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Las armas y las letras
La reinvención de la legitimidad del orden monárquico en la
Tierra Firme durante el momento absolutista, 1814-1819
Alexander Chaparro Silva
Universidad Nacional de Colombia
Facultad de Ciencias Humanas, Departamento de Historia
Bogotá, Colombia
2017
Las armas y las letras
La reinvención de la legitimidad del orden monárquico en la
Tierra Firme durante el momento absolutista, 1814-1819
Alexander Chaparro Silva
Tesis de investigación presentada como requisito parcial para optar al título de:
Magíster en Historia
Director: PhD., Francisco A. Ortega Martínez.
Universidad Nacional de Colombia
Facultad de Ciencias Humanas, Departamento de Historia
Bogotá, Colombia
2017
Resumen
La restauración monárquica en la Tierra Firme (1814-1819) a menudo ha sido
comprendida por las historiografías nacionales como una empresa eminente militar y ha
sido explicada a partir de la violencia ejercida por el gobierno del rey. A contracorriente de
estas aproximaciones, esta investigación analiza la restauración monárquica como una
respuesta creativa a una tremenda crisis de legitimidad sobre el origen y los derroteros de
la comunidad política. Me interesa evidenciar el proceso de construcción de significado
político durante este periodo y la manera en que los realistas hicieron de “las armas y las
letras” las fuerzas primeras para reconstruir el orden y responder a los amplios
cuestionamientos de los republicanos. Para comprender este proceso analizo tres espacios
fundamentales desde la perspectiva de la historia conceptual. Primero, la elaboración del
tiempo histórico, las formas de entender la temporalidad y la escritura de la historia por
parte de los monárquicos. Segundo, los diferentes contenidos semánticos y los usos
políticos de algunos conceptos políticos fundamentales. Tercero, las principales formas de
publicidad política encargadas de elaborar la obediencia al rey y recrear la unidad de los
dos hemisferios españoles. De este modo, evidencio cómo la construcción de la
legitimidad del orden monárquico puede ser rastreada en la expresión de una nueva
conciencia de historicidad, en las disputas semánticas del periodo y en las superficies de
acción social donde estas ocurren.
Palabras clave: restauración monárquica, legitimidad política, cultura política, historia
conceptual, historicidad, conceptos políticos fundamentales, publicidad política.
Abstract
The monarchical restoration in Tierra Firme (1814-1819) is typically framed by national
historiographies as an eminently military enterprise focused on the violence engaged by
the king's government. Countering this approach, this research analyzes the monarchical
restoration as a creative response to an immense crisis of legitimacy regarding the origin
and purposes of the political community. Of particular concern is the process of making
political meaning during this period and how royalists employed "weapons and letters" as
the main forces to rebuild political order while simultaneously responding to republican
criticisms. To better understand this process, three fundamental spaces are analyzed from
the perspective of conceptual history. The first examines the construction of historical
time, the ways of understanding temporality and the writing of history by the monarchists.
The second explores the different semantic contents and political uses of some
fundamental political concepts. The third studies the main forms of political publicity used
to engender obedience to the king and restore the unity of the two Spanish hemispheres.
Through this analysis, I show how the construction of the legitimacy of the monarchical
order can be traced in the expression of a new consciousness of historicity, in the semantic
disputes of the period and in the surfaces of social action where these occur.
Keywords: monarchical restoration, political legitimacy, political culture, conceptual
history, historicity, fundamental political concepts, political publicity.
Tabla de contenido
Introducción ..................................................................................................................................... 1
I. Palimpsestus .......................................................................................................................... 1
II. “El árbol de la libertad está regado con sangre”. La escritura histórica de la restauración
monárquica ............................................................................................................................... 11
III. Sobre lenguajes políticos, conceptos fundamentales y publicidad monárquica ................. 18
IV. Estructura de este trabajo y fuentes primarias ................................................................... 25
Capítulo 1. “Todas las cosas tienen su tiempo”. Tiempo e historia durante la restauración
monárquica ..................................................................................................................................... 27
2.1. El (des)orden del tiempo y los sentidos de la temporalidad .............................................. 30
2.2 Escribir el tiempo histórico en clave monárquica: la historia de la nación española ......... 42
Capítulo 2. El realismo: un discurso de réplica. La disputa conceptual durante la
restauración monárquica .............................................................................................................. 56
2.1 El rey y sus vasallos: el “buen orden” de la monarquía hispánica ..................................... 62
2.2 El nuevo soberano: la opinión pública (monárquica) ......................................................... 74
2.3 ¿Nación, patria, colonia? El lugar de la Tierra Firme en la monarquía hispánica ............. 83
2.4 La “antigua libertad” y las contradicciones del libertinaje................................................. 92
2.5 “La democracia en los labios y la aristocracia en el corazón”: la imposible igualdad
republicana ............................................................................................................................. 100
Capítulo 3. “Porque la fidelidad es el todo del sistema social”. La elaboración de la
obediencia durante la restauración monárquica ....................................................................... 110
3.1 La prensa, los impresos y los usos oficiales de la imprenta ............................................. 115
3.2 El fasto monárquico: las celebraciones de fidelidad ........................................................ 122
3.3 El orden de Dios. La fidelidad en el púlpito católico ....................................................... 129
3.4 Los hombres del rey: el Ejército realista enseña la obediencia ........................................ 138
3.5 El terror como lenguaje (político) .................................................................................... 145
Conclusiones ................................................................................................................................. 157
Bibliografía ................................................................................................................................... 165
Pero dejemos esto aparte, que es laberinto de muy dificultosa salida, sino volvamos a la preeminencia
de las armas contra las letras, materia que hasta ahora está por averiguar, según son las razones que
cada una de su parte alega. Y, entre las que he dicho, dicen las letras que sin ellas no se podrían
sustentar las armas, porque la guerra también tiene sus leyes y está sujeta a ellas, y que las leyes caen
debajo de lo que son letras y letrados. A esto responden las armas que las leyes no se podrán sustentar
sin ellas, porque con las armas se defienden las repúblicas, se conservan los reinos, se guardan las
ciudades, se aseguran los caminos, se despejan los mares de cosarios, y, finalmente, si por ellas no
fuese, las repúblicas, los reinos, las monarquías, las ciudades, los caminos de mar y tierra estarían
sujetos al rigor y a la confusión que trae consigo la guerra el tiempo que dura y tiene licencia de usar
de sus previlegios y de sus fuerzas…
Miguel de Cervantes Saavedra. El Quijote de la Mancha, Cap. XXXVIII (1605).
Las armas y las letras son los brazos firmes y constantes con que el sabio y justo gobierno español
sostiene el orden y seguridad pública; con que consolidará el sistema legítimo de la monarquía; con
que protegerá los altos designios del Altísimo en la extensión de la única y verdadera religión; con
que castigará á los traidores de la iglesia y el estado; y también con que sabrá coronar las grandes
hazañas de los hijos de Marte y, las científicas especulaciones de los alumnos de Minerva…
Domingo Maestri. Ilustre Auditorio (1815).
1
Introducción
Las armas y las letras: el problema, la historia y la búsqueda
Para afianzar a la nación española en uno y otro hemisferio…
Cabildo Eclesiástico de Santafé de Bogotá. Representación al rey (1817).
La legitimidad, este sagrado principio fuera del cual no se encuentra sino caos y confusión.
Santiago Jonama. Cartas al Sr. Abate de Pradt (1819).
I. Palimpsestus
1816. El año feliz para el realismo neogranadino y venezolano. Desde las riberas del
Orinoco hasta los confines de Quito tremola victorioso el estandarte monárquico. Las
armas de Fernando VII, en una campaña militar extraordinaria, consiguen pacificar casi
toda la Tierra Firme. Las “repúblicas aéreas”, en la famosa expresión de Simón Bolívar,
entran ya en franca retirada. Las esperanzas de restaurar la unidad perdida del mundo
hispánico renacen con fuerza entre los realistas, peninsulares y americanos, mientras las
loas del gabinete de Madrid recaen sin demora sobre la cabeza visible del nuevo orden:
Pablo Morillo, General en Jefe del Ejército Expedicionario de Costa Firme, es
condecorado en abril de 1816 con la Gran Cruz de la Real y Americana Orden de Isabel la
Católica por la toma de Cartagena de Indias. Poco tiempo después, para conmemorar sus
gestas militares y celebrar las gracias reales recién concedidas, es retratado por Pedro José
Figueroa, el principal pincel neogranadino del momento.1
El Retrato del General Pablo Morillo es una composición en el sentido exacto del término.
Antes que presentar una imagen más o menos fiel a las características del retratado –
realmente esta no es una de las preocupaciones centrales de este tipo de obras–, Figueroa
se encarga de enaltecer su figura frente a los espectadores desplegando todos los artificios
de su arte; se perfila una voluntad de heroizar a Morillo con el objetivo de legitimar el
régimen que sostiene. La calidad plástica del lienzo pone de manifiesto la jerarquía del
general ibérico, intenta acreditar su dignitas militar. Se trata de la representación del poder
real en toda la Tierra Firme. Aunque cada uno de los atributos del retrato desempeña un
papel concreto en este sentido, el cuadro es más que la suma de sus partes: es un símbolo
totalizante del poderío militar y de la magnificencia monárquica, de una temporalidad
diferente que irrumpe para trenzar los destinos de una comunidad política fragmentada.2
1 Para todo el proceso de la concesión de la Real Orden a Morillo véase Rodríguez Villa (3:45-46, 255-256;
4: 112-113; 377-378). 2 Sobre este retrato, considerado como el cuadro mejor logrado de Figueroa, véanse Giraldo Jaramillo (1954,
1982), Barney (1970), Londoño Vélez (2001), Chicangana (2012), Rincón (2012), González Aranda (2013),
Páramo (2014).
2
Fig. 1. Pedro José Figueroa. Retrato del General Pablo Morillo (Ca. 1816).
Morillo, representado, siguiendo las convenciones establecidas, luce un gran uniforme de
gala y porta orgulloso las insignias correspondientes de la Real Orden, cuidadosamente
figuradas por el pintor santafereño.3 La figura del general ibérico, un tanto rígida, devuelve
la mirada con distancia, quizá para recalcar su condición superior. Las facultades de
mando están presentes en la bengala, que evidencia la primacía de su autoridad en toda la
Tierra Firme, y en la espada de ceñir, que manifiesta firmeza en el gobierno y valor en la
defensa del territorio. Por su parte, la mesa hace referencia a las actividades oficiales, se 3 La Real Orden, una de las más importantes distinciones a las que podían aspirar los vasallos del rey, fue
instituida en marzo de 1815 por el mismo Fernando VII con el objetivo de premiar la “lealtad acrisolada y
[el] mérito contraído en favor de la defensa y conservación de aquellos dominios” de América. Un año
después, Morillo fue condecorado con esta distinción junto a Pascual Enrile, segundo del Ejército
expedicionario, y Francisco de Montalvo, entonces capitán general del Nuevo Reino de Granada
(Constituciones 1836: 5).
3
encuentra vinculada a los atributos de justicia y prudencia regias, y se levanta a modo de
pedestal alegórico para sostener el tricornio, que simboliza bien el talante militar del nuevo
régimen –con frecuencia, en los retratos de los monarcas, sobre el cojín descansa la corona
real, trasposición que permite a Morillo ocupar simbólicamente el espacio del rey y de las
primeras autoridades–. Finalmente, la Real Orden, además de aludir a la unión de los dos
hemisferios españoles y de hacer apología de la Conquista de América y del imperio
ultramarino, simboliza la más acendrada fidelidad al monarca español, representa la
“acrisolada lealtad, el zelo y patriotismo, desprendimientos, valor y otras virtudes” del
general ibérico (Fernando VII 1836: 4).4 De este modo, distintos motivos se entrelazaron
para fabricar una imagen virtuosa de Morillo, con el objeto de reforzar su poder y dar
lustre a su nombre, al tiempo que ofrecer un ejemplo de fidelidad a los vasallos americanos
para renovar sus propios votos en favor de la Corona.
No obstante, tras la victoria bolivariana en Boyacá cambiará radicalmente la manera de
leer el cuadro. Se trata ya de un objeto diferente. Morillo es otro en la mirada republicana
que cimentará la nueva comunidad política. Según nos advierte la inscripción que
acompaña el cuadro, agregada posteriormente, los ciudadanos colombianos no debían
olvidar nunca los estragos de la tiranía española. La presentación del general ibérico es
contundente en este sentido:
Comenzo desde una clase bien inferior, a lidiar por un monarca ilejítimo, absoluto,
ingrato y [tr]aidor a una nación cuya causa era la sola que debía defender un militar
valiente. Por un golpe de política de aquel gabinete suspicaz, fue enviado a estos países
como pacificador. Levantó por todas partes cadalzos, segó las cabezas más ilustres,
dilapidó los caudales públicos y de particulares, así como los preciosos objetos del
observatorio [y de la Expedición Botánica y a los] infelices [que no alcanzó] la feroz
cuchilla, hambrientos y desnudos, [los puso a servir] en los trabajos más penosos.
Ultrajó al clero y esportó alas persona[s] más venerables de él, cargadas de prisiones,
hasta la península. La lección que recibió de un pueblo libre es la que no deben olvidar
los ti[ranos] “Cor pravum dabit tristitiam & homo peritus resistet illi. Cap.36
Ecclesiastici. v.22”.
En efecto, la leyenda republicana describe el accionar de Morillo como esencialmente
arbitrario, sangriento y contrario a la justicia y la razón. El general ibérico es el hacedor
del régimen: levantó la feroz cuchilla por estos países, elevó cadalsos, segó cabezas,
dilapidó caudales y bienes, forzó trabajos penosos, ultrajó al clero y decretó destierros; las
mismas imágenes y casi las mismas fórmulas se repiten una y otra vez en la literatura
patriótica hasta nuestros días. La Tierra Firme bajo su mandato, –algunos dirán
4 Sobre los llamados “retratos de Estado” o “retratos de aparato” en la América hispánica y la centralidad de
la emblemática para el periodo véanse Burke (2003), Rodríguez Moya (2003), León Mariscal (2011).
4
socarronamente, echando mano de la metáfora monárquica, que bajo su “reinado”– se
constituyó en el teatro de lo absurdo y de lo abominable. Morillo es aquí una metonimia
del extinguido imperio; condensa bien en su persona todos los reputados vicios del
despotismo hispánico. Con seguridad, esta inscripción opone punto por punto aquello que
quería transmitir el cuadro en su momento. No es casualidad que la inscripción comience
descalificando su origen social, sus calidades y rangos, en un retrato que intentaba
precisamente resaltar sus privilegios y prerrogativas. El cuadro pretende enseñar ahora
sobre las necesarias virtudes de un pueblo libre. No en vano la última parte de la
inscripción, que se convierte en fórmula contra la tiranía, corresponde a un pasaje bíblico
tomado de un conjunto de enseñanzas dirigidas al pueblo de Dios: “El corazón depravado
causará tristeza, y el hombre experimentado le resistirá” (Eclo. 36, 22) (1846, 4, 383).
Sin embargo, si nos detenemos con cuidado en el lienzo, en este mismo epígrafe es posible
advertir la presencia de unos pocos fragmentos de la inscripción original que acompañaba
el retrato, la cual fue reescrita deliberadamente para dar lugar a la que ahora existe, a la
manera de un palimpsesto, en el cual las dos escrituras compiten, se niegan y se afirman
mutuamente. Un texto nuevo se superpone, no sin dificultad, a un texto antiguo para
producir un tercer sentido, diferente. Las palabras mutiladas, que apenas alcanzan a
irrumpir en la superficie, nos descubren una semblanza laudatoria del general ibérico:
[...] logrando por eso las insignias onores [...] como en Xefe [...] la Costa [...] firme a
establecer el buen orden trastornado por Napoleón y sus secuaces, que habitaban en esta
parte de las Américas: y como tal entro en esta Ciudad el día 2 [...] de mayo de 1816.
Permaneció en Stafé [...] lo caracterisa [...] Memoria in benedictione sit.
La cartela primera destaca los logros militares y los títulos más significativos del retratado.
Se enfatizan sus principales servicios a la monarquía y sus acciones en Santafé de Bogotá,
lugar de producción del cuadro. Morillo encarna la figura del buen vasallo; funge como el
principal arquitecto de la restauración absolutista. La imagen del gran militar de las
guerras napoleónicas que continúa su lucha contra las huestes del emperador francés en
América permite ver la reconquista militar de la Tierra Firme como una continuación
natural de la guerra de Independencia española, pues finalmente se trataba de la misma
comunidad política: España, compuesta por un conjunto de reinos peninsulares y
ultramarinos. Quedan bien plasmados en el lienzo el mito del héroe gallardo, imbatible y
destinado a domar las fuerzas del mal y del desorden y su papel como protector de la
Corona frente a los revolucionarios. Este retrato debía dar lugar a su presencia permanente
en la capital virreinal y perpetuar de este modo su memoria en los tiempos venideros. La
fórmula final, tomada de la literatura litúrgica, así lo atestigua: “bendita sea su memoria”.
El poder real había retornado para quedarse en toda la América.
5
De este modo, ambos epígrafes se empeñan en posicionar a los espectadores frente al
cuadro, les asignan un lugar en el tiempo, les enseñan una lección sobre la historia, sobre
el bien y el mal. Su función más importante es ordenar la mirada del público, guiar la
lectura correcta del retrato –sin duda, ninguno de los términos de estas cartelas es dejado al
más mínimo azar–. Morillo es reducido, así, a dos inscripciones antagónicas que se
entretejen y se confunden. No obstante, esta copresencia es solo aparente. Más que una
relación de simultaneidad, que impida su completa diferenciación, las une una relación de
sucesividad en el tiempo, que garantiza la jerarquización de las verdades en disputa. La
inscripción más reciente marca un antes y un después, recontextualiza la obra y abre una
fisura interpretativa para que los espectadores introduzcan su propia historicidad y
reafirmen su patriotismo, para que se reconozcan como parte de una nueva comunidad
política diferente de la monarquía hispánica: somos porque vencimos. Finalmente, a la
hora del leer este cuadro, la lección republicana, la del pueblo libre, se impuso sobre la
fórmula regia: memoria in benedictione sit. Incluso, apurando un poco los términos,
podemos señalar que, en realidad, invirtió el sentido más probable de esta última, la situó
en un umbral diferente: recordar el gobierno monárquico no era otra cosa que encumbrar a
los republicanos en lo más alto de la imaginería nacional, mantener vivas las gestas de los
padres de la patria.
Ahora bien, al igual que ha sucedido con este retrato, la historicidad propia de la
restauración absolutista ha sido a menudo diferida situando en primer plano el registro
republicano y desestimando el registro monárquico: el juego de la escritura de la historia
ha hecho de este momento el episodio fundamental de los metarrelatos nacionales, siempre
escrito a partir de la sangre de sus héroes y mártires. De allí que esta idea del cuadro de
Morillo como un palimpsesto se perfile como una magnífica metáfora para captar una
dimensión significativa de mi trabajo, pues da cuenta de los esfuerzos realistas por
intervenir un cierto orden de cosas y de los modos de institución de la memoria patriótica
ya en la era republicana. Según una de las primeras definiciones de “palimpsesto” dada por
un diccionario español, este era un “pergamino que se raspaba para escribir en él de nuevo.
Muchos fragmentos de autores antiguos se han encontrado, haciendo revivir la escritura de
los palimpsestos” (Gaspar y Roig 2: 738). Ese es el propósito de este trabajo. Hacer
revivir, desde una perspectiva crítica, el discurso político de los realistas; raspar las
diferentes capas del pergamino para comprender sus lógicas particulares y sus modos de
funcionamiento; contribuir a contar la historia compleja que apenas podemos intuir en el
retrato de Morillo, la historia de los múltiples esfuerzos por mantener un orden político
cuyo final, tan solo unos años antes, además de improbable, parecía inimaginable. Esta
investigación estudia la reinvención de la legitimidad política del orden monárquico en el
Nuevo Reino de Granada y Venezuela durante el momento absolutista, entre 1814 y 1819.
¿Cuáles fueron los horizontes argumentativos y los recursos intelectuales que respaldaron
estos esfuerzos realistas? ¿Qué tipo de estrategias políticas se pusieron en marcha para
6
contrarrestar las diferentes elaboraciones republicanas? ¿Cómo se reconfiguró el orden
simbólico durante este periodo?, son las cuestiones que orientan esta investigación.
Estas preguntas que indagan por la legitimidad, por la construcción de comunidad política
y por el orden simbólico no son otra cosa que preguntas por el entramado de problemáticas
políticas del momento, para las cuales no había soluciones dadas de antemano, y por las
respuestas que fueron ensayadas por los realistas desde múltiples espacios: la escritura de
la historia, las celebraciones monárquicas y el accionar del clero católico, por citar algunos
ejemplos significativos. Por supuesto, no podemos desatender el hecho fundamental de
que durante el interregno monárquico la coyuntura militar condicionará no poco la
coyuntura política, pues de aquella dependerá la existencia misma del gobierno real en la
Tierra Firme. Pero el problema de la legitimidad monárquica no comienza ni acaba allí.
Esta cuestión fue expuesta con claridad por los mismos realistas cuando se plantearon el
problema de la necesaria elaboración de la obediencia, que resultaba capital para instaurar
cualquier tipo de orden político, más aún, en un gobierno que se quería legítimo por
disposición divina, respaldado por el orden natural y avalado por la historia y la
experiencia reciente, “en donde los hombres obedecen por el convencimiento de la
legitimidad de la autoridad que los manda, por el noble y justísimo habito de obedecer, y
por el que de esta obediencia resulta á la sociedad” (Gaceta de Caracas Nº106:11-XII-
1816:833).
En este sentido, los realistas de la Tierra Firme no se enfrentaron a la misma disyuntiva
que la generación cervantina sobre la primacía de las armas o las letras, o por lo menos, no
lo hicieron en los mismos términos. Por supuesto, en toda la monarquía hispánica se
discutieron las medidas a seguir con las provincias rebeldes en América, se formularon un
sinfín de planes de acción desde todos los espectros políticos y se pusieron en marcha un
amplio abanico de políticas que apelaban sin ningún afán de coherencia a la primacía de
las armas o de las letras en la empresa de reconstruir la unidad hispánica y socavar
definitivamente los proyectos republicanos. Sin embargo, en términos generales, para los
realistas, la tarea de reconstruir la legitimidad del orden monárquico exigía en la misma
medida de las armas y las letras, así en algunas ocasiones se hiciera más énfasis en unas o
en otras, pues de su compleja articulación resultaría el triunfo de la “justa causa”, como en
su momento afirmó Domingo Maestri, cura de San Antonio de Los Altos, las “armas y las
letras son los brazos firmes y constantes con que el sabio y justo gobierno español sostiene
el orden y seguridad pública; [y] con que consolidará el sistema legítimo de la monarquía”
(Gaceta de Caracas Nº44:8-XI-1815:347-349). Incluso, puede afirmarse que a menudo la
discusión trascenderá este planteamiento dilemático para considerar que las armas y las
letras eran solo una expresión de algo más esencial y poderoso que convenía trenzar con
acierto en aras de cimentar el “buen orden” y conseguir el “bien común”: la política. Según
dirá el entonces capitán general de Venezuela, Salvador Moxó, en su Reglamento general
7
de policía, sancionado en agosto de 1815: para que se “despeje al cabo el horizonte
político, y puedan al fin conocerse y amarse la legitimidad y beneficencia de un gobierno
verdaderamente paternal” se necesitaba de un complejo armazón de medidas políticas que
garantizara el imperio de la ley y la existencia del orden, pues por sí sola, “no basta la
fuerza militar para asegurar y establecer la paz y quietud en los pueblos que han llegado a
perderlas; [así como] no bastan tampoco aquellas armas que se llaman morales, y que
debiendo obrar en el entendimiento y el corazón por la persuasión y los beneficios, poca o
ninguna impresión causan en hombres todavía accidentados y animados de las pasiones”
(Gaceta de Caracas Nº32:23-VIII-1815:258).
En efecto, el régimen restaurador deberá reconstruir la potencia de este orden simbólico
parcialmente hollado presentando y representando públicamente su propia visión de la
política y de los acontecimientos. Precisamente, la manifestación explícita de tales
principios implicará para los realistas el reconocimiento del mundo político como un
campo de acción dependiente de la acción humana, así a menudo se asiente sobre un fuerte
sustrato providencialista. De este modo, la expresión momento absolutista empleada en el
título de este trabajo denota uno de los problemas capitales de esta investigación y la
utilizo aquí con el propósito de conceptualizar el proceso por medio del cual la monarquía
hispánica, imaginada aún como una comunidad política natural, se verá confrontada con su
propia finitud temporal, con su precariedad como construcción humana situada en el
espacio y en el tiempo.5 Me interesa dar cuenta aquí de la alteración definitiva de las
coordenadas de enunciación de los discursos políticos realistas gracias a la huella indeleble
dejada por la crisis monárquica, el constitucionalismo gaditano y las primeras repúblicas
en los diferentes espacios públicos locales. Este es el contexto conceptual que delimita las
problemáticas del interregno monárquico. En este sentido, apelar a la autocomprensión del
lenguaje que usaron los contemporáneos para entender la figuración de tales problemas, el
significado de los acontecimientos y la manera en que otorgaron sentido a sus acciones,
me permitirá cartografiar el campo de las posibilidades políticas del periodo y los modos
de interrogación del orden político elaborados por los monárquicos en la Tierra Firme.
Este trabajo no es una historia sobre el funcionamiento institucional, burocrático o militar
del régimen restaurador en la Tierra Firme. Tampoco es una interesada en trazar las
peripecias de lo que “verdaderamente ocurrió” durante el momento absolutista o enlistar
un conjunto de causas y consecuencias para explicar los acontecimientos y los procesos
históricos ocurridos durante este periodo. Es una historia sobre la construcción de
significado político. Se trata aquí de analizar las condiciones y los mecanismos de
recomposición y resimbolización del orden político, las formas de hacer inteligible la
legitimidad del principio monárquico a través de las “armas” y las “letras”, no solo como
un tipo específico de gobierno sino como el principio organizador de todo orden político
5 Por supuesto, la referencia obligada en este punto es Pocock (2002).
8
posible en estas tierras. Para comprender este proceso de reelaboración de la comunidad
política y los cambios en las coordenadas de enunciación de la legitimidad monárquica
analizaré tres dimensiones fundamentales. Primero, la experiencia temporal de los realistas
en tanto que basamento de lo político, pues la manera en que se concibe y organiza el
tiempo condiciona la construcción de significados alrededor del orden político. Segundo,
cierto rango semántico de algunos conceptos políticos fundamentales que producen y
responden a esta misma temporalidad en diferentes entramados sociales. Tercero, las
principales formas de publicidad política donde ocurren estas elaboraciones conceptuales y
tienen lugar las preguntas planteadas por los realistas sobre el orden político y los sentidos
de la unidad hispánica. De este modo, pondré de presente cómo las transformaciones
conceptuales en la construcción y el ejercicio de la legitimidad del orden monárquico
pueden ser rastreadas en la expresión de una nueva conciencia de historicidad, en las
disputas semánticas del periodo y en las superficies de acción social donde estas ocurren.
Finalmente, este trabajo habrá cumplido su objetivo si consigue poner de presente el
carácter problemático y contingente, no necesario ni mucho menos inevitable, del orden
político; si consigue insistir en todo aquello que estaba en disputa en este momento, antes
de que la emancipación de España y la república fundada en la soberanía del pueblo se
convirtieran definitivamente en el espacio natural de la política. En última instancia, es
esta una apuesta por recuperar la historicidad constitutiva del mundo político, por volver
legible el proceso de institución de las comunidades políticas que una vez fuimos y de las
que somos herederos, y también por entender cómo llegamos a ser y cómo podemos ser de
otro modo, porque si algo nos enseña la experiencia del momento absolutista es que el
orden simbólico de las representaciones y del lenguaje, ese cuya potencia descansa en la
naturalización de sus presupuestos y de sus efectos, puede ser afectado de manera
fundamental por el cambio histórico, por el accionar y la imaginación humanos.
***
Antes de seguir adelante me gustaría hacer algunas aclaraciones importantes. En primer
lugar, este trabajo explora el Nuevo Reino de Granada y Venezuela entendidos como un
todo político, como la denominada Tierra Firme –también mencionada en los documentos
como Costafirme o Costa Firme–. No solo porque desenmarcarse de los cuadros
nacionales resulta fundamental para poder enfrentar la impronta teleológica que atraviesa
la escritura de la historia en y sobre el siglo XIX iberoamericano sino porque los discursos,
las representaciones y las prácticas políticas aquí analizadas son resultado efectivo de una
elaboración conjunta en ambas riberas del Atlántico y en el área grancolombiana.
Considero que debemos llevar a cabo acercamientos que pongan en evidencia la novedad y
la arbitrariedad de esos órdenes nacionales y reconocer el carácter diferente de esas
fronteras, incluso la poca pertinencia de esa noción para territorios que cambian de
dominio según los ritmos que marca la guerra. En los casos neogranadino y venezolano
9
resulta aún más apremiante renunciar al esquema nacional para este momento si se tiene en
cuenta el vigor de los circuitos de comunicación, la misma rotación de la burocracia
monárquica y de los ejércitos armados, los proyectos de unidad política formulados ya
durante las primeras repúblicas y el hecho mismo de que la empresa de pacificación
liderada por Morillo fuera diseñada para la denominada Tierra Firme como una totalidad.
Según podemos leer en las instrucciones dadas al general ibérico por la corte de Madrid en
noviembre de 1814, sus objetivos eran “restablecer el orden en la Costafirme hasta el
Darién”; garantizar la “tranquilidad de Caracas, la ocupación de Cartagena de Indias y el
auxiliar al Gefe que mande en el Nuevo Reyno de Granada” (en Rodríguez Villa 2: 437-
438).
En este sentido, cientos de testimonios del periodo respaldan la pertinencia de analizar en
conjunto los acontecimientos de la Tierra Firme. Mientras que la Gazeta de Santafé se
propuso “describir los sucesos ocurridos, con este motivo, en el Nuevo Reyno de Granada,
y Provincias de Venezuela, durante los seis años que han llamado de transformación
política” (Nº1:13-VI-1816:3), las memorias del presbítero José Antonio Torres y Peña se
titulaban Memorias sobre la revolución y sucesos de Santafé de Bogotá, en el trastorno de
la Nueva Granada y Venezuela (27). El mismo Morillo, después de haberse “enterado de
los recursos de Venezuela, de los de este virreinato, de la influencia de aquellas provincias
con respecto á éstas, y del conjunto de todas con respecto á la América”, llegó a
recomendar al rey consolidar la unión de la Tierra Firme “por el interés que debe tener el
que aquí mande de mantener el orden en aquellos países, por su propia seguridad, debe
interinamente dar el Virrey situado á Caracas, y si S. M. lo cree mejor, que dependa en lo
militar de esta superior autoridad de Santafé” (en Rodríguez Villa 3: 229). Así, siempre
que me refiera a la Tierra Firme debe entenderse por esta los territorios que en términos
generales corresponden a las actuales Colombia, Venezuela y Panamá, mientras que
cuando hable de Colombia deberá entenderse los territorios de la unión grancolombiana y
no únicamente la nación contemporánea.
Por otra parte, a menudo empleo el término “restauración monárquica” en este trabajo
frente al más usual de “reconquista española” con dos propósitos. Primero, cuestionar la
supuesta adscripción nacional “española” de los esfuerzos monárquicos –entendida
siempre en contraste con la “causa americana” y no como un nosotros inclusivo de
peninsulares y ultramarinos– que se encarga de presentar esta empresa como un asunto
completamente ajeno a los habitantes de la Tierra Firme, como si se tratara de una invasión
extranjera, cuando este era precisamente uno de los puntos candentes de disputa entre
monárquicos y republicanos. Segundo, y quizá más importante, poner el acento en el
proceso de institución de la comunidad política monárquica que propiamente implicó,
antes que en las campañas militares y los elementos coercitivos que tiende a privilegiar
más la noción de reconquista y que ciertamente no agotan el espectro de problemáticas que
10
conllevó este proceso político. Por supuesto, se puede discutir si hubo o no hubo
restauración monárquica en estas tierras y en qué medida la hubo. En términos generales,
podemos decir que esta restauración sí ocurrió de manera efectiva, aunque haya sido breve
y su intensidad y estabilidad varíe dependiendo de los territorios concretos que
examinemos. Mi ánimo con la elección de este término tiene que ver únicamente con la
búsqueda de criterios plurales que nos permitan volver sobre el periodo con una mirada
fresca para atisbar más allá de los horizontes consagrados por las historiografías
nacionales. Además, es preciso notar que “restauración” fue un término ampliamente
utilizado por los monárquicos para dotar de inteligibilidad este momento histórico. Según
podemos leer, a manera de ejemplo, en la Gaceta de Caracas: los “pueblos de Venezuela
son testigos de la restauración del orden y de la paz en Santafé por aquellos medios que
son peculiares al valor, actividad y firmeza de su ilustre pacificador” (Nº150:17-IX-
1817:1167).
Por último, cuando hablo de “restauración absolutista” o de “momento absolutista”, debe
entenderse tal absolutismo, antes que como una realidad política efectiva donde el poder
del monarca era absoluto y no estaba limitado por nada ni por nadie, como un ideal de
gobierno basado en la supremacía incontestable del poder soberano –aunque este
efectivamente tramite su legitimidad a través de todo tipo de transacciones políticas entre
todos los integrantes del cuerpo político– y como un proyecto de sociedad fundado en la
necesaria unión de las dos Españas bajo la corona de Fernando VII. Un orden que se
quiere absolutista porque la soberanía real no podía aparecer como inferior a la soberanía
absoluta de la nación proclamada durante las primeras repúblicas. Si bien, como veremos
más adelante, la potestad del monarca para gobernar y la capacidad de abrogar, derogar y
hacer cumplir las leyes se encontraba anclada en el derecho divino de los reyes, el ejercicio
de la soberanía se hallaba circunscrito a la ley natural y a las leyes fundamentales del
Reino: la constitución tradicional del cuerpo político determinaba la naturaleza y los
atributos constitutivos del poder del rey –antes que fijar desde fuera límites a su voluntad–,
al tiempo que daba forma a este orden de jerarquías y subordinaciones. Es precisamente en
los intersticios de esta formulación que existirá el juego político durante la restauración
monárquica: las concepciones absolutistas, el derecho divino de los reyes y las ideas sobre
la constitución tradicional del cuerpo político se entrecruzan sin ningún afán de coherencia
para legitimar diferentes ideas sobre el deber ser político de la sociedad española de ambos
mundos. La restauración monárquica será un proyecto político muchas veces difuso y
contradictorio, que combinaba con desenvoltura la cultura jurídica antigua y ciertas
prácticas políticas inéditas en la monarquía hispánica antes de la crisis borbónica.
Asimismo, no está de más recordar que los realistas que modelaron este proyecto político
estaban lejos de ser un grupo homogéneo en términos de ideas políticas y visiones de
mundo, experiencias y expectativas, identidad generacional, origen social y racial, y
pertenencia a redes burocráticas, familiares y clientelares. La lucha política que ocurre en
11
el discurso realista pugna por apuntalar un orden resquebrajado, no por cumplir con los
criterios de coherencia de los historiadores contemporáneos. Ahora sí, manos a la obra.
II. “El árbol de la libertad está regado con sangre”. La escritura histórica de la
restauración monárquica
El 11 de septiembre de 1819, en pleno fragor de las guerras de independencia, José María
Salazar, una de las figuras más fascinantes y desconocidas de las revoluciones americanas,
publicaba en el Correo del Orinoco la primera de un conjunto de reseñas biográficas sobre
los “mártires generosos de la Libertad Colombiana”. Las pretensiones de la disertación
respondían bien a las dinámicas políticas del momento: “voy á tratar de algunos de mis
compatriotas sacrificados inhumanamente por la crueldad del Gobierno Español para
prestar á su memoria el tributo que le es debido” y “excitar un odio eterno á los feroces
agentes de la tiranía”. Por cerca de seis meses, de manera intermitente, los lectores de la
publicación encontraron en sus páginas las vidas de los neogranadinos más preclaros y sus
muertes infamantes a manos del régimen restaurador. La retórica dicotómica dominada de
manera implacable por la dupla amigo/enemigo, el discurso justificatorio frente a la
Independencia y el socavamiento de la legitimidad del gobierno monárquico en América
configuraron los elementos principales del relato de Salazar. Los americanos debían
recordar siempre que el “árbol de la Libertad es[tá] regado con sangre” (Correo del
Orinoco Nº39:11-IX-1819:s.n.).6
Sin duda, la “Memoria Biográfica de la Nueva Granada” se convertirá en uno de los
primeros espacios con pretensiones históricas en participar de la gran enunciación de la
restauración absolutista en la Tierra Firme como una empresa particularmente –y casi que
únicamente– sangrienta, como el escenario de la crueldad y la barbarie, de “todos los
horrores que ha inventado el género del mal” (Correo del Orinoco Nº55:18-III-1820:s.n.).
Los topos plasmados con esfuerzo por Salazar serán recreados una y otra vez en relatos
que invocaban la autoridad de la historia con el objetivo primero de formar verdaderos
ciudadanos republicanos y cimentar el amor a la patria. Las tensiones y los presupuestos
propios de las guerras de independencia serán trasladados en términos generales al
discurso historiográfico oficial y mantendrán más o menos su vigencia en la conciencia
histórica de nuestros países hasta hoy. Desde las historias patrias y los compendios
escolares hasta la prensa y las memorias de los propios contemporáneos, pasando por los
escritos de las academias nacionales y regionales de historia y los más recientes manuales
bicentenarios, todos estos escritos afirman en lo fundamental la misma matriz discursiva
en lo que respecta al interregno monárquico. Aunque sean evidentes las fisuras en su
6 La “Memoria Biográfica de la Nueva Granada” puede verse en el Correo del Orinoco (Nº39:11-IX-
1819:s.n.) (Nº40:2-X-1819:s.n.) (Nº42:30-X-1819:s.n.) (Nº44:20-XI-1819:s.n.) (Nº46:11-XII-1819:s.n.)
(Nº48:1-I-1819:s.n.) (Nº50:29-I-1820:s.n.) (Nº55:18-III-1820:s.n.). Sobre Salazar y su labor periodística
véase Vergara y Vergara (1867: 308-309, 395-397, 487-489).
12
manera de entender la historia, en la misma trama de los acontecimientos –algunos autores
privilegian algunos episodios y personajes o hacen uso de una retórica más o menos
ampulosa–, en su posición política o en sus objetivos más inmediatos, su caracterización
de la empresa pacificadora, de la monarquía española y de los realistas se mantendrá
prácticamente imperturbable. En efecto, salvo excepciones harto notables, durante el siglo
XIX y buena parte del siglo XX, la historia del momento absolutista se encontrará escrita
desde una perspectiva moral, teleológica y vencedora.7
En primer lugar, se trata de una historia moral porque articula una sucesión de imágenes
construidas alrededor de imperativos morales. Con frecuencia, la explicación pivota entre
la imagen arquetípica del enfrentamiento entre el bien y el mal y la coyuntura específica de
las disputas entre los agentes de una monarquía decadente y tiránica y los defensores de
unas colonias vejadas que ansían encontrar su verdadera libertad. La restauración
absolutista aparece, entonces, como el lugar de la narración de la virtud republicana y la
iniquidad realista, como el escenario de luchas sangrientas entre americanos ilustres y
malvados españoles. Según el antioqueño José Manuel Restrepo, “destruir y matar en
América había sido un gran placer para los españoles en la guerra de la independencia”.
Estos habían llegado solo “para difundir el horror y el espanto en los ángulos más remotos
de la Nueva Granada”. Así, la Independencia podía ser presentada en términos históricos
como un acto de justeza contra el oprobio del despotismo español. A la ya manida fórmula
de los “trescientos años de esclavitud colonial” debía sumarse, y no en último lugar, el
“feroz reinado de Morillo y de Enrile” en la Tierra Firme (Restrepo 1: 462, 429). Incluso
para los más afectos a la labor colonizadora española, que no hacían eco de aquella
fórmula, era en las páginas dedicadas a la restauración absolutista –que explicaban y
justificaban la separación de la metrópoli– donde la historia se podía desplegar con más
éxito como un discurso y una práctica de pedagogía moral, como una escuela de
verdaderas virtudes republicanas para el presente. Según escribía el bogotano José Manuel
Groot:
En los cuadros que hemos desarrollado, á vista de lector, desde el año de 1810 hasta el
de 1819, no se ha visto otra cosa que sacrificios generosos de vidas y fortunas por la
patria; sufrimientos, riesgos y, por último, los granadinos atados á la rueda del
tormento, bajo el zable de unos conquistadores españoles más bárbaros y crueles que
los del siglo de la conquista de los indios. Los que hoy viven y que no pasaron, que no
sufrieron ni experimentaron todo lo que ha costado esto que llamamos patria,
reflexionen y reconozcan que tantos sufrimientos y sacrificios merecen otra
consideración porque este campo desmontado a tanta costa y en cuyas labores han
7 Las siguientes reflexiones se refieren a las siguientes obras históricas fundamentales: Yanes (1943 [1821]),
Restrepo (2009 [1827]), Baralt y Díaz (1841), de Austria (1855), Groot (1869-1871), (Blanco 1960 [1870]),
Páez (1871), O'Leary (1879-1884), Blanco (1883), Franco Vargas (1885), Urdaneta (1888), Henao y Arrubla
(1911), Duarte Level (1917), Mercado (1919), Hernández de Alba (1935), Cuervo (1950), Muñoz (1987).
13
entrado sin que les cueste nada, no es para que lo arruinen y lo talen las pasiones
egoístas del individualismo (2: 477).
En segundo lugar, se trata de una historia teleológica porque las independencias aparecen
con frecuencia como el resultado necesario de la crisis monárquica y como el desenlace
esperable de unas naciones largamente maduradas, que reclaman, finalmente, los derechos
soberanos que les corresponden por naturaleza. No solo el proceso revolucionario se
solapa con el momento fundacional de los nuevos países, sino que la adopción del sistema
político republicano aparece como su corolario histórico obligado. Como si la idea de la
independencia de España estuviera presente desde mucho tiempo antes de la vacancia real,
y solo impidiera su plena realización las circunstancias, la incapacidad de los actores para
llevarla a cabo, o la fuerza de la costumbre y de las armas. Incluso, en algunos casos, se la
supone ya plenamente figurada en las alegadas rencillas burocráticas entre peninsulares y
americanos y en los alzamientos populares de la segunda mitad del siglo XVIII, o más allá,
en los pleitos de los encomenderos y los conquistadores con la Corona en los albores de la
dominación ibérica. De este modo, en 1841, Rafael María Baralt y Ramón Díaz
formularán en el Resumen de la historia de Venezuela la siguiente pregunta a sus lectores:
“¿qué fue lo que impidió por siglos una revolución reformadora en América?”:
La despoblación, efecto de una industria escasa y del comercio esclusivo; la falta de
comunicaciones interiores que aisla las comarcas; la ignorancia que las embrutece y
amolda para el yugo perpetuo; la división del pueblo en clases que diversifican las
costumbres y los intereses; el hábito morboso de la servidumbre, cimentado en la
ignorancia y en la supersticion religiosa, ausiliares indispensables y fieles del
despotismo; la catedra del Evangelio y los confesionarios convertidos en tribunas de
doctrinas serviles; los peninsulares revestidos con los primeros y más importantes
cargos de la república; los americanos escluidos de ellos, no por las leyes, sino por la
política mezquina del gobierno. Política por cierto menos hábil de lo que generalmente
se ha creido: que se reducía al principio cómodo y fácil de no producir para no tener
que cuidar; y cuyo resultado fue prolongar la dependencia para hacer más larga y
sangrienta la separación (Baralt y Díaz 1: 2).
En tercer lugar, se trata de una historia perfilada desde una perspectiva vencedora,
empeñada en asir únicamente las ideas y las realizaciones de los republicanos y que
condena al ostracismo histórico, cuando no anatematiza, a quienes optaron por apoyar
decididamente el estandarte monárquico. La historia de nuestros países se escribe de la
mano de los padres de la patria, no con las voces de sus contradictores, pues estos con
frecuencia no son dignos de crédito, mienten o exageran en sus papeles –por supuesto, no
se trata de afirmar que esto no haya ocurrido, solo que conviene recordar que ninguna
posición política implica el monopolio de la verdad–. De allí que con frecuencia se
14
ofrezcan lecturas guiadas de sus escritos. En este sentido, resulta paradigmática la primera
reimpresión de los Recuerdos sobre la rebelión de Caracas de José Domingo Díaz,
preparada en 1961 por la Academia Nacional de la Historia de Venezuela y prologada por
Ángel Francisco Brice. Antes que analizar la obra, el historiador zuliano se dedica a
consagrar la plétora de epítetos insultantes dirigidos contra Díaz hasta entonces y pretende
“demostrar que este escritor no acató la principal regla de la Historia: la verdad”. En
consecuencia, se dedica sistemáticamente a “rectificar” sus asertos en forma de extensas
notas al pie y a sancionar el escaso valor historiográfico de este escrito: no es un libro de
historia ni una fuente para la historia, es un “libelo infamatorio”, una “obra del
encarnizamiento que en todo momento demostró contra los libertadores y contra la lucha
misma por la Independencia” (15-40).8 Así, en términos generales, esta historiografía ha
privilegiado poco la comprensión del registro monárquico en sus propios términos, y en las
pocas ocasiones que ha aventurado un esfuerzo de entendimiento, los realistas aparecen en
escena como meros antagonistas de los republicanos, apátridas y hacedores de mártires.
Por supuesto, no se trata aquí de evaluar estas historias, inscritas en otras coordenadas
conceptuales, con nuestros raseros académicos actuales. Por el contrario, sostener que
muchos de estos relatos se encuentran escritos en clave moral, teleológica y vencedora no
es más que un esfuerzo por arriesgar una caracterización –bastante simple, por cierto– que
permita avanzar en su comprensión, en su utilización y en su citación como hitos
interpretativos propios de su tiempo y no como verdades trascendentes carentes de un
lugar empírico de enunciación. Aunque buena parte de la historiografía sobre las
independencias escrita hasta la segunda mitad del siglo XX se configure como una historia
heroizante, de grandes personajes y batallas, ocupada en celebrar la epifanía de las nuevas
naciones y en cimentar la condena de los monárquicos, urge trascender la censura fácil y
examinar críticamente las condiciones de posibilidad de estos relatos, desde su fabricación
hasta su posterior recepción, y examinar los supuestos teóricos y políticos que hicieron
posible que su lectura de las revoluciones americanas fuera considerada la única plausible
y posible en la Tierra Firme –labor que, por supuesto, excede los objetivos de este modesto
recuento historiográfico y se encuentra aún pendiente–.
En medio del panorama anterior, de manera tímida pero decidida, comenzaron a surgir en
nuestros países los primeros esfuerzos por dar voz a los realistas y por atisbar mejor sus
motivaciones y sus proyectos. Rufino Blanco Fombona, Mario Briceño Iragorry y Germán
Carrera Damas, para el caso venezolano, y Guillermo Hernández de Alba, Juan Friede y
Oswaldo Díaz Díaz, para el caso neogranadino, pusieron sobre la mesa, desde diferentes
perspectivas y con diferentes énfasis, la necesidad de abordar los procesos de
8 Por fortuna, esta obra ha sido reeditada recientemente en dos oportunidades y sus respectivas prologuistas,
Inés Quintero y Marianela Tovar Núñez, ponen el acento en su carácter fundamental para historizar los
procesos de independencia en la región. Al respecto Quintero (2011: 11-50), Tovar Núñez (2012: IX-LV).
15
independencia más allá del horizonte republicano. De este modo, contamos con trabajos
importantes sobre realistas de primera línea como el marqués de Casa León Antonio
Fernández de León, el regente José Francisco de Heredia, José Tomás Boves, Agustín de
Agualongo y algunas historias generales sobre el accionar del régimen restaurador en toda
la Tierra Firme.9 De manera paralela, comenzaron a publicarse importantes compilaciones
de fuentes primarias acompañadas de algunos análisis preliminares. En Caracas, vieron la
luz la obra de Díaz ya mencionada, algunos relatos de corte autobiográfico escritos por la
primera plana del realismo venezolano, dos tomos de las causas de infidencia seguidas a
los republicanos y los fundamentales Materiales para el estudio de la ideología realista de
la independencia –la mayor compilación de fuentes que se ha hecho en nuestros países–,
mientras que en Bogotá fueron publicadas compilaciones de documentos monárquicos
relacionados con la derrota en Boyacá, los papeles de las campañas militares realistas y las
Memorias del presbítero José Antonio Torres y Peña.10
La importancia de dichos trabajos radica en buena medida en que señalaron la ausencia
fundamental del ideario realista a la hora de historizar los procesos de independencia en la
Tierra Firme y marcaron nuevos derroteros para la historiografía del periodo incorporando
con frecuencia la situación de la Península para explicar los acontecimientos americanos.
La mayoría de estos y otros estudios se encuentran anclados en el establecimiento de las
causas económicas, políticas y militares de los procesos de independencia y en la
explicación del accionar de sus principales protagonistas como producto de condiciones
objetivas de talante económico-social. Como bien señaló el siempre pionero Juan Friede
en su momento, “no tenemos todavía una obra histórica que abarque la época de la
Independencia por todos sus aspectos”, basada en el “estudio del abundante material
conservado en los archivos históricos” y capaz de “resaltar el papel que cumplieron las
fuerzas sociales actuantes, la constelación política nacional e internacional y las causas
económicas, sociales y espirituales que motivaron, fortalecieron y llevaron a feliz término
el movimiento independentista” (Friede 1969: 12). No debe sorprender, entonces, que
cuando se ocupan propiamente del terreno político, estas obras se interesen en el
esclarecimiento de los acontecimientos políticos y militares –en dar cuenta de lo que
“realmente ocurrió”– y en dilucidar los orígenes y contenidos ideológicos de los discursos
monárquicos, aferrados al tradicionalismo y la reacción y en oposición siempre a la
vanguardia liberal de los republicanos. De este modo, más allá de sus indiscutibles aportes,
sus esfuerzos por establecer una estrecha correlación entre las condiciones económico-
sociales, la filiación política y las influencias ideológicas de los actores históricos, revela
la existencia de un enfoque teleológico subyacente en estos trabajos, más interesados en
explicar por qué determinados grupos se decantaron por tales o cuales ideas –cuyos
9 Blanco-Fombona (1916, 1981), Briceño Iragorry (1946, 1947), Carrera Damas (2009 [1964], 1983 [1971]),
Díaz Díaz (1965), Friede (1972), Ortiz (1974), Ocampo López (2010 [1974]). 10
Heredia (1916), Coll y Prat (1960 [reedit. 2010]), Torres y Peña (1960), Cajigal (1960), VV.AA. (1960,
1969), Friede (1969), Lee López (1989), Morillo (1985), Bonilla (2011).
16
sentidos parecen ser del todo claros y ya estaban dados– que en explicar sus mismas
posibilidades. Según el influyente trabajo de Carrera Damas:
Globalmente puede decirse que la “ideología” de la reacción realista –poco estudiada
por la historiografía venezolana– carece de otra formulación que no sea la muy general
de retorno al viejo orden de cosas. Mientras los republicanos se esfuerzan por definirse
positivamente componiendo una teoría de la acción, la reacción realista lo hace
negativamente oponiéndose al cambio, arguyendo su no necesidad, demostrando su
inutilidad, etc., pero sobre todo presentándolo como prueba de las ambiciones
desbocadas de los criollos (1983: 92).
Por su parte, en las últimas tres décadas, numerosos trabajos han revisado críticamente el
cariz moralizante de la escritura de la historia de las independencias en nuestros países y
han cuestionado la premisa absoluta de la preexistencia de las naciones americanas,
destacándose como pioneros los trabajos de Germán Colmenares y de François-Xavier
Guerra.11
Aunque de manera un poco menos sostenida, también han surgido importantes
aportes que se han preocupado por explorar el pensamiento realista y la restauración
absolutista como un conjunto de problemáticas plenamente históricas. Entre los análisis
recientes se destacan, además de los estudios biográficos, los temas vinculados al
funcionamiento de la institucionalidad monárquica, el accionar del Ejército realista, el
papel de las “castas” y los sectores populares, la política regional y los trabajos escritos en
la Península Ibérica sobre el partido realista, el sexenio absolutista y el pensamiento
reaccionario –término ya muy instalado en la historiografía española–. Estos estudios
ciertamente comienzan a ofrecernos una visión diferente del interregno monárquico,
poniendo en evidencia los diferentes esfuerzos sostenidos para mantener la soberanía del
solio real en América, la heterogeneidad de las políticas diseñadas para conseguirlo y los
recursos intelectuales empleados, amén de subrayar las disensiones internas del realismo
en toda la monarquía hispánica.12
En este sentido, merecen mención aparte dos trabajos recientes. Por un lado, La voz de los
vencidos. Ideas del partido realista de Caracas, 1810-1821, de Tomás Straka. Sin duda,
una de las obras históricas más juiciosas que se ha hecho hasta el momento sobre el
pensamiento realista en toda la Tierra Firme. Según muestra Straka, los realistas echaron
mano de nociones como “buen orden”, “justa causa” y “justa guerra” con dos objetivos
fundamentales: afirmar la soberanía de Fernando VII en América y deslegitimar las ideas
11
Colmenares (1986a, 1983b), Guerra (1993). 12
Woodward (1968), Stoan (1974), Hamnett (1976), Costeloe (2010 [1986]), Anna (1986), Soriano (1988),
Palacios (1989), Albi (1990), Semprún y Bullón (1992), Uribe Urán (1995), Ramos (1996), Pino Iturrieta
(1998), Earle (2014 [2001]), Gutiérrez Ramos (2003), Saether (2003), Thibaud (2003), Quintero Saravia
(2005), Lovera (2007), Neira Sánchez (2007), Echeverri (2009, 2011), Páramo (2010, 2014), Meza (2012).
En la historiografía española sobre el periodo resultan fundamentales, Herrero (1971), Artola (2008 [1973]),
Fontana (1983 [1979]), Portillo (2000, 2006), Rivera García (2006, 2007), López Alós (2011).
17
republicanas de libertad, igualdad y democracia. Escrita a caballo entre la antigua tradición
de la historia de las ideas, centrada en torno a los orígenes ideológicos de las revoluciones
de independencia, y la nueva historia político-conceptual, esta obra nos muestra el
complejo universo político realista, sus sustratos doctrinales y sus formas de
argumentación y ciertamente contribuye en la comprensión renovada del papel que
desempeñaron las tradiciones discursivas en las guerras de independencia. Sin embargo, al
mismo tiempo que echa luces sobre estos aspectos fundamentales, el libro de Straka da
cuenta de cómo el prisma tradición-modernidad sigue imponiéndose en nuestros medios
académicos limitando la comprensión del complejo horizonte de posibilidades abierto por
las revoluciones hispánicas, pues las ideas políticas son definidas más allá de sus múltiples
usos y referidas a un sustrato ideológico inalterable: los realistas son tradicionalistas y los
republicanos son modernos. La independencia aparece, entonces, principalmente como un
“conflicto ideológico” entre dos “sistemas de pensamiento”: un pensamiento moderno de
cuño republicano y un pensamiento tradicional respaldado fundamentalmente por la
filosofía escolástica de raigambre medieval, “un sistema de ideas bien integrado,
primorosamente argumentado, fieramente defendido” (Straka 2007 [2000]: 16).
Por otro lado, El retorno del rey: el restablecimiento del régimen colonial en Cartagena
de Indias (1815-1821), de Justo Cuño Bonito, analiza detalladamente el accionar y el
funcionamiento del régimen restaurador en el Caribe neogranadino, desde la toma de
Cartagena de Indias por los ejércitos del rey en diciembre de 1815 hasta la rendición de las
autoridades peninsulares en octubre de 1821. Basado en un formidable trabajo de archivo,
Cuño aborda diferentes escenarios de la política monárquica en la Tierra Firme, muchos de
ellos inexplorados hasta el momento: la campaña militar de reconquista, la difícil
reorganización política, administrativa y fiscal de la provincia, las disputas ideológicas y
burocráticas entre los partidos absolutista y liberal y la proclamación final de la
Constitución de Cádiz en 1820. Si bien la obra ofrece un cuadro complejo de la cambiante
realidad política del momento, incluyendo la visión que de este proceso tuvieron algunos
sectores populares, sus esfuerzos en ocasiones se ven marrados por cierta perspectiva
presentista y evaluativa que privilegia los supuestos yerros y deficiencias de los actores
históricos, las estrategias represivas implementadas por el régimen restaurador –represión
judicial y fiscal, depredación militar y un estricto control social– y la polaridad liberal-
tradicional como una evidencia perfectamente racional y consistente para leer el periodo:
la “reconstrucción del régimen colonial enfrentó dos modelos políticos y económicos,
resultado de dos tendencias opuestas que coexistían en el propio seno de la sociedad
colonial: la liberal y la absolutista” (Cuño 2008: 16). Perspectiva que también se perfila
desde el mismo prólogo de la obra, donde Juan Marchena y Manuel Chust califican el
interregno monárquico como un “intento desesperado a la vez que sangriento e inútil” y a
sus principales modeladores como “paquidermos de otro tiempo sin duda ya pasado y
gastado”, que “no hicieron sino comportarse como inhábiles administradores, prepotentes
18
rectores políticos e ignorantes agentes sociales” (en Cuño 2008: 14, 15). Así, al tiempo que
conocemos al detalle la superposición de estructuras militares y civiles, y la tenaz
competencia entre los realistas, nos quedamos sin saber cuáles son los fundamentos de sus
argumentaciones y cómo los marcos institucionales, antes que ser el resultado del
antagonismo político, son espacios donde este se constituye y despliega.
Sin duda, estos dos trabajos, originales, informados y de grandes alcances, representan
sendos esfuerzos por repensar la restauración monárquica y ponen sobre la mesa nuevas
cuestiones útiles para escudriñar los desafíos enfrentados por los realistas y los diversos
recursos desplegados para solventarlas. Si bien estamos lejos aún de avizorar horizontes
historiográficos sólidos en este sentido las perspectivas recientes, como puede verse, son
halagüeñas.13
Por supuesto, es necesario seguir transitando los caminos abiertos por estas
obras fundamentales al tiempo que ensayamos nuevas formas de comprensión. Aunque el
enfoque aquí adoptado retoma lo esencial de dichas contribuciones, también toma
distancia en un sentido que tiene que ver con la manera en que han sido conceptualizadas
en sus páginas las relaciones entre el lenguaje y la legitimidad y el uso indiscriminado de
díadas antinómicas para pensar el pasado. Este trabajo hace parte de un esfuerzo mucho
más amplio por someter a examen las premisas usuales con que han sido conceptualizados
los procesos históricos de las independencias americanas. En este caso, apelar en primer
lugar a las fuentes primarias quizá nos permita discernir un poco mejor las voces de los
realistas y restituirles algo de su potencia; voces que fueron obliteradas por los éxitos de
las armas republicanas y por la violencia infligida por el mismo régimen restaurador y que
terminaron por opacar las otras respuestas ensayadas por los realistas ante las
problemáticas del momento. Dar cuenta de algunas de ellas es el propósito fundamental de
este trabajo.
III. Sobre lenguajes políticos, conceptos fundamentales y publicidad monárquica
Este esfuerzo por historizar los modos de comprensión del mundo político por parte de los
realistas parte de un conjunto de principios teórico-metodológicos comunes a las más
recientes investigaciones sobre la historia político-intelectual del siglo XIX
iberoamericano. Como bien afirma Elías Palti (2005: 467-494), la labor histórica, para
renovar nuestra compresión del pasado, implica un doble trabajo. Por un lado, un trabajo
sobre la teoría, que permita formular nuevas preguntas, desarrollar nuevos enfoques de la
historia y no limitarse a reproducir el saber ya establecido. Por otro lado, un trabajo sobre
13
Una vez concluida la escritura de este trabajo, a finales de 2016, fue publicado el libro La restauración en
la Nueva Granada (1815-1819), escrito por Daniel Gutiérrez Ardila. De manera similar a esta tesis, el autor
propone entender el interregno monárquico como una restauración y no como una reconquista y prefiere
examinar los experimentos exitosos de pacificación antes que centrarse en la narrativa tradicional del terror.
Si bien, por cuestiones de tiempo, no fue posible integrar esta obra en la discusión, algunos de los apartes
aparecidos previamente fueron considerados durante la elaboración de este trabajo. Al respecto, véanse,
Gutiérrez Ardila (2013, 2014).
19
la historia, que solo se produce cuando los hallazgos históricos y la confrontación con las
fuentes primarias nos obligan a enriquecer o a reconsiderar nuestros marcos conceptuales.
Se trata aquí, entonces, de hacer una historia del discurso político desde una perspectiva
crítica, apartándose de cualquier esquema totalizante y suprateórico que pretenda que la
cuestión de la legitimidad política y los usos del lenguaje puede ser establecida del todo o
capturada de manera terminante. No es esta una historia de las ideas o una historia del
pensamiento político, interesada en trazar las peripecias de las ideas para ajustarse a una
realidad siempre escurridiza. El tipo de lectura que aquí hago, apoyado en estos
presupuestos, no asume una correspondencia directa entre las palabras y las cosas,
tampoco busca la resolución de las reputadas contradicciones del discurso político
iberoamericano ni señalar, una vez más, su presunta incompletitud. Lo que pretendo es
entender cómo los actores históricos hacían uso del lenguaje para reconstruir el orden
simbólico y responder a los crecientes desafíos que la vida política les planteaba. Para ello,
echaré mano de un conjunto de recursos provistos por importantes tradiciones intelectuales
que aunque ampliamente coincidentes en sus formas de entender el mundo político no por
ello se encuentran exentas de ciertas tensiones que, espero, resultarán productivas para este
trabajo.
En primer lugar, esta investigación se plantea como una aproximación de corte
genealógico a los discursos monárquicos durante el momento absolutista. Un análisis
histórico que renuncia a la búsqueda absoluta de un origen, que no busca “antecedentes”
en cada discurso ni una finalidad intrínseca a los procesos históricos. La perspectiva
genealógica intenta restituir una dispersión de enunciados; aboga por la eventualización de
la historia, por la consideración de la singularidad de los eventos y de aquello que los
define en cuanto tales: su carácter contingente e irrepetible. Es una mirada comprensiva
que intenta problematizar una cuestión resituándola en sus condiciones concretas de
emergencia. El sentido genealógico no descansa sobre ningún absoluto y restituye el
carácter histórico de las cosas para rescatar la unicidad de los sucesos, hilados sin causa
final, dependientes de una compleja red de fuerzas entretejida por el azar de la lucha. Así,
mientras que otros tipos de historia construyen continuidades, hitos fundacionales y
homogeneidad, la genealogía encuentra dispersión, perspectivas y movimiento. No en
vano se nos dirá que la genealogía requiere de “erudición”, de paciencia y meticulosidad
(Foucault 1970; 1992: 9). Se trata, con la genealogía, de dar respuesta a un conjunto de
problemas históricos situados en un momento y en un espacio determinados, de establecer
las intricadas relaciones entre los discursos realistas, las prácticas políticas y la
reconstrucción del orden monárquico en la Tierra Firme. No se trata del estudio de un
periodo histórico. Según Michel Foucault, historiar un periodo implica atribuirse un objeto
e intentar resolver los problemas que pueda plantear, además de un tratamiento exhaustivo
del material y la obligación, quimérica, por demás, de decirlo todo al respecto. Por el
contrario, el tratamiento de un problema histórico determina a partir de sí mismo el ámbito
20
del objeto que hay que recorrer para resolverlo; selecciona y recorta sus fuentes en función
de los datos del problema y establece cierto tipo de relaciones que permiten su solución,
situación que permite no decir todo sobre un objeto o un periodo determinados. De esta
manera, la genealogía es una historia en perspectiva: mira desde un ángulo determinado
para comprender el mundo; no niega el lugar de enunciación de sus planteamientos
(Foucault 1982: 42-43).
Precisamente, esta concepción más genealógica que teleológica de la historia es la piedra
de toque de la historia conceptual de lo político, que sirve de base a este trabajo. Según
Pierre Rosanvallon, se trata de una historia que tiene como función restituir problemas más
que describir modelos, que se esfuerza por recobrar la ambigüedad conceptual y la
conflictividad como dimensiones inherentes al mundo político (29). Desde esta
perspectiva, lo político aparece como un campo de acción y de luchas concretas, de aporías
y de antagonismos; como el lugar donde se articulan lo social y su representación. Lo
político comprende todas aquellas actividades en las que el poder y la comunidad se ven
implicados y se refiere fundamentalmente a los procesos de su auto-institución. Es
precisamente la instancia por la que se configura una forma dada de existencia comunal y
un trabajo de reflexión de la sociedad sobre sí misma alrededor de cuestiones como la
acción colectiva y la imaginación de un pasado y de un provenir comunes (15-16). En este
sentido, para alumbrar las tensiones y los diferentes tanteos de lo político en el momento
absolutista, resulta fundamental reconstruir el modo como los actores históricos elaboraron
las situaciones y las dotaron de inteligibilidad, entender cómo pensaron su acción y las
posibilidades que organizaron sus horizontes. Para ello es necesario revisitar los lenguajes
que emplearon para aprehender el mundo político.
Según John Pocock, un lenguaje político está constituido por los “idiomas, retóricas,
vocabularios especializados y gramáticas, todas aquellas modalidades de discurso o formas
de hablar de la política creadas, difundidas y, lo que es más importante, utilizadas en el
discurso político” en el marco de una comunidad de discurso única, aunque esencialmente
diversa (2011a: 103). El lenguaje no es un medio más o menos neutral para transmitir y
representar ideas sobre el mundo político, ni un modo de expresión pasivo y esencialmente
invisible. Por el contrario, el lenguaje se encuentra atravesado por una fuerte impronta
productiva, es por definición compartido y condiciona el rango de lo decible y de lo
pensable en un momento dado; organiza los modos en que ideas, percepciones y acciones
son legibles para los contemporáneos y las formas mismas de significación y
argumentación que subyacen a esa comprensión. Así, antes que entenderse como unidades
contrapuestas, lenguaje y realidad –textos y contextos, discursos y prácticas–, son
dimensiones inescindibles: el lenguaje es parte esencial de la realidad, y la realidad sólo
puede ser articulada, construida y entendida en el lenguaje (2011a: 101-118).
Precisamente, tratar de desentrañar los sentidos profundos de los discursos de los actores
21
históricos nos remite a su reconocimiento como un conjunto de actos de habla incrustados
en contextos específicos de enunciación, esto es, como intercambios comunicativos
dotados de una dimensión simbólica, de estructuras retóricas y de una pragmática
particulares. Desde esta perspectiva, los lenguajes políticos aparecen como espacios
estructurantes de la experiencia social y se encuentran, a su vez, sostenidos y atravesados
por el conjunto de estructuras y fuerzas que organizan la sociedad y los modos de
pensamiento y acción en un momento dado. De allí que su análisis juicioso implique
siempre la cuidadosa reconstrucción de las situaciones comunicativas en que se producen
dichos actos de habla –quién dice qué, dónde, cómo y para qué– y requiera analizar cómo
esas condiciones de enunciación vienen a inscribirse en los propios textos y pasan a formar
parte integral de su sentido (Skinner 2007a: 185-222) (Palti 2005: 23-44; 2007: 21-56).
Así, entender los discursos realistas en términos de lenguajes políticos es asumir que son
hechos políticos singulares, crisoles en los que ocurren un conjunto variopinto de hechos
que modifican los contextos y estructuras con las que entran en contacto (Pocock 2011b:
119-131).
En nuestro caso, además de la reconstrucción de estas instancias de disputa argumental,
debemos escudriñar el plano de los contenidos semánticos de los textos y su proyección en
el tiempo. Se trata de comprender, de manera simultánea, la inevitable dimensión retórica
de la política sin perder de vista la profundidad temporal interna de las nociones usadas
por los actores históricos. De combinar el análisis sincrónico con un adecuado examen del
devenir diacrónico de los lenguajes estudiados. Según la historia conceptual desarrollada
por Reinhart Koselleck, los conceptos articulan múltiples redes de significado y condensan
experiencias históricas particulares, aspecto que les confiere un carácter polivalente,
generalizante y cambiante; son estructuras de orden semántico que operan siempre en
tensión entre el “espacio de experiencia” precedente y el “horizonte de expectativas”
generado por sus usos públicos –por eso fungen, de manera simultánea, como índices de
los contextos que engloban y factores de luchas sociopolíticas– (1992a: 333-357). De este
modo, puede decirse que el cambio semántico no es más que una plasmación de la lucha
social que siempre implica una contienda en el discurso. La acción política de los realistas
puede leerse, así, como un conjunto de batallas por la percepción del mundo a través de los
conceptos, que se vuelven, al mismo tiempo, objetos de estrategias de enunciación
antagónicas, concentrados de experiencia histórica y dispositivos de construcción del
futuro y de proyección de las experiencias posibles (Koselleck 1992b: 117).
De esta manera, una atención especial a los diversos usos de los lenguajes políticos del
período me permitirá estar atento frente a lo que Joan Scott ha denominado la “evidencia
de la experiencia”, aquella que muy a menudo conduce a reconocerse en tal o cual aspecto
del pasado del que no conocemos las configuraciones de conjunto y que apuntala una
lectura anacrónica y ahistórica de aquello que precisamente debería ser explicado de
22
manera crítica: los puntos de partida de los discursos públicos, los significados
contradictorios de los conceptos y la construcción de identidades políticas, por citar solo
algunos ejemplos. Según Scott, negar el origen discursivo de aquello que “encontramos”
en los documentos, de la experiencia escrita por los contemporáneos, es esencializar las
posibilidades políticas que concita, renunciar a entender los lenguajes allí empleados como
contextuales, disputados y contingentes. Así, la experiencia de los actores históricos se
convierte, no en el origen primero de la explicación, no en la evidencia definitiva que
fundamenta lo conocido, sino más bien en aquello sobre lo cual se produce el
conocimiento, aquello que se debe volver inteligible por medio de la comprensión
histórica (773-797).
Como corolario de lo anterior, se desprende la necesaria búsqueda de nuevos criterios que
nos permitan explicar los intricados procesos de transformación ocurridos en nuestras
sociedades con las revoluciones hispánicas; la búsqueda de nuevas perspectivas, más allá
del prisma tradición y modernidad, que sean sensibles a la combinación de múltiples
lenguajes políticos y se encuentren alejadas del lastre normativo que impregna la mayoría
de estudios interesados en establecer las fronteras entre el “pensamiento tradicional” y el
“pensamiento moderno” en los discursos del periodo. Como ya se apuntó, en este esquema
simplificador, aunque tremendamente efectivo, las independencias americanas han sido
presentadas como una lucha entre dos visiones de mundo radicalmente opuestas,
encarnadas en los principios de tradición y modernidad –o sus equivalentes estructurales–,
y representadas respectivamente por contrarrevolucionarios y revolucionarios, realistas y
republicanos.14
El ideario realista es visto, así, como expresión decantada del arcaísmo
político y el tradicionalismo social. Sin embargo, en nuestro caso, es evidente cómo la
misma “tradición”, siempre recubierta en el discurso de un carácter sagrado y anclada en la
ley natural, puesta en un nuevo horizonte discursivo, adquiere una dinámica diferente de la
que tenía en el orden antiguo; cómo en algunos casos se invocan y construyen supuestas
tradiciones para legitimar nuevas realidades políticas, y quizá más importante, cómo no
existe un acuerdo fundamental sobre lo qué es la tradición y sobre cuál es el sentido
verdadero de la historia –más allá de algunos formulismos, la disputa por el sentido que
todo esto adquirió durante la restauración absolutista es lo que debe interesarnos–.
En abierto contraste con lo dicho, las fuentes del periodo registran una profusión de
argumentos políticos y de recursos retóricos provenientes de todo tipo de doctrinas y
estilos de pensamiento cuya principal preocupación es la reconstrucción del orden
simbólico. Estos elementos pretendidamente antagónicos, antes que ser realidades
objetivas, conviven en una constelación discursiva constantemente redefinida en el
ejercicio de la escritura misma: los escritos bíblicos y los clásicos grecolatinos, el
14
Para una crítica a los tipos ideales en la historia política del siglo XIX véanse, Fernández Sebastián (2005:
165-181), Palti (2007: 21-56).
23
neoescolasticismo, el regalismo borbónico, el jansenismo, el republicanismo neoclásico, el
pensamiento ilustrado, y también la crítica al “filosofismo” –que no puede ser leída como
mero irracionalismo o como una posición general en contra de la Ilustración como
movimiento intelectual–, hacen parte, entre otros, del amplio catálogo de lecturas de las
que se servirán los realistas para legitimar sus posiciones y para mover a los vasallos del
rey en favor de la “justa causa”. El conjunto de indeterminaciones y ambigüedades
doctrinales, conceptuales y políticas que atraviesan estos discursos poco o nada tiene que
ver con su presunta falta de coherencia sino con su carácter inherentemente histórico, esto
es, contingente, que solo resulta accesible una vez renunciamos a los marcos
normativistas, formalistas y teleológicos propios de la historia de la ideas.15
Según
veremos más adelante, la permanente invocación de la opinión pública como instancia de
legitimidad en un gobierno cimentado todavía en el derecho divino de los reyes, es quizá el
rasgo más visible pero no el único de esta cohabitación no exenta de tensiones de diversos
modos de entender la comunidad política.
En efecto, la reinstitución formal de los antiguos montajes de legitimidad monárquica no
puede ocultar la mutación previa de los lenguajes y de los valores políticos, así como
tampoco la aparición de nuevas prácticas en el seno de la monarquía restaurada. Para
conseguir sus objetivos los realistas reasumirán, de manera deliberada o no, las
elaboraciones políticas proclamadas por las primeras repúblicas y por la monarquía
gaditana. La restauración absolutista se perfila, entonces, no solo como un momento de
intensa reapropiación y reelaboración de la cultura política antigua y de la “tradición”, sino
también como una experiencia histórica modelada sobre su cimiento constitucionalista
anterior, dando cuenta de la riqueza y variedad de las posibilidades políticas del momento.
De este modo, para el área grancolombiana, el tránsito del antiguo régimen a la república
no seguirá una evolución limpia de formas monárquicas a formas republicanas, como a
veces pareciera sugerir cierta historiografía empeñada en obviar la incidencia de la
restauración monárquica en los ciclos revolucionarios locales, y poder establecer sin más
una línea de continuidad entre las primeras repúblicas y los gobiernos surgidos después de
la victoria bolivariana en Boyacá. Sin duda, la comprensión renovada del momento
absolutista nos permitirá entender mejor las complejas recomposiciones de discursos y
prácticas políticas entre las formas monárquicas y las formas del nuevo orden republicano
y reconocer la difícil transición entre estos dos órdenes políticos como un proceso
dinámico –si es que puede denominarse transición, a sabiendas de que no se trata de un
tránsito acabado de un universo conceptual a otro radicalmente diferente–.
Como puede verse, este trabajo no analiza otra cosa diferente al conjunto de elementos que
componen el complejo mundo de la cultura política: el modo de lectura de los discursos, la
presencia poderosa de las imágenes, la impronta de los ritos, la historia de las
15
Sobre la “mitología de la coherencia” véase, Skinner (2007:109-164).
24
representaciones de la vida en común. Por ello resulta fundamental tener en cuenta la
variopinta geografía del discurso político del momento, aguzar la conciencia sobre la gran
variedad de espacios y situaciones en los que tienen lugar los lenguajes políticos. Conviene
también no comprenderlos de manera separada, como si se tratase de una realidad
compartimentada, sino tratar de pensarlos en su totalidad, como el lugar de acción de la
sociedad sobre sí misma. De allí la importancia analítica de una categoría como publicidad
para este trabajo. En términos generales, entiendo por esta una forma fundamental de
trabajo político que implica unos medios, unos espacios y unos actos concretos para hacer
que algo adquiera el estatuto de público –trabajo político que “se hace a vista de todos” y
que abarcaría desde el conjunto de medios para divulgar hasta el acto mismo de
divulgación– (Ortega y Chaparro, 15-23). Sin duda, la publicidad puede leerse como una
poderosa fábrica de discursos, imágenes y emociones que interpelan de manera simultánea
la razón, las creencias y los sentidos de los sujetos.
Ciertamente, una vez cuestionado el fundamento de legitimidad del poder monárquico por
parte de los republicanos, este necesitaría recomponerse a partir de su representación
continuada y de la puesta en marcha de diversas formas de publicidad profundamente
imbricadas entre sí; formas de publicidad que antes que ser entendidas como
justificaciones simbólicas de un determinado orden político, o antes que ser interpretadas
en términos de propaganda oficial o de meras estratagemas de persuasión de las gentes,
deben ser asumidas como constitutivas de ese mismo orden, pues es precisamente en sus
contornos donde ocurre la reinstitución de la comunidad política, la cual se llevó a cabo en
ese periodo no solo desde elementos coercitivos como la fuerza armada o el lenguaje del
terror, aunque sin duda los privilegie de manera importante. Se trata de una comunidad
política que, en cierto modo, se piensa y se constituye a sí misma permanentemente a
través de estas diferentes publicidades y de estos discursos y arreglos institucionales.
Precisamente, este conjunto de publicidades buscará atajar la tenaz incertidumbre que
introducían, entre otras, las dinámicas de la guerra, y hacer de la fidelidad regia la fuerza
primera para reconstruir el orden político. Ya lo afirmaba la misma Gaceta de Caracas:
“uno es el medio, ó más bien el fundamento de esta suspirada é indispensable restauración:
uno, muy fácil y muy necesario y debido: Amor al rey; obediencia al gobierno” (Nº7:15-
III-1815:53).
Finalmente, a estas alturas, debe resultar notoria la necesidad de abordar de manera más
juiciosa el estudio histórico de los conceptos y de los lenguajes políticos del pasado para
los casos neogranadino y venezolano. Este trabajo intenta hacer un aporte concreto en este
sentido, seguir el fértil camino abierto por otras investigaciones pioneras. No obstante,
también quiere llamar la atención sobre el lenguaje que usamos como historiadores para
construir nuestras propias conceptualizaciones, más aún en una disciplina poco dada a la
reflexión terminológica y al cuestionamiento de sus propios estatutos epistemológicos. La
25
historia, como práctica generadora de conocimiento, debe ser crítica sobre la manera en
que describe sus objetos de estudio y sobre la forma en que explica e interpreta sus
estructuras y procesos. No está de más recordar que la historia es lenguaje, un modo
particular de hablar sobre el pasado, de convertirlo en histórico. Debemos empezar,
entonces, por subrayar la radical historicidad del conocimiento, por reconocer que todas
nuestras interpretaciones sobre el pasado son inevitablemente provisionales. Precisamente,
ese carácter condicionado y relativo de nuestros trabajos promueve el debate
historiográfico y alienta la búsqueda de nuevas maneras de conceptualizar y de escribir la
historia. Hace que valga la pena, en cierto sentido, decir algo más sobre el pasado. Al igual
que los hombres y mujeres del siglo XIX, nosotros tampoco podemos escapar de la
historia y de la temporalidad ni de las posibilidades que nos ofrecen los lenguajes con los
que pretendemos informar de color esos futuros pasados que ya fueron, o que pudieron
haber sido, y que todavía están en nosotros.
IV. Estructura de este trabajo y fuentes primarias
Esta investigación está compuesta, además de esta introducción general, por tres capítulos
y unas reflexiones finales a manera de conclusiones. En el primer apartado, “„Todas las
cosas tienen su tiempo‟. Tiempo e historia durante la restauración monárquica”, examinaré
la elaboración del tiempo histórico por parte de los realistas, la cohabitación de diversos
sentidos de la temporalidad y las complejas relaciones entre experiencias y expectativas en
el momento absolutista. Asimismo, analizaré brevemente la escritura de la historia
monárquica como expresión discursiva de esta conciencia de temporalidad a partir de dos
ejemplos puntuales: los primeros ensayos de una historia de la crisis de la monarquía
hispánica en la Tierra Firme y el debate sobre el significado de la conquista de América.
En el segundo capítulo, “El realismo: un discurso de réplica. La disputa conceptual durante
la restauración monárquica”, analizaré los diferentes contenidos semánticos y los usos
políticos de los conceptos de “buen orden”, “opinión pública”, “nación”, “libertad” e
“igualdad” en el marco de la tenaz pugna política por la fijación de sus verdaderos
sentidos. Si bien muchos realistas acusarán la creciente inestabilidad semántica de estos
términos otrora considerados transparentes y unívocos, pondré de presente cómo los
mismos monárquicos, al tiempo que fungieron como paladines de la ortodoxia conceptual,
contribuyeron en no pocas oportunidades a la continua “confusión de las voces”. El
capítulo propone entender el discurso realista como un discurso de réplica, pues en buena
medida este responde a los señalamientos hechos por los republicanos tiempo atrás y a las
innovaciones conceptuales y políticas puestas en marcha por el constitucionalismo
gaditano y las primeras repúblicas americanas.
26
En el tercer acápite, “„Porque la fidelidad es el todo del sistema social‟. La elaboración de
la fidelidad durante la restauración monárquica”, analizaré cinco formas de publicidad
política encaminadas a elaborar la obediencia y fijar la opinión pública en favor del
monarca durante el momento absolutista: los impresos, las celebraciones monárquicas, la
liturgia católica, el accionar del Ejército y el terror político. En este capítulo, prestaré
particular atención a las premisas y consecuencias tanto conceptuales como prácticas de
esta intervención de los realistas en los diferentes espacios públicos y daré cuenta de las
intricadas relaciones entre la reinvención de la legitimidad monárquica, las formas de
publicidad oficiales y los espacios de sociabilidad que suponen.
Finalmente, una palabra sobre las fuentes primarias. En este trabajo he privilegiado una
pluralidad de registros documentales y de soportes archivísticos con el objetivo de ofrecer
una mirada plural sobre el periodo: manuscritos, impresos y folletos de todo tipo, papeles
periódicos, documentos legales y representaciones, correspondencia, historiografía del
periodo, memorias autobiográficas y un amplio repertorio de compilaciones documentales
editadas a lo largo del tiempo y que recogen infinidad de documentos monárquicos. La
mayoría de estos archivos fueron consultados en diferentes repositorios documentales y
bibliotecas especializadas en España, Colombia y Venezuela. Me gustaría mencionar
especialmente el Archivo General de Indias, en Sevilla; la Real Academia de la Historia de
España, en Madrid; la Biblioteca Nacional de Colombia, la Biblioteca Luis Ángel Arango
y el Archivo General de la Nación de Colombia, en Bogotá; y el Archivo General de la
Nación de Venezuela y Academia Nacional de la Historia de Venezuela, en Caracas.
27
Capítulo 1. “Todas las cosas tienen su tiempo”. Tiempo e historia
durante la restauración monárquica
Los hechos, la historia y la naturaleza están por nosotros.
Salvador Ximénez de Enciso, Carta Pastoral (1819).
Todas las cosas, Señor, tienen su tiempo: hay tiempo de hablar, y tiempo de callar; y el que para obrar no observa
las circunstancias del tiempo, es inútil en la Iglesia de Dios que no envio su hijo primogénito para enseñar los
secretos de la Divinidad, y unir a los pueblos de la tierra bajo una sola creencia, sino en su tiempo; perjudicial en
el Estado, cuya destrucción o conservación dependen del tiempo; inepto para los negocios públicos, e inepto para
los domésticos, porque unos y otros no se regulan sino por el tiempo. Solo la Ley del Señor es eterna; y la
majestad de todas las cosas humanas se pierde cuando no son conformes al tiempo. ¿Qué fuera hoy, Señor, de
vuestras provincias de Venezuela, si no me hubiese yo ligado a estas circunstancias, bajo el mando de los
insurgentes, como bajo los que administraron aquellos países bajo el Real nombre de V.M.? La historia
conservadora y reproducidora del tiempo, lo dirá algún día.
Narciso Coll y Prat, Exposición de 1818 (1818).
El 23 de junio de 1818, Narciso Coll y Prat, arzobispo de Caracas, representaba al monarca
una memoria expositiva sobre los acontecimientos ocurridos durante su permanencia en la
Tierra Firme. La Exposición comprendía la “historia de casi siete años”, desde julio de
1810, cuando arribó al puerto de La Guaira, hasta diciembre de 1816, cuando se embarcó
hacia la Península para responder ante los señalamientos hechos por Morillo sobre su
activa participación en el bando republicano durante las revoluciones (382). Las mismas
reflexiones históricas que había hecho en su momento al general ibérico para gobernar con
acierto –pues “procuré imponerle del estado pasado, presente, y aun futuro bajo que debía
considerar a las provincias; de las verdaderas causas y progresos de las revoluciones; [y]
de la conducta pública y privada que yo había observado para impedir sus fatales
consecuencias”–, eran ahora presentadas al rey con el objetivo de probar su inocencia y su
calidad de “constante y fiel vasallo” (312, 385).
La representación de Coll y Prat hacía la “enarración del origen, fundamentos, progresos y
estado actual” de la crisis monárquica en Venezuela. Se trataba de una “narración
verdadera de los acontecimientos” que retrataba el “real y no fingido espíritu de las cosas”
(88, 383). Según el arzobispo, no solo contaba como testigos de su historia a todos los
venezolanos, sino que “nada digo que no sea notorio, que no comprueben los periódicos de
Europa o América. O que no salga ahora a la luz con los documentos que alego” (386).
Coll y Prat dividió su Exposición, y de paso periodizó la crisis monárquica en Venezuela,
en siete “épocas”, cada una dotada de una textura particular dependiendo de “las pasiones
y de las opiniones” reinantes, de “los días ya amargos y de luto, ya de gozo y alegría, y
siempre de fatigas y trabajos que corrieron”: dos repúblicas, una independencia, una
contrarrevolución, dos pacificaciones y, finalmente, una restauración que parecía ya
definitiva (383). Para el arzobispo, como quedaba en evidencia con su periodización, no
resultaba fácil asir los sucesos ocurridos, pues la brecha entre las experiencias disponibles
y las realidades cambiantes del mundo político no paraba de crecer. El presente se
encontraba signado por un movimiento incesante de los tiempos. Eran, en definitiva,
28
tiempos “calamitosos”, tiempos de “tan diversas opiniones”, tiempos de “oscilación
política” (89, 317, 316).
No es casualidad que Coll y Prat, para defender “mi comportación en medio de los
extraños e irregulares acontecimientos en que la Providencia se sirvió colocarme”, se
propusiera hacer de su Exposición un examen detallado y explicativo de los sucesos
recientes (386). Las reflexiones sobre el tiempo, o mejor, sobre los tiempos –pasado,
presente, futuro–, sobre su tesitura y su forma, serán moneda corriente en cientos de
intervenciones monárquicas durante la restauración del poder real en toda la Tierra Firme.
Apelar al tiempo histórico permitía, no solo invocar o hablar en nombre del pasado, sino
también leer el momento presente y esbozar un amplio abanico de expectativas sobre el
porvenir. La misma Gaceta de Caracas, que tantas veces dio voz a Coll y Prat, en uno de
sus primeros números durante el gobierno restaurado, no contenta con señalar el carácter
excepcional de los tiempos que corrían, reseñaba con entusiasmo el talante extraordinario
del gobierno del rey, depositario de un cierto saber sobre los tiempos que le permitía leer
su verdadera textura y trenzar con destreza los acontecimientos. De hecho, la figura del
monarca parecía condensar en su persona todos los tiempos. Educado en la política por la
experiencia, antes que por los libros de historia, trabajador incansable del presente y
hacedor de un futuro de prosperidad y felicidad para todos, Fernando VII apuntalaba una
nueva época para la monarquía hispánica. Según dirá José Domingo Díaz, redactor de la
publicación:
La imaginación se encanta al considerar que nuestra suerte está en manos de un Rey
educado en la persecución é ilustrado en la adversidad: que á la fogosidad de la más
lozana juventud une la constancia de la edad viril, y la circunspección de la ancianidad,
y que conoce las necesidades del hombre porque las ha sufrido, sus debilidades porque
las ha visto, y sus crímenes porque ha sido víctima de ellos. Cada día de su asombroso
reynado, es un día de gloria y de felicidad para sus afortunados pueblos; y cada
momento de este día un nuevo exemplo de lo que es un gran Rey. Hay solamente diez
meses que está á la cabeza de su querida nación, y han sido ya tantas sus providencias y
decretos de utilidad pública, quantas pueden tomarse en el dilatado gobierno de un buen
Rey (Gaceta de Caracas Nº15:10-V-1815:125-126).
Como puede verse, para los actores del momento, el orden temporal no aparece como una
instancia vacía ni homogénea sino plenamente histórica, interpelada por los mismos
acontecimientos y construida, hasta cierto punto, por el accionar humano. Las reflexiones
sobre la historia, sobre el tiempo que se hace lenguaje, nos remiten, así, a las diversas
maneras de institución de la comunidad política. Antes que constituirse en un sustrato
mecánico de distribución de la experiencia o en una taxonomía natural mensurable, el
tiempo corresponde al dominio político: todo discurso es un trabajo político sobre
determinada experiencia temporal y la manera en que se concibe y organiza el tiempo
29
condiciona la construcción de significados alrededor de la comunidad política.16
En este
sentido, la posición de los sujetos en el devenir y sus posibilidades de intervención en el
porvenir aparecerán como los problemas fundamentales a resolver para los realistas y
también para los republicanos.
Es preciso advertir que no se trata aquí de develar la concepción de tiempo o la noción de
historia que sostenían los monárquicos, como si existiera un significado completamente
articulado del tiempo histórico que utilizaban y compartían de manera consciente todos los
actores del momento. Ninguno de los realistas manejaba de manera consistente una idea
sobre la naturaleza de la historia y la aceleración de los tiempos, el papel de la Providencia
en el mundo o la existencia de un progreso temporal sin resquicios. Si bien estos discursos
se encuentran atravesados por un amplio abanico de ideas comunes alrededor de estas
cuestiones, priman la diversidad argumental y la pluralidad de registros documentales. A
veces se trata de exposiciones de gran calado y sólidas en términos documentales, otras
veces se trata de comentarios oblicuos que simplemente se refieren al pasado para
explicarlo de manera breve en términos de alegatos legales y morales. Aunque unos y
otros con frecuencia se pliegan a las necesidades estratégicas del discurso, siempre
reclaman para sí la autoridad de la historia. De allí que antes que interesarme por examinar
estas representaciones del pasado en términos de verdad o falsedad de los argumentos,
privilegie la comprensión de los modos en que estas invocaron la autoridad de cierto saber
sobre los tiempos con el objetivo de modelar la legitimidad del orden monárquico.
De este modo, en este capítulo analizaré el lenguaje del tiempo en la Tierra Firme durante
la restauración absolutista con el objetivo de poner en evidencia cómo la reinvención de la
legitimidad del orden monárquico implicó la existencia de un régimen de temporalidades y
de historicidades particulares donde se inscribieron las transformaciones conceptuales del
periodo y se modelaron los escenarios donde estas tuvieron lugar. En un primer momento,
daré cuenta de la cohabitación de diversos sentidos de la temporalidad, en particular, del
agudo sentido de aceleración manifestado por los contemporáneos, y de las complejas
relaciones entre experiencias y expectativas en este periodo. En segundo lugar, discutiré la
escritura del tiempo histórico a partir de dos ejemplos concretos: los primeros ensayos de
una historia de la crisis de la monarquía hispánica en la Tierra Firme y el debate sobre el
significado de la conquista de América, pues, después de todo, la disputa de la
emancipación es necesariamente una disputa por la interpretación histórica de la conquista
americana y por los legados de la colonización hispana.
16
Al respecto, resultan fundamentales Koselleck (1993, 2004, 2012), White (1992, 2003), Rosanvallon
(2003), de Certau (2006), Hartog (2007), Chartier (2007), Fernández y Capellán de Miguel (2011).
30
2.1. El (des)orden del tiempo y los sentidos de la temporalidad
Las reflexiones sobre el orden temporal se ubicarán en el centro de la política monárquica
durante el momento absolutista. Desde la vindicación entusiasta de la “historia del tiempo
y con especialidad en la del continente americano que nos alimenta” (Urquinaona 27),
hasta el díctum de Coll y Prat sobre la “historia conservadora y reproducidora del tiempo”
(112), los discursos monárquicos se encuentran atravesados por una radical conciencia de
historicidad expresada en términos de tiempo histórico. Se trata de una temporalidad
inmanentemente generada, siempre situada en el espacio, vinculada a unidades políticas y
sociales de acción y a un conjunto concreto de sujetos, generaciones y pueblos que viven
en la historia. Se trata de un tiempo específicamente histórico porque, más allá de todo tipo
de comparaciones con la historia bíblica y con la historia de las diferentes “naciones”, se
encuentra anclado en la unicidad de los decursos históricos y en el carácter diferenciado de
los tiempos, susceptibles de ser organizados en épocas, periodos o eras. Se trata, en
definitiva, de un tiempo histórico cuyo sentido es construido a partir de la lectura de los
propios acontecimientos, situado más allá del tiempo físico, del curso de los astros, de las
fechas cronológicas y también de la sucesión dinástica, que ahora solo legitimaba la
soberanía de Fernando VII en América, pero no gobernaba más los embates del tiempo.
En términos generales, la restauración del gobierno real en la Tierra Firme será vista por
los monárquicos de dos formas diferentes. Por un lado, será presentada como el desenlace
necesario y esperable de la marejada revolucionaria, como un movimiento natural de los
tiempos gracias al cual toda la región volvía a su estado anterior a la crisis monárquica y
“se reduce a sus deberes y al orden, como los ríos a su cauce, después de las inchadas
crecientes” (Gazeta de Santafé Nº1:13-VI-1816:4). La idea de retorno del pasado,
necesaria a la de restauración o reconquista, se hará manifiesta, así, en múltiples
escenarios. Desde la Real Orden que restauraba en términos formales el virreinato
neogranadino –declarado en 1812, durante el proceso revolucionario, como capitanía
general–, hasta las celebraciones monárquicas en pueblos y ciudades, todos proclamaban
sus expectativas de continuidad, su deseo de “restablecer las cosas al estado y orden que
tenían anteriormente” (Gazeta de Santafé Nº20:24-X-1816:210). Según dirá el virrey
Francisco de Montalvo, con la restauración monárquica “todo ha vuelto o debe volver
naturalmente, por un retroceso uniforme a su antiguo estado”; “tal es el orden de los
sucesos políticos” (en Colmenares 3: 222). Para los realistas, el retorno al antiguo régimen
no era otra cosa que la restauración del tiempo de la “antigua libertad”, del “deseado
Gobierno del soberano, en que habían vivido tan felices” (Boletín del Exército
Expedicionario Nº28:31-V-1816:s.n.). De allí que con el regreso del monarca muchos
reclamaran una llana identidad temporal con los trescientos años de dominio ibérico en
América: “bolbieron, sí, bolvieron esos días de gloria y alegría, en que unidos al derredor
del Trono podemos manifestar pública y libremente las efusiones de nuestro corazón”
(Gazeta de Santafé Nº19:17-X-1816:203-204).
31
Por otro lado, la restauración monárquica será concebida como el momento inaugural de
una nueva época, el momento definitivo para la superación del pasado reciente y para el
señalamiento de nuevos derroteros para los españoles de ambos mundos. Era el tiempo de
la “regeneración tan feliz de la Monarquía hispánica”, la “hora de la resurrección política”
neogranadina, el “momento de la creación de Venezuela”: la “parte militar llevada á su
mayor grado de perfección y poder; la parte política restablecida; aun la física cambiada de
un modo que no había podido ser la obra de 300 años” (Gazeta de Santafé Nº2:20-VI-
1816:12; Nº8:1-VIII-1816:60) (Gaceta de Caracas Nº230:20-I-1819:1763). Se trataba de
un nuevo comienzo, de un nuevo punto cero de la historia para toda la Tierra Firme. Un
futuro abierto expresado en términos de la “voluntad del Rey”, la cual “semejante á la luz
del sol, se estiende con igual rapidez por todos los ángulos de Venezuela, y la sombra de la
revolución debe desaparecer”: “S.M. quiere que todos los sucesos de siete años de
estravíos se precipiten en el caos, y se dé principio á una nueva época, como si aquella
jamas hubiese existido” (Gaceta de Caracas Nº151:24-IX-1817:1175). El régimen
restaurador era, entonces, el hacedor de la voluntad rey en la Tierra Firme: “si hasta aquí
pudieron durar los males, necesariamente producidos por los trastornos del tiempo
anterior, ha llegado, sin duda, su término en los momentos de abrirse una nueva época a
Venezuela”, “época que habrá de formarla el imperio de la ley, la rectitud del gobierno y el
unánime acuerdo de todas las autoridades superiores entre sí” (Pardo 1817: s.n.).
Contrario a lo que podría pensarse, ambas visiones sobre la textura temporal del momento
absolutista convivirán sin mayores tensiones aparentes. Dependiendo de las necesidades
del discurso, el retorno del gobierno real podía ser presentado como una vuelta al pasado o
como el comienzo feliz de una nueva era. La nación española podía perder sus orígenes en
la historia, pero aparecer, al mismo tiempo, como radicalmente nueva. Se trataba de una
temporalidad que a veces aparece como nunca experimentada y construida bajo premisas
nuevas, y otras veces es registrada como una mera continuidad de un tiempo anterior y
más antiguo. En cualquier caso, para los monárquicos, lo más importante era poder
mostrar la continuidad de la monarquía hispánica como comunidad política natural. En
efecto, las reflexiones de los realistas sobre el tiempo y la historia apuntaban a la
construcción de un mismo régimen de historicidad para los dos hemisferios españoles:
buscaban reanimar la existencia común, organizar los diversos sentidos de la comunidad
política alrededor del gobierno del rey y hacer frente a la fragmentación, la incertidumbre
y la arritmia temporales.17
Los esfuerzos de los monárquicos pueden entenderse
precisamente como una apuesta por sincronizar y homogenizar la experiencia temporal de
la nación española; por organizar una sucesión de acontecimientos que se realizaban en el
tiempo y en el espacio de manera simultánea como destino común. Una misma
temporalidad y una misma conciencia de coetaneidad debían distribuir una misma política
en esa territorialidad discontinua que era la monarquía hispánica para configurar un mismo
17
Por supuesto, la expresión es de Hartog (2007).
32
sujeto político. Ya había ocurrido en 1809, cuando “llegó a sentirse en Venezuela el golpe
eléctrico de la execración que conmovió la Península; y por un movimiento libre y
simultáneo se halló” “proclamado Fernando é identificados los intereses de la Monarquía
en ambos hemisferios” (Urquinaona 10). También había ocurrido en 1812, cuando “una
nube de liberales” “corrompieron el espíritu público, dando desde aquella metrópoli el
tono que quisieron á las demás provincias de la monarquía” y proclamaron la Constitución
gaditana uniformando los destinos de las dos Españas (Gaceta de Caracas Nº10:5-IV-
1815:77-78). Ahora, en el momento presente, los monárquicos proclamaban con fuerza la
identidad de experiencias y expectativas entre América y la Península, gracias a que las
leyes, como vectores privilegiados del orden perdido, comenzaban paulatinamente a
recuperar su imperio:
Fernando VII nada ha mirado con más preferencia desde su feliz advenimiento al
Trono, que el restituir en España y sus dominios de Ultramar á su vigor primitivo, los
establecimientos y Leyes de sus gloriosos progenitores, que por tanto tiempo labraron y
afirmaron la felicidad de la nación, y que fueron alteradas, más o menos, en uno y otro
Emisferio por el delirio de las pasadas circunstancias (Gazeta de Santafé Nº43:3-IV-
1816:415-418).
Ahora bien, más allá de énfasis particulares, todos los actores coincidirán en el carácter
excepcional, es decir, nunca experimentado, de los tiempos que vivían. Los discursos
realistas se encuentran atravesados por cientos de alusiones a las profundas novedades
ocurridas con la crisis monárquica en todos los ámbitos de la vida social y política y por la
sensación generalizada de incertidumbre. El tiempo era un eterno sucederse de
acontecimientos extraordinarios, a más recientes más excepcionales y de mayor
trascendencia para el porvenir. Por ejemplo, el cura santafereño José Antonio Torres y
Peña no dudó en calificar la espontánea unión de las provincias de España con motivo de
la invasión napoleónica como “un suceso tan ajeno de las disposiciones de las causas que
lo motivan, tan imprevisto, tan extraordinario y tan opuesto a las prevenciones que le han
precedido para que resultase lo contrario de lo que hemos visto y experimentamos” (172).
El virrey Montalvo, una vez impuesto de las novedades de la Santa Alianza, oficiará al
gobierno insurgente en Cartagena llamando a la reconciliación y alegando que “tan nuevos
e inauditos acontecimientos, cuyos importantes resultados deben refluir hasta el último
punto del globo, demandan imperiosamente de los que, como V.S. dirigen la opinión de
los pueblos, un nuevo modo de pensar y de obrar” (en Colmenares 3: 222). Era tal la
radical novedad de los sucesos que los límites entre la realidad y la fantasía, entre lo
probable, posible y pensable, parecían haberse trastocado para siempre: “¿no os parece,
mis amados, que estoy refiriendo un sueño? Pues sabed que es la historia fiel de vuestra
revolución” (Valenzuela 18). Las palabras disponibles parecían insuficientes para
aprehender completamente los sucesos recientes, su extraño ir y venir, la incertidumbre
que los informaba desde adentro: “llegó el rey al territorio español por uno de aquellos
33
prodigios que ocupan la admiración de la Europa. La pluma no es bastante para explicar
las circunstancias de este imprevisto acontecimiento, que no entraba en el cálculo de los
políticos” (Gaceta de Caracas Nº10:5-IV-1815:79).
En este sentido, para muchos monárquicos, buena parte de la novedad de los tiempos tenía
que ver con la inédita aceleración de su cadencia, esto en dos sentidos complementarios:
como acortamiento del tiempo y como incremento de su velocidad. Esta aceleración
siempre figurada como una constatación innegable articulaba indistintamente los temores y
las esperanzas de los actores. Para algunos realistas, la aceleración de los tiempos
implicaba necesariamente el trastorno social. Los americanos habían experimentado ya la
“rapidez asombrosa de estos sucesos desgraciados, mayor todavía que la de los prósperos
del año anterior” (Urquinaona 160), y en consecuencia, resultaba imposible negar, el
“último y total exterminio á que velozmente caminaban las Américas con el monstruoso, y
perjudicial sistema de un Gobierno Republicano” (de León 3). En la medida que el tiempo
de la historia era concebido, hasta cierto punto, como un tiempo axiológico, sus bríos
desbocados dejaban tras de sí toda una estela de destrucción moral. En este sentido, pocas
horas podían obrar con contundencia sobre varios siglos:
Así fue que á manera de un imprevisto rayo, todo desapareció á un solo golpe de vista,
porque estos pueblos embriagados, y freneticos con el Idolo de su falsa libertad, y
engañados por los caudillos de la sedición, nos despojaron de nuestros antiguos bienes,
y en pocas horas rompieron las preciosas tablas de la Ley, y con ellas aquella paz
inestimable, que por más de trescientos años había reunido, baxo de una misma sombra,
al Lobo y al Cordero, y hecho que paciesen juntos en una misma pradera el Tigre y el
Cabrito (de León 36).
Para otros realistas, la velocidad de los tiempos, cuando era piloteada por el gobierno del
rey, era motivo de esperanza. La misma restauración monárquica era presentada como uno
de sus más preciados productos. Por fortuna, los tiempos habían corrido presurosamente y
el “estado del mundo es otro del que ha sido durante los últimos siete años” (Gazeta de
Santafé Nº3:27-VI-1816:19). Según advertía el obispo de Popayán, Salvador Ximénez de
Enciso, gracias al retorno del rey, “empezaron todas las cosas a variar repentinamente de
aspecto” (121). La misma campaña pacificadora será presentada, en múltiples
oportunidades, como una empresa caracterizada por su inusitada rapidez, “se suceden sin
interrupción los acontecimientos felices” (Valenzuela 13). Incluso, cuando se echaba mano
del recurso sagrado, la comparación entre la historia bíblica y la historia americana no
dejaba lugar a dudas sobre la aceleración de los tiempos, favorable a los monárquicos. El
cautiverio del pueblo de Israel en Egipto, referenciado a menudo para comparar la
resistencia realista contra la dominación republicana, daba cuenta de ello. Si por un lado
resultaba evidente la “total identidad” de la “triste y dura esclavitud de los Hebreos por los
Gitanos, con la de los Realistas por los insurgentes”, por otro lado, era menester reconocer
34
que la libertad “de los Israëlitas se verificó á los 143 años de la muerte de José, y la de los
Americanos á los 6 años de la revolución” (de León 53).
Esta sensación ampliamente compartida por los contemporáneos sobre la aceleración del
tiempo tendrá consecuencias directas sobre la percepción del mundo político. En primer
lugar, la densidad, y como proceso la densificación, de los tiempos aparecerá como
correlato necesario de la creciente celeridad. La historia semejará, entonces, un conjunto
de series temporales superpuestas a más reciente más densa: “vea aquí Venezuela
conseguido en poco tiempo [todo el progreso económico] que no había podido ser
naturalmente obra de trescientos años” (Gaceta de Caracas Nº230:20-I-1819:1765). En
segundo lugar, la aceleración será presentada como efecto, en buena medida, del accionar
humano. Las ideas serán mentadas como el principal factor de celeridad temporal. El
ascenso del tribunal de la opinión pública figura como uno de los principales resortes del
cambio, pues habría abierto las puertas al movimiento de los tiempos y al aguzamiento de
cierta conciencia de historicidad entre los contemporáneos: “vosotros mismos visteis, que
el deseo de saber de FERNANDO, y de hablar de FERNANDO hacia que á tropel
buscasen las gazetas y otros papeles públicos aquellos mismos que en lo anterior no habían
cuidado de saber más que lo que pasaba en su casa” (Bestard 26). En tercer lugar, se
agudizará el proceso de inestabilidad semántica abierto por las revoluciones atlánticas.
Como veremos más adelante, si bien muchos realistas pondrán en evidencia los cambios
artificiosos de términos otrora considerados transparentes, también es cierto que el
lenguaje monárquico no permanecerá idéntico a sí mismo. Así, mientras los papeles
oficiales a menudo reclamaban para el monarca el poder de la voluntad general, el cura
santafereño Nicolás de Valenzuela y Moya (6) saludaba el día de la entrada del Ejército
pacificador en la ciudad como el “día en que los Derechos legítimos del hombre
desfigurados, y casi destruidos, van á vindicarse, y recobrar su antigua forma” (Gazeta de
Santafé Nº7:25-VII-1816:50).
La idea de la aceleración continua del tiempo y la novedad experimentada como
característica constitutiva del presente no son otra cosa que índices y factores de la
temporalización de la historia, en el sentido en que esta se convierte en una “actualidad
incesante” y siempre en disputa.18
En los discursos monárquicos, el tiempo adquiere una
connotación dinámica, se convierte en una fuerza inmanente de la propia historia y se
proyecta como un agente histórico con pleno derecho a través de fórmulas como las
“circunstancias del tiempo”, el “imperio del tiempo” o el “espíritu del siglo”. El orden
temporal siempre aparece como un imperio dotado de una textura particular. No es fácil
encontrar una referencia al tiempo que no esté acompañada de algún adjetivo que lo
califique o describa: el tiempo es “bueno”, “malo”, “feliz” o “calamitoso”. De este modo,
el tiempo histórico, como expresión privilegiada de esa conciencia de historicidad,
18
Sobre la temporalización de la historia resultan esclarecedoras las reflexiones de Koselleck (1993, 2004,
2012), Chignola (2009).
35
comienza a ser entendido como la fuerza motriz del proceso político y como un espacio de
enunciación fundamental para interpretar de manera autorizada el pasado y esbozar el
programa de gobierno del futuro. Para el cura Antonio de León, por ejemplo, la
conservación de la religión católica y la felicidad y unión de los pueblos solo eran posibles
y esperables bajo el mandato del rey. Una mezcla bien calculada de experiencias y
expectativas hará las veces de garante de sus argumentos: “todos [estos bienes] se nos van
á restituir por medio de nuestra reunión á la Católica Monarquía, si la obediencia de estos
Pueblos fuere en lo sucesivo tal, qual yo me prometo de la experiencia de lo pasado, y de
previsión de lo futuro” (29). No en vano para muchos contemporáneos, el arte de la
política, o en algunos casos, la ciencia de la política, no era otra cosa que saber intervenir
los hilos del tiempo, saber leer su verdadera textura para obrar en consecuencia:
…nada en materias de política es absolutamente bueno ó malo. Es necesario referir las
cosas á los tiempos y á las circunstancias para saber si aquellas han sido buenas ó
malas, y si al presente lo son ó no... Pero la desgracia quiere que ni los gobiernos, ni los
pueblos estén suficientemente persuadidos de estas máximas: que es necesario
modificar las instituciones según los tiempos y las circunstancias; que cada siglo y cada
situación exigen leyes é instituciones diferentes; y que es tan imposible imaginar una
institución política apropiada á todas las circunstancias, como sería encontrar un vestido
que se ajustase á todos los hombres, ó un remedio que curase todas las enfermedades…
(Jonama 53-56).
La política monárquica se perfila, entonces, de manera simultánea, como el gobierno
prudente de las diversas temporalidades en juego y como un saber sobre el tiempo en tanto
que fuerza inmanente que potenciaba el desarrollo de ciertos acontecimientos. Según
escribió Pascual Enrile en su momento, el gobierno de los dos hemisferios españoles debía
hacerse siempre obrando en consecuencia con las “dos épocas de todas las sociedades, la
de tranquilidad y la de convulsión marcadas desde los tiempos más remotos” (en
Rodríguez Villa 3: 323). De este modo, el buen gobierno de la monarquía hispánica
dependía sobremanera de que las leyes y las instituciones fueran capaces de lidiar con
tiempos diferenciados y fueran capaces de responder al curso natural del tiempo: “¿Qué
concepto se formará de la ley fundamental de la Monarquía si se difunde la opinión de que
es un sistema de circunstancias bueno para tiempos tranquilos, inútil para los turbulentos, é
ineficaz para introducir y consolidar el orden? (Urquinaona 112). Como afirmaba una Real
Orden que anunciaba la eventual convocatoria a Cortes bajo la égida del monarca –
llamado que nunca ocurrió–, siguiendo lo establecido en el famoso decreto de su
restauración del 4 de mayo de 1814, este contenía las “sólidas bases sobre las quales ha de
fundarse la Monarquía moderada, única conforme á las naturales inclinaciones de S.M. y
que es el solo Gobierno compatible con las luces del siglo, con las presentes costumbres, y
con la elevación de alma y carácter noble de los Españoles” (Gazeta de Santafé Nº6:18-
VII-1816:44). En este sentido, la historia de las “contrarias situaciones de estas provincias
36
baxo los diversos gobiernos que se han sucedido, los unos para destruirlas, y los otros para
restablecerlas” daba cuenta de que la monarquía hispánica gobernaba los tiempos con
acierto. Según dirá Díaz, “esta es una verdad que no borrará la fuerza del tiempo”:
¿Qual fue el estado de Caracas en las primeras turbaciones? Desaparecer las inmensas
riquezas que una sabía y justa economía tenía acumuladas para bien de ella misma:
sucederse el destructor papel moneda, y con él todos los males. ¡Qual fue la miseria!
¡Hasta qué punto llegaron las calamidades públicas!
¿Qué fue de Caracas en el primer restablecimiento del gobierno del Rey? Destruida por
un terremoto; paralizada por los acontecimientos de aquella época, sin embargo todo
renacía, y estas mismas calles presentaron objetos que debían avergonzar á los
perturbadores. Quatrocientas, setenta y quatro fábricas existían en ellas el 3 de agosto
de 1813 quando se abandonó por el gobierno.
¿Qué fue de su suerte en los once meses de dominación del Tirano? Vosotros lo sabeis:
no es necesario repetirlo. El asesinato, el robo y la violencia… Todo caminó á su ruina:
familias enteras desaparecieron: el comercio y la agricultura llegaron á su sepulcro, y
Venezuela presentó el aspecto que tenía en el siglo XVIII… la anarquía, la confusión,
el desorden reynaron en aquella época
¿Qué es ahora? Decidlo todos. La vista no puede engañarse. La agricultura, el
comercio, esa multitud de edificios públicos y privados que se construyen con tanta
celeridad: lo que vemos y sentimos no puede engañarnos.
Esta es la verdadera felicidad de los pueblos, y el resultado de la justicia de los
gobiernos (Gaceta de Caracas Nº77:29-V-1816:592-594).
Ciertamente, para los monárquicos, la catástrofe de los tiempos había ocurrido con el
ascenso de las repúblicas en toda la Tierra Firme. Estas habían alterado el tiempo natural
de la comunidad política y habían establecido un tiempo disruptivo de todo orden posible.
La espiral del progreso y de la felicidad pública había sido remplazada por el caos
temporal. Según detallará José González Llorente en una carta escrita desde Kingston en
abril de 1815 sobre la entrada del Congreso neogranadino a Santafé de Bogotá: “es
sensible el estado funesto y terrible a que se ven reducidos aquellas en otro tiempo bellas
Provincias. Todo camina rápidamente á la destrucción, y parece que los revolucionarios
están condenados por la Divina Providencia á no dar un paso acertado” (AGI, Santafé,
leg.747, s.f.). En un sentido similar se expresó el regente Heredia sobre la catástrofe
temporal que había significado la revolución en Venezuela: “aquel país delicioso era, bajo
la que llamaron esclavitud, la mansión de la paz y la abundancia, y cada año progresaba
sensiblemente su riqueza, hasta que la funesta libertad, plantando el árbol de la discordia,
le trajo la guerra y la desolación, y á poco tiempo lo hizo retroceder el espacio de un siglo
entero” (47). El tiempo republicano podía entenderse como un no-tiempo, un tiempo
37
replegado en sí mismo, y signado por un eterno no-porvenir que no admitía otra alternativa
que el gobierno de la monarquía, el único gobierno perfecto, cuya legitimidad era de
naturaleza histórica, no política, como ya la experiencia vivida lo había demostrado:
La provincia de Venezuela destinada por la naturaleza para ser quizá el país más
delicioso, rico y feliz del universo, iba con pasos acelerados acercándose á su destino,
cuando una insensata rebelión detuvo su carrera. No es necesario recordar otra vez esos
días de luto y de vergüenza que hicieron desaparecer, según las espresiones de Simón
Bolívar, tres siglos de cultura, de ilustración y de industria. La fortuna de nuestra patria
retrocedió muchos años; y no quedaron sino tristes restos de aquella hermosa juventud
que formaba sus delicias, y de aquella agricultura y comercio en que consistía su
opulencia. Todo se desvaneció junto con nuestras esperanzas, y la obra de nuestros
abuelos fue destruida por sus nietos (Gaceta de Caracas Nº230:20-I-1819:1761-1762).
En este sentido, la idea de la restauración monárquica como una “nueva edad de oro”, que
en sí misma encerraba de manera radical la imagen de simultaneidad de experiencias y
expectativas –la promesa de un futuro nuevo y extraordinario que convive con el pasado
mítico de la nación y que combinaba con éxito los horizontes de predecesores,
contemporáneos y sucesores–, se convertirá en un lugar común en la literatura política del
periodo. Como en un juego de espejos múltiples, la lectura del momento presente mirará al
pasado para proyectarse al futuro. La restauración absolutista será pensada como un “viejo
nuevo” momento histórico. Los reinos americanos y peninsulares estaban escribiendo una
nueva página dorada en los anales del mundo: “un nuevo siglo de oro empieza, y muy
especialmente para toda la Española Monarquía” (Gazeta de Santafé s.n.:25-VI-1818:10).
La recuperación parcial de la experiencia ya vivida aparecía, así, como la garantía probada
de un venturoso porvenir, y el presente como el augurio de un grandioso comienzo:
El gozo general de esta Ciudad: la más amable armonía entre todas las clases de la
sociedad: el órden y la paz que se han notado, nos anuncia se restituirán establemente
aquellos días felices que solo pudo haber turbado el delirio de las pasadas
circunstancias. Los augustos amables Monarcas Fernando é Isabel, volverán ácia
nosotros sus ojos compasivos: su autoridad suprema, sus corazones sensibles, sus
manos generosas, se extenderán sobre sus queridos hijos del N. Reyno, y él gozará bajo
tan Dulce Cétro un nuevo siglo de oro (Gazeta de Santafé Nº52:5-VI-1817:499).
Esta “nueva y preciosa edad de oro”, tantas veces proclamada en la publicidad del periodo,
permitirá a los realistas, de manera simultánea, refrendar la experiencia vivida de los
trescientos años de dominio ibérico en América como una era de felicidad común, la
mentada pax hispanica –una carta con la que los revolucionarios locales no podrán contar
ampliamente, salvo en negativo, para verter sus propias críticas contra la monarquía, en la
medida en que su propia dominación había sido ciertamente efímera–, al tiempo que se
apropiaban con destreza del futuro que llamaba a la prosperidad pública. Como bien
38
escribió el entusiasta gobernador de Popayán, Pedro Domínguez, después de señalar que
“con el reynado del mejor de los Monarcas empieza un nuevo siglo de oro para sus
pueblos”: “al delirio de las pasadas circunstancias debe suceder el órden, la tranquilidad, y
la abundancia, y todos los bienes de la Santa Paz” (Domínguez 1818). Sin duda, ese deber
ser provenía más que de una realización efectiva de la historia, de una carga creciente de
expectativas frente al futuro. Esta nueva edad de oro, acelerada por el accionar del
gobierno real y de los buenos vasallos de ambos mundos, capaces de acortar el tiempo
revolucionario con la venia de la Providencia, garantizaba que esta espiral de felicidad
pública continuara en los tiempos venideros, en ese mañana ya anticipado. Así, la
“decadente situación en que han encontrado estos países” los principales del régimen
restaurador, será siempre contrapuesta a las “providencias y medidas benéficas, para
sacarle del estado de abjecion y de muerte á que le iban conduciendo rápidamente los
Corifeos revolucionarios” (Gazeta de Santafé Nº23:14-XI-1816:236-238). Para los
realistas, la única manera de superar la decadencia y el atraso legados por los republicanos
era la anticipación del futuro por un gobierno enérgico que movía los hilos del tiempo en
aras de la felicidad pública:
Venezolanos: que la suerte de Cartagena y la infame conducta de la gavilla no se olvide
jamás. Venezuela revive y prospera á pasos inexplicables: vosotros lo veis. Ella volverá
a ser lo que fue y lo que la quitaron esos malvados, si teniendo presente su conducta
permanecéis para siempre como ahora lo sois. Al gobierno debéis este estado de
prosperidad y abundancia que principia: él sabrá conservarlo y exterminar de raíz
aquella clase de malvados (Gaceta de Caracas Nº54: 10-I-1816: 429).
Esta nueva disposición de los tiempos, en un mundo que comenzaba a ser dominado de
manera creciente por la técnica y por los “saberes útiles”, apuntaba a la ampliación del
horizonte de expectativas. Si bien el sentido de la historia descansaba todavía en una
finalidad trascedente, la salvación divina, resulta evidente la progresiva mundanización de
las expectativas de la Iglesia. La Providencia y la apropiación del futuro por la voluntad
humana estaban lejos de ser instancias antagónicas para los contemporáneos. La
monarquía, como metáfora de la Ciudad de Dios, del “Pueblo feliz” y de la “Ciudad fiel”
(Valenzuela 39), atravesaba las diversas temporalidades en juego y temporalizaba la utopía
del progreso económico, la paz sempiterna y la fidelidad al rey. Se habla de reformas en el
comercio, la industria, la agricultura y la minería muy en sintonía con la crítica reformista
ensayada por la Ilustración en ambos hemisferios españoles durante la pasada centuria. Sin
embargo, las promesas de esta nueva Jerusalén se habían de llevar a cabo en el tiempo
mismo. La vida comunitaria será racionalizada, de manera simultánea y en abierta tensión,
como un orden natural, heredado y digno de ser continuado, y como un proyecto abierto a
realizar en el tiempo. El futuro, a veces imaginado como un largo presente, en términos de
conservación y prolongación de sus condiciones, ya había comenzado:
39
En la época pasada del que se dijo Gobierno Republicano, se linsogeaba y engañaba al
vulgo con la felicidad de nuestros quintos nietos, quando nada vimos que se pusiese en
planta para conseguirla. Si hoy queremos aprobecharnos de los deseos y exfuerzos que
hacen los Xefes en nuestro favor, la generación presente, el Reyno todo, probarán
inmediatamente grandes ventajas. La ocacion ha venido á las manos y no se exíge otra
cosa que la cooperación activa (Gazeta de Santafé Nº15:3-X-1816:151).
Así pues, si bien el presente seguirá mirando al pasado como modelo de referencia durante
el momento absolutista –sin tal proyección toda idea de restauración sería francamente
impensable–, tras lo acaecido con las experiencias constitucionales en toda la monarquía,
el pasado, aunque no había perdido su carácter ejemplarizante, ya había dejado de ser per
se el mejor de los escenarios posibles. La mengua del campo de experiencia parecía
evidente: el pasado iba quedando cada vez más atrás, sus luces de certidumbre se iban
apagando frente a un futuro cada vez más abierto: “esta observación de lo pasado, aunque
verificada después en tiempos muy posteriores, no es á la verdad una regla segura para lo
venidero” (Gazeta de Santafé Nº4:31-VIII-1816:26). La misma restauración monárquica
será entendida, “en el orden de los sucesos políticos y de la conducta del género humano”,
como un momento extraordinario y sin antecedentes en las experiencias más inmediatas,
donde habían quedado “burlados los cálculos del hombre que solo cuenta con
acontecimientos comunes” (Gaceta de Caracas Nº230:20-I-1819:1762). En todo caso, el
futuro no se encontraba signado por la total incertidumbre, pues este no había roto del todo
sus amarras con el pasado y siempre pivotaría entre los extremos opuestos de la catástrofe
republicana y la “Ciudad de Dios” de la monarquía. Los realistas, incluso si lo pensaban en
su fuero interno, no podían reconocer públicamente la radical contingencia del tiempo,
pues eran los dueños del presente y los garantes del largo plazo. Así, cuando el tiempo no
marchaba según lo previsto, los monárquicos preferían apelar a dos motivos de claras
resonancias escatológicas y propios de la temporalidad cristiana: el Apocalipsis y el fin del
mundo.19
Por un lado, el Apocalipsis ofrecía a los realistas todo un repertorio de imágenes y
metáforas contundentes para leer el pasado reciente y “hacer entender” las revoluciones:
“nada ciertamente le ha causado mayores males á todo el Reyno, como el aspecto feróz de
aquel horrible Dragon de siete Cabezas que vió San Juan en su Apocalípsi, y que apareció
en el Orizonte de la Nueva Granada, con el nombre del primer cuerpo de la Nación, ó del
Soberano Congreso de las Provincias Unidas” (de León 43). Por otro lado, los temores
milenaristas por la supuesta irrupción del Anticristo –mote fácilmente intercambiable entre
Bonaparte y Bolívar–, y el acortamiento del tiempo producto de la intervención divina,
anunciaban el fin de la historia. Los progresos de las revoluciones y el triunfo del imperio
anticristiano eran un designio más de los señalados en la Revelación. Si los republicanos
eran “aquellos hombres de los últimos días anunciados por San Pablo en su Carta á
19
Sobre la centralidad del Apocalipsis en los escritos contrarrevolucionarios véase López Alós (2011).
40
Timoteo, cuya necedad resonará por todas partes para desprecio y ludibrio de los siglos”
(Valenzuela 32), el fidelismo irrestricto de los realistas semejaba “aquel ángel que se nos
expresa en el Capitulo catorce del Apocalipsis, volando por la mitad del cielo, con el
evangelio eterno en sus manos, para anunciarlo a todos los habitantes de la tierra” (Torres
y Peña 167). Con frecuencia, cuando las expectativas apocalípticas y el final de los
tiempos se traían a colación, los realistas intentaban hacer un diagnóstico casi siempre
pesimista de su propia época y señalar la necesidad de la fidelidad al rey, único capaz de
preparar a la nación española para la segunda venida de Cristo: “estos mismos apotecmas
os instruyen en que no debeis obedecer, sino á la ley, y á los Xefes que os manden según
ella. Que el temor á la divinidad es la primera regla de nuestra rectitud” y “que el vasallo
fiel á Dios y á su Rey será protexido de un poder invisible é inviolable á sus enemigos”
(Valenzuela 33).
Esta apelación a las expectativas apocalípticas pone de presente de manera fundamental
que la concepción de un tiempo específicamente histórico no implicaba para el periodo, en
ningún caso, la idea de un tiempo secularizado. Por el contrario, toda una teología histórica
se despliega en las páginas de estos discursos. Para los realistas, la historia de la
humanidad pertenecía al orden de la sucesión de los tiempos, desde la Creación hasta el
Juicio Final, cuyo dador era el mismo Dios. La historia implicaba, entonces, una
superposición continua de las diversas edades del mundo, un fluir ininterrumpido hacia el
final de los tiempos. Se trataba de una visión teleológica fundada en las Sagradas
Escrituras: el tiempo y el devenir humano eran concebidos como parte del plan divino y
tenían un sentido y un fin concretos: la vuelta a la gracia divina. Para los realistas, la
Providencia instituía la conexión interna de todos los tiempos y dotaba de finalidad los
acontecimientos. La historia se encontraba orientada hacia la consecución de ciertos fines
impuestos por la Providencia. Según afirmó Torres y Peña en su versión de la teodicea
universal: “yo no pretendo, Señores, apelar a milagros, ni demostrarlos sin necesidad. Pero
vosotros sabéis que el Dios verdadero a quien adoramos, es dueño absoluto de todos los
tiempos y los sucesos: y que no necesita de sacar las cosas del curso del orden regular para
la ejecución de los designios más grandes de su providencia” (171). Nada se encontraba
por fuera de la historia, ni era exterior a los designios divinos. Incluso esta “revolucion tan
extraña”, con sus “fatales acontecimientos” y sus “sucesos tan inesperados”, se encontraba
en los planes divinos para la Tierra Firme, pues Dios siempre estaba al frente del
“gobierno de las cosas humanas”. Como bien afirmó el misionero capuchino Nicolás de
Vich en su sentido Elogio fúnebre de 1818, escrito con motivo del ajusticiamiento de 34
religiosos catalanes en Guayana por parte de los republicanos: “nada, nada hay casual con
respecto á la providencia de Dios, cuya esfera de actividad abraza todos los tiempos y
lugares”. Las “inescrutables disposiciones de la Providencia”, “por más que el espíritu
humano juzgando solo por las apariencias, se desconcierte y escandalize”, “han sido y
serán siempre el exacto cumplimiento de sus eternos designios, y cuyos designios no son
otros que los de su mayor gloria, y felicidad de las criaturas” (11-13).
41
En efecto, para los realistas, la historia era una teofanía, un continuo revelarse de Dios en
el mundo. La intervención divina en los destinos de toda la monarquía hispánica, la
monarquía católica por antonomasia, era indiscutible. Desde los pequeños
acontecimientos, como la terminación de un camino provincial, hasta los grandes
momentos de la historia, como la restitución de Fernando VII en el trono, estaban signados
por la mano del Creador: “Dios se ha compadecido de los Pueblos y restituyendo á su
trono por una providencia extraordinaria al Sr. D. Fernando VII, con él nos ha enviado una
multitud de bienes, que agradece la edad presente, y no olvidará la más remota posteridad”
(Gazeta de Santafé Nº22:7-XI-1816:228). No es casualidad que el epígrafe permanente de
la Gazeta de Santafé durante su segundo periodo de publicación, tomada de la famosa
Égloga IV de Virgilio, interpretada tradicionalmente como una profecía sobre el
nacimiento de Jesucristo, fuera retomada por García Tejada para saludar con innegable
impronta mesiánica el reinado fernandino como una nueva era de paz y felicidad: “En él
comenzarán con luz más pura/ los bien hadados meses su carrera/ y el mal fenescerá, si
alguno dura”. Sin embargo, en este providencialismo monárquico, la humanidad no se
encontraba presa de un fatalismo irredimible en manos de Dios. El libre albedrío permitía
a la humanidad participar en la historia impulsando su curso en búsqueda de justicia. La
voluntad humana, la capacidad de elegir entre el bien y el mal, se compaginaba siempre
con los preceptos de la ley eterna. Así, en la negación de Dios por la humanidad y en la
elección deliberada por el mal se encontraba el origen de las revoluciones. Para los
realistas, la crisis de la monarquía hispánica había sido permitida por Dios como una
manera de expiar los pecados de los peninsulares y americanos. Se trataba de una teología
de la historia basada en la lógica caída-redención: “si la rebelión de las Américas há sido
un efecto de la justicia de Dios irritado por nuestras culpas; su pazificacion, y reconquista
lo es de su misericordia, condolido de nuestros padecimientos” (de León 9-10).
Sin duda, señalar la proximidad del fin de los tiempos, reclamar un llano retorno al pasado
o proclamar el inicio de una nueva era de prosperidad se constituían en esfuerzos
deliberados por contrarrestar la tenaz incertidumbre que informaba el orden temporal, por
detener, con más política, la politización de los tiempos. Según podemos leer en la relación
de la pomposa entrada del Sello Real en la Audiencia de Santafé, el 27 de marzo de 1817,
fueron declamados sáficos, sonetos y décimas ante las entusiastas multitudes. Las
expectativas de la musa realista apuntaban a la clausura definitiva del tiempo, al
pronunciamiento final de la historia: “haz que risueña la sonora Clío/ Oyga mis votos, y
mis voz anime/ Pulsando alegre con su plectro de oro,/La blanda Lyra”; “Corran los años,
y los siglos corran/, sinque del tiempo la Guadaña fiera/, la gloria y brillo de tan fausto día/
alterar pueda”; “Entrando ya el Sello Real/ Con la pompa y alegría,/ Queda sellada este
día/ Nuestra fortuna total” (Gazeta de Santafé Nº43:3-IV-1817:419-20). Si el tiempo de la
política era en esencia cambiante por ser un tiempo humano –“¿Puede Dios acaso mudarse
con el tiempo, ó ser variable como el hombre?” (Valenzuela 34)–, solo restaba copar ese
mismo tiempo con la verdad de la unión hispánica, imaginada como no política, como
42
sostuvo Coll y Prat en su Pastoral de despedida del pueblo venezolano firmada en
noviembre de 1816: “Temed á Dios, honrad al Rey: en esto consiste vuestra felicidad para
el tiempo y para la eternidad” (Gaceta de Caracas Nº104:27-XI-1816:819). En cualquier
caso, el tan temido Apocalipsis, pero en forma de república, comenzó a tomar forma
pronto con la sucesión de triunfos republicanos. La España americana parecía
experimentar un tiempo distinto al de la España europea y constituir una unidad moral
diferente. La temporalización diferenciada del espacio se perfila en cientos de documentos
del periodo, al lado de los diagnósticos sobre la naturaleza de las circunstancias y los
pronósticos sobre un porvenir cada vez más esquivo. Según dirá el gobernador de
Cartagena, Gabriel de Torres y Velasco, en carta reservada al Secretario de Ultramar en
septiembre de 1820:
La suerte de las Américas Septentrional y Meridional y tal vez de las Islas, no puede
dejar de ser común, y un paso de debilidad que se dé en el extremo de este Nuevo
Mundo, se propagará con la velocidad del rayo al opuesto. Esto, Señor Excelentísimo,
es un axioma político en que solo podrá dudar el que no conozca estos payses, el que
nos los haya visto en rebolucion, y el que no haya observado las ideas que se han
desarrollado con una uniformidad las más admirable y constante en ambas Américas
(AGI, Santafé, leg. 1017, s.f.).
De este modo, la monarquía hispánica, imaginada aún como una comunidad política
natural, se verá confrontada con su propia finitud temporal. La radical irrupción de la
temporalidad en el discurso monárquico no es otra cosa que el reconocimiento abierto de
que el orden político ya no se realiza más sino por la propia voluntad de sus miembros. Ya
lo enunciaba Coll y Prat cuando sostenía de manera radical que la “majestad de todas las
cosas humanas se pierde cuando no son conformes al tiempo”, incluida la del Estado, cuya
“destrucción o conservación dependen del tiempo” (316). Mientras tanto podemos afirmar
que durante la restauración absolutista el lapidario adagio esgrimido por Valenzuela y
Moya en su encendido discurso nos permite situar bien las coordenadas argumentales de
los realistas con respecto al tiempo, o por lo menos, dimensionar su textura política: “es
hombre estúpido, semejante a las bestias, el que no sabe lo que emprende, ni prevee los
futuros de lo que hace” (32).
2.2 Escribir el tiempo histórico en clave monárquica: la historia de la nación española
Esta aguda conciencia de historicidad encontró en la escritura del pasado su modo
privilegiado para dotar estos acontecimientos de un mínimo de inteligibilidad y de conjurar
la desorientación de los tiempos, esto es, de asir simbólicamente su movimiento y
disminuir la brecha creciente entre pasado, presente y futuro.20
Los papeles realistas a
20
Sobre la conciencia de historicidad, la cultura histórica y los modos de escritura de la historia durante la
crisis monárquica en la Tierra Firme véanse Colmenares (1986 a-b), Carrera Damas (1996), Quintero (1996),
43
menudo harán suya la pretensión de enunciar la “historia concisa de la revolución de la
Nueva Granada” y la “verdadera historia de los sucesos de Venezuela” (Gazeta de Santafé
Nº8:1-VIII-1816:62) (Jonama 129), hasta el punto que algunos monárquicos, como el
regente José Francisco Heredia, no dejarán de notar lo que ya se perfilaba como la
“infausta manía de ocuparse siempre del pasado, que ha dirigido los pasos de los
pacificadores” –asunto que no fue óbice para que él mismo escribiera sus propias
memorias–. La molestia de Heredia radicaba en que una vez el recién nombrado capitán
general de Venezuela, Juan Manuel Cagigal, entró a Caracas, en abril de 1815, su primera
medida de gobierno consistió en publicar en el periódico local la “historia sucinta de los
sucesos anteriores” (296). Según proclamó en su momento Cagigal a los venezolanos, “no
quisiera afligiros con la memoria de los males pasados; pero para asegurar la paz es
forzoso hagáis un ligero recuerdo de ellos, á fin de no dexar ir los bienes presentes. Forme
la desgraciada experiencia el convencimiento á que no alcanza el discurso y la reflexión”
(Gaceta de Caracas Nº12:19-IV-1815:98). De manera similar, Morillo, una vez arribó a la
capital neogranadina, ordenó al editor de la Gazeta de Santafé escribir en sus páginas un
“resumen histórico de las convulsiones pasadas”, que al tiempo que desenvolviera los
“principios sobre los que se formó la revolución, y la marcha desastrosa que ha seguido”,
mostrara la “felicidad del Nuevo Reyno de Granada baxo la legítima dominación de sus
Soberanos”. Así, García Tejada desde la primera línea del periódico convidó a sus lectores
a “desenrollar el quadro de la historia” para dar cuenta del “carácter de cada uno de los
pueblos” y de las ideas que “dominando generalmente, mudan el aspecto del universo, y
marcan las edades, mejor que las fechas cronológicas”. Después de una somera reflexión
sobre el medioevo europeo, de calificar el siglo XVIII como “siglo de paradojas” y de
hacer un recuento de las aventuras napoleónicas, se detuvo en el examen del pasado
reciente de la Tierra Firme:
Difícil es describir los sucesos ocurridos, con este motivo, en el N.R. de Granada, y
Provincias de Venezuela, durante los seis años que han llamado de transformación
política. Sin conocimiento alguno, y solo por espíritu de imitación, se adopta el más
incongruente sistema. Se copian y alteran á cada paso mil Constituciones. Se acaloran
los ánimos, se encienden los partidos. El fuego de la discordia civil abrasa las
Provincias. El sistema de rentas se arruina, suceden las concusiones y rapiñas, y en
medio de la vergonzosa puerilidad é ignorancia que se nota en el manejo, se abre por
todas partes un teatro de sangre, de confusión y de horror (Gazeta de Santafé Nº1:13-
VI-1816:3).
Cuando García Tejada invitaba a sus lectores a desenrollar este “quadro de la historia”
utilizaba el término historia como un sustantivo colectivo singular para englobar la
pluralidad de las historias y de este modo aludía a la idea de la historia como gran
Mejía Macía (2007), del Molino (2007), Fernández Sebastián (2009), Gutiérrez Ardila (2010, 2013),
Vanegas (2013). Para otros casos de la región Maravall (1991), Zermeño (2002), Wasserman (2008).
44
escenario de la experiencia humana. Ya habían coincidido aquí, en una misma palabra, la
historia como acontecer y la historia como representación de sucesos. Aunque el término
en plural seguirá designando por mucho tiempo más el conjunto de relatos sobre el pasado,
con frecuencia la historia operará en los discursos monárquicos como una historia única
que otorgaba sentido a todas las historias y que se enunciaba a sí misma apelando a la idea
del supremo tribunal de la realidad. Para los realistas, la justicia era el resorte de la historia
y se realizaba de manera efectiva a lo largo del tiempo conforme a los designios divinos.
De allí que el obispo de Popayán afirmara de manera categórica que la restauración del
orden monárquico se constituía en una evidencia innegable de que los “hechos, la historia
y la naturaleza están por nosotros” (47). La historia será elevada, así, al lugar de juez
implacable de todos los asuntos humanos, en una exigencia de justicia efectiva que se
compaginaba bien con el carácter justiciero de la monarquía borbónica en general y del
régimen restaurador en particular. Si hemos de creer a Rafael Sevilla en sus Memorias, así
ocurrió en una discusión entre Morillo y Francisco Tomás Morales en abril de 1815, en los
inicios de la campaña militar en la isla de Margarita, cuando este último sugirió al general
ibérico una política de mano dura para con los revolucionarios. Morillo se decantó por el
perdón para los republicanos ante las aciagas palabras de Morales: “desde ahora le predigo
que fracasará usted en su expedición”, “tal vez la historia, al consignar en sus páginas el
fracaso de la grande expedición de Morillo, consagre una línea á explicar que hubo un
español íntegro, conocedor del país y de sus habitantes, que desde el principio señaló
lealmente á su general los peligros á que una mal entendida lenidad le exponía”. “El
tiempo, mi general, el tiempo y la historia dirán cuál de los dos se equivoca”. Años
después, cuando estos acontecimientos ya eran cosa del pasado, Sevilla, como vicario del
tribunal de la historia, no se privó de dictaminar: el “tiempo y la historia, en efecto, dieron
la razón al brigadier Morales”; “si aquella isla hubiera quedado destruida por los
cimientos, parece lo más probable que había expirado para siempre el genio del mal” (36-
37).
La historia será concebida por los realistas como un espacio moral. Por un lado, la
escritura de la historia estaba atravesada por imperativos morales y se constituía en un
discurso y una práctica de pedagogía moral –de allí que aún siguiera siendo pensada como
maestra de vida–. Por otro lado, la historia como acontecer, a su vez, daba cuenta del
sempiterno enfrentamiento entre el bien y el mal, entre las fuerzas del orden y del
desorden: la “historia de todos los siglos, si nos pone presentes las acciones heroicas y las
virtudes de unos pocos hombres escogidos, está siempre llena de los delitos de la mayor
parte de los mortales. Lean algunas los que sin saber qué cosa es historia, o afectando
ignorancia de las demás, sólo se fijan en las de las conquistas de América, y se
convencerán de lo que ha sido y es el mundo” (Torres y Peña 33). El dictamen definitivo
de la historia, siempre anclado en la razón, y el poder moralizante de la posteridad, que
fijaba la gloria o el oprobio de la humanidad, se constituían en los elementos principales de
45
esta poderosa imagen. La historia, convertida en terreno privilegiado de disputa, no podía
ser otra cosa que una historia significada en términos morales:
Si la historia tiene que prevenir tristes colores para pintar algún día los estragos de las
pasiones, y escenas de horror que se han presentado en la Nueva Granada, y Provincias
de Venezuela, durante los pasados 6 años de Anarquía; también tendrá que consagrar
rasgos brillantes, al mérito de algunos pueblos y particulares, constantes y fieles en
sostener la causa y derechos de un Rey, dado especialmente por Dios, para ser las
delicias y felicidad de sus Vasallos (Gazeta de Santafé Nº4:4-VII-1816:31).
Sin duda, para el momento de la restauración absolutista, las historias escritas seguían
funcionando como un depósito de experiencias útiles para el presente. En términos
generales, la experiencia, aunque ya no infalible, seguía siendo aún buena “maestra en
todas las materias” (Gazeta de Santafé Nº10:15-VIII-1816:84). No es casualidad que el
capitán general de Venezuela, Salvador Moxó, en su Reglamento general de policía
prescriba que en las escuelas de primeras letras y en la Universidad caraqueña se
“promuevan por todos los medios posibles el conocimiento de la historia de España”, pues
resultaba indispensable y “necesario que los españoles de ambos hemisferios conozcan
todos desde la infancia la dignidad, virtudes y ventajas de la Nación y Gobierno á que
dichosamente pertenecen” (Gaceta de Caracas Nº41:18-10-1815:328). No obstante lo
anterior, es necesario subrayar que para buena parte de los actores del momento, los
sucesos recientes tenían un carácter esencialmente más aleccionador que las historias
clásicas, indianas e ilustradas, así se remitieran a sus discursos con relativa frecuencia
como fuente de autoridad indisputable y modelo retórico de primera mano. Las relaciones
entre experiencias y expectativas, marcadas por su creciente distanciamiento y por la
mengua del campo de la primera y la extensión del horizonte de la segunda, permitirán
reputar los acontecimientos más inmediatos como capaces de guiar en toda su complejidad
la experiencia humana: “Mas, ¿para qué transportarnos á tiempos remotos? ¿Qué
experiencias pueden ser más convincentes que las de nosotros mismos? Nosotros no
podemos negar el testimonio de nuestros ojos”; “recorred con meditación la historia de
vuestras miserias y su origen. Hallareis en cada suceso un escarmiento, en cada escena un
desengaño, en cada catástrofe, una doctrina, y en toda la tragedia un golpe de la justicia
eterna, sobre un Pueblo que mereció sus iras [de Dios], y al fin vio sus misericordias”
(Gaceta de Caracas Nº255:30-V-1819:1974) (Valenzuela 29).
En este sentido, la gran toma de la palabra por parte de amplios sectores sociales durante la
crisis monárquica, magistralmente descrita por François Xavier Guerra (2002a), puede
leerse en buena medida como una toma de la palabra sobre la historia vivida. No solo los
individuos y los pueblos serán ahora considerados hacedores de la historia, sino que el
hecho mismo de compartir un mismo tiempo los autorizará para enunciarla con mayor
legitimidad. La reconstrucción de la manera en que la vida de los contemporáneos se
entretejió con el devenir de los acontecimientos se constituyó en la forma privilegiada de
46
dotar la historia de significado. De allí que estas representaciones del pasado reciente a
menudo sean más descriptivas que analíticas, apelen a la memoria antes que a la reflexión
y se caractericen por una sucesión de imágenes antes que por una explicación totalizante –
en buena medida porque este pasado reciente se extiende hasta el presente–. La historia de
la monarquía hispánica no era otra que la historia de los vasallos del rey, de sus glorias y
de sus sacrificios, de sus esfuerzos por mantener el orden de cosas frente a los embates
sucesivos de los afrancesados, de los liberales gaditanos, de los republicanos de la Tierra
Firme y de otros monárquicos también. Estas historias se configuran, entonces, como
poderosas estrategias de justificación del accionar personal; pruebas irrefutables de la
fidelidad mantenida al rey en tiempos adversos –una fidelidad que, por supuesto, esperaba
recompensa– y lúcidas defensas de la propia concepción del deber ser de la política. La
experiencia propia, de los sujetos y de las generaciones que participaron en estos sucesos,
se perfila como punto de origen de los relatos y es concebida en términos plenamente
históricos: “tenemos la satisfacción de que vamos a hablar, no a una larga distancia de
tiempos ó de países, en donde es fácil desfigurar los hechos: hablamos muy cerca de
nuestra diócesis, y a muy corto tiempo de haber pasado y sucedido quanto les vamos a
decir, sin temor de ser desmentidos” (Ximénez 119).
Esta historia anclada en el orden del día era concebida como un acontecer y un saber
propios; una “historia nuestra”, siempre disponible y grabada de manera indeleble en la
memoria. Esta historia presente era imaginada por sus cultores como una historia moderna,
una historia contemporánea, diferente cualitativamente de las historias más antiguas,
situadas más atrás en el tiempo, pues la historia se organizaba de manera diferenciada
“desde la más remota antiguedad hasta la edad más moderna” (Torres y Peña 42). Era una
historia vivida, diferente de la historia recibida. La acusada densidad del pasado reciente y
la omnipresencia del presente parecían diluir a veces los tiempos más pretéritos y exigir la
elaboración y reelaboración del pasado más cercano. La creciente presión por la escritura
inmediata de los sucesos del presente, por la historización de la memoria, se hace evidente,
así, en la revisión continua de la periodización de la crisis monárquica, pues el presente
anticipa al futuro que se escribe en estas narraciones y exige la continua reorganización de
todo el proceso en su conjunto. Si, como vimos, Coll y Prat propuso siete épocas para el
caso venezolano, el obispo de Popayán distinguirá entre dos ciclos revolucionarios
neogranadinos, el de la Primera República y el que estaba ocurriendo una vez conseguida
la restauración monárquica en las principales ciudades virreinales, por ello resultaba
fundamental diferenciar “quanto estos malvados han dicho y hecho, tanto en las
convulsiones pasadas, como en la revolución actual” (Ximénez 126). Ciertamente, el
tiempo presente envejecía rápidamente, sucesos ocurridos hace unas horas ya podían ser
declarados históricos. Por ejemplo, los diarios militares que registraban el acontecer del
ejército monárquico eran llamados “diarios históricos” y para su elaboración se prescribía
un “método de redactar” y se recomendaba observar “una narración sencilla y ordenada
respecto de las épocas de todos los acaecimientos en el periodo de que se trata” (La
47
Rocque). Era tal la importancia de estos papeles que Sevilla se detendrá en su relato para
contar cómo fue comisionado para escribir la “historia del batallón de Cachirí,
autorizándome para citar á todos los jefes, oficiales y soldados que pudiesen esclarecer los
puntos dudosos, y para pedir á las oficinas cuantos datos juzgase pertinentes” (267).
Esta exigencia de verdad en la escritura de la historia permitirá su comprensión como un
diagnóstico acertado de la textura de los tiempos y un plan para la acción inmediata. Como
bien escribía el fiscal de la Real Audiencia de Santafé, Agustín de Lopetedi: la “verdad
será la guía de esta relación en que se empleará la sencillez de un historiador más bien que
el estilo de quien acusa, porque no trata de hacer imputaciones, sino únicamente de dar
idea del mal, para que se aplique el remedio conveniente (AGI, Santafé, leg.665, s.f.). Al
mismo tiempo que los monárquicos reivindican la autoridad de la experiencia vivida,
subrayan con fuerza el papel de los documentos como garantías incontrovertibles de la
verdad de los hechos –los documentos hablaban por sí mismos–. Como afirmaba el
gobernador de Cartagena, los documentos servían para demostrar la verdad e
imparcialidad de la historia, para dar cuenta del origen y del antes y el después; un
“resumen histórico” sin los “documentos de su comprobación” no conseguía dar cuenta
fielmente de los “sucesos ocurridos” (Torres y Velasco 1820a: 1,7). El testimonio que se
extraía de los papeles, a manera de prueba, se sometía al régimen de lo verdadero y lo
falso, de lo comprobable y lo refutable, para plegarlo a las exigencias de la memoria. Las
citas, las referencias, los comentarios al margen, además de convocar el pasado y
garantizar la continuidad narrativa de los tiempos, configuraban la autoridad del relato,
validaban el talante realmente histórico de los recuerdos –sin tal validación la memoria se
constituye meramente en un desfogue de pasiones personales–. Según dirá Morillo el
objetivo principal de su famoso Manifiesto a la nación española era “manifestar la verdad
de los sucesos”, esto es, presentarlos “á todos como son y han sido en sí”, y “borrar con
testimonios auténticos las dudas que puede haber formado en muchos la insolente
malignidad de uno solo”: “no quiero que se me crea bajo mi palabra”, “piezas las más
justificativas responderán de mis aserciones. Mi lenguage será franco é ingénuo” (1821: 4-
5).
Las reflexiones de los realistas sobre el pasado reciente pretendían afirmar el viejo-nuevo
orden de cosas y reforzar el precario equilibrio de la política del momento sembrando el
espíritu de conformidad entre los vasallos americanos. Historizar la crisis monárquica
permitía actualizar la ficción unitaria de las “dos Españas”, más allá de las desavenencias
domésticas, y refundar la unidad moral de la monarquía hispánica en la Tierra Firme. La
experiencia de la nación española en ambos hemisferios se constituye, así, en el espectro
que guía la modalidad, la temporalidad y la estructura narrativa de todas estas historias. El
tiempo histórico aquí está dado por la cronología política, que se produce y que se
experimenta colectivamente y de manera simultánea en la Península y en la Tierra Firme,
así con frecuencia se privilegie la descripción de los acontecimientos en esta última por ser
48
conocidos más de primera mano. Su estructura se desarrolla de manera escalonada y toma
formas canónicas –la ordenación cronológica de estos eventos implica una explicación en
sí misma–: la invasión napoleónica de la Península; la formación de juntas de gobierno; las
declaraciones de independencia; las disputas intestinas entre federalistas y centralistas y
entre monárquicos y republicanos; el final de las repúblicas; la campaña de reconquista y
la restauración monárquica; la creciente fuerza de los ejércitos bolivarianos, y finalmente,
la derrota realista. Todos estos periodos se abrían a la historia a partir de grandes
acontecimientos desencadenantes que marcaban de manera indeleble el sentido y la
velocidad de los tiempos afectando la vida de toda la comunidad política.21
Así, cuando
Morillo escribió al gabinete de Madrid dando cuenta de la victoria bolivariana en Boyacá
señaló que con ese acontecimiento comenzaba el principio del fin de España en la Tierra
Firme: la suerte de Venezuela y Nueva Granada “no puede ser dudosa”, “bastará sólo
conocer un poco la historia de la revolución de este país y la sangre que en ella se ha
derramado, para persuadirse de tan conocidas verdades” (Morillo, en Rodríguez Villa 4:
53-55). En un sentido similar escribirá el gobernador Torres al rey en octubre de 1819:
Los acontecimientos ocurridos en el Nuevo Reino de Granada desde el principio de
agosto son de la mayor magnitud, tienen una trascendencia de demasiada extensión y
deben llegar a los reales pies de Vuestra Majestad como ellos han sido, sin disimular de
modo alguno ni las causas que les han originado, ni las consecuencias que han
producido y pueden producir en lo sucesivo (AGI, Santafé, leg.748, s.f.).
En efecto, para los monárquicos, la historia, en tanto expresión y reflejo de la razón divina,
se regía por un conjunto de relaciones causa-efecto que eran necesarias y universales. Los
hechos históricos tenían precedentes concretos y las causas estaban seguidas de
consecuencias. Las historias escritas necesitaban establecer “lo que verdaderamente
ocurrió” y explicar las causas y los efectos de los acontecimientos para ser consideradas
útiles para el presente. En este sentido, los orígenes en el tiempo de las revoluciones de la
Tierra Firme eran múltiples. Para algunos, se encontraban en la invasión napoleónica y en
la formación de juntas americanas de gobierno: el “tiempo corrió hasta que llegó el infeliz
día en que la América faltando á la fidelidad se puso en movimiento, y en esta Provincia
[de Antioquia] formaron junta para gobernar á su modo” (Llamas, AGI, Santafé, leg. 749,
s.f.). Para otros, era necesario escudriñar más atrás, en las últimas décadas del siglo XVIII:
las causas judiciales abiertas a Antonio Nariño por la impresión de Los derechos del
hombre y la posterior aparición de unos pasquines sediciosos en Santafé en 1794 y la
conspiración de Manuel Gual y José María España en 1797 en Venezuela. En cualquier
caso, la causa eficiente estaba fuera de discusión: las revoluciones habían sido obra del
filosofismo incrédulo que se había enseñoreado del mundo atlántico y que pronto había
anidado en la corte de Madrid y en los círculos virreinales americanos. Los libros y gacetas
extranjeros que habían dado forma a la república estadounidense y a la Revolución
21
La expresión es de Reamud (2009).
49
francesa habían corrompido la fidelidad irrestricta de los vasallos de la Tierra Firme y
dado pábulo a una gran “metamorfosis moral”. Según dirá Valenzuela y Moya:
Hízose moda lisongera la lección de los libros más impíos y detestables. Bastaba
hallarse escrita en idioma Gálico la obra de un pedante francés para que se leyese con
más misterios y respetos que el Alcorán de Constantinopla. Un autorcillo obscuro, cuyo
nombre había perecido en el mismo día que vio la luz, era citado como oráculo más
autorizado que Ambrosio y Agustino. Así se llenó la República de hombres ignorantes
y fanáticos, vacíos de sabiduría, y llenos de vanidad y de error. Así se concibió el odio
y desprecio de una Religion Sta. que sujeta al hombre á la razón, y doma los furores de
las pasiones; así la abominación a los tronos; así el sistema de Independencia, Libertad
é Igualdad que se verán establecidos quando Voltayre y sus sectarios hallen y
conquisten los países de la Luna (11-12).
Para los realistas, las repúblicas eran en y por sus hombres. La historia de aquellas no era
más que la historia de estos. Los hacedores de las revoluciones eran unos mandones
incapaces de administrar los destinos de la comunidad política y de sostener con decoro
cualquier tipo de autoridad. Los republicanos eran enemigos declarados del buen orden,
del “Altar y el Trono”, del bien común y la utilidad pública. Se encontraban impelidos por
intereses particulares y miras privadas y eran títeres de las pasiones más abominables: el
odio, la ingratitud, la ambición, la mentira y la venganza. En este sentido, la crítica
lapidaria del orden republicano encontrará en la crítica de sus hombres, en particular de la
figura de Bolívar, una mayor definición. El caraqueño funcionará como una metonimia de
la república en toda la Tierra Firme, pues parecía sintetizar bien las ideas, el accionar, las
pasiones y los vicios de todos los revolucionarios. De allí que el redactor de la Gaceta de
Caracas, haciendo gala de su gran pluma satírica, sugiriera a sus lectores la elaboración de
un proyecto historiográfico de gran alcance sobre Bolívar, con sus respectivos tomos y
capítulos –asunto que más allá del giro irónico, da cuenta de la importancia de esta
historiomanía que se había apoderado de los contemporáneos–. Las obras bolivarianas que
no podían faltar en las bibliotecas de todos eran: la “historia de su ignorancia militar”, la
“historia de sus bárbaras atrocidades”, la “historia de sus descaradas mentiras”, la “historia
de sus placeres” y la “historia de su adolescencia y pubertad”. Estas historias debían
acompañarse de “algunos tratados” para mayor comprensión del público: “1. Simón
Bolívar, supremo Magistrado civil de Venezuela. 2. Simón Bolívar, religioso. 3. Simón
Bolívar, político” (Gaceta de Caracas Nº20:14-V-1815:169-176). Historias todas que de
una u otra manera Díaz trazó años después en sus Recuerdos cuando hizo de Bolívar la
personificación misma de la revolución: “solo debo seguir al Sedicioso en todas partes, y
dar una línea de los acontecimientos principales, y de las batallas generales” (1829:59).
Por otra parte, la historia de los efectos de las revoluciones, aunque siempre registrados
bajo la figura de una constatación evidente –“no se necesitaba mucho para prever estos
acontecimientos: bastaba conocer el carácter de la revolución y el de los revolucionarios”
50
(Gaceta de Caracas Nº105:4-XII-1816:826)– se constituye en la parte fundamental de
estas historias, pues permitía establecer un diagnóstico del presente y lanzar una fuerte
advertencia para el futuro. Según afirmó la Gaceta del Gobierno de Cartagena de Indias
(Nº1:10-VIII-1816:1), en su recuento histórico titulado “quadro revolucionario y estado
actual de la provincia de Cartagena”, “nuestros males necesitan ser analizados, sondeados
y hechos manifiestos para el mejor acierto en la aplicación de los remedios” y para que
funcionen como “un saludable escarmiento para lo venidero”. La historia de las
revoluciones debía escribirse, entonces, para concluir cómo las repúblicas solo existían “en
el papel para engañar y conducir al precipicio á los incautos habitantes de la América” y se
constituían en “sistemas políticos, del todo contrarios al bien común, a la venerable
antigüedad, a la opinión de los verdaderos sabios y á los testimonios de la historia”
(Gazeta de Santafé Nº21:31-X-1816:219). En efecto, para los monárquicos, la retórica
republicana de la soberanía popular había implicado fundamentalmente la erosión de toda
noción de autoridad entre los pueblos, la irrupción de la discordia y la insubordinación en
el mundo político y la confusión del mundo moral, pues no solo la “sana ilustración” había
perdido su imperio en la Tierra Firme sino que la Iglesia católica, como institución, y el
catolicismo, como seña de identidad de la monarquía hispánica y como argamasa de la
sociedad, se encontraban seriamente amenazados por el filosofismo republicano. La
cuidadosa filigrana de jerarquías y subordinaciones de la monarquía hispánica había
saltado en pedazos y había sido reemplazada por los estragos de las guerras civiles y la
decadencia económica –esta última aparece con frecuencia como producto de los
insaciables apetitos burocráticos de los republicanos, las malas decisiones fiscales, el
descuido de la agricultura, la minería y el comercio y la creciente despoblación–. En
definitiva, hacer la historia de las primeras repúblicas era hacer la historia del “cúmulo de
males que se han sucedido rápidamente, en siete años de furor y desorden” por causa de la
soberanía de los pueblos:
¿La experiencia no lo ha demostrado lo bastantemente en los días del delirio de la
Nueva Granada? ¿Qué cosa ha habido en su lugar? ¡Qué absurdos! ¿Qué
contradicciones! ¡Qué inconseqüencias! ¡Qué injusticias! ¡Qué crueldades! ¡Qué errores
tan groseros! Hoy se ordenaba una cosa, y mañana se disponía otra. El antojo de la
multitud en su insubordinación, era la ley, y el gobierno que la representaba, un esclavo
imbécil de sus caprichos. He aquí las consequencias del sistema, que tanto aprecia la
infidelidad, y á quien consagra tantas, y tan desmedidas alabanzas. He aquí lo que
produce la rebelión, a pesar de las promesas de hermandad, de orden, y de felicidad
común, con que deslumbran los Republicanos á los Pueblos inocentes (Gruesso 5, 16).
Ahora bien, esta historia de las revoluciones nunca estaba completa si no se ponía en
relación con los tiempos de la dominación ibérica en la Tierra Firme. La comparación
entre el pasado lejano y el pasado más inmediato organizaba de manera estratégica muchos
de estos relatos con múltiples objetivos: legitimar el presente del gobierno del rey en la
51
Tierra Firme a partir de la autoridad de la historia; validar la experiencia de los trescientos
años de unidad hispánica como prueba irrefutable de la necesidad del retorno del orden
monárquico; y no menos importante, salvar el buen nombre de España frente a la pléyade
de agravios vertidos en contra de la dominación ibérica por parte de los republicanos,
quienes en muchos sentidos harán suyos algunos argumentos de la leyenda negra española
que circulaba profusamente en Europa para legitimar la emancipación: el “indisoluble
argumento, el poderoso Aquiles de que se valen, es decirnos que la Corona de España no
ha tenido derecho alguno para la Conquista de las Américas, y que por consiguiente ha
sido una injusta, y violenta usurpación” (de León 12). Los mismos monárquicos eran
conscientes de que se trataba de una historia politizada, “ya de muy antiguo tema favorito
del humanísimo filosofismo” para dar “pabulo a la filantropía europea” y evitar hablar de
la violencia cometida por otros poderes imperiales como Francia e Inglaterra. Así las
cosas, si los republicanos, basados en sus lecturas extranjeras, principalmente de William
Robertson y el abate Raynal, habían cuestionado severamente la legitimidad de la
soberanía española en América, no restaba más que poner entredicho tales
argumentaciones y la capacidad de los revolucionarios y los extranjeros para escribir la
historia del gobierno español en América, pues “tales narrativas enunciadas bajo la sola
palabra del narrador” y que “predicando ardientemente sobre tan lejanas crueldades, sin
tomarse siquiera el trabajo de documentarlas” no merecían ningún crédito: “exigir en sus
relatos la verdad, la buena fe, los hechos testificados é intergiversables, sería exigir un
imposible en el orden moral. El entusiasmo de la libertad desreglada se alimenta con
ficciones: la rebelión con calumnias y groseras imposturas; y la rabia, el furor y el encono
fueron siempre las armas favoritas de los paises sublevados” (Gaceta de Caracas
Nº235:17-II-1819:1799).
Sin embargo, los monárquicos no harán una defensa a ultranza y sin matices de la
conquista de América. El argumento en este sentido es complejo y nunca está exento de
contradicciones. Al tiempo que en nombre de la “verdad de la historia” se desempolvan los
derechos de justa conquista, se afirma que más que la guerra, era la paz de tres siglos la
que conjuraba cualquier señalamiento de ilegitimidad. Al tiempo que se defienden la
reputación y el buen nombre de los primeros conquistadores, se reconocen y se censuran
algunos de sus excesos, aunque siempre se afirma que fueron menores a los denunciados
por los enemigos de España. Al tiempo que se esgrime la bula de donación papal conferida
por Alejandro VI en 1493, se reconoce que antes que una prerrogativa para gobernar, esta
se constituye en una bendición papal a la empresa colonizadora –y aquí los realistas se
revelan sabedores de la escasa legitimidad de tal documento en Europa–. En este punto,
más que la bula papal, era la “mano de Dios”, que “se vio visiblemente en esas conquistas
á favor de los Reyes de España”, el argumento más esgrimido. La extensión de la nación
española en América era parte de los designios divinos para expandir la religión verdadera
y garantizar la salvación de millones de almas perdidas: “Dios, que de mil modos todos
admirables sabe mostrar los decretos de su admirable providencia, fue quien, sin dexar
52
lugar a duda, mostró que endonaba á nuestros Reyes el dominio de las Américas” (Bestard
36-37). En cualquier caso, el argumento monárquico, ya aceitado por la intensidad de los
debates historicistas del siglo XVIII, siempre vendrá respaldado por argumentos de corte
jurídico.22
Según sostuvo el catalán Santiago Jonama en sus famosas Cartas al Sr. Abate
de Pradt, traducidas por Díaz en Caracas en 1819, la historia de la conquista de cada
provincia americana daba cuenta de que España contaba en su haber con todos los
derechos conocidos por legítimos: “títulos de justa conquista, de cesión y de primer
ocupante, de donación solemne, de voluntaria unión, de pacífico establecimiento, de
prescripción, de gratitud y de beneficencia”. La corona estaba del lado correcto de la
historia cuando había declarado la soberanía sobre América: “habla la historia, la historia
verdadera de aquellos países. En ella verá la Europa consignados los derechos de la
Corona de Castilla” (Jonama, s.p.).
En este sentido, aludir al pasado indígena prehispánico resultaba fundamental. A veces los
nativos de la Tierra Firme eran presentados al momento de la conquista como una horda de
tribus bárbaras y salvajes necesitadas de la luz de la civilización europea, pues las visiones
“demasiado gloriosas” del pasado indígena local implicaban necesariamente una crítica al
régimen hispánico en razón de la penosa situación actual de los vencidos. En otras
ocasiones, aquellos eran presentados como grupos humanos dotados de cierta sofisticación
social, política y militar con el objetivo de realzar el talante heroico y esforzado de los
primeros conquistadores –la representación de los nativos americanos como pueblos
débiles y cobardes era la estrategia más socorrida por aquellos que pretendían escamotear
las glorias de España en América–. Si bien las historias sobre el pasado precolombino de la
Tierra Firme se encontraban entretejidas con las “tradiciones y conjeturas imperfectas que
pudieron recogerse y hacerse en la época de su descubrimiento”, lo que sí resultaba
evidente para muchos era que los nativos de esta parte de América no habían alcanzado la
grandeza, el grado de civilización y la duración en el tiempo de los imperios mexica e inca.
La razón venía bien a los motivos polémicos del presente: mientras que estos últimos
estaban gobernados por monarquías, los indígenas de la Tierra Firme estaban organizados
en una “multitud de pobres, pequeñas y miserables repúblicas, separadas é independientes
unas de otras” (Gaceta de Caracas Nº258:21-VII-1819:1998-1999).
De este modo, la conquista de la Tierra Firme antes que deberse a la superioridad militar
de España –en realidad, aquí no había habido grandes batallas ni “choque de
civilizaciones”– era resultado de los talentos políticos de los primeros conquistadores, que
“obraron más como libertadores que como conquistadores; y si hicieron alguna conquista
verdadera fue la de los corazones”, pues habían puesto fin a las sendas disputas intestinas
entre los nativos y habían hecho frente a la tiranía de los gobernantes y sacerdotes
indígenas cuyos caprichos y excesos oprimían a los pueblos. La explicación del éxito de
los conquistadores en América era, así, completamente contemporánea, pues radicaba en el
22
Sobre la escritura de la historia de América en el siglo XVIII véanse Gerbi (1982), Cañizares (2001).
53
poder imperioso de la “opinión pública, sin la cual no hay verdadera fuerza”: “ha sido
porque [aquellos] tenían á su favor la opinión general de los americanos: porque obraban
por el pueblo y con el pueblo”; fue el “efecto de la conviccion y no el de la violencia: fue
en fin el resultado de su superioridad moral y no de la física” (Jonama 101). No de otra
manera se explicaba la acrisolada fidelidad de los indígenas durante los tres siglos de
dominación ibérica y durante la crisis monárquica. Si España no tuviera justos títulos sobre
América, cosa que los realistas nunca consideraron, los únicos con derecho a proclamar la
independencia serían los nativos y estos, todos lo sabían, estaban de lado del rey:
Los mismos Indios, que sin disputa pudieran presentar un derecho más aparente á las
Américas que los insurgentes, jamas han pretendido alzarse con el mando, ni rebelarse
contra los Reyes de España. Los han mirado siempre con una particular predilección,
como que en ellos han encontrado en todo tiempo la mas singular proteccion: y esto por
el largo espacio de trescientos años (Bestard 38).
Así las cosas, la crisis de la monarquía hispánica abría la posibilidad de poner de presente
los orígenes históricos del orden legítimo: la conquista representó para muchos realistas el
principio de un orden justo regido por una constitución modelada por la historia –la
constitución no escrita– y construido por los españoles de ambos mundos bajo la égida de
la Corona española. Los monarcas españoles no solo habían intervenido siempre en favor
de los indígenas para poner freno a los irremediables abusos de los conquistadores –los
actos brutales de algunos sujetos ávidos de aventura y fortuna no eran representativos del
comportamiento de la nación en su conjunto–, sino que habían civilizado la Tierra Firme
en todo el sentido de la palabra: habían introducido con prudencia leyes justas y humanas
para todos los vasallos del rey y habían compartido el celo evangélico de la Iglesia católica
por avanzar en la conquista espiritual de los nativos ampliando el mundo cristiano. De este
modo, la historia de los “trescientos años de despotismo y esclavitud” tantas veces
mentada por los republicanos, se convirtió por obra del discurso monárquico, en la historia
de la labor civilizatoria de España en la Tierra Firme –una historia que comenzó a urdirse
desde el momento mismo de la conquista y que resurgirá con fuerza en los debates sobre el
hispanismo a mitad de siglo XIX–.23
Durante este “pequeño espacio de tres siglos” los
americanos habían conocido todos los bienes de la religión católica y de la “sana razón”, el
avance de las ciencias y las artes, el progreso material y la prosperidad económica, además
de las mieles de la paz –paz perturbada únicamente de manera esporádica por algunos
ataques aislados de piratas, levantamientos populares de poco calado y desastres naturales–
. Eran, en definitiva, los tiempos “en que todo podía esperarse y emprenderse porque había
para todo” (Gaceta de Caracas Nº230:20-I-1819:1761-1762). La conclusión solo podía ser
una: los beneficios de la civilización hispánica compensaban con mucho las crueldades de
la conquista. La sociedad americana era obra de España y de sus reyes:
23
Sobre la fórmula de los “trescientos años de opresión” y el indígena como símbolo de la libertad durante
las primeras repúblicas véase König (1994). Sobre el debate del hispanismo en el siglo XIX, Padilla (2008).
54
El Rey Fernando y sus augustos predecesores son los que han formado esta sociedad;
los que establecieron estos pueblos; los que plantaron esta religión; los que erigieron
estas Catedrales y parroquias. Los Reyes de España son los que fundaron las
Audiencias Reales para amparo de los oprimidos, las milicias para mantener el orden,
las Universidades para derramar sabiduría, los Seminarios y Colegios para mejora de la
juventud, los hospitales para el socorro de los enfermos desamparados. Los Reyes de
España son los que han desterrado de estos países la idolatría, el abuso espantoso de los
sacrificios humanos, la crueldad de comerse los unos á otros vivos y palpitantes los
hombres. Los Reyes de España son los que abrieron el comercio social y recíproco de
unos pueblos con otros, de unas con otras provincias, y los que trageron todo cuanto
hay de utilidad, de gusto, de conveniencia para la vida civil, los caballos, las yeguas, los
mulos, las vacas, los cerdos, los granos, las plantas, la agricultura, y finalmente los
hombres. ¿Cuál de los Corifeos de la revolución, hizo jamás otro tanto? (Rodríguez
Carillo 1819a: 5).
Precisamente, para los monárquicos, esta historia se convertirá en uno de los espacios
privilegiados para escribir la nación española en América como un ser político hilvanado
en el tiempo capaz de intervenir y cambiar el curso de su propia historia –y con esto queda
de presente, una vez más, que la disputa de la emancipación americana no fue solamente
de talante filosófico, sino que también tuvo una profunda dimensión historicista–. A
contracorriente del argumento republicano que hacía tabula rasa con el pasado hispánico y
situaba la epifanía de las nuevas comunidades políticas en las revoluciones, los
monárquicos situarán los orígenes de la identidad española-americana en el momento de la
conquista. La historia se escribía para fijar los rasgos de esta identidad colectiva anclada
en las “tradiciones” y las “costumbres” de tres siglos –nociones que se encuentran dotadas
de una evidente carga de temporalidad y son asumidas como experiencia efectiva y
espacios de consenso social–. La defensa de los derechos de España sobre América era, en
realidad, la defensa de la gran patria hispánica. Los habitantes de la Tierra Firme no tenían
otra historia que el glorioso pasado español, el hecho europeo en el Nuevo Mundo: sus
mitos fundadores se confundían con las figuras de los Reyes Católicos, los viajes de
Colón, las aventuras de sus padres conquistadores –entendidas como muestra del valor y el
heroísmo de la nación española–, las labores evangelizadoras de la Iglesia católica y la
fundación de las primeras ciudades y pueblos. Este imaginario histórico sobre la conquista
y sobre el régimen hispánico funcionó como un depósito alegórico para legitimar el
presente y llamar a la unión de los dos hemisferios españoles –hasta los nombres del rey
Fernando y de su segunda esposa, Isabel de Braganza, invitaban a establecer el paralelo
con aquellos días de gloria española–. El pasado mítico del imperio comprendía todas las
promesas del nuevo orden. Se trataba de un esfuerzo patriótico por conferir al pasado sus
cartas de nobleza, por legitimar el origen de la sociedad monárquica en la Tierra Firme. El
señalamiento de la continuidad misma de la comunidad política, de su extraordinaria
cohesión política y de su duración en el tiempo, permitía a los realistas presentar la historia
55
común como el principio articulador de las “dos Españas” durante los trescientos años de
la pax hispanica:
¿Y quién á vista del generoso entusiasmo que el día 11 de Septiembre del año de 1808
solemnemente jurasteis, y proclamasteis por Rey á vuestro cautivo, y amado Fernando,
no se habría persuadido, que estabais animados de unos mismos sentimientos con
vuestros hermanos de la Península? ¿Qué habias de conservar con ellas una misma
fidelidad, una misma firmeza, y una misma obediencia? Con vuestros hermanos de la
Península, digo, con quien haceis un mismo cuerpo, una misma Nación, y una misma
causa: con aquellos, cuya sangre corre por vuestras venas, alimenta vuestros
movimientos, y vivifica vuestro ser, y de quienes como de una copiosa fuente habéis
recibido todos los bienes juntos, la Religión, las Leyes, la Sociedad, el buen orden, la
Paz y todo quanto pueden anhelar los Pueblos racionales, y políticos… en una palabra,
todo quanto sois, y pudierais haber deseado en el orden moral, y político (de León 21-
22).
Sin embargo, esa historia común se fue haciendo una historia sin futuro. Por más razones
que aventuraran los monárquicos para explicar lo sucedido en el pasado lejano y en el
pasado más inmediato, no resultaba fácil comprender el sentido del derrumbe paulatino de
la monarquía hispánica en la Tierra Firme. No debe sorprender, entonces, que en algunas
oportunidades, los realistas, ora presos de un fatalismo irredimible, ora convencidos de que
estos sucesos se encontraban ya más allá de la voluntad humana, acudan a una fórmula
trascedente para explicar lo sucedido: el fin de la dominación hispánica en estas tierras
había sido obra de un “hado funesto”, de “una fortuna tan ciega como indebida y no
esperada” (Díaz 1829: 253). La misma fortuna que había sido siempre el numen tutelar de
la nación española por trescientos años, daba ahora la espalda a sus hijos de ambos
mundos y presagiaba la impronta providencial del fin del imperio. No restaba más que
entregar los destinos de la Tierra Firme en las manos del “Supremo Hacedor” de la historia
que marcaba el movimiento de los tiempos y los tranzaba según su voluntad (Torres y
Velasco 1820b: s.n.). No restaba más que esperar para ver “si la Providencia que protege
las miras justas y benéficas de Vuestra Magestad detiene el curso de los acontecimientos”
(Lopetedi, AGI, Santafé, leg.665, s.f.). No restaba más, dirá Coll y Prat (102), que “jurar y
obedecer esperando el tiempo en que el árbitro Supremo de los acontecimientos se sirva
presentarlos más prósperos y favorables”, pues, “solo la Ley del Señor es eterna; y la
majestad de todas las cosas humanas se pierde cuando no son conformes al tiempo”.
Precisamente, para poner de presente que el momento absolutista estaba en completa
conformidad con las tesituras de los nuevos tiempos, los monárquicos, ya plenamente
conscientes de ser parte de un mundo político en eterno devenir, emprenderán una tenaz
lucha de sentido en el orden semántico. La legitimidad de la monarquía hispánica también
se jugó en la disputa conceptual del periodo, como veremos en el próximo capítulo.
56
Capítulo 2. El realismo: un discurso de réplica. La disputa conceptual
durante la restauración monárquica
¡Tan recatada y prudente ha sido la generosa empresa de los que quisieron libertar a su patria del reposo,
sosiego y tranquilidad de trescientos años de esclavitud! Creyeron que la repetición fastidiosa de esta
cantinela era bastante para contestar a todo; y en efecto alucinaron bastante con la novedad de las voces y
términos de que los surtía el sistema de la nueva caballería andante; y los derechos imprescriptibles, la
soberanía del pueblo, la constitución liberal, la libertad, la independencia, la emancipación política en vez
de las aventuras de los romances, entretuvieron demasiado tiempo la credulidad y la ignorancia. En lugar
de encantadores, gigantes y malandrines, se propusieron estos nuestros Quijotes hacer pasar a los reyes,
príncipes, jefes y magistrados por déspotas, tiranos, sátrapas, visires y bajaes; hasta que desengañados los
pueblos con la más dolorosa experiencia, han venido a concebir desprecio y a hacer irrisión de esta loca
manía; aunque nuestros libertadores la tienen aferrada como un broquel impenetrable, que los pone a
cubierto de todos los golpes, por más que canse la repetición de cosa tan insulsa…
José Antonio Torres y Peña. Memorias sobre la Revolución (1814).
Sus papeles públicos ultrajaban la dignidad Real: la presentaban con los colores más abominables: la
hacían el origen exclusivo de todos los males. Fernando era injuriado con las calumnias más atroces é
indecentes. Se prodigaban ofrecimientos ridículos pero pomposos, se daban esperanzas capaces de
seducir á los que no los conocían, se cambiaron los nombres de las cosas, y se sustituyeron en su lugar
aquellos que por tantos tiempos habían significado las contrarias. A la dignidad real se la llamó
despotismo; á la licencia desenfrenada, libertad; á la honesta y sumisa obediencia, esclavitud; á la
inmoralidad, sabiduría; á la anarquía, republicanismo; á la insolencia, ilustración; al trastorno de todos
los principios establecidos, regeneración; felicidad á la miseria; pueblo á la facción...
José Domingo Díaz. Gaceta de Caracas (Nº10:5-IV-1815:83-84).
El 15 de febrero de 1819, Simón Bolívar pronunció su conocido Discurso de Angostura y
sancionó formalmente la instalación del segundo Congreso nacional de Venezuela en la
capital guayanesa. Sin duda, este documento se constituye en una de las defensas más
brillantes del gobierno republicano y de los verdaderos y legítimos fundamentos del poder
político: la soberanía popular, la división de poderes, las libertades civiles y la igualdad
formal entre los integrantes del cuerpo político –en contraposición a los falsos e
impolíticos principios de la despótica dominación hispánica–. En su discurso, Bolívar
proclamó la ciudadanía como la piedra fundante del nuevo orden, la representación como
la garantía de la voz del nuevo soberano y como el “acto generativo de la libertad o de la
esclavitud de un pueblo,” y la dimensión moral de la República como su condición de
posibilidad –“moral y luces son los polos de una República, moral y luces son nuestras
primeras necesidades”–. Para Bolívar, el trabajo que esperaba a los congresistas
venezolanos era arduo, pues radicaba precisamente en constitucionalizar la república:
“constituir a hombres pervertidos por las ilusiones del error” en ciudadanos virtuosos y
fundar una nueva comunidad política sobre las cenizas del “triple yugo de la ignorancia, de
la tiranía y del vicio”. No era otra cosa que la “creación de un cuerpo político y aun se
podría decir la creación de una sociedad entera”. Se trataba de un nuevo orden acrisolado
por la guerra contra la monarquía hispánica y sancionado de manera irrevocable por la
voluntad general de los pueblos, pues la “reunión de la Nueva Granada y Venezuela en un
57
grande estado ha sido el voto uniforme de los pueblos y gobiernos de estas Repúblicas”.
Finalmente, ante un concurso numeroso y entusiasta, el caraqueño instó a los legisladores
a conceder al país “un gobierno que haga triunfar bajo el imperio de leyes inexorables, la
igualdad y la libertad”, y procedió a instalar el Congreso anunciando que “en él reside
desde este momento la Soberanía Nacional: mi espada (empuñándola) y las de mis ínclitos
compañeros de armas están siempre prontas a sostener su Augusta Autoridad. ¡Viva el
Congreso de Venezuela!” (Bolívar 1820 [1819]) (Acta de Instalación, 1819: 4).
Unas pocas semanas después de este hecho fundamental, José Domingo Díaz, redactor de
la Gaceta de Caracas, y uno de los más fervientes realistas de la Tierra Firme, dio a la
imprenta el famoso Manifiesto de las provincias de Venezuela a todas las naciones
civilizadas de Europa para señalar la ilegitimidad del Congreso de Angostura. Se trata de
una de especie de síntesis doctrinal del ideario monárquico, expuesta con rigor argumental
y confeccionada para conseguir una circulación extraordinaria. Escrito originalmente en
tres idiomas –español, francés e inglés–, y publicado también por entregas en el periódico
caraqueño, y posteriormente como apéndice de la obra de Santiago Jonama que rebatía los
argumentos del abate Pradt, fue remitido al instante a diferentes lugares de América y
Europa. Morillo había encargado especialmente su reimpresión para que “circule por las
cortes extranjeras á fin de que patentizando el verdadero estado de las cosas en Caracas y
Nueva Granada desistan los aventureros” de pasar a la Tierra Firme. Así, en la Península,
el Manifiesto fue reimpreso en 1820 siguiendo el dictamen del juez de imprentas de
Madrid, que lo consideró como “muy útil a la causa pública” y a propósito para la
“confusión de los perversos” (Martín, en AGI, Estado 64, N 44, s.f.). El documento
también fue publicado en Estados Unidos, entre otros, por Mateo de La Serna, cónsul
general de España en Filadelfia, quien según escribió al general ibérico, ya se había
convertido en todo un éxito editorial, pues “ha causado bastante sensación en el partido
fogoso que favorece en estos Estados la insurrección de nuestras Américas habiendo
empezado las Gacetas de él á proferir improperios y acusaciones y á llamar falsarios á los
publicadores del Manifiesto”. Sin embargo, esto no parecía inquietar mucho al diplomático
español, por el contrario, lo registraba como una victoria política para la “justa causa”,
pues “se puede decir, como cosa cierta, que cuando esta especie de papeles públicos se
extiende en desvergüenzas, nuestras cosas no se hallan en estado de decadencia” (en
Rodríguez Villa 4:115).
El Manifiesto no era otra cosa que la historia de la voluntad general de los pueblos de
Venezuela, que siempre se había expresado de manera unánime e inequívoca en favor del
gobierno del rey y en contra de los proyectos revolucionarios. Así había sido durante los
“tres siglos de paz, justicia y libertad”, la injuria napoleónica a los reyes españoles, la
formación de juntas de gobierno y la inacabable sucesión de gobiernos republicanos y
realistas en la Tierra Firme. Los pueblos siempre habían expresado su “voto y voluntad”
58
por medio de “tantos actos positivos” de entusiasmo a la hora de “huir de esa detestable
república, y buscar el gobierno de su rey”. La historia del “voto libre y general de
Venezuela” era, entonces, la historia de su anulación por parte de los gobiernos
republicanos y de su validación por las armas del rey. La “farsa de Angostura”, “cuyos
miembros elegidos al intento dijeron lo que el que los nombró quiso que dijesen”, era otro
episodio notable de esta sistemática negación de la voluntad general, un esfuerzo más por
disfrazar de interés general lo que solo eran espurios intereses particulares. Los
autoproclamados congresistas reunidos en Guayana “habían concurrido á la formación de
aquella ilegítima y monstruosa corporación” apropiándose de manera abusiva de la voz de
los pueblos. La soberanía popular que proclamaban para legitimar el orden republicano era
el resultado de intrigas indecentes y del terror del despotismo ministerial, cuando no era la
expresión de la voz de una facción militar corrompida y en constante pugna por el poder
político. La república ilegítima solo existía en el papel y estaba reducida a la “despoblada
provincia de Guayana, á la insignificante isla de la Margarita, á los desiertos orientales de
Cumaná, y á aquellas inmensas llanuras que existen entre el Arauca y el Meta solo pisadas
por tribus de indios salvages” (Díaz 1819: 1-27). Los republicanos se cubrían, entonces,
con el manto de una voluntad popular tan falsa como inexistente, pues esta no se
representaba más que por las legislaciones antiguas, las diputaciones municipales y las
costumbres de la nación. La voluntad general, así entendida, solo podía legitimar el orden
labrado por la monarquía hispánica durante trescientos años en la Tierra Firme.
En efecto, Díaz había sido comisionado para escribir el Manifiesto por cerca de cincuenta
y siete ayuntamientos municipales y cabildos de pueblos de indios, “compuestos de 435
personas elegidas ó nombradas mucho tiempo antes con toda la imparcialidad y
circunspeccion prevenida por las leyes de aquellos dominios”, y “que há 300 años
representan legítimamente á todos los pueblos de Venezuela”. El objetivo principal del
documento era poner en evidencia que la representación legítima de la voz de los pueblos
descansaba en los cuerpos tradicionales, únicos administradores del bien común y garantes
del buen orden, y que esta voz ya se había pronunciado de manera irrevocable en favor del
gobierno del rey, pues estos mismos pueblos “estan muy distantes de incurrir en el horrible
crimen de separarse de una obediencia que tan solemnemente juraron”, y están resueltos “á
esterminar á sus enemigos, y á morir con honor antes que vivir con infamia” (Díaz 1819:
1-27). Por ejemplo, según afirmó la diputación de Puerto Cabello, una de las firmantes del
Manifiesto: “esta diputación por sí y por todo el distrito político, cuya representación
reasume” se había manifestado siempre “á favor del más apetecible, suave y moderado
gobierno” del rey y rechazaba “separarse de esta respetable y grande masa total de
representación política y poder”. Así, los representantes legítimos de Puerto Cabello
afirmaban su amor “al Soberano que tan felizmente gobierna la vasta monarquía española”
y “su mayor deseo de que jamás falte en ella la íntegra unidad de sus estensos dominios
bajo su única religión católica romana”, y sostenían al final de su intervención, como para
59
que no quedará duda de su voluntad irrevocable: “esta fue la voz de cuantos componen
esta junta, afirmando que la misma sería la de cuantos habitan este territorio, si pudiese ser
oída en este mismo acto” (Gaceta de Caracas Nº275:3-XI-1819:2122-2124).
Sin duda, el Manifiesto se encuentra atravesado por una tensión política irresoluble:
legitimar un gobierno basado en el derecho divino de los reyes a partir del poder de la
indivisible voluntad general de los pueblos. A Díaz no se le escapaba el sentido último de
esta aparente contradicción. Si bien en algún momento sostiene “que aun en el caso de
existir ese voto general de estos pueblos, el pretendido Congreso [de Angostura] seria tan
nulo é ilegítimo como lo es sin aquella circunstancia”, y a renglón seguido rebate la
existencia del “derecho de rebelión en los pueblos”, todos sus esfuerzos estarán
encaminados a demostrar cómo el Manifiesto verdaderamente “contiene la voluntad
general de aquellos pueblos; y si esta espresada legal, franca y libremente puede dar un
derecho legítimo de soberanía, nuestros Soberanos de un modo cual pocas veces se ha
presentado, lo tienen sobre todos los pueblos de las seis provincias de Venezuela” (Díaz
1819: 16-27). Poco importa que el caraqueño intente bajarle el relieve al poder
vindicatorio de la voluntad general o que este quede supeditado en su discurso al mandato
divino de la majestad monárquica. Este documento, así como muchos otros, pone en
evidencia cómo las coordenadas de enunciación de los discursos públicos durante el
momento absolutista ya eran otras muy diferentes de aquellas que habían regido durante
los tres siglos de gobierno ibérico, así como otras eran las preguntas planteadas en la
interrogación del orden político por parte de los monárquicos y otros los espacios de
legitimación que habían emergido durante la crisis monárquica, como la misma voluntad
general y la opinión pública.
Precisamente, en este capítulo, me interesa evidenciar la reconfiguración interna del orden
simbólico que se refiere a la trascendencia, la irrupción de nuevos horizontes conceptuales
en el seno de los antiguos lenguajes y su continua superposición en los contenidos del
discurso monárquico. Con frecuencia, los realistas, con el objetivo de responder a los
cuestionamientos hechos por los republicanos y ante las exigencias del tribunal de la
opinión pública, deberán desnudar las premisas del orden político que defienden, las
formas de su constitución, los fundamentos de su legitimidad y la clase de sujeto político
que pretenden modelar, abocándose así al problema de su autoinstitución. Como bien
afirmó Jonama en su momento: “como en materia de opiniones cada uno tiene la suya, es
indispensable examinarlo todo, si se trata de persuadir á todo el mundo” (82). Sin
embargo, antes que entender estas disputas conceptuales en el marco de un antagonismo
irreductible entre realistas y republicanos, o en el escenario de una evolución semántica de
carácter teleológico, me propongo reconocer más bien la pluralidad de las experiencias de
los monárquicos en la Tierra Firme y poner el énfasis en las tensiones, simultaneidades y
ambigüedades de los significados y los usos conceptuales. De este modo, antes que señalar
60
la persistencia de ciertas ideas ancladas en tradiciones políticas antiguas o advertir la
presencia de ciertas novedades intelectuales durante el interregno monárquico –mi tarea
aquí no será situar los discursos realistas en algún lugar del espectro que va de la
“tradición” a la “modernidad”, o determinar las trazas de pensamiento neoescolástico,
regalismo borbónico o republicanismo neoclásico que contienen–, procuraré comprender
la racionalidad política que las articula y los usos efectivos de estas por parte de los
realistas.
He caracterizado el discurso monárquico durante el momento absolutista como un discurso
de réplica, diseñado en buena medida como una respuesta a las revoluciones de la Tierra
Firme que habían puesto en entredicho el orden simbólico, las percepciones del mundo y
las representaciones políticas hasta entonces consideradas legítimas. Este conjunto de
razonamientos heterogéneos se encuentra regido por una exigencia polémica y una
voluntad legitimadora. Quizá por ello, los realistas, al tiempo que reiterar en términos
generales los credos antiguos referidos al orden de la trascendencia e incorporar en su
discurso ciertas novedades conceptuales, enfilarán baterías en refutar los principios y las
propuestas de los republicanos. Se trata de un discurso que acude a todo tipo de estrategias
argumentales para conseguir sus objetivos y tremendamente rico en el cultivo de metáforas
políticas –sobre la familia, la naturaleza, las máquinas, el cuerpo político, etc.–. El
discurso monárquico a menudo se legitimaba a partir de su presunta capacidad para leer
mejor la textura de los tiempos y se quería en completa correspondencia con la realidad
objetiva de las cosas y la experiencia acumulada durante siglos. Si apelamos a la
autocomprensión que hicieron los monárquicos de su propio lenguaje encontramos que
con frecuencia este es definido como el “lenguaje de la verdad”, un lenguaje, que como
esta, no necesitaba de florituras para persuadir de su certeza definitiva, pues la verdad era
connatural a la humanidad y de fácil aprehensión por parte del público. Como afirmó el
guayaquileño Carlos Lagomarsino en su Proclama a los pueblos de la América española,
“con sola la esperanza de que desistireis de un proyecto desconcertado, sin fundamento, é
inverificable, y que aun verificado no os proporcionaría las ventajas, que os representa
vuestra acalorada imaginación, voy a explicarme natural, y sencillamente, para que todos,
grandes y pequeños, ricos y pobres, se hagan capaces de mis principios á común
desengaño”. De allí que con frecuencia los realistas imaginen su propia retórica más bien
como una antirretórica capaz de distinguir las cosas “como son en sí”, una antirretórica de
principios “que sin frases pomposas, ideas abstractas, y engañosos sofismas, claramente
dicta una sana filosofía á común beneficio” (1, 3). Según el arzobispo de Santafé de
Bogotá, Juan Bautista Sacristán, la república era un proyecto falso, basado únicamente en
la forma, divorciado completamente de las realidades concretas de la Tierra Firme. Los
republicanos eran unos novadores, unos proyectistas: “jamas se ha escrito tanto de
Filosofía moral; jamas se ha hablado tanto de reformas de costumbres; nunca se han
inventado tantas cosas nuevas; y nunca se ha pensado tanto en mejorarlo todo; pero cotejad
61
lo fabricado y mejorado, con lo deteriorado y arruinado, aun sin salir de entre vosotros, y
veréis el resultado” (1816:3).
Esta tenaz pugna por la fijación del verdadero sentido de los principales conceptos
políticos registrada durante la crisis de la monarquía hispánica se inscribe en todo un
campo de fuerzas que establece posibilidades y límites a la comprensión de lo político. En
este sentido, Reinhart Koselleck ha señalado persuasivamente que los cambios semánticos
pueden leerse como una plasmación de la lucha social que siempre implica una contienda
en el discurso. Los conceptos se configuran, entonces, como objetos de estrategias de
enunciación antagónicas que legitiman acciones y potencian prácticas sociales, y que
permiten la construcción de visiones de mundo y la proyección de las experiencias
posibles (1992:117).24
De la magnitud de esta lucha semántica en la Tierra Firme da
cuenta la creciente inestabilidad conceptual y la falta de correspondencia entre las palabras
y las cosas denunciada por los realistas –como lo evidencian los epígrafes de este capítulo–
, pero también señalada en su momento por los mismos republicanos. Si en 1814 el
periódico santafereño El Anteojo de Larga Vista afirmaba que “nada hay que empañe tanto
los lentes de nuestro anteojo intelectual, como la acepción equívoca de las palabras; por
desgracia es tal el trastorno que ahora se observa en esta materia, que corremos riesgo de
experimentar la misma catastrophe que sufrieron los fabricantes de la torre de Babel”
(Nº2:s.f.:1814), durante el momento absolutista los realistas no se cansarán de denunciar
cómo “más de una vez se vieron sindicados de esos escritorcillos de moda, de esos
perturbadores del sosiego público, amigos decididos del desorden, que contrariando la
significación del dialecto nos llamaban enemigos del nuevo orden de cosas” (Gaceta de
Caracas Nº10:5-IV-1815:78). Sin embargo, como veremos, al tiempo que los realistas se
propusieron dar cuenta de cómo los revolucionarios habían invertido múltiples registros
semánticos –“ya al fin habréis conocido que la Independencia, la Libertad, é Igualdad eran
los Duendes de la Política, que todos oían; pero nadie veía. Ya habréis formado la idea del
Gobierno Poliarchico ó Republicano, lisongero á la imaginación, horrible y detestable en
la realidad” (Valenzuela 21-22)–, contribuyeron en no pocas oportunidades al desbarajuste
conceptual, aspecto poco subrayado por los estudiosos del periodo que simplemente
anotan a los realistas como conservadores y paladines de la ortodoxia y de la tradición
semántica.
De este modo, en este capítulo intentaré dar cuenta de la recomposición profunda de las
condiciones de enunciación de los discursos políticos durante el momento absolutista a
partir del análisis de un repertorio particularmente rico y complejo de conceptos
fundamentales, conceptos que producen y responden al régimen de temporalidades que
24
Sobre la historia conceptual tal y como se entiende en este trabajo, además de los trabajos seminales de
Koselleck (1992, 2012), véanse Fernández Sebastián (2004), Guilhaumou (2004), Palti (2005, 2007),
Fernández y Fuentes (2006).
62
acabamos de analizar en el capítulo anterior y que se constituyen al mismo tiempo en
índices de la erosión parcial de las modalidades de legitimidad previamente aceptables y
factores activos de reelaboración de la comunidad política. Así, antes que intentar
reconstruir de manera tozuda el verdadero sentido de estos conceptos o intentar dar cuenta
de la totalidad del campo semántico definido alrededor de estos términos, mi énfasis estará
puesto en señalar tres aspectos: los sentidos de la disputa conceptual que tuvo lugar
durante el momento absolutista; el terreno de las problemáticas abiertas por la
interrogación del orden político por parte de los monárquicos y la manera en que la
enunciación de estos conceptos implicó en forma directa la acción de legitimar el orden
hispánico. En primer lugar, revisaré la noción fundamental de “buen orden” incardinada en
el derecho divino de los reyes, el renovado culto a la figura del monarca y el papel
desempeñado por el nuevo sujeto político monárquico. A renglón seguido, señalaré la
importancia de la irrupción del sintagma “opinión pública” en el discurso monárquico para
dar cuenta de las fracturas impensadas de ese “buen orden”. Finalmente, examinaré los
sentidos de “nación”, “libertad” e “igualdad” que se dibujan en estos escritos.
2.1 El rey y sus vasallos: el “buen orden” de la monarquía hispánica
Una vez comenzó la empresa restauradora todos los realistas, sin excepción, proclamaron
la defensa y el retorno del “buen orden”, del “orden antiguo”. Las mismas instrucciones
dadas a Morillo por la corte de Madrid en noviembre de 1814 afirmaban que el primer
objetivo de la pacificación era “restablecer el orden en la Costafirme hasta el Darién” y
“restablecer el orden entre sus vasallos de aquellas provincias” (en Rodríguez Villa 2: 437-
438). El virrey Montalvo, tan solo unos días después de la toma de Cartagena por las
armas reales, anunció a sus habitantes que los “Tribunales, [y] la Administración pública
en todos sus ramos va á ser restablecida al orden antiguo [y] todo tomará su curso
legítimo” (1815). En ciudades como Neiva, por ejemplo, el corregidor Anastasio Ladrón
de Guevara, “a quien el gobierno rebelde depuso de su empleo quando desobedecieron á
las legitimas autoridades, y trastornaron el orden antiguo del gobierno”, se encargaría
ahora del “buen orden y tranquilidad de esa Provincia, para que sus habitantes vuelvan á
gozar la paz que disfrutaban bajo la dominación de su legítimo monarca” (AGI, Santafé
748, s.f.). En un sentido similar, el entonces capitán general de Venezuela, Juan Bautista
Pardo, proclamó en su Instrucción de 1817 que “se halla restablecido el antiguo orden de
gobierno de las provincias de Venezuela”, mientras que el entrante gobernador de Quito,
Juan Ramírez de Orozco, dirá ese mismo año que “todos los habitantes de Quito
cooperarán conmigo al mismo fin, que no es ni jamás será otro, que conservar el orden”.
Finalmente, el alcalde de Simití, en la provincia de Cartagena, Felipe de Alcocer, escribirá
al rey, a finales de agosto de 1819, después del triunfo republicano en Boyacá, para
reafirmar “que este vecindario siempre se ha sostenido y sostiene en el buen orden de
63
subordinación” y se mantiene “obediente a Nuestro Católico Monarca con toda la sumisión
y vasallaje que es debido” (AGI, Papeles de Cuba 744, s.f.).
En términos generales, poco importa que este extraordinario consenso alrededor del “buen
orden” con frecuencia opaque sendas disputas en torno al deber ser de este, o que los
monárquicos invoquen realidades que se encontraban por fuera de la historia para reclamar
una continuidad con el orden antiguo que en rigor no podía establecerse debido al carácter
siempre polémico del orden a restaurar. Las expectativas de la restauración del orden
monárquico, como ya vimos, se encontraban afincadas tanto en la recuperación parcial y
selectiva de experiencias ya conocidas en el pasado y en la proyección de un amplio
abanico de futuros posibles. Por ejemplo, Morillo dirá que una vez entró a Santafé, en
mayo de 1816, el “dia y la noche fueron consagrados al restablecimiento de lo perdido”,
“volvió á su antiguo estado el órden civil y político” y “se restablecieron los tribunales y
autoridades determinadas por las leyes”, al tiempo que denunció cómo toda su arquitectura
del “orden antiguo” había sido destruida después por Montalvo, pues “todo cuanto yo dejé
establecido en la Nueva Granada, ha sufrido alteración desde el momento que salí de ella”,
tanto así que el gobierno virreinal parecía ahora más una continuidad del gobierno rebelde
(1821:24-25) (en Rodríguez Villa 3: 472, 618). A su vez, Montalvo, en su relación de
mando, denunció cómo Morillo había usurpado sus facultades y las de la Real Audiencia
para establecer un orden político completamente inédito en la Tierra Firme –cajas reales,
tribunales de cuentas y de justicia, juntas de secuestros y confiscaciones– y afirmó que su
principal derrotero había sido “restablecer las leyes a su ejercicio y el sistema de Gobierno
a su antiguo estado”, pues “este Reino no está para proyectos nuevos”, solo está para que
se “restituya todos sus ramos de administración y gobierno al estado que tenían antes de la
revolución”, pues “proponerse a un tiempo restablecer y reformar, es no hacer cosa de
provecho” (en Colmenares 3: 193-336, 288-289).
En cualquier caso, más allá de estas y otras diferencias notables en torno a la disposición
política y la armazón institucional del buen orden, para los monárquicos era necesario
restablecerlo porque este había sido trastocado, cuando no despedazado, por los
revolucionarios. La sociedad española de ambos mundos, tal y como había sido conocida
hasta ese momento, había sido disuelta por ellos mismos cuando trataron “de desunir los
unos de los otros, de trastornar todo el orden y concierto de la Monarquía” y “todos los
vínculos que formaban su conexión” (Torres y Peña 171). Los republicanos de la Tierra
Firme querían fundar una nueva sociedad y habían establecido una evidente discontinuidad
entre el orden natural y el orden político, volviendo oscuros los principios eternos que
regían la comunidad política y entronizando en su lugar la anarquía y el despotismo. Según
el arzobispo de Santafé, los revolucionarios eran los “principales causantes de la inversión
del orden”, “un corto número de hombres ambiciosos”, “que con promesas lisongeras, é
inventados supuestos, os seduxeron para separaros de la obediencia del Rey, y
64
subordinación á las legitimas autoridades que le representaban” (Sacristán 1816: 2). El
buen orden, ese que los revolucionarios habían invertido, era, entonces, el orden de la
monarquía hispánica en la Tierra Firme, un orden armado a partir de un complejo nudo
teológico-político, sacralizado por un patrimonio histórico de tres siglos y que se quería
siempre acorde con las costumbres y los usos de los pueblos americanos.25
Para los realistas, el “buen orden” era un orden natural, dado por Dios y en completa
correspondencia con sus designios. El orden de la sociedad era derivado del orden divino
de la creación y no era ni podía ser el resultado de las acciones humanas. La ley divina, la
ley natural y la ley positiva tenían una relación de identidad, semejanza y dependencia
entre sí. Se trataba de un orden por definición inmutable, eterno y armónico, siempre
asumido como ya existente, y que en cualquier caso debía ser mantenido y respetado como
mandato divino objetivado en los libros de autoridad religiosa –la Biblia y los textos
normativos del derecho canónico–, y garantizado por la tradición jurídica de la nación,
producto de la unión del rey y sus vasallos, “depósito de la sabiduría de todos los siglos”:
las “leyes del Reyno, las leyes sagradas de nuestros mayores, y las que desde el Trono
augusto de las Españas dicta el más benigno y justo de los Monarcas” (Montalvo 1815).
Este buen orden abarcaba todo lo existente asignando a cada una de las cosas una posición
y una finalidad concretas. El gobierno monárquico existía para mantener la correcta
disposición de las cosas, para procurar el orden y orientar hacia este último las acciones de
todos los integrantes del cuerpo político. A su vez, los fines últimos del buen orden eran la
plenitud moral de la humanidad y la salvación de todas las almas. No debe sorprender,
entonces, que sea la religión católica la que ofrezca buena parte de los fundamentos de la
legitimidad de este orden enquistado en las disposiciones de la voluntad divina y que
funcione como su primer y último horizonte. Según dirá el cura Torres y Peña, la
“verdadera religión” “es la que conserva la monarquía católica y asegura el éxito feliz de
sus empresas”, “es la que ha conservado y conserva la Corona a nuestro Augusto
Soberano” y al mismo tiempo “asegura la fidelidad de sus pueblos”, pues “su religión les
enseña que toda potestad legitima viene de Dios, y el que resiste a la potestad, resiste al
orden que Dios tiene establecido. Este orden precioso, es la base de su fidelidad” (168,
169, 173-174).
Se trataba de un orden unitario que, como surgido de la unidad absoluta de Dios, era
sagrado, al igual que sus imágenes primarias y esenciales: la Iglesia, la Corona y el rey. La
unidad era entendida como perfección, como el principio de muchos bienes, contrario a la
división que era asumida como caos. El orden configuraba la unidad del cuerpo político a
partir de la correcta disposición de sus partes y de la reproducción de su estructura en
25
Sobre la noción de orden y sus complejas relaciones con las ideas de ley, de justicia y de moral, véanse:
Maravall (1997), Tau Anzoátegui (1999), Garriga (2004), Garrido (2005), Straka (2005, 2007) Fernández
Sebastián (2014:6), Bellingeri (2010), Calderón y Thibaud (2010), Leal Curiel (2010).
65
todos sus diferentes niveles. Según el cura Antonio de León, la ley suprema “ha designado
á todos los Pueblos de la tierra el Gobierno Monárquico, como el único que se deriva de la
divina autoridad, y se asemeja más al simplísimo ser de un Dios, Único y Supremo Rey, y
Señor de todas las cosas criadas, y como él, único sobre todo que puede hacer
humanamente felices a los pueblos manteniendo los derechos de la justicia, de la
tranquilidad, y del buen orden” (4). Según dirá, Coll y Prat en su Pastoral de despedida del
pueblo venezolano firmada en noviembre de 1816: “tenemos un Dios, un Rey, y una
nación; pues nuestras ideas, nuestras empresas y nuestros esfuerzos deben ser unos
mismos, y á la causa común, posponerse todas las particulares” (Gaceta de Caracas
Nº104:27-XI-1816:819). Este orden unitario estaba estructurado por dos principios
fundamentales: la subordinación y la jerarquía. La monarquía hispánica, como encarnación
del “buen orden”, implicaba de manera natural relaciones de mando y obediencia,
relaciones de asimetría y desigualdad públicamente reconocidas, pues, la “subordinación
produce el órden” (Gaceta de Caracas Nº152:1-X-1817:1183). De allí la obligación de
sujetarse a este orden divino y de respetar las autoridades establecidas y la cuidadosa
disposición de rangos y posiciones que lo organizaban. Un gobierno que no conservaba la
subordinación y la jerarquía del orden natural carecía de legitimidad, engendraba violencia
y estaba condenado a devenir en tiranía debido a su arbitrariedad. Por eso los principios de
subordinación y jerarquía eran imaginados como las talanqueras del buen orden, como el
orden en sí mismo. Para los monárquicos, la paz, la prosperidad, la abundancia y toda
clase de bienes sociales eran posibles únicamente por la observancia de estos principios.
Según afirmó, fray Nicolás de Vich, en su discurso de 1818 sobre los capuchinos
ajusticiados por los republicanos:
[La humanidad] no puede ya contener por si misma sus desordenados movimientos;
necesita una fuerza superior que le contenga en el propio orden y en la esfera de sus
deberes. El ignorante necesita del sabio que le instrúya; el débil del fuerte que le
defienda; el pobre del rico que le socorra; y todos de un superior que les gobierne: este
es el único medio para conservar su unión, su paz, su fortuna. El mismo Ser-Supremo
que crió el hombre comprobó esta verdad en la serie de los siglos, eligiendo y
confirmando los superiores y príncipes de que nos hablan los libros sagrados: asi lo
confirma por su Apóstol, mandando á toda alma sujetarse rendida á las sublimes
potestades. Se ha visto siempre en toda republica y sociedad, que destruida la
dependencia de sus potestades legítimas ha sido luego el juguete de las pasiones
viniendo á la desolacion y al último de los estragos (15).
En la medida en que este orden implicaba el respeto de los principios de jerarquía y
subordinación, era un orden justo, pues conservaba el equilibrio social a través de una
concepción distributiva de la justicia que concede “a cada quien lo que le corresponde”,
mantiene a cada uno en su derecho y opera a través de toda una economía de prerrogativas
66
y cargas en toda la estructura de la monarquía. Según los diccionarios de la época, el
“orden” consistía en la “colocación que tienen las cosas que están puestas por su serie y en
el lugar que corresponde a cada una”, y también podía entenderse como “concierto y
buena disposición de las cosas” y “relación o respeto de una cosa a la otra” (Rae 1803:
602). El “buen orden”, entonces, tiene que ver con la correcta disposición y relación de las
cosas en el mundo, que para los realistas no era otra cosa que la realización efectiva de la
idea de justicia. Así, el “buen orden” era justo porque se correspondía bien con el orden
social dado. No es casualidad que Pardo proclamara en septiembre de 1817 que en
Venezuela “amaneció ya el día del orden” gracias al imperio del “virtuoso código de sus
leyes” que “desconoce de un todo lo arbitrario y lo injusto”, mientras que el gobernador de
Popayán José Solís, en febrero del mismo año, reivindique el poder de las “leyes de
nuestros sabios, humanos y religiosos códigos”, las cuales, a través de “los medios más
naturales y mejor adaptados á la razón, á la política, á la moral y justicia” se dirigen “á la
conservación del Estado en un perfecto equilibrio y armonía” y a “mantener, en fin, el
orden, la paz, el sociego y la abundancia”. En un sentido similar se expresará el cura
Nicolás Valenzuela y Moya, congratulándose porque la restauración monárquica había
implicado la restauración del “bien de la justicia y el Gobierno, con nuestros antiguos
Jueces y leyes, que en tres siglos nos conservaron los Derechos de la razón y el orden
social” (7).
Precisamente, este argumento sobre los “tres siglos de paz” será fundamental para la
noción de buen orden, pues para los realistas, la misma duración en el tiempo de la
monarquía hispánica demostraba no solo el carácter sagrado de las tradiciones políticas y
las jerarquías sociales, sino cómo su estricta observación había implicado y seguía
implicando toda clase de bienes sociales para la Tierra Firme, en contraposición a los
escasos frutos de las repúblicas: “trahed á la memoria la felicidad de los días de vuestros
Padres. Comparad los días de la rebelión, con los días de la fidelidad; los bienes de los
unos, con los males de los otros, y decidid en favor del sistema en que fuisteis felices, y en
el que todavía lo sereis, si convencidos de vuestra obligación, amais al Soberano”
(Gruesso 17). Los oficiales monárquicos eran los avezados administradores del buen
orden, los conocedores de la “esencia de los pueblos” y los poseedores del arcano y del
misterio del poder real, un saber político inaccesible al resto de mortales y fundamental
para la consecución del bien común, asunto que ratificaba la perfección del gobierno
monárquico, probado en los avatares de la historia y único capaz de solventar la crisis
hispánica, y que al mismo tiempo evidenciaba la inexperiencia, pero aún más, la
incapacidad de los republicanos para bien gobernar: “si la ciencia del gobierno es insegura,
y se esconde al estudio, y á la misma profesión, como que se versa sobre acciones libres
del hombre que ha de ser gobernado, ¿cómo es posible que qualquiera del pueblo tenga
esta capacidad? (Gaceta de Caracas Nº12:19-IV-1815:102). Así, el desconocimiento y la
impugnación de los principios del buen orden solo podía traer caos y desorden: el
67
“estúpido Congreso [neogranadino] ignoraba que uno de los elementos principales de la
política es conocer á fondo el carácter, genio, costumbres, educación, y demás
circunstancias de los pueblos, y mas quando estos han nacido de un Gobierno suave, y una
Religión que detesta la perfidia, y revolución” (Valenzuela 6).
La monarquía hispánica, entonces, será presentada como una comunidad política natural y
perfecta, una comunidad de pueblos, reinos y cuerpos unida por vínculos morales,
religiosos, jurídicos, históricos y de sangre, un orden sagrado de subordinación y
jerarquías vertebrado alrededor de la religión católica y la fidelidad al rey. De hecho, el
mismo monarca será imaginado como encarnación y garante del buen orden. De allí que la
defensa de su gobierno se constituya en la defensa de todo orden posible en la Tierra
Firme, en contra del artificio de los republicanos, quienes “atacando la Suprema potestad
de los Reyes, solo tratan de destruir todo el orden social, y moral de los Pueblos para que
vengan á caer en la anarquía, que es el mayor de todos los males”, olvidando que esta
misma potestad monárquica, “és tan conforme á la naturaleza, y conveniente á la razón que
tiene por término a Dios Soberano, Autor y Legislador del Universo” (de León 16-17).
Así, con frecuencia, el monarca será presentado como el centro simbólico del universo
hispánico y el fundamento ordenador de la sociedad. El rey encarnaba el principio de
autoridad porque había sido autorizado por la ley divina: era el vicario de Dios en la
Tierra, su representante en toda la vasta monarquía hispánica: los “reyes son los ungidos
del Señor, y padres universales de los pueblos”. “las potestades supremas de la tierra”, “los
dioses é hijos del Altísimo”, “pues que ellos son los vicarios de la divina y eterna
magestad, é imágenes visibles de su sabiduría y poder” (Ximénez 41).
Para los monárquicos, como puede verse, el principio del derecho divino de los reyes
aparece como un hecho político incontrovertible, sancionado por la ley eterna, el orden
natural y las leyes fundamentales del Reino. En todos los casos, por ejemplo, el derecho de
rebelión por parte de los vasallos será censurado, incluso en los casos de evidente tiranía, y
será considerado como una afrenta irracional a la potestad divina que instituye la
comunidad política. Sin embargo, el origen divino del poder real, producto de tanto
consenso en la medida en que obligaba a la obediencia y honraba a la majestad real, no
ofrecía una interpretación unívoca a los monárquicos, por lo menos en lo que atañe a la
posición de la figura del soberano en el marco de ese orden. Por un lado, en algunas
ocasiones, la soberanía del rey aparece en una situación de completa trascendencia en
relación a la comunidad política. La potestad del monarca se distinguía de toda otra esfera
de poder por su naturaleza y por su origen, ya que no era el efecto de ningún “pacto social”
ni brotaba de la misma comunidad política, sino que se encontraba constituida previa e
independientemente de cualquier pacto y estaba en plena correspondencia con la ley eterna
y la ley natural, las cuales determinaban la naturaleza y los atributos constitutivos del
poder del rey –antes que fijar desde fuera límites a su voluntad–, al tiempo que señalaban
68
los fines para los que fue instituido su gobierno: la impartición de justicia entre sus
vasallos. La soberanía real aparece, entonces, como voluntad incondicionada y sin límites
en el ámbito de la comunidad política y como obediencia irrenunciable por parte de sus
vasallos, pues “todas las leyes emanan del Soberano, y faltar a ellas es faltar á su voluntad
expresa, y a su debida obediencia” (Gaceta de Caracas Nº7:15-III-1815:50). Como
afirmaba el obispo de Popayán, se trataba de una potestad sublime, “colocada en el último
puesto”, la “más sobresaliente”, “que tiene una autoridad universal, en la que reside el
poder soberano y la independencia de qualquier otro gobierno”, potestad sublime que “no
viene de los pueblos, sino de la ordenación y disposición de Dios mismo, como regulador
y Señor universal de todas las cosas”. Por eso la supuesta retroversión de la soberanía a los
pueblos de América con motivo de la vacancia real, tan defendida por los republicanos,
solo podía ser una falacia: “nunca se verificará la traslación de la soberanía, pues que esta
no depende del pueblo, ni de los gobiernos”, “esta potestad viene de Dios” y “el que la
resiste se opone al orden, y á la sabia economia” divina (Ximénez 57-71).
Por otro lado, en otras ocasiones, el poder del monarca aparecerá atado con la misma
fuerza tanto al orden divino y natural como al orden superior de las leyes, y será concebido
menos como reflejo directo de la voluntad de Dios y más como producto de la constitución
tradicional de la sociedad, a manera de un pacto entre partes con derechos y obligaciones
mutuas –aunque nunca se ponga en entredicho su origen divino–. La soberanía real, a
pesar del aumento evidente de sus regalías y derechos, se encontraba circunscrita a la
constitución histórica del Reino porque el rey compartía la misma condición humana de
sus vasallos, necesitaba del conjunto de cuerpos que conformaban la monarquía hispánica
para gobernar con acierto y su poder estaba ordenado a servir a la comunidad política.
Según dirá Lagomarsino, toda nación “debe tener un gefe, que le presida para la dirección
de todo asunto; que este jefe sea quien se fuere, no es más que un hombre, que destinado á
obrar en justicia, debe ser sostenido en razón natural obligatoriamente en sus derechos
concedidos y dados baxo de la misma confianza con que como Soberano los recibió”
(Lagomarsino 4, 5). Según dirá el mismo monarca en el decreto que proclamaba su
restauración en el trono hispánico en mayo de 1814, “aborrezco y detesto el despotismo: ni
las luces y cultura de las Naciones de Europa lo sufren ya; ni en España fueron déspotas
jamás sus Reyes, ni sus buenas Leyes y Constitución lo han autorizado”. De allí que
prometiera defender los “derechos y prerogativas de mi soberanía, establecidas por la
Constitución y las leyes en que de largo tiempo la Nacion ha vivido” y convocar a las
Cortes legítimas “conservando el decoro de la dignidad Real y sus derechos, pues los tiene
de suyo, y los que pertenecen á los pueblos, que son igualmente inviolables” (Gaceta de
Madrid Nº70:12-V-1814:519-520). En todo caso, si bien en algunas ocasiones se
reconocía que los poderes del rey surgían de la misma constitución de la comunidad
política –de allí la importancia del juramento monárquico como prueba de consentimiento
de sus vasallos–, esto no significaba que fueran producto de una cesión por parte del
69
pueblo porque sus fundamentos se encontraban en la divinidad, no en el consenso social.
La soberanía del rey era la soberanía por antonomasia. La soberanía del pueblo, en
depósito o en pleno ejercicio, era un imposible teórico: “¡Soberanía de los Pueblos! ¡Idolo
engañoso, que derramas sobre la tierra la sangre y el exterminio, el llanto y la
desolación!”. “¡Nuestros Pueblos Soberanos! Entonces adiós quietud, adiós leyes, adiós
seguridad individual. Todo se trastornaría, y todo en un momento representaría la imagen
del cahos, y de la nada primitiva” (Gruesso 16).
En cualquier caso, más allá de estas diferencias conceptuales, las fuentes del periodo
registran una profusión inusitada de imágenes asociadas al monarca, todas dotadas de una
extraordinaria riqueza semántica y vindicadas para reclamar la fidelidad de los americanos
y su retorno a la monarquía hispánica. Fernando VII era recreado como “un Rey Católico,
un Padre de su Pueblo, una columna de la Religión, un Manantial de la Justicia, un genio
tutelar de la virtud y el buen orden, una fuente perenne de los bienes públicos; un
Fernando VII” (Valenzuela 7). De hecho, es posible afirmar que con la restauración
monárquica se evidencia una ampliación progresiva de los atributos del monarca –como
dispensador supremo de justicia, estratega militar, administrador de sus reinos y legislador
sin par, modelador de la grandeza española y agente de la prosperidad de sus vasallos y
mecenas del arte y de los saberes útiles, etc.–, y una creciente sacralización de su poder
como reacción a los límites impuestos a este por las Cortes de Cádiz y de su negación
radical por parte de las repúblicas americanas. El monarca era la encarnación de la
comunidad política toda y proporcionaba coherencia y continuidad a una sociedad
heterogénea y fragmentada en términos geográficos, sociales y raciales. El nombre del rey
fungía, entonces, como una expresión de la fidelidad y del amor “tan particular, tan
unánime, tan universal, tan constante y por todos rumbos tan extraordinario” de sus
pueblos (Bestard 26). No en vano con alguna frecuencia los impresos del gobierno se
encontraban encabezados por fórmulas tales como “Viva el Rey” o “Viva Fernando
Séptimo/Rey de ambas Españas”, recursos de fácil lectura, instituidos como espacios de
memoria y demandas de fidelidad personal e integridad territorial. Asimismo, las imágenes
del rey como padre de la gran familia hispánica y como cabeza del cuerpo político
campean en la publicidad del periodo con el objetivo de naturalizar las relaciones de
subordinación y de indivisibilidad de la autoridad que vinculaban al rey con sus vasallos
de ambos mundos: “sois una gran familia bajo la dirección del Padre común de todas las
Españas, el grande, el alto, el poderoso, el virtuoso y amado de los pueblos y protegido de
Dios el Señor D. Fernando VII” (Rodríguez Carrillo 1819b:1).
Precisamente, esta idea del rey como encarnación misma de la virtud, quizá más que
ninguna otra, se impondrá de manera imperiosa y recurrente en la publicidad del periodo.
Para los monárquicos, la virtud permitía al monarca conservar el poder, cumplir con su
mandato divino, engrandecer la nación y garantizar la obediencia. Fernando VII, como rey
70
virtuoso, se presentaba como un modelo a seguir por sus vasallos, pues la virtud verdadera,
como todo en este orden de jerarquías, debía comunicarse verticalmente –y aquí, sin duda,
encontramos ciertos ecos de la importancia de la virtud para el gobierno de la república
consagrada por las revoluciones hispánicas–. Según podemos leer en la Gazeta de Santafé:
“FERNANDO como Astro de primera magnitud, derrama benignas influencias sobre la
vasta extensión de su Monarquía. Conociendo que lo que hace á los Reyes no es tanto la
pompa y la magestad como la grande y suprema virtud, al mismo tiempo que padre, es
modelo y exemplar de sus pueblos” (s.n.:25-VI-1818:10-11). El valor ejemplar de la
virtud del rey, además, no solo era producto de su reinado providencial, sino que se
encontraba templada por los avatares de su propia experiencia en el arte de la política: “no
puede oírse sin lágrimas de ternura el nombre de Fernando, y la historia de sus
ocupaciones y virtudes”, “educado con exemplos con que jamas lo fue Rey alguno:
educado en medio de persecuciones y de un pérfido cautiverio, ha aprendido la ciencia del
mundo, y conocido las debilidades y necesidades del hombre. Así, por estos principios ha
subido al augusto trono de sus mayores” (Gaceta de Caracas Nº15:10-V-1815:125; Nº2:8-
II-1815:16). Las virtudes del monarca, entonces, llevarían a cabo la regeneración moral de
la monarquía hispánica, pues con el retorno del gobierno del rey no solo había retornado el
“buen orden” sino que el bien común, el beneficio público y la verdadera sabiduría habían
recuperado su señorío en la Tierra Firme, pues Fernando VII era un “verdadero filósofo
cristiano”. De allí que los monárquicos proclamen al unísono el primer día de su reinado
como el día de “nuestra regeneración y existencia” verdadera: “sí, es verdad. Llegó el gran
día, no solo de la regeneración política sino también moral y religiosa” (Gazeta de Santafé
Nº52:5-VI-1817:501; Nº8:1-VIII-1816:61) (Valenzuela 7).26
Por supuesto, este “buen orden” no solo se refería al rey, sino que también implicaba
necesariamente a su reino, al conjunto de sus vasallos, “sin excluir del número de vasallos
á los extraviados de aquellas vastas regiones de América”, como sentenciaban las
instrucciones dadas a Morillo para la pacificación de la Tierra Firme (en Rodríguez Villa
2: 437-438). Los continuos requerimientos de las autoridades monárquicas exigiendo a los
vasallos el cumplimiento de sus obligaciones y el cúmulo de representaciones por parte de
estos reclamando por sus privilegios y narrando los pormenores de sus desventuras durante
la crisis monárquica configuran lo que podríamos denominar la retórica del vasallaje
durante el momento absolutista. En estos papeles, la noción de “vasallo” convive con las
de “súbdito” y “vecino”, e incluso, en algunos casos, con los usos antiguos del término
“ciudadano”, que aunque mucho menos frecuente que en las postrimerías de la dominación
hispánica debido a sus usos recientes en clave de soberanía nacional, no desapareció por
completo durante la restauración monárquica. Así, mientras que términos como “vecino” y
“ciudadano” estaban más vinculados a localidades concretas –ciudades, villas y pueblos– y
26
Sobre la figura del monarca español durante el antiguo régimen y la crisis de la monarquía hispánica
véanse: Maravall (1997), Guerra (1998), Lempérière (2013 [2005]), Vanegas (2016a).
71
eran con frecuencia más empleados en representaciones dirigidas a las autoridades,
“vasallo”, y en menor medida, “súbdito”, atraviesan toda la documentación del periodo.27
Según podemos leer en el Diccionario de la lengua castellana, el “vasallo” era el “súbdito
de algún soberano o señor”, también era “qualquiera que está rendido, ó reconoce á otro
superior, ó que tiene dependencia de él”. El diccionario también registraba el término en
femenino “vasalla” como “súbdita ó sujeta á algún soberano ó señor” y refiere al “mal
vasallo” como “el demasiadamente libre ó sin sujeción á quien la debía tener” (1803: 875).
Sin duda, a despecho de los esfuerzos realizados por parte de los republicanos para “hacer
odioso el vasallaje” (Gruesso 15), el término, así concebido, gozaba de connotaciones
positivas para los monárquicos. Según podemos leer en una carta que pone en evidencia el
día a día de la batalla semántica, enviada por el comandante militar Remigio Fernández a
José Antonio Páez, en respuesta a sus propuestas para que abandonara las armas del rey y
se uniera a la República, en marzo de 1816:
Somos de contraria opinión. V. detesta al Rey y yo le adoro. Tendré por mucha gloria el
derramar la última gota de sangre en defensa de los derechos del Rey; aquel que
reconocieron mis padres y que V. volverá á reconocer, no dilatará mucho tiempo.
Agráviese V. si quiere, pero esté entendido de que tengo el honor de servir al Soberano,
no por seducción de españoles, sino porque conozco la razón y la justicia; y si V. tiene
por padres á los indios, yo fundo mi gloria en tener por padres á los españoles. Tratar
por menor de los derechos del Rey es un asunto que ni V. ni yo entendemos por
palabra. Solo sé que es mi Rey: que quando no hubo traidores fue esta provincia feliz; y
que si premia generosamente los servicios de los buenos vasallos, también castiga con
rigor los delitos de los malos (Gaceta de Caracas Nº86:24-VII-1816:669-670).
Los vasallos participaban de la comunidad política ejerciendo sus derechos y privilegios y
cumpliendo con sus cargas y obligaciones en completa correspondencia con su posición en
el orden estamental, corporativo y socioracial de la monarquía hispánica. La figura del
vasallo era definida fundamentalmente por su obligación de fidelidad al rey, de respeto por
las leyes de la monarquía y por sus pertenencias corporativas. Esta relación implicaba un
compromiso inquebrantable de carácter personal con el monarca y era formalizado por
medio de la fórmula del juramento de fidelidad al rey, como queda en evidencia, por
ejemplo, en las actas elaboradas con este motivo en Caracas en octubre de 1817 –
juramento al que acudieron vecinos de todas partes de la Tierra Firme, como Buga,
Pamplona, Cumaná y La Guaira–. Allí cada uno de los presentes juró ser un verdadero
vasallo de Fernando VII, “ser fiel al Rey y derramar en caso necesario hasta la última gota
en defensa de la Corona y los Reales Derechos, vivir subordinado a las Leyes y obedecer a
las autoridades puestas por el Soberano” (Cabildo de Caracas, RAH, Sig. 9/7652, leg. 9,
27
Para la politización y los usos de las nociones de “vasallo”, “vecino”, “súbdito” y “ciudadano” durante el
antiguo régimen: Maravall (1997), Herzog (2006), Echeverri (2009, 2011), Ortega (2013).
72
e), ff. 152-161). Si bien, en principio, los vasallos de la Tierra Firme eran vasallos del rey,
se perfila también de manera inédita una creciente obligación de fidelidad para con la
nación española y con un conjunto de disposiciones legales y una concepción abstracta de
comunidad política. Los vasallos de la Tierra Firme, por el simple hecho de serlo, tenían la
obligación moral de luchar por la “justa causa” de la nación española en América en la
medida en que esta obligación irrenunciable implicaba la existencia misma del cuerpo
político y la vida en sociedad. Según dirá el arzobispo de Caracas, Narciso Coll y Prat, en
su Memorial de 1818: su resolución había sido “hacerme el amparo de los vasallos de
V.M.; decidirme por el orden; volverle a las cosas en cuanto ha estado de mi parte; en una
palabra mantener el ser de Obispo, sin dejar de ser jamás constante, fiel y leal a la augusta
Persona de V. M., y a toda la gloriosa Nación sobre que el Cielo le ha establecido” (89).
Por supuesto, los vasallos debían conocer sus obligaciones para obedecer en conciencia y
cooperar con el poder monárquico, pues esta obediencia era el cimiento del “buen orden”,
el origen de todos los bienes sociales y el lazo que vinculaba a todos los vasallos del rey
entre sí. Para los realistas, el virtuosismo de la comunidad política descansaba en el hecho
fundamental de que los vasallos cumplieran cabalmente con sus respectivas obligaciones.
Sin embargo, los vasallos de Fernando VII no se constituían únicamente en sujetos de
obediencia, obligaciones y deberes. Si bien la sumisión de aquellos al rey era imaginada
como absoluta e ilimitada, y, como vimos, ni siquiera se encontraba disponible la
posibilidad de limitar su potestad en caso de tiranía –solo podían oponer mansedumbre,
lágrimas y oraciones ante la adversidad que representaba un mal monarca–, los vasallos
del rey no eran ni podían ser concebidos como sujetos sobre los que se ejercía un mero
dominio de hecho. La figura del vasallo se encuentra atravesada por una idea de
obediencia activa y eficaz que se constituye en el resorte fundamental de la política
durante el momento absolutista en la medida en que habilitó diferentes formas de
participación en lo político y de implicación en lo social. Como bien encargó a sus
diocesanos, el obispo Lasso de la Vega en su Pastoral de marzo de 1819: “fidelidad y
reconocimiento á nuestro Rey. No mudo, sino activo y vivo en expresiones repetidas de
obediencia y sumisión y eficaz en las obras” (Gaceta de Caracas Nº249:26-V-1819:1916).
Los vasallos también eran los hacedores del “buen orden”; de hecho, el significado de su
propia existencia como vasallos del rey encontraba sentido en esa implicación. Desde las
armas, el atrio católico, los espacios públicos, los talentos políticos y los saberes útiles,
todos los vasallos del rey debían procurar el bien común y la utilidad pública, el ejercicio
de la virtud, la felicidad general y el adelantamiento de la nación. Como dijo García
Tejada en su momento para justificar su labor editorial en la Gazeta de Santafé: “sé
también que un Editor se pone en expectáculo á la crítica universal, pero nada de esto me
arredra, pues aunque soy persuadido de la escazes de mis luces, también lo estoy de que
todos debemos obedecer, y contribuir con lo que alcanzemos al común probecho” (s.n.:25-
VI-1818: 13).
73
De este modo, el sujeto político monárquico modelado y exigido por este “buen orden”
era, un vasallo católico, virtuoso y útil, caracterizado por su fidelidad al rey y por su
devoción por el bien común, y, por supuesto, no menos implicado en el sostenimiento de la
unidad de la monarquía hispánica. El horizonte de acción del vasallo estaba dado, por un
lado, por la obediencia debida al monarca, y por otro, por cierto despliegue de capacidad
política y participación activa en los asuntos de la comunidad política –que aunque no
tiene nada que ver con la noción de libertad política que enarbolarán los republicanos, son
innegables aquí algunos ecos de la figura del ciudadano–. En cualquier caso, como este
“buen orden” no era otra cosa que correcta administración de justicia, y como la “virtud
espera el premio”, estos “buenos vasallos” esperaban como contraparte por su obediencia
no solo el mantenimiento del orden político, sino el reconocimiento de su fidelidad y de su
fama de “Realistas Ilustres, generación heroica, explendor de la Patria, decoro de la virtud,
apoyo del estado, gloria de la Nación, crédito de la humanidad y honra de la Religión”, en
forma de toda clase de premios, gracias y privilegios reales (Valenzuela 3, 4). No en vano,
el peninsular José de Llamas, fundidor de oros de las Reales Cajas de Medellín, solicitaba
al monarca, en nombre de su fidelidad irrestricta y de sus padecimientos sin nombre, la
confirmación de su nuevo empleo, el nombramiento de sus dos hijos en la burocracia
virreinal y que “se digne concedernos alguna señal que nos distinga: medalla, cinta o lo
que V.M. guste” “que manifieste su fidelidad y adicción al Rey” (AGI, Santafé, leg. 749,
s.f.). No en vano la payanesa María Manuela de Ángulo, en medio de un altercado con un
oficial realista, ponía de presente su “constante fidelidad al soberano y servicios hechos en
defensa de su justa causa” y demandaba antes las autoridades locales, además del castigo
del militar, el reconocimiento de todos sus trabajos en nombre del rey y de su “hidalguía, y
el goce de los fueros y derechos que por tal la corresponden” (AGI, Santafé, leg. 631, s.f.).
Al mismo tiempo, para dar cuenta de cómo el “Soberano distribuye los premios, sin
distinguir en sus amados Vasallos al Peninsular del ultramarino, fixando solamente los
ojos en la virtud y verdadero mérito”, la Gazeta de Santafé publicaba las gracias
concedidas al “Leal Vasallo” Antonio Núñez, Cacique de Mamatoco, en la provincia de
Santa Marta, en razón de su “mérito, fidelidad y servicios”: el grado y sueldo de Capitán
en el ejército real, una medalla de oro con el busto del monarca y la Real Orden Americana
de Isabel la Católica, “declarando a su hijo D. Juan José Núñez la sucesión al empleo de
cacique y la misma medalla” (Nº21:31-X-1816:219). La Gaceta de Caracas también
destacaba los “servicios patrióticos en obsequio de la justa causa” y “el esfuerzo varonil
que mostró en la defensa de los derechos del Rey” de María del Carmen Zamorán, vecina
de Puerto Cabello. El monarca no solo concedió cargos oficiales para sus tres hijos, sino
que otorgó a Zamorán una medalla propia para las mujeres, “de oro orleada y coronada
con el real busto, y á su reverso una inscripción que dice: El premio de la fidelidad de las
americanas”. La razón esgrimida por la Real Orden para dicha condecoración resulta
capital para comprender los cambios operados en el orden político con las revoluciones
74
hispánicas: “considerando además S.M. lo mucho que importa reanimar y sostener el
espíritu público, distinguiendo a todos los que como la Doña María del Carmen Zamorán
se han decidido tan abiertamente en cooperar á la defensa de los derechos de su legítimo
Soberano, ha tenido á bien concederla la medalla” (Nº266:1-IX-1819:2053-2054). Así, el
“buen orden” implicaba tanto la obediencia de los vasallos como la protección del
monarca, pero también implicaba ahora algo completamente inédito: la elaboración del
espíritu público por parte de las autoridades, la entronización de la opinión pública.
2.2 El nuevo soberano: la opinión pública (monárquica)
Este “buen orden” modelado por los monárquicos pronto será puesto a prueba por los usos
políticos del concepto de opinión pública. En un contexto signado por la tradición unitaria
y jerárquica del orden político, la guerra contra los republicanos y los temores declarados
frente a la división social y la multiplicación del desgobierno, la tarea de las autoridades
monárquicas para apuntalar su dominio político era doblemente compleja: no solo debían
promover entre los vasallos de la Tierra firme un sentimiento de fidelidad al rey y de
pertenencia hacia las “dos Españas” sino que debían contravenir toda la argumentación
republicana. La opinión pública se convertirá en el espacio fundamental para sembrar el
espíritu de conformidad alrededor del proyecto monárquico, vincular las existencias de los
vasallos del rey al destino común de la monarquía hispánica y lograr la “más firme, sólida
y completa reunión de los dos mundos á una sola familia y un mismo interés” (Gaceta de
Madrid Nº136:8-X-1814:2024). La misma fórmula de “fijar la opinión pública”, tan
socorrida por los contemporáneos, expresaba el talante unanimista del discurso realista,
pues “fijar” consistía, entre otras cosas, en “determinar las ideas acerca de un objeto, que
antes no estaban generalmente determinadas o estaban expuestas á la controversia” y
“establecer y quitar la variedad que puede haber en alguna cosa no material, arreglándose á
la opinión que parece más segura” (Rae 1803: 407). Este ideal unitario de la opinión
pública se constituirá en condición necesaria para la construcción de todo orden político
estable. Por ello, fijar la opinión pública aparecerá siempre como la respuesta ante todo
tipo de desafíos: la avanzada de las armas republicanas, el descontento de los pueblos, la
incertidumbre de la guerra. Como afirmaba Jonama, cualquier esfuerzo por restaurar el
orden monárquico en la Tierra Firme debía contar con la “opinion pública, sin la cual no
hay verdadera fuerza”, pues como ya lo había demostrado la experiencia estadounidense,
el éxito de los revolucionarios había radicado en buena medida en haber “hallado en su
apoyo una opinion pública ya formada y uniforme con un largo hábito” (101, 10).28
28
La bibliografía sobre el concepto de opinión pública en el siglo XIX iberoamericano es amplia. Sin
embargo, para una mirada de conjunto, más allá de las fronteras nacionales, resultan fundamentales:
Bushnell (1950), Tovar Pinzón (1996), Guerra y Lempérière (1998), Uribe Urán (2000), Guerra (2002a-c),
Alonso (2004), Fernández y Chassin (2004), Palti (2007), Loaiza (2010), Fernández y Fuentes (2006),
Goldman (2008), Fernández Sebastián (2009), Piccato (2010), Ortega y Chaparro (2012). Para los usos del
concepto por parte de los monárquicos de la Tierra Firme: Straka (2012) Chaparro (2012, 2014).
75
No debe sorprender el esfuerzo de la oficialidad por constituirse en el principal portavoz
de la opinión pública, por dirigir su formación y transmisión, por situar sus mandatos en el
único espacio trascedente capaz de vaciar su radical incertidumbre: el lugar de la verdad.
Como bien dirá el capitán general de Venezuela, Salvador Moxó, en su Reglamento
general de policía sancionado en agosto de 1815: el “gobierno debe conocer a sus súbditos
baxo todos los aspectos, acordar los principios de la sana moral con los de la buena
política, é impedir la concurrencia de otros extraños y contrarios, que dividan la opinión y
los intereses”, entre otras, por medio de “aquellas armas que llaman morales”, que obran
“en el entendimiento y el corazón por la persuasión y los beneficios” (Gaceta de Caracas
Nº32:23-VIII-1815:258-259). Para los realistas, resultaba innegable que la “ignorancia de
los acontecimientos políticos ha tenido una gran parte en el extravío de muchos” y que los
republicanos “han visto como uno de los medios principales de conseguir sus proyectos el
de mantener los pueblos en esta ignorancia, falsificando, desfigurando y alterando los
hechos por medio de las gacetas y demás papeles públicos”. De allí que “siendo
igualmente una de las primeras obligaciones del Gobierno proporcionar á sus súbditos
todos quanto sea capaz de ilustrarles en sus deberes, instruirles en la verdad de las cosas, é
imponerles en las órdenes, decretos y disposiciones á que deben dar cumplimiento”, el
régimen restaurador se proponga ahora gobernar la opinión y apueste por persuadir a los
habitantes de la Tierra Firme (Gaceta de Caracas Nº56:17-I-1816:439-440).
En este sentido, la preocupación por “fijar la opinión”, su contenido y sentido, tenderá a
identificarse principalmente con el imperativo de la fidelidad monárquica y con “calmar
los espíritus, conciliar el amor á un REY tan benéfico como el Señor Don FERNANDO
VII, que nos gobierna, y ganar las voluntades de todos” (Indulto 1817). Según afirmó el
obispo de Cartagena, era necesario “reformar la opinión pública cuyo extravío es el origen
de tantos malos, afanándose todos en esta grande obra” (Rodríguez 1819a:9). Sin embargo,
como ya lo advertía un esclarecido escritor durante las primeras repúblicas, fijar la opinión
pública no era una labor nada fácil, por el contrario, resultaba una tarea“demasiado árdua
en un tiempo en que parece que todos tienen por empeño disfrazarse con esta máscara
patriótica” (El Folleto, 7). En la medida en que todos debían cubrir sus propios puntos de
vista con el mágico velo de la opinión pública para poder participar con alguna legitimidad
en la arena política, los esfuerzos por fijar su significado se multiplicarán y sus usos
políticos estarán lejos de ser sistemáticos. En efecto, la “opinión pública” se solapó
durante todo este periodo con términos como “voz pública”, “opinión general”, “espíritu
público”, “opinión de los pueblos”, “opinión del Público” e incluso “voluntad general”, los
cuales, en términos generales, fungieron como sus equivalentes estructurales. Asimismo,
los significados del concepto oscilaron entre concepciones de cuño antiguo, relacionadas
con la fama y la honra, y registros de corte más reciente vinculados con el control del
gobierno y el influjo del público sobre las disposiciones oficiales. De esta manera, en los
76
escritos monárquicos, la opinión pública funcionó como un contenedor de múltiples y
variadas experiencias, pues, dependiendo del contexto, podía aludir a situaciones bien
disímiles: la fama pública de un individuo entre la comunidad política; la fiscalización por
parte del público de los asuntos oficiales; la razón y la virtud de los ilustrados –que no la
de los así llamados proyectistas, caracterizados por la extravagancia de sus opiniones–; los
sentimientos compartidos de manera unánime por el conjunto de la sociedad; la expresión
de la tradición y las costumbres heredadas; la conformidad con el orden monárquico y la
voluntad del rey entendida como el deber ser de la comunidad política. No obstante estas
múltiples posibilidades conceptuales, en las fuentes del periodo se perfilan con fuerza dos
acepciones fundamentales: como fuerza imperiosa fundamental para gobernar de manera
legítima y como un espacio de transparencia entre el gobierno del rey y sus vasallos.
Por un lado, la opinión pública aparece como una “fuerza moral” fundamental para
garantizar la existencia misma de la comunidad política. El virrey Montalvo hablará en su
relación de mando de cómo la “balanza de la opinión pública, que era la que entonces
decidía del poder”, había autorizado su gobierno durante el momento absolutista (en
Colmenares 3: 220), mientras que el entonces capitán general de Venezuela, Juan Manuel
Cagigal, con motivo de su entrada triunfal en Caracas en abril de 1815, designará el
sostenimiento de la “buena opinión” como el principal empeño del gobierno del rey y de
sus vasallos: “es concluida la guerra”, “falta solo fixar la opinión alterada, y esta ha de ser
mas bien obra vuestra, contando con mi posibilidad, con mis esfuerzos, con mis propios
sacrificios” (Gaceta de Caracas Nº12:19-IV-1815:98). La opinión pública remite, así, a la
capacidad para mantener la unidad del cuerpo político y para relegar las opiniones
contrarias al círculo del error y la falsa filosofía. No en vano para las autoridades
monárquicas el estado firme o espurio de la opinión pública se constituirá en objeto
privilegiado de gobierno y en indicador del grado de cohesión de la comunidad política. La
“perspicacia para conocer la opinión pública” resultaba fundamental en unos pueblos
donde los republicanos se habían enseñoreado para “destruir la opinión pública, adormecer
á los advertidos, seducir á los incautos, y alucinar á los ignorantes” (Gaceta de Caracas
Nº10:5-IV-1815:83-84). El mismo alcalde de Simití en sus informes al rey sobre el “buen
orden” que imperaba en esta ciudad después de la derrota de Barreiro en Boyacá adjuntará
algunos testimonios de ciertos “vecinos de idoneidad y conducta” sobre la “opinión
pública de este vecindario”. Así, mientras que el peninsular Antonio Carballido afirmó que
“a pesar de que ha oído algunas noticias adversas” “contra nuestras tropas reales diciendo
que las habían derrotado los insurgentes con el nombre de jacobinos”, nadie había
“manifestado demostración contraria á la buena opinión”, mientras que el cura vicario Luis
José Serrano sostuvo que “he visto y notado en estos vecinos, mis feligreses, la mayor
sumisión y obediencia al Monarca de España que nos gobierna, rindiéndole sus obsequios
y vasallaje en quanto lo han podido manifestar”, “confirmado con la docilidad con que
oyen y atienden á mis frequentes exhortaciones, que como su pastor les dirijo á efecto de
77
que guarden en todo el buen orden”. Precisamente, estos y otros testimonios le permitieron
a Alcocer “acreditar la fidelidad de este vecindario al Rey N. S.” y el “buen concepto en
que se halla” la “opinión de inocencia de este Pueblo” (AGI, Papeles de Cuba 744, s.f.).
Esta concepción de la opinión pública como patrimonio necesario para gobernar con
legitimidad, como “fuerza moral de los estados sin la qual es muy precaria su existencia”
(Gaceta de Caracas Nº5:29-II-1815:34), permitirá deslegitimar la dominación
republicana, pues, según dirán los realistas, durante las primeras repúblicas la opinión
pública con frecuencia se había manifestado en favor del rey. Según la Gazeta de Santafé,
en la correspondencia republicana publicada en sus páginas se evidenciaba la inexistencia
del “espíritu público” republicano y la “opinión general de los pueblos en aquella fecha”,
cuando “en casi todos se mostraba una dócil tendencia y propensión para volver á la
obediencia de nuestro legítimo Soberano, sin que pudiese sofocar estos buenos
sentimientos la presencia ó proximidad de la misma fuerza insurgente” (Nº6:18-VII-
1816:47; Nº3:27-VI-1816:20-21). En este sentido, no es casualidad que Pedro de
Urquinaona publique en 1820 su Relación documentada del origen y progresos del
trastorno de las provincias de Venezuela como una historia sucesiva del “estado de la
opinión pública” con el objetivo de comprobar dos hechos capitales. Primero, “que la
sedición realizada en Caracas á 19 de Abril de 1810 jamás llegó a penetrar el corazón de
los pueblos”, pues en “aquella época estaba decidida la opinión de los venezuelanos por
amar á V. M.”. Segundo, que la caída de la Primera República venezolana no era obra de
Domingo Monteverde, pues “á nadie más que al espíritu público se debió la pacificación
de 1812”; por el contrario, los mandatos de aquel, movidos por un espíritu de venganza,
discordia y terrorismo, fueron “incapaces de sostener este espíritu público” y solo habían
conseguido “extraviar la opinión favorable al gobierno, promover facciones [y] conciliarse
el odio y la abominación” con los resultados ya conocidos por todos: el triunfo de Bolívar
en agosto de 1813 (2, 45).
Sin embargo, tan importante como evidenciar que en el pasado la opinión pública había
estado de manera indisputable del lado del rey, resultaba dar cuenta de la vindicación
entusiasta por parte del público del presente de la restauración monárquica. De allí que los
realistas a menudo privilegien ciertos usos de la opinión pública que apelaban al respaldo
de las mayorías al proyecto monárquico. Si bien el sujeto de la opinión pública seguirá
siendo encarnado fundamentalmente por los hombres ilustrados, aquellos que tenían las
luces necesarias y la instrucción adecuada para hacer uso público de su razón –con
frecuencia se pone de presente que la fidelidad irrestricta de los “hombres principales” era
resultado de la reflexión reposada: “aquí fue cuando aquellos letrados mostrando aquel
grado de sensibilidad que se debe á la ilustración, pensaron en publicar con la mas solemne
autenticidad sus votos de amor, de reconocimiento y de gratitud” (Gaceta de Caracas
78
Nº152:01-X-1817:1187)–, no es menos cierto que en múltiples oportunidades la opinión
pública será asimilada a la opinión popular sin más.
Por un lado, la verdadera opinión pública debía ser auscultada en diferentes espacios
públicos para gobernar con acierto, más allá de los círculos oficiales y de los salones de
corte. Según dirá la Gaceta de Caracas, “S.M. anhela saber la opinión pública, y para
conseguirlo por sí mismo, y sin que la mentira y la intriga cambien la realidad de las cosas,
muchas noches en compañía de su augusto hermano entra en los cafés, fondas, y demás
lugares públicos en trage de verdaderos incognitos. Allí lo ve todo: lo oye todo: y se
proporciona de los conocimientos que desea adquirir” (Nº15:10-V-1815:126). Por otro
lado, las opiniones, las aspiraciones y los sentimientos populares serán considerados como
criterio seguro de anuencia y pruebas incontestables del estado de la opinión pública. Por
ejemplo, muchos realistas querrán ver en la amplia participación de las gentes en las
celebraciones monárquicas la expresión de la verdadera opinión pública, de las “pruebas
mas convincentes del entusiasmo y placer con que los Pueblos se apresuraban á manifestar
su regocijo” por el gobierno del rey (Boletín del Exército Expedicionario Nº28:31-V-
1816:s.n.). Según informaba el marqués de Mijares, teniente justicia mayor del pueblo del
Valle, cerca de Caracas, después de dar cuenta de casi una semana de celebraciones
ininterrumpidas por la toma de Cartagena de Indias: “este pueblo ha manifestado á mi ver
un verdadero contento por la buena noticia”, mientras que en los demás pueblos cercanos
“se ha practicado todo y la han recibido con placer y alegría, según me han informado mis
comisionados” (Gaceta de Caracas Nº56:17-I-1816:439). Así, esta opinión pública
popular, leída con frecuencia en términos de un clamor monárquico sin fisuras, se
convertirá en índice y fuente insoslayable de legitimidad, pues permitirá al gobierno real,
una vez derogada la obra constitucional en toda la monarquía hispánica, cubrirse con un
manto de respaldo popular tan inédito como necesario, y de paso, mover a la obediencia a
los sectores más tibios o simplemente indiferentes.
Por otro lado, la opinión pública aparecerá como un espacio de transparencia fundamental
entre el gobierno del rey y sus vasallos. Si bien los periódicos oficiales serán concebidos
como instancias importantes para la elaboración de la conformidad monárquica, es
importante señalar que no se trataba solamente de la publicación de las determinaciones
del gobierno con el objetivo de informar a los vasallos de sus respectivas obligaciones, de
difundir la opinión oficial o de poner en circulación ciertos “monumentos de fidelidad”
para fijar la opinión pública. Para los monárquicos, el régimen restaurador debía estar
sometido al poder de la opinión mediante la publicidad de sus determinaciones y el
eventual escrutinio por parte del público que esta implicaba. La misma exposición pública
pondría límite a eventuales arbitrariedades, pues esta fungía como base de un gobierno
justo y garantizaba la rectitud moral del ejercicio del poder político. Los impresos oficiales
ahora también debían dar cuenta del accionar político de los representantes del rey ante el
79
público. Según afirmó el segundo al mando del Ejército expedicionario, Pascual Enrile,
“cuanto el General [Morillo] ordenó y consiguió lo puso en la Gaceta para que el público
se enterase y lo tachase, evitando el secreto que solo guardaba para las operaciones
militares” (en Rodríguez Villa 3: 301). Para Morillo, en la difícil situación de guerra del
momento era “difícil dejarse oír la voz de la verdad y de la imparcialidad”, de allí que
quisiera “evitar aun los menores motivos de fraudes y depredaciones haciendo publicar lo
que cada uno donaba o prestaba” –nótense las trazas inéditas de cierta desconfianza frente
a la oficialidad, formulación impensable durante el antiguo régimen– (1821: 23). Se
trataba de un esfuerzo denodado por construir cierto nivel de consenso mediante el recurso
a la publicidad de ciertos asuntos oficiales, apelando, al mismo tiempo, a la opinión de los
vasallos, sometiendo a su reflexión nuevos campos de acción política, en un
reconocimiento explícito por parte de la Corona de la necesidad de explicar y disuadir
permanentemente al público, de obtener su favor, su adhesión definitiva. Según podemos
leer en la Gaceta de Caracas: la “dignidad del gobierno español y la parsimonia con que
trata de proceder en una materia cuya importancia solo es desconocida á las miras de un
poder tiránico, exigen que examine el asunto –el presunto asesinato de unos “vasallos
fieles” en Lima– hasta llevarlo á un grado de evidencia que justifique sus medidas
suscesivas ante la opinión universal” (Nº278:17-XI-1819:1144).
La opinión pública aparecía, así, como una instancia superior de juicio público, que
permitía la discusión limitada sobre asuntos de interés general y la fiscalización de los
asuntos oficiales. Incluso, en algunas ocasiones, los mismos papeles oficiales perfilarán un
férreo sentido autocrítico completamente inédito en el gobierno monárquico durante el
antiguo régimen. El misterio del poder regio, el arcana imperii, será convertido en un
saber público accesible a todos los vasallos de ambos mundos: “demos las autoridades
exemplo de exactitud en nuestros respectivos deberes; no traspasemos los extensos, pero
precisos límites que nos están señalados; respetemonos mutuamente, y no queramos
construir cada una nuestro imperio en la ruina de las otras”. “Si el superior se exime á su
placer de las leyes, los súbditos toman esta lección, y siempre encuentran pretestos para
eximirse de ellas, para faltar á los mandatos” Gaceta de Caracas Nº7:15-III-1815:50-51).
Con base en este principio de publicidad, los monárquicos a menudo ofrecerán acceso
franco a los archivos oficiales, publicarán sus determinaciones por medio de la imprenta y
prometerán ampliar el horizonte de visibilidad de sus labores. Según dirá Díaz, el régimen
restaurador había dispuesto que todo se diera a la luz “para que tenga la publicidad
debida”, “advertidos de que si alguno dudase de la verdad de algún documento, sea de la
clase que se fuese, puede ocurrir libremente á la secretaría del gobierno en donde se verá el
original y lo examinará”, asunto que si hemos de creer a su propio testimonio, ocurrió con
unos papeles republicanos publicados en la Gaceta de Caracas en noviembre de 1818: “
yo he tenido la delicadeza de invitar al público para que examinase esta verdad, y el placer
de ver á muchos hacer este examen. No han podido negarla; conocían las letras de los
80
documentos presentados; comprobaban los originales con los impresos; y la admiración, el
horror, y el aborrecimiento á los malvados, eran el resultado de sus comparaciones”
(Nº197:1-VII-1818:1514; Nº1:1-II-1815:1; Nº208:16-IX-1818:1597). Así, en la voluntad
de publicidad del gobierno real se perfila un profundo sentido justificatorio, una presión
sostenida por dar cuenta de los actos del gobierno, por aclarar ciertas decisiones políticas
tomadas en el fragor de la guerra. Según afirmará García Tejada con respecto a la
publicación de algunas cartas interceptadas a los republicanos cerca del Socorro en mayo
de 1817:
Esta correspondencia interceptada se publica de orden Superior y su publicación debe
producir dos provechosos efectos. 1º hacer ver á los buenos y fieles vasallos amantes de
la tranquilidad y del orden, quan menguadas son las cabezas y miserables los recursos
con que pretenden trastornarlo. 2º justificar de antemano el dulce y suave Gobierno, que
después de tan desecha tormenta, gozamos en el dia, en caso que se vea violentado
contra sus sentimientos humanos, á empuñar la vara del rigor y la severidad (Gazeta de
Santafé Nº48:8-V-1817:461).
La instauración de este principio de visibilidad entre el gobierno real y sus gobernados,
interesado, estratégico, nunca absoluto, como lo había sido durante las primeras repúblicas
y lo será a lo largo de todo el siglo XIX, se constituye en un índice contundente del
profundo grado de politización de los espacios públicos de la Tierra Firme tras la crisis
monárquica, pues se oponía radicalmente al carácter secreto del ejercicio del poder
monárquico imperante durante el antiguo régimen –misterio político denunciado de
manera incansable por las publicaciones republicanas como “uno de los motivos en que
legítimamente se fundó nuestra separación política”, un “bárbaro sistema, que sagazmente
habían adoptado para hacer más eterno nuestro oprobio, y esclavitud, qual era el
ocultarnos quanto pasaba” (Década: Miscelánea de Cartagena Prospecto:29-IX-1814:1)–.
En efecto, en el antiguo régimen, la “opinión pública” no se constituía en un referente
central del discurso político toda vez que los agentes del poder real, como prolongación de
la potestad soberana, eran los únicos autorizados para modelar la felicidad pública y la
prosperidad común. Según sostuvo Joaquín de Finestrad en el Vasallo Instruido, escrito en
1789 con motivo del alzamiento comunero en el Nuevo Reino de Granada:
Al vasallo no le toca examinar la justicia y derechos del Rey, sino venerar u obedecer
ciegamente sus reales disposiciones. Su regia potestad no está en opiniones sino en
tradiciones; como igualmente la de sus Ministros regios… Al vasallo no le es
facultativo pesar ni presentar a examen, aun en caso dudoso, la justicia de los preceptos
del Rey. Debe suponer que todas sus órdenes son justas y de la mayor equidad. Le será
permitida la humilde representación a fin de que mejor informado el Soberano revoque
y modere su real voluntad (185).
81
Como bien afirmaba Finestrad, los vasallos del rey contaban, en cualquier caso, con la
posibilidad de escribir representaciones ante las autoridades regias. No obstante, es preciso
recordar que estas eran documentos jurídicos de carácter privado, de allí que no implicaran
necesariamente un espacio de transparencia entre el monarca y sus súbditos –así circularan
en algunos casos por diferentes espacios públicos–, ni mucho menos que la legitimidad del
gobierno resultara de la anuencia del público –la opinión a la que se refiere Finestrad–.
Asimismo, en el caso de los periódicos puestos en circulación antes de la crisis
monárquica, aquello que podríamos denominar de manera amplia como sus “políticas
editoriales”, estuvieron más encaminadas desde la Revolución francesa hacia un ejercicio
más “preventivo” que “afirmativo” de lo público –carácter preventivo que no
desaparecería del todo de la arena política durante el siglo XIX–, y se encuentran más
cercanos al terreno de la información que al de la opinión, pues además de cultivar los
saberes útiles y propender por la fidelidad al rey, debían constituirse en expresiones
acabadas de lo que el Redactor Americano denominó en su prospecto como las “sagradas
leyes de la urbanidad y buena harmonia civil” (Nº1:6-XII-1806:3). De allí que estas
publicaciones no hayan comportado un espacio abierto para el debate político ni para la
fiscalización del poder virreinal, pues se insertan en otras coordenadas de enunciación, no
solo porque el sintagma de opinión pública aún no había sido acuñado –de hecho, el
término comenzaría a circular con relativa frecuencia solo hacia 1808, una vez abierta la
coyuntura de crisis–, sino porque las realidades a las que esta noción aludiría en su
momento no preexisten a su denominación. La opinión pública aún no había emergido ni
como expresión de la voluntad de los pueblos o como manifestación de la verdad o de
consenso, ni como resorte de legitimidad y objeto de gobierno privilegiado por parte de las
autoridades.29
En abierto contraste con lo anterior, durante el momento absolutista, la opinión pública se
convirtió en un espacio indispensable de legitimación del poder monárquico; una voz que
había que escuchar, un tribunal que había que convencer y cuyos fallos había que atender
para gobernar de manera legítima. Así, por ejemplo, cuando Díaz afirmó que la Gaceta de
Caracas se orientaba por la “eterna verdad de que nuestro gobierno no necesita de
mentiras para establecer su opinión”, estaba reconociendo, además de la importancia de la
credibilidad de los papeles oficiales, la imperiosa necesidad del gobierno de establecer su
propia opinión ante el público (Nº289:9-II-1820:2236). La política de publicidad oficial,
más allá de sus intereses inmediatos, permitirá, entonces, la consolidación parcial de una
esfera pública, que aunque dependiente del gobierno, se perfilará capaz de orientar sus
actos y criticar sus mandatos. En este sentido, las elaboraciones políticas de las primeras
repúblicas americanas y del constitucionalismo gaditano habían dejado una huella
indeleble en los diferentes espacios públicos; habían entronizado la opinión pública como
29
Para entender el carácter “preventivo” de las políticas editoriales durante el antiguo régimen, véanse Silva
(1988, 1993, 2003), Rosas (2006). Para el concepto de representación en este periodo Chaparro (2012b).
82
instancia incuestionable de legitimidad. Una vez derribadas aquellas autoridades, los
monárquicos no podían obviar el ascenso de esta, la necesidad de tratarla como objeto
privilegiado de gobierno y de edificarla en los pueblos. Los representantes regios debían
sembrar la “buena opinión y confianza” de la monarquía hispánica entre sus gobernados, y
al mismo tiempo dar cuenta del respaldo de esa misma opinión, como si una parte de la
legitimidad del gobierno resultara de la anuencia del público (Gazeta de Santafé Nº1:13-
VI-1816:4-5). Se trataba, entonces, a través de la propagación de la voz de la verdad, de
“satisfacer á nuestro Soberano, y al público” (Gazeta de Santafé Nº29:26-XII-1816:292).
De esta manera, los monárquicos, quizá sin calcular de antemano los efectos para el orden
monárquico, erigirán al público como una instancia de legitimación y consagración
simultánea a la de la Corona, profundizando el proceso de politización de los espacios
públicos de la Tierra Firme. La explicación ofrecida por el ministro de Ultramar, el
novohispano Miguel de Lardizábal, a los vasallos americanos sobre el decreto de
restauración de Fernando VII y la anulación de la Constitución de Cádiz se constituye en
una de sus manifestaciones más notables: “S.M. en no admitirla se ha conformado con la
opinión general que ha conocido por sí mismo en el largo viaje que ha precedido á su
llegada á la Capital” (Gaceta de Caracas Nº2:21-VIII-1814:10). En un sentido similar se
expresó José Santacruz, gobernador de Portobelo, al virrey Sámano en junio de 1819: “este
Gobierno, ganado á balazos, me será una carga incomoda si no acierto á dirigirlo según las
ideas de V.E., y si mi conducta en él, no influye para ganar su opinión, que es el objeto de
mis deseos” (Gazeta de Santafé s.n.:15-VI-1819:382).
Finalmente, no debe sorprender, que el ocaso del gobierno monárquico en la Tierra Firme
comience a explicarse de manera privilegiada por parte de los mismos realistas a partir del
ascenso de la opinión pública republicana y del declive de la “opinión de los pueblos” en
favor del rey. El 12 de septiembre de 1819, un mes después de la entrada de los hombres
de Bolívar en Santafé, Morillo escribió al ministro de guerra español explicando lo
sucedido en la otrora capital virreinal. Para el general ibérico, la suerte de la Nueva
Granada y Venezuela ya estaba resuelta debido a que el numen tutelar de la opinión
pública se encontraba ahora del lado republicano: “Bolívar en un solo día acaba con el
fruto de cinco años de campaña, y en una sola batalla reconquista lo que las tropas del Rey
ganaron en muchos combates, por la disposición, sentimientos y opinión general de los
habitantes”; “ahora no serán suficientes ocho mil hombres para reconquistar lo que hemos
perdido en opinión y en terrenos” (en Rodríguez Villa 4: 49-55). Tan solo un mes después,
Gabriel de Torres y Velasco, gobernador de Cartagena, escribió al Secretario de Estado y
del Despacho Universal en idéntico sentido: “todo el territorio comprendido desde el
Chocó hasta Santafé ha sido otra vez ocupado por los rebeldes y los mismos pueblos han
hecho conocer cuantas desventajas trae el no radicar en ellos la opinión pública, en que
consiste su fuerza moral”. El panorama no resultaba, entonces, muy alentador, pues se
encontraba la “fuerza moral de los pueblos destruida”; solo restaba, como única
83
posibilidad, intentar restaurar su imperio: el “único medio de hacer leales es el de hacer ver
a los pueblos que bajo el paternal gobierno de Vuestra Majestad son más felices que bajo
el de los rebeldes” (AGI, Audiencia de Santafé, leg.748, s.f.). Así, el problema del origen
del poder del rey que tanto ocupó a los teóricos del “buen orden” fue eclipsado durante el
momento absolutista por la pregunta sobre las condiciones que cimentaban la legitimidad
de los gobiernos y garantizaban la obediencia; por el problema de la opinión pública como
fuerza política fundamental para gobernar. La opinión pública era ahora más soberana que
el soberano. Y ya nunca dejará de serlo.
2.3 ¿Nación, patria, colonia? El lugar de la Tierra Firme en la monarquía hispánica
El carácter unanimista de la opinión pública modelada por los monárquicos responde a una
exigencia fundamental: la necesidad de escribir una comunidad política propia que
apuntalara la unión de los dos hemisferios españoles en cabeza del rey y al mismo tiempo
se afirmara como un sujeto político único en términos de una identidad de principios y
proyectos compartidos. Así, desde diferentes perspectivas, los realistas reflexionarán sobre
el lugar de la Tierra Firme en el conjunto de la monarquía hispánica y sobre la naturaleza
de este vínculo en el marco del orden político que defendían. “Nación”, “patria” y
“colonia”, términos con una innegable vocación polisémica, se constituyeron en conceptos
fundamentales para pensar las señas de identidad y las complejas relaciones entre las “dos
Españas”. Por supuesto, la pregunta por el tipo de comunidad política que conformaban los
dos hemisferios españoles estuvo servida desde el mismo momento de la Conquista. Sin
embargo, será durante el siglo XVIII, con ocasión del reformismo borbónico, que esta se
tornará especialmente relevante y generará todo tipo de respuestas en ambos lados del
Atlántico. En términos generales, estas elaboraciones políticas iban desde una nítida
distinción entre la España europea, entendida como la nación española, y América,
comprendida como parte fundamental de la monarquía hispánica, pero no como parte de la
nación, hasta una concepción más unitaria y homogénea de la nación española, compuesta
por sus dos pilares, europeo y ultramarino. El liberalismo gaditano se esforzará por
reforzar esta última visión y por hacer coincidir la nación española con la monarquía
hispánica, mientras que los republicanos americanos se escindirán de esta para fundar
nuevas comunidades políticas al margen del proceso peninsular. De este modo, las
reflexiones sobre la naturaleza de la nación española, sobre su misma existencia y sobre
sus formas de expresión, acompañaron toda la crisis de la monarquía hispánica en la Tierra
Firme.30
30
Sobre los usos de los conceptos de “nación”, “patria” y “colonia” durante la crisis de la monarquía
hispánica véanse: Monguió (1978), Vilar (1982), Maravall (1986), Álvarez de Miranda (1992), Garrido
(1993), König (1994), Portillo (2000, 2006), Cañizares-Esguerra (2001), Guerra (2002b), Quijada (2003),
Lempérière (2004), Chiaramonte (2004), Straka (2005),Garriga (2006), Goldman (2008), Fernández
Sebastián (2009, 2014: 8), Elliott (2010), Gutiérrez Ardila (2010), Ortega Martínez (2011, 2012), Villamizar
(2012).
84
Durante el momento absolutista, siguiendo los usos establecidos en el pasado, los realistas
emplearon el concepto de “nación” en diferentes sentidos. En primer lugar, para referirse
al lugar de nacimiento: la “descubrieron los portugueses, y señaladamente Juan de Nova,
de la misma nación, el dia de Santa Elena á 21 de mayo de 1502” (Gaceta de Caracas
Nº46:22-XI-1815:363). En segundo lugar, para designar una población caracterizada por
un mismo conjunto de rasgos étnicos o culturales, en especial, para hablar de las
comunidades ibéricas que habitaban las provincias americanas –“nación vasca”, “nación
catalana”–, y de los pueblos indígenas que estaban bajo la tutela del rey y de los “pueblos
gentiles” y “tribus salvajes” que se encontraban por fuera de la mano evangelizadora. Así,
el capuchino Vich en su Elogio fúnebre insertará una “noticia del estado actual” de las
“naciones de indios” que estaban bajo el cuidado de los capuchinos catalanes en Guayana:
“nación de indios Guayanos o Pariagotos”, “nación de indios Caribes”, “nación de indios
Guaycas” (1818: 33). En tercer lugar, “nación” aludía a las poblaciones o territorios que
compartían unas mismas leyes y obedecían un mismo poder político: la “nación británica”,
la “nación inglesa”, la “nación francesa” (en Rodríguez Villa 3: 2, 90, 655).
Asimismo, durante el momento absolutista, los monárquicos hablarán a menudo de la
unidad de los dos hemisferios españoles en términos de “nación española”. En algunas
oportunidades, esta era imaginada como la totalidad de los vasallos de Fernando VII, sin
distinciones de origen y nacimiento. Así, la nación española era el conjunto de “individuos
de esta gran familia destinada por la naturaleza para formar la primera monarquía de la
tierra” (Gaceta de Caracas Nº228:6-I-1819:1750). En otras oportunidades, la nación
española denotaba un conjunto más restringido, las élites blancas de origen español, los
españoles americanos y los españoles peninsulares. Según afirmó el presbítero Mariano de
Talavera en septiembre de 1817 ante las multitudes caraqueñas: “desaparezcan esas
distinciones odiosas de origen: Español y Americano, sean en adelante nombres
sinónimos, nombres de unión y amistad. No haya sino una sola opinión, un solo
sentimiento, una sola familia, pues que todos pertenecemos á la nación del heroísmo, la
gran Nación Española” (7). A veces esta designaba el conjunto plural de los reinos,
provincias, ciudades y pueblos de los dos continentes que conformaban la “gran
Monarquía Española” “en Méjico, en Lima, en este Nuevo Reino y en todas las Indias
Filipinas y en los otros reinos del Imperio de las Españas”, “en la Corte, y en todos los
pueblos y ciudades de España” (Torres y Peña 173). En este sentido, si bien es cierto que
el carácter plural de la monarquía hispánica era a menudo reconocido, no es menos cierto
que siempre se afirmaba la existencia de una única nación española, como queda en
evidencia, por ejemplo, en la Real Cédula de 23 de febrero de 1816 que suprimía el
Ministerio Universal de Indias y que subrayaba la “conveniencia de uniformar el despacho
de los negocios de Indias con el de España como partes integrantes de una misma Nación”
–esta retórica sobre la afirmación de unas mismas leyes y unas mismas instituciones para
toda la monarquía hispánica da cuenta de cómo el anhelo por unificar la legislación de
85
ambos hemisferios, fundamental para el experimento gaditano, había sido apropiado
incluso por los realistas de la Tierra Firme– (Gazeta de Santafé Nº29:26-XII-1816:290).
En cualquier caso, nación de vasallos o nación de reinos y provincias, el denominador
fundamental de la nación española era su obediencia al mismo rey y su respeto por las
mismas leyes. Fernando VII y las “leyes fundamentales de Reino” eran la condición de
posibilidad de la comunidad política y la informaban de una identidad constitucional
propia –de allí que la “nación española” se solape sin problema con términos como
“Estado” o “monarquía española”–. Según podemos leer en la Pastoral de Bestard:
“vasallos somos todos de un mismo Rey, de Fernando VII el amado, y Americanos y
Españoles, somos todos individuos de una misma nación. Tantos motivos, que nos impelen
á la unidad, son otras tantas barreras, que es preciso saltar, para que haya entre nosotros
cismas y divisiones” (19). Aunque para definir la nación española el lazo entre el rey y sus
vasallos resultaba esencial, en los documentos del periodo también se esbozan con
frecuencia una serie de señas de identidad características de este común y “acendrado
españolismo” (Sevilla 90). Además de una historia y un porvenir comunes y de un mismo
régimen de historicidad, como ya vimos en el capítulo anterior, los realistas harán de la
religión católica el sustrato nutriente y el elemento constitutivo de la nación española.
Según García Tejada, la “Española Monarquía” era la “nación Católica por excelencia”,
una nación de católicos (Gazeta de Santafé s.n.:25-V-1818:10). Para el cura Torres y Peña:
“sola la religión verdadera, es la que produce y la que causa esta común unión de
voluntades y de afectos” que hacían de las dos Españas una nación (173). Asimismo, con
fuerza creciente, los monárquicos apelarán a una identidad colectiva de carácter político y
cultural cifrada en este concepto de nación y basada en referentes como el origen común,
la lengua, la religión católica, la unidad de las voluntades y de los valores, los usos
establecidos y las costumbres vernáculas de los pueblos. Según afirmó el obispo de
Cartagena a los pueblos de la provincia de Cartagena en agosto de 1819:
¡Ó Españoles, Españoles! ¿en qué pensáis? ¿No contempláis estas cosas? ¿No meditais
esos engaños? ¿No palpais esas tinieblas?... Ahora, ahora es tiempo de remediarlo todo;
la sangre, las leyes, las costumbres, el idioma, las tradiciones, los entretenimientos, la
religión, todo, todo os liga y estrecha con vuestros hermanos de la Peninsula; no
pertenecéis á otra nación, y ninguna os ha dado la existencia natural y civil que gozáis;
de ninguna podréis esperar iguales ventajas (1819a:7).
Esta definición de las “dos Españas” como un sujeto histórico único, un cuerpo político
con forma de nación y una sola sociedad tuvo por lo menos dos consecuencias importantes
en la manera de entender la relación de la Tierra Firme con el resto de la monarquía
hispánica. Por un lado, esta nación española, al tiempo que clamaba por la unión de todos
sus vasallos, distinguía de manera radical entre los fieles vasallos y los infidentes traidores,
86
hasta el punto que la fidelidad al rey llegó a constituirse en condición fundamental para
participar de la comunidad política y de la calidad de español entendido como “buen
vasallo”: “tiempo que es ya de que todos manifestemos al mundo que somos españoles, y
que somos dignos de serlo. No incurráis en la grosera contradicción de teneros por leales,
y de no obedecer ciegamente los decretos del Gobierno” (Gaceta de Caracas Nº12:19-IV-
1815:107). Por ejemplo, para el gallego Antonio Cayón, capitán de milicias de Santa
Marta, los “deberes de fiel vasallo de V.M. y honrado español” radicaban en sostener la
justa causa de la nación española en la Tierra Firme, mientras que el ya mencionado
Ladrón de Guevara será elogiado por Morillo por “haberse mantenido durante las
convulsiones pasadas con la fidelidad y obediencia al soberano de un buen Español” (AGI,
Santafé 749, s.f.) (AGI, Santafé 748, s.f.). En este sentido, el redactor de la Gaceta de
Caracas será graduado por el gobierno como “pacífico, honrado y fiel español” y “no solo
[como] acrehedor al amor y reconocimiento de todo español digno de este nombre, sino á
que la posteridad lo distinga quando se trate de los servicios que ha prodigado á su
verdadera patria”. Él mismo, en razón de su fidelidad a toda prueba, se definirá como
“español” y criticará la “extravagante claúsula de los independientes de la América
Española; porque es incapaz de en ninguna situación llamar independientes á los vasallos
del Rey, ni de incurrir en la grosera contradicción de decir independientes y españoles”
(Gaceta de Caracas Nº18:31-V-1815:156-159; Nº148:10-IX-1817:1158). En un sentido
equivalente, los indultos concedidos por el régimen restaurador serán considerados como
espacios para “hacer españoles”. Según dirá Morillo, con ocasión del indulto sancionado
en septiembre de 1817 en Venezuela, el objetivo no era otro que abrir una “nueva época”
en toda la Tierra Firme y reunir a todos los vasallos del rey, “estrecharlos por nuevos
vínculos de amor á su Madre Patria”, como ya había pasado en la Nueva España, donde
“aquellos que la suerte había separado de los leales, vuelven al seno de sus familias,
deponen los resentimientos pasados, y ya allí no hay más que españoles” (Gaceta de
Caracas Nº151:24-IX-1817:1180).
Por otro lado, esta afirmación de la nación española implicó la imposibilidad de reconocer
la existencia de otras naciones en su seno: ninguna de las divisiones administrativas de la
monarquía hispánica se constituía en sí misma en una nación, pues estas eran únicamente
reinos o provincias, incapaces para, dado el caso, arrogarse la soberanía del monarca y
reclamar derechos distintos a los del conjunto de la nación, como “sucede en la rebelión de
la Nueva Granada, pues que este pequeño reyno, es solo una mínima parte de la nación,
que no puede ni debe separarse del modo general con que ella piensa estando toda sujeta y
sumisa a su legítimo soberano” (Ximénez 77). Para los realistas, el derecho de rebelión de
los pueblos no existía, pues “no son los particulares los que tienen derecho sobre un pais:
es el Soberano” y afirmar lo contrario no era otra cosa que sancionar como derecho
legítimo la anarquía y la arbitrariedad pues, entonces, “cada provincia, cada pueblo, cada
aldea pretendería gobernarse como soberano” y los “nacidos en la capital de Caracas que
87
por él se gobernasen como soberanos, no podrían sin una injusticia atroz impedir que
hiciesen lo mismo los del inmediato pueblo de Petare; resultando el monstruoso conjunto
de tantas soberanías independientes, cuantas ciudades, pueblos, villas y aldeas existiesen”
(Díaz, en Jonama 87-88). Así, los enfrentamientos entre republicanos y realistas no se
constituían en una guerra nacional, pues antes que una guerra entre dos cuerpos políticos
diferentes, como querían verlo muchos, sobre todo a partir de la declaración bolivariana de
la guerra a muerte hecha en Trujillo en junio de 1813, se trataba de una guerra civil entre
hermanos, hijos todos de un mismo rey-padre. Según la circular de Lardizábal de mayo de
1814, para remediar esta situación “S.M. conocida la verdad, se colocará en medio de sus
hijos de Europa y de América, y hará cesar la discordia, que nunca se hubiera verificado
entre hermanos sin la ausencia y cautiverio del Padre” (Gaceta de Caracas Nº2:21-VIII-
1814:1). No en vano el regente Heredia dirá en sus Memorias sobre los enfrentamientos
entre Caracas y Coro con motivo del reconocimiento del Consejo de Regencia: “ya
principiaba la guerra, y guerra civil”, “guerra civil entre hermanos” (13, 59).
Además de señalar la inexistencia de cualquier derecho de soberanía nacional, con el
objetivo de defender la superioridad moral de la idea de nación española, los realistas se
empeñarán en poner sobre la mesa la incapacidad de los habitantes de la Tierra Firme para
autogobernarse de manera independiente, pues como afirmaba un manifiesto rioplatense
que circuló en la Gaceta de Caracas: “¿Qué juicio formará la Europa de unos países
sublevados, que en siete años no han acertado á forjarse bien o mal una constitución?
Parece que mis paisanos han querido sancionar con su egemplo aquel axioma europeo tan
contradecido por los criollos: „que las Américas españolas no han llegado al estado de
virilidad y madurez política que fuera precisa para emanciparse ó sustraerse de la tutela de
un gobierno paternal‟” (Nº235:17-II-1819:1800). A su vez, los realistas afirmarán la
misma identidad española para ambos hemisferios de la monarquía hispánica y la
inexistencia de características objetivas diferentes entre los españoles de ambos mundos:
los neogranadinos y los venezolanos no eran ni podían ser esencialmente diferentes de los
castellanos y los andaluces. De allí que en una de sus pastorales el obispo de Cartagena
llame a “todos los habitantes de la Nueva Granada” como “españoles del Reino”
(Rodríguez Carrillo 1819b: 1), mientras que el intendente del Ejército expedicionario,
nacido en Santo Domingo, José Domingo Duarte, en su proclama a los Americanos del
Nuevo Reino de Granada, antes de comenzar el bloqueo de Cartagena en julio de 1815, se
permita escribir:
Sois españoles, y una concurrencia desgraciada de acontecimientos, os ha presentado al
mundo, observador de vuestra conducta, como degenerados de esta apreciable qualidad,
que miran con entusiasmo y admiración las naciones cultas de la Europa… Es una
quimera de la ambición, y una blasfemia del orgullo, querer convertir de repente en
enemigos y ribales unos pueblos que tienen un mismo origen, una misma religión, unas
88
mismas leyes y un mismo idioma; haced alarde de ser españoles, que pueblos de mas
poder y población que el vuestro, desean serlo; y tal vez envidian la suerte que reusais.
No tenéis mas derecho á los terrenos y distritos que ocupáis, que el que habéis heredado
de vuestros padres, aquellos ilustres españoles que hicieron tantos y tan señalados
sacrificios, para agregar estos paises á la corona de Castilla, y radicar sus generaciones
en ellos. Sois herederos de sus virtudes y servicios, y poseedores de los beneficios que
os han proporcionado… Vosotros habéis nacido lo mismo que yo en América, no por
elección vuestra: procedéis de generaciones españolas, sin haber escogido padres:
apreciad estos dones como venidos del cielo…
No debe sorprender, entonces, que los realistas se esfuercen, al mismo tiempo, por
resemantizar el término patria, estandarte del que se habían apropiado los republicanos
para llevar a cabo sus designios. El “gobierno insurgente, llamado abusivamente de la
Patria”, estampó Pardo en su Instrucción (1817:10). El mismo Duarte dirá a los
neogranadinos: “no, amados compatriotas; no oigáis mas á los infames seductores que os
han alucinado, confundiendo el esencial constitutivo de esta voz Patria, que no es el
terreno en que nacemos, y sí aquel hasta donde llega el imperio de las leyes y el poder del
Soberano que hemos jurado y han jurado nuestros mayores”. En efecto, los realistas
tratarán de hacer coincidir la patria con el conjunto de la nación española, de entenderla al
mismo tiempo como una noción de pertenencia suprema y como un patrimonio de valores
comunes a las dos partes de la monarquía hispánica. No es raro encontrar en los
documentos del periodo definiciones como esta: soy “Americano español, y no menos
amante de la América donde nací que de la España, á la que me glorio de pertenecer, [y]
tomo la pluma en obsequio de entrambas” (Gaceta de Caracas Nº233:10-II-1819:1788).
Se trataba de volcar sobre esta noción de patria española todo el contenido emotivo que los
republicanos habían vertido en su momento sobre sus propias patrias. En cierto sentido, se
trataba de desterritorializar la patria –pues los particularismos locales impedían la primacía
del “bien común”–, y de circunscribirla a un ámbito más amplio, manteniendo la fidelidad
al rey y a la misma nación como la premisa de su articulación. Según dirá Lagomarsino,
autoproclamado como “un individuo comerciante lleno de patriotismo, y deseoso de la
felicidad de todo pueblo Americano”: “por Patria á mi parecer, y de todo hombre de
mediano discurso debemos entender nuestro Soberano, sus Magistrados, los Ministros del
Altar, nuestros Padres, nuestros Parientes, nuestros Sirvientes, nuestros Amigos, y quantos
habitan el Pays o Lugar que llamamos Patria, los quales todos cada uno en la parte que les
cupo, según circunstancias, Estado, Condición, Oficio, y relaciones han procurado
contribuir en lo posible con recta intención en nuestro bien” (7). El amor a la patria así
entendida, el “verdadero patriotismo”, esta constante disposición a trabajar por el bien de
la patria y de los compatriotas, no podía sino oponerse al espíritu de independencia. Según
el comerciante guayaquileño:
89
La independencia encubre en sí una pasión antipática, y el patriotismo descubre á
primera vista un afecto simpático: aquella encierra un vicio, y este patentiza una virtud;
aquella profesa Egoismo, y misantropía, y este respira hermandad, y filantropía; y por
tanto una y otro manifiestan una indistinguible tendencia natural á la oposición, á la
lucha y al contraste, ó sea á una continua guerra entre ambos, incapaces de gobierno
duradero. No se necesita de mucha filosofía para entenderlo así (Lagomarsino 1).
En todo caso, la patria seguirá remitiendo por mucho tiempo más a un complejo juego de
círculos concéntricos referidos al lugar de nacimiento, entendido este de manera elástica
como pueblo, ciudad, provincia, reino, América y toda la monarquía hispánica en su
conjunto. Para algunos realistas, el sentimiento de “patria chica”, cuando se encontraba
enmarcado en el amor a la patria común española era legítimo, funcionaba como motor
para el adelantamiento general y la felicidad pública, e incluso llamaba a fortalecer aún
más el vínculo de vasallaje con el monarca, pues como bien explicaba el obispo de
Cartagena en una de sus pastorales: la “patria del hombre, como hombre es el universo: del
Español, Americano ó Europeo, todos los Reinos, Provincias, Islas, Ciudades y Pueblos
del Rey de España, y como hombre particular es decir como Pedro, como Juan, como
Antonio, es Santafé, ó Caracas, ó Cartagena, ó Madrid, ó Sevilla, ó Lima, ó México, donde
hubiere nacido” (1819b: 17). Aunque de vez en cuando se deslicen términos como el
“gobierno de la patria”, la “patria” o “patriotas” para hablar del gobierno insurgente o para
describir a los republicanos, los realistas buscarán presentarlos a menudo como “enemigos
de la patria” cuyos únicos resortes eran las pasiones más bajas y los intereses particulares.
Según podemos leer en una Proclama á los habitantes de Apure y Arauca: la “patria
querida que [los republicanos] han llenado de luto y desolación ha prestado su nombre
para tanto sacrilegio”. “No es la defensa de la patria su objeto; ella era muy feliz sin su
feroz auxilio, y quieren solo dominar, destruiros y adornarse de nombres orgullosos que no
merecen” (Morillo 1819). Así, los americanos debían tener siempre presente que patria
española y nación española eran términos intercambiables, como bien lo hacía entender
una circular de Morillo fechada en agosto de 1818:
Generalmente se abusa de la palabra Patriota para designar los hombres afectos al
sistema revolucionario, que prolongan la injusta y desastrosa guerra de estos países.
Cuando llegó á ellos el Ejército expedicionario, se prohibió en Cumaná por la orden
general del Ejército, semejante denominación; y sin embargo, la fuerza de la costumbre
ha arrastrado casi siempre á señalar los facciosos con un adjetivo, cuyo sentido califica
las virtudes que ellos desconocen. Los verdaderos patriotas son los fieles y leales
vasallos del Rey nuestro señor, amantes de su Patria, del Gobierno y de las Leyes, que
respetan y obedecen como propias á formar la felicidad de su país, de cuyos bienes
gozaron bajo su dulce Imperio. Los que separados de estos principios han fomentado la
discordia, la guerra civil, asolado estos países y llenado de luto las familias haciendo un
90
vasto cementerio del fértil suelo que los vio nacer, no son ni pueden ser patriotas, ni
este sagrado nombre debe envilecerse, apropiándolo injustamente. El Rey y la Patria es
la, divisa de los buenos españoles de ambos mundos, y la que les recuerda sus
obligaciones y la heroica nación á que pertenecen. En lo sucesivo se prohibe
absolutamente llamar á los desleales por semejante nombre, y se usará de los que
únicamente los dan á conocer en su verdadera clase, cuales son insurgentes, rebeldes,
facciosos ú otros semejantes (Gaceta de Caracas Nº209:23-IX-1818:1608-1609).
Sin embargo, reivindicar de manera entusiasta la pertenencia a las “dos Españas” no
implicaba aceptar una relación de “sujeción colonial” basada en la subordinación directa
de América a los intereses económicos metropolitanos como fuente de recursos naturales y
materias primas y como meros mercados de consumo de productos peninsulares –
“sujeción colonial” que se expresaba, para sus más fervientes críticos, en términos de
monopolios y prohibiciones en los ramos de comercio, agricultura, industria y educación–.
Salvo la excepción notable de la obra de Jonama que comprendía las provincias
americanas en términos de “colonias españolas de carácter mixto”, establecidas en función
de la prosperidad y el poderío de la metrópoli y donde la “población originaria de España”
convivía con los indígenas vencidos y con los africanos esclavizados y conformaban
“muchos pueblos reunidos” (1-3, 123), en términos generales, los realistas esgrimirán su
identidad española para afirmar la igualdad de derechos entre los españoles de ambos
mundos y para esto resultaba fundamental controvertir el estatuto “colonial” de América y
la afirmación de sus plenas facultades políticas. Todavía resonaban con fuerza en la Tierra
Firme las declaraciones de la Junta Suprema hechas con motivo de la convocatoria a los
americanos para conformar la “representación nacional” en enero de 1809: los “vastos y
preciosos dominios que la España posee en las Indias no son propiamente colonias o
factorías como los de otras naciones, sino una parte esencial e integrante de la monarquía
española” (en Almarza y Martínez Garnica 2008: 51-52), así como también resonaban aún
las denuncias republicanas sobre la “degradante servidumbre en que siempre ha existido
[la América] baxo el sistema colonial, o más bien baxo los principios de oprimir que
poseía la España en tan alto grado”, “males de todo género, que nacían como de su fuente
del venal ministerio y corrompida Corte de Madrid”, “haciendo girar el sistema de su
política colonial sobre estos dos exes principales, el terrorismo y la ignorancia” (El
Mensagero de Cartagena de Indias Nº6:18-III-1814:31; Nº33:12-VIII-1814:141).
De este modo, los realistas evitarán usar los términos “colonia” y “colonial” para describir
las relaciones entre los dos hemisferios españoles y se esforzarán por vaciar de contenido
los usos altamente politizados puestos en circulación durante los interregnos republicanos.
Por ejemplo, según dirá García Tejada, los revolucionarios “recargan todo el defecto
contra el benefico Gobierno Español, pronuncian enfáticamente las voces de sistema
Colonial; ponderan trabas é impedimentos que no existieron jamás” y acusan “de dura una
legislación que bien meditada solo propende á la felicidad de nuestros pueblos”. Para
91
subrayar su argumento, el santafereño citará algunos textos del “bien conocido en este
Reyno”, el famoso revolucionario y reputado como enemigo del “sistema colonial”, Pedro
Fermín de Vargas, que afirmaban, además del tenaz desconocimiento de la legislación
española, sus méritos en la promoción de la minería, la industria y la agricultura (Gazeta
de Santafé Nº10:15-VIII-1816:85). Por su parte, la Gaceta de Caracas, después de enlistar
las virtudes del gobierno del rey en América y de afirmar la igualdad entre los españoles
de ambos mundos preguntará a sus lectores: “¿Qué otra metrópoli trató así á sus colonias?
Pues desde otras metrópolis han salido y salen todavía los gritos incendiarios contra la
tiranía del gobierno español con los americanos; y los míseros americanos han aprendido
su lenguage, y decorado todas sus frases? ¿Hasta cuando ciegos mis paisanos amarán la
vanidad y la mentira?” (Nº239:17-III-1819:1837-1838). Morillo será uno de los principales
portavoces de este discurso que sostenía que las relaciones entre América y la Península no
eran de mera exterioridad política, guiadas por el mercantilismo y la explotación
económica y legitimadas únicamente por el derecho de conquista y por la fuerza. Las
provincias de la Tierra Firme participaban plenamente de la comunalidad de la nación
española, eran objeto de gobierno antes que de administración, y estaban cobijadas con
igual fuerza por las leyes fundamentales de la monarquía hispánica. Según podemos leer
en su conocida proclama de despedida a los Habitantes de la Nueva Granada en
noviembre de 1816:
Muchos de vosotros han estado en las colonias extrangeras, decid, ¿dónde habeis visto
refinar el azúcar, ni manufacturar el algodon? ¿Dónde se permite manufacturar ninguna
produccion del país? Todo ha de ir á la metrópoli. Preguntadles, ¿cuántos ministros,
generales y magistrados se encuentran en la metrópoli que hayan nacido en las
colonias? ¿Qué universidades y colegios hay en ellas? ¿Qué sucederia á vuestras
provincias si el algodon se obligase á llevar á España, vuestro azúcar, vuestros cueros, y
tuvieseis que recibir las telas y los zapatos de la Península? ¿Qué nombre dariais
entonces al gobierno español? ¿Qué seria de las provincias del Socorro y Quito? Pues á
estas naciones extrangeras se refieren vuestros revoltosos mandatarios, contándoos mil
cuentos y patrañas sobre sus colonias: intentando por último entregaros con las manos
atadas á una potencia extrangera que forma su dominio sobre las virtudes y no sobre el
crímen como aquellos. Vosotros no sois colonos, no estais gobernados como colonias,
sois en un todo iguales á los españoles de Europa, y el supremo Consejo de Indias es
inexorable regulador en este artículo (1816a).
En algunas pocas ocasiones los monárquicos harán uso del término “colonia”,
despojándolo de su carga semántica negativa, para referirse a la Tierra Firme en el sentido
clásico de asentamientos ultramarinos y como sinónimo de “reino” o de conjunto de
provincias –el término también será utilizado en otros contextos para referir sin más las
posesiones británicas, holandesas y francesas en el Caribe–. Según exhortó Valenzuela a
92
su audiencia en Neiva en septiembre de 1816: “¡O afortunada Colonia! Ya volvisteis al
ilustre seno de aquella generosa Madre: que quizá no mereceis, aquella España
esclarecida”, “¡O Colonos felizes! Ya volvisteis como el prodigo á la casa de vuestro
augusto Padre, de vuestro Rey el mejor de las Soberanos” (37, 38). Asimismo, el término
“dominios” será aplicado para designar a todas las provincias de la monarquía hispánica,
no únicamente para aludir a América: los “dominios españoles de Europa” y los “de
España ultramarinos” (Gaceta de Caracas Nº296:29-III-1820:2293). Así, durante el
momento absolutista, la nación española se afirmó como la noción de pertenencia suprema
para los vasallos del rey, coincidió con la idea de una patria común española y negó la
asimetría entre los dos hemisferios o cualquier tipo de relación “colonial” entre la
Península y América. En cualquier caso, los usos de estos términos referidos a la
comunidad política así imaginada siempre implicarán subrayar el nexo indisoluble del rey
con sus vasallos y de América con el conjunto de la monarquía hispánica. Más allá del
debate semántico, para los realistas, la única opción disponible para los habitantes de la
Tierra Firme era seguir siendo españoles, pues como afirmó el gobernador de Girón,
Valentín Capmani, en enero de 1816, ante la entrada inminente del Ejército
expedicionario: “siendo españoles, gironeses, fueron felices vuestros padres: vosotros
mismos los fuiste; y lo seriais aun si no hubieseis corrido como insensatos tras la sombra
fugaz de una libertad ruinosa, cuya idea aun no ha podido entrar en vuestras cabezas, y
cuya posesión en el sentido que le dais, está muy lejos de vuestros derechos”.
2.4 La “antigua libertad” y las contradicciones del libertinaje
La libertad de los republicanos, esa “libertad ruinosa” invocada por el gobernador de
Girón, tan ajena a los vasallos del rey y tan contraria a sus derechos, será confrontada por
los monárquicos con la “antigua libertad”, la “verdadera libertad”. No es del todo exacto
asumir que los realistas eran “enemigos de la libertad”, como habían consagrado los
republicanos al autoproclamarse como “verdaderos Patriotas y amadores de la libertad” y
hacer de la suya la “causa de la libertad”, en contra de la “iniqua facción de los adictos al
sistema Colonial” (Gazeta Ministerial de Cundinamarca Nº205:19-I-1815:1005; Nº10:2-
XI-1815:41). Los realistas no rechazarán la libertad en general; tan solo impugnarán los
nuevos sentidos y afirmarán sus propias convicciones al respecto. La reivindicación de la
“verdadera libertad” y de su perfecta compaginación con el gobierno de la monarquía
hispánica será una constante durante el momento absolutista. Así, el retorno del gobierno
del rey a la Tierra Firme será comprendido como la restauración de la “antigua libertad”:
“recobrando estos pueblos su verdadera libertad y derechos que habían perdido en la
penosa esclavitud pasada” (de León 1817: s.p.). No pocas veces los realistas se
proclamarán como portavoces de la “verdadera libertad” y se verán a sí mismos como
“libertadores”. El general Sebastián de la Calzada, con motivo de su entrada en Santafé en
mayo de 1816, invocará la protección de la Virgen de Chiquinquirá para “nuestros
93
soldados libertadores”, mientras que Sevilla contará cómo la entrada de los mismos
ejércitos en Guayana en abril de 1817 había significado un “día de inmenso júbilo”: “sus
fieles habitantes nos tomaron por libertadores y todo se volvió gritos patrióticos y
manifestaciones de alegría” (Gaceta de Caracas Nº88:7-VIII-1816:687-688) (Sevilla 167-
168).
Sin duda, “libertad” será uno de los conceptos fundamentales más socorridos por los
monárquicos.31
A menudo la libertad aparece cargada de connotaciones positivas cuando
se encuentra vinculada con la monarquía, mientras que la negatividad política será
reservada para las repúblicas. Entre los usos más generalizados del concepto se encuentran
aquellos referidos a la libertad como opuesta a la servidumbre absoluta y que en la Tierra
Firme distinguía a los hombres y mujeres libres de los esclavizados de origen africano.
Según dirá el regente Heredia en sus Memorias sobre la democratización del término entre
los esclavos venezolanos gracias a los esfuerzos de los monárquicos: “hasta Miranda se
asombró de oir entre estas gentes la voz de libertad, que tan halagüeña es para unos y tan
temible para otros” (71-72). La libertad también se entenderá como “libertad nacional”,
como la no sujeción a un dominio extranjero. Así, será utilizado para describir la “Guerra
Nacional contra la Francia” y se asociará con la defensa de la patria y la religión y con la
“obligación que tiene el Pueblo de concurrir con todos los auxilios del verdadero
Patriotismo á favor de la Madre España” (Valenzuela 37). En un sentido similar, los
realistas hablarán de los territorios ganados a las repúblicas como “todos los puntos que se
hallan en libertad” y animarán a sus ejércitos para seguir “dando la libertad” a todos los
pueblos de la nación española: “mirad ahora á vuestros compañeros, los soldados que me
han seguido, el contento que les asiste por haber libertado su patria de traidores y asesinos”
(Boletín del Exército Expedicionario Nº28:31-V-1816:s.n.) (en Rodríguez Villa 3: 51-52).
En otro contexto, los realistas pondrán sobre la mesa el tema de la “libertad absoluta de
industria” –salvo en el ramo del tabaco– para contrarrestar los esfuerzos de los enemigos
del rey que llamaban “opresivo un gobierno lleno de libertad en la industria y muy distinto
del de su república”, y también hablarán de la “libertad de comercio” para intentar
conciliar la “mayor prosperidad de las colonias con los justos derechos de las metrópolis”
(Gaceta de Caracas Nº289:9-II-1820:2235) (Jonama 72). Finalmente, los monárquicos
con frecuencia usarán el término “libertad” en solitario o el “sistema de la libertad” como
una metonimia de las primeras repúblicas, de su sistema de gobierno y de su historia, con
el objetivo de señalar sus terribles consecuencias sobre la Tierra Firme, como “quando la
Libertad paseaba libremente sus Estandartes desde Venezuela, hasta una Provincia
poderosa de el Eqüador” (Gruesso 12).
31
Sobre el concepto de libertad durante la crisis de la monarquía hispánica véanse los siguientes trabajos
fundamentales: Álvarez de Miranda (1992), Rivera García (2004), Straka (2005, 2007), Fernández y Fuentes
(2006), Fernández Sebastián (2014:5), Blanco (2010), Chacón Delgado (2011), López Alós (2011).
94
La libertad también será entendida por los realistas, siguiendo los usos antiguos, como el
reconocimiento de las exenciones, los privilegios y los fueros otorgados por la Corona a
los vasallos, las corporaciones y los pueblos. En este sentido, la libertad, sobre todo
cuando es usada en plural, aparece como consideración social, como respeto y ejercicio de
la dignitas de cada cual y como administración eficaz de justicia y continuidad de las
tradiciones. Según afirmó Torres y Peña, refiriéndose al levantamiento comunero del
Socorro, las medidas del fiscal Gutiérrez de Piñeres habían violado la “constitución no
escrita” de la monarquía y “desde el año de 1781 se había visto un ensayo de lo que
influye en la opinión de los pueblos el deseo de conservar sus libertades ilesas de toda
opresión injusta” (66). De este modo, vivir con libertad significaba vivir bajo un gobierno
capaz de asegurar el complejo equilibrio interno de las fuerzas políticas y las posiciones
sociales. Para los monárquicos, el gobierno del rey aseguraba la “libertad natural”
entendida como la libertad personal de todos los vasallos para disponer de sus personas, de
sus acciones y de sus bienes y de contar con su “seguridad individual” conforme a las
leyes que estatuían los fueros propios de los integrantes de la asociación política (Coll y
Prat 247). Esta libertad personal no era anterior ni a la sociedad ni al poder político, sino
que estaba inserta en la disposición del orden político salvaguardado por las leyes
fundamentales.
Además de esta idea fundamental del conjunto de las “libertades civiles” posibles gracias
al gobierno del rey, será la noción de libre albedrío la que de manera fundamental
delimitará el alcance y condicionará los usos de concepto de libertad en las fuentes del
periodo. Para los realistas, la libertad se constituía en expresión diáfana del libre albedrío,
de la “facultad natural” para evitar el pecado y “que tiene cada uno para hacer, o decir lo
que quisiere; menos lo que está prohibido, ó por fuerza, ó por derecho” (Rae 1791:529). La
libertad entendida como libre albedrío no era un principio moral, era una condición
connatural a la humanidad para optar por el bien o por el mal, para obedecer o desobedecer
los dictados de la ley natural. En principio, hombres y mujeres se encontrarían facultados
para guiar su conducta por los preceptos de la ley natural, pues estos fueron inscritos por
Dios en sus corazones y obligaban en conciencia a toda la humanidad. La libertad
consistía, entonces, en el ejercicio del libre albedrío como emanación de la voluntad
divina. Dios había conferido a la humanidad la razón para conocer el bien, la conciencia
para amarlo y la libertad para elegirlo. Desde esta perspectiva, la libertad no era tanto una
facultad de hacer cualquier cosa sino el deber de todo buen cristiano de obedecer los
designios de la Providencia y querer obrar el bien por elección –de allí que para los
monárquicos resulte impensable la idea de autonomía moral y de autolimitación
individual, pues tras la expulsión de Adán y Eva del Paraíso, la humanidad caída
necesitaba guía espiritual y tutelaje político–. Según dirá el obispo de Popayán, el ejercicio
del libre albedrío no consistía, por ejemplo, en elegir libremente entre la monarquía y la
república, “pues si lo fuese podríamos abrazar de los extremos opuestos con seguridad de
95
conciencia el que quisiésemos, lo que es falso” (57), sino en vivir conforme a la razón y la
verdad, en armonía con los preceptos de la ley suprema: “el que los pueblos se deban
conservar en la sumisión y obediencia del rey nuestro señor, no es una opinión política, es,
sí, una verdad indubitable apoyada en la razón, y mucho más en las sagradas escrituras”
(55).
La libertad de los realistas era, entonces, una libertad dependiente de los dictados de las
leyes –divinas, naturales y humanas– y que no establecía una moral autónoma frente al
sentido trascendente de la existencia humana: el horizonte del juicio final y de la salvación
eterna. Así, la “verdadera libertad” no podía ser una libertad absoluta, pues esta no
consistía en realizar la voluntad humana sin cortapisas, sino más bien, como afirmó en su
momento Cagigal, la “verdadera libertad del hombre en la sociedad consiste en ser
gobernado y protegido por leyes justas bien administradas” (Gaceta de Caracas Nº12:19-
IV-1815:101). Esta libertad, consolidada por los siglos, no entraba en contradicción alguna
con la obediencia al monarca y la sujeción a las leyes –siempre imaginadas como justas,
como conformes a la ley suprema–, por el contrario, las suponía de manera fundamental.
Esta teoría de la libertad como obediencia subordinaba la libertad personal a la libertad
común basada en las leyes fundamentales del Reino y salvaguardada por un gobierno
legítimo, instituido legalmente y validado por la historia. La libertad se encontraba,
entonces, supeditada a la conservación del “buen orden”, al conjunto de relaciones
derivadas de la naturaleza y garantes de la existencia de la comunidad política, por eso el
gobierno del rey antes que destruir, potenciaba la verdadera libertad, pues vivir conforme a
las leyes no era servidumbre sino vivir con libertad. Según podemos leer en el discurso del
caraqueño Nicolás Ascanio, escrito en julio de 1814, en los estertores de la segunda
república venezolana, y publicado casi un año después en la Gaceta de Caracas:
Sabed que el hombre que quiere ser libre y se precia de serlo, es el que más pronto y
más voluntariamente se somete á la ley, y el que más procura por el bien de su patria,
pues que sin esta no le es posible asegurar su existencia, ni su comodidad. Ningún
pueblo es libre mientras no está sujeto á las leyes que habéis abandonado: ellas son la
fianza de la pública libertad, y los individuos son libres desde aquel mismo instante que
las guardan y observan; porque prohibiéndose la ley emprender cosa alguna contra
libertad de mis conciudadanos, asegura la mia con la misma prohibición que me intima.
Vosotros habéis experimentando que no está muy lejos la esclavitud quando la libertad
desenfrenada degenera en licencia… No olvidéis, pues, la máxima generalmente
aprobada, de que las leyes son el más sólido fundamento de la libertad, de la paz, y de
la felicidad pública: que una nación se tiene por libre, floreciente y dichosa quando los
individuos que la componen hacen á la ley y al bien común, que es el término y objeto
de esta, sacrificios de sus intereses y de sus caprichos; y que por el contrario un estado
está perdido, ó próximo á su ruina quando las leyes son despreciadas; quando á nadie
96
contienen; quando se pueden violar impunemente; y quando la infraccion no infama.
Porque todo lo que se dirige á envilecer las leyes, á debilitar su autoridad, á hacerlas
perder el respeto y la confianza de los pueblos, es un azote público que destruye la
libertad (Nº9:29-III-1815:73-74).
Si la libertad definida en estos términos era asumida como natural y santificada por el
orden divino, cualquier innovación al respecto no podía ser más que un artificio humano,
una convención precaria. La comprensión de la libertad esencialmente como una facultad
de hacer y de intervenir el orden político y el orden moral; la distinción entre una libertad
propia del estado natural –imaginada como ilimitada– y una libertad civil restringida por
las leyes; y la proclamación de la “libertad política” entendida como la participación activa
de la comunidad política en la formación de las leyes, la capacidad de autogobierno en
clave de soberanía nacional y la obediencia a la nueva legitimidad surgida de las
revoluciones serán ampliamente combatidas desde el discurso monárquico. Estos nuevos
sentidos, referidos por los realistas como la “falsa libertad” o como la “libertad mal
entendida”, siempre serán contrapuestos con la “verdadera libertad” identificada con la
“justa causa”. En este sentido, aquellos nunca se cansarán de repetir que la libertad no era
esa “licencia desenfrenada que quiere disfrazarse con el nombre de libertad civil”; era en
cambio, un “justo estado”, “aquel en que el hombre debe poseer solo lo que legítimamente
le pertenece: en que las adquisiciones se hacen por la justicia de las leyes: en que cada uno
debe obrar con arreglo á lo que ellas le prescriben”. De allí que el gobierno del rey siempre
vindique su propósito de que “todos gocen de aquella libertad que les es debida, sin que
esta llegue á degenerar en una licencia perniciosa al buen orden y seguridad pública y
particular” (Gaceta de Caracas Nº105:4-XII-1816:826; Nº242:7-IV-1819:8162).
En efecto, para los monárquicos, la libertad de los republicanos era una libertad falsa
porque era una libertad en esencia voluntarista, estaba reducida a una decisión caprichosa
del pueblo y estaba sometida a los vaivenes de la impredecible soberanía popular. Además,
no implicaba una verdadera sujeción porque, al ser una libertad dependiente del mandato
popular y de leyes arbitrarias, no obligaba en conciencia ni de manera permanente, como sí
lo hacían las leyes de la monarquía hispánica en tanto que expresiones de una instancia
trascendente como la ley suprema. Según dirá Cagigal en su Proclama a los Pueblos de
Venezuela en abril de 1815: la “verdadera libertad del hombre en la sociedad consiste en
ser gobernado y protegido por leyes justas bien administradas. Toda otra clase de libertad
es depender de la que absolutamente se abroga el primero, el mismo gefe ó gobierno que
os llama independientes y libres, de su arbitrariedad, despotismo y tiranía. Esta es
realmente la esclavitud, la que sufristeis en las dos revoluciones pasadas” (Gaceta de
Caracas Nº12:19-IV-1815:101). De allí que la libertad republicana no implicara nada
diferente a la anarquía y el despotismo, a la ruptura de la armonía social y del “buen
orden”, pues desataba las más temibles pasiones humanas, inducía toda clase de rebeliones
97
y sediciones y sembraba el caos y la confusión. La “libertad política” proclamada por los
republicanos significaba su correlato negativo: una “esclavitud política” y una licencia
moral. Para Torres y Peña, los planes de los revolucionarios no eran otros que “establecer
una bárbara y absoluta libertad, que sin eximir a los pueblos de ninguna carga, ni servicio
personal al estado, los deje recargados y oprimidos, aunque con la impunidad de
muchísimos delitos. En vez del yugo suave que antes los contenía en su deber los quieren
esclavizar en lo político, brindándoles toda suerte de licencia en lo moral” (67-68).
Los republicanos, “aquellos tiranos, que se arrogaban el nombre de libertadores de su
patria”, no eran más que unos “mentidos libertadores”, unos “libertinos ociosos,
insurgentes antifrailescos” (Vich 28) y seguidores ciegos de la “impia secta de los
Francmazones con sus Patriarcas Wiclef, Wolter, Reynald, Callostro, Rusó, y los demás
hermanos terribles, como ellos los llaman” (Torres y Peña 111) (Montalvo 1815) (de León
17). Si los republicanos eran considerados unos libertinos y enemigos de la religión
católica era porque la libertad que enarbolaban era imaginada como libertinaje, pues
encarnaba aquella “licencia exorbitante, desenvoltura y desvergüenza de los que abusan de
la verdadera libertad” (Rae 1791:529). Sin duda, uno de los lugares comunes del momento
absolutista será la comprensión de la libertad republicana como libertinaje, en el sentido de
corrupción moral, desenfreno de costumbres y exceso nocivo de libertad en contravía de lo
sancionado por Dios: “substituyendo los malvados el libertinaje, á la libertad justísima que
gozabáis bajo el Gobierno español, el desoro, al pudor con que vivíais y os educaron
vuestros mayores, y todos los vicios, á las virtudes que forman la solidez y fortuna de las
sociedades (Gaceta de Caracas Nº130:7-V-1817:1014). Los apóstoles aplicados de
Voltaire y Rousseau en la Tierra Firme buscaban la destrucción de la monarquía y la
iglesia católica, las dos únicas instituciones capaces de hacer frente a sus sueños de
instaurar una república anárquica y un señorío del libertinaje, pues resultaba irrebatible
que “con la transformación política del gobierno insurgente se iban apresuradamente á
desquiciar los fundamentos de la Religión, sostituyendose la impiedad, el libertinage, y el
herror”, ya que “asi como hay una [idolatría] moral contra el Ser supremo adorando falsos
ídolos, también hay otra política contra las Potestades ordenadas por Dios, quales son los
Reyes, adorando los falsos ídolos de la independencia y libertad” (de León 57, 54).
Esta “idolatría política” no era más que un conjunto de desaciertos, de “vanas teorías”, “de
paradojas, y de contradicciones” sobre la libertad. Según dirá García Tejada, “por todas
partes se há oído resonar un grito penetrante de libertad, y al mismo tiempo se ha visto
entronizada la verdadera opresión y tiranía. Se han proclamado los derechos del hombre,
quando muchos han gemido en la esclavitud más espantosa, sin hallar un rastro de
justicia”. (Gazeta de Santafé Nº1:13-VI-1816:1-2). En este sentido, la lista de presuntas
contradicciones será confeccionada por los realistas de manera entusiasta. Primero, había
una contradicción fundamental entre los medios y los fines para realizar la libertad en la
Tierra Firme, ocasionada por un laxismo moral radical por parte de los republicanos: la
98
guerra civil como medio para establecer una “república filantrópica”. Según dirá Ascanio
en su discurso “¿no sería un delirio creer que, porque convienen al intento, se podían
adoptar igualmente los medios injustos, que los injustos? ¿La causa mejor no se echaría á
perder quando la razón no aprobase aquellos?” (Gaceta de Caracas Nº6:8-III-1815:42).
Para el capuchino Vich, por ejemplo, “que por primera vez [los republicanos] hagan
resonar en aquellos paises, la voz de libertad, derechos del hombre; en el acto mismo que
escandalosamente los violan y atropellan” demostraba que la libertad republicana “como
un árbol malo, no puede producir sino pésimos frutos; así es inconcebible que la libertad y
felicidad verdadera, puedan ser efectos de tanto crimen” (16-17). Segundo, los
republicanos pocas veces habían respetado las libertades civiles consagradas en sus obras
constitucionales, por el contrario, una vez proclamadas estas, su imperio había sido
efímero en la Tierra Firme, entre otras razones, porque aquellos a menudo gobernaron
acudiendo a figuras excepcionales como la dictadura y suspendieron las libertades
individuales recién proclamadas –durante las repúblicas había desaparecido el imperio de
la seguridad individual: no se habían respetado el carácter secreto de la correspondencia, la
inviolabilidad de las moradas y el debido proceso de embargo de las propiedades–. Así
había ocurrido con la libertad de imprenta y de opinión, una de las libertades más caras
para los republicanos, pues una vez sancionada, aquellos no habían hecho otra cosa que
poner barreras insuperables para su ejercicio. Según afirmó Torres y Peña en sus
Memorias escritas en 1814, “al mismo tiempo que se proclama libertad, no la hay para lo
único que es apetecible y que debe haberla, que es para hablar la verdad y defender la
justicia. El que no habla al gusto del sistema que han adaptado, el que no se conforma con
las expresiones que hacen resonar por todas partes, aunque éstas sean falsas y llenas de
injusticia, se halla condenado como traidor a la patria. ¡Oh tiempo peligroso e infeliz!”
(30).
Tercero, el gobierno de la libertad era un gobierno en sí mismo inaplicable en la Tierra
Firme, pues para los realistas los nuevos sentidos de la libertad se encontraban más allá de
la historia o se levantaban contra la experiencia misma. Se trataba de una libertad
abstracta, propuesta para estos países sin tener en cuenta las experiencias y las expectativas
de los pueblos: los “bellos planes que quieren arreglarlo todo a los términos de la más
rigorosa libertad y seguridad personal de cada uno de los individuos” eran “buenos
sistemas para el Siglo de Oro, muy fáciles para estamparse en el papel, pero muy
dificultosos y casi imposibles para reducirse a la práctica” (Torres y Peña 38). En este
sentido, una de las estrategias más socorridas por los realistas será la de hacer suyas las
palabras de los republicanos para ponderar la imposibilidad del “sistema de la libertad” en
la Tierra Firme. El mismo Bolívar en su célebre Discurso de Angostura había señalado la
necesidad de un poder moral fuerte para la formación de ciudadanos republicanos
virtuosos, advirtiendo a los nuevos legisladores que la libertad “es un alimento suculento
pero de difícil digestión. Nuestros débiles conciudadanos tendrán que enrobustecer su
99
espíritu mucho antes que logren digerir el saludable nutritivo de la libertad”, pues
“¡ángeles, no hombres pueden únicamente existir libres, tranquilos y dichosos, ejerciendo
todos la potestad soberana!”. “Solo la democracia, en mi concepto, es susceptible de una
absoluta libertad; pero, ¿cuál es el gobierno democrático que ha reunido a un tiempo,
poder, prosperidad y permanencia?” (1820: 3, 5, 18, 6). Palabras que serán retomadas una
a una por el editor de la Gaceta de Caracas para señalar la imposibilidad de realizar “este
imaginario gobierno” y la “contradicción de poder nuestros compatriotas digerir algún día
el alimento de la libertad, y no poder la democracia existir sino entre los ángeles”. Para
Díaz, “que esta persuasión sea publicada por sus mismos labios” daba cuenta de que el
“primer Rey de Angostura está persuadido de la quimera de la democracia”. No era fácil,
pues, “meditar y comprender una libertad que causaba tantos males”, no era fácil entender
cómo “mientras que esclavizaban y destrozaban bárbaramente una parte de la nación, no se
oia en sus labios sino el nombre de libertad”, en definitiva, no era fácil conciliar
“promesas de suma felicidad, y existir solo la miseria, la sangre, el crimen, y todos los
males de que es capaz la perversidad humana”. Según Díaz, el problema del gobierno de la
libertad radicaba en “esa democracia tan funesta como impracticable”, pues en esta forma
de gobierno no había libertad posible porque ni en su origen estaba la libertad ni tampoco
entre sus más preciosos frutos, “era un gobierno por su naturaleza insubsistente”:
Primero: porque estando la soberanía en las manos de una multitud por lo común
ignorante, sus resoluciones ó sanciones no son animadas ni dictadas sino por su
ignorancia. Segundo: porque aun cuando esta soberanía esté reducida al derecho de las
elecciones, estas son casi siempre la obra de la intriga, del dinero y del crédito
adquiridos por medios reprobados y casi nunca por el de la honradez, el mérito y la
virtud. Tercero: porque no es el interés del país sino el particular el que dirige las
operaciones de personas que adquieren el mando y la administración por medios
semejantes. Cuarto: porque la multitud, que juzga sin conocimientos de sus intereses, ó
por el que le dan los de un particular maligno ó ambicioso, es arrastrada siempre por
aquella versatilidad que es propia de sus escasos conocimientos. Quinto porque esta es
la verdad que ha confirmado la experiencia de todos los siglos (Nº255:30-VI-
1819:1967-1976).
Finalmente, y no menos importante, los republicanos habían confundido las “voces vagas
y mal entendidas de libertad, [y] de independencia”, olvidando que “ningun hombre en
sociedad puede ser independiente” y que todos nacen en subordinación al orden, pues
“depender es lo mismo que necesitar, y el hombre en sociedad necesita de leyes que
arreglen las disenciones de los individuos; necesita de un gobierno que haga executar estas
leyes” (Gaceta de Caracas Nº9:29-III-1815:74). Sin embargo, como bien recordaba el
obispo de Cartagena, “no es la libertad y la independencia la que se controvierte, sino la
desmesurada ambición de un hombre sin freno, sin temor y sin ley”: “que no se crea que
100
un tirano, que no tiene camisa puede aspirar al trono de estos países” (Rodríguez Carrillo
1819b: 10). No estaba de más recordar que la libertad y la independencia verdaderas ya
habían sido conocidas por los habitantes de la Tierra Firme desde tiempos inmemoriales
gracias al gobierno de la monarquía hispánica. Según preguntó el obispo Ximénez a sus
feligreses en su sentida Pastoral: “¿Cada americano honrado no era un señor, un rey, un
potentado, con respecto a sus domésticos, a sus colonos, y á quantos de él dependían? ¿No
se disfrutaba en estas hermosas provincias de una libertad y aun independencia que jamas
disfrutaron los pueblos de España? ¿No rebosaban los mas en la opulencia? ¿No
disfrutaban con seguridad de todas las ventajas de la sociedad? (14). De este modo, la
libertad de los republicanos era “una falsa libertad con que se lisongea a los pueblos” para
legitimar un dominio injusto y nacido únicamente de la ambición de mando de unos pocos.
Al mismo tiempo era una libertad “injusta por quanto por ella se creen autorizados a tratar
al rey más legítimo, como al más indigno y mayor malhechor de sus vasallos, y es también
funesta, pues que rompe todos los vínculos de la sociedad, olvida los juramentos que hizo
ayer y mañana olvidará los que hace hoy, reduciéndolo todo a la anarquía y al desorden”
(99). Si esta libertad rompía “todos los vínculos de la sociedad” era porque atacaba todo un
orden de jerarquías y subordinaciones para remplazarlo por un régimen político imposible.
Como bien dijo el mismo Ximénez, más allá de cualesquiera otros estandartes, la
“igualdad y la libertad han sido los medios que han servido para divertir al pueblo en
todas las revoluciones, cuyas voces y nombres especiosos, se le ponen a la vista para
sugetarle a la dominación, y librándole de un yugo, le sugetan a otro”. Precisamente,
demostrar que la “igualdad de derechos es un fantasma imaginario, que no ha existido, ni
existirá jamás” se constituirá en uno de los objetivos fundamentales de este discurso de
réplica que era el discurso monárquico (50).
2.5 “La democracia en los labios y la aristocracia en el corazón”: la imposible
igualdad republicana
Si para los realistas la igualdad de derechos resultaba un “fantasma imaginario” era porque
esta contradecía punto por punto sus concepciones sobre la desigualdad humana como
principio fundante del orden político. Para aquellos, la desigualdad humana derivada de
este orden trascendente se presentaba como un hecho esencial, sustancial a la vida en
sociedad. Según el obispo de Popayán, la “desigualdad de condiciones esta en la misma
naturaleza”, pues si bien la humanidad constituía una “misma especie”, “su modo de ser es
diferente, y estas diferencias hacen el fundamento de una superioridad antecedente a todo
contrato” (Ximénez 47). Las diferencias que cobijaban a toda la humanidad venían dadas
en primera instancia por el nacimiento, de donde provenían las “diferencias de condición,
de orden y de poder que constituyen el primer género de desigualdad natural independiente
de todas las instituciones humanas”. A esta desigualdad fundamental, derivada de los
designios divinos, venían endosadas otras asimetrías importantes de fortuna, riquezas,
cuerpos, méritos, espíritu –pues “no todos tienen una misma dósis de espiritu, de razon y
101
de talentos”– y privilegio de gobierno –“pues no todos tienen derecho de gobernar y de ser
soberanos”– (Ximénez 46-52). El origen de esta desigualdad humana era situado a menudo
en la expulsión del Paraíso. Una vez consumada esta, y dada la naturaleza caída de la
humanidad, era necesaria la instauración de un orden jerárquico capaz de armonizar las
relaciones humanas y cuyo equilibrio no podía ser sino precario. Esta desigualdad, situada
más allá de cualquier posibilidad humana, prescribía la subordinación a las autoridades
legítimas emanadas de ese mismo orden natural y la mutua dependencia, la subordinación
y la reciprocidad para la conservación de la sociedad y la consecución del bien común,
porque “segun la constitucion esencial del género humano”, “jamas han vivido los
hombres sin autoridades, sin gefes, y sin propiedades” (Ximénez 50).32
La implicación entre desigualdad y subordinación era la esencia del “buen orden”, un
orden sacro que, como vimos, tenía a Dios por cabeza y que jerárquicamente llegaba a
toda la humanidad, que potenciaba la unidad orgánica del cuerpo político y la
conservación de una cuidadosa filigrana de rangos y calidades sellada por la obediencia al
rey. Si bien la desigualdad humana existía y debía existir para garantizar el buen orden, su
potencia iba más allá, pues garantizaba la existencia de cualquier orden posible, la
existencia de la sociedad misma y la paz y la felicidad de todos sus miembros. Según la
Instrucción del capitán Pardo, las “calidades, clases y gerarquias deben ser respetadas, y
sus privilegios y excepciones guardados y distinguidos como que por este orden de
graduación subsisten los Estados” (1817:11). Las jerarquías y las subordinaciones debían
ser respetadas porque eran naturales, anteriores a la sociedad misma y estaban presentes en
todos los pueblos del mundo: las “virtudes políticas y morales tienen el premio en las
distinciones civiles: son forzosamente reconocidas en los pueblos incivilizados y bárbaros,
y hasta los brutos mismos conocen entre sí y rinden homenage á la superioridad” (Pardo
1817:11). En este sentido, la monarquía hispánica era imaginada como una comunidad
política heterogénea, sabiamente desigual, enmarcada en un complejo entramado de
privilegios, estratificaciones raciales y condiciones jurídicas y en donde no se verificaba en
ningún caso una igualdad o una desigualdad absolutas. El rey debía gobernar un orden
previamente dispuesto por voluntad divina y los vasallos debían plegarse ante la evidencia
natural de la pluralidad de cuerpos e intereses sociales y la complejidad de una sociedad
atravesada por relaciones asimétricas de poder, fuerza y riqueza: el “gobierno mas propio
para hacer dichoso a un pueblo debe por consecuencia ser aquel que colocado en el medio,
admita las desigualdades que nacen de la naturaleza y de la fortuna; proscriba la libertad
que se equivoca con la licencia; prohíba á los hombres ser lo que no sean capaces de ser; y
ponga á cada uno en aptitud de gozar todo lo que puede útilmente gozar” (Nº257:14-VII-
1819:1991).
32
Sobre las nociones de igualdad, desigualdad y el papel de las “castas” durante la crisis de la monarquía
hispánica, véanse: Anna (1982), Helg (2004), Lasso (2007), Echeverri (2009, 2011), Castellano y Caballero
(2010), Gargarella (2010), López Alós (2011) Vanegas (2016b).
102
Aunque la desigualdad humana aparecerá siempre como la piedra de toque del orden
político, los monárquicos afirmarán la existencia de la igualdad humana en dos instancias
fundamentales. Por un lado, ante Dios, pues hombres y mujeres eran descendientes de
unos mismos padres, Adán y Eva, tenían un mismo origen en la Creación, “formados de un
mismo barro”, “tienen un alma y son seres racionales”, y participaban sin distinción de la
gracia divina y del pecado original y esto constituía su común humanidad (Ximénez 48).
Por otro lado, ante la justicia del rey, que resguardaba los derechos de todos los vasallos en
armonía con sus calidades a cambio de su obediencia irrestricta y que exigía una
aplicación indistinta. La igualdad ante la ley era un elemento constitutivo de la idea de
justicia para los realistas. La misma sujeción para todos los vasallos, la misma justicia que
igualaba ante el rey y que distribuía premios y castigos con base en méritos y delitos.
Según podemos leer en la Gaceta de Caracas “sois iguales ante las leyes: el noble y el
plebeyo, el pobre y el rico, el sabio y el ignorante, el blanco, el pardo, el indio, y el negro
tienen por sus virtudes y sus vicios una misma consideración para con ellas. Esta es la
igualdad que forma la tranquilidad pública” (Nº12:19-IV-1815:106). Esta comprensión
monárquica de la igualdad humana, “todos los hombres son iguales a los ojos de Dios, de
la justicia, de la religión y de la ley”, permitía derivar una consecuencia capital para el
ejercicio del buen gobierno, para evitar caer en los excesos del despotismo: “en la
administracion de la justicia, de la religion y de la ley, no deben admitirse estas
distinciones” civiles por irrelevantes, porque los “que estan constituidos para gobernar en
lo espiritual, ó en lo civil, deben la justicia a los pequeños, como a los grandes, a los
pobres, como a los ricos, sin dexarse ofuscar en los juicios por el brillo de las distinciones
y desigualdades” (Ximénez 50).
De este modo, la igualdad cristiana y la igualdad ante la justicia eran la sustancia de la
igualdad verdadera, la única posible en la Tierra Firme y conciliable con el dominio
hispánico y las costumbres de los pueblos. Esta verdadera igualdad no se encontraba en
oposición a la desigualdad civil, por el contrario, su intricada conjunción garantizaba la
existencia de la comunidad política, pues el rey, como máximo dispensador de justicia,
armonizaba las relaciones entre las diferentes partes del cuerpo político y ayudaba a la
consecución de sus fines atendiendo a los privilegios y los deberes constituidos por el
orden jurídico. El principio de la soberanía del monarca era el horizonte que daba sentido a
este complejo entramado. Según dirá el capitán Cayón en su representación al rey, a su
“augusta y equitativa soberanía”, fechada en marzo de 1818: “es el corazón de los
Monarcas el templo de la Justicia, y ningunos vasallos en el mundo tienen más pruebas de
la realidad de esta aserción que los Españoles durante el glorioso mando de V.M. Así lo
comprueban todas vuestras reales disposiciones, cuyo principal objeto se dirige
únicamente á conservar en perfecta igualdad los derechos de cada quien” (AGI, Santafé
749, s.f.). La garantía de los “derechos de cada quien” como evidencia de la igualdad de
todos los vasallos ante el solio real iba desde las “clases primeras” hasta las “esclavitudes”
103
y a menudo se especificaba en bandos, instrucciones de gobierno y reglamentos de policía.
Por ejemplo, en la Instrucción de Pardo, se disponía que la “honrada clase de pardos y
morenos libres, será bien tratada y protegida de los jueces y gefes del Gobierno, atendidos
sus derechos y apreciada y distinguida su buena conducta y fidelidad”, y se advertía que
“cualquier juez o autoridad que procediese quebrantando este órden y preciso precepto,
caerá en desagrado, y esperimentará la justicia de los superiores”. Al mismo tiempo, se
ordenaba que “por su derecho de servidumbre” las “esclavitudes seran quietas y pacíficas
y subordinadas, obedientes y respetuosas a sus amos, administradores o mayordomos”,
mientras que las “faltas de estos [últimos] en los puntos de su deber, [serán] oidas
competentemente por la autoridad judicial” (1817:10). De este modo, remataba la
Instrucción, que estaba diseñada para la “dirección y el buen orden de los pueblos”: la
“verdadera igualdad consiste en ser cada uno de los súbditos de una sociedad mantenido en
su estado y amparado en su clase, y protegido y atendido en sus derechos, sin distinguirse
ante la ley” (1817:10).
La afirmación de esta comprensión de la igualdad se hará una y otra vez en cientos de
documentos del periodo en buena medida con el objetivo de responder al entusiasmo
generado entre las gentes por la proclamación del principio de igualdad política durante los
experimentos constitucionales. Según podemos leer en la Proclama del capitán Cagigal de
abril de 1815: la “verdadera igualdad en los estados consiste en ser cada qual conservado y
protegido en su clase, tener expeditos y respetados sus derechos, y atendidos en justicia,
esto es, ser iguales ante la ley, mas no en la consideración personal; pues se destruiría el
Estado donde no hubieses súbditos y superiores, distinciones en el mérito y la virtud,
diferencias de clases, y establecimiento de jerarquías” (Gaceta de Caracas Nº12:19-IV-
1815:101-102). No debe sorprender, entonces, que la igualdad republicana aparezca ante
los ojos de los realistas como una igualdad imposible, como “una igualdad mal entendida”
(Pardo 1817:10). En efecto, durante las primeras repúblicas, la igualdad formal entre los
integrantes del cuerpo político fue constitucionalizada como cimiento de las nuevas
comunidades. Por ejemplo, la Constitución Federal para los Estados de Venezuela,
sancionada el 21 de diciembre de 1811, afirmaba que la igualdad era un “derecho del
hombre en sociedad”, que “consiste en que la ley sea una misma para todos los
Ciudadanos, sea que castigue o que proteja. Ella no reconoce distinción de nacimiento, ni
herencia de poderes” y por esa razón “todos los ciudadanos tienen derecho indistintamente
á los empleos públicos del modo, y en las formas y con las condiciones prescriptas por la
ley” (26-27), mientras que la Constitución de la República de Tunja, proclamada tan solo
dos días después, calificaba la “igualdad legal” como un derecho dado por Dios, “natural,
esencial é imprescriptible”, y que “consiste en que siendo la ley una misma para todos los
hombres, todos son iguales delante de la ley, la qual premiando ó castigando atiende solo á
la virtud ó al delito y jamás á la clase y condición del virtusoso ó deliqüente” (4-5).
104
En términos generales, para los republicanos, en la medida en que la igualdad humana era
derivada del orden natural, la igualdad ante la ley era un grito de la justicia y un deber ser
político. Esta igualdad formal cristalizó de manera privilegiada alrededor de la figura del
ciudadano y de su participación igualitaria en la soberanía nacional, que sancionaba en
contraprestación unas mismas garantías para todos. No se trataba de una igualdad social o
de una igualdad económica –que no eran consideradas como derechos naturales en estricto
sentido–, sino únicamente de una identidad de derechos civiles y jurídicos vindicados en
nombre de la común humanidad de los nuevos ciudadanos. Esta proclamación de la
igualdad republicana estuvo acompañada de sendos esfuerzos por desnaturalizar y
controvertir en el discurso el orden de jerarquías y la política de cuerpos y estamentos
modelados durante los tres siglos de dominación hispánica en la Tierra Firme. Según la
Constitución del Estado de Cartagena de Indias, sancionada en junio de 1812: “de la
esencia y constitutivo de la sociedad se deduce” que “es absurda y contra naturaleza la
idea de un hombre privilegiado hereditariamente ó por nacimiento, y exacta, justa y natural
la de idea de la igualdad legal; es decir de la igualdad de dependencia y sumisión á la ley
de todo ciudadano, é igualdad de protección de la ley á todos ellos” (7-8). Si bien esta
comprensión de la igualdad se inscribió en un horizonte de largo plazo y modeló todo el
pensamiento constitucional posterior, es necesario advertir que durante las primeras
repúblicas este entusiasmo por la igualdad fue temperado rápidamente y expresado a
menudo con cautela. Según El Patriota de Venezuela, periódico de la Sociedad Patriótica
de Caracas: la “igualdad tiene sus límites, y el mantenimiento mismo de la sociedad exige
en lo político un orden jerárquico de ciudadanos. No es el general igual al soldado, ni el
Magistrado, ejerciendo sus funciones, igual a un simple ciudadano. Las leyes
fundamentales de la república les conceden ciertas prerrogativas que es preciso respetar en
obedecimiento de las leyes” (Nº3:s.f.:1811). A su vez, el Argos de la Nueva Granada
criticaba en los estertores del orden republicano la “manía de una igualdad absoluta y
universal (confundiendo igualdad física, y moral que es un absurdo impracticable; pues las
riquezas, la industria y el talento no pueden ser iguales jamas en todos los individuos)”
(Nº98:5-XI-1815:594-595).
Estas cortapisas fueron obviadas por los monárquicos en sus esfuerzos por presentar la
igualdad republicana como disolvente de todo orden posible y por afirmar la desigualdad
natural de la humanidad como principio político incuestionable. La “igualdad fantástica
con la que engañan a los pueblos” no era más que una convención nacida de la voluntad
humana y en contradicción con las jerarquías dispuestas por la razón divina y el orden
natural de la sociedad (Ximénez 45). Según dirá el obispo de Cartagena en su Pastoral de
noviembre de 1819: “yo os digo que jamas ni por un solo instante hubo hombres libres,
hombres iguales, hombres independientes. Adán obedeció á Dios, sus hijos a Adán, sus
nietos y descendientes á sus padres primitivos; hubo Reyes, hubo republicas, mandaron los
primeros, mandaron los gefes de las segundas; el pueblo obedeció constantemente á unos y
105
á otros sin esa libertad quimérica; hubo clases, hubo ordenes, hubo distinciones que no
alcanzaron para todos” (1819b:19). La igualdad republicana era sinónimo de muerte
“física, civil, moral” y solo engendraba desenfreno, caos y destrucción: el “árbol de la
libertad no produce sino regado con sangre los frutos de la igualdad” (Rodríguez Carrillo
1819b: 5) (Coll y Prat 168). Se trataba de una igualdad nunca realizada en los anales de la
humanidad ni en orden político alguno. Por el contrario, la experiencia del mundo solo
verificaba la desigualdad y la primacía de las jerarquías en la historia, pues según dirá el
obispo Ximénez: “si hubiera existido la igualdad se trataría de ella como de un hecho que
se hallaría en la historia y sucede lo contrario; porque todos los hechos y todas las historias
demuestran la desigualdad” (46-47). Para los realistas, era un hecho palmario el “éxito
funestísimo que siempre tuvieron los pueblos y los hombres que corrieron ciegamente por
abrazar la igualdad”. Por ejemplo, las “democracias de la Grecia pasaron los pocos años de
su existencia política en continuas y escandalosas turbaciones”, al tiempo que “Roma fue
invencible mientras compuesta por gerarquias formaban todas una máquina organizada y
un impulso irresistible” y cuando “no fue la desigualdad tan severa como lo había sido,
Roma voló á su ruina” (Gaceta de Caracas Nº12:19-IV-1815:105-106).
Sin embargo, no era necesario remontarse tan atrás en los fastos de la historia. La misma
experiencia de la Tierra Firme, ese argumento favorito de los monárquicos, contribuirá a
arreciar sus críticas contra la igualdad republicana. La cacareada igualdad no había tenido
traducción real en las vidas concretas de los nuevos ciudadanos, y no por los esfuerzos de
los realistas en este sentido, que habían sido nulos, sino por la escasa voluntad de los
republicanos para cumplir sus promesas. Los frutos de la igualdad republicana eran
resumidos por García Tejada así: “muchos códigos inadaptables, decretos de honor no
merecidos. Almácigos de empleados y Generales devoradores de la substancia pública.
Uniformes lujosos para el Gobierno General, Vanderas, Escarapelas tricolores. Medallas
caprichosas. Frases patrióticas: Garulla: Jarana” (Gazeta de Santafé Nº10:15-VIII-
1816:85). Para el obispo de Popayán los gestos de los revolucionarios se habían reducido a
quitarse “el Don para engañar y alucinar a los bobos é incautos, haciéndoles creer que ya
todos son iguales en la nueva república, y en seguida se llenan de títulos pomposos hasta
saciar su vanidad, para que los ciudadanos vivan impuestos de la desigualdad que hay
entre ellos mismos” (Ximénez 45). Si a menudo los realistas presentaron las revoluciones
de la Tierra Firme como una treta de los criollos para monopolizar el mando y la
burocracia, la igualdad formal resultaba ser en el mejor de los casos una igualdad entre
estos que servía a la formación de una nueva jerarquía opresora de las castas, los indígenas
y las esclavitudes, pues como bien preguntaba el obispo Rodríguez a los neogranadinos: “y
en esa vuestra república, quién manda? Los intrigantes, los embusteros, los trapacistas; y
sois iguales con ellos?, y os sentais á su mesa?, y llevais sus brocados?, y asistís á sus
consejos?, y se ha casado alguno con vuestras hijas, ó vuestros hijos con las hijas de ellos?
Luego no os reconocen como iguales, luego quieren cierta superioridad, luego quieren el
106
mando, y si alguno se lo disputa, luego le matan como [Bolívar] mató a Piar. No los
obedezcáis, veréis la libertad é igualdad por que derramais vuestra sangre” (1819b:19).
En efecto, para los realistas, los republicanos de la primera hora no habían consumado la
igualdad que habían anunciado para atraerse el favor del pueblo y fomentar el odio al
gobierno del rey. Si en sus documentos constitucionales habían abolido las distinciones
monárquicas era solo con el objetivo de instaurar una nueva aristocracia de facto, al
establecer otra clase de distinciones sociales basadas en los servicios prestados a la “causa
de la patria” y que siempre terminaban en manos de los amigos de los gobernantes de
turno, al igual que los puestos oficiales prometidos al mérito y a la virtud. Según dirá el
redactor de la Gaceta de Caracas: “veía proclamarse del mismo modo una igualdad que
también me era inconcebible; porque aunque habían desaparecido las dignidades y
distinciones de la monarquía, existían otras nuevas que se llamaban republicanas; pero que
en sí eran dignidades y distinciones que destruían la igualdad. Veía elevarse los unos sobre
los otros; tener aquellos consideraciones que faltaban a estos; y no haber en sustancia más
que variación de palabras y de personas” (Nº255:30-VI-1819:1969). De este modo, los
principales valedores de la igualdad republicana se constituían en sus primeros enemigos,
pues “vuestros insensatos mandatarios no se han considerado jamás iguales a la multitud, y
vosotros mismos que los habéis observado, decid si en su conducta no habéis visto una
diferencia sensible, una desigualdad necesaria”, con lo que la igualdad formal decretada
quedaba en una igualdad ante la justicia, igualdad que las leyes fundamentales de la
monarquía hispánica ya salvaguardaba: “si la igualdad que os han prometido es la igualdad
ante las leyes, con la muerte se castiga por las nuestras del mismo modo al noble que al
plebeyo, sin que la forma varíe la esencia de la pena” (Díaz 1829:366). Según el mismo
Díaz, Bolívar era el principal malqueriente de la igualdad republicana en la Tierra Firme:
¡Quantos millares de víctimas se han sacrificado á esa Deidad ilusoria, sin que haya de
ello quedado sino un dolorosísimo recuerdo! El mismo que la prometía era el que más
se burlaba de la necia credulidad: hacia correr a los ilusos tras de una sombra para
llevarlos á los lugares de sus sacrificios; los alhagaba con palabras ó con hechos
insignificantes, y los despreciaba en su corazón, y en las cosas que tenían realidad: se
consideraba como una divinidad y los consideraba como entes nacidos para servirle:
llamaba ciudadanos á todos, pero exigia que se le llamase excelencia; elogiaba la
democracia, y denominaba tal a su bárbara tiranía, y decía continuamente á sus amigos:
la democracia en los labios, y la aristocracia en el corazón: conocía los gravísimos
defectos de aquel gobierno, siempre extravagante, siempre turbulento y peligroso, y lo
prometia quando lo detestaba. Tal fue el hombre que á muchos alucinó con ese
fantasma para atraerlos á sus perversos designios… Prometía la igualdad, y establecía
clases honorificas que traían consigo la desigualdad, y doblemente estúpido ó insensato
negaba estas distinciones á las clases que consideraba inferiores, prodigándolas á las
107
que creía sus iguales, ó se aproximaban á serlo. Fue esta la suerte de su ridícula Orden
de Libertadores (Gaceta de Caracas Nº12:19-IV-1815:105).
En cualquier caso, más allá de evidenciar las supuestas realidades de la igualdad
republicana en la Tierra Firme, los realistas deberán responder también ante las
acusaciones vertidas durante las revoluciones que hacían de la insufrible desigualdad entre
americanos y peninsulares uno de los principales argumentos para legitimar la ruptura con
España. El entendimiento de la nación española como compuesta por dos hemisferios
iguales implicará hablar de la igualdad de los vasallos de ambos mundos en términos de
identidad de condiciones en la participación de la burocracia oficial, y en menor medida,
en la igualdad de oportunidades de educación y de libertad comercial, pues como dirá
Jonama resultaba indiscutible que los “insurgentes de la América española han gritado
mucho mas sobre la igualdad en los empleos que sobre la libertad del comercio” (63). En
efecto, la creciente desamericanización de la burocracia monárquica y la desigualdad entre
americanos y peninsulares en el acceso a los empleos oficiales eran quejas de muy larga
data en la Tierra Firme y fueron denunciadas de manera sentida durante toda la crisis
monárquica y en especial durante los interregnos republicanos.33
Si en noviembre de 1809
el payanés Camilo Torres afirmó en su famosa Representación del Cabildo de Santafé
dirigida a la Junta Central que “España ha creído que deben estar cerradas las puertas de
todos los honores y empleos para los americanos”, y propuso como salida a la crisis la
afirmación de la “perpetua igualdad” entre peninsulares y americanos: “que el español no
entienda que tienen un derecho exclusivo para mandar a las Américas, y que los hijos de
éstas comprendan que pueden aspirar a los mismos premios y honores que aquellos”, en
septiembre de 1815, Bolívar, en su célebre Carta de Jamaica, denunciará amargamente la
“nula existencia política de los americanos” y el desconocimiento de los rudimentos de
“cuanto es relativo a la ciencia del gobierno y administración del estado. Jamás éramos
virreyes ni gobernadores, sino por causas muy extraordinarias; arzobispos y obispos pocas
veces; diplomáticos nunca; militares, sólo en calidad de subalternos; nobles, sin privilegios
reales; no éramos, en fin, ni magistrados, ni financistas y casi ni aun comerciantes: todo en
contravención directa de nuestras instituciones” (2009:75).
Así, los realistas tendrán que rebatir uno a uno los argumentos republicanos al respecto: la
“postergación que estos [americanos] sufren en todos los empleos y carreras; la escasa
ilustración que el Gobierno de España les proporciona; y finalmente, su oprecion y la falta
de rectitud de los ministros que les envía” (Gazeta de Santafé s.n.:25-XI-1818:214-215).
Se trataba, entonces, de mostrar la falta de fundamento de estos alegatos. Como afirmó
Morillo, si los republicanos afirmaban “que no participabais de los empleos de la
Monarquía”, solo faltaba ver la “larga lista de los Obispos, Generales, Consejeros y
empleados de todas clases” para convencerse de que muchos cargos se encontraban “en
33
Al respecto véanse los trabajos de Phelan (1972, 1978), Uribe Urán (2008), Garavaglia y Pro (2013).
108
manos de españoles de Ultramar” (1816a). Más allá del giro retórico, los realistas se dieron
a la tarea de confeccionar los registros de la burocracia americana en diferentes espacios
de la monarquía hispánica para mostrar cómo el rey “fiaba á americanos los virreinatos,
capitanías generales, presidencias, magistraturas, obispados y arzobispados” hasta el punto
que los europeos acusaban al gobierno de Fernando VII “por su facilidad en promover
americanos” y por su “largueza notoria y visible predilección” por “los naturales de
América” (Jonama 97-98) (Gaceta de Caracas Nº86:24-VII-1816:668-671; Nº239:17-III-
1819:1833-1840). Según dirá Díaz, en el caso de las instancias de justicia en la Tierra
Firme, cerca de la mitad de los puestos eran ocupados por los americanos, en contra de los
consejos de la “sana razón”, que ponían en evidencia que las “relaciones de amistad,
interés y parentesco hacían peligrosa la administración de justicia” (en Jonama 97). Esto
sin tener en cuenta la burocracia americana en la Península, donde se encontraban
colocados “tantos Americanos Españoles, como Españoles Europeos podréis encontrar en
la América del Sur”, en posiciones que iban desde la servidumbre más inmediata al
monarca hasta sus consejos, cámaras y secretarías (Rodríguez Carrillo 1819a: 11).
Asimismo, los realistas se esforzarán por poner de presente cómo el gobierno del rey
afirmaba en el día a día la igualdad entre americanos y peninsulares, más allá del mundo
de la burocracia. Fernando VII se había esforzado por igualar en todas las instancias a sus
vasallos de ambos hemisferios: concedía becas para que los americanos se educarán en las
universidades y los colegios de la Península en las mismas condiciones que los europeos;
restauraba el esplendor de las universidades y colegios de la Tierra Firme (Gaceta de
Caracas Nº81:26-VI-1816:628-630) (Gazeta de Santafé Nº52:5-VI-1817:501; s.n.:25-VI-
1818:12,15); premiaba con toda clase de gracias reales a los americanos y tomaba medidas
para evitar que la dispensa de distinciones y condecoraciones se convirtiera en un negocio
de favores y valimientos para los funcionarios más cercanos a la corte de Madrid en contra
de los intereses americanos (Gazeta de Santafé Nº21:31-X-1816:219; s.n.:15-VII-
1818:28). Por otra parte, el argumento sobre la ineptitud y la tiranía de los ministros
enviados a la Tierra Firme será respondido señalando la “delicadeza y pulso con que
procedían nuestros Monarcas para mandar virreyes á América”, los trabajos del Consejo
de Indias para proveer toda suerte de “empleos eclesiásticos, magistraturas y demás plazas
pertenecientes al ramo de justicia” y los castigos infligidos por el rey a los “infieles
ministros” que habían abusado de la confianza de los pueblos (Gaceta de Caracas
Nº239:17-III-1819:1833-1840) (Gazeta de Santafé s.n.:25-XI-1818:216). Según dirá
Morillo, después de revisar los archivos santafereños, “no falta en la colección de
providencias ni una sola para ayudar á vuestra industria y agricultura, como debía
esperarse de las reales Audiencias y virreyes que las han dictado”, así, “sois vosotros los
agentes de vuestros propios males, que los malvados atribuyen al Gobierno más paternal é
igual que se halla entre todas las naciones del mundo en punto á establecimientos
ultramarinos” (1816a). La conclusión, entonces, solo podía ser una: los argumentos
109
republicanos sobre la desigualdad entre los españoles de ambos mundos eran meros
pretextos “insignificantes, insubstanciales y falsos”, ante los cuales solo cabía recordar que
los “vasallos de un Rey, los individuos de una nación, cualquiera que sea el lugar de su
nacimiento son dignos por sus virtudes y sus talentos de las consideraciones de su
Monarca” (Díaz, en Jonama 64) (Rodríguez Carillo 1819a: 10-11).
Finalmente, en este caso de la igualdad, así como en aquellos otros aquí examinados, el
recurso de los realistas para zanjar estas disputas conceptuales a menudo invocaba como
única salida el desengaño definitivo sobre el verdadero significado de las voces políticas
empleadas por los republicanos: “desengañémonos: la ambición, la codicia y el orgullo son
los principales agentes de todas las rebeliones: y las voces de patria, libertad é
independencia el anzuelo en que caen de ordinario los incautos y los necios”; “toda la
América queda bien advertida de que quando se dice que en las repúblicas de nuevo cuño
pueden todos figurar, esto se entiende solo por los intrigantes y facciosos” (Gazeta de
Santafé s.n.:25-XI-1818:214-215; Nº21:31-X-1816:219). Así, los monárquicos, después de
analizar una y otra vez las revoluciones de la Tierra Firme, de volver sin descanso sobre
sus causas, sus efectos y sus realizaciones, y confiados, como siempre estuvieron, de ser
los portavoces indiscutibles de los sentidos auténticos de las palabras, esgrimieron que no
sabían cambiar el nombre de las cosas. Al mismo tiempo, como veremos en el próximo
capítulo, llevaron a cabo una intervención inusitada en los diferentes espacios públicos de
la Tierra Firme para legitimar el gobierno del rey y para afirmar esta comprensión del
mundo político que acabamos de analizar. Los nombres de las cosas y las cosas mismas se
fundieron en la publicidad del periodo. Según dijo el redactor de la Gaceta de Caracas:
Yo no sé cambiar los nombres de las cosas: aquellos nombres que el uso comun, los
maestros del idioma, y la sucesion de muchos años han establecido para significarlas.
Asi: yo no se llamar libertad a la licencia y al desenfreno: felicidad a la miseria efectiva
y a la vana posesion de nombres aereos e insignificantes: república a una turba de
hombres perdidos en que el mas astuto y perverso esclaviza barbaramente a los demas:
fanatismo a la virtud pura y severa: derechos imprescriptibles del hombre a la
insubordinación y a la rebelion: ilustración a la pedanteria: filosofía a un conjunto de
maximas y principios de subversion y de ideas siempre funestas y peligrosas a la
tranquilidad de los pueblos: política al doblez, a la mentira y a la perfidia: patriotismo
al furor revolucionario y al deseo del trastorno del orden establecido: igualdad a la
confusion de situaciones cuya diferencia han senalado la naturaleza y la fortuna:
pueblos a los holgazanes, a los perdidos y a aquellos que no tienen lazos ni intereses
algunos para con la sociedad: fortaleza de espíritu a la impiedad; y otros muchos de que
puede dar a V. una larga lista el Sr. Zea, quien la ha recibido de buenos maestros
(Nº251:9-VI-1819:1933).
110
Capítulo 3. “Porque la fidelidad es el todo del sistema social”.
La elaboración de la obediencia durante la restauración monárquica
¡Que hermosa que es la fidelidad! ¡Y que bien que merece que el hombre haga toda suerte de
sacrificios, para no mancillar su belleza, y para conservarla pura en el mejor lugar de su corazón!
Porque la fidelidad, es el todo del sistema social: es la base que sostiene el edificio inmenso de una
Monarquía, y la que aumenta su duración, y conserva su grandeza. Por la fidelidad, se adelanta la
industria, se vigoriza el comercio, se multiplican las riquezas, y se engrandecen los Pueblos. Por la
fidelidad, se mantiene el orden, se evitan las desgracias, se alejan las discordias, se economiza la
sangre, se respetan las propiedades, y se disfruta la seguridad individual. Por la fidelidad, los hombres
son felices. La fidelidad les enseña á respetar á su Soberano á desearle toda suerte de prosperidades, á
interesarse por su gloria, á defender el honor de su corona, á interponerse entre su trono, y sus
enemigos, para sostenerlo, y afirmarlo, aunque sea con la efusión de toda su sangre, y nada más
necesitan, para coronarse con laureles, vivir tranquilos y ser afortunados. Ved, pues si será hermosa la
fidelidad, y si será digna de los homenages de los hombres, aunque sean necesarios mil, y mil
sacrificios, para mantener viva, entre los pueblos, su llama celestial.
José María Gruesso, Oración Fúnebre (1817).
Vosotros, hijos míos muy amados, acreditad del modo mas heroyco vuestra fidelidad. No haya, ni
siquiera uno entre vosotros que no se declare abiertamente por nuestro Rey y Señor: acreditad vuestra
fidelidad en el púlpito: acreditadla en el confesionario: acreditadla en vuestras conversaciones
familiares aun las más confidenciales: acreditadla en vuestras cartas: y los que tienen luces para ello,
acredítenla también en sus escritos é impresos. Desengañad á quantos podáis: haced que todos los
pueblos se declaren por el Soberano: que proporcionen al gobierno todas las noticias y todos los
auxilios convenientes: y que no encuentren en ellos los rebeldes ninguna acogida. Tenga yo el placer
de saber que mis hijos han contribuido con todo esfuerzo á solidar la mutua unión entre Américanos y
Europeos, y la debida subordinación de todos los pueblos á nuestro iselito Soberano.
Juan Buenaventura Bestard. Pastoral del Comisario General de Indias a sus súbditos (1816).
El 11 de abril de 1815, La Asunción, capital de la isla de Margarita, en Venezuela, se
convirtió en la primera ciudad en toda la Tierra Firme en jurar fidelidad y vasallaje al
gobierno restaurado de Fernando VII a instancias del Ejército expedicionario. En el marco
de una ciudad agotada por las guerras, y después de la rendición a discreción de los
republicanos, Morillo ordenó la puesta en marcha de la ceremonia monárquica. La alta
oficialidad militar, los miembros más ilustres del ayuntamiento, los curas párrocos y todos
los padres de familia que no habían emigrado se dieron cita en la Plaza mayor para jurar en
“debida forma” al monarca español. Los asuntinos reconocieron el dominio regio y
afirmaron sus obligaciones con la Corona, al tiempo que el monarca, por medio de sus
ministros, prometió la felicidad y la prosperidad de sus vasallos obedientes. Durante la
ceremonia, Morillo proclamó la piedad del rey, declaró traidores a los prófugos, condecoró
a algunos indios guaiqueríes por su fidelidad y ordenó la quema, por mano de verdugo, de
los papeles de los gobiernos republicanos. Antes de partir para Caracas, el general ibérico
dio a la imprenta una proclama celebrando la reconquista de la isla “sin el menor
derramamiento de sangre” y requiriendo a los margariteños para “que en lo subcesivo os
comportareis con la misma fidelidad que en los tiempos anteriores hasta el año de 1809”.
111
Empezaba solemnemente la restauración del poder regio en esta parte del mundo hispánico
(Morillo, en Rodríguez Villa 2: 448-9; 461-462) (Rodríguez Villa 1: 127-135).
La Asunción no fue la única ciudad en jurar al monarca ibérico. Una tras otra se
sucedieron las juras reales en toda la Tierra Firme durante la restauración monárquica.
Desde Medellín hasta Caracas, pasando por Popayán y Maracaibo, todas las ciudades se
convirtieron en los teatros del fascinante espectáculo monárquico, de conformidad con lo
dispuesto en las instrucciones dadas a Morillo para llevar a cabo con éxito la empresa
pacificadora: “tan luego como sea posible se volverá á hacer jurar fidelidad á la Augusta
Persona de S. M. D. Fernando el séptimo, con aquella pompa que jamas se resiente de las
circunstancias desgraciadas”. La premisa de la corte de Madrid no era otra que “como los
actos exteriores tienen una influencia tan inmediata en aquellos países” resultaba
fundamental restablecer “tan pronto como pueda, todo el ceremonial que mandan las
leyes” (Ministerio Universal de las Indias, en Rodríguez 2: 446-447). En Santafé de
Bogotá, por ejemplo, con motivo de la jura de fidelidad y vasallaje ocurrida el 30 de mayo
de 1816, tuvo lugar una “ceremonia imponente” (Sevilla 93). La celebración estuvo
precedida por la publicación en la mañana de un indulto impreso y una vistosa parada
militar en la Plaza mayor. A renglón seguido, “con la pompa y aparato debido”, se llevaron
a cabo un tedeum en la catedral, con su respectiva exhortación pastoral, y el juramento en
el palacio virreinal. El mismo Morillo, “con ayre apacible y magestuoso”, pronunció la
“sagrada y enérgica fórmula del juramento”, seguido de los jefes y prelados de las
corporaciones. Durante todo el día hubo diferentes “diversiones”: luces y músicas, corridas
de toros, un banquete ofrecido por el cabildo santafereño y un “magnifico bayle” de salón
“concurrido por las personas de más distinción”. Así, la celebración del día de San
Fernando, la “más completa que esta Ciudad ha visto, desde que se trastornó el antiguo
Gobierno”, se constituyó en una muestra indisputable del “sentimiento unánime” de la
fidelidad de la ciudad al monarca (Santafé).
Todos estos discursos, prácticas y representaciones monárquicos pueden entenderse como
formas de publicidad, como formas fundamentales de trabajo político que implican unos
medios, unos espacios y unos actos concretos para hacer que algo adquiera la “calidad de
las cosas públicas”, pues el estatuto de “público” no se encuentra dado de antemano ni
debe ser tomado como una mera constatación sin importancia. Se trata de un trabajo
político que “se hace a vista de todos” y que abarca el conjunto de medios para divulgar, el
acto mismo de divulgación y el lugar donde las cosas se convierten en “públicas”
(Lempérière 54-79) (Ortega y Chaparro 15-23) (Chaparro 2014: 70-95).34
La publicidad
monárquica funcionaba como una parte integral de la realidad política fabricada por el
34
Según la definición del Diccionario de la lengua castellana (1803: 694), el sustantivo “publicidad” se
refiere a 1-“El estado o calidad de las cosas públicas”; 2- “La forma ó modo de executar alguna acción sin
reserva, ni temor de que la sepan todos”; 3- “El sitio, o parage donde concurre mucha gente, de suerte que lo
que allí se hace es preciso que sea público”.
112
gobierno del rey y por sus vasallos; fungía como una instancia fundamental de elaboración
de significado y de imaginarios políticos, de creación de relaciones y estructuras sociales.
Ciertamente, una vez cuestionada la legitimidad de la monarquía hispánica en la Tierra
Firme, esta necesitaría recomponerse a partir de su representación continuada.
Celebraciones monárquicas, todo tipo de impresos, intervenciones desde el púlpito
católico, el accionar del ejército y el terror político se esforzarán por copar todos los
espacios posibles con su narrativa de fidelidad. No en vano todas estas publicidades serán
entendidas como partes de un mismo continuum político capaz de garantizar la
reconstrucción simbólica de la autoridad monárquica y de fijar la “opinión que todos
debemos tener de la paternal bondad que caracteriza á nuestro Monarca y á sus dignos
Ministros” (Gazeta de Santafé Nº7:25-VII-1816:49). Los realistas comprenderán estas
publicidades como espacios para restablecer los consensos antiguos entorno a la
monarquía, sanear las relaciones sociales fragmentadas por las guerras de independencia y
hacer públicos la alegría del vasallaje y el regocijo fidelista. Como afirmó en su momento
la Gazeta de Santafé con respecto a las celebraciones monárquicas: “ya se renuevan
aquellas solemnidades augustas sabiamente instituidas por nuestros padres, que lejos de ser
una vana ceremonia, son por el contrario lecciones necesarias para los pueblos, [y]
testimonios del amor y respeto debido al Monarca” (Nº19:17-X-1816:203-4).
Sin duda, no puede disociarse la idea de la monarquía hispánica como comunidad política
de estas publicidades. Esta renace a la existencia y se hace nuevamente imaginable de
manera colectiva como la comunión de los dos hemisferios españoles en estos espacios. La
unidad hispánica buscará instalarse como signo colectivo en la Tierra Firme con el
objetivo de hacer de múltiples pueblos atravesados por vínculos religiosos, políticos,
jurídicos y de sangre un único pueblo-cuerpo, unánime y entusiasta de fidelidad. Se trataba
de refundar la propia existencia política mediante la puesta en escena de los lazos
imaginarios de fidelidad que unían a la comunidad política, esto en diferentes niveles
profundamente imbricados entre sí: entre ciudades, provincias, reinos y toda la monarquía;
entre los vasallos, las corporaciones y el rey; entre gobernantes y gobernados. Este
discurso instituirá la fidelidad pública y continuada al monarca como el único garante del
“buen orden”, toda vez que las lealtades políticas y militares, tan primordiales como
volátiles, se encontraban permanentemente amenazadas por el infortunio de la derrota. La
fidelidad al rey será la piedra de toque alrededor de la cual se desplieguen estas
publicidades, pues como bien lo señaló Gruesso en su Oración, la “fidelidad, es el todo del
sistema social: es la base que sostiene el edificio inmenso de una Monarquía, y la que
aumenta su duración, y conserva su grandeza” (13-14). Para los realistas, gracias a estas
publicidades, los vasallos del rey “renacían de entre los padecimientos á la sociedad, al
orden, y á los bienes del dulce y deseado Gobierno del amado Fernando” (Santafé). Era
aquí donde la sociedad buscaba encontrar su forma legítima y tomaba los rasgos de una
verdadera comunidad política; donde una simple “compañía entre racionales” (Rae 1803:
113
800), como era aún definida la sociedad, aparecía ante los ojos de sus miembros como una
totalidad provista de sentido y como producto de una historia y un porvenir comunes.
En todo caso, estas publicidades también serán vistas por algunos contemporáneos como
puestas en escena que buscaban velar las realidades políticas de la Tierra Firme y como
refinadas estrategias para engañar a los pueblos y para congraciarse con las autoridades.
Para el redactor del Correo del Orinoco, por ejemplo, las gacetas realistas, “como todas las
de los Españoles de Fernando, no llevan otro objeto que mantener los pueblos en la ilusión
y en el error, haciendo muy poco caso de la opinión del Mundo con tal que la verdad no
alcanze á penetrar en los países” (Nº28:24-IV-1819:109). Para José Manuel Restrepo,
primer historiador de las repúblicas grancolombianas, los pomposos recibimientos de los
santafereños al Ejército expedicionario no eran más que meras tretas políticas “para
interesar en su favor a los vencedores” y dulcificar “algún tanto la acrimonia de estos
jefes” (1:424). En algunas ocasiones, las mismas celebraciones monárquicas serán puestas
bajo sospecha por los propios realistas. Según informó la Gaceta de Caracas, la “provincia
del Socorro, o por el terror de la proximidad de las armas vencedoras, ó por un
convencimiento del estravío había proclamado solemnemente al Señor D. Fernando VII”
(Nº1:1-II-1815:3), mientras que Morillo consideró que su recibimiento en la capital
virreinal era producto del “miedo y de la servil adulación”: “un general español no puede
asociarse á la alegría, fingida ó verdadera, de una capital, en cuyas calles temía yo que
resbalase mi caballo en la sangre fresca aún de los soldados de S.M.” (Sevilla 88, 90). En
un sentido similar, las celebraciones republicanas serán consideradas por los realistas
como “farsas tan indecentes y ridículas que manifiestan a un mismo tiempo la
insubstancia, baxa y pueril opinión de los que las daban, y el orgullo insensato de quien tan
sin vergüenza las recibía”. Según dirá José Domingo Díaz, el “Rebelde [Bolívar] traxo á
nuestro país la miseria y la desolación por mantener un fausto ridículo, indecente y teatral”
y que ciertamente contrastaba con las fiestas monárquicas donde eran evidentes “aquellos
transportes de sinceridad y alegría que jamas tuvo [la república] y que es peculiar á los
momentos en que se consiguen grandes fortunas” (Gaceta de Caracas Nº12:19-IV-
1815:97; Nº15:10-V-1815:128).
Por supuesto, no se trata aquí de afirmar que no haya podido haber algo o mucho de esto.
Los mismos contemporáneos eran plenamente conscientes de las múltiples funciones que
cumplía la publicidad monárquica, dentro las cuales “hacer ver”, “hacer creer”, “hacer
entender” y “hacer actuar” destacaban por su importancia. De allí su reconocida capacidad
para educar en la fidelidad y para mover a los americanos en favor de la causa del rey. Sin
duda, toda esta publicidad puede leerse como una poderosa fábrica de discursos, prácticas
y representaciones que interpelaba de manera simultánea la razón, las emociones y los
sentidos del público. Sin embargo, antes que analizar esta publicidad en términos de mera
ideología política o de estrategias de dominación de la población –como si en el fondo
hubiera algo falso y se apelara al engaño o la manipulación en contraposición a lo “real” o
114
“auténtico” del mundo político–, antes que invocar las intenciones supuestas o manifiestas
de sus hacedores/espectadores, me parece más importante considerar las posibilidades
políticas que esta publicidad implicó en su momento, pues es precisamente en sus
contornos donde ocurrió de manera privilegiada la reinstitución de la comunidad política
monárquica y se construyó toda una semántica política alrededor de la necesaria unión de
las dos Españas. Esta premisa nos permitirá comprender cómo toda esta publicidad se
constituyó en el poder mismo y no en su mero reflejo externo o en su complicado
mecanismo de expresión. No está de más recordar que los impresos oficiales, al igual que
las celebraciones y los retratos reales, se constituían en poderosas formas de “hacer
presente” el poder del rey para convocar alrededor suyo a todos sus vasallos. Ya lo
reconocía el mismo García Tejada cuando sostuvo que la “multitud, que por lo regular
aprende más por los ojos que por el oído, no pudo menos que formar una alta idea de la
magestad á cuyo nombre se hacía esta ceremonia” (Gazeta de Santafé Nº43:3-IV-
1817:418). Esta idea de la majestad real como “superioridad y autoridad sobre otros” y
como “grandeza, autoridad, decoro, magnificencia y suntuosidad” (Rae 1791:542) tomará
forma concreta a través de estas publicidades, pues como bien sancionaban Las Siete
Partidas: la “imagen del rey, como su seello en que está su figura, et la señal que trae
otrosi en sus armas, et en su moneda, et en su carta en que se emienta su nombre, que todas
estas cosas deven ser mucho honradas, porque son en su remembranza do él non está”
(1807: 2: 117). Así pues, estas publicidades tenían la capacidad de hacer existir el poder
del rey –como sucedía con la hostia consagrada, según la doctrina católica de la
transubstanciación–. Según podemos leer en la Gazeta de Santafé, Fernando VII, “como
Astro de primera magnitud, derrama benignas influencias sobre la vasta extensión de su
Monarquía”. “¿Pero acaso nosotros, á pesar de la distancia, somos menos favorecidos?
¿Nuestra Capital, el Nuevo Reyno entero, no ha experimentado su real clemencia, y las
emanaciones vivificantes que salen del centro de su Grandeza?” (s.n.:25-VI-1818:10-11).35
Finalmente, esta pregunta por la publicidad monárquica es también una pregunta por el
público, por este nuevo árbitro supremo del mundo político que los realistas habían
contribuido a apuntalar con su invocación permanente a la opinión pública. “Para el
público”, “estimación del público”, “dirigir al público”, “hacer público”, “publicar para
poner en conocimiento de todos” y, por supuesto, “fijar la opinión pública” son algunas de
las fórmulas que atraviesan los múltiples sentidos de estas publicidades. El “público” en
ocasiones no era otro que la comunidad de la razón, los sujetos ilustrados, situados más
allá de las pasiones y de los intereses particulares, “todo el que quiera sugerir proyectos o
consejos útiles en favor de la humanidad” (Gazeta de Santafé Nº3:27-VI-1816:24). En
otras oportunidades, el “público” funcionaba como una categoría más sociológica, como el
agregado de todos los vasallos del rey, de las corporaciones y de los grupos sociales que
conformaban la comunidad política: “ilustres, y católicos Pueblos de América”,
35
Al respecto, véanse Bell (1992), Balandier (1994), Geertz (2000), Burke (2003), Rosanvallon (2003),
Backzo (2005). Sobre la imagen real y la teoría de la transubstanciación véanse Marin (1981, 2009).
115
“generosos, y nobles descendientes de la inmortal, y gloriosa sangre Española” y
“Pacíficos Indios”; “vecinos y habitantes de las ciudades, villas, sitios y lugares de mi
mando” (de León, 3) (Sánchez Lima). A veces, el público también podía ser la multitud de
las gentes, las masas anónimas, como en las celebraciones monárquicas y las paradas
militares: “asistió toda la ciudad, si se permite esta expresión” (Gaceta de Caracas
Nº152:01-X-1817:1181). Todos estos públicos variopintos, según sus rangos y facultades,
desempeñaban un papel activo y creador en estas publicidades, al tiempo que se
diferenciaban y se jerarquizaban en los espacios públicos. Como veremos, no se trata aquí
del mero desarrollo de un guion escrito de antemano, donde las autoridades políticas y las
élites son los actores principales y el resto de la población funge como mera receptora del
mensaje de fidelidad monárquica.
De este modo, en este capítulo analizaré cinco formas fundamentales de publicidad
monárquica, los espacios de sociabilidad que suponen y los elementos conceptuales y
simbólicos que las fundan. Sin duda, esta publicidad responde al cambio operado en el
régimen de historicidad durante la crisis de la monarquía hispánica y se constituye en la
superficie privilegiada donde tienen lugar las elaboraciones conceptuales del periodo y las
preguntas planteadas por los realistas sobre el origen y los fines del orden político y los
sentidos de la unidad hispánica. Así, me interesa particularmente poner de presente cómo
estas publicidades se encuentran inscritas de manera inédita entre dos legitimidades
superpuestas, el monarca y la opinión pública; cómo, al tiempo que se encargan de
elaborar la obediencia debida al rey y de resacralizar su figura, erigen la opinión pública
como instancia simultánea de legitimación a la de la Corona, minando desde dentro los
cimientos políticos del antiguo régimen. Así, primero, reseñaré la importancia del mundo
de la imprenta en la Tierra Firme. A renglón seguido, centraré mi atención en las
celebraciones monárquicas. Un tercer apartado estará dedicado al análisis de la labor
política del clero realista. En cuarto lugar, estudiaré el accionar de los ejércitos del rey en
relación con la construcción de la fidelidad. En último lugar, examinaré el terror como
lenguaje político.
3.1 La prensa, los impresos y los usos oficiales de la imprenta
El 4 de mayo de 1814, Fernando VII declaró la nulidad de toda la obra constitucional
adelantada en sus dominios y en consecuencia la libertad de imprenta sancionada en
ambos hemisferios españoles fue revocada y reemplazada por una “justa libertad”. Los
vasallos del rey ahora podrían “comunicar por medio de la imprenta sus ideas y
pensamientos, dentro, á saber, de aquellos límites que la sana razón soberana é
independientemente prescribe á todos para que no degenere en licencia”: “el respeto que se
debe á la religión y al gobierno, y el que los hombres mutuamente deben guardar entre sí”
(Gaceta de Madrid Nº70:12-V-1814:519-520). En toda la Tierra Firme esto implicó,
además de una cierta desaceleración de la dinámica impresa, que los privilegios reales de
116
edición y censura y los sistemas de permiso previo y licencias necesarias fueron
restablecidos parcialmente y encargados a diferentes instancias: los notarios mayores de
las ciudades, los fiscales de las Reales Audiencias, los gobernadores provinciales, el
capitán general de Caracas, el virrey de Santafé, las principales cabezas del Ejército
expedicionario y el examinador de la mitra –o en su defecto el titular de la cátedra de
teología moral de los Colegios mayores–. La publicación de impresos quedó sujeta a dos
exigencias fundamentales, íntimamente relacionadas con los principios de legitimidad del
gobierno real. Por un lado, “como requisito indispensablemente necesario”, los escritos
debían reconocer la supremacía de la autoridad regia y respetar los principios fundantes
del orden político. Las distintas obras no debían oponerse de ninguna manera, “al buen
Gobierno, á las buenas costumbres, ni á las Regalías de Su Magestad”, ni podían contener
“personalidades ni otros vicios opuestos á la religión, á las leyes, ni á las buenas
costumbres” (Gutiérrez 3-6) (Torres y Peña 1817: 3-5) (Prospecto). Por otro lado, solo
serían dados a la imprenta escritos caracterizados por su sentido manifiesto de utilidad
pública. Los impresos debían difundir los saberes útiles y la fidelidad regia. La voluntad
del régimen era “promover las luces, instruir al publico de los sucesos que deben llegar a
su noticia, propender á que los fieles vasallos suministren proyectos y consejos útiles á
beneficio del Reyno, y que se escriban discursos propios para establecer el buen órden”
(Gazeta de Santafé Nº1:13-VI-1816:4).
El régimen restaurador se encargará, entonces, de gobernar la opinión. No en vano el 25 de
abril de 1815 Fernando VII proscribió la impresión y circulación, “dentro y fuera de la
corte”, de periódicos y folletos no oficiales debido al ostensible “menoscabo del prudente
uso que debe hacerse de la imprenta” registrado en toda la monarquía hispánica (Gaceta de
Madrid Nº51:27-IV-1815:438). La publicidad de la verdadera opinión pública se constituía
en manifestación de la “verdadera libertad” de imprenta, entendida como el imperio de la
ley y el respeto absoluto a las “barreras y términos que había establecido la sabiduría de
nuestros padres” (Gazeta de Santafé Nº28:19-XII-1816:281). Así, la “satisfacción de
publicar libremente monumentos tan preciosos” se oponía radicalmente a la libertad de
imprenta proclamada años atrás, una libertad “subversiva, sediciosa y destructora del
orden público”, diseñada para “destruir la Monarquía Española” y “como espumosas olas
de un mar tempestuoso, derramar la confusión y el desorden” (Gazeta de Santafé Nº7:25-
VII-1816:50; Nº28:19-XII-1816:281). Para los realistas, se trataba de una libertad
despojada de sus atributos fundamentales, del imperio del libertinaje y la arbitrariedad,
“efecto preciso, y legitima consequencia de toda revolución, para que con la diversidad de
opiniones, y división de partidos se encienda el fuego de la guerra civil” (de León 57). Era
preciso, por tanto impedir la pluralización sin control de las opiniones. Según afirmó Díaz:
La ignorancia, la malignidad, ó la equivocación hacen constantemente en las
revoluciones desfigurar los sucesos, abultar, ó disminuir los hechos, y aun suponer los
que no han existido para dar lugar á la venganza, y á todos los tiros del resentimiento y
117
el interés personal; tiempo es ya de que no se oiga sino la voz de la justicia y de la
verdad, como el único medio de que todos conozcan sus verdaderos intereses, y á la
fuerza de las armas añadan esta fuerza moral de los estados, sin la qual es muy precaria
su existencia (Gaceta de Caracas Nº7:15-III-1815:51).
Los impresos oficiales se constituían en la “voz de la justicia y de la verdad” en la Tierra
Firme. Representaban la voluntad del monarca y de sus ministros y permitían forjar el
ansiado círculo de unión y conformidad política en y por el gobierno. Para los realistas, los
impresos debían “unir á los pueblos en una sólida paz, y sujetar á los hombres, al imperio
de la razón” (Valenzuela 23). De allí la importancia dada a las imprentas para garantizar la
reconstrucción del “buen orden”, pues estas eran “uno de los vehículos más eficaces y á
propósito para llevar al cabo unas ideas tan benéficas y extensas”: “cimentar la confianza
que en el [rey] deben tener los pueblos recientemente libertados del despotismo” y
“pacificar las Américas y restablecer el sosiego y la prosperidad que habían huido de ellas”
(Prospecto). El régimen restaurador contó por lo menos con seis imprentas en diferentes
ciudades: Caracas, Santafé, Cartagena, Popayán, Medellín y la “Imprenta Expedicionaria”
que acompañó a Morillo durante toda la campaña pacificadora. Durante el momento
absolutista, fueron publicados, además de cientos de impresos de todo tipo, tres papeles
periódicos de envergadura importante y dos boletines militares de circulación regular: la
Gaceta de Caracas (1815-1821), la Gazeta de Santafé (1816-1819), la Gaceta del
Gobierno de Cartagena de Indias (1816-1817), el Boletín del Exército Expedicionario
(1815-1816) y el Boletín del Egército Pacificador (1819).36
Las gacetas oficiales
comunicaban decretos y órdenes reales, partes militares, noticias sobre los sucesos
políticos del mundo atlántico y asuntos comerciales locales, donativos voluntarios,
discursos políticos y artículos remitidos por los lectores –desde disquisiciones “teóricas”
sobre la fidelidad debida al monarca hasta versos poéticos y canciones populares–.
Estas publicaciones, además de sostener un intenso diálogo entre sí, discutían con otros
periódicos de la monarquía hispánica, particularmente de la Península, con algunos de sus
contradictores más enconados, como el Correo del Orinoco, y con semanarios europeos,
particularmente con aquellos editados en los territorios de la monarquía británica, todo con
el objetivo de educar en la causa monárquica y socavar la legitimidad de sus principales
contradictores.37
Estas gacetas contaban entre sus principales suscriptores a la alta
burocracia monárquica, la oficialidad militar, algunos comerciantes ilustrados,
hacendados, clérigos, conventos religiosos, y algunos pueblos, ciudades y cabildos
provinciales. Según ordenó el capitán general de Venezuela Salvador Moxó en enero de
1816, “que todos los comandantes militares, y tenientes justicias mayores de esta provincia
36
Al respecto véanse Pérez Vila (1960), Grases (1960), Pino Iturrieta (1998), Straka (2012), Chaparro
(2012). 37
Sobre la importancia de las traducciones de las gacetas inglesas para el gobierno real véase la
correspondencia del virrey Sámano con el Secretario de Estado (AGI, Estado 53, Números. 45-46).
118
se suscriban a la Gaceta del gobierno” y “que los demás empleados así eclesiásticos como
civiles y de hacienda, y las corporaciones constituidas sean invitadas por sus respectivos
gefes para esta subscripcion” (Gaceta de Caracas Nº56:17-I-1816:440). La Gazeta de
Santafé, por ejemplo, contaba con cerca de 170 abonados ubicados a lo largo y ancho de la
Tierra Firme, una cifra nada desdeñable para el momento y que sugiere un círculo de
lectores relativamente amplio, pues con frecuencia un mismo periódico pasaba por
diferentes manos y el número de ejemplares impresos era mayor al número de suscriptores
para cubrir un eventual aumento de la demanda por la venta al menudeo en los lugares
autorizados.38
A finales de junio de 1818, el virrey Sámano ofició a las principales
autoridades políticas y militares del virreinato, desde Quito hasta Santa Marta, pasando por
Pasto y Panamá, con el objetivo de conseguir suscriptores para la publicación en los
siguientes términos: “disponga V. que ese Ayuntamiento, los Pueblos principales de su
distrito, y personas de comodidad, contribuyan con las subscripciones posibles, á fin de
sostener este papel, que considero conveniente” (Sámano, AGNC, Historia: SAA-I. 17, 24,
Doc.14, s.f). Asimismo, estos periódicos serán leídos, además de en toda la Tierra Firme,
en la cuenca caribeña, en otras partes de la América hispánica y en la Península. Morillo
en no pocas oportunidades adjuntará gacetas y boletines en sus comunicaciones con las
autoridades metropolitanas, al tiempo que la Gaceta de Madrid reimprimirá partes
militares, proclamas, bandos, extractos de correspondencia y algunas notas de los
periódicos locales.39
Si bien como ha señalado (quizá demasiado) persuasivamente cierta historiografía sobre la
prensa y la opinión pública en Iberoamérica, los impresos no se constituyeron en la
principal fuente de información durante el periodo debido a la ausencia de un verdadero
mercado literario en la región y de un verdadero capitalismo de imprenta –argumento
basado siempre en las exiguas cifras de circulación de la prensa para la primera mitad del
siglo XIX, el analfabetismo rampante en la región y las enormes dificultades técnicas y
económicas relacionadas con la imprenta y el papel– (Earle 1997) (Myers), es necesario
matizar aquello del limitado impacto de las publicaciones periódicas durante la crisis
monárquica. En el caso del momento absolutista, si apelamos a la autocomprensión de los
contemporáneos, los impresos aparecen como espacios efectivos de creación del discurso
monárquico; como instancias fundamentales para construir identidades políticas; como
armas de agitación de la contienda pública y lugares de ilustración del pueblo. Según dirá
Morillo, estas publicaciones debían “rectificar las ideas del público” y “sembrar la buena
opinión y confianza que han de tener las legítimas autoridades y aquella unión de
38
El listado de suscriptores de la Gazeta de Santafé durante su primer año de circulación puede verse en:
Gazeta de Santafé (Nº1:13-VI-1816:7-8; Nº2:20-VI-1816:16; Nº3:27-VI-1816:24; Nº5:11-VII-1816:40; Nº6:
17-VII-1816:51; Nº8:1-VIII-1816:68; Nº14:12-IX-1816:122; Nº22:7-XI-1816:235). 39
Sobre la correspondencia de Morillo y los impresos véase Rodríguez Vila (3: 13; 32; 124-126; 197-198;
239-241; 663; 683). Sobre algunas reimpresiones de papeles de la Tierra Firme en Madrid véanse a manera
de ejemplo, Gaceta de Madrid (Nº10:23-I-1817:93-100; Nº64:29-V-1817:548-551; Nº76:28-VI-1817:665-
672; Nº4:8-I-1818:27-31; Nº30:10-III-1818:252-253; Nº57:12-V-1818:472; Nº148:02-XII-1819:1236-1239).
119
sentimientos que debe estrechar a todos los Españoles de América y de Europa alrededor
del Trono de S.M.” (Gazeta de Santafé Nº1:13-VI-1816:4-5). Para los realistas, los papeles
públicos eran la forma “más eficaz” para “hacer trascendental al público” el deber ser de la
política en la Tierra Firme y al mismo tiempo responder al argumento revolucionario: “os
han repetido que las leyes del Rey eran tiránicas, que os prohibía el comercio, la industria
y la agricultura. Creo que estaréis ya convencidos de que es todo lo contrario, y en las
gazetas del Gobierno lo habéis visto con más extensión” (Morillo 1816a). El virrey
Montalvo, por ejemplo, puso en circulación el semanario cartagenero convencido de que
“una empresa de esta naturaleza producirá incalculables beneficios y adquirirá un utilísimo
incremento” “si se tiene acierto en la elección de los medios, y concurren los buenos
vasallos del Rey a su fomento y progresos” (Prospecto).
Sin duda, las estrategias de circulación de estos impresos resultaban fundamentales para el
régimen restaurador. Bandos, decretos, proclamas, partes de guerra, indultos, periódicos,
sermones y manifiestos trascenderán por mucho los círculos restringidos del taller de
impresión y del despacho oficial para copar los diferentes espacios públicos, como lo pone
en evidencia la recurrencia en estos papeles de términos como “publicar”, “comunicar”,
“pregonar”, “leer”, “fijar” o “circular”, además del interés del gobierno en reparar los
caminos para facilitar las comunicaciones. A menudo estos impresos debían circular
primero en las instancias oficiales, en “todas las corporaciones Políticas, Militares y
Eclesiásticas, para los fines que en ellos se previenen” (Gazeta de Santafé Nº6:18-VII-
1816:45). A renglón seguido, dependiendo de su formato, eran fijados en las plazas y en
las principales esquinas de las ciudades mientras que, de manera simultánea, eran
divulgados públicamente a través del pregonero oficial: “para que llegue á noticia de todos
y que nadie alegue ignorancia, que le egsima del debido cumplimiento, publíquese y fíxese
con las formalidades correspondientes y en los parages acostumbrados” (Warleta). En
algunas ocasiones, la misma proclamación de estos impresos se constituía en un evento
solemne, en una muestra indisputable de regocijo monárquico: “salió a dicho bando la
música con toda la compañía de Granaderos, á caballo, el Alguacil mayor, un recetor y un
Escribano de cámara Dr. Aguilar, que fue el que pregonó el bando” (Caballero 235). No
debe sorprender, entonces, que la correspondencia oficial se encuentre cargada de
alusiones a los impresos, a los modos y circuitos de información locales. Los impresos se
adjuntaban en las comunicaciones epistolares con diferentes motivos: informar a las
diferentes autoridades monárquicas de los sucesos oficiales; ampliar su circuito de lectura
y solicitar su difusión pública en todas las provincias y “lo más internado del Reino”; para
comunicar de manera oficial a los republicanos las intenciones de Fernando VII; como
“prueba” de verdad sobre la iniquidad de aquellos y la justeza de los realistas, pues “en
aquellos papeles se verá el espíritu, las ideas y la marcha de la rebelión, cosa imposible de
120
conocer, no estando aquí, sino por aquel medio”.40
No es casualidad que el virrey Benito
Pérez, instalado en Panamá, tuviera entre sus principales funciones, ya desde septiembre
de 1812, “remitir quantos impresos y manuscritos que de todas clases se hayan publicado
en este Reyno, desde los primeros movimientos que turbaron el orden” (AGI, Santafé, leg.
580, s.f.).
Por supuesto, la lectura de estos impresos excedía con mucho la restringida geografía de la
república de letras. No podemos simplemente asimilar el público lector a la población
alfabeta y con capacidad económica. Los testimonios sobre la lectura en voz alta de los
impresos por parte de los sectores plebeyos, aunque escasos, o simplemente asumidos por
la historiografía del periodo que se ha esforzado poco por documentarlos, permiten señalar
los esfuerzos del gobierno monárquico por garantizar que la información llegara a todos
los sectores sociales –asunto que cuestiona de manera contundente las divisiones entre la
cultura de élite y la cultura popular para dar paso a una visión más compleja de las
realidades de la imprenta y de los rasgos de las comunidades de lectores en la Tierra
Firme–. En efecto, con cierta frecuencia estos impresos estipulaban su lectura comunal:
“mando a los Xefes de los Cuerpos, comuniquen desde luego en ellos con toda solemnidad
esta mi resolución, repitiendo su lectura con freqüencia aun á los que se hallen en los
Hospitales, para que no aleguen ignorancia, y recaiga justamente en los infractores”
(Morillo 1818 [1815]). Asimismo, los impresos oficiales debían trascender con mucho las
ciudades y los pueblos: “las Justicias territoriales, cuidarán de que este [reglamento de
Policía] se publique en los días festivos, para que llegué á noticia de todos haciendo
entender á los que habiten los campos, y en sus haciendas, que también son
comprehendidos en los artículos que van expresados” (Morillo 1816b). En no pocas
oportunidades la oficialidad aprovechó la misma estructura jerárquica del orden
institucional para garantizar la circulación de novedades. Por ejemplo, pocos días antes de
la victoria bolivariana en Boyacá, el gobernador de Cartagena, por orden del virrey
Sámano, imprimió y circuló los últimos partes victoriosos de las armas reales en los
siguientes términos: todo queda “hecho trascendental á los fieles habitantes de esta
provincia” y “queda circulado á los Xefes de los Cuerpos de esta guarnición,
corporaciones de esta ciudad y cabeceras de partido con el número de exemplares
respectivos á los lugares de su comprehencion” (Torres, AGI, Papeles de Cuba 774, s.f.).
Sin duda, todo este régimen de publicidad impresa responde a diferentes exigencias, más
allá de la afirmación de la legitimidad del gobierno real –que también–. Primero, indica el
crecimiento de la demanda de opinión por parte de diferentes sectores sociales, interesados
en tomar posición frente a los sucesos y las discusiones políticas del momento. Los
habitantes de la Tierra Firme ya se encontraban más que familiarizados con ciertos hábitos
de lectura y sociabilidad alrededor de los papeles periódicos. Por ejemplo, los mismos
40
Al respecto véanse a manera de ejemplos: Gaceta de Caracas (Nº57:24-I-1816:445-448) (Rodríguez Vila
3: 30- 33, 197-198, 299).
121
vasallos del rey con cierta frecuencia solicitaban espacio en las gacetas oficiales esperando
que se les concediera la “gracia de que así se publique en la gaceta de esta capital como
único medio de que llegue á noticia de todos” (Gaceta de Caracas Nº73:1-V-1816:566).
Segundo, da cuenta de los esfuerzos oficiales en contra de otras formas de publicidad oral
más extendidas, con frecuencia asociadas a la subversión del orden y la perturbación de la
tranquilidad pública: “un asunto tan de poca consideración pasado de boca en boca, y
alterado con el tránsito, hace necesario que el público se instruya en la verdad de los
acontecimientos” (Gaceta de Caracas Nº106:11-XII-1816:831). Para los realistas,
resultaba imperativo contravenir la opinión fabricada fuera del círculo monárquico, las
“voces sordas”, la información extraoficial y los rumores, “resortes de que comúnmente se
valen los agitadores para llegar a sus fines”, “armas bien miserables y propias de los que
viven sobre el engaño de los Pueblos”, “más en un Pueblo central, donde las noticias
llegan tarde, y son sabidas antes de darse a la imprenta” (Boletín del Exército
Expedicionario Nº1:22-VIII-1815:s.n.) (Gazeta de Santafé s.n.:25-VI-1818:13). Tercero,
pone en evidencia que uno de los principales objetivos del esquema de publicidad oficial
era conseguir adentrarse en zonas enemigas. Los republicanos debían ser hollados en sus
intenciones o ganados para la “justa causa”. Los impresos regios debían buscar su retorno
al seno de la comunidad política –el éxito de esta estrategia puede medirse en la cantidad
de veces que estos impresos aparecen citados en la correspondencia de los republicanos o
en sus papeles periódicos–. Los indultos, por ejemplo, debían publicarse en los “puntos en
que haya insurgentes, ó prófugos para que le hagan trascendental á la mayor brevedad” y
“para que llegue á noticia de los emigrados en Colonias extranjeras” (Indulto General). No
en vano Morillo siempre dirá que se habían empleado todas las “armas morales” para con
los pueblos de la Tierra Firme: “proclamas sobre proclamas, indultos, exhortos, nada dejó
de tocarse desde que la Expedición llegó á América” (Morillo 1816a).
No obstante, el estricto control de las imprentas locales por parte de las autoridades no era
suficiente para garantizar la “seguridad del orden político”. De allí el carácter policivo de
las medidas emprendidas por el régimen restaurador para garantizar la unidad de la
opinión pública: la vigilancia militar de costas, puertos, ríos, caminos, centros de correo y
hospedajes; el control de las autoridades locales sobre los habitantes de las diferentes
poblaciones, los extranjeros y los viajeros, instaurando, en otras medidas, pasaportes
interiores y licencias militares; la recolección de “todas las proclamas, boletines, libros,
Constituciones, y todo género de escritos impresos por los rebeldes y publicados con su
permiso”; y la persecución y aprehensión de “todos aquellos que traten de seducir,
corromper, y alarmar los lugares en contra de los derechos del Rey” (Morillo 1816b). En
este sentido, la Inquisición desempeñó un papel de cierto relieve en la persecución del
ideario republicano en la Tierra Firme –antes que en la censura previa de los impresos–. El
Santo Oficio fue restablecido por Fernando VII el 21 de julio de 1814 para hacer frente a
las “opiniones perniciosas” y, de esta manera, preservar a los españoles de ambos mundos
de las “disensiones intestinas, y mantenerlos en sosiego y tranquilidad” (Gaceta de Madrid
122
Nº102:23-VII-1814:839-840). Los inquisidores locales declararon una cruzada impresa
contra los “enemigos de la Santa Fe”, y de cuando en cuando procedieron a la quema de
“muchas obras extrangeras, abominables en materia de Religión y de Estado (que se
habían introducido á favor del pasado desorden) y de infinitos papeluchos, y libretes
escandalosos que hormigueaban por todas partes” (Gazeta de Santafé Nº28:19-XII-
1816:281).
De este modo, apelando al poder de la opinión y controlando los circuitos de
comunicación, el régimen restaurador modeló un espacio público signado por la búsqueda
afanosa de unanimidad política, aunque no por ello univoco y exento de contradicciones.
Se trataba de ordenar de manera definitiva la mirada de la comunidad política. Si bien,
como vimos, ahora el escrutinio del público se cernía sobre las autoridades, la legitimidad
del gobierno del rey y la obediencia debida a sus magistrados no eran opinables y eso
debía quedar claro para todos. Ya lo afirmaba el gobernador de Popayán José Solís en
febrero de 1817: para “desvanecer las causas del desorden, turbación e inseguridad”
resultaba imperativo proscribir todas las “proposiciones sediciosas, insurreccionales y
contrarias á la legitima autoridad del Trono, á la sumisión y respeto debido al Soberano
que lo ocupa, á sus sagrados derechos, á su justa causa, y á los Magistrados que le
representan”.
3.2 El fasto monárquico: las celebraciones de fidelidad
Durante el momento absolutista, las ciudades de la Tierra Firme encontraron en las
coloridas y fastuosas celebraciones monárquicas la oportunidad perfecta para reafirmar la
fidelidad del hemisferio americano a la causa del rey. Se trataba de celebraciones
completamente ritualizadas, sancionadas por la ley y la tradición, y que giraban en torno a
los dos grandes pilares del mundo político hispánico: la monarquía y la Iglesia católica.
Las celebraciones relacionadas directamente con la figura real respondían a una amplia
variedad de motivos: juras de fidelidad y vasallaje; onomásticos y cumpleaños del rey,
fechas no siempre coincidentes; bodas reales, embarazos y nacimientos de infantes;
recibimientos de los sellos reales; importantes victorias militares contra los republicanos y
entradas triunfales de las tropas monárquicas y de las principales cabezas del gobierno.
Estas celebraciones siempre tenían lugar en el teatro natural de la política: en las ciudades
y los pueblos. La ciudad encarnaba la comunidad política toda; abrazaba la autoridad, la
jurisdicción y el gobierno de todos los demás cuerpos que conformaban la monarquía. Se
constituía en el espacio público por excelencia en tanto que ordenamiento natural que
permitía a los sujetos relacionarse políticamente y alcanzar el bien común y la salvación
eterna. En términos generales, estas fiestas comprendían diversos actos políticos,
religiosos y militares. Estaban precedidas por varios días de iluminación pública en las
calles, las oficinas de gobierno y las casas de particulares. Iniciaban con una misa solemne,
cuyos actos centrales eran el tedeum y la exhortación pastoral, y seguían con una nutrida
123
procesión de gentes hacia las plazas mayores, donde ocurrían los eventos centrales como
proclamaciones, juras y paradas militares. Las tardes transcurrían en medio de bailes,
músicas, obras de teatro y toros, actividades todas agrupadas bajo el nombre genérico de
“diversiones”. En las horas de la noche, el cielo se adornaba con fuegos artificiales, que
ardían en medio de la algazara del pueblo, mientras los vasallos “principales” se daban cita
en bailes de gala ofrecidos en honor al rey. La mayoría de estos actos estaba acompañada
por banquetes públicos sufragados por los cabildos, las élites y el gobierno. 41
Todos los vasallos del rey debían participar del universo simbólico de la monarquía en la
medida en que todos se encontraban igualados en un mismo deber de fidelidad: los
religiosos –exhortando a la fidelidad desde el atrio, haciendo procesiones públicas y
recogiendo fondos para la guerra–; el pueblo –limpiando e iluminando las calles y las
casas, participando en los toros, en el teatro y vitoreando en las plazas y también como
artesanos–; las “personas principales” –dando banquetes y bailes, organizando la simbólica
real y las paradas cívicas–; el estamento militar –garantizando el orden público,
orquestando la música y haciendo el despliegue de habilidades y formaciones castrenses–.
Todo lo anterior sin olvidar que con frecuencia serán los oficiales monárquicos y las
corporaciones, con ayuda de los donativos del pueblo, los que financiarán buena parte de
estas celebraciones debido a la incapacidad del erario público para cubrir estos gastos. Así,
todos los vasallos eran hacedores de la fiesta real. Las mujeres, por ejemplo, participaban
de manera transversal en todos los eventos. Según relató José María Caballero en su
Diario el día del ingreso del Ejército expedicionario en Santafé en mayo de 1816:
Las mujeres era cosa de ver cómo salieron como locas por las calles con banderitas y
ramos blancos, gritando vivas a Fernando VII, entraron en tumulto al palacio y
cubrieron los balcones, y a las once que entraron los curros, ellas desde el balcón les
echaban vítores con mucha alegría y algazara. La plaza se llenó de gente, con ser que
más de media ciudad había emigrado (212-213).
Sin embargo, antes que espacios de intercambio horizontal, como podría sugerir un énfasis
demasiado sostenido en el carácter colectivo e integrador de la fiesta, estas celebraciones
se constituían en espacios para recrear el “buen orden”. En estos eventos, el principio
estamental y la idea de una sociedad corporativa intentaban restablecerse después de la
proclamación de la soberanía del pueblo y de la igualdad formal entre los integrantes del
cuerpo político. Las celebraciones monárquicas se ofrecían, así, como un escenario idóneo
para afianzar la naturalización de las diferencias y ensalzar la sociedad jerárquica como
ideal social. Su función era presentar una cuidadosa filigrana de orden y majestad que
41
Sobre las celebraciones monárquicas véanse: Ruiz (2002), Cañeque (2004), Mínguez (2004), García
Bernal (2006), Osorio (2008), Ortemberg (2014). Para la Tierra Firme en particular: Leal Curiel (1990),
González Pérez (1997), Fajardo de Rueda (1999), Salvador (2001), Straka (2007), Rodríguez y Mínguez
(2012), Cuño Bonito (2013), Chaparro (2016). Sobre las “diversiones” coloniales véase López Cantos
(1992). Para el papel político de las ciudades durante la crisis monárquica Guerra (1993).
124
diera cuenta de la totalidad de la monarquía hispánica y fomentara la obediencia. La
detallada descripción ofrecida por los papeles realistas sobre el “número, calidad y
representación de los concurrentes” a estas fiestas nos ofrece una idea del tipo de sociedad
modelada por el absolutismo: una monarquía cimentada en las pretendidas diferencias
naturales entre los individuos, respetuosa de los fueros y privilegios particulares:
El Señor Gobernador y algunos Oficiales de su acompañamiento montaban caballos
ricamente enjaezados. Los individuos del Tribunal de cuentas. Oficiales de las Reales
Caxas. Los Doctores de la Regia y Pontificia Universidad de Santo Tomás de Aquino.
Alumnos de Ambos Colegios &c. &c. Se veian adornados con el traje de Gala y
ceremonia propio del instituto de cada uno. El muy Ilustre Cabildo de esta Ciudad
uniformado igualmente, marchaba en ordenanza precediendo el Sello, y sus dos
Alcaldes ordinarios traian por la brida el Caballo que le conducia (Gazeta de Santafé
Nº43:3-IV-1817:417).
De este modo, como ha sostenido Roger Chartier (1995:19-36), las celebraciones políticas
se constituyen en un observatorio fundamental para captar, por medio de la reiteración, las
reglas del funcionamiento social. Del profundo arraigo de tales reglas en la Tierra Firme
da cuenta que el mismo Caballero consignara sin falta la ubicación relativamente detallada
de los principales asistentes a las misas catedralicias: “este día hubo asistencia del General
Morillo y toda la oficialidad á La Catedral; se sentó donde se sentaba el Virrey, junto con
el Mariscal de campo Latorre, el Cabildo y del lado de los Oidores el Coronel Calzada que
había venido de 2° General” (215). Las posiciones ocupadas por cada uno de los
representantes del monarca en la Iglesia debían estar en absoluta correspondencia con su
situación social y su reputación pública –de allí que Morillo se encuentre ocupando el
asiento virreinal–. La distribución de los asistentes debía dar cuenta públicamente de la
estructura jerárquica del orden político y reforzar las relaciones de poder vigentes en la
sociedad de entonces. Las fiestas monárquicas eran espacios propicios para instituir la
unidad de la comunidad política a partir de una lógica del reconocimiento de las
diferencias y de las complementariedades entre sus miembros. Para los realistas, el modelo
ideal de sociabilidad era la misma sociedad gobernada por el monarca, unida por vínculos
de sujeción política y jerarquía social, orientada hacia la consecución del bien común y en
guardia permanente contra las pasiones y los intereses particulares. Estas celebraciones
contribuían, así, en el reaprendizaje de esta vida en común. Los espacios y las formas de
sociabilidad tan variopintos que implicaban hacían posible la transmisión de cierto saber
sobre lo político, sobre cómo debía funcionar la comunidad política y sobre cómo un estar
en sociedad era también un estar en el mundo.42
42
Sobre la importancia de la identidad corporativa en estos actos y la centralidad de las posiciones ocupadas
en el espacio físico como espacio simbólico véanse Leal Carole (1990), Cañeque (2004).
125
Al mismo tiempo, estas celebraciones se encontrarán signadas por una espectacularidad sin
precedentes. Si hemos de creer a las diferentes relaciones sobre estos eventos, se
impusieron la abundancia y el fasto por doquier: “una función cuya grandeza y seriedad
apenas se habría visto en esta capital”; “un espectáculo que jamás ha visto Venezuela”
(Gaceta de Caracas Nº152:01-X-1817:1188; Nº16:17-V-1815:134). Si bien puede haber
mucho de pirotecnia retórica en estas afirmaciones, lo cierto es que incluso para los
mismos detractores del régimen restaurador resultaba evidente que la pompa y la brillantez
se habían tomado con renovados bríos los espacios públicos (Caballero 215, 234). No les
faltaba razón. Durante estas fiestas, las ciudades americanas se verán engalanadas con un
amplio repertorio de arquitectura efímera: arcos del triunfo, columnas coronadas de flores,
escenografías pintadas, templetes y entablados y coloridas cortinas. Plazas, calles, iglesias
y edificaciones se verán adornadas con objetos de altísimo valor simbólico como alegorías,
banderas, retratos, estandartes y tapices multicolores. Incluso la naturaleza, instrumento
privilegiado de la Providencia, parecía expresar su anuencia para con el nuevo orden de
cosas: “amanecio el dia claro, brillante y despejado, aunque los anteriores habian sido
nebulosos y de llubia importuna” (Gazeta de Santafé Nº19:17-X-1816:204).
Todo este fasto tenía una función claramente política. La grandiosidad del espectáculo
debía empequeñecer a los vasallos del rey para hacerlos conscientes del poder real, para
dejar una impresión de obediencia, respeto y grandeza. Ya lo observaba el mismo
Caballero: “toda esta ostentación se me asimila a mí que es para hacer ver la grandeza del
rey de España y su poderío, y para más hacerse temer y que no volvamos a hacer otra
revolución” (234). Las fiestas reales buscaban dejar una huella indeleble en la memoria,
impresionar –para ponerlo en términos de la época– los cinco sentidos y la inteligencia a
través de complejos juegos de luces y fuegos artificiales, intensos perfumes y fragancias,
abundante comida y refresco e imponentes revistas musicales y salvas de artillería. Son
evidentes la agitación y la estimulación de los sentidos para cimentar la fidelidad regia: la
“vista se recreaba en la variedad, en tapicerías, balcones y ventanas, y en el numeroso
concurso que las llenaba, y el oído con la acorde música de los Cuerpos Militares”, “se ha
visto grabado el placer sobre los semblantes de un inmenso concurso hasta los pueblos
vecinos” (Gazeta de Santafé s.n.:25-VIII-1818:54) (Gaceta de Caracas Nº12:19-IV-
1815:97). Ciertamente, en las relaciones de estos eventos abundan las referencias a un
mundo alegre y colorido, dominado por una estética de la abundancia y la prodigalidad: la
recreación del paraíso terrenal en la Tierra Firme. Así, para celebrar el cumpleaños del
monarca, se llevó a cabo en Santafé, entre otros eventos, un baile de gala, donde “estaban
preparadas con diestras pinturas y decoraciones del mejor gusto, magnificas salas”:
La mesa de refrescos estubo cubierta con explendor y abundancia en todo el discurso de
la noche para quantas personas quisieron llegar á ella. Sirvióse finalmente á la una, en
otro salón espacioso y adornado, un Ambigú, en que lisongeaban el paladar mas
delicado, diversidad de manjares de esquisito gusto, cubriéndose la mesa por quatro
126
veces consecutivas, y reluciendo siempre en todo el mejor orden, urbanidad y amable
franqueza. La pieza resonó con repetidos vivas y brindis en obsequio del digno objeto
de esta alegre función, y de los concurrentes (Gazeta de Santafé Nº19:17-X-1816:206).
Se trataba, entonces, de afirmar la existencia de la comunidad política a partir de un
conjunto de lenguajes rituales y emblemáticos ampliamente compartidos y basados en la
lógica de la correspondencia. No es otra cosa que lo que algunos autores han denominado
la teatralidad del poder estatal: el inevitable uso de símbolos, imágenes y ritos para
expresar el orden social y el deber ser de la política –y también su no deber ser asociado
con el caos–.43
Así, las ciudades americanas debían revelarse como teatros del poder
soberano. Desde la plaza mayor hasta los confines de los cuatro puntos cardinales, la
simbólica monárquica decretaba la victoria de la unión hispánica. En este sentido, la
instalación de más de treinta arcos triunfales para dar la bienvenida al Ejército
expedicionario en Santafé, arcos “todos diferentes y con banderitas, y en ellos vítores y
versos al rey de España”, manifiesta cómo se reafirmaban los fundamentos del orden
monárquico a través de la espectacularidad. Según escribió el oficial Rafael Sevilla en sus
Memorias sobre la entrada de Morillo a la ciudad: “á la entrada de la ciudad y en la calle
que había de recorrer para llegar á su habitación, [Morillo] encontró multitud de arcos
triunfales y carros con comparsas, y banderas españolas, y flores, y cortinas de damasco en
todos los edificios, y señales del mayor entusiasmo y acendrado españolismo”. Sin duda,
concluye, “se intentaba recibirle con una ovación sin precedente en los fastos de la historia
de aquel virreinato” (90, 88). El mismo recibimiento triunfal a las tropas y el apoyo en la
consecución de recursos eran un indicador de la fidelidad de los pueblos y del “buen
estado de la opinión pública”. Según informaba el oficial Juan Francisco Capdevila en
junio de 1816 sobre el pueblo de Natagaima: la “masa general de los pueblos, ha recibido
con el mayor entusiasmo los valientes soldados de mi mando, y todos acreditan la
adhesión que tienen por la justa causa de su Soberano; habiéndose reunido á mi tropa esta
mañana, el Padre Cura, y los SS Alcaldes dándome noticias que me sirven de mucho”
(Boletín de Exército Expedicionario Nº30:23-V-1816: s.n.).
Esta repetición de la simbólica monárquica permitía señalar la continuidad misma de la
comunidad política y proveía a los realistas de una genealogía histórica sobre la grandeza
de la “España americana” durante los trescientos años de la pax hispanica. Se trataba de
escenificar públicamente un tiempo litúrgico para traer a colación un pasado fundacional,
grandioso y aleccionador. Así, la celebración de la restitución de las funciones del Santo
Oficio de la Inquisición en Santafé por orden de Fernando VII, “que a imitación de su
glorioso predecesor el Señor Don Felipe Segundo, estima más que su propia grandeza el
honor y la gloria de Dios”, se llevó a cabo “con toda la solemnidad que prescribe el
Ceremonial del paseo del Estandarte de la Santa Fe, por las calles y lugares
43
Para los lenguajes emblemáticos: Sebastián López (1990), de la Flor (2002). Sobre la teatralidad del poder
Balandier (1994), Geertz (2000).
127
acostumbrados”, “á imitación de lo que se practicó en esta Capital en la última publicación
que se hizo el año de 1656” (Gazeta de Santafé s.n.:25-VIII-1818: 55-56). De este modo,
las celebraciones monárquicas afirmaban ciertas imágenes colectivas de las ciudades, de su
origen, constitución y devenir como comunidades políticas perfectas, amén de dotar de
unidad, coherencia y sentido los acontecimientos del pasado, el presente y el futuro bajo el
común denominador de la dominación ibérica. De allí que muchos realistas, a partir de las
celebraciones monárquicas, se imaginen a sí mismos como hacedores de la historia que se
urde en el presente, que abarca y atraviesa todo desde la lógica del espectáculo.
En este sentido, conviene destacar aquí el papel desempeñado por las imágenes del rey en
forma de retratos, emblemas, estandartes, bustos, monedas y medallas que se distribuían
entre las gentes y se enseñaban en diferentes espacios públicos, pues quizá más que ningún
otro elemento, estos invitaban a la unión hispánica.44
Según los realistas, “es muy raro en
toda la vasta extensión de las Américas, entrando aun en este número las Monjas más
Recoletas, el que no tenga un retrato ó busto de FERNANDO; y no se presente al público
con la insignia del vasallaje a FERNANDO” (Bestard 25). El monarca era amado,
aclamado y temido –y también odiado– por sus vasallos a través de estas representaciones
que, además de funcionar como un espejo de sus virtudes, congregaban a su alrededor a
toda la comunidad política: “se había adornado la Ciudad con porción de arcos de triunfo,
y colocación pública de muchos retratos de nuestro amado Rey el Señor Don Fernando
VII, emblema nada equívoco del regocijo y placer conque se ven restaurados sus
habitantes a su antigua libertad” (Boletín del Exército Expedicionario Nº28:31-V-
1816:s.n.). Los retratos del rey no solo eran exhibidos, sino que eran paseados en
procesión y reverenciados de manera ritual. Según dirá Francisco Warleta a Morillo sobre
su entrada triunfal a Medellín en abril de 1816, después de “renovar a las autoridades
civiles, empleados y demás corporaciones el juramento de fidelidad á nuestro Augusto
Soberano”, “con la mayor pompa y brillante aparato”, “se trasladó en procesión el retrato
de nuestro Rey a la Iglesia Mayor, en la que con solemne misa, sermón y Te Deum se
tributaron gracias al todo poderoso” (RAH, sig. 9/7658, leg. 15, c, ff. 53-54). La exaltación
de la grandeza y munificencia del rey a través de estas representaciones, y también de su
ingente número, contribuía en el dictado de obediencia que promulgaba la monarquía. La
exposición pública del monarca representado permitía hacer verdadero el pacto entre este y
sus vasallos, disminuyendo la distancia simbólica entre ambas partes; hacía posible la
concreción de una obligación mutua y demostraba que el monarca era cercano y accesible
para sus hijos de la Tierra Firme. Así, según podemos leer en la Gaceta de Caracas, el
Consejo de Indias había remitido a la ciudad un conjunto de láminas reales para ser
repartidas entre las diferentes corporaciones. La celebración de su descubrimiento público
no se hizo esperar:
44
Sobre el poder de los retratos reales véanse Marin (1981, 2009). Para los usos de estos retratos durante las
primeras repúblicas, Gutiérrez Ardila (2014).
128
El ocho de Septiembre en que se celebra la Natividad de Ntra. Señora, debía destinarse
para tan sagrado espectáculo. En efecto, desde su víspera por la noche se hizo en la casa
del Sr. Capitán General, abogado honorífico del mismo Colegio, una lúcida y primorosa
iluminación, en que no solo brillaba la lámina [una imagen de Fernando VII]
guarnecida de esquisitos adornos, sino también varios símbolos y geroglíficos alusivos
al poder, á la justicia, y demás atribuciones de la Soberanía. Una armónica orquesta en
la sala de aquel Gefe, reunió tanto en lo interior, como por fuera, un concurso numeroso
de los habitantes de esta ciudad. Tal fue el lucido aparato que precedió á tan festivo día
(Nº152:01-X-1817:1187-1188).
La autoridad absoluta del monarca no se expresaba, entonces, en términos de una entidad
abstracta, como para los realistas lo hacía la de las repúblicas, sino encarnada en toda esta
simbólica ritual necesaria para actualizar los vínculos de vasallaje. No de otra manera
podemos entender los efectos de la revelación de las láminas reales en Caracas: “sintieron
los individuos de aquel cuerpo tan viva emoción, como si hubiesen visto, y participado del
acto el más grandioso, y satisfactorio para los pueblos y para un Monarca que quiere tener
el tierno y honroso título de Padre” (Nº152:01-X-1817:1187). En cualquier caso, esta
saturación de los espacios públicos por la imaginería y los valores monárquicos registra el
vigor renovado del lenguaje de la majestad, la jerarquía y el universo corporativo en las
sociedades americanas, al tiempo que da cuenta de su consideración por los mismos
realistas como recursos fundamentales para llevar a cabo la reconstrucción de la
legitimidad del gobierno del rey. Según la Gazeta de Santafé, “como no puede haber jamás
para los pueblos un bien más precioso que la paz y el orden, tampoco pueden gozar un
placer más grato, que el repetir los testimonios de fidelidad y sumisión al Principe y á las
Santas leyes, que le proporcionan aquel bien inestimable” (s.n.:25-VIII-1818:53). En este
sentido, para los realistas, estas celebraciones se constituían en lecciones en dos sentidos
complementarios. Por un lado, se trataba de “lecciones necesarias para los pueblos”, actos
profundamente pedagógicos diseñados para reafirmar las instituciones y costumbres
monárquicas. Por otro lado, las celebraciones fidelistas eran lecciones “del amor y respeto
debido al Monarca”, se constituían en espacios para que los mismos pueblos expresaran su
obediencia y elevaran un tributo de fidelidad al rey (Gazeta de Santafé Nº19:17-X-
1816:203-204). Como afirmaba el Cabildo de Santafé de Antioquia, gracias a los indultos
librados al calor de las fiestas reales, “vuestra augusta persona va á ser sagrada en estos
Payces, no solo por el respeto, sino también por el amor” (AGI, Santafé, leg. 668).
El fasto debía servir para sanar las heridas abiertas por las revoluciones, debía cimentar la
unión entre españoles peninsulares y españoles americanos y reunir en un campo de
conformidad a las diferentes provincias de la Tierra Firme. De allí que, acorde con la
tradición justiciera de la monarquía hispánica, en estas celebraciones se concedan indultos
y se liberen presos como un modo de formar la opinión pública en el pueblo y atender los
requerimientos del reputado tribunal de la razón y el bien común. Ya lo decía el virrey
129
Montalvo con respecto a la amnistía decretada por el monarca y celebrada en Antioquia:
“captando corazones por medio de suaves providencias, desterrando inveterados
resentimientos, é inspirando en todo confianza en el Gobierno, es como se asegura la
tranquilidad de los pueblos reducidos á la obediencia del Rey” (AGI, Santafé, leg. 631,
s.f.). Por supuesto, la publicación de indultos y la expedición de perdones reales en sí
mismas no garantizaban la fidelidad al monarca, pero, para los realistas, sí permitían
presentar públicamente la reconstitución de la comunidad política y acercar a los
americanos “por nuevos vínculos de amor á su Madre Patria”. No en vano la proclamación
de un indulto real en Caracas, cuya “publicación fue hecha con una solemnidad rara vez
vista”, fue contemplada como el “medio radical de restituir á estas provincias los bienes
que las turbaciones han hecho desaparecer” y como la oportunidad ideal para que
“consolidemos todos el edificio de la paz con la unión, la obediencia y todas las virtudes”
(Gaceta de Caracas Nº151:24-IX-1817:1179-80; Nº152:01-X-1817:1181-84).
Finalmente, si bien todo este esfuerzo por la ostentación y la abundancia se encontraba
directamente relacionado con la dignitas de la persona real, con su carácter trascendente,
es importante señalar también que las ciudades americanas debían responder a su posición
en el cuerpo político hispánico. Dependiendo del rango y la fama de la ciudad, mayor y
más fastuosas debían ser sus celebraciones, lo que a su vez le permitía solicitar y esperar
nuevas gracias o distinciones –como afirmar su dominación sobre otras ciudades menores
y escalar en la estructura jerárquica de ciudades, pueblos y villas–. Sin duda, la
publicación de impresos dando cuenta de manera pormenorizada de la grandeza de las
celebraciones hacía parte fundamental de la economía de gracias que regulaba las
relaciones sociales y políticas de la monarquía hispánica. Se constituía en uno de los
modos apropiados de cultivar la fama fidelista de la ciudad y de atraer el favor y el perdón
del monarca sobre la comunidad política, las diferentes corporaciones y los vecinos
principales. No es casualidad que en estas relaciones festivas campeen las referencias a
todo tipo de contribuciones e iniciativas particulares, pues, como servicios prestados a la
Corona, eran susceptibles de recompensa. Así, las celebraciones de fidelidad enfatizaban el
valor cultural de la unión hispánica, al tiempo que daban cuenta de cómo el “justo y suave
gobierno [del rey] se consolida en las Américas” (Gaceta de Caracas Nº54:10-I-
1816:430).
3.3 El orden de Dios. La fidelidad en el púlpito católico
La monarquía hispánica, imaginada por los realistas como la campeona de la cristiandad
en el mundo, encontró en el clero católico uno de sus principales bastiones de legitimidad
en la Tierra Firme. El nudo teológico-político que organizaba el armazón del orden
hispánico implicó que la reconstrucción de la legitimidad del gobierno real pasara
necesariamente por la intervención de los eclesiásticos en los diferentes espacios públicos,
pues “estos sujetos fijan la opinión de los pueblos, inspiran confianza á los habitantes,
130
saben hacerlos amar el Gobierno del Rey, y reúnen las voluntades de todos” (Morillo, en
Rodríguez 3: 482). Según dirá el capuchino catalán Nicolás de Vich, los religiosos no solo
estaban en la Tierra Firme para las “miras religiosas” y los “progresos evangelicos”, pues
“sirven tambien á la República y al Estado para extender sus dominios á costa de
sacrificios los mas extraordinarios”, y lo más importante, “sirven para formar nuevos
vasallos y nuevos pueblos á favor del Soberano; sirven para inspirar en ambos hemisferios,
hasta á costa de su sangre, odio eterno contra la anarquía” (28). Para el virrey Montalvo, la
importancia de los religiosos radicaba en “que por su ministerio están obligados á
persuadir á los pueblos a la obediencia de su legítimo Monarca, y reprender y encaminar
bien con sus discursos y exemplo á los que se extravían del camino que les conviene”
(Gaceta de Caracas Nº42:25-X-1815:334). En efecto, los eclesiásticos serán considerados
como los principales artífices de la opinión monárquica debido a su enorme influjo sobre
las gentes. Para Morillo, en la medida en que la “Religión y la política van unidas para la
tranquilidad de estos países”, nada podían adelantar las armas del rey sin el respaldo del
clero: “con las tropas del Rey venceré en toda la América, pero el convencimiento y la
obediencia al Soberano es obra de los eclesiásticos, gobernados por buenos Prelados”.
Según dirá el mismo general ibérico, los republicanos habían utilizado de manera
estratégica la política y la religión para consolidar su dominio y “han manejado estas dos
armas cuanto han podido; por lo mismo nosotros debemos oponer los propios medios para
hacer abortar sus planes y dificultar cada vez más el que se realicen” (en Rodríguez Villa
3: 196, 167).
Para los realistas, la experiencia, esa autoridad tantas veces esgrimida en sus escritos,
demostraba que durante las primeras repúblicas y la campaña de reconquista militar la
geografía de la opinión en la Tierra Firme había estado condicionada por la filiación
política del clero en sus respectivos pueblos. La relación de subordinación que alimentaba
el vínculo de los eclesiásticos con las comunidades implicaba en muchos casos la
obediencia, aunque esta no siempre tuviera un carácter absoluto o mecánico. En todo caso,
resultaba innegable para muchos que “donde el cura ha sido bueno, el pueblo lo ha
imitado” (Morillo, en Rodríguez Villa 3: 167). Prueba de lo anterior era la extraordinaria
fidelidad demostrada por los pueblos del nororiente neogranadino, “en especial los pueblos
de Bucaramanga y Girón, los cuales han logrado tener un buen cura como el doctor D.
Eloy Valenzuela”, “que ha conservado una entereza sin igual contra los facciosos,
dirigiendo la opinión del pueblo en todo tiempo, hacia la persona del Rey” (Morillo, en
Rodríguez Vila 3: 165, 143). El mismo arzobispo de Caracas dirá que las provincias de
Venezuela se habían conservado fieles al monarca gracias a sus buenos oficios y que era
imposible hacer la “exacta enumeración de todos los resortes que he movido para salvar
aquellos países” (Coll y Prat 21). El testimonio fidelista de Popayán también era
contundente en este sentido. Según escribió el general Calzada al obispo Ximénez: “no es
poca fortuna para un pueblo tenerlo a usted como cabeza”, “sin esto quizá los malvados
hubieran aprovechado algo de las presentes circunstancias y corrompido la buena opinión
131
de los pueblos”, “no temo decir que es a usted solo a quien se debe la quietud de esta
provincia y el apoyo que encuentra en ella esta división” (AGI, Papeles de Cuba, leg.744,
s.f.).
No debe sorprender, entonces, que las principales cabezas del régimen restaurador
soliciten continuamente a Madrid el envío de religiosos, pues “harían más efecto en la
opinión pública, y contribuirían más a la pacificación de estos países que una buena
división de tropas escogidas” (Morillo, en Rodríguez Vila 3: 608). Todavía a finales de
1818, Morillo seguía escribiendo a la Península para “que se envíen á estas provincias
religiosos misioneros y eclesiásticos de conocido celo y entusiasmo por la propagación de
nuestra santa fe y por el sostenimiento de la justa causa de S. M.”, pues “estas gentes solo
son dóciles á las voces y consejos de un buen sacerdote, ó de su cura párroco, únicos que
influyen con decisión en la buena ó mala opinión de todos ellos” (en Rodríguez Vila 3:
612). Sin embargo, no todos los eclesiásticos eran bienvenidos, pues también resultaba
innegable que “los más de los curas han sido los fomentadores de las nuevas ideas”. Para
el general ibérico, por ejemplo, resultaba fundamental, “para ayudar al fomento de este
virreinato y á darle la tendencia hacia la obediencia al Soberano”, “enviar muchos
religiosos franciscanos y capuchinos, disminuyendo los de las demás Órdenes, y
haciéndoles ocupar los curatos y misiones”; mientras que “convendría que por lo menos á
los de las órdenes de Santo Domingo y agustinos, se les llevase á la Península para que,
diseminados en los claustros de allí, rectificasen su doctrina para que no entorpezcan las
medidas que los verdaderos religiosos tomen” (en Rodríguez Villa 3: 167, 203, 196-197).
En el caso particular de la Compañía de Jesús, Fernando VII ordenó su restablecimiento en
la Península en mayo de 1815, y en sus demás dominios tres meses después, convencido
de que los los jesuitas “pueden ser para la tranquilidad de sus países el remedio más pronto
y poderoso de cuantos se han empleado al logro de este intento” (Decretos 615). El mismo
cabildo de Santafé, en junio de 1817, una vez conocida la noticia en la Tierra Firme,
solicitó al monarca el envío de misiones de jesuitas al virreinato en los siguientes términos
–solicitud que fue apoyada sin reservas por el cabildo eclesiástico de la ciudad–:
Los Jesuitas con su freqüencia en el púlpito, con su asiduidad en el confesionario, con
sus esqüelas y con sus excursiones apostólicas mantenían el buen orden y todo este
Nuevo Reyno pacato y dócil estaba en una racional, gustosa y justa subordinación, á la
qual se subrogó después una loca, y mal entendida libertad. Este ayuntamiento está
persuadido, y se atreve á asegurarlo á V.M., que para que las costumbres florezcan; y
para que la sana doctrina tome el asiento de que la despojó el error, es de suma
importancia en un Pueblo un colegio de Jesuitas (AGI, Santafé, leg. 580, s.f.).45
45
Para una visión general sobre la participación del clero durante la crisis de la monarquía hispánica en la
Tierra Firme pueden resultar útiles: Figuera (1960), Tormo y Gonzalbo (1963), Suriá (1967), Tisnés (1971),
Hamnett (1976), VV.AA. (2002), Egido (2004), Alejos (2008), Toro (2008), Plata (2009). Con frecuencia,
los estudios recientes privilegian ciertas figuras importantes. En el caso neogranadino quizá la más estudiada
132
De este modo, la selección del clero con base en su presunta adscripción partidista será un
factor fundamental en las consideraciones políticas del régimen restaurador sobre el
gobierno de la opinión en la Tierra Firme. El virrey Sámano, como vicepatrono real, debió
lidiar en diferentes oportunidades con la provisión de curatos en el virreinato “evitando así
que sean dados por empeño a personas sospechosas y habiéndose buscado para que los
sirvan hasta dicho tiempo sujetos buenos o menos malos” (RAH, sig. 9/7665, leg.22, ff.62-
64). Todo esto en el marco de la imperiosa “necesidad de que los nuevos pastores vengan
pronto á cuidar de sus rebaños, y que centenares de religiosos se encarguen de los curatos
de Santafé y Venezuela” cuyas sillas arzobispales permanecieron vacantes por algún
tiempo (Morillo, en Rodríguez 3: 167; 4: 34-35). Para los realistas, la unidad misma del
clero secular y regular en torno a la idea monárquica debía constituirse en expresión
diáfana de la verdad de la legitimidad del reinado de Fernando VII. El mismo Papa Pío
VII, en una bula rubricada el 30 de enero de 1816 –la encíclica Etsi longissimo terrarum,
“Aunque inmensas tierras”–, que circuló extensamente en toda la Tierra Firme, hizo un
llamado al todo el clero para reeducar a los americanos en la fidelidad al rey y “desarraigar
y destruir completamente la funesta zizaña de alborotos y sediciones, que el hombre
enemigo sembró en esos países”.46
En un sentido similar, el obispo de Cartagena, Gregorio
Rodríguez Carillo, hizo un llamado a “sus hijos en Cristo” para que se comportaran
siempre como “buenos Curas, buenos Pastores, buenos Sacerdotes, buenos Eclesiásticos, y
buenos Súbditos y vasallos del más humano, compasivo y cariñoso de todos los Reyes”
(1818:2). No en vano Morillo se encargó, no sin polémica y no sin agravio, de desterrar de
toda la Tierra Firme a los principales eclesiásticos implicados en las revoluciones para
evitar el “contagio rebelde” –la respuesta del clero implicado, acusado de participar en
elecciones populares, propagar la opinión en favor del nuevo orden y proclamar la
independencia, fue contundente denunciando al general ibérico– (AGI, Santafé, legs. 973,
974), al tiempo que las imprentas oficiales daban a luz retractaciones de religiosos
infidentes con el objetivo de hacer “ver las cosas en su verdadero punto de vista”, y de
paso, prevenir el enrolamiento de más eclesiásticos en las filas de la república, denunciado
hasta el final por los realistas. Según el testimonio de Tadeo Romo, cura del pueblo de
Machachí, en Quito, publicado en la Gazeta de Santafé –y meses después reimpreso en la
Gaceta de Caracas (Nº130:7-V-1817:1012)–:
Declaro que detesto, y abomino la revolución, en que me compliqué, después que la
encontré ya establecida. Si yo me hallase en estado de poder satisfacer á nuestro
Soberano, y al público, haría resonar mi voz en todas estas Provincias y acreditaría
con mi exemplo, quan ageno muero de tan pernicioso sistema. Por tanto es mi
sea la del cura cartagenero Juan Fernández de Sotomayor y el obispo de Popayán Salvador Ximénez de
Enciso. Para el caso venezolano, Narciso Coll y Prat y Rafael Lasso de la Vega son las figuras más
analizadas. Al respecto pueden verse: Pérez Vila (1960), García-Herrera (1961), Carrillo (1973), Rojas
Muñoz (2001), Virtuoso (2001), Medina y Mora (2002), Peña Rojas (2008), Ocampo López (2010). 46
La bula papal fue ampliamente comentada en su momento por el obispo de Popayán y por el obispo de
Maracaibo. Al respecto véanse, (Ximénez, 102-158) (Gaceta de Caracas Nº130:7-V-1817:1013-1015).
133
voluntad, que esta mi retractación circule por cuantas partes se pueda, para satisfacer
del modo posible el mal exemplo que he causado, sosteniendo dicha revolución
(Nº29:26-XII-1816:292).
En efecto, el testimonio de vida fidelista de los mismos religiosos debía convertirse en un
espejo de virtudes para sus fieles, en una “escuela práctica para todos”, en un sermón
eterno de rectitud y de justicia”. La publicidad de sus actos y de sus opiniones debía hacer
posible la distinción entre la justeza realista y la iniquidad republicana, pues los apóstoles
de Dios eran la “luz del mundo” (Rodríguez Carillo 1818: 1-3). Para el arzobispo de
Santafé de Bogotá, Juan Bautista Sacristán, “no hay cosa que más instruya, y mueva la
piedad, que la vida exemplar de los Eclesiásticos”, de allí que ordenara al clero
neogranadino: “seamos exemplo de buenas obras en doctrina, en integridad, y gravedad”
(1816:3). Según afirmó el cura Gruesso, con respecto al párroco del pueblo de La Cruz,
José María Morcillo, presuntamente asesinado por las armas republicanas en el Tambo:
“llegado el momento de hacer los mayores sacrificios para defender la causa del Soberano,
corrió, voló de un extremo á otro de su Curato, y logró inflamar á sus feligreses, con el
santo, y hermoso fuego de la fidelidad. El animaba á los unos, exortaba á los otros,
levantaba á estos, y no desmayaba con aquellos” (13). En un sentido similar dirá Morillo
sobre el gobernador del Arzobispado de Caracas, Manuel Vicente de Maya, “que en todos
tiempos y en todas circunstancias, ha sido modelo de fidelidad y constancia en favor de la
justa causa del Rey” (en Rodríguez 3: 611). Así, los religiosos, movidos por la fidelidad al
rey, contribuían en donativos voluntarios para sufragar los gastos de la guerra; socorrían y
ocultaban a los monárquicos perseguidos por los republicanos; cuidaban con esmero a los
soldados del rey heridos en combate; lideraban las celebraciones monárquicas en las
diferentes provincias; mediaban entre los bandos enfrentados y predicaban la santidad de
la “justa causa” por medio de sendos discursos. Los eclesiásticos debían promover entre
los vasallos del rey un sentimiento de fidelidad y de pertenencia hacia las “dos Españas” y
persuadir de matar y morir en nombre del rey –asunto que con el transcurrir de la guerra,
las pérdidas en las filas realistas y el aumento de las deserciones se irá haciendo más
acuciante–. Según dirá el obispo de Maracaibo, Rafael Lasso de la Vega: los “sacerdotes,
dice Santo Tomás, deben ser los primeros en la guerra para exhortar”, “la guerra que le
debemos hacer [a la insurrección] es absolutamente necesaria y esta no se hace sin gente”,
“de cuantos males libraríais á vuestros mismos pueblos, si los que son aptos para tomar las
armas por vuestras eshortaciones se presentasen voluntarios” (Gaceta de Caracas
Nº281:8-XII-1819:2163). No en vano la sentida prédica del obispo de Cartagena a todos
sus diocesanos para que hicieran de la fidelidad al rey su divisa pública:
Mandamos además á todos los dichos, y á los demás Sacerdotes seculares y regulares,
confesores y predicadores á quienes está encargada la administración de los santos
sacramentos, y el ministerio de la predicación y de la palabra, procuren con todos sus
talentos en el púlpito, en el confesionario, en las conversaciones privadas, en los
134
consejos particulares reformar la opinión pública cuyo extravío es el origen de tantos
males; afanándose todos en esta grande obra, y en beneficio de las almas, tanto como se
afanan los incrédulos ministros de la impiedad en extraviarlas, en perderlas, en
condenarlas (Rodríguez Carrillo 1819a: 8-9).
Precisamente, para “acreditar la fidelidad” y anudar la unión hispánica, los religiosos
emprendieron continuas visitas pastorales en los diferentes pueblos de su jurisdicción.
Estas visitas pastorales, que llevaban a cabo desde los arzobispos hasta los curas párrocos,
siempre de común acuerdo con las autoridades civiles y militares, serán consideradas
como el mayor “servicio a la religión y al estado” de parte de los eclesiásticos. Según dirá
Moxó aprobando la visita de Lasso de la Vega por la jurisdicción de Coro en febrero de
1816: “póngase en gaceta este decreto y la pastoral con que ha emprendido este zeloso y
vigilante pastor una de sus más privilegiadas funciones, consultando la mayor gloria de
Dios, bien del estado, edificación de las almas y reforma de costumbres tan precisa para
consolidar el gobierno y exterminar las rebeliones” (Gaceta de Caracas Nº62:28-II-
1816:485-486). Las visitas pastorales, además de permitir el disciplinamiento del clero y
de los fieles, funcionaban como un buen termómetro para evaluar el avance de las “buenas
ideas" y recabar la información y la desinformación que circulaban entre los pueblos. Los
eclesiásticos fungieron como fuentes de información confiable para la Corona, pues como
depositarios de cierto saber sobre la opinión de los pueblos, elaboraron sendas reseñas
sobre las “chispas” y las murmuraciones que rodaban por doquier. Según informó el
obispo de Cartagena al virrey Sámano en junio de 1819:
…aseguro a V.E. para su inteligencia y gobierno, que en muchos pueblos del partido de
Sabanas que he corrido en esta mi primera salida, he hallado alguna tal cual familia
dementada con los síntomas mortales de la independencia, familias que convendría
reprimir con alguna poquita de severidad, por el peligro en que ponen la tranquilidad
pública. En los pueblos donde no hay este linaje de gentes refractarias, me han recibido
y despedido con los aplausos encantadores de "viva el rey", como pudieran recibir a
vuestra excelencia. Saben es mi placer vitorear a su majestad y así lo tengo mandado a
los curas para que lo hagan los días festivos cuando los pueblos entran y salen de la
iglesia… (AGI, Papeles de Cuba, leg.708, s.f.).
Asimismo, los eclesiásticos se constituyeron en vectores privilegiados de las mismas
novedades que el gobierno real quería propagar entre los pueblos. La estructura jerárquica
de la Iglesia católica era fundamental para el correcto funcionamiento de los circuitos de
información del régimen restaurador. De esta manera, después de la victoria bolivariana en
Boyacá, el obispo de Popayán escribirá al cura de Cali para que publicara una circular de
su autoría en la cual recordaba a los párrocos provinciales la fidelidad debida al monarca al
tiempo que daba cuenta de la urgencia de comunicar algunas novedades a sus feligreses
relacionadas con el Ejército real comandado por el general Calzada –su pronto arribo y su
elevado número–. Las instrucciones eran precisas: “luego que usted reciba el adjunto
135
exhorto lo publicará y hará entender á todos los habitantes de esa ciudad, y sacando copia
de él, lo remitirá al cura más inmediato para que también lo publique, y de este modo se
haga circular por todo el Valle” (AGI, Papeles de Cuba, leg.744, s.f.). La efectividad de las
redes eclesiásticas se constituía en baluarte de primer orden para las armas reales. Según
escribirá el mismo prelado a Calzada:
Inmediatamente que recibí la carta de usted se propagó por todo el pueblo la noticia y
mi palacio se llenó de toda clase de gente que con una uniformidad sustanciosa y llenas
sus semblanzas de una alegría que no engaña, todos á una voz gritaron: “Viva el general
Calzada. Viva Nuestro libertador”. Esta agradable noticia que se difundió por todo el
Valle con la velocidad del rayo por los buenos y por los malos, apagará el fuego
subterráneo que ya se iba inflamando con el soplo de cuatro malvados, pues no creo que
la masa general esté corrompida, y he procurado sostener la buena opinión por medio
de mis curas a quienes he dirigido el oficio circular que en copia acompaño a usted
(AGI, Papeles de Cuba, leg.744, s.f.).
En cualquier caso, serán las encendidas exhortaciones desde los atrios y el
pronunciamiento de sermones ante las expectantes multitudes, las estrategias privilegiadas
por parte del clero realista para restaurar el sentimiento de unanimidad regia entre los
pueblos.47
El discurso católico, a través de la autoridad, la elocuencia y el virtuosismo –
pero también del despliegue de determinada corporeidad y gestica durante las
exhortaciones fidelistas–, debía sustentar la unidad de la nación española. Se trataba de
“discursos llenos de elocuencia, de sabiduría, de pensamientos delicados, de verdades
igualmente morales que políticas” (Gaceta de Caracas Nº152:1-X-1817:1188). La
reputada eficacia de la oratoria religiosa descansaba en su capacidad para apelar de manera
sistemática a la conciencia de sus oyentes y de sus lectores. Según dirá el padre Mariano
de Talavera a su auditorio en Caracas: “estos sentimientos son los que yo quiero
imprimiros en este breve rato”, “abramos un momento los ojos y demos oídos á las voces
insinuantes de la naturaleza y de la razón” (2,3). Si bien la mayoría de sermones
pronunciados durante la restauración absolutista no fueron a la imprenta, aquellos que lo
hicieron tendrían siempre un objetivo fundamental: “que estas letras giren”, que el mensaje
de fidelidad “llegue á noticia de todos nuestros súbditos” (Bestard 3, 49). En este sentido,
las anotaciones con respecto a su recepción por parte del público serán moneda frecuente.
La Gazeta de Santafé, por ejemplo, no ahorrará detalle alguno sobre el sermón
pronunciado en la catedral de la ciudad con motivo del cumpleaños del rey en octubre de
1816:
La Cátedra Evangélica jamás estuvo tan dignamente ocupada como en este día. Un
concurso numeroso guardando el más profundo silencio, estuvo pendiente de los labios
47
Para la importancia de los sermones en el marco de la crisis de la monarquía hispánica en la Tierra Firme
véanse Garrido (2004), Cortés Guerrero (2010), Arce (2011). Para el caso mexicano puede verse Herrejón
Peredo (2003). Para España véase, López Alós (2011).
136
del Orador, que haciendo una paráfrasis en forma de homilía de los Versos 11, 12, 13 y
14 del Cap. X de la Sabiduría, manifestó el triunfo que por ella ha conseguido el
Augusto Fernando contra sus enemigos, en uno y otro Emisferio. Para hacer solo el
análisis de este bello discurso era necesaria toda la eloquencia y delicadeza del que lo
produxo: baste solo decir que la acertada disposicion de pruebas y argumentos; el estilo
varonil y florido, la elección exquisita de figuras, un lenguaje puro, castiso y limado;
acción animada; una voz firme y sostenida, formaron un todo admirable en el desarrollo
de aquella idea sencilla, y al mismo tiempo sublime. Si es grande la gloria de España el
haber producido guerreros formidables, apoyos de su trono y defensores de su libertad;
no lo es menos el producir oradores como el Señor Racionero de esta Sta. Iglesia
Catedral Dr. D. Francisco Xavier Guerra y Mier, que eternizando su memoria, la
llevarán por su eloquencia, como en una especie de triunfo hasta la más remota
posteridad (Nº19:17-X-1816:206).
En términos generales, esta oratoria sagrada privilegia el discurso directo y el registro de
alegorías, alusiones y símiles afincados en la historia sagrada, la tradición antigua clásica y
la historia reciente. Sin duda, estos discursos se encuentran dominados por una idea de
pragmatismo comunicativo que toma distancia de la retórica barroca dieciochesca. Según
escribió el cura José Antonio Torres y Peña: “no usaré de más adorno que el que
naturalmente trajese consigo la sustancia de los hechos; ni me dirigiré por otro motivo que
el de indicar los sagrados desvelos de la verdad y la justicia. Por eso no se busquen [aquí]
las bellas frases o los agrados del estilo” (11). El objetivo principal de estos exhortos era
legitimar el gobierno de Fernando VII en las Américas y dar cuenta de los derechos
indisputables de su soberanía, en franca contraposición con la ilegitimidad del gobierno
republicano. Se trataba de hacer coincidir el imperio de la verdad eterna con los principios
del reinado fernandino; de sacralizar nuevamente la figura del rey. La defensa de la
monarquía hispánica era la defensa del orden sagrado: la “causa de los Reyes, está
íntimamente unida con la de la religión, y que atacada la una, se ataca también la otra en
uno de sus primeros preceptos, qual es el de la obediencia, y respeto, que se les debe, por
recibir su poder de las mismas manos de la divinidad” (Gruesso 13). Estos sermones, en
tanto que discursos sagrados anclados en determinadas tradiciones escriturarias –en el
sentido del conocimiento de las Sagradas Escrituras– no buscaban únicamente persuadir al
público de las bondades de la monarquía, sino enseñar de manera diáfana la verdad,
situarla más allá del terreno de lo discutible. No sorprende, entonces, que los eclesiásticos
realistas concibieran sus sermones como mensajes de afirmación de la fe monárquica y
como espacios de conversión para los díscolos republicanos –aunque solo algunos, los
menos alucinados, pudieran ser convertidos–. Según escribió el obispo de Cartagena al
rey: “predico con frecuencia, desenvolviendo las causas y motivos de esta revolución y
convenciéndolos que todo cuanto se alega es una falsedad, una impostura nacida de la
ambición de un hombre inmoral y soberbio [se refiere a Bolívar] que quiere reinar sobre la
137
sangre de los inocentes pueblos. Algunos se desengañan, otros siguen en su obstinación, y
yo procuro sacar de cada uno la ventaja que puedo” (AGI, Santafé, leg.1171, s.f.).
Justamente, afirmar ese carácter de verdad trascendente, permitió a los eclesiásticos
valerse de otras armas para fijar definitivamente la opinión en favor de la causa regia: la
quema de papeles sediciosos, las censuras eclesiásticas, la no administración de los
sacramentos a los rebeldes, la excomunión y la expulsión de la Iglesia, y el abandono de
las parroquias con cientos de emigrados ante la entrada triunfante de los republicanos.
Según afirmó en su momento el obispo de Popayán: para “atajar de todos modos los
progresos de una revolución, la más funesta, impusimos excomunión mayor contra todos
los que directa ó indirectamente tuviesen parte en ella, peleando, auxiliando, aconsejando,
ó predicando la insubordinación a nuestro legítimo soberano” (Ximénez 33-34). A juzgar
por los resultados obtenidos en su cruzada contra el error, las sanciones habrían
funcionado, pues todos los testimonios coincidían en que las censuras “habían fixado la
opinión en favor de la justa causa del rey nuestro señor, en toda nuestra diócesis y
principalmente en Popayán” (Ximénez 52). Incluso, el obispo Lasso de la Vega, con ayuda
de sus feligreses, y ante el avance de las armas republicanas en los pueblos de la
jurisdicción de su diócesis, impulsó la creación de tres nuevas parroquias eclesiásticas en
La Cañada, Cabimas y Valera –se construyeron casas, calles y plazas– con el objetivo de
apartar a la población de los republicanos y concentrar a las gentes fieles que vagaban sin
rumbo por los campos, al tiempo que favorecer la defensa militar de la ciudad de
Maracaibo (Medina y Mora 2002).
De este modo, el clero se constituyó en un factor fundamental en la construcción de la
política monárquica. Si bien el estandarte regio fue desterrado en poco tiempo de la Tierra
Firme, la premisa que cimentó las políticas del régimen restaurador en torno al gobierno de
la opinión por parte del clero estará llamada a tener larga vida en la nueva nación
colombiana. Si Morillo había afirmado en su momento que los americanos “siendo buenos
cristianos, sin duda, serán buenos vasallos, obedientes al rey y a sus ministros, amantes y
agradecidos a la nación” (en Rodríguez 4: 34), Santander, una vez instalado el gobierno en
Bogotá, en noviembre de 1819, ordenó a todos los curas del país enseñar la santidad de la
causa de la independencia americana. La opinión pública en favor de las nuevas
autoridades debía pasar por el púlpito, como ya lo había enseñado el momento absolutista.
Según escribió el ministro del interior y de justicia, Estanislao Vergara, al vicepresidente
Santander un mes después:
Vuestra excelencia conoce muy bien el influjo que tienen los eclesiásticos en los
pueblos que les están encargados, y era conveniente valerse de él, en obsequio de la
independencia. Con este objeto y para que por boca de los ministros del culto, se
instruyan todos en sus derechos y deberes, vuestra excelencia ha decretado rogativas y
mandado a los curas que prediquen a sus feligreses, que la causa de la libertad tiene una
íntima conexión con la doctrina de JESUCRISTO; y que los amigos de la
138
independencia, no son herejes, ni opuestos al catolicismo. Estas exhortaciones deben
tener felices resultados, así como lo tuvieron las de los sacerdotes portugueses, cuando
su nación se independizó de la dominación castellana (Gazeta de la Ciudad de Bogotá
Nº33: 12-III-1820:125).
3.4 Los hombres del rey: el Ejército realista enseña la obediencia
Los ejércitos del rey se constituyeron en una parte esencial del complejo engranaje de
fidelidad durante el momento absolutista. Más allá del imperativo evidente de ganar la
guerra, y aquí conviene recordar que la existencia del gobierno real en la Tierra Firme
dependió en grado sumo de la coyuntura militar, los hombres del rey, ora “llevando la
oliva de la paz”, ora entrando “en guerrero y conquistador”, debían ser los agentes
primeros de la “feliz reconciliación que fixará para siempre la fraternidad de uno y otro
Emisferio español” (Duarte 1815).48
Según dirá el obispo de Santa Marta, el rey había
mandado al Ejército expedicionario a la Tierra Firme con el objetivo de acabar la
“confusión, el desorden y la violencia” y volver a la vida en sociedad: “para defender su
Real Trono, para volver la Paz á todos, para que cada uno se aplique á su Labor, á su
Taller, á educar su familia, y á vivir sosegados en sus casas” (Redondo y Gómez). En
efecto, para los realistas, las tropas debían restablecer el “buen orden”, “reparar los males
que han causado los enemigos del Rey en estos Pueblos” y “asegurar á todos en la
confianza que deben tener en el pacífico y paternal gobierno de S.M.” (Gazeta de Santafé
Nº33:23-I-1817:323-324). En palabras de Morillo, su misión como cabeza de las armas
reales no era otra que “velar sobre la seguridad del orden político”, “reparar el trastorno
que han padecido las rentas reales con la dilapidación de todos sus fondos”, “cortar de raiz
los malos hábitos que la desgraciada época de cinco años había impreso en casi todos los
habitantes” y “fijar el norte del régimen y policía que persuade el bien general” (Morillo
1821: 25).
Sin duda, el advenimiento del régimen restaurador trajo consigo un encuadramiento social
más estricto y consolidó la militarización del poder monárquico, asunto que se tradujo en
la preponderancia del elemento castrense en los espacios públicos. Durante el momento
absolutista, las ciudades de la Tierra Firme se convertirán en una exposición abierta de
ciencia militar, de la guerra mostrada como espectáculo. Se trataba de mostrar el poderío
de las armas del rey, la “brillantez y disciplina de los cuerpos” y “aquel esterior que
precede y anuncia la victoria, y que se ha hecho inseparable de soldados ya acostumbrados
a vencer” –ciertamente, estas imágenes de fastuosidad y grandeza contrastaban con la
escasez crónica de hombres, suministros, vestuarios y dinero denunciada hasta el
48
Sobre los ejércitos del rey antes y durante las guerras de independencia véanse: Woodward (1968), Stoan
(1974), Hamnett (1976), Marchena (1983, 1992), Costeloe (2010 [1986]), Anna (1986), Miller (1986), Albi
(1990), Semprún y Bullón (1992), Kuethe (1993), Uribe Urán (1995), Ramos (1996), Earle (2014 [2001]),
Saether (2003), Thibaud (2003), Kuethe y Marchena (2005), Kuethe y Andrien (2014).
139
cansancio en la correspondencia militar de los oficiales monárquicos– (Gaceta de Caracas
Nº234:15-II-1819:1793). Paradas militares que deslumbraban con uniformes, banderas,
músicas marciales, muestras de habilidades militares, salvas de artillería y fusilería
tuvieron espacio en calles y plazas con el objetivo de glorificar la nación española, al
tiempo que aumentar los partidarios del monarca en los campos de batalla –si hemos de
creer a las relaciones de las fiestas monárquicas, las paradas militares eran los eventos más
populares de estas celebraciones, augurando la primacía de la casta militar durante el siglo
XIX grancolombiano–. Según podemos leer en la Gaceta de Caracas:
Parte de la caballería del regimiento que lleva el nombre de nuestro amado Monarca el
Sr. Don Fernando VII hizo el manejo del sable con el mayor primor. La infantería hizo
el manejo y suplemento del arma con la música y caxas, y maniobró con tanta destreza,
que causó á los expectadores la mayor admiración; pudiendo asegurarse no habrán
jamás visto tropas de igual instrucción, habiendo sido todas estas tropas por su singular
disciplina bien admitidos y obsequiados en todos los pueblos donde han estado (Gaceta
de Caracas Nº151:24-IX-1817:1180).
Las armas del rey debían ganar los corazones de las gentes de la Tierra Firme y “sembrar
la buena opinión, atraer al Pueblo por convencimiento y desengaño propio, á jurar de
nuevo la fidelidad debida á su Real persona” (Morillo, en Rodríguez 3:34). Los ejércitos
del rey se constituyeron en importantes portavoces del discurso de fidelidad a través de
cientos de escritos públicos, de su participación en todo tipo de celebraciones, de su
contacto cotidiano con los lugareños y de su accionar propiamente militar. El Ejército
debía reeducar a los habitantes de la Tierra Firme en el respeto por las leyes de la
monarquía, el amor al rey y a la nación española y la defensa de la religión católica –la
“protección al oprimido, el amor al Rey y la defensa de la Religión sea vuestra divisa
como hasta aquí” (Morillo 1816c)–. Por ejemplo, según dirá el Cabildo de Caracas, el
mismo capitán general de Venezuela, Juan Bautista Pardo, con motivo de los rumores
falsos sobre la muerte de Morillo en Calabozo que circularon en febrero de 1818, y que
hicieron que una parte importante de la población se trasladara atropelladamente a La
Guaira ante la previsible entrada de los republicanos a la ciudad, había salido “en persona
a exhortar por las calles y barrios la confianza que debían tener los habitantes en las
operaciones del egército y del digno gefe que estaba a la cabeza”, “persuadiendo siempre
lo increíble de los sucesos que se le comunicaban, y procurando conservar el espíritu
público, el amor al Soberano, y el órden y la tranquilidad general” (Gaceta de Caracas
Nº174:25-II-1818:1354). En un sentido similar, Morillo se expresará del capitán Moxó
destacando sus talentos militares y su arte político, el “ascendiente que, por su justificación
y virtudes, ha tomado sobre los habitantes de aquellos dominios, constituyen también una
parte considerable de la obra de la pacificación, y han restablecido el orden y concepto
público hasta el punto más decidido” (en Rodríguez Villa 3: 215). Asimismo, los
improvisados cuarteles monárquicos sirvieron de escenario para promover el unanimismo
140
alrededor de la “justa causa” y el intercambio de opiniones políticas. Los mismos
comandantes militares debían enseñar la “buena opinión” entre sus hombres
“instruyéndolos sobre la marcha en los dias de descanso, horas de lista, ó segun lo crea
conveniente”. La lectura en voz alta de pliegos, ordenanzas, oficios y papeles de todo tipo
dirigidos a sembrar la “buena opinión” y disciplinar las tropas debía generar entre aquellas
la “complacencia de saber que donde se halla qualquier parte de sus fuerzas, se halla el
valor, el entusiasmo, la fidelidad y el sosten del mas amádo de los Reyes” (Morillo 1821:
35) (Boletín de Exército Expedicionario Nº36:14-IX-1816:s.n.). Incluso, en la misma
guerra debía quedar expresada la opinión decidida por la justa causa: “sobre los campos de
batalla la sangre de millares de fieles vasallos de S.M. les ha manifestado su opinión en
combates multiplicados; y á cada instante, cada día, cada mes que han corrido, se han
aumentado progresiva y proporcionalmente la adhesión á la casusa del Rey, y el odio a sus
enemigos” (Gaceta de Caracas Nº287:26-I-1819:2217-2218).
En este sentido, los bandos de policía dirigidos a los habitantes de la Tierra Firme y las
instrucciones dadas a los militares nos permiten comprender las estrategias concretas para
el gobierno de la opinión pública y la cimentación de la fidelidad monárquica. Los
hombres del rey debían persuadir a la deserción de las tropas republicanas, tratar “á los
pueblos con dulzura”, establecer un “sistema de espionaje” efectivo y difundir con
prontitud los impresos oficiales, pues las “proclamas en que se presente la verdad y la
dulzura acabarán la obra principiada” (Tolrá) (Morillo, en Rodríguez Villa 2: 567-570). En
algunos casos, las ordenes relacionadas con el tratamiento que los ejércitos debían dar a
los pueblos podían ser muy específicas. Por ejemplo, en el caso de la reconquista militar
de Guayana, “único apoyo y depósito de la opinión y progresos de Bolívar”, un texto
anónimo escrito después de 1817, consideraba fundamental para conseguir la victoria
“atraer la voluntad de los indios, á quienes conviene tratarlos con dulzura y cariño,
respetando principalmente sus mugeres, y en quanto permitan las circunstancias sus
hogares y propiedades, inspirándoles la piedad y cariño de nuestro Soberano para con
ellos, y el horror de los procedimientos de los insurgentes” (en Rodríguez Villa 2: 559). Al
mismo tiempo, los oficiales debían recoger “todas las proclamas, boletines, libros,
constituciones y todo género de escritos impresos por los rebeldes y publicados con su
permiso” y evitar que soldado “alguno tenga disputas ni conversaciones perjudiciales
sobre la buena opinión que debe reinar generalmente á favor de la causa del Rey” (Morillo
1821: 26, 35).
En estos documentos se dibujan las expectativas de una sociedad de control absoluto
garantizado por los hombres del rey. Se prescriben las visitas a los pueblos para “averiguar
la conducta y ocupación de sus vecinos” e identificar al “que propaga noticia en favor de la
causa de los insurgentes, al que con invectivas seduce los ánimos de los incautos, y
finalmente á todo hombre díscolo dado á la crápula” (Morillo, en Rodríguez Villa 3: 293).
También era urgente perseguir a aquellos que daban asilo en sus casas a los “enemigos del
141
Rey y de la Patria” y vigilar de cerca a todo “forastero ú extranjero, de qualquiera
condición y sexo”, a los mercaderes, tenderos y buhoneros y proscribir a vagabundos,
limosneros y prostitutas (Solís). Al mismo tiempo, si los republicanos encargaban espías
para que fueran “de pueblo en pueblo, de hacienda en hacienda, y de casa en casa”
predicando la causa de la soberanía del pueblo, los monárquicos no se quedarían atrás y
procurarán, en contrapartida, “introducirse por sí, ó por medio de personas de su
satisfacción en las casas y tertulias, para saber por este medio si hay reuniones de gente
sospechosa, si tienen armas, y si entre sus vecinos hay alguno ó algunos que pique de
leguleyos, ó expertos militares, ó consumados políticos” (Morillo, en Rodríguez Villa 3:
294). Se trataba, en definitiva, de ordenar todos los espacios públicos y también los
privados, percibidos como espacios demasiado móviles y permeables. De allí que “el que
insultase á otro con la voz Godo ú otro mote equivalente, que indique menosprecio y
aborrecimeinto al partido de la justa causa del Rey y su gobierno legítimo” o “todo aquel
que insultase á otro con la voz Insurgente, Patriota, ú otro apodo semejante” debía ser
castigado. El objetivo no era otro que “todos se interesen y cooperen, por el bien general,
en la abolición de cualquier facción ó partido; y que ninguno produzca acción o palabra
que induzca á la división, sino a consolidar la paz que tanto se necesita” (Pardo, 11-12).
En el caso del comportamiento de los ejércitos realistas, el respeto de las leyes y la
disciplina observada en los pueblos y en los campos de batalla –y la publicidad de esa
misma disciplina– será considerada por los principales del régimen restaurador como una
estrategia fundamental para ganarse la “buena opinión” de las gentes, pues “destruís así las
ideas perversas de los que, no atreviéndose a buscaros en el campo, emplean las armas del
embuste para denigrar vuestra honradez y generosidad” (Morillo 1816c). Según dirá
Morillo, el “buen comportamiento de la tropa” resultaba “tan indispensable para acreditar
y sostener que pertenecen á la heroica Nación Española, y son soldados de un gran rey”,
como “para que las tropas consigan toda la consideración que la justicia y gratitud nacional
deben dispensarles” y “para que la nación pueda recoger el fruto de sus muchos
sacrificios” (Morillo 1821: 36; en Rodríguez Villa 3: 98). Las ordenes en este sentido eran
perentorias: se debían conseguir provisiones siempre de acuerdo con los alcaldes y las
justicias de los pueblos; se debía moderar la conducta arrogante y abrasiva de las tropas
para con los pueblos y eliminar los robos, los saqueos, los actos de embriaguez y la
indisciplina: “conducíos, pues, como soldados de un gran Monarca. Acordaos que el Rey
es clemente con el que reconoce su error, y severo con el perverso. La sed del oro no os
condujo á estos países: probadlo de nuevo al mundo entero” (Morillo 1816c). La respuesta
de Morillo ante los excesos de las tropas, denunciados ampliamente por las poblaciones,
fue la amenaza de pena capital a los que incurrieran en tales faltas y la administración de
justicia expedita por medio de juicios verbales (Morillo 1821: 34-36; en Rodríguez 3: 98-
101). De allí que aquel en su famoso Manifiesto alegara ante el público: “quise impedir
aun el menor fraude, la menor violencia, la menor incomodidad y vejacion en los pueblos,
y mandé severamente observar el reglamento que dispuse para el caso, y que comprendía
142
cuanto era preciso para contener excesos, y restablecer en esta parte la disciplina del
ejército”; “si acaso se cometieron algunos desórdenes particulares”, “fueron consecuencias
inevitables de la guerra y de las privaciones” (1821:25). De esta manera, para los realistas,
la guerra emprendida en la Tierra Firme dejaba una enseñanza y señalaba la evidencia: la
justeza de las pretensiones de Fernando VII apuntaladas por el correcto accionar de sus
tropas.
En este sentido, la narración de la guerra se constituyó en una estrategia de indisputados
títulos para “formar la opinión” por parte de los hombres del rey. Narrar la guerra era tan
importante como vencer en el campo de batalla. Esta retórica estaba diseñada para
persuadir el reclutamiento, desacreditar a las tropas republicanas y mantener la moral
propia ante la creciente disminución de los ejércitos monárquicos por enfermedades como
fiebres tropicales y viruelas y por la deserción de los soldados. Los relatos pronto se tornan
esquemáticos. Mientras que el escenario natural de la guerra siempre será descrito como
hostil y difícil, el ejército pacificador será presentado como auxiliado por la Providencia,
insuflado de amor a la patria y con frecuencia numéricamente inferior a sus adversarios.
Sin duda, la religión católica dotó a los cuerpos del rey de elementos importantes para
configurar su propia identidad militar y legitimar su accionar en la guerra. Los realistas
vencían porque su causa era justa y se encontraba de acuerdo con los principios divinos:
“Dios protege visiblemente nuestra santa causa y el Gobierno legítimo de nuestro amado
Soberano, pues no puede permitir que unos hombres sin religión, sin buena moral y sin
sentimiento alguno de humanidad y justicia, dominen este desgraciado suelo” (Morillo en
Rodríguez Villa 3: 652). Las imágenes de los ejércitos del rey pivotarán, así, entre la
victoria aplastante de las unidades invencibles, privilegiada sobre todo al inicio de la
guerra –la “conducta de los héroes Morillo y Enrile, surcan los mares, atraviesan desiertos
y montañas inacesibles [sic]; atropellan todos los obstáculos de la naturaleza, disipan solo
con su presencia las fuerzas que se oponen; toman posesión de casi todo el inmenso País;
calma la tempestad, y el Exército Pacificador se dexa ver como un Iris de consolacion y de
Paz” (Gazeta de Santafé Nº1:13-VI-1816:4)– y la cada vez más frecuente imagen de la
derrota sufrida con gallardía en nombre de la fidelidad al rey –“algunos bizarros militares
derramaron su sangre sobre los laureles que los coronaban. El heroico y noble entusiasmo
fue el alma de los esfuerzos de todas las clases. La muerte honrosa en el campo y las
heridas gravísima alcanzaron del mismo modo al General en jefe y á los oficiales
generales, que al oficial y al soldado” (Gaceta de Caracas Nº228:6-I-1819:1745)–.
Esta narrativa de la guerra se encontraba confeccionada, de manera previsible, a partir de
un esquema de oposiciones binarias dominado por las duplas amigo/enemigo,
nosotros/ellos, buenos/malos, realista/republicano. Hablar de los hombres del rey
implicaba necesariamente hablar de las filas revolucionarias. Así, una estrategia recurrente
de deslegitimación del ejército republicano será negarle tal estatus. En este sentido, la
devaluación de sus prácticas militares resultaba efectiva. No eran más que una “gavilla
143
rebelde” dada al saqueo y la huida, “una horda de asesinos, y hombres perdidos” que no
podían compararse con los “valientes que sirven á un Gobierno, y a una Nación”
verdaderos (Boletín de Exército Expedicionario Nº15:1-XI-1815:s.n.) (Noticias). Al
mismo tiempo, los realistas se esforzarán por acentuar el carácter “extranjero” de las ideas
y de los hombres que constituían las tropas de la república. El efecto buscado no era otro
que recrear la ficción unitaria frente a la intromisión de los foráneos, subrayar la idea de la
guerra civil entre españoles atizadas por la envidia de otras naciones europeas y reforzar el
credo realista: la monarquía era el único sistema político que traería paz y felicidad a los
habitantes de la Tierra Firme. De esta manera, el gobernador de Portobelo, el coronel José
Santacruz, en una proclama a sus habitantes con motivo de la expulsión de los británicos
que se habían tomado la ciudad, afirmaba: “acabaron ya vuestros males: Las benignas
Leyes de vuestro Soberano subcederán al despotismo, al robo, y al saqueo de esos ladrones
extrangeros. La firme resolución de morir ó vencer, si volvemos á ser atacados, formará
vuestra verdadera tranquilidad” (Gazeta de Santafé s.n.:15-VI-1819:382). De hecho, la
presentación, en un primer momento, de las guerras de independencia en la Tierra Firme
como una continuación natural de la guerra de independencia española contra las fuerzas
de Bonaparte en el continente, y la idea misma del Ejército expedicionario como
continuador de la labor de las fuerzas peninsulares, permitirán afirmar la existencia de una
única identidad española en ambos hemisferios y la superioridad moral de España en el
continente europeo y también en América:
Después de haber sostenido el Trono de su Rey. Después de haber domado el orgullo de
la fiera, terror de la Europa, y asombrado al antiguo mundo con hazañas inauditas, se
abre para ellas en el nuevo, un nuevo teatro de gloria. Batallones formidables, Europa
ha visto en ellos los dignos emuladores de los tercios criados en la escuela de los Albas,
Córdovas, Leyvas, y Pescaras, y superiores por muchas circunstancias á los Corteces y
Pizarros... ¡Gloria perpetua á los que renuevan y deben perpetuar la progenie de los
Héroes Españoles! (Gazeta de Santafé Nº7:25-VII-1816:51).
De este modo, como ha señalado con acierto Clément Thibaud, la violencia de los ejércitos
durante las guerras de independencia asumió un papel de catalizador de identidades. En el
caso de las tropas republicanas estudiado por el autor, la “guerra a muerte”, declarada por
Bolívar en Trujillo en junio de 1813, buscaba crear una división en la antigua nación
española con el fin de instituir la identidad de los dos beligerantes y forjar un nuevo cuerpo
político en términos de nación, negando abiertamente el talante de guerra civil del
conflicto (2003:74-104). En el caso de los monárquicos, poco explorado en este sentido
pese a la extensa bibliografía sobre los ejércitos del rey, la guerra se ofreció como un lugar
fundamental para refundar la nación española en ambos hemisferios. Las tropas realistas,
compuestas por hombres de diversos orígenes geográficos, sociales y raciales, fungieron
como un crisol para restaurar la unidad pérdida del mundo hispánico y recrear la
comunidad política como un todo, esto en varios sentidos complementarios. Primero, el
144
Ejército permitía figurar la unidad entre peninsulares y americanos como un todo armónico
y unido por un propósito común. Según escribió el entonces coronel Francisco Tomás
Morales en una Proclama a los venezolanos firmada desde Ocaña en abril de 1816, los
“soldados europeos han contraído tal unión con los americanos, que no se ha visto siquiera
una riña entre ellos, guardando la mejor armonía; imitad, pues, su conducta, seguid su
ejemplo” (en Rodríguez Villa 3: 51-52). Segundo, ya entre los americanos, la “interesante”
rotación de los soldados “venezolanos al Nuevo Reino de Granada, y [de] los reinosos á
estas provincias [de Venezuela]”, además de afianzar la disciplina y la organización de las
tropas y ahorrar el envío de refuerzos desde la Península, modelaba ese sentimiento de
pertenencia común a la monarquía hispánica, y no solo a la patria chica, al tiempo que
evitaba el “contagio revolucionario” y la participación politizada de los hombres del rey en
los asuntos locales (Morillo, en Rodríguez Villa 3: 566). Tercero, los miembros de las
castas manifestaban su adhesión al orden político, empuñando sin demora las armas de la
nación española. Según dirá el Boletín del Exército Expedicionario, en la Tierra Firme
“todos han corrido á las armas, para defender el deseado y benéfico dominio del Rey”, “no
siendo menos fieles los negros á quienes el bandido Bolívar concedió la libertad”
(Nº36:14-IX-1816:s.n.). En idéntico sentido se manifestará el redactor de la Gaceta de
Caracas comentando la obra de Jonama: las “castas puras de indios y negros han estado y
están por el [partido] del Rey una asombrosa generalidad. Su constancia, su inalterable
adhesión y fidelidad, y sus públicas demostraciones de horror á la rebelión, exigen de
justicia que el mundo las sepa y sirvan de confusión á la casta pura de blancos que la
hicieron y la mantienen” (3).
Finalmente, el Ejército también funcionó como una metáfora de la sociedad española de
ambos mundos en diferentes sentidos. En primer lugar, fungió como ideal de la sociedad
piramidal querida por el absolutismo. El sujeto político monárquico, modelado por la
obediencia y la subordinación activas, coincidía con frecuencia con el del soldado-vasallo.
A menudo los realistas se mofaron de los hombres de Bolívar señalando la ambición de
sus líderes y su talante presuntamente más igualitario. Según escribió Díaz al redactor del
Correo del Orinoco: “hay en los cuerpos de los egércitos republicanos más oficiales que
soldados”, “¡Felices ustedes que tienen un almacigo inagotable de generales, coroneles y
oficiales! Y, ¡miserables nosotros que tenemos tan pocos!” (Gaceta de Caracas Nº260:4-
IX-1819:2016). En segundo lugar, el Ejército real permitía figurar el lazo horizontal entre
los vasallos del rey, unidos en su deber de fidelidad e igualados por la justicia monárquica.
Los soldados eran “compañeros” de los pueblos, “amigos y hermanos” de los habitantes de
la Tierra Firme, “protectores del desvalido y vasallos del mismo Rey Fernando VII”,
“hijos” de “vuestro Padre” Morillo (Morales, en Rodríguez Villa 3: 51) (Duarte) (Morillo
1816c) (Calzada 1816). Se trataba de identificar los intereses y las expectativas de los
vasallos y de los soldados del rey, de mostrar su relación simbiótica y su aparente cercanía.
Según afirmó el gobernador de Girón Valentín Capmani a los habitantes de la ciudad ante
la entrada del Ejército expedicionario en enero de 1816: “reunios a enlazar vuestros brazos
145
con vuestros hermanos de Europa, que no están sedientos de vuestra sangre; que vienen
dispuestos á conducirse generosamente con los dóciles; y que saben, valientes y firmes,
pulverizar los enemigos de su Rey”.
En tercer lugar, el Ejército ejemplificaba de manera capital cómo el mérito y la virtud eran
los motores de la monarquía hispánica, más allá de los privilegios de sangre y nobleza, y
permitían el ascenso social en una sociedad tremendamente jerarquizada. Los factores
militares como fuentes de dignidad y movilidad alcanzaron una dimensión nunca antes
vista en la monarquía hispánica, aunque su trascendencia no diera al traste con los patrones
sociorraciales imperantes. Así, con motivo de la acción conocida como la Toma de las
Flecheras, cerca de San Fernando de Apure, que tuvo lugar el 6 de febrero de 1818 y que
terminó con el triunfo de los ejércitos de Páez, el mismo ministro de la guerra, Francisco
de Eguía, envió a Morillo una circular pública donde se relataba lo sucedido y se
recompensaba a los oficiales con nuevos grados militares, gracias reales y pensiones
vitalicias “y si por parte de su calidad hubiese algún obstáculo para disfrutar de estas
gracias queda removido, declarándole, como se le declara, la nobleza personal
trascendental á sus descendientes por línea masculina”. La circular terminaba justificando
su necesaria publicidad en estos términos: “es la voluntad del Rey que estas gracias se
publiquen en la gaceta y en la órden general del Egército de ambos mundos, para que al
mismo tiempo que causen confusión á los cobardes, sirvan de estímulo, seguridad y
confianza á los amantes de su Real Persona” (en Rodríguez Villa 3: 691). Para los
monárquicos, estos premios públicos para las “virtudes” de los militares “redoblan su
actividad, afianzan su constancia, y trasmitidos su entusiasmo á sus compañeros y
familias, y á toda la nación” “llegan á constituir por un mismo interés de amor y
reconocimiento, y con honrada confianza el mas firme apoyo del trono y de los intereses
del Estado” (Salazar y Ballesteros). Eso eran los hombres del rey: el “más firme apoyo del
trono y de los intereses del Estado”.
3.5 El terror como lenguaje (político)
El 22 de septiembre de 1822, el gobernador de Cartagena escribía a las autoridades
liberales una serie de recomendaciones para mantener el dominio hispánico en la Tierra
Firme, al tiempo que denunciaba con impotencia la calculada estrategia de aquellos que
“aspiraban solo a exterminar quanto lleva el signo de español por el odio más envejecido,
[y] que no desean más que su emancipación absoluta”. Según Torres y Velasco, los
republicanos esperaban que “se les trate con la mayor dulzura y consideración al mismo
tiempo que ellos degüellan sin piedad a cuantos españoles europeos caen en su poder” y
“hacen resonar hasta en los ángulos del Trono, las exageradas relaciones de las justicias
que ellos llaman crueldades y asesinatos de los generales españoles destinados á estos
Dominios, [y] tienen un interés en ocultar, y ocultan su conducta” (AGI, Santafé, leg.
1017, s.f.). Sin duda, la narrativa de los vencedores resultó exitosa. Desde la misma prensa
146
republicana del periodo hasta los más recientes manuales bicentenarios, hablar de la
restauración monárquica con frecuencia implicó hablar (solo) del terror, hasta el punto que
el “terror” y el “régimen del terror” se convirtieron en los epítetos preferidos por muchos
para designar este interregno monárquico.
Esta identidad entre el terror y el régimen restaurador contrasta con la relativa escasez de
testimonios públicos realistas al respecto. La mayoría son documentos legales, testimonios
epistolares de escasa circulación pública o breves comentarios en la publicidad impresa del
periodo. A menudo, se imponen ciertos silencios sobre los documentos y se evita elaborar
una narrativa más abarcadora –o quizá, para los monárquicos, el espectáculo del terror se
bastaba a sí mismo–. El terror siempre ha sido una excusa para hablar de otra cosa; “otra
cosa” exterior a sí misma, construida sin tener en cuenta la forma en que fue decretada,
racionalizada, legitimada e incluso censurada por los mismos realistas. Así, antes que
ofrecer una explicación totalizante alrededor del funcionamiento de la maquinaria del
terror aceitada en los consejos de guerra, tribunales de purificación y juntas de secuestros
de diferentes ciudades –no existen estudios exhaustivos sobre los juicios seguidos por
infidencia durante el momento absolutista ni sobre las formas de legalización y
teatralización de estas violencias oficiales, pues ni siquiera los principales del gobierno
estaban seguros sobre el número de personas llevadas al cadalso, que para el caso
neogranadino oscilarían entre 90 y 7000 según los mismos realistas (Enrile, en Rodríguez
Villa 3: 317; Montalvo en Colmenares 3: 293)–, me interesa aquí desentrañar las múltiples
retóricas del terror monárquico, aunque los realistas nunca utilizarán ese vocablo para
describir las ejecuciones de los republicanos.49
En primer lugar, es importante subrayar que entre los realistas no existió nunca una
postura unánime sobre cómo castigar a los insurgentes; si se debían llevar a cabo
ejecuciones en plazas públicas, encarcelamientos en masa o “hacer olvido de lo pasado” y
simplemente decretar indultos y llevar a cabo sanciones pecuniarias; ni siquiera hubo
consenso sobre qué constituía exactamente el delito de infidencia, pues cada comunicación
metropolitana o cada indulto concedido por el rey o por las autoridades de la Tierra Firme
cambiaba los términos y absolvía unos comportamientos y condenaba otros, no sin entrar
en grandes contradicciones. Las desavenencias entre el virrey Montalvo y Morillo, entre
este y casi todos los capitanes generales de Venezuela y entre el virrey Sámano y el
gobernador de Cartagena sobre el papel desempeñado por el terror en la pacificación de la
Tierra Firme siempre estarán a la orden del día. Las sendas disputas entre Sámano y la
Audiencia de Santafé, que se tradujeron en una ingente cantidad de representaciones,
49
Sobre los relatos republicanos y el terror véase la introducción de este trabajo. Para el terror en el antiguo
régimen y la Revolución francesa: Foucault (2005 [1975]), Furet (1980), Furet y Ozouf (1989), Baker
(1994), Bates (2002), Gough (2010). Sobre el terror en la Tierra Firme: VV.AA. (1960), Díaz Díaz (1965),
Artola (2008 [1973]), Stoan (1974), Hamnett (1976), Uribe Urán (1995), Earle (2014 [1997]), Thibaud
(2003), Quintero Saravia (2005), Straka (2007), Cuño (2008), Páramo (2010, 2014).
147
quejas y pleitos elevados ante la corte de Madrid, resultan ilustrativas en este sentido. Para
los togados, Sámano, primero como gobernador militar de Santafé y jefe de la tercera
división del Ejército y luego como virrey, había usurpado las funciones propias del ente
colegiado con beneplácito de Morillo y seguía juzgando el delito de infidencia a partir de
juicios verbales y consejos de guerra donde se imponía la arbitrariedad. Según dirá la Real
Audiencia, Sámano inspirado “por el terrorismo [que] lo devora, y negado a las artes de
ganar el corazón humano, solamente emplea el rigor, y la aspereza, que causan la
desesperación, en lugar de la afición y confianza en el gobierno” y por su causa se
renuevan las “escenas de sangre, y de terror, con que el General Morillo desterró la paz de
este desolado Reyno, durante, al menos, la presente generación”. La impronta del terror,
sus efectos sobre la opinión pública y su escasa contribución en la forja de la fidelidad
monárquica, anunciaban el desastre, pues el terror “ha cubierto de luto á este Reyno, ha
dexado heridas muy profundas en los corazones de estos habitantes, difíciles de curarse, y
por lo mismo [será] más difícil y ardua la empresa de su pacificación” (AGI, Santafé, leg.
665, s.f.).
En todo caso, más allá de estos desacuerdos entre los realistas, lo más importante es que
ahora el terror debía ser justificado por el mismo gobierno del rey. Esta es una de las más
notables diferencias con la filosofía del castigo propia del antiguo régimen: aunque el
terror del momento absolutista retoma en lo esencial las formas de violencia propias del
pasado, ahora necesitará ser elaborado ante el público. Según escribió Morillo al ministro
de la guerra en noviembre de 1816, después de tomar toda la Tierra Firme, después de
haber agotado todos los medios conocidos para reconciliar a los republicanos con el rey y
publicar en las gacetas del gobierno la correspondencia con los rebeldes “quedó resuelto el
problema de que era preciso esgrimir la espada de la justicia” (en Rodríguez 3: 227). Estas
justificaciones pasarán de necesidad por dos argumentos fundamentales: la fabricación de
la unidad hispánica y la necesaria administración de justicia por parte del rey.
Por un lado, uno de los principales objetivos del terror era conseguir una completa
identificación entre el poder real y los vasallos americanos; construir una comunidad
política perfectamente legible en su unidad. La fidelidad debida al rey no podía
fragmentarse ni vacilar sin convertirse en una afrenta a la soberanía y al cuerpo político.
La sociedad debía coincidir con la política monárquica. La opinión pública debía replicar
los mandatos de la justicia del rey. La unidad hispánica instituida por la violencia se
constituía en un fin en sí misma y en objeto de continuo cuidado y gobierno ante el
precario equilibrio de la política monárquica y las continuas amenazas republicanas. El
régimen restaurador tenía como mandato primero restaurar el orden político en una
sociedad cuyas talanqueras habían sido rotas por las revoluciones y que ahora estaba
caracterizada por un intrínseco desorden y una constante división. Así, la exacerbación de
la idea de “buen orden” que atravesó el escenario político durante el momento absolutista
apuntaló sin remedio la idea de que los republicanos debían quedar por fuera de facto del
148
nosotros hispánico e implicó un exceso de identidad de la Corona con el terror, pues a los
no reconciliados con la idea de la unidad hispánica solo les restaba la conformidad o la
muerte. El discurso sobre la fidelidad al rey como pilar de la sociedad encontró su
fundamento último en la definición de los “malos” que se oponían a los “buenos”. Este
discurso permitió, a través de una especie de pánico moral, decretar prisiones y alimentar
el cadalso. Se trataba de consumar la exclusión de los republicanos, considerados como
traidores, pero también como vasallos del rey, y en cuanto tales, parte integrante de la
comunidad política que debían ser sacrificados en su propio favor, a través de espectáculos
cuya economía simbólica garantizaba la hegemonía pública de la simbólica hispánica y
presentaba una sociedad regenerada por la violencia, expurgada de la cizaña. Según dirá el
cura Valenzuela y Moya, la “gran piedad del Rey se contenta con separar del Cuerpo Civil
los principales miembros gangrenados de un modo el mas ordinario y sencillo, para bien y
salud del cuerpo mismo”, “porque faltando el Prototipo, y estímulo al delito, al fin la
virtud ocupará su lugar. Los partidarios de la facción, serán la victima que acabe de
aplacar al numen ofendido” (7, 26).
Por otro lado, el terror se constituye en la expresión más acabada de la justicia del rey, en
la encarnación más extrema y más concreta del poder del soberano sobre la vida y la
muerte de sus vasallos. Según podemos leer en la Gaceta de Caracas, con el derecho de
castigar “no es el capricho, ni la insolente arbitrariedad de un bárbaro usurpador la que
dispone de vuestra suerte, ni regla vuestra conducta y operaciones: es la ley, la justicia
inalterable. Es la voluntad augusta del mejor de todos los Reyes, que ve á esta ley como el
apoyo de sus amados vasallos. Es la execución de esta ley por el gobierno que os rige, y
para el qual nada hay capaz de hacerla variar” (Nº77:29-V-1816:591-592). El terror
aparece entonces como una reafirmación simbólica de la Corona en la Tierra Firme, pues
el recurso al cadalso, además de un acto legitimidad perdurable, se constituye en un acto
de justicia inherente a la soberanía real. Según escribió el coronel Blas de la Mota a
Madrid en agosto de 1816, solicitando un mejor empleo en nombre de la fidelidad al rey
mostrada durante los “desórdenes de Santafé”: la pacificación de la Tierra Firme dependía
de la correcta administración de premios y castigos, “que si los insurgentes quedan sin
castigo, y los leales vasallos sin premios, para aquellos sería una especie ventajosa para
sublevarse de tiempo en tiempo” (AGI, Santafé, leg. 747, s.f.). En este sentido, la justicia
del rey era una expresión del orden querido por Dios, de allí que el terror se nutra de
manera importante de una retórica religiosa. El terror, como solemne afirmación de una
garantía providencial, tenía como derrotero asegurar el reinado de la virtud y hacer
coincidir la Ciudad de Dios con la comunidad política, reconciliar el cielo y la tierra. Al
ser portador de un mandato divino e irrenunciable, el gobierno del rey era el encargado de
mantener el “buen orden” y de hacer justicia, de dar a cada uno su lugar, pues si faltaba la
justicia, la legitimidad del poder político era nula. La sangre vertida en justa expiación por
los impíos reforzaba la obediencia social y la conformidad religiosa distintiva de la
monarquía católica:
149
Los soberbios que se creían nacidos fuera de los desastres de la fortuna, y á todos
abatían con su orgullo, ahora se ven humillados hasta el polvo, infames para siempre
con el suplicio de sus Padres o deudos. Otros desnudos y arrojados del Paraiso de su
fortuna, ó por los robos y saqueos de la revolución; ó por los justos seqüestros de la
justicia comen humildes un pan duro con el Alfarero. En una palabra: la revolución
civil y su castigo de una Republica es el teatro en que todos han de tragar la hiel y sufrir
la pena según el orden de la justicia eterna, que no solo castiga a los grandes
fascinerosos, sino también á los pecadores descuidados… Abrid los libros santos y
hallareis que no hay sacrificio mas eficaz para aplacar á Dios que el de la justicia; que
la sangre de los impíos derramada es la semilla de la felicidad pública, y el bálsamo de
su salud; que los cadáveres pendientes en los patíbulos son los trofeos de la victoria de
Dios, sobre la iniquidad entonces es quando Dios bendice los exércitos, llena de
abundancia los pueblos y las dulzuras de su bondad se derraman sobre la tierra
(Valenzuela 33-34).
Con frecuencia, esta retórica justiciera del terror combinaba saludos a la reconciliación
modelada por un ideal supremo de felicidad pública y amenazas de derramamiento de
sangre por medio de la implacable espada del rey. La proclama de Morillo a los
neogranadinos antes de partir para Caracas en noviembre de 1816 entretejía bien ambos
lenguajes, pues después de afirmar la igualdad entre peninsulares y americanos y de
señalar los progresos del virreinato en el breve gobierno del rey, “por lo que se ha
conseguido en cuatro meses, conoceréis á lo que podréis aspirar si cultiváis y sois
industriosos”, no dudará en sentenciar que la “sangre que se ha vertido por la espada de la
justicia, era impura y dispuesta á corromper la vuestra”; “no olviden los que no aman al
Rey que su poder alcanza á todas partes, como lo habéis experimentado, y que siendo el
español el más leal á su Soberano, acudirá adonde haya uno de sus descendientes que se
infame con el delito de traición” (Morillo 1816a). En este sentido, el terror desempeñó dos
papeles importantes en relación con la justicia del rey. Primero, una función preventiva
consistente en inocular el miedo sobre la comunidad política ante un posible castigo. La
amenaza del cadalso tan frecuente por aquellos días debía fungir como factor de unidad y
contener la avanzada de las armas republicanas. Se trataba de enviar un mensaje clarísimo
a los infidentes y al pueblo todo, acerca de las terribles consecuencias que implicaba la
rebelión. Por eso el terror siempre se llevaba a cabo “para escarmiento general”. Segundo,
una función más de corte represivo encarnada en el castigo mismo de los enemigos de la
monarquía. El terror aquí no es más que una herramienta para fortalecer las
determinaciones del gobierno, mover a los tibios y profundizar la asimetría entre los dos
partidos en contienda. Los republicanos, ofrecidos en sacrificio público en nombre de la
unidad hispánica, eran traidores a su patria española, traidores que siempre habían sido
cobijados con privilegios y honores, y que ahora alucinados por las ideas revolucionarias
habían sembrado la confusión con un solo resultado cierto: su propia ruina. En uno de los
pocos fusilamientos que fueron registrados por la Gazeta de Santafé, referido a Frutos
150
Joaquín Gutiérrez –cuyo retrato de colegial de San Bartolomé ardió en llamas en plena
plaza pública en Santafé (Caballero 222)–, y que fue llevado a cabo en Pore por orden del
coronel Matías de Escuté, podemos leer un relato que se vuelve canónico:
Este hombre dotado á la verdad de un feliz talento, de luces en ambos derechos y
literatura Eclesiástica, obtuvo siempre baxo el suave Gobierno español la consideración
de los primeros Xefes, y Real Audiencia del Reyno. El Señor Virrey Don Antonio
Amar, le dispensó una confianza verdaderamente amigable, y por el camino del honor,
hubiera logrado las más preciosas ventajas. Pero inebriado, como otros, con quiméricos
sistemas, corriendo en pos de la funesta sombra de la libertad que ha llenado el universo
de sangre y llanto, no solamente fue traidor á su Rey, y al Xefe que le favorecía, sino
que también cabó para sí la hoya en que triste, pero justamente ha perecido para general
escarmiento (Nº22:7-XI-1816:235).
Al mismo tiempo, la apelación a la justicia impartida por el terror oscilaba entre una
retórica de carácter abstracto que castigaba cualquier acto “contra la soberanía del rey”
como un crimen de infidencia y la proliferación de leyes penales circunstanciales que
especificaban innumerables actos de traición contra la “justa causa” y que designaban
como culpables a todos aquellos que por sus palabras y por sus obras habían contribuido a
erosionar la fidelidad al rey. En uno de los documentos más completos sobre el terror
dados a la luz por la imprenta monárquica titulado Relación de los principales cabezas de
la rebelión de este Nuevo Reyno de Granada se especificaban fechas de muerte, nombres,
títulos, delitos y formas que tomó la pena capital de los ajusticiados decretada “después de
formados sus procesos y vistos detenidamente”. Los actos atentatorios contra la soberanía
del rey iban desde la proclamación de la independencia, tomar parte en las instituciones
civiles y militares republicanas y llamar a los pueblos a las armas, hasta tumultuar a los
vecinos, “contribuir al asesinato de españoles”, escribir papeles subversivos “contra la
autoridad del Rey, de la Nación y de sus mismos paisanos” y la quema de retratos del
monarca. La parábola moralizante del terror no era otra que la afirmación del buen orden.
Según podemos leer en la Gaceta de Caracas sobre los casos de Juan José Sarmiento y
Gabriel Díaz, connotados comandantes militares en Guayana que habían sufrido la pena de
horca en la plaza mayor de Caracas y “sus cabezas y otras partes de sus cuerpos han sido
colocados en varios lugares públicos para escarmiento de los malvados”, aquellos habían
muerto “arrepentidos de sus crímenes”, pues con acierto “manifestaron al pueblo inmenso
que era expectador de su castigo, el tardío pero íntimo desengaño con que morían,
suplicando que si alguno aun deliraba con el error porque eran justamente castigados, le
detestase” (Nº77:29-V-1816:591).
En cualquier caso, para los monárquicos, el terror en la Tierra Firme había comenzado
mucho tiempo antes de la llegada del Ejército expedicionario a las costas americanas. Sus
orígenes, aunque como recurso esporádico y discontinuo, se remontaban a la misma
151
formación de juntas de gobierno y a los primeros experimentos republicanos. Sin embargo,
la consagración del terror sistemático como arma de guerra solo había ocurrido gracias a la
guerra a muerte decretada por Bolívar, punto cero de la “guerra de exterminio contra los
españoles” y “ley fundamental del Estado” que sancionó “por primera vez en el mundo
declararse el origen por delito capital”, pues la “sangre española se derramaba
indignamente por todas partes, y la guerra se presentaba muy desigual” (Gaceta de
Caracas 220:18-XI-1818:1665-1666). Según dirá en abril de 1815, el entonces capitán
general de Venezuela, Juan Manuel Cagigal, la misma declaratoria bolivariana había sido
el origen del terror monárquico, pues “á pretexto de vengar agravios y violencias que no
existían, declaran una guerra á muerte, proscriben al solo nombre español, y sacrifican
furiosos quantas inocentes víctimas pudieron traer á sus manos. ¿Y por qué había de
quedar impune este monstruoso atentado, indigno de la humanidad? Aquí teneis el origen
de la conducta más o menos rigurosa de los exércitos leales, hijos del mismo país” (Gaceta
de Caracas Nº12:19-IV-1815:99). En un sentido similar, para los monárquicos
neogranadinos, la entrada de Bolívar en Santafé en diciembre de 1814 había significado el
advenimiento de la guerra a muerte en el virreinato. Según detallará José González
Llorente en una carta dirigida a su amigo Diego de Frías y escrita desde Kingston en abril
de 1815, los “proyectos exterminadores de los españoles” habían incluido “enormes
contribuciones, derrames, embargos, confiscaciones, saqueos, persecuciones, prisiones y
asesinatos, y en el reynado de la libertad que han proclamado se ve entronizado un
terrorismo y una esclavitud la mas horrible”. Así, mientras que los gobiernos de las
provincias “se invitaban uno á otro para el exterminio de los españoles, en los papeles
públicos tuvieron la impudencia de imprimir sus oficios sanguinarios. Semejantes
acontecimientos llenaron de espanto á los pocos Españoles que quedábamos en Santafé.
Ninguno se atrevía a salir á la calle ni aun para ir misa en los días de precepto, vivíamos
prófugos de nuestras casas y en una consternación tal que no puede describirse” (AGI,
Santafé, leg.747, s.f.).
En lo que respecta al terror monárquico este será presentado inicialmente como producto
de los “incidentes de la guerra” y como parte de una filosofía del escarmiento –quizá el
término más empleado en los escritos que lo refieren–. Inicialmente este tomó la forma de
castigo excepcional y más bien ejemplar dirigido contra los “cabecillas de la revolución” y
los principales jefes de los ejércitos y las guerrillas republicanas. Según dirá el “indio”
Reyes Vargas en comunicación oficial al gobernador de Maracaibo, después de haber
capturado a varios rebeldes, incluidas cerca de setenta mujeres: el “escarmiento de esta
canalla ha sido serio: varias cabezas he fixado en los principales parages del camino, y la
de Torres quedará en Betijoque, expiando de este modo los horrendos crímenes y males
que atraxo su depravada conducta, vengándose al mismo tiempo la sangre que ha hecho
derramar” (Gaceta de Caracas Nº57:24-I-1816:445-446). El “momento Boves” (Thibaud
2003:105-152) (Carrera Damas 1964), será el primer gran momento de terror monárquico
152
en la Tierra Firme. La consideración de su accionar por los principales del régimen
restaurador pivotará siempre entre la censura moderada de sus violencias –su ascendiente
sobre las castas y los llaneros será motivo al mismo tiempo de fascinación y de
preocupación–, y su entendimiento como un “mal necesario” ya superado gracias a la
llegada de la expedición pacificadora. Coll y Prat dirá de él que “era un héroe para
destruir, no era un hombre para edificar”, que había garantizado el triunfo de las armas del
rey al tiempo que había sembrado “un cierto espíritu que no podía llamarse sino de vértigo
hasta en aquellos que no parecían dispuestos a él” (306-307). El redactor de la Gaceta de
Caracas considerará a Boves como el reverso de la guerra a muerte bolivariana, pues “solo
el ejército de Boves le había correspondido de un modo, que si cubrió de cadáveres los
campos y los pueblos, le llenó de terror, y aniquiló la sedición”. Al mismo tiempo, Boves
significaba el uso de la fuerza por fuera de la ley, que aunque por una causa justa, podía
amenazar la jerarquía y la subordinación queridas por la Corona. Según dirá el mismo
Díaz, el “ejército expedicionario, tan valiente como generoso, vio con horror aquella
guerra escandalosa [liderada por Boves] contraria a su conducta, principios y religión, [y]
observó constantemente en todas partes y en todas situaciones el derecho de la guerra”
(1829:243).
En efecto, como lo sugiere Díaz, resulta innegable que con el arribo de la expedición
pacificadora, el terror monárquico, como producto de los cambios en la misma guerra,
pasó de ser ejercido en forma más de represalia y de venganza ilegal a ser llevado a cabo
de manera sistemática y legalizada. Con frecuencia, la sangre vertida por los republicanos
después de la llegada de Morillo a la Tierra Firme será justificada como una anticipación
de la victoria definitiva, como un recurso necesario para sentar definitivamente las bases
del “buen orden” y como una respuesta terminante a los “terrores” que desde el inicio de la
revolución habían sembrado los republicanos y que se habían agravado con el continuo
levantamiento de los otrora reconciliados con el rey, aquellos que a la primera oportunidad
pisotearon los juramentos de fidelidad elevados al cielo en medio de lágrimas y súplicas.
En este sentido, la temprana sublevación de Juan Bautista Arismendi en la isla de
Margarita marcó un punto inflexión en la política de Morillo, pues aquel, acusado de
quemar vivos cientos de españoles en Caracas, fue perdonado por el general ibérico a
despecho de lo sugerido por el general Francisco Tomás Morales, quien según Sevilla en
sus Memorias, le advirtió en su momento que todo se trataba de una treta por parte del
venezolano: la “política bondadosa y suave está buena para los tiempos de paz; en los de
guerra se traduce siempre por debilidad y da aliento á los indecisos” (35-38). Arismendi se
rebeló a las primeras de cambio, decretó la muerte de los realistas y mantuvo el dominio
republicano en La Asunción hasta el final (Morillo 1821: 7-8, 28-33) (en Rodríguez Villa
3: 32-33, 36-37). El comentario de Sevilla en esta dirección es contundente y apunta a la
diversidad de políticas sobre el terror que existieron durante todo el momento absolutista:
las “ideas del general Morales eran terribles, por cierto; y aunque estamos muy distantes
153
de complacernos con las escenas sangrientas, tal vez hubiera sido más útil á la misma
humanidad que se hubieran llevado á efecto sin alteración. La amputación de un brazo
muchas veces salva á todo el cuerpo de la muerte” (35-38). De este modo, el presente,
cuando era favorable para los realistas, será visto como el momento oportuno para ajustar
cuentas con el pasado de la guerra a muerte y extinguir el fuego de la infidencia y la
traición: “se acerca el momento de la espiacion. Venezuela clama por la venganza; y la
sangre de los sacrificados, mezclada con los gemidos de las viudas y de los huérfanos, se
eleva como un vapor hasta el cielo y allí pide tu castigo” (Gaceta de Caracas Nº163:10-
XII-1817:1270).
El régimen restaurador, no sin desacuerdo entre sus miembros, se decantó, entonces, por el
espectáculo sangriento de la destrucción de cuerpos y pueblos infidentes, por la
teatralización de la violencia y de la justicia del rey. Fusilamientos, ahorcamientos,
descuartizamientos, paseos infamantes, prisiones en masa, intimidaciones y amenazas de
muerte estuvieron a la orden del día en las ciudades de la Tierra Firme. La
autocomprensión del terror incluye la misma legitimación del poder de castigar del
gobierno real, el reforzamiento de su propia autoridad, la apelación al “estado de
necesidad” y la “fuerza de las circunstancias” y su entendimiento como un “mal necesario”
y como una vía extraordinaria de actuar en conciencia, aunque legalmente, en aras de un
bien superior y de la utilidad de la comunidad política. Las proclamas de Morillo se
encuentran atravesadas por una retórica del castigo efectivo dominada por frases tipo
como: “pagarán éstos [cabecillas] en el cadalso los males que os han causado. Ellos se han
cegado y, despreciando la clemencia del Rey, pagan sus delitos en los suplicios” (Morillo,
en Rodríguez Villa 3: 10, 55, 109). En junio de 1816, por ejemplo, Sámano solicitará
desde Popayán la aprobación del presidente de Quito para “hacer morir en un suplicio al
cura de La Plata”, “pues aunque la política y justicia exigían que fuere esta la más pronta,
las circunstancias y la experiencia de lo mucho que se obra en favor de los criminales”
hacía necesaria su muerte en el cadalso (Signatura: Sig. 9/7665, leg. 22, a), f. 25). El
mismo virrey Montalvo dirá sobre la ejecución de los republicanos de Cartagena que las
“leyes acompañan al deliqüente al cadalso y la “autoridad los envía a servir de público
escarmiento para las novedades de esta naturaleza”: la “notoriedad de sus crímenes, el
derecho de la guerra, y la gravedad de sus atentados me autorizaban para haberles hecho
morir antes, sin dar lugar a tantas formalidades, si no hubiese querido imitar la real
clemencia del más benigno de los Soberanos” (1816).
Al mismo tiempo, se impone la idea de un terror organizado y terapéutico justificado con
firmeza como práctica política en contra de los “cabecillas de la rebelión”, en nombre de la
soberanía del rey mancillada y del imperio de la justicia y el “bien común”, e incluso
mostrado como una inaplazable demanda popular y como un mandato de la misma opinión
pública. En junio de 1817, Enrile escribirá a Madrid que en Santafé “se han castigado lo
más noventa personas, se ha procedido contra ellos después de agotados los recursos de la
154
clemencia, cuando ni se habla del Perú ni de Méjico, en donde se ahorcan á centenares en
el árbol más próximo adonde se aprehenden. Se publica en la Gaceta y se aplaude; siendo
la verdadera causa de esta contradicción la de que los castigados por el General Morillo no
son los pobres seducidos, sino los seductores, y son de las familias primeras de aquellos
países que aspiraban á más altos destinos” (en Rodríguez Villa 3: 317). En idéntico sentido
escribió Sevilla en sus Memorias contrastando la dura actitud de Morillo para con las “más
de cincuenta damas” “de las primeras familias de la capital”, quienes sin resultado rogaron
perdón para sus familiares, y la liberación, pocas horas después, y sin que mediara proceso
judicial alguno, de los “menos favorecidos por la fortuna”, de la “gente rústica, indios y
negros, que ni se daban cuenta por qué se habían batido contra España”. Según dirá el
cronista, “aquella acción fué altamente política, pues causó muy buen efecto en las masas”.
Las actitudes de Morillo, según Sevilla, serán justificadas apelando, en el primer caso, a
“la salud de la patria”, pues “si [en Margarita] en vez de perdón hubiera yo fusilado á
veinte cabecillas, no pesarian sobre mi conciencia los remordimientos que hoy me acosan”
y, en el segundo caso, por las simpatías populares del general ibérico: los recién liberados
eran los “hijos del pueblo, explotados por aquellos ambiciosos que no he querido indultar,
á pesar de tantas súplicas. No tiene culpa el brazo que hiere, sino la cabeza que manda”
(93-96). El mismo Caballero dará cuenta en su Diario de la saña del régimen restaurador
en contra de las “primeras familias”, aunque el primer fusilado por las nuevas autoridades
había sido un miembro de las castas: “arcabucearon a un negrito que se llamaba Manuel
María, por haber tenido una pendencia con un español y haber dicho que era patriota”.
Mientras que cuando comenzaron los fusilamientos, en junio de 1816, el santafereño
escribió, “ya comenzaron a decapitar a los principales y según preludios no quedará
ninguno que no vaya al palo”, cerca de seis meses después de registrar cada una de las
muertes de los “principales” ratificó sus pronósticos: “no hay familia que no tenga que
llorar; no se encuentra un solo hombre que no haya padecido, aun de los afectos a ellos y
que más se han preciado de fieles realistas” (214, 216, 224). Según podemos leer sobre la
ejecución de José María Carbonell, uno de los protagonistas de los sucesos del 20 de julio
de 1810:
Llegó a la Plazuela de Jaime, donde se ejecutó el cruel martirio de este joven. Hizo al
pie del suplicio una plática que enterneció a toda criatura, menos a sus enemigos. Dijo
que guardasen los mandamientos; que temiesen a la justicia divina; que no pensasen
que aquel día era infeliz para él sino el más dichoso de toda su vida, por haberle Dios
concedido el arrepentimiento de sus pecados; exhortó a la obediencia de las potestades
legítimas y que escarmentasen en él, con otras cosas dignas de grabarse en láminas de
bronce y mármol; pidió perdón y perdonó a todos, y cuando el verdugo le pidió perdón,
dijo: “Yo te perdono de corazón, que tú no tienes la culpa”. En fin, dio muchas
muestras de su salvación. Lo soltó el verdugo y lo dejó penar, que fue menester que un
soldado le tirase un balazo (216-217).
155
Tiempo después de estos hechos, Morillo debió responder ante las imputaciones que
Antonio Nariño, bajo el seudónimo de Enrique Somoyar, hizo ante la opinión pública
gaditana señalándolo como el principal responsable del terror monárquico en la Tierra
Firme –que sintetizarán bien las críticas de españoles y americanos, realistas y
republicanos, hacia el dominio del general ibérico y que tendrán tanta fortuna en la
historiografía de las independencias americanas, como ya vimos–. Según el santafereño,
los asesinatos judiciales y los destierros masivos decretados por la impolítica de Morillo
solo habían conseguido “hacer más patriotas”: “en la capital se hicieron morir a todos los
vecinos ilustres en distintos puntos de ella por espacio de nueve meses, para que toda la
ciudad quedase regada con sangre de rebeldes” (Correo del Orinoco Nº79:9-IX-
1820:s.n). La virulencia del ataque de Nariño fue de tal trascendencia que Morillo, todavía
en Venezuela, escribió al ministro de guerra pidiendo, una vez más, su relevo del mando, y
publicó su conocido Manifiesto, donde se esforzó por justificar sus determinaciones con
respecto al terror: de las ejecuciones y de los castigos impuestos a los rebeldes; de los
indultos otorgados a cientos de americanos; de las contribuciones económicas impuestas a
las “primeras familias” y de la administración de esos recursos. Al mismo tiempo hizo
énfasis en todos los medios de reconciliación que había empleado con los insurgentes
antes de apelar al cadalso y en los cuidadosos procedimientos legales una vez en los
juicios y en las ejecuciones. La justificación del terror monárquico quedaba servida. La
ley, no ningún hombre, había segado la vida de los rebeldes. Los magistrados, ya no tanto
como prolongación del poder del rey sino como agentes de la ley inexorable, habían
administrado justicia: la “sangre inocente de tantos que habían sacrificado á su ambición y
á sus pasiones, pedía venganza; sus horrendos crímenes pedian justicia, y la ley los
condenó: la ley aplicada por un tribunal legalmente constituido. Ahí existen sus causas:
ellas dirán si yo engaño á la nación” (1821: 20-21) (en Rodríguez Villa 4: 211-213, 235-
242).
En cualquier caso, los monárquicos, acusados hasta al final por la prensa republicana de
sembrar la barbarie y la crueldad en la Tierra Firme, responderán subestimando tales
acusaciones y haciendo del terror algo esencialmente republicano. Si estos, como se
quejaba el gobernador Torres, “nada dicen de la quema de hombres vivos en La Guaira;
callan los horrorosos asesinatos de Margarita, en justo agradecimiento al perdón absoluto
concedido por el Gral. Morillo; corren un espeso velo sobre el de la Inquisición de esta
plaza; y últimamente encubren cuál ha sido el destino de los desgraciados gefes de la 3ª
División, prisioneros de la batalla de Boyacá” los monárquicos tomarán sin demora la
palabra para ilustrar al público (AGI, Santafé, leg. 1017, s.f.). Así, una vez los ejércitos
bolivarianos entraron en Santafé en agosto de 1819, la Gaceta de Caracas informará a sus
lectores que los “coroneles Barreiro y Gimenez, los tenientes coroneles Plá y Figueroa, y
un gran número de oficiales, la mayor parte americanos, y de paisanos adictos á la causa
del Rey, eclesiásticos, abogados y de todas clases han sido sucesivamente degollados por
órden de Simón Bolívar, habiendo día de 40 ejecuciones” (Nº287:26-I-1819:2217).
156
Aunque hoy en día sabemos que fueron en total 39 ajusticiados, que no había eclesiásticos
y que la orden fue dada por Santander, el entonces vicepresidente de Cundinamarca, debió
justificar la legitimidad de aquellos fusilamientos.
Este episodio de terror republicano, tan sustancial cuanto más ejemplarizante, consagraba
la ruptura definitiva de las amarras del otrora Nuevo Reino de Granada con España. Según
dirá Santander, frente a un gobierno antiguo como la monarquía hispánica, cimentado por
lazos de sangre y por una historia común, y cuya “solidez la ha recibido del tiempo”, un
gobierno nuevo como la república “necesita de la mayor vigilancia, de una actividad
infatigable, y sobre todo necesita mucho de hacerse temer”, pues “no hay sistema alguno
tan generalmente reconocido, que no tenga en contra envegecidos errores, intereses
particulares, y mil relaciones, que se formaron entre Pueblos, que por largos siglos
formaron una sola Nación”. El sacrificio ritual de los enemigos de la república debía
“hacer que el Gobierno inspirase confianza á los amigos, temor á sus contrarios y respeto á
todo el Mundo” (1820: 6). La justificación de este episodio sangriento, antes que apelar la
venganza por los excesos de los monárquicos, que Santander no se privará de enumerar, no
era otra que aquella que hará carrera hasta nuestros días: la “salud del Estado” y “el
imperio de la necesidad, y no una inconciderada precipitación, la virtud, y no las pasiones,
fueron quienes pusieron en mis manos la espada de la justicia para castigar estos
criminales y prevenir el efecto de sus maquinaciones” (1820:7). Así, mientras que el terror
monárquico pretendía anunciar la victoria de las armas del rey, este episodio en el centro
simbólico de la Tierra Firme precedía su completa derrota y aceleraba el advenimiento de
la república. Ante un pueblo aún vacilante, el castigo ejemplarizante de “los españoles” –
aunque cerca de la mitad eran americanos–, si hemos de creer a Santander, cimentó la
opinión pública en favor de las nuevas autoridades y, lo más importante, sí consagró la
victoria que prometía:
La existencia de la República, su seguridad, era incompatible con la existencia de tales
hombres: era menester, que muriesen, ó que el Estado quedase espuesto á un transtorno
inevitable: el menor riesgo hubiera justificado este hecho á la vista de todo hombre
sensato: aquí los peligros eran evidentes. ¡Qué diferencia no se notó generalmente en el
Pueblo de Cundinamarca después de esta egecucion! Todos los buenos patriotas
respiraron al verse libres de estos hombres, como si hubiesen sido aliviados de una
enorme carga. El espíritu público se reanimó visiblemente; hombres, que estaban
retirados en sus casas sin querer tomar parte en las cosas públicas, se les vió salir a
ofrecer sus servicios, y sus intereses, á formar una sola causa con sus conciudadanos
(1820:6).
157
Conclusiones
El sol ya no brilla en el imperio…
Nuestra España que se gloriaba de ser un imperio en que jamás moría el sol…
Juan Manuel García Tejada del Castillo. Representación al Rey (1825).
Ellos no quieren ser españoles, así lo han dicho altamente desde que proclamaron la independencia, así lo
han sostenido sin desmentir jamás su opinión en ninguna circunstancia ni vicisitud de la Península, esto
repiten ahora sin dejar las armas de la mano, lo repetirán siempre, y sea cual fuere nuestra conducta y
nuestro Gobierno, la absoluta independencia ó la guerra es el solo arbitrio que nos dejan á escoger.
Pablo Morillo. Representación al Ministro de la Gobernación de Ultramar (1820).
En el verano de 1825, Juan Manuel García Tejada del Castillo, desde su exilio en Madrid,
escribió al monarca un conjunto entusiasta de planes para “recobrar los inmensos y ricos
territorios de la Costa Firme”. Como ya era usual en esta clase de relaciones, el clérigo
santafereño comenzaba con un breve repaso de la historia de la cada vez más dilatada
crisis de la monarquía hispánica en la Tierra Firme, desde la invasión napoleónica hasta
los fastos de la recién fundada República de Colombia. A renglón seguido, enlistaba un
conjunto de medidas políticas, económicas y militares fundamentales para llevar a cabo
esta nueva pacificación, ponía de relieve la importancia de mantener el dominio hispánico
en Cuba para garantizar el éxito de sus proyectos y denunciaba con encono la “reprobada
conducta política” de los monárquicos liberales, encabezados por el gobernador de
Cartagena, Gabriel de Torres y Velasco. García Tejada estaba convencido de la
infalibilidad de sus planes, pues alegaba conocer la verdadera “opinión de los pueblos del
continente americano meridional” y la mentira de la “majestuosa marcha del sistema de
independencia colombiana”. A sus ojos, resultaba indudable que “nosotros tenemos en
favor de nuestra demanda la Justicia de la causa del Rey”, la “cooperacion de una gran
parte de los habitantes de aquellos países” y la “influencia que en ellos tiene la religion, el
lenguaje y las españolas costumbres en que han sido educados”. Así pues, era el momento
oportuno para intervenir, resultaba evidente ya la erosión de la unión grancolombiana
producto de la “divergencia de partidos en que se hallan empeñados”, los “vicios que
degradan á sus funcionarios”, la “repugnancia con que sufren los Peruanos la dominacion
de Colombia”, el “terror que inspiran á los blancos en Venezuela, los negros zambos y
mulatos” y el “tono y maneras despoticas que usan los extranjeros, especialmente ingleses
que sirven á sueldo de aquella república” (AGI, Estado 19, Número 122, s.f.).
Los papeles enviados por García Tejada a la corte madrileña ponen sobre la mesa dos
aspectos fundamentales para los propósitos de estas reflexiones finales. Por un lado, el
vigor renovado de las expectativas de los monárquicos por una nueva restauración del
orden hispánico con motivo del eminente colapso colombiano. No podemos afirmar que
estas perspectivas fueran producto de mera tozudez política pues esta clase de documentos
a menudo se constituyen en auténticos proyectos políticos, que además de incluir todo tipo
158
de diagnósticos y planes de acción para mantener la unión hispánica, revelan un
conocimiento juicioso de la geopolítica del momento. Por otro lado, este tipo de papeles
evidencian los esfuerzos por historizar el momento absolutista y por comenzar a explicar
el ocaso del dominio hispánico en América. En este sentido, García Tejada no se privará
de enumerar los “errores impolíticos” cometidos por el régimen restaurador en la Tierra
Firme. Las “sabias y benéficas prevenciones” del rey habían sido desatendidas por los
principales hombres del gobierno, “adoptaronse por el contrario medidas dictadas por el
espíritu de imprudencia y de error”. Por una parte, el accionar de Morillo había
desconocido los esfuerzos llevados a cabo por los realistas durante las primeras repúblicas
con el objetivo de fijar la opinión pública en favor del gobierno del rey y había alterado el
precario equilibrio político conseguido antes de su arribo a las costas venezolanas: las
tropas existentes “fueron disueltas y tratadas con el mayor desprecio”; se decretaron
“odiosos sequestros” y todo tipo cargas y pechos sobre los pueblos, mientras “que el
Egercito se detuvo 106 dias en el sitio de Cartagena, entrada al Reino, y casi seis meses en
los procesos y execuciones sangrientas en Santafé”. Como si fuera poco, el virrey Sámano
“cobarde y precipitadamente” se dio a la huida “solo a la noticia de haber sido dispersada
nuestra tercera division en Boyacá”, al tiempo que el gobernador de Cartagena se hizo al
mando de manera ilegítima, proclamó la Constitución gaditana y comenzó una política de
persecución en contra de los “verdaderos realistas”. De este modo, para el clérigo
santafereño, el derrumbe de la autoridad real en la Tierra Firme había sido obra en buena
medida de los mismos realistas, de su incapacidad para fijar la opinión pública en favor del
gobierno del rey, de ganar los corazones para España: “cuan duro és que el mismo remedio
preparado por una mano paternal para curar los males del Estado, haya servido para
agravarlos de modo tan sensible” (AGI, Estado 19, N 122, s.f.).
Por supuesto, García Tejada no fue el único en aventurar un diagnóstico sobre lo sucedido.
Para los realistas, especialmente para los más afectos al proyecto absolutista, además de
los desatinos del gobierno del rey, dos factores serán fundamentales para explicar el fin de
la unión hispánica. Por un lado, la proclamación de la Constitución de Cádiz en enero de
1820 y la orden impartida por el nuevo gobierno liberal de comenzar la negociación de un
armisticio con los republicanos habían dejado sin legitimidad los esfuerzos llevados a cabo
hasta el momento por el régimen restaurador. Los principios políticos tantas veces
anatematizados durante el momento absolutista ahora eran enarbolados por el gobierno
constitucional. Según dirá José Domingo Díaz en sus Recuerdos de la rebelión de
Caracas, “aquel funesto gobierno perdió a mi patria, y nos envolvió en sus ruinas”, pues
“hizo desaparecer todos los principios del orden” y “de aquel gobierno que la experiencia
de tres siglos había enseñado ser el solo capaz de conservarlos en paz y hacerlos felices”
(1829: 240-241). Por otro lado, para algunos realistas, para los más “desengañados por la
experiencia”, resultaba evidente, aunque difícil de precisar, la existencia de una
“nacionalidad americana” construida en oposición a España y fraguada durante las guerras,
que si bien no prefiguraba la unión grancolombiana o avalaba necesariamente la existencia
159
de una nación neogranadina o de una nación venezolana escindidas de la nación española,
sí había sido fundamental en el devenir de los acontecimientos. Según escribió Pablo
Morillo al ministro de la Gobernación de Ultramar en julio de 1820: “es un delirio, á mi
entender, persuadirse que esta parte de la América quiera unirse á ese hemisferio”, pues la
“guerra sostenida en estos países contra el Gobierno español, no ha tenido por objeto
mejorar su sistema, ni reclamar los principios liberales que ahora nos dirigen, sino la
emancipación y absoluta independencia, llevando el odio y el encono tanto a la nación
como al Gobierno, hasta el extremo de quitar las denominaciones castellanas por subsistir
nombres indios, como llamar Cundinamarca al Nuevo Reino de Granada; Bogotá á Santa
Fe, y otros semejantes” (en Rodríguez Villa 4: 205-208).
Al igual que estos y otros realistas en su momento, los historiadores contemporáneos han
intentado explicar el fin de la empresa restauradora en la Tierra Firme a partir de una
compleja aritmética política. El catálogo de explicaciones siempre ha sido amplio y
polémico. Según Juan Friede, uno de los primeros que se esforzó por comprender las
independencias americanas desde la perspectiva de los monárquicos, la difícil situación de
la Península en términos políticos, sociales y económicos; las sendas disputas internas
entre los realistas sobre cómo llevar a cabo la empresa restauradora, en muchos casos
motivadas por diferencias ideológicas y animosidades personales; y un contexto
internacional favorable a las emancipaciones americanas maduraron el fin del dominio
hispánico en la Tierra Firme (1979 [1972]: 11-25). Diez años después que Friede, el
profesor Timothy Anna dirá que la “disfunción sistemática” del gobierno hispánico,
primero absolutista y luego liberal, impidió la restauración monárquica en América, pues
“dejaron de funcionar los mecanismos gubernamentales, las decisiones políticas, la
transmisión de informaciones y la creación de un consenso en el Estado español”, así, “en
estas circunstancias, una política universal aplicable a América, concebida lógicamente y
aplicada en forma coherente, vino a ser una absoluta imposibilidad” (1986 [1983]: 9-16).
En un sentido similar se expresará la historiadora Rebecca Earle en su análisis más
reciente sobre el caso neogranadino: la “incoherencia ideológica” de los realistas, la
incapacidad para reconstruir la economía sin acudir a grandes cargas tributarias sobre los
pueblos y los altos costos de la guerra, sumados a la ausencia de “estrategias coherentes”,
la imposición de “políticas contradictorias” y la falta de voluntad política por parte de la
metrópoli se constituyen “en sí en una ilustración del fracaso de España como poder
colonial” (2014 [2001]).
La diferencia fundamental entre las aproximaciones de García Tejada y otros realistas y las
de los historiadores contemporáneos quizá estriba en que para los primeros el fin del
gobierno del rey en la Tierra Firme era un revés momentáneo, no era historia ya
consumada, mientras que para los segundos, se trataba de un proyecto político condenado
de antemano al fracaso y en efecto fracasado, pues ya todos conocemos lo sucedido
después de que estos acontecimientos se convirtieron en historia fundante de las nuevas
160
naciones. Las elaboraciones políticas de los monárquicos, los esfuerzos para salvaguardar
la unión hispánica y todo el momento absolutista son explicados en retrospectiva y son
perfilados a partir de la inevitabilidad de las independencias americanas, la supuesta
tendencia histórica efectiva hacia la emancipación y la adopción de regímenes
republicanos en la región. La historia del gobierno del rey durante el momento absolutista
no es más que el relato de una seguidilla de errores en el ejercicio del poder político, de
malos entendidos institucionales y de imprecisiones conceptuales, siempre contrastados
con un deber ser sobre la política y sobre el desarrollo de los acontecimientos que marra
las posibilidades de comprensión. Se trata de una perspectiva normativa que sitúa a los
historiadores contemporáneos en el lugar de la verdad, pues estos parecen ser los únicos
conocedores de las claves necesarias para evitar el naufragio del régimen restaurador en la
Tierra Firme. Esta mirada se encuentra tan presente en los estudios sobre el periodo que el
mismo Anna no tiene ningún empacho en afirmar que su estudio sobre el “fracaso de
España” “podría llevar el subtítulo de “Lecciones acerca de cómo se pierde un Imperio”
(1986 [1983]:15).
Estos estudios parten, así, de un supuesto nunca explicitado, pero omnipresente en sus
páginas: la posibilidad de la completa correspondencia entre los modelos teóricos, los
marcos institucionales y las maneras de entender y ejercer la política por parte de los
actores históricos. El problema de la legitimidad del orden monárquico remite en estos
trabajos, entonces, a un plano netamente empírico, a las condiciones fácticas de su
imposible resolución o al desfase entre las ideas y las realidades de la Tierra Firme. Por
supuesto, no se trata de negar que los factores analizados por estas y otras obras
fundamentales desempeñaron un papel fundamental a la hora de definir la suerte del
gobierno real en estas tierras. Sin embargo, esta investigación ha querido poner el énfasis
en los “factores internos” que condicionaron la reinvención de la legitimidad monárquica
durante el periodo. El proyecto absolutista, como todo proyecto político, era un proyecto
precario, en el sentido en que estaba atravesado desde dentro por una tenaz incertidumbre
con respecto a las expectativas de futuro. La imperiosa necesidad de reconstruir la
legitimidad del orden monárquico; las dinámicas inciertas de la guerra y la posterior
supremacía incontestable de las armas rebeldes en los campos de batalla; y quizá más
importante, la robustez política de los proyectos de sociedad que fueron capaces de
competir con más éxito por la legitimidad, y que hicieron de la república la forma de
comprensión más adecuada de las realidades americanas, signaron la precariedad de la
restauración monárquica. Sin embargo, una vez reconocida esta precariedad manifiesta, así
entendida por los mismos contemporáneos, es necesario poner entre paréntesis nuestras
certezas presentes sobre el fin del gobierno real en la Tierra Firme, trascender la cuestión
de la factibilidad del régimen restaurador y dislocar estas visiones marcadamente
teleológicas para comprender la cuestión de la reinvención de la legitimidad del orden
monárquico durante el momento absolutista.
161
Este trabajo ha procurado poner de presente la potencia de los esfuerzos monárquicos por
reconstruir la legitimidad del gobierno del rey durante el momento absolutista, por
mostrarlos como elaboraciones políticas que no estaban condenadas de antemano al
fracaso y que por el contrario se abrían a múltiples posibilidades de futuro con pleno
derecho. He tratado de entender cómo el resquebrajado edificio de la legitimidad
monárquica intenta rehacer sus cimientos conceptuales, pero también cómo intenta, al
mismo tiempo, responder ante los amplios cuestionamientos de los republicanos sobre el
origen, los fines y los modos del ejercicio del poder monárquico durante los trescientos
años de dominación ibérica. No es otra cosa que un esfuerzo de comprensión de cómo los
realistas imaginaron su pertenencia a la comunidad política y su lugar en la sociedad y en
la historia, al tiempo que hicieron de la fidelidad al rey, por medio de las armas y las letras,
la fuerza primera para reconstruir el orden político. He tratado de reconstruir la lógica
interna de los principios políticos esgrimidos por los monárquicos y de mostrar la
versatilidad de los discursos y prácticas con los que pretendió legitimarse la dominación
hispánica en la Tierra Firme. La restauración monárquica no puede seguir siendo leída
únicamente a partir de la violencia ejercida por el régimen restaurador, pues también fue
una respuesta creativa a una crisis de legitimidad de dimensiones colosales. El énfasis
exclusivo en la violencia ha eclipsado todo lo que esta empresa tuvo de imaginación
política y la manera en que se intentó responder a un conjunto de problemáticas que se
habían ido reformulando durante toda la crisis monárquica sobre el origen de la autoridad
pública, la organización de la comunidad política, el lugar de los sujetos en el orden
político, las formas de ejercicio del poder y los derroteros de la asociación comunal.
Al mismo tiempo, esta investigación ha privilegiado una exploración conceptual que da
cuenta de cómo las problemáticas enfrentadas por el gobierno del rey en la Tierra Firme
van más allá de la cuestión del medio material en que se despliegan y se incardinan en el
mismo plano conceptual que condiciona su desarrollo. Precisamente, es en los intersticios
de las “incoherencias” políticas, de las “disfunciones” institucionales y en el espacio del
disenso que existirá el juego propiamente político durante la restauración monárquica. Si
queremos recuperar la historicidad propia de este momento histórico debemos empezar por
reconocer que las ambigüedades conceptuales participaron de la esencia del gobierno del
rey y que antes que constituirse en su mera circunstancia externa, en una mera anomalía a
solucionar, fueron una dimensión constitutiva suya. El proceso de construcción de
significado político llevado a cabo por los realistas implicó un desplazamiento
fundamental con respecto a las coordenadas de enunciación de los discursos públicos
durante el momento absolutista. El gobierno del rey, para apuntalar su dominio político,
necesitaba presentar y representar públicamente el deber ser de la política y también su no
deber ser y defenderlo en el terreno de la opinión pública. En términos generales, en esta
defensa la legitimidad del orden monárquico aparece atada a las evidencias de la
trascendencia, a las referencias absolutas e inmutables de Dios y la ley natural, y quizá
más importante, a la experiencia histórica de trescientos años de unidad hispánica. Se
162
trataba de un orden corporativo investido de sacralidad, fundado en el derecho divino de
los reyes, en el poder de las leyes fundamentales del reino y en los principios de
subordinación y jerarquía. La monarquía hispánica era imaginada como una comunidad
política natural y perfecta, una comunidad de pueblos, reinos y cuerpos unida por vínculos
morales, religiosos, jurídicos, históricos y de sangre, vertebrada alrededor de la religión
católica y la fidelidad al rey. El origen de las “dos Españas” se remitía a la conquista de los
nativos americanos y a la labor evangelizadora y civilizadora de los peninsulares en
América, mientras que los sujetos de esta historia de tres siglos no eran otros que el rey y
sus vasallos de ambos mundos: la nación española asentada en un mismo régimen de
historicidad. Así, los monárquicos se esforzarán por demostrar, hasta cierto punto, la
continuidad entre el pasado de unidad hispánica y el momento absolutista con el objetivo
de mostrar algún tipo de permanencia de lo ya conocido en medio de desgarradoras
rupturas, ofrecer algunas certezas sobre el futuro y mantener reflotada la identidad
erosionada del nosotros hispánico. Esta presentación permitió no solo la afirmación de las
maneras antiguas de entender el mundo político y la reelaboración de la tradición sino
también la introducción de novedades intelectuales ajenas al universo anterior a la crisis de
la monarquía hispánica en la Tierra Firme.
En efecto, este complejo nudo teológico-político puesto en un nuevo horizonte discursivo
durante el momento absolutista adquirió una dinámica diferente de la que tenía en el orden
antiguo y se verá minado en sus propios cimientos conceptuales, pues el reconocimiento
por parte de los monárquicos del poder de la opinión pública para gobernar con acierto,
operará un debilitamiento de la figura real como encarnación de la unidad del cuerpo
político. La anuencia de los pueblos, que ya era un elemento fundamental para actualizar el
pacto entre el rey y sus vasallos por medio del juramento real, ahora zanjaba la cuestión de
la legitimidad del orden monárquico. El gobierno del rey, que se quería un mandato
trascendente para la época, debía legitimarse, al igual que los gobiernos republicanos, a
partir de la opinión, un imperio político, siempre en disputa. Las premisas de la soberanía
del rey, que ahora aparecía como un constructo colectivo que ya no podía estar dado de
antemano, eran disputables. El funcionamiento del régimen restaurador presupone la
opinión pública como principio político, como medio estratégico y como capital simbólico
para gobernar con legitimidad. Ahora esta debía procurar la obediencia al monarca al
tiempo que mantener las certidumbres trascendentes del orden monárquico con respecto al
origen, los fines y los modos de representación del poder del rey, certidumbres que no
hacen otra cosa más que diluirse cada vez que son puestas en discusión en el debate
público autorizado por la misma opinión pública. El orden monárquico quedó, así,
atravesado por una singular ambigüedad: se trataba de un orden trascendente incapaz de
garantizar sus propias certezas y condenado a buscar la promesa de la estabilidad por
medios inmanentes y finitos. La comunidad política cada vez necesitaba menos del rey y
más de la opinión pública para imaginarse como una comunidad moral, al tiempo que esta
ya no aparece más como clausurada en sí misma sino como capaz de redefinir sus
163
derroteros en el marco de un inmenso campo de posibilidades y en medio de una
cohabitación inestable y conflictiva de imágenes y discursos sobre la forma concreta de
organizar el gobierno, legitimar el dominio político y captar la adhesión de los integrantes
del cuerpo político.
La restauración monárquica es un momento histórico en que los arreglos político-jurídicos
y los esquemas de legitimidad de la sociedad se desgajan y se ven abocados a un profundo
reordenamiento. La manifestación explícita de tales principios, el enfrentamiento de las
propias aporías de la política monárquica, implicará para los realistas el reconocimiento
del mundo político como un campo de acción en buena medida dependiente de la voluntad
humana, así a menudo se asiente sobre un fuerte sustrato providencialista. Los realistas y
los republicanos vivían en un mundo que había sufrido cambios políticos fundamentales;
habían perdido ya todas las garantías trascendentes de su accionar después de la ruptura
formal con el antiguo régimen y la construcción de nuevos órdenes políticos en la región.
Las nuevas temporalidades en pugna, las innovaciones conceptuales y las
transformaciones en las superficies de elaboración de la comunidad política se constituyen
en síntomas y experiencias de la erosión de las antiguas modalidades de dominio y de las
formas de legitimidad previamente aceptables. Así pues, el régimen restaurador fue capaz
de restablecer la autoridad del gobierno del rey en la Tierra Firme pero no pudo detener el
desquiciamiento de los fundamentos de la legitimidad del orden monárquico. El momento
absolutista da cuenta de la creciente fuerza del torrente de la opinión pública como nueva
instancia suprema, como escenario natural de la política. No es casualidad que los
Tratados de Trujillo, suscritos en noviembre de 1820 por los gobiernos de España y
Colombia para regularizar la guerra “conforme a las leyes de las naciones cultas”,
señalaran como origen del conflicto las disputas de opinión: “originándose esta guerra de
la diferencia de opiniones” (Gaceta de Caracas Nº19:6-XII-1820:97). La disputa de la
emancipación es entonces una disputa por erigirse en el sujeto de la opinión pública,
piedra de toque de todo orden posible en la Tierra Firme. Los Tratados de Trujillo, al igual
que muchos otros documentos del periodo, reconocerán la entronización del público como
nuevo titular de la política y la pérdida del único referente de legitimidad trascendente en
la política americana, la figura real.
De este modo, la monarquía hispánica, imaginada aún como una comunidad política
natural, se verá confrontada con su propia finitud temporal, con la erosión definitiva de sus
fundamentos de legitimidad, arrastrada por las cada vez más ciertas perspectivas del
gobierno republicano. Los derroteros de una sociedad que no pudo ser más, que prometían
un nuevo siglo de oro y un nuevo país de Cucaña para toda la monarquía hispánica, se
trocaron en pronósticos pesimistas que si bien apuntaban a los problemas fundamentales
que debieron enfrentar los republicanos a lo largo de todo el siglo no por ello resultaban
exentos de un fatalismo irredimible: la fundación de una república de ciudadanos virtuosos
sobre las cenizas de un reino de vasallos; el relevo definitivo del monarca español como
164
detentador de la soberanía y la construcción de un pueblo a partir de “muchos pueblos
reunidos” para que ocupe su lugar; el gobierno de un territorio inmenso apenas habitado y
apenas conocido y caracterizado por una extraordinaria heterogeneidad racial y por la
existencia de clases diversas dominadas por intereses contradictorios. Para los realistas, al
abrir las puertas de la política, los republicanos habían desatado las furias de los abismos
que habrían de refundir para siempre las certezas del mundo político, frustrando así la
posibilidad de construir cualquier arreglo político duradero en la Tierra Firme, pues como
afirmó Díaz desde su exilio madrileño en 1829, “no era posible romper los lazos de la
naturaleza y de la sociedad, sin arrastrar tras de sí la ruina de todos”. Ante el inminente
desplome de Colombia, los republicanos ahora comprobaban en carne propia que separar
los dos hemisferios españoles no era otra cosa que entrar en un mundo de opacidades:
“arrojar á la nada” la historia y las tradiciones de tres siglos; “separar los padres de los
hijos, y los hermanos de los hermanos”; “destruir el equilibrio que una fuerza moral
conservaba entre las diversas razas” y “condenarlo á la anarquía y á su destrucción: abrir,
en fin, el abismo”. Los pueblos de la Tierra Firme se encontraban al borde de la disolución
última, solo quedaban “reliquias de lo que fueron en medio del incendio universal” y la
“guerra de colores” amenazaba con destruirlo todo, pues “reunir los criollos á su causa á
los indígenas, á los negros, á los mulatos y á los mestizos es mas dificil de lo que se
piensa” (en Jonama, 221, 8). Así, azuzando el fantasma del caos sempiterno y de la guerra
fratricida, de la división y de la discordia que habrían de sobrevivir a las revoluciones
hispánicas, terminaba el momento absolutista. Como afirmó García Tejada, con la
impugnación del principio monárquico como modo legítimo para organizar la comunidad
política y con la proclamación de la independencia absoluta de España, el sol dejaba de
brillar en el conjunto de la monarquía hispánica; ahora alumbraba el curso incierto de la
política de las nuevas repúblicas independientes, arrojada, como estaba, al imperio del
disenso, de la vasta infinitud de los argumentos.
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de esta Provincia, vice patrón real y subdelegado de la reales rentas y de la de correos
por S.M.: a los vecinos y moradores, estantes y habitantes de esta capital y demás
ciudadanos y lugares de la comprehención de este gobierno y a todos los jueces reales de
qualquiera clase que sean. Popayán: por Castellanos Impresor del Gobierno, 1817.
Talavera, Mariano de. Sermón que en la solemne festividad que se hizo a la Santísima
Virgen del Carmen por el feliz éxito del Real Indulto, dijo en la Iglesia Metropolitana el
día 28 de septiembre el dr. don Mariano de Talavera, presbítero, examinador sinodal del
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