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Colección

C ARRASCALEJO DE LA J ARA 

Las direcciones filosóficas de lacultura argentina

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 José Ingenieros

Las direcciones filo-

sóficas de la culturaargentina

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Colección: Carrascalejo de la Jara© El Cid Editor S.A.

 Juan de Garay 29223000-Santa Fe Argentina Telefax: 54 342 458-4643

ISBN 1-4135-2634-9

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ÍNDICE

EL SENTIDO FILOSÓFICO DE LA ARGENTINIDAD .............................................. 7 

LA MENTALIDAD HISPANOCOLONIAL .13 

EL ENCICLOPEDISMO Y LAREVOLUCIÓN ARGENTINA......................28 

LA POLÍTICA LIBERAL Y ELIDEOLOGISMO FILOSÓFICO ...................59 

LA RESTAURACIÓN CONSERVADORA YEL ROMANTICISMO SOCIAL.....................96 

LA ORGANIZACIÓN NACIONAL Y LAEDUCACIÓN POSITIVISTA......................118 

PRIMERAS MANIFESTACIONES DE UNAFILOSOFÍA CIENTÍFICA............................136 

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EL SENTIDO FILOSÓFICO DE LA ARGENTINIDAD

Cuando nuestra raza llegue a contar en suhistoria intelectual un filósofo -platónico y artis-ta como Emerson, o aristotélico y cientista comoSpencer, habrá en su doctrina, a no dudarlo,algo nuevo y autóctono: La <argentinidad>.No quiere esto, decir que todo pueda ser origi-nal en la obra de un verdadero filosofo; la con-cepción sintética de la naturaleza en que vivi-mos y la elaboración de ideales humanos comoresultado último de nuestra experiencia, es una

obra de progresiva integración. Pero cada filóso-fo y cada raza, al constituir su mentalidad pro-pia, orienta en sentidos nuevos la común sabi-duría de su evo. Por eso decimos: la «argentini-dad» es el sentido nuevo que la raza naciente enesta parte de él mundo podrá imprimir a la

experiencia y a los ideales humanos.

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La nacionalidad argentina se está constitu-yendo como producto de causas distintas de las

que determinaron la formación de las nacionesorientales y europeas: otro es el medio y otra esla amalgama inicial. La naturaleza, los elemen-tos étnicos refundidos en nueva raza, los oríge-nes de su cultura, la evolución de los ideales direc-tivos, todo lo que converge a caracterizar una

mentalidad nacional, difiere en mucha parte delos modelos conocidos. Por eso la renovaciónde las ideas generales incesante en la humani-dad, aunque distinta en cada punto del espacioo momento del tiempo- se operará entre noso-tros con diversos ritmos y acentos que en lasnaciones formadas o dirigidas por tradiciones queno son las nuestras.

No implica ello que la Argentina carezcade tradición cultura; significa que la existentees pequeña. Y si esto puede ser motivo parano envanecemos del pasado, como acostum-bran sin esperanza de porvenir, bien podría

serlo de regocijo si advirtiéramos que nuestraexigua tradición es de óptimo presagio para unmañana inminente. Nos faltan el ancla de lasmalas rutinas y el vicio teológico medieval, quepesan tanto como honran a las naciones queestán por cerrar su ciclo en la historia humana;

tenemos, nosotros, el pie ligero para encamina-

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mos hacia eras nuevas y ocupar un puesto deavanzada en la cultura humana, que los siglos

renuevan sin descanso.No tendremos el trabajo de olvidar que es

lucha agotadora para los que viven del recuerdo.De la experiencia contemporánea tomaremos loque sirva, todo lo que sirva, sin lástima cual-quiera filtración medieval que la contradiga; lo

que sea futuro, en el mundo de la experiencia ydel ideal, podremos sembrarlo en nuestra virgenmentalidad argentina, libre de errores heredita-rios que en nombre de ideales muertos nosimpidan entregarnos a ideales vivos.

Cuando esa hora llegue -que llegará, enaños o en siglos- nuestra nacionalidad tendrá unpensamiento propio e inconfundible. Y será sufilósofo aquel genio que sepa expresar en fór-mulas nuestro sentido nuevo para plantear losproblemas que en otros tiempos y en otrasrazas constituyeron el contenido de toda filoso-fía: De la experiencia argentina, matiz diferen-

ciado dentro de la común experiencia humana,saldrá ideas e ideal que constituirán una filosofíaargentina.

La experiencia no se improvisa, ni puedenimprovisarse sus conclusiones. La formaciónde ideas generales, en una raza o en un filósofo,

es el resultado natural de una experiencia pro-

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gresivamente adquirida; ella pone sus bases: en laobservación y el experimento, que han permitido

la constitución de las ciencias de la naturaleza,desde que el pensamiento de los renacentistasse emancipó del dogmatismo teológico. Losideales -faros de toda evolución cultural- sonanticipaciones hipotéticas sobre los resultadosde la experiencia venidera, tanto más legítimos

y eficaces cuanto mayor es su fundamento enla presente. Un ideal un esfuerzo imaginativohacia la perfección y ésta es aquella parte delpresente que sobrevive para seguir evolucio-nando en el porvenir.

Cuanto mayor es la actual experiencia lógi-ca, más segura será la tabla ideal de valores queoriente las creencias del individuo y las

 verdades de la cultura colectiva; la máshonda experiencia moral contribuirá mejor aladvenimiento de la dignidad en el hombre y lajusticia en la nación; una mayor vastedad de laexperiencia estética pondrá emociones más du-

raderas en la belleza que el artista forja y au-mentará la armonía que sienten las razas de-ntro de su naturaleza. La legitimidad de esosideales, para los Individuos y para las socieda-des, mídese al fin por su correlación con la reali-dad futura, que es perfección de la presente.

En un nuevo sistema, que diríamos <idealis-

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mo experimental>, la experiencia sería el fun-damento de los ideales que la exceden y por

ella se medirían los nuevos valores lógicos,estéticos y morales.

La cultura global de la humanidad varía desiglo en siglo, emigrando de clima en clima y deraza en raza. Los problemas básicos de la filoso-fía son hablados, por cada época, en un idioma

nuevo. Las razas viejas y sus filósofos tienen yasu, idioma hecho rutina y siguen pensando en él;las nuevas, que aún no tienen definido unopropio, aprenden el de su época, el nuevo. Y enla continuidad de la reflexión humana sobre, losgrandes problemas que exceden a la experiencia,las razas viejas que no consiguen aprender el verbo nuevo -y si lo hablan no dejan de con-servar el acento originario- van pasando laantorcha simbólica a las razas jóvenes que se loapropian completamente y en él expresan losbalbuceos de su pensar. Ninguna sociedadhumana ha conservado perennemente la hege-

monía a de la cultura. La historia de la filosofíamira al soslayó las civilizaciones primitivas, to-ma grandes nombres en Oriente, se detiene enGrecia, se distrae en Roma, se apaga en las teo-logías medievales, renace en Italia, divaga enFrancia, pasea por Inglaterra, revolotea en Ale-

mania, se emulsiona en la homogénea Europa

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actual y apunta en Estados Unidos: Con el ce-tro de la civilización recogen ellos la antorcha

del pensar, cuyos nombres iniciales son los deEmerson y Jarnes, Su raza en formación es laúnica que encuentra un «sentido nuevo» a losproblemas filosóficos: con Emerson la religiónnaturalista del ideal moral y con James la adap-tación de la verdad en función de su tiempo.

Hay también una raza en formación, distintade ella, en esta América; su más robusto núcleocultural es la Argentina. Cuando haya perfila-do su personalidad, ¿por qué no dará algún<sentido nuevo> al pensamiento humano? Eseporvenir podemos inferirlo de su pasado ideoló-gico, que constituye apenas un presente. Unbreve examen nos permitirá advertir que ennuestra raza no han arraigado gérmenes seniles;Sus manos están libres para, en la hora oportu-na, asir la antorcha de la cultura venidera.

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LA MENTALIDAD HISPANOCO-LONIAL

El uso, siguiendo a los cronistas europeos,nos -hace hablar del «descubrimiento» de Amé-rica, sin agregar que ese hecho es relativo a loseuropeos de esa época; los primeros aztecas que vieron las huestes de Hernán Cortés, las des-cribieron como «descubrimiento» de los euro-peos por los americanos. Probable es que en si-glos un poco más remotos los hombres de am-bas costas atlánticas se «descubrieran» recípro-camente muchas veces, aunque los unos y los

otros, por causas obvias, no intentaran emigra-ciones de conquista. Mirando más lejos en el,pasado, indudablemente, pues lo enseña la pa-leogeografía, no existió el Atlántico y por sobrela tierra continua pudieron conocerse las razasprimitivas de Europa y América. Y remon-

tando con la hipótesis -si se quiere dudar de

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algunos hechos verosímiles- al pasado aún máslejano, que intentó sondar nuestro vidente

 Ameghino, posible es que los descubridoreseuropeos del siglo xv fueran simples descen-dientes de las razas de homonidios originariosde la pampa americana.

No tenemos razón alguna para envanecer-nos de ello. Aunque así fuera, es seguro que los

descendientes europeos se adelantaron cuatro ocincuenta siglos -que son minutos en la evolu-ción de la humanidad- a sus antepasados ameri-canos; y cuando la sociedad española vino aconquistar las sociedades azteca e incásica, es-taba, ciertamente, más civilizada que ellas.

 Junto con la civilización europea llegó a América uno de los sistemas de ideas generalesexistentes allende el Atlántico: la segunda esco-lástica. Expulsada de Europa por el Renaci-miento, esta filosofía fue a agonizar en la Espa-ña teocrática unificada bajo la hegemonía deCastilla, durante el período que corre desde los

reyes católicos hasta el reinado de Carlos III. Elescolasticismo, cuyo apagamiento en Europacoincide con la Reforma, se rehizo en Españacomo una antirreforma y tomó el carácter deteología católica, de base tomista, culminando enel ilustre jesuita Francisco Suárez. Al princi-

pio esa corriente fue contrarrestada por Luis

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 Vives y algunos pensadores reformistas e inde-pendientes; pero éstos fueron vencidos.

La España ortodoxa cerró sus puertas al re-nacimiento científico y filosófico, sobradamentesatisfecha con el amanecer de su magnífico siglode oro literario.

Desde el siglo xvi coexisten esas culturas anti-téticas: dos nacionalidades dentro de la misma

España. La una siempre dominadora, prolongala edad media en los tiempos modernos y so-brevive todavía. La otra, siempre vencida, luchapor el renacimiento y la europeización cultural.Suárez y Vives las representan y simbolizan: laEspaña de ayer y la España de mañana. La verdad revelada y el libre examen; la fe dogmáti-ca y la filosofía fundada en la experiencia.

Encendidos los quemaderos del Santo Ofi-cio, quedó proscrita toda alta cultura divergentedel dogma enseñado en las universidades fosili-zadas por el espíritu teológico. Erasmistas y pro-testantes fueron perseguidos hasta acabar con

sus heterodoxias. Servet fue a morir en losquemaderos calvinistas de Ginebra. Montes deOca fue a enseñar Padua. Fox Morcillo inventóun prudente eclecticismo platónico aristotélico. Arias Montano fue perseguido, lo mismo que sudefensor Juan de Mariana. Dos médicos, Huarte

y Gómez Pereira, se atrevieron a mirar en los

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dominios naturales del espíritu humano, queel magnífico Luis Vives había explorado ya; las

obra de los tres fueron al Index.La condición social de esa España está admi-

rablemente retratada en la novela picaresca, lamás original creación del espíritu peninsular. Apagados los fuegos de artificio que dieron lailusión del imperio teocrático universal, se inició

una, profunda decadencia.El siglo de oro literario no fue áureo para lasciencias y la filosofía. Tres ingenieros consiguie-ron brillar en su crepúsculo. El inmenso Que- vedo, esterilizado por el medio; el sesudo Saave-dra Fajardo, que vivió los más de sus años fuerade la península; el atildado Gracián, moralistaagudísimo.

Después, hasta el reinado de Carlos III, lasombra es densa: la España teocrática duerme.En sus trágicos sueños -trágicos como sus si-niestros Habsburgos- un peligroso fantasmaparece espantarla: Europa. En esos siglos el

alma castellana aprende a repeler la cultura eu-ropea, enemiga de la suya medieval. Sobre lasruinas del gran imperio se consolida el llamadoespíritu tradicionalista, admirativo de la ignoran-cia autóctona y de la pobreza gloriosa., contrael cual librarán sus batallas culturales todos los

renacentistas y europeístas que se suceden des-

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de tiempos de Carlos III hasta la hora recientede Joaquín Costa, Francisco Giner y Ramón y

Cajal. Tal fue la filosofía de la nación castellana

que conquistó nuestro continente, sin que estejuicio amengüe la culminación magnífica de susletras ni la afortunada gloria de sus conquista-dores. Los nombres de Cervantes y Calderón,

de Cortés y de Pizarro, bastan a honrar la me-moria de la nación que permaneció ajena al rena-cimiento científico y filosófico, de Europa.

Rafael Altamira ha sintetizado en párrafosdecisivos la situación de las universidades espa-ñolas a mediados del siglo XVIII y la decadenciaprofunda en que se abismaron los estudios filosó-ficos-en la península. «Las veinte universidades-dice- existentes en España arrastraban, en sumayoría, una vida lánguida y penosa. La dis-minución del número de alumnos, las escasasrentas de muchas de ellas, la dura competenciaque les hacían los colegios de jesuitas y otras

causas ya apuntadas, había reducido su acciónconsiderablemente. Pero lo más grave en laesfera universitaria era la decadencia de los es-tudios mismos, cuyo sistema libresco, memorista,cuyo espíritu estrecho, lleno de preocupacionesrutinarias, no se prestaba en lo más mínimo a

impulsar la investigación científica. Cristaliza-

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do el saber en fórmulas tradicionales, tan pocose cuidaban los profesores de los progresos de su

siglo que, en 1781, la biblioteca de la Universidadde Alcalá contaba, entre 17.000 volúmenes,.sólo unos 50 expresivos de las doctrinas corrien-tes en otros países. No sólo las ciencias naturalesy físicas estaban descuidadas, sino que aun lateología y la filosofía habían caído en el agota-

miento y la vulgaridad más grande.> (Historia de España, IV, 322.) «La escolástica estaba por com-pleto agotada y no podía extraerse una sola ideaútil de los numerosos cursos de teología y filoso-fía que se publicaron en España durante los cin-cuenta primeros años del siglo XVIII» (IV, 36l.)

Los reformadores que secundaron a Car-los III en su tarea de regenerar a España, ad- virtieron esa correlación estricta entre la mise-ria y la incultura, a la patriótica leyenda que,aún en nuestros días, pretenden ver en cadaespañol un sabio o un héroe cohibido por lapobreza, y en cada extranjero un villano o un

ignorante sin más mérito que la buena fortuna.Godoy, con recomendable clarividencia, afirmóque el atraso económico y moral de España eratodo uno con. La ignorancia general; y señalóla causa de esa decadencia, imputándola a que«en nuestras universidades no se estudiaban

otros principios científicos que los de la trasno-

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chada filosofía de Aristóteles, muy buenos paraque la monarquía se poblase de clérigos, frailes

abogados y otros semejantes sujetos, sin permitir-se otra sentencia alguna más adecuada para elfomento de las artes» (IV, 325). Las estadísticasrevelan que las universidades peninsulares habíanprovisto, a España y América, de una poblaciónde 200.000 y 40.000 religiosos respectivamente;

que tantos habla al terminar el siglo XVIII.(Vol. IV, parte IV.)Se ha dicho que las corrien-tes filosóficas predominantes en los pueblosguardan cierto paralelismo con el régimen polí-tico instaurado en ellos, y que las heterodoxiasfilosóficas suelen corresponder a disidencias desus autores con el orden de cosas vigente. Si losegundo no es seguro, lo es sin duda lo prime-ro en cuanto se refiere a la escolástica española dela época en que se realizó la colonización de Amé-rica.

La teocracia política que culminó en FelipeII tuvo su estricto equivalente en el dogmatis-

mo teológico de Suárez. Las nuevas simienteseuropeas fueron obstruidas, abortando engermen. Se comprende, pues, que los coloni-zadores españoles no trajeran a nuestra Améri-ca el pensamiento renacentista, sino la escolás-tica permitida en los claustros peninsulares.

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Bajo ese influjo se inició un siglo después deconquistadas las regiones del Plata, la primera

enseñanza superior.Cruzadas las razas, con grandísimo predomi-

nio del elemento indígena, los descendientescriollos frecuentaron los estudios creados a ima-gen- y semejanza de los usuales en la metrópo-li, aunque muy inferiores en calidad; lo ha de-

mostrado, en doctas páginas el profesor Alejan-dro Korn, estudiando las influencias filosóficasen la evolución nacional (Revista de la Universidad,

Buenos Aires, noviembre 1912), confirmando eljuicio del deán Funes, del padre Castañeda, deSarmiento, de López y de Garro. Lo que yacomenzaba a ser muy malo en Europa, resultóaquí peor. Habría sido absurdo pretender otracosa.

En 1613 los jesuitas fundaron en Córdobaun seminario que fue, diez años más tarde, con- vertido en universidad. Iniciábase la enseñanzacon dos años de latín, preparatorios para las

facultades existentes: de arte (filosofía) y deteología. La primera se cursaba en tres años,dedicados a la lógica, la física y la metafísica; lasegunda, en cinco años, comprendía la teologíatomista, la moral y los cánones. El criterio tra-dicionalista (el mal Aristóteles y Tomás) pre-

dominó durante el período colonial, influyendo

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más sensiblemente en la enseñanza Lombardo,Suárez, Soto, Victoria, Cano y otros escolásticos

de insospechable ortodoxia. <Según la mente desu ilustre fundador -dice Garro- la Universidaddebía ser esencialmente teológica, es decir,tener por objeto principal el cultivo de la cien-cias sagradas y la formación de ministros idó-neos para el servicio de la iglesia.> En la prácti-

ca no tuvo otra función. Al ser expulsados los jesuitas en 1767, la en-señanza de la Universidad y del anexo colegiode Monserrat fue entregada a los franciscanos,al mismo tiempo que el gobernador de Buenos Aires intentaba trasladar a esta ciudad el claus-tro cordobés. El intento fracasó; pero, en cam-bio, los franciscanos decidieron desterrar ladoctrina suarizta a que se atenían los jesuitas, volviendo a las fuentes primitivas do Agustín y Tomás.

La Universidad quedó por más de cuarentaaños en su poder; durante ellos su decadencia

fue progresiva. El mal estado de los estudiosen los colegios franciscanos en toda Américamotivó la exortación pastoral americana del comisa-rio general de Indias de la orden, Manuel María Truxillo (Madrid, .1786), en la que procurabarestaurar la crítica de los buenos tiempos contra

la ya muy decadente enseñada por los jesuitas,

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aconsejando que leyeran los tratados de «Mus-kembroec, Brixia, Tosca, Corsini, Ferrari y Al-

tieri.» De la obra de Truxillo, hoy rarísima,aunque por entonces fue circulada con profu-sión, queda un ejemplar en la biblioteca del con- vento franciscano de Córdoba, cuyo extractoacaba de publicar fray Zenón Bustos (Revista de

la Universidad, Córdoba, 1914, 1, 9).

Es de esa época el insignificante curso de<Física> del profesor fray Elías del Carmen(1783), exhumado, por su interés histórico, enla Biblioteca centenaria que editó la Universidad deLa Plata en 1910. La severidad de los estudiosfue perdiéndose y la intervención de las autori-dades políticas del virreinato relajó la disciplina. A poco se introdujo la enseñanza del derecho(1791) y más tarde una mal cédula le concedió lafacultad de conferir grados en lo civil (1795);por ese tiempo enseñó en Córdoba, fray CiriacoMorelli cuya obra,  Elementos de derecho natural y de

 gentes, de efectiva importancia en cuanto se refiere

al derecho hispanoindígena, fue publicada en Venecia (1791) y recientemente vertida al espa-ñol por iniciativa de la Universidad de La Plata.El clero secular bregó por la posesión de laUniversidad y del colegio, desde la expulsión delos jesuitas; una real cédula (1800) elevó su ran-

go a Universidad mayor, separando a los fran-

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ciscanos y entregándola a los seculares, lo quefue cumplido (1807) por el virrey Liniers. Hasta

el año 1813 su actividad fue precaria y nofueron hombres ilustres los que enseñaron enese período. Sábese que, en 1800, desempeñó lacátedra de filosofía en el colegio de Monserrat:un argentino, el padre Castañeda (1776-1832),más tarde rabelaisianamente famoso; por ese

entonces escribió un trabajo sobre El alma de losbrutos, tema socorrido en la mala escolástica es-pañola durante siete siglos, apuntando ya en eseescrito la vena satírica que más tarde rayó enincoherente insensatez. Se le supone autor (si nolo es fray Pantaleón García) de los Apuntes de filoso- 

 fía moral, editados conjuntamente con la Físicade Elías del Carmen, siendo de igual interéshistérico y de mayor insignificancia filosófica,con relación a la escolástica española de su tiem-po. De su vida y escritos ocupóse con deteni-miento Adolfo Saldías (Buenos Aires, 1907).

La Universidad de Córdoba sintetiza el pen-

samiento hispanocolonial. Su historia, en pe-queño, corre paralela a la de sus contemporá-neas de España; y, como ellas, puso su mayorafán en permanecer fiel a su tradiciones, hastamuy pasada la hora de la emancipación argen-tina.

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Los resultados generales de la cultura difun-dida en ese claustro han sido muy diversamente

estimados. Garro la juzga con una benevolenciaque no mostró el deán Funes. Mitre y RamosMejía reconocen que, no obstante su mala cali-dad, fue útil mientras no se impartió ningunaotra enseñanza superior en el virreinato. Vicen-te F. López, dice: <En dos siglos que los jesuitas

dirigieron la enseñanza en Córdoba, no produ-jeron sus aulas un solo literato de nota, unsolo escritor clásico: ni más que algunos teólo-gos, es decir, razonadores de lo que nadie sabeni entiende, y ellos menos que cualquier otro.La cosa es natural, porque la Compañía da unaeducación sin ideales, por lo mismo que carece dela noción de la patria y de las libertades delespíritu.> (Historia argentina, vol. 1, 219, nota, 1*edición.) Sarmiento fue más explícito, si cabe;cita las agrias censuras del deán Funes y se limitaa decuplicarlas con su elocuencia habitual (Facun- 

do,, cap. III, edición de La  Nación). Este juicio

no ha sido modificado por los escritos especialesde Cárcano y Martínez Paz.

El interés de España era contrario a la difu-sión de la alta cultura en el virreinato y de todaenseñanza que se apartara de la corriente en lasuniversidades peninsulares. Así, el peruano Mi-

guel Lastarria, <a fines del siglo XVIII, vio clau-

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surar su curso de derecho natural y de gentes,por intervención de los delegados de la inqui-

sición en Santiago de Chile>, hecho que serepitió en otras universidades sudamericanasmenos dogmatizadas que la de Córdoba.

Consentíase un mínimo de instrucción, deincreíble exigüidad si se olvidara que en Espa-ña las cosas no andaban mucho mejor. En el

 virreinato del Río de la Plata, a fines del sigloXVIII, «la educación común -dice V. F. Lopez-estaba reducida a la escuela de primeras letras yde contabilidad que cada convento debía soste-ner por su instituto. En Córdoba había seis deestas escuelas; en Buenos Aires cuatro. Laasistencia de niños se reducía a los, de familias visibles, con más o menos regularidad. Losdemás quedaban en completa ignorancia. Perolas mujeres, aún lo de la primera clase, no reci-bían instrucción elemental; se consideraba co-mo una inmoralidad que supiesen leer, y muchomayor escándalo escribir: "dos cosas que no ser-

 vían sino de tentación para pecar y para subs-traerse a la vigilancia de sus padres”. A princi-pios de nuestro mismo siglo, había todavía po-quísimas señoras casadas que supiesen leer unapágina cualquiera» ( vol. 1, pág. 243).

 Toda iniciativa encaminada a la difusión de

la cultura despertaba inquietud y recelo en los

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funcionarios y eclesiásticos españoles; reconoce Altamira que, en esa época, el elemento peninsu-

lar «confisca o suspende la publicación de librossospechosos, y pone, en fin, las trabas que creeindispensable para evitar la difusión del espíritucrítico y revolucionario que, con toda razón,consideraba peligroso para la fe católica y la or-ganización que entonces tenla el Estado. Esta

oposición tomaba., a veces, el fácil camino delas dilaciones burocráticas, que servía inclusopara eludir los buenos propósitos de los minis-tros españoles reformistas. Así, la tramitacióndel expediente incoado a instancia de los veci-nos de Buenos Aires para crear allí una uni- versidad, duró 19 años y llegó a promoverhasta las quejas del mismo monarca, quien, enuna real cédula, se lamentó de no ser obede-cido y de que el informe a las autoridades bo-naerenses sobre el asunto no hubiese llegadotodavía, a pesar de los muchos años transcurri-dos» (IV, 344.)

Estos antecedentes son indispensables paracomprender el carácter antiespañol y antiescolás-tico de la «argentinidad» naciente, en cuanto lopolítico y lo dogmático se le presentaron re-fundidos por la combinación del emperadorCarlos V y del papa Alejandro VI para dominar

el nuevo continente. Ese fue el sentimiento

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que más tarde tradujo Echeverría en una fór-mula concreta, que, en su opinión caracterizaba

el absolutismo anticultural de la metrópoli: «Lostiranos han fraguado de la religión cadenaspara el hombre, y de ahí ha surgido la liga im-pura del poder y del altar.» (Dogma socialista,IV.)

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EL ENCICLOPEDISMO Y LA RE- VOLUCIÓN ARGENTINA

El pensamiento hispanocolonial tuvo sumayor, arraigo en el claustro de, Córdoba; enBuenos Aires se manifestaron las primeras di- vergencias políticas, económicas y filosóficasque, al acentuarse, caracterizaron el pensamien-to argentino. Teniendo menos pasado, Buenos Aires pudo mirar más libremente el porvenir.

Iniciados los estudios oficiales bajo el go-bierno de Carlos III, sintióse en la capital M virreinato el benéfico influjo de esa afortunada

circunstancia; pero al tiempo, que la metrópolino tardó en renegar de las innovaciones de esegobernante, enclavijándose en el tradicionalismode sus teólogos, la colonia emancipada auspi-ció y multiplicó su fuerte impulso. La épocaposterior a Carlos III señala el punto de diver-

gencia entre la cultura española y la cultura ar-

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gentina; mientras en la península vuelve areinar su propio pasado, en la nación nueva

crece el anhelo de nivelarse con Europa.Después de la expulsión de los jesuitas

(1767) los incipientes estudios que existían enBuenos Aires quedaron desamparados, hasta lafundación del colegio real de San Carlos, du-rante la progresista administración de un virrey

americano, Juan José de Vértiz, a quien se debela introducci6n de la imprenta en esta ciudad(1780).

Comparte con Vértiz el Primer rango en lahistoria cultural de la colonia otro americano, Juan Baltasar Maziel (1127-1788) ; nació en San-ta Fe, se graduó en teología en Córdoba, pasan-do luego a Chile y doctorándose allí en ambosderechos. En 1754 regresó a Buenos Aires,desempeñando, entre otros cargos, el de <co-misario del Santo Oficio de la Inquisición>; di-ole ello motivo para leer libros heréticos y esseguro que acabó por tomarles tal afición que,

de haber cumplido severamente su ministerio,habría comenzado por condenarse a sí mismo.Su cultura, pareja con su bondad, le tornó tole-rante y liberal; no se sabe que persiguiera nun-ca a lectores de libros prohibidos, magüer co-menzarán a pulular en Buenos Aires.

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Debiendo Vértiz informar a la corte sobrela aplicaciones que pudieran darse en esta parte

de América a los bienes de los jesuitas, oyóoficialmente a los cabildos eclesiástico y secular. Ambos informes (publicados por Juan, M. Gu-tiérrez en sus interesantes  Noticias históricas sobre

el origen y desarrollo de la enseñanza pública superior

en Buenos Aires, 1868) concuerdan en que su casa

principal y sus rentas se apliquen a la creación deuna Universidad pública Y de un Colegio con- victorio. El eclesiástico, redactado por Maziel(1771), revela un espíritu eminentemente libe-ral cuando se refiere a la enseñanza que daránlos profesores de filosofía: <No tendrán obli-gación de seguir sistema alguno determinado,especialmente en la física, en que se podránapartar de Aristóteles y enseñar, o por losprincipios de Cartesio, o de Gasendo, o deNewton, o alguno de los otros sistemáticos, oarreglando todo sistema para la explicación delos efectos naturales, seguir sólo a la luz de la expe- 

riencia por las observaciones y los experimentos en quetan útilmente: trabajan las academias moder-nas>. Estas palabras se dirían inspiradas por ellema del renacentista Pedro Pomponacio:L´osservazione o l´esperimento sono la bilancia della

verita.

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Esta liberalidad -dice Juan M. Gutiérrez- paraabrir el entendimiento de los jóvenes america-

nos a la mejor luz de aquella época, es suma-mente meritoria si se recuerda cuál era el mo-do de pensar en España a este respecto y la resis-tencia que opusieron las universidades a la mejo-ra que en su doctrina quiso introducir la admi-nistración de Carlos III. En el mismo año en que

el doctor Maziel se emancipaba de Aristóteles,del «maestro» por excelencia, en el estudio dela naturaleza, la Universidad de Salamanca,excitada por el Consejo de Castilla a la reformade los estudios, en el año 1771, dijo <que no sepodía apartar del sistema del peripato; que los deNewton, Gasendo y Cartesio no simbolizan tan-to con las verdades reveladas, como los de Aris-tóteles»; y que «ni sus antepasados quisieronser legisladores literarios introduciendo gustosmás exquisitos en las ciencias, ni la Universi-dad se atrevía a ser autora de nuevos méto-dos». ¡Qué contraste entre la fuerza de inercia

salamanquesa y el arranque innovador del discí-pulo americano del Colegio de Monserrat!

 Justo es reconocer que fuera de las universi-dades, monopolizadas por el clero los pensado-res españoles que osaban mirar a Europa yaprender de ella, estaban igualmente dispues-

tos a apartarse de la escolástica católica. «No es,

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pues, extraño -dice Altarnira- que los hombresávidos de saber acogiesen con afán las nuevas

teorías que en España gozaban de gran créditoy que, para ellos, tenían el doble incentivo delo que aparece coronado por el asentimientogeneral de las naciones consideradas como máscultas. Y de lo que brinda con horizontes des-conocidos antes, que rompe la estrechez de la

ciencia oficial. En las mismas filas de los escrito-res católicos sopló un viento de libertad que losllevó a acoger sistemas filosóficos más o menosexentos de peligros para la ortodoxia, tales co-mo el cartesianismo, la filosofía de Gassendi, elexperimentalismo de Bacón y Newton, el sensa-cionismo de Locke y Condillac y hasta ciertasinfluencias enciclopedistas, más radicales, desabor materialista» (IV, 362.). Esa «infiltracióndel enciclopedismo en las letras y la política, y ladel sensacionismo y experimentalismo en la filo-sofía, despertó la reacción de los ortodoxos, yasí se produjo una literatura relativamente

abundante, la mayoría de cuyos libros son de po-lémica» y es curioso que algunos de éstos apare-cen contagiados por las propias doctrinas quecombatían. (IV, 363.)Conviene advertir que lainfluencia francesa, en España y en el virreinato,toma desde el principio dos direcciones diver-

gentes. La una, más o menos compatible con

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las doctrinas tradicionales, corresponde a lafilosofía francesa del siglo XVII y prepondera

en ella Descartes; la otra, netamente antagónica,corresponde a la del siglo XVIII y tiene susrepresentantes en los enciclopedistas y en Con-dillac, rematando a fin del siglo en la escuelaideologista de Cabanis y Destutt de Tracy.Hacia la corriente cartesiana se inclinan los con-

servadores obligados a renovar su filosofía; haciala corriente de los enciclopedistas se orientanlos espíritus liberales en política y en religión,que acompañan el movimiento político de laRevolución francesa.

No es pues de extrañar que la discreta li-beralidad del canónigo Maziel se refiera aDescartes, Gassendi o Locke, sin mencionar aCondillac y los enciciopedistas, en cuyo caso suindependencia habría rayado en franca herejía.Con Descartes la filosofía se completaba por lasciencias matemáticas, siempre simpáticas a lossistemas prudentes; en cambio, por la ruta de

Condillac, la filosofía encaminábase hacia lasciencias naturales y tendía a cimentar sobreuna psicología fundada en la experiencia losproblemas del alma, del conocimiento y de lamoral. Con ser, en suma, avanzadas, con rela-ción a la teología de los escolásticos españoles,

*las ideas de Maziel podrían parecer moderadas

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si se las comparase indebidamente con las agi-tadas ya en Europa y particularmente en Francia.

 A pesar de las reales órdenes de Carlos III,que mandaron su instalación, la Universidadno pudo crearse. Cupo mejor suerte al proyec-tado colegio Convictorio, abierto con el nombrede Real colegio de San Carlos (1772) y bajo ladirección de Maziel, que fue nombrado <cance-

lario, de los estudios públicos>. Comprendía lagramática, la retórica, la filosofía, la teología y loscánones. El 24 de febrero de 1773 inauguró sucurso de filosofía el doctor Carlos José Monte-ro, siguiendo fielmente las líneas generales dela decaída escolástica española. Tres años mástarde (1776), a los dos cursos de filosofía fue-ron agregados otros dos de teología escolasti-codogmática y un tercero de teología moral,que a poco fue reemplazado por uno de cáno-nes.

Desde esa fecha la cátedra de filosofía fue re-gida bienalmente por los doctores en teología

 Vicente Juanzáraz, Carlos García Pone, Panta-león Rivarola, Juan José Passo, Luis Chorroarín,Pedro Miguel Aráoz, Juan José Andrade, Mel-chor Fernández, Francisco Sebastiani, MarianoMedrano, Diego E. Zavaleta, Manuel G. Alva-rez, Valentín Gómez, Gregorio, José Joaquín

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Ruiz, Juan M. Fernández Agüero y Narciso Agote, hasta 1809.

En verdad, ellos no usaron de la libertad queMaziel entendía dejar a los profesores de estamateria, continuando en la vieja rutina que, losmás, habían aprendido en el claustro cordobés,donde <los jesuitas -dice Gutiérrez- siempresistemáticos y misteriosos, caminando como

piezas de un ajedrez mudo, han creado un nue- vo Monserrat ~ en una ciudad interior, encasti-llando en él sus maestro a, sus libros y a suspocos discípulos >.

En muy poco se distinguió su enseñanza dela corriente en Córdoba, como puede compro-barse leyendo las lecciones de Lógica y física ge-neral, profesadas por Chorroarín en 1783 y re-cientemente publicadas en la Biblioteca centena-ria ya mencionada; no son mejores las leccionesde Sebastiani (manuscrito en la Biblioteca na-cional: Parte primera de la lógica dictada en el colegio

de San Carlos de Buenos Aires, correspondiente a los

años (1791-1793), ni las de Medrano y Zavaleta(de las que también se conservan apuntes ma-nuscritos), según las juzga Groussac en la noti-cia biográfica de Diego Alcorta. Conviene, ad- vertir que varios de ellos, nacidos en el país-, seplegaron más tarde a la revolución, evolucio-

nando sus ideas hacia otros principios; los más

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ilustres actuaron en la política liberal y concurrie-ron a la realización de la reforma eclesiástica de

Rivadavia.Desde la revolución Francisco J.Planes ocupó

la cátedra durante dos bienios consecutivos(1810-1814); era -según don Vicente F. López-un hombre cultísimo y liberal, amigo ardientede Mariano Moreno y de sus ideas, lo que in-

duce a suponer, que llevara a su aula algúnelemento de renovación ideológica. El doctorPlanes, al mismo tiempo que enseñaba filosofía,era presidente de la Sociedad patriótica, funda-da por Monteagudo, y fue el primero que en 1812levantó la voz para decir que «la Revolución delaño diez era la independencia y que era precisoser franco y decirlo sin disimulo», Hombre muyilustrado y curioso de novedades, poco tardóen plegarse a las doctrinas más radicales delenciclopedismo. «En su larga enfermedad leíasólo a Don Quijote y decía con gracia que era me-jor consuelo y auxilio para bien morir que el Brevia- 

rio y que las morisquetas de los frailes: otro de susodios.»(López, 111, 310, nota.)Le sucedieron,hasta 1818, los doctores Domingo V. Achega y Alejo Villegas, netamente escolástico el prime-ro y ya un tanto curioso del naciente eclecti-cismo francés el segundo.

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Este colegio, creación de dos americanos encomplicidad con Carlos III, despertó en la juven-

tud porteña algunos hábitos de estudio; por susaulas pasaron muchos hombres dirigentes de laRevolución, conservando todos un sentido afectopor el virtuoso Maziel. Poseía éste una de lasbibliotecas más considerables de su tiempo; enella figuraban obra francesas del siglo XVIII,

y no pocas de los enciclopedistas, que consti-tuían su lectura favorita, no obstante hallarseincluidas en el Index. En los anaqueles no eransospechosas pues todas estaban rotuladas comolibros de teología ortodoxa. La influencia de Ma-ziel fue grande; su biblioteca era el centro dereunión de la exigua minoría que se interesabapor los problemas sociales y filosóficos, tanfebrilmente removidos por los economistas ylos enciclopedistas. Sin apartarse de la religión ymanteniendo una vida ejemplarísima, no desde-ñó asomarse a las «peligrosas novedades» delpensamiento moderno. Por bajas rencillas ad-

ministrativas el virrey Loreto le separó de supuesto, desterrándole a Montevideo (1787). Allímurió el 2 de enero de 1788, mientras estaba en viaje una real orden que le reponía en su cargo.

Por esa misma época se inició en Buenos Aires alguna enseñanza del derecho, de las cien-

cias físico naturales y de la medicina, aunque sin

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alcanzar mucho desenvolvimiento, ni influir demanera sensible sobre la orientación filosófica

con el pensamiento porteño. Habla en el colegioalgunos estudiosos que comprendían la necesi-dad de apartarse del mal escolástico y se inclina-ban a seguir las huellas de Newton y Descartes.Fuerza es confesar que esa intención anduvosiempre más adelantada que la práctica docen-

te. Alguna luz, sin embargo, comenzaba a pe-netrar en el húmedo claustro de San Carlos.Manuel José de Labardén, al regreso de su viajedoctoral a Chuquisaca, osó decir en la cátedrade filosofía del doctor Carlos García Posse,«que las ciencias, en otra tiempo encarceladasen un rincón del Oriente, viajaban por elmundo en libertad y al llegar a este suelohabían encontrado la acogida que merecían». Ypoco después, en una loa en verso que, precedióa la representaci6n de su drama Siripo (1789), lasinfluencias del enciclopedismo francés eran vabien acentuadas; el indocto oidor español las

advirtió e hizo constar que en esas páginashabía «mucho de la impiedad y libertinaje de losfilósofos de esta era, entregada a su capricho ycorrupción. Se ve derramado, además, el espíri-tu de Rusó ... », que así el buen tradicionalistacreía amenguar ortográficamente la importancia

de Juan Jacobo.

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El contrabando de libros prohibidos por laiglesia arreció después del virreinato de Vértiz.

 Junto a las bibliotecas considerables de Maziel, Azamor y Rospigliosi, contábanse varias coleccio-nes particulares, pequeñas en número, pero,peligrosas por su calidad, disimulada bajo los-falsos rótulos de la literatura consentida por lasautoridades.

La orientación general de las ideas europeasdurante el siglo XVIII se había apartado del car-tesianismo para inclinarse al enciclopedismo y alos economistas. De este cambio nacían natu-ralmente los principios de liberalismo político,económico y filosófico que representaron ne-tamente Rousseau, Quesnay y Condillac, prepa-rando las bases en que después de la Revolu-ción se incrementó la filosofía «ideologista» quepredominó durante un cuarto de siglo, hastaque la reacción política y religiosa favoreció eladvenimiento del eclecticismo, más tibio y aco-modaticio a pesar de su retórica sonora. Para

simbolizar en tres obras la dirección de la na-ciente mentalidad argentina, podría afirmarseque sus primeros evangelios fueron el Contratosocial, de Rousseau, las Máximas económicas, deQuesnay, y el Tratado de las sensaciones, deCondillac; el primero más difundido como ideal

político, el segundo comentado para justificar los

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intereses de la colonia contra los de la metró-poli, y el tercero asimilado de segunda mano

por cuantos quisieron dar a la enseñanza filo-sófica argentina un carácter radicalmente opues-to a la escolástica dogmática de los colegios his-panocoloniales.

Esta irrupción de ideas europeas en el am-biente hispanocolonial fue creciendo sin reservas;

los doctores criollos mostrábanse en todas partesfavorables a las «peligrosas novedades» que conahínco denunciaban los últimos virreyes. En lospropios documentos oficiales aparece la semillasubversiva, dado que plumas americanas llegabana colaborar en documentos españoles. La me-moria elevada en 1801 por el virrey Avilés, sobrelas «colonias orientales del río Paraguay o de laPlata», fue redactada por el peruano Miguel Las-tarria, estudiante de ciencias naturales y exactasen la Universidad de Lima, doctor en ambos de-rechos de la Universidad de Santiago de Chile ycatedrático de filosofía moderna y teología dog-

mática en su real Convictorio. Su enseñanza nodebió ser muy ortodoxa, por cuanto los delega-dos de la inquisición en Chile clausuraron sucurso; «fui separado de su puesto y tuvo quedefenderse de las inculpaciones que se hicieranpor aquel tribunal al carácter de su enseñanza».

Secretario del marqués de Avilés, en Chile,

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 vino con él a Buenos Aires, como asesor. Suobra, editada por la Facultad de filosofía y le-

tras (tomo III de los Documentos para la histo-ria Argentina, Buenos Aires, 1914), deja entreveruna comprensión moderna de los problemascoloniales, que no escapó a su prologuista Del Valle Iberlucea: «Puede señalarse de paso lainfluencia que tuvieron, según denotan estos

términos, sobre la mente de¡ secretario de Avilés,las ideas del siglo XVIII, de Rousseau y del Con- 

trato social, la revolución de 1789 y la Declaración

de los derechos del hombre y de¡ ciudadano, de la cualparecieron haber sido tomadas.» (Pág. XIII. ) Elcontagio era general en América. El consuetu-dinario viaje de los doctores criollos a Chuqui-saca ponía en constante peligro sus prejuicioshisparnoescolásticos; Moreno, Monteagudo, Agrelo, Medina, Pérez, Serrano, Gorriti, Castelli,Passo, López, Patrón y otros muchos encontra-ron allí abundante acopio de libros modernos yun ambiente estudiantil muy liberal. La influen-

cia de Chuquisaca irradiaba hasta Salta y Tucu-mán, en sentido homólogo al, espíritu porteño,mientras la de Córdoba, era particularmentesensible en La Rioja. Los pocos doctores que po-dían hacer el clásico viaje a Salamanca volvían«afrancesados», pues. como se ha visto, las gen-

tes ilustradas y la juventud, en tiempos de Carlos

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III, se inclinaban a los economistas, fisiócratas yenciclopedistas, por más que les teólogos uni-

 versitarios cerrasen los ojos para no ver lo quefuera de las aulas tenía por la verdad misma.

En 1800, la minoría ilustrada de Buenos Aires «formaba ya una masa moralmente uni-forme, una verdadera nacionalidad con espíritupropio, que se denominaba a sí misma hijos del

 país o criollos, y que con ese nombre se distancia-ba de los españoles, cada día más acentuada-mente desde la creación del virreinato».

«Los conventos mismos de frailes estaban in-fluidos y gobernados por los criollos, que eranlos más desparpajados y los más sabidos a to-das luces; y como todos ellos pertenecían a lasfamilias decentes y de larga tradición interna,mantenían un roce continuo con la comunidadnacional; y resultaba un espíritu homogéneo depatriotismo y de interés apasionado por la tierracomún, completamente ajeno a todo espíritu departido o de jerarquía clerical.» (López, I, Pág.

583 y 588.)Los intereses económicos coincidían, en

suma, con una profunda transmutación de idea-les políticos y filosóficos; y en cuanto Españarepresentaba la opresión y el dogmatismo teoló-gico, la emancipación era concebida como de-

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mocracia y como liberalismo, en todos lossentidos.

La aparición del periodismo criollo contribu-yó a esa agitación cultural precursora de las suce-sos políticos de 1810. El coronel Cabello y Mesa,fundador de¡ Telégrafo (1802), primer diario argen-tino, usó entre otros pseudónimos el de «El filó-sofo indiferente»; imitador de Quevedo, merece

recordarse como iniciador de la critica de cos-tumbres entre nosotros, magüer sea exiguo elmérito de sus sátiras morales. Algunos de suscolaboradores cultivaban las humanidades ygustaban de la filosofía., como los citados Mon-tero y Chorroarín, profesores de esa materia enel San Carlos; José Joaquín Araujo, doctor enfilosofía y discípulo de Juanzáraz; Julián Per-driel, amigo de problemas obscuros; el cronista ydoctor en derecho Julián Leiva; ManuelBe1grano, que poco antes tradujera máximasfisiocráticas del enciclopedista Quesnay, etc.

Las doctrinas económicas europeas, reno-

 vadas desde A. Smith y concretadas en el fisio-cratismo de Quesnay, tuvieron cordial acogidaen Buenos Aires; al propio tiempo, las doctri-nas políticas de la enciclopedia y de la revolu-ción francesa encontraban ardientes partida-rios, y Mariano Moreno fue el primer traduc-

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tor del por entonces famoso Contrato social deRousseau.

Moreno y Belgrano, traduciendo a los enci-clopedistas los fisiócratas, simbolizan la fórmulaintelectual de la revoluci6n argentina. Una men-talidad nueva acompaña a las condicioneseconómicas que determinan la emancipaciónde las colonias Españolas. Esa doble corriente

de intereses y de ideas nace, entre nosotros entiempos de Carlos III y Vertiz terminándoseaños después del 25 de mayo de1810. Se empe-queñece el sentido de nuestra revolu-ción,limitando ese nombre al modesto desor-den 1 municipal ocurrido en aquella fecha en larecova del Cabildo; la revolución que da origena nuestra nacionalidad no la realiza una masapopular, que «en aquel momento, a causa de lalluvia y de lo avanzado de la hora -dice B. Mi-tre-, solamente constaba de un centenar dehombres» (Historia de Belgrano 1, 297, edición deLa Nación), cifra que Groussac se inclina a reducir

prudencialmente (Ensayo sobre Liniers). Sólo mere-cen el nombre de revoluciones aquellos cambiospolíticos o sociales que son natural consecuenciade hondas transformaciones de las ideas y deradicales desequilibrio entre las relaciones delas diversas clases o partidos que se disputan el

manejo de los intereses del Estado. La revolu-

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ción argentina nace de causas económicas hoybien conocidas, transmuta radicalmente el régi-

men político y da rumbos nuevos a las ideascardinales del grupo ilustrado que la ejecuta,desde Vértiz hasta Rivadavia.

La filosofía de la experiencia, iniciada enInglaterra por Locke, Newton, Berkeley yHume, tuvo su honda repercusión en las cien-

cias sociales con los estudios económicos de Adam Smith; su firme sentido, realista y cientí-fico reaparece en Francia con el enciclopedis-mo y los fisiócratas determinando una renova-ción en todos los dominios de la cultura de sutiempo. España, sintió el nuevo influjo; perolos intereses creados en tres siglos de dinastíateocrática resistieron al afán de reforma. En América esas corrientes tuvieron más hondarepercusión, en cuanto satisfacían mejor lasnacientes aspiraciones económicas y políticasde los criollos justo es, sin embargo, confesarque en la hora inicial de la revolución nadie se

atrevió a formular las conclusiones antirreligio-sas del enciclopedismo, ya fuera por tenerhondamente arraigada la educación colonial, yapor no herir las creencias de las masas, natu-ralmente supersticiosas. Belgrano consagró suespada a una virgen; Moreno suprimió un capí-

tulo imprudente del Contrato social.

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Belgrano, en 1786, fue a Salamanca; su respe-to por la docta Universidad debió amenguarse

desde el primer día pues en su certificado de ma-trícula escribieron: «natura de la ciudad y obis-pado de Buenos Aires en el reino de Perú»(Mitre, 1, 57). En 1789 se encontraba en lapenínsula y le influenciaron grandemente lasideas de la revolución francesa; «debieron serle

familiares los escritos de Montesquieu y deRousseau, así como los de Filangieri» (I, 60).Las tres memorias que escribió en Buenos Aires son glosas de Campomanes y traduccio-nes de Quesnay; fue gran admirador de Was-hington, cuya Despedida tradujo y tuvo por libro decabecera (11, 134), sin que todo ello le impidiera vivir y morir cristianamente. Las primeras fuen-tes ideológicas de la «argentinidad» están com-pletas: Rousseau, Quesnay, la revolución nor-teamericana y la, francesa. «Es inútil detenerse -dice Sarmiento - en el carácter, objeto y fin dela revolución de la independencia. En toda la

 América fueron los mismos nacidos del mismoorigen, a saber: el movimiento de las ideas euro-peas. La América obraba así, porque así obrantodos los pueblos. Los. libros, los acontecimien-tos, todo llevaba a América a asociarse a la im-pulsión que a la Francia hablan dado Norte

 América y sus propios escritores; a la España,

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la Francia y sus libros.» (Facundo, cap. IV.) Mo-reno, de ingenio más agudo y de acción más efi-

caz, fue el eje de los primeros sucesos, con unafirmeza de pensamiento y de carácter no igua-lada por ningún otro, en su hora. Concluidossus estudios en el colegio de San Carlos, se tras-ladó a Chuquisaca, siendo el designio de suspadres dedicarlo a la carrera eclesiástica; en

cambio, Moreno regresó a Buenos Aires casado,después de concluir su doctorado en ambos de-rechos. «En Chuquisaca - dice N. Piñero - vivióen medio de la clase- más intelectual que allíexistía. La biblioteca del canónigo Terrazas noestuvo en vano a su entera disposición. Se ins-truyó con la lectura de muchos libros, principal-mente de algunos de los libros franceses demayor mérito, escritos en los dos últimos siglos,sobre política, economía política, derecho, moral,religión, historia y literatura. Leyó a Montes-quieu, D´Aguesseau, Locke, Filangieri, Jovellanos, Rousseau, Raynal y varios de los enciclopedis-

tas. Estas lecturas, concienzudamente hechas, lofamiliarizaron con las doctrinas económicas ypolíticas de los filósofos del sigloXVI. El credopolítico de los reformadores y revolucionariosde la centuria pasada llegó a ser credo políticosuyo.» (Prólogo a los escritos de Moreno, XI)

 Además de esas lecturas pecaminosas leyó más

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tarde a Adam Smith, Quesnay, Payne, Colbert,orientándose en todo tiempo en la dirección de

 Jovellanos. De esas fuentes queda un rastroseguro en sus Escritos, aunque más par-ticularmente en la Representación de los hacendados,

que es el documento de más valor sociológicoescrito en vísperas. de la revolución, y en el brevey substancioso Prólogo a la traducción del Contra- 

to social de Rousseau: «Este hombre inmortal -dice- que formó la admiración de su siglo y seráel asombro de todas las edades, fue quizá elprimero que, disipando completamente las ti-nieblas con que el despotismo envolvía sususurpaciones, puso en clara luz los derechos delos pueblos, y, enseñándoles el verdadero origende sus obligaciones, demostró las que correlati- vamente contraían los depositarios del gobier-no.» El comentario crítico de su pensamientoestá completo en la notoria polémica entreNorberto Piñero y Paul Groussac. Su silueta,en rastros imborrables, la habla trazado ya Vi-

cente F. López. Ocurridos los sucesos de mayo,una de sus primeras iniciativas fue crear la Bi-blioteca pública de Buenos Aires, entrando a ellagran parte de las bibliotecas particulares de Ma-ziel, Rospigliosi y Azamor, amén de otras do-naciones menores; la crónica de este aconte-

cimiento puede leerse en la citada obra de Juan

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M. Gutiérrez y en el prefacio del catálogo de laBiblioteca nacional por Groussac.

 Aquellos dos nombres dan el tono inicialde la cultura argentina. Frente a ésta veremosprolongarse - y reaccionar en muchos casos - elespíritu conservador y rutinario, plasmado porel escolasticismo dogmático de los teólogos his-panocoloniales.

La nueva corriente de ideas inspiró bienpronto los primeros amagos de política <educa-cional argentina. La Gaceta, contestando a lasproposiciones de los diputados a las cortes penin-sulares, decía: «La educación de la juventud, sos-tenida por nosotros con tanta gloria hasta aquí,mejorará en adelante bajo los auspicios de ungobierno sabio que no pondrá límites a los co-nocimientos útiles que necesitamos:, que éstosson los que deben suceder, en un nuevo plan deestudios, a todas esas superfluidades con que, nospreparasteis para ser clérigos y frailes y malosabogados: para esto no necesitamos que nos

manden jesuitas> (julio 5 de 1811 ). Los criollosdeseaban establecer una enseñanza fundada enlas ciencias naturales y querían buscar en Eu-ropa los profesores que España no tenía para almisma; un aviso oficial de La Gaceta informa alpueblo que el gobierno proveerá a la fundación de

un establecimiento de estudios útiles «luego que

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lleguen los profesores de Europa que se hanmandado venir con este intento> (agosto 7 de

1812).Los establecimientos de enseñanza estableci-

dos por la metrópoli no sintieron, al principio, la vibrante inquietud que apasionaba al núcleocriollo; a poco que extremáramos el análisis,no consentido por la brevedad que deseamos,

demostraríamos fácilmente que desde fines del virreinato distínguense en el país dos tiposculturales, estrictamente paralelos a los interesespolíticos planteados por la revolución. El grupode peninsulares y españolizantes, apuntaladoen las casas oficiales de enseñanza, mantiéneseadicto a la escolástica y el derecho de la madrepatria; el grupo de criollos revolucionarios seentrega abiertamente a los fisiócratas y enci-clopedistas, combatiendo a aquellos sin reparos.

Es radical esa vinculación entre los interesespolíticoeconómicos y las ideas filosóficas; el mis-mo grupo de sacerdotes argentinos, plegado a la

revolución, que no tardó en ser condenadapor una encíclica romana, representa un factorherético dentro de la política pontificia y de laortodoxia escolástica.

Habla razón para ello. «En cuanto a lascuestiones de disciplina y jurisdicción eclesiásti-

ca, la Asamblea constituyente del año 1813 se

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mostró resuelta y liberal como era de esperarsede su composición y de su origen. La sede apos-

tólica, malísimamente inspirada por las pasio-nes del siglo, y entremetiéndose en asuntos degobierno interior que no le correspondían,había tomado el partido del rey absoluto deEspaña contra los gobiernos independientes deSudamérica; y yendo hasta donde se podía ir en

el camino de sus abusos, se había atrevido alanzar anatemas contra ellos, incitando a las ma-sa y a los sacerdotes a que se sublevasen y sostu- vieran a muerte los derechos del rey de España.»(López, IV, 352.) La argentinidad era, poresencia, heterodoxa.

El deán Gregorio Funes (1749-1829) no vaci-la en censurar acremente la escolástica cordobe-sa y se propone despertarlas aulas seculares consu conocido Plan de estudios (1813)que dio alguna vida al exhausto organismo de la Universidad;sin renegar totalmente de la , tradición dogmáti-ca, entreabrió las puertas de la casa secular a los

métodos modernos y a las ciencias naturales.Por ese camino, quince años más tarde, veremosal doctor y presbítero Fernández de Agüero ba-jando a Jesucristo del altar divino para asignar-le un rango de primera fila entre los, grandesfilósofos humanos, igualándolo a Sócrates y

Platón.

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Conviene no olvidar que desde el 25 demayo se dibujaron dos tendencias en el movi-

miento argentinista, representadas respectiva-mente por Moreno y Saavedra. La primera,francamente democrática y liberal, tenía unaconciencia neta de la emancipación; la segunda,continuadora de la mentalidad colonial, sóloacertaba a ver en el movimiento una substitución

de los funcionarios peninsulares por centrosamericanos. En las filas morenistas se conta-ban los jóvenes espíritus revolucionarios; enlas saavedristas cabían todos los prudentesque, con mucho gusto, se disponían a reem-plazar a los españoles en los altos cargos y dig-nidades que hasta ¡entonces les estaban reserva-dos.

Estos últimos eran, en todo sentido, con-servadores y no sentían la «argentinidad» de larevolución. Para obstarla efectuaron los sucesosdel seis de abril (1811), que ningún partido ohistoriador ha intentado justificar. «El doctor

Moreno. como hemos visto, cayó del poder em-pujado por la confabulación insidiosa y malinspirada de la mayoría de la junta. Al cometerese desacierto, esa mayoría no tuvo otros móvi-les que la rivalidad personal y la ambición degobernar a su antojo en el interés de los suyos.

Mas, por una combinación de fatales circunstan-

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cias, debidas sólo al acaso, esa mayoría secomponía de hombres nacidos en las provin-

cias del interior.. mientras que Moreno... eranacido en la capital, como la mayor parte de losjóvenes que formaban su partido.» (López, 111,442.) «En su limitada arena de combate y en laregión de las ideas trascendentales, este partidoera esencialmente revolucionario, aspiraba deci-

didamente a la independencia y trabajaba paraestablecer la libertad sobre bases democráticas;por eso aquellos nombres - liberal y demócrata -le corresponden igualmente. Compuesto de lamayoría de los patriotas del año diez, que habí-an hecho triunfar la revolución del 25 de mayo,Moreno era su profeta, y el Contrato social y la

Declaración de los derechos del hombre su evangelio. Vencido por el, espíritu provincial, que incorpo-ró los diputados a la junta; desorganizado por-elmovimiento del 5 al 6 de abril; elevado por elpronunciamiento del 23 de septiembre de1811, que hizo surgir el triunvirato, había

representado sucesivamente el espíritu nuevobajo diversas formas.» (Mitre, 11, 136.)La reac-ción de las provincias contra la capital fue unsumo legítimo y no una «combinación de fata-les circunstancias, debidas sólo al acaso», comoafirma López; la revolución era la obra de un

grupo de hombres movidos por ideas nuevas,

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al par que la reacción lo era de gentes que se-guían pensando con cabeza colonial. Sarmien-

to, con mejor acuerdo, planteó con exactitud elproblema. Buenos Aires - dice - «llevada de estesentimiento de la propia suficiencia, inicia larevolución con una audacia sin ejemplo; la llevapor todas partes.. se cree encargada de lo altode la realización de una grande obra. El Contrato

social  vuela de mano en mano; Mably y Raynalson los oráculos de la prensa; Robespierre y laConvención los modelos. Buenos Aires se creeuna continuación de la Europa, y si no confiesafrancamente que es francesa y norteamericanaen su espíritu y tendencias, niega su origenespañol, porque el gobierno español dice, a harecogido después de adulta. Con la revolución vienen los ejércitos y la gloria, los triunfos ylos reveses, las revueltas y las sediciones» (Fa- 

cundo, 112). En cambio, el espíritu provinciano,representado por Córdoba, sigue siendo español yconservador: «Me he detenido en estos porme-

nores para caracterizar la época en que se trata-ba de constituir la República, y los elementosdiversos que se estaban combatiendo. Córdoba,española por educación literaria y religiosa, es-tacionaria y hostil a las innovaciones revolucio-narias; y Buenos Aires, todo novedad, todo revo-

lución Y movimiento, son las dos fases promi-

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nentes de les partidos que dividían las ciudadestodas, en cada una de las cuales estaban lu-

chando estos dos elementos diversos que hayen todos los pueblos cultos. No sé si en Américase Presenta un fenómeno igual a éste, es decir,dos partidos, retrógrado y revolucionario, con-servador y progresista, representados altamentecada uno por una ciudad civilizada de diverso

modo, alimentándose cada una de ideas extraí-das de fuentes distintas: Córdoba de la España,los concilios, los comentadores, el Digesto;Buenos Aires, de Bentham, Rosseau, Montes-quieu y la literatura francesa entera.> (117.)Eltriunfo saavedrista del 6 de abril fue, pues, unaderrota de la «argentinidad».

La Asamblea general constituyente (1813)devolvió el Poder al partido morenista, reanu-dándose el predominio de las tendencias argen-tinas contra las coloniales. Los nuevos elementosincorporados a la revolución eran, todos, libera-les; tuvo esa filiación la logia política «Lautaro»,

en que muchos se agrupaban en torno de SanMartín y de Alvear. Este último «era un liberalentusiasta» y «conocía con un gusto cumplido laliteratura francesa del siglo XIII y de la Revolu-ción. Montesquieu, Voltaire y, sobre todos, Rous-seau, le eran familiares y los exponía- con una

memoria facilísima» (López, IV, 128).

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Las iniciativas de cuatro criollos, Vértiz,Maziel, Belgrano y Moreno, recibieron pronto

nuevos impulsos. Bernardino Rivadavia, desdeel tiempo del Triunvirato (1812), sembró la ins-trucción pública con criterio innovador. Esosafanes oreaban el ambiente cuando el notoriodesbarajuste del San Carlos impuso una inter- vención radical del gobierno argentino. El espíri-

tu público estaba ya muy cambiado en materiadogmática; recuérdese que para inaugurar laSociedad del Buen Gusto (1817) el coronel Juan Ramón Rojas preparó como espectáculode gala el estreno de su drama Cornelia Berorquia,

presentando en pleno al tribunal de la inquisi-ción y poniendo por protagonista a una inocen-te doncella caída en las execradas garras del San-to Oficio. Espectáculo inconcebible, siete añosantes, en la colonia. En vano las personas dementalidad peninsular indujeron al obispadopara que exigiera del gobierno el restablecimien-to de la previa censura eclesiástica; todo lo que

significaba argentinidad estaba por el libre exa-men contra el dogmatismo. La edad media, apesar de las raíces conservadas en los colegioscoloniales, agonizaba en la raza naciente.

En vísperas del Congreso de Tucumán(1816) el conflicto entre las dos tendencias se

acentuó. Hirvieron polémicas en todas partes.

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Los jóvenes revolucionarios seguían la tradiciónmorenista; los viejos, formados en el ambiente

colonial, se inclinaban hacia las soluciones teo-cráticas y conservadoras. Los primeros se oponí-an a las, tendencias monarquistas y católicas; suportavoz en la prensa, Pazos Kanki, no desma-yaba en sus ataques contra Castro, viejo monar-quista que venía a coincidir con el sentimiento

de los religiosos de provincia, encabezadospor Castro Barros. Los unos eran argentinos.con espíritu argentino; los otros eran argentinoscon espíritu hispanocolonial. En el Congresode Tucumán «el elemento legista y clerical»(Mitre, 11, 308) que afluyó de las provincias,tuvo cierta preponderancia numérica e hizopeligrar el advenimiento de la república laicay democrática.

La renovación de las ideas tardaba en ma-nifestarse entre. los profesores del colegio SanCarlos; se afirmó con seguro paso por el carizque fue tomando la política. Desde que comen-

zó a hablarse de independencia y de gobiernopropio, fueron aclimatándose en Buenos Aireslas direcciones filosóficas que eran el antece-dente de la revolución francesa; en cambio, enel San Carlos, aún después del 25 de mayo, si-guió predominando el espíritu medieval impor-

tado por los teologistas peninsulares. Consolida-

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do el nuevo régimen argentino, los alumnoscomenzaron a desertar de las aulas en que se

enseñaban cosas y doctrinas que ya les intere-saban menos; la asistencia de escolares fue dis-minuyendo y algunos profesores cerraron susclases. La nacionalidad nueva exigía otro espírituen la enseñanza.

La primera institución de cultura superior,

organizada por el gobierno, tuvo una caracte-rística fundamental: en la cátedra de filosofía sesucedieron los primeros ideologistas argentinos,imprimiendo al pensamiento nacional la orienta-ci6n científica y naturalista continuada en nues-tros días.

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LA POLÍTICA LIBERAL Y ELIDEOLOGISMO FILOSÓFICO

Es imposible comprender el sentido de laenseñanza filosófica argentina, iniciada por elaño 1820, si se olvidan sus antecedentes euro-peos. Sabido es que el movimiento de los en-ciclopedistas, al producirse la Revolución fran-cesa, se continué por la escuela filosófica de los«ideologista», iniciada por Condorcet, Sieyes,Roederer, Lakanal, Volney,. Dupuis, Marechal,Naigeon, Saint Lambert, Garat, Laplace, Pinel,etc. En ellos reaparecen diversas influencias es-

peciales de D'Alembert, Voltaire, Turgot, Hel- vecio, Rousseau, Holbach, Diderot, y más indi-rectamente las de Smith, Hobbes, Locke y Kant;pero es indudable que en el dominio propia-mente filosófico y psicológico, los más de ellosfueron continuadores de Condillac, cuyo Tratado

de las sensaciones (1754) fue el ensayo más sistemá-

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tico para hacer derivar de la experiencia todaslas funciones del intelecto humano.

La doctrina «sensacionista» de Condillac ad-quirió mayor importancia en los dos grandes re-presentantes de la escuela ideologista: Cabanis yDestutt de Tracy. El primero le dio una amplí-sima base fisiológica y naturalista; el segundo ladesarrolló en el dominio de las llamadas ciencias

morales. Los nombres más ilustres del pensa-miento francés, entre 1789 y 1810, eran direc-tamente vinculados a la escuela ideolojista, apesar de que la reacción política y religiosa favo-reció el advenimiento de la escuela ecléctica, cu-yos portavoces Parecieron confabularse parahacer olvidar a los ideólogos. U hablan conse-guido; no se tendría una impresión global del valor de la escuela si F. Picavet., en 1891, nole hubiese dedicado su monografía sesuda ycompletísima.

Continuadores de los enciclopedistas, y enparticular amparándose en el «sensacionismo»,

ellos son los que imprimieron un carácter Propio ala enseñanza de la filosofía en la Argentinadespués de la Revolución. Dos médicos: Arge-rich y Diego Alcorta, reciben a Condillac a tra- vés de Cabanis, cuya influencia es evidente enambos; tres profesores de filosofía, Lafinur,

Güiráldez y Fernández de Agüero, se abrevan

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en la misma fuente por intermedio de Destuttde Tracy, cuyos Elementos de ideología (1804) com-

binan felizmente todas las corrientes enciclope-distas y fisiocráticas en torno de la doctrina deCondillac. (El ejemplar de Destutt de Tracy,existente en la Biblioteca nacional dé Buenos Aires, corresponde a la tercera edición, París,1817, cuatro volúmenes en 8º. Ignoramos que

exista en bibliotecas particulares algún ejemplarde las ediciones precedentes; las lecciones deLafinur, que sin duda conocía a Tracy, fueronprofesadas en 1819; es probable que hasta lafecha de la tercera edición, Argerich conocierael *sensacionismo solamente por los escritos deCabanis, médico como él.)Conviene señalarque los iniciadores de la enseñanza filosóficaargentina fueron 1ógicos al propiciar las doc-trinas ideologistas, ellas representan, en lo filosó-fico, la aplicación natural de los principios queen política y en economía habían introducidolos enciclopedistas. Y si para preparar la revo-

lución de 1810 Moreno y Belgrano habían tradu-cido a Rousseau y Quesnay, Lafinur, Agüero y Alcorta demostraron espirit de suite con ellos,introduciendo a Cabanis y Tracv en la enseñanzafilosófica.

Bajo el directorio de Juan Martín de Pueyrre-

dón (1817) se dispuso el restablecimiento del

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San Carlos, muerto de inadaptación al nuevoambiente; con el nombre de Colegio de la

Unión del Sud fue inaugurado el 16 de junio, de1818, «día en que se celebraba el aniversariode la declaración de la independencia-*. En1821 se refundió en el Departamento de cienciaspreparatorias de la Universidad, conservando suanterior denominación hasta mayo de 1823; en

esta fecha fue reorganizado con el nombre deColegio de ciencias morales (por haberse decre-tado la fundación de un Colegio de ciencias na-turales, que no se llevó a cabo), para que susalumnos siguieran los cursos de la Universidadfundada en Buenos Aires, por decreto que llevalas firmas de Martín Rodríguez y BernardinoRivadavia. Los principales documentos y datosbiográficos están reunidos en la memoria pu-blicada por Juan María Gutiérrez y reproducidaen los dos primeros tomos de los Anales de la Uni- 

versidad de Buenos Aires.

El nuevo colegio -con sus dos nombres suce-

sivos vio seguirse en la misma aula a los tres ini-ciadores de la enseñanza filosófica argentina: Juan Crisóstomo Lafinur, apóstol inquieto, JuanManuel Fernández de Agüero, razonador y sis-temático, y Diego Alcorta, doctrinario pruden-te.

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Menos estrecho de horizontes, y tolerandoalguna discusión frente al tradicionalismo colo-

nial -no obstante fuera su primer rector el dog-mático doctor Domingo V. Achega, más tardecomplicado en las conspiraciones reaccionariasde 1823 y desterrado por el gobierno argentino-el colegio de la Unión del Sud presenció, en1819, la secularización del aula de filosofía, que

se llamó de <Ideología> durante 30 años. Abierto un concurso para proveer la cátedra, Juan Crisóstomo Lafinur (1797-1824) la obtuvoen brillante competencia con Luis de la Peña yBernardo Vélez. Apartóse, desde el primermomento, de la enseñanza que giraba en tomodel malo e incompleto Aristóteles anterior alrenacimiento. «Discreto discípulo de los enci-clopedistas, quiso propagar sus ideas con másentusiasmo que prudencia, encontrándose fren-te al pasado, encastillado en su rutina secular»,dice su biógrafo, Juan W. Gez; y agrega que sólose propuso, siguiendo en lo esencial a Condillac,

«difundir las ideas de Bacon, Locke y Descartes,de Galileo y de Newton, contra la filosofía huecade sentido que pretendía aún mantener la mentehumana en los viejos moldes del estéril escolas-ticismo». Sus clases fueron sobremanera in-quietantes, acaloradas por su elocuencia de

poeta joven; sus opiniones sobre el «origen de

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las idea» motivaron controversias y produjeronalgún escándalo entre los que ignoraban los

estudios florecientes en Europa, que intentabanexplicar la actividad mental en relación con lasfunciones cerebrales, según la escuela de Cabanis.

En la «función literaria» del año 1819, losalumnos de la primera parte del curso de filosofíafueron sujetados a un examen de sus estudios,

«que comprenden la ciencia del hombre físico ymoral, y de sus medios de sentir y conocer».El breve programa, calcado en algún suma-

rio de Cabanis o Tracy, se titula Ideología, y dicesu primer párrafo: «Demostramos la necesidad derecurrir a esta ciencia para ase gurar la certi-dumbre de nuestros conocimientos- Si la lógicaes el arte de encontrar la verdad, ella, como todoarte, debe reposar en una base científica. Dedonde deducirnos que la parte técnica del dis-curso, que hasta ahora se ha llamado lógica, omás bien, estudio de las fórmulas, no es más queun arte de sacar consecuencias de principios

desconocidos, o no bien averiguados. Examina-se ¿qué cosa es pensar?

Esta palabra explica todo para nosotros: esdecir, todos los actos del entendimiento y de la voluntad. La naturaleza enseña a los hombres elarte de pensar. Nosotros, no hacemos más que

observarla para reglar nuestros actos intelectua-

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les. Establécese el método analítico para proceder.» A continuación se expresan los principios co-

rrientes del sensacionismo, tal como lo interpre-taba la escuela ideologista.

Por lo poco de él que ha llegado hasta noso-tros, Lafinur muestra más entusiasmo que preci-sión al exponer las doctrinas de la escuela ideo-logista. Esta, lo mismo que los psicólogos de la

enciclopedia se apartaba de Descartes en el pun-to mismo en que éste es corregido por Condi-llac; si el cartesianismo se mantenía en cuanto serefería al método, el sensacionismo no dejabaen pie su doctrina del alma. El método serefería a las ciencias; las doctrinas del almaeran el eje mismo de la filosofía, en cuyo terre-no los ideologistas no pudieron aceptar a Con-dillac sin renegar a Descartes. Cuestión funda-mental es ésta y Lafinur no la comprendióexplícitamente; su Curso de ideología, aunqueinspirado por Tracy cuyo tratado parece consti-tuir su principal si no única lectura- no alcanzó

la precisión y el espíritu netamente ideologistaque logró infundirle su sucesor.

El rector Achega dio en hostilizarle dentroy fuera del colegio. Su exaltado celo religioso,netamente contrario al espíritu liberal que des-de Moreno hasta Rivadavia presidió a la revo-

lución argentina, había tenido ya oportunidad

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de manifestarse; siendo provisor del obispadopretendió, en dos ocasiones, que se restringiera

la libertad de imprenta y que se instaurase laprevia censura eclesiástica para las obras teatra-les. En ambas oportunidades fue desatendido,no obstante la consideración personal que dis-frutaba ante el directorio. Para obstaculizar aLafinur estimuló una violenta campaña de

prensa; acusado de materialismo, éste sostuvoen el Argos una calurosa polémica. El famosofray Francisco Castañeda no le negó sus alfile-razos envenenados, aunque llegaron después areconciliarse; en los salones, que tanto habíahonrado como poeta fue subrepticiamente hosti-tilizado. Tuvo algunos partidarios y defensores;fue inútil.

El rector Achega consiguió obligarle a salirde Buenos Aires. En Mendoza se unió al vir-tuosísimo presbítero José Lorenzo Güiráldez,para enseñar en el Colegio de la santísima Trinidad, que se singularizó por el carácter

liberal de los estudios. Curioso es advertir queGuiráldez -como más tarde Julián Segundo de Agüero, Valentín Alsina y otros- se entregaba ala propaganda de ideas heréticas. sin que paraello le estorbara su investidura religiosa: elespíritu revolucionario los arrastraba a servir los

intereses de la «argentinidad> antes que los del

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dogmatismo religioso. En el colegio de Mendoza«faltaba, como se ve, la teología; y esta falta re-

 velaba ya un por lo tanto más evidente en lasideas de los que habían dirigido la fundación deeste establecimiento, cuanto que la enseñanzade la filosofía en manos del rector Güiráldezestaba calcada sobre el método de Condillac, ytomaba por punto de partida, como este gran-

de maestro, la observación experimental y lasensación» (López, VII, 608). Allí Lafinur reno- vó su enseñanza de filosofía sensacionista, apa-sionando a la juventud y al pueblo entero, que apoco se dividió en dos bandos: liberales y obscu-rantistas. Sobrevinieron nuevas polémicas, cuyoeco llegó hasta la prensa de Buenos Aires, perola persecución de los teólogos no cesó hasta con-seguir su destierro. Su actuación en Mendoza esuna página brillante de nuestra historia educa-cional. Pasó a Chile en momentos de agria dispu-ta entre reaccionarios y liberales; después dedoctorarse allí en derecho y cánones (1823),

tomó la pluma en servicio de sus ideas. Por po-co tiempo, sin embargo; falleció en 1824,habiendo vivido intensamente sus veintisieteaños, resobrándose de ilustración, de poesía yde luchas, cosechando las amarguras que todoinnovador provoca y acepta.

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Las lecciones de Lafinur estimularon en Bue-nos Aires una interesante agitación de ideas,

poniendo de manifiesto otros dos nombres,diversamente orientados: Alejo Villegas, últimoprofesor de filosofía en el San Carlos (1816-1818), y Cosme Argerich, fundador de la Escue-la, de medicina (1802).

El doctor Villegas, que había dictado ante-

riormente su curso de conformidad con lasdoctrinas escolásticas, comenzó a leer por esosaños los escritos franceses de la época detransición entre el ideologismo y el eclecticis-mo. En Francia la reacción había favorecido lacampaña contra el primero y el advenimientodel segundo. Desde 1811 Royer Collard co-menzó sus cursos en la Sorbona, oponiendo alas doctrinas de Condillac la filosofía escocesade Tomás Reid; el mismo Laromiguiére, antes vinculado al movimiento ideologista, se apartóde él a medida que avanzaba en años, publicandosus Lecciones de filosofía o ensayo sobre las facultades del

alma (1815-1818), en que la transición al eclecti-cismo asume caracteres definidos. En estasfuentes, para su tiempo recientísimas, se in-formó Villegas, encontrándolas más compati-bles con su cultura tradicionalista que el sensa-cionismo de Cabanis y Tracy. Estaba entregado

a esas lecturas cuando Lafinur alborotó el colegio

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y la ocasión le pareció excelente para atacar alsensacionismo en la persona del joven catedrá-

tico; contra su «doctrina de las ideas» --que eraun modesto trasunto de Condillac; filtrado por Tracy- repitió Villegas los argumentos espiri-tualistas del naciente eclecticismo, con lo que vino a reproducirse en pequeño, en Buenos Aires, la disputa entre las dos escuelas que arre-

ciaba ya en P".En una función literaria (documentada porGutiérrez) le respondió Lafinur y habría conti-nuado la reyerta, a no m~ con grandísima ilus-tración y serenidad el doctor Argerich. Siguien-do el curso natural de sus nuevos estudios, Vi-llegas alcanzó a tomar conocimiento de Cou-sin, sin que haya dejado escritos que permitan valorar con exactitud sus éxitos.

El 26 de septiembre de 1819 el doctor Cosme Argerich publicó en El  Americano una breve ybrillante carta que puso en quicio lapolémica,dando a Lafinur la ocasión de explicarse. En la

función literaria, celebrada seis días antes, elprofesor había expuesto sus doctrinas contes-tando a Villegas. Como de ello viniera , nuevostrastornos, Argerich empleó su autoridad dehombre docto y virtuoso en favor de Lafinur. Suescrito contiene la siguiente profesión de fe:

«Estoy bien persuadido de que los sentimientos y

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de Cabanis, fueron llegando a Buenos Aires conalguna posterioridad.

 Justo es señalar que por el año veinte,mientras las campañas se poblaban de monto-neras y las ciudades del interior decaían, la cultu-ra florecía en Buenos Aires. El ambiente, con losgobiernos de Rodríguez y Las Heras, se prepara-ba para más grandes reformas, a pesar de que

protestasen los conservadores, «apoyados en lastradiciones coloniales, sin perjuicio de su ad-hesión a la independencia nacional». En latertulia de Luca se comentaban las ideas deBentham y de Benjamín Constant. Tenían varaalta Juan Bernabé Madero, de la escuela deCampomanes y del fisiócrata Campillo, y San-tiago Wilde, pariente y discípulo estimado delfilósofo positivista James Mill, padre de JohnStuart Mill; y para que todo no fuera grave enla amable reunión, se recitaba «El  prodigio de los

hábitos talares (crítica aguda de la inutilidad delclero>. Se leía en Buenos Aires a Bentham, Bla-

kestone, B. Constant, Guizot, madame, Stael y,entre los autores españoles, a White, Mora yCanga Argüelles. No sorprende, pues, que Lafi-nur y Argerich profesaran abiertamente las doc-trinas de Condillac, ni que Agüero los excedierapocos años más tarde; sorprendente es que ,la

reacción de los teólogos dogmáticos, secundados

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por algún religioso antiliberal como Castañeda,consiguiera desterrar del aula a profesores que

interpretaban el sentimiento de la clase culta ydirectiva.

El partido que gobernaba en 1821 descen-día del directorio de los años 14 y 19. Uno desus primeros pensamientos fue la ereccióndefinitiva de la Universidad de Buenos Aires;

el edicto (agosto 9 de 1821) lleva las firmas delgobernador Martín Rodríguez y del ministro degobierno Bernardino Rivadavia, El acto públicode su inauguración se efectuó tres días después.

 Al organizarse el personal docente de laUniversidad, ocupó la cátedra de filosofía enel Colegio de ciencias morales Manuel Fer-nández de Agüero, otrora alumno del San Car-los y ex profesor de esa materia en el mismocolegio (1805-1806). De su antiguo curso con-servóse el texto latino; era pedestre y no diferíade la escolástica profesada por sus colegas,aunque brillaba por alguna erudición. Al produ-

cirse los sucesos de 1810, Fernández de Agüerose retiró ,de la vida activa y comenzó a estudiarlas doctrinas de la enciclopedia y el movimientofilosófico ideologista. Nadie ha podido conta-mos las luchas por que atravesó su espíritu; elresultado no tardó en ser visible.

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El sucesor de Lafinur mostróse muchomás radical que el poeta proscrito, aventaján-

dole en ilustración, en claridad de ideas y enespíritu de sistema. El 14 de marzo ocupó lacátedra y desde la primera lección pudieroncomprender los escolásticos que esta vez no seencontraban en presencia de un joven entusiasta,sino de un maduro e inflexible pensador.

Sus nuevas lecciones fueron impresas en dos volúmenes (1824-1826), con el título: «Principiosde- ideología elemental (abstractiva y oratoria). Van adaptadas a la instrucción de los jóvenes enun curso bienal de filosofía que comprende:1º Lógica; 2º Metafísica; 3º Retórica». JuanMaría Gutiérrez señaló el carácter general dela obra de Agüero, sin juzgar el valor de susdoctrinas con relación a la psicología europeade ex tiempo. El doctísimo señor Groussac, ensu noticia biográfica sobre Diego Alcorta, ha visto en la obra un simple anticlericalismo defraile renegado, lo que no es admisible por

quienes la hemos leído. (En un ejemplar quedebemos a la amabilidad del profesor AntonioDellepiane.)La Ideología de Agüero,. con rela-ción al medio en que fue escrita, es una obraseria de filosofía; y con relación al ambiente de laescuela ideologista, podría llevar la firma de

cualquiera de los buenos discípulos de Destutt

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de Tracy. Escrita con admirable claridad deestilo, perfectamente coordinadas sus ideas

particulares dentro del concepto general quela orienta, desenvuelta con un rigor sistemáticodifícil de superar, es un texto que no puedeleerse sin gran respeto, sean cuales, fueren laspropias doctrinas del lector.

Fernández de Agüero no es un simple dis-

cípulo de Condillac ni mucho menos de Des-cartes, a quienes conoce a fondo y comenta consagacidad. En muchas cuestiones se aparta deellos y los refuta, siguiendo a la escuela ideolo-gista. Los puntos de vota aceptados por la psico-logía biológica y la filosofía naturalista en nues-tros últimos cincuenta años, están netamenteplanteados por Agüero, no como vagas intui-ciones, sino como ideas definidas dentro de unsistema coherente y unitario. Su ilustración es vasta y su horizonte mental es el de un verda-dero filósofo; cuando se asoma a la economía oa la moral no se desvía de su sistema, señalan-

do a Bentham y a Holbach como les maestrosmejor encaminados. Por la unidad y claridad desus merece contar entre los continuadores másfirmes de Cabanis y Destrutt.

Es mucha juzgar así a un desconocido ymal juzgado; la asumimos con el propósito de

consagrarle un estudio particular, en el que seña-

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laremos las ideas precisas sobre la relatividad delconocimiento y el carácter contingente de lo ver-

dades humanas sobre la importancia de las sen-saciones internas u orgánicas frente a las ex-ternas en la formación de la personalidadconsciente, sobre la interpretación histórica de Jesucristo y su valor como filósofo, sobre el valorde la voluntad en las relaciones con los senti-

mientos morales, sobre la insuficiencia de lasideas teológicas como fundamento de la moral,etc., etc. El estilo sintético, y por momentos apo-díctico, permite a Agüero decir cosas interesan-tes en pocas líneas o palabras. Si hubiese leídoal magnífico Helvecio nos diríamos que se inspi-ró en él directamente; pero, además de nocitarlo, ello no resulta verosímil leyendo laIdeología del filósofo Argentino, que no es unsimple resumen del tratado homónimo de Tracy. Va para diez y ocho años que tuvimos la honrade señalar el valor sociológico del primer tomode Conflictos y armonías de las razas, de Sarmien-

to, no citado hasta esa fecha en ningún librode autor argentino y posteriormente leído porlos más; no nos sorprendería que la Ideología de Agüero corra igual destino, aunque su asuntosólo puede ser juzgado por pocos estudiosos.

Refiere Gutiérrez que el curso de Agüero

sacudió hondamente la vida inicial de la Uni-

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 versidad; puso gran firmeza en exponer susdoctrinas y se atrajo decididamente a la juven-

tud. En cambio los teólogos y canonistas deespíritu colonial la emprendieron contra él, lle-gando en 1824 a reunirse el claustro universita-rio para juzgarlo «por hereje>. El 30 de julio Agüero encontró cerrada el aula en que dictabasus lecciones, por orden del rector Sáenz; este

funcionario se apoyaba en «la naturaleza, impíade las doctrinas enseñadas>, patentizada por laimpresión del curso. Protestó el catedrático yel gobierno sostuvo la dignidad del profesorcontra los intolerantes,; en decreto del 2 deagosto declaró a Agüero «en libre ejercicio desus funcione», e hizo constar que proveería«evitando siempre toda determinación contra lapersona del referido catedrático, y que «en ma-terias de esta naturaleza nada -es más peligro-so que el suscitar pasiones que luego extravían larazón y depravan los sentimientos más santoscon daño incalculable de la moral y de la ilus-

tración pública». Lleva ese decreto la firma, deManuel J. García.

Sostúvose Agüero en su cátedra contandocon la amistad y apoyo" de Rivadavia, que simpa-tizaba con sus ideas. Pero al caer ese estadista,sus enemigos no escatimaron a Agüero perse-

cuciones. «El partido político que subió al poder

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después de la presidencia de Rivadavia -dice Juan M. Gutiérrez- calificó la enseñanza del

doctor Agüero de perjudicial a la causa pública,fundándose en razones que están consignadasen un largo escrito de aquella época, firmadopor un observador. Esta opinión adversa a ladoctrina del innovador pierde toda importanciadesde que se toma en cuenta la pasión política

que la inspira. Es una arma de partido esgrimi-da, sin mayor destreza, por la mano que se dis-ponía a borrar hasta el último vestigio de laadministración juzgada ya por la opinión delpaís de la manera más honrosa. El observador

abría un camino por el cual llegó más tardeRosas a completar la ruina de las creacionesdel espíritu liberal, representado por el gobier-no desde 1821 hasta la disolución del poder na-cional.» El filósofo renunció su cátedra en 1827.

 Agüero no era un síntoma aislado: la polí-tica argentina, en la corriente que venia deMoreno hasta Rivadavia, tuvo ese mismo sen-

tido y la juventud porteña estaba con ellos. Encambio las personas de edad y los doctores pro- vincianos, madurados en plena atmósfera colo-nial, se inclinaba a las ideas reaccionarias, repre-sentadas primero por el partido saavedrista y alfin por la tendencia que remató en el gobierno

de Rosas.

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Esas dos mentalidades se chocaron muchas veces en la prensa, en la cátedra y en el aula.

 Alguna parte del clero, criollo, educado en losseminarios coloniales, se plegó a la revolución, apesar de la encíclica papal que había condenadoel movimiento emancipador: los nombres deFunes y de Castro Barros están vinculados a lahistoria de la independencia argentina, amén de

otros menos significativos. Pero, como era natu-ral, ellos no pudieron despojarse de ciertas ideasantidemocráticas y antiliberales, procurandoencaminar los sucesos hacia un régimen queprolongara el orden de cosas colonial: con lasimple diferencia de que las altas dignidadespolíticas y eclesiásticas corresponderían a argen-tinos y no a peninsulares.

No se llamó, pues, a silencio el tradiciona-lismo ante la irrupción de las ideas fisiocráticas yenciclopedistas; en el exiguo escenario intelectualde la época contaban mucho, por su número y surango, los profesores coloniales de Córdoba y

Buenos Aires, religiosos todos ellos. No pu-diendo transfundir sus inclinaciones dogmáti-cas a la revolución naciente, procuraron resistirsus tendencias liberales; cuando la primera de-rrota de los «morenista» el deán Funes vino deCórdoba a poner su erudición y prestigio al servi-

cio de los reaccionarios «saavedristas>.

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Eficaz portavoz de estas resistencias fue elrector cancelario de la Universidad de Córdoba,

Pedro Ignacio de Castro Barros (1778-1849),quien desde 1812 se manifestó desfavorable a lasdiscretísimas ideas progresistas del deán Funes.En su cátedra de filosofía tuvo por discípulosa Lafinur y- Juan Cruz Varela; pero mientraséstos se deleitaban leyendo libros contra la

escolástica y el peripato, que comenzaban acircular, Castro Barros se atenla en sus leccio-nes a la ortodoxia más rigurosa. Enemigo detoda reforma liberal, representó en la asambleadel año 13 y en el Congreso de Tucumán laderecha conservadora, empeñada en la tarea deinfiltrar el alma española y colonial en el movi-miento argentino y emancipador. Su <doble fanatis-mo, político y religioso>, que dice Mitre, era elresultado de su educación teológica en contactocon problemas nuevos que no sabía compren-der; ni podía esperarse otra cosa, pues «el doc-tor en aquella jurisprudencia civil y eclesiástica -

escribió Sarmiento- sabe que no sabe nada, sólosu filosofía de sacerdote católico y español, por-que esto último es otra cosa, es la filosofía esco-lástica, filosofía vacía de ciencia y de verdad. Lafilosofía hija de la libre especulación delespíritu, la filosofía tal como la indicó Bacon, no

la conoce él>.

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Castro Barros se mantuvo fiel a esa escolás-tica que el deán Funes rechazó en el Plan y apos-

trofó en el  Ensayo histórico. Su actuación políticafue vituperada con exceso por sus adversarios; ycon el mismo exceso la justificó su apologista Ja-cinto R. Ríos, en 1886.

Ese estado de ánimo, corriente en muchasprovincias del interior, era compartido en Bue-

nos Aires por los teológicos doctores que anteshablan monopolizado la enseñanza del SanCarlos. Por su edad y su significación social,muchos de ellos, como Achega y Sáenz, ocupa-ron puestos directivos en los nuevos institutos deenseñanza superior, lu chando sin tregua para quelas aulas no se contaminarán de las ideas nuevasque inspiraban a la revolución misma. El uno co-ntra Lafinur y el otro contra Agüero dejaronbuenas pruebas de su. intolerancia.

Poco podían esas resistencias contra el es-píritu de la juventud porteña- la temida simien-te germinaba en todas partes, pasando de la

medicina y la filosofía, donde aparece con Argerich y Lafinur, al mismo estudio del de-recho. En la enseñanza jurídica -frente a laescuela teológicotradicional, representada por elrector Antonio Sáenz y continuada más tardepor Rafael Casajemas- se insinúan las doctri-

nas económicas de Adam Smith y de Quesnay;

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en 1824 el utilitarismo de Bentham es oficial-mente enseñado por el eximio profesor Pedro

Somellera, y su orientación fue seguida por elde economía política Pedro José de Agrelo,influenciado principalmente por James Mill. Nonos detendremos sobre esa evolución de lasideas jurídicas, pues han encontrado ya su doctocomentarista; la Historia del derecho argentino, de

Carlos 0. Bunge, señala el proceso que del dere-cho indígena y español condujo al derecho colo-nial y al propiamente Argentino. En esa hora laenseñanza del derecho refleja el contraste entrela mentalidad revolucionaria de Buenos Aires yla mentalidad conservadora de Córdoba. Sar-miento la ha sintetizado en una anécdota máselocuente que todo un libro: «¿Por qué autorestudiaban ustedes legislación allá? preguntaba elgrave doctor Gigena a un joven de Buenos Ai-res. -Por Bentham.- ¿Por quién, dice usted?¿Por Benthamcito? señalando con el dedo eltamaño del volumen en doceavo en que anda

la edición de Bentham... ¡já! ¡já! ¡já!... ¡porBenthamcito! En un escrito mío hay más doc-trina que en esos mamotretos. ¡ Qué Universi-dad y qué doctorzuelos! -¿ Y ustedes, por quiénenseñan?- ¡ Oh! ¡el cardenal de Luca!... ¿Qué diceusted? ¡Diez y siete volúmenes en folio! ... > (Fa-

cundo, 109.)Esta evolución cultural se produjo

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al mismo tiempo en la enseñanza de las cien-cias fisicomatemáticas. Los primeros estudios de

esa índole, aplicados a la navegación, fueronauspiciados en 1779 por el Consulado, siguien-do la inspiración de Be1grano. La Academia denáutica tuvo existencia regular y esas disciplinasfueron desigualmente enseñadas hasta su in-corporación a la Universidad. En los estudios

coloniales la física general constituía la segundaparte de la filosofía; para juzgar de su insignifi-cancia nos quedan la ya citada obra de Elíasdel Carmen (Córdoba, 1784) y el manuscritodel curso de Diego Estanislao Sabaleta (Buenos Aires, 1795). En vida del San Carlos, hasta 1817,la física continuó figurando como segunda par-te de la filosofía. Al fundarse la Universidad seencargó la enseñanza de las matemáticas a Seni-llosa, que desde 1816 dirigía la Academia nacio-nal de matemáticas.

El barcelonés Felipe Senillosa, educado en la Academia de ingenieros de Alcalá de Henares,

 vino a Buenos Aires en 1815 y se  vinculó anuestra enseñanza. Era discípulo de Condillacy de los ideologistas: «llegaba armado de unapalanca en cuyo poder tenía una fe ciega -el aná-lisis- único aparato de lógica y de investigaciónen todos los libros elementales que compuso.

 Aplicó el análisis hasta sus ,últimas consecuen-

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cias en las materias políticas o sociales, en elestudió de los idiomas y en sus programas de

ciencias exactas> (Gutiérrez, 697). En 1813había compuesto una gramática general que me-reció la aprobación de Destutt de Tracy y hubode publicarse en París, aplicada a distintos idio-mas. En Buenos Aires (1817) publicó su primeragramática por la imprenta de los niños expósi-

tos; en el prólogo reitera su adhesión a los prin-cipios del sensacionismo y dice que para escribir-la «cerró sus libro y, replegándose dentro de sus

sentidos, fue a buscar la marcha de las ideas, el

 verdadero ser de las palabras>. Actuó en otrasramas de la enseñanza pública, distinguiéndoseespecialmente por el Programa de un curso de geo- 

metría, redactado en 1823 y editado en 1825 porla imprenta antes mencionada. Acerca del criterioque inspiraba ese trabajo, nos informa plenamen-te el artículo publicado en la Crónica Mítica y lite- 

raria de Buenas Aires (julio 31 de 1827), con mo-tivo de la carta escrita a Senillosa por Suzanne.

profesor en el Colegio Charle magne, de París.«El señor Senillosa ha adoptado el procedimien-to explanado por Mr. Suzanne en su método de

estudiar las matemáticas, y que no es otra cosa quela aplicación del de Condillac en su Investigación de

origen de los conocimientos humanos. Este gran meta-

físico, al indicar la operación que debe practi-

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carse en la descomposición del pensamiento,demostró cuán estéril y peligroso es un método

que invierte el orden en la generación de lasideas. Lo miraba como el mayor obstáculo que sehabría opuesto a los progresos de las ciencias, yque el origen de las ideas innatas de los cartesia-nos, de las ideas de Dios de Malebranche, de laarmonía prestablecida y de las mónadas de Le-

 íbniz de todos los delirios que han detenidopor espacio de tantos siglos el vuelo del espíri-tu humano. Basta con aplicar la antorcha delanálisis al tenebroso aparato de axiomas y de-finiciones, para destruir esa armazón construi-da por la vanidad y la ignorancia, y que noso-tros tuvimos la debilidad de heredar respetuosa-mente. Los buenos sistemas están fundados en laexperiencia. Este gran principio proclamado porBacon, adoptado por Locke, y desenvuelto portodos los filósofos del siglo XVIII, es el que hadado tan fuerte impulso a la inteligencia, y el queha abierto el camino a tan importantes descu-

brimientos en todos los ramos del saber. Elseñor Senillosa merece los aplausos de todoslos aficionados a la ciencia, por haberse unidoa los que han cooperado a esta gran revolución,y sostenido el método experimental que, mane-jado con destreza, debe facilitar la adquisición

de los conocimientos más abstractos a los en-

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tendimientos sanos y capaces de atención.> Elautor de esta noticia nos parece Pedro de Ange-

lis, editor del periódico, juntamente con José Joaquín de Mora.

Por el vuelo de sus ideas generales merecemencionarse especialmente el discurso inaugura-ción de la clase de matemáticas, pronunciadopor el catedrático Ramón Chauvet, el 6 de

marzo de 1822; no conocemos ningún docu-mento similar, en la enseñanza argentina, -quele aventaje. La preocupación por el estudio delas ciencias experimentales determinó al gobier-no a proveer un laboratorio de física y química,espléndido para su tiempo-, en 61 enseñarondos físicos italianos, Pedro Carta (1826-1828) yOctavio Fabricio Mossotti (1828-1834). En lacátedra de matemáticas sucedió, en 1827, aChauvet un discípulo de Senillosa, de igualfiliación filosófica: Avelino Díaz (1800-1831)alcanzó gran fama como catedrático.

 Adoptó en su enseñanza las ideas de Seni-

llosa, inspirándose, como él, en las doctrinas dela escuela ideologista; ponía la experiencia co-mo fundamento de todo conocimiento huma-no y sus métodos se derivaban del sensacionis-mo de Condillac. Su muerte prematura privó a la Argentina de un verdadero hombre de cien-

cia. Merece transcribirse una de las páginas

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biográficas que le dedica Gutiérrez: «Ajeno atoda rutina, entregado al estudio de la obser-

 vación y del cálculo, profundo y respetuoso ad-mirador de las leyes que gobiernan el mundo enel orden material y moral, poseía el senti-miento de lo verdadero, de lo bello y de lo bue-no en grado eminente.

«Mazíel, Chorroarín, Achega, Sáenz, todos

cuatro dignísimos sacerdotes a quienes tantodeben las letras y la enseñanza pública, no pu-dieron nunca prescindir de sus (propios) antece-dentes. Por grandes que fuesen sus talentos, poraplicados que fuesen siempre a seguir el movi-miento de las ideas en el progreso de los tiem-pos, unos se encontraban atados a las considera-ciones de su estado, y otros a las formas y a lasdisciplinas escolares en que habían brillado has-ta doctorarse en sagrada teología. Todos elloseran ajenos a las ciencias de observación, alcálculo, incapaces de manejar un instrumento defísica y de geodesia; y, naturalmente, bajo su in-

fluencia no podían menos que desarrollarse másde lo necesario los estudios puramente eruditosen los cuales se buscaba la verdad por mediode aparatos lógicos artificiales, pagando con-siderable tributo a la vanidad y a la ostenta-ción que envilecen a la verdadera ciencia.

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<Díaz estaba llamado a dar una direcciónmás acertada a las inclinaciones juveniles en el

cultivo de la inteligencia. Ayudado de hombrescomo don Diego Alcorta, vaciados en un mol-de idéntico al suyo, habría dado tal nimbo a losespíritus y tal dignidad a las funciones docentesque nos hubiesen levantado a una altura notableen el plan y en los frutos de la instrucción supe-

rior> (Pág. 731).Podemos, en suma, dejar establecido que, en

los orígenes de la Universidad de Buenos Aires,los estudios de filosofía, medicina, derecho ymatemáticas se inspiraban en un mismo criteriofilosófico: el sensacionismo, aprendido a travésde la - escuela ideologista, poniendo la cienciacomo base de todo conocimiento.

La revolución argentina había seguido sucurso, en ideas lo mismo que en política. Ungran innovador, acaso prematuro, ocupó la pre-sidencia en 1826: Bernardino Rivadavia (1780- 

1845), el mismo que bregara ya en el Triunvira-

to por la difusión - de la enseñanza. Resistidopor todas las gentes rutinarias, no pudo mante-nerse mucho tiempo en el gobierno, ni acabar el vasto plan de reformas que inició con admira-ble firmeza y conforme a preceptos marcada-mente progresistas. Su reforma eclesiástica, sa-

biamente inspirada y justificadísima, atrájole

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rencores que intentaron ensombrecer sus méri-tos. Mitre, con juicio sereno, pudo juzgarle en

esta, sentencia que ha recogido la posteridad,como su más alto título en la evolución cultu-ral argentina:

«Este programa enciclopédico y racional,que fue llenado, seña- la más luminosa explo-sión de los conocimientos humanos entre noso-

tros, y es el punto de partida del sólido siste-ma de educación que definitivamente hemosadoptado, dándole por base la ciencia positiva,sin la cual todo debe ser estéril». Rivadaviafundó la libertad de imprenta sobre bases másamplias que las de Moreno; abrió escuelas en laciudad y la campaña; reglamentó los estudios dela Universidad y trajo profesores europeos: inau-guró el Colegio de ciencias morales y la Facultadde medicina; fomentó, cuantas pudo, iniciativasculturales, predicando que los pueblos ilustradosson siempre más poderosos que los ignorantes.

Rivadavia fue el hombre representativo de

la minoría culta que continuaba la tarea, inicia-da por Moreno, de dar una mentalidad nueva ala nación que se constituía: substituir al espa-ñolismo la <argentinidad>. Sarmiento así lojuzga: «Rivadavia era la encarnación viva de esteespíritu poético, grandioso, que dominaba la

sociedad entera. Rivadavia, pues, continuaba la

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obra de Las Heras en el ancho molde en quedebía vaciarse un gran Estado americano, una

república. Traía sabios europeos para la prensa ylas cátedras, colonos para los desiertos, navespara los ríos, intereses y libertad para todas lascreencias, crédito y Banco nacional para impul-sar la industria: todas las grandes teorías socialesde la época para modelar su gobierno; la Eu-

ropa, en fin, a vaciarla de golpe en la Améri-ca y realizar en diez años la obra que antesnecesitara el transcurso de siglos. ¿Era quimé-rico este proyecto? Protestó que no. Todassus creaciones subsisten, salvo las que la bar-barie de Rosa halló incómodas para sus atenta-dos.> (Facundo, 115.)Rivadavia tenía fija en sumemoria la actuación de Carlos III, que fue, encierta manera, su modelo. Su cultura cmcompleja y poco homogénea. El economis-mo de Raynal y el liberalismo de BenjamínConstant, orientaban sus ideas: leía a madamede Stael: había sido amigo personal de Bent-

ham y regresaba de París deslumbrado por laliteratura de Chateaubriand. Su obra política ycultural fue un trasunto de esas influencias.

La batalla empeñada por Rivadavia contralos resabios del espíritu colonial le acarreó nopocos sinsabores. Los elementos reaccionarios

se contaron y comprendieron que eran los más.

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Fue ocasión para ello su reforma eclesiástica,que en manera alguna puede juzgarse intole-

rante u hostil al clero. Tendía a moralizarlo ydignificarlo: «La situación moral, económica ycivil del clero, sobre todo del clero claustral,acumulado en los conventos, exigía la más seriaatención del gobierno. La necesidad de reformarsu organismo interno no podía ya aplazarse, en

 vista de los desórdenes, de los escándalos y aunde los asesinatos que tenían lugar entre los frailescorrompidos y desmoralizados amontonados allíen vida común.» (López, IX, 117.) Pero la re-forma se prestaba a servir de bandera reacciona-ria. López -que no se muestra tierno con Riva-davia- explica la situación: «Así que la nuevapolítica se acentuó con un partido liberal prepo-tente, con hombres de otras ideas y trayendo enpos de su influjo una juventud audaz y ardoro-sa por figurar, los notables de la vieja burgue-sía colonial, que hablan mirado la Revolución demayo corno una simple conquista del poder so-

berano y no como un trastorno de principios quepudiera dejarles sin papel ni influjo en el nue- vo Estado, iban quedando rezagados; mientrasque los literatos de palabra y de estilo, los infor-mados en las novedades del siglo, los abogadospublicistas, que al favor de la época tomaban

posesión en todas las manifestaciones de la opi-

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nión pública, en la prensa, en el foro, en el tea-tro y en las ramificaciones de la vida social, ejer-

cían mayor influjo moral sobre la opinión queesos viejos, de doctrina más que de años; y seprodujo en ellas un movimiento lento de retiraday de concentración en el gremio donde teníansus intimidades, que poco a poco se iba carac-terizando como partido.>. «No tardó mucho

en sentirse los primeros síntomas del senti-miento reaccionario que se escondía en el fon-do de la burguesía tradicional.> (IX, 40 y4l.)«Con estas medidas, y en la seguridad deque el gobierno preparaba una completa y de-cisiva reforma del estado en que se hallaba elclero regular y seglar, comenzaron a agitarselas opiniones en pro y en contra: no tanto porsincero espíritu religioso, pues no lo había. ni podía ser tenido por tal el candor con que lagente vulgar veneraba el hábito y los mamarra-chos que lo profanaban, cuanto por los interesesbastardos de la clase que explotaba ese triste

estado, combinados con los de la oposiciónpolítica que aprovechaba ese pretexto parajustificar su aparición.» (IX. 124 y 125.)Rivadaviarenunció. Las cosas comenzar en a cambiar.Los intereses coloniales Y las ideas conserva-doras tenían demasiado arraigo fuera de la mi-

noría culta que comprendía la «argentinidad», tal

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como la habían pensado los morenístas de 1810.Sin embargo, a pesar de la reacción consecuti-

 va a la renuncia de Rivadavia, la idea de que laexperiencia es la base natural de las discipli-nas filosóficas, había penetrado en el nuevoambiente universitario: parecía menos insensataque en tiempos de Lafinur y de Agüero. Signoes de ello (1828) la ascensión de un médico a

la cátedra de filosofía: el doctor Diego Alcorta(1801-1842). Este hecho, frecuente en las univer-sidades contemporáneas, era excepcional en esaépoca, aun en Europa. Considerábase al profesorde filosofía como un hábil dialéctico dedicadoa explicar toda cuestión que fuera evidente-mente inexplicable, reuniéndose tales cuestio-nes con el nombre de ideología o metafísica;admitíase, en algunos casos, que tuviera el filo-sofista algún barrunto de ciencias, pero se des-contaba que serian ciencias matemáticas y nuncaciencias biológicas, sociales o fisiconaturales.

Con Alcorta la enseñanza de la filosofía se

mantuvo ideologista, con más de Cabanis que de Tracy. La psicología pasó a ser el fundamentode las otras disciplinas filosóficas, apartándo-se el profesor de los problemas dialécticos quepor ese entonces constituían la metafísica. Al-corta imprimió a la psicología un sello marca-

damente fisiológico, acordando especial impor-

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tancia al estudio de los órganos de los sentidos;adviértese fácilmente, que nunca perdió su con-

tacto con los adelantos de la ciencia europea,.En 1823 había entrado a cursar estudios supe-riores en el Departamento de medicina, diplo-mándose en 1827; su tesis doctoral sobre la «ma-nía aguda» es un breve trasunto de las nuevasideas que Pinel y Esquirol (ambos de la escuela

ideologista) habían agitado en Francia. Tieneinterés histórico. por ser el primer trabajo depatología mental publicado en el país y por unargentino. A través de los alienistas citados sin-tió la influencia de Condillac, cuyo sensacionis-mo se refleja más tarde- en sus lecciones. Obliga-do Agüero a renunciar, abrióse un concurso paraproveer la cátedra de ideología, obteniéndolaDiego Alcorta por unanimidad. Sus lecciones,en el fondo, son tan radicales como las delmismo Agüero, aunque de menor vuelo filosó-fico y exentas del estilo caluroso qué caracterizabaa las de su predecesor. La circunstancia de que

durante quince años no se le molestase por lasdoctrinas que enseñaba, demuestra que en laspersecuciones a Agüero intervinieron factoresde otra índole. Comparando los cursos de en-trambos, se advierte que Agüero fue elocuentey combativo, con un temible temperamento de

apóstol, aparte de que su antigua experiencia

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ortodoxa le permitía ser cuña del mismo palocuando atacaba al dogmatismo; Alcorta, en

cambio, tenía ideas parecidas, pero las difundíacon prudencia y sin originalidad, guardándosemuy bien de sacar las naturales consecuenciasde las doctrinas que enseñaba. Este carácteracomodaticio le permitió enseñar su sensacio-nismo, teniendo por rector al mismo Sáenz, y

continuar su curso durante el gobierno de Ro-sas, sin tomar partido en su favor, pero guar-dándose muy bien de tomarlo en contra. Po-cos profesores de ese tiempo fueron más queri-dos por sus alumnos; su prestigio mundano eratan grande como su influencia sobre la juven-tud.

 Alcorta se enteró de Condillac en Destutt yCabanis, además de sus dos alienistas favoritos.Conocía a Locke, Bonnet y algunos enciclopedis-tas. De los filósofos antiguos sabía muy poco;sobrárale para ello la lectura de la Historia dela filosofía de De Gérando, intermediario entre

el ideologismo y el eclecticismo, autor que alcan-zó a conocer.

Su doctrina es discreta para su medio. Sucarácter ha sido muy diversamaente juzgadopor Groussac (en la Noticia biográfica) y por  J. M.Ramos Mejía (en Rozas y su tiempo), cuyos jui-

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cios oscilan desde la austeridad hasta la manse-dumbre.

Con Diego Alcorta se interrumpe en Bue-nos Aires la influencia de los «ideologista» fran-ceses. En Francia ya habían sido suplantados porlos eclécticos, a favor de la reacción política yreligiosa que vela, con razón, en aquellos a loscontinuadores de los enciclopedistas y a los

 verdaderos filósofos de la revolución francesa.Los ideologistas criollos lo fueron, igualmente,de la revolución Argentina; y para que el destinode unos y otros fuese el mismo, como lo habíansido su origen enciclopedista y su función en elpensamiento revolucionario, ocurre en, la Ar-gentina una reacción política y religiosa similarala francesa, con esta diferencia esencial: mien-tras en Francia los eclécticos restauran el pre-dominio de la tradición cartesiana, en la Argen-tina son llamados los jesuitas para restaurar laescolástica hispanocolonial. La diferencia eralegítima: la reacción conservadora en Francia

era bien distinta de la que Rosas representó ennuestro país.

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LA RESTAURACIÓN CONSERVA-

DORA Y EL ROMANTICISMO SO-

CIAL

La época de Rosas representa el predominiode los intereses feudales contra los de la minoríaliberal que había efectuado la revolución. Al-berdi y Ernesto Quesada han trazado un parale-lo entre esa época y el feudalismo europeo; elsegundo la llama <la edad media argentina>.Rosas fue el señor feudal que acomunó a loscaudillos de las provincias en su lucha contra -laburguesía porteña; su gobierno representa los

más cuantiosos intereses materiales del país.Con ese predominio del país feudal se res-

tauraron las tendencias hispanocoloniales en elorden cultural. La ideología y la política «argen-tinas» de los revolucionarios resultaron prema-turas para las provincias; el país, modelado a

imagen y semejanza de la metrópoli.. se resistió

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a la imposición de un régimen concebido enBuenos Aires según las doctrinas de Europa. El

barniz de la emancipación no consiguió disfra-zar la mentalidad medieval de los caudillos, quenada sabían de fisiócratas ni de enciclopedistas;para ellos, contra el unitarismo liberal, la causadel federalismo tendió a identificarse con la res-tauración del dogmatismo intolerante.

Nada más lógico. El paralelo de esa épocacon el feudalismo europeo sería incompleto sinla correlación ideológica: el país feudal no podíaaceptar la filosofía revolucionaria. Y renegó deella. El aspecto cultural es el que impresiona aSarmiento cuando llama «civilización» al unita-rismo y «barbarie» al federalismo; cierto es quemientras el uno quiere plasmar el porvenir, elotro intenta consolidar el pasado. Y la dispari-dad de opiniones para juzgar esta época, enque -Alberdi suele contraponerse a Sarmiento,consiste en que era «pasado» en Europa y enBuenos Aires lo que seguía siendo «presente» en

España y en todo el resto de la Argentina hispa-nocolonial. En la masa inculta no hablan pene-trado Raynal, Rousseau, Quesnay y Bentham:seguía viviendo en su edad media española. «Elespíritu de filosofía liberal -dice López- dema-siado acentuado para su tiempo, que caracteriza-

ba las ideas del partido que había realizado ese

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trastorno, suscitaba en el bajo pueblo y entre lasgentes refractarias que nos había dejado el régi-

men colonial, aquellos enconos de la preocupa-ciones sociales y religiosas que son siempre muytemibles cuando se remueve el ánimo de lasmuchedumbres incultas que carecen de arraigoen los intereses presentes, de solidaridad en elmovimiento moral y de buenas prácticas polí-

ticas.» (X, 134.) Así como en España la reac-ción contra las reformas de Carlos III toma uncarácter antieuropeo y especialmente antifran-cés, la reacción federal asume caracteres idénti-cos-, en la península se cree insultar a los libe-rales llamándolos «afrancesados», y aquí, endocumentos de Estado, se -discurre de <fran-ceses sarnosos> y se exclama «mueran los in-mundos franceses».

Con el federalismo caudillista renace la men-talidad española y se eclipsa por dos décadas la«argentinidad» liberal de la revolución. La prensade los caudillos, sin equivocarse, complica a

los enciclopedistas y economistas en las imputa-ciones que vuelca sobre los unitarios. Sarmientorecoge el guante y le replica desde la proscrip-ción: «Hoy los estudios sobre las constituciones,las razas, las creencias, la historia, en fin, hanhecho vulgares ciertos conocimientos prácticos

que nos aleccionan contra el brillo de las teorías

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concebidas a priori, pero antes de 1820 nadade esto había trascendido por el mundo euro-

peo.«Con las paradojas, del Contrato social se

sublevó la Francia; Bs.As. hizo lo mismo; Vol-taire había desacreditado al cristianismo; sedesacreditó también en Buenos Montesquieudistinguió tres poderes, y al punto tres poderes

tuvimos nosotros; Benjamín Constant y Bent-ham anulaban al ejecutivo; nulo de nacimientose le constituyó -allí; Smith y Say predicaban elcomercio libre; libre el comercio, se repitió.Buenos Aires confesaba y creía todo lo que elmundo sabio de Europa creía y confesaba. Sólodespués de la revolución de 1830 en Francia yde sus resultados incompletos, las ciencias so-ciales toman nueva dirección y comienzan a des- vanecer las ilusiones.

«Desde entonces empiezan a llegamos li-bros europeos que nos demuestran que Voltaireno tenía mucha razón, que Rousseau era un

sofista, que Mably y Raynal unos anárquicos, queno hay tres poderes, ni contrato social, etc, etc.Desde entonces, sabemos algo de razas, de ten-dencias hábitos nacionales, de antecedentes histó-ricos.

 Toqueville nos revela por, la primera vez el

secreto de Norte América; Sismondi nos descu-

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bre el vacío de las constituciones; Thierry, Miche-let y Guizot, el espíritu de la historia; la revolu-

ción de 1830, toda la decepción del constitucio-nalismo de Benjamín Constant; la revoluciónespañola, todo lo que hay de incompleto y atrasa-do en nuestra raza. ¿De qué culpan, pues, aRivadavia y a Buenos Aires? ¿De no tener mássaber que los sabios europeos que los via-

ban?» (Facundo,113.)En el fondo, Sarmiento confirma las imputa-

ciones de los reaccionarios. Y éstos, para serlocompletamente, se pasan al extremo opuesto.Facundo Quiroga convoca a las masas popularesllamándolas <en defensa de la religión> y en unaley oficial de La Rioja, contraída a desconocer laautoridad de Rivadavia, «declara la guerra atoda provincia e individuo en particular queatiente contra nuestra Santa Religión católicaapostólica romana»; por esa causa aprisiona«hereje» y manda aplicar «corrección de azotes,para infundirles más devoción y respeto por la

religión de sus padres». La restauración de la«edad media argentina»era, como se ve, comple-ta; nada tenía que, envidiar a la efectuada enEspaña por Femando VII. Facundo Quiroga noera lector de los enciclopedistas: «Una de lassingularidades más curiosas de esta alma fosfo-

recente y recóndita -dice López- era su afición

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a leer la Biblia: la Biblia era, a lo que parece, elúnico libro que había alimentado las voraces y

fanáticas ambiciones de su espíritu en el silen-cio de los campos arenosos y ardientes enque crecía. Apenas inaugurada su vida mili-tante en la guerra civil de 1826, cuando elprimer grito que lanza es ya la protesta de quese alza en defensa de la religión: y lo dice en el primer

documento oficial con que inaugura su vidamilitante en la guerra de exterminio que lofascinaba. Era ese probablemente un primerestado psicológico de su mente, que se habíaelaborado en la solitaria lobreguez de sus cavi-laciones y de sus aspiraciones inciales, cuyo ger-men le fue puesto tal vez por algún clérigo, deprovincial fanatismo, que le enseñara las prime-ras letras.> Y agrega: «He ido a muchos contem-poráneos , sin que yo tenga cómo comprobarlo,que ese maestro fue el famoso clérigo doctorCastro Barros. Teólogo verdaderamente bíblico y

 profético, grande patriota y predicador exaltado.

El caso es de aquellos de que se puede decir: senon é vero é ben irovato.> (X, -149 Y 150.)

Cuando Rivadavia plantea la cuestión de lalibertad de cultos legítima para Buenos Airesque tenía en su población dieciséis mil extranje-ros, «en las provincias ésta fue una cuestión de

religión, de salvación y condenación eterna.

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¡Imaginaos cómo la recibiría Córdoba! En Cór-doba se levantó una inquisición. San Juan expe-

rimentó una sublevación <católica>, porqueasí se llama el partido, para-distinguirse de los«libertinos», sus enemigos. Sofocada esta revo-lución en San Juan, sábese un día que Facundoestá a las puertas de la ciudad con una bande-ra negra dividida por una cruz sanguinolenta,

rodeada de este lema: ¡ Religión o muerte! (Facun- do, 131). Se llama a sí mismo «enviado deDios», sin que eso le impida perseguir a losreligiosos que sospecha de unitarismo: porque,en Quiroga la religión era una bandera de parti-do reaccionario más bien que una creencia per-sonal.

Estas mismas características federales reapa-recen en Bustos, López, Aldao, etc.; fuera inútilrepetir el comentario y las citas. No sorprende,pues, que Rosas demoliera la obra de la revolu-ción liberal, procurando devolver las cosas inte-lectuales al mismo estado en que se encontraban

antes de Carlos III y del virrey Vértiz. <Conaugurios tan favorables a la iglesia, inició Ro-sas el segundo Período de su gobierno, por locual no es extraño que atrajese a su partido fe-deral personas de tanta madurez y religión asíeclesiásticos como seculares, estando tan frescas

las vejaciones de los unitarios a la iglesia, y aún

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 vigentes las leyes y decretos depresivos y aundestructores de su autoridad e independencia

dados por Rivadavia.>(P. Pérez, citado porRamos Mejía, Rozas y su tiempo, 1,26.) Rozascomenzó prohibiendo la venta de libros con varios a la religión e impuso el reaccionarioMedrano al Cabildo eclesiástico: el pensamientoenciclopedista de la revolución tuvo que expa-

triarse y sus portavoces fueron doblemente perse-guido > por sus ideas políticas y religiosas:<Salvajes unitarios, enemigos de Dios y de los

hombres.>En este interregno conservador seinterrumpió, poco a poco, la corriente culturalnacida con Véniz y Maziel, desenvuelta porBe1grano y Moreno, y culminante en Rivadavia,cuya época, en sentido lato, asiste al florecimien-to de la filosofía ideologista de Argerich, Lafi-nur, Fernández de Agüero, Somellera y Alcorta.Cómodo es atribuir a fines de economía la sus-pensión de los estudios universitarios en tiempode Rozas; pero conviene no olvidar que esa sus-

pensión hubo de ser en la práctica una simplesustitución de -la enseñanza libe ral por la je-suítica. Sabido es que el gobernante federalreintegró al país la Compañía de Loyola, deste-rrada en 1767, y le confió el cuidado de lainstrucción superior, arrancada a la

Universidad; esa política educacional fueperfectamente lógica, por cuanto el cambio

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ca, por cuanto el cambio correspondía a unareacción antirrevolucionaria, cuyo hombre repre-

sentativo era, de hecho el «restaurador», no «delas leyes», como se dijo, sino de los intereses yde las ideas coloniales representados por laburguesía feudal cuya representación asumió. Elespíritu morenista y rivadavista fue execradopor el federalismo triunfante; la mentalidad

hispanocolonial de los caudillos no sabia adap-tarse a la renovación de ideas implicadas en larevolución argentina. El clero, premió estaregresi6n de ideales, poniendo el retrato de Ro-zas en los altares de sus iglesias (ver: Ramos Me-jía, ob. cit., todo el cap. VIII).

En Buenos Aires, durante los primeros tiem-pos de la reacción, sigue enseñando con pruden-cia Diego Alcorta y los estudios de medicina sesostienen como arte de curar, renunciando atoda peligrosa trascendencia científica; en de-recho civil suceden a Somellera los doctoresCeledonio Roig de la Torre, Lorenzo Torres y

Casagemas; en derecho natural y de gentes,Sáenz es reemplazado sucesivamente por Agrelo, Torres, Casagemas y Valentín Alsina; en econo-mía política, a Vicente López (que no dictó elcurso) suceden Agrelo, Dalmacio Vélez Sárs-field y el ex catedrático de filosofía Fernández

de Agüero. Después de 1830 la enseñanza fue

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decayendo más y más, iniciándose la emigrací6nde los argentinos que más habrían podido

honrar la cátedra; desde 1833 hasta 1852 deja-ron de renovarse los catedráticos de la Universi-dad.

En cambio, en 1836, vinieron a Buenos Ai-res seis religiosos de la Compañía de Jesús, que,«acogidos deferente y solícitamente por el go-

bierno, recibieron desde luego como alojamien-to el Colegio que habla pertenecido a la expul-sada Compañía, para que vivieran en comuni-dad, recibiesen a los jesuitas que vinieran de Eu-ropa y estableciesen las aulas de estudio que elgobierno les encomendare>. Apenas transcurri-dos algunos meses el gobierno les autorizó paraabrir cursos de las materias que fueron desapa-reciendo de la Universidad, ordenándose alrector de ésta que pusiera a disposición del supe-rior de la Compañía los muebles y utensilios queya no eran necesarios en su establecimiento.Pronto aumentó la afluencia de alumnos a los

cursos de la Compañía y ésta abrió sucursalesen las provincias; el gobernador de Córdoba,en - 1838, llegó a proponerle «la entrega de laUniversidad», que no pudo efectuarse. EnBuenos Aires «el gobierno realizaba una com-pensación: disminuía las cátedras y hacía eco-

nomías en la Universidad, que habían de con-

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ducirlo al decreto de 1838; pero, en cambio,introducía a los jesuitas, los facultaba para

fundar una verdadera Universidad, les dabacasa para ello y, transitoriamente, les votabauna pensión de cuatrocientos cincuenta pesosmensuales» (Historia de la Universidad de Buenos Aires, por Norberto Piñero y Eduardo Bidau,1889 , Pág. 107).

En los antecedentes de enseñanza secun-daria y normal !n la República Argentina, pu-blicados por el ministerio de Justicia e Instruc-ción Pública, se consigna oficialmente el mismohecho: "Rosas en Buenos Aires, los Reinafé yLópez en Córdoba, durante la tiranía, hostilizanla marcha le las universidades, de donde brotabaincesante la protesta liberal (Pág. 723). Comolos jesuitas se excedieran en reconquista espiri-tual y temporal del país, fue necesario reexpul-sarlos en 1843; Buenos Aires se encontró casiles provista de estudios superiores. En 1846el gobierno se ocupó nuevamente de la Uni-

 versidad y de la instrucción pública en general,«no para proveerla de fondos, sino para someterla enseñanza al régimen inquisitorial. Queríafue la religión del Estado y el régimen políticode la confederación imperaran en los estudios»(Piñero y Bidau, 103). Así se marchó hasta 1852.

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Por la solidaridad que hemos señalado entrela filosofía oficialmente enseñada y el régimen

político, se comprende que la reacción tendiera adesterrar la filosofía ideogista que represen-taba la política revolucionaria. Lo que habíaocurrido en Francia se repitió en Buenos Aires:la vuelta al pasado. Pero mientras el pasadofrancés era Descartes, el pasado argentino era la

escolástica española. Los eclécticos, con Cousina la cabeza, pudieron restaurar su neocartesia-nismo; aquí esa tentativa, pues la hubo, no en-contró ambiente propicio por falta de tradición.

Las doctrinas eclécticas francesa asoman porPrimera vez en Buenos Aires en 1819, en losescritos polémicos de- Alejo Villegas contra JuanCrisóstomo Lafinur. Inspirada la reacción contralos ideologistas por Royer Collard y Laromiguié-re, bien pronto se incorporaron a ella VíctorCousin y más tarde sus discípulos: Damiron, Jouffroy, Saisset y Simón. En 1834 comenzó aeditarse en Buenos Aires, traducida al español

por José F. Guido y A . G. B. (?), la Historia de la filosofía, de Víctor Cousin, dela que solamenteaparecieron las primeras entregas. Esta corrien-te filosófica, por su misma oquedad, habría re-sultado cómoda para los que no se atrevían aprofesar la ideología de Tracy, sin creer ya en la

teología escolástica colonial; pero el interés

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por estos problemas se había enfriado despuésdel año 30. Solamente tuvo un prosélito cono-

cido: el joven poeta Florencio Balcarce (1815- 

1839). Dos años antes de su temprana muerte,partió Balcarce para Francia, a fin de cursar es-tudios de filosofía y letras, tocándole seguir laslecciones de Jouffroy. Como es frecuente entrelos literatos, se interesó por la filosofía de moda,

expuesta por razonadores elocuentes. Fue asíque, hurtando tiempo a sus musas, decidióse atraducir al castellano el Curso de filosofía, de Laro-miguiére, escrito en hermoso estilo, en cuyoempeño el traductor argentino puso más arte queprecisión.

Estos ensayos de aclimatación del eclecti-cismo no dejaron rastro en la siguiente genera-ción; cuando veinte años más tarde Jacques -que había colaborado en trabajos de Saisset ySimón- se incorporó a la educación argentina,encontró que la enseñanza de la filosofía habíaregresado ala tradición escolástica colonial,

mezclándose al antiguo Altieri con el nuevo Ba-lines, y ambos con algo de Patricio Larroque.

Señalemos una aparición esporádica y sinconsecuencias. Es indudable que Pedro de Ange-lis, cultisimo escritoritaliano al servicio del go-bierno, desde Rivadavia hasta Rosas, intentó

dar a conocer en Buenos Aires la Ciencia nueva de

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su compatriota Juan B. Vico, por quien teníaparticular admiración. No es menos seguro

que su esfuerzo fue estéril y en ningún escritorargentino de esa época hemos visto mencionadoel nombre de] famoso filósofo de la historia. Verdad es que cuantos por aquel entonces sepreocupaban de problemas sociales no teníancontacto con Buenos Aires, proscriptos todos

ellos.Por ese tiempo el profesor de derecho canó-nico, José León Banegas, dio a luz una traduc-ción de los  Elementos de filosofía de Patricio La-rroque, adoptada como texto oficial de ense-ñanza y reimpresa en 1848; de esta segundaedición existe un ejemplar en la Bibliotecanacional.

En Montevideo, donde era bedel del aulade filosofía, pronunció Adolfo Alsina un discur-so publicado con el título Idea de la filosofía y sus sis- 

temas (1850, en 4º), que no hemos leído; estabainspirado en las doctrinas de los eclécticos.

Poco más merece recordarse de esa épocade incultura. Buenos Aires, en las aulas de losjesuitas, asistió a la reaparición de la escolásticasuarizta, profesada en latín; en Córdoba; ellatín escolástico n o se había interrumpido, apesar de la iniciativa del deán Funes.

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En las provincias sobrevivían algunos estu-dios en los conventos, con espíritu enteramente

colonial, como los del claustro franciscano deCatamarca: «De la aula de gramática -dice Pedro Agote- pasé a la de filosofía, presidida por elpadre fray Juan Fernández, que no era menosmeritorio que Quintana. La filosofía que ense-ñaba era peripatética. El texto, tomado del padre

 Altieri, estaba escrito en latín. En un día de lasemana se proponían cuestiones filosóficas quelos alumnos, discutían en forma silogística. Habíaalgunos muy versados en esta forma de argu-mentación. El latín era el idioma habitual paraestos ejercicios y para todo lo que tenla rela-ción con la enseñanza de la filosofía.» (Revista de

derecho, historia y letras, 111, 5.)En el Colegio de laIndependencia, fundado en Salta en 1847, en eledificio que fue convento de Mercedarios, seabrieron estudios «sin seguir el mal ejemplo delo que se practicaba en Córdoba y otros institutos,cuyos ejercicios se dictaban sobre el adulterado o

semibárbaro latín medieval de la enseñanza es-colástica»; «hacia el año 1850, se abrieron en elcolegio las clases de filosofía, lógica, psicología yética, bajo el método y texto de Balmes.» (Antece- 

dentes sobre enseñanza secundaria, 966.) Por esasmuestras y Altieri- puede inferirse cuál fue el

tipo corriente de la cultura filosófica difundida

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en este periodo. El pensamiento argentinoprosperó fuera de la enseñanza oficial, febril-

mente encelado Por la proscripción. Los másgrandes nombres de nuestro pasado intelectualconvergen, por ese entonces, a crear una verda-dera sociología nacional, procurando adaptar laciencia europea al estudio de los factores pro-pios de la nacionalidad en formación. Se renova-

ron las fuentes políticas, jurídicas e históricas, ydos nombres ilustres -Echeverría y Alberdi- seincorporaron a la tradición argentina, deján-donos obras que, en conjunto son verdaderosmonumentos nacionales, ya se atienda a su can-tidad o a su calidad.

 Así como la revolución argentina se inspiraen los enciclopedistas, y con el, liberalismopolítico se introduce la filosofía de sus conti-nuadores los ideologistas, la nueva corriente so-ciológica pone sus raíces en la filosofía social deSaint Simon, Fourier, Pierre Lerroux, Jean Rey-naud. Con ellos y con Augusto Comte, se reanu-

da en Francia la corriente ideologista, conteni-da por la reacción política y el eclecticismofilosófico; de igual manera, en la Argentina la Asociación de Mayo reanuda el liberalismo de laépoca de Rivadavia, al amparo del socialismoromántico.

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La continuidad, aquí como en Francia, noes del todo homogénea: Saint Simon se inspira

en Condorcet y Cabanis, pero da a su doctrinaun contenido más democrático y una orientaciónmás sociológica. Las nuevas necesidades socialesimponían desviar hacia la sociedad los estudiosque antes se habían concentrado sobre el hom-bre.

Fija su mente en Saint Simon, Echeverríafundó en Buenos Aires (1837) la Asociaciónde Mayo. En la noche del 23 'de junio sereunieron Juan María Gutiérrez, Juan Bautista Alberdi, Félix Frías, Carlos Tejedor,, jacintoRodríguez Peña, Vicente Fidel López, BenitoCarrasco, Carlos Eguía y José Barros Pazos, aquienes Echeverría leyó los rumbos cardinales dela asociación que, ampliados, constituyen el fa-moso Dogma socialista. Este escrito refleja lasideas de política social que precedieron enFrancia a la crisis de 1848; Echeverría se revelacomo «un pensador que quería descubrir los

secretos del progreso en acción; un filósofoque reunía las fórmulas más adaptables paraimplantarlo; un -sociólogo que presentaba losmedios para desenvolverlo». El capítulo IV delDogma contiene precisas máximas sobre el carác-ter laico del Estado y la absoluta libertad de

conciencia y de cultos. «La España nos im-

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buía en el dogma del respeto ciego a la tradi-ción y a la autoridad infalible de ciertas doctri-

nas; la filosofía moderna proclama el dogma dela independencia de la razón, y no reconoceotra autoridad que la que ella sanciona, ni otrocriterio para decidir sobre principios y doctrinasque el consentimiento uniforme de la humani-dad» (cap. VIII). Sobre el Dogma ha escrito

Groussac una crítica juvenil (en La Biblioteca,1897).

Esteban Echeverría (1805-1851) fue alumnodel Colegio de ciencias morales hasta 1823,donde llegó a, recibir las lecciones de ideologíatan ruidosamente profesadas por Fernández de Agüero. En 1825 marchóse a Europa a conti-nuar sus estudios, en 1826 cursaba, en París,historia, ciencias políticas y filosofía. Tempera-mento bilateral, cultivó con igual afán las letrasy las ciencias sociales, mostrándose sensible alromanticismo, que estaba en su apogeo lo mis-mo en literatura que en política. Cuando

regresó, en 1830, venía contagiado del socialis-mo utópico que arreciaba en Francia, dispuestoa llenar su doble función de animador y de após-tol; era poeta y era pensador, pero siempre y antetodo argentino. En su segundo aspecto trazó lasgrandes líneas de nuestra economía nacional,

poniendo la experiencia como base de todo

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conocimiento sociológico: «no perderse enabstracciones, tener siempre clavado el ojo de la

inteligencia en las entrañas de nuestra sociedad».Su nombre inicia la lista de los cultores de laescuela histérica del derecho y de la sociologíaen nuestro país; quien ignore sus obras no po-drá sorprender algunos aspectos fundamenta-les de la evolución sociológica americana. El

creador de la cátedra de literatura argentina ennuestra Universidad, Ricardo Rojas, ha señalado-un aspecto original en las ideas de Echeverría:su estética, llena de anticipaciones interesantes ydigna por todos conceptos de estudio especial.

La estancia de Echeverría en París coincidiócon la aparición de otra corriente de estudiosque continuaba el espíritu de la enciclopedia ydel ideologismo. En 1822 Augusto Comteexponía las ideas fundamentales de su cursoen el Sistema de política positiva, volviendo sobréello en sus lecciones de 1826, interrumpidas yreanudadas en 1829; lo mismo que Condorcet y

D´Alembert, señalaba a Bacon, Descartes y Gali-leo como iniciadores de la filosofía positiva, re-novando de Cabanis el concepto fisiológico de lapsicología y de Destutt de Tracy el plan de unafísica social. ¿En qué medida las ideas de Comtefueron conocidas o asimiladas por el fundador

de la Asociación de Mayo? Problema es que me-

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rece un estudio detenido, ya que en sus escritosalgunos rastros parecen demostrarlo.

La obra sociológica iniciada por Echeverríaencontró un luminoso continuador en el tucu-mano Juan Bautista Alberdi (1810-1884), quesupo completarla con pensamiento hondísimoy precisión muy superior. En 1825 entró alColegio de ciencias morales de Buenos Aires y

en 1837 formó parte de la Asociación de Mayo. Através de los estudios de Lerminier se inició en laescuela histórica de Savigny, que ya apuntaba enlos escritos del anterior, y que más tarde con-tinuó Vicente F. López. Su mayor preocupa-ción fueron los estudios económicos y en ellospuso un sello de constante argentinidad; pre-cursor, en cierto modo, del «economismo his-tórico», fue en realidad un sociólogo militante,un verdadero pragmatista; en sus escritos apa-rece por vez primera en las letras argentinas lapalabra «sociología», y comprendió en toda sumagnitud la significación de esta ciencia frente a

la historia y la política. Conoció, cierta-mente,los escritos de Comte, y el nombre de Spenceraparece en sus últimas producciones, al mismotiempo que en de Sarmiento; enemigos en Polí-tica, fueron dos espíritus convergentes por suorientación cultural y, sin duda alguna, 109 dos

nombres más ilustres en la historia del pensa-

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miento nacional. En una abundante serie deobras, que todo argentino culto debe conocer y

amar, Alberdi escudriñó con verdadera geniali-dad los orígenes y los cimientos económicos de lanacionalidad. En este sentido no fue igualadohasta nuestros días y mi, ha de sus produccio-nes conservan el interés que en la época de supublicación.

Proscripto en Bolivia, el canónigo José Igna-cio Gorriti(1770-1835), que antes había actuadoen las fila contrariasa1a P00tica de Rivadavia,editó en Valparaíso una obra(no hemos podidoleerla) que conocieron sin duda los otros Pros-criptos argentinos y es Probable recogieran deella algunas ideas, que más tarde hicieron revi- vir. «Sostuvo en sus escritos -dice Raúl Or-gaz- opiniones de una positividad tan queComte las hubiera aplaudido y que Durkheim,el jefe del neopositivismo sociológico, admirarácuando conozca que fueron sostenidas por unsacerdote en 1835 y en un medio hostil a toda

renovación intelectual. Con firme sentido re-alista puso la experiencia como fundamento detoda cultura digna de tal nombre, renunciandoa todo el dialecticismo que hacía perder tiem-po «en sostener y reducir a cuestiones cosasque no importa averiguar». (El pensamiento

argentino en la sociología, en la Revista de América

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París, 1914.) Es singular esta aproximación entreel libro de Gorriti y la corriente sociológica posi-

tivista iniciada por los dos fundadores de la Asociación. de Mayo; ella parecía Probar queen medio de la reacción política y religiosa,representada por el restaurador, las necesidadesnuevas de la nacionalidad eran tan visibles quese imponían igualmente a pensadores de muy

distinta filiación filosófica.

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LA ORGANIZACIÓN NACIONAL YLA EDUCACIÓN POSITIVISTA

En la segunda mitad del siglo XIX, despuésde Caseros (1852), se reanuda en la Argentinala corriente política y filosófica que en las épo-cas de Moreno y Rivadavia reflejara el pen-samiento del enciclopedismo y de los ideolo-gistas. Durante la reacción había asomado ya,con Echeverría y Alberdi, la corriente sociológicaque en Francia representaron Saint Simon yComte; en el período de la reorganización na-cional, Sarmiento representa aquí la continuación

de tendencias homólogas, como en Francia lasrepresentan Littré, Taine, Renan y Ribot, en di- versos sentidos.

El pujante pensador americano (1811-1887)comenzó a escribir en la época de Echeverría y Alberdi; su vasta obra se dilató hasta _fines del

siglo XIX y representa la mayor influencia

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natural en los comienzos del que corre. Fue,espontáneamente, como en su tiempo Vico, un

 verdadero filósofo de la historia, desde Facundo

(1840) hasta Conflicto y armonías de las razas en

 América (1882). En la primera obra, de inspira-ción autóctona, se anticipa a la notoria doctri-na de Taine, estudiando los orígenes de la socie-dad argentina en función del ambiente natural;

en Ja segunda, que por un lado podría referirse ala corriente de, Gobineau y por otro a la deSpencer, intenta una vasta obra de sistematiza-ción sociológica, que, por desgracia, no pudoterminar. Espíritu. innovador y laico, no se limi-tó a predicar ideas de política cultural -en loque ningún americano le aventajó- más hizoempeños desconcertantes para realizarlas. Lainstrucción pública argentina venera, con justi-cia, su nombre. En cuanto puso la mano dejóun rastro imborrable, sin medir resistencias nidetenerse ante obstáculos. Como presidente dela República tuvo la ~ pasión que le encelara

siendo maestro de primeras letras enseñar; ensu labor colaboró eficazmente su ministro deinstrucción pública Nicolás Avellaneda, a quienlogró infundir sus propios ideales. Siempre leanimó una orientación cultural, que imprimióen la naciente mentalidad de nuestra raza: re-

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emplazar la herencia teológica española por elcultivo de las ciencias de la naturaleza.

La renovación de las ideas parecíale indis-pensable para la reorganización del país; el eclip-se de veinte años no le hizo olvidar la estrellaque guió la emancipación Argentina: las ideasrevolucionarias. Y contra la reacción feudal vioel mismo remedio que, por prematuro, había

fracasado en manos de Rivadavia. «¿ Qué le que-da a esta América para seguir loo destinos prós-peros y libres de la otra? Nivelarse; y ya lo hacecon las otras razas europeas, corrigiendo la san-gre indígena con las ideas modernas, acaban-do con la edad media.» Estas palabras de Sar-miento fueron, antes y después de pronuncia-das, el credo intelectual de nuestra nacionalidad:acabar con la edad media colonial y nivelarse conla moderna cultura europea.

Bajo esos auspicios excepcionales veremos re-anudarse la vida intelectual de la nación.

Las corrientes reaccionarias, que habían pre-

dominado en la política y la enseñanza duranteel gobierno de Rozas, no se resignaron sinresistencia a ceder la hegemonía espiritual delpaís. Muchos de sus hombres, no obstantecombatir a Rosas, conservaban la mentalidadhispanocolonial por él representada; en manera

alguna consentían que la reorganización nacional

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fuera emprendida por los continuadores de. lacorriente ideológica de Moreno y Rivadavia. La

resistencia a las ideas liberales se planteó for-malmente; la encabezaron Facundo Zuviría(1793-1861), autor de los Discursos morales yfilosóficos (Besancon, 1863, en 8º), interesantebreviario moral sobre el principio religioso, comoelemento político, social y doméstico, y Félix Frí-

as (18161881), elocuente campeón de los intere-ses católico. (Sus Obras completas han sido edi-tadas en cuatro volúmenes, con un prólogo dePedro Goyena.) Peligró la libertad de cultos yestuvieron. a punto de ser sacrificadas las orien-taciones anteriores al interregno rosista- «No esimaginaria suposición – dice Rivarola- qué lascuestiones filosóficas, profundamente filosóficas ,sean llevadas al debate de los constituyentes. Nome detendré en relatar la discusión sobre reli-gión del Estado y sobre la libertad de cultos en1as sesiones de abril del Congreso general cons-tituyente de, Santa Fe. Pero no pasaré adelante

sin recordar en homenaje a su alto espíritu filo-sófico, las palabras de libertad diputado, sacerdo-te Lavaisse. votó también por la de cultos «por-que la creía un precepto de la caridad evangé-lica, que está contenida la hospitalidad quedebemos a nuestro prójimo; que al solicitar y

sostener estas ideas como diputado -de la na-

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ción, no, olvidaba su carácter ni las distintas,aunque serias, obligaciones que -le imponía;

que como diputado, debía promover para lanación las funciones de su prosperidad, y quela inmigración de extranjeros aunque de cultosdisidentes, era, a su Juicio, una de las principa-les; que como sacerdote les predicaría después elEvangelio y la verdad de u religión, como acos-

tumbraba hacerlo en desempeño. de sus obli-gaciones ministeriales.» Conocéis el debateiniciado en la Convención del estado de Buenos Aires, el 11 de mayo de 1860, con el discurso deldiputado don Félix Frías, replicado inmediata-mente por Sarmiento y Vélez Sarsfield. Sonmemorables en la historia nacional las discusio-nes filosóficas, de ciencia política, que tantoenaltecieron a, la Convención constituyente dela provincia de Buenos Aires de 1871 a 1873.Digo en la historia nacional, porque, por un 1hecho del que apenas se, dan cuenta In nuevasgeneraciones, la doble función de la ciudad de

Buenos Aires. como capital a la vez de la nacióny de la provincia había puesto al servicio deesta última la más altas inteligencias de toda lanación.» (El maestro J. M. Estrada, Buenos Aires, 1913, Pág. 84 y 85.) Salvador al principiodel respeto a todos los cultos y a la libertad de

no tener ninguno, se evitó cerrar las puertas

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del país a la cultura y la inmigración europeas,en las que Sarmiento, después de Moreno, Ri-

 vadavia, Echeverría y Alberdi, cifraba el porve-nir intelectual y económico de la nacionalidadargentina. En medio de esa atmósfera, caldeadapor el conflicto entre la civilización hispano-colonial y la civilización europea, se operó lareorganización de la Universidad, iniciada un

mes después de renunciar Rozas, derrogandoel decreto de 1838. Ocupó el rectorado hasta1857 José Barros Pazos, sucediéndole AntonioCruz Obligado, y a éste, en 1861, Juan MaríaGutiérrez (1809-1878),. evocador erudito de lasfuentes argentinas, cuyo saber enciclopédicoservía de fundamento a su «espíritu abierto atodas las luces, cultor de Pascal y de Voltaire».En doce años de rectorado consolidó definiti- vamente la universidad de Buenos Aires, acen-tuando día por día el predominio de las cienciasexperimentales sobre el dogmatismo y la dialéc-tica. La enseñanza de la filosofía, sin facultad

especial dentro de la Universidad, siguió efec-tuándose en el Colegio seminario de cienciasmorales o Departamento de estudios preparato-rios, conjuntamente con las ciencias fisicomate-máticas y los idiomas. Fueron aves de paso endicha cátedra Pedro Ortiz Vélez y Nicomedes

Reynal, desempeñándola por cuatro años Miguel

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 Villegas (1853-1857),. Hasta la organización delos «colegios nacionales» y las «escuelas nor-

males», mantúvose esta enseñanza muy pordebajo de las preocupaciones que comenzarona agitarse en nuestro mundo político después deCaseros. En muy contada ocasiones notóse elinflujo de las ideas científicas y los métodosexperimentales. Fue profesor de filosofía, en

1857 y 1858, el ilustre médico Guillermo Raw-son (1821-1890), dando brillo a la cátedracon su elocuencia e imprimiendo al estudiode la psicología un sello fisiológico acentuadí-simo.

Con Rawson asoma en el país una corrientede estudios biológicos avanzadísima, en la ac-tual Escuela de medicina; su tesis universitaria(1844), de gran valor sintomático, aunque en símisma insignificante, trató el problema de laherencia biológica y patológica: «¿Por qué delhombre nace el hombre? ¿Por qué las águilasferoces, como dice Horacio, no engendran la

paloma inocente? ¿Por qué la planta que vegetaes hija siempre de otra semejante? He aquíuno de los grandes problemas de la naturaleza,cuya solución, íntimamente ligada a los miste-rios de la vida jamás se aclarará del todo a nues-tra inteligencia; pero que por lo mismo estimu-

la fuertemente los deseos de nuestra curiosi-

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dad.» Plantearse tales problemas era un signo deingenio excepcional; la tesis no los trata con

seriedad, sin embargo. Treinta años más tarde,en las aulas de la Escuela de medicina, Raw-son dejó imborrables recuerdos por las nuevasideas científicas que expuso con claridad demaestro.

En la reorganización del Colegio del Uru-

guay, según los informes contenidos en un in-forme del rector Larroque (mayo 1854), la clasede filosofía «era desempeñada por el ex directordon Manuel María Eráuzquin. El texto adopta-do es Balmes. Pocos son los alumnos quehayan adquirido sólidas nociones de esta cien-cia. Esta enseñanza era superior a las fuerzas ya las luces limitadas del catedrático. Ni me pa-rece tampoco Balmes a la altura de otros filóso-fos modernos, cuyas obras elementales le sonpreferibles por la precisión y la exactitud de susdoctrinas. El excelentísimo señor ministro deci-dirá con respecto al texto que se debe admitir,

pero séame admitido exponerle que Damiróny el mismo Larroque presentan mayores ven-tajas que la filosofía de Balmes». Y en el infor-me elevado en 1856 al ministro de Instrucciónpública, Juan M. Gutiérrez define su propiaenseñanza, a poco substituida por la más natu-

ralista de un médico: «El curso de filosofía,

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basado en las ideas más nuevas de la escuelaespiritualista, ha sido hasta ahora desempeñado

por el director del colegio. Mas creciendo cadadía más sus ocupaciones, V. E. ha tenido a bienexonerarlo por este año del peso de cm cátedray confiarla al licenciado de la Universidad deFrancia y doctor en medicina, don AlfredoPasquier». En el Liceo, fundado en Salta en

1859 por Eugenio, Caballero, se enseñaba filo-sofía e «historia de la filosofía,» asignatura queaparece por primera vez en la enseñanza argen-tina como curso independiente. No tenemosnoticia alguna sobre el carácter de los estudiosde Filosofía, en otros colegios de provincia, antesde la fundación de, los colegios nacionales ynormales.

Las preocupaciones filosóficas, ausentes dela cátedra, no estaban muertas. Dominaban enla tribuna y en la prensa; habían salido a lacalle. Las pasiones del momento se adornaronde filosofía; el interés público siguió concentrado

sobre el problema cardinal de toda filosofía políti-ca. Frente a los hombres progresistas, que propi-ciaban la reforma laica de las instituciones y dela enseñanza, alineáronse los conservadores,fieles al tradicionalismo colonial y ultramonta-no, continuando la dirección de Saavedra, Cas-

tro Barros y Félix Frías. El sentido «argentino»

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triunfó en la Universidad con Gutiérrez y en laenseñanza secundaria con la obra de Mitre,

Sarmiento y Avellaneda. De la Universidad deCórdoba fue separada la Facultad de teología(1864); en la Facultad de derecho de Buenos Airea se suprimi6 el derecho canónico (1892).

Son de esa época las famosas polémicas so-bre la compatibilidad de la ciencia y la democra-

cia con el dogma y el catolicismo. Intervinieronen ellas, con igual firmeza y sabiduría, JoséManuel Estrada (1842-1894) y Francisco Bilbao(1823-1865) ; adviértase que ellas precedieron dePocos años las ruidosas disputas españolasentre Menéndez Pelayo, Revilla y Azcárate, conuna diferencia: en la vida Política españolatriunfó el pasado, en la argentina el porvenir.En 1862 publicó Bilbao la América en peligroy Estrada le opuso el catolicismo y democracia.Más tarde el primero Publicó EI evangelio co-mo, libro que todavía es interesante. El doctocomentador de Estrada, Rodolfo Rivarola, ha

caracterizado la contienda en párrafos sintéticosque merecen ser leídos (Pág. 45 y 46).

La batalla, predestinada a decidir los desti-nos ulteriores de la enseñanza primaria, secun-daria y superior, se resolvió por la ciencia y lademocracia. No podía ocurrir otra casa: el

genio de Sarmiento flotaba ya sobre la naciona-

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lidad. Sus ideas minaban todas las mentes ilus-tradas, sembrando el convencimiento de que

era necesario decidirse por la teología española opor la ciencia europea: concebía la «argentini-dad» de la nueva raza como una adaptaciónde la experiencia y de los ideales europeos anuestro medio.

En 1863, el presidente Mitre (1821-1906),

atendiendo a necesidades ineludibles, convirtióel Colegio y seminario de ciencias morales enColegio nacional, reformando completamentesu enseñanza. Buena fue su ventura al confiar-lo a un gran pensador y pedagogo que la polí-tica francesa había traído, a nuestro país: Amadeo Jacques (1813-1.W5).

Este docto varón había llegado anónima-mente proscripto de su patria. En Tucumán en-tabló tratos con el gobierno (1858) para tomarla dirección de la escuela primaria central ydel Colegio de San Miguel de Tucumán, en sucalidad de «ex catedrático del Colegio Luis el

Grande y de la Escuela normal superior de Pa-rís; doctor en letras y licenciado en ciencias dela Facultad de París». Dos profesores extranje-ros cooperaron a su obra, iniciando la corrientede otros muchos que durante treinta años vi-nieron a enseñar las ciencias naturales en todos

los institutos secundarios y superiores del país.

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 Al fundarse el Colegio nacional de Buenos Ai-res, la fama de Amadeo Jacques se extendía

por toda la República. El gobierno nacional lellamó como <director de estudio> facultándo-lo para proponer el nombramiento de profeso-res; el antiguo rector quedó encargado de la ad-ministración y disciplina del establecimiento.jaques fue el eje de la comisión que en 1865

proyect6 un memorable plan de instruccióngeneral y universitaria; algunas fórmulas pro-puestas por él han sido adoptadas treinta añosmás tarde en Europa en armonía con las exi-gencias de la enseñanza universitaria moderna.

Conviene decir que Jacques fue filósofo enFrancia antes de ser pedagogo en la Argentina.Pertenecía al grupo tardío de los eclécticos querodeaban a Saisset y Simon; había colaboradoen un manual discreto y en el diccionario filosó-fico de Frank; su biografía, como filósofo, puedeleerse en la segunda edición de esta última obra.Entre nosotros no escribió una palabra de filo-

sofía ni fue profesor en esa cátedra; una secretaangustia le hubiera amargado, tal vez, recordan-do en tierras lejanas la carrera brillantementeiniciada en su país de origen. Como educacio-nista fue ejemplar; su figura fue entregada a laposteridad por su discípulo Miguel Cané, en el

leidísimo libro Juvenilia.

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Mitre, Sarmiento y Avellaneda continuarondesenvolviendo el espíritu liberal en la cultura

argentina. En dos décadas las provincias se po-blaron de colegios nacionales y escuelas norma-les; físicos, astrónomos y naturalistas extranje-ros siguieron llegando al país, surgiendo en to-das partes gabinetes y laboratorios.

Burmeister publicó, por entonces, los cinco

tomos de su Description physique de la Republique Argentine (1876-1879), y dos argentinos, EduardoL. Holmberg y Enrique Lynch Arribálzaga, em-prendieron, en 1878, la publicación de una revis-ta de historia natural, El naturalista argentino.

La Universidad de Buenos Aires tomó igualdirección en el rectorado de Gutiérrez; fracasópor entonces el proyecto de organizar la Facul-tad de humanidades y filosofía, que sólo consi-guió tener las funciones del Departamento pre-paratorio de la Universidad. Continuaron esaorientación los doctores Vicente Fidel López,Manuel Quintana y Nicolás Avellaneda, que le

siguieron hasta 1885. Cuando los estudios delDepartamento preparatorio se refundieron ,enlos del Colegio nacional, se intentó organizar porsegunda vez la Facultad de humanidades y filoso-fía; sancionado su plan (1881), la Facultad muriósin constituirse definitivamente (1883).

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La Universidad de Córdoba no habla desapa-recido; se desvinculó de la nación (1820) y vegetó

más de treinta años bajo el patronato provin-cial. Sus tareas intelectuales fueron amenguándo-se; después de 1850 su actividad se redujo a pe-queñas bregas administrativas, sin encontrararraigo las buenas intenciones de algún discretoprofesor. La filosofía siguió enseñándose de

conformidad con la teología escolástica; la cá-tedra fue ocupada sin_ interrupción por dó-mines indoctos.

 Al nacionalizarse de hecho (1856), obtuvo al-gunos beneficios. No debieron reflejarse en susestudios secundarios: el doctor Eusebio de Be-doya, comisionado por Mitre para juzgar la situa-ción del Colegio de Monserrat, presentó unamemoria (1862) que promovió su reforma com-pleta, para que si «hasta esa época, por vicioslegendarios, no habla sido sino una casa dehuéspedes, se convirtiera en una casa de estu-dios. Dos años más tarde Mitre separó de la

Universidad los estudios preparatorios, trans-formando el Monserrat en un colegio nacional,semejante al de Buenos Aires (1864). Después dealgunas incertidumbres, las tendencias científi-cas pudieron penetrar en el claustro tradicional.Se contrataron (1869) en Alemania seis profeso-

res de ciencias naturales: Siewert, Lorentz,

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Holzmuller, Stelzner, Weyembergh y Sellack. En1873 se instaló la Facultad de ciencias fisicoma-

temáticas, confiriéndose más tarde al naturalistaCarlos Burmeister la dirección de la Academiade ciencias exactas. Quiso este sabio hacer dela Facultad una dependencia de la Academia,conservando su ,autoridad sobre ambas; de allíun conflicto que terminó con la separación, de

las dos instituciones (1878).  Al mismo tiempo,con elementos precarios, se creó la Facultadde medicina (1877).

Ese momento es el más significativo en laevolución cultural de Córdoba: la enseñanza delas ciencias naturales comenzó a corregir los vicios del ambiente escolástico, preparando laetapa que ya se inicia con brillo en la secularUniversidad. Signo de los tiempos: el decretooficial (1879) que instauró la Facultad de filosofíay humanidades, al poner su plan en vigencia,suprimió el artículo 54 que declaraba a la virgensantísima patrona de la Universidad. Desde esa

época los nuevos métodos, iniciados en las escue-las de ciencias naturales y de ciencias médicas,han influido progresivamente sobre las otrasescuelas; sus resultados son ahora visibles enalgunas orientaciones jurídicas, sociológicas yfilosóficas. Es indudable que la Universidad de

Córdoba, no obstante haber prolongado hasta

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hace pocos años la cultura teológica española,fue durante el período colonial el más intento

foco de cultura en el Plata. En sus aulas se gra-duaron muchos fautores de la nacionalidadnueva, desviándose algunos de sus enseñanzaspara asimilarse las de los enciclopedistas y losfisiócratas. Sería injusto negarle méritos evi-dentes bastantes a disculpar el retraso con que

después fue adaptándose a la renovación cientí-fica del espíritu nacional.Fácil es advertir que en la restauración ar-

gentina de la enseñanza secundaria y superior, lafilosofía, en el sentido escolástico, fue definitiva-mente proscripta; las ciencias el interés de losestadistas y de los pedagogos. Había en ello surazón. La cátedra de filosofía era consideradatodavía como un ejercicio dialéctico que norequería conocimientos especiales; sin base algunacientífica, los que enseñaban esa materia repetir oglosar los textos de Balmes, de Simon y de Ja-net, que, según las preferencias, reemplazaban

los apuntes dictados en latín por los escolásticosde cepa colonial. Fue sin duda un gran conceptopedagógico el de dar a las «ciencias de la natu-raleza» un predominio marcado sobre las «cien-cias de papel»; y el no haber tenido, por enton-ces, filosofía mala, es una hermosa ventaja para

que muja buena en el porvenir, cuando ella

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 venga a elaborarse sobre una sólida cultura cien-tífica. Nunca hubo verdaderamente filósofos que

no fueran al mismo tiempo los hombres mássabios de su siglo. Y aunque se conservara el denombre de «ciencias del espíritu» o «ciencias dela cultura» a los estudios propiamente filosófi-cos, en nomenclaturas equivocas no impediríanque fuesen, de hecho, simples «ciencias natu-

rales» las que estudiasen las más altas funcio-nes mentales del hombre y sus más altos resulta-dos colectivos en la sociedad: que no son otracosa el espíritu y la cultura.

Las escuelas de medicina y ciencias fisicona-turales de Buenos Aires crecieron sin tropiezo.Los estudios jurídicos, inseguros hasta 1888,aspiraron a convertirse en ciencias sociales,usando los métodos de las ciencias de observa-ción y experimentales. Desde esa fecha hastanuestros días, la influencia de las corrientescientíficas -que algunos llaman con Imprecisión«positivismo» fue desterrando los últimos resi-

duos de la dialéctica y la teología escolásticas.En vano Pedro Goyena (1843-1892), más elo-cuente que sabio, -se pronunció en una colaciónde grados (1882) contra los discípulos de Comte,Darwin y Spencer; una tradición argentina sehabía formado ya, distinta de la colonial que

persistía en este gran orador. Una tesis reciente

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(1914) de Agustín Pestalardo sintetiza en treslíneas la evolución de los últimos treinta años:

«El método de la filosofía positiva y la tenden-cia a la nacionalización de los estudios represen-tan los rumbos fundamentales de la enseñanzaactual de nuestra Facultad de derecho.»

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PRIMERAS MANIFESTACIONESDE UNA FILOSOFÍA CIENTÍFICA

La Protesta de Goyena contra las ciencias ycontra la europeización tenía su fundamento-enla nueva crisis del espíritu colonial que con Fu-nes, Castro Barros, Frías y Estrada había resis-tido a la corriente ideológica de la revolución Argentina. Los años que corrieron por el 1880señalan una época de lucha contra el espírituliberal, que prevaleció una vez más. Sarmiento,infatigable y siempre alerta, ponía más celo quenunca en defender la enseñanza contra los peli-

gros que la amenazaban; su tono violento costeael paroxismo en los escritos reunidos bajo eltítulo de La escuela ultra pampeana (Obras completas,

Vol. XLVIII). Pero su buena estrella le permitíaascitis al florecimiento de su obra cultural. El30 de mayo de 1881, al leer su conferencia sobre

Darwin en el Teatro nacional (Vol. XXII, Pág. 182),

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pudo oír la de un joven naturalista argentino,Eduardo L. Holmberg, que compartió con él

los honores de la velada conmemorativa delsabio inglés. Poco tiempo antes habla escrito sulibro sobre Francisco Javier Mufliz, el, Precursorde la paleontología argentina (Vol. XLIII) ; po-cos meses más tarde saludaba en las columnasde El  Nacional- en tres ocasiones- al genio de

 Ameghino que comenzaba revelarse: reclaman-do un premio para sus colecciones Paleontológi-cas, loando su conferencia sobre arqueologíaPrehistórica y aplaudiendo su homenaje a la me-moria de Darwin (Vol. XLVI). Estos frutos de lanueva cultura argentina no eran aislados: Sar-miento, en el mismo diario (1878-1882), tirósalvas a la aparición de una obra de Ramos Me-jía, cuyos primeros capítulos eran una profe-sión de fe dentro de la filosofía científica.

Por razones ya señaladas, consideramos na-tural que el florecimiento de ideas generales,preludio de toda filosofía original, se iniciara

entre los cultores de las disciplinas científicasmás desenvueltas en nuestro medio. El natura-lismo biológico produce un verdadero filósofoen Ameghino; los estudios biológico socialesse afirman con José M. Ramos Mejía; las ten-dencias ético pedagógicas toman forma propia en

 Agustín Álvarez. Recordemos a estos muertos

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recientes; los vivos serán recordados, en lahora oportuna, por quienes representen su

posteridad inmediata.Los más importantes estudios científicos

en nuestro país, desde principios del sigloXIX, son los de ciencias naturales. Darwin yD'Orbigny habían recorrido y descripto nuestroterritorio, siguiéndoles Owen, Blainville, Ger-

 vais, Sowerby y otros. El primer naturalistaargentino, Francisco Javier Muñiz (1795-1871).desde 1850 comenzó a estudiar los fósilespampeanos. La incorporación de Bravais yBurmeister dio gran impulso a los institutos deciencias naturales., hasta que apareció un hom-bre de genio en nuestra ciencia.

El punto inicial de los estudios de Florentino Ameghino (1854-1911) se encuentra en Lyell y enDarwin, cuyas doctrinas desenvolvió con visióngenial, aplicándolas al medio americano. Ade-más de haber descubierto una entera fauna-fósil, hasta entonces -apenas conocida, la suda-

mericana, dio a sus estudios zoológicos y antro-pogénicos un vuelo generalizador, propiamentefilosófico. Su Filogenia (1884) confirma y perfec-ciona las doctrinas de Lamarck, Darwin y Haec-kel sobre el transformismo y la evolución de lasespecies; en particular manera son interesantes

las hipótesis y descubrimientos que le llevaron a

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corregir ciertos detalles antropogenéticos, soste-niendo que los ascendientes de la especie

humana deben buscarse entre los monosfósilessudamericanos y no entre los actuales monosantropomorfos del viejo continente. Su profe-sión de fe filosófica, Mi credo, es un natura-lismo, panteísta, parecido, al monismo de Haec-kel, con cuyo pensamiento y obra vino a coinci-

dir, aunque llegando por distinto camino. Nin-gún americano, antes que él, había ahondadotanto en los dominios de la ciencia; ningunoexcitó más profundamente el mundo científicode su tiempo, contándose por docenas loshombres que él instigó al estudio de las cienciasnaturales: discípulos muchos y no pocos contra-dictores.

Siguiendo la ruta marcada por Argerich, Al-corta, Muñiz y Rawson, otros médicos ensancha-ron el campo de sus estudios y generalizaciones.El alienista Lucio Meléndez inició en el país laenseñanza de la patología mental, que por in-

termedio de la psicología tanto ha influido sobrealgunas modernas direcciones filosóficas.Eduardo Wilde (1844-1913) inició su carrera conuna magnífica tesis sobre El hipo (1870), a la quea numerosos escritos médicos de alta significa-ción científica. Samuel Gache publicó en 1879

su estudio sobre La locura en Buenos Aires. El

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anatomista y cirujano Andrés P. Llobet dejó unhonroso antecedente en la historia de nuestra

psicofísiología, con su Estudio experimental sobre las

localizaciones cerebrales (1880), muy significativopara su época. La personalidad más considera-ble. en este orden de estudios, fue José M.. Ra-mos Mejía (142-1914).

 Alienista e historiador, definió su orienta-

ción desde 1878, con las neurosis de los hombrescélebres en la historia argentina, obra seguida porotras de análoga dirección medicosociológica.Ramos Mejía, sin ser un profesor puntual, fueun maestro de influencia eficacísima. Entre losactuales escritores científicos y sociológicos delpaís, una docena fueron sus discípulos o ami-gos inmediatos, recibiendo de él un impulsointelectual firmísimo. En el conjunto de suobra se advierten grandes influencias conver-gentes: Claudio Bernard en biología, Charcoten psiquiatría, Ribot en psicología, Taine ensociología y Spencer en filosofía. En sus úl-

timos años, presidió el Consejo Nacional deEducación, modelando su labor nacionalistadentro de un amplio cientificismo. Consecuti- vamente a las obras de Ramos Mejía se inten-sifican en el país, los estudios psicológicos ysociológicos, ya más técnicos, cuya bibliografía

omitimos por ser de autores contemporáneos.

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 Adviértase que en el viejo mundo esas discipli-nas tuvieron orígenes bilaterales: por un lado los

filósofos de antiguo puño y por otro los culto-res de la ciencias biológicas o sociales. En la Argentina, por ser insignificantes los que seocuparon de filosofía abstracta, la corrienteque determina esa evolución es puramentecientífica: «situada, dice De Veyga, a igual dis-

tancia de los dos grandes grupos científicosque se disputan la atención del sabio: las cien-cias naturales y las ciencias sociales. Recibe deellas, en igual proporción, la influencia de losprogresos y de las especulaciones doctrinas quese operan en sus campos, proyectando al mis-mo tiempo sobre éstos, con la misma intensidady en la misma medida, la acción de sus propiastendencias y de sus propias investigaciones». Deellas partieron sus precursores argentinos y deella parten casi todos los que, después deRamos Mejía, cultivaron esas disciplinas.

Las tendencias eticopedagógicas son una de

las fuentes más ricas y originales del pensamien-to argentino. Entre los grandes educacionistasmodernos, en el mundo entero, ocupa un ran-go honroso nuestro Sarmiento. Sus rumbosfueron consolidados por una dirección filosófi-ca que arraigó profundamente en nuestros me-

dios pedagógicos; antes de 1880 el profesor

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Pedro Scalabrini difundió desde Paraná el po-sitivismo comtiano, que en las dos décadas

ulteriores tuvo su mayor centro de propagandaen Corrientes, con Luis Pizariello, J. AlfredoFerreyra y Manuel A. Bermúdez. Esa caracte-rística educacional argentina adquirió firmerelieve en los escritos de Agustín Alvarez(1857-1914). Las modernas corrientes científi-

cas le tuvieron por apóstol, siendo parejas sus virtudes personales y su firmeza en la luchacontra todos los fanatismos. Seguía las huellasde Rivadavia y de Sarmiento en materia deeducación, no arredrándose ante los obstácu-los y dificultades que pudieran venirle de suactuación; conocía profundamente nuestrosmedios pedagógicos y no olvidaba que cadadirector de escuela argentina tiene a Spencer yComte en su biblioteca. Como crítico de lascostumbres políticas y sociales, fue grande sueficacia y dejó algunos libros que la posteridadleerá con provecho. Joaquín V. González pudo

decir que vivió «como un San Pablo del liberalis-mo científico moderno», pues puso en su aposto-lado educacional austeras condiciones de carác-ter y una fe inflexible. En sus últimos escritos seintensifica una hermosa aspiración idealista, bus-cando en las-ciencias un fundamento ético para

los ideales que deben regir la vida humana. Por

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Por este aspecto parecen sumarse en su obralas tendencias de Emerson con las de Guyau.

Desde 1896 los estudios filosóficos tienencasa aparte dentro de la Universidad, por lafundación de la Facultad de filosofía -y letras;fue su primer decano Miguel Cané (1851-1905). En 1905 Joaquín V. González fundó laUniversidad de La Plata, de recta orientación

científica. La misma tiende a predominar en lasaulas tradicionales de Córdoba y en las universi-dades de Santa Fe (nacionalizada en 1910) y de Tucumán (fundada en 1914). En 1909 se fundóen Buenos Aires la Sociedad de psicología; lostrabajos publicados en sus Anales tienen un carác-ter marcadamente biológico y experimental.

Señalemos, a manera de conclusión,1 que elincremento de la cultura científica no ha sidoobstruido en la Argentina por las corrientesmixtas que en Europa lo distrajeron con fre-cuencia; nuestra evolución cultural ha sido unasubstitución progresiva del dogmatismo escolás-

 

1 No precipitada, aunque los datos puedan sersusceptibles de completarse ulteriormente. En estesentido el autor agradecerá cualquier información oenmienda, ya que es su propósito desenvolver el tema

en alguno de sus próximos cursos universitarios.

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tico por el naturalismo científico. El contradic-torio sistema de Kant y el panteísmo ideologista

de Hegel no tuvieron aquí, discípulos en el sigloXIX. No alcanzaron hondo arraigo los eclécticosfranceses, ensayados en algún momento comouna transición cómoda entre la escolástica y elnaturalismo científico; ni tuvo partidarios cono-cidos el neocriticismo francés, no obstante ser,

como el eclecticismo, una fórmula transitivaentre lo viejo que ya no se cree y lo nuevo que nopuede creerse todavía. Los eclécticos del resurgi-miento italiano fueron absolutamente descono-cidos, lo mismo que los krausistas españoles. Ennuestro ambiente pedagógico encontró acogidaentusiasta el positivismo de Augusto Comte. Alguna difusión han tenido en el país las co-rrientes sociológicas que parten de Marx yBakounine, el espiritismo, la teología protes-tante y los estudios teosóficos; los escritos pu-blicados han sido todos de propaganda y nosabríamos señalar una sola obra de alguna ori-

ginalidad filosófica. En las clases semicultassolamente cundieron el catolicismo tradicionalde Balmes, profesado en los establecimientosreligiosos de segunda enseñanza, y el materialis-mo radical de Buchner, difundido por los ate-neos populares y los centros de educación ra-

cionalista. En una y otra dirección prosperan

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actualmente el neotomismo de Mercier y elmonismo de Haeckel. Ajena a las causas políticas

y sociales que en cada país de Europa favorecie-ron el auge de algún sistema de transición,nuestra enseñanza secundaría superior fue acen-tuando siempre su inclinación por las ciencias.La lucha entre las ideas filosóficas se planteó ensu más leal expresión: espiritualismo tradicional

(Estrada) y naturalismo científico (Sarmiento).Los ideales del primero se asentaban en eldogma; los ideales del segundo radicaban en laexperiencia.

Los antecedentes analizados revelan ciertaunidad en la evolución del pensamiento argenti-no. Los economistas y enciclopedistas inspiraronla revolución nacional, en el período represen-tado por Moreno. Los ideologistas, continua-dores de aquellos, dan el tono esencial de laenseñanza filosófica en la época de Rivadavia.Las corrientes sociológicas y comtistas influyenen la aparición de Echeverría y Alberdi. Sar-

miento corresponde a la restauración del posi-tivismo científico europeo. Con Ameghino nose inicia nuestra filosofía científica. En la actua-lidad la influencia de Darwin y Lyell ha penetra-do en las ciencias naturales, con las rectificacio-nes modernas; la de Claudio Bernard y Virchov

en las ciencias medicobiológicas; la de Comte y

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Loria en las ciencias sociales; la de Spencer y Ri-bot en filosofía. Esos nombres son los más cita-

dos en la bibliografía científica argentina. Lessiguen por su frecuencia, respectivamente, los deLamarck y Haecke1, Charcot y Pasteur, Dur-kheim y Tarde, Froebel y Pestalozzi, Wundt y James. En los estudios críticos de historia y letrase nota la influencia constante de Taine y de

Renán. Sarmiento es el más admirado de losescritores argentinos; Alberdi le sigue en lasciencias sociales y Ameghino en las ciencias natu-rales.

 Ante estos signos calificativos del pensa-miento argentino cabe inferir que él se preparanaturalmente para ascender a una filosofía queponga en las ciencias sus fundamentos y haganacer de ellas los ideales de la raza en forma-ción. Borrando los residuos de la escolásticaespañola reinante en el siglo XVIII, el XIX hacreado tradiciones convergentes; el siglo XX,continuándolas, nos -conducirá a un sistema de

filosofía científica que acaso contenga el «sen-tido nuevo», propio de la argentinidad, en lacultura venidera.

Nuestra joven tradición es esencialmenteantidogmática; ningún motivo autoriza a pensarque el pensamiento contemporáneo pueda in-

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currir en nuevos dogmatismos, que cierren elcamino de la experiencia o del ideal.

«La. filosofía científica -he escrito- es unsistema de hipótesis fundado en las leyes másgenerales, demostradas por lo ciencias particu-lares, para explicar los problemas que exceden ala experiencia actual o posible: es, pues, una ver-dadera metafísica de la experiencia.

«Es un sistema en formación continua. Tienemétodos, pero no tiene dogmas. Se corrige in-cesantemente, en la medida en que varía elritmo de la experiencia.

«Elaborada por hombres que evolucionanen un ambiente que evoluciona, representa unequilibrio inestable entre la experiencia que crecey las hipótesis que se rectifican.

«Partiendo de la experiencia, la imaginaciónelabora creencias acerca del futuro perfeccio-namiento humano. Al antiguo idealismo dog-mático constituido por «ideas» rígidas y aprioris-tas, la filosofía científica opondrá un idealismo

experimental compuesto por «ideales» incesante-mente renovados, plásticos, evolutivos como la vida misma.» SINOPSIS

Desde el punto de vista filosófico, la «ar-gentinidad» consiste en el sentido nuevo que la

raza naciente en esta parte del mundo puede

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imprimir a la experiencia y a los ideales huma-nos.

Nuestra escasa tradición cultural, en cadaépoca, está impregnada de pensamiento moder-no. Las direcciones filosóficas que orientan laevolución argentina, desde sus orígenes hastanuestros días, convergen a borrar las huellas dela mentalidad hispanocolonial, difundida en

 América por universidades y colegios que pro-fesaban la escolástica teológica, trasplantada dela metrópoli.

La revolución de las ideas argentinas se ini-cia con dos americanos, Vértiz y Maciel, se con-tinúa con Be1grano y Moreno, traductores deQuesnay y Rousseau, y culmina en la época deRivadavia; a ellos se deben las iniciativas cultura-les que modelaron nuestra. mentalidad. Su inspi-ración parte de los enciclopedistas y fisiócratasque intentaron vivificar a la metrópoli en tiem-pos de Carlos III; pero mientras en Españaesas ideas fueron vencidas, aquí siguieron

orientando de manera definitiva el pensamientonacional.

Los primeros profesores de filosofía en laenseñanza argentina difundieron ideas opuestasal escolasticismo colonial, tomando como basede sus lecciones el sensacionismo y las ciencias

naturales, como las enseñó la escuela ideologista

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francesa. Juan Crisóstomo Lafinur, apóstol,inquieto, Juan Manuel Fernández de Agüero,

razonado sistemático, y Diego Alcorta, doctri-nario prudente, dejan un rastro uniforme, en laUniversidad de Buenos Aires; Somellera y Agrelo introducen las ideas científicas del eco-nomismo jurídico; Senillosa y Avelino Díaz par-ten del sensacionismo para enseñar las ciencias

fisicomatemáticas; Cosme Argerich inicia conrumbos análogos el estudio de las ciencias mé-dicas. Los pensadores formados en la época deRozas siguen direcciones similares; en Echeve-rría aparece el romanticismo social y con Al-berdi se inicia la sociología netamente econó-mica. Sarmiento tiene un hondo sentido realistay concibe una verdadera filosofía de -la historia.

El espíritu colonial y dogmatista opuso al-guna resistencia a ese devenir del pensamientoargentino y científico. Mientras el deán Funesse apartaba de la escolástica, se enclavijabanen ella Castro Barros y muchos doctores del

claustro cordobés. En Buenos Aires dos recto-res, Achega y Sáenz, formados en los colegioscoloniales, persiguieron la enseñanza nueva.Contra Rivadavia desplegaron sus líneas lostradicionalistas. Durante el gobierno de Rozasel espíritu argentino de la revolución fue aplas-

tado por el espíritu colonial de las clases conser-

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 vadoras; la Universidad fue cerrada y volvieronal país los teólogos suariztas, que se incautaron

de los estudios superiores.Después de Caseros se reanuda la tradición

iniciada por Moreno y Rivadavia en la instruc-ción pública. Mitre, Sarmiento y Avellanedaconcordaron en poner las ciencias como fun-damento de la enseñanza secundaria y superior;

a ello concurrieron un grupo brillante de pro-fesores europeos, que implantaron el estudiode las ciencias naturales y los, nuevos métodoscientíficos: a esa gran renovación pedagógica vinculó su nombre Amadeo Jacques. En laenseñanza reorganizada penetró el espíritucientífico; ocupó la cátedra de filosofía Gui-llermo Rawson, cuya tesis doctoral sobre laherencia biológica es un índice significativo delnuevo pensamiento. Esa última fase de la trans-mutación de las ideas argentinas motivó sona-das resistencias del tradicionalismo y las polé-micas de Estrada y Bilbao, que reflejaban la agi-

tación intelectual de nuestro ambiente.El naturalista Francisco Javier Muñiz inicia

los estudios que más tarde culminan en el sabiofilósofo, Florentino Ameghino, introductor delas doctrinas evolucionistas de Lyell, Lamarck yDarwin, que en cierta medida logró perfeccio-

nar. Análoga orientación científica se observa

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7/26/2019 Las Direcciones Filosoficas de La Cultura Argentina

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en el terreno de la patología mental y las cienciasbiológicas. El positivismo de Comte influyó

intensamente en los medios pedagógicos;Spencer aparece ya en los últimos libros de Al-berdi y Sarmiento; Claudio Bernard y Charcot enla ciencias médicas; Taine, en las disciplinashistóricas y en la sociología naciente; Ribot y Wundt, en la psicología; el positivismo sociológi-

co, en el derecho. Todas estas influencias convergen hacia elpredominio de una filosofía científica fundadaen la experiencia, cuyos ideales deriven de ésta yno de principios dogmáticos. En los últimospensadores fallecidos, Agustín Alvarez y José M.Ramos Mejía, esas orientaciones fueron ya pre-cisas; lo son mucho más en la docena demaestros y escritores que poseen ideas generales.