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La Verdad NT. La Potterie

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2. En el Nuevo Testamento, los textos en que se habla más frecuentemente de la verdad son precisamente los escritos más teológicos, es decir, las cartas de San Pablo y de San Juan, y el cuarto evangelio.

a) Para Pablo, el apóstol de los gentiles, la verdad se identifica con el mensaje del Evangelio (Gál 2,5-14); y recuerda a los cristianos de Efeso: «Vosotros (habéis oído) la palabra de la verdad, el Evangelio de vuestra salvación» (Ef 1,13). Por tanto, «llegar al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2,4; 2 Tim 3,7) quiere decir acoger la buena nueva de la salvación, adherirse a la nueva fe, hacerse cristiano.

La verdad predicada por el Apóstol no es una teoría abstracta, un sistema doctrinal; en el centro de su mensaje está la persona de Cristo. Pablo dice a los de Efeso: «La verdad está en Jesús» (Ef 4,21). Para él, acoger la verdad del Evangelio significa «aprehender a Cristo..., oír acerca de él, ser enseñado en él» (Ef 4,20-21). En la segunda cárta a los Corintios, Pablo subraya con fuerza que la palabra del Evangelio es la revelación del misterio de Cristo; el fin de su obra apostólica es «manifestar la verdad», «hacer brillar el esplendor del Evangelio de la gloria de Cristo», «hacer resplandecer el conocimiento de la gloria de Dios que se asienta en el rostro de Jesucristo» (2 Cor 4,2-6).

b) Pero es, sin duda, San Juan el autor que ha profundizado más el tema de la verdad y que ha hecho resaltar más intensamente su relación con el misterio de Cristo1.

Para el autor del cuarto evangelio, Jesús es, ante todo, el Revelador del Padre. El evangelista describe su misión en los siguientes términos: «Aquel que viene del cielo es superior a todos y atestigua lo que ha visto y oído; y, sin embargo, ninguno acepta su testimonio» (3,31-32). Y Jesús mismo declara a los judíos de Jerusalén: «Yo os he proclamado la verdad como yo la he oído de Dios... Pero a mí, que os digo la verdad, no me creéis» (8,40-45).

Si la idea de revelación es tan central para San Juan, se comprende bien que haya escrito en el prólogo: «La Ley fue dada por Moisés; la gracia de la verdad (la plenitud de la reve-lación) ha venido a nosotros en Jesucristo» (1,17). Pero el texto fundamental se encuentra en los discursos de Jesús en la última cena: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» (14,6). Jesús se denomina la verdad no en el sentido de la metafísica platónica, como si quisiera mostrar en sí mismo el ser absoluto y divino. Jesús usa aquí el lenguaje de la tradi -ción bíblica y judía, para las cuales «la verdad» es un mensaje de salvación, la palabra de la revelación; él es, pues, la verdad, en cuanto él, el hombre Jesús, es la plenitud de la reve-lación para nosotros. Profundizar la verdad cristiana quiere decir profundizar el misterio de Cristo, descubrir cada vez más, en el mismo proceso de nuestra fe, que él, el hombre Jesús, se manifiesta a nosotros como Hijo de Dios. De esta forma, Cristo es también para nosotros la vida, porque, mediante la comunión con él, participamos de la vida de Dios. En esta invitación reside todo el sentido de la vida cristiana.

Para actuar y realizar esta vocación es enviado a los creyentes el Paráclito, llamado en el cuarto evangelio el Espíritu de la verdad. Su misión no es la de aportar una nueva revela-1 Cf. I. De La Potterie:, La reritá en San Gzoranni, en el volumen San Giovanni. Actas de la XVII Semana Bíblica (Brescia 1964) 122-44.

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ción, otra verdad distinta de la de Jesús, sino la de hacer comprender, de hacer penetrar y asimilar la verdad de Jesús. El mismo Cristo decía en la última cena: «El Espíritu Santo, que el Padre os enviará en mi nombre, os enseñará y os hará recordar todo aquello que yo os he dicho» (14,28); «El Espíritu de la verdad os conducirá hasta toda la verdad» (16,13). La misión del Espíritu Santo será, pues, la de hacer penetrar en el corazón de los creyentes el mensaje de Jesús, de darles una comprensión personal y existencial de este mensaje, una inteligencia de la fe.

Así se podrá desarrollar la nueva vida de los discípulos de Cristo; para San Juan, esta vida es una vida en la verdad, una vida a la luz de Cristo. Más que cualquier otro autor del Nuevo Testamento, insiste él en el papel de la verdad en la vida de los creyentes. La verdad no es para él, como para el pensamiento griego, un objeto de pura contemplación inte-lectual, sino el principio fundamental de la moral cristiana, de la transformación y de la renovación del hombre. Por esto, San Juan usa muchás expresiones para describir la función de la verdad en el comportamiento y en el actuar del cristiano.

Lo primero que se espera de un hombre que se sitúa ante Cristo y ante su verdad es que él «haga la verdad». Esta fórmula bíblica «hacer la verdad » no significa, como podría pen-sarse, vivir en conformidad con la verdad. En el cuarto evangelio, «hacer la verdad» significa todo el proceso de asimilación de la verdad, el camino del progreso en la fe; significa «hacer propia la verdad» de Jesús escuchando su palabra, y contemplando su persona y sus obras. De esta forma, el hombre entra en el misterio de Cristo y llega a ser cristiano.

Pero no basta creer. El creyente debe profundizar su fe. Esto es lo que Juan llama «conocer la verdad». Este conocimiento profundo no se consigue en un día; se logra poco a poco, al ritmo mismo del desarrollo de la fe.

Jesús decía a los judíos: «Si permanecéis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; así conoceréis la verdad» (es decir, la penetraréis progresivamente) (8,32). La condición es clara: es necesario, en el pleno sentido de la palabra, llegar a ser personalmente discípulo de Jesús. Así se llega a «ser de la verdad», como repite San Juan (18,37; 1 Jn 3,19). El verdadero cristiano es aquel que ha puesto su vida en armonía con la verdad y vive de modo habitual en el arraigamiento de la verdad, inspirándose en ella para todo su modo de actuar.

Esta exigencia es muy importante. Según San Juan, para ser cristiano no basta, pues, aceptar intelectualmente verdades de la fe sin compromiso personal. El. cristiano vive en la verdad sólo cuando trata continuamente de asimilarla para dejarse transformar progresivamente por ella. Esto es la condena de todo formalismo, de toda superficialidad, de todo cristianismo indiferente, no auténtico. La doctrina joanea sobre la verdad exige que el cristiano sea un creyente dispuesto, convencido, comprometido. El fermento, el secreto de esta renovación, está en su conocimiento íntimo y personal de la verdad, en su encuentro existencial con Cristo.

Otras muchas fórmulas joaneas describen la acción concreta del hombre que ha sido renovado de esta forma por la verdad. En sus relaciones con Dios adorará al Padre «en el

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Espíritu y en la Verdad» (4,23-24); su oración, inspirada por el Espíritu de la verdad, se hará en comunión íntima con Cristo, el Hijo de Dios; será una oración filial, como caracte-rística fundamental de la auténtica oración cristiana. Este progreso de los creyentes en la vida de hijos de Dios es precisamente lo que pretendía Jesús cuando en la última cena rogaba que los discípulos fuesen «santificados en la verdad» (17,17). La verdad, considerada aquí como la fuente interior de la santificación, es la revelación del nombre del Padre; santificarse en la verdad significa, pues, vivir más profundamente nuestra vida de hijos de Dios.

Al mismo tiempo, esta vida es una liberación del hombre. Por eso, Juan ha escrito esa fórmula estupenda, profunda y misteriosa que ha fascinado tanto al pensamiento occidental: Veritas liberabit vos. «La verdad os hará libres» (8,32). El poder liberador de la verdad vale en todos los campos; la expresión joanea puede, pues, aplicarse a la verdad científica, a la verdad del arte y la literatura, a la verdad filosófica y metafísica. Pero es obvio que el autor del cuarto evangelio hablaba de la verdad religiosa, de la verdad cristiana. Ser liberado por esta verdad tiene doble significado: negativo y positivo. El aspecto negativo consiste en que la verdad, cuando tratamos sinceramente de asimilarla, ejerce sobre nosotros una acción purificadora. Cuando la verdad de Cristo vive en el corazón de un hombre, lo libera del pecado, difunde en él la serenidad, la paz, la alegría, la luz interior. Pero la verdad tiene también un efecto directamente positivo: el de lograr que el hombre llegue a ser plenamente él mismo. También la filosofía moderna considera libre al hombre que puede llegar a ser lo que debe ser, al hombre que puede realizar al máximo la propia personalidad. Esto significa para un cristiano, realizar su vocación de hijo de Dios. La libertad cristiana es la libertad de los hijos de Dios. Ahora bien, esta libertad es el fruto en nosotros de la verdad. En efecto, la verdad de Cristo es la revelación de la paternidad de Dios; vivir en esta verdad nos hace necesariamente avanzar en la vida de hijos de Dios.

Pero sería un gran error creer que la verdad cristiana tenga efecto solamente para la vida interior y la santificación personal de los creyentes, es decir, para sus relaciones con Dios. Juan insiste mucho también en los frutos que la verdad debe producir en el plano horizontal y comunitario de las relaciones entre los hombres. Son frutos de amor, de caridad. Juan los describe con la expresión bíblica «caminar en la verdad» (2 Jn 4; 3 Jn 3.4). Concretamente, esta expresión significa vivir en la caridad cristiana. Pero el hecho es que Juan no escribe nunca «caminar en la caridad», sino únicamente «caminar en la verdad». ¿Por qué? La razón es que Juan quiere mostrar que la auténtica caridad se practica por la irradiación de la verdad, la cual es la revelación del amor del Padre y de Cristo. Se ve, pues, que la caridad no consiste solamente en regular las relaciones humanas, no es puro humanismo u ho-rizontalismo; no es solamente benevolencia o ayuda a los necesitados, como se concibe demasiado frecuentemente en nuestro mundo secularizado; para Juan, la caridad está siem-pre iluminada por la revelación, por la verdad de Cristo. La caridad auténticamente cristiana viene de Dios y lleva a Dios; se caracteriza, en consecuencia, por una nota de absoluto, de profundidad, de pureza, que falta en el amor simplemente humano. El amor cristiano y el amor profano se distinguen porque el primero está radicado en la verdad de Cristo. Así se explican las expresiones de Juan «amar en la verdad» (2 Jn 1; 3 Jn 1), vivir «en la verdad y en la caridad» (2 Jn 4). Este amor venido de Dios y ejemplarizado en Cristo es radicalmente diverso de la filantropía; por ser participación del amor salvífico del Padre y del Hijo, no busca solamente el bienestar del otro, sino su misma persona; quiere entrar

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en comunión :on él, desea su felicidad integral. El amor cristiano, cuando es auténtico, es olvido de sí, don total, porque participa del absoluto de Dios. He aquí todo lo que se re -quiere de los cristianos que quieren verdaderamente «amar en la verdad».