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Laiseca: la imaginación tiránica del maestro zen El autor de la novela más larga de la literatura argentina suele definirse como actor. Así, Alberto Laiseca ratifica su extraño lugar dentro del campo literario: escribió sus primeras obras junto a autores como Piglia, Aira y Fogwill pero en el canon ocupa un lugar desconcertante. Trabajador rural, peón de limpieza, empleado de Entel, corrector de La Razón, hoy es consejero sentimental en un programa para adolescentes y puede jactarse de haber logrado que su taller trascienda lo literario. Sus discípulos forman a su alrededor una red de contención y promoción. “Sin ellos sería la soledad más absoluta”, dice. Perfil del autor que escribe con disciplina militar y piensa que la literatura jamás podrá cambiar nada. Ilustrado por la artista Laura Ojeda Bar que para Anfibia hizo un retrato al óleo. Desde arriba de los postes de teléfono se pueden hacer llamadas gratis. Y para subirse hay que tener una excusa. Por ejemplo, una reparación que hacer. Alberto Laiseca trabajó en Entel como operario. Sus dos metros, habrán pensado los jefes, le servirían para medirse con la altura. Escalera y arriba, entonces. Abre la cajita. Descuelga el teléfono. Disca. Del otro lado atiende la poeta y crítica literaria Tamara Kamenszain. Después del saludo de rutina, desde lo alto y astilloso del poste de teléfono, Laiseca saca unos papeles de su bolso y empieza a leerle fragmentos 1

Laiseca

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Laiseca: la imaginación tiránica del maestro zenEl autor de la novela más larga de la literatura argentina suele definirse como actor. Así, Alberto Laiseca ratifica su extraño lugar dentro del campo literario: escribió sus primeras obras junto a autores como Piglia, Aira y Fogwill pero en el canon ocupa un lugar desconcertante. Trabajador rural, peón de limpieza, empleado de Entel, corrector de La Razón, hoy es consejero sentimental en un programa para adolescentes y puede jactarse de haber logrado que su taller trascienda lo literario. Sus discípulos forman a su alrededor una red de contención y promoción. “Sin ellos sería la soledad más absoluta”, dice. Perfil del autor que escribe con disciplina militar y piensa que la literatura jamás podrá cambiar nada. Ilustrado por la artista Laura Ojeda Bar que para Anfibia hizo un retrato al óleo.

Desde arriba de los postes de teléfono se pueden hacer llamadas gratis. Y para subirse hay que tener una excusa. Por ejemplo, una reparación que hacer. Alberto Laiseca trabajó en Entel como operario. Sus dos metros, habrán pensado los jefes, le servirían para medirse con la altura. Escalera y arriba, entonces. Abre la cajita. Descuelga el teléfono. Disca. Del otro lado atiende la poeta y crítica literaria Tamara Kamenszain. Después del saludo de rutina, desde lo alto y astilloso del poste de teléfono, Laiseca saca unos papeles de su bolso y empieza a leerle fragmentos de Los sorias, su novela que también es la novela más larga de la literatura argentina.Largo también el pasillo para llegar al departamento de Laiseca, en Flores. Él lo recorre despacio, cuidadoso, las dos veces en ojotas, con un polar y un jogging manchados. Es una planta baja. La puerta de entrada ya está abierta. Adentro, el escritorio y la cama, dispuestos casi tocándose en la misma habitación, forman una suerte de nave que Laiseca comanda desde su silla frente al escritorio. A la izquierda, un cristalero. Y hacia el fondo, un mueble tipo barra.Los objetos se agrupan en poco espacio. Sobre la cama está el gato y en los estantes, libros y videos. Recostados sobre el aparador, su bastón y su andador. Laiseca los usa para salir a la calle. Adentro, yendo con cuidado, no los necesita. Detrás del cristal del aparador, varios figurines en miniatura están dispuestos como para un combate. Son mujercitas, súper héroes y siluetas orientales. Una pieza de cerámica se suma a la

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formación: una pareja de jóvenes pastores que se abrazan; los pechos de ella quedan al descubierto, con todo su brillo de porcelana. Cerca, un viejo televisor Sony, de rayos catódicos, apoyado sobre libros. En esa pantalla Laiseca ve películas por cable, documentales, noticieros y su imagen misma, ayudando corazones en Cupido, el programa de TBS donde opera como consejero sentimental. “Me hace gracia”, dice solamente.Sobre su escritorio, en una hoja A4 doblada a la mitad, sobre el resto de los papeles, están escritos, en letra grande de imprenta, varios nombres seguidos de números de teléfono: Selva, Sebastián, Juan, tres de sus discípulos. Para Laiseca, el escritorio es su Mesa Vaticana: allí también, dice, las cosas pueden permanecer perdidas durante tres siglos, como una carta extraviada en la santa sede.El departamento donde vivía antes quedaba en Caballito y era casi igual al de ahora: él se aseguró de que el cambio fuera mínimo. Cuando se mudó, llegó a discutir con sus discípulos, que querían convencerlo de distribuir los muebles para armar un living y una habitación por separado. Pero no hubo caso: todo quedó apretado en un mismo cuarto. “Al lado hay una habitación vacía, al pedo, sólo con una pila de discos.” Sebastián Pandolfelli, escritor, alumno y su “lugarteniente”, como le dice Laiseca, habla un poco para adentro pero entusiasmado. Llega a la confitería La Orquídea después de haber grabado una entrevista sobre su propia novela para la tele. Con su padre fletero fueron a buscar a Laiseca para mudar todo, cuenta. Laiseca no quería canastos; había metido todos sus libros, tres mil libros, en bolsas de consorcio. Cada bolsa tenía un número. Pandolfelli intentaba levantarlas. Las bolsas quedaban desfondadas y los libros, en el piso.―¡No, que después no sé qué hay en cada bolsa!  

Desde hace dos años vive sobre la calle Bogotá, muy cerca de Selva Almada, también escritora y discípula. Hace trece años ella misma se mudó a Buenos Aires desde Entre Ríos. Antes de ir a dictar su propio taller literario, habla con el tono suave y las palabras conscientes, ajustadas, en un movido café de la Avenida Corrientes. Cuenta que cuando murió la última mujer de Laiseca, él tuvo que cambiar de casa.―Mirando el diario vi que alquilaban un departamento como él quería. Al final no fue ese, pero la misma inmobiliaria le consiguió otro. Y él desde ahí se quedó con la idea de que yo le había conseguido el departamento.

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“Yo lo quiero a mi pueblo”, dice sobre Camilo Aldao, que ocupa cuatrocientas hectáreas y queda en el Departamento de Marcos Juárez, a 340 kilómetros de Córdoba. Fue diagramado con la forma de un cuadrado perfecto; en el centro tiene su plaza de cuatro hectáreas y en el centro de la plaza, una pirámide. Esa es la primer pirámide importante entre otras de la vida de Laiseca, que a los nueve años se fascina con Egipto. Y que, más tarde, les dirá a sus discípulos que todo escritor cumple con la fórmula geométrica de los poliedros piramidales: vale más la base –sólida –que la altura.En Aldao hizo la primaria; en Corral de Bustos, a treinta kilómetros, la secundaria. Iba y volvía todos los días con los compañeros de clase.―Después papá me hizo estudiar ingeniería  

Nacer en Rosario –el 11 de febrero de 1941 –también fue decisión de su padre cirujano, “el médico del pueblo”, que quiso que el parto fuera en la ciudad, donde hay mejores hospitales. Antes de Alberto, habían tenido una hija que murió poco después del parto.

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El padre tenía miedo de que algo pudiera pasar. Pero todo salió bien. Tres años más tarde, sin embargo, muere la madre.―Yo la recuerdo pintando un mueble, con un vestido acampanado de los que se usaban antes, un vestido muy lindo, amarrillo con florcitas chiquititas.Laiseca se cansó de la plaza con pirámide, de las exigencias paternas y de la ingeniería. Deja Camilo Aldao y va pasando de provincia en provincia, haciendo distintas tareas del campo, para “purificarse”, dice.¿La purificación estaba relacionada con el esfuerzo físico?―Sí. Yo era un tipo muy fuerte. Podía. Y tenía que hacerlo.Aunque escribía desde chico, fue entonces, dice, que empezó a escribir mejor. Antes, cuenta que nadie le cree, escribía muy mal. Terminado el día de trabajo en el campo, encendía un fogoncito para hacerse de comer. Mientras se hacía la comida, las llamas le dejaban ver la hoja y él empezaba a escribir, a escribir mejor.―Eran unos pucheretes que vos hubieras preferido morirte de hambre antes que compartir esa vaina conmigo. Pero bueno, era lo que había.Laiseca pronuncia de a poco las palabras; salvo cuando son puteadas, que salen rápido y enfáticas. Mezcla jergas, dialectos, acentos. Todo queda unido detrás del bigote amarillo. Alguna vez conoció a un catalán: cuentan que le hablaba de tú y de tío. Y que, cuando va a al restaurant japonés Gaijin, les habla a los mozos en un español lleno de eles. 

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“Me cagaba de hambre”, cuenta sobre su llegada a Buenos Aires en 1965. Durante cuatro años trabajó como peón de limpieza en distintos lugares: suficiente purificación. Hasta que una tía que lo quería mucho le consiguió el puesto en Entel. A la tía Ada le daba vergüenza tener que pedirle algo a un jefe, tanto que se puso a llorar. Laiseca asume las voces del encuentro.

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―¡Señora Ada, por favor, quédese tranquila! Lo que sea, todo bien conmigo. ¡Por favor, qué le pasa!

―Un sobrino mío…

―Sí, dígame. ¡Lo que quiera! ¡Lo que quiera!

―Necesita trabajo.

―¡Pero perfecto! ¡Se lo consigo! ¡Se lo consigo!

En los setenta, más tranquilo con su trabajo estable, empieza a conocer gente.―Era un ingenuo yo. Vi a un barbudo por la calle y dije: tiene que ser intelectual. ¡Y le acerté! Perdóneme, le dije, ¿usted conoce algún lugar donde vayan escritores?Y el de barba lo mandó al Bar Moderno. Donde estaba el bar, sobre la calle Maipú, ahora hay un pozo con la intrincada geografía de un estacionamiento subterráneo para autos.―Me gustaría entrar ahora. Nadie te conoce, te tomás una cerveza. Los mozos ya serían otros. La mayoría de mis amigos que conocí allí han muerto. Los extraño a ellos y al Moderno.A Tamara Kamenszain la conoció ahí. Por estos días, ella está ocupada en el dictado de un seminario y sólo puede responder por mail. Recuerda aquel escenario como el centro de cruce entre la bohemia trasnochada que venía del existencialismo, y los nuevos vanguardistas que coqueteaban con los rockeros.―Me pareció un espécimen un poco más excéntrico que los otros personajes que pululaban por el Moderno –dice.Ricardo Piglia también prefiere hablar por correo electrónico. Acaba de publicarse su novela El camino de Ida; abundan entrevistas al autor y reseñas de la obra en los medios. El reconocido prologuista de Los sorias se alejó de Laiseca hace años. Dice que lo admira; dice que lo quiso. Lo había conocido por medio de Kamenszain y de Héctor Libertella.―Lo heredé, digamos: los amigos se cansaban, la verdad, se lo pasaban de uno a otro, se lo sacaban de encima.En aquel entonces Laiseca había publicado Su turno, “que es sensacional”, opina Piglia, y estaba escribiendo Los sorias; se paseaba con los kilos de manuscrito por la ciudad. El ex profesor de la Universidad de Princeton le presentó sus novelas Aventuras de un novelista atonal y La mujer en la muralla.―Hice lo que pude para que se editara Los sorias –recuerda. Y repite hoy lo que escribió hace quince años en el prólogo: “Esa novela tiene el nivel de Los siete locos. Y también está a esa altura El jardín de las máquinas parlantes, una obra maestra”. 

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Diez años después de haber encontrado al desconocido barbudo en la calle, Laiseca publica su primera novela, Su turno, por el sello Corregidor. Osvaldo Soriano, a quien algunos han tildado de impiadoso y mezquino, lo ayuda en el proceso; se encariña con él y lo apadrina.―Cómo era el gordo, era increíble, era de fierro. Lo llamabas: “Mirá gordo, estoy para la mierda”. Y él te decía “voy para allá.” Y venía.Un mes antes de su muerte, Laiseca y su mujer de entonces lo invitaron a comer.

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―Y no nos dijo una sola palabra de que se estaba muriendo, de que tenía cáncer. Nos enteramos por la televisión.Laiseca dice que César Aira, Ricardo Piglia y Fogwill también lo ayudaron muchísimo. Fueron los primeros en leer el manuscrito de Los sorias. Lo leen ellos y el mito en torno a la novela se va formando de a poco, casi de boca en boca; habla Aira, habla Piglia, habla Fogwill y aquel bodoque magnánimo se convierte en una novela legendaria estando todavía inédita: recién en 1998 llegaría la primera edición. Antes de eso, publica Aventuras de un novelista atonal, en 1982, La mujer en la muralla, en 1990, y El jardín de las máquinas parlantes, en 1993, entre otras novelas. También el ensayo Por favor, ¡plágienme!, de 1991. Y gana la Beca Guggenheim.

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En el Centro Cultural Ricardo Rojas algunos escritores dan talleres que luego continúan en sus casas. En el año 2000, Selva Almada era una de las tantas que, sentada sobre esos banquitos incómodos que tienen una tabla a modo de mesa atornillada desde el respaldo, escuchaba las clases de Alberto Laiseca. Y quería que el escritor notara su presencia; “¡Que me toque leer; que se dé cuenta de que estoy!”, rogaba en silencio.Trece años después, y a pesar de tener ya su propia carrera literaria en marcha, Almada sigue yendo todos los lunes a sus clases. También le hace mandados, como acercar el monto del alquiler hasta la inmobiliaria.―Con la edad él fue cambiando, se puso más vulnerable y se entrega a que uno lo ayude en ciertas cosas.Hace poco, él le confesó que se había equivocado con la primera impresión que tuvo de ella. “Qué dura que es esta chica”, había pensado, y Almada no sabe si por su aspecto, su modo de hablar o su manera de escribir. A Laiseca le parecía que ella, hoy casi una hija adoptiva, era una persona impenetrable, de una frialdad soviética.La primera novela de Almada, El viento que arrasa, se publicó el año pasado, fue votada como libro del año por Revista Ñ y ya tiene tres ediciones. Almada la trabajó en el taller, junto a otros discípulos que también iban tejiendo sus propios textos en el espacio reducido de la casa de Caballito, primero, y en Flores, más tarde. Leandro Ávalos Blacha leía capítulos de su premiada Berazachussetts y Pandolfelli le hacía frente con Choripán social, ahora también editada en Chile. “La piba es una genia”, dice Laiseca de Almada.―Cuánto le agradezco que no me abandone. El otro día les decía a unos alumnos: si ustedes no me dieran bola yo no sería nadie. Es la pura verdad. Eso sí que sería la soledad más absoluta.  

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―Si Poe hubiera tenido internet, se la hubiera pasado mirando porno en vez de escribir “Berenice”. Y a él le pasaría lo mismo –dice Pandolfelli. Es que Laiseca reniega de las computadoras por “el mal uso que se les da”. Dice que los chicos ya no leen por estar todo el día frente a la pantalla y que, aunque espera equivocarse, “el fin de la historia no es la caída de la Unión Soviética; sino no leer más.” Por eso no tiene computadora. Por eso escribe a mano. Por eso después el doble trabajo: pasar todo a máquina. Gastón Gallo, el editor de Simurg, se encargó de tipear las mil trescientas páginas de Los sorias. Él digitalizó la mitad, un poco a la tarde y otro poco a la noche, todos los días durante varios meses. Con el resto lo ayudaron sus colaboradores. Laiseca le fue llevando la novela de a cuatro o cinco tomos del tamaño de guías telefónicas. Esos originales dactilográficos ya estaban amarillos porque el papel se había oxidado. Además tenían otro problema: la cinta de la máquina de escribir estaba muy gastada. De muchas líneas se leía sólo la mitad de arriba o sólo la de abajo.―Era una tarea de desciframiento, dice Gallo.Los sorias salió en 1998, con una tirada de 350 ejemplares en papel Chambril, importado de Brasil, numerados y firmados por el autor que se empecinaba en poner un breve “Lai”. La novela arranca así:

Cuando esa mañana Personaje Iseka abrió los ojos, lo primero que vio fue un Soria. Pero no a Luis, el que tenía cerca, sino al más alejado: Juan Carlos Soria.Este Soria cuando se levanta por la mañana –pensó Iseka-, lo hace en forma de clase magistral, sin coloquio, de esas que se usaban en las facultades en el pasado. Optimista, de un solo salto. Yo no. Demoro cuantos minutos puedo: haraganísimo en la cama…

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―Creo que Gallo llegó a odiarme por el laburo –dice el autor.El prólogo, aunque en principio lo iba a escribir Beatriz Sarlo fue, entonces, de Piglia. Gallo lo recibió por fax e iba leyéndolo, ansioso, mientras salía de la máquina. Cuando vio que decía “Es la mejor novela que se ha escrito en Argentina desde Los siete locos” se quedó tranquilo.La tapa estuvo a cargo de Guillermo Kuitca: un mapa intervenido digitalmente. Y la presentación en la Librería Hernández, a cargo de Fogwill. Drogado, poco dijo sobre la novela. Laiseca se iba poniendo cada vez más colorado e incómodo; Fogwill seguía divagando; Laiseca intentaba esquivar la bala y cerrar la presentación. “Fue lamentable”, recuerda Gallo.Cuando pasa las manos sobre el escritorio, Laiseca no desarma las pilas rotas de papel que se apoyan junto a bolsas con cigarrillos fumados y sus cenizas; botellas de Heineken, JB, Terma y un López tinto; un mate con yerba de uso reciente; un paquete de sal sin sodio, una radio con su antena desplegada y medicamentos: Nexium Esomeprazole, Lotrial 5, Lactulón.–Los sorias trata la humanización del poder, del dictador. ¿Se puede dar eso en el mundo real?―La mía es una propuesta. No sé si se puede dar. En general la gente tiende a deshumanizarse. Esa historia está sacada de mí. Yo era un tipo completamente inhumano. No me importaba nada. Y un día me di cuenta de que así no podían ser las cosas. Y entonces empecé una larga elaboración para modificarme y volverme un buen tipo, que es lo que soy, ya hace algunos años.–¿Y cuáles fueron los pasos en esa humanización?―Larguísimos. Como escribir una novela más larga que Los sorias. Muy poquito a poco.Laiseca no disimula ni el malhumor ni la alegría. No le interesa aparentar estados anímicos. A los demás se los adivina. Dicen que tiene algo muy perceptivo, como de brujo. En la primera visita, las frases le salen pausadas pero continuas; lo mismo las carcajadas. Cuando el día no va bien, Laiseca lo anuncia con una pregunta: “¿Cómo voy a hacer para salir de esta lluvia?”, se repite. La frase está en “La larga lluvia”, un cuento de Ray Bradbury sobre un planeta en el que el agua nunca deja de caer. En otros encuentros, entonces, Laiseca puede ser un Zeus contenido o un semidiós frustrado que no puede evitar que empiece a lloviznar. Casi en silencio, sin haber dormido bien, a veces sólo parece desear volver rápido al comando de su nave solitaria. 

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Estudia aunque con eso no alcance; investiga para cuestionar. No tiene un cabal espíritu renacentista: no ha ido a la universidad. Arma su enciclopedia como un cuentapropista independiente. Así estudió física teórica. Sus reflexiones científicas aparecen explícitamente en Manual Sadomasoporno, editado por Carne Argentina, proyecto editorial de Almada y de la novelista Alejandra Zina. “El Manual se le ocurrió a Selva: él venía armando aforismos hasta que ella le dijo: ¿por qué no hacemos un libro con esto?”, cuenta Pandolfelli. La ciencia también aparece, como clima, tópico o léxico, a lo largo de muchos otros textos. Como en “El jardín de los monstruos magnetofónicos”, un cuento de Matando enanos a garrotazos (1982): “Los representantes del reino vegetal terminaron por volverse magnetofónicos también ellos, y ya tenían las cintas magnéticas grabadas dentro suyo, por la ley de la equivalencia energética de los diferentes y comunicados sistemas mágicos”. 

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