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La vida moral del asco. William Ian Miller Extraído de: Anatomía del asco. William Ian Miller Taurus, Madrid,1999 En su discurso n° 4 Samuel Johnson aconseja sobre cómo tratar la cuestión de los vicios en la literatura de ficción: Los vicios, ya que es necesario mostrarlos, siempre deberían dar asco; la gracia de la alegría o la dignidad del coraje no deberían aparecer demasiado unidas a los vicios, no se vaya a pensar que es posible reconciliarlos. Aparezcan donde aparezcan, deberían suscitar odio, por la maldad de sus acciones, y desprecio, por la mezquindad de sus estratagemas; porque mientras cuenten con el apoyo del talento o el espíritu rara vez se aborrecerán sinceramente (1 ) Según Johnson, nuestra capacidad moral depende de que se puedan activar adecuadamente sentimientos y pasiones aversivos, sobre todo asco y aborrecimiento, con la ayuda de emociones como el odio y el desprecio que nos invaden en determinadas circunstancias. Los moralistas como Johnson se abstienen de definir el vicio como aquello que da asco, porque para los moralistas de este tipo, nuestros mecanismos del asco no son tan sensibles como deberían serlo. Nuestra disposición a rechazar algo es demasiado torpe o nosotros somos demasiado afables y estamos demasiado dispuestos a perdonar. Si se mezcla con gracias como la alegría, o virtudes como el coraje, el vicio no se aborrecerá como merece, por no hablar de aquellas personas a las que el puro vicio es lo que les atrae sin ningún reparo. Sin embargo, un estilo más novedoso de moralistas, según el cual la tolerancia y el respeto a las personas son virtudes fundamentales, desearía que nuestra sensibilidad hacia el asco fuera menor para que tendiéramos menos a considerar lo diferente y lo extraño como fuentes de asco. No obstante, seamos o no puritanos, expresamos muchos de nuestros juicios morales primordiales con los modismos del asco. La cuestión no es si el asco actúa en el ámbito moral, sino cuáles son su alcance y su objeto correctos y su fiabilidad en este ámbito. Pensemos lo difícil que es, en una conversación normal, expresar juicios morales sin recurrir a los modismos del asco o hacer referencia al concepto de lo asqueroso. Cuando se trata de personas o

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La vida moral del asco.

William Ian Miller

 

Extraído de:

Anatomía del asco. William Ian Miller 

Taurus, Madrid,1999

En su discurso n° 4 Samuel Johnson aconseja sobre cómo tratar la cuestión de los vicios en la literatura de ficción: 

Los vicios, ya que es necesario mostrarlos, siempre deberían dar asco; la gracia de la alegría o la dignidad del coraje no deberían aparecer demasiado unidas a los vicios, no se vaya a pensar que es posible reconciliarlos. Aparezcan donde aparezcan, deberían suscitar odio, por la maldad de sus acciones, y desprecio, por la mezquindad de sus estratagemas; porque mientras cuenten con el apoyo del talento o el espíritu rara vez se aborrecerán sinceramente (1)

Según Johnson, nuestra capacidad moral depende de que se puedan activar adecuadamente sentimientos y pasiones aversivos, sobre todo asco y aborrecimiento, con la ayuda de emociones como el odio y el desprecio que nos invaden en determinadas circunstancias. Los moralistas como Johnson se abstienen de definir el vicio como aquello que da asco, porque para los moralistas de este tipo, nuestros mecanismos del asco no son tan sensibles como deberían serlo. Nuestra disposición a rechazar algo es demasiado torpe o nosotros somos demasiado afables y estamos demasiado dispuestos a perdonar. Si se mezcla con gracias como la alegría, o virtudes como el coraje, el vicio no se aborrecerá como merece, por no hablar de aquellas personas a las que el puro vicio es lo que les atrae sin ningún reparo. Sin embargo, un estilo más novedoso de moralistas, según el cual la tolerancia y el respeto a las personas son virtudes fundamentales, desearía que nuestra sensibilidad hacia el asco fuera menor para que tendiéramos menos a considerar lo diferente y lo extraño como fuentes de asco. No obstante, seamos o no puritanos, expresamos muchos de nuestros juicios morales primordiales con los modismos del asco. La cuestión no es si el asco actúa en el ámbito moral, sino cuáles son su alcance y su objeto correctos y su fiabilidad en este ámbito. Pensemos lo difícil que es, en una conversación normal, expresar juicios morales sin recurrir a los modismos del asco o hacer referencia al concepto de lo asqueroso. Cuando se trata de personas o acciones decimos, como ya se ha señalado anteriormente, cosas como las siguientes: Me pone los pelos de punta. Esto me pone la carne de gallina. ¡Puaj! Esto me da ganas de vomitar. ¡Eres repugnante (repulsivo, asqueroso)!En un registro más amplio hablamos de caracteres y hechos viles, odiosos, aborrecibles y detestables. Por supuesto, Johnson no tiene motivo alguno para alegrarse a no ser que estemos emitiendo estos juicios aversivos sobre cosas genuinamente depravadas. Sabía lo que era el vicio y tenía que ir unido al asco (2); pero nuestro discurso parece invertir el orden. Percibimos qué produce asco y tendemos a embuirlo de un estatus moral anómalo sólo por esa razón (3). Los autores suelen recurrir a menudo a esta capacidad moralizadora que tiene el asco, cuando dirigen nuestro juicio moral contra órdenes

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sociales en su conjunto, a través de la descripción circunstancial de las cloacas de una ciudad, la fetidez de un río y la inmundicia y suciedad de un internado: "Londres, eres el Jardín sembrado de pecado, el mar donde vierten sus aguas todos los sucios canales del Reino" (4). Lo que exaspera a Johnson es que el asco no se genera tan fácilmente como él desearía ante cosas que considera depravadas; el vicio suele ser demasiado atractivo; si no fuera así, no constituiría una tentación y una amenaza para el orden social y moral. Sin embargo, en mi opinión, Johnson pide demasiado, porque, si bien es cierto que el asco tiene un gran poder para hacer frente a algunos vicios, no es así en todos los casos. Los modismos del asco, como son tan viscerales, poseen algunas virtudes a la hora de expresar tesis morales. Indican seriedad, compromiso, irrefutabilidad, presencia y realidad. Hacen que la moral baje de las nubes donde suele encontrarse a menudo, se la arrebatan a los filósofos y teólogos y nos la devuelven con una venganza. El meollo cotidiano de la decisión moral, el control moral, la educación moral y el discurso sobre la moralidad es más fácil que haga referencia a lo asqueroso que a lo bueno y lo que está bien. Nuestro discurso moral indica que nos sentimos más seguros de nuestros juicios cuando reconocemos lo que está mal y lo feo que cuando se trata de lo bueno y lo bello. Y esto se debe, en parte, a que el asco (que es el medio por el cual solemos experimentar lo malo y lo feo) tiene visos de verosimilitud. Es algo inferior y sin pretensiones y, por eso, lo consideramos digno de confianza, aunque sabemos que incluye cosas que nos deberían dar que pensar. Los modismos del asco permiten que nuestro cuerpo se escude tras nuestras palabras, le ponen a salvo para hacer que éstas sean algo más que meras palabras. Quiero examinar tres importantes cuestiones en este capítulo. En primer lugar, ¿existen vicios y defectos morales determinados que susciten asco de manera cotidiana y adecuada? Y, si es así, ¿qué supone esto para esos vicios determinados? Nos vamos a centrar en la estupidez y la hipocresía, sobre todo, porque la segunda figura entre los tipos de males necesarios y compromisos morales que suelen considerarse como aquello que otorga a las profesiones de la abogacía y la política su carácter moral un tanto desagradable. La segunda cuestión nos introduce en un intento de distinguir los mecanismos por medio de los cuales el asco realiza su labor moral. Contando con Adam Smith como guía, nos centraremos en la predisposición a experimentar el asco vicariamente y por simpatía. En tercer lugar, nos ocuparemos de los defectos morales del asco entendidos como sentimiento moral. El asco tiende a realizar su labor moral con demasiado celo. El pretende incluir cosas en el ámbito moral que a nosotros nos parece, y con razón, que deberían quedar fuera. En lo que a esto se refiere, el análisis se centrará en el deber moral, al estilo de Goffman, de mantenerse al margen o pasar desapercibido en ciertas ordenaciones morales. 

Vicios asquerosos 

¿Qué tipo de vicios tienden a suscitar asco en lugar de indignación o, al menos, provocan asco además de ultraje? En algunos casos no necesitamos nombrar un vicio, sino que indicamos el papel u oficio que sirve para identificar vicios concretos: de ahí lo del abogado y el político. Hay rasgos de la personalidad que tienden a provocar asco (5). Hume considera "asqueroso y despreciable" el carácter abyecto en general. Continúa describiendo a esta persona más concretamente como aquella que "hace reverencias a sus superiores" y se muestra "insolente con sus inferiores" (6). Se muestra servil con los que están por encima de ella y cruel con los que están por debajo; este

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defecto de carácter es seguramente uno de los más asquerosos entre los que Judith Shklar denominó vicios ordinarios. Por desgracia, también se trata del tipo de defecto que no suele ser raro y todos hemos tenido ocasión de aguantar la presencia de gente como ésta o de odiarnos a nosotros mismos por haber dada muestras de él. Existe, por supuesto, el típico patán, pero hay quien consideraría también asquerosa a la persona excesivamente remilgada (7), quizá porque llama la atención sobre lo asqueroso mostrando tanto empeño en evitarlo. El objetivo de los modelos de urbanidad es reprimir lo asqueroso, sacarlo de la mente, al menos en los espacios públicos. Esto exige calibrar cuidadosamente los comportamientos. La persona remilgada atrae la atención sobre sí misma precisamente en lo que respecta a aquellas facetas de la vida que, por decoro, debemos hacer, en público, como si no existieran. Muchos de los vicios ordinarios en el sentido de Shklar y Montaigne provocan asco: la crueldad, la traición, la hipocresía, la gula o la lujuria. Hume incluiría también el vicio ordinario de la insensatez y la estupidez agresiva: Los negocios, los libros, la conversación; un estúpido está completamente incapacitado para todo esto y, salvo que se le condene por su condición social a la más burda monotonía, sigue siendo una carga inútil sobre la tierra ... Salvo el afecto de los padres, que es el lazo más fuerte y más indisoluble de la naturaleza, no existe otra relación que tenga la fuerza suficiente para soportar el asco que provoca este carácter. Incluso el amor, que puede sobrevivir a la traición, la ingratitud, la maldad y la infidelidad, se extingue ante ese carácter cuando se percibe y se reconoce; ni siquiera la deformidad y la vejez resultan tan fatales en el ámbito de esa pasión (8). El asco de Hume se reserva para aquellos que suponen una compañía aburrida o cuya ineptitud destruye las bases de una buena conversación. Según dice, no hay nada que desagrade más que un estúpido (9). Asegura que la gente prefiere que se le considere injusta o con defectos morales terribles a que se le considere tonta. El amor de los padres, sustentado por naturaleza, es el único que puede sobrevivir al asco tan profundo que suscita el estúpido. Ya he señalado en el capítulo 6 que Hume es un tanto exagerado; sin embargo, identifica correctamente cuánto trabajo le cuesta al autoengaño, las ilusiones y otras formas de ceguera superar la incompatibilidad mutua entre el amor y el asco que genera un estúpido. El tipo de asco que alimenta la estupidez destruye el deseo (10) y anula la reivindicación de virtud que plantea la persona estúpida: "¿ Quién iba a decir, salvo irónicamente, que ese hombre tan virtuoso era un notorio mentecato?" (11) Hume hace aparecer la estupidez como algo despreciable no sólo en un sentido humorístico. Cuando definimos la virtud y el mérito personal, como hace Hume, como útiles o agradables, la estupidez tiene que ser un vicio. Tengo la impresión de que se distingue de otros vicios porque atenta también contra un concepto de gusto muy determinado en cuestiones de ingenio y conversación, pero esto no quiere decir que la estupidez no sea, para Hume, una cuestión moral propiamente dicha. El asco de este filósofo nos parece excesivo (12). Parece ser una manera hiperbólica de reunir en un solo término la exasperación, turbación y frustraciones a corto plazo que suscita el estúpido (y quizá la persona remilgada). Esto es algo muy distinto de ese ataque directo a nuestra sensibilidad al asco que suponía que el Pobre Tom se bebiera el verdín del estanque o santa Catalina se tomase una copa de pus. Solemos decir que nos dan asco cosas sin importancia, el aspecto de algunas personas o comportamientos insignificantes que simplemente "nos repelen". Para algunos se incluirían entre ellas los miembros de las hermandades universitarias o la falta de consideración hacia los demás que hace que alguien extienda un cheque para pagar compras por valor de 500 pesos en la caja rápida de un supermercado. En casos como éstos creemos que los modismos del asco se usan conscientemente de manera metafórica, es decir, para exagerar. Hay una especie de comedia deliberada, una especie de burla de uno mismo, que acompaña a la asimilación de tales motivos de enfado, que se suelen denominar "manías" en la terminología del asco. Se las suele calificar de triviales; se trata de la exasperación e irritación que refuerzan los tipos habituales de desprecio que impregnan tanto la existencia social. Este desprecio ayuda a definir nuestro carácter, configura nuestra política

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personal de cada día y hace posible que reivindicaciones de poca importancia adquieran una superioridad moral relativa y momentánea. Estas reivindicaciones suelen estar impregnadas de asco, salvo cuando está presente cierta vena irónica, cuyo carácter nos sitúa más directamente en el mundo del desprecio, que suele adoptar un registro irónico para expresarse: gestos como poner los ojos en blanco para mostrar impaciencia y exasperación, el "tch-tch" que indica desaprobación o sonreír de lado captan el estilo irónico que suele caracterizar a ciertas manifestaciones de desprecio. Sin embargo, estas clasificaciones cómicas forman parte de la ordenación moral y esto es lo que los modismos del asco pretenden lograr; estamos juzgando cómo es alguien y, en función de ello, le asignamos una posición inferior en el orden social y moral. Aun así, a pesar del uso que hace Hume y nosotros hacemos de los modismos del asco para dejar constancia de lo que opinamos de los estúpidos, somos más tolerantes con ellos que este filósofo. Hume apenas distingue entre granujas y estúpidos, porque ambos le merecen una enorme desaprobación en forma de asco. La mayoría de nosotros distinguimos entre granujas, como los abogados y los políticos, por un lado, y los estúpidos, por otro; los primeros nos producen indignación, miedo, recelo, asco y aborrecimiento; los segundos nos merecen un desprecio que oscila entre la critica acerba y la diversión indulgente. No obstante, la insensatez y la estupidez humanas pueden volver tan loco al moralista como la granujería humana. Algunas formas de estupidez contribuyen a perpetrar crueldades y atrocidades. Somos perfectamente capaces de distinguir entre el desprecio que nos inspira un estúpido pomposo y la repugnancia que sentimos ante el ser bestial y torpe que transgrede las normas, a pesar de los intentos académicos postmodernos de valorar las crueldades de este ser como una celebración carnavalesca y la "conquista del poder" por parte de los oprimidos (13). De poco consuelo les puede servir a los judíos asesinados durante el carnaval, a las mujeres violadas y a los animales quemados y torturados que los eruditos de fines del siglo XX puedan encontrar razones para admirar esos "ritos auténticos", "puntos de resistencia" o "costumbres contra-hegemónicas". Un abismo separa a la estupidez del Polonio pomposo y servil de la estupidez depravada del campesino borracho que tortura a su caballo hasta matarlo en la pesadilla de Raskolnikov. No hay que olvidar que un número considerable de los vicios que provocan asco -crueldad, hipocresía, traición- también tienden a estar institucionalizados política y socialmente. Pensemos en los verdugos, los abogados y los políticos, por poner un ejemplo. Todos constituyen lo que podría llamarse males necesarios. Si no fuera por los verdugos y los abogados, el sistema judicial no podría llevar a cabo su misión; sin políticos, el orden público sería absolutamente imposible y sólo imaginable como una fantasía utópica. Denomino a esta gente servidores morales (14); desempeñan funciones en el orden moral similares a las que realizan los basureros y los carniceros en el sistema de abastecimiento, los peones de albañil en la construcción o los animales carroñeros y que se alimentan de los restos que dejan los demás en distintos ecosistemas (15). Los servidores morales tratan con la suciedad moral o tienen que ensuciarse moralmente para hacer lo que el sistema de gobierno necesita que hagan. Y a pesar de que precisamos atraer gente para que se dedique a esta labor, les consideramos sospechosos por sentirse tan atraídos. A nadie se le obliga a ser un servidor moral, sino que se sienten seducidos por los beneficios que esta condición reporta y, por ello, eligen dedicarse a estas labores. Sin embargo, no es esta elección lo que da asco; esta elección sólo se menciona como justificación parcial para culparles por darnos asco por otros motivos (16). La servidumbre moral posee una capacidad extraordinariamente fecunda de generar asco. Proporciona distintas bases para la repugnancia. Según la perspectiva más simple, nuestro asco se mezcla con la envidia por lo bien que recompensa la cultura a ciertos servidores: sobre todo a los abogados y los políticos. Despiertan el fantasma desagradable de la virtud fácil y lo susceptible que es la virtud a que se le ponga precio. La servidumbre moral invierte el sistema de recompensas de la servidumbre social. Los basureros consiguen unas sumas de dinero ínfimas en comparación con los médicos, aunque no esté muy claro quién contribuye más a la salud pública. Pero los servidores morales tienden a estar espléndidamente remunerados, con frecuencia en proporción directa al grado de asunción de esos

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compromisos morales que suelen asquear al observador imparcial o a quien busca justicia. La vulnerabilidad de la virtud, su connivencia con el vicio, toda la idea de males necesarios que se recompensan espléndidamente, vincula la servidumbre moral con la fenomenología de lo asqueroso que hemos analizado en los capítulos anteriores. Nos da asco que nuestro mundo haga de la pureza algo efímero, vulnerable y, en definitiva, insostenible. La idea de un mal necesario y los servidores morales, que se encargan de llevarlo a cabo, nos da asco porque significa que los límites que separan al vicio de la virtud, el bien del mal o lo puro de lo contaminado son permeables, y lo que es peor, necesariamente permeables. Aunque nos dé asco, el bien siempre está asumiendo compromisos indecorosos que nos involucran. La imagen del caldo de cultivo, de la confusión que bulle incesantemente, de ese flujo interminable de alimentación, procreación, putrefacción y regeneración reproduce rasgos del ámbito moral en el que el mal y las morales relajadas hacen que se genere la posibilidad de que otros hagan el bien y tengan morales sólidas. Siempre nos encontramos entre la espada y la pared. Puesto que si la necesidad de un compromiso moral asquea, no contraerlo también es un vicio que produce asco; se trata del vicio del puritanismo, de una inflexibilidad injusta a la hora de atenerse a un principio, que suele acabar por hacer la vista gorda a la crueldad y por sucumbir a la hipocresía, de modo que se compromete con el vicio sin haberlo pretendido. Qué conveniente resulta que el asco, que como hemos visto en el capítulo 6 tiene que ensuciarse las manos para protegernos de lo asqueroso, sea al mismo tiempo la pasión que alimenta nuestra desaprobación hacia los servidores morales que también tienen las manos sucias, como consecuencia necesaria del papel que desempeñan. No se trata sólo de que sean males necesarios, sino también de que la idea de mal necesario suele implicar vicios que asquean: se trata de los vicios corrientes de la hipocresía (abogados y políticos), la traición (políticos), la adulación (políticos y abogados) y la crueldad (verdugos y políticos). La indignación no parece adecuada para la tarea de la traición y la crueldad y tampoco para la hipocresía: el asco tiene algo que le hace especialmente apropiado para este campo. Voy a referirme a unas cuantas cuestiones más acerca de la relación que tiene el asco con la hipocresía que, como cuestión sociológica y psicológica, es un vicio extremadamente complejo, aunque trataré de hacer caso omiso de esta complejidad fascinante. También voy a ignorar la traición, que podría considerarse como un tipo especial de hipocresía, y pospondré la crueldad para un análisis posterior. ¿Qué hace que la hipocresía sea algo tan adecuado para provocar asco? Cuando se presenta como untuosidad, servilismo adulador y puro halago proclama su carácter repugnante. Estos estilos son tan repulsivos que resultaría difícil creer que consigan alguna vez sus fines si no contaran con la ayuda del vicio paralelo de la vanidad y la susceptibilidad a la adulación (17). Estos rasgos y comportamientos asquean porque creemos que imitan las formas de lo que resulta repugnante en el mundo material (18). Escurren, insinúan y rezuman baba y vaselina. Este estilo es descarado; somos conscientes de que se están burlando de nosotros con esa exhibición excesiva, con sus muestras evidentes de servilismo rastrero (19). Encarnemos ahora a nuestro hipócrita no como un Uriah Heep(44) físicamente repulsivo, que rezuma untuosidad, sino como alguien más atractivo; cambiemos el poliéster del vendedor de caches usados por un atuendo más respetable en el que la virtud aparente no se puede distinguir de la virtud propiamente dicha. La hipocresía sofisticada imita perfectamente el estilo de la virtud. Resulta incluso más pernicioso, como señala Shklar, que la hipocresía haya evolucionado de tal modo que no precisa asumir todo el ceremonial de la sinceridad como pose, porque suele constituir la sinceridad propiamente dicha (20). El hipócrita calculador se ha visto reemplazado por un modelo más nuevo que cree sinceramente que es virtuoso y está convencido de las opiniones que expresa: hay muchos aduladores serviciales que creen realmente que su objeto es loable. ¿Esta hipocresía sin fisuras produce el mismo asco que Uriah Heep por la misma razón? ¿O el asco sólo responde cuando hay señales de hipocresía vulgar? Es decir, ¿nos repugna más la vulgaridad y la ineptitud que la hipocresía? ¿El mecanismo de nuestra repugnancia moral, de

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nuestro asco moral, es tan superficial? (21). Uno de los verdaderos precios que hay que pagar por la hipocresía del tipo que sea, y especialmente cuando se trata de la modalidad del autoengaño sincero, no consiste sólo en que los hipócritas nos estén dando gato por liebre, nos tomen el pelo y se burlen de principios que deberían, en nuestra opinión, gozar de mayor consideración; se trata más bien de que nos impone vicios: desconfianza, cinismo y paranoia. Hace que encontremos todas las virtudes sospechosas; nos hace creer que ninguna apariencia de virtud es virtuosa. Estos hipócritas son parásitos del orden moral y socavan las fuerzas del organismo del que se alimentan. Pero como sucede con cualquier parásito, precisan la viabilidad y virtud a largo plazo del organismo anfitrión. Desde un punto de vista retorcido, el hipócrita tiene más que perder, si no vence la virtud, que la persona virtuosa, puesto que el hipócrita depende completamente de que la mayoría de la gente valore la virtud, mientras que la persona virtuosa seguirá comprometida con la causa aunque habite entre lo virtuoso o lo depravado. La virtud sana también se hace sospechosa porque permite, aunque sea inocentemente, la hipocresía. Al fin y al cabo, la hipocresía debe su existencia a la virtud en general (22), a la idea misma, a la supuesta posibilidad y al atractivo de la virtud y ningún otro vicio (salvo quizá el carácter quisquilloso único del puritanismo de un modo especialmente retorcido) puede presumir de esto. Y esto ayuda a explicar por qué asquea la hipocresía. Del mismo modo que muchas otras cosas del campo de lo asqueroso, nos hace preguntarnos si lo hermoso es asqueroso; confunde los límites de tal modo que no hay un criterio firme del que nos podamos fiar y nos recuerda que las cosas mejores conllevan un precio que hay que pagar en forma de malestar. ¿No hay nada que sea simplemente puro? ¿Por qué el placer se tiene que transformar en asco? ¿Por qué la virtud tiene que hacer posible el vicio? La mera traición a los principios, el mero engaño nos indignaría. Pero la hipocresía traiciona los principios de un modo que nos hace sentirnos inseguros a la hora de reconocer ese principio en otra ocasión o incluso a la hora de reconocer la traición; nos obliga a ser conscientes de que hay que pagar un precio mucho mayor por la virtud que el meramente personal, que se mide por lo difícil que resulta alcanzarla. La virtud impone el costo social de la hipocresía. La hipocresía nos hace darnos cuenta de que puede que no haya un mundo mejor. La virtud necesita dar pie a la hipocresía. Y aunque no todos los servidores morales tienen por qué ser hipócritas, nos recuerdan que, incluso el segundo mejor mundo seguirá considerándola necesaria para conseguir que haya gente que asuma ciertos papeles, que el perfeccionista que hay en nosotros considera censurables. Toda esta imperfección, todo este compromiso y toda esa capacidad de imperfección y la contaminación desconcertantes del orden moral cuentan con un verdadero poder para provocar asco, puesto que todas estas cosas implican reconocer la contaminación inevitable de lo puro. Sin embargo, se impone una importante salvedad. El carácter depravado de la hipocresía no es ajeno al orden moral y político en el que tiene lugar. Pensemos, por ejemplo, en un régimen tan represivo, corrupto e injustificable que la hipocresía cumpla la función de proporcionar una barrera tras la cual pueda sustentarse una virtud acosada y casi inexistente, aunque sea precariamente. Resulta tentador asegurar que la perversidad demostrable de tales regímenes consiste en que se las apañan para hacer que la hipocresía pase de ser un vicio asqueroso al último bastión de la virtud. No obstante, en un régimen semejante, la hipocresía, aunque se haya captado para la causa de la virtud, sigue sin ser absolutamente virtuosa. Como siempre, sigue estando al servicio de algo. 

El asco y el espectador imparcial de Smith 

Me gustaría cambiar ahora de registro y recurrir a Adam Smith para ofrecer un panorama más completo del funcionamiento del asco en el ámbito moral. En la obra de

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Smith "Teoría de los sentimientos morales", el asco forma parte del arsenal emocional del espectador imparcial. Este espectador es el que determina el decoro social y moral que, según el modelo de Smith, no se trata sólo de una cuestión de comportarse correctamente, sino de hacerlo debido a las pasiones adecuadas exhibidas correctamente. El juicio del espectador no es tanto una valoración racional como una interpretación de cómo progresa su capacidad de sentir lo mismo que los demás. El observador imparcial sabe que los sentimientos y acciones del actor son correctos cuando "puede penetrar en ellos" porque los comprende. Si el observador no consigue simpatizar con ellos emite un juicio adverso acerca del decoro del comportamiento observado. Y esta incapacidad a la hora de sentir simpatía, según en qué consista exactamente la falta de decoro, puede convertirse en asco. Los actores sociales que tienen éxito son los que desempeñan el papel de observadores imparciales ante sus propias acciones, de modo que regulan sus pasiones, de tal modo que no turben o asqueen al observador es decir, no impedirán que pueda sentirse simpatía-. Según cuál sea la forma en que se haya atentado contra el decoro, el espectador sentirá asco, desprecio, ira, odio u otras pasiones menos definidas de desaprobación (23). El observador imparcial de Smith es un individuo bastante remilgado; no le gustan las cosas indecorosas; enseguida sospecha de la ira, hasta que se asegura de que está justificada e incluso entonces se mantiene a la expectativa; se trata de una persona de sensibilidad refinada, muy reservada y poco propensa a dar grandes muestras de pasión (casi es como una parodia de la idea que los americanos tienen de los británicos); se trata de un hombre de gusto, que es capaz de sentir lástima, pero que preferiría que las situaciones que inspiran esta emoción fueran poco frecuentes. El observador imparcial, tanto encarnado en otra persona como en nosotros mismos, como capacidad de autocontrol social, hace que el mundo moral de Smith se centre fundamentalmente en la vergüenza, el asco y los demás sentimientos morales de amplio alcance, más que en la culpabilidad y la ira. En su orden moral y social, que nos consideren despreciables y ser conscientes de que suscitamos juicios aversivos en espectadores imparciales es lo peor que nos puede pasar; y por contra, no hay nada mejor que conseguir la aprobación de los demás. Sabemos cómo desempeñar el papel, de observador imparcial ante nosotros mismos precisamente porque lo desempeñamos ante los demás. De este modo, sabemos que lo peor que nos puede pasar es que se nos vea como de hecho vemos a los demás cuando se comportan de manera estúpida, inepta o asquerosa . Cuando contemplamos a los demás de esta forma puede haber una Schadenfreude compensatoria que ayuda a saborear la sensación desagradable de observar los fallos de los demás (24). Pero no experimentamos ese oscuro placer cuando somos conscientes de nuestros propios fallos. Cuando nos convertimos en objetos de asco, desprecio o escarnio, la desaprobación no es lo único que nos duele, sino ese pequeño placer que sospechamos que proporciona nuestra turbación a la persona que nos desaprueba; y a la inversa, el placer que obtenemos, cuando los demás nos muestran su aprobación, aumenta cuando sospechamos que éstos sienten por ello cierta envidia, lo cual nos indica que su aprobación es sincera. Smith es consciente de que el observador que nos mortifica no tiene por qué ser siempre imparcial. De hecho, la envidia y la Schadenfreude siempre amenazan con socavar la imparcialidad (25), como lo hacen la categoría y la clase social. Cuando fracasa la imparcialidad es aún más probable que el observador sienta asco. Pensemos, por ejemplo, cómo ven los ricos a los pobres. Los pobres están sometidos a una doble mortificación: o son invisibles, porque resultan despreciables , o visibles, porque son asquerosos: "Las personas afortunadas y orgullosas se sorprenden de la insolencia de la desdicha humana, de que se atreva a manifestarse ante ellas y de que se atreva a perturbar la serenidad de su felicidad con los aspectos repugnantes de su miseria" (51) . El decoro de las pasiones depende de su adecuación a las condiciones que las suscitan y, lo que es tan importante como esto, de la moderación y decoro de su exhibición. El actor protagonista debe regular la manifestación de sus pasiones para encontrar ese punto justo en el que se consigue la simpatía del observador, teniendo en cuenta que, por definición, éste no puede simpatizar con

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manifestaciones excesivas o insuficientes. Sin embargo, sólo algunas manifestaciones reguladas correctamente son las que provocan asco; otras suscitarán más bien lástima, o ese desprecio cariñoso que se manifiesta cuando se considera que el otro es mono o encantador. Smith divide las pasiones en distintos grupos, cada uno de los cuales afecta de distinta manera al rumbo que toma la simpatía y, por tanto, a la forma que adopte el decoro. Por ejemplo, las pasiones "que tienen su origen en el cuerpo" suscitan poca simpatía (26). Las expresiones acentuadas de sed, hambre y deseo sexual "son repugnantes y desagradables". No se trata de que no podamos comprender la aflicción de los hambrientos, sino de que no sentimos su hambre (27). El concepto de simpatía de Smith no se limita exclusivamente a la lástima y la compasión, sino que engloba la experiencia de imaginar la experiencia general del otro; consiste en la posibilidad de tener una sensación indirecta, de experimentar algo como lo experimenta el otro o como debería hacerlo: "La verdadera causa de ese asco peculiar que concebimos hacia los apetitos corporales, cuando los contemplamos en otros hombres, es que no podemos meternos dentro de ellos". Incluso el actor protagonista, que experimenta ese vivo deseo, se da cuenta de que, después de que lo ha satisfecho, casi no es capaz de comprenderlo: "El objeto que le excitaba ya no le resulta agradable". Lo mismo que sucede con la comida ocurre con el sexo: "Después de haber comido, pedimos que se quite la mesa; y deberíamos tratar del mismo modo a lo que es objeto de los deseos más ardientes y apasionados, si sólo fueran objetos de pasiones que tienen su origen en el cuerpo" (28). Una vez que hemos saciado nuestros apetitos corporales no queremos recordar los impulsos incontrolados anteriores. Pueden dar pie a la turbación, la vergüenza y el asco. Y el espectador imparcial se nos adelanta simpatizando con la vergüenza o el asco que han de llegar, no con el impulso incontenible del momento. La observación de Smith resulta convincente, aunque el fantasma de la pornografía constituye una prueba en su contra. La pornografía no funciona a través de una emoción indirecta, sino infundiendo una pasión de primer orden. Esas pasiones que dependen totalmente de las sensaciones corporales de otras personas nos resultan embarazosas y nos dan asco, y suele considerarse que lo mejor es mantenerlas en la intimidad o disimularlas decorosamente. Y como indica Smith, aunque se mantengan en la intimidad, enseguida nos deshacemos de los objetos de nuestra pasión sexual, una vez que se han satisfecho, a no ser que sean también objetos de nuestro amor. El asco también está presente en la forma en que reaccionamos ante las "pasiones insociables". Se trata de pasiones como la ira, el resentimiento o el odio, que acompañan a la polémica y la controversia, pero que también son necesarias para motivar y hacer justicia. Estas pasiones "estarán más bien al servicio del asco", y de este modo no dejarán que sea posible la simpatía, a no ser que vayan acompañadas por el relato de las circunstancias que las provocaron. Necesitan una explicación que las justifique para superar el asco que suscitan de manera natural (11). El observador de Smith se mantiene cauto ante las pasiones insociables, aunque "tengan una causa justificada: siguen teniendo algo que nos asquea" (36). Según explica, esta es la razón por la que admiramos el autocontrol de la persona que reprime y regula su ira para no hacer una escena. Teniendo en cuenta el carácter de las situaciones en las que surgen estas pasiones insociables, el observador se encuentra ante simpatías enfrentadas. Si el odio y la ira no se regularan adecuadamente, la simpatía pasaría a estar de parte de las pasiones insociables, al reconocer que su condición responde a una "situación difícil". De modo que pasamos a simpatizar con lo odiado en la medida en que el exceso de la persona que expresa su odio nos inhiba de sentir simpatía por su causa. La incapacidad de sentir simpatía, según la teoría de Smith, no deja al observador con una emoción nula en la que la simpatía se bloquea simplemente. Para Smith, esa incapacidad de sentir simpatía implica desaprobación, la cual suele presentarse unida a sentimientos morales insociables, similares a aquellos con los que el observador imparcial se considera incapaz de simpatizar cuando están presentes en otra persona: el odio, el asco y el desprecio, entre otros. Sin embargo, el observador es un alma decorosa y siempre regula su desaprobación adecuadamente. Es capaz de hacerlo debido a su imparcialidad inicial, que le hace correctamente apasionado

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y no fríamente desapasionado. La simpatía no puede actuar de una manera desapasionada; está teñida de las emociones con las que simpatiza y también le afectan sus propios límites. Aquello con lo que no se puede simpatizar tiene que haber suscitado ya algún tipo de respuesta aversiva, alguna emoción negativa, que impidiera esa simpatía. Juzgar algo como indecoroso es algo que se siente (28). Es evidente que lo que cuenta Smith no involucra al observador imparcial en deseos ocultos de recrearse en las faltas de decoro que le asquean. Podría argüir que quienes consideran asquerosos a esos patanes tan joviales que aparecen en los anuncios de cerveza no albergan deseo alguno de ser como ellos. Según la explicación que ofrece Smith, no poseen ningún atractivo, ni siquiera en los recovecos más ocultos del inconsciente del observador. La incapacidad para simpatizar con sus manifestaciones emocionales y sus posturas motivacionales implica, por tanto, negarse de manera nada ambivalente a dejarse ver de ese modo. Sin embargo, ¿cómo puede el observador de Smith llegar a formular ese juicio de falta de decoro a no ser que realmente se imagine a si mismo actuando de esa forma? La idea de que se le considerara del mismo modo que él consideraba ese comportamiento hace que sea cual sea la fantasía que elaborare acerca de comportarse así le resulte tan desagradable que la abandone porque le da asco. De modo que la simpatía no queda excluida como algo absoluto de esas pasiones hasta el punto de que no se pueda sentir. El observador prueba imaginariamente el agua y se ve a si mismo como le verían otros que tienen sus mismas normas de conducta. No obstante, probar el agua tiene sus riesgos, como el de sentir asco (¿o incluso fascinación?) por pasiones indecorosas. Mientras que el espectador observe acciones adecuadamente motivadas y manifestadas no se encuentra sujeto a tentaciones o malos pensamientos, pero, en el momento en que contempla algo indecoroso, se ve comprometido por los pensamientos que debe asumir para poder desaprobarlo. Smith no nos introduce en las tentaciones o represiones que pueden acechar en esos juicios negativos. Su espectador se salva de tener un lado oscuro por su imparcialidad necesaria y por el hecho de que su papel es más público y social que privado y psicológico. El espectador imparcial hace que la moralidad de Smith se parezca a una moralidad de la vergüenza, en la que uno siempre está a la vista de los observadores, imparciales o de otro tipo, en una especie de visión panóptica en la que no se puede esconder nada al juicio del espectador. Smith ha socializado tanto la moralidad de la motivación que las incorrecciones e ineptitudes situacionales casi siempre tienen un carácter moralmente reprensible. Exigen algún tipo de explicación que las justifique o excuse (29). Según Smith, los excesos de las "pasiones sociales"-generosidad, amabilidad, compasión-, a diferencia de los que se dan en las pasiones insociables, no producen asco. El comportamiento de la "madre demasiado tierna, del padre demasiado indulgente, del amigo demasiado generoso y afectuoso" se puede considerar como "una especie de lástima en la que, sin embargo, hay un componente de amor". Se trata de la desaprobación más suave y la reacción del espectador casi imita a los padres demasiado indulgentes y tiernos a los que observa. El hecho de que tal comportamiento excesivo e indulgente tuviera que provocar asco u "odio y aversión" tipificaría a la persona que sintiera eso como "la más brutal y despreciable de la humanidad" (40). Como vemos, Smith, a pesar de sus reservas, comparte algo del gusto del "hombre sensible" del siglo XVI por escenas sentimentales de ese tipo. También da la impresión de que Smith se queja demasiado de aquellos a quienes tales escenas les puedan parecer despreciables o asquerosas. No hay duda de que una manifestación excesiva de emociones positivas puede generar asco en un observador imparcial (30); sin embargo, este asco no está mezclado con miedo y aversión, como sucede con las pasiones insociables, sino con sentimientos más benévolos . Siguiendo la teoría que he ido articulando, el asco que produce la profusión de las pasiones amables pertenece al asco del exceso. Como sucede con la atracción que ejercen los dulces y las comidas exquisitas, la contemplación inicial de estos sentimientos suscita aprobación, pero su abuso alimenta el asco. Detestar los vicios y la falta de decoro nos lleva a tipos de desaprobación que en

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algunos contextos suponen que el asco nos invade. Puesto que lo moral incluye cuestiones de pureza y contaminación, también implica en general asco (31). solemos pensar que un régimen moral dominado por el asco es primitivo y se caracteriza por los tótems y los tabúes (32). Pero, como hemos visto, el lenguaje cristiano del pecado entiende el asco como una venganza, como lo hacían de una forma más moderada las filosofías morales de Hume y Smith. El asco de los filósofos escoceses tiene unos fundamentos diferentes del de los cristianos. La forma que adopta para ellos, como hemos explicado en el capítulo 7, va íntimamente unida al concepto que acababa de emerger de buen y mal gusto. Su asco hacía una cuestión social de la vulgaridad y un marxista podría asegurar que estas filosofías apoyaban simplemente un nuevo orden social basado en las clases al elevar los gustos sociales burgueses al rango de cuestiones morales. En cambio, el asco de Jonathan Swift seguía manteniendo, sobre todo, el antiguo estilo que renegaba del cuerpo y el sexo, típico del ascetismo cristiano; pero poseía una intensidad añadida que iba aparejada a la expansión del asco, que implica el proceso de civilización, más allá del ámbito sexual hasta alcanzar otras cuestiones corporales. El proceso de civilización también cambió el valor moral de la pobreza. En la ordenación cristiana primitiva la pobreza podía considerarse como una virtud o, al menos, como algo que hacía posible la virtud; el asco del nuevo orden cambió esta situación y empezó a convertir la pobreza en un vicio o aquello que fundamentalmente lo hacía posible (33). El asco no es sólo lo que motiva buen gusto; también plantea cuestiones morales con las que puede que no estemos de acuerdo. El asco indica que estamos consternados y no sólo de boquilla; su presencia nos permite darnos cuenta de que la norma, cuya violación presenciamos o imaginamos, nos domina realmente. Expresar nuestro asco consiste en algo más que manifestar una preferencia o revelar simplemente una sensación que experimenta nuestro cuerpo. Aunque sólo estuviéramos utilizando los modismos del asco como una forma de hablar, es decir, independientemente del sentimiento que expresan, seguimos manifestando con el mayor énfasis la creencia en que las normas a las que nos referimos con nuestra expresión de asco debería ser del tipo de las que nos dominan. Voy a recurrir una vez más a Hume, según el cual, cuando una persona dice que otra es su enemiga está utilizando el lenguaje del egoísmo y se considera que "expresa sentimientos, propios de él, y que surgen de sus circunstancias y situación determinadas"; sin embargo, cuando dice que alguien es vicioso, odioso o depravado, "está empleando otro lenguaje y expresa sentimientos que, en su opinión, toda la audiencia debería compartir con él" (34). El reconocimiento del asco supone que los demás coincidan en él. Conlleva la idea de que es algo indiscutible y que parte de este carácter se debe al hecho de que el asco se elabora de manera tan especial a través de la ofensa a los sentidos. Aboga por la visibilidad, la palpabilidad, la solidez y la pura obviedad de esta tesis. El asco es quizá la emoción que plantea menos problemas a la intersubjetividad. Cuando dices que amas o que lamentas algo, nunca estoy seguro de cuál es tu estado interior, en cambio sí lo estoy cuando dices que sientes asco. Los sentimientos de amor y pesar no se pueden definir tan fácilmente como los sentimientos de asco. Cuando a los demás se les ponen los pelos de punta o se sienten mancillados, sabemos cómo se sienten por dentro. De modo que el asco se comunica mejor que la mayoría de las emociones. El asco posee otras capacidades importantes de comunión y resulta especialmente útil y necesario para construir una comunidad moral y social. Es evidente que realiza esta función ayudando a definir y situar los límites que separan nuestro grupo de otros grupos, la pureza de la contaminación, lo violable de lo inviolable. También lo hace como consecuencia de su capacidad para experimentarse indirectamente con facilidad. El asco, como la indignación, es algo que experimentamos tanto oyendo y presenciando ofensas que atentan contra los demás como ofensas que atentan contra nosotros (35). Estas dos emociones parecen imponernos lo que se suele caracterizar como la posición de víctima. Esta capacidad del asco para contactar no depende de que la parte ofendida también experimente asco o indignación; no "sacamos" nuestro asco de la víctima. Desempeñamos el papel del espectador imparcial de Smith y sentimos lo que

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sentiríamos si estuviéramos en el lugar del otro; es decir, según el modelo de Smith, experimentamos lo que creemos que debería estar sintiendo la persona agraviada. El asco y la indignación unen el mundo de los espectadores imparciales para formar una comunidad moral, como personas que comparten los mismos sentimientos y como guardianes del decoro y la pureza. Estos sentimientos proporcionan el motivo para castigar cierto tipo de ofensas. Yo diría que la razón por la que, desgraciadamente, el amor no ha triunfado históricamente como el sentimiento sobre el que podría erigirse una comunidad moral es que no puede ser compartido por terceras personas. Por ejemplo, siempre podemos experimentar asco poniéndonos en el lugar de alguien porque se le haya mancillado, o indignación, porque haya sido agraviado o le hayan perjudicado, pero no somos capaces de sentir el amor y los celos que disfruta o sufre otra persona; se trata de sentimientos que siempre son personales, sui géneris, y de algún modo imposibles de transmitir. Podemos comprender lo que sienten los amantes, pero no podemos sentir lo que ellos sienten. Sin embargo, si vemos que no se muestra la gratitud o el amor que merece alguien, enseguida sentimos indignación o asco por esa ingratitud como si fuéramos la parte ofendida. De modo que puede que la humanidad no esté tan predispuesta a la vileza como asegurarían los moralistas misantrópicos, sino que tenemos que apechugar con las estructuras de las emociones tal y como nos han sido dadas. El amor, como el orgullo, se estructura como una emoción íntima que nos puede proporcionar placer y diversión, si vemos a otros sumidos en él, pero no se trata de un placer vicario; no se trata de una reconstrucción imaginaria de los sentimientos de otra persona o de los nuestros, como creeríamos que serían si estuviéramos en el puesto de esa otra persona. Las identificaciones por simpatía que conlleva el asco no siempre clarifican por si mismas el orden moral. Pensemos, por ejemplo, en la relación del asco con el vicio de la crueldad. La crueldad genera asco por partida doble en el espectador imparcial, es decir, una vez que hemos conseguido recuperarnos del impacto que puede provocar (36). En primer lugar, la persona que lo ha provocado es vista con miedo y aversión, con la forma más intensa de asco y horror. A continuación, un segundo asco se centra en la víctima degradada, bien sea porque está ensangrentada y desfigurada o bien hundida moralmente en la desgracia de haber sufrido tales abusos. La lástima y el deseo que sentimos de aliviar el sufrimiento de la víctima se ven inhibidos por esa misma emoción que nos empuja a maldecir a la persona responsable de la situación. Así es como la crueldad pone en un compromiso al observador imparcial, que se ve inmerso en tal exceso de asco que se siente paralizado. El observador tiene que sentir plenamente su propia inadecuación ante ese mal. El asco que se siente hacia el violador viene dada exclusivamente por lo que consideraríamos como fracaso moral; sin embargo, el asco que se siente hacia la víctima le atribuye fracaso moral como consecuencia de haberse vuelto fea, deforme, haber perdido su dignidad y resultar asquerosa por su carácter de víctima. La víctima necesita alguna explicación moral que dé cuenta de su degradación, a no ser que cuente con el estatus especial que asignamos a los bebés y los niños, a quienes no se les exige normas de dignidad. Este es parte del precio que hay que pagar por la asociación que el asco mantiene con la vergüenza. Presenciar la vergüenza de otra persona es algo que nos asquea. Pero ésta es la razón por la cual la vergüenza es una sanción tan poderosa: supone la interiorización del asco y el desprecio del espectador. Si el asco se repliega sobre si mismo ante la crueldad, la indignación vuelve a ponerle en el buen camino. Cuando el asco opera al mismo tiempo que la indignación, ayuda a crear una especie de indignación sobrecargada que puede manifestarse a través del ultraje o algo parecido al horror. La indignación obliga a que el asco colabore con la justicia, dando pie a acciones contra el ofensor; cuando no está presente la indignación, el asco retrocede o aparta la mirada para no encontrarse con el doble aprieto que describía en el párrafo anterior. Sin embargo, el peligro que conlleva el ultraje es que pierda el sentido de la proporción e impulso al observador imparcial de Smith a sentir asco por sus propios excesos. No obstante, ¿las crueldades sin sentido no dejan en suspenso las normas de la proporción? ¿O se trata más bien de que las crueldades sin sentido, al ser ellas mismas tan desproporcionadas, nunca se pueden castigar o expiar totalmente? Ni

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siquiera la alianza entre el asco y la indignación sirve para esta tarea. La presencia imposible de erradicar de la crueldad nos suma en la desesperación y la frustración y amenaza con relegarnos por fin a una misantropía desgraciada y resentida. 

Los defectos morales del asco 

Hemos supuesto que el asco es el sentimiento moral que cumple la función de desaprobar los vicios de la hipocresía, la crueldad, la traición y la untuosidad en todas sus formas: obsequiosidad, adulación y servilismo rastrero. También controla aquellas actividades que he descrito como los males necesarios de la servidumbre moral y otras cuestiones morales de menor trascendencia: del tipo que producen defectos de carácter que molestan de manera previsible como ser quisquilloso, remilgado, zafio o estúpido, entre otras cosas, pero también físicamente deforme. ¿Se trata de cuestiones morales propiamente dichas? El asco tiene un vicio; se trata de un sentimiento moral con una capacidad de inclusión extraordinaria, que no se limita a registrar una simple aversión hacia los objetos en los que se centra, sino que los degrada moralmente. Con tal de que el asco se limite a combatir la crueldad y la hipocresía, nos sentimos encantados de que se una a nuestra causa, pero cuando combate contra lo impertinentemente exasperante e indiscreto o lo deforme y lo feo, puede entrar en conflicto con otros sentimientos morales como la culpabilidad y la benevolencia, que nos llevan en otra dirección. "Moral" es uno de esos términos frustrantes que nos resulta difícil definir, aunque creamos que sabemos lo que queremos decir con él cuando lo usamos. Podemos considerar lo moral desde distintos puntos de vista, algunos restrictivos y otros amplios. Hay quien pretende reducir el término a afirmaciones simples del tipo: la virtud del amor y el vicio del odio. Otros articulan el ámbito de lo moral haciendo referencia a emociones o sentimientos morales específicos (37). De este modo, algunos pueden centrar la moralidad en cualquier sentimiento: benevolencia, respeto, culpabilidad, vergüenza o un sentido moral independiente especialmente constituido (38). Pensemos, por ejemplo, en el intento de Allan Gibbard por construir una teoría de la moralidad , reconocidamente limitada, en la que se otorga un papel protagonista a la ira y la culpabilidad: "La moralidad se ocupa del tipo de actos por los cuales se puede culpar a una persona. Se le censura a alguien por un acto si tiene sentido que otras personas se enfaden con ella . . . y si tiene sentido que esta persona se sienta culpable por lo que ha hecho" (39). Otorgar a la culpabilidad un carácter fundamental restringe el alcance de lo moral (40). Este carácter restrictivo de la culpabilidad se deriva de su vinculo con la voluntariedad. Hablar de culpabilidad tiene sentido en el caso de las (malas) acciones que decidimos realizar, que pretendemos hacer y que podemos elegir no llevar a cabo. La culpabilidad otorga un tinte legal a lo moral con todas las restricciones que comporta la idea de mens rea. De este modo, la culpabilidad admite que se castiguen las acciones culpables (y las omisiones especificas) más que los defectos generales de carácter. La culpabilidad requiere expiación, que puede producirse, en parte, con una manifestación adecuada de conciencia culpable. La expiación debería bastar para disipar la ira justificada que ha provocado la ofensa. Gibbard considera que esta limitación a los malos intencionados es eficaz. La culpabilidad no pretende que la persona se reforme totalmente, como hace la vergüenza, y podría hacer el asco, sino sólo que cambien las acciones que el pecador puede controlar voluntariamente. Para Gibbard, otros sentimientos

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evidentemente morales, como la vergüenza, la humillación o el asco, son menos discriminantes. Piden demasiado a la persona que comete la ofensa, a veces que transforme completamente su carácter o, incluso, que transforme rasgos físicos como el color de la piel, el género, el aspecto corporal, la edad y el estado de salud, cosas por las que la moralidad de la culpabilidad señala que no podemos ser culpados justamente, puesto que no son realmente cuestiones sobre las que podamos elegir. Sin embargo, una moralidad que se basara únicamente en el mecanismo de culpabilidad/ira no daría cuenta de toda la culpabilidad que atribuimos ni de todas las acciones y estados por los que pedimos explicaciones a la gente. La ira no es el único medio, ni siquiera el principal, para expresar desaprobación o manifestar opiniones morales contra aquellos que cometen la ofensa. No tenemos que recurrir a culturas primitivas, basadas en la vergüenza, para garantizar un ámbito moral más amplio, en el que el asco, el desprecio y el escarnio tengan un papel protagonista. Nuestros propios sentimientos y nuestras interacciones sociales nos proporcionan multitud de ejemplos. Erving Goffman describió en detalle de qué modo lo corriente, lo rutinario y lo normal producen previsiones sociales que transformamos en "expectativas normativas, en exigencias presentadas justamente", es decir, en la reivindicación moral de que los demás no perturben esa rutina que funciona tan bien y a la que consideramos que tenemos derecho. La moralidad se convierte en este contexto no tanto en una cuestión de culpabilidad y conciencia como en una cuestión de qué impresión causamos a la gente que nos observa, suponiendo que sus exigencias sean ampliamente justificables. Esta moralidad es, sobre todo, una moralidad de la vergüenza, en la que nuestro buen prestigio depende de conseguir y mantener la competencia en todo el conjunto de criterios que sirven para juzgar el carácter. La moralidad de la vergüenza tiene mayor alcance que la moralidad de la culpabilidad; se preocupa tanto por lo que eres como por lo que haces; tiene en cuenta tanto lo que no haces como lo que no puedes hacer. Con ella hay más cosas que se pueden censurar y, por tanto, también hay más cosas que se convierten en cuestión de honor y orgullo. La moralidad de la vergüenza no tiene por que ser necesariamente algo malo. Voy a extenderme un poco más en estas cuestiones antes de volver al tema del asco. Según el modelo de Goffman, estar en presencia de los demás requiere que los actores respeten el contexto, la reunión en la que se hallan. Tienen que procurar no perturbar el consenso vigente del que dependen esas interacciones para que funcionen sin problemas, salvo en los casos más extremos, y sólo de un modo que los demás consideren justificado. La exigencia mínima que impone la copresencia consiste en no apelar indebidamente al miedo de la gente o provocar su turbación o asco. No tenemos que provocar alarma o preocupación indebidamente, lo que significa que en las actividades rutinarias, como caminar par la calle o esperar el autobús, nos tenemos que comportar de modo que pasemos desapercibidos. En una reunión informal no debemos ponernos de rodillas y pedir a los demás que se pongan a rezar. Esta es la exigencia moral mínima del orden de Goffman: no prestar atención a los demás de una manera cortés y comportarse de tal modo que se pase desapercibido, también por cortesía, ante los demás. Sin embargo, esa exigencia mínima de pasar desapercibido por cortesía resulta muy difícil para algunos. Pensemos, por ejemplo, en las personas hermosas: no las culpamos porque no pasen desapercibidas, puesto que no nos llaman la atención suscitando asco o alarma. No obstante, plantean requerimientos adicionales a nuestra compostura y facto, a nuestra habilidad para mantener el decoro. Es muy poco lo que separa las miradas de admiración que estas personas han aprendido a esperar como algo merecido y las miradas boquiabiertas insistentes. En el otro extremo se encuentran los estigmatizados: los obesos, discapacitados, deformes y enfermos mentales, los grotescamente feos, los criminales o aquellos que no reúnen las condiciones para entrar dentro de la generosa categoría de los "normales". El estigma trastorna las condiciones necesarias para conseguir pasar desapercibido sin incidentes. Las personas estigmatizadas suelen generar alarma, asco, desprecio, turbación, preocupación, lástima o miedo. Estas emociones, confirman, a su vez, que esas personas están correctamente estigmatizadas. (No hay que olvidar que tanto mi proyecto como el de Goffman se limitan a describir

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cómo ordenamos la moralidad de la copresencia y no pretende afirmar que debamos hacerlo de este modo). Aunque resulte extraño, uno de los indicadores más eficaces de nuestro reconocimiento del estigma ha llegado a ser la culpabilidad que sentimos por haberlo reconocido. Las personas estigmatizadas nos hacen sentir que no les dejamos pasar desapercibidas, como marcan las reglas de urbanidad, porque nunca sabemos a ciencia cierta cómo tenemos que comportarnos en su presencia. Suponemos que debemos comportarnos con naturalidad, pero ¿qué quiere decir esto cuando se trata de personas estigmatizadas? ¿Mirar a otra parte? ¿Prestarles ayuda? ¿Pretender que no sucede nada fuera de lo normal? Consideramos que las personas estigmatizadas perturban ese orden social que funciona tan bien y que las personas normales reclaman cargadas de razón. En tiempos más duros el observador experimentaría poca o ninguna culpa por las emociones que suscita la persona estigmatizada, pero en los nuestros si. Primero aprendemos a sentirnos culpables por burlarnos de los demás. Según vamos haciéndonos más civilizados, la culpabilidad se alía con ese miedo insistente a burlarnos o escarnecer involuntariamente a alguien. Poco a poco, nuestra culpabilidad se ve reducida a algo que permanece latente, aunque tratemos decentemente a la persona estigmatizada. O bien censuramos nuestras buenas obras porque tienen su origen más en la culpabilidad que en sentimientos más nobles como el respeto a las personas; o bien la culpabilidad mina por fin esa satisfacción de sí mismo en la que nos recreamos cuando tratamos decentemente a las personas estigmatizadas, aunque sigamos creyendo, en cierto modo, que este trato va más allá del cumplimiento del deber: "Mire qué buen tipo soy que me siento lo bastante seguro de mi mismo para que me vean comiendo con el obeso de Fulanito". El asco convierte a la belleza y la fealdad en cuestiones morales. Y parte de la turbación que sentimos ante este desafortunado panorama adopta la forma de asegurar que la belleza es, en realidad, objeto de la estética, no de la ética ni la moral, dejando claro que los defectos estéticos no deben comportar la gravedad que pueden tener los defectos en el ámbito moral. El intento de constituir un ámbito estético independiente, al margen del moral, podría entenderse razonablemente como una reivindicación moral de cuál debe ser el contenido adecuado de lo moral. Es un intento de encapsular, por medio de una clasificación autorizada. Las insistentes tendencias psicológicas y sociales que manifestamos para dotar de significado moral a la belleza y la fealdad y dejar de distinguir coherentemente lo bueno de lo bello. Hemos aceptado el discurso, respaldado por sanciones de culpabilidad, de la distinción entre lo estético y lo moral; sin embargo, nos siguen dominando otros sentimientos que continúan manifestándose cuando consideramos como una traición que una persona bella tenga un carácter mezquino o cuando finalmente reconocemos de mala gana la belleza interior de una persona fea porque estamos seguros de no equivocarnos. Por tanto, nuestro mundo moral se encuentra enfrentado a si mismo. Pero no es una cuestión de oponer la moralidad a la inmoralidad o la falta de moralidad. Tampoco se trata de la desesperación del relativismo. Se trata de diferentes sentimientos morales de distinto alcance e intensidad que generan inconsistencias importantes en el orden moral. Gibbard plantea una interesante distinción, a la que acabo de aludir en el párrafo anterior, entre el hecho de aceptar normas y estar dominados por ellas; Las normas que aceptamos se mantienen hablando y discutiendo, a través de distintas prácticas discursivas, mientras que las que nos dominan simplemente se imponen a nuestra voluntad. En lo que se refiere a las personas estigmatizadas. Las normas que gobiernan el respeto a las personas y que aceptamos se ven socavadas por las normas que nos dominan y cuya violación engendra asco. La diferencia entre "aceptar" y "estar dominado" por algo suele reducirse a cuáles son los sentimientos que sustentan la norma. Cuando una norma cuenta con el respaldo del asco es que nos domina; mientras que la culpabilidad puede aparecer si no somos capaces de acatar una norma que aceptamos. El dominio que ejercen sobre nosotros las normas que respaldan el asco se debería atenuar con una pequeña dosis de realidad: el placer que sentimos al mostrar las paradojas del asco

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en las que lo asqueroso es también lo fascinante, lo que genera interés e, incluso, el objeto del deseo. Puede que esto sea así en ciertas circunstancias, pero no hay nada que rinda mayor tributo al dominio que ejerce una norma que ponerse literalmente enfermo ante la sola idea de transgredirla. Pocos serían los reformadores morales que no preferirían que el asco sustentara las normas del respeto a las personas o el compromiso con la idea fundamental de la igualdad de todos los hombres, a pesar de las paradojas que conlleva, a que lo hagan los sentimientos morales más endebles que respaldan la aceptación de las normas en el discurso. El orden público de Goffman se corresponde más o menos con las exigencias que plantean las culturas basadas en la vergüenza. La culpabilidad y la ira siguen teniendo papeles que cumplir en este orden, pero son lujos sólo al alcance de aquellos que han preservado su respetabilidad al ser moralmente aceptables en el orden más amplio de la vergüenza, el escarnio, el desprecio y el asco. Y no nos suele preocupar tanto provocar ira como desprecio, burla o asco. Ser capaz de hacer enfadar a una persona es como conseguir cierta igualdad, incluso superioridad; pero ser objeto de desprecio, escarnio o asco nos degrada con respecto a los demás. Conseguimos esa respetabilidad mínima, que implica pasar desapercibidos desde el punto de vista de las reglas de urbanidad, mostrando respeto por las normas sociales y morales que rigen la presentación del yo. Se trata de una respetablidad que hay que ganarse; no es algo inherente al hecho de ser humano, sino que aparece como consecuencia de haberse comprometido a seguir, y haberlo hecho, las reglas del decoro, que subsumen lo social y lo estético dentro de un orden moral más amplio. El respeto es el tributo que rendimos al orden propiamente dicho, más que a los individuos. La primera condición que hay que cumplir para tener un orden social que funcione bien es respetarlo. Este tipo de ordenación moral presenta cierta severidad que puede inquietarnos. Como hemos visto, Gibbard captaba parte del problema cuando mostraba su preocupación por la falta de discriminación en los sentimientos morales de asco, vergüenza, miedo y turbación. Es fácil darse cuenta del precio que hay que pagar por permitir que el asco y el desprecio ordenen nuestras vidas morales y sociales sin que éstas tengan que estar subordinadas o limitadas por sentimientos y principios compensatorios. Terminamos por castigar a la persona estigmatizada, que no tiene por qué sentirse culpable por ese estigma, aunque estas personas suelen interiorizar los juicios sociales de su estigmatización como vergüenza, odio, asco y desprecio a uno mismo (45). Tememos que el asco y el desprecio puedan violar las normas de la equidad y la justicia, del respeto liberal a las personas y puedan sustentar regímenes brutales e injustificables. Existen varias razones para que no otorguemos, ni debamos otorgar, a un sentimiento moral el poder de regir todas las situaciones en las que puede aparecer. Parafraseando a Judith Shklar, no podemos dar el papel protagonista al asco o la vergüenza; pero si, como ella propone, consideramos la crueldad como el vicio principal, no podríamos o no desearíamos evitar otorgar al asco un papel importante en nuestro régimen moral (41). Lo que necesitamos es un modo de saber cuándo nos podemos fiar del asco y el desprecio. Pero a pesar de sus importantes defectos, el desprecio y el asco realizan una labor moral adecuada y, lo que es más importante, incluso sus defectos son morales; lo que sucede es que hay otros criterios que nos desaconsejan constituir una moralidad oficial de este modo. El desprecio, el asco y la vergüenza nos clasifican y ordenan según jerarquías; estas emociones proporcionan la base para atribuir honor y respeto, así como todo lo contrario. La idea de que las emociones morales, como el asco y el desprecio, son males necesarios no les hace justicia; realizan una labor muy beneficiosa, si inhibimos sus excesos. Y esto es algo que hacemos habitualmente, cuando limitamos el alcance de su legitimidad recurriendo a otras normas que aceptamos. También cortamos las alas al asco, haciendo que prudentemente todo el régimen moral se someta a ciertos constreñimientos políticos y legales, que circunscriben severamente las acciones que pueden emprenderse justificadamente como consecuencia del juicio moral. Incluso en el ámbito regulado informalmente que nos concede la ley y lo

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político para que lo ordenemos nosotros mismos, nos encontramos con serias restricciones en lo que se refiere a las sanciones que podemos infligir a aquellos que nos causan asco. De modo que la burla descarada o, incluso, formas menos malévolas de rechazo se consideran injustificables o ilegales. Lo único que nos queda es la experiencia íntima del asco que sentimos y ese placer sospechoso del desprecio que tiñe nuestro sentido de la satisfacción de uno mismo por comportarse mucho mejor que esos dioses del Olimpo que se burlaban de la deformidad. Probablemente, el mayor tributo que rendimos a la ansiedad que sentimos, a la hora de condenar a quienes nos producen asco, sea las historias que inventamos para culpabilizar a las personas estigmatizadas en ese sentido restringido que exige la culpabilidad. Como ya mencionamos en el capítulo 4, atribuimos a lo asqueroso la intención de molestar. Así, la persona obesa está gorda porque no quiere evitarlo. Incluso atribuimos a la persona estigmatizada parte de la razón de ser de esos estigmas que sabemos, desde un punto de vista oficial, que no pueden cambiar. Si no podemos echar la culpa al ciego por su ceguera, damos un rodeo y le culpamos por no ser invisible, por no pasar desapercibido, sobre todo cuando creemos que llama la atención para pedirnos algo. Nos gustaría que estas personas estuvieran encantadas, de modo que un beso las convirtiera en príncipes y princesas; y cuando el hechizo resulta ser demasiado duradero, les culpamos por desear que el antídoto mágico sea ineficaz. Culpamos a los enfermos de su enfermedad, aunque, paradójicamente, intentemos disculpar a los culpables diciendo que están enfermos, lo que, a su vez, les hará culpables por estar tan infectados. Los reformadores confusos, que intentan convertir el crimen en una cuestión de enfermedad más que en intención culpable, no se dan cuenta de que no dejamos de echar la culpa a alguien sólo porque esté enfermo (42). Creemos que la enfermedad es una ofensa punible. El sida resulta tan censurable como antes lo fue la lepra. Incluso culpamos a la gente por tener enfermedades prosaicas, porque las consideramos, si no como consecuencias del pecado, sí como la incapacidad de cuidar correctamente de uno mismo. De este modo, intentamos acallar la voz de nuestras conciencias inseguras acerca de la amplitud de sentimientos morales como la vergüenza y el asco, aumentando el alcance de la culpabilidad. La moralidad más estrecha y limitada del sindrome de culpabilidad/ira de Gibbard resulta no ser tan estrecha una vez que ampliamos la categoría de lo voluntario para que incluya lo que se es además de lo que se hace. Y aunque encontremos demasiada resistencia a la hora de incluir lo vergonzoso y asqueroso en el ámbito de la culpabilidad, seguimos sin mostrarnos tan reticentes ante la idea de castigar basándonos sólo en el asco. Y cuando castigamos a los que nos producen asco, el orden público de Goffman es quien nos proporciona nuestra "orden de arresto": pasar desapercibido es una virtud y no hacerlo es un vicio del que te pueden considerar culpable. El asco no sólo culpa un tanto indiscriminadamente y hace que la categoría de lo moral sea más amplia de lo debido según los principios antagónicos de justicia, benevolencia, lástima y equidad; sino que también presenta un estilo negativo, deprimido y deprimente que nos hace sentirnos incómodos. Comparemos la indignación vehemente con el asco adusto y flemático (43). Como se ha indicado en capítulos anteriores, el asco es muy ambivalente en lo que se refiere a la vida propiamente dicha, especialmente la vida humana. El caldo de cultivo, el caldo de cultivo humano, constituye el núcleo de lo asqueroso. Y esto hace que el asco tenga un carácter inevitablemente misantrópico. El asco retrocede ante lo que somos y lo que hacemos, tanto lo voluntario como lo involuntario. La indignación, a pesar de su furia vengadora, no condena a la humanidad tan tajantemente. Una vez que se ha producido la venganza o que se ha hecho justicia, el mundo vuelve a estar en orden y este orden puede resultar excitante, lleno de vida y posibilidades. La indignación nos ofrece razones para vivir, mientras que el asco nos da razones para batirnos en retirada. El asco cumple su función moral pero nos deja con el sentimiento de que nos hemos contaminado en el proceso. El asco supone reconocer el peligro que corre nuestra pureza. Pero también es algo más. Su mera sensación también implica admitir que no podemos escapar a la contaminación. Dicho de otro modo, experimentar asco no nos purifica como lo

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hace sentir ira o indignación. El asco indica la necesidad de emprender posteriormente labores de purificación. De modo que no cumple su función moral para permitir que disfrutemos del placer carente de ambivalencia que nos proporcionaría nuestra relativa superioridad moral frente a lo asqueroso. El asco reconoce nuestra propia vulnerabilidad y compromiso, aunque constituya una declaración de superioridad. El sentimiento de desprecio, por el contrario, es más puro y agradable. Podríamos considerarlo como una de las virtudes morales del asco. Éste no nos hace condenar algo por puro placer, porque siempre nos hace pagar algo a cambio de esa condena. El asco nunca nos deja que escapemos sin tacha. Sustenta el sentido de desesperación, según el cual la impureza y el mal son contagiosos, perdurables y arrastran con ellos todo lo que tocan. El asco tiende a centrar su labor moral en cuestiones morales en las que participa el cuerpo. Es evidente que el sexo atrae su atención, pero también lo hacen los defectos corporales que muestran una preocupación insuficiente por el deber de conseguir que el orden social sea lo más tranquilo posible. También resulta evidente que el asco es el principal sentimiento de desaprobación de aquellos vicios que se expresan tan bien a través de los modismos del asco. Nos encontramos ante un problema de prioridades. ¿Lo untuoso es más adulador, baboso, zalamero o pelotillero porque provoca asco; o provoca asco porque este comportamiento no podría describirse correctamente de otra manera? Sea como sea, existen vicios y ofensas a las que se aplican fácilmente los conceptos de fealdad, hediondez y babosidad y otros a los que no. La hipocresía, la traición o la crueldad nos sumen en la ciénaga de lo asqueroso y no parece que exista otro sentimiento moral mejor dotado que éste para expresar nuestra desaprobación. 

Notas:

1. Works, 3:24. 2. Johnson no era estrechamente monjil acerca de lo que constituía el vicio. Defendía, como Mandeville, Los beneficios del lujo. Para lo que dice Johnson acerca de Mandeville ver Life of Johnson, 15 de abril de 1778, Chapman ed., 947-948. 3. No pretendo defender la postura emotivista que en general no acepto. Sólo quiero señalar que, en tanto que cuestión social, se suele considerar que las emociones que tienden a realizar una labor moral implican un juicio moral siempre que entran en funcionamiento. Aunque los sentimientos morales no sean exactamente congruentes con lo que llamaríamos juicios morales, no resulta claro que nadie pueda mantener esta distinción, a no ser los filósofos analíticos. Conviene darse cuenta de que sentimientos morales como el asco nos permitirán censurar cosas aunque nuestro juicio moral nos indique que no debemos hacerlo y que, a la inversa, hay momentos en que nuestro juicio moral nos dice que deberíamos desaprobar cosas que parecen suscitar muy poca aversión en nosotros. 4. Nashe, Christs Teares overJcrusakm, 83r. Recuerda entre otras obras a Les Miserables, Our Mutual Friend y Such, such were the Joys, de Orwell. 5 Los vicios (y las virtudes) se suelen tratar como si fueran rasgos del carácter y yo estoy solapando rasgos y vicios, pero no pretendo asegurar que son sinónimos. 6. Enquiry, 90 ml. 7. La persona remilgada asquea por su hipersensibilidad hacia lo asqueroso, la persona zafia por su falta de sensibilidad hacia ello, pero ambas poseen la capacidad de asquear porque traen a colación lo asqueroso en situaciones donde una sensibilidad más precisa habría evitado entrar en contacto con ello. 8. Hume, En airy, 75-76. No deseo que mis tesis dependan de la presencia de la palabra asco. Me he centrado en citas en las que se usa pero no exclusivamente en ellas. Resulta difícil explicar con precisión el asco en estas citas. Se trata, desde luego, de un término más fuerte que desaprobación o aversión; pero, según cuál sea el contexto, puede indicar distintas intensidades de aversión que van desde el

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mero desagrado al desprecio, el odio, la aversión y la repugnancia. 9. Compárese con Montaigne en lo que se refiere a la estupidez: "La estupidez es una mala cualidad; pero no ser capaz de soportarla, irritarse o exasperarse por ella, como me ocurre a mí, es otra clase de mal que apenas resulta menos problemático que la estupidez»; "On the Art of Discussion», Essays, 704. 10. La misoginia que convierte a la típica rubia tonta en objeto de deseo sexual nos introduce más en las formas predominantes de degradación de la vida erótica y las complejas interpenetraciones del asco y el sexo a las que nos referíamos en el capítulo 6. 11. Enquiry, apéndice iv, 157. Sus pensamientos se expresan de una manera más moderada "Si un hombre alberga las mejores intenciones del mundo y evita todo lo que puede la injusticia y la violencia, nunca será capaz de hacer que le tengan en demasiada consideración sin una parte moderada, al menos, de talento y comprensión". Hume creyó conveniente reproducir este mismo pasaje en Enquiry como parte de un apéndice. Conviene señalar que lo que asquea a Hume no es la mera falta de inteligencia, sino la estupidez que aparece unida a la falta de conocimiento de uno mismo en lo que respecta a los propios límites. Es el insensato, la persona que te impone su estupidez quien le provoca asco. Acerca de la teoría de la virtud de Hume. 12. La falta de tolerancia que Hume demuestra aquí turbó a Baler, uno de sus admiradores críticos más importantes; Baler, "Moralism and Cruelty". 13. Casos que vienen a cuento son los de la exaltación académica del carnaval, la canonización del Rabelais de Bajtin y la superación de la oscuridad de Georges Bataille. 14. También podríamos incluir deicidas, prostitutas y prestamistas en nuestra lista de servidores morales, pero cada uno de ellos supone una serie de problemas especiales que nos llevarían demasiado lejos. A los judíos se les asigna el doble papel de servidores morales que trafican con un mal necesario, no sólo como asesinos de Cristo, sino también como prestamistas. En tanto que deicidas, realizan esa función necesaria que da comienzo al cristianismo, de modo que, según los cristianos, la expulsión del Edén fue una suerte. En tanto que prestamistas contribuyen a la formación de capital y evitan que la economía se detenga. Pero la complicada historia del antisemitismo plantea difíciles problemas inextricables que tienen poco que ver con las breves cuestiones que deseo señalar acerca de la servidumbre moral. En lo que se refiere a la prostitución, hemos llegado a creer que es un mal, pero no necesario. En el siglo XIX se sostenía que la prostitución era necesaria para mantener el matrimonio y la virtud de las mujeres como Dios manda, proporcionando a los hombres "decentes" una clase de mujeres a las que tenían que limitar sus conquistas. En lo que a esto se refiere, nuestro puritanismo es, en cierto modo, más riguroso que la modalidad del siglo XIX, lo cual seguramente es algo bueno. A diferencia de los abogados y los políticos, las prostitutas suscitan lástima además de asco. Se benefician de las malas expectativas que la misoginia y los prejuicios sexistas tienen para la posibilidad moral de las mujeres en general. Conviene señalar también que, si bien el verdugo es obviamente un servidor moral, los soldados y los policías suelen conseguir evitar caer dentro de esta categoría. Las atrocidades y brutalidades que cometen de vez en cuando se suelen considerar fuera de lo normal en lugar de algo rutinario, mientras que la perfidia de abogados y políticos se considera como algo habitual. 15. Los filósofos morales se han sentido atraídos hacia los problemas que plantea la divergencia de la denominada ética profesional y la ética común. Puesto que estos temas afectan a los políticos. 16. Compárese con la persona desempleada a quien también se le censura por elegir su condición, si bien el propio curso de la economía precisa entre un 3 por ciento y un 6 por ciento de desempleo . Aunque los desempleados puedan verse como males necesarios no se consideran como servidores morales. Existe una resistencia general e insistente a creer que el desempleo sea tan necesario e inevitable como los políticos y los abogados; además, somos incapaces de concebir la falta de empleo de los parados como una labor, por mucho carácter de servidor moral que pueda tener esta condición. Atenuamos la censura que atribuimos al

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abogado y al político porque creemos realmente que son necesarios y podemos considerar que están "realizando una labor". Los abogados y los políticos están cumpliendo una función moral, aunque sea desagradable y servil; los desempleados se perciben como eso, desempleados, que no realizan ningún tipo de trabajo, ni siquiera un trabajo de servidores morales, aunque los expertos sepan que no dejan de ser tan necesarios como los abogados. No se trata de que los beneficios públicos que se derivan de vicios como la gula y pereza no se hayan ensalzado, pero esto depende de que quienes los practican sean lo suficientemente ricos como para tener los medios con los que proporcionar empleo a los demás para que contribuyan a su lujo. Los desempleados de las órdenes sociales inferiores todavía no han encontrado a su Mandeville; acerca de la historia de la idea de que los vicios proporcionan beneficios públicos. 17. El vendedor de caches usados juega con el hecho de que su estilo es tan cargante que la gente cerrará el trato para poder escapar de él. 18. Una vez más, el análisis que hace Sartre de la viscosidad: 19. ¿Es posible que alguien elogie a un superior sin que este elogio adopte todas las características de la adulación? ¿Debe limitarse a elogiar al superior sólo ante terceras personas y sin que el elogiado lo oiga? Incluso el superior que elogia al inferior puede estar buscando halagos. Elogiar sin que se adopte la apariencia de untuosidad en el trato, falsas apariencias o adulación no siempre es fácil. 20. Shklar, Ordinal y Vices: "El hipócrita ingenuo oculta actos y creencias que sabe que están mal. Puede que incluso su conciencia le moleste. Esta es la razón por la que recurre al subterfugio para acallar su propia culpa, al mismo tiempo que escapa a ser censurado por los demás. El nuevo hipócrita se limita a amoldar su conciencia asignando a todo su comportamiento intenciones nobles, desinteresadas y altruistas. Es el único instructor de su conciencia". 21. Prefiero dejar estas cuestiones abiertas, pero deseo señalar que la hipocresía que viene acompañada de todos los signos de la zalamería y la sordidez asqueará del mismo modo que lo hacen las cosas viles y asquerosas; el hipócrita, cuyo exterior no es asqueroso, que posee un estilo encantador o cuya hipocresía se basa en una sinceridad que se engaña a sí misma, seguirá suscitando asco con todas las sensaciones desagradables que esto conlleva en el primer momento en que se descubra su defecto, cuando se presentará unido a un sentimiento de traición. Puede que estemos más dispuestos a perdonar al hipócrita que evita los indicadores obvios de un carácter calculador o vulgar, pero también podemos temer su presencia. Podemos reinterpretar su encanto como falso y acabar considerándolo tan repugnante como si se hubiera presentado con toda la parafernalia del obvio carácter calculador y vulgar. 22. La Rochefoucauld, máxima 218: "Una hipocresía es el tributo que el vicio rinde a la virtud". 23. Smith dice claramente que la desaprobación se experimenta de muchas formas diferentes según cuál sea la violación concreta del decoro. 24. Mi análisis en Humilation,"acerca de las molestias que ocasiona contemplar la incapacidad y la ineptitud y su estrecha relación con la comedia, la diversión y el entretenimiento". 25. Smith se siente turbado por su obstrucción psicológica a la imparcialidad. "Cuando la envidia no está presente" es casi un estribillo en su exposición. También se siente un tanto turbado por la "maldad del género humano» que considera las pequeñas desazones de los demás fuente de diversión. Mi propia idea de Schadenfreude consiste en que esta "maldad" es permisible, si no admirable, sólo con respecto a las pequeñas desgracias de los demás y que usamos el término Schadenfreude para indicar específicamente el placer que las desgracias menores de los demás nos producen. Sentir placer por las desgracias ajenas de mayor entidad es realmente malévolo y odioso. 26. Smith divide las pasiones en cinco grupos. No voy a dedicar mucho espacio a ver esto en profundidad, sino que me voy a limitar a señalar unas cuantas cuestiones que plantea Smith, muy relevantes para nuestros temas. 27. Conviene recordar que uno de los modos en que llegamos a simpatizar con la angustia de las personas desesperadamente hambrientas consiste en dejar parcialmente en suspenso nuestro asco y sustituirlo por sobrecogimiento, cuando

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oímos que hay gente que en circunstancias extremas tuvo que recurrir a comer insectos, beber orina o a alimentarse de sus compañeros muertos. Sin embargo, la verdad es que nuestro asco no se elimina totalmente, puesto que nuestra simpatía por su terrible situación depende de que reconozcamos el asco superado para beber orina y comer insectos o a sus compañeros muertos. La terrible situación con la que simpatizamos no es el hambre, sino que hayan tenido que comer esas cosas a causa del hambre. 28. Las emociones que impiden sentir simpatía siempre serán negativas y tendrán distintos grados de intensidad y peligrosidad . A veces la incapacidad de sentir simpatía es un defecto moral del observador. Cuando la simpatía no es capaz de coincidir con alegrías con las que el observador debería simpatizar, le deja "avergonzado de [su] propia envidia" . 29. Goffman sigue a Smith en lo que a esto se refiere. La falta de decoro interactivo siempre requiere en Goffman una explicación a modo de intento de justificación o a modo de disculpa. La explicación de Goffman, aunque sea muy rica, carece de la elegancia que Smith es capaz de proporcionar a través de la simpatía del espectador imparcial. 30. El sentimentalismo de Smith no llega a abarcar las manifestaciones excesivas de las pasiones egoístas, pena y alegría: "Nos asquea esa pena clamorosa que, sin mostrar delicadeza alguna, apela a nuestra compasión con suspiros, lágrimas y lamentos insistentes". Reserva una furia especial para las manifestaciones indecorosas de alegría. Cualquiera que haya experimentado la penosa turbación de presenciar por televisión las celebraciones en los vestuarios típicamente masculinos o los hinchas que festejan haber ganado un campeonato simpatizarán con Smith: "EI hombre que brinca y baila con esa alegría desaforada y sin sentido, que no nos permite unirnos a él, es objeto de nuestro desprecio e indignación". El sentimentalismo de Smith se reserva para aquellas manifestaciones diádicas de amor y generosidad en las que la manifestación excesiva de la persona observada no se refiere a sí misma. 31. Desde luego la pureza no es completamente congruente con la moral; la pureza pretende no admitir compromisos, mientras que la moralidad en funcionamiento no puede albergar tales pretensiones. No obstante, comparten lo suficiente como para que el asco deba ineludiblemente unirse a la moral. 32. Gibbard. 33. Estudios psicológicos recientes han mostrado que el asco suele ser un indicador frecuente de afirmaciones morales en un amplio abanico de culturas Haidt y sus colegas observan que, si bien existen diferencias entre distintos idiomas en los ámbitos semánticos, en lo que respecta a las palabras del asco, sigue siendo muy evidente que el asco socio-moral no es una peculiaridad del idioma inglés. 34. Enquir 35. Hobbes va más allá y define la indignación como "la ira que se siente ante un gran daño que se hace a otro" 36. La crueldad puede ser tan increíblemente atroz que el asco puede quedar postergado hasta que recuperemos nuestra capacidad para juzgar. Lo cual demuestra que, si bien el asco es visceral, sigue dependiendo mucho del pensamiento . La impresión es característicamente más inmensa, tenemos que husmear demasiado una vez que lo expía, tenemos que olvidar que alguna vez cometió ese acto 37. Existen, por supuesto, formas de definir la moral en las que no participan directamente los sentimientos morales. Algunos filósofos consideran la moralidad como el lugar donde se resuelven las disputas y los conflictos, una cuestión de derechos. 38. Hutcheson, "An Inquiry Concerning Moral Good ..."39. Gibbard, La extensa crítica de D'Arms y Jacobson del planteamiento de Gibbard. Preguntan lo siguiente: ¿qué sucede con esas situaciones en las que tiene sentido sentirse culpable aunque pienses que no has hecho nada malo o cuando no estaría justificado que se fuera objeto de la ira de otros? 40. Compárese con el planteamiento similar de Baler que implica énfasis ligeramente distintos: "La moralidad es el arte culturalmente adquirido de seleccionar qué duele y preocupa al percibirse, y donde la preocupación adopta la

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forma de mala conciencia o resentimiento"; a pesar de los esfuerzos legales y filosófico morales por limitar la realidad del honor/vergüenza y las emociones que sustentan esa economía moral siguen gobernando ambos para eludir la dificultad que conlleva la distinción vergüenza-culpabilidad emparejando a cada una con la emoción que aparece en la segunda persona como respuesta. De este modo, la vergüenza es la respuesta al escarnio y el desprecio, la culpabilidad es la respuesta a la ira y, puesto que la ira y el desprecio se distinguen fácilmente,la distinción vergüenza/culpabilidad puede apoyarse sobre el carácter fácilmente distinguible de la ira y el desprecio. La distinción vergüenza/culpa entre culturas de la vergüenza y de la culpabilidad sigue teniendo un valor heurístico rudimentario. 41. Shklar, Ordina 42. La explicación clásica de Samuel Butler de la enfermedad censurable en Erewhon. 43. Conviene apreciar cómo los antiguos humores de Galeno captan la diferente "sensación" que producen los distintos sentimientos morales. 44. Uriah Heep es un personaje de la obra de Charles Dickens David Copperfield. (N. de la T.) 45. Conviene señalar que incluso la moralidad de la vergüenza permite en la práctica que ciertas personas estigmatizadas sean aceptadas con privilegios limitados, si están dispuestas a adoptar ciertos papeles reservados a ellas. Los ciegos son aceptados y reconocidos como músicos, los gordos como gente con buen humor, los judíos como médicos y científicos, los negros como atletas y artistas de espectáculos.