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LAS DOS PATRIAS GODOFREDO DAIREAUX Ediciones elaleph.com

Las dos patrias · 2008-04-29 · LAS DOS PATRIAS 3 El 25 de enero de 1866, a las cuatro de la tarde, zarpó de su fondeadero en el Gironde el vapor «Navarre», con destino a Río

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El 25 de enero de 1866, a las cuatro de la tarde,zarpó de su fondeadero en el Gironde el vapor«Navarre», con destino a Río de Janeiro, dondedejaría a los pasajeros para el Río de la Plata, quedebían seguir viaje en el vapor «Aunis». En aquellosremotos tiempos, la América del Sud era muy pococonocida en Europa, y fuera del imperio del Brasil,escasas personas hubieran podido decir con muchaseguridad cuáles eran los Estados de que secomponía. Los viajeros eran pocos y las compañíasde vapores tenían establecido su servicio principalúnicamente hasta la capital de dicho Imperio,debiéndose contentar los pasajeros para Montevideoy Buenos Aires con unos vaporices tanto másincómodos para ellos cuanto que salían de vaporesrelativamente confortables y de mares generalmentemás mansos que el de las costas meridionales delBrasil.

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Entre los pasajeros con destino a Buenos Aires,iba un joven, Andrés Sterner, de veinte años deedad, más o menos, mozo de buenos modales y debuen genio, alegre y espiritual, y seguramente muylibre de las preocupaciones que en general embarganel espíritu de los que dejan a su patria para ir haciapaíses ignotos, en busca de mejor suerte. Hijo defamilia acomodada, pero demasiado ambicioso paraconformarse con la modesta situación que algún díala tocara, le había entrado, después de algunaslecturas, el afán de ir al Nuevo Mundo, a probarsuerte. Continuamente oía hablar de fortunasinmensas hechas en América, leía novelas dondesiempre aparecían tíos enriquecidos allá, después dehaber salido de su tierra en calidad de emigrantes,sin más capital que la ropa puesta y un par dezapatos nuevos, y pensó que si estos hombres sininstrucción y sin capital podían enriquecerse así, élpodría hacerlo más rápidamente aún, ya quedisponía de capital y que no le faltaba instrucción.

Había convencido a su padre de lo acertado desu plan, y éste, antiguo comerciante, satisfecho dever a su hijo tan emprendedor y dispuesto, vacilópoco en poner a su disposición un capital de ochomil pesos, en mercaderías de exportación

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consideradas como de fácil venta en cualquiera deesos países sin industria que todo lo tenían querecibir de Europa.

Entre las mil recomendaciones que le hicieron,al salir, sus padres, una dominaba a todas las demás:«Sobre todo no te quedes allá más del tiemponecesario para realizar el surtido» Y Andrés se habíaembarcado con la idea bien fija de no quedarse enaquel país sino algunas semanas, un mes quizás odos, para vender, cobrar y darse cuenta de lo quemejor y más rápido resultado le podría dar en otroviaje.

Con su imaginación de joven mimado a quien lavida no presentara dificultades, soñaba con éxitosnunca vistos; pensaba que en ese país tan nuevodebían hacer mucha falta los artículos que traía y quelos habitantes iban a disputárselos, con las manosllenas de oro. No sabía gran cosa de la Argentina,algunos relatos de viaje había leído, pero pocos, pueseran entonces muy escasos y los datos que dabaneran algo exagerados, al parecer, o deficientes. Laverdad es que había preferido la Argentina porquesonaba simpáticamente a su oído el nombre de sucapital: Buenos Aires. Le parecía augurio de climatemplado y de buena salud; debía ser, pensaba, un

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poco menos caluroso que el Brasil, a pesar de serconsiderado, allá, por todos, como uno de tantos«países cálidos» Además era menos conocido queRío de Janeiro y veía con cierto orgullo agrandarselos ojos de sus compañeros y hasta de las personasmayores, amigas de sus padres, cuando les anunciabasu próxima salida para una región tan lejana, tanlindamente exótica. Por poco se hubiera dadoínfulas de explorador, viéndose ya cruzar en fogosocorcel -era muy poco jinete, -las selvas vírgenes delNuevo Mundo, ignorando por completo que laPampa estuviera absolutamente desprovista deárboles.

En realidad, sus sueños eran algo más prosaicosy tenían burguesmente por objeto habitual la rápidaadquisición en país lejano de una de esas fortunasque permiten a su feliz poseedor volver a gozar, enel propio, de vida placentera y lujosa.

A bordo, una vez pasados los primeros días,siempre penosos y desagradables, de mareo y deaclimatación a tan desconocido ambiente, se atraensimpatías, se forman grupos, y de las primerasconversaciones nacen relaciones que sólo duraránmuchas de ellas, hasta la próxima escala, pero

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también a veces, amistades que no se acabarán sinocon la vida.

Andrés, con su genio liberal y dado, era algoestético en la elección de sus compañeros, y si bienbuscaba con preferencia la conversación alegre dealgunos jóvenes oficiales que se dirigían a Dakar,también le gustaba oír los relatos de viaje de un viejomarino que iba a Río de Janeiro a representar unaempresa de navegación, recoger los datos prácticos yciertos -esto se sentía, - que lo daba sobreMontevideo y Buenos Aires un negociante francésque vivía allá desde muchos años y conocía bien elRío de la Plata y las costumbres de sus habitantes.En los consejos de este señor Lambert habíaencontrado Andrés, con la satisfacción que sé puedeimaginar, la confirmación de sus propias ideas sobrepermanencia breve y fortuna rápida El señorLambert tampoco iba para quedarse en aquellospaíses; desde muchos años, iba anualmente conmercaderías que vendía lo más pronto posible yvolvía a Francia a hacer nuevas compras. Es cierto,que una vez, una crisis política de las que nuncafaltaban entonces, ni tampoco han dejado de seralgo frecuentes en la República del Uruguay, lo habíaobligado a quedarse muchos meses en Montevideo,

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y a establecer allí una casa de comercio para dar másseguridad a sus negocios; pero no por esto seconsideraba como radicado en el país, y le causabaverdadero disgusto cualquier alusión, aunque fueseen broma, que se hiciera a su posible permanenciadefinitiva en América.

Algunos pasajeros, conocidos suyos, orientalesunos, compatriotas otros, lo «titeaban» al respecto,diciéndole que era manía y que se le pasaría encuanto se casara, que allá no faltaría alguna criollaque al fin lo amansase. -«Además, le repetía un señorAlvarez, rico estanciero del Uruguay, usted, señorLambert, está equivocado si cree poder enriquecersecon su modo de trabajar. En nuestros países delPlata, sólo la tierra da la fortuna».

Andrés había notado con extrañeza esa opinión,pero no quedó convencido. En América, segúnpensaba, se junta plata como en una mina, y ¡abur! Ysi el señor Lambert, hombre serio y juicioso como laLey y los profetas, no había después de muchosaños de poner en práctica esas ideas, ganado unafortuna, es que le habría faltado la suerte. ¿Quién seradica en América? los pobres únicamente, losemigrantes como estos vascos de proa que se lopasan cantando porque a bordo comen, cosa que no

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siempre podrían hacer en su tierra; se quedan éstos,porque no tienen con qué volver.

El «Navarre» de las Mensajerías Marítimas, eraun vapor de los más rápidos en aquellos tiempos, yde los más confortables. De Burdeos a Río deJaneiro apenas echaba 25 días, incluyendo lasnumerosas y largas escalas en Lisboa, Dakar,Pernambuco y Bahía, pues andaba a veces con laayuda de los vientos alisios hasta dieciocho nudos; ysi todavía no se llevaba el lujo hasta tener elásticosen las camas y si se apagaban a las diez las velas deestearina de los camarotes, los pasajeros no por estoadmiraban menos sus comodidades sin número yespecialmente las de la mesa, perfectamente servida.

Los mismos emigrantes, en regular número, yprocedentes, casi todos, de las ProvinciasVascongadas, no podían quejarse del trato que se lesdaba, pues no les mezquinaban por cierto la comida,y los dormitorios, amplios y limpios, no dejabannada que desear. Gente espléndida por lo demás,eran aquellos vascos hacia quienes Andrés sentíaverdadera simpatía. A menudo iba a pasear a proa;conversaba con algunos de ellos, vascos-franceses,entre los cuales tampoco faltaban bearneses -pues alos demás, a los españoles, poco los entendía,

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-informándose de sus proyectos, de sus ideas, y veíaque casi todos ellos tenían lo mismo que él, el deseode volver algún día ricos a la patria, pero que noacariciaban la ilusión de poderlo hacer antes demuchos años, resignándose de antemano a sufrir unlargo destierro con tal que la vida les fuera llevadera.

Muchos iban con sus familias, la mujer y algunascriaturas, más resignados éstos, no ambiciosos comolos jóvenes solteros que siempre van en son deconquista, sino con la inquietud de saber siencontrarán en la patria nueva el medio de mantenera los suyos. Se conocía que para éstos la tierra natalno fue más que una madrastra sin amor y que laabandonaban con poco sentimiento. Norenunciaban por cierto a ella del todo, pero seadivinaba que su deseo de volverla a ver eracondicional del éxito futuro en la tierra nueva;volverían, sí, pero si lo podían hacer erguidos, comopara humillar un poco, siquiera por sus riquezasadquiridas en otra parte y por su misma generosidaden compartirlas con ella, a la patria que no habíasabido retenerlos dándoles de comer.

Entre los vascos españoles, muy numerosos, ymuchos también con sus familias, el sentimiento era,sino otro, más complicado por lo menos. La

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mezquindad de la vida entre los peñascos de susmontañas, la exigüidad de los sueldos, la pobreza, enfin, resultaba para ellos agravada por el odiopatriótico a los gobiernos conculcadores de susfueros y que trataban de quitarles los últimosvestigios de su secular independencia. Por esto seiban casi sin mirar atrás para no llorar, -con larabiosa resignación del expulsado.

Andrés Sterner no podía, por supuesto, coincidircon esos modos de ver, y sólo le inspiraba piedadque pudiera haber hombres, y compatriotas suyos,en cuya mente cupiese la renuncia, aun temporaria, ala patria, al suelo natal. Habitante de la ciudad, nohabía visto nunca exhausto aquel suelo; no sabía,nunca había creído siquiera posible, que la tierrallegase a no poder mantener al que la cultiva; no sedaba cuenta de que la tierra es la verdadera madre dela humanidad y que las ciudades sólo florecencuando en ellas se acumulan los réditos del suelo.

-¡Pobres! -pensaba. -¿Quién sabe cuándovolverán a ver su tierra? Quizás nunca, muchos deellos. Y pensar en esto aumentaba su afán de volverpronto a Francia. Había momentos en que sentíahaberla dejado. ¡Oh! ¡no sería por mucho tiempo!

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Los primeros días de la travesía habían sidopésimos; por otra parte, en pleno invierno, el golfode Vizcaya no podía desmentir su fama deturbulento. En Lisboa, bajo verdaderos efluvios deprimavera, los pasajeros pudieron ya admirar, entoda la plenitud de su goce, el majestuoso Tajo,arrollando, apacible, hacia el mar; sus poderosasaguas azules, besadas al pasar por millares degaviotas gritonas y blancas. Se habían divertidocontando por centenares los molinos de viento querodean el puerto y coronan, atareados, en superpetuo movimiento de pájaros enormes y malhechos que aletean sin poder volar, las verdescolinas innumerables que parecen continuación delas grandes olas del Océano. Y pocos días después,días como de convalecencia para todos, díasdemasiado cortos por el gusto de vivir, suavementebalanceados por la suave marejada del Atlánticotranquilo, en medio de fiestas familiaresimprovisadas, de juegos y de conversacionesentretenidas, llegó el «Navarre» a Dakar.

En aquel puerto, que de puerto poca cosa teníaaún, debían desembarcar los jóvenes oficiales,amigos efímeros de Andrés Sterner, y queridos yapor él como si siempre los hubiese conocido. Muy

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alegres, muy contentos de haber llegado a sudestino, no parecía turbarlos en lo más mínimo elaspecto tétrico de la playa baja, gris, a pesar del solardiente, con reflejos de arena inundada de luz, de laluz incendiadora del desierto. Les hacían gracia losnegros desnudos que de repente saltaban de suscanoas al agua, y como si fueran peces, pasabannadando debajo del buque, sin miedo a los tiburonesvoraces que, según dicen, desprecian la carne decolor.

Andrés se sentía, al contrario, invadido por unatristeza infinita. Sabía que en esos parajes reinaba enciertas estaciones, en forma terrible, la fiebreamarilla, y se lo había puesto que de todos aquellosjóvenes, brillantes alumnos de las mejores escuelasdel Gobierno, llenos de vida y de ambición, quehabían dejado en Francia madres, hermanas, ynovias, algunos, la mayor parte morirían, víctimas dela cruel enfermedad, pues le había asegurado el viejomarino que casi siempre sucedía así; y al darles elabrazo de despedida, si pudo, a duras penas,contener su emoción, fue por temor de quitarlesalgo de la soberbia indiferencia para el peligro deque, por honor del oficio, parecían alardear.

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Se encontró muy solo a bordo, sin aquellosalegres compañeros de viaje. Ya le empezaron aparecer fastidiosas las anécdotas marítimas del viejomarino y muy, muy larga la exposición de las teoríasdel señor Lambert, aunque él supiera cortarlas o porlo menos amenizarlas con algún chiste juvenil que,de repente, todo lo mandaba a volar, dejando por unrato al buen señor como sentado de golpe en mediode las tenues ruinas del liviano edificio de susconvicciones y de sus consejos, tan prácticos alparecer, y tan deficientes en realidad, ya que a pesarde ponerlos el mismo en acción, no había sacado deellos provecho alguno.

Por suerte descubrió Andrés, al día siguiente dela salida de Dakar para Pernambuco, que aún noconocía a todos los pasajeros del vapor. Fue, porprimera vez, a sentarse en los pasadizos de cubiertauna familia compuesta de un matrimonio de ciertaedad y una joven de dieciséis años. El mareo habíaejercido sobre ambas señoras una influencia másduradera que sobre los demás pasajeros, y sólodespués de muchos días pasados en el camarote,mejoraron lo bastante para subir a cubierta. Esteacto de valor fue pronto recompensado; el calortropical hecho soportable por el aire marino, el

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mismo balance suavísimo de las grandes oladas,anchas y poco profundas, de esa parte del Atlántico,hicieron renacer en ellas las ganas de vivir, de ver, deoír, de conversar y hasta de comer.

Seducido por el aspecto a la vez noble y sencillodel que tomaba por padre de la joven, no tardóAndrés en hallar ocasión de ofrecerle sus servicios, ypronto se establecieron entre ambos las relacionesmás cordiales. Respetuoso con las personasmayores, atento y servicial, Andrés se conquistó labuena voluntad del caballero, quien lo presentó a suseñora y a la joven que los acompañaba.

Eran argentinos. El caballero poseía en la Pampavarias estancias y había querido hacer un viaje aEuropa para comprar personalmente losreproductores con que quería dotar sus cabañas delanares, vacunos y equinos. Tenía varios hijos, peromuy pequeños todavía, y como su viaje debía serrelativamente breve, los dejó en casa de unahermana, llevando, en cambio, para acompañar a suseñora, una sobrina, hija de la misma hermana aquien confiara su progenitura.

El señor Matías Alonso, lo mismo que su señoray su sobrina Josefina Zavaleta, habían aprendido ahablar regularmente el francés durante su estadía en

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Francia, pero se empeñaron en que Andrés Sternerhablase castellano. No les costó hacerle comprenderque le sería muy necesario, indispensable en BuenosAires, y pronto estimó en su justo valor el granservicio que así le prestaban; hasta se le vio pasarhoras enteras en el salón, armado de una gramáticacastellana, elaborando en un cuaderno los ejerciciosque le había indicado su joven maestra, la señoritaJosefina.

Los estudios de latín, frescos aún en sumemoria, y el hábito que aún no había perdido porcompleto de lidiar con las dificultades de los idiomasmuertos, le hacían liviana la tarea, y pronto hizo enespañol progresos que encantaban tanto más a sustres profesores cuanto le daban ocasión de soltar,con pronunciación a veces inverosímil, las másdivertidas barbaridades.

Pasaban así, sin hacerse sentir, las breves horasde la larga travesía. Y de ola verde en ola verde, bajoel sol ardiente del Ecuador, llegó el «Navarre» aPernambuco; puerto bien llamado «de los arrecifes»con su barra peligrosa, siempre difícil de pasar peromás aún en el bote del regreso; «imposible»,aseguran los boteros, hasta que apremiado por la

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hora, se decida el pasajero a aflojar cinco o diezpesos para no perder el vapor.

Y después de la marejada ingrata de aquelcentinela ceñudo del Atlántico, Bahía parece todo unencanto, con su precioso panorama de agua dezafiro, de cielo azul y de opulenta vegetación. Laciudad: una angosta faja de tierra sobre el puerto,con un mercado lleno de negras de formasdesbordantes que, risueñas y enseñando los dientesde marfil, ofrecen a gritos sus admirables frutastropicales, naranjas extraordinarias y ananás, monosy monitos, loros y cotorras y pájaros de mil colores;y después de atravesar una o dos calles, en medio denegros sudorosos que, por yuntas, llevan al hombro,marcando el paso con su canto monótono, de laAduana a las casas de comercio, colgados de un paloque cimbra, pesados fardos de mercaderías, con granriesgo de ser atropellado por los tranvías que pasan atodo correr a cincuenta centímetros del frente de lascasas, sube uno por un ascensor practicado en lamisma barranca, hacia la parte alta, la parteburguesa, limpia, decente, habitada por gentetranquila, y adornada de parques y de villas, con lamaravillosa vista del puerto por delante. También sesubía, en aquel tiempo, en silla de manos, hasta la

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región más poblada de la alta y quebrada barranca,donde los tranvías, descienden de pronto laspendientes impulsados por su propio peso, hastaalcanzar las mulas desatadas que los aguardan abajo.¡Curiosa ciudad!

Se acercaba el momento de la llegada a Río deJaneiro. Los emigrantes portugueses empezaban suspreparativos; iban sacando de los camarotes susbaúles de madera o de lata pintarrajeados de floresmulticolores en fondo azul o verde, sus canastos deviruta y demás trastos heterogéneos, envases queestorban más de lo que puede servir su contenido;todo en medio de voces guturales que meten bullaen las escaleras y entorpecen el mismo trabajo quequieren dirigir; dos grupos de madres chillonamenteataviadas que, con la mayor serenidad, espulgan avista de todos, a sus criaturas, entregándose consiempre defraudada constancia a una inútil caza enlas enmarañadas cabelleras, con esculpidas en lastablas primorosamente lavadas de la cubierta delbuque, con colores que gritan y suciedad que daasco.

-Y mientras siguen chirriando las cabrías parasacar de las bodegas los equipajes de los pasajeros,Andrés admira la espléndida entrada a la bahía de

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Río de Janeiro; las montañas azuladas cuyo conjuntollega diseñar, según se lo asegura y se lo demuestra elviejo marino, un Luis XVI acostado. Poco a poco seacerca el Pan de Azúcar y de repente se abre ante losojos de los viajeros admirados, la angosta entrada delinmenso puerto rodeado de montañas cubiertas devegetación exuberante entremezclada de flores.

El «Annis» a que debían transbordarse lospasajeros con destino a los puertos del Plata, estabaen reparación y su compostura debía durar tres ocuatro días. Andrés Sterner y sus compañerosaprovecharon con placer la oportunidad deinstalarse en los hoteles de Río y de allí salir a hacerexcursiones por los alrededores. Si la ciudad con suscallejones sin aceras, su ambiente perfumado a cafécrudo, a bacalao y carne salada, a tufo de negro, ydemás olores de los secos y molhados de toda laya deque están repletos los almacenes, no presentaba anuestros viajeros la imagen de un paraíso, en cambiosus alrededores les ofrecían imponderables paseos.Las maravillas del jardín botánico, sus plantacionesde vegetación extraordinaria y sus horizontesencantadores; Tijuca con sus faldas cubiertas deflores bajo las cuales corren, cantando burlas al solque quema, las vertientes heladas; los paisajes de

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Petrópolis con el panorama de la bahía y de sus islas,bien capaces son de dejar en los ojos que las hanvisto una vez, imborrable recuerdo.

Durante los paseos que con la familia de Alonsohizo Andrés Sterner por aquellos sitios admirables,pudo apreciar, más aún que a bordo, las eximiascualidades de estos sus compañeros de viaje;cualidades innatas del corazón unas, y seguramenteadquiridas otras por la educación.

Cada día, cada hora, desaparecían del espíritu deAndrés algunas de las muchas prevencionesabsurdas, fruto de su ignorancia, que mantienen ymantenían mucho más en aquellos tiempos, lamayor, parte de los europeos contra los habitantesde los países exóticos. Acostumbradas a dominar elmundo y a imponer su voluntad por la fuerza, lasnaciones europeas, especialmente las más ricasentonces y las más poderosas, tenían muchapropensión a tratar con perfecto desdén a todasestas nacioncitas americanas cuya existencia políticaconocían vagamente, confundiendo a veces hasta losmismos estadistas Venezuela con Bolivia, al Uruguaycon el Perú, a la República Argentina con el Brasil; ynaturalmente no era extraño que los particularescometiesen errores aún mayores, ni que tratasen de

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indios a los ciudadanos de países tan ignorados y selos figurasen sumidos todavía en un estado de casicompleta barbarie.

Los únicos que sabían algo de tan lejanascomarcas eran los negociantes exportadores, loscomisionistas y, por reflejo, los fabricantes de ciertosartículos muy pedidos de repente en alguna de ellas.Por ejemplo, Andrés, en el surtido que llevaba paravender en Buenos Aires, tenía varios cajones deacero para miriñaques por haber sabido que la modade la crinolina ya en decadencia en Europa, entrabaen todo su furor en los países sudamericanos. Y losdatos que sobre estos países podía suministrar estagente, procedían forzosamente de puntos de vistamuy especiales, que de ningún modo tendían adarles prestigio. Sabían que tal o cual corresponsalpedía tal o cual artículo, camisas, por ejemplo,sombreros o calzado, y que lo principal era fabricaresto con toda la economía posible, con pecheras dealgodón imitando hilo, forros de cartón imitandocuero y suelas de papier maché para que saliese todo lomás barato posible, artículos, en una palabra, «parala exportación». También sabían los comisionistasque había estallado una revolución en tal o. cual de

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esos países y que no debían contar, por un tiempo,con remesas de dinero.

Los que sin sufrir directamente delcontratiempo, oían hablar de él, confundían en unsolo montón la República tal con la República cual, ytodas iban juntas al mismo bombo del descréditoperenne.

Cuando daba un paseo por Europa algúnricacho sudamericano, especialmente losprocedentes de comarcas mineras, no dejaba, por logeneral, de lucir en la pechera o en los dedosbrillantes enormes; faltos de ese refinamiento queopone a la ostentación los límites del buen gusto,quizá creyeran necesario poner un marbete a suriqueza, y resultaban ridículos, atrayendo sobretodos los sudamericanos, hasta los más inocentes desemejante manía, cierta atmósfera irónica que acabópor condensarse en una palabra tanto más hirientecuanto que carece de sentido.

Andrés Sterner se admiraba de no encontrarninguna jactancia, ningún rastacuerismo, como sellamó, años más tarde, esa propensión a ostentar lujode mal gusto, en sus compañeros de viaje. El señorAlonso era todo un caballero, un gentleman capazde figurar con honor en la mejor sociedad europea, y

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su señora, doña Edelmira, joven aún y hermosa,parecía no tener tampoco mayor anhelo que el depasar inadvertida. Sin tener una fortuna colosal -nohabía todavía en la República Argentina en aquellaépoca, más que embriones de fortunas colosales,-el señor Alonso gozaba de una posición muydesahogada, pero nunca hizo un gesto ni pronuncióuna palabra que pudiese hacer suponer a Andrés quemidiera su valor por el de sus propiedades.

La señorita Josefina Zavaleta que losacompañaba, aunque muy joven, no parecíacontentarse con representar ante los ojos de Andrésúnicamente la hermosura ideal, en su flor, de lashijas del Plata; también se encargó de dar a estamisma hermosura el realce de su ingenio sutil yrisueño, ligeramente burlón pero sin malignidadofensiva, y de su discreta amabilidad fruto exquisitode un corazón bondadoso y no flor de engañosacoquetería.

Hay en este mundo seres, lugares, objetos cuyamisión es seducir; Josefina Zavaleta era suavementeseductora como lo puede ser una rosa o un ruiseñor;y Andrés Sterner no podía dejar de pensar que unatierra que produce hombres de la distinción de donMatías Alonso, mujeres educadas como su esposa y

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jóvenes como Josefina, debe ser privilegiada; y sealegraba de haberse dirigido preferentemente haciala Argentina.

Después de una travesía penosa, durante la cualno hubo corrillos a bordo por falta de asistentes,llegó el «Annis» a Montevideo; - ya en la rada, listopara despedirse, el señor Lambert se acercó aAndrés y le dijo: «Adiós, mi joven amigo; no se dejeengatuzar. Mire que estas porteñas son muy diablosy que, si se descuida, lo van a hacer quedar en el paísy después se arrepentirá. Estos países no son paraquedarse ellos. Haga como yo, haga como yo: juntarpesos y mandarse mudar.

-Sí, para volver a los seis meses -interrumpió elseñor Alvarez; -tanto vale quedarse. Mire, señorSterner, usted lo verá con el tiempo. La Américasólo agradece y recompensa a los que vienen apoblarla; no le agradan los comerciantes y no losprotege. »

Ni por esto ni por mucho más hubierancambiado las ideas de Andrés; había venido porpoco tiempo, no pensaba quedarse más de loestrictamente necesario para realizar susmercaderías; y ni el aspecto triste de las aguas turbiasdel Río de la Plata, ni el todavía peor de la pequeña

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ciudad colonial que a la vista tenía, con su cerropelado y su puerto casi desierto, eran como parainducirle a cambiar de opinión.

En cuanto a la alusión del señor Lambert,carecía completamente de fundamento. Andrés teníaveinte años; era muchacho de mundo, le gustaba lasociedad y el trato de la gente educada; se habíaacercado a la familia de Alonso, instintivamente,puede decirse, por el gusto de conversar conpersonas urbanas y variar así un poco sus placeres,pues eran de muy diferente clase las pláticas quepodía tener con los demás pasajeros; pero no habíaentrado, ni por un momento, en su mente la remotaposibilidad de más íntima alianza. A los veinte años,bien raras veces se piensa en comprometer en lazoseternos una libertad de que apenas se empieza agozar, y Andrés estaba muy lejos de semejantesideas. Le gustaba la mujer -le gustaban todas, engeneral, como decía una canción muy en bogaentonces y que más de una vez había oído tararear abordo, -pero ninguna rubia le gustaba más, nininguna morena tampoco. El matrimonio era para élentonces algo como el fin de la vida; un accidentefatal, que no se podía evitar, pero que, en la

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juventud, parece muy lejano y que debe tratarse dealejarlo más posible.

La señorita Josefina le parecía sin duda algunadigna de toda clase de felicidades y hasta capaz decontribuir a la felicidad del hombre a quiendistinguiese; pero... -y una cantidad de peroshubieran levantado sus cabezas entre él y su sueño,si lo hubiese tenido; pero, y éste era el principal, nohabía forjado nunca sueño alguno al respecto.

Empezaban a desembarcar los emigrantes, yaconvertidos en inmigrantes por el simple motivo dehaber llegado a su destino; y mientrasdesembarcaban del vapor y pasaban a las lanchas, enmedio de mil dificultades, por la marejada molesta,los dos jóvenes conversaban juntos, apoyados en labaranda de popa.

-¿No lo parece, señor -decía Josefina, -que esagente debe pasar, en estos treinta días de viaje, porlas emociones más variadas, casi más contrarias? Lasde la salida, de la separación de su familia, de supatria, que son todas de desgarramiento puededecirse, de desconsuelo y de lágrimas, más aún, -escierto, para los que quedan que para los que se van,pero asimismo para todos muy duras; y las de lallegada, tan llenas de dudas y de temores, por un

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lado, pero también tan henchidas de esperanzas y dealegría.

-Más serán, creo para ellos -contestó Andrés,-las dudas y los temores que la alegría y lasesperanzas.

-¿Por qué? No ve que esa gente encuentra aquílo que viene buscando: una nueva patria.

-Un destierro -dijo Andrés; -y en tierra de pocosatractivos, según parece -agregó, lanzando unamirada circular a la costa gris y baja, a la ciudad sinrelieve y al puerto sin animación y casi desierto.

-¿No le gusta nuestro río?-Primero que no parece río, sino un mar, y un

mar bastante sucio y turbio.-¡Oh! ¡Qué injusto! todo lo critica, todo lo

encuentra mal ¿y no le parece bonita la ciudad?-No la veo bien; estamos lejos; pero me parece

muy pequeña, sin grandes edificios, fuera de lasiglesias. Tiene más aspecto de villorio que de capital.

-Bueno, eso es algo cierto -consintió Josefina, ensu calidad de porteña; -pero usted verá BuenosAires; esa sí es ciudad.

-¿Sí? -dijo Andrés como quien no se atreve adudar.

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El paseo que dió por las calles y los alrededoresde Montevideo no hizo más que convencerle de quese hallaba en una ciudad antigua ya, relativamente,sin duda, pero todavía sin miras de modernizarse, yvolvió a bordo bastante desencantado, aunqueconservara la esperanza de que Buenos Airescorrespondería, siquiera en parte, al entusiasmo desu amable compañera de viaje. Y la reflexión finalque hizo, al tenderse para dormir por última vez enla estrecha camilla del «Annis», ya en marcha para eltérmino de su viaje, fue:

¡Bah! de cualquier modo no será por muchotiempo.

A las siete de la mañana cesaron de paletear lasgrandes ruedas del vapor, treinta y cinco díasdespués de su salida de la patria; había enviado conregularidad cartas a la familia desde cada escala, peroestaba naturalmente sin noticia alguna de sus padres,y pensó, no sin verdadero sentimiento, que aun teníaque esperar quince días para tenerlas por el vapormensual de la Royal Mail inglesa, y esta escasez decomunicaciones le hizo algo cruel la separación, porvoluntaria que hubiese sido. Se encontró muy soloen aquel momento y sus veinte años no erantodavía, al parecer, lo bastante viriles para que su

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corazón no se sintiese algo oprimido por el pesar,casi el remordimiento de haber abandonado, aunquefuera momentáneamente, a sus padres queridos.Abrió la cartera y besó con ternura infantil lasfotografías de su padre, y de su madre; besó dosveces la última, murmurando: «Mamá,» comollamándola en su auxilio al emprender la lucha quequizás por primera vez presentía.

Ya por todos lados, crecía a bordo, la agitaciónllena de los estrépitos peculiares de la llegada. Elmismo silencio de la máquina recién paradaensordecía, haciendo más retumbantes y másdesentonados los rechinamientos de las cabrias y laspitadas de los oficiales.

Andrés que se había quedado en el camarote,arreglando sus valijas y vistiéndose, subió entonces acubierta, para ver, aunque de lejos, pues sabía que elvapor quedaba en la rada, la ciudad de Buenos Aires,fin y término de su viaje, cancha donde iba a probarla suerte, y -esto para él estaba fuera de duda, -hacerfortuna. Quedó muy sorprendido al ver que, a pesarde la claridad del día muy hermoso, apenas sedivisaba la ciudad. Preguntó si era cierto que ahíquedaba el vapor, o si más tarde, después de la visita,se acercaba al muelle; y supo con extrañeza que

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había que embarcarse en lanchas y hacer unaverdadera travesía para llegar a tierra.

En estos momentos salían del salón el señor y laseñora de Alonso con su sobrina, y cambiaron conAndrés los afectuosos saludos de siempre. Perocuando en el natural arrebato de alegría que lecausaba la llegada a su querida patria, le preguntóJosefina con toda ingenuidad qué le parecía su tierra,no pudo Andrés contener la risa, contestando: ¿Peroadónde está?

Josefina quedóse medio turbada y algodisgustada de que su tierra natal no le pareciera atodos tan bonita como a ella.

Asimismo, tenía el genio demasiado indulgentepara no perdonar a un extranjero su... error, y le dijo:

- Es cierto que de aquí no se ve bien. El puertoes incómodo; pero pronto estaremos en tierra, yverá usted.

-¿Buenos Aires será tan linda como París?-preguntó el joven con una sonrisita entre cortés yburlona.

-Según -dijo la niña; -es otra cosa, pero a mí megusta más.

-A mí también -confirmó doña Edelmira contoda la formalidad de una convicción profunda.

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-Sí, sí; a cada vizcacha su cueva -susurró donMatías con un gestito que bien podía sugerir, que,por mucho amor que tuviera a su Buenos Aires, nohabía quedado del todo indiferente a los encantos deParís.

Llegaba ya la lancha de la Sanidad: subieron abordo los empleados de la Capitanía y de la Aduana,llevando las últimas noticias de la guerra delParaguay, que empezaba a entrar en su períodoálgido. Se dio entrada al vapor y empezaron aaproximarse las lanchas que se ofrecían paratransportar a tierra a los pasajeros, sacudidas de talmodo por la marejada, entre las llamadas de sustripulantes, que daba pocas ganas de embarcarse enellas.

Andrés Sterner había tratado ya con una, ensociedad con dos pasajeros más, y se despedía delseñor Alonso y de las señoras, cuando a proa seelevaron clamores de angustia, seguidos de un granvaivén y movimiento a bordo. Al grito: «¡Un hombreal agua!» todos se abalanzaron hacia la borda paraver lo que sucedía. Era uno de los inmigrantesvascos que, al pasar de la escalera del vapor a lalancha se había caído al río. Cuando volvió de lazambullida, le tiraron sogas, salvavidas, remos etc.,

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pero el hombre había perdido completamente lacabeza y no atinaba a agarrar, ni siquiera a ver loselementos de salvamento con que trataban desocorrerle. Se esforzaba por nadar, por sostenerse,mejor dicho, manoteando; pero la corriente lollevaba y corría el riesgo de desaparecer otra vez,cuando saltó al agua, cerca de él, un hombre que lepuso rápidamente un salva-vida, y lo ayudó a volverhacia el bote más cercano, de donde alzaron aambos.

El valiente salvador era Andrés, el salvado unjoven vasco quien, al volver en sí, después del susto,le apretó fuertemente la mano, diciéndole: -Mellamo Juan Elordi, y puede usted contar con unservidor para toda la vida, en lo que le pueda ser útil.

-Hombre -lo contestó Andrés; -no es para tanto,pero me gustaría que nos volviéramos a ver.

Elordi era un vasco francés con quien muchasveces había conversado a bordo, que no traía máscapital que sus brazos y su fuerza, su juventud y susganas de trabajar. Era uno de tantos que, noencontrando en la madre patria cómo adelantar niaun cómo vivir, se van a otras regiones sin poderasegurar que volverán, y sin que tampoco parezcaimportarles mayormente. Andrés le dió también su

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nombre, recordando que muchas veces se necesitahasta del más humilde y fue a mudarse, en medio delas felicitaciones de todos.

Al ser saludado por don Matías, oyó queJosefina decía a su tío: «¡Qué lástima que no seaargentino!»

Se sonrió con orgullo de ese egoísmo Patriótico,que todo: lo bueno, lo generoso, lo bello, lo quisierapara su país -sentimiento nato, por fin, en todohombre, y que durará mientras haya patrias;sentimiento más natural aún en ciudadanos denaciones en formación, que deben fundarlo yadquirirlo todo, ya que no tienen casi pasado niherencia; sentimientos también que sólo quizás seatrevía a expresar aquella niña, porque,inconscientemente, con él disimulaba otro máspersonal, más egoísta, si se quiere.

La lancha tuvo que dar bordadas largas ymúltiples para llegar al desembarcadero. Durantehora y media, como una gran gaviota de alasdesplegadas, voló sobre las aguas cortadas por olitascabrilleantes, ora empinada sobre una borda hastatocar con ella la superficie, ora sobre la otra,teniendo los pasajeros, ya por suerte aguerridos, queobedecer a la repetida maniobra del viraje, con el

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respectivo e incómodo vuelco de las velas. Andrésen todo se fijaba, ávido de impresiones nuevas; losmarineros eran todos genoveses, y todas las lanchasllevaban bandera italiana, fuera de algunas con labandera nacional azul y blanca.

A medida que se acercaba la lancha, podíadetallar mejor las particularidades de la costa. Laciudad aparecía, todavía algo lejana, resplandeciendosus techos, especialmente las medias naranjas azulesde sus numerosas iglesias, bajo los rayos del sol deverano. Distinguía, cerca de la costa, un granmovimiento de pequeñas embarcaciones, de cuyocostado se desprendían, tirados por numerososcaballos, carros que, con el agua más arriba del eje,avanzaban penosamente manejados, muchos, comodesde una torre, por carreros atrevidamentesentados en la cima de la carga. Iban hasta uncamino en declive que los conducía a la Aduana,edificada en forma de medía luna en el mismo sitiodonde estuvo, en otros tiempos, la fortalezaespañola.

La ciudad era extensa, al parecer, pero losedificios, en general, bajos; poco follaje alegraba elconjunto fuera de algunos grupos de sauces en laorilla del agua. Pronto se pudo distinguir el largo

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muelle, continuación de una calle de la ciudad, la deCuyo, y que se adelantaba como medio kilómetro enel río; pero los marineros declararon que el aguahabía bajado mucho y que, para llegar al muelle,habría que apelar a los carros.

Y efectivamente, algunos momentos después,Andrés y sus compañeros subían en esos carrosanfibios que constituían para el recién llegado una delas peculiaridades más curiosas y menos atrayentesde la tierra. Los carreros, criollos netos, de largamelena negra muy enaceitada y cuidadosamentepeinada, con el sombrerito gacho delicadamentepuesto sobre ella, levantando el ala delantera, depañuelo de seda punzó atado al pescuezo con ciertanegligencia voluntaria, el cigarro en la oreja, elescarbadientes en los labios, hechos una imagen dela insolencia, se gritaban unos a otros interminablesrosarios de provocativos insultos, a cuál máshiriente, chistosos también sin duda, pues todos, amenudo, se reían. No los podía entender Andrés,pero pensó que los filosos cuchillos que llevaban enla cintura debían, de vez en cuando, dar al menosespiritual la última palabra.

El muelle, todo construido de madera dura,estaba todavía entonces en regular estado y por él,

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con la vista enturbiada por la fatigosa sucesión de lastablas oblicuas que formaban su piso, comoenrejado, se llegaba al pabelloncito del resguardodonde, más por fórmula que por otra cosa, losempleados de la Aduana registraban, sin mayorcodicia, los equipajes de los pasajeros. Era todavía laedad de oro, en que los derechos de aduana,calculados para suministrar modestos recursos a ungobierno algo patriarcal, no habían vuelto a ser,como más tarde sucedió, casi tan aplastadores de laimportación como el sistema español ciegamenteprohibitivo, cuya abolición fue quizás el objetoprimordial de la Revolución de Mayo y de laemancipación del país.

Por lo demás, casi no existía entonces ningunode los mil impuestos que consigo forzosamente traela complicación administrativa de una nacióndefinitivamente organizada. Si, con el tiempo y lasnecesidades que crea el progreso, con las guerrasciviles y la amenaza de conflictos extranjeros queobligaron a la República a armarse hasta los dientes;con las crisis causadas por el despilfarro de losbienes públicos y particulares; con el afán, a vecesirreflexivo, de dotar al país de los últimos adelantosde la civilización, fueron aumentando

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continuamente hasta nuestros días, y de un modoabrumador, los derechos de aduana, agregándose aellos los impuestos internos y muchos otros, nohabía, siquiera, entonces, ni estampillas postalesargentinas para la comunicación con Europa. Y unade las cosas de que debía admirarse más nuestroviajero fue tener que ir a comprar en los respectivosconsulados, o en casas habilitadas para su venta,como cierta mercería de la calle Reconquista, dondehoy están los Turcos, estampillas francesas oinglesas, según el paquete que salía, pues en la Casade Correos, instalada en un casucho colonial de lacallo Bolívar, entre Belgrano y Venezuela, comoquien dice en los confines del mundo habitable, yregenteada por el señor Posadas, no se despachabanmás que las pocas estampillas necesarias para laescasa correspondencia del comercio interior.

Desde el primer momento de su desembarco,pudo valorar Andrés Sterner el gran servicio que lehabía hecho la familia de Alonso, tomándose eltrabajo de familiarizarlo con el castellano. Porsupuesto que no lo hablaba como el mismoCervantes, y que tanto su pronunciación comoalgunas de sus palabras podía inspirar a susinterlocutores momentos de inocente alegría; pero

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pudo, asimismo, gracias a lo poco que sabía, lucharcon energía y acierto contra las exigenciasexageradas de los changadores, cocheros y carrerosque se habían encargado de llevarlo a él y a suequipaje hasta el Hotel de la Paz, recién establecidopor el señor Maréchal, en la esquina de Cangallo yReconquista, y que entonces era el rey de los hoteles.Situado frente al Café de París, ya famoso, al TeatroFranco-Argentino, uno de los centros de diversiónmás frecuentados, y frente también a la iglesia de laMerced, el aristocrático templo católico, habíaconquistado ya la preferencia de los miembros delcuerpo diplomático sin instalación propia, y de loscomerciantes y hombres de negocios que yaempezaban a venir a Buenos Aires olfateando elporvenir de este país nuevo, tan lleno de promesas.

Andrés Sterner pudo emplear gran parte de latarde -pues su instalación quedó pronto terminada,-en visitar algo de la ciudad en que iba a hacer susprimeras armas comerciales. Pudo comprobar que sihabía sido sacudido como nunca se acordabahaberlo sido antes, en la volanta que lo llevara alhotel, no era por falta de elásticos sino por el estadodel empedrado y la forma en que estaba construido,cuya muestra todavía en 1906, se puede ver, aunque

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muy mejorada, en la calle del Rincón y otras por elestilo. Extrañó ciertas aceras altas de más de unmetro, en el centro de la ciudad, comprendiendosólo su utilidad algunos días más tarde, al sobreveniren forma de huracán una repentina tormenta deverano que, después de haber envuelto la ciudad enespesa nube de tierra, en un momento, llenó de aguael «tercero.»

Con un señor Poncet, compañero de viaje conquien, por lo apagado que le pareciese, casi no habíatratado a bordo, y con quien lo reunieron despuéslas casualidades del desembarco en la misma lanchay en el mismo hotel, recorrió las principales calles dela ciudad. El señor Poncet, después de un primerviaje de exploración, diremos, se decidió a trabajaren la Pampa; había vuelto a Francia a buscar sucapital, que, aunque no muy grande, era suficientepara formar un regular establecimiento de campo, enaquel tiempo en que la tierra y los animales casi notenían valor, y ya venía dispuesto a comprar éinstalarse. Hombre sensato y prudente en su audacia,consideraba que la cría de ganado era, o por lomenos se haría, con el tiempo, el mejor negocio enla Argentina, compartiendo por singularcoincidencia, la opinión de algunos argentinos que

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pocos meses después, fundaban el 10 de julio 1866 ainstigación de don Eduardo Olivera, la SociedadRural Argentina; pero no era persona de imponer, nisiquiera de indicar una idea a nadie, considerandoque cada cual debe saber que camino le convienemás. No podía, por lo tanto, tener al respectodiscusiones con Andrés.

Paseáronse por la calle San Martín, pasandodelante de la Bolsa de Comercio cuya acera hacíaninaccesible los numerosos caballos ensillados de loscorredores y negociantes; tomaron un baño en laCasa Universal, la única entonces donde se pudierahacerlo, y remontaron por la calle Cuyo, bastanteedificada ya pero únicamente con casas de familia,donde se cruzaron con un batallón que iba al muelle,a embarcarse para el Paraguay. Doblaron en fin porla calle Florida, viendo en la esquina la boticaImperiale y algunas tiendas y almacenes de ciertaimportancia y hasta de cierto lujo: la joyería deFabre, la cuchillería de Chapon, el bazar dePédarrieu, la paragüería de Jacod, la sombrerería deManigot, más allá la de Bazille, la tienda de losIturriaga y varias más, la mayor parte establecidaspor franceses.

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En la calle de Maypú tenían sus casas por mayorlas grandes firmas inglesas, casi las mismas quetodavía existen, pero en menor cantidad y conmucho menos capital, naturalmente.

En unas pocas cuadras de las calles de la Piedad,Rivadavia y Victoria, se concentraba el comercio conel interior: registros y almacenes modestos, denegocios todavía muy restringidos, pues el interiorera lastimosamente pobre y sus necesidades pocas,lo mismo que sus recursos. En grandes carretas debueyes, con techo de zinc, se acomodaban loscajones y los fardos, las pipas de vino y los tercios dehierba, y de la plaza Lorea, de la del Once o deConstitución, emprendían la marcha definitiva, enlarga hilera, las tropas lentas, hasta los confines de laRepública, donde llegarían después de meses de viajepaciente, si tenían la suerte de poder resistir, en eldesierto, a las hordas de salvajes siempre en acecho,para volver otra vez, cargadas con cueros, lanas,minerales, o cualquier otro producto del país.

Andrés y su compañero bajaron por la calleVictoria donde, en el número 112, entre Perú yChacabuco, vivía don Matías Alonso. Andrés se fijóen la casa, donde pensaba visitar a menudo, deseosode conservar sus excelentes relaciones con la amable

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familia, y pudo ver, a la pasada, que era una casabastante moderna, con puerta cochera y tresventanas a la calle, lo que pocas otras tenían, pues,en general, las ventanas no pasaban de dos.

Se encontraron pronto en la plaza de la Victoriay pudo conocer el histórico Cabildo, con su torre ysu reloj, al lado del Departamento Central de Policía,en cuya acera tomaban el fresco, sentados y con elmate en la mano, los oficiales, jóvenes en general,elegantes, pero de una elegancia algo exagerada ensus manifestaciones, de melenas exuberantes, conlos kepis atrevidamente terciados sobre ellas, unasbombachas tan anchas arriba cuanto angostas en elpie, encerrado hasta el dolor en botines de taconesaltos.

En el otro frente, vieron la catedral, imitaciónmodesta de la Magdalena de París; en el medio de laplaza, el humilde monumento de la Independencia, yfrente a la Policía, la recoba vieja con su arcotriunfal, por el cual pasaron hasta la plaza 25 deMayo, paseando un buen rato a la sombra de susmagníficos paraísos, mirando el río, ese inmenso Ríode la Plata que es un mar, y la Casa Rosada, asientodel Gobierno nacional, un casuchón grande, feo,mal pintado, sin majestad, lo mismo que la casa del

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Congreso, frente a los terrenos donde se iba aedificar la Aduana nueva, y más tarde el Correo.

En el Teatro Colón, en la esquina deReconquista, era quizás el monumento mejor detodos los que rodeaban las dos plazas, y en el ampliocafé que ocupaba todo el piso bajo, pudieron los doscompañeros descansar y refrescarse.

Por la noche, dió otro paseo Andrés y vió que laluz era bastante escasa, las calles tristes, y másentristecido aún por el grito de los serenos que,armados con su lanza y su linterna, daban vuelta alas manzanas anunciando cada media hora, a gritos,el tiempo que hacía, como si pudiera esto interesar alos que duermen.

Cuando, acostado y por dormirse ya, AndrésSterner resumió sus impresiones, sintióse más quenunca aferrado a la resolución de liquidar lo máspronto posible sus mercaderías para volver aFrancia.

Todo lo que había visto, fuera quizás de algunassiluetas femeninas, envueltas en chalones de merinonegro con los cuales parecían hacer inútilesesfuerzos para disimular su gracia y afear susfacciones, todo le había parecido anticuado,dormido, sin vida, sin alegría, como entorpecido en

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una inconmovible vetustez; un país como para noquedarse en él, y menos volver.

El día siguiente, se puso en campaña,dispuesto, a empezar las diligencias necesarias parasacar de la Aduana sus mercaderías. Primero fue a lacasa de J. B. Barral, fuerte negociante francés, ahacerse conocer y presentar la carta de crédito quetenía contra dicha casa. Allí se informó, conversócon el mismo jefe de la casa, hombre emprendedor,inteligente, casado con una porteña, rico ya gracias afelices especulaciones en frutos del país,oportunamente hechas después de la guerra deCrimea, diez años antes, y en vía de pasar la mano asu dependiente principal para volver a Francia yestablecer allá una gran casa bancaria. El señorBarral, de alta estatura y anchas espaldas, hablabafuerte, con confianza en sí mismo que da la fortuna,más la fortuna conquistada por el propio esfuerzoayudado por la suerte; orgullo legítimo al fin, por lomenos excusable, y que si bien fomenta en losdemás envidiosos todos, en diversos grados, segúnel fracaso relativo de sus aspiraciones más o menosambiciosas, -una sonrisa tanto más irónica cuantomás teme convertirse en admirativa, es con el

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bienestar y la vida confortable, el más apeteciblepremio del éxito.

Andrés Sterner escuchaba con tan devotaatención los consejos y prevenciones del señorBarral, que poco a poco, llevado por un sentimientode creciente simpatía hacia un auditor tan atento,empezó a contarle su vida, sus comienzos; modestoscomo los que más, algunas de sus operaciones, lasmás célebres, las más afortunadas, como la de suatrevido acopio en 1856, de más de cincuenta milcueros de potro, comprados en todas partes, en lacampaña, en las barracas, en los saladeros, a preciotirado, algo como cuarenta centavos por pieza,termino medio, porque nadie los buscaba entonces,por su poco valor, y vendidos en Amberes a dospesos, por haber llegado en un momento en que loscueros vacunos, con el gran consumo que de ellos sehabía hecho durante la guerra franco-rusa,escaseaban de tal modo que se tenían por fuerza queempeñar los fabricantes de talabartería enreemplazarlos de algún modo.

Naturalmente, el señor Barral insistía más en suadmirable olfato de especulador que en la suerteque, sin embargo, por algo había entrado en el buenéxito de la operación a que debía la piedra

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fundamental de su fortuna. Cierto es que habíaarriesgado en ella todo lo que entonces tenía, y algomás, bastante más, pues si hubiese fracasado,quedaba el tendal; pero quien nada arriesga nadatiene. Sterner bebía sus palabras; admiraba; así teníaque hacer él; para eso había venido a América. Esteera el hombre fuerte, valiente, audaz, feliz; y ya queeste señor Barral, llegado sin plata, había, en diez odoce años, realizado una fortuna tan grande, ¿cómono iba a hacer él lo mismo, teniendo a tu disposiciónun capital, en dos o tres años? Así las maripositasque, al ver al águila remontarse hacia el sol, laquieren imitar, y vuelan hacia la lumbre... que lesquema las alas.

El señor Barral ofreció a Andrés su casa, se pusosu disposición, le recomendó a su despachante deaduana, un señor Durand, muy avezado, le dijo, enlas picardías del oficio; y leyendo en sus ojos laadmiración ingenua que por él y sus obrasexperimentaba Andrés, no pudo menos quemurmurar, después de despedirse de él: «Jovensimpático.»

Andrés entregó al señor Durand, despachantevivo, -avezado, había dicho el señor Barral, en laspicardías del oficio, -sus papeles, facturas,

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conocimientos, etc., confiándose en la habilidad dedicho señor para despacharle pronto susmercaderías, y conseguir de los vistas los aforos másbajos posibles. Andrés, por supuesto, no se dabacuenta de lo que era la aduana. Se figuraba quedespachar una mercadería consistía en hacer ladeclaración de lo que contenían los bultos y de suvalor, pagar tanto por ciento de ese valor y nadamás. ¡Pobre muchacho! Cierto es que, en aquellostiempos, la aduana y sus operaciones no eran, ni delejos, tan complicadas como hoy, que los trámiteseran más sencillos, lo mismo que los derechosmucho menos elevados; pero había que contar conlas picardías del oficio, señaladas, al pasar, por elseñor Barral.

Y no eran pocas: puras trampas, por todoslados: las de los comerciantes contra el fisco, las delfisco contra los comerciantes, las de losdespachantes contra los comerciantes y contra elfisco. No se trataba para el comerciante, de pagar loque, según la ley y los reglamentos, pudiese deber,sino de pagar menos, lo menos posible, nada, sipodía, y para llegar a ello, había mil medios: elcontrabando material, violento; las falsasdeclaraciones, las substituciones de contenidos en

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los bultos, o de bultos por otros; las adulteracionesde los documentos; las confabulaciones y el cohechocon los empleados del fisco. El fisco, por su lado,trataba, por medio de sus empleados, de cobrar delcomerciante más de lo que éste en realidad podíadeber; el vista, ignorante, en general, por temor deque su ignorancia, perjudicando al fisco, le fuerareprochada, siempre quería aforar al máximumcualquier artículo; y todos los empleados trataban deencontrar alguna diferencia, algún error en lasdeclaraciones, para decomisar los efectos y cobrarmultas, con cuya mitad quedaban ellos beneficiados.

La codicia multiforme de que parecía atacadatoda esa gente no era, asimismo, tan a favor del fiscoque no pudiera ser desviada; -con tal de saciarsepoco le importaba por quién, y hasta tenía más bienpropensión a dejarse saciar por el comerciante, loque era más fácil, más rápido, y más lucrativo; y elque más terrible parecía, era siempre, por supuesto,el más fácil de conquistar, ya que justamente se hacíael terrible para hacerse llamar cuanto antes acomponendas.

El despachante -avezado-, tenía también susmedios y según con quien trabajaba, trampeaba alcliente o al fisco, y muchas veces a ambos.

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Andrés Sterner, inocente joven todavía, que apesar de sus ambiciones comerciales muy pocoentendía de comercio, pues se figuraba que sóloconsistía en comprar lo más barato y vender lo máscaro posible, y llevar la contabilidad exacta de susoperaciones -confiaba en que el señor Duranddespacharía pronto y bien sus mercaderías, y noinsistió en acompañarlo a la Aduana, las oficinas ylos depósitos, donde le aseguró el otro que sefastidiaría inútilmente, renunciando así a un trabajoque le hubiera permitido observar y conocer muchascosas de gran provecho, como lo vió, en otrasocasiones. No sabía que cuanto más se deja hacerpor otros lo que a uno le interesa, menos se aprendey más cuesta.

Como pasaran los días antes de tener siquierala esperanza de entrar en posesión de susmercaderías, y como no había tenido la precauciónde traer consigo muestras que le habrían permitidovenderlas a entregar, no tuvo más remedio quematar el tiempo paseando, recorriendo cien veces,en todo sentido, un día por un lado, otro día porotro, el monótono damero de las calles de la ciudad.La calle Rivadavia pronto no tuvo secretos para él yla conocía casa por casa, con sus postes de madera

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dura o sus cañones viejos en las esquinas, dondeataban sus caballos los que venían del campo o delos suburbios a hacer sus compras. De la calleRivadavia tomaba, ora hacia el Norte, ora hacia elSur, siguiendo hasta donde las aceras se hacían pordemás escasas y las calles muy solitarias, o dondequedaban éstas cerradas por alguna gran quinta decercos de tuna o de paredes de adobe. En muchascalles no tenía que ir muy lejos para que así fuera;pero otras, como Artes y Buen-Orden, eran yacentros de mucho comercio, pues allí acudía muchagente del Sur, en trajes todavía algo pintorescos,campesinos de chiripá y de poncho y vascosovejeros o tamberos de los alrededores. Muchosjinetes, poca gente a pie fuera del centro de laciudad, y menos en carruaje, pues era suplicio atroz,como bien lo había visto el día de su llegada, andarasí por el empedrado, no debiendo ser mucho mejorpor las calles sin empedrar llenas de un polvo tanespeso que, cuando había llovido, tenían que hacerseintransitables.

Salían galeras de varios puntos de la ciudad paralas distintas regiones del país, atadas con un númeroinverosímil de caballos, con dos cuarteadores pordelante; y también ómnibus, de la plaza Victoria para

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el Once y para Constitución, los dos grandes centrosde arribada de las carretas de bueyes que traíanfrutos del país y venían en busca de flete de retorno.Había, sin embargo, principios de vías férreas: elferrocarril del Norte salía del Retiro para el Tigre,viniendo los pasajeros del centro, desde la plaza 25de Mayo hasta la estación, en un tranvía, el primeroestablecido en Buenos Aires; el del Oeste quellegaba a Chivilcoy y el del Sur, hasta Chascomús.

La plaza Lorea recibía aún carretas de frutos y ensus alrededores empezaba la región de las barracas deenfardar lanas; la plaza Libertad era un yuyalrodeado de construcciones rústicas, de caballerizas,etcétera, y para llegar a pie a la calle Callao, erapreciso tener cierto valor y muchas ganas de pasear.

A los pocos días, Andrés, viendo que el caballo,era de uso casi universal, en Buenos Aires, recordóque, cuando chico, había tomado algunas leccionesde equitación, y alquilando un caballo en unacaballeriza de la calle 25 de Mayo, empezó a dirigirsus excursiones hasta puntos lejanos difíciles dealcanzar de otro modo. Había ido a pie hasta elRetiro y la Recoleta, pero no conocía el paseo dePalermo ni Belgrano, y si bien le gustó muchogalopar fuera de la ciudad, no quedó muy encantado

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ni por el paseo, ni por el pueblito. En Palermo nohabía más que sauces y grandes pantanos; el caminoera feo, descuidado, casi intransitable. Parecía que dela antigua residencia de Rozas, el tétrico recuerdo deltirano alejase a la gente, especialmente a la gente debuena posición social, de cuyas familias tantosmiembros habían caído víctimas de su locurasanguinaria, allí mismo, en los sombríos recovecosde aquella morada y en época todavía no muyremota. En cuanto a Belgrano, era lo más triste quedar se puede, con sus horribles calles pantanosas,solitarias, plantadas de árboles que, en vez de darlesalegría, acentuaban más la lobreguez de cementeriode sus inacabables tapiales. Volvió por el camino ocalle de Santa Fe, siguiendo entre los cercos deñapinday y de pita, las senditas de los lecheros,endurecidas por el pisoteo diario de sus caballos, enmedio de los pantanos y de las hondas huellasdejadas por las tropas de carretas.

También anduvo por Flores, arrostrando losriesgos de una travesía por la calle Rivadavia, hechaun pantano vivo, a pesar de su primitivo empedrado,por el continuo tránsito de carros y carretas, y searriesgó, otro día, a pasear por Barracas hasta laBoca del Riachuelo.

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Flores en su parte alta, poblado de quintaspertenecientes a antiguas familias del país, empezabaa adelantar algo, gracias, sobre todo, a las facilidadesde comunicación que le proporcionaba, desde hacíacerca de diez años, el ferrocarril del Oeste; peroBarracas y la Boca eran barrios abandonados de lamano de Dios y de los hombres; y más de una vez,los pantanos de la calle Larga se habían tragadolecheros con caballo y todo, mereciendo muy bien,cierta calle adyacente, el sugestivo nombre de «Sal -si - puedes».

El Riachuelo era el receptáculo de todos losresiduos de los saladeros ubicados en sus dosriberas, enorme foco de infección para el agua delrío y para el aire, apestado hasta el mismo centro dela ciudad, por el olor nauseabundo de los huesosquemados y del sebo derretido.

Andrés visitó con más repulsión que interésestos establecimientos tan peculiares de un paísdonde superabundaba la producción pecuaria,puerta de salida bien primitiva para susdesperdiciadas riquezas; y así pasaba el tiempoamontonando en su memoria, sin que entonces sediera cuenta de ello, cantidad de recuerdos que, nosin admiración y sin ternura, encontraría, muchos

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años después, para comparar las esplendideces delpresente con las penurias del pasado precario. Enaquel tiempo, por supuesto, todos estos paseos porlos arrabales, a veces no del todo exentos depeligros, no le inspiraban sino bastante fastidio ycierto desdén por todo lo que veía y que no podía,de veras, hacer pensar ni remotamente en lo quepronto sería. Involuntariamente, comparaba, y lacomparación no podía ser muy favorable a estapobre villa colonial, sin nada de atrayente, ni deartístico, ni casi de pintoresco, ni en los trajes, ni enla naturaleza, y más se aferraba en la creencia de quenada, nunca, lo podría detener en semejante tierra.En el Hotel de la Paz, donde seguía alojándose ycomiendo, y en la casa del señor Barral, habíatrabado relación con varios jóvenes y hombresmaduros, extranjeros en general por quienes fuepresentado en varios clubs y reuniones. Lasdiversiones eran pocas en Buenos Aires entonces, ymenos en verano; no había teatros, pues sólo dos otres meses más tarde abriría sus puertas el TeatroColón; y para ese muchacho que ya había saboreadolas delicias de la vida en París, todo esto era bastanteaburrido. Su mayor distracción era cuando podíareunirse con el doctor Raynaud, joven médico de la

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Facultad de París, ya en vías de hacerse en BuenosAires de muy buen nombre y de muy buenaclientela. Pero el doctor Raynaud, muy ocupado porsus deberes profesionales, tenía también que atendera ciertos compromisos que raras veces lo dejabanlibre. Mozo de treinta años, rubio como un trigalmaduro, de ojos azules, que todo lo decían, de gransalud y de grandes apetitos, alegre y atrevido, habíahecho de esta tierra de morochas admirables, cuyosojos negros y cabellera de azabache formaban tanvehemente contraste con su propio físico, unverdadero paraíso de Mahoma, cuyas puertas sehallaba poco dispuesto a entreabrir a las miradasindiscretas de sus mejores amigos.

El se divertía, pero a su modo, y pues susplaceres eran, como se comprende, algo egoístas,Andrés, pocas noches podía conseguir que sequedaran juntos a conversar de la tierra o decualquiera otra cosa, pues entre ellos nunca faltabatema de conversación, y esto justamente era lo quelo encantaba.

Una vez, el doctor hizo ver a su joven amigo unacarta anónima, en la cual lo amenazaban -si persistíaen sus asiduidades cerca de una señora muyhermosa, casada y de familia de regular posición,

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-con hacerlo pasar, en cualquier descuido, a mejorvida.- Andrés lo miró con inquietud, preguntándolelo que pensaba hacer; pero Raynaud le dijo que nohabía para que asustarse, que era cosa del marido,pero que no le tenía miedo y que las cosas estabandemasiado adelantadas para que pudiera ni quisieraretroceder.

A los pocos días de esta conversación, ciertanoche de tormenta, iba llegando Andrés a casa de suamigo, cuando al pasar delante de un portón, viórelucir un cuchillo a la luz de un relámpago; se echóatrás, y oyó que en la obscuridad le decía el dueñodel arma:

-Pase, no más, patroncito, que no es para usted;mire, sin el rayo, ¡qué chasco!

Andrés, más muerto que vivo, retuvo esa nochea Raynaud, y le aconsejó que tomara susprecauciones y desistiera de conquistas tanpeligrosas. .

Pero, ¡cuándo! Demasiado enamorado estabaRaynaud para seguir el consejo, y le fue fatal suempecinamiento, pues tuvieron sus amores undesenlace tan dramático que más tarde le bastaba aAndrés recordarlo para que le entrasen ideas...matrimoniales. Sucedió que el marido sorprendió

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una carta del doctor a su mujer, en la cual, condetalles que no le podían dejar dudas acerca de lasituación, le daba cita en su casa. La llevó él mismo ala hora indicada, y poniéndole un revólver en lamano, le dijo:

-Entra y mátalo, si no, entro yo y los mato a losdos. Y la mujer entró, y presa seguramente de unterror loco, sugestionada hasta la enajenación, matóde un tiro a su amante.

Andrés, indignado, hizo lo posible paraconseguir siquiera el castigo de los culpables, peropronto la hicieron comprender que era inútil y que lacausa quedaba archivada, enterrada, y que mejorsería para él dejarse de embromar. Esto le dio de lajusticia del país una opinión poco lisonjera, y másque nunca sintió deseos de volver cuanto antes a suspagos. Sobre todo sabiendo que diariamente seproducían hechos de sangre, peleas mortales; que secambiaban puñaladas en las casas de negocio atroche y moche, y que la mayor parte del tiempo,siempre mejor dicho, el único castigo para elmatador, cuando se dejaba prender, era que lomandaran al Paraguay con las tropas de línea. A laverdad, las comisiones reclutadoras, en momentosde apuro, se llevaban a cualquiera, y el mismo

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Andrés, más de una vez, tuvo que enseñar su papeletapara evitar graves molestias. Y todo esto indicaba ungrado de civilización todavía harto inferior paradarle ganas de quedarse en el país.

Sin embargo, había visto pasar a menudobatallones que se iban a embarcar para el Paraguay,donde la guerra, cada día más cruenta, requería másy más hombres, y había admirado la buenapresencia, el aire marcial de todos aquellos hombrestrigueños, de facciones nobles y serias, que enmucho se acercaban al del tipo árabe.

La mayor parte eran gauchos, reclutados, comohemos dicho, un poco de cualquier modo, bajo ladesignación de guardia nacional, mandados poroficiales improvisados muchos, pero de buenasfamilias; y demasiado sabía también, por los diarios ylos boletines que en ellos se publicaban, que todosallá daban prueba de un valor admirable, haciéndosematar cuando parecía necesario, con incomparabledenuedo; y esto, por otro lado, hacía simpáticos alos habitantes del país, pues pensaba que donde elpatriotismo llega hasta el sacrificio personal, tieneque hacer maravillas, cualquier día, en cualquieradirección.

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Llegó el carnaval, y Andrés, a quien habíanponderado mucho las diversiones de estos días delocura, hizo como cualquier hijo de vecino, suspreparativos.

No quería ser el último en tomar su parte deellas, y compró muy caros, pues eran los primeritosque se importaban, muchos pomitos de olor... «paralas niñas que tienen calor,» como cantaban losmuchachos que más que pomitos vendían «huevosde olor.» También compró algunos de esos parapoder, en cualquier caso, repeler los ataques del sexofeo, y se aprontó a luchar.

Desde el primer momento vió que los pomitoseran artillería muy débil para llevarse la victoria, yque los huevos eran por demás groseros. Volvió a sucasa, empapado a jarros de los pies a la cabeza;pensó que con un día de ese recreo, más brutal quedivertido, era bastante, y se quedó en su casa losotros dos, lejos del bullicio de las comparsas y de loscandombes aturdidores que componían entonces loque se llamaba corso.

Asistió, sin embargo, una noche a un baile dedisfraz en el Teatro Colón; había mucha gente muyenmascarada, siendo la base de la conversación el

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espiritual y clásico: «Te conozco, mascarita,» gritadoen falsete.

Seguramente habría entre las muchas mujeresque ahí estaban, caras bonitas, pero todas estabantan tapadas que era imposible saberlo, y tan pocaconfianza inspiraban los caballeros acompañantes,que en una escalera doble que conducía de la plateaal proscenio, se habían colocado centinelas armadoscon sus pesados fusiles de pistón que indicaban aculatazos por dónde se debía entrar y salir. Prefiriómarcharse Andrés, pensando con razón que tanbelicoso aparato quitaba al baile toda su gracia.

El verano fenecía; las familias acomodadas quehabían ido a pasar en sus estancias o en las quintasde los alrededores de la ciudad la estación de loscalores, volvían a tomar posesión de sus casassolariegas, si no muy cómodas, por su distribuciónalgo simplista en grandes patios con corredores,rodeados de piezas que en su mayor parte, sólorecibían luz y aire por las puertas, a lo menosespaciosas y amplias. El comedor entre dos patios,aunque también sin ventanas, tenía siquiera elprivilegio de recibir una corriente de aire, y la salacon su frente y sus ventanas a la calle, ostentaba sinoverdadero lujo, muy difícil, por no decir imposible

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de proporcionarse entonces, por lo menos las ganasde tenerlo cuanto antes. Es que todavía las fortunasde los grandes terratenientes no habían podidodesarrollarse. Las escasas comunicaciones conEuropa sólo dejaban entrever las maravillas del viejomundo a algunos privilegiados, que, como el señorAlonso, se resolvían a cruzar el charco; pero muypocos eran éstos, siendo casi todos extranjeros losque iban y venían en los vapores mensuales de lasdos líneas regulares, las Mensajerías Marítimasfrancesas y la Royal Mail inglesa.

En las familias más ricas, la vida era todavía lomás sencilla y patriarcal; los muebles trataban de serlujosos; no faltaban espejos grandes de marcosdorados, y alfombras de Bruselas, ni cortinados dedamasco de seda en la sala, ni sillones y sofaesesculpidos, pero fuera de bien pocas excepciones,raras veces se juntaban en el adorno de las casas-para que resultase verdaderamente rico el interior,-el lujo y el gusto.

Los mismos propietarios de campos extensos yde grandes haciendas, los dueños de crecido númerode casas en la ciudad, capital a la vez de la provinciade Buenos Aires y de la Confederación, no hubieranpodido comparar el montón de sus fortunas con las

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de los capitalistas europeos y americanos del Norte;tanto los campos como las haciendas bastanteordinarias y chúcaras que los poblaban, tenían pocovalor, siendo de poco rinde todos sus productos, porsu calidad inferior, en parte, pero, más que todo, porla falta de salida y los escasos y primitivos medios deexplotación de que entonces se disponía; y las casas,edificadas en su mayoría, sobre todo las destinadas arenta, con barro y en terrenos demasiadoabundantes para ser todavía muy codiciados,tampoco representaban el valor que pronto les ibana dar la transformación paulatina del país y suprogreso pecuario -agrícola fomentado por lainmigración.

El mayor adorno de las casas eran las plantasque con profusión se colocaban en tinas y macetasalrededor de los patios y cuyas flores perfumaban elambiente.

Luz y sol había en abundancia para hacerlasflorecer en aquellas casas sin altos que lasobscurecieran; y el aljibe conservaba fresca el aguade lluvia para las necesidades de la casa y del riego.

La mesa era abundante, pero sin losrefinamientos culinarios que, apenas en unrestaurant o dos eran, entonces, mentados. El

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puchero con mucha carne, zapallo, choclos y papas;el asado, cortado en tiras en el costillar de la carnegorda de estancia, la carbonada o cualquier otroguiso, con base de carne, siempre; un pavo en lasgrandes ocasiones, y dulce de leche, humita dechoclo rallado, duraznos a montones, en la estación,duraznos del monte, duros y amarillos, y sopa en lasopera monumental, demasiado chica siempre parala familia numerosa, de diez, doce, quince hijos,sentados en la gran mesa presidida por los viejos,siempre amables y amados, hospitalarios, respetadoscon familiaridad, y queridos profundamente por suejército de hijos y de hijas, de yernos y de nueras,encargados no de reemplazar aún del todo, muchasveces, a los viejos, sino sólo de ayudarlos a propagar elnombre, para que no se extinguiera.

Cuando Andrés Sterner, por la primera vez, puesel señor Matías Alonso y su señora no habían hechomás que descansar un día o dos en su casa, al llegarde Europa, antes de reunirse con la familia en suestancia del partido de Mercedes, pudo ir a presentarsus deberes a la familia ya instalada de nuevo en lacalle Victoria, quedó admirado de la cantidad degente que ocupaba asientos en el patio, o en la sala,cuyas puertas, abiertas de par en par, dejaban ver el

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agradable espectáculo de varias señoritas tocandopiano, ensayando cantos, o conversando, mientraslos hombres en el patio, discutían y charlaban-fumando cigarrillos de tabaco negro que, aunque enrealidad apestara el aire, parecía causarlesinapreciable gozo, -de las peripecias de la guerra delParaguay, del precio de la lana, del aumento de lashaciendas y de la próxima parición de las majadas.

Don José Vázquez y doña Enriqueta, su esposa,una vez casados todos sus hijos, habían aceptado laproposición de su yerno Matías Alonso, hombre degenio apacible y bueno, de hacer vida común con él.Don José había sido negociante, establecido durantemuchos años con un registro que le procuró unaregular fortuna, y que lo seguía dando, pues habíahecho que continuaran con él dos de sus hijos:Antonio y Jaime. El ya no se ocupaba de nada, sinode darles a veces consejos, generalmente acertados,pero que no siempre seguían. La guerra con elParaguay, una vez pasada la era de perturbación desus principios, lejos de perjudicar al país o por lomenos a la capital, en sus intereses comerciales, lehabía dado momentos de gran movimiento y deverdadera prosperidad. Buenos Aires era el grancentro de abastecimiento de los tres ejércitos aliados,

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y el oro, el oro sonante en buenas onzas, en libras,en brasileras y cóndores, abundaba.

Los equipos militares, la talabartería, la zapateríay la ropa hecha, las frazadas y los ponchos, lasconservas y el pasto, y muchos otros artículos sevendían y mandaban por cargamentos seguidos,haciéndose con los proveedores, y éstos con losgobiernos, contratos que, en general, eranprovechosos para todos menos para estos últimos; yla casa de Vázquez hermanos no había sido la últimaen aprovechar la ocasión.

Doña Enriqueta V. de Vázquez habíaconsentido Con el mayor gusto en vivir con su hijapreferida Edelmira, y como ésta tenía seis hijos, noestaba de más su ayuda para dirigir la casa, siendopara una un alivio y para la otra ocupación casinecesaria a la conservación, de su salud, a la cualhubiera podido comprometer una ociosidadprolongada.

Los hijos de don Matías Alonso pocosignificaban todavía fuera de la casa paterna, pues elmayor, Matías, del mismo nombre que el padre,según costumbre añeja de los países iberos, teníasolamente trece años y seguía sus estudios en elColegio Nacional.

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Enrique, de once años, acababa en el conocidoColegio Negrotto sus estudios primarios y,Edelmira, Julia, Adolfo y Arturito, de nueve a tresaños, animaban la casa con sus juegos infantiles,yendo ya las dos primeras al afamado Colegio deMme. Frébourg.

Don Matías tenía todavía a su anciana señoramadre, doña Mariana Urdanella de Alonso, señorade modales sumamente distinguidos, y por estomismo, tan libres de toda pretensión que se la podíatomar por tipo genuino de la verdadera aristocraciadel país. Descendía, por lo demás, de uno de losprimeros adelantados venidos, tres siglos antes, aconquistar el Río de la Plata, y si la verdaderamajestad de su fisonomía de gran dama imponíarespeto, su sonrisa afable y su proverbial caridadinspiraban cariño.

El padre de Josefina, don Rodolfo Zavaleta,casado con la hermana de don Matías, Antonia,hombre de 50 años ya, más o menos, era tambiénestanciero, pero menos rico y menos dedicadotambién que su cuñado Matías a su oficio, si oficiose puede llamar el entregar a sus mayordomos ocapataces los establecimientos de campo de cuyasópimas rentas se vive en la ciudad. Asimismo,

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pasaba el verano en sus estancias, muy de a caballo,bastante observador para que su ojo de amo todo loviera y lo permitiera componer todo lo que andabamal.

Había, por lo demás, otros estancieros en lafamilia, para echar una mano en cualquiercircunstancia difícil o indicar alguna medidasalvadora, en caso necesario: de los dos hermanos dedon Matías, uno, Luis, era el verdadero hombre decampo de la familia. Siempre había sido el brazoderecho del padre para la administración de losintereses rurales, siempre había vivido en el campo ypoco le gustaba la ciudad. Tampoco era, quedigamos, hacendado muy progresista; no criticaba aMatías por el derroche de pesos que hacía yendo aEuropa, en busca de reproductores finos, porque alfin y al cabo, decía, cada uno es dueño de entenderlas cosas como mejor le parezca; y hasta se dejabaregalar por él, de vez en cuando, algún torito buenoo algún borrego hijo de los Rambouillets purosimportados, pero no dejaba -entre hombres, -detitearlo un poco a Matías, diciéndole que más iba alláde padrillo, para mejorar las manadas de los gringosque para traer padrillos a las criollas. Se sonreíadiscretamente don Matías de las salidas siempre algo

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verdes de su hermano mayor, atribuyéndolas a lavida muy rústica que le había tocado hacer para elbien de todos ellos.

El otro hermano, Alejandro, también teníacampos y estancias; pero, al mismo tiempo, eraconsignatario de frutos y de haciendas, y la vidaactiva y de trabajo que llevaba aumentabarápidamente su fortuna. Como la mayor parte de losconsignatarios, más ganaba con las especulaciones atiro seguro que hacía en el mercado y en las colas detropas que compraba tiradas, en los corrales paramandarlas a sus invernadas, que con las comisionesde sus clientes, a pesar de ser éstas también algo másque un accesorio.

Misia Mariana había preferido, una vez viuda,vivir con su hija Antonia, a quien poco gustaba elcampo; en verano Zavaleta se iba solo oacompañado de uno o dos de sus hijos mayores, avisitar sus estancias, sin obligar a su mujer ainstalarse fuera de la ciudad, mientras que a Matías legustaba que fuera siempre con él toda la familia. Delos ocho hijos de don Rodolfo los primeros eranmayores que los de Matías, pero también había unode tres y uno de cinco años, y no había motivo seriopara que quedase acabada la serie. A más de Josefina

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a quien ya conocemos, Rodolfo y Ernesto, sushermanos mayores, tenían respectivamente 20 y 19años; después de ellos, venía Antonia con 15, Emilioy Manuela con 13 y 11, y por fin, Concepción, unamonada de cinco años y León un hermoso diablitode tres. Estos personajes y niños estaban todospresentes y diseminados en la sala, como grupos deadorno, más cinco o seis amigas de Josefina, vecinas,que habían venido a saludarla.

Andrés Sterner creyó, cuando penetró en la casa,haber caído justamente algún día de gran recepción,pues la reunión, le parecía muy numerosa para ser depuros miembros de la familia.

Don Matías y su señora presentaron su jovencompañero de viaje a misia Mariana, a los señoresVázquez y Zavaleta y a los muchachos y niñas allípresentes. A todos y a cada uno apretóindividualmente la mano, según la costumbrenacional que ya había tenido que adoptar, notandoen algunas caras verdadera simpatía, en otras ciertarecelosa curiosidad, y en los lindos ojos de lasmuchachas de quince años arriba, amigas o parientasde Josefina, algo como picarescas indagaciones,mudas preguntas indiscretas, y hasta respuestasprematuras sobre las gratuitas suposiciones que, por

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instinto y ganas de divertirse, edificaban en susgraciosas cabecitas.

Todos, o casi todos, se prestaron con gentileza afacilitar a Andrés Sterner la conversación. Habíaestudiado bastante, durante sus largas horas de ocio,y practicado algo el castellano; pero no podía, enmenos de dos meses, haber aprendido gran cosa, ylo que sobre todo lo desesperaba, era no poder cazaral vuelo una palabra de cien, de las que, con extremavolubilidad cambiaban, entre risas, las muchachas.

Con las personas mayores, le era bastante másfácil y cuando éstas le hablaban con reposo, casientendía todo y alcanzaba a contestar bastante bien.Pudo así recibir de los señores Antonio y JaimeVázquez, la seguridad de que lo ayudarían en loposible para la rápida y provechosa colocación delos artículos que había traído; escuchó, sobre elcomercio de frutos del país, de boca de donAlejandro, datos que mucho lo interesaron, puessiempre recordaba la suerte que tuvo el señor Barralmandando, en vez de letras que siempre puedencorrer el riesgo de no ser pagadas, cueros que lehabían valido una fortuna.

Con quien menos simpatizaba Andrés era condon Luis, el otro hermano de don Matías, algo

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rústico, muy rural por lo menos, con su barba espesay ensortijada de gaucho, que le llegaba hasta los ojosy de tal modo parecía casarse con las cejas y lacabellera que no le quedaba casi ni frente, ni mejillas.De los labios algo gruesos y muy colorados, armadoscontinuamente con algún pucho de cigarrillo negro,bastante mal oliente a pesar de ser de marca de «LaCatedral», parecía salir siempre alguna chuscada,cuando no alguna escupida; y si éstas salían sinrumbo, no debía suceder lo mismo con laschuscadas que por las risas y sonrisas más o menosreservadas y contenidas con que las celebrabantodos, seguramente tenían que ser espirituales, ytambién algo hirientes quizás para el que lasentendiera. Pero Andrés no las entendía; no estabatodavía bastante familiarizado con el idioma parapoder apreciar las sutilezas del lenguaje, y no dejabaesta alegría burlona de incomodarle bastante,obligándole a pensar que él y nadie más debía ser eleslabón de que don Luis se valiera para sacar tantachispa.

Esa falta de educación, en medio tan selecto lecausaba penosa impresión y se agregaba a muchasotras cosas, para quitarle hasta las ganas deconsiderar jamás a este país como otra patria

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posible; pues sentía que don Luis era, en aquellacasa, el representante más genuino de las ideascriollas y que esas ideas eran en el fondo, más bienhostiles, o por lo menos contrarias a los extranjeros.

Asimismo, tomó mate y confesó que loencontraba sabroso; y como Josefina le preguntara sihabía probado choclos y zapallo, también dijo que siy que mucho lo gustaban; y todos aplaudieron,asegurándole que ya no se iba del país, y que si seiba, volvería en seguida. Se rió; no era supersticioso;hizo por lo demás grandes elogios de Buenos Aires,con los labios, es cierto, más que con el corazón, ysencillamente por cortesía; pero la cortesía engendrala simpatía y la simpatía casi siempre se vuelverecíproca.

En resumidas cuentas, salió Andrés Sterner deesta reunión familiar, habiéndose granjeado muybuenas amistades, y pensando respecto a don Luis,que lo mejor que tenía que hacer era tratar deentenderlo para poderle contestar pronto y llegar aretribuirle chiste por chiste. Aunque muy joven, noignoraba que si la ironía es eficaz reformadora de lascostumbres, la burla social no tiene más resultadoque el de alejar gente que se hubiera dispensadomutuamente, conociéndose, el mayor aprecio. La

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burla es casi siempre, aunque no lo parezca, armadefensiva más que ofensiva; es como un escudo quetuviera en el medio una punta afilada, más útil, contodo, para atajar un golpe que para dar un verdaderolanzazo; arma de tímido que se quiere hacer el guapoy que, para evitar lo hieran, se apresura a pinchar;pero el pinchazo le vale a menudo una estocada, yen vez de la amistad que le hubiera conquistado unpoco de benevolencia, su sonrisa irónica basta parafomentar sensibles desavenencias.

A los pocos días hallóse, por fin, Andrés enposesión de sus mercaderías. Había tenido queresolverse a dar personalmente algunos pasos paraapurar el despacho en la Aduana, pues ya le hacíansuponer ciertas reticencias y explicaciones algoatravesadas que lo estaban por aprovechar. Fue avisitar al señor Barral y a pedirle algunos datos sobrelos trámites de Aduana; pero este señor estaba, alparecer, poco al corriente de dichos detalles, pues secontentó con manifestarle que avisaría al señorDurand y lo apuraría. Andrés fue entonces a ver asus nuevos amigos, Antonio y Jaime Vázquez, losimportantes negociantes, cuñados de don Matías.Estos, puestos al corriente de lo que pasaba,confiaron el asunto a su dependiente de Aduana,

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quien fue con Andrés a ver lo que había; seencontraron con Durand; éste explicó las cosas a sumodo, hablando de dificultades mal definidas que sehabían presentado y que aseguraba haber allanado;lo cierto es que en pocos días se puso todo en regla.

Andrés había podido darse cuenta de que sólo loque hace uno por sí mismo está bien hecho; habíavisto la necesidad de sacudir la apatía nativa quecada uno de nosotros lleva en sí; sentía, no sin ciertoorgullo, nacer en él la voluntad, y con ella la energíapara encaminarse hacia el fin apetecido, ycomprendía que para afirmar y desarrollar supersonalidad, sólo le habían faltado las dificultadesde la lucha. En su tierra, nunca había tenido ocasiónde aplicar las cualidades que, como cualquiera, teníalatentes.

Los señores Vázquez habían puesto a sudisposición una pequeña parte del gran depósito enque tenían su registro en la calle Rivadavia. Pensóprimero en pedir ese servicio al señor Barral quetantas demostraciones le había hecho, pero de lasprimeras palabras que al respecto le insinuó,parecieron surgir tantas dificultades, tantosobstáculos, tantos probables gastos que dejó paramejor oportunidad la conversación y se dirigió a sus

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nuevos amigos. Ellos tenían mucho movimiento demercaderías, pero también mucho espacio y noparaban mientes en algunas varas cuadradas más omenos; en el acto consintieron, haciendo desocuparpara Andrés algunos estantes y un gran mostrador.

Este arreglo presentaba para él otras ventajas yquizás mayores todavía que la de no tener que pagaralquiler; muchos comerciantes de la campaña iban asurtirse en casa de los señores Vázquez, y esto lepodría sin duda facilitar la venta de muchos o por lomenos de algunos de sus artículos que ellos mismoscolocarían entra su propia clientela, en muchasocasiones. Quizás buscarían en ello su propiaventaja, porque el negociante nunca sacrifica susintereses, pero aunque les vendiese a ellos con algúndescuento, todavía le haría esto más cuenta, por lasmil comodidades de todas clases que en su casaencontraba.

Empezó a sacar de los cajones el surtidocomprado en París un poco al tun-tun, con ayuda desu padre, hombre de mucho crédito y de regularfortuna, ex-comerciante de buenas relaciones, peropoco versado en compras para la exportación.Habían tenido que fiarse de las indicaciones más omenos interesadas y más o menos bien fundadas de

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los fabricantes especiales para los países sud-americanos, y, naturalmente, no todo les habíapodido salir muy bien. Buenos Aires era todavíapoco conocido, era mercado muy nuevo, y la mayorparte de los fabricantes basaban sin vacilar sus datosen lo que sabían... del Brasil... y de Méjico. El señorSterner padre, pudo por suerte dar con una personaque había estado durante algún tiempo en el Río dela Plata y que modificó sus ideas, haciéndole ver quela Argentina no era lo que se podría llamar paíscálido, dándole algunas indicaciones acertadas,aunque no comerciales, sobre lo que más se usaba.

Y los Sterner habían hecho un surtido que, fuerade algunas desgraciadas excepciones, constaba deartículos de venta bastante corriente en cualquierpaís del mundo, y especialmente en Buenos Aires.Tuvieron que prescindir de artículos que no fuerande los de industria francesa, dejando a un lado losalgodones en los cuales no podían tener rivales losingleses; pero el aceite Monpelas y el de la SociedadHigiénica, para dar lustre por ejemplo a las melenaslacias y abultadas, entonces de moda, tanto entre loscompadritos como entre la gente bien, eran de ventasegura y fácil. Había traído Andrés una buenapartida de botines de prunela negra y de color para

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calzar, sin que les doliera, a las elegantes porteñas noacostumbradas todavía a las botitas de atrevido tacoLuis XV, peligroso por lo demás en calles tan malpavimentadas y en aceras tan primitivas como las deBuenos Aires. Para adornar con poco gasto lasorejas bien formadas y los opulentos pechos de lascampesinas, había todo un cajón de aros yprendedores, de última moda, artículo de París, dedublé, cada cual en su estuche, como si fuera de oroy piedras preciosas.

Otro cajón encerraba magníficos pañuelos ychalones, imitación de la India, con grandes yfantásticas palmas coloradas y doradas,entremezcladas de flores desconocidas pero del mássuntuoso efecto; era una luz, un sol, unresplandecimiento de colores. Había pasado ya, enParís, la moda del cachemir de la India, de granprecio, joya indispensable, durante años, y capital detoda «Corbeille» en los grandes casamientos; perocundió bajo forma de imitación, en los máshumildes matrimonios de la pequeña burguesía, ynatural era que su última evolución fuese hacia sutransformación industrial en artículo para laexportación.

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Pero no todas las mujeres pueden o quieren lucirchalón imitación de la India, y Andrés habíacompletado su tentador surtido de prendas paraseñoras con pañuelos y chalones de marino negro,siempre de venta corriente en paíseshispanoamericanos, como, con razón, se lo habíanasegurado, lo que, desde su llegada, había podidocomprobar, ya que todas o casi todas las mujeres,señoras o señoritas, ricas o sirvientas, iban por lacalle con el pañuelo o chalón en la cabeza.

También se había arriesgado a traer algunostapados, comprados en saldo, en las grandes tiendasde París; le resultaron prematuros y fue trabajosísimasu colocación; pero lo que le salió clavo de remache,uno de esos clavos que a los comerciantesexperimentados les arrancan gritos de alegre estuporcuando los ven en casa ajena, fueron unas gorraspara señoras, unas «Pamelas», ¡señor! de últimamoda en París, y hasta quizás algo precursoras de lapróxima, emplumadas unas, con flores y cintas otras,pero todas muy lindas y de muy buen gusto -allá, -ycaras como el diablo, Fue todo un éxito; las tuvoAndrés que volver a encerrar en el cajón paralibrarse de titeos, y tuvo que convencerse que lomejor, lo único sería devolverlas a Francia cuantoantes para venderlas allá, perdiendo fletes, derechosy algo más, la mar. Buenos Aires no estaba todavíapara pamelas, señor don Andrés Sterner.

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Por suerte había traído también muchos otrosartículos nobles, de muy fácil venta, aunque por estomismo de moderada utilidad, pero siempre algo másprovechosas que las benditas gorras. Por ejemplo,vendió con la mayor facilidad varios cajones quetenía de merino negro de varias clases y algunaspiezas del mismo género color carmelita y colorceleste para las devotas de San Francisco y la Virgende Luján. Su muselina de lana se fue como pan, lomismo que un regular surtido de botones de hueso yde nácar para ropa blanca, y algunos cajoncitos delfamoso acero para miriñaques.

Tuvo bastante éxito con las camisas de vistas dehilo, bien aplastadas en sus cajas de a seis, concuellos parados y puños anchos; también salióganando con los sombreros felpudos, de pelo largo,imitación nutria que eran entonces para el paisanoargentino el último grito de la moda; pero salió muyclavado con unas tricotas de lana para hombre queno supieron apreciar los argentinos sino varios añosdespués, y salió a gatas de ciertas tiras bordadasdestinadas a calzoncillos calados que ya muy poco seusaban, teniendo que venderlas para fundas dealmohadas.

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La perfumería fina le resultó muy cara; los corsésle salieron muy angostos y el calzado para hombrede empeine muy ajustado. Un poco tarde veía quepara comerciar con éxito en un país, es precisoprimero conocerlo bien y en todos sus detalles; losgustos, las costumbres, los modos de ser, físicos ymorales, cambian mucho de una región a otra, deuna a otra época, también, y si algunas chapetonadastuvo que pagar Andrés, mucho peor le hubierapodido salir la fiesta con menos suerte que la que, alfin, tuvo.

Lo habían ayudado efectivamente mucho ya y loayudaron todavía bastante para la venta a buenasmanos y a buenos precios de sus mercaderías; peroasimismo tuvo él también que hacer esfuerzospersonales y seguidos para salir de todo y conseguirun modesto resultado. Pues, en suma, modesto era ylejos, muy lejos de la media fortuna con que, antesde salir de su tierra, había soñado.

Primero, había pensado poder vender todo alcontado. Los hermanos Vázquez le aseguraron queera imposible, pues las costumbres de la plaza sepodían resumir en pocas palabras: todo lo quevendía el hijo del país, estanciero, productor,acopiador o elaborador de frutos, de cueros, sebo,

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lana, etc., lo vendía al exportador, extranjero,siempre a oro sellado y al contado; todo lo que elhijo del país, comerciante en la capital o en lasprovincias, compraba del importador -extranjerosiempre, -lo pagaba a seis meses de plazo, a papel ysin pagaré. Desorientado Andrés en presencia desemejante desigualdad, se acordaba de las palabrasde su compañero de viaje, el estanciero uruguayoseñor Alvarez, quien, a bordo, le decía que «laAmérica sólo protege a los que la vienen a poblar.»Había creído en una simple figura de retórica, comoefectivamente lo era en la intención del señorAlvarez, pero, por los hechos, veía que también en larealidad salía muy cierto.

Cuando vió que si se contentaba con esperar alos clientes, pasarían los meses antes que pudiesevolver a Francia, tomó la resolución de ir en subusca, y con una lista de las firmas a quienes podíavender sin recelo, se largó con sus muestras a lacalle. Esto de entrar uno en una casa donde nadie loconoce, para ofrecer mercaderías que quizás no seprecisan, en un lenguaje bastante dudoso todavía,parece lo más sencillo a quien nunca lo ha hecho ytambién a quien ha nacido y vivido sin conocer lareserva que impone la educación. Andrés no era

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tímido, pero el modo bastante áspero con que lorecibían en ciertas casas le chocaba en grande ynecesitaba apelar a toda la energía que le infundía eldeseo del pronto éxito para seguir con la tarea. Porotro lado, es cierto, encontraba la satisfacción de verapreciados a menudo sus buenos modales, y, enciertas casas se hizo no sólo de clientes sino deverdaderos amigos; tanto que muchos años después,tuvo más de una ocasión de sonreírsemaliciosamente, cuando uno tras otro, le hacíanrecordar el ex-tendero Carballo, el ex-registreroGarcía, y Casal, y Olivero, y Rey, y tambiénEchegaray, que había sido su primer cliente.

La verdad es que ese inocente ardid de hacerlescreer a todos y a cada uno que sí algo le comprabansería la primera venta que conseguiría hacer, le habíavalido otros tantos protectores improvisados quepara seguir mereciendo ese suave título de protector,lo favorecían en cuanto podían, comprándole detodo... lo más barato posible, por supuesto.

Había renunciado pronto a querer vender alcontado; hasta había renunciado también aconseguir de los clientes más que un simpleconforme, con promesa verbal de pagar a los seismeses, y siguió con empeño dedicando todos sus

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esfuerzos y toda la constancia de que era capaz aliquidar su factura. Y este esfuerzo de todos los días,esa lucha continua del vendedor que ha de venderpor medio de palabras y gestos envolventes, dediscursos hábilmente ponderativos, de concesionespaulatinas, de falsas salidas y de vueltas repentinascon ademanes de desamparado que todo lo tieneque dar tirado, cuando todavía se gana su buen 20por 100, todo esto elaboraba en Andrés, poco apoco y sin que de ello se diera cuenta, todas lascualidades del hombre de negocios. El que compradomina la situación; está como un ejercito en unaaltura, sino inexpugnable, por lo menos muy biendefendida; el vendedor ataca, tiene que asaltar laposición para apoderarse de ella, y sino es audaz,vivo y tenaz, si se cansa, si cede o no sabe ceder enun punto para hacerse más fuerte en otro, resbala yqueda vencido. Andrés supo vencer; y si el éxitomaterial fue poco, como que su ensayo era hecho sinsuficiente preparación, había, por otra parte, nacidoal trabajo, al esfuerzo, tomando en sí ciertaconfianza alentadora, al mismo tiempo que matizadade ciertas dudas muy útiles para impedir suexageración.

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Lo que sentía era tener que dejar tras sí interesessin liquidar. Con los seis meses de plazo... verbal, eracosa de nunca acabar y como, por otro lado, a sugran deseo de volver a su patria se agregaba elllamamiento de sus padres extrañados ya de que nohubiera acabado todavía sus quehaceres en esospaíses, resolvió dejar en manos de los hermanosVázquez las cobranzas atrasadas o sin vencer, yprincipió a hacer sus preparativos de viaje.

Empezaba ya el mes de octubre:Ocho meses y algo más había pasado en la

República Argentina; el tiempo, apenas, de echarleun vistazo superficial. ¿Cómo hubiera podido darsecuenta, en tan poco tiempo, tan joven y como tal detan poca experiencia, del verdadero espíritu de supueblo y de su latente potencialidad? no habíapodido ver más que pequeños detalles. Por lomenos, no se iría sin llevar algunos recuerdosagradables, pues durante los ocho meses depermanencia en Buenos Aires, había tenido ocasiónde pasar muy buenos momentos, de ver cosaspintorescas, de asistir a espectáculos poco comunesy a reuniones donde supo apreciar en su conjunto lasociabilidad argentina. Durante el mes de su llegada,febrero, la única familia argentina que conociera, la

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de don Matías Alonso, estaba ausente, en el campo,y pudo, hasta que pasara el Carnaval y volviera donMatías, penetrar en la verdadera sociedad. Se habíacontentado entonces con formarse algunasrelaciones entre sus compatriotas, yendo a pasarparte de sus noches en el Club Francés, situadoentonces en la calle Maipú, esquina Rivadavia, en losaltos de una de las innumerables casas de la familiaAnchorena.

Presentado por el señor Barral, presidente de laSociedad Filantrópica de reciente formación, peroque ya poseía su pequeño hospital en la calleLibertad, había conocido en el Club a variosmiembros importantes de la colonia francesa: elseñor Lemoine, barraquero y comprador de lanas,gran especulador en frutos; el señor Regnier, elprincipal introductor de vinos franceses, objetoentonces de un comercio cada día más importante;el señor Labarre, importador de tejidos, ropa ycalzado; el señor Deville, cuya sombrerería y tiendade artículos para hombres prosperaba; el señorDesmoulins, armero -cuyo principal negocio, decían,no era vender escopetas Lefaucheux para cazar,aunque fueran éstas entonces una gran novedad,sino fusiles a los revolucionarios pasados, presentes

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y futuros, -y a más los dueños y principalesempleados de las casas francesas de artículos defantasía y otros, que anteriormente hemos tenidoocasión de nombrar.

Todos estos señores ganaban bastante dinero;los negocios andaban regularmente y todos teníanlas mismas ideas con que había venido AndrésSterner: trabajar fuerte, ganar pesos cuanto antes,realizar y volverse a su tierra, ricos, a gozar de lavida; y ninguno de ellos, por nada de este mundo,hubiera desviado de sus negocios algunos miles depesos para comprar la casa en que tenía establecidosu negocio, pagando por un casucho mal edificadopero bien situado, alquileres relativamente muysubidos.

Consecuentes con esa idea de no radicarse en elpaís, todos vivían acampados en él, más queinstalados, con familias improvisadas, de estasfamilias ocasionales, efímeras, que, duran... laeternidad. El billar, los naipes, el pito y también laselecciones para renovar el comité directivo del Clubo de la Sociedad Filantrópica, para las cuales sedaban cancha las ambiciones más febricientes, eranlas principales distracciones de todos estos hombres,desterrados momentáneamente a su parecer, en un

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país donde iban haciendo fortuna o por lo menostratando de hacerla, y al cual perpetuamentecriticaban como si lo hubieran hecho realmenteinmerecido honor en venir a pedirle hospitalidad.

Y no era el último Andrés Sterner en mezclar suvoz, si no de desprecio, por lo menos de burlaespiritualmente incisiva, a las de sus nuevoscompañeros, compañeros de destierro, pensaba éltambién, por corto que debiera ser el suyo. Todo locriticaban, todo lo encontraban mal, inferior, torpe,obra de gente mal civilizada, con especialdisposición a tratar a las autoridades de «tas desauvages,» por poco que la aplicación de algúndecreto viniese a limitar en alguna forma su naturalpropensión a considerarse como superiores a lasleyes de todo país que no fuera el propio. La excusaque al obrar así podían tener era su misma falta dereflexión que los impedía comprender que un paísnuevo, apenas organizado, recién salido de un largoy terrible período de inevitables convulsionespolíticas, no podía compararse con nacionesunificadas desde siglos, muy pobladas, y dotadas delos elementos de progreso material y moralacumulados por mil generaciones. No veían más queel momento actual, el día en que vivían, sin

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sospechar siquiera, ni por un rato, el porvenirportentoso de la tierra que sólo consideraban buenapara hacer rápida fortuna en ella, algo como unpresidio voluntario y temporario para ambiciosos.

Sólo el señor Poncet, el callado, el reservado, elapagado señor Poncet se abstenía de criticar el país ysus costumbres. Tampoco las defendía; escuchaba ycallaba, generalmente. Por lo demás, poco iba alClub, pues vivía en el campo, en su estancia de LasFlores, donde había comprado al Gobierno porpoca plata, hacía algunos meses, tres leguas que seocupaba en poblar; sólo iba de vez en cuando, apasar en la ciudad algunos días, cuando así lonecesitaba para sus negocios, haciéndolo algo más amenudo desde que el ferrocarril del Sud llegaba aChascomús.

Andrés conocía a pocos miembros de lasdemás colonias, poco numerosas entonces por lodemás; sin embargo, iba de vez en cuando a pasarun rato, jugar un partido de ajedrez o de whist, y leerlos diarios europeos, en el Club de ResidentesExtranjeros donde el señor Barral lo había hechoadmitir como transeúnte y que frecuentabanespecialmente negociantes ingleses y alemanes.

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Cuando, después del Carnaval, volvieron aBuenos Aires las familias que habían ido a pasar elverano en las quintas de los alrededores y en lasestancias, las diversiones se hicieron más frecuentesy variadas, aunque por la guerra que iba siendo cadavez más encarnizada en el Paraguay y causabavíctimas numerosas, enlutando a muchas familias,no podían ser muy concurridas, y Andrés tuvoocasión de observar la sociedad y el país bajo otrasfases.

La Semana Santa le permitió comprobar cuánprofundas huellas había dejado impresas ladominación española en las costumbres porteñas, yque si la revolución de 1810 había sabido sacudir elyugo político, sobre la población entera pesabatodavía el de las más atrasadas supersticiones, conadoración pública y hecha obligatoria por lapresencia de fuerzas de línea nacionales, demonigotes horribles, sanguinolentos, grotescos, quemás parecían ídolos africanos que emblemas de unareligión importada de países civilizados. Cuadrabanbien, sin duda, y lo mismo que los candombes delCarnaval, esas estatuas con los numerosos negros,restos de la servidumbre esclava de otros tiempos,que iban a adorarlas extáticamente bajo la recoba del

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Cabildo, y las seguían, en comparsas, durante laprocesión alrededor de la plaza; pero daba lástimaver tanta delicada niña, preciosas criaturas de Dios,inclinar sus elegantes mantillas y bajar sus hermososojos ante tan groseros y repelentes muñecos,personificación, no de Cristo, sino de la barbarieinquisitorial, compañera de la ruda y brutalconquista castellana.

Desde el jueves por la tarde, hasta el sábado a lasdiez, cesaba por las calles todo movimiento derodados; era prohibido andar en carruaje y por lasaceras y calzadas se deslizaba silenciosa la multitudenlutada de los fieles, haciendo las visitasreglamentarias de iglesia en iglesia. El tiempohermoso del otoño incipiente daba a esta multitud, apesar del riguroso luto imperante en el vestir dehombres y mujeres, con sus largas levitas negrasunos y sus mantillas bordadas o sus pañolonesnegros las otras, un aspecto de fiesta reñido con ladecoración tétrica interior de los templos, donde seapiñaba la gente para cumplir con los deberesimpuestos por la costumbre y la curiosidad más aúnque por el culto.

¿Qué hubieran dicho de una niña que hubiesedejado de hacer en esos días sus siete visitas,

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elegantemente aderezada, con mantilla a la española,adornada de encajes, que tanto brillo da a los ojoscurioseadores, de guantes y de abanico, la caraempolvada hasta más no poder, cuando no realzadahasta el escándalo con afeites y pintura?

¡Hermosas! ¡no hay que hacer! ¡Son hermosas lasporteñas! Andrés no se cansaba de admirarlas;hallaba, por supuesto, criticable que se compusiesenla cara sin discreción, pero tenía que confesar que niesto les quitaba del todo sus atractivos; y tambiénencontró, fijándose, que muchas de ellas tenían,desgraciadamente, la terrible excusa de llevar en lacara visibles huellas de viruela. Una proporciónenorme de ellas quedaban marcadas, pues enaquellos tiempos todavía era excepción la personavacunada, lo mismo que era excepción encontraruna rubia.

Lo que no era excepcional -lo pudo ver Andrésen ese desfile, como ya había podido verlo en susexcursiones por la ciudad y sus alrededores, y entodas partes, era dar con familias de ocho, diez ydoce hijos, una abundancia tan exuberante decriaturas, que ni la de los duraznos que también ensu tiempo le había llamado la atención, podríacompararse con ella. El país era poco poblado, pero

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siguiendo así, no había duda que, en pocos años, sellenaría de gente.

Parecía ser, por lo demás, peculiaridad de laArgentina, la de producir con extremada abundanciatodo lo que más bien tenía tendencia a escasearrelativamente en Europa: la carne y los niños, porejemplo. Justamente fue Andrés a cazar, algunos díasdespués, en Morón, con algunos amigos. En laestación, tomaron un carruaje y se hicieron llevarhasta un cañadón muy despoblado todavía, yempezaron a cazar. Andrés, al rato, se sorprendió dever a pocos pasos de él, inmóviles como si ningúnpeligro la hubiese amenazado, una bandada depájaros de pico largo y que le parecían a primeravista becasinas. Pero le pareció también imposibleque las becasinas, en Europa tan ariscas que nuncajamás se puede ver una posada entre los juncos, yque para matarla hay que ser un tirador excepcional,por la rapidez con que vuela huyendo, semantuviesen tan tranquilas a pocos pasos delcazador. Estaba aislado de los compañeros; si no,antes de gastar pólvora en aves que probablementeno debían ser comestibles, hubiese preguntado; sedecidió a tirar, y con un tiro al suelo y otro al vuelo,mató ocho de aquellos pájaros inocentes, y eran

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becasinas, no más, de las vanamente codiciadas enEuropa por todos los cazadores, y gordas, grandes,magníficas. Volvieron a la noche con doscientas deellas, una caza que habría pasado allá por fabulosa.

El 25 de Mayo se acercaba y para celebrardignamente fecha tan esencialmente nacional quealrededor de ella se apaciguaban los rencores viejos ycallaban las ambiciones nacientes, la plaza de laVictoria llenábase de gallardetes y banderas, un pocode todas las nacionalidades, porque no hubieranalcanzado para adornarla toda, las muy contadasbanderas argentinas que poseía entonces en susdepósitos el popular señor Picard, empresario defiestas públicas, a quien se veía ir y venir por todaspartes a la vez, desplegando una actividad al parecerincompatible con su corpulencia.

Se preparaba también la iluminación con gas dela Casa Rosada, del Congreso, del Teatro Colón, dela Catedral, del Cabildo, de la Policía y de lapirámide de Mayo, alzándose en la plaza 25 deMayo, frente a la Casa de Gobierno, los esqueletosmisteriosos y tan prometedores de los fuegosartificiales. Desde el 24, cesaba en la ciudad todotrabajo, no teniendo ya todos, chicos y grandes, otrointerés que los preparativos en la plaza.

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En la noche del 24 daba el Club del Progreso ungran baile al cual asistía siempre la gente más selecta.

Andrés Sterner consiguió, por intermedio dedon Matías Alonso, una invitación como transeúnte;tenía gran curiosidad de asistir a una reuniónplenaria de la verdadera sociedad argentina. Fue defrac, pues ni se le ocurrió que se pudiese ir de otromodo; y casi sentía no haberse contentado con lalevita, pues los fracs se podían contar con los dedos,siendo todos de diplomáticos, y llamaban laatención. El frac era entonces casi universalmentedesconocido en Buenos Aires, mientras que la levita,por el contrario, era el traje corriente en muchasocasiones, como entierros y funerales por ejemplo, alos cuáles nadie hubiera asistido sino de levita, desombrero de copa y de guante negro, y losempleados del Gobierno no iban a sus oficinas sinode levita.

Josefina, naturalmente, fue la primera convidadapor Andrés y bailó con él y paseó de su brazo largorato, presentándole a muchas de sus amigas, demodo que no pudo descansar ni un momento entoda la noche. Aprendió a bailar en alfombras, loque nunca había hecho, pues en Europa no seacostumbra, y también a bailar la habanera que le

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pareció lo más graciosa. Por lo demás, a decirverdad, Andrés estaba encantado; había hecho yamuchos progresos en castellano y gozaba sin reservade todos los placeres que podía ofrecer semejantefiesta a su afición a lo bello y las elegancias de lavida. Los hombres con quienes tuvo ocasión deconversar fueron todos tan amables y tan afectuosospara con él como si lo hubiesen conocido de tiempoatrás; las mujeres, no siempre quizás ataviadas conimpecable gusto, por falta de elementos y, de buenasconsejeras, exagerando, muchas veces la moda oaplicándola sin ciencia, no por esto dejaban deformar, en su conjunto, el más hermoso ramo deflores humanas que hubiera visto en su vida. Estavez, se lo habían acabado las críticas y no podía sinoconfesar la superioridad absoluta de la hermosurafemenil argentina sobre la de... otras tierras.

De las cualidades morales no podía atreverse aformar juicio: el alma humana es complicada y latarea del psicólogo tan ardua y tan eterna, sino taninútil, como la de las Danaides. Según el viento quesopla, la misma nube toma formas y colores tandistintos, que queda desconocida de los mismos ojosque, sin cesar, la han observado; lo mismo el alma, alsoplo de las pasiones, sobre todo el alma de la

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mujer, más impresionable aún que la nube. Allí, todoera alegría, juventud y placer, ingenuidad yconfianza; Andrés no podía ser aún gran psicólogo yse contentó con dejarse mecer por el embeleso deuna hora. Risueñas, amables, espirituales algunas,bondadosas todas, al parecer... ¿coquetas? quizás unpoco, ¡pero con tan poca preparación! le habíangustado todas, en general -¡qué muchachos estos!-Josefina, al salir, le preguntó:

-¿Qué tal? señor Sterner, ¿se ha divertido usted?-Como nunca en mi vida -contestó, con toda

sinceridad.Y aunque tuviese mucho sueño, era capaz de

discernir todavía que Josefina le gustaba más.«No se deje envolver; mire que esas porteñas

son muy vivas,» le había dicho, a bordo, M.Lambert. ¡Bah! no había peligro; pronto se iría parano volver, probablemente, y ni se acordaría: originalel baile, no hay duda, con sus caballeros de levita,sus pisos alfombrados, sus mujeres vestidas con tanpoco gusto, bonitas, eso sí, pero... ¡bah! Renacía ensus labios la crítica, la ironía, arma de débiles, másdefensiva que ofensiva.

El Teatro Colón había reabierto sus puertas; fue,por supuesto, Andrés, y asistió a una representación

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del Trovador que lo dejó convencido de que setrataba apenas de una compañía de tercer orden,bastante chabacana, con cantores de teatros deprovincia, bailarinas más feas y viejas -un residuo,-decoraciones de ocasión, apropiadas a cualquiercosa menos a la ópera que se representaba, trajesridículos, un Trovador con casco y capa como paracorrerlo a papazos, y ciertos coros tangrotescamente ataviados que a duras penas contuvola risa cuando hicieron su aparición.

¿La sala? muy linda, con sus palcos tan bienpoblados, su cazuela tan original, y un conjunto debellezas tan sugerente...

Andrés, acabados de arreglar todos sus negocios,tomó pasaje para el vapor que debía salir el 30 deoctubre. Faltaban todavía quince días, y cuando dióla noticia a don Matías, éste le aseguró que no podíairse sin hacer un viaje o dos al campo para darsecuenta de lo que era la Pampa. Poca gracia parecíacausarle al joven esta proposición; no le interesaba lacampaña y quiso alegar algunos quehaceres paraevitar el compromiso; pero don Matías insistiótanto, le prometió que sería tan interesante el viaje ytan corto, que Andrés no podía negarse sin hacer un

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desaire al que había sido para él tan excelente amigo,casi un bienhechor, y cedió.

Don Matías Alonso tenía varias estancias, entreellas dos o tres campos extensos en el Sud; pero elSud no era entonces muy seguro todavía y siemprese podía temer alguna incursión, algún malón de losindios, por lo menos del Azul afuera; el 25 de Mayoya pueblito, el 9 de Julio todavía casi simple fortín, elmismo Bragado solían ser amenazados, y más con laguerra del Paraguay que privaba las fronteras de casitoda su guarnición. Pero don Matías poseía tambiénmás cerca de Buenos Aires, al Oeste, sobre laprimera línea de ferrocarril construida por elesfuerzo de un núcleo de capitalistas, y más quecapitalistas, patriotas argentinos, una estancia de dosleguas cuadradas en el partido de Mercedes. Esaestancia, de campo admirable, era ya una verdaderajoya; era la predilecta del señor Alonso; allí juntabalos animales finos que compraba en Europa, allítenía, por consiguiente, sus mejores haciendas, elplantel de donde sacaba reproductores para suscampos de afuera.

Era viaje de pocas horas, cuatro apenas -el trenen aquel tiempo no era tan atrevido ni tan apuradocomo hoy, -con un tren por día tanto de ida como

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de vuelta, de modo que no podía siquiera tenerpretexto Andrés para negarse a hacerlo. Y fueron.

Andrés ya conocía parte del trayecto por haberido hasta Morón a cazar. Volvió a embarcarse en laestación del Parque, a cruzar la plaza y la calle delmismo nombre, hasta la callecita curva que hoy sellama Rauch, calle de una sola cuadra, por la cualdesembocaba el tren en la calle Corrientes, si sepuede llamar calle lo que entonces, de aquella alturaen adelante, no era más que un informe terraplen detierra amarilla en el cual corrían los trenes, y a cadalado callejones pantanosos con veredas de tierra deun metro de alto, en los pocos sitios donde algúnpobre se había atrevido a edificar su casita.

En el Once, la estación era una casilla de maderaen la esquina de la calle Ecuador, si calle se puedellamar lo que ya era campo; y después veníaAlmagro, estacioncita apenas rodeada de algunasquintas; centro vascongado entonces, casiexclusivamente, con sus canchas de pelota, variascurtiembres y tambos en los terrenos adyacentes;Caballito, un bajo anegadizo, cruzado por la vía enterraplén, casi un despoblado, y por fin Flores, queya era suburbio de alguna importancia, antiguamentepoblado. En la Floresta, hoy Velez Sarsfield,

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empezaba la campaña con chacras que, por suextensión, eran casi estancias, como la de Olivera, decuatrocientas cuadras, donde se estaba fundando yala famosa cabaña de «Los Remedios». Y seguía eltren hacia la estación de San Martín, que así sellamaba la de Ramos Mejía, cuna en «Tapiales» -que,como indica su nombre no debía ser entoncesestancia de mucho lujo, -de los tarquinos,descendientes de Tarquino, primer toro Durhamimportado al país; todos los tambos, y eran y sontodavía muy numerosos por allá tenían la ambiciónde poblarse de tarquinas, última palabra para losvascos lecheros del refinamiento vacuno. Morónempezaba a ser pueblo de verano, el más buscadodespués de Flores; pero ya raleaban las poblaciones;se hacían más extensas las propiedades; eran chacrastodavía pero que pronto se volverían estancias, conuno que otro rancho solitario, puesto de ovejero, sinárboles alrededor, la Pampa, por fin, desierta y triste.Por lo menos así le parecía a Andrés, y aunque donMatías tratase de hacerle admirar la majestuosapoesía de aquellos campos sin límite, y don Luis quelos acompañaba de hacerlo comprender la diferenciaentre los de pasto tierno, como eran éstos, y los depasto duro que se encontraban más afuera, quedaba

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indiferente a tanta belleza, acostumbrado a ver enEuropa montes de grandes árboles y de muchasombra, campiñas esmeradamente cultivadas,colinas, montañas y valles pintorescos, y negaba suadmiración al trébol silvestre por verde que fuese, yal cardo asnal, considerado en Europa como plantanociva que tienen los vecinos obligación deperseguir.

Pasó Merlo, pasó Moreno, otro pueblito decierto porvenir, y el tren corriendo un poco másligero, entre nubes espesas de tierra, acabó por llegara Luján. Allí le explicó don Matías el famoso milagrode la Virgen, objeto de la veneración del pueblo dela localidad a pesar de deberse, según la leyenda, a suempecinamiento fortuito la mala situación delpueblo, en un bajo, negadizo o insaluble. EntreLuján y Mercedes no había más que la estaciónOlivera, sin mayor importancia, pues ya era regiónde puros establecimientos grandes de pastoreo. Devez en cuando se veían majadas numerosas deovejas, bastante ordinarias todavía, sin ser ya deltodo criollas; grupos de vacas de astas y cuerpopequeño y huesudo, y manadas de yeguas de todoscolores. Andrés pudo pensar que debía ser muypenoso el trabajo de los gauchos encargados de

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cuidar las haciendas, pues siempre corría el tren pormuchos kilómetros antes que se viera en el campouno solo de ellos cruzando, al galopito, por lospastizales.

Llegaron los viajeros a Mercedes a la hora dealmorzar, lo que hicieron en una fonda de la plaza,pudiendo Andrés observar que si en la ciudad eramás abundante la carne en la alimentación que laverdura y las legumbres, era mucho más acentuadaaún en el campo la carencia de estas últimas.

Dos leguas separaban de la villa la estancia dedon Matías y las hicieron en un coche bastantecómodo, pero muy pesado para los caminos algodeshechos y de suelo blando que tenían que seguir.Andrés no dejó de admirarse de que la tierra nocontuviera piedra alguna y pensó que si, para lafirmeza de los caminos, era un inconveniente grave,también era ventaja de cuenta para la fertilidad delsuelo. De todos modos, como no había ni rastro deagricultura, poco debía importar que fuese más omenos fértil la tierra y a la pesadez de los caminos seoponía la cantidad de los caballos, atados en tropillaal vehículo, montados y sin montar, y tirandoalgunos al pecho y los demás a la cincha.

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Cuando llegaron a la estancia, los saludaron consus ladridos una docena de perros; perros de razasindefinidas, bastardos de bastardos, pertenecientes alestablecimiento, a los puesteros, a los peones, atodos y a nadie, probando por su número que lacarne era realmente, en este país, un producto debien poco valor.

Don Matías hizo visitar a su huésped, en todossus detalles, el casco del establecimiento. La casa erade material, con una galería alrededor, sencilla comolas mejores casas de campo de entonces, que, casisiempre, eran simples ranchos con techo de paja.Había galpones bastante amplios, en los cuales secuidaban carneros y toros importados hacía poco,pero de muy buena clase y de gran precio. No dejóde enseñar don Matías a Andrés, con cierto orgullo,medio kilo de manteca hecha en el establecimientopor la mujer del suizo encargado de los toros apesebre; y aquello era entonces efectivamente unaverdadera curiosidad, siendo la grasa de vaca loúnico que se gastase para cocinar. Había una cuadrade alfalfa, lo que también era considerado comomuestra sobresaliente del espíritu progresista deldueño del establecimiento, y dos peones seocupaban de sembrar maíz en un pequeño

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alambrado. El monte de duraznos estaba en flor,rompiendo con su nota rosada y alegre la monotoníade la llanura que por todas partes se extendía.

Don Luis, mientras tanto, hacía ensillar caballospara dar una vuelta por el campo, y también un pocopara probar al gringuito, como solía decir hablandode Andrés, entre dos bocanadas del horrible humode su tabaco negro. La simpatía entre ellos no eramuy grande todavía, que digamos, y cuando donMatías le ponderaba las cualidades de su jovenamigo, don Luis se encogía de hombros y le decía:

-Déjame con ese gringo; si no sirve para nada.Asimismo, no podía dejar de reconocer que era

discreto, trabajador o por lo menos muy dedicado asus negocios, inteligente y bien criado.

Pero justamente todas estas cualidades eran depoca monta para él, y hasta lo indisponían conAndrés, porque el hombre casi siempre odia en otrolos dones que él mismo no posee.

Andrés ya andaba bastante bien a caballo,pues todos los días, en Buenos Aires, daba un paseoque era su gran distracción; pero el recado, contodas sus prendas y sus bastos duros y abiertos, lepareció primero un instrumento de tortura; y cuando

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hubo andado algún tiempo en él, preguntó a donLuis:

-Pero ¿por qué diablos usan aquí semejantemontura?

Don Luis le explicó entonces la utilidad de cadauna de las piezas de que se compone esa cama deljinete, y en cuyo conjunto de galopes largos como enun sillón pudiendo con él cuartear, enlazar, etc. Yadmitió Andrés que, si el recado no era la monturaideal, tenía mucho bueno, ya que el gaucho máspobre lo podía ir haciendo y componiendo todo conlos mismos recursos que en el campo encuentra amano, lo mismo que puede el paisano rico adornarloy completarlo con todo el lujo que quiera.

Se interesó mucho en los trabajos de lazo y deboleadoras, que en su presencia mandaron hacer,admirando de veras el arrojo, la fuerza y la destrezade estos hombres en sus enlazadas, pialadas ypechadas. Vió carnear una res a campo, y elespectáculo tan nuevo para él de esa escenapintoresca le gustó sobremanera, lo mismo que ladomada de un potro que presenció.

Los gauchos de quienes había oído hablar concierto temor por los extranjeros conocidos, como degente muy sanguinaria, fácilmente criminal y

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traicionera, y con bastante desprecio por losmismos hijos del país que los empleaban en elcampo, como de haraganes viciosos, no le parecíantan fieros como se los habían pintado. Eran serios,dignos, obedientes; contestaban complacidos a suspreguntas, y aunque fueran algunas de estasforzosamente ingenuas, por su ignorancia completade las cosas del campo, como lo supo después porlas burlas algo toscas de don Luis y las sonrisas delmismo don Matías, no pudo notar en los labios ni enla mirada de los gauchos a quienes las dirigía,expresión que no fuera de condescendencia y derespeto.

-Puede ser, pensaba, que una vez entre sí ytomando mate alrededor del fogón, hayan celebradoa carcajadas mi inocencia, pero no por esto dejan detener por instinto lo que llamamos educación ytacto, ya que, muchas veces, consiste justamenteesto en disimular oportunamente el pensamiento,cosa que muchas personas muy civilizadas no soncapaces de hacer.

Físicamente los encontraba mil veces superioresa los campesinos de su tierra, pesados y sinelegancia, atribuyendo con razón esta superioridad ala diferencia de trabajo y de vida; pues no era raro

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que hombres que no tenían otra tarea que la de lidiarcon animales, con su habilidad y astuciacontinuamente puestas a prueba, tuviesen unadesenvoltura imposible de adquirir para los quesiempre viven agachados en los pesados trabajos dela tierra.

Don Luis aprovechó su entusiasmo para ver silo convertía:

-¡A ver hombre! hágase gaucho usted también,pues, ya que le gustan tanto. Ponga estancia, en vezde volver al país de los gringos. Quédese connosotros; ¿qué va usted a hacer allá con esa genteinservible? Aquí le enseñaremos a cuidar ovejas.Mire que no hay mejor oficio; no hay un irlandésque con ellas no se haya hecho rico.

-¡Dios me libre! -contestaba Andrés; -vivir unmes aquí y me muero. Y además, ¿qué hace uno concuidar ovejas?

-Fortuna.-¡Qué fortuna ni qué fortuna! cuatro pesos en

diez años -No; yo he venido a América para ganarplata ligero y mandarme mudar otra vez a mi tierra.

-¿Le fue tan bien con el surtido que trajo? -lepreguntó don Luis, con aire socarrón.

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-¡Oh! eso no era más que un ensayo; ahora queconozco el país, podré hacer otra cosa. Hayespeculaciones seguras.

-Mire, señor Sterner le dijo entonces algopaternalmente don Matías, -en ningún país hayespeculación segura; pero en todo país, para salirbien, hay que buscar en qué reside su verdaderariqueza. Pues, en la República Argentina, por ahora,no hay más riqueza que en la tierra y en susproductos; fuera de esto, no hay nada seguro; ustedlo verá con el tiempo.

-Puede ser -asintió Andrés; -pero no he nacidopara pastor. ¿Qué quiere? no me alcanzaría lapaciencia.

-¡Ah! ¡Juventud!- exclamó don Matías; -nunca velas cosas como son.

-¡Lástima! -dijo don Luis; -pues para ser gringo,es bastante de a caballo y hubiera podido ser unbuen estanciero.

-Puede ser que lo conviertan las barrancas delParaná. Tenemos todavía tiempo de llevarlo a SanPedro, antes de que se vaya.

Andrés ya no se oponía a hacer el nuevo viaje.Había visto que para pasar unos días en buenacompañía y en estancia relativamente confortable, la

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Pampa no era ningún infierno y con tal de quedarseallí, no le tenía miedo. Aceptó, pues, el paseo a SanPedro, donde tenían los hermanos Alonso, a más deotra estancia, un matadero y una grasería, que, comolos saladeros para la hacienda vacuna, representabanla única y primitiva forma de beneficiar el enormesobrante de las majadas.

El viaje a San Pedro era, por lo demás, muypintoresco e interesante. Se embarcaron los tresviajeros en el ferrocarril del Norte, y recorrióAndrés, por la primera vez, toda esa costa del río,sombreada de árboles en muchas partes, poblada dequintas y con pueblitos ya importantes, como SanIsidro y San Fernando. La primavera engalanabatoda la comarca con los ramilletes rosados de losduraznos y las hojas verde tierno de los sauces y delos álamos. En el Tigre, subieron a bordo del«Capitán» vapor recién traído para la carrera hasta elRosario, y empezó un viaje encantador, entre lasislas del Paraná. Andrés allí encontraba algo de lospaíses exóticos soñados antes de salir de su tierra; leparecía ver el caos lleno de promesas de un paraísoterrenal en formación con sus mil arroyos y ríos, susarboledas exuberantes de vegetación, pobladas de

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pájaros y de picaflores, cubiertos algunos de floresperfumadas, de azahares y de magnolias.

Y cuando al salir del dédalo de los arroyos queculebrean entre las islas, entró de repente el«Capitán» en el mismo Paraná, Andrés quedóse sinpalabras para manifestar su admiración por lamajestad del poderoso Padre de las aguas.

Llegaron muy de noche frente a San Pedro, ydespués de la difícil operación del desembarco, al piede la barranca, en una obscuridad mal combatidapor un farol único, en una tabla bamboleante,fueron a pasar la noche en la casa que tenían losseñores Alonso en el mismo pueblo.

El día siguiente, a la madrugada, salieron encoche para el matadero; el trabajo había empezadoya cuando llegaron, y Andrés pudo ver otroespectáculo impresionante. En los corrales seapiñaban miles y miles de capones: en medio debalidos ensordecedores, pasaban de brete en bretehasta llegar a la estrecha manga donde, con facilidad,los agarraban de una pata, haciéndolos caminar enlas otras tres hasta el gancho fatal del cual loscolgaban del jarrete. A lo largo de la hilera deanimales pataleando, otros hombres pasaban,cuchillo en mano, y los degollaban; esto era rápido,

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silencioso y rojo; de las gargantas anchurosamentesajadas manaba a borbotones la sangre, corriendo enarroyuelo continuo por la canaleta, desde lo alto dela barranca al río, perdiéndose con ella, como enpaíses demasiado ricos se pierden tantas otras cosasincomparables elementos de fertilidad.

En un abrir y cerrar de ojos, gauchos hábiles,verdaderos virtuosos del cuchillo, desollaban lasreses, resbalaban el cuero, y, sin cesar, iban alestaqueadero las pieles, al tacho la carne; tachoinmenso donde cabía todo un rebaño, y de dondesalía por la llave de abajo, corriendo, como el vinode la uva en fermentación, el sebo líquido a laspipas, pipones y bordalesas.

La carne, los huesos, en montones pestilenciales,servían para alimentar el fuego de esta cocinaprimitiva, derrochadora de riquezas incalculables.

Andrés y sus compañeros, impregnados hastalos sesos del hedor horrible de la grasería, fueron apasar el resto del día en la estancia situada cerca delmatadero, y si en Mercedes, el joven había vistocampos buenos, pudo don Luis hacerle, porcomparación, comprender que éstos valían más aún.Andrés, a pesar de no querer interesarse, se puededecir, en la tierra, como si ya hubiese temido que

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fuera ella la única capaz de detenerlo en el país, tuvo,asimismo, que confesar que en Europa había vistopocas tierras tan fértiles. Los pastos naturales veníanen ellas con una lozanía tal que se perdían entre eltrébol los animales, y no era cosa de extrañar que desemejante fuente saliera el inagotable manantial deriqueza de que le había hablado don Matías.

Y el paisaje, aunque montaña alguna cortara lalínea pareja del horizonte, no dejaba de tener suesplendor. El cielo, de una pureza inmaculada, elsuelo tapizado con una alfombra verde reluciente yespesa, salpicada por las manchas grises de lasmajadas sin esquilar todavía, porque la lana tenía tanpoco valor que a nadie preocupaba que se llenase decarretilla, y de las manchas multicolores de lahacienda vacuna; la inmensa napa cerúlea del Paranádormido, al parecer, al pie de las altas barrancascubiertas de una vegetación semi-tropical de nopalesy cácteas, el vuelo de las gaviotas que blanquean y seciernen gritando sobre los residuos de la matanza,todo esto era digno del más delicado pincel. Cuandollegó la noche, noche de luna, estrellada a más nopoder, don Matías, propuso a Andrés un paseo acaballo por el campo; y fueron los tres, trotando yconversando, bañados en luz, no sólo por el

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ambiente creado por los astros, de los cuales parecíadesprenderse una lluvia de polvo luminoso, sino poruna cantidad enorme, inverosímil de luciérnagas,brillantes que, cruzaban la atmósfera en todosentido, buscando, con sus faroles encendidos, loque buscan todos los seres, en la primavera, el amor.

No tuvo que insistir mucho don Matías paraconseguir de Andrés que se quedase tres o cuatrodías en parajes tan hermosos, y se hubiese quedadomás tiempo todavía, de buena gana, si ya no seacercara tanto el día de la salida del vapor paraEuropa. Por cierto que Andrés no hubieraconsentido por ningún precio en quedarse a vivirahí, a pesar de todo, pero comprendía que empezasea venir de Europa gente pobre, campesinos, a poblarestas tierras, a buscar en ellas la vida fácil, siquiera. Yhasta extrañaba que no llegara en mayor cantidad yde todas las comarcas europeas, donde tanta miseriahabía.

Ya no le quedaba a Andrés Sterner nada que verque lo pudiera interesar, y esta vez de veras, empezóa arreglar su equipaje y a poner en orden susnegocios. Esto era fácil y aquello poco complicado.Los señores Vázquez Hermanos irían cobrandopoco o poco lo que quedaba sin vencer o sin

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arreglar, remitiéndole letras de buenas firmas amedida de las entradas. No se trataba de cantidadesmuy fuertes ya, apenas el importe de las utilidadesque había podido hacer sobre el total de sus ventas.

Pero no se podía ir del país, que muyprobablemente nunca volvería a ver, sin llevarsealgunas curiosidades y algunos recuerdos. Compró,pues, varios álbumes de litografías bastante maldibujadas pero que, justamente por su mismaingenuidad, eran interesantísimos: vistas de losprincipales monumentos de la ciudad, monumentoscoloniales macizos y feos, que no tenían realmentede tales más que el nombre, pues eran todos deconstrucción lo más ordinaria y lo menos artística,pero que no por esto constituían menos un preciosorecuerdo; vistas de las principales calles y plazas, conlos tipos populares más conocidos, el lechero vascoa caballo con sus tarros, el panadero también acaballo con sus inmensas árganas, el vendedorambulante de mazamorra, un gaucho viejo deaspecto solemne que recorriendo las calles al tranco,iba cantando: ¡mazamorra la cocida, mazamorra a lamesa! industria genuinamente local cuyo pregonerocriollo debía, pocos años después, desaparecerdesesperado ante la jardinera manejada por un

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italiano que anunciaba su visita con una corneta; elciego Lezica, tembleque y doblegado sobre un largobastón, con su sombrero de copa alta; el negropastelero, «¡Está tapado! - ¡son de hoy!» corrido,durante años, por veinte generaciones de muchachosque le gritan en el mismo tono: «¡son de ayer!»

También había escenas campestres: un almuerzobajo el ombú, con el asador parado, el mate, losjinetes corriendo por el campo, el rancho pajizo y,en el umbral, tocando la guitarra, el payador delpago.

Se veían paradas de rodeo, trabajos de lazo, lamatanza en un saladero, bailes gauchos con lindasdécimas abajo; en una palabra, y aunque entonces nodesempeñara gran papel en esas cosas la fotografía,el surtido era bastante completo; hasta había figurasanticuadas, ya pasadas de moda y hasta caídas en elolvido, como las peinetas de carey de una vara deancho, escenas de sangre y batalla del tiempo deRozas, etcétera. No había olvidado una gran vistadel puerto, más bien dicho de la rada, con su muellede madera, sus desembarcos en carretas, y suslanchas; y también un panorama de la ciudad,tomado desde el río y que la abarcaba toda, con la

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Aduana, el Paseo de Julio y sus lavanderas, sumurallón y su Recoba.

Andrés Sterner no podía irse de Buenos Airessin llevar también algunos objetos que patentizasensu estadía en el Río de la Plata. Compró un arco conflechas de los indios del Chaco, una lanza de losindios de la Pampa, un magnífico lazo trenzado, unjuego de boleadoras, un par de botas de potro, unode espuelas nazarenas, un rebenque, un tirador todobordado de monedas de plata, un poncho pampa defondo azul con crucecitas blancas y coloradas y otro,arribeño todo colorado, con flores verdes yamarillas, de lana muy gruesa, para dar allá la nota dela industria indígena; y no se olvidó tampoco dellevarse un recado completo con los estribos decuero, otros de plata, las riendas trenzadas con elfreno, y todas las demás prendas de un buen apero.

Con esto, no dudaba de que pronto tendríaverdadera fama de explorador y produciría en susrelaciones y amigos de París un efecto bárbaro.

En los últimos días que pasó Andrés enBuenos Aires, hizo casi diariamente visitas a casa dedon Matías o a la del señor Zavaleta. En ambas lorecibían tan bien, tan afectuosamente, que se habíadejado cautivar por un singular sentimiento. Casi

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llegaba a figurarse que era su propia familia a la queiba a dejar. Se había hecho muy amigo con los hijosdel señor Zavaleta, Ernesto y Rodolfo, casi de sumisma edad y que estudiaban, el primero paraabogado, el otro para médico, Estos muchachos,relativamente instruidos, habían encontrado enAndrés un compañero precioso para conversar demuchas cosas que vagamente conocían, y que élhabía estudiado más a fondo, como se estudia enEuropa, donde los alumnos de los colegios, aún losmenos brillantes, tienen a la fuerza que aprenderalgo por la cantidad enorme de trabajo, y de trabajopersonal, que de ellos se exige. Sus negocios lehabían dejado muchas horas, muchos días libres,durante los cuales, ayudándose recíprocamente, sehabían perfeccionado en sus respectivos idiomas.Andrés a quien gustaba sobremanera la lectura, leshabía inculcado su amor a los libros,convenciéndolos de que una buena biblioteca espara un estudiante serio y que quiere llegar, laprimera de las necesidades.

Había mediado entre ellos tan continuo y taníntimo cambio de buenos procederes y desentimientos afectuosos, que un verdadero cariñohacia él había nacido en el corazón de los dos

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jóvenes. Ellos, por supuesto, manifestaban amenudo el gran deseo y la firma voluntad de ir aconocer, algún día, a Francia, cuyo prestigio eraentonces, en el Plata, quizás superior al de cualquierotra nación. Los ingleses ya tenían algún capitalempleado en varias obras y en negocios bancarios;los italianos, aunque todavía relativamente poconumerosos y ocupándose especialmente de cosasmarítimas, empezaban a hacerse conocer; pero elprestigio de Francia era todo intelectual: lasprincipales librerías eran francesas, los textos, en lasfacultades, eran franceses casi todos, los mejoresprofesores, el mismo rector del Colegio Nacional,Amadeo Jacques, eran franceses, y todos abrían a lasideas francesas, a las más nobles, a las más liberalesideas de su tierra natal, jóvenes cerebros argentinos,formando toda una generación de hombres de valora la cual debe mucho el progreso del país. De modoque si bien en algo los entristecía la próxima salidade Andrés, la consideraban como una separacióntransitoria, momentánea y hasta seguramente, depoca duración, sea que volviese Andrés -aunquesiempre decía él que no volvería, - sea que fuesenellos a visitarlo en París.

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Es más que probable que la gran estima que paraAndrés profesaba Josefina, estima que, muchasveces, en la intimidad de la familia y en ausencia deljoven y translucía a pesar suyo, había contribuidobastante a fomentar esta amistad de sus hermanospara con él. Pero a pesar de su juventud, Josefina erapersona seria, reservada y de mucha reflexión. Noquería abandonarse a ilusiones irrealizables, y ya quetantas veces y con una sinceridad, una convicciónque no dejaba lugar a dudas, Andrés Sterner habíamanifestado su inquebrantable resolución de noradicarse en el país, trataba enérgicamente de apagarlos primeros albores de un sentimiento másprofundo que la estima y difícil de vencer cuando sedeja uno dominar por él. Para no tener pesares quehagan sufrir, hay que evitar los sueños queembriagan, y Josefina rechazaba de su vida lossueños que dan pesares. Sentía de veras que AndrésSterner no fuera argentino; ¡qué lástima! como lohabía dicho, en cierta ocasión, a sus tíos. Pero no loera. Además, nunca se había fijado siquiera en ellamás que en cualquier otra... Asimismo ¡qué lástima¡...

Se despedía Andrés de la familia de Zavaleta.Los hombres le habían palmoteado los hombros a

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cuál más fuerte, augurándole buen viaje... y prontavuelta, agregaban, sonriéndose:

-Dudo, dudo mucho -decía Andrés.-¡A que vuelve! -exclamó el señor Zavaleta.Y todos, chicos y grandes, hombres y mujeres,

gritaron:-¡A que vuelve!-¿Quién, sabe? decía él; -no lo creo. Pero, en fin

puede ser.-¡Mire, Andrés! -le dijo don Luis, -si usted no

vuelve, voy a creer que está enojado conmigo.-¡No! ¡no! don Luis, nada de esto; y llevo de

usted el mejor recuerdo.-Señor Sterner -le dijo con bondadosa gravedad

misia Mariana; -siempre se vuelve a este país; de ellohe visto mil ejemplos.

Andrés no contestó; y siguió tendiendo la manoa las señoras y señoritas presentes. Doña Antonia ledijo en forma de despedida:

-Nos hemos de ver otra vez.Josefina le ofreció silenciosamente un hermoso

jazmín del cabo, y se despidió de él con afectuosa ymelancólica sonrisa, consiguiendo evitar que se lehumedeciesen los ojos.

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Andrés Sterner, de vuelta en Francia, a pesar desus ambiciones todavía sin llenar, pues el resultadode su primera campaña comercial, sin ser del todomalo, tampoco era muy halagüeño, más pensó endivertirse y gozar de las delicias de la gran capitalque en emprender en seguida otro trabajo; y eltorbellino de los placeres no tardó en alejar de sumente el recuerdo de su permanencia en BuenosAires. Sin embargo, era para él una gran satisfacciónpoder contar, cuando tenía oportunidad, lo quehabía visto durante su viaje; pues esto le dabaimportancia llenándolo de gusto. En cuanto a suopinión sobre el país y sus recursos, sobre su estadode civilización -no llegaba a hablar de cultura, -y lavida de allá trataba de no ser injusto, porquedemasiado le constaba que la República Argentinano era el pays de sauvages que se figuraban suscompatriotas, con el desprecio nato del sedentariohacia todo lo que no es su casa, sino al contrario, unpaís lleno de elementos de progreso, con unasociedad afable en grado sumo, y muchas otrascondiciones excelentes de orden, de patriotismo, deadministración y de sociabilidad.

No había quedado, es cierto, encantado, con lascostumbres comerciales de Buenos Aires, ni parecía

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creer que fuese todavía un mercado como pararealizar, en poco tiempo y sin mayores riesgos, lafortuna que anhelaba, y en cuanto a los recursosnaturales de la tierra, los ponderaba poco, por nohaberse dado cuenta bien exacta de la enormeriqueza latente que podían representar; de modo quesí, como turista, hubiese, hasta cierto punto,recomendado la República Argentina, no trataba enmodo alguno de fomentar hacia ella la emigración decapitales. Quizás, si algún campesino pobre lehubiese pedido su parecer al respecto, le habríaaconsejado embarcarse para el Río de la Plata; peroera la única clase de gente a quien, según él, podríaconvenir irse allá, para quedarse, se entiende.

El padre de Andrés, después de haber estudiadocon él los resultados de su viaje, le aconsejaba querepitiera la prueba. Ahora que estaba enterado de loque allá se vendía mejor, y de otros pormenoresimportantes sobre la expedición, el flete, la aduana,la clientela, podía operar con toda seguridad.Consideraba que en todo negocio, una gananciarazonable es lo que se debe buscar y trataba dedestruir en el espíritu del joven las ideas falsas, lasambiciones peligrosas, de que estaba lleno - perocomo Andrés por un lado no parecía muy dispuesto

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a volver a América y por otro, siempre citaba comosu dechado al señor Barral, enriquecido por unaespeculación en frutos del país, el padre trató yacabó por conseguir que entrara como dependientevoluntario, para aprender el oficio, en una casa delHavre, que recibía consignaciones de lanas, decueros, sebo y demás frutos del Río de la Plata.

Andrés, trabajó en dicha casa, por supuesto,como dependiente aficionado rico y sin sueldo, esdecir, muy poco. Pero aun sin querer, aprendía aconocer de veras y en sus detalles industriales,diremos, las materias brutas que allá, en el país deorigen, había mirado apenas. Estudió de cerca,aunque un poco superficialmente quizás, peroprácticamente, con los mismos fabricantes queelaboraban en sus usinas esos productos, lasdiferencias de rinde y de aplicación de una lana aotra, el valor distinto de los cueros entre sí, según supreparación primordial de secos o de salados, y mildetalles que pronto le parecieron sumamenteinteresantes por los resultados tan diversos que en lafabricación producían. Aunque en Buenos Aires nose hubiese ocupado de frutos, había visto trabajar enlos mataderos y saladeros, había visitado lasestancias de los señores Alonso, su grasería; había

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visto cómo se preparan los cueros, el sebo, etc., y lospocos detalles que podía, por su parte, proporcionara sus patrones y a los fabricantes, estrechaban entreellos las relaciones merced a un cambio incesante deideas tendientes a implantar en la campaña platensemejoras productivas para todos, para el productorargentino y para el fabricante europeo.

En Europa, haber estado en un país algodesconocido, y lejano, de donde se reciben a cadamomento cargamentos de materias primas demucho valor, constituye en una persona de aptitudescomerciales, un mérito inestimable para los quenecesitan dichas materias, y no tardó Andrés en sersolicitado por casas importantes que muchodeseaban tener en el Plata un representante osiquiera un corresponsal que les remitiesedirectamente los productos.

Estas propuestas produjeron en él inmediatoefecto. Acariciaban su amor propio, y todos saben,por lo que han podido experimentar en sí mismos oestudiar en otros, que las caricias al amor propio soncapaces de hacerle hacer a uno mil cosas que, segúnel éxito, se tratarán más tarde de locuras o de rasgosgeniales.

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Empezó, casi sin pensar, a profundizar elestudio que hacía de los productos del Plata, puesvió en ellos el instrumento posible de la fortunarápida que codiciaba; y ya admitió la idea de volver aBuenos Aires para especular - trabajar decía él, --enla compra de frutos del país, cuando hubiesecompletado sus conocimientos y reunido elementosque le permitiesen operar como lo pensaba hacer, engrande.

Pronto, a fuerza de concentrar su pensamientoen la ciudad lejana, no podía hacer menos deacordarse y lo hacía con cariño, - de todos losafectos que en ella había dejado. No sentiría quizás,verdadera impaciencia en volver a ese país en el cualmenos que nunca, ahora que creía tener pronto losmedios de realizar su sueño de enriquecimientorápido, tuviera idea de quedarse, pero experimentabacierto gusto en pensar que no tardaría en visitar denuevo a los que tan afectuosa hospitalidad le habíanofrecido en tierra extraña, y lo habían tratado, a él,extranjero, como miembro de la familia.

De vez en cuando, había escrito a sus amigosErnesto y Rodolfo Zavaleta, recibiendo de ellosnoticias de la familia y de lo que lo podía interesar;estaba también, naturalmente, en correspondencia

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con los hermanos Vázquez, encargados de suscobranzas, y por ellos no tardó en saber que lascosas andaban bastante mal.

Poco tiempo antes de su salida para Europa, el22 de septiembre de 1.866, había tenido lugar elsangriento combate de Curupaity; se seguíamandando refuerzos al ejército del Paraguay, y losmismos jóvenes estudiantes empezaban a temer quealgún día les tocase el turno. En marzo del añosiguiente, hizo su primera aparición el cólera, llevadoa Corrientes por enfermos del ejército aliado, y deallí al Rosario de donde se difundió por la campaña,principalmente en el norte de la provincia de BuenosAires. Estas noticias, como se comprende,detuvieron a Andrés, ya pronto para salir, yenfriaron por un tiempo sus deseos de volver alPlata. A mediados de junio había cesado ese primerataque del cólera y ya se creían todos libres de él,cuando en diciembre volvió con una fuerza terrible,invadiendo toda la República, hasta la fronteramisma de la provincia.

Esta vez hizo varias víctimas entre la peonada dela estancia de don Matías, en San Pedro, dondehabía ido a veranear con toda la familia, y fue casi unmilagro que no sucumbiese ninguno de los suyos.

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Mientras tanto el Gobierno había hecho un llamadoa las estudiantes de medicina para que fueran aprestar sus humanitarios y patrióticos servicios alejército del Paraguay, pues no bastaban los médicosmilitares allí presentes para cuidar de los heridos ylos enfermos. Rodolfo Zavaleta, con un rasgo denoble generosidad fue el primero en hacerseinscribir y, a los pocos días, salió para Corrientescon algunos compañeros que su viril ejemplo habíaarrancado a la vida fácil de la ciudad para hacerlesarrostrar los peligros de los hospitales militares,repletos de coléricos.

Ernesto, en una carta conmovedora, comunicó aAndrés este acontecimiento que, como es natural,había entristecido profundamente a los padres yhermanas del abnegado mozo. Aconsejábale, en lamisma, que demorase su vuelta, ya que, como lohabía manifestado, tenía intención de volver. Lepintaba la situación con los colores más negros: elcólera no había dejado sin enlutar a una sola familiaen Buenos Aires, casi se podría decir en laRepública. Era una desolación, y lo peor es que nose sabía cuánto tiempo iba a durar, pues por todaspartes iba cundiendo, multiplicando las víctimas deun modo horroroso.

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Andrés esperó dos meses, y como ya no recibíacartas y había acabado por sentir impaciencia deaprovechar sus relaciones y los conocimientosadquiridos, aprontó su viaje. Hasta cierto punto,quizás él mismo extrañaba esa impaciencia por irotra vez a un país azotado por tan terrible epidemiay en que por ésta y por la guerra, no debían andarmuy bien los negocios. Su madre, inquieta por lasnoticias anteriores, quería que postergase su viajehasta tener otras más tranquilizadoras.

Nada ni nadie lo apuraba para irse; tenía tiempo;los compromisos con dos o tres casas que le habíandado su representación en el Plata, no erancompromisos a plazo fijo. El mismo señor Sterner,padre, aunque calculara que el cólera debía haberdesaparecido ya y que en tiempo de guerra, a veces,es cuando se hacen los mejores negocios, no loincitaba a salir antes de saber cómo andaba todo.Asimismo, Andrés parecía poseído de la idea fija deirse, y cuanto antes; hasta buscaba pretextos: alegabaque los señores Vázquez Hermanos no podíancobrar ciertos créditos que había dejado entre susmanos, y que su presencia en Buenos Aires eranecesaria.

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La verdad es que en el fondo de su ser, de sucerebro y de su corazón, sin que se diera bien cuentade ello, sentía como una atracción irresistible, a lacual cedía casi gustoso, hacia el país nuevo dondehabía nacido al trabajo activo, empeñoso, a la luchapor la vida; donde se había despertado supersonalidad, donde los horizontes eran extensos,sin límite, como los de la juventud, donde habíaencontrado, en la vida de todos los días, unaindependencia, una amplitud de ideas que le hacíanparecer algo mezquinas las que encontraba en supropia tierra. Y también recordaba sus largos paseosa caballo, las cacerías milagrosas que casi en lossuburbios de la ciudad se hacían; veía como enpanorama lejano el campo verde donde pacían amillares las ovejas y las vacas, el Paraná y sus islas,las noches encantadoras de sus barrancas,iluminadas por miles de estrellas y millones deluciérnagas...

De lejos, todo le parecía digno de volverse a ver,hasta las cosas que, por comparación, y mientras lashabía tenido bajo los ojos, no le inspiraron más quesonrisas irónicas y muecas de desprecio, como elCarnaval con su lucha grosera y su desfile grotescopor las calles mal empedradas, o el Teatro Colón

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con sus pequeñas ridiculeces provincianas, y lasceremonias de la Semana Santa, y las ingenuasdecoraciones de las fiestas nacionales; y le parecíaque no podía pasar más tiempo sin todo aquello queformaba ya como una necesidad de su vida, o másbien un conjunto del cual formaba él parte y con elcual no podía dejar de confundirse otra vez, siendopoco, para ello, navegar tres mil leguas.

Navegar también le parecía, por lo demás, otranecesidad ineludible de su existencia; ansiaba sersacudido otra vez por las olas magnas del Atlántico,poderoso conocido, y más que todo, necesitabasensaciones exóticas: precisaba hablar español, verdesfilar batallones de tez morena, tomar mate,comer choclos y zapallo -y se acordaba con unasonrisa de las predicciones de doña Edelmira, pues,a pesar de todo, no pensaba que fueran ciertas, y queno por volver allá otra vez, corriese peligro dequedarse; y hartarse, con don Luis -ese criollo conquien habían acabado casi por quererse, -deduraznos amarillos y jugosos. Hasta tenía ganas decomer un puchero, ¡así! en pleno París, él, parisiense:entre las sabias combinaciones de la cocina másrefinada, le titilaba el olfato al aroma lejano delvulgar cocido criollo; y, cosa más particular aún, casi

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saboreaba, en la memoria, el olor fuerte a cigarrillonegro que personalmente, raras veces, se habíaatrevido a probar, pero que era parte de laatmósfera, en toda casa porteña.

En su soledad familiar de hijo único, veía,evocadas como en un sueño que pensaba con júbilotrocar pronto en realidad, las reuniones amables ynumerosas de cierto tinte patriarcal, en lasemiobscuridad apacible de los grandes patiosampliamente abiertos al aire fresco de la noche, conla sala resplandeciente de luz, resonante de risasjuveniles, de bulliciosos tecleos de piano y detrémulos rasgueos de guitarra, acompañando cantosde alegría o súbitos vuelos y remolinos de muselina yde cintas. Y todo esto lo envolvía entonces, comonube paulatinamente creciente en la memoria,dominándolo un perfume sutil, penetrante, tierno,voluptuoso de jazmín del cabo. Le ofrecía lahermosa flor exótica, silenciosamente, con unasonrisa afectuosa que no se sabía si era de pesar o deesperanza y melancolía, Josefina Zavaleta.

Andrés salió de Burdeos el 25 de diciembre de1866, y dió la casualidad que su llegada, el 1º demarzo de 1868, después de un viaje prolongado poraverías en la máquina del vapor, coincidió con el Te

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-Deum cantado en la Catedral de Buenos Aires paracelebrar la desaparición de la epidemia del cólera.Aquella misma noche, por decreto municipal,cantaron por última vez en las calles adormecidas dela ciudad, las voces roncas o agudas o tremoladorasde los serenos, anunciando el estado del cielo,marcándose así un paso más hacia las ideasmodernas o por lo menos hacia ideas algo menoscoloniales.

Andrés fue recibido por las familias de Alonso yde Zavaleta con gran alegría. Triunfaban, pues,todos los que le habían predicho que volvería;algunos ruidosamente, como si aquello hubiera sidoapuesta; otros con la sonrisita discreta de laperspicacia satisfecha; a doña Mariana le parecía muynatural y a don Matías muy sensato; para Josefinaera la inconfesada realización de una esperanza conmil recelos acariciada. El se defendía, afirmando quemenos que nunca venía para quedarse, que susnuevos compromisos comerciales lo obligarían aviajar a menudo, una vez al año por lo menos, y estohasta completar la ganancia deseada. Es cierto queno indicaba cantidad o lo hacía tan vagamente que lomismo podía durar diez años la campaña... comocincuenta.

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Nadie, por lo demás, pensaba ni por un rato quefuera cierto lo que decía; había vuelto una vez, y sipor casualidad se marchaba otra, volvería de nuevo;de esto no cabía la menor duda.

Los que con mayor alegría festejaban la vuelta deAndrés, eran los más chicos de ambas familias, yEdelmirita, Julia, Adolfo y Arturito Alonso, lomismo que Manuela, Concepción y León Zavaleta,habían quedado embelesados primero y despuésentusiasmados al ver las muñecas, los soldados, loscaballitos y otros juguetes que les llevaba. Todavíacasi no se sabía en Buenos Aires lo que era unjuguete, y fuera de algunos cajones de juguetitosalemanes que se vendían para la campaña o lasprovincias, nadie pensaba ni que pudiera existirsemejante cosa. «¿Para qué sirve?» hubiera sido lacontestación probable del cliente al vendedor sialguno se hubiese atrevido a ofrecer tal artículo.Cosa extraña que en una población tan prolífica, enun país donde la producción de niños parecía laocupación principal de la gente, nadie hubiesepensado todavía en darles el gusto de poseer yromper juguetes.

Andrés no se había olvidado, por supuesto, delos demás miembros femeninos de la familia, y

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llevaba no sólo algunas amables chucherías deFrancia, sino también todo un cargamento de uistitiso monitos del Brasil, de pajaritos muy lindos, y deadornos de flores hechas de pluma, uno de losproductos más preciosos de la industria brasileña.

Tan cariñosamente lo recibieron todos que sesentía más que nunca envuelto en la atmósferafamiliar, que en parte le faltaba en su tierra, pues lafamilia, si bien tiene por base los padres, no leconstituyen solamente ellos; los hermanos y sobretodo las hermanas, los tíos y tías, los primos y demásparientes forman entre sí la misma red que los tieneligados con ese sentimiento de solidaridad tan difícilde romper entre gente de la misma sangre; y no hayespectáculo más atrayente que el de una familianumerosa, unida de tal modo que ni las mismascuestiones de interés puedan prevalecer contra esaunión, en la cual, los que en ella entran por alianza,quedan tan incorporados que parecen pertenecerlede nacimiento. Es cierto que cuanto más aumenta lacivilización, el refinamiento de una sociedad -si sepuede llamar refinamiento y civilización elalojamiento paulatino del estado patriarcal hacia larestricción voluntaria del círculo de la familia y elaumento de la progenitura, -tanto más escaso se

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hace ese espectáculo. Para Andrés, hijo único, másque para nadie, era atrayente en sumo grado; y comoparecía que tácita, inconscientemente, casi porsimpatía recíproca o por la misma atracción quehabía experimentado él hacia ellos -y cuyo agenteignoto, o por lo menos nunca nombrado, podía muybien haber sido Josefina, verdadera encarnación enese caso de la República Argentina que, como sirena,detiene, seduciéndolos, a los hombres que hanpisado su suelo, -todos lo habían considerado comode la familia, aceptaba y desempeñaba con la mayornaturalidad y sin pensarlo siquiera ese papelimprovisado.

-¿Y sus padres? -le preguntó una vez doñaAntonia, quien en su calidad de madre de Josefina,se sentía secretamente interesada en conocer lasverdaderas intenciones que pudiese tener Andrés.-¿Cómo vivirán allá solos? Estarán muy tristes.

-¡Oh! no hay duda; pero saben ellos que es porpoco tiempo y que pronto volveré.

Y esta contestación no dejaba de inquietar adoña Antonia; había adivinado el carácter delsentimiento que Josefina, a pesar de no haber hechoa ello nunca la menor alusión, podía experimentarhacia el joven extranjero, y pensaba con razón que,

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mientras éste tuviera a sus padres solos en Francia,no podría nunca pensar en radicarse en el país. Ytambién pensaba: «¡Que lástima que no seaargentino!» Pues lo quería mucho y lo estimaba, y suegoísmo de madre se sintió algo aliviado al oírlodecir que sus padres, como muchos otros enFrancia, estaban acostumbrados a vivir separados desus hijos, por el sistema muy generalizado allá delinternado en los colegios y que no se entristecíanmayormente con su ausencia.

Andrés Sterner había encontrado poco cambioentre sus otras relaciones. El señor Barral se iba aEuropa, dejando definitivamente el país, para fundarallí un banco cuya base de operaciones sería siempreBuenos Aires, donde dejaba intereses importantes,pues su casa seguía, con otra razón social, bajo ladirección de sus más antiguos dependientes, yhabilitada por él.

Los demás seguían como siempre recibiendomercaderías y comerciando, persiguiendo con afán-en negocios no siempre del todo seguros, perosiempre apartados de las verdaderas fuentes deriqueza del país, una fortuna que parecía muy difícilde alcanzar. Las quiebras, los malos pagadores, losplazos largos, los derechos y gastos subidos, los

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clavos inevitables, la competencia cada día mayor,todo se juntaba para impedir que el comercio deimportación diera a sus adeptos grandes utilidades.

El señor Poncet, parecía más satisfecho. Se ibaacostumbrando a la vida del campo, más confortableo por lo menos soportable de lo que se podía creer.No daba mayores resultados la cría del ganado,porque los animales tenían todavía reducido valor ysus productos escasa salida; pero, asimismo,aumentaban los rebaños, y tanto las majadas comolos rodeos poblaban poco a poco todo el campo,mejorándolo. Y el señor Poncet creía que, sinhacerse ilusiones, podía contar con que algún día,todos aquellos campos valdrían más, lo mismo quelas haciendas, pues con la seguridad ya completa deque los indios no podían pasar del Azul, se poblaríamucho la campaña.

Andrés, al oírlo, lo miraba con cierta compasión.Había admirado, como turista, los paisajespampeanos que viera, pero no por esto considerabaque tanta tierra despoblada pudiese nunca valer algoni poblarse mucho.

Y su compasión aumentó cuando Poncet, conaire resignado, le anunció que estaba por casarse conuna argentina, porque en el campo, se hacía difícil

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vivir solo y era una necesidad formar familia. Sunovia era hija de un estanciero vecino suyo, quetenía bastante campo, varias leguas, y muchahacienda, y también muchos hijos, pero alcanzaba lacarne para todos.

-Entonces -le preguntó Andrés, -¿usted nopiensa volver a Francia?

-En mucho tiempo, no, seguramente -lecontestó Poncet, -y hasta creo que si me va bien,haré venir a mis dos hermanos, los únicos parientesque me quedan. Son agricultores y no les va muybien; creo que aquí hay más esperanza.

Sorprendíase Andrés de que se pudiese tenersemejantes ideas de destierro. No recordaba haberdeseado intensamente, e1 mismo, volver al país;creía sinceramente que sólo había vuelto llevado porel deseo de enriquecerse pronto y no atraído por lasmil invisibles fibras que lo tenían atado. No se dabacuenta, ahora que todo lo tenía a mano, de la faltaque le había hecho esto mismo, cuando estaba en supropio país; ni tampoco se daba cuenta de que cadadía quedaba más ligado a esta tierra nueva por lasmil costumbres que en ella, sin querer, adquiría, porlos pequeños y múltiples hábitos que adoptaba.

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El señor Lemoine, barraquero y gran compradorde lanas, cuando supo que llegaba con órdenes quellenar, le hizo mil agasajos. Habían simpatizado algodurante el primer viaje de Andrés, pero como nohabía entre ellos relación alguna de negocios, pocose veían. Esta vez cambió de aspecto la cosa.Lemoine veía abrirse todo un horizonte decomisiones y trabajos de barraca, enfardelaje delanas y cueros, y también buenas ganancias enalgunos lotes comprados baratos y vueltos a apilaren la barraca con cuidados especiales para darlesvista.

Apenas hubo acabado Andrés con los hermanosVázquez el arreglo, fácil por lo demás, de suscuentas anteriores, Lemoine trató de acaparar a sunuevo cliente. Andrés había traído también esta vez,un surtido bastante grande de mercaderías, peromientras se diligenciaba su despacho en la Aduana,tenía desocupadas todas sus mañanas y las empleóen visitar el mercado del Once; donde el barraquerotenía su establecimiento, cercano a la plaza. En lamisma plaza acampaban las carretas de bueyes quevenían de la campaña, echando semanas para llegar,pero trayendo la lana mejor acondicionada que laque transportaba el ferrocarril; ésta manoseada,

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enlienzada, cargada y descargada varias veces, perdíasiempre mucho de su vista; la apilaban mal que malen los pequeños y obscuros galpones del ferrocarril,donde se reunían por la mañana compradores yconsignatarios, discutiendo, examinando, tratandode palabra negocios ingentes, a veces, pero siempreejecutados como si hubiesen sido objeto de contratosolemne.

En la plaza, entre las carretas, circulabantambién, sacando de los buches entreabiertos losblancos vellones, cortando el hilo el comprador,mirando, oliendo, sompesando, buscando defectosque le permitiesen despreciar con énfasis lamercancía, afectando por algunas carretillasenroscadas en una barriga o por haberse pinchadocon un abrojo, no atreverse ya a ofrecer precioalguno por toda la partida.

Familiarizado Andrés con la moneda del paísque después de mil transformaciones causadas porlos mismos sacudimientos políticos, había llegado afijarse en el peso papel de ocho reales, equivalente acuatro centavos oro, después de haber valido todoun patacón, tenía ahora que ponerse al corriente dela arroba y de sus 25 libras españolas para calcular elprecio exacto de los frutos que comprara. Bien

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aconsejado por don Alejandro, hermano de donMatías y consignatario, antes de hacer negocios,había resuelto dedicarse a estudiar bien lascostumbres del mercado y sus condiciones, paradarse cuenta de los gastos inherentes a lamanipulación de los diferentes frutos. Pronto vióque no era todo comprar, sino que había que tratar,al mismo tiempo, el flete y el cambio, y que losdetalles de una operación resultan muchas veces loque la hacen buena o la echan a perder.

En los Bancos que empezaban entonces amultiplicarse, sin que sus capitales fuesen todavía degran magnitud, pues sólo trabajaban los Wan-klyn,Carabassa y otros, Andrés encontró facilidades paracolocar sus letras, gracias a las cartas de crédito quetenía y al crédito personal que no tardó en adquirir,como lo adquiría entonces tan fácilmente, en estepaís nuevo, todo hombre inteligente y dispuesto atrabajar.

Como la misma base de este crédito era elcapital que tenía en mercaderías, se ocupó conactividad, en cuanto llegó el momento oportuno, desu despacho en la Aduana y de su realización. Estavez, estaba poco dispuesto a recurrir a la costosaayuda de intermediarios, convencido, más que

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nunca, de que no hay cosa mejor hecha que la quehace uno mismo. Empleó a su antiguo conocidoseñor Durand para la tramitación de los manifiestos,pensando con razón que más vale lo malo conocidoque lo bueno por conocer, pero lo vigiló de cerca ypersonalmente discutió con el vista los aforos,tratando de conquistar por sus buenos modales ydemás medios adecuados, la simpatía tanprovechosa de este funcionario, de cuya buena omala voluntad puede depender para el comerciantetodo el éxito de sus negocios. Así consiguió pagar elmínimum posible de derechos y otros gastos,poniendo en práctica la máxima sencilla, que tantasveces había oído a su padre, de que la primerautilidad es la economía en los gastos.

Para no incomodar a los señores VázquezHermanos que, lo mismo que la primera vez, leofrecían un sitio en sus almacenes, y porque traíamuchos más cajones que entonces, alquiló una casaen la calle Potosí 83, entre Bolívar y Perú, dondepudo acomodar bien su depósito, su escritorio y suvivienda.

Y de allí salía a visitar a sus antiguos, conocidos,Casal y Rodríguez, Carballo y compañía, ReyHermanos, Olivero, García, Echegaray, haciendo

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recordar a todos y a cada uno que había sido «suprimer cliente,» lo que le valía un renuevo deprotección y de buena voluntad. Por lo demás, nonecesitó para colocar el surtido, desplegar tantaenergía, ni tanto empeño como en su primer viaje,por la sencilla razón de que todo lo que traía eranartículos nobles, de gran consumo; sino de primeranecesidad, bien elegidos, bien comprados y de ventafacilísima por su precio razonable.

Sin embargo, no pensaba que valiese la penahacerse mandar por su padre como le hubiera sidofácil, más mercaderías para vender. Le parecía estode lento éxito, y ahora que conocía los mercados defrutos y estaba al corriente de las operaciones, queen ellos se podían hacer, le parecían éstas másapropiadas a la realización de sus anhelos desiempre. Presentaban terreno más amplio paraespecular, y la especulación era lo que seducía aAndrés. Le parecía que el trabajo continuo, asiduo ybien ordenado, pero sin una puerta abierta al azar, ala suerte, no podía dar la fortuna con que soñaba, yempezó a frecuentar las plazas del Once y deConstitución, eligiendo y comprando los lotes que leparecían más adecuados por sus condiciones a lasnecesidades de sus corresponsales europeos.

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No dejaba de tener hasta cierto punto razónobrando así; pues bien veía que, siguiendo lascostumbre del mercado, como antes, era casiimposible, con los plazos inacabables, no sufriralgún día pérdidas como para quedar tullido. Veíaque las casas importadoras mejor surtidas y mássólidas adelantaban poco y siempre estaban enpeligro de no poder sostenerse.

En las operaciones de frutos del país, también secorrían grandes riesgos, y más de uno habíazozobrado, pero siquiera ofrecían la compensaciónde mayores y más rápidas ganancias que las deimportación, forzosamente reducidas, en un paíscuyo primer censo acababa de acusar una escasapoblación de un millón novecientos mil habitantes.

Y Andrés, joven y lleno de las ilusiones de suedad, no veía más que las ganancias posibles, sinpensar siquiera que también se pudiese perder; y,sobre todo, conocía bien los frutos, por haberlosestudiado en Europa, antes de volver, y en losmercados, después, desde su llegada.

Y hasta fines de 1869, trabajó con muchoacierto, utilizando los buenos oficios de Lemoine,sin dejarse engañar por él, y acrecentando su capitalde tal modo que una vez que se encontró con

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Poncet en el Club Francés, y como le dijera éste queno estaba muy satisfecho por las inundaciones quehabía habido en el Sud y le habían hecho perecermuchas ovejas, casi se burló de él y de sus ideasatrasadas, diciéndole que no había entendido lo queera este país; que en él no debía uno radicarse jamás,que sólo la especulación, y especialmente en frutos,podía darle a uno con qué irse a lucir en París ydejarse de trabajar por el resto de sus días.

-¡Mire! ¡criar ovejas! ¡hacerse pastor! Aunque seaa caballo y en mucho campo, no es oficio para gentecivilizada. De aquí a diez años, estará usted criandoovejas todavía, mi querido Poncet, y yo estaré allágozando de la vida.

Andrés visitaba siempre a las familias de Alonsoy de Zavaleta y todas seguían con interés la marchade sus negocios y de sus ideas, Bien veían que el paísle gustaba y que, a pesar de algunas bromitas hechasde vez en cuando sobre alguna costumbre ocircunstancia, le, tenía cariño. Pero, con todo,también era fácil ver que ese cariño era másamistoso que filial; siempre parecía a punto devolver a Francia, y don Luis exclamaba: -Es debalde; gringo ha nacido y gringo morirá.

Andrés se reía: -Cállese gaucho -le contestaba;

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¡claro que me voy a ir! ¿Qué voy a hacer en este paísde indios? Deje no más que haya hecho algunosbuenos negocios más, y verá si dejo salir muchosvapores.

-No sea zonzo -le decía Luis. -Cómprese unabuena estancia, déjese de negocios arriesgados, yquédese aquí: no faltan muchachas bonitas enBuenos Aires, usted mismo conviene en ello. Y donLuis, al hablar así, guiñaba de rabo de ojo hacia unrincón de la sala, donde un grupo de niñas, entre lascuales estaba Josefina, conversaba del noviazgo desu hermana Antonia, de 18 años de edad, pedida porun hijo del señor Echegaray, uno de los «primercliente» de Andrés. Josefina, también, había sidofestejada varias veces, y por mozos de buenasfamilias pero nunca dejó que tomasen vuelo dichastentativas. No daba más motivos, cuando lepreguntaban por qué rechazaba ciertos conatos muyaceptables, sino el de que no le gustaban, o el de quetodavía no quería casarse.

Doña Edelmira le recordaba que ya tenía veinteaños y que haría mal en fiarse de las disposicionesde... no lo nombraba; nadie lo había nombradonunca, pero nadie tenía dudas sobre los sentimientosde Josefina hacia Andrés. Este, por su lado; nunca

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había dado motivo para que se le pudiesen atribuirideas matrimoniales. Nunca había cesado de declararque volvería pronto a su país; que no quería deningún modo radicarse en la República Argentina, y,varias veces, había manifestado que, si se casaba,nunca sería antes de los 28 o 30 años, una vez hechasu posición. Jamás dió a entender a Josefina que sussentimientos hacia ella fuesen otros que de sinceroafecto, casi fraternal, es cierto, pero ni una palabrasuya, ni una mirada, ni un ademán podíainterpretarse de modo distinto.

Parecía estar en guardia, como si oyese todavía elconsejo del señor Lambert, de no dejarse engatusar;pero no, nada de esto había; no pensaba en casarseaún y nada más; tenía apenas 25 años, la vida lebrindaba todos los placeres que, joven y rico, podíadisfrutar. El día que se cansara de Buenos Aires,regresaría a París, por una temporada, o paraquedarse definitivamente, si quería. ¿Por qué pensarsiquiera en casarse, y en casarse en país tan lejano? Ysin embargo, cuando maquinalmente acompañaronsus ojos a los de don Luis hasta el alegre y bulliciosogrupo de las niñas en medio de las cuales parecíaJosefina, con su perfil recto de medalla y suafectuosa sonrisa, una personificación ideal de la

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sensatez, de la amabilidad y de la hermosura, sequedó mirándola, pensativo, como si de repentesoñara en todo un porvenir de apacible felicidad, encompañía de una esposa como ella, rodeado demuchos hijos... ¿Dónde? El país, nido de su dicha,quedaba sin precisar en su mente; sólo pensaba deun modo vago que allá, en Europa, los esposos notienen muchos hijos, y al mismo tiempo se sentíacomo envuelto en el penetrante perfume, no ya sutilsino violento, de los jazmines del cabo que florecíanallí cerca, en el mismo patio.

Hacía más de año y medio que Andrés Sternerhabía vuelto a Buenos Aires. Sus padres, en todassus cartas, le preguntaban con cierta ansiedadcuándo iba a volver, y si no insistían por demás esque sabían que sus negocios andaban muy bien, quelas casas del Havre con las cuales trabajaba estabanmuy satisfechas de sus compras, en fin que parecíahaber encontrado el verdadero camino de la fortuna.

Había estado a punto de irse a dar un paseo aEuropa, pues también en esta ocasión sintió unaespecie de nostalgia, muy explicable por supuesto, yaque esta vez se trataba de su patria; pero casisúbitamente, aplazó el viaje; seguramente la nostalgiase desvanecería de pronto, pues sus negocios no lo

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obligaban absolutamente a quedarse. Todos sealegraron, al conocer su resolución, y don Luis, conel tono medio socarrón de siempre, lo felicitó,diciéndole: -Hace bien, amigo; quédese, pues en sutierra de gringos, no va a encontrar una muchachacomo Josefina.

Andrés no halló palabra que contestar. Quedócomo si, en una obscuridad completa, lo hubieranencandilado colocándole de repente una luz entrelos ojos. Comprendió que los demás, los quealrededor suyo vivían, conocían mejor que él losrecovecos de su propio corazón; y miró a don Luis,medio asustado. Don Luis se sonreía, prendiendo agrandes y ruidosas bocanadas su cigarrillo negro,pegando golpecitos con la uña del dedo pulgar en elfuego recalcitrante, y Andrés buscó con la vista aJosefina para preguntar a sus ojos si era cierto. Y losojos de Josefina le contestaron que sí.

El 2 de enero de 1870 fue para la patriaargentina día de gran júbilo. Volvían del Paraguay yhacían en Buenos Aires su entrada triunfal lastropas, vencedoras del tirano Solano López.

Larga y sangrienta había sido la lucha. Desde el13 de abril de 1865, día en que los paraguayos seapoderaron alevosamente de la «25 de Mayo» y del

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«Gualeguay» buques argentinos, en el puerto deCorrientes, hasta la toma de Peribebuy, últimoreducto de las últimas fuerzas paraguayas, el 10 deagosto 1869, por el bizarro coronel Luis M. Campos,jefe del famoso 6º de línea, las batallas y combateshabían sido innumerables y encarnizados. Losparaguayos incitados al heroísmo por el temor queles supo infundir su tirano de que, si caían en manosde los aliados, serían cruelmente sacrificados, y porla seguridad de que, sí retrocedían, los haríamartirizar el mismo López, pelearon como tigres.Este valor, artificialmente exacerbado, produjo aveces milagros especialmente en algunos ataquesllevados a cabo con toda audacia por paraguayosmontados en balsas y canoas contra los acorazadosbrasileños. Varias veces estuvieron a punto desucumbir éstos, a pesar de la extrema diferencia defuerzas, y cuando, recuperada su serenidadmomentáneamente quebrantada por el susto, losmarineros brasileños volvieron en sí y aniquilaron asus contados adversarios, no les faltaban, en lasproclamas de sus jefes y en los comentarios de losdiarios fluminenses, los encomiásticos períodos tanabundantes siempre en el retumbante idiomaportugués.

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Solamente al año de la violación del territorioargentino por los paraguayos, en abril del 66,pudieron invadir a su vez el Paraguay los tres jefesde los ejércitos aliados: Osorio, Paunero y Flores.

Poco después tuvieron lugar la batalla de Tuyutí,el combate del Boquerón, preludios de lossangrientos asaltos de Curupaity, mandados por elgeneral Mitre, en septiembre del 66, y en los cualesde los 18.000 argentinos y brasileños que los dieron,murieron 4.000. Allí recibió Rivas, en el campo debatalla, los entorchados de general.Desgraciadamente mal sostenido el esfuerzo deestos valientes, el general Flores se retiró con lastropas orientales; el general brasileño Polidoro, consu cuerpo de ejército, se quedó en el campamento, ylos cañonazos del almirante Tamandaré partían demuy lejos para surtir efecto.

Siguiéronse numerosos ataques, encuentros ycombates, marchas entre los esteros, y penurias, yfatigas, y enfermedades, hasta que en agosto del 67,el Conde d'Eu y Luis M. Campos, con la toma deAzcurra, obligaron a Solano López a internarse, y laescuadra brasileña, alentada por la patente debilidadde las baterías de Curupaity se decidió a forzar elpaso.

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En enero del 68, el general Mitre había tenidoque entregar al Marqués de Caxias, general brasilero,el mando supremo de los ejércitos aliados, paravolver a asumir la presidencia efectiva de laRepública, vacante por muerte del vicepresidente enejercicio del poder, doctor Paz. Pero también dejabamuy adelantada la tarea de reducir al enemigo,aunque todavía quedase por tomar la fortaleza deHumaitá, la que sólo se rindió, más bien dicho,quedó abandonada, el 24 de julio del mismo año.Sus heroicos defensores, en número de 1.300,mandados por el general Martínez, emprendieronsigilosamente la retirada; y no se rindieron, enLaguna Vera, los pocos que quedaron, sino despuésde haber combatido, sin comer, durante cuatro días,bombardeados por once cañones y dos mil infantes.

Poco después, los generales Gelly y Obes yRivas daban al ejército paraguayo el golpe de graciaapoderándose de Itá-Ioate. Angostura capitulaba el30 de diciembre de 1868, y el 31 podían losbrasileros saquear a su gusto la Asunción, en lo queno quisieron meter mano los argentinos. Y por fin,el 1º de marzo de 1869, Francisco Solano López aquien después de haber hecho matar 150.000 de sussúbditos, en cuatro años, no quedaban más que

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600.hombres y dos cañones, era cercado por 4.000brasileros en Cerro-Corá, y lanceado.

Las tropas habían llegado al puerto el díaanterior, primero del año, pero demasiado tarde paradesembarcar, y el pueblo tuvo que contener suimpaciencia veinticuatro horas más. Por todas partesondulaba la bandera patria; y todas las calles pordonde debían desfilar las tropas para ir del muellehasta el cuartel del Retiro, dispuesto para alejarlas,estaban embanderadas profusamente, tapizadas lasparedes y alfombradas las calzadas con ramas deárboles y con hojas odoríferas de hinojo.

Del muelle venían las tropas por el paseo deJulio hasta la plaza 25 de Mayo, desembocando deésta en la plaza Victoria por el arco de triunfo de laRecoba vieja, frente al modesto estrado de maderalevantado allí para las autoridades nacionales.Presidía la ceremonia el presidente Sarmiento, y estosólo bastaba para imprimir a la fiesta la melancólicanota que siempre en sí encierra toda vuelta detropas, por triunfal que sea. Entre los que novolverían había quedado su propio hijo el capitánSarmiento, segado como tantos otros jóvenes de lasociedad y del pueblo que no habían vacilado en ir acumplir con su deber de patriotas. La multitud

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aclamaba y cubría con una lluvia de flores a losbatallones, saludando con entusiasmo las banderashechas jirones por las balas, algunas a sablazos, enluchas cuerpo a cuerpo, vitoreando por sus nombresa los oficiales, a los jefes, casi todos estos últimosascendidos a grados superiores en el campo debatalla, a raíz de rasgos de valor que tantomenudearon en aquella guerra encarnizada de cuatroaños, y en la que, por cierto, no pudieron serpremiados todos, sin contar los innumerables queno tuvieron más premio que la gloria póstuma.

La feliz terminación de la guerra del Paraguay,el mismo recibimiento de las tropas nacionales en lacapital de la provincia de Buenos Aires por unpresidente de la República sanjuanino, marcaba en lamarcha hacia adelante del país un paso irrevocable.Habían combatido juntos contra un enemigoexterior, hijos de las catorce provincias argentinas,bajo la misma bandera creada por Belgrano en unode esos arrebatos geniales que fundan las patrias, yesto bastaba para crear entre todas las provincias, denacionalización todavía tan vacilante y confusa, unasolidaridad definitiva que ya nada ni nadie podríaamenguar.

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Muchos guardias nacionales, especialmente delas provincias del interior, habían ido de muy malagana a pelear tan lejos contra un enemigodesconocido. Pelear de provincia a provincia, departido a partido, para tal o cual caudillo contra tal ocual otro, esto se entendía, era cosa de todos losdías; pero ir uno de Mendoza o de Jujuy aembarcarse en Buenos Aires o en el Rosario, paracorrer en defensa de los correntinos contra losparaguayos parecía a muchos un disparate. La ideade patria, incompleta en aquellos cerebrosignorantes, se reducía para ellos a un localismoestrecho, receloso de los vecinos inmediatos, a pesarde ser también argentinos, indiferentes a los demás.

Al sufrir, al combatir, al morir bajo la mismabandera, empezaron a quererla con el mismo amor,viniendo así la guerra del Paraguay, si no acompletar, por lo menos a afianzar mucho la unidadde la República.

Queriendo o sin querer, o queriéndolo a mediasy con segunda intención, todos los jefes de partidos,simples caudillos o grandes estadistas, habíantrabajado en crear o en afirmar la unidad argentina:Urquiza, al derrocar a Rozas, Mitre al vencer aUrquiza, y más quizás aún al permitir, con una

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abnegación política de que no hubieran sidoseguramente capaces muchos porteños, que subierasin luchar al sillón presidencial un provinciano,habían abierto la vía a la nacionalización, a launificación nacional, -el mayor servicio que puedaprestar a su país un estadista.

Con Sarmiento, por supuesto, no podía más queprogresar moral y materialmente esa tendenciainstintiva de toda nación predestinada a ser nación, yprogresó efectivamente de tal modo, tan bien entróy penetró en la mente de la mayoría, que al fenecersu presidencia en 1874, bien se vió que el país noadmitiría ya más que una sola provincia impusiese alas demás su voluntad; pero tampoco ya nadie en elpaís entero se hubiese atrevido a pronunciar lapalabra separación.

Hasta 1870, los progresos materiales,especialmente las vías de comunicación rápida, losferrocarriles, no habían empezado todavía su granobra de civilización y de unión de provincia aprovincia; sólo en mayo de ese mismo año tuvolugar el primer viaje de la locomotora de Rosario aCórdoba, para seguir hasta Tucumán en 1876.

Sarmiento tenía que ocuparse primero de lo másapremiante y necesario, la instrucción del pueblo y el

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crédito exterior de la República. Desgraciadamentelos movimientos revolucionarios de Entre Ríos, y lasdos epidemias seguidas de fiebre amarilla queazotaron la capital en 1870 y 71, dificultaron sutarea.

Para Andrés, los acontecimientos políticos notenían interés mayor, y apenas podía ser para él temade conversación la misma muerte de don MarianoEscalada primer arzobispo de Buenos Aires,acaecida en 27,de julio de 1870.

Cuando los hijos del país entre quienes contabamuchos amigos, discutían los respectivos méritos deMitre, de Sarmiento y otros personajes cuyaimportancia empezaba a despuntar, y sobre todocuando las opiniones divergían demasiado y ladiscusión tomaba visos de disputa, retirábaseprudentemente prefiriendo la conversación deJosefina a retahílas partidistas de las cuales entendíapoco.

Con Josefina, desde la embestida atropelladorade don Luis, ciertos puntos en duda, los principales,se iban aclarando cada día más; por ejemplo, habíantenido que confesarse mutuamente que la recíprocasimpatía sentida siempre por uno y otro se habíavuelto, con el tiempo -y quizás sin él, pues buscando

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bien, se podía creer que así era desde el día que seconocieron, -el más completo amor. Pero este amor,tácitamente aceptado desde hacía mucho por lasfamilias de Zavaleta y de Alonso con la mayorconformidad, y sobre todo su declaración formalque había llenado de gusto a todos y particularmentea Ernesto y a Rodolfo, vuelto ya este último, hacíatiempo de Corrientes, tenía que tener forzosamentecomo sanción el casamiento de los dos jóvenes. Yaquí asomaban ciertas dificultades, que sin serinsuperables, por lo menos podían demorar elconcertado enlace.

Josefina que ya había estado en Europa, yespecialmente en París, no se negaba por supuesto, ymás bien al contrario, a volver allí, pero de ningúnmodo para quedarse; y por otro lado, Andrés nopensaba tampoco en renunciar para siempre a supatria, ni aún en el desgraciado caso de perder a suspadres, ya viejos, pero de buena salud todavía.

Cuando -y esto sucedía con frecuencia, -caía laconversación en ese punto, hasta los mismospolíticos dejaban sus discusiones para embromar aAndrés, diciéndole que ya no había escape, que teníaque quedarse en el país, que lo más que se le podíapermitir sería un viajecito de bodas, que Josefina no

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era prenda como para que la Argentina renunciase aella, y que respecto a él tampoco lo podía soltar, yaque había tenido la suerte de adquirir a tandistinguido ciudadano.

-Bueno, déjenlo -acababa por decir Josefina;-que, de cualquier modo, juntos, hemos de vivir bienen cualquier parte.

Lo dejaban, pero con todo, nada se resolvía, yno faltaron circunstancias inesperadas que alejaransin término conocido el día tan anhelado.

Al poco tiempo de volver las tropas delParaguay, se declaró en Buenos Aires una epidemia,desconocida durante algunos días, pero que prontose supo que no era otra que la fiebre amarilla. Sehabían hecho en el hotel de Roma, calle Cangallo,entre Maipú y Esmeralda, refacciones en el subsuelo,y según parece, se habla formado allí mismo unterrible foco de infección, pues murieron en el hotelvarios de sus moradores, y la peste mató comocuarenta personas en la calle Cangallo hasta llegar aSuipacha, donde se paró y acabó.

El susto fue grande, pero duró poco, y setomaron muy pocas medidas para impedir la vueltadel flagelo; debía volver.

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Andrés y Josefina habían acabado por fijar parala primavera próxima la fecha de su enlace.Aminoraría él, en lo posible y con tiempo, susnegocios, y podrían así hacer su viaje de bodas contoda tranquilidad. Los padres de Andrés le habíanmandado su consentimiento pero expresando elformal deseo de que su futura nuera fuera aestablecerse con su marido en Francia para gozar,antes de morir, de la vista de sus nietos.

No podían admitir, ni por un momento, que suhijo tuviera la más remota idea de quedarsedefinitivamente en país tan lejano, y a decir verdad,casi ni se les ocurría que pudiese ser así.

Al pensar que Andrés no renunciaba a su patria,no se equivocaban y de ello tuvieron casi enseguidauna prueba patente. En julio, cuando Andrésya había liquidado casi todos sus negocios, yquedado libre de compromisos que lo pudiesendetener empezaba la cruenta guerra franco-alemana.Los que viven muy lejos de la patria, encaran, ensemejantes casos, los acontecimientos con máscalma, con menos entusiasmo que los que de cercalos presencian, y, por esto mismo los juzgan conmás exactitud. Sin creer, ni por un momento, quelos alemanes obtendrían sobre Francia las

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aterradoras victorias que, por cien motivosposteriormente conocidos, pudieron alcanzar,ningún francés, en la República Argentina, sehubiera atrevido, como lo hacían allá ciertas turbas, agritar: « ¡A Berlín! » Pero cuando empezaron a llegar,transmitidos al público por intermedio de lossucesivos boletines lanzados en medio del estruendode las bombas, por el diario de los Varela. «LaTribuna» cuyas pequeñas oficinas de la calle Victoria- donde está ahora, más o menos, el pasajeRoverano, - eran asediadas por el público, ávido deconocerlas con todos sus detalles, las noticias de losprimeros desastres franceses, quedaron todosprofundamente conmovidos.

Y no sólo los franceses tenían oprimido elcorazón, sino la gran mayoría de los mismosargentinos que sentían, en aquellos tiempos, hacia elnoble y gran país latino, una simpatía que,desgraciadamente, con el tiempo, hicieron disminuiralgo sus mismos reveses; porque siempre es así lahumanidad, que siempre se inclinará, aunque noquiera, ante el éxito, aun ante el éxito de la fuerzabruta, aun ante el éxito de una raza de la cual puedatemer algo sobre una raza hermana.

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Muchos franceses se aprontaron a partir;muchos partieron. En medio del entusiasmo algoficticio, por lo forzosamente platónico de lasreuniones patrióticas, en varios teatros, en el TeatroColón, en el mismo Alcázar de la calle Victoria, citaentristecida ya de la juventud, y donde hasta esosdías, y después también, sólo se oían cancionesalegres y piececitas de género chico francés,resonaron patrióticas exhortaciones,improvisaciones arrebatadoras del poeta CarlosGuido y Spano, de Héctor Varela, de Lucio Mansilla,muy queridos los tres, muy populares entre lacolonia francesa, y de varios ciudadanos franceses,oradores algunos, improvisados al calor delpatriotismo dolorido. Llenaba la Marsellesa, encoros atronadores, de sus gritos de guerra y de odio,el ámbito del pequeño Teatro, asombrado de oir unamúsica tan diferente de la que solía alegrar a sushabituados, y de allí se salía medio alentado, medioconvencido de que pronto iba a cambiar la faz de lascosas, coronando de nuevo la victoria a las águilasfrancesas.

Pero cada vapor que llegaba traía noticias másabrumadoras, y Andrés resolvió obedecer a la voz dela patria que llamaba a todos sus hijos, aun a los

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exentos y exceptuados por leyes anteriores.Comprendió, sin analizar, por lo demás, sussentimientos, pues más aún se dejaba arrebatar porsu corazón que por su conciencia, que a sí mismo sedespreciaría si no cumpliese con aquel debersupremo. Pensaba con amargura en el dolor que suresolución iba a causar a Josefina, pero ni por unmomento pensó en cederle si, lo que no creía, hacíaesfuerzos para detenerlo, seguro de que si no leresistiese, algo perdería en su estimación. Asimismo,desconfiando, no de su propio valor, sino de sudebilidad para sobrellevar penas ajenas, se apuró,antes de verla, al tomar su pasaje y aprovechar laoportunidad, pues el vapor salía a los cuatro días.

Cuando Andrés, si no había ido a comer, llegabapor la noche a casa del señor Zavaleta, no tardaba laconversación en caer sobre los acontecimientos de laguerra franco-prusiana; era la preocupación general,única, y si, en todas partes, sucedía lo mismo, conmenos razón se podía hablar de otra cosa conAndrés, en casa de sus futuros parientes. Después delas primeras batallas, muchos pensaban que la guerrase acabaría pronto, y a las primeras veleidadesdemostradas por Sterner de irse a Francia, todos ledecían que sería inútil, que llegaría después de

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firmada la paz y que lo mejor, por consiguiente, eraquedarse quietito, en la Argentina.

-¿No le parece, Josefina? -solían preguntar losque así hablaban, buscando el apoyo que más eficazcreían, al mismo tiempo que lo consideraban comoel menos dudoso, el más fácil de conseguir, el máspronto a sostenerlos.

Josefina contestaba de conformidad con lapregunta; no podía ser de otro modo, y sin embargo,no lo hacía con la calurosa convicción que hubieranpodido esperar de ella. Quizá consideraría como tannatural el fácil sacrificio hecho por Andrés de lapatria dolorida, su provechoso abandono, en mediodel peligro mortal que la amenazaba, a la pacíficadicha de que con su novia gozaba, lejos de todoriesgo y de todo sufrimiento, que no creía necesarioinsistir en ello.

También podía ser que quisiese, en caso tandelicado, dejar a Andrés absoluta libertad de acción;no quería, probablemente, que algún día le pudieseechar la culpa de haberle hecho faltar a sus deberesde patriota; o era, para ella, la esperada y temidaresolución de Andrés como una piedra de toque desu amor. De muchos modos podía el joveninterpretar el semi silencio de Josefina; y, preguntarle

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por su verdadero y secreto pensamiento, hubierasido querer conseguir, con poco trabajo, unconsentimiento, una absolución que el amor nuncanegó a la vileza de que saca provecho, sin renunciarpor esto, al derecho de echársela en cara, después dela fiesta.

Andrés no trató de saber lo que al respectopensara Josefina en el fondo del alma. Quiso que notuviese más que conformarse con el hecho cumplidopor él, en todo el ejercicio viril de su voluntad; porcierto, la quería mucho, su amor por ella eraprofundo, exclusivo, pero de repente había sentidoque por encima de este amor había otro, el de lapatria, latente mientras ésta no lo necesitaba,imperativo en el día del peligro de la odiadainvasión. Y también sintió que no podía haber entreambos amores cuestión de celos; Josefina seinclinaría, no lo ponía en duda. Era demasiado noblepara que de otro modo fuera.

Con el corazón firme, o por lo menos afirmado,llegó esa noche a casa del señor Zavaleta, se sentóaparte con Josefina, después de saludar a todos, y sinmás preámbulos, le dijo:

-Mi querida Josefina, tengo que darte una noticiagrave.

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Josefina clavó sus ojos en los de Andrés, leyó enellos lo que le iba a decir, y en su rostro se pintótoda la serena confianza que en el alma tenía de quesu elegido no podía haber resuelto nada que nofuera el cumplimiento de su deber.

-Me voy a Francia, Josefina -agregó; -no puedodejar de ir. Puede ser que llegue tarde; en tal caso,volveré en seguida, te lo juro. Si todavía, lo que creo,dura la guerra cuando llegue, iré adonde me manden,y volveré... cuando pueda.

Josefina seguía mirándolo. No podía hablar; laembargaban una emoción, una tristeza profunda a lapar que intenso orgullo. Una lágrima asomaba en susojos como perla de cristal, engrosando poco a poco,hasta caer, y apenas pudo murmurar:

El Dios de los buenos te protegerá.Quedaron mucho tiempo juntos, con la mano en

la mano, mirándose a ratos, tristes, nada más quetristes, profundamente, pero resueltos, él a persistiren su resolución, ella a no hacer un gesto paraimpedirlo, resignada.

Josefina no había querido que anunciase élmismo su salida a la familia. Se reservaba parahacerlo ella en oportunidad, evitándole reprensiones,observaciones, burlas, luchas en fin. Hizo bien, pues,

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apenas húbose ido Andrés, cuando don Luis queestaba de visita y le preguntó:

-¿Qué tenía ese gringo hoy, Josefina, con su carade viernes santo? Parecía más triste que noche sinluna. ¿Sería por las noticias de Francia?

-¡Y cómo no! -contestó el señor Zavaleta. -Espor demás natural. Póngase usted en su lugar.

-Sí -dijo Josefina; -parece que llaman a las armasa todos los hombres válidos de su edad, y...

-¿Y?... ¿piensa ir? ¡Que no sea bárbaro! ¿y vos?-Yo, ¿qué quiere que le diga? cada cual conoce

su deber.-Pero, de veras, ¿se va?-Sí, se va; de aquí a tres días; ya sacó pasaje.-Pues, amigo; buena porquería es lo que hace.

No se puede ir; no tiene semejante derecho ¿Cómote va a dejar así plantada? ¡Pues no faltaría más! Lovoy a ver yo.

Y don Luis ya tomaba el sombrero e iba a salir,cuando Rodolfo le dijo, -Pero tío Luis, déjelo. ¿Enqué se va a meter usted? ¿Por qué no quiere que sevaya? ¿Acaso no fui yo a enrolarme para el Paraguay,cuando llamaron a los estudiantes de medicina?

-¡Oh! pero esto no era lo mismo; no te ibas abatir.

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-Mira, Luis interrumpió doña Antonia, -no lorebajes el mérito a ese muchacho, pues estoy segurade que cuidar coléricos en los hospitales era quizámás expuesto que los mismos campos de batalla.-Bueno, puede ser; pero esto no quita que lo que vaa hacer ese Andrés es una mala acción. ¿Qué tieneque ver él ahora con Francia, que está tan lejos,cuando se está por casar con una argentina? ¿Cómova a dejar a esa pobre muchacha, así, abandonada?¿Y si lo matan? y después de todo, es una pavada;¿no ven que esa guerra ya pronto se va a acabar?¿Que van a resistir ya los franchutes? ¡si ya nopueden!.. -Tío Luis -dijo Rodolfo; - si los brasilerosnos atacasen, invadiesen nuestro territorio, ¿ustednos detendría? ¿impediría que Ernesto y yofuésemos a pelear?

-¡Cállate! – exclamó don Luis; -¡voy yo también!-¡Y entonces! – dijo Josefina; -déjelo a Andrés

que cumpla con su deber.Don Luis no contestó. Quedaba vencido por sumismo arrebato y Josefina aprovechó la ocasión paraensalzar la resolución de Andrés, para aprobarla ellamisma, por extremadamente penosa que le fuese, ypedir a toda la familia que lo felicitaran por ella, paramostrarle que los argentinos tenían tan desarrollado

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el sentido patriótico como cualquier otra nación, yaque en otros lo sabían apreciar.

Y así fue; y se embarcó Andrés, dejandoagobiada de dolor a Josefina, pero con el consuelode pensar que no había entregado su corazón yprometido su mano a un hombre indigno.

-Ahora sí, puedes decir: ¡qué lástima que no seaargentino! -exclamaba don Luis dirigiéndose aJosefina, al volver del muelle donde habíaacompañado a Andrés. -Así se te hubiera quedadoaquí. -Y agregó emocionado: ¡Pobre muchacho!¿Quién sabe cómo le irá?

Josefina, seguía con ansiedad en los diarios lasnoticias de la guerra franco-prusiana. Pocos díasdespués de la salida de Andrés, había llegado lanoticia del desastre de Sedán, y durante algúntiempo esperó que pronto llegarían noticias de paz;parecía imposible que se prolongara una guerra tansangrienta. Los reveses sufridos por Francia erantales que debían de estar agotados sus recursos; notenía ya más ejército que el de Bazaine, encerrado enMetz y que no podría resistir sino durante un tiempomuy limitado, pues nadie podía acudir en su ayuda.

Y Josefina, a pesar de su parcialidad instintiva afavor de Francia, hubiera de buenas ganas regalado a

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los alemanes unas cuantas provincias con tal de quela paz estuviese firmada antes de llegar Andrés aBurdeos.

Pero no fue así. Josefina contaba sin la energíade Gambetta y el patriotismo del pueblo francés,adormecido en veinte años de envilecedora tiranía,pero no muerto del todo. De cada escala del vaporhabía tenido cartas de Andrés, y a los dos meses desu salida recibió otra cariñosísima, por no decir más,anunciándole su enrolamiento en el ejército del Este,que pronto iba a entrar en operaciones contra losprusianos; y desde el día en que recibió esta cartavivió Josefina en perpetuas alarmas. Esperabasiempre con ansiedad la llegada de los paquetes,pero no ya con la ansiedad mezclada de esperanzasde los primeros tiempos; ya sabía que la guerra iba aseguir, más cruel que nunca, exacerbados los ánimosde los vencedores por las inesperadas dificultadescon que chocaban y los de los vencidos, cuyosejércitos, aunque bisoños, ya no eran de pretorianos,con jefes capaces de capitular con tal de salvar a ladinastía, sino de ciudadanos dispuestos a morir enaras de la patria.

¡Si todavía por los diarios que traían inacabablesdetalles sobre los movimientos de los ejércitos,

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sobre las batallas y los combates librados, hubiesepodido adivinar dónde peleaba Andrés! Pero nosabía siquiera en qué cuerpo de ejército estaba, ysiempre se lo figuraba en el que más tenía que sufrir,siguiendo en un mapa de Francia los avances y lasretiradas del ejército del Este. De Andrés,personalmente, nada; ni una línea; la obscuridadcompleta, las tinieblas de la noche. ¿Estaría herido,cautivo, muerto? ¿O sólo era por deficiencia de lascorrespondencias postales que no tenía noticiassuyas? Aunque nunca se quejara, no faltaban a sualrededor palabras de aliento: sus hermanos y sushermanas la rodeaban de su afecto de modo másestrecho aún del que hasta entonces lo habíanhecho. Su padre, su madre, don Matías y su esposa ysus hijos, ya grandecitos algunos y muy amigos deAndrés todos, no perdían ocasión de hacer sobre susuerte conjeturas halagüeñas; estudiaban en todoslos diarios los más minuciosos detalles de la guerracon el solo propósito de probar a Josefina queAndrés estaba en salvo, inventando demostraciones,bastante estiradas por cierto, y que no la convencían,pero que en algo aminoraban sus penas.

Con todo, la inquietud respecto a AndrésSterner era general. Todos lo querían y lo

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apreciaban, y saber la suerte que pudiera habercorrido les interesaba doblemente, desde que paraJosefina era cuestión vital.

Ella había escrito a los padres de Andrés paratratar de conseguir por ellos alguna noticia, pero nohabía recibido contestación, por la sencilla razón deque estaban sitiados en París y no recibieron la cartasino después del armisticio, a principios de marzo de1871. Y casi en la misma fecha, recibía, por fin,Josefina, una carta de Francia, en cuyo sobreconoció la letra de Andrés. Encerrada en su cuartopara disimular su extremada emoción, le corría prisaconocer el contenido de la carta y no se atrevía aabrirla. Sus manos temblaban, latía su pecho, susojos se nublaban; no podía leer, no entendía, hastaque le saltó a la vista la palabra: herido. Y leyóentonces con avidez, y poco a poco corrieron suslágrimas, lágrimas de compasión, de dolor, deesperanza, de alegría, de amor.

Andrés le contaba todas las peripecias de la largay dura campaña, y le anunciaba que en uno de losúltimos días de la retirada del ejército del Este haciaSuiza, retirada terrible, mortífera, cruel por el fríoespantoso, por la nieve, por las penurias de todasclases, más cruel aún por la circunstancia de que el

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enemigo se apresuraba a matar porque sabía que yaestaba firmado el armisticio, lo que aun ignorabanlos perseguidos, había recibido un balazo en elhombro. Por suerte, pues muchos quedaronabandonados, no lo habían dejado morir allí; lollevaron a un hospital de sangre establecido en unaaldea vecina y fue atendido en seguida. La herida, enesas condiciones, aunque de cierta gravedad, sehabía curado bastante pronto y, a los pocos días,podía llegar a Besancon, de donde le escribía. Suconvalecencia duraría todavía un mes, y pensabapoder, muy poco después, volver a embarcarse.

Había podido escribir, antes, dos cartas, breves,nada más que para dar señal de vida, pero, segúnparece, no habían podido salir o, por lo menos,llegar a su destino, lo que no tenía nada de extraño,vistas las dificultades de todo género queentorpecían entonces, en Francia, los serviciospúblicos.

Josefina fue calmándose poco a poco; losgrandes peligros habían pasado ya para Andrés ysólo le quedaba tener paciencia, algunos meses, paravolver a verlo y realizar sus anhelos de muchos años.

Cuando volvió a la sala, la encontró llena degente. Al llegar la carta, estaba sola con su hermana

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Manuela, ya toda una señorita, para quien no teníasecretos; le había enseñado la dirección, diciéndoleturbada: «¡De Andrés! » Y se había retirado a leerla.Manuela no perdió un momento y llamó a suspadres y a todos los de la casa, y mandó a suhermano Emilio a casa de don Matías Alonso parapedirle que fuese con toda la familia. No eraindiscreción de parte de Manuela; pensaba, conmucha razón, primero que ya que era carta deAndrés, esto era prueba de que no había muerto;pero también podía ser, después de tan largosilencio, que trajera dicha carta alguna mala noticia,desastrosa quizás, y que Josefina necesitaseconsuelo. Si no traía la carta más que buenasnoticias, de cualquier modo, ¿no era de todos laalegría?

Josefina tenía en la mano la carta abierta, yquedó un momento sorprendida al ver tanta gente;pero no tardó en conocer que sólo había personasde la familia, y como nadie se atreviera a preguntarlenada, aunque en su sonrisa se pintase toda la alegríade su corazón, y sus ojos no anunciasen desgraciaalguna, arrojóse como único medio de comunicar atodos lo que sabía y sentía, primero en brazos dedoña Antonia y luego en los de doña Edelmira,

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cubriéndolas a ambas de besos y exclamando diezveces:

¡Qué suerte, mamá! ¡qué suerte, tía!Una vez calmada la emoción, Josefina leyó a los

presentes la carta de Andrés, saltando solamente, devez en cuando, algunos renglones, cuya lecturaquizás la hubiera puesto todavía más colorada de loque se ponía al saltarlos. Todos la felicitaron, laabrazaron; se conversó un gran rato y cuando ya seiba agotando el tema, don Matías Alonso, cambió deconversación, y dijo, después de haber solicitado laatención de todos:

- Ahora ya no tenemos por qué quedarnos enBuenos Aires; las noticias que lleguen a Josefina noserán de tanto interés que no las pueda esperar dos otres días más, y es absolutamente indispensable quemañana mismo, por los primeros trenes, salgamostodos para nuestras respectivas estancias.

- ¿Por qué todos? -interrumpió doña Antoniaque tenía horror al campo.

-Sí, ¿por qué todos? -insistió misia Mariana.-Sencillamente porque hoy ha habido doscientos

cincuenta muertos de fiebre amarilla, y lejos dedisminuir, el flagelo va en aumento y amenazaacabar con todos los habitantes de la ciudad.

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-Pero, matará únicamente a los que viven en losconventillos; dicen que en los barrios de laConcepción y San Telmo muere mucha gente, perogente pobre, sin higiene, que vive amontonada. Enlas casas del centro, ha habido pocos casos. .

-Empieza a haber bastantes -dijo don Matías, -yno debemos perder un momento en mandarnosmudar.

-¡Y si viene la fiebre al campo, será peor!Hoy he conversado con mi amigo el Dr.

Quinche, y me aseguró que la fiebre amarilladesaparece, puede decirse, fuera de la ciudad. DelOnce afuera no hay epidemia, ni habrá, y si, porcasualidad, algún atacado de fiebre sale al campodurante el período de incubación, casi nunca muere,y si muere él, por lo menos muere solo; mientras queen la ciudad, si en alguna casa se enferma uno, todossus habitantes corren gran riesgo de enfermarsetambién; si muere el enfermo, todos corren riesgo demorirse. Miren que no es juguete, y no hay pretextopara quedarse en Buenos Aires.

Convenciéronse todos de que don Matías teníarazón, y los menos afectos al campo no seresistieron más a hacer, y ligero, sus preparativos deviaje. Algunos pasaron la noche bastante inquietos,

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pareciéndoles, a ratos, sentir en la cintura el dolorfatal, precursor de próxima muerte. En resumen,nadie murió, pero todos empezaron a respirar conmás desahogo, una vez pasadas las primerasestaciones de sus respectivas líneas.

Don Matías y la familia iban a Mercedes, elseñor Zavaleta a su estancia de Dolores. Antes desepararse, don Matías agregó a sus consejosprincipales algunas instrucciones secundarias, perocuyo cumplimiento estricto recomendó a todosencarecidamente. La principal era volver a la ciudadlo menos posible, y sólo en casos de absolutaurgencia, y sobre todo no dormir en ella bajo ningúnpretexto. Efectivamente, la experiencia habíademostrado que durante la noche era cuando seproducía el contagio, y que los que volvían delcampo, después de algunos días de ausencia, ollegaban de Europa, casi siempre eran atacados ycon mucha fuerza. No sabía nadie todavía, entonces,que los mosquitos fueran los únicos agentes de lainoculación mortífera; hoy que está esto probadoexperimentalmente, lo comprueba cualquierafácilmente, con sólo mirar la cara de algún reciénllegado del campo o de Europa después de su

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primera noche en la ciudad, en estación propicia a lapululación de los mosquitos.

Toda la población pudiente y semi-pudiente deBuenos Aires empezaba a dejar la capital. Losmédicos y las autoridades eran los primeros enfomentar este pánico salvador, y los trenes se ibanllenos.

Fue una suerte la magnitud del éxodo y salvómuchísimas vidas. Una comisión popular se habíaorganizado para luchar por todos los medios a sualcance contra el flagelo, cuidar a los enfermos,enterrar a los muertos, ayudar a los pobres, recoger alos huérfanos, organizar campamentos fuera de laciudad, etc. y más de uno de los generososmiembros de dicha comisión, como el Dr. Argerich,el Dr. Roque Pérez y otros, merecieron por elsacrificio de la propia vida, la admiración y lagratitud eterna de la ciudad de Buenos Aires.

¡Buenos Aires! mentía realmente ese nombre enaquellos días luctuosos, y puede que el único rincóndonde no haya habido muertos, ni siquieraenfermos, fueran las dos cuadras tan castigadas elaño anterior en la calle Cangallo, de Maipú aSuipacha; habían quedado como vacunadas.

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En los pueblos de la campaña, sobraba gente; nohabía en ninguna fonda una cama, un catre, una sillapor alquilar; hasta en los billares dormían; comían loque podían, pero raras veces faltaba carne; los pozostenían agua y si había pocas comodidades, se gozabade absoluta seguridad, y no era ésta poca ventaja,mientras en Buenos Aires, cuya población de cienmil almas se había reducido a 25.000, mermaba cadadía en algunos centenares, aumentando siempre lafúnebre lista hasta llegar, el martes de Pascua, 11 deabril, a ochocientos, más o menos.

Por carradas, llegaban a los nuevos cementeriosdel Sud y de la Chacarita los ataúdes, apilándose yenterrándose como se podía, marcados de prisa conerrores o sin errores -¿quién iba a reclamar? -yllenándose, en pocas semanas, los enterratorios, hoyjardines hermosos y frondosos parques; la tierra hasido bien abonada.

¡Cuántos pobres enfermos habrán sidoenterrados un poco antes de tiempo! ¡Cuántoscolchones quemados, lo habrán sido después debien registrados por manos codiciosas, que quizásno hayan podido aprovechar las economías ajenassustraídas, por no haberlo permitido la muerte

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siempre en acecho! Epoca de horror, que ha dejadoa los que la presenciaron un imborrable recuerdo.

Después del 11 de abril, bajó rápidamente elnúmero de víctimas cotidianas: de a cincuenta, de acien por día, y empezaron a cobrar esperanza lossobrevivientes. Pero todavía era tan subido elnúmero de defunciones que, al mismo tiempo que laesperanza de salvación, crecía para ellos el terror dequedar incluidos en la hecatombe. En mayo, con lasprimeras heladas matutinas y la consiguiente mermay desaparición de los mosquitos, habían llegado lasnomenclaturas a diez, doce muertos por día, ypronto se dió cuenta el público de que tan pocosmuertos bien podían haber tenido derecho de morirde otra cosa que de fiebre amarilla. Con todo, lasestadísticas oficiales prolongaron la epidemia hastael 21 de junio, siendo, según ellas, 13.614 el númerode las víctimas del flagelo, en sus 145 días deduración.

Sin precipitación, por cierto recelo muycomprensible después de tamaño susto, pero conganas de reintegrar sus cómodos domicilios urbanos,volvieron a Buenos Aires las familias emigradas. Lascasas de comercio que habían acabado por cerrar deltodo sus puertas, en su mayor parte, se abrieron de

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nuevo y muy pronto se reanudó la vida en todas susmanifestaciones, comercial, social y política.

Con la guerra del Paraguay, las dos epidemias decólera y las dos de fiebre amarilla, pocas familiashabían quedado sin algún luto; pero parece que estasgrandes calamidades dejan a los que sobrevivennuevo ardor de vida, y que cuanto más numerososson los muertos, más ligero se van. Sea por laenorme cantidad de sucesiones repentinamenteabiertas por la catástrofe, sea por la necesidad dereaccionar contra rutinas de vida por demás colonialy de modernizarse para luchar con éxito contranuevos avances de la suerte, sea por esta o por otracausa, o quizá por cien más, puestas en movimientopor tan tremenda sacudida, lo cierto es que ladesaparición de la epidemia fue el principio de unmovimiento comercial y especulativo extraordinario.Parecía que nunca y de ningún modo pudiese volvera amenazar a este país otra calamidad igual niparecida, y que justamente por las pruebas que habíapasado, debían todos tener en su progreso más feque nunca.

Los tranvías urbanos de Lacroze habíanempezado a correr en 1869, del paseo de Julio hastael Once de Septiembre por Piedad y Cangallo,

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metiendo, con sus coches precedidos de unmuchacho a caballo que en cada esquina tocaba sucorneta, un movimiento y un bullicio desconocidoshasta entonces en aquellas calles semi-desiertas. Eratoda una revolución en la vida bonaerense; nadievacilaba ya en dar una vuelta hasta las lejanasregiones del Once, y viejas matronas porteñas quesólo salían, de vez en cuando, a dar un paseíto a piepor Florida, envueltas en sus pañuelos, de merino, searriesgaron a subir con majestuosa lentitud, en loscoches públicos, no muy aseados siempre quedigamos, pero que también corrían sobre sus rieles,burlándose de los enormes socotrocos reservadospor la pavimentación municipal a los simplescarruajes.

Después de la fiebre amarilla, entró la fiebre delos tranvías y pronto no hubo una calle que notuviese, sus rieles y no fuese cruzada en muchas desus esquinas por otros, viéndose por todas partes alos postillones con sus grandes ponchos, parados ytocando la corneta, como si la llegada de los cochesde tranvías, tirados por dos escuálidos mancarrones,fuese, para los escasos peatones y los pocos carros,un peligro terrible. Reinaba entonces, sincompetencia posible, sobre los corazones de todas

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las sirvientas de la ciudad el mayoral, el mayoralcompadrito, criollo, de gorra ladeada en la melenalustrosa, iniciador del oficio y primo hermano, algomás pulido, del carrero.

Al mismo tiempo que los tranvías, iban tomandovuelo los ferrocarriles; a todos los rumbos de lacampaña alargábanse sin cesar; el del Sur hasta lasFlores y el Azul, y el del Oeste hasta el Bragado. Y,después del gran latigazo de la fiebre amarilla, sellamaba a Bateman para dotar a la capital, queapenas tenía agua para beber, de cloacas y de aguascorrientes, por lujo.

Andrés Sterner habría querido apresurar elregreso a Buenos Aires como se lo prometía aJosefina en su carta, pero le fue del todo imposible.Su convalecencia tardó algo más de lo que pensaba,y cuando estuvo del todo sano y lo dieron de alta,antes de conseguir su baja definitiva, debió pasartodavía un mes en el ejército, detenido bajo lasarmas en previsión de perturbaciones internas,siempre posibles mientras duraba en París laComuna. Mientras tanto recibió la contestación deJosefina y también noticias referentes a la fiebreamarilla, con orden terminante, perentoria, a pesarde todo el ardiente deseo que se tenía de verlo de

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vuelta, de no embarcarse antes de la terminacióncompleta del flagelo.

Cuando, en julio, libre ya de todo compromisopatriótico, iba Andrés a preparar su viaje, recogiendoen el Havro las órdenes de sus corresponsales, supadre, después de algunos días de enfermedad,murió.

El señor Sterner, de origen alsaciano, tenía enaquella provincia de Francia la mayor parte de susintereses. Representante en París, durante muchosaños, de una gran fábrica de tejidos alsaciana, habíacolocado en ella, como socio comanditario, unregular capital, al retirarse de los negocios. Durantela guerra, la fábrica fue incendiada, y a pesar dealgunos arreglos y transacciones tardíamenteconsentidos por las compañías de seguros, eldesastre comercial resultó completo, llegando él aperder casi todo su capital. Profundamenteconmovido por los reveses de la patria yparticularmente por las desgracias sin remedio de suprovincia natal; debilitado por los largossufrimientos del sitio de París, no había podidoresistir aquel golpe de la fortuna. Su salud quedómuy quebrantada y cuando Andrés volvió a reunirsecon él, pareció reaccionar y componerse algo; pero

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duró poco la mejoría y no tardó en sobrevenir eldesenlace fatal.

Andrés no podía por supuesto dejar sola a sumadre; tenía que desenredar la testamentaríapaterna, y organizar la vida de la señora Sterner encondiciones que le permitiesen esperartranquilamente su vuelta, después de casado conJosefina, pues no dudaba que ésta consentiría enacompañarle. Pero pronto vió que iban a quedar enun estado vecino a la pobreza, lo que no sólodificultaba las combinaciones, sino que hacíamomentáneamente imposible, a su modo de ver, elcasamiento.

Cuando pidió la mano de Josefina, no lo guiabaninguna idea interesada; obedecía únicamente alirresistible impulso de sus sentimientos hacia ella.Sabía que el señor Zavaleta tenía dos estancias en elsud de la provincia, pero como nuncapersonalmente había atribuido mayor valor a la tierrani a sus bienes, en la Pampa, y por otra parte,Josefina tenía siete hermanos y hermanas, y nada seoponía a que tuviese más, ni por un momento pensóen hacer lo que en su tierra se llamaba un beaumaríage. Emprendedor y activo, dueño del pequeñocapital que le había confiado su padre, ambicioso

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pero no vilmente codicioso, las ideas de dote y deherencia, fundamentales en su tierra para casi todoslos jóvenes de ambos sexos, estúpidamentefomentadas en ellos desde la niñez por los mismospadres, sus primeras víctimas, y en detrimento de lanatalidad, inconmovible base de la grandeza patria,no le inspiraban más que el profundo desprecio quemerecen, considerándolas indignas de todo hombrecapaz de ganarse la vida con su trabajo.

Pero, por otro lado, tampoco se creía con elderecho de imponer a Josefina una vida precaria a sulado, y cumplió con lo que consideraba su deber,poniéndola al corriente de todo, anunciándole laruina y la muerte de su padre, pintando la situaciónen que quedaban él y su madre, pidiéndole permisode quedarse en Francia todo el tiempo necesariopara llenar sus deberes filiales, o insinuando quetendrían que demorar la hora feliz de su casamientohasta que, de vuelta en Buenos Aires, hubieserestablecido, siquiera en parte, a fuerza de trabajo yde suerte, su posición en buen pie.

Le daba los detalles que hubiera dado un maridoa su esposa, haciéndola saber que asegurada la vidarelativamente holgada de su señora madre en París,le quedarían por todo haber los catorce o dieciséis

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mil pesos que tenía invertidos en sus negocios,importe de lo que le había confiado su padre y de loque había ganado; y que no consideraba suficienteesa cantidad para fundar sobre base firme latranquilidad material de su hogar.

Cuando recibió estas cartas de Andrés, Josefinaque, a pesar de su seriedad nativa, era incapaz de uncálculo por no haber tenido nunca ocasión dehacerlo, recurrió a su padre, asesorado de donMatías, para convenir con ellos lo que debíacontestar. Conocían ambos y apreciaban a Andrés;sabían que no faltaría a su palabra, pero temían nopoder vencer, algunos de sus escrúpulos y que estodemorase quizás indefinidamente el casamiento,pues si la fortuna va y viene ligero, también muchasveces, cuando se ha ido, no vuelve nunca; temíanque el amor filial y las obligaciones ineludibles que lecreaba la triste situación de su madre viuda y sola, apesar de los arreglos que con otros miembros de sufamilia pudiera convenir para hacérsela másllevadera, lo detuviesen tanto tiempo que, poco apoco, volvería quizás a imperar definitivamente ensu ánimo el amor a la patria, tanto más cuanto queacababa de sufrir por ella y la había visto en todo elhorror de sus desgracias.

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Mientras duraba la conferencia y exponían aJosefina sus dudas y sus esperanzas basadasúnicamente en lo que conocían de noble y de grandedel corazón de Andrés, entró don Luis y, con elsans-gêne que lo caracterizaba y su desfachatezhabitual, se entrometió sin ser llamado, perotambién sin que nadie a ello se opusiera. Escuchócon atención. El también quería y estimaba aAndrés, y se habían hecho muy amigos; le gustaba adon Luis que ese gringo, como siempre decía, sehubiese acriollado tanto, pero en el fondo, a pesarde todo, siempre le quedaba como una pequeña hezde insuperable desconfianza hacia el extranjero. Sunaturaleza más primitiva y sin complicación, decriollo empedernido, casi de verdadero gaucho, y,como tal poco accesible a todo lo de afuera,dispuesta a rechazarlo por instinto, si bien llegaba aconceder grandes cualidades a Andrés, su amigo, noconsentía en admitir que no tuviese también Andrés,ese extranjero, sus tapujos. Y, como siempre,empezó chusqueando:

-Habrá encontrado por allá a alguna gringabuena moza y nos estará contando cuentos. Así sonesos diablos. Ya ni se acordará de volver acá. Mirá,che, lo mejor es que le contestés que se puede

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quedar en su tierra, que aquí no lo necesitamos y quehay bastantes criollos lindos para hacer felices atodas las criollas de la República.

-¡Tío Luis! no sea usted así -se limitó a contestarJosefina.

-Soy así porque así es -dijo don Luis.Don Matías, sin hacer mayor caso que Josefina a

las salidas de su hermano, aconsejó a ésta contestasea Andrés que su capital le parecía muy suficiente,manejado como seguramente lo manejaría, conhabilidad, para vivir muy bien en Buenos Aires yhasta para hacer, de vez en cuando, un viajecito aFrancia; que esperar, para casarse, a ser rico... yviejo, era un gran error; que ella no necesitaba lujo,que no estaba acostumbrada a tenerlo; que la vidamaterial era muy barata en la República Argentina yque, aunque tuvieran una caterva de hijos, no losiban a dejar morir de hambre, pues siemprealcanzaría para todos la carne de la estancia.

-Dile también -agregó don Matías, -que elmomento es espléndido para ganar plata aquí; queestamos en una era excepcional de prosperidad y detranquilidad; y le puedes dar como prueba el éxito dela Exposición de Córdoba; que el crédito es fácil yque si se apura en venir podrá aprovechar la ocasión.

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-Agrégale también -dijo don Luis, -que si no seapura, va a encontrar a Josefina casada o, por lomenos, con otro novio.

-¡Tío Luis! -protestó Josefina escandalizada.Pero don Luis se reía a carcajadas, contentísimo

de su gracia.Josefina escribió a Andrés en el sentido indicado

por don Matías, para convencerlo de que si volvía sufortuna estaba segura; discretamente le habló demuchas otras cosas y se guardó muy bien de agregarlo de don Luis.

El tiempo iba pasando. Andrés había podido,por fin, arreglar todos sus asuntos, dejar a su viejamadre muy desconsolada la pobre, pero resignada,sabedora de que los hijos, una vez criados, vuelan,-en casa de unos parientes muy buenos y que laquerían mucho; había recibido amplias órdenes decompra de frutos del país; se llevaba cartas decrédito como para fundar un Banco, y en agosto de1872 se despidió de su mamá vieja, jurándole, entresollozos mal contenidos, que antes de seis mesesestaría de vuelta.

Era sincero. Su ambición de enriquecerse nohabía menguado, pero con los elementos puestos asu disposición, la experiencia adquirida, y lo que le

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mandaba decir don Matías por Josefina de lasituación del país, ¿cómo no soñar con el éxitorápido, americano, siempre deseado, fugitivo hastaentonces, sólo por motivos inesperados? Pero, ya nose embarcaba para Buenos Aires con las mismasideas de antes. Pensaba volver, por supuesto, ypronto, naturalmente; pero sus promesas ya no erande vuelta definitiva. Como lo presumía don Matías,quería más a su tierra después de haber sufrido porella, pero su afecto hacia la tierra donde habíaencontrado a la que sería compañera ideal de suvida, ya era también, por su parte, indiscutido y sinreserva. A la patria nativa la quería hasta morir porella; tenía para la otra un cariño de hijo adoptivo. Noalababa todavía todo en ella; todavía se permitíaencontrarle algunos defectos, pero ya no se reía deellos, ni siquiera los criticaba, y muchas veces losexcusaba.

Casi no podía separar en su corazón ni en sumente la imagen de Josefina de la imagen de laRepública Argentina.

Juntas en una sola, las veía amables, hermosas,bondadosas, atrayentes. Le llamaban ambas conafectuosa sonrisa... y, sin vacilar, iba.

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Llegó Andrés a Buenos Aires en septiembre de1872. Dos años hacía que había salido para ir adefender el suelo de su patria, dos años, durante loscuales quedaron interrumpidos cruelmente sussueños de dicha; dos años llenos, en vez de lafelicidad al parecer tan próxima, de sufrimientosfísicos, materiales y morales de todo género; deacontecimientos a cuál más luctuoso, de muertes, deruinas, de separaciones hechas más dolorosas porcalamidades públicas, inauditas en ambos países; dosaños también que si no pudieron destruir susproyectos conyugales, tenían, por fuerza, quehaberlos hecho inconmovibles.

Así lo entendían todos, y cuando al poner el pieen el muelle se encontró Andrés frente a frente conJosefina, y llevados de simultáneo ímpetu cayeron enbrazos uno de otro, a nadie, ni al más recatado, se lehubiera ocurrido velarse la faz.

Andrés tenía entonces 27 años, estaba en elapogeo de su virilidad, hecho todo un hombre por lamisma vida accidentada que acababa de pasar. Suespíritu de empresa se había desarrollado con lamisma paralización comercial en que tuvo que pasaraquellos dos años; su ambición había crecido, omejor, se había hecho más intensa, con la ruina de

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su familia y su deseo de proporcionar a Josefina, eldía que se casasen, la vida confortable que para ellaanhelaba. Por esto, explicando al señor Zavaleta y adon Matías su situación financiera y comercial,insistió en demorar la boda hasta que algunasoperaciones felices la hubiesen asegurado. Josefina,por su parte, no presentó dificultades; se sentíademasiado feliz con haberlo vuelto a encontrar paraquerer otra cosa de lo que quería él.

Andrés fue recibido por toda la familia con elregocijo que se puede suponer, y en la misma nochede su llegada hubo en casa de los señores Zavaletauna alegre tertulia, a la que no faltó ninguna de lasnumerosas amigas de Josefina.

Aunque ya Andrés poseyera regularmente elcastellano al ausentarse del país en 1870, suprolongada falta de práctica hacía que no siempre lefuera fácil entender todo lo que decían lasmuchachas. Hablaban todas en tropel, muy ligero,entre risas y de mil cosas distintas a la vez, de modoque su oído algo desacostumbrado al idioma noalcanzaba a seguir semejantes gorgoritos. Y porsupuesto se burlaban alegremente de él las niñas alver los esfuerzos que hacía para tratar siquiera deadivinar con los ojos y el oído el sentido general de

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lo que con tanta volubilidad salía de sus sonrienteslabios. Desesperaba Andrés de llegar a discernir algode tan confuso palabreo, y se daba cuenta de lamentira que por lo general cometeninconscientemente las personas que confiesan nopoder hablar un idioma, pero afirman que loentienden.

Algunas palabras pronunciadas de vez encuando más pausadamente por una de las personasmayores le permitían suponer siquiera que se tratabade tal o cual cosa, pero se quedaba en ayunas lamayor parte del tiempo.

Era preciso que de lástima y para que no acabasepor aburrirse y quizás resentirse, acudiera de cuandoen cuando Josefina en su auxilio y le explicase queen los dos o tres minutos últimos se había habladode todo, menos de cosas serias, de la fiebre que teníaPanchita, la última hijita de doña Elvira, hermana dela señora de Sánchez, a quienes por lo demás noconocía Andrés, fiebre de dientes, no más, decía elmédico; de la visita que había hecho Antonia, lanovia de don Alberto Gutiérrez a lo de Mme.Lafforgue para elegir un tapado de terciopelo; ycomo Andrés tampoco conocía a Antonia, ni aAlberto, ni a Mme. Lafforgue, lo que sobremanera

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extrañaron todas las compañeras de Josefina, nientendía mucho de tapados, fácilmente se explicócómo no había podido adivinar nada. Tambiénhabían hablado de gorras y de las que acababa derecibir Anita, la modista de la calle Florida, y Andrésrecordaba haber oído una exclamación de misiaMariana quien aconsejaban sus nietas que compraseuna:

-¡Yo, una gorra! ¡con plumas y flores! ¡quéesperanza! No, hijitas; que ustedes se atrevan aponerse en la cabeza, semejantes horrores, todavíapasa porque son jóvenes; pero yo, una vieja eterna:no, no; ¡me quedo con mi pañuelo!

Y también algo habían dicho del atentado de loshermanos Guerri contra el presidente Sarmiento, yde la estatua de Belgrano, todavía rodeada deandamios en la plaza Victoria y que pronto se iba ainaugurar; y durante un rato, cuando Andrés pudonotar cierto pasajero efluvio de melancolía, era quehabían hecho referencia al fallecimiento ya algolejano de los viejos señores Vázquez, ocurrido a lospocos días uno de otro, durante su ausencia. Y derepente sonaba con furor el piano, preludiando unaire popular, y sin mayor resistencia, sin hacerseinútilmente de rogar y para dar gusto a todas

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aquellas muchachas locas - decía, -Josefina algotímidamente, con su vocecita sin pretensión peromuy afinada y con un leve acento que le agregaba unencanto más, celebraba con exótica gracia, eninocentes versitos franceses, la cuerda sensible quecada mujer posee, y que según afirmaba la viejacanción, hace vibrar un hombre el día menospensado.

Todos, como es natural, se alegraban de verrealizarse las profecías de vuelta segura que habíanhecho a Andrés en otros tiempos, pero nadie seatrevía a hacérselas acordar, temiendo que con sólopensar que se venía ligando cada vez más con elpaís, quisiese romper a cabezazos los barrotes de lajaula, por tiernas que fueran las ligaduras. Es precisosaber triunfar silenciosamente, pues los triunfosruidosos casi nunca son duraderos.

Estaba, por otra parte, muy lejos de darse porvencido. Claro es que habiendo elegido a su futuraesposa en Buenos Aires, abrigaba hacia el país y sushabitantes sentimientos de verdadero cariño, perono por esto pensaba en radicarse en él. La mujersigue a su marido, y ya que tenía él en Francia,patria, a su madre a quien prometiera volver a losseis meses, no había motivo para creer que hiciese

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de otro modo; se llevaría a Josefina, y nada más.Tampoco la llevaría para siempre; volverían,volverían a pasear, a ver a los viejos, a los hermanosy primos y tíos, a todos por algunos meses, y aquelloera lo mejor.

Lo primero que tenía que hacer era trabajar,trabajar bien, mucho y con acierto.

-Ideas de francés rezongaba don Luis; -¿para quénecesita tanta plata para casarse? ¿Acaso precisanvivir como emperadores? ¿Y si llega a perder lo quetiene? Entonces, ¿no se van a casar nunca? Estáfresca Josefina: ya tiene 24 años; pronto será tiempoque vista de monja.

A menudo volvía la misma conversación entredon Luis y Andrés Sterner.

Un día, poco tiempo después de haber vueltoéste, el 25 de diciembre, al oír a su hermano hablarcon semejante entusiasmo de casamiento ajeno, dijodon Matías:-No hay como estos solteros viejos para predicar elmatrimonio. ¡Qué palabra tan convincente! será paratapar lo que tiene de poco convincente el ejemplo.Pero, con todo, Luis tiene razón. La vida es corta yhay que apresurarse a aprovechar las horas defelicidad que le pueda a uno proporcionar, y si no,

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miren a esos pobres del «América»; ¿han visto? ¡Québarbaridad! ¡Cuántas vidas repentinamente cortadasen plena alegría, en pleno goce!

-Dicen que ha sido una cosa espantosa; y asítiene que ser. Un incendio en un vapor cargado depasajeros, entre ellos muchas señoras y niños, enplena noche, es una de las catástrofes másaterradoras con que pueda uno soñar.

Y cada cual citó a algún conocido, algún amigodesaparecido en el desastre, maldiciendo, quizásinjustamente, al comandante del vapor que se habíasalvado; ponderando el valor sereno del señor Roll,quien tirando al agua una mesa del comedor habíasalvado en ella a toda su familia, mujer e hijos; y laabnegación heroica de don Bartolomé Viale, unsoltero ejemplar, ese, al sacrificarse para salvar a lajoven señora de Marcó del Pont. Se citaba al señorLarrazábal que estuvo a punto de embarcarse y quepor no haber llegado un amigo a quien esperaba, porsuerte para él, perdió el vapor.

Pero, volviendo a discutir su caso, protestabaAndrés, diciendo que sin una posición bienasentada, no se quería casar; y don Luis lo seguíapeleando, diciéndole que era una estupidez, pues unavez casado trabajaría con más sosiego, y mejor.

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Empezó Andrés sus operaciones de frutos delpaís. Compraba lanas y cueros en grande escala,como lo tenía que hacer, por las muchas órdenesimportantes que había traído y como se lo permitíael crédito de que gozaba. Como siempre después delas grandes guerras europeas, estaba diseñándoseuna gran suba, especialmente en los cueros vacunos;y acordándose de cómo el señor Barral habíaempezado su fortuna después de la guerra deCrimea, compró por su propia cuenta doscargamentos de cueros salados del saladero deCarbó en el Paraná. La operación era magna;importaba alrededor de ciento cincuenta milpatacones, pero la hizo con fe y los bancos deWanklyn, de Carabassa y el Banco Nacional, reciénfundado por acciones, se la facilitaron, tomando susletras en condiciones muy liberales. Pero en todaespeculación hay que contar con la suerte, y aunquelos cálculos sean buenos, muchas veces salen alrevés del mismo sentido común.

Pudo cargar, despachar y vender a entregar enEuropa el primer cargamento con una utilidad de 25por 100. El segundo quedaba fácil de colocar en lasmismas condiciones, con tal que llegase un mesdespués del otro, a más tardar. Andrés comunicó a

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Josefina la feliz nueva, anunciándole que bastabaesto para fijar muy pronto el feliz día de su enlace.Contaba el pobre sin López Jordán.

¡López Jordán! uno de los últimos y tambiénuno de los más temibles de esos caudillos que en susemi-ignorancia de las cosas del país, todavía casiconfundía Andrés con los caciques indios, siempreprontos a entrar en campaña contra los poderesconstituidos, bajo cualquier pretexto, para poder asu gusto, recorrer el campo con el gauchaje, robarhacienda, arruinar al estanciero, estorbar el progreso.Y esta revolución de 1873 no era la primera, nitampoco sería la última suscitada por él. Ya el 11 deabril 1870, había hecho asesinar por un grupo desoldados al general Urquiza, a quien debía laRepública Argentina el haber sido librada de latiranía de Rozas, vencido por él, en Caseros, en1852. El presidente Sarmiento, a pesar de lasprotestas del asesino, no vaciló entonces en hacerintervenir en la provincia así amenazada de anarquía,el poder nacional. Pero la lucha fue larga; el paisanoentrerriano es como el oriental, descendiente de loscharrúas, los indios más bravos de toda esta partedel continente; le gusta empuñar la lanza; ama lapelea, el entrevero, las cuchilladas, el degüello: es

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cruel y le agrada verter la sangre, aun la del hermano;y bien se ve todavía en la Banda Oriental, en dondebasta que alce el poncho un gaucho compadrón,titulándose caudillo y también general, para que losiga el paisanaje en repetidas guerras sin cuartelasoladoras de la misma patria.

López Jordán, se había apoderado en 1870 de laciudad del Uruguay y -de Gualeguaychú; lo venciódespués Rivas, en Santa Rosa, con gran mortandadde ambas partes, pero sin poderlo reducir; y sólo en1871 el entonces comandante Julio A. Roca, que elaño anterior, ya había deshecho felizmente unamontonera en Salta, completó la derrota que enÑaembé le infligía el general Baibiene, tomándole,con su batallón, los cañones a la bayoneta.

La intentona de 1873, la que nos ocupa por elperjuicio que causó a Andrés Sterner -y que comodijimos no fue la última, pues antes de morirasesinado a su vez, en las calles de Buenos Aires, porun descendiente de su ilustre víctima Urquiza, iba asublevarse otra vez en 1876, -duró felizmente poco,aplastada que fue por el general Levalle en DonGonzalo, pero duró asimismo, bastante para causara Andrés irreparables perjuicios.

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Efectivamente, cuando estalló el movimiento, elGobierno nacional, para impedir que losrevolucionarios recibiesen armas, cerró los puertos,y, sólo después de un mes entero de empeñosdiplomáticos, pudo conseguir Andrés autorizaciónpara mandar el buque que de antemano teníafletado; y antes de que llegase a Paraná y pudieserecibir los cueros del saladero casi desierto, ydespués de un largo viaje, fondease por fin enAmberes, se había derrumbado el mercado, y perdíaAndrés con el cargamento el doble de lo que habíaganado con el anterior.

Don Luis tuvo la crueldad de titearlo más quenunca y de decirle que si no se casaba ya, todo lo ibaa perder y no se casaría nunca; no que no lo quisieraJosefina lo mismo pobre que rico, sino sencillamente-decía, -porque nunca iba a acertar en sus negocios ya ser feliz en ellos sino después de casado.

Y a la verdad, un momento vaciló Andrés conesa nueva sacudida de la suerte. Empezaba acomprender que el dinero no es todo en la vida, queno por la fortuna se mide la felicidad, y que no porno poseer aquella en la forma que uno quiere, debepasarlo sin ésta. Pero las ideas que, desde criatura,habían cultivado en su cabeza, se oponían a que se

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atreviese a arrostrar con sangre fría la formación deuna familia sin una posición ampliamente asegurada;no tenía la bajeza de esperar esa posición de sumismo casamiento, como la gran mayoría, por nodecir la casi totalidad de sus compatriotas, pero lefaltaba valor para imponer a su compañera una vidamezquina, precaria, pobre, y menos que nuncahubiera cedido en aquella ocasión.

Josefina quedaba, como siempre, resuelta aesperar con absoluta paciencia todo el tiempo quedesease Andrés, dejándolo dueño de fijar la fechaque quisiera para el enlace. Pero, viendo quepasaban los meses y que de inconveniente eninconveniente, podría suceder que se les escapase laprimavera de la vida sin anidar, siguió los consejosque, sin descanso, le daba su tío Luis, en formageneralmente cáustica, pero corroborados ya por laopinión de don Matías y del señor Zavaleta. Todosestaban contestes en que debían formalmente aunarsus esfuerzos para convencerlo de que su fortuna eramuy suficiente para fundar su hogar y que no debíaesperar más. Doña Antonia fue la encargada por lacoalición de tener con él una conversación alrespecto.

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-Andrés -le dijo, -va a ser preciso que ustedes secasen de una vez, sin mirar atrás. Anden comoanden sus negocios, no deben esperar más tiempo,ya que están de acuerdo. Esto de seguir de noviosveinte años está bueno, y todavía ¡quién sabe! paralos que realmente no tengan en qué caerse muertos;pero ustedes, al fin y al cabo, aunque se quedenarruinados del todo, lo que no es el caso según tengoentendido, no deben temer nada. Josefina, porsupuesto, hará lo que usted mande y esperará eltiempo que usted quiera, pero yo, como madre, mepermito aconsejarle que deje usted a un lado todaclase de consideraciones y acabe con una situaciónque ningún bien puede producir a nadie.

Andrés, que ya estaba más o menos convencidode lo cierto de estas ideas, no opuso mayorresistencia y sólo pidió a la señora de Zavaleta dosmeses o tres para acabar de realizar unos negociosque tenía en tratos, y que, según aseguraba, lo iban aenriquecer.

Cuando doña Antonia transmitió a don Luis, adon Matías y a su esposo la contestación de Andrés,estuvieron todos de acuerdo en que había queexigirle la formal promesa de que, aunque a los tresmeses no hubiese terminado dichos negocios, o no

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hubiese ganado con ellos lo que pensaba, o hastahubiese perdido todo lo que tenía, el casamiento, decualquier manera, tendría lugar sin más prórroga.

No había en todo esto más que un empeñopuramente amistoso; nadie pensaba en obligar aAndrés a ir en contra de sus propósitos, pero nadietampoco veía que hubiese necesidad de prolongartanto su noviazgo. No faltaban en la sociedadejemplos de noviazgos larguísimos, pero la gentesensata los encontraba absurdos, y con razón, y lafamilia de Josefina era gente sensata.

Consintió Andrés. 1872 tocaba a su fin yprometió, juró que de cualquier modo queterminasen los negocios emprendidos, el primero deabril de 1873 tendría lugar la ceremonia.

Los negocios que tan bien le debían ir eranespeculaciones en tierras. El gran movimientocomercial, la era de prosperidad a que diera principiola terminación de la fiebre amarilla, se habíanmanifestado de distintas maneras: la importación demercaderías había aumentado en una medidafenomenal, la inmigración se tornaba invasión; nodaban abasto los vapores a pesar de haber duplicadosus viajes las líneas principales y de haberse creado

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varias más, con itinerarios directos a Buenos Aires,ya sin transbordo en Río de Janeiro.

Una de las señales más peculiares de estaprosperidad había sido desde el principio la subidade los terrenos urbanos y suburbanos de BuenosAires. Después de tantas epidemias, todos se habíanconvencido de que el mejor medio para evitar suspeligros era o ir a veranear fuera, y como todostrataban de tener para ello una quinta en los pueblosque circundaban Buenos Aires, empezó a tomarvalor la tierra; a más abundaba el dinero por habersevendido muy bien los frutos del país y seguir en alza,y empezó también a subir la propiedad de la ciudad.

La fundación del Banco Hipotecario de BuenosAires había contribuido mucho a fomentar estasuba, y la emisión cada día mayor de cédulas, lafacilidad para venderlas en la Bolsa, a preciobastante elevado por las garantías que presentaban,pronto iban dando a la tierra un valor que, poco apoco, también tenía quizás algo de ficticio. Pero nofaltaban razones para demostrar que no sólo lasbases del alza de precios eran inconmovibles, sinoque llegaría ésta a cifras inauditas; no había más quever la inmigración tan numerosa que seguía llegando,el precio de las lanas y de los cueros, cada vez más

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solicitados en Europa, para comprender que el paístodo iba a ser inmediatamente un emporio deriquezas. Los que así pensaban eran especuladoresque no se daban cuenta cabal de los recursos y de laproducción actuales del país, viendo, como si fueracosa del presente, el progreso que se debía realizarentre mil vicisitudes en treinta años más.Encandilados por una prosperidad pasajera, llegabana figurarse que no iba a alcanzar la tierra para tantagente que acudía y la que iba a seguir, y creían quede un día por otro tenía que duplicar, triplicar suvalor.

Andrés, siempre deseoso de realizar rápidamenteuna fortuna, algo desanimado por el mal resultadode su última gran operación en frutos, pensó queespecular en tierras sería lo mismo que especular enlanas y cueros, que esto no era radicarse en el país,ya que uno compraba hoy y vendía mañana, conutilidades enormes. Había hablado de tres mesespara liquidar sus negocios y casarse, y realmentepensaba no necesitar tanto tiempo.

Como tenía mucho crédito, lo aprovechócomprando en varias partes de los suburbios de laCiudad terrenos grandes para repartirlos en lotes, ysus primeras operaciones resultaron tan felices que

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sin reparar en ciertas advertencias desinteresadas quele hicieron varios amigos, y en particular don Matías,se lanzó cada día más en especulaciones, que prontose hicieron vertiginosas.

Había explicado a don Matías sus ideas sobredichas especulaciones con un entusiasmo que a éstele llamó mucho la atención.

-Entonces -le había dicho éste, -¿ahora tieneusted fe en el país?

-¡Cómo no! con la inmigración que viene, latierra tiene que ir tomando valor muy rápidamente,en la ciudad, sobre todo, por la gran cantidad deinmigrantes que en ella se quedan.

-¿Y no cree que los campos también tomaránvalor, y más aún, en proporción, que los terrenos dela ciudad?

-No hay duda de que, poco a poco, con elaumento de la población, se han de valorizar; pero eltemor a la soledad, a los indios, la poca seguridadque hay para el extranjero en la campaña, harán quese demore mucho esa valorización.

-Pero, Andrés; si todo lo que cuentan sonexageraciones; la campaña, en toda su parte poblada,está muy segura y no hay, en vivir en ella, el menor

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peligro. Dígame ¿cuánto vale en Europa una cuadrade buena tierra?

-En Francia, valdrá una hectárea -no una cuadra,que es mucho más, -entre doscientos y seiscientospesos, según su situación y lo que pueda producir.

-Y, dígame, entonces ¿por qué no llegaría a valermucho más de los dos o cuatro pesos que viene aser ahora por hectárea, el precio de una legua decampo flor? Yo creo que el día que en Europa sepanlo poco que vale aquí todavía la tierra de pan llevar,han de venir a comprárnosla centenares de miles deinmigrantes.

-Pero -preguntó Andrés, -¿usted cree querealmente servirá aquí la tierra para sembrar trigo?

¿Y por qué no va a servir? -contestó don Matías,pero sin mayor convicción; -el maíz se da muy bienaquí; -no veo motivo para que algún día no hagan laprueba. Y hasta le diré que según creo hace ya másde diez años que en el Baradero lo han ensayadounos suizos; lo que sí, no creo que les haya dadotodavía gran resultado.

-Sí; no debe ser muy buena la tierra, pues de otromodo seguramente se hubiera poblado mucho más.

-Pues, con todo, creo, Andrés, que usted, ya quecompra tierras, no debería comprar sólo

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propiedades en la ciudad, sino también algún campo.Me parece de más porvenir.

-¡Oh! pero yo no compro para el porvenirexclamó Andrés, -compro para volver a vender enseguida.«

Don Matías no insistió; pero quedó muyinquieto sobre el resultado final de lasespeculaciones de Andrés. Para él, estanciero o hijode estanciero, acostumbrado a considerar la tierracomo la base sagrada del bienestar de la familia y desu fortuna, imbuido del gran precepto paterno, milveces oído y mil veces repetido por él a sus hijos:Compra casa lo que puedes ocupar, compra campolo que puedes ver,» consideraba que por ningúnprecio se debía vender campo, fuera de absolutanecesidad; y por otro lado, no comprendía quepudiese ser objeto de comercio ninguna clase depropiedades. Esto de comprar terrenos paravenderlos enseguida le parecía una anomalía; el bienraíz en su concepto, no era ni debía ser asimilado aun mueble que cambia de manos con la mayorfacilidad. Aunque le hubiesen ofrecido un millón depesos papel la legua, por sus campos de Mercedes yde San Pedro, no los hubiese vendido; le hubieraparecido un sacrilegio vender una partícula de ellos.;

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y sin embargo un millón de pesos era como paratentar: cuarenta mil pesos oro, ¡algo como 15patacones la hectárea! Pero no tenía para quédefenderse, pues por muchas locuras que hicieranlos especuladores, no había peligro de que ningunole ofreciera semejante barbaridad.

Otras personas trataban de disuadir a Andrés demeterse en tantas especulaciones. Si los viejospropietarios de la tierra, sin creer que ésta pudierasubir mucho más, ni con el tiempo, eran refractariosa las más seductoras ofertas, los negociantesextranjeros, en general, consideraban que entrando aespecular, no se debía comprar sino propiedades derenta, casas bien alquiladas y no terrenos baldíos queno producían, ni podían producir nada, sino una vezedificados.

Andrés les contestaba que eso ya era colocaciónde dinero, pero no negocios, y que operando así, nose ganaría nada; mientras que cualquier terreno sinedificar, al momento se volvía a vender duplicandola plata, y más si era terreno grande y en lossuburbios, para poderlo dividir y vender en lotes. Yél y los demás llegaban a exclamar con verdaderaconvicción, pasando por delante de algún terrenobaldío bien encerrado entre casas: «¡Qué lindo

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terreno!» mientras que las casas que lo rodeaban, porbien edificadas, nuevas y de buena renta que fuesen,no les llamaban la atención.

El crédito seguía fácil. Andrés, para comprarcualquier terreno, si no le alcanzaba el dinerodisponible, se presentaba en uno de los bancosdonde tenía cuenta corriente y pedía diez, veinte milpatacones en descubierto: «No hay inconveniente,»le contestaba el señor Wanklyn: «Bueno;» le decía elseñor Carabassa y de la escribanía se iba a casa delrematador, a preparar enseguida la fiesta de laliquidación.

Sucedía que anunciado el remate, y antes deverificarse, se presentaban ofertas de algún otroespeculador para tomarlo por su cuenta, y Andréssoltaba la presa con gran utilidad y con ciertosentimiento, o no la soltaba, cuando se creía segurode ganar mucho más.

Hubo remates épicos: quintas antiguas,plantadas y edificadas en los tiempos coloniales, entodos los arrabales de la ciudad, al Norte, al Sur, alOeste, veían cada domingo sus venerables cercos detuna rodeados de gente llegada de todas partes y portodos los medios posibles de locomoción, entranvía, a pie, a caballo, en volanta, para disputarse a

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fuerza de pesos -de pesos papel, decía con unamueca de profundo desdén, un rematador, -retacitoschicos de terrenos grandes, para edificar en ellos elhumilde casucho en propiedad que da al que hasabido economizar algunos de esos pesos papel, laindependencia grande del alquiler mensualmentematador.

Una tienda grande de campaña, una mesa, unasilla, un banquito; otra mesa con algunas docenas decerveza Bieckert; y gallardetes y banderas, lasmismas del Carnaval y del 25 de Mayo, y cohetes ybombas, a veces una banda de música, y elrematador subía sobre el banquito, con el martillo enuna mano y el plano en la otra, y mientras susecretario tomaba asiento en la silla para redactar laspapeletas, pronunciaba un vehemente y entusiastadiscurso, oración fúnebre de la propiedad otroraseñorial que iba a hacer volar en fragmentos, saludotambién a la fecunda invasión de pequeñospropietarios que se la iban a repartir.

Las ofertas pronto se cruzaban; las esquinas decalles por hacer eran disputadas a guiñadas y a gritospor los futuros almaceneros, ávidos de establecer sucasa en buen sitio del nuevo barrio. Y sobre lascalles ya frecuentadas, futuros bulevares de la ciudad

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en fermentación de progreso, se pagaban precioslocos:

Dos mil pesos moneda corriente, por ejemplo, lavara de frente por todo el fondo (cincuenta a setentay cinco varas en general), en la calle Santa Fe, entreAndes y Azcuénaga, algo como 3,50 pesos cursolegal de hoy la vara cuadrada. Es cierto que quienhizo esa compra, un confitero francés de exquisitaciencia en la fabricación de pasteles, enriquecido ensu oficio, se arruinó con ella y algunas otras por elestilo. Con sólo poder esperar treinta y tres añosmás, habría podido liquidar a 70 pesos la varacuadrada; pero treinta y tres años es toda una vida, y¿quién puede esperar toda una vida?

Probablemente pensaba como tantos otros,volver a vender sus lotes a los ocho días o a los dosaños, duplicando el capital. ¡Ay de nosotros! porligero que marche el progreso, casi siempre corremás ligero aún la vida humana; y basta que elespejismo fatal haga ver a destiempo lo que puedellegar a ser el país para provocar más de un traspiémortal.

No hay cosa peor para la buena dirección de losnegocios, que la imaginación, las ilusiones, elentusiasmo, y de esto nace la innegable superioridad

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para ganar pesos, de cualquier bolichero sobrecualquier poeta. Uno ve las cosas como son, el otrolas ve como quisiera que fuesen.

Andrés estaba muy entusiasmado, y las primerasganancias, de inesperada cuantía, que logró, hacíanhasta cierto punto, excusable su entusiasmo.Empezaba a comparar los precios de la tierra enEuropa con los que valía en la República Argentina,y la diferencia era tan grande que cualquier comprapodía realmente parecer pichincha, con tal quesiguiese acudiendo la inmigración.

Los terrenos grandes en la capital empezaban aescasear, o más bien los vendedores: pedíandisparates o se negaban en absoluto a ceder suspropiedades. Misia Mariana, por ejemplo, poseía enAlmagro una gran quinta donde le gustaba ir, enverano, a pasar una temporada. Más de una vez,especuladores atrevidos hicieron que corredoreshábiles, fuesen a verla para ofrecerle grandes preciospor la quinta; pero una vez por todas, había dadoorden de no admitir a ninguno más, a nadie quefuera a hablarle de semejante asunto.

Bastante fastidiada estaba ya, decía, con versurgir por todos lados, alrededor de su quinta, casas,cuando antes ni una sola había que le tapase la vista;

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ahora ya no podía ni siquiera ver el campo, comoantes; estaban edificando cada día más casas, ychalets, y quintitas, y puras paredes se veían entre laarboleda.

La pobre señora, muy anciana ya, murió pocotiempo después, más asustada que admirada de losprogresos de la ciudad; cuando se llega a cierta edad,forzosamente se tiene más apego al pasado queanhelos de un porvenir quo no se alcanzará a ver, yhubiera de buenas ganas suprimido todos lostranvías de la calle Rivadavia y todos los edificiosnuevos que habían venido levantándose por todaspartes ante el paisaje acostumbrado, compañero desus ojos desde que aprendieron a ver.

En sus últimos días había manifestado variasveces a Andrés su satisfacción por haberlo vuelto aver en Buenos Aires, y más de una vez también ledijo como en otra ocasión:

--Se vuelve siempre a la República Argentina. Deello he visto mil ejemplos.

No fue el único acontecimiento del año en lafamilia, la muerte de misia Mariana, pues habíatenido lugar algún tiempo antes el casamiento deManuela, hermana de Josefina, a los 18 años, conuno de los hijos del señor García, rico negociante en

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géneros; y este casamiento no dejaba de ser paraJosefina, seis años más vieja, algo como una pequeñadesazón; pero su carácter firme y sereno le permitíasobrellevar sin aparente esfuerzo penas tan livianas,y decía, riéndose, a los que hacían alusión a losperpetuos aplazamientos de su propio enlace:

-Sólo empezaré a desesperar cuando se caseConcepción.

Concepción, su hermana más joven, sólo teníaentonces doce años. El primero de abril, fecha fijadade común acuerdo para el casamiento, había pasadocomo los demás, pero aseguraba Andrés que sinfalta el mes próximo se haría.

Viendo cuán difícil era ya encontrar en la ciudada precios posibles terrenos grandes para dividir enlotes, pensó que en los alrededores, aun a ciertadistancia, con tal que fuese sobre una línea férrea,algo se podría hacer. No quería, por supuesto,comprar campo para guardar, a pesar de losconsejos de don Matías y de don Luis, pero pensóque bien podía hacerse de un campo grande paradividirlo. Veía que todos seguían queriendo quintaspara veranear, y pensó en formar en algún puntopropicio, sobre algún ferrocarril y dónde se pudieseconseguir una estación nueva, todo un pueblo, con

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su correspondiente egido de solares, quintas ychacras. Compró con ese objeto una legua cuadradade 2.700 hectáreas en el ramal de Merlo a Lobos,recién entregado al servicio público, entre lasestaciones Las Heras y Zapiola. El campo lindabacon la línea férrea y la situación era muy ventajosa,pero desgraciadamente toda la parte que tocaba a lavía era de terreno muy bajo, muy anegadizo, casi unbañado; sin embargo, allí mismo había que delinearel pueblo, y como Andrés poco sabía de campo, porno haberse interesado nunca mayormente en ello, nopensaba que fuese dificultad insuperable. Resolvió,en consecuencia, prescindir de la calidad del suelo;hizo trazar un soberbio plano donde figurabanpintadas de colorado una iglesia que era casi unacatedral, y una escuela magnífica; la plaza pública,pintada de verde, admirablemente adornada dejardines y arboleda, rodeada de calles anchas yplantadas también de árboles, era de un aspectoseductor. Cuatrocientos solares amplios, repartidosen las cincuenta hectáreas de que constaba el pueblo,ofrecían a los interesados terreno adecuado paracasas de negocio y de familia y para quintas deveraneo; y en las mil hectáreas divididas en quintas,podía entrever la imaginación de los futuros

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pobladores todo un paraíso de árboles frutales y dehuertas de verdura. Quedaban para las chacras comomil seiscientas hectáreas, divididas en quince lotespara agricultura; pero Andrés pocas esperanzasfundaba en la venta de esas chacras que quedabanretiradas del pueblo, y por consiguiente de laestación, estación futura, por lo demás,completamente futura, aunque también figurase enel plano pintada con sus accesorios de galpones ydepósito de agua, pues solicitada por él a laadministración del ferrocarril del Oeste, le habíandado, sino una negativa rotunda, por lo menos muypocas esperanzas, por lo bajo del terreno donde laquería ubicar.

La verdadera especulación, el gran golpe pala él,era la venta de los solares y quintas, pues por pocoque relativamente subiese cada lote, los lotes erantantos que importarían entre todos un capital.

Los planos impresos en varios colores, un tour deforce de la industria gráfica porteña de entonces, eranespléndidos. Verdes, rojos, amarillos, chillaban hastahacer llorar; los avisos enormes en todos los diariosduraron quince días, y desde por la mañana deldomingo fijado para la venta, una banda de músicarecorrió las calles de la capital anunciando el remate

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para la una p.m, en el Teatro de la Alegría,Chacabuco, entre Victoria y Potosí, de los solares,quintas y chacras del gran pueblo de Villa Colón.

A las doce el teatro estaba lleno, y a la una enpunto, tomando la palabra don Adolfo Bullrich, yarey indiscutido de los rematadores, pronunció uninspirado y elocuente discurso que dejó a laconcurrencia tan ablandada que no tuvo que alzar elmartillo para dejarla subyugada del todo, y presa deuna fiebre loca, gracias a la cual se disputaron lospresentes, a precios nunca vistos, los solaresesquinas a la plaza (¡) y los con frente a la estación(¡), o situados en la calle principal. De loscompradores, muy pocos por supuesto, se habíancosteado a ver el terreno; con el plano les bastaba, ymil pesos un solar, para poner un almacén al lado dela iglesia, en la misma plaza del pueblo, les parecíauna ganga que, sólo en un país nuevo que no seconoce a sí mismo, se puede encontrar. Las quintastambién consiguieron precios regulares, sobre todolas más cercanas a la estación, pero para las chacrasno hubo comprador y tuvo Andrés que quedarsecon ellas para no sacrificarlas, pues apenas alcanzó laúnica que se vendió a tres o cuatro veces su preciode compra.

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Con todo, el negocio era brillante y alentador.Quedaban todavía muchos solares sin vender, porfalta material de tiempo, y unas cien quintas de lasdoscientas cincuenta existentes en el plano.

Andrés quiso dar otro remate al mes en elmismo terreno, pero había llovido bastante, y apesar de los anuncios ruidosos, del tren expreso, dellunch bombásticamente ofrecido, la fiesta resultótodo un fracaso.

El tren paró en el mismo sitio de la proyectadaestación, pero nadie, ni el rematador, ni el mismoAndrés, ni ninguno de los concurrentes trató dellegar hasta la tienda de campaña bajo la cual sedebía servir el lunch. Se hizo el gesto de empezar elremate en la misma vía del ferrocarril; el rematadorhabló con fingido entusiasmo; se mostró dispuesto aaceptar cualquier oferta para liquidar -dijo; -pero nohubo oferta alguna. Los compradores anteriores quehabían aprovechado el tren gratuito para visitar sussolares, quedaban desconsolados al ver que estabadebajo de una ligera capa de agua todo el terreno;que donde debía edificarse la iglesia, asomaba susflores violetas un duraznillal lozano, y que no habíani que pensar en formar en semejante bañado, elpueblo del hermoso plano multicolor.

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Las quintas estaban en mejor terreno, pues a laspocas cuadras de la vía iba subiendo éste hastaformar a lo lejos una loma, donde quedaban situadaslas chacras. Andrés había llevado al remate al jovenEmilio Zavaleta, hermano de Josefina, que ya teníaentonces sus veinte años, y ayudaba a su padre en laadministración de sus estancias. Era bastanteconocedor en campos el muchacho, y cuando vió elaspecto general de lo que había comprado Andréspara formar su pueblo y su egido, sospechó que si elbañado únicamente servía para criar ranas, la lomadebía ser inmejorable para cualquier cosa, y mientrasla concurrencia aburrida, el rematador indiferente yAndrés algo entristecido, esperaban la hora en que eltren tenía que llevarlos otra vez a Buenos Aires,pidió prestado su caballo a un paisano y fue de ungalope a inspeccionar la loma. Volvió encantado: eratodo un trebolar y un cardal, un campo flor, sindesperdicios y aseguró a Andrés que las milquinientas hectáreas que le quedaban allá, no lasdebía vender nunca a ningún precio, pues eran porsu calidad y su situación como para hacer unainvernada jefe.

Andrés recobró algo de su buen humor con lanoticia, pero no pensaba hacer negocios de

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hacienda, y le hubiera gustado más encontrar para elcampo los compradores de chacras al precio con quehabía soñado.

A los pocos días, y mientras se ocupaba de larealización de otros dos negocios grandes que habíahecho, uno en Núñez, pasando Belgrano, otro enuna quinta grande, al Sud de la ciudad, sobre la calleCaseros, a inmediaciones del cementerio del Sud,Andrés pudo comprobar que ya empezaba a aflojaralgo el crédito. Efectivamente, los banquerosprincipiaban a juzgar que esta especulación se ibahaciendo muy desenfrenada y que bien podríaconducir a un cataclismo. Vió que al tratar esos dosnuevos negocios, sin haber podido liquidar elanterior, había cometido una imprudencia.

Lo que le quedaba de Villa Colón, la mayorparte, en realidad, se hubiera pagado casienteramente con lo poco vendido, si todos loscompradores hubiesen escriturado; pero muchos deellos, cuando hubieron visto el terreno, prefirieronperder la seña entregada en el acto de la compra apagar el resto, y de muy bueno que parecía elnegocio se había vuelto mediocre.

Andrés, asimismo, había comprado cuatromanzanas de terreno al Sud, con intención de

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rematarlas enseguida. Había pagado la mitad alcontado, pero no pudo encontrar dinero para elresto, y dejó hipotecada en manos del vendedor laotra mitad, pagadera con el mismo producto de laprimera. Organizó el remate como tan bien lo sabíahacer; pero parecía que el desaliento empezaba acundir entre la multitud de los compradores. Eldinero escaseaba; los interesados, por este motivo ytambién por cierta intranquilidad política queempezaba a hacerse sentir, parecían haberse retirado.A pesar de los esfuerzos del rematador, muy pocoslotes se vendieron, y Andrés quedó con el clavo;pues ya que no se vendía con facilidad y granutilidad un terreno en esas condiciones, se volvíaforzosamente clavo. A pesar de estar situado sobreel bulevard Caseros ¡qué bulevard! lleno de pantanosinverosímiles, intransitable, sino a fuerza de bueyes,el terreno quedaba invendible, y no había más quetener paciencia. Pero esto de tener paciencia cuandolos intereses corren, y pronto, ni para ellos van aalcanzar los fondos disponibles, ni siquiera elcrédito, fácil será el decirlo, difícil el poderlo hacer.

Andrés se iba a encontrar en una situaciónmuy difícil. Había hecho al principio muchosnegocios brillantes, pagando muy baratos terrenos

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que en seguida volvió a vender a precioselevadísimos; después, entusiasmado, había, comotodos, seguido con las compras a precios muy altosde terrenos difíciles de vender, y ahora seencontraba con puros terrenos de imposiblerealización, lleno de compromisos, debiendo muchodinero en los bancos, con hipotecas cuyos intereseslo devoraban vivo, en una palabra, al borde delabismo.

En Núñez había entrado en una sociedad,formada para la creación del parque Saavedra y laventa en lotes de grandes terrenos que lo rodeaban.

Obra magna y prematura, basada, como tantas,en cálculos de fantasía sobre los progresos casiinstantáneos del país y el aumento de su población.La sociedad gastó mucho dinero en encauzar elarroyo, en formar un parque, en plantar árboles, etc.;pero antes que los trabajos estuviesen bastanteadelantados a para halagar al público, asomaba lacrisis, se cerraba el crédito y todo tenía que quedarabandonado hasta mejores tiempos.

Fue entonces cuando a Andrés se lo ocurrióofrecer a otro especulador cambiarle lo que lequedaba en Villa Colón de solares y de quintas poralguna otra propiedad. Un especulador no puede

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permanecer en la inacción; tiene que hacer negocios,y cuando ya no hay plata, ni crédito, ni valoresbuenos o malos que negociar o liquidar, llega afigurarse que peor sería no hacer nada que hacertransacciones aun inútiles. Aquel a quien se dirigíaAndrés, estaba ya también en el terrible declive de laruina total, pero hubiese, por tal de hacer negocios,cambiado la Catedral por la casa del Congreso y laAduana por la Casa Rosada. Calculó o creyó quepodría vender de a poquito esos lotes, que una vezhabía visto conseguir tan buenos precios, y ofreció aAndrés en cambio de ellos tres leguas de campo,pero allá, lejos, a ocho leguas del Azul, donde eracasi imposible vender, pues siempre se temíaninvasiones de indios. Había comprado esto conintención de dividirlo también en chacras opequeñas estancias, pero ¿quién iba a comprar tanlejos mil cuadras o dos mil? Para el especulador novalía la pena; para el poblador era muy pocotambién, y sobre todo muy expuesto, de modo quehabían fracasado sus tentativas de remate y no sabíaqué hacer con el dichoso campo, pues a ningúnprecio lograba venderlo.

Andrés consultó con don Matías, le explicó susituación, y éste le contestó que, sencillamente, era

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quizás la salvación para él, en el presente -le dijo, -yen el porvenir. Le hizo comprender que esoscampos todavía despreciados, pronto, con la llegadadel tren al Azul, se verían libres del peligro de losindios, que se podría trabajar en ellos en excelentescondiciones, y que seguramente tomarían entoncesgran valor.

Le dejó entender que si quería trabajar deestanciero, lo ayudaría en todo lo que pudiese, y queen su concepto era seguramente lo mejor que teníaque hacer.

-Pero -preguntaba Andrés, -¿serán buenos esoscampos? ¿Servirán para algo?

-¡Oh! deben ser campos de pasto duro, no hayduda; pero con el tiempo y el pisoteo de los animalesse han de componer. Tómelos, no más; me pareceuna buena operación.

Andrés hizo, sin mayor convicción, el cambiocon el otro; clavo por clavo, mejor era tener uncampo de tres leguas de extensión, aunque fuera enel desierto, que algunos lotes de solares y quintas enun pueblo que nunca existiría. Se quedaba con laschacras, a las cuales su comprador no daba mayorvalor, gustándole sobre todo, los terrenos paraedificar. ¡Infeliz!

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Cuando Emilio Zavaleta supo el negocio, felicitósinceramente a Andrés, diciéndole que quedabaarmado como para hacerse un gran estanciero, concampo afuera y una invernada cerca de la ciudad,que era todo un tesoro.

Desgraciadamente este negocio no podíaimpedir que Andrés quedase todavía muycomprometido y sin recursos disponibles. Habíatenido que acudir a prestamistas de toda laya parahacer frente a los intereses de la hipoteca sobre laquinta del Sud, y a los trabajos de embellecimientodel parque de Saavedra. Entre comisiones, sellos,escrituras, intereses al 12, al 15, al 18 por 100, ibacomiéndose todo lo que hasta entonces habíaganado y pronto acabaría con lo que le quedaba decapital. Vender, aun perdiendo, y mucho, la quintaaquella y los terrenos de Núñez, era cada día másimposible, y veía con terror llegar el día en que leejecutarían sus acreedores, sacrificándolo hastadejarlo tullido.

No veía forma de salir del pantano; volaban losdías como saben volar cuando les persigue unvencimiento; y solamente los que han pasado poraquellos trances pueden comprender lo que sufríaAndrés. Y sufría doblemente; no tanto por la

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pérdida de lo que le había quedado de su capital,pues al fin se sentía capaz de levantarse otra veztrabajando, ni por sus ilusiones frustradas y por elfracaso de sus ambiciones juveniles, cuanto por lavergüenza de su situación frente a su prometida y sufamilia, y más que todo, naturalmente, por lapérdida, al parecer irremisible, de la felicidad soñada.

En su desconsuelo, que casi rayaba endesesperación, acudió a su amigo Ernesto Zavaleta,con quien se querían, hacía muchos años ya, comoverdaderos hermanos que siempre habían pensadoserlo algún día. Ernesto era abogado y, a pesar de sujuventud, ocupaba en el foro argentino un sitioexpectable. Serio, profundamente instruido, gracias,en gran parte, al amor a los libros que le habíainculcado cuando muchacho, el mismo Andrés, deuna honradez intachable, resistente a los peoresroces de un ambiente harto dudoso, iba formándoseuna clientela importantísima, más por la calidad delas personas y la valía de los asuntos, que por sucantidad.

Lo fue a ver Andrés de preferencia al mismoseñor Zavaleta o a don Matías, por la mayorconfianza que entre ellos reinaba, y para evitar quepudiesen creer que iba en busca de auxilio material,

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lo que estaba muy lejos de su pensamiento, comotambién porque, por su misma profesión, podríaquizá darle algún consejo salvador.

-Mi querido Ernesto -le dijo, -lo vengo a vercomo amigo, como hermano y quizá también unpoco como cliente. Mis negocios andan mal. Larestricción súbita del crédito y la consiguienteparalización de los negocios en tierras, en unmomento en que estaba comprometido en grandesoperaciones, me matan si no encuentro, un mediode prorrogar las ejecuciones que me amenazan, hastaque mejoren las circunstancias y me permitanliquidar sin pérdidas exageradas. Estoy convencidode que las tierras no tardarán en volver a subir y deque, muy pronto estaré otra vez parado, pero paraesto, es preciso que no me sacrifiquen hoy. ¿Cómopuedo hacer para evitarlo, para ganar tiempo? -¿Cuáles exactamente su situación? -preguntó Ernesto.

Andrés tomó un pedazo de papel, un lápiz:-Es muy sencilla -dijo; -tengo, -y apuntaba, -mil

quinientas hectáreas de chacras en Villa-Colón quevalen, a cincuenta cada una, setenta y cinco milpesos; tres leguas del Azul a ochenta mil, sondoscientos cuarenta mil; ciento veinte mil varas alsud de la ciudad, a tres pesos: trescientos sesenta

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mil, y mi parte en los terrenos de Núñez que valen,por lo bajo, quinientos mil pesos y llegarán a valer,con el tiempo, dos millones, pero, que pongo portrescientos mil. Total: novecientos setenta y cincomil pesos.

-¿Y debe?-Debo una hipoteca de ciento ochenta mil pesos

sobre la quinta del Sud, y cerca de trescientos milpesos sobre los terrenos de Núñez. Total:cuatrocientos ochenta.

-¿A qué interés?-Esto es lo que más me embroma; tengo deudas

a 12, a 15 y hasta 18 por ciento anual.-Pues, mi amigo Andrés - le dijo Ernesto, -ustedtiene en los ojos un lente de aumento que lo va allevar, si no se lo quita, y pronto, al precipicio.¿Cómo puede usted creer que va a vender a trespesos la vara, terrenos que hoy no pueden valer másde un peso, si lo valen?

-Pero los he pagado yo a tres pesos, hace poco, ypara venderlos a seis.

Ernesto miró a Andrés con una sonrisa algosocarrona y de repente exclamó:

-¡Sabe que son admirables ustedes losextranjeros! Cuando llegan, todo lo desprecian; la

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tierra, especialmente, no puede tener valor ycomprarla, a cualquier precio, sería la ruina, primeroporque sería atarse al país, y después porque...porque sí. Un buen día, ven que sube el precio deesa tierra, y al momento se les abren los ojos yempiezan a comparar, a encontrar que está a preciostirados, y que, con la inmigración que vienellegando, mañana, o pasado a más tardar, va a valercomo en Europa, y se entusiasman hasta volverselocos. No se dan cuenta del tiempo que necesitapara poblarse como en Europa, una manzana en laciudad, una legua en el campo. Lo que, por muchotiempo todavía, abundará más, en la RepúblicaArgentina, será la tierra, créame. Tomará valor, nohay duda, pero más despacio de lo que a usted leparece; y si, de vez en cuando, pega brincos haciaadelante, también los pegará hacia atrás.

-Pero, Ernesto, mire que he visto también amuchos argentinos tan entusiastas como yo, y lamayor parte de mis negocios de tierras los hice conargentinos.

-Serán argentinos de poco capital, deseosos deenriquecerse ligero, como usted, y que se dejanembaucar por los primeros éxitos. Pero los quetienen buenas propiedades de renta, casas en la

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ciudad o estancias, esos poco especulan o nada.Tienen fe en el porvenir del país, pero no creen enesas alzas repentinas que todo se lo llevan pordelante, sobre todo a los especuladores que, comousted, mi querido Andrés, compran terrenos que, envoz de producirles renta, les cuestan intereses.

-Entonces, ¿qué opina usted? ¿Cuánto vale loque tengo, a su parecer?

Ernesto se fijó un momento en los cálculos deAndrés y dijo:

-Usted encuentra que tiene todavía unadiferencia a su favor de medio millón de pesosmoneda corriente; pues yo creo que debe tasar así suhaber: setenta y cinco mil sus chacras de Villa-Colónque son realmente muy buenas y fácilmentevendibles; ciento cincuenta mil, sus tres leguas delAzul, que no se sabe si sirven o no, y son de difícilventa, aun a este precio; ciento veinte mil pesos, susciento veinte mil varas...

-¡No diga! hombre; pues así, ¡claro! no tengomás que suicidarme.

-No, Andrés, no; no diga disparates, pero ustedverá que no valen más.

-¿Y los terrenos de Núñez?

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-¡Oh! eso, amigo, ¡es el gran clavo! Póngale cienmil pesos, y gracias; pero yo no se los compraría ni aese precio.

Andrés estaba aterrado; tomó las cantidadesindicadas por Ernesto y dió con un total decuatrocientos cuarenta y cinco mil pesos, de loscuales deduciendo los cuatrocientos ochenta mil quedebía, quedaba con déficit de treinta y cinco milpesos, en vez de tener un sobrante de cuatrocientosnoventa y cinco mil.

Quiso protestar; dijo que eso era pura fantasía;que si, a más de los centenares de miles de pesos deutilidad probable que había é1 mismo rebajado, teníatodavía que rebajar otro tanto del mismo precio decosto, sería que la tierra no valía nada en el país.

-Puede ser que vuelva a valer, algún día, lo queusted la ha pagado. Si puede esperar veinte años...pero con intereses al 18, me parece difícil.

-Entonces -dijo Andrés confundido, -¿qué hago?-Mi consejo es que liquide a cualquier precio -si

puede, -sus terrenos en la ciudad y en Núñez, y quesi no le alcanza para pagar todo, hipoteque por elsaldo sus chacras y sus tres leguas.

-¿Y después? ¿con qué trabajo, para vivirprimero y para pagar los intereses de la hipoteca?

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-¡Pero hombre! con los mismos campos. Hágaseestanciero.

Andrés quedóse un gran rato pensativo.Probablemente la perspectiva de hacerse estancieroen la frontera, pues era entonces realmente fronterala región donde estaban situadas sus tres leguas, leparecía poco halagüeña, a él que siempreconsideraba que su amigo Poncet, estanciero en lasFlores, vivía como quien dice en el desierto; perootra cosa también había, más grave, más penosa, quelo tenía abrumado en dolorosos pensamientos. Másquizás que para hablar con Ernesto de sus negocios,iba a consultarle sobre su situación respecto aJosefina.

Había prometido a doña Antonia que cualquieraque fuera el éxito de sus negocios, el casamientotendría lugar el 1º de abril; y ya habían pasado losmeses hasta acabarse el año; había seguido pidiendoprórrogas, como si se tratara de un vencimientocomercial con el cual no hubiese podido cumplir, yen vez de mejorarse su posición, de tal modo habíaido empeorando que le parecía desesperada, sobretodo después de haber oído a Ernesto.

Su amor hacia Josefina no había hecho más quecrecer; más que nunca consideraba que no había en

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el mundo otra mujer con quien pudiese ser feliz yera, por consiguiente, para él, la desgracia suma eltener que renunciar a ella; pero le parecía que era sudeber devolverle su palabra en las circunstanciasactuales. Se consideraba arruinado, y el remedioindicado por Ernesto, de hacerse estanciero en loque consideraba no sin alguna razón, entonces,como los confines del mundo civilizado, aunquefuera posiblemente eficaz para su propia salvación,no hacía más que hacer imposible su unión conJosefina.

Y se decidió, después de mucho vacilar, aexplicárselo a Ernesto.

-Son ideas del otro mundo -le contestó éste; -ideas de gente sin energía, que se considera perdidacuando momentáneamente se encuentra endificultades; ideas europeas, amigo, no americanas.El terror a la pobreza es uno de los peoresconsejeros del hombre, pues lo hace cometermuchas vilezas. Reaccione, Andrés, reaccione. Ustedtiene, lo saben todos, el valor que llamaré físico, novaya a perder el valor moral.

Andrés fue a encerrarse en su escritorio, y seentregó a un estudio prolijo de su situación,acostumbrándose poco a poco a considerarla sin el

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lente de aumento cuya presencia la había señaladoErnesto.

Entre las cifras que el tenía por exactas y lastasaciones que éste le había dado, la diferencia eracomo de la vida a la muerte; se negaba a admitircomo fundadas las apreciaciones de Ernesto; sóloconsentía, en sus cálculos, en hacer rebajas fuertes,tratando de convencerse a sí mismo de que sí sehabía hecho ilusiones, no eran ellas tan grandes quese tuviesen que derribar todas. Y sin embargo, teníaque confesar que todos los remates últimos, lossuyos y los ajenos, habían fracasado completamentey que ninguna tentativa de venta particular, aun singanar casi nada, había tenido éxito.

Cuando recorrió de una ojeada la listaabrumadora de sus vencimientos, se sintióestremecer y resolvió hacer un nuevo esfuerzo paralibrarse del peligro. Mandó buscar al mejor corredorque conocía, un señor Teodoro Morales que le habíametido uno que otro clavo, irrefutable demostraciónde su relativa habilidad, y que también le habíaquitado otros en excelentes condiciones. Le dijo que,dispuesto a liquidar, para irse a Europa - puessiempre el vendedor cree necesaria alguna mentirapara calificar el sacrificio que deben suponer que

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está haciendo, y en boca de Andrés, no era del todomentira, -dejaría su quinta del Sud, las 120.000 varasa cuatro pesos, y todos sus terrenos de Núñez porlos trescientos mil pesos que sobre ellos adeudaba.

Estuvo a punto de ofrecer también en venta, suschacras y su campo, pero se detuvo, acordándose delo que, primero Emilio, y después Ernesto y donMatías le habían dicho de ellos; y sin que, porsupuesto, tuviera ni la más remota idea de ir a vivirtan lejos ni hacerse estanciero, sintió como unaadvertencia secreta que le aconsejó conservaraquello como recurso supremo.

El corredor conocía muy bien y en todos susdetalles ambos negocios; también conocía el estadode la plaza. Sabía que toda clase de propiedad queno produjese renta era casi imposible de vender, quelos bancos habían no sólo restringido, sino cerradoel crédito para todo lo que era especulación; que elBanco Hipotecario de la Provincia, muyjuiciosamente manejado entonces por su fundador elseñor Balbín, reducía sus tasaciones; que por lodemás, las cédulas habían empezado a bajar en laBolsa, de tal modo, que venderlas era ya para el quelas había conseguido, una gran pérdida, y miró aAndrés, no con los ojos llenos de contento de un

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corredor a quien prometen una gran comisiónfácilmente realizable, sino al contrario como quienhubiera preferido no encargarse de tan peliagudamisión.

Andrés, viéndolo tan callado, inquieto, lepreguntó con consciente disimulación:

-¿No le parecen suficientes esos planos?--¡Oh! Sí, sí -contestó Morales, con una

entonación de desgano que fue para Andrés laconfirmación implícita de todo lo que le habíaasegurado Ernesto.

-¿Le parece que será difícil vender?-Pero, señor Sterner; usted está en plaza lo

mismo que yo, y bien conoce la situación.Y era cierto, en el fondo, que Andrés conocía

como Morales y como nadie la situación; y bien laconocía antes de ir a ver a Ernesto, y no ignorabatampoco antes de oírlo decir por otros, que todo loque tenía era invendible, por lo menos sin sacrificiosruinosos; pero si, para creer en la más inverosímilnoticia de dicha, el hombre casi no se acuerda deindagar nada, antes de creer en su desgracia, aunquela vea con sus ojos, tiene que preguntar a otros si escierta.

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Con todo, Morales se fue con los planos, datos,condiciones, etc.; y durante algunos días, renació laesperanza en el espíritu de Andrés. Pero, una tarde,volvió el corredor, trayendo otra vez losdocumentos y declaró a Andrés que eraabsolutamente inútil tratar de vender los terrenos, enaquel momento.

Cuando usted habla a un capitalista de terrenos-le dijo, -da vuelta las espaldas y huye. Ya no quierensaber nada de terrenos los que tienen dinero, ni paraprestar con hipoteca; sobre casas, todavía; o camposmuy cercanos y muy conocidos, algo dan, pero pocoy a precios usurarios. En cuanto a los especuladores,todos quieren vender, pero ninguno piensa encomprar. Espere tiempos mejores, no hay másremedio.

Andrés comprendió que había sonado la hora dela derrota, y que si lograba hacer el sacrificio quemás o menos le había indicado Ernesto, se podríaconsiderar dichoso.

Para ello bien veía que no había mucho tiempoque perder, y lo fue a ver en seguida; le contó elresultado de sus esfuerzos, pidiéndole lo ayudara asalir, a cualquier precio que fuese, del penoso trance,salvando siquiera el nombre.

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-Y después, ¿se hará estanciero?-¿Serviré?- ¡Cómo no! aprendiendo; ¿y se casará?-¡Hermoso partido para que todavía me

busquen! ¿Con qué vivimos?-Trabajará.-¡Oh! en cuanto a eso, no hay duda. Pero

¿alcanzará mi trabajo?-¡Ya lo creo!-Bueno, entonces, convenido.-Hoy mismo voy a ver lo que se puede hacer.Andrés, fuera de raras excepciones, había

seguido, durante todo el tiempo que duraron susoperaciones en tierras, haciendo sus visitas diarias ala familia de Zavaleta, pasando todas sus noches enconversación con Josefina. Esta siempre paciente yresignada, pero no de resignación del todosilenciosa, no dejaba de preguntar a Andrés,sonriéndose, si pensaba esperar para casarse a quetuviesen cincuenta años. Se burlaba con discreción,pero no sin sal de las ideas de Andrés sobre la vida.Encontraba muy bien que, siendo francés, nohubiese ni siquiera hablado de dote, pero encontrabaque sus aprensiones para formar familia eran

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completamente divertidas, en un país donde la vidamaterial era tan barata y tan fácil.

-No necesitamos millones para establecernuestra casa -le decía. -Si no podemos ir a pasear aEuropa, esperaremos; pero creo que para nuestrocasamiento, ya hemos esperado bastante. Voy aacabar por creer que tiene a alguna otra por allá.

Protestaba Andrés.-Mire que me están haciendo mil bromas. Ya

pasó el primero de abril, y van pasando los días y lassemanas, y no hay motivo para que también pasenlos meses y los años. Casémonos, Andrés. Deantemano acepto todas las consecuencias de susituación, cualquiera que ésta sea; pues las burlas queme hacen me empiezan a fastidiar, porque no sólo amí van dirigidas sino que también a usted alcanzan.

-Es que tanto hubiera querido, Josefina-contestaba Andrés, -llevarla a usted a Francia,enseguida de habernos casado.

-¿Qué importa esto? Iremos cuando se pueda.Explanaba la contestación de Andrés, sin que él

mismo casi lo supiera, el misterioso y nunca definidodebate trabado en su ánimo, desde el primer día,entre su amor por Josefina y el amor a la patrialejana. Hubiera querido reunirlos ambos, sin

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sacrificar nada de uno al otro, y para esto seempeñaba en adquirir los medios de llevar a Josefinaa su tierra, como incomparable conquista. Habríavuelto con ella a la Argentina, a menudo quizás,indulgente vencedor, pero conservando así íntegraslas dos bases de su felicidad, su amor y su patria.

Las circunstancias iban resolviendo de otromodo; sus esfuerzos habían sido vanos: bien veíaque no podría llevar a Josefina a Francia, y que setendría que conformar con quedar suavementeencadenado por ella a la Argentina. Había venido aconquistar y quedaba conquistado; conquista sinlágrimas, por lo demás, sin rebeliones posiblescontra tan gentil tirano, en prisión amada ya casi a lapar de la que a Josefina reservaba, poblada deamigos, de hermanos, pronto.

Y vino a borrar el último amago de vacilaciónque todavía hubiese podido suspender por unmomento su determinación, la noticia, desde muchotiempo temida, del fallecimiento de su vieja madre.Fue para Andrés un gran dolor, uno de esos doloresduplicados por el pesar tardío de no haber hechotodo lo humanamente posible para cumplir con undeber sagrado. Se reprochaba no haberlo dejadotodo para ir a Francia, a los seis meses, como se lo

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había prometido al salir. Lloró, lloró mucho y probócon delicias el inefable placer de ser consolado.

Hubieran podido temer los que tanto criticabanlas mil demoras del casamiento, que el luto lesirviera de nuevo pretexto para aplazarlo otra vezquién sabía hasta cuándo. No dejó don Luis dehacerlo entender; pero pronto vieron que, alcontrario, Andrés más bien parecía dispuesto aapresurar las cosas. Sin duda, su reciente lutoimpedía que se hiciera en seguida la ceremonia, peroél mismo decía que no era esto obstáculo parahacerla al mes, por ejemplo, con tal que fuese sinostentación, lo que, por lo demás, cuadraba bien conel estado vidrioso de sus negocios.

Es que la muerte de su madre había ido a cortarel último vínculo material que todavía lo ligaba a supatria. Ya no poseía allá familia alguna, fuera de esosparientes que sólo esperan, en Europa, la muerte delos tíos de América, para ver si es cierto lo quecuentan; y sentía que en Buenos Aires, en laRepública Argentina, estaba ya su verdadera, suúnica familia...

Ernesto, investido de los amplios poderes deAndrés, quien, tácitamente, había consentido enquedarse en último caso, con sus dos campos

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gravados con el importe del déficit previsto, y entrabajar de estanciero, una vez arreglado todo,consideró que ni un minuto había que perder.Efectivamente; la crisis arreciaba. El abuso delcrédito había traído sus acostumbrados efectos: todolo que subiera por las nubes se volvía para losinfiernos, y la política que ya lo iba perturbandotodo, apresuraba el movimiento. La situacióncomercial era terrible; amenazaba un cataclismo.Vender, aun a precios relativamente tirados, lepareció a Ernesto de todo punto imposible, y pensóque lo mejor sería tratar directamente con losacreedores de Andrés, cediéndoles los mismosterrenos que les servían de garantía.

Fue a ver primero al vendedor de la quinta delSud; era un hortelano italiano que había comprado,hacía cinco años, aquel terreno de cinco cuadras yun tercio para plantar verduras, pagándolo a razónde tres mil pesos moneda corriente la cuadra, o seandiecisiete mil pesos. Andrés, alucinado por losresultados de varias compras hechas por él enparajes algo parecidos, un poco engañado por ladivisión hábil hecha por un corredor avezado, de lascinco cuadras de veintidós mil quinientas varas endoce manzanas de diez mil, pensando él también

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poder sacar otro precio con dividir y vender a tantola vara de frente, compró las doce manzanas atreinta mil pesos cada una. Era una verdadera locura,pero hubo entonces muchas otras así -el mal erarealmente epidémico,- y se encontró, después depagar ciento ochenta mil pesos al contado, con unadeuda hipotecaria de otro tanto.

En seguida, había hecho imprimir planos condivisión en lotes y había tratado de vender enremate. Los precios no correspondieron a los queimaginara conseguir; se suspendió la venta, pero fuemás imposible, por supuesto, encontrar compradoren venta particular.

El hortelano, ensoberbecido por el gran negocioque había hecho, bien pensaba que Andrés nunca lepodría pagar con el producto del mismo terreno, losciento ochenta mil pesos de la hipoteca y se disponíaa ejecutarlo para volver a poseer su quinta y a cobraralgo de ñapa, cuando recibió la visita del doctorErnesto Zavaleta.

El doctor le dijo que iba en representación deAndrés, para manifestarle la imposibilidad en que seencontraría éste de abonarle el importe de lahipoteca. El hortelano, por supuesto, contestó quelo haría ejecutar, y que de cualquier modo había de

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alcanzar a cubrir la deuda la venta del terreno, ymucho más, agregó. Ni él, ni Ernesto ignoraba porcierto, que no había la más remota esperanza de queasí fuera; pero no quería el uno demostrar el ardientedeseo que lo dominaba de recuperar su quinta, ni elotro su esperanza de aprovechar ese deseo para queAndrés no perdiese más que lo ya pagado, sin tenertodavía que pagar alguna suma crecida.

-Es que, le voy a decir - contestó Ernesto; -paramí no hay duda que el terreno vale mucho más quela hipoteca, pero una ejecución cuesta; dura, a veces,años, y como el señor Sterner está, se puede decir,arruinado, haciéndolo ejecutar, usted corre el riesgode que los gastos judiciales le vengan a quitar, a másdel sobrante, buena parte de la misma hipoteca.

-No puede ser -exclamó el hombre; -unahipoteca en cualquier país del mundo, se ejecuta enseguida de ligero.

-En esto, señor, permítame que le diga que estáusted perfectamente equivocado. Aquí puede duraraños la ejecución. Yo soy el abogado del señorSterner; ni él, ni yo queremos que usted quedeperjudicado, y por esto mismo he venido a verlopara ofrecerle una transacción que evita demoras,pleitos, gastos... y perdidas al fin y al cabo.

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-¿Y cuál es la transacción?-Usted se queda otra vez con la quinta,

devolviendo sólo cincuenta mil pesos de lo que yacobró, y chancelando, naturalmente la hipoteca.

Los ojos del hombre relampaguearon de gusto;pero aseguró a Ernesto que por ningún precio sequedaría otra vez con el terreno; que lo habíavendido para irse a Europa y que lo único que queríaera su plata.

-Es que su plata, no la va a tener, por los gastosque le dije. No puedo yo prescindir de defender a micliente y si usted lo ejecuta, tendré, a pesar mío, quehacer durar las cosas hasta que repunten losterrenos.

El hortelano se defendió vigorosamente; se hizotan bien el desinteresado respecto a la posesión de laquinta, que por un momento, dudó Ernesto de quepudiese conseguir la transacción que quería; y sólodespués de mucho pelear y de dar por levantada lasesión dos o tres veces, acabaron por convenir queel hortelano devolvería veinte mil pesos de losciento ochenta mil que ya había recibido, dando porchancelados con la hipoteca, los interesesadeudados.

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Andrés perdía ciento sesenta mil pesos, peroquedaba libre de un compromiso que le hubiesepodido atar por toda la vida, si se lleva a cabo laejecución. Era una victoria en la derrota.

Quedaba por arreglar lo de los terrenos deNúñez, Andrés debía por su parte a la sociedadvendedora alrededor de trescientos mil pesos, ycuando Ernesto le aseguraba que él no daría cien milpor lo que allí tenía, estaba muy en lo cierto.Asimismo, a fuerza de luchar y de discutir, consiguiódesempantanarlo por el traspaso de su parte,estimada en doscientos mil pesos, y una hipotecapor cien mil en sus tres leguas de campo.

Se podía estimar dichoso Andrés de no haberzozobrado del todo, en esos negocios de tierras tanbrillantes, al principio, tan peligrosos y ruinosos, alfin. Quedaba con veinte mil pesos líquidos, suschacras y sus leguas, hipotecadas éstas, por cien milpesos: un total neto de ciento cuarenta y cinco milpesos: veintinueve mil francos, ¡después de haberpodido creerse dueño de medio millón! A los ochoaños de haber venido de su tierra para hacer fortuna,se encontraba más pobre de lo que era al salir, y,todo esto para aprender que en América presenta laespeculación los mismos peligros que en todas

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partes, y que si enriquece a bien pocos hombres,arruina a muchos.

Con todo, ya que gracias a los esfuerzos deErnesto, había quedado, en un mes, liquidada susituación, podía ahora respirar, libre ya de la torturapunzante de los vencimientos siempre renacientes yde esa sensación de ahogo que durante varios mesestanto lo había hecho sufrir. Su resolución eradefinitiva; había prometido y cumpliría su promesa;dejaría a un lado el comercio, la especulación y todosestos negocios que en una u otra forma, engañancon el espejismo de la fortuna cercana y dejan ruinasy sinsabores sin cuento, por uno que otro éxito máso menos legítimo. Iría a vivir al campo, se haríacriador; vería si era cierto lo que hacía años, durantesu primera travesía, decía su compañero de viaje, elseñor Alvarez, y lo que después, varias veces, lehabía repetido don Matías, que, en América,solamente la tierra recompensa el trabajo, con lacondición de poblarla y tenerle fe.

Por ahora, no tenía más que pensar que encasarse con Josefina. Por su luto y por su relativapobreza, no sería muy lucida la ceremonia, pero porningún motivo ni pretexto hubiera consentido enque se demorase. Y como todos estaban conformes

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en ello, se apresuraron los preparativos. Los regalosque podía ofrecer a Josefina tampoco serían de tantoprecio como lo hubiera querido, pero en la joyeríade Fabre, había muy lindas joyas, cuyo perfectogusto salvaba la relativa modestia de su valorintrínseco. Por lo demás, no faltaron los regalos, y lanovia era demasiado querida por todos para que nose empeñase cada cual en ofrecerle algún recuerdo,de esos que si no siempre son muy útiles, por lomenos son de bastante valor para no tirarlos así nomás, en cualquier rincón. Sin duda, si la crisis nohubiese sido tan recia que hasta al más ricomolestaba, los regalos hubieran sido todavía másabundantes y más valiosos, pero asimismo quedóJosefina con más brillantes, objetos de plata,pañuelos de encaje y abanicos, de lo que, modestacomo era, necesitaría en toda su vida.

La ceremonia, entonces puramente religiosa,pues todavía no existía el Registro civil, tuvo lugaren la casa del señor Zavaleta que vivía entonces en lacalle Suipacha, entre Piedad y Cangallo. La casa,llena de flores, presentaba el aspecto primaveral queconviene para esos casos, y los jardines ya célebresde Dordoni, Basset y otros, quedaron despojados de

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sus más preciosos adornos para dar a la fiesta eldebido realce.

Sólo los miembros de la familia asistían, conalgunos amigos íntimos: y después que el sacerdotelos hubo unido para siempre, los desposados fuerona embarcarse en el tren que los debía llevar a laestancia de don Matías, en Mercedes, la másconfortable, la más cercana, la más cómoda en fin,para pasar esta luna de miel tantas veces diferida.

Y ya que tantas veces la habían diferido, bien lapodían hacer durar, y la hicieron durar tres meseslargos, como compensación del tiempo perdido.Andrés, libre de pesadillas, voluntariamente olvidadodel pasado, de sus penas y de sus trabajosinfructuosos, mirando sin recelo y casi desafiando elporvenir, totalmente entregado a su amor, no teníamás pesar que el de haber sacrificado, inútilmente enparte, tantos meses de felicidad.

Josefina saboreaba, sin pedir más, su dicha tanansiosa y largamente esperada. Confiaba en suduración. Sabía que cerrados ya para Andrés loscaminos dorados que lo hubiesen conducido otravez a Francia, y a ella con él, no pensaría ya en ellospor mucho tiempo; y mientras tanto se elaboraría lared invisible con que pensaba detenerlo sin remisión

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en la Argentina, red florida, liviana, tejida con lamisma fibra suave, amorosa de sus corazones, en elambiente de simpatía, de tranquilidad, y de patriarcalmansedumbre que los rodearía.

Soñaba, y soñaba también Andrés, ahora, conuna vida sin ambiciones, que se deslizaría sin másruido que el arroyo que apenas susurra su canto ycorre entre muchas flores y uno que otro abrojo,inevitable, y sembrado quizá a veces por él mismoen sus riberas, pero no a sabiendas, siquiera.

Dos motivos, a más del gusto intenso queexperimentaban en su delectable soledad, losdetenían en la estancia de don Matías. Primero,Andrés, antes de empezar a trabajar por su propiacuenta en su campo del Azul, tenía que aprender eloficio.

Lo ignoraba, se puede decir, casi totalmente; tanpoco sabía de cuidar vacas como de cuidar ovejas;los mil detalles de la práctica pampeana le erandesconocidos, y por sencilla que parezca, no deja detener sus complicaciones, basada como está, en elconocimiento casi instintivo del instinto de losanimales. Hay que aprender a conocer, a distinguirligero las marcas y señales y familiarizarse con ellas,a juzgar el estado de los animales con una simple

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ojeada, para calcular lo que se puede vender y a quéprecio; contar la hacienda no se aprende tampoco deuna sola vez. Es preciso ser bastante de a caballo, sino para competir con los gauchos, por lo menospara evitar el ridículo ante sus ojos, pues así sepierde mucho de la autoridad, sino del prestigio quedebe tener un patrón. Hay que entender de aguadasy de pastos, y saber manejarlos como es debido, lostrabajos del campo son muy diversos y un patróntiene que saber dirigirlos todos con acierto oprudencia, tanto en el corral y el rodeo, un aparte ouna hierra, como una esquila o la construcción de ungalpón o de un alambrado.

Andrés comprendía cada día más que todo lotenía que aprender; pero no perdía ocasión deponerse al corriente de todo. Se había hecho amigocon el mayordomo del establecimiento, un buencriollo de poca instrucción, pero de muchosconocimientos prácticos y que, a pesar de su reservanativa, tenía gusto en enseñarle todo cuanto podía.Y Andrés iba tomando a esa vida activa tanto cariñoque le parecía imposible que no fuera fruto de algúnpoderoso atavismo. Cuando se tiene cariño a unaocupación, difícil es que no se llegue a prevalecer en

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ella, y realmente Andrés iba volviéndose criollohasta las uñas.

El otro motivo que detenía en la estancia de donMatías a la simpática pareja, era la revolución. DonMatías había pedido a Andrés que se quedara, por silas comisiones le llevaban demasiada gente odemasiados caballos, en cuyo caso ayudaría almayordomo a hacer las diligencias necesarias paradefender en lo posible sus intereses, mientras élhacía lo mismo en su establecimiento de San Pedro.

De cualquier modo, con la revolución, Andrésno hubiese podido hacer nada en su campo, pues elprimer movimiento había tenido lugar justamente enel Azul, donde el 24 de febrero de 1874, el generalRivas, oriental de nacimiento, pero generalargentino, se había sublevado contra el GobiernoNacional, llevando consigo hacia Buenos Aires todaslas tropas de la frontera del Sud que estaban bajo sumando. Inmensos arreos de caballos fueron elprimer resultado de ese movimiento, y Andrés pudocelebrar su suerte por no haber iniciado todavía sustrabajos, pues es algo más que probable que paraempezar, hubiese quedado a pie y sin peones.

El día siguiente, en Villa Mercedes de San Luis,el general argentino Arredondo, oriental de

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nacimiento, seguía el ejemplo del general Rivas ytomaba el mando de las fuerzas nacionales allíacampadas, después de haber muerto a su jefe elgeneral Iwanorvsky.

La situación del país, ya mala de por sí, se volvióinaguantable, y Andrés pudo ver que de no haberliquidado sus negocios antes, estaría completamentefundido, y sin remedio.

Mientras se desenvolvía ese drama político, ycorreteaban de un lado para otro las fuerzas de larevolución, sembrando indiada y gauchaje por laPampa, deshechos o inútiles, millares de caballosarreados a la fuerza de sus querencias, donde sequedaban a pie los hacendados, Andrés, fuera dealgunos sustos sin importancia, seguíatranquilamente trabajando en su nuevo oficio. Porlos diarios que se recibían con regularidad, pues laguerra estaba circunscripta en una zona alejada de laciudad, desarrollándose en la frontera, casi siempre,desde el Azul hasta Junín, desde el Sud hasta elOeste, con una que otra incursión, sin resultadopráctico, hacia el centro de los terrenos poblados,podía seguir la marcha de los acontecimientos.

Como la política interior siempre lo había dejadobastante indiferente, no entendía muy bien el alcance

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de la lucha. Extrañaba que el general Mitre cuyapersonalidad siempre había sido para él emblema delpatriotismo argentino, se hubiese puesto al frente deuna revolución dirigida contra el GobiernoNacional, y más contra el gobierno de Sarmiento, supropio sucesor, elegido en paz y que parecía hombrede bien. Es cierto que bien sabía que la revolucióntenía por principal motivo el fracaso de lacandidatura de Mitre a una segunda presidencia,fracaso causado por la inesperada alianza de losotros dos candidatos, Alsina, porteño, y Avellaneda,tucumano, hecha a favor de este último. Segúnparece, había dado lugar la elección a muchosfraudes, y el partido mitrista, por esto, se habíalevantado en armas. A Andrés no le parecía motivosuficiente para turbar así el país, porque había oídodecir que los fraudes electorales no eran especialidadde un partido, ni tampoco lo habían sido de esaselecciones, pues en todas había habido siempre, yseguía habiendo. Confusamente, como buen gringoinocente que para esas cosas había quedado,entendía que, más que todo, había en esto, un restode rivalidad entre el porteñismo y el provincialismoy que si la provincia de Buenos Aires habíapermitido que Sarmiento, un sanjuanino, fuese

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elegido, no podía tragar dos presidentesprovincianos así seguiditos. Alsina, doctor, general yministro de la Guerra, cuya figura enérgica, con sugran nariz aguileña y sus ojos penetrantes, habíapredominado en toda la contienda, le habíaimpuesto su conclusión electoral, renunciando sucandidatura a favor de Avellaneda; es que más, en elfondo, anhelaba la gloria de librar de los indios a laRepública, como general en jefe, que presidir desdela poltrona presidencial los destinos de la patria. Eldía que, según una caricatura del periódico «LaPresidencia», había cubierto con el inmenso tubo decopa alta y de alas angostas y chatas con que solíacoronar su cabeza melenuda y su huesuda estaturade gaucho fornido, al pequeño candidato Avellanedatrepado en una silla, delicado, bien peinado, con labarba ensortijada, y tan gran orador como de pocatalla, ese día, había trocado Alsina definitivamente elhistórico tubo por el kepis del general en campaña, yquizá más larga de lo que él mismo pensara, ladinastía nacionalizadora de los presidentesprovincianos.

Andrés no era ni mitrista, ni alsinista, niavellanedista; no era porteño, ni provinciano, yaplaudió con toda su alma las victorias de las tropas

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del Gobierno en la Verde y en Santa-Rosa, nada másque porque devolvían la tranquilidad al país. En lasfamilias de Zavaleta y de Alonso, los mitristasestaban en mayoría, pero no eran fanáticos, y en vezde llevar juicios extremos en pro o en contra de loshombres y de los hechos, se limitaron, y con razón,a celebrar la magnanimidad del general Mitre porhaberse rendido al coronel Arias, en Junín, despuésde la Verde, para evitar mayor derramamiento desangre argentina, cuando todavía hubiese podido,pero sin resultado probable, seguir la campaña.

Pocos días después, el 7 de diciembre, la batallade Santa Rosa, en Mendoza, hacía surgir en elhorizonte de la política argentina al coronel Julio A.Roca, quien, desde el primer día, daba por laoportuna y esfumada desaparición del generalArredondo, su prisionero, la nota de su afición a lassoluciones sin violencia, pero soluciones, asimismo.

Acabada la guerra, volvieron Andrés y Josefina aBuenos Aires. Habíase convenido que durante unmes, Andrés acompañaría a don Luis y a donAlejandro a los corrales de abasto para conocer losnegocios que ahí se hacían, y una vez establecido,aprovechar sus mil quinientas hectáreas de campo

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flor, tan a propósito para invernada, como lomerecían. Después dejaría a Josefina -y con estoempezaba lo verdaderamente arduo de su programade recuperación, - con su familia, e iría al Azul, atomar posesión de sus tres leguas y empezar apoblarlas. Para esto, necesitaba un capital que, porsupuesto, no tenía y que, con la crisis que, a pesar dela paz relativa reinante en el país, pues el pequeñomotín del 28 de febrero de l875 y el incendio delSalvador no habían sido más que la exageradaexplosión popular (contraproducente por lo demás,pues sólo había dado origen a un movimiento decompasión... y de suscripción a favor de susvíctimas), de la ira general contra la nunca saciadaambición de estos humildes servidores de Jesús,reinaba todavía, hubiera sido bastante difícil, por nodecir imposible de conseguir sin el apoyo y la ayudamoral de los parientes de su señora.

Había presentado al Banco de la Provincia unasolicitud por cien mil pesos moneda corriente, con lafirma de su suegro señor Zavaleta, y se losconcedieron con amortización anual de 10 por 100.Este sistema de facilitar a gente honrada ytrabajadora capitales en préstamo, conamortizaciones reducidas, verdadera comandita,

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prestaba en ese tiempo, tanto al país como a losfavorecidos, incalculables servicios. El BancoHipotecario también ayudaba mucho, pero noprestaba sino a los que ya tenían propiedades, y sibien les facilitaba los medios de hacerlas valer, exigíauna garantía real; el Banco de la Provincia -cuyofundador, Vélez Sarsfield, acababa justamente demorir, -con el atrevimiento inconsciente del padreque presta a sus hijos, adelantaba fondos, a vecesimportantes, pero generalmente bien calculadossegún el crédito personal del deudor, sin másgarantía que dos firmas, con amortizaciones fácilesde llevar y aplazadas, a menudo, con una liberalidadnunca desmentida.

Las innumerables personas, ciudadanos yextranjeros, que debieron, en la RepúblicaArgentina, su fortuna a la ayuda del Banco de laProvincia en aquellos tiempos en que no sesacrificaba todavía todo a la política, se acordaránagradecidas de él y lamentarán el triste fin que mástarde le cupo lo mismo que al Banco Hipotecario.

Al ver de qué modo lo habían salvado de laruina inminente y con qué liberalidad y confianza loayudaban todos, ¿cómo no hubiera Andrés abrigadopara la Argentina y para los argentinos el debido

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cariño? En este país había encontrado muchas otrascosas que las que había venido a buscar en él, y seconfesaba a sí mismo y confesaba a los demás queesas cosas eran de mucho mayor precio que lafortuna con que había soñado. Tampoco perdíaocasión de afirmar que en ninguna parte del orbe, unextranjero hubiese encontrado semejante ayuda; yano era esto hospitalidad, era mucho más.

Don Luis se exaltaba, al oírle hablar así; notrataba, por supuesto, de disimular su satisfacción,¿cuándo hubiera tratado de disimular nada? y ledaba, al contrario, ruidosa expansión. No serecordaba, ni tampoco podía recordarlo, pues nuncalo había sospechado, que en los primeros tiempos dela llegada de Andrés al país, sus modales con élhubieran podido muy bien apartarle para siempre dela sociedad porteña, y que si en vez de dar, porsuerte, primero con don Matías y su señora, y conJosefina, no hubiera tenido más trato social que conél o hijos del país de su catadura, seguramente, nohubiese simpatizado con ellos. Ahora, por unaespecie de reacción como la que produce en uncuadro la sombra al hacer resaltar la luz, el genio, losmodos de ser y de hablar, las mismas salidas másatrevidas y, a veces más hirientes de don Luis,

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parecían a Andrés necesarias, indispensables alambiente. Comprendía que si los hombres muycultos de este país tan nuevo, y, al fin y al cabo,todavía contados, representaban el adelanto de lacivilización en todos sus refinamientos, don Luis eramuestra genuina del verdadero espíritu nacional,lleno de agudezas, de comparaciones a cuál másjusta, de esa ironía tranquila que corta sin esfuerzocomo el cuchillo del hombre de campo, de apodosque son todo un poema, de frases - de una sola amenudo, -que resumen en escorzo poderoso, mejorque cualquier esfuerzo de estilo, alguna profundaobservación, o que de modo tan magistral y tangráfico pintan la actitud de un animal o un aspectosingular imprevisto de la Naturaleza, o un estado delalma, que se le queda a uno incrustado en el cerebropara siempre. Andrés encontraba entre su propioespíritu de parisiense, chacotón y perforante, y el dedon Luis una semejanza de hermanos, y, si peleabanentre sí, era siempre con las uñas recogidas y casi deltodo tapadas.

Fueron un encanto para ambos los paseosmatutinos a caballo por los corrales, donde Andrésse hizo de muchas relaciones entre losconsignatarios y demás gente, reseros y capataces,

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que forman el personal tan especial de ese negociofundamental de la Pampa, la venta de animalesgordos.

Completó allí sus conocimientos campestres, enfrutos y animales, aprendiendo también, y más quetodo, para sus futuros negocios, cómo se comprancolas, animales flacos o cansados, momentáneamenteinvendibles y que, llevados a alguna invernadacercana y bien pastosa, se reponen en poco tiempo,engordan y dejan plata.

Ya llegaba para Andrés el día temido de su viajeal Azul, temido, pues todo bien pensado, fácilmentese comprende que conservase ciertos recelos contrala idea de ir a poblar ese campo. Personalmenteignorante todavía de la campaña lejana, para élconservaba intacto todo su misterio de Pampa sinrecurso, de desierto sin fin, y lo único que sabía eraque los indios rodeaban de un círculo de terror todala región ganadera. Desde 1866, año de su llegada alpaís, había tenido ocasión de oir hablar de ellos muya menudo; y si no había prestado mayor atención alrelato de sus fechorías, es que sabía que desdemuchos años no podían llegar a la capital; perotambién sabía que el Azul era punto casi fronterizo ypor lo tanto muy al alcance de sus malones; y esto ya

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hacía que se interesara bastante en sus movimientospara dejar de confundirlos, como hasta hacía poco lohabía hecho, con los de los simples caudillos que, endiversas regiones de la República, eran igualmenterémora de todo progreso.

Conservaba un vago recuerdo de que, en elmismo año de su llegada, habían hablado mucho losdiarios de una gran invasión en Río IVº; pero para élRío IVº era un punto tan desconocido que no lehabía hecho mayor caso. También entonceshablaban de movimientos subversivos en lasprovincias, la Rioja, Córdoba, Santiago y deindomables caudillos: los Taboada, Varela, Peñaloza(a) El Chacho; después habían sido invasiones deindios-gauchos en Mendoza y, de Tobas en Santiagoy, en el 69, otra vez, de indios en Río IV.º

Más tarde había leído en «La Tribuna» lasinteresantísimas cartas del coronel Lucio Mansilla,comandante de la frontera Sud de Córdoba,relatando su atrevida visita a los Ranqueles y condiecinueve hombres solamente, con los cualespermaneció en los toldos durante todo un mes, a sucacique Mariano Rosas, Pero no le habían dadomayores ganas de entrar en relaciones, con esadudosa gente; sobre todo que poco después, y hacía

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de ello apenas dos años, en 1872, el famosoCalfucurá había invadido, en la provincia de BuenosAires, los partidos de Alvear, 25 de Mayo y 9 deJulio, sembrando la desolación y la ruina en inmensazona. Cierto es que el general Ignacio Rivas,ayudado por otro indio no menos famoso queCalfucurá y que pronto debía volver a las andadas,como tigre mal amansado, Catriel, lo alcanzó enCarhué y recuperó ochenta mil vacunos, dieciséismil yeguas y treinta cautivos; pero el mismo númerode los animales recuperados daba a Andrés una ideapoco halagüeña de los resultados posibles, en unestablecimiento de campo situado tan cerca de lafrontera como iba a ser el suyo.

Es que nadie todavía podía prever que eranestos los últimos estertores del poder menosformidable que tenebroso, pero, con todo, temible,de los seculares dueños de la Pampa, que habían portanto tiempo, opuesto su barrera, al parecerinfranqueable, a la civilización y al trabajo. Y todavíadebían, antes de que los fueran a buscar y a destruiren sus mismos toldos, y cuando Andrés ya estabaempeñado en las tareas de su nueva profesión, dar atoda la campaña dos o tres terribles sustos; pues el75, después de dos invasiones seguidas en el Oeste,

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rechazadas por el coronel Lagos, tuvo lugar lafamosa sublevación del mismo Catriel, queconvocando a Namuncurá, Baigorrita, Pincen yalgunos caciques chilenos, vino con cinco mil lanzashasta el pueblo de Lincoln, donde les quitó elgeneral Winter, en el fortín Lavalle, ciento setenta ycinco mil vacunos, treinta mil yeguarizos y cuarentamil ovejas.

Antes de la salida de Andrés, tuvieron todos que,despedirse de Rodolfito, casado él también, perodesde ya tres años, con una hija de un estancieroIbarra, y que iba a Francia a completar sus estudiosmédicos para adornar con algo más de cienciateórica y práctica su título de doctor, y pocos díasdespués, tomaba Andrés el tren para el Azul,llevando su equipaje de poblador del desierto,gruesos ponchos, un buen recado y dos valijasrepletas de ropa.

Josefina no dejaba de estar bastante inquietasobre la suerte que la aguardaba allá; pero el tren yallegaba al Azul; el campo quedaba a ocho leguas delpueblo, lo que se puede llamar cerca, en la Pampa.Lo dejó embarcarse sin esos lloriqueos de mujer quesólo sirven para ablandar las voluntades, y Andréssalió al fin, como hombre resuelto que va a encarar

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el destino, en condiciones que hubiesen podido serpeores. Para un criollo, no hubiera sido tampocogran hazaña, fuera de la penosa separación de sumujer, pero no hay duda que él, extranjero, que nohabía visto, del campo, sino regiones muy pobladas,podía creer en peligros siempre posibles en lodesconocido.

Nunca había viajado por la línea del Sud. Ahoraque se había hecho más conocedor en campos, vióque por esta parte, eran muy diferentes de los delOeste y del Norte. A las dos o tres horas de tren,había visto que la mayor parte eran campos muybajos, anegadizos muchos, y que no tenían punto decomparación, como fertilidad, con los hermososcampos de Mercedes y de San Pedro.

De Altamirano adelante, había muchasextensiones de pajonales, de esa paja matosa quesirve para hacer los techos y -con barro, -las paredesde los ranchos, y que por eso se llama paja deembarrar, paja útil, como se ve -en pequeñacantidad, -pero que poco mantiene a los animales ydetiene el agua de las crecidas muchos meses, congran detrimento para el hacendado. Y casi todos loscampos estaban cubiertos con esa paja.

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No le dió esto muy buena opinión de lo que ibaa encontrar en sus dominios y cuando cruzó todo elpartido de Las Flores y vió que todavía era peor,quedó bastante desanimado. Se compuso algo alllegar al Azul, viendo que los terrenos parecían algomás altos, quebrados por lo menos y de mejorapariencia.

El pueblo del Azul le produjo buena impresión yse sintió reconfortado del todo al ver que vivían enél muchos franceses Lacoste, Dhers, Riviére y otrosmuchos que no tardaron en ofrecérsele para lo quepudiese necesitar, cuando se reunieron por la nocheen el hotel donde había bajado, para hacer suhabitual partido de billar.

Estaba conversando con uno de ellos y pidiendodatos sobre su campo, datos que varios le habíansuministrado ya con la mayor inexactitud, pero conmucha benevolencia, cuando se abrió la puerta delsalón y apareció un vasco, de barba tupida, de boina,pito, poncho pampa y botas, con el rebenquecolgando de la muñeca. Miró maquinalmenteAndrés, cruzóse la vista de éste con la del reciénllegado, y ambos quedaron un rato observándosecon atención. De repente, se adelantó el vasco hacia

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Andrés, le tendió la mano con cordialidad,diciéndole:

-¿No me conoce, don Andrés?-Hombre, sí y no -contestó éste. -Lo conozco,

pero no me acuerdo dónde nos hemos visto.-¡Así me gustan los hombres -exclamó el vasco, -

que a uno le salvan la vida y después no se acuerdansiquiera! Pues yo, señor, me acuerdo y me acordarésiempre que le debo el estar aquí, a su disposiciónpara lo que se le pueda ofrecer.

-¿Usted había sido Elordy? -dijo entoncesAndrés.

-¡Bien me parecía que lo conocía, pero tienetanta barba ahora!

-Sí; es que ya pasaron ocho años desde que ustedme pescó. Entonces éramos los dos unosmuchachos, no más.

-¡Mira qué bagre! -dijo uno, riéndose, ycomenzaron a pedir el cuento, y el vasco, a contarlomás bien diez veces que una; tanto que Andrés, enun momento, quedó hecho un héroe y consideradopor todos con una simpatía tanto más preciosa paraél cuanto que en esos momentos necesitaba detodos.

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Una vez calmada la natural curiosidad de lospresentes y después que le hubieron reiterado susdeseos de servirle en lo que pudiesen, Andrés sesentó en una mesa aparte con su amigo Elordy, yéste le contó su historia la que, aunque el buen vascola alargara con cierta complacencia hasta en susdetalles de menos interés, se podía resumir en pocaspalabras, pues venía a ser la historia de muchoshombres trabajadores e inteligentes que, pobres yresueltos, llegan de la tierra donde vegetaban a laRepública Argentina, para encontrar en ella la patriade elección que todo se lo da para que loaprovechen, enriqueciéndose y enriqueciéndola.

Había trabajado algún tiempo en los tambos delos suburbios de la capital, después se fue al campo,conchavándose, aprendiendo, economizando,acriollándose, y ahora era dueño de tres mil ovejas;arrendaba campo a unas diez leguas del Azul, muybarato, por supuesto, más que todo porque, estandotodavía todo muy despoblado por allá, aprovechabaen grande los campos ajenos. Había perdido algo,cuando la última revolución, pues los indios mansosaprovecharon la oportunidad para arrearle casi todossus caballos y le carnearon unos doscientos animalesgordos, pero eso no era nada y pronto se resarciría.

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No se había casado aún, porque vivía un poco a lonómade, mudando de campo a menudo, según laconveniencia.

-Pero, ¿y usted? seré curioso -dijo de repenteElordy, interrumpiéndose; -¿por qué casualidad estápor estos pagos?

-Hombre -contestó Andrés, - vengo a ver uncampo que tengo, a ocho leguas de aquí, endirección a Sierra Chica...

-¡A Sierra Chica! ¡A ocho leguas! Pues,- entoncesinterrumpió Elordy, -debemos ser vecinos.

-No diga. ¡Qué suerte sería para mí!-¡Y para mí, don Andrés! pues ya sabe que no

tengo mayor deseo que el de tomar desquite de loque hizo por mí, aunque sé que me será imposibletomarlo del todo; pero siquiera en parte, me gustaríapoder serle útil. ¿Cómo piensa ir hasta su campo?

-No sé todavía, pues recién llego y aunqueconversé con algunas personas, no conozco a nadiede veras, ni tengo más datos que un plano que traigoen la valija.

-¿De qué extensión es el campo, y dónde quedaexactamente?

-Es un lote de tres leguas que forma la parte sudde un campo de doce leguas, mensurado hace dos

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años por el agrimensor Martínez y que pertenecía aun señor Acosta.

-Mensurado hace dos años, Acosta, parte sud,¿no hay una laguna Las Toscas?

-Justamente, y figura en el plano; la única, por lodemás.

-Entonces ya sé. Conozco los mojones. Faltanalgunos, pero sé dónde estaban. Lindo campo; hayvarias lagunas, a más de Las Toscas, y dulces, engeneral. Tiene una parte baja, como media legua,algo más, pero tampoco es mal campo y le será degran alivio en tiempo de seca. Todo el resto es muybueno. Queda como a nueve leguas de aquí, ycampo por medio con el que arriendo.

¿Cómo podría ir? -preguntó Andrés.Mañana, si quiere, lo llevo. Ya acabé lo que tenía

que hacer. Temprano ensillamos, y en cuatro horas,sin apurar, estamos allá. ¿Tiene montura?

- Sí, tengo mi recado; pero ¿caballos?-Tengo mi tropilla en una quinta cerca donde

paro también; le traeré caballo, y la llevamos a lapasada.

-Pues, amigo Elordy: ya queda usted desquitado,como dice. Mire que para mí es una gran suerte

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haberlo encontrado; confieso que me sentía algoperdido, y ahora ya es como si estuviese en mi casa.

-No tanto, no tanto, don Andrés; aquí hubieseencontrado a cualquiera que le hubiese servido. Loque si me gusta, es que a mí me haya tocado, ytrataré de servirle lo mejor posible.

Para Andrés Sterner, el haber encontrado en elAzul y tener por vecino a Elordy era una de esasventajas que no se pueden apreciar en su justo valor,porque no cuestan dinero, pero que no por estodejan de representar un platal. Poco vale el hombreen el desierto, y pronto queda desamparado, aunteniendo recursos, y más, naturalmente, si comoAndrés lo hubiese debido hacer, tiene que luchar sinmás apoyo moral que el propio valor contra todo unambiente que lo «desconoce.» -Ahora usted va a sermi salvavidas, Elordy, como lo fui yo durante unrato.

-¡Oh! pero usted sabe nadar solo; yo no sabía.-En el agua, sí; pero en la Pampa, ¿quién sabe

cómo hubiera andado solo?Los caballos del vasco eran buenos y en buen

estado; el día era lindo, fresco, un hermoso día deotoño incipiente, y sin pensar hicieron las nueveleguas, cruzando campo, pisando pasto y flores,

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embriagándose Andrés con el aire puro de estaPampa aún inviolada, desierta, majestuosa. Se sentíatodo un hombre; ya lo atraía esa soledad que tantohorror antes le causara. Sentía que esta era vida útil,la que se emplea en subyugar la tierra indómita, enenseñarle a ser fecunda, a obedecer al hombre; yfácil le parecía renunciar por un tiempo a todos losrefinamientos de la vida de ciudad, de la vidapueblera, como decía su compañero.

Pero, cuando llegaron a la cueva, pues no se lepodía dar otro nombre, donde vivía Elordy, lepareció que lo primero que tendría que hacer, en sucampo, era una casita, un rancho si se quiere, perohabitable, y preguntó al vasco si nunca habíapensado en edificar siquiera una piecita para vivir.Elordy le dijo que no le haría cuenta, pues casi cadaaño se mudaba de sitio, y el secreto del éxito para élera tener siempre las ovejas en campo bueno yholgado; que para esto, cuando donde se hallaba,empezaba a mermar el pasto se mandaba mudar aotra parte, consiguiendo así pariciones insuperablesy más capones gordos que cualquier estanciero.

Fue la primera vez que Andrés, hablando comole habían hablado a él otros, tantas veces, aconsejótambién a un extranjero que se radicase de veras en

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el país, comprando tierra, pero no para especular,sino para poblar. Todavía, por cierto, no podíaasegurar que sólo la tierra en la Argentina, daba lafortuna, pero confusamente sentía ya que así debíaser, pues su crédito muerto había renacido deaquellas propiedades, de tan poco valor relativo, quele habían quedado, casi por casualidad, en sudesastre.

-¿Por qué no compra tierra, más bien que andarsiempre vagando? -preguntó Andrés.

-¿Y con qué? si no tengo plata.-Venda ovejas.-¡Vender ovejas! eso si que no ¡y para comprar

tierra, cuando hay tanta que, si quisiera, ni un pesode arrendamiento pagaría! Don Andrés, ¿en quépiensa?

-Entonces le parece que hago mal en quererpoblar esas tres leguas.

-¡Ah! eso es otra cosa; usted no puede andarcomo yo, rodando; pero para ganar pesos, es mejortener ovejas que tierra. Y así, ¿quién sabe si algún díano vuelvo otra vez a ver los Pirineos?

-Andrés encontraba en el vasco las mismas ideassuyas de antes: ganar plata y mandarse mudar,

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dejando -¡ingratitud! -abandonado el paíshospitalario para volver a la tierra natal.

Estos sentimientos, ya se habían modificado enél completamente; desde que resolvió trabajar en elcampo, en el campo de su propiedad, no pensabacasi nunca en volver a la patria ausente; pero todavíael amor a la patria adoptiva, no estaba bastantearraigado para que se atreviese a combatir en otro lasideas que hasta hacía poco lo dominaban. Parapoderlo hacer, necesitaba pruebas de que eran falsas,como se lo habían asegurado, y estas pruebas no laspodría encontrar sino en el éxito de su empresa. Secalló pues, reservando para más tarde insistir odesistir.

Con Elordy revisó palmo a palmo su campo;reconoció sus mojones, aprendió a orientarse, eligióel sitio para plantear el casco del establecimiento ylos primeros puestos; calculó cuántas vacas, yeguas yovejas podían holgadamente caber en la estancia, yregresó al Azul para comprar materiales deconstrucción, mientras Elordy se encargaba de tratarcon gente de por allá para la construcción de unbuen rancho de dos piezas con techo de paja, y ungalpón con techo de junco.

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Pocos días después llegaban las carretas debueyes fletadas por Andrés, con la madera para eledificio, los corrales, alambrados, etc., y tambiénvolvía del Azul él mismo, con una buena lista deanimales en venta, vacunos, yeguarizos y ovejunosque, de varias partes, le habían ofrecido.

Las ovejas de doce a quince pesos, abundaban;es cierto que las mejores no daban arriba de diez adoce arrobas de lana cada cien, pero se podíanmejorar, comprando en Buenos Aires algunos de loscarneros que se empezaban a introducir, o en LasFlores, en la cabaña El Rosario de Chas.

Las vacas se podían conseguir, al corte,alrededor de cincuenta pesos papel, vacas criollas,malas como la hiel, bravas, ariscas, cornudas, perocon buenos corrales de palo a pique y buenosgauchos para cuidarlas y trabajarlas, esto noimportaba. Y había que comprar vacas a la fuerza,porque aquellos no eran todavía campos muybuenos para ovejas. En cuanto a las yeguas, no eratampoco difícil encontrarlas, pues había por todaspartes manadas para vender. A pesar de tener todoscampos de sobra, ya algunos estancieros empezabana juzgar que la yegua poco da y que mejor era tenermás vacas.

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Andrés quiso hacer él mismo sus compras dehacienda, pero acompañado por Elordy. Ladificultad era encontrar a quién confiar los interesesdel vasco y la vigilancia de la construcción, durantesu ausencia; pero donde hay un vasco, ¿cómo no vaa haber otro para hacerle un servicio? Elordy pudoarreglarse con un vecino, compatriota suyo, paracuidarle sus majadas; y en la estancia dejó Andrés aun criollo muy formal y baqueano de todos aquellostrabajos, para vigilarlos, prometiéndole ponerlo decapataz, si cumplía a su gusto.

No tardaron muchos días por lo demás, puespronto hubieron comprado y mandado con lospeones necesarios las mil vacas que quería comprarAndrés para empezar. No se podía tampoco alargarmucho, pues con cuatro mil ovejas más y algunasyeguas, ya se le acabaron los pesos del préstamo.

Suerte que todo le fue bien, y esto gracias aElordy que lo salvó de un terrible clavo que estabantratando de meterle, con una gran majada, denotable apariencia, tentadora... y llena de sobeipé.Solo, Andrés, sin la menor duda, la hubiesecomprado. Muchas veces, es bueno contar conalgún pobre agradecido.

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Andrés pasó en su establecimiento «LaJosefina» tres meses sin volver a la ciudad; tresmeses de verdadero destierro, de trabajo arduo y devida dura, durante los cuales su único placer fueescribir a su mujer cartas de ardoroso cariño y leerlas que de ella recibía.

Algunos libros había llevado, recibía diarios; enellos veía que la crisis comercial no había cesado, apesar de la tranquilidad del país, que los bancosquebraban, que todo parecía a punto dederrumbarse. Bendecía su suerte; no tener negociosen semejantes momentos, constituye por sí solo unafortuna y la gozaba de veras. No tenía mayoresinquietudes por sus vencimientos, pues ya teníanoticia que de Francia iba a recibir alrededor de seismil pesos, residuo líquido de la muy buena fortunaque, en otros tiempos, había tenido su familia, y yaquedaba perfectamente al reparo de otros golpes dela suerte. Pensaba, con esto, librarse de la hipotecaque pesaba sobre sus campos, por lo menos enparte, y en fin desahogarse hasta poder respirar a susanchas.

No era la fortuna soñada en sus días deambición, era algo mejor: la tranquilidad asegurada.Lo único por resolver, y a la verdad no carecía de

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importancia el caso, era lo referente a su vida defamilia. La separación, para recién casados, es unverdadero sufrimiento que si bien se podía soportardurante tres meses, por la necesidad de plantear yorganizar el establecimiento, no podía convertirse enregla general.

Cuando volvió Andrés a la ciudad, empezaba aapretar el frío, y no pensaba salir otra vez al camposino en la primavera. En sus cartas a Josefina,durante su estadía afuera, varias veces le había hechodiscretas alusiones a la posibilidad de vivir, algún día,juntos en la estancia; pero no se hubiera animado apedírselo, pues consideraba lo triste que le podríaparecer semejante vida.

De cualquier modo, había que esperar que sepoblase algo más, y también habría que edificarprimero una buena casa. A Josefina no le disgustabael campo, con tal que hubiese posibilidad de vivirmás o menos como la gente; era valerosa, no teníaesos temores irreflexivos de que sufren tantasmujeres, y le parecía que, protegida por su esposo,sería capaz de arrostrar cualquier peligro. Y conAndrés, a medida que se acercaba él día de su salida,menudeaban más las conversaciones al respecto,haciéndose ya proyectos; y más porque también se

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acercaba el momento en que iba a completarse lafamilia con un vástago, y les parecía más dolorosauna separación de que tuviesen que padecer tresseres.

No faltaban personas amigas o de la familia queasegurasen que así, al contrario, podría Andrésalejarse con más sosiego y que Josefina no sentiríatanto su ausencia, ya que quedaría acompañada. Noeran ellos de ese parecer, Andrés decía que asísufriría él doblemente, pues la separación seríadoble, y Josefina decía que sufriría mucho, ellatambién, al gozar sola de las monerías y de losprogresos de la criatura, o por los sustos, tanfrecuentes, que los hijos causan a las madres en losprimeros tiempos de su vida.

Nació el mesticito. Había salido más a la madreque al padre, a lo menos, en el color. Andrés erarubio, Josefina morena, y se conocía que elmuchacho sería como ella. En su honor, lo llamaronJosé.

Don Luis se moría de contento, es misiónespecial de los solterones viejos retozar alrededor delos potrillos.

-¡Ahora sí que se le remachó el clavo al gringo!-decía palmoteando a Andrés en el hombro, -ya se

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ha hecho estanciero, ha comprado campo, se hacasado con una criolla, y es padre de un argentino.¡Adiós Francia! ¡se acabó Francia! Mire, Andrés, yano tiene más remedio que tomar carta de ciudadaníaargentina.

¿Y por qué? -contestaba Andrés. -No hay dudaque, hoy más que nunca, quiero a la Argentina comoa mi propio país, y que la patria de los hijos tieneque ser para el padre una segunda patria; perosiempre será para él «la segunda.» El amor a la tierraen que hemos nacido y en que hemos pasado losaños de la niñez ocupará siempre en el fondo denuestro corazón un sitio que no se le puede, ni se lepodrá quitar jamás. Puede uno, obligado o no, por lanecesidad de conservar el puesto con que lohonraron o por mera convicción, tomar carta deciudadanía, y considerarse, y ser todo un ciudadanodel país adoptivo, sin por esto rebajar su carácter;pero aunque quiera, no borrará nunca el nuevo títuloal anterior. Trabajará en pro de esa segunda patria; ladefenderá, la glorificará, hasta sufrirá por ella, sinque por esto desaparezca el recuerdo tierno, el amorfilial a la otra. No se queje de ello la patria adoptiva;el que a ella se diese, creyéndose por ello obligado arenegar de la otra, seria ciudadano de poca valía.

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Ese sentimiento nato, indestructible, del amor ala tierra natal, y a todo lo que de ella sale, es tanprofundo que nunca celebrarán los ciudadanosnativos de un país, con la misma sinceridad deentusiasmo y de amor propio satisfecho, la obramaterial, intelectual, o artística, producida en susuelo, aun en su honor o en su provecho, por unextranjero, por nacionalizado que sea, que si fuesede algún conciudadano de nacimiento; ni siquierapara una victoria libertadora o para una generosadonación, será tampoco del todo igual elagradecimiento.

Todo amor es algo celoso.Restablecida que estuvo Josefina, volvió a la

estancia Andrés, llevándose materiales para edificaruna casa más confortable y cómoda que la que yatenía. Sería rancho también, pues era difícilencontrar quien cortase ladrillos por allá y más aúnalbañiles, pero rancho confortable y abrigado.Habían resuelto con Josefina que pasarían allí toda labuena estación, quedándose en la ciudad, en casa delseñor Zavaleta, durante los cuatro meses delinvierno; así podría Andrés dedicarse con ahínco yasiduidad a hacer de su establecimiento una estanciade primer orden.

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Es que ya sabía para quién y con qué objetotrabajaba; ya no era para satisfacer ambiciones vagas,o deseos de grandeza, sin más horizonte que unavida opulenta, sino para asegurar el porvenir de seresde su nombre, que empezaban, tiranos queridos, asurgir en su camino.

A pesar de haber mejorado mucho la situaciónde Andrés, no por esto estaba todavía exenta depeligros y dificultades. Había podido chancelar lahipoteca que gravaba sus campos, pero los gastos deinstalación, la compra de hacienda, la organizacióndel establecimiento exigían mucho dinero; y elcrédito, entonces era nulo, se puede decir, en todaspartes y para todos. La estancia apenas daba para losgastos, y era urgente reducirse en todo para poderhacer frente a los vencimientos del Banco de laProvincia y las necesidades del establecimiento y dela vida. En estas circunstancias fue cuando pudoAndrés apreciar en todo su valer las condiciones dela compañera a quien había elegido.

Josefina, acostumbrada a la vida sin lujo, perocómoda que entonces era la de las familias pudientesen la capital, se amoldó con la mayor tranquilidad avivir en la soledad pampeana, en un rancho de techode paja, rodeada de muebles adecuados a la casa, de

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una sencillez absoluta. Su padre, aunque dueño dedos estancias, nunca había consentido en vivir enellas, y menos con la familia; de vez en cuando, ibapor algunos días, cuando era de toda urgencia, peronunca se quedaba más de lo estrictamente necesariopara poner en orden las cosas, arreglar cuentas y daral mayordomo sus instrucciones. Sin embargo,parecía que hubiese en algunos de sus hijos unaespecie de atavismo campestre, pues su hijo Emiliosólo soñaba con el campo y no era feliz sino en laestancia, lo que por lo demás había tenido sobre laadministración de los bienes paternos la másbenéfica influencia, pues el muchacho era activo,enérgico, observador y progresista. Había leídomucho; con Andrés había estudiado el francés, loque le permitía ponerse al corriente, en los mil librosde ese idioma de propaganda universal, de muchosmétodos aplicables, en el país, a la hacienda y a loscultivos, y entre los dos cambiaban ideas, seayudaban para ponerlos en práctica, y se enseñabanmutuamente las cosas de sus respectivas tierras.

Josefina, lo mismo que Emilio, desde el primerdía de su presencia en la estancia, pareció habernacido en ella. Se interesó en todo lo que se refería alos animales y a la tierra, y se dedicó con amor a

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amenguar en lo posible la rudeza de aquella vida,introduciendo en ella todo lo que pudiera hacerlamás amable y llevadera. Andrés, aunque extranjero yseguramente muy civilizado, más se habíapreocupado, hasta entonces, de conseguir novillosgordos y numerosos corderos, que de rodear su vidade ciertas delicadezas que en el campo cuestaconseguir y no son del todo indispensables para unhombre solo. Sin embargo, había mandado deBuenos Aires bastantes plantas y llevó consigo, en laprimavera, semillas de legumbres y de flores, ycuando fue a instalarse, en el verano, con la señora,hizo trazar un jardín y una huerta lo mejor quepudo, por jardineros improvisados que nunca habíanentendido sino de plantar repollos y sembrar maíz.

Pronto, bajo la vigilancia y dirección activa deJosefina, hubo en aquella huerta toda clase deverduras, en el gallinero huevos en abundancia, ypollos para comer, y anduvieron vagando pavas consus crías. Aumentó el número de las lecheras y huboleche para hacer manteca. La cocina limpia yhabitable, casi exenta de humo, a pesar de ser elcombustible habitual la acostumbrada leña de oveja,les suministró una comida poco diferente de la quese les servía en Buenos Aires, y poco a poco, sin

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mayores erogaciones, consiguieron organizar unavida relativamente confortable, por lo menos muysoportable para gente como ellos, sana, robusta, paraquien vivir se había hecho el principal goce, sin quelos vanos placeres sociales fuesen ya, en ningunaforma, indispensables a su felicidad.

Resultaba, al propio tiempo, una economíaenorme de esta vida, pues en el campo, la existenciasin ser miserable, como creen muchos,forzosamente, no requiere las costosas erogacionesdel lujo superficial e inútil que exige la ciudad; yvenían a punto las economías pues las catástrofescontinuaban. En ese año 1876, el curso forzosohabía señalado el apogeo de la crisis, peromejorando provisionalmente la suerte del productor,y Andrés pudo darse cuenta por experiencia propiade lo bueno que era ser argentino o asimilado entierra argentina; los productos del suelo se vendían aoro y al contado, y aprovechaba el hacendado elpremio del oro para reducir en mayor escala susdeudas -a papel, - en los bancos o en plaza. Concomprar tierra, con poblarla, con producir carne,cuero y lana, se había puesto del buen lado.

Desgraciadamente, en 1877, se produjo unainundación terrible de la cual sufrió mucho toda la

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campaña del Sur. Toda la parte anegadiza del campode Andrés quedó cubierta de agua el invierno enteroy parte del verano, reduciéndose lo aprovechable alas lomas más altas, y pereciendo bastante haciendapor falta de pasto. Las pérdidas no eran irreparables,pero comprometían asimismo los pagos de interés yamortización que tenía que seguir haciendo al Bancode la Provincia. El desastre, por lo demás, había sidogeneral en la campaña, pero mucho más aún en lospartidos limítrofes del Azul, todos muy bajos yanegadizos; y en los del Vecino, de Rauch, de Pila,de Las Flores, de Ranchos, de Dolores y algunosotros había sido toda una ruina. Estancias decincuenta mil ovejas quedaron con cinco mil; tantoque, hasta el mismo Gobierno de la Provincia, seconmovió y resolvió mandar hacer estudiospreparatorios de desagües. Han pasado desdeentonces cerca de treinta años y sólo hace dos que sehan empezado los canales entonces proyectados. Esque es obra magna y bastante costosa, y con elsistema empleado de hacer pesar sobre una solageneración todo el costo de ella aunque deba prestarservicios a larga serie de generaciones, se hadificultado y demorado enormemente suconstrucción.

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Andrés, como todos, esperaba que los desagüesse harían en seguida y darían a esos campos,destinados a ser, una vez drenados, de asombrosafertilidad, un valor considerable. Pudo ver, una vezmás, que en esta vida, no andan siempre las cosascomo uno quiere y se tuvo que contentar con leer enlos diarios, cada vez que llovía fuerte, sentidosartículos sobre los dichosos desagües, y comprobarque después de los años de grandes crecidas, serenovaba la agitación; que el Gobierno publicabaalgunos datos sobre los estudios hechos y lostrabajos proyectados, y que hasta se llegaba a plantarestaquitas, como en 1883, y a empezar a cobrar elcorrespondiente impuesto como desde 1890.Mientras tanto seguían, siguen y seguirán muriendoanimales a millares, en esos campos anegadizos, porun valor ampliamente suficiente para costear diezveces, y veinte, la construcción de los canales.

Mal que mal, pudo Andrés juntarse conbastantes pesos para hacer frente a suscompromisos, y fue a Buenos Aires, a asistir a lasbodas de su sobrinita, Edelmira Alonso, señorita yade 19 años, que se casaba con el doctor Olivero, juezen lo civil, hijo de un negociante muy amigo deAndrés. Así iban entrando uno tras otro, en la gran

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senda de la vida matrimonial todos los jóvenesallegados de Andrés Sterner, y eran ellos y sus hijos,innumerables pronto, y amados todos, como los milhilos delgados y fuertes que lo ataban a la patriaadoptiva.

Fue también en esa misma época que nació suprimera hija. Rubia como él, ésta sin un rasgo deJosefina, a primera vista por lo menos, era una deesas argentinas de nueva ralea que de criollas notienen más que el lugar de su nacimiento y la mezclade la sangre, y vienen a irradiar el luminoso rayo desol de sus cabelleras de oro, entre las hermosastinieblas de las cabelleras de azabache.

Mientras estaban en la ciudad, oyó hablarAndrés, en todas partes, de la conquista del desiertoempezada por Alsina, y lamentar que la enfermedadhubiese detenido en su empresa a ese hombreenérgico que todavía juzgaban todos como el únicocapaz de poner a raya a los indios. Por lo menos, suexpedición era, desde Rosas, que acababa de fallecerel 14 de marzo del 77 en Southampton, a los 84años, el más poderoso esfuerzo que se hubiesehecho contra ellos.

La famosa zanja rápidamente cavada ya, deTrenque Lauquen a Guamini, bajo la dirección del

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ingeniero francés y distinguido escritor, tanto encastellano como en su idioma materno, AlfredoEbelot, había desconcertado bastante a los salvajes.Remolineaban los malones, al llegar a ella, y tanímprobo hubiera sido para esos hombresdesprovistos de toda herramienta tapar el foso parapasar, que durante algunos meses bastó ésto paracontenerlos. Pero las inundaciones impidieron seguirlos trabajos; la vigilancia, a pesar de los fortinesmultiplicados, se hizo menos activa, y, en variaspartes muy arenosas, donde el viento mueve losmédanos, pudo ya pasar la indiada y volvió a cobrartal osadía que casi se lleva, un buen domingo, a todala comitiva de un rematador audaz, el señor de LaSerna, a quien se le había antojado llevar a suconcurrencia hasta Olavarría, para vender chacras enel mismo terreno.

La muerte de Alsina, ocurrida el 29 de diciembrede 1877, no debía sin embargo interrumpir mucho laobra empezada por él, pues el general Roca teníadesde tiempo atrás formulado un plan más ampliode lucha contra el indio, por el cual lo debía arrollarhasta el Río Negro, como primera etapa. Ese planexpuesto por su autor al doctor Alsina, habíaparecido éste sino impracticable, por lo menos

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prematuro; pero lo debía reasumir el general Roca yllevarlo a cabo con admirable rapidez y calculadaaudacia.

Bajo su enérgica y sabia dirección, todos los jefesde fronteras unieron sus esfuerzos, obrando cadauno en su región, pero ligados entre sí porcomunicaciones constantes. El territorio de laProvincia de Buenos Aires ya quedaba exento, sepuede decir, de grandes indiadas. Los caciquesManuel Grande y Tripailao se habían sometido, lomismo que Ramón Cabral y Catriel; el hermano deeste último, Marcelino, había sido tomado en el RíoColorado; Namuncurá y Baigorrita vencidos ya enPoitagüe por el coronel Rudecindo Roca habíanquedado bastante deshechos por el comandanteFreire y por el general Lavalle; lo mismo queEpumer Rosas, cacique de los Ranqueles, porRacedo; mientras que Villegas, en Trenquelauquen,había dispersado las fuerzas de Pincén. Eran estos,en su mayor parte, los resultados de la campañainiciada por Alsina y seguida por los varios jefes defrontera durante todo el año 78, bajo las órdenes delgeneral Roca en su calidad de ministro de la Guerra.

Pero no estaban todavía del todo reducidos esoscaciques, y retirándose con los restos de su gente,

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todavía podían hacer inhabitable todo el Sud, paralos cristianos. Había pues, que acabar con ellos, y aesto salió para el desierto el general Roca, el 16 deabril 1879, pudiendo, un mes después, el 25 demayo, hacer, flamear la bandera argentina en la islade Choele-Choel, en el Río Negro, libre ya de lapresencia del salvaje.

Y del Río Negro a la Cordillera y a todas partes,las tropas de línea empezaron a perseguir hastarendirlos, todos los restos de las tribus otrora másnumerosas y bravías.

Cayul, en Cochi-Có se rindió a Winter; y elgeneral Conrado Villegas formando tres columnas ydándoles cita en el Nahuel-Huapi, con un mes deplazo, plantó la bandera al pie de los Andes, el díafijado, 9 de abril del 81.

Namumcurá sólo se sometió en 1884, mientrasse entregaban, en Ñorquin y Paso de los Andes, losúltimos indios. Quedaba conquistado el desierto,pero para llevar a cabo este trabajo de Hércules, senecesitaron naturalmente fondos, y la Repúblicaextenuada por la larga crisis comercial de quetodavía se sentían colazos, difícilmente hubiesepodido costear la expedición con sus recursosordinarios. Se había tenido entonces la idea de

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vender... a entregar, a pesos 10,000 en papel, o sean400 pesos en oro la legua de dos mil quinientashectáreas, parte de las tierras que se iban aconquistar. Era un empréstito garantizado porvictorias futuras, y por tierras desconocidas, bastantemal reputadas en general, y vilipendiadas por losmismos exploradores, agrimensores y sabios quehablaban de ellas, casi unánimemente en términostales que era preciso cerrar los ojos y los oídos paradecidirse a soltar los pesos. Y por esto mismo,quizás, tuvo más éxito dicho empréstito entre lagente pueblera, la cual no entendiendo de campo,tomaba los títulos como billetes de lotería, que elalcanzado entre los mismos estancieros, quienes, noqueriendo campos malos, los despreciaron.

Era preciso tener realmente fe, y una fe casiciega para entrar en el negocio; y hubo ministro delmismo Gobierno Nacional a quien, casi por fuerza,hicieron tomar veinte leguas, y más tarde debió a esecondado, pagado con repugnancia, una gran fortuna.

Andrés, por cierto resabio de especuladorquizás, o por sentirse ya pampeano hasta la médula,desde el primer día hasta habló de vender la camisapara comprar siquiera un lote de cuatro leguas; y,cosa rara, encontró entre los mismos parientes y

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allegados de su mujer, una resistencia loca, ¡como sipudiera ser una ruina emplear mil seiscientospatacones en un campo de cuatro leguas!

-Pero eso no es campo, hombre -le decía donLuis, -ni lo será nunca. Primero ¿quién sabe cómo leva a ir al señor Roca con los indios? y después, laPampa no es tierra; es arena, pedregullo. ¿No ve queel mismo Alsina, no quería pasar deTrenquelauquen, del límite de la provincia? Si ya espura arena, allí mismo. ¡Cómo será más adelante! noservirá para nada. No se meta, hombre, no se meta.

El mismo don Matías aprobaba a su hermano.-Creo -decía, -que emplear dinero en esas tierras,

aunque las conquisten, es por lo menos unaimprudencia. Nadie las podrá poblar; volverán losindios, y será plata perdida.

-¿Y por qué no las van a poblar? -preguntabaAndrés. -Yo me animo a poblar las que compre.

---Pero ¿no ha leído usted lo que diceBurmeister de esas tierras? Afirma que sonimpropias para toda clase de cultivo. ¿Y no ve lo quedice Sourdeaux, el ingeniero que fue a medir laregión de Bahía Blanca, que fuera de muy pocoslotes, todo esto es absolutamente inservible?...

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-¡Caramba! si no lo convence lo que dicen esoshombres, uno francés, el otro alemán, es que ustedextranjero, tendrá más fe que nosotros mismos, losargentinos, en nuestro país.

-¡Oh! pero si ustedes siempre son los primerosen desacreditarlo. Todo lo que es inferior lo llamancriollo: oveja criolla, vaca criolla, violeta criolla, etc.,para ustedes no sirve sino lo importado. Si les quierenmeter algún clavo de la industria nacional reciénnacida, no tienen más que asegurarles que esimportado, y allá va la plata; ¡y si supieran lo quefabrican en Europa -para la exportación! Es lo másnatural, por eso, que crean que su tierra no sirve; ypuede ser, al fin y al cabo, que sea cierto, no he vistolas que vende el Gobierno, pero por lo que observéen «la Josefina», creo que no son tan malas esastierras nuevas como las pintan. Y, miren, a pesar detodo lo que me digan ustedes y los demás, voy ahacer como mi peluquero, monsieur Manet, ycomprar cuatro leguas; ¡y quién sabe sino comproocho!

-Está loco -dijo don Luis.-Vea, de todos los franceses a quienes conozco,

creo que es el único que tenga razón, él y dos o tresmás que dicen que han comprado también algunos

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lotes. Uno de ellos tuvo, para suscribirse por cuatroleguas al empréstito, que esconderse de la mujer, yrecibió, cuando ella lo supo una felpa de primera.Otro empleó así lo que acababa de sacar en lalotería; éstos son los cuerdos, a mi parecer. Lobueno es que de los que así compran, ninguno eshacendado; ninguno entiende nada del campo; sontodos tenderos, pequeños comerciantes que nuncahan salido más allá de Morón. Colocan sus ahorros.¡El ahorro francés! la gran fuerza de mi país.

-¡Si, siempre dispuesto a colocarse en algunaempresa dudosa, con tal que no sea francesa; poreso será que aquéllos han comprado tierra argentina,pues de otro modo, ¿cuándo?

-Y puede ser muy bien que sea cierto -confesóAndrés. -Pero, entonces ¿por qué no la compranustedes que son argentinos y tienen dinerodisponible?

-¡Si no sirven esas tierras, hombre! Andréscompró cuatro leguas, ubicándolas lo más cerca quepudo del Azul, y le vinieron a resultar en el partidode Guaminí.

Muchísimas leguas de las que habían cedido lasprovincias de Córdoba, San Luis y Santa Fe, paraayudar al Gobierno Nacional en su obra de

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conquista, quedaban todavía disponibles, lo mismoque las pertenecientes a la nación, que debíanformar, más tarde, los territorios del Río Negro y dela Pampa. Las más buscadas eran las cedidas por laProvincia de Buenos Aires, por ser más cercanas,por el mismo prestigio de la provincia y de suGobierno, hasta entonces muy formal y muyhonrado. Casi nadie quería las que habían cedido lasprovincias en el Sud de su territorio, y a todosparecía muy expuesto, realmente, dar por uno de losinnumerables cuadritos de cuatro leguas cada uno,pintados en el mapa especial, sin ninguna indicacióntodavía de lo que podía ser allí el suelo, arena,monte, ciénaga o sencillamente pampa desierta---todo menos campo fértil, según entonces creíanque era lo que es hoy la región de la alfalfa, -milseiscientos buenos patacones oro, aunque fuera encuatro plazos.

Andrés hubiese comprado más, sin las reiteradasamonestaciones de los que le rodeaban, pero no lohizo por no reñir. También es cierto que esto ledificultó bastante el pago de sus otros vencimientos;pero, a tirones y como pudo, se las compuso.

-Todo lo vence la fe -decía, -y hemos de salir a laorilla.

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Las críticas que, de parte de don Luis, de donMatías y de su suegro, le había valido su compra,tuvieron un lindo punto de apoyo en la indiferenciamomentánea del público hacia aquellos camposnuevos, una vez realizada la conquista definitiva deldesierto. Parecía que los que habían dudado deléxito, y eran muchos, le ponían mala cara, cuandoestaba conquistado.

No alcanzaban las haciendas dejadas por lospasados malones de los indios a los estancierosfronterizos para poblar tanta tierra; y pocos eran losque se hubiesen atrevido a ir a poblarla. Lo cierto esque pasaron algunos años antes de que el puebloargentino se diera cuenta de lo que para él valía laconquista llevada a cabo con tan reducido gasto, tanpequeña pérdida de vidas y en tan poco tiempo, porel general Roca. Era como si vagara todavía poraquellas soledades el fantasma del enemigolegendario de la civilización argentina, siemprerenaciente desde tiempos inmemoriales, a pesar de lapersecución sin tregua que le hicieron los generalesde la República... secundados por los proveedores.

Y fue tal, durante un tiempo, esa indiferencia,que llegaron a venderse a la par y hasta condescuento, lotes de los campos comprados a razón

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de cuatrocientos pesos fuertes la legua cuadrada¡dieciséis centavos oro la hectárea!

Es que también, si la crisis local iba ya cediendoen parte, otros países vecinos de la RepúblicaArgentina -Chile y Perú, -pasaban por momentosrealmente terribles, y confundiendo, como siempre,en una sola todas las naciones de la América del Sud,los recelosos capitales europeos no se hubiesenatrevido a embarcarse para este continente a ningúnprecio, mientras durase la guerra chileno-peruana.

En 1879, habían empezado las hostilidades entrePerú y Chile, aliados, hacía pocos años, contraEspaña, y pronto tuvo también que entrar Bolivia enla trifulca, como aliada del Perú. Desde el mes demayo hasta el 8 de octubre, fecha en que, después deuna de las defensas más heroicas que consigna lahistoria, cayó en poder de los chilenos el «Huáscar»,habían sido la nota saliente de la guerra, la única sepuede decir, las hazañas de ese pequeño cruceroperuano que, mandado por el almirante Grau, cuyagloria queda encima de cualquier calificativo, hundióla «Magallanes», capturó el «Rimac» bombardeóAntofagasta, torpedeó a la «Covadonga» y peleó enIquique con la escuadra chilena entera, escapando a

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toda persecución, presente a la vez en todas partes,hecho un verdadero buque fantasma... con cañones.

Pero tenía que sucumbir, algún día. ¡Pobre«Huáscar»! Muertos casi todos sus defensores, lossobrevivientes, heridos, no pudieron hundirlo conbastante rapidez para evitar que los chilenos seapoderaran de él, y tuvo, poco después, que servirpara bombardear los mismos puertos peruanos.Parecía el fetiche del Perú, pues una vezdesaparecido no hubo más que desastres para esepaís; bombardeos y batallas desgraciadas sesucedieron, hasta que después de las de Chorrillos yMiraflores, cayó en poder del enemigo la mismacapital.

Esto era en 1881. Se firmó la paz; pero todavíapuede uno preguntarse si de ese tratado, nuncaejecutado en lo que concierne a las provinciasperuanas de Tacna y Arica, no surgirá algún día otraconflagración.

Andrés siguió trabajando con mayor empeñoque nunca en su estancia, mejorando rápidamentesus haciendas con la compra de buenosreproductores, aumentándolas también lo más quepudo, pero sacando, asimismo, apenas para hacerfrente a sus compromisos, Eran tiempos difíciles

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para los criadores. Todavía no había entrado, enaquellos tiempos, la idea de que con cultivar la tierra,se obtendría más. Todos creían y repetían, y a fuerzade oírlo decir Andrés también pensaba que así debíade ser, que los campos nuevos sólo se mejoraríancon el pisoteo. Bien veía que las pocas cuadras quehabía sembrado de alfalfa daban mucho pasto, conque alcanzaba a mantener, invierno y verano, susanimales finos; pero también veía que la semillacostaba muy cara, que no había peones para segar yemparvar, y también hay que confesarlo, estabacomo los demás, cegado por la rutina ambiente. Encada cerebro hay partes de luz y partes de sombra, yel ojo más penetrante no sólo no lo ve todo, sinoque a menudo se le escapa lo mejor, como si fueraciego por un tiempo o para ciertas cosas. Todavía nohabía sonado la hora del despertar; la tierra dormía,contentándose sus pobladores con mantener en ellasus animales; faltaban algunos años, meses, más biendicho, para que inmigrantes ignorantes, esclavos delarado, viniesen a enseñar a los pastores orgullosos ysoñolientos el camino de la fortuna.

Los frigoríficos no existían aún, las graseríasestaban todas fundidas, la lana valía poco, la lecheno era producto, la carne se tiraba, los novillos se

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morían de viejos, el estanciero sufría y sus esfuerzosresultaban inútiles. Era como para preguntarse, enaquellos años 1878, 1879, 1880, si había sidoprovechoso conquistar nuevas tierras ya que lo quese criaba en las anteriormente pobladas no teníasalida.

Con todo, la vida del matrimonio se deslizabasuavemente, como la de los pueblos felices, sinhistoria. Los únicos acontecimientos capaces dequebrar momentáneamente la apacible monotoníade esa vida, eran el nacimiento de los sucesivos hijosque casi cada año, iban a aumentar la población de laestancia y darle mayor alegría. Ya en el 80 teníancuatro, tres varones y una mujer, y cuando seanunció el último, no pudo menos Andrés que decira Josefina:

-Pero, ¡che! ¿hasta cuándo?-¡Bah! -contestó la esposa, la madre, estrujando a

besos a uno de los chiquilines a quien estabavistiendo risueño, en camisita, y cosquilloso; -comodice monsieur Poncet: il y a de la place ici!»

Fue entonces cuando Rodolfito Zavaleta volvióde Francia, después de haber completado susestudios de médico y de cirujano en los hospitales deParís. Volvía hecho todo un sabio, al mismo tiempo

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que todo un profesional práctico y experto; sehabían desarrollado allá, en todo su esplendor, susfacultades despertadas apenas por la enseñanzaforzosamente incompleta todavía que, a pesar de sudedicación, podían dar los escasos oinsuficientemente preparados profesores argentinosde entonces. Volvía con los dos hijos que se habíallevado, como si para los mismos argentinos, fuera elaire de Francia desfavorable a la procreación.

Habían cambiado, por supuesto, con Andrésuna correspondencia seguida, pero más llena denoticias que de apreciaciones, y éste estaba algoimpaciente por conocer la opinión que podía traerRodolfo, de su tierra y de sus compatriotas.

No los habían podido ir a recibir, porqueJosefina estaba todavía algo delicada y, por otraparte, querían que fuese él con la familia a verlos ensu estancia y a pasar con ellos algunos días decampo, en su cada vez más querida Tebaida.

Apenas se hubo desocupado de sus quehaceresfamiliares y sociales en la capital, Rodolfo, feliz porlo demás con ese pretexto para alejarse del entoncesincandescente foco de una política de la cual poco sepreocupaba ya, después de hallarse tanto tiempoalejado de ella, tomó el tren y en algunas horas

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estuvo en brazos de su hermana amada y de sumejor amigo, Andrés. No dejó de quedarse algosorprendido de lo completa que había llegado a serla transformación de este último. Para él y para suseñora, que acababan de pasar seis años enteros enParís, más aún quizás porque no se podíandesprender de los encantos intelectuales y materialesde la gran ciudad que por la necesidad que sintieraRodolfo de profundizar más los arcanos de suprofesión, esa vida solitaria en una estancia lejana,durante meses, era un verdadero suicidio.

En los primeros momentos, no llegaban acomprender que Andrés y Josefina hubiesen podidorenunciar con tanta abnegación a la vida cómoda yconfortable de la ciudad, para enterrarse vivos,decían, en semejante desierto.

Andrés se unía a ellos para celebrar laabnegación de Josefina, por haber consentidovoluntariamente a secundarlo al campo, perosuplicaba que no se mentase la suya, pues, de porparte, no había tal abnegación; le gustaba esa vida detranquila labor; rodeado de sus hijos, con su mujer allado, aquello era un paraíso, aseguraba; paraíso depocos encantos materiales, es cierto... y todavía de

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pocos árboles, pero también libre de toda clase detentaciones.

Rodolfo y su señora tenían que confesar quenada les faltaba de lo que hace fácil la vida material yque las criaturas gozaban de una salud exuberante;pero, sin teatros, sin reuniones, sin paseos, decía laseñora; sin bibliotecas, sin movimiento intelectual,agregaba Rodolfo, debe de ser vida aburrida.

-No tenemos tiempo de aburrirnos - contestabaAndrés. -Josefina tiene muchísimo que hacer conlos niños, con sus gallinas, con la gente, con lasocupaciones que ella misma se crea; y yo tengo lasmanos llenas, le aseguro.

Muy pronto se dió por convencido Rodolfo deque, con mucho en que ocuparse, ninguno de losdos se podía fastidiar y empezaba a encontrar que lamisma contemplación de la Naturaleza, latranquilidad tan completa de la Pampa, podían serelementos de felicidad, cuando de repente se vióobligado a consagrar al goce de ellas algún tiempomás de lo que había pensado.

Estalló súbitamente otra revolución. El 4 dejunio de 1880, el presidente Avellaneda (después dedeclarar rebelde al Gobierno de Buenos Aires,porque el gobernador Tejedor, candidato

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desgraciado a la presidencia, vencido que fue en loscomicios por el general Roca, armó a la población dela ciudad a pesar de la prohibición constitucional)emigraba con todo el poder ejecutivo y demásautoridades y empleados nacionales a Belgrano,sitiando de hecho a la capital.

Durante cerca de dos meses quedaroninterrumpidas las comunicaciones entre la capital yla campaña, y Rodolfo y su señora tuvieron a lafuerza que impregnarse hasta más no poder de esaatmósfera pampeana, tan distinta de la que habíanrespirado durante seis años en tierra extraña; tanabsolutamente argentina, tan empapada del olor alterruño que les volvía a hacer entrar otra vez lapatria por todos los poros; tanto que cuando seembarcaron en el tren para volver a Buenos Aires,Rodolfo dijo al oído a Andrés:

-Pues, amigo; serán ustedes los padrinos; quedemasiado lo merecen.

Más que de la nueva revolución hablabanAndrés y Rodolfo de Francia, de París, de Europa,de aquellos mundos lejanos que son como el sol decuya masa luminosa se desprende la materia con quese vienen formando esos pueblos nuevos deAmérica.

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Sin reserva admiraba Rodolfo la acumulación deriquezas materiales, científicas, artísticas, industrialesde monumentos, de obras de arte, de institucionesde todo género que constituyen allí -herencia demuchos siglos, siempre aumentada, -la base de lavida. Ponderaba la vitalidad con que Francia,después de tan terribles desastres, se levantaba de loque sus vencedores habían creído un montón deruinas; decía a Andrés todo el bien que pensaba delos hombres de ciencia que pudo conocer allá y conquienes trató continuamente. En todos ellos habíaencontrado un celo, un laborioso ardor, queparecían realmente tener su origen en las mismasdesgracias de la patria.

Todo se estaba rehaciendo a gran prisa; lainstrucción pública destruida como a sabiendas porel Imperio, renacía por todo el territorio y en todassus manifestaciones; el ejército, no de pretorianosahora, sino de ciudadanos armados para la defensadel suelo, estaba ya organizado en un pie que podríadar que pensar a sus ambiciosos vecinos; las finanzasparecían haber sufrido apenas por la enormeextorsión de que fue víctima el país, gracias a unafuerza de producción y a una ciencia del ahorroextraordinarias; y si bien parecía todavía muy lejana

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la realización posible del sueño de «revancha»acariciado por la nación entera, no deberíaconsiderarse como mera utopía, a no ser por ciertossignos de amenazadora decadencia que por desgraciaobscurecían el horizonte.

El peor de todos era la diminución continua,aterradora de los nacimientos. Todos los estadistasestaban conformes en afirmar que siguiendo así,pronto quedaría la nación francesa reducida alcuarto o quinto rango de las potencias europeas. Suejército, forzosamente mermado, no podría, al cabode cierto número de años, resistir el empuje del soloejército alemán, siempre más numeroso; ni el valor,aun admitiendo que fuese superior, ni la mayorperfección del armamento, que creía podríaconseguir Francia, podrían suplir la diferencia en elnúmero. Menos batallones era la consecuencia fatalde la falta de acrecentamiento en la población.

Pero consideraba Rodolfo que empezaban aasomar otras consecuencias no menos terribles deese apocamiento constante de la natalidad; laproducción industrial mermaría pronto y no podríaya luchar contra la de los demás pueblos; la mismacampaña buscaría en vano brazos para su cultivo.Un país que ya no cuenta con suficientes hombres

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para defender su suelo, tiene forzosamente querenunciar a toda expansión en otros países, yacabada la expansión se acaba la influencia, lainfluencia material, primero, y hasta la intelectual.Andrés tuvo que admitir que diariamente se notabael decrecimiento en las relaciones de Francia con laArgentina. Poco se oía hablar francés ya en las calles,los bazares -hasta los mismos pertenecientes afranceses, -no vendían sino artículos alemanes; laslibrerías no despachaban, como antes, porcentenares todas las novedades literarias francesas;muchas casas importadoras habían desaparecido sinser reemplazadas; pocos negocios importantes deutilidad pública se realizaban con capitales franceses.Los ingleses, los italianos y los alemanes seapoderaban cada día más del mercado, debiendoquedar los franceses eliminados con el tiempo.Hasta en la instrucción pública se empezaba a notarun movimiento parecido; los maestros franceses,antes tan buscados, iban dejando el sitio a ingleses yalemanes. Se sentía una espacie de retraimientovoluntario, de encogimiento en una raza antes tanvigorosa, tan expansiva, tan sembradora de ideas yde iniciativas entre la humanidad.

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-¿A qué atribuye usted, Rodolfo, esa marchaatrás?

---preguntaba Andrés, emocionado como sipreguntase por la salud de un ser querido, atacadode incurable enfermedad. -¿Será consecuencia de laguerra? no querrán ya las madres criar hijos para quese los maten. ¡Fue tan terrible la última!

-No creo que sea eso - contestó Rodolfo. -Másbien atribuiría la disminución de la natalidad y todoslos males que de ella provienen, y muchos otrostambién, como ese decaimiento, cada día mayor, dela iniciativa personal y nacional, al afán que, porinstinto tiene cada francés, de ver su vida aseguradacon el menor riesgo posible, desde la niñez hasta lamuerte, mediante una renta grande o chica, pero depago fijo, un empleo seguro o una pensión. Lospadres franceses se figuran que es para ellosincoercible deber asegurar a los hijos una situaciónpecuniaria en este mundo; los niños nacen con lacorrespondiente idea de que con ella pueden contar;que se les debe por el solo hecho de haberlosprocreado un dote, primero, una herencia, después;y los padres, toda la vida, trabajan y se afanan paracumplir con esa obligación postiza y como de ellafluye la necesidad de dar a cada uno de los hijos una

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situación más o menos igual a la de los padres, éstos- y fácilmente se comprende, -limitan, cada vez más,el número de sus herederos, y lo limitan tan bien queel hijo único llega a ser la regla, no solamente en laciudad, sino también en la campaña, donde enmuchas partes, la división extrema de la propiedadobligaría a emigrar a los que viniesen después.

El inglés, el alemán crían hijos sin contar: yterminada la instrucción que puedenproporcionarles, los sueltan por esos mundos deDios, a poblar, a conquistar, con necesidades quellenar por único haber. El italiano los cuenta menosaún, no les da mayor instrucción y también losvuelca, innumerables, por todas partes,especialmente en la Argentina. Trabajan de peones,bajo las órdenes del inglés, más orgulloso y máspreparado para mandar y dirigir las obrasemprendidas con capital de su tierra, mientras que elalemán negocia, vende, compra, y gana dinero. Elespañol, acostumbrado a colonizar, deja su país, porno poder ganarse la vida en él, y, en la Argentina, sehace otro hombre, adelanta y se enriquece.

El francés ya no necesita salir de su tierra, puesno alcanza a poblarla; en ella vive opíparamente,como para dar envidia a los vecinos; los productos

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de su suelo son exquisitos y se los consume; los desu industria son perfectos, pero muy poco trata deimponerlos ya en otros países. Cierra cada vez mássus puertas a la producción extranjera, sin quererdarse cuenta de que esto mismo atrofia la suyaporque muchas puertas también se le cierran. Elcebo de la renta suele ser fatal a sus economías. Envez de arriesgarlas en su propia tierra o en otrospaíses, en empresas audaces pero que manejadas porél mismo serían fructíferas, las entrega con todaconfianza a quien le ofrezca, con buenas palabras, elmayor rédito; y las pierde, muchas veces, enempréstitos turcos, españoles o... rusos y en canalesde Panamá y otros. La riqueza de Francia, a miparecer, es enorme; pero es pletórica, y por estoexpuesta, a los mismos cataclismos que la salud deuna persona muy sana que no se mueve bastante.Esto de no tener más perspectiva, más anhelo que laherencia paterna y el dote de la prometida, mata enla juventud toda cualidad de viril y noble empuje, yla ambición única de los padres de asegurar a sushijos el dote funesto y la herencia que exime deltrabajo, matará a la misma nación.

Andrés al oír a Rodolfo exponer con toda lamoderación y la sinceridad de la imparcialidad más

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completa, esas desencantadoras opiniones,quedábase sumido en la más angustiosa aflicción. Sia los diez años de la guerra y de sus desastres, sepodía pronosticar ya semejante decadencia, a pesarde las apariencias de vitalidad intelectual y materialque la cubrían, no había duda de que, al cabo decierto número de años, el eterno enemigo deFrancia, enriquecido y fortalecido, tentaría con éxitocasi asegurado una nueva invasión. Encontraría, sí,más resistencia que en 1870; sus victorias lecostarían caro, pero si aun vencido, y por el solopeso de la superioridad numérica de sus huestes,podía penetrar, invadir, ocupar esas tierras ya casi sinhabitantes, ¿qué sería de Francia?

El que está lejos del objeto de su amor se forjatemores fácilmente. Rodolfo trató de calmar enAndrés el verdadero dolor que, con sentimiento,veía que le había causado. Tuvo palabras felices dealiento que fueron a dar justito en el blanco de lasilusiones que también conserva siempre latentes enel corazón el que mucho quiere.

-No se desespere, Andrés -le dijo. -Todavía hande reaccionar sus compatriotas. Pronto conoceránsu engaño y volverán a rodearse de hijos, y éstos adejarse de dotes y de herencias y de renta segura y de

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puestos en el Gobierno, para lanzarse a poblar surica campaña y las propias colonias de Francia, y lospaíses nuevos, como el nuestro. Con unos cuantosejemplos como el suyo, seguramente secompondrán. Todavía veremos irradiar en laRepública Argentina el genio francés, que tan bieniluminó al mundo con su gran revolución; y serábienvenido, siempre, en medio del mercantilismo sinideales que nos agobia.

-Puede ser -contestó Andrés; -puede ser; no sólopuede ser, ¡será! pues siempre, hasta de sus cenizas,Francia ha sabido renacer, más fuerte, más grande.

En 1881, ya pensó Andrés que podría empezar apoblar sus cuatro leguas de Guaminí. La dificultadera encontrar un hombre de confianza a quienmandar allá; hacienda tenía bastante para formar unprimer rodeo que se dejaría aumentar hasta quehubiese facilidades de comunicación. Pensaba quequizás Elordy consentiría en ir, y le habló de suproyecto. El vasco no decía que no, pero tampocodecía que sí, por haber oído hablar pestes de todosaquellos campos. Entonces se le ocurrió a Andrésorganizar con él un viajecito de exploración. Ya nopresentaba esto ningún riesgo, había poblacionesdonde remediarse, aunque estuviesen algo esparcidas

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por el campo; y a más, con llevar buenos caballos ybuenas maletas con muchas provisiones, no habíamayor peligro. Elordy consintió, pues siempreestaba dispuesto a hacer lo que le pedía Andrés y nole disgustaba, en el fondo, ver por sí mismo lo que,en realidad, podían valer aquellos campos; pues estode irse más afuera era para él una perenne tentación.

Andrés llevó a Josefina y a los niños a BuenosAires, pues aunque hubiese ella consentido en cuidarla estancia durante la ausencia de su esposo, no lepareció muy prudente dejarla así sola; y a los dosdías de su vuelta al Azul, emprendía la marcha conElordy y dos peones, arreando una numerosatropilla de buenos caballos que, en tres días, sinapurarse, los llevaron al mismo campo.

Experimentó Andrés, durante ese viaje, perocon mayor intensidad que cuando iba del Azul a encampo, la misma sensación de peculiar gozo que yaconocía, y que da el pisar tierras vírgenes, vestidasaún con su primitivo manto de pastos sin refinar,grandes pajas y tupidos fachinales, con su faunaincauta que todavía casi no huye del hombre: zorrosque despacio se deslizan entre las matas, observandode reojo; venados que se paran para mirar;avestruces que sólo disparan después de haberlo

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pensado bien; perdices que se encogen en la sendacomo para esperar el inevitable cañazo que lasdestina al puchero del viandante.

Una que otra majada encontraron por elcamino, lo mismo que algunas puntas de vacas,traídas por los primeros que desde los campos deadentro se habían atrevido a mudarse; y, segúnparecía, no les podía ir mejor, pues las ovejasretozaban que daba gusto, disparando a todo correral menor grito, sin quedarse atrás una sola, mientrasque las vacas, con las panzas llenas, seguían en supacífico ramoneo.

Elordy se iba entusiasmando.El aspecto de las tierras vírgenes entusiasma

siempre, y todo explorador es un entusiasta nato.Lo que hacían entonces Andrés y él, más bien

era paseo que otra cosa, y asimismo, las sensacionesvivísimas, de goce agudo, que experimentaban lespedían hacer comprender lo que serían las de losverdaderos pioneers que, desde muchos años, ya nofaltaban en la República Argentina.

Había entrado, en efecto, en muchos espíritusamantes de lo ignoto, el legítimo deseo de conocer lapropia patria, para divulgar al mundo sus enormespero latentes riquezas; y comprendiendo también el

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Gobierno Nacional que su deber era fomentar yfavorecer tendencias tan provechosas para el país,había costeado varias expediciones.

En 1872, Martín Guerrico reconocía ladesembocadura del Río Negro, y Bejarano susnacimientos en la Cordillera; en 1873, Fed. Melchertlevantaba el mapa de una gran zona del Sud y delOeste de la Patagonia; en 1876, el Dr. Francisco P.Moreno, en su primera exploración, llegaba alNahuel-Huapi, mientras Napoleón Uriburupenetraba en el Chaco. Ramón Lista, en 1878,descubría el Río Belgrano, en la Cordillera, y en elmismo año, Obligado organizaba otra expedición alChaco.

Estas expediciones no estaban, como secomprende, exentas de peligros; y lo demuestraampliamente la aventura del Dr. Francisco P.Moreno que, en 1880, en su segunda exploración,estuvo a punto de verse arrancar nada menos que elcorazón - indispensable, habían decretado losadivinos del cacique Sahihueque, para apaciguar a sudios. Pudo, por milagro, escaparse con suscompañeros; y construyendo en Collón-Curá unabalsa con la que bajaron el correntoso Limay,durante seis días y seis noches, llegaron, al mes,

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entre mil peripecias y las penurias que se puedenimaginar, a Bahía Blanca.

Desde 1881, fueron aún más frecuentes,naturalmente, las expediciones, tanto terrestrescuanto marítimas y fluviales, en todas las regionesdel país. Los indios ya no existían sino en las tierrasmás apartadas de la República, y sólo en pequeñasagrupaciones, desanimadas, pobres, sin fuerza yapara resistir un ataque de gente bien armada.

Entonces fue cuando Carlos Moyano reconocióel curso de todos los ríos patagónicos; cuandoAugusto Lasserre, jefe de la Paraná exploró el GolfoNuevo, y los de San Antonio y de San Matías. Suantiguo compañero de armas, el almirante Solier, sededicaba ya a estudiar las pesquerías del lejano Sud,arrostrando, durante meses de azarosa navegación,en una lancha de cuarenta toneladas, todos losfurores de aquellos mares caprichosos.

El italiano Bove reconocía parte de las costaspatagónicas; y el atrevido marinero de Patagones,Piedrabuena, arrancaba a la Tierra del Fuego y a laIsla de los Estados sus últimos secretos.

En 1882, debía Crevaux morir en el Pilcomayo,asesinado por los indios Tobas, y salía en su busca laexpedición Fontana, seguida, el 83, por la de

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Ibarreta, que también más tarde dejaría sus huesospor aquellas regiones. En el Sud, el general RufinoOrtega limpiaba de indios mil doscientas leguas delNeuquen; el general, Villegas encontraba el antiguopaso de Bariloche; Ramón Lista llegaba al Chubut;Moreno descubría en San Juan incomparablesriquezas paleontológicas, con las cuales fundaba, sepuede decir, el Museo de La Plata, y toda unaescuadrilla argentina iba a tomar posesión de todoslos puertos de los mares del Sud.

-Sabe, patrón -exclamó de repente Elordy, -queestos... que estos campos no son tan malos como lospintan algunos. Son algo arenosos, y hay médanosque son campo perdido, por ahora, y hasta que secompongan; pero en esos mismos médanos suelehaber lagunas muy dulces y duraderas. Además, losbajos están lindísimos; la tierra negra abunda y creoque sólo la falta población y pisoteo para volverseuna gran cosa.

-¿Y por qué no compra usted algunas leguasElordy? -contestaba Andrés, insistiendo en una ideaque, hacía días, había insinuado ya al vasco.

-¿Qué voy á comprar, si no tengo plata?

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-Venda ovejas; véndalas todas, si es preciso, perocompre campo y, de algún modo, lo hemos depoblar en sociedad.

-Si compro campo, ya no voy a poder volver ami tierra nunca -objetaba Elordy; -las ovejas me dandinero con su lana, sus capones; poca, pero en finalgo, y el día que las quiera vender, las vendo enseguida y me junto con los pesos y me voy si quiero.Ya tengo diez mil, y hay tanto campo desocupadotodavía, según veo, que las puedo aumentar, pormuchos años aún, sin pagar grandes arrendamientos.

-Antes hubiera yo pensado lo mismo - dijoAndrés; -pero he cambiado de opinión; y aunquecomprar tierra, hasta ahora, me haya producido másmal que bien, estoy convencido de que es el granporvenir, el único, en este país; pero no comprarlacomo mercadería para especular, sino para guardarla,poblarla, mejorarla y sacar de ella los productos quesólo da la tierra.

Cuando llegaron al campo que era propiedad deAndrés, fue algo trabajoso encontrar los mojones, opor lo menos, uno de ellos, que pudiese servir deguía para encontrar los demás. Por suerte hallábaseestablecido, en el mismo campo, en una cuevitatapada con tres chapas de fierro de canaleta, al pie

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de un médano, un gaucho boleador de avestruces,baqueano de toda la, región, que había asistido a lasoperaciones de mensura hechas por losagrimensores oficiales, y pudo indicarle a Andrés,con relativa exactitud, las líneas de su campo. Yrecorriéndolo durante cuatro días en todo sentido,pudieron ver que era, todo bien considerado, unespléndido lote de tierra. Había en él, por supuesto,un poco de todo: terrenos demasiado altos yarenosos, pero también planicies fertilísimas, depastos tupidos y variados, donde crecían las yerbassilvestres más apetecidas por la hacienda, con unalozanía admirable. Había lagunas de aguarelativamente dulce, algunas, otras demasiadosalobres para ser utilizables, pero cuyas aguas clarasdaban realce al paisaje. Y Andrés, cuando recordabalo que valía la tierra en su patria y lo querepresentaría allá semejante extensión comprada porél en mil seiscientos pesos, casi no podía creer quefuera cierto.

Volvió con la resolución firme de comprar más yde hacer comprar a todos cuantos se convenciesende que allí estaba la fortuna segura, en un porvenircercano. En Buenos Aires indagó de quiénes eranlos lotes linderos con el suyo, y pudo encontrar a

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algunos de los dueños; pero pedían éstos ya doce milpesos papel por legua. Asimismo le pareció poco ycompró ocho leguas, cuatro para él y cuatro paraElordy. Este se resistió todavía, por fórmula, avender ovejas para pagar el campo, pero tantoinsistió Andrés que cedió el vaso; y ese día hubierapodido decir que, por la segunda vez, Andrés le dabala vida.

Quedaba Elordy con muchas ovejas todavía,unas cinco mil, y las arreó para sus cuatro leguas,donde, a sus anchas, iban a prosperar, volviendodespués a hacerse cargo de las mil vacas que Andrésmandaba como primer plantel para la nuevaestancia.

Tuvo Andrés más trabajo para convencer a susuegro, a don Matías y a don Luis de que tambiéndebían emplear algunos, pesos en hacerse dueños deunas cuantas leguas en la Pampa, que lo que le habíadado Elordy. Asimismo consiguió, gracias a losdatos bastante fundados que les podía suministrar,que comprasen cada uno un lote de cuatro leguas, enlas inmediaciones de las suyas. Ernesto no habíaesperado tanto y ya tenía sus ocho leguas desde1877, esperando tranquilamente que adquiriesenvalor para hacer algo de ellas. Emilio las había ido a

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revisar; estaban en el partido de Bahía Blanca y eranmuy buenas, según afirmaba.

Estas compras eran tanto más necesarias cuantoque se iba aumentando la familia por todos lados:Edelmira Alonso ya se había casado, y se iba a casarJulia, y todos estos matrimonios nuevos se rodeabana su vez de retoños, y sería algún día imposible quetanta gente encontrase colocación en la ciudad.

Cierto es que la ciudad, capital ya de la nación,desde el día 6 de diciembre de 1880, parecía querertomar un vuelo tal de ensanche, que pronto haríacaber en el municipio a toda la República. De estofácilmente se podía dar cuenta Andrés, ahora quecon frecuencia tenía que ir a Buenos Aires, paracomprar o vender hacienda en los corrales. Habíaresuelto establecer a su familia en la ciudad, parapasar el invierno, y mandó edificar una agradablecasita de campo en su invernada de Villa Colón,establecimiento que vino a ser para él, como se lohabía predicho Emilio, toda una fortuna. Era uncampo de primer orden, de esos que apenasnecesitan descansar para llenarse de pasto, ymandaba tropa sobre tropa, tanto de lo quecompraba como de lo que de «La Josefina» podíatener disponible, haciendo rápidamente pesos con la

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transformación de novillos flacos en novillosgordos.

El acuerdo entra los partidos políticos que,durante tantos años habían estado peleando, fuepara la República como el alba de otra era deprosperidad que en todo se manifestaba,particularmente en el engrandecimiento de la capitaly en su progresiva transformación. El intendentedon Torcuato de Alvear, con arranques de juvenilenergía, abría horizontes de progreso urbano hastaentonces desconocidos. Su primera obra en esesentido, obra como de pataleo rabioso en la sendadel progreso fue la destrucción, en dos noches y undía, en 1883, de la famosa Recoba Vieja, expropiadapor el Gobierno y echada abajo para hacer de lasdos plazas entonces existentes una sola digna de lafecha que conmemoraba y del porvenir de laprimera ciudad de América del Sud.

Debía, poco después, en vísperas de retirarse, ycomo para dejar su marca, hacer lo mismo con elDepartamento de Policía que parecía quererobstruir, por mucho tiempo con sus desmanteladasparedes y su aspecto de juzgado de paz de campaña,la soñada Avenida de Mayo. Las obras de salubridad,cloacas y aguas corrientes, reclamadas ya estas

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últimas por el vecindario en 1856, empezadas yllevadas a cabo de 1867 a 69 por John Coghlan,entregadas al servicio público en ese año, durante lagobernación del Doctor Emilio Castro, de veneradamemoria, con el depósito de la plaza Lorea, capaz desuministrar 6.500 metros cúbicos de agua por día;vueltas a ser emprendidas, en 1871, por Bateman;suspendidas en 1877, por falta de fondos, porque losdos millones de libras del empréstito especiallevantado en 76, habían sido empleados un poco enmuchas otras cosas, iban a seguir, aunquepenosamente, el curso, interrumpido durante seisaños, de su construcción, gracias al contrato Devoto.

Es que la capital ya era ciudad de 300.000 almas:la inmigración aumentaba diariamente, y de lasprovincias del interior era un aluvión continuo dehuéspedes hambrientos que venían con la esperanza,a menudo, fundada, de poderse saciar con algunamigaja del benévolo presupuesto nacional.

Todo esto, por supuesto, fomentaba de nuevo laespeculación.

El Gobierno de la Provincia de Buenos Aires,por su parte, tenía, como consecuencia de larevolución del 80, que hacerse de otra capital.Desalojado el Gobierno Nacional por su mismo

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huésped, de su propia casa, no podía andar vagando;hubiera podido, es cierto, elegir para establecerse,alguna ciudad ya importante de la Provincia: SanNicolás, Mercedes, o cualquiera otra, o mejor queninguna, Bahía Blanca, el primer puerto marítimo dela República; pero según parece, no lo permitían asílos resabios de la política porteña, y para esto habíaque situar la nueva capital provincial en una posiciónamenazadora para la flamante capital nacional. Demodo que, en parte por esto, en parte porque laedificación en pleno desierto, de una suntuosaciudad, con cien palacios, espléndidos relativamentea lo existente en el país, y puerto y todo, daba lugar anegocios de todo género, se cometió la locura desacrificar a esa creación... genial todos los recursoshabidos y por haber de la desgraciada Provincia deBuenos Aires.

¡Corrió la plata! llenó los huecos insondables demuchos bolsillos hasta entonces vacíos, los hizorebalsar, hasta los hizo reventar; creó el torrente dela especulación en sus riberas instituciones locas,como el Banco Constructor de la Plata, la Territorialy cien otras; para todas había suscriptores; searrebataban las acciones; los terrenos subían a milpor cien, en un momento, a pesar de la obligación

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de edificar. Y se edificaba, no más; surgía una ciudadverdadera, opulenta al parecer, con monumentosgrandiosos, calles espaciosas, avenidas anchas,dispuestas todas en diagonales, para poder llegar acualquier punto de la ciudad en un mínimum detiempo.

Los particulares, para cumplir con la ley deconcesiones de terrenos, edificaban también a granprisa, y aquella hubiese llegado a ser una verdaderaciudad modelo, si su situación demasiado cercana aBuenos Aires no la hubiera condenado al fracaso.

Se habían figurado que por su lujosa edificación,La Plata atraería a la mitad de la población deBuenos Aires, que la emigración obligada de todoslos empleados, de cualquier rango que fuesen, de laadministración provincial, bastaría para poblar lanueva ciudad. Era uno de esos errores colosalmenteruinosos que se pueden perdonar a un simpleparticular, porque soporta sólo sus pasajerasconsecuencias, pero sin excusa en un gobernante,que, manejando intereses públicos, compromete ensus traspiés no sólo el presente sino también elporvenir. Bien se pudo comprobar esto con laedificación de La Plata en tan desacertada ubicación,pues han pasado los años, desde su fundación el 19

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de noviembre de 1883, y siempre queda la ciudadtan triste, tan desierta, que ni los mismosgobernadores pueden resolverse a observar larigurosa ley de domicilio obligatorio en ella, dictaday renovada en varias ocasiones, para todos losfuncionarios, autoridades y empleados provinciales.

Se piensa ahora hacer de ella con el concurso-¡ironía de la política! -del Gobierno Nacional, laciudad universitaria por excelencia de la República.Se hará ¡cómo no! y francamente parecepredestinarla a ser un centro de estudio el mismosilencio que en sus calles reina, fuera de las tres ocuatro horas de la tarde habilitadas por los que, de laCiudad, de la capital federal, de Buenos Aires, van atramitar algún asunto en las oficinas o tribunales dela provincia.

La prosperidad, al renacer en todo el país, si bientraía consigo, como siempre sucede en paísesnuevos, cuyos progresos no andan sino a saltos,peligros graves para los que, entusiasmándose,abusaban del crédito fácil y se lanzaban condemasiada vehemencia en especulacionesarriesgadas, -por otro lado afirmaba en bases másanchas las fortunas edificadas por el trabajo y elcapital personales, en tierras propias, como la de

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Andrés y también las de su suegro y de los tíos de suseñora.

Se empezaba a hablar de exportación deanimales en pie para Europa y de carne congelada.No era más que un principio, cuyos efectos nopodían hacerse sentir muy eficazmente aun, peroque bastaba para aumentar el valor de las tierras deestancia y de las haciendas.

Reinaba en el país en esos años de 1884 ysiguientes, una paz tan profunda, que algunosprobablemente descontentos por no haber podidocalzar con algún puesto, llamaban en pomposodesahogo verbal o escrito: varsoviana, como si sepudiese comparar con una paz conseguida a fuerzade matar y de ahogar en sangre la voz del pueblo, lapaz argentina de entonces, fraternal absolutamente ybasada en acuerdos políticos que permitían a laminoría la expresión amplia de sus reivindicaciones yanhelos.

Sin duda, la invasión de la capital porinnumerables provincianos pobres y ambiciosos, eracada día mayor, y sus modales... provincianos nodejaban de ser tema de conversaciones irónicas departe de los primitivos ocupantes. El antagonismoinstintivo no podía haber desaparecido todavía del

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todo, pero iba disminuyendo por la misma fuerza delas cosas. Puestas en buena exposición, a toda la luzdel sol, las plantas más raquíticas, muchas veces sedesarrollan que da gusto, y así iba sucediendo con lacantidad de jóvenes... y viejos provincianos quevenían, desde sus remotas y tranquilas moradas, acalentarse y dorarse con la irradiación de unGobierno sumamente favorable para ellos.

Y esto mismo era, de parte de dicho Gobierno,un acto más de su gran política nacionalizadora que,en un número relativamente reducido de años, logróborrar casi del todo la distancia que separaba de losporteños a los demás argentinos.

Los ferrocarriles se multiplicaban y se extendíanmientras tanto, cada vez más, uniendo entre sí a lascapitales de las distintas provincias y a todas con lacapital de la República, fomentando, con lacomunicación continua y rápida, las relaciones entretodos esos hermanos que apenas se conocían y aunno podían haber aprendido a quererse.

Andrés pudo comprar en la ciudad, en 1882,antes que los precios hubiesen alcanzado alturasexageradas, un buen terreno en la calle Bella Vista,que, pocos años después, iba a ser la AvenidaAlvear, e hizo construir un modesto chalet, rodeado

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de jardines, desde el cual abarcaba la vista el río, losparques en formación de la Recoleta, y parte delPaseo de Julio, casi un desierto todavía, cruzado porferrocarriles.

Ahí vivía feliz, entre su esposa cada vez másquerida y sus hijos que seguían creciendo ymultiplicándose. Sus ausencias eran frecuentes, pornecesitarlo así la administración de susestablecimientos, pero cortas., Todos los días iba alos corrales, a caballo; cada semana, por lo menosuna vez, iba a la invernada, y, de cuando en cuandotomaba el tren para el Azul y llegaba a la estancia,regentada por su cuñado Emilio, a quien habíahabilitado y que la dotaba de los elementos másmodernos; de allí también, a veces, armaba viaje parallegar hasta la estancia de Guaminí, bautizada por él«Francia» y dirigida por su amigo Elordy, con tantoacierto y tanta suerte que se iba volviendo«manantial» como decía el vasco.

Bajo la celosa vigilancia de este hombre activo,prosperaban juntas la estancia de Andrés y la suyapropia, y se iban poblando las dieciséis leguas queeste mismo, su suegro don Matías y don Luis habíancomprado.

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Venía a formar todo un verdadero condado,cuyo rédito permitía a sus dueños sostener en laciudad, la vida, si no lujosa, por lo menosconfortable y algo patriarcal todavía, a que estabanacostumbrados.

Cada día veía más claramente Andrés la verdadde lo que le solía repetir a bordo, durante su primerviaje, el señor Alvarez, de que sólo la tierraenriquece, en estas repúblicas nuevas, pero que sóloenriquece al que se consagra a ella del todo, sinquerer acordarse de volver a su patria. Ya rico,hubiese podido, justamente, con lo que producíansus estancias, sus tierras, volver a Francia y vivir bienallá, pero ni pensaba en hacerlo. La tierra le habíadado lo que el comercio y la especulación le habíannegado, y casi le hubiera parecido ingratitud eldeshacerse de ella, para llevar a otra parte la familiaformada, creada en la República Argentina. Supersonalidad tenía, cada vez más, que borrarse antela personalidad creciente y cada día más exigente desus hijos en conjunto y de cada uno de ellos enparticular.

De vez en cuándo se había hablado, como enbroma, de hacer un viaje a Francia, para ver si se

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encontrarían mejor; pero pronto cambiaba laconversación.

Don Luis solía traer ese tema, para él mismo yasin peligro, nada más que para dar cancha a suespíritu burlón y titeador.

-¡Che! -le decía de repente a su ahijado Luisito,uno de los hijos de Andrés, criatura de cinco años yrubio como el padre, -¡che! franchute, ¿cuándo tevas a tu tierra?

-No soy francés -contestaba el muchacho; -soyargentino.

-Mentira - decía el tío: -vos sois rubio; aquí noqueremos gente alazana. Andate a Francia, no más.

No tiero -contestaba Luisito, corriendo aguarecerse entre las faldas maternas, medio enojado,y haciendo pucheros; - yo me tedo atí con mamá -ydando vuelta la cabecita hacia Andrés, agregabacomo después de haberlo pensado bien: y con papá.

Y todos se reían, y se sonreía Andrés, entreresignado y orgulloso; orgulloso porque, al fin y alcabo, siempre le gusta a un padre que sus hijostengan la conciencia neta y firme de lo que quierenser. Andrés era de espíritu demasiado amplio paratratar de imponer a sus hijos nacidos de madreargentina, en suelo argentino, otra nacionalidad que

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la que les ofrecía la ley de la tierra natal y materna.Les enseñaba a querer a Francia, a admirar su genioy las producciones de sus grandes hombres; losobligaba a hablar y a leer en francés; recibía paraellos las mejores revistas adecuadas a sus diversasedades, para que se familiarizasen con el idioma y elambiente de la patria que él no podía, ni queríaolvidar; les ponderaba lo hermoso y rico que era suterritorio, pequeño si se compara con el de laArgentina, inmenso, al parecer, por la admirablevariedad de sus productos, variedad aumentada porel ingenio de sus laboriosos habitantes; regado porinfinidad de ríos grandes y pequeños, pero nidemasiado grandes, ni demasiado pequeños, comomuchos en la Argentina, y repartidos por todo elpaís, como para que no hubiera en él ninguna regiónsin agua, ninguna con demasiada; donde alternan lasplanicies y las montañas, las llanuras cultivadas y losbosques hermosos; a los mayores les hacía conocer,explicándoselas en sus detalles, las bellezas literariasde las obras clásicas; bellezas fundadas en los sólidoscimientos del estudio, edificadas con los materialesindestructibles de la inspiración y del pensamiento,adornadas en su forma con las delicadas prendas delarte; pero les infundía, al mismo tiempo, la fecunda

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idea de hacer aprovechar algún día y en la medida desus fuerzas, al país de su nacimiento, a la patria de suelección, todos los conocimientos que se empeñabaen hacerles adquirir.

Algunas veces, el mayorcito, José, que ya teníasus nueve años, expresaba, al ver algún grabadosugerente, al leer alguna historia, un vehementedeseo de conocer todo aquello.

-¡Debe ser lindo el país de papá! ¿Por qué novamos a verlo? – decía.

-Pronto hemos de ir -contestaba el padre, -¿noes cierto, Josefina?

-Cuando se pueda, ¡cómo no! pero ya saben quepor ahora...

- Es cierto; y de ningún modo se puede, puestengo mucho que hacer aquí todavía. Pero, notengas cuidado, Pepito; cuando seas más grande,cuando tengas dieciocho años, si todavía nopodemos ir, te he de mandar allá.

Josefina siempre estaba o criando, o en estadointeresante, como para dar a los que afirman que laraza gala ha dejado de ser proficua, un formal yrepetido mentís. Por otra parte, todavía le gustabamás, en el fondo, quedarse en Buenos Aires; nopensaba que hubiese mayor peligro en que, una vez

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en Francia, Andrés se negase a volver; peroasimismo, le parecía que podría apoderarse de élalguna súbita tentación de quedarse y preferíaevitarla; consideraba que, por segura que pareciese lapresa, no había que exponerla aún a riesgosdesconocidos.

Por otro lado les hubiera sido difícil irse; lasituación de Andrés era ya excelente y su haberhabía aumentado tanto que bien podía llamarsefortuna; pero era preciso consolidarla más; los gastoseran grandes, aun sin moverse; y ponerse en viajecon una familia tan numerosa hubiese sidopeligroso. Muchos eran los que aprovechaban la erade prosperidad que atravesaba el país para irse aEuropa; colocaban en cédulas hipotecarias, de ochopor ciento de interés, sus capitales, después deliquidar sus tiendas, sus casas de negocio, sushaberes de todas clases, y se iban a «vivir de rentas,»realizando algunos el sueño dorado de toda una vidade trabajo y de economía.

Se encontró Andrés, un día, con el viejoLambert, de Montevideo; había liquidado susnegocios y venía a Buenos Aires, a colocar todo sucapital en cédulas de la Provincia. Estaba loco dealegría el viejo. Al fin, se iba de un país donde por

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nada había querido radicarse nunca; no había hechogran fortuna; pero esto, por las continuasrevoluciones del Uruguay. No se había casado;seguía yendo y volviendo, entre Francia y América;pero, asimismo, en realidad, estaba casi siempre enMontevideo. Con todo, conservaba su vieja idea; nocomprar fincas en América, no dejarse engatusar,hacer fortuna negociando y mandarse mudar; y semandaba mudar el hombre, después de habernegociado mucho sin haber hecho fortuna, yllevándose todo en títulos que, sin que se acordara,no representaban más que fincas, pero -fincasajenas.

Pocos años después, debía volver el desgraciado,casado en su tierra, a destiempo; arruinado por elderrumbe de las cédulas, trayendo a su mujer,víctima desterrada y condenada, sin saber por qué, asufrir las consecuencias de los errores del viejotestarudo y a morir, lo mismo que él, en tierraextranjera; extranjera de veras para ella, pero para élextranjera únicamente porque había queridomantenerse extranjero hasta la muerte en ella.

Andrés no le había contado a Lambert susituación personal; por lo demás, no lo hubierapodido hacer, pues éste estaba tan alborotado por el

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gozo de irse definitivamente -como lo creía,- a sutierra, y tan poco le interesaba lo que pudiera ocurrira los demás, que no le hubiese dejado decir dospalabras seguidas.

Estas salidas, este éxodo general no le dabanenvidia; no sólo estaba bien y a sus anchas en lapatria adoptiva, sino que también tenía la convicciónde servir a la otra más eficazmente, haciendo lo quehacía, que yéndose a derramar en ella dinero, comotantos otros. Y a más de sus negocios, y de losdemás inconvenientes que hubiesen impedido suviaje, en caso de haberlo querido hacer, otrosacontecimientos le hubiesen puesto trabas. Uno trasotro, se casaban los muchachos y muchachas de lafamilia; Concepción Zavaleta, Adolfo Alonso yotros más, y ninguno hubiera permitido que Andrés,el gran amigo de todos, faltase a la ceremonia.

Desgraciadamente, no pueden ser todos alegreslos acontecimientos de la vida, y a fines de 1884,tuvieron el dolor de perder a don Rodolfo Zavaleta,el suegro de Andrés, llegado a los 68 años de edad,sin haber - se solía decir de él, -causado nunca anadie el menor disgusto.

Dejaba una regular fortuna en campos, casas yhacienda; pero sus numerosos hijos convinieron en

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que no se abriría testamentaría hasta que acabase susdías doña Antonia. Esta, por supuesto, era mujerguapa, llena de salud y bastante libre de achaques, ensus 58 años, para poder hacer esperar, muchotiempo, su herencia; pero no hubo hijo, ni siquierayerno, capaz de exigir su parte. Todos tenían algunaposición y todos, de cualquier modo, sabían quesiempre, en caso de necesidad, encontrarían amparoen la casa familiar.

Eran todavía costumbres de aquellos tiempos,en ciertas familias que habían conservado intacto elespíritu patriarcal; y Andrés, a quien por lo demás,gustaba ese modo de ser, pensaba que, en su tierra,nadie hubiese hecho semejante sacrificio; y tambiénpensaba que en la misma Argentina, veníaaproximándose el momento en que los sentimientosestrechos, mezquinos, egoístas del viejo mundo,empezarían a prevalecer.

Seguían los años de gloria. El presidente JuárezCelman, elegido sin oposición seria, bajo la altaprotección de su comprovinciano y pariente, elgeneral Roca, había, al empezar su períodopresidencial, el 12 de octubre de 1886, encontrado elpaís en una situación de prosperidad no ya sólorenaciente sino creciente. Por desgracia, su cortedad

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de vistas, y el afán de gozar del círculo de codiciososque lo rodeaba, le impidieron darse cuenta delpeligro que entrañaba para el país esa mismaprosperidad. Cegado por las adulaciones de susinteresados favoritos, se creyó omnipotente. Renegóde su creador ausente el general Roca, quedescansaba entonces en Europa, y por el resbaladizocamino del derroche -como lo escribía entonces unperiodista de la oposición, en el estilo sencillo y sinpretensión de la época, -sus manos inexpertasenderezaron a todo correr el carro del Estado haciala zanja del desastre.

Lo ayudaron eficazmente en la provechosa tarea,en conjunto y cada una por su cuenta, todas lasreparticiones públicas, lo mismo que los Gobiernosprovinciales y las Municipalidades. Reinó pronto, entodas partes, la inmoralidad y corrupción máscompletas, y para los adictos incondicionales alpoder, al unicato del presidente, parecía éste haberabierto las puertas de un palacio encantado.

La Aduana, para ellos, no tenía tarifas, y losbancos les entregaban el dinero a manos llenas.Bastaba la recomendación de algún encumbradopersonaje para gozar de un crédito que hubieseenvidiado el más honrado y acaudalado comerciante.

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Se citaba entre mil, el caso de un pobre coronel que,no teniendo más haber que su sueldo, habíasolicitado del Banco Nacional, a instigación yejemplo de varios amigos, la cantidad de veinte milpesos. Una tarjeta presidencial bastó para que, consu sola firma, consiguiera el hombre lo que pedía,con la amortización mínima de cinco por ciento portrimestre.

El coronel era un soldado honrado a carta cabal,pero no sabía absolutamente lo que es el dinero;siempre había vivido sin preocuparse del mañana,tan incapaz de endeudarse como de ahorrar.Cuando, a cambio de su letra aceptada, le entregó elcajero los veinte mil pesos, apenas descontados porel trimestre de interés adelantado, experimentó unasensación de temor que, en un campo de batalla, lehubiese avergonzado: pensó en retroceder.

-¿Y qué diablos voy a hacer yo con tanta plata? -dijo al empleado.

Este, comprendiendo la situación del ingenuocliente, le aconsejó que llevase lo que pudieranecesitar, depositando el resto con mayor interés delo que le cobraba el Banco, pero a plazo fijo de 90días. El coronel, feliz de verse así aliviado de su

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inquietud, accedió agradecido; se llevó mil pesos, yle dieron, por el resto un documento en forma.

A los ocho días, volvió al Banco y preguntó sino podría sacar de su dinero unos cinco mil pesos.El apetito se le había desarrollado, despacio todavía,mientras comía, saboreándolos, los mil primerospesos. Hubo que anular la letra, hacer otra, pagarnuevos sellos; y como viera el coronel que aquelloera toda una historia, acabó por retirar de una veztoda la cantidad; se la metió en el bolsillo, sin contar,y se fue.

Se fue, y nunca lo volvieron a ver en el Banco, nitampoco los intereses, ni el capital.

¡Y cuántos otros así! pero, fatalmente, tenía quetraer esto las consecuencias previstas hacía tiempopor los hombres juiciosos -muy pocos, a la verdad, -que habían sabido mantenerse apartados deltorbellino arrebatador de la especulación. Era difícilesto, pues tanto, se hablaba de las fortunasrepentinas levantadas del día a la mañana, de loscentenares de miles de pesos concedidos por losBancos Hipotecarios, Nacional y Provincial, ésteespecialmente sobre propiedades hasta entonces casisin valor y transformadas en un mes, sobre el papel,en «centros agrícolas,» sin habitantes y sin

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agricultura, que el menos ambicioso se dejaba llevarde la mano por corredores avezados hacia el antrode los negocios.

En el antro, en la Bolsa llamada de Comercio,hervían en avispero los valores de todas clases.

El espíritu nacional de empresa, dormido hastaentonces, se había despertado de golpe.

Y ¡qué despertamiento! tan violento comosúbito; en el solo año 87, habían nacido más decincuenta sociedades anónimas, con ochentamillones de capital: entre otras, el Mercado deFrutos, el Banco Popular, el Teatro Colón, laColonizadora de Córdoba, la Fábrica Nacional deCalzado, la Refinería Argentina, el Banco Alemán, elBanco Francés, el Teléfono, que siquiera eran de lasque, por sus bases y sus elementos, representabanun adelanto para el país y sobrevivieron al terribleterremoto de la crisis de progreso de donde habíansalido; pero muchas otras, con 200 millones el 88,500 millones el 89, de pura especulación, hasta depura imaginación, fueron a agregarse a las yafundadas, en los años anteriores, nada más que paraaumentar la mole del derrumbamiento final.

Todo ayudaba a fomentar el espíritu deespeculación: el Congreso daba a quien las pidiese

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concesiones, sin contar; y concesiones serias, con uninterés mínimum de 5 por 100 garantido por laNación, ¡llegando el 89, a 440 millones de pesos orola suma de dichas concesiones! La Municipalidad,concedía tranvías, y las emisiones de cédulashipotecarias, provinciales y nacionales, aumentabansin cejar, llegando a representar diez veces el valorreal de las propiedades dadas en garantía.

La especulación en tierras, activada por estasnumerosas concesiones de vías de comunicación, delas cuales muchas por suerte debían quedar en lanada, por este riego continuo de cédulas hipotecariasy por la llegada de una inmigración europeaconsiderable - 120.000 en 1887, 300.000 el 88, con laley de pasajes subsidiarios, daba a la propiedad unvalor ficticio pero siempre creciente. Era unahinchazón general, continua, aumentada sin cesarpor el movimiento febril de los negocios; cualquierterreno cambiaba de manos varias veces en unasemana, duplicando cada vez su valor nominal, sinmás motivo que su cambio de dueño.

El Banco Constructor de La Plata, y otros,fundados para especular en tierras, veían susacciones subir hasta las nubes, duplicarse, casi sinaflojar, y cuanto más crecían en número más subían.

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Era una locura general que no podía concluir sinopor un cataclismo, pero mientras todo ibaremontando, el gozo era grande.

Parecía no poder alcanzar su límite nunca lasuba de ciertas acciones; y el 88 y 89 todavía, hastapor los meses de septiembre y octubre, todo siguió alas mil maravillas, en la Bolsa... de Comercio, paralos especuladores grandes y pequeños, levantándosemás y más fortunas, con las Catalinas a 300, elBanco Nacional a 345, el Banco Constructor a 142,y otros valores por el estilo.

Llevaba la batuta de la desafinada orquesta elseñor Carlos Schweitzer, fundador del famosoBanco Constructor de La Plata, manejando como atíteres a los más atrevidos especuladores, aplastandotambién a los que se le querían atravesar, hinchandolas acciones de la institución fundada por él,enriqueciendo a sus secuaces con desdoblarlas antesque reventasen; risueño, impenetrable, erguido en supequeña estatura de judío rubio, rizado y narigón,inmóvil en su gran sobretodo, bajo su sombrero decopa, al pie de una columna, donde acudían, entropel ininterrumpido, los corredores, a solicitarórdenes, a dar datos, a traer contestaciones. Era rey;rey de un momento, como son casi siempre los reyes

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de la Bolsa; y en su sien trazó, como tantosespeculadores, el último apunte, con una bala.

Una fiebre de lujo rastacuereante,verdaderamente sud americana, se había apoderadode gobernantes y particulares.

-Quiero que quede terminado el nuevo TeatroColón antes que se acabe el período de mipresidencia, -había declarado enfáticamente elprimer magistrado de la República, como si elTeatro Colón hubiese sido la piedra angular de lamisma existencia de la Nación.

De París venían maestros tapiceros, a embellecercon las últimas producciones de su arte los palacetesedificados a todo costo por los flamantes magnatesde la improvisada riqueza argentina. Los coches máslujosos, los muebles más costosos llegaban porcargamentos. Los grandes costureros y joyeros deultramar no daban a basto a los pedidos de BuenosAires; el comercio de artículos de lujo estaba en suapogeo.

En la capital, don Torcuato de Alvear,hostilizado en sus proyectos personales deembellecimiento, no siempre inspirados en realidadpor impecable gusto, como lo empezaba ademostrar su inmoderado amor a ciertas grutas

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horribles y castillos de tierra romana con que adornóvarias plazas, se había retirado, reemplazado por eldoctor Antonio Crespo, quien contrario la aperturade la Avenida de Mayo y partidario de las avenidasdiagonales, no pudo, asimismo, impedir que seabriese la primera en 1887. En el mismo año, seinauguraban los trabajos del puerto Madero, sindarles, es cierto, mayor actividad; seguíase dragandoel Riachuelo y cavando el puerto de La Plata.

Todas estas obras y muchas otras empezadas yao proyectadas, necesitaban capitales enormes, y sinembargo no se había puesto en explotación ningunaextraordinaria veta de oro o de diamantes, ni pozosde petróleo, ni minas de carbón; apenas dos millonesde hectáreas en toda la República, se habíandedicado a la agricultura; la exportación de animalesy de frutos había aumentado bastante, pero notodavía en proporciones mayores, y la industrianacional apenas nacía. El oro subía, al contrario, deun modo amenazador, llegando a 150 en diciembre1887, y las finanzas de la provincia de Buenos Airesestaban ya derrumbadas; pero no parecía estoproducir efecto alguno en el ánimo de losgobernantes.

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Al contrario, se habían inaugurado conentusiasmo otras obras públicas de gran aliento:vertiéronse torrentes de champagne para celebrar elprincipio de los trabajos en el Dock Sud de lacapital; el puerto de San Nicolás parecía un hecho; yno había casi pueblo situado en el Río Paraná o en lacosta del Atlántico que no aspirase a ser, en pocotiempo más uno de los principales puertos de laRepública.

Todo era gozo, alegría, derroche y buena vida.El gran remedio era emitir papel a torrentes, y comosi no pudiese empapelar bastante ligero a laRepública el solo Banco Nacional de la capital, sedictó una ley por la cual pudieron emitir tambiéncon la garantía de los respectivos Gobiernos, lassucursales del Banco en las provincias. El baile sehizo fandango; hubo millones de papel nacionalgarantidos por la provincia de Jujuy y la de San Luis;fue la gran feria de los Bancos libres.

La emisión fue enorme, inundadora; y hastallegaron ciertas provincias insaciables, encontrándolatodavía escasa, a aumentarla fraudulentamente. Paramejorar las cosas, y hacer bajar el oro que,naturalmente, se iba a las nubes, el ministro dehacienda don Wenceslao Pacheco no encontró nada

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mejor que vender en la Bolsa el oro depositado engarantía por los bancos emisores; y como lasituación empeoraba, trató de hacer plata, apelandoa la venta de más concesiones de ferrocarrilesgarantidos, a la cesión por pesos 17.500.000 de lasobras de sanidad; y como todo fracasaba, porque losingleses ya no querían dar más oro, se pensó queotro ministro sería más feliz, o más hábil, y se llamóa don Rufino Varela. Pero ni su prohibición devender oro en la Bolsa, ni la misma clausura de ésta,ni la tentativa vana de vender en Europa 24.000leguas de tierras fiscales, a pesos 2 oro la hectárea, yde rematar lotes de los terrenos ganados sobre el ríopor el puerto Madero, pudo hacer nada, ni tampocosirvió la suspensión de varias obras públicas y de laemisión de cédulas, ni la amortización decretada decien millones de billetes, ni tampoco otra tentativade empréstito; todo fue inútil y renunció Varela,vencido, como había renunciado su antecesor.

En semejantes situaciones, los hombres pocopueden y sólo el tiempo y el obscuro trabajo de laparte sana de la nación, de la que sigue produciendosin especular, son los que consiguen cerrar lasheridas hechas al crédito público por el despilfarro yla mala administración.

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Inútilmente abundaron entonces lasconcepciones geniales en materia de finanzas; nosólo los ministros, sino también los gobernadores ylos intendentes municipales elucubraron bases ycondiciones de empréstitos nuevos y de emisionesde letras, bonos o vales; y hasta se citaronalmaceneros que emitieron tarjetas y latas acuñadas;las compañías de tranvías emitieron redondelitos degoma y popularizaron los pagos en estampillaspostales.

Llegó el momento en que del oro de losempréstitos sucesivos contratados por el GobiernoNacional y las provincias y desparramado locamenteen gastos inútiles y de lujo, no quedó nada en lasarcas oficiales; pero la deuda era grande y había quepagar en oro los intereses; veinticinco millones depesos en oro hubo que mandar a Europa para ello, ydaba tristeza ver volver intactos a Inglaterra, por elmismo vapor que los había traído, los mismoscajones de libras esterlinas que todavía llegaban,saldo de algún empréstito anterior o de alguna otrapasajera fuente.

Y subía el oro, y la miseria crecía; Juárez Celmanbien tuvo que empezar a comprender todo el peligrode la situación. En todas partes y siempre las épocas

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prósperas inducen a los pueblos a preocuparse pocode sus derechos y de sus deberes políticos; perocuando la vida se hace difícil, pronto también selevantan y reclaman. Con el oro a 230, eran simplesquejas; cuando subió a 300, fue la crisis inevitable.Se levantó la «Unión Cívica,» con un meeting de20.000 hombres, tanto más imponente cuanto máspacífico, meeting de «resistencia y de protesta.» Sehabló por fin de reducir los gastos, de tomarmedidas de economía y se cambió el Ministerio. Paraque nadie estorbase la aplicación de las reformasprometidas, se retiraron las candidaturas, prematuraspor lo demás, a la presidencia futura, de Roca,Cárcano y Pellegrini, y se dejó que don FranciscoUriburu, hombre resuelto y enérgico, pusiese enpráctica las ideas que traía al tomar posesión delministerio de Hacienda. La principal medida queinmediatamente tomó fue la de exigir en oro lamitad de los derechos de Aduana.

La esperanza popular había hecho bajar el orode 315 a 255; pero bien se veía que siempre eran,con otros hombres, los mismos medios; que no porhaberse cambiado los ministros cambiaría lasituación; aumentar los impuestos, encarecer más lavida, a nadie le pareció remedio suficiente. Por otra

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parte, el comercio estaba paralizado; la inmigraciónno sólo no venía, sino que se marchaba; lapropiedad quedaba inmovilizada; el crédito estabamuerto, la renta disminuía, los Bancos estaban pocomenos que arruinados, y en presencia de la faltaabsoluta de recursos, se aumentó la emisión. El orovolvió a 300, y fue general el enojo; los descontentosde la política que hasta entonces eran pocos, sevolvieron legión; y el partido radical, el partido queen todos los países del mundo, con ese u otrosnombres existe y se renueva siempre cuandosubiendo al poder, se vuelven oportunistas losradicales de ayer, pudo contar con el apoyo moraldel pueblo entero. Este estaba realmente cansado dever con qué desfachatez había robado toda aquellagente, aprovechando escandalosamente cualquierasunto o negocio de interés público, cloacas,puertos, canales, edificios, empréstitos, armamentos,para cobrar de los concesionarios o empresarioscomisiones que, más enérgicamente, llamaba coimasla opinión.

La revolución se convertía en «el más santo delos deberes,» y cuando, en medio de la crepitación,de la fusilería y el estampido de los cañones, surgióentre las almenas del vetusto Parque, reemplazado

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hoy por el Palacio de Justicia, la intransigente figuradel doctor don Leandro Alem, erguida, ascética, algoquijotesca también, se sintieron oprimidos losánimos de todos los habitantes de la capital,ciudadanos y extranjeros, al ver que la ejecución nohabía estado a la altura del pensamiento y que, envez de atacar, la revolución se defendía. Fue vencidaésta materialmente, pero arrastrando en su caída albochornoso régimen imperante de despilfarro y deincondicionalismo, y pudo el pueblo, ocho díasdespués, cantar, acompañándose de un alegre panfrancés, el desde entonces histórico: ¡Ya se fue!

Aleccionado por sus desgracias del 74, calmadotambién un poco por la edad y más por susresponsabilidades de padre de familia, Andrés habíaresistido victoriosamente a todas las tentaciones ysolicitaciones de corredores y amigos que querían, ala fuerza, darle participación en mil negocios yempresas, a cuál más maravillosa. Siguió impertérritoel camino que se había trazado, mejorando sushaciendas, trabajando de estanciero únicamente, yutilizando su crédito para ayudar a sus ahorros ycomprar más campo.

La crisis del Progreso había tenido consecuenciasfatales para la generalidad, y el país, bajo todo punto

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de vista, había sufrido y seguía sufriendo mucho porlas mismas; su descrédito llegó a su apogeo en.Europa, cuando el Krach Universal obligó a losGobiernos de provincia y al nacional a suspender elpago de los intereses de sus deudas. El BancoHipotecario y el Banco de la Provincia de BuenosAires, al suspender sus pagos, causaron la ruina demiles de familias, europeas especialmente, y demodestos comerciantes de la capital y de lacampaña, que les habían confiado sus pequeños ograndes ahorros. Con el oro a 300 y a 350, lascédulas hipotecarias y los bonos del Banco de laProvincia al 25por 100 de su valor escrito, pudieronresucitar, librándose de sus enormes deudas conalgunos pesos casi sin valor, muchos de los grandesdeudores, por no decir saqueadores, de los Bancos; ylos acreedores, ellos, no recibiendo ya nada, niteniendo siquiera la esperanza de ver nunca un pesode sus capitales volados, tuvieron que conformarse,liquidar por la cuarta parte de su valor, y algo menos,los certificados y cédulas que les quedaban, y volvera trabajar para comer.

Una sola cosa continuaba inquebrantable: latierra, el campo; y, desde el primer día, así lo habíacomprendido Andrés. Podría tener sus alternativas

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de suba y pero fuera de los dichosos CentrosAgrícolas, no tomarían verdadero valor deespeculación, sino sólo de explotación, las estancias,y los campos... juiciosos.

Muchas obras, de las emprendidas en el furor deespeculación que se había apoderado de los ánimos,habían fracasado, y el mismo Teatro Colón debía,durante más de diez años, enseñar al transeúnteentristecido los melancólicos andamios de susinterrumpidas paredes; pero, por otro lado, habíanseguido adelantando otras, las de verdadera utilidad,sostenidas por capitales extranjeros que no teníanpor qué preocuparse en lo mínimo de losmovimientos alocados de los efímeros valores deBolsa, ni siquiera de los del papel moneda, sino paraaprovecharse de sus hundimientos, y cambiar conventaja sus libras esterlinas. Por ejemplo, y entreotras muchas, había vuelto a seguir su marchaadelante, suspendida varias veces por desgraciasfinancieras, pleitos, etc., la línea del Pacífico. Con losestudios hechos desde 1873, por el ingeniero LuisHuergo, en medio de repetidos ataques de losindios, rechazados con esa energía serena de que, entodos los actos de su vida, dió siempre prueba eseargentino de gran valor, aplazada su construcción

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durante años, pudieron en fin los hermanos Clarkhacerla llegar a Villa Mercedes de San Luis.

Construida, gracias a la culpable complicidad delos ingenieros nacionales que la recibieron, con unaeconomía de terraplenes que debía, en 1887, hacerladestruir por una inundación algo fuerte, fuerestablecida por una compañía nueva, formal y rica,que hizo de ella uno de los elementos másimportantes de la riqueza del país.

Andrés, cuyo capital aumentaba cada año enregular proporción, resolvió ir a conocer tambiéntierras del Oeste, de las cuales pocas personashablaban y que todavía por simple ignorancia ydesidia de sus ausentes dueños, seguían despobladasy consideradas como de poco valor. Asimismo,habían subido bastante de precio, y los diez milpesos papel, de la antigua moneda, que a su primercomprador había costado, en 1877, cada leguacuadrada de 2500 hectáreas, se habían transformadoen otros tantos pesos nacionales; aunque estosúltimos no hubiesen conservado su valor escrito deun peso oro, o cien centavos oro, contra los cuatroque sólo valían los pesos antiguos, y a pesar de losdoscientos y más, por ciento, de agio, quedisminuían su valor, siempre representaba ese precio

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de diez mil nacionales una suba enorme, en laproporción aproximativa de diez veces el costoprimitivo.

Andrés pudo comprar a ese precio cuatro leguas,en la parte meridional de la provincia de Córdoba; latierra le pareció muy buena, de superior calidad paraagricultura, y pudo ver por lo demás, que los ensayoshechos ya por algunos de los escasos pobladores dela región estaban dando, tanto para el trigo comopara la alfalfa, excelentes resultados. El agua era engeneral fea, salobre, pero no tanto que no lapudiesen aprovechar los animales; esteinconveniente, tan general en las tierras nuevas de laPampa, decrece con la población y no puede, porconsiguiente, ser considerado como vicioredhibitorio para el éxito de los cultivos y laprosperidad del agricultor en esas comarcas.

Se empezaba a hablar bastante de agricultura entodo el país. Siempre los criadores habían sembradoen sus estancias algunas cuadras de maíz y de alfalfapero con una mezquindad, una parsimonia que notenía por excusa, excusa imbécil hay que confesarlomás que el costo de la semilla y la escasez de lamano de obra. Principiaban muchos a comprenderque se debía seguir el ejemplo dado por los colonos

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de Esperanza en Santa Fe, del Baradero en la costadel Paraná, y de Olavarría en el sud de Buenos Aires,y sembrar trigo. Ya conocían que la tierra de laPampa en toda su extensión, a pesar de lasmanifestaciones erróneas, hechas desde suslaboratorios por sabios patentados eraperfectamente apta para la agricultura, en todos susramos, y que no había motivo para no aprovechar loque, tan generosamente, dispensaba la naturaleza alesfuerzo del hombre.

El movimiento, en sus principios, fue lento,como se comprende, pero fue ganando terreno ypoco a poco, invadiendo comarcas todavíacompletamente abandonadas, preparando, para uncercano porvenir, la expresión de una prosperidadque desgraciadamente, no parecía querer fomentaraún el nuevo Gobierno Nacional.

Lleno de confianza en la habilidad y sobre todoen la reconocida energía del nuevo presidente,doctor Pellegrini, investido del poder supremo,como vice-presidente de la República, por larenuncia del doctor Juárez Celman, Andrés Sternerhabía aplaudido, con el pueblo apiñado bajo losbalcones de la Casa Rosada, las vehementespalabras, llenas de indignación contra el Gobierno

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caído, y de promesas para el porvenir, pronunciadaspor el nuevo mandatario, al tomar posesión delpoder.

La situación financiera del país estaba sin dudamuy comprometida, y el crédito argentinoamenazado de un grave descalabro; era difícilencontrar los recursos inmediatos necesarios parahacer frente, en el extranjero, a los compromisos dela nación; pero la situación económica no presentabatan mal aspecto: la producción era normal yaumentaba en halagadoras, proporciones; laagricultura, con su trigo, su maíz y su lino,sembrados ya en gran escala, ofrecía a la exportacióncontingentes hasta entonces desconocidos y siemprecrecientes; los frigoríficos eran ya cuatro y llegabanal máximum de su elaboración; las exportaciones deganado en pie no, tenían trabas de ninguna especie ytomaban incremento; sé podía, pues, esperar laterminación pronta del terrible estado de crisis en elcual se debatía desde tanto tiempo el país.

Pero duraron poco las ilusiones: no solamenteno empezaba todavía la deseada liquidación de lacrisis, sino que cada día se hacía peor y más violenta.El oro había bajado en 70 puntos,momentáneamente, pero pronto volvió a subir con

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más fuerza que nunca y alcanzó cotizaciones todavíadesconocidas. Difícilmente podía ser de otro modo:la deuda externa era de 122 millones, la interna de160, la municipal de 24; circulaban 254 millones decédulas provinciales; las provincias adeudaban 200millones, y se exportaban veinticinco millones depesos oro anuales, nada más que para el servicio dela deuda pública en Europa.

La única ayuda del Gobierno era la casa BaringBrothers que le había abierto un crédito de3.500.000 pesos; y esta casa suspendió pagos. Otravez, se valió el Gobierno del triste recurso de laemisión, y el oro subió a 350; y se impusieron losfósforos, el alcohol, la cerveza, las sociedadesanónimas extranjeras. Estas gritaron, pero con másrazón gritaba el pueblo al ver sus gastos de vidarecargados con los impuestos internos y con el pesode los derechos de Aduana, pagaderos ya todos aoro.

La exportación tuvo que abonar el 5 por 100 dederechos, los Bancos particulares el 2 por 100 de susdepósitos, y se prohibieron otra vez las operacionesa oro.

Todas estas medidas sólo sirvieron para creardesconfianza, promover el retiro de los capitales

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europeos y agravar la situación con un pánico quellevó el oro a 385.

El Gobierno Provincial había cedido, porcuarenta y un millones de pesos oro, el ferrocarrildel Oeste a una compañía inglesa; pero no pudoasimismo salvar el Banco de la Provincia, ni elBanco Hipotecario, que suspendieron el pago de suscupones éste, de sus depósitos el otro. El BancoNacional hizo lo mismo, viendo caer a 30 susacciones, que habían estado, en 1889 a 352; lasacciones de las «Catalinas», sociedad de depósitosfiscales en terrenos ganados sobre el Río, de 400 aque habían subido, estaban a 5.60 en julio del 91.

La crisis se volvía caos; cinco Bancosparticulares, corridos por sus depositantes queretiraron, en pocas horas, 60 millones de sus arcas,cerraron la puertas; el Gobierno decretó unamoratoria general de 90 días; ¡el oro llegó a 460!

De la Bolsa habían virtualmente desaparecidolos valores; ninguno se cotizaba. Habían llovido,durante año y medio, casi diariamente, decretos,leyes, reglamentos económicos y financieros, todosdictados para tratar de aminorar el desastre, y sepuede asegurar que tan atinados habían sido quecada uno de ellos tuvo por resultado inmediato

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conmover la plaza, en vez de aquietarla, y hacer másaguda la crisis.

Fue también entonces, noviembre 1891, cuandosobre tantas ruinas se fundó el Banco de la Nación,empezando sus operaciones con el oro alrededor de400.

Andrés, como extranjero, seguíavoluntariamente alejado de la política activa, pero yano se despreocupaba en absoluto de ella, como enotros tiempos.

Había aprendido a conocer bastante bien, conuna imparcialidad iluminadora, a los hombres y lascosas de la República. Sin afiliarse a ningún partido,seguía con interés las manifestaciones y los actos detodos ellos; y lo mismo que su alejamiento deFrancia le permitía discernir con una nitidezacrecentada por la ausencia de detalles, las grandeslíneas de los destinos, algo sombríos al parecer y apesar de una prosperidad material deslumbradora,de su patria y de su raza, su prescindencia de todaparticipación activa en la política argentina le dejabatoda libertad de espíritu para juzgar, aprobar ocriticar in petto la dirección, muchas veces tan errada,que los poderes públicos daban a la marcha de lapatria de sus hijos. Sentía ver que, en tan admirable

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país, se volviese todo pura política; que la codicia delos dirigentes impidiese a menudo, o por lo menosestorbase siempre, el vuelo majestuoso, imponente,a no ser ella, del progreso argentino, en todas susmanifestaciones. Desencantado, había visto una vezmás que los gestos oratorios y los elocuentesdiscursos no son siempre los grandes actos que unose figura, y que sus mismos autores creen que son.

Lo mismo que antes, más aún quizá, gobernarhabía consistido en seguir emitiendo papel yaumentando los derechos de Aduana, con elpretexto, esta vez, de favorecer a los industriales;política de capitalistas insaciables, que mata alobrero necesitado para ayudar al patrón rico, y que,con el tiempo, llevaría a la lucha de clases, con suséquito de huelgas, de violencias y de perturbacionessociales.

Andrés pensaba que la única industria digna deprotección en la Argentina, sería, por mucho tiempotodavía, la industria agrícola y ganadera. Pensaba quefomentar con una protección, exagerada hasta lainsensatez, la industria fabril y sobre todo ciertasindustrias que no hacían más que elaborar materiasprimas de otros países o dar forma a materias yafabricadas en otras partes, era sencillamente detener

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en la capital federal, ya harta de población obrera yparásita, a los inmigrantes que, por todos los medios,y particularmente poniendo a su disposición lastierras publicas, hubieran debido desparramarse porel territorio de la República, para desarrollar susriquezas naturales.

Pero también en esto, y más en esto todavía queen cualquier otra cosa, habían impreso su sello decodicia los terribles amigos de los gobernantes,esterilizando en gran parte, por su voracidad enapoderarse de las tierras fiscales, los resultados quehubieran podido dar a la colonización de la Pampasu conquista sobre los indios y su reparticiónjuiciosa y paulatina a hombres capaces de cultivarla.Las leyes de tierras, en sus continuas modificacionesde forma, seguían siendo lo que siempre habían sidoen el país, fuesen provinciales o nacionales;conservaban los mismos eternos rasgos que hacíande ellas, en su letra, leyes liberales destinadas aconseguir una equitativa repartición de las tierrasfiscales entre pobladores de verdad, que lasexplotasen personalmente, con sus familias y con supequeño capital, con el arado o con hacienda; y en laaplicación, leyes favorecedoras del latifundio sinlímite, apenas enriquecedor a fuerza de años, para

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sus inútiles poseedores, y ruinoso para el verdaderoprogreso, el progreso sin crisis del país.

Todo, naturalmente, es relativo, y si los lotes deuna, o dos, o cuatro leguas cuadradas que concedíael Gobierno no se podían llamar todavía latifundios,en un país como la República Argentina dondeexistían y existen aún enormes extensiones de tierradespoblada, esa designación convenía a laspropiedades de varios centenares de leguas, de quesabían apoderarse algunas personas por demásprotegidas, juntando tantos lotes como nombrespodían presentar, no por supuesto de pobladores,sino de amigos, parientes y otros testaferros. Losmismos legisladores preparaban entre sí la fácilcombinación: solicitar en compra del Gobierno talesy tales lotes para colonizar, ubicados en tal o cualregión, presa designada de antemano; y una vezpresentadas y en trámite las solicitudes de losprivilegiados y precavidos, compacto el grupo, derepente se votaba la ley, dándole la menorpublicidad posible, vendiendo, a precios a vecesirrisorios, las tierras ya solicitadas, a los mismossolicitantes que se acogiesen a la presente ley; ¿y cómo nose iban a acoger ya que para esto lo habían mandadosancionar?

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A pesar de todo, a pesar de las especulacionesdescabelladas, de los sobresaltos políticos yfinancieros, de las ruinas, de la estricta aplicación demalas leyes o de la mala aplicación de leyes buenas,de las flaquezas de los hombres o de sus ímpetus aveces peores, la República Argentina progresaba, yrenacía poco a poco su vitalidad, momentáneamentequebrantada por esa crisis terrible. Es que detrás delas fuerzas dirigentes, todavía defectuosas por supreparación insuficiente y su falta de abnegaciónpatriótica, hay siempre todo un pueblo detrabajadores, venidos a América para enriquecerse yque, enriqueciéndose, fundan la verdaderaprosperidad material del país. No se ocupan depolítica, no la entienden; con tal que el juez de pazno los embrome demasiado, y que el comisario depolicía y los cuatreros los dejen trabajar, que losimpuestos no resulten por demás exorbitantes y quelos fletes sean llevaderos, se contentan con empujarsu arado por la tierra nueva, cada año más lejos; ycon este trabajo paciente componen, arreglan lo quela política destruye o perturba.

En política, poco a poco, los dirigentes habíanconseguido eliminar «La Unión Cívica» y restablecer,en todo su exclusivismo, el partido autonomista

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nacional, el P. A. N.; pero, pronto, y por esto mismohubiese renacido la lucha, si el general Roca,aprovechando la vuelta de Europa del general Mitre,no hubiese hábilmente puesto bajo la égida delvenerable patriarca de la política argentina laproclamación de un completo acuerdo.

Les gustó poco a los radicales; a los radicales noles puede gustar ningún acuerdo, pues en todaspartes, su papel es conspirar... y sufrir. Y no tardaronen conspirar y en sufrir. No admitían queprescindieran de su partido con la fórmulapresidencial: Luis Sáenz Peña -Uriburu, queeliminaba a sus candidatos, Alem e Irigoyen; y enseguida, se creó, -¿quién la creó? vaya uno a saber-una situación de alarmas que pronto dió con losprincipales jefes del partido radical en los pontones,mientras se hacía tranquilamente, en su involuntariaausencia, la elección de electores.

Pero, dejemos la política. Socialmente,progresaba la Argentina, con el amor al lujo,suscitado por el pasajero furor de derroche quehabía como envuelto y arrastrado a todo el país;durante una serie de años se había insinuado, enpequeñas, pero eficientes dosis, cierto refinamientodel gusto. En medio de los mil artículos de pacotilla

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importados con el nombre de objetos de arte yaceptados como tales por la mayor parte de los que,de la noche a la mañana, creían haberse vueltopoderosos, llegaba también a estas desconocidasplayas una que otra pintura o escultura traída porextranjeros que, por algún motivo, venían ainstalarse en el país, o por comerciantes demasiadoaudaces, precursores generalmente inoportunos parasus propios intereses, de un progreso todavía pornacer.

Algunos argentinos de elevada cultura, entreellos el elocuente tribuno doctor Aristóbulo delValle empezaban a formar modestas pinacotecas,trayendo de Europa o deteniendo en el país,comprándolas, algunas obras de mérito. El artenacional daba sus primeros vagidos,mamarracheando todavía como podía, en sus salasdel Ateneo, y hasta de la Colmena, improvisadas enel edificio a medio fracasar, como tantos otros,entonces, del Bon Marché, por sociedades dejóvenes, de escasos recursos y de mucha buenavoluntad, algunos de ellos dotados de verdaderotalento, que, para desarrollarse, sólo necesitaban deotro ambiente, de profesores y de modelos. Nodebían éstos tardar mucho en tomar su vuelo hacia

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las grandes ciudades de Europa, para ir aperfeccionarse en los talleres de los más ilustresmaestros franceses, y volver a la tierra natal paraechar en su seno fecundo las primeras semillas delarte argentino. Entre ellos, Eduardo Sívori yEduardo Schiaffino, revelador, el primero, de lasbellezas naturales, hasta allí despreciadas, de laPampa; inimitable pintor el otro, de las sugestivas ymelancólicas fisonomías femeninas criollas,merecen, entre todos, el título de precursores, aundespués de Pueyrredón, cuyas obras, pintadas amediados del siglo XIX, quedaron, durante más detreinta años, casi ignoradas, a pesar de su doblemérito pictórico y nacional.

En el modo de vestir, especialmente de lasmujeres; en la edificación y en el mueblaje de lascasas, en la comida, en los modales sociales, en todose notaba una transformación completa. Losferrocarriles, con la crisis, habían prorrogadomuchos de los avances y ramales proyectados, peroasimismo, algo como 15.000 kilómetros estabanhechos, otros estudiados y prontos a llevarse a cabo,al primer síntoma de bonanza; los vapores a Europase habían multiplicado, aumentando sus viajes a talpunto, que bien se podía decir que no había, en la

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semana, un solo día en que no saliera, por lo menos,un trasatlántico; las obras de saneamiento de laciudad seguían como podían entre los socotrocos decontratos hechos y deshechos, de empréstitosdevorados antes de haber llegado su importe, y setrataba de suministrar a la población urbana trecemillones de metros cúbicos de agua al año. Lostrabajos del puerto Madero y sus calles de accesoiban adelantando, entregándose ya al servicio laDársena Sud, lo mismo que los de la Avenida deMayo; y a pesar de la paralización en que semantenía todo lo proyectado y hasta todo loempezado, se sentía como una atmósfera derenuevo, sino próxima, por lo menos no muy lejana.

La capital federal, aumentada en 1888 con lospartidos de Flores y Belgrano, lo que le daba unapoblación de 500,000 almas, era cruzada en todosentido por cerca de cuatrocientos kilómetros detranvías. Su transformación paulatina moral ymaterial, de vieja aldea colonial en gran capitalmoderna, seguía su curso, contra viento y marea; porun lado, los doscientos periódicos que en ella sepublicaban atestiguaban su incipiente vitalidadintelectual y la plantación de numerosos árboles, entodas las calles cuya anchura lo permitiera,

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modificaba poco a poco su aspecto, haciéndola, a lavez, más alegre y más higiénica. Se cambiaban porplátanos coposos, entresacados de la Avenida dePalermo, donde estaban por demás apretados, laspalmeras plantadas por don Torcuato en la plaza dela Victoria, y que más le daban, en verano, aspectode desierto caldeado por el sol que de fresco oasis, y,en invierno, de un estepa siberiana dotada, por algúncapricho de la Naturaleza, de vegetación tropical.

Los teatros se multiplicaban: se inauguraba laOpera de la calle Corrientes, edificada por don R.Cano, para llenar el interinato del Teatro Colón,desterrado por el Banco de la Nación de la plaza dela Victoria a la de Lavalle y sin concluir todavía; seedificaban las salas del Onrubia y del Odeón, antesVariedades, del señor Bieckert, el primer fabricantede cerveza establecido en Buenos Aires, y dueño,como su vecino y compatriota, don Adrián Prat, elfabricante de paños, de magnífica fortuna bienganada por su trabajo y duplicada por el enormevalor que, con los años, adquirieran los grandesterrenos ocupados por sus fábricas; en «Teatro SanMartín,» ¡se metamorfoseaba el «Skating Ring» de lacalle Esmeralda, tan de moda durante unos cuantosaños, y Forlet fundaba, en la calle Maipú, el Casino

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que debía dar a otros la fortuna que, tantas veces,había dejado él escapar de sus manos demasiadogenerosas.

En 1889, por la última vez en Buenos Aires,cantaba la Patti, en el Politeama, donde Coquelin,Judic y Sarah Bernhardt debían al año siguiente,hacer apreciar el arte dramático francés, llenando degozo a Andrés Sterner que, desde muchos años, nohabía asistido a semejante fiesta intelectual.

También en 1890, mientras se trasladaba a lacalle San Martín la vía del tranvía a Belgrano queafeaba la de Florida, instalábase en el TeatroNacional de la misma, la tropa infantil del señorRico que nos ha dejado valiosísima herencia, en lahoy eximia intérprete de papeles criollos, del mismoapellido.

La Municipalidad era pobre, pero un decretocuesta poco, y se decretó la construcción del PalacioMunicipal que no pudo edificarse sino varios añosdespués; la Casa de Gobierno también se edificabadespacio, con los recursos escasos de aquellostiempos de crisis: se empezaba la grande oindispensable obra del catastro municipal; el coronelCalaza organizaba los bomberos, estrenados consiete amagos de incendio en los teatros, en un solo

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año, quemándose del todo el «San Martín» reciénedificado; y el doctor Donovan empezaba a hacer dela policía de Buenos Aires el selecto cuerpo que hallegado a ser hoy.

Las crisis, a veces, por no decir siempre, traenconsigo mejoras: el precio del oro, los derechosformidables, las lecciones de la miseria que alejan lasideas de lujo, hicieron que la industria nacional,encontrando a quien vender a precios relativamentealtos, sus todavía defectuosos productos, sedesarrolló rápidamente, hasta conseguir en laExposición de París, el 89, algunos de los 600premios otorgados a la Argentina y pronto solicitóde la respectiva oficina numerosas patentes deinvención, llegando a fabricarse ya en el país muchosartículos de primera necesidad que siempre, hastaentonces, se habían traído del extranjero. No eran engeneral, por supuesto, de primera calidad pero sevendían como «importados» y esto bastaba. Por lafalsificación o la imitación, siempre y en todaspartes, debuta la industria.

En la campaña seguía la evolución agrícola, sinque, por esto, y bien al contrario, se dejase de lado lamejora de las haciendas, y se fundaba en SantaCatalina la primera escuela agronómica. El

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ferrocarril del Oeste extendía sus rieles hastaTrenque Lauquen; el puerto de la Ensenada abríasus diques a la navegación y se decretaba laconstrucción del de Bahía Blanca, muy necesariopara abrigar los nuevos buques con que,paulatinamente, se aumentaba la escuadra argentinaen formación, bajo la dirección del almirante Solier.

Las terribles perturbaciones financieras ypolíticas porque acababa de pasar la república,habían sacudido hasta sus cimientos muchasfortunas y posiciones, entre ellas naturalmente las delos hombres más emprendedores con que contaba elpaís; pero no por esto quedaba destruida la falanje, yhasta algunos de los mismos que más golpeadoshabían sido, seguían con empeño si bien con menosímpetu, aleccionados por la experiencia, la tarea depromover para levantarse, nuevas empresas deprogreso.

Aleccionados también habían quedado losoficiales comprometidos en la revolución salvadoradel 90. La amnistía, naturalmente y según inveteraday noble costumbre argentina, había sido general ycompleta; hasta recuperaban sus grados dichosoficiales; pero también tendrían que esperarbastantes años, antes de conseguir ascensos, pues

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éstos habían llovido en tal cantidad sobre los pocosque permanecieron fieles al Gobierno Nacional queestaba repleta la plantilla, para mucho tiempo. Apalos se aprende; y alguna vez, tenían que aprenderque si el primer deber de un Gobierno es mantenerel orden, el primer deber del ejército es obedecer alGobierno, por impopular que sea.

La liquidación comercial de la crisis se hacíapaulatinamente, poco favorecida por lascircunstancias; pues las perturbaciones causadas enlos negocios por los movimientos bursátiles del oro,provocados por una especulación criminal más quepor motivos serios, arruinaban al productor; teníaéste que comprar siempre, de cosecha a cosecha,todo lo que necesitaba, a precios aumentadosbárbaramente por el agio que sabían mantener losinteresados durante todo el invierno; y los mismossabían juntar sus esfuerzos, en momento oportuno,para hacer bajar el oro y comprar tirada la cosecha.El comercio interior sufrió las consecuencias de esemodo de obrar, pues el productor acabó por nopoder pagar al pulpero, ni éste al almacenero pormayor. Se vieron caer casas antiguas, de fuertecapital y de honradez absoluta, entre ellas, la deAntonio y Jaime Vázquez, los dos hermanos amigos

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y protectores de Andrés, cuando éste llegó a BuenosAires.

Pudo entonces retribuirles los grandes ydesinteresados servicios que, en otros tiempos, lehabían prestado, facilitándoles un arreglo honrosocon prestarles la garantía de su firma. Más de unavez habían, en el curso de los años, conversado de lasituación respectiva, en la Argentina, delcomerciante y del estanciero, y más de una vez, alver el camino recorrido por Andrés Sterner, sinmayores tropiezos, sin más fatigas que las de lasviriles faenas del campo, asentían en que habíatenido razón de dejar a un lado las falsas promesasdel comercio para ir a poblar la Pampa.

Vino a empeorar la situación del agricultor y delcomerciante la aparición de la langosta que, duranteonce años seguidos, debía talar los campos de unagran parte de la República; plaga terrible que, a pesarde esfuerzos muy serios para destruirla, consiguióempobrecer, sino arruinar, a media campaña.

También hubo amagos de revolución, dedesquite radical, durante la corta presidencia de donLuis Sáenz Peña, y todo esto junto hizo quepareciera agotada toda fuerza productora. Lainmigración se había reducido hasta ser

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insignificante; las importaciones, lo mismo, y era unespectáculo desconsolador ver tan caído un país tanrico. A muchos les parecía que era el fin del mundo,que nunca jamás se volvería a levantar; que sucrédito estaba perdido para siempre; que laRepública Argentina hallábase a punto de caer en lasgarras de sus acreedores; y los mismos argentinoseran, como siempre, los primeros no sólo enconfesar, sino en ponderar su impotencia para llegara formar una verdadera nación, desesperando depoder plantear jamás una administración formal.

Andrés se encontraba rodeado de argentinos,viejos, y jóvenes, sus parientes la mayor parte deellos, y todos parecían haber renunciado a creer en elporvenir de su patria; y si alguien, de vez en cuando,trataba de excusar las faltas cometidas, diciendo queera cosa natural en un pueblo joven, contestabanexagerándolo todo, que nunca se podría conseguiren la Argentina elecciones sin trampa, Congresoilustrado, administración económica y justiciacorrecta; y Andrés era el que se tenía que enojar,para hacerles comprender que todos estos eranmales pasajeros que poco a poco irían -iban ya,-desapareciendo.

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-No renieguen ustedes -les decía, - del porvenirgrandioso de su patria. Puede que al querer caminardemasiado ligero en la vía del progreso, hayan dadoalgunos tropezones, pero todo se ha de componer,se va componiendo. Dejen que se agiten lospolitiqueros, los financistas; más que el bien del país,siempre buscan, es cierto, el negocio que los ha deenriquecer; pero ellos pasan, con sus intrigas y suscombinaciones, y el país queda; turbado o pacífico,trabaja y produce; lentamente o volando, adelanta; ylos mismos que quisieran manejarlo a su antojotienen que seguir su marcha de progreso,contentándose con aprovechar aclamaciones deadmiración que de ningún modo les van dirigidas.

Andrés Sterner, a menudo, en la conversación,solía exclamar:

-Es interesantísimo este país; aquí vive uno enmedio de perpetuas transformaciones, es unespectáculo continuo, lleno de peripecias queembelesan: es la lucha victoriosa, pero no sincombates, del progreso y de la civilización, en todassus formas, contra las fuerzas pasivas, más bien quehostiles, de un desierto fértil y de costumbres añejasmás rezongonas que peleadoras.

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Bien se daba cuenta de que no sólo las cosascambiaban de aspecto y hasta de naturaleza, sinotambién las personas, él mismo en primera línea; yno tenía dificultad en confesarlo. No desconocía quesus ideas, sus sentimientos, sus afectos se habíanmodificado, ni tampoco podía ser de otro modo,después de tantos años pasados en un ambiente que,desde casi el primer día, le había sidoprofundamente simpático. Hasta preguntaba, aveces, qué diferencia podía existir entre un argentinode 25 años de edad y él, que ya tenía de residencia enel país los veinticinco años de mayor actividad, demayor vigor de su vida, durante los cuales habíaformado una familia numerosa, y criado en elporvenir de esa su patria de adopción una fe ciega,habiendo, por su trabajo, contribuido a aumentar, enla medida de sus fuerzas, su prosperidad, mejorandosus tierras, predicando el progreso con el ejemplo.

Lo único que le podrían reprochar losargentinos, sus compatriotas de elección, se puededecir, sería no haberse internado con ellos en elobscuro dédalo de su política interior. Es que estapolítica en su manifestación capital, primordial, laselecciones, estaba manejada por manosabsolutamente criminales, a su parecer, lo que no le

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permitiría nunca, aunque fuese ciudadano,comprometerse en ella. Bien le decían los mismosque falseaban el voto, que el deber de todos es votar,que si los extranjeros se naturalizasen y votasen,todo cambiaría y se compondría; pero pensaba que,por un tiempo todavía, y mientras no se reformasen,no sólo ciertos detalles absurdos de la ley electoral,sino las mismas costumbres electorales, arraigadasen todo el país, era inútil y hasta nocivo ir a losatrios a hacer el papel de Cristo, ya que no leconvenía el de Judas.

Así como en la ciudad y en la campaña, losedificios modernos tomaban el sitio de las casasanticuadas derruidas, y los cultivos provechosos elde los pastos primitivos así también alrededor deAndrés, en la familia de su señora, los constantesesfuerzos del tiempo derrumbaban continuamente,para volver a edificar. No faltaban materiales; y biense podía desprender, de vez en cuando, una roca delpeñasco y rodar al abismo sin que, por esto, perdiesenada de su mole.

Los casamientos atraían al circulo familiar nuevocontingente, y pronto lo aumentaban losnacimientos. La colmena principal conservábasehospitalaria, y en su mesa, cada año más larga, se

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complacía en recibir a sus hijos y a sus nietos doñaAntonia Alonso de Zavaleta.

En 1890, Andrés tenía ocho hijos, lo que en sutierra, decía él, le hubiera valido, con una irrisoriarecompensa del Gobierno, la irónica compasión desus compatriotas. Asimismo, no pensaba todavíapedir la jubilación, pues sólo tenía 45 años, y suexcelente salud, conservada por la vida activa quehabía llevado, le permitía tener mayores esperanzas.Josefina, a pesar de haber criado ella misma a sushijos, sabía conservar algo del bizarro aspecto de lajuventud; no había vacilado por lo demás, en ser unade las primeras en sacrificar a las modas francesas elchalón y demás atavíos criollos de añeja elegancia; Yla misma mantilla a la española dormía, hacíatiempo, en su caja, sin que nadie se acordase desacarla a la luz del día, más que, de vez en cuando,alguna de las muchachas, para disfrazarse con ella.

Con la pavimentación que mejoraba día a día,con el paseo de Palermo puesto ya de moda, en elparque embellecido sin cesar desde Sarmiento ypoblado de millares de árboles por el ingenierofrancés Carlos Thays, la volanta se había hecho deuso agradable; con la Opera donde tenía su palco, ymil otras atenciones sociales de beneficencia,

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Josefina y sus hijas, que eran tres -contra cincovarones, - pasaban fuera de casa una buena parte desus días. De noche, seguían, como de costumbre, lasamables tertulias familiares, más concurridas cadavez, a pesar de existir para ellas tantos nuevoscentros de reunión en las familias que se habíancreado; y en ellas se podía conocer que si bien seiban modificando, hasta perderse, las costumbrespatriarcales de otros tiempos, el amor a la familiatodavía templaba ciertas ambiciones prematuras, yque las pequeñas envidias y los grandes rencores,que tan fácilmente nacen y cunden entre parientes,raras veces alteraban profundamente las relacionesentre los que, directa o indirectamente, formaban elgrupo cuyo centro seguía siendo doña AntoniaAlonso de Zavaleta.

Pero doña Antonia, muy afectada por la muertede su esposo, había quedado desde entonces muymolesta, enfermiza, y a los 65 años, en 1891, falleció,siguiendo de cerca a su hermano Alejandro. Lafalanje de los viejos se iba extinguiendo; cedía elpaso a otros que ya también llamaban «viejos» losjóvenes; con esa familiaridad criolla, algo chocantepara los europeos recién llegados, aunque no seamás, por fin, que una expresión de cariño, verdadera

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o inoportunamente protector, según sale de la bocade un hijo, hombre ya hecho y derecho, o de la deun muchacho incapaz todavía de protegerse a símismo; y estos viejos recién enrolados eran elmismo Andrés y su señora. Andrés protestaba. Noquería que lo llamasen todavía viejo, y protestabatambién en nombre de Josefina, incitándola a laresistencia común. Pero Josefina no era presumida, ya pesar de su hermosura de cuadragenaria, algomajestuosa, pero que todavía llamaba la atención encualquier parte, se sentía tiernamente conmovida;más bien que enojada, cuando oía a sus hijos hablarcariñosamente de sus «viejos.»

Y pasaban tan rápidos los años, en esta suavefelicidad, que el título de viejo empezaba a cuadrarmuy bien con las canas que arreciaban en la frenteensanchada por los años de Andrés Sterner. Yallegaba a los cincuenta; su hija mayor Juana entrabaen los diecinueve, y entraba en ellos bajo el floridoarco triunfal de un amor compartido. Luis, hijo deAntonio Vázquez, había cambiado con ella lasbreves, suaves y decisivas palabras que bastan paraligar entre sí, para siempre, dos corazones sinceros.Y una vez que Josefina supo la noticia, sospechadapor supuesto, de antemano, y la hubo comunicado a

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su esposo, a quien, por otra parte, no tomómayormente de sorpresa, éste se apresuró a decir asu hija:

-«Mira, mi querida Juanita; no hagan ustedescomo hicimos nosotros; hoy por esto, mañana poraquello, hemos perdido muchos años de felicidad.Una demora trae otra. No pierdan tiempo para serfelices; hagan su nido en la primavera.

Y tan bien se siguió este consejo que a los 51años en 1896, Andrés era abuelo; y su primer nieto,nacido algunos meses antes que su nuevo tío, elnoveno hijo del viejo lo consagró más argentino quesus propios hijos. En los labios bondadosos deJosefina vagaba una leve sonrisa, como de triunfo; laconquista se había afianzado más y más; eracompleta ahora; y soñábase personificando a supatria, la Argentina, la cual deja creer a los quevienen hacia ella que la van a conquistar; a veces,que la van a despojar y llevarse, ingratos, lo que deella puedan arrancar, y que a golpes, o conespejismos dorados o ilusiones rosadas, o tambiéncon mil favores bien reales, los envuelve, los detieney se los guarda.

La testamentaría de los suegros de Andrés, apesar de ser ocho los herederos, era bastante valiosa

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para dejar a cada uno de ellos un gran lote de campoo una regular suma de dinero; los campos no habíansubido mucho en los últimos años, a pesar de lalaboriosa tranquilidad del país, con que se ibanrehaciendo los capitales deshechos por la famosa yterrible crisis de progreso, pero ese mismo trabajode latente reconstrucción preparaba un porvenir mashalagüeño. Las grandes rémoras, en todo eseperíodo y durante la tranquila y juiciosa presidenciadel Dr. Evaristo Uriburu, fueron la invasión anual dela langosta que hacía mermar en gran escala lascosechas agrícolas, trigo, maíz y lino, y el desarrollode la lombriz en las ovejas que redujo en unaproporción considerable el rinde de ese elementocapital de la riqueza argentina.

Andrés, cansado de perder, casi todos los años,toda la parición de sus majadas, se dedicó entoncescon entusiasmo y casi exclusivamente a la cría dehacienda vacuna, y poniendo al frente delestablecimiento que había empezado a formar en sucampo del Sud de Santa Fe, en la región predilecta,al parecer, de la alfalfa a su hijo mayor, José, hizosembrar allí con espléndido éxito, miles de hectáreasde trigo mezclado con semilla de la maravillosaplanta, consiguiendo así, casi siempre, que la cosecha

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de trigo le pagase los gastos de la transformación enricos alfalfares de sus campos de pasto puna.

José, su hijo mayor, había hecho los primerosestudios bajo su dirección, aprendiendo así elfrancés con perfección y adquiriendo muchasnociones generales por demás dejadas a un lado enlas escuelas argentinas; después había seguido loscursos del Colegio Nacional, pero su vocación era elcampo y no la contrarió el padre, feliz de encontraren él al mejor ayudante que pudiera desear.

Andrés Sterner habría deseado mucho podermandar a sus hijos a Francia, para que conocieran elpaís paterno, y le tomasen, conociéndolo, elmerecido cariño. Siempre por supuesto, sin perderpara ello ocasión, había tratado de infundírselo,ponderándoles su grandeza moral y su poderíomaterial, su admirable situación física, los hermososdotes naturales de su suelo, los grandes hechos de suhistoria, el número infinito de sus grandes hombres,la influencia civilizadora tan decisiva de surevolución sobre la marcha de la humanidad, elesplendor de sus ideas irradiadas en el orbe por lapluma de sus escritores; pero el servicio militar,largo y pesado, obligatorio para los hijos defranceses nacidos y criados en países que también

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los reclaman, con todos los derechos y deberesconsiguientes, por ciudadanos de la tierra natal,oponía a su viaje a Francia, en la edad más propiciapara completar sus estudios, un obstáculoinsuperable.

Andrés Sterner quería entrañablemente a supatria, pero no se reconocía el derecho de imponer asus hijos, argentinos de nacimiento por la ley de latierra en que habían visto la luz, y de corazón, quizápor otra ley natural más imperativa que las leyeshumanas, la obligación cruel, absurda de ir, comofranceses, que no querían ser, y para ser mandadoscomo nacidos en países cálidos, a arriesgar la vida encolonias de clima mortífero como Indochina,Tonkín, Senegal o Madagascar, para defender enaquellos países exóticos una bandera que no era lasuya, por digna de veneración que la considerasen.

Y lo mismo que todos los franceses que, en laRepública Argentina, se encontraban en su mismasituación de padres de argentinos, Andrés Sternersentía que el Gobierno de su patria lastimara susverdaderos intereses al prohibir virtualmente laentrada a su territorio de estos jóvenes, extranjerosen realidad, pero por fuerza profundamente amigosde Francia, poniéndolos en la situación a la vez triste

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y humillante, de tener que preferir, para completarsus estudios, otros países europeos y americanos,hasta la misma Alemania.

Más de una vez había tenido ocasión de agitarese tema con algunos de sus compatriotas, y hastacon los representantes diplomáticos de Francia; y lasconclusiones a que se llegaba, naturalmente,variaban según las condiciones en que se encontrabael interlocutor. Los funcionarios, por deberprofesional, mantenían incólume el derecho deFrancia, sin querer confesar, por supuesto, porpatente que fuese, el profundo daño que se leinfligía, privándola sin compensación de la activapropaganda moral que a su favor hubiesen hechoestos sus medio hijos en la Argentina, donde hubieradebido tener ella, lo mismo que Inglaterra, Italia,España, y pronto Alemania, una colonia siemprecreciente, de más provecho que cualquiera de lasoficialmente establecidas en países tropicales. Y biendecía Andrés, sin compensación, pues muy pocoseran relativamente, los hijos de franceses, nacidos enla Argentina, dispuestos a cargar con doble serviciomilitar para conservar los derechos de unaciudadanía que les importaba menos que la del paísde su nacimiento.

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Los célibes empedernidos, los casados sin hijos yhasta a veces, los padres, franceses ambos, de hijoúnico, toda gente ágil para los viajes y la vueltadefinitiva a la tierra natal, defendían también concierto ardor los derechos de Francia a reclamar porsuyos e imponerles sin restricción los deberesmilitares a los hijos de franceses nacidos en laArgentina; pero los demás, sobre todo los casadoscon argentinas, afincados en la República y padresde familias numerosas, rechazaban de planosemejante pretensión, y reconocían a sus hijos,siquiera, el perfecto derecho de optar por lanacionalidad de su elección. Cuestión tanto másseria cuanto que chocan en ella amores propiosencontrados más que verdaderos interesesmateriales, y prejuicios de nacionalidad que cálculosde contingentes de guerra; desdén irreflexivo, poruna parte, de una nación veinte veces secular hacia lapequeña hermana lejana de tan poca edad; orgullolegítimo de ésta por el camino recorrido en tan pocotiempo y necesidad imperiosa de conservar para sípor lo menos a todos los ciudadanos nacidos en susuelo; cuestión resuelta ya por España coninteligente criterio y provechosa liberalidad y que notardará en serlo por Italia... y por Francia.

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Andrés, calculando que a medida que aumentabael número de sus hijos, debía aumentar la extensiónde las tierras en que, a su turno, se pudieranmultiplicar, seguía comprando campo. Con tal que latierra fuese buena, poco se fijaba en el precio, nimucho tampoco en la situación más o menos lejana.A los precios que todavía se pagaba la tierra en laRepública Argentina, ahora que nadie podía sostenerque fuera inútil para la agricultura, consideraba quetoda la Pampa, siendo de pan llevar, no tardaría envaler mucho más; que las vías férreas no podríandetenerse donde habían llegado, y que, de año enaño, sus ramales cubrirían todo el país, dando valorinesperado todavía a las regiones más remotas.Sobre todo que, con la tranquilidad política, se habíareanudado la marcha del progreso, pero, esta vez, deun progreso juicioso, racional, basado en laproducción del país siempre en aumento.

Se sentían, de vez en cuando, sobresaltos; lalangosta no había hecho todavía su última invasión,a pesar de que mermaba cada año; la cuestión delímites con Chile, a pesar de los numerosos tratadosque la daban por definitivamente concluida, nublabaa ratos el horizonte nacional; la inmigración eramomentánea, se puede decir; venían de Europa

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trabajadores, en gran cantidad, a levantar la cosechay, como golondrinas, con el invierno se iban,llevándose los altos salarios ganados en pocos mesesde trabajo; pero quizás era para enseñarlos a suscompatriotas, como la paloma del arco de Noé surama de olivo, en señal de la renaciente prosperidadde esta tierra de promisión. La crisis todavía semantenía algo aguda; pero se iban cerrando poco apoco y cicatrizando muchas heridas, mientras laagricultura seguía tejiendo sin cesar con el oro deltrigo maduro la rica tela que pronto debía acabar detaparlo todo.

En 1898, murió doña Edelmira Vázquez deAlonso; la excelente esposa del gran amigo deAndrés, don Matías, cuya benévola y eficazprotección y cuyos útiles consejos nunca le habíanfaltado, desde el día, remoto ya, que se habíanconocido a bordo. Aunque no tuviera más de 64años, ya eran muchas las familias procedentes de ellay que dejaba enlutadas el fallecimiento de dichaseñora, pues sus seis hijos estaban casados,habiéndolo hecho el último, Arturo, hacía ya variosaños; Arturito, como cariñosamente, le decíantodavía todos, a pesar de sus 36 años y de laincipiente escasez de su muy cuidada cabellera de

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hombre refinado por la vida de la ciudad, muydiferente de la ruda y espesa melena campestre deltío Luis.

Y un año más tarde, falleció también el mismodon Matías, a los 72 años.

-Se van, amigo, los viejos -dijomelancólicamente en esta ocasión don Luis aAndrés; -y ya casi voy quedando para muestra. ¿Seráporque no me casé que habré podido aguantar? Peroya se está volviendo fastidiosa la vida, cuando unollega a mi edad. Esto de tener uno a cada rato que ira la Recoleta, a acompañar a los que ha querido, paravolverse a su casa, cada vez más solo, rodeado depuros jóvenes que casi no lo conocen, es por demástriste.

-Se hubiera debido casar, tío Luis. Así lorodearían jóvenes que lo conocieran. Pero ustednunca quiso. Ha hecho mal.

-¡Bah! ¡Tengo tantos sobrinos! ¿Para qué quierohijos?

Andrés, entre sí, pensaba que esto podía ser unconsuelo, pero que si él no hubiese tenido hijos,bien hubiera podido tener mil sobrinos, sin que laArgentina se apoderase de él como lo había hecho.Sentía que por muchos sobrinos que tenga uno y

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por mucho que los quiera, ese amor, libre de lasresponsabilidades de la paternidad, no hubierabastado para hacerle renunciar a su patria.

La situación general del país mejoraba lenta peroconstantemente. El general Roca, llamado porsegunda vez, en 1898, a la presidencia de laRepública, no prometía, según su propia expresión,hacer milagros, pero trataba por la más juiciosa delas políticas, la de la pacificación interior y exterior,de permitir que todas las fuerzas vivas del paíscooperasen conjuntamente y sin obstáculo aldesarrollo de su renaciente prosperidad.

El fantasma de la guerra proyectaba, de vez encuando, desde la Cordillera, la sombra de susaterradoras amenazas sobre la Argentina. Esta,empobrecida por tremenda crisis financiera de la quetodavía no estaba libre del todo, tenía, para poder,en un caso dado, cómo hacer frente a cualquieremergencia, que gozar, antes de todo, de una pazinterior inalterable. Los rencores eran grandestodavía y las diferencias entre el viejo localismo,cosquilloso y mezquino, y el nacionalismo cada díamás poderoso, difíciles de zanjar.

Los provincianos, dueños de todos los puestosoficiales, de ordenanza a ministro, dominaban ya

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completamente en la capital federal, cabeza todavíade poco cerebro, demasiado grande y siemprecreciente del inmenso cuerpo, fofo éste, flojo y sinpoblación suficiente. Y la capital era también la granfortaleza, el centro de todas las fuerzas de la nación,el receptáculo de todas sus riquezas, el foco dedonde irradiaban la voz de mando y la fuerza que lahacía obedecer. Las veleidades de predominio de laprovincia de Buenos Aires y de las personalidades decarácter inferior que manejaran sus destinos, lahabían arruinado; su puerto sin movimiento, sucapital sin población, nunca podrían prevalecercontra la gran capital federal y su puerto magnífico.Los recursos del Gobierno Nacional le permitíanahora auxiliar, con este o aquel pretexto,beneficencia o instrucción pública, vialidad ocanalización, a las provincias del interior, hasta lasmás lejanas, con subsidios que, poco a poco, las ibadespertando de su letargo secular, y así cundía enellas el progreso moral y material bajo mil formas;entraba la vida en su organismo soñoliento; laagricultura, en todas ellas, progresaba rápidamente;las industrias nacían embrionarias todavía, pero conbrillante porvenir; las vías férreas seguíanmultiplicando sus comunicaciones civilizadoras, y

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más que todo unificaba y concentraba todas lasfuerzas progresistas de la nación el acuerdo tácito,definitivo, con reconciliación casi incondicional delos dos grandes partidos, de los dos únicos, enrealidad, que, con veinte nombres distintos, sehabían disputado siempre el poder: el porteñismo yel provincialismo, cuyos emblemas seguían siendolas dos figuras culminantes: Mitre y Roca, a quienhará la posteridad debida justicia, por que amboshan contribuido a constituir la nación argentina y ahacerla unida y fuerte.

Otra obra de gran alcance, como resultadopráctico, en el orden financiero fue, en 1899, la leyque vino a suprimir los movimientos desordenadosdel oro, ley salvadora, cuyo principal promotor fueen el Senado el Dr. Pellegrini. El oro, con la bajaprecipitada de su premio hacia los 200, iba, decontinuar así, a completar la ruina del productornacional. La campaña y el comercio interior nohubiesen podido resistir una baja repentina másacentuada, sin ver sucumbir las pocas cosas quetodavía quedaban en pie, después de varios años decontinuos sobresaltos, calculados todos paraexprimir, hasta agotarlos, todos los recursos deltrabajador argentino, criador, agricultor o

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comerciante, en provecho exclusivo del exportadorextranjero. Era la revancha de los tiempos pasadosque había conocido Andrés a su llegada, y durantelos cuales había sufrido con las costumbrescomerciales argentinas, tan leoninamente favorablesentonces al productor indígena, tan duras para elnegociante de ultramar.

Hoy, estanciero, incorporado como tal al gremiode los productores nacionales, no podía sino aclamaresa ley que fijaba por un tiempo siquiera el valor delpapel con relación al oro. El precio de 227.27 o 44por 100 de su valor escrito, era bastante arbitrario, apesar de los cálculos ingenuos a fuerza derebuscados que decían haber hecho sus autores,pero era una barrera, un atajadizo insuperable para lacodicia de los exportadores, y esto bastaba paraexcusarlo todo.

La vida de una nación, lo mismo que la vidahumana, así corre entre acontecimientos graves onimios, terribles o festivos, crueles o benignos, tienesus temporadas de fiebre y de salud, de regocijo y detristeza, de trabajo estéril y de inesperados éxitos;odios la cruzan y amores, lutos y fiestas, ilusiones,entusiasmos y desencantos, arrebatos deconfraternidad exaltada con algún vecino, y

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ventarrones repentinos de belicosos rugidos;Ovaciones delirantes y motines iracundos; peleas,combates, batallas y perdones, acuerdos y abrazos.

Y por apacible que sea un día, no faltará enalgún momento, una nube en su cielo; y por felizque sea una vida, no dejará de conocer también susmomentos de llanto. Andrés y Josefina, llegados aesa altura de la vida, rodeados, después de laszozobras amargas de los principios y de la largalucha del trabajo tenaz y paciente, de todo elbienestar con que habían podido soñar, dueñostodavía, en su madurez, de una salud que lesprometía muchos días de vida, sólo tenían unpensamiento, un anhelo: criar y educar a sus hijoscon esmero, con amor y sobre todo conservarlostodos. Pero nunca permite la suerte que se realicentodos los deseos del hombre, y tanto más hay quedesconfiar de ella cuanto parece haberse olvidado,por un tiempo, de mezclar lágrimas en el dulcenéctar de la felicidad.

Andrés estaba por acabar el inventario anual desus bienes, campos y haciendas, y después de contaren las cincuenta mil hectáreas de campo que envarias partes tenía, treinta y tantas mil vacas ybastantes miles de ovejas, había ido con su tercer

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hijo, Matías, muchacho de 17 años, estudiante ya deprimer año en la Facultad de Derecho, a lainvernada, para hacer un recuento de las existencias.Sucedió que una mañana el muchacho, al correr depuro gusto y nada más que para retozar, un novilloque se había cortado y disparaba, pegó una rodadaterrible, al poner la mano su caballo en una cueva depeludo, y antes que pudiese levantarse, se le veníaencima con todo su peso el animal hecho unpelotón. Ahí quedó, con la espina dorsal quebrada,muerto.

Describir el dolor de Andrés y de Josefina esinútil; lo comprenderán todos, y más los que hayansufrido una desgracia igual; común, al fin, vulgar,corriente, una de estas desgracias con que, a cadarato, puede uno ser sorprendido y que si nodestrozan del todo la vida, la hieren, la dejan parasiempre como desgarrada por un recuerdo tan vivazque entristecerá hasta las sonrisas futuras. Lo únicoque puede cicatrizar en parte semejante llaga es laexistencia de muchos otros hijos, y Andrés en mediode su pena, pensaba con compasión en susnumerosos compatriotas que sólo quieren tener unhijo ¡infelices! para dejarle toda su fortuna. Hasta seacordó de un matrimonio francés venido a la

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Argentina con idea de volverse pronto a su tierra, yque habiendo perdido su hijo único, había resueltoquedarse definitivamente en Buenos Aires, cerca dela tumba en que, con el ser querido, yacían todo elpasado, todo el presente, todas las esperanzas delmatrimonio para siempre desamparado.

Es que la tumba de un hijo es un vínculo másfuerte con la tierra adoptiva que la de losantepasados con el país natal. Josefina tenía porconsuelo el espectáculo de la numerosa familia que,más que nunca, la rodeaba de cariñosas atenciones, yAndrés sin resignarse, pero para aminorar su dolor,se entregaba con más ahínco a sus quehaceres,viajando de una estancia a la otra, del Azul aGuaminí, de Guaminí a la invernada, visitando susgrandes campos del sud de Santa Fe, comprandohacienda, vendiendo, activo como un joven, aunqueya tuviese 56 años y no lo apremiase necesidadalguna de ganar dinero. Su fortuna era grande, másgrande cada día, creciendo paulatinamente y sinesfuerzo a la par de la riqueza del país.

Sin embargo, en aquel año de 1901, si bien latranquilidad interior era casi completa, apenasturbada por insignificantes conmociones locales enciertas provincias, y en la capital, por los primeros

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amagos del socialismo naciente, forzosamentedesviado del camino de las muy justasreivindicaciones obreras hacia manifestacionesintempestivas provocadas por cabecillas anarquistas,o más bien dicho por vividores egoístas, todavía nohabía entrado el país en la era tanto tiempo esperadade un renuevo de verdadera prosperidad.

La langosta había cesado sus invasiones y el orosus oscilaciones, igualmente perjudiciales ambos a laproducción agrícola; pero la inmigración todavía semantenía alejada, en parte por la promulgación de laarbitraria ley de residencia, peor redactada quizá quemal pensada, pero cuya aplicación, en manos deciertas autoridades, podría ser una amenazaconstante para todo extranjero, y sobre todo por losrumores siempre renacientes de inevitable guerracon Chile.

La cuestión de límites estaba en su períodoagudo, y a pesar de todos los pasos conciliatoriosdados por la cancillería argentina, en variasocasiones, solemnes algunas, como la visita delpresidente general Roca al presidente chileno enPunta Arenas, las dos naciones hermanas, de tancomunes recuerdos de primera edad, con sus gloriasy sus sufrimientos, bajo la misma bandera de la

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independencia, parecían cada día más a punto devenirse a las manos.

Ambas empleaban, al mismo tiempo que todaslas vivezas de su diplomacia, para sacar de la otraalguna ventaja o ganar tiempo, todos los recursosmateriales de su crédito interior -pues hacía tiempoque había desaparecido el otro, -haciendoempréstitos patrióticos y estirando hasta elgravamen su capacidad impositiva. Y todo era pocoen la Argentina, para improvisar un ejército capaz dehacer frente, al ejercito chileno, tan aguerrido-decían, -por su lucha contra el Perú, por su última yencarnizada guerra civil, y por la educación quedesde hacía mucho le estaban dando los jefes,importados de Alemania.

Por suerte, la Argentina es un manantial demuchachos guapos, de inteligencia natural de muyfácil desarrollo, con quienes, en pocos días, teniendobuenas armas, se pueden hacer buenos soldados; lasarmas no faltaban y acudieron los hombres. Enpocos meses, hubo bastantes regimientosadiestrados, de porte tan marcial y tan bizarro que,por cierto, no parecían recién formados de reclutasbisoños, para, si no tranquilizar al país, por lo menos

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darle confianza en sí mismo y en la eficacia probablede sus esfuerzos.

Andrés tenía a Luisito, su segundo hijo, deveintidós años de edad, en la Guardia Nacional. Elmuchacho, digno hijo del antiguo soldado de 1870,había sido de los primeros en enrolarse,entusiasmado con la idea de pelear; y al ver desfilarpor la Avenida de Mayo, ya en vía de hacerse unhermoso bulevar moderno, un día de fiesta nacional,el batallón donde sentaba su hijo plaza de cabo,compuesto de los mozos más altos y fornidos de lacapital, prorrumpió en aplausos que, por supuesto,no tardaron en hacerse unánimes.

Es que realmente eran gallardos los mozos,marchando casi como veteranos, erguidos bajo elpeso de las armas y de la mochila, rodeando laflamante bandera, bordada por las aristocráticasmanos de sus hermanas y de sus madres. Sentíanvibrar sus corazones al unísono de las simpatíasardientes del pueblo que los aclamaba; se hinchabande orgullo de ser sus defensores, llamados a morirpor él.

Y, pasado el batallón, caído el entusiasmobelicoso del desfile, apagados en lontananza losarrebatadores acordes de la banda militar, se hundía

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en tristeza el espíritu de Andrés. Recordaba derepente lo que era la guerra; la había visto de cerca,sí, con sus ruinas, con sus lutos, con sus desastres ysus devastaciones Y pensando en sus hijos, en eseque acababa de pasar airoso, sonriente, marcando elpaso de la victoria soñada, en plena visión ilusoria deincruentos laureles; en el otro, el mayor, José,ocupado allá, en el Azul, en instruir en el manejo delas armas a un batallón de la guardia nacional decampaña -¡Dios nos libre!», murmuró.

Recapacitaba, libre ya de entusiasmo, y sinquerer pensar, por otra parte, en el sacrificiopersonal que podría importar para él y para los suyosla guerra que se preparaba, lo que podría ser, durar ycostar semejante locura. Locura, pero tambiéncuestión de honor, pensaba. La Argentina podía sergenerosa, ceder algo de su territorio, benévolamente,a sus hermanos más pobres y menos favorecidosque ella por la Naturaleza; pero no podía admitir, nide hermanos, exigencias a mano armada, sindefender el patrimonio legado por sus antepasados,su herencia, aun casi despoblada, pero no por esomenos suya.

Temía Andrés la guerra, por mil motivos, comocualquier hombre sensato; sentía su alma conmovida

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frente al pavoroso problema; pero mientras algunosextranjeros -no muchos, digámoslo, hasta diríamosmuy pocos, -sólo temblaban por sus intereses, él sesentía presa de una angustia peculiar, la misma quehabía experimentado en 1870, al primer anuncio dela guerra franco - prusiana, aun antes del primercombate. «¡Dios nos libre!»-volvía a repetir comovislumbrando el cúmulo de desgracias que sobre elpaís podría traer el conflicto; pero, si era necesario,si ninguna concesión decorosa lo podía conjurar,mentalmente hacía, desde luego, el sacrificio decuanto poseía, y hasta se sentía, por momentos,bastante rejuvenecido para ayudar él también adefender... la patria; sí, la Patria pues sin renegar dela otra, bien podía llamar así a la tierra hospitalariaen donde había vivido lo mejor de su vida, cerca decuarenta años, y más en el día del peligro.

Y el peligro era grande; tanto mayor cuanto quebien sabía Chile que no hubiera podido la Argentina,aun victoriosa, sacar ninguna ventaja de una guerracon ella, mientras que ella, podría duplicar su exiguoterritorio.

El gobierno dedicóse a asegurar la paz,preparando la guerra, sin descanso y con mano firmehasta el último día.

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No era cosa fácil, pues si en tierra muchofaltaba, era peor en el mar, y la escuadra chilena,probada ya en tres guerras, parecía muy superior a laargentina. Con las finanzas empobrecidas, con elcrédito extenuado ¿de dónde? ¿Cómo se hubiesepodido aumentar el número de buques? Antes quelos talleres ingleses pudieran entregar los queestaban construyendo, la guerra estaría en suapogeo; pero supo el general Roca conseguir deItalia inesperado número de buques de guerra que yahicieron inclinar demasiado la balanza a favor de laArgentina para que a Chile le fuese posibleconservar, ni por un momento, las esperanzas deaplastarla.

Desde al día en que llegó a Bahía Blanca elúltimo de los cuatro grandes cruceros, tanoportunamente cedidos por el Gobierno italiano asu grande amiga la Argentina, hízose mucho mássencilla la tarea de los diplomáticos, y pronto seallanaron las diferencias que tan terriblementedistanciaban a ambos pueblos.

Andrés celebró con la alegría que se puedeconcebir tan salvadora combinación. Por cierto, lapobreza del Tesoro Nacional había llegado a unestado cercano a la miseria, y no faltaron entonces

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financistas alarmados que criticaran la compra deaquellos buques inútiles decían, -aquella ferreteríainvendible; y también criticaban la construcciónacelerada y a todo costo del ferrocarril estratégico alNeuquen, con que se aumentaban todavía lasdificultades del Tesoro.

Tuvo Andrés, en ese tiempo, que sostenerdiscusiones inacabables y acérrimas con un jovencompatriota suyo, de buena familia, un señor Didier,que venía como él mismo, en otros tiempos, abuscar fortuna en la Argentina. Y también como él,entonces, el señor Didier, juzgándolo todo de unpunto de vista absolutamente europeo y superficial,condenaba semejantes imprudencias, irregularidadesculpables como la de atribuir a nuevas compras dearmamentos los fondos destinados a la Caja deConversión, fundada para valorizar el papel. Andréscalmaba su indignación y trataba de hacerlecomprender que todo, todo era mejor que la guerra.

-Pero, si no quisiesen la guerra no compraríanmás buques -afirmaba el joven.

-Justamente para impedirla a todo trance, secompraron esos buques -afirmaba Andrés.

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-O para hacer negocio -contestaba el otro concierta acritud irónica, basada probablemente en todolo que había oído contar de manejos anteriores.

Pero, esta vez, medio se le enojó Andrés y leaseguró que en esos momentos harto solemnes parael país, juraría que nadie, o por lo menos ningúnargentino, sería capaz de ensuciarse las manos con loque era, se puede decir, la misma vida de su patria.

-Así son -agregó, -todos estos recién llegados;juzgan sin conocer; miran apenas y se figuran quesaben. Tienen, en general, para todos los países queno sean el propio, el mayor desprecio; y sobre todono pueden creer que también sean patria estos paísesnuevos, que ni saben siquiera en qué parte del mapase encuentran. Los Sud Americanos les parecencapaces de todo y cuando dejan de tratarlos desalvajes, les achacan ingenuamente los más odiososcrímenes. ¡Es absurdo!... -y dejando de repente caerla cabeza y deteniéndose un rato: -Así he sido yotambién -confesó sonriéndose.

-¡Ah! pero usted ha cambiado mucho, señorSterner.

-Sí, he cambiado; y usted también cambiará, sillega a radicarse en la Argentina, como lo hice yo.

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-¡Oh! yo no, señor; ¡qué esperanza! he venidoaquí a hacer fortuna y mandarme mudar en seguida.

-Sí, ya sé; yo también. Pero de los que conozco,sólo han hecho fortuna de veras los que han resueltoquedarse. Sería indiscreto darle consejos al respecto;pero fíjese bien y usted conocerá la verdad: Lo únicoque le quiero decir es que, a medida que pase eltiempo, se interesará usted más en las cosas del paísy lo apreciará mejor. Antes, el que llegabadesdeñaba, despreciaba, sin tratar de entender; hoylo bueno salta demasiado a la vista para que no tengaya al llegar, un pequeño gesto de aprobaciónalentadora. Después viene la crítica, pero mezquina,tonta, pues la acompaña la indiferencia máscompleta para todos los grandes intereses del país,políticos, morales y materiales, como si sólo valiera,nada más que por haberla traído a América, lapequeña persona del recién llegado. Poco a poco,por suerte, el ambiente se apodera de él; ve que todoesto progresa, y lo empieza a interesar el libro queleía maquinalmente, con los ojos, sin penetrar susentido; principia a comprender, a abarcar elconjunto, a distinguir los detalles, a juzgar conequidad, a aprobar muchas cosas, a querer mejorarmuchas otras, a presentir el porvenir grandioso,

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después de las ímprobas penas de un pasado, nosiempre sin gloria, y del presente precario. Podrá,por un tiempo, desconocer el valor relativo de losdiversos partidos en lucha y de los personajes quelos manejan, mucho más ahora que, las mismasluchas intestinas, las dificultades exterioresfelizmente salvadas, y los progresos materiales, hantenido por resultado, el de estrechar el vínculonacional entre todas las provincias, falta ya laverdadera causa de los disturbios profundos deantaño, el resabio separatista, la gran plaga hispano -americana. Pero pronto se dará cuenta de que, porpequeños que sean, en su mayor parte, esospersonajes, y mezquinos sus propósitos, todosquieren, en el fondo, una patria unida, grande, fuertey próspera. No tienen, es cierto, la gran mayoría deellos, más plataforma que su interés o ambiciónpersonal; no son en general, ni libre cambistas oproteccionistas, ni liberales o clericales, niconservadores o reformadores, son candidatos ynada más, con partidarios que toman por únicadivisa su apellido; pero no por esto dejan de querer asu tierra, con rabia si se ofrece, y al que muchoquiero mucho se le puede perdonar.

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¡Qué lata! amigo Andrés -exclamó don Luis, -quien oyendo, desde la salita vecina, hablar depolítica, se había acercado despacito a disfrutar loque más en la vida le gustaba. -Pero, no hay quehacer, Josefina, nunca pasará de gringo tu marido;todavía le falta mucho para entender de políticacriolla.

La paz quedaba asegurada. Puesta en manos delGobierno británico la solución definitiva de lacuestión y, para mayor seguridad, la mismademarcación de límites entre Chile y la Argentina, yaera imposible todo fracaso ulterior, pues no podíahaber ocasión de rozamiento entre las dos rivales; yal ruido de armas que, durante dos años, habíatapado la voz del progreso, sucedía el sordomurmullo de las mil fuerzas latentes de la República,preparando sus elementos de pacífico combate.

La Argentina, después de haber dado al mundoese gran ejemplo de la predilección por la paz de unade estas naciones sud - americanas, de tan belicosareputación, tenía por delante todo un porvenir detranquila prosperidad. Se celebró el tratado conChile con efusivos y fraternales festejos, y BuenosAires estuvo de fiesta una semana entera, agasajandoa sus huéspedes con magnificencia. Gastó el

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Gobierno, en esa ocasión, bastantes miles de pesos,quizás un centenar o dos, quizás más; pero de muybuenas ganas se gastaron: eran pocos, al lado de loscentenares de millones que hubiera costado al país latemida guerra.

Y, poco a poco, la Argentina, volvía aemprender su marcha veloz con vía libre. No seproducían todavía grandes movimientos, pero todoslos adivinaban cercanos.

La inmigración aumentaba paulatinamente; elvalor de la tierra empezaba a crecer y los precios, yasubidos, al parecer, de veinte, treinta mil pesos lalegua, en regiones algo remotas de la Pampa,empezaban ya en 1902, a trocarse por precios dediez, de quince, de veinte pesos la hectárea; y estesolo cambio de unidad acrecentaba rápidamente elvalor de la propiedad rural.

Los campos relativamente cercanos a la ciudad,se veían solicitados a sesenta, ochenta, cien pesos lahectárea, y Andrés podía calcular que sus tres leguasdel Azul, pronto, muy pronto, valdrían un millón depesos, y casi no se atrevía a calcular el monto de sufortuna total; le parecía algo como un sueño, ycuando recordaba los esfuerzos sin éxito de susprincipios, y comparaba los resultados ópimos de su

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paciencia sufrida con lo negativo de sus empeñospasados, experimentaba esa alegría grande, pero algohumillante, del que, teniendo cierta nobleza de alma,siente deber su fortuna a un billete de lotería, sinhaberla podido conseguir con su trabajo.

En 1903 se encontró por casualidad, en BuenosAires, con su viejo amigo Poncet, a quien hacía añosque no había visto y que ignoraba la vida de Andrés,durante tan largo tiempo. Este se lo contó todo yPoncet lo felicitó con efusión por haber tomado elúnico camino bueno en la Argentina. El, una vezcasado, se había quedado en su hoy magníficaestancia de Las Flores, sin pensar ya siquiera envolver a su tierra. Su familia también era numerosa;fiel a su antiguo aforismo que, riéndose repetía: «Il ya de la place, ici,» había tenido diez hijos, a cual máscriollo, aunque supiesen todos hablar francés,bastante bien. Lo mismo que Andrés Sterner, sentíano poder mandar a algunos de ellos, los másinteligentes y mejor dotados, a hacer un viaje aFrancia para completar sus estudios, pero el serviciomilitar que allá exigirían, y seguramente encondiciones de excepcional dureza, era obstáculoinfranqueable.

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--¿Qué le vamos a hacer, amigo?- decía. -Puedeel hombre amar a dos países, pero llenar en ambos,obligaciones como las del servicio militar, esimposible. Mis muchachos son argentinos y no seatreva nadie a decirles que no, porque se pondríancomo gallitos enojados; tres de ellos han hecho suservicio en la Guardia Nacional, sin rezongar ydispuestos a todo; los llamaron porque se nos veníaencima la guerra con Chile; esto de pedirles hoy quevayan también a conquistar el Sudán para Francia oa pelear con Alemania, no me parece propio. ¿Nopodrán ir allá? es de sentir; pero irán a otra parte, yquien pierda más, al fin y al cabo, será Francia, entodo sentido, y así será, mientras se empecine enideas de otras épocas.

-Se acabará por arreglar -contestó Andrés, sinmayor convicción; y cambiando de tema, preguntó aPoncet si había visto a alguno de los antiguosconocidos.

-A pocos -le dijo; -pues casi no vengo a laciudad. He comprado veinte leguas en la Pampa ylas estoy poblando con los muchachos; de modo quetengo que ir a menudo a vigilar los trabajos. Va bien;la tierra es buena; hemos tenido muy buenas

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cosechas y estamos alfalfando dos leguas, paraempezar. Con el tiempo, será una fortuna.

-No hay duda -contestó Andrés, y le contó loque, por su parte, había hecho y seguía haciendo.

-¿Quién sabe --agregó, -si a los compatriotas quehan seguido dedicándose al comercio, les habrá idotan bien?

-Lo dudo mucho -dijo Poncet - Ultimamenteencontré a Labarre, que desde 1870 tiene una casaintroductora de trapos, y me contó que le fuebastante mal, en ciertas épocas, y que al fin y al cabonunca ha llegado a hacer realmente fortuna. Sucapital ha aumentado, pero no en proporción nilejos, con lo que esperaba; sin embargo ha trabajadocon mucha prudencia, y sabemos que no es tonto.Me dió, por lo demás, datos curiosos sobre la suerteque cupo a varios de nuestros conocidos.

La casa de Barral ha ido pasando, como ustedsabe de mano en mano, y sigue con suerte, bienadministrada, y gracias sobre todo a que haconcretado sus negocios a la Agencia Marítima; perocreo que es la única. Casi todas las otras,importadoras las más, han liquidado, y más bien malque bien Regnier que introducía vinos, se fue a

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Argelia; Deville, cuya especialidad eran lossombreros, se fundió; Desmoulins, el armero, estáhaciendo fortuna en Francia, vendiendo cocinaseconómicas; Lemoine tuvo la suerte de dejar sunegocio de barraquero, el día que le ofrecieron másplata de la que había perdido en sus compras de lanapor la barraca, edificada en un magnífico terrenoque, por casualidad, se puede decir era suyo, puescasi lo habían obligado el 75, a tomarlo en pago deun crédito.

Parece que ya no hay sitio aquí para el comerciofrancés.

-Volverá; volverá. El proteccionismo le hahecho mucho mal, pero han de comprender allá quees mal sistema el encogerse entre las cuatro paredesde su casa, en vez de competir con las demásnaciones. Asimismo el ejemplo de Lemoine es otroargumento convincente para mí de que, en este país,sólo la tierra enriquece, y que el comercio en general,pues, como en todo, hay excepciones, ofrece máspeligros que probabilidades de ganancia definitiva.Ya ve; ¡cuántas veces lo hemos visto desesperadopor haber perdido en sus lanas! y todo, al fin, lo vinoa recuperar con el mismo terreno de la barraca.

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-No es el único. Acuérdese las fortunas que lesha valido a los saladeristas su expulsión de Barracaspor la Municipalidad, después de la fiebre amarilla.Apestaban la ciudad con su olor a hueso quemado, ylas aguas con sus porquerías, pero ganaban siempre,no con las tropas de hacienda que beneficiaban,pues bastó que obligados a desalojarlos, vendiesensus inmensos terrenos de la costa del Riachuelo,para realizar fortunas; y de los que todavía tenganparte de ellos, no le digo nada.

-Siempre es así en la República Argentina; ynunca en ella, se debe trabajar, pudiendo, en terrenoajeno, menos todavía por supuesto, siendo agricultoro estanciero, pues lo que a éstos enriquece de veras,no es la cría ni la siembra, sino el aumento del valordel suelo.

Poncet y Andrés se separaron, prometiéndoserecíprocas visitas a sus establecimientos, una de esaspromesas algo vagas que poco se cumplen, pero quecon las facilidades ofrecidas por las múltiples y bienorganizadas vías de comunicación que cruzaban portodas partes el territorio de la República, ydiariamente alargaban su recorrido, resultaban demuy posible realización.

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Las mismas estaciones principales de la capitalhabían tenido que ir modificando fundamentalmentesus vías de acceso a la ciudad. La circulación devehículos y de gente, en las calles, había aumentadodemasiado para que se pudiese seguir admitiendo,casi en el centro de la capital, vías férreas cuyomovimiento también había centuplicado. La estaciónprovisoria de chapas de hierro, construida en el Paseode Julio, frente a la calle Piedad, en 1870, era, bajo elnombre de estación Central, punto de salida y llegadade casi todas las líneas principales de la República:Rosario, Córdoba, Tucumán, el Pacifico, el Norte, elSud, La Plata daban a dicha estación, de tan cómodasituación, un movimiento enorme de pasajeros. Peroestorbaban realmente las vías que de allí salían,ocupando dos cuadras de ancho, entre el río y elPaseo de Julio, echando a perder todo un posiblepaisaje de jardines, en el largo trayecto desde Centralhasta la Recoleta; por otra parte, cruzaban el paseode Colón, las vías del Sud, en viaducto de hierrohasta la Casa Amarilla, con su ruido de trueno, al piede las casas edificadas frente a la playa de toscas,punto de cita de todas las lavanderas de la ciudad.Primero desapareció dicho viaducto, arrancadas decuajo sus gruesas columnas, para dar sitio al

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rellenamiento de todos los terrenos que ocupaba, yaganados sobre el río por la construcción del puertoMadero, y transformados hoy en hermoso jardín; ycomo andaba maleando la administración delferrocarril del Norte, a quien pertenecían la estaciónCentral y las vías que de ella salían para el Retiro, ypeleaba con el Gobierno Nacional y laMunicipalidad, porque no le hacía cuenta sacarlas yquería ganar tiempo, se hizo sentir en ella la manopoderosa del destino; y en 1899, se incendió ladichosa estación, sin que le fuera permitido, como alFénix de la fábula, renacer de sus cenizas. Y desdeentonces, poco a poco, se compuso y se alargó, ysigue alargándose hasta la Recoleta, el Paseo deJulio, verdadero paseo ahora, lleno de árboles y decéspedes, dando al que llega por primera vez aBuenos Aires, otra idea de la ciudad que la que lepodían dar la vista del antiguo muelle, de la viejaestación y de las vías férreas adyacentes.

El viaducto del Rosario, aunque tan malamentese interrumpa en el mismo bulevar Santa Fe, por unade esas aberraciones municipales inexplicables queperjudican a media población, durante medio siglo, yel del Pacífico, ya en construcción, desahogarán sintropiezo el cada vez más enorme tráfico de esas

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líneas; y si la desaparición de la pequeña estaciónCentral debía obligar a los pasajeros a cruzar toda laciudad, en busca de su punto de salida: Once,Constitución, Casa Amarilla, Retiro o Palermo, lostranvías eléctricos pronto les facilitarían mucho latarea.

¡Los tranvías eléctricos! otra maravilla que, encinco años, debía producir, en la ciudad de BuenosAires, una transformación sólo comparable, aunqueen proporciones muchísimo mayores, a la que enella produjeron los tranvías a sangre.

La famosa crisis del progreso ya se debía dar porterminada. No la podían hacer renacer gastos hechosen adelantos puramente debidos al esfuerzo de laproducción, y si todavía los grandes especuladorestrataban de proporcionarse pingües ganancias connegocios todavía inoportunos, de conversión yunificación de la deuda pública, la opinión, muy bienaconsejada, hacía fracasar el negocio y, en laselecciones siguientes, volver a su casa, como simplesciudadanos, a los que, lo habían preparado a costadel desprestigio nacional, ofreciendo dar en garantíay someter a la vigilancia extranjera las entradas de laAduana.

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-Por lo demás, ningún acontecimiento interior niexterior hubo, en aquellos momentos, que pudieracomprometer, en ninguna forma, el renacimiento dela prosperidad nacional. La guerra anglo - boer queentonces se desarrollaba, había, por lo contrario,abierto un nuevo mercado para las mulas, el maíz, laharina, los novillos, los carneros y el pasto de laArgentina; la guerra de Cuba, entre España y NorteAmérica, tuvo por inmediato resultado la llegada denumerosa inmigración española; fenómeno biennatural, al fin y al cabo, y sólo los militaristasempedernidos y los militares, de teniente arriba, entodos los países del mundo, no entienden que lospobres paisanos prefieran venir a sembrar trigo ocriar ovejas en un país hospitalario, a ir a sembrarsus propios huesos, sin esperanza alguna de cosecha,bajo climas mortíferos, para la mayor gloria, no de lapatria, sino de algún tilingo coronado y el mayorprovecho de los proveedores.

El oro, siempre cuajado por la ley en su valorarbitrario de 227.27, empezaba a abundar y laconsiguiente y correspondiente emisión de papelfacilitaba toda clase de negocios y de empresas. Lasconcesiones caducadas resucitaban y se llevaban acabo; otras nuevas se tramitaban, y de Europa

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acudía a la Caja de Conversión, no sólo el oro de lascosechas, cada vez más considerables, de la carne delos frigoríficos, que se iba por cargamentosinnumerables y de la lana que, debido a la sequíaterrible de Australia, había duplicado de valor, sinotambién los ingentes capitales que acudían aemplearse en la República en hipotecas, en comprasde campo, en empresas y obras de todas clases.

La elección absolutamente pacífica del futuropresidente de la República, don Manuel Quintana,anciano de perfecta corrección y porteño, y del vice,doctor Figueroa Alcorta, un cordobés de intachablesantecedentes, elección sabiamente calculada para dara la vez momentánea satisfacción a quienes todavíapudiesen exigir un presidente porteño, y a losprovincianos muy serias esperanzas fundadas en laedad avanzada y en la salud notoriamente arruinadadel titular, infundía en el país y en el extranjerocompleta confianza en la tranquilidad política. Y latranquilidad política es, en estos mundos sudamericanos físicamente tan ricos, moralmente tanmal conceptuados, la condición capital, única, casi,del progreso Pero también, ¡qué progreso! 1904 fuepara la República Argentina el punto de arranque deun vuelo colosal hacia las brillantes regiones de la

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prosperidad material. Sus cosechas abundantes ysiempre crecientes, vendidas a precios altos; laexportación de todos sus productos, trigo, maíz,lino, lana, carne, cueros, etc., solicitada hasta elparoxismo; trece millones de hectáreas cultivadas,que dan lugar a una fiebre agraria cuyos resultadosinmediatos son una suba extraordinaria, en todas lasregiones del país, de la única unidad ya mentada, lahectárea, de diez a veinte, a treinta, a cincuenta, aochenta, a cien pesos, en pocos meses; las fortunasnaciendo de la tierra, de su propiedad, ymultiplicándose como las espigas, del suelosembrado; una lotería en la cual son tantos lospremiados que hasta sobre los pobres cae un granizode plata.

La inmigración acude en tropel. De todos lospaíses asolados por la guerra, por la miseria, por laspersecuciones, por los cataclismos naturales, orepletos de población emprendedora, boers, turcos,rusos, judíos y finlandeses, calabreses y gallegos,dinamarqueses y alemanes, vienen amontonados enlos numerosos y grandes vapores que tanto llenan elpuerto Madero que resulta pequeño.

Y como cada cual, casi trae su capitalito, a fuerzade muchos pocos aumentan el raudal nacional de

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metálico. Las vías férreas los llevan, en bandadas, atodos los rincones de la República. No siempre salenmuy adaptados al clima de la región en donde losdejan caer y les gustaría poder, a veces, a los de laPatagonia permutar con los de Misiones; pero loprincipal es poblar y dejar pegados en la capital losmenos que se pueda. Así cunde la colonizacióndesde el Chaco hasta la Tierra de Fuego, de laCordillera al Atlántico, y no hay provincia que noreciba su contingente de trabajadores, más o menosdóciles, más o menos laboriosos o inteligentes, máso menos hábiles o inexpertos, pero todos igualmentecandidatos a los sueldos elevados y a la buenacomida. ¡Viva América! ¡viva la República Argentina!

A don Luis ya no le va gustando mucho que sutierra se convierta así en patria de tantos gringos.Primero, le agradó, lo mismo que a todos, ver quellegaba mucha gente trabajadora, lo que facilitaba lostrabajos de a pie, en las estancias, y el serviciodoméstico en la capital, dando, al mismo tiempo,valor a la tierra. Pero ya consideraba que veníandemasiados y de razas por demás distintas de lacriolla.

-Nunca van a ser argentinos -decía, -todos estosjudíos rusos y ¡qué sé yo! que se casan entre sí; no

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quieren hablar cristiano, no quieren ser soldados;con el tiempo, va a ser un barullo de todos losdiablos, y los argentinos tendrán que volver aconquistar su propia tierra... si pueden.

Andrés no podía negar que también considerabacon cierto temor, a este respecto, la llegada de tantagente extraña del todo a las costumbres materiales,morales y políticas del país y a su idioma; y pensabaque era de toda necesidad que el gobierno nacionaltomase medidas atinadas para acriollar, argentinizarsiquiera, las generaciones venideras. Y la escuela, laescuela primaria, nacional, severamente obligatoria,en todas estas colonias, le parecía lo más indicadopara conseguir tal objeto.

Confesaba que a veces, al oír a algunosargentinos ilustrados criticar, con ciertos visos derazón, el abuso que se hacía, en las escuelas ycolegios argentinos, de lo que algunos llamaban lamitología argentina, había dicho como ellos; hoyafirmaba que era imprescindible en la escuelaargentina la educación patriótica; que había queinfundir a la fuerza y por todos los medios posibles,la veneración de los próceres de la Independencianacional y de los creadores de la patria a todas lascriaturas nacidas en suelo argentino, de estos padres

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inmigrantes, venidos de todas las regiones del orbe,en busca del pan cuotidiano, de la libertad, de la paz,de la vida fácil, de la fortuna. Al nacer, debían tenerpor idioma principal, si no exclusivo, el idiomanacional, y ser saturados hábilmente de cantosargentinos, de anécdotas argentinas, de historiaargentina, de grabados argentinos que celebrasen elsuelo y el cielo argentinos, y los maravillososproductos argentinos y la ciudadanía argentina;debiendo empaparse de orgullo el pequeño alumnode la última aldea de la provincia de Salta o de Jujuycon los esplendores de la capital federal y lamagnitud del puerto de Bahía Blanca, lo mismo queestar siempre dispuesto a ponderar con entusiasmola riqueza tropical de las provincias del Norte o lahermosura de los lagos andinos el alumno de lasescuelas de Buenos Aires.

A medida que se va diluyendo, entre tantasotras, la verdadera sangre criolla, más urgente sehace el devolverle su intensidad de argentinización, yel medio más eficaz para ello, es una primeraeducación bien dirigida, en este concepto.

De los inmigrantes que se van al interior atrabajar la tierra para tratar un día de adquirirla,muchos se enriquecerán y bendecirán el país. Pero

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desgraciadamente queda en la capital una multitudde ellos, lo que no debería permitir el GobiernoNacional. Estos, fácilmente se vuelven parásitos quepronto, en mayor parte, se quejarán de su suerte ymaldecirán a la República Argentina. Hoy, en esteaño bendito de 1905, todo va bien: aumenta elencaje de la Caja de Conversión y con él aumenta lacirculación de papel a razón de pesos 2.27 por unpeso oro. Buenos Aires pronto tendrá un millón dehabitantes y pronto se habrán juntado cien millonesde pesos oro; la prensa canta gloria. Pero a losprecios actuales, el trabajador ya no puede comprartierra; sus economías no alcanzarían y por lo demás,poco puede economizar, pues, sin que por esto lossueldos hayan aumentado, la vida ha encarecido endemasía; tanto, que apela, de vez en cuando a lahuelga, cosa fácil y divertida cuando abunda eltrabajo y sobran ahorros, pero mala seña paracuando se descompongan las cosas.

-Hay hinchazón, no hay duda; pero al fin y alcabo ¡ese oro es nuestro! - exclamaba un día Andrés,en una de sus mil discusiones con el jovencomerciante Didier, que si bien aprovechaba hastamás no poder, para ganar pesos, la bonanza en que

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navegaba la Argentina, tenía sus dudas de quepudiese durar así toda la vida.

–Es el fruto de nuestro trabajo, el importe denuestras cosechas, no proviene, como en otrasépocas de que demasiado me acuerdo, deempréstitos. Esta no es plata prestada, amigo, esplata del país.

-Sí - contestaba el señor Didier, que aunquejoven todavía era hombre muy versado en economíapolítica y en ciencia comercial, habiendo cursadoaltos estudios especiales en Francia, antes de viajarpor Inglaterra y Alemania para hacerse todo uncomerciante de moderna laya; -sí, pero la emisión depapel, si sigue en esta forma, traerá inevitablementeuna crisis, y esto aún en plena prosperidad aparente.

--Quizás tenga usted razón. Pero la podríanevitar fijando definitivamente el valor del peso oro a44 centavos y restableciendo algún día y en algunaforma la conversión -insinuó Andrés.

-¡Ah capitalista! -exclamó riéndose Didier -Estádejando asomar la punta de la oreja.

- ¿Por qué? ¿Qué ganaría yo con esto?-¡Lo que es el instinto! Usted ha visto subir de

golpe, inflarse diremos, el valor nominal de susnumerosas y grandes propiedades, de diez a cien,

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por la emisión continua de papel tanto o más quepor el aumento de la inmigración y de los cultivos, yde la prosperidad del país, aunque ésta sea la causaindirecta de la emisión. Sus pesos, representados porcampos que diariamente suben, se han multiplicadoa lo loco: pero con pesos papel, y como puedensobrevenir dos o tres años de malas cosechas, legustaría mucho que esos pesos fuesen de oro;siempre sería una garantía más contra la mala suerte.Pero usted no se acuerda de los pobres que viven desu trabajo y seguirán pagando sobre el pan quecoman el premio de 127.27 que quedaría parasiempre pesando en el precio de todo. Que sirvapara aumentar el valor de sus propiedades le gusta;pero los desheredados tendrán que pagarlo sobre susconsumos. Mire, señor Sterner; el curso forzoso esun impuesto; ya lo han pagado en parte, pues heoído decir que el oro valió hasta 460, creo; no haymás que un medio legal y leal de volver a laconversión, es el de hacerla a la par.

-¡Oh! ¡pero si se quita la barrera de 227.27, elpaís se va abajo; el estanciero, el productor quedaarruinado!

-Han sufrido el curso forzoso durante yamuchos años; dejen bajar el oro paulatinamente, un

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punto por mes, por ejemplo, durante diez años,tomando por supuesto medidas de detalle que habríaque reglamentar, y llegarán a asentarse en basesinconmovibles el crédito del país y la fortunaparticular, la suya, don Andrés.

-Puede ser ---dijo éste; -puede ser; no me parecetan mal; pero se necesitaría mucha paciencia, y losargentinos son muy nerviosos. Si mi tío Luisestuviese aquí, lo trataría de gringo, a la fija.

-Pues insisto en que sería lo único justo que sepudiera hacer.

Efectivamente, la fortuna de Andrés Sterner sehabía hecho considerable y tomaba giro de hacersemucho mayor aún. En los dos años últimos y seguíacomo nunca el fenómeno, después de brevesmomentos de descanso, - las tierras habían idotomando un valor que algunos encontrabanexagerado y otros no, porque lo comparaban - algoequivocados en esto, pues la tierra saca una granparte de su valor de lo rápido de su población, -conel de la tierra en Europa y en Estados Unidos,calculando que todavía era grande la diferencia.

Lo cierto es que cinco millones de pesos era,poco más o menos, lo que en 1905 podían valer loscampos de su propiedad que, entre todos, no habían

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alcanzado a costarle más de cuarenta a cincuenta milpesos.

Su misma casa de la calle de Bella Vista, con latransformación casi milagrosa de la gran ciudadargentina en indiscutible capital de Sud América,había tomado inesperado valor. La calle Bella Vistasituada en la misma orilla de la barranca del Río de laPlata, casi desierta todavía cuando hizo edificar enella su casa, había tomado el nombre de AvenidaAlvear, recordando el ilustre apellido de dondehabían salido el general Carlos María de Alvear,director supremo en 1815 y el intendente Torcuatode Alvear de quien hemos tenido ocasión de hablar;pero al tomar ese nombre, se había hecho la víaaristocrática por excelencia de la capital, bordeada devillas espléndidas y de palacetes, pavimentada conmadera, una de las primeras, centro de todas lasgrandes fortunas y de todas las elegancias,constantemente cruzada por los carruajes y ahorapor los automóviles de toda la gente rica de buenosAires.

Por lo demás los progresos de la ciudad habíansido constantes, a pesar de las crisis sucesivas.

Cada Intendente había tratado de dejar de suefímero paso por la Administración de la Comuna el

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mejor recuerdo posible y el más duradero. El doctorCrespo puso en práctica la excelente idea, casi genial,en su sencillez, (1) 1de dedicar a cada manzana de laciudad cien números exactamente; el señor Seeber,hombre progresista y emprendedor, pero acosadopor la pobreza del Tesoro Municipal, y no pudiendocostear embellecimientos, obligó a los propietarios aretirar a cinco metros de la línea, en los bulevares,todo edificio nuevo que construyesen, haciéndolesperder así, sin compensación alguna, una gran partede sus terrenos, pero quitando también, al mismotiempo, a las aceras, la salvadora sombra de losedificios. El señor Bunge se contentó conadministrar; los recursos eran pocos. El señor Bollinisentó fama de gran barrendero, y todavía lleva elnombre de artillería de Bollini el escuadrón deescobas mecánicas que hace estremecer en suscamas a los pacíficos habitantes de la capital. DonAdolfo Bullrich, el rey de los rematadores,acostumbrado a blandir enérgicamente el martilloentre gritos y apóstrofes a la concurrencia, luchóvictoriosamente contra los grandes bochinches quele armó la Comisión Municipal, y dio a los

1 (1) Idea primitivamente sugerida al doctor Crespo por el señor donCarlos Campbell y Spano, organizador del Catastro Municipal.

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empedrados de la ciudad un impulso enorme, con locual siguió el señor don Alberto Casares, únicoejemplar del Intendente simpático a la vez a lapoblación, a la prensa y a la misma ComisiónMunicipal; eximio administrador que, sin ruido nicascabeles, supo barrer, pavimentar, edificar, plantar,alumbrar, mejorar y crear, secundado a las milmaravillas por el ingeniero don Carlos Thays, eldirector de paseos, del cual ya se puede decir conjusticia que encontró a Buenos Aires sin la sombrade un árbol y que la tiene hecha un jardín.

Otros hubo, de menor brillo, sea por su caráctero por las circunstancias, más o menos favorecidospor la situación financiera del país, por el aplauso olos gritos de los diarios, por la actitud hacia ellos dela Comisión Municipal, pero luchando todos con elmismo empeño para hallar definitiva solución a losmismos problemas siempre renacientes: lacirculación, cada día más imposible, en los angostoscallejones dejados a la República, con tantas otrascosas angostas, por el estrecho genio español,dificultad siempre creciente, a pesar de las múltiplesy muchas veces contradictorias ordenanzas parareglamentar la mano, el ancho de los vehículos, elnúmero de los caballos, etc., y sólo soluble por la

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abertura de avenidas numerosas, largas, anchas ydiagonales que volteen la mitad de la ciudad antesque se acabe de renovar su edificación; lapavimentación, ¿piedra, asfalto, madera? ; laincineración de la basura; ¿este horno o aquel otro?Y se sigue, mientras tanto, con la quema en montón;el desagüe de los barrios anegadizos, simple cuestiónde tránsito, ayer, hoy, con la población que seextiende, cuestión de vida o de muerte y de ruinapara millares de habitantes; los hospitales, siemprepocos y siempre pequeños, atestados de pacientes ysitiados por otros que esperan su turno; la luz, la luzbuena y barata, otra cuestión siempre palpitante; ytodos estos problemas, y otros muchos, discutidos ymil veces rebatidos, provisoriamente solucionados,hoy de un modo, mañana de otro, en medio de laeterna agitación, de las eternas trabas ycomplicaciones de aquel otro problema capital, eldel dinero: conseguir empréstitos para las mejorasreclamadas, cuando uno para pagar la renta de losanteriores y aumentar infinitamente los impuestos,variándolos artísticamente, para evitar en lo posiblelos rezongos del público.

Cargo honroso el de Intendente Municipal deBuenos Aires; pero, como tal, puesto de peligro;

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cargo de lucha perpetua contra los cocherosexigentes y los carreros groseros, los lecherosdefraudadores de la salud de los niños, los vilesexplotadores de mujeres engañadas, los mendigospululantes, los barrenderos huelguistas, los basurerosinexactos, los panaderos sin higiene, los conventillosasquerosos, los mercados malolientes y los tambosmal lavados, y las compañías de gas y de luz eléctricaestrujadoras del público, y las de tranvías matadorasde gente; y mil otros enemigos invasores ycodiciosos, sin contar el mayor adversario de unaadministración posible: la extensión continua de estaciudad inmensa en barrios que apenas pobladostodavía, ya reclaman para sí los mismos servicios delimpieza, de alumbrado, de abasto, de vialidad, detodo, que las partes antiguas de la ciudad primitiva.

¡Pobre señor Rosetti que acababa de asumirsemejante tarea! ¡Cuántas veces sentiría no habersequedado en París gozando de la vida!

Pero también, cuando Andrés rememoraba laBuenos Aires de antaño, la que había conocido en1866, al llegar por primera vez al viejo muelle demadera, se complacía en comparar, ayudado por losrecuerdos aún anteriores de su señora, las cosas dehoy con las de entonces. Y no podía disimular que

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les tenía el mismo cariño que siempre se tiene por loque uno ha visto nacer y crecer.

Era como si hubiese sido un poco suya la ciudadde Buenos Aires, lo mismo, por lo demás, que todala Argentina; es cierto que al cariño por las cosas sejuntaba en su mente el cariño a los seres, a la familiacreada, a su mujer, a su Josefina, siempre fielmenteamada, que por el largo sendero de la vida, tanescabroso a veces, a veces de suave pendiente encuestas floridas, lo había acompañado sin cejar enlos malos pasos, con ese valor sereno de loscorazones realmente fuertes, que suele sostener a losque a su lado podrían flaquear en ciertos momentos.¡Cuánto había cambiado todo esto, ciudad ycampaña, y como seguía cambiando! Muchas vecesal leer los diarios, diarios imponentes por su enormey selecto material de lectura, sus telegramas tancompletos, el número asombroso de sus avisos,como La Nación, La Prensa, El Diario y otros, elseñor Didier emitía dudas, encontraba queponderaban con exceso los adelantos del país yparticularmente de la capital; no podía admitir queen tan pocos años, los cuatro o cinco últimos,hubiese progresado todo tan de golpe.

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- No, no se ha hecho todo en ese poco tiempo –contestaba Andrés; - se ha ido preparandopaulatinamente el gran salto actual, pero no hayduda de que empezó el siglo XX ha sido rápida latransformación. Es como si de golpe hubiesen caídolos andamios que escondían el edificio enconstrucción. Y se puede decir que todo esto lodebe el país a la era de paz interior y exterior que leabrió la política atinada y juiciosa del general Roca.

- Y también a haber entrado de lleno en elperíodo agrícola.- observó el señor Didier.

- Es cierto – asintió Andrés; - pero fueconsecuencia de aquello, y sin eso no hubierapodido el país sostener los gastos considerables querepresentan las solas mejoras urbanas; pues losmonumentos se multiplican por todas partes; elPalacio de Justicia, que se edifica donde estaba elCuartel del Parque, borrado las últimas huellas de laúltima guerra civil, y en el cual vendrán a reunirsetodos los tribunales hoy diseminados en veinte casasparticulares, con gran perjuicio para el público ymayor peligro para los importantes documentos queen ellos se guardan; el Teatro Colón, enfrente delanterior, que ya se va acabando, después de tantasperipecias, bajo la dirección del arquitecto Dormal,

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pues queda sólo por hacer la decoración interior,confiaba a los más renombrados pintores argentinos,Schiaffino, Sivori, Malharro, de la Carcova,Ripamonte, Quirós, Fader y otros, y los escultoresIrurtia, Correa Morales, Dresco, Alonso, etc.; elCongreso, muy adelantado ya, y varios otrosproyectados o por empezar.

- Lo que quizás ha contribuido más el aspecto dela ciudad – continuó el señor Sterner, - han sido lasplazas y las plantaciones en todas partes: el Paseo deJulio y el de Colón, con los jardines de la Recoleta,que se vienen a juntar con el parque de Palermo y elde Lezama, y el magnifico jardín zoológico, paseopredilecto hoy de las familias y de los niños, todoeso constituye el mayor atractivo de la metrópoli. Yno hay duda que con su edificación, cada día másmoderna, sus admirables obras de salubridad, susinnumerables tranvías eléctricos, su excelenteservicio de asistencia pública, su policía y susbomberos, realmente muy buenos, y muchas otrascosas, puede Buenos Aires contarse entre lasciudades más adelantadas del mundo.

El señor Sterner, quizá por efecto de la edad,cuando empezaba a soltar el chorro era capaz deseguir un buen rato; pero, como a todos, le gustaba

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ser interrumpido de vez en cuando, sostenido, másbien dicho, por alguna aprobación o contradicciónsiquiera, pues así podía resollar y seguir con másbrío. El señor Didier era muy a propósito para esto,pues aunque fuera también bastante conversador, subuena educación hacia que escuchara con atenciónal señor Sterner y sólo le contestara conoportunidad.

Doña Josefina, como buena esposa, tambiénsolía favorecer a su marido con alguna observaciónadecuada, a veces una breve anécdota del tiempopasado, o una rectificación amistosa a algún datoerróneo. En esta ocasión, y como para hacer a susinterlocutores, a sus oyentes, más bien dicho, unaligera advertencia de que podían intervenir si lesparecía bien, cesó un momento de hablar el señorSterner antes de seguir su elogiosa enumeración, a lacual todavía faltaba agregar algo sobre los buzones yel servicio de correos, la cantidad siempre crecientede automóviles, la multiplicación de los museos y delas escuelas, todas edificadas como palacios, y otrascosas que le parecían merecer su admiración; yextrañó que nadie dijera nada, y más que todo, queel señor Didier no aprovechase su momentáneosilencio para deslizar alguna de las críticas que

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justamente sabía hacer del servicio postal y de lainstrucción pública en la Argentina, y sólo entoncesse dio cuenta de que su hija Mercedes, la segunda,toda una maravilla de hermosura y de bondad, fielretrato moral y físico de la madre, había entrado a lasala y se ocupaba de servir el té, bajo la miradaembelesada del joven Didier, y que doña Josefinamiraba a ambos algo enternecida... y, callándose laboca, miró él también; y se acordó de lo que,cuarenta años antes, le decía el precavido señorLambert: «No se deje engatusar, amigo, mire queestas porteñas son muy diablos.»

No se hubiera atrevido él a pronunciar semejanteblasfemia, pero tampoco hubiera podido negar elpoder de seducción de las hermosas hijas del Plata,cuya dichosa víctima había llegado a ser.

Veía sin disgusto que se conservaba la tradición yque las porteñas, aun hijas de extranjero, seguíanconquistando pobladores a su tierra; pues no dudabaque Didier, venido, lo mismo que él, para hacerfortuna ligero y mandarse mudar, quedaría, lomismo que él ligado a la tierra argentina por los milinquebrantables vínculos que crean la familia y laposesión del suelo.

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Didier tenía una regular fortuna personal y sufirma comercial estaba demasiado bien planteadapara que su casamiento con Mercedes Sternerpudiese dar lugar a suposiciones de cálculosinteresados de su parte.

Sí, a pesar de sus cien veces expresadasresoluciones de no radicarse en la Argentina, nohabía resistido mayormente a la atracción que sobreél produjeran las cualidades de la joven argentina,era quizás en parte porque también sin sentirlo, sehallaba envuelto ya en los irresistibles efluvios desimpatía hacia el país se apoderan de tantosextranjeros, venidos a Buenos Aires con el firmepropósito de irse pronto, y que en él se quedan o aél vuelven, después de haberse ido.

Por lo demás, desde algunos años, no sóloacudía a esta tierra de promisión, designada para serel granero y la fiambrera del orbe, la multitud de losperseguidos y de los hambrientos de todas lasregiones de Europa, sino que también, atraídos porla brillante colocación que en la Argentina podíandar a sus capitales, comprando tierra, venían losmismos ricos de allá. Es cierto que también veníancon las mismas ideas de sus compatriotas de antañosimples comerciantes, como habían venido Andrés

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Sterner y muchos otros, y con las que tambiéntenían, al venir de Italia, tantos hombres pobres ytrabajadores, en el momento de la cosecha: es decirhacer plata, poca o mucha, en América, colocandosu dinero a interés alto, en hipotecas o enarrendamiento, o vendiendo o alquilando sus brazosy ahorrando el sueldo, pero siempre con elpropósito de disparar, cuanto antes, con los bolsillosllenos.

¡Ilusión! ¡ilusión! Fuera de raras excepciones, laArgentina detiene para siempre al que en ella pone elpie una vez, y también fuera de raras excepciones,sólo enriquece al que en ella se queda poblando susuelo, comprando su tierra, guardándola con fe ycon paciencia, hasta que el tiempo, con su trabajo yel de los demás habitantes, le haya dado todo suvalor. Y mientras espera, forma la familia, seacostumbra al ambiente, al idioma, se lo asimilatodo, y también se queda asimilado; y cuando,adquirida de veras la fortuna, piensa por casualidad,en irse, mucho vacila. Compara lo que le espera allá,en su tierra natal: parientes lejanos, o muy jóvenes, aquienes no conoce, a quienes estorbaría con supresencia si volviese pobre, y que tratarán deexplotarlo ya que vuelve rico; la soledad que lo

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abrumará si no lo rodea algún circulo de codiciosos,con las relaciones y las amistades, que forzosamentese habrá granjeado en la patria adoptiva, con laconsideración y el aprecio que sin envidia, casi congratitud, retribuyen al hombre que, por la dignidadde una larga vida en esos países nuevos, consagradaal trabajo, ha sabido elevarse muy por encima de suposición inicial, más que modesta casi siempre,fomentando por su ejemplo y por su mismo éxito eladelanto de la patria adoptiva.

Así pensaba Andrés Sterner; y cuando alterminar ese año 1905 que parecía señalar el apogeode su fortuna, se le ocurrió proponer a Josefina ir areunirse en París con la joven pareja que desdevarios meses, hacía por Europa su viaje de bodas,era simple curiosidad y ganas de viajar, y tambiénquizá deseo de visitar los sitios donde había pasadosu niñez y donde descansaban sus padres, pero nopodía entrar en su mente, ni por un momento, laidea de quedarse allá.

Don Luis, con sus setenta años, se conservabafuerte y decidor; y Andrés, en un momento de buenhumor, cuando ya se estaba preparando el viaje aEuropa y toda la casa andaba revuelta, abarrotada debaúles a medio llenar, de cajas, de valijas de todas

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clases y formas, de sillones y almohadas para abordo, recibiéndolo muy atareado y en mangas decamisa, le gritó de repente:

- Tío Luis, ¿no le da ganas de venirse connosotros?

- ¿Y qué diablos iría yo a hacer en aquella tierrade gringos?

- Aprender francés.- ¿Y para qué? Lo que siento es que me lleven a

los muchachos. ¿Quién sabe si no me los dejan allá osi no se quedan ustedes con ellos? Una vez en sutierra, ese franchute es muy capaz de olvidarse de laArgentina y de no querer volver. No te descuides,Josefina.

Pero Josefina podía descuidar. Bien sabía ellaque, a los pocos meses de estar en su primera patria,sentiría Andrés la nostalgia de la otra. En una teníalos recuerdos del pasado, tan poderosos mientras losacompañan y los vivifican afectos e intereses delpresente; pero vínculos pasivos y sin fuerza, cuandohan quedado solos, definitivamente cortados de lacadena familiar.

Andrés Sterner repartía su corazón: entre lapatria de sus antepasados y la de sus hijos; a laprimera conservaba su amor filial y había dado su

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sangre; a la otra dedicaba toda su gratitud por lafelicidad que le había proporcionado; y para el biende ambas, aseguraría a los que, en Francia, sufríanpenurias o no encontraban campo suficiente parasus ambiciones, que la Argentina era una segundapatria para todos los hombres de buena voluntad.

Abril 18 – 1906.

FIN