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L L A A S S V V A A C C A A C C I I O O N N E E S S D D E E L L O O S S G G Á Á L L V V E E Z Z F F r r a a n n c c i i s s c c o o G G u u t t i i é é r r r r e e z z S S o o t t o o

Las vacaciones de los Gálvez

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Relato breve de ficción basado en un hecho real. España 1999.

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LAS VACACIONES DE LOS GÁLVEZ Los Gálvez han invertido casi todo el presupuesto de las vacaciones en alquilar un chalé en la lujosa urbanización de la sierra. La vieja ranchera cargada de equipaje y echando humo a borbotones gira al fondo de la calle principal. Todas las miradas se vuelven como advertidas por el vaticinio que ese motor fatigado trae a sus vidas. Él, gafas oscuras, camiseta de rayas, maravillado por las casas que flanquean la calle, deleita la vista sobre el paisaje de las fachadas. Ella, gafas oscuras, blusa holgada, con la dirección en la mano, repite con la mirada el trayecto que separa el papel escrito y las cifras que identifican cada portal. El perro, ojos entornados y lengua elástica, chorrea de babas el asiento, los cristales y la nuca de sus amos. Los estertores del vehículo provocan el gesto encogido de los residentes, que se dirigen a cumplir con las obligaciones religiosas del domingo. Debe ser aquí, dice ella, comprobando la coincidencia del número escrito con el que hay en el rótulo de la puerta. ¡Vaya!, exclama él, abriendo simultáneos boca y ojos cuando comprueba la conjunción de lujo y funcionalidad de la casa. Tremenda, sí señor, mucho mejor de lo que parecía en la foto de la agencia. Si por dentro está igual que por fuera, añade ella el lado práctico, tendrás que reconocer que el gasto ha merecido la pena. Abren el garaje y la ranchera entra marcha atrás para facilitar la descarga. Antes de sacar las cosas echan un vistazo al interior de la casa. Todo está en orden, todo se ve limpio y bien conservado. Espaciosas las habitaciones, las camas sin hacer, pero con la ropa ordenada y planchada en los armarios. El salón, grande, con muebles sencillos y cómodos. La cocina, amplia, con armarios en el perímetro de la encimera, muchos

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electrodomésticos y una mesita para comidas informales. Y sobre el fregadero un ventanal grande que da al jardín posterior. Por encima de la verja que separa los jardines se ve la familia del chalé vecino, afanada en apilar sacos de brezo junto a los macizos. Un paraíso por quince días. Caro como cualquier paraíso que compensa un destierro. Mientras descargan el maletero y se apresuran en acomodar el equipaje, el perro permanece ocioso después de repasar la casa y elegir el mejor sitio para la siesta. Al rato, impaciente por los nuevos olores, se dedica a husmear por el jardín. Cuando empiezan a colocar la ropa de las maletas, se oye la voz del vecino llamando desde la verja. Dejan los bultos sobre la cama y bajan. Salen al jardín por la puerta del salón. Al otro lado de la valla, el vecino, protegido con un sombrero de panamá, los saluda levantando un guante amarillo. Debe estar subido en algo, piensan, porque le sobra medio busto por encima del cercado. Buenas tardes. Quiero darles la bienvenida en nombre mío y de mi señora, levanta la voz con tono amistoso y señala con el pulgar hacia la casa. Ella está ahora arreglándose un poco para salir con unas amigas y me ha pedido que les presente sus respetos. Gracias, responde ella, son ustedes muy amables. Confío en que tengan una buena estancia, añade el vecino, y sepan que pueden contar con nosotros para lo que necesiten. Muy agradecidos, pero nos gustaría pasar unos tranquilos días de descanso, interviene él y subraya tranquilos anteponiéndolo al sustantivo. Un año de trabajo termina por rebelarle a cualquiera la salud. Qué verdad es, sí señor, añade el hombre empinándose escrutador. Por cierto, nos hemos fijado que se han traído ustedes al perro...

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Ah, sí. Zeus, responde él, animal encantador donde los haya. Algo mayor, ¿sabe?, pero sigue siendo para nosotros un cachorro, aunque muy educado, eso sí. No se preocupen que no los molestará. No ladra ni da la lata. Además, es muy limpio y no se ensucia en el jardín. Lo mismo me había parecido, se yergue aún más para observar al perro con mayor detenimiento. Pero no lo decía por eso..., de sobra se ve que es buen chico. Verán, mi mujer tiene..., bueno..., tenemos un pequeño conejito que está casi todo el día en el jardín. Ya se lo enseñaremos, es un primor de animalito. Como no tenemos hijos, ¿saben?, él es quien rellena esos huecos que la vejez va abriendo en la vida. ¿Me comprenden, verdad? Lo que queríamos pedirles, no se lo tomen a mal, por favor, es que vigilen al perro, no vaya a ser que el animal lo vea, salte la valla o se meta por el enrejado y le vaya a hacer algo. Mi mujer se moriría si algo le pasase a nuestro Borny. Nada, nada, descuide, intenta ella tranquilizarlo. Como dice mi marido, Zeus es una joya de animal, incapaz de hacerle daño a una mosca. Jamás ha tenido valor ni para pelearse con otros perros. Dígale a su mujer que esté sin cuidado, confiamos en él como en una persona. No saben cuánto se lo agradecemos, afloja el esfuerzo de los gemelos que intentaban ganar altura. Nada más verles llegar, mi mujer me pidió que les hablase. A mí me daba algo de reparo, pero insistió tanto que... bueno, seguro que ustedes nos entienden. Por supuesto que lo entendemos. Pero le juramos que Zeus, insisten en la inocuidad del perro, es el más tímido y bonachón espécimen del reino animal. ¡Uy, pues qué peso me quitan de encima!, y cambia de tema. Me gustaría, además, aprovechar la ocasión para invitarles esta tarde a tomar el té en casa, claro está, si no tienen ustedes nada mejor que hacer. Se miran levemente. No es lo que más les apetecería hacer la primera tarde de vacaciones, pero entienden que deben cuidar las relaciones de buena vecindad.

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Será para nosotros un placer, dice ella, tomando la delantera. ¿A qué hora les parece bien que nos pasemos? Oh, a las cinco, naturalmente, responde extrañado por la pregunta, a menos que sea excesivamente pronto para ustedes. No, no, ataja él, comprendiendo que en determinados círculos se da por hecho a la hora en que se toma el té. Lo decíamos por si tuvieran ustedes otras obligaciones. Pues entonces, concluye el vecino con sensación de estar cansado de tanta charla, les esperamos en casa esta tarde a las cinco. Tengan ustedes una feliz llegada. Se miran sin decirse nada. Ocultos por la valla se sonríen extrañados por la forzosa amabilidad del vecino. De nuevo dentro de la casa continúan colocando el resto del equipaje. Sé que no te hace ninguna gracia, lo mira ella compasiva, pero era una situación tan violenta y me cogió tan de sorpresa que no supe qué excusa ponerle. No te preocupes, asiente él. No me apetece, pero lo asumo. No me ilusiona pasar el primer día de vacaciones visitando a un par de viejos maniáticos. En fin, no íbamos a hacerles el feo. Ahora, eso sí, intentaremos que no se tomen demasiadas confianzas o los tendremos encima los quince días. Tranquilo, lo tranquiliza, a partir de mañana les decimos que vamos a tener un rígido calendario de visitas turísticas que no estamos dispuestos a transgredir. Orden de nuestro médico de cabecera, recuperar energías para empezar de nuevo el trabajo cuando volvamos. Con la importancia del asunto deciden arreglarse un poco. En la calle comprueban que el calor está especialmente pegajoso. Al llegar a la entrada de la casa, ella le ahueca la camisa para que la tela se le separe de la

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piel húmeda. Llaman a un timbre que suena como el carillón del ayuntamiento de Munich. Al rato abre el vecino, se saludan, les hace pasar y pasan al salón. El hombre excusa a la mujer, que se está terminando de arreglar. Aprovecha para enseñarles una colección de jarrones chinos. A la primera pregunta encuentra el pretexto para extenderse sobre méritos, excelencias y dinastía de cada pieza. Añade momento, lugar y precio tras las correspondientes admiraciones. Aturdidos ante la octava maravilla cerámica, aparece la mujer con amplia blusa floreada, pantalones pesqueros y trayendo en brazos un enorme conejo blanco adornado con un gran lazo de raso azul. Buenas tardes, mirada pictórica y voz lánguida, extiende la mano como pretendiendo que se la besen. ¿Cómo están? ¡Ay, cuánta amabilidad por su parte, honrarnos con su visita! Por fin ya se han instalado, ¿verdad? Uf, qué fastidio las mudanzas, aunque sean para unos pocos días de vacaciones ¿verdad? ¿Qué tal han encontrado la casa? Es una monada, ¿verdad? Apenas alcanzan a responder mientras la mujer va engarzando una pregunta tras otra, que indefectiblemente acaba en "¿verdad?" Uy, qué despiste, repara y presenta al gigantesco conejo que trabajosamente sujeta en vilo, permítanme que los presente, éste es Borny, nuestro hijito. Mira, Borny, éstos son nuestros nuevos vecinos. Vamos, Borny, salúdalos, insiste, ¡no seas así, caramba! El conejo los mira estúpido desde los ojos lechosos, se limita a encoger la nariz temblorosa y empieza a patalear intentando bajarse. Discúlpenlo, añade la mujer, mientras lo deja sobre un cojín del sofá. Es un poco arisco con la gente que no conoce, pero ya verán como pronto les toma confianza. Lo mira, le sonríe y frunce el morro imitándolo, le arroja un beso cunicular y el conejo salta a la alfombra persa, dejando una bolita marrón oscuro sobre el cojín. Pero bueno, bueno, no vamos a estar aquí de pie toda la tarde. Mi marido les ha preparado ya el té con pastas y hemos creído que lo mejor sería tomarlo en el jardín a la sombra del porche, ¿verdad?

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Salen al jardín y reconocen explícitamente que a pesar de lo temprano de la hora, el césped refresca con una brisa aromada de lavanda y romero. La conversación es un vertiginoso monólogo de la mujer, que ellos se limitan a recibir con persistentes golpes de cabeza. Intentan contestar alguna pregunta, pero se dan cuenta que ella no espera respuestas y continúa con su perorata. Parece salir del epicentro de su mundo cuando les pregunta por el perro. Zeus se le ha convertido en una obsesión. Ya me ha dicho mi marido que su perro es de toda confianza. No saben lo que me tranquilizó oír sus noticias, tengo tanto miedo por mi Borny... Los veraneantes que estuvieron en su casa hace dos años también trajeron un perro. Era un "rostbeef” de esos horribles que salen en las películas mordiendo prisioneros. Nada más llegar olfateó a Borny a través de la valla y, desde ese momento, no se imaginan cómo se ponía. Fue un verdadero suplicio el mes que estuvieron aquí. Mi marido lo pilló un día excavando un túnel para meterse por debajo de la alambrada. Les amenacé con denunciarlos a la policía si no lo ataban, pero no sirvió de nada. Al final decidimos dejar al pobrecito Borny encerrado en casa todo el mes de agosto. Fíjense ustedes, con este calor y con lo que al él le gusta salir al jardín a mordisquear sus florecitas. Ellos insisten tozudos en que Zeus es un animal absolutamente pacífico, incapaz de lastimar a nadie y mucho menos a un conejo de compañía. Pero a pesar de las promesas, la mujer continúa con su teoría sobre el comportamiento carnicero de los perros, incapaces de sustraer su iniquidad ante la visión de una criatura inocente. Terminada la segunda taza de té se disculpan diciendo que están cansados del viaje y desean acostarse temprano para salir pronto de excursión. Se despiden y dejan al matrimonio diciéndoles adiós desde la puerta de la casa con el conejo dejando bolitas marrones entre sus piernas. Los días siguientes sólo llegan a la casa para dormir. Salen a primera hora con una bolsa de bocadillos y un par de botellas de refresco. Han dejado a Zeus agua y comida suficiente. Después de la visita a casa de los vecinos discutieron sobre la conveniencia de dejarlo atado. No les agradaba la idea, pero cuando miraron los ojos caídos y tristones de Zeus,

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comprendieron que el animal quedaba fuera de cualquier sospecha y lo dejaron suelto. Ese día vuelven después de una agotadora excursión y deciden cenar algo rápido en el jardín para disfrutar del fresco de la noche antes de acostarse. Preparan una ensalada de endibias, nueces y manzana. Cuando van a salir con la cena al jardín, Zeus entra en la cocina con el conejo de los vecinos muerto entre sus dientes. Ella da un gritó de espanto y deja caer la ensaladera. Las endibias, la manzana y las nueces se desperdigan por el suelo, la salsa de mostaza rebota en el cuenco, salpicando las paredes y los muebles de formica blanca. El grito le supone a él llevarse parte de la yema del pulgar con el cuchillo que cortaba el embutido. Agarran al perro por el cuello e intentan quitarle el conejo exangüe de la boca. Zeus se resiste con un ligero gruñido, pero ante los gritos y las amenazas termina asustándose y lo suelta. No es necesario tomarle el pulso, el animal está irremediablemente muerto. Tiene el pelo cubierto de tierra, las orejotas empapadas de las babas de Zeus y el lazo de raso hecho un amasijo de tela y barro. Los lactosos ojos cerrados no tienen un sólo hilillo de expresividad, además, ya no arruga el hocico y parece más delgado. No se dicen nada. Ella se abate sobre una silla y vence los brazos ante la adversidad, él, sujetando el cadáver del roedor como quien muestra un pecado, le pregunta sin esperar respuesta, y ahora, ¿qué? Al borde del sollozo, ella se pone resórticamente en pie, llega al ventanal, mira, observa meticulosa la casa de los vecinos y cierra las cortinas de cuadritos blancos y rojos. Ajá, no están, dice. Vamos, hay que darse prisa antes que regresen. Bájate el secador de pelo y la plancha que hay en el armario de la habitación, ordena estratégica, yo lo iré lavando en el fregadero. Antes que él esté de vuelta con los aparatos, ha sumergido el cuerpo del conejo en agua tibia, lo ha enjabonado y le está escurriendo el pelo con un paño de felpa estampado de frutitas con un cartel que pone "Souvenir from Melbourne". Mientras él le seca el pelo y se lo desenreda con el cepillo de

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púas del perro, ella lava, escurre, seca y estira a planchazos el lazo de raso azul. No ha pasado media hora cuando el cuerpo inánime del conejo reposa, blanco estridente, con el pelo esponjado y el lazo impecable sobre la mesa de la cocina. Observan de nuevo por la ventana a través de la abertura de las cortinas y ven que la pareja aún no ha regresado. Él coge al animal y salen al jardín, le pasa el conejo y arrima una silla a la cerca, se encarama y salta. Desde arriba ella le baja el bulto y él se dirige veloz hacia la puerta del porche, coloca al animal tumbadito de lado, cual si estuviera durmiendo, en la medianía equidistante del segundo escalón y regresa a la carrera, doblando el espinazo como protegiéndose tras una barricada. Traspasa la cerca con un salto deportivo, pisa mal la silla y está a punto de luxarse el tobillo. Ella lo ayuda, se incorpora y renqueando entran en la casa. Mientras recogen los desperfectos de la tragedia no pueden evitar dedicarle sendas miradas asesinas a Zeus, que sin entender gritos ni carreras se mantiene ignorante sentado en su inocencia. Están recogiendo la cocina y tirando la comida a la basura cuando oyen los gritos de la vecina. Miran entre las cortinas y la ven correr arriba y abajo por el porche, entrando y saliendo de la casa, haciendo aspavientos y dándose aire a la fatiga con las manos. Se ha vuelto loca, piensan... Prefieren estarse quietos y no salir. A los pocos minutos los gritos desaparecen y todo queda en silencio. Se sientan en la mesa, dándole conscientemente la espalda al perro, que los mira intrigado. Entonces el ulular de una sirena los saca del abatimiento. Una ambulancia se detiene frente a la casa de los vecinos y un par de enfermeros bajan presurosos con una camilla.

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Cuando salen a la puerta del jardín la ambulancia se aleja con el matrimonio dentro. La mujer tendida inconsciente en la camilla, cubierta de electrodos y tragándose un respirador. El marido en zapatillas, tapado con una toalla de baño y la mirada ausente. En la puerta un grupo de vecinos comenta el suceso con aire misterioso. Se quedan fuera del círculo prestando oídos a los comentarios. Todo es confusión. Una vez dispersa la mayoría se acercan a una mujer que parece haber asistido a los momentos finales de la tragedia. Pobrecillos. ¿Cómo ha podido pasarles esto?, está diciendo. ¿Pero, qué ha pasado?, alguien indaga. Nadie se explica lo sucedido, responde la mujer. A la vuelta de su paseo cotidiano se han encontrado al conejito muerto en el porche, todo arregladito, limpio y con el lazo planchadito, como ellos solían tenerlo... ¿Y?, se adelanta él con tono despectivo. ¿Eso les ha provocado tamaño disgusto?, dice impertinente, dejándose llevar por la tensión acumulada. ¿Y qué fue lo del conejo, un infarto tal vez?, ¿una indigestión de florecitas, o qué?, añade con crueldad temeraria. Pues eso mismo, sí señor, responde la mujer, volviéndose para contestarle, murió de una indigestión de flores, como dijo el veterinario. Pero lo inexplicable es que el animalito murió ayer por la mañana y ellos lo habían enterrado al fondo del jardín, junto a uno de los rosales que tanto le gustaban.