se cubre nuestra sepultura con polvo recogido de la

Guerra Santa, Él nos preservará de los martirios que

no terminan...

El sol declina ahora; ya se oculta su esfera tras la

colina y queda rojo el horizonte. Almanzor da la orden

con una mirada y debo deslizarme hacia la sombra, por-

que llega la hora de la plegaria. Lo veo un momento to-

davía; se ve más alto, bello e inaccesible.

Ha girado su rostro en dirección al oratorio de La

Meca. Ha caído de bruces, se ha prosternado. Y comien-

za a leer en alta voz el Sura de El Sol, en el Libro Sagra-

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do que lo acompaña en sus campañas y ha copiado ínte-

gro con su puño y letra:

“Juro por el Sol y su claridad, por la Luna, cuando le sigue

de cerca, por el día, cuando lo deja ver en todo su brillo,

por la noche, cuando lo vela, por el cielo y por el que lo ha

edificado, por la tierra y por el que la ha extendido como un

tapiz…”

Llega y pasa la noche. Espero su llegada al día si-

guiente, para quererlo y dejar que me quiera. Espero su

llegada el día siguiente, y el que viene después del día

siguiente, y todos los crepúsculos que nos da el verano.

Nos cambiamos de sitio, cambia de espacio el

campamento, viajamos, cabalgamos, pero la guerra no

perdona, la guerra continúa, la guerra crece con la pol-

vareda, y llegan los jinetes blandiendo las espadas de la

victoria.

Almanzor no recibe el agua de mi cántaro; Al-

manzor no quiere recibirme ni estrecharme, hasta que le

sacuden en la arqueta el polvo de su guerra; hasta que

sus esclavos recogen el tesoro de la polvareda: el polvo

y tierra seca que va a cubrir su sepultura.

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Medinat Al-Zahira, la ciudad brillante

Almanzor se ha ido apoderando de todo lo mío, de todo

el poder que me pertenece por mandato legítimo, y que

le pertenece a mi hijo el Califa Hisham II. No he com-

prendido nunca sus maniobras; todo lo hace tan perfec-

tamente, con una habilidad tan sorprendente, que cuan-

do me doy cuenta, me ha desplazado una vez más. Pero

tiene el cuidado de no herirme, de nunca ofenderme, al

contrario, me colma de atenciones y bellas palabras…

En las pausas que dejan sus expediciones contra

los cristianos, Almanzor ha mandado a construir una

nueva ciudad al Oeste de Córdoba, en la orilla del río

Guadalquivir. Es Medinat al-Zahira, “La Ciudad Brillan-

te”, también llamada “Ciudad Florecida”, apenas a un

kilómetro de la muralla, aguas arriba de la capital.

Está situada en el lugar exacto de la profecía. Ese

lugar predestinado desde los tiempos sin memoria, co-

mo futuro asiento de un soberano, el último de todos,

antes de la caída del reino Omeya. Ese lugar preciso ha-

bía sido anunciado por antiguos astrólogos que observa-

ron inesperadas conjunciones de los planetas, y por los

adivinos que hacían sus predicciones mirando el vuelo

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de las aves. También por brujos y hechiceros que solían

explorar el corazón de algunos animales, para enterarse

de las catástrofes que estaban por venir. Es el mismo

lugar que nos llenó de incertidumbre, aquella noche de

desvelo, cuando mi ilustre esposo el Califa al-Hakam II

al-Mustansir, se despedía de mí, porque ya se alejaba en

su viaje sagrado hacia el Paraíso, junto a los Ángeles del

Quinto Cielo.

(Debo decir una vez más: ¡Cuánta ironía hay en

mi destino! Porque se trata del mismo emplazamiento

donde al-Hakam II tenía el proyecto de construir mi

ciudad, la Medinat al- Subh, para que yo viviera en ella, y

así neutralizar los malos presagios).

La ciudad resplandece desde lejos, como si hubie-

ra sido recamada con lentejuelas de hematites, y he es-

cuchado decir que en las noches más claras es frecuen-

tada por seres alados y transparentes. Un suntuoso pa-

lacio se eleva sobre las ricas dependencias: es el palacio

del Ministro Almanzor, hecho con piedras luminosas y

metales exóticos venidos de muy lejos, que ninguno ha-

bía visto en las tierras de al-Andalus.

Todas las puertas del palacio abren directamente

a los jardines, que ya están sembrados de árboles y flo-

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res. Serpentean los arroyos, y me quedo descalza, para

seguir con ellos por el sendero de agua fresca y hume-

decer mis pies. Una alberca de aguas perfumadas se ex-

tiende en la explanada, en todo el centro del palacio. Y

en medio de la alberca, salida de los sueños más prome-

tedores, se levanta una cúpula inmensa, de cristal puli-

do, de vitrales. Cientos de surtidores rodean la cúpula.

Los chorros de agua suben y se elevan sobre ella, hasta

cubrirla entera - ¡Visión maravillosa que contemplo! - y

descienden después, por las paredes de cristal, por la

vidriera de colores, como baño de luz.

Ya se acerca la noche y se van encendiendo los

candiles. El quiosco de cristal me trae el recuerdo del

Pabellón de las Elegidas, en el jardín del Alcázar de

Córdoba, donde viví mis nuevas experiencias como cau-

tiva. Siento que el quiosco de cristal no me pertenece,

pero me hace feliz estar dentro de él.

Estamos en el 981 desde el día que nació Jesús de

Nazaret. La ciudad al- Zahira ya está terminada; los jar-

dineros, orfebres y decoradores dan sus toques finales.

Los jardines han sido iluminados con velas aromáticas y

entre los bosques de naranjos hay banderolas de colores.

La ciudad está lista, resplandece, y se organiza una sun-

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tuosa fiesta para inaugurarla. Desde las villas y castillos

de todo el reino llegan regios cortejos de invitados. El

banquete se sirve en las terrazas y cien coperos adoles-

centes sirven el vino.

Pero no me presento como Sultana, madre del

Califa. En circunstancias determinadas, como la de aho-

ra, es conveniente mantener oculta mi identidad. ¡He

podido aprender tantas verdades y escuchar tantas con-

fidencias con el rostro velado! Y hoy quiero oír lo que de

mí se habla en todo el reino… Por eso decido disfrazar-

me una vez más. ¡El teatro continúa!

Yo me adorno el cabello con joyas preciosas y en-

tro a la fiesta como invitada de postín, como la dama de

la alegría, como qayna, una esclava cantora que fue en-

trenada especialmente, para las regias ocasiones como la

de esta noche. Y atrás de las acítaras – las cortinas trans-

lúcidas que se mueven al ritmo de la brisa – canto y reci-

to las poesías del “Libro de los Huertos.”

Horas más tarde, cuando se van los invitados y la

Ciudad Brillante se queda sola, cuando la fiesta se ter-

mina, cuando la noche se hace madrugada y se incendia

el afecto de los amantes, me voy con Almanzor hacia la

cúpula de cristal purísimo, hacia las aguas que descien-

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den por sus paredes, que son vidrieras de colores. Y

quedamos allí, desprevenidos; y podemos amarnos es-

condidos de todos, bajo las luces del firmamento.

La fiesta inaugural de Medinat al-Zahira, la Ciu-

dad Brillante, marcó el inicio del distanciamiento. A par-

tir de esa noche, de esa madrugada maravillosa, Alman-

zor no es el mismo conmigo y siento que no soy la mis-

ma con él. Nos hemos alejado. Hay un distanciamiento

más que evidente, y me resisto a entender los motivos.

Yo regreso a la duda, que ha sido la constante de

mi vida. ¿Qué me está sucediendo? ¿Cuáles son las pa-

labras que me engañan? ¿Cuáles los compromisos in-

confesados? Almanzor se me aparta, se separa de mí

irremediablemente. Es el principio del distanciamiento,

principio de la pena que no tiene final.

En este cambio de residencia hay un nuevo pre-

texto, un nuevo mecanismo de tortura que él ha ideado

no sé muy bien con cuáles propósitos. Ahora que se ha

mudado la sede del gobierno a Medinat al-Zahira, Al-

manzor ha quedado en el centro del mundo. El destino

de al-Andalus es manejado ahora desde al-Zahira. ¡No se

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me toma en cuenta ni se consultan mis opiniones! Las

decisiones son tomadas en Medinat al-Zahira y hacia allí

se dirigen los cortejos reales, los visitantes de lejanas

tierras, los embajadores.

Desde los campos y cuarteles de al-Zahira se pla-

nifican las expediciones; en sus talleres se fabrican las

armas, en sus caballerizas se adiestran los caballos. Se

han construido mercados cerca de la fastuosa Ciudad

Brillante; y para estar cerca de ella se han mudado los

mercaderes, los hacedores de tinajas, los adivinadores.

Todo fluye hacia allá, hacia el dueño de todo, hacia Al-

manzor, el Victorioso.

Y mientras tanto, el Alcázar de Córdoba queda

íngrimo y solo, y mi hijo el Califa es el más olvidado, el

más desventurado de los mancebos andaluces. Es ya un

adolescente, un rey adolescente y ha quedado escondi-

do, rezagado, en los tristes salones del Palacio.

Almanzor planifica una nueva estrategia, cruel y

absurda, y trata de explicármela como si fuera algo ra-

zonable. Pero no quiero oírla y mucho menos entender-

la. ¿Cómo puede pedirme ese despropósito? ¿Cómo pre-

tende que yo lo acepte y lo autorice? Sugiere que debe-

mos alejar lo más posible a mi hijo el Califa Hisham II;

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que es mejor separarlo de sus preceptores, tan sólo por

un tiempo, dice… Me habla así:

- Nuestro joven Califa es débil y enfermizo; tú lo sabes

mejor que nadie, Sultana Aurora. Nada bueno pode-

mos esperar de sus confusiones. Su mente se entre-

tiene, se diluye entre afanes disparatados; ha conse-

guido nuevas motivaciones que no son los libros. Su

salud empeora día a día; su inteligencia se resiente…

Trato de interrumpirlo, de mandarlo a callar, pe-

ro no me deja y sigue hablando.

- … No le obliguemos a llevar cargas innecesarias, de-

masiado pesadas para sus hombros, mi Sultana. El

Califa necesita descanso, aliviarse del yugo de los es-

tudios que ya no le interesan. ¡Dejémoslo tranquilo!

Que disfrute su ocio entre las flores de Medina

Azahara, en compañía de las bellas esclavas, dulces y

complacientes, que harán su vida placentera...

Yo no puedo creer lo que estoy escuchando. ¿Está

loco Almanzor? ¿Quién ha creído él que es, para hablar

de mi hijo el Califa de esa manera tan despectiva? Es

verdad que mi hijo tiene gustos extraños, un poco ex-

céntricos tal vez, pero es el Califa y como tal debe ser

respetado.

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No salgo de mi asombro, pues al darme cuenta,

ya me encuentro ante un hecho cumplido. Sin importar-

le mi decisión, ni la opinión de Hisham II el Soberano,

sus profesores han sido despedidos sin previo aviso. Los

instructores se han marchado y el rey adolescente queda

indefenso, a la deriva. Yo reclamo, protesto y le hago

mil preguntas:

- ¿Por qué has tomado atribuciones que no te corres-

ponden, Almanzor? ¿Con cuál derecho alejaste al Ca-

lifa de sus maestros? ¿Cómo llegará a ser buen go-

bernante, igual que sus ilustres antecesores, si no ele-

va su espíritu con el conocimiento? ¿Por qué preten-

des aislarlo de todos? ¿Por qué lo quieres esconder y

enterrar en vida, si su reinado apenas empieza?

Almanzor me contesta con palabras suaves, res-

petuosas, las palabras hermosas que pronunciaba siem-

pre durante el tiempo de nuestra cercanía. ¡Pero esta vez

no logra convencerme! Al fin he comprendido su doble

juego de barajas, sus fichas negras, sus cartas escondidas

bajo el manto, y tomo fuerzas para defenderme.

¿Pero es que acaso tengo suficientes fuerzas? ¿Al-

guna vez las he tenido? Me doy cuenta que todo es inú-

til, porque Almanzor me pone a un lado, como trasto

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inservible, y sube solo los peldaños que han de llevarlo

hasta la cumbre. Ahora ha ordenado la construcción de

un muro inmenso, con doble foso, alrededor del Alcázar

Real. El Palacio será prisión de oro para el joven Califa.

¿Qué le sucede a mi coraje y a mi voluntad? Sin

duda alguna que una vez los tuve y fui muy admirada

por mi esposo el Califa y por los dignatarios del califato.

¿Qué me sucede ahora? Los hilos del tejido se parten en

pedazos; los hilos del destino se me enredan como telas

de arañas, y ya no sé desenredarlos.

Mis colaboradores me lo dicen tímidamente, con

palabras ambiguas, tomando precauciones en cada pau-

sa de su conversación: Que el hachib Almanzor es un ser

prepotente, soberbio, autoritario, que ya no necesita el

apoyo de nadie, que nadie le hace falta, que la Sultana

ya no le hace falta… Yo no deseo creerlo, pero debo

creerlo. ¡Él ni siquiera trata de negarlo! Y no permitiré

su gran infamia. Nuestros proyectos de grandeza los

hicimos juntos, y no voy a aceptar una estocada traicio-

nera.

Los acontecimientos se desarrollan a una veloci-

dad arrolladora. Es el distanciamiento de Almanzor,

Primer Ministro, con mi hijo el Califa Hisham II. Las

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relaciones se han cortado súbitamente, de un solo tajo.

Ya no hay lazos pendientes ni línea que los una. El Mi-

nistro pretende asumir por sí solo la dirección de al-

Andalus; pretende disponer, hacer, organizar, sin some-

ter sus decisiones al Soberano. Y pretende olvidarse de

mis atribuciones como Reina Regente de Córdoba, la

Malika Qurtuba, hasta que Hisham II sea mayor de edad.

Pero de nuevo llega su cariño y mi pasión enfer-

ma, devastadora, que no me deja rechazarlo. El tirano

Almanzor ha regresado para seducirme, para debilitar-

me con su magia. Me confunde de nuevo con argumen-

tos irrebatibles, reflexiones que parecen sinceras, sonrisa

franca. Me pide que lo escuche, que debo comprenderlo,

confiar en él una vez más, que sus acciones son justifi-

cadas, necesarias para nuestros propósitos.

Y manda a redactar la gran proclama que debe

ser leída en todas las mezquitas del califato:

- ¡Nuestro Señor Califa Hisham II, el que recibe el apo-

yo de Alá, ha decidido consagrarse íntegramente al

ejercicio de la piedad. Por lo tanto delega en su Pri-

mer Ministro, Almanzor Muhammad Abi’Amir, la

dirección de su gobierno y la gestión de los negocios

públicos!

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De nuevo estoy anonadada. Estupefacta. ¡Ya esto

es demasiado! Cuando regreso del hechizo me encuen-

tro en medio de una turbulencia, un huracán que me

levanta en vilo y me lanza a lugares irreconocibles.

Quiero hablarle, pedirle explicación por este asalto, por

este salto abierto hacia el vacío.

Pero Almanzor huye de mí, ahora para siempre.

Se escapa impunemente, resbala entre mis dedos, cuan-

do pretendo asirlo. Inventa nuevos viajes, nuevas lu-

chas, nuevas tareas y compromisos, que le impiden ve-

nir a mi lado.

Es la ruptura que ha llegado. El inicio del odio. El

anuncio de guerra que no tiene final.

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Quinta Parte

La Capa Negra

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Voces de la amargura

Han pasado los años, Almanzor, desde que iba contigo

hasta tu Guerra Santa con mi vestido de arrabalera, y

refrescaba tus cabellos con agua de mi cántaro; desde

que íbamos juntos a los viñedos de la Rusafa y me dabas

las rosas más espléndidas, que hacías crecer en tus jar-

dines; desde que nos amábamos dentro del quiosco de

cristal, y nos quedábamos desprevenidos, bajo las luces

del firmamento.

Han pasado los años, ¿doce o quince tal vez? y

hoy necesito que te quedes conmigo, que me escuches,

que te detengas en la puerta y hagas una pausa, antes de

marcharte.

Yo lo di todo en el afán de retenerte, en el afán de

estar contigo y morir a tu lado. ¿Lo recuerdas? ¿Recuer-

das la pasión que yo te daba?

Mi infortunado hijo, el Príncipe Heredero que

después fue el Califa Hisham II, lo entregué una maña-

na a la jauría de lobos, únicamente para tenerte compla-

cido. Lo entregué a tu ambición desenfrenada, lo entre-

gué a tus caprichos que nunca terminan. Y te ayudé a

destruirlo; lo destruí yo también sin darme cuenta. Me

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quedé indiferente ante su desventura. Muda estuve ob-

servando su fracaso, su destino inservible que todavía

me llena de remordimiento.

- Madre - solía decirme - déjame ser yo mismo, al me-

nos una vez. Permíteme que opine, que le dé forma a

mi destino, al menos una vez. Permíteme que piense,

que ordene mis ideas, que las deje crecer y hacerse

grandes, como quería mi padre, el Califa al-Hakam II

al-Mustansir. Déjame ser yo mismo para ordenar mi

mundo, para ordenar mi nombre, para marcarle el

rumbo que siguen los reyes, para marcarle sus cami-

nos y definir los límites que aún me corresponden…

Pero tú habías prohibido nuestro encuentro. El

joven soberano sucumbía de abandono y yo debía dejar-

lo en su corte de sombras, en su corte de espectros que

lo tenían acorralado. Habías dado las órdenes precisas, y

ellas debían ser cumplidas, como todas tus órdenes, so

pena de cárcel o de latigazos. Y así la Gran Señora, la

Sayyida al-kubra no pudo acompañar al desdichado

Hisham, ni siquiera esa vez, cuando estuvo postrado,

obsesionado y solo, delirando de fiebre, con la peste ma-

ligna que lo mantuvo al borde de la muerte.

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Jamás tuviste compasión de él; siempre lo desde-

ñaste, lo tuviste a menos, lo despreciaste por su debili-

dad, por su fragilidad y por la palidez de su semblante.

Tratabas de ocultar el marcado desdén, pero yo ya sabía

leer tus ojos. Jamás tuviste compasión de él; lo aborrecis-

te siempre, te aprovechaste de su inmadurez, de su fla-

queza, y después lo encerraste, lo dejaste encerrado en

el jardín de flores de Medina Azahara, para que sucum-

biera en la intemperie. Yo me di cuenta de tu crueldad y

de mi estupidez, cuando ya era demasiado tarde.

Ya lo habías decidido, ya lo habías ordenado. Yo

podía visitar a mi hijo cuando te parecía conveniente,

cuando tenías un poco de piedad, cuando mis ruegos te

conmovían y autorizabas la visita. Pero tan sólo custo-

diada por tus guardianes de entera confianza, los ver-

dugos, y decenas de espías que te eran fieles. Tal mo-

mento, a tal hora… y todo lo demás era prohibido.

Entregué la mitad de mi vida con el fin de tenerte

y estar contigo. ¡Por mi insensato amor, por temor a tu

olvido lo he perdido todo!

La adivina vestida de rojo, la profetisa cordobesa,

la elegante mujer que conocí una vez allá en la Puerta de

los Especieros, me lo había anunciado; lo había profeti-

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zado con sus altos poderes y me lo dijo sin reservas,

cuando murió mi ilustre esposo: Que me utilizarías para

satisfacer tu vanidad y orgullo, me jurarías amor eterno

y después me dejarías a un lado, me pasarías a un lado

sin voltear a mirarme, sin reconocerme; que serían des-

tructivos tus halagos, los cisnes nacarados y los nenúfa-

res de plata; que serían destructivos tus regalos y ofren-

das, tu promesa de amarme, el palacio encantado que

hiciste cincelar para hacerme feliz. Que las campanas

que escuchábamos seguirían doblando, redoblando,

como presagio de la desgracia.

Después de varios días de vanos intentos, hoy ob-

tuve el permiso de visitar a Hisham. Cada vez se me

hace más difícil verlo y tengo que cumplir más requisi-

tos para entrar al salón donde lo tienen custodiado los

guardias de Almanzor. Me dan un corto tiempo para la

visita y entro de prisa, con deseos de abrazarlo, de con-

versar con él.

Encuentro cabizbajo a mi hijo prisionero. Me sa-

luda apenas. Luego me da una carta, sin hablarme, y se

retira rápidamente.

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¡Hisham! ¡Hisham! – le grito - pero ya no está.

Me quedo sola, desconcertada, con los guardias

mirándome… ¿burlándose tal vez? Salgo de los salones,

respiro hondo para tomar un poco de aire puro, pues

me siento asfixiada. Camino un poco para tranquilizar-

me… Entonces leo la carta:

Para mi Madre, la Sultana Aurora:

La vida es un suceso, madre mía, que empieza y no termina ni

siquiera en la muerte.

Te levantas y callas porque no tienes nada entre las manos;

todo te lo han robado y no puedes hablar, no puedes exigir

que te lo devuelvan.

Amanece temprano cuando te amordazan, cuando tienes con-

tados los minutos de otro día inservible, que no cuenta, que

no pasa en el tiempo, sino que se conforma con el ir y venir

de los fantasmas.

Amanece temprano cuando no has dormido, cuando no has

comprendido cómo son los sueños. Amanece temprano cuan-

do las horas de silencio te atormentan y tienes que taparte los

oídos. Cuando deseas volver al día primero, el día de correr

como los otros niños, el día de jugar a los soldados con tu

hermano mayor.

Pero te encuentras atado de manos, indefenso, encadenado a

un caballo de palo que nunca ha crecido; encadenado a una

silla de oro, que ni siquiera te sostiene ni ha sido diseñada

para ti.

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La vida es un suceso, madre mía, que lastima los huesos, los

parte, los fragmenta y los lanza al vacío hasta que caen en el

barranco.

Amanece temprano cuando no has conocido el resplandor del

cielo, porque eras aún muy niño cuando te arrebataron las

estrellas, cuando te arrebataron hasta el más mínimo de los

luceros, y te dejaron el universo hueco, tenebroso.

En cada hora nace la mentira, la novedad de no hacer nada,

la vuelta al mismo sitio de los infelices que se sientan y espe-

ran.

Amanece temprano, madre mía, cuando te amordazan y la

verdad de las palabras se te seca, se marchita en la boca, se

concentra en el alma y se vuelve veneno…

Tu hijo

Abu-l Walid Hisham

He releído la carta de Hisham no sé cuántas ve-

ces. Y no sé cuántas veces he llorado leyéndola. Yo nece-

sito hablarle, pero mi hijo no me escucha. Ahora no

quiere verme ni recibirme, en esta hora de profundo

resentimiento. Y sin embargo debo contarle mis afliccio-

nes, sincerarme con él, descubrirle el cansancio que lle-

vo dentro, la frustración que me consume como llama

encendida que jamás se apaga.

¿Qué tanto vales tú, querido hijo, que ya eres un

hombre y ni siquiera existes? Que ni siquiera estás pre-

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sente para defenderte, para callar las voces que te irres-

petan y te ofenden. Que ni siquiera existes para mostrar

que estás aquí.

¿Qué tanto vales tú, querido hijo, que te compor-

tas como una marioneta y dejas que te muevan, que te

manejen, que halen las cuerdas que te sujetan, para que

saludes, para que te inclines, para que muevas la cabeza

de arriba abajo, en señal de SÍ y de un lado a otro lado,

en señal de NO; para que te deshagas en movimientos

divertidos, ridículos y después caigas en la tierra, des-

pedazado? ¿Qué tanto vales tú?

¡Pobre hijo mío! Pobre hijo de trapo, pobre sal-

timbanqui, que se monta en los bancos, vestido de mu-

jer, y hace reír a las esclavas. Pobre hijo mío, que no so-

porta el brillo de los candelabros, la débil llama de los

candelabros, sin caer al suelo desvanecido.

Pero es el Califa. Mi hijo olvidado es el Califa de

este reino. Él es el Soberano, el señor absoluto que todo

lo puede. ¡Pero no puede nada el infeliz! Y Almanzor lo

acorrala, lo persigue de cerca, lo tiene arrinconado con-

tra las grietas del palacio. Lo levanta y lo lleva a su ente-

ro capricho, como veleta que gira con el viento.

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Ahora lo encarcela en la cárcel sin rejas del Alcá-

zar. En las rejas de oro sin candados. Con murallas altí-

simas. Con centinelas que no dejan saltar por las mura-

llas. Que no lo dejan asomarse al mundo. Que vigilan,

vigilan.

Los caminos de al-Andalus parece que regresan al

lugar de origen. Giran en círculo, se enrollan, se devuel-

ven a veces; se abren paso en la hierba bajo mis pisadas,

para al fin encontrarse en el centro que ocupa el tirano

Almanzor. ¡Siempre él, en el centro!

Yo debería buscar una palabra para defenderlo.

En nombre de los años que vivimos juntos; en nombre

de la vida que juramos, del amor que estrenamos y que

hicimos viejo. Yo debería encontrar una palabra, pero no

la consigo porque no existe, porque no se ha inventado.

Ahora conozco la amargura y el peso de los años ha

empezado a doblarme, a dominarme.

He ya perdido las facultades que una vez tenía,

las que me hacían invencible (o al menos yo creía que

era invencible). He cortado en pedazos el don precioso

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de la inteligencia, y estoy sin fuerzas, ensordecida y cie-

ga, sin esperanza de redención.

Siempre él, en el centro. Almanzor me somete,

me humilla, me encadena, me vuelve polvo entre sus

manos, y me quedo callada, consternada, ante su fuego

destructivo. He comenzado a conocer el odio, a sentir

sus nacientes tenazas, y sin embargo no deseo alejarme

de Almanzor. Y prefiero quedarme con los ojos cerra-

dos, para seguir en este engaño que es mi castigo.

Sigue él en el centro. Almanzor determina el rit-

mo de mis horas, como si fuera el sol naciente. Él dosifi-

ca el aire que debo respirar… Pero Dios mío, ¿qué es lo

que estoy diciendo? ¿Hasta dónde ha llegado mi insen-

satez? ¿Acaso sigo amándolo? ¿No me he jurado que lo

detesto? Únicamente sé que él sostiene mi cuerpo, lo

rescata, para que no me caiga al precipicio.

Reniego en esta hora de mis obligaciones, de mis

sagrados compromisos, de mis ansias de bien. Reniego

de mi hijo, que no ha importado nunca. Mi desgraciado

hijo Califa que no merece al padre ni al abuelo al-Nasir.

Ni vale las promesas que le he dado. Ni vale mi amar-

gura. Y ni siquiera vale esta miseria de mi vida.

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Hisham ha estado enfermo, muy enfermo y él

médico de cámara le sugiere a Almanzor que yo le debo

hacer compañía para atenderlo personalmente. Entonces

se autoriza mi traslado al lado de mi hijo, que ahora se

encuentra en Medina Azahara. Mi llegada no lo con-

mueve; sin embargo en las noches lo veo sonreír. En el

día él divaga, entretenido con sus fetiches y sus extrañas

aficiones. Pero ya ha mejorado de sus dolencias, gracias

a Dios.

En esos días se presenta una nueva desgracia.

¡Las langostas! Los gritos de hombres y mujeres pueden

oírse desde lejos; vienen bajando por la serranía, como el

agua de lluvia, y su eco se extiende sobre el valle. Los

campesinos andaluces gritan alarmados y se apresuran

como pueden, a proteger sus huertos y viñedos que es-

tán en peligro. Se organizan en grupos, se distribuyen

las rápidas acciones de defensa, y se preparan a ganar la

batalla contra los enemigos invasores, los enemigos de

ojos prominentes y alas membranosas que se aproxi-

man, como nubes malignas, a nuestra tierra prometida.

En esta hora pavorosa, recuerdo mi perdido Saltamon-

tes de Oro, el talismán que me hace falta…

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Llegó la plaga de langostas y estoy tan alarmada

como los otros. Llega de pronto, como un mal pensa-

miento que cruza la mente, como un anuncio de los ca-

taclismos que se avecinan, como señal del hundimiento

que va a producirse en el reino de al-Andalus. Llega la

plaga y le aviso a mi hijo que debe prepararse, que debe

estar en paz consigo mismo porque nuestra historia se

desmorona. Corro a buscarlo a su dormitorio. Lo en-

cuentro leyendo “El Libro de las Predicciones”, una de

sus lecturas favoritas. Muy consternada le pregunto:

- Hisham, ¿has visto las langostas? ¿Te has asomado al

mirador para ver cómo todo lo invaden en instantes?

Se nos vienen encima como mantos oscuros, atrave-

sando sembradíos, devorando hasta la última hoja de

nuestras cosechas…

- Sí, madre, las he visto – responde con calma - Las

langostas devoran el resto de mi estima, pero no te-

mas. Ninguna plaga podrá aniquilarnos, porque

guardo en mi cofre los Cuernos Milagrosos del Cor-

dero de Isaac, y maderos sacados del Arca de Noé…

Estas reliquias nos protegen contra el asedio de los

insectos. Son talismanes de salvación. Ellos tienen vir-

tudes portentosas, capaces de anular los poderes ma-

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lignos. Iremos a rezar al aire libre y nos enfrentare-

mos a las langostas, pero estaremos protegidos…

- ¡Es inútil, Hisham! De nada sirven las oraciones al

aire libre ni los cantos rituales de los labradores. So-

lamente servía el Saltamontes de Oro que me entregó

tu padre, el Califa al-Hakam II al-Mustansir. Solamen-

te él protege de la invasión de insectos, de arañas, de

alimañas, de hormigas y escorpiones. Solamente él

protege contra las maldiciones que quieren echarnos.

Pero mi Saltamontes ha caído en la noche, en las pro-

fundidades de la noche, en lo hondo del tiempo. ¡Ya

no tenemos protección!

- No te entristezcas, madre – me consuela Hisham - El

cataclismo no ha llegado a nosotros. ¿Puedes verme?

¡Ven! ¡Acércate y tócame! Mírame, soy yo mismo, tu

hijo Hisham, el Califa de Córdoba. ¡No te aflijas! To-

davía estamos vivos; permanecemos vivos en un

mundo de muertos. ¿O es que los muertos somos no-

sotros? Las langostas devoran el resto de mi sombra,

madre, pero no temas.

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Ha pasado la plaga de la langosta y mi hijo

Hisham todavía me consuela… ¡Aún estamos vivos!

Pero existe otra carga que me agobia más que la muerte,

y he debido llevar por mi sendero durante mucho tiem-

po. Es la condena que no me da tregua, que sobrepasa

todos los pesares, que camina a la inversa de la buena

suerte, a la mano derecha del desconsuelo, para alzar las

banderas de mi derrota.

Durante todos estos años he batallado sin descan-

so. He debido aceptar inconcebibles condiciones, que

presumiblemente eran necesarias, que eran parte del

trato, del juego de seguirnos y apoyarnos. He debido

aceptar los matrimonios de Almanzor sin siquiera una

muestra de abatimiento, sin que se hiciera perceptible

mi deseo de perderme por los montes, junto a las fieras

más salvajes, para gritar mi desesperación.

Me convertí al Islam por razones precisas de la

conveniencia, por circunstancias que me fueron impues-

tas, que barajaron mi destino sin yo decidirlo, que cam-

biaron mi vida sin anunciármelo.

Pero nací en tierras cristianas, bajo el amparo de

la Virgen Santísima de los Jacintos, en la región de los

fríos intensos. Conocí el matrimonio de mis padres, el

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de mis abuelos, el de mi hermana Elvira, quien vino a

desposarse con un famoso cazador, el Montero Mayor

del duque Gildeberto. Una mujer y un hombre, una pa-

reja de desposados, ése es el mandamiento de la ley de

Cristo, el mandamiento que aprendí de niña, allá en la

iglesia de El Calvario, cuando yo pastoreaba los rebaños

de cabras, y subía mis montañas para estar a la altura

del castillo.

De alguna forma me rebelo y opongo resistencia.

Por no arriesgar mi poderío he debido aceptar las situa-

ciones más adversas y humillantes. He debido fingir que

sí estoy preparada para esta forma de entender el mun-

do, donde Almanzor se eleva hasta las latitudes de los

astros, y yo no puedo levantar el vuelo.

Han sido muchas mis cavilaciones, mis desvelos,

y he llegado a entender mi desafío. Sus favoritas, sus

esposas y esclavas, han sido parte de nuestro convenio,

de nuestra lucha por sobrevivir en el poder, de la avari-

cia que compartimos y nos unió por tanto tiempo.

Su estrategia de lucha estaba definida desde el

principio. Por eso actuaba fríamente, calculando y mi-

diendo cada movimiento y no perdía la meta de sus as-

piraciones. La situación política se complicaba y las pre-

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siones se hacían sentir. Ahora necesitaba de un valioso

aliado para quitar del medio todos los obstáculos. El

nombre de este hombre era Galib, el Comandante de

Medinaceli, quien poseía el título de Doble Visir y tenía

autoridad sobre las tropas de la frontera.

Almanzor avanzaba, planificaba sus zarpazos y

sus maquinaciones metro a metro, centímetro a centíme-

tro, y decidió casarse con Asma, una flor de verano, hija

de Galib, para afianzar su posición de mando. La jugada

había sido maestra. Dos hombres poderosos, yerno y

suegro, pertenecían ahora al mismo bando.

¿Quién era yo en ese momento? Hace ya tanto

tiempo que la memoria se hunde en la neblina… Era

Reina Regente, madre del Califa, la Sayyida al kubra,

Gran Señora. Yo manejaba el reino sabiamente; tenía el

control de todas las acciones y pisadas. Yo gobernaba al-

Andalus desde el harén, y desde mi despacho en el Jar-

dín del Príncipe. Mi palabra era decisiva. Yo daba órde-

nes a los visires, dominaba el mundo.

Pero Almanzor se movía con mayor astucia; era

más listo. Su misión en la vida era ascender hasta la es-

fera de los dioses, sin importar la vía de conseguirlo.

Entonces echó a un lado los escrúpulos. (¿Los tuvo al-

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guna vez?) Y quitó del camino a aquellos que le hacían

resistencia. Yo fui otra de sus víctimas. Me había des-

plazado.

Yo estaba todavía llena de gracias y empeñaba mi

suerte por su suerte. Me empeñaba en amarlo por sobre

todos los peligros, sin importarme mi prestigio ni el

rumbo incierto de mis pasos. En nuestras horas de ar-

monía, solía decirme:

- Tienes mi amor y mi respeto, Sultana Aurora. Y no

deseo que dudes de mí, aunque veas y escuches lo

que no comprendes...

Después vinieron otros esponsales. Abda, prince-

sa cristiana hija del rey “Abarca”, de Pamplona, se con-

virtió en su esposa cuando ya nos habíamos alejado,

cuando me consumía de abandono y mi vida se abría

hacia la tentación de la venganza. La novia era vascona

como yo, de la región de los fríos intensos. Sus cabellos

parecían mis cabellos, y sus ojos mis ojos.

Los años pasan, pesan, y me encuentro cansada,

llena de rencores. Hace tiempo escapó la lozanía, la ma-

ñana de luz que me duró por tanto tiempo. Rechazo las

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historias de mi vida, las que viví en sus brazos, y apren-

do a sacudirme el polvo de la guerra.

Ahora es Tarasia, la Princesa de León, quien

amanece junto a él. Vino al harén de Córdoba enviada

por su padre, Bermudo II. Fue concubina de Almanzor

por algún tiempo; después se desposaron. La Princesa

me ha reconocido y sonríe amablemente. ¿Siente tal vez

pena de mí? La historia se repite, esta vez a la inversa.

¡Ahora soy yo la desgraciada! Mis recuerdos regresan

hasta Azahara, la favorita de al-Nasir, cuando la vi una

tarde, junto a la Puerta de los Jardines. Mis recuerdos

regresan a su blanco albornoz, a su silueta vaga, al ros-

tro que traía toda la tristeza…

He sido desplazada, relegada, puesta en el sitio

de los limosneros. Han sido demasiadas las traiciones,

las iniquidades. Pero no me retiro de la contienda. El

tirano Almanzor ha sido mi maestro. He aprendido de

él a ser tenaz, a seguir adelante, a proseguir la lucha en-

carnizada, a combatir con todos los ardides, con todos

los venenos, hasta ver muerto al enemigo.

El enemigo es él. ¡No va a vencerme!

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Es necesario que lo entienda; que lo perciba con

los cinco sentidos. Tengo que repetirlo en alta voz para

escucharlo, para que las palabras entren por mis venas,

perforen mis entrañas y pueda convencerme de una

verdad que no he querido nunca reconocer. Es necesario

que lo acepte irremediablemente, sin que otra vez se

nuble mi conciencia, sin que persista con mi engaño,

tratando de encontrar razones que no existen, bondades

que no existen; sin que siga esperando por el milagro

que no llega nunca… ¿Cuál es esa verdad?

Mi hijo Hisham II es la burla más triste de la His-

toria. Tiene ya treinta años y es el Califa de los titirite-

ros, el Califa de nada; el que va a divertirse por las calles

de Córdoba vestido de mujer, pintarrajeado como las

prostitutas. ¡Ése es mi hijo!

Él es el ignorado, el que nada ha valido, el que a

nadie le importa, el que a nadie hace falta. No alcanza

una palmada de lo que fue su ilustre padre, ni los ante-

cesores de su estirpe. No alcanza a mis anhelos, tampo-

co a mis desvelos. Mi hijo no me alcanza.

Mi hijo Hisham II es el ignorado, el endeble, el

huidizo, el afeminado, el que ha tenido una vida infe-

cunda y nunca ha cosechado un verdadero sueño. (Por-

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que los sueños se cosechan como los duraznos, hijo mío,

¿lo sabías?).

Mi hijo Hisham II se ha llenado de vicios, de sór-

didas costumbres, propias de rufianes de los bajos fon-

dos. Ha llenado su vida de lujuria, de inmoralidades,

suciedades, que lo han llevado al lodo de la vergüenza.

Nada tiene la imagen de lo que debe ser en esta

ruina humana. Nada se identifica con su rango ilustre,

sino con los designios de la mediocridad. Hisham II es

eso. Únicamente mi desilusión, el costo de mi culpa. Mi

remordimiento. La rabia que tortura y la venganza que

no llega. La destrucción de mi universo.

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Las botijas de oro

Últimamente me he sentido enferma. Mi cuerpo está

resquebrajado, hendido, como un árbol caído, partido a

hachazos por el leñador. Los dolores aumentan, pegan

de frente con todas sus fuerzas, y luego se retiran para

dejarme en libertad.

Cuando parece que todo está perdido y que voy a

morir, hago un esfuerzo y me levanto. La enfermedad

no va a aniquilarme. ¡Nada va a aniquilarme!

El mal que ya se ha ido, despeja por instantes mi

inteligencia y me muestra el camino que debo seguir

para acabar con mi enemigo. “¡No depongas las armas

de tu lucha!”: Ésas eran palabras de Almanzor. Me las

había enseñado y repetido muchas veces, cuando te-

níamos dificultades que había que afrentar. Necesito de

nuevo seguir su consejo, pero esta vez en contra de su

tiranía. ¡Ha renacido mi voluntad, y ésta no puede ser

quebrada tan fácilmente!

Mi hijo Hisham II nunca ha sabido defenderse y

debo rescatarlo de la injusta opresión que lo mantiene

inerte, mudo, sin posibilidad de rebelarse. Tal vez no

sea demasiado tarde y todavía estemos a tiempo de re-

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encontrar lo que perdimos… El Ministro Almanzor es

responsable de nuestro derrumbe; somos sus grandes

víctimas. Pero no logra doblegarme, no caeré de rodillas

ante sus pies. ¡Al final seré yo la vencedora!

El momento es propicio. Mis allegados se me

acercan. Están conmigo en este intento por recobrar el

trono del Califa, que Almanzor ha usurpado de una

manera ilícita, desvergonzada. Hablamos en voz baja.

Hay parte del ejército fiel a la dinastía de los Omeyas; y

el séquito de Hisham y los sirvientes palatinos, y mu-

chos personajes de la nobleza - hombres de ley y estudio

- están de acuerdo con nuestra causa. Tan sólo esperan

las señales que serán transmitidas desde el Alcázar. El

momento es ahora; no hay demora posible. Un acertado

golpe de Estado acabará con el usurpador, y lo lanzará

al fondo del barranco, donde los buitres van a picotear-

lo, a desangrarlo, a sacarle los ojos. Mis consejeros se me

acercan:

- Necesitamos monedas de oro para nuestros aliados

africanos, quienes vendrán a socorrernos, con el bra-

vo Virrey de Mauritania Zirí ibn-Atia a la cabeza de

sus batallones. Esta esperada rebelión derrocará al ti-

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rano. Necesitamos grandes cantidades de monedas

de oro para la propaganda y el soborno...

- ¿Cuánta es la suma requerida?

- Ochenta mil dinares del tesoro.

- Pero el Gobernador de la ciudad, revisa diariamente

lo que entra y sale del Alcázar… ¿Cómo lo lograre-

mos?

- Yo me encargo – les digo

Entonces esa noche, con la ayuda de diez de mis

esclavas de mayor confianza, saco las miles de monedas

de las Arcas Reales y vamos repartiéndolas, equitativa-

mente, dentro de cien botijas de barro, que llenamos de

oro hasta la mitad. Completamos después las botijas con

una gruesa capa de miel de abejas, o con jalea de mem-

brillo, ciruela, durazno y mora, que han sido preparadas

por nuestros leales cocineros.

El dinero queda escondido, bien escondido.

¿Quién podría descubrirlo? Las cien botijas de oro son

marcadas como “Miel de abejas” “Jalea de durazno”

“Jalea de mora” y “Confitura de Frutas”. Las cien botijas

cruzan los portones de la muralla sobre carros de mula,

sin despertar sospechas. Cuando veo alejarse las carre-

tas con el valioso cargamento, respiro tranquila.

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- ¡Alabado sea Dios! – exclamo en voz alta - ¡La parte

más difícil está lograda! ¡Nuestros planes no pueden

fallar!

Y regreso confiada hasta mi dormitorio. Necesito

dormir, descansar, apaciguar mi angustia y nerviosis-

mo. Todavía estoy débil, dolorida. (Los hachazos regre-

san, de vez en cuando y me dejan hendida, resquebraja-

da, como un árbol caído….)

Debo estar fuerte y preparada para los días que

se avecinan: la guerra encarnizada contra mi enemigo,

está comenzando.

Pero los hechos acontecen de manera distinta a lo

que habíamos planeado. Los hados han actuado en con-

tra nuestra, y oscuras fuerzas del destino tuercen mi

rumbo. Circunstancias adversas se presentan, una a una,

y nuestros planes de venganza contra la injusticia, son

descubiertos por los espías de Almanzor.

Es todavía de madrugada cuando escucho el tro-

pel de los caballos. Y lo veo venir, airado y altanero. Se

ha desplazado desde Medinat al-Zahira hasta el Alcázar,

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al frente de un puñado de soldados, para pedirme expli-

caciones por lo que él considera una traición.

- ¿Una traición me dices, insensato? ¿Me acusas de

ofenderte, traicionarte, cuando mi hijo el Califa y yo,

que soy la Reina Madre, hemos sido tratados como

imbéciles, ridículos fantoches, un par de monigotes

en tus manos? ¿Todavía me reclamas, impostor?

Visto una bata de finos encajes, y recostada en

almohadones enfrento su mirada, que quiere fulminar-

me. Y le dejo saber que lo aborrezco, que el amor que le

tuve se ha transformado en un odio implacable, que he

conspirado contra él, que deseo liberarme de su tiranía,

que anhelo su desgracia, su perdición definitiva. Y ter-

mino diciéndole:

- ¡Déjame en paz ahora! Regresa a tu inclemencia, a tus

maquinaciones, a tu ambición de siempre, al poder

mal habido... ¡Regresa a tu violencia, mensajero del

Diablo!

Almanzor no replica y siento el fogonazo de su

mirada enfurecida. Aprieta los puños, da la espalda y

vuelve de inmediato a Medinat al- Zahira, la Ciudad Bri-

llante. Allí convoca a los visires y jefes de gobierno y les

informa que las mujeres del Alcázar sacaron miles de

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dinares de las Arcas Reales; y que el Califa Hisham II no

se ha enterado de lo sucedido, porque se halla sumido

en sus plegarias y sus supersticiones delirantes…

Los dignatarios me condenan, y de inmediato or-

denan que el tesoro de al-Andalus sea trasladado a Medi-

nat al-Zahira, bajo custodia de Almanzor.

Ahora sí, lo confieso, ya todo está perdido. Se

acabaron mis fuerzas. Ya no resisto más, ya me he ren-

dido. El tesoro real es entregado al nuevo dueño.

Almanzor se ha movido con rapidez. Es ágil co-

mo un lince, y en un instante planifica sus tretas y arti-

mañas, sus picardías de tahúr. Sin que yo me enterara

de su jugada definitiva contra la dinastía de los Omeyas,

el dictador de al Andalus solicita una audiencia secreta

con mi hijo el Califa. Éste lo recibe tímidamente, en los

jardines de Medina Azahara; y, como era de esperarse,

se deja envolver en sus palabras convincentes y sus ge-

niales componendas.

El Rey y su Ministro se reconcilian y se ponen de

acuerdo sobre los pasos a seguir. Una vez más Hisham

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ha sucumbido ante la voz de mando de su Primer Mi-

nistro y ha caído en la trampa.

De inmediato, cumpliendo órdenes tajantes del

Ministro, que han sido disfrazadas de sabios consejos,

Hisham proclama y ratifica - con su firma y el sello real -

la autoridad suprema de Almanzor en el gobierno del

califato. Hisham se escurre, cabizbajo; se declara un

inepto incompetente, incapaz de vivir un segundo de

gloria.

Estamos en el año 997 de la era cristiana y tengo

53 años. Aunque es el día de oración y de las obras bue-

nas, mi pedazo de cielo se hace tenebroso. He recibido la

condena, la estocada final en mi costado; he quedado

humillada, derrumbada, hecha polvo y ceniza. Mi ira no

tiene fin. No tiene fin mi odio. Almanzor, el maldito, me

ha vencido, me ha despojado de mi vida entera.

Todo culmina hoy. Todo culmina con un desfile

indigno, con un desfile tragi-cómico, durante el cual el

pueblo cordobés puede mirar a su Bufón-Califa que

nunca ha servido para nada; puede mirarlo cara a cara,

al descubierto. Puede mirar su rostro opaco, que da lás-

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tima; su rostro de borracho que da lástima; su cuerpo

adormecido que se estremece y se tambalea sobre la silla

del caballo. El pueblo cordobés puede mirar la piel de

cera del Califa, su piel reseca, mustia, que parece la piel

de un moribundo.

Hisham II -Mu’ayyad bi- llah es presentado ante su

pueblo con regias vestimentas y las insignias califales.

Me causa pena su tragedia; me da pena mirar su figura

marchita y prematuramente envejecida. El Ministro Al-

manzor cabalga al lado suyo; va erguido como siempre,

alzado en su caballo, victorioso, lleno de gloria y de

prestigio. Los dos hombres ingresan en la Gran Mezqui-

ta, donde se prosternan y hacen oración. Y después par-

ten hacia Medinat al-Zahira, la Ciudad Brillante, donde

han de confirmarse – con las firmas de ambos y los se-

llos reales - las funciones de Hisham II como Califa-de-

Mentira, y el dominio perpetuo de Almanzor, el Tirano.

También yo voy en el desfile. La gente se amon-

tona en las esquinas para verme pasar y señalarme con

los dedos. “¡Es ella! - dicen - la Sultana de Córdoba...”

La gente se amontona para mirarme, para compadecer-

me y reírse de mí. También yo voy en el cortejo, que es

el cortejo de mi muerte.

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Tal vez un día cercano, en una corta comitiva luc-

tuosa, irán llorando las plañideras. Tal vez un día cer-

cano, junto a mis despojos, Almanzor caminará descalzo

y rezará devotamente las oraciones fúnebres. Tal vez

dará ante mi tumba una magnífica limosna para los cie-

gos y los desamparados. Simulará que tiene una gran

aflicción ¡Será una nueva burla a mi recuerdo!

También yo he desfilado durante el viernes de la

tristeza, junto con todo el pueblo de Córdoba. No me

verán más nunca, lo prometo. También yo he desfilado

en el regio cortejo; pero esta vez vestida de mí misma,

con el cuerpo cansado, doblegado, y mis harapos de li-

mosnera.

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Golpes de viento

Ahora me siento derrotada. Estoy enferma, demasiado

enferma, y ya comprendo que mi final está cercano.

Desde el día desgraciado del cortejo, cuando me despedí

de la ciudad de los placeres y de la gloria y vestí mis

harapos de limosnera, he padecido varios desmayos y

cada vez me cuesta más esfuerzo restablecerme.

Mi enfermedad no tiene causa ni tiene nombre y

la he llamado “golpes de viento”, y así la llaman los

doctores que vienen a verme casi todos los días.

Los repetidos golpes de viento han hecho estra-

gos en mis huesos y me cuesta trabajo ponerme de pie.

Es un golpe violento que se queda clavado en la cintura,

que martiriza la cintura, que ataca las rodillas y las es-

paldas. El zumbido de los oídos me atormenta. El parlo-

teo en los oídos me debilita, cuando pretendo conciliar

el sueño y tener un momento de paz. Los calambres me

paralizan por instantes. La fiebre sigue persiguiéndome

y me encierra en su círculo de fantasmas y alucinacio-

nes.

Ya no llevo el recuento de los hechos. Tardes y

noches son la misma cosa en esta turbulencia que me

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circunda. Los doctores vienen y se alejan. (Yo todavía

soy la Sultana, y alguien se tiene que apiadar de mí…).

Hablan a media voz y he escuchado decir, como en su-

surros, que no pueden salvarme. Las pesadillas se hacen

cada vez más frecuentes y aterradoras.

La vida se me viene en los golpes de viento, que

me nublan los ojos y me agudizan la memoria. Los re-

cuerdos vienen en bandadas, como ánimas en pena en

busca de consuelo. Yo busco alivio a la amargura.

Tengo pocos momentos de lucidez; ya no percibo

los colores, se me confunden los sonidos, ya no distingo

las distancias. Los recuerdos se vienen galopando, atro-

pellándome, tratando de imponerse unos sobre otros

para tener mi preferencia. La vida entera se me cae im-

petuosa como los torrentes; la vida entera viene y pasa

como golpes de viento que levantan la arena.

La fiebre llega esta mañana y no se aleja más. Ha

venido a quedarse, a instalarse conmigo en el dormito-

rio, para brindarme compañía. Los doctores se acercan y

se alejan sin hacer nada, sin comprender nada. Cuchi-

chean entre ellos; cambian la posición de mis almoha-

das, untan mi frente con ungüentos y pegan el oído a mi

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corazón. Si no estuviera tan enferma me reiría en sus

caras… ¡Piensan que esas sandeces van a curarme!

De nuevo me hallo sola. Mi piel está encendida

como si echara llamaradas. Los labios me arden; me ar-

den las mejillas y los párpados. Arden los hilos del en-

tendimiento, y me voy arrastrando como puedo hacia el

cántaro de agua.

Unas siluetas silenciosas, vagas e imprecisas se

me acercan. Los reconozco; son ellos, los recibo con un

resto de llanto. Mis padres, mis hermanos, los seres más

queridos, han venido a cuidarme en esta hora última de

mi padecimiento. Veo sus rostros lejanos, veo sus ojos

perdidos como la tarde de su muerte, en la región de los

fríos intensos. Están sentados junto a mí, rodean mi ca-

ma, me sonríen y susurran algunas palabras que no con-

sigo definir. Mi madre me consuela, me acaricia, mitiga

un poco la tristeza.

Cuando desaparece mi familia, veo llegar a Al-

manzor. También él ha venido a consolarme en mi de-

solación. ¿Es verdad que lo veo? Froto mis ojos para cer-

ciorarme. Trato de incorporarme para recibirlo. ¿Es ésa

su figura, allí junto a la puerta? ¿Es ése su reflejo junto a

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mi reflejo? Pero todo se pierde en un instante: su silueta

se esfuma, se diluye en el tiempo, me abandona.

Vuelve el golpe de viento. Ráfagas que regresan

con mayor bravura como el día lejano del vendaval que

se metió en mi casa de treinta escalones. Almanzor me

abandona. Vuelve el amor y el odio que he sentido por

él; todo el amor y el odio al mismo tiempo. Quedan po-

cos momentos de lucidez y debo aprovecharlos. No

quiero renegar de los recuerdos, de la miseria y gloria

de mi vida. Y regreso a los días de nuestro encuentro, a

mi alegría y mi incertidumbre, a mi pasión desesperada.

Regreso a las verdades en distintos momentos de nues-

tra historia, a las horas primeras de desconcierto, a las

primeras desilusiones, cuando escribí las cartas que

nunca quise darle, y hoy dejo resguardadas en mi pe-

queña arqueta de marfil. ¿Vendrá él a buscarlas? ¿Podrá

leerlas alguna vez? Hoy las quisiera recordar, una por

una…

Sigue a mi lado, Muhammad. No me nombres las horas de tu

pobreza, de tu desarraigo, porque ellas pertenecen a leyendas

muertas que no retornan. No me expliques tus sueños de

grandeza, cuando llegaste a la ciudad de los placeres, al im-

perio creciente de los reyes Omeyas, y juraste ser dueño de su

poderío.

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- Escriban mis palabras, una a una - habías profetizado a tus

amigos - Seré el Señor de al-Andalus, el que todo lo puede y

lo domina.

No me indiques jamás tus desmedidas ambiciones, tu afán de

cabalgar por la cima del mundo, porque ya las conozco, las

veo crecer todos los días, con cada uno de tus pasos.

Sigo el impulso de los ángeles, cuando pretenden abarcar el

cielo, cuando quiero alcanzarte, pero no me dejas. Recuerdo

las montañas cuando me duele la tristeza. El azul de nostalgia

es el color de Dios.

Pero sigue a mi lado, Muhammad, y no te vayas nunca. Si me

conduces hasta la entrada del ocaso, tomaré el sol para ofre-

cértelo.

La luz de la mañana se recoge en la primera margarita. Se

concentra aquí mismo, en el rincón del limonero, el azahar

del limonero, su perfume. La luz de la mañana se recoge en el

rocío que nos circunda, que nos llena la vida de milagros.

Hoy yo podría entregarte el universo. ¡Es tanta el alma que te

debo! ¡Es tanto el cielo que me has dado! Si tocaras mis de-

dos … ¿lo imaginas? Mi mano entre tu mano. El mundo ente-

ro vibraría. Los volcanes serían luces de aliento para noso-

tros dos.

Nada tuve de ti hasta este día. Regresaste a buscarme, y com-

prendimos.

He soñado contigo, Muhammad. He soñado que vienes por

los senderos que los dos hicimos, entre los arreboles y las

mañanas del otoño. He soñado tu risa. La alegría de tus ojos

que otra vez me miraban, desde el comienzo.

He soñado contigo. Con la caricia de tu mano, el roce de tu

mano, la aventura magnífica de tu mano en mi hombro.

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Era un juego de encuentros, de ausencias y presencias, de

sutiles hallazgos. En los jardines de la medina, en el bosque

escondido, en el agua que baja de la sierra.

He soñado contigo, Muhammad. Y me despierto desamparada

Todo es inútil, ya lo he comprobado. ¡Ya no es posible que te

quiera más! Ya no vale la pena que inventemos, que yo inven-

te una historia de migajas que una vez entregamos a los men-

digos. No es ya posible Muhammad. Y todavía te necesito.

Siento deseos de estar en un momento eterno de tu escondite

donde aprendí a encontrarte. ¿Vienes tal vez a verme? ¿Has

escuchado la respuesta de tus rencores?

He venido a cobrarte las cuotas del cariño. Son varios los

inviernos que han pasado.

Los años del amor, aún me los debes.

Se quedan las historias en el día primero, cuando viniste al

centro de mi vida.

Eran las vísperas de mis alegrías, las vísperas de hallarnos.

Tus ojos me enseñaron las nuevas dimensiones del infinito. Tu

palabra fue símbolo de mi renacimiento. Renací en esos res-

plandores. Y se quedaron las historias de los días primeros,

cuando viniste.

Te respiro, te siento, te consigo en instantes no repetidos, en

los rincones que conoces, en las ventanas que te dan la luz.

Te respiro, te siento, en la avenida de las margaritas, en la

mañana de verano que recién amanece, y que marca las ho-

ras sin regreso.

Viene otra vez la incertidumbre, la desazón prendida de la

incertidumbre, la nostalgia de días donde podíamos acercar-

nos. Fue allí, tal vez, el encuentro secreto de los labios, el

comienzo absoluto de la vida. O fue antes aún de que tú te

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alistaras en la legión de servidores del Alcázar, y eras tan

sólo un escribano, recién llegado de los arrecifes.

Nada jamás me hacía presentir el rumbo que llevaban nues-

tros pasos. Yo levantaba mis dos manos para favorecerte y

quise señalarte como guardián y preceptor de mi pequeño

hijo. Pero el Príncipe Niño no habría de durarme sino el vue-

lo pausado de la mariposa, que detuvo su vida en la primera

flor del campo.

Se le acabó la vida al Príncipe, cuando apenas tenías la mi-

tad de mi nombre.

Ya no se entienden las mañanas si no estás conmigo. El uni-

verso no amanece: se queda suspendido en intento de luz. Las

horas mías se quedan detenidas en el instante último de nues-

tra despedida y las blancas estrellas desaparecen del firma-

mento.

¿Qué me queda de ti? Nada más los reproches. Nuestra aven-

tura de silencio se vio una vez iluminada con la voz pura del

corazón. Ese lenguaje del amor lo comprendíamos. Ese len-

guaje del amor lo inventamos los dos, entre los dos silencios.

¿Qué me queda de ti? Una mirada tuya, noche de plata. Una

tristeza mía que se va al vacío.

No es posible, Almanzor; la ilusión no me sirve. Para nada

me quedo ilusionada con tu regreso, porque no vuelves. Para

las ilusiones no me sirves. No quiero estar presente cuando

comience el desengaño, cuando me digas que nada queda de

aquel día, que la ilusión fue pasajera, que los años pasados

fueron pasajeros. Que la verdad es el olvido.

Ni siquiera me queda el desconsuelo de la mentira, porque

nunca mentiste. Ni siquiera mentiste cuando murió el Califa.

No me mentiste bajo la luna. Fui solamente yo, quien quiso

aprisionar una verdad que no existía, que no había existido.

Nunca me lo dijiste, pero yo imaginaba, veía maravillas.

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Yo tomé de tus ojos unos fuegos primeros, unos instantes de

domingo, unas lunas de antes, que me iluminaron. Y quise ser

intérprete de los rayos que pasan, de ilusiones que pasan, sin

que nos demos cuenta.

Nunca será posible. Las ilusiones no serán posibles.

Almanzor ya no viene hasta mi soledad que nada cuenta.

Voy a creer en ti hasta que te me hundas en la muerte. Hasta

que yo esté hundida dentro de la muerte, creo en ti. La tarde

dice que no vuelves. Mala sombra me cubre, en esta hora del

desengaño. La eternidad no importa, si no estoy contigo.

Ya escogiste a mi hijo para la condena. Escogiste su nombre

para hacerlo llegar hasta el martirio. Eres tú el responsable,

no vayas a negarlo.

Recae en ti la culpa del hijo que he traído hasta el altar de los

sacrificios.

Creo en ti una y otra vez, porque me has convencido, me si-

gues convenciendo.

Creo en ti, Almanzor, mas no tengo derecho de creerme.

Si nos quedamos en la primera hora de la tarde, las amapolas

no mueren nunca. Si inventamos el día, cuando el sol se ha

escondido, el mundo no anochece, sino que sigue claro en luz

de vida. Si vamos caminando con esperanza de mediodía, no

se nublan los campos, sino que reverdecen en la flor del ve-

rano.

Nada puedo ofrecerte sino mi pasado, la lozanía que tuve, el

encanto que fueron mis días mejores, la distancia en el tiem-

po, el divino tesoro.

Tú no quieres venir, ya no regreses. Ya no quiero que vuelvas,

Almanzor. Ya se me acaba el corazón con lo que te he queri-

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do. Ya no te encuentro ni te busco, porque nunca te he halla-

do. ¡Ya no vale la pena que te quiera más!

¿Qué me queda de ti?

Un poema de amor que me escribiste, y una luna que pasa,

que me deja.

Si la historia siguiera, tal vez entenderíamos. Pero se rompe

todo y no se dice nada. La sonrisa de ayer, la de hace años,

queda marchita para que todo se destruya.

Es necesario que te vayas; no importa si me quedo. La verdad

del adiós está presente en esta despedida sin regreso, que ya

se ha hecho necesaria.

Sigues huyendo y ya no te detienes, Almanzor. Ni siquiera

consigo los primeros pasos que anduvimos juntos. Pero nunca

te has ido, y soy yo ahora quien rechaza los besos que tuve de

ti. Nada vuelve a lo mismo. Todo se nos diluye. Se esfuma la

palabra.

¡Quédate, no te vayas! Ya sé que fui un momento en el ascen-

so de tu vida, en el ascenso de tu poderío. Que los árboles

viejos del Guadalquivir fueron testigos de aquellos juramen-

tos que se perdieron en las aguas.

Te libero, Almanzor. Te libero del cielo que ya no se extiende,

del cielo mío que jamás se extiende, porque llegó a un azul

inusitado, a las estrellas más auténticas, llegó hasta el centro

de todos los soles, y se apaga, se apaga...

De nada sirve que te olvide, porque nunca te olvido. De nada

sirve esta tristeza, que no tiene descanso, que no tiene un mi-

nuto de silencio. De nada sirve el desconsuelo, eternamente el

desconsuelo, y el grito que se pierde en la distancia y el va-

cío.

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Ahora quieres venir, cuando ya no te espero. Cuando no sue-

nan las palabras de los días felices, ni se mecen las flores del

verano. Ahora quieres venir, cuando el regreso es una letra

muerta, sin sentido, que nada dice, nada quiere decir y nada

entiende.

Vienes ahora a mí, cuando ya es tarde, cuando ya no te espe-

ro ni te necesito, cuando el cielo está claro sin tu nombre,

cuando tu ausencia ya no duele. Cuando ya no es posible tu

regreso. Tu regreso a mi sombra, que alguna vez iluminaste.

Almanzor, no te culpo, mi vida no se entiende. Ella sigue va-

gando por los rincones de la desventura, por los rincones de

la incertidumbre que tú hiciste trazar.

Fui la esposa primera, la más reverenciada, Umm Wallad del

Califa, la Sultana del reino; la bienamada y poderosa, la

dueña de todo. Tuve mi primer hijo - una perla de oro que

acuné en mis brazos - pero la muerte lo empujó al abismo,

cuando el niño corría para alcanzarme. Fue un Príncipe ri-

sueño que pasó al olvido, que se quedó en ninguna parte, sin

detenerse en la memoria, sin gloria, sin abrigo, sin años, sin

pasado.

Entonces vino Hisham, el pobre hijo perdido, el pobre hijo

burlado, el Califa de nadie, el engaño, el caído, un pobre dia-

blo que quedó escondido atrás de las cortinas del Palacio.

Ésos fueron mis hijos, hoy te los presento. Y ésta es la suma

exacta de mi vida. El resumen completo de mi vida que ya

nada espera, que ya cumplió su ciclo último – estremecido

por la pesadumbre - y hoy se me termina.

Pasan las horas y se van volando, mientras releo

y guardo las cartas que una vez escribí para Almanzor.

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Vuelan y pasan las palomas, desconcertadas, como si

Dios no las encaminara, como si Dios no les marcara el

rumbo, como si el día no me alcanzara para cubrirme de

remordimiento, como si en este desamparo se refugiara

la tiniebla.

Hoy me encuentro encerrada. No quiero abrir

una ventana que me muestre lo que fui una vez. Prefiero

esta penumbra, esta estación de ausencia, esta calma

que asfixia, este silencio. La luz y la penumbra pesan lo

mismo, en este encierro de mi corazón.

El olvido me ha dicho que me aleje, que ya me

han dejado, que la puerta de triunfo que una vez me

abrieron, ha sido clausurada, demolida. Que la historia

que hice se ha borrado del mundo.

Y sin embargo espero. No debo entregarme. Exis-

ten todavía unos antiguos cielos. Existen todavía los

azules intensos que enamoraron al Califa al-Hakam II al-

Mustansir. Almanzor sucumbía ante mi belleza. ¿Será

que todavía puedo hacerlo venir? ¡Qué ilusa sigo sien-

do!

Hoy me encuentro encerrada. He venido a hos-

pedarme junto a la Puerta de los Especieros, donde na-

die se acuerda de mí. Lubna, mi amiga profetiza, se ha

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marchado de Córdoba y ha permitido que yo utilice su

vivienda. Aquí he permanecido, íngrima y sola, en esta

larga espera. Aquí me he refugiado para escribir mis

notas y describir las horas de mi partida.

Nada en el mundo se parece a mi desesperanza.

He sido pisoteada por esclavos endebles, que hace poco

besaban mis sandalias. He sido maltratada por los más

grises funcionarios de Palacio que hasta hace poco se

tiraban al piso al verme pasar.

Ahora me he aventurado en la condena, e inicio

el ciclo de la lejanía. Estoy recluida en una larga espera,

que no tiene final.

Esta trágica vida que se va y no vuelve, que se

aleja y se queda no sé dónde. Se me pierde, se pierde en

un sinfín de voces, de sonidos vacíos, de sensaciones

que ya están quemadas, vueltas polvo, basura.

La vida se me va sin entenderla, sin haberla en-

tendido, sin haberla aprehendido, sin haberla escuchado

cuando me habló una vez. La vida se me va sin haber

comenzado a descifrarla, a entender sus enigmas, sus

motivaciones; sin haber aprendido a mirar su misterio

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insondable, sus absurdos inmensos, sus ambigüeda-

des… ¡El gran amor me desterró al olvido, mientras que

el desamor me ofreció el mundo!

Esta trágica vida que se va y no vuelve se ha de-

tenido en el camino, por donde van pasando mis can-

ciones, las mañanas tranquilas, los momentos felices; y

después pasan los engaños, las filas de traiciones, las

injusticias y atropellos, los deseos de venganza.

Esta trágica vida que se va y no vuelve se ha de-

tenido para mirar pasar las barcas en el río. Y ellas me

van mostrando las secuencias exactas de mi vida, de

toda mi vida, desde que pastoreaba mis rebaños en la

región de los fríos intensos, hasta el cortejo de mi muer-

te. Mi vida entera está pasando sobre las barcas; pasan

despacio las imágenes, nítidas y precisas, mientras yo

las retengo y las escribo.

Ha llegado el ocaso. El sol ya se ha escondido, en

esta tarde última, y apenas tengo tiempo de cerrar mi

historia.

Me he quedado vacía en estas horas de fracaso.

La juventud ya tiene que marcharse, se ha escapado ha-

ce tiempo. Se fue de mí sin que me diera cuenta, sin que

guardara sus destellos en un cofre encantado, sin que

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me diera nada como muestra de que vivió conmigo.

Nada queda de ella, nada guardo, sino un aliento de

melancolía. ¿Deseas que ella perdure, al menos en la

hora de tu mayor miseria? ¡Y para qué la quieres, cuan-

do ya te quitaron la luna de oro! Vale más que conser-

ves, apretado en tu pecho, el signo del ocaso.

La ruina está por todas partes al final del milenio,

desde que vino al mundo Jesús de Nazaret. Es el fin de

los tiempos, según anuncian brujos y videntes, mientras

trituran oscuras hierbas, recién sacadas de los zanjones.

Este mundo inclemente que me dio la vida, bien

pronto va a quitármela. Es un mundo a pedazos, des-

membrado, donde todo ha perdido su primera parte, su

esencia íntima y primaria; donde nada perdura, más que

el agobio. Es un mundo a pedazos, lleno de rendijas ne-

gras y profundas, donde no caben más que las mentiras

y el desengaño.

La ruina está por todas partes. Ya no quedan ca-

minos ni caminantes, los huertos se secaron y se volvie-

ron matorrales, se acabaron los bosques, se acabaron los

árboles, y cayeron al suelo las estrellas. Ya no consigo

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espacio para moverme; no consigo un madero para suje-

tarme; el piso de la casa se me cae, y regreso al momento

de la nada.

Debería derrocarme de la cumbre. Debería des-

peñarme hacia el barranco. Debería comenzar la cuenta

regresiva de las horas restantes. Debería convencerme

que las pisadas de la Muerte ya están resonando y se

aproximan a mi puerta. Debería revolcarme en tinta ne-

gra y perderme en la noche.

Tan sólo mis palabras pueden salvarme y redi-

mirme. Ellas están guardadas en los lugares míos, en los

mundos secretos y olvidados, cerca del arroyo. Ellas

perduran en las pequeñas cosas que compré en el Ras-

tro, en la lámpara antigua, el pájaro escarlata y en los

poemas de mi padre.

Ahí dejo mis palabras. Ellas se quedan recogidas

en las vasijas y alcarrazas, en la jarra de agua, en el cán-

taro último que llené en la fuente. Mis palabras se aíslan

de los hombres y se quedan guardadas, escondidas, has-

ta que alguno venga a rescatarlas.

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Huyo de mí. Ya no encamino mis pisadas a nin-

guna parte y dejo que se vayan, que se pierdan, que va-

guen por los montes y viejos senderos. Mi corazón re-

chaza el aire que respira y lo devuelve al universo. Nada

quiero llevarme; nada me pertenece, nada tengo. Nada

pretendo, nada busco. Ya no quiero encontrarme ni en-

tenderme. No quiero hurgar en el pasado. La desventu-

ra me acorrala y huyo hacia el tiempo desconocido.

Mi hijo Hisham II me ha abandonado; ya ni si-

quiera pregunta por mí. En su vida y mi vida hubo un

negro designio que nos llevó a perdernos en la noche

oscura. El mundo se termina como una mancha de car-

bón, que no vale la pena recordar.

Mi hijo está perdido. Su historia es un puñado de

cosas pequeñas e insignificantes que todos rechazan. Mi

hijo es un recuerdo que causa dolor. Se me quedó en

puras esperanzas. Los sueños de grandeza que tuve pa-

ra él se quedaron hundidos en la mancha oscura.

Almanzor también me ha dejado. Hace ya tiempo

que no sé de él. Él cabalga seguro por sus caminos victo-

riosos. Ya no me necesita y me ha dejado. Ha logrado

encumbrarse; recibe todos los honores y se hace llamar

malik karim, el noble rey. Almanzor me ha dejado cuan-

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do mi tiempo se termina, cuando el último sol ya se ha

ocultado. Ahora yo debo marchar sola, ahora debo par-

tir hacia no sé cuál cielo. Las promesas de Dios tampoco

cuentan.

Me retiro de luto, como los espectros. La capa ne-

gra me recubre el cuerpo y llega hasta la punta de los

pies. Avanzo en la penumbra, nadie puede verme. El

cabello se agita, se agiganta, en los perfiles de mi som-

bra.

Me amparo en la tiniebla de la medianoche; me

amparo en el silencio que avanza conmigo. Me sumerjo

en la noche que no tiene alborada. Y desaparezco.

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Apéndices

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Cronología

(Para la elaboración de la siguiente cronología, nos hemos

guiado por fuentes autorizadas, principalmente por la Historia

de los Musulmanes en España, de Reinhart Dozy y La Histo-

ria de España de Ramón Menéndez Pidal; Tomo IV, España

Musulmana, por E. Lévi- Provençal).

622 Acosado por persecuciones, el Profeta Mahoma aban-

dona la Meca, su ciudad natal, y se exilia en Yatrib

(posteriormente llamada Medina.) Esta emigración – la

Hégira – marca el inicio de la era musulmana.

661 Se funda la dinastía Omeya, en Damasco.

710 Primer desembarco musulmán en España. Los árabes

llaman al-Andalus, a la España musulmana.

750 Marwan II, último califa de la dinastía Omeya en

Oriente, es derrotado y muerto por Abu-l’-Abbas,

quien se convierte en el primer califa de la triunfante

dinastía Abbasí. Se inicia una cacería contra los prín-

cipes marwaníes, y todos los parientes de Marwan II

son ejecutados. Sólo dos príncipes Omeyas se salvan

de la masacre. Uno de ellos es ‘Abd al-Rahman, quien

restaura la dinastía Omeya en España.

755 Después de vivir una larga aventura de cinco años,

‘Abd al-Rahman llega a la tierra de al-Andalus.

756 ‘Abd al-Rahman I, llamado “el Inmigrado”, es pro-

clamado Emir.

792 Nace en Toledo ‘Abd al-Rahman II. Durante su reina-

do, llega a Córdoba el famoso músico y cantante

Ziryab, quien introduce en la corte el esplendor de

Oriente.

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891 Nacimiento de ‘Abd al-Rahman III. Su madre es una

cautiva franca o vascona.

912 A los 21 años de edad, ‘Abd al-Rahman III, apodado

al-Nasir, sube al trono, como primer califa.

915 20 de enero. Nace el sucesor al trono, el príncipe

Abu-l-Asi al Hakam, hijo del califa al-Nasir.

936 Se inicia la construcción de la ciudad palatina Medinat

al-Zahra, “la ciudad de Azahara”, a cinco kilómetros

Córdoba, la capital del califato. Es dedicada por el ca-

lifa ‘Abd al-Rahman III a su favorita Azahara, cuya

estatua se encuentra sobre la puerta principal de la ciu-

dad-palacio. Pocos años después, el califa y su corte se

trasladan a la nueva y suntuosa ciudad. Medina Azaha-

ra es uno de los escenarios principales para las novelas

de Mariela Arvelo "Azahara y el Califa" y "la Sultana

Aurora".

940 Nace Muhammad Ibn Abi’ Amir, el futuro Alman-

zor. Oriundo de Algeciras, pertenece a una familia

árabe de buen linaje. Posee sólidos conocimientos ju-

rídicos y literarios y viaja a Córdoba para continuar

sus estudios. La mayor ambición de este talentoso,

perspicaz y calculador joven es conquistar un puesto

de honor en el Estado califal, hasta llegar a ser su due-

ño y señor. Algunos cronistas lo aluden como “un

hombre muy guapo, alto y bien formado.” Se habla de

la belleza del rostro de Almanzor y de la pasión que

despierta en las cordobesas.

961 El 15 de octubre muere el califa ‘Abd al-Rahman

III.

961 Sucede a ‘Abd al-Rahman III su hijo de cuarenta y

seis años al –Hakam II, segundo califa de al-Andalus.

Su reinado, de apenas quince años, es uno de los más

pacíficos y fecundos de la dinastía hispano-omeya. Al-

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Hakam II, quien llega al califato con el título honorífi-

co de al-Mustansir bi-llah “el que busca la ayuda vic-

toriosa de Alá”, es un hombre de gran religiosidad y

cultura, un sabio magnánimo, amante y defensor de las

artes y las letras. El mismo año de su entronización,

ordena iniciar la ampliación de la Mezquita Mayor. Fí-

sicamente es poco agraciado; así lo describen los cro-

nistas: “este rubio rojizo, de grandes ojos negros, na-

riz aguileña, voz fuerte, piernas cortas y fornido cuer-

po, tenía, además, los antebrazos demasiado largos y

un perceptible prognatismo…” Cuando al-Hakam

sube al trono no tiene hijos y esta situación causa in-

quietud en la corte, puesto que la dinastía siempre ha

tenido un sucesor por línea directa.

962 Para alegría de todo el reino y principalmente del cali-

fa, una de sus concubinas, llamada Subh (“Aurora”,

en español), le da el hijo primogénito. El niño toma el

nombre de ‘Abd al-Rahman, como su abuelo al-Nasir.

Muere a los pocos años.

963 A pesar de ser un monarca amante de la paz, al-

Hakam se ve obligado a atacar una coalición de los

reinos cristianos, hostiles al califato de Córdoba. El

verano de ese año, se pone en persona al frente de la

expedición.

965 La favorita Subh -Aurora, le da otro hijo al califa.

Es el príncipe Abu-l-Walid Hisham. Aurora es una

joven cautiva, originaria de Vasconia, seguramente

llevada a Córdoba por los ejércitos califales, los cuales

- en sus permanentes excursiones de exterminio a los

reinos cristianos del Norte – traen como parte del bo-

tín, hermosas muchachas rubias para el harén del cali-

fa. (Los príncipes omeyas tienen predilección por las

mujeres de piel muy blanca y ojos azules). Aurora si-

gue una moda oriental y a veces se viste como un jo-

ven adolescente, por eso el califa suele llamarla Cha-

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far, que es nombre de varón. Ahora Aurora es la umm

walad o “gran señora”, madre del Príncipe Heredero, y

poco a poco se convierte en la mujer más mimada, en-

vidiada e influyente del reino.

966 El califa, dichoso con su paternidad, dota a Aurora y a

sus dos hijos de grandes tesoros y propiedades. Aurora

solicita la colaboración de un intendente, para que ad-

ministre dichos bienes y le rinda cuentas directamente

a ella. Varios candidatos le son presentados y el favo-

recido es Muhammad Ibn Abi Amir, de 26 años, quien

pronto empieza a recibir el sueldo correspondiente. R.

Dozy nos dice “… la elección de este intendente de-

pendía, sobre todo, de la sultana Aurora, vascongada

de nacimiento, que tenía gran imperio en el ánimo de

su esposo.” Dozy también nos habla de la “influencia

casi ilimitada de Aurora en el ánimo de su esposo.”

Rápidamente, Ibn Abi Amir escala posiciones y en el

año 970, a la muerte del príncipe de ocho años ‘Abd

al-Rahman, se encarga oficialmente de la administra-

ción de los bienes de Hisham, el nuevo príncipe here-

dero. Este rápido ascenso del intendente, que ya ha

acumulado numerosos cargos de importancia y una

considerable fortuna, se deben, en gran parte, a la pro-

tección que le da Aurora, quien se dice que es su

amante; si no en este momento, sin duda después de la

muerte del califa, cuando ya sus relaciones sentimenta-

les se hacen evidentes.

966 Uno de los pocos incidentes que crean alarma en estos

tranquilos años, es una tentativa de desembarco de los

piratas Machus, daneses paganos que se acercan en 28

barcos. Pero las costas de al-Andalus están bien defen-

didas y los piratas no logran desembarcar.

972 Ibn Abi Amir se hace construir una suntuosa residen-

cia en la Rusafa.

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973 Misión de Servicio de Muhammad Ibn Abi’ Amir a

Marruecos, con el título de Cadí.

975 El califa al-Hakam II, cuya salud se deteriora notable-

mente tras un ataque de hemiplejía, sufre de horribles

visiones y pesadillas.

976 Enfermo, debilitado y deseoso de asegurar la sucesión

de su hijo de once años, al-Hakam II ordena que se le

preste el juramento de fidelidad como su legítimo he-

redero. La ceremonia de juramentación se celebra el 5

de febrero. Ocho meses más tarde, el 1º de octubre,

muere el califa al-Hakam II, a los sesenta y un años

de edad. La mañana siguiente, el niño Hisham II, es

entronizado en el palacio de Córdoba como tercer

califa andaluz. Su tío, el inocente príncipe al-Mugira,

hermano joven de su padre, es asesinado por intrigas

políticas. Una semana después de la entronización, se

organiza un desfile militar, para mostrar al joven mo-

narca a caballo, ante los súbditos cordobeses. Ibn Abi’

Amir recibe el título de visir; Uthman al-Mushafí es

nombrado hachib o primer ministro, y Aurora es lla-

mada al-sayyida al-kubra, “gran princesa” (“Sultana”,

según Dozy).

976 A raíz de la muerte del califa y la subida al trono del

rey niño, los reinos cristianos del Norte comienzan a

hostigar a los musulmanes y hacen algunas amenaza-

doras incursiones. La princesa Aurora se preocupa por

el trono de su hijo, pero Ibn Abi’ Amir, su protegido y

amante, le promete devolver la calma en las fronteras,

si cuenta con los medios necesarios para la expedición.

Por orden de Aurora se abren las arcas reales y se or-

ganiza una gran campaña que se inicia en febrero del

año siguiente. Después de casi dos meses, el nuevo

general Ibn Abi’ Amir regresa triunfante a Córdoba.

977 Ibn Abi’ Amir inicia una brillante carrera militar con-

tra los reinos cristianos y año tras año lleva la victoria,

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botín y cautivos a los musulmanes andaluces. Por otra

parte, en los diversos cargos que ostenta, hasta llegar a

hachib o primer ministro, desarrolla una increíble acti-

vidad en beneficio de los cordobeses, quienes sienten

por él admiración y agradecimiento. Desde el punto de

vista personal - y siempre apoyado por la princesa Au-

rora, a quien tiene absolutamente subyugada - Ibn Abi’

Amir da rienda suelta a sus ambiciones, elimina todos

los obstáculos, liquida a los personajes que le estorban

y deja libre el camino hacia la dictadura.

978 El primer día del año, Ibn Abi’ Amir se casa por con-

veniencia con Asma, hija del afamado general Galib,

quien tiene el puesto de mando en Medinacelli y ha re-

cibido del califa al-Hakam II el título militar de “po-

seedor de las dos espadas”. Aurora “que aparentemen-

te no era celosa”, invita a Galib a venir a Córdoba con

su hija; el matrimonio es celebrado con gran pompa.

Posteriormente, Almanzor contrae nupcias con la prin-

cesa cristiana ‘Abda, hija del rey de Pamplona Sancho

Garcés II; En el 993 se casa con la princesa Tarasia,

hija del rey de León. Bermudo II. El califa Hisham II,

un joven rubio de ojos azules, es, en este momento, un

adolescente listo y entendido, y sus maestros lo consi-

deran inteligente. Sin embargo, el joven monarca es el

mayor estorbo para el poderoso Ibn Abi’ Amir, quien

convence a la princesa madre de que lo mejor para su

hijo es mantenerlo alejado de los problemas de Estado

- para lo cual no tiene edad ni preparación - y dejarlo

recluido en el Alcázar, dedicado al descanso y a la vi-

da fácil. El hachib, con el tácito consentimiento de Au-

rora, permite el paulatino atontamiento del muchacho

y la anulación de sus facultades. La sultana Aurora se

da cuenta demasiado tarde de la cruel maniobra que

Ibn Abi’ Amir ha hecho contra su hijo. Desde ese

momento sus relaciones comienzan a enfriarse.

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979 Para dar muestras de su fe (que había sido cuestiona-

da) y para congraciarse con los alfaquíes de Córdoba,

Ibn Abi’ Amir ordena que sean arrojados al fuego cen-

tenares de libros de la grandiosa biblioteca de al

Hakam II, por ser considerados contrarios a la ley is-

lámica. Mientras tanto, en la corte se murmura sobre la

conducta irregular de la princesa Aurora, y se comenta

que está embarazada de su protegido y amante. En este

año, Ibn Abi’ Amir inicia la construcción de al- Madi-

nat al-Zahira, “la Ciudad Brillante”, que será la nueva

ciudad administrativa. Para su construcción, el hachib

elige el sitio de una vieja predicción, señalada como

asiento del nuevo soberano de al-Andalus. Se constru-

ye un regio palacio fortificado, además de casas, ofici-

nas, cuarteles, almacenes, caballerizas etc. A partir de

entonces, el Alcázar de Córdoba y Medinat al-Zahra

pierden toda importancia y las decisiones de Estado se

toman en al-Zahira. Para aislar más al califa, el primer

ministro hace público el anuncio de que Hisham II

desea dedicarse a la vida de piedad y oración. Como si

fuera poco, manda a construir una gran muralla con

doble foso, alrededor del Alcázar de Córdoba. Nadie,

ni siquiera su madre, puede visitar al monarca sin pre-

via autorización.

980 Ibn Abi Amir se instala en al-Madinat al-Zahira. Em-

pieza una nueva etapa en su carrera pues asume la di-

rección completa del Estado y se rompen las relacio-

nes normales entre Hisham II y su primer ministro.

Comienza el “reinado” de veinte años del dictador

Muhammad Ibn Abi’ Amir, campeón de la Guerra

Santa contra la España cristiana. Son veinte años du-

rante los cuales al-Andalus goza de gran tranquilidad,

seguridad, justicia y prosperidad. El hachib adopta en-

tonces un sobrenombre honorífico: al-Mansur bi-llah,

Almanzor, “el victorioso por Alá”.

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996 Por iniciativa de la Sultana Aurora, madre del “monar-

ca fantasma” que ya tiene treinta años y lleva una vida

muelle y afeminada, hay una tímida tentativa por reco-

brar el reinado de Hisham II. Aurora no se da por ven-

cida, “tiene voluntad de hierro” y de antigua amante

de Almanzor se ha convertido en su peor enemiga.

Junto a sus aliados, planifica un golpe de Estado, para

destituir al usurpador y restablecer la autoridad del le-

gítimo rey. Se necesita mucho dinero para llevar a ca-

bo el proyecto, por eso Aurora y sus colaboradores sa-

can de las arcas del Alcázar grandes cantidades de

monedas de oro. Éstas son metidas en vasijas de barro,

que se completan luego con miel o confitura de frutas.

Pero son descubiertos por la policía secreta de Alman-

zor, y el plan se viene abajo. Aurora se da por vencida.

996 Almanzor organiza un gran cortejo para pasear al infe-

liz califa Hisham II ante los ojos de los cordobeses, la

mayoría de los cuales jamás lo había visto. Lo hace

desfilar a su lado, con cetro y turbante, por las princi-

pales calles de la capital. Hisham II delega todo su po-

der en Almanzor.

999 Quincuagésima campaña de Almanzor contra la Espa-

ña cristiana. En todas ha salido victorioso. Aumentan

sus muestras de religiosidad y guarda en una caja es-

pecial el polvo que queda en su ropa, después de las

batallas de la guerra santa. Ordena que después de su

muerte, cubran su sepultura con este polvo, para ase-

gurar su entrada al Paraíso.

999 11 de diciembre. Muere la Sultana Aurora, al-

sayyida al-kubra. Se afirma que Almanzor asistió a sus

funerales, caminó descalzo y dio muestras de gran pe-

sar.

1002 10 de agosto. Muere Almanzor en Medinaceli, al

regreso de una campaña militar.

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1008 Muere al-Muzaffar, hijo y sucesor de Almanzor.

1009 Estalla una violenta revolución - la fitna - que pone fin

al Califato Omeya de Córdoba. Al-Andalus es dividido

en pequeños reinos.

1010 Los beréberes saquean e incendian la ciudad palatina

de Medinat al- Zahra. También Medinat al-Zahira es

saqueada y quemada. Esta última ciudad desaparece

por completo, sin dejar rastros.

1013 Algunas fuentes afirman que este año fue asesinado

Hisham II, después de un segundo “reinado” de tres

años. Parece que sus últimos meses vivió miserable-

mente en Almería, como jornalero o aguador. E. Lévi

– Provençal dice al respecto: “Lo cierto es que la ca-

rrera soberana del tercer califa andaluz terminó lo

mismo que había transcurrido desde el día, ya lejano,

de su ascensión al trono: en las más gris y absoluta

mediocridad…”

1232 Granada se convierte en la capital del emirato Nazrí, el

último reino musulmán de la península Ibérica.

1492 2 de enero: Tras la rendición de la ciudad de Granada,

el último rey moro, Boabdil, la abandona junto a su

familia.

1492 6 de enero: Los Reyes Católicos hacen su entrada

triunfal en Granada. La población musulmana debe es-

capar al África. Termina la dominación árabe en Espa-

ña.

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Ilustraciones

Nota: Todas las ilustraciones de este libro, excepto el Plano

esquemático de Medina Azahara, se tomaron de la Wikipedia

en español (https://es.wikipedia.org) bajo la figura de licencia

libre.

Mapa de la Península Ibérica alrededor del año 1.000

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Arte de Medina Azahara

Cierva de bronce,

Surtidor

Bote de marfil, fabricado

en 964 (perteneció a Subh)

Aguamanil zoomorfo

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Página del Corán

“Al-andalus” en grafía árabe

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Medina Azahara,

vivienda de la alberca

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Indice

Comentarios necesarios sobre la obra ...................................................... 6

Introducción ............................................................................................... 8

La Región de los Fríos Intensos

Las montañas ....................................................................................... 11

Del río hasta el vendaval ...................................................................... 22

Melancolía ........................................................................................... 46

El anillo ................................................................................................ 66

El carretero .......................................................................................... 83

¡Llegan los moros! ............................................................................... 97

Resplandor de la Gloria

Córdoba ............................................................................................. 113

Duelo en el reino ................................................................................ 144

Umm Wallad, la gran señora ............................................................. 161

De Pastora de Cabras a Sultana

El pequeño príncipe............................................................................ 185

En Medinat al-Zahra .......................................................................... 205

Tiempo de paz .................................................................................... 218

El desdichado Hisham ........................................................................ 233

El intendente ...................................................................................... 246

Malos augurios que se cumplen ........................................................ 258

Renacer del hechizo ........................................................................... 269

Las visiones y muerte del califa .......................................................... 281

El califa niño ....................................................................................... 297

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Vanas Ilusiones

Ya no se justifica la distancia ............................................................. 307

El amor y la guerra............................................................................. 316

Almanzor, el victorioso ...................................................................... 338

Medinat Al-Zahira, la ciudad brillante ............................................... 356

La Capa Negra

Voces de la amargura ........................................................................ 369

Las botijas de oro ............................................................................... 388

Golpes de viento ................................................................................ 397

Apéndices

Cronología.......................................................................................... 417

Ilustraciones ....................................................................................... 427

Indice ...................................................................................................... 433

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La autora

Mariela Arvelo nació en

Caracas y es Licenciada

en Letras por la Universi-

dad Central de Venezue-

la. Su obra literaria com-

prende los siguientes títu-

los: Vitrales, relatos

(Mención de Honor Pre-

mio Municipal de Litera-

tura 1976); El Trueno fue

una de mis Tumbas, no-

vela, 1979; Akaida, una

novela en torno a los

waraos (Mención de Ho-

nor, Premio Municipal de

Literatura 1981); Orasi-

mi, novela sobre los Ya-

nomami (Premio Munici-

pal de Literatura 1982);

Irena 1987, sobre los

Barí. Con esta novela

cerró su trilogía indígena. M.A. es “Honorary Fellow in Wri-

ting” por la Universidad de Iowa, USA y su obra ha sido estu-

diada en diferentes instituciones de Venezuela y España.

En 2004, la autora publicó la novela Azahara y El Califa, la cual

se desarrolla en la España musulmana del siglo X. La Sultana

Aurora prolonga la misma temática y la proyecta hacia el futuro.

En 2016 se publicó el libro de M.A. El Caballero Andante y La

Pluma de Oro, sobre el periodista y político venezolano, Rafael

Arévalo González.

Actualmente (2017), la escritora trabaja en un libro de memorias

sobre su padre, el poeta Alberto Arvelo Torrealba.

La escritora en Granada, España