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LA VIDA DE ÁNGELA ellos sólo les quedaba la esperanza de que el cuerpo de su hija apareciera y recibiera un último adiós. Mientras tanto, tenían que tener la mente fría para

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LA VIDA DE ÁNGEL

ANTONIO LUQUE TIRADO

[email protected]

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PRÓLOGO

Cuando era un niño, un extraño sueño entró en su mente. Aquella pesadilla le persiguió durante algún tiempo, siendo ésta, la causa de su miedo a dormir, condicionando su adolescencia y su vida posterior. Luego, de mayor, entendió que todo aquel mal que le acompañó durante tantas noches, no era más que una experiencia a la que tenía que enfrentarse. Al hacer esto, descubrió que tenía un “don”: podía controlar el sueño y todo lo que estaba conectado a él. En esta historia, Ángel descubrirá que este poder le proporcionará algunas ventajas sobre los demás. Pero también aprenderá que la magia de la vida puede ser tan poderosa como el propio don que le fue regalado. En Muerte y esperanza, Ángel ayudará a resolver unos misteriosos asesinatos, en el cuál, Sonia (víctima inocente), le transmitirá algunos entresijos del caso. Un trhiler policial. En el límite de los sueños: una aventura fantástica donde Ángel experimentará junto a sus hijos, el poder de hacerse con el control de los sueños; y que a la vez, vivirá una extraña experiencia que dará respuestas en su vida real. Una fantasía psicológica. Finalmente, La primavera gélida: un paseo por la anatomía de un estado emocional de una vida condicionada por las secuelas de su “poder”, que le hace reflexionar sobre su vida, y que comparte con alguien, a través de una extraña ciberamistad. Una pequeña historia psicofilosófica.

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LA VIDA DE ÁNGEL

I

MUERTE Y ESPERANZA

Tenía la sensación de haber nacido otra vez, pero en un mundo paralelo. No recordaba nada de su pasado. En aquel lugar no tenía nada ni a nadie. Todo en su mente era confusión. Difícilmente podía pensar, ni sentir. Estaba sola, pero no sentía la soledad, pues en aquel lugar no conocía la compañía; vagamente sentía la necesidad de estar con alguien, pero no echaba de menos a nadie. Desde su universo estuvo contemplando a su otro yo durante mucho tiempo, aunque ella no entendía el paso de éste; pues allí no existía.

Marzo de 2009. Torreblanca de los Caños.

Apenas había dormido tres horas. Tenía sueño pero no podía dormir. Eran ya más de las siete de la mañana y el tiempo no daba tregua; seguía corriendo. Y aunque quería intentarlo de nuevo, la hora prevista se echaba encima y no daba para más, para relajarse y pegar una última cabezadita. Manuela, junto con su marido Luís, tenían una cita importante y a la vez desagradable sobre las diez de la mañana.

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Ella estaba boca arriba. Volvió la cabeza hacia su marido. Observó que Luís tampoco podía dormir. Estaba absorto, con la mirada perdida hacia el techo e inexpresivo. Daba la sensación de que los músculos de su cara hubieran perdido la memoria para interpretar o manifestar cualquier tipo de emoción. Manuela se volvió hacia el otro lado de la cama, en posición fetal. Tras un rato, pudo tener su momento de gloria, momentos de mentira que hacían que su vida mereciera la pena. No se quedó dormida, ni siquiera cerró los ojos. Miraba el retrato de su hija María que estaba sobre la mesita de noche, junto a una estatuilla de San Antonio que permanecía ahí, pese al desacuerdo de Luís. Él no tenía devoción por las imágenes, precisamente, pero las respetaba y comprendía las creencias de su mujer. Aunque, desde ahora, su actitud hacia ellas era de total rechazo y desprecio, casi rozando el odio. Decía que eran tonterías y que ni siquiera Dios existía. Pese a todo lo que pensaba su marido, a Manuela le gustaba conservar aquella imagen del santo; le daba algo de “esperanzas”. Su momento de regocijo comenzó: por un momento, como en ocasiones anteriores se olvidó de todo lo que acontecía. Su mente se ausentó. Se imaginaba volando, cual hermosa mariposa alrededor de María, describiéndola: rubia, como ella; ojos azules, como su padre. Una bella sonrisa que podía iluminar una habitación oscura. Bonita y graciosa. Y ese contacto tan especial que tenía con ellos. Era respetuosa, tanto con Luís como con ella. Se alegraba de esos diecisiete años de felicidad que su hija les había regalado. Poco a poco, aquel momento de magia se fue difuminando. Su mente volvió a la cama, con ella, con la realidad. Se veía a sí misma aparentemente tranquila, resignada; aunque sabía que su estado de calma no era más que una mentira provocada por el efecto de los ansiolíticos y antidepresivos que camuflaban toda la verdad. En poco más de dos horas se verían las caras en los juzgados con los asesinos de su hija, asesinada hacía ya más de dos meses. A ellos sólo les quedaba la esperanza de que el cuerpo de su hija apareciera y recibiera un último adiós. Mientras tanto, tenían que tener la mente fría para mirar el rostro de aquellos criminales, porque todos eran asesinos: el autor, el que lo vio y los que lo sabían.

Domingo, 22 de marzo.

Paseaba por el bosque mientras observaba su belleza. Miró al horizonte y vio algo que trotaba velozmente hacia él. Mientras más se acercaba, más grande se hacía. Apenas pasaron varios segundos y ya estaba cerca de él. Era aquel monstruo negro, con grandes zarpas, colmillos como sables y una larga cola. Sin pensarlo dos veces, echó a correr con todas sus fuerzas. Mientras, aquella bestia hacía retumbar el suelo en cada zancada; parecía que pisaba a su lado. Ángel volaba, literalmente, porque jamás había puesto tanto empeño en correr “¡Dios mío, me va a alcanzar!” pensó aterrorizado. De repente, el suelo se hizo arenoso, las piernas se hundían en aquella tierra movediza y apenas le quedaban fuerzas, no conseguía sacar las piernas de allí. Aquel monstruo estaba a escasos metros de él, y Ángel, horrorizado, sintió como su vida se esfumaba en pocos segundos. Mientras gritaba de horror, aquella bestia extendió sus garras y se echó encima de él. De repente, todo se hizo oscuro y silencioso… Consiguió abrir los ojos y pudo contemplar a aquella personita tan encantadora que se alegraba de ver. –¡Papi, despierta! ¡Es una pesadilla! – Le gritaba, mientras le daba cariñosos guantazos en la cara. –Gracias por despertarme, Felisa. Qué poco ha faltado para que me pille. –¿Te iba a pillar un coche en tu pesadilla, papi? –No hija, no. Ahora cuando me levante te cuento la pesadilla –le contestó riendo. Se sentía cansado. Parecía que hubiera corrido de verdad. ¿Qué había sido de aquellos sueños donde volabas, o te tirabas desde algún edificio muy alto, o una montaña? Pensó, mientras se iba incorporando. Recordó uno, siendo pequeño, en el que iba con su abuela Elisa de paseo. Subían a un edificio muy alto;

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algo parecido al Empire Estate, y ocurría lo de siempre: se tiraba desde lo alto y antes de llegar al suelo se despertaba o dejaba de soñar. Le gustaba aquella sensación porque sabía que no pasaba nada, de hecho disfrutaba con esa caída al vacío. Aunque, lo que de verdad le daba miedo a Ángel, no era la pesadilla con la que se había despertado en aquel momento, después de tantos años y que tantas noches le había acompañado, sino, la experiencia que tuvo de niño al querer experimentar con los sueños. Al parecer volvió a tener varias veces el mismo sueño con su abuela, por lo que decidió practicar el auto-control; esa extraña teoría y creencia que algunas personas pensaban que podían poner en práctica. Ansiaba tirarse de nuevo al vacío desde aquel edificio. Era consciente de que el sueño controlaba, pero a la vez tenía la sensación de poder cambiar el destino de éste y controlarlo. Era tan fuerte el poder que sentía, que podía diferenciar perfectamente el sueño de la realidad. Su mente controlaba los dos mundos a la vez: el de los sueños, y el de la realidad. Subió las escaleras, siempre de la mano de su abuela. Cuando llegaba arriba se repetía la misma escena: ¡cuidado niño, no te sueltes que te caes! Había unas maravillosas vistas y aquel edificio no tenía ningún tipo de seguridad, ni balcones ni barandillas. En ese momento lo cambió todo. Era tan fuerte la sensación de control que se podría decir que tenía contacto con su otro “yo”, allá fuera en la realidad, y que le animaba diciéndole: “tú tienes el control, eres el dueño”. Aquel sueño fue diferente de todos, ya que, en los anteriores, después de que su abuela le previniera del peligro, sólo se veía cayendo al vacío. Pero esta vez había una nueva escena antes de arrojarse, la decisión voluntaria de hacer caso omiso a su abuela; algo había cambiado. Se soltó de la mano y se apartó rápidamente para que su abuela no le agarrara. Perdió el contacto de sus pies con el borde del edificio. Comenzó a caer sintiendo el viento en su cara y la sensación de velocidad que le conduciría al vacío. Pudo ver el sueño como si de un “guión” preparado se tratara. Y por otro lado, él y su libertad para hacer lo que quisiera, evitando lo que estaba escrito en el sueño. Era el actor y el público a la vez. Antes de llegar al suelo sabía que tendría que despertar, pero fue a por todas: no voy a despertar, voy a llegar hasta el final, se dijo con mucha convicción. Se hizo con las riendas del sueño. Su cuerpo se estrelló contra el suelo… Sintió una sensación de miedo y el impacto brutal sin percibir dolor. Consiguió llevar el sueño más allá de lo “irreal”; ¿o también formaba parte del destino o guión del sueño, el que él creyera que controlaba? Al despertar por la mañana encontraría la sorprendente respuesta. Un descubrimiento que cambiaría el enfoque de toda realidad. Para él podría haber sido otro sueño más que se desvanecería al despertar, como todos. Pero en esa ocasión ocurrió algo que sería el detonante de un futuro miedo a volver a soñar: su cuerpo estaba dolorido y tenía una clara prueba, un hematoma en el mismo sitio donde se golpeó. Nunca se lo dijo a su madre porque sabía o pensaba que le regañaría y no le creería. Decidió guardar el secreto para siempre e intentó olvidar lo sucedido, ya que para un niño de seis años no era más que algo que le crearía un gran temor a la hora de dormir todas las noches. Nunca lo vería como lo que de verdad era… un gran poder. El fin de semana terminaba y aquella tarde tenía que llevar a sus hijos con su madre. No los volvería a ver hasta dentro de tres días, el miércoles, que era lo que decía la sentencia de divorcio. Se dirigió al salón. Felisa le esperaba sentada frente al televisor, viendo Doraemon. –Vamos nena, tenemos que despertar al nene. –¡Espérame papi, que quiero despertarle yo! Corrió hacia el cuarto pequeño, bueno, tampoco había muchos metros, ya que se trataba de un piso de cuarenta y cinco metros cuadrados. Entre el salón y los dos cuartos sólo había una distancia de… un tabique. –¡Vamos nené, despiértate ya, que nos vamos al parque! –¡GELGÜISAAA! –Le gritó Ángel, mientras intentaba desprenderse de la mano que le zarandeaba–, ¡no seas bruta, que estoy despierto, “bestia salvaje”! Era el apodo que Ángel, su hermano, le había puesto. Ella era bastante brusca y sólo contaba con cinco años. También le llamaba “Gelgüisa” en forma de broma/riña cuando le hacía enfadar. Felisa tomó la costumbre de llamarle “nené,” en tono afrancesado. Aunque Ángel ya tenía ocho años, daba la impresión de ser más inocente que ella.

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–Papi, ¿sabes qué? –Dime hija. –He tenido un sueño malo, una pesadilla. –Bueno, seguro que no ha sido nada ¿verdad? Además para pesadilla la mía, ¡y estoy cansado de correr delante de un monstruo pesado que la ha tomado conmigo! ¿Qué pasa, es que no hay más gente soñando? ¿Siempre me tiene que tocar a mí? –Dijo bromeando, con la intención de divertir y los tres rieron juntos–, ¡maldito monstruo! –Gritaron los niños a la vez. Tras el desayuno salieron a la calle. Era el primer fin de semana que tenía a sus hijos en su nuevo domicilio desde que se divorciara, hacía ya seis meses. Aunque desde Torreblanca hasta Sevilla Este, en su antiguo domicilio y donde seguían viviendo sus hijos con su madre no había más de dos kilómetros, sí había bastante diferencia en cuanto a calidad de vida se refería. La zona donde vivían los niños era bastante verde, rodeada de césped y muchos árboles. También tenía aceras anchas donde se podría jugar al fútbol, literalmente, aunque para eso ya contaba con grandes plazoletas con todo tipo de entretenimientos para los niños: toboganes, columpios… Había mucha tranquilidad. Podría decirse que reinaba una calma “enfermiza,” porque apenas se oía un claxon, la gente no gritaba y se olía un ambiente de respeto y educación. Ángel siempre había vivido en Torreblanca, aunque tuvo que ausentarse unos diez años por una cuestión de “matrimonio,” la cual le llevó a instalarse en Sevilla Este. Los niños notaban la diferencia, ya que, las costumbres de ese pequeño “trozo de Torreblanca” destacaban bastante: los panaderos pitaban, también el camión que repartía el butano, la gente gritaba... los coches con sus aparatos de alta fidelidad cruzaban sus distintos sonidos “musicales” (algunos con flamenquito y otros con regaetón), donde hacían vibrar las ventanas de aquellos pisos blancos que ya de por sí, estaban bastante heridos por sus más de cincuenta años cumplidos. Después de haber estado tanto tiempo fuera de allí, rodeado de tanta tranquilidad en Sevilla Este (aunque hacer ruta nacional en un camión también era muy solitario), le costó bastante volver a aclimatarse al nuevo ambiente. La transición fue casi de infarto, aunque reconocía sentir añoranza por volver allí, cuando tiempo atrás, durante su ausencia, paseó alguna vez; donde inhalaba a través de las ventanas de los pisos bajos aquel olor a cocina de pobre, con un destacable aroma a laurel: “papa con arró”, transportándole a la niñez. El lunes por la mañana, Ángel tenía que ir a la siguiente cita con Octavio, el psicólogo; que además era su amigo. Bajó las escaleras del primer piso donde vivía, en la calle Destino, y siempre con cuidado; ya que después del primer tramo tenía que agacharse para evitar golpearse. Aquellos pisos antiguos eran bastante bajos, y él superaba el metro ochenta. Algunos decían que fue la herencia del “tito Paco”, que los construyo conforme a su altura, que era la que tenía que tener un hombre. Al salir a la acera andaba cabizbajo, haciendo varios zigzag para evitar pisar todos aquellos excrementos, que eran parte de un “paisaje” creado por la mano del perro de dos patas (homo sapiens), que no recogía las heces de los pobres canes. Me siento como Rocky –pensaba–, cuando Poly firmó aquellos poderes que le arruinaron y le obligaron a comenzar de nuevo. Por circunstancias de la vida, y después de trabajar durante tanto tiempo, con cuarenta y dos años se vio arruinado, hipotecado hasta los setenta años, y con un piso viejo que no valía tanto como le costó. Se montó en el coche y se dirigió hacia Sevilla Este. A la altura del parque acuático giró a la izquierda y entró por la calle Flor de Azalea, donde vivía antes. Siguió recto y al llegar al final se incorporó a la ancha Avenida de las Ciencias, donde aparcó enseguida. Se colocó frente a aquel gigantesco portal y pulsó el 6º B, Octavio Paredes, Psicólogo. –¿Qué tal, Ángel? ¿Cómo estás? –Pues, ya ves. Con bastante resignación.

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–Venga, siéntate. Vamos a ver… sí, aquí está tu historial. Esta es la tercera vez que vienes, y me da la impresión de que no has mejorado nada, ¿cierto? –Así es, Octavio. Voy a peor: tengo la moral por los suelos, sigo teniendo pesadillas, y para colmo de males no duermo más de dos o tres horas; y ya sabes que trabajo de noche con el camión. Cuando estoy fuera hecho mucho de menos a mis hijos, que para mí, son ahora mismo el centro del universo. –Bueno, así no puedes seguir. Sería conveniente que dejaras un tiempo de trabajar, antes de que te dejes la vida en el asfalto. Te voy a recetar paroxetina para subir tu nivel de serotonina. Y con respecto a tus pesadillas, ¿siguen siendo del mismo tipo? –Sí, casi siempre. Aunque lo más extraño es que cuando comienzo el viaje hacia Madrid, acostumbro a parar al cabo de cuatro horas para hacer los reglamentarios cuarenta y cinco minutos. Echo una pequeña cabezada, pero antes de quedarme dormido del todo, me invaden rostros, imágenes, y otro tipo de escenas de peligro. Algo me dice que tengo que darle una respuesta a todo esto. ¿Recuerdas lo que te conté, lo que me pasó cuando era un niño? –Si, lo recuerdo perfectamente. Además, te voy a decir una cosa: aunque te parezca una locura, aquello que te pasó lo sigues teniendo, es un don natural. Tienes que intentar hacer eso otra vez, tienes que intervenir o nunca te dejaran en paz esas pesadillas. No puedes darle la espalda a lo que está ahí. –¿Te gusta la música? –Pues, claro. ¿A qué viene eso ahora, Ángel? –Yo te lo explico. ¿Recuerdas un álbum de BLACK SABBATH de hace más de treinta años? –¿No será uno de mis favoritos? Este… ¿cómo se llamaba? ¡Ya! TECHNICAL ECSTASY. –Si señor, el mismo. Pues bien. Era uno de tantos vinilos que yo tenía, y de hecho todavía lo tengo. Me lo habían regalado, estaba casi recién estrenado. Tendría yo unos doce años. Cuando desaparecieron las pesadillas, y durante mucho tiempo, había una canción con la que me despertaba, estaba metida en mi cabeza, e incluso estaba de fondo en otros sueños. Era: YOU WON’T CHANGE ME. Era una sensación muy extraña. –Ya lo creo que era extraña. Era muy buena. –Sí, y muy misteriosa. –Bueno, Ángel, no creo que ese episodio de tu vida tenga mayor importancia; de hecho yo también tuve una canción que me obsesionaba cuando era un adolescente, incluso me levantaba por las mañanas pensando en ella. Era: “Susanita tiene un ratón”. Hubo un silencio. Ángel estuvo a punto de reventar, no pudo aguantar más de cinco segundos: –¡Ja, ja, ja! ¡No!.. ¡No puedo con esto! ¡De verdad!.. ¡Ja, ja, ja! ¡Si OZZY OSBOURNE te estuviera oyendo! –¡Eh! ¿Qué pasa? Tenía una melodía muy buena…

Cuando Marta entró en su cuarto comprobó que Sonia todavía dormía. Se sentó en el borde de la cama. Aún era temprano. Aquella mañana su hija tenía cita en el psicólogo; nada importante, quizá fuera que ya estuviera cambiando. Ese día cumplía quince años y se estaba convirtiendo en mujer. Aunque a Marta le preocupaba un poco sus repentinos cambios de humor desde hacía dos años. Creía que su caso estaba justificado para que tuviera una opinión profesional. No quiso despertarla aún. Quería disfrutar de ella. La observaba sonriendo, casi babeaba. “Dios, que bonita eres –pensaba–, no sabes cuanto te quiero. Quisiera entrar en tu mente para saber si tú me quieres tanto como yo a ti. Y si es así, y si algún día dejas de quererme un poco, espero que lo guardes para que en el futuro puedas dárselo a tus hijos y entiendas que no hay nada más hermoso y mágico”. Colocó su mano en su cara suavemente y susurró: –Vamos Sonia, despierta.

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Abrió los ojos tranquilamente, sin sorpresa, como si no estuviera durmiendo, como si en vez de dormir hubiera estado dándole vueltas a la cabeza. No tenía cara de recién despierta. Esa reacción le causaba extrañeza a Marta. –Feliz cumpleaños, hija. –Gracias, mamá. Sonia se abrazó a su madre como nunca lo había hecho. Aquella reacción de Sonia le provocó una sentimental y leve fuga de lágrimas. –¿Qué te pasa, mamá? ¿Por qué lloras? –No es nada, hija. Simplemente… porque me siento feliz, porque te quiero mucho. –Yo a ti también, mamá. –Bueno, ya está bien. A ver si el psicólogo va a tener doble sesión –ambas rieron. –¡Ah! Que se me olvida. Hay una sorpresa. –¿Un regalo, mamá? –Si, un tanto especial. –¿No será especial como el del año pasado? Ya no me hacen mucha ilusión lo peluches ni lo bombones. ¡Ah! Y espero que tampoco sea un teléfono. –No, Sonia. Esta vez no. –Hubo un periodo. Intentó ponerle un poco de misterio. –¡Anda! Dame una pista –le rogó. –Bueno… digamos que a tu padre y a mí nos parece que ya vas siendo mayor, y que eres responsable. –¿Es lo que me estoy imaginando, mamá? –Se ilusionó con una sonrisa de oreja a oreja. –Míralo tú misma, está en el patio –le indicó su madre, sonriente. Se levantó de un salto y corrió descalza hasta el patio. No daba crédito a sus ojos. Allí estaba: era una bicicleta preciosa, de color morada con trazos rosas. De estilo paseo, con cambio Shimano, y una canasta delantera. Hacía dos o tres años que ella se la pidió, le hacía mucha ilusión. Pero sus padres se la negaron. Eran un poco proteccionistas y sabían que ya no era una niña y querría irse por ahí sola, con la consiguiente preocupación de ellos. Ahora era distinto, sabían que no podían protegerla para siempre. Ella demostró que había cambiado y decidieron darle un voto de confianza. Por la tarde, Sonia le dijo a su madre que tenía que ir a casa de Lucía, a San Rafael. ¿Qué mejor momento para estrenar la bicicleta?, pensó. Marta tenía una extraña sensación. Sintió cómo su hija se hacía mujer y que aquella niña ya iba a desaparecer. Pensó que no volvería a verla más, como la veía ahora. –¡Espera, Sonia! No te vayas todavía. –¿Qué ocurre mamá? –Juguemos al tesoro escondido. –¡Por favor, mamá! ¿Qué te ocurre? Sabes que ya no soy una niña. Ya hace por lo menos dos años que no jugamos a eso… –Ya lo sé, hija. Pero me hace mucha ilusión. Una vez más, por favor –le rogó Marta, con cara de cachorrillo. –Bueno, la última vez. ¿Quién lo esconde esta vez? –Esta vez te doy yo el objeto y tú lo escondes –dijo Marta, entusiasmada como una niña. Después de aquel rato, Marta se sintió como si hubiera guardado en su corazón “un poco de su niña” para el resto de su vida.

Eran más de las ocho de la tarde. Sonia sacó la bicicleta del patio de su casa, en la calle Roble. Se

dirigió hasta las afueras de la barriada. Tomó la estrecha carretera que iba hacia el pueblo de Mairena del Alcor, aunque ella iría solamente hasta la barriada de San Rafael.

La sugerente y suave temperatura de aquella tarde de marzo invitaba a pasear. Aunque el motivo de su paseo no era otro, sino, el de recoger unos apuntes a casa de su amiga Lucía; esa mañana faltó a clase y al día siguiente a primera hora le esperaba un examen.

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Mientras pedaleaba, se preocupaba de aquel tercero de la E.S.O, que se le estaba complicando un poco. Apenas recorrió quinientos metros, cuando notó que la bicicleta empezaba a colear. ¡Maldita sea! Qué contratiempo, ¿por qué ahora? –pensó, mientras observaba el pinchazo de la rueda trasera–. Todavía tengo que llegar a casa de Lucía y volver para estudiar. ¡Vaya día de mi cumpleaños! La joven quinceañera decidió que no merecía la pena volver a su casa, ya que estaba cerca de San Rafael. Resolvió llegar hasta allí, convencida de que el padre de Lucía le arreglaría el pinchazo. Así que, decidió seguir andando pese a lo embarazoso de tener que pasar por delante del “Cenicienta”, un club de alterne donde se concentraban algunos clientes en la puerta bebiendo. La tarde estaba tranquila. Hacía ya más de una hora que no pasaba ningún cliente. A las ocho y media de la tarde de un lunes, era lógico que casi todo el mundo estuviera ya recogido. El pescado ya está vendido. Dudo de que venga alguien más a poner gasolina. Así que, a relajarme hasta las diez, y mañana más –pensó el operario de la gasolinera. La carretera de Torreblanca a Mairena apenas era transitada fuera del horario laboral. Exceptuando a los residentes de San Rafael y los que se dirigían hacia Mairena. Él se curó en salud y cerró la puerta principal para evitar posibles sustos con algún caco. Mientras esperaba a su jefe para cerrar, se sentó en la silla junto a la ventanilla de la caja nocturna. Desde allí pudo observar la puesta de sol que en breve despediría el día. Apenas se podía mirar al frente sin recibir los últimos coletazos de luz de aquella gran yema de huevo. Aunque aquellas sugerentes luces del Cenicienta que se encontraba a cien metros, ya destacaban con un prometedor protagonismo en la oscuridad que se avecinaba. Todo era silencio en aquel momento. Apartó la vista y relajó los ojos. Pero… un sonido ensordecedor sepultó aquella tranquilidad. Temblaron las paredes y hasta vibró el suelo que pisaba en ese momento. Los pedazos volaron hasta más de cincuenta metros. Cuando vio aquel dantesco espectáculo, su corazón palpitó violentamente. El Cenicienta desapareció entre polvo y escombros. –“112 dígame”. –¡Sí… oiga. Ha habido una explosión. Rápido, aquí en la carretera de Torreblanca a Mairena! –“¿Ha habido heridos?” –¡No lo sé, ha sido en el club! ¡Yo soy el dependiente de la gasolinera, estoy solo y no puedo moverme de aquí! –“Tranquilícese, ya van para allá los servicios de emergencia. Gracias por su colaboración”. Eran las ocho y media de la tarde cuando Ángel despertó de aquella pequeña siesta. Era el primer día de trabajo de la semana, el más duro, ya que, al estar descansado del fin de semana, aquella cabezadita de hora y media no le cundiría mucho para un viaje nocturno de siete horas. Tomó un refrigerio multifrutas antes de prepararse para salir. Mientras sorbía con fruición el tentempié, observo a través de la ventana una gran columna de humo que se alzaba a lo lejos, dirección Mairena. Él se mostró indiferente. Por aquella zona eran constantes las quemas de cableados que hacían los chatarreros para poder extraer el cobre, y algún neumático viejo que otro; aunque la magnitud de aquella columna de humo era sobradamente más grande que las de costumbre. Al cabo de media hora se dirigió hacia el C.T.M. (Centro de transportes de mercancías), donde se encontraba estacionado el camión. Se acomodó en el asiento del camión y eligió uno de los CDs que tenía esparcidos. Ángel era melómano hasta la médula. Para él, la música era una de las cosas más importantes para el alma. Y quizá, en los más de veinte años que llevaba al volante, aprendió de alguna forma a elegir lo mejor en lo que a la radio se refería. Era muy selecto a la hora de escuchar una buena música o un buen programa, desechando

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todo lo que le parecía “radio basura”, y si no había nada “sano” para escuchar, recurría siempre a su colección personal. Aquel sería el último viaje. Se tomaría unos días para recuperarse, haciendo caso de los consejos de Octavio. Salió en dirección A4 hacia Madrid, acompañado por un suculento “STILL GOT THE BLUES”. Iván, no era más que un alcohólico. Alguien que vendería a su propia madre por una copa. Sin oficio ni beneficio, con más de cuarenta años, con alojamiento gratuito de por vida en casa de su madre, y que para suerte de esta pobre mujer –que tenía una pequeña pensión–, apenas sí le generaba gastos: alguna botella de vino cada dos días y algún cigarrillo que otro. Aunque a él, muy de vez en cuando, le daban trabajo de guarda en alguna obra y lo que ganaba se lo daba íntegramente a su madre. Al menos no era un “bacteria” tan dañino. Estaba confuso. No sabía si sólo tenía remordimientos, si era arrepentimiento por no haber intervenido… Se conformó pensando en aquel whisky que alguien le había pagado, aunque su conciencia hacía de las suyas consiguiendo que se le atragantara aquella copa cada vez que recordaba lo sucedido. Entró en casa, atravesó el salón donde se encontraba su madre sentada en el sofá y se encerró directamente en su cuarto, sin cruzar una palabra. Se echó en la cama e intentó calmarse. Después de un rato encendió un cigarrillo, pero no pudo evitar pensar en aquello. Su tranquilidad se vio truncada por los fantasmas de unos remordimientos, que a partir de aquel día le asegurarían grandes momentos de pesadillas. Marta se extrañó de la tardanza. Ella nunca se había retrasado más tarde de la hora impuesta por los padres. Eran más de las nueve y media. Debería de haber estado allí sobre las nueve. Marta no estaba dispuesta a esperar ni un minuto más. Cogió el móvil y buscó en la agenda. –“Dígame” –¡Sí, hola! ¿Eres Lucía? –“Sí. ¿Quién es?” –Mira, soy la madre de Sonia. ¿Está ahí contigo? –“No. Dijo que iba a venir para recoger algunos apuntes, aunque es posible que haya ido a casa de Susana”. –No es posible, porque se ha llevado la bicicleta, y ella suele ir andando. Además, estoy segura de que me dijo que iba a visitarte… aunque –dudó Marta–, puede que quisiera enseñarle a Susana la bicicleta, antes de llegarse a tu casa. –“Pues, lo siento pero no se me ocurre ningún otro sitio”. –Bueno, no te preocupes, ya veré que hago. Adiós, gracias. –“Adiós, señora”. –¿No ves lo que pasa? –replicó el marido–, ¡ya te dije que le compraras un móvil! Haber adónde la buscas ahora. –Juan, sabes perfectamente que a ella no le gustan los teléfonos. Y no consigo hacerla entender que es bueno que lleve uno, por si surge algún imprevisto. Estoy preocupada, nunca se ha retrasado más de diez minutos. Si lo hubiera hecho después del próximo sábado lo entendería, ya que al castigarla no se perdería nada. Pero precisamente este sábado iba a una fiesta, y no creo que quisiera perdérsela por una irresponsabilidad. –¡Esta bien! –Juan dio un salto del sofá–, vamos en el coche a buscarla.

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Se habían presentado al siniestro tres dotaciones. Habían tardado siete minutos desde que el centro de emergencias fuera avisado. Sobre las nueve y media fue apagado el fuego. Aquello parecía un campo de batalla. Debajo de aquella gran nube de humo había escombros esparcidos por todo el ancho de la carretera, ya que el Cenicienta estaba a unos veinte metros de ésta. Pero lo peor era lo que había debajo de los escombros: nueve cadáveres esparcidos y destrozados. La tristeza que sugería la imagen de aquellas personas sin vida, hacían parecer de aquella catástrofe, un mero accidente sin importancia y en segundo plano. El juez hizo el levantamiento de los cadáveres. Por “fortuna,” para la posterior información a sus familiares, algunos pudieron ser reconocidos gracias a que sus cuerpos destrozados conservaban parte de los pantalones, donde se les pudieron extraer sus carteras. Pedro Gallardo, el inspector de policía, se desplazó desde la comisaría que se encontraba cerca; concretamente en la calle Ébano. El escombro esparcido por la carretera no le dejaba acercarse a menos de cincuenta metros, aunque la policía ya tenía cortada la carretera y el acceso a la zona de la catástrofe a los curiosos que se amontonaban alrededor. Pedro mostró la documentación a sus colegas subordinados y se adentró en la zona. –¡Hombre, Pedro! –Se sorprendió el juez–, ¿qué haces tú por aquí? –¿Qué tal, Daniel? Me alegro de verte, aunque tenga que ser en estas tristes condiciones. ¿Qué ha ocurrido? –Al parecer, según el jefe de bomberos, ha sido un escape de gas natural. Según los técnicos, ellos creen que la explosión ha sido provocada por una rotura de las tuberías, y hay constancia de que ha sido arrancada de cuajo, y que todavía emanaba gas; por lo que han tenido que cortar la red principal que abastecía este lugar. Pero claro, tú sabes que ese no es mi trabajo. La parte que me toca a mí es la de siempre en estos casos, desgraciadamente. –¿Se sabe quiénes eran las víctimas? –Sí, hemos tenido suerte, gracias a sus documentaciones, bueno, sólo la de algunos; aunque todavía no hemos accedido a los ordenadores para informar a sus respectivos familiares. Hay tres varones y seis mujeres. Lo más triste, es que hay una chica joven. Fíjate en el D.N.I. hoy cumplía quince años. –¡Dios! –Se lamentó–, ¡Oh Dios mío! ¿Cómo puede ser el destino tan cruel? –¿Qué ocurre, Pedro? ¿Por qué te ha afectado tanto? –Es que es de aquí. Sonia Martín, calle Roble –leyó en el carnet–. La calle hace esquina con nuestra comisaría. Es una lástima, conozco a sus padres. Pero… ¿qué hacía esta chica en este lugar? –Lo único que puedo decirte ahora mismo, es que todos estaban dentro del local. ¡Ah, por cierto! Esa bicicleta debe ser de la chica adolescente. En la canasta hay una cazadora y en el bolsillo su carnet de la biblioteca del centro cívico. La bicicleta apenas había sufrido daños. Todavía relucían sus llamativos colores en morado con franjas rosas. –No lo entiendo. Jamás se me hubiera ocurrido pensar ni por lo más mínimo, que ella… La mirada de Pedro se perdió en la nada junto a su escepticismo. Una llamada le hizo volver en sí: –¡Dígame! –¿Cómo va eso, Gallardo? –¡Ah, Comisario! Al parecer ha sido un escape de gas el que ha provocado la explosión. –¿Fiambres? Aquel tono no le gustó al inspector. El comisario Álvarez siempre le había caído como una patada en el estómago. Era un insensible. No entendía que había cosas que desde un despacho no se apreciaban, y que había gente en la calle que se enfrentaba muchas veces con la cara más amarga de ese trabajo. –¡Nueve, comisario! Y con el debido respeto, son cadáveres, comisario; no fiambres. –¡Bueno, lo que sea! –Se mostró indiferente a la observación del inspector–. ¡Necesito el informe mañana por la mañana! –No se preocupe, a primera hora lo tendrá –y colgó sin esperar a que la última palabra la dijera el comisario.

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Juan y Marta se desplazaron hasta la calle Torre del Campo. Aparcaron en la esquina con Torreperogil. Marta llamó suavemente, con duda. Eran ya las diez menos cuarto, y no veía con buenos ojos, eso de ir la primera vez a casa de unos desconocidos a la hora de cenar. En ese momento altruista, pensó que, lo que le traía hasta allí era más importante que el preocuparse por molestar a lo demás. –Hola, ¿qué querían? –Perdone que le molestemos a esta hora. Somos los padres de Sonia. ¿Está aquí con su hija? Susana oyó la conversación y salió hasta la puerta, extrañada. –Hola, ¿no está en casa de Lucía? Al mediodía hablé con ella y me dijo que iría esta tarde a verla. –Allí no está. Hace un rato que he hablado con ella. –¿Has oído lo que ha pasado, Josefa? –Comentó una vecina, que en ese momento se encontraba afuera–. Por lo visto ha habido una explosión cerca de San Rafael. Ha sido en el club de alterne. Juan miró a Marta con gesto de preocupación. En aquel instante, sus mentes hacían un recorrido entre la incredulidad de que aquello tuviera que ver algo con su hija, y a la vez, que algo estaba pasando para que Sonia no hubiera aparecido. Un sentimiento de miedo inminente les invadió. Rápidamente se montaron en el coche sin decir nada a aquellas personas. Susana y su madre se miraron asustadas. Juan giró a la derecha y volvió por Torres Quevedo. Tras pasar el escampado se incorporó a la carretera de Mairena. Pronto vieron a un kilómetro más adelante, las luces de los efectivos y algunos vehículos parados que no podían avanzar; por lo que tuvieron que parar allí mismo. Todo fue muy rápido. No hubo tiempo para dudar o aceptar lo peor. Cuando vieron al inspector acercarse hacia ellos desde los cincuenta metros que los separaban, y que, con una mirada de resignación les confirmó lo peor, fue cuando ellos aceptaron en ese momento la cruel realidad: esa que hizo que sus piernas se debilitaran, que el mundo se viniera abajo; esa que les arrancó el corazón… Ellos echaron a correr para poder ver a su niña. Pedro los agarró fuertemente con ayuda de otro agente. –¡Lo siento mucho! ¡No pueden verla! –¡¡MI NIÑAAA!! Pasaron tres horas desde que partiera. La noche ya estaba haciendo mella en su falta de descanso. Había parpadeado varias veces, pero sabía que todavía el sueño no iba a vencerle. En cuarenta minutos estaría parado para hacer el descanso reglamentario. Estaba coronando la última cuesta de La Carolina, y en breve llegaría a Santa Elena, para luego adentrarse en el hermoso desfiladero de Despeñaperros. Las emisoras de la radio se perdían al entrar en aquel parque natural, por lo que decidió echar mano de su colección especial. Metió el C.D. en la ranura, y por los altavoces empezó a sonar poesía para sus oídos. Durante mucho tiempo estuvo buscando aquel disco que, hasta en el mismísimo Corte Ingles le dijeron que estaba descatalogado. Él lo tenía, pero en vinilo y estaba roto. Pero un buen día, informado por alguien, consiguió encontrarlo. Se personó en la Avenida de la Constitución, frente a la catedral, en la tienda FNAC. ¡Allí estaba, y no sólo uno, sino varios! “Ahora viene el tema dos: You won´t change me, del Technical Ecstasy, BLACK SABBATH”, pensaba exaltado. Pronto pasó de la frontera andaluza a las tierras del Quijote. Los coches le deslumbraban con las luces largas y le obligaban a entrecerrar los ojos, pero seguían molestando aunque apartara la mirada de ellas. ¿Esos pobres domingueros no son concientes del daño que hacen?, pensaba, mientras era deslumbrado. Él les hacía réplicas con ráfagas para que las quitasen, pero era inútil. Miraba directamente hacia sus faros,

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hacia la “ofensiva”, llegando a odiarles por ser unos descorazonados, maldiciéndoles; a la vez que se hacía daño a sí mismo por mirar directamente a las luces. Le vino a la cabeza que: “al igual que en la vida, con algunas personas pasaba lo mismo. Cuando alguien nos ataca, si miramos directamente hacia la ofensa, nos hace albergar odio y ansias de venganza. Pero si pensamos de forma paralela, antes de actuar contraatacando, eso nos daría otras opciones de tolerancia, diálogo y segundas oportunidades, dándoles la ocasión de una explicación; incluso de una disculpa. Porque el odio, orgullo y pensamientos de venganza, al final sólo hace daño a quien lo lleva dentro”. Después de aquella barata reflexión filosófica, que incluso le hizo reír, tomó la salida de Santa Cruz de Mudela. Ahí tomaría un descafeinado y después daría una cabezadita en el camión. Reclinó el asiento hacia tras y colocó las piernas sobre el volante. Cerró los ojos y al cabo de dos minutos, todavía medio despierto, empezaron a invadirle imágenes, rostros, y algunas escenas incoherentes entre sí de momentos de peligro: resbalaba, se caía desde lo alto de algún sitio… Después de un lapso, comenzó aquella pesadilla, otra vez: a lo lejos venía aquel monstruo, corriendo por el camino del bosque. Ángel comenzó a correr. Miraba hacia detrás y ya lo veía pisándole los talones. Decidió dar la cara. Era el momento de poner en práctica aquello que siempre le dio miedo. Con decisión, se paró bruscamente, se dio la vuelta y corrió en busca de la bestia. “Sólo se trata de un sueño”, pensaba, mientras se acercaba a la bestia. Empezó a sentir lo mismo que cuando era niño: aquella sensación de control. Y era conciente de dónde se encontraban sus dos identidades: una en el sueño, y otra en la realidad. Esta última era lo que le daba el poder para decidir dentro del sueño, sin dejarse manipular por el argumento de éste. Ángel dio un gran salto y se lanzó contra él. Aquel engendro le dio un zarpazo y le golpeó bruscamente… El sueño se acabó pero él no despertó. Inmediatamente le volvieron a visitar aquellas extrañas imágenes. De repente pararon. Hubo un periodo. Una silueta se fue formando. Estaba oscuro, no se apreciaba nada, tan sólo, lo que parecía ser el cabello de una mujer que ondeaba al viento, aunque no se veía claramente. De repente desapareció y él despertó. Algo había cambiado allí dentro. Se había enfrentado a su pesadilla tomando el control del sueño, le había perdido el miedo a aquella cosa, y lo más extraño era que, de alguna forma, aquella imagen le dio la sensación de experimentar algo nuevo. Tenía la impresión de que conectaba con otros soñadores. Recolocó el asiento y arrancó el motor del camión. Apenas quedaban tres horas para llegar a Madrid. Se sentía extraño, confuso. Estaba deseando terminar aquel viaje y descansar un tiempo para poder solucionar todo aquel estrés y angustia que les hacían imposible llevar una vida normal. De pronto se sintió triste, tuvo un bajón emocional. Miró la foto de sus hijos que siempre le acompañaba bajo el parasol. Era un filántropo. Para él, sus hijos lo eran todo. Por la radio sonaba Peter Pan de “El Canto del Loco”. Hizo de tripas corazón y se tragó las lágrimas mientras tomaba la salida de la vía de servicio. Pero cuando el estribillo llegó a su cumbre, éste, consiguió derrotarlo. Aquella noche estaba siendo agotadora. Las máquinas terminaban de limpiar la carretera para habilitar el tráfico. Los técnicos hacían el estudio pertinente. Aquella zona donde antes estaba el Cenicienta no se limpiaría hasta que estuviera todo claro. –¿Qué tal? Buenas noches –le estrechó la mano–, soy el inspector Gallardo, de la comisaría de Torreblanca –Inspector de la compañía de seguros, encantado. ¿Qué se le ofrece, inspector? –Ya me comentaron que fue una fuga de gas. Pero me gustaría saber si en la peritación que están haciendo han encontrado algún dato más. –Pues, la verdad, tan sólo que, la tubería del gas no estaba muy a la mano. Según los planos de la construcción, se encontraba detrás de la barra, en un rincón, pegado a la pared. No había forma de que accidentalmente se pudiera golpear o que alguien se tropezara con ella. La tubería fue arrancada conscientemente. Además, creemos que la explosión fue intencionada. Sígame, por favor.

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Ambos se dirigieron a la zona donde supuestamente estaba el bar. Aún se mantenía en pié un trozo de tabique donde sobresalían algunos hierros retorcidos. –Mire esto –el del seguro se agachó. –Es un mechero. Y además está abierto. Hacía años que no veía un Zippo. –Exacto. Desde aquí se originó la explosión. –Pero hay algo que no entiendo –dudó Pedro–, ¿cómo una explosión puede destruir una casa y desplazar los cascotes tan lejos, y un simple encendedor, que no pesa nada, permanece a dos metros del lugar donde supuestamente se provocó la explosión? –Yo también dudé por un momento. Pero pensé que algo tendría que haberse interpuesto entre la onda expansiva y el chisquero. El cadáver de la chica adolescente estaba de por medio. Pedro cada vez entendía menos y se sorprendía más. ¿Cómo una chica ejemplar, de buena familia, podía entrar en un club de alterne, y además, provocar su destrucción y la muerte de ocho personas más? Casi no se lo podía creer, sino fuera por lo que había comprobado, junto a la opinión pericial de los profesionales. Ya era bastante la desgracia de los padres. Su hija pasó con la bicicleta por el lugar equivocado en un momento equivocado; al menos esa sería la versión lógica. Ahora tendrían que pasar otro mal trago cuando supieran la verdad. Pedro miró hacia el arcén donde las máquinas continuaban con la limpieza. De pronto se acordó de la bicicleta, la cual iba a ser arrastrada por la pala de la retroexcavadora. –¡Alto! –Corrió hacia allí, haciéndole señales con las manos– ¡Alto! Consiguió que el operario de la retro parase a pocos centímetros. El inspector de seguros se acercó hasta él, sorprendido. –¿Qué ocurre, inspector Gallardo? –Sólo quiero echar un vistazo a la bicicleta. Estaba casi intacta, quizá porque entre ésta y la onda expansiva se interponía un coche que estaba aparcado, que sí estaba bastante dañado. Pedro pudo observar que la rueda trasera estaba vacía. –¿No es extraño? –Dijo Pedro, con un acentuado rictus. –¿El qué? –Que una chica de buena reputación vaya en bicicleta, que la rueda esté pinchada y que ella estuviera dentro del local en el momento de la explosión. Y además, que supuestamente lo provocara ella. Eduardo no apartaba la mirada de la revista porno que ojeaba, mientras esperaba en el coche a su compañero que ya se estaba retrasando. Eran las ocho y veinte de la mañana y debían de estar en el trabajo en cinco minutos, aunque no estaban lejos. Desde la Plaza de las Acacias, hasta el polígono de la carretera de Mairena, detrás de donde se encontraba el siniestrado Cenicienta, no había más de tres minutos. Ricardo salió con acentuadas ojeras. Ambos habían trasnochado y se tomaron algunas copas de más. Eran los típicos niños malcriados. Los dos rondaban los veintisiete años. Trabajaban pero vivían en casa de sus padres, donde todo era gratis, incluso el coche. Además, gran parte de lo que ganaban se lo gastaban en juergas. Tampoco colaboraban mucho en los gastos de casa. –¡Vamos, Ricardo! ¡Que te gusta mucho el cachondeo! Anda, que tienes una cara… –¿Tú has visto la tuya, capullo? –Venga, tío. Que vamos tarde. Por cierto, ¿te has enterado del incendio de anoche? –Pero ¿tú me has visto, Edu? Hace veinte minutos que me he levantado. Ni siquiera sé si estoy despierto. –Yo me he enterado hace una hora, mientras tomaba café en el Bodegón Sierra. Ha sido el Cenicienta. –¿El club? ¿Y cómo ocurrió? –Al parecer fue por una explosión. Sobre las ocho y media. –¡Vaya! Por qué poco nos hemos librado. ¿Te das cuenta de la seriedad del asunto? Pudimos haberla palmado.

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–Cierto. Tuvimos mucha suerte –se quedó pensativo Eduardo. –Por cierto, anoche casi pillamos cacho en la discoteca –dijo Ricardo excitado. –Pero Ricardo, no creo que tuvieran más de dieciséis o diecisiete años –dijo, muy serio. –Pero, ya sabes lo que dicen: si fuman… Ambos se miraron. Los dos se quedaron callados, sus rostros cambiaron de expresión. Tan sólo se oía el silencioso sonido del motor del coche que no tenía más de dos años. Sus miradas eran de una complicidad que les llenaba de remordimientos. Mientras iban en dirección a San Rafael, observaron a su derecha las ruinas del Cenicienta. No dijeron ni una sola palabra. Después de rebasar la gasolinera, entraron en el polígono. Trabajaban en un almacén de hierros. En la acera de enfrente estaban aparcados los dos trailers que llegaron la tarde anterior, y que no les dieron tiempo a descargar. Faltaban diez minutos para las ocho y media. Tiempo suficiente para darle otro repasito a aquellas bellezas desnudas de las revista, mientras esperaban en el coche. –¡Ya está bien, Edu! Vas a caer malo. A menos que vayas al aseo para darte una tregua. –¡Anda que tú! Te tiras toda la tarde chateando y no te comes una rosca. Yo, al menos, hago que mi mente y mis ojos disfruten. –¿Sólo la mente y los ojos? –Se burló Ricardo. –¡Y para que lo sepas! Voy a quedar con alguien. –¿Del LIB? –insistió en mofarse. El jefe llegó y ellos se bajaron del coche. –Haber, Ricardo, Eduardo. Avisad a los transportistas para que se vayan preparando para descargar. Ricardo golpeó la puerta del camión con los nudillos. Eduardo llamaba al conductor del otro trailer. No respondían. Ni se corrían las cortinas, ni la cabina se balanceaba. Lo mismo ocurría en el otro camión. Ambos golpearon con más fuerza, pero no había respuesta. –Seguramente se correrían una buena fiesta anoche –dijo Eduardo. –Sí, supongo que se tomarían alguna copa de más. Su cara cambió de expresión. Miró asustado a Eduardo y ambos bajaron la mirada. El comisario Álvarez miraba el reloj, impaciente. Ya eran las nueve y dos minutos, y el inspector Gallardo todavía no aparecía por la comisaría. Decidió esperar tres minutos más, antes de llamarle. Quizá ya no lo había hecho porque se vio obligado a tener un poco de respeto hacia él. Presintió que Gallardo no iba a ser muy tolerante con su actitud arrogante e insensible. –Buenos días, comisario. –Buenos días, inspector –dijo, mirando el reloj descaradamente. Pedro entendió su gesto, pero se hizo el sueco. –Aquí tiene el informe. Todos los cadáveres han sido identificados: cinco mujeres entre veinticinco y treinta años. Tres eran sudamericanas y dos rumanas. Eran las prostitutas, ¿es lógico, no? Y no lo digo por sus nacionalidades, sino, porque eran las únicas que no llevaban documentación encima. En una de las habitaciones, o lo que hubiera sido antes, había bolsos y otros objetos bajo lo escombros. Uno de los varones era el propietario. Los otros dos eran clientes, que por cierto no son de por aquí. Uno es de Madrid y otro de Toledo. Supongo yo que serían comerciales o qué sé yo, pero eso lo averiguaremos pronto. Y por último, Sonia, una adolescente de quince años. Tengo que decirle, que esta última vivía aquí a la vuelta, en la calle Roble. Conozco a sus padres. Son buena gente, y la chica era ejemplar. –¿A dónde quieres llegar, Gallardo? –Le explico: he comprobado que la bicicleta que estaba en el arcén era de Sonia. Que la rueda trasera estaba pinchada. Y lo más extraño de todo esto, es que su cadáver estaba dentro del club. Por lo que creo que no es casualidad. Detrás de todo esto podría haber algo más. –Bien. Llamaré al hospital forense y les avisaré para que sean especialmente minuciosos en la autopsia de la joven. Ahora, intenta hablar con sus padres, haber qué más podemos sacar en claro.

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–¡De acuerdo, comisario! –Se levantó enérgicamente. –¡Ah, otra cosa, inspector! –Encendió un cigarro con una gran calada–, buen trabajo. –Gracias, jefe. Pedro se equivocó. Pensó que al final le iba a reprender por aquellos seis minutos de tardanza. Porque conociéndole, no creía que él, el jefe, iba a estar esperando a un inferior sin una mínima reprimenda. Pero no fue así. La mañana se presentó fresca. Ya eran las diez de la mañana y el mercurio apenas superaba los doce grados. Para ser la primera quincena de primavera no estaba mal, teniendo en cuenta que en Madrid refrescaba más que en el sur. Ángel ya había entregado la mercancía en Fuenlabrada. Ahora se disponía a maniobrar para colocar el trailer en el muelle de carga de una empresa de paquetería, ubicado en un polígono de Coslada. Allí estaría parado hasta cumplir el descanso reglamentario mientras le cargaran. Una vez aculado el camión, corrió las cortinas, se desvistió y seleccionó una música relajante para intentar dormir. Ya que, dormir de día no le resultaba tan fácil. Eligió un poco de arias de ópera. A veces optaba por Radio Clásica, que resultaba bastante relajante y sentida. Acomodó la cabeza en la almohada, aunque la tensión acumulada por el estrés en el cuello y el trapecio derecho, nunca dejaba que él y la almohada se llevaran bien. Al cabo de varios minutos, por fin hubo una tregua entre los dos. Llegó el sosiego, dejó que sus párpados cayeran por su propio peso y después de un rato, su mente se desconectó de la realidad; ayudado por la inyección de Una furtiva lacrima. Consiguió quedarse dormido sin pasar antes por todas aquellas estresantes imágenes y escenas que se interponían en el camino de la conciliación del sueño. Al parecer, dio resultado el hacerse con el control del sueño, enfrentándose a la bestia de aquella insistente pesadilla. Pero algo había cambiado. Lo que hizo cerrar una puerta, abrió otra… una silueta borrosa y desfigurada fue apareciendo. Era la imagen de la noche anterior. Ángel no se veía en el sueño. Él sólo era consciente de que ella –porque eso era lo que parecía, por su cabello que se movía al viento–, estaba allí. Apareció el suficiente tiempo para decir algo que no llegaba más allá de un susurro. No conseguía entender nada. Aquella oscura imagen se iba acercando más, y más nítida se hacía. Lo que vio después le asustó. Todo fue muy rápido, dos segundos. Un rostro y un cuerpo destrozado. Aquello hizo que se despertara rápidamente, sudoroso. Había gente en la puerta: vecinos y familiares. Los llantos silenciosos y abrazos se sucedían. Pedro se abrió paso por entre la pequeña multitud, sin saludar, cabizbajo. Obligado por respeto o miedo a romper aquella situación tan emotiva que allí se estaba viviendo. Las puertas estaban de par en par. Parecía sugerir: “quien quiera unirse a nuestro dolor, está invitado”. Un dolor que parecía entrar y salir. En aquel ambiente no se sabía que era peor, si la propia pena por lo sucedido, o la angustiosa sensación que emanaba del silencioso sufrimiento. En el pasillo había dos personas frente a un recibidor adornado con un tapete de punto rectangular, una pequeña estatuilla de la virgen del Rocío, y al lado, una fotografía de Sonia. Una imagen solitaria de una hija única. Cabellos largos, castaño, y con una sonrisa leve, casi tímida. La sensación que daba el retrato no hacía justicia a su verdadera personalidad. Sonia era alegre y muy cariñosa, aunque, de un tiempo hasta ahora ya no fue la misma; y eso se reflejaba en aquella fotografía que era reciente. Era muy sociable y afectiva con sus amigas. Fue una gran chica, una recién estrenada quinceañera, ejemplar y responsable. Aunque también era confiada. Y pese a que su madre insistió en que debía tener un teléfono, su empecinamiento en lo contrario, quizá, no pudo evitar que aquel maldito día terminara así.

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El inspector atravesó el pasillo con una disculpa a aquellas personas por la estrechez. El salón era grande. Dentro había otras doce personas repartidas por toda la superficie, de las cuales, tres estaban de espalda, agachadas. Consolaban a los padres, que ya no eran. Pedro se acercó con un tímido “hola”. Las personas que le daban apoyo moral abrieron un hueco. Los dos se cogían de las manos. Sus rostros estaban totalmente mojados por unas lágrimas que no cesaban. Pedro se agachó y cogió las manos de ambos. Antes de articular palabra alguna, fue empapado de todo aquel sentimiento. Intentó que no le afectara, pero su boca empezó a temblar y finalmente, dejó caer algunas lágrimas. Y todo esto no era solamente porque los conocía y le afectaba más allá de lo profesional, sino, porque en algún momento tendría que hablar con ellos, y sabrían que hubo algo más que un fortuito accidente. –No sabéis cuanto lo siento. –¡Da… daría cualquier cosa por verla una vez más! –Dijo Marta, entre sollozos. –Creedme, es mejor que os quedéis con el último recuerdo. Todos pudieron identificarse gracias a los documentos. Cuando os veáis con fuerzas, me gustaría hablar con vosotros. –¿Es importante? –Se interesó Juan. –Sí, es oficial. Sería aconsejable empezar cuanto antes con la investigación. Y comprendo que estéis en este momento muy afectados. Si no estáis preparados, lo entenderé. –No entiendo por qué tanta investigación –dijo Marta–, cuando está claro que mi hija pasaba por allí en un momento inoportuno. Pedro tragó saliva. No sabía como decirles aquello. No quería causarles más dolor, y pensó que quizá sería mejor que lo supieran en otro momento. Pero, ¿cómo les sentaría cuando supieran que no les fue sincero? Resolvió que el dolor ya estaba servido y era mejor que lo supieran de inmediato. –Veréis, quiero que sepáis que en el momento de la explosión, Sonia se encontraba dentro del local. En aquel instante, los ojos entrecerrados y cansados por aquella noche de vigilia y sufrimiento se les abrieron como platos. Una carga de incredulidad y más dolor se les echó encima, obligándoles a encorvarse nuevamente, apoyaron sus llantos entre sus manos y sus piernas. Pedro se sintió mal y confundido. No sabía que era peor. –No os preocupéis más. Todavía no sabemos que pudo ocurrir. Puede haber muchas explicaciones. Por eso quiero saber si notasteis algo extraño en Sonia, últimamente: su comportamiento, si parecía preocupada… –Para nada. Era muy comunicativa –explicó entre lágrimas Marta–, me contaba todo lo que hacía, y ni siquiera discutíamos. De hecho, estuvimos ayer en la consulta del psicólogo y él no le dio demasiada importancia a su forma de ser. Dijo que era propio del cambio de la adolescencia. –Estoy seguro de que todo esto se va a aclarar. No quiero que os preocupéis más. Ahora tengo que irme. Estoy a vuestra completa disposición para lo que queráis. Pedro se levantó, y antes de darse la vuelta, la mano de Marta cogió la suya rápidamente. –Por favor, Pedro. Quiero saber que ocurrió con nuestra niña. –Dadlo por hecho. Haré todo lo que esté en mi mano para averiguarlo. Pero insisto, no quiero que sufráis más. Ya tenéis bastante. Aquel momento le dejó un mal sabor de boca. ¿Cómo puede el ser humano aguantar una situación así? Pensaba Pedro, mientras salía por la puerta de aquella casa. Decidió andar en vez de coger el coche. Pensó que un paseo le vendría mejor para meditar. Mientras se dirigía a casa de Susana. El móvil sonó: –“¡Gallardo!” –Sí, comisario, dígame –respondió suavemente y sin gritar, para darle un toque de atención a la educación. –“A ver, ya tenemos identificados oficialmente a todos los cuerpos: las cinco mujeres eran las prostitutas. Eso ya lo sabíamos. Uno de los varones era el propietario y los otros dos, el de Toledo y el de Madrid, al parecer eran dos camioneros. He hablado con la empresa de transportes donde trabajaban y por lo visto el destino de descarga era cerca de san Rafael, en el polígono que hay detrás de lo que era el club Cenicienta”.

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–Estupendo, jefe. Ahora me dirijo a la casa de una de las amigas de Sonia. Después iré hasta San Rafael para interrogar a Lucía, así que, me pasaré por el polígono antes. –“Está bien. Por cierto, tenían que descargar en un almacén de hierros. Espera, que lo tengo apuntado. Hierros Ruiz.” –De acuerdo, comisario. –“¡Ah, otra cosa! El informe de la autopsia no revela nada importante. La causa de las muertes ha sido por la explosión. Y con respecto a Sonia, no se ha podido extraer muestras de ADN, ya que la parte delantera está destrozada, incluida la pelvis.” –Por lo que no podemos asegurar si fue violada –afirmó Pedro. –“Pero sí sabemos que estuvo dentro, ¿y por qué? No tiene sentido. A menos que la forzaran a entrar.” –Sí, comisario. Pero lo malo es que no tenemos testigos. –“¿Y el chico de la gasolinera?” –Al parecer no vio nada. Le sorprendió la explosión. –“¡Eah! Andando, que el tiempo apremia.” –Vale, jefe. Ya le informaré. Mientras hubo hablado con el comisario ya había cruzado la zona de los comerciales. “¡Qué bien me está sentando el paseo! Ya me gustaría ver al comisario andar un poco más allá, que del coche a la comisaría. Seguro que esa bola de cebo y fumador empedernido tendría que parar para recuperar el aliento”. Apenas llevaba tres horas conduciendo y ya tenía sueño, otra vez. Pese a que estuvo siete horas en la cama del camión, sólo consiguió dormir cuatro horas. Al cabo de una hora paró en Córdoba. Entró en el restaurante La Mezquita y pidió un descafeinado de máquina. Entró en el aseo, colocó el papel sobre la taza del váter y se sentó. Observaba las escrituras de la puerta. ¿Cuántas puertas habré visto durante los más de veinte años que llevo en la carretera? pensó. Pero en ninguna había nada nuevo, excepto en lo que se refería a los políticos, que sí fueron cambiando durante las dos décadas y que recibían sus correspondientes críticas: “asesino, ratero” etc. Por lo demás, lo de siempre: números de teléfono con el típico mensaje de índole sexual, críticas a alguna empresa de transporte que no pagaba a los empleados, o insultos chauvinistas y xenófobos. Todavía no había evacuado y sus ojos delataron la falta de sueño. Cinco segundos después de cerrarlos, desde la total oscuridad, la imagen de aquella silueta con el cuerpo y la cara destrozados, apareció con más fuerza. Fue un momento, un flash, un destello. Apareció varias veces en tan sólo tres segundos. Aquello le hizo despabilarse y asustarse a la vez. En un instante abrió los ojos de par en par, su cuerpo se enderezó totalmente hasta dar con la espalda en la tapa y su intestino grueso se quedó vacío de una forma tan fulminante, que ni el mejor laxante hubiera conseguido. Se lavó las manos y se enjuagó la cara. Miró al espejo y se observó mientras intentaba entender lo que estaba ocurriendo. “¿Qué me está pasando? ¡Dios mío, me estoy volviendo loco! ¿Serán las pastillas? No puede ser, son ansiolíticos. Además, sólo me he tomado una; acabo de empezar el tratamiento. Está bien: tengo dos horas de volante hasta Sevilla. No sé si seré capaz de llegar sin pestañear, así que, voy a dar una cabezadita de una hora y seguro que bastará. Llegaré sobre las siete de la mañana, descargaré y empezaré a descansar.” Eran las ocho de la mañana. Todavía no quería ir a casa a dormir. Entró en el bar y pidió una de anís, sin café. ¿Acaso no tenía bastante? Había salido de la obra donde estuvo de guarda y acabó con media botella de vino y diecisiete cigarrillos. Todo un record para una noche en el trabajo. Ahora, todavía con la peste a alcohol que sacudía su aliento, decidió terminar con otra copa antes de dormir.

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Cogió el periódico local y empezó a ojear. En la sección de sucesos hacía referencia a lo sucedido allí: “NUEVE MUERTOS EN UNA EXPLOSIÓN EN TORREBLANCA”. La mayor parte del día, o estaba ebrio o durmiendo. Ni siquiera se había enterado y ya era miércoles. Acerco un taburete y se acomodó para poder leer con más interés. La fotografía en blanco y negro mostraba los restos del club Cenicienta. Un panorama de ruinas y cascotes donde sólo quedó en pié el resto de varios pilares con hierros retorcidos. De un sorbo terminó la copa y pidió otra. Leyó y bebió nervioso: “Nueve cadáveres se hallaron en el interior del club. Seis mujeres y tres varones. Una de ellas era una adolescente. Al parecer (…)” Iván terminó la copa. Volvió a sentirse culpable. El alcohol le hizo olvidar los remordimientos que pesaban sobre él la noche del lunes. Pero esta vez volvieron con más fuerza. Con las manos temblorosas intentó coger el vaso de agua, pero lo dejó caer. –¿Estás bien, Iván? –se interesó el camarero. –Sí, no te preocupes –le dejó el dinero y se marchó tambaleante. Los cipreses se alzaban bajo un cielo encapotado que anunciaba una lluvia primaveral en un penoso día. Un centenar de personas se concentraba en las puertas del cementerio de San Fernando. Entre los familiares más cercanos se sucedían los largos abrazos de un dolor casi resignado, de un adiós. Aunque, para Juan y Marta, había una espina más difícil de sacar: no poder despedirse de su hija en el último momento, y no poder verla por última vez. Solo sabían que sus restos estaban allí, pero no su cara, para verla y besarla una vez más. Todo ese acongojador ambiente se sumó a la impotencia del inspector, por no poder sacar más nada en claro el día anterior. Susana y Lucía le aclararon que Sonia no tenía ningún enemigo, que nadie la miraba mal. El chico de la gasolinera no vio nada antes de la explosión y en el almacén de hierros no sabían nada sobre lo camioneros, que, aunque solo fueran clientes en ese momento, no se podía descartar si fueron partícipes en la entrada de Sonia al club, supuestamente contra su voluntad. Lucía y Susana se acercaron adonde se encontraban los padres de Sonia. Lucía fue la mejor y más íntima amiga que tuvo Sonia. –Hola, Marta. ¿Sabe quién soy? –Pues, supongo que alguna amiga de Sonia –Soy Lucía. Hablamos el lunes por teléfono. Quiero que sepa que fuimos íntimas amigas. –Estoy seguro de eso. Ella me hablaba algunas veces de ti. Te tenía en un pedestal Lucía no pudo evitar romper a llorar. Ambas se fundieron en un emotivo abrazo. Aquella escena salpicó a Susana y se agarró a ellas entre sollozos. Juan conversaba con otras personas. Se dio la vuelta interrumpido por aquel momento sentimental. Lucía le miró, hizo ademán de darle el pésame, pero en el último momento se retiró hacia atrás con cierto resentimiento hacia el. Ella le volvió a mirar fijamente y después a Marta. –Lo siento mucho Marta –y desapareció entre la multitud. Susana la siguió sin entender nada. Marta no comprendió el porqué de aquella reacción. Juan la miró sin darle mayor importancia, porque verdaderamente no la tenía, comparado con lo que acontecía. El coche fúnebre se abrió paso entre la muchedumbre. Los principales familiares comenzaron a caminar detrás, y después, el resto de la gente que completaba el cortejo. Pedro iba dentro del gentío, haciéndoles compañía hasta donde sería el final del viaje. Un nicho solitario donde Sonia descansaría en paz. Ángel subió las escaleras portando consigo un gran macuto en una mano y en la otra una nevera de corcho. Llegó al primer piso y soltó la carga de golpe. Abrió la puerta, deseoso de darse una ducha y acostarse. Encendió el termo eléctrico que tardaría unos veinticinco minutos en calentarse totalmente.

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Mientras tanto, abrió el macuto para sacar todo lo que se había traído del camión: ropa sucia, mono, y todos los C.Ds. No sabía el tiempo que estaría de baja. Ese día tenía cita con el psicólogo. Así que, dormiría un buen rato para estar descansado para la tarde. Mientras se calentaba el agua, Ángel encendió el ordenador y se metió en Youtube para ver sus videos musicales favoritos. Aparte de buscar alguna información por curiosidad en Google, Ángel no era muy aficionado a Internet. Mayormente disfrutaba con todo lo que tuviera que ver con la música, el cine y los coches deportivos. Comenzó buscando algo de Led Zeppelin. Cuando hubo acabado, se decidió por una de las baladas, para él, más hermosas de la música: She´s gone de BLACK SABBATH, que hizo que se relajara profundamente. Al cabo de unos quince minutos abrió los ojos. Estuvo ausente un tiempo. “Qué extraño. Es la primera vez que me quedo dormido en un asiento de ordenador, giratorio. ¿Qué es esto? ¿FACEBOOK? ¡Yo no lo he puesto! No se chatear. ¿Cómo puede ser?” Apagó el ordenador. Pensó en la posibilidad de haberle dado al teclado accidentalmente. Sus manos estaban sobre él cuando despertó. Se dio una ducha y se acostó bastante relajado. “Si consigo dormir al menos cuatro horas sin ninguna molesta pesadilla, sería estupendo. Mas la cabezadita que me he pegado en Córdoba. ¡Dios… qué placer!” –Lanzó un suspiro de sosiego–. Creo que no voy a tardar ni cinco minutos en quedarme dormido. Son las diez de la mañana. Cuando me despier…” Apenas dejó de pensar y rápidamente cayó rendido. Pero esta vez no iba a tener suerte. Su paz se vio truncada un instante después. “¡Oh, Dios mío! ¡Otra vez tú! ¿Por qué no me dejas en paz? ¡Maldito monstruo!” Aquella bestia le persiguió otra vez, aunque él no estaba dispuesto a ceder –“¡Vamos, ven a por mí!” –. Le esperó quieto, y antes de que se acercara más, Ángel fue a por él–“¡Ahora vas a ver lo que es bueno! ¡No te tengo miedo!” –Corrió velozmente y antes de topar contra la bestia saltó hasta la altura de su hocico y le golpeó fuertemente. La bestia sintió el dolor y gruñó ferozmente, pero esta respondió instantáneamente con un zarpazo en su brazo derecho. De repente la pesadilla acabó. Pero todo no se terminó ahí. Pronto apareció aquel ser. Esta vez se presentó de espaldas, una chica. Era una imagen ininterrumpida. Tenía el cabello largo su pelo se movía al viento. Él no se encontraba en el sueño. Tan sólo la veía a ella. La imagen se acercaba más. Luego se oyó un susurro: “ayúdame”. ¿Quién era? ¿Qué quería esa chica? Él deseaba verla. Que su rostro fuera nítido, para reconocerla y tuviera una identidad; que le dijera algo más, entenderla. De repente se dio la vuelta… Lo que se escondía tras una hermosa cabellera no correspondía a su otra imagen. Sólo fueron dos segundos, pero intensamente horribles. Sintió una sensación de miedo extremo. Aquel rostro y su cuerpo eran una mezcla de carne chamuscada y trozos de piel colgando. Ángel podía percibir el olor nauseabundo que aquel ser emanaba. La horrenda criatura dio un doloroso grito, un chillido que más bien sugería sufrimiento. Ángel despertó repentinamente, sudoroso. Su frecuencia cardiaca lo asfixiaba. Podía sentir los latidos cerca de la garganta. Se sentó en la cama. Tardó un minuto en tranquilizarse, solo un poco. Las palpitaciones de su corazón bajaron el ritmo progresivamente. Debió de perder el sueño, pero estaba tan cansado que se dejó caer de golpe. Tenía que dormir como fuera. Su rostro estaba empapado. Quiso pasarse la mano por la frente sudada, pero al levantar el brazo sintió un dolor molesto. Pudo observar un hematoma que abarcaba desde el bíceps al tríceps. En ese momento, definitivamente perdió el sueño. Lo que estaba viendo no podía ser real. ¿Estaría soñando? Por un momento tuvo dudas. Él era conciente de que era cierto. Hubo algún tipo de materialización del sueño. Eso pensó él, que era lo más lógico; aunque también creyó que lo más acertado era que él no podía estar en su juicio por pensar que algo tan irreal pudiera recibir una explicación “científica” y catalogarlo como algo normal. Llegó a aceptarlo como algo real, que estaba ocurriendo. Él tenía el control. Pero, ¿hasta qué punto? El monstruo le hirió en el brazo y el macabro rostro de aquel “ente” le transmitió un hedor que llegó a sentir a través de sus glándulas olfativas. Aquel descubrimiento no era fácil de asimilar. Tuvo miedo de

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volver a dormir, aunque sabia que tarde o temprano tendría que hacerlo y posiblemente, volver a enfrentarse a aquellas pesadillas. Tenía que solucionarlo. Rápidamente llamó a Octavio: –“Doctor Paredes, dígame”. –¡Octavio, soy yo, Ángel! –Dijo nervioso. –“Ángel, ahora no puedo atenderte. Estoy con un paciente. Tú tienes hora a las siete. Después hablamos.” –¡Escúchame dos segundos, por favor! Ha ocurrido algo increíble. No he podido dormir. ¿Recuerdas lo del control del sueño? –“Sí, claro. Pero, por favor Ángel, después hablamos.” –¡Escúchame, joder! –Gritó alterado–, ¡no sólo he controlado, sino que, una parte de la pesadilla ha dejado huella en la realidad! –“¿Qué quieres decir?” –se interesó. –Algo que tú no podías creer. Tienes que verlo. Por favor, Octavio, necesito verte ahora. –“Pero, no hay ninguna hora libre”. –Sólo cinco minutos, es importante –le rogó. –“Está bien. Dentro de media hora acabo con este paciente, bueno, treinta y cinco minutos, ya que le has robado cinco a este señor que tengo frente a mí –dijo, sonriéndole al paciente en modo de disculpa. –Bien, voy para allá. Tardó poco en vestirse. Salió rápidamente de allí y bajó por las escaleras corriendo. No tuvo en cuenta la altura bajo el tramo de escaleras y se golpeó fuerte. ¡Maldita sea! Apenas tardó cinco minutos. Entró en la Av. de las Ciencias e intentó aparcar, pero no había sitio, por lo que tuvo que dejarlo en doble fila. Llamó al porterillo y le abrió la ayudante. En la sala de espera había dos personas. Él se mostró exageradamente nervioso para que cuando el psicólogo le dijera que pasase, este gesto sirviera de disculpa al paciente que le tocaba, haciendo que pareciera un caso especial; aunque en realidad lo era. Al cabo de diez minutos salió el paciente y detrás Octavio. Normalmente era la ayudante quien hacía el trabajo de admisión. Pero Octavio tenía que salir para que la intrusión de Ángel no fuera de mucha molestia para la persona que tenía el siguiente turno. –Perdone, Silvia. Voy a pasar un momento a este hombre. Sólo cinco minutos y ahora la aviso. Es que es un caso urgente –la mujer aceptó la disculpa. –¡Venga, siéntate! Escucha, Ángel. Eres mi amigo, pero esto no puedo hacerlo yo. Para las urgencias está supuestamente el hospital. Comprende que esa mujer ha pagado su consulta. Normalmente, los pacientes tenéis cita una ver por semana. El lunes estuviste aquí, y esta tarde también tienes cita conmigo, gratis, como favor de amigo. Pero esto no puede ser… –¿No ves, Octavio? Ya estás perdiendo el tiempo –le interrumpió bruscamente, con pocas ganas de bromear. Ángel le contó todo lo que le pasó, desde que salió de viaje el lunes hasta el momento que le llamó. –Y ahora toca la parte de la evidencia: mira mi brazo. –¿Seguro que no te has golpeado con algo? –No, Octavio. Y lo del olor putrefacto casi lo noto aún. Pero claro, eso no te lo puedo demostrar. Ya se que parece una locura, pero tienes que creerme. –Está bien. Supongamos que te creo. –¿Cómo que supongamos? –Interrumpió molesto–. Si tienes dudas no me ayudas en nada. ¿Es que no te acuerdas que fuiste tú quien me animó hacer algo al respecto? –¿Y qué puedo hacer, Ángel? Soy psicólogo. Si al menos fuera un caso paranormal, tendríamos una ciencia en la que poder basarnos y darte respuestas. Pero esto va más allá. Lo único que puedo hacer es esperar a que me des más datos y poder consultarlo con mis colegas. Por cierto ¿te estás tomando la paroxetina? –¿Para que quiero esas pastillas? Si sólo son ansiolíticos. Quizá me vendría mejor un exorcista. Además, sólo me he tomado dos: el martes por la mañana y hoy. Supuestamente no enganchan hasta las dos semanas ¿cierto? Estoy a tiempo de cortar.

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–Está bien. Ya llevamos cerca de diez minutos. Venga, después nos vemos. –¿Para qué, Octavio? Mi problema no se soluciona así por las buenas. Ya te llamaré y te diré como voy –y rápidamente salió de la consulta. “Bueno ¿qué hora es? La una. Tengo que hacer algo –pensaba mientras bajaba por las escaleras–; algún cambio para ver si puedo contrarrestar esta pesadilla. No entiendo cómo acaba de ocurrirme algo que está fuera de todo entendimiento científico. Y lo más curioso es que sólo me siento… ¡sorprendido! Como si fuera algo que ocurre todos los días. Esto es de locos. Además, la única persona que me puede ayudar carece de explicación alguna, y lo que es peor: o se lo toma de una forma muy profesional o simplemente no me cree. Ya sé que haré. Voy a apuntarme al gimnasio. Hace más de un año que no hago ningún tipo de musculación. Apenas voy a correr una o dos veces por semana, y no es suficiente. Necesito cansarme más, haber si consigo cambiar un poco mi forma de descansar”. Se montó en el coche y tomó la primera calle a la derecha. Después giró a la izquierda donde aparcó frente al club deportivo NUDIÓN. Llevaba varios años de socio, aunque, debido a su trabajo sólo utilizaba la piscina los fines de semana estivales y los sábados de invierno. Ya eran las dos del mediodía. Después de pagar la cuota mensual del gimnasio se dirigió a Flor de Azalea. El colegio estaba a cincuenta metros de allí. Era difícil aparcar, ya que los pocos huecos que solía haber estaban ocupados por otros coches de gente que venía a recoger a sus hijos al Azahares. Por fin consiguió aparcar frente a los contenedores de basura. Justo al lado estaba el lugar donde vivían sus hijos: un bloque de cuatro portales rodeado de un vallado blanco que recogía un gran espacio comunitario con aparcamientos y bancos. A través de la valla vio que sus hijos acababan de llegar. Jugaban con otros niños antes de subir para almorzar, mientras las madres hablaban entre ellas. Él les llamó y corrieron hacia la puerta. Estuvo un rato con ellos. Sobre las dos y media volvió a Torreblanca y visitó a sus padres que vivían en la calle Torreperojil, desde que se mudaran de Ébano, hacía más de una década, donde Ángel creció. –¿Cómo va el trabajo? –Pues, me he dado de baja. –¿Por qué? –Estoy al límite, papá. Me encuentro estresadísimo y me afecta por las noches, apenas puedo coger el sueño; me quedo dormido en el camión. Voy a estar unos días descansando para ver si lo soluciono. Bueno, ¿Qué tal por aquí? –Lo de siempre. Aunque ahora, desde que pasó lo del puticlub, ha dado nueva comidilla para que la gente hable algo distinto. –¿El puticlub? ¿Qué ha pasado? –¡Cómo! ¿Es que no te has enterado? Pero, si tú vives más cerca del lugar que yo El lunes por la noche hubo una explosión. Quedó totalmente destruido. –Joder, no sabía nada. No he visto la tele desde el domingo. Ni he oído noticias en la radio porque sólo pongo música. Y para colmo trabajo de noche y duermo de día, algo. –Pues sí, Ángel. Además murieron nueve personas. Una de las chicas era del barrio. –¡Oh, Dios mío! Pero, el lunes por la tarde estaba yo en el piso todavía. ¿A qué hora fue? –Según dicen, sobre las ocho y media. –No entiendo cómo no pude enterarme. Estuvo allí un par de horas. Almorzó con sus padres y se marchó a su piso. Dos cervezas y una buena comida hicieron una relajante mezcla que invitaba a una prometedora siesta. Consiguió dormir una hora aproximadamente. No le supo a mucho pero al menos fue completa, sin pesadillas. Sobre las ocho encendió el ordenador. Se fue a Youtube para darle un repaso a los coches deportivos que tanto le gustaban. Luego pasó a los videos musicales de “sus tiempos”. Volvió a ocurrir de nuevo. Los ojos le pesaban, se quedó dormido media hora. Despertó con un dolor de cuello. Levantó la cabeza y vio que en la pantalla estaba la página de Facebook, con sesión cerrada.

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“Esto no está pasando. No puede ser. Tengo mi dirección de E-Mail, pero nunca lo he utilizado. Ni siquiera sé cómo se chatea. ¡Bah! No entiendo que ha podido pasar. Sólo sé que ahora mismo me voy a la cama. Estoy demasiado cansado para pensar. Con una mano apretaba su cuello mientras clavaba sus ojos sangrientos en los de él. Él intentaba desprenderse con sus dos manos, de la que le iba quitando la vida, mientras miraba con horror el rostro nauseabundo de aquel ser. Era imposible. Tenía una fuerza sobrehumana. Aquel engendro hundió el pulgar en su cuello, cual ave rapaz y atravesó la traquea. Él ya no podía gritar. Todo le sabía a sangre. Sus ojos casi cerrados anunciaban una pronta y dolorosa muerte, aunque todavía tenía aliento; el suficiente para saber lo que sentía una presa ante su depredador mientras es comida viva. El ente, con su otra mano abierta y los dedos juntos, asestó en el tórax como si de un cuchillo de cocina se tratara. La sacó llevándose consigo su corazón, que lo lanzó hacia tras. La víctima todavía estaba viva, para poder sufrir la última salvajada de su predador. Con la misma mano que todavía le agarraba por el cuello destrozado, lo levantó dos palmos y lo empujó bruscamente hacia atrás, contra un hierro saliente que le atravesó y asomó por la oquedad del tórax. Mientras le quedaba un resto de vida deseó haber muerto incluso tres veces seguidas de cualquier otra forma. Pero aquel fue su último deseo, uno que no se hizo realidad. Allí murió Ricardo; de una manera de la que nadie hubiese deseado ni a su peor enemigo. Caminaba rápido, jadeante. Al principio corrió, cruzó la carretera, pero sus piernas no le respondían porque nunca habían corrido; no hizo ejercicio en su vida. Tan solo fue motivado por aquella terrible visión, la que le hizo espantarse como una liebre en peligro. Cuando hubo cruzado la carretera, sus cuadriceps casi inexistentes se quejaban en el impacto de cada zancada, obligándole a bajar el ritmo y a andar apresurado. Atravesó por una calle paralela al descampado, frente al Cenicienta, y entró por la calle Ébano. Ya estaba lejos pero el miedo le perseguía. Miraba hacia atrás, nervioso, con giros bruscos de su cabeza. La sensación de ser perseguido hacía que no recuperara el aliento. Necesitaba ver a alguien en las calles para sentirse seguro. La vernal temperatura invitaba a algunos vecinos de esta calle a sentarse a las puertas de sus casas. Aquello le relajó un poco. Iván no quiso volver a casa, todavía. Necesitaba tranquilizarse a su manera. Tomó la calle de la izquierda hacia la salida del barrio adonde se encontraba el Bodegón Sierra. Ya eran las once y media de la noche y el bar estaba apunto de cerrar. El camarero le permitió tomarse una copa rápida, solo había dos clientes. Se tomó un whisky. Se maldijo por haber vuelto allí, adonde sus remordimientos le llevaron, donde, de forma simbólica, quiso disculparse ante aquella persona y quedar en paz consigo mismo. Pero visitó el lugar en el momento equivocado. Sólo consiguió agravar su estado anterior. Eran más de las once de la noche. Se sentía cansado, como si no se hubiera acostado. Fue al aseo para hacer un pis y se volvió a acostar. No comprendía cómo pudo quedarse dormido frente al ordenador, otra vez. Precisamente no era de esas personas que podían dormir en cualquier sitio, mucho menos en una silla giratoria y con la incómoda postura de la cabeza que le provocaba el dolor de cuello. Tampoco entendía cómo pudo acostarse sin desvestir. Se quitó la ropa y al cabo de un rato se durmió. Comenzó a soñar. La situación no iba a ser diferente, le esperaba un mal rato. Apareció ella de espaldas. Si se diera la vuelta no sabría que era. Solo una atrocidad de visión sin identidad humana para quien la mirara. “Ayúdame”, volvió a susurrar. Ángel no quiso esperar a su reacción, o mejor dicho a la del sueño. Tenía la ventaja del control de éste. Puso en práctica

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su don especial y se introdujo en la escena. Ya no era el espectador, sino, otro personaje más dentro del “argumento”. De repente, ella se dio la vuelta. Su rostro no estaba. No era monstruoso, no era nada ni nadie. Solo transparencia. Ángel miró fijamente a través de su invisible cara durante un rato. Su invisibilidad desapareció, dando paso a otra visión dentro de su inexistente contorno facial: gritaba pidiendo ayuda. Forcejeaba con dos hombres. Ellos consiguieron tumbarla en el suelo. Ella seguía gritando… Ángel despertó sobresaltado. Se quedó mirando al techo. “¿Por qué a mí? Podría ser una pesadilla como cualquier otra, pero esta es muy real. ¿Quién eres?” Dormía plácidamente a pierna suelta, acaparando gran parte de la cama de matrimonio. Pese a su larga soledad, la cama seguía siendo la misma desde que su mujer le abandonara, hacía ya quince años. Eran los doce de la noche. Se acostó temprano, sobre las diez y media, sin cenar. Aquel día fue bastante triste y aunque no hizo gran cosa después del entierro, se sentía cansado, sólo quería dormir y olvidar aquel día. El teléfono sonó, tres veces. –Dígame. –“¡Gallardo! ¿Dónde estás? –¡Dios! ¿Qué hora es? ¡Joder, las doce de la noche! ¿Dónde cree usted que puedo estar, comisario? –“¿Acaso crees que a mí me gusta que me llamen a esta hora? ¿Se lo dices tú al jefe? Suerte que todavía no estaba dormido. Bueno, tenemos trabajo. Un cadáver” –acentuó para que Gallardo tuviera en cuenta que fue correcto. –¿Dónde? –“En el club Cenicienta. Bueno, en sus ruinas. Date prisa. Seguramente ya estará allí el resto del equipo. ¡Ah! Te aconsejo que no tomes nada antes de ver el escenario del crimen”. La recomendación del comisario le daba un mal presagio. Hacía ya algunos años que no veía un cadáver más allá de una apariencia normal: un cuerpo sin vida, que pareciera que dormía y sin ninguna atrocidad. En la comisaría donde estaba destinado, hacía ya treinta años, cuando empezó de policía raso, nunca ocurrió nada especial; hasta ahora. Pensaba que a sus cincuenta y nueve años ya no estaba para esos trotes. Tomó un vaso de agua, vació la vejiga y bajó por el ascensor hasta los aparcamientos privados del bloque donde vivía, en el centro, en el séptimo piso de un edificio de la avenida de Luís Montoto. Le pisó a fondo a su reluciente y nuevo Camaro. Pese a que apenas había tráfico, aminoraba en los semáforos en rojo antes de saltárselos. La recién estrenada madrugada del jueves recogía aún a algunos trasnochadores, incluso en la planta de arriba del Centro Comercial Los Arcos; donde estaban los cines y bares de terraza. Justo ahí, en la periferia de la ciudad, dejó que su coche desarrollara libremente algunos caballos. El lugar de los hechos sólo estaba iluminado por los faros de algunos vehículos oficiales aparcados en el arcén, y que alumbraban al interior del solar. Dos agentes esperaban fuera, en lo que en su momento fue la puerta de entrada. –Buenos días, inspector. –¿Qué tal muchachos? ¿Está feo el asunto? –Pues, la verdad. El panorama no es muy agradable de ver. El inspector entró con dificultad, aún quedaban restos de escombros. Pedro vio aquel espectáculo. Evitó tragar saliva para no sentir fatiga y las consiguientes arcadas. Sobre todo, no quería parecer un novato y quería dar ejemplo. –¿Qué tal? Inspector Gallardo. –Gutiérrez, de la científica. –Al parecer no se trata de un asesinato de lo más normal ¿verdad? –Está claro, inspector. Más bien es obra de un sádico, o un ritual macabro.

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–Aunque yo diría que de varios –calculó Pedro–. Pesará unos ochenta kilos. No creo que un sólo hombre haya podido engancharlo a medio metro del suelo. –Para quedar colgado como un chorizo –sonrió Gutiérrez, alentando el chiste. –Le agradecería que mostrase un poco de respeto, por favor. Este hombre tenía una vida y una familia. –Lo siento, inspector. –Disculpas aceptadas. Estas cosas no habían ocurrido nunca por aquí. –Estas heridas son muy profundas. ¿Dónde está?.. –¡Inspector! –gritó un agente diez metros más atrás, en dirección a la gasolinera. –¿Qué ocurre? –Mire esto. –¿Buscaba esto, Gutiérrez? –¡Dios! ¿De dónde salen estos sádicos? –Maldijo mientras cogía el corazón para meterlo en una bolsa de pruebas. –Agente, ¿quién dio el aviso? – El guardia de seguridad del polígono, inspector. –Bien. Supongo que estará haciendo la ronda. Si tarda mucho en pasar por aquí vais a buscarle. Al cabo de cinco minutos el guardia de seguridad llegó en el coche con el que hacía la ronda. Le comentó al inspector que recordó haber visto a alguien corriendo hacia Torreblanca desde la zona de la tragedia, y que había cruzado por la calle entre el almacén de telefónica y los talleres a la entrada del barrio. Después de aquella noche de pesadilla, Ángel pudo dormir cinco horas seguidas. Fue al gimnasio una hora y media. Se sentía cansado, pero estaba sorprendido por su peso. Hacía una semana que no se pesaba y había perdido dos kilos; cuando su peso no cambiaba de noventa kilos, cien gramos arriba o abajo, desde hacía dos años. Era cerca del mediodía. Decidió pasear por su antiguo domicilio, la calle Ébano, y de camino pasar por la comisaría para saludar a los que allí se encontraban todavía, después de tantos años. En la calle Plaza de las Acacias se concentraba mucha gente. Era la reunión de amigos más grande que jamás tuvo Ricardo en vida, aunque, esta vez, los anfitriones fueron sus padres. Cruzó a la calle Ébano. ¡Cuántos recuerdos! Toda su vida se forjó en esa calle, que destacaba de las demás por su ancha acera, donde jugaba de niño. Durante unos quince años, sus padres tuvieron una tienda donde se vendía casi de todo; incluso se servían botellines de cerveza y otros licores. Al estar la comisaría cerca, enfrente, los miembros de la policía acudían allí para tomar algo todos los días. Así fue como Ángel entabló amistad con algunos de ellos, especialmente con Pedro, que tan sólo era policía raso, y con algún agente que otro. En la puerta de la comisaría había un agente joven, seguramente de alguna promoción nueva. Ángel preguntó por el inspector Gallardo. El agente le dijo que esperara un momento para comprobar su disponibilidad. La comisaría era pequeña: a la derecha una pequeña sala con una ventanita y un mostrador para la atención al público: denuncias y demás. Al fondo, un calabozo sombrío y a la izquierda una, también, pequeña sala adonde se encontraba Pedro trabajando. –Ya puede pasar –dijo con amabilidad el policía. –¡Hombre, Ángel –se sorprendió alegremente.

–¿Qué tal, Pedro? ¿Cuántos años? –Por lo menos… no lo sé. –Yo te lo digo. Unos diez años –Bueno, ¿cómo te va la vida? –Lo de siempre. Sigo trabajando de camionero. Ahora estoy descansando un poco. Cuestión de salud. Nada importante, un poco de estrés.

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–Pues a mí, ya me ves. Al pié del cañón. Aunque esta semanita la tengo bastante estresante, igual que tú. –Sí, ya me he enterado: el club, la chica y ahora ese muchacho que vivía aquí al lado. –Es algo muy extraño. Llevábamos unos años tan tranquilos y ahora, de repente, una cadena de tragedias. Lo de este chaval ha sido monstruoso. Debió de sufrir bastante. Bueno, se supone que no puedo contarte nada mientras esté la investigación abierta, tú sabes. –Sí, no te preocupes, lo comprendo. Por cierto, la chica que pereció en la explosión, ¿era de por aquí cerca, verdad? –¡Ah, sí! Precisamente vivía aquí al lado, en la calle Roble. Yo conocía a sus padres. Lo peor de todo es que no sabemos si la chica fue violada. ¡Vaya! Te estoy contando algo del caso. Bah, no importa. Como te iba diciendo, sus padres están pasando por un calvario. No sólo la perdieron en la explosión, sino, que también se encontraba dentro del club. Un sufrimiento añadido al que ya tienen sus padres. ¿Qué pueden pensar ellos? Es muy triste. Nunca sabremos lo que pasó, porque no se pudieron coger huellas debido al estado del cadáver. Para tranquilidad de sus padres, les tuve que mentir: les dije que no sufrió ninguna agresión sexual. No tenía sentido decirles la verdad sobre nuestras dudas al respecto –sonó el teléfono–, disculpa un momento, dígame, sí, Gutiérrez. –Pedro hizo un gesto de lamentación–. ¡Vaya! ¿Entonces, no tenemos nada? Está bien. Gracias, Gutiérrez. Pues sí que estamos bien –dijo, preocupado, mientras golpeaba con el bolígrafo los papeles que había sobre la mesa. –¿Problemas, Pedro? –Sí, se trata de este chico, Ricardo. Al parecer no hay huellas. Da la impresión de que va a ser un caso cerrado. Ha podido ser algún ajuste de cuentas o qué se yo –comentó desesperanzado. –Bueno, Pedro. Veo que tienes trabajo. Otro día quedamos y tomamos algo, ya que voy a estar por aquí un tiempo. –De acuerdo, Ángel. Me alegro mucho de verte. –Lo mismo te digo. Adiós. Ángel se marchó pensativo: “¿cómo podrían dos personas vivir en paz habiendo sufrido en sus carnes la trágica pérdida de una hija de quince años dentro de un club de alterne, y para colmo de males, con la sospecha o la incertidumbre de que pudiese haber sido violada? Menos mal que Pedro no les dijo la verdad, fue muy sensible”. En aquel instante le vino a la memoria la imagen de sus hijos. Evitó aquel pensamiento para no derrumbarse moralmente, ya que la debilidad por ellos era enorme. No tenía prisa. Decidió pasear despacio para observar aquel rincón de su infancia. De la comisaría cruzó en paralelo a Ébano, para dar a lo que fue, hacía muchos años, una plazoleta de albero con cuatro palmeras y algunos bancos, que al cabo de algunos años fue reemplazado por el cemento. Recordó cuando jugaba de niño a las canicas y los trompos. Luego, algunos años más tarde, se sumaría a la moda de los grandes radiocasetes. Sonrió al pensar cómo el paso del tiempo sustituyó a estos aparatos de grandes altavoces, que se portaban en mano, por la alta fidelidad y la típica imagen del “maletero abierto” en las grandes botellonas. Esta plazoleta se juntaba con otra más, frente a Plaza de las Acacias, y que ambas se unieron, quedando pegadas a la cuadricular iglesia de San Antonio de Padua; que destacaba por sus seis grabados religiosos que abarcaban la parte alta de la fachada. Antes de cruzar a la zona de los comerciales, pudo ver otra vez la muchedumbre que se apelotonaba en la puerta de Ricardo. Poco había cambiado el barrio. Todavía se mantenían al pié del cañón algunos comercios: la casa de las monjas (lo que venía siendo cáritas), la churrería de la esquina, el club social y alguna tienda que otra; que se habían convertido en patrimonio histórico del barrio. Incluso las gentes que por allí andaban pasando el tiempo frente a los bares, en los bancos de hormigón. Gente variopinta: buena, menos buena, como en todas partes. Le vino a la memoria una reflexión sobre la educación que un día le dijo alguien: “Sí, antes también te robaban, pero al menos te trataban de usted”. No pudo evitar reír. Pronto cruzó la esquina de lo que fue la antigua tienda de Casa Eugenio, al final de los comerciales, y que llevaba cerrada algunos años. Luego llegó a la calle Destino, donde vivía.

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Estaban solos en la casa, sentados en el salón sin decirse nada. No había ni un solo sonido que despertara un ápice de interés por soltar una palabra. Solo se miraban de vez en cuando al levantar ambos la cabeza después de algunos periodos cabizbajos, abstraídos. El silencio era ensordecedor, pero también más angustioso todavía, si cabía. Juan se levantó, se sentía asfixiado. Paseó por la casa: a la cocina, al pasillo. No sabía adónde ir. Ni quería irse de al lado de su esposa. Pero tampoco quería entrar en el cuarto de su “pequeña”, porque no quería echarla de menos, todavía más. Pero no podía evitar el querer recordarla, pese al alto precio de sucumbir en la tristeza. Atravesó el salón y fue hasta la entrada del cuarto de Sonia. La puerta estaba cerrada. Vaciló antes de abrirla. Luego se atrevió y la dejó de par en par. Aquella visión le llenó de angustia y a la vez le sacó una pequeña sonrisa: sus peluches, sus pósters y alguna prenda sobre la cama. Aún estaba el ambiente caliente, todo olía a ella. No pudo evitar venirse abajo, pero tenía la sensación de que ya no le quedaban lágrimas. Solo las pudo interiorizar, que resultó ser peor. Su sonrisa se apagó repentinamente. Un sentimiento de culpabilidad le abordó. Sus manos le temblaron, luego, cerró la puerta de golpe. Eduardo no salía de su asombro. Creía estar en una pesadilla. Tan solo hacía tres años que conocía a Ricardo y se había convertido en su mejor amigo. Le recogía para ir al trabajo y salían de copas juntos. Sabía que Ricardo no tenía una vida paralela, que no tenía secretos para él. No estaba metido en ningún asunto raro. Solo era un trabajador, una persona sencilla y buena gente a la que le gustaba divertirse de vez en cuando. ¿Quién podía tener algo contra él? Después de llegar a esa conclusión, sintió un escalofrío. Los remordimientos que le rondaban la cabeza le hicieron sentir una tardía e inevitable impotencia. Ya eran las ocho y media de la tarde. Estaba desalentado y asfixiado entre tanta multitud aglomerada a las puertas de su desafortunado amigo. Decidió irse a casa y hacer algo más que no fuera salir de copas. No era el momento, ya que, le vendrían los recuerdos de diversión junto a su amigo y le echaría en falta. Sentía el deseo de conocer a otras personas. Alguien que le hiciera olvidar aquella sensación que le oprimía: la de la pérdida de su amigo, y por otro lado, la que volvió a visitarle y castigaba su falta de conciencia en el pasado cercano. Una vez en su casa, se conectó a Facebook. Quizá esa noche tuviera suerte y conocería a una chica. Sintió tristeza al saber que ya no podía bromear con Ricardo en cuestiones de conquistas. Ángel se sentó frente al ordenador. Aunque en realidad no sabía qué hacer. No tenía muchas ganas de nada. Pese a que no hizo gran cosa esa mañana en el gimnasio, se encontraba bastante agotado. Había comido bien, de todo un poco. Pero aquel agotamiento era ilógico. Pensó en apagar el ordenador y leer algún libro, aunque sabía que el esfuerzo mental para tal fin, le iba a dar sueño al momento; y no se sentía con energías. Además, estaba desganado sicológicamente por lo que estaba ocurriendo en el barrio. Ya eran las nueve de la noche. Resolvió buscar música de los 70s en Youtube. No llegó a cargarse la página, cuando sintió un mareo repentino y después una pérdida de consciencia.

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Se metió en Facebook. Había anuncios interesantes: viudas, separadas treinta añeras y toda clase de “chica busca chico” y viceversa. Aunque el que más le llamó la atención fue uno que destacaba bastante: “¿te sientes solo? ¿Quieres compañía? Soy sagitario y tengo dieciocho años, no te arrepentirás”. Aquel anuncio tenía mucho gancho. A Eduardo se le abrieron las puertas del cielo. Por fin iba a ligar, al menos que tuviera que pagar, que ya no se entendería como conquista. ¡Vaya yogurcito! Rápidamente conectó con ella: EDU –¿Qué tal, Sagitario? Me llamo Eduardo. SAG –Hola Eduardo, ¿cómo estás? EDU –Hasta hace muy poco, bastante mal, pero al ver tu anuncio he recuperado las ganas de vivir, por decirlo de algún modo. SAG –Qué mal te noto. ¿Qué te ocurre? EDU –Bueno, no quisiera amargarte la noche. Es que, he perdido a un amigo. Murió ayer. Pero como ya te he dicho, no quiero contarte mis penas. Solo quiero pasármelo bien esta noche, porque creo que tú me la vas a cambiar. SAG –Me gusta que me digas eso, Eduardo. ¿Puedo llamarte Edu? Es que es más corto y resulta más cariñoso. EDU –Bueno, sí. Aunque solo me llamaba así mi amigo, que ya no está. Pero no me importa que tú me lo digas, si es lo que te gusta. SAG –Muy bien, Edu. Bueno, dime, ¿como eres? EDU –La verdad es que no me considero muy guapo, pero tampoco soy feo. Tengo un buen físico y tengo veintisiete años. ¿Y qué hace una chica de dieciocho años, sola, buscando compañía en la red? Me resulta bastante extraño. SAG –Bueno, Edu. La verdad es que los chicos que conozco son poco maduros y prepotentes. Así que, decidí buscarme la vida por aquí. Por cierto, ¿tú no serás de esos que mienten con la edad, verdad? EDU –Si te hubiera querido engañar, te habría dicho que tenía veinte años. No tengo por qué mentirte, ya que veintisiete años tampoco son tantos. Aunque, eso sí, tengo experiencia en la vida. ¿Tú si tienes dieciocho, verdad?

SAG –Ja, ja. Pues claro. Aunque podría estar mintiéndote y a lo mejor tengo quince. Lo que sí te digo es que tengo 90-60-90 y mido un metro setenta. EDU –Bueno, tampoco serían tantos menos, ja, ja. Y esa medida me encanta

SAG –Eres muy gracioso. ¿Qué tal si nos vemos hoy? Por cierto, no te he dicho de donde soy. Vivo en Torreblanca. EDU –¡No me digas! ¡Yo también! SAG –¿Dónde vives? EDU –En la calle Torres Alba. SAG –Eso está al lado del canal. Yo vivo en la otra punta, cerca de la iglesia. EDU –No te preocupes. Yo me desplazo hasta allí. SAG –La verdad es que no quiero que mis padres ni la gente me vean por aquí. Mejor quedamos a las afueras del barrio. ¿Qué te parece en la carretera de Mairena? EDU –¿En qué zona? Allí no hay nada. SAG –Confía en mí, Edu. No te arrepentirás. Quedamos al lado de la gasolinera, donde estaba el Cenicienta. EDU –¿Tú no serás una sádica violadora? Ja, ja. SAG –Ya quisieras tú, ja, ja. Bueno, ¿que te parece dentro de media hora? ¿A las diez? EDU –Estupendo, Sagitario, por cierto ¿cómo te llamas? SAG –Después te lo diré. EDU –¿Y qué coche llevas? SAG –No tengo coche. No te preocupes, allí nos vemos. EDU –Bien. Hasta dentro de un rato.

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Eduardo no se lo podía creer. Era la víspera del un fin de semana prometedor. Había triunfado. Tenía dieciocho años, un buen cuerpo ¡y se iban a ver ahora! Aquella cita prometía. Su alegría fue momentáneamente interrumpida por la memoria de Ricardo. Cómo se iban a divertir juntos cuando Eduardo se mofara de él y presumiera de su conquista, si estuviera. Eran las diez menos cinco. No quiso ser descortés y se aseguró de no llegar tarde. Aparcó en la orilla de la carretera, frente al almacén de Telefónica. El lugar donde él se encontraba tan solo estaba iluminado por la débil luz de una pequeña farola. Al otro lado de la carretera, en las ruinas del Cenicienta, todo estaba oscuro. Solo se podía ver algo cuando algún coche pasaba en cualquier dirección; aunque no pasaron más de dos o tres. No era una carretera con mucho tráfico fuera de las horas laborales. “¿Qué extraño me resulta todo? ¿Quién va a querer quedar con alguien en un sitio como este? ¿Por qué no quiere que nadie la vea?” Tras pasar el último coche, pudo observar, casi imperceptible, a alguien que estaba en la entrada del club. “¡Ah, ya lo entiendo! Esa zona se ha convertido en el nuevo picadero. ¡Qué directa es esta chica! Con razón no quiere que la vean. No quiere que la tomen por lo que no es ¡ja, ja!”, pensó, irónicamente. –¡Vamos, Edu! ¡Ven aquí! –Le llamó sin moverse de allí. Él no comprendía por qué no la había visto cruzar hasta allí, si venía del barrio. Y por qué no se acercó hasta donde él estaba. Cada vez le parecía más raro todo aquello. No le dio mas vueltas al asunto. Por otro lado, parecía demasiado fácil para ser cierto, pero no podía permitirse arriesgar un regalo del destino como ese, por dudar. Cruzó la carretera. Hacía bastante rato que no venía ningún coche. No la veía con claridad. Ella se dio la vuelta y se metió dentro del solar. –Ven, sígueme. Eduardo notó una sensación extraña. Se sintió mareado. Todo a su alrededor, aquel ambiente de realismo había cambiado a un plano del subconsciente, como en un sueño. Antes de llegar a la puerta de entrada del club, se encendieron todas las luces. El local volvió a tomar forma, con su sugerente iluminación. Eduardo fue atrapado por toda aquella misteriosa energía. El Cenicienta volvió a ser el mismo. Pudo ver a la chica que seguía de espaldas. Tenía el pelo largo y hermoso. Vestía un pantalón vaquero y una cazadora a juego, ajustada, que esculpían un cuerpo de escándalo. Era una diosa. Ella se contoneaba con una sensualidad capaz de levantar a un inválido de su silla. Mientras seguía de espaldas, adentrándose hasta el fondo del club sin bajar los brazos ni dejar de bailar, le indicó con el índice sugerentemente que la siguiera. Eduardo estaba alucinando, como si se hubiera drogado. Además, estaba al límite de excitación, a punto de reventar, tanto que; temió consumar su estado de acaloramiento sexual con un inminente “gatillazo”. Sagitario entró en una habitación que había a la izquierda, menos iluminada, en un tono morado. Había una silla. Eduardo entró. Todavía no le había visto de frente. Estaba deseándolo, “¡Dios, esto es una locura! ¡Estoy excitadísimo! ¡No sé si podré aguantar! ¡Qué delantera debe de tener!” –Siéntate, Edu –dijo con voz suave. –¡Oh Dios! ¡Cómo me estás poniendo! De fondo empezó a oirse: You won´t change me. Ella se le acercó un poco más, a medio metro, sacudiendo su cuerpo que campaneaba en una sensual danza. Eduardo estuvo a punto de tocarla, de agarrarla por su esbelta cintura y sentarla en su regazo. –¿Cómo te llamas, Sagitario? –¿De qué te sirve ya? –Le contestó, y se dio la vuelta al instante. Le dio a conocer la otra cara del sueño morboso de aquella noche de lujuria. Ante él, a un metro escaso de distancia le sorprendía un atroz y terrorífico ser, el que hizo que en un instante, el cilíndrico estandarte de su virilidad se hiciera flácido, y que también provocó que se hiciera sus necesidades encima. Le despertó la sensación de frío. Aunque de día hiciera una temperatura agradable, de noche refrescaba un poco. La primavera todavía no había hecho su presentación íntegra.

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Eran las dos de la mañana. “¡Vaya! ¿Cómo he podido acostarme sin desvestir, otra vez? Esto debe tener una explicación. Mi agotamiento es tal, que me está superando. Debo de ir al médico. Tendré que hacerme unos análisis”. Se desvistió y se volvió a dormir. Se repitió el mismo sueño: ella se dio la vuelta y Ángel estaba con ella. Le mostró su rostro, pero esta vez fue distinto, más bien parecía un hermoso sueño, era angelical. Ella le regaló una tímida sonrisa y desapareció. Tras un silencio, todo quedó oscuro, no había nada en aquel escenario, tan sólo se oía el sonido de una corriente de agua con bastante claridad. El día se presentó fresco y nublado. El plomizo color del cielo amenazaba con una lluvia inminente, que junto a aquel panorama, sugería una mañana triste. El cadáver estaba en el suelo, en posición fetal. Encogido, quizá, porque fuera la última postura que el cuerpo todavía en vida adoptó inconscientemente para mitigar el dolor y sufrimiento que le producía la mortal herida. Pedro no daba crédito a los acontecimientos que se estaban produciendo aquella semana. Cuando el comisario Álvarez le llamó, sintió el deseo de dejarlo todo, jubilarse anticipadamente. Aquello nunca había ocurrido y se le estaba haciendo grande. –Bueno, está claro cómo murió –expuso Gutiérrez–. Estaba sentado sobre este trozo de pilar. Su garganta ha sido desgarrada. Se desangró sentado; como podemos comprobar hay bastante sangre en el pilar. –¿Podría ser que lo agarraran para que no se moviera? Porque la reacción de alguien que estuviera herido mortalmente sería cualquiera menos quedarse quieto ¿verdad? –Podría ser, inspector. Aunque yo me inclinaría más por otra teoría. –¿Por ejemplo? –Su cuerpo no tiene hematomas. Si lo hubieran agarrado fuertemente, porque él lucharía, habría marcas en los brazos. Sin embargo, su rostro sugiere haber pasado mucho miedo: ojos abiertos como platos, además de su boca. Y se hizo sus necesidades encima. Este hombre murió aterrorizado, aunque finalmente cayó al suelo, obligado por el dolor que le provocaba su herida. –¡Aquí está, inspector! –Gritó un agente. Varios metros más hacia fuera del solar, apareció su traquea. Había sido arrancada de cuajo. –¿Por la salvajada que estamos viendo, podría ser el mismo modus operandi, Gutiérrez? –Eso creo. –¡Oh, Dios! Lo que hacía falta. Un asesino psicópata. ¿Por qué aquí? ¡Este era un barrio relativamente tranquilo, joder! –Este hombre lleva muerto aproximadamente, siete u ocho horas. ¿Nadie lo vio anoche? ¿Ni si quiera el controlador del polígono? –No creo, Gutiérrez. El anterior cuerpo estaba colgado y tenía la posibilidad de ser visto por las luces de los coches, incluso por el guardia, pero éste, al estar en el suelo, fue más difícil verlo. Por cierto, ¿quién dio el aviso? –Ha sido el guardia –dijo el agente. –¿Otra vez? –No, inspector. Al parecer lo vio un chatarrero antes de las siete de la mañana, pero no tenía teléfono. Él avisó al guardia. –¿Aquel coche es el suyo? –Sí, inspector. Ya hemos comprobado sus datos. El coche estaba abierto. Pedro cruzó al otro lado de la carretera. Recordó que el controlador del polígono dijo que cuando descubrió el cadáver de Ricardo, vio a alguien corriendo hacia el barrio; concretamente por la calle que estaba entre el concesionario de coches y el almacén de Telefónica. Observó que al final del almacén, cerca de la entrada al barrio, se encontraba la entrada principal. Se acercó y observó que había una cámara de grabación. Habló con el guardia de seguridad de la entrada. –Buenos días. Inspector Gallardo –le mostró su identificación.

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–Buenos días, señor, ¿en qué puedo ayudarle? –Quería saber si la cámara coge un ángulo completo de la calle, o solo parcial. Necesito comprobar unas grabaciones. –Bueno, esta cámara es concretamente para la entrada principal, aunque se puede ver casi hasta el final del almacén. –Bien. Necesito ver las grabaciones de anoche, entre las nueve y la una. También las de la noche anterior. Al comprobarlo vio que el coche de Eduardo pasaba sobre las diez menos cinco. Aquello no le decía mucho. Ya no había más nada. Pero la de la noche del martes fue satisfactoria. Efectivamente, se veía claramente el rostro de alguien corriendo hacia el barrio. –¡Perfecto! Esta es. Tendré que llevarme la cinta para identificar al sospechoso. – Lo que usted diga, inspector. ¿Saben ya algo sobre los asesinatos? –La verdad es que no puedo hablar de ello, pero, lo único que puedo decirle es que el asunto se está poniendo difícil. Sobre las diez de la mañana, Ángel despertó. Había dormido bien, aunque se encontraba cansado. Pensó que el lunes iría al médico. Bostezó y se estiró. Se vistió y notó que aquella mañana se sentía más débil, aunque también, más ligero. El pantalón le quedaba más suelto que el día anterior. Tuvo que correr un agujero más de la correa. Aquello le hizo dudar entre esperar al lunes o ir a urgencias del hospital. Aunque no le dio mucha importancia, pues no se sentía enfermo. Después de un buen desayuno bajó a estirar las piernas. No se encontraba con fuerzas para quemar ninguna caloría en el gimnasio. Saludó a sus vecinas del bajo que charlaban en la puerta. Al salir a la acera no tuvo en cuenta los peligros de la calle y pisó una mierda de las que “habitaban” por allí. ¡Maldita sea! –Es algo raro el vecino, ¿verdad, Ana? –Pues, la verdad es que últimamente se comporta de una forma extraña. Anoche salio como adormilado. Habría bebido, no lo sé. Yo le saludé pero él no me contestó. Ni siquiera me miró. Parecía que estaba fuera de sí. –¡Ah, sí! Ahora que lo recuerdo: yo también le noté algo raro hace dos o tres días, ¿cuándo fue?.. ¡Ah, ya! El martes por la noche. –¿Toma drogas? –No creo. Ese hombre se ve muy sano. Ángel se dirigió hacia la farmacia de al lado del consultorio médico. Se pesó y para su sorpresa había perdido dos kilos más. Sonó el teléfono: –¿Diga? –“Ángel, soy Octavio”. –¡Hombre, cuánto tiempo! –“Ni que hubieran pasado tres meses. ¿Te encuentras bien?” –Bueno, la verdad es que desde que estoy de descanso estoy más cansado ¡ja, ja! ¿No tiene gracia el juego de palabras? –“Sí, muy gracioso –dijo, despectivamente–. Tengo que decirte algo: tengo un amigo que te puede ayudar”. –¿Qué es, otro loquero? –Bromeó burlándose. –“¡Anda, no seas camionero! Le hablé de tu caso y él me dijo que sabía bastante de eso. Además de psiquiatra es parapsicólogo. Ya he hablado con él. Me ha dicho que le llames, al parecer está muy interesado en tu caso, por interés propio; ya que lo tuyo es un caso casi inexistente”. –Sí, la verdad es que voy a necesitar algo más que un psiquiatra. Algo en mí va mal. ¿Sabes que he perdido cinco kilos en una semana? Y no he hecho nada para adelgazar, incluso, como más.

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–“Eso no es ninguna tontería. Necesitas que te vea un médico”. –Sí, lo he pensado. El caso es que sólo me siento cansado por las mañanas; por lo demás, me encuentro perfectamente. –“Vale. Entonces te paso el número de teléfono de este hombre, Óscar se llama. Te lo mando por mensaje, que ahora mismo no lo tengo a mano. Ya me contarás”. –Gracias, Octavio. Fumaba uno detrás de otro, era incesante. El actual estado de ánimo le hizo duplicar el número de cigarrillos. Observaba el canal a través de la ventana. Su mirada se perdía en la corriente de agua deslustre, pensativo y nervioso. Llamaron a la puerta. Su madre abrió y se sorprendió al ver a la policía. –Buenos días, señora. ¿Vive aquí Iván Prieto? –Sí señor, es mi hijo. ¿Qué ocurre? –Se mostró preocupada. –No se preocupe. Sólo será un rato. Tenemos que llevárnoslo a comisaría para interrogarle. –¡Iván! ¡Sal afuera! –Gritó, autoritaria–. ¡Él no es malo! ¡Nadie tiene quejas de él! –No se ponga nerviosa, señora Ya le he dicho que va a ser poco tiempo. –¿Qué ocurre, mamá? –¿Iván? –Sí, ¿qué es lo que pasa? –Tenemos orden de llevarle a comisaría para ser interrogado. –¿Por qué? Yo no he hecho nada. –Por favor, no lo haga más difícil. Nosotros no podemos decirle nada más. El comisario se lo aclarará. –¡Está bien! –Consintió nervioso–. No te preocupes, mamá. Será un mal entendido. Si tardo mucho te llamo. El comisario Álvarez esperaba ansioso en su despacho del piso de arriba de la comisaría. A pesar de tener las dos ventanas abiertas que daban: una a Ébano y otra a Roble, el ambiente que se respiraba estaba dominado por una gran nube provocada por su tabaquismo; no corría una pizca de aire. Llamó a los agentes por teléfono: –¿Lo tenéis ya? ¡Venga, daos prisa! Se levantó de su silla confortable aunque traidora, ya que ajustaba el reposa brazos a su ceboso cuerpo de tal forma, que le costaba salir. Una vez se hubo levantado, no sin esfuerzo, luchó contra su actitud sedentaria y bajó hasta la mitad de la escalera. –¡Gallardo, sube a mi despacho! –¡Voy, comisario! –¡Venga, que ya están al llegar! Al cabo de cinco minutos, Iván entraba en la comisaría escoltado por los dos agentes. No iba esposado, pues no era peligroso. –Comisario, ya está aquí –dijo el agente. –Hazlo pasar. La apariencia de aquel hombre no era precisamente la de un asesino. Pedro vio a un enclenque, tembloroso y aparentemente tímido hombrecillo. Lo primero que salió de su boca fue un retraído “buenos días” y detrás, un hedor a alcohol más que ingerido. –Siéntese, por favor. ¿Sabe usted por que está aquí? –No señor, no me han dicho nada. Era tan inocente que ni siquiera contradijo a la policía una sola vez cuando fueron a buscarle. No hizo ademán de negarse. Tan solo, y sin pedir más explicaciones, un simple “porqué” de su detención. Se había montado en el coche como un dócil perrito. –Comisario, ¿podemos hablar un momento? –¡Gallardo! ¿Tiene que ser ahora?

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–Sí, por favor. Los dos salieron fuera del despacho y Pedro se aseguró de cerrar la puerta para que Iván no oyera. –¿Qué es lo que quieres, Gallardo? ¿Crees que puedes cortar un interrogatorio así porque sí? ¡Ahora mismo está nervioso y es el mejor momento para que cometa un error! –Le aclaró, cabreado pero bajando la voz. –Lo sé, comisario. ¿Pero se ha fijado en él? Pesará cincuenta kilos, es débil y por su forma de temblar y oler apostaría mi sueldo a que también es alcohólico. ¿Cree usted qué tiene pinta de asesino? ¿Y capaz de colgar a alguien que pese ochenta kilos? –Bueno, está bien. Pero ¿qué hacía corriendo el día de los hechos? ¿Cómo sabemos que no intervino en el asesinato? –Por supuesto, comisario. Habrá que averiguarlo. –¡Ah! Me apunto lo de la apuesta. –Solo dije que apostaría. Era una forma de hablar, comisario. –Sí, ya. Vamos dentro. Álvarez volvió a sentarse, encajando poco a poco sus posaderas haciendo presión contra los reposa brazos. Pedro se quedó de pié, al lado de Iván. Su intención era ponerle más nervioso de lo que ya estaba. El comisario comenzó a hacerle varias preguntas rutinarias. –Haber. ¿Se llama usted, Iván Prieto? –Sí, así es. –¿Y vive usted en la calle Torres Albas? –Sí señor, ahí vivo. “¿Qué porquería de preguntas está haciendo el comisario? Estoy aquí, a su lado, para que no se relaje y él parece que quisiera tranquilizarle. ¡Solo falta que le invite a su casa para cenar!” Pensó Pedro, apunto de perder la calma. –¿Bebe usted?.. –El inspector interrumpió sin miramientos el “coqueteo” del comisario, tomando el control. –¡Vamos a ver, Iván! ¿Dónde estaba usted la noche del miércoles entre las nueve y la doce? “¡Joder, con el inspector!” Pensó el comisario, impresionado. –¡No lo se! ¡No me acuerdo! El violento cambio de trato hacia él, lo trastocó, poniéndole más nervioso, si cabía. Consiguió lo que el comisario y él querían, aunque la estrategia del Álvarez iba mal encaminada. –¡Ah! ¿No te acuerdas? Bien. ¡Yo te refrescaré la memoria! ¡Aquí tengo las grabaciones de una cámara de vigilancia que dicen que corrías hacia el barrio! ¡Y tenemos el testimonio del controlador del polígono, que te vio! –¡Está bien! –Comenzó a cantar como un canario en primavera–. ¡Le vi colgado y me asusté! –O sea. Primero le mataste junto con otros y después huisteis, ¿verdad? –Miró al comisario, dándole a entender cómo se tenían que hacer las cosas. –¡No! ¡Yo nunca he matado a nadie! –Continuó, llorando–. ¡Fui allí! ¡Yo nunca había visto a un hombre ahorcado! ¡Por eso corrí! Estaba tan borracho que no supo distinguir si estaba colgado o atravesado por un hierro. –¿Y para qué fuiste allí a esa hora? ¡Allí no hay bares! Iván estuvo un rato sin decir nada. El comisario intervino aprovechando el silencio de ambos. –¿Conocías a Ricardo? Iván se calmó un poco. Sabía que si no se desprendía de todo aquello que le martilleaba la cabeza, seguiría sin vivir en paz. –Sí, lo conocía de coincidir alguna que otra vez en el Bodegón Sierra. No es que fuéramos amigos, pero siempre iba con Eduardo, mi vecino, con el que nuca tuve ninguna relación de amistad. Dos o tres veces estuvimos juntos tomando unas copas, nada más. Antes de que el comisario se anticipara, Pedro insistió en exprimirle, pero suavemente. –No has contestado a mi pregunta. ¿Por qué fuiste allí? Iván se alteró nuevamente. Quería terminar con aquello, estaba nervioso y necesitaba una copa, pero sabía que no se movería de allí hasta que ellos no estuvieran satisfechos.

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–¿Me da un cigarrillo, por favor? –El comisario se lo dio y le tiró el mechero a la mesa. La primera calada no le supo a mucho, aunque hundió la cara entre los maxilares por la fuerte succión. También, el requerimiento de su organismo que demandaba alcohol, le provocaba una extrema ansiedad. Chupó por segunda vez rápidamente y se relajó. Comenzó a hablar, ya no le importaba lo que pudiera pasar. Tenía que contarlo y quedar en paz. –Aquella noche estaba nervioso. Me sentía culpable, pero ya no tenía solución. Mi conciencia me hizo ir allí para pedir perdón, aunque no me escuchara. Entonces fue cuando le vi colgado. A ellos les parecía que divagaba. Ambos se miraron. El comisario intervino. –¿A quién te refieres cuando dices que no escuchaba? ¿Y a quién le tenías que pedir perdón? –El lunes por la tarde fui al Cenicienta. Yo no suelo entrar porque las copas son caras. En la puerta estaban Ricardo y Eduardo, acompañados de dos personas más. –Los camioneros –interrumpió Pedro. –Sí. Al parecer fueron los cuatro juntos cuando terminaron de trabajar. Los camioneros habían bebido bastante. A mí me invitaron a una copa. Aquella chica paró con su bicicleta, había pinchado. Los dos camioneros se le acercaron. Al principio la confundirían con una prostituta, aunque les perturbaría la borrachera, porque se veía claramente que era muy joven y no tenía pinta de ser una de éstas. Ellos insistieron en que se tomara algo juntos. Todo fue muy rápido. Ella se negaba y los camioneros la agarraron del brazo, después forcejearon. Yo no quise saber nada más del asunto. Ricardo y Eduardo dijeron que tampoco querían complicaciones y nos fuimos rápidamente en el coche. Me dejaron en la esquina de mi casa. Y eso es todo. –¡Y dejasteis a la chica sola con esos dos degenerados y ni siquiera intervinisteis! –¡Yo no sabía qué iba a ocurrir! –Le dijo entre sollozos–. ¡Luego, dos días más tarde me enteré de la explosión y lo de la chica! –¡Maldito cobarde! –Dijo Pedro– ¡Por tu culpa y la de los otros dos, esa chica está muerta! ¡Y yo conocía a sus padres! ¡Solo tenía quince años recién cumplidos! –¡Lo siento! ¡Si pudiera volver atrás! –No paraba de llorar. –¿Lo sientes? –Le recriminó Pedro, acercando su cara a la suya–. ¡Pues que sepas que hay alguien que está vengando su muerte! Y si no, ¿cómo explicas los asesinatos de los otros dos? ¿Extraño, verdad? ¡Pues te recuerdo que sólo quedas tú! ¡Y yo no puedo hacer nada! Pedro había improvisado para castigarlo psicológicamente además de desahogarse contra él. A la vez que descubrió que los asesinatos guardaban una relación. ¿Quién o quienes eran los testigos de la pesadilla que vivió Sonia? ¿Serían éstos también sus verdugos?, maquinó Pedro. –¡Ya te puedes ir! –Le gritó el comisario con desprecio. –¿Y qué va a ser de mi? ¿Y si vienen a por mí? –¿Y qué será de Sonia? ¿Por qué no te preguntaste eso en aquel momento? –Pedro sacó su pistola y se la puso en la frente. –¡No te preocupes, que yo acabaré con tu sufrimiento! –¡Pedro, guarda la pistola! ¡Deja que se vaya! –Intervino Álvarez. –¡Anda, vete de aquí! ¡Enciérrate en tu casa hasta que te hagas viejo! ¡Así no estarás en peligro! Se levantó de la silla rápidamente, asustado por el trato de ambos, pero también preocupado por tener que salir a la calle. Antes de cruzar la puerta del despacho se paró, les miró, como no queriendo salir de allí. No le importaba que lo encerrasen en el calabozo si así protegiera su vida. Pero ellos le odiaban, no querían verle. La duda de salir se disipó y corrió por las escaleras abajo. No podía aguantar más. Sentía que aquello le carcomía por dentro. Ahora todo había cambiado. Ya no era solo un secreto que le prometió guardar, se había convertido en una bomba de relojería apunto de estallar. Su sentimiento de repulsa pasó a ser una sensación de impotencia, que le había provocado ansiedad y le quitaba el sueño. Apenas durmió desde el día del entierro porque vio a esa persona la primera vez, cara a cara, pues, nunca quiso verle; ni siquiera entró en su casa.

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¿De qué servía mantener la promesa? No tenía sentido seguir guardando el secreto, aunque su madre sufriera. Su mejor amiga había muerto y aquel individuo estaba allí. ¿Con qué derecho podía derramar sus lágrimas sobre su tumba? A menos que fueran provocadas por un sentimiento de culpabilidad. ¡Maldito cerdo! Esperó un buen rato a la salida de San Rafael. Podía ir andando, total, sólo había dos kilómetros hasta Torreblanca, pero decidió esperar al pequeño autobús que hacía aquel recorrido de tarde en tarde. Así pasaría cuanto antes por delante de las ruinas donde tuvo lugar la tragedia, y que no quería ver. El microbús tardó cinco minutos en llegar. Paró en la vía de servicio, al lado del Bodegón Sierra. Se adentró al barrio tomando la calle Cedro para desembocar en Ébano. Una vez en la comisaría, preguntó por el inspector. Esperó sentada en una pequeña silla que había en el pasillo, al lado del despacho de Pedro. “Qué ganas me dieron de habérselo contado cuando me interrogó en casa. Pero no era el momento. Aunque también se lo pude haber dicho en el cementerio…” se lamentaba Lucía, por no haber actuado antes. Tenía la cabeza hecha un lío, porque, a la vez, sabía que la policía no podía hacer nada al respecto. Pero ya se iba a acabar. Por fin se quitaría aquella carga de encima, y sabía que Sonia lo entendería y la perdonaría si estuviera allí; porque ella tenía la sensación de que allá donde estuviera la estaría mirando. El inspector bajó, estaba reunido con el comisario. –¿Qué tal Lucía? ¡Qué sorpresa! –Buenas tardes, inspector. ¿Podemos hablar? –¿Qué te ha ocurrido? –No vengo por mí. Bueno, en parte, sí. –Está bien. Pasa al despacho. ¿No vienes con tus padres? –No, ellos no saben que estoy aquí. Les he dicho que me iba a casa de una amiga. –Bueno, cuéntame. –Es sobre Sonia. –El inspector vio una luz de esperanza. Su mejor amiga iba a contarle algo que podría ser importante para la investigación e incluso, crucial. Pero nada más lejos de aquella ilusión. Lo que Lucía iba a confesarle era equidistante del caso. –Verá, inspector. Hace un año, Sonia me contó algo. Me dijo que no se fiaba de nadie, pero que yo le había demostrado ser su mejor y más leal amiga. Por eso decidió confiar en mí –Pedro se impacientaba–. Verá, es que no sé… me da un poco de vergüenza. Nunca había hablado con nadie de estas cosas que no fuera con alguna amiga. –No te preocupes, Lucía. Piensa que, en cierta forma soy tu confesor. Además, seguro que es importante para la investigación. Estaba deseando que la adolescente soltara de una vez por todas lo que tenía que decir. Podría ser una pieza importante para el caso, pero no quería instigarla por miedo a que se pusiera nerviosa y se echara atrás. –Cuando descubrió eso del… ya sabe usted, lo del sexo. –Tranquila, yo también fui joven una vez. No tienes porqué avergonzarte. –Pues eso. Ella tenía trece años. Ya sabía como funcionaba todo eso. Y comprendió muchas cosas más. Y otras que antes, a esa edad, no entendía… –se echó a llorar, casi no podía hablar. –Tranquila, Lucía. Yo estoy aquí para ayudarte y seguro que tú lo haces por Sonia. Toma un pañuelo. –¡Pues eso… ¡su padre la tocaba! –Una vez que lo soltó, su llanto hizo que las lágrimas se desbordaran sobre sus mejillas, sin control. Para Pedro fue un golpe más. Ya no era porque no le aportó nada importante a la investigación, al menos no veía la conexión, sino, porque sintió más lástima por Sonia. Pensó que la pobre chica, antes de morir ya era infeliz al descubrir que le habían arrancado su infancia, de la que solo iba a quedar un resto de ella, de mal recuerdo, con el que tenía que cargar durante toda su vida. Decidió que ya no iría más a casa de Marta para asuntos oficiales. Mandaría a alguien, porque lo primero que se le pasaba por la cabeza era desenfundar la pistola y acabar con la miserable vida del que se suponía que era un amigo. Lucía se calmó y se había desahogado. –¿Estás segura de eso?

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–Claro que estoy segura. Cuando la conocí, a los doce años, siempre estaba de broma. Era muy alegre. Después, cuando lo descubrió, ella cambió. Apenas sonreía, ni bromeaba. Yo le pregunté por qué había cambiado. Solo me dijo que estaba enfadada con su padre y que apenas le hablaba. Cuando me lo contó, comprendí cómo estaría sufriendo. Al parecer, aquello no duró mucho tiempo. Lo que más me dolió, fue cuando me dijo que no entendía cómo podía cambiar tanto la vida de una niña. Se sentía mayor cuando supo que los Reyes Magos no existían, que el ratoncito Pérez era otro “cuento” para niños; al igual que Papá Noel. Aquello no le disgustó, al contrario, ya no se sentía una niña, pero tampoco perdió la ilusión; le gustaba seguir creyendo. Pero no logró entender cómo alguien iba a su dormitorio… –volvió a llorar– ¡le decía que aquello era un juego, que sólo quería hacerle cosquillas! Y cuando descubrió la verdad, todo su mundo de ilusión y fantasía se vino abajo. Lo que Pedro escuchó le dejó un vacío grande, el cual fue ocupado por la impotencia y la desesperanza de aquellas palabras. Ya no era en sí, por el hecho acontecido en la infancia de Sonia, sino, por la repercusión que iba a tener su pérdida de ilusión en la vida, en su futura felicidad, que desgraciadamente no iba a tener y afortunadamente no iba a sufrir. –Todo esto es muy triste, Lucía. Pero lo malo es que no podemos hacer gran cosa sin haber una denuncia por parte de la víctima. Y si además no se puede demostrar, ya que sería tu palabra contra la de él. Pero lo que a mí me interesa es saber si tú estás bien. ¿Te has quedado a gusto después de contarme esto? –La verdad es que sí, aunque, cuando pienso que ese hombre está ahí tan tranquilo… –¿Tranquilo dices? ¡Para nada, Lucía! En esta vida, lo que se hace se paga, tarde o temprano, aunque espero que él lo esté pagando a partir de ahora. Seguro que desde que Sonia se fue, a ese “individuo”… que no quiero ni acordarme de su nombre, le estarán visitando los fantasmas de sus remordimientos. Espero que te sirva de consuelo, porque a mí sí. –Bueno, inspector. Ya son las cuatro y media y mis padres se estarán preguntando dónde estaré. –No te preocupes, yo te acerco. “¡Vaya hombre! ¡Cuánto tráfico! Claro, es viernes, las cinco de la tarde y una temperatura agradable. ¿Qué me podía esperar?” Se dirigía a la consulta del parapsicólogo. Oscar vivía en el mismo sitio donde trabajaba. Habían quedado a las cinco y media. En el momento que giró a la Av. Luís de Morales, todo fueron retenciones. Había mucha concurrencia entre el hotel Los Lebreros, El Corte Inglés y el C.C. Nervión Plaza. El tráfico era bastante lento. Le llevó mucho tiempo llegar hasta la Av. Eduardo Dato, donde consiguió aparcar milagrosamente. Óscar esperaba leyendo una revista de ciencias. El viernes por la tarde, por lo general, no solía tener consulta. Era muy estricto con respecto al disfrute del fin de semana. Pero había quedado con Ángel, que ya se retrasaba diez minutos. –¡Lo siento, Óscar! –Se disculpó jadeante–, ya sabes, el tráfico. –No te preocupes, hoy no tengo nada que hacer. Bueno, Octavio me ha comentado un poco tu caso. He oído y estudiado todo tipo de fenómenos. El tuyo me parece bastante especial. Venga, no me quiero enrollar. Cuéntamelo todo. Ángel le explicó todos los detalles de su descubrimiento sobre esa sensación de control del sueño, desde que era un niño, y los nuevos descubrimientos de ese don tan especial. –Es un caso de posesión mental. –¿Posesión mental? Yo había oído lo de las posesiones demoníacas, o algo parecido, pero esto… –Bueno, la verdad es que a lo largo de la historia ha habido muchos casos de esos, pero solo algunos y de dudosa credibilidad fueron autentificados. A la mayoría de esas personas se les diagnosticaron esquizofrenias. Lo que te está ocurriendo a ti, es que: al tener ese poder de controlar el sueño, tu mente está más receptiva. Una de las formas más usuales de comunicación con los seres del más allá, es a través de la

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tabla de güijas. Aun así, no siempre sale. Pero la mayoría de las manifestaciones se producen a través de lo sueños, que es el estado de mayor inconsciencia en el ser humano, y que por la mañana lo catalogamos como sueños raros. Aunque nadie lo puede ver, solo alguien con un don como el tuyo. Ese espíritu con el que sueñas te está intentando decir algo, se comunica contigo. Y lo que es más importante, incluso peligroso: se sirve de ti. En ocasiones te puede utilizar, física y mentalmente. Incluso, puede cambiar tu apariencia física mediante la materia ectoplásmica: tu rostro, tus huellas; una vez se haga con el control de tu cuerpo. Por eso te encuentras cansado por las mañanas, además de bajar de peso. Ese ente te absorbe la energía. Puede haberse convertido en un ser poderoso. –¿Y cuándo me dejará en paz? –Supongo que ya poco se va a servir de ti. Verás: al principio no sabías quién era. Poco a poco se ha ido manifestando hasta mostrarse completamente. Lo que quiero decirte es que los espíritus nuevos, los de muerte reciente, al estar en un mundo desconocido sienten temor del nuestro. Lo mismo que nos pasaría a nosotros con ellos. Pues bien, el rostro siniestro que te mostraba al principio, solo era la manifestación de sus miedos. Después, mientras ha ido consiguiendo sus propósitos a través de ti, se ha mostrado como realmente es, o al menos en parte. Ha perdido el temor y te está comunicando algo, te está enseñando el motivo de lo que le perturba, hechos acaecidos estando en vida. –Ahora entiendo muchas cosas –dijo absorto, con la mirada perdida. –En definitiva, Ángel. Ese ente está entre dos mundos, atrapado, porque le quedaban cosas que hacer en el pasado; o bien, tiene que solucionar alguna cuestión referente a su muerte. Por eso tiene lo que nosotros llamamos: M.P.P. Manifestación de progresión positiva. O lo que es lo mismo, está consiguiendo su cometido. –¿Y mientras tanto? –Mientras tanto seguirás siendo su esclavo. Pero no te preocupes, ya está concluyendo. No puedo decírtelo con exactitud. Lo mismo no te vuelve a molestar; si es que ha acabado con sus asuntos. Además, no debes temerle. No es un espíritu malo. Te pidió que la ayudaras. Si te hubiera querido dañar, ya lo habría hecho. Aunque al haberse servido de tu energía, posiblemente, si tiene que concluir algún asunto lo hará solo. Ángel se dirigió a casa. El tráfico estaba peor que antes. Ya eran cerca de las siete. Aquella tarde del viernes prometía. El trayecto hasta la salida de la ciudad le cabreaba bastante. Muchos semáforos, donde en cada salida, sufría el rascar de las marchas de su destartalado Nissan Sunny, que ya tenía sus añitos. Él siempre pensó que un coche nuevo para un camionero siempre sería una pérdida de dinero. Por eso siempre tuvo coches de segunda mano, por lo menos. Le llevaban a trabajar como cualquier otro y no tenía que estar hecho un esclavo varios años para pagar un asiento con ruedas donde posar su culo, para desplazarse hasta su centro de trabajo. Después de aquella reflexión, su mente volvió a lo que acontecía. Lo que le explicó Oscar le hizo comprender algunas cosas, aunque tenía que probarlo. ¿Por qué se había acostado vestido dos veces? ¿Cómo podía quedarse dormido de repente frente al ordenador? Aparcó delante de la entrada del bloque de pisos donde vivía. Quería subir y hacer unas comprobaciones. En la puerta, su vecina le entretuvo un momento. –Perdona, Ángel. –Buenas tardes, Ana. –Es que quería saber cómo estabas. –Pues yo, bien, gracias. Pero yo no he estado enfermo. No me ha pasado nada. –Bueno, te lo decía porque en un par de ocasiones saliste y te noté ausente, como fuera de ti. Te saludé y no me contestaste. ¡Claro! Que yo no te lo digo por que me molestara, sino, porque estaba preocupada. –¿Y cuándo dice que ocurrió? –Haber… creo que fue el martes por la noche. Y el miércoles, también por la noche. –¡Qué extraño! ¿Y dice que no la saludé? –No te vayas a preocupar por eso ahora, Ángel. A lo mejor no estabas en tu mejor momento. Somos humanos, ¿verdad? –No lo entiendo. ¡Tengo que irme!

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Subió rápidamente las escaleras teniendo en cuenta la altura, agachó la cabeza para evitar golpearse. Abrió la puerta, nervioso. Le costó acertar con la llave. Cerró rápidamente y se apoyó en ella, pensativo: “Vamos a ver. ¿Qué está ocurriendo? ¡Piensa!.. ¡Ya, el ordenador!” Comprobó el Facebook, que conscientemente nunca utilizó, aunque sí tenía dirección de correo. Pensó que era mucha casualidad, el haberle dado por error a las teclas y entrar en ese servicio. Miró las bandejas de entrada y salida. “¡No lo puedo creer! ¡Estas son dos conexiones! ¡Con Ricardo… y Eduardo!” Aquella Impresión hizo que se mareara un poco. Se sentó en el sofá e intentó digerir lo que estaba ocurriendo: “haber… las dos veces que me vio la vecina coinciden con la fecha de conexión al chat. Según Oscar, el ente se pudo servir de mí. ¡Oh, Dios mío! ¡No lo puedo creer! ¿Qué he hecho?” ¿Qué iba a hacer sin trabajo, sin dinero? ¿Encerrado entre cuatro paredes? Pensó que la incertidumbre que sufriría por esconderse iba a ser peor que el miedo. Le hizo prometer a su madre, que fuera quien fuese el que preguntara por él, que le dijera que no sabía dónde estaba, que nunca decía adónde iba, ni con quién; que no conocía a sus amigos. Era la única manera de no ser localizado fuera de casa. Aquella noche estaría de guarda en un edificio en construcción, cerca de donde vivía, a la salida del barrio, en la Av. Peromingo. Iván salió camuflado con una melena, gorra y gafas de sol. Cruzó al otro lado del canal y se dirigió directamente hacia la obra, sin parar en ningún bar. No quería que le reconocieran. Su pequeña nevera ya iba provista de un tetabrik de vino tinto, del matón; una pequeña botella de las de agua, llena de coñac y un mísero sándwich de atún con mayonesa. Colocó sus cosas dentro de la pequeña caseta prefabricada que se encontraba dentro del recinto de la obra. Eran las ocho de la tarde. Esperó a que oscureciera para descubrir su cara de lo atavíos que le enmascaraban. Aun habiendo tomado precaución, no dejaba de sentir miedo. La sensación de desasosiego que le producía el pensar que podía ser el próximo en morir, derrumbaba su perspectiva de futuro, aunque su porvenir ya estaba escrito en el fondo de una copa. También pensó que no tenía por qué ser así, que los asesinatos de aquellas personas podían ser por algún asunto sucio en el que estuvieran metidos, ya que él no les conocía lo suficiente; no eran amigos. Quizá, el miedo fundado por el inspector, cuando le acercó el cañón de su pistola a su cabeza, le hizo exagerar su sentimiento de culpabilidad. No le dio más vueltas al asunto y comenzó a beber. Se tomó la mitad del vino y engulló el sándwich. Después de un par de cigarrillos bien apurados, se dio una vuelta por la obra. El edificio tenía tres plantas. Prácticamente era el esqueleto de lo que en un futuro iba a ser un bloque de viviendas. Todo era una estructura de hormigón, sin paredes. Vestida a su alrededor por grandes redes de seguridad. Tan solo, la tercera planta destacaba de las demás; tenía los pilares inacabados: la mitad de ellos encofrados y la otra, desnudos, sólo con el armazón de hierro, esperando a ser embutidos por grandes cantidades de hormigón. Tras varios cigarrillos más, vio que ya eran las diez de la noche. Era la hora de estimularse. Se tomó un par de copas de coñac. Empezó a notar sus efectos relajantes, que le hacían subestimar todo a su alrededor; ya todo le daba igual. “Si tienen que venir a por mí… ¡que vengan! Para qué voy a calentarme la cabeza –pensaba con chulería–, total, para dos días… ¡Y por que me pilló nervioso, si no!.. –Continuó divagando–. ¡Ya le iba yo a decir al inspector por dónde le iba yo a meter la pistola! Además, le habría denunciado por brutalidad policial”. Terminó su soliloquio fanfarroneando, quizá soliviantado por el estado de ebriedad que gobernaba a su mente de alcohólico. Volvió a encender otro cigarrillo, al tiempo que escuchó ruidos en la otra parte del edificio. Salió de la caseta con valentía, chuleando:

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–¡Eah! ¡Ya me van a estropear la noche! ¿Quién se atreve a vacilarme? Fue rápidamente hasta el otro lado, llevando consigo una barra de hierro que deslucía su imagen, no le daba aspecto de duro; su enclenque cuerpecillo destacaba de aquella defensa. Encendió la linterna, pues el foco que había en lo alto de la caseta apenas iluminaba parte del edificio. Miró al fondo y no observó nada sospechoso. Pensó que solo sería un ruido provocado por alguna rata, o incluso un gato. El recinto estaba plantado de todo tipo de trastos, hasta restos de corcho y cartones que podían haber sido movidos fácilmente por esos animales. Se alegró de que fuera una falsa alarma, aunque difícilmente entraba nadie allí. Estaba cercado por mallas de alambres bien dispuestas entre sí, que no dejaban hueco posible por donde pudieran acceder. Si alguien intentara entrar, llamaría a la policía que no tardaría en llegar, y eso lo sabía cualquier caco. Se dispuso a regresar a la caseta. Cuando estuvo cerca de la puerta, volvió a escuchar algo. Esta vez fue el golpe seco de un hierro al caer al suelo. Dudó que fuera ningún animal. El sonido venía de la parte trasera, más allá de donde se había oído el anterior, pegado a la calle adonde terminaba el recinto. Pensó, que mientras le daba la vuelta al edificio, el que estuviera rondando por allí se daría cuenta y llevaría todas las de ganar. No quiso avisar a la policía sin estar seguro si había alguien. Se metió por dentro del edificio, que estaba más oscuro. De repente escuchó el timbre de una bicicleta. “¡Maldita sea! ¡Otro drogadicto! –Se imaginó–. ¡Será tonto!.. ¿Cómo se puede venir a robar y anunciar su llegada?” Subió hasta la primera planta por una de las escaleras que todavía estaban enladrilladas y recorrió el edificio hasta el final. Quería sorprender al intruso desde arriba. Se asomó sigiloso y con cuidado, ya que no tenía ningún tipo de sujeción, tan solo el pilar donde se apoyó. Se inclinó un poco más y miró al vacío. Hizo un recorrido visual de lado a lado, pero allí no había nadie, no se volvió a escuchar ningún ruido. Se volvió a incorporar. Mientras se daba la vuelta para volver a la escalera, sintió una pequeña ráfaga de aire frío en la nuca; pese a que la temperatura era agradable y no corría una pizca de aire. Se quedó parado. Se vio envuelto en un extraño ambiente, una sensación de temor le rodeaba. Bajó las escaleras. Antes de pisar el último escalón volvió a mirar hacia arriba, receloso de algo misterioso que le daba la sensación de ir pegado a él. Sabía que aquel ruido era real y bastante claro. Empezó a dudar de sí mismo. Era conciente que tenía un problema con la bebida desde hacía muchos años. Que todas aquellas juergas de antaño le habían deparado un futuro de incertidumbre, de alguien sin oficio ni beneficio. Salió por donde había entrado. Regresó a la caseta, tomó un trago rápido y encendió un cigarrillo. Aquello no terminó de convencerle y volvió a la parte de atrás del edificio. Se acercó sigilosamente. Se paró, asomó la cabeza por la esquina muy despacio y miró a su derecha. ¡Allí estaba! Había una bicicleta de color morada y pequeños trazos en rosa. “¡Te he pillado in fraganti! –Pensaba–. ¿Dónde estás, que no te veo? Qué extraño. Bonita bicicleta para ser un ratero. ¿Y cómo ha podido entrar?”. Encendió la linterna y avanzó varios pasos dejando la bicicleta atrás. No veía a nadie, pero no vaciló en llamar a la policía. –“Policía, dígame” –¡Oiga, soy el guarda de la obra de Peromingo, en Torreblanca! Se dio la vuelta, temiendo que el ladrón le sorprendiera por detrás. Pero más le valió que al que estaba buscando, le hubiera asaltado por la retaguardia, incluso que le golpeara y le dejara inconsciente. Pero no tuvo suerte… Frente a él se alzaba, imperioso, un ser terrorífico. Levitaba a medio metro del suelo, silencioso, se mostraba con un rostro totalmente destrozado, y el resto del cuerpo bañado en sangre. Iván no pudo articular palabra alguna por el teléfono. Sabía que no se había vuelto loco, que no era una visión provocada por el alcohol. Esta vez no pudo correr y escapar del miedo porque estaba paralizado. Sintió cómo su cuerpo se debilitaba, desde arriba hasta sus piernas, que temblaban con incontrolables sacudidas, y un líquido caliente mojaba sus pantalones. –“¡Oiga! ¿Me oye?” La policía no recibía contestación. Él tampoco podía hablar. Aquel ente le agarró por los pelos y tiró de él hacia arriba. Él solo pudo gritar horrorizado, dolorido en su cabellera. Aquello le provocó algunas arcadas que le hicieron vomitar. Lo elevó hasta la tercera planta. Sus gritos le sabían a hiel. No daba crédito a lo que estaba ocurriendo. Miraba hacia arriba y la monstruosa criatura le clavaba su mirada ensangrentada. De repente le soltó… cayó sobre varios hierros que lo atravesaron.

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Su respiración le sabía a sangre. Mientras moría, poco a poco, observó que aquel ser se montaba en la bicicleta, transformada en una bella chica. Ella le miró mientras se marchaba, y tocó el timbre, dos veces. Por la mañana, en el informe de la policía acordaron que: basándose en la llamada que les alertó, alguien entró supuestamente y él se enfrentó al intruso. Pero había dudas si la caída fue el resultado de un forcejeo o un accidente; ya que el cadáver olía bastante a alcohol. Abrió los ojos y se quedó pensativo. Lo que hubo descubierto la noche anterior le mantuvo despierto hasta las dos de la madrugada. No se sintió culpable. Él no era consciente de los actos cometidos porque su voluntad fue gobernada por aquella posesión. Aun así, la impresión que le produjeron aquellos hechos, influyeron en la conciliación del sueño. Al cabo de un rato comenzó a sonreír, porque también descubrió algo que le daba sensación de paz. Le hizo feliz. Pensó que la fe y la esperanza podían ir de la mano, al ver que aquel espíritu que se manifestaba en sus sueños y le mostraba su manera de sufrir aquella agresión, desgraciadamente podía acabar en lo peor, pero afortunadamente no fue así; fue lo que vio en el sueño: Ella le extendió su brazo, mirándole y susurrándole: “ven conmigo”. Ángel le dio la mano y todo el escenario del sueño se difuminó. Visualizó la misma escena del sueño anterior. Ella forcejeaba con los dos intrusos. A uno de ellos le agarró del bolsillo de la camisa rompiéndoselo. Cayó al suelo el mechero y el tabaco. Ellos intentaron llegar a más. Ella en el suelo, desesperada, intentó levantarse para escapar agarrándose a cualquier cosa. Metió la mano entre la barra del bar y la pared. Los agresores tiraron de ella para sacarla. El propietario miraba impasible, sonriendo. ¡Ayúdame! Gritaba en vano. Sonia se agarró donde pudo. Mientras aquellos mal nacidos tiraban de sus piernas, más fuerte se atenazaba ella a aquella tubería de gas. Miraba a aquel cerdo que no hacía nada para evitar el ataque. El tubo cedió, se rompió y provocó la fuga del gas. Pero ellos no paraban en su ataque. Sonia supuso cuál iba a ser su final y no quería que ocurriera. Tuvo suerte de encontrar aquella solución. Cogió el mechero y lo encendió… todo se iluminó, seguido de una fuerte onda expansiva… Después, Ángel se vio a sí mismo, asomado a la ventana y observando aquella gran columna de humo. Luego, volvió aquel silencio, en la oscuridad. Se oía una corriente de agua, la cuál llegó a sentir en sus pies. Él solía levantarse temprano los sábados también, aunque no trabajara ese día. Pero aquella semana no durmió casi nada, pese a que no había trabajado desde el martes, el día después de la tragedia. El insomnio le estuvo acompañando toda la semana. El estado de vigilia que se repetía todas las noches, motivado por la pérdida de su hija, fue en aumento, debido a la intranquilidad de su conciencia, que no dejaba de ser azotada por los remordimientos de antaño. Una hora antes, Marta le dijo que siguiera acostado. Ella salió a hacer la compra, sola. No quería que él le acompañara, pues entendió que estaba reventado. Era conciente que no sólo apenas dormía, sino que, se levantaba varias veces durante la noche. Juan pensó que ella era más fuerte. Lo aceptó como humanamente pudo, y que también tenía la ventaja de que el corazón de Marta estaba roto porque “sólo” había perdido a una hija. Hizo un esfuerzo y se levantó, aunque no estaba muy convencido; lo mismo le daba estar en la cama que de pié. No tenía fuerzas para desperezarse. Se puso las zapatillas y caminó hacia la cocina, encorvado y arrastrando los pies. Tomó un vaso de agua. La casa estaba tranquila, el silencio se podía cortar. Tan sólo el sonido del agua bajando por su garganta destacaba entre tanto silencio. Se volvió en dirección al salón, pero antes se paró en el pasillo, dudaba entre volver a la cocina y desayunar, o sentarse en el sofá. Aquella recién estrenada meditación matutina fue interrumpida por un débil sonido que venía de más allá

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del salón. Sintió curiosidad. Conociendo su casa, le resultaba extraño a sus oídos, como un intruso irrumpiendo en el tan familiar sonido del silencio. Se paró detrás del sofá al final del salón y escuchó con atención. El sonido venía del pasillo que daba a los dos dormitorios: el primero era el de ellos, y el siguiente, después del cuarto de baño, el de Sonia. Se acercó a la puerta de su dormitorio. No se oía nada. Esperó un instante, casi sin respirar… volvió a oírlo. Venía de más al final. Miró en el baño, de allí no salía, sino, del cuarto de Sonia. Eran pequeños sollozos, casi no se oían. En ese momento dudó si Marta había salido de compras o se había atrevido a entrar en el cuarto de Sonia por primera vez. Pensó que le vendría bien. Sería bueno para terminar de cerrar el círculo, el duelo, para aceptar totalmente que su hija ya no estaría más con ella. Quizá no quería que él le escuchara llorar, y por eso lo hacía con la puerta cerrada. Se acercó un poco más, pero no se atrevió a abrir la puerta porque él solo entró una vez desde que ocurriera aquello. El sonido del llanto era un poco más fuerte. Juan sintió la necesidad de entrar. Algo extraño ocurría, aquel llanto… abrió la puerta decidido. Ella estaba sentada en la esquina de la cama, de espalda a la puerta, mirando hacia la ventana. Juan no pudo reaccionar, se quedó petrificado. Ella seguía llorando y lamentándose: –¿Por qué me hiciste daño, papá? ¡Me robaste mi infancia! ¿Acaso no me querías? Aquella niña fue condenada por su padre, aunque ya no sufriría más en vida. ¿Por qué abusó de ella? ¡Era su hija!.. Era inocente. Tan inocente, que creyó que su padre la quería, pero la utilizaba para saciar su mente enferma. ¡Maldito hijo de puta! Merecía una muerte lenta. Sonia seguía llorando mientras que en el suelo se iba formando un charco de sangre a sus pies. Se levantó de la cama y miró a su padre. Ella tenía un rostro bello, blanquecino e inmaculado. –¿Por qué no me quisiste? –Continuó llorando. Él seguía sin poder moverse. Aquello no le parecía real, aunque sabía que no estaba dormido. Sonia se dio la vuelta completamente. Juan viviría el momento más angustioso y desagradable de su vida. Ella se le acercó, abierta en canal, sus órganos a la vista chorreaban sangre corriendo por sus piernas. –¿Quieres tocarme? ¿Por qué no me tocas, papá? –el registro de su voz se hizo más grave, sobrehumano, de ultratumba. Juan sólo abrió un poco la boca intentando decir algo, pero no le dio tiempo; su corazón no aguantó la fuerte impresión. Sonia dejó de llorar. Caminó hacia la ventana, miró una fotografía de su madre que había sobre su mesita de noche junto a su gracioso peluche. Se despidió de ella, sonriente, mientras iba desapareciendo poco a poco en la nada. Pese a la despreocupación por las huellas no halladas en los cadáveres de Ricardo y Eduardo, por lo que Ángel sabía que no podía perjudicarle, se sentía mal, afectado por lo hechos y con sentimiento de culpabilidad. No comprendía como una mente totalmente pacífica como la suya podía haberle dado pié para cometer semejantes atrocidades, aunque fuera inconscientemente y controlado por aquel ente. No podía guardar ese secreto. Tenía que contárselo a alguien para poder liberarse de aquella carga que le hacía sentir culpable. Para él no había justificación, aun evidenciando para sí el motivo paranormal. Había tres personas a las que se lo podía contar. Tenía la necesidad de comentárselo a Pedro, y así poder ultimar los detalles de la investigación. “¿Cómo puedo confiar en que no pensará como policía y pueda dejar a un lado la amistad?” –Pensaba Ángel, dudando–. “Aunque no tendría nada contra mí, ya que, al no haber huellas. Seguramente pensará que todo aquel estrés que me ha apartado de mi trabajo se ha intensificado, no me creerá y me aconsejará ayuda psicológica. Otro candidato puede ser Oscar. Él sí lo comprenderá. Este es su terreno y además le he contado parte de los hechos. Pero no lo conozco y quizá revele el secreto, vaya a la policía y me complique la vida.

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Aunque yo estaría tranquilo. No hay nada que demostrar científicamente, excepto por las conexiones en facebook, que son pistas que me incriminarían. Por cierto, debo de borrarlas por si acaso. Definitivamente el elegido será Octavio, que es amigo mío, mi psicólogo, me conoce y sabe parte del asunto. Sí señor, a él se lo contaré”. Los gritos alertaron a sus vecinos que acudieron rápidamente. Para su desgracia, Marta sufrió en sus carnes aquella desagradable visión. Diez minutos antes, Marta cargaba con el carrito de la compra y había comprado un poco de todo para un menú a elegir. No porque tuviera ganas de guisar a lo grande, o porque tuviera invitados, sino, todo lo contrario: no sabía que poner para almorzar, ni para cenar… Se encontraba muy mal. Tenía la cabeza donde la tenía, donde no debía de estar. Pero desgraciadamente, el ser humano funciona así: un día estás tan tranquilo y al otro tu vida da un vuelco porque has perdido a una hija. Pasan los días y no sabes donde meterte para evitar el dolor. No hay sitio donde esconderse; no hay momento donde se pare. Vayas donde vayas, ahí está esa maldita sensación de dolor y pena que te va arrancando el corazón, una y otra vez, y sientes ese vacío que muchas veces es peor que el propio sufrimiento y que la única solución es acabar de una vez por todas con tu vida para terminar con ese sin vivir. Pero la otra vocecilla de tu conciencia te dice que hay que seguir adelante aunque no quieras. Y quizá la única razón de su existencia en ese momento, fuera su marido. Aunque la situación económica no iba muy bien, ya que Juan no ganaba mucho, aquel día deseó tirar la casa por la ventana: salir a tomar algo, comer, cenar. Salir de aquellas paredes que la ahogaban, llegar de madrugada y decir: “ya estoy otra vez aquí, pero al menos me he desahogado un poco”. Quería que hubiese ocurrido algo nuevo, distinto. Un motivo para salir de allí, para no encerrarse dentro de la cocina, no quería guisar. Pero nunca podía imaginar que aquel motivo fuese tan terrible. Llegó la ambulancia y demás efectivos. Poco después se presentó el inspector Gallardo. Se había prometido así mismo no pisar más aquella casa, pero el destino justiciero cumplió con su cometido, dándole su merecido a aquel hombre. El motivo más importante que le llevó hasta allí era el de consolar a Marta, que había recibido otro palo, y que seguramente sería suficiente para matarla ya del todo. Y eso sin contar con lo que no sabía y nunca llegaría a saber, que si los dos motivos anteriores le dejaran con un sorbo de vida, éste la remataría. –¡Otra vez, Pedro! –lloraba Marta, abrazada a Pedro y sentada en aquel sofá. Tras un rato de consuelo la dejó en manos de sus vecinos. Pedro entró en aquel dormitorio donde se encontraba Gutiérrez. –Buenos días, Gutiérrez. –¿Qué tal, inspector? –¿Qué hace la científica en el escenario de una muerte no asesinato? –Se extrañó Pedro. –Pues, ya ve, inspector. El médico de la ambulancia ha informado que ha sido un caso de dudosa naturaleza y aquí estoy yo también, un sábado. –Sí, ya me ve a mí también. En mi caso ha sido algo personal. Marta me llamó. Ha sido un infarto, ¿cierto? –En principio, sí. Pero ya sabremos más en la autopsia. –Bueno, nunca se sabe cuando nos va a tocar. Lo curioso es que este hombre no estaba mal de salud. Así que, no creo que saque mucho más en claro. –Sí, inspector. Pero ya sabe como funciona esto. Aunque a alguien le disparen en presencia de testigos, aun estando clara la naturaleza de la muerte, la autopsia siempre estará como obligación principal para posibles investigaciones posteriores. Por cierto, inspector. Este caso me recuerda a los dos anteriores. Pedro notó también la similitud de los detalles del cuerpo. La expresión del cadáver no era precisamente la de alguien que sólo hubiera sufrido un infarto mortal. –¿Qué opina usted, Gutiérrez?

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–Veamos… Está tendido en el suelo y el cuerpo rígido. Su rostro indica haber sufrido algo impactante en su último momento. –Es normal, ¿no? –Interrumpió Pedro–. Si de pronto empiezas a notar un dolor en el pecho y sabes que está llegando tu hora, porque eso se sabe, sería motivo de susto, ¿no cree? –Sí, inspector. Pero aun así, la expresión del rostro acabaría de forma más natural. Aquí, por el contrario, hay varios detalles significativos. Fíjese bien: boca abierta, ojos de par en par como platos, y se ha hecho pis encima. –Pues sí que es semejante a los anteriores. Con la diferencia de que aquí no ha habido violencia… ¿Pero qué estoy diciendo? –Se enfadó consigo mismo–. Este hombre estaba solo en casa, entró en el cuarto de su hija y no pudo aguantar más tanta desgracia. –Pero esto no ha sido una muerte tan “natural” –acentuó Gutierrez–. ¿Qué haría usted si de pronto empezara a sentir un dolor fuerte en el pecho y que fuera a más, dentro de casa? Vamos, que tuviera sospechas de que iba a ser su último servicio. –¡Vale, vale! Ya le he entendido a la primera. No hace falta que me obligue a imaginar más de lo que quiero. Pues bien, lo principal, y por miedo, que es lo primero que sentiría, saldría a buscar ayuda. No sé: alguien, un teléfono; que seguramente estaría en lo alto de la mesa, por ejemplo. Y mientras tanto, me sentaría y me tranquilizaría. –O sea, lucharía por su vida. –Por su puesto. –Pues eso. Pedro comprendió después de aquella aclaración. Aunque también dudaba si ese hombre quiso seguir con su vida después de tanta carga de culpabilidad. –Lo que está claro –continuó Gutierrez–, es que a este hombre no le ha dado tiempo de luchar por su vida. Ni siquiera le dio tiempo a que el dolor le obligara a sentarse. Sonó el teléfono: –¡Hombre, Ángel! –“Hola, Octavio. Verás, es que tengo que comentarte algo importante…” –Por favor, Ángel –interrumpió–, ¿es que no me das un descanso? –“No te pongas a la defensiva, que no quiero pedirte ningún favor de profesional. ¿Puedo verte ahora?” –Pues mira, este es el mejor momento. Precisamente estoy aquí, en el edificio Viapol, en el bar, por su puesto; que para eso es sábado. –“Haber, son las doce. En veinte minutos estoy allí, que estoy en mi piso”. –Bueno, ya sabes que te toca pagar. Por cierto, estoy con Óscar. –“Ah, estupendo. Hasta luego” “Vaya, haber como puedo hablar con él sin que Óscar se entere. ¡Es imposible! Tendría que apartarlo de él” –maquinó, disgustado. El tráfico no era intenso. Llegó en quince minutos. Había buen ambiente fuera, en los veladores. La temperatura era agradable y las mesas estaban casi todas ocupadas. Al pasar por entre las mesas, pudo olfatear los distintos olores: cafés y tostadas y tapas de carne con tomate, acompañadas éstas, de vinos o cervezas. Lo cuál delataba a los trasnochadores y a los que ya tenían el desayuno más que ingerido. Ángel aspiró lentamente toda esa mezcla de olores, con fruición, también se deleitó. Aquella profunda inhalación le hizo pensar con más claridad cómo iba a resolver aquel contratiempo con Óscar. Más al final, cerca de la puerta del bar, estaban sentados los dos. –¡Camarero, una ronda, por favor! –Dijo Ángel, antes de sentarse–. ¿Qué tal, Óscar? –Me alegro de verte, Ángel. –Bueno, Ángel. ¿Qué es eso tan importante que tenías que contarme?

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–Haber… –dio un largo trago y se quedó pensativo. –¡Venga, Ángel! ¿Estás esperando que lo adivine? Ángel cambió de idea. No sólo porque sería un descaro intentar separarle de Óscar, sino, que algo le decía que era mejor no contárselo ni a Octavio. Pero sí había algo que sería muy importante revelar. Su conciencia estaría tranquila y además acabaría con el sufrimiento de otras personas, o al menos parte. –Bueno, haber por donde empiezo. Ambos sabéis lo mismo sobre mí; sobre eso que me ha estado ocurriendo. Llamémosle… un “don”, ¿cierto, Octavio? Y sabes que puedo demostrarlo. Aunque, Óscar tiene más datos al respecto. –¿Adónde quieres llegar? Me estoy perdiendo –dijo Octavio. –Aquel ente que se aparecía en mi sueños –miró a Óscar, mientras éste asentía–, sé de quién se trata. Óscar se apoyó en la mesa, acercándose más. Aquel nuevo dato había despertado mucho interés en él. –Sé que esto os puede sonar a cosa de locos –continuó Ángel–. Anoche se manifestó claramente. ¿Sabéis lo que ha ocurrido esta semana en Torreblanca, no? –Sí, lo de aquellos asesinatos –afirmó Octavio. –Bueno, a lo que me refiero es a lo que pasó antes, lo del club Cenicienta. –Ya, lo leí en los periódicos al día siguiente –comentó Óscar–, fue una lástima. Todos esos muertos por aquella explosión. ¿Y aquella chica joven, qué me decís? Ángel se apoyó en la mesa, como él, cara a cara. Le miró fijamente, asintiendo con la cabeza. Óscar se apartó hacia tras, incrédulo y a la vez sorprendido. Óscar fantaseaba con una investigación de primera mano. Iba a ser su primera experiencia directa con el protagonista, nada de teorías. Un material que le iba a suponer un gran avance en el campo de la parapsicología y que le aportaría fama. –¿De verdad? ¿Crees que ella? –dijo Óscar, atónito. –Se llamaba Sonia, ¿no? –Dijo Octavio, habiendo sido sorprendido también, no sólo por lo que Ángel les había revelado, era la primera vez que veía a Óscar tan asombrado; por lo que fue contagiado de aquella impresión y acaparó toda la misteriosa sensación que le producía aquel acontecimiento. –Ahora os voy a contar algo sorprendente. –¿Más sorprendente todavía? –Interrumpió Octavio–. ¿Acaso no te parece suficiente lo que acabas de contar? Que conste que estoy abierto a cualquier misterio desconocido de la mente, porque todavía queda mucho por descubrir; pero estas cosas paranormales… no sé. –Te noto asustado, Octavio –se burló Ángel. –Hombre, reconozco que da un poco de grima. Sobre todo viendo la cara de Óscar, que siendo una autoridad en este campo… él no se deja impresionar tan fácilmente. –Pues, imagínate a mí –dijo Ángel–. Al principio de conocerla, te aseguro que no me mostró su mejor cara. –Y puedo asegurar que ha tenido un contacto real con ese espíritu, –añadió Óscar. –¡Hombre, Óscar! Te recuerdo que te lo pasé yo. Y la primera muestra de su “don”, la herida del brazo me la mostró a mí –aclaró Octavio, tomando protagonismo. –Bueno, lo que iba diciendo… ¡Camarero, otra ronda! –Aprovechó que pasaba el barman–. Esa chica, Sonia, me mostró algo que nadie más sabe. Porque lo único que se sabe de aquella desgracia es que el cuerpo estaba dentro del club; algo que no cuadra porque ella pasaba de largo con su bicicleta. No se ha podido demostrar si la chica fue o no, violada. Imaginaos cómo deben de estar sus familiares. Paró y tomó un trago. –¡Pero, continúa! –Acució Óscar. –Pues, bien… –hubo un periodo. Sólo faltaba un redoble de tambores. Ángel miraba a los dos, inquietos e impacientes. Parecía que disfrutara haciéndoles sufrir. –¡Quieres decirlo ya de una puñetera vez? –Se molestó Octavio. –Vale. Ella me hizo ver que fue tirada al suelo, que forcejeó, pero no llegaron a violarla. La explosión la salvó. –Al instante, ambos mostraron un rápido cambio expresión: de la alegría al resentimiento–. Lo que yo quiero hacer, es ir a casa de sus familiares y contárselo. Sé que haré bien.

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–¿Pero qué estás diciendo, Ángel? –Le reprochó Octavio–. ¿Crees que puedes llegar allí y soltarle todo eso y esperar que te crean? –No lo sé. Por eso necesito que vengáis conmigo, y así hacer frente a su incredulidad. –Ya entiendo –dijo Óscar–: llegamos los tres, tú nos presentas, oficialmente, por su puesto, y así reforzaremos la veracidad de tu historia –Exacto. –¿Y si sale mal? ¿Y si después de contárselo nos toma por unos farsantes que aprovechan las desgracias de los demás para sacar pasta? Bueno, que conste que tú serás el que pagues los platos rotos. Total, es a ti a quien conocen… –Para nada, Octavio. Yo no les conozco de nada. –¿Cómo que no les conoces de nada? –¡Relájate un poco! Yo no he dicho que los conociera. Vivo a tres calles más allá, pero no sé quienes son. Lo bueno de todo esto es que el inspector de policía es amigo mío, y a la vez, él es amigo de ellos. –¿También la policía? Que mal rollo me da todo esto –dijo Octavio, quejoso. –No va a pasar nada. Voy a llamar a la comisaría porque no tengo su móvil –tecleó tranquilamente el teléfono: –“Comisaría de Torreblanca, dígame” –Sí, hola. El inspector Gallardo no está, ¿verdad? –“No, los sábados no”. –Verá. Es que no tengo el número de su móvil. ¿Usted me lo podría facilitar? –“No. Eso no podemos hacerlo. Es un número personal. Si quiere dejarle algún recado, ya se lo apunto yo aquí, y el lunes lo verá”. –Bueno. La verdad es que es amigo mío y necesito hablar con él urgentemente. –“Lo siento, pero eso no puedo hacerlo”. –Vaya hombre. ¿Y podría localizarle y darle mi número para que me llame urgentemente? Por favor. –“Bueno, haré una excepción.” –Bien. Gracias. Le dice que soy Ángel y que me llame cuanto antes. –¿Cómo ha ido? –Ya lo has oído, Octavio. Ahora sólo hay que esperar, y con suerte me llamará. Al cabo de cinco minutos sonó el móvil. –¿Hola? –“¿Qué tal, Ángel? Soy Pedro”. –¡Ah! Menos mal. –“¿Ocurre algo? Es que me ha extrañado que un agente me llame un sábado para darme tu teléfono.” –No es nada grave. Verás, Pedro. Me gustaría hablar contigo de un asunto… es complicado y mientras antes te lo aclare, mejor. ¿Podríamos vernos ahora? Claro, si estás por aquí en Sevilla –“Bueno, Ángel. La verdad es que estoy en Torreblanca. ¿Recuerdas lo que te comenté sobre la chica esta que murió?” –Sí. Sonia –interrumpió. –“Bien. Pues precisamente estoy en el domicilio donde vivía. Es un asunto personal. Después, dentro de un rato te llamo y quedamos. ¿De verdad que no ocurre nada?” –Bueno, sí. Quiero decir…no. A lo que me refiero es que, da la casualidad que quería hablarte sobre el asunto de Sonia. –“¿Por qué? ¿Sabes algo?” –Se interesó Pedro. –Si, Pedro. Pero no de la forma que tú crees. Te he dicho que es complicado de comprender y voy a necesitar tu ayuda. Pedro creyó ver la solución a los cabos sueltos de la investigación. ¿Habría oído algo que él no supiera y fuese importantísimo para cerrar con resultados concretos un caso, ya de por sí, cerrado por falta de pruebas? Por un momento se imaginó lo a gusto que se encontraría habiendo encerrado a los asesinos. Aunque no fantaseó con un caluroso elogio por parte del comisario: ese “buen trabajo” salido de las fauces de aquel zampabollos, ya que, humildemente, pensó que no iba a ser merecedor, no gracias a él.

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Por otra parte, lo que Ángel le dijo lo mantuvo en vilo. Le resultaba extraño. No le cuadraba qué tipo de información tenía que darle y que no era normal; de la forma que él creía. Empezó a dolerle la cabeza y no aguantó ni un segundo más. Le dijo a Ángel, mientras veía cómo retiraban el cadáver de aquel desgraciado, que fuera hasta allí. Llegaron sobre las dos de la tarde. Óscar iba con Octavio en su flamante Mercedes, y Ángel en su destartalado Sunny. Aparcaron frente a la puerta de Marta. Ángel dejó su coche en la acera de enfrente, apartado del Camaro de Pedro. Pensó que así sufriría menos a causa de la evidente diferencia de estatus económico. La casa estaba abierta. Una vez más se había convertido en la casa del dolor, aunque no para todos. Pedro estaba al fondo, en el salón con Marta. Vio a Ángel y sus acompañantes que se quedaron en la puerta y salió a recibirlos. –¿Qué tal, Pedro? Mira, te voy a presentar: Octavio y Óscar. Ellos son psicólogo y psiquiatra, respectívamente. –Encantado señores. –¿Qué ha ocurrido aquí, Pedro? –Esta mañana ha aparecido muerto el marido de Marta. Un infarto. –Vaya por Dios. No somos nadie. –¡Bah! Cosas que pasan –dijo Pedro, claramente insensible–. Bueno, Ángel. Necesito que me cuentes ya lo que tengas que decirme. –No te creas, que quizás yo tenga más ganas que tú. Haber. Esto que te voy a contar te va a resultar increíble, de locos… no sé que calificativo usar. Pero te voy a decir que es totalmente cierto. Y esto lo pueden corroborar estas personas: Octavio me conoce desde siempre. Es amigo mío y además, últimamente es, ha sido mi psicólogo. No es que pretenda cambiar, Octavio, simplemente es que no creo que vaya a necesitarte más, profesionalmente, después de desprenderme de todo esto. Octavio le miró mal. Dándole a entender que se estaba yendo por los cerros de Úbeda. –Perdón, Pedro. Voy al grano. Óscar aparte de psiquiatra es parapsicólogo. Ambos están al tanto de lo que he estado experimentando toda esta semana. Por favor, Pedro. No quiero que te sientas incómodo, y mucho menos, burlado. Tienes que ser tolerante con lo que te voy a contar. Sólo tienes que abrir un poco más tu mente. Más allá de lo objetivo. Apunto estuvo Pedro de perder los nervios con aquel preliminar del ansiado secreto, que parecía que nunca iba a salir de su boca. Ángel le contó con todo detalle la misteriosa experiencia. Al final, después de digerir todo aquello, consiguió aceptar lo increíble de aquella historia, aunque con bastante escepticismo al principio, pese a que tenía el apoyo de los dos profesionales en la materia. Consiguió ir en contra de sus ideales como profesional de la lógica, la evidencia de lo objetivo de las investigaciones y de la propia realidad. Luego, tras un largo silencio, comenzó a sonreír. Había sabido que murió siendo niña. Su sonrisa de oreja a oreja fue desapareciendo cuando pensó que ya era tarde. Que ese hijo de puta que acababan de llevarse, ya se había anticipado a aquellos cerdos. –Bueno –dijo Pedro–, tendremos que entrar y hablar con ella. Haber cómo le soltamos todo esto sin que… yo que sé –se lamentó. –¿Estás seguro de que nos vas a apoyar? –Preguntó Ángel, dudando de él. –Sí, claro. –Es que te noto inseguro. Si te hechas atrás en el momento que te necesitemos, lo vamos a pagar caro; y ella también. –Ya lo sé, Ángel. No se trata de eso. Es que ya tuve otra experiencia similar cuando murió Sonia. Contarle que su hija estaba dentro del club en un momento de dolor, quizá no fuera la mejor idea. Ahora esto. Y vaya momento. –Quizá sea mejor ahora –intervino Octavio. –Cierto –dijo Óscar–. Si tiene que sufrir, que sea ahora. Hay que echar toda la carne en el asador; bueno, quizá no sea la frase más acertada para lo que acontece –aclaró tras el fortuito comentario irónico–

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. Lo que quiero decir, es que, cuando termine de asimilar lo de su marido, si le cuentas esto más tarde, o mañana, empezará otra vez el ciclo de sufrimiento. De todas formas, si sale bien, ocurrirá todo lo contrario: se quitará un peso de encima al saber que su hija sólo pereció en una explosión. –Venga –dijo Pedro, muy decidido–, entrad conmigo. Pasaron y Pedro les dijo que esperasen un momento en el pasillo. Pedro se acercó hasta el sofá donde se encontraba Marta, acompañada de cinco personas que la consolaban. –Marta, ¿puedo hablar contigo? Ella asintió, mientras Pedro recorrió de lado a lado con su mirada a todos los asistentes distribuidos a lo largo de aquel gran sofá, entendiendo éstos la insinuada privacidad que requería. –Gracias, señores –dijo Pedro, amablemente. –Haber, Marta. Cómo te cuento esto. –¿Qué ocurre ahora, Pedro? –Dijo lastimosa. –Nada, no te preocupes –la calmó, antes de que se alarmara–. Verás, Marta. Tú me conoces ¿verdad? Vamos, no es que seamos amigos de la infancia, pero sabes como soy ¿cierto? –Por su puesto, Pedro. –Yo nunca te engañaría. Sabes que soy una persona seria y formal. –Sí, Pedro. –Te digo todo esto porque lo que te voy a decir va a sonarte bastante extraño, increíble. Bueno, no seré yo quien te lo cuente, sino, tres personas que están en el pasillo. –Pedro, me estás asustando. –No te preocupes. Bueno, será mejor que conozcas a estas personas. Quiero que sepas que lo que te van a contar ya lo se yo. Reconozco que a mí me ha costado creerlo, pero confío en ellos, sobre todo en Ángel, que es amigo mío. –¡Pasad, por favor! –Ángel, Óscar y Octavio. Ella es Marta. –Sentimos lo de su marido y su hija, señora –dijo Ángel, y actuó rápidamente–. Quiero que sepa que estas personas son profesionales: psicólogo y psiquiatra. Por lo cual, me gustaría que confiara en la autenticidad de mi testimonio. Antes tengo que preguntarle algo: ¿cree usted en el más allá? Marta miró preocupada a Pedro. Aquella pregunta le chocó bastante. No era el momento, por lo que acontecía. Estuvo apunto de sentirse burlada, si no fuera porque aquellas personas venían de parte de Pedro, por lo que sabía que no eran unos farsantes. –Tranquila, Marta. Para asimilar todo esto tienes que abrir tu mente más allá de lo real, de lo que se puede ver –le aconsejó Pedro. Octavio miró a Óscar algo sorprendido por aquel cambio del inspector. En aquel momento no parecía un policía. Actuaba como si su forma tan objetiva de ver las cosas hubiera pasado a un segundo plano. –Lo que quiero decir –continuó Ángel–, es que yo tengo una especie de don. Óscar y Octavio pueden corroborarlo. En mis sueños he tenido una serie de apariciones. Y durante toda esta semana, Sonia ha conectado conmigo. Aquello fue un jarro de agua fría. Marta se quedó tensa tras escuchar aquello. Comenzó a llorar de nuevo, nerviosa y alterada. Pedro la agarró de la mano fuertemente. Gesto que ella agradeció con su mirada. –¿Qué quiere decir? ¿Cómo se puede conectar? ¿Ha hablado con ella? –Preguntó descontrolada. –Bueno, me hizo ver todo lo que ocurrió el día que se fue. –Ángel eligió el término: “irse” en vez de “morir”, por aquello del efecto “suavidad” de las palabras para un momento así–. No ocurrió nada más que aquel accidente. Lo que quiero decir, es que, ella estaba dentro porque dos individuos que estaban en la puerta la obligaron a entrar. Pero el club explotó. Ellos no llegaron a hacerle daño. Aquella explosión evitó que su hija sufriera más de lo que podría haber sido. Ángel evitó dar más detalles sobre aquella tragedia. Así no sabría que Sonia luchó, y que sufrió más. No había necesidad de que Marta supiera la cruel experiencia que vivió Sonia.

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Marta rió, y lloró a la vez. No sabía como asimilar todo eso; sus sentimientos estaban enredados. Sentía lástima de su hija, y por otro lado, era feliz porque Sonia fue niña hasta el final, porque aquellos cerdos no le robaron su niñez. Ángel quiso arriesgarse un poco más. No sabía como iba a salir aquello pero tenía que intentarlo. Su confianza se vio reforzada al comprobar que los detalles de aquella casa le resultaban familiares, donde Sonia, en su última aparición, le mostró algo más. –¿Cómo se encuentra, Marta? –Preguntó Ángel. –¡No lo sé! –Contestó entre sollozos. –¿Me permite entrar en su cuarto? –¿Por qué? –Confíe en mí. Los demás se miraron extrañados. Ángel entró en el cuarto de Marta. –Esa no es la habitación de Sonia –aclaró Marta, extrañada. –Lo sé, Marta. –¿Entonces? –Espere y verá. Ángel se dirigió hasta el armario. Metió la mano detrás, cerca del suelo, entre el plinto de la pared y el armario. De allí sacó un pañuelo atado que contenía algo dentro. Luego se lo entregó a Marta. Él no sabía de qué se trataba. Marta se derrumbó entre llantos. –Sonia también me enseñó esto. ¿Qué es, Marta? –¡Es… es el tesoro escondido! Marta volvió a reír, y a llorar. Todos se quedaron boquiabiertos, asombrados. Incluso Ángel, que si albergaba alguna duda sobre todo ese poder que estaba experimentando, aquella demostración la disipó. Pedro empezó a sentirse mal, mareado. Se llevó la mano al pecho. –¿Qué te ocurre, Pedro? –Nada, Ángel. Debe de ser de la emoción –dijo Pedro, notablemente molesto. Después de un rato, se despidieron de Marta dejándola en compañía de las otras personas que estaban con ella, y salieron a la calle. –Ha sido una experiencia que no olvidaré –se sinceró Pedro. –Increíble –añadió Óscar–. Me gustaría tratar algún día este asunto contigo, Ángel. Tengo planes. –La verdad, es que quiero olvidar esto. Necesito relajarme. –Ha sido alucinante –dijo Octavio–, sólo te faltaba llamarte “Melinda Gordon” –bromeó. –Si, claro. Y tener su delantera, ¿no? ¡Ja, ja! Todos rieron eufóricos. –Bueno, señores. Tengo que irme. Esta experiencia me ha abierto mucho el apetito. –Claro, Ángel. Si ya son las tres de la tarde y estamos sin almorzar –aclaró Pedro. –¿Qué vas ha hacer ahora, Ángel? –Preguntó Octavio–. Supongo que ahora te encontrarás mejor, ¿no? –Sí. De hecho me siento mucho mejor, liberado. En los próximos días volveré al trabajo. Bueno. Ya nos veremos algún día cuando tenga un rato; ya sabéis cómo es el mundo del camión. Adiós. A la mañana siguiente, Ángel se levantó temprano, sobre las seis. Esa mañana era diferente de las demás. Prometía ser un buen día, sugería un motivo cualquiera de celebración. Era el preludio de nuevas sensaciones. Ángel hizo planes: porque se sentía bien, ¡porque estaba feliz! Porque tenía ganas de disfrutar de la vida. Se encontraba descansado, estaba como nuevo. Tanto era así, que decidió ir a correr.

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Tomó un poco de zumo, y tras una hora, calzó los Mizuno que hacía poco se compró. Bajó a la calle, se volvió a desatar la zapatilla izquierda, entremetió el cordón por el agujero de la llave del piso, y volvió a atárselo. Anduvo a paso ligero para calentar; unos diez minutos. Atravesó Torreblanca hasta llegar al canal, que recorría la calle Torres Alba. Allí empezó a correr. Tomó la carretera que conectaba con la zona de Sevilla Este, hasta el Parque Alcosa. Al cabo de cuarenta y cinco minutos ya estaba de vuelta, aún le quedaba un kilómetro para llegar; un total de ocho kilómetros. Para él era todo un récord, teniendo en cuenta que hacía mucho tiempo que no practicaba, y apenas superaba los veinte minutos. Ya eran cerca de las ocho y media. El sol estaba a media altura y le daba de cara, obligándole a bajar la mirada. Quedó pensativo, más bien con la mente en blanco, mientras miraba al suelo. Incluso se olvidó por un momento de que todavía estaba corriendo: Observaba cómo los rayos del sol arañaban el grisáceo pavimento, haciendo destacar el rastro plateado que dejaban los caracoles de vuelta a la vegetación. Al llegar al final de aquella carretera, a la altura del canal, se sintió mal. Una repentina angustia le obligó a pararse. Aquella molestia no era natural, no se trataba de ningún dolor físico. Sobre el mediodía recogió a sus hijos de forma extraordinaria, ya que, aquel fin de semana le tocaba a la madre. Se divirtieron mucho: fueron a un italiano, al cine y merendaron pastelitos. Después, bien entrada la tarde los volvió a dejar en el domicilio materno. De regreso a casa, pensaba en la vuelta al trabajo. Pero también pensó en Sonia. El sentimentalismo le angustió un poco. Aunque nunca la conoció en vida, sí se hubo creado un vínculo entre los dos, de una forma especial. No quiso volver a casa. Sintió la enorme necesidad de ir hasta el lugar de la tragedia. Aparcó en el arcén, justo frente a los restos del club. Era la primera vez que pasaba por allí desde que ocurrió todo. No había mucho que mirar. Observó el interior del solar, pero no quiso recordad lo que ella le hizo ver. Rápidamente fue hasta el coche mirando hacia el cielo: “adiós, Sonia. Espero que seas feliz”. Arrancó y encendió la radio. Cogió el compacto de Black Sabbath, pero se deshizo de él. Lo guardó en el fondo de la guantera. No quiso volver a oír esa música en mucho tiempo. Sintonizó M80, sonaba Tracy Chapman. Salió de allí sonriendo, y acompañando la canción: “¡Baby can I hold!..” El día terminaba. El resto de sol se hundía tras el barrio, llevándose consigo el último retal de luz, echando el telón de aquella tragedia, de aquella triste semana.

Diciembre de 2009 La vida de Manuela transcurría sin apenas cambios. Su mundo giraba en torno a la desesperanza, tirando para adelante como se podía, en un ambiente poco real. Once meses pasaron ya. Casi un año de una realidad que era tolerada gracias a los fármacos. Su mente seguía evadiéndose de vez en cuando. Esta vez soñaba con que algún día apareciera el cuerpo de María y pudiera darle el tan esperado y definitivo adiós. Luís tampoco lo llevaba bien. Cuando nació su hija, y habiendo pasado el tiempo, comprendió cuánto amor podía surgir de una persona y cuánto le puede regalar la otra. Comprendió también, que todo lo bello tenía su cara amarga, que el amor dolía, que los hijos dolían mucho. Habían ocurrido muchas cosas desde aquel encuentro con los asesinos de su hija en los juzgados. Según las leyes, mientras no apareciera el cuerpo, no se podía demostrar nada en concreto si éstos no hubieran confesado el crimen. Josué, el criminal confeso, en otras declaraciones dijo que él no fue, sino, su amigo, Bartolomé. Declaró haberse visto presionado por la policía. Aun así, después de este circo

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“legal”, no dijeron concretamente adónde arrojaron el cuerpo, que al parecer, si ya estaba muerta o todavía vivía, la condena podía cambiar. ¿Cómo podía existir tanta farsa en las leyes –que no quiere decir justicia–, permitiendo que los asesinos, que lo eran, pudieran salir impunes de tales actos solo porque los que inventaron las leyes descartaron el estar jugando con los derechos humanos? Los efectivos buscaron el cadáver de Maria por varios puntos de Sevilla, pero nunca apareció. Los asesinos estuvieron jugando con todos, engañándoles. Causando molestias, falsas esperanzas a todos los que sufrían y miles de euros perdidos en despliegues técnicos y humanos. Y todo gracias al libertinaje que una vez se redactó como constitución, y que fue llamada: democracia, donde desgraciadamente, permitían que los malos casi siempre ganaran. El padre de Josué, empresario adinerado, se lavó las manos. En el momento que la policía irrumpió en su gran casa, situada en la calle Torrelaguna, para detener a su hijo, viendo que éste no negó lo hechos, renegó de él. No quiso manchar su honor, apartándose de todo aquel asunto e incluso evitando a toda costa aparecer en los medios. No entendía como alguien que lo tenía todo pudo hacer aquello. ¿Qué motivo tenía? Tenía dinero, vivía en una lujosa casa de ciento cuarenta metros, todos los caprichos, incluso una sala de fitnnes propia, con muchas pesas. Luís y Manuela sufrían todos estos cambios; este sin sentido que a lo largo del año había ido evolucionando para crear más confusión en el camino a la verdad. Hubo otras tantas declaraciones de dudosa credibilidad, donde habían cambiado el autor y el coautor. Incluso dijeron que antes de ser asesinada, uno de ellos la violó mientras la amenazaba con una navaja. Josué culpó a Bartolomé… y viceversa. “Por fin en casa,” suspiró Ángel tras cruzar la frontera. Fueron quince largos días de un recorrido comprendidos entre Alemania e Italia. Desde que se incorporara al trabajo en Marzo, trabajó tan solo siete días. Luego cambió de empresa. El cambio fue bueno. Ya no conduciría más de noche a piñón fijo, se dedicó al transporte internacional. Al poco tiempo de pasar la Jonquera, lo primero que hizo fue encender la radio para disfrutar de las ondas españolas. Ya eran las diez de la mañana, hora de desayunar. Haría la parada en el Área del Vallés. Mientras tanto disfrutaba de la compañía de Steven Tyler que hacía del trayecto un agradable paseo. El teléfono sonó: –¡hombre Octavio! ¿Qué te cuentas? –“¿Qué tal, Ángel? ¿Ya estás en la piel de toro?” –Exacto. Hace cerca de una hora, y con el disco recién estrenado. Lo cual quiere decir que mañana por la tarde llegaré a Sevilla. –“Muy bien, Ángel. Pues ya me llamarás y quedamos. Por cierto, ¿sabes ya algo de Pedro?” –Sí. Por fin le localicé. Al parecer está de baja desde hace mucho tiempo. Intenté contactar con él, pero la comisaría la cerraron hace algún tiempo, y como nunca guardé en la agenda su número… Tuve que llamar a la Jefatura de policía. –“Y te dieron el teléfono –afirmó con seguridad, Octavio”. –Para nada. Me dijeron lo mismo que el día aquel que quedamos con él. Así que les di el mío. Por fin me llamó hace una semana. –“Óscar ha preguntado por ti un par de veces”. –¿Y por qué no me ha llamado? –“Supongo que por falta de confianza. Como dijiste que te ibas olvidar de todo, seguramente no quiso molestarte, por respeto”. –Bueno, supongo que estará pensando en utilizarme como conejillo de indias. Tengo que dejarte, Octavio, que voy a parar a desayunar. Ya te llamaré mañana. Tengo una semana de vacaciones, pero primero visitaré a Pedro. Adiós.

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–“Hasta luego, Ángel”. Era una pequeña y muy dejada tasca en una transversal de Luís Montoto. La desconchada pintura de la fachada destacaba entre tanta elegancia arquitectónica de los altos edificios que la rodeaban. Ángel entró. Definitivamente era una antigua tasca. Tanto como el propietario, viejo y aparentemente moribundo: la barra de antiguo azulejo sevillano, y la pared, cargada de cuadros de fotografías en blanco y negro de rincones sevillanos, y un ambiente de longeva clientela que tomaban mosto aljarafeño y jugaba al dominó. Ángel suspiró al sentir todo aquel ambiente, en el cuál fue envuelto también, por un sonido de fondo donde se escuchaba a Juanito Valderrama. Él, como buen ecléctico, disfrutaba también de aquella música: aquellos viejos fandangos que le traían añoranza. Al fondo, sentado en un banco trípode y apoyado en la barra, estaba Pedro. “Quién te ha visto y quién te ve”, pensó Ángel. ¿Qué había sido de aquel robusto hombre? ¿Y de aquella expresión de serio policía? Ya no era sombra de lo que fue. Estaba pálido y había perdido algunos kilos. Ángel le estrechó la mano, y la otra la llevó a su hombro, mostrándole su aprecio y preocupación. –¿Qué tal, Pedro? ¿Cómo estás? –Pues ya ves. Aquí, sobreviviendo y “bebiendo” –acentuó. –Te has quedado en los huesos. –Sí, la verdad es que no me ha ido nada bien. ¿Y tú, qué te cuentas? –Pues ya ves, aquí dándole a la rosca. Pero, cuéntame, ¿qué ha sido de ti estos meses? –La verdad es que hubo algunos cambios después de aquello, tras la gran exhibición que diste en casa de Marta. Al día siguiente, después de una bronca con el comisario Álvarez, volví a sentirme mal. Me dio fuerte. Aquel infarto casi me mató. Suerte que la ambulancia no tardó mucho. Luego, una vez de baja, el exceso de tranquilidad en mi casa me hizo pensar mucho. Me di cuenta que no tenia nada en la vida. Que ni siquiera la vida era mía. Solo, sin familia… En fin, toda aquella reflexión día tras día me llevó a una depresión inevitable. Ahora estoy aquí. Es el segundo día que me tomo una copa. Ya hace más de un mes que dejé las pastillas. Además, estoy prejubilado. –Entonces, tendrás mucho tiempo ahora, ¿no? –Sí. Pero no creas que me he retirado totalmente. ¿Qué iba a hacer yo si no me moviera de un sitio a otro? De vez en cuando me paso por la jefatura, o alguna comisaría. Ya sabes, para estar al tanto de lo que pasa por ahí. Y así visito a los compañeros. En la televisión daban información sobre el caso María. –¡Y estos hijos de puta! –Se enfadó Pedro–. ¿Cómo se puede permitir que pasen estas cosas? ¡Se burlan de la ley, de los familiares y de toda España!... Aunque, la culpa es de quien es. De los jueces y de los que hacen las leyes. Si a mí me dejaran solo con ellos, ya te digo yo que me iban a decir dónde está el cuerpo de María. ¡Hay métodos efectivos! ¿Es que nadie ha visto “El Crimen de cuenca”? ¡Eso si que eran técnicas para sacar información! Ya lo creo que iban a hablar. –Cálmate Pedro. ¿No querrás que te de otro infarto, verdad? –Si es que… no puedo con estas cosas. De verdad. –Ya lo sé. Pero ese método está anticuado. Existen otras formas, como por ejemplo: amarrarlos a la silla frente a un televisor y que se traguen hasta el final el “sálvame”–dijo bromeando. –Aunque su intención fue quitarle hierro al asunto con un poco de humor, no consiguió sacarle una sonrisa. Tuvo que ponerse serio, también–. La verdad es que a los políticos se les llena la boca cuando hablan de un estado de derecho. Palabrerías. ¿Los derechos de quién? De los asesinos, supongo yo. ¿Y qué hay de los inocentes y las víctimas? ¿Estado de derecho? Una utopía, eso es lo que es –sentenció Ángel. –¿Sabes lo que te digo, Ángel? –Dijo, cambiando su expresión–. Que les den a los políticos, a los jueces y por su puesto a esos asesinos de mierda. Tú y yo lo vamos a pasar bien. Quiero que sepas que

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estoy muy contento de verte y quiero celebrar nuestra amistad y el habernos reencontrado. Me gustaría ir a un buen restaurante. ¿Qué tal mañana por la noche? –Me parece estupendo. –Conozco uno buenísimo. No he vuelto a pisarlo desde que caí malo. Y creo que hoy es un día especial. –Bien, Pedro. ¿Dónde está? –En los Remedios. Es uno de los mejores de Sevilla. –Vaya, qué lujo. –Por cierto, invito yo. –¡Vaya! Qué bien me está sentando la cena. Y eso que todavía no hemos empezado –bromeó, consiguiendo por fin sacarle una leve y estrenada sonrisa. Los medios y la gente se aglomeraban a la puerta de los juzgados. Ambos rectificaron sus declaraciones nuevamente: aseguraron que les habían presionado y amenazado, por lo que se vieron obligados a dar todos aquellos falsos datos sobre el paradero del cuerpo de María. Algo que no entendieron los jueces, ya que, en principio, no había más sospechosos sobre los que pudieran recaer la culpa. Aun así, la sentencia final de los presuntos asesinos de María, fueron de dos años para Josué, por asesinato, que era la pena mínima debido a que no apareció el cuerpo y no se pudo comprobar si se desprendieron de ella aún viva, o ya estaba muerta; por lo que se ciñeron a lo que dictaban las leyes; una ley de dudosa legalidad. A Bartolomé, un año y medio por encubrimiento. Aquella era una de esas noches frías que raramente se daban en Sevilla. Ya eran mediados de diciembre y la desacostumbrada ola de frío hizo su aparición, llegando a los cinco grados positivos. El taxi paró en una de las transitadas calles que desembocaban en República Argentina. –¿De verdad crees que era necesario venir en taxi, Pedro? –Es mejor. No tienes que buscar aparcamiento y además puedes tomarte una copa de más sin tener que preocuparte porque tienes que conducir –dijo, mientras pagaba al taxista. –Sí, tienes razón. Pero a mí no me hubiera importado cenar con agua sin con ello hubiera podido disfrutar de esa joyita de cuatro ruedas que tienes. –¿Sabes que sólo lo he sacado cinco o seis veces en estos nueve meses? –Me lo imagino. No tendrías muchas ganas de conducir. –La verdad es que en todo este tiempo no he tenido muchas ganas de nada. Además, me sentía inseguro con el efecto de esos antidepresivos. Bueno, entremos. Aquel lugar le dio la impresión de ser lujoso y caro, sólo con ver que en la entrada había una recepción. –Buenas noches, señores. ¿Van a tomar una copa? –No. Tenemos reserva. Pedro Gallardo. –Muy bien. ¿Me siguen, por favor? El salón no era muy grande, pero era bastante elegante. Aislado de la cocina y del bar, que se encontraban tras otra puerta de acceso. El recepcionista los acompañaba hasta un rincón muy acogedor. Mientras íban pasando entre otras mesas, ya se podía disfrutar de un ambiente tranquilo y silencioso. Parecía que el primer plato no se servía en la mesa, sino, allí mismo: de primero, uno de suave murmullo sobre una cama de fondo de Jazz, aderezado por el encanto y la suave voz de Ella Fitzgerald. –¿Qué te parece, Ángel?

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–Confieso que es bastante V.I.P. En el único sitio que he entrado con un recepcionista en la puerta, ha sido en el GINO’S. –Me gusta mucho la comida italiana. Aunque si te digo la verdad, este sitio no me agrada mucho. –Pero, ¿no decías que te gustaba este restaurante? –Sí. Pero sólo por la comida. Es exquisita. Con lo que no estoy a gusto es con la gente que viene aquí. Esto está plagado de jueces y fiscales. Alguien se le acercó a la mesa. –¿Pedro? ¡Cuánto tiempo sin verte! –¡Hombre, Daniel! ¿Cómo estás? –Te presento a mi amigo Ángel. Este es Daniel. También es juez, pero de los buenos –dijo, sonriendo. –Te has quedado en los huesos, Pedro. –Sí. La verdad es que me puse a dieta hace algún tiempo. No quisiera parecerme al comisario Álvarez –simuló la verdad–. A partir de hoy me voy a cebar. Te lo puedo asegurar. Daniel miró a una de las mesas de la izquierda, con cierto recelo. –Pedro, tengo que comentarte algo importante. ¿Puedo? –Preguntó, mirando a Ángel y a él, a la vez, esperando el beneplácito para la privacidad de lo que iba a contarle. –Por favor, siéntate. Delante de Ángel, lo que quieras. No tengo secretos para él. –Bien. Yo no conozco a muchos de los que hay aquí –dijo, acercándose a Pedro y hablando bajito–, pero este que está a mi izquierda –miró de soslayo y prudentemente–, creo que es uno de los que llevaba el caso de María: el juez Jiménez. –¿Sabes que el padre del asesino es un empresario adinerado, verdad? Lo que pasa es que no es muy conocido; ha intentado no salir en los medios de comunicación. –Sí, ahora que lo dices… pero ¿qué tiene que ver con este juez? –Te explico: puede que sea pura casualidad, pero no me parece muy normal que este juez y el padre del asesino estuvieran manteniendo una conversación. –¿Cómo? ¿Adónde? –La semana pasada, en la puerta de este restaurante. Un policía amigo mío que intervino en el arresto de su hijo, en su casa, lo reconoció; estaba allí también. El miércoles pasado, sobre la una y media de la madrugada, el juez estaba en la puerta junto a un coche. Este policía iba de paso, y pudo comprobar, a través de la ventanilla, que se trataba de él. Al parecer no le interesaría salir del coche para no ser visto. No se lo he dicho a nadie porque no sé de quién fiarme. –¿Estás seguro de todo esto? –Por supuesto. –Si esto es lo que me estoy imaginando… –sospechó Pedro. –Pero no tenemos pruebas. Y ya sabes como funciona esto. La palabra de un poli contra la de un juez. –Ahora sí que no vengo más –dijo Pedro, cabreado–. Hago un pequeño esfuerzo para venir aquí, cada vez que he querido disfrutar de una lujosa comida. Pero la razón por la que no estoy muy cómodo en este lugar, es por lo que le he comentado a Ángel: no me gusta la gente que entra aquí. No te ofendas, Daniel, sé que tu trabajo es distinto. Pero no me gustan los jueces en general. Así que, disfrutaremos de esta cena y me olvidaré de pisar otra vez este sitio. ¿Cenarás con nosotros, Daniel? –Me gustaría mucho, pero mi acompañante está apunto de llegar. –¿Ya te has echado novia? –Bueno, todavía no lo sé. Pero la cosa pinta bien. ¡Vaya! Qué puntual. Bueno, Pedro. Me alegro de haberte visto. Encantado, Ángel. Pedro la miró mientras se sentaba en la mesa del final del comedor, junto con Daniel. Se quedó pensativo. –¿Es guapa, verdad? –Le dijo Ángel, observando que no le quitaba la vista de encima. –Perdona, Ángel, ¿decías? –¡Nada, nada! Es que te veo tan acaramelado… –No. Es que estaba pensando, otra vez. –¿Tu ex? –La verdad, no sé por qué mi mente se ha vuelto a remontar tan atrás.

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–¿Cuánto hace ya que te separaste? –Unos dieciséis años. Y no me separé, ella me dejó. Hubiera dado lo que fuera por volver atrás y cambiar las cosas. –Yo creo, Pedro, que las cosas son así por alguna razón. No se trata de mirar atrás y pensar que no hiciste lo correcto. Ni aquí, ahora, arrepentirse de lo que en su momento ocurrió. Yo pienso que la vida es como una larga carretera. Y si en el trayecto te has parado una, o diez veces, no importa. El destino final siempre está allí, al final. Y eso es lo único seguro. Y si volvieras atrás no podrías cambiar todas las paradas que hiciste. –Ya lo sé, Ángel. Pero no puedo evitar pensar en ello. Yo quería a esa mujer. Pero también quería a mi trabajo. Lo peor fue cuando fui ascendiendo. Algunos días no iba a casa, incluso faltaba algunas noches. Ella no hacía más que repetirme el miedo que tenía de que algún día no volviera. Aunque la llamara diciéndole que iba a volver tarde debido a algún caso importante. Ella no conseguía dormir y me esperaba despierta. Un día me dijo que ya no podía más, que me quería mucho, y por eso sufría, y se fue. –Pero tú no tuviste la culpa, Pedro. –Ya. Pero si hubiera seguido de policía raso en la oficina de la comisaría, siempre trabajaría de día y sin ningún riesgo; que era lo que ella quería. Ahora sigo solo, sin familia… –¡Eh! ¿Qué pasa, Pedro? Tienes amigos, entre ellos, yo. –Ya lo sé, Ángel. Y estoy agradecido por eso. Y ahora viene la navidad, otra vez –dijo, lastimoso–. Al menos, en todas las navidades anteriores me iba a algún lugar o cotillón. Pero este año ha cambiado todo. –Venga, Pedro. No pienses más –le animó, y al momento vino el mettre. Sobre las seis y media de la mañana, en la prisión de Sevilla 2, los guardias de la puerta principal esperaban a ser relevados. El mercurio no pasaba de los 2º positivos. La niebla era espesa y no dejaba ver más allá de quince o veinte metros hacia los aparcamientos exteriores. Tan sólo se podía vislumbrar un poco los vehículos aparcados en el interior de las instalaciones, gracias a los potentes focos que cortaban la neblina como mantequilla. Ambos guardias salieron fuera de sus respectivas casetas y se frotaban las manos. Esperaban con impaciencia a sus compañeros. –Hoy hace más frío que ayer. –Cierto. Debe de ser por la humedad de esta bruma. –Estoy deseando que venga el relevo. Cuando llegue a casa, apenas me duche, estaré acurrucado entre las sábanas de franela. ¡Qué gustito! Ya son las siete menos veinticinco –dijo, mientras miraba impaciente hacia los aparcamientos. Al cabo de cinco minutos se oyó el timbre de una bicicleta. Uno de ellos se extrañó. –Qué raro. ¿No habrá sido capaz de venir en bici? De entre la niebla vieron acercarse al compañero. –Qué valor tienes. Con esta niebla… –Es absurdo venir en coche, estando mi casa a dos kilómetros. Además, mi bicicleta tiene buenas luces. –¿Buenas luces dices? De eso se trata precisamente, de tener buenas luces –se burló. –¡Ja, ja! Qué gracioso –replicó en tono desdeñoso–. Pues el otro viene también en bici, al menos eso me dijo ayer. La espesa niebla se movía lentamente. Desde la oscuridad de los aparcamientos, un banco fue aumentando notablemente hacia la puerta. Evolucionaba a ras del suelo, cerca de ellos, cual misterioso movimiento de un pulpo sobre el fondo del mar. La niebla hizo invisible la zona de los aparcamientos. Los tres miraban, esperaban. El timbre de una bicicleta sonó, dos veces. Al instante se oyó el motor de un coche. De entre la neblina apareció el otro compañero que faltaba.

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–¿Qué tal el paseo con la bici? –dijo sonriente el primer guardia entrante, con actitud de burla hacia el otro saliente que antes se mofó de él. –¿Paseo en bici? Pues, hay que tener pocas luces para venir en bicicleta. ¿No ves cómo está el día? –¿No te lo dije? –se burló nuevamente el saliente. Josué estaba en la cama de su celda, pensativo. “¿Qué me espera en el futuro cuando salga de cumplir mi condena?” Pronto le invadió una sensación de ahogo, de tristeza. El arrepentimiento se hizo presente en su conciencia. La cama estaba fría. Se había acostado con los calcetines, pero ni aun así consiguió calentar sus pies helados. Fuera de la celda no se oía ruido, sólo alguna tos o estornudo de los reos vecinos, y muy de vez en cuando, el caminar lento del celador, haciendo la ronda. Luego, el sonido de los pasos, poco a poco se fue alejando. La sensación de frío iba en aumento. Desde su cama pudo ver cómo un extraño humo apareció tras la reja de la celda. Faltaba poco para que sonara la alarma de las siete, unos diez minutos. Todavía estaban las luces apagadas, excepto algunas, a lo largo del pasillo, que permitían ver vagamente el interior de las celdas. Se oyó un pequeño chirrido. Josué se incorporó en la cama. Aquella especie de neblina se introdujo en la celda. Bartolomé estaba en la celda contigua. Estuvo toda la noche sin dormir. Pese a que él no fue el autor del crimen, su conciencia no le perdonó el no haber traicionado a su amigo, al no decir la verdad sobre el paradero de María. El cansancio de toda la noche de vigilia le proporcionó los últimos minutos para dormir, antes de que sonara la alarma de la prisión. Pero no fue precisamente el sonido de aquella alarma lo que le despertó. Unos gritos que provenían de la celda contigua fueron los que le sobresaltaron. –¡Socorro! ¡Ahhh! ¡Dios mío! ¡Qué es esto? Todo fue muy rápido. Los presos de la celda de enfrente pudieron ver aquella carnicería. El cuerpo de Manuel fue desmembrado al instante. Brazos y piernas esparcidos por el suelo, y prácticamente, toda la celda teñida de rojo. Los presos no pudieron ver nada más, ni quién pudo hacer eso. Aquella sanguinaria visión les volvió locos. Querían salir de allí. Se agarraban a las rejas como monos, la zarandeaban bruscamente movidos por el miedo que se apoderó de ellos. –¡Socorroooo! ¡Que venga alguien! Rápidamente vino el celador. Las luces se encendieron y la alarma de las siete tocó; para iluminar y presentar aquel dantesco y macabro espectáculo. A la carnicería allí presente, donde el charco de sangre llegó al pasillo, se añadió el incontenible vómito del celador. El teléfono de Pedro sonó: –“Pedro, ¿qué tal te encuentras?” –¿Quién es? –“Soy Carlos, de la comisaría de la Cruzcampo”. –¡Vaya! No te había reconocido. –“Bueno, te llamaba para saber si estás aburrido hoy también.” –La verdad es que un poco menos que estos días atrás. Pero no pienso visitar ninguna comisaría. –“Pues quizás te dé un motivo para visitas. Y no precisamente para ver a tus compañeros en las comisarías. ¿Sabes que ha habido movimiento esta mañana en Sevilla 2?” –¿De qué se trata?

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–“Al parecer han matado al asesino de María.” –¡Vaya hombre! –“¿Vaya hombre? Lo dices como si lo sintieras. –Pues claro que lo siento, Carlos. Siento que todo haya sido demasiado rápido para ese hijo de puta; siento que no pueda cumplir su condena y se muriera de asco; y siento no haberle matado yo con mis propias manos, en vez de otro preso, o quienes hayan sido. –“Pues sí que lo sientes… Pero lo más extraño es que no lo ha matado nadie, ningún preso.” –¿Se ha suicidado? –“Qué va. Al parecer nadie ha visto nada, ni nadie entró en su celda; me refiero a los celadores.” –¿Entonces? –“No se sabe nada. Sólo que han hecho carne picada con él. Algunos presos han visto la carnicería y están con el culo encogido. Me lo ha dicho un funcionario amigo mío”. –Esto es muy interesante. Mira por donde no me voy a aburrir hoy. Gracias, Carlos. Me has dado que hacer. –Rápidamente llamó a Ángel. –Ángel, ¿tienes algo que hacer ahora? –“Nada, Pedro”. –¿Qué te parece si te recojo y me acompañas a Sevilla 2? –“Bueno, no es que sea precisamente un lugar de ocio, pero puedo soportarlo.” –Seguro que no te lo pasarás mal. Además, tú vas a coger mi “buga” cuando llegue allí. –“¡Ya estás tardando, Pedro! ¡Ja, ja! ¿Has dicho, buga? Veo que te estás animando; esa palabra te queda muy joven. –Hombre, ángel. Tampoco soy tan mayor. Ángel paró el Camaro en los aparcamientos exteriores de la prisión, con una sonrisa de oreja a oreja. –¿Qué tal si te presentas a un casting para el Telecupón, Ángel? –¿Lo dices por mi sonrisa? Es la emoción de tantos caballos. –Pues, sí –rió Pedro–. Sólo te falta un poco de pintura y serías el Jocker de Batman. –¡Ja, ja! Qué gracioso –replicó–. ¿Sabes que el Telecupón hace muchos años que ya no existe? Es tan viejo como tú –se burló. Luego se bajaron del coche y se dirigieron a la puerta principal. –Tengo una pregunta, Pedro. ¿Cómo entras en estos sitios, o te presentas como inspector si estás retirado? –Porque tengo todavía mi documentación. –Pero no puedes actuar oficialmente ¿no? –Bueno, mientras ellos no lo sepan… –¿Y si por alguna razón lo descubren? –Entonces se me habrá acabado el chollo y tendré que dar muchas explicaciones a los de arriba. –Pues sí que te complicas la vida. Un policía retirado que juega a ser policía –sentenció con sarcasmo. Buenas tardes, señores. Inspector Gallardo –le mostró la documentación. –¿Qué desea, inspector? –Bueno, la verdad es que mis compañeros ya se han encargado del asunto del asesinato de esta mañana. Yo vengo de paso, extraoficialmente. –¿Quiere hablar con alguien de dentro? –No, necesariamente. Pero ya que estoy aquí, me gustaría saber si ustedes están al tanto de lo que ha ocurrido. –No mucho más que ellos. Nadie sabe que ha pasado, y nuestras cámaras no han registrado nada anormal. –¿Puedo echarle un vistazo a las grabaciones de esta mañana? –Por supuesto. Pase dentro. En el segundo monitor puede verlo. –Haber como funciona esto… –Espere. Yo se lo programo. ¿Qué franja horaria desea ver? –Pues, creo que podíamos probar una hora antes de que ocurriera todo.

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–Bien. Aquí lo tiene. Las seis de la mañana. Sólo tiene que girar esta pequeña ruleta como más le convenga: hacia delante y para atrás. Pedro observó minuciosamente la grabación. Una de las cámaras abarcaba el pasillo donde estaban distribuidas las celdas. La otra, el interior de las instalaciones hasta la puerta donde se encontraban ellos. No vio nada anormal: el paseo del celador de un lado a otro, y en la otra, dos motos y tres coches en el parking de los jefes; casi invisibles por la niebla. –¡Espera un momento, Pedro. ¿Has visto eso? –No. ¿Qué es? –Dale para atrás, a las seis cuarenta aproximadamente. –Aquí está. –Un poco más adelante, muy despacio. –¿Qué es eso? Está borroso. –Fíjate bien. Es la mitad de una micro-imagen. Es como si surgiera de la niebla. –¿Podemos aumentar esta imagen y hacerla más nítida? –Por supuesto, inspector. Tecnología digital –dijo el guardia, orgulloso. –No puedo creerlo –dijo Ángel–. ¿Ves lo mismo que yo? –Sí. Y no viene de ningún sitio, ni sale hacia ninguna parte en un lapso de un segundo. Es una fotografía, prácticamente. Es la mitad de una bicicleta. Sólo se ve la rueda y parte del cuadro. –Volvamos a la cámara del corredor, frente a la celda en cuestión. Tenemos que aumentar la imagen –dijo Ángel, nervioso. –Muy bien –dijo el guardia–. Este es el máximo aumento que se le puede dar. Es una lástima que no se pueda ver el interior de las celdas. La cámara sólo visualiza a lo largo del corredor, las celdas se ven de soslayo. Pero aun así, casi se puede ver una mosca en la cerradura del cancel de la celda. –Bien, Pedro. Dale a la ruleta desde las siete menos diez en adelante. ¿Fue a esa hora, verdad? –Sí, aproximadamente –confirmó el guardia. –Poco a poco… ¡Para! ¡Ahí está! Había un espacio borroso, una neblina y parte de aquella bicicleta que destacaba por un color morado con franjas rosas. –¡Es la misma bicicleta! –dijo el guardia atónito–. Si no fuera porque tengo los pies en la tierra, diría que es cosa de brujería. –Tenemos que hablar, Pedro –sugirió Ángel, con el rostro pálido. –¡Oh Dios! –exclamó el guardia, visiblemente afectado. –¿Qué le ocurre? –Verá, inspector. Cuando hicimos el cambio con nuestros compañeros esta mañana, que por cierto vine en bici, recuerdo que antes de que llegara el otro relevo en coche, oímos el timbre de una bicicleta cerca de los aparcamientos, pero no apareció nadie; sólo mi compañero que vino en coche. Ángel miró seriamente a Pedro y después al impresionado guardia que estaba visiblemente asustado; consiguiendo alarmar más a éste. –Tenemos que hablar ya, Pedro. –Tenemos que irnos, gracias por su ayuda –le dijo Pedro al guardia. Miró sorprendido a Ángel, por la aparente gravedad que sugerían sus prisas, y caminaron rápido hasta el coche. El guardia se quedó con la incógnita de lo que estaba ocurriendo y se metió en la casilla rápidamente, sin tener en cuenta el pequeño escalón de la puerta que le hizo tropezar. Se sentó en la silla y echó el seguro de la puerta por primera vez, desde que trabajaba allí. Ambos se colocaron junto al coche. –¿Qué es lo que está pasando, Ángel? Al parecer, tú sabes algo que yo no sé. –¿No lo sabes? Has visto lo mismo que yo. ¿No te suena esa bicicleta? ¿De quién puede ser? Piensa. –¡Oh, Dios mío! ¿Quieres decir que?.. ¿Estamos hablando de la bici de?.. –Sí, Pedro. De Sonia. –¿Sonia es un?.. –¿Un fantasma, un espíritu? No sé cómo llamarlo. Hay algo más. Tengo que contarte otras cosas que tú no sabes, sólo yo. En su momento decidí no decírselo a nadie, ni siquiera a ti. Además, quise olvidarlo

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todo, como recordarás. Pero es hora de que te lo cuente: lo que ocurrió aquel día en casa de Marta sólo era una pequeña parte de aquel misterio. ¿Qué pasó con los crímenes, Pedro? –Se cerró el caso por falta de pruebas. –Exacto, Pedro. Y ni siquiera había huellas, ¿cierto? –¿Cómo sabes todo eso, Ángel? –dijo asombrado. –Sonia no sólo me enseñó lo que ocurrió en el Cenicienta, ni lo del objeto escondido tras el armario del cuarto de Marta. Sonia mató a todas esas personas, incluida su padre. Fue su venganza. –Esto es increíble. Casi no puedo creerlo si no fuera por las cosas que ya he experimentado. –Por eso no debería ser tan increíble para ti. Tú ya asististe al ensayo general de la misteriosa experiencia que tuve en aquel momento. –¿Sabes que este asesinato me recuerda a aquellos? Aunque no podríamos llamarlo asesinato, por que no ha sido humano. –Pues sí. ¿Y sabes que va a ocurrir? –dijo Ángel, frunciendo el ceño. –¿Estás pensando lo mismo que yo? –Creo que alguien lo va a pasar mal. Sonia ha vuelto a la carga. Aquella noche, Ángel volvió a tener extraños sueños. Se veía volando con sus hijos, agarrados de la mano en un paisaje con montañas y un arco iris al fondo. Era muy corto. Secuencias de tres segundos, en dos fases. Luego, apareció Sonia. Esta imagen duró un poco más, algo borrosa. Aunque podía verse claramente que estaba triste, mirando hacia abajo. Apareció agua bajo sus pies y luego comenzó a llorar. Ángel despertó. Habían transcurrido dos horas desde que se durmió. Aquel sueño le sorprendió porque hacía ya nueve meses que no volvió a experimentar nada parecido. Pero estaba tranquilo, no temía. –“Otra vez. Espero que no quiera complicarme la vida nuevamente. ¿Qué querrá? ¿Intenta decirme algo?” Se levantó con la sensación de tener los pies fríos y humedos, se fue a la cocina a tomar un vaso de agua y se volvió a la cama. Se durmió durante una hora y comenzó a soñar. En aquella ocasión se vio acostado sobre una cama distinta, en un lugar desconocido. Sus hijos lloraban, intentaban despertarle zamarreándole. Luego, volvió Sonia. Apareció igual que antes. Esta vez se pudo apreciar bien. Lloraba mirando hacia abajo. Pisaba el borde del canal, adonde terminaba la calle Torres Alba y comenzaba la carretera que iba hacia Sevilla Este. Ángel despertó confuso. Había algo que no comprendía. ¿Por qué aparecieron sus hijos de esa forma y qué podía significar? Pero lo que le preocupaba era la aparición de Sonia. ¿Quería transmitirle algo? Él sentía la fuerza de aquella aparición, más que la del otro sueño. Sabía que le estaba pidiendo ayuda. Aquella mañana llamó a Pedro: –“¿Ángel? ¿Qué ocurre?”. –Pedro, tengo que hablar contigo. –“¿Qué puede ser tan importante para molestarme a las siete de la mañana?” –Sé que es temprano, pero no podía esperar más. Sonia ha vuelto a aparecerse en mis sueños. Me está enseñando algo. Creo que es importante. –“Haber, cuéntamelo”. –En el canal hay algo. –“¿En qué canal?”. –En el de aquí. En Torreblanca. –“¿Estás seguro, Ángel?” –Por supuesto, Pedro. Ella me lo ha indicado. Lloraba mirando hacia ese sitio. –“¿Y qué puedo hacer yo? ¿Llamo al comisario Álvarez, que es quien me puede tomar en serio, diciéndole que alguien que sueña con fantasmas me ha dicho que hay algo en el canal? Lo más seguro es que me entendiera, por su puesto, pensaría: “claro, éste cayó enfermo de los nervios, y sabe Dios con quién se habrá juntado”. ¡Me tomaría por loco, Ángel! –No tiene por qué ser así, Pedro. Aunque yo propongo otra cosa: podías decirle que has recibido un chivatazo, un anónimo.

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–“No creas que es tan sencillo; ya que cualquiera puede hacer alguna broma telefónica, y han sido muchas, sin identificarse, por su puesto. Ha habido muchos escarmientos. Aunque, de todas formas, yo podría insistir en la seriedad de la persona anónima.” –¡Claro, Pedro! Además, ¿qué tienen que perder por probar? –“¿Que qué pueden perder? Tienen que movilizar a todo un equipo, entre buzos y demás efectivos. No es tan sencillo. ¿De verdad estás seguro de todo esto? –Pedro. En la vida no hay nada seguro, pero en este caso… tú ya comprobaste la realidad de todo esto y te aseguro que Sonia me lo ha transmitido con mucha fuerza y claridad. –“Está bien. Lo voy a intentar. A Bartolomé decidieron trasladarle a la prisión de Morón, ya que creían sospechar de un complot para asesinarle también, por su relación con Josué. No quisieron dar su brazo a torcer respecto a la creencia de que lo que ocurrió allí fuera de alguna forma, misterioso. Pero no llegó a ingresar en aquel sitio. Cuando abrieron las puertas del furgón descubrieron que había muerto. Sobre el suelo encharcado en sangre, la escena de una muerte atroz era evidente. Su corazón había sido arrancado de cuajo. Yacía boca arriba con los ojos y la boca abiertos. Sobre las diez de la mañana, un equipo de buzos se metía en el canal. Bajaron atados con cuerdas, ya que la corriente era muy fuerte. Pese a la rapidez y el secretismo de la tempranera operación de los efectivos, esto no evitó llamar la atención de algunos transeúntes, y éstos, la de los que estaban más lejos –por el efecto aglomeración–; acudiendo como buitres hasta el cadáver localizado. Pedro estaba junto al comisario Álvarez. Ángel se quedó atrás, a bastantes metros, como uno más del gentío que allí se amontonaba. –Como esto sea una falsa alarma y me hagas quedar mal, me la vas a pagar, Gallardo –dijo Álvarez malhumorado. Pedro miró a Ángel, seguro de sí mismo y después al comisario. –Álvarez –dijo despectivamente–, confío en que todo este trabajo no va a ser en vano. ¡Ah! Que sepa que yo no le he obligado a nada. Y le recuerdo que ya no trabajo para usted. Así que, váyase a hacer gárgaras por ahí. Levantó la cabeza, aún más, sonrió y volvió a mirar a Ángel. Pero también provocó el enfado del comisario. –¡Ah, sí! ¡Pues váyase fuera de aquí! ¡Aquí no se permite gente que no sea de la autoridad! Pedro se fue caminando con galanteo, sonriendo de oreja a oreja, y se colocó junto a Ángel. De repente, uno de los buzos salió e hizo una señal. Desde arriba le lanzaron un par de cuerdas. La gente murmuraba. Ángel miró a Pedro, atónito y a la vez aliviado por los dos, por no haberse equivocado. Los dos buzos volvieron a salir a la superficie haciendo señas para que tiraran de las cuerdas. Lo primero que sacaron, fue una larga barra con dos pesas de veinticinco kilos en sendos lados de ésta, amarrados a la vez, a dos sogas que iban atadas a una manta enrollada. Dentro de la manta había un cadáver totalmente descompuesto. Del bolsillo del pantalón extrajeron su carnet: se trataba de María. Tenía la sensación de haber nacido otra vez, pero en un mundo paralelo. No recordaba nada de su pasado. En aquel lugar no tenía nada ni a nadie. Todo en su mente era confusión. Difícilmente podía pensar, ni sentir. Estaba sola, pero no sentía la soledad, pues en aquel lugar no conocía la compañía; vagamente sentía la necesidad de estar con alguien, pero no echaba de menos a nadie.

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Desde su universo estuvo contemplando a su otro yo durante mucho tiempo, aunque ella no entendía el paso de éste; pues allí no existía. Sólo en aquel momento, su mundo cambió. Todo comenzó a tener sentido. Se apartó de su otro “yo”, cuando en el otro mundo sacaban su cuerpo que yacía en el agua. María comenzó a sentir. Sentía el amor a sus padres. Descubrió la sensación de paz en aquel nuevo mundo donde apareció tan perdida y confusa; y dejando aquel escenario fue desapareciendo con una sonrisa angelical.

La noche del 22 de diciembre, los cuatro quedaron para cenar en aquel restaurante de Los Remedios. –Brindo por la alegría y la amistad –dijo Octavio. –Me gustaría brindar por la paz en el mundo, pero creo que es una mariconada y por supuesto una utopía. Así que… por nosotros –alzó la copa, Ángel. –Bueno, a mí no me habéis dejado nada –intervino Óscar–. Por nosotros. Pedro miraba hacia el otro lado, al fondo del comedor, observaba al juez Jiménez. Alzó la voz de forma exagerada. Su brindis se oyó en todo el comedor: –¡Yo brindo por algún meteorito, haber si aterriza en el Congreso de los Diputado, en un pleno extraordinario, y se lleva por delante a todos los políticos y demás hijos de puta que hacen las leyes! Todos los comensales allí presentes silenciaron su educado murmullo. No se oía una mosca. El juez Jiménez no se inmutó por aquel comentario. Estaba en su mundo manteniendo una gran sonrisa que destacaba entre todo el gentío, quizá, motivada por una suma extra de un dinero deshonroso. –¡Ah! Y por nosotros –terminó el brindis, con voz suave. Los cuatro se miraron y comenzaron a reír. Tras la cena, Oscar y Octavio se marcharon. Ángel y Pedro caminaron hasta el coche. –Bueno. Otro año más. Otra vez navidad, otra vez solo –se entristeció Pedro. –Te propongo un plan, Pedro: te vienes a mi casa esta navidad, con mis hijos, a casa de mis padres. –No se, Ángel… –Pues claro que sí. ¿Acaso crees que te voy a dejar solo? Sería lo justo ¿no? Tú me has dejado el Camaro y yo te presto a mi familia –bromeó. –Suena bien –dijo sonriendo, apunto de soltar alguna lágrima. –De hecho –se sinceró Ángel–, quiero que seamos tu familia Aquella madrugada, el juez Jiménez apareció muerto, con la cabeza totalmente vuelta del revés, al lado del carril bici, en la Av. República Argentina. El misterio de Sevilla 2 hizo que se corriera la voz en todas las cárceles. Se dice por ahí que en algunas prisiones, los guardias de la entrada principal creen haber oído el timbre de una bicicleta, muy cerca de ellos. También en Madrid, muchos transeúntes han asegurado escuchar algunas noches, alrededor del Congreso de los Diputados, aquel sonido, muy cercano a ellos, pero no han visto a nadie; un timbre de bicicleta… dos veces

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II

EN EL LÍMITE DE LOS SUEÑOS La cena fue exquisita. Aquella noche de navidad, Ángel puso toda la carne en el asador; se lució en el arte culinario en casa de sus padres. Nada de la típica y monótona cena de siempre: sopa de picadillo, carne rellena… En fin, y un poco de chacina y langostinos; lo de siempre. Esta vez le dejaron a él. Aunque no habían muchos para votar por el menú, u oponerse a su idea. Sólo serían seis a comer: sus hijos, sus padres y Pedro. Por sus padres no había problema. Su madre comía poco y su padre engullía sin degustar. Lo mismo le ponías un plato de garbanzos a cualquier hora, que un plato especial digno de “un cinco tenedores”; todo le iba a saber a comida “para alimentarse”. De primero fue: pato a la naranja con menta sobre una cama de albahaca, acompañado de un Ribera del Duero gran reserva. Después, dorada al horno con limón y eneldo, en compañía, por su puesto, de un Barbadillo. Luego vino el postre: tarta de chocolate y fresa, y para rematar, un par de copas de Chivas 24; donde culminaron aquella noche navideña. Ángel y sus hijos se marcharon temprano a casa, sobre las doce; andando, por su puesto. A él no le gustaba coger el coche cuando bebía. Sin embargo, Pedro Gallardo se fue como los príncipes, pero en vez de una carroza tenía un Camaro; no le preocupaba si la Guardia Civil le paraba; tenía influencia. Ángel sintió de nuevo, esa sensación de “no tener”, cuando escuchó el zumbido del motor de aquella maravilla. Después, mientras caminaba hacia su piso, y mirando a sus hijos, recordó cuando él era niño;

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la navidad y la magia que contenía. Recordó cuando no tenía más de ocho años, que un cinco de enero, y dejándose llevar por sus sospechas, miró en el fondo del armario de sus padres. Y efectivamente, los Reyes Magos no existían; eran sus padres. Al día siguiente, en el almuerzo y tras haber disfrutado jugando con sus juguetes, guardó silencio. No se comportó como el típico niño listillo, demostrando que “descubrió el pastel”. No dijo nada, para que sus padres no perdieran “la ilusión”. Aquella noche pensó que podía poner su magia en práctica, experimentar. Empezó a escribir un cuento para los niños. Les prometió que lo haría el viernes. Sobre las dos de la madrugada, aprovechando que ya se habían dormido, se fue a su habitación con el bloc y el bolígrafo y comenzó a elaborar la historia. Pero apenas le dio tiempo de escribir el título: En el límite de los sueños, y poco más. Sus ojos dijeron que ya no podían más. Se dejó llevar por el cansancio, pero no sin antes mentalizarse de lo que quería intentar: controlar el sueño para estar con ellos; pero también tenía en mente el argumento de la historia que iba a escribir, y comenzó a soñar: Aquel lunes me levanté con la ropa puesta, porque curiosamente, me había quedado dormido sin desvestirme; estaría destrozado. Llevé a los niños al colegio, y luego aproveché para dar un paseo con X, nuestro fiel perro; un pastor belga. Y como tenía bastante tiempo libre –ya que estaba de vacaciones–, decidí ir lejos, fuera de la ciudad, a una zona boscosa desconocida para mí; jamás había ido por allí. Una vez dentro pude ver que estaba habitado. Había casas de madera y huertos. Solté a X para que corriera un poco mientras yo seguía caminando. Un hombre apareció de entre un grueso árbol y altos matorrales, y se incorporó al camino. X fue hacia él, y el desconocido empezó a acariciarlo, mientras X se revolcaba en el suelo y se quedó boca arriba, esperando que aquel hombre le regalara unas cosquillas. Yo no entendía cómo un perro tan serio, que no se acercaba a nadie, pudo tener ese rápido y afectivo vínculo con un desconocido. –¡X, ven aquí! –Le ordené. –No te preocupes, es un buen perro –dijo aquel hombre que estaba postrado junto al perro. Luego, tras dejar de satisfacer el capricho de X, se levantó y se presentó: –Qué tal. Me llamo Gaspar. –Hola, yo soy Ángel. ¿Vives por aquí? –Sí, tengo una casa por aquí. –Es un buen lugar: naturaleza, tranquilidad… –Sí. La verdad es que me siento muy bien aquí. Cuando salgo del hospital, vengo directamente sin entretenerme en ningún otro sitio, deseando disfrutar de toda esta belleza y tranquilidad. –¿Eres médico? –Sí, algo así. ¿A qué te dedicas tú? Claro, yo no tenía mucho que decir de mí, ya que no pasé de los estudios básicos. –Yo tengo una carrera, bueno tres –él se quedó extrañado mientras fruncía el entrecejo, y yo proseguí con mi extraño currículo–. Soy licenciado en “auto análisis mental” y geografía nacional, que son dos ramos dentro de la principal; soy “ingeniero de la quinta rueda”. –¿Qué es eso? –preguntó sorprendido. –Está claro, soy camionero –dije, pero sin haberle sacado ni una leve sonrisa a Gaspar, por mi ridículo chiste. –Yo me dedico a la psiquiatría. Pero ahora estoy en la unidad del sueño, donde atiendo, o mejor dicho, vigilo a niños que están en coma. Le comenté que sentía curiosidad por el campo de los sueños: que cuando soñaba, sentía una gran ansiedad por hacer lo que a mí se me antojara. No quería que siguiera su curso normal, quería cambiarlo a mi antojo. Es como si sintiera algún tipo de poder o fuerza extraña que me permitía controlar el argumento del sueño; como si de una película se tratara. Enseguida y muy profesional, me contestó: –Podría ser, que en tu vida, tengas alguna inquietud y al no resolverla, te esté estresando. Y cuando más tranquilo estás –en este caso durmiendo–, te asalta esa ansiedad, quieres controlar tu vida dentro del

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sueño; es un desahogo. Pero lo que me has dicho del control del sueño, es extraño; un caso nada común. Si quieres, algún día podrías pasarte por mi casa; aquella que ves al final, y podría hacerte algunas pruebas. Tendrías que venir con tiempo suficiente porque habrá que dormirte, y nos podríamos alargar un poco. –Bueno, dame tu número de teléfono y en cuanto pueda, un día de estos quedamos y lo hacemos –me dio su tarjeta y nos despedimos. –Encantado de conocerte, Gaspar. Por cierto, ¿Me vas a hipnotizar? –Sólo si te portas mal –dijo bromeando, y continuó aclarándome–: pero quiero que pienses, que a veces las cosas no son lo que parecen. Puede que estés perdido y no sepas cuál es tu sitio. Esa misma noche, y casualmente, tuve un sueño donde me perseguían todo tipo de seres raros. Yo corrí y corrí, y al final caí por un barranco. Después desperté, pisoteado por X. A veces tenía la sensación de que X percibía algo, ya que en varias ocasiones y antes de sufrir en alguna pesadilla, estaba él para rescatarme; me despertaba. Antes de entrar en el cuarto de los niños, escuché a mis hijos: –¡X, buenos días! –“Qué extraño, los niños se han despertado antes de lo normal”. ¿Ya os habéis despertado? ¿Cómo es posible? –Ha sido X, que se ha subido en mi cama –dijo Ángel. –¡Y en la mía también, papi! –Bueno, es bastante raro, porque X sólo me despierta a mí; pero mejor para todos, ¿verdad nenes? Es de gran ayuda, ya que, si algún día me quedo dormido –y continué bromeando y con mucho misterio–: siempre estará en guardia… ¡Super X! ¡El despertador canino! –Actué mientras cogía en brazos a Felisa y ellos reían. Aunque pesara poco, sentí una pequeña molestia en la espalda. Algo que se me notó en la cara. Felisa se dio cuenta: –¿Qué te pasa, papi? ¿Por qué tienes tan mala cara? –¿Me estás diciendo feo? –Le dije bromeando y restándole importancia a aquello, mientras le hacía cosquillas. –Bueno, papá. No es que seas muy guapo –intervino Ángel, con mucho cachondeo. Entonces solté a Felisa en la cama y me dirigí hacia él con los brazos en alto, arqueados y las manos colgando; e hice una mueca monstruosa: –¡Sí, soy feo como un monstruo, como el de mi pesadilla, y ahora te voy a comer, Ahh! Empecé a hacerle cosquillas por todo el cuerpo, mientras él se meneaba de forma incontrolada, gritando y riendo: –¡No, cosquillas no!.. A los pocos días quedé con Gaspar para hacer aquella prueba. –¿Qué tal, Ángel? –¿Qué me vas a hacer? –le pregunté un poco nervioso. –Primero te voy a dormir con ayuda de una pequeña dosis de sedante, para probar; ya que son las diez de la mañana, y no lo vas a conseguir de forma natural porque estás descansado. Además, tengo aquí algo milagroso que te ayudará a concentrarte más en el sueño. –¿Qué es? –pregunté extrañado. –Esto es una planta que pocos botánicos conocen. De hecho, la tienen catalogada como una especie más, pero no saben de su utilidad. Nosotros la analizamos y comprobamos sus efectos como potenciador del sueño; no para dormir, sino para soñar. Actúa directamente en el subconsciente aumentando la capacidad del sueño. Aunque esto sólo pudimos comprobarlo mediante las máquinas que las analizan, y todo, sólo con una infusión. Pero ya basta de tanta cháchara, que empezamos. Me tomé el sedante y la infusión de aquella planta tan rara. Me eché en la cama y me coloco todo el cableado: tensión, pulso, etc…Por el reloj que tenía frente a mí, vi que apenas pasaron cinco minutos. Cerré los ojos y perdí la conciencia rápidamente.

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Comencé a soñar. Estaba en un bosque, caminé tres o cuatro pasos, y apareció un oso que empezó a perseguirme. Sin vacilar, me subí a un árbol con pensamiento de esperar hasta que él se fuera. Pero después pensé: “¡venga ya! Sólo es un sueño. Voy a bajar y le voy a decir cuatro cosas a ese oso”. Salté al suelo, y me puse frente a él. Le miré a los ojos. Noté algo distinto de los otros sueños: la sensación era, como de más realidad, y me sentí con más convicción de control. Pero, apenas terminé de descubrir todas esas sensaciones nuevas, cuando el oso se abalanzó sobre mí, dándome un zarpazo. Desperté medio adormilado por el efecto del sedante y observé que apenas había pasado media hora. –¿Qué? ¿Cómo ha ido? ¿Has notado algo especial? –Preguntó Gaspar, mientras me quitaba todos aquellos instrumentos. Y al levantarme, noté un pequeño dolor en el brazo izquierdo. Miré y descubrí algo increíble; tenía marcas parecidas a arañazos. Yo me quedé frío, porque era consciente de lo que estaba ocurriendo. –¿Qué te ocurre, Ángel? Te has quedado como una estatua. –Hace unos días, soñé que me precipité al vacío desde un barranco. A la mañana siguiente, noté un poco de dolor en la espalda. –Bueno, ¿qué quieres decir con todo eso? No me has dicho que te pasa ahora. –¡Mira esto, Gaspar! –Le contesté, apartando la mirada de la nada, ya que estaba alucinando, y mirándole a los ojos le enseñé el brazo. –¡Oh, te has hecho daño! –Exclamó preocupado–. Seguramente te habrás golpeado con alguna parte de la cama –que yo no he visto–; porque de vez en cuando he apartado la mirada para comprobar tu reacción en los monitores. –¡Que no, Gaspar! ¡Mira esto bien! He soñado con un oso, me ha atacado y esta es la señal de un zarpazo. Gaspar giró la cabeza de un lado a otro. Se acercó a la cama buscando algo. Y entre su comportamiento nervioso y mis ansias por saber cómo digerir todo esto que me estaba pasando, perdí un poco los estribos. –¿Qué estas buscando? ¡Me estás poniendo nervioso! Noté en su actitud una mezcla de incredulidad y falta de control profesional. Algo que me extrañó, ya que era psicólogo y trataba el campo de los sueños. –Algo con lo que te hayas golpeado. –¡No hay nada! ¿Es que no lo ves? Ha pasado. –En todos los años que llevo tratando el sueño y la mente, no había visto nada igual. Ahora entiendo lo que me has comentado sobre ese dolor en tu espalda después de aquel sueño –decía mientras alucinaba, y continuó–, ¿tú sabes que significa esto? –Sí, pero no; quiero decir, bueno… estoy tan asombrado como tú, pero esto me está ocurriendo a mí; estoy confuso. –Esto quiere decir, que tienes el don de traer lo irreal hacia lo real. Me refiero a que has pasado de la frontera de lo inimaginable, y esto cuando lo desarrolles más, podría convertirse en algo poderoso, y a la vez peligroso. Esto no debe saberlo nadie. La planta te ha potenciado, pero, éste don o poder, ya lo tenías antes. Si hay resultados físicos y a la vez controlas el sueño, yo creo que entrenando tu imaginación podrías hacer grandes progresos. –Entonces, dame más de esa planta para esta noche. Probaré, haber que pasa. –Bien, pero no vayas a poner mucha cantidad, porque no sé qué reacción podría tener. Aquella noche, los niños decían que X había estado en lo alto de sus camas y había soltado muchos pelos. Así que me lo imaginé: –papá, ¿podemos dormir contigo? –¿No sois ya mayores para dormir con vuestro padre? –pregunté con seriedad. –¡Sí, pero es que X!... –insistió Felisa. Y como era un poco tarde para limpiar la cama, accedí–. Bueno, pero no os valláis a acostumbrar, así que, cada uno a un lado de la cama. Me tomé la infusión, y ya en la cama dijo Felisa: –papi, dame la mano–. Una costumbre de pequeña, al igual que Ángel; aunque él ya era mayor para eso. Y dándole golpecitos en la barriga con la palma de la mano, le pregunté: –¿tú no querrás que te de la mano, verdad? ¿0 todavía eres un bebé?–, y apenas sin contestar se quedó dormido, y al poco tiempo Felisa; por supuesto, sin que se le olvidara su besito de

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buenas noches. Yo tardé un poco más. Dejé mi mano sobre el hombro de Ángel, y la derecha cogida por la de Felisa. Me relajé y noté algo extraño: durante unos instantes estuve pensando en soñar y apenas cerré los ojos, ya había pasado directamente al sueño. Había comprobado que resultó lo del contacto físico con los niños; ya que aparecimos los tres juntos en el sueño, y lo más curioso es que también estaba X. Seguramente formaría parte del “guión” que gobernaba el sueño. Aunque me extrañaba, porque la situación la había provocado yo. Aunque cabría la posibilidad de que X se montara en la cama instantes antes de quedarme dormido; habiendo tenido contacto con nosotros. En la escena estábamos rodeados por un paisaje casi desértico, con montañas a lo lejos y algunas nubes. –Qué paisaje tan extraño –dijo Ángel. –Papi, ¿vamos a dar una vuelta por aquellas montañas? –Propuso Felisa. Y yo, consciente de los dos mundos y de lo que podía hacer, asentí: –bueno, está muy lejos, pero podemos llegar ¿verdad nenes? –¡Claro que sí! –Dijeron con energía Anduvimos un rato y Ángel animó para hacer una carrera. –¡El último es tonto! –Comenzó a correr, Felisa y yo detrás. –¡Papi, yo no puedo correr tanto! –¡Que sí campeona, que tú puedes! Ella empezó a coger velocidad, adelantándome, y antes de alcanzar a su hermano le grito vacilando. –¡Nené, que te voy a ganar! –y él se picó. –¡Pues, veras ahora! –Y corrió más rápido, y poniendo los brazos en alto dio un gran salto y comenzó a volar mientras reía–, ¿a que ahora no me pillas, Felisa? –¡Vamos a por él, nena! –La animé y la agarré de la mano. –¡Sí, papi, que nosotros podemos! –Me miró convencida y sonriente. Y de un salto, juntos comenzamos a volar. Al cabo de un rato la solté de la mano. –¡Ahora tú sola, nena! –le alcanzamos y no colocamos en línea, como los aviones caza. –¡Vamos más rápido, quiero sobrevolar las montañas! ¡Haber si me cogéis! – les reté mientras aumentaba la velocidad y me alejaba. –¡Espera, papá! –¡Tenéis que volar más rápido! –Insistí. Pero claro, ellos estaban bajo el control del sueño, o parte de él. Así que volví a por ellos para comprobarlo. Los agarré de la mano y me los llevé a toda velocidad. Les solté y les animé –¡venga, que os suelto! ¡Vosotros podéis campeónes!–. Nos divertimos mucho, sobrevolando las montañas a gran velocidad, haciendo muchas piruetas, riendo y gritando eufóricos. Al pasar la montaña más alta, Ángel observó un gran arco iris en el horizonte. –¡Mira qué arco iris más grande, papá! ¡Vamos a verlo! Y acelerando como si de un avión supersónico se tratara, se alejó a una distancia considerable, por lo cual, entendí que no estaba bajo el control del sueño en sí, sino que lo hacia por propia voluntad; ya que yo no le ayudé. Pero no era el único. Me adelanté dejando a Felisa atrás y la puse a prueba –¡vamos nena, que te quedas atrás!–, y ella, frunciendo el seño y poniendo cara de velocidad, aceleró hasta que conseguimos alcanzar a Ángel. Pudimos ver un poco de vegetación mucho antes de llegar a ese arco iris. De pronto me vino algo a la mente: –¡anda, hemos olvidado algo! –¿Qué, papá? –¡X, nos hemos olvidado de él! –¡Vamos a por él, a toda velocidad! –¡Esperad un momento, que ahora vuelvo! Ángel llamó su atención –¡GELGÜISA, donde vas, que tenemos que irnos!–, y ella bajó a la velocidad de un halcón peregrino, a la zona donde había vegetación. Al llegar allí apenas la veíamos, porque

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estábamos a bastante altura sobre las montañas. Y tan rápido como bajó, antes subió; como un cohete. Y claro, me lo tenía que haber imaginado. Me trajo una flor, era su costumbre. –Toma papi, es para ti. –Gracias, guapetona –y le di un beso, sonriendo. –¿Ya habéis terminado de hacer tonterías? –dijo Ángel con burla. –¡Vamos a por X! –y volvimos a alinearnos volando a toda velocidad. Pero antes de llegar a ver al perro, el sueño terminó. Por la mañana desperté antes que ellos. Mientras reaccionaba, noté algo en mi mano derecha. No tenía muchas ganas de levantarme. Cómodamente subí mi brazo hasta cerca de mi cara, y al abrir mi mano ocurrió algo que me quitó el cansancio y las ganas de estar echado en la cama. Ahí estaba la prueba, la que comentó Gaspar. Extraer de lo irreal, a lo real. Era la flor que me había regalado Felisa; era la segunda prueba física. Ángel despertó, y apenas sin poder abrir los ojos comentó el sueño. –Papá, hoy he tenido un sueño tela de chulo. Estábamos los tres: la hermana, tú y yo. Bueno, X también estaba, pero sólo al principio. En ese momento despertó Felisa con su típica estampa mañanera; con su rostro tapado por la melena. –Papi, yo también he soñado con vosotros. –Vaya, cada vez que yo digo… –se molestó Ángel, y yo intervine: –¡eah, ya empezamos! Vamos a hacer una cosa: Felisa me dice lo que ha soñado al oído, y yo lo escribo en un papel. Después, tú nos cuentas el tuyo, y comprobamos si coincide con el que me ha contado tu hermana. ¿Vale, nene? Él estuvo de acuerdo. Al contar cada uno su versión del sueño, me confirmaron lo que yo ya sabía. Había dado un paso más en mi gran descubrimiento. Una vez oído a Ángel, y habiéndolo contrastado con el de su hermana, le dije seriamente: ¿ahora qué, nene? ¿Recuerdas lo que te dije de por qué tu hermana no iba a soñar igual que tú? Además, habéis estado los dos en el mismo sueño. –Qué raro, y tú también estabas, papá –se sorprendió él. Y yo, como no quería que supieran lo que estaba pasando… Si esa información salía de allí, podría ser peligroso. Se trataba de un gran poder en desarrollo. –vaya hombre, y yo no he soñado nada. Qué lástima, porque hubiera sido muy divertido soñar los cuatro juntos ¿verdad? –Yo me hice el tonto. –Pues, te hubieras divertido mucho, papá, porque era un sueño “taco de chulo”.

Aquel día quedé con Gaspar en el hospital; ya que estaba de guardia y no podía salir, y yo no podía esperar al día siguiente. Era demasiado importante lo que había ocurrido aquella noche. Se lo expliqué con todo detalle, mientras le acompañaba a hacer su ronda. –Por lo que me has explicado, –y no quiero equivocarme con esto–, podría creer que tus hijos también tienen el don. Podría ser genético. Yo estaba de acuerdo con él, y era algo que me preocupaba. Si ellos se dieran cuenta demasiado pronto, no creo que pudieran guardar el secreto. Porque los niños… ya se sabe; y un descubrimiento como este podría ser peligroso si llegara a oídos de malas personas. Entramos en una sala grande donde había varios niños en sus camas. –Mira Ángel, estos niños son de los que yo me ocupo. Algunos llevan aquí más de un año. –¿Y todos están en coma por algún tipo de accidente, quizá? –Bueno, no. Sólo dos. Los otros cinco entraron en coma en sus casas, de forma misteriosa mientras dormían. Es como si de una muerte súbita se tratara. Todavía no sabemos las causas; ni nosotros ni los mejores médicos que han pasado por aquí. Es muy extraño, ya que no hay daños cerebrales ni otros motivos. En comparación con los otros dos niños que ves ahí y que están por traumatismo; estos cinco reaccionan de forma distinta. Me refiero a sus impulsos cerebrales. De vez en cuando, si lo ves en este monitor, suben y bajan de una forma bastante violenta. Es como si tuvieran pesadillas. No sólo están en coma, sino, que para colmo de males, están sufriendo. De hecho, ¿recuerdas aquel hombre del que te hablé? Que por cierto, estaba en esa habitación contigua que has visto antes.

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–¡Ah, sí! Ese que al parecer estaba un poco loco. –Exacto, pues bien: ese hombre tenía las mismas reacciones; esos altibajos que señalan estos monitores. Pero yo todavía no estaba aquí. Los anteriores médicos me explicaron que el despertar del coma fue bastante agresivo. Al parecer, esa entrada a la vida tan repentina le dejó secuelas psicológicas bastante notables. De ahí esa fama de “loco”. Habla de un lugar misterioso y añade de vez en cuando: “yo estuve allí”. –Es extraño lo de ese hombre. Pero después de lo que estamos descubriendo nosotros, no me parece que ese hombre esté tan loco. De hecho, tú podrías hablar un día con él, ya me entiendes, estudiarlo un poco para ver si sacamos algo interesante; porque yo creo que nos puede ser muy útil. –Bueno, quién sabe, algún día. Por cierto, y cambiando de tema, ¿tienes planes para este fin de semana? –No, nada especial –Es que he pensado que podríais venir a mi casa; tú sabes: naturaleza, barbacoa... Como esta semana no tenía pensamiento de viajar. –La verdad, sería buena idea. A los niños les gustará. Les encanta el campo, y seguro que también tu casa, con esa ubicación que tiene dentro del bosque. Llegó el viernes, que se presentó bastante agradable: sol, temperatura suave; lo típico de un día de primavera. A mediodía llegamos a casa de Gaspar. Bajamos las cosas del coche y le presenté a los niños: –Gaspar, estos son mis hijos. –¡Oh, qué niña más bonita! ¿Cómo te llamas? –Felisa, contestó ella con su gran sonrisa y personalidad. –¿Y este muchachote tan serio? –Ángel –dijo, mostrando un poco de timidez y meneándose de un lado a otro. –Muy bien. ¿Qué os parece si os enseño un poco esto y damos un paseo por el bosque? –Vamos, nenes –dije yo–. Por cierto, Gaspar, que se me olvidaba: Este es X. –Papá, ya se te ha olvidado dos veces –dijo Ángel, que andaba “acechándome”. –¿Dos veces, nene? ¿Cómo? –Repliqué bromeando. –Sí, una ahora y otra en el sueño que te conté. –¡Ah, claro nene, tu padre está tonto! –Yo creo que sí, papá –pero ahí estaba Felisa, al “quite:” –¡no, papá no está tonto! –¡Esta es mi niña! –Hice acuse de recibo y fui a por Ángel, en plan cara de monstruo y haciéndole cosquillas: –¿quién está tonto? –¡No papá, cosquillas no! Una vez terminado el show familiar, que divertidamente solíamos disfrutar, empezamos el paseo. Había bastantes árboles grandes y vegetación abundante. Apenas se veían los dos o tres caminos que allí se adentraban. X se adelantó alejándose, mientras Felisa se entretuvo recogiendo flores. Al cabo de un rato, X empezó a ladrar. –Qué raro. Este perro difícilmente ladra, es muy tranquilo –comenté extrañado. –Habrá visto algún conejo, o cualquier otro animal –dijo Gaspar. Mientras seguíamos caminando, Felisa se empeñaba en acabar con toda la flora que adornaba la orilla del camino. –Vamos nena, que te quedas atrás. –¡Espera papi, que estoy terminando! –¡GELGÜISA! –Gritó Ángel. –¡Nené, déjame, jopeta! –Se molestó ella, mientras venía hacia mí. –Toma papi, ¿Cuál te gusta más? –Esta tan rara, gracias guapa. –“Güenos mal” que he cogido de muchas clases para que cojas las que quieras –Ángel y yo, nos reímos: –¡Ja, ja! No se dice “güenos mal” sino menos mal, nena ¡ja, ja! –Gaspar se apuntó a unas risas también.

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Nos dirigimos hacia donde estaba X, entre la vegetación. Salimos a un camino ancho. X todavía ladraba y miraba a lo lejos. –¿Qué te pasa, X? ¿Qué has visto? –Mientras le daba unos toques cariñosos en el lomo, miré al frente, y en ese momento me quedé quieto y serio. Gaspar se percató. –Te has quedado como una estatua, Ángel. –Después te lo cuento –le dije con actitud de sospecha y mirándole con complicidad. No quería que los niños se enteraran. Así que, mientras ellos se alejaban un poco con X para jugar, aproveché para ponerle al corriente. –Gaspar, aquí está ocurriendo algo raro. Mi perro, como te he dicho, es extraño que ladre. Antes no me había preocupado, pero casualmente hay algo más. –Me estas poniendo nervioso, dime que pasa. –He tenido varias veces un sueño donde yo aparecía en un camino en el bosque, y de repente, en el camino, un monstruo que me persigue. Pues bien, ese camino, –y esto no lo vas a creer–, es igualito que este. Lo recuerdo casi con todos los detalles. O es mucha casualidad, o aquí hay algo misterioso. Yo descartaría lo casual, ya que X no se habría portado así sin motivo alguno; y sin embargo lo ha hecho aquí, en este camino. –Entonces, esto tiene que tener un significado –dijo pensativo y preocupado a la vez–. Claro, lo digo desde el punto de vista de lo que no tiene sentido en este mundo. Porque si somos realistas, aquí no está pasando nada. Pero por lo que ya hemos descubierto –algo que nadie creería–, sobre tu control en los sueños, me niego a ser incrédulo de que aquí esté pasando algo. –Gaspar, esto va más allá de tus conocimientos, ya que pertenece a un campo que ni siquiera sabemos si existe, o se ha estudiado. –Esto me da mala espina. Desconozco que puede significar, pero creo que será mejor que nos volvamos. –Pareces asustado, hombre del bosque –dije bromeando. –¡nenes, tenemos que irnos, traed a X! Mientras regresábamos por ese camino, X se volvía de vez en cuando, para ladrarle a no sé qué, o a quién. Yo sabía que los animales intuían o sentían cosas que los humanos no podíamos: terremotos, eclipses, etc. Pero esto no tenía nada que ver con todo eso. Llegamos al final de ese camino y volvimos en dirección a su casa, pero por otro lado paralelo al que llevábamos anteriormente. –¿Recuerdas que te dije que vivía por aquí aquel hombre loco? Pues mira, allí es, en esa casa que ves tan rara –señaló Gaspar. En el porche, cerca de la puerta, tenía estatuas de ángeles, o niños ángeles. Daba la impresión de ser una persona bastante extravagante; por su forma de adornar el exterior de una casa de madera, a la que todos eso objetos no le iban. Abrió la ventana, se asomó, y volvió a cerrar. No parecía muy sociable. Su actitud era acorde con su supuesto desequilibrio mental. Llegamos a casa de Octavio. Nos sentamos en el porche mientras los niños jugaban y la tarde se echaba. Cenamos y nos acostamos; los niños juntos en una cama grande. X se echó en el suelo, al lado de mi cama; estaba tranquilo. Era una noche estrellada con el típico sonido del bosque: búhos y otros pájaros nocturnos. Noté una sensación de tranquilidad. Tal era así, que apenas tardé en quedarme dormido. Comencé a soñar rápidamente. Ni siquiera tuve que relajarme, ni concentrarme para soñar. Parecía tener el control absoluto para acceder al mundo de los sueños sin apenas esforzarme. Aparecí con X en el mismo escenario: aquella zona montañosa, algunas nubes; y al fondo ese gran arco iris. No sabía adónde estarían los niños, o qué tipo de sueño tendrían. Así que hice otra prueba para ver hasta qué límite podría llegar mi poder: con los ojos cerrados me concentré en ellos y al abrirlos… pude confirmarlo. Venían andando desde lo lejos, hacia mí. Lo que demostró una vez más que tenía el control. –¡Hola papá! –Nenes, ¿qué hacéis por aquí?

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–Qué raro, papá. Estábamos la hermana y yo en una playa muy bonita, y de repente aparecemos aquí contigo, en tu sueño –dijo Ángel, mientras miraba a su alrededor extrañado–. En ese momento, no sólo reconfirmé lo anterior, sino que, también ellos eran conscientes de que no era normal. Si el sueño controlase con su guión, ellos no harían ese tipo de comentario, ni hubieran sospechado del cambio de escenario; simplemente se dejarían llevar por él sin más. Era el momento de llegar más lejos: –Haber, nenes. Vamos a jugar a algo divertido. –¡Bien! ¡Buena idea! –Exclamaron. –Tenéis que imaginar lo que queráis, cualquier cosa, o algo que os guste hacer. Y si lo conseguís, creo que lo vamos a pasar muy bien. –¡Yo primera, papi! –Saltaba Felisa impaciente. –Bueno, vale, ¿estás preparada? –Sí, ya empiezo. Ella se quedó pensando, pero como tardó un poco, Ángel se impacientó: –¡venga Felisa, estás tardando mucho! Ella miró a X, sonrió con cara de “diablilla” y cerró los ojos. –¡Ya lo tengo! –Y antes de abrirlos apareció en su mano una máquina esquiladora. Yo me quedé sorprendido –¡Papi, lo conseguí! –¿Qué vas a hacer con ese aparato? –Pues mira, papi. Entonces lo comprendí. Se fue hacia X y empezó a pelarlo. –¡Qué divertido!–. Añadió mientras reía. –¡Ahora yo! –Dijo Ángel, impaciente. Se concentró, y de repente… un gran mando a distancia aparece en sus manos. A su derecha, un deportivo, un Ferrari rojo casi a tamaño real y con el auténtico sonido de su motor. –¡Bien, qué chulo! –Lo habéis hecho muy bien –dije yo, mientras Felisa dejaba al cero a X, y él jugaba con aquel coche. –Ahora me toca a mí. Os propongo un juego para que lo hagamos entre los tres. -¡Venga, sí! –Exclamaron ellos. Hice que aparecieran tres aparatos tipo mochila. –¿Qué es eso, papá? –Esto nos lo colocamos en la espalda, salimos a volar, y cuando tiréis de esta anilla que tenéis a vuestra derecha, saldrá humo de colores. Haremos piruetas, y dibujaremos en el cielo. Aquello fue una gran idea; tanto, que soltaron cada uno sus aparatos, metiéndome prisas: –¡vamos rápido, que quiero dibujar ya! –Dijo ella, nerviosa. –Papá, ésta vez que no se nos olvide el perro. –¡Tú con nosotros, X! –Le ordené. Él entendió, mientras se miraba extrañado de cómo lo había dejado Felisa. Nos colocamos las mochilas, empezamos a correr todos al mismo tiempo, saltamos y… ¡arriba! Nos pusimos en formación. X iba por debajo de nosotros. Yo empecé a dirigir el juego. –¡Vamos a seguir recto, y cuando yo diga, tiramos de las anillas! Dibujamos haciendo piruetas, círculos, y todo en varios colores, dejando el cielo como un lienzo surrealista. Después, Ángel tuvo una idea: –Felisa, tú y yo vamos hasta el arco iris. Papá se queda aquí, y entonces, nosotros desde el arco iris empezamos a dibujar en línea recta hasta aquí; y papá se cruza por en medio en dirección al arco iris. –¡Sí, nené, y hacemos trenzas de colores! Y dicho todo esto, se dirigieron hacia el arco iris a toda velocidad, mientras X y yo esperamos a que llegaran allí. Lo curioso es que aquella zona no llegamos a verla en el anterior sueño, ya que tuvimos que volver a por X.Ya estaban bastante lejos, apenas se veían. Pasó un rato y los perdí de vista. Esperaba ver las bandas de colores, que sería la señal para empezar nosotros, y dirigirnos hacia el arco iris. Ya tardaban mucho y decidí ir a buscarlos, claro, si el sueño no se acababa antes. Nos íbamos acercando al arco iris, pero no les vimos. Era bastante extraño, no estaban; pero tampoco había nubes que evitaran verlos. Yo les llamé gritando:

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–¡NENES!! ¡ÁNGEL, FELISA! Era inútil, no contestaban. Así que decidí ir a buscarlos más allá del arco iris; porque seguramente lo atravesarían. –¡Tú aquí, quieto! –Le ordené a X. Volé a toda velocidad. A medida que me iba acercando al arco iris, las bandas de colores se ensanchaban más. Ya estaba apunto de atravesarlo, cuando de repente, choqué contra algo que no veía. El golpe fue tan fuerte que me despidió hacia tras, con la misma velocidad que llevaba hacia él, pareciendo una pelota de esas pequeñas, de goma dura. Al rebotar, llegué a acercarme hasta donde estaba X. Al instante, el sueño se terminó. Desperté boca arriba, y mientras bostezaba, dejé caer mi brazo derecho hacia fuera de la cama. Toqué a X, que dormía a mi lado, y sin dejar de mirar al techo, le hablé. –Buenos días dormilón. ¡Qué… sí que estas!–. Reaccioné. Noté su piel fina. Extraño, siendo un perro con bastante pelo. Y en ese momento, recordé. “¿estoy pensando lo que creo?” Me incorporé, y cuando miré a X… no salía de mi asombro. Frente a mí, tenía otra evidencia más de lo que estaba ocurriendo. X estaba totalmente pelado, y lo más increíble es que lo había hecho Felisa. Estaba confirmado, ellos también tenían el poder. Lo primero que se me pasó por la cabeza, otra vez, era que si ellos lo veían no habría secretos. Se enterarían de la verdad con las consecuencias que nos podrían acarrear a todos. Así que hablé con Gaspar para ver qué podíamos hacer, antes de que se despertaran. –¡Esto es… algo fantástico, grande, increíble! –Celebró Gaspar. –No hables tan fuerte, les vas a despertar –le dije susurrando. –Haber, déjame pensar… ¡ya lo tengo! Le podíamos decir que mientras ellos dormían, tú decidiste que había que pelar a X; ya sabes, por lo del calor y todo eso. Además, en la finca de atrás hay ovejas. Le pediré al pastor que me deje la esquiladora, para que ellos lo vean, y puedan contrastar la casualidad del sueño con la realidad, y así no se extrañarán tanto. –¡Muy buena idea, Gaspar! Veo que has hecho los deberes. ¿Pero has pensado que mis hijos no son tontos? ¿Van a creer que yo voy a tener ganas de pelar al perro en plena madrugada? –Le dije medio en serio. –Pues, ya sabes, haber si aprendes a hacerlos tú también –replicó en forma de broma sarcástica–. No creo que ellos se levanten muy temprano, por lo que sería razonable que te hubiera dado tiempo de esquilarlo. Ya eran las nueve y media de la mañana. Normalmente, ellos se despertaban sobre esa hora. Decidí dejarlos un rato más, mientras desayunaba con Gaspar. Él propuso una excursión a través del río. A mí me gustó la idea, así que resolví despertar a los niños; ya que era tarde para hacer los preparativos. Mandé a X a que los despertara, aunque Gaspar se opuso: –Ángel, no creo que sea una buena idea que lo que primero que vean los niños, sea a X sin la pelambrera, ya que les chocaría demasiado el encontronazo de la realidad con lo que han soñado. Y todo lo planeado anteriormente, no serviría para nada. Es mejor que les despiertes tú, y les cuentes qué has hecho con el perro, para así prepararles el terreno desde el aspecto psicológico. Una vez más, acertó. Claro, era una cuestión de psicología, y ese era su terreno. Fui al dormitorio y actué como siempre. –Vamos campeones, que es tarde –les daba toquecitos suaves en la cara, mientras seguía insistiendo. –Venga, vamos, que tengo una sorpresa para vosotros. ¿A que no adivinais adónde vamos a ir? Normalmente, ese truco funcionaba; pero algo no iba bien. –venga, que nos vamos de excursión y es tarde. Que tenéis que desayunar. Aquello era extraño, tanto, que tuve que zamarrearles con una ligera brusquedad. No sé que estaba ocurriendo y ya empezaba a preocuparme. La verdad es que no se me pasaba nada por la cabeza del porqué los niños no reaccionaban. Mi preocupación llegó a más; les volví a zamarrear y les grité: –¡vamos nene, despertad! No reaccionaban, seguían durmiendo profundamente. Gaspar sí reaccionó, y desde el comedor vino corriendo: –¿qué pasa Ángel? ¿Y esos gritos?

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–¡No se que está pasando! Normalmente se levantan, o al menos se despiertan aunque sigan un poco más en la cama. Él se puso manos a la obra. Les hizo unas pruebas: les dio guantazos suaves en la cara mientras les hablaba, y al mismo tiempo habría sus párpados para observar sus pupilas. –Están bien: el pulso es normal, y la respiración, pero sus ojos delatan otra cosa... –dijo misteriosamente. Yo estaba demasiado preocupado y perdí un poco el control: –¡me quieres decir qué está pasando? –¡no sé, es como si estuvieran en trance! –Titubeó, como si no quisiera decirme la verdad. –¿Qué clase de trance? ¿Como el de los niños del hospital? –Le sonsaqué, intentando que fuera claro conmigo. Aunque él no quería asustarme, pero yo lo veía absurdo, ya que la preocupación estaba servida; mis hijos no reaccionaban. –Aparte de pelar Felisa al perro ¿qué más soñasteis? –Bueno, un poco de todo: volamos, nos divertimos… –y antes de contarle la parte del arco iris, me quedé callado y pensativo–, ¡un momento! Al final del sueño ellos se dirigieron hacia el arco iris y desaparecieron. Yo fui a buscarlos pero fue inútil, no pude atravesar el arco iris. –Está claro que sus mentes están en otro sitio. Esto no tiene ninguna explicación científica pero creo que ese arco iris podría marca una frontera, un límite entre el sueño y el más allá del sueño. Algo desconocido para el mundo, incluso para ti; aunque seas el único que podría saber más, gracias a ese poder que tienes. Yo propongo que vayas allí y lo intentes. ¡Busca algo, a alguien, una entrada! No sé, cualquier cosa. Además, creo que ya va siendo hora de hablar con ese extraño hombre. No vamos a perder nada, porque seguramente nos aportará alguna información coherente; ya que me parece que tuvo al- guna experiencia. Él decía de vez en cuando “yo estuve allí”, y la teoría de su locura empieza a perder peso. –Está bien. Pero tendrás que convencerle para que venga aquí a hablar conmigo. No quiero dejar a mis hijos solos. Sentí un vacío dentro de mí al decir: “dejar a los niños solos...” No pude entenderlo, ¿dónde estaban mis hijos? ¿Aquí, conmigo? o en realidad no estaban, y sí en el mundo del subconsciente dentro de un sueño, en otra “realidad”; atrapados. Me sentí impotente, sin saber que hacer. Pero sabía que ahora no podía derrumbarme; tenía que salvarlos. ¡Joder con el sueño! No me imaginaba que un sueño así me podía hacer sudar tanto como en las pesadillas que tuve tiempo atrás. Me sentía mal. Necesitaba ver a los niños para ver cómo estaban. Dormían tranquilamente. Tomé un vaso de agua y me volví a la cama. Tenía la sensación de haber tenido un sueño como otros. Pero recordé que me había propuesto controlarlo. No lo recordaba. Al pensarlo, me di cuenta de que no era ninguna tontería; que lo estaba consiguiendo. ¿O era obra del sueño que saliera así porque yo lo había pensado, y no porque yo quería dirigirlo? No sabia que pensar en ese momento. Sólo había una forma de saberlo. Me dormí otra vez. –¡Nené, ya hemos pasado el arco iris hace un rato! –¡Venga Felisa, vamos a empezar a dibujar! –Pero al dar la vuelta, algo pasó; el arco iris había desaparecido. –Qué raro Felisa, el arco iris no está. –¿Y qué vamos a hacer ahora? Miraron alrededor, pero no consiguieron ver ni rastro y perdieron el rumbo, aunque más al horizonte divisaron un paisaje con montañas, igual al que había antes de atravesar el arco iris. –¡Vamos por allí, Felisa!

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Se dirigieron hacia las montañas y bajaron. Pero algo extraño ocurrió: una vez allí, pisaron aquel terreno, se olvidaron de todo lo anterior y se limitaron a divertirse jugando. Ellos sabían que en el sueño podían jugar con su imaginación a lo que quisieran, aunque no eran conscientes de que podían controlarlo, que podían cambiar el argumento del sueño. –Vamos a jugar, nené. –¿Tú qué quieres hacer, Felisa? –Espera, que voy a pensarlo. –Ella tardó un rato en decidirse. –¡Venga Felisa! ¿No se te ocurre nada? Pues empiezo yo. –¡No, nené, que ya lo tengo! Cerró los ojos y… apareció una gran carroza de color rosa, con cuatro hermosos corceles blancos. Ella miró al hermano sonriendo: –¿te gusta nené? –¡Qué chulo! ¡Ahora me toca a mí! –No, espera, que todavía no he terminado. Mira esto. Actuó como una modelo, vacilándole un poco al hermano, se concentró y… la ropa que llevaba puesta se convirtió en un precioso traje de princesa; bonito peinado, sus joyas; y cómo no, la corona. Ángel se entusiasmó: –¡qué bonito! Pues ahora veras tú. Ella pensó que su hermano se iba a convertir en un príncipe, o un soldado de época, pero no fue así. Se transformó en alguien más alto, con grandes músculos, tirantes y pantalón corto; y además unas zapatillas de deporte con unos muelles especiales. –¡Anda nené, eso no pega conmigo! –Se mostró descontenta. –¿Tú no te has transformado en lo que has querido? –Replicó–. ¡Pues, a mí me gusta esto! Ahora, vamos a atravesar el bosque para ver que hay detrás. ¡Haber quién corre más! –¡Espera nené, que se me ha olvidado algo! –¡Gelgüisa! ¿Qué pasa ahora? Felisa cerró los ojos y… apareció el cochero. –¡Vaya hombre! ¿Por qué no lo llevas tú? –Exclamó. –Nené, es que yo soy una princesa –dijo, presumiendo. –¡Preparados, listos… ya! –Mandó mientras reía. –¡Rápido, cochero! –Ordenó con actitud autoritaria. Los caballos galoparon velozmente. Ángel comenzó a correr al lado, dando grandes zancadas. Los dos se miraban sonriendo. –¡Cochero, más rápido! El carruaje cogió más velocidad, dejando atrás a Ángel. –¡Ahora veras, Gelgüisa! –Él corrió más, a la vez que daba saltos altísimos cual gacela Thomson, por encima de la altura del carruaje. Atravesaron por un camino ancho entre los árboles durante un buen rato. Se acabó aquel camino que desembocaba en una gran llanura. –¡Mira Felisa, allí a lo lejos hay algo! –Pero entre el ruido de las ruedas, y los saltos, su hermana no se enteraba. Ella sacó la cabeza por la ventanilla de la carroza, gritándole: –¡Nené, no te oigo! ¡Deja de saltar! –El se puso a correr normalmente. –¡Que mires allí delante! –¿Qué será, nené? –¡No lo sé, tenemos que llegar! Felisa se tocó el peinado, y un poco molesta le dijo al hermano: –¡eah, nené, por tu culpa me he estropeado el peinado con el aire! –¡Ja, ja, ja! ¡Ahora pareces una bruja! Ella se enfadó, cruzándose de brazos y poniendo cara de diablilla. –¡No te rías, nené! –Y se le ocurrió una travesura: cerró los ojos y se transformó en un hada madrina. Mientras llamaba su atención para distraerle, a la vez señaló con su varita hacia delante. Hizo aparecer una pared de alpacas de paja y le llamó con una sonrisa burlona, desviando su atención.

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–¡Nené, mira en que me he convertido! ¿Lo ves? –¡Sí, Felisa! ¡Qué chulo! –¡pues ahora, mira delante tuya! –Vaciló, rematando la broma Apenas le dio tiempo a reaccionar debido a la velocidad que llevaba. Ángel se estrelló contra la pared, dio varias vueltas en el aire, y cayó al suelo. –¡Para, cochero! –Se dirigió hasta donde cayó el hermano con cara de buena –¡Nené, te has hecho daño? –Claro, en el sueño no dolía, pero a él sí le dolía su orgullo y comenzó a llorar. –¡Felisa, eres tonta! ¡Eso no se hace! –Mientras la daba un pequeño empujón, demostrando su enfado. –Nené, es de broma –dijo con un poco de pena, intentado restarle importancia. –¡Eso no son bromas! –Replicó él, mientras se secaba las lágrimas; que no formaban parte, sino, de su orgullo y no de un llanto sincero. Ya estaban cerca de aquel lugar. Era un gran recinto amurallado estilo castillo. Las murallas no eran muy altas y tenían dos grandes puertas de madera, un llamador de hierro en forma de cabeza de payaso, y un cartel de madera descolgado, donde se leía: “bienvenidos al castillo de los juegos”. Llegaron cerca de la puerta. Felisa preguntó al hermano: –¿qué pone ahí, nené? –¡Es un castillo de juegos! –Le dijo mirándola con sorpresa. –¡Bien, nené! ¡Vamos a entrar! Nené, ya no necesito la carroza –dijo presumiendo, antes de llamar. Hizo un gesto con su varita mágica, y la hizo desaparecer. Ángel agarró el llamador y golpeó tres veces. Se abrió la puerta poco a poco, chirriante. Cuando llegó hasta la mitad, se abrió rápidamente, de golpe hasta el final. Apareció de sopetón un individuo extraño; una mezcla entre arlequín y bufón, bastante feo: viejo y apenas superaba la altura de Felisa. Ellos se sobresaltaron al verlo. El arlequín dijo con voz grave: –Adelante niños, no temáis, podéis entrar. Bienvenidos al castillo de lo juegos. –Les invitó, haciéndoles una reverencia majestuosa. Una vez dentro, siguieron al arlequín a través de un túnel oscuro, saliendo al interior, donde había una gran plaza de albero. Más bien era como un coso romano, nada que ver con la entrada que, aparentemente, parecía un castillo, con la particularidad de que no había asientos ni público, pero sí un gran asiento al fondo del coso; en lo alto. Era de madera, con el cabezal tallado igual que el llamador de la puerta principal; era una cara de payaso. Aunque lo que impresionó más a los niños, eran otros niños que jugaban allí, cada uno con su imaginación: espadachines, magos, brujas etc… Dijo el arlequín, con su descompensada voz grave: –ya estáis aquí. Jugad un poco mientras recibimos al “Gran Payaso”. –¿Quién es el G.P? –Preguntó Ángel. –¿Que no sabes quién es el G.P? –Dijo el arlequín con tono misterioso. Él prosiguió sin apenas darle tiempo a Ángel a contestar: –¡es el jefe, el supremo de todos los payasos! Él se sentará en ese gran asiento para presidir el torneo de juegos. –¿Qué es un torneo? –Preguntó Felisa. Pero antes de contestar el arlequín, se adelantó Ángel: –Felisa, un torneo es como un campeonato de algo. –¡Muy bien, niño! Y en este torneo se valorará el humor y la inteligencia. Y terminando de hablar el arlequín, apareció el G.P. Era alto, unos dos metros y medio, viejo como el arlequín; aunque con una cara diabólica y misteriosa. El arlequín se puso frente a todos los niños, y dando la espalda al jefe, ordenó: –¡niños, parad de jugar y saludar al G.P! –Mientras, el arlequín se dio la vuelta, y miró a su jefe. Hizo una reverencia con el estilo que caracterizaba a un arlequín: –¡oh, Gran Payaso! –¡Oh… G.P! –Repitieron los niños, mientras él se sentaba en su gran silla. –G.P. –Continuó el arlequín–, los niños están preparados para el torneo, y además, tenemos a dos recién llegados. –Dijo el arlequín, mientras se frotaba las manos y ponía cara malvada. El G.P. comenzó a hablar.

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Pero, qué sorpresa se llevaron los niños cuando oyeron el sonido de su voz, que no hacía honor a un hombre tan grande: era una voz finísima, y parecía que hablaba una anciana. –Niños, vamos a comenzar el torneo. El que sea mejor en todo, tendrá el “Gran Premio” Todos se miraron entre sí, guardando silencio; excepto Ángel, que no podía contener la risa. –¡ja, ja, ja, pareces un pito! Continuó riendo y ocurrió lo inevitable: contagió a los demás niños, provocando una estampida de carcajadas despectivas hacia él G.P. Éste se puso serio, se levantó enérgicamente y golpeó con los puños cerrados los reposa brazos. –¡Basta ya, niños! Todos callaron menos Ángel, que tardó un poco más, pero por lo bajito. El G.P. con chulería, se dirigió a Ángel: –¡vaya, tenemos a un graciosillo! ¡Veremos si eres tan gracioso en la prueba de humor, así que comenzamos! –Mientras se volvió a sentar, e hizo una señal al arlequín para que comenzara el torneo. –Empezamos con la prueba de lucha. –Ordenó el arlequín. Cada pareja con su oveja: espadachines, otros volaban convertidos en superhéroes y Ángel siguió con su apariencia vigorosa, peleando contra otro al estilo de lucha libre. Felisa se retó con otra hada madrina. Ella conservaba también la transformación anterior. Utilizaron sus varitas, y jugaron al: piedra, papel, tijeras, haciendo aparecer las figuras entre ellas, en vez de utilizar las manos. Ángel dio un espectáculo demoledor. Ángel y Felisa superaron la prueba venciendo a sus contrincantes. Según el sueño, podía pasar cualquier cosa en ese escenario, pero ellos tenían todas las ventajas gracias al poder de control; aunque todavía no lo sabían. –¡Bien! ¡Vencedores de esta prueba… el musculitos y la hada! –Anunció el G,P. Ni el arlequín ni él, llamaban a los niños por sus nombres, sino: niños. –Niños, ahora pasamos a la prueba de inteligencia. La contrincante de Felisa soltó el rollo del abecedario y poco más. –Yo voy a contar un pequeño cuento, pero que no es un cuento –aclaró Felisa después, dejando con la incógnita a todos: “Era una niña muy avariciosa, y le gustaba hacer rabiar a las demás. Un día le dijo a su madre: mamá cómprame un helado. Se lo compró y empezó a comérselo. Pero quiso comérselo muy lentamente para que los otros niños la vieran con su helado, para presumir y hacerles rabiar. Pero el helado no aguantó, se derritió, no se lo pudo comer, se manchó el vestido, y para colmo: cuando los otros niños la vieron, fue el hazme reír de todos.” –¡Muy bien niña! ¿Y la moraleja es?.. –se quedó esperando la respuesta. –¿Qué es una moraleja? –Preguntó Felisa. –Bueno, es igual. Yo lo sé –contestó él, un poco decepcionado. –Bueno, yo creo que está claro quién son los ganadores. No hace falta seguir con las pruebas –aclaró el G.P. Pero Ángel insistió en hacer una gracia, y él accedió. Miró al G.P. y señalándole con el dedo, dijo riendo: –¡oh, Gran Payaso, eres tan feo, que en vez de dar risa, das miedo! Todos se rieron, pero el G.P. no se molestó esta vez, y le replicó: –vaya, te has empeñado en reírte de mí. Pero… ¿eso es todo? Tienes que extenderte más. –Ángel volvió a hacer otra de las suyas y se tendió boca arriba en el suelo. El G.P. se levantó de su asiento enfadado. –¿Pero, qué estás haciendo, niño! –¿No has dicho que me tengo que tender? –¡¡NO!! ¡Quiero decir, que tienes que extender tu vocabulario. –y la situación volvió a provocar la risa de los demás. El G.P. ordenó al arlequín que llevara a los niños adonde se encontraba el gran premio. –Venid niños. Os voy a llevar al sitio donde está vuestro premio. El arlequín les llevó por el pasadizo donde salió el G.P. y llegando al final, vieron un tobogán oscuro por dentro que no se veía donde terminaba. Ellos se pusieron contentos –¡Mira qué togobán más grande, nené!

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–¡Ja, ja! ¡No se dice togobán, sino tobogán! –Tenéis que entrar por ahí. Os divertiréis mucho, y al final del tobogán, tendréis más diversión. –¿Y cual es el gran premio? –Preguntó Ángel. –¡Ah, es una sorpresa! –Dijo el arlequín, con actitud malvada. –Vamos Felisa, tú primera. –¡No, nené! ¡Vamos a hacer el tren! –Entonces, yo voy delante y tú te agarras a mí. –¡Vale! Se sentaron en el borde y el arlequín les empujó sin avisar. Tenía bastante pendiente y empezaron a coger velocidad: –¡¡oh!! ¡¡Ah!!.. –La sensación de velocidad les hacía gritar, y lo más divertido era que no se veía nada con tanta oscuridad. Recorrieron bastantes metros. –¿Cuándo se acaba esto, nené? –¡No se, espera!.. ¡Allí al fondo se ve un poco de luz! Y ya, antes de acercarse a la luz, fue disminuyendo la velocidad. Se acercaron más y se pudo ver el final del trayecto. Era una boca de salida donde se podía ver el paisaje. Pero el final del tobogán estaba bastante más alto que el suelo. –¡Aquí se termina, Feli!.. –y antes de terminar de avisar a su hermana, cayeron al fondo, de culo. Ángel se molestó. –¡Jopé! ¡Maldito tobogán! ¡Casi me parto el culo! –¡Ja, ja, ja! ¡Qué divertido, nené! Mientras todo esto pasaba, se dieron cuenta de algo. Habían vuelto a su forma normal: ni él tenía músculos, ni ella era un hada. –Qué raro Felisa. Ya somos como antes. –Bueno nené, vamos a convertirnos en otra cosa. –¡Espera Felisa! ¿Te has fijado? Observaron que, aunque se veía el cielo y algo de paisaje, ellos no estaban fuera, sino dentro de una cúpula redonda. A su alrededor había paredes rocosas con oquedades. La parte de arriba estaba cerrada con una bóveda de cristal grueso, que cubría hasta el suelo, rodeando las rocas por detrás. –¿Dónde estamos, nené? ¿Y el gran premio? –No lo entiendo. ¿Será una broma? Cosas de payasos –contestó extrañado. Se oyó la voz de un niño que venía de entre aquellas rocas. –No es una broma –salió aquel niño y detrás, cuatro más. –A nosotros también nos engañaron. Decían algo sobre un gran premio, y desde entonces, estamos aquí encerrados. –Yo me llamo… bueno, a mi me dicen “Pelopincho”. –Y a mí me llaman “gordito,” y no hace falta que preguntéis por qué. –Dijo otro, con actitud introvertida. Felisa se rió. Y sin dejar que los demás se presentaran, Ángel preguntó directamente: –¿cuánto tiempo lleváis aquí? –No sabemos… mucho. Pero lo peor de todo es que tenemos que escondernos entre las rocas, para que no nos agarren esos “bichos asquerosos”. –¿Hay bichos aquí? –Preguntó Felisa. –¿Veis aquel agujero grande en lo alto de la bóveda? –Señaló Pelopincho–. Pues cuando viene el G.P. y el arlequín, los llama y entran por ahí. Son pájaros grandes, con cuatro patas y dos cabezas. Cuando están dentro nos atacan; pero hasta ahora hemos conseguido escondernos entre las rocas. Pasamos mucho miedo. –Tenemos que hacer algo, Felisa. –Propuso Ángel enérgicamente. –Vamos a transformarnos y salimos todos por ese agujero –propuso Felisa. –No creo que podáis. –Dijo gordito–. Nosotros lo intentamos muchas veces pero aquí no funciona. Y es bastante extraño, ya que cuando estábamos en aquel lugar donde se hizo el torneo de juegos, resultaba muy sencillo. Sólo teníamos que imaginar y nos convertíamos.

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Ellos insistieron. Cerraron los ojos, se concentraron… pero no era posible. Lo intentaron otra vez, y al instante se oyó una voz. Era el G.P. desde lo alto de la cúpula. –¡No os esforcéis, niños! ¡Aquí se acaba la magia de vuestros sueños! ¡No tenéis nada que hacer, así que a llorar! ¡Necesito que gritéis, que paséis miedo, ja, ja, ja! ¿A que ahora no eres tan gracioso, verdad, niño? –¡Maldito payaso! –Se enfadó Ángel Felisa cogió piedras y se las lanzó –¡toma, payaso feo!–, pero no podían atravesar el grueso cristal. El G.P. se agachó, y asomando su diabólica y fea cara a través del agujero de la bóveda, les dijo a los niños en un tono más bajo y a la vez misterioso: –por cierto, os quiero ver tristes a todos los que estáis aquí. Y para eso, nada mejor que refrescaros la memoria. ¿Os acordáis qué hicisteis, antes de entrar en el castillo de los juegos? ¿No? Se volvió a levantar, y moviendo sus manos, hizo aparecer una nube grande donde se proyectaban imágenes de todo lo que habían olvidado: el arco iris, y detrás de éste, todo lo que existía en sus mentes antes de atravesarlo. Gordito, Pelopincho, y los demás niños empezaron a llorar. Ángel y Felisa, apenas tardaron también. Y con los ojos inundados en lágrimas comenzaron a recordar: –¡Felisa…papá! –¿Dónde está, nené? ¿Y dónde está X? –Los dos se sentaron en el suelo uno frente a otro, y lloraron desconsolados, abrazados. Mientras, ella intentaba consolar a su hermano, dándole palmaditas cariñosas en la espalda. –¡No pasa nada, nené!.. Pasaron un par de horas desde que descubrí que los niños no reaccionaban. Gaspar convenció a aquel hombre para hablar conmigo antes de volver al mundo de los sueños y salvar a mis hijos. Aquel hombre nos contó que estuvo allí durante bastante tiempo, aunque allí, el tiempo no transcurría como en la realidad; ya que, sólo cuando volvió al mundo de la consciencia, y sabiendo la fecha, comprobó que habían pasado quince años. Aunque en tiempo real; porque en aquel mundo sólo era una sucesión de sueños donde el tiempo apenas corría. –¿Pero cómo salió usted de allí? ¿Cómo puedo entrar para recuperar a mis hijos? –Le pregunté rápidamente, porque estaba impaciente por saberlo todo, si es que podía servirme de ayuda lo que aquel hombre me contara. –No lo sé. Pero sí puede haber alguien que le pueda ayudar –contestó con la mirada perdida hacia la nada, como si estuviera en trance o incluso, pareciera que su mente estuviera todavía fuera de la realidad, allá en el mundo de los sueños. –¿Alguien? ¿Qué persona? –Yo sé que mucha gente me toma por un loco, pero cuando yo salí de allí, lo último que recuerdo era a unos niños con alas blancas. Eran cuatro y sólo los vi un momento. Desaparecieron y luego desperté. –¿Ángeles de la guarda? –Creo que sí –asintió Gaspar-, y después de todo esto que está ocurriendo, me lo creo todo. –Ahora entiendo por qué tiene usted estatuas de ángeles en el porche. –Cuando regresé a casa –continuó aquel hombre–, las encontré a pocos metros; cerca de un camino. Las recogí y las puse en mi porche. No sé… es una sensación extraña. Es como si fueran un talismán, y me siento protegido. Para mí significa mucho. Aquel extraño hombre cambió repentinamente el hilo de la conversación, mostrándose nervioso. –En ocasiones, cuando me quedo dormido me sobresalto y despierto pensando en que tengo que soñar y siento miedo de no salir de allí. –Su nerviosismo iba en aumento–. ¡A qué esperan! ¡Tienen que hacer algo ya! –Vamos Gaspar –le sugerí sin pensarlo dos veces–, ve preparando el sedante. Yo me voy a echar en la cama. Me tendí para relajarme mientras Gaspar preparaba aquella dosis que me iba a dejar dormido en el acto. Pero algo estaba ocurriendo: sentí una fuerza superior, la sensación de tener más potencia mental. Era como si el acceso a los sueños fuera tan fácil, que sólo tenía que desearlo… ¡y ya está! Era como un lazo

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de unión entre la realidad y el sueño, que me llamaba. Quizá, esa fuerza superior era gracias a que el otro punto de enlace se encontrara en la mente de mis hijos, que también me transmitían el poder. Sin más, confié en esa nueva sensación que acababa de descubrir. Cerré los ojos un momento, me concentré… y efectivamente. Fue algo rápido, fugaz. Sentía el poder de volver a mi antojo; tanto a la realidad como al sueño, tantas veces como quisiera. Ya no tenía nada que ver con “dormir”; dormir para poder soñar. Un requerimiento físico o un proceso mental por el que ya no tenía que pasar. La sensación de poder era tan grande que podía pensar al mismo tiempo en dos lugares: mi mente podía estar en el sueño y en la realidad; de hecho, pensé que Gaspar se quedaría asombrado al verme “dormido”, ya que no necesité de su ayuda. Me puse manos a la obra y me dirigí hacia el arco iris como un rayo. Volví a golpearme y reboté; pero insistí. Esta vez cambié la estrategia porque sabía que si me iba hacia él volvería a ser despedido. Recorrí el camino del arco iris hacia un lado para ver si encontraba algo distinto, una entrada, pero todo era igual. Así que cambié la dirección y recorrí el camino que llevaba el arco iris hacia el otro lado. Tampoco había nada que hacer. Ya no podía aguantar más la situación. Perdí la paciencia y descontrolado me aparté lejos del arco iris y me fui contra él, con toda mi “fuerza mental”. Reboté y lo volví a intentar otra vez, gritando: ¡¡BASTA YA!! ¡Es que no hay nadie que me pueda ayudar! El golpe fue tan brutal, que no solo fui despedido; me afectó tanto que llegué a caer al suelo, sin apenas fuerzas. Quedé tendido mientras pensaba que esto no podía estar pasando, y que alguna solución habría. Cerré los ojos para relajarme de aquella paliza, y cuando volví a abrirlos, observé que aparecía una luz brillante desde arriba, que se acercaba y se hacía más grande. No salía de mi asombro cuando comprobé que de entre aquella luz tan fuerte, iban apareciendo progresivamente, casi desde la invisibilidad y hasta manifestarse claramente, lo que aquel hombre decía: eran niños con pequeñas alas blancas. En ese momento sentí una paz interior, debido a la presencia de aquellos “ángeles”. –Es cierto que existís. ¿Vosotros sois los llamados ángeles de la guarda? –Sí –me contestó uno de ellos con voz suave–. Nosotros estamos aquí, y a la vez con vosotros en la realidad. Cuando dormís, para velar por vuestros sueños. –Enseguida me limité a lo que verdaderamente me interesaba: –¿qué puedo hacer? Mis hijos están ahí, detrás de ese arco iris, atrapados. –Aquí en los sueños, al igual que en la realidad, existe el bien y el mal. Nosotros estamos aquí para guardad el equilibrio entre los sueños y el más allá de los sueños. Ese arco iris limita estos mundos, pero el mal siempre está al acecho y hay veces que no podemos controlarlo todo. Nosotros no podemos pasar al otro lado, ni ellos a este. Nuestra magia y la de ellos no tienen poder fuera de nuestros mundos. Cuando los niños sueñan, y si por error se acercan al arco iris, el poder del mal los atrapa y se los llevan al otro lado. Todos los niños no ven el arco iris; sólo los que tienen el poder de controlar el sueño, y cuando lo ven, se dirigen a él por propia voluntad. Es una virtud que pocos humanos tenéis, pero ninguno sabe que lo tiene. Allí utilizan la imaginación de los niños, el miedo y los gritos para alimentar las pesadillas; que es de lo que están hechas. –Pero ellos tienen el poder –le aseguré yo. –Sí, pero algo no debe funcionar cuando no lo utilizan; ya que los que entran sin tener el poder, cuando les someten para fabricar pesadillas en algún lugar, les hacen perder la fuerza de la imaginación y no pueden jugar con ella. Pero a diferencia de los que tienen el poder, el mal no tienen nada que hacer. Sólo tienen que creer otra vez, ya que algo les impide utilizarlo. –Creo que sé cual es el problema –recordé en aquel instante. –Pues bien, habla, mortal. –Cuando descubrí que ellos tenían el don, no dejé que lo supieran. En la realidad, como tú bien sabes, existe el mal, y sería peligroso para todos que los malvados lo supieran. Por eso ellos no lo saben. Necesito que sepan la verdad, pero ¿cómo puedo entrar yo? Mis intentos han sido inútiles. –Sólo los niños pueden entrar. Rara vez entra algún adulto. Pero sí pueden entrar y salir los animales. A ellos no los necesitan. Puedes mandar a tu perro. –¿Y qué puede hacer X allí? –Seguro que algo se te ocurrirá –me contestó el ángel con mucha seguridad. –¡Tengo que irme!

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–¡Espera, mortal! Algo ha ocurrido aquí que puede alterar el curso de los sueños. –¿Qué ocurre? –Hay una puerta abierta en el límite de los sueños y eso podría ser fatal; ya que el mal podría salir y penetrar en nuestro mundo. –¿Qué quieres decir con todo esto? No entiendo. –Te lo explicaré: los humanos podéis hacer cualquier cosa con la imaginación dentro del sueño. Pero hay algo que ha cambiado el curso normal de los dos mundos. ¿Habéis hecho algo especial con vuestros poderes? –Pues, ahora mismo… ¡un momento! ¿Puede ser que mi hija arrancara una flor de entre las montañas aquellas y se materializara en la realidad? –Seguramente debe ser eso. Tienes que ponerla otra vez en su sitio; ya que esa puerta podría permanecer abierta demasiado tiempo. Hay otra cosa más: si esa flor se ha mezclado con algo de la realidad, al entrar en este mundo adquiriría algún poder mágico. Y dicho esto, me dispuse a despertar; consiguiéndolo de forma rápida. Me levanté de la cama rápidamente, sorprendiendo a Gaspar que me estaba observando. –¡Dios, qué susto! ¿Cómo has conseguido dormirte tan rápido? –No he dormido. Bueno ya te lo explicaré Ahora necesito tu ayuda. Quiero mandar a X al otro lado del límite para hacerles recordar a los niños. Pero ¿cómo podría yo?.. –Puedes ponerle en el collar alguna bolsa, o algo más fuerte para que no se escape y escribirles un mensaje. Por cierto, ¿qué tienes que decirles? –Deben saber la verdad sobre sus poderes. Ya que si no lo hacen, no podrán salir de allí; y sólo X puede pasar. Le até a X una riñonera, asegurándola fuertemente con el collar. Dentro metí una carta explicándoles todo. Me dirigí hacia el dormitorio donde estaban los niños, y del bolsillo de mi pantalón cogí aquella flor para enviársela también; Me paré frente a ellos. Les observé, recordando lo que me divertía con ellos, el momento cuando ella me regaló la flor en aquel sueño. Y postrándome ante ellos, con la flor entre mis manos, me emocioné, rociándola con mis lágrimas mientras les decía: “no os preocupéis hijos, vamos a sacaros de allí”. Me eché en la cama y llamé a X para que se pusiera a mi lado. Lo agarré fuertemente y nos preparamos para el viaje. –Buena suerte, Ángel –me deseó Gaspar, mientras yo levantaba mi pulgar derecho en señal de que todo iría bien. Cerré los ojos concentrándome, y de forma fulminante aparecimos los dos en el sueño, en ese escenario de siempre que ya estaba empezando a odiar; deseando que todo terminara y no volviera a verlo jamás. Volamos hacia el arco iris y al aproximarnos, paré y le dije: X, tienes que buscar a los niños. ¡Corre, ve a por ellos! Él entendió. Me miró y me correspondió ladrándome dos veces. Yo le ayudé un poco lanzándole contra el arco iris, y pude ver cómo fue atravesando aquella maldita frontera. Yo estaba esperanzado en que él sabría hacerlo bien. Una vez atravesado el arco iris, X continuó adelante sin saber hacia donde dirigirse. Sobrevoló aquel bosque, y siguió el mismo camino que los niños llevaron. Más adelante divisó aquel extraño recinto con apariencia de castillo. Al rebasarlo, pudo ver una gran extensión con muchísimas cúpulas semejantes a donde los niños estaban cautivos. Mientras tanto, los niños seguían asustados y tristes, sin saber que hacer. El G.P. apareció con su diminuto subordinado el arlequín. Y poniendo las manos en alto, gritó: –¡niños, ha llegado la hora de la diversión! ¡Adelante mis criaturas! Comenzaron a llegar aquellos pájaros raros. Los niños empezaron a gritar: –¡rápido, que vienen! ¡Vamos tras las rocas! –Dijeron Pelopincho y gordito. Todos los niños se ocultaron rápidamente. Aquellos pájaros entraron por el agujero de la bóveda y se lanzaron contra ellos, atacándoles. Los engendros arañaban con sus garras las oquedades entre las rocas,

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intentando alcanzar a los niños. Aquellos escondites apenas tenían profundidad siendo casi accesible a aquellos “bichos”, que en su intento por agarrarlos, y la cercanía de sus garras hacia ellos, iban provocando los gritos y el miedo de los niños. X escuchó los gritos y comenzó a ladrar, dirigiéndose hacia adonde provenían aquellos desgarradores lamentos. Aunque, entre tantas cúpulas, tardó un rato en dar con la correcta. X, no paró de ladrar, y al acercarse allí, los niños oyeron los ladridos que se mezclaban entre los fuertes gritos: –¿Felisa, estás oyendo? –¡Sí, es el ladrido de un perro! –¿Estás pensando lo mismo que yo? –Exclamó Ángel, esperanzado. –¡Nené! ¿Será X? –¡Sí, creo que es él! ¡Y vendrá con papá! –Añadió contento. X llegó a lo alto de la cúpula y cuando vio aquel macabro espectáculo ladró ferozmente y se introdujo por aquella cavidad. Los niños lo llamaron: –¡¡X, aquí!! –Aquellos horribles bichos vieron a X y le atacaron, hiriéndole y cayendo al suelo. Los niños gritaban y lloraban: –¡no, X! ¡Malditos bichos! Ellos aprovecharon cuando aquellas criaturas se alejaron un poco, y entre los dos consiguieron arrastrar a X hasta un hueco seguro entre las rocas para ponerle a salvo. –Papá no ha venido –dijo Felisa, desilusionada y triste. Ángel la miró sin saber que decir y al observar a X, vio la riñonera. Mientras, X se mantenía tranquilo; no sufrió mucho daño. –¿Qué es esto? –Abrió la cremallera, y cogió la hoja de papel escrita: “Nenes, soy papá: Tenéis que salir de ahí. Sé que podéis, pero antes tengo que contaros un secreto: ¿recordáis cuando soñamos juntos y jugamos con la imaginación? Bien, aquello no era sólo producto del sueño. Lo que yo no os dije, es que vosotros teníais un poder especial, igual que yo. Podéis controlar totalmente el sueño a vuestra voluntad. Si recordáis bien, tú, Felisa, pelaste a X con aquella máquina. Vosotros no pudisteis verlo porque no habíais despertado; pero quiero que sepáis que el perro apareció pelado de verdad. Lo que os quiero decir, es que, vuestro poder es grande, y me han dicho tras el arco iris que sea lo que sea lo que os esté reteniendo; no tiene nada que hacer contra vuestros poderes. Así que, ánimo, campeones; sólo tenéis que creer. Concentraos y venced al mal. Os quiere, papá. P.D.T. Ahí tenéis otra prueba. Es la flor que me regalaste, Felisa. Apareció en mi mano por la mañana (y tampoco os lo dije). Ahora tiene algún tipo de poder mágico que no sé cuál puede ser. Es muy importante que traigáis la flor de vuelta y colocarla donde estaba. Os espero al otro lado. Un beso”. –¡Tenemos que hacerlo, Felisa! ¡Nosotros podemos! –¡Venga nené, vamos a concentrarnos! –Está bien, Felisa, voy a hacer una prueba. Ángel cerró los ojos. Pensó diferente, su mente se independizó del pensamiento del sueño, tomando el control personal; y tocando a X con sus manos, se concentró… y se produjo el milagro. X se levantó meneando la cola, contento, ¡bien! gritó Felisa. Recobraron la confianza, la cual les dio seguridad. Estaban dispuestos a todo. –¡vamos a salir de aquí, nené! –Dijo eufórica. –¡Somos un equipo! ¡Chócala, Felisa! –Y comenzaron el “juego”. –Ahora verán esos “monstruitos” con alas, Felisa. Se concentró y se transformó en gigantesco león alado. Alzó sus alas y levantó el vuelo hasta cerca de la bóveda. Miró hacia abajo y rugió ferozmente a aquellos bichos. Se lanzó hacia ellos y salieron despavoridos mientras él le propinaba zarpazos a diestro y siniestro. Todos los pájaros salieron de allí,

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mientras los niños se quedaron atónitos. No sabían que estaba ocurriendo, ya que, Ángel se transformó mientras ellos se escondían en las rocas contiguas. Ángel volvió a su forma natural. Los niños quedaron todavía más asombrados, mientras uno de ellos balbuceaba; –¡Pe, pero! ¿Cómo es posible? ¡Aquí no podemos usar la imaginación! Ángel presumió un poco, recuperando el sentido del humor que le caracterizaba. –Tranquilo, Pelopincho, es una larga historia. Pero no os preocupéis, os vamos a sacar de aquí. Felisa recuperó notablemente sus ganas de bromear y se metió con él: –¿os habéis fijado lo presumido que es mi hermano? –¡Anda que tú! ¡Es que yo soy una princesa!.. –Replicó, imitándola. –Bueno, estamos perdiendo el tiempo. ¡Salgamos de aquí! –Dijo Ángel seriamente. –¿Y cómo lo vamos a hacer? No podremos entrar por esa cavidad. –Preguntó Gordito, preocupado por la desproporcionada diferencia entre la anchura de aquel agujero en la bóveda y su generoso volumen. –No tenemos mucho tiempo para pensar, así que… Volvió a transformarse. Esta vez eligió algo más especial: se le empezó a cubrir el cuerpo de una coraza metálica, en la cabeza un gran casco, y en la espalda, una especie de mochila, también metálica, con dos propulsores. Todos quedaron boquiabiertos ante tal transformación. –¡Protegeos tras las rocas! –Dijo, mientras ascendía como un cohete. Subió hasta la bóveda y golpeó con sus puños el grueso cristal, haciendo un gran agujero. Aquellos grandes trozos de cristal cayeron esparcidos por el suelo. El G.P. oyó el estruendo y apareció de repente gritando con su ridícula voz: –¡¡qué es esto!! ¡Qué está pasando! –Mientras tanto, Ángel volvió a bajar: –¡rápido, agarraos unos a otros, que os subiré antes de que el G.P. pueda impedirlo! Felisa, se envalentonó. –¡Yo voy a entretenerle! ¡Eh, tú, “payaso”! ¡Adivina, adivinanza! ¿Quién es el enemigo del payaso? –dijo con voz malvada, sin dejarle contestar, mientras se transformaba en una gran bruja fea–, ¡soy yo! ¡Y ahora verás! –Voló en su escoba haciendo círculos a su alrededor, dando vueltas y más vueltas, mientras él intentaba agarrarla. Ángel consiguió alejarse, llevándose a los niños bien agarrados. –¡Vamos Felisa, déjalo ya! –¡Ya voy, nené! Ella, antes de abandonar el ataque, se despidió de él a su peculiar forma “guerrillera”. –¡Ahí te quedas, payaso feo! ¡Y esto, de despedida! Se colocó frente a él, y girando bruscamente le arreó con la escoba en la cara. –¡Toma esto! –¡Ahh! ¡Malditos niños! –El G.P. se enfadó bastante. –¡¡GELGÜISAAA!! ¡Vamonos rápido! –Se impacientó Ángel. –¡Ya voy, nené! –voló hacia ellos. Agarró al niño del final haciendo una cadena. El G.P. hizo señales con sus manos y llamó otra vez a aquellos bichos. –¡A por ellos, que no escapen! Al verlos venir, los niños empezaron a gritar, menos los “héroes”; ya que sabían que podían contra aquellos monstruitos. –¡Felisa, sigue tú con ellos, que voy a refrescarles la memoria a estas “cosas”! –dijo Ángel, con mucha valentía. Y transformándose otra vez en aquel gran león alado, empezó a repartir zarpazos, consiguiendo que aquellas bestias desistieran en el ataque, y huyeron acobardados. Ángel volvió al otro lado de la cadena humana y volvió a su estado normal. Mientras se alejaban y sobrevolaban las otras cúpulas, oyeron a todos aquellos niños que gritaban; había muchísimos –¡Socorro! ¡Socorro!–. Pero eran demasiados y ellos no sabían que hacer. Ángel miró con pena a Felisa, mientras observaban cómo volvían a acercarse aquellos pajarracos. –No podemos hacer nada, Felisa. Si intentamos rescatarlos nos arriesgamos a quedarnos atrapados otra vez. –Y siguieron su camino hacia la frontera de los sueños. Mientras, X no paraba de ladrar a aquellas

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bestias que se estaban acercando nuevamente. Volaron a toda velocidad dejando atrás todo aquel “escenario”: el castillo de los juegos, el camino entre aquel bosque… Al cabo de un buen rato avistaron a lo lejos el arco iris. –¡Nené, mira! ¡Allí está el arco iris! –¡Bien Felisa, lo vamos a conseguir! –¿Qué es ese arco iris que tanto habéis nombrado? –Preguntó Pelopincho. Pero no había tiempo para explicaciones; porque entre la velocidad y aquellas bestias pisándoles los talones, hacían de éste, un mal momento. –¡Es un sitio de donde nunca teníamos que haber pasado! –Aclaró Ángel. –¿Cómo? –Preguntó nuevamente Pelopincho, sin entender nada. –¡Es una larga historia! –Sentenció Felisa. –¡Rápido Felisa! ¡Adelántate tú y coloca la flor en el mismo sitio de donde la cogiste! Ella dobló la velocidad, distanciándose de ellos en pocos segundos. En un instante la perdieron de vista, y atravesó el arco iris. Mientras, Ángel tiraba de los niños como si de una cometa con su cola pareciera. Consiguió alejarse de aquellas bestias, acercándose al arco iris. –¡Espero que mi hermana lo consiga! –Le dijo a los niños. Una vez atravesado el límite, llegaron cerca de aquellas montañas. Al instante vieron como Felisa salía de entre aquella vegetación, ascendiendo rápidamente, haciendo señas con el pulgar. –¡Lo conseguí, nené! –¡Bien, Felisa! –Miraron hacia tras, y esperaron para ver si dio resultado, vigilando que aquellos bichos no pasaran del límite. –Lo conseguimos, nené. No han pasado –todos lo celebraron contentos. –Bueno, amigos. Aquí acaba vuestro viaje –les dijo Ángel a los niños, dejándoles en el suelo. –Supongo que algún día nos veremos en cualquier sueño –dijo gordito, y todos se despidieron: –¡gracias por todo lo que habéis hecho! –Y diciendo esto, fueron desapareciendo. –¡Eh! ¡Ángel, Felisa! –¡Mira Felisa, es papá! –¡Papi! –¡Papá! –¡Lo habéis conseguido! ¡Bien, campeones! –Celebré, abrazándoles contento. –¡Papi, si supieras todo lo que nos ha pasado te ibas a asustar! –Papá, ¿sabes el qué…? Hemos luchado contra unos bichos muy raros, con un payaso gigante; y hemos salvado a unos niños que estaban encerrados con nosotros –intervino Ángel. –Sois unos valientes. Ahora tenemos que irnos y después me lo contáis con todo los detalles. ¡Venga, tenemos que despertar! ¡Nos vemos al otro lado! Desperté la mañana del domingo. Transcurrió un día y medio desde que los niños, el viernes noche, se quedaran dormidos. No esperé más y me levanté rápidamente, esperanzado en que ellos estuvieran fuera de aquella pesadilla. Gaspar estuvo esperándonos. Llevaba toda la noche vigilando nuestras reacciones. –Ángel, ¿ha salido todo bien? –En principio sí, claro, en el sueño. Gaspar sonrió adelantándome la buena noticia. –Hace una hora aproximadamente, he notado algunas reacciones en los niños: movimientos bruscos, sobresaltos… –¡Eso quiere decir, que…! ¡No esperemos más, Gaspar! Vamos a despertarlos. Fuimos deprisa al cuarto donde dormían. Les toqué a los dos en la cara. –¡Vamos nenes, despertad! –No se movían e insistí meneándoles un poco más. –¡Ángel, Felisa! ¡Despertad! –Al momento abrieron los ojos lentamente. –Papá, ¿Por qué me despiertas? –Dijo Ángel un poco enfadado, con los ojos medio cerrados.

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–Papi, yo quiero dormir un poco más. –Dijo Felisa, sin ni siquiera abrir los ojos; aunque no se veían porque su rostro estaba cubierto por la melena. Y yo, con una gran sonrisa, miré a Gaspar, asintiendo con la cabeza. –Está todo perfecto. Los niños espabilaron al oír la conversación. –¿Qué pasa, papá? ¿Por qué decís eso? –¡Porque estoy contento de veros por la mañana! Ángel, enseguida se despabiló y puso en guardia su sarcasmo infantil. –Papá, ¿sabes que eres un padre muy raro? –y yo, mirando a Gaspar y riéndome, le pregunté: –nene, ¿por qué dices eso? ¿Y el sueño de anoche? –Papá, eres raro porque dijiste: que cuando cogieras vacaciones ibas a escribir un cuento (cuando tú nunca has escrito nada…), haces cosas raras que otros padres no hacen; ahora, esto que dices del sueño… En ese momento comprendí que ellos no recordaban nada de lo que había ocurrido. –Entonces, ¿no recordáis haber soñado anoche? –Bueno, yo sí he soñado, papi. Pero no lo recuerdo bien –intervino Felisa. Gaspar me tiró del brazo y me sacó de la habitación. Me explicó, susurrando para que ellos no le oyeran, que podría ser una defensa natural del cerebro: el que hace que no recordemos momentos que causen daño o sufrimiento, protegiéndonos así. Yo pensé que sería mejor dejarlo como estaba, que siguiera siendo un secreto, por la seguridad de todos. Al día siguiente los llevé al colegio. Ángel me comentó que empezaba a recordar un poco más sobre lo que soñaron el día anterior; pero vagamente. –Nene, ¿recuerdas lo que dijiste ayer sobre: que era un padre “raro”? Pues bien, he decidido ser un padre normal. –Bromeé, refrescándole la memoria. –Pero, ¿cómo vas a ser normal, papá? Si ya lo eres… –contestó Ángel, riendo. –¡Ah! ¿Ahora ya no soy raro? –Bueno, sí. Un poco. –Sentenció, con burla y sarcasmo. –Bien, pues por eso. Como te he dicho antes, ahora voy a ser normal: cuando queráis que juegue a algo con vosotros, me pondré a ver la tele; si queréis ir a algún sitio, un parque, o algún centro de ocio, os diré: ¡no! Prefiero ir al bar, a tomar algunas cervezas. ¿Eso es ser un padre normal, no? –¡No, papá! –Dijo, suplicante y medio en broma; me conocía perfectamente. –¡No, papi! ¡Queremos que sigas siendo como hasta ahora! –¡Ja, ja, ja! ¿Ahora queréis al padre raro, no? ¡Ja, ja, ja! –¡Sí, papa, por favor! –Contestó Ángel, sobreactuando y con mucho cachondeo. Después de aquel buen rato, llegamos a la puerta del colegio donde ya esperaban muchos niños con sus padres a que el portero abriera la cancela. Felisa comentó que había visto por la ventanilla de un coche a un niño que conocía de algo; pero que no sabía de qué. Al momento, Ángel se puso hablar con otro niño que iba agarrado del brazo de su madre, y que apenas tenía fuerzas para mantenerse de pié. Tenía los pelos puntiagudos y su rostro era bastante blanquecino; pareciera que nunca había tomado el sol. Yo no recordaba haberlo visto por allí anteriormente. –Tu cara me suena. Te conozco, pero no se de qué –le dijo Ángel. Aquel niño comentó que a él también le pasaba lo mismo. Ángel empezó a recordar algo, vagamente. –Puede ser que nos conozcamos de otro sitio. Algún día lo recordaremos –aclaró aquel niño. La madre del niño estuvo pendiente de lo que hablaban. –Oiga, no sé cómo se pueden conocer, ya que mi hijo nunca ha estado en este colegio. Además, hasta que el médico no lo apruebe… –me comentó, extrañada y algo confusa. Aquella mujer rompió a llorar y continuó con dificultad:

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–¡Tiene que rehabilitarse, porque ha perdido masa muscular y apenas se puede mantener en pié! –Tras un silencio logró calmarse un poco, y continuó en un tono menos altivo-. Mi hijo entró en coma profundo hace un año mientras dormía. No se supo, ni aún saben el porqué. Ayer, de madrugada, me llamaron del hospital dándome la feliz noticia de que ya había salido del coma… –No se ponga usted triste señora, porque ya está aquí, y es razón para estar feliz, ¿verdad? Ella asintió con la cabeza, mientras se enjugaba las lágrimas. Los niños entraron en clase y yo me despedí de aquella mujer. Ángel volvió la mirada hacia tras en dos ocasiones; confuso con aquella conversación de los niños y su madre. De repente me quedé paralizado cuando algo me vino a la cabeza. Todo empezaba a encajar, como si de un puzzle se tratara: los niños reconocieron a dos; ellos dijeron que habían sacado de aquel lugar del sueño a cinco niños; y éste último con el que había hablado Ángel, estuvo en coma. No daba crédito a todo esto. Mi teléfono sonó. Era Gaspar: –¡Ángel, ha ocurrido algo increíble! ¿Recuerdas a los niños del hospital de los que yo me ocupo? Pues bien; no se sabe cómo, pero milagrosamente han despertado todos, casi al mismo tiempo. –Y yo, casi hipnotizado por aquella situación, absorto, le contesté aparentemente indiferente: –ya lo sabía, Gaspar. –¿Pero... cómo lo vas a saber? En ese momento comprendí por qué fueron aquellos niños del hospital los que salieron de aquel sueño eterno. Casualmente, no habían entrado en coma de forma “normal”, sino más bien, por alguna razón inexplicable y misteriosa. Ellos fueron elegidos para ser atrapados en aquella parte del sueño donde también existe el “mal”. –Ahora no puedo hablar, Gaspar. Después te llamo. –¡Pero…! –y sin dejarle terminar le colgué. A mediodía, recogí a los niños del colegio. Mientras caminábamos hacia la casa, ellos me comentaron que se estaban acordando de lo que soñaron aquel fin de semana, pero sólo pequeñas imágenes. Que era extraño porque sabían que había algo más y no conseguían recordarlo del todo. Yo me imaginaba que todo esto era a lo que Gaspar se refería sobre la parte del cerebro: que hacía que se les olvidaran los malos recuerdos. Un sistema de defensa natural que evita los sufrimientos. Al llegar a casa les dije que se fueran a su cuarto y que hicieran los deberes. Yo aproveché para llamar a Gaspar y comentar todo esto que había pasado. Cuando estábamos hablando de aquellos niños del hospital, ellos estaban detrás de mí, escuchando. Ellos empezaron a recordar. –¡Ahora me acuerdo de todo, papá! ¡Y tú nos has engañado! –Lo niños empezaron a encajarlo todo y se enfadaron. –¡Yo no… nene! –Intenté que se calmaran. –¡Sí, papi! ¡Tú sabías lo que pasaba y no nos dijiste lo de controlar el sueño! –Dijo Felisa, lastimosa. –¡Y lo peor es que hemos abandonado allí a muchos niños! –Intervino Ángel. –Nenes, si yo no os he dicho nada, era porque tenía miedo de que no guardarais el secreto; ya que se nos echarían encima: científicos, medios de comunicación… y no sólo eso; también existen personas malas que os podrían secuestrar para utilizar vuestros poderes y lucrarse. ¿Sabéis que tenéis un gran poder? Igual que yo. ¿Recuerdas el sueño aquel cuando pelaste a X, nena? –Si, papi. Me acuerdo. –Pues bien: aquel día tampoco pude deciros la verdad. –¿Qué verdad, papa? –Lo que hacéis en el sueño –proseguí–, se puede materializar en la realidad. Tú, Felisa, pelaste a X, y por la mañana podríais haberlo visto, sino fuera porque estuvisteis atrapados. Aun así, Gaspar y yo decidimos que tenía que parecer una casualidad. Y la flor que me regalaste, la tuve en mis manos al día siguiente. Os la mandé junto con la nota a través de X; para que recodarais y pudierais salir de allí. Estabais atrapados en el sueño. Estuvisteis sin poder reaccionar durante un día y medio. –Ahora entiendo porqué me resultaba tan raro tener la sensación de haber dormido más de lo normal, y creer que aquel día era sábado. ¡Papá, tenemos que volver a por los otros niños! –Acució Ángel.

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–¡No, nene! Puede ser peligroso y corréis el riesgo de no volver. –¡No, papi, podemos conseguirlo! –Insistió Felisa. Pero por mucho que me opusiera, ellos iban a hacerlo de todos modos; porque en la vida real, yo podía controlarlos, pero en el sueño, ellos tenían la misma “autoridad” y poder que yo. Una vez entrada la noche, se fueron a la cama más temprano, deseosos de hacer aquel peligroso viaje al mundo oscuro de los sueños. –Nenes, si os dormís antes que yo, esperadme allí; que aunque yo no pueda pasar al otro lado, os podré echar una mano. Tenía una mala sensación. Aquello me daba mala espina y ya estaba bastante asustado. Ojala no nos hubiera ocurrido todo esto, ya que había recuperado a mis hijos y no quisiera ni imaginar, que lo que ellos querían intentar pudiera salir malamente. Iba a ser la noche más larga de mi vida. –Nenes, cuando todo esto acabe, este fin de semana, vamos a hacer algo grande. –¿El qué, papá? –Preguntó Ángel con entusiasmo. –No os lo puedo decir. Es una “gran sorpresa” –acentué. –¿Lo prometes, papi? –Intervino Felisa, con su peculiar carácter “autoritario”. –Os lo prometo. Y ahora vamos a dormir y acabemos con esto cuanto antes. –¿Sabes qué, papi? Este diente de abajo se me mueve –me recordó Felisa. –Claro que sí, nena. Pero… si llevas dos años recordándomelo –exageré–, ¡haber si se te cae ya! –Dije bromeando. –¡Es que es una pesada, y me está rallando ya! –Dijo Ángel, mofándose de ella. –¡Yo no soy una pesada, nené! –Y como era de esperar, tuve que intervenir: –¡ya vale! Vamos a dormir. Después me fui a mi cama. Llamé a X para que se echara en el suelo, a mi lado. Dejé caer mi mano sobre su lomo para así tener contacto y llevármelo conmigo. Aparecí con X. Los niños me estaban esperando, ya que ellos tenían, como todos los niños, la facilidad de quedarse dormidos al poco tiempo de echarse en la cama. –¿Porqué traes a X, papá? –Preguntó Ángel. –Quiero que vaya con vosotros para que os ayude; por si las cosas se ponen feas. Os será de mucha ayuda. –Papi, es una buena idea, ¿verdad, nené? –Sí, pero yo tengo otra idea: ¿por qué no traemos a alguien más, que sea fuerte? –Bueno, ya estoy yo aquí para ayudaros, ¿no? –Sí, papa. Pero aquí; en el otro lado no puedes –aclaró Ángel. –¿Y a quién podríais traer? –Vamos a ver…–pensó Ángel. –¡Ya lo tengo, nené! Alguien fuerte y grande… ¿traemos a la prima Belén? –¡No nena! Si os lleváis a la prima Belén al otro lado, la pondréis en peligro. Podrían atraparla. Que nosotros sepamos, nadie más tiene el poder. –No te preocupes, papá. Estando todos juntos no le pasará nada –dijo Ángel convencido. –Está bien –consentí dudoso. Ellos se concentraron, cerrando los ojos y… Belén apareció a pocos metros, andando hacia nosotros; descalza, claro, era su costumbre. –¡Hola Belén! ¿Quieres venirte con nosotros? –Le preguntó Ángel. –¿Dónde vamos? –Vamos a vivir una gran aventura, y necesitamos tu ayuda –contestó Felisa. –Nenes, antes que os vayáis: quiero deciros que tengáis confianza en vosotros, y no tengáis miedo. Pero tened en cuenta que, en algunas ocasiones, una retirada a tiempo es una victoria. ¡Ah, que se me olvida! Nena, tienes que volver a coger la flor para que os la llevéis; ya que os podría servir. Como ya os dije en la carta, es mágica, aunque no sabemos todavía de qué forma. Pero no olvides ponerla otra vez en su sitio cuando vuelvas; ya que sería peligroso que la puerta permaneciera abierta demasiado tiempo. Se agarraron los tres de la mano dispuestos para el viaje.

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–¿Estás preparada, Belén? –¡Sí, primo! –Pues, ¡nos vamos! –Y alzaron el vuelo mientras se despedían. –¡Adiós, papá! –¡Tened cuidado, os espero aquí! Cruzaron el arco iris en dirección a aquel sitio de donde escaparon. Pero lo extraño es que no se veía nada a lo lejos: ni aquel bosque, ni aquel castillo de los juegos… –Qué extraño nené, teníamos que haber llegado ya. –Sí, que raro. –¿Qué estamos buscando? –Preguntó Belén. –Un sitio donde estuvimos hace poco; era muy divertido. –Aunque después no resultó tan divertido –aclaró Felisa. –¿Y porqué, prima? –Porque había un payaso muy grande, casi gigante, y era muy feo. Y un arlequín… –¡Que era más feo todavía! –interrumpió Ángel, entre carcajadas. Felisa se molestó por la interrupción del hermano. –¡Eh, nené! ¡Que me tocaba a mí! –Y prosiguió–. Cuando ya no era divertido fue cuando nos encerraron…–los niños le explicaron los detalles a Belén. Siguieron avanzando durante más tiempo, pero aún no aparecía nada. Aquel escenario, al parecer, ya no existía. Al cabo de un rato vieron algo. Eran unas cuevas con entradas muy anchas. –¡Mirad ahí! –Exclamó Belén. Bajaron y se acercaron a pocos metros de aquellas cuevas. Pero antes de acercarse más, oyeron ruidos: algo como un extraño galopar. Cada vez sonaba más fuerte. –¡Esperad, no os acerquéis más! –Alertó Ángel. Se quedaron un rato esperando, y de repente empezaron a salir cucarachas gigantes. Eran tan grandes como X. Ángel se quedó paralizado ya que era lo que más repugnancia y temor le causaba; apenas pudo reaccionar. –¡Nené, no te quedes ahí quieto, huyamos! –Y emprendieron el vuelo. –¿Ahora qué hacemos, nené? –¡Tenemos que seguir buscando! ¡Vamos a seguir hacia delante, Felisa! –Propuso Ángel, sin dejar de mirar hacia abajo, donde estaban las “cucas”. Pero aquellas cucarachas alzaron el vuelo velozmente hacia ellos. Se colocaron delante de los niños evitando que siguieran adelante, dispuestos a atacar. –¡Vienen a por nosotros, nené! ¡Vamos a transformarnos! –¡No, Felisa! ¡No lo voy a hacer! ¡Voy a enfrentarme sin convertirme en nada! ¡Recuerda lo que dijo papá sobre el miedo! ¡Así que vamos al suelo! Bajaron y aquellas repugnantes criaturas volvieron a colocarse delante de las cuevas, de cara a los niños. –¡Quédate detrás, Belén! ¡Tú también, X! –Mandó Ángel, mientras corría hacia las cucarachas. Se dispuso a enfrentarse, poniendo cara de asco. –¡¡BAH!! ¡Ahora vais a ver, bichos asquerosos! –¡Vamos a por ellas! –Se envalentonó, Felisa. Empezaron a dar puñetazos y patadas a diestro y siniestro. Aquellas cucarachas se resistían a retroceder. Ángel dio grandes saltos, dejándose caer sobre ellas, y golpeándolas con los pies. Mientras, Felisa cambió también la forma de ataque, montándose en las cabezas de éstas y tirándoles de las alas hacia arriba; haciéndolas daño. Belén no pudo aguantar más y se fue hacia ellas, y detrás, X. –¡Voy a ayudaros, primos! –¡No, quédate ahí! –Ordenó Ángel. Pero Belén no le quiso escuchar y corrió velozmente hacia la más grande, y antes de acercarse a ella saltó, dio vueltas en el aire, y cayó sobre la cabeza, propinándole un golpe brutal. X se fue hacia las patas y antenas, mordiendo con ferocidad. Las cucarachas resistían el ataque con mucha dificultad. De repente, y por detrás de las cuevas, apareció una bruja: fea y bastante grande. Felisa la observó y se quitó de

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encima de aquella cucaracha retirándose hacia tras, sin quitarle la vista a la bruja. A Felisa siempre le habían causado bastante “respeto” las brujas; aunque tampoco se moría del miedo. –¡Ahora, me toca a mí decírtelo, Felisa! –Le gritó Ángel. –¿El qué, nené? –¡¡No te quedes quieta, haz algo!! Y mientras la bruja se acercaba volando hacia ella, Felisa remontó también el vuelo, y se dirigió hacia la bruja. Cogió velocidad, adoptando la postura de luchadora de Kárate y de una patada la golpeó en el costado, haciéndola peder el equilibrio. Pero no fue suficiente y la bruja volvió al ataque. Felisa hizo lo mismo, aunque esta vez no le fue tan bien. La bruja giró bruscamente, y con la escoba golpeó a Felisa en la cara, rompiéndole el diente de abajo. –¡¡Maldita bruja!! –Se quejó, bastante enfadada. La situación se estaba poniendo difícil. Las cucarachas se hicieron más fuertes y la bruja se dispuso a atacar nuevamente. Ángel recapacitó, pensando que: “una retirada a tiempo era una victoria”. –¡Felisa, tenemos que huir! ¡Esto se está complicando! –¿Y qué pasa con el rescate de los niños, nené? –¡No podemos hacer nada! ¡Ni siquiera sabemos donde están! ¡Ha cambiado todo! Y resignados, emprendieron el camino hacia la frontera de los sueños. Aquellos bichos y la bruja les persiguieron. –¡Nos van a alcanzar! –Gritó Belén. –¡No hay problema, Belén! ¡Vamos a toda velocidad, Felisa! Y todos cogidos de la mano, se escaparon velozmente dejando atrás a los atacantes. Consiguieron atravesar el arco iris habiendo perdido de vista a aquellos “personajes” de la pesadilla. Se habían enfrentado una vez más al mundo del más allá del “límite de los sueños”. Esta vez sin utilizar sus poderes, sólo el de la propia confianza en sí mismos, y le habían plantado cara a sus miedos: cucarachas brujas… –Nené, no hemos conseguido salvar a esos niños –comentó Felisa, con tristeza. –Ya, pero si nos hubiéramos quedado allí… no quiero ni pensar lo que nos podría haber pasado. No sabemos a qué peligros tendríamos que enfrentarnos después. Hemos hecho todo lo que hemos podido. –Y continuó, dándole a su hermana un mensaje de consuelo y logro–: ¿sabes el qué, Felisa? Lo que sí hemos conseguido, no sólo “casi” vencer a nuestros enemigos; sino, también a nuestros miedos. –Es verdad, nené. –Y te digo otra cosa, Felisa A partir de ahora cuando vea una cucaracha, creo que ya no me dará miedo –y continuó, riéndose–, ¡y tampoco me dará asco cuando las aplaste con el pié! ¡Ja, ja, ja! A las niñas les hizo mucha gracia. –¿Sabes el qué, nené? Creo que a mí tampoco me dan miedo ya las brujas, aunque sólo tenía un poco, –y prosiguió, puntualizando y sobreactuando con su peculiar carácter y sarcasmo infantil, levantando el dedo índice–: ¡pero siguen siendo feas, y no me gustan nada! –¡Eso sí que tiene gracia, GELGÜISA! –Yo no sé qué me da más miedo, pero a esa cucaracha le he dado una paliza ¿Habéis visto cómo me he tirado en lo alto haciendo una “piruleta”? –¡Ja, ja, ja! ¡Es pirueta, y no “piruleta”! ¡Ja, Ja, ja! Después de aquel buen rato y “recolocadas” sus sonrisas en sus rostros, bajaron hasta donde les esperaba su padre: –¡Eh, papá, ya estamos aquí! –Hola niños, al parecer no habéis… –No hemos podido, papi. No estaban los niños –interrumpió Felisa. –Nena, ¿has colocado la flor en su sitio? –¡Anda papi, se me ha olvidado! –¡Dámela! ¡Voy yo rápidamente! ¡Vosotros volved a despertar, nos vemos en casa!

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Yo me dirigí rápidamente hacia la zona de donde procedía aquella flor. Pero antes de llegar, ocurrió algo extraño: una fuerza misteriosa me obligó a desviarme hacia otro lado. Aquella energía me arrastró sin que pudiera hacer nada para evitarlo. –¿Qué está ocurriendo? ¿Pero qué?.. Fui dirigido hacia otro “escenario”. Aparecí en aquel camino, ese de la pesadilla que había tenido días antes. Al parecer estaba ocurriendo lo que me temía. Se había quedado abierto el acceso del límite demasiado tiempo; pudiéndose cambiar todo en el sueño. Ahora, los del “otro lado”, los del mal, podían acceder al nuestro, al de los sueños donde normalmente estamos los humanos, al del bien. Pero lo peor estaba por venir. No sólo comprobé que estaba en aquel camino; sino que, al mirar hacia tras, también estaba la casa de Gaspar y la de aquel hombre “loco”. Eran detalles que no había en la “acostumbrada” pesadilla. Y la única explicación que me vino a la mente era que, no se trataba de otra pesadilla más, sino que el mal había atravesado el “límite,” pasando al otro lado del sueño; a la propia “realidad”. El mal se materializó, y como mal de males, podría ocurrir lo peor: que ellos controlaran en la realidad. Yo hice lo mismo que en mis anteriores pesadillas: caminé hacia delante y… ¡No puede ser! A lo lejos venia aquel monstruo velozmente, otra vez. Esa vez no iba a correr. Decidí enfrentarme él. Corrí hacia aquel monstruo negro, de grandes zarpas, colmillos como sables y larga cola. Ya estaba muy cerca de él. Aquel monstruo rugía ferozmente y cuando nos encontramos, la emprendí a patadas y puñetazos contra él. Aquella bestia me dio de zarpazos hasta tirarme al suelo. Me volví a levantar, dando un salto hasta la altura de su cabeza y le golpeé haciéndole mucho daño. Pero los dos estábamos igualados, ya que el monstruo también controlaba la situación, porque estaba, supuestamente, “en el mundo real”; podía controlar. La bestia volvió a sacudirme otro zarpazo y caí al suelo bastante herido. Pude comprobar que mi poder de control apenas era suficiente para vencer a la bestia. En ese momento supe que iba a ser derrotado. Pero recordé algo: la flor, tenía poderes. El ángel dijo que si un elemento del sueño se mezclara con otro de la realidad, adquiriría alguna forma de magia. Entonces recordé aquel día cuando mis lágrimas rociaron aquella flor; era un elemento real. Saqué la flor del bolsillo y la agarré con fuerza, sin saber qué podía tener, qué tipo de magia. Pero yo no sabía ya que hacer; estaba desesperado. ¡Por favor, necesito ayuda! Me preocupaba que el monstruo atacara otra vez. Pero de repente… un haz de luz cegadora y brillante salía de aquella flor y se dirigió rápidamente hasta la casa donde vivía aquel hombre. Aquella potente luz se abrió en cuatro partes, tocando las estatuas de ángeles que aquel hombre tenía en su porche. Y al instante de aquella conexión… ¡era un milagro! Las estatuas se materializaron; se transformaron y tomaron vida. Eran los cuatro niños ángeles; los mismos que aparecieron en aquella parte del sueño. Se acercaron rápidamente y se colocaron entre el monstruo y yo. –¡Apártate, mortal! ¡Nosotros te ayudaremos! –Me dijo el mismo que me habló en aquel momento. Los cuatro se situaron frente al monstruo, consiguiendo que cesara en su ataque. Mientras, la bestia rugía, resignada ante el poder de aquellos “ángeles de la guarda”. Colocaron las palmas de sus manos frente a él y les hizo retroceder. Aquellos ángeles ascendieron hasta la altura de la cabeza del monstruo e hicieron más potente aún, aquella fuerza “divina”. Milagrosamente consiguieron que la bestia fuera cediendo; siendo arrastrado en sentido a su lugar de origen. Pero justo, en el momento de ser absorbido, el monstruo extendió su larga cola y la enrolló en mi cuerpo cual gran serpiente. Me atrapó y me llevó con él, más allá del límite. –Felisa, vamos a levantarnos. Tenemos que ver a papá. Ella notó algo extraño en su boca. Se tocó y pudo comprobar lo que estuvo esperando durante mucho tiempo. –¡Nené! ¿Sabes que se me ha caído el diente? –Exclamó contenta. –¡Anda, es verdad! –Respondió Ángel, sin que se le olvidara por supuesto, su inocente “toque” sarcástico:

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–¡menos mal que se te ha caído, Felisa! Porque eso si que se estaba convirtiendo en una pesadilla para mí, “pesadita” –y se burló, imitándola–: ¡nené! ¿Sabes que se me mueve este diente? –¡Yo no soy una pesadita! –Replicó molesta. Pero en aquel momento hubo un silencio… claro, faltaba el “moderador” que ponía orden en aquellas inocentes discusiones. –¡Vamos a despertar a papá! –¡Vamos nené, que le voy a dar una sorpresa! Bajaron rápidamente de sus camas y se dirigieron hasta el dormitorio adonde yo dormía. Iban medio descalzos, era un gran misterio “casero”, siempre desaparecía alguna zapatilla por la mañana. –¡Papá! ¿Estás despierto? –¡Papi, despierta! Los niños zarandeaban mi cuerpo, impacientes, pero no había reacción. Aquello les extrañó tanto, hasta el punto de preocuparles: –¡¡papá, despierta!! X colaboró también, subiéndose en la cama y pisoteándome a la vez que le ladraba. En ese momento apareció Gaspar, mientras los niños insistían. –¡Papi!.. –Ellos miraron a Gaspar, que se mostraba indiferente ante aquella situación. Les observaba con una leve sonrisa, mientras los niños seguían llorando: –¡papi… despierta, que tengo que enseñarte el diente que se me ha caído! –¡Despierta papá, nos prometiste una gran sorpresa! Ángel miró a Gaspar pidiéndole ayuda, mientras éste seguía impasible. –¡Gaspar! ¿Por qué no haces algo? –Gritaba a la vez que lloraba. Luego se dio cuenta de que la estancia de Gaspar allí, era extraña e inexplicable. –¿Cómo has entrado si la puerta estaba cerrada? No tienes la llave de nuestra casa… Gaspar reaccionó tranquilizando a los niños, como si no pasara nada. –Tranquilos niños, todo está bien. –Pero, ¿cómo va a estar bien? ¡Mi padre no reacciona y tú no haces nada! –Le replicó Ángel en tono altivo. –Os digo que no pasa nada. Mañana todo será distinto. Sólo tenéis que dejar pasar este día y mañana cuando despertéis todo será normal –aclaró Gaspar, con tono suave. –No lo entiendo. –Dijo Felisa. –Confiad en mí y no os preocupéis más. –Insistió él. Ese día fue bastante extraño. El tiempo pasó fugazmente acelerándose como si sólo fueran minutos, y la noche llegó rápidamente. Los niños se acostaron pronto, esperanzados en que todo se arreglaría a la mañana siguiente. Entré en el cuarto de los niños. La luz estaba encendida y ellos todavía dormían. Observé cómo Ángel se había quedado dormido con un libro abierto sobre su pecho. –¡Vamos nenes, que es tarde! ¡A desayunar, que nos vamos al colegio! Ellos despertaron, se alegraron y me abrazaron. –¡¡Papá!! –¡¡Papi, estás aquí!! –¿Pero qué os pasa? –Me extrañé de aquella reacción. –¿Qué va a pasar, papá? ¿Es que ya no te acuerdas? ¡No estas atrapado en el sueño! ¡Ha salido como dijo Gaspar! –Dijo Ángel, excitado. –Pero, ¿de qué estáis hablando? –¡Sí, papi! ¿Es que se te ha olvidado todo? Por cierto, ¿dónde está X? Yo tuve que ponerme un poco serio: –pero, ¿qué estáis diciendo?, el sueño, Gaspar, X… ¿quién ó qué es X? ¡Ah, ya se lo que ha pasado, nenes! –Dije yo, frotándome las manos con tono “malévolo”.

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–¡Hombre, papá! –Interrumpió Ángel, con su ataque especial–, por fin te acuerdas. ¿Sabes que las vacaciones te afectan un poco la memoria? Normalmente, una intervención “estelar” como esa, viniendo de un niño de ocho años, provocaba grandes y justificables risas, pero con mucho esfuerzo y casi olvidándome de la situación que acontecía, tuve que contener mis ganas de reír, y volver a retomar el caso con total seriedad; y me limité a reñirles. –Primero: os habéis quedado dormidos con la luz encendida. Además, leyendo este cuento que alguien me dio para vosotros. Y por cierto, ¿hicisteis los deberes anoche? Ellos, no salían de su asombro todavía; ya que estaban seguros de que todo aquello fue real. –Papá, ¿qué extraño es todo esto? –dijo Ángel. –No tiene nada de extraño, nene –y continué explicándoles–, veréis: todos soñamos, aunque hay algunos sueños que no recordamos; y otros que son bastante profundos. En vuestro caso, lo que os ha pasado es que os habéis obsesionado tanto con ese cuento, que ha sido lo último que os habéis metido en la cabeza antes de quedaros dormidos, siendo éste, el resultado de un sueño bastante intenso. Bueno, ¡No me habéis contestado a lo de antes! –Yo no tenía deberes –aclaró Ángel. –Papi, a mí se me olvidó. –¡Bueno! ¿Y ahora qué hacemos? –Le regañé. –¡Yo iba a hacerlos, pero el hermano empezó a leer el cuento en voz alta! –¡No, Felisa! ¡La culpa es tuya que estuviste entreteniéndote! Y como era costumbre me tocó a mí: –¡bueno, se acabó, que es tarde! Yo no quiero saber nada. Haber cómo le explicas esto a la profesora. Dame ese cuento, nene. Venga, vestíos –y abrí el cuento por la primera página y me quedé sorprendido– ¿pero qué es esto? Si está en blanco. No tiene nada escrito. Yo continué pasando páginas y comprobé que seguía en blanco, a excepción del título: “En el límite de los sueños”. –Nene, estoy alucinando. Es increíble hasta adónde puede llegar vuestra imaginación. –¿Qué pasa, papá? –Nene, este libro no tiene nada. –¿Pero cómo no va ha tener nada, papá? –Toma, compruébalo tú mismo. –¡Qué raro! Pero… ¿cómo puede ser? Si yo lo estuve leyendo anoche. –Bueno, vamos a desayunar, que es tarde –y lo dejé estar. Al cabo de media hora salimos para ir al colegio. –Nenes, antes de salir os ponéis las chaquetas; que hace frío. –¿La chaqueta? Pero, si… –al abrir la puerta comprobaron que era cierto. No era primavera, sino que estábamos a mediados de noviembre. Todavía les quedaba un resto de confusión entre aquel sueño tan misterioso y la propia realidad. Pero al cruzar la puerta y salir a la calle, todo volvió a ser normal. Sólo en ese momento, la extraña sensación que sentían dentro de casa cambió al salir fuera. Comprendiendo y convencidos de que todo fue un sueño; un gran y misterioso sueño. Yo aproveché y tiré aquel libro a la papelera, de camino a la escuela. En la acera de enfrente había un hombre observando. Llevaba un gran sombrero de ala ancha y gabardina. Estaba apoyado en la pared, de espaldas, y las manos dentro de la gabardina. Aquel hombre se dirigió hasta aquella papelera, cogió el libro, y se lo metió en el bolsillo. –Pues, sí que ha sido un sueño fuerte –comentaba Felisa, mientras caminábamos hacia la escuela–, era como mágico. Por cierto, papi, ¿la magia existe? –Si te refieres a la que ves en la televisión… pues sí. Pero en realidad son trucos y los que los hacen se llaman ilusionistas. La verdadera magia está dentro de ti. Ni el más grande de los magos ilusionistas puede hacerla con sus grandes trucos. –¿Y cómo se hace, papi? –Te voy a poner un ejemplo: cuando tú te caías al suelo de pequeña, dolía y llorabas, ¿cierto?

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–Sí, papi. –Pero cuando volvías a caerte ya no llorabas tanto, ni te dolía. Ángel hizo una de las suyas: –Felisa, vamos a caernos muchas veces para hacernos inmortales, ¡ja, ja! –¡Nene, que estoy hablando en serio! –Y continué la explicación–, pues bien, cuando seas mayor te caerás muchas veces, y lo digo en sentido literal. La vida se presentará difícil, os pondrán la “zancadilla” muchas veces. Y si por mala suerte la vida os castiga mucho más, aprenderéis a salir adelante, aguantando el dolor y llegando a superarlo. Entonces, sólo quedará dentro de vosotros la alegría de vivir con amor hacia los demás, como el que yo siento hacia vosotros. Y así habrás descubierto la auténtica magia. –Papi, yo no lo entiendo bien. –No te preocupes, nena. Cuando seas mayor lo entenderás. ¿Tú lo has entendido, nene? –Bueno, más o menos –contestó indiferente. Después de aquella filosófica charla sobre la vida, nos paramos en la puerta del colegio. –Bueno nenes, nos vemos mañana. Hoy os recoge vuestra madre; que ya se me acaban las vacaciones. Mañana, antes de salir de viaje os veo, ¿vale? –¡Hasta mañana, papi! –¡Adiós, papá! –y nos despedimos de forma efusiva; mandándonos besos con la palma de la mano y soplándolos. A la mañana siguiente me encontraba mal, confuso. Pero cuál fue mi sorpresa cuando descubrí que me había acostado vestido. Me dirigí hasta donde vivían los niños, mientras pensaba que ya se había acabado lo bueno. No entendía cómo pudo pasar tan rápido la semana. “Esta noche otra vez la misma rutina de siempre: el camión, la soledad y mi auto-análisis mental. Aquellos calentamientos de cabeza. Los viajes de noche resultan bastante duros. Apenas duermo de día, y alguna vez que otra me he quedado dormido al volante varios segundos. Aunque parece ser, que DIOS me echó una mano en esas ocasiones, salvándome de lo peor. Recuerdo una de esas noches, no hace mucho, que llegué a desviarme hasta el tercer carril; pero ya no recuerdo más”. Poco después de pensar todo esto, llegué al domicilio donde vivían mis hijos. Me dispuse a llamar al telefonillo, cuando me di cuenta de que no recordaba haber cargado el camión. No supe como llegué allí: si en coche, andando… ni siquiera recordaba cuándo volví del último viaje antes de tomar mis vacaciones. Mi confusión crecía cada vez más, ¿por qué me sentía así? ¿Qué me estaba pasando? Al instante oí una voz que venía de detrás. –Ángel. No llegué a llamar al porterillo y miré hacia tras. –¿Quién es usted? No le conozco. –Me di la vuelta ignorándole. Acerqué el dedo al botón que correspondía, pero algo ocurría. –pero… ¿qué es esto? ¡No puedo llamar! Al intentar llamar, noté que no tenía sensibilidad en los dedos. No sentía nada. Aquel extraño hombre me llamó la atención: –déjalo ya, Ángel. –Pero, ¿quién es usted? ¡He dicho que no le conozco! –repliqué. Aquel hombre sacó un libro. –Toma, esto es tuyo. –¡Oiga, que no quiero comprar nada! –Insistí nuevamente–, y ahora déjeme en paz, tengo cosas más importantes en las que pensar. –Este libro te lo di yo –dijo el extraño, extendiéndome su brazo y tocándome en el hombro–. Ahora lo comprenderás todo.

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Al tocarme, sentí una agradable sensación, transmitiéndome después, algunos recuerdos: yo conducía el camión por el tercer carril, cerca de Despeñaperros, Después rectifiqué y un poco más adelante paré. Me bajé y apareció aquel hombre que me regaló aquel libro. Aquel desconocido quitó su mano de mi hombro y volví a mi estado consciente. –¿Qué me ha hecho? No entiendo nada. –Tienes que aceptarlo, Ángel. Cuanto antes lo hagas, antes nos iremos. Yo, todavía confundido, observé que alguien salía de aquel portal, el número tres. Eran dos adolescentes: una chica de unos doce años y un muchacho poco mayor que ella, quince, aproximadamente. Pero algo extraño ocurría; iban acompañados por la que fue mi mujer un año atrás. Qué extraño, pensé. Debo de estar obsesionado con el físico. Ella está bastante mayor, y yo, sin embargo, hasta ahora he seguido cuidándome, manteniendo mi aspecto joven: comida sana, ejercicio. En fin, no entiendo, será que… Pero, antes de seguir reflexionando interrumpió aquel hombre: –¡Ángel, reacciona ya! ¿Es que no te das cuenta? –¡No tengo nada claro! –Está bien, yo te lo explico: esos jóvenes son tus hijos. –¡No puede ser! ¡Ayer los dejé en el colegio! –Un día –continuó el desconocido–, decidiste escribir un cuento para tus hijos, pero apenas lo empezaste. Aquella noche tras una pausa, que fue donde comenzaste a escribir, continuaste el viaje y te quedaste dormido al volante. –¡Pero, llegué a pararme! –Interrumpí yo. –Sí, paraste. ¿Dónde? En un lugar solitario. ¿Y para qué paraste? ¿Y qué hacía alguien como yo en plena noche en medio de la carretera? Aquel hombre tuvo que insistir para que recordara, ya que yo seguía sin entender nada. Volvió a poner su mano en mi hombro haciéndome ver todo aquello. Lo visualicé como si de una película se tratara: Yo me desvié, salté la cuneta hacia el otro lado de la carretera, antes de llegar a Santa Elena, y caí por aquel barranco. No llegué a despertar, acabando en un fatal desenlace. El misterioso desconocido retiró su mano y yo volví a reaccionar. Miré de un sitio a otro, incrédulo. –Tienes que aceptarlo, Ángel. De esto, hace ya siete años. Esos son tus hijos. –¡Entonces, estoy… estoy! –Si, Ángel. No tengas miedo, dilo. –¡Oh, Dios mío! ¿Pero porqué! ¡Porqué…! –Lo habías pedido tantas veces, que Dios te lo concedió. Además, lo tuyo no era vida… ya estabas “muerto”. Sí, Ángel. Llevas mucho tiempo aquí y va siendo hora de que nos vallamos. Te están esperando. Todo empezaba a tener sentido. Aquella situación era como un puzzle mágico. Yo iba encajándolo todo de forma automática: aquel cuento no llegué a escribirlo en vida. Tan sólo fue un sueño; el sueño de una persona inerte donde los personajes tenían un sentido. Aquel monstruo me daba la impresión que representaba a mi triste destino, tirando de mí y yo luchando contra él, negándome a aceptar lo que había ocurrido; porque quería estar vivo. Todos formaban parte de aquel mundo donde yo me encontraba. Incluso el inaccesible arco iris, que me indicaba donde estaba la frontera, donde yo no podía acceder a esa vida con mis hijos. Y yo, perdido entre dos “vidas”: la que no tenía y la que deseaba. Me quedaba mucho por vivir, mucho por hacer. Y me quedé atrapado en este mundo por el amor a mis hijos, viviendo un sueño: el sueño de alguien que ni siquiera existía; negándome a aceptar la realidad. También, aquel extraño que se presentó en medio de la noche, en un lugar solitario y en el momento de mi dramático final… Yo entendí que al hacerme entrega de aquel libro en ese momento, sólo podía significar la representación de mi deseo “incumplido”: el de escribir aquel cuento a mis hijos. Yo me imaginé quién era aquel extraño hombre y le pregunté con cierta sospecha y seguridad: –Entonces, tú eres… –Sí, yo trabajo para el jefe –dijo un poco sonriente, mientras señalaba con el índice hacia el cielo. Yo volví la vista hacia tras, haciendo un gesto de preocupación por mis hijos. –No te preocupes Ángel, estarán bien –dijo él, mientras me tocaba con su mano en mi espalda.

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–¿Puedo?.. –Le pregunté en forma de ruego. –¿Te refieres a… despedirte? Lo siento, no pueden verte. Además, es mejor dejarlo así. Entiéndelo, hace ya mucho tiempo. Aunque… sí podrías dejarle este “cuento” –recalcó, y mirando hacia arriba le pidió permiso al “jefe”–. Bueno, él está de acuerdo. Venga, tenemos que irnos. –Por cierto, no me has dicho tu nombre –le pregunté. –Ah, es cierto. Mi nombre es… Gaspar. Ya te dije una vez: que a veces las cosas no eran lo que aparentaban –dijo, mientras caminábamos hacia el horizonte, e íbamos desapareciendo. Tres días después. –¡Están llamando al porterillo, mamá! –¡Felisa, ¿puedes tú? Tu hermano está en el baño. –Ya voy, mamá. –¡Soy de correos, le traigo un paquete! –¡Bien, suba! –¿Quién es, Felisa? –Traen un paquete, mamá. –Aquí tiene, señora. –¿Quién lo manda? –Pues, aquí pone: “depósito de objetos perdidos”, para enviar a este domicilio. –Qué extraño –dijo aquella mujer. –Firme aquí, por favor. –¡Gracias, adiós! –¿Qué será, mamá? –Peguntó Felisa. –Haber… es un libro. Cuando Ángel vio la portada, se quedó asombrado al leer: “En el límite de los sueños” y el comienzo: “Aquel lunes me levanté con la ropa puesta…”. Ellos se miraron, y al rato comenzaron a llorar. –¿Qué os pasa? –Preguntó su madre. –¡Hace siete años tuvimos un sueño, cuando papá…! ¡Es una larga historia, mamá!

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2ª PARTE

Habían pasado dos meses desde que recibimos aquel paquete que contenía el misterioso libro en blanco. En todo ese tiempo, mi hermana y yo apenas hicimos comentarios al respecto; fue una sorpresa, la cual nos dejó un inmenso vacío, quizá, por el recuerdo de nuestro padre. Pero a la vez hacía que sintiéramos otra vez ese vínculo, tal vez, atraídos por aquel extraño sueño que tuvimos la noche que desapareció. Yo sentía dentro de mí, como una especie de “gusanillo de la ansiedad” por escribir aquel sueño en el libro. Era como si el mismo libro me lo pidiera; tiraba de mí. Yo sabía que tanta coincidencia no podía ser normal: el sueño, el comenzar del libro, y la promesa de mi padre sobre escribir un cuento para nosotros el día que se fue. Pero yo sabía que mi hermana también sentía lo mismo, y creí que ya iba siendo hora de llenarlo de toda aquella fantasía: la que nos invadió aquella noche. No sabía elegir el momento porque mi hermana seguía teniendo aquel carácter “guerrillero”. Tanto era así, que de pequeña la había apodado “bestia salvaje”. Ella, todavía me llamaba “nene”; aunque sin aquel tono “afrancesado”, y en otras ocasiones: hermano. Éramos distintos, porque yo me consideraba bastante tranquilo. Aunque ella siempre fue muy cariñosa. Muchas veces intentaba abrazarme y besarme, incluso a la fuerza. Me agarraba fuertemente para que no me escapara porque ella sabía que me negaría y no la correspondería; yo no era muy dado a las demostraciones de afecto. Pero ella había cambiado. Así que, sin más, con la sutileza de un predador antes de lanzarse hacia su presa, se lo comenté: –Felisa, ¿podemos hablar de un asunto? –¿Por qué te andas por las ramas? ¿Es que no puedes decirme lo que sea, y ya está? Estaba claro que seguía manteniendo bastante alto el estandarte de su apodo, el cual le hacía honor: “bestia salvaje”.

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Mi madre se enojó con ella por aquel comportamiento, ese tono altivo que últimamente había crecido desde hacía aproximadamente dos meses; seguramente, provocado por aquel especial y misterioso día. No sé si mi madre tenía en cuenta su supuesto estado anímico; pero aún así, la regañó: –¡Oye, Felisa! ¿Por qué le hablas así a tu hermano? –¡Es que no me deja desayunar! Yo me lo tomé a broma, porque siempre he tenido un gran sentido del humor. Incluso, algunas veces he llegado a saltarme a la torera algunas cosas serias, convirtiéndolas en algún chiste ó gracia, y me atreví a cachondearme: –¡Oh, perdón, señora duquesa! ¡Siento haberle estropeado su delicioso desayuno! –¿Y ahora que, mamá? ¿No le dices nada? –¡Anda hija, que estás más tonta! Venga, terminad el desayuno, que llegáis tarde a la escuela. Pero yo tenía ese “algo” que no podía remediar. Cuando se me presentaba la ocasión tenía que soltarlo, porque me divertía. Yo me dispuse a pegarle aquel “tirito” a mi hermana: –Perdona, mamá. Ella va a la escuela, yo al “insti” –dije, alzando la cabeza y con mucho orgullo. –¡Serás presumido de pacotilla! ¡Sólo llevas dos años en el instituto, y ya crees que estás haciendo la carrera de medicina! Además, éste es mi último curso en la escuela, tampoco nos llevamos tanta diferencia. Anda, que si tus amigos te oyeran… Bajamos para irnos al instituto que estaba apenas a cincuenta metros de nuestro domicilio; donde estudiábamos mi hermana y yo. Cada uno íbamos acompañados por nuestros respectivos amigos y compañeros, algunos de ellos vecinos nuestros, y nos esperábamos siempre en la puerta del bloque. Entre ellos estaba Alejandro (Ale), que seguía siendo gracioso; pero siempre estaba haciendo tonterías y nunca estaba callado. Tenía una gata llamada “Misi”, un poco vieja, más de diez años, aunque más bien parecía un perro; ya que fue castrada cuando joven y su comportamiento no era precisamente “felino”. Andaba tan tranquila por la calle y apenas se asustaba; y se dejaba acariciar por cualquiera. Todas las mañanas nos acompañaba hasta el instituto, y una vez allí, Ale la mandaba a casa, haciéndole caso igual que un perro. Francisco Javier era gracioso, igual que Ale. Contaba chistes muy buenos y siempre estaba feliz, aunque también se quejaba mucho. Le encantaban los video juegos, igual que a mí, y era un buen jugador. Juan Manuel era el mellizo de F.J. y era todo lo contrario: era más callado, introvertido y le gustaba hacer los deberes; y discutía mucho con su madre. Jaime: un tío simpático, era impresionante lo que entendía de coches. Cuando éramos pequeños conocía casi todas las marcas. Después de algunos años, seguía siendo un fanático, y también un poco miedica. Por parte de mi hermana estaban principalmente: Carmen, bastante nerviosa y saltarina; y Bea, que siempre jugaba con ella de pequeña; ambas, vecinas. Nos dirigimos hacia el instituto, y allí en la puerta se encontraba también otro buen amigo mío; Manuel, que era un poco raro, serio. También le gustaban las mismas cosas que a mí, aunque yo no me consideraba una persona rara. Recuerdo aquellos veranos, de pequeño, cuando mi padre nos llevaba a la piscina del club deportivo, y nos encontrábamos con Manuel; siempre sólo. Al parecer llegaba con sus padres y una vez allí se independizaba hasta la hora de cerrar, que se volvían a ver. Supongo que era algo pactado. También iba y venía sólo al colegio, no le acompañaban sus padres como a nosotros. Cerca de nosotros estaba también: Lucía la “pija”. Como su nombre indicaba, era “pija, pija insoportable”; se podría decir que infernal, y bastante pesada. Hace algunos años, en la piscina, me veía y venía hacia mí; pero yo intentaba evitarla nadando a toda prisa para que no me alcanzara. Me sentía como un aperitivo para un tiburón; la temía. Aunque ya habían pasado algunos años y se había convertido en una pija… más refinada, más “fashion”; pero igual de pesada. Ya era la hora de entrar. Mis amigos estaban en la misma aula que yo. Mi hermana, en la clase de al lado, junto a Bea y Carmen; aparte de otras amigas más. También nos acompañaba Misi, que nos había seguido hasta adentro sin que nos diéramos cuenta; ya que se perdía entre toda la muchedumbre en la puerta del instituto, saludando con su particular roce de lomo. Y una vez que entrábamos en el aula, venía en busca de Ale. –¡Misi, vete a casa! –Le ordenó Ale, indicándole con la mano de forma enérgica. La gata obedeció al instante. –¿Habéis visto, chicos? ¿A que tengo bastante autoridad?

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–¿Sabes que podrías ganar una pasta con tu gata, Ale? Como te obedece, podrías enseñarle algo gracioso, y presentarla en algún concurso –bromeó F.J. –¡Que gracioso! –Se burló Ale. –¡Señores! ¿Dejamos de hablar ya y nos sentamos? –¡Anda, el profe sí que tiene autoridad! –Dije yo, mientras nos sentábamos y nos reíamos por lo bajito. Mi hermana lo llevaba un poco mal. Ultimamente no ponía atención en las clases, los deberes a medio hacer… La profesora la reñía y ella contestaba mal; era obvio, ella tenía su carácter. Esto fue a oídos del director y éste redactó una carta para que ella se la entregara a mi madre. Al salir de clase, las amigas de Felisa decidieron comentar un poco todo esto. –¿Qué es lo que te pasa, Felisa? Últimamente estás cambiada. No te veo bien –se preocupó Bea. –No lo sé, un día malo lo tiene cualquiera. –Pero es que no es un día malo. Llevas muchos días así –intervino Carmen. –¡Es que todo el mundo no es tan alegre como tú, Carmen! –replicó Felisa con sarcasmo, mientras la imitaba dando saltitos, sonriendo. –Sólo me preocupo por ti, Felisa. Aunque tú no me veas, yo también tengo mis más y mis menos –aclaró Carmen, un poco molesta por aquella pequeña burla. –Felisa, yo se que te pasa algo. Y conociéndote como te conocemos Carmen y yo, sé que no estás siendo sincera. Pero que sepas, que siempre nos tendrás a nosotras, tus amigas, para apoyarte en cualquier cosa. –No sé, chicas. Hace poco tiempo que me está pasando esto, por algo nuevo que hemos sabido mi hermano y yo… Pero gracias por vuestro apoyo, sois unas buenas amigas. Yo os prometo que en cuanto pueda os lo contaré todo. Una vez en la puerta del instituto, nos reunimos todos como de costumbre, para irnos juntos a casa; ya que, la mayoría éramos vecinos. J.M. aprovechaba para darle un pequeño repaso a los deberes que nos habían mandado. –Anda J.M. que no vas a dejar nada para casa –dijo Jaime. –¡Eh, no os metáis con mi hermano el “empollón”! –Se burló F.J. haciéndonos reír. Al momento, Ale observó que venía alguien por detrás de mí: –Adivina quién viene a buscarte –susurró, como si de algo misterioso se tratara. Yo miré hacia tras y… ¡Anda, Lucía la pija! Pensé, mientras me lamentaba. Caminaba hacia mí meneando sus caderas de forma exagerada, luciendo su destacada vestimenta de rosa y salmón. Abrazaba la carpeta adornada de pegatinas de sus ídolos contra su pecho –¡Hola, Ángel! ¡Hoy no te he visto en clase! –Dijo, en tono semi-altivo, con ese acento nasal característico que destacaban las “pijas” cuando mascaban chicle sin parar. –Claro ¿Cómo me vas a ver si tú estás en la primera fila y yo en la penúltima? –dije burlándome, mientras todos nos reíamos. –Qué gracioso estas hoy ¿No? Bueno, tengo que irme, ¡hasta "lueguito"! –¡Adiós, Lucía! Qué chica más rara, parecía que pensábamos todos a la vez, mientras nos mirábamos con una leve sonrisa. –¿Porqué os burláis de ella? –Dijo mi hermana, en tono casi lastimoso. –A lo mejor no lo entiendes, Felisa –dije yo–, lleva dándome la vara desde que éramos niños. ¡Es que es una pesada! Llegamos a casa y Felisa le entregó la carta a mi madre. En ella decía que tenía que hablar con el director. –¿Qué has hecho, Felisa? –Le regañó mi madre. –¿Yo? nada. ¿Por qué tendría que hacer algo? –¿Nada? ¿Y porqué dice el director que tengo que hablar con él? –¡Yo que sé, mamá! –¿Tú sabes algo, Ángel? –Mamá, pero si la hermana está últimamente que no se le puede ni hablar; a mí no me cuenta nada. Mi madre lo dejó estar, ya que no conseguiría que le dijese nada. De todas maneras la sacaría de dudas el director, con el que habló al día siguiente.

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–Señora, ¿ha tenido su hija algún problema últimamente? –Pues… que yo sepa… aparte de las malas notas, está un poco intolerante desde hace un tiempo. Pero no sé porqué. Estará cambiando, ya tiene edad. –Su hija siempre ha sido una buena estudiante. Ahora sus notas están bajando y trabaja poco. Ha sido un cambio en un corto plazo. Así que, yo le aconsejaría que la llevara a un terapeuta; ya que si lo dejamos pasar, podría agravarse más. –La verdad es que es preocupante. Hoy mismo pediré cita. Aquel mismo día por la tarde me encerré en mi cuarto y tomé la decisión de escribir aquel misterioso libro en blanco. Yo recordaba a la perfección el extraño sueño. Creo que nunca se me olvidaría y supongo que a mi hermana tampoco; ni el día que recibimos aquel libro. La sensación que nos dejó era indescriptible. Y todo ese misterio que encerraba aquel día, seguía estando dentro de mí., y seguro que a mi hermana le pasaba lo mismo; pero le afectaba de forma distinta. Pasaron dos días y mi madre llevó a mi hermana a uno de los mejores sicólogos del lugar. Tenía bastante prestigio y era experto en el campo de la hipnosis. –No sé que le pasa a mi hija. Hace poco tiempo que está así, y su carácter ha cambiado. No va bien en los estudios y contesta mal –le explicó mi madre. –¿Ha habido algún cambio en el entorno familiar, o algún suceso reciente? –No, todo está igual. Pero hace poco tiempo que recibimos un paquete que contenía un libro. Era de su padre. Desde entonces está así. Él se dirigió directamente a Felisa para llegar a algunas conclusiones: –Felisa, ¿qué contenía ese libro? –Estaba en blanco. –¿Y tú crees que tiene que ver algo con tu estado actual? –No sé, es que da la casualidad que cuando él –prosiguió triste–, tuvo el accidente, la misma noche tuve un sueño muy extraño en el que él nos escribía un cuento. Empezaba igual que el libro, con el mismo título. No era un sueño cualquiera; era bastante real y claro. Pero lo más extraño es que mi hermano también soñó lo mismo aquella noche. Aquel psicólogo quedó impresionado por el extraño caso. Aunque más bien pensaba que se trataba de un caso normal: ella todavía no había cerrado el duelo, y se escudaba tras una fantasía para evitar el dolor. –Debo admitir que éste es un caso muy especial –le decía a mi madre–, y pondré todo de mi parte para averiguar lo que le está pasando. Así que, vamos a utilizar otro método; ya que ella no recuerda conscientemente lo que pasa en su cabeza. –Bueno, Felisa. ¿Sabes lo que es la hipnosis? –Sí, eso que te duermen y haces cosas que no haces despierta. –Efectivamente –dijo sonriente, para ganarse su confianza y que pudiera colaborar. Era el típico truco de la relación psicólogo-paciente: “yo soy tu amigo y tu me lo cuentas todo, sin secretos”; y en este caso requería su total confianza para que colaborara en todo el proceso de la hipnosis. Comenzó el procedimiento para la hipnotización, consiguiéndolo sin apenas dificultad: –¿Dónde estás ahora, Felisa? –Estoy jugando con mi padre y mi hermano. –¿En qué lugar? –Estoy en un sitio donde hay montañas, un arco iris, y está X. Estamos volando… no sé, se… se está poniendo oscuro, ¡papá! ¡Espera, papá! ¡No te vayas!.. –su inquietud aumentó de forma preocupante. –Tranquila, no pasa nada. Cuando cuente tres, despertarás… uno, dos, tres. Despertó sobresaltada, pero poco a poco se fue calmando. –¿Cómo te encuentras, Felisa? –Supongo que bien, tal vez un poco extraña. –No te preocupes, es normal.

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Pero al cabo de un rato, con la mirada perdida, cambió su reacción. Sintió angustia y sus ojos se inundaron en lágrimas, rompiendo a llorar posteriormente. El psicólogo sonrió a mi madre con entera confianza; ya que aquella reacción confirmaba el efecto positivo que causó la hipnosis: el desahogo, era un gran paso y posiblemente determinante. –¿Qué sientes ahora, Felisa? –¡Hecho de menos a mi padre! –Clamó entre llantos. Él la consoló poniéndole la mano en su hombro, mientras mi madre se enjugaba las lágrimas. –Tienes que aceptarlo. Tu padre ya no está y tú tienes que seguir adelante con tu familia. Comprende que ya hace mucho tiempo. Además, si tu padre te estuviera viendo ahora, ¿qué pensaría? No te gustaría que él estuviera triste ¿verdad? –No –contestó ella, casi calmada y con una expresión más positiva. –Muy bien –dijo, mientras se retiraba de su lado para sentarse en su mesa. –Bueno, ahora sólo tienes que pensar un poco más en tu vida: trabajar más en la escuela, ser más amable con los demás… –Lo intentaré –dijo, con una leve sonrisa. –¡Eso me gusta más! –Exclamó él, devolviéndole la sonrisa. Él le hizo un guiño a mi madre, dándole a entender que ya estaba todo bien. Aquella tarde volvieron a casa. Yo estaba en mi cuarto reescribiendo aquel cuento. Salí para saber como había ido todo. Pero antes de preguntar, mi hermana me dejó impresionado –Hola nene, ¿qué estás haciendo? –¡Ah! Estoy escribiendo lo del cuento –contesté, mientras mi madre me miraba con una sonrisa de satisfacción. Yo aproveché para convencerla y que colaborase conmigo. –¿Por qué no lo hacemos juntos? Lo digo por si se me olvida alguna parte del sueño. –Vale. ¿Has escrito mucho? –Bueno, sólo un poco. Lo empecé hace tres días, pero no he tenido mucho tiempo –le comenté, mientras nos dirigíamos a mi cuarto. El cambio de mi hermana fue increíble. Ahora ya no tenía miedo de dirigirme a ella sin esperar una mala contestación. Pasamos casi toda la tarde recordando y escribiendo aquel sueño en el libro. Quedaba poco para terminarlo y lo dejamos para el día siguiente. Yo sentía una gran satisfacción al hacer todo esto, recordando aquel sueño tan hermoso y a la vez misterioso. Mi hermana se sentía igual, pero, también se ponía triste. A la mañana siguiente, en el portal de nuestro edificio, Ale me preguntó: –¿Dónde estuviste ayer por la tarde, Ángel? Estuve con Manuel, esperándote en el club deportivo. ¿Es que no recuerdas que quedamos para jugar un partido de fútbol? –¡Ah, sí! Es que se me olvidó. Estuve toda la tarde escribiendo con mi hermana, en mi casa. –Pero si ayer no tuvimos deberes. ¿Qué escribisteis? –Preguntó J.M. –Bueno, es una especie de cuento, recuerdos de cuando éramos pequeños. –No quise contarles la verdad. No quería servir de comidilla para futuras burlas. –¡Ah! Hablando de pequeños, ¿te acuerdas cuando fuimos a una excursión y encontramos una casa abandonada? –Comentó Ale. –Sí, era una casa grande y vieja de dos plantas. Y por supuesto, recuerdo cuando te sentaste en aquel váter sucio. ¡Qué asco! –¿Existirá todavía? –Preguntó Jaime. –Podríamos quedar un día y la buscamos –propuso Ale. –Bueno, algún día. Pero tú no puedes, Jaime. No vaya a ser que te asustes; como eres un poco miedica –dije, burlándome. –¡Bah! Por lo del miedo no hay problema; allí estará aquel váter –dijo F.J. con mucho cachondeo, haciéndonos reír a todos. –Entonces, ¿quedamos este fin de semana? Cogemos las bicis y vamos hasta donde está aquella casa –propuso Ale.

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–Bueno, hoy es miércoles. De aquí al viernes… ¡anda! No podemos, porque el viernes es el cumpleaños de mi prima Sandra; y el sábado tenemos una barbacoa –dije, mientras caminábamos al instituto. Cuando llegamos a la puerta donde nos solíamos concentrar, un poco más allá, estaba Lucía. Se acercó hasta mí con su peculiar forma de caminar, contoneándose y exhibiendo otro de sus “modelitos”, donde siempre destacaba el color rosa. Con esas idas y venidas, ya sabía yo que estaba por mis huesos. –Hola, Ángel. ¿Sabes que este sábado hacemos una fiesta en mi casa? –Bueno, ahora que me lo estás diciendo, sí lo sé; antes, no. –Dije bromeando, con una aclaración tonta. –¿Te gustaría venir? –Pues, precisamente le estaba comentando a mis amigos que tenía otros planes para este fin de semana –le expliqué, mientras ella ponía cara de haberse molestado. Miró a sus amigas, las cuales se dieron cuenta de mi negativa. Ella me contestó enfadada y con un gran toque de distinción “pija”: –¡O sea! ¿Es que me estas rechazando? ¿Acaso te crees mejor que yo? –No, yo no me creo nada… –apenas me dio tiempo de contestarle, y dándose la vuelta bruscamente, se volvió para ir hasta donde estaban sus aduladoras amigas. –¡Bueno, tú te lo pierdes! –O no –dije yo, mirando a mis amigos y riéndonos por lo bajito. Al terminar la clase; algunas veces salía el profesor antes que nosotros. Algunos, aprovechábamos para pintar en la pizarra. Aquel día me dio por dibujar a un superhéroe; ya que seguía siendo un fanático de éstos. En la clase estaban mis amigos y un par de compañeros más que se sentaban al lado de Lucía y sus amigas. Terminé mi Spiderman y nos largamos antes que ellos. A la mañana siguiente entramos en clase como de costumbre. Nos sentamos mientras observaba al profesor, que no tenía cara de buenos amigos. –¿Quién dibujó ayer en la pizarra? –Preguntó, mientras nos hacía un repaso visual a todos y a cada uno de nosotros. Aquello me extrañó un poco, porque a él nunca le molestó que pintáramos en la pizarra. Y como yo no fui el único, no creí que fuera importante confesar mi autoría. Pero cuando el profesor se echó a un lado de la pizarra, comprendí su enfado; habían escrito algo despectivo contra su persona: El profesor está loco y tiene cara de zombi. –¿Y bien? ¿Nadie sale? –Insistió. En ese momento, Lucía levantó la mano: –¡Haber, Lucía! ¿Has sido tú? –¡No, profesor! Sólo quería decir que Ángel estuvo pintando cuando usted se marchó –se chivó mientras me miraba haciendo morritos y poniendo cara de satisfacción; como queriéndome decir: “te lo mereces por haberme rechazado”. Entonces entendí aquella falsa acusación. –¡No es verdad, profesor… yo no!.. –¡Nada, no se hable más! Hoy, antes de salir escribirás otra vez en la pizarra; pero lo que yo te diga: No se insulta al profesor, pero cien veces. Y si no hay suficiente pizarra, borras y continúas –ordenó enfadado. “Si serás bruja. ¿Cómo hubiera resultado una relación con ella?” pensé para mis adentros, mientras la miraba y pensaba a la vez en la venganza. Al terminar la clase, yo me quedé para cumplir mi injusto castigo. Uno de mis compañeros, de los últimos que quedaron en salir, se me acercó confesándome lo que yo ya sospechaba: –Ángel, ayer después de que te fueras, Lucía estuvo escribiendo en la pizarra. Estoy seguro de que fue ella; ya que sólo quedamos dos, pero ella y sus amigas se fueron después que nosotros. Por cierto, ¿qué le has hecho? ¿Por qué te ha echado la culpa? –¡Bah! Esta chica es así. No acepta una negativa, y al parecer le gusto. Al cabo de una hora y media llegué a casa. Mi hermana se extrañó de la tardanza. –¿Qué te ha pasado, nene? ¿Te has entretenido con Lucía? –¡Pero!.. ¿Cómo puedes decir eso? –Dije, dolido por su insinuación. –¡Ah! Como te estuvo comentando algo de una fiesta. ¡Anda, que vas a salir con ella! ¿Verdad? –Insistió, burlándose.

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–¿Yo con la pija? ¡Bah, Dios me libre! Además, gracias a ella, el profesor me ha castigado; por eso he llegado tan tarde. Así que, ahora no quiero hablar más de ella; estoy hambriento. Después de almorzar le convencí para acabar aquel cuento; que por cierto, resultó bastante sencillo. Los dos recordábamos el sueño con todos los detalles. Estuvimos toda la tarde trabajando en él, porque de todas maneras no nos apetecía salir. El día estaba bastante revuelto, hacía mucho viento. Nos dieron cerca de las diez, cenamos y no tardamos mucho en irnos a la cama. Me senté en mi cama y al observar el libro, tenía la sensación de estar en paz y satisfecho conmigo mismo. Había cumplido mi deseo: el que me transmitía aparentemente el misterioso libro. Y sin más, lo coloqué encima de la mesita de noche, que estaba a la derecha de mi cama y a los pies de la ventana, y me acosté. Al cabo de dos horas, aproximadamente, me despertó el ruido de la ventana que se abrió a causa del fuerte viento. Tiró los muñecos de superheroes que tenía en la repisa. El libro empezó a abrirse y a cerrarse de forma incontrolada. Aunque me pareció extraño que se abriera; porque lo dejé cerrado con el lomo hacia la ventana. Era totalmente ilógico, y también que la ventana se abriera; ya que otros días de fuerte viento, nunca se hubo abierto. En fin, cerré la ventana y me volví a la cama, quedándome rápidamente dormido. Comencé a soñar. En el sueño estaba mi hermana también. El escenario era una playa con acantilados. Al instante apareció mi prima Belén: –¡Belén, vamos a jugar! –¡Primero, vamos a meternos en el agua, Felisa! Ellas comenzaron a jugar. Corría por la orilla y le daban patadas al agua, salpicándose mutuamente. Después jugaron a luchar, revolcándose por la arena. Felisa cogió a Belén por el brazo para hacerle una llave de “judo”, pero se le resbaló la mano y la arañó. Yo preferí hacer otra cosa: quería volar. Comencé a correr, salté y me elevé en el cielo. Todo lo que estábamos haciendo me resultaba familiar. Era similar al sueño que tuvimos hace algunos años; como el que habíamos “reescrito”. Y recordando los viejos tiempos, comencé a divertirme: volaba de un sitio a otro, hacía piruetas y demás maniobras que me hacían sentir libre como un pájaro. Hasta hice una “pasadita”, –como dirían los pilotos–, a ras de las niñas, mientras ellas seguían revolcándose como cochinos en la arena. Posteriormente y aprovechando la velocidad, me dirigí hasta los acantilados con idea de maniobrar bruscamente al llegar allí. Pero no me dio tiempo de girar hacia arriba y me estrellé contra las rocas. Me golpeé en la parte izquierda de mi cabeza y, estaba apunto de caerme desde aquella altura. Me quedé colgando, tan solo sujetado con mi brazo izquierdo. Me pareció extraño que aquel golpe me doliera, ya que se trataba de un sueño. Instantes después se partió el trozo de roca al cual me asía, y me precipité al mar. No llegué a tocar el agua; el sueño se acabó Esa mañana me desperté con los brazos estirados hacia afuera de la cama. Antes de levantarme, miré a la derecha y observé el pequeño caos que dejó el viento que entró esa misma noche: mi colección de figuras de superhéroes, algunos dibujos de lo mismo, y el libro en el suelo. Me levanté y sentí un pequeño dolor en la cabeza. Probablemente me golpeé contra la mesita de noche; causado por aquel sueño tan movidito. Esa sería la razón por la que el libro estuviera en el suelo. Mientras desayunaba, pensaba lo extraño que fue aquel sueño. Y digo extraño porque fue una casualidad que el día anterior hubiéramos acabado de escribir aquel cuento, y la relación que guardaba con el sueño. Seguramente sería eso: pura casualidad. No le di la menor importancia, aunque sí se la di al lugar donde se encontraba la mesita de noche. Habría que apartarla un poco más para no volver a golpearme; por si tuviera algún otro sueño o pesadilla. Después, mientras caminábamos hacia el instituto, Ale me comentó que el sábado por la mañana iban a hacer una ruta con los demás amigos en bici. Yo le recordé lo del cumpleaños de mi prima Sandra, el viernes, y la barbacoa del sábado. –Nosotros hemos decidido ir a un sitio donde hay vías verdes. Precisamente está cerca del lugar donde fuimos de excursión cuando éramos niños; habrá… unos quince kilómetros –comentó Ale. –Ojalá pudiera ir yo –dije sinceramente. –Bueno, podríamos repetir el próximo fin de semana ¿no? –Dijo Jaime. –Ya veremos de aquí a la semana que viene –aclaré. El viernes por la tarde fuimos a casa de nuestros primos. Mientras caminábamos hacia allí, mi hermana estuvo un rato mirándome.

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–¿Qué estás mirando, Felisa? –Ese hematoma que tienes en la sien. ¿Cómo te has hecho eso? –¡Vaya! Ayer no tenía nada –me extrañé–. Es que, el miércoles por la noche estuve soñando y parece ser que me moví bastante; me golpeé en la mesita de noche. –¿No estarías soñando con Lucía? –Se burló con ironía. –¡Ja, ja! ¡Qué graciosa! –Contesté antipático. –Bueno –dijo ella–, seguro que mi sueño fue más bonito. Estaba jugando en la playa con la prima Belén, mientras tú te divertías volando. –¿Cómo! –Me sorprendí–, ¿cuándo soñaste eso? –No sé… creo que fue antes de anoche. ¿Por qué le das tanta importancia? ¿Por qué pones esa cara? Me estás asustando. –Casualmente, yo también soñé lo mismo. –¡Anda! Pues sí que tiene gracia. Qué extraño ¿no? –Sí, extraño y a la vez ilógico. Si al menos hubiéramos tenido una pesadilla que fuera producto de algo que nos hubiera ocurrido ese día… sería razonable; pero así, sin más, resulta muy raro. No le dimos mucha más importancia de la que pudiera tener, pero sólo en ese momento, y lo dejamos estar. Luego entramos en casa de nuestros primos. Llegamos lo últimos. Todos nos estaban esperando, sobre todo mi prima. Sandra se había convertido en una chica guapa. Sobre todo desde que dejó las gafas, hacía ya dos años; no quiero decir con esto que antes no lo fuera. Pero seguía teniendo el mismo carácter: fuerte y autoritario. –¡Anda que no habéis tardado! ¡Venga, sentaos a la mesa! –¡Vaya con la anfitriona! –Dije, bromeando. Había bastantes invitados: sus amigos y mi prima Belén. Después del tentempié y soplar las velas de la tarta, que eran quince, nos pusimos a bailar. Juan Manuel, su hermanito, a sus ocho años, seguía siendo un gran gimnasta. Bailaba dando grandes saltos y contorsionaba su cuerpo de tal forma, que parecía que se iba a partir por la mitad; era de goma. Con sólo dos años ya era inquieto y saltarín. Sandra bailó conmigo y Felisa con Belén. Mi hermana agarró a Belén del brazo y ésta se quejó: –¡Ay! No me agarres de este brazo, que me duele, Felisa. –¿Qué te ha pasado, Belén? –No sé, seguramente que me habré rozado con algo ayer por la mañana. Cuando me levanté, ya me dolía –le explicó Belén, mientras le mostraba los arañazos que tenía en el brazo. Felisa se acercó a mí y me agarró del brazo. –Ven un momento, hermano, que tenemos que hablar. –¡Felisa, que estamos bailando! – protestó Sandra. –Después seguimos, Sandra –dije, mientras Felisa tiró de mí y me llevó hasta la puerta de la calle, ya que la música estaba alta. Noté a mi hermana un tanto preocupada. Yo creía que Belén se había enfadado con ella, pero, lo que le sucedía no tenía nada que ver con aquello. –Nene, ¿cómo fue exactamente el sueño que tuviste? –¡Pero! ¿A qué viene esa tontería ahora? ¿Para eso me molestas? Estamos divirtiéndonos y eso no tiene importancia ahora. –Pues yo creo que sí. Creo que nos está pasando algo raro. –¿Raro? ¿No habrás tomado alcohol, no? –¡Deja de decir tonterías y escúchame! En el sueño que tuve, igual que tú, yo estaba jugando con Belén en la playa y le arañé el brazo. Resulta que ayer por la mañana, Belén se dio cuenta cuando se levantó. Te cuento esto porque aunque te parezca una tontería esto pasaba en el sueño de cuando éramos niños, igual que el que hemos escrito, ¿lo entiendes? Yo me asombré y, a la vez, guardaba silencio. Al instante me di cuenta de algo: cuando me levanté aquella mañana, sentí el dolor en mi parte izquierda. Algo no cuadraba. Si la mesita estaba a mi derecha, y además a mis pies, ¿cómo me pude golpear en la sien izquierda? Tendría que girar bruscamente hacia la parte contraria; algo muy difícil. Recuerdo perfectamente que en el sueño me golpeé por la izquierda contra el acantilado,

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agarrándome tan sólo con mi mano izquierda para no despeñarme, y después se rompió aquel trozo de roca, haciéndome caer. Todo esto se lo comenté a mi hermana. Incluso lo de aquel fuerte viento que abrió la ventana y el sinsentido de la abertura de aquel libro, por su posición. –A pesar de que todo esto me esté dando un mal rollo –dije escéptico–, sigo teniendo los pies en la tierra. Prefiero pensar que no es más que una coincidencia. –¿Coincidencias? ¿No crees tú que son demasiadas casualidades? –¡Vale! ¡Son demasiadas! ¿Y qué crees tú? –Creo que tienes miedo, nene. Miedo de que sea cierto; de que ese sueño se es esté repitiendo. Piensa que, por mucho que eludas algo que está viniendo, no vas a conseguir pararlo. –¡Bueno, puede ser! ¿Y qué podemos hacer, Felisa? –¡Está claro! Tenemos que investigar, experimentar. Porque está claro de que algo nos está ocurriendo y tenemos que descubrirlo. –Está bien. Esta noche pensaremos lo que vamos a hacer. Aquella noche nos recogimos temprano para hablar del extraño caso, y esperar que nos diera sueño; estábamos deseando de comprobar lo que estaba pasando. –Vamos a hacer una cosa, Felisa: si esto es cierto y coincidimos en el sueño, volvemos a despertar cuando lo digamos. Si esto resulta, lo habremos confirmado. –Nene, si coincidimos en el sueño, sería “control”, porque aquí estamos conscientemente maquinando la situación; no creo que fuera por otra “coincidencia”. Ya eran cerca de las doce. Estábamos frente al televisor. Mientras, Felisa iba cerrando los ojos. –Felisa, aguanta un rato más, que yo no tengo sueño todavía. –Anda, Felisa, vete a la cama ya. –Dentro de un rato, mamá, que el nene todavía no tiene sueño. –Pero, ¿qué tontería es esa de aguantar? –Se trata de un juego, mamá –dije, con mirada de complicidad hacia mi hermana. Seguiría siendo un secreto hasta para mi madre. –Qué cosas hacéis los chicos de ahora, desde luego… Al cabo de media hora nos acostamos; siempre, con el pensamiento final de vernos en el sueño. Comencé a soñar y aparecí otra vez en aquella playa con los acantilados. Extraño, ya que yo no lo había elegido, por lo que deduje que aquel lugar debería de significar algo. Miré de un lado a otro pero mi hermana no aparecía. Lo que si era cierto, es que yo estaba allí por propia voluntad, habiéndolo pensado en la realidad –aunque no precisamente en ese escenario–, por lo que no entendía que mi hermana no apareciera. Pero de pronto, ella salió de dentro del mar, cerca de la playa. Nadaba por el interior del agua, pero sólo con su cuerpo, igual que una sirena. Salió a la superficie con mucha fuerza, como si de un delfín se tratara. –¿Lo ves, nene? Está pasando. Podemos controlar. –Bueno, puede ser. –¿Todavía tienes dudas? Los dos hemos querido aparecer en el mismo sueño y estamos aquí. Además, también me concentré para salir desde el agua. –Está bien. Vamos a hacer otra prueba. Cuando contemos tres, despertamos; así podremos saber hasta dónde podemos llegar. –¡Vale, nene! Pero yo cuento. Uno, dos, tres… Desperté, todavía perplejo y miré la hora en mi “Spider-reloj”. Era la una. Había pasado media hora desde que me quedé dormido. Me levanté y fui al cuarto de mi hermana. Ya estaba levantada. –Esto es increíble, Felisa –dije susurrando, para no despertar a mi madre. –¿No es super, super increíble? Hemos despertado a la vez. –Felisa, te pareces hablando a Lucía –dije, burlándome. Aunque ella me superaba en eso del sarcasmo. –Nene, te aconsejo que no pienses ahora en ella. –¡Yo, no...! –Consiguió molestarme.

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–No hables tan fuerte, que despertarás a mamá. –Felisa, tengo una idea. Si todo esto es real, creo que tenemos que hacer la prueba de fuego. –¿Qué prueba? –Hay algo que pasaba en el misterioso sueño. ¿Recuerdas lo de la materialización? Pues bien, tenemos que volver al sueño para hacer algo, y que el resultado aparezca en la realidad. –¿Y qué podemos hacer? Te recuerdo que según el cuento, o el sueño –estoy echa un lío–; ya no sé de que se trata, no podemos traer nada de allí, por lo que pudiera pasar. –Entonces, tengo una estupenda idea: vamos a hacer dos pruebas en una. –¿No lo entiendo? –Verás: ¿recuerdas cuando, según el sueño, papá agarraba a X antes de dormir y lo hacía aparecer en el sueño? Pues a mí se me ha ocurrido que podíamos llevar unas tijeras, –de cortar papel, para no herirnos–, y una vez allí, me cortas un mechón de pelo y volvemos a despertar. Así también podremos traer algo del sueño que no pertenezca a éste. –Buena idea, nene. Nos volvimos a acostar y nos quedamos dormidos al instante; teníamos bastante sueño. Aparecimos los dos en el mismo escenario. Aquella idea dio resultado, estábamos experimentando algo asombroso. Todavía no me podía creer todo aquello. Era real, ya no se trataba de aquel sueño que tuvimos cuando éramos niños, ni de la sensación que tenía al haberlo escrito en aquel libro. En fin, aquel poder era el “sueño” del cualquier humano. –¡Lo hemos conseguido, nene! –Bien, ahora, córtame un poco. Tú te quedas con una parte del mechón y yo con otra. Al cabo de un rato volvimos a despertar. Comprobé si había vuelto a ocurrir. Observé mis manos, pero no había nada. Aquel momento sirvió para alimentar mi confusión; para acrecentar mis dudas. Me levanté para ir al cuarto de mi hermana. Pero, al levantar la sábana, pude ver el resto de cabello cortado. Este nuevo descubrimiento hizo desaparecer mis dudas, aunque, todavía estaba confundido. Antes de salir de mi cuarto, entró mi hermana. En una mano tenía las tijeras, y en la otra el mechón. Nos quedamos boquiabiertos, sin decir una palabra. Después de aquel lapso silencioso, reaccionamos: –¿Qué vamos a hacer ahora, nene? – Dijo, asustada. –Creo que… lo primero: intentar ver esto de otra forma; sin asustarnos. Está claro que es cierto. Tenemos que aceptarlo. Yo creo que lo mejor es que nos acostemos. Mañana lo veremos de otra forma, porque estamos cansados y confundidos. Tenía mucho sueño, sólo quería quedarme dormido y descansar. Estaba deseando que pasara la noche y que amaneciera otro nuevo día. Necesitaba ver todo esto con más claridad. Me dormí al instante. Pero poco duró aquella paz. Comenzaron a invadirme imágenes extrañas, pesadillas cortas. Más bien eran escenas de algún tipo de peligro con personas conocidas. Por la mañana me desperté tarde, ya eran las once y media. Estaba descansado y tenía la mente despejada. Mi hermana seguía durmiendo. –¡Felisa, despierta! –¿Porqué me molestas? Tengo sueño. –Tenemos que irnos. Ya son las once y media. ¿Es que no recuerdas lo de la barbacoa? En ese momento observé que en su mesita de noche se encontraba las tijeras y el mechón de mi pelo. Ya, casi no lo recordaba, puesto que creía que había sido un sueño como otro cualquiera. Lo cogí y se lo enseñé a mi hermana mientras se desperezaba: –¡Anda, es verdad! ¡Ya no lo recordaba! –Exclamó ella, mientras nos mirábamos, todavía asombrados. Mientras hacíamos camino hacia la casa de mis primos, comentamos la importancia de mantener en secreto los que habíamos descubierto. Habíamos hecho un juramento de sangre. Nos hicimos un pequeño corte en la palma de la mano y la juntamos. Al cruzar la calle anterior a la que íbamos, algo me pasó por la mente que me hizo parar: –¡Espérate, Felisa! –grité, mientras agarraba a mi hermana del brazo. –¿Qué te pasa, nene? ¿Por qué te paras? –¡No lo sé… es... como si presintiera algo malo!

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En aquel momento, diez metros más adelante, un coche se empotró contra la esquina de una casa abandonada: –¡¡Cuidado, Felisa!! ¡Uf! –¡Casi nos atropella, nene! –Exclamó asustada –Pero… ¿Cómo lo has sabido? –¡No lo sé! Es… como si lo hubiera visto. El caso es que antes de pararnos mientras caminábamos, ya me parecía haber vivido este momento. –Ah, ya. Has tenido un “dejàvú”. –No creo que haya sido eso, Felisa. –¿Porqué? ¿Qué va a ser, si no? –Porque esto creo que lo soñé anoche. Tuve una serie de imágenes, visiones… no sé. –Entonces, son predicciones. ¡Tienes otro don! Lo extraño es que a mí no me ha pasado. –Sí, es extraño. Pero no vamos a darle más importancia, ¡vayámonos! Nos alejamos de allí sin entretenernos más; ya que el conductor no había sufrido daño alguno y no precisaba de nuestra ayuda. Llegamos a casa de nuestros primos. Prácticamente estaban todos los del día anterior. Comimos bastante, hasta hartarnos. Después, Sandra puso la música y comenzamos a bailar. En aquel momento, algo extraño me volvió a ocurrir; como lo de aquel coche. Sentí la necesidad de ir hasta donde se encontraba la barbacoa que todavía estaba caliente, y retirarla con ayuda de Belén hasta un rincón de aquella azotea. Juan Manuel comenzó a bailar, pero como bailan los monos, dando saltos. Una de las amigas de Sandra llevaba un refresco en la mano. Sandra, en una de sus volteretas golpeó a ésta en la mano y tiró el vaso al suelo. J.M. pisó el líquido y resbaló. Cayó de espaldas, justo, adonde estaba la barbacoa. Todo esto ocurrió en… no más de cinco segundos. Yo estaba totalmente impresionado por lo que me estaba ocurriendo. Si no hubiera retirado la barbacoa de allí, mi primo habría sufrido algún percance. Y lo extraño era que sólo recordaba haber vivido ese momento en sueños después de preverlo; antes, sólo tenía la sensación de que algo iba a ocurrir, y el lugar. Yo miré a mi hermana con la complicidad que conllevaba todo aquello. –¡Menos mal que hemos retirado la barbacoa! –Dijo Belén. –¡Si es que lo he visto venir! –Respondí con ironía. Terminamos la fiesta tarde, sobre las nueve de la noche. Regresamos a casa y mi madre nos estaba esperando sentada y con el televisor apagado. Era extraño, porque ella siempre veía la tele cuando descansaba. Estaba muy seria, yo sabía que algo ocurría. –¿Qué te pasa mamá? –Pregunté preocupado. –Ha ocurrido algo. –No quiero que os preocupéis por lo que os voy a decir: al parecer, a J.M. el mellizo, se lo han llevado al hospital. Estaba inconsciente. –Pero, ¿qué le ha ocurrido? –Dije nervioso. –No lo sé. Yo he llegado hace media hora. Una vecina me lo ha comentado abajo, en el portal. Yo subí rápidamente al piso de arriba, adonde vivían los mellizos. –¿Adónde vas, Ángel? No hay nadie. Están todos en el hospital. Una vez allí llamé a la otra puerta, al piso contiguo. Eran unos vecinos nuevos y apenas les conocía. Me abrieron y les pregunté: –¿Han estado ustedes todo el día aquí? –Sí, casi todo el día. ¿Por qué? –Verán, es que a mi amigo se lo han llevado al hospital, y no sé que ha pasado. ¿Ustedes han oído algo? –Bueno, si. Sobre las tres de la tarde oí fuertes discusiones, creo que entre el chico y su madre, y después hubo calma. Pero dos horas después escuché a la madre gritar mucho. Yo salí rápidamente para ver que ocurría. Al parecer tu amigo se había ido a su cuarto y su madre descubrió que se había tomado algunas pastillas. Luego llegó la ambulancia y hasta ahí te puedo contar. –Bien, muchas gracias. Cuando bajé a mi casa, mi madre estaba hablando por teléfono con su padre. Le contaba que después de haberle hecho un lavado de estómago en su casa, él seguía inconsciente. Después, en el hospital, confirmaron

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que había entrado en coma. Le dije a mi madre que no colgara, quería hablar con F.J. Él me contó que cuando llegaron de aquel paseo en bici, su madre les regañó a los dos. Por lo visto ella no quería que se fueran. Ellos se marcharon sin avisarla, y sin su consentimiento. F.J. asimiló bien la reprimenda, pero J.M. salió más afectado, él seguía discutiendo con su madre como siempre y decía que nunca le dejaba hacer nada, y que estaba harto. –Yo no me imaginaba que iba a hacer esto. Aunque últimamente, cuando entrábamos en nuestra casa, discutía con mi madre por cualquier cosa –me decía mientras lloraba. Yo tampoco entendía por qué había hecho esa tontería. Estaba bastante afectado. Me metí en mi cuarto y me senté en la cama preocupado. Me maldije preguntándome: ¿de qué me servía tener ese nuevo don que había adquirido, si no pude ver lo que iba a ocurrirle a mi amigo? –¿Estás bien, nene? –No, me siento impotente. Podía haberlo visto… ¡con mi gran poder! –Contesté auto-inculpándome con desprecio. –No tienes que martirizarte. Piensa que todavía podemos hacer algo. –¿Algo? ¿Como qué? –¿Es que ya no recuerdas que tenemos un gran poder? Estaba tan sumido en mi lamento, que apenas le di importancia al “gran” descubrimiento. –Recuerda que en el sueño salvamos a aquellos niños. –Sí, Felisa. Pero no creas que porque hayamos conseguido confirmar lo de la materialización, vamos a poder hacer otra vez eso. Además, de las veces que hemos soñado, en ningún momento hemos visto aquel arco iris. –No puedes perder la esperanza, nene. Tenemos que investigar. Si hasta ahora se ha cumplido todo lo del sueño, estoy segura de que podemos descubrir algo más. Tenemos que intentarlo. –Está bien, vamos a dormir, Felisa. –¡Tengo una idea, nene! Antes de quedarnos dormidos, vamos a concentrarnos en el mismo escenario del cuento. Puede ser que esté allí el arco iris, que es donde está el límite de los sueños; y si existe, seguro que detrás estará J.M. –¡Buena idea, Felisa! ¡Venga, vete a tu cuarto! Ya eran las doce de la noche. Estaba cansado, ya que habíamos estado toda la tarde bailando. Pensé en aquel lugar donde empezó toda esta historia del cuento, y me quedé dormido en el acto. Comencé a soñar. No aparecí en ninguna parte. Pero algo ocurrió después: me dejé llevar por una extraña fuerza, rodeado de vientos huracanados en forma de espiral que me hacían dar vueltas bruscamente, y me llevó hasta un gran agujero en el cielo, de donde salían extrañas imágenes y rostros que apenas podía percibir. De repente desapareció y me encontré en el sitio que había pensado. Mi hermana ya se encontraba allí. –Ha dado resultado, nene. ¿Has tardado mucho en quedarte dormido? –La verdad es que apenas me ha dado tiempo a concentrarme. Ha sido cuestión de un minuto. –Yo también me he dormido en el acto. Por cierto, tú has tardado un poco más en aparecer. –Sí, Felisa. Además, ha pasado algo raro. He tenido un extraño sueño donde me veía envuelto en una especie de túnel […] He tenido la misma sensación que cuando voy a prever algo. Es extraño, porque me he concentrado para estar aquí, pero he sido controlado por esa cosa misteriosa. Bueno, Felisa. Ya estamos aquí. –Está todo igual, nene: las montañas, la vegetación, el arco iris. –Sí, Felisa. El misterioso arco iris –dije suspirando, mientras me invadía una sensación de incertidumbre, pensando lo que allí pasó, y podía volver a pasar. A mi hermana la veía con muchas ganas, confiada, y no tenía dudas. Ella se mantenía firme como siempre; con su actitud luchadora. –¡Vamos, nene! ¿A qué esperas? Te vas a quedar dormido. –¡Ja, ja, ja! –¿Por qué te ríes, nene? –¡Buen chiste, Felisa! –¿Qué chiste? –¿Es que no te das cuenta? ¡Ya estamos dormidos! –¡Anda, es verdad! ¡Ja, ja, ja! –Los dos reímos a carcajadas. Comenzamos a correr, y dando un gran salto, empezamos a volar. –¡¡Arriba..!! –y nos dirigimos hacia el arco iris.

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Atravesamos el límite y empezamos a buscar. Yo no esperaba encontrar ningún lugar en concreto, porque esa sería realmente, la primera vez que íbamos a pasar al otro lado; ya que la vez anterior, solo se trataba de un sueño. Avanzamos durante bastante tiempo hacia delante, a la izquierda, derecha, pero no veíamos nada. Después de un rato pudimos ver algunas nubes, las cuales no dejaban ver más allá, hacia el horizonte. Traspasamos el banco de nubes y por fin divisamos algo. Pero al verlo más claramente, nos sorprendimos: –Pero ¿cómo puede ser? –¿Habremos vuelto atrás sin darnos cuenta, nene? –Es imposible, Felisa. Porque hubiéramos visto el arco iris. Además, volveríamos al lugar de origen. Lo que no me parece normal, es que nos encontremos en el mismo sitio del anterior sueño, con la playa y el acantilado. Pero, ¿cómo pude decir “normal”? pensé. Se supone que estábamos en un sueño –controlable, pero era un sueño–, y lo que sí sería lógico, era pensar que toda incoherencia en un sueño sería coherente. Porque allí se encuentra el centro del gran universo de la imaginación y todo podía ser. Después de esa reflexión sobre la lógica, pude comprobar que podía pensar con “sentido común”, el que teníamos en la vida real, pero dentro de un mundo subconsciente. Era obvio que controlaba mi mente en ambos sitios. Aquel lugar estaba solitario. Miré más allá hasta donde mi vista alcanzaba y sólo había una claridad infinita. Bajamos hasta la playa y oteamos todo el terreno. –Qué extraño, nene. No se por qué estamos aquí. –Si este es el único sitio que hemos encontrado, tendrá una explicación. Pero no lo entiendo. Aquí no hay nadie. Creo que no ha resultado. Si J.M. estuviera en este lugar del “mal”, habría aparecido, estaría en algún sitio. De repente, mar adentro, vimos a varios delfines saltando. Algunos se acercaron un poco más y salieron a flote verticalmente. Se mantenían tan sólo con el fuerte movimiento de sus colas. Llamaban nuestra atención con su peculiar y simpática forma que tenían, emitiendo su característico sonido. Después, y para sorpresa nuestra, emergió uno de ellos nadando velozmente, donde iba agarrado J.M. a su aleta superior. –¡Juan Manuel…! –Le llamamos los dos. –¡Eh…! ¡Ángel, Felisa! –El delfín lo trajo hasta la playa. –Tenéis que probar esto. Venid conmigo, que nos vamos a divertir con los delfines. –No, J.M. Tenemos que hablar contigo –dije, seriamente. –¡No! Vamos a jugar con los delfines. –J.M. ¿Tú sabes qué estas haciendo aquí? –Le preguntó Felisa. –Pues… jugar, bañarme. También podemos nadar con los delfines. Es muy divertido. ¡Vamos, todos! Era evidente que estaba soñando, metido en su mundo. Sólo era consciente de que estaba en un sueño; donde el mejor regalo era la diversión. Yo intenté controlar su mente hacia el lado consciente; pero no creí que fuera fácil, porque él no tenía esa dádiva que nosotros teníamos. –¡Espera, J.M! ¿Tú sabes donde estás? –Pues sí. Igual que vosotros. Esto es un sueño, ¿no? Y además muy divertido. ¡Venga! ¡Vamos a bañarnos y a jugar con los delfines! –gritaba, mientras aquellos simpáticos animales llamaban nuestra atención para que jugáramos con ellos. Tuve que decirle las cosas de otra forma. Tenía que hacerle ver toda la verdad. Haber si así conseguía desviar su pensamiento. –¡Haber, J.M.! ¿Qué recuerdas de antes de estar aquí en el sueño? –No sé. Estoy confundido. ¿Por qué me preguntas eso? Yo utilicé mi magia: con la ayuda de mi hermana hicimos aparecer una pantalla para visualizar el mensaje que queríamos darle a J.M. Simulando la formación de las nubes adentrada en el mar, entre los delfines y donde estábamos nosotros, hicimos aparecer ese vapor que salía del agua, antes de convertirse en nube. ¡Qué chulo! Se impresionó J.M. Después hicimos aparecer en aquella improvisada pantalla, la imagen de sus padres y su hermano. Él se quedó quieto. No reaccionaba, y a la vez, boquiabierto por la impresión. Tuve que darle un pequeño “empujoncito”: –Es tu familia ¿recuerdas? Te están esperando. Tenemos que irnos.

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Él agachó la cabeza con una actitud triste. –No quiero irme. Aquí estoy bien. Juego cuanto quiero sin que ellos me lo prohíban, y puedo hacer lo que quiera. –¿Recuerdas que pasó antes de llegar aquí? –Intervino Felisa. –No lo sé. Sólo recuerdo que me quedé dormido, y ahora estoy aquí soñando. –¡Escúchame, J.M.! –Le grité seriamente–, sé que ahora mismo no entiendes nada, pero si confías en nosotros, luego lo comprenderás todo. Tu familia te está esperando. Haz caso de lo que te decimos. Somos tus amigos, ¿verdad? Él seguía sin recordar nada de lo que pasó. Tan sólo recordaba a su familia y el hecho de que su madre le regañaba a menudo. De ahí que se encontraba feliz dentro del sueño, inmerso en su diversión. Luego recapacitó, confiando en nosotros. –Está bien. Pero, ¿Dónde me vais a llevar? –Tú no te preocupes. Déjanos a nosotros. –Espera, quiero despedirme de los delfines. Aquella nube que creamos se fue desvaneciendo. Detrás estaban aquellos delfines que pudimos ver poco a poco, mientras la masa nubosa desaparecía totalmente. Era curioso lo fácil que resultó esa “misión”. No tuvimos ningún contratiempo. No ocurrió nada extraño que pudiera ponernos en peligro; como en aquel sueño. Fue como quitarle el caramelo a un niño. Y no lo comprendía; teniendo en cuenta que estábamos en la zona del mal. Yo estaba contento. J.M. se adentró en la playa para despedirse de sus amigos. Pero poco duró mi alegría, cuando de pronto, aquellos sensibles animales se iban transformando en feas criaturas. Tenían grandes tentáculos, pero con cabeza de tiburón. Era una mezcla entre el escualo y el pulpo. J.M. nadaba hacia dentro. Con los golpes de ola en la cara, no pudo ver lo que le esperaba. –¡Cuidado…! –¡J.M.! ¡Vuelve a la playa…! –Le alertamos, pero no podía oírnos. A lo lejos observamos cómo se formaban tornados que se dirigían hacia nosotros. Comprendí, entonces, que aquellos delfines no eran más que un reclamo del mal para atrapar a J.M. pero nosotros llegamos a tiempo, aunque, quien tuviera allí la autoridad del mal, sabía de nuestra presencia e iban a por nosotros. –¡Rápido, Felisa! ¡Vamos a por él! –Volamos rápidamente a ras del mar. Aquellas criaturas iban a por J.M. y éste, no se daba cuenta. Nosotros estábamos tan cerca de él como aquellos seres. –¡J.M. agárrate a nosotros! –Le grité, mientras él dejó de nadar, dándose cuenta de nuestra presencia mientras nos manteníamos quietos, planeando sobre el mismo sitio en el aire como las gaviotas; por encima de él. –¡Estáis volando! –Dijo sorprendido–, ¿cómo lo hacéis? Aquellos monstruos apenas estaban a dos metros de nosotros, y él no era consciente del peligro. –¡Déjate de preguntas! ¡Mira ahí detrás! –Gritó Felisa. –¡¡Ah…!! –J.M. se asustó y se hundió, pero nosotros le agarramos de los brazos y le sacamos a tiempo. Faltó muy poco para que nos atraparan aquellos monstruos. Empezamos a ganar altura, pero uno de ellos lanzó su tentáculo como un látigo hacia nosotros, consiguiendo enrollarlo en mi pié. –¡Ah! ¡Me ha atrapado, Felisa! ¡Sigue tú! –Dije, mientras aquella cosa y yo luchábamos en un tira y afloja. –¡Cómo que siga yo? ¡Ahora se van a enterar estos quién es la bestia salvaje! Felisa se concentró, e hizo una transformación parcial. Su cabeza se convirtió en la de una gran orca. Rápidamente, mordió el tentáculo que me apresaba y lo seccionó, liberándome. Ella, no contenta, se lanzó al agua y se enfrentó a ellos, abriendo y cerrando el hocico con fuerza, consiguiendo ahuyentar a aquellos híbridos. –¡Déjalos ya, Felisa! Ella salió disparada hacia arriba. Volvió a su forma normal y agarró a J.M. del otro brazo. Mientras tanto, aquellos tornados se acercaron rápidamente a nosotros y llegaron a alcanzarnos. –¡Tenemos que irnos! ¡Rápido, Felisa! –Nos dirigimos velozmente hacia el arco iris, pero la fuerza de aquellos fuertes vientos hacían difícil que siguiéramos nuestro rumbo. Aún así, fuimos avanzando como podíamos, mientras nos sacudía en el cuerpo todo lo que envolvía el tifón: ramas, arena… Tras una larga lucha conseguimos separarnos del radio de acción de éste, y nos fuimos acercando al arco iris. J.M. comenzó a toser

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fuerte. Empezó a ahogarse, seguramente por haber tragado algún resto de lo que traía el tornado. Conseguimos pasar al otro lado del arco iris, pero J.M. quedó inconsciente. Bajamos y lo dejamos en el suelo. Antes de intentar hacer algo, desapareció. Yo no sabía que pensar. –¿Habrá salido bien, nene? –No lo sé. –Vamos a despertar, nene. Después sabremos más. Antes de intentar despertar, apareció a lo lejos un hombre. No lo conocíamos. Él nos miró fijamente, y luego desapareció. –¿Quién era ese, Felisa? –Yo no le conozco, nene. –Últimamente están ocurriendo cosas extrañas, sobre todo a mí –dije, y después cerramos los ojos y desconectamos de aquel sueño. Desperté aquel domingo más cansado de lo habitual. Habían pasado unas once horas desde que me dormí. En un día normal habría sido más que suficiente, aunque, soñar durante gran parte de la noche, había comprobado que te dejaba agotado. Me lavé un poco la cara y me fui al salón. Mi hermana también estaba despierta. Todavía medio adormilado, me senté en el sofá junto a mi hermana para ver la televisión; era lo típico de un domingo por la mañana. No mediamos palabra alguna sobre aquella noche. Era, como si aquel sueño –previamente maquinado–, no tuviera importancia, dándonos la sensación de que fue un sueño más; a sabiendas de haber descubierto que teníamos un “gran” poder. Todavía, nuestra mente, cada vez que despertábamos, no asimilaba realmente lo que estaba ocurriendo, y hacía distante lo real de lo imaginario. El teléfono sonó: –Dígame. –Ángel, soy F.J. –¡Ah! ¿Dónde estás? ¿Qué sabes de tu hermano? –Eso es lo que te quería contar. Hace poco que he llegado al hospital. Mi madre me llamó esta mañana temprano. ¡Ya está consciente! –¿Y se encuentra bien? –Pregunté con una sonrisa de oreja a oreja. –Bueno, un poco pálido; y dijo el médico que sus primeras palabras fueron: “tengo hambre”. Extraño, porque al parecer despertó de una forma traumática: tosía y se ahogaba. Supongo yo que sería porque al estar intubado le daría fatiga. Permanecerá en observación dos o tres días. –Bueno, Ángel, tengo que dejarte. Ya nos veremos. Mi hermana se alegró mucho, a la vez que en su rostro se reflejaba entremezcladas la incredulidad y la sorpresa. –¿Qué piensas de todo esto, nene? ¿Crees que lo hemos hecho nosotros? –No sé que pensar, Felisa. Cuando soñamos y controlamos, soy consciente de que es todo verdad; pero cuando llevo un rato despierto, la realidad me separa de esa posibilidad. Esa misma noche, antes de cenar llame a F.J. para saber cómo seguía J.M. Decía que se encontraba mejor. Pero me dijo algo que hizo desaparecer todas las dudas que tenía sobre el susodicho poder. Al parecer, J.M. le dijo que mientras estuvo inconsciente soñó con mi hermana y yo. También le contó algunos detalles del sueño, los cuales coincidían. –Nene, creo que ya no hacen falta más pruebas ¿no? –Tú lo has dicho, Felisa. Las pruebas hablan por sí solas. Ya no tengo dudas. Es más, estoy contento por lo de J.M. y porque somos “especiales”. De hecho, mañana lo voy a celebrar en el instituto. –No lo entiendo, nene. ¿Cómo vas a celebrar nada allí? –Espera, que te lo explico: he pensado que esta noche voy a hacerle una visita a Lucía. –Si al final sabía yo que tú ibas a acabar saliendo con ella –dijo Felisa, con intención de molestarme. Ya sabía ella que los tiros no iban por ahí. –¡Has entendido mal! ¡Déjame explicarte! Como te iba diciendo: esta noche soñaré con ella. –¿No ves como no puede ser, nene? –Interrumpió nuevamente–, tú mismo te contradices: cada vez que insinúo que quieres algo con ella, te molestas; y ahora dices que quieres soñar con ella… –dijo, y después se rió: ¡ja, ja, ja!

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–¿Tienes tú… muchas ganas de cachondeo, no? Lo que quiero decir, es que voy a intentar entrar en su casa a través del sueño, y hacerle alguna faena; para que mañana nos divierta un poco a todos. –Pobrecita. ¿Por qué vas a ser malo con ella? –Dijo, poniendo cara lastimosa. –¡Malo con la pija? Te recuerdo que ella hizo que mi profesor me castigara. Escribió aquello en la pizarra para que me culpara a mí. Además, me hice la promesa de que algún día me vengaría. Antes de acostarme lo planeé todo y cogí algunas cosas para llevármelas: un lápiz de labios, unas tijeras y un poco de mantequilla. Lo metí todo en una bolsa y la dejé colgada en mi muñeca por las asas. Luego me acosté. Estuve un buen rato maquinando lo que iba a hacer. Después me concentré pensando en su casa; el cansancio hizo el resto. Al empezar a soñar, algo pasó que no salió como yo quería. Volví a ser controlado por aquella pesadilla, antes de aparecer en el lugar que yo decidí previamente: aquel gran agujero en el cielo que tiraba de mí, siendo arrastrado por la fuerza de sus vientos en forma de espiral, donde aparecían borrosamente aquellas imágenes. Luego, y no entendía el porqué, me encontré en el conocido “escenario” de siempre, donde toda esta historia comenzó, con la bolsa enganchada en mi muñeca. Eché un vistazo para comprobar si todo seguía en su sitio, porque al tener esas pesadillas… me daba que pensar. Después cerré los ojos y me concentré en mi cometido. Fue un éxito. Aparecí en el dormitorio de Lucía. Junto a su armario había un galán de noche donde estaba uno de los conjuntos rosa con el que solía vestir. Frente a su cama, el material escolar. Yo me puse manos a la obra: cogí la mantequilla y la extendí por toda la ropa. Con las tijeras, corté las tirantas que llevaban sus zapatos que tenía a juego, y finalmente abrí su cuaderno de apuntes y uno de los libros que tenía allí, los llené de garabatos. El resto de mantequilla que sobró lo metí en su “bonito” bolso de marca; luego lo apreté para que se impregnara por completo. A la mañana siguiente, mientras me dirigía con mis amigos hacia el instituto, hice examen de conciencia. Pensé que me había pasado un poco, en el sueño, claro; porque todavía no había comprobado el resultado de las consecuencias en la realidad. Aparte, la naturaleza de mi mente seguía distanciándome, haciéndome dudar de la conciencia de mis actos, entre lo que hacías en un sueño y en la realidad. Era un vínculo incoherente. Pero aun así, no me pareció correcto. Al llegar a la puerta, Lucía estaba con sus amigas y con una desentonada vestimenta. Llevaba puesto unos vaqueros simples y un jersey de lo más vulgar. Le decía a sus amigas que se sentía avergonzada; ¡qué tontería!, porque ellas iban muy “fashion” y ella, andrajosa. Al parecer, todo iba viento en popa. Yo suponía que les contaría la sorpresa con la que despertó esa mañana. Luego, recapacité sobre lo que pudo ocurrir en su casa, aparte de un considerable susto: si culpó a la hermana, si la hermana se defendería por falsa acusación, o si la madre culparía a su hermana, no creyendo en su inocencia. Mi conciencia me la estaba jugando. Pensaba que al final iba a perder yo; y todavía no había acabado. Pero bueno, lo echo… Entramos en la clase y nos sentamos. Antes de que entrara el profesor, Lucía, hizo lo típico para sentirse guapa y abrió su bolso para coger su espejito y la barra de labios: –¡Ah…! ¿Qué es esto? –Gritó, mientras se miraba las manos engrasadas de mantequilla–. ¡Qué asco! ¡No entiendo que me está pasando hoy! –A ver… ¡esto es mantequilla, Lucía! –dijo una de sus amigas, mientras yo me reía. –¿De qué te ríes, Ángel? –Preguntó Ale. –¡Nada, nada! Cosas mías.En ese momento entró el profesor: –¡No arméis alboroto! Abrid el libro por la página catorce. –Aquel día tocaba gramática, y precisamente, la noche anterior, tenía ella preparado todo el material del día siguiente. –¡Ah…! –Volvió a gritar. –¿Qué le pasa hoy a Lucía? –Preguntó Jaime, riendo. –¡Es que está histérica! –Exclamó F.J. –¡Histérica? –Se levantó de su silla, mirándonos con actitud energúmena–, ¡hoy llevo un día de perros! ¡Me ha pasado de todo! –Prosiguió llorando–, ¡mi ropa, mis zapatos!.. –¿Pero qué te pasa, Lucía? –Preguntó el profesor. Ella no dejaba de llorar–. Vete a casa si te encuentras mal.

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Lucía se marchó llorando sin decir una palabra. En ese momento me sentí muy mal. Definitivamente me había pasado. Comprendí entonces, que el poder que yo tenía podía hacer mucho daño si no controlaba mi imaginación. Al salir de clase, dije a mis amigos que se fueran solos porque tenía que hablar con mi hermana. –Me han dicho que Lucía se ha ido hoy antes, y que estaba llorando. ¿Tú sabes algo sobre esto, nene? –Preguntó ella, forzándome a confesar. –Si. He sido yo, Felisa. Estoy muy arrepentido –confesé–, y lo peor es que no creo que ella encuentre explicación lógica alguna a todo lo que le ha ocurrido. Podría acarrearle serios problemas mentales. Si yo pudiera hacer algo… –Pero no podemos, nene. Sabes que no debemos decir nada. Mientras caminábamos hacia nuestra casa, frente a nosotros había un hombre que nos llamó: –¡Eh, niños! Tengo que hablar con vosotros. –¿Con nosotros? Perdone, no le conocemos –aclaré con desconfianza. –Sí me conocéis –insistió aquel hombre–, y me habéis visto. Tenéis que destruir el libro, es muy peligroso. –Pero, ¿cómo sabe usted eso? –Miré a mi hermana, pasmado–, ¡no comprendo!.. –Yo tampoco lo entiendo, nene. Me di cuenta de algo. En ese momento creí que me iba a volver loco. –¡Oh, Dios mío! ¡Usted es…! ¡No puede ser…! ¿Recuerdas, Felisa? ¡El hombre que vimos en el sueño! Ella se asustó y reculó, absorta. ¡Pero, qué está pasando? –¡No hay tiempo para explicaciones! –Dijo aquel hombre–, tenéis que volver rápidamente al mundo de los sueños. Está ocurriendo algo grave. El límite se ha abierto por alguna razón. Puede ser ese libro, ¡tenéis que destruirlo! –¿Quién es usted, realmente? ¿De dónde procede? –Pregunté asustado. –Realmente, no soy nadie; porque no existo. Sólo en vuestro sueño, en el que un día tuvisteis, y en el que hace poco escribisteis. He conseguido llegar hasta vosotros a través del límite. Al descubrir lo que estaba ocurriendo deseé poder hablar con vosotros, pero tan sólo conseguí que me vierais. Después, conforme se iba abriendo más la frontera de los sueños, volví a intentarlo, y he conseguido aparecerme ante vosotros. –Entonces, ¿quién eres? –Preguntó Felisa. –Yo soy, el hombre sin nombre. ¡Soy aquel “hombre loco”…! –Su imagen iba desapareciendo poco a poco–, ¿recordáis? ¡”Yo estuve allí”! ¡Tenéis que hacer algo!.. –Y desapareció totalmente. –¡Esto es de locos, Felisa! –Nene, me siento extraña. Ya no sé lo que es real y lo que no. ¡Estoy confundida! –Está bien, Felisa. Tenemos que tranquilizarnos y razonar: según el sueño, la primera vez que se quedó abierto el “límite”, fue porque trajimos algo que pertenecía al sueño, ¿verdad? –Así es, hermano. Pero después de haberlo escrito, cuando descubrimos los poderes, no nos apoderamos de nada. Lo único que materializamos, fue tu cabello. –Entonces, ¿qué podemos hacer? Lo único que se me ocurre es que volvamos esta noche a aquel lugar, e investiguemos. Cuando llegamos a casa, mi madre ya tenía la mesa preparada para almorzar. –Os habéis entretenido hoy más de la cuenta, ¿no, hijos? Venga, a comer. Cuando terminamos de comer me levanté para irme a mi cuarto, a meditar un poco sobre lo que estaba ocurriendo. –¿Adónde vas, Ángel? –Preguntó mi madre–. ¿Por qué no ayudas a retirar la mesa? Que hoy llevo un día… para qué contaros. He limpiado todo el piso, así que, hacer el favor de no ensuciar nada. ¡Ah! Y que sea la última vez que yo tenga que ordenar tu cuarto. –¿Tan mal estaba, mamá? –A ver, déjame que haga recuento… –dijo, un poco en broma–: algunas revistas esparcidas en el suelo, la cama sin hacer y… –¡Y no sigas, mamá! –Interrumpí, bromeando también–, que, seguro que ya no hay más desorden. –¿Qué no? ¡Anda, hijo! Pero si cuando he retirado la cama para limpiar el suelo he encontrado hasta piedras. –¿Piedras, mamá? ¡Qué exagerada eres!

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–¿Exagerada yo? Anda, hijo. Que no te mueve la preocupación; que si tu cuarto lo invadieran las cucarachas… seguro que ibas a tener pesadillas. –¿Pesadillas? ¡Si yo te contara! –Dije, mirando a mi hermana con complicidad, mientras me iba a mi dormitorio. Me eché en la cama y reflexioné sobre lo que estaba ocurriendo más allá de la realidad, y cómo solucionarlo. Porque se suponía que, según decía la “aparición” de aquel hombre: nosotros teníamos que volver para arreglarlo. Le di algunas vueltas al asunto mientras observaba lo bien que había dejado mi madre el cuarto: los muebles brillantes, la repisa bien ordenada, figuras, Spider-reloj, revistas y la ca… ¡Oh! ¡Dios mío! La cama. Instintivamente pensé en las piedras que mencionó mi madre, las que había debajo de ella. Me levanté de un salto y entré rápido en el cuarto de mi hermana. –¡Felisa, ya lo tengo! ¡Sé cuál es el problema! –¡Nene, que me has asustado! –¿Recuerdas el primer sueño que tuvimos? ¿Aquél de la playa? –Si, claro. –Pues bien: cuando me despeñé del acantilado me traje conmigo aquel trozo de roca, al cuál me agarraba. Pero ésta, cuando se materializó, no la pude ver porque cayo en el suelo; entre la pared y mi cama. Por eso me ha extrañado que mamá dijera lo de las piedras. –¡Tenemos que cogerla, nene! –¡Rápido, Felisa! ¡Vamos a decírselo! –¡Mamá, mamá! ¿Dónde está lo que encontraste debajo de mi cama? –En la basura. Fui hasta la cocina para rebuscar en la bolsa. –Ahí no, Ángel. Está en el contenedor de basuras. ¿Por qué le dais tanta importancia a esa piedra? –¡Nada…mamá! Sólo es…un mineral para coleccionar. Por cierto, ¿de qué color es la bolsa? –Es una del supermercado. –¡Vamos rápido, Felisa! Rebuscamos en el contenedor con ahínco, pero había demasiadas bolsas parecidas. Las cogíamos y las apretamos una a una, mientras las íbamos dejando fuera del contenedor; pero no hubo resultado. En el fondo todavía quedaban algunas, pero teníamos que meternos adentro y mezclarnos con todos los desperdicios que apestaban una barbaridad. –¡Yo…no me meto ahí, nene! –Yo tampoco ¡que asco! –Vamos a repasar otra vez las bolsas de afuera, Felisa. Mientras tanto, una sombra se echaba sobre nosotros. Cada vez ocupaba más espacio, cubriendo casi por completo hasta donde alcanzaba nuestra vista. –¿Qué está ocurriendo, nene? –¡Anda! ¡Es un eclipse! –¿Eclipse? Pero… ¡no puede ser! Ningún medio de comunicación ha informado sobre esto. Todo el mundo debería de saberlo. Todo se oscureció. Aquella gran esfera oscura, que no se parecía en nada a un planeta, eclipsó el sol por completo. De pronto, ésta se hizo más grande, y observé cómo en el centro de ella se formaban unas nubes muy extrañas en forma de espiral que generaban fuertes vientos. Entonces comprendí lo que estaba ocurriendo: –¡Felisa, es el mismo agujero negro de mis pesadillas; el que me controlaba! El viento cada vez era más fuerte y ensordecedor; apenas podíamos oírnos. –¡Entonces! ¿Qué está ocurriendo, nene? –¡Que ya es tarde! ¡No podemos hacer nada! ¡El límite ha estado abierto demasiado tiempo, y el mal ha cruzado; se está materializando en la realidad! ¡Las visiones que yo tenía antes de soñar, eran predicciones! De repente, de aquel agujero oscuro empezaron a salir unas imágenes, girando en torno a éste, parecidas a las de mi pesadilla. En esta ocasión se veían más nítidas, pudiendo reconocer cada una de ellas: los pajarracos de dos cabezas, el “Gran Payaso”, el arlequín… Allá a lo lejos, los vientos pasaron a ser huracanados. Se llevaban a su paso: árboles, techos… Cada vez se acercaba más a nosotros. Estábamos siendo testigos de la destrucción;

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era… el fin del mundo. ¿Quién podía imaginar que lo que no consiguió la mano del hombre, ni el tan nombrado “cambio climático”, iba a ser obra de la mente humana, de la imaginación… de un sueño? Los dos estábamos asustados. Mi hermana me miró, triste, sin decir una palabra. De su mirada salía esa pregunta desesperanzadora: ¿qué va a pasar ahora?.. Y rompió a llorar. En ese momento, y sin saber cómo, independientemente de lo que salía de aquel agujero, más al fondo se apareció mi padre en una imagen turbia. Aunque nos bastó en ese momento, porque lo importante fue su gesto: nos miró sonriendo, y nos mandó el típico beso con la palma de la mano y el posterior soplo. Luego, fue desapareciendo. Nosotros nos quedamos asombrados. Nuestra mente discurría entre lo real y lo imaginario; ya no sabíamos en que mundo nos encontrábamos. Estábamos totalmente perdidos en nuestra confusión. Cuando su imagen desapareció totalmente, nos miramos y ocurrió algo “mágico”: volvimos a ser niños otra vez. Habíamos retrocedido siete años en el tiempo. Después, y sin saber cómo, cambié mi forma de ser. Mis sentimientos me pedían “mostrar afecto,” y abracé a mi hermana entre llantos, dciéndole: “no pasa nada, Felisa”. Luego, aquellos vientos huracanados nos elevaron hacia el cielo, llevándonos hacia cualquier sitio. Ya no nos sentíamos tristes ni asustados, y el estridente sonido del viento se silenció. Nos miramos sonriendo, haciendo alusión a los viejos tiempos: –Hola “nené.” –¿Qué tal, Gelgüisa?.. No fue un juego de niños. Aquella experiencia no resultó ser lo que en un principio él creía. Hubieron altibajos: alegría, tristeza y confusión. Pero él se quedó con la mejor parte del sueño, que hizo que viera de forma distinta el hecho de dormir; ya no tenía ese temor, porque sus hijos le habían salvado regalándole esa aventura. Eran cerca de las doce del mediodía cuando se levantó. En su mesita de noche estaba el bloc, donde tenía escrito el título de aquel cuento y el comienzo. Tenía la sensación de que sólo fue un sueño más, y que quizá no tuvo mucha autoridad para controlarlo; sólo pudo dejar que éste siguiera su curso natural. Se levantó y despertó a los niños con la esperanza de que algo hubiera ocurrido; demostrarse a sí mismo que pudo haber movido los hilos de aquel sueño; alguna señal. –¿Qué tal, hijos? Buenos días. Feliz Navidad. –Papá, tengo sueño todavía. –¿Y tú también, nena? –Yo me voy al salón, papi. Ya no tengo sueño. –¿Todo va bien? ¿Cómo habéis dormido? ¿Alguna pesadilla? –Nada, papi. Ni un sueño. –¿Y tú, nene? Vaya, se ha dormido otra vez. Quizá me esté obsesionando por toda esta faceta especial mía, –pensó–. Esto no es genético ni hereditario. ¡Qué tontería! Pensar que ellos… Debería de limitarme tan sólo, a interpretar este sueño; porque me ha parecido muy especial. Pero no sabría decir… Tras las fiestas navideñas se incorporó al trabajo para hacer un viaje “real”. El día era frío y estaba nublado. Todo aquel paisaje se tornaba cenizo bajo el manto gris que proporcionaba el cielo. Pero no dejaba de ser menos bello: un verde en las llanuras y el blanco de los pueblos a un lado y a otro de la carretera. En ese momento pensó, contemplando aquellos pueblos, que eran como una biblioteca. Había muchos libros y todos parecían iguales, pero para entenderlos y disfrutarlos había que abrirlos y sentirlos; meterse dentro. Cada uno tenía su propia esencia, su olor, su vida. Más tarde, el tiempo cambió: de nublado a lluvioso. La noche se echaba encima y la lluvia era tormentosa e incesante, pareciendo más bien un castigo bíblico.

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Ángel tenía la vista algo fatigada bajo aquel diluvio que hacía imposible ver más allá de cien metros, y decidió bajar un poco la velocidad. Más adelante, cerca de Despeñaperros, se sintió mal. Un malestar en la boca del estómago seguida de una extraña fobia. Decidió parar en el arcén. Se calmó un rato. Mientras, la lluvia daba una tregua. Tras reponerse un poco alzó la vista al frente, y pudo ver, a unos cincuenta metros, un camión que estaba volcado y que ocupaba toda la carretera. Si no se hubiera parado habría tenido un fatal desenlace, ya que el camión siniestrado no podía ser visto por la forma del vuelco, que no permitía que se le vieran las luces desde donde él venía. Ángel cayó en la cuenta: aquel sueño sí tenía una interpretación. Era una predicción.

LA PRIMAVERA GÉLIDA

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10 de Enero de 2014 Ayer tenía la frecuencia cardiaca entre 45 y 48 pulsaciones, en dos comprobaciones. La tensión en 8.2 y 10.5. Hoy me encuentro igual: algo débil, sin ganas de nada, lento en los movimientos y con la moral por los suelos; aunque en esto último ya me he aclimatado. Y si no fuera por el protocolo cotidiano que el reloj nos va indicando sobre lo que toca de hacer, casi ni me acordaría que había que comer. Afortunadamente, las fiestas de “El Corte Inglés” –que nada me gustan–, dieron a su fin. Hace ya más de un año que estoy en el paro, y tengo todo el tiempo del mundo para aburrirme y darle vueltas a la cabeza sobre el porqué de este año, de esta crisis, y de lo injusto de que estos “terroristas autorizados”, los políticos, sigan comiendo por la cara sin dar un palo al agua, a costa del sufrimiento del pobre, del que siempre lo ha sido y de los nuevos que ellos van creando.

Nací en el “hospital antiguo” de la calle Don Fadrique, frente al arco de La Macarena, la primera quincena del invierno de 1966, el 6 de Enero, los tres seises, el número de la bestia; algo curioso y a la vez contradictorio, ya que, siendo un día marcado por la alegría de las fiestas… Soy el tercero de seis hermanos, ¡vaya, otro seis! Aunque esto parezca el comienzo de una novela de terror sobre un personaje oscuro y malévolo, quizá no sean más que las apariencias, de hecho, mi nombre es Ángel. Cuando vi la luz por primera vez, aquella tarde de la Epifanía del Señor –algo que no puedo recordar–, según me contó mi madre: ella no llegó a verme hasta pasadas dos horas. Yo me había cagado dentro y a ella tenían que limpiarla, pero no se enteró del parto. Fue un parto natural, pero con anestesia general. Yo nunca había oído eso; en tal caso sería un parto natural y pasivo a la vez. Mi madre me contó que no sabía lo que habían hecho con ella. Debí de llorar bastante; y no lo digo sólo por ser un recién nacido, sino, porque habría tenido mi primera experiencia con el sufrimiento, y digo “habría”, porque con solo dos horas de vida no creo que fuera muy consciente de aquello: al parecer, el médico, para sacarme de las entrañas maternas, tiró negligentemente, separándome el brazo del hombro derecho. Al menos, eso me contó mi madre; aunque, por otra parte, los médicos le dijeron tras haber tanteado su barriga en varias ocasiones, antes del parto; que no comprendían cómo pude cambiar tantas veces de posición en varios minutos. Una vez hube nacido, me tuvieron en monitores a causa de unas reacciones espasmódicas, pero no llegaron a ninguna conclusión, pues lo demás iba bien. Por todo esto, y por el trato recibido por mi madre, ella siempre tuvo en su memoria a aquel médico, o aquellos médicos, los que supuestamente me hicieron un “mal nacido” –y no lo digo en sentido auto-despectivo–, porque le dieron un bofetón mientras la cosían. Ella preguntaba, aún medio dormida por el efecto de la anestesia: ¿todavía no? y uno de ellos la reprendía: ¡vaya la que nos ha hecho pasar, señora! Ella siempre los recordaría, no para honrarles, sino para maldecirles. Desde entonces y durante seis meses, tuve que convivir con una especie de cabestrillo, ligado a una armadura férrica que me abrazaba el cuerpo. Supongo que fue mi primer regalo de Reyes. Fue ahí, quizá, donde comenzó mi calvario más adelante; seguramente debido a una hipersensibilidad receptiva en mi mente, que fue con lo que nací; otro regalo más.

Lunes 13 de Enero de 2014

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Ayer por la tarde conseguí sobrevivir tras haber dejado a mis hijos en el domicilio materno. Ellos me recuerdan que la vida merece la pena vivirla, y que hay que luchar hasta el final. Pero es muy duro, una vez solo en casa, otra vez, sentir ese vacío que te ahoga; que es aún más potente que el propio dolor. Afortunadamente, la noche llegó pronto y pude permanecer en el mundo de la inconsciencia hasta esta mañana; aunque esas horas de sueño han sido interrumpidas varias veces debido a mi estado actual; supongo yo que será por el estrés. Una de las partes que más me gustan de mi cuerpo, es mi mente; pero ésta, a veces no me deja en paz. La mañana ha sido bastante fría, sin brisa, y una fina llovizna que caía lenta como la nieve. No mojaba, pero yo he necesitado el paraguas por la molestia de que se me mojen las gafas. He acudido al centro cívico para conectarme a Internet y buscar trabajo, como tantos días atrás. Es otra posibilidad, porque empiezo a pensar que tanto gasto de gasolina para entregar currículos en sitios donde sabes que muchos camiones están parados por falta de trabajo, que los que funcionan es porque tienen a sus chóferes, y que algunos o no cobran o llevan atrasos de al menos dos meses; y otras empresas que han cerrado… En fin, después de ver los portales de empleo, hoy he echado mano del Google,”y sólo por curiosidad”, he abierto un foro de esos de ansiedad y depresión, haber que se cocía por allí. Había varios comentarios del mismo tipo: gente que se lamentaba de sus insignificantes vidas, otros sobre la desesperación del “no puedo más”, y algunos referente a ese milagroso “bastón” que ha proporcionado la palabra de Dios. Yo no he tenido valor, o mejor dicho, no he querido entrar como uno más de los que allí ruegan por una solución; “porque lo mío no es para tanto; tan sólo una mala racha”, he dicho para mis adentros; que mi única intención, tras la curiosidad, es la de aportar un granito de esperanza con algún comentario basado en mis experiencias. Les he comentado mi desacuerdo con las pastillas y los psicólogos; que no hay mejor terapeuta que uno mismo, y algún consejillo que otro.

1979 Yo tenía trece años. Habían pasado siete años desde que tuve aquel extraño sueño con mi abuela Elisa, el cuál me proporcionó aquella evidencia física, y el consiguiente miedo a dormir. Pero aquel episodio no duró más de un año; posiblemente, porque la mente evolutiva de un niño tendiera a ir descubriendo todo lo que la vida le va presentando, y los mecanismos de defensa para la autocuración. Aquella fobia desapareció durante la siguiente mitad de mi vida. Luego, en ese estado de adolescencia recién estrenada, una serie de pesadillas se hicieron presente, nuevamente; sobre todo: monstruos, que curiosamente me causaban temor cuando me tocaban las axilas. Si se lo hubiera oído decir a alguien, me parecería gracioso y a la vez ridículo; pero me estaba ocurriendo a mí, y puedo asegurar, que aquella sensación de miedo, era de todo menos gracioso. Esto hizo que mi mente regresara atrás, a mi pasado infante; y que en poco tiempo pasé a un estado depresivo preadolescente. A partir de ahí comenzaron las visitas al psicólogo, y algún que otro electroencefalograma también me hicieron. Incluso el psicólogo, ante su duda, me hizo pasar a solas, sin mi madre; para preguntarme algunas cosas personales, incluyendo: si yo era maltratado por mis padres. Por supuesto que la respuesta fue negativa. Tras haberme examinado, dijeron que no había nada anormal, que era cosa de los nervios –que era lo que se decía antes–, y cosas de la difícil edad; que con el tiempo cambiaría. Durante aquellas visitas psicoterapéuticas conocí a otro chaval, paciente como yo y de mi barrio; y que se interesaba por el motivo de mis visitas. ¿Quién me iba a decir que aquel chico, que no dejaba de preguntarme hasta la saciedad, iba a ser, tiempo después, mi amigo y terapeuta ocasional: Octavio?; ironías del destino.

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El vacío que provocaba en mi alma aquella maldita pena “infundada”; porque normalmente es solamente eso: un llanto en el corazón sin motivo aparente –aunque en mi caso había justificación–, no daba lugar a ningún aliciente que calmara mi dolor. Tan sólo la música. La sentía muy dentro de mí. Un día, un primo mío de Alemania que nos visitaba casi todos los años, nos trajo varios vinilos, Lps, de una música que por aquí no se oía; al menos yo no tuve ese gran placer de oírla por la radio. Aquellos grupos eran increíbles: Estatus Quo, Led zeppelín, Black Sabbath, entre otros. No me cansaba de oírlos. Algunas personas mayores decían que aquel ruido era obra del demonio. Yo tenía el mismo apego por Dios, aun oyendo esa música; por lo que pude comprobar que el Rock, el Heavy y Dios, podían ir de la mano. Al cabo de algunos años descubrí el placer de la ópera y la clásica. Si Dios tuviera que elegir, seguro que hubiera encontrado en éstas, su santuario. La música no era la cura a esos males que me estaban ocurriendo, pero sí hacía que me sintiera mejor; Actuaba como una medicina que me hacía volar. Mi alma ascendía tan alto que podía divisar desde lo alto, una llanura de tristeza, y sabía que tarde o temprano bajaría para poner los pies sobre ella. El último día que visité al psicólogo, cuando volvimos mi madre y yo a casa, una nueva vecina que estaba con su hijo agarrado de la mano, habló con mi madre. Ella tras oír lo que mi madre decía de mis “nervios”, comenzó a hablar de su hijo: –Víctor es muy bueno. Es muy listo y nunca llora; bueno, a veces se cabrea bastante si le quitas alguna ficha del puzzle. Es muy inteligente, le encanta hacer puzzles; es muy rápido, ¿verdad, Víctor? Víctor se meneaba de un sitio a otro sin soltar la mano de su madre, y sin mirarla. Su mirada pasaba de largo, por encima de la cabeza de su madre, por los lados… pero no llegaba a los ojos de ella. Ella seguía insistiendo: –¿a que te gustan mucho los puzzles? ¡Víctor! ¡Mírame a los ojos mientras te hablo! –Víctor se ponía más nervioso. La madre no paraba en el intento de conseguir el contacto visual, pero en un tono altivo. Tras haber elogiado tanto a su hijo, ésta, no quiso quedar mal ante mi madre y por un momento no tuvo en cuenta la condición de su hijo. –¡Que me mires, te digo! –A mí me dio pena aquel trato que estaba recibiendo. Yo, entonces, no entendía eso del autismo, pero aquel niño, que tendría mi edad –unos trece–, empezó a caerme simpático; y no porque me diera pena por el comportamiento de su madre, sino, porque la única mirada que dirigió a alguien, fue a mí; sólo un segundo, pero lo suficiente para dejar en evidencia a su madre. Ésta, para no sucumbir totalmente en su ridiculez, desistió y se dirigió a mí: –¡Anda! Tú le caes bien. ¿Te gustaría venir a mi casa mañana para jugar con él? –Vale –dije, mirando a mi madre que sonrió ante mi respuesta; aunque detrás de su sonrisa había algo más, había disfrutado con el “papelito” de aquella mujer. La misma noche –y quizá por todo esto que me estaba pasando–, habiéndose creado en mí la condición de altruista, debido a mi sentimentalismo, antes de dormirme, e involuntariamente, había pensado en él. Soñé con él. Víctor estaba solo. Parecía un chico normal. Me miraba fijamente a los ojos, pero su mirada delataba otra cosa: soledad… eso era. Parecía pedir ayuda, como si quisiera ser rescatado de aquel mundo donde su “yo” no debería de estar. Yo tenía la sensación de que el argumento del sueño me decía, o yo interpretaba que: en la vida real, él mostraba la parte ausente, y no la de las relaciones interpersonales, pero que en algún sitio se hallaba su otro “yo” escondido; el que estaba en ese mundo particular. Al día siguiente fui a su casa. Tras entrar en su habitación, tuve la sensación de estar en otro mundo –y no lo digo por él–. De entre sus juguetes, se podía contar con los dedos de una mano los que no fueran de ejercicios mentales. Él estaba sentado, y en su mesa un puzzle medio hecho. Si no fuera autista, diría que no era consciente de mi presencia. No apartaba la vista de las piezas del rompecabezas en un radio de treinta centímetros, recorriendo con la mirada todo su alrededor, entre lo compuesto y las piezas sueltas. Algo me decía que intentar conectar con él de forma normal iba a ser inútil. Tenía que meterme en su mundo para ser correspondido.

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Me senté frente a él, sin mirarle a los ojos, como si yo estuviera solo también. Cogí una pieza. Él ni se inmutó, seguía en sus quehaceres. Solté la pieza sobre la mesa, me levanté y me fui hasta la puerta del dormitorio, sin mirarle. Él paró un instante. Seguía cabizbajo y prosiguió con lo suyo. Yo me volví a acercar. Lentamente me senté y cogí otra pieza. La subí hasta la altura de mis ojos y le miré fijamente. –¿Quieres que juegue contigo? –Le dije, sin dejar de mirarle a los ojos, manteniendo la pieza a la altura de los míos. Víctor insistió en ser uno, único en el mundo; yo no existía. –¿Puedo poner una pieza? –Insistí. Él me lanzó una fugaz mirada, un microsegundo; no a mí, sino al que estaba detrás: a nadie. –¿Quieres que venga otro día? ¿Me voy? –En ese instante volvió a mirarme, bueno, clavó su mirada en la pieza que yo todavía mantenía cerca de mis ojos. –¿Quieres que sea tu amigo? –Poco a poco desvió su mirada hacia mí, hacia mi persona. –¿Te gusta estar con tu madre? –Definitivamente clavó sus ojos en los míos, mientras yo bajaba la pieza hasta descubrir totalmente mi rostro. Él seguía mirándome. –¿Y tus hermanos, quieres que estén contigo? –Luego bajó la mirada, pero lentamente. De repente comenzó a llorar. Su madre se presentó repentinamente, pues sólo le oyó llorar cuando nació, y algunos meses después. –¿Qué le has hecho a mi hijo? –Preguntó preocupada y a la vez autoritaria. Yo no sabía que contestar y salí de allí sin decir nada.

17 de Enero de 2014 Hoy he comido en casa de mis padres como casi todos los días. Hace mucho tiempo que ya no cocino en mi piso, porque estaba bastante aburrido de molestarme en una tarea culinaria sólo para mí. Aunque no me considere un profesional de la cocina, puedo decir que soy bastante autodidacta, como yo digo: le doy una patada a una lata de atún, y elaboro un primer plato. He de decir también, que pese a mucho esfuerzo, he logrado que mis padres aprendan a economizar. Mi madre todavía hacía de comer para seis personas, pero hace mucho que los pájaros volaron; ella se escudaba en la posibilidad de que viniera alguien a comer. Yo he intentado meterles por el camino del ahorro, y casi lo he conseguido; ya que, aunque mi padre se haya hecho cargo de la administración del dinero, mi madre todavía manda, y de vez en cuando ella ha doblegado a mi padre en el asunto de las compras, excediéndose en la comanda. Aunque yo les digo que ellos son sólo dos; para mí sólo tienen que “echar un puñadito”, y que, aunque yo esté en la ruina, con tan sólo 426 euros, no deben de ayudarme económicamente; cosa que hasta ahora he conseguido, pese a su empecinamiento por ayudarme. Yo les digo que eso no me ayuda mucho, ya que debo de aceptar mi situación tal y como es, y debo de esforzarme para que cambie. Pero si me echan una mano, todo sería más fácil para mí, y no sería bueno. Además, los fines de semana también comen allí mis hijos. Sólo por ellos y por mí, ya les estoy bastante agradecido. Yo les ayudo en todo lo que pueda, como no tengo vicios, tampoco les genero gastos, y cada vez que puedo, que es casi todos los días, les hago de comer. De todo esto puedo sacar una conclusión: soy el hijo no independizado, que todo padre y madre quisiera para sí. Después de almorzar y lavar la vajilla, me he dirigido hacia mi piso. Hoy también está el día revuelto: una lluvia débil y un viento descontrolado, aunque no muy fuerte. Es la cola de la ciclogénesis que viene del norte: un nuevo nombre, seguramente por moda, que le han puesto a un día normal de tipo borrascoso. Es un viento que va de una dirección a otra, sin avisar, acompañado de la llovizna. Yo he intentado cambiar mi paraguas de posición al son que él va marcando, varias veces, para que no se rompa, pero éste se empeña en seguir travieso como un cachorrillo juguetón, intentando arrancar el paraguas de mis manos; aunque yo he sido más listo y lo he cerrado. En mi Hotmail, que he leído a duras penas porque prácticamente me he quedado dormido dos veces frente al monitor –por culpa de todas estas noches de vigilia–, tenía dos correos: uno de una tal Paola,

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de Guatemala. Me decía que yo soy muy inteligente –detalle que me ha gustado–, que mis palabras le han ayudado mucho, y que iba a intentar dejar las pastillas. También había otro de un tal Joaquín, y decía así:

CORREO

HABLAR DE LA DEPRESIÓN Hola Ángel, me llamo Joaquín. Yo llevo casi toda mi vida con depresión y nunca he confiado mi curación a Dios, en principio porque no soy muy creyente, y en segundo lugar porque con el tiempo me di cuenta de que sólo yo con mis circunstancias había llegado a este estado, y también, sólo yo, tenía que salir con la ayuda de la santa providencia. Hubo un tiempo que culpaba a Dios de todos mis males, sin darme cuenta que todo lo que hacemos aquí en la Tierra es exclusivamente obra de nosotros, los hombres. Y sí, es verdad que cuando estás hundido en lo más negro del pozo, estás inmerso sólo en tu mundo particular y no ves el mundo que te rodea, pero es que por otra parte, es lógico que no puedas apreciar con todos los matices lo bello de la vida, porque ves las cosas con otro prisma más oscuro debido a la enfermedad. Yo tengo 62 años y ya tengo experiencia y estoy curtido en esta “batalla”, y en muchas ocasiones recurrí a disfrutar de un amanecer en el silencio de las montañas, o agradecer de ese olor a café por las mañanas… sí, de las cosas que poseo…pero este razonamiento o gratitud sólo es una sensación que dura poco, para dar paso de nuevo a la negatividad, porque dentro de ti estás en el mismo punto sin partida a ninguna parte. Decirte que soy de Alicante. Me gustaría seguir debatiendo contigo, me parece muy interesante lo que dices y para mí sería un placer. Un afectuoso saludo. Joaquín.

PARA EL FORO

Independientemente de como quieran llamarle: Dios, Jehová, etc. Para el que crea en su existencia, pienso que él no está por el lucro de cada uno, o para solucionar nuestros problemas; o para que sea justo: “¿por qué se lleva a los buenos y no a los malos?..” Ni tampoco para evitar desastres de la naturaleza, ni salvarnos de los malos: los que roban, los que matan. Él es: su palabra. La palabra que nos hace vivir mejor, solventar nuestros problemas con el vaso medio lleno y que, el que se sienta desgraciado sepa sobrellevarlo, haciéndonos más fuertes en la lucha del día a día con su ejemplo y filosofía. La cuestión es saber vivir con felicidad dentro de lo que se pueda, que hace que tengamos esa paz mental que es la que nos hace caminar mejor contra todo obstáculo, pudiendo así, hacer nuestro camino, ¡no sorteando esas piedras que nos vamos encontrando en el viaje de nuestra vida y que hacen que nos desviemos! sino, apartándolas a patadas como luchadores y poder ir rectos hacia nuestro objetivo. ¿Por qué cuando estamos pasando un mal trago, incluso algunos tan amargos que sobrepasan el límite del sufrimiento, nos acordamos: no sólo de nuestros seres queridos, sino que llegamos a nombrar a Dios? No en un sentido de expresión, sino en la búsqueda de esa magia que tan sólo él puede darnos en el momento de la desesperación; incluso siendo ateos: “Dios mío, ¿por qué me está pasando esto? Por favor, haz que se acabe…”

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Los que no creen –o creemos dudosamente–, vamos alardeando de ateos y se lo restregamos a los creyentes sin sincerarnos de que una vez les pedimos ayuda. ¿Por qué esta forma de ser? ¿Dónde termina la hipocresía y dónde empieza nuestra sinceridad? Hubo un tiempo en mi vida en la que ya no se trataba de cuestionarme su existencia, sino que necesitaba que existiera para que me diera la muerte sin tener que recurrir a la ejecución voluntaria. Pero aguanté estoicamente aquel calvario, aprendiendo a superarlo y seguir con mi vida normalmente. No soy especialmente creyente, pero sí creo en todos esos pasajes de la Biblia, la cuál apenas conozco, y que llevan mucha verdad y sabiduría. Y si algún día necesitara hablar con él, sólo puedo creer en: “levanta una piedra y allí estaré yo…” Nada de iglesias ni de todos los que la regentan. Toda una jerarquía desde el Papa hasta el sacerdote, que complementan una milicia política repartidas por todo el mundo, y que nada tienen que ver con Dios. Todo este enmarañamiento es el mayor partido político, con sede principal en el Vaticano. Hoy hace otro día como el de ayer: frío y nublado. Estoy deseando que cambie un poco. Ya pronto, se presentará la primavera. Aunque el buen tiempo sólo acompaña a quien puede disfrutar de la vida. Si económicamente no puedes tirar para adelante y tener una vida social como otros, ese contraste con el buen tiempo te hace sentir más solo. La única forma de sentirte bien es estar acompañado de un día nublado y borrascoso; es el más acorde con tu estado de ánimo, y te hace sentir mejor. No he conseguido dormir más de una hora y media seguida, sin tener que levantarme. Este estado negativo, que también está haciendo de las suyas en mi aparato digestivo, provocado por mi situación actual, supongo yo, esta haciendo de mí un zombi. Sobre las siete de la mañana he conseguido coger el sueño, tras ir al cuarto de baño y haber evacuado satisfactoriamente. Pero la preocupación por perder el día en la cama, en vez de aprovechar para encontrar trabajo, ha hecho que sobre las ocho y media estuviera en planta. Me he conectado a Internet casi sin ganas. Después de haber enviado mi currículo a varias empresas, me he metido en mi correo, y entre toda esta faena, un usuario que estaba a mi lado me ha tenido que zamarrear por el brazo; al parecer me he quedado dormido un poco, otra vez, y no me enteraba que la encargada de la biblioteca me estaba avisando de que mi tiempo se había acabado.

CORREO

20 DE ENERO HOLA SEVILLANO Cuando me preguntabas si tengo personalidad depresiva, me quedo pensando y llego a la conclusión de qué quieres decir: si soy pesimista; yo así lo creo, pues en mi caso, más bien, digamos que soy inseguro y con muchos miedos (aunque procuro que no se note), por las malas experiencias vividas en la niñez y adolescencia. Estos traumas del pasado me han limitado el camino y han creado en mí, otras patologías, haciendo que vea la vida con pesimismo. Si quieres te contaré el origen de todo y también el momento presente, pero será en otro correo, porque ahora no tengo la suficiente confianza como para abrumarte más con mis cosas. Te comento que yo no fumo ni bebo. Tuve la edad del pavo como todos, y como todos, también descubrí la bebida, pero no me enganché nunca, pero sin embargo, si que tuve que depender durante muchos años de los antidepresivos, hasta que hace unos meses que

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descubrí que me los tomaba por costumbre y por el miedo a tener una recaída si los dejaba. No hacían que me sintiera mejor, entonces ¿para qué?.. Así es, que fui reduciendo la dosis gradualmente hasta que los dejé definitivamente, y no me siento peor que antes; aunque hay momentos puntuales en que me dieron ganas de echar mano, por lo que no puedo bajar la guardia, como tú dices. Un día quise echar mano de estos medicamentos, otra vez, pero no sé que ocurrió, tan sólo sé que tuve una gran recaída emocional, y desde entonces estoy en cama; no tengo ganas para hacer el mínimo esfuerzo. Ya te dejo, pero antes quiero preguntarte: ¿tú conocías el foro de antes, o lo has descubierto hace poco? Te lo pregunto porque yo, hace dos meses que lo descubrí por primera vez, y en él, conocí a un gran amigo mío: Pedro, que participaba en el foro ayudando a la gente. Bueno, Ángel. Cuídate y hasta cuando quieras. Un saludo: Joaquín. Muchos fueron mis primeros amores. Y digo muchos, porque, aunque llegué a tener “un primero”, mi vida se vio condicionada y mis pretensiones limitadas, gobernada por aquella inseguridad y falta de confianza hacia mis acciones y a las consecuencias, respectivamente, evitando el entregarme a esa persona, haciendo de un deseo una frustración; y por ende, el desconocimiento de la magia consumada que conlleva el sentimiento de enamoramiento. Volví a enamorarme por primera vez, a tener esa necesidad, algunas veces más; debido a esa incapacidad y a los intentos frustrados. Esto me enseñó, que para vivir la vida había que ser más impulsivo y menos consecuente, pese a los errores que pudiera cometer, porque la vida sin riesgo, no es vida. Esto me hizo pensar sobre todo el enmarañamiento de las relaciones. El enamoramiento no es más que un estado mental transitorio. Cuando eres un adolescente y te enamoras, sientes ese momento de magia donde todo tu mundo gira en torno a ella. No existe nada más. Sólo la sensación de estar como en un sueño, el revolotear de las tan nombradas mariposas en el estómago y el aislamiento del mundo exterior, dando éste, la sensación de pararse frente a lo que acontece. Dejas de lado todo lo que importaba antes, siendo tu mente esclavo de las nuevas sensaciones. A medida que va pasando el tiempo, todo vuelve a su cauce: la magia se va difuminando, el mundo que habías dejado se vuelve a hacer presente, las mariposas ya no revolotean… Aquel estado de romántica embriaguez va desapareciendo, dando lugar al amor. El amor es lo que queda, pasando a ser una relación. Una relación es duradera cuando no faltan factores fundamentales como: el respeto la tolerancia y comprensión; que forman esa parte de madurez en conjunto con la cultura y la salud. Sólo así se puede augurar un buen futuro en pareja. Después viene el matrimonio, donde este ejemplo de personas llega a fraguar un final feliz en su historia. Hay otro tipo de personas que sólo han vivido para la diversión y que son opuestas al susodicho ejemplo, y que la visión más lejana de futuro es el día de la boda, “el día más bonito de sus vidas”. Un día de ensueño, donde el haber pensado en los preparativos durante tanto tiempo, y esa ansia de protagonismo, llegan a ocupar gran parte de sus ilusiones para un futuro. Estas personas inmaduras que sellaron su promesa de amor sobre un carruaje con caballos y todo tipo de lujos, se encuentran después con esa dura y lenta sorpresa: el matrimonio. Y si todo falla, irán comprobando que, como dijo alguien: “las caricias de la persona a la que no amas, son como cadenas que te arañan”. Una vida en pareja donde en la mayoría de los casos, el barco de la felicidad tiende a zozobrar. Cuando tenía unos veinte años, salía mucho con un amigo mío y nos juntábamos con otros amigos. Eran los años 80. El barrio estaba en su mayor auge en cuanto al ambiente. Terrazas de verano y pubs, hacían de Torreblanca un buen lugar de ocio: El Bosque, Jadra, Capricornio, El Luna, y otros tantos.

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Fueron los lugares donde me formé socialmente, bajo el influjo de aquel BOOM, de aquella revolución musical, liderada por: Radio Futura, Mecano, La Guardia… y muchos más. Fueron la banda sonora de muchos momentos buenos y algunos menos buenos; porque a veces llegué a sentirme solo. Cierta tarde de invierno, en el pub Jadra, nos reunimos varios amigos. Entre ellos había un tal Manolito, una persona excesivamente introvertida, que con el tiempo cambió para bien. Según él, fue gracias a mis consejos; yo tenía la manía de meterme en la cabeza de los demás. Me fijé en un chico que estaba en la otra punta de la barra, de espaldas, y acompañado de cuatro hermosas mujeres, y donde se apreciaba que él tenía éxito entre ellas; aunque para fastidio de casi todas, una le agarraba de la cintura, con clara evidencia de que le pertenecía. Aun así, él se mostraba alegre, libre. Tanteaba unos bailecitos al son de “La escuela de calor”. –Así tienes que ser tú –le dije a Manolito, invitándole a que se soltara un poco. El susodicho chico, en su espontánea coreografía giró sobre sí mismo… yo no daba crédito a lo que estaba viendo. Allí estaba él. Lo reconocí al instante. Habían pasado siete años. Yo no imaginaba que eso podía ocurrir. Era él, el que nunca estaba con nadie. No era posible… era Víctor. Una noche de verano, en la terraza de El Bosque, vi a una chica en la barra, desde la otra punta donde yo me encontraba con mi amigo. Había muchas, pero mi atención se dirigió hacia ella como una flecha en la selva, cortando el camino entre la maleza, dejando a su paso a todas las demás, y llegando a clavarse en la elegida. No era una 90-60-90, más bien era rellenita, y seguro que nadie hubiera apostado por ella en las pasarelas de la moda. Pero tenía algo especial, mágico. Su semblante se antojaba inocente. Era morena, ojos almendrados y todo, combinado con una mirada y sonrisa infantiles. Estaba acompañada por dos chicas de semejante apariencia. –¿Ves a aquellas? –Le pregunté a mi amigo. Él empezó a reirse. –¿Aquellos monstruos? –continuó la mofa. Yo no la veía así. Quizá, las otras no fueran muy agraciadas, pero para mí, la que despertó mi interés me parecía bellísima; fue su mirada lo que me cautivó. Se llamaba Adela. No recuerdo cómo, de qué forma llegué a conocerla, pero sí lo bien que me sentía con ella, me enamoré de forma silenciosa. Aunque después supe que ella estaba también por mis huesos. Conseguí apartarla de sus dos amigas, incluso yo me aparté un poco, de vez en cuando, de mi amigo; que seguía en sus trece con su despectiva opinión. –¿Qué has estado con el monstruo? –me preguntaba con chulería. –No seas cabrón –le decía yo, un poco molesto. Después de algún tiempo conseguí estar muchas veces a solas con ella. Una noche fuimos juntos, Adela y yo, a la zona de Sevilla Este, en mi 127. En aquellos años no había nada, era todo campo. Estuvimos un rato oyendo música en el coche, Whithney Huston, parados en cualquier sitio entre campo y escombros, que servían de picadero. Quizá, ella esperaba que yo reaccionara. Cuando pasó un rato arranqué y me di la vuelta hacia el barrio. Quizá me dejé controlar por esa inseguridad que me acompañaba, eclipsando totalmente lo que de verdad importaba: era ella; esa persona que estaba a mi lado, la que con su encantadora sonrisa y ojos almendrados convirtieron su rostro infantil en un mar de lágrimas. No pude seguir y paré el coche a un lado. La miré boquiabierto, asombrado y a la vez dolido por su reacción. Me maldecía por dentro, por atentar contra el amor, por hacer de lo que tenía que ser un bello momento –y que era evidente que sobraban las palabras–, un calvario para los dos. No hizo falta preguntarle qué le ocurría. Rápidamente, me hizo un ruego: haz conmigo lo que quieras, yo sólo quiero estar contigo, fueron sus palabras; sumisas y a la vez sollozantes; aquellas que hicieron que me derrumbara, pero no lo suficiente para hacerme entrar en razón. Algo me decía que no me comprometiera con ella. No sé qué era. ¿Mi inseguridad? Tampoco creo que fuera por mi libertad futura, pues yo no era ningún juerguista, ni un ligón, ni un Travolta. Sólo era eso, una persona solitaria que un día encontró, otra vez, a su primer amor. Y que pese a la experiencia anterior de desencantos amorosos, seguía sin aprender la lección. Sintiéndolo mucho, decidí llevarle la contraria a mi corazón, destrozando su alma y la mía: “Adela, ahora mismo no quiero salir con nadie. Te aprecio mucho y no quisiera hacerte daño”. Ella, con su carita

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de niña triste, que como un gran cuchillo se me clavó en el alma, asintió comprensiva, respetando mi decisión. Todo esto tuvo un alto precio: no sólo había destrozado a dos corazones, también sentía que mi vida me iba abandonando, porque yo la estaba dejando escapar, con mi consiguiente autodestrucción.

PARA EL FORO

Imaginad que estáis en la Sabana africana. Vosotros sois un impala solitario, y a la vez, estáis rodeados por todo tipo de predadores; un mal final iba a tener eso, ¿verdad? En cambio, si en vez de estar solos fuerais en manada, seguro que tendríais mas posibilidades de escapar de vuestros atacantes, porque ellos tendrían donde elegir. En vuestras cabezas pasa lo mismo: si sólo estás tú (tu “yo” y sólo tu mundo), cuando las adversidades de la vida te ataquen, se ceñirán a ti; a ese solitario y triste “yo”, dejando a la suerte de la depredadora vida, tu débil existencia. Y al final comprenderás que tu único enemigo eres tú; es tu mente. Por eso es bueno tener compañía en tu vida: gente que te rodee, amigos. Pero sobre todo, para cuando estés solo: ideas, sueños, proyectos de vida a corto o largo plazo; para que éstos, junto a tu “yo”, completen una gran manada. El tiempo pasaba. Yo tenía cerca de cuarenta años. Entonces tenía estabilidad económica, trabajaba, y vivía en un lugar tranquilo en Sevilla Este. Pero lo más importante y mágico que me había ocurrido –y digo mágico porque no existe imaginación real que pueda interpretar esta sensación en la mente humana–, fueron mis hijos. Ellos me cambiaron totalmente. Fue el regalo más grande que la vida me pudo dar. Pero surgieron temores nuevos. Cuando era un niño tenía miedo de muchas cosas, como todos los demás. Supongo yo que formaba parte del descubrimiento de todas las cosas de este mundo; miedo a lo desconocido. Un día estuve encerrado en casa después del colegio, hasta bien entrada la tarde. Un niño de mi edad, ocho o nueve años, dijo que me pegaría junto con otros, a la salida del colegio. No los vi. Tras permanecer gran parte del día encerrado en mi casa, comprendí que en algún momento tendría que salir, y al día siguiente habría que ir al colegio. Toda esa incertidumbre del “¿qué pasará?”, daba más miedo que la propia realidad. Decidí salir. Efectivamente: nadie me esperaba en la calle, y cuando llegue al colegio, aquel niño y su banda no me dijeron nada; incluso llegamos a ser amigos con el tiempo. Lo que sí me dio miedo, tiempo después, fueron los monstruos de las pesadillas que conseguían aterrorizarme, esos que me agarraban por las axilas. No importaba cómo dormía: boca abajo, de lado, o de cualquier otra postura. Lo importante era tener los brazos pegados a mi cuerpo, guardando celosamente ese rincón por el cuál pasaban todos mis miedos. Después fui padre. Dos hermosas flores en el jardín de mi corazón. Desde que nacieron se fue creando un vínculo entre ellos y yo, el amor más hermoso que un ser humano pueda conocer. Pero, desgraciadamente, esta felicidad va de la mano de una temida incertidumbre, del peor de los miedos, y que me hacía reflexionar: “si les ocurriera algo…” Y descubres que el amor duele, como las rosas tienen espinas. Y aceptas que el ser padre, el autor de sus días, es como tener una gran herida que no se cierra hasta que mueras.

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Esta gran felicidad no mejoró mucho mi subconsciente. Aparte del consabido miedo, cuando dormía, alguna vez que otra tenía extrañas pesadillas. Sobre todo la de una especie de monstruo, la cuál se hizo persistente. Pero todo no fueron pesadillas. Había descubierto una nueva sensación. Soñé con una mujer desconocida. La cuestión no era ella en sí, su rostro, su belleza; sino la sensación de enamoramiento tan fuerte que me hizo sentir. Jamás había sentido un amor, o una sensación de enamoramiento tan fuerte, ni siquiera en la vida real; que fue algo que comparé una vez despierto. Tanto fue así, que al día siguiente estaba deseando volver a soñar con ella; la echaba de menos. Pese a los cinco o seis años que llevaba fuera de Torreblanca, cuando podía, volvía al barrio para visitar a mis padres, y de camino, los sábados, me iba al mercadillo. Uno de estos días de mercadillo iba con mis hijos. Mi hija Felisa se quedó en una de las tiendas de ropa, con su madre. Yo seguí un poco más adelante con mi hijo Ángel, de la mano. Justo adonde vendían los CD musicales, y para mi sorpresa, me encontré con Adela después de tantos años. Ella estaba con sus dos hijas. Nos saludamos y presentamos a nuestros hijos. Yo le indiqué hacia donde estaba mi hija. Ella la miró, volvió la mirada hacia mí y me dijo, con tono resignado: “al final te quedaste con la rubia, ¿verdad?”. Yo no supe que contestar. Tan sólo guardé silencio, y tras un confuso periodo me despedí y seguí mi camino. Algunos años después, tras los tormentosos días que hacían de mi relación una hostilidad tan grande que apenas se podía respirar en el hogar, algo en mi mente hizo que la recordara. Mi recuerdo se ceñía a ella como el niño que busca los brazos de su madre, para recibir ese cariño que nadie le pudo dar.

PARA EL FORO La vida es bella y dura a la vez, y a veces muy dolorosa. Pero el sufrimiento hace que nos sintamos vivos. Nos enseña a luchar, superarnos del calvario, encontrando la felicidad en el día a día. Y siempre será mejor que tirar la toalla, evitando así que nos dejemos atrapar por el control de esa desgraciada vida que crees que tienes y que convierte tu existencia en un sin sentido; o lo que es lo mismo: estar muerto en vida. Cuando os encontréis solos y perdidos, no caed en el error del martirio de la desesperanzadora cuestión: ¿qué hago aquí? ¿Quién soy? ¿Por qué todo esto me hace sufrir tanto? En esos momentos no debéis preocuparos, ni buscaros más allá de donde no podéis ver, porque os perderéis más. Porque cuando menos os lo esperéis, comprobaréis que no estabais tan perdidos; tan sólo al lado de vosotros. Encontraréis el sentido de todo, dejando así de sufrir. En muchos momentos de mi pasado dejé trozos de mi vida. Luego quise recuperarlos, pero afortunadamente, mi inteligencia emocional me apartó de “Peter Pan” en pro de mi madurez Si es duro enfrentarse al dolor de la soledad que no cesa, ¿por qué no vivís y os enfrentáis a la vida? ¿Qué tenéis que perder? No más que en vuestra soledad.

CORREO Hola Joaquín. Dicen que la cara es el espejo del alma, y ahí quiero yo entrar. Aunque parezca una tontería, he llegado a la conclusión de que todos tenemos ese niño encerrado; no porque esté ahí y ya está, porque aunque todos lo tengan, no todos completaron su fase. Pero

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en algunas personas no se ha cerrado ese círculo infantil, por todas estas cuestiones que hemos venido hablando, y queremos atarlo ahí, para que no salga y demostremos a los demás cómo debe comportarse un adulto, permaneciendo en contraste las dos personalidades, y de ahí un poco de infelicidad. ¿Has tratado alguna vez con alguien con alzheimer o has oído de él? Por parte de mi tío, hermano de mi padre, resulta que en sus últimos meses de vida sólo quería que le diera de comer su hijo, y llamaba mucho a su madre; mi abuela que llevaba muerta más de 20 años. En el caso de la suegra de mi hermano, que todavía vive, lo mismo: llama a su madre, que tampoco vive. Con esto, quiero pensar que, hay un momento en la vida que dejamos de “atar nuestros sentimientos”, aunque sea por esa demencia, dejando por fin, salir a ese niño. No sé si te parece una tontería, pero tiene sentido. Un saludo y hasta la próxima. Ángel.

7 de febrero LA INFANCIA Hola de nuevo, Ángel. Como soy un poco tardón para contestarte, esta noche te envío la historia que estaba pendiente, de mis primeros años de vida, y lo que me afectó el deterioro paulatino de mi hermana, y los hechos dramáticos que vinieron después. Yo nací en un pueblo al suroeste de la península en la provincia de Extremadura, tierra dura y extrema, de gente noble y recia. Yo era el penúltimo de 7 hermanos de una familia humilde (digo era, porque mi hermano menor, Samuel, falleció en un accidente en el año 1982, en Guatemala), y en una época difícil, donde en el medio rural, los únicos recursos para subsistir eran ganárselos al campo, trabajando de sol a sol. Mi padre, un poco por las circunstancias y por su carácter, nos trató siempre con mano dura; era muy recto y autoritario y más que respetarle, le teníamos un poco de miedo, sobre todo los más pequeños. Siempre estábamos alerta por si nos caía alguna bronca o algún guantazo. Yo crecí en un ambiente donde en cualquier momento podía haber una discusión, intentando vivir mi niñez como cualquier otro niño de mi edad, pero aquellos tiempos tan difíciles suponía una prueba para la gente pobre, y muchas veces saltaba la chispa que era como el preludio de qué vendría después. Mi hermana Carlota tuvo también que irse a la capital a trabajar en casa de unos señores como criada, para así ganarse un sueldo y contribuir a la economía familiar. Pero tuvo muy malas experiencias en las casas de los señores ricos de la época, que le afectaron aun más por su corta edad. Una de ellas le dejó bastante traumatizada, pues tenía que quedarse a veces sola en un inmenso caserón cuando los señores salían de viaje, y a veces pasaba miedo por la visita de una misteriosa mujer, pariente de la familia, que iba a visitarla de vez en cuando. Otra vez la atacaron cuando iba a enviar dinero a casa, y por último, el chico del que estaba enamorada, decidió romper la relación y esto hizo que cayera en una profunda depresión y que volviera al pueblo. Mis padres no sabían como afrontar aquello, y menos en aquellos tiempos en que apenas se sabía nada de enfermedades mentales y a los enfermos había que ocultarlos, por lo que decidieron internarla en un psiquiátrico (manicomio de la época), donde entre otras cosas la sometieron a tratamientos de choque con descargas eléctricas, etc. Luego, mis padres la llevaron a casa y allí continuó aun más su calvario, pues su mente se hizo más frágil y su dolor aumentó. No quería vivir así, quería irse, escapar de aquella vida, pero mis padres la tenían controlada y cuando se revelaba, mi padre perdía los nervios y le gritaba, y algunas veces le pegó. Yo no podía dormir por las noches y oía llorar a mi hermana; muy bajito, para no despertar a mi padre. Entonces me levantaba y me iba hasta su cama y le acariciaba su pelo rubio, intentando consolarla. Ella me respondía llorando: “¡hermanito, hermanito!” Mis padres no la dejaban salir de casa por su estado y porque había amenazado con suicidarse, pero una mañana se escapó y mi madre me pidió que fuera tras ella, pero sólo pude ver que iba camino de un profundo pozo que había a las afueras del

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pueblo, y cuando llegué, sólo pude ver sus cabellos flotando encima del agua. En ese momento no tenía la certeza de que se hubiera ahogado, y hubiera podido cogerla por los pelo, pues el nivel del agua llegaba muy arriba, pero mi corta edad hizo que saliera corriendo de vuelta a casa, para avisar de la tragedia. Tengo grabado el recuerdo de su cabellera flotando en el agua. Ella tenía 21 años y yo no recuerdo si 9 ó 10. Después de aquello estuve muchas noches sin dormir y todavía me pregunto por qué me afectó tanto, ¿es que nadie se daba cuenta de lo que se avecinaba? ¿Por qué mis hermanos no parecían tan afectados? ¿Por qué ellos no percibían el sufrimiento de mi pobre hermana? Con el paso de los años llegué a la conclusión de que yo fui siempre más sensible y me pilló más indefenso por la edad, en cambio, el pequeño no se daba cuenta de nada. Buen, amigo mío. Hasta aquí me relato de mis primeros años en el pueblo. En el próximo correo continuaré contándote como el paso de los años siguientes hasta que decidí irme a Madrid. Un abrazo. Joaquín. Bueno, ya estoy aquí, Joaquín. Sobre tu historia, no tengo palabras, o mejor dicho, es difícil encontrarlas para calificar la dureza (en su momento, espero), de esta historia, y digo en su momento, porque estoy seguro que al ir transcurriendo los años, supiste llevarlo mejor. Casi lo he visualizado como si de una película se tratara. Es cierto lo que yo te decía de la importancia de los problemas de cada uno; tú te llevas el gran premio, aunque nadie desea este tipo de trofeos. Lo de tu hermana: es muy difícil vivir así, incluso cuando al llegar a casa, todo se suaviza por el cariño de los demás; pero en este caso, tu padre nunca aportó esa caricia o esas palabras de esperanzas que le dijeran: “tranquila, Carlota, no pasa nada; todo se arreglará”. Pero gracias a ti, Carlota tuvo ese cariño que no le dieron los demás. Como ya te dije: ERES Y FUISTE UN HÉROE. Tu hermana tomó una determinación, pero antes se llevó esa bonita despedida, la del cariño que tú le regalaste cuando te ibas a su cama y le dabas ese trocito de esperanzas. Pero claro, tú eras pequeño, entendías la vida hasta cierto punto; no podías hacer más. Estoy seguro de que si ella te estuviera mirando, te diría: “gracias, hermanito, por esas caricias, y no te culpes más por aquello que tú no entendías; hiciste mucho por mí, ahora tú tienes que se feliz, te lo mereces, y yo también lo seré viendo cómo disfrutas de la vida…” Bueno, ahora me he quedado bloqueado, ya que, y sin quererlo, acabo de ser víctima del sentimentalismo de estas últimas palabras. Sólo decirte, que ella, por la decisión que tomó, seguramente terminó por lo que iban a ser muchos días, semanas, meses… de un sufrimiento mayor. Bueno, ahora me toca a mí abrirme. Lo que a mí me condicionó la vida, también fue una mala experiencia de niño. Cuando tenía uno siete años, vivía en San Rafael. Allí tenía un amigo, Luisito. Su padre también era muy recto y además bebía. Un día, mientras jugaba con él moldeando con arcilla en la acera, su padre vino y empezó a reñirle. Estaba borracho y se llevó de malos modos a su hijo. Aquella misma tarde, a la hora de la siesta, oí gritos en la casa de enfrente, que era donde vivía Luisito. Yo apenas me asomé, aquel hombre me daba miedo y sólo pude entreabrir un poco la puerta para escuchar, donde veía un poco de la calle. Tras varias voces más, que venían de arriba, de la azotea, hubo un silencio. Aquel silencio fue el peor que oí en mi vida. Tras el silencio, un golpe seco sonó a pocos metros de mi puerta. Nunca llegué a creer lo que vieron mis ojos, los ojos de un niño inocente. El cuerpo sin vida de Luisito quedó en el suelo, y en mi mente para siempre. Bueno, Joaquín. No quiero extender más esta historia. Hasta un próximo correo.

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Me ha parecido muy dura la infancia de Joaquín. No concibo cómo la mente de un niño puede sobreponerse a tal castigo del destino, aunque esa superación sólo sirva para sobrevivir. No creo que las secuelas que deja este tipo de experiencias, pueda permitir vivir felizmente a nadie; a menos que una mente evolutiva y la ayuda exterior sirvan de curación. Pienso que él no merece tampoco mi falta de sinceridad. Él se ha abierto totalmente; ha confiado en mí. Sin embargo, yo he tenido que mentirle porque tenía que contarle algo acorde con mi estado emocional, y que justificara tal tormento. ¿Por qué me habré inventado lo de Luisito? ¿Por qué no le he dicho la verdad? No se me ocurrió otra cosa. ¿Cómo puedo contarle a nadie que la verdadera razón de mi calvario es un don, o una maldición? ¿Que desde que era un niño me daba miedo dormir cuando descubrí aquel poder, y que afectó a mi forma de vida emocional? Tan sólo descubrí la ilusión de soñar, cuando tuve aquella experiencia con mis hijos; aquel increíble sueño. Siempre me había preguntado el porqué de este mal psicológico, hasta que por fin encontré la respuesta hace cinco años; Sonia se encargó. Y quizá debería aprender de ella: que aun estando, no en vida, me transmitió esa esperanza que todo mortal debería de tener.

9 de Febrero de 2014 Nunca tuve unos dulces sueños como cualquier niño normal. Hace ya cinco años que no sueño, y que afortunadamente no he vuelto a tener ninguna experiencia misteriosa. Y hablando de sueños… anoche tuve uno muy bonito, otra vez. Volví a ver a otra chica desconocida de la cuál me enamoré enormemente. Yo me sentí tan atraído por ella… Pero ella era bastante más joven que yo. Yo sabía que era imposible conseguir su amor. Me abrí paso entre los que por allí habían –figurantes dentro de aquel sueño–, y me acerqué hasta adonde ella estaba. Quería decirle lo bella que era, que desgraciadamente había mucha diferencia de edad entre nosotros, y que seguramente yo no sería su tipo; y que no se podía imaginar cuánto deseaba estar con ella. Pero no fue necesario; el sueño cambió a otro plano: yo me encontraba en la puerta de una habitación y ella salía del fondo, de detrás de una cortina. En la mano traía un CD hecho añicos dentro de su funda, que en el idioma del sueño significaba que me aceptaba y quería estar conmigo. Sentí una gran paz y felicidad…

CORREO

26 de febrero APATÍA Ángel, sólo te contesto con el propósito de corresponder a tu mail, pero la verdad es que no tengo motivación ninguna. Llevo toda la semana totalmente despreocupado de lo que me rodea, sin interés por nada. Nada despierta mi atención, estoy dentro de mi mundo sin ganas de mover un músculo, y créeme que lo he intentado. Pero nada, se pasan los días con pena, que no con gloria, y yo haciéndome la pregunta de siempre: ¿Qué hago yo viviendo enclaustrado? Es un mal año, este 2013 que estoy viviendo. ¿Merece la pena? Mi mente se está negando cada vez más a esta vida vacía de todo aquello que no sea hastío, asco de mí

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mismo, y de todo aquello que no pasa por mi prisma particular. ¡Dios! No tengo fuerzas porque no tengo ganas, y así continúa este círculo vicioso. Más… y más… y sigue. No me quiero despedir sin intentar opinar sobre lo que me dices. Es verdad que hay mucha gente que parece ser que lo tiene todo para ser felices (digo “parece ser”), y sin embargo terminan con alguna sobredosis, o muerte en extrañas circunstancias, o la típica imagen de ese resto de pastillas esparcidas por la mesita de noche, que por cierto, no hace mucho tuve una pesadilla de estas, de ingesta de pastillas, y tuve una sensación fatigosa. Bueno, como te iba diciendo, yo pienso que no lo tienen todo, tendrán alguna carencia interior, algo que no pueden comprar con sus millones y que sólo ellos saben. El dinero y el éxito no curan las dolencias del alma, aparte, algunos no saben gestionar, ni asimilar, todo este “BOOM” de riqueza y estatus social, porque no están preparados, no tienen la cabeza amueblada, como se suele decir. Discúlpame Ángel, que esté tan poco receptivo. No sé que me está ocurriendo, me estoy volviendo loco, creo. Me gustaría levantarme de esta cama, pero no puedo, o no tengo ganas. Y hace un rato, cuando más tranquilo me encontraba, he tenido una visión. He visto a mi hermana Carlota que me llamaba. La imagen de su cabello flotando no la he vuelto a tener desde hace muy poco tiempo, creo; aunque no estoy muy seguro de cuánto, ya que la noción del tiempo también la he perdido. Este soy yo aquí y ahora, mañana no lo sé. Un abrazo, cuídate. Hasta pronto. Joaquín. Te dejo mi teléfono: 63… Joaquín es sabio. Pero me da lástima. Tiene mucho mérito que un hombre tan castigado por la vida, que ésta lo haya forjado un sufridor, día a día, año tras año, y haya seguido adelante; incluso formar una familia con la responsabilidad que ello conlleva. Pero me da pena, una persona tan inteligente, que al final haya sucumbido en su desdicha, debido a sus arraigadas secuelas. No me podía imaginar que después de nuestra ciberamistad, habiéndome enseñado mucho en tan poco tiempo, pudiera perder la cabeza. Ahora, en este último correo, he comprobado que está realmente mal. Creí que sólo fue un fallo cronológico, lo del 2013. Ahora, esas visiones. No sé que pensar. ¿Quizá no debió de interrumpir la medicación, y que seguramente sería un tratamiento de por vida? CORREO

Hola, Joaquín. Espero que al recibir éste, te encuentres mejor. Ya me imaginaba que estabas de capa caída. Me gustaría, aunque de forma “mágica”, si se pudiera, que un día te levantaras y olvidaras que tu mente estuvo un tiempo por allá, por aquellos caminos de penuria, y que un nuevo sol hiciera presencia en ti. Cada día es un regalo (sólo si te lo ganas): levantarte y buscar una rápida recompensa para sentirte bien, hace que el resto del día sea poco significativo y sin aliciente, llevándote al caos emocional. Hay que trabajar para ganarse el bienestar: un alcohólico puede encontrar una respuesta rápida a su ansiedad, tras esa copa, o un drogadicto, etc. ¿Y después qué?.. El cerco de las ilusiones se estrecha. Al contrario que tú, o todos nosotros, tenemos muchas cosas que descubrir, por las que ilusionarnos; porque aunque no lo creas, y te lo vuelvo a repetir, cada día es un regalo, y digo “aunque no lo creas”. Bueno, espero que mires más allá y lo veas, cuídate.

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29 de Febrero de 2014 Me he visto a mí mismo. Yo estaba como espectador. El escenario era un pub estilo tejano. Al fondo en la barra, tres chicas. Una de ellas era bellísima. Yo estaba en la puerta. Me he acercado hasta ella sin dejar de mirarnos el uno al otro. La música de fondo era suave. Ella se ha retirado de la barra y nos hemos juntado. Yo he puesto mis manos en su cintura y ella los ha colocado sobre mis hombros, y hemos comenzado a bailar. Yo no he apartado la mirada de sus profundos ojos, donde me he perdido bajo el influjo de CHANGE DE WORLD de Eric Clapton. Hace un rato que me he despertado de ese sueño, sentado en el sillón. Otra vez tengo ese pitido en los oídos, que se hace dueño del sonido ambiente. He vuelto a pegar otra cabezadita de varios segundos; un sueño rem, que me indica que ya es hora de acostarse. Antes de levantarme del sillón he vuelto a oír el dichoso pitido, pero de forma interrumpida, intermitente. Similar a un sonido monitorizado. Ahora me voy a echar en la cama, sólo quiero dormir. Dios, que gusto… Qué bien he dormido. Quizá vaya siendo hora de salir a la calle. Hace más de una semana que no salgo de estas cuatro paredes; sólo me he relacionado con el exterior a través de la ventana. Bueno… ¿donde están mis zapatillas? Seguro que me las he dejado en salón. ¡Mierda! ¡Mi dedo! No será porque no estoy harto de decir a los niños que no anden descalzos; ya me podía aplicar el consejo. Observo cómo la gente va de un lado a otro. Da la sensación de que estuvieran solos, cada uno en su mundo. No percibo miradas cruzadas entre los transeúntes. Caminan mirando hacia lo lejos, con las miradas perdidas, como si sus objetivos fueran, el más allá de donde alcanzan sus vistas. Abro la ventana y doy un grito para llamar la atención de alguien: ¡eh! Nadie me mira, todos siguen su camino en una calle cargada de silencio. También hay dos personas que están paradas. Un joven y una chica, mirando hacia el horizonte, como si esperaran que ocurriese algo. De repente se han vuelto y dirigen su mirada hacia mí. No puedo por menos que sentir extrañeza. Ella me está sonriendo sin apartar la mirada. Tengo la necesidad de salir tras un largo encierro. Me dirijo hasta la puerta del piso, que… ¿cómo me he dejado la puerta abierta? No lo entiendo. No importa, bajo rápidamente. Es increíble. Me siento extraño después de tanto tiempo, verme aquí, en la puerta del bloque, e increíblemente, he bajado sin tener cuidado con la altura, pero no me he golpeado en la cabeza. Ellos me siguen mirando y yo me dirijo hacia donde están. –Hola, Ángel. –¿Cómo sabes mi nombre? No nos conocemos. ¿Quiénes sois? –Estamos esperando a alguien –me dice, volviendo a mirar al horizonte–. Seguro que te alegrarás de verle tú también. Él me ha dicho que tú también vendrías. –No entiendo nada, ¿quiénes sois? –Tú sabes quien soy, lo que pasa es que estás todavía en proceso. Me llamo Carlota, y este es mi hermano Samuel. –¿Carlota? ¿Qué?.. –¡Ya llega! Está ahí, ¿lo ves, Ángel? –¡Esto no puede ser! ¡NOOO!! Hoy he dormido relativamente bien, pese a esa pesadilla que he tenido. Aunque todo tiene un precio, y este mal sueño no ha sido tanto, teniendo en cuenta que he conseguido dormir cinco horas seguidas. Parece ser que atrás ha quedado ese mal psicológico que tantas noches me ha tenido en vela, habiéndome tenido incapacitado durante el día. Este tan deseado descanso me ha venido muy bien, a mi cuerpo y a mi mente. En el Centro Cívico he mirado en todos los portales de empleo, pero estaba que daba pena. Después me he dado una vuelta por el foro, hace más de una semana que no lo miro, ni he aportado ningún

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comentario colaborador. Curiosamente no había nadie, no había ningún comentario o petición de ayuda. He comprobado las fechas de los últimos, pero el mío era el más nuevo, mi última participación. Pero lo que más me ha asombrado, es que, en mi correo no había nada en la bandeja de entrada, en los leídos; y me refiero a los de Joaquín. No entiendo cómo se han podido borrar, ya que otros correos distintos siguen ahí, y son de la misma fecha. Para mi sorpresa, ahí no ha acabado todo. Tenía un correo nuevo que me ha dejado perplejo y que me ha parecido fuera de toda realidad. Era de aquella chica de Guatemala, Paola.

CORREO Estimado colaborador: me recordarás por aquella vez que agradecí tus palabras. Yo desde entonces, y haciendo caso de tu opinión, conseguí mejorar mi vida. He visto cosas que antes no veía, a pesar de que estuvieran cerca de mí. Decirte, que aunque no haya seguido en el foro desde entonces, porque me sentía fuera de lugar, rozando la incomodidad debido a mis logros, sí he mirado alguna que otra vez; sobre todo desde que empecé a leer tus comentarios, que, asombrosamente, han reforzado más aún, esa forma tan positiva de ver la vida; he aprendido mucho. Será también porque tengo 27 años, y todavía no sepa lo que me deparará la vida. Por todo: gracias, Ángel. Por otra parte, quería decirte que ese tal Pedro por el cuál tú preguntabas, sólo anduvo por aquí un par de meses, pero eso fue el año pasado por estas fechas. También quería comentarte, que hace algunos días que no aparece nadie por el foro. Lo más interesante de todo esto, es que tengo contactos con varios amigos y amigas que pertenecían al foro hasta ahora. Yo no sé qué está ocurriendo, pero ellos me han hablado de una mejoría repentina, casi en su totalidad. Algunos se han despedido del foro, no quieren volver más. Dicen que no lo necesitan. Otros me han dicho que la vida es demasiado bonita como para meterse en un lugar donde te hacen perder el tiempo y pensar demasiado; porque creen que eso de pensar mucho es malo, y yo estoy también de acuerdo. Como ves, han sido muy buenas noticias para mí, y supongo que para ti también; porque todo esto ha sido obra tuya, y me remito a mi experiencia. Sólo quiero desearte lo mejor. Te mando un enorme beso: GRACIAS. Yo no he dado crédito a lo que había leído. Pero mi asombro ha ido en aumento por lo confuso y contradictorio que me parece todo esto sobre Pedro, el amigo de Joaquín. ¿Qué está ocurriendo? Supongo que no iba equivocado yo, al pensar que realmente Joaquín estaba perdiendo la cabeza; que estaba muy mal. Estoy preocupado. Tengo que llamarle por teléfono. –¿Hola? –Dígame. –Perdone señora, supongo yo que será usted la esposa de Joaquín. ¿Puede ponerme con él? –¿Quién es usted? –Bueno, digamos que yo soy amigo suyo, aunque nunca he hablado con él por teléfono. Tan sólo por correo. –Yo no sé cuando hace usted que no conecta con él, pero he de decirle que mi marido ha muerto. –¿Pero cómo?.. –Sí señor. Hace una semana. –No sabe cuánto lo siento. La verdad es que la última vez que recibí su correo, me preocupó. – Pues sí, se nos fue el domingo pasado. –Vaya por Dios. Me sabe muy mal no haberme despedido de él, como él se merecía. El sábado recibí su último correo y noté tristeza en él…

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–¡Pero qué está usted diciendo? ¿Quién es usted? ¿Se trata de alguna broma? –Perdóneme señora, pero no entiendo… creo que ha habido un error, señora. Quizá haya dicho algo que no debiera. –¡Oiga, yo no sé quién es usted, ni quién le ha dado este teléfono! –Sigo sin entender nada. ¿Su marido no se llamaba Joaquín? –Sí. –¿Tenía una hermana que se suicidó cuando él era pequeño?¿Y un hermano que murió en Guatemala? –Pues sí. Es todo correcto. –Pues bien. Quiero que sepa que nosotros éramos ciberamigos y el último correo lo recibí el sábado pasado. –Tiene que haber un error. Mi marido no pudo hablar con usted el sábado pasado. –Pero si murió el domingo... –No sé de que error se trata. O usted no lo entiende o quiere volverme loca. ¡Mi marido, antes de morir, estuvo durante un año en coma! ¡No lo consiguió! ¿Cómo ha podido ocurrir otra vez? Hace cinco años que decidí desconectar de todo lo que me recordara a lo ocurrido entonces: Sonia, el sueño con mis hijos… vendí mi ordenador que tenía en el piso; incluso dejé de conectar con mis amigos, Pedro y Octavio; tan sólo los he saludado alguna vez que otra por teléfono, muy de vez en cuando. Había funcionado. No había tenido ninguna experiencia extraña hasta ahora, ni pesadillas. Pero otra vez está aquí… Todos esos días sin dormir me han mantenido de día casi en el mundo de la inconsciencia, en algunos momentos. Cuando más tranquilo estaba, sentado en el sillón del piso, en la biblioteca frente al ordenador. Mi situación era de stand by: una posición entre la línea consciente y subconsciente, que misteriosamente me ha conectado con la mente de un hombre en coma. Pese a su pensamiento negativo, Joaquín parecía un luchador. Daba la impresión de querer salir de ese mundo de tristeza donde muchas personas habitan, pero lo pensó bastante tarde. No me imaginaba yo, que esta persona decidiera sucumbir dejando su vida en manos de un bote completo de pastillas. Fue su decisión. 19 de marzo de 2014 Hoy hace un día estupendo. La temperatura es muy agradable y tenderá a ir subiendo en las próximas horas. Por fin va llegando la primavera, aunque faltan algunos días. ¡Cómo ha cambiado el tiempo en tan pocas horas! Ayer al mediodía no pasábamos de doce grados, y veinticuatro horas más tarde, tenemos una temperatura de dieciocho grados; y anoche dormí estupendamente, mejor que la anterior. Ahora me siento bien, en paz. Ya no me encuentro sólo. Siento una extraña felicidad, y amor; sobre todo por mis hijos. Ya no tengo la sensación de vivir a través de ellos. Siento y entiendo, que la vida tiene sus fases, que ellos han crecido, y también siento su infancia como un bello recuerdo del pasado. No tengo nada, soy pobre. Ni siquiera tengo un plan de jubilación, y tampoco tengo ese miedo o preocupación: “¿qué será de mí cuando sea mayor?”, por lo que sólo me queda la opción de dejar huella en el presente, en el día a día, en un proyecto de futuro para mis hijos. Ahora me siento mucho mejor... ¡No puede ser! El mundo es un pañuelo. Adela está ahí, en la puerta del centro cívico. ¿Cuánto hacía que no la veía?.. Ocho años por lo menos. Creo que empiezo a entender, o creo saber interpretar todos esos sueños con aquellas chicas desconocidas. ¿Puede que represente a la necesidad de encontrar a alguien? ¿O que me estuviera dando señales premonitorias sobre el día de hoy? Tengo que hablar con ella. Tengo que cerrar ese círculo. Tengo que hacerle comprender algunas cosas del pasado… Me acercaré y se lo explicaré, y le pediré perdón por todo, y quizá…

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20 de Marzo de 2014 Hoy no hace un día tan bueno. La temperatura es agradable… pero no es suficiente para mí. Ayer me acerqué a Adela y la saludé. Estaba sola, sin sus hijas. Le pregunté cómo estaba y la traté como a una conocida más. No me atreví a hurgar en el pasado. No quise desmantelar lo que ella había creado para sí y los suyos, haciéndole saber que su vida conmigo pudo ser una realidad; que fui el ser más imbécil con el que alguien se podía encontrar. No, no quise. Sólo le dije que me alegraba de verla, y luego me fui. Mientras me daba la vuelta observé que aún quedaba en ella ese semblante infantil y esos inocentes ojos almendrados que correspondieron a mi despedida, dándome la sensación de ver en ella una ya, fraguada resignación. ¿Y ahora qué? ¿Qué me deparará el futuro? ¿Seguiré con esta maldición a la que llamo “don”? ¿Hasta cuándo me perseguirá? ¿Por qué me vuelvo a sentir tan sólo? Siento la agradable brisa primaveral que me trae ese aroma de azahar y jazmín. Pero también empiezo a sentir un escalofrío que me está recorriendo todo el cuerpo. Tengo la sensación de que la agradable brisa se va enfriando cada vez más y más… presiento una primavera gélida.

A mis hijos, que me devolvieron a la vida.