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Las dulzuras de la libertad. Ayuntamientos y milicias durante el primer liberalismo. Distrito de Cuernavaca, 1810-1835, Irving Reynoso Jaime

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A partir del análisis regional de las transformaciones que trajo consigo la independencia en el medio rural de la primera mitad del siglo XIX (ayuntamientos, sistema de elecciones, milicias cívicas) se cuestionan las virtudes de las nuevas instituciones liberales en beneficio de los pueblos. Por el contrario, se sostiene que "las dulzuras de la libertad" que Agustín de Iturbide prometió a los habitantes de Cuernavaca en 1821, sólo se hicieron efectivas para los miembros de las élites locales y regionales.

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L A SD U L Z U R A SD E L AL I B E R T A D

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I R V I N G R E Y N O S O J A I M EL A SD U L Z U R A SD E L AL I B E R T A DR

ayuntamientos y milicias durante el primerliberalismo. distrito de cuernavaca, 1810-1835ayuntamientos y milicias durante el primerliberalismo. distrito de cuernavaca, 1810-1835

A Y U N T A M I E N T O S Y M I L I C I A S D U R A N T E E L P R I M E R L I B E R A L I S M O .1810-1835D I S T R I T O D E C U E R N A V A C A ,

NOSTROMOEdiciones

PrólogoErnest Sáchez Santiró

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PRIMERA EDICIÓN: 2011 ISBN: 978-607-00-4137-2 DR © 2011, NOSTROMO Ediciones México, Distrito Federal

EDITOR: Horacio Crespo

DISEÑO DE PORTADA: Nostromo Ediciones.

Impreso y hecho en México

Este libro no puede ser fotocopiado ni reproducido total o parcialmente por ningún medio o método sin la autorización por escrito del autor.

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ÍNDICE

PRÓLOGO XI

INTRODUCCIÓN

El poder local en la primera mitad del siglo XIX

1

1 EL ESCENARIO GEOPOLÍTICO: Haciendas azucareras y comunidades rurales

35

Del algodón a la caña de azúcar 35 Las haciendas azucareras 39 Los hacendados 44 Los pueblos 51

2 LA CONFORMACIÓN DEL PODER LOCAL:

Divisiones político-territoriales de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas, 1812-1835

65

La evolución del gobierno local (1812-1835) 69 La lógica de la organización político-territorial 81

3 SISTEMA ELECTORAL Y ÉLITES REGIONALES:

Elecciones municipales y de diputados en Cuernavaca y Cuautla de Amilpas, 1812-1835

93

Las primeras elecciones municipales, 1812-1824, 1820-1823 94 Elecciones municipales durante la

época republicana, 1824-1835

108 Elección de diputados provinciales,

estatales y federales, 1821-1835

113

4 GOBIERNO LOCAL Y PODER ECONÓMICO: Élites, funcionarios y ejercicio del poder local

119

Funcionarios municipales 119 Subdelegados y conflictos municipales 138

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Prefectos, subprefectos y control municipal 155 Gobierno estatal, cuestión municipal y negocio azucarero 165

5 FUERZAS ARMADAS Y PODER LOCAL:

Ejército, milicias cívicas y auxiliares en el distrito de Cuernavaca, 1810-1835

175

Las milicias provinciales 177 Insurgentes, milicias y patriotas distinguidos 181 Evolución de la milicia cívica del

distrito de Cuernavaca, 1822-1835

190 Hacendados y fuerzas armadas 202

CONCLUSIONES

ÉLITES Y LIBERALISMO: De las dulzuras de la libertad… (¿Quién es el pueblo?)

219

ARCHIVOS 237

BIBLIOGRAFÍA 239

ÍNDICE DE MATERIAL GRÁFICO 253

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Serán… respetadas vuestras propiedades, protegida vuestra seguridad individual, y gustaréis en su lleno las dulzuras de la libertad civil.

Agustín de Iturbide a los habitantes de Cuernavaca, 23 de julio de 1821.

¿Qué especie de democracia es ésta, en donde entre dos-cientos mil habitantes, que son llamados á ejercer los derechos de la soberanía en los colegios electorales, dos terceras partes no saben leer, una mitad está desnuda, una tercera parte ignora el idioma en que debe explicar sus conceptos, y tres quintos sólo son el instrumento del par-tido dominante?

Lorenzo de Zavala, gobernador del Estado de México. Memoria de gobierno de 1833.

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PRÓLOGO

UANDO en 1997 me invitaron a participar en la crea-ción de la Escuela de Humanidades (hoy Facultad) de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos, uno de

los objetivos principales de dicha iniciativa era la formación de alumnos capaces de desempeñarse como futuros académicos en el campo de la Historia. Recuerdo que Irving Reynoso Jaime fue un estudiante de las primeras generaciones de dicha Escuela que, de forma clara, sobresalía por su capacidad analítica y la constante interlocución que entablaba en las clases con sus profesores. Con los años, tuve la suerte de dirigir su tesis de maestría en Historia en el Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora.

Gracias al constante trabajo que realizó en los archivos y a una incisiva lectura y cuestionamiento de las propuestas existentes en la historiografía política mexicana, Irving Reynoso fue realizando continuos hallazgos que, bien recuerdo, discutíamos en las aseso-rías de tesis. Asesorías que, poco a poco, se tornaron verdaderos diálogos en torno a su interés por la historia política y social, pero en el que no se obviaba la dimensión económica de la realidad histórica que pretendía aprehender. Todo ello culminó en una espléndida tesis de maestría, Poder local y conflictividad social: hacien-das, ayuntamientos y milicias del distrito de Cuernavaca durante el primer liberalismo, 1810-1835, la cual mereció un notable reconocimiento académico al serle otorgada una mención honorífica en el premio Francisco Javier Clavijero que concede el Instituto Nacional de Antropología e Historia, en la modalidad de Mejor Tesis de Maestría en el año 2007. El libro que el lector tiene en sus manos es la versión madurada de dicha obra.

____ Como en el resto de países que surgieron de la crisis que vivió la Monarquía católica, la construcción del Estado-nación mexicano fue una tarea que demoró décadas, con el agravante de que se tuvo

C

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XII

que realizar tras una larga y costosa guerra civil. Una construcción que hizo del liberalismo uno de sus principios articuladores.

Ante un orden político de antiguo régimen articulado en torno a la desigualdad diferenciadora, que se encarnaba en las corpora-ciones y en un abigarrado universo de privilegios (de estado, etnia, clase o territorio), se pugnó por construir un marco institu-cional que defendía la igualdad homogeneizante en la que el individuo, en tanto sujeto de derechos, se convirtió en la clave del arco político.

Un punto de acuerdo historiográfico en torno a este proceso fue la radical transformación que sufrió la política en el ámbito local. Sin embargo, y a pesar de su importancia, todavía son esca-sos los estudios que pongan sobre la mesa la profunda alteración, con sus complejas derivaciones, que supuso esta ruptura política.

En el antiguo orden colonial novohispano las ciudades, villas y pueblos, articulados alrededor de un ideal político republicano (las “repúblicas de españoles y las repúblicas de indios”), contaban con una rica experiencia política local en la que se entreveran los cargos de representación y las autoridades fiscalizadoras de la Monarquía católica. Sin embargo, de este sustrato político no se derivaban formalmente las instancias superiores de la vida polí-tica. La monarquía y sus consejos, así como los diversos cargos virreinales no tenían conexión directa con la política local. Por el contrario, el orden liberal emanado de la Constitución de Cádiz de 1812 hizo del individuo acreedor de derechos políticos el nú-cleo del sistema. Un individuo que, desde el ámbito de la política local, en tanto que vecino, estaba habilitado para ejercer el sufragio activo y pasivo. Así, mediante elecciones organizadas a partir del ámbito municipal (piedra angular del nuevo orden político) los vecinos manifestaban sus decisiones en torno a las ideas y perso-nas que tenían que desempeñar los cargos de representación municipal, provincial y nacional, lo que derivada en elecciones a ayuntamientos, diputaciones provinciales y cortes. Un sistema que mutatis mutandis fue heredado por el orden político mexicano tras la independencia.

Las dulzuras de la libertad responde plenamente a esta dimen-sión del nuevo orden liberal. La rica y cuidadosa reconstrucción histórica que realiza Irving Reynoso Jaime de la política local en

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los valles de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas entre 1810 y 1835 es un magnífico estudio que nos muestra cómo desde la política local se procedió a reformular la representación y la mecánica política de una nación que se concibió primero como hispana, pasó por americana y devino en mexicana.

Sin embargo, los alcances del libro de Irving Reynoso no se limitan a la faceta de la representación política en la medida en que su análisis incorpora otros aspectos medulares. Por una parte, la dimensión del control del orden público en el espacio local, léase ejército y milicias, y por la otra, la práctica política de las élites económicas a la hora de participar en la pugna por detentar los cargos municipales. Lamentablemente es muy corriente ob-servar trabajos de historia política donde los intereses socioeconómicos brillan por su ausencia y donde la coerción ejercida desde las instancias locales es inexistente. Es como si pudiese haber política sin orden público y economía.

En este sentido, la tríada temática de Haciendas, élites y liberalismo no suspende el análisis en el ámbito político-electoral, al incorporar en su estudio las haciendas azucareras, los ayunta-mientos y las milicias del “distrito de Cuernavaca” en un periodo que abarca desde la crisis del orden político virreinal hasta el fracaso del primer régimen republicano federal. Por sus páginas vemos desfilar ayuntamientos que, por primera vez, incorporaron a la población de las haciendas azucareras y los ranchos circun-dantes, pero también a una fuerza armada dual (las milicias de los pueblos y las de las haciendas) en la que se enfrentaban las lealta-des básicas de la población. Lealtades en las que los lazos clientelares, la solidaridad étnica y los intereses corporativos y familiares dislocaban y complejizaban un orden político que había sido pensado a partir de una ciudadanía uniforme guiada por los principios políticos del liberalismo y, por tanto, inexistente. Y todo esto con un leitmotiv que atraviesa la obra: ¿quiénes fueron los beneficiarios del nuevo orden político? Algo que queda pa-tente cuando Irving Reynoso señala en sus conclusiones:

Nuestro propósito consistió en revisar empíricamente los plantea-mientos de varios autores que siguen la visión romántica del liberalismo triunfante y sostienen los efectos emancipadores del

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mismo en las comunidades rurales de México durante la primera mitad del siglo XIX.

Espero que estas palabras sirvan de estímulo para que el lector

se adentre en la lectura y disfrute de una obra abarcadora, incisiva y amena. Vivo ejemplo de un trabajo historiográfico innovador que, a buen seguro, nos continuará dando nuevos frutos en el futuro.

Ernest Sánchez Santiró Ciudad de México, 15 de noviembre de 2010

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INTRODUCCIÓN:

El poder local en la primera mitad del siglo XIX

I

Cuando los territorios americanos se independizaron del imperio español no sólo rompieron políticamente con la metrópoli, tam-bién iniciaron un conflictivo proceso para dejar atrás las estructuras del antiguo régimen e implantar un nuevo orden polí-tico y económico, al amparo de las ideas liberales. Esto fue así tanto en América como en España. La invasión napoleónica de 1808 generó tal crisis política que obligó a repensar los mecanis-mos de gobierno y su legitimidad. Los debates de las Cortes de Cádiz así lo demuestran: la discusión de conceptos como sobera-nía, nación, representatividad y ciudadanía aludía a la necesidad de reformular la estructura de poder y el funcionamiento de la socie-dad. La modernidad anunciaba su arribo.

La constitución de Cádiz, promulgada en 1812, fue la res-puesta a la crisis de la monarquía, pero también el producto más acabado del proyecto liberal: se reconocía el principio político de la soberanía nacional, instaurándose la división de poderes, el sufragio universal masculino, un sistema electoral indirecto y la ciudadanía para los habitantes de ambos hemisferios sin distinción (exceptuando a las castas), entre otras reformas de trascendental importancia para la época.1

Es cierto que el orden constitucional gaditano tuvo una vigen-cia muy breve –pues la carta fue abolida en 1814 con el regreso de Fernando VII al trono español, y sería reestablecida hasta el Trienio Liberal (1820-1823)–, sin embargo, la trascendencia de la carta gaditana radica en haber influido –en mayor o menor me-dida– en la formulación del orden constitucional de las jóvenes

1 Para un análisis desde la “dogmática constitucional” sobre las cortes gaditanas y su importancia en el proceso de las independencias latinoa-mericanas, véase Varela, Teoría, 1983. Sobre los debates en las cortes de españolas y su relación con México véase Lee Benson, México, 1985.

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naciones independientes en América, siendo quizás el caso más representativo el de México y su constitución de 1824.

Así, el liberalismo gaditano –y después el republicano– intro-dujo reformas que impactaron profundamente en el medio rural novohispano, cuyos efectos persistirían durante todo el siglo XIX en la vida del México independiente. La más importante –en el ámbito rural ya señalado– fue la abolición de las repúblicas de indios, entidades étnico-territoriales en las que los indígenas se goberna-ban con una relativa autonomía política y económica en tiempos virreinales.2 De acuerdo a las nuevas disposiciones, las repúblicas pasarían a erigirse en ayuntamientos constitucionales (allí donde hubiera al menos mil habitantes) con derecho a elegir un cabildo compuesto por alcaldes, regidores y síndicos, que dispondría de la cuestiones de policía y buen gobierno, además de encargarse de administrar las tierras y demás recursos económicos de la comu-nidad. Por otra parte, el sistema electoral permitía elegir anualmente al cabildo, dando derecho a voto a todos los vecinos mayores de veinticinco años sin distinciones étnicas (excluyendo a las castas), con lo cual se dada un duro golpe a los cacicazgos indígenas que habían monopolizado los cargos de las antiguas repúblicas al menos desde la segunda mitad del siglo XVIII. De esta forma mestizos y españoles –criollos o peninsulares– accedieron a la participación política dentro de las comunidades. Finalmente, la militarización del territorio, producto de las guerras de inde-pendencia, generó una estructura militar que otorgó a los pueblos un brazo armado en la figura de la milicia cívica, reconocida y fortalecida a instancias de los gobiernos nacionales.3

En principio, puede plantearse que estas transformaciones en el campo mexicano de la primera mitad del siglo XIX se traduje-ron en beneficio de las comunidades rurales: mayor apertura democrática (sistema de elecciones indirecto), un instrumento político para el ejercicio de su autogobierno (ayuntamiento cons-titucional) y un brazo armado para defender sus intereses y resguardar sus recursos materiales (milicia cívica). Sin embargo, sabemos que los hechos no siempre corresponden a la norma. En

2 Ver los trabajos de Tanck, Pueblos, 1999 y Atlas, 2005. 3 Ver Ortiz, “Fuerzas”, 1991 y Guerra, 1997.

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el problemático escenario de la lucha entre los agentes del régi-men liberal y los factores estructurales que sostenían la supervivencia del orden colonial, hay elementos de sobra para mantener una actitud de sospecha ante las elaboraciones del dis-curso liberal triunfante. Si consideramos la frecuencia con que los pueblos legitimaron diversos pronunciamientos militares y el papel jugado por los grupos campesinos en las grandes coyuntu-ras políticas posteriores a la independencia de la centuria decimonónica –Intervención Norteamericana (1848), Revolución de Ayutla (1854), Guerra de Reforma (1858-1861), Intervención Francesa (1863-1867) y Plan de Tuxtepec (1876) – podríamos suponer que las condiciones de vida de las comunidades rurales no eran del todo satisfactorias y que los instrumentos otorgados por el sistema liberal se mostraron ineficientes.4

No obstante, a pesar de que un estudio sobre los actores, ins-tancias y mecanismos del poder local en el campo mexicano de la primera mitad del siglo XIX resulta de gran pertinencia –en aras de determinar el impacto positivo o negativo de los cambios po-lítico-institucionales acaecidos durante el periodo– hay que considerar las dificultades que suponen la localización y trata-miento de las fuentes, pero sobre todo, la adopción de un enfoque metodológico adecuado. Para dicho propósito, es nece-saria una revisión previa de los planteamientos que sobre esta cuestión elaboraron varios autores representativos de la historio-grafía mexicana, es decir, reconocer la forma en que han evaluado, con distintos propósitos y desde diversos enfoques, las profundas trasformaciones de la primera mitad del siglo XIX en México, y ponderar de qué forma sus afirmaciones pueden ayu-darnos a determinar el impacto del liberalismo en el medio rural después de la independencia.

4 Sobre la participación de los campesinos y otros grupos subalternos en los conflictos políticos del siglo XIX mexicano véase Mallon, Campesino, 2003; Reina, Rebeliones, 1998; Meyer, Problemas, 1973; y Tutino, Insurrec-

ción, 1990.

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II

En su estudio sobre las independencias americanas, François-Xavier Guerra señala los problemas generados por la contradic-ción no resuelta de las jóvenes naciones hispanoamericanas: una modernidad legal –vía sus constituciones– que coexistía con un marcado tradicionalismo social. Mientras formalmente la nueva legitimidad se basaba en la soberanía del pueblo, en los hechos no había más pueblo que los integrantes de las élites, aquellos hom-bres que habían experimentado “esa mutación cultural que es la modernidad”. Para superar esta contradicción, la estrategia de las élites fue adoptar diversas formas de simulación democrática, por lo demás bastante ineficientes, pues los pronunciamientos, golpes de estado o levantamientos militares con frecuencia sustituyeron a la vía electoral en los cambios de gobierno.5

En efecto, para Guerra, la incapacidad de la vía electoral para la alternancia de los gobiernos se debía a la distancia entre los imaginarios políticos de las élites y los de las mayorías populares, una brecha que permitía a las clases dirigentes manipular las elec-ciones y recurrir al fraude. Por medio del voto censatario –ejercido por quienes poseían “fortuna o cultura”– se fue haciendo coincidir al “pueblo teórico de la soberanía” con el “pueblo real de la política”. Este hecho devela la “ficción democrática” que existe detrás de la idea de soberanía popular. Las elecciones no designaban dirigentes, eran meros indicadores de la mayor in-fluencia política de ciertos actores o, en su defecto, francas imposiciones del poder establecido. Guerra concluye que la escasa legitimidad de estos procedimientos facilitaba el empleo de medios extralegales para acceder al poder, como el pronunciamiento.6

Desde una perspectiva de análisis regional y con un enfoque “desde abajo”, Florencia Mallon ha estudiado el papel que los grupos subalternos (campesinos en sentido amplio) desempeña-ron en la construcción de las naciones poscoloniales, abordando sustancialmente el problema del poder local.

De entrada, Mallon indica el impacto negativo del reformismo gaditano en las comunidades rurales. Con la abolición de las anti- 5 Guerra, Modernidad, 1993, pp. 51-53. 6 Ibídem, pp. 360-362, 372.

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guas repúblicas de indios y la instalación de los ayuntamientos, los indígenas perdieron el monopolio de elegir a los dirigentes políti-cos entre los suyos, pues en los hechos se abrió la participación política a españoles peninsulares, criollos, mestizos y –extralegal-mente– a las castas, quienes ahora –además de elegir y ser elegidos– podrían explotar, arrendar y comprar tierras de la comunidad. Esta situación permitió a las elites económicas locales –hacendados, administradores, comerciantes, rancheros– apropiarse de la direc-ción de los ayuntamientos y tener acceso a los recursos materiales de la comunidad.7

Abandonando la visión de un campesinado pasivo que sólo se manifestaba de forma espontánea y violenta cuando sus condi-ciones materiales de subsistencia se deterioraban al extremo, Mallon sostiene que las comunidades rurales generaron estrategias para hacerle frente al proyecto liberal de las élites (primacía del individuo y de la propiedad privada) anteponiéndole un proyecto alternativo que la autora denomina “liberalismo comunal”, más abierto a la comunidad, a la propiedad comunal y a la cultura religiosa local.8 Por tanto, afirma categóricamente que la construc-ción de la nación moderna no se debió solamente al proyecto hegemónico de las élites, pues los campesinos y otros sectores populares (por medio de alianzas políticas y militares con los poderes regionales y nacionales) lograron incorporar a la agenda de la construcción del estado sus propias visiones de lo que significaba la nación.9

Si bien los proyectos contrahegemónicos de las clases popula-res fueron reprimidos y derrotados por las élites, Mallon enfatiza la influencia que tuvieron en el desarrollo de las estructuras políti-cas de las naciones. En el caso de México, sostiene que los liberalismos comunitarios y populares que emergieron a mediados del siglo XIX fueron la inspiración directa de las ideologías popu-lares revolucionarias de 1910.10

7 Mallon, Campesino, 2003, p. 48. 8 Ibídem, pp. 30-31. Sobre el liberalismo popular véase ibídem, pp. 141-142, 177-179, 237. 9 Ibídem, pp. 90-91. 10 Ibídem, pp. 19-21.

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Otros estudios han privilegiado más el enfoque socioeconó-mico de larga duración que la perspectiva política desde abajo. Es el caso de John Tutino y su trabajo sobre las bases de la violencia agraria en México. De sus afirmaciones se deducen importantes implicaciones sobre las relaciones de poder en el medio rural.

Después de la independencia, afirma Tutino, la combinación de crisis económica con inestabilidad política, provocó el debili-tamiento del poder y la decadencia económica de las élites agrarias. De acuerdo con este contexto sociopolítico, se caracte-riza a la primera mitad del siglo XIX mexicano como una época de descompresión agraria. Es decir, ante el debilitamiento económico de la gran hacienda (contracción de mercados, escasez monetaria y de mano de obra) los pobres del campo vieron disminuir las pre-siones sociales que enfrentaban a finales del periodo colonial, encontrando nuevas formas de desafiar a los grupos reales de poder. Como consecuencia, en paralelo a la crisis económica de la gran hacienda, se fortalecieron las economías campesina y ranchera.11

Siguiendo el modelo de compresión-descompresión agraria propuesto por Tutino, se puede afirmar que mientras las élites terratenientes y el aparato estatal mostraron debilidad –como sucedió después de 1821– y las haciendas tuvieron que recurrir a la aparcería para re-solver el problema de las escasez monetaria y de fuerza de trabajo, la conflictividad social en el campo se contuvo. Por el contrario, cuando el periodo de descompresión terminó –a partir de la década de 1840– y las élites intentaron someter a los campesinos y otros grupos rurales a la dependencia económica de la hacienda, la vio-lencia agraria emergió considerablemente.12

Tenemos entonces una postura clara sobre el contexto del medio rural de la primera mitad del siglo XIX: en palabras de Tu-tino “mientras continuaban sus problemas financieros y su Estado seguía siendo frágil… poco pudieron hacer las élites para meter realmente en cintura a esos aldeanos”.13 Lógicamente, las condiciones de vida de las comunidades rurales no atravesaban

11 Tutino, Insurrección, 1990, pp. 188, 198. 12 Ibídem, pp. 202-207. Este modelo interpretativo es aplicado por Tutino para todo el siglo XIX y la primera mitad del XX. 13 Ibídem, p. 204.

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por una época de oro, ni los terratenientes perdieron por com-pleto su influencia política y económica. Por ello, es de suponer que, además de utilizar a su favor el contexto de la descompre-sión agraria –como sostiene Tutino–, los pueblos campesinos tuvieron que echar mano de todos los mecanismos disponibles para defenderse, como por ejemplo, el peso político de sus ayun-tamientos constitucionales o el poder militar de sus milicias.

No obstante, este contexto socioeconómico y político favora-ble a las comunidades rurales después de la independencia ha sido cuestionado, incluso por trabajos que hacen uso de enfoques similares. Eric van Young, en su análisis sobre la crisis del orden colonial, sostiene una continuidad desde finales del siglo XVIII hasta el último cuarto del siglo XIX en lo que se refiere a los arre-glos de producción y las relaciones sociales productivas que predominaron en el campo mexicano. De esta forma, la posición social y el nivel de vida de las masas rurales –en franco descenso desde finales del periodo colonial– se agravaron después de la independencia con la eliminación de las leyes proteccionistas hacia las comunidades indígenas.14 La segunda mitad del siglo XVIII se caracterizó por la expropiación de propiedades indígenas y la creación de un proletariado rural, proceso que continuó a un ritmo lento pero sostenido en años posteriores, hasta la liquida-ción legal del proceso que significó la reforma liberal de mediados del siglo XIX (Ley Lerdo).15

En cuanto a los cambios políticos del periodo, el mismo Van Young indica en su estudio sobre la insurgencia popular de México en 1810, que más allá de las visiones romántico-naciona-listas de la historiografía decimonónica, es imposible afirmar que la independencia política haya tenido algún efecto positivo en la vida de los sectores populares. Desde la perspectiva de estas ma-sas rurales –campesinos en su mayoría, indios y mestizos–, poco se ganó después de 1821, luego de la ruptura política con la me-trópoli. El deterioro de la posición de los grupos subalternos se debió al estancamiento económico y al desmantelamiento del proteccionismo legal que la monarquía española tradicionalmente

14 Young, Crisis, 1992, pp. 128-129. 15 Ibídem, p. 159.

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había mantenido sobre la propiedad comunal. Mientras tanto, la “nación” se expandía numéricamente, pero en los hechos la vasta mayoría de mexicanos permanecía en la “penumbra política”, siendo dominados por el clientelismo de caciques locales y regio-nales.16 Van Young explica que la gente del campo vivía en un medio “prepolítico”, pues sus demandas, intereses y preocupa-ciones se circunscribían a su estrecho entorno local, pensaban más en términos de comunidad que de nación.17

Por tanto, si se consideran como una sola época los cerca de cien años que abarcan la crisis del orden colonial, la insurgencia y las décadas posteriores, se observa que no hubo ningún cambio profundo en la política o en la cultura popular mexicana.18 Sin embargo, a pesar de las contrariedades sociales, económicas y políticas que tuvieron que afrontar los pueblos campesinos –desde el periodo colonial y a lo largo del siglo XIX–, Van Young destaca el hecho de que las comunidades lograron mantener su identidad social y económica hasta el siglo XX.19

Finalmente, las posturas de Antonio Annino son una referen-cia recurrente para abordar el tema de las características políticas del medio rural decimonónico. En opinión de este autor, la ver-dadera revolución para las clases populares no estuvo en la independencia política, sino en la fuerza contractual que las co-munidades adquirieron para enfrentar al Estado, muy superior a la que disfrutaron durante la colonia. Esta verdadera “revolución local”, silenciosa pero efectiva, inscrita en la línea política tradi-cional de los pueblos, se debió a la instalación de los ayuntamientos y las facultades políticas que estas instituciones adquirieron.20

En principio, la acción de las autoridades españolas para pro-mover la creación de ayuntamientos –a partir de 1812– obedeció a una mayor racionalidad fiscalizadora y al deseo de disminuir los brotes de insurgencia en las áreas rurales. De hecho, la nueva sociabilidad política no provocó una ruptura en el pensamiento

16 Young, Otra, 2006, pp. 29-30. 17 Ibídem, p. 713. 18 Ibídem, p. 30. 19 Young, Crisis, 1992, p. 297. 20 Annino, “Soberanías”, 2003, p. 160.

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de los pueblos, pues éstos siguieron ejercieron el voto de acuerdo a los ámbitos tradicionales de la sociabilidad comunal, y revis-tiendo los actos políticos con fiestas y ceremonias de tipo religioso –como la jura de la constitución, seguida de misas y procesiones–.21

Pero la creación de los ayuntamientos constitucionales sancio-nada por la constitución de Cádiz fue una “revolución local” en el sentido de que transfirió la soberanía del monarca al pueblo. Al otorgar a los pueblos el monopolio sobre la decisión de definir los derechos ciudadanos, esta revolución se tradujo en la consoli-dación del poder local, pues las comunidades tuvieron un mayor control sobre la justicia, pudieron defender con eficacia sus tierras comunitarias evitando la parcelización, además de que lograron mantener su identidad comunitaria en el nuevo orden republicano al conservar sus prácticas de culto y su autonomía religiosa. An-nino destaca, además, el fracaso de los esfuerzos por reducir la soberanía de los pueblos a través de las leyes orgánicas municipa-les de los estados.22 Pensados inicialmente como entidades del gobierno local con funciones administrativas, los ayuntamientos fueron transformándose cada vez más en factores reales de poder político en el medio rural.

Junto a la instalación de los ayuntamientos, los gobiernos re-publicanos heredaron de las guerras insurgentes un modelo de autodefensa militar y civil. Esto dio como resultado la militariza-ción de las zonas rurales, que si bien intensificó el bandolerismo, también contribuyó a reforzar la autonomía política de los pueblos, consolidándose lealtades entre los miembros de la comunidad y los jefes militares, en aras de protegerse contra el poder central.23

Así, la paradoja del liberalismo mexicano, indica Annino, fue haber consolidado a las sociedades locales más que a las centrales, restando legitimidad a los nuevos gobiernos.24 A través de estrate-

21 Ibídem, pp. 172-174. 22 Annino, “Pueblos”, 2003, pp. 399, 406, 428-429. Annino sostiene que la representación liberal ofreció nuevas oportunidades de ascenso social y político en las zonas rurales, sobre todo entre los grupos de blancos intermedios, mestizos e indios “principales”, Annino, “Soberanías”, 2003, p. 176. 23 Annino, “Soberanías”, 2003, pp. 182-183. 24 Annino, “Pueblos”, 2003, p. 399.

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gias de sincretismo entre sus formas tradicionales y las nuevas concepciones liberales, los pueblos desarrollaron su propio “libe-ralismo popular”, con lo que se convirtieron legalmente en “los agentes sociales del liberalismo” en la nueva dinámica política estatal.25

Luego de esta revisión sobre las formas en que ha sido abor-dado el problema que nos ocupa, es evidente que no se puede ensayar una explicación más o menos consensuada al respecto, pues las posiciones de los autores difieren sustancialmente y en algunos casos se contraponen. No obstante, podemos agrupar sus conclusiones de acuerdo a sus puntos de convergencia.

Por un lado, están aquellos que valoran negativamente las transformaciones políticas y económicas que trajeron consigo las independencias americanas. Guerra y Van Young encuadran en esta posición, el primero por indicar la contradicción entre “tradi-ción y modernidad” y señalar a la manipulación electoral de las élites como el más claro signo de una “ficción democrática”; mientras el segundo remarca la continuidad de las estructuras económicas de dominación, así como la condición prepolítica de los sectores rurales que los mantuvo en la penumbra, sin que se detecte ningún cambio trascendente en la cultura política popular posterior a la independencia.

Los planteamientos de Mallon la colocan en una posición “intermedia”, pues si bien reconoce abiertamente los perjuicios ocasionados por las reformas liberales en las condiciones de vida de las comunidades, señala también que los campesinos lograron generar un liberalismo alternativo, más afín a su tradición comu-nalista, anteponiéndolo al proyecto hegemónico de las élites y conquistando por derecho propio su inclusión en la agenda de la construcción nacional.

El modelo de descompresión agraria y la revolución local en las comunidades rurales –cada uno desde enfoques distintos– son representativos de una visión positiva de las condiciones políticas y económicas en el campo. Tutino sostiene que la combinación de crisis económica e inestabilidad política aminoró las presiones sobre los sectores rurales, fortaleciendo su economía campesina y

25 Ibídem, p. 87; Annino, “Nuevas”, 1995, p. 74.

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brindándoles nuevas herramientas para enfrentarse a los poderes económicos y políticos establecidos. Por su parte, Annino afirma que la revolución local amplió la base de la representatividad po-lítica a sectores sociales antes excluidos, fortaleciendo a los pueblos a través de las milicias y los ayuntamientos, y convirtién-dolos en los principales agentes del liberalismo.

Esta diversidad de posiciones nos obliga a reflexionar sobre la dificultad de estudiar las relaciones de poder en el medio rural de la primera mitad del siglo XIX, en los múltiples enfoques con que puede abordarse su análisis así como en la divergencia de los resultados. Consideramos que el problema reside en que los tra-bajos arriba reseñados utilizan, en su mayoría, perspectivas muy generales, algunas demasiado sesgadas hacia las estructuras so-cioeconómicas, otras con enfoques netamente institucionalistas, o con perspectivas que privilegian lo político sobre lo económico (o viceversa). Aunque la perspectiva regional no está ausente, en algunos casos sólo se utiliza para una mejor comprensión del contexto socioeconómico, en otros, para abordar más de cerca los comportamientos de la cultura política de los grupos subalter-nos, sin que sea frecuente la combinación de ambos aspectos. Por estas razones, creemos que los autores mencionados no logran una verdadera ilustración histórica de las manifestaciones con-cretas del poder local en las comunidades rurales –propósito que, por otra parte, no corresponde a las preocupaciones fundamen-tales de la mayoría de estos trabajos–.

En base a las razones expuestas, podemos plantear como hipótesis de trabajo una perspectiva regional que combine el es-tudio estructural de los aspectos socioeconómicos con un enfoque político que aborde el comportamiento de los actores en diversas coyunturas –las elecciones para ayuntamientos, el papel de las milicias cívicas en los conflictos políticos regionales– ale-jándose por completo de los análisis institucionalistas, es decir, no estudiar a los ayuntamientos y milicias por sí mismos, sino el papel que desempeñan sus miembros en los conflictos de inter-eses sociales, económicos y políticos de las sociedades locales.

Veamos ahora hasta que punto los análisis regionales han avanzado en la comprensión del problema y en qué medida han ensayado enfoques y perspectivas originales que faciliten el estu-

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dio de las relaciones de poder en el medio rural mexicano decimonónico, para poder confrontar sus métodos de trabajo con el enfoque que proponemos.

III

Hemos optado por la región azucarera “morelense” como esce-nario de nuestras indagaciones sobre el poder local en la primera mitad del siglo XIX.26 Al lado de otras importantes zonas azucare-ras como Michoacán, Veracruz, Jalisco y Oaxaca, la zona de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas (núcleo básico del actual estado de Morelos) fue durante siglos la región azucarera más importante del territorio, abastecedora de la mayor parte del dulce consumido en la ciudad de México.27 Más adelante abundaremos sobre las transformaciones político-administrativas de este territorio, por el momento queremos señalar dos componentes esenciales para nuestro estudio del poder local: el carácter dominante de la hacienda azucarera, agroindustria que, desde tiempos virreinales, controló y determinó la esfera de la producción, la comercializa-ción y las relaciones sociales de la región, absorbiendo a su lógica productiva a pueblos de indios, ranchos y labradores,28 y, en se-gundo lugar, la importante tradición de resistencia y salvaguarda de sus recursos que desarrollaron las comunidades rurales a lo largo de la época colonial, debido a los constantes conflictos por tierras y aguas contra las haciendas azucareras.29

El problema básico reside en determinar si la ruptura del or-den colonial y las transformaciones institucionales, económicas y políticas que trajo consigo la independencia alteraron sustancial-

26 Aquí entendemos por región la definición propuesta por Eric van Young: la “espacialización de una relación económica”, que no se co-rresponde con las divisiones políticas, administrativas o eclesiásticas de los territorios, Young, Crisis, 1992, pp. 430-431. 27 Véase Crespo, et al., Historia, 1988, vol. 1, pp. 79-92. 28 Sánchez Santiró, Azúcar, 2001, p. 318. 29 Sobre las constantes disputas por tierras y aguas entre pueblos y haciendas durante la época colonial véase Wobeser, Hacienda, 1988, pp. 124-138, y Martin, Rural, 1985, pp. 177-192.

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mente las relaciones de poder entre pueblos y haciendas. Hay que considerar que, dada la larga tradición de resistencia, el tránsito de la república de indios hacia el ayuntamiento constitucional sería para los pueblos un episodio más de su lucha, sólo que con ins-trumentos políticos diferentes. Además, no se enfrentaban a una simple élite económica regional, pues la mayoría de los hacendados azucareros pertenecía al poderoso Consulado de Comerciantes de la ciudad de México, es decir, formaban parte de un sector de la élite novohispana capitalista con intereses económicos en la región azucarera de Cuernavaca y Cuautla.30

Cabe entonces preguntarse: ¿en qué medida los trastornos económicos y políticos de la primera mitad del siglo XIX afecta-ron a la hacienda azucarera?, ¿hasta qué punto los ayuntamientos constitucionales y las milicias cívicas fortalecieron a los pueblos en su lucha contra las haciendas por defender sus recursos pro-ductivos, su identidad comunal y su autonomía política? A nuestro entender, el enfoque más adecuado para resolver estas cuestiones es aquel que considere los comportamientos políticos locales (la práctica municipal, el accionar de las milicias cívicas, las elecciones parroquiales, las luchas por los recursos territoriales) no de forma autónoma sino en estrecha relación con el contexto socioeconómico de la región y con los intereses económicos y políticos de los actores involucrados.

Para mostrar la pertinencia de nuestro enfoque, es necesario primero valorar los planteamientos que ofrecen, desde otras pers-pectivas, los estudios regionales que se han ocupado de una u otra forma de las relaciones de poder en el ámbito local. Al ponderar sus resultados estaremos en mejores condiciones para argumentar que nuestra perspectiva puede contribuir de forma sustancial al debate planteado en el inicio de este apartado introductorio.

En su estudio sobre Guanajuato, José Antonio Serrano con-cuerda con la idea de Annino acerca de una revolución local al amparo de la constitución de Cádiz, que trasladó amplios poderes estatales a los pueblos, pero sostiene que la transformación en la jerarquía territorial que generó la guerra de independencia fue el elemento fundamental que provocó dicha revolución. La nueva

30 Sánchez Santiró, Azúcar, 2001, pp. 284-285.

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jerarquía territorial creada durante el periodo insurgente y poste-riormente con los nuevos ayuntamientos constitucionales trastocó la relación de dependencia y sujeción de las villas, pueblos y con-gregaciones con respecto a las ciudades capitales. Durante la guerra, las juntas militares y de arbitrios otorgaron a los pueblos amplias atribuciones fiscales y militares, además de volver autó-nomos a muchos pueblos sujetos con respecto a sus cabeceras. Los nuevos ayuntamientos retomarían las facultades fiscales y militares que los vecinos principales de las comunidades habían ejercido en las juntas. Serrano sostiene que dichos ayuntamientos fueron controlados por los vecinos principales (tenderos, comer-ciantes, administradores, dueños de obrajes, ranchos y haciendas), aunque hace una valoración positiva de este fenómeno, pues afirma que los vecinos principales fueron el “liderazgo movilizador” de las clases populares, al aliarse con jornaleros, arrendatarios, artesanos y pequeños comerciantes en diversas las coyunturas políticas: el movimiento insurgente, los procesos electorales de diputados provinciales y estatales, la expulsión de los españoles y la guerra civil de 1832.31

Sin embargo, no queda claro cuáles eran los puntos de interés común entre los vecinos principales y las clases populares, ni se ofrecen ejemplos concretos sobre los resultados positivos para los pueblos –en el ámbito estrictamente local– producto del lide-razgo movilizador de los vecinos principales, de ahí que podamos poner en tela de juicio de la validez de dicha afirmación.

Siguiendo con lo que consideramos como interpretaciones “positivas” de la vida municipal en los pueblos, el análisis de Claudia Guarisco sobre los indios del valle de México sostiene que después de la independencia se conformó una sociabilidad política híbrida, con elementos republicano-representativos y de antiguo régimen. Con la conversión de las repúblicas de indios en ayuntamientos, los indígenas pudieron seguir viviendo de acuerdo a sus costumbres (mantuvieron el control sobre las tierras comu-nales y de repartimiento, así como su identidad cultural y sus prácticas religiosas), no obstante, el conflicto surgió en los ayun-tamientos interétnicos, donde muchos indios perdieron autonomía

31 Serrano Ortega, Jerarquía, 2001, pp. 19, 22-25, 28-29.

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y fueron desplazados por criollos, mestizos y castizos, quienes generaron nuevas formas de asociación política contrarias a la tradición indígena. Sin embargo, el sector indio de estos ayunta-mientos logró presionar para que la legitimidad política de las autoridades no indias descansara sobre el respeto a algunos as-pectos incuestionables de la tradición política indígena, como la representación étnico-territorial. Si bien los indios lograron varias concesiones políticas en sus ayuntamientos, la indiferencia de subprefectos, prefectos, diputados y gobernadores hacia las cos-tumbres políticas indias fue uno de los motivos para que los ayuntamientos indígenas apoyaran el centralismo en 1835.32

Aquí el problema resulta evidente, ya que hablar de ayunta-mientos de indios y ayuntamientos interétnicos es un sinsentido, pues el reformismo gaditano precisamente abolió las distinciones étnicas en la composición de los municipios –otra cosa fue la coexistencia de repúblicas de indios y ayuntamientos constitucio-nales, como ocurrió en algunos estados–.33 Por tanto, acotar la investigación a la población indígena es otra limitación impor-tante. Finalmente, atiende más hacia los instancias de poder externas a la comunidad (como los diputados, prefectos y subpre-fectos) que al accionar de sus autoridades y a los conflictos dentro de los ayuntamientos donde, según Guarisco, los indios obtuvie-ron importantes concesiones políticas –nótese la diferencia entre “concesiones” y “derechos”–.

Otra perspectiva desde la que se ha analizado la constitución de los ayuntamientos es aquella centrada principalmente en los aspectos político-legislativos. Un ejemplo de este tipo de análisis lo encontramos en los trabajos de Carmen Sandoval Salinas sobre los ayuntamientos del estado de México. La autora describe la progresiva disminución de la autonomía municipal durante la primera república federal que, orquestada por la legislación esta-tal, redujo el número de ayuntamientos y sus atribuciones, además de subordinarlos cada vez más a los poderes ejecutivo y legisla-tivo. Según Sandoval Salinas, el objetivo de la legislación estatal al

32 Guarisco, Indios, 2003, pp. 23, 200-201, 206, 231, 263-264. 33 Véase por ejemplo el caso de Yucatán en Güémez Pineda, “Emergen-cia”, 2007, pp. 89-129.

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subordinar los ayuntamientos a las autoridades superiores, era disminuir el poder de la elite político-administrativa local que, usando su poder económico, había terminado por controlar a los ayuntamientos, cometiendo arbitrariedades.34

Si bien la autora detecta una disminución efectiva del poder municipal desde la misma legislación estatal, y además la atribuye a los intereses económicos de las élites político-administrativas, no se profundiza sobre la práctica municipal al interior de los pueblos y las luchas de poder entre las clases populares y las élites locales. Es decir, se resiente la ausencia de casos ilustrativos que muestren los mecanismos que los pueblos pudieran haber gene-rado para enfrentarse a las reformas legislativas que minaban progresivamente el poder de sus ayuntamientos.

Peter Guardino señala que el desplazamiento político de los funcionarios indígenas y el control de los ayuntamientos por sectores no indios que integraban las élites económicas locales, era “uno de varios posibles escenarios”, dependiendo del equili-brio de fuerzas en cada zona. Así, divide su región de estudio, el actual estado de Guerrero, en dos zonas: la federalista, donde se instalaron más ayuntamientos, los impuestos eran más bajos, el sufragio más amplio y menor la intervención de los funcionarios capitalinos, la actividad insurgente había sido más intensa y ter-minó por expulsar a las élites locales; y la centralista, donde había menos municipalidades, las élites locales sobrevivieron debido a la menor movilización insurgente, los pueblos sujetos estuvieron más sometidos a las cabeceras y los mestizos y criollos controla-ban los ayuntamientos apropiándose de los recursos campesinos. En el balance general Guardino sostiene que los cambios políticos actuaron en beneficio de los pueblos campesinos, otorgándoles un amplio margen de maniobra para defender sus derechos y oponerse a las imposiciones políticas de las autoridades superiores.35

Consideramos que Guardino acierta en distinguir diversos contextos políticos en el ámbito local de la misma región. Sin embargo, creemos que atribuir esas diferencias al alto o bajo nivel de insurgencia, o a las filiaciones políticas de los actores (centra-

34 Salinas Sandoval, Municipios, 2001, pp. 59, 70. 35 Guardino, Campesinos, 2001, pp. 146, 151-152, 166-168.

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listas o federalistas) limita en buena medida la explicación, pues pierde relevancia la conexión de los comportamientos políticos con los vínculos sociales y económicos que había entre las élites y las comunidades rurales.

Por último, consideremos los trabajos de Marco Bellingeri so-bre la conformación de las instituciones liberales en Yucatán. En principio, señala que los antiguos cabildos citadinos de la época colonial rápidamente identificaron como un peligro la representa-ción política otorgada al segmento indígena por medio de los ayuntamientos gaditanos.36 No obstante, el contexto de las gue-rras insurgentes permitió o forzó una alianza entre algunos sectores de las élites y las comunidades indígenas. En las primeras elecciones para ayuntamientos constitucionales, entre 1812 y 1814, la alianza entre reformadores constitucionalistas e indígenas principales venció a la vieja aristocracia burocrática y eclesiástica. En ciudades principales –como Mérida– los liberales fueron electos, mientras en las localidades intermedias se posicionaron blancos y mestizos, y en los lugares donde la población indígena era mayoría, ésta acaparó los cargos del cabildo (regidores, síndi-cos y alcaldes). Para 1814, el 70% de los pueblos habían elegido ayuntamiento, haciéndose efectiva la ciudadanía otorgada a los indios constitucionalmente.37

Sin embargo, luego de la restauración del absolutismo y con-sumada la independencia, la oligarquía yucateca impuso varias reformas entre 1823 y 1825, por medio del congreso estatal: rein-troducción del tributo eclesiástico, abolición de los ayuntamientos (excepto los de Mérida, Campeche y Valladolid) y restableci-miento de las repúblicas de indios, para facilitar el cobro del tributo y “procurar el trabajo honesto” de los indios. De los 168 ayuntamientos existentes en 1823, sólo sobrevivieron 15 después de las reformas.38 Esta situación, explica Bellingeri, legitimó la vía del pronunciamiento militar entre los pueblos por encima de la representación electoral.39

36 Bellingeri, “Soberanía”, 1995, pp. 70, 77. 37 Bellingeri, “Voto”, 1995, pp. 103-104, 106. 38 Bellingeri, “Soberanía”, 1995, p. 77; “Voto”, 1995, pp. 112-113. 39 Bellingeri, “Voto”, 1995, p. 119.

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Bellingeri deja claro que no puede estudiarse a los ayunta-mientos como instituciones uniformes a lo largo del tiempo, pues el contexto político de la época puede determinar un cambio de actitud de los poderes establecidos hacia las instancias del poder local. No obstante, es difícil de determinar hasta qué punto el factor étnico –temor a la llamada “guerra de castas” por parte de las élites– incidió en el comportamiento regional y pueda genera-lizarse para el resto del territorio mexicano.

Este recuento de análisis regionales nos arroja también una di-versidad de opiniones sobre el tema del poder local. Los planteamientos de Serrano Ortega –y en menor medida los de Guarisco– concuerdan con la ideas de Antonio Annino, mientras que el análisis de Peter Guardino lo acerca más a las tesis de Flo-rencia Mallon. Los trabajos de Sandoval Salinas y de Bellingeri, por último, son más afines a las reflexiones de Guerra y Van Young. Es sugerente el hecho de que nadie discute abiertamente con el modelo de John Tutino. En nuestra opinión, ello se debe a que frecuentemente los estudios locales dejan de lado o no otor-gan la suficiente relevancia al contexto socioeconómico de las regiones que estudian. Como ya lo sugerimos, esta dimensión es fundamental para poder valorar el impacto del liberalismo en las comunidades rurales de la primera mitad del siglo XIX en México.

Explicar la esfera de la política en relación con las estructuras sociales y económicas es, ciertamente, un enfoque criticado. José Antonio Serrano, por ejemplo, aclara que su estudio sobre la trans-formación jerárquica-territorial en Guanajuato no está guiada por el “reduccionismo” que considera lo político como una prolongación de lo económico, por el contrario, enfatiza la “relativa autonomía” del Estado y por lo tanto de la política.40 Antonio Annino va más allá y sostiene que es impensable explicar la “ruralización” de la política mexicana tomando en cuenta el creciente peso económico de las haciendas, debido a que la centralidad política del latifundio sólo se consumó hasta la segunda mitad del siglo XIX.41

No obstante, para el caso de la región azucarera de Cuerna-vaca y Cuautla de Amilpas, se justifica abordar el tema del poder

40 Serrano Ortega, Jerarquía, 2001, p. 14. 41 Annino, “Pueblos”, 2003, p. 430.

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político en estrecha relación con el poder económico local, en este caso representado por la hacienda azucarera. La propiedad terrateniente de los hacendados se consolidó a lo largo de los tres siglos de la época colonial, y no hasta la segunda mitad del siglo XIX,42 además, la importancia política de la élite regional azucarera se constata con diversas acciones políticas y de control social exitosas, tendientes al beneficio de sus empresas.43 Finalmente, cómo pensar en excluir a la hacienda azucarera del análisis polí-tico de la primera mitad del siglo XIX en el distrito de Cuernavaca, cuando desde la época colonial había sido el núcleo productivo dominante que articuló la economía regional, definió las relacio-nes sociales y laborales, y que mantuvo su preeminencia durante la segunda mitad del siglo XIX, influyendo poderosamente en la vida política, social y cultural de los pueblos campesinos.44

Por tanto, una perspectiva de análisis que puede enriquecer el debate en torno al impacto de las reformas liberales (gaditanas y republicanas) en el campo mexicano, es aquella que tome en con-sideración la relación entre el poder político local representado por los ayuntamientos y las milicias cívicas, y el poder económico de una región determinada –representado por mineros, hacenda-dos, rancheros, comerciantes–, pues, a diferencia de los enfoques

42 Para una descripción más detallada del proceso de instalación de las haciendas azucareras en la región, durante la época colonial véase Crespo, et al., Historia, 1988, vol. 1, pp. 50-58, 85-88; Mentz, et al., Haciendas, 1997, pp. 219-375; Wobeser, Hacienda, 1988, pp. 59-69, 79-91, 98-109, y Sánchez Santiró, Azúcar, 2001, pp. 38-39. 43 Las presiones para la legalización del aguardiente, otorgada en 1796; la resistencia contra las pretensiones de la real hacienda por incrementar la fiscalidad alcabalatoria, logrando mantener el sistema de igualas intacto; el control social de los pueblos de indios vecinos, que les permitió usur-par o controlar sus recursos territoriales; finalmente, hay que mencionar la organización de batallones de trabajadores de la haciendas para de-fender las propiedades contra los insurgentes, así como el golpe de estado contra el virrey Iturrigaray dirigido en 1808 por Gabriel Yermo, en el que participaron varios propietarios de fincas azucareras de la región, para salvaguardar sus intereses económicos, véase Sánchez San-tiró, Azúcar, 2001, p. 317; Huerta, Empresarios, 1993, p. 88. 44 Véase Sánchez Santiró, “Producción”, 2004 y Azúcar, 2001.

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sobre la asimilación de los ideales del liberalismo, o aquellos que atienden al propio discurso liberal sobre lo que idealmente debe-ría de ser un ayuntamiento, u otros que reducen la explicación sólo al sector indígena de la población en oposición a los no in-dios, la incorporación al análisis de los intereses económicos en conflicto nos puede mostrar el grado de eficacia de los instru-mentos políticos liberales para salvaguardar o no los intereses de las comunidades, es decir, atender a la práctica del poder local no desde “el proyecto liberal” sino desde sus resultados específicos en una región.

IV

Al proclamarse la primera república federal, el 4 de octubre de 1824, el Estado de México era el más poblado de los diecinueve estados que la componían, y sobresalía entre los de mayor exten-sión. En su territorio –120,800 km2– habitaban 1 300,000 personas, es decir, el 21% de los 6 205,000 habitantes de la repú-blica. La gran mayoría de la población era india (alrededor del 85% sin contar la ciudad de México), en especial los campesinos de los valles de México, Toluca, Cuernavaca y Cuautla, contán-dose además, buen número de negros y mulatos en las zonas mineras y azucareras, descendientes de los antiguos esclavos. En sus linderos se ubicaban “las haciendas más ricas y conocidas del país”, a las que debía la prosperidad de su agricultura que, junto con su minería, le permitía disfrutar de la tercera parte de la ri-queza nacional.45

Integrado administrativamente por ocho prefecturas o distritos (Acapulco, Cuernavaca, Huejutla, México, Toluca, Tula, Tulancingo y Taxco), en realidad, las zonas productoras que lo dinamizaban económicamente eran la minera (Hidalgo y Taxco), la cerealera (Toluca), la pulquera (Chalco y Apan), la azucarera (Cuernavaca y Cuautla) y la algodonera-ganadera (Acapulco); cuyas producciones se estructuraban en función de la ciudad de México.46

45 Salinas Sandoval, “Imperio”, 2003, p. 445; Macune, Estado, 1978, pp. 9, 12-13, 15. 46 Macune, Estado, 1978, pp. 9, 11.

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Así, dentro de este poderoso estado, el distrito de Cuernavaca se distinguía por varias razones. Con una población alrededor de 85,000 habitantes, estaba entre los más densamente poblados (314 habitantes por legua, en un territorio de 268 leguas cuadra-das), poseía las haciendas azucareras más productivas del país, pero, a su vez, un alto índice de conflictividad social dada la pre-sión sobre los recursos territoriales.47

El azúcar y aguardiente de Cuernavaca y Cuautla, junto a los llanos pulqueros de Apan y el valle cerealero de Toluca, eran las tres zonas del estado con mayor grado de mercantilización local.48 De hecho, hacia 1828, el azúcar y aguardiente del distrito de Cuernavaca eran los productos más florecientes del comercio del estado, pues además de destinarse a la ciudad de México, sus mercados se expandían a Puebla, Oaxaca y otros estados del in-terior, incluso los hacendados pugnaban por apoyos del gobierno para la exportación del dulce.49 Pero la mayor importancia del distrito de Cuernavaca para las finanzas del estado radicaba en la fiscalidad: entre 1821 y 1869, los impuestos del azúcar y aguar-diente de caña dieron al erario estatal cantidades de impuestos dos o más veces mayores que las demás administraciones. En 1847, mientras todos los distritos aportaron menos de 10,000 pesos, en el distrito de Cuernavaca se recaudaron 14,573 pesos para la guerra contra las tropas norteamericanas.50

Paradójicamente, a pesar de la importancia económica del distrito de Cuernavaca aquí aludida, no hay un acuerdo entre los especialistas sobre el comportamiento productivo de la agroin-dustria azucarera durante los siglos XVIII y XIX.

Durante la época colonial, la producción azucarera de las al-caldías mayores de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas se contaba entre las más importantes de Nueva España.51 Con desacuerdos

47 Orellana, Descripción, 1985, pp. 27, 38-39; Macune, Estado, 1978, p. 11; Memoria, 1826, 1827 y 1834. 48 Salinas Sandoval, “Imperio”, 2003, p. 466. 49 Huerta, Empresarios, 1993, p. 92. 50 Mentz, Pueblos, 1988, pp. 58-60. 51 La región azucarera “morelense” estuvo integrada a principios de la época colonial por las alcaldías mayores de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas, el corregimiento de Ocuituco y la alcaldía mayor de Tetela,

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importantes sobre el comportamiento de largo plazo, los autores coinciden en afirmar que hacia las últimas décadas del virreinato, la producción regional de azúcar alcanzó su momento de máximo esplendor, favorecida por diversos factores internos y externos,52 produciendo en promedio 5,216 toneladas anuales entre 1791-1794, y 7,820 entre 1800-1804.53

El debate que nos interesa destacar aquí es el de la producción azucarera del distrito de Cuernavaca durante la primera mitad del siglo XIX, y conectarlo con la polémica sobre el impacto del libe-ralismo en las comunidades rurales.

La visión tradicional afirma que la hacienda azucarera entró en una profunda crisis económica, debido a los efectos negativos de las guerras insurgentes y a la inestabilidad política que prevaleció después de la independencia. Dicha crisis consistió en la frag-mentación de las haciendas, la acumulación de deudas y el descenso de la producción. En consecuencia, la crisis de la hacienda azucarera se tradujo en beneficio de la economía campe-sina y ranchera de los pueblos, mostrando mayor dinamismo que durante la época colonial.54 En el fondo, se trata de la traslación de la tesis de John Tutino sobre la descompresión agraria, que como vimos, afirma que en el centro de México, los años posteriores a

todos territorios realengos, a excepción de Cuernavaca que pertenecía al Marquesado del Valle, y por tanto, estuvo bajo la jurisdicción del mar-qués, ver Gerhard, Geografía, 2000, p. 97. 52 El debate sobre la producción azucarera en la época colonial, consiste en determinar un aumento en la producción o un periodo de crisis du-rante la primera mitad del siglo XVIII, véase Martin, Rural, 1985, pp. 71-72; Crespo, et al., Historia, 1988, vol. 1, pp. 135-144; Wobeser, Hacienda, 1988, pp. 139-200; Sánchez Santiró, Azúcar, 2001, pp. 60-78, y Melville, Haciendas, 2006, pp. 445-449. Sobre el contexto económico y político favorable al aumento de la producción desde 1790 véase Sánchez San-tiró, Azúcar, 2001, pp. 70-74, 221-222, 317. 53 Sánchez Santiró, “Producción”, 2004, p. 613, Azúcar, 2001, p. 65. 54 Esta imagen sobre la región azucarera de Cuernavaca fue planteada inicialmente por Cherly E. Martin, Martin, Rural, 1985, pp. 195-196, y fue retomada posteriormente por otros autores, véase Mallon, “Campesinos”, 1989, pp. 61, y Guardino, Campesinos, 2001, p. 326. La crítica y refutación empírica de esta posición en Sánchez Santiró, “Producción”, 2004.

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la independencia “aportaron decadencia económica a los terrate-nientes detentadores del poder y una expansión de la producción campesina y ranchera”.55

Además del fortalecimiento de la economía campesina frente a la crisis de la agricultura comercial de las haciendas azucareras, las transformaciones políticas acaecidas en las primeras décadas del siglo XIX –implantadas en principio por la constitución de Cádiz en 1812 y posteriormente con la constitución federal de 1824 en México– brindaron a los pueblos instrumentos políticos que for-talecieron su posición frente a los hacendados locales, para salvaguardar eficazmente sus recursos e intereses: los ayunta-mientos constitucionales y las milicias cívicas.56 Por tanto, en el ámbito local, a la crisis económica de la hacienda azucarera habría que agregar la expansión de la economía campesina y su fortale-cimiento político gracias a las nuevas instituciones liberales y republicanas.

No obstante, la crisis económica de la agroindustria azucarera durante la primera mitad del siglo XIX se ha puesto seriamente en duda, y con ella, el fortalecimiento de las economías campesinas y ranchera con que se asocia. Después de indagar el número de haciendas en funcionamiento, los datos de producción y el com-portamiento de los mercados, Ernest Sánchez afirma que la economía azucarera se recuperó rápidamente después de la crisis de los años veinte, generada por los conflictos bélicos de la inde-pendencia, contradiciendo los postulados de la visión tradicional. Si se considera el periodo 1791-1851, se observa un incremento de la producción con una tasa anual promedio del 1%. Este in-crementó obedeció a la expansión de los mercados para el azúcar del distrito de Cuernavaca, debido a la destrucción de importantes zonas azucareras como Michoacán y Veracruz durante la insur-

55 Tutino, Insurrección, 1990, p. 198. En relación a la zona azucarera afirma: “Las élites de la ciudad de México que manejaban haciendas productoras de grano al igual que las propiedades azucareras en el alti-plano central, se veían ante una reducción de sus ganancias, interrumpidas por repetidos años de francas pérdidas”, ibídem, p. 196. 56 Para algunas obras que siguen esta visión ver Hernández Chávez, Breve, 2002; Mallon, Campesino, 2003, sobre todo en cuanto a las milicias de los pueblos; y Guardino, Campesinos, 2001.

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gencia, así como a las políticas proteccionistas sobre el azúcar implementadas por el estado mexicano.57 Así, la visión de la crisis económica de la hacienda azucarera del distrito de Cuernavaca durante la primera mitad del siglo XIX debe ser desechada, ade-más de plantear una revisión crítica de las implicaciones que conlleva reconocer la continuidad entre la época colonial y el periodo independiente de la expansión de la producción azuca-rera. Por tanto, no ocurrió una descompresión agraria en la región de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas durante la primera mitad del siglo XIX.

Otro factor a considerar que ilustra el auge económico de la hacienda azucarera es el comportamiento de la población regional, el cual nos habla de un mayor dinamismo demográfico de las haciendas que de los pueblos, fenómeno que se explica no sólo por el aumento natural de la población residente en las haciendas, sino por el progresivo asentamiento de trabajadores provenientes de los pueblos vecinos o de otros distritos.58 Este comportamiento demo-gráfico de las unidades productivas se explica dentro del contexto del auge de la economía del azúcar durante la primera mitad del siglo XIX en el distrito de Cuernavaca, mostrando que las haciendas eran importantes centros de atracción de trabajadores.

Esta nueva perspectiva del escenario socio-económico del distrito de Cuernavaca genera varias interrogantes con respecto a los cambios políticos que acontecieron al interior de las comuni-dades. Cómo explicar, por ejemplo, una producción azucarera en expansión, con la población de las haciendas creciendo más acele-radamente que la de los pueblos, en un mismo territorio donde encontramos ayuntamientos constitucionales y milicias cívicas que se erigen como supuestos guardianes de los recursos territo-riales de los pueblos. ¿Fueron capaces los pueblos de utilizar a las instituciones liberales para defender sus recursos territoriales, su identidad cultural y su autonomía política?, ¿generaron proyectos alternativos como el liberalismo popular o “comunal”?, o por el

57 Sánchez Santiró, “Producción”, 2004, pp. 609-630. Sobre la expansión de los mercados para el azúcar de Cuernavaca véase también Crespo, et al., Historia, 1988, vol. 1, pp. 94-95. 58 Sánchez Santiró, “Distrito”, 2009.

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contrario ¿milicias y ayuntamientos fueron instituciones ineficaces para los pueblos frente al poder económico y político de la hacienda azucarera?, ¿las instituciones liberales en el campo se convirtieron en agentes políticos de las élites económicas?

Los contados estudios que han hecho mención del impacto de las instituciones liberales en las comunidades rurales del distrito de Cuernavaca, presentan interpretaciones diametralmente opuestas.

Alicia Hernández Chávez, refiriéndose a Anenecuilco y otros lugares del poniente del distrito, apoya la idea de Annino sobre el “proceso político revolucionario” que significó la instalación de los ayuntamientos, al trasladarse la soberanía del monarca al pue-blo. En su opinión, la tradición de nombrar autoridades en las antiguas repúblicas facilitó la asimilación de las elecciones constitu-cionales en los pueblos, otorgándoles legitimidad. Los sectores populares se beneficiaron con la ampliación de la representación política, pues aunque negros y castas estaban formalmente exclui-dos, supieron aprovechar las brechas legales para hacer efectiva su participación. Por otra parte, esta ampliación de la ciudadanía debilitó a los viejos cacicazgos indígenas, quienes acaparaban los puestos políticos y las mejores tierras de la comunidad. Como corolario, la instalación de ayuntamientos ayudó a pacificar el territorio durante la época insurgente, ya que los vecinos regresa-ron a sus comunidades para completar el número de habitantes requerido –mil según la constitución de Cádiz– y evitar que su pueblo siguiera sujeto a alguna cabecera.59

De acuerdo con esta visión, el ordenamiento legal de los ayuntamientos dio a los habitantes de los pueblos un mayor con-trol sobre el acceso al poder y la toma de decisiones, minimizando el acaparamiento del poder político por parte de caciques y notables, con un sistema político más incluyente y democrático que reconoció de facto a negros y mulatos sus dere-chos ciudadanos.

En su trabajo sobre los pueblos campesinos del poniente del distrito, Brígida von Mentz presenta un panorama distinto. En primer lugar, sostiene que los indígenas perdieron paulatinamente el control político de sus comunidades, al ser desplazados de los

59 Hernández Chávez, Breve, 2002, pp. 96-99, 105-109; y Anenecuilco, 1991.

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cargos de los ayuntamientos, pues carecían de los conocimientos necesarios para la vida republicana, además de que sus actividades agrícolas les impedían desempeñarse como funcionarios munici-pales. Por otra parte, el debilitamiento de los cacicazgos indígenas fue relativo, pues los antiguos principales lograron conservar parte de su poder político, aunque tuvieron que compartirlo con mestizos y castas, quienes ahora podían competir en las eleccio-nes por una posición en el cabildo. De hecho, la inclusión de estos sectores a la participación política permitió que las elites económicas regionales –los hacendados azucareros– se apropia-ran de la administración local de manera directa o a través de sus representantes (administradores, trabajadores de confianza, ma-yordomos, etc.).60

Mentz llama la atención sobre los cambios ocurridos después de la independencia que terminaron con el antiguo proteccionismo monárquico sobre la población indígena. La exigencia de pagar impuestos en efectivo impactó negativamente en los espacios ru-rales donde la monetarización de la economía era escasa. A esto hay que agregar la militarización del territorio: la figura del coman-dante militar, personaje vinculado con la gran hacienda azucarera, tenía el monopolio de la violencia sobre la población rural, impartía justicia y orientaba la política local. Como consecuencia de estos factores, el poder de los hacendados creció de tal forma que pocas familias llegaron a controlar los destinos de regiones enteras.61

Aunque faltan trabajos que aborden de manera específica este problema, de los que se puedan obtener conclusiones más gene-rales para el distrito de Cuernavaca, creemos que el análisis de Mentz ofrece un panorama que ilustra de forma notable la pér-dida de autonomía de las comunidades campesinas, al tomar en consideración, además de los cambios políticos, el contexto social y económico de los conflictos agrarios, en comparación con el de Hernández Chávez que reduce su análisis a los aspectos electora-les y la representación política de los pueblos.

No obstante, la carencia de estudios sistemáticos sobre este problema para el conjunto del distrito nos impide valorar la perti-

60 Mentz, Pueblos, 1988, pp. 138-152. 61 Ibídem, pp. 57-58.

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nencia de ambas visiones. Se impone la necesidad de proyectar un estudio sobre el poder local en el distrito de Cuernavaca durante la segunda mitad del siglo XIX, que considere los procesos electo-rales, las prácticas municipales de los ayuntamientos, los conflictos por los recursos, el accionar de las milicias cívicas, y la relación de los pueblos tanto con las élites locales y regionales, como con los prefectos y demás autoridades estatales. De acuerdo al enfoque propuesto, hay que combinar el estudio del contexto socioeconómico del territorio con las transformaciones político-institucionales en el ámbito local. De hecho, el mismo Annino reconoce que no se puede ignorar que, al lado del estudio de la ciudadanía liberal en México existe otra historia estrecha-mente vinculada: la amenaza que la igualdad jurídica supuso para las comunidades rurales, en cuanto sujetos sociales, culturales e históricos, aunque señala que su estudio es mucho más difícil por la falta y dispersión de las fuentes.62

Pero a pesar de las dificultades que supone el análisis de la rela-ciones de poder local en el campo mexicano –una contrariedad nada nueva como bien sabe la historiografía de los grupos subal-ternos–63 estamos convencidos que con un análisis de esta naturaleza, estaremos en mejores condiciones para responder a la cuestión fundamental de quiénes controlaban las instancias de poder local del distrito de Cuernavaca durante la primera mitad del siglo XIX, y determinar a qué grupos e intereses representaban. Nuestra hipótesis central afirma que no ocurrió en el distrito de Cuernavaca el doble proceso político-económico de la descompresión

agraria y de la revolución local, de lo cual se deduce que no se produje-ron mejoras sustanciales en los niveles de vida de las comunidades rurales en el periodo que aquí denominamos primer liberalismo.64

62 Annino, “Nuevas”, 1995, p. 53. 63 Seguimos la definición de “subalterno” propuesta por Florencia Mallon de manera amplia como “cualquiera que es subordinado en términos de clase, casta, edad, género y oficio, o en cualquier otra forma”. Sobre la conformación del Grupo Latinoamericano de Estudios Subalternos véase Mallon, “Promise”, 1994. 64 Es importante señalar que para proponer explicaciones generales que puedan aplicarse a otras regiones, nuestros resultados tienen que compa-rarse con el contexto de otras zonas azucareras como Michoacán y

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V

Finalmente, es necesario definir los criterios de periodización, temáticas y conceptos utilizados en este trabajo.

En primer lugar, hay que justificar el corte cronológico 1810-1835, es decir, desde el inicio del movimiento insurgente hasta la culminación de la primera república federal. En términos políti-cos comprende la transición del antiguo régimen colonial hacia la independencia de la metrópoli, la proclamación del imperio itur-bidista y la instalación y fracaso de la primera república federal. ¿Cómo justificar el análisis de este periodo cuando albergó una serie de transformaciones políticas tan disímiles como un régimen colonial, uno imperial y otro republicano y federalista?

A nuestro entender, el elemento que le otorga unidad temática a dicho periodo es el proyecto de las elites por instaurar un régi-men liberal para suplantar a las estructuras del antiguo régimen, de ahí que denominemos como “primer liberalismo” al periodo que comienza en 1810 cuando el Concejo de Regencia abolió el tributo indígena (reconociendo a los indios la igualdad jurídica), pasando por las reformas liberales de las cortes de Cádiz y la constitución de 1812 que influyeron notablemente en el régimen constitucional que se implantó en México después de la indepen-dencia a partir de 1824 (ese primer liberalismo que fracasó en 1835 al instaurarse el centralismo y que surgiría con otras caracte-rísticas a mediados del siglo XIX en torno a las Leyes de Reforma).

Lógicamente, el reformismo de la constitución de Cádiz (o re-formismo gaditano) es el referente fundamental de este primer liberalismo. En nuestro trabajo utilizamos el término “época ga-ditana”, dividida en dos momentos: primer periodo gaditano (1812-1814), interrumpido por la restauración del absolutismo en España, y segundo periodo gaditano (1820-1823), a partir del

Veracruz, o con el de regiones de alta población indígena como Oaxaca y Yucatán, también resultaría enriquecedor analizar cómo operaba la política local en las zonas mineras y en la ciudad de México. No obs-tante, el cronograma de la investigación, la delimitación del tema y la metodología nos imponen centrarnos por el momento en una región específica, dejando a la investigación futura la comparación de nuestros resultados con las particulares circunstancias de otros lugares.

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reestablecimiento de la constitución y la instalación de la Diputa-ción Provincial de Nueva España (1820-1821), y posteriormente, luego de la independencia, de la Diputación Provincial de México (1821-1823). Aunque en muchos aspectos las disposiciones del reformismo gaditano siguieron operando después de la indepen-dencia, denominamos “época republicana” al periodo que va de la proclamación de la constitución federal de 1824 hasta su aboli-ción en 1835, una época en que el liberalismo gaditano se fue adaptando a las circunstancias políticas, sociales y económicas de los diferentes estados de la república.

Justificada así nuestra cronología, la constitución de Cádiz apa-rece como el punto de arranque de las reformas liberales que fueron erosionando las estructuras del antiguo régimen. No obs-tante, esta visión ha sido cuestionada en los últimos años por la historiografía dedicada al estudio de la cultura jurídica.65 En efecto, la tesis fundamental de dicha historiografía afirma que la constitu-ción de Cádiz deber comprenderse como el último episodio del antiguo régimen, y no como el inicio de la era liberal. Esta afirma-ción se basa en el argumento de que el reformismo gaditano se limitó a traducir en términos constitucionales el paradigma juris-diccional característico de la cultura jurídica de antiguo régimen66 (preeminencia de la religión como orden revelado, orden jurídico pluralista –tantos derechos como corporaciones– y probabilista –resolución de casos interpretando el orden establecido–).67

Otro de los cuestionamientos de esta historiografía revisio-nista tiene que ver con el tema de la soberanía. Así, por ejemplo, las juntas que se organizaron a raíz la crisis de la monarquía cató-lica generada por la invasión napoleónica (calificada como una verdadera crisis atlántica), se pensaron como un “depósito” de la

65 Fundamentalmente por el grupo de historiadores del derecho confor-mado por Bartolomé Clavero, Carlos Garriga, Marta Lorente y José María Portillo. 66 Lorente, “Nación”, 2004, pp. 106, 135-136. 67 Garriga, “Orden”, 2004, pp. 34-35. Así, el ordenamiento jurídico del Antiguo Régimen pueden entenderse usando la metáfora de un bosque: “(un espacio salvaje, no cultivado), en el que el jurista actúa a modo de guardabosques, ocupado en mantener un orden dado, que se vive como natural y se entiende, por tanto, esencialmente invariable”, ibídem, p. 36.

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soberanía que trataba de custodiarla o tutelarla ante la ausencia del monarca, una pretensión muy diferente a la transferencia de la soberanía del monarca al “pueblo” o a “los pueblos”68 (aquí la discrepancia con la postura ya mencionada de Antonio Annino es patente).

Por otra parte, se plantea que la nación española se constituyó en realidad como una “corporación de corporaciones”, puesto que la carta gaditana reconoció “las múltiples esferas cerradas en sí mismas, prácticamente autónomas”. En el caso de la ciudadanía, por ejemplo, el sistema electoral gaditano mantuvo la calidad de vecino, amparado por la pertenencia a una comunidad territorial y no por una declaración universal de derechos. Por tanto, las limi-taciones que se imputan a la ciudadanía gaditana desaparecen si se comprende que sólo se planteó un reajuste del antiguo vecino.69

No obstante, aunque dichos planteamientos se generaron prin-cipalmente sobre el análisis de la realidad española peninsular o desde una perspectiva “atlántica”, Bartolomé Clavero ha subra-yado que el caso de México “como contraparte americana de Cádiz o más bien réplica en América”, puede ayudar a evidenciar la falta de correspondencia entre “constitución y pueblo”, o entre “constituciones y pueblos”.70 Lógicamente, no es nuestra inten-ción revisar la pertinencia de las afirmaciones de esta historiografía para el caso mexicano, de hecho, hay que decir que nuestro análi-sis se interesa fundamentalmente por la forma en que las transformaciones políticas o jurídicas modificaron o no las rela-ciones de poder en una región determinada, sin embargo, somos consientes de que los resultados de nuestro trabajo conllevaran varias implicaciones concernientes a los temas debatidos por sus autores, implicaciones que no podemos eludir y que nos llevaran a pronunciarnos modestamente sobre algunas de las cuestiones planteadas.

Otra de las cuestiones que hay que dejar en claro en estas con-sideraciones preeliminares a nuestro análisis es la concerniente a la denominación de las distintas expresiones políticas al interior

68 Portillo, “Revolución”, 2004, p. 64. 69 Lorente, “Nación, 2004, p. 118. 70 Clavero, “Constituciones”, 2004, p. 15.

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del credo liberal. En efecto, hay un lugar común en la historiogra-fía mexicana que suele referirse a la oposición entre liberales y conservadores, para denominar a los miembros de las principales fuerzas políticas que se enfrentaron durante el siglo XIX. En este trabajo nos alejamos de dicha distinción por considerarla equí-voca y confusa. Por “liberales” entendemos –en términos generales– a todos aquellos políticos que se adhieren a un orden constitucional, que comparten la idea de una soberanía depositada en el pueblo compuesto por ciudadanos, participan del sistema representativo a través de las elecciones, creen necesaria la divi-sión de poderes y el respeto de los derechos individuales (entre ellos el de la propiedad privada) en oposición a las reivindicacio-nes comunales o corporativas. Esto no quiere decir que todos los políticos liberales sean lo mismo: algunos aceptarán que voten amplios sectores de la población (indios y mulatos, por ejemplo), mientas que otros propondrán restricciones para la participación política (renta y propiedad); algunos defenderán un sistema fede-ral con amplia autonomía para los estados, mientras que otros preferirán un régimen centralizado que establezca los lineamien-tos estatales; algunos defenderán los latifundios y la explotación agrícola mercantil a gran escala, mientras que otros pugnarán por una reforma agraria para crear una sociedad de pequeños propie-tarios agrícolas, por citar algunos ejemplos.

En ese sentido podemos decir que la mayoría de los políticos mexicanos durante el siglo XIX eran liberales, con excepción de los borbonistas o monárquicos que pretendían restablecer la rela-ción colonial y conservar las estructuras del antiguo régimen, a los cuales podríamos denominar propiamente como “conservadores” o “reaccionarios”. Entonces, decir que Lorenzo de Zavala, Vi-cente Guerrero y Valentín Gómez Farías eran liberales, mientras que Melchor Múzquiz, Manuel Gómez Pedraza y Lucas Alamán eran conservadores, induce a pensar que éstos últimos no eran liberales, algo evidentemente muy alejado de la realidad, puesto que ambos grupos eran liberales pero se diferenciaban sustan-cialmente en la mayor o menor activación de las instituciones políticas propias del régimen liberal. Por tanto, en nuestro análisis optamos por referirnos a “liberales moderados” y “liberales pro-gresistas”, aunque con esta distinción no pretendemos negar o

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minimizar las palpables diferencias que distanciaban a ambos grupos, las cuales eran tan serias que los llevaron a inmiscuirse en importantes conflictos militares, simplemente queremos hacer notar que se trataba de facciones políticas que se movían en un mismo marco político-institucional, es decir, el liberal.

Por último, tenemos que referirnos a la forma en que enten-demos el concepto clave de nuestro análisis: poder local. La perspectiva regional aquí utilizada se inscribe mucho más en la línea de análisis de Eric van Young, para quien una región se define como la “espacialización de una relación económica”, que en la concepción romántica del terruño, la “matria” y la historia parroquial abanderada por los planteamientos de Luis González. Así, en primer término, entendemos por “poder local” precisa-mente a las relaciones de poder generadas en una región como consecuencia de la estructura económica y social de dicho espacio.

Por otra parte, consideramos que existe una segunda dimen-sión del poder local que se superpone a la primera: la política. En efecto, por poder local también nos referimos a la estructura política formal instaurada por el reformismo liberal, es decir, aquella que estableció como punto de arranque del sistema polí-tico el nivel parroquial, el de los pueblos. El nombramiento del ejecutivo estatal y federal recaía en los congresos locales, mientras que el nombramiento de sus miembros (diputados estatales y federales) comenzaba con las elecciones parroquiales organizadas por los ayuntamientos. De ahí que, por la enorme importancia política que revestía el nivel local, sería calificado como “el primer resorte del movimiento social”.

No obstante, el sistema político también se movía desde el ni-vel federal o estatal hacia lo local, es decir, que las decisiones que tomaran tanto los diputados estatales y federales como los gober-nadores estatales o el ejecutivo federal –funcionarios cuyo nombramiento tenía su origen esencialmente en el nivel de los pueblos– habrían de repercutir en la vida de las comunidades locales. Así, detectamos en la política local una “relación circular” que comienza y culmina en el nivel de los pueblos a través de las elecciones y de las acciones de gobierno ejecutadas por los fun-cionarios de elección popular y sus empleados o representantes.

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De esta forma se justifica que al ocuparnos de la política local en nuestra región de estudio, podamos referirnos sin mayor expli-cación a los ayuntamientos, pero también a los diputados estatales y federales, así como al análisis de los gobernadores y sus em-pleados (prefectos y subprefectos) e incluso al ejecutivo federal (o para la época gaditana a los subdelegados, los jefes políticos y los diputados provinciales).

Esto no implica afirmar que la vida política de los pueblos comience en el periodo gaditano, pues como veremos más ade-lante las prácticas políticas estaban presentes en las comunidades rurales e indígenas desde la época colonial (como la elección de sus autoridades). No obstante, se trataba precisamente de una sociabilidad política de antiguo régimen, mientras que el modelo gaditano inaugura unas instituciones y prácticas propias del régi-men liberal (ciudadanía, sistema electoral representativo indirecto). Por tanto, no compartimos la visión de Antonio Annino en el sentido de que Cádiz propició la “ruralización política” caracte-rística del siglo XIX en México,71 pues la política ya estaba presente en el medio rural desde siglos atrás, más bien nos inter-esa indagar de qué manera afectó a las comunidades el tránsito de una sociabilidad política de antiguo régimen a otra que, si bien podía contener elementos tradicionales, se organizaba a partir del marco institucional del liberalismo.

71 Annino, “Pueblos”, 2003, p. 430.

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CAPÍTULO I

EL ESCENARIO GEOPOLÍTICO:

Haciendas azucareras y comunidades rurales Como apuntábamos en la introducción de este trabajo, conside-ramos que el estudio de las instituciones liberales en el medio rural, particularmente el ayuntamiento constitucional y la milicia cívica, no puede abordarse en abstracto, atendiendo solamente a la legislación o al discurso del liberalismo triunfante. Por el con-trario, es indispensable acotar el análisis a una región determinada, atender a sus características socioeconómicas y relacionarlas es-trechamente con las instituciones políticas y los juegos de poder. Hemos optado como escenario de análisis por la “región azuca-rera morelense”, un espacio que desde la época colonial se articulo a partir de la relación simbiótica entre pueblos campesi-nos y haciendas azucareras, generando una larga historia de conflictos territoriales y políticos entre ambos sujetos históricos que atraviesa el siglo XIX y alcanza su cenit en el movimiento revolucionario zapatista de principios del siglo XX.

Aquí nos ocuparemos de ensayar una descripción que permita mostrar qué características sociales, económicas y políticas pre-sentaban los pueblos campesinos y los hacendados azucareros a finales de la época colonial, una cuestión central si pretendemos conocer la forma en que ambos actores se vieron afectados por las reformas del primer liberalismo del periodo 1810-1835, es decir, desde el estallido de la guerra de independencia hasta el fracaso de la primera república federal.

Del algodón a la caña de azúcar En tiempos prehispánicos el centro militar y ceremonial más importante que floreció en la región “morelense” fue Xochicalco, entre el 600 y 900 d.C. El grado de desarrollo alcanzado por este centro nos habla de su capacidad para subordinar políticamente a los pueblos vecinos y extraer de ellos grandes cantidades de exce-

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dentes agrícolas. Posteriormente, debido a las privilegiadas condiciones climáticas y ecológicas de su territorio, el área more-lense se volvió un lugar estratégico en el contexto de las luchas de los señoríos Tlahuicas que se disputaban el control del Valle de México. Hacia 1400, la región comenzó a ser codiciada por los gobernantes mexicas, sobre todo por que en sus fértiles suelos crecía un producto del que se carecía en el Valle de México: el algodón.1 Después de varias incursiones militares al territorio, sería el tlatoani Izcoatl quien, hacia 1437, conquistaría a los señoríos del área incorporándolos a la Triple Alianza, fundamentalmente como tributarios de mantas de algodón.2

MAPA 1 Señoríos prehispánicos de Cuauhnáhuac y Huaxtepec, 1519

FUENTE: Gerhard, “Method”, 1970, p. 29, en Maldonado, “Produc-ción”, 1984, p. 52.

1 Crespo, Modernización, 2009, pp. 16-17. 2 Maldonado, “Producción”, 1984, pp. 49-50.

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Desde entonces se intensificó la producción algodonera con fines tributarios en los señoríos del área morelense –el señorío tlahuica de Cuauhnáhuac y el xochimilca de Huaxtepec– (Mapa 1). Las mantas de algodón y otros productos agrícolas se enviaban al Valle de México en calidad de tributos, pero la producción agrícola regional no se vio alterara en lo sustancial con la incorporación de sus señoríos al imperio de la Triple Alianza: continuó la explotación agrícola de cultivos de irrigación y algu-nos complementarios de temporal, sobre todo maíz, fríjol y chile.3

CUADRO 1 Señoríos prehispánicos del área de Morelos en 1519

HUAXTEPEC CUAUHNÁHUAC

Huaxtepec Yauhtepec Tepuztlán Yacapichtlan

Cuauhnáhuac * Huitzilapan *

Itztepec * Xiuhtepec * Cohuintepec Acatlicpac * Xochitepec * Atlicholoaya Atlpoyecan Miacatlan * Coatlán * Mazatepec

Cuauchichinola Itztlan *

Zacatepec Molotla *

Tlaquiltenanco Xoxouhtla *

Panchimalco * Amacoztitlan * Ocpayucan *

Huaxtepec * Companco

Cuahuitlyxco * Xochimilcalcinco

* Quahtlan *

Anenecuilco * Olintepec *

Ahuehuepan * Itzamatitlan *

Tehuizco * Amilcinco *

Nepopoalco * Coacalco

Tlayacapan * Hueyapan

Ocopetlayuca Tetela

Yautepec * Tlaltizapan

* Atlhuelic * Huitzillan *

Tepuztlan * (más

algunos caseríos

poblados en la sierra)

Yecapichtla * Tlayacac * Xaloztoc *

Tecpancinco *

Ayoxochapa * Atlatlahuca * Totolapa *

Teocaltzinco *

* Comunidades autónomas.

FUENTE: Esta lista se elaboró a partir de la Matrícula de Tributos, ver Maldonado, “Producción”, 1984, pp. 51-55.

3 Crespo, Modernización, 2009, p. 17.

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Por su organización territorial, los señoríos prehispánicos de Cuauhnáhuac y Huaxtepec son caracterizados por algunos auto-res como ciudades-estado, puesto que en cada uno había una ciudad principal hegemónica y varios pueblos sujetos a la misma. Sin embargo, al parecer esta jerarquía obedecía a propósitos tri-butarios y no políticos, es decir, en las ciudades principales se concentraban los tributos de todo el señorío, por lo que otros autores consideran que existían varias comunidades “de alguna manera” autónomas políticamente. Así, sabemos por la Matrícula de Tributos que hacia 1519 había alrededor de cincuenta localidades en la jurisdicción de los señoríos de Cuauhnáhuac y Huaxtepec (Cuadro 1).4 Resulta interesante constatar que muchas de estas comunidades se convertirán posteriormente en cabeceras de república de indios durante la época colonial, y en cabeceras de ayuntamiento en la época republicana.

Estos señoríos tuvieron un papel relevante en la estrategia de conquista llevada a cabo por los españoles. Los aliados de Cortes, por ejemplo, aconsejaron atacar Cuauhnáhuac para obstaculizar el suministro de alimentos y refuerzos hacia Tenochtitlan.5 A diferen-cia de la conquista mexica, la conquista española significó una alteración sustancial de la organización y utilización de los recursos naturales del área morelense. Tierras, aguas y trabajo se orientaron y subordinaron al nuevo cultivo dominante traído por los con-quistadores: la caña de azúcar. El algodón casi desapareció, mientras que los espacios agrícolas del maíz se fueron contrayendo drásticamente. Progresivamente se iría constituyendo uno de los actores sociales y económicos decisivos de la historia regional: la hacienda azucarera.6

De esta forma, las comunidades indígenas campesinas y las haciendas azucareras articularían las principales luchas sociales y económicas de la región durante siglos, otorgándole al paisaje su marca característica: pueblos campesinos con tierras modestas instalados en torno a una iglesia, haciendas con sus imponentes chacuacos humeantes y sus grandes cañaverales extendiéndose por

4 Maldonado, “Producción”, 1984, pp. 50-55. 5 Hernández, Breve, 2002, pp. 40-41. 6 Crespo, Modernización, 2009, pp. 17-18.

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el horizonte. En palabras de Horacio Crespo: “haciendas y pueblos dibujando sobre el territorio la dialéctica entera de la sociedad”.7

Las haciendas azucareras El cultivo de la caña de azúcar se propagó por todo el territorio inmediatamente después de la conquista, al grado de que el dulce elaborado con ella se convirtió, después de la plata, en el segundo producto mercantil de todo el virreinato de Nueva España.8 Algu-nas zonas azucareras de relevancia se ubicaron en los territorios de los actuales estados de Oaxaca, Michoacán, Jalisco y Veracruz, pero fue en la región “morelense” –las alcaldías mayores de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas, que sustituyeron a los antiguos señoríos prehispánicos (Mapa 2)– donde se instaló la agroindustria azucarera más importante de toda Nueva España durante los tres siglos coloniales, y aún posteriormente.9

Las primeras haciendas azucareras pertenecieron a Cortés y sus descendientes. En 1529 el conquistador recibió por sus servicios prestados a la corona durante la conquista las tierras del Marque-sado del Valle, entre las que se contaban la demarcación de la alcaldía mayor de Cuernavaca, siendo el único señorío otorgado en el territorio americano, donde el marqués tenía jurisdicción sobre sus habitantes.10 Los marqueses aprovecharon dicho privilegio para monopolizar la comercialización del azúcar hacia el mercado de la ciudad de México. Por ello, después de la creación de los trapiches de Tlaltenango, Axomulco y Amanalco –entre 1523 y 1531–, los

7 Ibídem. 8 La importancia del azúcar en la economía novohispana –principalmente su variedad blanca– radicaba en que se consideraba un artículo de lujo, cuyos altos precios atraían a comerciantes y colonizadores para hacer buenos negocios, además, su cultivo y elaboración no estaban sujetos a fuertes controles políticos como otros productos agrícolas. Estas condi-ciones tan favorables permitieron que el azúcar mantuviera precios altos durante toda la época colonial y se convirtiera en un artículo de exporta-ción hacia la metrópoli, ver Sánchez Santiró, Azúcar, 2001, p. 37. 9 Crespo, et al., Historia, 1988, pp. 79-92. 10 Sobre el Marquesado del Valle véase García Martínez, Marquesado, 1969.

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marqueses se negaron a otorgar nuevas mercedes para sembrar caña y producir azúcar en su territorio.11

MAPA 2 Alcaldías mayores de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas, 1740-1821

FUENTE: Gerhard, Geografía, 2000, pp. 93-100.

No obstante, a finales del siglo XVI, al descubrirse yacimientos de plata en el sur de la alcaldía, se inició un largo litigio con la corona que culminó con la segregación de una parte del marque-sado para crear la alcaldía mayor de Cuautla de Amilpas, ahora bajo jurisdicción realenga y no marquesana (Mapa 2). Al amparo de las mercedes del rey se fundaron nuevos ingenios y trapiches para moler caña, desbaratando el monopolio de los marqueses e iniciándose la etapa de expansión de la hacienda azucarera por la región. De esta forma se instalaron alrededor de treinta nuevos

11 Sánchez Santiró, Azúcar, 2001, p. 38.

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ingenios y trapiches durante el siglo XVII –la mayoría antes de 1650– y otros catorce a lo largo del siglo XVIII. Hacia finales de la época colonial estaban en funcionamiento poco más de cuarenta ingenios y trapiches en la región azucarera de Cuernavaca y Cuautla, los cuales se mantendrían con ligeras modificaciones durante el siglo XIX (Mapa 3).12

MAPA 3 Instalación de las haciendas azucareras, siglos XVI-XVIII

FUENTES: Crespo et. al., Historia, 1988, pp. 50-58, 85-88, Wobeser, Hacienda, 1998, pp. 59-69, 79-91, 98-109; Mentz et. al., Haciendas, 1997, pp. 219-375, y Sánchez Santiró, Azúcar, 2001, pp. 38-39.

12 Sobre la expansión de la hacienda azucarera por el territorio durante la época colonial véase Crespo, et al., Historia, 1988, pp. 50-58, 85-88, Wobeser, Hacienda, 1998, pp. 59-69, 79-91, 98-109; Mentz, et al., Hacien-

das, 1997, pp. 219-375, y Sánchez Santiró, Azúcar, 2001, pp. 38-39.

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La base territorial de las haciendas azucareras fueron las mer-cedes reales o marquesanas –dependiendo del territorio– que otorgaban derechos sobre tierras y aguas y autorizaban el cultivo de la caña de azúcar y la instalación de los trapiches. Otros meca-nismos de acceso a los recursos fueron los censos perpetuos o enfitéuticos, las donaciones religiosas, el arrendamiento y la com-pra de tierras indígenas.13 De hecho, un factor decisivo en la expansión territorial de la hacienda azucarera fue el catastrófico descenso de la población indígena de la segunda mitad del siglo XVI, a consecuencia de una serie de epidemias que dejaron a mu-chos pueblos casi deshabitados. Las autoridades virreinales congregaron a la población sobreviviente de varios pueblos en uno sólo –política de las congregaciones– o adscribieron a los pobla-dos menores a una cabecera como pueblos sujetos.14 De esta manera muchas de las tierras de los pueblos quedaron sin trabajar y fueron ocupadas por las haciendas a través de medios legales o extralegales, incluso violentos. Cuando la población indígena se recuperó considerablemente –hacia mediados del siglo XVIII- tuvo que enfrentar serios problemas de subsistencia debido a la escasez de tierras en sus pueblos, aquellas que fueron acaparadas por las haciendas durante el siglo XVII. Algunos autores consideran este hecho como el origen de la conflictiva relación entre pueblos y haciendas que atraviesa toda la época colonial y la centuria deci-monónica, hasta llegar a la insurgencia zapatista.15

Con el acaparamiento de los mejores recursos naturales de la región –tierras y aguas– y una población con amplios sectores desposeídos, las haciendas azucareras lograron controlar el otro

13 Mentz, et al., Haciendas, 1997, pp. 42-48. Sobre la instalación de haciendas azucareras en tierras del marquesado a través de censos perpetuos en el siglo XVII, véase Martin, Rural, 1985, pp. 33-34. 14 Algunos comentarios sobre las congregaciones de principios del siglo XVII de los pueblos del marquesado en Mentz, Pueblos, 1988, pp. 71-79, y Martin, Rural, 1985, pp. 25-28. 15 Crespo, et al., Historia, 1988, p. 88. Sobre las luchas entre pueblos y haciendas por tierras y aguas en la colonia y el siglo XIX véase Martin, Rural, 1985, pp. 177-192; Wobeser, Hacienda, 1998, pp. 124-138; Reina, Rebeliones, 1998, pp. 157-177; Sotelo Inclán, Raíz, 1970, y Hernández, Anenecuilco, 1991.

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factor decisivo de su producción: la fuerza de trabajo. Así, durante la época colonial y la primera mitad del siglo XIX –periodo que nos interesa particularmente para nuestro estudio– las haciendas azuca-reras fueron el núcleo dominante de la producción regional al determinar la vida del resto de los ámbitos sociales y productivos –pueblos de indios, ranchos pequeños y medianos– controlando por completo la producción y comercialización del azúcar, así como las relaciones sociales.16

La bonanza de las haciendas de Cuernavaca y Cuautla se cons-tata en el aumento de su producción durante la colonia y la primera mitad del siglo XIX –con un breve periodo de estancamiento debido a las luchas independentistas (Gráfica 1)–. Este crecimiento productivo fue posible debido a diversos factores políticos y económicos que favorecieron la producción y comercialización del azúcar –apertura de mercados, políticas proteccionistas, contexto internacional favorable–,17 factores que el grupo de hacendados azucareros supo aprovechar para su beneficio, gracias al desarrollo de una conciencia de clase entre sus miembros y a las sólidas redes sociales y mercantiles en las que se articulaban sus negocios.

GRÁFICA 1 Producción azucarera regional, 1600-1850.

Cuernavaca y Cuautla de Amilpas

FUENTES: Sánchez Santiró, Azúcar, 2001, p. 65; y “Producción”, 2004, p. 613.

16 Sánchez Santiró, 2001, p. 318. 17 Véase Sánchez Santiró, “Producción”, 2004, y Azúcar, 2001, pp. 70-74, 221-222, 317.

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Los hacendados ¿A qué tipo de elite nos referimos cuando hablamos de los hacendados azucareros de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas? La caracterización social y económica de los propietarios de las grandes fincas azucareras de la región es fundamental si se pre-tende entender sus intereses y comportamientos políticos en las distintas coyunturas históricas de la región.

Los primeros propietarios de haciendas azucareras en Cuerna-vaca fueron Cortés y sus sucesores, junto a los descendientes de varios soldados y encomenderos de la época de la conquista: Bernardo del Castillo (Amanalco), Gordián Casasano (San Pedro Mártir Casasano), Fernando Calderón Vargas (Santa Bárbara Calderón), Diego Caballero y Andrés Arias Tenorio (San Nicolás Pantitlán).18

Posteriormente, durante el siglo XVII, al lado de los marqueses del Valle –luego de romperse su monopolio– los propietarios de las haciendas azucareras de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas fueron comerciantes, mineros, autoridades locales, pero sobre todo la Iglesia. En efecto, las órdenes religiosas –jesuitas, domini-cos, los padres Hipólitos– poseían varios de los ingenios más grandes y productivos de la región: Barreto (1722-1767) y Xochimancas (1767) pertenecían a la Compañía de Jesús, Cua-huixtla (1580-1821) al Convento de Santo Domingo, y Santa Inés (1688-1779) al Convento de Santa Inés. Sólo las haciendas de los herederos de Cortés (Atlacomulco) y de la familia Zalvide Gotilla (Tenango y Montefalco) podían compararse en tamaño y produc-ción con las de la Iglesia.19

Sin embargo, la composición de los propietarios azucareros cambiaría radicalmente durante el último tercio del siglo XVIII. Desde la década de los años setenta, los mercaderes del Consu-lado de la ciudad de México comenzaron a adquirir haciendas azucareras en Cuernavaca y Cuautla de Amilpas, de modo que 18 Huerta, Empresarios, 1993, p. 171. 19 La posesión de propiedades rurales fue una estrategia de la Iglesia para mantener tanto al clero regular como al secular, así como las nece-sidades propias del culto religioso, véase Sánchez Santiró, Azúcar, 2001, pp. 282-283.

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hacia finales del siglo controlaban de forma casi oligopólica la producción regional (Cuadro 2). En 1805-1806 poseían cerca de la mitad de las unidades productivas en funcionamiento cuya pro-ducción representaba alrededor del 60% del total.20

La novedad introducida por estos nuevos propietarios era que integraban la producción del azúcar con su comercialización –procesos hasta entonces separados–, lo cual les dio el control sobre el mercado más importante de Nueva España: la ciudad de México. Por otra parte, además de controlar las redes del comer-cio intraregional, el reformismo borbónico les permitió el acceso al mercado internacional. Estos propietarios fueron quienes con su enorme capacidad económica introdujeron innovaciones en sus haciendas (obras hidráulicas, importación de maquinaria, instalación de fábricas de aguardiente), y gracias a los sectores desposeídos de los pueblos pudieron sustituir al esclavismo por otras formas de trabajo (jornaleros, arrendatarios, gañanes).21

Para dimensionar el grado de riqueza acumulada por estos propietarios hay que atender al hecho de que la agroindustria azucarera de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas representaba el 40% del total de la producción de Nueva España. De este im-portante porcentaje, las haciendas de los comerciantes del Consulado de la ciudad de México participaban con el 62% de la producción azucarera regional (azúcar, panela, mieles y aguar-diente), generando ganancias cercanas al millón y medio de pesos. Es decir, un reducido grupo de comerciantes capitalinos –José María Manzano, Juan Fernando Meoqui, Antonio Velasco de la Torre, Vicente Eguía, José M. Chávez, José N. Abad, Gabriel Yermo, Domingo Coloma, Marín A. Michaus, entre otros– con-centraba más de la mitad de la producción azucarera regional, actuando de forma casi oligopólica al controlar una extensa red de relaciones mercantiles en la ciudad de México y sus alrededores.22

20 Les pertenecían 17 de las 38 haciendas en funcionamiento, y su producción representaba el 59% del total, ibídem, pp. 285-286. 21 Huerta, Empresarios, 1993, pp. 105-106; Sánchez Santiró, Azúcar, 2001, p. 287. 22 Sánchez Santiró, Azúcar, 2001, pp. 285, 291-292.

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CUADRO 2 Hacendados azucareros de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas, 1805-1806

Hacienda Diezmatorio Propietario 1805-1806

Apanquesalco Cuautla Urueta, Francisco

Atlacomulco Cuernavaca Duque de Terranova y Monteleone

Atlihuayán Cuautla Manzano, José María*

Barreto Cuautla Salvet, Jaime

Buenavista Cuautla Michaus, Martín Ángel

Calderón Cuautla Gómez Secada, Juan*

Casasano Cuautla Meoqui, Juan Fdo.*

Chiconcuac Cuernavaca Eguía, Vicente*

Cocoyoc (San José) Cuautla Velasco Torre, Antonio*

Cuahuixtla Cuautla Imperial Convento de Sto. Domingo

Guadalupe Cuautla Colegio de Posta Coeli

Hospital Cuautla Chávez, José María*

Mapaztlán Cuautla Abad, José Nicolás*

Miacatlán (San Salvador) Cuernavaca Salazar Serfate, José

Michate (Ntra. Sra. de la Soledad) Cuautla Ormaechea José Ignacio

Oacalco Cuautla Manzano, José María*

Pantitlán Cuautla Velasco Torre, Antonio*

San Carlos Borromeo Cuautla Agüero Manuel

San Gabriel Cuernavaca Yermo, Gabriel Joaquín*

San ignacio Urbieta Jonacatepec Icazbalceta Musitu, Nicolás

San José Nexpa (Buenavista o Vistahermosa)

Cuernavaca Yermo, Gabriel Joaquín*

San Nicolás Obispo Cuernavaca Coloma, Domingo*

San Vicente Cuernavaca Eguía, Vicente*

Santa Ana Tenango Jonacatepec Icazbalceta Musitu, Nicolás

Santa Clara Montefalco Jonacatepec Icazbalceta Musitu, Ana Ramona

Santa Inés Cuautla Michaus, Martín Ángel*

Temilpa Cuautla Abad, José Nicolás*

Temixco Cuernavaca Yermo, Gabriel Joaquín*

Tenextepango (Santiago) Cuautla Chávez, José María*

Treinta Pesos (Zacatepec) Cuernavaca Valdovinos, Antonio

Xochimancas Cuautla Salvet Jaime

* Miembros del Consulado de Comerciantes de la Ciudad de México.

FUENTE: Sánchez Santiró, Azúcar, 2001, p. 285.

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No obstante, la guerra de independencia y el movimiento in-surgente significaron una amenaza real para la agroindustria azucarera de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas, de ahí que los hacendados reaccionaran activamente ante dicha coyuntura. En principio, los hacendados asumieron la defensa del régimen colo-nial y respaldaron al imperio español, realizando importantes préstamos tanto al gobierno virreinal como a la causa revolucio-naria en España, donde los unían estrechos vínculos con el comercio de Cádiz. Por otra parte, les preocupaba la defensa de sus haciendas y demás propiedades inmuebles –a sabiendas de los catastróficos efectos sobre la propiedad que la insurgencia había provocado en otras regiones–, por lo que organizaron y armaron sus propias tropas con trabajadores de sus fincas para la autode-fensa militar. Estas guardias se integraban fundamentalmente con trabajadores de las haciendas de Casasano, Calderón, El Hospital, Tenextepango, Coahuixtla y Mapaztlán, dirigidos por comandan-tes ligados al negocio azucarero. El propio Gabriel Yermo, hacendado de Temixco, comandaba uno de los batallones, y mu-rió combatiendo en 1813. Cómo veremos más adelante, este sería el inicio de la práctica militar de autodefensa de las haciendas que persistiría durante gran parte del siglo XIX.23

Sin embargo, el apoyo al gobierno virreinal por parte de los hacendados estaba condicionado a la defensa de sus intereses económicos. Por ello, cuando el virrey Iturrigaray, apoyado por el Ayuntamiento de la ciudad de México, intentó llevar adelante reformas que afectaban sus negocios, los comerciantes del Con-sulado con Gabriel Yermo a la cabeza, organizaron un exitoso golpe de estado contra el virrey. En el golpe participaron destaca-dos comerciantes ligados al negocio azucarero, como Lorenzo García Noriega, Francisco y Joaquín Cortina González, Martín Ángel Michaus, Manuel Francisco Gutiérrez Lanzas y Eusebio García Monasterio. Luego del derrocamiento de Iturrigaray, los virreyes Pedro de Garibay y Francisco Javier Venegas se mostra-ron consecuentes con los intereses de la elite azucarera. En respuesta los hacendados realizaron varios préstamos al gobierno

23 Huerta, Empresarios, 1993, pp. 89-90, 106-109, 128.

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para la lucha contra lo insurgentes y financiaron varias compañías de Patriotas Distinguidos de Fernando VII.24

Pero a pesar de todos sus esfuerzos militares y políticos, los hacendados no pudieron evitar que los efectos de las luchas inde-pendentistas tuvieran consecuencias negativas sobre sus fincas azucareras de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas, las cuales dismi-nuyeron su producción durante las décadas de 1810-1820. No obstante, la economía azucarera regional se recuperó rápidamente y mantuvo un ritmo ascendente durante toda la primera mitad del siglo XIX, ahora circunscrita al territorio del distrito de Cuerna-vaca, perteneciente al Estado de México. Los factores que permitieron esta rápida recuperación de la agroindustria azucarera son diversos: la permanencia de las principales unidades produc-tivas, la ampliación de los mercados regionales (el azúcar de Cuernavaca se pudo colocar en Veracruz, Michoacán y el norte minero, debido a la destrucción de las haciendas de esas zonas en la época insurgente), los aranceles proteccionistas de la Diputa-ción Provincial (1821) y la política prohibicionista del gobierno mexicano (1824), que les dio a los hacendados el monopolio del mercado interno del centro del país.25

Pero demás de la ampliación de mercados y las políticas protec-cionistas, otros factores influyeron en la reactivación de la agroindustria azucarera del distrito de Cuernavaca durante la pri-mera república federal (1824-1835). En primer lugar, la continuidad de los propietarios azucareros en el periodo 1800-1834: más de la mitad de las haciendas fueron heredadas por descendientes de las antiguas familias de mercaderes capitalinos (Yermo, Michaus, Ve-lasco de la Torre, Manzano, Cortina González, Icazbalceta, Eguía, Gutiérrez de Lanzas y Ormaechea). Otras familias de comerciantes y funcionarios locales también heredaron haciendas a sus sucesores (Valdovinos, Sarmina y Pérez Palacios), mientras que otros linajes se incorporaron al lucrativo negocio azucarero (Tamariz, Díez de Sollano, González Alonso, Irazábal, Goyeneche, Cardona, Flores, Goribar, Sabiñón, Huerta y Medina). Las haciendas de los descen-

24 Ibídem, pp. 125-126. 25 Ver Crespo, et al., Historia, 1988, vol. 1, pp. 94-95; Huerta, Empresarios, 1993, p. 92, 113-114; Sánchez Santiró, “Producción”, 2004.

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dientes de las antiguas familias de comerciantes producían casi tres cuartas partes de la producción total del distrito.26

Otro factor decisivo en la expansión azucarera residía en las redes mercantiles de los hacendados, aspecto clave de la comer-cialización del dulce. Muchas familias de hacendados podían colocar su producto directamente en el mercado porque poseían tiendas-almacenes en la ciudad de México (Yermo, Icazbalceta, Manzano, Michaus, Velasco de la Torre, Eguía, García Monaste-rio). Cada hacendado, a su vez, generó su propia red de conexiones mercantiles en diversas ciudades, puertos y zonas mineras del cen-tro y norte del país para redistribuir su producción azucarera. Los que sólo se dedicaban a la producción utilizaban a corredores de comercio y comerciantes foráneos para comercializar el azúcar de sus fincas.27

Finalmente, está el papel jugado por la red social de los hacendados-comerciantes azucareros del distrito de Cuernavaca, que fungió como un elemento suplementario para enfrentar las difíciles condiciones de inestabilidad política y estancamiento económico de la primera mitad del siglo XIX en México. La es-trategia más frecuente para articular la red social de los hacendados azucareros residía en el matrimonio y los vínculos de parentesco derivados del mismo (yernos, suegros, cuñados, tíos). Por medio de esos vínculos, cuatro familias de hacendados locales (Pérez Palacios, Sarmina, Valdovinos y Salazar) estaban emparentadas con los Yermo, una familia de comerciantes capitalinos con haciendas en el distrito. A través de esta red social se integraban diez haciendas azucareras controladas por cinco familias empa-rentadas entre sí, con un fuerte sentido de solidaridad que se expresaba en el otorgamiento de créditos entre las mismas, arbi-trajes, compraventas y arrendamientos, así como concesiones de poderes de representación.28

Podemos constatar, en base a lo aquí expuesto, que la impre-sionante bonanza del negocio azucarero se debió al contexto y coyunturas favorables durante la época colonial y que, ante la

26 Sánchez Santiró, “Incertidumbres”, 2007, p. 922-925, 927. 27 Ibídem, pp. 929-932, 938-939. 28 Ibídem, pp. 945, 947, 949-950.

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adversidad que trajo consigo el movimiento insurgente y la inde-pendencia política con respecto a la metrópoli, las redes sociales y mercantiles de los hacendados jugaron un papel fundamental para que sus empresas siguieran prosperando en un ambiente de in-certidumbre política e inestabilidad económica.

Había pues, en el grupo de hacendados-comerciantes azucare-ros de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas, una clara conciencia de clase desde finales de la época colonial, que se puso de manifiesto en diversas acciones conjuntas para defender sus intereses: pre-siones para legalizar el aguardiente de caña (1796), lo que incrementó la rentabilidad de sus haciendas; acciones en común para reivindicar derechos frente a los hacendados azucareros de Cuba; resistencia contra las modificaciones fiscales de la real hacienda; acción conjunta para el control social de los pueblos de indios de la región; formación de batallones de operarios de las haciendas para hacer frente a la insurgencia; participación en el golpe de estado de 1808, lo que posibilitó la disminución de la presión fiscal sobre sus negocios.29

Durante la primera república federal, varios hacendados azuca-reros pertenecieron a la legislatura del Estado de México,30 tribuna desde donde enfrentaron los proyectos fiscalizadores sobre el azúcar, consiguiendo en varias ocasiones aminorar la carga tributa-ria sobre su producción. No obstante, con el recrudecimiento de los sentimientos antiespañoles en el estado y la llegada de gobier-nos progresistas, los propietarios azucareros enfrentaron serias dificultades, como la expulsión de varios de sus miembros, tanto de la república (1827) como del Estado de México (1833), la incauta-ción de la hacienda de Atlacomulco y demás bienes del duque de Monteleone (1834), la aprobación del congreso estatal de un im-puesto de alcabala sobre la extracción del azúcar (1834) y la expropiación de tierras de las haciendas para crear el pueblo de 29 Sánchez Santiró, Azúcar, 2001, p. 317. 30 Entre 1824-1836 fungieron como diputados de la legislatura del Es-tado de México: Pedro Valdovinos, José María Manzano, Antonio de Velasco de la Torre, José y Luis Pérez Palacios, José María Yermo, José Joaquín de Rosas y José María Flores, todos pertenecientes a las familias de hacendados azucareros del distrito de Cuernavaca, ver Huerta, Em-

presarios, 1993, p. 130.

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Mapaztlán (1834).31 En respuesta, los hacendados azucareros reac-cionaron elaborando el Plan de Cuernavaca (25 de mayo de 1834), iniciando un movimiento generalizado de repudio a las reformas progresistas de Valentín Gómez Farías que culminaría con la aboli-ción de la primera república federal en 1835.32

Un grupo con el poder político y económico para organizar un golpe de estado contra el virrey de Nueva España y un pro-nunciamiento militar para derrocar al gobierno federal. Esta fue, en resumidas cuentas, la poderosa elite azucarera que enfrentaron durante siglos los pueblos campesinos de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas, en el ámbito social, económico y político.

Los pueblos En la región azucarera de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas no existieron repúblicas de españoles durante la época colonial. Esto se debió a que los marqueses impidieron que se crearan corpora-ciones de españoles que pudieran reclamar privilegios y jurisdicción dentro de su territorio. Por tanto, la población indí-gena de la región fue organizada a partir de unidades político-territoriales denominadas repúblicas de indios.33

31 Pérez Alvirde, Erecciones, 1994, pp. 120-121. 32 Sánchez Santiró, “Incertidumbres”, 2007, pp. 954-958. Con la expul-sión de españoles de 1828 salieron del estado los hacendados Juan Gar-cía Noriega (Casasano) y Eusebio García Monasterio (Montefalco). Posteriormente, en 1833 fueron desterrados de la república los hermanos Yermo –Gabriel y José María- dueños de Temixco, San Gabriel y Bue-navista. A finales del mismo año fueron expulsados del estado de México los Pérez Palacios (Francisco y sus hijos Ángel, Luis y Ramón) dueños de Miacatlán y Acatzingo, y Antonio Silva y su hijo adoptivo José María Saavedra, dueños de Cocoyotla, ibídem, pp. 956-957. 33 Este hecho impidió que los hacendados azucareros tuvieran un cuerpo legal que los representara políticamente en las alcaldías de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas, por medio del cual proteger sus intereses y reclamar privilegios. No obstante, su verdadera representatividad política la obtu-vieron a través del Consulado de Comerciantes de la ciudad de México. Sobre el funcionamiento de las repúblicas de españoles en la época colo-nial véase Rojas, “Repúblicas”, 2002, pp. 7-47. La estrecha relación entre

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En efecto, después de la conquista los españoles reorganizaron a la población indígena en “pueblos de indios” con el doble pro-pósito de facilitar las labores de evangelización y la recolección del tributo.34 De hecho, los conquistadores se guiaron por los antiguos asentamientos humanos y, sobre la base del altepetl prehispánico, una comunidad jurídico-territorial gobernada por una nobleza indígena hereditaria, fundaron los pueblos de indios coloniales, conservando el antiguo nombre indígena del pueblo y agregando el nombre de algún santo cristiano. En 1543 las Leyes Nuevas san-cionaron legalmente el derecho de los indígenas a conservar sus usos y costumbres, siempre y cuando no se opusieran a los valores cristianos y a la soberanía del monarca. Así, un pueblo de indios tenía su propio gobierno indígena, avalado por el rey, que se encar-gaba de la administración económica, judicial y gubernativa de la población. Finalmente, una república de indios se conformaba de un pueblo cabecera y varios pueblos sujetos.35 Las autoridades de las repúblicas de indios eran nombradas cada año por medio de elec-ciones, una práctica muy arraigada en los pueblos al menos desde 1600. Por lo general votaban todos los habitantes, tanto nobles como macehuales, para elegir al cabildo indígena, aunque en varios lugares las autoridades eran elegidas por un consejo de ancianos y notables. En los hechos los cargos de mayor rango eran ocupados por nobles y caciques, relegando a los macehuales a los oficios de república de menor valía. Esta situación generó muchos conflictos porque se acusaba a los caciques de asociación con las autoridades españolas para obtener beneficios.36

El número de cargos o empleos no estaba definido por la ley, como ocurría en las repúblicas de españoles. Cada pueblo de

los ayuntamientos de españoles y las elites terratenientes y comerciales se analiza para el caso de Aguascalientes en Rojas, Instituciones, 1998, pp. 227-290. 34 Véase Gerhard, “Evolución”, 1975, pp. 566-578. 35 Tanck, Atlas, 2005, pp. 21-23, 26-27, 30. 36 Tanck, Pueblos, 1999, pp. 35-37. Algunos trabajos que ilustran las formas de gobierno indígena durante la época colonial son Aguirre Beltrán, Formas, 1981; Gibson, “Rotarion”, 1953; González Hermosillo, “Indios”, 1991, y para la región de Cuernavaca Haskett, “Indian”, 1987; Indigenous, 1991.

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indios creaba los cargos necesarios de acuerdo a sus usos y cos-tumbres, y aunque el número de alcaldes y regidores se establecía de acuerdo a la población, en la práctica se elegían a más funcio-narios de los que correspondían, sobre todo a los regidores, que de acuerdo a la tradición indígena se nombraban según el número de barrios y pueblos sujetos.37

El gobierno de una república de indios se componía de cargos de diversa índole, los había de regulación política –gobernador o alcalde mayor, fiscal, alguacil–, de regulación económica –recau-dador de tributos, alcalde, tesorero, juez de sementeras– y de regulación religiosa –topil de iglesia, sacristán, mayordomo–.38 Las principales funciones de las autoridades de la república consistían en recolectar el tributo, impartir justicia, dirigir las festividades religiosas, organizar el trabajo colectivo en la milpa de comunidad, distribuir las tierras comunales y representar legalmente al pueblo en litigios contra hacendados, otros pueblos y autoridades ecle-siásticas y virreinales.39

Los bienes materiales y económicos de la república también eran diversos. Por una parte estaba la propiedad de la tierra en diversas modalidades: el fundo legal –porción de tierra inalienable otorgada por el rey–, las tierras de comunidad –adquiridas por los pueblos a través de mercedes reales, compras, donaciones o com-posiciones–, las tierras de cofradía –destinadas para el culto religioso– y las llamadas de propio peculiar adquisición –modali-dad semejante a la propiedad privada–.40 A esto hay que agregar los “fondos” de república concentrados en la caja de comunidad, donde se depositaban las ganancias de la venta del maíz comuni-tario y de los arrendamientos de las tierras sobrantes del pueblo, además de las contribuciones de real y medio por cada tributario. El dinero de la caja comunal se empleaba principalmente en com-pletar el pago del tributo, ayudar a viudas y pobres, financiar obras

37 Ibídem, pp. 40-41. 38 Carmagnani, Regreso, 1988, p. 189. 39 Tanck, Atlas, 2005, pp. 30, 32. 40 Tanck, Pueblos, 1999, pp. 79-83.

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públicas (reparación de la iglesia, de caminos, etc.) y pagar al maestro de escuela.41

No obstante, de todos los cargos de república el de goberna-dor era el más importante, pues bajo su responsabilidad recaía la recolección del tributo, la distribución de las tierras comunales y la representación legal del pueblo. Para el caso de la alcaldía ma-yor de Cuernavaca los estudios de Robert Haskett muestran que, durante toda la época colonial, el cargo de gobernador fue ocu-pado por un pequeño grupo no mayor al 15% de la población tributaria masculina. El acaparamiento del cargo de gobernador por unas cuantas familias nos habla de la persistencia de prácticas prehispánicas en el gobierno de los pueblos, donde los cargos estaban controlados por algunos linajes, aunque también influyó el drástico descenso de la población de finales del siglo XVI.42

Los gobernadores de república eran el vínculo entre las co-munidades y el mundo español, por ello se prefería para el cargo a aquellos que supieran hablar el castellano, lo que significaba un elemento más de acaparamiento del poder político, pues la mayo-ría de la población indígena sólo hablaba su lengua materna, a no ser por el reducido grupo de gobernantes que se sucedían en el puesto.43 Así, en la zona de Cuernavaca existía una elite indígena que acaparaba el poder político tanto como el económico, pues los gobernadores eran de los pocos que poseían tierras a título individual, además de arrendarles tierras a lo campesinos pobres e incluso a las haciendas. Este grupo aseguró su posición privile-giada a través de alianzas matrimoniales y de compadrazgos, de hecho muchos caciques indígenas llegaron a emparentarse con las autoridades españolas por medio de apadrinamientos, convirtién-dose de esta forma en un soporte más del sistema colonial.44

Sin embargo, a pesar de los vínculos amistosos entre la elite in-dígena y las autoridades españolas, las relaciones de los pueblos de indios con el mundo español fueron muy problemáticas, espe-cialmente con las haciendas. Hacia finales de la época colonial

41 Tanck, Atlas, 2005, p. 33. 42 Haskett, “Indian”, 1992, pp. 116-117. 43 Mentz, Pueblos, 1988, pp. 94-95; Haskett, “Indian”, 1992, pp. 125. 44 Haskett, “Indian”, 1992, pp. 120-124.

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había alrededor de 4,500 pueblos de indios en el virreinato de Nueva España.45 En nuestra región de estudio, compuesta por las alcaldías de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas, se contaban 93 pueblos de indios, la mayoría provenientes de la época prehispá-nica y refundados por los españoles durante los siglos XVI y XVII (Cuadros 1 y 3).46 Estas comunidades compartieron el mismo territorio en el que se instalaron las cerca de cuarenta haciendas azucareras, articulando las principales luchas sociales, políticas y económicas de la región (Mapas 3 y 4).

CUADRO 3 Pueblos de indios, 1790-1809.

Subdelegaciones de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas

INTENDENCIA DE MÉXICO

Subdelegación de Cuernavaca

Subdelegación de Cuautla de Amilpas

Pueblo Santo Indios Castas Pueblo Santo Indios Acatlipa San Andrés 55 Anenecuilco San Miguel 90

Achichipico San Sebastián 446 389 Cocoyoc Concepción 144

Ahuacatitlan Asunción 158 Cuautla Santiago 517

Ahuatepec San Nicolás 237 Huautla San Miguel 142

Ahuehuetzingo San Francisco 73 Huazulco Santa Catalina

581

Alpuyeca Santa Maria 204 6 Huecahuasco San Marcos 223

Amacuitlapilco San Gabriel 365 Huepalcalco San Miguel 193

Amacuzac San Francisco

177 35 Hueyapan Santo Domingo

756

(cont.)

45 Tanck, Atlas, 2005, p. 22. 46 De hecho, la continuidad de los asentamientos humanos desde la época prehispánica hasta la actualidad es una de las características geo-políticas más notables de la historia del territorio morelense, como afirma Horacio Crespo: “Difícilmente pueda encontrarse un asenta-miento humano en el Morelos colonial que no suponga una relación de continuidad con uno prehispánico, que a su vez reconocía una larga tradición de ocupación agrícola del suelo y de adaptación y optimización en el uso de los recursos y del entero espacio ecológico”, Crespo, Moder-

nización, 2009, p. 16. Para un análisis muy detallado de los cambios y continuidades jurisdiccionales y demográficas del territorio morelense desde la conquista hasta el siglo XX véase Gerhard, “Continuity”, 1975.

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INTENDENCIA DE MÉXICO

Subdelegación de Cuernavaca

Subdelegación de Cuautla de Amilpas

Pueblo Santo Indios Castas Pueblo Santo Indios Amatitlan San Luis 36 Jumiltepec San Andrés 252

Amayuca Santiago 460 115 Metepec Natividad 364

Atlacahualoya San Miguel 473 Ocoxaltepec 157

Atlacholoaya San Miguel 383 Ocuituco Santiago 774

Atotonilco Santa Maria 109 Popotlan Santo Tomás 346

Axochiapan San Pablo 523 Temoac San Martín 540

Chalcatzingo San Matías 342 Tetela del Volcán

San Juan Bautista

729

Chamilpa San Lorenzo 271 Tetelcingo San Nicolás 1,840

Coajomulco San Buenaventura

205 Tlacotepec Asunción 355

Coatetelco San Juan Bautista

462 Tlalmimilulpan San Pedro y San Pablo

144

Coatlan San Francisco

186 188 Zacualpan Rosario 486

Cuahuchichinola San Marcos 20

Cuautla (Cuautlita)

San Miguel 80

Cuentepec San Sebastián 352

Cuernavaca Asunción 737 1,985

Huajintlan San Miguel 233

Huitzilac San Juan Bautista

887 24

Huitzililla Santo Tomás 95

Jantetelco San Pedro 224 666

Jiutepec Santiago 246 124

Jojutla San Miguel 374 175

Jonacatepec San Agustín 894 956

Mazatepec San Lucas 287 208

Miacatlán San Salvador 95 172

Nexpa 36

Oaxtepec Santo Domingo

110 213

Ocotepec San Salvador 607

Ocotitlan Santo Domingo

700

Panchimalco San Juan Bautista

235

Pazulco Santa Maria 710 21

Pueblo Nuevo 323

(cont.)

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INTENDENCIA DE MÉXICO

Subdelegación de Cuernavaca

Pueblo Santo Indios Castas

Puente De Ixtla San Mateo 95 68 San Andrés (Acacueyecan de La Cal)

417

San Vicente (Zacualpan)

95

Santa Catarina (Zacatepetlac)

443

Tecajec San Nicolás 190 Tehuixtla San Pedro

y San Pablo 283 1

Tejalpa San Francisco 686

Telixtac Magdalena 133 Temimilcingo Asunción 66 Teocaltzingo San Juan 134 Tepalcingo San Martín 1,421 153 Tepetlapa Santiago 187 Tepoztlán Nativitas 2,628 223 Tequesquitengo 117 Tetecala Asunción 30 Tetecala San Francisco 872 326 Tetecala (Tetecalita)

San Mateo 32 106

Tetela San Gaspar 58 Tetelilla Santo Tomas 217 Tetelpa San Juan 553 33 Tetlama San Agustín 88 Tezoyuca Santa Ana 55 170 Ticuman Santo

Domingo 329 17

Tlaltenango San Jerónimo 213 Tlaltizapán San Miguel 187 404 Tlaquiltenango Santo

Domingo 267 215

Tlatenchi Natividad 283 Tlayahualco San Martín 245 Tlayecac San Marcos 128 35 Xaloxtoc 207 21 Xochitepec San Juan

Evangelista 40 133

(cont.)

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INTENDENCIA DE MÉXICO

Subdelegación de Cuernavaca

Pueblo Santo Indios Castas

Xochitlan San Sebastián 242 14 Xoxocotla San Felipe 425 Yautepec Asunción 662 908 Yecapixtla San Juan

Bautista 977 740

FUENTE: Tanck, “Índice”, 2005. Las columnas de indios y castas se refieren al número de tributarios, no al número de población.

MAPA 4 Pueblos de indios de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas, 1790-1809

FUENTE: Tanck, “Índice”, 2005. Ver el Cuadro 3 para los nombres cristianos que se agregaron a los pueblos de indios (la posición de los pueblos y la demarcación de las subdelegaciones son aproximadas).

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Después de la conquista, los pueblos de indios tuvieron que prestar servicios personales y trabajos forzados en los negocios de los españoles a través de mecanismos coactivos como el reparti-miento y la encomienda.47 Como ya hemos mencionado, luego de las epidemias que diezmaron drásticamente a la población indígena a finales del siglo XVI, las autoridades virreinales decidieron con-gregar a los sobrevivientes y protegerlos a través de la prohibición del trabajo indígena en las haciendas azucareras. Este fenómeno impacto a la agroindustria azucarera en dos sentidos: en primer lugar, los hacendados pudieron acaparar los innumerables terrenos que quedaron sin cultivar a consecuencia de las congregaciones, pero, por otra parte, tuvieron que recurrir a los trabajadores escla-vos traídos de África para laborar en sus fincas, debido a la prohibición de utilizar a los indígenas como fuerza de trabajo.48

Dicho fenómeno acrecentó la diferenciación social y econó-mica característica de los pueblos de indios de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas hacia mediados del siglo XVIII. En efecto, cuando la población indígena se recuperó las tierras de los pue-blos fueron insuficientes, pues habían sido ocupadas por los cañaverales de las haciendas. La población desposeía de los pue-blos se vio obligada a trabajar en las tierras de los hacendados, convirtiéndose en distintos tipos de trabajadores agrícolas: jorna-leros, arrendatarios y trabajadores residentes en las haciendas, conocidos en la época como gañanes.49 De esta forma la cohesión social de las comunidades indígenas comenzaba a debilitarse, sobre todo en la alcaldía de Cuernavaca, pues en la de Cuautla los

47 La encomienda otorgaba al encomendero trabajadores de los pueblos de indios que debían pagarle tributo y servicios personales obligatorios sin remuneración. El repartimiento era un sistema de trabajo compul-sivo y remunerado que asignaba indios a los españoles que los solicita-ran para sus negocios (haciendas, minas, etc.), véase Florescano, Origen, 1986, pp. 100-103. 48 Para las congregaciones de principios del siglo XVII de los pueblos del marquesado véase Mentz, Pueblos, 1988, pp. 71-79, y Martin, Rural, 1985, pp. 25-28. Sobre el trabajo esclavo en las haciendas ver Scharrer, Azúcar, 1997, pp. 150-158 y Wobeser, Hacienda, 1998, pp. 264-286. 49 Sánchez Santiró, Azúcar, 2001, pp. 131-147.

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gañanes no rompieron con los lazos políticos, económicos y reli-giosos que los unían a sus repúblicas.50

Paralelo al proceso de diferenciación social, los pueblos de in-dios se fueron diferenciando étnicamente. Gracias al trabajo de los indios desposeídos los hacendados pudieron abandonar el sistema esclavista, sin embargo, la población africana que laboró en las fincas azucareras durante el siglo XVII y la primera mitad del XVIII fue un factor dinamizador del mestizaje en el territorio. Si observamos el Cuadro 3 se constata que en la jurisdicción de Cuernavaca el número de castas (sobre todo mulatos) es mayor precisamente ahí donde existían haciendas azucareras –Yecapix-tla, Yautepec, Xochitepec, Tlaquiltenango, Tlaltizapán, Tetecala, Tepalcingo, Miacatlán, Jonacatepec, Jantetelco, Coatlán, entre otros–. De hecho, Brígida von Mentz ha señalado una corres-pondencia entre la diferenciación étnica y el tipo de asentamientos humanos en el territorio, distinguiendo tres tipos: los pueblos “de indios”, donde la mayoría de la población es indígena y no habita ningún español; los pueblos de “mestizos y mulatos”, con un alto porcentaje de población no india y donde además residen autori-dades españolas, ya sea eclesiásticas o virreinales, y, finalmente, los “pueblos-empresa”, articulados alrededor o dentro de las haciendas –con escuela, iglesia, casas para los operarios, mercado, etc.– cuya población es mayoritariamente mulata, es decir, des-cendientes de los esclavos africanos.51

Esta serie de transformaciones económicas, sociales y étnicas impactaron en la vida de las repúblicas de indios de una forma muy compleja. En principio, la población de las haciendas co-menzó a crecer más rápido que la de los pueblos, debido al gran número de campesinos desposeídos de las comunidades que se instalaron como trabajadores permanentes en las fincas. Lógica-mente, este fenómeno afectó la cohesión social de los pueblos de indios, aunque la identidad cultural actuó como un mecanismo compensatorio, pues la mayoría de los indígenas seguían ligados a sus comunidades de distintas maneras, por ejemplo pagando el tributo, participando en las festividades religiosas y contribuyendo

50 Ibídem, pp. 148-162. 51 Mentz, Pueblos, 1988, p. 83.

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a la caja de comunidad.52 Por otra parte, los notables indígenas y ex gobernadores de república aumentaron la brecha económica que los separaba del resto de la población, pues gracias a sus vín-culos con las autoridades españolas pudieron conservar el poder político al interior de sus pueblos y transformarlo en privilegios económicos, como poseer las mejores tierras.53 Sin embargo, aquí también el factor de la identidad cultural actuaba como un meca-nismo que aminoraba los desequilibrios, pues, en el caso de los gobernantes indígenas, se esperaba que fueran particularmente generosos para contribuir a los gastos de las fiestas religiosas, lo cual implicaba una forma de redistribuir su riqueza, otorgándoles además prestigio social y autoridad política. Asimismo, en caso de una amenaza del exterior, como un pleito por tierras contra las haciendas, o los excesos de las autoridades en el cobro del tri-buto, los gobernantes indígenas mostraban su solidaridad étnica, erigiéndose como los líderes y defensores de sus comunidades.54

Como vemos, el factor de la identidad indígena podía actuar hasta cierto punto como un atenuante a la diferenciación econó-mica y social. No obstante, la diferenciación étnica golpeó con más fuerza las estructuras tradicionales de las repúblicas de in-dios. Desde la segunda mitad del siglo XVIII comienza a detectarse en los pueblos de la región una marcada diferenciación étnica, con la llegada de mestizos, españoles y mulatos. Estos forasteros, al vincularse a la comunidad a través del matrimonio con indígenas, adquirían los derechos y obligaciones de cualquier indio, es decir, pagar el tributo, pero también tener acceso a las tierras comunales y a los cargos del cabildo. De esta forma mu-chas tierras comunales pasaron a manos no indígenas, lo mismo que varios de los cargos gubernativos, ahora ejercidos por perso-nas menos vinculadas culturalmente al mundo indígena, y más allegadas, en el caso de los mulatos, al mundo de la hacienda azu-carera. De hecho, para finales del siglo XVIII buena parte de la población no india de los pueblos comenzó a oponerse a pagar el

52 Sánchez Santiró, Azúcar, 2001, pp. 162. 53 Haskett, “Indian”, 1992, pp. 117-119. 54 De la Peña, Herederos, 1980, p. 162.

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tributo, por considerarlo un elemento de discriminación exclusivo para los indígenas.55

Por otra parte, los comerciantes españoles y mestizos que se avecindaron en los pueblos a partir de la segunda mitad del siglo XVIII contribuyeron al debilitamiento político y económico de la población india. Estos comerciantes dotaban a los pueblos de todo tipo de enseres domésticos y agrícolas, así como de vestido, semillas y créditos para sus cosechas, dando como resultado el endeudamiento de la mayoría de la población con sus casas de comercio. Su posición de poder en la comunidad les permitió arrendar tierras comunales y contratar a los campesinos indígenas para trabajar en ellas, o incluso comprar varias tierras de los pue-blos, en principio inalienables. No es casualidad que poseyeran las mejores casas de los pueblos, y que incluso muchas de sus pro-piedades sirvieran como cárceles, un claro ejemplo del poder coercitivo que ejercían sobre la población.56

Este es, en resumen, el escenario socioeconómico y político de los pueblos de indios de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas a fina-les de la época colonial. Como puede apreciarse, se trata de una sociedad heterogénea en términos económicos, sociales y étnicos. Esto nos habla de que, además del conflicto estructural básico de pueblos contra haciendas existían conflictos al interior de las co-munidades, generados por elementos disruptivos de la comunidad indígena como el accionar económico y social de los no indios.57 En efecto, hacia finales de la época colonial la población de las repúblicas de “indios” mostraba altos niveles de diferenciación étnica y social. Desde mediados del siglo XVIII los pueblos eran habitados por gran número de españoles, mulatos y mestizos, y en varios de ellos la población indígena era minoritaria.58 Por otra parte, en términos socioeconómicos la población también estaba fuertemente diferenciada, detectándose gran número de jornale-ros, campesinos, labradores, comerciantes, artesanos, rancheros,

55 Mentz, Pueblos, 1998, p. 95. 56 Ibídem, pp. 80-88, 126-128. 57 Menegus, Indios, 2006, pp. 50-51. 58 Sobre la diferenciación étnica de los pueblos de la zona sur poniente de la subdelegación de Cuernavaca véase Mentz, Pueblos, 1988, pp. 79-88.

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pequeños hacendados, fabricantes de aguardiente, caciques indí-genas, etc.59 Por tanto, la comunidad indígena homogénea en términos sociales y étnicos no era más que una ilusión, mientras que el poder económico y político de los indígenas se iba erosio-nando cada vez más.

Este era el contexto socioeconómico y político de los pueblos de indios de la región azucarera de Cuernavaca cuando la consti-tución de Cádiz abolió las repúblicas de indios en 1812, y dictó normas para la creación de ayuntamientos constitucionales. Las nuevas instituciones liberales del reformismo gaditano se basaban en la igualdad jurídica del ciudadano y la ampliación de la partici-pación política para la mayoría de la población. En principio, se esperaba que dichas reformas tuvieran un impacto sustancialmente positivo en la vida de las comunidades rurales novohispanas, sin embargo, debido a las profundas diferencias sociales y económi-cas de los pueblos ya indicadas, hay elementos de sobra para cuestionar el hecho de que los conflictos se aminoraron gracias a un decreto constitucional promulgado al otro lado del Atlántico: ¿la igualdad jurídica beneficiaría de la misma manera al indígena jornalero que al ex gobernador de la república o al comerciante español?, ¿el derecho a elegir y ser elegido significaría alguna me-jora sustancial para el jornalero desposeído o para el mulato operario de la hacienda?, ¿qué actitud tomaron ante estas reformas los miembros del poderoso grupo de hacendados-comerciantes de la región?

Para dar cause a estas interrogantes es necesario estudiar más detenidamente los efectos de las instituciones liberales en el medio rural novohispano, así como las transformaciones que generaron en la vida de las comunidades rurales en el tránsito hacia la vida independiente en México durante la primera mitad del siglo XIX.

59 De hecho, esta marcada diferenciación social de los pueblos de la región azucarera de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas puede constatarse años después en el primer informe del prefecto de Cuernavaca de 1826, donde se anotan 15,000 jornaleros, 2,400 labradores, 600 artesanos, 450 comerciantes y 130 fabricantes de aguardiente, Orellana, Descripción, 1985, p. 70. Sobre la diferenciación social en la región desde finales de la época colonial hasta la primera mitad del siglo XIX, véase Mentz, Pueblos, 1988, pp. 125-137.

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CAPÍTULO II

LA CONFORMACIÓN DEL PODER LOCAL:

Divisiones político-territoriales de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas, 1812-1835

Como hemos visto en el capítulo anterior, la región azucarera de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas presenta un escenario de conti-nuidad económica y social en el tránsito del antiguo régimen no-vohispano al de la primera república federal. La hacienda azucarera continuó siendo el núcleo dominante regional que determinó las relaciones sociales y productivas, como lo muestra el progresivo aumento de su producción. No obstante, en el ámbito político la ruptura del orden colonial vino acompañada de una serie de trans-formaciones político-institucionales que incidirían notablemente en la vida de los pueblos. En este sentido, los cambios políticos se produjeron desde 1810, cuando el Concejo de Regencia liberó a los indígenas del pago del tributo, reconociéndolos de hecho como ciudadanos en igualdad de circunstancias ante la ley.1 Posterior-mente las reformas liberales instauradas tanto por las Cortes de Cádiz como por la constitución de 1812 emanada de ellas, sentaron las bases sobre la que se constituirían las instituciones republicadas después de la independencia y del fracaso del imperio iturbidista.2

Luego de la abolición del tributo, la más importante transfor-mación institucional en el ámbito rural fue la eliminación de las repúblicas de indios y su sustitución por los ayuntamientos cons-

1 “Real orden de 26 de mayo de 1810, publicada en bando de 5 de octu-bre del mismo año, libertando del tributo a los indios”, en Dublán y Lozano, Legislación, 1876, pp. 331-332. Posteriormente la Cortes Gene-rales abolirían a finales de 1812 todos los servicios personales que se imponían a los indios, “Núm. 104. Abolición de las mitas, exención de servicio personal, y otras medidas á favor de los indios”, 9 de noviembre de 1812, en ibídem, pp. 396-397. 2 La visión de cambio político y continuidad económica y social en el distrito de Cuernavaca durante la primera mitad del siglo XIX en Sán-chez Santiró, “Distrito”, 2009.

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titucionales. Así, la adscripción a los pueblos dejaba de sustentarse en la pertenencia étnica, básicamente indígena, concretándose la figura del ciudadano con igualdad de derechos. No habría más pueblos de indios en el sentido político-territorial del término, sino ayuntamientos gobernados por ciudadanos. Esta innovación resultaba de suma importancia en un territorio mayoritariamente indígena como el de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas.3

Según la Constitución de Cádiz, por ciudadano se definía a cualquier persona avecindada en dominios españoles, ya fuera mestizo, indígena o español, quedando excluidos los negros y las castas (mulatos, castizos, lobos, moriscos), aunque estos últimos podían obtener la ciudadanía si se distinguían por méritos, servicios o talentos.4 Un decreto posterior otorgó los derechos ciudadanos a las castas, un hecho trascendental para nuestra región de estudio donde el sector mulato de la población era muy importante, sobre todo en las haciendas azucareras y los pueblos vecinos. De esta forma la participación política quedaba abierta prácticamente a todos los habitantes de los nuevos ayuntamientos.

Por otra parte, la instalación de los ayuntamientos no sólo sig-nificó la desaparición de las calidades étnicas y la introducción de la figura del ciudadano, sino que fue percibida por los pueblos como una posibilidad concreta de mejorar su estatus político. En efecto, la carta gaditana estipuló como requisito la cantidad de mil habitantes para que un pueblo pudiera formar ayuntamiento,5 con lo cual muchos pueblos sujetos podían instalarse como ayunta-miento y liberarse de la dependencia de un pueblo cabecera, recuperando el control sobre sus recursos territoriales y económi-cos. Este hecho favoreció el proceso de pacificación del territorio, pues se estaba atendiendo a los reclamos de autonomía local abanderados por la insurgencia, de modo que muchos comba-tientes regresaron a sus pueblos tanto para completar la cantidad

3 En 1777 la población de las subdelegaciones de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas era de 62,649 habitantes, de los cuales el 66% (41,221) eran indios, véase Sánchez Santiró, Padrón, 2003, pp. 77, 103-125. 4 Constitución de Cádiz, “Capítulo IV: De los ciudadanos españoles”, en Dublán y Lozano, Legislación, 1876, pp. 250-251. 5 “De los ayuntamientos”, Art. 310, en ibídem, pp. 373-374.

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necesaria para formar ayuntamiento como por percibir un cambio concreto en la vida política de sus comunidades.6

No obstante, hay que considerar que estas transformaciones políticas e institucionales comenzaron a gestarse durante la guerra de independencia, una coyuntura que le dio sus características propias al proceso, lo cual no implica necesariamente que su im-pacto fuera similar en otras coyunturas políticas o periodos históricos. En nuestro análisis partimos de la idea de que no puede estudiarse a los ayuntamientos como instituciones unifor-mes a lo largo del tiempo. Consideramos que su análisis tiene que tomar en consideración algunos factores mínimos como la es-tructura socioeconómica de la región estudiada, el contexto histórico de la época, la cultura jurídica de los actores políticos, y finalmente, las distintas coyunturas sociales y políticas que modi-fican los intereses y las acciones de los mismos.

La omisión de estos factores de interpretación es, en nuestra opinión, el problema que presentan algunas visiones sobre la política local durante la primera mitad del siglo XIX. El ejemplo más socorrido es la postura de Antonio Annino, quien ha califi-cado como una revolución local el hecho de que la soberanía depositada en el monarca español fuera trasladada a los ciudada-nos, es decir, al pueblo soberano. Los pueblos aprovecharon su soberanía para monopolizar el derecho de decidir los requisitos de vecindad y ciudadanía de sus habitantes, con lo cual lograron consolidar un poder que les otorgó mayor control sobre la justicia, los recursos territoriales y la defensa de su identidad comunitaria. Fue así como, según Annino, el ayuntamiento pasó de ser un órgano de gobierno básicamente administrativo, hasta convertirse en un instrumento político y en un factor real de poder en beneficio de los pueblos.7 Esta afirmación es extensiva para toda la primera mitad del siglo XIX, pues según este autor el impacto positivo de los ayuntamientos se mantuvo durante la guerra de independencia, la época federal, el centralismo, la intervención norteamericana y la Revolución de Ayutla, hasta llegar a las leyes de reforma.

6 Hernández Chávez, Breve, 2002, pp. 96-97. 7 Annino, “Pueblos”, 2003, pp. 399, 406, 428-429.

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Sin embargo, la validez de esta afirmación para el caso de la región azucarera de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas es discutible. Para establecer un punto de comparación entre dos coyunturas políticas distintas vamos a considerar en nuestro análisis tanto a la época gaditana como al periodo republicano.

Como hemos venido señalando, hay elementos para sostener la permanencia del dominio económico y social de la hacienda azucarera sobre el territorio durante la primera mitad del siglo XIX (aumento de la producción y de las unidades productivas, mayor dinamismo demográfico de las haciendas con respecto a los pueblos).8 Aunque no se puede deducir mecánicamente la decadencia de la economía campesina de los pueblos como con-secuencia de la bonanza azucarera (ni viceversa), resulta difícil aceptar que, a pesar de los abundantes recursos territoriales y acuíferos del territorio, puedan coexistir más de cuarenta hacien-das azucareras con una producción en aumento en la misma región donde supuestamente los pueblos han logrado salvaguardar sus tierras y demás recursos naturales gracias al fortalecimiento político que supusieron los ayuntamientos.

Por tanto, se impone el planteamiento de la cuestión: ¿logra-ron los ayuntamientos poner en duda, o al menos debilitar el estatus dominante de la hacienda azucarera con respecto al con-trol de los recursos naturales? Hemos apuntado ya la divergencia de opiniones con respecto a esta interrogante en los estudios sobre la región azucarera de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas. Por una parte está el enfoque de Alicia Hernández, centrado en los aspectos electorales y la representación política. La autora valora positivamente la apertura de la participación política a los sectores no indios para el acceso al poder local y la toma de deci-siones, el debilitamiento del poder político y económico de los caciques y notables indígenas, y la incidencia de la formación de ayuntamientos como un factor de pacificación del territorio.9 En contraposición, Brígida von Mentz considera el cambio político que significaron los ayuntamientos en estrecha relación con el contexto socioeconómico del territorio. Su balance general es

8 Véase Sánchez Santiró, “Producción”, 2004. 9 Hernández Chávez, Breve, 2002, pp. 96-99, 106-109.

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negativo, pues detecta un desplazamiento de la población india de los cargos del ayuntamiento, ya que la nueva vida republicana demandaba conocimientos y habilidades de los que carecían, además de que el desempeño de los cargos interfería con sus actividades agrícolas. En consecuencia, gracias a la participación política de grupos no indios, los hacendados azucareros pudieron controlar los cargos de los ayuntamientos directamente o a través de sus representantes (operarios, mayordomos, administradores).10

En ambos casos el análisis se concentra en algunas zonas de nuestra región de estudio, por lo que los resultados obtenidos no pueden generalizarse. Sin embargo, hemos sugerido que el enfo-que de Mentz nos parece más adecuado por considerar la esfera de lo político en relación al ámbito social y económico. Con el propósito de determinar el impacto de las reformas liberales en la vida de la gente rural y el funcionamiento de los órganos de go-bierno municipal en relación al control de los recursos, vamos a analizar detenidamente la instalación, evolución y desarrollo de los ayuntamientos de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas, desde el periodo gaditano (1812-1814, 1820-1823)11 hasta la culminación de la primera república federal (1824-1835).

La evolución del gobierno local (1812-1835) La política local se puede entender como aquellas acciones y pro-blemáticas restringidas al reducido ámbito de un determinado espacio o lugar. No obstante, a lo largo de este trabajo vamos a considerar a la política local en un sentido mucho más amplio y fundamental, es decir, como el primer motor que pone en marcha todo el sistema político estatal.

En efecto, a diferencia del antiguo régimen, donde la sobera-nía estaba depositada en el monarca, a partir de las reformas

10 Mentz, Pueblos, 1988, pp. 138-152. 11 Incluimos el periodo de la Diputación Provincial de México (1821-1823) dentro del reformismo gaditano puesto que la organización de los ayuntamientos continuó rigiéndose de acuerdo a las disposiciones de la constitución de Cádiz.

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gaditanas y después de la independencia la soberanía residía esen-cialmente en la nación, es decir, en el pueblo compuesto por ciudadanos. La célula política básica de la organización estatal eran los ayuntamientos, calificados por Lorenzo de Zavala, go-bernador del Estado de México, como “el primer resorte del movimiento social”,12 pues en las elecciones celebradas por los mismos comenzaba el nombramiento de representantes para elegir diputados estatales y federales, los cuales se encargaban de nombrar a los gobernadores y al presidente de la república. A su vez, los gobernadores nombraban a funcionarios de confianza para inspeccionar las acciones de los ayuntamientos, con lo cual se cerraba un círculo que comenzaba y terminaba en el ámbito de lo local (Esquema 1).

ESQUEMA 1 Proceso circular de la política local. Estado de México, 1824-1835

FUENTES: Decreto Núm. 72, “Sobre elecciones”, 16 de agosto de 1826, en Téllez y Piña, Colección, 2001, t. I, pp. 90-97; Capítulos VI y VII. Pre-fectos y Subprefectos, en Decreto Núm. 18: “Ley orgánica provisional para el arreglo del gobierno interior del Estado”, ibídem, pp. 25-29; Parte Segunda. Gobierno político y administración de los pueblos. Ca-pítulos II y III. De los prefectos y subprefectos, en “Constitución Política del Estado Libre de México”, ibídem, pp. 121-122.

12 Zavala, Memoria, 1828, p. 13.

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Por tanto, cuando nos referimos a la política y el gobierno lo-cal de la región azucarera de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas, estamos aludiendo a los distintos niveles de gobierno que opera-ban en la periodo gaditano (ayuntamientos, subdelegados, jefe político, diputados provinciales) y la época republicana (ayunta-mientos, prefectos, subprefectos, gobernadores, diputados estatales y federales), con respecto a los conflictos sociales, políticos y económicos del territorio.

Más adelante analizaremos con detalle el sistema electoral, por el momento queremos enfatizar la importancia de los ayunta-mientos en la política local, porque a través de ellos se ponía en marcha la soberanía nacional depositada en los ciudadanos. En este apartado analizaremos los factores que incidieron en su con-formación y desarrollo durante el tránsito del antiguo régimen a la vida republicana.

Como indicábamos en el apartado sobre los pueblos del capí-tulo anterior, la región azucarera de Cuernavaca se ubicaba en una de las zonas de mayor concentración de población indígena de toda Nueva España. En el pequeño territorio de las alcaldías de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas había 93 pueblos de indios hacia 1800.13 La autonomía política y económica de estas comuni-dades dependía, en primer lugar, de su pertenencia al marquesado o al realengo. Los marqueses y sus representantes ejercieron un mayor control en aspectos como el repartimiento de indios, la recolección del tributo o el cobro de alcabalas, pues conocían a detalle las características de población, agricultura y comercio de su señorío, situación que no ocurría con las autoridades de la corona, quienes en comparación se mostraron más consecuentes con los pueblos ubicados en el realengo.

Otra distinción fundamental entre las comunidades dependía de su condición de pueblos sujetos o pueblos cabeceras. Estos últimos eran los que desempeñaban la función rectora en materia económica, política y religiosa. Por ejemplo, era en los pueblos cabecera donde se concentraba la recolección del tributo, pero fundamentalmente eran estos los que controlaban y distribuían las parcelas de las tierras comunales entre la población. Además, el

13 Tanck, “Índice”, 2005.

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cabildo de los pueblos cabecera tenía la facultad de representar a toda la república en diversos asuntos, como un litigio por tierras contra las haciendas o alguna controversia con las autoridades virreinales y eclesiásticas.14

En el territorio de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas el estatus de los pueblos estuvo fuertemente condicionado por el factor demográfico. Las congregaciones del siglo XVII que reagruparon a la población indígena después de las epidemias adscribieron a mu-chas comunidades a una cabecera como pueblos sujetos. Hacia mediados del siglo XVIII la población regional se había recuperado, fenómeno que dio inicio a un proceso de segregación por medio del cual muchos de los pueblos que habían sido congregados recu-peraron su autonomía al segregarse de sus cabeceras, adquiriendo de esta forma un mayor control sobre sus recursos territoriales y sus asuntos internos en materia política y religiosa.15 Peter Gerhard afirma que en nuestra región de estudio el número de pueblos cabecera aumentó en el periodo 1649-1800, de 33 a 94.16

Sin embargo, el proceso de segregación de los pueblos no se li-mitaba a las tensiones entre pueblos sujetos y cabeceras, ya que el factor de la lucha por los recursos territoriales contra las haciendas azucareras también estaba presente. Es ilustrativo que los pueblos ubicados en las tierras altas y montañosas de la región lograran separarse de sus cabeceras, mientras que las intenciones de segrega-ción de los pueblos cercanos a las haciendas enfrentaron la completa oposición por parte de los propietarios, pues su conver-sión en pueblos cabeceras significaba la expropiación de tierras de las haciendas para otorgarles su fundo legal. En colaboración con las autoridades virreinales los hacendados azucareros consiguieron

14 Carmagnani, Regreso, 1988, p. 189; Tanck, Pueblos, 1999, p. 31. 15 El aumento de la población no era un factor suficiente para que un pueblo se separara de su cabecera, pues además tenían que demostrar la posesión de las condiciones materiales y espirituales que les permitieran “vivir en república”: iglesia y servicios del cura, pago puntual del tributo, distancia geográfica con respecto a la cabecera. Para el proceso de se-gregación de los pueblos de la alcaldía mayor de Cuautla de Amilpas entre 1743 y 1801 véase Sánchez Santiró, Azúcar, 2001, pp. 151-152. 16 Gerhard, “Evolución”, 1975, pp. 574-575.

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oponerse a las segregaciones alargando por años los litigios o bien a través de mecanismos más directos como la represión.17

Este era el escenario político local de los pueblos de indios de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas en las últimas décadas de la época colonial. No obstante, la organización político-territorial generada en torno a las repúblicas de indios fue suprimida de golpe por las reformas gaditanas de 1812 para dar paso al proceso de elección e instalación de los ayuntamientos constitucionales. Cabe preguntarse entonces cómo se rearticuló la organización territorial de los pueblos de la región, es decir, indagar si los hacendados azucareros continuaron ejerciendo presión e influ-yendo en la demarcación política de las comunidades, o bien establecer en qué medida los ayuntamientos supusieron un forta-lecimiento del poder político de los pueblos, tanto de su autogobierno como del control sobre sus recursos materiales.

En realidad se sabe muy poco sobre el primer periodo gadi-tano (1812-1814) en relación a las elecciones municipales y el accionar de los ayuntamientos. Esta es una laguna importante, pues resultaría interesante conocer el número de ayuntamientos instalados en la región en el contexto de las luchas insurgentes, para corroborar o no su función pacificadora. Tan sólo tenemos noticia de la existencia de ayuntamientos para este periodo en Yautepec, Cuernavaca, Oaxtepec, Cuautla, Tetecala y Zacual-pan.18 Sin embargo, para el segundo momento del reformismo gaditano –que corresponde tanto a la Diputación Provincial de Nueva España (1820-1821) como a la Diputación Provincial de México (1821-1823)– podemos trazar un cuadro completo de la constitución de los ayuntamientos de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas, a partir de las actas de sesiones de dichas diputaciones.

17 Esta fue la suerte que tuvieron las peticiones de segregación de los pueblos de Ahuehuepan y Zahuatlán, sujetos a Cuautla y Yecapixtla res-pectivamente. Para la descripción detallada del alargamiento de los litigios y la represión directa véase Sánchez Santiró, Azúcar, 2001, pp. 153-159. 18 AGN, Ayuntamientos, vol. 215, no. 89, f. 9; vol. 215, no. 92, f. 9; vol. 187, no. 115, f. 2; vol. 187, no. 24, f. 3; vol. 163, no. 122, f. 11.

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CUADRO 4 Ayuntamientos del distrito de Cuernavaca, 1820-1835*

1820-1823 1825-1835

Cuautla+ Cuautla

Huautla –

Hueyapan+ –

Jumiltepec+ –

Ocuituco+ Ocuituco

Tetela+ –

Mapaztlán (2) Sub.

de

Cua

utla

Zacualpan+

Par

tido

Cua

utla

Zacualpan

Cuernavaca+ Cuernavaca

Coatlán –

Jiutepec+ Jiutepec

Oaxtepec+ –

San Andrés de la Cal –

Santa Catalina –

Tepoztlán+ Tepoztlán

Tlaltizapán+ Tlaltizapán

Xochitepec+ Xochitepec

Tetecala Tetecala

Coatetelco –

Ixtla Ixtla

Jojutla –

Mazatepec+ –

Miacatlán Miacatlán

San Miguel Cuautla –

Tlaquiltenango+ Tlaquiltenango

Yautepec+

Par

tido

Cue

rnav

aca

Yautepec

Jonacatepec+ Jonacatepec

Jantelelco+ Jantetelco

Tepalcingo Tepalcingo

Tetelilla –

Tlayecac –

Yecapixtla+ Yecapixtla

Amayuca –

Axichipilco+ –

Subd

eleg

ació

n de

Cue

rnav

aca

Axochiapan –

34

Par

tido

Jona

cate

pec

(1)

18

* Eventualmente se hará mención en este trabajo de los ayuntamientos de Tlayacapan y Totolapan (Partido de Chalco), ya que posteriormente se incorporaron a la “región morelense”, y para estos años presentan pro-blemáticas similares que nos permiten ilustrar las hipótesis propuestas.

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+ Cabeceras de curato durante la época colonial, Sánchez Santiró, Pa-

drón, 2003, p. 77. (1) Creado el 29 de enero de 1825, a partir del antiguo tenientazgo de Jonacatepec, separado del partido de Cuernavaca, véase Decreto Núm. 35, “En que se declara partido a Jonacatepec”, 29 de enero de 1825, en Téllez y Piña, Colección, 2001, t. I, p. 44. (2) El ayuntamiento de Mapaztlán se fundó por decreto estatal el 22 de abril de 1834, a partir de la hacienda de beneficio de metales que fun-cionaba para el Real de Minas de Huautla, véase Pérez Alvirde, Erecciones, 1994, pp. 120-212.

FUENTES: 1820-1823: DPNE, 1820-1821, en Actas, 1985; DPM, 1821-1823, Con-greso del Estado de México, Biblioteca José María Luis Mora. 1825-1835: Orellana, Descripción, 1985. Las memorias de los gobernadores del Estado de México hacen mención de Oaxtepec como ayuntamiento en 1824 y 1834, sin embargo, éste no aparece como tal en todas las listas oficiales de ayuntamientos, ver Múzquiz, Memoria, 1826, 1827; Zavala, Memoria, 1828; Aburto, Memoria, 1834; Varela, Memoria, 1835.

Hay que considerar, en primer lugar, que los requisitos esti-pulados por la constitución de Cádiz para formar ayuntamiento eran muy laxos: en aquellos pueblos con al menos mil habitantes y donde las particulares circunstancias de agricultura, industria o población así lo requirieran.19 Sin embargo, a pesar de esta situa-ción tenemos que en las antiguas alcaldías de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas –subdelegaciones desde el reformismo bor-bónico– con una población de 80 mil habitantes,20 se instalaron tanto solo 34 ayuntamientos entre 1820 y 1823, cuando la cifra ideal de acuerdo a la población tendría que haber sido de 80 con-sistorios (Cuadro 4 y Mapa 5).

19 Constitución de Cádiz, Art. 310, en Dublán y Lozano, Legislación, 1876, pp. 378-379; “Formación de ayuntamientos constitucionales”, Decreto de 28 de mayo de 1812, ibídem, pp. 380-381. Cómo veremos más adelante, esta excepción correspondiente a las “particulares circunstancias” será muy importante para nuestra región, dada la gran cantidad de población mulata –en principio excluida de los derechos ciudadanos– que podrá participar en las elecciones municipales e incluso ocupar cargos en el cabildo. 20 Diputación Provincial de Nueva España (DPNE), Sesión 58, 6 de febrero de 1821, en Actas, 1985, p. 204.

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MAPA 5 Ayuntamientos gaditanos, 1820-1823.

Subdelegaciones de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas

FUENTE: CUADRO 4.

Desconocemos los argumentos que los pueblos expusieron en sus solicitudes para instalarse como ayuntamientos, así como los criterios de las autoridades provinciales para aprobar o negar las solicitudes, pero a partir del conocimiento de los ayuntamientos que se instalaron podemos deducir algunas razones. Por ejemplo, las 19 cabeceras de curato se convirtieron en ayuntamientos, lo cual indica que las autoridades tomaron como base la antigua división eclesiástica de la época colonial para organizar el territo-rio.21 Otras razones para erigir ayuntamientos pudieron haber sido la importancia económica de las localidades –como el caso

21 Las cabeceras de curato en Sánchez Santiró, Padrón, 2003, p. 77.

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de Tepalcingo, debido a su feria anual, o el de Huautla, sede de un real minero–, la necesidad de pacificar el territorio otorgando concesiones políticas a las comunidades más levantiscas, o bien el interés de algunos hacendados por instalar un ayuntamiento cerca de sus propiedades.22

Lo que es evidente es la clara reducción de la representatividad política de los pueblos, muchos de los cuales perdieron su condi-ción de cabecera para ser anexados a un ayuntamiento como pueblos sujetos, con la correspondiente pérdida de autonomía y de control sobre sus recursos territoriales. En principio las cabe-ceras tenían el control sobre la asignación y distribución de las tierras comunales. Además, las cabeceras de los ayuntamientos tenían la facultad de imponer arbitrios para recaudar una parte de sus fondos municipales, pero los gravámenes más onerosos se establecían en los pueblos sujetos. De igual forma era facultad de las cabeceras llevar a cabo la distribución y recaudación de las contribuciones nacionales, y no era raro que la carga del pago se distribuyera de manera desigual, haciendo recaer la mayor parte sobre los pueblos sujetos.

En efecto, se tiene noticia de muchos casos en que los pue-blos cabecera abusaron de sus facultades para imponer contribuciones excesivas e infligir maltratos a los vecinos de los pueblos sujetos. Uno de los más flagrantes fue el del ayunta-miento de Tlaltizapán, cuyos alcaldes y regidores cobraban “con sumo rigor y apremio corporal” a los habitantes de Santo Do-mingo Tecomán una pensión mensual de dos reales y 30 cargas de maíz para el cura, apresando con grilletes a quienes se opusie-ran al cobro.23 Los regidores del pueblo sujeto de Tlamimilolpa se quejaban también de que el ayuntamiento de Ocuituco les co-braba pensiones injustificadas.24 Los vecinos de Huisontepec acusaron al alcalde del ayuntamiento de Zacualpan por el cobro 22 Más adelante veremos que este fue el caso del ayuntamiento de Teteli-lla, cuya instalación fue propuesta por el dueño de la hacienda de Te-nango, DPNE, Sesión 40, 2 de diciembre de 1820, ibídem, p. 135. Una situación similar debió ocurrir con el caso de otros ayuntamientos, como Miacatlán y Tetecala. 23 Diputación Provincial de México (DPM), Sesión 10, 12 de abril de 1822. 24 DPM, Sesión 15,30 de abril de 1822.

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de dos reales por persona para sufragar las dietas de los diputados a cortes, y por el arresto de quienes no cumplieron con el pago.25 Los regidores de varios pueblos sujetos a Jumiltepec manifestaron que el alcalde no los convocaba a las sesiones de cabildo, por lo que pretendían formar su propio ayuntamiento, no obstante, su solicitud fue rechazada y sólo se reconvino al alcalde para que tomara en cuenta a todos los regidores en los asuntos municipa-les.26 Las autoridades de Xocotitlán, a su vez, se quejaron del aumento en las contribuciones y diezmos por parte del ayunta-miento de Tepoztlán.27 Finalmente, resulta interesante mencionar el caso de los vecinos de Santa Catarina Tlayca, sujetos al ayun-tamiento de Tlayacapan, quienes se quejaban de estar privados del uso del agua manifestando “que lejos de haber experimentado las ventajas del régimen constitucional, se halla[ba]n en peor estado que antes”.28

No obstante, hay que señalar que también hubo casos en que un pueblo sujeto logró liberarse del control de su cabecera, aun-que el apoyo que los hacendados prestaron a dichos pueblos nos hace pensar que tales ayuntamientos estuvieron subordinados al poder económico de la hacienda azucarera. El dueño de las haciendas de Tenango y San Ignacio, a través de su representante, se quejaba de que sus trabajadores tenían que trasladarse dos leguas para acudir a las elecciones de Jonacatepec, y argumentaba que en sus haciendas y ranchos había más de 1,200 habitantes, y que reunidos con los mil habitantes del pueblo vecino de Tetelilla, podrían formar ayuntamiento.29 A pesar de las protestas del ayun-tamiento de Jonacatepec, el pueblo de Tetelilla consiguió la aprobación para instalar su ayuntamiento.30 Cabe la pregunta ¿si

25 DPM, Sesión 50, 7 de noviembre de 1822. 26 DPNE, Sesión 8, 26 de junio de 1821, en Actas, 1985, p. 340. 27 DPM, Sesión 48, 10 de noviembre de 1823. 28 DPM, Sesión del 24 de abril de 1823. El ayuntamiento de Tlayacapan pertenecía a la jurisdicción de Chalco, aunque a partir de 1849 se incor-poraría a la jurisdicción de Cuernavaca y posteriormente formaría parte del estado de Morelos (1869), de ahí que lo consideremos eventual-mente en nuestro análisis. 29 DPNE, Sesión 40, 2 de diciembre de 1820, ibídem, p. 135. 30 DPNE, Sesión 59, 10 de febrero de 1821, ibídem, p. 205.

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Tetelilla contaba con los mil habitantes requeridos, porqué habría de aceptar la agregación de los ranchos y haciendas de la zona? Será que de no haber recurrido a dicha estrategia, habría quedado como un pueblo sujeto a Jonacatepec.31 Algo similar ocurre con el caso del pueblo de Cuautlita, cuyos vecinos lograron instalar su ayuntamiento quejándose de las contribuciones que les exigía Mazatepec, aunque hay que considerar que la hacienda de San Miguel, ubicada en la demarcación del pueblo, pudo haber lide-rado la solicitud a través de sus operarios, es decir, la mayoría de los habitantes de Cuautlita.32

Además, como la presión sobre los recursos eran muy fuerte, los conflictos no se limitaron a la oposición entre pueblos sujetos y cabeceras, pues también hubo enérgicas disputas entre las cabe-ceras de los ayuntamientos. Así, por ejemplo, el ayuntamiento de Tlayecac acusó al de Huautla por pretender sustraerle ocho ran-chos de su jurisdicción.33 Las autoridades del ayuntamiento de Jantetelco suspendieron las elecciones de los vecinos de Ama-yuca, pues se negaban a perder el control sobre las tierras de dicho pueblo. No obstante, Amayuca pudo instalar su ayunta-miento, aunque las relaciones con Jantetelco se complicaron desde entonces.34

Esta tendencia a la reducción del número de actores políticos de la región se incrementó con la llegada del republicanismo. En 1824 las subdelegaciones de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas se convirtieron en los dos partidos homónimos que integraron el distrito de Cuernavaca, adscrito al Estado de México.35 Mientras la

31 Aunque lo mismo puede decirse con respecto a las haciendas ¿si contaban con 1,200 habitantes porqué no instalaron su ayuntamiento? Está claro que las haciendas no podían por sí mismas erigirse en ayun-tamientos, pues su instalación hubiera exacerbado la conflictividad social del territorio, de ahí que tuvieran que agregarse a los pueblos vecinos para obtener su representación política. 32 Véase DPM, Sesión 8, 29 de marzo de 1822; Sesión 14, 26 de abril de 1822, y Sesión 25, 4 de julio de 1822. 33 DPM, Sesión 59, 15 de febrero de 1822. 34 DPNE, Sesión 24, 7 de octubre de 1820, en Actas, 1985, p. 87. 35 Macune, Estado, 1978, pp. 7-23; Hernández Chávez, Breve, 2002, p. 111. Al año siguiente se formó el partido de Jonacatepec a partir del antiguo

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legislatura estatal preparaba una ley en materia municipal, los ayuntamientos siguieron desempeñando sus funciones de acuerdo a las leyes vigentes, es decir, a la legislación gaditana.36 No obstante, en febrero de 1825 el congreso mexiquense dictó el decreto “Para la organización de los ayuntamientos del Estado”, cuyas disposi-ciones redujeron el número de ayuntamientos y sus facultades, aumentaron los requisitos para acceder a los cargos y sujetaron el accionar municipal al control de prefectos y subprefectos.37

La primera modificación importante de esta ley fue el au-mento de la población necesaria para formar ayuntamiento, pasando de mil habitantes a cuatro mil.38 Según el informe de Ignacio Orellana, primer prefecto del distrito de Cuernavaca, había en el territorio una población de 90 mil habitantes.39 Por tanto, el número de ayuntamientos correspondiente tendría que haber sido de 22 –reduciéndose 16 ayuntamientos de los 34 ya existentes–, sin embargo, en los hechos solamente 17 pueblos lograron conservar su condición de ayuntamiento (Cuadro 4 y Mapa 6). Es decir, la ley municipal de 1825 redujo en un 50% el número de ayuntamientos del distrito de Cuernavaca, y si compa-ramos los 94 pueblos cabecera que había en 180040 con los 17 ayuntamientos de 1825, es evidente la drástica reducción de re-presentatividad política sufrida por los pueblos de la región a raíz de las reformas liberales iniciadas en 1812. Esta organización municipal se mantuvo hasta 1835, momento en que las reformas instauradas por el centralismo eliminaron a los ayuntamientos.

tenientazgo del mismo nombre, ver Decreto Núm. 35, “En que se declara partido a Jonacatepec”, 29 de enero de 1825, en Téllez y Piña, Colección, 2001, t. I, p. 44. 36 Así lo estipulaba el decreto “Sobre la organización provisional del gobierno interior del Estado de México…”, 2 de marzo de 1824, en Téllez y Piña, Colección, 2001, p. 6, y la “Ley orgánica provisional para el arreglo del gobierno interior del Estado”, 7 de agosto de 1824, ibídem, pp. 29-30. 37 Decreto núm. 36, “Para la organización de ayuntamientos del Estado”, 9 de febrero de 1825, ibídem, pp. 44-53, (en adelante Ley municipal, 1825). 38 Ley municipal, 1825, Art. 1, ibídem, p. 44. 39 La cifra exacta dada por el prefecto es de 91,666 habitantes, Orellana, Descripción, 1985, p. 70. 40 Véase Gerhard, Evolución, 1975, pp. 574-575.

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MAPA 6 Ayuntamientos Republicanos, 1824-1834.

Distrito de Cuernavaca, Partidos de Cuernavaca, Cuautla y Jonacatepec

FUENTE: Cuadro 4.

La lógica de la organización político-territorial

Carecemos de información que nos aclare las directrices de la nueva organización político-territorial del Estado de México, es decir, en base a qué criterios se eliminaron unos ayuntamientos y no otros, cuál fue la lógica para la agregación de los pueblos su-jetos a tal o cual cabecera, etcétera. No obstante, conocemos el resultado del proceso en el distrito de Cuernavaca: los 17 ayun-tamientos instalados en 1825 junto con sus pueblos sujetos, ranchos y haciendas.41 Si observamos el Mapa 7 queda de manifiesto que el

41 “Estado 18. Resumen general del distrito de Cuernavaca”, en Ore-llana, Descripción, 1985.

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poder de los hacendados azucareros influyó decisivamente en el reacomodo político-territorial del distrito.

MAPA 7 Haciendas azucareras adscritas a los ayuntamientos

del distrito de Cuernavaca, 1825

FUENTE: “Estado 18. Resumen general del distrito de Cuernavaca”, en Orellana, Descripción, 1985.

En efecto, sólo los ayuntamientos de Tepoztlán, Yecapixtla y Ocuituco escapan a la órbita de las haciendas azucareras, pues se ubican al norte del distrito en una zona boscosa, un territorio por el que los hacendados habían mostrado menos intenciones de controlar desde la época colonial. Zacualpan posee dos haciendas de cereales (Chicomocelo y Cuautepec) propiedad de la familia Icazbalceta. Tepalcingo permaneció como ayuntamiento segura-mente por la importancia de su feria. En los 12 ayuntamientos restantes la presencia de la hacienda azucarera es determinante:

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Cuautla y Yautepec tienen adscritas siete haciendas cada uno, Tlaltizapán y Tetecala poseen cinco, Tlaquiltenango, Xochitepec y Jiutepec tienen tres, en Jonacatepec y Miacatlán hay adscritas dos, y en Cuernavaca e Ixtla sólo una.

Además del número de haciendas en cada ayuntamiento hay que destacar la lógica de su adscripción, pues en algunos casos la pertenencia a un ayuntamiento no es la más adecuada desde el punto de vista de la cercanía geográfica. En este sentido la lógica territorial parece obedecer a dos propósitos: la mayor concentra-ción posible de haciendas en un solo ayuntamiento –caso de Cuautla, Tlaltizapán, Yautepec y Tetecala– y la asignación de una o varias haciendas para crear un ayuntamiento que le diera repre-sentatividad política a sus propietarios –como en el caso de Miacatlán, residencia de los Pérez Palacios, o Jantetelco y Jona-catepec, zonas dominadas por Nicolás Icazbalceta y Sebastián Hidalga Musitu–. Más adelante veremos que con frecuencia los trabajadores de las haciendas votaban de acuerdo a los intereses de sus patrones en las elecciones de funcionarios municipales y de diputados, considérese entonces la impresionante representativi-dad política obtenida por los hacendados con la concentración de sus fincas en unos cuantos ayuntamientos.

Para ilustrar este proceso contamos con información sobre el caso de la reorganización de los ayuntamientos de la zona sur del partido de Cuernavaca. En agosto de 1825, con la nueva ley mu-nicipal ya en vigencia, los habitantes del desaparecido ayuntamiento de Coatetelco –comunidad mayoritariamente indígena– se negaron rotundamente a sujetarse al ayuntamiento de Tetecala, amenazando con administrar ellos mismos el pueblo en caso contrario. A la vez, Mazatepec insistía en separarse del ayuntamiento de Miacatlán, al que había sido agregado. No obstante, Tetecala permaneció como ayuntamiento por “convenirle de absoluta necesidad” (en palabras del subprefecto de Cuernavaca, José María Ruano Calvo), mientras que Mazatepec y Coatetelco quedaron sujetos al ayuntamiento de Miacatlán.42 De hecho, las autoridades estatales aclararon al pre-fecto del distrito que si bien la legislación sólo requería cuatro mil

42 Archivo Histórico del Estado de México (AHEM), Gobernación, “Elecciones”, vol. 1, exp. 8, 1825, fs. 1-3.

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habitantes para formar un ayuntamiento, éstos podrían formarse “si así conviene por otras circunstancias” de “seis, ocho, diez o más miles”, lo cual, como hemos apuntado anteriormente, fue lo que realmente sucedió, pues así convenía a los intereses de la elite azu-carera del distrito.43

Las cabeceras de los ayuntamientos de la zona se instalaron en el lugar de residencia de los hacendados azucareros (Miacatlán y Tetecala), desplazando a la antigua cabecera de curato (Mazatepec) y reduciéndola a la condición de pueblo sujeto. En efecto, en Tete-cala habitaban prominentes familias de hacendados, como los Silva y los Sáenz de la Peña –dueños de las haciendas de Actopan y Cocoyotla, respectivamente–,44 situación que puede explicar la “absoluta necesidad” de instalar la sede del ayuntamiento en dicha localidad. Asimismo, en Miacatlán tenían su centro de poder la familia Pérez Palacios, cuya hacienda San Salvador venía enfren-tando constantes litigios por aguas y tierras desde finales del siglo XVIII con los pueblos vecinos de Mazatepec y Coatetelco.45

En contraste, mientras se liquidaba la autonomía política de varias comunidades, las peticiones de los hacendados eran canali-zadas con prontitud. A mediados de 1825 Antonio Silva solicitó que la hacienda de Cocoyotla no fuera agregada al ayuntamiento de Miacatlán, sino al de Tetecala, argumentando la dificultades de comunicación con Miacatlán provocadas por el caudaloso río de la zona. La solicitud fue aprobada aclarando que el asunto “no siendo de interés público [sólo] perjudica al particular”.46 En pri-mer lugar, el río de la zona no significaba ninguna frontera natural, ya que su cause corría por un costado de los pueblos y haciendas. Por otra parte, el descaro en la resolución de las auto-ridades es evidente, a menos que aceptemos su ignorancia sobre las implicaciones de modificar la adscripción de una hacienda, la cuales convertían la cuestión en un asunto de pleno interés pú-blico, pues se estaba cambiando –entre otras cosas– la sede de las elecciones de sus trabajadores, el lugar del pago de las contribu-

43 AHEM, Gobernación, “Gobernación”, vol. 4, exp. 20, 1825, f. 367. 44 AHEM, Gobernación, “Gobernación”, vol. 4, exp. 19, 1825, s/f. 45 Mentz, Pueblos, 1988, pp. 104-105. 46 AHEM, Gobernación, “Gobernación”, vol. 4, exp. 20, 1825, f. 426.

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ciones, el número de habitantes de los ayuntamientos y por lo tanto, la cantidad de electores y funcionarios municipales a los que tenían derecho.

A nuestro entender se trataba de diferenciar claramente el centro de control político de los hacendados azucareros de la zona, de modo que Antonio Silva prefirió adscribir su hacienda al ayuntamiento de Tetecala, tanto por su mayor cercanía como por ser el lugar de su residencia, pero además para no interferir con los intereses de los Pérez Palacios en Miacatlán.

Para ofrecer un panorama más amplio de la organización jurí-dico-territorial del distrito de Cuernavaca, presentamos en el Mapa 8 el cuadro completo de partidos, ayuntamientos, pueblos sujetos y haciendas, elaborado por el prefecto Ignacio Orellana en 1826. Es necesario indicar que el mapa de Orellana no es fiel a la división territorial de la geografía política del distrito, más bien el prefecto está representando la división estrictamente política de los partidos y ayuntamientos, así como la adscripción de pueblos y haciendas a los mismos.

En cambio, si contrastamos el mapa de Orellana con la ubica-

ción geográfica real de los pueblos y haciendas (Mapa 9) se detectan algunas diferencias interesantes. En efecto, la jurisdicción territo-rial de varios ayuntamientos está fragmentada. Por ejemplo, el real minero de Huautla, ubicado al sur del ayuntamiento de Cuautla, pertenece en realidad al ayuntamiento de Zacualpan, y entre ambos se interpone el partido de Jonacatepec; el pueblo de Temimilcingo se encuentra en la demarcación del ayuntamiento de Tlaltizapán, pero está adscrito al de Jiutepec, igualmente, el pueblo sujeto de Xochitlán se localiza al norte del distrito en el ayuntamiento de Yecapixtla, pero pertenece al de Jonacatepec, ubicado en la zona sur oriental.47 Algo similar ocurre con las

47 A manera de hipótesis consideramos que el real de Minas de Huautla no fue adscrito al ayuntamiento de Cuautla debido al choque de intereses que pudieran ocasionarse entre los hacendados azucareros y los mineros, quienes a menudo se disputaban la fuerza de trabajo del territorio y otros recursos, de ahí que Huatla se sujetara a Zacualpan, donde no había haciendas azucareras y existían varios grupos de arrieros que los mineros utilizaban para trasportar sus metales. Sobre la producción del real de minas de Huautla y los conflictos con los hacendados azucareros véase

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haciendas azucareras de Santa Cruz, Cuauchichinola y Cocoyotla, las cuales están adscritas al ayuntamiento de Tetecala pero se encuentran en el territorio de Miacatlán.48 El caso más peculiar de todos lo constituyen el pueblo y la hacienda de Cocoyoc, el pri-mero sujeto al ayuntamiento de Yautepec, mientras que la hacienda pertenece al de Cuautla de Amilpas.

Al parecer esta organización dispersa proviene de la época de las congregaciones del siglo XVII, cuando a pesar de haber reubi-cado geográficamente a muchos pueblos el gobierno virreinal les permitió conservar sus límites exteriores.49 Aunque muchas de las tierras de los pueblos congregados fueron ocupadas por las haciendas, la organización municipal de la época republicana demuestra que algunos pueblos aún mantenían sus antiguas pose-siones territoriales, y que el reformismo liberal no fue capaz de introducir una organización territorial homogénea y racional desde el punto de vista geográfico. En cuanto a las haciendas azucareras y el real de minas, su adscripción a un ayuntamiento vecino o incluso uno lejano debió obedecer a la conveniencia de sus intereses políticos y económicos.

Formalmente la lógica de la organización jurisdiccional del te-rritorio sigue siendo de antiguo régimen, es decir, opera sobre un territorio disperso, no homogéneo. Sin embargo, esto no quiere decir que afirmemos una relación de continuidad entre la época

Sánchez Santiró, “Plata”, 2002, pp. 85-123. Por su parte, el pueblo de Xochitlán se ubica en la zona norte donde la explotación de bosques era una actividad importante, su adscripción al ayuntamiento de Jonacatepec puede obedecer al interés de los hacendados por garantizarse el suministro de leña para las calderas; sobre la actividad forestal en los pueblos del norte de la región véase Martin, “Pueblos”, 1984, pp. 103-104. 48 Ya hemos sugerido que esta situación en la zona sur poniente puede obedecer a la necesidad de los propietarios de pequeñas haciendas por separarse del ámbito de influencia de los Pérez Palacios, que residían en Miacatlán. Así, en el ayuntamiento de Tetecala tenían su representación política las pequeñas haciendas que destinaban su producción a las cali-dades inferiores de azúcar. Al respecto véase la solicitud de Antonio Silva, dueño de Cocoyotla, para separar su hacienda de Miacatlán y adscribirla a Tetecala, AHEM, Gobernación, “Gobernación”, vol. 4, exp. 20, 1825, f. 426. 49 Gerhard, “Evolución”, 1975, p. 573.

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MAPA 8. EL DISTRITO DE CUERNAVACA EN 1826, SEGÚN EL PREFECTO IGNACIO ORELLANA

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55Cuernavaca

====

==========

==

====

S. María

Huitzilac Coajumulco

555555==

== ==

== ==

AcatlipaEl Puente

55 ====Miacatlán55

5555

555555

Tetecala

55

==

====Amacuzac

S. Gabriel Ixtla

Xoxocotla

<<Huautla

55 5555==

========

==

5555 55

5555

==

====

TreintaTemilpaAcamilpaBarreto

Xochimancas

== ==

== ====

S. Catarina

S. AndrésSantiago

S. JuanSt. Domingo

Tepoztlán

5555

55==

==

==

Jiutepec 55

5555 5555

5555 a itlP nt án==

555

555555

55 555555

====

====

====

==== ==

==

==== == ==

========

====

====

==

55

JantetelcoChalcacingo==

==

55

55==

==

==

55==Sta. Clara

Atotonilco

Territorio delPartido de Chalco

MAPA 9Distrito de CuernavacaEstado de México1824-1835SIMBOLOGÍA

Partidos Cuernavaca Jonacatepec Cuautla de AmilpasCabeceras Distrito Partido Municipalidad Pueblo sufragáneo Hacienda MineralFUENTE: ORELLANA, Ignacio,Des- cripción geográfica y estadísticadel distrito de Cuernavaca, 1826, C IESAS , México, 1995.

Diseño y elaboración:Irving Reynoso Jaime

Ticumán

(Zacualpan)

Chamilpa OcotepecAhuatepecTetela

TlaltenangoAcapatzingo

ChapultepecAtlacomulco

CuentepecTetlama

Temixco

XochitepecChiconcuacAtlacholoayaAlpuyeca

TejalpaS. Gaspar

ZacualpanS. VicenteDoloresTezoyuca

ApanquezalcoMichate

Yaute cpeAtlihuayán

OacalcoOaxtepec

o m oB rro eo yC co ocTetel-cingo

a eC ld rónCa a a os s nCuautlixco

Hospital Sta. InésAmilcingoCuautlaBuenavistaCoahuixtlaAnenecuilcoMapaztlán

TenextepangoTemimilcingoPueblo Nuevo

Tlaltizapán

S. SalvadorCocoyotlaCoatlán Mazatepec

St. CruzCoatetelcoActopan Cuautlitla

Cuauchichinola

Huajintlán

Tetelpa

JojutlaPanchimalcoTequesquitengo TlaltenchiTehuixtla

BuenavistaS. Nicolás ZacatepecTlaquiltenango

AchichipicoTexcala

AtlamomulcoXochitlánJumiltepec

TlalmimilulpanHueyapanTetelaHuichicalco

MetepecYecapixtla Ocuituco

TecaxicTlacotepecChicomocelo

ZacualpanTemoacTlayecac Amayuca

AmacuitlapilcoXalostocHuitzililla

JonacatepecTenangoSan Nicolás

TetelillaTepalcingoTelixtac

S. Ignacio

AtlacahuloyaAxochiapan

<<

19˚

18˚45’

18˚30’

99˚30’ 99˚15’ 99˚ 98˚45’

Escala Gráfica (km)024 135 15105

99˚30’ 99˚15’ 99˚ 98˚45’

19̊

18˚45’

18˚30’

Partido de San Agustínde las Cuevas (Tlalpan)

Distritode Toluca

Distritode Taxco

Estadode Puebla

Estadode Puebla

Partidode Chalco

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republicana y la colonial en cuanto a la división jurídico-territorial, por el contrario, el análisis de la conformación y distribución de los ayuntamientos del distrito muestra precisamente que el terri-torio se reconfiguró jurisdiccionalmente de acuerdo a la estructura socioeconómica (donde la presencia de la hacienda azucarera tuvo una influencia notable).

Finalmente, luego de analizar la configuración político-territorial de los ayuntamientos es conveniente detenernos en las divisiones jurisdiccionales más amplias, tratando de establecer algunos facto-res que nos ayuden a entender su conformación.

Nuestra región de estudio estuvo integrada desde finales del siglo XVI por la alcaldía mayor de Cuernavaca –territorio adscrito al Marquesado del Valle– y por la alcaldía mayor de Cuautla de Amilpas –bajo la jurisdicción de la corona–.50 Con el reformismo borbónico las alcaldías se convirtieron en subdelegaciones de la Intendencia de México (1787), pero su territorialidad no sufrió modificaciones y persistió la doble jurisdicción regional –realenga y marquesana–.51

En 1824 el Estado de México se creó a partir del territorio de la Intendencia de México. Las subdelegaciones de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas se fundieron para crear el distrito de Cuerna-vaca, divido en tres partidos: Cuernavaca, Cuautla y Jonacatepec (este último se creó en 1825). Pero veamos con más detenimiento esta división interna. El partido de Jonacatepec se segregó del partido de Cuernavaca en 1825, con lo cual el territorio del mar-quesado quedó dividido en dos zonas –oriente y poniente– (Mapa 9).52 Aunque se ignoran los argumentos para crear este partido, podemos establecer algunos parámetros, como la necesidad de volver más eficiente la administración del territorio, dada su leja-nía geográfica con respecto a Cuernavaca. Por otra parte, la zona poseía una tradición previa de autonomía política y administra- 50 Gerhard, Geografía, 2000, pp. 93-100. 51 Tanck, Pueblos, 1999, p. 113 bis; Gerhard, Geografía, 2000, p. 16. 52 Sobre la solicitud del ayuntamiento de Jonacatepec para erigirse en par-tido véase AHEM, Gobernación, “Gobernación”, vol. 2, exp. 14, 1824, f. 425. El decreto de la formación del partido, a partir del antiguo tenientazgo de Jonacatepec en Decreto Núm. 35, “En que se declara partido a Jonacate-pec”, 29 de enero de 1825, en Téllez y Piña, Colección, 2001, t. I, p. 44.

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tiva, pues en Jonacatepec existía un tenientazgo, un curato y un suelo alcabalatorio.53 Finalmente, consideramos que la presencia de grandes haciendas azucareras fue una razón de peso para la creación del partido, ya que a través de un subprefecto se podía favorecer el control de los ayuntamientos de la zona (no olvide-mos los intereses en el negocio azucarero de la familia Icazbalceta propietaria de las haciendas San Ignacio Urbieta, Santa Ana Te-nango y Santa Clara Montefalco).54

Resulta interesante señalar que las mismas condiciones que existían en Jonacatepec –exceptuando su lejanía– se daban tam-bién en la zona de Yautepec –autonomía política y administrativa previa, grandes haciendas azucareras, presencia de autoridades militares y eclesiásticas–. Sin embargo, cuando en mayo de 1825 el ayuntamiento de Yautepec pretendió separarse del partido de Cuernavaca para formar uno propio, la solicitud fue rechazada.55 No podemos establecer con claridad las razones de esta negativa, aunque tal vez las autoridades del distrito consideraron que la creación del partido de Yautepec generaría conflictos con el de Cuernavaca, dada la cercanía de ambas cabeceras. Además, crear otro partido significaba volver a fragmentar la zona poniente del marquesado, situación que quizás la elite azucarera de Cuernavaca no estaba dispuesta a aceptar, suponiendo que hubiera una clara diferenciación entre ésta y los hacendados de Yautepec.

En lo que respecta al partido de Cuautla de Amilpas, es noto-rio que su tradición política se había generado a partir de su pertenencia al realengo, es decir, los pueblos estaban acostumbra-dos a rendir cuentas a las autoridades de la corona. Con la creación del distrito de Cuernavaca el partido de Cuautla quedó bajo el control de unas autoridades instaladas en el antiguo mar-quesado, un territorio ajeno a su jurisdicción durante siglos. Esta situación puede explicar la resistencia de los ayuntamientos del partido de Cuautla a brindar información a las autoridades de Cuernavaca, como queda de manifiesto en el informe de Ignacio

53 Véase Sánchez Santiró, Padrón, 2003, p. 77; Sánchez Santiró, Azúcar, 2001, p. 243; Téllez y Piña, Colección, 2001, t. I, p. 44. 54 Ver Sánchez Santiró, Azúcar, 2001, p. 285. 55 AHEM, Gobernación, “Gobernación”, vol. 4, exp. 20, 1825, f. 304.

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Orellana, primer prefecto del distrito, quien se quejaba de la poca colaboración de los ayuntamientos de dicho partido.56

La última modificación territorial importante en lo que con-cierne a nuestro tema de estudio tiene que ver con la política estatal y nacional. Se trata de la segregación de la ciudad de México –capital del Estado de México– para crear el Distrito Federal en 1826. Este hecho dificultó las relaciones entre el Es-tado de México y la federación, generándose serios conflictos políticos, económicos y jurisdiccionales.57 La ciudad de México era nada menos que el principal mercado para el azúcar del dis-trito Cuernavaca, por ello, su segregación del Estado implicaba que los hacendados tendrían que pagar gravámenes tanto en el lugar de producción como en el de consumo. Lógicamente, los hacendados se opusieron a esta doble fiscalidad, argumentando sobre los perjuicios que ocasionaría a la economía regional y a la integración de los productores al mercado interno. Dicha situa-ción obligó a los miembros de la elite azucarera a inmiscuirse de lleno en la política estatal y nacional. Como veremos más ade-lante, varios de ellos se desempeñaron como diputados de ambos niveles durante la primera república federal.58

Aquí hay otra causa que explica el porqué de la necesidad de los hacendados por entrometerse en la política local a través de los ayuntamientos, ya que si querían apropiándose de las diputa-

56 Refiriéndose al ayuntamiento de Zacualpan, comenta: “Impacienta el ver el desprecio con que estos ciudadanos mira[n] sus intereses. Sólo tratan algunos ayuntamientos salir del paso aunque sea de cualquier manera. Y no es fácil remediar este mal que procede de causas muy extensas”. Más adelante, ante la falta de información sobre las tierras de repartimiento del ayuntamiento de Ocuituco, afirma: “Nada tenemos que decir. Es una impaciencia ver la incapacidad de muchos ayunta-mientos, su indolencia y el ningún interés con que miran sus verdaderos intereses”. Llama la atención que para referirse a las omisiones de ayun-tamientos de otros partidos lo haga de un modo mucho menos visceral, como el caso de Ixtla, del que expresa: “Es una costumbre muy antigua de que no informa este ayuntamiento”, véase Orellana, Descripción, 1985. 57 Macune, Estado, 1978, pp. 22-39. 58 Huerta, Empresarios, 1993, pp. 130-131.

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ciones, tenían que comenzar necesariamente por el control de las elecciones en el nivel parroquial.

Recapitulando el proceso aquí analizado, consideramos que estamos en condiciones para afirmar que los intereses económi-cos de la hacienda azucarera fueron un factor de gran importancia en la nueva organización jurídico-territorial de nuestra región de estudio. Sin embargo, no se puede reducir la explicación al con-texto económico del territorio y a los intereses de las elites económicas, por lo que tenemos que considerar otros aspectos como los fundamentos de la política municipal, es decir, de qué manera se concebía el papel de los ayuntamientos en la sociedad desde el propio discurso liberal.

Podemos especular que el mayor número de ayuntamientos del periodo gaditano se debió precisamente a la necesidad de otorgar concesiones políticas a los pueblos para diezmar el apoyo a la causa insurgente.59 Pero una vez pacificado el territorio y con la concreción de la independencia política, las élites liberales que controlaban el Estado de México percibieron en los ayuntamien-tos un obstáculo para la modernización política y económica de la sociedad. En principio, la propagación de los ayuntamientos pro-piciaba la dispersión o atomización política, atentando contra la unidad de un estado que declaraba tener un gobierno centralista en su interior.60 Por otra parte, la permanencia en los pueblos de prácticas tradicionales de sociabilidad política (caciquismos, leal-tades personales o familiares) impedía la concreción de la ciudadanía moderna basada en la libertad del individuo. Finalmente, la de-fensa que los ayuntamientos hacían de las tierras comunales en su poder obstaculizaba los proyectos de reforma tendientes a formar una sociedad de pequeños propietarios agrícolas, pues la propie-dad privada de la tierra era la piedra angular del desarrollo económico según el credo liberal.61

Por estas razones no es casual que uno de los temas más im-portantes de los debates del congreso del Estado de México en

59 Véase Annino, “Pueblos”, 2003, pp. 403-404; Cunniff, “Reforma”, 1985, pp. 86-87. 60 Salinas Sandoval, Política, 1996, p. 47. 61 Hale, Liberalismo, 1987, pp. 42, 63, 98.

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1824 tuviera que ver con la organización municipal.62 José María Luis Mora, el político liberal mexicano más representativo de la primera mitad del siglo XIX, fue uno de los integrantes de la co-misión que elaboró el dictamen de la ley municipal de 1825. Para Mora era indispensable que los ayuntamientos estuvieran custo-diados por el poder ejecutivo, por lo que propuso que fueran supervisados por los prefectos de los distritos y los subprefectos de cada partido.63 Además, opinaba que los derechos ciudadanos sólo podían otorgarse a los propietarios de tierras y personas con alguna industria o profesión, negando la ciudadanía a las personas que por su pobreza o ignorancia no podrían ejercer sus responsa-bilidades civiles.64 Estas ideas se materializaron en la ley municipal de 1825 –y permanecieron en la constitución estatal de 1827–, sancionando la reducción de los ayuntamientos, aumentando los requisitos de ciudadanía y vecindad, sujetando a los ayuntamien-tos a la supervisión de prefectos y subprefectos, y reduciendo sus facultades a meros aspectos administrativos.65

Por tanto, se puede afirmar que los pueblos del distrito de Cuernavaca vieron mermada su representatividad política de forma muy radical a partir de 1812. De hecho, es evidente que la reducción y el control de los ayuntamientos fue un proyecto im-pulsado desde el propio discurso del liberalismo, reforzado por los intereses económicos de las elites económicas del distrito. Además, este fue un proceso generalizado en todo el territorio. Así, mientras en 1803 la Intendencia de México contaba con 1,245 pueblos de indios con su gobierno autónomo, en 1821 había instalados tan sólo 202 ayuntamientos. Para 1826, con la Intendencia convertida en el Estado de México, el gobernador informaba de la existencia de 182 ayuntamientos.66

62 Véanse las Actas del Congreso Constituyente del Estado de México de 1824, donde además de Mora destacan en los debates sobre el tema municipal otros liberales como José María de Jáuregui y Manuel Villa-verde, Actas, 2005. Ver también Hale, Liberalismo, 1987, p. 89. 63 Mora, Obra, 1986, pp. 38-41; Hale, Liberalismo, 1987, pp. 93-94, 233. 64 Hale, Liberalismo, 1987, pp. 98, 100. 65 Salinas Sandoval, Política, 1996, pp. 46-47. 66 Salinas Sandoval, “Imperio”, 2003, pp. 468-469.

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Para el caso del distrito de Cuernavaca, este proceso confirma nuestra hipótesis sobre el impacto negativo de las instituciones locales de gobierno en el medio rural, sobre todo en lo que res-pecta a la representación política. No obstante, se trataba sólo del primer paso para favorecer el control de los hacendados. A pesar de la disminución de su poder político, los pueblos podían dar la batalla haciendo un uso adecuado de las herramientas legales que les proporcionaban los ayuntamientos, al menos en el sentido de proteger con relativa eficacia sus tierras comunales. Por ello, para concretar su dominio político sobre los ayuntamientos hacía falta que los hacendados lograran intervenir en el gobierno municipal, lo cual implicaba inmiscuirse en las elecciones, tanto para acceder a los cargos del cabildo como para proyectarse hacia la política estatal y relacionarse con prefectos, subprefectos, diputados y gobernadores.

Por tanto, aún faltan escudriñar muchos aspectos de la práctica municipal, ¿quiénes eran los funcionarios y qué intereses repre-sentaban?, ¿en qué condiciones se desarrollaban las elecciones municipales?, ¿cuál era la relación de los ayuntamientos con los prefectos y subprefectos?, ¿qué grado de incidencia política tenía la hacienda azucarera en las cuestiones municipales? El esclareci-miento de estas cuestiones será el propósito de los siguientes capítulos de nuestro análisis.

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CAPÍTULO III

SISTEMA ELECTORAL Y ELITES REGIONALES:

Elecciones municipales y de diputados en Cuernavaca y Cuautla de Amilpas, 1812-1835

La llamada “revolución local” de los pueblos se articuló a partir del sistema de elecciones establecido por la constitución de Cádiz en 1812. El reformismo gaditano introdujo en la sociabilidad política de los pueblos nuevos conceptos como “ciudadanía” y “representatividad”. Según Antonio Annino, esta revolución “si-lenciosa”, inscrita en la tradición política de las comunidades rurales, les otorgó un grado de negociación política frente al Es-tado mucho mayor del que había disfrutado durante la época colonial.1 El punto fundamental de esta afirmación radica en la cuestión de la ciudadanía, es decir, qué requisitos eran necesarios para votar y ser votado (sufragio activo y pasivo), y a quién co-rrespondía la facultad de otorgar los derechos ciudadanos. En principio, ciudadano era aquel individuo nacido en territorios españoles (americanos o peninsulares), pero para poder participar en las elecciones hacía falta la condición de “vecino”, esto es, la residencia en cualquier localidad con un “modo honesto de vi-vir.” La carta gaditana otorgó a los pueblos el derecho inapelable de determinar quiénes eran los vecinos-ciudadanos sin la intromi-sión de cualquier otra autoridad.2 De esta forma los pueblos monopolizaron la facultad de averiguar entre sus habitantes los requisitos de vecindad y ciudadanía, aprovechando esa “brecha constitucional” para fortalecerse políticamente.3

1 Annino, “Soberanías”, 2003, p. 160. 2 Constitución de Cádiz, Art. 50: “Si se suscitasen dudas sobre si en alguno de los presentes concurren las calidades requeridas para poder votar, la misma junta decidirá en el acto lo que le parezca; y lo que decidiere se

ejecutará sin recurso alguno por esta vez y para este solo efecto”, en Dublán y Lozano, Legislación, 1878, t. I, p. 353 [énfasis añadido]. 3 Annino, “Pueblos”, 2003, p. 402.

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En el capítulo anterior hemos afirmado que, a pesar de la drástica reducción de la representatividad política de los pueblos, cabía la posibilidad de que los pocos ayuntamientos instalados en el distrito de Cuernavaca hubieran aprovechado los instrumentos legales otorgados por las reformas liberales. Este sería el caso de las elecciones, por ello, el propósito de este capítulo radica en analizar el sistema electoral y su funcionamiento en los pueblos del distrito de Cuernavaca, tomando como referencias la legisla-ción gaditana de 1812 y la ley electoral del Estado de México promulgada en 1826.4 Se trata de determinar hasta qué punto se puede sostener la afirmación de que el sistema electoral impuesto por el liberalismo en el ámbito rural significó una mejora con respecto a la época colonial, sobre todo en cuanto a la autonomía política y al control de los recursos económicos y materiales.

Las primeras elecciones municipales, 1812-1814, 1820-1823 La legislación gaditana de 1812 estableció un sistema de votación indirecto dividido en tres niveles: parroquial, de partido y provin-cial. En el nivel parroquial se efectuaban las elecciones municipales para elegir a las autoridades de los ayuntamientos, y se llevaban a cabo los nombramientos de electores parroquiales para la elección de diputados provinciales. En el segundo nivel los electores parro-quiales (o primarios) nombraban a electores de partido (o secun-darios) y, finalmente, los electores de partido nombraban a los electores provinciales, encargados de elegir a los diputados pro-vinciales (Esquema 2).5

De entrada hay que mencionar que el hecho de elegir autori-dades no supuso ninguna innovación en la sociabilidad política de las comunidades rurales. Hemos visto cómo desde la época colo-nial en las repúblicas de indios se renovaban anualmente los cabildos por medio de elecciones.6 Por otra parte, si bien las

4 Decreto núm. 72, “Sobre elecciones”, 16 de agosto de 1826, en Téllez y Piña, Colección, 2001, pp. 90-94. 5 Véase la Constitución Política de la Monarquía Española, Cádiz, 18 de marzo de 1812, en Dublán y Lozano, Legislación, 1878, pp. 349-379. 6 Tanck, Pueblos, 1999, pp. 35-37.

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reformas gaditanas sancionaron legalmente la participación polí-tica de los sectores no indios, sabemos que en los pueblos de nuestra región participaban varios mulatos y mestizos en la polí-tica local desde finales del siglo XVIII.7 Además, las prácticas de sociabilidad tradicionales permanecieron en las primeras elecciones municipales del periodo 1812-1814: la propia legislación estable-cía la celebración de una misa solemne de Espíritu Santo antes de las elecciones, y el canto de un Te deum después de las mismas.8 En muchos pueblos las elecciones eran precedidas por una cere-monia donde se juraba la constitución, llevándola en procesión por las calles para culminar con una verbena popular.9 Para el caso de nuestra región tenemos noticia del juramento de la constitución que los vecinos de Cuernavaca y Cuautla hicieron en 1820.10

No obstante, la permanencia de estas prácticas rituales no im-pidió que la articulación del poder local fuera modificándose con respecto al antiguo régimen. Si los pueblos generaron progresi-vamente una sociabilidad política más acorde con el liberalismo o si, por el contrario, lograron conservar sus prácticas tradicionales, o bien terminaron por construir una sociabilidad política “híbrida”,11 es una cuestión que importa menos para nuestro análisis que la de determinar si las elecciones fueron un instru-mentó que benefició la representatividad política de los intereses comunales de los pueblos. Por otra parte, el carácter revoluciona-rio con el que suele calificarse este proceso nos habla de que las transformaciones debieron ser verdaderamente sustantivas con respecto a la época colonial.

Veamos entonces el primer nivel del sistema electoral gaditano, el de las elecciones municipales. Estas se convocaban en el mes de diciembre –el primer domingo por lo regular–, reuniéndose todos

7 Mentz, Pueblos, 1988, pp. 88-98. 8 Art. 58, Constitución de Cádiz, en Dublán y Lozano, Legislación, 1878, p. 353. 9 Annino, “Soberanías”, 2003, pp. 173-174. 10 Archivo General de la Nación (AGN), Ayuntamientos, vol. 242, s/f; AGN, Archivo histórico de hacienda, vol. 579, exp. 35, f. 1, exp. 62, f. 6, exp. 67, f. 1. 11 Para un estudio que analiza la construcción de una sociabilidad polí-tica intermedia entre el liberalismo y el antiguo régimen véase Guarisco, Indios, 2003.

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los vecinos de la localidad en algún sitio destinado para tal efecto –frente a la iglesia, en la plaza central, en las casas consistoriales–. Podían votar todos los vecinos cuyo “modo honesto de vivir” fuera conocido, los curas párrocos tenían derecho al voto activo, pero no al pasivo, es decir, podían elegir pero no ser elegidos para un cargo. Los que si quedaban excluidos del voto activo eran quie-nes estuvieran sometidos a un proceso criminal, los que padecieran alguna incapacidad física o moral, y quienes se desempeñaran como empleados domésticos o fueran deudores quebrados. Al inicio de la jornada electoral, los vecinos nombraban a un secretario y dos escrutadores para proceder a la elección de los individuos que integrarían la Junta Parroquial. El voto se decía de palabra, se “cantaba”, mientras el secretario tomaba nota y los escrutadores contaban los sufragios. Así, por mayoría absoluta de votos se de-signaba a los miembros de la Junta, quienes por medio de un procedimiento análogo elegían a los funcionarios del ayuntamiento: alcaldes, regidores y síndicos (Esquema 3).

La evidencia documental da muestras de que las elecciones mu-nicipales en la región fueron un proceso determinado por dos factores: la coexistencia de la sociabilidad política tradicional en el marco de las nuevas instituciones liberales, y la confrontación de los intereses socioeconómicos de los actores políticos. Esta afir-mación adquiere sustento si analizamos detenidamente las eleccio-nes municipales desde un enfoque político y socioeconómico.

El paso previo de todo el proceso electoral, la definición de la vecindad y la ciudadanía, generó muchas controversias en los pue-blos debido a la ambigüedad de la propia legislación gaditana. Hemos mencionado que indios, mestizos y españoles eran consi-derados ciudadanos, no así los mulatos o cualquier otra casta con descendencia africana. Sin embargo, el 23 de mayo de 1812 las Cortes emitieron el decreto para la “Formación de ayuntamientos constitucionales”, estableciendo una excepción muy importante: en los pueblos que tuvieran ayuntamiento debido a sus “particulares circunstancias”, los vecinos sin derechos ciudadanos podrían parti-cipar en las elecciones.12 De esta forma se reconocían los derechos

12 ‘XII. Como puede suceder que haya en las provincias de ultramar algunos pueblos que por sus particulares circunstancias deban tener

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ciudadanos de las castas, una disposición de mucha relevancia para nuestra región de estudio, considerando la gran cantidad de dicha población en el territorio, sobre todo en los pueblos cercanos a las haciendas. Los descendientes de los esclavos africanos del siglo XVII se incorporaron al juego político junto con los mestizos y españoles, sectores que podían generar desconfianza entre la población india por considerarlos pertenecientes al mundo de la hacienda azucarera. ¿De qué manera afectó esta situación al desarrollo de las elecciones?

Lógicamente, como la legislación daba lugar a un amplio mar-gen de interpretación (esa “brecha constitucional” indicada por Annino), las controversias sobre los derechos ciudadanos se pre-sentaron con mayor o menor intensidad dependiendo de las particulares circunstancias de cada ayuntamiento.13

En el ayuntamiento de Yautepec, ubicado en una zona con muchas haciendas azucareras, hubo imputaciones a la participación de los originarios y descendientes de África como integrantes de la Junta Electoral de 1813. Los miembros de la Junta aludieron a la excepción decretada por las Cortes sobre las particulares cir-cunstancias de los pueblos, manifestando que en Yautepec “es muy raro o casi ninguno el que no traiga su origen de África”.14 En un vecindario donde la mayoría pertenece a las castas ¿quién imputaría la participación de las castas en las elecciones? No po-drían ser otros que los vecinos indígenas, sobre todo aquel sector de notables que había acaparado los cargos de las repúblicas du-rante la época colonial, quienes verían sus privilegios políticos y económicos amenazados, aunque también los indígenas más mo-destos acostumbrados a elegir exclusivamente entre los suyos a los dirigentes de su pueblo. Las imputaciones resultaron impro-cedentes, aunque las autoridades provinciales aclararon a la Junta

ayuntamiento para su gobierno, pero cuyos vecinos no estén en el ejer-cicio de los derechos de ciudadano, podrán sin embargo, en este caso, elegir entre sí los oficios de ayuntamiento, bajo las reglas prescritas en esta ley para los demás pueblos’, véase el Decreto Núm. 97, “Formación de los ayuntamientos constitucionales”, 23 de mayo de 1812, en Dublán y Lozano, Legislación, 1878, p. 381. 13 Cunniff, “Reforma”, 1985, pp. 76-77. 14 AGN, Ayuntamientos, vol. 215, s/f.

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Electoral de Yautepec que las castas sólo tenían derecho al voto pasivo y no al activo, es decir, podían elegir pero no ser electos.15

Después del otorgamiento de los derechos ciudadanos, el si-guiente problema que se presentaba en las elecciones era el de la elección de los funcionarios. De hecho, en las elecciones del pri-mer periodo gaditano (1812-1814) el verdadero problema no consistía tanto en elegir a los funcionarios, como en encontrar a personas que reunieran los requisitos legales para ocuparlos. La Junta Electoral de Yautepec no pudo elegir a su alcalde en 1814, pues en ninguno de los propuestos “concurrían las circunstancias que exige la Santa Constitución”:16 unos eran pobres artesanos sin representación, otros no sabían leer y escribir, incluso se propuso la reelección del alcalde en funciones, pero éste se negó aludiendo la prohibición constitucional.17 Cuando finalmente se eligió a uno de los vecinos, éste se excusó del cargo explicando su padeci-miento de sordera, una causa justificada.18 Los miembros de la Junta lamentaron el impedimento para elegir a los administrado-res de hacienda, considerados como sirvientes domésticos, pues ellos eran “los sujetos de mayor jerarquía” del lugar.

Sin embargo, las autoridades provinciales explicaron a la Junta que los administradores de hacienda no estaban impedidos para ocupar cargos, pues por domésticos se reputaban los individuos que servían de inmediato a una persona, y no los que laboraban en las negociaciones de sus patrones, como era el caso de los admi-nistradores.19 Dada la aclaración, los electores nombraron alcalde de Yautepec a José Vicente Morales, administrador de la hacienda de Oacalco, pero su patrón se negó al nombramiento explicando que, en caso de separarse de la hacienda, Morales perdería su

15 Ibídem. 16 AGN, Ayuntamientos, vol. 215, s/f. (1814). 17 Constitución de Cádiz, Art. 316: “El que hubiere ejercido cualquiera de estos cargos [alcalde, regidor o síndico], no podrá volver a ser elegido para ninguno de ellos sin que pasen por lo menos dos años, donde el vecindario lo permita”, en Dublán y Lozano, Legislación, 1878, p. 374. 18 Constitución de Cádiz, Art. 25: “El ejercicio de los mismos derechos se suspende. Primero: En virtud de interdicción judicial por incapacidad física o moral”, ibídem, p. 351. 19 AGN, Ayuntamientos, vol. 215, s/f. (1814).

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sueldo y por tanto “quedará sin empleo, oficio o modo de vivir conocido”.20 Los argumentos del hacendado fueron aceptados y se ordenó a la Junta Electoral volverse a congregar para elegir a un individuo más apto para el cargo de alcalde.

Igual situación se presentó en el nombramiento de Pedro Pérez Palacios, administrador de la hacienda de Cocoyoc, como alcalde de Oaxtepec para 1814.21 En este caso fue el propio administrador quien rehusó el cargo, manifestado “que es imposible que cuales-quiera administrador de hacienda de azúcares pueda administrar justicia en la villa o lugar de su jurisdicción y atender como debe a la hacienda”.22 Explicó, además, que de aceptar el cargo perjudicaría a su patrón y a él mismo, quedando sin empleo. Debido a la “identi-dad de circunstancias” entre su caso y el de José Vicente Morales en Yautepec, se determinó aceptar la renuncia del administrador. Am-bos casos sentaron un precedente, de forma que a mediados de 1814 se ordenó a la Junta Electoral de Cuautla abstenerse de nom-brar a los administradores de las haciendas para los cargos concejiles, no por un impedimento legal sino en base a los expedientes promo-vidos por los hacendados en Yautepec y Oaxtepec.23

Estos ejemplos parecen contradecir la hipótesis de que los hacendados buscaron controlar a los ayuntamientos por medio de sus subalternos, pero hay que considerar el contexto político de 1814 para entender su comportamiento. Los conflictos bélicos generados por la insurgencia estaban en su apogeo, de modo que los hacendados azucareros se encontraban más preocupados por

20 Además, José María Manzano, dueño de Oacalco, argumentaba que su administrador llevaba 14 años de residir en la hacienda, y no en el pueblo, situación que lo imposibilitaba para ocupar el puesto de alcalde, ibídem. 21 AGN, Ayuntamientos, vol. 215, no. 92, f. 9 (1814). 22 Pedro Pérez Palacios explicó que no podía desempeñar simultáneamente el cargo de alcalde y las actividades de un administrador, pues “no es sólo de su cargo el sembrar tierras y darles sus correspondientes beneficios, sino también que día y noche incesantemente vele en los lugares para vender las mieles y remitir los azúcares a sus útiles destinos, en los trapiches y calderas combatir la natural pereza de los trabajadores y otras muchas cosas que para no alargarme no voy enumerando, de aquí resultaría que o no podría hacer justicia, o no podría servir a la hacienda”, ibídem. 23 AGN, Ayuntamientos, vol. 187, no. 115, f. 2 (1814).

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la defensa militar de sus propiedades que por intervenir en los asuntos políticos de los pueblos, por esta razón habían creado milicias con los trabajadores de sus fincas desde finales de 1810, y colaboraban económicamente con el gobierno para la lucha contra los insurgentes.24 Por otra parte, en 1814 no se podía afirmar con certeza si los ayuntamientos llegarían a revestir alguna importancia política o sólo funcionarían como órganos administrativos. Fue durante su proceso de constitución cuando los hacendados co-menzaron a percibir la necesidad de controlarlos, sobre todo en el momento que los ayuntamientos intentaron fiscalizar sus negocios para obtener recursos.25

En efecto, durante el segundo periodo gaditano (1820-1823) se percibe una actitud muy diferente de los hacendados azucare-ros hacia el poder municipal, pues se involucran activamente en la formación de ayuntamientos, participan en las elecciones mani-pulando a sus empelados, fungen como electores en las Juntas Parroquiales y, en muchos casos, ocupan puestos concejiles.26 Con el territorio pacificado y los miembros de la elite dirigiendo las Diputaciones Provinciales, los hacendados buscaron acceder a los ayuntamientos para tener un órgano de representación política del que habían carecido durante la época colonial.

Pero veamos este segundo periodo con más detenimiento. Como ya mencionamos, una de las estrategias para controlar el poder municipal por parte de los hacendados consistió en inmis-cuirse en las elecciones de los ayuntamientos. Gracias a que se otorgó a los mulatos el derecho al voto activo, los hacendados pudieron recurrir a sus trabajadores para incidir en el nombra-miento de los funcionarios. Por ejemplo, en las elecciones municipales del ayuntamiento de Tetelilla, celebradas en diciembre de 1822, los vecinos del pueblo no asistieron debido a su desco-

24 Véase Huerta, Empresarios, 1993, p. 109. Abordaremos el tema de las milicias con mayor profundidad en el capítulo V. 25 En las actas de las Diputaciones Provinciales de Nueva España y México hay constancia de muchas solicitudes municipales para fiscalizar el aguardiente de caña producido en las subdelegaciones de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas, véase Actas, 1985; Actas, s.f. 26 Así lo demuestran los casos aquí analizados para el periodo 1820-1823: Yautepec, Tetelilla, Miacatlán y Coatlán.

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nocimiento de la convocatoria, caso contrario de los operarios de las haciendas vecinas, quienes fueron “enviados por sus amos con cédulas”.27 Recordemos que el ayuntamiento de Tetelilla se instaló precisamente agregando a su jurisdicción las haciendas de Te-nango y San Ignacio (propiedad de la familia Icazbalceta). Podemos suponer que muchos de los trabajadores que asistieron a la elección eran mulatos y que votaron de acuerdo a las indicacio-nes de sus patrones. La información sobre Tetelilla para 1800 no menciona la presencia de castas entre sus tributarios, en cambio, es probable que muchos de estos individuos residieran en las haciendas como trabajadores permanentes.28

Las autoridades provinciales se encargaron de anular la elección y ordenar al subdelegado de Cuernavaca hacer una nueva convo-catoria en la que se incluyera a los vecinos de Tetelilla.29 No obstante, hay elementos para suponer que las autoridades muni-cipales que se eligieron debieron estar más en concordancia con los intereses de las haciendas que con los del pueblo, pues la población de aquellas era ligeramente mayor, sin considerar que muchos de los vecinos de Tetelilla arrendaban tierras de las haciendas, lo cual le daba a los patrones muchas herramientas para inducir el voto a favor de sus intereses. Por otra parte, resulta interesante destacar que la elección se anuló debido a la exclusión de una parte del electorado –los vecinos de Tetelilla– pero nada se dijo en relación a que los empleados de las haciendas acudieran con cédulas a la votación, un procedimiento ilegal pues la legislación estipulaba el voto “cantado” o “de palabra” para el nivel parroquial.

Por tanto, este ejemplo pone de manifiesto el hecho de que los hacendados percibieron en los ayuntamientos un mecanismo de control político sobre sus zonas de influencia, por lo que buscaron constituirse en municipio agregando la población de sus fincas a la del pueblo vecino de Tetelilla –como vimos en el capítulo anterior– y una vez logrado el reconocimiento político intervinieron en las elecciones municipales a través del voto de sus operarios.

27 DPM, Sesión 64, 13 de enero de 1823; Sesión 68, 31 de enero de 1823. 28 Tanck, “Índice”, 2005. 29 DPM, Sesión 69, 13 de febrero de 1823.

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ESQUEMA 2 Elección de diputados provinciales. Constitución de Cádiz, 1812

FUENTES: “Constitución Política de la Monarquía Española”, Cádiz, 18 de marzo de 1812, en Dublán y Lozano, Legislación, 1878, pp. 349-379.

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ESQUEMA 3 Elección de funcionarios municipales. Constitución de Cádiz, 1812

FUENTES: “Constitución Política de la Monarquía Española”, Cádiz, 18 de marzo de 1812, en Dublán y Lozano, Legislación, 1878, pp. 349-379; “Formación de ayuntamientos constitucionales”, Decreto de 23 de mayo de 1812, ibídem, pp. 380-381; “Reglas para la formación de ayun-tamientos constitucionales”, Decreto de 10 de julio de 1812, ibídem, pp. 382-383; Decreto de 21 de septiembre de 1812, ibídem, p. 388; “Se

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manda observar la ley sobre parentescos en la elección de individuos para los ayuntamientos”, Orden de 19 de mayo de 1813, ibídem, p. 410, y Annino, “Nuevas”, 1995, p. 56.

El caso de la elección del ayuntamiento de Yautepec, celebrada en diciembre de 1820, es el mejor ejemplo con que contamos para ilustrar los mecanismos de que se valieron los hacendados azuca-reros para designar a su conveniencia a los titulares de los cargos concejiles. El alcalde en funciones, José Vicente Guzmán, denun-ció ante la Diputación Provincial de Nueva España las anomalías de la elección bajo los siguientes términos:30 hubo un claro fraude electoral, y su principales orquestadores fueron José Abascal, co-mandante de Yautepec, y el teniente coronel Juan Félix de Goyeneche. Estos individuos se asociaron con varios parroquia-nos para nombrar sin la intervención de los vecinos al secretario y a los dos escrutadores. El primer cargo recayó en Vicente de Urueta, de quien sabemos que en 1822 fungía como comandante de Yautepec,31 mientras que para escrutadores se nombró a Eduardo Zavala, párroco del pueblo, y al administrador de la hacienda Oacalco, José Vicente Morales.

El alcalde denunció que se le presentaron varios operarios de las haciendas de Oacalco y San Carlos para explicar que “sus amos, por conducto de sus dependientes, y aún por sí mismos”, los mandaron a votar entregándoles una lista bajo la amenaza de no volver a trabajar en sus haciendas si los delataban. Además el propio Goyeneche entregó listas a los soldados de su compañía para que acudieran a las elecciones, recomendándoles votar de memoria o entregar las listas. Cuando algunos vecinos se queja-ron sobre el voto de los mulatos, seguramente a consecuencia de que los trabajadores de las haciendas eligieran a los funcionarios de su pueblo, el mismo Goyeneche fue tachando a los quejosos de la lista de electores. Resumiendo, no se tomó en cuenta a los vecinos para elegir a los escrutadores y al secretario, los trabajado-res de las haciendas y los miembros de las milicias acudieron a votar con listas y amenazados por sus superiores –algo que vio-lentaba la ley, pues el voto tenía que decirse de palabra–. Por si 30 Véase AGN, Ayuntamientos, vol. 128, exp. 101, s/f. 31 DPM, Sesión 59, 18 de diciembre de 1822.

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fuera poco, si los vecinos intentaban sufragar libremente, omi-tiendo las listas, resultaba que la elección era vigilada por quienes conocían mejor a los pobladores del municipio: el párroco, el administrador de la hacienda de Oacalco y el comandante militar.32

El interés de Goyeneche por intervenir en la elección del ayun-tamiento queda de manifiesto si consideramos que, además de teniente coronel, él mismo era hacendado en Yautepec y estaba estrechamente relacionado con el negocio azucarero: en 1812 había sido administrador de la hacienda de Casasano, en 1818 arrendaba tierras a la hacienda de San Carlos Borromeo, la cual adquiriría en 1821, junto con la hacienda de San Francisco Mapaztlán.33 No obstante, Goyeneche sólo era el líder de un grupo que buscó y consiguió apoderarse de la Junta Electoral de Yautepec para con-

32 AGN, Ayuntamientos, vol. 128, exp. 101, s/f. Otro ejemplo de este tipo de intromisión en las votaciones lo tenemos en la elección de 1820 para el ayuntamiento de Coatlán, donde los vecinos se quejaron por la actuación del escrutador Antonio Silva, dueño de la hacienda de Cocoyotla, véase DPNE, Sesión 22, 30 de septiembre de 1820, pp. 83-84. Por otra parte, la actuación del párroco como escrutador en la elección de Yautepec es un indicativo de la importancia que revestían los curas en las elecciones de los primeros ayuntamientos gaditanos, pues el conocimiento de su feligresía y su acceso a los archivos parroquiales los volvía imprescindibles para de-terminar el número de vecinos –del que se obtenía la cantidad de electores y de funcionarios– y, en algunos casos como el aquí reseñado, podían colaborar con las elites económicas para vigilar que las elecciones se des-arrollaran a su favor, ver Cunniff, “Reforma”, 1985, pp. 89-90. El análisis del papel de los curas en la política local es una de las principales omisio-nes de nuestro trabajo, que por razones metodológicas hemos dejado de lado, aunque sabemos que para finales de la colonia la región “morelense” existía un fuere anticlericalismo y baja asistencia a las misas, debido a los conflictos políticos y económicos en que los curas estaban involucrados, véase Taylor, Ministros, 1999, pp. 737-768. 33 Huerta, Empresarios, 1993, pp. 111-113; DPM, Sesión 70, 20 de febrero de 1823; Archivo Histórico de Notarias del Distrito Federal (AHNDF), Notaría 155, vol. 932, fs. 28-30, 107-109 (1821); AHNDF, Notaría 426, vol. 2837, fs. 739v.-740 (1826); AHNDF, Notaría 426, vol. 2838, fs. 200-205. Sabemos que en 1823 le arrendaba un terreno para la tienda de su hacienda en Mapaztlán a Vicente Morales, quien aquí aparece como secretario en las elecciones, AHNDF, Notaría 155, vol. 934, fs. 73-74v.

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trolar el ayuntamiento y favorecer sus intereses económicos. Si revisamos la lista de electores que resultó después de las votaciones, comprobamos la presencia de hacendados, familiares de éstos, administradores y arrendatarios de las haciendas, rancheros, repre-sentantes legales, etc., es decir, a los miembros de la elite económica local. A pesar de lo escaso de la información, sabemos que una situación semejante a la de Yautepec se presentó en las Juntas Electorales de Miacatlán y Coatlán, y no habría porqué suponer que tendría que ser distinto en otros ayuntamientos con presencia de haciendas azucareras, aunque el grado de intromisión por parte de los propietarios pudo variar dependiendo del ayuntamiento.

CUADRO 5 Juntas electorales de parroquia para renovar ayuntamientos, 1820

Ayuntamientos Coatlán Miacatlán Yautepec

Electores Parroquiales (localizados)

Antonio Silva* José Díaz ! José María Pérez Palacios* Joaquín de Paz* José María Salazar* Joaquín Orihuela Manuel de Castro Francisco Mateos Miguel González Manuel del Valle

José Vicente Morales** Vicente de Urueta* José Abascal** Ignacio Tamariz* Francisco Lobo José del Villar** Felipe Ramos** Nicolás Mariano Solís** Juan Félix de Goyeneche* Vicente Bejarano Eduardo de Zavala! José Alba Ignacio Mateos** José María Flores* José Hilario Morales** Sabino Bara Mariano Alejandro Ignacio Cardona**

* Hacendados azucareros o familiares ** Relacionados con el negocio del azúcar ! Eclesiásticos

FUENTES: (Coatlán) DPNE, Sesión 22, 30 de septiembre de 1820, pp. 83-84; (Miacatlán) AGN, Ayuntamientos, vol. 128, s/f.; (Yautepec) AGN, Ayuntamientos, vol. 128, exp. 101, s/f.

NOTAS: Vicente de Urueta esta emparentado con Francisco Urueta, dueño de la hacienda de Apanquesalco, quien la heredó en 1805 a su

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hermana María Ignacia Urueta que su vez la vendió a José María Man-zano en 1818, AHNDF, Notaría 321, vol. 2168, f. 623; Notaría 738, vol. 5231, fs. 47, 62-65 (1818). José Abascal compró junto con Ignacio Ta-mariz en 1819 la hacienda Apizano y el rancho anexo de Coatetelco, en la jurisdicción de Yautepec, a María Ignacia Urueta, AHNDF, Notaría 163, vol. 971bis, fs. 38-45v. (1845). Ignacio Tamáriz adquirió en 1837 la hacienda de Xochimancas, su hermano Mariano Tamáriz fue dueño de la hacienda Barreto (1828-1833), y de una casa en Cuautla que vendió a Mariano Berreta, subdelegado de Cuautla, en 1820, AHNDF, Notaría 155, vol. 931, fs. 828v.-831v. (1820); Notaría 532, vol. 3567, s/fs. (1840).

José del Villar aparece como testigo en el nombramiento del apoderado legal del hacendado Gabriel Joaquín Yermo en 1813, además de ser pariente de Ildefonso Villar, arrendatario de la hacienda Michate, AHNDF, Notaría 738, vol. 5229, f. 39v. (1813); Notaría 286, vol. 1780, f. 318v. (1840). Felipe Neri Ramos arrendatario de la hacienda de Michate, fue perito de avalúo de la hacienda de San José Jonacatepec en 1829, y aparece como deudor de libranzas giradas contra Nicolás Icazbalceta y Musitu, y como deudor de Luis Pérez Palacios, AHNDF, Notaría 611, vol. 4103, f. 3v. (1848); Notaría 426, vol. 2869, f. 841 (1846); Notaría 417, vol. 2779, f. 385v. (1829); Notaría 658, vol. 4461, f. 26v. (1842); Notaría 169, vol. 1009, f. 687 (1848). Nicolás Mariano Solís, teniente de Yautepec, emparentado con Manuel Pérez Solís, vecino de Yautepec apoderado del hacendado Antonio de la Torre e Hirsuta, y con Francisco Solís, receptor de alcabalas y administrador de correos de Yautepec en 1820, AHNDF, Notaría 155, vol. 924, f. 157 (1813), AGN, Ayuntamientos, vol. 128, exp. 101, s/f (1820).

Juan Félix de Goyeneche fue administrador de la hacienda de Casasano en 1812, arrendatario de la hacienda Borromeo en 1818 y su propietario en 1821, dueño de la hacienda de Mapaztlán en 1823, ver Huerta, Empresarios, 1993, pp. 111-113; DPM, Sesión 70, 20 de febrero de 1823; AHNDF, Notaría 155, vol. 932, fs. 28-30, 107-109 (1821); AHNDF, Notaría 426, vol. 2837, fs. 739v.-740 (1826); AHNDF, Notaría 426, vol. 2838, fs. 200-205; AHNDF, Notaría 155, vol. 934, fs. 73-74v. José Vicente Morales era administrador de la hacienda de Oacalco y poseía un mayorazgo en Mapaztlán que arren-daba a Juan Félix de Goyeneche para su hacienda, AHNDF, Notaría 155, vol. 934, fs. 73-74v. (1823); AGN, Ayuntamientos, vol. 215, s/f. (1814). Igna-cio Mateos fungió como albacea del hacendado y comandante general de Cuernavaca José Abascal en 1821, además fue testigo del testamento del hacendado Ignacio Tamáriz en 1840, AHNDF, Notaría 426, vol. 2838, fs. 256-257v. (1821); Notaría 532, vol. 3567, s/fs. (1840). José María Flores aparece como dueño de la hacienda de Oacalco en 1828, AHNDF, Notaría 426, vol. 2839, fs. 456-461v. (1828). José Hilario Morales probablemente estaba emparentado con José Vicente Morales, ambos vecinos de Yaute-

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pec, AGN, Ayuntamientos, vol. 128, exp. 101, s/f (1820). José Ignacio Cardona fue perito de avalúo de la hacienda de San José Jonacatepec en 1829, AHNDF, Notaría 417, vol. 2779, f. 385v. (1829).

José María Pérez Palacios, hijo de Francisco Pérez Palacios, dueño de la hacienda de San Salvador Miacatlán, AGN, ayuntamientos, vol. 128, s/fs. (1820). Joaquín de Paz, teniente retirado con licencia, casado con Francisca Saavedra, la hijastra de Antonio Silva, dueño de la hacienda de Cocoyotla, AHNDF, Notaría 361, vol. 2346, f. 131v. (1840). José María Salazar, cuñado del hacendado Francisco Pérez Palacios, casado con su hermana María Luisa Salazar, AHNDF, Notaría 711, vol. 4798, f. 30v. (1829).

Elecciones municipales durante la época republicana, 1824-1835 Lamentablemente, la información sobre las elecciones municipa-les después de 1823 es muy escasa, y para el periodo de la primera república federal prácticamente inexistente –al menos en los ar-chivos consultados–, a no ser por algunas referencias obtenidas de las fuentes y de la bibliografía secundaria. No obstante, las pocas noticias de que disponemos sobre el tema nos sirven para indicar algunos comentarios sobre las elecciones y la articulación del poder local en el distrito de Cuernavaca.

La legislación gaditana en materia electoral siguió rigiendo las elecciones municipales en el Estado de México hasta 1826, mo-mento en que el congreso estatal expidió su decreto sobre elecciones. La información disponible corresponde a los años 1824 y 1825, que en sentido estricto aún pertenecen al periodo gaditano, aunque se trate ya de la época republicana.

El primer punto que salta a la vista es la continuidad de las controversias electorales. En julio de 1824, el síndico de Oaxtepec denunció la nulidad de las elecciones para renovar ayuntamiento por haberse reelegido el alcalde en funciones, se ignora la resolu-ción del conflicto, aunque dicho cabildo sería el último, pues Oaxtepec fue uno de los ayuntamientos que desapareció con la ley municipal de 1825.34 Otro caso de reelección se dio en Cuernavaca, ya que José María Ruano Calvo aparece como alcalde en 1823 y

34 AHEM, Gobernación, “Gobernación”, vol. 2, exp. 9, f. 142; exp. 14, f. 201 (1824).

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resultó nuevamente electo en 1824.35 El ayuntamiento promovió en su contra un juicio de nulidad, pero no a consecuencia de la reelección, sino por imputarle varias deudas vencidas, aunque al final resultó absuelto.36 Sin embargo, cuando en 1825 Calvo se quejó de los procedimientos del prefecto de Cuernavaca para reno-var el ayuntamiento, el Consejo del Estado de México respondió felicitando al prefecto por prestar “el debido obsequio a las Leyes”.37 Suponemos que Calvo intentó reelegirse nuevamente sin éxito.

Otros expedientes nos hablan de los mecanismos de resisten-cia ensayados por los pueblos para combatir la intromisión de las elites en las elecciones. Así, en 1824 los habitantes de Coatetelco nombraron por ellos mismos a los miembros del ayuntamiento, omitiendo a la Junta de Electores. Este parece ser otro de los casos anotados anteriormente en que los electores formaban parte de las elites locales, y fueron percibidos por la mayoría de los vecinos como un peligro para los intereses de la comunidad. La opción radical en Coatetelco fue el voto directo, sin interme-diarios. Obviamente, la elección fue anulada y se ordenó que “los Electores que nombró el Pueblo, elijan sin intervención de éste” a los miembros del cabildo.38 Coatetelco también desaparecería como ayuntamiento en 1825.

De hecho, los pueblos de Coatetelco y Mazatepec se coaliga-ron para oponerse a su agregación al ayuntamiento de Tetecala en 1825. La estrategia fue muy simple, los electores nombrados en sus pueblos no asistieron a la Junta Electoral para evitar la legali-dad de la elección. Sin embargo, ésta se verificó con la presencia de tan sólo cuatro electores, votando algunos de ellos por los ausentes. El Consejo anuló la elección y ordenó a los electores volverse a reunir, bajo la pena de castigar con multas a quienes se ausentaran sin causa legítima.39 Finalmente Mazatepec y Coate-telco fueron agregados al ayuntamiento de Miacatlán, como mencionamos en el capítulo anterior.

35 DPM, Sesión 61, 2 de enero de 1823. 36 AHEM, Gobernación, “Gobernación”, vol. 2, exp. 14, f. 360 (1824). 37 AHEM, Gobernación, “Gobernación”, vol. 4, exp. 20, f. 316 (1825). 38 AHEM, Gobernación, “Gobernación”, vol. 2, exp. 14, f. 15 (1824). 39 AHEM, Gobernación, “Gobernación”, vol. 4, exp. 20, f. 367 (1825).

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La ley municipal de 1825 y el decreto “Sobre Elecciones” de 1826 dado por el congreso del Estado de México, introdujeron modificaciones en materia electoral que debilitaron políticamente a los pueblos frente a las elites económicas regionales. Para acce-der a los derechos ciudadanos se exigía tener algún arte, industria o profesión, requerimientos que no resultaban tan restrictivos, pues la mayoría de la población rural podía justificarlos.40 No obstante, también se reconoció como ciudadanos del Estado a quienes tuvieran una propiedad raíz de 6 mil pesos con un año de posesión, una disposición que a todas luces beneficiaba, entre otros, a los hacendados azucareros que radicaban en la ciudad de México o el extranjero (como el duque de Terranova y Monte-leone que residía en Nápoles, o los comerciantes capitalinos propietarios de fincas azucareras en el distrito de Cuernavaca).41

Por otra parte, aunque persistió el voto de palabra también se legalizó el uso de listas como forma de votación, con lo cual se podría manejar más fácilmente a la población analfabeta sin atentar contra las leyes.42 Además, la representatividad política municipal sufrió una drástica reducción: mientras anteriormente la Junta Electoral de un ayuntamiento de 4 mil habitantes se componía de 17 electores, con la nueva legislación sólo le correspondían 8.43 De igual forma se redujo el número de funcionarios municipales en proporción al número de habitantes (Esquema 4). Pero la mo-dificación más importante de todas, a nuestro entender, radicó en el aumento de los requisitos para el voto pasivo, pues para ser nombrado funcionario municipal se necesitaba saber leer y escri-bir, además de poseer alguna finca, capital o ramo de industria.44

Con todas estas restricciones se reforzó el control sobre las elecciones municipales por parte de un pequeño grupo de notables de cada pueblo junto con los miembros de la elite económica local.

40 Art. 10, Ley electoral de 1826 del Estado de México, en Téllez y Piña, Colección, 2001, t. I, p. 91. 41 Así lo establecían los requisitos de vecindad y ciudadanía de la Constitución Política del Estado de México, ibídem, pp. 106-107. 42 Art. 25 y 26, Ley electoral de 1826, ibídem, p. 92. 43 Ver Esquemas 3 y 4. 44 Ley municipal de 1824, Estado de México, artículos 9-11, en Téllez y Piña, Colección, 2001, t. I, p. 45.

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ESQUEMA 4 Elección de funcionarios municipales.

Ley municipal de 1825, Estado de México

FUENTE: Decreto Núm. 36, “Para la organización de ayuntamientos del Estado”, 9 de febrero de 1825, en Téllez y Piña, Colección, 2001, t. I, pp. 44-53.

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Sin embargo, esto no quiere decir que dejaran de suscitarse controversias electorales. Lamentablemente sólo tenemos un par de referencias sobre las elecciones de la época republicana en el distrito de Cuernavaca, pero se percibe que los grupos dominan-tes en cada ayuntamiento estaban divididos políticamente, en nuestra opinión dicha división podría estar relacionada con las pautas de la política estatal y federal, por la oposición entre cen-tralistas y federalistas, por la creación de facciones políticas a partir de las logias masónicas, o por los conflictos de intereses que se suscitaban al interior de las propias elites.

Así, por ejemplo, Carlos María de Bustamante, el gran histo-riador de la insurgencia, apuntaba en su Diario histórico que varios ayuntamientos habían sido ganados por los yorkinos en 1831, entre ellos el de Cuautla de Amilpas. A tan sólo unos días de haberse proclamado el Plan de Veracruz, Bustamante expresaba su preocupación en el sentido de que los estados con mayoría yorkina prestaran su apoyo al pronunciamiento comandado por Santa Anna contra el gobierno federal.45 Estos comentarios, provenientes de un profundo conocedor de la política mexicana de la época, indican que las logias masónicas también operaban políticamente desde el ámbito local.

En el caso de la renovación del ayuntamiento de Yautepec se muestra que la elite azucarera tenía divisiones políticas internas. El alcalde manifestó a la prefectura de Cuernavaca que en la elección de diciembre de 1831, el secretario y los escrutadores procedieron ilegalmente en el nombramiento de los electores que formaron la Junta Electoral. Posteriormente, los vecinos que fueron nombrados como electores se presentaron ante el prefecto para pedirle que validara la elección. Francisco Pérez Palacios, prefecto de Cuerna-vaca y prominente hacendado azucarero, explicó a las autoridades estatales que no podía emitir un juicio sobre el caso de Yautepec “por cuanto se encuentran sujetos por una y otra parte de probi-

45 Bustamante, Diario, 2001, t. II, p. 8 (1832). Para una visión general sobre la política en el estado de México durante la primera república federal véase Macune, Estado, 1978; sobre las facciones que protagoniza-ron las luchas políticas a nivel federal en México durante la primera mitad del siglo XIX véase Fowler, Age, 1998.

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dad, juicio y honradez”, aunque en respuesta se le recordó que era facultad de los prefectos el conocer sobre los conflictos electora-les.46 Aunque no se presentan los argumentos de ambos grupos, la negativa del prefecto para emitir una resolución en base a la “hon-radez” de los involucrados y no a la disposiciones legales, nos habla de la posibilidad de que se tratara de una controversia entre faccio-nes de la elite azucarera de Yautepec y sus respectivas clientelas, asunto en el que Pérez Palacios intentó no entrometerse. En este sentido resulta difícil pensar que un prefecto hacendado no inter-vendría a favor de los miembros de su grupo si estos se enfrentaran a una facción de vecinos contraria a sus intereses.

Elección de diputados provinciales, estatales y federales, 1821-1835

Hay que considerar que para los grupos dominantes era funda-mental consolidar su posición en sus respectivos ayuntamientos en aras de proyectarse hacia los ámbitos de la política estatal y federal, pues el nivel parroquial era la base del sistema de elección para los diputados al congreso local y general. Como indicamos anteriormente, la constitución de Cádiz había establecido un sis-tema de votación indirecto para elegir a los diputados provinciales divido en tres niveles: Juntas Parroquiales, de Partido y Provin-ciales (Esquema 2). Este sistema se mantuvo durante la época republicana (Juntas Municipales, Juntas de Partido y Junta Gene-ral del Estado) para la elección de los diputados estatales y federales, aunque con el mencionado aumento de los requisitos del voto pasivo, y con la legalización del uso de listas como forma de votación en todos los niveles (Esquema 5), lo cual es indicativo de que la alfabetización comenzaba a igualarse con la ciudadanía, desplazando al grueso de campesinos analfabetas de los pueblos.

Desconocemos las circunstancias en que se desarrollaron las elecciones para diputados provinciales en las subdelegaciones de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas, aunque sabemos que destacados hacendados azucareros fueron miembros de la Diputación Provin-cial de México: Mariano Tamariz fue diputado suplente en 1822-1823, y Antonio Velasco de la Torre se desempeñó como diputado

46 AHEM, Gobernación, “Prefecturas”, vol. 3, exp. 16.

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propietario en 1823.47 Para la época republicana, en cambio, conocemos los nombres de algunos electores de partido y electores generales nombrados en cada uno de los partidos del distrito (Cuautla, Cuernavaca y Jonacatepec) en 1832 y 1833 (Cuadro 6). Aunque no hemos podido caracterizar a la mayoría de los electores de partido se aprecia claramente la relevante participación de los hacendados azucareros y demás allegados en las juntas electoras. Así, cuatro administradores de hacienda aparecen como electores de partido: Julián de los Reyes (Zacatepec), Juan Nepomuceno Mu-main (Cocoyoc y Pantitlán), Manuel José Montañez (San Gabriel) y José María Álvarez (Chiconcuac), y dos de ellos (Álvarez y Mumain) como electores generales. Además, destacan como electores de partido y generales dos hacendados azucareros: Pedro Valdovinos (San Miguel Treinta) e Ignacio Sarmina (Apanquesalco), y un fami-liar de estos, Ignacio Silva, pariente de Antonio Silva (Cocoyotla).

Aunque no se pueda establecer la filiación política de los demás electores localizados, podemos deducir a partir de los diputados electos que las juntas electorales estuvieron compuestas en todos sus niveles por un buen número de individuos cercanos a la elite azucarera. En efecto, a lo largo de la primera república federal (1824-1835) fueron varios los hacendados azucareros que se des-empeñaron como diputados en el congreso del Estado de México: Antonio Velasco de la Torre, Pedro Valdovinos, Mariano Tamariz, José María Manzano, José Pérez Valdovinos, Luis Pérez Palacios, José María Yermo, Francisco Valdovinos, José Pérez Palacios, José María Flores y José Joaquín de Rosas.48 Incluso, entre 1827 y 1836 varios llegaron a la diputación federal: José Pérez Palacios, Rafael Irazábal, José Joaquín de Rosas y Luis Pérez Palacios.49

Esta importante representación política lograda por los hacen-dados les otorgó un amplio grado de influencia en el distrito de Cuernavaca y el Estado de México. Hemos visto que el reacomodo político-territorial del distrito a partir 1825 estuvo claramente in-fluido por la hacienda azucarera, pues los propietarios hicieron sentir su peso político sobre los encargados de ejecutar la instalación

47 Macune, Estado, 1978, pp. 193-194. 48 Ibídem, pp. 195-198; Huerta, Empresarios, 1993, p. 130. 49 Macune, Estado, 1978, pp. 188-190.

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de los ayuntamientos. Por otra parte, su presencia en los congresos estatal y federal les permitió aminoran las tasas de fiscalidad sobre sus negocios y promover la política prohibicionista sobre el azúcar que les dio el monopolio sobre el mercado interno.50

De esta forma, hemos mostrado en este capítulo que el sis-tema electoral instaurado por la constitución de Cádiz en 1812 abrió la participación a la mayoría de los habitantes, sin importar su condición social y étnica. Esta situación generó en los hechos que las elites económicas se plantearan el control de las elecciones en el nivel municipal para acceder a los cargos de regulación polí-tica y económica de los ayuntamientos, pero también con el propósito de influir en la política estatal y federal por medio de las elecciones para diputados. No obstante, esto no quiere decir que el control de las elecciones por parte la elite azucarera del distrito de Cuernavaca haya sido total, pues las comunidades ru-rales de la región no fueron actores pasivos del proceso de transformación política de la época. La información disponible impide establecer con precisión cuál era el equilibrio de fuerzas entre las elites y el común de los pueblos, aunque en nuestra ex-posición se ha constatado la existencia de muchos casos en donde el control político de los hacendados sobre las elecciones parro-quiales y de los demás niveles era muy fuerte. Pero si bien no conocemos en su totalidad la información sobre las elecciones, el análisis de los funcionarios que fueron electos y sus acciones de gobierno pude ayudarnos a precisar el grado de intromisión de la elite azucarera en la política local de la región.

50 Huerta, Empresario, 1993, p. 92; Sánchez Santiró, “Producción”, 2004.

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ESQUEMA 5 Elección de diputados. Ley electoral de 1826, Estado de México

FUENTE: Decreto Núm. 72, “Sobre elecciones”, 16 de agosto de 1826, en Téllez y Piña, Colección, 2001, t. I, pp. 90-94; Decreto Núm. 73, “Sobre elecciones”, 23 de agosto de 1826, ibídem, t. I, pp. 94-96.

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* Tanto las listas de electores de partido como de electores generales son incompletas. ** Relacionados con la hacienda azucarera: propietarios, familiares, administradores, comerciantes. FUENTES DEL CUADRO 6: (1832) AHEM, Gobernación, “Elecciones”, vol. 1, exp. 14; (1833) AHEM, Gobernación, “Elecciones”, vol. 1, exp. 16. NOTAS: Manuel José Montañez era administrador de la hacienda de San Gabriel, propiedad de José María Yermo, además fue arrendatario de la hacienda de Atempa, siendo su fiador el hacendado Ignacio Tamariz, AHNDF, Notaría 155, vol. 948, fs. 87v.-90 (1834). José Pastor de Torres aparece como endozador de libranzas de Eusebio García Monasterio, dueño de la hacienda de Santa Clara Montefalco, AHNDF, Notaría 155, vol. 934, fs. 372-374 (1823). Francisco Vilchis fue colector de diezmos del partido de Ocuituco y Zacualpan de Amilpas, en 1831 el hacendado Nicolás Icazbalceta fue su fiador, AHNDF, Notaría 165, vol. 977, f. 19 (1831). Pedro Valdovinos era dueño de la hacienda de San Miguel Treinta, AHNDF, Notaría 169, vol. 1020, fs. 390-394v. (1854). Ignacio Silva era fabricante de aguardiente y familiar de Antonio Silva, dueño de la hacienda de Cocoyotla, AHNDF, Notaría 532, vol. 3567, s/fs. (1839). Julián de los Reyes, probablemente administrador de la hacienda de Zacatepec, Archivo del Cabildo Catedral Metropolitano, (ACCM), Diezmos, Colecturía de Cuernavaca, no. 150. Ignacio Sarmina era dueño de la hacienda de Apanquesalco, AHNDF, Notaría 426, vol. 2851, f. 910 (1836); Notaría 426, vol. 2859, f. 1141v. (1840). José María Álvarez fue administrador de la hacienda de Chiconcuac y era hijo político de Sebastián Satarín, dueño de la hacienda de Actopan, AHNDF, Notaría 716, vol. 4829, s/fs. (1829); Notaría 332, vol. 2210, f. 41 (1831). Juan Nepomuceno Mumain, administrador de las haciendas de Cocoyoc y Pantitlán, AHNDF, Notaría 425, vol. 2825, f. 90v. (1831).

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CAPÍTULO IV

GOBIERNO LOCAL Y PODER ECONÓMICO:

Elites, funcionarios y ejercicio del poder local Una vez que hemos analizado la forma en que se accedía a los órganos de gobierno local vamos a ocuparnos de los funcionarios y de sus acciones. En primer lugar hay que distinguir entre los que ocupaban cargos de elección y los funcionarios nombrados por los distintos niveles de gobierno. Entre los primeros se en-cuentra los funcionarios municipales (alcaldes, regidores y síndicos) y los diputados estatales y federales, mientras que en los segundos tenemos a los empleados nombrados por los ayunta-mientos (secretario, tesorero, alcaide) y aquellos designados por las instancias superiores de gobierno, dependiendo de la época (subdelegados, prefectos y subprefectos, jueces de letras). En este apartado nos proponemos realizar una caracterización de los funcionarios de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas, definir quiénes eran y cómo podemos relacionarnos desde el punto de vista so-cioeconómico, así como un análisis de sus acciones específicas de gobierno en las distintas problemáticas de la política local, todo esto con el propósito de establecer a qué grupos pertenecían o representaban y qué relación existía entre su comportamiento como funcionarios y sus intereses económicos.

Funcionarios municipales

Comencemos con los funcionarios del gobierno municipal. En primer término, hay que explicar la constitución y funciona-miento de los órganos municipales para poder entender el marco institucional en el que se desempeñaban los funcionarios. Nuestra caracterización de los ayuntamientos es válida para el periodo gaditano y el republicano, pues sus atribuciones legales en el ám-bito local no variaron sustancialmente de una época a otra.

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El cabildo de un ayuntamiento estaba compuesto por un al-calde –o dos en los pueblos más grandes– y varios regidores y síndicos –cuyo número era proporcional a la población–. En tér-minos generales, las funciones del ayuntamiento se concentraban en el fomento de la agricultura, la industria y el comercio, así como en la promoción y conservación de obras públicas, el cui-dado de la salubridad, el impulso a la educación y el resguardo de la seguridad pública. Además, al ayuntamiento le estaban asignadas otras funciones en aspectos de regulación económica, como la facultad de formar ordenanzas para administrar e invertir sus fondos municipales (propios y arbitrios) y la obligación de organizar el repartimiento, distribución y recaudación de las contribuciones. Las acciones de los ayuntamientos gozaron de cierto margen de autonomía, sobre todo en las cuestiones de fomento, aunque en materia económica y fiscal la inspección de las autoridades fue mucho más enérgica. La diputación provincial y posteriormente los prefectos y subprefectos del distrito de Cuernavaca, eran las instancias ante las que había que rendir cuentas sobre la recauda-ción e inversión de los caudales públicos, además de someter a su aprobación las ordenanzas municipales (Esquemas 6 y 7).1

Debido a sus atribuciones, los alcaldes representaban el cargo político más importante de todo el cabildo. Éstos tenían que presidir las Juntas Electorales de Parroquia, ejercer el oficio de conciliadores, conocer las demandas civiles y criminales, publicar las leyes y bandos del gobierno, imponer multas a los infractores de éstas, remitir a los reos a los tribunales, y fungir como el único conducto válido entre los vecinos y las autoridades superiores.2

1 Esta descripción general sobre los ayuntamientos es válida para el periodo gaditano y el republicano, aunque hay que precisar algunas diferencias de importancia con respecto a su conformación, como la disminución pro-porcional del número de funcionarios municipales en el segundo periodo, así como el aumento de los requisitos para acceder a dichos cargos (poseer alguna finca, capital o ramo de industria, además de saber leer y escribir), véase “Ley Municipal, 1825”, en Téllez y Piña, Colección, 2001, p. 45. 2 Véase “Instrucción para el gobierno económico de las provincias. Capítulo I. De las obligaciones de los ayuntamientos”, en Dublán y Lozano, Legislación, 1876, pp. 413-416, y “Ley Municipal, 1825”, en Téllez y Piña, Colección, 2001, pp. 49-50.

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ESQUEMA 6 Los ayuntamientos gaditanos. Constitución de Cádiz, 1812

FUENTES: “Constitución Política de la Monarquía Española”, Cádiz, 18 de marzo de 1812, en Dublán y Lozano, Legislación, 1878, pp. 349-379; “Reglas para la formación de ayuntamientos constitucionales”, Decreto de 10 de julio de 1812, ibídem, pp. 382-383.

La carta gaditana, y posteriormente la ley municipal del Estado de México, no especifican las atribuciones de los regidores y sín-dicos, pero basándonos en los antiguos ayuntamientos coloniales y en algunos comentarios sobre el desempeño de los cargos durante la época republicana, sabemos que los regidores eran los represen-tantes de los barrios y pueblos sujetos, gozaban de cierta influencia en el repartimiento de las tierras comunales, y se encargaban de la recaudación de los impuestos y la contribución directa. Los síndicos fungían como procuradores generales, se encargaban de promover los intereses de los ayuntamientos, defender sus derechos y elaborar las quejas que se remitían a las autoridades superiores.3

3 Guarisco, Indios, 2003, pp. 327-238, 255; Serrano Ortega, Jerarquía, 2001, p. 276; Cunniff, “Reforma”, 1985, pp. 67-68; Rojas, Instituciones, 1998, p. 230.

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ESQUEMA 7 Los ayuntamientos republicanos.

Ley municipal de 1825, Estado de México

FUENTE: Decreto Núm. 36, “Para la organización de ayuntamientos del Estado”, 9 de febrero de 1825, en Téllez y Piña, Colección, 2001, t. I, pp. 44-53.

Para llevar a la práctica las diversas tareas encomendadas a los ayuntamientos, los funcionarios del cabildo contaban con el auxi-lio de varios empleados municipales. Los más inmediatos eran el secretario y el tesorero, fundamentales para las labores burocráti-cas y administrativas, así como para el manejo de los fondos municipales y la elaboración de los informes anuales sobre la recaudación e inversión de los caudales públicos. Otros emplea-dos del ayuntamiento eran el alcaide de la cárcel municipal y el maestro de primeras letras. Los titulares de estos cargos eran nombrados y removidos por el cabildo, y sus sueldos se obtenían de diversas contribuciones. Finalmente, en determinadas cir-

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cunstancias el ayuntamiento podía formar una Junta de Sanidad para atender un problema grave de salud pública –como una epidemia–, esta junta se integraba por el alcalde, el cura párroco, varios regidores y algunos vecinos.4

En el capítulo anterior adelantamos algunos ejemplos de hacendados azucareros y administradores que fueron electos para los cargos concejiles, ahora intentaremos presentar un panorama más amplio sobre la caracterización de los funcionarios munici-pales de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas.

El conjunto de individuos localizados e identificados que ac-cedieron al cabildo de los ayuntamientos o que se desempeñaron en los empleos municipales se presenta en el Cuadro 7.

El primer lugar, destaca lo escaso y disperso de la informa-ción, así como la desproporción entre los funcionarios localizados para el periodo gaditano en comparación con los de la época republicana. En muchos casos se ha podido establecer con preci-sión la filiación social, familiar o económica de los funcionarios, pero en otros el grado de certidumbre disminuye, y sólo hemos apuntado alguna posible relación de parentesco o comercial, to-mando en cuenta el apellido del personaje y el ayuntamiento donde se desempeñaba. Partimos del supuesto de que dos perso-najes del mismo pueblo con el mismo apellido tienen un alto grado de probabilidad de estar emparentados.

Por otra parte, la poca información localizada sobre los fun-cionarios municipales para el periodo de la primera república federal es una laguna importante, pero el análisis se compensa con los datos obtenidos para el siguiente nivel de funcionarios, los prefectos, a través de los cuales podremos trazar más adelante un panorama sobre la política local de la época.

Una vez aclarados estos inconvenientes y la manera de super-arlos, podemos establecer cierta tendencia en la caracterización de los funcionarios a partir de los ayuntamientos de que disponemos más información: Cuautla, Cuernavaca, Yautepec y Miacatlán. Por

4 “Reglas para la formación de ayuntamientos constitucionales”, Decreto de 10 de julio de 1812, en Dublán y Lozano, Legislación, 1876, pp. 382-383; “Instrucción para el gobierno económico de las provincias”, ibídem, p. 413; “Ley municipal, 1825”, en Téllez y Piña, Colección, 2001, pp. 50-52.

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fortuna, estos ayuntamientos favorecen en parte nuestro análisis, pues se trata de las cabeceras de subdelegación y de partido (Cuernavaca y Cuautla), de la cabecera de distrito (Cuernavaca), de los dos ayuntamientos con mayor presencia de haciendas azu-careras (Yautepec y Cuautla) y de un ayuntamiento dominado por una sola familia de hacendados locales (Miacatlán).

El puesto más importante del cabildo de Cuautla, el de alcalde, fue ocupado en 1821 por el administrador de la hacienda de Santa Inés, Antonio Zubieta, emparentado además con el dueño Martín Ángel Michaus.5 En 1824 el alcalde de Cuautla fue Lucas Cór-dova, de quien no hemos podido establecer una conexión clara con los hacendados azucareros, pero sería difícil que ésta no exis-tiera cuando Córdova, además de alcalde fue subprefecto del partido de Cuautla en ese mismo año (se trata del partido con el mayor número de haciendas azucareras y con las de mayor pro-ducción), y posteriormente fue nombrado elector general para la designación de diputados estatales en 1832.6 Es lógico suponer que durante la primera república federal accedieran al cargo de alcalde los representantes de la elite azucarera, sobre todo des-pués de que la Ley municipal de 1825 y la Ley electoral de 1826 aumentaron los requisitos del voto pasivo, es decir, los requeri-mientos para ocupar cargos municipales. Esto parece indicar el hecho de que Francisco Anrubio, administrador de la hacienda de Mapaztlán, fungiera como alcalde de Cuautla en 1829.7

Sabemos que Rafael Sánchez y José María Quijano fueron re-gidores de Cuautla en 1823. Aunque no se puede afirmar con certeza, es probable su relación de parentesco con Antonio Sán-chez –administrador de la hacienda de Atlihuayán– y con Benito Quijano –representante legal de Ángel Pérez Palacios en la com-

5 Zubieta estuvo ligado al negocio azucarero durante las décadas siguien-tes, siendo arrendatario de la hacienda El Hospital de Ignacio Tamariz en 1826 y acreedor del hacendado Juan Félix de Goyeneche en 1836, cf. Archivo Catedralicio de la Ciudad de México (ACCM), col. libro 105; AHNDF, Notaría 155, vol. 937, fs. 806-812v.; AHNDF, Notaría 426, vol. 2842, f. 711; AHNDF, Notaría 425, vol. 2826, fs. 11v-13. 6 AHEM, Gobernación, “Gobernación”, vol. 1, exp. 8; vol. 2, exp. 9; AHEM, Gobernación, “Elecciones”, vol. 1, exp. 14. 7 ACCM, col. libro 114.

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pra de una hacienda –.8 Lo mismo puede decirse de Vicente Román Jaen, secretario del ayuntamiento de Cuautla en 1821 y 1822, y alcaide de la cárcel municipal en 1822. Suponemos el parentesco de este personaje con Antonio Jaen, administrador de las haciendas de Buenavista y Santa Inés.9

En el caso del ayuntamiento de Cuernavaca, cabecera de sub-delegación y posteriormente de partido y de distrito, la presencia de los hacendados azucareros y sus representantes en los cargos del cabildo es notoria. Francisco Pérez Palacios, alcalde de Cuer-navaca en 1814, además de ser un prominente hacendado azucarero –dueño de la hacienda San Salvador, en el municipio de Miacatlán–, pertenecía a una de las familias más sobresalientes de la política local en la región de Cuernavaca: él mismo fungió como alcalde de Miacatlán en 1820, fue apoderado legal del ayuntamiento de Coatlán en 1823, y prefecto del distrito de Cuer-navaca entre 1830 y 1832.10 Sus familiares también participaron activamente en el negocio azucarero y la política local: Pedro y José Pérez Palacios fueron administradores de la hacienda de Cocoyoc en 1807 y 1814 respectivamente;11 Ramón Pérez Pala-cios fungió como subprefecto de Cuernavaca en 1825,12 mientras que Juan Pérez Palacios fue prefecto del distrito en 1830.13 Asi-mismo, Ángel Pérez Palacios se desempeñó como comandante militar de Cuernavaca entre 1830 y 1835,14 mientras que Luis Pérez Palacios fue electo diputado estatal para la legislatura de 1831 a 1832.15

8 ACCM, col. Libro 117; AHNDF, Notaría 426, vol. 2859, f. 1146. 9 ACCM, col. Libro 114, ACCM, col. Libro 115, ACCM, col. Libro 112; AHNDF, Notaría 155, vol. 942, fs. 545-546v. 10 AGN, Ayuntamientos, vol. 163, vol. 128; DPM, Sesión 25, 25 de agosto de 1823; AHEM, Gobernación, “Prefecturas”, vol. 2, exp. 46; vol. 3, exp. 2, exp. 19. 11 AHNDF, Notaría 155, vol. 918, f. 187; AGN, Ayuntamientos, vol. 215, f. 9. 12 AHEM, Gobernación, “Gobernación”, vol. 4, exp. 20. 13 AHEM, Gobernación, “Municipios”, vol. 1, exp. 13. 14 Bustamante, Diario, t. XVI, 2 de enero de 1830, pp. 4-5; t. XXIV, 27 de mayo de 1832, pp. 25-26; AHEM, Gobernación, “Prefecturas”, vol. 3, exp. 2, exp. 19; “Justicia”, vol. 2, exp. 23. 15 Macune, Estado, 1978, p. 197.

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NOTAS DEL CUADRO 7: (CUAUTLA) Antonio Zubieta, administrador de la hacienda de Santa Inés (1821), propiedad de Martín Ángel Michaus; arrendador de la hacienda Hospital de Mariano Tamariz (1826); sobrino político de Manuela Oroquieta, esposa del coronel Martín Ángel Mi-chaus, y acreedor del hacendado Juan Félix de Goyeneche (1836), cf. Archivo Catedralicio de la Ciudad de México (ACCM), col. libro 105; AHNDF, Notaría 155, vol. 937, fs. 806-812v.; AHNDF, Notaría 426, vol. 2842, f. 711; AHNDF, Notaría 425, vol. 2826, fs. 11v-13. Vicente Román Jaen, familiar de Antonio Jaen, administrador de las haciendas de Bue-navista (1830-1831) y Santa Inés (1828), apoderado del hacendado Martín Ángel Michaus (1830), cf. ACCM, col. Libro 114, ACCM, col. Libro 115, ACCM, col. Libro 112; AHNDF, Notaría 155, vol. 942, fs. 545-546v. Rafael Sánchez, posiblemente emparentado con Antonio Sánchez, administra-dor de las haciendas Apizaco y Atlihuayán de Ignacio Tamariz (1833), ACCM, col. Libro 117. José María Quijano, posiblemente emparentado con Benito Quijano, representante de Ángel Pérez Palacios en la compra de una hacienda (1840), AHNDF, Notaría 426, vol. 2859, f. 1146. Lucas Córdova, alcalde de Cuautla (1824), subprefecto de Cuautla de Amilpas (1824), elector general del partido de Cuautla (1832), cf. AHEM, Goberna-

ción, “Gobernación”, vol. 1, exp. 8; vol. 2, exp. 9; AHEM, Gobernación, “Elecciones”, vol. 1, exp. 14. Francisco Anrubio, administrador de la hacienda de Mapastlán, propiedad de Domingo Sabiñón (1830), ACCM, col. Libro 114. (CUERNAVACA) Francisco Pérez Palacios, dueño de la hacienda de Miacatlán, alcalde de Cuernavaca en 1814, alcalde de Miaca-tlán en 1820, apoderado del ayuntamiento de Coatlán del Río en 1823 y Prefecto de Cuernavaca de 1830 a 1832, cf. AGN, Ayuntamientos, vol. 163, vol. 128; DPM, Sesión 25, 25 de agosto de 1823; AHEM, Gobernación, “Pre-fecturas”, vol. 2, exp. 46; vol. 3, exp. 2, exp. 19. Mariano Valdovinos, dueño de la hacienda de San Miguel Treinta Pesos, administrador de correos en Cuernavaca (1825), cf. DPNE, Sesión 11, 22 de agosto de 1820, en Actas, 1985, p. 47; AHEM, Gobernación, “Gobernación”, vol. 4, exp. 20. José Cándido Valdovinos, hermano político de Francisco Pérez Palacios, dueño de la hacienda de Miacatlán; familiar de Mariano Valdovinos, dueño de la hacienda San Miguel Treinta Pesos, cf. AHNDF, Notaría 155, vol. 926, fs. 406v.-419. Manuel Porras, apoderado de Domingo Coloma, dueño de la hacienda de San Nicolás Obispo, AHNDF, Notaría 155, vol. 926, f. 369v. José Francisco Verastegui, posiblemente emparentado con Ramón Verastegui, administrador de la hacienda de Miacatlán (1822) propiedad de Francisco Pérez Palacios, ACCM, Diezmos, Colecturías, Cuernavaca, no. 139. Santiago José Aparicio, probablemente emparen-tado con José María Aparicio, apoderado legal de María Francisca Valdovinos, madre del hacendado Antonio Valdovinos, AHNDF, Notaría

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169, vol. 1020, fs. 390-394v. Carlos Sarmina, padre de José Ignacio Sar-mina, dueño de las haciendas de Dolores y Apanquezalco, AHNDF, Notaría 426, vol. 2851, f. 926. José María Ruano Calvo, administrador de la hacienda de San Antonio el Puente (1829), Capitán Comandante de Milicias Cívicas, Encargado del Juzgado de 1ª Instancia y Juez de Hacienda Pública del Partido de Cuernavaca (1825), cf. AHEM, Goberna-

ción, “Municipios”, vol. 1, exp. 3; ACCM, Diezmos, Colecturías, Cuernavaca, no. 146. Ignacio Silva, fabricante de aguardiente y familiar de Antonio Silva, dueño de la hacienda de Cocoyotla, AHNDF, Notaría 532, vol. 3567, s/fs. Juan Ruiz, posiblemente emparentado con Domingo Ruiz, admi-nistrador de la hacienda de Temixco, AHNDF, Notaría 426, vol. 2870, fs. 453-453v. Ignacio Heredia, probablemente emparentado con José María Heredia, Juez de Letras de Cuernavaca y diputado estatal en 1833, cf. Bustamante, Diario, t. XIII, 10 de julio de 1828, pp. 11-12; AHNDF, Nota-ría 531, vol. 3558, f. 210; Macune, Estado, 1978, p. 198. Antonio Ortiz, socio de varios hacendados azucareros en la explotación de la mina de fierro Tepostitlán, en Zacualpan de Amilpas, probablemente emparen-tado con Mariano Ortiz, administrador de la hacienda Santo Tomás de Luis Pérez Palacios, cf. AHNDF, Notaría 332, s/s; ACCM, Diezmos, Colec-turías, Cuernavaca, no. 147. Manuel Ortiz, puede tratarse del coronel Manuel Ortiz de Montellano, quien compró a Juan Echave la hacienda de Pantitlán en 1838, AHNDF, Notaría 532, vol. 3567, f. s/n. Agustín Trejo, elector general del partido de Cuernavaca en 1832, AHEM, Goberna-

ción, “Elecciones”, vol. 1, exp. 14. (IXTLA) Luis Agüero, posiblemente emparentado con Manuel Agüero, dueño de la hacienda de San Carlos (1805), AHNDF, Notaría 155, vol. 916, f. 595. (JIUTEPEC) José María Jiménez, apoderado legal de los hacendados Vicente Sáenz de la Peña (1838) y Rafael Irazábal (1831), y diputado estatal en 1831, AHNDF, Notaría 169, vol. 991, f. 468; Notaría 426, vol. 2842, fs. 564-565v.; Ma-cune, Estado, 1978, p. 197. Mariano Ortiz Montellano, posiblemente familiar del teniente coronel Manuel Ortiz de Montellano, dueño de la hacienda de Pantitlán en 1838, AHNDF, Notaría 532, vol. 3567, f. s/n. (MIACATLÁN) Francisco Pérez Palacios, (ver Cuernavaca); José María Salazar, administrador de la hacienda de Miacatlán en 1830, cuñado del hacendado Francisco Pérez Palacios, casado con su hermana María Luisa Salazar, AHNDF, Notaría 711, vol. 4798, f. 30v. ACCM, Diezmos, Colectu-rías, Cuernavaca, no. 147. (TEPALCINGO) José Pliego, probablemente emparentado con Basilio Pliego, administrador de la hacienda de Te-nango en 1816 y de la hacienda de Atotonilco en 1821, ACCM, Diezmos, Colecturías, Ocuituco y Zacualpan, no. 638, AHNDF, Notaría 155, vol. 927, fs. 173-173v. (TETECALA) Juan Ignacio Marmolejo, posiblemente emparentado con Vicente Marmolejo, administrador de la hacienda de

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San Nicolás en 1822, ACCM, Diezmos, Colecturías, Cuernavaca, no. 146. (XOCHITEPEC) Jesús Navarro, arrendatario de la hacienda Apizano, propiedad de Ignacio Tamariz (1845), AHNDF, Notaría 163, vol. 971bis, fs. 78v.-86. (YAUTEPEC) Cristóbal de Urueta, probablemente emparen-tado con Francisco Urueta, dueño de la hacienda de Apanquesalco, herencia de su hermana María Ignacia Urueta en 1805, AHNDF, Notaría 321, vol. 2168, f. 623; Notaría 738, vol. 5231, fs. 47, 62-65. José del Villar, testigo en el nombramiento del apoderado legal del hacendado Gabriel Joaquín Yermo en 1813, probablemente pariente de Ildefonso Villar, arrendatario de la hacienda Michate, AHNDF, Notaría 738, vol. 5229, f. 39v.; Notaría 286, vol. 1780, f. 318v. José Abascal, compró junto con Ignacio Tamariz la hacienda Apizano y el rancho anexo de Coate-telco en 1819 a María Ignacia Urueta, AHNDF, Notaría 163, vol. 971bis, fs. 38-45v. Francisco Solís, receptor de alcabalas y administrador de correos de Yautepec en 1820, AGN, Ayuntamientos, vol. 128, exp. 101, s/f. Vicente Urueta, posiblemente emparentado con Francisco Urueta, dueño de la hacienda de Apanquesalco, y con Cristóbal de Urueta, alcalde de Yautepec en 1813, AHNDF, Notaría 321, vol. 2168, f. 623; Notaría 738, vol. 5231, fs. 47, 62-65.

Continuando con los alcaldes del ayuntamiento de Cuerna-vaca, en 1822 el cargo recayó en José Cándido Valdovinos, hermano político de Francisco Pérez Palacios y familiar de Ma-riano Valdovinos, otro importante hacendado azucarero –dueño de la hacienda de San Miguel Treinta Pesos–.1 Posteriormente, a pesar de la prohibición expresa sobre la reelección de funciona-rios,2 José María Ruano Calvo se desempeñó como alcalde por tres años consecutivos (1823-1825). Este personaje era el coman-dante de milicias cívicas de Cuernavaca, encargado del Juzgado de 1ª Instancia y juez de hacienda pública del partido en 1825, mientras que en 1829 se haría cargo de la administración de la hacienda azucarera de San Antonio el Puente.3 Ruano Calvo dejó de reelegirse después de la intervención del prefecto de Cuerna- 1 AHNDF, Notaría 155, vol. 926, fs. 406v.-419. 2 Constitución de Cádiz, Art. 316: “El que hubiere ejercido cualquiera de estos cargos [alcalde, regidor o síndico] no podrá volver a ser elegido para ninguno de ellos, sin que pasen por lo menos dos años, donde el vecindario lo permita”, en Dublán y Lozano, Legislación, 1876, p. 374. 3 AHEM, Gobernación, “Municipios”, vol. 1, exp. 3; ACCM, Diezmos, Colecturías, Cuernavaca, no. 146.

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vaca en la renovación del ayuntamiento,4 sin embargo, el puesto de alcalde en 1826 fue ocupado por otro individuo cercano a la elite azucarera: Ignacio Silva, fabricante de aguardiente y familiar de Antonio Silva, dueño de la hacienda de Cocoyotla.5 Por úl-timo, en 1833 el alcalde de Cuernavaca fue Agustín Trejo, quien un año antes había sido nombrado elector general del partido de Cuernavaca al lado de importantes hacendados azucareros como Ignacio Sarmina, Pedro Valdovinos e Ignacio Silva.6

La filiación de los demás miembros del cabildo localizados presenta una situación similar. Mariano Valdovinos, dueño de la hacienda de San Miguel Treinta Pesos, fue síndico del ayunta-miento de Cuernavaca en 1814,7 mientras que los regidores identificados para ese año fueron José Cándido Valdovinos –pariente del primero y alcalde de Cuernavaca en 1822–, Manuel de Porras –apoderado legal de Domingo Coloma, dueño de la hacienda de San Nicolás Obispo–8 y José Francisco Verastegui –posiblemente emparentado con Ramón Verastegui, administrador de la hacienda de Miacatlán en 1822–.9

Para otros años la identificación de los regidores es menos só-lida y sólo podemos conjeturar su relación con ciertos personajes. En 1826 se desempeñaron como regidores de Cuernavaca Igna-cio Silva –a quien ya nos hemos referido como fabricante de aguardiente y pariente del dueño de Cocoyotla–, Juan Ruiz –posi-blemente emparentado con Domingo Ruiz, administrador de la hacienda de Temixco–,10 Ignacio Heredia –probablemente fami-liar de José María Heredia, Juez de Letras de Cuernavaca y diputado estatal en 1833–11 y Antonio Ortiz –socio de varios hacendados azucareros en el la explotación de una mina de fierro

4 AHEM, Gobernación, “Gobernación”, vol. 4, exp. 20, f. 316. 5 AHNDF, Notaría 532, vol. 3567, s/fs. 6 AHEM, Gobernación, “Elecciones”, vol. 1, exp. 14. 7 DPNE, Sesión 11, 22 de agosto de 1820, en Actas, 1985, p. 47; AHEM, Gobernación, “Gobernación”, vol. 4, exp. 20. 8 AHNDF, Notaría 155, vol. 926, f. 369v. 9 ACCM, Diezmos, Colecturías, Cuernavaca, no. 139. 10 AHNDF, Notaría 426, vol. 2870, fs. 453-453v. 11 Bustamante, Diario, t. XIII, 10 de julio de 1828, pp. 11-12; AHNDF, Notaría 531, vol. 3558, f. 210; Macune, Estado, 1978, p. 198.

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en Zacualpan de Amilpas, tal vez emparentado con Mariano Or-tiz, administrador de la hacienda Santo Tomás de Luis Pérez Palacios–.12 En 1829 había un regidor en Cuernavaca llamado Manuel Ortiz, quizás se trate del coronel Manuel Ortiz de Mon-tellano, quien adquiriría la hacienda de Pantitlán en 1838.13 Finalmente, sabemos que el tesorero municipal de Cuernavaca en 1822 era Carlos Sarmina, padre del hacendado José Ignacio Sar-mina, dueño de las fincas de Dolores y Apanquezalco.14

Sobre el ayuntamiento de Yautepec sabemos que su alcalde en 1813 fue Cristóbal Urueta, familiar de Francisco Urueta, dueño en ese año de la hacienda de Apanquesalco.15 Como vimos en el capí-tulo sobre las elecciones, en 1821 fue nombrado para el puesto de alcalde José Abascal, copropietario junto con Ignacio Tamariz de la hacienda Apizano y un rancho anexo, comprada en 1819 a Ma-ría Ignacia Urueta.16 El cargo de síndico lo ocupó en 1814 José del Villar, quien fue testigo en el nombramiento de apoderado legal del hacendado Gabriel Joaquín Yermo en 1813, y probablemente fuera pariente de Ildefonso Villar, arrendatario de la hacienda Michate.17 Los síndicos propietario y suplente de 1821 fueron Francisco Solís –receptor de alcabalas y administrador de correos de Yautepec–18 y Vicente de Urueta –familiar de Cristóbal Urueta (alcalde en 1813) y de Francisco Urueta, dueño de la hacienda de Apanquesalco–.19 Aunque no hemos podido establecer alguna relación con los demás funcionarios identificados para 1821, re-cordemos que la Junta Parroquial que renovó al ayuntamiento para ese año estaba compuesta mayoritariamente por individuos estrechamente relacionados con los hacendados azucareros.20

12 AHNDF, Notaría 332, s/s; ACCM, Diezmos, Colecturías, Cuernavaca, no. 147. 13 AHNDF, Notaría 532, vol. 3567, f. s/n. 14 AHNDF, Notaría 426, vol. 2851, f. 926. 15 AHNDF, Notaría 321, vol. 2168, f. 623; Notaría 738, vol. 5231, fs. 47, 62-65. 16 AHNDF, Notaría 163, vol. 971bis, fs. 38-45v. 17 AHNDF, Notaría 738, vol. 5229, f. 39v.; Notaría 286, vol. 1780, f. 318v. 18 AGN, Ayuntamientos, vol. 128, exp. 101, s/f. 19 AHNDF, Notaría 321, vol. 2168, f. 623; Notaría 738, vol. 5231, fs. 47, 62-65. 20 AGN, Ayuntamientos, vol. 128, exp. 101, s/f.

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La hacienda de San Salvador, propiedad de la familia Pérez Pa-lacios, era la finca azucarera más importante adscrita al ayun-tamiento de Miacatlán. Por ello no es causalidad que su dueño Francisco Pérez Palacios fuera electo como alcalde en 1820,21 y que su cuñado José María Salazar, administrador de la hacienda San Salvador, se desempeñara como regidor en ese mismo año.22 Dada la enorme influencia política, militar y económica de la familia Pérez Palacios –ya mencionada con anterioridad– hay elementos para suponer que los cargos de este ayuntamiento fueron ocupados por individuos afines a sus intereses durante la época republicana.

Otros funcionarios identificados (o posiblemente emparenta-dos) con la elite azucarera son: Luis Agüero, alcalde de Ixtla en 1830, posible familiar de Manuel Agüero, dueño de la hacienda de San Carlos en 1805;23 José María Jiménez, regidor de Jiutepec en 1822, apoderado legal de los hacendados Vicente Sáenz de la Peña y Rafael Irazábal, y diputado estatal en 1831;24 Mariano Ortiz Montellano, alcalde de Jonacatepec en 1822, con un probable parentesco con el teniente coronel Manuel Ortiz de Montellano, dueño de la hacienda de Pantitlán en 1839;25 José Pliego, regidor de Tepalcingo en 1821, posible familiar de Basilio Pliego, admi-nistrador de la hacienda de Tenango en 1816 y de la hacienda de Atotonilco en 1821;26 y finalmente Jesús Navarro, alcalde de Xochitepec en 1834, arrendatario en 1845 de la hacienda Apizano, propiedad de Ignacio Tamariz.27 Lógicamente, para el caso de los funcionarios de Tepoztlán, Ocuituco, Yecapixtla y Zacualpan no pudimos establecer algún tipo de relación con la elite azucarera, pues se trata precisamente de los ayuntamientos que no cuentan con haciendas azucareras adscritas a su jurisdicción.

21 AGN, Ayuntamientos, vol. 128, s/f. 22 AHNDF, Notaría 711, vol. 4798, f. 30v.; ACCM, Diezmos, Colecturías, Cuernavaca, no. 147. 23 AHNDF, Notaría 155, vol. 916, f. 595. 24 AHNDF, Notaría 169, vol. 991, f. 468; Notaría 426, vol. 2842, fs. 564-565v.; Macune, Estado, 1978, p. 197. 25 AHNDF, Notaría 532, vol. 3567, f. s/n. 26 ACCM, Diezmos, Colecturías, Ocuituco y Zacualpan, no. 638; AHNDF, Notaría 155, vol. 927, fs. 173-173v. 27 AHNDF, Notaría 163, vol. 971bis, fs. 78v.-86.

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Luego de esta descripción queda claro que el sistema electoral instaurado por las reformas gaditanas permitió a la elite azucarera y a sus representantes acceder a los cargos municipales de una manera notoria. Esta situación significó un cambio cualitativo con respecto a las antiguas repúblicas de indios, donde el acceso al cabildo estaba formalmente vetado para los “no indios”, aunque sabemos que en los hechos varios mulatos y mestizos participa-ban en los cargos de las repúblicas, pero lo hacían gracias a diversos mecanismos de pertenencia a la comunidad, como el matrimonio. Sin embargo, aunque con el reformismo gaditano se eliminaron las restricciones étnicas, estamos lejos de afirmar que los ayuntamientos se hayan convertido en un instrumento político al servicio absoluto de los hacendados. Con la información dispo-nible simplemente hemos querido mostrar que los intereses de los hacendados azucareros estaban representados en los ayuntamien-tos del distrito, pero éstos no eran los únicos intereses presentes, pues a los cargos municipales también accedieron comerciantes, rancheros, caciques indígenas, campesinos y artesanos. El juego de intereses y las alianzas entre dichos actores políticos podían inclinar la balanza a favor de los pueblos o, por el contrario, be-neficiar a los hacendados azucareros.

Subdelegados y conflictos municipales

Pasemos ahora al siguiente nivel de funcionarios del gobierno local. Durante la época colonial el gobierno de las repúblicas de indios estuvo bajo la jurisdicción de los alcaldes mayores (subdelegados desde 1787). En el caso de los subdelegados de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas, hemos identificado a varios de ellos para el periodo 1806-1821, es decir, las últimas décadas de la dominación española; detectando evidencia de sus ligas con los hacendados azucareros y, en algunos casos, de su participación en el negocio del azúcar: Rafael Sánchez Carvajal, subdelegado de Cuernavaca en 1806, fue el apoderado legal del hacendado Francisco Pérez Pala-cios en 1817;28 Manuel de Fuica se desempeñó como subdelegado

28 AHNDF, Notaría 15, vol. 928, f. 119v.

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de Cuernavaca en 1813 y 1814, fue oficial mayor en 1818 y albacea en el testamento de Josefa Anselma de Carrasco, dueña de la hacienda de Santa Catarina Chiconcuac, en 1828. Probablemente este personaje estaba emparentado –o incluso era él mismo- con Manuel Ignacio Fuica, subarrendatario de las haciendas del duque de Terranova en Tehuantepec.29 Siguiendo con los subdelegados de Cuernavaca, José Miguel Cavaleri, personaje muy allegado a Agustín de Iturbide –quien ocupó el puesto entre 1818 y 1821– era dueño de una fábrica de aguardiente en Cuernavaca y fue acreedor de Eusebio García Monasterio, dueño de las haciendas de Chico-mocelo y Santa Clara.30 Finalmente, Mariano Barrera, subdelegado de Cuautla de Amilpas en 1821,31 compró una casa ubicada en dicha cabecera a Mariano Tamariz, dueño de la hacienda de Ba-rreto, en 1820 (Cuadro 8).

Los subdelegados administraban la justicia civil y criminal, se encargaban de la recolección del tributo, de la organización de las milicias, el resguardo de las normas de policía y el aseguramiento de la tranquilidad pública, tanto de los habitantes como de sus bienes. Es decir, concentraban las facultades de las cuatro causas: justicia, hacienda, policía y guerra. Sin embargo, desde 1812 el reformismo gaditano estableció, de acuerdo al principio de división de poderes, que las causas de hacienda y guerra permanecieran en manos de los subdelegados, entregando a los ayuntamientos la facultad de conocer sobre las causas de policía y justicia (civil y criminal).32 De hecho, en los asuntos gubernativos –como las elecciones– los ayuntamientos se entendían con el Jefe Político de la provincia –o Intendente–, siendo los subdelegados meros fun-cionarios auxiliares.33

29 AHNDF, Notaría 425, vol. 2824, f. 74., AHNDF, Notaría 738, vol. 5231, f. 47. 30 AHNDF, Notaría 155, vol. 926, fs. 268v.-269, AHNDF, Notaría 426, vol. 2830, fs. 103-105. 31 AHNDF, Notaría 155, vol. 931, fs. 828v-831v. 32 Pietschmann, Reformas, 1996, p. 182. A veces los autores suelen referirse a las cuatro causas (justicia, hacienda, policía y guerra), traduciéndolas a los términos del liberalismo: criminal, fiscal, policía y militar, Annino, “Pue-blos”, 2003, p. 404. 33 “Instrucción para el gobierno económico de las provincias. Capítulo III. De los jefes políticos”, en Dublán y Lozano, Legislación, 1876, pp. 419-424.

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CUADRO 8 Subdelegados, prefectos y subprefectos.

Subdelegaciones de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas, 1806-1821 Distrito de Cuernavaca, Estado de México, 1824-1834

Subdelegaciones Sub Prefecturas Prefectura AÑOS

Cuernavaca Cuautla Cuernavaca Cuautla Jonacatepec Cuernavaca

1806 RafaellSánchez

Carvajal*

1813-1814

Manuel de Fuica*

1818-1820

José Miguel Cavaleri*

1821 José Miguel Cavaleri*

Mariano Barrera*

1824 Lucas

Córdova*

Ignacio Orellana*

1825

J. Ramón Pérez

Palacios*

Ignacio

Orellana*

1826 Ignacio

Orellana*

1827 José Aedo

Ignacio de la Piedra*

1827-1828

Ignacio de la Piedra*

1828-1829

Francisco Calderón

1829-1830

Francisco Pagani*

1830 Juan Pérez Palacios*

1830-1831

Fco. Pérez Palacios*

1832 Manuel J.

Montañez*

Fco. Pérez Palacios*

1833 Manuel Mérida

Francisco Jiménez

Fernando Rico

Manuel Primo Tapia*

1833 Francisco Ocampo*

1834 Valentín Canalizo*

* Personajes identificados.

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FUENTES DEL CUADRO 8: Rafael Sánchez Carvajal, AHNDF, Notaría 426, vol. 2842, f. 511. Manuel de Fuica, AGN, Ayuntamientos, vol. 163, no. 100, f. 10; vol. 215, no. 67, f. 7; no. 89, f. 9. José Cavaleri, AHNDF, Nota-ría 155, vol. 935, fs. 331v-333; DPM, Sesión 37, 27 de noviembre de 1821; AGN, Ayuntamientos, vol. 129. Mariano Barrera, DPNE, Sesión 49, 9 de enero de 1821, en Actas, 1985, p. 170. Lucas Córdova, AHEM, Gober-

nación, “Gobernación”, vol. 2, exp. 9. Ramón Pérez Palacios, AHEM, Gobernación, “Gobernación”, vol. 4, exp. 20. Ignacio Orellana, AHEM, Gobernación, “Prefecturas”, vol. 1, exp. 8; Orellana, Descripción, 1985. José Aedo, AHEM, Gobernación, “Prefecturas”, vol. 1, exp. 17. Ignacio de la Piedra, AHEM, Gobernación, “Prefecturas”, vol. 1, exp. 23, fs. 1-2; exp. 24, f. 1; exp. 27, fs. 1-2, 7-8; exp. 29, f. 1, exp. 31, fs. 1-11. Francisco Calde-rón, AHEM, Gobernación, “Prefecturas”, vol. 1, exp. 31. Francisco Pagani, AHEM, Gobernación, “Prefecturas”, vol. 2, exp. 7. Juan Pérez Palacios, AHEM, Gobernación, “Municipios”, vol. 1, exp. 13. Francisco Pérez Pala-cios, AHEM, Gobernación, “Prefecturas”, vol. 2, exp. 46; vol. 3, exp. 2, 19. Manuel José Montañez, AHEM, Gobernación, “Elecciones”, vol. 1, exp. 14. Manuel Mérida, Francisco Jiménez y Fernando Rico, véase AHEM, Go-

bernación, “Elecciones”, vol. 1, exp. 16. Manuel Primo Tapia, AHEM, Gobernación, “Justicia”, vol. 2, exp. 23. Francisco Ocampo, AHEM, Gober-

nación, “Justicia”, vol. 2, exp. 34. Valentín Canalizo, Bustamante, Diario, t. XV, 31 de julio de 1834, p. 38.

NOTAS DEL CUADRO 8: Rafael Sánchez Carvajal, apoderado legal del hacendado Francisco Pérez Palacios en 1817, AHNDF, Notaría 15, vol. 928, f. 119v. Manuel de Fuica, oficial mayor en 1818, albacea en el tes-tamento de Josefa Anselma de Carrasco, dueña de la hacienda Santa Catarina, Chinconcuac, en 1828; administrador del Marquesado del Valle en 1824; posiblemente se trate o esté emparentado con Manuel Ignacio Fuica, subarrendatario de las haciendas del duque de Terranova y Monteleone en Tehuantepec, en 1823, AHNDF, Notaría 425, vol. 2824, f. 74., AHNDF, Notaría 738, vol. 5231, f. 47. AHEM, Gobernación, “Gober-nación”, vol. 2, exp. 14, f. 327. José Miguel Cavaleri, dueño de una fábrica de aguardiente en Cuernavaca en 1819, acreedor en de Eusebio García Monasterio, dueño de las haciendas de Chicomocelo y Santa Clara. Fue Intendente de Hacienda durante el Imperio de Iturbide. Bustamante se refiere a él como “el favorito del Emperador”, “inten-dente, confidente, alcahuete y compinche de Iturbide”. En mayo de 1824 marcho hacia Londres para encontrarse con Iturbide en el exilio. En julio de 1825 regresó a México, pero fue reembarcado por el go-bierno en Veracruz por “peligroso en la República Mexicana”. Murió en mayo de 1828 a causa de una pulmonía, véase Bustamante, Diario, enero

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de 1823, pp. 5, 38, 43; abril de 1823, pp. 3, 5, 10, 19; mayo de 1824, p. 6; julio de 1825, p. 13; mayo de 1826, p. 3; noviembre de 1826, pp. 7, 16; mayo de 1828, p. 3; AHNDF, Notaría 155, vol. 926, fs. 268v.-269, AHNDF, Notaría 426, vol. 2830, fs. 103-105. Mariano Barrera, compró en 1820 una casa ubicada en Cuautla a Mariano Tamariz, dueño de la hacienda Barreto, AHNDF, Notaría 155, vol. 931, fs. 828v-831v. Lucas Córdova, alcalde de Cuautla (1824), subprefecto de Cuautla de Amilpas (1824), elector general del partido de Cuautla (1832), AHEM, Gobernación, “Gobernación”, vol. 1, exp. 8; vol. 2, exp. 9; AHEM, Gobernación, “Elec-ciones”, vol. 1, exp. 14. José Ramón Pérez Palacios, casado con Ana María Valdovinos, apoderado legal de su padre Francisco Pérez Palacios en 1830, apoderado y fiador de Bárbara de Alva, por capitales de las haciendas de Xochimancas, Barreto y Sayula, ubicadas en el distrito de Cuernavaca en 1836, Prefecto de Cuernavaca en 1838, AHNDF, Notaría 426, vol. 2841, f. 358v.; AHNDF, Notaría 532, vol. 3566, f. 258v.; AHNDF, Notaría 426, vol. 2855, f. 1305; AHNDF, Notaría 155, vol. 923, f. 999v. Ignacio de la Piedra, fue alcalde de Ixtla (posiblemente en 1820), cola-boró con los hacendados Francisco Pérez Palacios y los hermanos Valdovinos apoyando las tropas del ejército trigarante comandado por Agustín de Iturbide y Nicolás Bravo, estuvo al mando de una fuerza armada en los rumbos de Miacatlán e Ixtla en 1822; en 1830 era miem-bro de una logia yorkina en Cuernavaca al lado de Ángel Pérez Palacios y Antonio Ortiz, AHEM, Fondo Gobernación, Serie Municipios. Vol. 1. Exp. 3; Bustamante, Diario, Anexos, febrero de 1830, p. 45. Juan Pérez Palacios, miembro de la familia Pérez Palacios, hacendados azucareros de Miacatlán, AHEM, Gobernación, “Municipios”, vol. 1, exp. 13. Fran-cisco Pérez Palacios, dueño de la hacienda de Miacatlán, alcalde de Cuernavaca en 1814, alcalde de Miacatlán en 1820, apoderado del ayun-tamiento de Coatlán del Río en 1823 y prefecto de Cuernavaca de 1830 a 1832, AGN, Ayuntamientos, vol. 163, vol. 128; DPM, Sesión 25, 25 de agosto de 1823; AHEM, Gobernación, “Prefecturas”, vol. 2, exp. 46; vol. 3, exp. 2, exp. 19. José Manuel Montañez, dueño de una fábrica de aguar-diente en Cuernavaca en 1834, AHNDF, Notaría 155, vol. 948, fs. 667v-671v. Manuel Primo Tapia, prefecto del distrito de Acapulco en 1828; diputado al Congreso General en 1830; apresado junto con Vicente Guerrero a bordo del bergantín “Colombo” en 1831; véase Bustamante, Diario, Anexos, agosto de 1829, p. 166; Diario, diciembre de 1830, p. 13; Diario, enero de 1831, p. 24; Diario, febrero de 1831, p. 18; Diario, marzo de 1831, pp. 6-7; Diario, Anexos, marzo de 1831, p. 23; Macune, Estado, 1978, p. 189. Valentín Canalizo, vicegobernador del Estado de México (1834-1835), presidente interino de la república (1843-1844), deudor en 1844 de Ignacio Cortina Chávez, dueño de la hacienda de San José,

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compró a José María Yermo en 1845 la hacienda San Gabriel, véase Macune, Estado, 1978, p. 200; AHNDF, Notaría 426, vol. 2868, fs. 606v-646v.; AHNDF, Notaría 426, vol. 2866, f. 351v.

Esta situación generó diversos conflictos jurisdiccionales entre los funcionarios de los distintos niveles de gobierno. Para nuestra región de estudio sabemos que entre 1813 y 1814 se suscitaron diversas problemáticas entre los subdelegados de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas con los ayuntamientos de sus respectivas cabeceras.34 Otro motivo de controversias radicó en la elimina-ción de los tenientes de justicia, pues ahora los alcaldes de los ayuntamientos fungían como jueces conciliadores.35

34 El cabildo de Cuernavaca acusó al subdelegado en 1814 por exceder sus facultades al publicar un bando sobre contribuciones extraordinarias y realizar la convocatoria para las elecciones municipales, invadiendo las facultades gubernativas del ayuntamiento, AGN, Ayuntamientos, vol. 215, no. 89, f. 9; vol. 215, no 67, f. 7. Posteriormente el alcalde de Cuernavaca, Francisco Pérez Palacios, se negó a darle información al subdelegado sobre los reos de la cárcel municipal, argumentando que el ayuntamiento tenía jurisdicción sobre los pleitos civiles y criminales. La respuesta de Manuel de Fuica, subdelegado de Cuernavaca, ilustra claramente la pre-tensión de estos funcionarios por seguir ejerciendo sus facultades según el antiguo régimen: “[los ayuntamientos no] han ejercido jurisdicción alguna, pues primero era que hubieran existido. Aquí no ha habido más Justicia que un Alcalde mayor con la denominación de Subdelegado, que ha conocido en las causas de Justicia, Gobierno, Hacienda y Guerra, y después de establecido el Ayuntamiento y Alcaldes no pueden decir estos con verdad que están en posición de conocer en los asuntos con-tenciosos pues desde el principio constantemente los he reclamado”, AGN, Ayuntamientos, vol. 163, no. 100, f. 10. Controversias de este tipo también ocurrieron en Cuautla, donde en 1814 las autoridades explica-ron al subdelegado que era atribución de los ayuntamientos la recaudación de los bienes de comunidad y medios reales de Hospital y ministros, AGN, Ayuntamientos, vol. 187, no. 115, f. 2. 35 “Reglamento de las audiencias y juzgados de primera instancia”, 9 de octubre de 1812, en Dublán y Lozano, Legislación, 1876, pp. 394-395. En agosto de 1813 se informó al subdelegado de Cuernavaca que en los pue-blos donde hubiera ayuntamiento tenía que cesar a los tenientes de justicia, no obstante, en Yautepec el teniente se resistió a dejar su cargo, mientras que en Tetecala el teniente dijo que las funciones del ayuntamiento se

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No obstante, conforme los ayuntamientos fueron poniendo en práctica o trataron de ejercer sus facultades, los conflictos jurisdiccionales se tradujeron en otro tipo de tensiones. En efecto, el nuevo reparto de atribuciones legales introducido por el reformismo gaditano dotó a los pueblos de mecanismos que, potencialmente, podían modificar la situación en lo que respecta al control de los recursos económicos del territorio.

Así, por ejemplo, el ayuntamiento de Zacualpan presentó en 1814 una propuesta de arbitrios para sufragar varios gastos –edi-ficar una cárcel y pagar los sueldos del secretario y del maestro de escuela– que contemplaba imponer gravámenes a los vendedores del tianguis, a los carniceros por cada res sacrificada, pero sobre todo a los fabricantes de aguardiente, a quienes se les pretendía cobrar un real por cada barril producido en el territorio, lo cual significaba un eminente peligro tanto para los hacendados azuca-reros como para los productores independientes de aguardiente de caña. Para fortuna de los productores, las autoridades respon-dieron a la propuesta citando la Real Orden de 24 de mayo de 1814, la cual suspendía la creación de ayuntamientos constitucio-nales en base al regreso de Fernando VII al trono de la monarquía católica y a la restauración del absolutismo.36

Sin embargo, durante el segundo periodo gaditano (1820-1823) varios ayuntamientos intentaron fiscalizar la producción de aguar-diente en su territorio. A principios de 1822 las autoridades de Zacualpan propusieron nuevamente dicha pensión.37 Por su parte, el ayuntamiento de Cuernavaca solicitó, a finales de 1820, que las pensiones cobradas al aguardiente se destinaran para sus fondos, pero se le respondió que las recaudaciones de ese ramo eran dere-chos nacionales.38 Más adelante, en febrero de 1822, la Diputación Provincial ordenó al ayuntamiento de Cuernavaca que aplicara el

limitaban a “cuidar de la limpieza de las calles y compostura de caminos”, y que siendo él un “Juez Político” le correspondía “la administración de Justicia en lo Civil y Criminal”, véase AGN, Ayuntamientos, vol. 187, no. 21, f. 3; vol. 187, no. 27, f. 3; vol. 187, no. 32, f. 74; vol. 187, no. 24, f. 3. 36 AGN, Ayuntamientos, vol. 163, no. 122, f.11vta. 37 DPM, Sesión 57, 8 de febrero de 1822. 38 DPNE, Sesión 33, 7 de noviembre de 1820, en Actas, 1985, p. 114; DPNE, Sesión 36, 18 de noviembre de 1820, ibídem, pp. 123-124.

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descuento recién establecido al aguardiente –de un peso a dos reales– y que redujera sus gastos a sólo los de absoluta necesidad, recortando el presupuesto de las escuelas y omitiendo la enseñanza de gramática y dibujo.39 Dos meses más tarde los productores de aguardiente se quejaron de que el ayuntamiento seguía cobrando la pensión sin aplicar el descuento; las autoridades ordenaron revocar el cobro.40 A su vez, el ayuntamiento de Cuautla propuso imponer gravámenes sobre el azúcar y el aguardiente en octubre de 1822, ignoramos la resolución sobre el particular, aunque suponemos que no procedió, como en el caso de Cuernavaca.41

La pretensión de gravar el aguardiente por parte de los ayunta-mientos significaba una amenaza directa para los productores independientes y las haciendas donde la fabricación de chiringuito era importante. El aguardiente de caña se elaboraba con los residuos de la fabricación del azúcar –mieles y melazas– y representaba un producto de gran importancia económica para los hacendados desde su legalización en 1796. En 1804 había 60 fábricas de aguar-diente en nuestra región de estudio –49 en Cuernavaca y 11 en Cuautla de Amilpas–, algunas pertenecientes a las haciendas y otras a productores independientes, aunque su número era mucho ma-yor debido a los fabricantes clandestinos,42 para 1826 el prefecto de Cuernavaca informaba sobre la existencia de 133 fábricas de aguar-diente en el territorio.43

De ahí que los arbitrios municipales que proponían gravar este producto significaran un peligro para los fabricantes, sobre todo considerando que la pensión propuesta no se imponía sobre la circulación o el consumo –gravámenes que los fabricantes podían tolerar con menores reclamos– sino sobre la producción. Sim-

39 DPM, Sesión 47, 8 de enero de 1822. 40 DPM, Sesión 13, 24 de abril de 1822. 41 DPM, Sesión 69, 24 de octubre de 1822. 42 El mayor número de fábricas en Cuernavaca, a finales de la colonia, se debe a que en dicho territorio las mieles se destinaban a la producción de aguardiente para el consumo interno, mientras que en Cuautla los hacendados optaron preferentemente por vender las mieles a otras zonas productoras del Valle de México y Puebla, véase Sánchez Santiró, Azúcar, 2001, pp. 85-87. 43 Véase Orellana, Descripción, 1995, p. 70.

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plemente consideremos que tan sólo las fábricas ubicadas en los valles de Yautepec y Cuernavaca produjeron en 1806 alrededor de 12 mil 500 barriles de aguardiente de caña.44 Si la pensión al chirin-guito se hubiera generalizado, por ejemplo a un real por barril, como proponía el ayuntamiento de Zacualpan, en la subdelega-ción de Cuernavaca se habrían recaudado cerca de 1,562 pesos.

Este ejemplo ilustra muy bien el hecho de que, a pesar de la presencia de los hacendados y sus representantes en los ayunta-mientos, las iniciativas municipales no siempre favorecían sus intereses. De hecho, en 1822 el alcalde de Cuernavaca era el hacendado José Cándido Valdovinos, pero ignoramos quienes eran los síndicos y regidores, los cuales tal vez procedían de otros sectores sociales ajenos al negocio azucarero. Pero existe otro posible escenario que explique esta situación: si el ayuntamiento de Cuernavaca estaba dominado en ese año por los hacendados, como ocurrió en 1814 –donde el alcalde, el síndico y tres regido-res estaban ligados a la elite azucarera– la propuesta de gravar el aguardiente parece contradictoria. Sin embargo, hay que conside-rar que ya existía una pensión sobre el chiringuito –la cual había sido reducida de un peso a dos reales– y que el ayuntamiento de Cuernavaca solicitaba precisamente disponer de esos fondos en lugar de remitirlos a la tesorería nacional. Es decir, los hacenda-dos pretendían gastar las pensiones del aguardiente en su propio ayuntamiento, disponiendo de esos fondos de acuerdo a sus in-tereses. Recordemos que muchos de ellos residían en Cuernavaca o eran propietarios de casas y otros bienes inmuebles en esa villa, por lo que es lógico suponer que intentaran gastar los gravámenes de sus propias empresas en obras públicas, fomento a la educación, reparación de caminos, etc., ya que, de remitirlos a la tesorería nacional, esos dineros se gastarían en otros distritos. Lo mismo puede decirse sobre el ayuntamiento de Cuautla de Amilpas.

Es interesante analizar la negativa de las autoridades provinciales para aprobar dichas pensiones. La propuesta del ayuntamiento de Zacualpan pretendía establecer una pensión municipal de un real por barril, lo cual significaba imponer una doble fiscalidad sobre los fabricantes de aguardiente, los cuales tendrían que pagar la pensión

44 Ibídem, p. 86.

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municipal y la que se pagaba a las tesorerías nacionales. En este caso la negativa de las autoridades protegió los intereses de los fabrican-tes de aguardiente, entre los que se contaban los hacendados azucareros, y el propio subdelegado de Cuernavaca, José Miguel Cavaleri. Queda claro que si los hacendados no lograban controlar los ayuntamientos existía un segundo nivel del gobierno local, el de los subdelegados –estrechamente ligados a la elite azucarera, como hemos visto–, y una tercera instancia, la de la diputación provincial –integrada por los miembros de la elite novohispana– en las cuales los hacendados estaban muy bien representados y se podían parar las iniciativas que fueran en contra de sus negocios, en este caso, una pensión municipal sobre el aguardiente.

Muy distinta era la propuesta del ayuntamiento de Cuernavaca, cuyas autoridades pretendían disponer para sus fondos munici-pales de una pensión que ya existía, la de dos reales por barril de aguardiente, y no remitirla a la tesorería nacional. No se trataba de imponer nuevos gravámenes a los fabricantes de aguardiente, sino de modificar el control sobre dichos recursos. En este caso se dio un conflicto de intereses entre las propias elites, en el cual los hacendados azucareros salieron perdiendo ante la imposición de centralizar la fiscalidad de sus productos, los cuales eran conside-rados bienes nacionales.45 Este conflicto por el control de la fiscalidad va a continuar durante la época republicana entre los ayuntamientos y las entidades federativas.

En el fondo, los ayuntamientos se negaban a reducir sus fa-cultades al mero ámbito administrativo y trataban de legislar, es

45 Sin embargo, este puede considerarse un revés sólo para los hacenda-dos interesados en obtener mayores ingresos para el ayuntamiento de Cuernavaca, porque el grupo de hacendados azucareros de toda la región se benefició con el descuento establecido a la pensión sobre el aguar-diente –de un peso a dos reales–, DPM, Sesión 41, 11 de diciembre de 1821. A principios de ese mismo año, en 1821, los dueños de ingenios azucareros de Cuernavaca, Cuautla e Izúcar solicitaron a la Diputación Provincial de Nueva España que se les eximiera del derecho de exporta-ción sobre el azúcar, las autoridades respondieron que apoyarían su solicitud ante Su Excelencia, por considerar que los impuestos que gra-vaban la exportación del azúcar eran contrarios a la prosperidad pública del erario, DPNE, Sesión 72, 29 de marzo de 1821, en Actas, 1985, p. 272.

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decir, de crear leyes y aplicarlas en el territorio de su jurisdicción con el propósito de hacerse de más fondos municipales. Si esta situación se generalizaba podía traducirse en un grave peligro para los intereses de los grupos dominantes, de ahí que hubiera la clara intención por parte de los hacendados azucareros por tener una representación política en todos los órganos del gobierno local.

Así, por ejemplo, el ayuntamiento de Miacatlán estaba tan controlado por la familia de hacendados locales en 1820, que el alcalde Francisco Pérez Palacios ordenó a sus habitantes suspen-der sus barbechos y no sembrar ningún cultivo de riego, además de ordenar el traslado del mercado municipal a su hacienda San Salvador.46 Por el contrario, en 1820 el ayuntamiento de Jonacate-pec trató de imponer un impuesto al comercio realizado en el tianguis de la hacienda de Santa Clara. Sin embargo, Eusebio García Monasterio, dueño de la hacienda, se quejó ante el subde-legado José Miguel Cavaleri, quien había sido su acreedor en 1814 por una letra de cuarenta mil pesos. Finalmente la diputación provincial resolvió no aprobar la solicitud del ayuntamiento.47 Es decir, que cuando el control de los ayuntamientos no era posible, siempre quedaba la apelación a otras instancias donde la repre-sentación política de los hacendados era más fuerte.

No obstante, hay que indicar que las pretensiones legislativas de los ayuntamientos no solo afectaban a los hacendados azucareros. A mediados de 1823 los ayuntamientos de Tetecala, Miacatlán y Jantetelco propusieron arbitrios sobre los pilones de las tiendas,48 establecimientos que por lo general pertenecían a comerciantes mestizos y españoles que se habían avecindado en los pueblos desde mediados del siglo XVIII.49 En otros casos los ayuntamientos aprovechaban sus facultades para debilitar a los antiguos cacicazgos indígenas, como ocurrió en Cuautla, donde en 1823 el ayunta-miento comenzó a cobrar arrendamientos a los ex gobernadores 46 AGN, Ayuntamientos, vol. 128, s/f. Los vecinos de Miacatlán solicitaron que se trasladara el mercado de la hacienda al pueblo a finales de 1821; DPM, Sesión 43, 22 de diciembre de 1821. 47 DPNE, Sesión 32, 4 de noviembre de 1820, en Actas, 1985, p. 109. 48 DPM, Sesión del día 2 de mayo de 1823; DPM, Sesión 6, 19 de junio de 1823; DPM, Sesión 10, 4 de julio de 1823. 49 Mentz, Pueblos, 1988, pp. 126-128.

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indígenas Romualdo Tepepa y Bernando Avelar, por concepto de varias tierras y árboles frutales que habían usurpado arbitrariamente del común del pueblo; las autoridades provinciales aprobaron el cobro de las pensiones.50

Los abusos cometidos por los curas en los pueblos fueron otros de los problemas que los ayuntamientos trataron de resolver.51 En lo que respecta al control de los recursos territoriales, sabemos que el alcalde de Jumiltepec acusó en 1823 a los curas de Ocuituco y Jumiltepec por usurpar unas tierras del pueblo bajo el pretexto de que eran propiedad de la Iglesia por pertenecer a las cofradías.52

Como vemos, los conflictos municipales no se limitaban a la oposición entre ayuntamientos y haciendas, pero hay que decir que dicha conflictividad es la que más nos interesa para nuestro análisis, pues ahí radicaba la disputa por el control de los recursos naturales (tierras y aguas).

El arrendamiento de tierras fue una estrategia muy socorrida por pueblos y haciendas para obtener mayores ingresos, pero se trataba de una modalidad de explotación de la tierra no exenta de conflictos. En las zonas donde las haciendas azucareras no se habían expandido a gran escala, los pueblos les arrendaban tierras para hacerse de fondos con los cuales sufragar sus fiestas religio-sas y demás gastos comunales.53 Este era el caso del ayuntamiento de Tetecala, cuyas autoridades informaron que la hacienda de Santa Cruz Vista Alegre les debía a sus fondos la cantidad de mil pesos por concepto de arrendamientos entre 1821 y 1823.54 Por otra parte, el ayuntamiento de Coatlán, a través de su apoderado legal, el hacendado Francisco Pérez Palacios, se quejó –aunque sin espe-

50 DPM, Sesión 1ª, 2 de junio de 1823; DPM, Sesión 10, 4 de julio de 1823. 51 El ayuntamiento de Tetecala acusó al cura de Mazatepec por cobrar derechos arbitrarios sobre los indios, DPNE, Sesión 32, 4 de noviembre de 1820, en Actas, 1985, p. 109. El alcalde de Tepalcingo solicitó en 1821 que se pudieran en orden al cura párroco y se le ordenara no en-trometerse en los asuntos municipales, DPNE, Sesión 52, 20 de enero de 1821, ibídem, p. 181. 52 DPM, Sesión 29, 9 de septiembre de 1823. 53 Mentz, Pueblos, 1988, p. 98. 54 DPNE, Sesión 83, 22 de mayo de 1821, en Actas, 1985, p. 316; DPM, Sesión 30, 11 de septiembre de 1823.

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cificar el motivo– sobre un arrendamiento hecho al hacendado Vicente Sáenz de la Peña.55 En ambos casos las quejas se remitie-ron al subdelegado de Cuernavaca, pero ignoramos su resolución.

En otros lugares la situación era diametralmente opuesta. En 1822 el ayuntamiento de Jiutepec solicitó a los dueños de las haciendas vecinas que “de las muchas tierras que poseen sin la-brar”, les arrendaran algunas a los vecinos del municipio para poder subsistir. Las autoridades respondieron al ayuntamiento que se arreglara directamente con los hacendados, “haciéndoles entender” sobre la utilidad de su solicitud.56 Es decir, el asunto se dejaba a la consideración o “buena voluntad” de los propietarios.

Otro motivo de conflictos municipales concerniente a la tierra fueron los repartimientos. Recordemos que las antiguas repúblicas de indios poseían tierras en común que repartían entre sus vecinos. Dichas tierras comunales pasaron a depender de los ayuntamientos a partir de 1812, pero se suscitaron serias controversias porque al eliminarse las calidades étnicas ahora los no indios podrían acceder a ellas. En 1821 seis hacendados de Yautepec se quejaron sobre los repartimientos realizados por el ayuntamiento.57 Es lógico pensar que como vecinos-ciudadanos de la municipalidad intentaran acce-der a los repartimientos, de manera directa o a través de sus representantes –hay que considerar que en Yautepec la mayoría de la población eran mulatos trabajadores de las haciendas–. La pre-sión sobre las tierras comunales debió motivar al ayuntamiento de Yautepec para que en 1823 consultara si debía repartir tierras a los que no eran indios y si debían imponer alguna pensión sobre las tierras que se adjudicaran. La diputación aprobó las pensiones sobre las tierras, ordenando que de estos fondos se atendieran las necesidades municipales, en cuanto al repartimiento se contestó que se arreglara según a leyes aún vigentes (las Leyes de Indias y la Ordenanza de Intendentes).58

55 DPM, Sesión 25, 25 de agosto de 1823. 56 DPM, Sesión 37, 2 de septiembre de 1822. 57 DPNE, Sesión 83, 22 de mayo de 1821, en Actas, 1985, p. 317. 58 DPM, Sesión 69, 13 de febrero de 1823; DPM, Sesión 72, 25 de febrero de 1823.

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Se percibe cierta ambigüedad por parte de las autoridades pro-vinciales al momento de tratar el tema de los repartimientos. En 1821 la Diputación Provincial de Nueva España detectó en al ayuntamiento de Oaxtepec “varios abusos que se experimentan en la distribución de tierras”,59 a finales de ese mismo año, la Diputa-ción Provincial de México le solicitó al ayuntamiento de Tetecala esperar a que se emitiera la resolución general sobre repartimientos que se estaba discutiendo, seguramente para evitar más “abusos”.60 Sin embargo, como hemos visto, en 1823 se ordenó al ayunta-miento de Yautepec sujetarse a la legislación colonial aún vigente.

No obstante, lo que sí queda claro son las intenciones de otros grupos no indios por acceder a las tierras comunales de los ayun-tamientos. En 1823 se presentó una denuncia de tierras baldías en el ayuntamiento de Coatlán, solicitando que se repartieran entre “todos los que las necesiten, sin distinción de clases”.61 En primer lugar, hay elementos para poner en duda que dichas tierras fueran baldías, sobre todo en una región donde la presión sobre los re-cursos territoriales eran tan fuerte, además, si bien es cierto que en Coatlán las tierras alcanzaban para repartir entre los vecinos, las sobrantes se arrendaban precisamente a las haciendas. De hecho, apenas unos años después el gobernador del Estado de México informó que no existían terrenos baldíos en el distrito de Cuernavaca.62 Por tanto, es muy probable que la solicitud haya sido presentada por un hacendado, en base a dos elementos: al denunciar las tierras como baldías, su venta o composición que-daba en manos del subdelegado –funcionarios con los que los hacendados tenían bastante afinidad de intereses–, por otra parte está su insistencia en que el repartimiento de dichas tierras se realizara “sin distinción de clases”, es decir, que no se adjudicasen sólo a los indios.

Las disputas por el control de las aguas entre pueblos y hacien-das fueron otro elemento importante de la política municipal en nuestra región. En 1823 se presentó una queja a nombre del pueblo

59 DPNE, Sesión 10, 3 de julio de 1821, en Actas, 1985, p. 343. 60 DPM, Sesión 33, 13 de noviembre de 1821. 61 DPM, Sesión 37, 6 de octubre de 1823. 62 Múzquiz, Memoria, 1826, p. 14.

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de Miacatlán, sobre que el dueño de la hacienda de Barreto les dis-putaba el uso de las aguas del río Xochimancas.63 Dado el férreo control que los Pérez Palacios tenían sobre el ayuntamiento de Miacatlán, no queda claro si se trataba de un conflicto entre hacen-dados –en cuyo caso el ayuntamiento servía como un instrumento político para defender sus intereses– o entre el pueblo y la hacienda. En ese mismo año el barrio de Santo Domingo Tecomán, por me-dio de su regidor en el ayuntamiento de Tlaltizapán, informó que los ojos de agua de Xochimancas los tenían arrendados al dueño de Barreto, quien trataba de eximirse del pago de las pensiones.64

Por su parte, el pueblo de Popotlán, adscrito al ayuntamiento de Zacualpan, solicitó en 1823 que la hacienda de Santa Clara les cediera una porción de las aguas que disfrutaban, pero el apode-rado de la hacienda condicionó la concesión siempre y cuando se le restituyeran las aguas que, a su juicio, le había despojado a la hacienda el pueblo de Ocuituco.65 Finalmente, también en el mismo año, el ayuntamiento de Tepalcingo solicitó a la hacienda de San Nicolás Atononilco la restitución de las aguas que a su consideración pertenecían al pueblo, el administrador de la hacienda ofreció cederles agua cada sábado a partir del medio día y hasta la misma hora del domingo. Las autoridades provinciales instaron al ayuntamiento para que aceptara el trato y remitiera su queja sobre la propiedad de las aguas al juez del partido.66 Aunque ignoramos la resolución de estos conflictos, es de suponerse que sí fueron a parar a manos de los subdelegados, era más probable que los hacendados resultaran favorecidos.

Una situación semejante se presenta en los casos de solicitudes de tierras por parte de las comunidades. En 1822, los indios del pueblo de Popotlán, sujeto al ayuntamiento de Zacualpan, solici-taron que se les dotara de fundo legal, señalándoles las 600 varas “por cada viento” que les correspondían.67 Otorgar tierras para el

63 DPM, Sesión 49, 13 de noviembre de 1823. 64 DPM, Sesión 39, 13 de octubre de 1823; DPM, Sesión 50, 17 de noviembre de 1823. 65 DPM, Sesión del 22 de mayo de 1823. 66 DPM, Sesión 6, 19 de junio de 1823. 67 DPM, Sesión 50, 7 de noviembre de 1822.

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fundo legal a los pueblos significaba ni más ni menos que expro-piarle tierras a las haciendas, y hasta donde sabemos las autoridades no aprobaron la solicitud, pero es significativo que el expediente se remitiera no sólo al subdelegado de Cuautla de Amilpas, sino también al ayuntamiento de Cuautla, es decir, a la cabecera donde estaban adscritas la mayoría de las haciendas de la subdelegación, a las cuales podría haber afectado la expropiación. De igual forma, los vecinos del pueblo de Atotonilco, sujeto al ayunta-miento de Tepalcingo, solicitaron fundo legal en 1823, pero las autoridades les devolvieron el expediente, pidiéndoles que expu-sieran las bases sobre las que fundaban su solicitud.68

Pero los conflictos más serios que enfrentaban los ayunta-mientos eran aquellos que tenían que ver con el despojo de tierras. A principios de 1821, varios indios del ayuntamiento de Axochiapan denunciaron al alcalde por haberlos despojado de sus tierras. La Diputación Provincial ordenó la restitución inmediata de las tierras a los indios, imputándole al alcalde la extralimitación en el uso de sus facultades.69 No obstante, la restitución de tierras no parece haber sido la norma en este tipo de conflictos, y supo-nemos que en el caso de Axochiapan –una comunidad con población mayoritariamente indígena– el alcalde pudo haber sido un ex gobernador indígena acostumbrado a sacar provecho de su cargo. Compárese la resolución tomada en Axochiapan con el caso de Miacatlán, cuyos vecinos acusaron en 1821 a su alcalde, el hacendado Francisco Pérez Palacios, de la usurpación de sus tierras. Las autoridades provinciales ordenaron a los vecinos recu-rrir al juez de primera instancia, es decir, al subdelegado de Cuernavaca, “aunque [éste] no sea de su confianza”.70

68 DPM, Sesión 42, 23 de octubre de 1823. 69 DPNE, Sesión 59, 10 de febrero de 1821, en Actas, 1985, p. 207. 70 DPNE, Sesión 74, 3 de abril de 1821, ibídem, p. 283. Recordemos que el subdelegado en 1822 era José Miguel Cavaleri, fabricante de aguar-diente en Cuernavaca y mano derecha del emperador Iturbide. Resulta interesante señalar que Iturbide dirigió en marzo de 1821 una carta al ayuntamiento de Cuernavaca, afirmándole que “la seguridad de sus per-sonas e intereses y la felicidad general”, eran el objeto de sus desvelos, Archivo Histórico de la Defensa Nacional (AHDN), exp. XI/481.3/119, “Correspondencia de don Agustín de Iturbide con el Ayuntamiento de

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Una situación similar ocurrió con el ayuntamiento de Coate-telco, cuyas autoridades solicitaron en 1822 que se les entregaran las tierras de comunidad, otorgadas en arrendamiento a Francisco Pérez Palacios, dueño de la hacienda de San Salvador. Las autori-dades provinciales respondieron al ayuntamiento que trataran el asunto directamente con el hacendado, dándole oportunidad de devolverlas, de pagar los arrendamientos o de demostrar ante el subdelegado de Cuernavaca que ya los tenía cubiertos.71 Segura-mente por la desconfianza que inspiraban los subdelegados a los pueblos en este tipo de controversias, el síndico y un regidor del ayuntamiento de Ocuituco se quejaron directamente con la Su-prema Regencia del Imperio sobre el despojo de tierras y aguas que les habían infringido los hacendados vecinos. La Diputación Provincial, al enterarse del asunto, ordenó a los funcionarios mu-nicipales no saltarse instancias y recurrir al subdelegado de Cuautla de Amilpas.72 Asimismo, ante la queja del ayuntamiento de Tetecala en 1823 sobre la usurpación de sus tierras por parte de la hacienda de Santa Cruz, las autoridades provinciales res-pondieron que se remitiera la queja ante el juez competente.73

De esta forma, durante el periodo gaditano el accionar de los ayuntamientos fue mostrando su peligrosidad en el sentido de poder convertirse en un instrumento político para los pueblos que les permitiera obtener un mayor control sobre sus recursos. Ante esta situación, la respuesta de la elite azucarera de Cuerna-vaca y Cuautla de Amilpas consistió en lograr la mayor representatividad posible en los distintos niveles de gobierno que operaban en la política local: ayuntamientos, subdelegaciones y las diputaciones provinciales. Si bien el control sobre los ayunta-

Cuernavaca, Mor., relacionada con el movimiento de Independencia. Año de 1821”, f. 3. Posteriormente, en julio de ese mismo año Iturbide emitió una proclama a los habitantes de la villa de Cuernavaca asegu-rando que serían “respetadas vuestras propiedades, protegida vuestra seguridad individual y gustareis de las dulzuras de la libertad civil”; véase AHDN, exp. XI/481.3/98, “Proclama de Agustín de Iturbide a los habi-tantes de la ciudad de Cuernavaca, 1821”, s/f. 71 DPM, Sesión 60, 19 de febrero de 1822. 72 DPM, Sesión 54, 25 de enero de 1822; DPM, Sesión 55, 1 de febrero de 1822. 73 DPM, Sesión 30, 11 de septiembre de 1823.

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mientos estuvo lejos de ser absoluto, esta claro que lograron filtrarse de manera importante en los cargos concejiles –en este sentido la representación electoral de sus trabajadores fue deci-siva–, pero sobre todo, lograron ejercer su influencia sobre los subdelegados –con quienes los unían lazos comerciales– y con los miembros de las diputaciones provinciales –que pertenecían, como ellos, a la elite novohispana–. Fue así como se colocaron en una mejor posición para enfrentar con eficacia los “abusos” o “excesos” que pudieran cometerse en el nivel municipal.

Prefectos, subprefectos y control municipal

Al iniciarse la época republicana en el Estado de México, uno de los principales debates en el congreso era el tema municipal. Hemos visto que las elites liberales impulsaron una serie de re-formas tendientes a debilitar el poder de los ayuntamientos: reducción de su número (al aumentar el requerimiento de pobla-ción de mil habitantes a cuatro mil); reforma electoral (incremen-tando los requisitos del voto pasivo); pero sobre todo, percibieron la necesidad de vigilar el desempeño de sus atribuciones. Fue así como se sujetó a los ayuntamientos a unos funcionarios que de-pendían por completo del poder ejecutivo, dotados de facultades iguales a las de un jefe político: los prefectos.

En este punto conviene seguir la propuesta que José Maria Luis Mora presentó ante el Congreso Constituyente del Estado de México en 1824, relativa al tema municipal y a las atribuciones de los prefectos. De forma sintética, estos eran los argumentos de Mora: el gobierno municipal podía ser el más tiránico pero tam-bién el más benéfico para los pueblos, dependiendo de la forma en que se ejercieran sus atribuciones. En el caso del Estado de México, varios ayuntamientos habían incurrido en “desaciertos de mucho tamaño… causando más males que bienes” en las pobla-ciones. Estos perjuicios se debían a la falta de instrucción de los habitantes, de ahí la necesidad de que el gobierno municipal se ejerciera “en parte por corporaciones nombradas popularmente y en parte por dependientes inmediatos del poder ejecutivo”.74

74 Mora, Obra, 1986, pp. 38-39, 41 [énfasis añadido].

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Dichos dependientes eran los prefectos, quienes fungirían como ministros del poder ejecutivo, es decir, representantes del gobernador. Habría un prefecto en cada uno de los nueve distri-tos en que se dividió el Estado de México –entre los cuales se contaba el de Cuernavaca–. Básicamente, su labor consistía en “sobrevigilar los actos de los ayuntamientos del distrito, los cuales en el ejercicio de sus funciones, han de proceder siempre bajo la inspección del prefecto”. De esta forma, explicaba Mora, en el gobierno de cada pueblo interviene a un tiempo “la autoridad local, elegida popularmente”, y el prefecto, “que obra con la que le emana del Poder Ejecutivo”.75

Las atribuciones de los prefectos se dividían en gubernativas y de policía. Entre las primeras se contaban la vigilancia de las ac-ciones municipales, el arreglo de las tierras comunales y el arbitrio de las elecciones. El prefecto tenía que visitar una vez al año a los ayuntamientos de su jurisdicción para formar el censo y la estadística del territorio. En cuanto al control político de los ayuntamientos sobresale la facultad que se les otorgó para suspender a los funcionarios municipales. Mora lo justifica de esta forma:

Pero acaso esta inspección no sería bastante a impedir todavía los perniciosos efectos de la malicia o inexperiencia en algunos ayunta-mientos. En los lugares de corta población suele haber algunos genios cavilosos y perturbadores, que arrastran en pos de si el candor y buena fe del resto de sus habitantes: se necesita, pues, de una auto-ridad enérgica que contenga a aquellos hombres no por medio de penas, sino de providencias gubernativas sostenidas con vigor. Por eso la Comisión propone se conceda a los prefectos la facultad de suspender a los individuos de los ayuntamientos que abusaren de sus facultades, dando cuenta inmediatamente al gobernador del Estado.76

En cuanto a las facultades de policía, el prefecto se encargaría de cuidar la seguridad y bienes de los habitantes, para lo cual podría apoyarse en la milicia local y emitir órdenes de arresto. El resguardo de la seguridad pública se encomendaba al prefecto porque, según Mora, las municipalidades “además de que ca-rece[n] cada una de ellas de los recursos necesarios para llevarlos

75 Ibídem, pp. 39-40. 76 Ibídem, p. 40.

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al cabo, el encargarse les produciría tropiezos y embarazos que, al fin, vendrían a turbar la armonía que debe reinar entre ellas”.77

ESQUEMA 8 Atribuciones de los prefectos y subprefectos.

Estado de México, 1824-1835

FUENTES: Capítulos VI y VII. Prefectos y Subprefectos, en Decreto Núm. 18: “Ley orgánica provisional para el arreglo del gobierno interior del Estado”, en Téllez y Piña, Colección, 2001, pp. 25-29; Parte Segunda. Gobierno político y administración de los pueblos. Capítulos II y III. De los prefectos y subprefectos, en “Constitución Política del Estado Libre de México”, ibídem, pp. 121-122.

77 Ibídem.

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Finalmente, cada distrito o prefectura se dividiría en varios partidos donde los prefectos nombrarían –con aprobación del gobernador– a un subprefecto que los auxiliaría en el desempeño de sus atribuciones y se entendería directamente con los ayunta-mientos. La propuesta de Mora se trasladó íntegramente a la Ley Orgánica Provisional del Estado de México de 1824, y posterior-mente a la Constitución Estatal de 1827 (Esquema 8).

Veamos ahora quiénes fueron los prefectos del distrito de Cuernavaca durante la primera república federal para establecer el grado de representación política que los hacendados azucareros tuvieron en un puesto clave para el control de los ayuntamientos.

El primer prefecto del distrito de Cuernavaca fue Ignacio Orellana, a quien debemos un detallado informe de las condicio-nes políticas, económicas, sociales y geográficas del territorio, elaborado en 1826.78 Orellana ocupó el cargo entre 1824 y 1826, sin embargo, no era vecino del distrito, pues hasta 1823 residía en la ciudad de México, año en que fue nombrado elector primario de parroquia en el barrio de Santa Veracruz, al igual que su pa-riente Mariano Orellana.79 En principio, no existe evidencia de algún vínculo previo de este funcionario con los hacendados azucareros, pero una vez instalado en el cargo nombró como subprefecto de Cuernavaca a José Ramón Pérez Palacios, miem-bro de una prominente familia de hacendados y emparentado con otro linaje azucarero –la familia Valdovinos– a través de su es-posa.80 Para la subprefectura de Cuautla de Amilpas, Orellana nombró a Lucas Córdova, quien además era alcalde de dicho ayuntamiento cabecera en 1824.81 De hecho, Córdova presentó su renuncia argumentando que el desempeño de ambos cargos –alcalde y subprefecto–, atentaba contra sus intereses. La renuncia de Córdova fue aceptada, pero es interesante especular sobre los

78 Orellana, Descripción, 1995. 79 Bustamante, Diario, Anexos, agosto de 1823, pp. 13, 32-33. 80 Este subprefecto ocuparía la prefectura de Cuernavaca en 1838, véase AHNDF, Notaría 426, vol. 2841, f. 358v.; AHNDF, Notaría 532, vol. 3566, f. 258v.; AHNDF, Notaría 426, vol. 2855, f. 1305; AHNDF, Notaría 155, vol. 923, f. 999v. 81 AHEM, Gobernación, “Gobernación”, vol. 1, exp. 8; vol. 2, exp. 9; AHEM, Gobernación, “Elecciones”, vol. 1, exp. 14.

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intereses que afirmaba proteger, pues debido a la importancia de los cargos que ocupó –alcalde, subprefecto y posteriormente elector general de partido, en 1832– es muy probable que estu-viera ligado en alguna forma con el negocio azucarero.

El siguiente prefecto de Cuernavaca fue Ignacio de la Piedra, quien se desempeñó en el cargo de 1827 a 1828. Este personaje había sido alcalde del ayuntamiento de Ixtla –posiblemente en 1820– y se distinguió por colaborar militarmente con la causa de Iturbide, comandando tropas por los rumbos de Miacatlán e Ixtla en 1822, vinculándose con importantes hacendados azucareros como los hermanos Valdovinos y la familia Pérez Palacios.82 Ade-más, sabemos que en 1830 pertenecía a la logia yorkina de Cuernavaca “Primera Estrella del Sur”, junto con el comandante militar del distrito Ángel Pérez Palacios y Antonio Ortiz, ex regi-dor del ayuntamiento de Cuernavaca.83

Posteriormente, la prefectura de Cuernavaca fue ocupada por Francisco Calderón (1828-1829) y por Francisco Pagani (1829-1830), personajes que no ha sido posible identificar, aunque el segundo puede tratarse o estar emparentado con un Pagani que en 1833 fungía como inspector de la milicia cívica de Toluca.84

Entre 1830 y 1832 los miembros de la elite azucarera ocupa-ron la prefectura de Cuernavaca. En efecto, Juan Pérez Palacios fue nombrado para el cargo en 1830, y a finales de ese mismo año

82 AHEM, Fondo Gobernación, Serie Municipios. Vol. 1. Exp. 3. Curiosa-mente, este personaje ligado a los hacendados azucareros era familiar de Epigmenio de la Piedra, el sacerdote que en 1834 proclamaría un plan a favor de una monarquía indígena, ver Fowler, Age, 1998, p. 281. El pa-rentesco lo establecemos a partir de que Ignacio de la Piedra afirmaba proceder del pueblo de Tepecuauilco (AHEM, Fondo Gobernación, Serie Municipios. Vol. 1. Exp. 3), mientras que los datos biográficos de Epig-menio de la Piedra refieren que al ordenarse sacerdote colaboró con su tío, el párroco de la iglesia de Tepecuacuilco, posteriormente De la Piedra sería párroco de Yautepec, véase Enciclopedia, 1993, t. X, pp. 6430-6431. 83 Estos personajes formaban las “tres luces” de la respetable logia: Ángel Pérez Palacios (venerable), Ignacio de la Piedra (primer celador) y Antonio Ortiz (segundo celador), véase Bustamante, Diario, Anexos, febrero de 1830, p. 45. 84 Bustamante, Diario, agosto de 1833, p. 56.

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sería relevado por su pariente Francisco Pérez Palacios, dueño de la hacienda azucarera de San Salvador, en el ayuntamiento de Miacatlán, de quien ya hemos mencionado su enorme influencia política y económica en la región.85 Este hacendado ocupó el cargo de prefecto hasta 1832, y nombró como subprefecto de Cuernavaca a José Manuel Montañez, propietario de una fábrica de aguardiente en dicho partido.86

En 1833 la prefectura de Cuernavaca fue ocupada por Manuel Primo Tapia, un personaje estrechamente relacionado con Vi-cente Guerrero, quien además se había desempeñado como prefecto del distrito de Acapulco en 1828, y fue electo diputado al congreso general en 1830.87 En septiembre de 1833 Primo Tapia fue sustituido por Francisco Ocampo,88 un personaje que no ha sido posible identificar, aunque suponemos que no era vecino del distrito, al igual que su antecesor.

El último prefecto de Cuernavaca del que tenemos noticia para la primera república federal es el general Valentín Canalizó, quien fue nombrado para el cargo en julio de 1834, unos meses después de haberse iniciado el pronunciamiento de Cuernavaca contra el gobierno progresista de Gómez Farías.89 Este militar

85 AHEM, Gobernación, “Municipios”, vol. 1, exp. 13; AHEM, Gobernación, “Prefecturas”, vol. 2, exp. 46; vol. 3, exp. 2, exp. 19. 86 AHNDF, Notaría 155, vol. 948, fs. 667v-671v. 87 Carlos María de Bustamante menciona que Primo Tapia huyó con Vicente Guerrero en el bergantín “Colombo” en 1831, luego de que éste último huyera de la persecución de Anastasio Bustamante, sin embargo, ambos fueron apresados a bordo. Primo Tapia fue absuelto de los car-gos de complicidad con Guerrero en marzo de 1831. Seguramente esto significó la ruptura entre ambos, pues en su testamento Guerrero le otorga a Primo Tapia de forma irónica su banda de Real Arco, “para que se la ponga como coronel”, véase Bustamante, Diario, Anexos, agosto de 1829, p. 166; Diario, diciembre de 1830, p. 13; Diario, enero de 1831, p. 24; Diario, febrero de 1831, p. 18; Diario, marzo de 1831, pp. 6-7; Diario, Anexos, marzo de 1831, p. 23; Macune, Estado, 1978, p. 189. 88 AHEM, Gobernación, “Justicia”, vol. 2, exp. 34. 89 A propósito de dicho nombramiento, Carlos María de Bustamante hizo este apunte en su Diario histórico: “Mañana va de prefecto a Cuerna-vaca el general Canalizo. Ha aceptado esta plaza porque… no tiene que

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tenía claros antecedentes moderados desde el punto de vista polí-tico: participó en el derrocamiento del presidente Vicente Guerrero en 1829 y formó parte en 1831 de la junta que lo sen-tenció a muerte; en 1832 defendió al gobierno moderado de Anastasio Bustamante contra el movimiento comandado por Santa Anna que finalmente lo obligó a renunciar. En septiembre de 1834 ocuparía la vicegubernatura del Estado de México y posteriormente la vicepresidencia de la república (1843-1844). Hay evidencia de que durante la primera república central (1835-1846) Canalizo se insertó en el negocio azucarero del distrito de Cuernavaca, pues en 1844 era deudor de Ignacio Cortina Chávez, dueño de la hacienda de San José, y en 1845 le compró a José María Yermo la hacienda de San Gabriel.90

Luego de esta caracterización de los prefectos del distrito de Cuernavaca en el periodo 1824-1835, se percibe que de los nueve individuos que fueron nombrados para el cargo, al menos cuatro estaban ligados en mayor o menor medida con el grupo de hacen-dados azucareros: Orellana, De la Piedra, Juan y Francisco Pérez Palacios, estos últimos eran ellos mismos hacendados, mientras que Calanizo se inmiscuiría en el negocio azucarero posteriormente.

Si consideramos que estos funcionarios eran elegidos por el gobernador del Estado de México, resulta sugerente que los pre-fectos allegados a la elite azucarera del distrito fueron nombrados por el moderado Melchor Múzquiz. Este gobernador había sido Jefe Político de la Provincia de México en 1823-1824, y en 1836 presidió el Supremo Poder Conservador, del que formaría parte en 1840.91 En su primer periodo de gobierno (1824-1827), Múz-quiz nombró a Ignacio Orellana y a Ignacio de la Piedra, mientras que en su segundo mandado (1830-1833), asignó a la prefectura de Cuernavaca a Juan y Francisco Pérez Palacios.

comer el mejor y más honrado oficial de la república… ¡Qué dolor!”, véase Bustamante, Diario, t. XV, 31 de julio de 1834, p. 38. 90 Véase Macune, Estado, 1978, p. 200; AHNDF, Notaría 426, vol. 2868, fs. 606v-646v.; AHNDF, Notaría 426, vol. 2866, f. 351v. 91 Salinas Sandoval, “Imperio”, 2003, p. 455. Además de fungir Jefe Político de la Provincia de México, Múzquiz presidió en 1836 el Su-premo Poder Conservador, del que formaría parte en 1840, véase Enciclopedia, 1993, t. XI, pp. 5694-5695.

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Por el contrario, cuando el ejecutivo del gobierno estatal fue ocupado por un político progresista, el nombramiento del cargo de prefecto para el distrito de Cuernavaca recayó en individuos que no presentan algún tipo de vínculo con los hacendados. Este fue el caso de Lorenzo de Zavala, personaje allegado a Vicente Guerrero y líder de las logias yorkinas con tendencias políticas progresistas, quien a finales de 1828 lanzaría el plan de la Acor-dada contra la elección presidencial del moderado Gómez Pedraza,92 Al igual que Múzquiz, Zavala también ocupó la guber-natura del Estado de México en dos ocasiones, nombrando como prefectos de Cuernavaca en su primer periodo, 1827-1829, a Francisco Calderón y Francisco Pagani, mientras que en 1833, cuando ocupó por segunda vez el gobierno estatal, colocó en la prefectura a Manuel Primo Tapia y a Francisco Ocampo. Con ninguno de estos cuatro prefectos se pudo establecer alguna rela-ción familiar, comercial o de cualquier otro tipo con el grupo de hacendados azucareros.

Esta tendencia se repite en los últimos años de la primera re-pública federal. A finales de 1833 Zavala terminó su periodo y fue relevado por el también progresista Félix María Aburto, de quien no se sabe que haya nombrado a un nuevo prefecto, por lo que tal vez ratificó en el cargo a Francisco Ocampo. No obstante, en mayo de 1834 los hacendados azucareros organizaron el Plan de Cuernavaca, liderado entre otros por Ángel Pérez Palacios. Inme-diatamente Aburto abandonó la gubernatura y fue sustituido provisionalmente por el moderado José María Esquivel, quien nombró como prefecto de Cuernavaca a Valentín Canalizo, gene-ral moderado que adquiriría años después una hacienda azucarera en el distrito.

Si bien la tendencia indica que durante los gobiernos modera-dos el cargo de prefecto recayó en individuos relacionados con los hacendados azucareros, esto no quiere decir que los prefectos nombrados por los gobiernos progresistas fueran enemigos acé-rrimos de éstos. De hecho, el prefecto Ignacio de la Piedra, nom-brado por el moderado Múzquiz en 1827, fue ratificado en el cargo durante el gobierno del progresista Zavala en 1828 (Cuadro 8). Esto

92 Macune, Estado, 1978, p. 165.

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se explica por el hecho de que los liberales, ya fueran moderados o progresistas, abanderaban el respeto de la propiedad privada y el fomento económico de la industria. El mismo Zavala abogaba por estimular la exportación del azúcar a Europa para obtener a cambio productos manufacturados.93

Como veremos más adelante, los prefectos del distrito de Cuernavaca, ya fueran nombrados por gobernadores moderados o progresistas, se distinguieron por sus medidas para asegurar las propiedades e intereses de las fincas azucareras. Lo que muestra la caracterización de los prefectos de Cuernavaca con respecto a los hacendados, es que su representación política en el ámbito local se fortaleció aún más durante los gobiernos moderados.

Con semejante influencia política por parte de los hacendados a través de los prefectos, es lógico suponer que la conflictividad por los recursos territoriales y acuíferos del distrito disminuyó considerablemente en el nivel municipal. Quizás ésta sea la razón que explique la escasez de información sobre la práctica de los ayuntamientos durante la época republicana. No obstante, cabe la posibilidad de que en los periodos de gobierno progresistas pu-dieron existir algunas alternativas para los pueblos.

En 1820 y 1821, los vecinos de Miacatlán habían solicitado sin éxito que se les restituyera el mercado municipal que había sido usurpado por la hacienda de San Salvador, propiedad de Fran-cisco Pérez Palacios.94 En 1825, ya durante la época republicana, el ayuntamiento de Miacatlán solicitó establecer un mercado se-manal en su plaza pública. Sin embargo, el Consejo del Estado de México negó la petición en base al informe del prefecto de Cuer-navaca Ignacio Orellana, quien expuso “bastante bien los graves inconvenientes que hay para acceder a aquella solicitud”.95 Poste-riormente, en 1827, el síndico del ayuntamiento de Miacatlán reclamó la propiedad de unas tierras supuestamente usurpadas por el hacendado Antonio Silva en el pueblo de Coatlán, aunque en este caso ignoramos la resolución del conflicto.96

93 Zavala, Memoria, 1828, p. 9. 94 AGN, Ayuntamientos, vol. 128, s/f.; DPM, Sesión 43, 22 de diciembre, 1821. 95 AHEM, Gobernación, “Gobernación”, vol. 4, exp. 20, f. 543. 96 AHEM, Gobernación, “Prefecturas”, vol. 1, exp. 22, f. 4.

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En mayo de 1827, los indios del pueblo de Chalcacingo de-nunciaron los abusos cometidos por las haciendas azucareras de la zona, cuyos propietarios les arrendaban parcelas bajo la condición de que trabajaran en las labores de la caña percibiendo bajos jor-nales, negándoles el arrendamiento de las tierras a quienes se excusaran de trabajar. Como una alternativa para lograr su sub-sistencia, los indios de Chalcacingo solicitaron al alcalde de Jantetelco que les arrendara las tierras baldías o sobrantes que existieran en dicho ayuntamiento.97 Ignoramos si hubo lugar a la petición, pero resulta interesante señalar que esta solicitud ocurrió durante el primer gobierno de Lorenzo de Zavala, gobernador que pugnaba por una reforma agraria para dotar de tierras a los pue-blos. Lógicamente, de los proyectos agraristas del gobernador a la realidad había un buen trecho, pero es probable que Zavala haya generado en los pueblos importantes expectativas sobre el reparto agrario. Este parece ser el caso de los habitantes de San Francisco Zacualpan, pueblo ubicado en el ayuntamiento de Jiutepec, quie-nes en 1827 se apoderaron “colectiva y tumultuariamente” de la hacienda San Vicente, exasperados porque varios españoles los habían despojado de sus tierras.98 Los del pueblo exigían la reinte-gración de sus derechos, quizás esperanzados en obtener una respuesta favorable debido a las banderas agraristas enarboladas por Zavala.

Desconocemos cuáles fueron las acciones tomadas por el go-bierno en este conflicto, si se desalojó por la fuerza a los sublevados o si por el contrario las tierras les fueron restituidas. Lo cierto es que los planes agraristas del gobernador Zavala no contemplaban la expropiación de tierras o alguna medida que intentara desarticular los grandes latifundios, su estrategia se con-centraba en la recaudación de fondos, a través del establecimiento de pensiones sobre varios productos, para la compra de tierras y su reparto entre los ciudadanos desposeídos.99

La escasez de información sobre los conflictos municipales de la época republicana no obliga a recurrir a otras instancias para

97 AHEM, Gobernación, “Prefecturas”, vol. 1, exp. 17, fs. 1-2. 98 AHEM, Fomento, “Tierras”, vol. 1, exp. 4, f. 4. 99 Zavala, Memoria, 1828, pp. 6, 19.

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aclararnos el panorama sobre la política local. Por tanto, después de haber caracterizado a lo funcionarios municipales así como a los prefectos del distrito de Cuernavaca, vamos a centrar el análi-sis en los gobernadores estatales.

Como veremos a continuación, existían diferencias importan-tes entre los gobernadores progresistas y los moderados, pues mientras los primeros aumentaron la presión fiscal sobre el nego-cio azucarero y plantearon propuestas de reforma agraria, los segundos disminuyeron los gravámenes sobre la producción azu-carera y eludieron el problema de la distribución de la tierra. Para ilustrar mejor estas discrepancias vamos ocuparnos de los gober-nadores del Estado de México durante la primera república federal, centrándonos en sus posturas sobre el tema municipal y la producción azucarera del distrito de Cuernavaca, con el propó-sito de establecer la relación entre el nivel estatal de gobierno y la política local.

Gobierno estatal, cuestión municipal y negocio azucarero

Melchor Múzquiz, primer gobernador del Estado de México (1824-1827), se quejaba en su primer informe de gobierno sobre la falta de instrucción de los alcaldes municipales, quienes apenas conocían las atribuciones de su empleo. Por ello celebró que la Ley Municipal de 1825 hubiera reducido sustancialmente el nú-mero de ayuntamientos en el Estado de México, así como el incremento de los requisitos para acceder a los puestos del ca-bildo, pues de esa forma se aseguraba que los cargos fueran ocupados por “personas más ilustradas” que “no tendrán otro interés que el del público, y estarán muy lejos de abusar de su autoridad”.100

Para auxiliar a los ayuntamientos en el desempeño de sus fun-ciones, Múzquiz presentó la iniciativa de otorgarles la mitad del cobro de la contribución directa para cubrir sus erogaciones con-cernientes al fomento a la educación, mejoramiento de la policía y sueldos de sus empleados. También se mantuvo el derecho muni-cipal sobre el cobro de la pensión de carnes, otorgado en 1822

100 Múzquiz, Memoria, 1826, pp. 2, 12-13.

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por la Diputación Provincial de México.101 Sin embargo, sobre el tema fundamental de la distribución de la tierra, Múzquiz recono-cía la importancia de una ley agraria que atendiera los justos reclamos de los indígenas, pero dejaba la solución del problema en manos del Congreso, advirtiendo sobre los peligros de una reforma agraria dictada por individuos sin prudencia.102

Por su parte, Lorenzo de Zavala, el siguiente gobernador del Estado (1827-1829), reconocía los problemas que se generaban a raíz de la mala administración de los ayuntamientos, provocada por la poca instrucción de los funcionarios y los abusos cometi-dos por muchos de ellos, quienes se habían convertido en “el azote de las poblaciones… a las que deberían servir de consuelo y amparo”. Sin embargo, discrepaba de quienes abogaban por dis-minuir aún más el número de ayuntamientos en el Estado, argumentando que el gobierno municipal poesía ventajas que era necesario conservar, como la adquisición de algunos conoci-mientos que estimulaban “la parte moral” de la población, y la renovación periódica de sus funcionarios que acostumbraba a los pueblos a las elecciones –”primer resorte del movimiento so-cial”–.103 Según Zavala, a través de la educación se lograría progresivamente el mejoramiento de las condiciones de vida de los pueblos:

…es preferible pasar por todos los abusos á que en el día está su-jeta una población inexperta y poco cultivada, á cualquier reforma que tendiese en alguna manera á disminuir el poder municipal, o concentrar en las manos centrales del Gobierno el derecho de pro-veer á las pequeñas necesidades de los pueblos. La educación pública… producirá una reforma lenta y progresiva; pero sólida é indestructible, que pueda conducir á los pueblos al estado de pros-peridad apetecido. Por lo pronto, la vigilancia por parte del Gobierno, exigiendo las cuentas y la inversión de los caudales con rigor y actividad, podrá evitar mucha parte de los abusos que se cometen, y dar mejor dirección á estos cuerpos.104

101 Ibídem, pp. 28, 45; Múzquiz, Memoria, 1827, pp. 7, 18. 102 Múzquiz, Memoria, 1832, p. 1. 103 Zavala, Memoria, 1828, pp. 13-14. 104 Zavala, Memoria, 1833, p. 22.

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El problema de la desigualdad en la distribución de la tierra era un tema que ningún gobernador podía eludir, pero Zavala no se limitó a reconocer las dificultades que este problema ocasio-naba y dejar la solución al Congreso –como hiciera Múzquiz– sino que propuso una serie de reformas para dotar de tierras a los jornaleros y disminuir la desigualdad entre los propietarios. Entre sus propuestas destaca la aplicación de pensiones a los productos de las fincas cuyos propietarios residieran fuera del país y del Estado –medida que afectaba directamente a los hacendados azucareros que radicaban en la ciudad de México y el extranjero, como el duque de Terranova y Monteleone–; adquisición de tie-rras con el dinero de las contribuciones y repartimiento de éstas entre los ciudadanos; emitir una ley para el arreglo de los pleitos territoriales entre pueblos y haciendas y, finalmente, señalar un máximo de tierras en posesión de un solo propietario por adqui-siciones sucesivas.105

Es necesario enfatizar que Zavala no estaba proponiendo una reforma agraria radical en la que se atacaran los latifundios, aun-que sí contemplaba la solución de los litigios territoriales entre pueblos y haciendas. Su propuesta se concentraba en la recauda-ción de fondos para comprar tierras y repartirlas entre los campesinos a titulo individual, es decir, comenzar a forjar una república de pequeños propietarios agrícolas.

En lo que respecta a los hacendados, a finales de 1827 el con-greso estatal y el general promulgaron sus primeras leyes de expulsión de españoles, por lo que tuvieron que salir del país un par de miembros de la elite azucarera del distrito de Cuernavaca: Juan García Noriega, propietario de la hacienda de Casasano, y Eusebio García Monasterio, dueño de Santa Clara Montefalco.106 Hay que mencionar que Zavala siempre se opuso a esta disposi-ción, pero el congreso la aprobó como una medida de atenuar los pronunciamientos militares antiespañoles que tenían lugar en el territorio.107 Sin embargo, esta primera expulsión no fue tan radi-cal, pues varios españoles lograron eludirla consiguiendo la carta

105 Zavala, Memoria, 1828, pp. 6, 19. 106 Sánchez Santiró, “Incertidumbres”, 2007, p. 956. 107 Sims, Expulsión, 1974, p. 89.

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de ciudadanía con la ayuda de algún diputado o senador, como suponemos que fue el caso de varios hacendados azucareros,108 incluso se rumoraba que Gabriel Yermo había logrado quedar exceptuado de la ley mediante un soborno.109

En cuanto al negocio azucarero, durante el gobierno de Zavala la Comisión de Hacienda propuso medidas al congreso estatal para aumentar la carga fiscal sobre sus productos. A pesar de la oposición del gobernador, en 1828 el congreso aprobó la pro-puesta sobre establecer pensiones a la siembra de caña y a la producción de aguardiente, así como la derogación del derecho de alcabala sobre el mismo.110

El impuesto a la siembra y caña y la producción de aguar-diente se derogaron durante el segundo periodo de gobierno de Múzquiz, 1830-1833, reestableciéndose el derecho de alcabala sobre el azúcar, la panocha y el piloncillo, es decir, se sustituyó el impuesto a la producción por un impuesto al consumo Uno de los objetivos de estas medidas buscaba favorecer a los fabricantes de aguardiente de caña del distrito de Cuernavaca, quienes a con-secuencia de los anteriores impuestos no podían ofrecer un precio competitivo con respecto a los productores de Puebla y los alrededores de la ciudad de México, por ello, también se propuso gravar a las mieles que salieran del estado sin utilizarse en la fabri-cación de aguardiente.111

Cuando Zavala regresó a la gubernatura en 1833, el congreso volvió a imponer la pensión sobre el aguardiente, aunque con una cuota moderada, reestableció el derecho de alcabala e implantó una pensión sobre las mieles que salieran del territorio estatal, para favorecer la producción de aguardiente y debilitar a los pro-

108 Ibídem, pp. 111. 109 Flores Caballero, Contrarrevolución, 1969, p. 138. 110 Decreto Núm. 101, “Libertando del derecho de alcabala a varios artículos de la industria en el Estado, y estableciendo nuevas contribu-ciones que han de reportar la azúcar, aguardiente de caña y magueyes”, 7 de mayo de 1828, en Téllez y Piña, Colección, 2001, t. II, pp. 56-59. 111 Ibídem, p. 16; Decreto Núm. 116, “Restableciendo el derecho de alcabala que pagaba la azúcar, panocha y piloncillo de todas clases, y derogando el decreto núm. 101 de 7 de mayo de 1828”, 29 de mayo de 1830, ibídem, t. I, p. 151.

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ductores de otras zonas, una medida que desde la anterior administración de Múzquiz se venía planteando.112

El siguiente gobernador del Estado de México, Félix María Aburto, ocupo el cargo desde finales de 1833 hasta mayo de 1834. Al igual que sus antecesores, Aburto tampoco tenía una buena opinión sobre la forma en que los ayuntamientos ejercían sus atribuciones. Al presentar la memoria sobre su administra-ción, en marzo de 1834, Aburto se quejaba de la disparidad de las contribuciones en cada ayuntamiento y del mal manejo que éstos hacían de sus fondos municipales. Contrario a la opinión de Za-vala, quien sostuvo que no se debía limitar el poder municipal pues, a pesar de los perjuicios que ocasionaban los ayuntamien-tos, éstos estimulaban el movimiento moral de la población, Aburto afirmó que se debían fijar criterios de población, geografía y recursos para reorganizar los ayuntamientos, aboliéndolos en las localidades más pequeñas para sustituirlos por “un auxiliar, un juez de paz, un teniente, un alcalde conciliador, o una autori-dad… que dependiendo de algún modo de la Municipalidad más cercana, ejerza… las atribuciones principales y más esenciales para la conservación de la sociedad”.113

A pesar de que Aburto era un liberal progresista, al igual que Zavala, sus posturas sobre el tema municipal eran incluso más moderadas que las de Múzquiz. Esto nos indica que cualquier categorización de los políticos liberales de la época, “conservado-res o liberales”, “moderados o progresistas”, tiene que ser matizada dependiendo de la problemática en cuestión.

Por el contrario, las políticas que se implementaron durante el gobierno de Aburto sobre el negocio azucarero y la tenencia de la tierra fueron marcadamente progresistas, incluso radicales y deci-

112 Zavala, Memoria, 1833, p. 48; Decreto Núm. 299, “Imponiendo a las mieles que salgan de las haciendas de caña la obligación de que caminen con la correspondiente guía, pagando un real por arroba las que salgan fuera del territorio del Estado”, 9 de mayo de 1833, en Téllez y Piña, Colección, 2001, t. II, p. 245; Decreto Núm. 300, “Imponiendo al barril de aguardiente de caña, a más de los veinte reales que satisface por derecho de elaboración, un peso por derecho de alcabala que pagará en el lugar de su consumo”, 9 de mayo de 1833, ibídem, t. II, pp. 245-246. 113 Aburto, Memoria, 1834, pp. 14-15

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didamente hostiles hacia el grupo de hacendados azucareros del distrito de Cuernavaca.

En diciembre de 1833, el congreso estatal emitió un decreto de expulsión que ordenaba a los españoles salir del territorio de la entidad por un plazo de seis años. Con esta medida se buscaba debilitar a la elite azucarera, pues en su artículo sexto el decreto especificaba que ningún español podía residir en el distrito de Cuernavaca.114 A consecuencia de esta disposición, un numeroso grupo de hacendados azucareros y personas allegadas a ellos por vínculos familiares o comerciales abandonaron el territorio esta-tal: Francisco Pérez Palacios, dueño de la hacienda de Miacatlán y prefecto del distrito de Cuernavaca en 1830-1832,115 así como sus tres hijos, Ángel Pérez Palacios, comandante militar de Cuerna-vaca;116 Luis Pérez Palacios, diputado estatal en 1831-1832;117 y José Ramón Pérez Palacios, subprefecto del partido de Cuerna-vaca en 1825;118 también fueron expulsados el hacendado Antonio Silva, dueño de Cocoyotla, su hijo adoptivo José María Saavedra Silva, así como Epigmenio de la Piedra y Rafael Durán, vinculados con los hacendados por relaciones comerciales.119

El siguiente golpe que se asestó a los intereses de los hacenda-dos ocurrió el 22 de abril de 1834, cuando el congreso del Estado de México decretó la creación del pueblo de Mapaztlán, ubicado en el ayuntamiento de Cuautla de Amilpas. Esta localidad se había articulado sobre la base del mortero de Mapaztlán, una hacienda de beneficio de metales que funcionaba para el real de minas de Huautla, lo cual constituye el único caso en todo el territorio del distrito de Cuernavaca en que una hacienda logró convertirse en pueblo. Esto significaba que el gobierno le otorgaría a Mapaztlán

114 Decreto Núm. 359, “Desterrando del territorio del Estado, por el término de seis años, a las personas que se expresan”, 6 de diciembre de 1833, en Téllez y Piña, Colección, 2001, t. II, pp. 276-277. 115 AHEM, Gobernación, “Prefecturas”, vol. 2, exp. 46; vol. 3, exp. 2, exp. 19. 116 Bustamante, Diario, t. XVI, 2 de enero de 1830, pp. 4-5; t. XXIV, 27 de mayo de 1832, pp. 25-26; AHEM, Gobernación, “Prefecturas”, vol. 3, exp. 2, exp. 19; “Justicia”, vol. 2, exp. 23. 117 Macune, Estado, 1978, p. 197. 118 AHEM, Gobernación, “Gobernación”, vol. 4, exp. 20. 119 Sánchez Santiró, “Incertidumbres”, 2007, p. 957.

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su fundo legal, para lo cual tuvo que expropiar tierras del ayunta-miento de Cuautla, ni más ni menos que el territorio con mayor número de haciendas azucareras de todo el distrito. Además, el gobierno no se hizo responsable de pagar la indemnización por las tierras expropiadas, estipulando que la pagarían los propios beneficiados de acuerdo al avalúo de un perito.120

El 30 de abril de 1834, el congreso estatal abolió las deudas de los censatarios del duque de Terranova y Monteleone.121 Justo un año antes, la misma legislatura había declarado propiedad del es-tado los censos enfitéuticos del duque así como sus propiedades, entre las que se contaban la hacienda de Atlacomulco y el llamado Palacio de Cortés, ubicados en el ayuntamiento de Cuernavaca.122

Finalmente, el 17 de mayo de 1834 se dio la última ofensiva contra el grupo de hacendados azucareros, pues el congreso es-tatal aprobó un impuesto único de extracción sobre la producción de azúcar (tres granos por arroba).123 Esto significaba para los hacendados una doble fiscalidad, pues además de la alcabala que tendrían que pagar por cada arroba de azúcar que saliera del Es-tado de México, tendrían que satisfacer un derecho de ingreso al territorio del Distrito Federal, principal mercado para el azúcar del distrito de Cuernavaca.124

Esta sería la última medida tomada por los gobiernos liberales progresistas contra los intereses de los hacendados azucareros, pues apenas unos días después de emitido el decreto sobre el impuesto único se proclamó el Plan de Cuernavaca (25 de mayo

120 Sobre el decreto de formación del pueblo de Mapaztlán véase Pérez Alvirde, Erecciones, 1994, pp. 120-121. 121 Decreto Núm. 378, “Cediendo en beneficio de los censatarios del duque de Monteleone las cantidades que adeudan hasta el 1o de Enero de 1833”, 15 de abril de 1834, en Téllez y Piña, Colección, 2001, t. II, p. 325. 122 Decreto Núm. 291, “Declarando propiedad del Estado de México los censos enfitéuticos, hacienda de Atlacomulco y otros bienes que posee en el Estado el duque de Monteleone”, 30 de abril de 1833, ibídem, p. 223. 123 Decreto Núm. 414, “Imponiendo a la azúcar que se elabora en el Estado, por único impuesto, tres granos por arroba”, 17 de mayo de 1834, en Téllez y Piña, Colección, 2001, t. II, pp. 345-346. 124 Sánchez Santiró, “Incertidumbres”, 2007, pp. 957-958.

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de 1834), una sublevación organizada y dirigida por la elite azuca-rera del distrito contra las reformas del gobierno estatal y federal.

El gobernador Aburto fue sustituido provisionalmente por José María Esquivel.125 En septiembre de 1834 fue electo goberna-dor del Estado de México el moderado Manuel Díez de Bonilla (Cuadro 9), y en octubre la legislatura estatal emitió un decreto en el que reconocía como nacional el pronunciamiento de Cuerna-vaca, derogando muchas de las reformas de los gobiernos progresistas, entre ellas la expulsión de españoles, la incautación de los bienes del duque de Monteleone y el impuesto único de extracción sobre la producción azucarera.126 Además, se otorgó el título de ciudad en ese mismo mes a la villa de Cuernavaca.127

CUADRO 9 Gobernadores del Estado de México. Primera República Federal, 1824-1835

NOMBRE AÑOS PERIODO

Melchor Múzquiz 1824-1827 marzo 1824 - marzo 1827

Lorenzo de Zavala 1827-1829 marzo 1827 - octubre 1829

Melchor Múzquiz 1830-1833 abril 1830 - marzo 1833

Lorenzo de Zavala 1833 marzo 1833 - noviembre 1833

Félix María Aburto 1833-1834 noviembre 1833 - mayo 1834

José María Esquivel* 1834 mayo 1834 - septiembre 1834

Manuel Díez de Bonilla 1834-1835 septiembre 1834 - octubre 1835

* Gobernador interino.

FUENTE: Macune, Estado, 1978, pp. 176, 199-200.

Al iniciarse la primera república central, el 9 de abril de 1835, el gobernador del Estado de México afirmaba que la pensión impuesta a la elaboración de aguardiente era el principal obstáculo para el desarrollo de ese ramo.128 Un mes más tarde, en mayo de

125 Macune, Estado, 1978, pp. 176. 126 Decreto Núm. 432, “Reconociendo como nacional el pronuncia-miento de Cuernavaca, y derogando varios decretos de la anterior Legislatura”, 15 de octubre de 1834, en Téllez y Piña, Colección, 2001, t. II, pp. 354-356. 127 Decreto Núm. 429, “Concediendo a la Villa de Cuernavaca el título de Ciudad”, 14 de octubre de 1834, ibídem, t. II, pp. 353. 128 Varela, Memoria, 1835, pp. 17, 20-21.

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1835, el congreso estatal sustituía el impuesto a la producción de aguardiente por un impuesto menos oneroso a la circulación.129

Después de este recorrido por los funcionarios de la política local de la región azucarera de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas, durante el periodo 1812-1835, podemos afirmar que los hacenda-dos azucareros lograron un importante nivel de representación política en cada uno de los niveles de gobierno. Hemos visto que durante el periodo gaditano los hacendados y sus allegados ocu-paron con regularidad posiciones en los cabildos de varios ayuntamientos de mucha importancia política y económica (Cuernavaca, Cuautla, Yautepec, Miacatlán). Aunque la informa-ción es escasa, hay algunas evidencias de que esta tendencia se mantuvo durante la época republicana. No obstante, lo que si está bien documentado es que durante la mayor parte de la primera república federal los prefectos del distrito de Cuernavaca estaban estrechamente relacionados con los hacendados azucareros, e incluso varios de ellos ocuparon el cargo, con lo cual su poder político frente a las demandas territoriales o los intentos fiscaliza-dores de los ayuntamientos se fortaleció notablemente.

Por otra parte, la política estatal, que osciló entre gobiernos moderados y progresistas, mantuvo una compleja y problemática relación con los negocios de los hacendados azucareros. Si bien los gobiernos progresistas intentaron aumentar la carga fiscal sobre la producción azucarera, los hacendados lograron reducir las cuotas impuestas sobre sus productos, gracias a su influencia en el congreso estatal debida a la presencia de varios miembros del grupo y socios comerciales, además, en ocasiones los gobier-nos moderados derogaban los impuestos establecidos por los progresistas. Hasta 1834 la fiscalidad sobre el azúcar y el aguar-diente de caña se había mantenido en niveles relativamente aceptados o tolerados por los hacendados, mientras que los pro-yectos de reforma agraria no se hicieron efectivos. Sin embargo, cuando el gobierno estatal comenzó a radicalizarse –expulsión de españoles, expropiación de tierras, incautación de los bienes del duque de Monteleone, impuesto único al azúcar– los hacendados

129 Decreto Núm. 409, “Arreglando el cobro de alcabalas”, 29 de mayo de 1835, en Téllez y Piña, Colección, 2001, t. II, pp. 373-374.

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azucareros percibieron inmediatamente que los mecanismos de la política institucional habían dejado de ser útiles para la defensa de sus intereses, y no dudaron en optar por el uso de la fuerza armada.

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CAPÍTULO V

FUERZAS ARMADAS Y PODER LOCAL: Ejército, milicias cívicas y auxiliares en el distrito de Cuernavaca, 1810-1835

El poder militar es un aspecto básico a considerar en cualquier estudio sobre el poder local de la primera mitad del siglo XIX. En el caso de nuestra región de estudio –las subdelegaciones de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas, posteriormente distrito de Cuernavaca– varios autores han planteado que la militarización del territorio ocurrida durante la época insurgente y la estructura militar creada por el reformismo liberal (gaditano y republicano) impactó de manera positivita en el fortalecimiento político de los pueblos, al dotarlos de un brazo armado para hacerle frente a los hacendados azucareros: las milicias cívicas.1 En efecto, siguiendo esta línea argumentativa, algunos autores afirman que el libera-lismo otorgó a las comunidades rurales ciertos instrumentos que, en términos generales, las proveyeron de una mayor autonomía política y fortalecieron el control sobre sus recursos territoriales y económicos.2 Dichos instrumentos eran el ayuntamiento –brazo político de los pueblos– y la milicia cívica –el brazo armado–. En los capítulos anteriores hemos cuestionado la validez de esta postura centrándonos en el análisis de la política local, ahora nos proponemos realizar un ejercicio similar atendiendo a la práctica local del poder militar, desde una perspectiva que considere la organización y funcionamiento de las milicias cívicas en relación al contexto socioeconómico del territorio y a los intereses de la elite azucarera regional. 1 Véase Mallon, “Campesinos”, 1989; Hernández Chávez, Breve, 2002, pp. 105, 113. 2 Véase Hernández Chávez, Breve, 2002, Tradición, 1993 y “Guardia”, 1992; Mallon, “Campesinos”, 1989 y Campesino, 2003; Guardino, Campe-sinos, 2001; Serrano Ortega, “Federalismo”, 2003 y Jerarquía, 2001; Ávila, Orígenes, 2001; Guarisco, Indios, 2003; Ortiz, Guerra, 1997; Annino, “So-beranías”, 2003 y “Pueblos”, 2003.

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En las subdelegaciones de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas se generó una estructura militar mixta durante la época insur-gente. Entre 1810 y 1821 las fuerzas realistas que enfrentaron a las tropas insurgentes se componían del ejército permanente, las milicias provinciales y los patriotas distinguidos –éstos últimos integrados y financiados por las elites económicas de cada región, en nuestro caso por los hacendados azucareros–.3 Al lado de estos cuerpos militares, los hacendados azucareros organizaron sus propios batallones de lanceros con los trabajadores de las fincas, con el propósito de proteger sus propiedades cuando las milicias provinciales y los patriotas salieran del territorio a com-batir a los insurgentes.4 De esta forma iniciaron una tradición de autodefensa de sus fincas que se mantuvo a lo largo de la primera mitad del siglo XIX.

El problema radica precisamente en analizar qué ocurrió con esta doble composición militar después de la independencia en el distrito de Cuernavaca, sobre todo a partir de las reformas libera-les en materia de ciudadanía y fuerzas armadas. Por una parte, los ayuntamientos tuvieron la facultad de crear sus propios cuerpos militares: las milicias cívicas, integradas por los habitantes de los pueblos y dirigidas por oficiales electos por ellos mismos. Es decir, se trataba del pueblo en armas,5 por ello se originaron fuer-tes tensiones entre los gobiernos liberales, tanto moderados como progresistas, para definir quiénes podían pertenecer a las milicias cívicas y qué recursos deberían destinarse a la organización de dichos cuerpos. Así, mientras los gobiernos moderados reduje-ron, desarmaron o desmovilizaron a las milicias cívicas, los regímenes progresistas se preocuparon por fortalecerlas.6

En cuanto a los patriotas distinguidos y los batallones organi-zados por las elites provinciales, después de la independencia fueron vistos como fuerzas armadas que defendían intereses par-ticulares y antagónicos a la sociedad, pues se regían por sus

3 Ortiz, Guerra, 1997, pp. 19, 70-71, 120, 122-123; Huerta, Empresarios, 1993, pp. 89-90, 126. 4 Huerta, Empresarios, 1993, p. 109; Ortiz, Guerra, 1997, p. 70. 5 Chust, Ciudadanos, 1987. 6 Chust, “Milicia”, 2005, p. 181.

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propias leyes sin estar sujetos a las autoridades locales. Por ello, en todo el país los ayuntamientos reaccionaron contra estos cuer-pos y solicitaron su abolición. Según algunos autores, en la mayoría de las ocasiones los gobiernos estatales lograron desmo-vilizarlas y transferir su armamento a las milicias cívicas.7

Por tanto, el objetivo de nuestro análisis consiste en indagar, en primer lugar, la composición y funcionamiento de las milicias cívicas del distrito de Cuernavaca, con el propósito de determinar si efectivamente garantizaron la supervivencia de la autonomía política de los pueblos. Por otra parte, es necesario conocer qué ocurrió con los batallones de las haciendas azucareras, comprobar si realmente fueron desarmados y desmovilizados, o si persistie-ron y lograron influir de manera importante en la política local y estatal, así como en el equilibrio de fuerzas con los pueblos en cuanto al control de los recursos territoriales.

Para presentar una visión de más largo plazo sobre este pro-blema, vamos a recorrer la evolución de las fuerzas armadas de la región de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas desde los últimos años de la época colonial hasta la culminación de la primera re-pública federal.

Las milicias provinciales

Durante la mayor parte de la época colonial la militarización del territorio de Nueva España fue mínima. La defensa del Imperio Español en América se limitaba a la fortificación de algunos puertos clave, como Cartagena, La Habana, Campeche y Vera-cruz, con el propósito de proteger al tesoro real de los ataques de piratas franceses, ingleses y holandeses. Sin embargo, hacia me-diados del siglo XVIII, Inglaterra se había convertido en la potencia naval más importante de Europa, con lo cual la posibili-dad de una invasión inglesa a los territorios americanos era una amenaza latente. Por esta razón la monarquía española empren-dió, en el último cuarto del siglo XVIII, una política para organizar la autodefensa militar de sus posesiones americanas.8

7 Ibídem, p. 185; Serrano Ortega, “Federalismo”, 2003, pp. 278-281. 8 Archer, Ejército, 1983, pp. 17-19.

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En el caso de Nueva España los encargados de formar las mi-licias provinciales se enfrentaron a serios obstáculos geográficos, económicos y sociales. Para no perjudicar a los intereses econó-micos regionales, estaban exentos del servicio militar los trabajadores de las minas, los administradores de las haciendas, los arrendatarios, arrieros y pequeños granjeros.9 En cuanto a la composición social de las milicias, el reformismo borbónico mantuvo la exclusión de los indios y tomó medidas para dismi-nuir el número de pardos y mulatos que ya existía, sobre todo en las costas y la ciudad de México, por considerar a estos grupos como socialmente “peligrosos”.10

Otros sectores exentos eran el clero, los funcionarios reales y los miembros de los ayuntamientos. Así, los oficiales se quejaban de que el único sector de la población que podía utilizarse para la formación de milicias eran los vagos y mal entretenidos, aunque también resultaba complicado su reclutamiento porque las levas estaban prohibidas en América. No obstante, en los hechos hubo mucha flexibilidad con los criterios de reclutamiento, se permitió el acceso de sectores excluidos como los indios y las castas, y se utilizaron las levas para hacer uso de los vagos y delincuentes menores.11

Los ayuntamientos de la época colonial, instalados sobre todo en las ciudades más importantes, participaron activamente en la formación de estos cuerpos militares. Los funcionarios del ca-bildo junto con los oficiales del ejército se encargaban del reclutamiento de los milicianos y del aprovisionamiento para la

9 Ibídem, p. 283. 10 Entre 1670 y 1762 los pardos, mulatos y otras castas, ingresaron de manera notable a las milicias, sobre todo en las regiones costeras y en la ciudad de México, logrando importantes privilegios sociales como el fuero militar y la exención del tributo, aunque en algunos lugares las autoridades alertaban sobre el peligro de una sublevación de las castas debido a la creciente fuerza militar que habían adquirido. Así, en la década de 1760 las reformas borbónicas reestructuraron los privilegios del ejército y trataron de disminuir el número de pardos y mulatos en la conformación de las milicias, véase Vinson III, “Milicianos”, 2000, pp. 88, 90-95, 98, 104, 11 Archer, Ejército, 1983, pp. 285, 287-288, 292-295.

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tropa. En algunos lugares la milicia realizaba funciones de policía y aseguraba lo intereses de las elites contra las sublevaciones po-pulares, por lo que los sectores dominantes no dudaban en aportar donativos para su aprovisionamiento (dinero, caballos, armas, etc.). Además, el ayuntamiento tenía la facultad de propo-ner a los candidatos a oficiales de las milicias, cuyo nombramiento recaída por lo general en los individuos con mayor prestigio social y económico. Por el contrario, en otros lugares la presencia de la milicia significaba una carga demasiado onerosa para los ayunta-mientos. La inexistencia de una elite económica poderosa hacía que las contribuciones recayeran en los sectores medios –ranche-ros, arrendatarios, comerciantes–; las autoridades se negaban a formar el censo de la población para evitar el reclutamiento de sus habitantes –que se traducía en perjuicios para la agricultura, la industria y el comercio–, todo esto agravado por los constantes conflictos jurisdiccionales entre las autoridades del cabildo y los oficiales del ejército.12

Las resistencias al reclutamiento se agravaron aún más cuando los miembros de las milicias fueron utilizados para reemplazar a las bajas del ejército permanente, pues esto significaba trasladar a los milicianos fuera de su lugar de origen, con el correspondiente agravio para sus familias y sus pueblos, sin contar con la fuga de trabajadores para la agricultura y la industria.13 No obstante, hacia 1804 el peligro de una invasión británica al territorio novohispano aumentó, por lo que los criterios de selección para formar las milicias fueron mucho más inclusivos. El virrey Iturrigaray or-denó en 1807 que sólo quedaran exentos los trabajadores de las minas y que, en caso de ser necesario, se reclutara primero a las castas no tributarias, después a los tributarios no indígenas, y por último, a los indios.14

En lo que corresponde a la formación de milicias provinciales en las subdelegaciones de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas, hay que indicar que esta región presenta características muy particula-res que la distinguen del resto. En primer lugar, se trata de un

12 Ibídem, pp. 177-178, 183-188, 194, 198, 211. 13 Ibídem, p. 301. 14 Ibídem, pp. 313-314.

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territorio mayoritariamente indígena, y con una presencia impor-tante de castas, sobre todo mulatos, es decir, sectores de la población en principio excluidos del servicio militar. Por otra parte, la región contaba con la presencia de una elite económica-mente poderosa –los hacendadazos azucareros– pero carecía de un solo ayuntamiento o cabildo de españoles, pues en el territorio sólo se erigieron repúblicas de indios. Dadas estas características se infiere la dificultad para formar las milicias, debido a la compo-sición social de la población y al peligro que significaba para los hacendados armar a los indios y mulatos. Los propietarios de las fincas azucareras no disponían de un ayuntamiento a través del cual arreglar las milicias del territorio de acuerdo a sus intereses. No obstante, podían apoyarse en los subdelegados para el arreglo militar del territorio, pues hemos visto que mantenían una rela-ción cercana con estos funcionarios y que frecuentemente compartían intereses.

Sabemos, por ejemplo, que en Cuautla de Amilpas se levantó un padrón de milicias en 1791,15 el cual reflejaba la preeminencia de las castas en las haciendas y de los indígenas en los pueblos,16 aunque se ignora cómo quedó finalmente integrada la milicia, y si los hacendados azucareros contribuyeron para su mantenimiento. Sin embargo, en esta época las elites regionales estaban más pre-ocupadas por cuidar sus intereses que por “la defensa de la patria”, por ello cuando se trataba de contribuir con efectivos para la milicia provincial o con reemplazos para el ejército per-manente la oposición era muy fuerte, los hacendados se negaban a entregar a sus trabajadores e incluso los escondían o mandaban a otros sitios para evitar el reclutamiento. Se tiene constancia de las dificultades para conseguir reemplazos en la subdelegación de Cuernavaca: en 1797 el subdelegado Antonio de la Landa y Gar-cés se quejó de la “ineptitud y desobediencia” de los tenientes para preparar el censo de población y alistar a las compañías;17 en

15 “Padrón de milicias de Cuautla de Amilpas. 1791”. AGN, Padrones, vol. 8, citado en Sánchez Santiró, “Distrito”, 2009. 16 Hernández Chávez, Breve, 2002, pp. 95-96. 17 Si bien no existía un ayuntamiento en Cuernavaca que nombrara a los oficiales de las milicias, es muy probable que éstos pertenecieran o fue-

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1807 el cura Estanislao Segura y el administrador de correos Val-dovinos Blanco –miembro de una familia de hacendados-, ambos integrantes de la Junta Local de Reclutamiento de Cuernavaca, exponían en una carta al virrey Iturrigaray sobre el impacto nega-tivo del reclutamiento en la sociedad, pues alejaba a los milicianos de sus familias para trasladarlos a la capital;18 en ese mismo año el subdelegado de Cuernavaca, Gregorio Joaquín de Castro, afirmó que después de explorar el territorio de su jurisdicción no había logrado encontrar ningún reemplazo.19

Por tanto, el verdadero proceso de militarización de las sub-delegaciones de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas ocurrió a partir del estallido del movimiento insurgente en 1810.

Insurgentes, milicias y patriotas distinguidos El movimiento insurgente comenzó en septiembre de 1810, abanderado por el cura Miguel Hidalgo, en la región occidental del país conocida como El Bajío. En menos de un año se suma-ron a los rebeldes cerca de 40 mil personas, amenazando con avanzar hacia la ciudad de México. No obstante, en enero de 1811 los insurgentes fueron derrotados en la batalla de Puente de Calderón, poco tiempo después Hidalgo cayó prisionero y fue ejecutado en julio de ese mismo año. Otro cura, José María Mo-relos, se encargó de relevar a Hidalgo en la dirección de las tropas rebeldes, y dirigió sus operaciones hacia el sur del territorio no-vohispano –Michoacán, Acapulco, Oaxaca, México y Puebla–.

Mientras las actividades militares se concentraron en el Bajío –finales de 1810 y principios de 1811– en las subdelegaciones de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas se tomaron medidas preventi-

ran afines a la elite azucarera, como ocurrió poco tiempo después durante la época insurgente, Archer, Ejército, p. 313. 18 La carta de Segura y Valdovinos disgustó al virrey, quien contestó que las penalidades del reclutamiento se vivían por igual en todo el territorio a consecuencia de la defensa de la patria, e instó a los miembros de la Junta de Reclutamiento a pagar de sus bolsillos un apoyo a las familias desam-paradas para demostrar su verdadero patriotismo, ibídem, pp. 316-317. 19 Ibídem, p. 316.

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vas para evitar sublevaciones. Así, se formaron algunas compañías milicianas y de patriotas distinguidos en Cuautla de Amilpas entre octubre de 1810 y enero de 1811; dirigidas por el general Gabriel Armijo y financiadas por las contribuciones de los vecinos princi-pales de los pueblos y la elite azucarera regional.20

Cuando Morelos se posicionó a finales de 1811 por los rum-bos del sur, los hacendados de la región azucarera de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas proporcionaron trabajadores de sus hacien-das para reforzar a los comandantes realistas. Por ejemplo, Armijo y Porlier, comandantes que defendían la zona de Cuerna-vaca y el valle de Toluca, respectivamente, fueron auxiliados por 600 trabajadores de las fincas azucareras de San Gabriel, Temixco y San Nicolás, propiedades de Gabriel y Juan Antonio Yermo.21 De hecho, la familia Yermo se distinguió desde el inicio de la insurgencia por su apoyo al gobierno virreinal: en 1809 Gabriel Yermo envío 8 mil arrobas de azúcar a Cádiz, lo que constituyó el primer donativo que se hizo desde Nueva España en apoyo a la guerra contra la invasión francesa; en noviembre de 1810 –a un mes del pronunciamiento de Hidalgo– Yermo colaboró con 4 mil pesos para un fondo destinado a premiar a los soldados que se distinguieran contra los insurgentes, en ese mismo año prestó al gobierno virreinal 100 mil pesos, y a mediados de 1812 otros mil. El propio Yermo era capitán de un batallón de Patriotas Distin-guidos de Fernando VII, y murió combatiendo a los insurgentes en 1813.22

A pesar del apoyo de la elite azucarera a las fuerzas realistas, en enero de 1812 las tropas de Morelos obtuvieron una victoria importante sobre Rosendo Porlier en Tenancingo, de ahí marcha-ron para Cuernavaca y ocuparon las haciendas vecinas. Morelos ordenó incendiar las haciendas de Gabriel Yermo y se trasladó hacia Cuautla de Amilpas. Una vez allí, el 6 de febrero de 1812, dirigió a sus habitantes una proclama a favor de la independencia.23

20 Ortiz, Guerra, 1997, pp. 189-190, 193. 21 López González, “Consumación”, 1999, p. 438; Huerta, Empresarios, 1993, p. 89. 22 Huerta, Empresarios, 1993, pp. 89-90. 23 López González, Sitio, 1992, pp. 22, 27.

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La mecha de la rebelión prendió rápidamente en la región azucarera. Hubo pronunciamientos en Yautepec, Jojutla, Tetecala, Tlaltizapán, Anenecuilco, Cuautla, Tlayacapan, Mapaztlán, Toto-lapan, Yecapixtla, Jantetelco y Jonacatepec, donde muchos hombres se unieron a las fuerzas de Morelos.24 Los comandantes que acompañaban al caudillo eran Hermenegildo Galeana, Leo-nardo Bravo y Mariano Matamoros –cura de Jantetelco–, hombres socialmente acomodados y con buena formación inte-lectual que pertenecían a la organización de los Guadalupes. Además, Morelos obtuvo el apoyo de varios líderes locales, como Francisco Ayala –capitán de la Acordada y dueño de la hacienda de Mapaztlán–, Juan Antonio Tlachcoapan, indio regidor del pueblo de Jojutla, y Valerio Trujano, quien reunió varios hombres en las Amilpas provenientes de los pueblos de Jantetelco, Anene-cuilco y Cuautla.25

A mediados de febrero comenzó el famoso episodio del sitio de Cuautla, donde las tropas insurgentes resistieron 72 días de asedio por parte del ejército virreinal al mando de Calleja, causán-dole importantes bajas, hasta que en mayo abandonaron el lugar y se dispersaron hacia Puebla y Oaxaca.26 Hay que enfatizar el hecho de que Morelos se encontraba en la zona de mayor número de haciendas azucareras de toda la región, donde los pueblos campesinos contaban con un largo historial de afrentas y con-flictos territoriales contra las fincas. En 1800, por ejemplo, el pueblo de Cuautla había iniciado un litigio por tierras contra la hacienda de Santa Inés.27 Por tanto, Morelos esperaba encontrar considerable apoyo para su causa en la región.28 Pero, por otra

24 López González, “Consumación”, 1999, p. 437; Hernández Chávez, Breve, 2002, p. 100. 25 Hernández Chávez, Breve, 2002, pp. 99-100; López González, “Consu-mación”, 1999, p. 438. 26 Una crónica muy detallada de los acontecimientos del sitio de Cuautla en López González, Sitio, 1992. 27 Young, Otra, 2006, p. 770. 28 No existen un consenso entre los académicos sobre el apoyo de los pueblos de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas a la causa insurgente. John Tutino afirma que la región azucarera no proporcionó masivamente su apoyo a las tropas de Morelos, pues si bien los conflictos territoriales

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parte, las haciendas azucareras de Cuautla formaban parte de uno de los negocios más prósperos de toda Nueva España, de ahí que tanto el gobierno como los propietarios organizaran una enérgica ofensiva contra las tropas insurgentes por recuperar el control de la zona azucarera.

Además de los intereses económicos de los hacendados, al go-bierno virreinal le preocupaba que los insurgentes controlaran militarmente la región, pues el siguiente objetivo sería la ciudad de México y el derrocamiento de sus autoridades. El peligro que signi-ficaban las tropas de Morelos puede constatarse atendiendo a la fuerza militar que se envió al sitio de Cuautla para combatirlas. El ejército realista de Calleja se componía de 2,190 hombres de in-fantería y 1,764 de caballería;29 por otra parte, en marzo de 1812 se organizaron en Cuautla dos compañías de milicias provinciales, compuestas por 114 efectivos –notables de los pueblos, adminis-tradores de haciendas, arrendatarios, vaqueros, pastores,llabradores, sirvientes y mozos–,30 a su vez, Rafael Irazábal, dueño de la hacienda de San Nicolás Obispo, comandaba las fuerzas realistas de Tlaquiltenango, José María Pérez Palacios –cuya familia se in-corporaría años después al negocio azucarero– era el teniente de realistas en Cuernavaca,31 Gabriel Yermo, dueño de las haciendas de San Gabriel y Temixco, capitaneaba un batallón de Patriotas Distinguidos de Fernando VII; finalmente, los hacendados de las inmediaciones de Cuautla organizaron tres compañías de lanceros: un contingente armado con los trabajadores de las haciendas de

con las haciendas eran importantes, varios factores aminoraron el resen-timiento social en el territorio –ausencia de hambrunas, buenos sueldos para los jornaleros, una base importante de tierras en control de los pueblos campesinos, así como la simbiosis económica entre pueblos y haciendas–, Tutino, Insurrección, 1990, pp. 168-169. Sin embargo, Ham-nett sostiene que los valles de Cuautla y Yautepec se distinguieron por su apoyo a los insurgentes, una visión que comparten otros autores como Florencia Mallon y Eric van Young, véase Mallon, Campesino, 2003, p. 303; Young, Otra, 2006, p. 705, nota 39. Un análisis pormenori-zado de este debate en Reynoso, “Sitio”, 2010. 29 López González, Sitio, 1992, p. 23. 30 Ortiz, Guerra, 1997, pp. 66, 204. 31 López González, “Consumación”, 1999, p. 443.

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Santa Inés y Buenavista –propiedad de Martín Ángel Michaus–, otro con los de Casasano, Calderón y El Hospital, y el último con operarios de las fincas de Tenextepango, Coahuixtla y Mapaztlán.32

Estas fueron las fuerzas realistas que desalojaron a los insur-gentes parapetados en Cuautla. En mayo de 1812 las tropas de Morelos se dispersaron hacia el sur por Oaxaca, y hacia el oriente por Puebla, durante la marcha Leonardo Bravo fue aprendido en la hacienda de San Gabriel y entregado a Calleja, mientras que Francisco Ayala y sus dos hijos fueron ahorcados en Yautepec.33 Después de haber expulsado a los rebeldes y capturar a varios de sus comandantes, el gobierno virreinal y los miembros de las elites locales intensificaron la defensa militar del territorio. Entre julio de 1812 y febrero de 1813 se crearon compañías de milicias provinciales en Yautepec y Jonacatepec, y batallones de Patriotas Distinguidos de Fernando VII, en Yecapixtla, Tetecala y Cuerna-vaca.34 Ambos cuerpos militares (milicias y patriotas) eran financiados por las contribuciones de los hacendados azucareros.35

Morelos fue derrotado y ejecutado a finales de 1815, lo que significó un duro golpe para el movimiento insurgente. No obs-

32 Huerta, Empresarios, 1993, p. 128. Los hacendados que armaron estos batallones de lanceros eran miembros del Consulado de Comerciantes de la Ciudad de México: Juan Fernando Meoqui (Casasano), Juan Gó-mez Secada (Calderón), José María Chávez (Hospital y Tenextepango) y José Nicolás Abad (Mapaztlán), más el Imperial Convento de Santo Domingo que poseía la hacienda de Cuahuixtla, véase Érnest, Azúcar, 2001, p. 285. 33 López González, “Consumación”, 1999, p. 439. 34 Ortiz, Guerra, 1997, p. 204. 35 En 1812 el general Gabriel Armijo impuso un gravamen sobre la producción de panes de azúcar y aguardiente de caña en varios pueblos de la subdelegación de Cuernavaca. Sin embargo, la intensificación de la guerra obligó al virrey a tomar medidas para obtener mayores recursos, y en 1814 ordenó la creación de Juntas de Contribuciones Militares encabezadas por los curas, con el propósito de incrementan la recauda-ción de fondos. En 1817 la Junta de Cuernavaca debía cerca de 5 mil pesos para el sostenimiento de las milicias, lo que nos habla de la inca-pacidad de los habitantes de los pueblos para contribuir al sostenimiento de la guerra, en contraste con el poder económico de los hacendados azucareros, ibídem, pp. 120, 122-123.

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tante, en el sur se mantuvieron combatiendo Vicente Guerrero y Pedro Asensio, quienes se erigieron como los líderes de la rebe-lión después de la muerte de Morelos. En 1820 el virrey nombró como Comandante General del Sur a Agustín de Iturbide, con el propósito de combatir a los insurgentes de la zona. En cuanto a los hacendados azucareros, sabemos que algunos brindaron su apoyo a Iturbide, pues en noviembre de 1820 se le unieron varias tropas de Cuernavaca y uno de los Yermo lo recibió en la hacienda de San Gabriel.36

Sin embargo, cuando Iturbide decidió negociar con Guerrero y proclamarse por la independencia en febrero de 1821 (Plan de Iguala), varios hacendados azucareros se mantuvieron fieles al gobierno virreinal. En marzo de 1821 el comandante de Cuerna-vaca, Vicente Marmolejo, desertó de la coalición de Iturbide y Guerrero –ejército trigarante o de las Tres Garantías– al aceptar el indulto ofrecido por el virrey (hay que considerar que las tropas de Cuernavaca eran financiadas en su mayoría por los hacendados azucareros). En junio de ese mismo año, las tropas virreinales comandadas por Cristóbal Húber, con el apoyo de los trabajado-res de la hacienda de San Gabriel, propiedad de los Yermo, derrotaron a los independentistas en Tetecala, decapitando a su comandante Pedro Asensio; por su parte, el comandante de re-alistas en Cuautla, Antonio Zubieta –administrador de la hacienda de Santa Inés– informó al virrey que había combatido a los rebel-des en Jantetelco, causándoles algunas bajas.37

No obstante, desde el inicio de su movimiento, Iturbide in-tentó obtener el apoyo de los hacendados azucareros a través de la mediación del ayuntamiento de Cuernavaca. El 3 de marzo de 1821, desde su cuartel en Iguala, dirigió una carta a dicho cuerpo en los siguientes términos:

…pueden VV. SS. asegurar a los que conserven… desconfianza, que la seguridad de sus personas e intereses y la felicidad general, es el objeto de mis desvelos. Yo doy a VV. SS. las gracias por su actividad y celo en beneficio del público y espero que en lo sucesivo procu-

36 López González, “Consumación”, 1999, p. 429. 37 Ibídem, pp. 429-432.

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rarán VV. SS. por todos los medios posibles, mantener el orden y la confianza en esos buenos habitantes.38

Más tarde, Iturbide dirigió otra correspondencia al ayunta-

miento de Cuernavaca para calmar los rumores en el sentido de que las tropas virreinales ocuparían esa villa con el propósito de combatir al ejército trigarante. Iturbide pidió que “por ningún caso abandonen sus actividades, comercio u otras propiedades”, asegurándoles que Cuernavaca no sería “el teatro de la guerra”.39

Cuando el ejército trigarante entró a Cuernavaca el 23 de julio de 1821, Agustín de Iturbide se proclamó por la independencia y por el arreglo provisional del gobierno de acuerdo a la constitu-ción de Cádiz. En su manifiesto dirigido a los habitantes de la villa, Iturbide buscaba obtener el apoyo de los hacendados azuca-reros: “Serán… respetadas vuestras propiedades, protegida vuestra seguridad individual, y gustaréis en su lleno las dulzuras de la libertad civil”.40 Sin embargo, aunque en general parece que la elite azucarera terminó por aceptar a regañadientes las garantías ofrecidas por Iturbide, su lealtad siempre fue dudosa. Así, apenas unas semanas antes de que se proclamara la independencia de México –28 de septiembre de 1821–, el alcalde de Cuautla de Amilpas denunció una conspiración contra el Ejército de las Tres Garantías organizada por el español Gabriel Santier, de quien se rumoraba que contaba con el apoyo de los trabajadores y armas de las haciendas de Santa Inés y Buenavista, propiedad de Martín Ángel Michaus, así como de otras fincas de las inmediaciones de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas. Los administradores de las haciendas implicadas se deslindaron de la conspiración; Santier explicó que su propósito era informar a Iturbide sobre una cons-piración anónima que se organizaba en Cuernavaca. Al final el

38 Archivo Histórico de la Defensa Nacional (AHDN), Exp. XI/481.3/119, “Correspondencia de don Agustín de Iturbide con el ayuntamiento de Cuernavaca relacionada con el movimiento de inde-pendencia”, 3 de marzo de 1821, f. 3. 39 Ibídem, 7 de marzo de 1821, f. 4. 40 AHDN, Exp. XI/481.3/98, “Proclama de Agustín de Iturbide a los habitantes de la ciudad [sic.] de Cuernavaca”, 23 de julio de 1821, f. 1.

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denunciado fue absuelto por Iturbide, pero la lealtad de los hacendados a su causa quedó seriamente cuestionada.41

De esta forma hemos visto cómo el movimiento insurgente iniciado en 1810 fue el hecho fundamental que incidió en la efec-tiva militarización del territorio novohispano. En el caso de las subdelegaciones de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas, aunque formalmente todos los cuerpos militares pertenecían a las fuerzas “realistas”, en los hechos se trataba de una composición mixta. En efecto, para reforzar al ejército permanente se organizaron milicias provinciales en los pueblos financiadas por las contribu-ciones de los vecinos notables y de los miembros de la elite azucarera, al lado de éstas se crearon unidades de elite denomina-das “Fieles realistas defensores de Fernando VII” o “patriotas distinguidos”, integradas, dirigidas y financiadas por los hacenda-dos. Finalmente, los propietarios de las fincas azucareras crearon con sus propios trabajadores batallones de lanceros para la de-fensa de sus propiedades, estos cuerpos se conocían en algunos lugares como “compañías auxiliares”.42

Nuestra revisión confirma la afirmación de Ortiz Escamilla en el sentido de que las “compañías patrióticas” consolidaron a élites económicas regionales.43 Los hacendados de la región azucarera de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas utilizaron su fuerza militar para combatir a los insurgentes, pero, cuando la causa independentista triunfó, lograron que se garantizara el respeto de sus propiedades y la seguridad de sus personas. En cambio, no compartimos su pos-tura con respecto a que las milicias provinciales y patrióticas financiadas por las elites reafirmaron la autonomía local de los pueblos, quienes supuestamente contaron con los medios para desafiar las políticas del gobierno y de los militares cuando no convenían a sus intereses.44 Si bien es cierto que “pueblo” puede entenderse como una unidad político-territorial, desde el punto de 41 AHDN, Exp. XI/481.3/1827, “Criminal contra D. Gabriel Santier, originario de los reinos de Castilla, por sospechoso de conspiración contra el Ejército de las Tres Garantías”, 10 de septiembre de 1821. 42 Véase Ortiz, Guerra, 1997; Serrano Ortega, “Federalismo”, 2003, pp. 278-281. 43 Ortiz, Guerra, 1997, p. 19. 44 Ibídem.

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vista socioeconómico consideramos que es importante distinguir entre una minoría que conforma la elite local –política, económica y militar, generalmente mezcladas entre sí–, los sectores medios –rancheros, profesionistas, labradores, campesinos enriquecidos, caciques indígenas, industriales, pequeños hacendados– y la mayo-ría de la población que integra las clases bajas –campesinos pobres, artesanos, jornaleros, trabajadores de hacienda–. Por tanto, no se puede equiparar el poder de las elites con el fortalecimiento de los pueblos cuando estos presentan importantes niveles de estratifica-ción social. En el caso de las subdelegaciones de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas, la mayoría de los habitantes de los pueblos dieron su apoyo al proyecto insurgente que fue derrotado, es decir, el abanderado por Morelos, de tendencias populistas, antiespañolas y con ciertos elementos de agrarismo moderado.45

Después de la independencia y del fracaso del imperio de Itur-bide, el gobierno mexicano heredó la estructura militar creada durante la época insurgente. El ejército virreinal y la milicia pro-vincial fueron la base para organizar al ejército nacional y a las milicias cívicas.46 En cuanto a las compañías patrióticas y las fuer-zas “auxiliares” integradas y financiadas por las elites, rápidamente fueron identificadas como unidades particulares que defendían intereses contrarios al bien público, por lo que las autoridades locales pidieron su desarme y abolición.47 A esta situación hay que agregar los resentimientos sociales contra los españoles, provoca-dos a consecuencia de que éstos lograron mantener sus privilegios económicos, políticos y sociales, a pesar de haber combatido enér-

45 De hecho, parece que Morelos se mostraba renuente a proponer reformas radicales en cuanto a la tenencia de la tierra, pero sus partida-rios, sobre todo los miembros de la organización de los Guadalupes, proponían desmembrar las haciendas mexicanas para atacar el poder de las elites terratenientes, véase Tutino, Insurrección, 1990, p. 348, nota. 19. 46 Ortiz, Guerra, 1997, p. 63. 47 Como hemos mencionado, algunos autores sostienen que por lo general las “fuerzas auxiliares” fueron desarticuladas por los gobiernos estatales después de la independencia, véase Chust, “Milicia”, 2005, p. 185; Serrano Ortega, “Federalismo”, 2003, pp. 278-281. Uno de los objetivos de nuestro análisis reside precisamente en constatar la validez de esta afirmación para el caso del distrito de Cuernavaca.

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gicamente a la causa independentista.48 En el caso de las subdelegaciones de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas –distrito de Cuernavaca desde 1824–, los españoles propietarios de haciendas azucareras no fueron ajenos a estos resentimientos, pero, como hemos visto en este apartado, la guerra de independencia los dotó de los elementos necesarios para defenderse.

Evolución de la milicia cívica del distrito de Cuernavaca, 1822-1835

Manuel Chust califica a la milicia cívica como “un cuerpo inédito en la historia mexicana”, debido a las características de su organiza-ción: tanto los convocados (los ciudadanos) como los convocantes (los ayuntamientos) fueron creaciones liberales del reformismo gaditano.49 Se trataba de “ciudadanos que mandan a ciudadanos”, como establecía la primera ley mexicana sobre milicias de 1822. Pero si bien los estudios sobre fuerzas armadas locales en la pri-mera mitad del siglo XIX se han interesado por su papel en la construcción del Estado-nación,50 aquí nos interesa el análisis de la milicia cívica como un indicador que nos permita establecer el grado de autonomía y poder de negociación que significaron para los pueblos en sus luchas y reivindicaciones locales.

El antecedente de las milicias cívicas fueron las milicias pro-vinciales creadas por la constitución de Cádiz en 1812.51 El contexto de la guerra de independencia y la restauración del ab-solutismo en España impidió que se creara su reglamento, pese a lo cual se crearon varias compañías milicianas apoyadas con las unidades de “patriotas distinguidos” para enfrentar a los insur-gentes. Entre octubre de 1810 y febrero de 1813 se pusieron sobre las armas a cerca de 500 milicianos en las subdelegaciones de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas, sin contar los batallones integrados por los trabajadores de las haciendas (Cuadro 10).

48 Flores Caballero, Contrarrevolución, 1969, pp. 107-108. 49 Chust, “Milicia”, 2005, p. 179. 50 Un ejemplo clásico en este sentido son los trabajos de Florencia Ma-llon, véase Mallon, Campesino, 2003 y “Campesinos”, 1989, pp. 47-96. 51 Constitución de Cádiz, Título VIII, Capítulo II. De las Milicias Nacio-nales, 1812, en Dublán y Lozano, Legislación, t. I, 1876, p. 378.

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CUADRO 10 Fuerzas armadas durante la insurgencia.

Subdelegaciones de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas, 1810-1813

Lugar Fecha Cuerpo Fuerza Adscripción

Cuautla 23/octubre/1810 1 compañía de caballería

65 Patriotas distinguidos

Cuautla 23/noviembre/1810 1 compañía de caballería

65 Milicia

Cuautla 5/enero/1811 1 compañía Milicia Cuautla 26/marzo/1812 2 compañías 114 Milicia

Yautepec 27/julio/1812 1 compañía de caballería

50 Milicia

Yecapixtla 27/julio/1812 2 compañías de caballería

40 Patriotas distinguidos

Jonacatepec 15/febrero/1813 1 compañía de caballería

30 Milicia

Tetecala 15/febrero/1813 1 compañía de caballería

30 Patriotas distinguidos

Cuernavaca 21/febrero/1813 1 compañía 30 Patriotas distinguidos

FUENTE: Ortiz, Guerra, 1997, pp. 189-190, 193, 199, 204.

Durante el imperio iturbidista el Congreso promulgó la ley re-glamentaria de la milicia cívica en agosto de 1822.52 Aunque dos meses después Iturbide clausuró el congreso y comenzaron su-blevaciones en su contra a favor de una república, sabemos que se organizaron milicias cívicas en Cuautla y Cuernavaca, cuya fuerza se componía de 1,000 efectivos.53

El congreso se reestableció en marzo de 1823 luego de la ab-dicación de Iturbide. En abril los diputados emitieron una ley creando la milicia local de infantería y caballería, posteriormente se crearía la fuerza de artillería en mayo de ese mismo año.54 Final-mente, en julio de 1823 se emitió el decreto que complementaba el

52 Decreto Núm. 308, “Reglamento de la milicia cívica”, 3 de agosto de 1822, en Dublán y Lozano, Legislación, 1876, t. I, pp. 619-629. 53 Bustamante, Diario, 2001, t. I, 27 de enero de 1823, pp. 55-56; ibídem, t. I, 29 de enero de 1823, p. 59. 54 Decreto Núm. 329, “Creación de milicia nacional de artillería”, 5 de mayo de 1823, en Dublán y Lozano, Legislación, 1876, t. I, pp. 647-648. Sobre la creación de las fuerzas de infantería y caballería, ibídem, p. 51.

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arreglo de la milicia cívica de acuerdo a la ley de agosto de 1822.55 Este conjunto de ordenamientos rigieron la creación de las milicias cívicas en el Estado de México desde 1824, pues dicha entidad creó su propio reglamento hasta mediados de 1829.

Los encargados de organizar las milicias cívicas eran los ayun-tamientos, cuyas autoridades, con el auxilio de los oficiales del ejército, organizaban el reclutamiento de los milicianos entre los habitantes de los pueblos. Debían ingresar a la milicia todos los ciudadanos entre 18 y 50 años, quedando exentos del servicio mi-litar los eclesiásticos, funcionarios públicos y militares, aquellos que tuvieran algún impedimento físico para el manejo de las armas, pero sobre todo los jornaleros.56 Después de atestiguar durante la insurgencia el peligro que representaban las masas armadas, las elites liberales no estaban dispuestas a fortalecer militarmente a los sectores más bajos de la sociedad, aunque formalmente la exclusión de los jornaleros buscaba no perjudicar a la agricultura.

Por otra parte, los oficiales de las milicias eran elegidos por los propios milicianos a través de una votación organizada por el ayuntamiento –se elegía por pluralidad absoluta de votos–. Para ser oficial se necesitaba haber nacido en América o tener siete años de vecindad en el pueblo –lo cual posibilitaba el acceso de los españoles a los cargos–, pero sobre todo se requería ser “no-toriamente adicto a la independencia”. Aunque la legislación no lo especificaba, en los hechos los oficiales de las milicias provenían generalmente de las clases propietarias de la sociedad.57

Las principales obligaciones de la milicia cívica consistían en resguardar las casas consistoriales de los ayuntamientos, vigilar la seguridad pública, perseguir y aprehender a los desertores, mal-hechores y bandidos, así como escoltar por su territorio a los presos y caudales nacionales. Los cuerpos milicianos estaban bajo las órdenes de la autoridad local de mayor rango, la cual podía ser, en orden de importancia, el prefecto, el subprefecto o el ayunta-miento. Los fondos para el sostenimiento de las milicias provenían

55 Decreto Núm. 343, “Adicional al reglamento de milicia cívica”, 9 de julio de 1823, ibídem, p. 659. 56 “Reglamento de la milicia cívica”, 1822, ibídem, p. 619. 57 Mentz, Pueblos, 1988, p. 66.

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de los arbitrios que para tal propósito aprobara el congreso, así como de las multas impuestas a los milicianos y de las contribucio-nes de todos los exentos del servicio militar –3 reales al mes–.58

En el distrito de Cuernavaca la milicia cívica representaba alre-dedor del 1% de los 91,666 habitantes. En efecto, en 1826 el prefecto Ignacio Orellana informaba sobre un total de 1,046 mili-cianos (1.13%), mientras que en 1827, según el gobernador Lorenzo de Zavala, la milicia había aumentado ligeramente a 1,287 efectivos (1.38%) (Cuadro 11). Si consideramos los datos de Ore-llana, sabemos que en 1826 había en el distrito 21,783 hombres entre 16 y 50 años, de los cuales estaban exentos del servicio militar 22 funcionarios civiles, 75 maestros de escuela, 52 eclesiásticos y 15,372 jornaleros. Pero, a pesar de estos 15,521 exentos –sin contar a los que tuvieran discapacidades físicas–, quedaban disponibles para la milicia cívica 6,262 efectivos, es decir, una fuerza cinco veces mayor de la que en realidad se formó.59

Las dificultades para la formación de las milicias cívicas las explican las propias autoridades. El prefecto Orellana calificaba a los habitantes de su distrito como “moralmente ineptos” para el uso de las armas, pues quienes no pudieron obtener un puesto como oficiales se eximieron con diversos pretextos y engaños.60 Además, calificaba a la milicia del distrito como una “fuerza ima-ginaria”, por lo escaso de su armamento y lo exiguo de sus fondos –a excepción de la milicia de Cuernavaca, las demás no contaban con fondo alguno para mantenerse–.61

58 “Adicional al reglamento de milicia”, 1823, en Dublán y Lozano, Legislación, 1876, t. I, p. 659. 59 Véase Orellana, Descripción, 1995, p. 70, y “Estado Núm. 9”. 60 Ibídem, p. 39. 61 La milicia de Cuernavaca era sostenida por las aportaciones de 47 exceptuados (3 reales al mes), las cuales le reportaban una contribución anal de 211 pesos 4 reales, véase “Estado Núm. 2”, Múzquiz, Memoria, 1826; “Estado Núm. 2”, Múzquiz, Memoria, 1827; “Estado Núm. 9”, Orellana, Descripción, 1995. El armamento de la milicia cívica del distrito de Cuernavaca era efectivamente muy escaso: 61 fusiles, 26 carabinas, 39 bayonetas y 2,200 cartuchos en 1826 (Orellana, Descripción, 1995), y no parece haber aumentado sustancialmente a pesar de que el congreso esta-tal autorizó al gobierno gastar 12 mil pesos en 1826 y 25 mil pesos en

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En 1826 el gobernador Múzquiz reconocía los servicios de la milicia en cuanto a la seguridad pública y el transporte de los caudales. Sin embargo, atribuía su bajo número a la falta de fon-dos y a la escasez de recursos de las contribuciones de los exentos, pero sobre todo a la vaguedad del término “jornalero” bajo el cual muchos agricultores se amparaban para librarse del servicio.62 Un año después advertía sobre la necesidad de fortale-cer a la milicia cívica como una medida defensiva ante una eventual expedición española de reconquista.63

Todo parece indicar que el accionar de las milicias cívicas va-riaba de acuerdo a los avatares de la política nacional y estatal. Así, el gobernador Zavala elogiaba en su memoria de gobierno la participación de las milicias cívicas del estado en la represión de un levantamiento antiespañol en el distrito de Acapulco, ocurrido en octubre de 1827, un hecho que limpiaba su reputación debido a que varias compañías de cívicos habían apoyado ese tipo de rebeliones. Un mes más tarde los cívicos dieron pruebas de “su valor y patriotismo” combatiendo a los partidarios del teniente coronel José Manuel Montaño, quien había comenzado un mo-vimiento en Otumba con apoyo de las logias escocesas para derribar a los yorkinos en el poder.64 Sin embargo, a finales de

1827, para la compra de equipamiento de la milicia cívica. En 1827 el armamento de los milicianos del distrito de Cuernavaca era de 674 fusiles, 532 bayonetas, 10 sables, 150 cartuchos (Zavala, Memoria, 1827). Sobre la autorización de las compras véase Decreto Núm. 62, “Autorizando al gobierno para que compre armas”, 6 de abril de 1826, en Téllez y Piña, Colección, 2001, t. I, p. 85; Decreto Núm. 50, “Autorizando al gobierno para que invierta veinticinco mil pesos en la compra de armas para la milicia cívica de infantería y caballería”, 31 de mayo de 1827, ibídem, p. 21. 62 Múzquiz, Memoria, 1826, pp. 20-21. 63 Múzquiz, Memoria, 1827, p. 15. 64 Zavala, Memoria, 1828, pp. 3, 32-33. Sobre la utilización de la milicia cívica para enfrentar el levantamiento de Otumba véase Decreto Núm. 90, “Para que la milicia cívica se mantenga sobre las armas en sus res-pectivos pueblos, durante las alteraciones políticas acaecidas en Otumba”, 5 de enero de 1828, en Téllez y Piña, Colección, 2001, t. II, pp. 49-50. Sobre la rebelión de Montaño véase Macune, Estado, 1978, pp. 161-162; Costeloe, Primera, 1996, pp. 137-166

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1828 Zavala tuvo que huir del Estado porque el gobierno sospe-chaba que brindaba su apoyo al Plan de Jalapa –el pronunciamiento liderado por Santa Anna para desconocer al presidente electo Manuel Gómez Pedraza–. Según Zavala, las milicias cívicas fue-ron utilizadas para perseguirlo, las cuales dejaron de obedecer a las autoridades civiles del estado –gobernador, prefectos y ayun-tamientos– para seguir las órdenes del Secretario de la Guerra y el Comandante General.65

Pero volviendo a la conformación de la milicia cívica, es interese analizar el contexto en el que surgió el primer ordenamiento sobre la materia expedido por el congreso federal. A finales de 1827, las revueltas anti españolas llevaron a los congresos estatales a promul-gar leyes de expulsión. Después de Jalisco, la legislatura del Estado de México fue la segunda en expedir su decreto (3 de octubre de 1827).66 Finalmente, el 20 de diciembre de 1827, el congreso federal aprobó la ley de expulsión de españoles del territorio nacional.67 Tres días después los moderados respondieron con la rebelión de Otumba o Plan de Montaño (23 de diciembre), por lo que el con-greso, temeroso del apoyo que pudiera obtener la rebelión, decretó el 29 de diciembre una ley para el arreglo de la milicia cívica.68

A diferencia de los ordenamientos sobre milicias cívicas de 1822-1823 que excluían a numerosos sectores sociales del servicio militar, la ley de 1827 estipulaba en su artículo primero que “todo mexicano esta obligado a concurrir a la defensa de la patria” –sólo quedaban exentos los empleados federales y los eclesiásticos–. Además, la nueva ley otorgó a los gobiernos estatales un mayor control sobre las milicias cívicas a través de la figura del Inspector General, quien comandaría el total de las tropas estatales. Así,

65 Zavala, Memoria, 1829, p. 4. 66 Decreto Núm. 72, “Para que los españoles capitulados y los venidos después del año de 821, y no tengan los requisitos legales, salgan del territorio del Estado, y otras providencias de policía interior, respecto de los que se queden”, 6 de octubre de 1827, en Téllez y Piña, Colección, 2001, t. II, pp. 31-32. 67 Decreto Núm. 538, “Ley de expulsión de españoles”, 20 de diciembre de 1827, en Dublán y Lozano, Legislación, 1876, t. I, pp. 47-48. 68 Decreto Núm. 541, “Arreglo de la milicia local”, 29 de diciembre de 1827, ibídem, t. II, pp. 49-51.

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como respuesta a los pronunciamientos que pugnaban por un gobierno centralista, los legisladores reforzaron el sistema federal fortaleciendo militarmente a los estados.69

La legislatura del Estado de México creó su reglamento de mili-cias cívicas hasta mayo de 1829.70 Además de los empleados federales y los eclesiásticos, también se excluyeron del servicio a los españoles, y posteriormente a los administradores de las hacien-das,71 mientras que los jornaleros podían alistarse voluntariamente. Se prohibió utilizar a las milicias en cualquier tipo de servicio parti-cular, siendo su propósito la defensa de la independencia y de las instituciones liberales, así como el resguardo de la seguridad pública de los pueblos. Por otra parte, el gobierno destinó 12 mil pesos de las rentas estatales para el mantenimiento de las tropas, y continuó con el cobro de 3 reales mensuales a los exceptuados. Finalmente, el congreso nombró como inspector general de milicias cívicas del Estado de México al progresista Félix María Aburto.72

Todas estas disposiciones emitidas por el congreso estatal du-rante la primera administración de Lorenzo de Zavala, más la ley general de diciembre de 1827, indican que el periodo 1828-1829 fue el de mayor esplendor de la milicia cívica, debido a su número de efectivos, su conformación social y sus atribuciones. La exclu-sión de los españoles y de los administradores de hacienda, así como la inclusión de los jornaleros, nos habla de un efectivo fortalecimiento de los pueblos con respecto a la lucha por la de-fensa de sus recursos económicos y territoriales. Sin embargo, carecemos de información que nos ilustre sobre la composición de las milicias cívicas durante este periodo, tanto para el Estado de México como para el distrito de Cuernavaca, por lo que nues-tras afirmaciones sólo pueden quedar en nivel de lo probable.

69 Costeloe, Primera, 1996, p. 155. 70 Decreto Núm. 142, “Reglamento de la milicia cívica del Estado”, 1 de mayo de 1829, en Téllez y Piña, Colección, 2001, t. II, pp. 90-108. 71 Decreto Núm. 185, “Eximiendo a varios dependientes de fincas rústi-cas del servicio de la milicia cívica”, 10 de octubre de 1829, ibídem, p. 141. 72 Decreto Núm. 153, “Nombrando de inspector general de la milicia cívica del Estado, al ciudadano Félix María Aburto”, 22 de mayo de 1829, ibídem, p. 113.

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En cambio, cuando a partir de 1830 se posicionaron gobier-nos moderados a nivel estatal (Melchor Múzquiz) y federal (Anastasio Bustamante), la reducción del poder de las milicias cívicas es patente. El gobierno federal fortaleció al ejército per-manente en detrimento de las milicias cívicas, como una manera de contrarrestar el poder de los estados.73

El Secretario de Relaciones Exteriores, Lucas Alamán, criticó duramente la ley de milicias de 1827 por aumentar el número de efectivos, proponiendo en cambio crear una milicia formada por propietarios y cabezas de familia, además de una guardia rural que garantizara la seguridad en los pueblos y haciendas.74 En marzo de 1830 el gobernador Múzquiz informaba al Secretario de Relaciones sobre la buena disposición de los hacendados de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas para organizar una fuerza que combatieran a los malhechores.75 En mayo de ese mismo año el congreso del Estado de México abolió el cargo de inspector general de milicias y otorgó sus atribuciones al gobernador,76 quien nombró como comandante militar de Cuernavaca a Ángel Pérez Palacios, hijo del hacendado y prefecto de Cuernavaca Francisco Pérez Palacios.77 Como corolario del proceso, se licenciaron a la mayoría de unidades milicias del distrito federal y de los estados.78 En 1832 el gobernador Múzquiz anotaba en su memoria de gobierno una fuerza de 674 efectivos para la milicia cívica del distrito de Cuernavaca, lo cual significaba una reducción cercana al 50% con respecto a 1827.79

73 Macune, Estado, 1978, p. 169. La seguridad pública del Estado de México estaba a cargo de compañías de caballería dirigidas por oficiales del ejército permanente, instaladas en sitios estratégicos como Toluca y Cuautla de Amilpas, Múzquiz, Memoria, 1832, pp. 41-42. 74 Costeloe, Primera, 1996, pp. 298-301. 75 AGN, Gobernación, caja 133, s/s, exp. 11, citado en Sánchez Santiró, “Distrito”, 2009. 76 Decreto Núm. 106, “Para que cese la inspección de milicia nacional que se acordó por el decreto número 142 de 1o de mayo de 1829”, 29 de mayo de 1830, en Téllez y Piña, Colección, 2001, t. I, p. 147. 77 Huerta, Empresarios, 1993, p. 132. 78 Costeloe, Primera, 1996, p. 301. 79 “Estado Núm. 18”, “Estado Núm. 19”, en Múzquiz, Memoria, 1832. Después de utilizar a las milicias cívicas del Estado de México en la

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Sin embargo, en 1833 los liberales progresistas regresaron al po-der.80 El gobierno federal estuvo a cargo del vicepresidente Valentín Gómez Farías, mientras que el Estado de México fue gobernado por Lorenzo de Zavala y posteriormente por Félix María Aburto durante el periodo 1833-1834. En mayo de 1833 la legislatura mexi-quense promulgó una ley reglamentaria para el arreglo de la milicia cívica,81 que en realidad ponía en funcionamiento la ley estatal sobre milicias de 1829 con una modificación importante: se aumentaron las contribuciones a los exentos del servicio militar, cuya pago men-sual variaba de 2 pesos a 2 reales dependiendo de la renta anual del exento,82 imponiendo la contribución a los propietarios de hacien-das que no residieran en el estado y liberando de la misma a los jornaleros.83 En ese mismo mes se reestableció el cargo de inspector

pacificación del Sur –donde los simpatizantes de Vicente Guerrero hostigaban a las fuerzas del gobierno– se licenciaron a la mayoría de las tropas “retirándolas a sus hogares”, ibídem, p. 40. El gobernador tam-bién informó que la milicia de Cuernavaca tuvo que desaparecer debido a que varios hacendados se negaron a pagar las contribuciones, por lo que fue imposible seguir manteniéndola sobre las armas, ibídem, p. 41. 80 En enero de 1832 el general Santa Anna proclamó el Plan de Veracruz contra el gobierno de Anastasio Bustamante, consiguiendo su objetivo en diciembre de ese mismo año con la firma de los Tratados de Zava-leta, véase Macune, Estado, 1978, pp. 171-173. 81 Decreto Núm. 292, “Ley reglamentaria para la milicia cívica del Estado”, 2 de mayo de 1833, en Téllez y Piña, Colección, 2001, t. II, pp. 223-241. 82 La tasa de contribución mensual de los exentos era la siguiente: 2 pesos por una renta anual de 3,000; 1 peso por una renta anual de 2,000 a 3,000; 4 reales por una renta de 500 a 2,000; 3 reales por una renta menor a 500, y 2 reales a todos los artesanos, quedando exentos de la contribución los jornaleros, véase Art. 19, ibídem. 83 Para evitar que labradores o artesanos que combinaran sus actividades con el trabajo a jornal se exentaran de la contribución declarándose como jornaleros, la legislatura emitió un decreto definiendo lo que se entendía por el término: “los individuos que trabajan diariamente en obras ajenas, y cuyo estipendio no pasa de un real y medio”, véase Decreto Núm. 338, “Derogando los artículos 13 y 135 de la ley de milicia de 2 de mayo de 833”, 12 de septiembre de 1833, ibídem, pp. 266-267. De hecho, el go-bernador Zavala opinaba en 1833 que no se debía incluir a los jornaleros en las milicias, prefiriendo a los que tuvieran alguna propiedad, pero si

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general, nombrándose para la milicia cívica del Estado de México al coronel Silvestre Camacho.84

Como consecuencia de estas disposiciones aumentaron los fondos y el número de efectivos de la milicia cívica. En 1834, el gobernador Aburto informaba que la milicia cívica del distrito de Cuernavaca se sostenía de las contribuciones de 654 exentos,85 y que estaba conformada por 2,192 milicianos,86 es decir, casi el doble de la fuerza miliciana de 1827 y más del triple de los efecti-vos de 1832 (Cuadro 11).

Aunque las dificultades para obtener fondos para las milicias eran muy grandes y el número oficial se milicianos disminuía a consecuencia de las deserciones, lo que nos interesa resaltar es la disposición de los gobiernos progresistas para fortalecer a la mili-cia cívica, mientras que los regímenes de tendencias moderadas siempre percibieron a estos cuerpos con desconfianza y trataron de desmovilizarlos y desarmarlos.

La última ofensiva legal contra la milicia cívica durante la pri-mera república federal se produjo después del triunfo del Plan de Cuernavaca. Este pronunciamiento había comenzado en mayo de 1834, organizado y comandado por varios hacendados azucareros del distrito de Cuernavaca, y estaba dirigido contra las reformas liberales de los gobiernos federal y estatal. El gobernador del Es-

apoyó el aumento de las contribuciones y su gradación de acuerdo a las rentas del exento, véase Zavala, Memoria, 1833, pp. 23-24, 44, 46. 84 Decreto Núm. 305, “Nombrando inspector interino de milicia cívica del Estado al coronel Silvestre Camacho”, 14 de mayo de 1833, en Té-llez y Piña, Colección, 2001, t. II, pp. 247-248. 85 La memoria de gobierno no distingue las cantidades que aportaba cada uno de los 654 exentos, que iban de los 2 pesos a los 2 reales, de-pendiendo de su renta anual. Si tomamos como tasa mensual promedio la cantidad de 1 peso, los fondos anuales de la milicia cívica del distrito de Cuernavaca eran de 7,848 pesos, aproximadamente. Sin embargo, el gobernador Aburto mencionaba en 1834 que las dificultades para cobrar las contribuciones a los exentos eran el principal obstáculo para el arre-glo de la milicia cívica, pues el monto de su recaudación no era suficiente para cubrir los sueldos de oficiales y la compra de vestuario y armamento, véase Aburto, Memoria, 1834, p. 57. 86 “Estado Núm. 26”, en Aburto, Memoria, 1834.

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tado de México fue inmediatamente removido, mientras que el vicepresidente Valentín Gómez Farías abandonó el cargo en enero de 1835. En marzo de ese mismo año, la nueva legislatura general –integrada por diputados moderados– le dio el tiro de gracia a la milicia cívica reduciendo su número a dimensiones meramente simbólicas con el propósito de neutralizar el poder militar de los estados que pugnaban por la defensa del sistema federal.87

CUADRO 11 Milicia Cívica del distrito de Cuernavaca, 1826-1834

AÑO LUGAR INFANTERÍA CABALLERÍA CONTRIBUYENTES

Cuernavaca 166 35 47

Jiutepec 122 - - Tepoztlán 117 - - Yautepec 469 - -

Tlaquiltenango 37 - - Tetecala 100 - -

1825-1826

TOTAL 1,011 35 47

Cuernavaca 178 - - Miacatlán 526 - - Jiutepec 306 - -

Yautepec 113 - - Tepoztlán 49 - - Cuautla 115 - -

1827

TOTAL 1,287 - -

1830-1832

Subinspección de Cuernavaca *

466 208 -

1833-1834

Subinspección de Cuernavaca *

2,029 163 654

1835 Subinspección de

Cuernavaca* 169 - -

* Comprende los partidos de Cuernavaca, Cuautla y Jonacatepec.

FUENTES: (1825-1826), “Estado Núm. 9”, en Orellana, Descripción, 1995; “Estado Núm. 2”, en Múzquiz, Memoria, 1826; “Estado Núm. 2”, en Múzquiz, Memoria, 1827; (1827) “Estado Núm. 7”, en Zavala, Memoria, 1828; (1830-1832) “Estado Núm. 18”, “Estado Núm. 19”, en Múzquiz, Memoria, 1832; (1833-1834) “Estado Núm. 26”, en Aburto, Memoria, 1834; (1835) “Estado Núm. 2”, Varela, Memoria, 1835; Decreto Núm. 1541, “Arreglo de la milicia local”, 31 de marzo de 1835, en Dublán y Lozano, Legislación, 1876, t. III, p. 38. 87 Costeloe, Primera, 1996, p. 435; Macune, Estado, 1978, p. 176.

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De acuerdo a la nueva ley, promulgada el 31 de marzo de 1835, la milicia cívica se compondría de 1 miliciano por cada 500 habitantes, y se facultó a los gobiernos estatales para reducir su fuerza si era necesario.88 Esto significaba una milicia cívica de 169 efectivos para el distrito de Cuernavaca, que en 1835 poseía alre-dedor de 84,500 habitantes.89

De esta forma se liquidaba en los hechos la fuerza de la milicia cívica. El gobernador del Estado de México se expresaba en éstos términos sobre el asunto:

Puede decirse que nunca la ha habido en el Estado, si por tal mili-cia debe entenderse la reunión organizada de ciudadanos armados para sostener sus justas libertades, sosteniendo el orden y las leyes, bajo las reglas estrictas de subordinación y disciplina… la milicia cívica solo ha pesado sobre la clase última; que numerosa en los re-gistros y para las revoluciones, no ministra un soldado para custodia de las cárceles, para la seguridad de los caminos, ni para el sostenimiento del orden en las poblaciones.90

En cambio, el gobernador elogió la condescendencia de los hacendados azucareros de Cuernavaca que financiaban a fuerzas de seguridad para perseguir a los malhechores y bandidos, y soli-citó que un destacamento del ejército permanente se instalara en la villa para que el sostenimiento de dichas fuerzas no les resultara tan gravoso a los propietarios.91

Así, hemos visto que la milicia cívica presenta un movimiento ondulante durante la primera república federal que responde al vaivén de los regímenes liberales (progresistas y moderados). En términos generales, los primeros utilizaron a las milicias en sus luchas por alcanzar el poder y, una vez instalados, para combatir los pronunciamientos militares en su contra. Por su parte, los moderados llegaron a recurrir a las milicias para tomar el poder por la fuerza, pero una vez instalados optaron por apoyarse en el 88 Decreto Núm. 1541, “Arreglo de la milicia local”, 31 de marzo de 1835, en Dublán y Lozano, Legislación, 1876, t. III, p. 38. 89 Entre 1833 y 1834 hubo una mortandad de 10,284 habitantes en el distrito de Cuernavaca a consecuencia de una epidemia de cólera, véase “Estado Núm. 7”, Aburto, Memoria, 1834. 90 Varela, Memoria, 1835, pp. 77-78. 91 Ibídem, p. 46.

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ejército permanente y desmovilizarlas drásticamente, pues mante-ner sobre las armas a una población agrícola mayoritariamente desposeída significaba un grave peligro para las elites terratenien-tes. En lo que respecta a la lucha por el control de los recursos territoriales, consideramos que la milicia cívica del distrito de Cuernavaca no se convirtió en un instrumento que inclinara la balanza a favor de los pueblos, incluso en sus momentos de máximo apogeo, debido a la pobreza de sus fondos, la escasez de su armamento, la falta de instrucción, y al hecho de que las mili-cias cívicas no eran la única fuerza militar que operaba en el territorio del distrito.

Hacendados y fuerzas armadas En 1825 el ministro de la Guerra, Manuel Mier y Terán, infor-maba de la existencia de “fuerzas sin clasificar” en varios de los estados de la república. Se trataba de grupos armados financiados por terratenientes y mineros para la defensa de sus propiedades, distinguiéndose por su destreza militar y la abundancia de su equipamiento. Estas fuerzas iban de los 4,000 a los 5,000 efecti-vos, y el gobierno las tenía en alta consideración por la potencial ayuda que podían prestarle en caso de una invasión extranjera.92

Como hemos mencionado anteriormente, las fuerzas armadas de las elites regionales se crearon durante la época insurgente a partir de las compañías de “Fieles realistas de Fernando VII”, y de las guardias rurales para la defensa de las haciendas y demás propiedades inmuebles. Después de la independencia estas mili-cias seguían operando, como lo prueba el informe del ministro de la Guerra. Algunos autores mencionan que los ayuntamientos –encargados de organizar las milicias cívicas– se opusieron a la existencia de las compañías particulares al servicio de los hacen-dados, pidiendo su desmovilización y desarme.93

92 Costeloe, Primera, 1996, p. 155. 93 Esta es la opinión de Manuel Chust, cf. Chust, “Milicia”, 2005, p. 181. Para el caso del estado de Guanajuato véanse los estudio de José Anto-

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Sin embargo, en el caso del Estado de México y en particular del distrito de Cuernavaca, no hemos localizado en toda la infor-mación consultada ningún tipo de queja por parte de los ayuntamientos, prefectos, subprefectos o gobernadores sobre la existencia de las milicias de los hacendados. De hecho, en 1830 el gobernador Múzquiz afirmaba que los hacendados de Cuernavaca estaban en buena disposición para financiar a grupos armados que garantizaran la seguridad pública,94 y en 1835 el secretario de gobierno aceptaba abiertamente la existencia de estos grupos.95 Por otra parte, se aprecia que el gobierno federal, lejos de consi-derar a éstas compañías como fuerzas ilegales, las tenían en mucha estima por el apoyo militar que pudiera prestarle.

Por tanto, hay elementos de sobra para suponer que las mili-cias de los hacendados azucareros del distrito de Cuernavaca no fueron desmovilizadas durante la primera república federal. La ausencia de quejas de las autoridades puede explicarse por el hecho de que los hacendados estaban representados en los ayun-tamientos y tenían intereses comunes con la mayoría de prefectos y subprefectos. Además, los gobernadores –tanto progresistas como moderados– sabían de la necesidad de proteger a la agroin-dustria azucarera del distrito de Cuernavaca por la importancia que revestía para los fondos de la hacienda estatal. No obstante, se impone la necesidad de comprobar empíricamente esta afirma-ción, pues las fuentes oficiales sólo reconocen la existencia de grupos armados al servicio de los hacendados hasta 1835, es de-cir, cuando el sistema federal se encontraba en agonía.

En diciembre de 1823, mientras terminaba de discutirse en el congreso el proyecto de acta constitucional, corrían rumores en la ciudad de México de que se organizaba una conspiración contra los españoles en la Tierra Caliente. Se suponía que el levanta-miento habría de iniciarse en Cuautla de Amilpas, pues a ese rumbo se dirigió el general Vicente Guerrero al mando de 300

nio Serrano Ortega, cf. Serrano Ortega, “Federalismo”, 2003, pp. 278-281, y Jerarquía, 2001. 94 AGN, Gobernación, caja 133, s/s, exp. 11, citado en Sánchez Santiró, “Distrito”, 2009. 95 Varela, Memoria, 1835, p. 46.

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infantes y 200 hombres de caballería.96 En efecto, las sospechas de rebelión estaba bien fundadas, pero esta no tuvo lugar en Cuautla, como se suponía, sino en la villa de Cuernavaca. El 16 de enero de 1824 los generales Francisco Hernández, Antonio Al-dama, Luis Pinzón y Guadalupe Palafox lanzaron un pronunciamiento respaldados por el ayuntamiento de Cuerna-vaca, que buscaba la implantación de una república federal, popular y representativa, y exigía la remoción de los españoles de todos los empleos públicos y militares.97

El año y lugar del pronunciamiento tienen mucho sentido si analizamos el contexto político local. De 1822 a 1825, el español José María Ruano Calvo había ocupado a través de reelecciones ilegales el puesto de alcalde del ayuntamiento de Cuernavaca, además de fungir simultáneamente como capitán de la milicia cívica de esa villa –posteriormente sería administrador de la hacienda de San Antonio El Puente, en 1829–.98 Esta claro que aquellos vecinos y funcionarios del ayuntamiento que se oponían a que Ruano Calvo siguiera en el puesto dieron su apoyo a los rebeldes –aunque formalmente el plan fue apoyado por todo el cabildo–. Sin embargo, apenas tres días después de iniciada la rebelión el ayuntamiento de Cuernavaca y una junta de vecinos desaprobaron el plan y se negaron a poner a disposición de los pronunciados a las milicias cívicas –de las que Ruano Calvo era capitán–.99

Vicente Guerrero llegó a Cuernavaca el 18 de enero, e in-formó al Secretario de la Guerra que los facciosos huyeron de la villa por la mañana –rumbo a Taxco y Tepecuacuilco–, y que su

96 Bustamante, Diario, 2001, 7 y 8 de diciembre de 1823, t. III, p. 8 97 AHDN, Exp. XI/481.3/290, “Documentos que componen el expe-diente de la revolución que acaudilló el Gral. D. Francisco Hernández”, 17 de enero de 1823, fs. 2-6a; Flores Caballero, Contrarrevolución, 1969, p. 108. Carlos María de Bustamante sospecha que el pronunciamiento estaba respaldado por José Joaquín Fernández de Lizardi, “El Pensador Mexicano”, pues éste se había marchado rumbo a Cuernavaca con una imprenta, con la que supuestamente se dio a conocer el plan a los pue-blos, Bustamante, Diario, 2001, 16 y 17 de enero de 1824, t. IV, pp. 12-13. 98 Ver Cuadro 7, “Cronología de funcionarios municipales”, Capítulo IV. 99 Bustamante, Diario, 2001, 19 de enero de 1824, t. IV, p. 14.

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fuerza de componía de cerca de 300 efectivos, la mayoría perte-necientes al destacamento del ejército permanente que se encontraba en Cuernavaca, los cuales fueron seducidos por me-dio de “engaños y patrañas”.100 Los generales rebeldes enviaron una carta a Guerrero para que intercediera por ellos ante el con-greso, en ella explicaban que a pesar de haber mantenido el mayor orden por los pueblos y haciendas por donde marchaban, fueron atacados por “una corta división de caballería procedente de la hacienda de Temixco”, propiedad de la familia Yermo, descar-gando sus armas contra ellos sin ningún diálogo previo, cayendo en el combate el sargento Mariano Orellana.101

Pocos días después, el 22 de enero, la sublevación había sido derrotada por las fuerzas comandadas por Guerrero, quien in-formó al Secretario de la Guerra que había recibido el apoyo de las compañías regulares de Cuernavaca y Cuautla, el de las milicias cívicas de Cuernavaca, Yautepec, Miacatlán y Xochitepec, más el auxilio de las tropas de las haciendas de Temixco, Treinta Pesos y San Gabriel –propiedad de los españoles José Yermo y Mariano Valdovinos–.102

Este episodio no deja lugar a dudas sobre la continuidad de la estructura militar mixta sobre el territorio del distrito de Cuerna-vaca con respecto a la época insurgente. Además, no sólo se corrobora la existencia de milicias de hacendados, sino que éstas, lejos de ser antagónicas a las milicias cívicas, actuaban en colabo-ración con las mismas. Así, un pronunciamiento militar que en principio podría beneficiar políticamente a los pueblos, al desalo-jar de los cargos públicos a los españoles, fue combatido por las

100 AHDN, Exp. XI/481.3/290, fs. 22-23. 101 Ibídem, fs. 31-33. Es muy probable que Mariano Orellana estuviera emparentado con el que fuera primer prefecto del distrito de Cuerna-vaca en 1824, Ignacio Orellana, pues ambos aparecen en 1823 como electores parroquiales del barrio de Santa Veracruz, en la ciudad de México, véase Bustamante, Diario, 2001, Anexos, agosto de 1823, p. 32. En su caso la filiación sanguínea no se correspondía con su filiación política, pues Ignacio Orellana se distinguiría como una autoridad cer-cana a los intereses de los hacendados azucareros. 102 AHDN, Exp. XI/481.3/290, fs. 42-43; Bustamante, Diario, 2001, 25 de enero de 1824, t. IV, p. 23.

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milicias cívicas de los propios pueblos. Esto se explica porque los cargos de oficiales de las milicias por lo general recaían en los notables (comerciantes, administradores de hacienda, rancheros, campesinos acaudalados), cuya posición social estaba más cercana a los intereses de las elites económicas regionales.103 En el caso de Cuernavaca sabemos que Ruano Calvo –personaje cercano a la elite azucarera– era capitán de milicias, lo que lleva a suponer que los oficiales de las milicias de Yautepec, Miacatlán y Xochitepec –ayuntamientos con fuerte presencia de fincas azucareras– estaban relacionados en alguna forma con los hacendados.

Al día siguiente de haber sido derrotada la sublevación de Cuernavaca se produjo otro pronunciamiento contra los españo-les en la ciudad de México, comandado por los generales Francisco Hernández y José María Lobato.104 Aunque tardía-mente, en el distrito de Cuernavaca los sublevados tuvieron muchos seguidores. La defensa militar del distrito corría a cargo de Ignacio Sarmina, comandante militar de Cuernavaca, a quien se le unió el comandante de Chalco, teniente coronel Francisco González. En abril de 1824 el juez de letras de Cuautla de Amil-pas advertía sobre el gran número de hombres que se habían pronunciado a favor de Hernández y Lobato.105 Por su parte, el ayuntamiento de Cuautla solicitó auxilio al comandante militar para defenderse de los facciosos que se estaban organizando en Jonacatepec.106

El 9 de abril el Ministro de la Guerra ordenó al comandante Francisco González perseguir a los pronunciados “hasta lograr su destrucción”, indicándole que se apoyara en las fuerzas del co-mandante militar de Cuernavaca, las compañías de la milicia cívica y el auxilio de los hacendados. El comandante de Chalco respondió que las milicias cívicas de Cuernavaca y Cuautla obedecían sus órdenes, mientras que los caballos y las armas de sus tropas se 103 Véase Ortiz, Guerra, 1997. 104 Bustamante, Diario, 2001, 23 de enero de 1823, t. IV, p. 19. 105 AHDN, Exp. XI/481.3/291, “Operaciones militares en las jurisdiccio-nes de Chalco, México y Cuernavaca, para batir a los que secundaron el movimiento encabezado por los Generales Francisco Hernández y José María Lobato”, 6 de abril de 1824. f. 2-4. 106 Ibídem, f. 10.

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guardaban en las haciendas de Yautepec, aunque tuvo que retirarlas a mediados del mes por temor a que cayeran en manos enemi-gas.107 El comandante de Cuernavaca se mostró preocupado porque, según los informes de los vecinos, los ayuntamientos de Tetecala y Coatlán estaban completamente indefensos por falta de armas, debido al influjo de la hacienda de Miacatlán. El ministro de la Guerra respondió a Ignacio Sarmina que pronto tendría reunidas en la zona a las milicias cívicas, y que también podría contar con las fuerzas que le proporcionarían los hacendados de esa demarca-ción.108 El administrador de la hacienda de Atotonilco se encargó de perseguir a los facciosos por todo el sur del distrito –desde Jonacatepec hasta Tetecala– aprendiendo a cuatro de ellos en la hacienda de San Miguel Treinta Pesos.109

A finales del mes de abril varios integrantes de las milicias cívi-cas de Cuautla y Chalco se unieron a las fuerzas de Loreto Cataño, un famoso salteador de caminos de la región que se había unido al pronunciamiento de Lobato.110 Los jefes militares del gobierno temían que Cataño capturara el armamento de las haciendas y de que obtuviera el apoyo de los cívicos de Pantitlán, Cocoyoc y Yau-tepec, con cuyos capitanes y oficiales tenía “demasiada intimidad”, por lo que propusieron desarmar a los pueblos y haciendas de la zona de Yautepec. Rápidamente se enviaron refuerzos de caballería

107 Ibídem, fs. 11, 15. 108 Ibídem, fs. 22-25. Por lo visto los hacendados de Miacatlán, la familia Pérez Palacios, siempre mantuvieron desarmados a los pueblos de la zona por temor a que se sublevaran en su contra, debido a los constan-tes litigios por tierras que sostenían. En 1827 el dueño de la hacienda de Cocoyotla solicitó al ayuntamiento de Miacatlán que no se le otorgaran armas pueblo de Coatlán para no perjudicar “a su persona e intereses”, pues sostenía con dicho pueblo varios pleitos por tierras, véase Mentz, Pueblos, 1988, pp. 66, 144. En cuanto la organización de las milicias cívicas en Tetecala y Coatlán para enfrentar la rebelión de Hernández y Lobato en abril de 1824, está claro que los hacendados aceptaban la militarización de los ayuntamientos cuando se trataba de utilizarlas para la protección de sus intereses –en este caso, combatir una sublevación contra los españoles–. 109 AHDN, Exp. XI/481.3/291, fs. 28-28a. 110 Bustamante, Diario, 2001, 29 de abril de 1824, t. IV, p. 20.

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rumbo a Cuernavaca para que, en coordinación con las tropas de las haciendas, persiguieran a los sublevados.111

En esta ocasión se repite el mismo esquema: ejército regular, milicias cívicas y fuerzas auxiliares pertenecientes a los hacenda-dos combatiendo por una misma causa. Si algunos cívicos decidían luchar en contra de los hacendados tenían que hacerlo desde la ilegalidad, como ocurrió con aquellos que se unieron a Cataño, quienes fueron calificados como “enemigos de la quietud y de la propiedad”.112

Pero si bien el gobierno se apoyaba en la fuerza militar de los hacendados azucareros, entre la prensa liberal de la ciudad de México algunos de ellos eran identificados como enemigos de la patria y de la independencia. A mediados de 1825 los editores de El Águila se referían al “rescoldo castellano o cueva de antropófagos” de las haciendas de San Gabriel y Temixco, que pertenecieron “al célebre y nunca bien ponderado Gabriel Yermo”. Proseguía el diario afirmando que dichas haciendas había sido “los más tenaces baluartes contra la independencia mexicana”, y recordaba los in-tentos se sublevación de 1823 que ocurrieron en ellas, cuya traición quedó sin castigo gracias a la moderación de Iturbide.113

Sin embargo, hay evidencia que el gobierno intentó desarmar a los hacendados azucareros del distrito de Cuernavaca cuando éstos representaron un verdadero peligro para la estabilidad del régimen.

En abril de 1827 el gobernador Zavala informó al Ministerio de Relaciones que bandas de campesinos armados invadían las haciendas de los españoles, y que eran constantes los rumores de que los españoles se estaban armando en Cuernavaca y Cuautla, aunque reconocía que dichos rumores eran una estrategia yorkina para encender los sentimientos antiespañoles entre los pueblos.114 No obstante, para calmar la creciente animadversión contra los gachupines el congreso estatal decretó en ese mismo mes la re-moción de los españoles de todo empleo público, y se les prohibió

111 AHDN, Exp. XI/481.3/291, fs. 17, 20; Bustamante, Diario, 2001, 30 de abril de 1824, t. IV, p. 21. 112 Bustamante, Diario, 2001, 29 de abril de 1824, t. IV, p. 20. 113 Ibídem, 2 de julio de 1825, t. VII, p. 4. 114 Costeloe, Primera, 1996, pp. 103, 106-107.

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portar armas –a ellos y sus dependientes– sin el consentimiento y licencia del gobernador.115 No obstante, las protestas continuaron al grado de convertirse en sublevaciones armadas, por lo que en octubre de 1827 el congreso estatal promulgó la primera ley de expulsión de españoles de la entidad,116 seguida por el decreto de expulsión de la república promulgado por el congreso federal en diciembre de ese mismo año.117

Como respuesta a las leyes de expulsión y al creciente poder en el gobierno de sus rivales, los moderados respondieron en diciembre de 1827 con el plan de Montaño o rebelión de Otumba. En el Estado de México el gobernador Zavala contaba con muchos elementos para sospechar que los hacendados azuca-reros podrían apoyar militarmente a la rebelión, por lo que desde principios de diciembre ordenó al prefecto de Cuernavaca recoger las armas y licencias a los españoles del distrito. No obstante, el prefecto informó que muchos hacendados se negaron a entregar sus armas pretextando no poseerlas o argumentando contar con la respectiva licencia para su uso. Además, mencionó la existencia de un pronunciamiento a cargo del teniente coronel “González”, a consecuencia del cual los dependientes de las haciendas de todo el distrito habían marchado para México por órdenes de sus pa-trones (San Gabriel, San José, Temixco, Chiconcuac, San Vicente, San Gaspar, Atlacomulco y San Carlos del partido de Cuernavaca;

115 Decreto Núm. 20, “Previniendo a las autoridades respectivas, cuiden que los extranjeros y españoles introducidos en la república después de la independencia, y los capitulados que sin permiso se quedaron, ejerzan acto alguno de ciudadanía”, 23 de abril de 1827, en Téllez y Piña, Colec-ción, 2001, t. II, p. 10; Decreto Núm. 19, “Prohibiendo a los españoles y americanos capitulados, y dependientes de unos y otros residentes en el Estado, portar armas de ninguna clase, sin consentimiento del goberna-dor, quien reglamentará el modo de dar las licencias”, 25 de abril de 1827, ibídem, pp. 9-10. 116 Decreto Núm. 72, “Para que los españoles capitulados y los venidos después del año de 821, y no tengan los requisitos legales, salgan del territorio del Estado, y otras providencias de policía interior, respecto de los que se queden”, 6 de octubre de 1827, ibídem, pp. 31-32. 117 Decreto Núm. 538, “Ley de expulsión de españoles”, 20 de diciem-bre de 1827, en Dublán y Lozano, Legislación, 1876, t. II, pp. 47-48.

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Tenextepango, Buenavista, Santa Inés y Casasano del partido de Cuautla; y Santa Clara Tenango y San Ignacio del partido de Jo-nacatepec).118 Desconocemos las intenciones de este pronuncia-miento de “González”, aunque por la escasez de información al respecto en los análisis políticos sobre la época suponemos que se trató de una revuelta menor, posiblemente contra las leyes de ex-pulsión de españoles.119

Por otra parte, resulta extraño que el gobernador no se mos-trara preocupado por la movilización de los trabajadores de las haciendas, y simplemente respondió dándole atribuciones al pre-fecto para que cateara las casas de los españoles que estuvieran bajo sospecha de ocultar armas. Los españoles respondieron entregando su armamento incompleto o en mal estado, por lo que el prefecto concluyó que su “conducta maliciosa” daba lugar a “desconfiar de sus operaciones”.120

Sin embargo, todo parece indicar que la desconfianza del go-bierno hacia los hacendados logró dirimirse puesto que éstos no dieron su apoyo militar a la rebelión de Otumba. El 29 de diciembre –fecha en que el congreso general promulgó la nueva ley sobre milicias para enfrentar a la rebelión de Montaño– el gobernador ordenó al prefecto de Cuernavaca devolver a los españoles las armas y licencias que se les habían retirado. En enero de 1828 se armó nuevamente a los dependientes de la hacienda de San Gaspar para evitar “las incursiones de los malvados”, entre febrero y marzo se les devolvieron las armas a los hacendados Gabriel Yermo, Rafael Irazábal, Martín Michaus, Nicolás Icazbalceta y Eusebio García, “para la seguridad de sus fincas”, así como a los administradores de las haciendas de San Gabriel, Tenextepango y Santa Clara. Según las autoridades estatales, la devolución del armamento a los españoles se hacía en virtud de que habían “variado las circunstancias” que obligaron al gobierno a dictar la orden de desarmarlos.121 118 AHEM, Gobernación, “Prefecturas”, vol. 1, exp. 27, fs. 1-2. 119 El líder de dicho pronunciamiento pudo haber sido el teniente coro-nel José Vicente González, comandante de la guarnición de Toluca, quien en mayo de 1835 apoyaría el Plan de Cuernavaca orquestado por los hacendados azucareros, véase Macune, Estado, 1978, p. 176. 120 AHEM, Gobernación, “Prefecturas”, vol. 1, exp. 27, fs. 3, 7-8. 121 AHEM, Gobernación, “Prefecturas”, vol. 1, exp. 31, fs. 1-27.

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Entre diciembre de 1827 y enero de 1828, el único aconteci-miento significativo que pudiera explicar ese “cambio de circunstancias” es el pronunciamiento del Plan de Montaño y su respectiva derrota. Según Costeloe los pronunciados no lograron obtener el apoyo ni de los sectores populares ni de los militares, por lo que fueron derrotados rápidamente –6 de enero de 1828–.122 Aunque había razones para sospechar de los hacendados azucareros del distrito de Cuernavaca, al parecer sus cálculos políticos les indicaron que la rebelión no tenía posibilidades de éxito y le negaron su apoyo. Además, hay que considerar que algunos hacendados y personajes allegados a ellos pertenecían a las logias yorkinas, es decir, eran enemigos políticos de los esco-ceses que organizaron la rebelión.123 Así, el gobernador ordenó devolverles las armas el 29 de diciembre de 1827, pero resulta significativo que, con la excepción de la hacienda de San Gaspar, la devolución de armas en todas las haciendas del distrito de Cuernavaca se verificó después de haber sido derrotada la rebe-lión de Montaño, es decir, entre febrero y marzo de 1828.124

Según nuestra explicación, el gobierno estatal decidió desar-mar a los españoles para evitar que dieran su apoyo a alguno de los pronunciamientos conservadores que se rumoraba que estalla-rían después de las leyes de expulsión de españoles. Cuando éste finalmente se produjo en diciembre de 1827 –Plan de Montaño o rebelión de Otumba– y los hacendados azucareros dieron mues-tras de no secundarlo, el gobierno ordenó devolverles las armas, pero en los hechos se aseguró de que la devolución se realizara hasta que la rebelión de los conservadores fuera derrotada. Si bien muchos hacendados eran enemigos políticos de los escoceses, el gobierno sabía que la defensa de sus intereses económicos podía llevarlos a apoyar el pronunciamiento. Sin embargo, después de haber derrotado al partido conservador el rearme de las haciendas 122 Costeloe, Primera, 1996, pp. 144-145, 151-152, 154. 123 Ángel Pérez Palacios, miembro de la familia de hacendados azucareros de Miacatlán, e Ignacio de la Piedra, prefecto de Cuernavaca en 1827-1828 y compañero de armas de los hacendados Pérez Palacios y Valdovinos durante la época de Iturbide, eran miembros de una logia yorkina en Cuernavaca, Bustamante, Diario, 2001, Anexos, febrero de 1830, p. 45. 124 AHEM, Gobernación, “Prefecturas”, vol. 1, exp. 31, fs. 1-27.

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azucareras es patente, debido a la necesidad de proteger “los in-tereses de las fincas”. En definitiva, el gobernador Zavala sabía que no podía desproteger a una de las agroindustrias más impor-tantes de todo el estado en términos económicos y fiscales.

Una situación semejante de desarme y rearme de los hacenda-dos azucareros se produjo a mediados de 1829. El 27 de julio el brigadier español Isidro Barradas desembarcó en Cabo Rojo, cerca de Tampico, al mando de un ejército de 3,500 hombres con el propósito de reconquistar el territorio mexicano para la corona española.125 En el Estado de México el gobernador Zavala ordenó al prefecto de Cuernavaca que vigilara la conducta de los españo-les del distrito y de los hombres que se hallaran bajo su servidumbre, pues se sabía que muchos de ellos no estaban “con-formes con la independencia y libertad de la Patria”. También se le ordenó al prefecto contabilizar el número de caballos que hubiera en las haciendas “que no le merezcan confianza”, para destinarlos a las tropas del ejército y evitar que pudieran servir de auxilio a los invasores. El prefecto Pagani respondió al goberna-dor afirmando que había recorrido las haciendas de los españoles que “por notoriedad se conocen desafectos a la Independencia”, además de haber tomado las precauciones necesarias con los “hacendados de confianza” para detectar cualquier tipo de opera-ciones extraordinarias, apoyándose para la vigilancia en el subprefecto de Cuautla.126

Para reforzar las medidas se seguridad, el 18 de agosto el go-bierno estatal emitió un bando que ordenaba retirar las armas y licencias que se tenían concedidas a los españoles. La invasión de Barradas fue derrotada en septiembre de 1829 por las tropas del general Santa Anna. El noviembre de ese mismo año, el goberna-dor informó al ayuntamiento de Cuautla de Amilpas que podía devolver las armas a los hacendados y a sus administradores “para la defensa de los intereses que guardan”, puesto que habían cesado “las circunstancias que le inspiraron a decretar las medidas de que habla el bando del 18 de agosto”.127 Nuevamente, los hacendados

125 Costeloe, Primera, 1996, pp. 222-223. 126 AHEM, Gobernación, “Prefecturas”, vol. 2, exp. 18, fs. 1-5. 127 Ibídem, fs. 17-24.

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azucareros fueron desarmados cuando representaron un peligro para la estabilidad del régimen, pero una vez controlada la situa-ción, se les rearmó para defender sus intereses económicos.

Al año siguiente de la invasión española de reconquista llega-ron al poder gobiernos liberales moderados en la republica mexicana y el Estado de México. Como hemos mencionado, en 1830 el Secretario de Relaciones Exteriores, Lucas Alamán, pro-puso crear una guardia rural formada y financiada por los terratenientes para garantizar la seguridad pública de los caminos y haciendas.128 Hay evidencia de que en el distrito de Cuernavaca los hacendados azucareros levantaron una fuerza de caballería de 400 hombres que operó en el territorio entre 1830 y 1832.129 Ade-más, en 1830 fue nombrado como comandante militar de Cuernavaca Ángel Pérez Palacios,130 hijo de uno de los hacenda-dos y políticos más importantes del distrito, Francisco Pérez Palacios, quien además fungió como prefecto de Cuernavaca precisamente entre 1830 y 1832.131 La representación política y militar de los hacendados azucareros era muy fuerte, y la seguri-dad de sus personas e intereses económicos estaba garantizada.

No obstante, la oposición a los gobiernos moderados co-menzó desde enero de 1832 cuando Santa Anna proclamó el Plan de Veracruz contra el gobierno de Anastasio Bustamante. En el distrito de Cuernavaca los rebeldes obtuvieron apoyo en Cuautla, Cuernavaca y Jonacatepec. A finales de 1832 el comandante mili-tar de Cuernavaca, Ángel Pérez Palacios, tuvo que solicitar refuerzos a la ciudad de México para combatir a los simpatizantes de Santa Anna en el distrito, liderados por los oficiales Sánchez Espinosa, Mejía y Ortiz.132 Finalmente la rebelión triunfó y el 23

128 Costeloe, Primera, 1996, pp. 298-301. 129 Bustamante, Diario, 2001, 23 de octubre de 1830, t. XVII, p. 28; 8 de noviembre de 1830, t. XVII, p. 8; 23 de noviembre de 1830, t. XVII, p. 18. 130 Bustamante, Diario, 2001, 2 de enero de 1830, t. XVI, pp. 4-5; 27 de mayo de 1832, t. XXIV, pp. 25-26; AHEM, Gobernación, “Prefecturas”, vol. 3, exp. 2, exp. 19; “Justicia”, vol. 2, exp. 23. 131 AHEM, Gobernación, “Prefecturas”, vol. 2, exp. 46; vol. 3, exp. 2, exp. 19. 132 AHDN, Exp. XI/481.3/911, fs. 2-3; Exp. XI/481.3/806, fs. 2-3a; AHEM, Gobernación, “Prefecturas”, vol. 3, exp. 24, fs. 216-218.

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de diciembre se firmaron los Tratados de Zavaleta, poniendo término a la administración de Bustamante.133

En 1833 los gobiernos progresistas que se habían instalado a nivel federal y estatal se distinguieron por implementar reformas que atacaron los privilegios de la iglesia, el ejército y los terrate-nientes.134 La repuesta de los moderados no se hizo esperar, desde mayo de 1833 se produjeron una serie de levantamientos militares a favor de la iglesia, el ejército y el centralismo, los más importantes fueron comandados por los generales Escalada, Du-rán, Arista y Canalizo.135 El general Santa Anna condenó públicamente los pronunciamientos, aunque había rumores de que mantenía negociaciones en secreto con los principales jefes rebeldes.136 De hecho, el gobierno anunció el 7 de junio que Santa Ana había sido detenido por las tropas de Arista y Escalada, quienes lo mantenían preso en Cuautla, custodiado por centinelas en la hacienda de Buenavista, propiedad de Martín Ángel Mi-chaus. Se supo que Santa Anna había conferenciado con el ayuntamiento de Cuautla, lo cual generó sospechas sobre la su-puesta detención y se pensó que podría tratarse de un pretexto para sumarse a la rebelión imponiendo sus condiciones. El histo-riador y político de la época, Carlos María de Bustamante, reflexionó sobre la prisión de Santa Ana de esta forma:

El Fénix de ayer, en el cual se inserta un razonamiento muy acre que dizque Santa Anna hizo al Ayuntamiento de Cuautla cuando fue a felicitarlo increpando la conducta de los que lo arrestaron, y exhortando a dicha corporación a que no se dejase alucinar con el plan de una conspiración contra la Constitución y leyes que se hacía a su nombre. ¿Será creíble que así pudiera hablar un hombre rodeado de guardias, preso, y de consiguiente sin libertad? ¿Un hombre a quien lo primero que se le prohibiría sería comunicar con

133 Macune, Estado, 1978, p. 172. 134 Costeloe, Primera, 1996, pp. 371-374. 135 De hecho, Macune menciona que el gobierno estatal amenazó a los ayuntamientos con disolverlos si se unían a las insurrecciones, y que se multaron a varias haciendas por el mismo motivo en Tulancingo y Cuernavaca, véase Macune, Estado, 1978, p. 173. 136 Ibídem, p. 386.

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nadie y mucho más con la primera corporación de un pueblo tan grande como Cuautla, donde prevalido de su condecoración que es la de la primera magistratura y de su prestigio que ésta le daba po-día formar una contrarrevolución, y tornarse muy fácilmente contra los mismos que lo habían arrestado? Para creer esto es nece-sario no tener sentido común.137

Lo interesante de este episodio para nuestro análisis radica en

reflexionar sobre el hecho de que los generales rebeldes eligieran a Cuautla para entrevistarse con Santa Anna fingiendo una deten-ción. En dicho ayuntamiento se encontraban las haciendas azucareras más importantes de todo el distrito de Cuernavaca, de hecho, en las inmediaciones de Cuautla y Yautepec –ayunta-mientos vecinos- se contaban 14 fincas azucareras.138 No es difícil concluir que los hacendados apoyaban militarmente a los pro-nunciados, y es muy probable que ofrecieran sus propiedades como punto de reunión con Santa Anna, pues se trataba de unas haciendas con trabajadores armados que podían garantizar la seguridad del general. Pese a todo Santa Anna no se unió a la rebelión de Escalada y Durán, el 12 de junio se informó que había escapado de sus secuestradores y que se encontraba a salvo en algún lugar de Puebla; días después apareció en la ciudad de México y se proclamó por la defensa de la constitución federal.139

La devoción de Santa Anna por el sistema federal comenzó a debilitarse a finales de 1833. Entre noviembre y diciembre el con-greso discutía una reforma radical del ejército permanente, que básicamente pretendía disminuir sus dimensiones y fortalecer a las milicias cívicas para encomendarles la seguridad interna de la na-ción.140 Esto significaba un ataque directo a la base del poder político de Santa Anna, quien siempre se había apoyado en el ejér-cito para orientar la política nacional a su favor. En mayo de 1834 se proclamaron varios planes para oponerse a las reformas eclesiásti-cas, militares y sobre la propiedad que se discutían en el congreso

137 Bustamante, Diario, 2001, 11 de junio de 1833, t. XXII, p. 21. 138 Ver Mapa 7, “Haciendas azucareras adscritas a los ayuntamientos del distrito de Cuernavaca, 1825”, capítulo II. 139 Costeloe, Primera, 1996, pp. 389-390. 140 Ibídem, p. 406.

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(Puebla, Jalapa, Oaxaca y Cuernavaca). Santa Anna se decidió por combatir al gobierno y eligió el Plan de Cuernavaca, proclamado el 25 de mayo, como la base de sus operaciones militares.141

El pronunciamiento de Cuernavaca estuvo financiado en prin-cipio por los hacendados azucareros, y varios de ellos participaron en su dirección, como el comandante Ángel Pérez Palacios.142 Lógicamente, la fuerza militar que existía en todas las fincas del distrito fue utilizada para combatir al gobierno. En cuanto a Santa Anna, consideramos que el apoyo otorgado a este plan puede explicarse por el hecho de haber estado “prisionero” un año antes en las haciendas del distrito, donde seguramente se convenció de la fuerza militar y los recursos económicos que podían proporcionarle los propietarios.

Así, una sublevación organizada y dirigida por los hacendados azucareros del distrito de Cuernavaca obtuvo una gran cantidad de adhesiones por todo el país,143 provocando una revuelta generalizada que logró derrocar al gobierno progresista de Gómez Farías y posteriormente culminar con el sistema federal, imponer el centralismo, abolir las legislaturas estatales y los ayuntamientos, así como nulificar a las milicias cívicas.144

Después de esta revisión sobre la estructura militar del distrito de Cuernavaca durante la primera república federal, podemos afirmar que las tropas organizadas por los hacendados para com-batir a los insurgentes no desaparecieron en la época republicana. Al contrario, las milicias de los hacendados prestaron su ayuda al gobierno estatal y federal en varias coyunturas, como los pronun-ciamientos de Hernández y Lobato, en enero de 1824. Únicamente

141 Fowler, Age, 1998, p. 281. Hay que aclarar que a pesar de haberse unido al Plan de Cuernavaca, Santa Anna siguió mostrando su adhesión al sistema federal, pues sabía que si el pronunciamiento triunfaba se podrían elegir a diputados simpatizantes del centralismo que hicieran una reforma a la constitución, algo que efectivamente ocurrió en 1835, véase Costeloe, Primera, 1996, p. 428-435. 142 Sánchez Santiró, “Incertidumbres”, 2007, p. 958. 143 Según Fowler, entre mayo y agosto de 1834 se produjeron alrededor de doscientas adhesiones al Plan de Cuernavaca por toda la república, véase Fowler, Age, 1998, pp. 281-282. 144 Macune, Estado, 1978, pp. 176-179; Costeloe, Primera, 1996, p. 435.

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se desarmó a los hacendados cuando éstos representaron una amenaza real que pudiera confrontar al gobierno, ya fuera por sus intereses económicos (Plan de Montaño, 1827) o por su filiación étnica (invasión de Barradas, 1829). Pero mientras no se presentara ninguna situación extraordinaria los gobiernos liberales de la época republicana, ya fueran moderados, progresistas o radicales, nunca cuestionaron la legitimidad y la necesidad de la existencia de fuerzas armadas al servicio de los propietarios, pues la defensa de la propiedad privada constituía uno de los principales valores del liberalismo, quizás el más sagrado de todos.

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CONCLUSIONES

ELITES Y LIBERALISMO:

De las dulzuras de la libertad… (¿Quién es el pueblo?)

En este trabajo hemos pretendido mostrar las relaciones de poder en el ámbito local de la región azucarera de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas, en el periodo que denominamos “primer libera-lismo”, es decir, desde el estallido de la insurgencia que generó las primeras reformas tendientes a la igualdad ciudadana, como la abolición del tributo, pasando por el reformismo gaditano, la independencia política de España, el imperio iturbidista y el fra-caso de la primera experiencia federalista en México. A pesar de las características propias de cada una de las coyunturas políticas señaladas, consideramos que el periodo 1810-1835 puede enten-derse como una unidad desde el punto de vista del proyecto político y socioeconómico que trataba de suplantar a las estructu-ras del antiguo régimen: el liberalismo. En efecto, ya fuera dentro del marco de la monarquía constitucional, el imperio o la repú-blica federal, en el fondo se trataba de construir los elementos básicos que le dieran forma al Estado-nación: la ciudadanía, la participación política de amplios sectores, la libertad de prensa, el mercado unificado, la hacienda nacional, la propiedad privada, las fuerzas armadas. No obstante, la peculiaridad de este primer libe-ralismo reside justamente en su enfrentamiento con las estructuras políticas, sociales y económicas del antiguo régimen, una batalla de la que frecuentemente no sale avante.

Es en el contexto de estas profundas transformaciones en el que situamos el análisis sobre la política local. Nuestro propósito consistió en revisar empíricamente los planteamientos de varios autores que siguen la visión romántica del liberalismo triunfante y sostienen los efectos emancipadores del mismo en las comunida-des rurales de México durante la primera mitad del siglo XIX.

El problema básico a dilucidar consiste en la afirmación de que el reformismo liberal impacto positivamente en la vida de los

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pueblos, fortaleciendo su autonomía política, su grado de nego-ciación frente a las autoridades estatales y sus herramientas de defensa y control de sus recursos territoriales y económicos. Las manifestaciones concretas de estos cambios fueron la ciudadanía (que eliminó las calidades étnicas y otorgó derechos por igual a indios, mestizos, castas y españoles), el sistema electoral (que abrió la participación política a amplios sectores sociales para la elección de sus representantes), los ayuntamientos (que al elimi-nar a las repúblicas de indios asestaron un duro golpe a los cacicazgos indígenas que controlaban el gobierno y las mejores tierras y permitieron el acceso al gobierno municipal a todos los vecinos sin importar su pertenencia étnica) y, finalmente, las mili-cias cívicas (que se constituyeron en el brazo armado de los pueblos para la defensa de sus derechos políticos y económicos).

Según algunos autores, esta serie de modificaciones al interior de los pueblos fortalecieron políticamente a los sectores desarro-llados desde el punto de vista social y económico, lo que podríamos llamar como las elites locales: hacendados, rancheros, granjeros, comerciantes, campesinos enriquecidos, profesionistas, oficiales del ejército. Se afirma que con las herramientas propor-cionadas por el reformismo liberal, estos sectores se erigieron como los líderes y movilizadores de las demandas e intereses de los pueblos en las distintas coyunturas políticas de la política mexicana de la primera mitad del siglo XIX.

No obstante, la debilidad de estos planteamientos es que se sostienen sobre la base de un análisis principalmente político. En primer lugar, es un hecho bastante conocido que las comunidades rurales de la época presentan una marcada diferenciación social y económica, de lo que resulta que los habitantes de los pueblos tienen distintos intereses, demandas y reivindicaciones, depen-diendo del lugar que ocupen en la escala social y económica. Por tanto, es problemático plantear que las elites locales representan los intereses de los pueblos. Pero si esto es así, tendríamos que conocer quiénes eran estos líderes, caracterizarlos social y eco-nómicamente, y constatar sus acciones específicas a favor de sus comunidades. Por lo general, los trabajos sobre esta temática omiten presentar la dimensión socioeconómica de los actores

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políticos, es decir, se trata de una historia política sin historia social y económica.

Nuestro análisis parte de la premisa de que no se puede hacer historia política prescindiendo de la sociedad. Por ello comenza-mos con la presentación del escenario geográfico de nuestra región de estudio para poder contextualizar los intereses políticos, económicos y sociales de nuestros actores históricos. La región de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas –núcleo territorial del actual Estado de Morelos–, se articuló desde la época colonial en base a la relación simbiótica entre haciendas azucareras y pueblos de indios. Los abundantes recursos territoriales y acuíferos de la región, la disponibilidad de mano de obra, el acceso al mercado novohispano más importante –la ciudad de México–, más una serie de factores internos y externos propiciaron que la agroin-dustria azucarera de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas alcanzara el primer lugar en producción, mientras que el azúcar se convir-tió, después de la plata, en segundo producto mercantil más importante de Nueva España.

Los propietarios de las haciendas azucareras de la región no conformaban una simple elite local o regional, se trataba de influ-yentes comerciantes capitalinos, pertenecientes al Consulado de Comerciantes de la ciudad de México, quienes desde finales del siglo XVIII adquirieron haciendas azucareras y desplazaron a la iglesia como la principal propietaria de fincas en las subdelegacio-nes de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas. Estos hacendados-comerciantes integraron la producción y comercialización del dulce, invirtieron en mejoras técnicas para incrementar la produc-ción, y recurrieron a sus redes de influencia social, comercial y política para lograr que durante la primera mitad del siglo XIX, una época de incertidumbre política y económica, la producción azucarera de sus haciendas continuara al alza.

Por su parte, los pueblos de indios se vieron afectados desde finales del siglo XVI por una serie de epidemias que diezmaron su población drásticamente. Esto generó que la corona instituyera una política proteccionista a favor de la población indígena, prohibiendo que se utilizara a los indios para laborar en las haciendas azucareras. Además, las autoridades virreinales despla-zaron a la población sobreviviente de sus lugares de origen para

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congregarlos en un solo pueblo, o los sujetaron políticamente a una cabecera. Esta situación fue aprovechada por las haciendas azucareras, la cuales invadieron y se apropiaron por diversos me-canismos legales y extralegales de las tierras de los pueblos. Cuando en el siglo XVIII la población indígena se recuperó, en-frentó serios problemas de subsistencia debido a la escasez de tierras, por lo que muchos indios sin tierra o con muy poca fue-ron a laborar como jornaleros, arrendatarios o trabajadores permanentes en las haciendas azucareras. Los sectores desposeí-dos de los pueblos permitieron a los hacendados abandonar el sistema esclavista de trabajo –implantado desde la prohibición de emplear a los indios–, generándose desde entonces una compleja relación simbiótica entre pueblos y haciendas, así como una larga historia de conflictos territoriales.

Sin embargo, los pueblos de indios lograron atenuar sus pro-blemas económicos y de subsistencia, gracias a que la corona les otorgó importantes derechos políticos y económicos. En primer lugar, los pueblos tuvieron su propio gobierno indígena (repú-blica), donde por medio de elecciones anuales nombraban a sus dirigentes –gobernadores, alcaldes, regidores, síndicos– y a una serie de funcionarios que se encargaban de la administración eco-nómica y religiosa de la comunidad. Además, los recursos económicos de los pueblos (comunidad) constituían una base muy importante para mitigar las desigualdades sociales, pues además de la porción de tierra inalienable que la corona les cedió a todos los pueblos (fundo legal), estos gozaban de tierras comu-nales que se repartían entre todos sus tributarios, tierras de cofradía cuyas rentas se utilizaban para satisfacer las necesidades del culto religioso, más algunas tierras a título individual que eran poseídas por los vecinos más acaudalados.

Esta comunidad indígena presenta varios elementos disruptivos hacia finales de la época colonial. La población esclava que laboró en las haciendas azucareras durante los siglos XVII y XVIII generó un fuerte mestizaje en la población regional, lo que explica el gran número de mulatos y otras castas que se avecindaron en los pue-blos, junto con un importante sector de mestizos y españoles. Por otra parte, los españoles que instalaron en los pueblos pequeñas casas de comercio adquirieron relevancia social y económica, pues

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introdujeron artículos que mercantilizaron en distintos grados la economía de los pueblos, generaron endeudamiento entre los habitantes mientras traducían su poder económico en influencia política. A pesar de que los sectores no indios accedieron por di-versos mecanismos a los cargos de gobierno y al disfrute de los bienes de comunidad, el marco institucional de las repúblicas de indios les permitió limitar hasta cierto punto la intromisión de otros sectores sociales en sus asuntos.

El proyecto liberal que comenzó a construirse en las primeras décadas del siglo XIX consideraba a la propiedad comunal de las repúblicas de indios como un obstáculo para el desarrollo agrícola, pues impedía la comercialización de la tierra y su adjudicación a título individual para formar una sociedad de pequeños propieta-rios. Por ello se tomaron medidas para disminuir el poder local de los pueblos y reducir su representatividad política, pues las repú-blicas de indios se habían mostrado como un instrumento importante en la defensa de sus tierras comunales y demás recur-sos económicos.

La constitución de Cádiz, promulgada en 1812, abolió las repú-blicas de indios y las sustituyó por ayuntamientos constitucionales. La pertenencia a la comunidad se basó en la condición de “vecino-ciudadano” con igualdad de derechos, eliminándose las calidades étnicas. Por tanto, un primer elemento para valorar el impacto del liberalismo en el medio rural reside en contrastar el poder político de los pueblos durante la época colonia con su situación a partir de las reformas gaditanas. Nuestro análisis demuestra que existió una drástica reducción de la representatividad política de los pueblos de nuestra región de estudio, planeada y llevada a la práctica por las elites liberales en el poder.

En efecto, a finales de la época colonial había 94 pueblos con autogobierno indígena (repúblicas de indios) en las subdelegacio-nes de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas. Sin embargo, sabemos que hacia 1821 solamente existían 34 ayuntamientos constitucio-nales en el territorio, cuando según la legislación gaditana tendrían que haberse formado 80, pues la población regional era de 80,000 habitantes y se requería de un mínimo de mil para for-mar ayuntamiento. Durante la época republicana los gobiernos liberales redujeron aún más el número de ayuntamientos, pues la

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ley municipal del Estado de México, promulgada en 1825, au-mentó el mínimo de habitantes a 4,000, con lo cual, en el distrito de Cuernavaca diminuyó el número de ayuntamientos a 17, canti-dad inferior a lo estipulado por la ley, pues según la cantidad de población debieron haber permanecido 22.

La mayoría de los ayuntamientos que sobrevivieron quedaron constituidos de acuerdo a la lógica territorial que habían generado las haciendas azucareras. Cuautla, Yautepec, Xochitepec y Tla-quiltenango albergaban en su jurisdicción al mayor número de fincas azucareras del territorio, situación que generó la intromi-sión de los propietarios y sus allegados en los asuntos municipales de gobierno.

Nuestra revisión de las elecciones municipales durante el pe-riodo gaditano demuestra cabalmente la intervención de los hacendados azucareros para influir en los resultados. Sus estrate-gias iban desde la colocación de sus allegados en los cargos que organizaban y vigilaban las elecciones (secretario y escrutadores), hasta la práctica de enviar a los trabajadores de sus haciendas con listas bajo la amenaza de perder su empleo en caso de no entre-garlas. Aquí se demuestra que el concepto de ciudadanía que hizo tabla rasa de las calidades étnicas benefició en los hechos a los hacendados azucareros, ya que la mayoría de sus trabajadores eran mulatos y gracias a las reformas obtuvieron el derecho de elegir a los funcionarios de los ayuntamientos. Considérese, a manera de ejemplo, que los ayuntamientos de Yautepec y Cuautla de Amilpas albergaban cada uno en su jurisdicción a siete haciendas azucare-ras, cuyos trabajadores les otorgaban a los hacendados una aplastante representatividad política en las elecciones municipales.

Por otra parte, hemos podido constatar el resultado lógico de esta situación: en los ayuntamientos con presencia de haciendas azucareras (los cuales por cierto eran la mayoría y los más impor-tantes desde el punto de vista geográfico, poblacional y económico) los cargos municipales fueron ocupados frecuente-mente por hacendados azucareros, familiares de éstos, socios comerciales y administradores de haciendas durante la época gaditana y republicana.

Algo similar ocurre con los funcionarios que fueron designa-dos por el gobierno para vigilar y controlar el accionar de los

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ayuntamientos: los subdelegados en la época gaditana, y los pre-fectos en la republicana. En efecto, los subdelegados de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas del periodo 1805-1821 tuvieron algún tipo de relación comercial con los hacendados azucareros, o bien ellos mismos poseían fábricas de aguardiente en el territorio. En cuanto a los prefectos del distrito de Cuernavaca, de los once años que abarca la primera república federal (1824-1835), hemos constatado que al menos durante ocho años estos funcionarios estuvieron relacionados con la elite azucarera del distrito y que incluso varios de ellos fueron hacendados o familiares.

Si bien no hemos podido establecer con mayor precisión el nivel de acaparamiento de los cargos municipales por parte de la elite azucarera, la información disponible permite afirmar que su control sobre la política local era muy fuerte, y que se reforzó aún más con el auxilio de los prefectos. Existen evidencias de vecinos que se quejaron contra las autoridades municipales por haberlos despojado de sus tierras o quitarles el mercado municipal para trasladarlo a una hacienda. También se han constatado varios conflictos territoriales y acuíferos entre los pueblos y los hacen-dados azucareros, cuya resolución por lo general fue favorable para éstos últimos. Es muy sugerente que en varias ocasiones los vecinos se negaran a emitir sus quejas a los prefectos expresando que no eran de su confianza, por lo que llegaron a saltarse esa instancia e incluso llegaron a la acción directa, tomando por la fuerza las tierras de las haciendas que a su juicio les pertenecían.

Por otra parte, el voto corporativo con que contaban los hacendados a través de los trabajadores de sus fincas no solo les permitió acceder a los cargos municipales, también los proyectó hacia la política estatal y nacional por medio de las elecciones para diputados. En efecto, el sistema electoral de representación indi-recta durante nuestro periodo de estudio comenzaba en el nivel municipal, donde se elegían electores parroquiales, posterior-mente éstos elegían a electores de partido, quienes a su vez nombraban a electores provinciales o generales (dependiendo del periodo), los cuales se encargaban de elegir los diputados provin-ciales o estatales y federales. En nuestro análisis se ha constatado la presencia de hacendados azucareros, administradores de hacienda, familiares y socios comerciales en las Juntas Electoras

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de los partidos de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas para algunos años, quienes nombraron como electores generales a varios de su grupo. De hecho, la fuerza electoral del grupo de hacendados azucareros se corrobora si consideramos que varios de sus miem-bros pertenecieron a la Diputación Provincial de México en 1822-1823, y que durante la primera república federal, once de ellos fueron nombrados como diputados para la legislatura del Estado de México, y cuatro más se desempeñaron como legisladores en el congreso nacional.

Semejante poder político le permitió a la elite azucarera ejercer su influencia en el gobierno y las cámaras para proteger sus intereses económicos. Así, lograron que la Diputación Provincial de Nueva España estableciera aranceles proteccionistas al azúcar en 1821, y que el gobierno mexicano promulgara una política prohibicionista en 1824. Además, cuando los políticos progresis-tas del Estado de México intentaron aumentar la fiscalidad sobre sus negocios, los hacendados lograron reducir las cuotas de los impuestos, o bien revertirlos cuando se posicionaron políticos moderados en el gobierno estatal.

En cambio, los gobiernos estatales hicieron muy poco a favor de las comunidades rurales, pues los proyectos de reforma agraria o el arreglo de los conflictos territoriales entres pueblos y hacien-das nunca se concretaron, mientras que la opinión de los gobernadores con respecto al gobierno de los ayuntamientos siempre fue negativa, por considerar que sus habitantes eran ineptos para los puestos del cabildo a consecuencia de su falta de luces. Algunos consideraban que se debían reducir aún más el número de ayuntamientos, mientras que otros sostenía que los pueblos irían educándose progresivamente en los asuntos de gobierno, en cualquier caso, todos coincidían en afirmar que el gobierno municipal no estaba en las mejores condiciones.

Sin embargo, en los últimos años de la primera república federal los gobiernos estatal y nacional tomaron medidas que beneficiaron a los pueblos y confrontaron abiertamente los intereses de la elite azucarera del distrito de Cuernavaca: expulsión de españoles, ex-propiación de tierras para formar el pueblo de Mapaztlán, en el ayuntamiento de Cuautla de Amilpas, incautación de los censos enfitéuticos y propiedades del duque de Terranova y Monteleone,

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mayores gravámenes al aguardiente de caña y la promulgación de un impuesto único de extracción al azúcar.

En esta ocasión toda la representatividad política lograda por los hacendados azucareros en los distintos niveles de gobierno no alcanzó para defender sus intereses. De ahí que la elite azucarera optara por utilizar otra forma de negociación política muy fre-cuente en la época: el pronunciamiento militar. En mayo de 1834 se proclamó el Plan de Cuernavaca, organizado y comandado por miembros del grupo de hacendados, y dirigido contra las refor-mas liberales progresistas del gobierno estatal y nacional. En menos de un año este plan consiguió innumerables adhesiones en todo el territorio nacional que convergieron para poner punto final a la primera experiencia federalista en México e instaurar el centralismo.

El poder militar de los hacendados azucareros se articuló desde la guerra de independencia, cuando varios propietarios de fincas realizaron préstamos al gobierno virreinal para costear el armamento de las milicias provinciales y combatir a los insurgen-tes, además de formar batallones de Patriotas Distinguidos de Fernando VII, comandados y financiados por ellos mismos, así como batallones de lanceros con los trabajadores de sus hacien-das para protegerlas militarmente.

Después de la independencia estas fuerzas “auxiliares”, como se les llamaba en la época, siguieron funcionando en el territorio del distrito de Cuernavaca y coexistieron al lado de las milicias cívicas, ese brazo armado que el liberalismo otorgó a los ayunta-mientos para la defensa de sus intereses.

La información sobre la milicia cívica del distrito de Cuerna-vaca durante la primera república federal, indica que su número de efectivos estuvo condicionado a la filiación política del go-bierno estatal, pues mientas los progresistas abrieron las puertas de las milicias a todos los ciudadanos y estipularon fondos del presupuesto para la compra de armamento, los moderados redu-jeron su número, excluyeron del servicio militar a los jornaleros y fortalecieron al ejército permanente en detrimento de las milicias. De hecho, incluso en los periodos de gobierno progresista el número de efectivos de la milicia cívica del distrito de Cuernavaca no era tan alto, y su armamento siempre fue escaso, al grado de

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que constantemente se tenían que pedir refuerzos al ejército per-manente o a las milicias de otros distritos o estados. Por otra parte, hay que considerar que los oficiales de las milicias eran electos por medio de votaciones en los ayuntamientos, y sabemos de algunos lugares, como Cuernavaca y Yautepec, donde los car-gos recayeron en hacendados azucareros o administradores de hacienda, por lo que no se puede generalizar la afirmación de que las milicias cívicas fueran el brazo armado para la defensa de los intereses de los pueblos.

En cambio, aunque no hemos podido establecer el número de efectivos de los batallones de las haciendas, su fuerza era conside-rable y siempre estuvieron adecuadamente armados gracias a los recursos económicos de sus patrones. El gobierno estatal cons-tantemente solicitaba el apoyo de las fuerzas armadas de las haciendas para combatir alguna insurrección y en ocasiones ac-tuaban en coordinación con las milicias cívicas. No obstante, es una realidad que la fuerza militar de la elite azucarera generó mu-chas veces desconfianza en los gobiernos estatales, al grado de que sus trabajadores fueron desarmados. Esto ocurrió durante la rebelión de Montaño de finales de 1827, cuando el gobierno es-tatal consideró que los hacendados podían respaldar un plan de corte político moderado. Posteriormente, durante la invasión de reconquista española comandada por Barradas a mediados de 1829, el gobierno volvió a desarmar a los hacendados azucareros debido a los antecedentes antiindependentistas de muchos de ellos. Sin embargo, en ambas ocasiones, una vez que el enemigo fue derrotado, el gobierno devolvió las armas a los hacendados argumentando que las necesitaban para la defensa de sus propie-dades e intereses.

Por tanto, podemos afirmar que las milicias cívicas no consti-tuyeron en la realidad un instrumento que reforzó la autonomía política de los pueblos y mejoró el control sobre sus recursos territoriales. En efecto, nuestro análisis muestra que los miembros de las milicias estuvieron mal armados e instruidos y a menudo eran comandados por hacendados azucareros y sus allegados, por el contrario, la elite azucara del distrito contaba con batallones particulares bien armados al servicio de sus intereses, los cuales no fueron percibidos como fuerzas ilegales por el gobierno estatal

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y sirvieron para garantizar la seguridad de sus propiedades. Pero como hemos viso, las tropas de las haciendas no sólo sirvieron para proteger físicamente las propiedades, pues cuando las políti-cas del gobierno estatal atentaron contra los intereses de la elite azucarera, éstas fueron utilizadas para apoyar militarmente un plan contra el gobierno.

Después de este recuento de los principales resultados obteni-dos por nuestro análisis de la política local del distrito de Cuernavaca durante el primer liberalismo, es necesario hacer un balance sobre las implicaciones que éstos conllevan.

Habría que decir algo, en primer lugar, sobre el debate en torno a la caracterización de la constitución de Cádiz como epi-logo del antiguo régimen o génesis del régimen liberal. A riesgo de caer en el eclecticismo, habremos de aceptar la afirmación de que la carta gaditana constitucionalizó el paradigma jurispruden-cial del antiguo régimen –principalmente en lo que respecta a la concepción de la justicia–. Sin embargo, en nuestro análisis pu-dimos constatar que las innovaciones introducidas por el reformismo gaditano (soberanía nacional, ciudadanía, sistema electoral representativo, ayuntamientos constitucionales, milicias cívicas) significaron un cambio sustancial que impactó en la rear-ticulación del poder local con respecto a la época virreinal.

Si bien las Cortes buscaron en principio resguardar la sobera-nía del monarca ausente, en los hechos se dio una verdadera transferencia de la misma al pueblo soberano, una transformación que se constata con el funcionamiento del sistema electoral, donde las elecciones del nivel parroquial eran el punto de partida de todo el sistema político, y donde además se definía la condi-ción de vecino-ciudadano (una situación radicalmente distinta de lo que ocurría en el antiguo régimen). Ahora bien, que esta trans-ferencia de la soberanía se haya traducido en una mejora sustancial en las condiciones materiales de vida de los pueblos, es un hecho que venimos negando a lo largo de este trabajo.

Por ello, el argumento de que la constitución de Cádiz sim-plemente reajustó la figura del antiguo vecino para equipararla a la del ciudadano no es del todo válida, pues se hace caso omiso de una innovación fundamental: la eliminación de las calidades étni-cas. En efecto, mientras que en la época colonial los cuerpos

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político-territoriales se definían como repúblicas de españoles o repúblicas de indios, bajo el nuevo orden constitucional gaditano los ayuntamientos se formaban de vecinos-ciudadanos con inde-pendencia de su pertenencia étnica. Como hemos ilustrado, esta situación impactó de manera negativa al interior de las comunida-des rurales al permitir que las elites locales y regionales se inmiscuyeran directamente o a través de sus representantes en los asuntos gobernativos de los pueblos.

Incluso en el tema de la justicia detectamos transformaciones latentes en el ámbito local, como el hecho de que los subdelegados perdieran varias de sus atribuciones para ser transferidas a los ayuntamientos (la causas de hacienda y guerra permanecieron en manos de los subdelegados, mientras que las de policía y justicia –civil y criminal– fueron dadas a los alcaldes de los ayuntamientos). Hemos mostrado que para una época tan temprana como 1814 ya existían serios conflictos jurisdiccionales entre los subdelegados de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas con los alcaldes de los ayunta-mientos de las respectivas cabeceras. El problema no era menor, pues se estaba rearticulando la distribución del poder local, más allá de que la cultura jurídica de los actores permaneciera inalterada.

Este debate sobre los grados de ruptura o continuidad del re-formismo gaditano con el antiguo régimen se ha planteado en la historiografía mexicana específicamente en el tema de la sociabilidad política. Algunos autores sostienen que durante el primer liberalismo, al interior de las comunidades rurales coexistió una sociabilidad política liberal junto a las prácticas tradicionales del antiguo régimen, manteniéndose entre ambas una constante fricción y lucha de fuerzas. Por otra parte, hay quienes perciben una sola sociabilidad política, la cual estaría compuesta por elementos liberales y de antiguo régimen, según esta opinión estaríamos ante una sociabilidad política híbrida donde convergen elementos de tradición y modernidad. A nuestro entender, consideramos que la categoría “sociabilidad política híbrida” es problemática, pues pre-tende conciliar elementos que en principio resultan irreconciliables, algo parecido ocurre con quienes hablan del “liberalismo comunal”.

Otra posibilidad sería plantear una sociabilidad liberal, pero “distorsionada” o “desvirtuada”, partiendo de la premisa de que el proyecto de las elites era instaurar un régimen liberal, cuyos

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elementos se fueron distorsionando o desvirtuando conforme fue conviniendo a los intereses de los actores históricos o debido a las resistencias de las estructuras del antiguo régimen. Sin embargo, aceptar esta explicación implicaría reconocer que sólo existe un “modelo” de liberalismo válido, y que cualquier escenario que se aleje del modelo ideal sería calificado como una distorsión.

En nuestra opinión, lo que muestra el análisis de la política lo-cal en la región aquí estudiada, es que progresivamente se fue imponiendo una sociabilidad política efectivamente liberal, pero de corte moderado. Es decir, una sociabilidad política que en los hechos benefició a las elites regionales al permitirles reducir la participación de los sectores populares en la toma de decisiones.

Esta afirmación se sustenta con el análisis de la política local de la región azucarera de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas, en el que hemos percibido que el concepto de ciudadanía, entendida en sentido amplio como el conjunto de ciudadanos con derechos iguales ante la ley que se interesan y participan por diferentes mecanismos en los asuntos de interés público, estuvo muy lejos de concretarse en las comunidades rurales de la región. En efecto, para la mayoría de campesinos que habitaban los ayuntamientos de la región azucarera, su nación era casi lo mismo que su pueblo, por lo que sus reivindicaciones e intereses se circunscribían al limitado ámbito sus lugares de origen o residencia. Las elites eco-nómicas, en este caso el grupo de hacendados azucareros, utilizaron sus derechos ciudadanos para abogar a favor de sus intereses particulares, y en los hechos supieron utilizar los instru-mentos políticos liberales para defender sus intereses gremiales como lo habían hecho de la época colonial. De ahí que estemos en desacuerdo con la afirmación de que las elites locales se con-virtieron en el liderazgo movilizador de las demandas de los pueblos, lo cual es menos cierto para el caso del distrito de Cuer-navaca, un territorio dominado por una poderosa elite de hacendados-comerciantes capitalinos en contubernio con las elites locales (rancheros, comerciantes, campesinos acaudalados, caciques indígenas).

El análisis de las elecciones municipales y para diputados pro-vinciales, estatales o federales, refuerza nuestras afirmaciones, al mostrar que los hacendados utilizaron el voto corporativo de sus

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trabajadores, la mayoría de los cuales no pertenecía ni social ni culturalmente a los pueblos, para acceder de manera notable a los cargos municipales y legislativos, además de influir en los gober-nadores estatales o provinciales para el nombramiento de subdelegados y prefectos afines a sus intereses.

Si bien es cierto que por medio del voto de los sectores no in-dios se debilitaron sustancialmente los cacicazgos indígenas que habían acaparado desde la segunda mitad del siglo XVIII los prin-cipales cargos de las repúblicas y las mejores tierras de los pueblos, esto no quiere decir que la mengua del poder de los notables indígenas se trajera en beneficio de las comunidades. Al contrario, los cargos del gobierno fueron ocupados cada vez más por personas ajenas a sus intereses sociales, culturales y económi-cos, pues si bien los caciques indígenas aprovechaban su puesto para obtener beneficios personales, por lo general mantuvieron fuertes lazos culturales y de pertenencia étnica con el común de los pueblos, los cuales los llevaron a erigirse durante la época colonial como los líderes de las repúblicas en la defensa de sus tierras comunales frente a los hacendados. Por otra parte, en las repúblicas de indios la mayoría de la población ocupaba alguno de los innumerables cargos de regulación económica, política, admi-nistrativa o religiosa. Con el reformismo liberal la posición de los indios en el gobierno local fue debilitándose progresiva pero constantemente

Finalmente, nuestro análisis demuestra que el peso económico de las haciendas se tradujo en protagonismo político desde la primera mitad del siglo XIX, y no posteriormente como afirman algunos estudios. En el caso del distrito de Cuernavaca los hacen-dados azucareros se inmiscuyeron en todos los ámbitos y niveles de la política, incluso el militar, llegando a influir de manera tan decisiva en la política nacional al grado de abanderar el pronun-ciamiento que puso término a la primera república federal.

Justo en la fase final de la elaboración de este trabajo se pu-blicó la obra Ayuntamientos y liberalismo gaditano en México, coordinado por Juan Ortiz Escamilla y José Antonio Serrano Ortega.1 Si bien no fue posible incorporar al debate los sugerentes

1 Ortiz y Serrano, Ayuntamientos, 2007.

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planteamientos sobre diversos temas del municipalismo gaditano que ofrecen los artículos sobre un buen número de regiones, al menos presentamos la síntesis interpretativa que pudimos extraer a partir de una primera lectura.

En la introducción Ortiz Escamilla y Serrano Ortega afirman que a la “revolución de los pueblos” le siguió una “contrarrevolu-ción municipal” en diversos grados dependiendo de la región.2 Así lo demuestran los estudios sobre Tlaxcala, Yucatán, la Huasteca Potosina, Guadalajara, Veracruz central, Puebla y Guanajuato. Raymond Buve sostiene que las elites locales de Tlaxcala “se apo-deraron de las instituciones gaditanas para defender sus intereses, a veces contradictorios entre sí";3 en Yucatán las comunidades indígenas ganaron autonomía durante el periodo gaditano, pero la perdieron drásticamente después de la independencia cuando se reestablecieron las repúblicas de indios y pasaron a ser cuerpos auxiliares de los subdelegados, según afirma Arturo Güémez;4 en la región de la Huasteca Potosina –estudiada por Antonio Escobar– los sectores mercantiles de finales de la colonia lograron acceder a la política local, consolidaron su posición a través de la actividad militar, acaparando los cargos municipales a través de las elecciones y beneficiándose por medio de la adquisición de tierras.5

Luz María Pérez menciona que las elites de Guadalajara aplica-ron estrategias para proteger sus intereses económicos y políticos, como la manipulación electoral, logrando que la mayoría de ayun-tamientos se instalara en el hinterland de los centros de integración económica.6 Juan Ortiz afirma que en la región central de Vera-cruz, con la promulgación de la constitución estatal, se restringió la participación ciudadana en las elecciones municipales, en la adjudi-cación de los cargos y en el acceso a la milicia cívica, por no convenir a los intereses de las viejas oligarquías.7 En el caso de Puebla, Alicia Tecuanhuey sintetiza el proceso afirmando que el

2 Ibídem, p. 14. 3 Buve, “Historia”, 2007, p. 56. 4 Güemez, “Emergencia”, 2007, pp. 108, 120. 5 Escobar, “Ayuntamientos”, 2007, pp. 147-157. 6 Pérez Castellanos, “Ayuntamientos”, 2007, p. 296. 7 Ortiz, “Ayuntamientos”, 2007, p. 311.

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congreso estatal logró que la militarización de la vida municipal fuera mínima, y reducir al ayuntamiento a una simple instancia administrativa bajo resguardo de prefectos y subprefectos.8 Una situación similar se presentó en Guanajuato, donde a partir de la época republicana se redujo drásticamente el número de ayunta-mientos y su instalación se volvió una gracia o concesión de las elites en el gobierno hacia los pueblos, puesto que se pasó de crite-rios “cuantitativos” a “cualitativos” para definir la estructura municipal, como sostiene José Antonio Serrano.9

La excepción a la regla la constituyen los casos de Oaxaca y la región de la tierra caliente veracruzana. Así, en el distrito oaxa-queño estudiado por Peter Guardino los comerciantes y funcionarios no controlaban ni el comercio, ni las tierras ni los recursos naturales significativos, por lo que los campesinos indí-genas continuaron defendiendo sus derechos contra curas y funcionarios, utilizando las herramientas liberales (ayuntamientos, juzgados) o en su caso los tumultos.10 Asimismo, Michael Ducey señala que en la tierra caliente de Veracruz no existía la domina-ción económica de una elite ya que el sector comercial era débil, de ahí que la comunidad indígena disfrutara de una inacabable cantidad de tierra, por tanto, no se dio una monopolización de los cargos municipales por parte de las elites y los indígenas gozaron de una representación política muy amplia.11

La conclusión que podemos extraer de esta serie de trabajos sobre el tema municipal en regiones tan diversas en la siguiente: el nivel de autonomía política de los pueblos estuvo determinado por la presencia de una elite económica regional (o varias), ahí donde ésta fue inexistente las comunidades lograron mantener en cierta manera el control sobre sus recursos y su autogobierno. Este modelo interpretativo está plenamente confirmado por nuestro análisis de la política local en el distrito de Cuernavaca durante el primer liberalismo.

8 Tecuanhuey, “Puebla”, 2007, p. 364. 9 Serrano, “Ciudadanos”, 2007, pp. 435-438. 10 Guardino, “Nombre”, 2007, p. 106. 11 Ducey, “Elecciones”, 2007, pp. 193, 203-206.

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Por tanto, consideramos que la sociabilidad política liberal sólo benefició a quienes tenían “fortuna o cultura”, pues la mayo-ría de la población no estaba en condiciones de ejercerla mientras continuara la desigualdad social y económica. Esta opinión se sustenta con la descripción que Lorenzo de Zavala nos brinda sobre las condiciones políticas de la población del Estado de México en 1828:

Contrayéndome al Estado de México, ¿que especie de democracia es esta, en donde entre doscientos mil habitantes, que son llamados á ejercer los derechos de la soberanía en los colegios electorales, dos terceras partes no saben leer, una mitad está desnuda, una ter-cera parte ignora el idioma en que debe explicar sus conceptos, y tres quintos sólo son el instrumento del partido dominante? Esta es otra de las causas de las disensiones intestinas; porque un hom-bre que no tiene el sentimiento íntimo de sus acciones, hoy piensa, o mejor dicho, hoy obra maquinalmente así, y otro día en sentido contrario... no contamos con esa masa de ilustración y de inteligen-cia que nuestros vecinos del Norte, en donde el más pobre y desvalido vive independiente de los otros; el menos instruido sabe cuales son las cuestiones que se agitan en las cámaras y cuerpos le-gislativos, y da razón de lo que dicen los diarios que lee y a que está suscrito.12

En cambio, al referirse a los lazos de unión de las clases privi-legiadas, Zavala presenta una descripción que bien puede corresponder al grupo de hacendados azucareros del distrito de Cuernavaca:

…éstos se conocen todos, porque sus intereses son recíprocos; tie-nen más confianza mutua, porque defienden sus mismos intereses; se reúnen fácilmente, porque no son muchos; obran con más sis-tema, más coherencia, más disciplina.13

Así, queda claro que el pueblo teórico depositario de la sobe-ranía nacional no coincida en los hechos con el pueblo de la política real. Los principales beneficiarios de las reformas liberales en ámbito local del distrito de Cuernavaca durante el periodo 1810-1835, fueron los miembros del grupo de hacendados azuca-

12 Zavala, Memoria, 1833, pp. 4-5. 13 Ibídem, p. 4.

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reros, como lo demuestra la producción ascendente de sus fincas durante la primera mitad del siglo XIX.

Agustín de Iturbide no se equivocaba cuando aseguró a los hacendados azucareros en 1821 que gustarían plenamente de las dulzuras de la libertad.

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AHDN Archivo Histórico de la Defensa Nacional

AHNDF Archivo Histórico de Notarías del Distrito Federal

ACCM Archivo del Cabildo Catedral Metropolitano

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MEMORIA en que el gobierno del Estado libre de México da cuenta al Honorable Congreso Constitucional, de todos los ramos que han sido de su cargo en el último año económico, presentada el día 26 de marzo de 1834, Toluca, 1834.

MEMORIA en que el Gobierno del Estado Libre de México da cuenta al congreso constitucional, de todos los ramos que han sido a su cargo en el año económico ocurrido desde 16 de octubre de 1830, hasta 15 de igual mes de 1831. Presentada el día 12 de marzo de 1832, Imprenta del Gobierno, Toluca, 1832.

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ÍNDICE DE MATERIAL GRÁFICO

CUADRO 1 Señoríos prehispánicos del área de Morelos en 1519

CUADRO 2 Hacendados azucareros de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas, 1805-1806

CUADRO 3 Pueblos de indios, 1790-1809. Subdelegaciones de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas

CUADRO 4 Ayuntamientos del distrito de Cuernavaca, 1820-1835

CUADRO 5 Juntas electorales de parroquia para renovar ayuntamientos, 1820

CUADRO 6 Juntas Electorales de los Partidos de Cuautla, Cuernavaca y Jonacatepec Distrito de Cuernavaca, Estado de México, 1832 y 1833

CUADRO 7 Cronología de Funcionarios Municipales. Subdelegaciones de Cuernavaca y Cuautla, 1813-1814, 1820-1823 Distrito de Cuernavaca, Estado de México, 1824-1834

CUADRO 8 Subdelegados, prefectos y subprefectos. Subdelegaciones de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas, 1806-1821 Distrito de Cuernavaca, Estado de México, 1824-1834

CUADRO 9 Gobernadores del Estado de México. Primera República Federal, 1824-1835

CUADRO 10 Fuerzas armadas durante la insurgencia. Subdelegaciones de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas, 1810-1813

CUADRO 11 Milicia Cívica del distrito de Cuernavaca, 1826-1834

37

46

55

74

106

117

126

140

172

191

200

GRÁFICA 1 Producción azucarera regional, 1600-1850. Cuernavaca y Cuautla de Amilpas

43

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MAPA 1 Señoríos prehispánicos de Cuauhnáhuac y Huaxtepec, 1519

MAPA 2 Alcaldías mayores de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas, 1740-1821

MAPA 3 Instalación de las haciendas azucareras, siglos XVI-XVIII

MAPA 4 Pueblos de indios de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas, 1790-1809

MAPA 5 Ayuntamientos gaditanos, 1820-1823. Subdelegaciones de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas

MAPA 6 Ayuntamientos Republicanos, 1824-1834. Distrito de Cuernavaca, Partidos de Cuernavaca, Cuautla y Jonacatepec

MAPA 7 Haciendas azucareras adscritas a los ayuntamientos del distrito de Cuernavaca, 1825

MAPA 8 El distrito de Cuernavaca en 1826, según el prefecto Ignacio Orellana

MAPA 9 Distrito de Cuernavaca, Estado de México, 1824-1835

36

40

41

58

76

81

82

f/p

f/p

ESQUEMA 1 Proceso circular de la política local. Estado de México, 1824-1835

ESQUEMA 2 Elección de diputados provinciales. Constitución de Cádiz, 1812

ESQUEMA 3 Elección de funcionarios municipales. Constitución de Cádiz, 1812

ESQUEMA 4 Elección de funcionarios municipales. Ley municipal de 1825, Estado de México

ESQUEMA 5 Elección de diputados. Ley electoral de 1826, Estado de México

ESQUEMA 6 Los ayuntamientos gaditanos. Constitución de Cádiz, 1812

70

102

103

111

116

121

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ESQUEMA 7 Los ayuntamientos republicanos. Ley municipal de 1825, Estado de México

ESQUEMA 8 Atribuciones de los prefectos y subprefectos. Estado de México, 1824-1835

122

157 f/p Fuera de paginación

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LAS DULZURAS DE LA LIBERTAD Ayuntamientos y milicias durante el primer

liberalismo. Distrito de Cuernavaca, 1810-1835 de Irving Reynoso Jaime

se terminó de imprimir el 15 de febrero de 2011 en NAVARRO Editores, ([email protected]). La edición consta de 500 ejemplares. Para su composición se utilizó el tipo Gara-mond en 8, 9, 10, y 11 puntos. La impresión estuvo al cuidado de Jorge Navarro y la edición general a cargo del autor.

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