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X. LA VIDA ESPIRITUAL ES, ANTE TODO, UNA VIDA. No consiste simplemente en algo para conocer y estudiar: es para ser vivida. Como toda vida, se enferma y muere cuando es desarraigada de su propio elemento. La gracia está inserta en nuestra naturaleza, y el hombre íntegro está santificado por la presencia y la acción del Espíritu Santo. Por lo tanto, la vida espiritual no es una vida enteramente desarraigada de la condición humana del hombre y trasplantada a la región de los ángeles. Vivimos como hombres espirituales cuando vivimos como hombres que buscan a Dios. Si vamos a ser espirituales, debemos persistir como hombres. Y si no hubiera evidencia de esto en algún lugar de la teología, el propio misterio de la Encarnación sería una amplia prueba de ello. ¿Por qué Cristo se transformó en Hombre sino para salvar a los hombres uniéndolos místicamente con Dios mediante su propia sagrada humanidad?. Jesús vivió la vida corriente de los hombres de su tiempo, para santificar las vidas corrientes de los hombres de todos los tiempos. Entonces, si queremos ser espirituales, ante todo vivamos nuestras vidas. No temamos a las responsabilidades y las inevitables distracciones de la tarea que nos señala la voluntad de Dios. Abracemos la realidad y encontrémonos así inmersos en la voluntad dadora de vida y en la sabiduría de Dios que nos rodea por doquier. Primero, asegurémonos de saber lo que estamos haciendo. Sólo la fe puede darnos la luz para ver que la voluntad de Dios se encuentra en nuestra vida cotidiana. Sin esta luz, no podemos ver cómo tomar las decisiones correctas. Sin esta certidumbre no podemos tener confianza y paz sobrenaturales. Tropezamos y caemos constantemente incluso cuando estamos más iluminados. Pero cuando estamos en la verdadera oscuridad espiritual, ni siquiera sabemos que hemos caído. Para mantenernos espiritualmente vivos, debemos renovar constantemente nuestra fe. Somos como pilotos de buques en la neblina, que escudriñamos la tiniebla frente a nosotros, escuchamos los sonidos de otros barcos, y sólo

La vida espiritual es, ante todo, una vida

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X. LA VIDA ESPIRITUAL ES, ANTE TODO, UNA VIDA.

No consiste simplemente en algo para conocer y estudiar: es para ser vivida. Como toda vida, se enferma y muere cuando es desarraigada de su propio elemento. La gracia está inserta en nuestra naturaleza, y el hombre íntegro está santificado por la presencia y la acción del Espíritu Santo. Por lo tanto, la vida espiritual no es una vida enteramente desarraigada de la condición humana del hombre y trasplantada a la región de los ángeles.

Vivimos como hombres espirituales cuando vivimos como hombres que buscan a Dios. Si vamos a ser espirituales, debemos persistir como hombres. Y si no hubiera evidencia de esto en algún lugar de la teología, el propio misterio de la Encarnación sería una amplia prueba de ello. ¿Por qué Cristo se transformó en Hombre sino para salvar a los hombres uniéndolos místicamente con Dios mediante su propia sagrada humanidad?. Jesús vivió la vida corriente de los hombres de su tiempo, para santificar las vidas corrientes de los hombres de todos los tiempos. Entonces, si queremos ser espirituales, ante todo vivamos nuestras vidas. No temamos a las responsabilidades y las inevitables distracciones de la tarea que nos señala la voluntad de Dios. Abracemos la realidad y encontrémonos así inmersos en la voluntad dadora de vida y en la sabiduría de Dios que nos rodea por doquier.

Primero, asegurémonos de saber lo que estamos haciendo. Sólo la fe puede darnos la luz para ver que la voluntad de Dios se encuentra en nuestra vida cotidiana. Sin esta luz, no podemos ver cómo tomar las decisiones correctas. Sin esta certidumbre no podemos tener confianza y paz sobrenaturales. Tropezamos y caemos constantemente incluso cuando estamos más iluminados. Pero cuando estamos en la verdadera oscuridad espiritual, ni siquiera sabemos que hemos caído.

Para mantenernos espiritualmente vivos, debemos renovar constantemente nuestra fe. Somos como pilotos de buques en la neblina, que escudriñamos la tiniebla frente a nosotros, escuchamos los sonidos de otros barcos, y sólo podemos llegar a nuestro puerto si nos mantenemos alertas. Por esta razón, la vida espiritual es, ante todo, una cuestión de mantenerse despiertos. No debemos perder nuestra sensibilidad a las inspiraciones espirituales. Siempre debemos ser capaces de responder a las más leves advertencias que se expresan, como mediante un instinto oculto, en la profundidad del alma que está espiritualmente viva.

La meditación es uno de los modos con que el hombre espiritual se mantiene despierto. Realmente no resulta paradójico que precisamente en la meditación muchos aspirantes a la perfección religiosa se aburran y caigan dormidos. La plegaria meditativa es una disciplina austera, y no puede ser aprendida por la violencia. Requiere un coraje y una perseverancia interminables, y quienes no estén dispuestos a trabajar en ello pacientemente, finalmente concluirán en una componenda. Aquí, como en todas partes, la componenda es sólo otro nombre del fracaso.

Meditar es pensar. Y aun así, la meditación exitosa es mucho más que razonamiento o pensamiento. Es mucho más que “inclinaciones”, mucho más que una serie de “actos” preparados por los que uno atraviesa.

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En la plegaria meditativa, uno piensa y habla no sólo con su mente y sus labios, sino en cierto sentido con su ser íntegro. Luego la plegaria no es apenas una fórmula de palabras, o una serie de deseos que emergen del corazón; es la orientación de nuestro cuerpo, mente y espíritu por entero hacia Dios, en silencio y con atención y adoración. Toda buena plegarla meditativa es una conversión de nuestro ser entero hacia Dios.

Por eso, uno no puede ingresar a la meditación, en este sentido, sin una especie de cataclismo interior. Por “cataclismo” no significo “perturbación”, sino una quiebra de la rutina, una liberación del corazón de los cuidados y preocupaciones de los propios asuntos cotidianos. La razón por la cual tan poca gente se aplica seriamente a la plegaria mental es precisamente la necesidad de este cataclismo interior, y usualmente son incapaces del esfuerzo necesario para hacerlo. Podría ser que les falte generosidad, y también podría ser que carezcan de dirección y experiencia, y así emprendan el camino errado. Se estorban a sí mismos, se arrojan a la agitación mediante los violentos esfuer-zos que hacen para recomponerse de nuevo, y finalmente acaban en la desesperanza. Al final, entran en componenda mediante una serie de rutinas frustradas que los ayudan a pasar el tiempo, o se relajan en un estado de semicoma que, esperan, podrá justificarse con el nombre de contemplación.

Todo director espiritual sabe que determinar cuál es la frontera entre la pereza interna y los tenues e imperceptibles inicios de la contemplación pasiva, resulta un asunto complejo y sutil. Pero en la práctica, en el tiempo actual, se ha dicho bastante sobre la contemplación pasiva como para darle a la gente perezosa una oportunidad de reclamar el privilegio de “rezar sin hacer nada”.

No existe una plegaria donde “nada se hace” o “nada sucede”, aunque puede haber una plegaria en la que nada se perciba, se sienta o se piense.

Toda plegaria interior auténtica, no importa lo sencilla que sea, requiere la conversión a Dios de nuestro ser entero; y mientras esto no se logre -ya sea activamente mediante nuestro esfuerzo o pasivamente mediante la acción del Espíritu Santo-, no ingresamos a la “contemplación” y no podemos relajar sin peligro nuestros esfuerzos para establecer contacto con Dios.

Si tratamos de contemplar a Dios sin haber volcado el rostro de nuestro ser interior completamente en su dirección, terminaremos inevitablemente contemplándonos a nosotros mismos, y tal vez nos sumerjamos en el abismo de tibia tiniebla que es nuestra naturaleza sensible. Ésa no es una oscuridad en la que se pueda permanecer pasivo sin riesgo.

Por otra parte, si dependemos demasiado de nuestra imaginación y de nuestras emociones, no nos volcaremos hacia Dios sino que nos zambulliremos en un tumulto de imágenes, para fabricarnos la propia experiencia religiosa casera, lo cual resulta demasiado peligroso.

Este “convertir” nuestro propio ser hacia Dios puede lograrse únicamente mediante una fe profunda, sincera y sencilla, avivada por la esperanza que conoce como posible el contacto con Dios, y el amor que por sobre todas las cosas desea consumar su voluntad.

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A veces, la meditación no es otra cosa que una batalla infructuosa por volvernos hacia Dios, por buscar su rostro mediante la fe. Un número enorme de cosas más allá de nuestro control puede hacer moralmente imposible que meditemos con efectividad. En tal caso, son suficientes la fe y la buena voluntad. Si uno ha hecho un esfuerzo sincero y honesto para dirigirse a Dios y no parece alcanzar esa meta, entonces el intento deberá contarse como una meditación. Esto significa que Dios, en su misericordia, acepta nuestros infructuosos esfuerzos en lugar de la meditación real. A veces sucede que esta impotencia interior es un signo de progreso real en la vida interior, pues nos hace de-pender más completa y pacíficamente de la misericordia de Dios.

Si, por la gracia de Dios, podemos volcarnos íntegramente hacia Él y poner todo completamente de lado a fin de hablarle y adorarlo, esto no significa que siempre podamos imaginarlo o sentir su presencia. Para una conversión plena de nuestro ser completo hacia Dios no se requiere imaginación ni sentimiento. Tampoco es especialmente deseable una intensa concentración sobre una “idea” de Dios. Aunque resulta difícil decirlo en lenguaje humano, existe una presencia de Dios real y muy reconocible (aunque casi completamente indefinible), donde lo confrontamos en la plegaria reconociéndolo como Aquel que nos conoce, conscientes de Aquel que es consciente de nosotros, amándolo como Aquel que sabemos que nos ama. Presente en nosotros en la plenitud de nuestra propia personalidad, estamos presentes en Él, que es infinito en su ser, su otredad, su mismidad. No se trata de una visión cara a cara, sino de cierta presencia del sí mismo ante el Sí Mismo en el cual, con la reverente atención de nuestro propio ser, lo conocemos a Él, en quien todas las cosas tienen su ser.

El “ojo” que se abre a su presencia está en el mismo centro de nuestra humildad, en el propio corazón de nuestra libertad, en las propias profundidades de nuestra naturaleza espiritual. La meditación es la apertura de este ojo.

Aspectos de la vida espiritualThomas Merton