La Ultima Noche de Hipatia

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    La ltimaLa ltima noche denoche de HipatiaHipatia

    Eduardo VaquerizoEduardo Vaquerizo

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    Ilustracin de cubierta: Alejandro ColucciDiseo de cubierta: Alejandro Tern

    Primera edicin: septiembre de 2009

    2009 Eduardo Vaquerizo

    2009 AlamutLuis G. Prado, editor

    Alcal, 38728027 - Madrid

    [email protected]

    ISBN: 978-84-9889-030-3Depsito legal: M. 36.486-2009

    Impreso por Fareso, S.A.Paseo de la Direccin, 5. 28039 - Madrid

    Impreso en EspaaPrinted in Spain

    mailto:[email protected]:[email protected]
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    Para Nati, aunque las palabrasnunca son suficientes

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    Esta novela no hubiera sido posible sin la maravillosainsistencia y el apoyo de mis amigos Alejandro, Ana,Conchi, Chus, Luis y los dems. Gracias a todos ellos.

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    Haba una mujer en Alejandra que se llamaba Hipatia,hija del filsofo Ten, que logr tales alcances en

    literatura y ciencia que sobrepas en mucho a todos losfilsofos de su propio tiempo. Habiendo sucedido a la

    escuela de Platn y Plotino, explicaba los principios de lafilosofa a sus oyentes, muchos de los cuales venan delejos para recibir su instruccin.

    Scrates el Escolstico, Historia eclesistica , VII, 15

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    Pronto, todo esto que me rodea tambin ser un recuerdoinconexo en mi memoria y luego polvo, algn registro en un papiroperdido, una leyenda, nada. La clepsidra, los muros de la Academia,la universidad en Ginebra, Escocia, mi madre, el inmenso nmero derollos de la Biblioteca, Stewart; mis recuerdos parecen ahora muyvivos, casi podra tocarlos y, sin embargo, a la llegada de la nochedesaparecern para siempre.

    Ya estoy en la puerta, en los escalones que ascienden la pequeacolina del Serapeo donde siempre hay algn estudiante o algnmaestro sentado viendo pasar el interminable ro de hombres ymujeres, esclavos y libres, civiles y soldados, artesanos oterratenientes, que recorren los empedrados, que se quejan, que ren,que lloran, que sufren y disfrutan dentro de los muros de la ciudad deAlejandra.

    Miro hacia atrs, hacia la sombra, la calma, las avenidasflanqueadas de cipreses y estatuas, las piscinas, las arenas, losfrescos prticos, los patios embaldosados con mosaicos, la quietudbajo los largos tejados. En el jardn, justo detrs de m, pjaros demetal agitan las alas y cantan. Ha sido fcil acostumbrarse a medir eltiempo por los trinos y gorjeos de la clepsidra de Ctesibios, muchomenos precisa que el reloj del taucrono y, sin embargo,agradablemente errnea.

    Siglo tras siglo ha silbado delicadas melodas cuando el aguaempujaba el aire en los tubos calibrados de su mecanismo.Posiblemente, Aristfanes de Bizancio escuchase sus sonidosmientras discuta con Aristarco acerca del metro de los poemas

    clsicos; o Galeno mostrase a algn discpulo la funcin de los vasossanguneos en las ilustraciones de Herfilo, mientras los trinosanunciaban la hora de las ofrendas a las musas.

    Ctesibios la construy hace cuatrocientos aos: ha sobrevivido alas muchas catstrofes y disturbios que han asolado la ciudad, perono sobrevivir ni siquiera un da ms. No le queda mucho ya, unoscuantos trinos, unos cuantos gorjeos funerarios a lo sumo. Pobrepiedra, pobre metal, capaz de aguantar el embate del tiempo pero noel de los hombres. Es la hora ltima de la Academia: caer la fortalezade la sabidura, el ltimo bastin de la erudicin alejandrina. Lasobras completas de Aristteles, Platn y Aristfanes, los trabajosperdidos de Apolonio, los catlogos de Aristarco... Todo se perder yno hay nada que se pueda hacer.

    Espero; el caballo an no llega. Creo ver una sombra del color dela sangre coagulada correr por el cielo; se cierne densa y oscura,prieta de olor y desesperacin. Por un momento me habita un plpitoen el pecho, garras de prisa; me domina una animal necesidad decorrer sobre los adoquines, huir en busca de las murallas, llegar a lospantanales del lago Mareotis, luchar contra mosquitos y alimaaspara alcanzar las tierras ms all, los trigales, los suaves montes,desaparecer de Alejandra, de la historia. Miro de nuevo: arriba no haynada, el cielo est limpio, lleno tan slo de un azul absoluto,definitivo.

    Escucho los cascos del noble bruto golpear contra los adoquines.

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    El correo del prefecto se detiene frente a m. Me recoloco el palio azulmientras bajo la vista y alargo la mano para recoger el rollo. Saluda yparte de regreso. A pesar de que s qu hay escrito en ese papirofunesto, lo desenrollo y lo leo.

    Me contengo, respiro hondo; es la hora de partir. Al cruzar elportn siento el sol de Egipto arrojarme lanzas de ardiente bronce. Mecubro mientras camino despacio, sintiendo el empedrado calientebajo las sandalias.

    A diferencia de los textos clsicos, no hay signos en el cielo: nome siguen erinias terribles, fatales arpas, no hay dioses disfrazadosde nios que me previenen. En las calles tan slo me espera Cronos,el ms oscuro y terrible de los dioses, riendo con dientes hechos derotas conchas que sobresalen de la playa en los lomos oscuros de susdunas.

    Enseguida me atosiga el olor intenso de mil cocinas, milholocaustos domsticos; la brisa del mar, el olor a pez y apodredumbre del puerto. No percibo ya la magnificencia de losedificios y el oro de los templos; no admiro los azules de mar y cielo,ni las miles de galeras que hinchan las velas multicolores mientrassalen a alta mar. Me fascina, sin embargo, la multitud atareada quecubre las calles, la misma multitud que ha poblado las ciudadesdesde tanto tiempo atrs. Vindoles acarrear, correr, robar, discutir,rer felices, no puedo imaginarme la turbamulta gritando y corriendocomo agresivas hormigas negras que transportan dolor y muerte,pero s que est ah, a flor de piel, a la distancia de una provocacin.

    Extraamente, no tengo miedo; se acercan las olas suaves,

    hinchadas de veneno, y me parece que ya he arribado a esa playa dearenas negras, que he vivido all un tiempo interminable, todos lossegundos de mi vida menos aqullos transcurridos en Alejandra. Seha terminado la angustia; s lo que va a ocurrir y la resignacin mellega si no con felicidad, s con reposo.

    Me vuelvo y miro por ltima vez los muros del Serapeo, grandesbloques de arenisca ocre, columnas egipcias, frontispicio griego.Permanecen igual que el primer da que los vi, igual que los ltimoscuatro siglos. Casi no puedo soportarlo. Me giro y comienzo a andarpausadamente, camino de mi cita.

    El sol de Egipto es el autntico arquitecto de la ciudad. Afila sussombras y dibuja, con dolorosa precisin, la policroma de losedificios, los pliegues de las telas teidas de prpura o ndigo, losrostros y cuerpos desnudos y brillantes de los esclavos y las cabezascubiertas de los nobles. Crea un escenario ntido que es imposiblerechazar, que se asimila con cada aliento.

    Percibo ese mosaico iluminado por luz inhumana: Alejandra, elregocijo de caminar y sentir el empedrado de la Va Somma a travsde las sandalias; los cientos de carros guiados por escandalososarrieros; la multitud de toda raza y condicin enredada en milquehaceres; las anchas escalinatas de los edificios pblicos; los vivosazules y rojos con los que se pintan las fachadas; los cientos desacerdotes que circulan en palanquines o a pie, servidores de Serapis,de Osiris, de Mitra, de Minerva y Diana; los adivinos del panten

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    romano transportando ocas vivas de camino a las mansiones de losricos. Y los das de fiesta, las calles engalanadas por telas tendidasentre las casas, el suelo cubierto de flores, las vestales de tnicasblanqusimas arrastrando el laurel y el mirto hasta el estadio, lleno arebosar de una multitud ansiosa por ver los juegos.

    Como una piel de tambor tensa y golpeada por los inmensosmazos de la historia, Alejandra resuena con mil ritmos distintos y yo,en sintona, respondo a cada golpe, vibrando en todas lasdimensiones de la ciudad, su arquitectura, sus etnias, su climaagobiante, y su destino. Pronto la meloda se volver monocorde,austera, sencilla y montona como las mentes de los que acechan enlas esquinas siguindome.

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    De las memorias de Orestes,prefecto augustal de Egipto a finales del siglo IV

    ... Alejandra es calor, mucha luz y gente, ingentes cantidades de judos, egipcios, griegos, romanos, persas y muchos otrosdeambulando por sus calles. Y tambin el puerto, el enorme puertodoble separado por el Heptastadion, donde miles de bajeles de todoslos rincones del mundo arriban para cargar y descargar susmercancas. Presidindolo todo, la majestuosa torre sobre la isla deFaros. Es una de las grandes maravillas del mundo, an ms grandede lo que nadie podra imaginar antes de verla, una inmensa cumbresobre la que arde un fuego por la noche y se mueve un espejo por elda para que los navegantes no embarranquen en esta costa sinreferencias. Aqu nadie engaa a los barcos para atraerlos a lasrompientes y robar el naufragio; ningn fuego puede competir con elde la torre.

    ... Los nios, Marco y Aurelia, estn a gusto, se adaptan enseguida.No tanto Arcadia, que no ha dicho una sola palabra tras abandonartantas cosas amadas en aquella costa del norte donde tenamosnuestro hogar.

    El palacio que ahora ocupamos es enorme; mucho de l estabandonado, sin cuidar, el resto lo mantienen doscientos esclavosegipcios que trabajan con la espalda al sol sin dar nunca muestras deestar afectados por este calor salvaje. Curioso pueblo el de Alejandra.La mayor urbe despus de Roma y Constantinopla, lugar donde elsaber y el comercio han brillado tanto o ms que en la propia ciudadinmortal y donde tambin se pueden encontrar los peoresexcrementos humanos del Imperio.

    ... Claro que hay problemas. Como prefecto soy la mxima autoridad,el representante del emperador Teodosio, pero eso en esta tierra dedioses antiguos casi no es nada. Los egipcios an son herederos deaqullos que construyeron las pirmides y aun tras ms de siete

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    siglos de sometimiento a griegos y romanos, de vejaciones antes nisiquiera podan dormir dentro de los muros de la ciudad, no hanperdido su carcter, slo lo han adaptado a los tiempos. Los judos,encerrados en su barrio y fuertemente endogmicos, son una fuerzaconsiderable, si no militar, s econmica y social. Compitiendo contodos ellos pujan los cristianos. No estn caracterizados por una raza,s por una clase social, la ms baja. All donde hubo esclavosclamando por ser libres, naci una iglesia. La fe crece, y con ella elpoder de la curia. No dejan de recitar que su reino no es de estemundo y con eso aspiran a tener ms poder que el emperador.

    Y por ltimo estn los griegos, los restos de la aristocraciaheredera de Alejandro, que an mantienen templos, an atesoran losexiguos restos de la gran Biblioteca y el esplndido templo cubiertode mrmol y oro llamado Serapeo. Su tiempo claramente ha pasado,pero no por eso dejan de ser los magnficos descendientes de unatradicin que ha durado siglos.

    ... Ya me advirtieron del carcter conflictivo de la ciudad: cristianos, judos, paganos, delincuentes, comerciantes enriquecidos, filsofos,sacerdotes, artesanos, legionarios, agitadores, ladrones, santos,putas, todos juntos; lo raro sera que no hubiera conflictos, son ya unatradicin ms de la ciudad. Eusebio de Cesarea menciona algaradasentre cristianos y no cristianos, judos y paganos ya en el ao 1000 dela fundacin de Roma. Los no cristianos haban participado en lasluchas por y en contra de Atanasio en 1094 y 1109 Ab Urbe Condita.

    En 1116 el patriarca Jorge fue asesinado como respuesta a actosrepetidos de manifiesto escndalo, insulto y pillaje de los tesoros mssagrados de la ciudad, tal y como declararon en las crnicas de lapoca. No envidio la tarea de mi predecesor: ser nombrado prefectode Alejandra ha sido un gran honor, pero tambin constituye unapesada carga.

    Le a Cesareo y a otros nada ms llegar, pero no me habra hechofalta: la tensin se puede palpar tan slo caminado por las calles. Haycuentas pendientes entre unos y otros, actos de sangre, venganzas.No me lo haba imaginado as; es como vivir en el centro de una pilade lea resinosa mientras tus vecinos ms rencorosos se pasean conantorchas por los alrededores. Incluso entre los soldados romanos ylos mercenarios manu militan, el encono, la indisciplina y la violenciason habituales. Ellos son tambin cristianos o paganos, o adoradoresde Mitra o de Isis y, aunque han venido de todos los rincones delImperio, tras unos aos en Alejandra es fcil que adopten los odios ylas pasiones de los locales. Es triste, pero han pasado ya los tiemposde la vieja repblica, cuando era inconcebible que un culto pudieraplantear pleito a los otros y someterlos. A eso parecen abocados lostiempos presentes con Teodosio alentando cada da ms a loscristianos. Fue en 1134 AUC cuando la religin cristiana se hizo

    tambin imperial...

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    ... Tras cinco aos en Alejandra, el cargo an me produce malossueos. Siento que conduzco un caballo que no obedece a bocado,que llevo un carro que est destinado a volcar en la primera curva delcirco. Esta ciudad populosa, frtil, intensa, ha sido bendecida ymaldecida a la vez por muchos dioses, y todos parecen querer suracin de sangre.

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    Carta a Tefilo, patriarca de Alejandra

    Para alguien que nunca ha vivido lejos de la civilizacin, del Imperio,llegar a la montaa de Nitria supone cambiar tumulto por silencio,confusin por calma, ciudad por naturaleza desnuda. La montaa esuna acumulacin de escombros blanquecinos que se tuestan bajo unsol inmisericorde. Al pie de la montaa hay muchas cuevas ybarrancos en sombra donde crecen algunas hierbas y palmerasregadas por pozos de un agua blancuzca y envenenada. Loshabitantes del desierto dicen de Nitria que es un oasis an peor queel propio desierto. Para llegar all, hay que dejar atrs las frtilesvertientes regadas por las crecidas del Nilo, abandonar los bosquesde juncos, las charcas pobladas de ibis, abundantes en peces y engrandes animales, hay que olvidar la tierra hmeda y cubierta dehierba, los inmensos trigales que cubren hasta el horizonte. Todo ellodebe pasar de la realidad de los sentidos a la memoria y luego serolvidado para poder abarcar la enorme dimensin de la desolacinque cubre las piedras de este territorio.

    Bien sabes, to, que dej la ciudad en contra de tu voluntad. Quizcreas que mi misin est all, ayudndote en las controversias contralos enemigos de la Iglesia. No he olvidado las maniobras herejes deNestorio. Al saberme solo en este inmenso territorio, destinado a unavida asctica, mi cuerpo mortal tembl de miedo y tan slo con el

    ejercicio de mi voluntad pude dominarme. Ese miedo, ese terror, eratambin, ahora lo s, el que me impeda dormir toda la noche enAlejandra, el que quitaba acero a mis homilas, el que, subrepticio, seintroduca, cual sierpe ponzoosa, en el mismo centro de mi fe. Ahoras que slo aqu, donde no hay nada, puedo ir a buscar el mismocentro de ese temor, encontrar las races donde se asienta ydestruirlo para hacerme ms fuerte, ser mejor servidor de la Iglesia yde su sacro apostolado.

    Por vivir en el centro de mi propio terror, luchar contra l yhacerme ms fuerte en el proceso, voy comprendiendo cun fcil esentender las complejidades teolgicas que en otro tiempo me afligan,y cunto he de admirarte, to, por tu capacidad preclara de entendery hacer tuyas las escrituras. Ahora la discrepancia postulada por

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    Orgenes me parece falaz; veo lo absurdo de afirmar que el Logos es Theos y, en cambio, el Padre es Ho Theos.

    Aqu, en el desierto, el aire tiene la cualidad del fuego quecomparte con la tierra. Cuando llevas unas jornadas viviendo en lascuevas, comprendes que la ausencia de luz es la ausencia de todo,que no hay categoras en lo que falta: falta luz, falta calor, falta vida,falta Dios. Por tanto aquello que defendan los origenistas es falso, eshereja y abomina de la razn y la fe, ahora lo s y ahora mearrepiento de haber defendido la postura opuesta. Juan de Jerusalnprimero y Juan Crisstomo despus argumentaron con palabras durasque fueron acalladas con otras ms duras an. Aquella disputa en elseno de la Iglesia me llen de espanto, pero comprendo al fin que nopoda ser de otra manera: el incorporesmo de Dios es hereja y debeser erradicado.

    He de mencionarte que aqu, en el desierto, an puedenencontrarse defensores de tal doctrina y como fiel miembro de laIglesia te lo comunico. Poco se habla en el desierto, pero quien tieneojos ve, y quien tiene odos, oye. Hace ya una semana que supe deuna cueva, situada alta sobre un acantilado de piedra blanca, dondemuchos suben y tardan en bajar y de donde nunca baja nadie que nosean los eremitas que han subido antes. Una tarde en la que el solhaba castigado tanto la tierra que sta humeaba y quemaba los pies,aun protegidos por el cuero de las sandalias, me encontraba en lascercanas de la cueva, buscando algunas hierbas para purgar elestmago, que me dola por el ayuno y al que slo libro de dolores deese modo. Entend entonces que era la oportunidad que Dios me

    daba para acceder a la cueva sin testigo alguno. A pesar de que lahora no aconsejaba ninguna escalada, sub entre peascos queamenazaban con soltarse y caer rodando llevndome a m encima.

    Tras muchas fatigas llegu a la boca de la cueva, que se puedereconocer porque tiene todo el umbral negro del humo y contrastagrandemente con la blancura de la piedra del barranco al que seabre. All, en la boca de la cueva, protegidos por la sombra delumbral, encontr a cuatro hombres de piel desgastada y plida,cuatro ascetas entregados a la oracin a los que servan unamuchacha y un muchacho. Comprend al instante que se trataba delos buscados polemistas Discoro, Amn, Eusebio y Eutimio, loscuales se escondan en esa cueva huyendo de tu justa ira contra ladoctrina equvoca que ellos, junto a Orgenes y Juan Crisstomo,profesan.

    Me descolgu de nuevo por el frontal del barranco, procurando nohacer ruido, y regres a mi cueva, donde tengo el pequeo escritorioy los rollos de papiro que uso para escribir las cartas que te envo.Sirva sta que tienes en tus manos como prenda de paz entrenosotros. Abrazo la ortodoxia, acepto la bendicin que el Snodo de laEncina aprob para todos nosotros. Cierto es, por tanto, que dichosherejes han sido localizados y, si una cohorte los capturase, nofaltara un testigo de las aberraciones que sus mentes confundidaspor Dios, enajenadas por la lejana de la santidad y la verdad,cometan en las interioridades de aquella cueva, de boca negra como

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    el infierno, en los dulces cuerpos de sus jvenes sirvientes.Ruego que me ilumines con tu bendicin, y contino orando en

    silencio, esperando tu perdn por mi ceguera, de la cual Dios me halibrado en el desierto para que pueda al fin ver en toda su extensinsu gloria, que crece y se alimenta de todos nosotros.

    Cirilo de Alejandra, en su retiro de Nitria

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    Si me detengo, las finas sandalias me permiten percibir en la plantadel pie los adoquines de la Va Canpica, la gran avenida a la que seabren los palacios y templos ms suntuosos que el mundo ha visto.

    La he recorrido muchas veces: lneas rectas, grandes columnaspintadas en tonos negros, rojos oscuros, adornos vegetales y formasanimales que mezclan lo egipcio y lo griego de un modo que terminapor ser armonioso. Sin embargo, cosas de la mente, desde el primerda que pis sus piedras irregulares lo que me llen de extraeza, elsimple hecho que me hizo darme cuenta de que haba viajado a otrotiempo, fue ese tacto en los pies, esas irregularidades en lacolocacin de los adoquines tan diferentes de las carreteras de suaveasfalto. Por supuesto que haba estado en ciudades donde habamucho adoquinado, incluso peor ejecutado que el que cubre las callesde Alejandra, pero siempre terminabas topndote con el asfalto y elcemento. No hay asfalto ni cemento en Alejandra. De lejos, losedificios pueden hasta parecerse a las enormes moles de los del sigloXXI, pero en cuanto te acercas puedes ver el adobe, la piedra, elmrmol, nada de vigas de cemento armado, ni curvas desustentacin posibles slo por los materiales modernos. Y eso en losedificios importantes, los templos y palacios. En las casas de losciudadanos comunes hay madera, barro, tejas mal cocidas, murospintados de colores llamativos, terrazas planas, manzanas de nsulasfrgiles y destartaladas donde slo algunas zonas del suelo estncubiertas de baldosas de barro cocido y, en algunos casos

    excepcionales, cermica pintada.Mis pies, sin intervencin de mi voluntad, me llevan hacia el este.No soy una figura inhabitual, una mujer sola y cubierta. Muchos meidentificaran como una criada, alguien que podra salir sin escolta nisilla de mano. Algunos otros, ms perspicaces, veran el rebordedecorado de la tnica y el palio, impropios de una criada, y diran quesoy una filsofa, una excntrica camino de impartir una leccin o devisitar a su maestro.

    Cualquiera de ellos errara en la apreciacin: lo que soy no estdentro de sus posibilidades de comprensin. Su vida, su mente, hansido creadas y moldeadas por su tiempo, por el sol de Alejandra, lasbrumas marinas, las tormentas de polvo del desierto, la vida sinmdicos, los dolores sin paliativos, la justicia de los antiguos. Yo estoy

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    construida de tiempo; mi memoria es un amasijo de vidrios rotos, denexos inconexos que luchan por anudarse, por tejer un tapiz irregular,defectuoso, en el que est Egipto, pero tambin hay agua, rostros,conversaciones, largas jornadas de estudio, la mansin escocesa allado de un mar empeado en conquistar la tierra. Tambin soledad,noches de invierno, un mundo sin calor, lleno de aristas de metaloxidado, que se desangra sin remedio en una noche artificial, llena deplstico, manchada de sangre coagulada y falta de futuro. Oscuridad,he soado muchas veces con esa ausencia de luz prolongada quedeviene de un cielo permanentemente cubierto, que remueve unviento fro y constante, cargado de sal; mi infancia y mi adolescenciason largas astillas de un metal fro y corrodo que no quieren salir demi pecho.

    Sigo caminando; quedan horas de luz, pero no quiero llegar tardea mi cita. Levanto la vista del suelo empedrado para encontrar elcamino. Aun bajo el palio, caen los rayos inclinados del sol colndosebajo la tela, mordiendo mi piel demasiado blanca, deslumbrndome.No mucho tiempo atrs, en Escocia, el sol era un bien preciado. Encuanto las sempiternas nubes desaparecan del cielo, decenas decientficos y acadmicos, casi anmicos por falta de luz, salan a los

    jardines de la casa y casi se desnudaban sobre el csped, con prisa,antes de que las nubes y la humedad volvieran al territorio que les espropio desde tanto tiempo atrs. Aquellas escenas no me llamaron laatencin, aunque nunca particip en ese frenes solar. Me cri en elclima fro del norte de Europa, sin saber que la luz puede ser casi unalluvia abrasadora sobre la piel; tiempos de luz escasa, de nieve y

    soledad. Quiz de todas las noches de tormenta, de las largassemanas de lluvia continua, de todos los das ventosos y desapaciblesresta tan slo el recuerdo amable de la cena final del proyectoCronos. Aun caminando en medio de la calima, esquivandovendedores ambulantes y grandes bostas de caballo amontonadascontra las aceras, veo cmo el viento golpea con puos blandos loscristales de las ventanas en la mansin eduardiana. En el interior, delque voluntariamente se ha excluido la electricidad, las velas apenasbastan para alumbrar las paredes, los tapices, las maderas aosas desuelos y muebles. La casa es un seco fruto de la piedra y del tiempo,crece como un tumor cavernoso en el interior de un inmenso rbolque hubiese nacido del brezo y el granito en los pramos y estuvieseya muerto, hueco y habitado de insectos industriosos. Me rodeanmuchas caras conocidas, pululando, interesndose, preguntando.Siempre incmoda entre la gente, vuelvo a sentir la necesidad dehuir, de refugiarme en la soledad. Me domino; no puedo abandonarlotodo justo antes de lograr ese milagro que el profesor Stewart noshaba prometido. As que sonro, sentada a una de las largas mesascubiertas de lino blanco, plata y porcelana, intentando dominar miagorafobia.

    Marta, no tomas tu sopa? La voz es un susurro de arena yviento. Ahmed tambin esta ah, pequeo y cetrino, de ojos muynegros y serenos, siempre amable, siempre taciturno. Era, o habasido, catedrtico de Historia Islmica en la Universidad de Bagdad.

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    Apenas tengo hambre, Ahmed.A m me pasa igual.Qu hars cuando llegues a tu destino? Lo tienes todo

    planificado? Ahmed deposit la cuchara de plata sobre el mantel,perfectamente perpendicular al borde de la mesa.

    S, casi todo. No se conoce mucho de ese periodo, no quedanregistros histricos de los tiempos anteriores a Mahoma, pero tendrtiempo para localizar la informacin que busco.

    Pues... Si quieres que te diga la verdad, yo no tengo miedo deir, sino de volver... Imagina que algo funciona mal, el tnel se cierray...

    Ya deca un sabio que el verdadero viaje es el regreso. Ahmedcall. Era de esas personas que no parecen necesitar llenar lossilencios. Me miraba directamente, como si no hubiese nada entre suspupilas y el centro de mis pensamientos. Siempre me turbaba esamirada limpia y despiadada. Y t, ests preparada?

    Bueno... eh... s, creo que s. Odiaba mi timidez, la inseguridadde no saber dnde posar la vista, la lengua derivando por ocanos depalabras sin saber cul escoger.

    Nos callamos. Levant la vista para dejar de estar expuesta a sumirada. A lo largo de la gran sala haba cenando ciento veintepersonas, ninguna demasiado joven, ninguna excesivamente mayor.Ahmed volvi a preguntar. Dej vagar la vista por la masa depersonas que, ya a los postres, beban, rean, se levantaban para ir asaludar a otros comensales, bromeaban, discutan. Un poco a nuestraderecha, en la misma mesa, haba dos especialistas en los tiempos de

    Harald Hardrada que elevaban la voz por encima del murmullogeneral. La Heimskringla no puede ser tomada de modo literal, te lo he

    dicho ya muchas veces. El viejo Snorri era como todos los bardosantiguos, un especialista en imagen pagado por la monarqua. All slo estn reseados los hechos favorables, las batallas que gan,que fueron muchas, s, o aqullas que perdi y fueron tanimportantes que no podan ser ocultadas.

    Precisamente, si en Siria fue derrotado por aldeanos pocomenos que armados con piedras, no lo iba a poner en la saga, claro.

    S lo incluy, pero la derrota est contada en clave fantstica.Dos comensales ms all de donde nos habamos sentado,cenaba una mujer que me doblaba la edad. Escriba en una servilleta

    largas y complejas ristras de ecuaciones. De vez en cuando sedetena y apoyaba el mentn sobre la mano mientras la vista se leperda en los manteles cubiertos de copas, botellas, fuentes ycubiertos sucios donde momentos antes se haban servido los cuatroplatos de la cena de gala. La conoca de verla esperar en la puerta deldespacho de Stewart, siempre con una libreta de tapas azules en lasmanos, siempre sola y con mirada ausente. Saba que era SilviaSkeponis, premio Nobel de Fsica, una celebridad, segn decan todos,a la altura de Einstein, pero que careca de la afabilidad de ste. Aosatrs haba sido juzgada por agredir a un fotgrafo de prensa.

    Algo me impuls a levantarme y sentarme frente a ella. Me inclin

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    ama; pero, una vez ms, no lo consegu.Aquel instante pas, el tiempo se quem y desapareci en cenizas

    doradas. Tambin mi tiempo est pasando, se consume un da msen la ciudad de Alejandra al borde de un mar Mediterrneo que havisto y ver otras muchas tardes similares, pero no iguales. Seguroque nunca antes he visto volar las gaviotas como las veo ahora, porencima del atrio, o escuchado a los comerciantes voceargraciosamente sus productos. Son tesoros de la memoria que no sepueden acumular, que no se pueden elegir, pedazos de esa joyaenorme que nunca podr sentir completa.

    He olvidado mucho de aquella noche, y sin embargo recuerdo eldiscurso con el que Stewart interrumpi la msica. Habl del tiempo.sa era su obsesin, vencer al viejo Cronos. Stewart se pareca unpoco a ese dios oscuro y loco: la barba desaliada y enorme, lamirada brillante, la boca grande y llena de dientes desparejos yamarillentos. No insisti en la teora del transporte temporal, quenunca he entendido del todo. Sus palabras fueron de desafo yentusiasmo. No era para menos: bamos a romper las leyes del viejodios horadando un tnel clandestino bajo el mismo sustrato deluniverso. A Stewart alguien le llam una vez Prometeo y se quedmuy corto. ste slo nos dio el fuego; Stewart nos entreg el tiempo.Quiz por eso tambin hubo un momento en el que lo am, sentadaen aquella silla que arda, anclada a mi timidez, esclava de mipasado, esperando la liberacin de mi futuro.

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    Carta a Tefilo, patriarca de Alejandra

    S, porque me lo cont despus el decurin, que cuando el manpulode caballera lleg a las inmediaciones de la montaa, dejaron a unlado las fanfarrias y tambores, pusieron a la espalda las lorigas,envueltas en lino para que no hicieran ruido, dejaron atrs loscaballos y recorrieron la ltima milla hasta la montaa en el silenciode piedras fras de la madrugada. Llegaron hasta el barrancocubriendo todas las vas de escape posibles desde aquellas alturasinclementes, que son bien pocas. Al rayar el alba, ya escalaban lasrocas de la base vestidos tan slo con mandiles de cuero, sin tahales,ni escudos, brazaletes o casco de bronce, las espadas bien atadas alcuerpo. Llegaron en silencio a la boca de la cueva manchada denegro, y all los cuatro herejes fueron capturados cuando an lasnieblas del sueo les cubran los ojos con un velo de legaas.Protestaron, preguntaron y tan slo recibieron esparto por respuesta.

    Cuando todos los ermitaos nos asomamos al borde de nuestrosrefugios, alarmados por las voces y los ruidos de hombres y bestias,ya la cohorte montaba en sus caballos, relucientes por el sudor quelos cubra, y se preparaban para caminar de vuelta. Los cuatroHermanos Largos, Discoro, Amn, Eusebio y Eutimio, eran ya presos.

    Sub entonces hasta la cueva que habitaban. Al principio, en laboca de su morada no hall sino los tiles que nos son comunes a los

    cenobitas que vivimos en Nitria: esteras tejidas con pita, vasijas debarro tapadas con piel de cabra tensa, lechos de ramas, alguna cobijade pellejo de oveja, algn cazo. Luego encontr, en una estanterahoradada en la pared, libros santos, evangelios, rollos de cartas quelos hermanos se escriban con Juan Crisstomo y otros herejes y quete mando acompaadas de esta carta como prueba de su hereja.

    Luego camin hasta las profundidades del antro donde vivan;ojal no lo hubiera hecho. All encontr lo que yo no hubieraimaginado: huesos quemados de nios y mujeres en los que anquedaban restos de carne medio mordida. Ascetas del diablo,enemigos de la fe y la verdad, no haba ya apenas rastro de sus

    jvenes sirvientes, a los que haban devorado, vctimas de su horribledepravacin. Aqullos eran, sin duda, los restos de los holocaustos

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    canbales que estos hombres cometan en la impunidad del desierto.No dudo que podran hallarse mayores muestras de horror; habaescenas pintadas en las paredes de ocre en las que hombres ymujeres yacan con bestias en orgas que slo pueden encontrarparangn en los horribles ritos paganos que por fortuna fueronprohibidos por el emperador.Sirva esta carta como prueba incriminatoria ante cuestores,comisiones imperiales y cualquier otra forma de investigacin quetenga a bien disponer el patriarca de Alejandra, a quienhumildemente dirijo mi testimonio.

    Cirilo de Alejandra, en su retiro de Nitria

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    Tengo que pararme a respirar, el calor me est venciendo. Tengo quesobreponerme, continuar. Tomar el aliento a la sombra unos minutosme har bien.

    Ya queda menos, se puede oler en el aire la excitacin. Quiz loexplique el calor hmedo, las brumas de las marismas que a vecesobligan a taparse la boca para poder respirar, el constante roce degriegos, egipcios, judos, cristianos, paganos y romanos. No lo s,pero lo huelo, lo veo en las miradas ansiosas, en los msculos tensosy mojados de sudor. Est por suceder.

    Intento respirar hondo, pero hay un fondo de cristales rotos msall del ltimo aliento que no me deja llenar los pulmones porcompleto. Miedo, tristeza, soledad, pedazos de objetos bellos queyacen en el fondo, all donde no puedo alcanzar para limpiar y sloquedan los fragmentos de vidrios de colores que podran haberconstruido un castillo de cristal, un bello jarrn, un vaso estilizado yalto lleno de champn con el que mi memoria estara satisfecha. Sinembargo, all slo yacen la nia triste cercada de cristales afilados,que est dentro de la adolescente, dentro de la joven catedrtica ydentro de la mujer que camina por la Alejandra del siglo IV yrecuerda. Todas permanecen ah, talladas en dolor y alegra,hablando y pensando a la vez, supeditadas a la realidad ltima, a lacapa exterior requemada por la vida, sabia y dolorida, vieja y harta,pero tan slida que es capaz de rememorar sin error a la nia quemiraba por la ventana de su cuarto hacia las alambradas oxidadas

    por la lluvia, el paisaje desolado de una ciudad en guerrapermanente.La nia no se preguntaba por qu haca falta separar los barrios

    por altas alambradas electrificadas, no saba de odios entre losvecinos. Su madre no le permita explorar ese ecosistema urbano,integrarse en aquellas pandillas de nios y jvenes que hacanfortalezas de parques y callejones y reproducan las luchas de suspadres y hermanos con palos y piedras. No, ella exista como una florde interior que apenas pisaba la calle, que ni siquiera acuda a lapantomima que llamaban enseanza. Y casi era mejor as, porquehaba descubierto que las otras nias y nios no eran como ella: nolean a Catn desde los diez aos, ni hablaban en griego clsico a losdoce. Los otros eran raros, incomprensibles. Se reunan y jugaban y

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    celebraban sus cumpleaos a gritos ensordecedores, rean, lloraban...y, sobre todo, ellos tenan padres: hombres grandes, slidos, queunas veces le daban miedo, y otras le atraan con una fuerza mayorde la que poda soportar. En su casa slo haba una figura: su madre,una presencia que, como el cielo o la luz, no se cuestionaba. No habahabido nada antes, no habra nada despus. Llenaba su vida, sustareas, sus lecturas, hasta sus pensamientos, para lograr que eseesqueje diminuto nacido de su vientre floreciese en un xtasis dexito acadmico, el mismo que le haba sido negado a ella. A veces,slo a veces, la nia Marta miraba por la ventana a la lluvia o al soldel barrio amurallado y senta que se asfixiaba, que necesitabamojarse en la lluvia, saltar interminablemente, correr hasta que elcorazn le estallase.

    Yo, la Marta vestida de lino, aun medio cegada por el sol delatardecer de Egipto, miro hacia el pasado, que es el futuro de estemundo, y lo veo todo con claridad. Y no por eso dejo de amar a lania, de compadecerla y de entender por qu, tras la muerte de sumadre, sigui estudiando enconadamente, desentendindose cadavez ms del mundo. Mi madre no haba credo necesario educaraquella parte de mi humanidad, y eso lo he perdido para siempre.Sospecho que ella misma se haba negado a admitirse plena dedeseos y necesidades, de afectos. La recuerdo con un gesto deperpetua seriedad esculpido en la carne, la lnea fina y apretada deuna boca inflexible, guiada por invisibles engranajes interiores que nosaban de consideraciones al margen de una extrema razn prctica.No conoc su historia, nunca me la cont. Se muri el mismo da que

    consegua la plaza de titular en la Universidad Libre de Ginebra. Creoque muchas de las lgrimas que vert en su entierro eran de rabia, node pena. El mundo an era enorme, lleno de cosas que nocomprenda, a las que tema; y a aquel atad negro y siniestro, quizlleno de engranajes y mecanismos congelados, herrumbrados einflexibles, nunca podra pedirle ninguna explicacin, ninguna gua.

    Dos meses despus de su muerte, cuando ya haban comenzadolas clases, an no haba deshecho la maleta que haba trado desde elapartamento donde habamos vivido juntas. En tan slo una semanade actividad frentica haba empaquetado todas las pertenencias demi madre en pulcras bolsas de plstico color azul. Ropa, libros,documentacin, fotografas, objetos cotidianos, todo lo que ella habatocado con sus manos, con su cuerpo, con sus labios, haba sidocatalogado minuciosamente y empaquetado. Luego haba llamado aun trapero y le haba dicho que se llevase todos los paquetes azules,del primero al ltimo, sin abrirlos y sin pedir nada a cambio. Elhombre haba iniciado una breve protesta, haba ofrecido una miseria,a la que renunci con un gesto de la cabeza. Despus anul elcontrato de alquiler y abandon el piso, el barrio lleno de verjas ycoches convertidos en chatarra y conduje mi viejo Volvo hasta losamplios terrenos de la universidad.

    Durante muchos meses vest la poca ropa que me compraba parasustituir la que se quedaba vieja: dos pares de zapatos, tres camisas,dos jersis, una falda de pana, dos pantalones de lana. En la maleta

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    que haba dejado arrumbada contra una pared en el s aln delapartamento haba ms ropa, la que haba comprado junto a mimadre en las austeras casas de moda de la zona noble de Ginebra:ropa negra, marrn, gris, de lana o de algodn para el verano. Losnicos libros que haba conservado eran los que yo misma habaelegido y comprado. La amplia biblioteca de clsicos, de monografasy manuales del mundo griego y romano, seguramente fue repartidaen las libreras de viejo de toda la ciudad. Quiz algn estudiosohabra disfrutado comprando por un buen precio el Dizionario dellacivilt classica , de Ferrari, o Die Abfahrt der Argonauten im HylasidyllTheokrits de Bernsdorff, autnticas joyas bibliogrficas.

    En ese tiempo de austeridad contaba con la biblioteca de launiversidad para preparar las clases y para elaborar los largos ycomplejos artculos con los que llenaba las tardes de ocio, artculos enlos que me esforzaba por desvelar lo que ahora veo, oigo, respiro.

    Es hora de girar por este callejn y abandonar la Va Canpica.Estoy en el barrio del comercio. Camino entre artesanos queextienden sobre los adoquines los productos de su arte: cuero, telasde lino teido, herramientas, especias, vino, candelabros de bronce,copas, estatuas. Paso la mano sobre un Serapis de tamao mediano,con sus largas barbas griegas y su perfil egipcio, una esculturadestinada al pequeo templo de una casa modesta pero no pobre,quiz de un escribano pblico, un mdico, un artesano de ciertorenombre, hasta un filsofo menor, un mentor, un tutor de jvenes. Eltacto de la piedra tallada sin mucha precisin me trae un solorecuerdo, el spero rozar de la mejilla contra el asfalto de la Rue des

    Rois, la clida inundacin que me mojaba la nuca de sangre, meempapaba el pelo, me manchaba la mejilla arrasada. Veo las lucesrojas del coche que me ha atropellado unos metros ms all, la genteque grita, se acerca, el conductor que eleva las manos a la cabeza.

    Luego me preguntaron por qu cruc, si el coche vino demasiadorpido y no lo vi, si estaba distrada por algo que suceda por la calle.Alegu confusin, amnesia, shock, pero menta: saba por qu habadado aquel paso casi fatal, por qu no dud, incluso sonre, cuando lamole negra del Mercedes se me ech encima.

    Sonro ahora. Diecisiete siglos antes del atropello vuelvo a dar esepaso, a caminar hacia la mole negra del vehculo que ruge callearriba. A diferencia de entonces, ahora no hay dolor, no hay silencioni soledad, tan slo un atardecer de olas negras hacia el que caminocon calma.

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    meses desde que los legionarios capturaron a los cuatro HermanosLargos y fueron llevados a Alejandra para ser juzgados. Ahora piensoque quiz habra sido mejor dejarlos aqu, en compaa de la mspura nada, para que fuera la propia palabra de Dios la que leslimpiase la mente y les clarificase el alma.

    Mis ropas se han rasgado, mi pobreza no es extrema, es total. Lasoledad crece all donde nada ms puede crecer. A veces, me asomoa la boca de mi cueva y creo ver un vergel de formas, columnas defuego, rboles de luz, rocas que se elevan y danzan en el mediodaimplacable. Es quiz ste el sitio ms bello y ms puro del mundo, ellugar donde el alma humana primero adelgaza de banalidades,estilizada por el ayuno y la austeridad; lejos de cualquier forma deadorno, cualquier concesin al vicio, al ocio, al disfrute esttico, algozo fraternal, ertico, resulta iluminada por una luz tan potente queslo puede ser divina: la luz de Dios nos traspasa y nos llena de sugloria.

    Aqu no tengo nada y en realidad lo tengo todo, y aun as, nopuedo vanagloriarme de ello, ya que tambin tengo la sabidura y lahumildad. Termino esta carta ahora que el sol cae sobre los montesmellados, cubiertos de remolinos de polvo que los vientos delatardecer levantan y arrojan contra nosotros. A veces esos mismosdisturbios del viento, en los que los antiguos vean pequeosdemonios o dioses, se unen y se forma una tormenta de polvo secoque cubre el cielo y dura semanas. Ni siquiera los meteoros son uninconveniente: a ms penuria, ms regocijo interior, ms riqueza, msiluminacin y sabidura. Cuando terminan las tormentas, todos los

    cenobitas, vestidos con harapos negros, que son las mejoresvestiduras para los rigores del desierto, salen de sus cuevas, de losagujeros en el suelo. Saben que el polvo al retirarse inflama elhorizonte al caer el sol. Ahora, mientras escribo esto, en el cielo haymil colores, mil tonos de ocre y dorado como ningn artesanohumano ha podido ni podr conseguir, en sus vanos intentos deimitar la tarea de Dios. Vivimos en el ms bello templo y ni siquieraha hecho falta construirlo: Dios nos lo ha regalado para que loadoremos.

    Querido to: s que tus deberes para con la Iglesia son numerosos,que tu funcin est en Alejandra; tan slo te pido que consideres,cuando la edad te llame al descanso, venir a nuestra compaa, arecibir aqu la iluminacin y la bendicin de la sed, el calor, la luz deDios y la llama de la fe clara y limpia tal como nosotros, los eremitasde Nitria, estamos recibiendo en el desierto blanco y ptreo quehabitamos.

    Cirilo de Alejandra, en su retiro de Nitria

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    Stewart fue mi salvador. Despus del accidente habra podido morirvistiendo igual, petrificada en la misma actitud retrada, aos y aosdando clases y negndome a mantener siquiera una conversacin no

    acadmica con compaeros o alumnos. Miedo? Todo era miedo; elmundo abundaba en cosas que no entenda, que no existan en laGrecia de Platn, ni en la Macedonia de Alejandro, ni en la Roma deAugusto. Tambin haba miedo cuando aquel hombre barbado,vestido de tweed casi crudo, abri la puerta de mi pequeo despachoen la universidad y, sin pedir permiso, se sent frente a m,mirndome con unos ojos de color miel que sonrean con cada aleteode las pestaas.

    Disclpeme, quin es usted?Stewart Mac Gregor. Lo mir durante unos segundos, casi

    convencida de no conocerlo, intuyendo que me equivocaba. S quesu campo acadmico est muy lejos del mo, pero quiz le suene laceremonia de los Nobel de hace dos aos.

    Lo vi entonces, vestido de etiqueta, con la misma sonrisaenmarcada en similar barba pelirroja, subiendo al estrado en Suecia.Premio Nobel de Fsica junto a Silvia Skeponis.

    Seorita, le ruego algo de su tiempo. Si me lo permite, le voy acontar una historia que parece de cuento de hadas, pero que no lo es,no se asuste. Aquel hombre, resuelto hasta resultar casi ofensivo,tena unos cincuenta y cinco aos, los ojos de stiro amable y lasonrisa de encantador de serpientes. Hizo una pausa, se apoy en la

    silla y despleg unas manos largas y llenas de pecas que parecanfluir en el aire con la elegancia de gaviotas rabiosas. Una tarde,cuando tena veinticuatro aos, paseaba por el jardn. Era verano y elaire zumbaba lleno de abejas, moscas y mosquitos. El sol los hacabrillar con fuerza, como si los insectos nadasen en un fluido espeso.Haba estado empapado en fsica durante ms de cinco aos,desarrollando mi tesis doctoral. Crame, respiraba fsica por los porosde la piel. Slo aquel verano comenzaron mis conocimientos aasentarse y a organizarse. No toqu un solo libro, me limit a pasear,a emborracharme con cerveza y a pasear, vaguear por los pramos;se supona que estaba de vacaciones. Y, de repente en aquelatardecer soleado, el ver aquel fluido en el que volaban los insectosme dio una idea estpida y genial a la vez. Imagin el universo, el

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    tiempo, el espacio, todo convertido en una larga serpiente de materiay energa. Eso no tiene nada de excepcional, ya Einstein consider eltiempo como una dimensin ms. Lo realmente sorprendente fueimaginar que vibraba movindose en dimensiones y tiempodiferentes a los nuestros. Lo vi agitarse casi delante de mi cara: elcontinuo espacio-tiempo no era un objeto esttico, sino vivo, quepoda cambiar. Estoy simplificando notablemente; junto a esa imagentambin vi las lneas maestras que me iban a llevar a explicarmatemticamente aquella idea. Para demostrar mi intuicinnecesitaba saber ms, desarrollar nuevas herramientas matemticas,nuevos experimentos. Llevo treinta aos detrs de aquella imagen,de aquella tarde inserta en un gel de verano. Stewart sonri y elcuarto pareci iluminarse. Slo le dir que al fin he conseguido loque buscaba. Tengo la descripcin matemtica de cmo el universofluye en el tiempo.

    No entend mucho, pero estaba fascinada por la vehemencia, lafuerza con que haba descrito su descubrimiento. Creo que no adivinel efecto que causaba en m. Crey que no lo entenda, y quiz poreso sigui insistiendo.

    Es un poco complejo, pero no se preocupe de las matemticas.Vamos a las implicaciones de mi descubrimiento, que es lo que nosinteresa. Apenas comenc a trabajar, vi adnde iba a llevarme todoaquello. Desde que hered la fortuna de mis padres, muchas de lasganancias de mis industrias van a parar a la Fundacin Cronos y hansido empleadas en estudiar y desarrollar todo esto de lo que le hablo,incluyendo ciertas implicaciones que no dudo encontrar fascinantes.

    Y es que la existencia de ese largo tnel en el que nuestrouniverso se desarrolla temporalmente obliga a que existan un nmeromuy grande de tneles accesorios que se desenrollan paralelos alprincipal y dentro de los cuales el tiempo retrocede o avanza adiferentes ritmos. Apenas me sorprend, slo sent alivio. Era unatontera, una estupidez, me iba a proponer un trabajo para crear laDisneylandia del tiempo o algo as. Dira que s. Ira tras esa tontera,esa imposibilidad maravillosa que haba encantado a aquel hombre.An no haba acabado de conocerle y ya le haba convertido en elamor platnico de una adolescente de veinticinco aos. Interpretmal mi entusiasmo, me crey convencida por sus teoras y no por sulocura. Hemos encontrado un subgrupo de esos tneles, los tau,que se pueden generar mediante una configuracin especial decampos de energa negativa. Una vez creados, por ellos se puedeviajar en el tiempo. Slo hay que tener cuidado. El flujo temporal esuna configuracin vibratoria metaestable. Hay nodos taucrnicos a losque nada puede alterar, y otros donde una pequea interferenciapuede cambiar todo el continuo, pero el viaje es matemtica yfsicamente posible, mis clculos lo demuestran.

    La locura estalla una vez en la vida y hay que subirse en el frentede onda de su explosin y surfear hasta donde te lleve, o bien dejarque pase por encima y dejar transcurrir el resto de la vida soandocon la persona que hubieras podido ser. Yo, subyugada por aquellasonrisa, me mont en la ola y todava no me he bajado, contino

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    Carta a Tefilo, patriarca de Alejandra

    La soledad del desierto es nuestro mayor tesoro. Somos los hermanosnegros, nos vestimos con ropas oscuras, tnicas de lana de cabra quenos cubren hasta la cabeza y nos protegen del calor del da, del frode la noche, de la aspereza de la piedra. Cuando llegu, aspiraba a lasoledad de la oracin y el rezo; as transcurrieron mis das y misnoches. Mis hermanos vivan como yo, encaramados en las rocas, enlos eremitorios, orando y meditando sobre la palabra de Dios durantelargas jornadas.

    Largas jornadas transcurrieron as y constancia de ellas haquedado en mis cartas, amado to. Sin embargo, Dios nos envi unaseal a los que vivimos en este desierto terrible. Una tarde,escuchamos pasos de caballeras resonar en el valle. Un grupo dehombres armados, cubiertos de tnicas y atavos de cuero tachonado,caminaban sobre el polvo. Los diriga un hombre negro de anchoshombros. Montaron un campamento en el valle y a la noche seescucharon voces, msica; traan con ellos esclavas capturadas conlas que se solazaron. Tambin bebida y comida en abundancia.Durante tres das descansaron a la sombra de lonas, disfrutando delfrescor de la noche y de los manjares que transportaban. Eran, sinduda, bandidos que haban desvalijado a viajeros y pequeasciudades en los oasis y que ahora disfrutaban de su botn. Vimos a

    aquellos pecadores ensuciar nuestro valle y no hicimos nada. Altercer da levantaron el campamento y se marcharon.Luego lleg el tiempo de la hambruna: las cabras murieron, ya

    que el agua de uno de los pozos se volvi ponzoosa, los pequeoshuertos se agotaron, no haba alimaas que cazar; pareca que Diosnos pona a prueba y as deba ser, pues hasta los frutos duros ynudosos de las plantas del desierto se volvieron escasos y lostubrculos ya no engordaban bajo tierra, sino que aparecan comidosde gusanos e insectos. Dios as lo quiso, y muchos hermanosmurieron en los rigores de la temporada seca, cuando el sol tuesta latierra durante das interminables en que el aire no se mueve y ni lassierpes y lagartos se aventuran a salir de sus madrigueras.

    Una tarde, a la cada del sol, me encaram en una piedra y

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    comenc a hablar en voz alta, tal y como haca en la iglesia de SantaMarta. Dios se adue de mi lengua y yo asist al discurso que l medict. All dije que el gran mal que nos afliga haba sido culpanuestra, por ser dbiles y no castigar al impo, que as se llenara elcielo de sangre de los que no son justos, que nosotros no habamosdefendido la fe y habamos permitido que ladrones y asesinospaganos profanaran nuestro lugar de oracin.

    Sin comida, tan dbiles que no podan ir por agua, algunoshermanos reclamaron ayuda a grandes gritos. Dios dijo que hay queamar al prjimo y as hicimos: los que ms fuertes estbamoscaminamos para llenar cntaros y los llevamos a las cuevas msespaciosas donde se reunan los hombres enfermos.

    Muchos murieron a pesar del agua, de los cuidados, de lasinfusiones de hierbas y de la carne seca que algunos guardabandesde el invierno. Luego, una maana, sopl una brisa suave quetrajo nubes. El castigo se haba terminado. Las nubes trajeron sombray humedad: llovi durante una semana, las piedras se refrescaron, loshuertos revivieron y algunas cabras salvajes se dejaron capturar yllenaron los rediles vacos.

    Dios nos hizo ver dos cosas: que la oracin puede ser solitaria,pero que el hombre debe compartir su vida con otros para mayoralabanza de su obra, y que juntos, en un cenobio puro y sabio,nuestra fuerza en la defensa de la fe era mayor.

    No hubo ms hambruna, no ms calor abrasador, crecieron lashuertas, engordaron las cabras y no falt leche ni caza paraalimentarse con moderacin y sabidura. Tejimos lana, la teimos, y

    todos pudieron cubrirse de negro. Arrancamos viejos y duros leos deplantas muertas y todos tuvimos cayados para caminar entre lasrocas. Desollamos cabras y todos tuvimos pellizas para la noche ysandalias para nuestros pies.

    Al cabo de varios meses, los bandidos volvieron. Eran casi losmismos, pero las mujeres y las caballeras eran otras. Igualmentehicieron acampada en nuestro suelo sagrado, y volvieron a orse losdulces sones de la msica, los gritos de la pasin pecadora, losinflamados discursos que el vino implanta en el espritu.

    Nosotros escuchamos y esperamos y, cuando quedaban escasashoras para la madrugada, bajamos de las cuevas en silencio, con lastnicas cubrindonos el rostro y los miembros, apoyndonos ennuestros gruesos bastones. Los bandidos roncaban, sus putasenroscadas lascivamente en sus cuerpos cubiertos de alhajas y finostejidos robados. Dios nos diriga. Los bastones subieron y bajaron: eramadera nacida de la roca, endurecida por el sol y la sequa. Hendilas cabezas de los pecadores y sus barraganas. Aun antes dedespertar ya haban sido castigados por sus pecados. Doce hombres yseis mujeres que tiramos a un canchal para que fueran comidos porlas bestias. Matamos a las caballeras, curtimos el cuero, secamos lacarne y quemamos los finos tejidos, los ricos instrumentos musicales,signo de riqueza, de ocio y paganismo. Tan slo guardamos las armaspor si volvieran a ser de necesidad, y el oro para pagar laconstruccin de una pequea capilla en la que honrar al Seor.

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    La memoria juega con extraas reglas. Veo a un Stewart mltiple,vestido con traje y corbata el da de aquella conversacin, sucio ygreudo tras el primer colapso del tnel taucrnico, borracho y

    delirante tras el primer xito, declamando los versos inventados deun Cyrano en pos de una Beatriz hecha de ecuaciones. Stewart en mimemoria es todo eso y ms, pero sobre todo una frase, tallada conprecisin en el aire, la frase que me dirigi cuando, mucho tiempodespus de la primera entrevista, una tarde en que todo pareca salirmal, le pregunt si no era un empeo alocado todo ese asunto.Seorita, cada uno vive en el infierno que elige, me dijo.

    Ahora est ausente, como tantos otros de aquellos locos queconvivimos en el pramo de Aberfeldy.

    El discurso fue la ltima vez que vi aquella pasin de lavadesatada flamear en sus palabras. A los postres se levant y,golpeando una copa con una cucharilla, impuso el silencio. Duranteun largo segundo slo se escuch el murmullo del viento soplandosobre el pramo. Luego su voz, potente y ronca, nos anunci lo queya sabamos: partiramos a la maana tras ajustar las grandesmquinas que mantenan el tnel taucrnico estable. Olvid laspalabras, pero tengo fijado en el centro de la memoria el brilloatusado de su pelo, las facciones afiladas y los miembros cortosaleteando con furia. Estaba prximo a completar su gran proyecto, aalcanzar la gloria.

    Y cul haba sido mi proyecto, mi gloria, mi motivacin?

    Tras la conversacin con Stewart en mi despacho de launiversidad, haba renunciado a la tumba helada en que se habaconvertido mi vida acadmica y la haba sustituido por la claridaddeslumbrante de la visin del fsico escocs. Mientras terminaba decerrar los asuntos que me retenan en Ginebra, no dejaba de veraquel tnel melfero, esa sustancia como mbar en que Stewart habaresuelto volcar su percepcin del continuo espacio-tiempo.Permaneca hipnotizada por un universo donde el color, la intensidad,la pasin no eran excepciones, sino la regla.

    Llegu a Aberfeldy a principios de septiembre. El tamao de lasinmensas posesiones de la familia Mac Gregor lograba disimular laacumulacin de gras y camiones, edificios a medio construir ycientos de personas vagando de aqu para all. Haba un contagioso

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    aire de fiesta en todo aquello que me record unas imgenes quehaba visto en la televisin de un concierto al aire libre: miles de

    jvenes caminando sin rumbo por un campo despejado sobre el queobreros y maquinaria erigan las inmensas estructuras de soportepara el escenario y los focos.

    El todoterreno que me haba trado desde Inverness me abandon junto a mi modesto equipaje en un claro terroso, a un par de cientosde metros de la mansin. Me haban dicho que preguntase por uno delos hombres encargados de los alojamientos. Con la maleta en lamano, no saba hacia dnde moverme. Me apart para dejar pasar auna excavadora que de otro modo hubiera tenido que esquivarme. Unhelicptero cruz el cielo a muy baja altura. La luz del atardecerarranc destellos del vidrio y el aluminio con el que estabaconstruido. La mquina aterriz detrs de la mansin. Mir entoncesen direccin al oeste. El sol bajaba a plomo sobre una masa de nubesque pendan ms all de las colinas, donde supona que estara elmar. Las estructuras metlicas, las chapas de los coches y lasmquinas, los parabrisas, los remolques metlicos despedandestellos cegadores. Hasta el mismo aire pareca convertido en mielcondensada, la misma sustancia mgica que haba aprendido aidentificar con la visin de Stewart.

    Cuando el sol se termin de hundir dentro de las nubes,inflamndolas de tonos morados, tom la maleta y me acerqu a lacasa. En el inmenso vestbulo de la mansin me recibi una esculturaen roca volcnica de Bastis, la diosa lunar con cabeza de gata delpanten egipcio. Era una talla notable, estilizada, maltratada por la

    edad en muchos puntos, pero completa y con todos sus atributossagrados.Di la vuelta a la escultura, que me superaba en altura,

    admirndola. En la base haban pegado una placa de latn grabadoque deca en griego clsico: Aqul que honre la noche honrar aBastis en su templo del Serapeo de Alejandra, y luego en ingls:Diosa Bastis, desenterrada en Alejandra en la campaaarqueolgica de la Universidad de Turn, 1985. Aquello era lo que mehaba llamado la atencin. A pesar de que la talla era claramenteegipcia, tena una postura, un aire, unas proporciones ms parecidasa las de las estatuas griegas. La talla haba pertenecido al Serapeo deAlejandra, destruido junto con la Biblioteca, el ltimo bastin delsaber antiguo. Recorr la escultura apenas rozndola con los dedos,intentando absorber los muchos siglos que aquella roca haba vividocomo estatua, tan slo una pequea fraccin de su existencia comomineral, hasta que un asistente me pregunt si necesitaba algo. Micuarto result ser una habitacin abuhardillada, pequea y muycmoda, ubicada en el ltimo piso de la mansin. Tena una pequeaventana orientada al este por la que entraba una brisa fresca, casifra, cargada de olor a lavanda y a brezo.

    Aquella noche, cuando entraba en el comedor para la cena, unode los sirvientes me dijo que le acompaara. Tena un sitio reservadoen la mesa de Stewart. Cuando llegu, hablaba con un par dehombres vestidos de traje y corbata. A su derecha tomaba sopa un

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    hombre pequeo, atildado y de rasgos orientales.Ah!, seorita, bienvenida a nuestro pequeo proyecto.

    Permtame que le presente: MacArden y MacArden, de Edimburgo,son hermanos y abogados. Muy buenos, los mejores, dira yo. Y elseor Toshiro, recin llegado, como usted misma. Cuando tengoocasin, que no es muy a menudo, me gusta dar la bienvenida a losnuevos. El seor Toshiro es especialista en el Japn del shogunato.Sus trabajos sobre el japons antiguo lo han convertido en unaeminencia.

    El oriental inclin la cabeza y me ofreci una mano que se meantoj incmoda, inadecuada.

    Mucho gusto.La seorita Marta Basenderf, a pesar de su juventud, es una

    reputada especialista en la historia de la transicin del mundo antiguoal moderno, el final del Imperio romano y el comienzo de la EdadMedia.

    Como siempre me suceda, me ruboric, baj la cabeza ycomenc a tomar la sopa de pescado mientras Stewart continuaba suconversacin con los abogados. A mi lado, Toshiro pareca tan tmidocomo yo, incapaz de romper el silencio de hierro que se extendaentre nosotros. Al llegar al postre, Stewart y los abogados, queapenas haban cenado y haban llenado su parte de la mesa con foliosimpresos y un porttil sobre el que tecleaban con frenes, parecanhaber acordado una estrategia. Ambos hermanos sonrieron y sedisculparon, el helicptero deba llevarles de vuelta a Inverness atiempo de tomar un vuelo a Londres.

    Slo entonces Stewart termin de cenar y se relaj lo suficientecomo para que el cansancio lo alcanzase. Perdida la frentica energade sus movimientos, envejeci diez aos que se posaron, como unpolvo amarillo, sobre las arrugas de los ojos, las pecas en la piel, yque incluso le obligaron a vacilar al coger un vaso de agua.

    Todo aquello desapareci cuando Stewart, terminado el salmn,se limpi con la servilleta y se volvi hacia nosotros:

    Se ha acomodado ya? Ped para usted una habitacin sencillapero cmoda.

    S, es perfecta, muy bonita. Puedo hacerle una pregunta?Dgame.Cundo voy a empezar? Con quin voy a trabajar, cul va aser el objetivo de nuestro trabajo inmediato?No se preocupe, el grupo de trabajo de investigacin histrica

    ser de su agrado, son todos especialistas, los mejores en cadacampo. En cuanto a las tareas, an estamos definindolas.Sinceramente, esperbamos que ustedes nos orientaran. Lo mejorsera hacer una serie de preguntas y dejarlas caer sobre sus mesasde trabajo: qu pocas visitar?, qu ropa llevar?, qu lenguahablar?, cmo ocultarse y no destacar?

    Se me ocurre...S, seor Toshiro.Si la mquina, digamos, va a funcionar...S?

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    se avino a colaborar. Durante cinco largas horas, los cientficos eingenieros, desprovistos bruscamente de su brutal rutina de trabajo,vagamos sin rumbo por los pasillos, leyendo o escribiendo encuadernos quienes no dependan del acceso a maquinaria para seguirtrabajando, los dems descubriendo sbitamente que no estbamossolos en aquellas soledades norteas, sino que nos rodeaban cientosde personas, muchas de ellas completamente desconocidas. Aquellatarde, por primera vez desde que llegu a Aberfeldy, vi gentebebiendo cerveza, jugando al billar, conversando o entregados alplacer del flirteo.

    Por un momento pens que todo haba sido una maniobra paralograr que los miembros del proyecto se relajasen durante unashoras, pero casi enseguida la voz de Stewart comenz a escucharseen los altavoces del complejo, hablando en el ingls marcado de losescoceses y disipando cualquier duda.

    Lamento comunicarles que a causa de un accidente fortuito enuno de los prototipos de estabilizadores tau, cinco cientficos hanresultado vaporizados en una implosin de plasma.

    Fue como un sueo que de pronto se convierte en pesadilla.En sucesivos mensajes se nos inform de que al da siguiente se

    realizara un entierro civil simblico: no haba cuerpos que honrar. Todos los trabajos se reanudaran unas horas despus, excepto los deestabilizacin tau, que quedaran en suspenso hasta determinarse lacausa del accidente.

    La ceremonia, a la que asist al lado de Ahmed y Toshiro, se lleva cabo en un silencio conmovedor. Hasta el viento, omnipresente en

    el pramo, haba decidido detenerse esa tarde. Stewart no pronunciningn discurso, slo habl la jefe de la seccin de Fsica, la premioNobel Silvia Skeponis, que hizo una desnuda alabanza a la verdadcientfica y los sacrificios que cuesta alcanzarla. Ni un cura habrahecho un panegrico del sacrificio tan exaltado, le mencion a

    Toshiro, que me mir despacio y luego se recoloc la corbata y sesumergi en su propia introspeccin, como sola hacer a menudo.

    Todos esperamos que aquel accidente fuera tan slo un pequeoescollo. No haba tenido repercusiones fuera del complejo. Todoshabamos firmado unos duros contratos de confidencialidad. Casinada poda traspasarlos, ni siquiera la muerte. La polica no parecatener inters en el accidente y ninguna noticia al respecto se habafiltrado a internet o a medios acadmicos. Afuera, en el mundoexterior, la libertad era un bien escaso y con una clara tendencia aagotarse, por lo que nadie protest, todos continuamos trabajando sinpreguntar nada ms. Stewart lo arreglara todo.

    Sin embargo, Stewart no pareca capaz de hacer magia esta vez.Durante quince das el hangar 12 continu cerrado, los fsicosexperimentales y los ingenieros vagaban aburridos por los pasillos dela mansin. Algunos haban comenzado a realizar excursiones por elpramo y uno de ellos se hizo popular con su atuendo de camuflaje ysu red de cazar mariposas.

    Una tarde de tormenta, mientras miraba cmo los rayos rajabanla oscuridad que se haba apoderado del pramo, llamaron a la

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    nicamente atenda al girar, ya ms calmado, de su mente, al quepunteaba con afirmaciones en voz baja.

    Se visti despacio, sin mirarme siquiera, y sali de la habitacinsin hacer ruido. Sin vestirme an, volv a la ventana. Afuera los rayosy los truenos se prodigaban, caan sobre el pramo iluminando lasvastas praderas azotadas por el viento y la lluvia. Aor esaintensidad, esa pasin elctrica que nunca haba tenido, la misma quevolvi a tener Stewart en su caminar, dirigiendo a su gente, alcomunicar que al fin el problema se haba resuelto, una intensidadque no le haba faltado la noche del discurso, del largo discurso entrelas penumbras de las velas y candiles. Si hubiera tenido algo de esapasin, unas migajas, algn destello solitario, quiz no habranecesitado acudir a Alejandra para encontrarla.

    Cuando las palabras de Stewart se extinguieron lleg un silenciointenso, imprevisto. El viento golpeaba contra la piedra y el cristal,como queriendo entrar a la sala, a desbaratar la celebracin. Stewartnos mir desafiante, febril. Nos miramos unos a otros, incrdulos. S,era cierto, todo haba terminado y comenzaba una nueva fase,diferente, terrible, aterradora pero libre de la tensin que habagalvanizado todo el complejo. Los cientficos y los estudiosos delpasado habamos convivido en aquel castillo y sus dependenciasanejas durante dos aos sin saber si todo aquel inmenso esfuerzoservira para algo. Para m no fue muy diferente del tiempo pasado enla universidad: largas jornadas de investigacin, reuniones, estudio.Slo el objetivo que se ocultaba en aquella inmensa finca lo hacatodo diferente. Haba contaminado el sabor del agua, el peso de la

    ropa en el cuerpo, el viento removiendo el pelo, todo, cada palabra,cada imagen, cada pequeo o gran acto estaba teido de aquelenorme secreto, aquella descomunal ambicin. A veces crea que losfsicos e ingenieros estaban creando en los talleres una formainvisible y viva, con tentculos que iban abriendo la tierra, avanzandoinvisibles en el aire hasta encontrarnos, ceirnos en un abrazo yapretarnos con saa, intentando matarnos sin que nos diramoscuenta.

    Alguien grit, todos gritamos, se alzaron copas, se descorch elchampn, son la msica y lleg la locura.

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    ngel se retiraba le ped una seal, un mensaje del Seor. No habl,tan slo me mir. En ese momento sent una inmensa pena. El ngelsufra. Despus desapareci en un resplandor cegador.

    Durante das ayun y busqu en la oracin la sabidura quenecesitaba para entender el mensaje del ngel. Acudi a m, en estasoledad, y sufra. La expresin de puro dolor se me ha quedadograbada en el centro de mi alma. Hara cualquier cosa para evitar queun ser divino como l sufra por un pecador como yo. Lo entend a latercera semana, en que ca desmayado por el ayuno. Al despertar, laidea estaba clara en mi mente. He comprendido que no puedo dar laespalda a la ciudad que me vio nacer; ni a los hermanos cristianosque en ella viven y a los que debo compromiso y trabajo. Honro,desde mi perdida soberbia, tu labor de pastor de la Iglesia, quisieracolaborar como el ms humilde y poco destacado de sus miembros enlas tareas ms sencillas y viles, ms necesarias y desagradables.Perder mi soledad, servir a la Iglesia, pero no perder a mi Dios.Por eso el ngel estaba triste: algunos somos llamados a la compaa,somos ms tiles para el plan divino en el centro del torbellino de loshombres. Al comprender todo esto, la angustia ha desaparecido; heencontrado el sentido a la seal divina y mi camino en el mundo hasido trazado de nuevo.

    En esta hora de dolor por tu enfermedad, volver a Alejandra junto a algunos monjes a los que he pedido que me acompaen. Hayque lograr que la Palabra se extienda. Es necesario que llegue a todosese torrente de felicidad sin mcula, un agua de vida que refresquelas almas y las acerque definitivamente a Dios. Cristianos, paganos,

    judos; Dios los quiere a todos en su seno, escuchando su voz pura ydefinitiva, aqulla para la que el patriarca ha sido elegido comosostn.

    Cirilo de Alejandra, en su retiro de Nitria

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    Me detengo en un puesto de higos y tomo uno. Hago el gesto depagar, pero el vendedor me alienta con una sonrisa de dientes muyblancos y me lo regala. El fruto, dulce y espeso, se me deshace en el

    paladar dejando detrs el recuerdo de su forma, de su sabor, de suexistencia. Para un historiador, la materia de su trabajo, el recuerdode los hechos y las personas, es como el higo que acabo de comer,algo sutil, intenso y elusivo. Cada uno de los das y las horastranscurridas en Aberfeldy han dejado su sabor, su olor, su pesointangible en mi memora, pero no queda nada de aquello. Como esehigo, todo ha desaparecido en las brumas de un pasado que pudo serreal o inventado, no tengo modo de saberlo por muchas pruebas queacumule.

    Recuerdo que, a menudo, comparta la cena o la comida con Toshiro o Ahmed. Ellos eran parecidos a m, reservados, austeros, nonecesitaban del aplauso, trabajaban sin descanso, sin necesidad deconsultar a los coordinadores. Cuando decan algo en una reunin,haban meditado tanto sobre ello que no sola haber espacio para ladisensin. De forma natural, en largos silencios, cortasconversaciones, comidas y cenas compartidas, logramos encontrar unmodo relajado de convivencia que no alteraba demasiado nuestranaturaleza reservada, solitaria.

    Marta?S, Toshiro.La sal, por favor.

    Toshiro, no crees que todo esto es una locura, el sueo de unloco?S.Y eso, no te limita, no te condiciona? Quiero decir que no

    entiendo nada de lo que nos han explicado tantas veces, y aun as vamos a arriesgar nuestras vidas confiando a ciegas en mquinas queno entendemos.

    Toshiro levant la vista del plato de sopa y comenz a hablar sinmirarme.

    Miyamoto Musashi, autor de El libro de los cinco anillos , dijo quese razona lo aprendido y uno se separa de esa razn libremente. Elcamino de la estrategia consiste en combatir con libertad y de formanatural.

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    Qu quieres decir?Que, si no hay ms informacin, hay que liberar la mente de

    esperanzas, de visiones preconcebidas. Que la accin fluya y as lalibertad y el desconocimiento juegan a tu favor, ya que estarspreparado para cualquier cosa.

    Dej de mirar a Toshiro. El edificio que ocupbamos era uncobertizo construido sin ninguna concesin a la esttica: paredes decemento pintado, suelos de baldosas grises, largas mesas corridas yfluorescentes siempre encendidos en el techo. Uno de los lados delcomedor era diferente. Una de las paredes del cubo haba sidosustituida por una enorme cristalera que se abra, de lado a lado, alas amplias praderas de helechos parduzcos iluminados por un soldbil perpetuamente matizado por las sombras de gruesas nubesgrises.

    Ahmed sonri levemente. El sol lo iluminaba de pleno. Tena lapiel oscura y con cada gesto se le dibujaba un mapa de arrugasarmoniosas en la frente y la comisura de los ojos.

    Siempre hay que confiar en alguien. Siempre hay que arriesgar,Marta.

    Toshiro comenz a tomar la sopa, casi hirviendo, sin quemarse. Yo volv a intentarlo, pero en cuanto me acerqu la cuchara a la bocasent el calor abrasador y no me atrev a probarla. Dej de nuevo lacuchara y continu mirando al pramo. El sol pareca detenido en elcielo, paralizado en un medioda perenne. Al igual que el sol, todosnos sentamos encallados en un indeciso territorio equidistante decualquier significado, a medias del descubrimiento, a medias de la fe

    en lo imposible, a medias, quiz, de la amistad. Toshiro termin lasopa y sigui hablando.En San Francisco hay muchos japoneses de cuarta generacin,

    descendientes de emigrantes que llegaron a Amrica a principios delsiglo XX. En general, todos tratan de conservar unas tradiciones y unaidiosincrasia que los largos aos de vida en Norteamrica deberanhaber borrado o, al menos, transformado. Yo nac y me cri en el senode una familia as, una familia castigada por la pandemia de laneumona Han. Vivamos, estudibamos, trabajbamos rodeados dealambradas, controles mdicos y hombres vestidos con trajes decontencin biolgica y fuertemente armados que vigilaban los pasosde control. Muchos no aguantaban la cuarentena, que cuando yo nac duraba ya cinco aos, y buscaban el modo de escapar. Losmecanismos de vigilancia detectaban a todos y los soldados noahorraban balas.

    En plena era de las guerras civiles de Japn, hubo un samuraimtico que despreci la comodidad y se entreg a una vida deconocimiento, vagando por todo Japn y enfrentndose a un enemigotras otro. Cuando lleg a la edad de los cincuenta aos, cuenta laleyenda que se encerr en una cueva y escribi El libro de los cincoanillos. Descubr ese libro detrs de un mueble del saln. De tantasveces que lo le, termin por aprendrmelo. Y no slo eso, lo puse enprctica. Me entren con un mango de escoba que simulaba unaespada, siguiendo los ejercicios que aparecan en el manuscrito de la

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    tierra, el del agua, el del fuego, el del viento. El ms filosfico detodos ellos, el del vaco, se me resisti durante aos. Ni lo entenda,ni poda practicarlo. El libro de los cinco anillos no es una gua al uso,un manual de artes marciales, es un camino budista para alcanzar lailuminacin. Esa iluminacin es el quinto anillo. Mes tras mes, aotras ao, trabajaba bajando cajas de los camiones de suministros quelas organizaciones internacionales enviaban a la zona de exclusinmdica, y mientras cargaba cajas, mientras caminaba, incluso cuandovea la televisin o manejaba el ordenador intentando comprenderqu le pasaba al mundo afuera, todo el rato tena presentes losmanuscritos que haba ledo tantas veces.

    Una tarde, un saqueador entr en casa. Estbamos dentro mihermana, mi madre y yo. El hombre era grande, vesta con haraposmalolientes y apestaba a crack. A veces suceda: despreciando elmiedo al contagio, se colaban en la zona yonquis o ladrones. No habamucha polica que quisiera patrullar aquel ncleo de cuarentena yconcentracin. Tena una enorme barra de hierro, nos amenaz conella y, cuando escuch que mi padre entraba de la calle, se apost

    junto a la puerta, esperando que llegase al saln. Mi padre, que poraquel entonces ya era mayor, lleg saludando en voz alta yresoplando tras haber subido la escalera. Se quit los zapatos sin verlas marcas hechas en el parquet por las deportivas del intruso. En esemomento, cuando buscaba con la cabeza baja, lo atac.

    Incluso en el momento en que mi padre cruz el umbral y labarra de hierro baj buscando su cabeza, pensaba en Musashi, tantosaos recorriendo Japn como un mendigo, buscando las palabras que

    articulasen lo que su cuerpo y su mente ya haban encontrado.Musashi dijo en el manuscrito del aire que hay que dejar actuar alvaco. Lo hice: sin pensar, aferr con dos manos la alfombra y tir. Mipadre cay al suelo y la barra cruz sobre el espacio que ocupaba sucabeza y se estrell contra la puerta, astillndola. El intruso bram deindignacin, me mir, avanz hacia m loco de furia. Apenas lorecuerdo, pero mi madre dice que lo dej atacar, que lo estabaesperando y cuando quiso golpearme con la barra tan slo torc elcuerpo y la dej pasar inofensiva a mi lado. En cuanto el acero toc elsuelo, le puse el pie encima y luego pate el codo de aquel hombre.El hueso roto chasque y el intruso grit de dolor. Fue mi madre quienme detuvo; yo ya haba cogido la barra del suelo y la levantababuscando reventarle la cabeza. Ella me mir y me sonri. Fue esasonrisa, mnima y llena de arrugas, tan frecuente en ella aun enmedio de las peores penalidades, la que me detuvo. Comprend, dejcaer la barra y lo entend. El pasado es un espejismo, el futuro noexiste. El miedo, el ansia, la intranquilidad es temer que el pasado sehaga futuro, que sucedan las cosas que nos causan pena y dolor, perono puede ser, es imposible, porque el futuro no es real, slo existe elpresente, ese sol que nos ilumina puede terminar de bajar del cielo,puede quedarse ah, puede explotar o apagarse, no tiene sentidohablar de ello.

    S, las palabras de Toshiro eran ciertas entonces y tambin lo sonahora. Aqu, en Alejandra, he aprendido que el pasado no es real, que

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    De La vida en Alejandra ,por el poeta Claudio Claudiano

    Yo era muy joven. Eso no es excusa, ya que la juventud slo es virtuden los dioses, y fatuo fuego y fugaz destello en el hombre. En aquellaciudad mtica, me fue dado el vivir los tiempos ms nobles y msabyectos que el hombre ha visto sobre la faz de la Tierra. Los muchosdioses a los que la ciudad renda culto abrumaban la desembocaduradel Nilo con regalos y maldiciones. Slo as puede el espritu elevadoaspirar a comprender cmo fue posible que se produjese en aquellatierra antigua tal acumulacin de palacios y barracas, de noblessabios, adustos sacerdotes, ladrones y comerciantes, putas y efebos.

    Como casi todos los jvenes de mi generacin, hijos de altosfuncionarios, de comerciantes enriquecidos o parientes de sacerdotesvarios, nos educamos en la Academia del Museion. All comenzamos air cuando nuestros tutores privados consideraban que saldramosbeneficiados del contacto con otros jvenes y con los grandesfilsofos que vivan en comunidad bajo su techo, protegido del Csar.

    Pero no era slo eso; supona salir de casa, de la proteccin de losdioses familiares, y caminar acompaados de un criado hasta llegartodas las maanas a los terrenos consagrados a las musas. Acudir alMuseion era un modo de dejar atrs la niez y comenzar a vivir ensociedad. No haba una poca del ao en que se recibiese a los

    pupilos, no haba un listado de estudios establecido. Llegado elmomento que ellos consideraron propicio, mi padre me bendijo, mimadre me abraz, y el viejo criado egipcio que siempre haba estadoa mi lado me llev hasta el frontispicio tras el cual se abran lospaseos bajo los frondosos rboles, los pabellones porticados, lospronaos, el perptero, el prstilo, las piscinas, las esculturas y lasaulas, los gimnasios y palestras.

    Tendra doce aos y era ya delgado, aunque no tan alto como soyahora. Flaco de carnes, temblaba un poco esperando no saba muybien qu. Hipatia tena la costumbre de recibir en persona a los niosque llegaban hasta all por primera vez. El viejo egipcio me despidien la puerta, un enorme prtico y una escalinata flanqueada deesculturas pintadas. Me esperaba en lo alto de la escalinata un joven

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    de mi misma edad. Tena una mirada tranquila, quiz por eso lohaban elegido para recibir a los nuevos. Sin decir nada, me cogi dela mano y entramos en el recinto. Muchas maravillas vi en aquelprimer paseo, como las estatuas que, movidas por agua, habaconstruido Hern; relojes que se movan y donde pjaros de metalpiaban y estatuas de dioses se inclinaban y beban agua a las horasapropiadas; o las grandes palestras de tierra donde hombressudorosos se ejercitaban en la lucha o la carrera. Sin detenernos,pasamos entre sombras de columnas, al lado un recinto que ola amatadero y del que sali un filsofo con mandil de cuero manchadode sangre, sosteniendo un corazn sangrante a la luz del sol mientrasotro hombre y varios jvenes discpulos escuchaban lo que lescontaba de la vscera.

    Nada de aquello lo recuerdo con la nitidez con que a vecesquedan grabadas las sensaciones que producen mucho asombro oespanto, ya que fue el encuentro que aconteci poco despus el quelogr fijar la memoria de aquel da que no he podido olvidar.

    Llegamos al fin a unos edificios separados de otros por anchospaseos cubiertos de cedros y cipreses. Eran construcciones mssencillas, de paredes de ladrillo enlucidas con yeso blanco. Apenashaba adornos, salvo cenefas geomtricas pintadas en las paredes.Las baldosas del suelo eran de barro cocido, y muchas de ellasestaban rotas o agrietadas. Las lneas rectas y los amplios prticos,las frescas umbras y los pasillos silenciosos e iluminados por altoslucernarios que no dejaban pasar el calor del da producan unasensacin de comodidad. Entonces no lo saba, pero aqullos eran los

    pabellones de la comunidad de los filsofos del Museion: all dorman,coman y se aseaban. All escriban, polemizaban, honraban a lasmusas e incluso discutan agriamente cuando las polmicas seenconaban.

    El joven me solt la mano en la puerta de una habitacinalargada. Estaba abierta de par en par. La luz entraba por loslucernarios cerca del techo e iluminaba los espacios con moderacin.Pareca concentrarse en una gran tabla sujeta por caballetes de hierroforjado completamente atestada de rollos, de instrumentos deescritura, botellas, plumas, huesos animales y humanos. En el suelohaba una caja de madera llena de arena muy fina donde alguien, conun comps, haba dibujado complejos crculos que se intersectabanuna y otra vez. Al fondo una cama de colchn de lana cubierta de linocrudo, varios estantes repletos de rollos de papiro y un gran butacnde hierro, tela y madera eran los nicos muebles en la estancia.

    De espaldas a la entrada me esperaba Hipatia de Alejandra, hijade Ten, sacerdotisa mxima de las musas y, por tanto, mximaresponsable ante la autoridad del Csar y su representante, elprefecto de Alejandra.

    ... Ni con el continuo contacto de los aos que pas all se meacostumbr la vista, se me acomod el espritu, a estar a su lado sin

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    tender de continuo a la adoracin ms abyecta, que ella rechazabacon desagrado. Recuerdo, a este respecto, que el prefecto nosinvitaba a menudo a su residencia aquellos das en que no habaningn acto oficial, en que no tena que impartir justicia ni atender aalgn cnsul, al hijo de algn patricio, reclamaciones o peticiones dealguno de los cultos de Alejandra. Como ya destacaba en la poesa,aunque ahora abomino de aquellos versos lelos, tan floridos que nopodan volar con gracia, me senta feliz de ser escuchadodeclamndolos, cosa que tena que hacer temprano, ya que elexcelente vino del prefecto se me acumulaba con facilidad en la tripay me entorpeca la lengua. Quiz ellos mismos ya saban que aquelarte mo, del que me senta a veces tan orgulloso, no era lo que luegoha sido, un aprendizaje que se ha hecho largo y duro. Y es que el artees sufrir: se estiliza y libera del barro y la escoria a la vez que el almavive, sufre, ama y tambin se ilumina con ello.

    Aquellas jornadas eran siempre muy parecidas. Hipatia y Orestesse reclinaban juntos mientras los dems nos repartamos por la sala sisoplaba viento fro del mar, o bajo los emparrados en la frescura delas noches de verano. Haba msicos, haba poetas, actores queimprovisaban pasajes de Sfocles, danzarinas y acrbatas. Hipatia aveces tocaba durante un rato una pequea arpa de hueso y cuerdasde metal. En esos raros momentos, todo el mundo callaba y parecaque ella tocaba para s misma, con el mismo recogimiento y paz queentiendo vea en las bvedas celestes que tanto admiraba.

    Burdas son las fiestas de los nobles de la capital, pocos hay entrelos patricios romanos que aprecien la conversacin, la msica y la

    declamacin como algo ms que un breve prembulo de la orga y lafornicacin. Nada tengo en contra de esos divertimentos, los que meconocen saben que no huyo de ellos, como no lo hago de nada que lavida tenga a bien ofrecerme, pero aoro las veladas de Orestes.Cuando los cuerpos estaban saciados de vino y delicias, comenzabala conversacin. Orestes era un hombre mayor, rondara los cincuentaaos y peinaba canas, pero su cuerpo era an recio y se le sabaacostumbrado al ejercicio. Era un representante de esa vieja casta,que se puede rastrear casi hasta los padres de Roma, de hombresentregados