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LA VERDAD COMO
ESCANDALO
Gonzalo Torrente Ballester
También los retratos son documentos, y lo son -¿cómo no?- las caricaturas. En los tiempos de Clarín, lo acostumbrado era colocar, encima de un cuerpo chi-
co, una cabeza grande, pero ni el cuerpo ni la cabeza, por separado, mostraban lo que solemos entender por rasgos caricaturescos. A lo mejor es que le parecía mal a la gente otra clase de interpretaciones que no fueran la mera desproporción, porque la gente es muy susceptible; pero, también a lo mejor, no hacían otra cosa porque no se les ocurría. Lo que distinguió a Clarín de sus contemporáneos, de casi todos; lo que le confiere un lugar aparte en el mapa intelectual de su tiempo, es que se le ocurrían cosas. Pero de sus ocurrencias se hablará después, porque habíamos comenzado con su figura, la que rea cogen sus retratos: los de niño, los de mozo, los contemporáneos de «La Regenta», los que en poco precedieron a su muerte. Verlos y decir: Son de tal época, es inmediato, pero eso sucede con casi todos. El modo de cortar el pelo, el de dar forma a la barba indican una época. Sin embargo, lo que resalta más, no es esa materia capilar tratada por el peluquero, sino, precisamente, las gafas. Coinciden en su forma, en su estilo, con las de Cánovas, y también con las de Zola. (Podemos, si ustedes quieren, sustituir a Cánovas por Silvela, que da igual). ¿ Vamos a deducir de ello afinidades? Y o no me atrevería. Ni siquiera con Zola, porque, si se examina bien, el naturalismo de Clarín va por distintos derroteros, no coincide con el profesado por el autor de Nana. Clarín no escribe la historia natural de una familia del Segundo Imperio, sino la historia social y moral de una ciudad norteña y la historia personal de una muchachita nada vulgar y un poco despistada. ¡Ojo otra vez! Clarín toma prestado de los naturalistas algo que ellos, a su vez, no habían
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inventado, y lo usa al mismo tiempo que otros procedimientos menos claramente naturalistas, entre tradicionales y personales. Leída hoy, «La Regenta», no sólo no nos escandaliza, sino que incluso se nos antoja excesivamente casta y precavida en la expresión, en la descripción de lo entonces prohibido. La gente habla mucho de oídas. La gente repite los lugares comunes. La gente insiste en el bla, bla, bla, pero no acude a las fuentes. Así va todo.
Pero ahí están esas gafas... Son las mismas de Zola, no cabe duda. Si nos ponemos a buscar la iconografía de Zola, corremos el riesgo de perdernos en su abundancia. Lo encontramos aquí, lo encontramos allá, lo encontramos pintado por los grandes de su tiempo, que eran sus amigos. Yo no
sé si en el de Clarín había en España algún grande de la pintura; lo que sí sé es que no conozco ningún retrato que le haya pintado un buen pintor contemporáneo. ¿Por qué esa indiferencia? La iconografía del último tercio del siglo XIX comprende algunos majaderos, bastante tontos, dos o tres matamoros y muchas mujeres guapas, pero, de Clarín, no sé de nadie que se haya cuidado de retratarlo. A lo mejor me equivoco, claro, y hay por ahí algún óleo escondido. En cualquier caso, no se tratará jamás de una pintura famosa. A Zola, en cambio, lo pintó también Manet. Como pintó, por ejemplo, a Moore. Casi al tiempo en que moría Clarín ( es una aproxim::¡.ción algo forzada),
Zuloaga pintaba a Mauricio Barrés. Y también a Larreta. ¿Es que Clarín no mereció, mejor que cualquiera de ellos, la atención de un pincel diestro?
Clarín no fue varón de escándalos, ni siquiera hombre excesivamente notorio. «La Regenta» fue un escándalo, sí, pero de relativo alcance; los «paliques» y los «solos» le dieron notoriedad, sí, pero de las que no traspasan las fronteras. El hombre, sin embargo, que soportaba todo esto, que soportó lo que su pluma provocaba, no pasó de personaje corriente, con su estatus en la vida provinciana, cátedra, casino, hogar. Perteneció a una clase media más o menos brillante (el brillante era él, claro); ejerció una profesión digna, y la ejerció con vocación. Creyente, acaso, en la fuerza
de la educación y en la necesidad que de ella había el pueblo hispano, se dedicó a ejercerla. Pero, semejante tarea, tomada en serio y como apostolado, conduce siempre al choque con el cotarro, que es el primer interesado en que la gente siga insapiente, o quizás mal educada, que es peor. El choque acontece porque, para educar, hay siempre que referirse a lo que pasa por el mundo, hay que mentar y estudiar esas terribles «ideas» en que se resume, para aquellos cautelosos inmovilistas del pasado siglo, lo demoníaco. Clarín fue un «hombre de ideas», y a la gente de hoy le resulta difícil imaginar lo que esto significaba, lo que se abarcaba con una denominación tan inocente. Las «ideas» eran lo que venía a conmover lo establecido y, de s�r posible, a moverlo un poco. La Universidad de Oviedo, en que Clarín profesaba como don Leopoldo Alas, era un foco de ideas, era algo así como el contra-cotarro, la zahurda de Plutón, el mismísimo infierno. Allí, todo el mundo era Krausista, y, si no lo era, se le colgaba el sambenito, que daba igual. La cosa no dejaba de aparecer como una paradoja. En el patio de l a Un iver s i d a d d e Oviedo se levanta la estatua al inquisidor Valdés, que fundó aquel estudio y yace, en Salas, en un bellísimo mausoleo. Valdés representa justamente lo opuesto a Clarín: la cautela, la prudencia, el noli me tangere. De vivir y mantener el poder, V aldés hubiera empapelado a don Leopoldo y lo hubiera llevado hasta el final, como llevó al arzobispo Carranza. Por fortuna, lo que quedaba en Oviedo del Gran Inquisidor no era más que el nombre y la vera efigie. El poder se le había desvanecido ya, gracias a las «ideas». ¡ Qué lástima!, pensaba alguna gente, al ver pasar a Clarín, paraguas, sombrero hongo, gafas a lo Cánovas del Castillo: al verle pasar, de la Universidad, al Casino. En el Casino se enteraba, por la prensa extranjera, de cómo iban por el mundo las ideas y las formas. Es necesario, es urgente precisar aquí que Clarín fue algo más que un secuaz sistemático de lo que se pensaba fuera: del krausismo, del socialismo, del naturalismo. Elaboró visiones personales, modos de pensar propios. No sólo recibía lo que pensaban los demás, sino que pensaba por su cuenta. ¡ Qué espantoso pecado, pensar por
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cuenta propia, en un país en que conviene ser secuaz hasta la muerte, secuaz de lo más ortodoxo, de Roma o de Moscú! Los últimos escritos de Clarín, que son para mí como los últimos cuartetos de Beethoven, marcan un cambio y una profundización, o quizás mejor, una elevación. En Europa, el naturalismo, el materialismo, eran elementos de un conjunto mucho más rico y complejo, al que Clarín prestó atención y procuró entender. Para mí, el conocimiento y la comprensión de Baudelaire fueron la piedra de toque del alcance mental y espiritual de los españoles notorios. Lo detestaron Valera y Menéndez Pelayo; doña Emilia Pardo Bazán simuló entenderlo. Pero Clarín se situó, él solo, ante la poesía del maldito, con voluntad comprensiva. Queda un largo ensayo
como resultado de aquella operación.
Don Leopoldo Alas tenía dificultades para mantenerse al tanto de lo que sucedía allende lo español. No era tan fácil como ahora la adquisición de libros, no pululaban las revistas informativas. Los saberes de don Leopoldo no eran completos: dicho con palabras de nuestro tiempo, no conocía la totalidad de la bibliografía. Pero, en Pontevedra, existía un grupo de contemporáneos mejor informados que él: más ricos, podían comprar, aún a distancia. Este grupo publicaba una revista con el único objeto, o, al menos, con el principal objeto de meterse con Clarín, de acusarle de sus deficiencias informativas. Fue el mismo grupo
que, por el mismo tiempo, gastaba bromas al joven Valle Inclán, bromas pesadas. Sabían mucho, aquellos caballeros, y se reían de dos con mucho más talento que ellos, aunque no tan puntualmente informados. Lo de siempre. En ámbitos mayores, es cosa de recordar que Clarín fue casi universalmente atacado. Meterse con Clarín era una especie de obligación de los periodistas que aspiraban a un puesto de cualquier escalafón, o que intentaban dar a conocer lo buido de sus puñales. ¡A todos los hemos olvidado, Señor, nos hemos olvidado hasta del terrible Bonafoux! Pero a don Leopoldo Alas se le recuerda cada vez más. Hasta es posible que un día cualquiera veamos su estatua en un lugar destacado del Campo de San Francisco.
Y, ahora, hablemos un poco del escándalo. Es una palabra que, al pronunciarse, trae inevitablemente resonancias o ecos evangélicos. El que escandaliza es reo del infierno, etc. Pero, ¡Cuidado con las exégesis fáciles! Se trata nada más que del que escandaliza a los niños. De quien escandaliza a los mayores no se dice nada, y con razón, pero no es justo que se involucren los conceptos. Los mayores, los adultos, suelen escandalizarse de la verdad, y eso, que se sepa, jamás lo ha condenado Jesucristo, porque hubiera sido condenarse a Sí mismo, pues El escandalizó con la Verdad. De modo que, al juzgar nuestros escándalos literarios del siglo XIX, tan propenso a rasgarse las vestiduras y a usar palabras de sumo compromiso, andemos con pies de plomo. Estuvo de moda escandalizarse con el naturalismo, escuela literaria bastante mal conocida, incluso por sus secuaces, incluso por sus detractores h ispanos. Cuando doña Emilia Pardo Bazán publicó «La cuestión palpitante», el escándalo fue morrocotudo: pues ese libro, que hoy nos parece inocente, se lo pareció también a los cardenales de Roma, pero es sabido que aquí hilamos mucho más fino que cualquier cardenal, si nos conviene. El libro de doña Emilia era pecaminoso: díjolo Blas, punto redondo. ¡ Qué imbéciles son algunos españoles! También «La Regenta» fue recibido como pecado público y escandalizante. Cuando el que escribe estas líneas tenía quince años, era un libro prohibido, altamente peligroso, diabólico. ¿,Por qué? Porque presentaba unos curas escasamente convencionales y muy poco virtuosos: unos curas cómo eran, como son, como fueron. Pero también porque su tema principal era un adulterio ... ¿Por qué no sale de la Universidad española algún muchacho estudioso queinvestigue en esa dirección. El adulterio, en España, como tema literario. ¡ Qué cosas no saldrían a relucir! Y o recomiendo la lectura del discurso de ingreso en la Academia de la Lengua de don José María de Pereda. Se adivina que, para él, la ciudad, el adulterio y el pecado eran la misma entidad, un poco vaga, un poco nebulosa, como a veces se presenta lo demoníaco. De ser posible, evitar ese tema, pero, de usarlo, mostrarlo de tal manera que se condene por sí mismo. Mujer adúl-
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tera, mujer mala, mujer castigada. ¡ Al infierno con ella! Se tendía a convencernos de que el adulterio de la mujer era una especie de catástrofe de consecuencias cósmicas. El castigo restauraba el orden. Pero, ¿quién se atrevería a castigar a Ana Ozores? De ahí lo escandaloso. Es inocente, es simpática, es buenaty uno de los que la rondan es nada menos que un cura ... Se dan casos, se han d�do: esto lo acepta cualquiera. Pero, ¿por qué sacarlos del olv1do o del silencio? Fue el pecado de Clarín, no pasar por encima de lo real, no desdeñarlo, para inventar fábulas convenientes u oportunas, fábulas, sobre todo, moralizantes ... de acuerdo con lo estatuido, que no es necesariamente moral. La lite'ratura, en este país escasamente imaginativo, debe moralizar, castigando lo
que se tiene por malo, mostrando lo que se estima bueno: la sátira o el idilio. En esto de lo moral nadie nos pone el pie delante, el mismo don Benito Pérez Galdós, que inventa fábula tras fábula, tiene un fondo moral... ¿Pudo evadirse don Leopoldo Alas de este recurso, este Leopoldo que escribió «La Regenta» a la increíble edad de treinta y dos o treinta y tres años, artista que domina el arte de la novela y sus secretos técnicos, cuyo placer al desplegarlos adivinamos en la lectura? Pues, no. Tuvo también que dotar a su novela de un trasfondo moral, de un trasfondo satírico, aunque la base de su sátira, de su juicio, no coincidiera con lo establecido, sino con algo más hondo y más
auténtico, aunque peligroso. ¿Qué se atreverían a oponer, al canónigo «Gloucester», los representantes del cotarro? Es un personaje útil, ¿quién lo duda?, y la sabiduría de los universitarios, esos herejes, la combate con su refutación inapelable de toda filosofía. La gente debe oírle si quiere continuar en el camino de la verdad. ¡ Cosa curiosa! Sesenta años más tarde, ni uno menos, en Santiago de Compostela otro canónigo similar, imagen del mismo arquetipo, seguía refutando, con la misma pasión y los mismos argumentos, a Rousseau y a Voltaire. Clarín, no sólo vio claro, sino también hondo, y al mismo tiempo, previó.
La verdad como escándalo: ese es el secreto de «La Regenta». A lo mejor, la figura de Ana Ozores no pasó de invención, a lo mejor ni en Vetusta
ni en lugar alguno la hubo semejante, aunque uno piense que por el universo mundo existan a millares, todavía. Pero admito que no sea un retrato, sino una imaginación. Pero, ¿y lo demás? Clarín concibe su novela a partir de unas convicciones en parte naturalistas. Se. apoya en la realidad y procura no apartarse de ella más de lo necesario. Es un juego entre lo verdadero y lo verosímil. ¿Digamos, para salir del paso, que los personajes son verosímiles y, Vetusta, verdadera? Que Vetusta es el verdadero Oviedo nadie lo duda, y que a los vetustenses de aquel tiempo no les hizo gracia el retrato, es también la verdad. Una ciudad (se incluyen sus gentes), es como es; pero las gentes no suelen verla así, sino como ellos quieren y en este deseo se revelan. Antes, a esto, ·se le llamaba idealización. Y o creo que debe llamarse pura y simplemente mentira. Los hombres, uno a uno o en grupo o sociedad, elaboran mentiras prácticas, cómodas, oportunas. Eso que ahora suele llamarse «la propia imagen» no es más que una mentira. ¡ Y ay del que coloque, en su lugar, la verdad! Pues Clarín fue, en esto, implacable. El canónigo De Pas, desde su observatorio, ve la vida de las personas y la ciudad en su materialidad de calles, de casas, de ambientes. Al canónigo De Pas no se le oculta la realidad social: la conoce, gracias al confesionario, con la misma exactitud que el novelista, e incluso opera en consecuencia. Pero, ¿cómo recibiría el cotejo de su figura verdadera con «su imagen»? Una cosa es que él supiera de sí mismo que era un miserable, y otra que lo supieran los demás. Pues el escándalo de «La Regenta» va por ahí, y no por otros derroteros, ya que Clarín, por razones estéticas y morales, no podía apartarse de la verdad, de la visión verdadera. Quizás hoy tengamos objeciones que hacer a la palabra corn.b expresión de la verdad, pero es cosa de hoy y no sabemos si lo será de mañana. A lo mejor, no. Por lo pronto, mediante palabras, Clarín levantó un edificio de imágenes que, de una parte, se sostiene por sí mismo, y, de la otra, resiste el cotejo con la realidad. A la gente que leía alrededor de 1885, lo que le importaba era esto último, y de esto último era de lo que se escandalizaba. Pero, ¡ menguada ficción aquella cuyos mayores méritos es parecerse a lo real, ser su imitación o su retrato! Pues perderá el valor cuando la realidad se olvide. «La Regenta», sin embargo, nos interesa todavía. Me atreveríá a decir incluso que nos interesa más. El lector de Cuenca, de Ferro! o de Antofagasta ignora la realidad ovetense de hace cien años; muchos ignoran que Vetusta sea precisamente Oviedo. Leen «La Regenta», no por sus relaciones con lo real, sino por su fuerza intrínseca. Las imágenes, lo dije antes, valen por sí solas, por sí solas se imponen. El destino de Ana Ozores, la gente que la rodea, las causas de su desgracia nos interesan por sí mismas, no porque hayan constituido la realidad moral y social de una ciudad europea de un tiempo determinado. Y por eso, precisamente por
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eso, «La Regenta» es una gran obra de ficción, una gran novela. El ovetense puede aún reconocer en Vetusta su ciudad, pero al lector de Guanajuato le basta con que sea una ciudad artísticamente real. A estas alturas; da igual que sea o no inventada. La ventaja del arte, no sólo del literario, consiste en que los modelos perecen y se olvidan, pero las imágenes perduran. ¿Cómo habrá sido Simonetta Vespucci? ¿Pero, qué nos importa, si con su nombre tenemos a una mujer cuyo esbelto cuello rodean un collar y una víbora? Esta es la que vale, claro ...
No desdeño, sin embargo, la fidelidad de los retratos. Creo, por el contrario, que se justifican precisamente por el parecido. En «La Regenta» está retratado Oviedo, y es fácil comprobar que la realidad y la imagen coinciden. ¡ Pues sí que tiene gracia, esto de que hoy busquemos retratos donde antaño se rechazaban! Porque mucha gente de Vetusta hubiera renegado, y de hecho renegó, de tal coin�idencia.
Otra curiosa paradoja aconteció con la segunda novela de Clarín, «Su único hijo», que acaba de reeditar una profesora americana, la señorita Richmond, de cuyo prólogo recomiendo la lectura. En esta novela, don Leopoldo utiliza un método y una técnica distintos: desatiende a la realidad ambiental, a la gente, a las costumbres, a los modos de hablar, en una palabra, a toda la armazón naturalista, y deja la acción desnuda en su puro dramatismo ... Por cierto, ¿no habrá tenido en cuenta esta obra don Miguel de U namuno al concebir sus nívolas? Pues bien: la crítica no elogió «Su único hijo» porque carecía de aquello por cuya presencia «La Regenta» había sido censurada. En este país no hay quien se entienda.· Si se le toma en serio, es para morirse de asco. ¿Habrá muerto de asco don Leopoldo Alas, rondando el medio siglo, con toda una carrera literaria por delante, que no sabemos adónde hubiera llegado?
Quiero terminar con el recuerdo del estreno de «Teresa», su única obra teatral conocida. Las referencias que tengo de aquel escándalo, de aquel pateo inaudito, se las debo a don Ricardo Calvo, el gran actor, que estaba presente. Me contaba que todo el rencor suscitado por la honradez de Clarín, por su agudeza, por su ingenio y, sobre todo, por su talento, se congregó en el teatro para oponer al éxito una muralla de ruido. No deja de ser curioso: a Clarín no lo venció nadie con la palabra ordenada y significativa; fue necesario, para aplastarle, el estruendo; pero es sabido que esa clase de tumultos no pertenecen al orden nacional.
Extinguido, la figura de Clarín recobró epoco a poco los perfiles, resistió treinta años de censura incomprensible: ahora ya no hay quien la mueva.
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